Sobre El Moribundo y Su Muerte
Sobre El Moribundo y Su Muerte
Sobre El Moribundo y Su Muerte
Ponencia de clausura
Pedro R. García Barreno
Edgar Morin tituló «la crisis contemporánea de la muerte», uno de los capítulos
de su libro El Hombre y la Muerte ante la Historia. Se trata de las mismas palabras y
del mismo contenido: «Afrontamiento pánico en un clima de angustia, de neurosis, de
nihilismo» que toma «el aspecto de verdadera crisis de la individualidad ante la muerte»
y, sin duda, de la individualidad sin más. Morin se había mantenido deliberadamente en
los límites de la muerte libresca, la literatura, la poesía, la filosofía, es decir el sector no
especializado. La materia era abundante, la literatura y la filosofía nunca han dejado de
hablar de morte et mortius. Desde la poesía épica de Homero, el drama clásico de
Sófocles o El Rey Lear de Shakespeare, a los clásicos modernos como La Muerte de
Iván Ilich de Leo Tolstoi, Muerte en la Familia de James Agee, Mientras Agonizo de
William Faulkner o Una Lección antes de Morir de Ernest Gaine, la muerte es tratada
como una experiencia humana aplastante social e individualmente. También en la
música ─Heartbreak Hotel, de Elvis Presley, Sinfonía nº 3 (Kaddish), de Leonard
Bernstein, o las misas de Requiem de Mozart, Berliot o Verdi─. En la pintura ─La
Danza de la Vida de Edvard Munch, o el Autorretrato con el Dr. Arrieta de Goya.─, y
cientos son los chistes que bromean con la muerte. En relación con las artes plásticas
cabe destacar Body World ─Mundo corporal, Mundo Corpóreo─ The Anatomical
Exhibition of Real Human Bodies ─Exhibición Anatómica de Cuerpos Humanos
Reales─, del artista alemán Gunther von Hagens, inventor del proceso de
plastinificación.
Desde la aparición del libro de Edgar Morin en 1951 ha surgido una nueva literatura, no
ya general, sino especializada; una historia y una sociología de la muerte, que difiere de
un discurso sobre la muerte o una utilización de esta en el relato. Tiempo atrás habían
aparecido algunas páginas de Émile Mâle y de historiadores del arte sobre la iconografía
de la muerte; el libro de Johan Huizinga sobre el otoño de la Edad Media, o el ensayo de
Roger Caillois ─Cuatro Ensayos de Sociología Contemporánea─ sobre las actitudes
norteamericanas sobre la muerte. Todavía no existían verdaderamente ni una historia ni
una sociología de la muerte.
Resulta sorprendente que las ciencias del hombre hayan sido tan discretas en cuanto a la
muerte. Este silencio no es más que una parcela de ese gran silencio que se ha instalado
en las costumbres a lo largo del siglo XX. Si la literatura ha continuado su discurso
sobre la muerte ─por ejemplo, con la “muerte inmoral” de Paul Sartre o de Jean Genet─
las personas de a pie se han vuelto mudas, se comportan como si la muerte no existiera.
Ese desacuerdo entre la muerte libresca, que continúa siendo prolija, y la muerte real,
vergonzosa y silenciada, es, por lo demás, uno de los rasgos extraños pero significativos
de nuestro tiempo: el silencio.
La historia de la muerte empezó con los dos libros de Alberto Tenenti. El primero
aparecido en 1952 ─un año después del ensayo de Morin─, La Vida y la Muerte a
través del Arte del siglo quince; el segundo aparecido en 1957, El Sentido de la Muerte
y del Amor en el Renacimiento.
La sociología de la muerte comenzó, por su parte, con el artículo donde casi todo queda
ya escrito, de Geoffrey Gorer, La Pornografía de la Muerte, en 1955. Inmediatamente
después, en 1956, la recopilación de estudios multidisciplinares ─antropología, arte,
filosofía, literatura, medicina, psicología, religión─ publicada por Herman Feifel bajo el
título El Significado de Muerte.
Se daba por supuesto, como algo normal, que el hombre sabía que iba a morir. Para los
antiguos narradores era natural que las personas sintieran su muerte cercana, como dice
más o menos el labriego de La Fontaine. La muerte era entonces raramente súbita,
incluso en casos de accidente o de guerra. Y la muerte súbita era muy temida no solo
porque no permitía el arrepentimiento sino porque privaba al hombre de su propia
muerte. Roland «siente que la muerte se apodera de todo él». Tristán «sintió que su vida
se perdía, comprendió que iba a morir». El campesino de Tolstoi responde que «la
muerte está aquí».
Cuando el principal interesado no era el primero en apercibirse de su muerte
correspondía a otros ponerlo sobre aviso. Un documento pontifical de la Edad Media lo
convertía en un deber del médico. Y este lo cumplió durante mucho tiempo lisa y
llanamente. Lo encontramos en la cabecera de don Quijote: «Tomóle el pulso, y no le
contentó mucho, y dijo que, por si o por no, atendiese a la salud de su alma, porque la
del cuerpo corría peligro». Las ars moriendi del siglo XV encargaban también ese deber
al amigo espiritual ─opuesto a los amigos carnales─, llamado con el nombre, terrible
para nuestra moderna delicadeza, de nuncius mortis.
Esta confianza nacida en los siglos XVII y XVIII y desarrollada en el siglo XIX, se
convirtió, en el siglo XX, en una auténtica alienación. A partir del momento en que un
grave peligro amenaza a un miembro de la familia, esta conspira enseguida para privarlo
de una información que le atañe y de su propia libertad. El enfermo se convierte
entonces en un menor de edad, de quién el cónyuge o los padres se hacen cargo y al que
separan del mundo. Saben mejor que él lo que debe hacer y saber. Se le priva de sus
derechos y, en concreto, del derecho, antaño esencial, de conocer su muerte, de
prepararla, de organizarla. El moribundo se encomienda al afecto de los suyos.
Philippe Ariès desarrolla un esquema basado sobre la periodicidad de las actitudes ante
la muerte en las sociedades occidentales, tomando como punto de partida para su
análisis, la muerte en la primera Edad Media aportada por la literatura de esa época.
Desde el siglo VI al XII, la muerte estaba domesticada, domada, en tanto se encontraba
regulada por un ritual consuetudinario. La muerte ocurrida en circunstancias normales,
no tomaba a los individuos por sorpresa, traidoramente, sino que se caracterizaba por
dejar tiempo para el aviso. Cuando esto no ocurría desgarraba el orden del mundo en el
que cada cual creía; esta muerte súbita o repentina era, según una creencia muy antigua
la marca de una maldición. Durante este período los difuntos resultaban familiares; no
se vivenciaba como drama personal sino comunitario. Pese a la familiaridad con la
muerte, los vecinos temían a los muertos y mantenían los cementerios alejados de sus
lugares de residencia, como un modo de evitar que los muertos perturbaran a los vivos.
Posteriormente, los muertos dejaron de causar miedo a los vivos, y unos y otros
cohabitaron en los mismos lugares. Este paso, de la repugnancia a la nueva familiaridad,
se produjo por la fe en la resurrección de los cuerpos, asociada al culto de los antiguos
mártires y sus tumbas.
En los siglos XVII y XVIII la muerte va a ser medicalizada, es decir que se aleja del
dominio religioso e irrumpe como problema médico. Michel Foucault señala que en este
período se inicia en la sociedad occidental un despegue del sistema médico y sanitario
como consecuencia, fundamentalmente, de tres procesos. El primero de ellos se refiere
al efecto o huella que deja en la especie humana la intervención médica a la que
denomina biohistoria: los mecanismos utilizados para lograr la regresión de las
enfermedades en especial de las infecto-contagiosas; los cambios en las condiciones
socio-económicas; los fenómenos de adaptación y de resistencia del organismo; las
medidas de aislamiento, higiene y salubridad; influyeron hondamente en la especie
humana ya que ésta no permaneció inmune a tales transformaciones. El segundo ─la
medicalización propiamente dicha─ señala el momento en el cual el cuerpo humano,
pero también su propia existencia y la conducta, se hallan insertos en una red de
medicalización cada vez más densa y más amplia, y donde la investigación médica se
torna más penetrante y minuciosa; también las instituciones de salud se amplían en gran
medida. Y el tercer y último proceso, que llama economía de la salud, indica la
incorporación tanto del mejoramiento de la salud, como de sus servicios y su consumo,
en el desarrollo económico de las sociedades más privilegiadas.
Atribuido a Tomas de Keyser (1596-1667). Lección de anatomía del Dr. Sebastian Egbertsz
con un esqueleto humano - 1619. Amsterdams Historisch Museum.
Nicolaes Eliasz Pickenoy (1588-1653). Lección de Anatomía del Dr. Johan Fonteijn
(fragmento) - 1626. Amsterdams Historich Museum.
En las manos de Rembrand la lección de anatomía fue algo más que un retrato de grupo;
se convirtió en un documento de un acontecimiento histórico en la vida de la comunidad
burguesa holandesa, principalmente la disección pública de un criminal ajusticiado; por
ejemplo, Aris Kindt, «ahorcado por robo con violencia», en la disección del Dr. Tulp, o
Joris Fonteyn, « ahorcado por criminalidad habitual», en la disección del Dr. Deijman.
Jacob Adriaensz Backer (1635-1684). Lección de anatomía del Dr. Frederik Ruysch – 1670.
Amsterdams Historich Museum.
Jan van Neck (1634-1714). Lección de anatomía del Dr. Frederik Ruysch – 1683.
Amsterdams Historisch Museum.
Quienes inmortalizaron a Ruysch ─Backer y Neck─ utilizaron diferentes tipos de
composición para realzar la teatralidad del acontecimiento. Sin embargo, los cuerpos
dibujados, ¿representan realmente la muerte?. Los signos físicos de la putrefacción y
corrupción ─ rigor, palidez mortecina─son evidentes en las Lecciones de Rembrandt,
pero ausentes en las del Dr. Ruysch. En las escenas de Backer y de Neck la muerte ha
sido reemplazada por la belleza de un cuerpo incorrupto; los cuerpos parecen reposando
más que muertos. Otra de las características de los Praelector era el montaje de
gabinetes o museos sobre el tema de la muerte.
La medicina resulta entonces una estrategia política, ya que permite el control tanto del
cuerpo social como de los individuos, ejerciéndose en y a través del cuerpo; de esta
manera, éste se transforma en una realidad biopolítica. La natalidad, los decesos, las
endemias, la longevidad, se consideran objetos de control y de saber médico, y están
fuertemente conectados con problemas económicos ─por los costos de la cura que
acarrea y por la falta de producción a la que conducen─ y políticos ─medidas de control
estatales orientadas a la regulación de la reproducción o del matrimonio. Dicha
medicalización se instituye primeramente en algunos países europeos a fines del siglo
XVIII y principios del XIX, y en los Estados Unidos en la última mitad de éste. A partir
de este momento y hasta nuestros días la muerte está invertida, se niega el duelo, se
rechaza a los difuntos; el hombre ya no es dueño de su muerte y recurre a los
profesionales para organizar los diferentes ritos (pompas fúnebres, servicios
tanatológicos).
Durante el largo periodo que conduce a la mitad del siglo XIX, la actitud frente a la
muerte cambió tan lentamente que los contemporáneos no se dieron cuenta. Sin
embargo, desde hace más o menos medio siglo asistimos a una revolución brutal de las
ideas y de los sentimientos tradicionales, tan evidente que no ha dejado de sorprender a
los observadores sociales. La muerte, en otro tiempo tan presente por resultar familiar,
va a difuminarse y a desaparecer. Se vuelve vergonzante y objeto de tabú. Esta
revolución se hizo en un área cultural bien definida: allí donde el culto a los muertos y a
los cementerios no conoció en el siglo XIX el gran desarrollo constatado en Francia, en
Italia o en España. Parece incluso que empezó en EE UU para extenderse a Inglaterra,
Países Bajos y la Europa industrial. La vimos llegar a Francia y extenderse como una
mancha de aceite.
Hoy en día no queda nada de la noción que cada cual tiene o debe tener de que su fin se
acerca ni del carácter de solemnidad pública que tenía el momento de la muerte. Lo que
debía ser conocido permanece ahora oculto. Lo que debía ser solemne, es eludido. Se da
por supuesto que el primer deber de la familia y del médico es el de ocultar a la persona
moribunda, desahuciada, la gravedad de su estado. El enfermo nunca debe saber, salvo
casos excepcionales, que su fin está cerca. Las nuevas costumbres exigen que muera en
la ignorancia de su muerte. No se trata ya solo de un hábito puesto ingenuamente en
uso, se ha convertido en una regla moral. Para Philippe Ariès el miedo a la muerte no
explica la renuncia del moribundo a su propia muerte. Es en la historia de la familia
donde hay que buscar la explicación.
Sin duda, sin los progresos de la medicina, la presión del sentimiento familiar no
hubiera bastado para apoderarse tan rápido y tan bien de la muerte. Y ello no tanto por
las conquistas reales de la medicina como porque en la conciencia del hombre aquejado
por algún mal, aquella reemplazó la muerte por la enfermedad; sustitución que se
produjo en la segunda mitad del siglo XIX.
Por lo demás, no cabe duda de que con el progreso de la terapéutica y de la cirugía cada
vez resulta más difícil saber positivamente si una enfermedad grave es mortal. Las
oportunidades de salvarse han aumentado tanto que incluso con graves deficiencias se
puede vivir. De ahí que, en nuestro mundo, la enfermedad incurable y en particular el
cáncer, hayan adoptado los rasgos repulsivos de las antiguas representaciones de la
muerte. Pero la enfermedad tiene que ser incurable o considerada como tal para que deje
traslucir así la muerte y le dé su nombre.
Así pues se muere casi a escondidas, en mayor soledad de la que Pascal creía. Esa
clandestinidad es el efecto de un rechazo a admitir enteramente la muerte de aquellos a
quienes se ama y aun del enmascaramiento de la muerte bajo las apariencias de la
enfermedad resistente a la curación. Posee también otro aspecto que los sociólogos
norteamericanos han conseguido descifrar. Allí donde estamos tentados de no ver otra
cosa que un escamoteo ellos nos muestran la creación empírica de un estilo de muerte
en el que la discreción aparece como la forma moderna de dignidad.
Un aceptable estilo de morir es aquel que evita las escenas forzadas, las que arrancan a
las personas de su papel social y violentan ese papel. El caso extremo es el silencio para
evitar una muerte embarazosa. Más lo que importa en el fondo no es tanto que el
enfermo sepa o deje de saber, cuanto que, si sabe, tenga la elegancia y el coraje de ser
discreto. Se comportará entonces de manera que el personal médico pueda olvidar que
sabe y comunicarse con él como si la muerte no estuviera rondándolo. Porque, en
efecto, la comunicación resulta, en cualquier caso, necesaria. No basta con que el
moribundo sea discreto; conviene también que continúe estando abierto y receptivo a
los mensajes. Su indiferencia amenaza con crear entre el personal médico el mismo
embarazo que un exceso de demostración. Existen, pues, dos maneras de morir mal:
pretender un intercambio de emociones y rehusar la comunicación.
El movimiento por la autonomía del paciente viene, desde hace años, dando un vuelco a
la situación. Pániker ─presidente durante años de la asociación Derecho a Morir
Dignamente─ comienza su libro Diario de Otoño con una referencia a su actividad a
favor de la eutanasia. «Algo ha avanzado, pero poco», comenta. Y continúa: «Al
principio teníamos en contra a la Iglesia, al cuerpo médico y al jurídico, La Iglesia
oficial sigue igual, lo que no deja de ser un escándalo, El cuerpo jurídico ha cambiado
mucho y está bastante a favor, La clase médica está dividida, aunque, quizá, un poco
más a favor que en contra. La postura de los médicos es muy importante. En Holanda se
despenalizó cuando el 80% de los médicos estuvieron a favor».
He aquí en que se ha convertido la gran escena de la muerte, que ha cambiado tan poco
durante siglos si no milenios. Los ritos de los funerales también han sido modificados.
Las manifestaciones aparentes de luto son condenadas y desaparecen. Una pena
demasiado visible no inspira ya piedad; es un signo desequilibrio o de la mala
educación; es mórbido. En el interior del círculo familiar se vacila aun a la hora de
ceder al llanto. Solo se tiene derecho a ello si nadie lo ve ni oye; el duelo solitario y
retraído es el único recurso. Y una vez abandonado el muerto hay que olvidarse de
visitar su tumba. La incineración se convierte en el modo preponderante de sepultura.
Cuando la incineración prevalece, a veces con dispersión de las cenizas, las cusas no
son solamente una voluntad de ruptura con la tradición cristiana, de modernidad; la
motivación profunda es que la incineración es interpretada como el modo más radical de
hacer desaparecer y olvidar todo lo que pueda quedar del cuerpo, de anularlo. La
incineración excluye el peregrinaje.
Mucho nos equivocaríamos si atribuyésemos esa huida ante la muerte a una indiferencia
para con los muertos. En realidad, lo cierto es lo contrario. La represión de la pena, la
interdicción de su manifestación pública, agravan el trauma provocada por la pérdida de
un ser querido. Pero no está permitido decirlo en voz alta. Este conjunto de fenómenos
no es sino la elaboración de un tabú: lo que antes estaba impuesto queda vedado a partir
de ahora. El mérito de haber puesto de manifiesto esta ley no escrita de nuestra
civilización industrial corresponde al sociólogo inglés Geoffrey Gorer –Muerte, Dolor y
Duelo, de 1965. La muerte se ha convertido en un tabú y ha reemplazado al sexo como
principal impedimento. Antes a los niños se les decía que los traía la cigüeña, pero
asistían al gran momento del adiós en la cabecera del moribundo. Hoy día son iniciados
desde no más allá de los doce o trece años en la fisiología del amor, pero cuando dejan
de ver a su abuelo y se extrañan se les dice que reposa en un bello jardín. Cuanto más se
liberaba la sociedad de las constricciones victorianas en relación al sexo, tanto más
rechazaba los asuntos de la muerte. Y al mismo tiempo que el tabú aparece la
transgresión: en la literatura maldita reaparece la mezcla de erotismo y de muerte
─buscada desde el siglo XVI hasta el XVIII─ mientras que en la vida cotidiana se
puede dar la muerte violenta.
Sin embargo, esos ritos por más que se hayan mantenido han sufrido también una
transformación. El american way of death ─continuación del american way of life─es la
síntesis de las dos tendencias, la una tradicional, la otra optimista. Así, durante los
velatorios o las visitas de adiós que se han conservado, los visitantes llegan sin
retraimiento ni repugnancia; y es que en realidad no se dirigen a un muerto como en la
tradición sino a un cuasivivo que, gracias al embalsamamiento continúa presente como
si los esperara para recibirlos. El carácter definitivo de la ruptura se ha difuminado. La
tristeza y el duelo han sido desterrados de esa reunión apacible.
Frente a todo ello en los últimos veinte años algunas publicaciones de sociólogos y
psicólogos dirigen su atención hacia las condiciones de la muerte en la sociedad
contemporánea y más en particular en los hospitales. La bibliografía de El Paciente
Moribundo, obra colectiva bajo la dirección de Orville G. Brim, publicada en 1970,
deja de lado las condiciones actuales de los funerales, cementerios, el luto o el suicidio
porque son consideradas satisfactorias. Por el contrario, a los autores les ha llamado la
atención la manera de morir, la inhumanidad, la crueldad de la muerte solitaria en los
hospitales y en una sociedad donde el muerto ha perdido el lugar destacado que la
tradición le había otorgado durante milenios, en la que el tabú de la muerte paraliza,
inhibe la reacciones del entorno médico y familiar. Les preocupa también el hecho de
que la muerte pase a ser objeto de una decisión voluntaria de los médicos y de la
familia, decisión hoy en día reservada y clandestina. Y esa literatura paramédica
devuelve la muerte al discurso del que había sido expulsada. La muerte se convierte de
nuevo en algo de lo que se habla. El tabú está también amenazado.
En cualquier caso la visión de la muerte se acepta solo bajo sus formas violentas –
atentados terroristas, francotiradores- que pueden considerarse diferentes del fin que nos
está naturalmente reservado; son incluso un juego para los más pequeños. A los
enfermos les corresponde no despertar jamás en el personal médico la insoportable
emoción de la muerte. Su entorno médico los apreciará en la medida en que le hayan
hecho olvidar ─a su sensibilidad pero no a su razón─ que van a morir. Así el papel del
enfermo solo puede ser negativo: el del moribundo que hace como que no muere.
Hasta principios del siglo XX el lugar concedido a la muerte y la actitud frente a ella
eran más o menos los mismos en toda la sociedad occidental. Esa unidad se rompió tras
la Primera Guerra Mundial. Las actitudes tradicionales fueron abandonadas por los EE
UU y por la Europa industrial del noroeste y reemplazadas por un modelo nuevo del que
la muerte había sido en cierto modo expulsada. Como contrapartida, los países
predominantemente rurales, a menudo también católicos, continuaron fieles a aquellas.
Desde hace una treintena de años vemos el modelo nuevo extenderse por Francia desde
los medios intelectuales y burgueses y está ganándose a las clases medias a pesar de la
resistencia de las clases populares.
La sociedad prolonga todo lo posible la vida de los enfermos, pero no los ayuda a morir.
A partir del momento en que no puede mantenerlos más renuncia a ello ─fracaso
tecnológico, fin del negocio─: no son más que los testimonios vergonzosos de su
derrota. Intenta primero no tratarlos como a moribundos auténticos y reconocidos, y
después se apresura a olvidarlos o hacer como si los olvidara.
Es cierto que nunca fue verdaderamente fácil morir, pero las sociedades tradicionales
tenían la costumbre de rodear al moribundo y de recibir sus encargos hasta su último
aliento. Hoy en día, en los hospitales y especialmente en las clínicas ya no hay
comunicación con el moribundo. Ya no se le escucha como a un ser en uso de razón,
sino que se le observa como a un objeto clínico, aislado cuando se puede, como un mal
ejemplo y se le trata como a un niño irresponsable cuya palabra carece de sentido y de
autoridad. Por supuesto que goza de una asistencia técnica más eficaz que la cansina
compañía de familiares y amigos. Pero se ha convertido en una cosa solitaria y
humillada, aunque esté bien atendido y le prolonguen mucho la vida.
En absoluto hay que renegar de la tecnología, que ha salvado y salvará con éxito
muchas vidas, sino en contra de su endiosamiento al ocupar el lugar del acercamiento
humano, de ese encuentro singular e irrepetible con el paciente que se está muriendo. Si
en contra de la aparatología que nos aleja de él en el momento más trascendentalmente
reflexivo de la vida. Esta reflexión permitirá mensurar lo vivido y descifrar su
significación escatológica o, lo que es lo mismo, desentrañar su destino. La tecnología
tanatocrática, al oponerse a esta situación, medicaliza la muerte, se la roba al
moribundo.
La experiencia del sida en la sala 5B del Hospital General de San Francisco en el año
1984 rememoró los círculos de protección civil en el Imperio Romano hace dos mil
años. «Cuidar es una actitud por la que los humanos aprenden de la humanidad»,
observó el practicante Shanti Charles Garfield en su libro En Ocasiones mi Corazón
Entumece. Amor y Cuidados en Tiempos de Sida, y en donde también puede leerse: «No
es solo algo tan simple como ayudar a otro. Se trata de empatía e intenciones honestas.
Quienes mejor cuidan a los pacientes terminales, los mejores paliativistas son quienes
trabajan no desde una actitud meramente profesional sino por empatía con el otro ».
Compartiendo significados y valores tanto como la situación socioeconómica ambas
partes establecen una hermandad a pesar de la presencia invariable de la muerte. De este
modo el hospital encarna la tradicional hospitalitas o comunidad de cuidadores y
pacientes. Una enfermera sugirió el mejor epitafio para la Sala 5B: «Hace tiempo hubo
una enfermedad llamada sida y estas salas fueron ocupadas por personas que fueron
amadas por otras con amor».
Termino remedando las palabras, también casi finales, del Prof. Josep Porta i Sales en
su Conferencia inaugural: «Los seres humanos, las personas, tienen derecho a ser
cuidados por personal cualificado; amén que la provisión de cuidados paliativos ha de
ser garantizada por el Estado de forma que todos los ciudadanos que lo precisen puedan
acceder sin discriminación de ningún tipo, sea en el domicilio o en el hospital».
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