Secuencia Cuento Policial
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LA INSPIRACIÓN
El poeta Siao, que vivía desde el otoño en el palacio imperial, fue encontrado muerto en su habitación. El médico
de la corte decretó que la muerte había sido provocada por alguna substancia que le había manchado los labios de
azul. Pero ni en las bebidas ni en los alimentos hallados en su habitación había huellas de veneno.
El consejero literario del emperador estaba tan conmovido por la muerte de Siao, que ordenó llamar al sabio Feng.
A pesar de la fama que le había dado la resolución de varios enigmas —entre ellos la muerte del mandarín Chou y
los llamados "crímenes del dragón"— Feng vestía como un campesino pobre. Los guardias imperiales se negaron a
dejarlo pasar, y el consejero literario tuvo que ir a buscarlo a las puertas del palacio para conducirlo a la habitación
del muerto.
Sobre una mesa baja se encontraban los instrumentos de caligrafía del poeta Siao: el pincel de pelo de mono, el
papel de bambú, la tinta negra, el lacre con que acostumbraba a sellar sus composiciones.
—Mis conocimientos literarios son muy escasos y un poco anticuados. Pero sé que Siao era un famoso poeta, y que
sus poemas se contaban por miles —dijo Feng—. ¿Por qué todo esto está casi sin usar?
—Sabio Feng: hacía largo tiempo que Siao no escribía. Como verá, comenzó a trazar un ideograma y cayó
fulminado de inmediato. Siao luchaba para que volviera la inspiración, y en el momento de conseguirla, algo lo
mató.
Feng pidió al consejero quedarse solo en la habitación. Durante un largo rato se sentó en silencio, sin tocar nada,
inmóvil frente al papel de bambú, como un poeta que no encuentra su inspiración. Cuando el consejero, aburrido
de esperar, entró, Feng se había quedado dormido sobre el papel.
—Sé que nadie, ni siquiera un poeta, es indiferente a los favores del emperador —dijo Feng apenas despertó—.
¿Tenía Siao enemigos?
El consejero imperial demoró en contestar.
—La vanidad de los poetas es un lugar común de la poesía, y no quisiera caer en él. Pero en el pasado, Siao tuvo
cierta rencilla con Tseng, el anciano poeta, porque ambos coincidieron en la comparación de la luna con un espejo.
Y un poema dirigido contra Ding, quien se llama a sí mismo "el poeta celestial", le ganó su odio. Pero ni Tseng ni
Ding se acercaron a la habitación de Siao en los últimos días.
—¿Y se sabe qué estaban haciendo la noche en que Siao murió?
—La policía imperial hizo esas averiguaciones. Tseng estaba enfermo, y el emperador le envió a uno de sus médicos
para que se ocupara de él. En cuanto a Ding, está fuera de toda sospecha: levantaba una cometa en el campo.
Había varios jóvenes discípulos con él. Ding había escrito uno de sus poemas en la cometa.
—¿Y dónde levantó Ding esa cometa? ¿Acaso se veía desde esa ventana?
Si, justamente allí, detrás del bosque. Honorable Feng: los oscuros poemas de Ding tal vez no respeten ninguna de
nuestras antiguas reglas, pero no creo que alcancen a matar a la distancia. ¡Además, la cometa estaba en llamas!
—¿Un rayo?
—Caprichos de Ding. Elevar sus poemas e incendiarlos. Yo, como usted, Feng, tengo un gusto anticuado, y no
puedo juzgar las nuevas costumbres literarias del palacio.
Feng destinó la tarde siguiente a leer los poemas de Siao. A la noche anunció que tenía una respuesta. El consejero
imperial se reunió con él en las habitaciones del poeta asesinado. Feng se sentó frente a la hoja de bambú y
completó el ideograma que había comenzado a trazar Siao.
—"Cometa en llamas" —leyó el consejero—. ¿La visión de la cometa le hizo a Siao recuperar la inspiración?
—Siao trabajaba a partir de aquello que lo sorprendía. El momento en que se detiene el rumor de las cigarras, la
visión de una estatua dorada entre la niebla, una mariposa atrapada por la llama. De estas cosas se alimentaba su
poesía. Aquí en el palacio, ya nada lo invitaba a escribir: por eso su pincel nuevo estaba sin usar desde hacía meses.
Ding puso allí el veneno, y con la suficiente anticipación como para que nadie sospechara de él. Sabía que Siao,
como todos los que usan pinceles de pelo de mono, se lo llevaría a la boca al usarlo por primera vez, para
ablandarlo. Los restos del veneno se disolvieron en la tinta. Esa fue una de las armas de Ding.
—Imagino que la otra fue la cometa —dijo el consejero.
—Ding sabía que al ver algo tan extraño como una cometa en llamas, la inspiración volvería al viejo Siao.
Feng tomó el pincel de pelo de mono y escribió:
Una cometa en llamas sube al cielo negro.
Brilla un momento y se apaga.
Así la injusta fama del mediocre Ding.
—Mis dotes como poeta son pobres, pero acaso no esté tan alejado del tema que hubiera elegido Siao —Feng
limpió con cuidado el pincel
— Como poeta Ding rechaza toda regla, pero como asesino acepta las simetrías. Para matar a un poeta eligió la
poesía
FIN
2) Respondé debajo de cada pregunta las actividades propuestas. Te dejo el audio libro para que puedas ayudarte
https://www.youtube.com/watch?v=X891PA53-i0
3) Buscá el significado de la palabra “vanidad” y explica qué quiso expresar el consejero imperial con esta frase:
“La vanidad de los poetas es un lugar común de la poesía, y no quisiera caer en él.”
4) ¿Qué tipo de narrador tiene el relato? Justificá transcribiendo dos oraciones del texto.
5) Reescribí el siguiente fragmento debajo, reemplazando las palabras subrayadas por un sinónimo.( Marcalas con
color)
Sobre una mesa baja, se encontraban los instrumentos de caligrafía del poeta Siao: el pincel de mono, el
papel de bambú, la tinta negra, el lacre con que acostumbraba a sellar sus composiciones.
-Mis conocimientos literarios son muy escasos y un poco anticuados. Pero sé que Siao era un famoso
poeta, y que sus poemas se contaban por miles- dijo Feng
- ¿Por qué todo esto está casi sin usar?
-Sabio Feng: hacía largo tiempo que Siao no escribía. Como verá, comenzó a trazar un ideograma y cayó
fulminado de inmediato. Siao luchaba para que volviera la inspiración, y en el momento de conseguirla,
algo lo mató.
LUGAR DE NACIMIENTO:
ESTUDIOS:
TRABAJOS:
OBRAS PUBLICADAS:
PREMIOS:
ÚLTIMA OBRA:
Continuamos trabajando con el cuento leído anteriormente “La Inspiración” de Pablo de Santis.
Si necesitas recordarlo, volvé a leer la asignación anterior o escuchá el audiolibro en este link:
https://www.youtube.com/watch?v=X891PA53-i0
2) Completá con los nombres de los personajes del cuento policial leído
VÍCTIMA:_________________________________ DETECTIVE:
____________________________
3) Indicá en el siguiente cuadro los elementos que puedas identificar en el cuento “La inspiración”:
ENIGMA
INVESTIGACIÓN
MÓVIL
3) Identificá en el cuento dos indicios que encuentra el detective Feng para resolver el enigma. Te ayudo con estas
preguntas:
*indicio 1:________________________________________________________________________
*indicio 2: _______________________________________________________________________
a) Leé la carta que Tseng le escribió al detective Feng para agradecerle y resolvé.
ANTES….quiero saber…
a) ¿Conocés historias de detectives? ¿Detectives famosos?
b) ¿Te gustaría ser detective?
c) ¿Qué cualidades pensás que tenés para resolver enigmas?
1) Leé la reseña del cuento y pensá de qué se va a tratar… ¿cómo te imaginás el Museo del Universo?
¡Comenzamos a leer!
ESTE ES EL LINK DEL CUENTO, POR SI TENES GANAS DE LEERLO DE NUEVO:
https://www.librosdemario.com/lucas-lenz-y-el-museo-del-universo-leer-online-gratis/2-paginas
4) Revisá los verbos del punto anterior, escribí en qué persona, número y tiempo está conjugado cada uno
Yo estaba leyendo el diario con los pies sobre el escritorio cuando entró un hombre totalmente calvo, con anteojos de vidrio
verde. No tenía cara de actor, pero nunca se sabía. Esperé unos segundos, para ver si comenzaba a hacer zapateo
americano, o a cantar un bolero, pero no hizo nada. ¿Era posible que por fin tuviera un cliente?
—¿Señor Lenz? Mi nombre es Raval. Vengo a hacerle un encargo.
El hombre estaba bien vestido. Podía ser un encargo importante, así que dije en tono profesional:
—Dígame lo que tengo que buscar y en qué lugar del mundo está. Me paga la mitad ahora y la mitad cuando regreso.
Raval se acercó a la silla que estaba del otro lado del escritorio, le pasó un pañuelo para limpiarla y se sentó. Sacó una
fotografía de su bolsillo. Era una tortuga.
—No hay que viajar mucho. Quizá la tortuga esté en esta misma ciudad. Se llama Lulú, y es la más grande y la más vieja
del mundo.
Miré la fotografía. Era en blanco y negro, muy vieja. Como no se veía nada más que la tortuga, no había modo de saber
cuál era el tamaño del animal.
—¿Tiene alguna pista? —pregunté.
—La tortuga posó como modelo para una estampilla que hizo un tal Faber. Trabajaba como dibujante en el Instituto
Filatélico. No sé si vive todavía.
—¿Cuándo se perdió la tortuga? —pregunté.
—No sé, no era mía. No tengo otro dato que éste. Encuéntrela lo antes posible. Es una reliquia; quién sabe cuántos años
tendrá ese animal.
Me dejó algunos billetes sobre el escritorio y se fue.
Parecía un caso fácil. Al fin y al cabo sólo se trataba de una pobre tortuga perdida en el tiempo y enferma de inmortalidad.
Seguí la única pista que tenía: el Instituto Filatélico, donde se dibujaban las estampillas del correo.
Era un edificio de pocos pisos, tan angosto que casi parecía una torre. La entrada estaba sucia, los pasillos llenos de
papeles. Entré en una oficina. Un hombre sostenía una estampilla gigantesca, que le llegaba de la cabeza hasta los pies. En la
estampilla había un dibujo de un hombre a caballo.
—¡No, animal, no podemos hacer estampillas de ese tamaño, aunque sea para encomiendas! —gritó un hombre de barba.
—Pero es para los paquetes grandes —dijo el otro, escondiéndose detrás de la estampilla.
—¡Noooo! —gritó—. Es imposible. Las estampillas tienen el tamaño que tienen.
—Pero es que es muy difícil dibujar en tan poco espacio.
—¿Y a mí qué me importa? ¿Para qué viniste a trabajar aquí? Si querés pintar algo grande dale una mano de pintura a las
paredes.
Aproveché un silencio en la discusión para preguntar por Faber.
—Último piso —dijo el que estaba enojado.
El ascensor no funcionaba. Subí por las escaleras hasta el cuarto piso; ahí se terminaba el edificio. Abrí una puerta y
encontré una oficina grande, llena de luz. Había un tablero de dibujo y en él trabajaba un hombre viejo. Tenía una lente sobre
su ojo izquierdo, parecida a la que usan los relojeros. El pelo era totalmente blanco. Pensé que era el más viejo de todos los
dibujantes de estampillas.
—¿Señor Faber? Mi nombre es Lucas Lenz y vengo a pedirle información sobre una tortuga que se perdió.
Faber levantó los ojos del tablero.
—Dígame, joven, ¿no tiene nada más provechoso que hacer?
Me quedé sin palabras, pero insistí:
—Es una tortuga gigante que hizo usted en una estampilla.
Faber miró la foto.
—Sí, la recuerdo. Fue hace veinticinco años. Pero créame que hay por lo menos cien maneras más razonables de perder el
tiempo que buscar tortugas.
—Me pagan para esto —dije en tono de detective duro, guardando la fotografía en mi saco.
Faber encendió un cigarrillo. La luz le dio en el pelo y lo hizo aparecer todavía más blanco.
—Me acuerdo del dueño de la tortuga. Era un loco. No me acuerdo cómo se llamaba. Vivía en un hotel que no está lejos de
aquí… el hotel La Giralda. Me acuerdo porque, cuando era joven, la confitería de ese hotel era famosa. Tocaba una orquesta
de señoritas…
Me apuré a estrecharle la mano y a despedirme, porque si no me esperaban dos horas más de recuerdos.
Subí a mi auto y me dispuse a revisar cada cuadra del barrio hasta dar con el hotel La Giralda. Quizá lo habían tirado abajo
diez años atrás… y yo habría perdido mi primer caso importante.
Tomé por una calle angosta en la que había tres hoteles. Pensaba preguntar en uno de ellos, y lo hubiera hecho, pero algo
pasó.
Un auto me seguía. Hacía tiempo que venía detrás de mí, pero ahora ya no me cabían dudas. Era un auto grande, negro,
con dos hombres adentro.
Pensé en reducir la velocidad para dejarlo pasar, pero el conductor del otro automóvil me encerró. No tuve más remedio
que subirme a la vereda para no chocarlo. Me llevé por delante un tacho de basura. Clavé el freno pero igual choqué contra
un poste de luz. Y lo que veía no me gustaba nada.
Dos hombres se bajaron del otro auto. Uno tenía un ridículo sombrero amarillo y el otro una nariz de payaso. Parecían
salidos de algún carnaval, pero faltaba mucho para febrero.
El del sombrero amarillo me hizo bajar del auto y me tomó de las solapas de mi saco.
—Lenz, venimos a advertirte. Apartate de este caso o vamos a alimentar con tus restos a las tortugas carnívoras del
acuario de la ciudad.
—¿Quiénes son ustedes? ¿Quién los manda? —pregunté. Y empujé al de sombrero amarillo para sacármelo de encima.
—Creo que va a haber que darle unos golpecitos para que nos crea —dijo el de la nariz de payaso, y se acercó
peligrosamente.
Entonces supe que el asunto venía muy mal para mí y pateé la rodilla del payaso. Se agarró la pierna y empezó a saltar. El
otro trató de atacarme, pero lo golpeé en el estómago. No era bueno peleando, pero esa vez pude golpearlos y escapar.
Corrí durante diez minutos. Tres horas después volví a ese lugar para buscar el auto. Ellos ya se habían ido.
El caso no era tan simple como parecía.
En la guía de teléfonos encontré el hotel La Giralda. Por suerte seguía existiendo. Pedí hablar con la dueña del hotel.
Era polaca o yugoslava o algo así, porque hablaba con un acento extraño.
—Ya sé de quién me habla —me dijo—. Se llamaba Franco. Vivió muchos años en este hotel, hasta que murió. De eso
hará unos diez años. Lo que no sé es adónde fue a parar la tortuga. No se fue corriendo, seguramente.
La mujer rió con grandes carcajadas de su propio chiste. Yo le sonreí.
—¿Y no dejó ningún dato? Quizá la dirección de un pariente…
La mujer se puso a pensar.
—Cuando el señor Franco murió encontramos en el cuarto un baúl lleno de papeles. Pensamos que podían ser importantes
y no los tiramos. Pero nadie pasó nunca a buscarlos. El baúl está en el sótano. Si se lo lleva, nos haría un favor.
Le dije que por supuesto que estaba dispuesto a llevármelo. Ahí a lo mejor había una pista. Acompañé a la mujer hasta el
sótano donde se pudrían muchísimas cosas viejas. Debajo de una bicicleta oxidada y un oso de peluche gigantesco y
apolillado estaba el baúl. Lo saqué de ahí y lo subí por la escalera. Era muy pesado y estaba lleno de polvo. La cerradura de
hierro estaba completamente oxidada, pero por suerte no tenía candado.
Le agradecí a la dueña de La Giralda y llevé el baúl a la oficina. Allí lo abrí. El baúl estaba lleno de viejos recortes de
diarios, amarillos y quebradizos, y de cuadernos. Todos los cuadernos estaban escritos por la misma letra: la de Franco, el
dueño de la tortuga.
Comencé a leer y de a poco me fui enterando de la verdad.
En cada anotación de los cuadernos había un día y una fecha: era un diario personal. Por momentos la letra no se
entendía, o Franco escribía las cosas de un modo tan confuso que las volvía incomprensibles.
Como hablaba de cosas de las que yo nada sabía, me costaba mucho trabajo seguirlo.
Además, leer todos aquellos papeles podía llevarme días. Busqué entonces dos palabras: «Lulú» y «Tortuga».
En la anotación del día 15 de junio (el año no figuraba) leí lo siguiente:
«Mañana entregaré a Lulú al Museo del Universo. Allí quedará guardada para siempre, entre las cosas más raras del
mundo».
Después seguía un párrafo ilegible. Más adelante la letra era más clara:
«El Museo está en el sur de la ciudad, en las afueras, entre los árboles. Parece un hospital abandonado».
Busqué en anotaciones anteriores si volvían a aparecer referencias al Museo. Las encontré. Una de ellas decía:
«Es un proyecto secreto. Pero han surgido enemigos dispuestos a saquearlo. Ya hubo dos intentos fallidos. Quizá la
próxima vez lo logren, y no quisiera que se robaran a Lulú. Cualquier otra cosa, menos la tortuga. Quién sabe en qué lugar
oscuro guardan los saqueadores las cosas robadas… Es muy difícil detenerlos. Doce hombres idearon el Museo del Universo, y
se sabe que entre ellos hay un traidor».
Leí un poco más, sin saber cuánto de locura y cuánto de verdad había en esos cuadernos. En una página encontré un
desprolijo y borroso mapa del lugar donde estaba el Museo. No tenía más que buscarlo.
Me hubiera comunicado antes con Raval, si hubiera tenido forma de hacerlo, pero él no había dejado ninguna dirección ni
teléfono.
A la mañana cargué nafta y viajé hacia las afueras de la ciudad. El mapa me ayudó. Encontré un camino que salía de la
ruta y después vi a lo lejos una arboleda. Eran álamos: por encima de su copa se veía un edificio.
Estacioné y me bajé. No se oía nada a mi alrededor. Me acerqué al edificio. Franco tenía razón: parecía un hospital
abandonado.
Subí por una escalera de mármol. Los escalones estaban rotos; por entre las grietas crecía el pasto. Miré hacia arriba: las
ventanas del edificio estaban rotas y quizá se habían mudado allí todos los murciélagos del mundo.
La puerta estaba abierta. Entré en una sala de baldosas blancas y negras interrumpidas por columnas delgadas que
sostenían arcos. Los oídos me zumbaron un poco porque todo estaba muy callado. Después ni si quiera ese sonido se oyó.
Entonces descubrí que había un hombre del otro lado de la sala. Estaba de espaldas y miraba a través del vidrio sucio de
un ventanal.
¡A RESPONDER!
3) Hacé una lista con los personajes que aparecen en cada capítulo y escribí sus características. (si el
personaje se repite, solo describilo una vez…)
Dibujá un retrato y compartilo en el muro Padlet del grado.
PERSONAJES CARACTERÍSTICAS
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
4) Describí en este cuadro el Instituto Filatélico y el Museo del universo. Prestá atención a los detalles que
brinda el cuento.
INSTITUTO
FILATÉLICO
MUSEO DEL
UNIVERSO
5) Volvé a leer el cuento y reescribí el siguiente fragmento pero como si hablara Raval en 1ra persona.
El detective me preguntó qué debía buscar y en qué lugar del mundo estaba. También me dijo que se
pagaba la mitad en el momento y la mitad cuando él terminara. (CONTINUAR)
PROPUESTA DE ACTIVIDDES DOMICILIARIAS PARA 6TO GRADO A
1) Explicá con tus palabras lo sucedido en el capítulo 2 “El museo del universo”
1)
A los pocos días Raval apareció de nuevo por mi oficina, que estaba un poco más limpia. Puso una revista sobre mi
escritorio, y así empezó mi segunda aventura. Les advierto: lo que sigue no es para lectores impresionables. Hay sangre.
Era una revista literaria muy vieja. Empecé a hojearla: poemas, cuentos, alguna nota.
—Busque en la página 45 —dijo Raval.
Así lo hice. El título decía: ALCIDES LANCIA, el famoso autor de “EL NICTÁLOPE”.
—¿Qué es nictálope? —le pregunté a Raval.
—Alguien que nunca duerme.
—¿Algo así como noctámbulo?
—Sí. Alcides Lancia escribió una novela con ese título.
—¿Y yo qué tengo que buscar?
—La pluma-vampiro. Lea la nota y entenderá.
La nota estaba ilustrada con la foto de un hombre de cara pálida y ojos oscuros. En otra foto se veía al hombre con la manga
de la camisa levantada hasta el codo. La mano estaba escribiendo. Pero la lapicera estaba conectada a un tubito que le llegaba
hasta las venas… No supe lo que era hasta leer la nota.
«Aunque todavía es un autor ignorado, es uno de los más grandes artistas de nuestro tiempo. Nos referimos, por supuesto,
a Alcides Landa. Como prueba de su imaginación están los ocho tomos de su obra única, El nictálope. Es una mezcla de
cuentos con novelas, con cartas, con diarios íntimos, sueños, delirios… Y es una obra única en más de un sentido, porque
Landa no la escribió con tinta común… sino con su propia sangre. Pudo hacerlo gracias a un artefacto creado quién sabe por
quién, y al que Lancia llama la pluma-vampiro. Debido a la pérdida de sangre el escritor se fue debilitando a medida que
escribía. Y hace dos años Lancia decidió donar la pluma a una misteriosa institución llamada el Museo del Universo. Al día
siguiente desapareció y nunca más se volvió a saber de él».
—Creo que esta nota resume muy bien el caso —dijo Raval—. Es cierto: Alcides Lancia donó la lapicera-vampiro al Museo
y después desapareció. Quizá cambió de casa y de nombre, para que nadie lo reconociera. No lo sé. La pluma fue robada
cuando saquearon el Museo.
—¿Hay alguna pista?
—Alcides Lancia era un escritor conocido sólo por un grupo de personas. Pero tenía tres grandes admiradores que
inclusive, en algún momento, llegaron a mantenerlo para que pudiera seguir escribiendo. Quizás alguno de ellos la haya
comprado. Solamente quiero que ubique la lapicera-vampiro. Después yo haré una oferta para comprarla.
Me tendió un papel. Decía: MATEO RINALDI.
—Es uno de los admiradores. No conozco el nombre de los otros dos. Es dueño de un cabaret que se llama «El dragón rojo».
Lancia habla del lugar en su novela.
Raval se fue y yo salí con él. Me abroché el impermeable y me alejé bajo la lluvia en busca de mi auto. Es un auto muy
chico, y descapotable. El coche es rojo y la capota negra. Está un poco agujereada, de manera que cuando llueve también
llueve adentro del auto. Por eso no es difícil que, si nos cruzamos alguna vez, me vean con un gorro para la lluvia, o con un
paraguas adentro del coche. No es muy cómodo ni muy elegante, pero es un modelo de coche viejo, y ese modelo de capota ya
no se consigue. Además, estoy demasiado encariñado con el auto como para venderlo.
Fui hasta la zona de cabarets. No fue necesario que buscara con detenimiento «El dragón rojo»: lo vi de lejos. Su entrada
era una fabulosa cabeza de dragón. La boca era la puerta. De lejos parecía un sueño soñado por un chino: de cerca uno veía
que los dientes del dragón estaban por caerse, y que tenía la piel descascarada y llena de grietas.
Abrí una puerta y un telón me cerró la entrada. Lo aparté y entré en el salón. Las mesas estaban sobre las sillas y en el
suelo había papeles, botellas vacías y cigarrillos apagados. Contra el mostrador descansaba una escoba, pero nadie se acercaba
para barrer. A un lado había un escenario vacío: a la luz del día se veía que el telón estaba lleno de remiendos, igual que el
tapizado de las sillas. Probablemente cada noche aquello se llenaba de luces rojas que impedirían ver que todo estaba un poco
roto y desvencijado.
De pronto una mano cayó sobre mi hombro. Era una mano pesada: algo así como si me hubieran apoyado treinta y cinco
tomos de la Enciclopedia Británica.
—¿Qué hace aquí? —dijo una voz, y al darme vuelta vi a un hombre gordo y pelado. Llevaba una camisa sucia y agujereada.
—Vengo a ver al señor Rinaldi —le dije, moviendo el cuerpo para que la mano cayera.
—Está adentro, en una pesadilla, no se lo puede molestar —dijo el pelado.
Hubiera esperado cualquier otra cosa: que no recibía a nadie, que estaba en una reunión o, simplemente, que estaba
descansando, pero no «que estaba en una pesadilla». ¿Qué significaba eso?
Yo insistí, y el hombre insistió a su vez, y de muy mal modo, en no dejarme pasar. Así que lo empujé y corrí hacia la única
puerta que había en el fondo del local.
La abrí con todas mis fuerzas, pero no entré. Sentí que no había nada bajo mis pies, como si aquélla fuera la entrada a un
precipicio.
Estaban todos muy elegantes, parecía la cena de camaradería de algún club exclusivo. El índice de Raval señalaba a un
hombre que tenía una gran cabeza y el cabello peinado con gomina, hacia atrás. Llevaba unos lentes de mucho aumento y un
bigote ridículamente atusado. Todos sonreían, él era el único serio.
—Aquí estamos todos reunidos los del Museo del Universo. El que le estoy señalando es Maestro. Era un coleccionista
fanático que vivía solo en una casa en donde juntaba todos sus objetos. Le importaba tenerlos pero no para cuidarlos bien: allí
dentro todo se perdía y se rompía. Además aquella casa tenía un terrible problema de humedad… las paredes chorreaban agua,
los caños estallaban, pero Maestro no hacía ningún arreglo… dejaba que todo se viniera abajo. Los cuadros, las esculturas y
los objetos que compraba por precios fabulosos quedaban en un estado deplorable al poco tiempo de estar allí. Era como un
pantano entre paredes.
—¿Qué fue de él?
—Él fue el traidor del grupo. Se ocupó de que el Museo fuera saqueado. Él mismo robó muchas de las piezas… pero nada
pudimos hacer contra él.
—¿Y ahora dónde está?
—En cuanto supo que un grupo volvió a organizarse para armar de nuevo el Museo, empezó a intervenir. Cuando tratamos
de comprar piezas en remates, aparece él o su gente, para obtenerlas antes que nosotros. Varias veces lo engañamos,
haciéndole comprar baratijas por precios fabulosos. Pero no importa, porque tiene más dinero del que puede gastar. Después
no se conformó sólo con eso, sino que usó la fuerza. Y ahora veo que utiliza también hombres armados.
—¿Dónde vive?
—No lo sé. Quizá si se le preguntara a algún rematador se le podría seguir el rastro. Pero ¿de qué serviría?
Raval guardó la foto en su bolsillo.
—¿Seguirá buscando la pluma-vampiro?
—No me gusta dejar las cosas a mitad de camino —le dije.
Quise poner voz de hombre duro pero Raval notó que tenía miedo.
Fue bastante difícil llegar a la estancia «La Ley». Conseguí un mapa de la provincia y llegué al pueblo más próximo a «La
Ley», que se llamaba Santo Tomás. Allí un hombre desde lo alto de un tractor me dio algunas complicadas explicaciones que
traté de seguir sin suerte. A mí me era muy fácil encontrar cosas perdidas: era una lástima que no ocurriera lo mismo con los
lugares.
Al rato un hombre de a caballo me señaló un punto a lo lejos. Allí se abría el camino que daba a la estancia «La Ley». Sobre
la tranquera había un cartel roto y comido por la intemperie. Crucé la tranquera y avancé hasta la casa. Unos perros salieron a
mi encuentro, ladrando alrededor del auto. Estaban flacos y me dieron miedo. Toqué la bocina. Los perros daban enormes
saltos, chocando sus cabezas contra los vidrios. Al tercer bocinazo la puerta se abrió. Una voz detuvo a los perros en seco y los
animales escaparon hacia los fondos de la casa.
El hombre que se acercó al auto era extremadamente flaco, pero parecía fuerte. Con sus enormes mandíbulas llenas de
dientes agudos, era la versión humana de aquellos perros feroces. Tenía en la mano una escopeta. No me apuntaba, pero
tampoco alejaba sus dedos del gatillo, por si acaso. Abrí la ventanilla y grité:
—Buenas tardes. Busco al señor Vidor.
—¿Para qué? —preguntó.
Empecé a explicarle y me interrumpió para decirme que podía bajar del auto. Me hizo pasar a la casa mientras yo terminaba
de decirle quién era.
La casa de la estancia era muy grande. Una escalera llevaba a unas habitaciones, un largo pasillo a otras. La mayoría de los
muebles estaban cubiertos con sábanas rotas y con lonas viejas. No se oía otro ruido que una especie de zumbido… no, no era
eso, como si rasparan algo. Más tarde supe que era el ruido de una pluma al escribir sobre la superficie áspera del papel.
—No tengo idea de dónde puede estar la pluma. Tampoco vi a Lancia en los últimos años. Quizá se aburrió de escribir y
quiso dedicarse a otra cosa.
—Si Rinaldi no tiene la pluma, ni Horowitz tampoco, yo soy su última pista, señor Lenz. Y lamento mucho que su
búsqueda haya fracasado —dijo Vidor mientras su cara se estiraba, haciéndose borrosa. Había abierto la boca y me parecía
que sus colmillos crecían, y que su cara era la de un perro…
Segundos después yo estaba inconsciente y había derramado sobre la alfombra el té con algo extraño en él.
Cuando desperté la cabeza era un lugar donde se amontonaban latidos, luces brillantes, martillazos y un poco de niebla. Abrí
los ojos y poco a poco fui tomando conciencia de mi cuerpo, como si recién llegara. Estaba sentado en una silla y tenía los
brazos atados a la espalda. Me rodeaba un cuarto de paredes blancas; por una ventana entraba la luz de la tarde. Frente a mí,
en un escritorio que parecía rescatado de algún colegio, había un hombre escribiendo. Lo reconocí por las fotos: era Alcides
Lancia. Estaba escribiendo con la pluma-vampiro, que tenía conectada a su brazo derecho. Llenaba un grueso libro, parecido a
los que usan los contadores. No levantó la cara para mirarme, como si para él no existiera otra cosa que sus letras.
—Ya casi no puedo —dijo Lancia—. Me falta sangre para terminar. Estoy muy débil.
—Usted sabe que solamente puedo escribir con mi sangre. Con la mía o con la de…
—¿Con la de quién?
—Con la suya, Vidor… Usted fue mi editor, y ahora ha permitido que con su insistencia yo volviera a escribir… Me ha
encerrado aquí durante meses, y fue como si trabajáramos juntos al fin y al cabo. Uno solo no hubiera terminado con la tarea.
Es como si estuviéramos fundidos el uno en el otro…
—¿Mi sangre? ¿Mi sangre? —repetía incrédulo Vidor—. Está loco. La de cualquier otro, pero no la mía —agregó, poniendo
sus manos sobre el escritorio, acercando su cara a Lancia, para atemorizarlo.
El escritor actuó muy rápido. Con una mano lo tomó del cuello. Con la otra hundió la pluma-vampiro en la yugular de Vidor,
que cayó al suelo.
Lancia no me soltó. Con su nueva tinta se dedicó a terminar su libro, mientras yo miraba la escena. Vidor estaba caído a
mis pies. Solamente fue necesario que Lancia mojara una vez más la pluma en la tinta fresca para terminar. Observé aliviado
que Lancia cerraba el libro y dejaba la pluma a un lado.
—Ahora puedo darle la pluma-vampiro, señor Lenz. Llévela al Museo del Universo. No la necesito más —dijo. Después me
liberó las manos.
Le pregunté qué haría y me dijo que se quedaría allí, para pensar unos momentos.
Se negó a que yo lo llevara a alguna parte con mi auto.
Salí de la casa y corrí hasta el auto. Pude entrar antes de que los perros se acercaran para morderme. Ese mismo día le
entregué la pluma-vampiro a Raval.
Nunca volví a saber de Alcides Lancia, ni supe qué ocurrió con el cadáver de Vidor. Pero hace poco tiempo vi que en las
vidrieras de las librerías se exhibía un tomo grueso y lujoso: la última parte de El nictálope.
*cámara de fotos-elefante:
*mesa- árbol:
*tenedor-video:
Imaginá y describí una nueva máquina formada con dos elementos ¡A PENSAR!
4) Hacé una lista con los personajes que aparecen en este capítulo y escribí sus características.
PERSONAJES CARACTERÍSTICAS
CAPÍTULO 3
5) Alcides Lancia, el autor de “El Nictálope”, tiene tres lectores admiradores de su obra. Unan con líneas
(INSERTAR-FORMAS) cada personaje con su actividad.
2) Indiquen con una F cuáles de los siguientes enunciados referidos al Señor de la Humedad son
FALSOS
Seguimos leyendo “Lucas Lenz y el museo del universo” de Pablo de Santis
3) Leé el comienzo del capítulo 4: “La piedra negra”.
Con el tiempo fui recuperando distintas piezas para el Museo del Universo.
Diez, exactamente. Algunas me llevaron poco tiempo de trabajo. Por ejemplo, en un solo día encontré una rudimentaria
máquina voladora, fabricada con una bicicleta, que estaba en los fondos de la tienda de un anticuario. Tres días me llevó un
cuervo embalsamado que había pertenecido a Edgar Allan Poe, y que él tenía frente a sí, con sus patas sobre el escritorio,
mientras escribía el poema que lo tenía como protagonista.
Quince días tardé en dar con un caballo de madera que había girado, durante años, en una de las calesitas más antiguas.
Tenía los ojos hechos con piedras azules. Lo hallé en una calesita de barrio, confundido entre Bugs Bunny de yeso y autos de
latón.
No todas las piezas tenían la misma importancia. Los criterios que se habían usado para recoger las piezas del Museo del
Universo me parecían bastante caprichosos.
Algunas cosas eran realmente valiosas, y era lógico que estuvieran allí. Otras parecían elegidas —y eran la mayoría, en
realidad— por ser cosas raras, e inclusive algunas por motivos muy personales: nostalgia por los viejos juguetes, por las
enciclopedias antiguas o por las máquinas inservibles.
La última pieza que me mandaron encontrar (hasta el momento, porque la tarea sigue, y el Museo del Universo nunca se
llenará por completo) fue la Piedra Negra. No era un canto rodado, ni un trozo de mármol, ni algo que pudiera encontrarse en
la orilla del mar mientras uno busca caracoles. No. Era algo así como un pedazo de oscuridad.
Raval me había citado en el Museo. Todavía, en esa época, a pesar de que ya habíamos hallado muchas piezas, era un
proyecto secreto, solamente conocido por el grupo de hombres y mujeres que se había entregado a la misión de reconstruirlo.
Las piezas no estaban guardadas en el Museo, porque el edificio no tenía ningún cuidador y podrían robarlas. Las guardaban en
sus casas los integrantes del grupo.
—Esperemos que esta vez no haya ningún traidor —repetía, de tanto en tanto, Raval, con un poco de miedo.
A pesar de que el Museo ya estaba en marcha, el pasto de los jardines no había sido cortado y los yuyos entraban en el
edificio. Las ventanas seguían rotas, y a través de los agujeros el viento llenaba los pisos de hojas secas, tierra y mariposas
muertas.
La tarde de la cita Raval me mostró una fotografía. Había una mesa que parecía de madera, y sobre la mesa una mancha.
—¿Qué es? —le pregunté.
—Una piedra. La Piedra Negra. ¿Oyó hablar de ella?
Volví a mirar bien.
—Veo solamente una mancha, o un agujero.
—Lo que pasa es que esa piedra es absolutamente negra. El color negro, sabe, absorbe los rayos solares. Pero siempre algo
refleja. Bueno, esta piedra no. Absorbe por completo la luz. No deja nada fuera. Por eso no se puede ni siquiera ver las
dimensiones de la piedra. Si la tuviéramos aquí, usted la vería como una cosa plana, como una mancha, y recién al tocarla se
daría cuenta de que es una piedra. Además tiene otra propiedad: siempre está fría. Aun si la pusiéramos en una olla de agua
hirviendo, la sacaríamos helada.
—¿Dónde la encontraron?
—Ya se hablaba de esta piedra en antiguos tratados de brujería. Las brujas la usaban para conversar con los espíritus de la
noche. La ponían en el centro de un círculo dibujado con tiza en el suelo y ellas se sentaban alrededor. Decían que a veces la
piedra llegaba a brillar. Un experto en creencias de la Edad Media compró la piedra en un remate, donde la vendían como una
simple curiosidad, sin decir nada sobre su pasado. Este experto la compró por unos pocos dólares y la tuvo en su casa durante
años. Poco antes de morir la donó al Museo.
Mientras Raval me explicaba el caso, caminábamos por las salas vacías, sobre un manto de hojas muertas.
—¿Y hay alguna pista?
—En la ciudad hay una sociedad de mujeres que se dedica a investigar la historia de las brujas. No sé si sigue existiendo.
Antes se decía que no solamente estudiaban la historia… sino que hacían sus propios ritos. Pero son solamente habladurías. Es
probable que si la piedra estuvo rondando por allí, por casas de antigüedades, colecciones particulares o remates, ellas hayan
tratado de comprarla. Se puede ir a preguntarles. Creo que la bruja mayor —y Raval se rió al decir esto— se llamaba Imelda.
Hace años que no tengo noticias de ellas. Quizá la sociedad haya desaparecido.
Seguimos caminando y conversando. Por una escalera, llegamos al tercer piso.
—Aquí se exhibía una máquina del tiempo —dijo Raval, señalando toda la sala.
—¿Funcionaba?
—No, pero se movía, hacía mucho ruido, brillaba. La había fabricado un inventor que de tanto en tanto nos visitaba.
Aparecía vestido como en el Medioevo, o como en la prehistoria, o con trajes que parecían del futuro. «Fabriqué una nueva
máquina —nos decía—, y con ella retrocedí mil años. Buenos tiempos aquéllos, los invito cuando quieran».
Raval cortó sus palabras. Yo también había oído los pasos a nuestras espaldas, sobre las hojas secas. Me di vuelta. Vi a un
hombre gordo, con un traje verde musgo que parecía haber sido remendado muchas veces. Los botones eran de hierro
oxidado, también el broche de su corbata. Sacó una cigarrera herrumbrada, tomó un cigarro y lo puso en su boca. Con un
fósforo trató de encenderlo, pero por más que acercó la llama a la punta del cigarro no se encendió.
—Húmedo —gritó—. Todos mis cigarros están húmedos.
Lo tiró por la ventana.
Junto a él había un hombre alto, armado. No se veía su arma, pero se notaba el bulto que hacía el saco. Lo reconocí: era
uno de los que me habían seguido hasta la casa de Horowitz.
—Maestro —dijo Raval—. El gusano más grande que repta sobre la tierra.
—Raval —dijo Maestro riendo—. ¿Para qué sigue con esas cosas? ¿De vuelta con el Museo del Universo? Son cosas de niños.
No se puede seguir siempre con lo mismo.
La infancia ya terminó. Dedíquese a asuntos propios de un adulto y deje estas piezas para los que estamos dispuestos a todo
por conseguirlas.
—¿Para qué vino?
—Para hablar con el señor Lenz. Ya me trajo bastantes problemas y quiero llegar a un arreglo.
Dos veces me había cruzado yo con la gente de Maestro. La primera con la pluma-vampiro. La segunda cuando quise
encontrar el primer mapa de la ciudad. Me había puesto a investigar en un archivo histórico, cuando vinieron dos hombres de
Maestro para amenazarme. Seguí investigando, pero el mapa no apareció.
—¿Qué arreglo? —pregunté.
—Le pago el doble. El doble de lo que le ofrecen Raval y los demás. Quiero que trabaje para mí.
Miré a Maestro. Miré su cara codiciosa, su ropa húmeda, sus manos blancas y cadavéricas. Parecía a punto de deshacerse,
de convertirse en una montaña de trapos y desechos.
—No hay trato —dije.
—Pero ya tuvimos bastantes problemas —dijo Maestro, abriendo la boca, en donde se veían aparatos dentales cubiertos de
herrumbre.
—Seguiremos teniéndolos.
Maestro trató de encender otro cigarro, inútilmente.
—Veo que le gusta el peligro. Está bien. Usted lo quiso. Nos volveremos a ver en cuanto trate de dar con la Piedra Negra.
Maestro saludó irónicamente y comenzó a bajar la escalera. Detrás iba su guardaespaldas.
—No va a ser fácil encontrar la Piedra —dijo Raval.
—No sabía que él estuviera al tanto.
Escuchamos el ruido de un motor al ponerse en marcha… y sentimos el olor del papel al quemarse.
Bajamos corriendo las escaleras. En la planta baja había una pila de hojas secas.
Maestro le había prendido fuego antes de irse. Espesas espirales de humo negro subían hasta el techo.
Raval encontró una manguera y pronto apagamos el fuego, que dejó en el suelo una gigantesca mancha negruzca.
La Sociedad de las Brujas (Sociedad de Investigadoras sobre las Brujas, en realidad, pero ellas mismas se llamaban así) no
figuraba en la guía telefónica.
No me desanimé, seguí buscando y di en una biblioteca municipal con un pequeño libro titulado: Guía de sociedades
secretas y asociaciones extrañas, en donde estaban reunidos todos los nombres de aquellos grupos dedicados a practicar vudú,
a coleccionar llaves, a realizar reuniones gastronómicas para probar todos los tipos de pimienta del mundo o a recordar cosas
jamás ocurridas (la Sociedad de la Nostalgia Inexistente).
Las páginas de la guía estaban amarillentas y quebradizas. Era de muchos años atrás. Anoté igual la dirección de la
Sociedad de las Brujas y fui hasta allí.
La supuesta sede quedaba en una calle del oeste, en una cuadra llena de jacarandaes. En su lugar no había ninguna
sociedad: solamente una casa de dulces. En un cartel se leía: JALEAS Y MERMELADAS HANSEL Y GRETEL. En la vidriera había
frascos de distintos tamaños de dulces caseros. Las tapas eran negras y detrás del vidrio se veían tentadores dulces de frutilla,
naranja, zarzamora o manzana.
Entré en el local. Había un mostrador de madera: detrás una mujer hermosa de pelo negro. Me preguntó qué quería.
—Un frasco de mermelada de… sandía.
—No tenemos… No escuché nunca que alguien haya hecho mermelada de sandía.
—Mi abuela sí —mentí—. Deme entonces de frutilla.
De un estante tomó un frasco y lo puso en una bolsa de papel madera.
—¿Algo más? —preguntó.
—No, gracias —dije—. ¿Sabe una cosa? Yo viví en este barrio de chico. Y creo que aquí mismo funcionaba una asociación
que estudiaba a las brujas, o algo así.
—Sí, era aquí mismo —dijo la mujer con frialdad. Quizá pensaba que yo iba a hacerle alguna broma.
—Había una mujer que se llamaba Imelda.
La vendedora levantó los ojos.
—Era mi madre.
—¿Era?
—Murió hace cinco años.
—Y la sociedad, ¿sigue existiendo?
—No, ya no. ¿Quiere algo más? —preguntó de mal humor.
Entonces le dije quién era en realidad. Y qué buscaba.
—No tengo la Piedra Negra. Si no, se la vendería al Museo del Universo. Necesito mucho el dinero —contestó.
—¿Qué pasó con ella? —en ese momento entró una mujer con la bolsa de las compras llena de comida—. Atienda, atienda
—le dije.
—¿Por qué no vuelve dentro de media hora? Ya tendré el negocio cerrado y vamos a poder hablar tranquilos.
—Está bien —dije, y me fui.
Me había cuidado bien de que nadie me siguiera, pero de todos modos miré la calle. Las veredas estaban llenas de flores de
jacarandá, y vacías.
—Las reuniones se hacían aquí mismo. Yo era muy chica, no sé nada de eso. Tengo recuerdos muy lejanos —dijo Mirna,
que así se llamaba la hija de Imelda, cuando regresé—. También sé que mi madre no estaba contenta con sólo averiguar
datos históricos sobre brujería. Trató de hacer algunos experimentos…
—¿Y qué pasó?
—En un viejo cuaderno encontré muchas anotaciones. Era una especie de diario de las reuniones. De las reuniones
secretas… Mi madre y otras seis mujeres se encerraban en el sótano y allí trataban de repetir viejos rituales. Pero nunca pasó
nada. Probaron todo tipo de invocaciones, pero después de cada descripción de experiencia, aparece en el cuaderno la palabra
«fracaso». Y todo fue así hasta que apareció la Piedra Negra.
Mirna me contó que su madre tenía pocas referencias de la Piedra. No creía que existiera. Pero después del saqueo del
Museo la Piedra pasó de mano en mano. Fue vendida varias veces porque sus poseedores creyeron, al parecer, que traía mala
suerte. Finalmente, una noche de lluvia un hombre muy viejo golpeó a la puerta de la casa donde funcionaba la Sociedad de
Brujas y ofreció la Piedra. Imelda dijo que quería comprársela, pero el hombre, de quien después no volvió a saberse nada, le
respondió que no la vendía por dinero, sino que la cambiaba por cualquier objeto de valor. Imelda buscó en un cofre y sacó un
costoso collar. El hombre le dio la Piedra y se fue.
—Cuando mi madre consiguió la Piedra Negra, los ritos se iniciaron con más entusiasmo. Se decía que con ella uno podía
comunicarse con los espíritus. Mi madre lo intentó…
—¿Lo consiguió?
—Una noche me despertó un grito. Yo estaba sola en mi habitación. Era jueves, el día de las reuniones. Era mi madre la que
había gritado, pero con la voz cambiada. No supe qué pasó esa noche hasta años más tarde. Al día siguiente mi madre estaba
muy pálida; se metió en la cama y no salió en siete días. No quiso hacer nunca más reuniones secretas ni ningún ritual. A los
dos años la Sociedad de las Brujas se desintegró.
—¿Y la Piedra?
—Un momento… En aquel cuaderno decía… Todavía lo tengo, podemos leerlo —dijo, y me guió por una escalera hasta el
primer piso de la casa.
Había una salita con ventanas romboidales y dos sillones. Sobre las paredes colgaban viejos grabados con imágenes de la
Edad Media: brujas, hechiceros, una mujer con cara de lagarto. Mirna buscó el cuaderno en los cajones de un escritorio.
—Aquí está —dijo, sacando un grueso cuaderno de tapas negras. Se sentó en el sillón y empezó a leer.
«Todo fue como jugar, hasta que encontré la Piedra Negra. Nos sentamos las siete en círculo, la Piedra en el suelo, en el
centro. El sótano parecía más profundo que nunca, en el centro del mundo. Por fin sentía que éramos brujas de verdad. Basta
de lavarropas y de casas por limpiar, basta de horario de oficina, basta de régimen para adelgazar y de gimnasia reductora,
basta de programas de televisión y de vida monótona. Brujas. Brujas por fin. Dije las palabras del ritual: PIEDRA , BLOQUE DE
LA NOCHE , LA PUNTA DEL ICEBERG NEGRO POR DONDE ENTRAN LOS ESPÍRITUS , MÁS FRÍA QUE EL HIELO , MÁS FRÍA QUE
LA NOCHE Y QUE EL MÁRMOL HELADO DE LAS TUMBAS . Al principio no pasó nada, pero después ocurrió. La Piedra pareció
moverse. Algo brillaba en su interior. Como si realmente fuera una réplica reducida de la noche brillaron en la Piedra las
estrellas. Y empezaron a girar. Todas cerramos los ojos, pero todas vimos lo mismo. Como si soñáramos, una marea confusa
entró en el sótano. Demonios, garras, bocas… y escuchábamos gemidos en la oscuridad. Y las voces se burlaban. ¿Quién nos
llamó?, parecían decir. El sótano se llenó de ojos, y todos los ojos me miraban. No sé cuánto duró el encantamiento, pero yo
estaba horrorizada. No estábamos preparadas para eso, para ser brujas de verdad. No sé si alguna vez lo seremos. Por eso no
volveré a usar la Piedra. No, hasta que no esté preparada. La dejaré ahí, en el mismo lugar, en el centro, y cerraré el sótano,
para que nadie vuelva a usarla…»
—Nunca le pregunté a mi madre dónde la guardó. Cuando ella murió entré en el sótano, pero allí no había nada. Busqué
bien, pero nada.
Me acerqué hasta ella para leer yo mismo el cuaderno. Ella movió la cabeza y sentí el raro perfume de su pelo… Olía a
jazmín.
CONTINUARÁ
(EN LA PRÓXIMA ASIGNACIÓN)
4) Respondé en forma de oración cada una de las preguntas relacionadas con este capítulo
5) Hacé una lista con los nuevos personajes que aparecen en este capítulo y escribí alguna
característica.
PERSONAJES CARACTERÍSTICAS
CAPÍTULO 4
«Con el tiempo fui recuperando distintas piezas para el Museo del Universo.
Diez, exactamente. Algunas me llevaron poco tiempo de trabajo...».
6) Marcá cuáles de estas piezas recuperó Lucas Lenz y escribí en el cuadro vacío cuál es la última
que debe buscar.
8) Buscá la biografía de Edgar Alan Poe. ¿Quién fue? ¿Cómo se relaciona con los cuentos
policiales y de detectives?
Escribí aquí la información que encuentres y luego de leerla jugá a este juego.
https://es.educaplay.com/recursos-educativos/2160219-vida_y_obra_de_edgar_allan_poe.html
Dos minutos después bajábamos con una linterna por una estrecha escalera de madera. En el sótano había algunos baúles
apilados. El piso era de cemento y tenía un dibujo con tiza: un círculo. En el centro había una cruz.
—¿Lo ves? No hay nada.
Ella tropezó con algo y cayó contra mí. Yo la sostuve. Deseé que cayera unas treinta y ocho veces más. Me acerqué con la
linterna al centro del círculo. Estaba un poco sugestionado y no me hubiera extrañado que saliera un demonio de allí abajo y
que con la voz de Bugs Bunny me dijera: «¿Qué hay de nuevo, viejo? ¿Conque buscando la piedrita mágica, eh?».
Me agaché. Donde estaba marcada la cruz el cemento tenía un color levemente distinto. Más claro.
—Un martillo —dije.
—¿Quién paga los gastos? —preguntó.
—El Museo, por supuesto.
Subió y volvió con un viejo martillo.
Di varios golpes. El cemento se resquebrajó en mil pedazos, comencé a arrancarlos. Abajo vi algo que parecía madera. Con
algunos golpes más pude liberar una caja de madera oscura, que quizás alguna vez había contenido cigarros. Estaba atada con
un grueso hilo. Lo corté con mi navaja y abrí la caja.
La luz de la linterna dio directamente sobre la Piedra pero no la iluminó: fue como si la Piedra abriera la boca y se tragara
toda la luz.
Igual que en la foto, no parecía tener espesor, era solamente una mancha.
La sensación que tuve fue exactamente ésta: la de ver un agujero en la superficie de la realidad.
Arreglamos el negocio para el día siguiente. Yo le llevaría todo el dinero y Mirna me entregaría la Piedra.
—Y después vamos a ir al cine y a cenar, ¿no? —la invité. Ella me respondió que sí. La Piedra no me interesaba nada al lado
de la posibilidad de salir con ella.
Fui a ver a Raval. Me dio un maletín con toda la plata. Estaba contento porque por fin habíamos dado con aquella pieza.
—Habrá una sola sala destinada a la Piedra —pensaba.
Me preguntó si en ningún momento había visto indicios de que la gente de Maestro estuviera sobre mis pasos.
—No —dije—. Siempre me doy vuelta, pero las calles están vacías.
—Me resulta extraño. Cuídese, Lenz. Maestro sabe lo que esta Piedra vale.
Partí rumbo a la casa de mermeladas y jaleas Hansel y Gretel.
Ese día hicimos el intercambio. Yo le di la valija con la plata y ella la Piedra. No me gustaba tenerla en la mano, porque el
frío me llegaba hasta los huesos. Mirna me dio una bolsa de papel madera para que la guardara.
—Fue un negocio rápido —dijo.
—A la noche paso a buscarte. ¿A las nueve está bien?
—Sí, no te voy a hacer esperar. ¿Qué vas a hacer con la Piedra?
—Hoy la voy a dejar en mi oficina, mañana lo voy a ver a Raval y se la entregaré.
Mirna me despidió con un beso.
A esa hora en el edificio donde tengo mi oficina no quedaba más que un sereno. Subí por las escaleras y llegué al pasillo
desnudo en donde se amontonaban las puertas con los nombres de ABOGADO … ESCRIBANO … Me pareció oír un ruido a mis
espaldas. Esperaba que en cualquier momento Maestro o uno de sus hombres cayera sobre mí para robarme la Piedra.
—Buenas noches. Discúlpeme si lo asusté —dijo una voz. Era un empleado de limpieza, que barría aquel largo pasillo.
—Solamente un poco —le dije—. Creí que estaba solo en todo el edificio.
—Supongo que los edificios vacíos le dan miedo a todo el mundo, de noche. A mí no. Siempre estoy trabajando en edificios
vacíos. Nada me asusta —dijo y siguió barriendo.
Entré en mi oficina. Guardé la Piedra en una caja fuerte sin llave. No era un lugar muy seguro porque no había modo de
cerrarla, pero bueno, uno ve siempre hacer eso en las películas. Al abrir la caja encontré una caja de bombones que había
guardado allí seis meses atrás, y que había buscado por todas partes.
Cerré la puerta de mi oficina. No se veía a nadie. Magnífico. Tal vez podría llegar a terminar aquel caso —yo mentalmente
llamaba «casos» a lo que me tocaba buscar, quizá porque de chico leía novelas protagonizadas por un abogado criminalista,
Perry Mason, que llevaban títulos como El caso del patito que se ahogaba , por ejemplo— sin tener problemas con Maestro.
Por supuesto, estaba equivocado.
Con diez minutos de atraso llegué a la cita con Mirna. Golpeé la puerta de vidrio de la casa de mermeladas, pero nadie
abrió. Insistí, inútilmente. Empujé la puerta y cedió.
—¡Mirna! —grité, pero nadie contestó.
El local ya no olía más a dulces, a frutillas, a sustancias espesas y exquisitas. Olía a humedad.
En el suelo encontré un cigarro húmedo que alguien había tratado de encender sin suerte. Sobre el mostrador había un tarro
de mermelada vacío… a primera vista.
Miré bien: dentro había un papel. «Bueno, sabía que los mensajes se enviaban en botellas, es el primero que encuentro en
un frasco de jalea», pensé. Cuando estoy nervioso, siempre se me ocurren pensamientos idiotas.
El papel decía:
«Hansel Maestro llegó a la casita de chocolate de la bruja y le pidió la Piedra Negra. Ahora Hansel sabe que la
tiene Lenz. Si Lenz le da la Piedra a Hansel, la bruja vivirá. Si no, ¿quién sabe? Hansel no tiene piedad de las
brujas. Sabe que son malas y se comen a los niños.»
Di vuelta el papel. Detrás había un pequeño plano para llegar a la casa de Maestro. Estaba al lado de un arroyo. La Piedra
tenía que ser entregada antes del mediodía, decía el papel.
Doblé el mensaje y lo metí en el bolsillo. Fui a mi departamento, me di una ducha y traté de dormir. Quizá tuviera un día
duro.
Preferí no decir nada a Raval. Aquello era un problema personal.
No pude dormir en toda la noche.
A las siete, bostezando, fui a buscar la Piedra. Me la puse en el bolsillo, encendí la radio para distraerme, y en el laberinto de
la ciudad empecé a buscar la dirección que indicaba el plano.
A las ocho de la mañana estaba ya completamente perdido. A las nueve ya reconocía el lugar en el que me encontraba, pero
no tenía idea de dónde podía estar la casa de Maestro.
Supongo que si uno quiere llegar al infierno termina encontrándolo. Bueno, con la casa de Maestro pasaba algo parecido. No
sé si yo hallé la casa o si fue ella la que me encontró a mí. Pero en un momento levanté la cabeza hacia un cartel y leí un
nombre que figuraba en el mapa mamarracheado por Maestro. Era una zona fabril. Todo un barrio de muchas manzanas lleno
de fábricas que alguna vez habían funcionado pero que ahora estaban abandonadas.
Por entre las fábricas vacías corría un río de agua contaminada. Me acerqué hasta la orilla. El agua que corría era negra.
Algunos manojos de pastos sobrevivían a las manchas de aceite y petróleo. No había peces: había ratas. Un neumático se
alejó, arrastrado por la corriente, escoltado por unas tablas podridas. Algo se asomaba a la superficie, cerca de la orilla. Parecía
un casco de barco, pero si uno miraba bien, reconocía la carrocería oxidada de un auto.
Junto a aquel arroyo estaba la casa de Maestro, construida sobre los restos de una fábrica. Estaba rodeada por altísimos
muros de cemento. Y sobre el borde de las paredes había vidrios rotos, como para que a nadie se le ocurriera trepar.
Y ahí estaba yo, frente a la puerta, con la noche en forma de piedra en mi bolsillo.
El portón era de hierro, así que no podía golpearlo, a menos que quisiera convertir mis manos en puré. Tampoco había
timbre. Encontré cerca de allí una barra de metal y con eso golpeé. Sonaba como un gong.
La puerta se abrió y apareció uno de los matones.
Raval se sentó en el marco de una ventana. El Museo seguía igual que siempre: vacío, con el suelo lleno de hojas secas,
además de la ceniza. Parecía un hospicio construido para un solo loco: Raval.
Se acarició la cabeza calva y dijo:
—Todavía falta encontrar muchas otras cosas.
Por primera vez sentí en él un dejo de cansancio.
—¿Por dónde empezar? —le pregunté.
—Por cualquier parte. El mundo está lleno de rincones, de sótanos, de altillos.
Lo dejé solo, paseando por los salones vacíos. Afuera, en el auto, me esperaba Mirna.
FIN
3) Respondé en forma de oración cada una de las preguntas relacionadas con este capítulo
“Es que me gusta el espectáculo de las cosas valiosas que se arruinan lentamente —dijo Maestro—.
Algunos hacen museos para que las cosas sean conservadas. A mí me gusta que las cosas más
valiosas del mundo se gasten, sean consumidas por la humedad, se pudran y se disuelvan. Es
hermoso ver cómo las cosas se terminan. Es un placer parecido a los finales tristes de las películas.
Uno preferiría el final feliz, pero sabe, en el fondo, que en el final triste hay más belleza”.
MUEBLES ROTOS
UN SILLÓN AZUL
TRAJES
UN AUTO
PINTURAS
UNA CORTINA
UNA SILLA ANTIGUA
https://www.librosdemario.com/lucas-lenz-y-el-museo-del-universo-leer-online-gratis/2-paginas
a) ¿Qué significa la palabra “incunable”? Sin buscar en el diccionario, proponé una definición (puede ser
inventada)
b) Mirá las imágenes e identificá a los personajes principales de este cuento policial. Escribí debajo de
cada uno quién te parece que es : el detective, su ayudante, la víctima y el o los sospechosos.
ACTIVIDADES DESPUÉS DE LEER:
3) Realizá las propuestas de trabajo luego de leer. Resolvé en el espacio indicado
a) ¿Dónde transcurre la historia? Justifica tu respuesta prestando atención no solamente en los lugares
que se mencionan, sino también a elementos que indican una característica regional: por ejemplo el mate
es una marca regional de la Argentina.
b) Con la información que ofrece el cuento, explicá por qué el libro robado no es incunable.
c) Buscá para cada afirmación una cita textual que pueda servir de ejemplo. (Copialas debajo)
5) Lisazo es eficiente.
5)
10) El robo del libro no es el primer delito que comete Jenny Harrison.
10)
Pista 1:
Pista 2:
Pista 3:
“EL
INCUNABLE”
Autor: MARIO
MÉNDEZ
PROPUESTA DE ACTIVIDADES DOMICILIARIAS PARA 6TO GRADO A
PISTA 1
PISTA 2
PISTA 3
1) ¿Cómo se relacionan estas pistas entre sí? Reconstruí las secuencias lógicas completando estos
razonamientos.
2) Con los mismos personajes del cuento “El incunable”, pensá y escribí un nuevo cuento policial.
Tené en cuenta sus características y recordá que los personajes pueden tener otros roles en tu cuento.
Por ejemplo: Amigorena es el detective, en tu cuento puede ser el sospechoso ¡A PENSAR Y ESCRIBIR!
ROBERTO OLIVARES- JENNY HARRISON – LISAZO- MERCEDES QUIRÓS- AMIGORENA- OLGA GARCÍA- TURISTA
AUSTRALIANA
3) Leé la nota que dejó la vecina Marta sobre el robo de la heladería. Elegí la opción correcta entre las
palabras que están en otro color. Luego escribí aquí las opciones que elegiste.
Hubo/ Ubo
eladería/ heladería
esquina/ hesquina
huellas/ uellas
hadelante/ adelante
abía/ había
henorme/ enorme
hueso/ ueso
halcanzar/ alcanzar
uir/ huir
4) Completá las siguientes oraciones con palabras que empiecen con HUM
*Hacía tanto frío que la policía largaba_____________________ por la boca cuando hablaba.
5) Formá palabras combinando las sílabas de los grupos. Luego escribilas y buscá su significado
hidro/hecto/homo/hiper mercado/litro/géneo/avión
*
6) ESPACIO DE RECOMENDACIONES
“POLICIALES EN ACCIÓN”
La idea de este espacio es que ustedes puedan elegir qué leer y luego compartir en el muro Padlet una
breve recomendación para sus compañeros. YA LO HEMOS HECHO CON OTROS GÉNEROS.
¡A RECOMENDAR!
Pueden elegir entre los cuentos policiales leídos o elegir nuevos para leer y luego recomendar. Lo
conversaremos también en algún encuentro por Zoom ¡espero sus recomendaciones!