Aposte Por Mi - Virginia v. B

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Copyright © 2018 VIRGINIA V.B.

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cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.
Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los
personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la
imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.
1ra Edición, MAYO 2018.
Título Original:
APOSTÉ POR MÍ
Diseño y Portada: EDICIONES K.
Fotografía: Shutterstock.
Maquetación: EDICIONES K.
VIRGINIA V. B.
ÍNDICE

DEDICATORIA
SINOPSIS
PRÓLOGO
CAPÍTULO 1
CAPITULO 2
CAPITULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPITULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20

CAPITULO 21
CAPÍTULO 22
CAPITULO 23
CAPÍTULO 24
CAPITULO 25
CAPÍTULO 26
CAPÍTULO 27
CAPITULO 28
CAPÍTULO 29
CAPÍTULO 30
CAPÍTULO 31
CAPÍTULO 32
CAPÍTULO 33
CAPITULO 34
CAPÍTULO 35
CAPÍTULO 36
CAPÍTULO 37
CAPÍTULO 38
CAPÍTULO 39
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS
SOBRE LA AUTORA

A mi padre, porque hagamos lo que hagamos y, digamos lo que digamos,


por muy descabellado que sea, siempre, absolutamente siempre, apuesta por
nosotros.
Te quiero, papi.
Joven, guapa y sexi; impulsiva, divertida y sin pelos en la lengua;
positiva, pase lo que pase, siempre ve el vaso medio lleno y no hay nada que
le quite el sueño.
Sus amigas, Olivia y Sheila, dicen que es una cotilla, una celestina y que
se aprovecha de ellas con sus ridículas apuestas; ella ríe y alega no tener la
culpa de ver lo que otros ignoran, o creen ignorar, por eso siempre gana.
Le encantan los retos y desafíos; y su respuesta en sí cuando su hermano
y Daniel le proponen hacerse cargo de la franquicia del Lust en Ibiza,
aunque ello signifique empezar una nueva vida lejos de todos ellos y
enfrentarse a la mayor aventura de su existencia.
Una aventura que no empieza con buen pie tras sustituir a Oliver en una
convención sexual en Londres y conocer a Theodore James; un hombre
arrogante, irónico y con un ego que sobrepasa el cielo; a la par que
atractivo, imponente y con una sonrisa arrebatadora. Un hombre por el que
se verá envuelta en la apuesta más arriesgada de su vida.
Ella es: Rebeca Hamilton, Pocahontas para los miembros del Lust,
Charlatana para él y, para ti, la protagonista de una historia divertida,
apasionante y llena de amor.
¿Qué me dices? ¿Te atreves apostar por ella?
PRÓLOGO
Nueva York

Giro la cabeza a la derecha y fijo la vista en la imagen que me devuelven


los espejos de la habitación, a la vez que la inclino un poco para dejar más
accesible esa zona del cuello que me encanta que besen, laman y acaricien. De
rodillas sobre la cama, y con Mustafá pegado a mi espalda, me quedo
embelesada mirando a la pared, donde veo reflejados nuestros cuerpos y me
excito más, si cabe, al contemplar las manos de este sobre mis pechos,
mientras Pinocho, entre mis piernas, lame con avaricia y gula. Dejo escapar un
hondo quejido de placer y me muerdo el labio inferior con fuerza al sentir los
dedos de mi mentiroso favorito adentrarse en mi cuerpo con ímpetu y destreza,
llevándome al séptimo cielo. Jadeos descontrolados salen de mi garganta al
pronunciar su nombre y pedir más. Mucho más. Mustafá se hace eco de mis
ruegos y, con parsimonia, recorre mi espina dorsal con la boca: chupando,
acariciando y mordiendo cada recoveco de mi espalda. Gimo como una
posesa y me retuerzo buscando un mayor contacto con ambos, presionando la
cabeza de uno, sobre mis partes nobles, sensibles y húmedas, ávidas de más
fricción y acción. Con la mano libre, tanteo a mis espaldas buscando el
miembro duro y ansioso de Mustafá que, desde hace rato, rebota sobre mis
glúteos, impaciente. Al primer contacto de mis dedos sobre su piel, caliente,
echa la cabeza hacia atrás y aprieta los dientes; al segundo, deja escapar el
aire retenido en sus pulmones sobre mi nuca y ahoga una exclamación,
enredando mi pelo en su muñeca para aproximarme a él de un solo tirón. A
partir de ahí todo se descontrola y pierdo la noción del tiempo entre susurros,
ruegos, respiraciones agitadas y palabras inconexas; entre caricias, lametones,
azotes y penetraciones; entre más jadeos, gemidos y palabrotas de las que
suenan mal, pero que nos ponen a mil, haciéndonos gritar cuando los tres
culminamos en un orgasmo devastador; dejándonos laxos, resollando y
plenamente satisfechos.
—¿Cuándo volveremos a verte? Porque esto hay que repetirlo, ha sido
increíble—manifiesta Pinocho caminando hacia el baño.
—Pues no tengo ni idea, chicos. Mañana me voy y no sé cuándo volveré.
—¿Entonces son ciertos los rumores? ¿Te vas a España? —Pregunta
Mustafá secándose con una toalla frente a la cama. Asiento con la cabeza—.
Pues vamos a echarte mucho de menos, nena.
—Siempre podréis ir a visitarme allí. Es más, espero que algún día lo
hagáis.
Poco después, ya duchados y perfectamente vestidos y acicalados,
acompaño a ambos hasta la puerta.
—Cuídate mucho, Pocahontas—Pinocho me besa la mano.
—No nos olvides, preciosa.
—No lo haré, chicos—aseguró con una sonrisa cómplice.
—Gracias por esta despedida, ha sido la hostia—cierro la puerta tras
ellos tras darles un beso en los labios.
Sí que lo ha sido, sí, pienso mirándome a uno de los tantos espejos que
cubren las paredes para colocar bien el antifaz. De hecho, si llego a saber que
iba a disfrutar así de un menage a trois, no hubiera esperado tanto para
hacerlo. Qué razón tenía la mosquita muerta de mi querida Olivia, sólo era
cuestión de relajarse y disfrutar. Y eso había hecho, relajarme y disfrutar de mi
última noche en el Lust de la mano de aquellos dos tiarrones que tan buenos
momentos me habían regalado, por separado, en los últimos cuatro años y
medio.
Son casi las cinco de la madrugada cuando decido abandonar aquella
habitación. Todo está silencio, en calma. Probablemente sea la única persona
que queda en el club y, respirando hondo varias veces, me dispongo a
recorrerlo para despedirme de cada rincón. ¿Quién iba a decirme a mí que iba
a ser tan feliz entre aquellas paredes? ¿Quién iba a decirme que acabaría
siendo socia del Lust, con lo que me había costado conseguir poner un pie
allí? Recuerdo a la perfección el día que, sin saber que él era el dueño, le
pedí, no, más bien le rogué, a mi hermano Oliver, que me invitara a una de las
reuniones.
Por aquel entonces, éstas eran, digamos, clandestinas, y se hacían en
diferentes ciudades para no llamar demasiado la atención; aunque en realidad,
todo el mundo conocía y hablaba del nuevo club sexual que empezaba a pegar
fuerte en la zona. Y yo me moría por conocerlo.
Había dos maneras de cruzar las puertas del Lust: ser miembro de éste,
pagando una cuota mensual y recibir cada quince días el sobre dorado con las
indicaciones de la próxima reunión, o, que uno de esos miembros te extendiera
una carta de invitación. Yo, sabiendo a ciencia cierta qué mi hermano, y la que
fuera su mujer, no se perdían una de aquellas reuniones, elegí la última opción
para tantear el terreno y comprobar por mí misma que aquellas fiestas eran
como había escuchado, en más de una ocasión, contar por ahí. Además, como
estaba más que harta de que los tíos no me tomaran en serio y se burlaran de
mí, ¿qué mejor manera de darle al cuerpo lo que me pedía, sin complicaciones
ni compromisos, que aquella? A mi hermano casi le da un telele cuando se lo
dije tal cual. Fue en una de nuestras habituales comidas familiares de los
domingos, en casa de nuestros padres, aprovechando que estábamos solos en
el salón esperando por los demás.
—Oliver—dije acercándome a él—, quiero que me hagas una carta de
invitación para ir a una de las reuniones del Lust.
Automáticamente se atragantó con el Martini seco que estaba tomando y
tosió con fuerza, para luego achicar los ojos y mirarme suspicaz.
—¿Qué sabes tú de ese sitio?
—Ya sabes, nada de lo que no se diga por ahí; que hay que llevar un
antifaz, usar un seudónimo de Disney y que las fiestas son increíbles.
—Ya veo… Lo siento, pero para poder invitar a alguien hay que ser
miembro y yo no…
—Déjate de tonterías, hermanito, os oí a ti y a Lilian hablar de ello, así
que ahora no me digas que tú no eres socio.
—¿Cuándo vas a dejar de escuchar conversaciones ajenas, Rebeca?
—Fue una casualidad…
—Sí, claro, cómo si no nos conociéramos. Ese no es lugar para ti.
—¿Por qué?
—Porque lo digo yo y punto.
—Esa contestación es de troglodita, Oliver—compuse mi mejor cara de
niña buena y lo miré—. Por favor… por favor, invítame, prometo portarme
bien, ¡lo juro!
—He dicho que no, y es no.
—Por favor, por favor, por favor—rogué insistente.
—Ya veremos—dijo con los dientes apretados al oír a nuestros padres
acercarse por el pasillo.
No fue él quien me invitó, fue la persona que menos esperaba. La señorita
Rottenmeier, sobrenombre que le puse a Olivia, mano derecha de Daniel
Dempsey, íntimo amigo de mi hermano, y ahora mi mejor amiga, el día que fui
entrevistada para ser becaria en D&D.
Recuerdo como si fuera ahora mismo aquel día que nos vimos por primera
vez en la recepción de la empresa. Yo estaba nerviosa, era mi primera
entrevista y quería hacerlo bien. Me había vestido a conciencia para llamar la
atención, y supe que lo había conseguido cuando la mujer que salió del
ascensor a recibirme me miró de pies a cabeza, con desagrado. Su primer
pensamiento sobre mí, lo supe con el tiempo, fue que era una braga alegre y
una devoradora de hombres. El mío hacia ella, que había encerrado a Heidi en
una mazmorra y se había comido la llave. Ambas nos equivocábamos. Ni yo
sacaba a pasear mi braga tan a menudo, ni ella era tan sargento y mojigata
como aparentaba. Fue cuestión de tiempo que nos hiciéramos amigas y
confidentes.
El día que se atrevió a reconocerme que estaba enamorada de nuestro jefe,
el señor soy un ogro, como ella lo llamaba, no me sorprendió; al contrario,
hacía tiempo que lo sospechaba, había que estar muy ciega para no darse
cuenta, y la animé a lanzarse de cabeza a por él. Fui la primera en apostar por
su relación y gané. En cambio, cuando me confesó que era miembro del Lust,
que allí se llamaba Reina de corazones, que se había tirado a mi hermano y a
su mujer, a la vez; y que también estaba loca por un tal Jack Sparrow, que al
final resultó ser nuestro jefe, me quedé muerta no, lo siguiente. Por lo visto yo
era la única que todavía no conocía el Lust y aquello había que remediarlo; así
que, aunque me costó muchísimo, al final conseguí convencer a Olivia para
que me invitara al club. Desde entonces me confieso adicta a él y mi vida ha
dado un giro de ciento ochenta grados; tanto que, mi hermano, que es el
propietario, me propuso hace seis meses asociarme con él y con Daniel para
hacerme cargo de la franquicia que está a punto de abrir sus puertas en Ibiza.
Evidentemente acepté, por eso la despedida.
Doy un último vistazo a la zona de arriba y enfilo a las escaleras
pensando, sin querer, en el primer día que Sheila, la asturiana para mi hermano
y ahora su esposa, vino al Lust por primera vez y dejó a este esposado a los
postes de la cama, en pelota. Si antes ya me caía bien la susodicha, desde
aquel día la adoraba. Era, por así decirlo, mi heroína. Sobra decir que tanto
ella como mi querido Oliver no se podían ni ver, aunque en realidad, estaban
locos el uno por el otro. Sí, también aposté por su relación y sí, también gané.
Se casaron hace seis meses en Las Vegas, lugar donde dieron rienda suelta a su
atracción, por primera, vez tras un concierto de Marc Anthony.
Me dirijo al salón, lugar de la primera toma de contacto entre los
miembros en las reuniones. Allí es donde se toma una copa, se baila, se charla
y se otea el ambiente buscando a tu próxima pareja de juegos. Allí fue donde
Daniel se declaró definitivamente a Olivia; también, donde ésta se puso de
parto tres años más tarde. Y donde mi hermano cayó rendido a los pies de una
Maléfica que, había jurado y perjurado, que jamás de los jamases pondría un
pie en nuestro antro de perdición. Sí, en aquel salón habían pasado muchas
cosas importantes de mi vida; en aquel salón todos habían encontrado al amor
de su vida, excepto yo. Ese ángel gordito que se pasea por ahí en paños
menores disparando flechas, me evita, qué le vamos a hacer.
Sonrío al llegar a la puerta del salón y ver la estampa que tengo ante mí.
Sheila está descalza, últimamente se queja de que tiene los pies hinchados, y
está comiéndose un bol de frutos secos, con ansia. Olivia, a su lado, habla en
susurros, con los ojos cerrados, y gesticula sin parar, como si estuviera
explicando algo complicado. Mi hermano y Daniel no están. Ellas dicen de mí
que soy una cotilla, una celestina y que me aprovecho de ellas con mis
apuestas. No es cierto. Soy algo curiosa, no lo niego, pero no cotilla; y soy
muy perspicaz, que no celestina. Yo no tengo la culpa de ver lo que los demás
ignoran, o creen ignorar. Y tampoco tengo la culpa de apostar por cosas que, a
las claras, sé que voy a ganar. Por ejemplo, sus relaciones. La última vez me
hicieron prometer que no volvería a hacerlo y, de momento, estoy cumpliendo
mi palabra.
—¿Qué hacéis aquí? —Pregunto acercándome a la mesa—. Pensé que ya
no quedaba nadie.
—Estamos esperando a tu hermano y a Daniel.
—¿Dónde están?
—Encerrados en su despacho, para no variar—contesta Olivia.
Me siento, cojo un puñado de frutos secos y me los llevo a la boca
mientras ellas me escudriñan con la mirada. Sé lo que esperan. Quieren que
les cuente qué tal me lo he pasado en mi primer trío. Decido hacerlas sufrir un
rato más y mastico con calma.
—¿Y bien? —Indaga mi cuñadita.
—Y bien ¿qué?
—¡Por Dios! ¿Quieres decirnos de una maldita vez qué tal te fue con los
chicos? —Olivia me mira con interés. En realidad, ambas lo hacen. Yo suelto
un suspiro hondo y me encojo de hombros.
—¿Lo ves, Olivia? Te dije que no le gustaría.
—¡Tonterías! Conociéndola seguro que ha disfrutado como una enana—
clavan sus ojos en mí—. Porque lo has disfrutado, ¿verdad? —Insiste mi
amiga.
—Psé—respondo sin ganas.
—¿Cómo que psé? ¿Qué significa eso, que sí o qué no?
—Pues qué va a ser, Olivia, pues que no. Hacer un trío es algo asqueroso y
repulsivo, lo sé por experiencia…
—No, Sheila, no te confundas—replica Oli—. Es asqueroso y repulsivo
que te obliguen a ello, como fue en tu caso, no que tú quieras y te apetezca
hacerlo, ¿entiendes? Yo sólo lo practiqué una vez y fue aluci…—de repente se
queda callada y se pone roja como un tomate—. Lo siento, yo no…
—Olivia, no me importa que te hayas acostado con Oliver y su ex, eso
pasó hace tiempo, ya te lo he dicho millones de veces.
—Lo sé, pero es que…
—Entiendo que te hayas acostado con mi hermano—digo—, pero que
hayas tenido entre tus piernas a Bella la bruja… uff, sólo de pensarlo me pone
la piel de pollo, mira.
—Se dice de gallina, Rebeca. “Se me pone la piel de gallina”—me corrige
Sheila.
—El español es muy complicado, no sé por qué te empeñas en que lo
hablemos entre nosotras todo el tiempo.
—Porque te has gastado un dineral en un cursillo intensivo y me has vuelto
loca con el tema. Además, acostúmbrate, porque es la lengua de tu próximo
destino, chata.
—Tienes toda la razón del mundo, pero sigue siendo complicado—me
quejo resoplando.
—Vas a hacerlo genial, tesoro—Oli me da un ligero apretón en la mano—.
Y ahora, vayamos a al meollo de la cuestión, ¿lo has pasado bien esta noche?
—Por supuesto que lo he pasado bien, ¿en serio lo dudabais? —Una
asiente y la otra niega con la cabeza—. Ha sido una experiencia de religión…
—Religiosa, “una experiencia religiosa”—pongo los ojos en blanco por la
nueva corrección de mi cuñada y continúo.
—Pues eso, que tenías razón, Oli, sólo era cuestión de relajarse y darlo
todo—sonrío como una boba—. Esos dos consiguen hacerme ver las estrellas
cuando juego con ellos por separado, así que imagínate…
—¿Qué hay que imaginarse? —Indaga mi hermano irrumpiendo en el salón
junto a Daniel.
—No quieras saberlo—exclamamos la tres a la vez.
—Dios, que sincronizadas están estas chicas, colega, dan miedo.
—Daniel, mi amor, estoy muerta, ¿podemos irnos ya?
—Ya que Rebeca está aquí, nos gustaría repasar por última vez el
itinerario de la convención de Londres, nena. ¿Puedes aguantar un poquito
más? Prometo que sólo será un momento—ella asiente y yo me muero de
envidia con esas miradas que se dedican.
—Respecto a eso—digo—, sigo pensando que sería mejor que fueras tú,
Oliver, yo no me siento lo suficientemente preparada para…
—Sabes de sobra que tu hermano no puede ir, Rebeca—me interrumpe mi
cuñada.
—Sí, y toda la culpa es tuya, mala pécora. Si no te hubieras quedado
embarazada, yo me libraría de tener que ir a ese sitio.
—¡Lo qué hay que oír! Te recuerdo, guapita de cara, que para que se
produzca un embarazo se necesitan dos personas, ¡dos! Nadie me advirtió de
que los bichitos de tu hermano eran tan espabilados y llegarían a la meta a la
primera y encima de dos en dos.
—Es lo que tiene casarse con un semental, asturiana. Donde pongo el
ojo…
—Chicos, por favor, ¿os podéis centrar? Estoy cansada y mañana tengo
que recoger a Chloe temprano en casa de mis suegros.
—Tienes razón, Oli, lo siento. Pero que quede claro que mis sobrinos
todavía no han nacido y ya me deben una. Venga, al lío.
—Veamos…—mi hermano mira con atención los papeles que lleva en la
mano—, tu vuelo sale mañana del JFK a las 13:00 p. m. y llega al aeropuerto
Heathrow a las 01:00 a. m., más o menos, hora de allí—asiento—. Allí te
estará esperando Luis, la persona que te ayudará en todo lo que necesites y
será tu mano derecha en Ibiza. Os hospedareis en el Heathrow Windsor
Marriott, lugar en el que también se celebrará la convención—vuelvo a asentir
—. Tendrás que contratar servicio despertador en el hotel porque el jet lag
será terrible y Lord James dará el discurso de apertura temprano…
—¿Lord James? ¿Quién diablos se hace llamar así? ¿Nadie le ha dicho a
ese hombre que estamos en otro siglo y la evolución es para todo el mundo?
—Lord James es el fundador del evento y dueño del club “Libertine Green
Clover” …
—¿Trébol verde libertino? Qué poco sentido tiene eso, ¿no?
—El Green Clover era un club de caballeros en el siglo diecinueve,
Rebeca, él lo heredó de su padre y añadió lo de “Libertine” para cambiar un
poco el concepto del lugar, ¿entiendes?
—No, pero es igual, continúa.
Durante algo más de media hora, le damos un repaso a todo el asunto de mi
inesperado viaje a Londres: el discurso de apertura, las ponencias, el
almuerzo de inauguración, un par de visitas guiadas y, por último, la cena y
posterior cierre de la convención con una fiesta en el “Libertine Green
Clover”, club de nuestro anfitrión, el hombre que se quedó atascado en la
máquina del tiempo, Lord James.
—No tenía ni idea de que existieran convenciones de este tipo, no es
habitual algo así—comenta Oli ahogando un bostezo.
—Este es el segundo año que se celebra—explica mi hermano—. Fue idea
de Lord James.
—Ese viejo verde…—murmuro con malicia.
—No tienes ni idea, Rebeca. Él nos dio la oportunidad de unirnos, de ser
una piña, ¿entiendes? Los empresarios como nosotros, que tenemos clubes
sexuales, estamos muy mal mirados. Para la mayoría sólo somos unos
pervertidos y no merecemos los mismos derechos que los demás, así que, por
favor, me gustaría que te lo tomaras en serio. Tú ahora estás dentro del sector,
hermanita. Ya eres de los nuestros—asiento, tiene razón—. Bien, pues si todo
está claro, no hay más que hablar.
—¿Podemos irnos ya?
—Daniel, amigo, a este paso tendrás que llevar a Oli en brazos.
—Será todo un placer. Vamos, nena—los cuatro se dirigen a la puerta.
—¿Rebeca?
—Voy a quedarme cinco minutos más, Oliver. Ya apago yo las luces.
—Estás preparada, hermanita, no lo dudes. Todos confiamos en ti.
—Gracias, os veo mañana en el aeropuerto.
Sé cómo funciona el negocio, llevo mucho tiempo dentro de él ayudando a
mi hermano en infinidad de cosas. Estos últimos seis meses me he estado
preparando a conciencia, sin descanso. He esperado este momento con ansia y
sé que estoy preparada para hacerlo. Sin ninguna duda, esta es la apuesta más
arriesgada de mi vida y la ganaré.
CAPÍTULO 1

Londres
Cuando el avión aterriza en Heathrow, no sé si entrar en la cabina del
piloto y hacerle una ola o ponerme de rodillas y cantar a pleno pulmón el
Aleluya de Händel. Menudo viajecito, por Dios; llevo tantas horas aquí metida
que creo que corro el riesgo de quedar fosilizada en el asiento, de por vida.
Primero fue el anuncio, por megafonía, de que el avión saldría con retraso;
después, una hora más tarde y ya subidos a éste, un problema técnico sin
mucha importancia, según ellos, que nos retuvo allí otra hora más; pero no
termina ahí la cosa, no. Por si eso no fuera suficiente para tenernos a todos
pendientes y nerviosos y, cuando ya llevamos medio viaje hecho, nos
comunican que, debido a una gran tormenta, que nos pone el alma en vilo,
debemos desviarnos. Si a todo eso le sumamos que el señor que va sentado a
mi lado no ha dejado de roncar en las casi diez horas que dura esto, es para
pegarse un tiro de mierda y morirse de asco, vamos. Con las piernas
temblorosas y agarrotadas, igual que el resto del cuerpo, piso tierra firme y le
doy gracias a Dios por ello. Vaya manera de comenzar mi aventura en
solitario, lejos de casa; menos mal que no suelo dejarme llevar por la
negatividad que si no, a estas alturas estaría tirándome de los pelos y
lamentando mi mala suerte.
Camino junto al resto de pasajeros, que no están en mejores condiciones
que yo, por el pasillo, largo y en penumbra, que nos lleva directamente a una
sala de embarque, donde espero encontrarme con Luis, pero está
completamente vacía y empiezo a ponerme un pelín nerviosa. Salgo de allí
preguntándome qué hacer y entonces veo a un chico, más solo que la una,
caminando de un lado a otro con impaciencia. «Ese debe ser él», pienso
suspirando aliviada. Me paro y observo su ir y venir, el pobre hombre parece
que está a punto de desfallecer y siento lástima. Sólo por estar aquí a estas
horas de la madrugada, merece una compensación. Es joven, alto y de
complexión fuerte; pelo oscuro y moreno de piel; va vestido con unos
vaqueros negros y una camisa, arremangada hasta los codos, blanca. Es
atractivo. Demasiado atractivo para una mujer como yo que, acaba de hacer
voto de castidad, por voluntad propia, hasta nueva orden. Nuestras miradas se
encuentran y, alzando la cabeza y las manos al techo, sonríe acercándose a mí.
—¿Rebeca Hamilton?
Dios, tiene unos ojos oscuros y rasgados preciosos. De cerca es todavía
mucho más guapo. «¿Qué clase de broma es esta, hermanito?», me preguntó
devolviéndole la sonrisa.
—Sí, y tú debes de ser Luis, supongo.
—Supones bien—responde estrechando mi mano—, bienvenida. Un viaje
complicado, ¿eh?
—Bueno—me encojo de hombros—, podía haber sido peor, la verdad.
—¿Has leído el email que te envié? —Pregunta guiándome a recoger mi
equipaje.
—No, lo siento, aún no he encendido el móvil. ¿Es importante?
—Lo es dada la hora y que no tardará en amanecer. Ha habido un pequeño
cambio con el discurso de inauguración de la convención, lo han adelantado un
par de horas. Lo que significa que apenas tendrás tiempo para descansar.
Espero que al menos hayas dormido algo durante el viaje.
—Pues no, y mira que lo he intentado, pero el compañero de viaje que me
tocó roncaba como un oso y me resultó imposible. ¿Cuál es el plan?
—Recoger tu equipaje, ir al hotel, confirmar la reserva, e intentar
mantenernos despiertos hasta la hora del discurso. Mientras tú te instalas y te
pones cómoda, yo puedo ir a recoger las tarjetas de identificación, ¿te parece?
Evidentemente tengo que responder que sí, aunque, en realidad, se me
ocurren unas cuantas maneras de mantenernos despiertos, ambos, y ninguna de
ellas incluye tarjetas de identificación y tampoco ropa. «Voto de castidad,
Rebeca, voto de castidad», me recuerdo.
—Sí, me parece perfecto—respondo finalmente.
—¿Crees que serás capaz de no dormirte? —Pregunta con sorna.
—Por supuesto. Necesitaré un café solo y doble, no, mejor triple, en
cuanto lleguemos al hotel.
—Bien. ¿Este es todo tu equipaje? —Enarca una ceja y me mira incrédulo
al ver mi pequeño trolley.
—Pues sí, para tres días que vamos a estar aquí… Por cierto, el resto lo
he enviado directamente a Ibiza, llegará en estos días y necesitaría que alguien
lo recogiera por mí.
—No te preocupes, Mila se encargará de eso.
—¿Quién es Mila? —Indago curiosa.
—Nuestra secretaria.
—Vaya, no sabía que tuviera una, Oliver sólo me habló de ti…
—Daniel y él decidieron en el último momento que sería mejor así—me
interrumpe—. Es una chica muy preparada y encantadora. Te gustará—
manifiesta complacido.
—Seguro que sí.
Una vez en el hotel y con la llave de mi habitación en la mano, y tras haber
encargado que me suban el café, Luis me acompaña hasta los ascensores y me
deja allí, no sin antes prometer que no cederé a la tentación de cerrar los ojos
y abandonarme al sueño, mientras él va a darse una ducha y a recoger las
dichosas tarjetas de la convención. Me siento cansada, exhausta y agarrotada.
«Tendré que ponerme las pilas si no quiero caer rendida en cuanto vea la
cama», me digo apoyando la frente en la fría pared, acristalada, del ascensor.
La habitación es de tamaño normal, acogedora, bonita y sencilla, con un
gran ventanal a un lado. Todas las paredes están pintadas de un tono beige
clarito, excepto la del cabecero de la cama que es de un color cereza oscuro.
Junto al ventanal, hay un sofá de dos plazas en el mismo tono cereza de la
pared y una lámpara de pie. Frente a la cama, que es enorme, y parece estar
susurrándome: «ven, Rebeca, acércate y comprueba por ti misma lo cómoda
que soy», un escritorio grande, una silla, una televisión plana y un gran espejo.
El armario es empotrado y espacioso. La moqueta del suelo también es de
color cereza.
Me gusta la combinación. Ahogo un bostezo y paso las manos por la cara
para espantar a Morfeo, sin ningún éxito; estoy para el arrastre, la verdad.
Dejo la maleta en el suelo, junto al escritorio, y decido darme una ducha a
ver si así me despejo.
Mientras lo hago, no puedo evitar pensar en las personas que, tristes y
llorosas, me decían adiós en la sala de embarque del JFK; mi adorada y loca
familia.
Mis padres, mi hermano y su esposa; y Daniel y Olivia, a los que también
considero parte de esa pequeña familia que pronto aumentará. Voy a echarlos
tanto de menos a todos… sollozo, sin querer, y recuerdo que aún no he
llamado para avisar de que, por fin, he llegado a mi destino. Dios, ni siquiera
he encendido el maldito teléfono, soy un desastre. Seguro que estarán
pensando que ya me he olvidado de ellos y que soy una arpía. Una llamada
insistente a la puerta me saca de mis pensamientos. Cierro el grifo, me
envuelvo en un esponjoso albornoz y salgo a abrir. Es el servicio de
habitaciones que, aparte del café, también me trae: zumo de naranja, recién
exprimido, y un par de bollos que huelen de maravilla.
Después de dar buena cuenta del desayuno, como veo que me estoy
relajando demasiado, saco del trolley la carpeta con el itinerario de estos días
y, aunque el sofá y la cama, parecen estar llamándome a voces, me quedo
sentada en la silla y empiezo a pasar las hojas con desgana. Sólo cinco
minutos bastan para que mis ojos empiecen a cerrarse y yo a abrirlos; y otra
vez se cierran y yo los abro; y otra vez…
Escucho, amortiguados, los sonidos del teléfono y los golpes, constantes,
en la puerta, y los ignoro inconscientemente. «¿Quién puñetas puede estar
haciendo tanto ruido a estas…?». Abro los ojos de golpe y desorientada.
¡Mierda! Me he dormido. ¡Me he dormido! Los golpes y el sonido del teléfono
que hay sobre la mesilla de noche no cesan. Y la voz, algo cabreada, imagino
que de Luis, gritando mi nombre al otro lado de la puerta, me sobresalta.
Avergonzada a más no poder, voy a abrir la puerta y antes de llegar a ésta,
tropiezo con la maleta y me caigo de bruces, dándome un trompazo tremendo.
Me levanto con más agilidad de la que en realidad poseo, dadas las
circunstancias, y abro.
—¡Ya era hora! —Masculla—. Te has dormido.
—¡No me digas! —Ironizo.
—Hace quince minutos que ha empezado el discurso de apertura de la
convención y mira dónde estamos.
—Lo siento, de verdad que lo siento. Dame veinte minutos y…
—No tenemos veinte minutos, Rebeca—exclama alargando la mano y
arrancando de mi cara un papel que por lo visto se me ha quedado pegado
mientras dormía. Qué bochorno, señor.
—¿Diecinueve?
—Si quieres escuchar algo del discurso de Lord James, cinco, como
mucho diez.
Resignada y todavía medio adormecida, le digo a Luis que me espere
abajo y entro en el baño. En el mismo instante que poso los ojos en el espejo,
me pongo roja como un tomate y me siento morir. Tengo babas resecas en la
comisura de la boca y es asqueroso. Menuda impresión debe haberse llevado
ese adonis que tengo por mano derecha, de mí. Un papel pegado en la cara,
legañas y babas. ¡Vergonzosa, vamos! «Bueno—me digo abriendo el grifo de
la ducha—, al menos no he abierto la puerta desnuda».
Doce minutos después, más o menos, bajo a la recepción, donde él me
espera con un enorme vaso de café en las manos, ataviada con unos de mis
vestidos favoritos; es de punto, manga corta y de escote en pico; suelto hasta la
rodilla y de color magenta. El pelo recogido en una trenza, de lado, y unos
pendientes de aro, dorados, como único complemento. Apenas llevo
maquillaje; lo imprescindible para que la cara de momia disecada no se note
mucho. Cada vez que pienso en lo que este pobre hombre ha visto hace nada,
me dan ganas de gritar y patalear. Lo observo mientras me voy acercando,
Dios, su pinta es estupenda, ¡qué injusto! No parece que haya pasado toda la
noche en vela por mi culpa. Bueno, por mi culpa no, por la del maldito viaje.
—No vamos a llegar…
—Lo haremos, relájate—digo cogiendo el vaso de sus manos—. Gracias
por el café y por haber subido a despertarme.
—No entiendo cómo puedes estar tan tranquila. Vamos.
—¿Y de qué serviría lo contrario? Ya la he cagado, sí o sí llegaremos
tarde… Créeme, si me desquicio será peor.
—Rebeca, este es el primer trabajo importante que tengo y me gusta. No
quisiera perderlo, ¿entiendes?
—No lo harás, he sido yo la que se ha dormido, no tú.
Cruzamos la recepción, giramos a la derecha y enfilamos un largo pasillo
con paso ágil, dejando varias puertas, cerradas a cal y canto, atrás. Luis me
comenta que la nuestra es la que tenemos frente a nosotros, al fondo del
pasillo. Justo, cuando estoy a punto de apoyar la mano en el picaporte, ésta se
abre y me doy de bruces contra un pecho de cemento. Al momento, noto el
líquido caliente, del café, deslizarse por mi estómago y me muerdo la lengua
para no ponerme a gritar.
—Debería mirar por dónde va—lo que me faltaba, un gilipollas.
—¿Estás bien? —Me pregunta Luis, preocupado.
Doy un paso atrás, todo lo digna que puedo, sacudiendo el café que me
chorrea por las manos y recorro con la mirada al maleducado que tengo ante
mí, de pies a cabeza, despectivamente. A pesar de mi cabreo, que es
monumental, no puede evitar fijarme en sus zapatos italianos, de marca; en lo
bien que parece sentarle ese traje hecho a medida, probablemente también
italiano, y en lo impoluto de su camisa tras haber chocado conmigo. Su boca,
de labios carnosos, ladeada en una media sonrisa, sardónica, me crispa los
nervios. Nuestras miradas se encuentran y el pulso se me acelera. Sus ojos son
oscuros y fríos, «pero bonitos», me reconozco a mí misma.
—¿Piensa quedarse ahí todo el día mirándome, o va a apartarse para que
pueda seguir mi camino? —su voz acerada me respiga.
Miro a Luis, que a mi lado no se pierde detalle, y respiro hondo para no
dejarme llevar por la ira que esos momentos recorre mi espina dorsal.
«Calma, Rebeca, calma», me repito un par de veces.
—¿Y bien? —inquiere arrogante.
—Lo mínimo que podía hacer era disculparse…
—Vaya, si sabe hablar y todo—me corta—. Empezaba a dudar que fuera
capaz de hacer algo más aparte de ir por ahí arrollando a la gente.
—Es usted un maleducado y un prepotente.
—No me diga… Seguro que eso me quita el sueño esta noche. Si me
disculpa, tengo cosas más importantes que hacer que estar aquí perdiendo el
tiempo con usted.
—¿No piensa disculparse? —pregunto con los dientes apretados.
—No veo por qué debería de hacer tal cosa—dice encogiéndose de
hombros—. Por cierto, si venía al discurso de apertura, se lo ha perdido. Y
visto lo visto—me mira con insolencia—, también va a perderse la primera
ponencia—chasquea la lengua—. Está usted hecha un desastre.
—Y seguro que usted está impaciente porque me largue para volver a
entrar y no perderse nada, ¿verdad?
—Exacto.
—Pues siento informarle que eso no va a poder ser—esta vez soy yo la
que se encoge de hombros y con mi mejor sonrisa, y sin que se lo espere,
levanto las manos y las restriego, arriba y abajo, por su inmaculada camisa,
poniéndosela perdida de café—. Ups, lo siento muchísimo, visto lo visto,
usted también se la perderá. Está hecho un desastre—y sin más, giró sobre mis
talones y me alejo. No sin antes mirarlo por encima del hombro y guiñarle un
ojo como premio de consolación. ¡Menudo capullo!
Esperando el ascensor, Luis, que está con las manos metidas en los
bolsillos y meneando la cabeza de lado a lado, empieza a descojonarse.
—Estás loca…
—No lo sabes tú bien. Los tíos como ese sacan lo peor de mí—suspiro. Lo
que acabo de hacer es digno de mi cuñada, no de mí. Y entonces sonrío—.
Necesito que, mientras me cambio, vuelvas a la sala y entres a la ponencia. No
tardaré.
—¿Estás segura?
—Completamente.
Decido, por mi bien, apartar a un lado este último contratiempo, y
centrarme en mejorar el día que, al paso que vamos, se lleva la palma para
coronarse, hasta el momento, como el peor de mi vida.
Por la noche, mientras la mayoría de los asistentes deciden salir a conocer
un nuevo local en Londres, Luis y yo, nos quedamos en el restaurante del hotel
y tomamos una cena suculenta a base de: ensalada de tomate y hojas verdes
con albahaca, brochetas de pavo con salsa al curry; y de postre, tarta de tres
chocolates, helada; todo ello regado con un delicioso vino, tinto.
—¿Te apetece que tomemos el café en el bar? —propone Luis.
—Sí, ¿por qué no? Aunque, personalmente, prefiero tomarme algo más
fuerte que un café que me haga olvidar lo de hoy.
Nos acercamos al bar, que es grande y está en penumbra, y buscamos un
rincón donde ponernos cómodos. Elegimos una mesa al fondo y nos sentamos
en una especie de butacones, redondos, de piel negra. Me gusta el sitio, es
tranquilo y, la música que suena, muy relajante. Al momento, una camarera,
despampanante, nos toma nota. Yo pido un Berry Pickers, con tónica y, él, un
Barceló con cola.
—¿Ginebra de fresa? —pregunta sorprendido.
—Sí, su toque dulce me encanta.
—Menudo día, ¿eh? —asiento—. Ha sido completito. Oye, ¿quién crees
que es el tío de esta mañana?
—Menuda impresión debes tener de mí—respondo obviando su pregunta
—. Me duermo, nos perdemos el discurso, la ponencia… ¡Vaya desastre!
—No me has contestado.
—No quiero hablar de ese tipo en mi momento relax. Háblame de ti.
Me cuenta que ha estudiado ciencias económicas y empresariales en la
Universidad Complutense de Madrid y que un amigo suyo fue quien le hablo
de nuestra oferta de empleo; que está soltero y ansioso, porque el Lust abra sus
puertas oficialmente.
—¿Qué crees que dirá tu hermano cuándo se entere de lo que ha pasado
hoy?
—No lo sé, puede que se cabree un poco, pero no te preocupes, ya te dije
que la culpa era sólo mía y así se lo haré saber. Además, sinceramente, no
creo que el discurso del viejo verde haya sido para tanto y…
—¿Viejo verde? ¿Te refieres a Lord James? —digo que sí con la cabeza y
bebo un sorbo de la copa—. ¿Por qué? —indaga extrañado.
—No lo sé, es lo que me transmite su nombre. Las personas que
antiguamente tenían título nobiliario se creían seres superiores y diferentes;
cuando en realidad, la mayoría no tenían dónde caerse muertos; se casaban por
conveniencia para conseguir la dote de su esposa y, después, se pasaban la
mayor parte del tiempo, mano sobre mano, en algún club para caballeros
bebiendo hasta la saciedad y jugando a las cartas; por no decir cómo trataban
a esas mujeres, siéndoles infieles y prohibiéndoles casi hasta respirar. Me
parece ridículo que en el siglo que estamos alguien se haga llamar Lord, eso
es todo.
—Vaya, y yo que pensaba que era usted muda, qué equivocado estaba—
dice a mis espaldas una voz que ya he empezado a detestar.
Miro por encima del hombro y sí, ahí está, sentado justo detrás de mí, el
imbécil de esta mañana. Desvía su mirada de mí a Luis.
—¿No se cansa de oírla? —le pregunta—. Sin duda tiene usted el cielo
ganado con esta charlatana, amigo, menudo dolor de cabeza.
—Oiga…—murmuro entre dientes.
—Debe de ser complicado vivir con una mujer tan sabionda como ella…
—No me conoce de nada, así que no se atreva a juzgarme.
—¿Acaso no es eso lo que usted está haciendo? ¿Juzgar a un hombre por
su título de Lord?
—Mire, nadie le ha dado vela en este entierro, así que déjeme en paz y
váyase al diablo, ¿quiere?
—No, no quiero—sentencia con sus ojos clavados en los míos.
—¡Qué le den, cretino! —Espeto furiosa—. Vámonos Luis.
—Ay, amigo, me compadezco de usted—alza la copa, en un brindis
silencioso y me guiña un ojo, igual que hice yo esta mañana.
¡Me cago en el señorito de las narices! ¡No lo soporto! Con gusto le daba
de tortas hasta borrarle esa sonrisa de suficiencia que tiene. ¡Grrrrrr!
¡Grrrrrrr!
CAPÍTULO 2

A la mañana siguiente me despierto descansada y llena de energía. Y eso


que la noche anterior, cuando llegué a la habitación tenía ganas de matar, y me
pasé un buen rato despotricando, conmigo misma, sobre el personajillo ese
estirado que parece haberla tomado con una servidora; y como parecía no
poder sacármelo de la cabeza, no me quedó más remedio que hacer una
llamada grupal, por Skype, para poder hablar con Sheila y Olivia y que ellas
me aconsejaran qué hacer al respecto. Sobra decir que se rieron de mí lo que
quisieron y más por el desastre de día que había tenido y que, se mostraron
más que interesadas, cuando saqué a relucir a Don «no soy así de tieso, es que
tengo un palo metido por el culo».Lo primero que me preguntaron fue: «¿Cómo
es? ¿Guapo?». Quise responder que el susodicho era un auténtico adefesio,
con cara de palurdo, sin dientes y completamente calvo, pero estaría diciendo
una mentira como una casa y no me gusta mentir; así que dije: «digamos que no
es un callo malayo». «¿Has pensado mucho la respuesta, ¿no?», Olivia, como
siempre, dando la puntadita. «Estaba buscando las palabras exactas para
describirlo», contesté. «¿Y cuáles son esas, exactamente?», mi cuñada ya
mostraba ese gesto tan suyo, la ceja enarcada, y supe que no pararía hasta que
las dijera. «Pues la verdad es que está tremendo. Su aspecto físico es
alucinante, lástima que sea tan… tan… estirado, prepotente, arrogante,
maleducado…». «Vaya—exclamó Oli—, con esa descripción me recuerda al
señor soy un ogro». Pues sí, tenía razón, Daniel había sido un poco capullo
también, aunque este otro se llevaba la palma de la palma, de la palma. Les
conté cómo habían sido los dos encuentros con él y lo cabreada que estaba por
no poder ignorarlo. Lo que no les comenté, fue lo de esa corriente, traicionera,
que me recorría el cuerpo cada vez que nuestras miradas se encontraban.
«Cielo, reconozco que su comportamiento deja mucho que desear, pero tenía
razón, tú también estabas juzgando a ese otro hombre sin conocerlo…». «Lo
sé, Oli, y cuando me lo dijo, sentí como si me hubiera dado una patada en la
boca». «Rebeca, puede que ese hombre sólo esté de paso, no le des más
importancia de la que tiene». «Sí, Sheila, tienes razón. Haré como si nada
hubiera pasado, es lo mejor». «Por cierto—dijo ésta—, muy bueno lo de
mancharle la camisa, con eso has dejado claro que no te achicas ante nadie».
«Pensé en ti después de hacerlo y me sentí genial».
Cuando apagué el ordenador, que Luis me había prestado, estaba mucho
más tranquila.
Me desperezo y salgo de la cama para darme una ducha, arreglarme y
bajar a desayunar, con Luis, antes de las ponencias de esta mañana. A ver si
con un poco de suerte hoy logro conocer, al fin, al viejo ver… quiero decir a
Lord James. Estoy empezando a sentir verdadera curiosidad por ese hombre.
Antes de entrar al baño, dejo sobre la cama la ropa que me pondré hoy; un
pantalón de satén rojo, flojo y con puño en los tobillos; una camisa, sencilla,
en crudo, y zapatos de tacón, negros. Después, sin querer, la vista se me va al
vestido de ayer, con esa enorme mancha de café y no puedo evitar pensar en
él. «¿Quién diablos será?».
A las nueve en punto, cruzo la recepción en dirección a Luis, que me
espera en la puerta del restaurante del hotel. Me cae bien y, aunque ayer me
dijo que le parecían muy divertidos mis enfrentamientos con, cómo quiera que
se llame, me gusta; y no porque sea guapo, que también, sino porque es
educado, responsable y atento. La mujer que se lo lleve tendrá mucha, mucha
suerte.
—Buenos días—me saluda al llegar a su lado—. ¿Qué tal?
—Pues muy bien, gracias. He dormido toda la noche del tirón. ¿Y tú?
—Muy bien, también. Entonces, ¿no tengo que esconder ningún cadáver?
¿No has asesinado a ninguna almohada ni nada por el estilo? —pregunta con
guasa mientras me da paso al restaurante.
—Nunca tendrás que esconder mis cadáveres porque entonces tendría que
matarte a ti también, y de momento me caes bien—respondo guiñándole un
ojo.
Nos sentamos a una mesa, en el centro del salón, y esperamos
tranquilamente a que nos atiendan. Lo hacen casi al instante.
—¿Le has echado un vistazo al itinerario de hoy? —asiento dándole un
sorbo al café.
—Sí, tres ponencias a partir de las diez y hasta la hora de la comida;
después tres horas libres y, por último, visita guiada a un caserón, o algo así, y
a un museo., ¿no?
—Me alegra ver qué has hecho los deberes…
—Oye—lo interrumpo—, yo siempre hago los deberes, lo de ayer fue…
no sé, ¿periodo de adaptación temporal? —suelta una carcajada.
—Me gustas—manifiesta—. Será muy divertido trabajar contigo.
—Gracias, espero que sigas pensando lo mismo cuando lleguemos a Ibiza
y empiece la locura.
—Bah, después del día de ayer, eso no me preocupa, todo saldrá bien.
Además, allí seremos uno más, Mila es muy competente.
Mientras desayunamos, me pone al día respecto a la apertura del club y,
compruebo, una vez más, que este chico es todoterreno y que no hay nada que
se le ponga por delante que él no pueda hacer. Qué buena elección han hecho
mi hermano y Daniel, la verdad. Con Luis a mi lado, siento que todo va a ir
sobre ruedas y, complacida y satisfecha, disfruto del desayuno y de su
compañía.
—No tenía ni idea de que a este tipo de convenciones pudieran asistir
practicantes; me refiero a que, creí que sólo era para empresarios del sector
sexual, ya me entiendes, no para los que les gusta practicarlo. No sé si me he
explicado bien—digo saliendo del salón de actos tras las ponencias—. Me he
quedado alucinada cuando esa pareja ha contado su experiencia en los clubes.
—Sé a lo que te refieres, y yo tampoco me esperaba una charla de este
tipo, pero está claro que Lord James sabe cómo conseguir la atención de los
asistentes, ¿no te parece? —asiento con la cabeza—. Ha sido interesante.
—Y tanto. Oye, hablando del Lord—bajo la voz para que sólo él me oiga
—, ¿no se supone que tenía que presentar él a los ponentes?
—No, no, él sólo está presente en la apertura, para dar el discurso y eso, y
en el cierre, la cena y la fiesta en su club. Por lo que he oído comentar, el año
pasado también fue así.
—O sea que no voy a verle la cara hasta mañana.
—Me temo que no.
«¡Maldita suerte la mía! —pienso con fastidio—. Al final voy a irme de
aquí sin conocerlo, y entonces sí que Oliver se cabreará conmigo por no
haberlo saludado de su parte». No sé si sentirme aliviada o preocupada.
—¿Te gusta la comida india? —pregunto parados en la puerta del hotel—.
Porque he escuchado decir que aquí cerca hay un restaurante buenísimo
llamado Punjab, o algo así. Bueno, en realidad me lo ha recomendado el chico
de la recepción.
—No es que me entusiasme mucho ese tipo de comida, pero qué leches,
quiero verte sudar la gota gorda soportando el picor de las especias.
Como no sé exactamente dónde está el restaurante, me acerco al chico de
la recepción y le pido, amablemente, que me anote la dirección en un papel;
después de darle las gracias y dedicarle mi mejor sonrisa, vuelvo a salir y me
subo al taxi en el que Luis me espera. Cuarenta minutos más tarde, ambos
estamos degustando, con deleite, un par de “Lamb Shami Kebab”, una especie
de hamburguesas de cordero y lentejas picadas y fritas, que pica como el
demonio y que nos ponen la lengua al rojo vivo.
—¡Dios, creo que, si me pasan una cerilla ahora mismo por la lengua, la
enciendo! —dice Luis abanicándose la boca con una mano—. ¿Cómo puedes
aguantarlo? —suelto una carcajada.
—Adoro el picante.
—Eres muy rara…
Se nos pasa el tiempo volando entre carcajadas, anécdotas culinarias, y
aventuras de adolescencia. Me encanta estar con este chico, hace que me
sienta cómoda y relajada.
—¿No te da muchísima pereza tener que ir a hacer turismo ahora? Me
aburren los museos y los edificios antiguos.
—Puedo asegurarte de que este te sorprenderá, lo que no sé es si para bien
o para mal, pero que te sorprende fijísimo, vaya.
—¿Qué sabes tú que yo ignoro? —indago.
—No pienso decírtelo.
De nuevo en el hotel, subo a mi habitación para cambiar los zapatos por
algo más cómodo. Si voy a hacer turismo, es lo mejor, de lo contrario
terminaré con los pies destrozados y adoro mis pies; al fin y al cabo, son los
que sujetan el resto de mí. No hago más que entrar por la puerta cuando suena
mi teléfono móvil. «Seguro que es Luis para recordarme algo», pienso
poniendo el manos libres y rebuscando en la maleta.
—¿Qué se me ha olvidado ahora? —pregunto.
—Pues la verdad es que no tengo ni idea, hermanita. ¿Tienes problemas
con tu memoria?
—¡Oliver! —grito sorprendida—. Pensé que era Luis—miro de reojo el
reloj—. ¿No trabajas hoy?
—Acabo de salir de un juicio, que, por cierto, he perdido, y me dirijo a mi
despacho a preparar un recurso de apelación. ¿Cómo te va? Imagino que
después de conocer a Lord James no seguirás pensando que es un viejo verde,
¿verdad?
—Me va bien—digo poco convencida—, y respecto al Lord, bueno, eh…
—¿Estás buscando una excusa que justifique tu ausencia en el discurso de
apertura y en la primera ponencia?
—Voy a cortarle la lengua a tu mujer—amenazo.
—Debí suponer que la asturiana lo sabía, por eso se mostró tan esquiva
cuando le pregunté si había hablado contigo.
—Pues si no ha sido ella, entonces mataré a Olivia o, en su defecto, a
Daniel.
—La verdad es que no ha sido ninguno de los tres, Rebeca, el propio Lord
James me llamó preocupado al no verte en la convención.
—¡Maldito viejo verde! —exclamo molesta.
—Te pedí que te lo tomaras en serio, Rebeca, así que espero que algo
importante te haya impedido hacer tu trabajo. He sentido mucha vergüenza al
pedirle disculpas porque mi querida hermanita no se haya dignado a aparecer
y a presentarse a él como le pedí y…
«Vaya, pues sí que parece importante sí—pienso dejando de escucharlo—,
de lo contrario no estaría tan cabreado conmigo y, en cuanto le diga que me he
dormido…». Cierro los ojos e inspiro con fuerza. ¡Allá va!
—Lo extraño es que en cuanto le hablé de ti me dio la impresión de que te
conocía, de hecho, te describió perfectamente.
—Pues lo siento, pero no he tenido ese placer, aún no lo he visto—suelto,
irónica.
—Estoy esperando una explicación, Rebeca, no tengo todo el día.
Y se la doy, por muy absurda y patética que sea, es la única que tengo, así
que…
—¡No me puedo creer que te hayas dormido! ¿En qué estabas pensando?
—Precisamente en no dormirme. Oye, todo se complicó, ¿vale? El viaje
fue eterno y el cambió horario tampoco ayudó demasiado. No lo hice a
propósito y ya me siento culpable, ahórrate la regañina, por favor.
—Prométeme que vas a centrarte, Rebeca, no hagas que me arrepienta
de…
—Estoy centrada, puedes preguntarle a Luis si no me crees. La cagué el
primer día, sí, no te lo discuto, pero ahora estoy haciendo lo que he venido a
hacer. Me conoces, hermano, sabes que soy responsable y que trabajo más que
nadie, no me machaques porque haya cometido un error, ¿quieres?
—Está bien, lo siento. Le he dicho a Lord James que te disculparías con
él, así que, por favor, hazlo.
—Lo haré—digo soltando el aire de los pulmones lentamente.
—Llámame cuando llegues a Ibiza para ponerme al día de lo que ocurra
hoy y mañana.
—Claro, si no lo hace el viejo verde antes…
—¡Rebeca!
—Perdón.
Que se despida diciéndome que me quiere, alivia un poco el malestar que
siento por haberle fallado. Si es tan importante para él, no tendré más remedio
que buscar al Lord y besarle los pies si hace falta; aunque sólo de pensarlo, se
me ponen los pelos como escarpias, la verdad. ¿De qué conocerá mi hermano
a ese hombre? ¿Y de qué me conoce ese hombre a mí, para, según mi hermano,
describirme a la perfección? Desvío la mirada al ordenador, que descansa
sobre el escritorio. ¡Claro! ¿Cómo demonios, siendo tan curiosa como soy, no
he pensado antes en Google?
Enciendo el portátil y nerviosa, tecleo en la barra del buscador: Lord
James. Automáticamente salen tropecientas páginas y, resoplando, voy
directamente a imágenes. Hay montones de fotografías, en su mayoría de un
señor, que no he visto en mi vida, de unos setenta años, de pelo canoso y con
muy buen porte, para su edad, incluso diría que guapo. ¿Cómo ha podido
describirme a la perfección si no me ha visto nunca? Qué extraño… Antes de
que me dé tiempo a entrar en Wikipedia, el teléfono vuelve a sonar.
—¿Sí?
—El autobús que nos llevará de excursión está a punto de cerrar sus
puertas, Rebeca, ¿dónde narices te has metido?
—Ya bajo, ahora te cuento.
Durante el trayecto a, no tengo ni la más remota idea, le voy contando a
Luis mi conversación con Oliver y mi búsqueda en Google. Y, entre los dos,
con el móvil abierto en una de las fotografías de ese hombre, nos devanamos
los sesos intentando averiguar si hemos podido verlo y dónde; sin llegar a
ninguna parte porque, por más que lo intentamos, ambos llegamos a la
conclusión de que no le hemos visto en la vida.
—Puede que él te haya visto a ti, no sé… —Luis se encoge de hombros—.
Es muy raro.
—Sí que lo es sí—murmuro mirando por la ventanilla del autobús.
Estamos frente a un caserón de piedra, muy antiguo y precioso, rodeado de
un bosque espeso y colorido, dada la estación estival, y el mar de fondo. Es
enorme y, a pesar de la belleza, asusta un poco. Nos bajamos y, embelesada,
contemplo el torreón que sobresale a uno de los lados. «Este lugar es
increíble», pienso entusiasmada.
—Buenas tardes y bienvenidos a Canterbury y a Green House, antigua
residencia señorial del Conde De Kent, convertida en museo desde hace cinco
años. Si son tan amables de seguirme, por favor.
La que habla es una muchacha espectacular, vestida con un uniforme muy
raro, para ser guía de un museo. Lleva una especie de pantalones ajustados, de
piel negra, y corsé, minúsculo, también en negro; cadenas doradas cuelgan de
sus caderas y, sus botas de tacón no parecen cómodas, pero sí sexys.
—¿Eso que lleva en la mano es un látigo? —pregunto extrañada, en voz
baja.
—Eso parece…
—¿Dónde coño estamos?
—Te dije que te sorprenderías, Rebeca.
Y lo hago. En cuanto cruzo la enorme puerta, me quedo alucinada y con la
boca abierta, al ver el tipo de pinturas que cubren las paredes del primer
salón.
Algunas son eróticas, muy eróticas; y, otras, en su mayoría, explícitamente
sexuales. ¡Joder, no puedo apartar la mirada de ellas! Son tan reales… Tan
hipnóticas… Hasta me apetece acariciarlas con suavidad.
En el salón siguiente, hay vitrinas llenas de objetos, evidentemente
sexuales, cómo no, y voy recorriéndolas una a una, asombrada a más no poder.
Algunos de esos objetos no me son del todo desconocidos: las pinzas para los
pezones, las bolas chinas, dildos de muchas velocidades…; en cambio, hay
unos cuantos que, sinceramente, me horrorizan, y eso que yo, precisamente, no
soy ninguna santurrona a la hora de dar rienda suelta a mis apetencias
sexuales, aun así, reconozco que el BDSM no es lo mío.
El restallido del látigo en el suelo, muy cerca de nosotros, me sobresalta.
¡Dios, menuda manera de llamar nuestra atención!
La seguimos de nuevo al hall de la entrada y, tras ella, subimos unas
escaleras inmensas hasta la primera planta, donde vuelvo a quedarme con la
boca abierta con lo que tengo ante mí. No hay paredes, es un espacio
completamente abierto y lleno de, digamos, utensilios sexuales: un potro
acolchado con enormes correas de cuero; un mueble de madera del que
cuelgan látigos, fustas e incluso palas. Todo es tan oscuro y a la vez tan
excitante… Pero lo que realmente me llama la atención, es una cruz de San
Andrés que parece estar sujeta a unos postes. La piel se me eriza y un
cosquilleo recorre mi columna vertebral.
—Nunca he entendido por qué la gente parece disfrutar en ese artilugio,
parece tan incómodo…—señalo la cruz y…
—Eso es porque no lo has probado—musita una voz ronca y sensual, que
sé de sobra a quién pertenece, a mi lado.
Maldigo en silencio y busco a Luis con la mirada, para que me socorra. No
está y cierro los ojos y resoplo para contener la contestación grosera que tengo
en la punta de la lengua.
—Querida, no se sulfure por mi presencia, ¿de verdad cree que no
disfrutaría ahí? —pregunta taladrándome con sus hermosos ojos del color del
chocolate puro.
—No es asunto suyo, pero no, no lo haría, me parece una aberración—
contesto apartando la mirada.
Sin que me lo espere, me coge de la mano y tira de mí hacia la maldita
cruz. Forcejeo para soltarme, pero me tiene sujeta con fuerza.
—¿Qué está haciendo? —mascullo airada.
—Comprobar si lo que dice es cierto. Es sólo un juego, relájese.
—A mí no me apetece jugar, nos está mirando todo el mundo, ¡suélteme!
—Con público es mucho más divertido y morboso querida, ya lo verá—
con firmeza me pega al metal negro—. Descálcese—ordena.
—No quiero.
—Hágalo.
Su mirada me hipnotiza y, aunque no quiero, acabo cediendo a su mandato
como una auténtica sumisa. En cuanto me quito las bailarinas, vuelve a sujetar
mis manos, por las muñecas, y rodea éstas con las correas de cuero de los
extremos; después, se agacha y hace lo mismo con mis tobillos. La respiración
se me agita al momento. Sus ojos recorren mi cuerpo de pies a cabeza,
reposando unos pocos segundos en ciertas partes de mi anatomía. Esa mirada
me enciende y me humedezco el labio inferir con la punta de la lengua. Soy
plenamente consciente del resto de miradas y, para mi consternación, me
excito un poco más. Su dedo índice me recorre el vientre, el estómago, la
separación de mis pechos, el cuello… Ahogo un gemido y, él, se pega a mi
cuerpo con lentitud. Noto su calor al instante y me cosquillea la entrepierna.
¡Dios! Su boca va descendiendo con parsimonia hasta el lóbulo de mi oreja;
ahogo otro gemido.
—Querida—murmura—, aparte de ser una charlatana, es usted una
mentirosa. Lo que brilla es sus ojos es deseo y lujuria; y lo que siente entre sus
muslos, es la necesidad de que la toque y la tome. Está disfrutando de lo lindo,
¿verdad?
—¡Suélteme! —y con esa sonrisa de suficiencia, que no soporto, dibujada
en su cara, lo hace. Me pongo las bailarinas y entonces soy yo la que se acerca
a él. Antes de que se dé cuenta, le he dado un rodillazo en las pelotas y estoy
inclinada sobre su oreja—. Si una mujer le dice que no, es que no, querido.
Recuérdelo la próxima vez. Qué disfrute de su comprobación.
Y sin más, salgo de allí seguida por un perplejo Luis, y con la boca abierta
de la mayoría de los asistentes, a mis espaldas.
CAPÍTULO 3

Cada vez que cierro los ojos, me veo en esa cruz atada de pies y manos,
con la respiración agitada y deseando que ese desconocido haga algo más que
tentarme. Me cabreo y me excito a partes iguales. No tengo muy claro si el
cabreo viene porque él haya demostrado tener razón y dejarme en evidencia
delante de todas aquellas personas o, por el contrario, dejarme a medias y con
ganas de más. Quiero creer que lo primero, porque de ser lo segundo, entonces
es que me estoy volviendo completamente loca. Aunque, para ser sincera
conmigo misma, ese hombre tiene un magnetismo y un poder sexual que me
atrae como la miel a las moscas y eso me desconcierta porque, como le dije a
Luis, esa clase de hombres saca lo peor de mí. No soporto la arrogancia, ni el
despotismo, ni las muestras de superioridad y él, parece tener el lote
completo. Entonces, ¿por qué me tiemblan las piernas y el corazón me bombea
con fuerza cuando pienso en él? «Porque debo de ser masoquista», me
respondo.
Debería salir de la habitación y bajar a comer, pero, la verdad, tengo
pánico a encontrarme con él. Además, me siento avergonzada por mi reacción,
no debí darle el rodillazo en sus partes, pero sentí tanta rabia en aquel
momento que no pude evitarlo. Si las chicas estuvieran aquí conmigo me
llamarían cobarde y con razón; no obstante, todavía no estoy preparada para
enfrentarme a él. Miro la hora, cojo el teléfono de encima de la mesilla de
noche y escribo un mensaje en el grupo de las chicas por qué no sé qué hacer.
Luego me quedo contemplando el techo y, de repente, me incorporo con rabia
hacia mí misma. «¿Qué estás haciendo, Rebeca? —me digo en voz alta frente
al espejo—. Tú no eres así, haz el favor de dejarte de tonterías y sal de esta
habitación. Si le has dado un rodillazo a ese prepotente es porque se lo
merecía y punto», acto seguido me encierro en el baño y abro el grifo de la
ducha. Se acabaron las lamentaciones y las tonterías.
Antes de que se abran las puertas del ascensor en el hall del hotel, echo un
vistazo a mi atuendo en el espejo.
Hoy es mi último día aquí y como no tenemos ponencias ni nada que hacer
hasta la cena y posterior fiesta de la noche, me he puesto unos vaqueros,
ajustados, en gris, y una camisa negra, de encaje y manga corta.
Me he dejado el pelo suelto y sólo me he aplicado un poco de rímel y
brillo de labios; después me he subido a unas sandalias negras, he cogido el
bolso y he salido por la puerta dispuesta a enfrentarme al mismísimo Lucifer si
hace falta.
En cuanto salgo del ascensor y doy varios pasos, me paro en seco al ver
junto al mostrador de la recepción a mi Luis, y al “señor X”, hablando como si
se conociesen de toda la vida. Enarco la ceja, al estilo Sheila, y hago lo típico
en una película de espías, me escondo detrás de la enorme planta y observo
entre sus ramas. «¿Qué hace Luis confraternizando con mi enemigo?», me
pregunto confusa. Parecen estar contándose algo muy gracioso porque, aunque
no veo la cara de Luis, que está de espaldas a mí, a éste le tiemblan los
hombros, como si estuviera riéndose; mientras que el otro, al que sí veo a la
perfección, pone los ojos en blanco y deja asomar una sonrisa que le llega a
los ojos e ilumina su cara de una manera que acelera mi respiración. Parece
relajado y cómodo. ¡Qué guapo es el condenado! ¿De qué se conocen? ¿De
qué hablarán? Y si son conocidos ¿por qué Luis no me lo dijo? La curiosa que
hay en mí bate las palmas y se pone manos a la obra. Sé de una que va a poner
contra las cuerdas a su mano derecha para que le diga qué oculta. Si es que
oculta algo, claro, que igual se han encontrado por casualidad y simplemente
se están saludando. «Eso no te lo crees ni tú», me dice mi yo, curiosa. Y tiene
toda la razón, por ello saco el teléfono del bolso y le marco a Luis.
—Hola, bella durmiente—contesta haciéndole una señal al otro para que
guarde silencio.
—¿Bella durmiente? Hace siglos que me he despertado, Luis. ¿Dónde
estás?
—Acabo de entrar en el restaurante del hotel, iba a…
—¿Sólo?
—Sí, ahora iba a llamarte para saber si comerías conmigo. ¿Vas a bajar?
—Por supuesto que voy a bajar, dame cinco minutos—y cuelgo.
Me quedo perpleja contemplando al que empezaba a considerar como a un
amigo. ¡Será mentiroso el tío! «Este se va a enterar», sentencio. Se dan un
apretón de manos, más sonrisas y, por último, un abrazo con palmaditas en la
espalda, incluidas. En cuanto X se aleja por el pasillo, hago mi aparición.
—Vaya, creí haberte entendido que estabas en el restaurante—digo en
cuanto me ve.
—¿Eso dije? —asiento—. Pues lo siento, quería decir que me dirigía
hacia allí. ¿Vamos?
El restaurante está atestado, en su gran mayoría, por los asistentes a la
convención y, en cuanto empiezo a caminar entre las mesas, soy consciente de
las miradas y murmullos a mi paso y me arrepiento, al instante, de no haber
elegido otro sitio para comer. «¡Qué les den!», pienso siguiendo mi camino
con la cabeza bien alta y recta como una vara.
—Parece ser que te has hecho famosa…—dice Luis en cuanto nos
sentamos.
—Sí, eso parece.
Cojo la carta que hay encima de la mesa y la ojeo, con indiferencia; como
si en realidad esas miradas que me dedican, no me importasen, cuando lo
cierto es que me siento juzgada por ellas y, sí, me molestan muchísimo.
—Así que has estado toda la mañana solo, ¿eh? —digo después de que
camarero anota la comanda.
—Pues sí.
—¿Seguro? —insisto.
—Vale, me has pillado—admite—. La verdad es que he madrugado para
desayunar con esta gente—hace un gesto con la mano—. Sabía que habría
comentarios después de tu actuación de ayer y no me equivoqué. Has sido la
comidilla de todo el mundo, Rebeca.
—¿Y no has estado hablando con nadie más? —insisto tras ver que lo que
acaba de contarme no es lo que me interesa.
—¿Me has escuchado? Todos hablan de ti y eso no es bueno…
—Luis, voy a hacerte una pregunta y quiero que seas totalmente sincero
conmigo, ¿vale? —asiente jugando con la correa de su reloj—. ¿Conoces a.…
ya sabes, ese tío?
—¿Por qué? ¿Piensas pedirle disculpas?
Me repatea el hígado que me respondan a una pregunta con otra, en este
caso con dos. ¿Disculparme yo? Sí, claro, cuando el infierno se congele.
—No has respondido a mi pregunta.
—¿Por qué tanta insistencia, Rebeca?
—Necesito saber quién es.
—¿Por qué? —vuelve a preguntar.
—Porque me ató a esa cruz en contra de mi voluntad y…
—No vi que te resistieras mucho.
—Y porque voy a denunciarle al comité de la convención por ello—digo
bajando la voz. Él se atraganta y empieza a toser como un loco.
—¿Qué vas a hacer qué? —inquiere cuando se recupera—. ¿Te has vuelto
loca? ¿Por qué… por qué ibas a hacer algo así?
—Porque no se puede permitir un comportamiento como el que él ha
tenido ayer conmigo, por eso. Me he estado informando sobre ello y, después
de hablar con mi abogado, los dos estamos de acuerdo en denunciar—me
invento y ahogo una carcajada al ver su cara.
—¿Has hablado con tu abogado? ¡Pero si sólo fue una broma, mujer! —
exclama—. ¿No puedes simplemente olvidarte de ello?
—No, y ese tipo de bromas no me gustan y no las pienso tolerar—
manifiesto haciéndole ver que estoy muy ofendida.
—Pues qué quieres que te diga, ayer parecía todo lo contrario—resopla—.
Mira, él es buen tipo, lo que pasa que se le fue un poco de las manos, eso es
todo.
—¿Quién es él, Luis? —lo miro a los ojos, amenazante.
—No lo sé.
—Si no lo sabes, ¿entonces por qué estás tan seguro de que es buena gente
y no un acosador que se ha colado aquí para aprovecharse de la situación? —
no responde—. ¿Lo conoces o no?
—No.
—Si hay algo más que no soporto es que me mientan, Luis, y tú lo estás
haciendo. O me dices ahora mismo todo lo que sepas de él o llamo a la…
—Está bien, tú ganas. Sí que lo conozco, ¿contenta?
—Ya lo sabía, os vi hablando hace un rato junto a la recepción.
—Eso no significa nada, podría haber sido casualidad.
—Tienes razón, pero ya has cantado, amigo mío. Ahora desembucha.
—Lo conocí hace un par de meses en una reunión a la que tuve que asistir
en nombre del Lust, aquí en Londres. Él es… Se llama…—carraspea—. Es…
—Disculpe—me giro y miro al chico que acaba de interrumpir la
confesión de mi ayudante—, ¿es usted Rebeca Hamilton?
—Lo soy.
—Tiene una llamada internacional en la recepción.
«Qué inoportuna», pienso tras darle las gracias poniéndome en pie.
—Ni se te ocurra moverte de aquí, esta conversación aún no ha terminado.
Evidentemente no lo hace. En cuanto me pongo al teléfono pasa como una
exhalación junto a mí y se cuela en el ascensor. ¡Menudo cobarde!
La llamada es de la empresa que contraté para trasladar mis cosas a mi
nuevo hogar; querían confirmar que la dirección y demás datos fueran los
correctos. En cuanto devuelvo el teléfono a su sitio, me vibra el móvil en el
bolso. ¡Qué solicitada estoy hoy, leches! Me despido con una sonrisa del
recepcionista y con el teléfono ya en la mano me dirijo a los ascensores. Es mi
cuñada.
—¿En qué lío te has metido esta vez? —suelta.
—¿Por qué crees que me he metido en algún lío?
—Porque no son ni las ocho de la mañana y has puesto en el grupo que
necesitas hablar urgentemente.
—Lo siento, ¿te he despertado? Aquí es la hora de comer. Por cierto,
desde que estás embarazada tienes un humor de perros.
—Lo sé, tu hermano dice lo mismo—suspira—. ¿Cuál es la urgencia?
—Espera…—entro en mi habitación y me pongo cómoda en el sillón de
dos plazas que hay junto a la ventana—. ¿Recuerdas el tío del que os hablé…?
—Estoy embarazada no amnésica, Rebeca. Hablamos la otra noche.
—Bueno, pues ayer fuimos a ese museo que teníamos que visitar y
¿sabes?, no era un museo cualquiera, era diferente—le explico por alto qué fue
lo que me encontré entre aquellas paredes—. Cuando subimos a la planta de
arriba, me llamó mucho la atención la cruz de San Andrés y, creyendo que era
Luis el que estaba a mi lado, hice un comentario respecto a ella.
—¿Qué comentario?
—Dije que no entendía cómo la gente podía disfrutar en un artilugio como
ese…
—¿Y?
—Y que no era Luis el que estaba a mi lado, sino ese tío.
—¿Y? —pongo los ojos en blanco.
—Pues que me cogió por sorpresa, me llevó hasta la cruz, me ató en contra
de mi voluntad, delante de los allí presentes, y el muy cabrón me puso muy
cachonda. Le di un rodillazo en sus partes—sus carcajadas me cabrean—. ¡No
tiene gracia!
—Oh, sí, claro que la tiene, chata. Estabas cabrada porque te dejó con las
ganas, ¿me equivoco?
—No. Sí. Un poco—reconozco—. No sé qué me pasa con él, Sheila, es
verlo y… Dios, las piernas me tiemblan y se me acelera la respiración, cuando
en realidad no lo soporto y, no sé qué hacer…—digo desesperada.
—Eso mismo me pasaba a mí con el rubiales y mira dónde estamos…
—No es lo mismo.
—Vamos a ver, Rebeca, eres una mujer libre, atractiva, activa
sexualmente, independiente… Si el chico te gusta, ve a por él. ¿Qué te lo
impide?
—He hecho un voto de castidad, ¿lo recuerdas?
—Bah, eso es una gilipollez. Además, si mal no recuerdo, ese voto era
para cuando estuvieras en Ibiza, ¿no?, y estás en Londres, técnicamente
todavía no ha entrado en vigor. No lo pienses, ve a por él y disfruta del
momento, mañana ya no estarás ahí.
—¿Sabes? Se me hace muy extraño que precisamente tú, me recomiendes
algo así…—golpeó con la uña el reposabrazos del sillón, pensativa—. ¡Ahhh
no me lo puedo creer! —exclamo dándome cuenta—. ¿Qué habéis apostado?
—¿De qué hablas?
—No te hagas la tonta, cuñadita. Seguro que Oli y tú habéis apostado a ver
cuánto tardaba en romper mi voto de castidad y por eso me estás animando,
porque quieres ganar.
—Cree el ladrón que todos son de su condición. No, Rebeca, no hemos
apostado nada, ¿vale? Quedamos en que nada de apuestas, ¿recuerdas?
—Por vuestro bien espero que estés diciéndome la verdad. Mira, me gusta
tu consejo, pero paso. No vaya a ser que sea peor el remedio que el enfermo…
—Enfermedad, se dice no vaya a ser peor el remedio que la enfermedad—
corrige.
Durante un rato trata de convencerme, pero me mantengo en mis trece.
Nada de relaciones sexuales hasta que no esté centrada en mi nueva vida. Al
final, me despido haciendo la promesa de que me cercioraré de la hora la
próxima vez que escriba en el grupo.
El resto de la tarde, aparte de salir y hacer unas compras en los grandes
almacenes Peter Jones, la paso tratando de localizar al traidor de mi mano
derecha que parece habérselo tragado la tierra, porque no contesta a mis
llamadas y tampoco me abre la puerta de su habitación, algo que hace
activarse la alarma en mi cerebro. «Muy importante debe de ser ese tío para
que Luis actúe así», me digo dándome los últimos retoques antes de bajar a la
cena de clausura de la convención.
Para mi sorpresa, mi esquivo Luis está esperándome en el hall del salón,
vestido de gala. Lleva un esmoquin, azul marino, camisa blanca y pajarita. Me
gusta y parece que nos hayamos puesto de acuerdo porque, mi vestido de
cóctel también es azul marino. El muchacho está reguapo, la verdad. Me
acerco a él lentamente y sonríe.
—Vaya, Rebeca, ¡estás impresionante! —dice soltando un silbido de
admiración.
—Lo mismo digo—dejo caer un beso en su mejilla y enlazo mi brazo al
suyo—. ¿Tanto te ha costado ponerte así de guapo o es que has estado
esquivándome toda la tarde?
—Yo soy así de guapo…
—Entonces has estado esquivándome—no es una pregunta.
—No sé de qué me hablas. ¿Vamos?
El salón donde se celebra la cena es amplio, con mucha luz y decorado con
muy buen gusto. A la entrada, sobre un panel, hay un croquis de las mesas y las
personas que ocuparan éstas. Ahogo una exclamación de júbilo al ver que
estoy sentada junto a Lord James. ¡Al fin voy a conocerlo!
—Estamos sentados en la misma mesa que Lord James—murmuro para
que sólo Luis me oiga.
—Lo sé, no me mires así, al igual que tú he visto el croquis, Rebeca.
Nos sentamos en la mesa asignada y mientras esperamos a que el resto
haga lo mismo, paseo la mirada por el salón en busca del escurridizo Lord, al
que todavía no he tenido el gusto de ver, más que una fotografía en internet;
aunque por lo visto él a mí sí, y muy bien, según mi querido hermano, y la
curiosidad me mata. Una vez todos en su puesto, un hombre, rubio y muy
guapo, al que he visto de refilón estos días, se sube a una especie de tarima o
escenario y coge un micrófono.
—¿Quién es ese? —le susurro a Luis.
—Es Arthur Preston, socio y uno de los mejores amigos de tu Lord.
—No es mi Lord, así que no digas eso ni en broma, sólo de pensarlo me da
repelús—manifiesto.
—Buenas noches—saluda el tal Preston—, como ya saben, debería de ser
Lord James el que estuviera aquí arriba hablándoles, pero un asunto de suma
importancia le ha impedido acompañarnos en la cena; les pido disculpas en su
nombre, me ha asegurado que haría todo lo posible por asistir a la fiesta en el
Libertine Green Clover.
Dejo de escucharlo y miro a Luis, que mirándome a su vez se encoge de
hombros. «Al final me iré de aquí sin conocer al viejo verde», pienso
disgustada.
—¿Tu amigo no nos va a deleitar con su presencia? —le pregunto a Luis
tras comprobar que X no está por allí.
—¿De qué amigo hablas?
—No te hagas el tonto conmigo, sabes perfectamente a quién me refiero.
—No dije que fuera mi amigo, sólo que lo conocía—dice apartando la
mirada hacia la persona que tiene al otro lado.
La cena transcurre tranquila, agradable y, todos los platos que nos ponen
sobre la mesa, están deliciosos. Antes de abandonar el salón y dirigirnos al
autobús que nos llevará al club del Lord, Preston vuelve a hablar para darnos
las gracias por nuestra asistencia a la convención y haber participado en ella
por un interés común: que a las personas que nos dedicamos a esto, no nos
tachen de pervertidos, enfermos o raros, porque nos guste disfrutar del sexo.
Tras una gran ovación y muchos aplausos, damos por concluida la cena y nos
ponemos en pie para asistir a la gran fiesta.
El Libertine Green Clover es impresionante. La puerta de entrada es un
trébol de cuatro hojas, evidentemente, de color verde, y ribeteado en dorado.
Una vez que cruzas esa puerta, es como si entraras en el jardín del Edén. Me
refiero a cómo debía de ser este antes de que Eva comiera del árbol
prohibido, que todos andaban en pelota y despreocupados; sin sentir
vergüenza ni nada por el estilo. Así están los que imagino, son los empleados
del club, completamente desnudos, salvo por una pajarita y sombrero, ellos y,
unas cadenas doradas, en la cintura, y piedrecitas negras, en los pezones, ellas.
Afortunadamente no nos han exigido la misma indumentaria. Después de ver
esto, ¿qué más puedo decir? Pues que me acordé de toda la familia de Eva por
haber mordido la manzana, por su culpa, mirara dónde mirara, y hasta el
momento, sentía vergüenza y pudor. Yo, Rebeca Hamilton, ¡sintiendo
vergüenza! ¡Qué horror!
Una vez pasado el impacto visual, inicial, y con una copa en las manos,
recorro, junto a Luis, parte de la estancia y, sinceramente, tengo que reconocer
que es una pasada y, por extraño que pueda parecer, me gusta. La música es
buena, nada estridente, al contrario, podría jurar que incluso hasta es relajante;
de hecho, empiezo a sentirme cómoda y con ganas de pasarlo bien y le
propongo a Luis ir a la pista. Vamos de camino a ésta cuando alguien me coge
del brazo, llamando mi atención.
—Disculpa—me dice el rubio, guapo, amigo del Lord—, eres Rebeca
Hamilton, ¿verdad? —asiento, sonriendo—. No nos han presentado, soy
Arthur Preston.
—Encantada—respondo—. Él es…—me giro para presentarle a Luis y en
su lugar, está X, dedicándome una de sus miradas.
—Ten cuidado, querido amigo—advierte éste—, la rodilla de esta
charlatana es muy ágil y certera.
—Mi rodilla sólo se activa cuando un capullo anda cerca—mascullo
fulminándolo con la mirada.
—Vaya, ya veo que os conocéis—Preston nos mira divertido.
—¿Conocernos? No, querido amigo, aún no ha tenido ese placer—un
escalofrío me recorre el cuerpo—. Soy Theodore, pero tú puedes llamarme
Theo, querida, hoy me siento generoso.
—¿Placer dices? —digo mirándolo con desdén—. Lo siento, pero no creo
que nadie pueda decir que siente placer estando en tu compañía, eres
demasiado…
—Acuéstate conmigo y te lo demostraré.
—¡Theo, por Dios, compórtate! Lo siento, Rebeca, tienes que perdonar
a…
Dejo de escuchar las palabras de Preston porque la mirada del señor
Theodore, me tiene completamente atrapada, retándome; y aunque en mi
cabeza las palabras «ve a por él», de Sheila, me hacen señales luminosas,
elijo no caer en esa red que parece tenderme y no ceder a su reto. No pienso
darle ese gusto.
—… Él no suele ser así, por norma general tiene educación, ¿verdad,
amigo?
—Está bien—digo—, hagámoslo, acostémonos.
Sus ojos se agrandan por la sorpresa y Preston nos mira a ambos, sin saber
qué hacer o decir. Y yo desearía ser invisible o que la tierra me tragara de
repente. ¿Por qué he dicho eso?
CAPÍTULO 4

En mi mente me veo a mí misma dándome cabezazos contra la barra. La


imagen en concreto es la siguiente: la Rebeca seria y profesional que dice:
«no, no voy a ceder, no voy a darle el gusto», sujeta del moño a la Rebeca
lasciva y liberal y la empuja contra la barra mientras grita: «¡loca salida,
muérdete la lengua! ¡Nos estás metiendo en un lío!»; mientras que, frente a mí,
el hombre pretencioso y arrogante que quiere acostarse conmigo, se ha
quedado sin habla y, por lo visto, sin poder de reacción. No sé si echarme a
reír o a llorar, la verdad. Finalmente, y ante su falta de respuesta, decido
hablar; eso sí, cerciorándome de que mi lengua está perfectamente conectada
con mi cerebro.
—Ha sido muy fácil dejarlo sin palabras, querido—le digo y miro a
Preston—. ¿Lo ve? Su amigo sólo fanfarroneaba, no hay de qué preocuparse.
Si mi cuñada estuviera aquí, le diría: «perro ladrador, poco mordedor»,
aunque yo prefiero este otro: «dime de qué presumes, y te diré de qué
careces»—le dedico una sonrisa y me despido—. Ha sido un placer
conocerlo, Preston.
Dejo la copa sobre la barra y, tranquilamente, me giro para alejarme de
ese individuo que me provoca y me enerva; que me excita con solo verlo y me
hace desear hacerle cosas muy, muy cochinas. De espaldas a ellos, muy digna
yo, busco a Luis entre la gente y entonces escucho a Preston decir:
—¿Qué diablos estás haciendo, Theo?
—Divertirme.
—Sabes que es la hermana de Oliver, ¿verdad?
—Lo sé y no me importa.
—Ten cuidado, amigo mío, empiezas a parecerte a esos pomposos
aristócratas que tanto detestas.
—No haré nada que ella no desee.
—¿Sabes? Creo que has dado con la horma de tu zapato, querido—el
retintín de sus palabras me hace gracia y sonrío.
Durante un buen rato, y ya lejos de ese idiota, sigo buscando a Luis sin
conseguir dar con él. El muy traidor ha vuelto a dejarme sola en cuanto
apareció su amigo y cuando le vea, me va a oír. Voy hasta la pista, por si
estuviera allí bailando, cuando un camarero se para frente a mí y me pone una
copa en las manos.
—¿Y esto? —pregunto extrañada.
—Es de parte de Lord James, señorita, dice que la beba usted a su salud—
y sin más se va.
Le doy un sorbo a la copa. El champan está frío y refresca mi garganta que,
de repente, parece haberse quedado reseca. «¿Dónde estás viejo verde?», me
pregunto mirando disimuladamente a mi alrededor. «Sé que estás por ahí
observándome, ¿por qué no te dejas ver?». De pronto veo a Luis pasar a mi
derecha, a lo lejos, y salir por una puerta. Automáticamente voy tras él.
Le sigo por un pasillo atestado de gente. Se para, flirtea con un par de
chicas y ellas ríen, embelesadas. No es para menos, el tío es impresionante y
cualquier mujer estaría más que dispuesta a recibir sus atenciones, lástima que
sea un cobarde. Camino hacia él, dispuesta a fastidiarle el plan y si hace falta,
dejarlo en ridículo. Se lo merece por pollo. Estoy acercándome, cuando él
mira por encima de su hombro, me ve, se despide de las chicas y, antes de que
dé un paso más, grito:
—¡Eh, pollo! —se gira y me mira con la ceja enarcada.
—¿Pollo? —pregunta, metiendo las manos en los bolsillos, esperándome
—. ¿Pollo?
—Sí, eso es lo que eres.
—¿De qué hablas?
—Lo sabes perfectamente. Estabas conmigo en la barra y en cuanto
apareció tu amiguito tuviste miedo y te escabulliste como un pollo.
—Ya entiendo—dice tras soltar una carcajada—. ¿No querrás decir como
una gallina?
—¡Lo que sea! El caso es que desapareciste y me dejaste sola. ¿Por qué?
—No creí necesario quedarme allí y supuse que al estar también Preston
ya no me necesitabas. ¿Ya… ya sabes quién es?
—Sí, es Theodore. Theo para los amigos, capullo integral para mí, Preston
me lo presentó.
—¿Estás… estás muy enfadada conmigo por ocultarte su identidad?
—No sólo me has ocultado su identidad, sino también que, por lo visto,
conoce a mi hermano. No entiendo por qué no me lo contaste.
—Él me lo pidió.
—¿Oliver?
—No, Theo. Me llamó después de vuestro primer encuentro y… ¿Sigues
pensado en denunciarle?
—Nah, eso era un farol, sólo quería que me dijeras quién era.
—¿Puedo invitarte a una copa?
—Qué cara tienes, hay barra libre, pero vamos. Necesito divertirme.
Y lo hago. Me olvido de todo y me dejo envolver por la música y la
compañía de las personas que Luis me va presentando. Este chico parece un
relaciones públicas, conoce a todo el mundo. En un momento dado, cansada de
bailar y con las mandíbulas doloridas de tanto reír, decido sentarme en uno de
los sofás que hay al fondo del club, en penumbra, y descansar los pies
mientras me bebo un botellín de agua. Hace muchísimo calor y estoy muerta
sed.
Es entonces cuando reparo en la presencia, no muy lejos de mí, de
Theodore y, como él parece estar sumido en una conversación importante con
otros tres hombres, sin percatarse de lo que hay a su alrededor, lo contemplo a
capricho; de pies a cabeza y de cabeza a pies.
Lleva un traje de tres piezas, negro, que le sienta como un guante. El
blanco impoluto de la camisa resalta el moreno de su piel y la oscuridad de
sus ojos. Esboza una sonrisa y, a continuación, humedece su labio inferior con
la punta de la lengua. Bebo agua, sofocada, y me abanico con la mano. ¡Dios,
el hombre es puro sexo! Al menos es en lo que me hace pensar continuamente.
En la mano tiene una copa, puede que, de brandy o güisqui, no estoy segura,
que lleva a su boca pecaminosa, con parsimonia, para darle un pequeño sorbo.
Los ojos se me van al cuello, donde veo su nuez de Adán subir y bajar, al
tragar. El pulso se me acelera y jadeo, involuntariamente. Con el dedo índice,
de la otra mano, acaricia con lentitud el borde de la copa después de beber, y
vuelve a sonreír. La respiración se me acelera y cierro los ojos, privándome
de esa visión que tanto me excita. Todo en él me excita, esa es la pura verdad.
Al abrirlos de nuevo, el corazón, que hasta hace unos segundos latía con
fuerza, se salta un par de esos latidos, al encontrarme con la intensidad de su
mirada. Ninguno aparta los ojos, al contrario, nos quedamos como
hipnotizados el uno en el otro, hasta que él, levantando la copa, me dedica un
brindis. «¡Joder, tengo que largarme de aquí o acabaré postrándome a sus pies
suplicándole que me folle y alivie esta quemazón que tengo entre las piernas!».
Algo temblorosa y desconcertada por lo que este hombre me hace sentir
con su sola presencia, me levanto y vuelvo junto a Luis que, por lo que veo,
parece tener ya un plan con una pelirroja de escándalo, entre las manos. La
chica, que me dedica una mirada desdeñosa, cuando ve que me acerco, se pega
a él como una lapa. «Tranquila, fiera—me apetece decirle—, nadie te va a
quitar el caramelito de la boca». Aun así, como soy un poco, por no decir
bastante, cabrona, me planto frente a él y, repasando mi labio inferior con la
lengua, le hago un gesto con el dedo índice para que se aproxime a mí. Ella,
me fulmina con la mirada y, él, pone cara de circunstancia y obedece.
—¿A qué viene esto? —indaga.
—Tu amiguita me está arrancando los pelos de la cabeza con los ojos, así
que, me ha parecido buena idea hacerla creer que voy a por ti.
—Joder, Rebeca, lo tuyo es peor de lo que imaginaba—manifiesta
divertido.
—Deberías de darme las gracias, en cuanto me vea desaparecer, te cogerá
por los huevos y ya no podrás separarte de ella.
—Yo no estoy tan seguro… ¿Has visto qué cara tiene en este momento?
—Normal, me ve como a una amenaza y está pensando que su plan de
revolcarse contigo se ha ido al traste. Pobrecita, tan hermosa y tan insegura…
Escucha, estoy cansada y me voy a ir al hotel.
—Pero ¿qué dices? Si la fiesta no ha hecho más que empezar. Venga,
tómate la última y después me voy contigo.
—De eso nada, tú tienes un buen plan entre las manos y, yo, quiero hacer
el equipaje y un par de cosas más.
—Rebeca, el autobús que nos ha traído…
—Llamaré a un taxi, tú relájate, disfruta y, sobre todo, diviértete mucho,
¿vale?
—¿Estás segura?
—Por supuesto. Mañana nos vemos en el hall del hotel a las diez en punto.
—No te duermas—me advierte.
—Tranquilo, no lo haré.
Paso mi mano con delicadeza por su hombro y la deslizo por su pecho,
caricias muy calculadas para que la pelirroja eche un poco más de humo.
Luego, lentamente, acerco mi boca a la suya y, en el último momento, la desvío
a su mejilla y le doy un beso. La chica en cuestión parece a punto de explotar.
Le guiño un ojo a Luis y clavo los ojos en ella.
—Todo tuyo, preciosa, disfrútalo mientras puedas—y contoneando mis
caderas, me voy.
Ya en la puerta, le pido al chico de seguridad que por favor llame a un taxi
y, sonriendo para mis adentros, por lo que acabo de hacer ahí dentro, espero.
No espero mucho, el taxi llega pocos minutos después y se para junto a la
acera. El chico de seguridad me abre la puerta de éste, le doy las gracias, me
despido con la mano y, cuando ya estoy sentada dentro y le he dado la
dirección del hotel al taxista, al volver la mirada a la ventanilla, veo a
Theodore allí, en la puerta, con las manos metidas en los bolsillos, serio.
Enarco una ceja y, sin que pueda evitarlo, soy así, qué le vamos a hacer,
silabeo la palabra: «fan-fa-rrón». Él, me dedica una de sus sardónicas
sonrisas y desaparece en el interior del club.
Llego al hotel, voy a la recepción, cojo la llave, le pido a la recepcionista,
amablemente, dada la hora que es, que me suban un té con limón y entro en el
ascensor. Una vez en la habitación, suelto poco a poco el aire de mis pulmones
y, mirándome al espejo, me reconozco a mí misma, para mi fastidio, que me he
quedado con las ganas de que él me empotrara esta noche, de todas las
maneras posibles. «Qué lástima, Rebeca—me digo en un susurro—, seguro
que habrías disfrutado como nunca». Me quito el vestido, me deshago el
recogido y dejo las horquillas que sujetaban éste, encima del escritorio. Entro
en el baño, me desmaquillo, y luego me lavo la cara con agua y jabón; siempre
el mismo ritual antes de acostarme. Llaman a la puerta, «mi té», pienso. Cojo
el albornoz, porque estoy prácticamente desnuda, de una de las perchas, me lo
pongo y atándolo a la cintura, abro la puerta.
Mis ojos no dan crédito a lo que ven; la boca se me seca y un cosquilleo
recorre mi espina dorsal. Él, con la misma postura de hace poco más de media
hora, pasea su mirada por mi cuerpo, con parsimonia, acelerándome el pulso.
No sé si ponerme a brincar de alegría o, por el contrario, cerrarle la puerta
en las narices por su atrevimiento.
Sé perfectamente qué hace frente a mi puerta. Sé, con total seguridad, lo
que ha venido a buscar. Y sé, con total convencimiento, que voy a darle lo que
me pida porque lo deseo. Aun así…
—¿Qué hace aquí? —espeto de malas maneras.
—Fanfarronear no, querida—. Da un paso al frente, con seguridad y entra.
—No le he invitado a entrar…
—Cierra la puerta—ordena, tuteándome por primera vez, sin quitarme los
ojos de encima. Obedezco.
—¿Ya nos tuteamos? —interrogo.
—Bueno, voy a follarte, Rebeca—desabrocha la chaqueta y se apoya en el
escritorio con los brazos cruzados sobre el pecho—. ¿Preferirías que lo
hiciera tratándote de usted?
—Preferiría que lo hicieras sin abrir esa bocaza. Me dan ganas de
arrancarte la lengua cada vez que te escucho hablar.
—¿Estás segura?
—¿De qué? ¿De qué me folles o de que no hables? —sonríe con desdén.
—Antes de nada, quiero que quede claro que esto es sólo sexo…
—¿Crees que voy a pedirte que te cases conmigo después? —Chasqueo la
lengua contra el paladar—. No eres mi tipo, cielo. Ahora desnúdate—exijo
deshaciendo la lazada del albornoz, dejándolo caer a mis pies y quedándome
ante él vestida sólo con la ropa interior. Un body, de encaje, azul marino,
medias hasta el muslo y los zapatos de tacón.
Sé, por su cara, que mi orden le sorprende, señal de que no está
acostumbrado a que una mujer lleve la voz cantante. Y también sé, por cómo
sus ojos recorren mi cuerpo, que está deseando ponerme las manos encima y
hacerme gozar. Bien, porque eso es lo que único que espero de él, que me haga
ver todas las estrellas del firmamento.
Se incorpora y, sin apartar sus ojos de los míos, se quita la chaqueta y la
coloca perfectamente en el respaldo de la silla. A continuación, y caminando
hacia mí, lleva las manos a los botones de la camisa y, con lentitud, los va
desabrochando, uno por uno.
Contengo la respiración y la boca se me hace agua cuando su perfecto
torso queda al alcance de mi mano. ¡Dios, es tan extraordinario! Parados uno
frente a otro, rodea mi cintura con una de sus manos y me aproxima un poco
más a él.
El calor que emana de su cuerpo me quema y me cosquillea en la piel.
Ahogo un jadeo. Su otra mano, asciende acariciándome el brazo, con
tranquilidad, hasta posarse en mi nuca e inclina la cabeza hasta casi rozar mis
labios con los suyos.
—Una última cosa—murmura clavando sus ojos en los míos—. No te
enamores de mí.
—Es alucinante la seguridad que tienes en ti mismo, cielo, cierra el pico y
haz lo que has venido a hacer…—sonríe de esa forma que tanto me molesta y
se lanza a por mi boca. Me aparto—. Lo siento, pero los besos son algo muy
íntimo y personal que no doy a tíos de una noche. Mi boca está vetada—
miento. ¡Con lo que a mí me gusta que me besen!
—¿Lo dices en serio?
—Totalmente—su gesto se crispa, aun así, asiente. En ese momento,
vuelven a llamar a la puerta y los dos giramos la cabeza hacia ésta. «Ahora sí
que es mi té», pienso.
—¿Esperas a alguien más? —inquiere con sorna.
—Abre la puerta y compruébalo—de mala gana hace lo que le pido.
—Buenas noches, la señorita Hamilton ha pedido un té con…
Sin dejar que el chico termine de hablar, saca un billete de veinte libras
del bolsillo interior de su chaqueta, se lo da, coge la bandeja de sus manos, y
masculla unas gracias, cerrándole la puerta en las narices. Deja sobre el
escritorio la bandeja, vuelve junto a mí e intenta besarme de nuevo. Reúno
toda mi fuerza de voluntad y lo esquivo, a la vez que apoyo una mano en su
cabeza y la dirijo a mis pechos. En realidad, me pasa lo mismo que a él, me
muero por saborear sus besos, pero es tan arrogante y prepotente que, aunque
me quede con las ganas, este será su castigo. No tener lo que, por lo visto,
tanto desea. Mi boca.
La lengua húmeda y caliente que se desliza por mis pezones, con maestría,
por encima de la tela del body, bloquea cualquier otro pensamiento y me
centro en disfrutar; mientras, su dedo índice asciende y desciende por mi
estómago en una sensual caricia, hasta llegar al escote, donde se adentra y, sin
que me lo espere, de un brusco tirón que me hace tambalear, la tela de encaje
se rasga hasta la cintura, dejando al descubierto en su totalidad, mis pechos.
Con total dedicación, él lame, muerde y chupa; y yo, gimo, me retuerzo y
presiono su cabeza con fuerza, pidiendo más. Su boca, va dejando un rastro
caliente por mi piel hasta mi ombligo, donde se detiene y, durante un rato,
juega a ocultarse. Se arrodilla ante mí y me sopla el sexo, haciéndome
estremecer. Sé que ya nada cubre esa parte de mi cuerpo cuando, esa lengua
juguetona y experta, se adentra entre los pliegues de mi deseo y se enrolla en
el clítoris, enviando descargas de placer a todo mi ser. Las piernas me
tiemblan. Jadeo y apoyo las manos en sus hombros para sostenerme. Noto en
el vientre ese cosquilleo que produce la llegada inminente del orgasmo y,
cuando estoy a punto de explotar, él se detiene y ladeando su cabeza a un lado
sonríe.
—Todavía no, querida.
Se pone en pie y, mirándome con lascivia, se quita el pantalón junto con
los calzoncillos y se pone un preservativo que saca de uno de los bolsillos de
su chaqueta. Me relamo al ver su cuerpo completamente desnudo y su miembro
duro, señalándome, me contrae las entrañas. De un solo paso, lo vuelvo a tener
pegado a mí: piel con piel; calor con calor; deseo con deseo y, al ver la
dirección que toma su boca, me aparto y niego con la cabeza.
—Quiero besarte…
—Ya te lo dije, mi boca está vetada—susurro. Él insiste. Yo me resisto.
Entonces, gruñendo, me alza en volandas y me lleva contra la puerta,
apoyando, bruscamente, mi espalda y sus manos, en ésta. Me anclo a su cintura
y me restriego, urgiéndolo a adentrarse en mí. Y lo hace. Entra de un empellón
y grito:
—¡Joder!
—Sí, joderrrr—exclama mirándome intensamente.
A partir de este instante, me deshago entre la puerta y su cuerpo. Me
deshago con sus estocadas fuertes y firmes; me deshago con una de sus manos
enterrada en mi sexo mientras me embiste una y otra vez, sin descanso. Me
desgañito: rogando, gimiendo, jadeando y pidiendo más. Y me lo da, me da
todo lo que le pido, sin tregua; una y otra vez, y otra, y otra más… Follamos
durante horas: en el suelo, en la cama, otra vez contra la pared. Me lleva al
límite en todas y cada una de esas veces culminando en orgasmos
desbastadores. ¡Es… bueno! ¡Es… brutal! ¡Es… alucinante!
Las primeras luces del alba nos encuentran resollando y con los ojos
cerrados tras nuestro último asalto. Estoy agotada y tengo sueño, pero como no
puedo quedarme dormida, salgo de la cama y entro en el baño para darme una
ducha. Cuando vuelvo a salir, no hay rastro de Theodore. Sonrío. Un par de
encuentros más con él como el de esta noche y le hago un monumento del
tamaño del Empire State.
CAPÍTULO 5

A las nueve y media, harta de haber estado en la habitación dando vueltas


como una peonza, salgo del ascensor con mi trolley traqueteando tras de mí y
me dirijo a la recepción a saldar mi deuda y la de Luis que, evidentemente,
corren a cargo de la empresa. Éste, con cara de no haber pegado ojo en toda la
noche, igual que yo, aparece cuando la chica encargada de cobrarme me está
devolviendo la tarjeta de crédito. Pido un taxi y me giro.
—Buenos días—me saluda con una sonrisa, enigmática—. Me alegra ver
que hoy no tengo que aporrear tu puerta para levantarte de la cama.
—Hombre de poca Fe, ya te dije que no me dormiría.
—¿Una noche movidita? —pregunta alzando las cejas.
—Seguro que no tanto como la tuya.
—Ya, claro. Conociendo la fama de Lord James, seguro que has dormido
poco esta noche, así que no mientas.
Lo miro sin comprender a qué viene nombrar al viejo verde y, cuando
estoy a punto de preguntar a qué se refiere con lo que acaba de decir, la chica
de la recepción me interrumpe.
—Disculpe, señorita Hamilton, su taxi la está esperando en la puerta.
—Gracias. Ya has oído—le digo a Luis—. Andando.
Éste, como todo un caballero, se encarga de llevar ambas maletas, la mía y
la suya y, cuando llegamos a la puerta, el hombre uniformado que hay en ésta
nos la abre y se hace a un lado para que pasemos. Le doy las gracias y
caminamos hacia el taxi que nos espera. Una vez dentro, y después de
indicarle al taxista adónde nos dirigimos, miro a mi mano derecha.
—¿Qué? —indaga.
—¿A que ha venido lo de antes? Ya sabes a qué me refiero—digo al ver el
gesto de su cara.
—No sé de qué me hablas…
—¿Has insinuado que he pasado la noche con Lord James, o han sido
imaginaciones mías?
—Bueno, ayer salió detrás de ti del Libertine Green Clover y al
encontrármelo esta madrugada saliendo del ascensor, ya sabes… dos más
dos…
—No sé por quién me tomas, Luis, me gusta el sexo, sí, pero no con
vejestorios. Lo siento, pero tus matemáticas te han fallado. Si el Lord ha
pasado la noche en el hotel, te aseguro que no ha sido conmigo. Todavía no he
tenido el placer de conocerlo—concluyo tajante.
—Pero ayer me dijiste que… Él no es…
—¿Por qué me miras así? —inquiero molesta por su mirada.
—Por nada, es igual—hace un gesto con la mano—. Si no has pasado la
noche con él, ¿entonces con quién?
—Theodore se presentó en mi puerta y…
—Así que Theo, ¿eh? —me interrumpe—. Vaya, vaya, interesante.
—¿Qué tal tú con la pelirroja? —le pregunto cambiando de tema
radicalmente.
—Tenías razón, en cuanto te fuiste, me llevo a un cuarto muy original y me
cogió por lo huevos, y no precisamente con las manos. Luego…
—Para, para, no me interesan los detalles, gracias. Con que me digas que
te lo pasaste bien, me basta y me sobra.
—Ah, bueno, tú te lo pierdes…—suelto una carcajada—. ¿Y bien? ¿Qué
es lo primero que quieres hacer en cuanto lleguemos a Ibiza? —no lo pienso y
respondo rotunda.
—Quiero ir al Lust.
Llegamos con tiempo de sobra al aeropuerto y, lo primero que hacemos, es
dirigirnos al mostrador, donde la cola es inmensa, para hacer el check-In.
Mientras esperamos a que nos toque el turno, miro mi correo en el móvil y
contesto un par de emails. Una vez que tenemos en la mano la tarjeta de
embarque, nos acercamos a una de las cafeterías a tomar un café, y, en mi
caso, a comer algo porque, por el trajín de la noche anterior, estoy muerta de
hambre.
—Háblame de Lust—le pido a Luis tras dar un sorbo a mi café—, ¿está
quedando bonito?
—La verdad es que sí, tu hermano me dijo que era prácticamente igual al
de Nueva York, así que supongo que no te costará mucho hacerte una idea.
—Imagino que ya está casi listo, la inauguración está prevista para dentro
de tres semanas, aunque todavía no hay nada confirmado.
—Bueno, la última vez que estuve allí, el día antes de viajar a Londres, el
arquitecto me dijo que sólo quedaban algunos detalles… ¿Estás nerviosa? —
me mira con atención.
—Mentiría si te dijera que no, Luis. Que el club funcione bien es muy
importante para mí, mucha responsabilidad y a veces pienso que no estoy
preparada para ello.
—No digas tonterías, tu hermano no lo dejaría en tus manos si creyera eso.
Además, por lo poco que te conozco, estoy completamente seguro de que lo
harás muy bien.
—Gracias, tu confianza me tranquiliza—él asiente y me sonríe.
—Estoy aquí para ayudarte, Rebeca, soy tu mano derecha, lo que también
incluye ser tus ojos, tus oídos, tus pies… ya sabes, formamos un equipo,
cualquier cosa que necesites, dudas, lo que sea, cuenta conmigo. Juntos
conseguiremos que el Lust sea el club al que todo el mundo quiera ir.
—Gracias, a pesar de mis dudas, sé que lo haremos.
Ya en la sala de embarque, y después de haber pasado por migración y
demás, ambos nos sentamos y contemplamos la pantalla donde nuestro vuelo
ya se anuncia. Aún no he subido al avión y ya tengo ganas de llegar a mi
destino.
Poco después de despegar, Luis, sentado a mi lado, se queda frito con la
cabeza apoyada en mi hombro. Qué suerte tiene, yo, aunque me siento
completamente agotada, no soy capaz de cerrar los ojos y abandonarme al
sueño. No porque no lo desee, sino porque, si lo hago, sé que imágenes
tórridas de la noche pasada con Theodore, Theo para los amigos, capullo
integral para mí, invadirán mi mente y harán que me estremezca; y no es por
nada, pero no me apetece ponerme cachonda y empapar las bragas para
quedarme con las ganas, para qué vamos a engañarnos; así que, dispuesta a no
pensar en él, abro la aplicación de español en el portátil y practico en
silencio.
El vuelo dura dos horas y media, más o menos. Dos horas en las que mi
compañero de viaje no ha hecho más que roncar y ponerme la camisa perdida
de babas a la altura del hombro. Lo primero que le digo en cuanto abre los
ojos, es que la próxima vez que viajemos juntos, le pondré un babero; él se
descojona y yo miro con cara de asquillo mi camisa, qué le vamos a hacer.
Nos bajamos del avión y repetimos el ritual de hace unas horas, tanto
trámite me pone de los nervios. Cogemos el equipaje, caminamos hacia la
salida y, cuando vamos acercándonos a la puerta, noto que Luis pone cara de
bobo y sonríe mirando hacia ésta. Una morena espectacular, de piernas largas
y cuervas muy bien definidas, se acerca en cuanto nos ve.
—Hola—saluda, algo tímida—, bienvenida a Ibiza, señorita Hamilton, soy
Mila, su secretaria—estrecho su mano extendida y sonrío.
—Encantada de conocerte, Mila, por favor, llámame Rebeca.
—¿A mí no me das la bienvenida, Mila? —`pregunta Luis socarrón.
—¿Es necesario?
—Tú qué crees…—ella pone los ojos en blanco.
«¿Qué pasa con estos dos?», me pregunto observándolos con detenimiento.
—Rebeca, tus cosas ya han llegado, he punteado el albarán y creo que no
falta nada—dice ignorando a mi mano derecha—. De todos modos, será mejor
que lo revises tú, por si acaso. Lo encontrarás encima de la mesa del
comedor…
—Qué eficiente—Luis sigue con su socarronería.
—Sólo hago mi trabajo, que es para lo que se me ha contratado.
«Uy, uy, uy, esas miradas y esas contestaciones», pienso. ¿Quién estará
colado por quién? «Seguro que, con lo que a ti te gustan estas historias, lo
averiguas muy pronto, Rebeca.», me digo divertida.
—Muchas gracias, Mila, no tenías por qué hacerlo.
—Es igual, no me ha importado. ¿Este es todo tu equipaje? —Mira la
maleta y después a mí.
—Te sorprende, ¿verdad? —asiente.
—Yo hice la misma pregunta cuando llegó a Londres y…
—Tengo el coche en el aparcamiento.
—Me has interrumpido—protesta Luis.
—Ya. ¿Nos vamos?
«Vaya, vaya, vaya, va a ser muy interesante y entretenido trabajar con estos
dos», manifiesto para mis adentros con regocijo.
De camino, supongo que al Lust, ya que he dicho que sería el primer lugar
al que quería ir en cuanto llegara, me voy quedando maravillada con todo lo
que mis ojos alcanzan a ver. Es impresionante la intensidad que tienen aquí los
colores; el azul intenso del cielo, completamente despejado de nubes, se une
en el horizonte, con el azul, algo más oscuro, del mar Mediterráneo, creando
una estampa preciosa. El blanco es otro de los colores que, al parecer,
predomina en la isla; la mayoría de los edificios y casas son de ese color. El
puerto es una pasada, no muy grande, pero sí repleto de embarcaciones de
todos los tamaños. «Olivia tenía razón al asegurar que me encantaría este
lugar», pienso. Tan ensimismada voy contemplando el paisaje que, cuando me
quiero dar cuenta, Mila y Luis me informan de que ya hemos llegado.
—Bienvenida a tu nuevo hogar—dice este último señalando el edificio
que tengo ante mí.
Un edificio moderno, con la fachada entera de mármol, dividido en cinco
plantas. Tres de ellas, las de la zona alta, de un blanco cegador; las dos
primeras, en negro; en el centro de estas dos y en letras enormes y doradas, la
palabra “Lust”. Me emociono, soy así de pava, qué le vamos a hacer. Me
emociono porque, aunque me había mentalizado para esto, nada es comparable
a lo que en estos momentos siento al estar frente a mi nueva vida; porque sí, al
aceptar la propuesta de mi hermano y Daniel, con ello también acepté cambiar
mi vida de un modo radical. He pasado de estar rodeada de mi gente y cerca
del nido familiar, a volar sola enfrentándome a un nuevo reto. Respiro hondo y
me digo: «ahora sí, Rebeca, ahora sí es real».
—¿Qué te parece? ¿Te gusta?
—Es precioso, Luis, me encanta. Podemos entrar, ¿verdad?
—Por supuesto que podemos, de lo contrario tendríamos que dormir en la
calle.
—¿A qué te refieres?
—¿Ves esa parte de ahí arriba, la del ático? —asiento—. Pues esa es tu
casa, Rebeca. Y en la planta de abajo, es donde vivo yo desde hace seis
meses.
—Vaya, ¿lo dices en serio? Oliver no me comentó nada.
—Me dijo que era una sorpresa—sonríe—. Mejor pasemos dentro y te lo
voy mostrando todo sobre la marcha—coloca una mano sobre mi espalda y me
insta a caminar—. ¿No vienes, Mila?
—Id entrando vosotros, voy a dejar el coche en el aparcamiento. Os veo
luego—se despide y entra de nuevo en el coche.
La puerta de la entrada, de cristal tintado, con un marco también en
dorado, y que parece cerrada a cal y canto, está abierta. En el mismo instante
en que la cruzo, tengo la sensación de encontrarme en Nueva York y que, de un
momento a otro, mi hermano aparecerá descendiendo la escalera que lleva a la
planta de arriba. Lo echo de menos a él, al club, a mis amigos…
—Bueno, como ya te habrás dado cuenta, este es el hall de la entrada—
digo que sí con la cabeza, no llego a más—. Ven, sígueme.
Durante un buen rato Luis me guía por todo el club, mostrándome cada
habitación, los aseos, el salón de toma de contacto, el privado para las cenas
especiales. Todo es exactamente igual al Lust de Nueva York, excepto una
habitación no muy grande que, colgando del techo, tiene un columpio sexual,
de color rojo, y que llama poderosamente mi atención. «Eso tengo que
probarlo yo—me digo a mí misma—, tiene que ser alucinante». Abandono la
habitación con el firme propósito de comprobarlo más adelante y sigo a Luis a
la tercera planta donde están nuestros despachos. El mío, el suyo y el de Mila.
—Y aquí es donde pasaremos el tiempo que no estemos abajo—manifiesta
—. ¿Y bien? ¿Cómo lo ves?
—Pues ahora mismo tengo la sensación de no haber cruzado medio mundo
para estar aquí y estoy emocionada a la par que asustada.
—Supongo que eso es normal, todos los principios acojonan un poco. Ven,
ahora quiero enseñarte la parte no visible del negocio.
Volvemos a la planta de abajo y cruzamos un largo pasillo que a simple
vista no se ve y que está en penumbra; de repente, me encuentro con un
hombre, moreno y muy guapo, hablando por teléfono que, en cuanto nos ve,
corta la llamada y se acerca a nosotros.
—Hola—saluda estrechado la mano de Luis—, ¿qué tal? ¿Puedo ayudaros
en algo?
—No, gracias—responde—, sólo le estaba mostrando esto. Veo que no os
conocéis.
—No, no tengo ese placer—dice el moreno.
—Rebeca, él es Abraham Asbai, el arquitecto. Abraham, ella es Rebeca,
la jefa.
—Encantada de conocerte—digo—, has hecho un gran trabajo.
—Gracias, la verdad que Oliver me lo ha puesto fácil.
Charlamos durante unos pocos minutos en los que me cuenta que está
revisando las luces de esa zona porque uno de los electricistas ha encontrado
un fallo y quiere asegurarse de que hoy mismo quede solucionado. Alabo de
nuevo su gran trabajo y nos despedimos para que siga a lo suyo mientras
nosotros seguimos a lo nuestro.
Una vez cruzado el pasillo, Luis saca del bolsillo de su pantalón una llave
y abre la puerta que tenemos enfrente y que da a un hall bastante más pequeño
que el de la entrada.
—Esta es la zona que da a nuestras viviendas, como ves, completamente
aislada del club e insonorizada. Nadie puede acceder a ella a no ser que tenga
estas dos llaves—me las muestra—. Una, evidentemente, es de la puerta, y la
otra, la del ascensor.
Mientras encaja la llave en una ranura ínfima que hay al lado de un botón,
me explica que tenemos un código para subir cada uno a nuestra planta. Se
abren las puertas, entramos y teclea un número en una botonera digital; un
minuto después estamos en el ático frente a la puerta de mi nueva casa.
—Haz los honores—me dice entregándome un manojo de llaves doradas.
Nerviosa, porque estoy a punto de ver mi nuevo hogar, abro la puerta,
entramos y me tropiezo con la maleta, que no sé cómo ha llegado aquí, y me
caigo de bruces cual larga soy.
—¡Mierda! —me quejo.
—Una entrada fascinante, jefa—suelta riendo a carcajadas.
—Idiota—mascullo poniéndome en pie.
—Mila ha debido subir cuando estábamos viendo la parte de abajo, no te
enfades con ella—bufo, asiento y dejo que me muestre la vivienda.
Es muy bonita, amplia, con mucha luz y de momento impersonal; el salón,
atestado con las cajas de mis pertenencias, tiene una decoración muy
minimalista, imagino que al igual que el resto de las estancias, en los colores
gris y blanco.
Me gusta. La cocina es inmensa, también de paredes blancas,
electrodomésticos de acero inoxidable y los muebles de color rojo. Preciosa.
Tiene tres dormitorios, grandes y espaciosos; elijo el que está decorado en
negro y rojo, me chifla esa combinación; y, además, tiene un ventanal de pared
a pared, desde el que puedo ver el mar y el cielo despejado salpicado de
estrellas. Alucinante. Cada dormitorio tiene su propio baño, al mío no le falta
detalle, tiene hasta una ducha de hidromasaje y jacuzzi. ¡Genial! Por último, y
no menos importante, tengo una terraza, que pienso disfrutar a tope y que es
una pasada; con su zona chill out, tumbonas para tomar el sol y montones de
plantas de todos los colores y especies. Impresionante.
—¿Y bien? ¿Te gusta? —Luis me mira expectante.
—¿Estás de coña? ¡Es una maravilla! —grito entusiasmada.
—Oliver dijo que te gustaría, no se equivocó.
—Mi hermano me conoce bien, muy, muy bien.
—Vale, pues te dejo para que vayas instalándote y dentro de un par de
horas te paso a buscar para ir a dar una vuelta y a cenar. ¿Te parece bien?
—Me parece perfecto.
Por la noche, cuando regreso de mi paseo con Luis y me acuesto, estoy tan
agotada que no tardo en cerrar los ojos; y me duermo pensando en las
inmensas ganas que tengo de ponerme manos a la obra. No, no es verdad, me
duermo pensando en la profunda y oscura mirada de Theodore, Theo para los
amigos y capullo integral para mí.
CAPÍTULO 6

Después de llevar tres días colocando mis pertenencias en mi nuevo hogar,


hoy, tras plegar la penúltima caja de cartón, he descubierto que debajo de
éstas hay una alfombra preciosa que no había visto antes debido al desastre
que reinaba en el salón. Tres días agotadores en los que, aparte de lo dicho,
también he tenido que lidiar con los preparativos de la apertura del Lust.
Afortunadamente para mí, aquí tenemos el mismo programa de selección para
los suscriptores, muy bien organizado en tres carpetas, por la imparable y
eficiente Mila: aceptados, dudosos y descartados. Hoy en día, hay ciento
veinte solicitudes aceptadas, quince dudosas y ocho descartadas; no está mal
para un club del que apenas se sabe nada y, eso, me motiva muchísimo. Al
menos sé que, el día de la inauguración, de momento, contándonos a nosotros
tres, seremos un buen grupo; no muchos, pero sí los suficientes para despegar.
Coloco el último libro en la estantería y miro satisfecha el resultado. Ahora
que ya hay libros, música, películas y fotografías en la casa; que en el baño
están todos mis potingues; y que, en mi habitación, dentro del vestidor, reina el
desorden habitual en mí, ahora sí puedo decir que estoy en mi casa. ¡Eureka!
Agotada, por tanto, trajín, uno que no tiene que ver, para nada, con el que
viví hace unos días en Londres, ¡ya quisiera yo!, con… mejor ni nombrarlo,
voy a la cocina, me sirvo una copa de vino y salgo a la terraza para disfrutar
del precioso atardecer; algo que parece estar convirtiéndose en una costumbre
desde que estoy aquí. Me apoyo en la barandilla de metacrilato y contemplo
embelesada el horizonte por el que no tardará en aparecer la luna para
reflejarse en el mar. Lo sé, por mis pensamientos a veces puedo parecer un
poco ñoñas, incluso algo romántica, pero no es así, lo aseguro. Miro hacia la
playa, que, a estas horas, son las ocho de la tarde, aún está atestada de gente y
pienso: «de este fin de semana no pasa el que baje ahí abajo y me tumbe al sol
a vaguear y broncearme», lo tengo clarísimo. El din don, din don, del timbre
de la puerta me hace sonreír y preguntarme que querrá ahora el único vecino
que tengo, seguro que azúcar no.
—Hola, jefa—saluda en cuanto abro la puerta y entra—. ¡Vaya, qué
despejadito tienes esto, ¿no?! El salón parece mucho más grande.
—Hola, hombre, pasa, pasa, no te quedes en la puerta—exclamo con
recochineo.
—¿Qué hacías? —pregunta mirando hacia fuera.
—Relajarme en la terraza mientras me tomaba una copa de vino. ¿Quieres
una?
—Sí, pero no aquí, salgamos a dar una vuelta y a cenar.
—Luis, estoy cansada y no tengo ganas de bajar a la calle, mejor otro día.
—De eso nada, llevas encerrada en este edificio tres días trabajando sin
parar.
—Es jueves…
—¿Y? ¿Los jueves no cenas? Vamos, Rebeca, la noche es joven y hay que
disfrutarla. No me mires así, no te estoy pidiendo que nos desmadremos, sólo
que demos un paseo y cenemos algo en una terraza.
—De verdad que no me apetece, Luis, además…
—Además nada, no admito un no por respuesta.
—Está bien, pesado—claudico—, dame media hora para que me duche y
me ponga algo decente.
—Media hora, ni un minuto más—ordena saliendo por la puerta.
Cuarenta y cinco minutos después, he tardado quince más por el placer de
hacerlo esperar y porque a mí nadie me da órdenes, salgo del ascensor en la
planta baja.
—¿Qué parte de ni un minuto más no has entendido? —espeta algo
cabreado por mi impuntualidad.
—Pareces algo impaciente, cálmate—digo sólo para molestarlo—. ¿No
has dicho antes que la noche es joven? —tuerce el gesto y mira el reloj—.
¿Qué prisa tienes?
—Tienes razón, no hay ninguna prisa, tú a tú ritmo.
—¿Eso que detecto en tus palabras es ironía? Porque ahora mismo doy
media vuelta y…
—¡Ni se te ocurra!
—Oye, ¿se puede saber qué te pasa? —apoyo las manos en la cintura y lo
miro molesta.
—Lo siento, me pone de muy malhumor esperar. ¿Nos vamos?
No sé qué abejorro le habrá picado a este para ponerse así por quince
minutos que no llevan a ninguna parte. No es por nada, pero lo lleva claro
conmigo, no porque no sea puntual, que lo soy, sino porque, como dije antes,
lo que a mí me cabrea es que me den órdenes.
Salimos por la puerta de atrás del edificio, que da a un callejón, lo
rodeamos, cruzamos la calle y en silencio caminamos por el paseo marítimo.
Él, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón y con paso ligero; y,
yo, pensando seriamente en mandarlo a la mierda y regresar a casa. ¡Menudos
cambios de humor tan radicales que tiene este tío!
—¡Eh, tú! —protesto. Se gira—. Mi idea de dar un paseo no es estar
correteando detrás de un idiota, así que me vuelvo a casa. Llámame cuando se
te quite la tontería.
—No, no, no, por favor, dame cinco minutos, se me pasará—respira hondo
varias veces y expulsa el aire poco a poco—. Ya está, ves, ni rastro del
malhumor—manifiesta sonriente como si no hubiera pasado nada—.
Perdóname.
—Vale, pero dime que abejorro te ha picado para…—se ríe con ganas en
mi cara—. ¿Y ahora por qué te descojonas?
—Se dice, qué mosca te ha picado, Rebeca.
—Qué más da mosca o abejorro, los dos vuelan y son de la misma familia,
¿no?
—Anda vamos.
Para cuando nos sentamos en una terraza, muy mona y muy chic, a tomar
algo, después de haber paseado entre los barcos del puerto, ya casi es noche
cerrada y, otro tipo de vida en Ibiza, que todavía no tengo el gusto de conocer,
comienza a despertar. Bueno, en realidad y, para ser sincera, no conozco nada
de esas dos vidas que parecen llevarse bien en la isla; la diurna y la nocturna;
como bien antes dijo Luis, llevo aquí tres días y lo único que he hecho ha sido
trabajar, o bien en la oficina del Lust o en casa. Tenía razón, ya era hora de
que saliera a que me diera el aire; Aunque no tengo muy claro que lo de hoy
haya sido buena idea porque este hombre está un poco raro. No me gusta este
Luis.
—Háblame de tu vida en Nueva York—me pide una vez que el camarero
nos sirve la comanda—. ¿También trabajas con tu hermano?
—Qué va, si supieras lo que me costó poner un pie en el Lust… buff—
pongo los ojos en blanco.
—¿Y eso?
—Porque ese sitio no le gustaba para su hermanita, ¿te lo puedes creer? —
resoplo—. Le pedí que me hiciera una carta de invitación y se negó, al final
fue mi compañera de trabajo y mejor amiga, Olivia, que era socia, la que lo
hizo—me encojo de hombros—. Al final resultó que el club era de mi hermano
y mira donde estoy ahora.
—Quién te lo iba a decir, ¿eh?
—Pues sí, la verdad, jamás se me habría pasado por la cabeza que esto
fuera a pasar.
—¿Te ha costado trabajo tomar una decisión? Ya sabes, dejar tu vida, tu
antiguo empleo, la familia…
—A ver, en el momento que mi hermano y Daniel me lo propusieron, tuve
clarísimo que aceptaría porque el cuerpo me pedía un cambio de aires—le
doy un sorbo a la copa de vino y sonrío con tristeza—. No obstante, dejar
atrás lo conocido es muy duro, sobre todo si estás a miles de kilómetros de
distancia de las personas a las que amas.
—Un novio, ¿tal vez? —indaga.
—¡No, por Dios! Me refería a mi familia y a mis mejores amigos. ¿Buscas
a alguien? —pregunto al verlo estirar el cuello y mirar al interior del bar.
—No, no, sólo miraba a ver si había alguna mesa libre para cenar, aquí
sirven algunos de los mejores platos de cocina ibicenca de la zona, pero
parece que está al completo.
—Bueno, siempre podremos venir otro día o bien cenar aquí mismo, en la
terraza. A mí no me importaría.
—Espera a ver, voy a cerciorarme…—masculla poniéndose en pie y
entrando en el local.
Desde fuera lo veo caminar entre las mesas mirando a un lado y a otro
hasta que se tropieza con uno de los camareros; hablan durante unos segundos,
mira el reloj y el camarero niega con la cabeza; se despide y vuelve a salir.
—Lo siento, tendremos que volver otro día porque no sirven cenas fuera,
pero conozco otro restaurante que estoy seguro te encantará.
—¡Vamos pues! —contesto animada.
Resulta que en ese otro restaurante tampoco podemos cenar porque todo
está reservado; y, al final, optamos por quedarnos a pie de playa, en un
chiringuito a, como dice Luis, tapear y tomarnos unas cervezas.
—¿Comes de todo? —me pregunta cuando ve acercarse al camarero.
—¿Es una pregunta trampa? Porque qué quieres que te diga, ha sonado un
poco… ya sabes.
—Tienes la mente muy sucia, Rebeca Hamilton.
—Sí, puede ser sí.
Con cada tapa que el camarero va dejando encima de la mesa, Luis me va
explicando qué es y cuáles son sus ingredientes. Pruebo de todo y descubre
que, aunque la comida de aquí es bastante diferente a la de dónde vengo, me
gusta y la disfruto. A mi mano derecha parece habérsele pasado del todo el
malhumor y se muestra como el Luis al que conocí en Londres: divertido,
atento y hablador. Ambos estamos relajados, conversando tranquilamente de
nuestras vidas.
—¿Entonces nunca te has enamorado? —interroga.
—Sí, varias veces—suspiro—, pero ninguna salió bien. ¿Por qué a los tíos
os cuesta tanto mostrar vuestros sentimientos? Es que, por más que lo pienso,
no logro entender por qué cuando todo parece marchar bien, os entra el pánico
y si te he visto no me acuerdo. ¿Tanto miedo os da comprometeros?
—Das por hecho que todos somos iguales y no es así. Mira, yo tuve una
novia de esas que llaman de toda la vida, ya sabes, nos conocíamos desde que
tengo uso de razón; sus padres eran muy amigos de los míos, solíamos
coincidir en todas partes y nos enamoramos. Estuvimos juntos siete años; yo
estaba loco por ella y, cuando terminé la carrera, le propuse matrimonio.
¿Sabes cuál fue su contestación?
—Sorpréndeme.
—Pues me dijo que mi proposición la alagaba pero que no estaba
preparada para dar ese paso. ¿Te lo puedes creer? Siete años juntos,
prácticamente conviviendo y ella no estaba preparada, ¿quién se va a creer
eso?
—No estaba enamorada de ti.
—No, y como no quería hacerme daño, ahí estaba, haciendo el paripé
conmigo y acostándose con un compañero de trabajo.
—¡Qué zorra!
—Tú lo has dicho. Desde entonces no he vuelto a tener una relación seria
con nadie, sólo encuentros esporádicos, ya me entiendes; aquí te pillo aquí te
mato. Nada de complicaciones.
—Desde que corté con Paul, un compañero de trabajo con el que salí hace
cuatro años, pienso lo mismo que tú. Por eso estoy en el club, porque allí sé
que todos vamos a lo mismo y no a buscar al amor de nuestra vida.
—Ya ves, ninguno de los dos ha tenido suerte en las relaciones de pareja,
quizá seamos almas solitarias.
—No, no lo creo, no obstante, confieso que cada vez me cuesta más pensar
en el amor y en querer conocer a alguien especial.
—Bueno, ¿quién sabe? Puede que cuando menos te los esperes y, sin
buscarlo, aparezca.
—Lo mismo te digo—ambos sonreímos.
—¿Aceptarías la copa del perdón en un Pub que hay muy cerca de aquí?
—No lo sé, Luis—digo mirando el reloj—, es tarde y…
—Apenas son las doce y media, Por favor—suplica—, deja que te invite a
una copa.
—Hoy estás muy insistente y me pregunto por qué.
—Porque quiero que mi jefa se divierta y perdone mi comportamiento de
antes.
—¿Seguro? —asiente—. Está bien, vamos pues.
El Pub se llama Vogue. Es inmenso y está abarrotado de gente muy elegante
y muy chic; parece el local de la moda porque veo cada modelito que… «Y tú
vestida con un pitillo negro y una camiseta básica, fucsia—me digo a mí
misma—, al menos te has puesto zapatos de tacón y no las converse».
—Oye, Luis, creo que desentono en este lugar, deberíamos irnos.
—No digas tonterías, tú no desentonarías ni aunque vinieras vestida de
chándal.
—¿Chándal?
—Sí, son prendas de deporte. Anda ven—me coge de la mano y tira de mí
hasta una de las barras—. ¿Qué vas a beber?
—Berry Pickers con tónica y especias.
Con la copa en una mano y la cartera en la otra, sigo a Luis hasta una zona
un poco más tranquila donde parece haber más espacio. Durante un rato
ninguno dice nada, nos dedicamos a contemplar a la gente. En el centro del
local hay una pista de baile y mucho movimiento; la música es buena, bailable
y nada estridente. Me gusta.
—Rebeca, ¿Ya has pensado qué vas a hacer con la invitación a la fiesta de
Dolce & Gabbana?
—Claro, no tengo más remedio que asistir, hay que hacer contactos y darse
a conocer y que mejor lugar que ese para ello, ¿no crees? ¿Cuándo era?
—El sábado. ¿Me llevarás de acompañante?
—Oh, Dios mío, por eso has insistido tanto en esta salida, porque quieres
que te lleve conmigo a la fiesta…
—Ni siquiera sabía si irías, Rebeca, no digas tonterías—me interrumpe
algo molesto—. Ya te dije por qué estamos aquí.
—Sí, claro, como si yo fuera tonta y me chupara la mano—sus carcajadas
me molestan—. ¿Qué?
—Se dice chuparse el dedo. “Ni que fuera tonto y me chupara el dedo”.
—Malditos refranes y frasecitas hechas…—resoplo.
—No te sulfures, mujer, es normal que te equivoques, el español es algo
complicado; aunque tú, quitando algún error, lo hablas estupendamente.
—No me hagas la pelota, ¿quieres? Sabes de sobra que te llevaré a la
fiesta. ¿Con quién iba a ir si no? Aquí sólo te conozco a ti y a Mila.
—Sí, genial. Gracias, jefa.
—Idiota.
Volvemos a quedarnos en silencio; yo, pensando en que es necesario que
me compre un libro de refranes y frasecitas para no seguir metiendo la pata, y,
él, estirando el cuello buscando a alguien. Qué raro está este hoy.
—Te vas a dislocar el cuello como sigas estirándote así—me guaseo.
—Ahora vuelvo—dice mirándome con una sonrisa enigmática—, voy a
saludar a alguien.
—Oye, si vas a ligar dímelo para que me vaya a casa—grito a su espalda.
Será cabrito, este es capaz de enrollarse con alguna tía y dejarme aquí
colgada, por su bien espero que no lo haga porque si no…
—Rebeca Hamilton, qué sorpresa…—dice una voz alegre y con acento, a
mi izquierda.
Me giro lentamente para ver a quién pertenece esa voz, que parece que se
alegra de verme y, me sorprendo al ver al amigo del viejo verde, quiero decir,
Lord James. Arthur Preston. ¿Quiere eso decir que el vejestorio también anda
por el pub?
—Pues sí, una sorpresa y una gran coincidencia, Preston.
—Me agrada que se acuerde de mí, Rebeca.
—Lo mismo digo—aseguro buscando a Luis entre la gente. ¿Dónde
demonios, se habrá metido ahora?
—¿Qué tal? ¿Ha venido sola?
—Bien, gracias, he venido con mi compañero de trabajo, ¿lo recuerda? Se
llama Luis y…
—Sí, sí, sé quién es, un buen tipo.
—Empiezo a dudarlo—murmuro.
—¿Cómo dice?
—Que debo buscarlo…
—Vaya, vaya, vaya… Preston, ¿ese olor que noto en el ambiente es el de
charlatana?
No puede ser… Esa voz… Esa arrogancia… Ese escalofrío que me
recorre la espina dorsal; ¡Joder, no, no puede ser! Pero sí, sí es, lo compruebo
al mirar a mi derecha y ver a Theodore, Theo para los amigos y gilipollas
integral para mí, mirándome con esa suficiencia que lo caracteriza. Lo miro de
pies a cabeza, ¡qué bueno está el cabronazo!, entonces digo:
—No, querido, ese olor que nota en el ambiente sale de su boca, es su
aliento, apesta. ¿Nunca se lo han dicho? —su boca se tuerce en una media
sonrisa de desdén y Preston ahoga una carcajada.
—La última vez que la vi no pareció notarlo.
—Soy muy buena fingiendo.
—No me parece que esa noche fin…
—Theo, amigo mío, ¿dónde están tus modales? Compórtate, por Dios.
—No se preocupe, Preston, las puyas de su amigo no me molestan, al
contrario, no sabe cuánto me divierten.
—En ese caso, seguid a lo vuestro, no diré una palabra más al respecto.
—Me encantaría poder quedarme, pero debo irme. Hasta otro momento—
me despido.
Doy dos pasos y de repente recuerdo lo que llevo en la cartera; la abro,
rebusco en ésta hasta dar con ello, deshago mis pasos y me pongo enfrente de
él.
—Tome—digo extendiendo la mano—, creo que los necesita más que yo—
le guiño un ojo y me voy. Al alejarme escucho:
—¿Qué te ha dado?
—Caramelos de menta.
—Joder, me encanta esta mujer—las risotadas de Preston me acompañan
hasta la pista de baile.
Sé de uno que, por hacerme esta encerrona me va a oír. ¡Vaya qué si me va
a oír!
CAPÍTULO 7

Nada, este no aparece por ninguna parte, contenta me tiene; en el momento


que lo pille se va a enterar porque, no tengo ninguna duda de que el muy
cretino me ha traído aquí a sabiendas de que me encontraría con… con… él.
Claro, por eso su insistencia en salir hoy; por eso su manera de rogar por una
última copa, según él la del perdón; pues le va a salir caro el perdón. Muy,
muy caro. Encima sé que, la mirada profunda, oscura y sexy de Theodore, está
al acecho. Me vigila. Lo noto por ese cosquilleo que recorre mi piel y por los
latidos de mi corazón. Está cerca, lo intuyo; y eso me cabrea mucho más
porque, aunque no lo parezca, deseo abalanzarme sobre él y devorarlo de pies
a cabeza. Es verlo y mi interior empieza a arder; es imposible no desearlo y,
más, después de la noche que pasamos en Londres; mejor no pensar en ella, de
lo contrario, seré yo la que vaya a él voluntariamente y no quiero darle esa
satisfacción. Por eso, en mi búsqueda del ayudante perdido, mejor dicho,
huido, tonteo con todo bicho viviente que se me pone por delante: les hago
ojitos, sonrisas zalameras, caídas de ojos… Sí, es una tontería, pero ya que él
me está mirando, que vea que no es el único que puede atraerme, que hay más
peces en el mar; aunque estoy segura de que ninguno de ellos nada como él;
aun así… Me giro sobresaltada al sentir una mano rodear mi muñeca y tirar.
—Hola, preciosa, ¿es a mí a quien buscas?
Un hombre, apuesto, de unos cuarenta años y, por lo que parece, un poco
pasado de copas, me mira con ojos brillantes y lascivos. Si me dejara llevar
por el cabreo que tengo encima, probablemente le daría una patada en los
eggs, quiero decir en los huevos, y lo haría doblarse de dolor, pero como no
puedo…
—Soy lesbiana, lo siento—le digo encogiéndome de hombros.
—Un par de horas conmigo y eso lo curo yo—¡menudo gilipollas!
—No es una enfermedad, cielo, pero lo tuyo tienes que hacértelo mirar, no
obstante, creo que no tiene curación.
—Vamos, preciosa, dame una hora…
Dejo de escucharlo cuando por el rabillo del ojo veo acercarse a
Theodore, Theo para los amigos y capullo integral para mí y es entonces
cuando decido acariciarle a ese idiota las mejillas a la vez que me humedezco
el labio inferior con la lengua.
—¿Estás seguro de que puedes curarme? —susurro cerca de sus labios.
—Segurísimo, vamos a…
De repente, un brazo rodea mi cintura con fuerza, me levanta en volandas y
empieza a caminar.
—¡Eh, tío! —grita el otro—. Está conmigo, suéltala.
Un gruñido es la única respuesta que sale de la boca del neandertal que
prácticamente me lleva a rastras por el local.
—¡Suéltame! —exijo pataleando en el aire—. Maldita sea, ¡suéltame! —
qué bochorno, por Dios, nos está mirando todo el mundo—. ¡Qué me sueltes te
digo!
Lo hace una vez que hemos recorrido casi por completo el local y pegando
mi espalda contra una pared para, a continuación, apoyar su antebrazo por
encima de mi cabeza y cubrirme con su cuerpo.
—¡¿Qué coño te crees que estás haciendo, imbécil?!—bramo en su cara.
—Querida, verla tontear con tanto mequetrefe me pone de los nervios; si
lo que busca es compañía para esta noche, yo me ofrezco voluntario—será
creído el petulante este de las narices.
—¿Y qué te hace pensar que es a ti a quién quiero en mi cama? —mascullo
furiosa.
—Todas lo quieren, no veo por qué tú ibas a ser diferente—su dedo índice
se desliza por mandíbula haciéndome estremecer.
—¿Ya vuelves a tutearme otra vez? —inclina un poco la cabeza y la
respiración se me entrecorta.
—Ya te lo dije—me susurra al oído—, cuando quiero follarte los
formalismos sobran.
—Tu arrogancia me supera al dar por hecho algo que no va a suceder,
querido—«y este es un mal momento para usar conmigo esa arrogancia, estoy
muy cabreada», me digo a mí misma.
—¿Eso crees? —su dedo abandona mi cara y se interna en el escote de la
camiseta, rozando el encaje del sujetador—. ¿Vas a decirme que no lo deseas?
Vamos, mírate… Respiración agitada, pupilas dilatadas, labios
entreabiertos… El corazón te va a mil por hora y apuesto a que tienes la
garganta reseca, ¿me equivoco? —no puedo negar lo evidente—. Seguro que
ya notas el calor entre tus piernas sólo de imaginarme entre ellas…
Tiene razón, lo reconozco; en estos momentos estoy empapada pensando en
lo bien que pega su lengua con mi clítoris; en lo mucho que gemiría y gozaría
al dejar que me follara durante toda la noche. Sí, no dudo de que sería el
broche perfecto para este día; no obstante, me repatea las entrañas que crea
que, con sólo chasquear los dedos, me abriré de piernas para él.
—… Vamos, Rebeca, vayamos a la habitación de tu hotel y olvidémonos
de todo…—¿Hotel? ¿Ha dicho la habitación de mi hotel? Lo miro a los ojos y
poniéndome melosa sonrío.
—Tienes razón, Theodore, te deseo y sería una tontería dejar pasar la
oportunidad de volver a disfrutarte—subo una de mis manos, le acaricio el
muslo y la dirijo a su entrepierna. Está duro como una piedra y masajeo: a un
lado, a otro; arriba y abajo—. Sí, vayamos al hotel, pero no juntos, quiero
prepararme antes para ti.
—Tú no necesitas preparación, preciosa, ya estás más que lista—murmura
con voz ronca.
—Ya me entiendes…
—De acuerdo, dime en qué hotel te hospedas.
—En el hotel Figueras—sé que existe por Olivia, ella me lo dijo.
—¿En el Figueras?
—Sí, dame al menos media hora. Mi habitación en la trescientos
veintisiete—le doy un húmedo beso en la mejilla y desaparezco de su vista.
Camino en dirección a la salida sin un ápice de arrepentimiento por lo que
acabo de hacer, mentirle a Theodore en su propia cara; pero claro, eso él no lo
sabe, aún. Estos tipos que se creen que son dioses y que con un aleteo de
pestañas piensan que lo tienen todo conseguido me sacan de mis casillas. No
digo que él no tenga motivos para situarse a sí mismo en un trono, está
tremendo y en la cama es… ¡alucinante!; aun así, que de por sentado que estoy
más que dispuesta a acostarme con él con un chasquido de dedos, me
encabrona, la verdad. Reconozco que, si me hubiera pillado en otro momento,
puede que hubiese aceptado porque, ¿a quién le amarga un dulce de vez en
cuando? A mí desde luego que no; no obstante, no estoy yo hoy por la labor de
permitirle a ningún adonis que me tire a la cara su arrogancia, buena es una
servidora.
Cuando estoy en la puerta me doy cuenta de algo importante y que, como
debo de ser tonta de remate, he pasado por alto. No sé cuál es la dirección de
mi casa y, claro, sin Luis, ¿cómo voy a saber adónde dirigirme? ¿Se puede ser
más idiota? Evidentemente no, estás cosas sólo me pasan a mí. Miro el reloj:
«pues si no quieres que Theodore te encuentre aquí en la puerta, tienes que
largarte cagando leches, Rebeca», farfullo empezando a ponerme nerviosa. Me
acerco a un grupo de gente que hay a un lado del pub:
—Perdonad, ¿podéis indicarme dónde está la parada de taxi más próxima?
—pregunto.
—Sí, claro—me responde una chica, amable—. Encontrarás un pequeño
parque al girar esa esquina—asiento—, ahí está la parada de taxi.
—Muchas gracias.
—No hay de qué.
Sigo las indicaciones recibidas y en cuanto veo los taxis, me dirijo a uno
con los dedos cruzados.
—Buenas noches—saludo subiéndome a uno—. Verá, quiero ir a un sitio,
pero no me sé la dirección.
—Pues mal vamos, señora.
—A ver, es un edificio que han reformado recientemente; es de mármol
blanco y negro y…
—¿Se refiere al del nuevo club?
—Sí, sí, ese es, el Lust—digo esperanzada.
—Señora, ese club aún no lo han inaugurado—me mira por el espejo
retrovisor y sonríe —, si quiere puedo llevarla a otro que…
—No, no, gracias, vivo en ese edificio.
—¿Quiere decir que…?
—Quiero decir que si me lleva hasta allí se lo agradecería muchísimo—lo
interrumpo.
—A sus órdenes.
Cinco minutos después y con diez euros menos en la cartera, estoy frente al
Lust. Si llego a saber que estaba tan cerca ni me hubiera preocupado y mucho
menos angustiado pensando cómo iba a volver a casa.
Mientras me quito en el maquillaje en el baño, una idea, para nada
descabellada, me atormenta. ¿Y si Theodore se ha encontrado con Luis y, éste,
descubriendo mi mentira, lo manda directamente aquí? Porque, viendo lo
visto, el muy cretino es bien capaz de hacerme algo así… ¡La madre que lo
parió, mañana se va a enterar!
Y con ese mismo pensamiento, me despierto a la mañana siguiente después
de haber dormido como un lirón. Es lo bueno que tiene que, hasta el momento,
los problemas no me quiten el sueño, impidiéndome dormir a pierna suelta.
Me levanto, me ducho, me visto y bajo al despacho donde, seguramente, Luis
ya esté trabajando. Siempre es el primero en llegar y, quiero matarlo antes de
que aparezca Mila, así no habrá testigos.
El susodicho levanta la cabeza, sobresaltado, en cuanto cruzo la puerta de
su despacho y cierro ésta con ímpetu.
—¡Tú! —grito—. ¡La próxima vez que vuelvas a hacerme lo de ayer, te
arranco las pelotas!
—No sé de qué me hablas…
—¡Mírame! ¿Te parece que soy idiota? —inquiero mirándole a los ojos—.
¿Te crees que me chupo el puto dedo? Odio que me mientan, lo odio
profundamente; y tú, ayer, lo hiciste. Si te aburres, cómprate un mono, pero no
me utilices para divertirte, Luis.
—Escucha, Rebeca…
—No, escúchame tú. Soy lo suficientemente mayorcita para buscarme mis
propios planes, no para que me hagan encerronas con el capitán del equipo de
fútbol, como si estuviera en el instituto. Puede que tu amiguito necesite un
alcahuete, pero yo no. Así que, por tu bien, jamás vuelvas a hacer algo así.
—Pero es que no es lo que piensas…
—¿Vas a decirme que no lo tenías planeado? ¿Qué no era a Theodore a
quién buscabas en cada local que entramos? Las plumas se te ven de lejos…
—Se dice el plumero.
—¡No me corrijas! —bramo encolerizada—. En cuanto él apareció tú te
esfumaste, igual que en Londres. ¿Vas a decirme que fue una mera
coincidencia? Porque no te creo, Luis, sabías que él estaba allí y por eso
insististe en que saliéramos a cenar y luego a tomar esa copa; lo que no sé es
por qué te cabreaste tanto con mi retraso. ¿Fue por qué habíais quedado en
algún lugar? ¿Fue eso?
—Rebeca, por favor, cálmate y deja que te explique…
—¿Se puede saber qué os pasa? Se escuchan las voces desde el hall de la
entrada—Mila, asustada en la puerta, nos mira a uno y otro sin comprender.
—Pasa que Luis se ha equivocado conmigo—le respondo intentando
mantener la calma—. Y espero, por su bien, que no se repita—lo miro de
nuevo a él—. La próxima vez que se te ocurra otra brillante idea para
airearme, recuerda que soy tu jefa, no una simple colega—advierto.
—¿Vas a dejar que me explique?
—No tengo ganas de escucharte, ponte a trabajar—digo caminando hacia
la puerta donde Mila aún nos mira perpleja—. Ah, y olvídate de la fiesta de
Dolce & Gabbana, será Mila quien me acompañe, así tendré la seguridad de
que no me va a dejar tirada a la primera de cambio.
—¿Pero no puedes…?
—Por supuesto que puedo, Luis, de hecho, es lo que estoy haciendo.
Ya en mi despacho, sentada a la mesa, contemplo el cielo azul a través de
la ventana y me siento mal; puede que me haya pasado un poco al advertirle
que tenga en cuanta quien soy, pero es que no he podido evitarlo. Jamás lo
despediría por algo que no tuviera que ver con el trabajo, no obstante, meterle
un poco el miedo en el cuerpo no creo que me convierta en una bruja, ¿no?
Suspiro y me digo: «Ponte a trabajar tú también, Rebeca».
Y lo hago, desconecto de la bronca con Luis y todo el asunto, y me centro
en preparar los dosieres con las normas del club para hacérselos llegar a los
socios, sin falta, la próxima semana. A la hora de la comida, en lugar de subir
a casa, decido salir a la calle y dar una vuelta por el paseo marítimo y después
comer en alguna terraza. Cuando regreso, a eso de las cuatro de la tarde, Luis
me está esperando en mi despacho, cabizbajo y parece que un pelín
avergonzado.
—Necesito hablar contigo, Rebeca—dice en cuanto cruzo el umbral de la
puerta.
—¿Es algo del club?
—No, es por lo que ha pasado antes, necesito explicarme—resoplo.
—Adelante, soy toda oídos.
—Ayer te invité a cenar porque pensé que necesitabas desconectar un
poco, no porque hubiera planeado con Theo que os encontrarais en ninguna
parte. No voy a negar que sabía, por Arthur Preston, que se encontrarían allí y
que me pareció buena idea llevarte. Nada fue orquestado y tampoco fue una
encerrona…
—Discrepo—manifiesto.
—Te juro que no lo fue, Rebeca, puedo asegurarte que él tampoco
esperaba verte allí.
—¿Sabes? No te creo. Hubo un motivo para que me llevarás allí y luego
desaparecieras, Luis; puede que Theodore no estuviera al tanto, pero apuesto a
que Arthur Preston sí. ¿Qué estáis tramando?
—Nada.
—Estás mintiendo y lo sabes, pero no te preocupes, tarde o temprano lo
descubriré por mi cuenta. Ahora si no te importa, tengo que seguir
trabajando…
—¿Sigues enfadada conmigo?
—¿Tú qué crees?
—Joder, Rebeca, lo siento, ¿vale? Pensé que te gustaría volver a verlo,
eso es todo.
—Pues la próxima vez asegúrate y pregúntame antes, ¿quieres? Así nos
evitaremos estos follones.
Está a punto de abrir la puerta cuando, de repente, ésta se abre y una Mila
radiante entra batiendo palmas.
—¿Se puede saber qué te pasa para que estés tan feliz? —Le pregunta Luis
tan sorprendido como yo por esa entrada en mi despacho.
—Entra en internet, busca la página de sociedad, actividades y festejos
para esta semana y compruébalo tú mismo.
—Estás consiguiendo ponerme nervioso, Mila.
—A mí también—digo.
—¿Puedo? —Luis me señala el ordenador y asiento con la cabeza. Cinco
minutos después sonríe y exclama—. ¡No me lo puedo creer! ¿Cómo lo has
conseguido? —ambos me miran.
—¿Qué cosa?
—Que el club Libertine habrá sus puertas para recibirte.
—¿De qué hablas? —se hace a un lado, señala con el dedo y entonces leo:
«El club de caballeros, Libertine, tiene el placer de comunicarles que el
próximo sábado celebrará una fiesta en honor a la señorita, Rebeca Hamilton.
Su presentación en sociedad correrá a cargo del distinguido, Lord James…».
¿Lord James iba a presentarme en sociedad como si tuviera dieciocho
años? ¿Por qué? ¿Qué horrible castigo era este?
CAPÍTULO 8

Por lo visto, la única que piensa que, que el vejestorio me presente en


sociedad es un castigo, soy yo. No puedo evitar sonreír cuando recuerdo las
caras que tanto Mila como Luis pusieron ayer cuando, después de enterarnos
del acontecimiento, les dije mi opinión.
—No sé por qué ponéis esa cara, ni siquiera me conoce y, además, no soy
ninguna adolescente para que se me hagan fiestas de presentación.
—No digas eso ni en broma—me reprocha Mila—, es una gran
oportunidad para el Lust que Lord James haga esa fiesta, ¿no lo entiendes?
—Pues no, la verdad.
—A ver…—Luis se sienta frente a mí y me mira como si fuera a explicarle
algo a una niña pequeña—. El Libertine es un club de caballeros, única y
exclusivamente, para hombres, ¿vale? —asiento—. Nunca, en los seis años
que lleva abierto aquí, en Ibiza, ha puesto allí un pie ninguna mujer que no se
dedique a hacer compañía y otras cosas a los hombres, ¿me sigues? —vuelvo
a asentir—. Que Lord James, por propia voluntad, decida abrir las puertas de
su club, en honor a una mujer, o sea, tú, es un milagro divino, ¿no lo ves?
—No, no lo tengo claro. ¿Por qué un hombre al que no conozco ni me
conoce querría hacer algo así? Se supone que, por nuestros clubes, seremos
competencia… ¿De verdad no veis nada raro? —Luis me esquiva la mirada y
Mila niega con la cabeza.
—Gracias a ti, muchas mujeres que deseamos conocer ese sitio al fin
podremos hacerlo, Rebeca. Ese club es un misterio para nosotras, ¿sabes? Se
oyen infinidad de cosas sobre él y es tal el morbo que genera en la sociedad
ibicenca que, estoy completamente segura de que, a partir del próximo sábado,
las mujeres de esta isla te estarán agradecidas de por vida al ver en persona el
antro en el que se mueven sus maridos.
—¿Lo dices en serio?
—Muy en serio.
—Pues yo no lo tengo claro.
—¿No puedes simplemente aceptar el enorme favor que nos están
haciendo y asistir sin más?
—Mira, Luis, sé que estás muy emocionado con todo el asunto, pero qué
quieres que te diga, si yo quisiera hacer una fiesta en honor a alguien, lo
primero que haría sería ponerme en contacto con ese alguien, no anunciarlo en
una página de internet sin haberme asegurado antes de que esa persona está de
acuerdo y disponible. No sé si me explico… A mí todo esto me parece una
tomadura de pelo.
—Te puedo asegurar que no lo es. Lord James no haría algo así, créeme.
—¿Tan bien lo conoces como para afirmarlo con tanta rotundidad?
—No, pero sé que su club es muy importante para él y que no haría nada
que perjudicara su negocio. Anunciar algo así para después retractarse no es
bueno para su empresa, Rebeca; aunque reconozco que sí lo sería para la
nuestra—murmura pensativo—, crearía interés y la gente querría conocerte…
—Entonces estás dándome la razón.
—Aunque no sería propio de él, confieso que cabe esa posibilidad, sí.
—Me estáis dando bajón…
—Mila, lo mejor es no hacernos ilusiones y, si lo publicado es cierto,
esperar la invitación oficial al evento.
—No me odiéis por lo que voy a decir, pero ojalá sea una tomadura de
pelo—manifiesto esperanzada.
La dichosa invitación, con sus normas, reglas, o lo que sea, protocolarias,
llegó dos horas después, por mensajería urgente y, tuve que soportar ver a
Mila y a Luis, por primera vez desde que los conozco, aunar fuerzas en mi
contra y celebrarlo bailando como chiquillos. En fin, yo sigo creyendo que
esta fiesta no tiene sentido; no obstante, ya me veo con un vestido de esos el
siglo diecinueve, en tonos pastel, y peinada a la Marge Simpson. Lo positivo
de esta fiesta, aparte de lo beneficioso que será para el Lust, es que, por fin,
podré conocer al viejo verde, quiero decir, a Lord James.
Antes de bajar a pasar la tarde en la playa, como tenía planeado, decido
hacer tiempo para poder hacer una videollamada por Skype y hablar con mi
gente; los echo muchísimo de menos y, aunque estoy donde quiero estar,
necesito hablar con ellos, no a diario, pero sí a menudo. Me tomo un segundo
café en la terraza, con el sol dándome en la cara, cierro los ojos y suspiro; este
lugar es una auténtica maravilla.
Más tarde, después de comer y recoger la cocina, cojo el portátil de
encima de mi cama, y lo llevo al salón; lo enciendo, me conecto a la red y
llamo a Olivia y a mi cuñada, a la vez, así no tendré que repetir las cosas dos
veces. Me emociono en cuanto sus caras aparecen en el recuadrito de la
pantalla del ordenador.
—Hola chicas—saludo a punto de soltar la lágrima—, qué guapas estáis,
os echo de menos.
—No digas bobadas—responde mi cuñada—, apenas hace una semana que
te fuiste, no te ha dado tiempo a echarnos de menos. Y en cuanto a lo de que
estamos guapas… será Oli, porque lo que es yo… buff, mírame—se pone en
pie para mostrarme su barriga—, estoy como un tonel.
—Pues no te queda nada…—se guasea Olivia.
—Pues ahora que te miro bien, tienes razón, pareces un globo aerostático,
aun así…
—¡Zorra! —masculla mi cuñada entre dientes. Me rio.
—No me has dejado terminar, cuñada. Iba a decir que aun así estás
preciosa.
—Pues claro que mi asturiana está preciosa, y quién diga lo contrario
tendrá que vérselas conmigo. ¿Qué tal te va por ahí, Rebeca?
—Bien, hermanito, adaptándome. Ya tengo listos los dosieres con las
normas del club para los socios, el lunes a primera hora los enviaré; hasta el
momento tenemos cien confirmados, creo que no está nada mal.
—Eso es genial…
—Ah, y he conocido a Abraham Asbai, ha hecho un gran trabajo aquí.
—No lo dudo, es uno de los mejores arquitectos que tenemos en este país.
¿Con Luis y Mila bien?
—Sí, sí, todo perfecto.
—Bien, si tienes alguna pregunta no dudes en llamarme sea la hora que
sea, ¿de acuerdo?
—Una cosa más, Oliver, ayer llegó una invitación de Lord James, va a
hacer una fiesta en mi honor en el Libertine, algo así como una presentación en
sociedad.
—¿En serio? —pregunta, sorprendido.
—Ajá.
—Hummm, eso sí que no me lo esperaba, tendré que llamarlo para darle
las gracias, es una oportunidad muy buena para que la gente te conozca y sienta
interés por el Lust.
—Sí, eso mismo dicen Luis y Mila, están entusiasmados con la idea.
—¿Y tú no?
—Bueno, ya sabes cómo soy… No conozco de nada a ese hombre, Oliver,
y ese tipo de fiestas me parecen infantiles; si hasta nos obliga a vestir de
época y con colores pastel, como si fuera una niña casamentera, de las de
antes. Lo raro es que no haya incluido en la invitación el carné de baile…
—No empieces con tus cosas, Rebeca, Lord James es un viejo amigo y…
—Viejo desde luego que es, sí.
—Me están llamando al móvil, hablaremos otro día, ¿sí? Cuídate,
hermanita, te quiero.
—Y yo también te quiero.
Mientras mi cuñada vuelve a ocupar su sitio frente al ordenador, me
pregunto si habré hecho bien al omitir contarle a mi hermano que he conocido
a Theodore, Theo para los amigos y gilipollas integral para mí; aunque si
nunca me ha hablado de él, imagino que no será importante, ¿no? Bah, es igual.
—¿Por qué estás tan pensativa? —indaga Olivia.
—Chloe, pero qué bonita estás mi vida—exclamo al ver a la niña en el
cuello de su mama—, y cómo has crecido… Ains, lo que daría por darte un
mordisco en esos mofletes.
—Dile hola a la tita, Chloe—la niña gorgojea y mueve las manitas—.
Vamos tesoro, di hola, ho-la, dilo, mi amor.
—Ho-la—balbucea con su vocecilla de duende.
—Hola, mi niña hermosa, me muero por darle un achuchón.
—Pues despídete de ella porque su papa se la va a llevar al parque a
tomar el aire mientras mami habla con las titas, ¿verdad que sí?
—Hola, Daniel—saludo al verlo asomarse al recuadrito.
—Hola, mujer de mundo, ¿cómo te va?
—Muy bien, ¿y tú?
—Perfectamente, gracias. Voy a llevarme a este diablillo para que podáis
hablar tranquilas. Un beso, cuídate mucho.
—Igual, otro para ti.
—¿Ya estamos solas? —pregunta mi cuñada.
—Sí—respondemos Oli y yo con una sonrisa.
—¿Quién empieza? —miro a una y a otra, expectante.
—Yo misma—Sheila se pone cómoda, estira las piernas y acaricia su tripa
con amor—. Apenas estoy de seis meses y estos dos van a acabar conmigo.
Creo que van a ser jugadores de fútbol porque no dejan de dar patadas.
—Pues ya verás cuando estés de treinta y ocho semanas, te apetecerá meter
la mano ahí dentro y sacarlos tú misma.
—Se te da de miedo animarla, Oli—me rio.
—Esta semana he ido al médico y dice que todo está bien; sus corazones
laten fuerte y van cogiendo el peso sin problema; también nos ha dicho su
sexo… ¿Queréis saberlo?
—¿Estás de coña? ¡Pues claro! —expectante la miro.
—Estas dos cositas de aquí dentro—sigue acariciándose la tripa—, serán
dos niños, por eso lo de jugar al fútbol.
—¿En serio? ¿Dos niños? —aplaudo feliz—. ¡Me encanta! ¿Ya habéis
pensado en los nombres?
—Por supuesto, este que está aquí—su mano se posa en el lado derecho—,
es el más pequeño, me ha explicado el médico que siempre hay uno que come
más que otro, y se llamará Nel, que en asturiano significa Manuel. Y este otro,
el más tragón, se llamará Samuel, un nombre bíblico que siempre me ha
gustado mucho.
—Qué nombres tan bonitos cuñada. Tú ya lo sabías, ¿verdad, Oli? Como
no dices nada…
—Sí, nos vimos el mismo día que fue al ginecólogo y me lo contó.
—Te envidio…—susurro algo triste por perderme cosas.
—Y nosotras te envidiamos a ti, cariño.
Sheila sigue hablando un rato más de mis sobrinos, de lo cansada que se
encuentra y lo complicado que empieza a ser tener sexo.
—Estoy caliente como una perra—confiesa—, y no es coña. Si por mí
fuera, estaría todo el día dándole que te pego—suelto una carcajada. Qué
burra es.
—Pues yo estoy pensado en volver al trabajo—dice Olivia—, al menos
media jornada. Chloe está demasiado enmadrada y, tanto Daniel como yo,
creemos que sería buena idea llevarle esas horas a la guardería.
—¿Estás segura, cielo? —pregunto.
—Aún no, pero es que no puedo ni darme un baño sin que me reclame, es
una locura. Siempre tengo que dejar mis cosas para cuando Daniel esté en
casa, de lo contrario me es imposible hacer nada.
—Pues si ambos estáis de acuerdo, adelante—manifiesto.
—Eso mismo le dije yo.
—Tengo que pensarlo un poco más… En fin, ¿y tú qué, Rebeca?
—¿Yo? —asienten con la cabeza—. Pues tampoco tengo tanto que contar,
o quizá sí, no lo sé…
—¡Rebeca! —grita mi cuñada! —. Lo siento, son las hormonas.
—Bueno, a ver… La convención en Londres fue genial y me gustó; Ibiza es
una pasada, hay un montón de gente, tanto de día como por la noche; El Lust es
igualito al de ahí, os encantaría; me he acostado con el tío del que os hablé y
sólo puedo decir que…
—Para, para, para, ¿qué has hecho qué?
—Seguí el consejo que Sheila me dio la última vez que hablé con ella y
me acosté con él.
—¿Y? —exclaman las dos a la vez.
Como es habitual en mí, me hago de rogar un poco antes de confesarles
que he tenido la mejor noche de sexo de mi vida. Se sorprenden porque,
aunque no me deje en buen lugar lo que voy a decir, he tenido bastantes, sobre
todo en el Lust; pero es la verdad, la noche que pasé con Theodore, ha sido la
más increíble de mi existencia.
—Ya decía yo que te veía resplandeciente—se burla mi cuñada—. ¿Qué
pasó después?
—Nada, yo me metí en la ducha y él se fue.
—¿Y no intercambiasteis números de teléfono ni nada?
—No, Oli, nada.
—Qué lástima…
—Fue sólo sexo, chicas.
—Pero si fue tan brutal como aseguras… ¿No te fastidia no volver a saber
de él?
—Pues sinceramente, no, no me hubiera importado no volver a saber de él;
es tan prepotente, tan arrogante, tan pretencioso y tan insoportable que…
—Y yo que pensaba que con esa descripción sólo encajaba Daniel…
—No te olvides de Oliver, cielo, él también se lleva la palma en cuanto a
eso.
—Está aquí en Ibiza—suelto para volver a llamar su atención. Ambas
cierran el pico ipso facto—, lo vi el jueves por la noche en un pub al que fui
con Luis.
Y entonces les cuento mi último encuentro con él y vuelvo a enumerar, una
por una, todas esas cosas que detesto de su persona.
—No puedo creer que lo hayas enviado al hotel, Rebeca, eres perversa—
sabía que Olivia no estaría de acuerdo con lo que hice, por eso miro a Sheila
buscando su aprobación.
—Pues yo pienso que has hecho bien, así le has demostrado a ese idiota
presumido que tú no eres como las demás y que, si quiere mojar el pincel, no
vale con chasquear los dedos.
Por último, les hablo de la fiesta a la que voy a asistir esta noche, de
Dolce & Gabbana; y también de la que el próximo sábado celebrará el Lord en
mi honor.
—Míralo por el lado positivo, cielo—me dice Oli—, todas esas fiestas
beneficiarán al Lust y te ayudarán a hacer notoria tu presencia en la isla.
—Lo sé, tienes toda la razón del mundo.
Hablamos unos minutos más y, antes de cortar la llamada, después de
decirles que las quiero muchísimo y todo lo que las echo de menos, les
prometo volver a llamar a mediados de la semana siguiente. Luego, aún con la
congoja en la garganta, preparo las cosas para bajar a relajarme y tostarme al
sol.
Desde mi terraza, por su altura, evidentemente, se ve toda la playa, el
paseo marítimo, e, incluso, a los lejos, parte del puerto; y siempre me ha
llamado la atención el recodo que se forma al final de la playa, formando lo
que parece ser una pequeña cala. Es allí hacia donde me dirijo, caminando
tranquilamente por el paseo embaldosado y salpicado de arena, pensando en la
buena tarde que hace y lo bien que me vendrá ese ratito.
Desciendo el camino que baja a la arena, con cuidado de no tropezarme,
porque hay bastante piedra, y busco un lugar para dejar mis cosas. Lo
encuentro entre dos rocas, es perfecto. Dejo la bolsa, las sandalias y me quito
el vestido.
Saco el pareo de la bolsa y lo anudo en la cintura; me pongo las gafas de
sol y aspiro profundamente la brisa del mar.
«Esto es precioso y relajante», me digo caminando hacia la orilla. El agua
no está tan fría como pensaba y, de pronto, me apetece darme un baño.
Me giro, para llevar el pareo con mis otras cosas y, justo detrás de mí, con
las manos metidas en los bolsillos y los ojos cubiertos por unas Ray-Ban de
aviador, está mi peor pesadilla y el mejor polvo de mi vida. Es inevitable que
el corazón se me acelere. ¿Cuánto tiempo lleva ahí mirándome? ¿Por qué me
persigue? Porque sería demasiada coincidencia que, habiendo tantas calas en
esta isla, precisamente los dos, escogiéramos la misma; además, va demasiado
vestido para pasar la tarde tostándose al sol, así que, ¿qué querrá ahora?
«Joder, Rebeca, ¿qué va a querer? —Me respondo a mí misma—. Pues
matarte por lo que hiciste la otra noche. ¿Acaso te pensabas que iba a
quedarse de brazos cruzados mientras te ríes de él? ¡Qué ilusa!». Un
escalofrío me recorre la espina dorsal al ver su sonrisa. ¡Mierda!
CAPÍTULO 9

Camina hacia mí y me pongo nerviosa, muy nerviosa para tratarse de mí.


Ojalá tuviera una vía de escape, pero, a no ser que me zambulla en el agua y
me convierta en sirena, va a ser que no me queda más remedio que enfrentarme
a lo que sea que esté por venir. En fin, como diría Oli, a lo hecho, pecho.
—Preciosas vistas—dice mirándome de pies a cabeza.
Si pudiera ver sus ojos, sabría si hay burla en ellos o realmente lo dice en
serio: aunque, tratándose de quien se trata, ¿qué más da? Va a matarme igual,
así que… Me encojo de hombros y lo observo con detenimiento. Lleva los
pantalones vaqueros remangados sobro los tobillos y una camiseta, gris, de
manga corta, que le queda perfecta y que me hace tragar saliva, varias veces.
Su pose, muy a mi pesar, me intimida y me excita a partes iguales. Nos
miramos durante unos segundos, sin decir nada, como retándonos. Joder, siento
el pulso latir frenético en las muñecas y el cuello; como no diga algo pronto,
me va a dar un telele.
—¿Un caramelo? —ofrece sacando la mano del bolsillo—. Son de menta
—sonrío.
—¿Estás insinuando que me huele el aliento? —pregunto con sorna.
—No, pero estoy dispuesto a comprobarlo, si me dejas, claro.
—Me estás tuteando… ¿Significa eso que ya quieres follarme?
—Yo siempre quiero follarte, Rebeca…
Dios, siento que, si esos cristales no estuvieran protegiendo su mirada, una
servidora estaría calcinada y echando humo por cada poro de la piel. Apoyo
las manos en las caderas, con chulería, y chasqueo la lengua contra el paladar.
—Pues, como diría mi amiga Olivia, va a ser que no—su risa sardónica
me molesta.
—Tranquila, capté el mensaje la otra noche cuando al llamar a la puerta de
una habitación de hotel, fue una mujer, oronda, y con más pelo en el bigote que
en la cabeza, la que abrió—me tapo la boca, ahogando una carcajada—.
Adelante, puedes reírte todo lo que quieras; ahora a mí también me hace
gracia, pero en aquel momento quise estrangularte.
—No lo dudo… Mira, siento mucho…
—No quiero una disculpa—me interrumpe—, quiero una cita.
—¿Me has seguido para pedirme una cita? —exclamo sorprendida—. ¿Por
qué?
—Lo cierto es que estaba en la puerta del Lust buscando la manera de
ponerme en contacto contigo cuando te vi salir por uno de los laterales; así que
sí, podría decirse que te he seguido hasta aquí para pedirte una cita.
—¿Te mando a los brazos de la mujer barbuda y tú quieres salir conmigo?
—asiente—. ¿Por qué? —vuelvo a preguntar.
—Porque, sin ánimo de parecer pretencioso, que lo soy, hace demasiado
tiempo que una mujer no me dice que no y se burla de mí en mi cara; en
realidad, ninguna lo ha hecho, sinceramente, y, digamos que me has
sorprendido y quiero conocerte.
—Qué suerte la mía—digo con ironía sin tragarme el cuento. Seguro que
quiere vengarse.
—Pues sí, cierto, eres una chica con suerte porque, si me conocieras,
sabrías que yo no tengo citas con mujeres, sólo me acuesto con ellas.
—Vaya, me siento alagada… ¿Quieres que me ponga a brincar y a aplaudir
ahora o lo dejo para más tarde?
—No estoy hablando en broma, Rebeca, quiero darte la oportunidad de
demostrarme si de verdad eres sorprendente o sólo han sido imaginaciones
mías.
—Ya veo… Pues mira por donde, voy a rechazar tu amable oportunidad y,
¿sabes por qué? Porque yo no tengo que demostrarle nada a nadie y porque, si
me conocieras, sabrías que no suelo salir con hombres que se creen el centro
del universo, no me interesan; además, eres pésimo pidiendo citas.
—Cena conmigo esta noche, Rebeca.
—Va a ser que no—digo citando de nuevo a Olivia y pasando a su lado.
—¿Qué tengo que hacer para que…?
—Dejar dar por hecho que, porque eres tú, todas las mujeres te rendimos
pleitesía y te adoramos, al menos yo no lo hago. Sí, follas de miedo, para qué
vamos a engañarnos; no obstante, hay que hacer bien muchas otras cosas,
aparte de esa, para que una servidora caiga rendida a tus pies.
Camino hacia mis cosas meneando la cabeza, incrédula, por lo que este
pomposo ha soltado por la boca en cuestión de minutos. ¡Qué me da la
oportunidad, dice! ¡Menudo imbécil! Sólo por eso, si de mí dependiera, se
mataría a pajas hasta el fin de sus días. ¡Gilipollas!
—¡Rebeca! —grita a mis espaldas. Me giro—. ¡Me gustas!
Horas después, mientras me arreglo para la fiesta de Dolce & Gabbana,
aún sigo desconcertada por esas dos últimas palabras que resuenan en mi
mente una y otra vez, igual que el estribillo de una mala canción: «me gustas».
Y digo mala porque, aunque suenan muy bien, saliendo de esa boca no me las
creo por dos razones: primera, que si mandas a un tío, como Theodore, que
quiere acostarse contigo, a la habitación de un hotel donde tú no estás, su ego
masculino debe de sentirse insultado y burlado; todas sabemos que eso es
matemático y que, con esas cosas no se juega; por lo tanto, estaría loca si me
creyera que lo de la cita iba en serio y no tenía una segunda intención, muy
probablemente la de vengarse. Y segundo, porque, tras decir que soy una chica
con suerte por darme una oportunidad, que él no tiene citas con mujeres, que
sólo se acuesta con ellas y, bla bla bla, su «me gustas», no tiene sentido en
absoluto. Lo sé, soy muy desconfiada, pero es que esto me huele a querer
burlarse de una servidora y, aunque me lo merezca, que no digo que no, paso
de darle el gusto a ese pretencioso. Punto.
Me doy los últimos retoques al maquillaje y me miro en el espejo de
cuerpo entero que hay en mi habitación. Llevo un vestido de fiesta, largo, de
color rojo sangre; el cuerpo es de encaje en el mismo color y plata, con escote
redondo y el tirante ancho; la falda es muy vaporosa, en gasa y asimétrica por
los lados; es elegante, discreto y sexi. Me he recogido el pelo en un moño
bajo, clásico, y me he puesto unos pendientes, largos hasta el cuello,
plateados, igual que los zapatos y la cartera. El resultado me gusta mucho y
sonrío satisfecha ante la imagen que me devuelve el espejo. «¡Vamos allá!»,
me animo antes de salir por la puerta.
Abajo me espera un coche que los organizadores del evento me han
enviado, saludo al chófer, que amablemente me abre la puerta, y vamos a
buscar a Mila, con la que he quedado en diez minutos. La recogemos en la
puerta de la casa de sus padres; está preciosa, sonriente y, al parecer, muy
nerviosa.
—No puedo creerme que vaya a asistir contigo a esa fiesta, Rebeca.
Gracias por enfadarte con Luis—exclama sonriente.
—No me las des a mí, dáselas a él por ser tan idiota.
—Lo haré. ¿Estás nerviosa?
—No tanto como tú.
—Es que es mi primer evento importante.
—Pues acostúmbrate porque irás a mi presentación en sociedad y también
porque las fiestas en el Lust serán así…
—¿Quieres decir que yo puedo ir al club? —pregunta sorprendida.
—Por supuesto, sólo tendrás que buscarte un seudónimo de Disney y
ponerte un antifaz.
—Oh, Dios mío, ¡eso es maravilloso! —Grita entusiasmada.
—Mila, eres parte de la empresa y debes estar en las reuniones, de esa
manera si algún día tienes que sustituirme, sabrás lo que hay que hacer.
—Gracias de nuevo, Rebeca.
—No seas tonta… Por cierto, ¿conoces a Lord James? —indago sin ningún
disimulo.
—Sólo de oídas, nunca lo he visto en persona. No suele dejarse ver mucho
por la isla y, dicen que pasa la mayor parte del tiempo en Londres. ¿Por qué?
—Bueno, es que como ayer defendiste tanto su fiesta pensé que lo
conocías…
—No, y una de las razones de querer ir al Libertine es precisamente esa,
verlo en persona. He escuchado en varias ocasiones decir que es muy
atractivo…—susurra para que sólo yo la oiga.
—¿Atractivo dices? —asiente—. Eso es imposible, Mila, a no ser que la
persona que haya dicho tal cosa tenga más de sesenta años.
—No, fueron varias y jóvenes, más o menos de nuestra edad.
—Pues yo he visto una fotografía suya en Google y jamás se me ocurriría
decir que es atractivo; sí elegante, pero nada más.
—¿Seguro que estamos hablando de la misma persona? Porque puedo
asegurarte que las chicas que van a su club, tú ya me entiendes, están locas por
él.
—Por eso mismo lo llamo viejo verde, porque es un carcamal al que le
siguen yendo ese tipo de cosas…—me callo al ver hacia donde nos dirigimos.
—¿Qué te pasa? —Mila me mira preocupada.
—¿La… la fiesta de Dolce & Gabbana es en un barco?
—Sí, es en el yate de un magnate muy importante de la zona. ¿No lo
sabías? —niego con la cabeza—. ¿Te dan miedo los barcos?
—Si están atracados en el puerto no…
—Vaya, pues mucho me temo que vas a pasar un mal rato.
—No puedo subirme ahí, Mila, no.… no puedo, lo siento—el coche se
para junto a un yate enorme y, ya sólo con verlo, me angustio.
—Rebeca, cálmate, yo estoy contigo, no voy a dejarte sola y, a lo mejor, el
barco no sale a alta mar; puede que… Ahí vienen a buscarnos.
—No lo entiendes… Hace unos años, el yate en el que hacía un crucero
por el caribe, mucho más grande que este, tuvo problemas en alta mar y
tuvieron que rescatarnos; desde entonces me aterra la idea de subirme a uno de
esos…
—Lo siento, no tenía ni idea. Buscaré a alguien de la organización y
hablaré con él; le diré que estás indispuesta y que no asistirás al evento.
—Si ahora hago eso quedaré en evidencia y por mi culpa el Lust no.…—la
puerta de mi lado se abre y un hombre uniformado me sonríe.
—Señorita Hamilton, bienvenida al Blue Pearl, si es tan amable de
seguirme…
Miro a Mila sin saber qué hacer; ella me coge la mano y la aprieta, no muy
fuerte; un gesto que aprecio por su calidez y por lo que en estos momentos
significa para mí. Si le digo que nos vayamos a casa, no dudará en dar la cara
por mí ante quien sea, no obstante, entiendo que, si ahora nos vamos, no nos
beneficiaría en absoluto y, además, sería la causante de que ella se perdiera su
primer gran evento y la pobre mujer estaba tan ilusionada… ¿Cómo voy a
hacerle algo así? ¿Cómo voy a llegar hasta aquí para después dar media
vuelta? «Vamos, Rebeca, puedes hacerlo», me apremio.
—¿Señorita Hamilton? —el hombre me mira preocupado—. ¿Se encuentra
bien? —tomo aire con fuerza y respondo:
—Sí, ha sido un pequeño mareo, gracias—extiendo la mano para que me
ayude a bajar y Mila me retiene.
—¿Estás segura, Rebeca? —asiento.
Las manos me tiemblan cuando pongo el pie en la cubierta del barco y el
corazón me late con fuerza. Creo que voy a necesitar un par de copas para
poder empezar a relajarme. El hombre nos lleva hasta un atril donde otro
caballero, mucho más joven y con el mismo uniforme, nos sonríe amablemente.
—Señorita Hamilton y…
—Mila Ballesteros—digo con una sonrisa temblona.
Nos busca en una larga lista, que repasa varias veces con la mirada, y,
cuando creo que va a decirnos que no figuramos en ella comenta:
—Señorita Hamilton, su acompañante la está esperando en el camarote
principal, Lucas la acompañará—un muchacho, que aparece por arte de magia,
inclina la cabeza a modo de saludo y se posiciona a mi lado. Mila y yo nos
miramos sin comprender.
—Lo siento, pero debe de haber una confusión, mi acompañante es la
señorita Ballesteros—él vuelve a mirar la lista y menea la cabeza.
—Veamos, es usted Rebeca Hamilton, ¿verdad?
—Sí, así es…
—Pues entonces no hay ningún error, su acompañante, el señor Rodolfo de
Santiago, llegó hace media hora y dejó dicho que la esperaría en el camarote
principal; al igual que el acompañante de la señorita, Milagros Ballesteros,
que imagino será usted—dice mirando a Mila—, pidió que se reuniera con él
en el salón, junto a las escaleras.
—Eso es imposible—exclamo empezando a perder la paciencia—, no
conozco a ningún Rodolfo de Santiago, así que, como usted comprenderá, de
ninguna manera ese caballero puede ser mi acompañante esta noche,
¿entiende?
—Señorita, por favor, está retrasando mi trabajo, acompañe a Lucas al
camarote y…
—Escúcheme—mascullo—, si le digo que hay un error…
—Rebeca—Mila pone su mano en mi brazo y aprieta, esta vez con fuerza,
y se inclina para susurrarme al oído—, la gente comienza a mirarnos y a
desesperarse, no es el momento de armar un escándalo. Ve con el chico y
comprueba por ti misma qué es lo que pasa, yo te esperaré en el salón.
—Está bien, le pido disculpas, acompañaré al chico y yo misma
solucionaré esto.
El hombre del atril fuerza una sonrisa y, mientras yo sigo al muchacho por
un lateral del barco, Mila, acompañada de otro, toma el camino contrario. No
entiendo nada, la verdad. La invitación que Luis me mostró ponía: Rebeca
Hamilton y acompañante, lo que significa que yo llevo a éste, no al contrario.
¿O es que aquí las cosas se hacen de diferente manera y te sacan acompañantes
de debajo de las piedras? A no ser que… ¡Ay, Dios! ¿Me habrán buscado a
alguien los organizadores creyendo que como soy nueva aquí no conocería a
nadie que me acompañara? ¿Serían tan atrevidos como para hacer algo así y
no avisarme? ¿Cómo si fuera una cita a ciegas? Por el bien de todos espero
que no porque, eso me molestaría y cabrearía mucho y, entonces, sí que
quedaría en evidencia por el escándalo que iba montar.
—Por aquí—indica el chico señalando unas escaleras poco iluminadas.
«Todo esto es muy, muy raro», pienso bajando las escalares detrás de él.
«Parece que estoy yendo a una cita clandestina con un delincuente o algo así
en la bodega de un puto barco», me digo a mí misma furiosa. «Lo que te pasa a
ti es surrealista, Rebeca, verás lo bien que se lo pasan tu cuñada y tu amiga
cuando se lo cuentes». Cruzamos una puerta y salimos a un pasillo lleno de
luz, de suelo de madera barnizada, muy brillante, y giramos a la derecha,
donde el chico se para frente a una enorme puerta, de doble hoja y madera
oscura.
—Aquí es, señorita Hamilton. Qué se divierta.
¿Qué me divierta? ¡¿Qué me divierta?! ¿Está tomándome el pelo? Esto no
me divierte en absoluto y, sin pensarlo ni un segundo, llamo a la puerta con
ímpetu y decisión.
—Pase—dice una voz amortiguada y nasal, al otro lado.
Respiro hondo varias veces para calmarme y, antes de girar el pomo de la
puerta, exclamo para mis adentros: «Vamos a allá, conozcamos al señor
Rodolfo de Santiago». En cuanto abro la puerta y veo al hombre que me espera
dentro, no sé si ponerme a gritar, patalear, o, por el contrario, descojonarme
de risa. Como diría mi cuñadita: ¡Me cago en la puta!
CAPÍTULO 10

Me pregunto si los ojos pueden llegar a sangrar tras contemplar, durante un


minuto, algo o a alguien con demasiado detenimiento. Me refiero a que, en este
caso, ese alguien, parezca que lo haya vestido el enemigo y haya salido del
circo de los horrores. A ver cómo explico yo lo que tengo ante mí para que se
me entienda. Vuelvo a mirarlo de pies a cabeza, buscando las palabras más o
menos exactas, a la vez que él me mira a mí con ojos… ¿divertidos? ¿Golosos,
tal vez? En fin, evidentemente, es un hombre. Un hombre con el pelo largo,
muy rizado y apelmazado, debido, a mi aparecer, por el exceso de gomina. Es
algo grueso, la palabra gordo no me gusta, aunque a este tipo le va que ni
pintada, la verdad; su barriga presiona tanto la horripilante camisa, verde
menta, que lleva, que estoy a punto de tirarme al suelo por si los botones de
ésta se sueltan y me atacan. El traje que cubre su orondo cuerpo es de pana
gruesa y de un espantoso color dorado, muy brillante. ¡Joder, si parece una
bola de esas que cuelgan en los árboles de navidad! ¡Qué espanto! Lleva
gafas, unas de pasta, creo que también verde, que por lo menos triplican el
tamaño de sus ojos; de ahí que, desde donde me encuentro, a varios metros de
distancia, sepa que los tiene de color azul y que son raros. Sonríe y… ¡Oh my
god! Su dentadura también es dorada. ¡Dorada! ¿De qué planeta viene esta
cosa?
—La señorita Hamilton, supongo—su voz es estridente, muy nasal y
desagradable.
—Sí, supone bien—digo tratando de disimular mi desagrado.
—Al fin ha venido, llevo minutos esperándola…
«Y si lo llego a saber seguirías esperando», me digo para mis adentros.
—… ya empezaba a pensar que me había dejado plantado.
—Disculpe, creo que no tengo el gusto de conocerlo y, me he llevado una
sorpresa cuando ahí fuera me han dicho que usted me estaba esperando y sería
mi acompañante—me acerco un poco a él—. No sé qué es lo que ha pasado,
pero ha habido un error porque yo ya vengo acompañada, señor de Santiago, y
como usted comprenderá…
—¿Quiere decir que no sabía nada de mí? —me encojo de hombros—. Es
una lástima porque estaba deseando conocerla, me han hablado tan bien de
usted…
—¿Le han hablado de mí? ¿Quién? —pregunto extrañada—. Porque
apenas llevo una semana en la isla y no conozco a nadie por aquí.
—Acérquese, bonita, déjeme ver de cerca si sus atributos están tan bien
puestos como me han dicho y luego le diré quién es esa persona—el muy
guarro saca la lengua y se relame.
—¿Cómo dice? —inquiero Ofendida—. Mire, no sé qué pretende, pero le
voy a dejar un par de cosas muy claras, señor—me voy acercando a él con
ganas de arrancarle sus relucientes dientes—, yo no…
¡Plas! ¡Plas! ¡Plas! Tres palmadas suenan a mis espaldas, secas y
cortantes, interrumpiéndome.
—Bonita actuación, querido Preston, ya puedes quitarte el disfraz.
Ahogo una exclamación al girarme y ver a Theodore, Theo para los amigos
y gilipollas integral para mí, apoyado en el quicio de la puerta del baño y
mirándome con esa sonrisa suya que tanto detesto. ¡Lo mato!
—Ya era hora, empezaba a temer que dejarías que me arrancara la piel a
tiras—reprocha Arthur Preston mientras se quita la dentadura y las gafas—. La
compensaré por este pequeño ardid de mi buen amigo Theodore, Rebeca, no
lo dude—inclina la cabeza y entra en el baño dejándonos solos.
—Esto ha sido una broma de muy mal gusto—mascullo.
—Vamos, vamos, querida, no se sulfure y reconozca que ha tenido su
gracia.
—Ni una pizca…
—Es insólito que una experta bromista como usted, no sepa apreciar una
buena chanza.
—Es usted un cretino que no…
—Donde las dan las toman, querida, recuérdelo la próxima vez que se le
ocurra hacerme una jugarreta.
—Descuide—digo dirigiéndome a la puerta—, no lo olvidaré—abro ésta,
pongo un pie fuera de la habitación y amenazo—. Por su bien, no vuelva a
cercarse a mí, Theodore, o de lo contrario se arrepentirá.
Cierro de un portazo, doy un par de pasos y me apoyo en la pared incapaz
de contener por más tiempo la risa. Tengo que reconocer que el tío ha sabido
devolverme la jugada; Dios, por un momento creí que esa cosa rara de ahí
dentro quería propasarse conmigo. ¡Qué susto! Rio y rio hasta que se me
sueltan las lágrimas. ¡Cabronazo!
—Sabes que así no vas a conseguir nada, ¿verdad? —escucho que Prestos
le dice a Theodore.
—Te equivocas, amigo mío, de momento ya he conseguido tener toda su
atención.
Y tiene toda la razón del mundo; si antes ya me intrigaba este hombre,
ahora mi interés va un poco más allá; hasta el punto de querer saberlo todo de
él y conocerlo bien. Sí, ahora que ya me ha devuelto la bromita de las narices,
estoy más que dispuesta a tener esa cita con él y comprobar si este interés es
sólo eso, o puede haber algo más.
No sé cómo lo hago, pero después de perderme por varios pasillos,
consigo llegar al salón principal donde se está celebrando la fiesta. La gente
no me conoce y me mira sin cortarse un pelo, probablemente preguntándose
quién soy y qué hago aquí. La curiosidad los mata y se palpa en el ambiente, lo
noto. Busco a Mila entre la gente y, al no verla por ningún lado, me acerco a la
barra y pido una copa de vino. Al momento un hombre, canoso y elegante, se
aproxima a mí.
—Disculpe, no nos han presentado, soy Javier Montesinos, representante
de la firma Dolce & Gabbana en la península y organizador del evento de esta
noche.
—Oh, hola, encantada de conocerlo, yo soy Rebeca Hamilton—nos
estrechamos la mano y para mi sorpresa, me da dos besos, uno en cada
mejilla.
—Bienvenida a la isla, Rebeca, es un placer tenerla por aquí.
Javier Montesinos, es un hombre agradable, educado y atento, que se
interesa por mi estancia aquí y la apertura del Lust, a la vez que me va guiando
por el salón y me va presentando a más gente; o lo que es lo mismo, saciando
la curiosidad, desde mi irrupción en el evento, de la mayoría de los presentes.
—Así que usted es la dueña de ese nuevo club…—me susurra una mujer a
la que acabo de conocer, no sé si para que nadie la oiga o porque le molesta
tal cosa.
—Pues sí, yo misma, señora…
—Burgos, Araceli Burgos, querida. Cuénteme, ¿exactamente qué va a
hacerse en su club?
—¿Le gusta divertirse, señora Burgos? —asiente—. Pues entonces solicite
una suscripción y compruébelo por usted misma, no se arrepentirá—le digo
guiñándole un ojo—. Si me disculpa, voy a saludar a unos conocidos.
Mi pequeña mentirijilla se convierte en verdad cuando, al despedirme de
esa mujer, veo frente a mí a Mila con un hombre al que no le veo la cara pero
que me sue… ¡Lo mato! ¡Yo lo mato!
—¿Puedo saber qué demonios estás haciendo tú aquí? —mascullo
poniéndome a su lado. Mila sonríe.
—Me invito mi buen amigo Preston después de hacerle un favor—confiesa
sin ningún tipo de arrepentimiento—. Sí, no me mires así, esta vez sí formé
parte del asunto—se encoje de hombros—. Ellos querían saber dónde estaría
hoy cierta persona para gastarle una broma y yo quería estar aquí, con Mila.
¿Dónde está tu acompañante? No lo veo por ninguna parte…—su suficiencia y
su sorna me molestan.
—No me gustaba y lo he tirado por la borda, con un poco de suerte se lo
comerá un tiburón—respondo—. Mila, ¿alguna vez has visto cómo se encoge
la cresta de un gallo?
—No, ¿por qué?
—Ahora lo verás… Luis, espero que te diviertas mucho esta noche y haya
merecido la pena tu nueva traición, estás despedido—contengo una carcajada
al verlo palidecer.—. Seguro que tu querido amigo Preston estará encantado
de contratarte. Yo no quiero alcahuetes en mi equipo.
—Pero ¿qué dices, Rebeca? No puedes hacerme eso, yo no…
—Pobre Oliver—digo con dramatismo—, con lo que él confiaba en ti…
—Vamos, mujer, sólo ha sido una pequeña broma—hay súplica en su
mirada—. ¡Coño, Rebeca, que lo mandaste al hotel Figueras!
—Y la próxima vez lo enviaré a tu casa para que le lamas los pies con
total dedicación.
—Mira que eres mala…
—Y tú un vendido.
—¿En serio vas a despedirlo? —Mila me mira, yo la miro, Luis nos mira a
ambas.
—No—hablo finalmente—, pero a que ha sido divertido verlo desinflarse
como un globo, ¿eh?
—¡Bruja!
—Alcahuete.
—¡Mi madre! —la exclamación de Mila nos hace cerrar el pico y girarnos
siguiendo la dirección de su mirada.
Theodore acaba de entrar en el salón acompañado de su inseparable
Arthur Preston y, la mayoría de las féminas, lo contemplamos embobadas. No
es para menos, como diría mi cuñada Sheila, el tío está que cruje con ese
esmoquin, negro, que le siente a las mil maravillas; ponga lo que se ponga,
está para comérselo enterito y no dejar ni las uñas. Es más, este hombre se
pone un moco en la frente y, puedo asegurar, que el tío crea tendencia.
Nuestras miradas se encuentran y el pulso se me acelera. No puedo evitarlo, es
verlo y, al igual que hizo el falso Rodolfo de Santiago en la habitación,
relamerme con gula.
—No es para tanto—protesta Luis—, y además es el acompañante de la
jefa.
—¿Ese bombón es tu acompañante? —asiento a una sorprendida Mila—.
¿Quién es y dónde lo has conocido? —indaga curiosa.
—Es una larga historia que comenzó en Londres…
—Y que sólo acaba de empezar—sentencia Luis con guasa.
—Pues ahora me habéis dejado mucho más intrigada.
—En otro momento te la contaré—digo al verlo acercarse a nosotros.
Me pongo nerviosa, es inevitable cuando él anda cerca y busco una vía de
escape. Al no encontrarla, ya que estamos rodeados de gente importante y,
montar un espectáculo no sería lo correcto, me yergo y espero impaciente.
—Buenas noches—saluda cortés—, veo que ya está más relajada, querida,
apuesto a que ya no quiere estrangularme.
—No haga apuestas conmigo, Theodore, corre el riesgo de perderlas.
—Hummm… Pues tenías razón, Preston—mira a su amigo y menea la
cabeza—, aún no se le ha pasado el enfado. Habrá que hacer algo para
remediarlo, ¿no crees? —su amigo asiente divertido.
—No se acerque a mí—advierto con los dientes apretados. Él da un paso
atrás.
Mila, Luis y Preston se miran entre sí y sonríen, no tengo ninguna duda de
que deben estar pasándoselo de lo lindo a nuestra costa.
—¿Le apetece bailar conmigo, Rebeca?
Es Arthur Preston el que me invita a bailar y, al ver ese gesto de
contrariedad en la cara de Theodore, sonrío coqueta.
—Bailaré encantada contigo, Arthur, pero sólo si me tuteas, después de
todo ya he visto tu peor disfraz, ¿no? —él ríe con ganas.
—Reconozco que hasta el momento ese ha sido el peor, sí. Estaba
horroroso, ¿verdad? Con lo apuesto que yo soy…
Nos alejamos en dirección a la pista de baile que preside el salón,
cuchicheando como si nos conociéramos de toda la vida. Me gusta Preston: es
divertido, guapo, atento y, por lo que he comprobado hasta el momento, muy
amigo de sus amigos; de lo contrario no entraría en los absurdos tejemanejes
del hombre que, apoyado en la barra, con los brazos cruzados sobre el pecho,
nos mira con cara de malas pulgas.
—Reitero mis disculpas por la broma de antes, Rebeca, sé que no es
ninguna excusa, pero ver a Theo, que por norma general es una seta, tan
interesado en devolverte la jugada de lo del hotel, me pareció divertido e
interesante.
—Disculpas aceptadas, Arthur, y entre tú y yo, la broma fue muy divertida,
aunque reconozco que por un momento pensé en arrancarte esos dientes tan
relucientes que llevabas—suelta una carcajada.
—Eso me temí al ver tu cara de espanto cuando insinué lo de tus atributos.
—¿A qué te refieres con que Theodore es una seta?
—Me refiero a que él es poco sociable, poco comunicativo, no sé si me
entiendes—asiento.
—Pues a mí no me lo parece…
—Eso es lo interesante, querida, que contigo actúa de manera diferente.
No sé por qué, pero esas últimas palabras me satisfacen y un cosquilleo
recorre mi espina dorsal. Sí que es interesante, sí, sobre todo porque hacía
mucho tiempo, demasiado, que mi cuerpo no experimentaba tantas sensaciones
con un hombre. Bailamos un par de canciones más bajo la atenta mirada de los
otros tres y, cuando los acordes de la última canción llegan a su fin, Arthur me
coge de la mano y nos disponemos a volver con los demás cuando escucho a
mi lado:
—Esa es la mujer de la que te hablé antes de que el barco zarpara…
Me paro en seco y suelto mi mano de la de Arthur, angustiada. Con todo el
asunto del acompañante, la broma de las narices y la nueva traición de Luis
había olvidado por completo que estaba en un barco. Un barco que está en alta
mar… Los Oídos se me taponan y siento el miedo recorrer mi cuerpo.
—Rebeca, ¿estás bien? —Arthur me mira preocupado.
—Yo… no…
—¿Rebeca?
Doy media vuelta y camino entre la gente, buscando la salida,
desesperada. No tardarán en llegar los mareos, todo dará vueltas a mi
alrededor y perderé el conocimiento delante de todo el mundo; es lo que
siempre me pasa cuanto me entra un ataque de pánico. No es que haya tenido
muchos, sólo alguno, no obstante, reconozco lo síntomas a la perfección.
Me quito los zapatos de tacón al pie de las escaleras y, con ellos en la
mano, subo los peldaños de dos en dos. La brisa del mar me da de lleno en la
cara al abrir la puerta acristalada y la piel se me eriza al sentir el frío en los
brazos. Respiro hondo, varias veces, pero el aire se resiste a entrar en mis
pulmones y me ahogo. Corro por la cubierta y me asomo, no sé si a babor o a
estribor, no entiendo de barcos, y es entonces cuando veo los puntitos de luz, a
lo lejos, en tierra firme. Muy, muy lejos. No respiro… ¡Maldita sea, no puedo
respirar!
—Rebeca…—unas manos fuertes y cálidas se posan en mi rostro—, por
favor mírame.
Y lo hago. Aparto la mirada de los puntos de luz y le miro.
—Theo…—murmuro.
—No dejes de mirarme, Rebeca, y respira conmigo. Así… así es… muy
bien…
—No puedo, ¡no puedo hacerlo!
—Sí qué puedes, hazlo conmigo. Inspira y espira… inspira y espira… eso
es, preciosa.
—Tengo que salir de aquí—farfullo mirando a la oscuridad—. Ayúdame a
salir de aquí, por favor—suplico de nuevo histérica—. ¡Por favor, Theo…!
Su boca impacta con la mía y me silencia. Es un beso que empieza con
cierta brusquedad y que poco a poco se vuelve dulce, casi tierno. Gimo. Su
lengua repasa el contorno de mis labios y me da pequeños mordisquitos que
me encienden por dentro. Vuelvo a gemir. «Dios, ¡qué bien besa el
condenado!», es en lo único que puedo pensar cuando de nuevo siento su
lengua danzar junto a la mía, saboreándome, con ansia. Me entrego a ese beso
como si no hubiera un mañana y lo disfruto; y me bebo sus jadeos y los hago
míos. Entonces, él se aparta ligeramente y nuestras miradas se encuentran; la
mía cargada de lágrimas que intento no derramar; la suya intensa, oscura y
profunda. Sus brazos rodean mi cintura con fuerza y, sus manos, ascienden y
descienden por mi espalda, transmitiéndome su calor.
—No puedo sacarte de aquí porque eso supondría un escándalo ya que, la
única manera de hacerlo es avisando a salvamento marítimo para que envíen
un helicóptero, pero sí puedo llevarte a un camarote y hacer que te olvides de
todo durante las próximas horas. Tú decides…
—Llévame a un camarote.
CAPÍTULO 11

Ya han pasado cuatro días desde la maldita fiesta del barco y, hoy, sentada
en mi despacho mientras espero para reunirme con el arquitecto, Abraham
Asbai, y pienso en ella, aún me siento abochornada y, a la vez, no puedo evitar
excitarme recreando en mi mente las horas que pasé con Theodore, Theo para
los amigos y ya no tan gilipollas integral para mí, en aquel camarote.
Abochornada por el espectáculo que di con mi histerismo y mi casi ataque
de pánico; por lo mal que, por mi culpa, al verme así, lo pasaron: Luis, Mila,
Arthur y el mismo Theodore; por cómo me miraba la gente, ahora soy
consciente de ello, cuando al darme cuenta dónde me encontraba, salí de aquel
salón atropelladamente sin importarme si me llevaba a alguien por delante; y
también por rogar, sí, por rogar; por rogarle a él que me sacara de allí y dejar
que me viera en aquel estado, quedando en evidencia. No obstante, reconozco
que, si no hubiera sido por todo ello, ahora yo no me quedaría en la inopia
tocándome los labios cada vez que me acuerdo de su beso. Un beso que no
sabía que anhelara tanto hasta que sus labios se posaron sobre los míos y sentí
su cálido aliento en mi piel. Un beso que, aun a pesar de haber pasado varios
días, sigue licuando mi sangre. Un beso que fue el detonante de lo que vino
después y la mejor medicina para mi locura transitoria.
Para ser sincera, no recuerdo muy bien cómo llegamos al camarote. Sólo
sé que nos paramos en cada rincón oscuro de los pasillos, para saborearnos y
tentarnos como adolescentes y que, en nuestra desesperación, al menos en la
mía, me hubiera importado un comino ser objeto de miradas indiscretas que
más tarde se pudieran convertir en cotilleos y mala fama; afortunadamente,
Theodore me lo confirmó más tarde, nadie fue testigo de nuestro
precalentamiento sexual. Una vez en el camarote, y sin despojarnos de la ropa,
él me empotro contra una de las paredes de aquella habitación y nos follamos
como locos, desenfrenados, poseídos por un deseo que, o saciábamos
urgentemente, o nos consumiría sin remedio. Gemimos… Jadeamos…
Pedimos más y nos lo dimos todo, sin medida y, como no podía ser de otra
manera, el orgasmo llegó más rápido de lo esperado, dejándonos con la
respiración agitada, resollando uno en el cuello del otro y con una sensación
de relajación y paz que no había sentido en toda mi vida.
—¿Mejor? —preguntó buscando mi mirada.
—Mucho mejor—sonreí—, gracias.
—¿Puedo saber ahora que ha pasado exactamente? Preston no supo
explicarme, y la chica… ¿cómo se llama?
—Mila.
—Ella farfulló algo de un crucero que no llegué a escuchar del todo…
Desenrosqué las piernas de sus caderas y las dejé caer hasta tocar el suelo
para apartarme.
—Eh… ¿Qué haces? —protestó reteniéndome por la cintura.
—Lo siento, pero me cuesta hablar de eso teniéndote dentro de mí, además
necesito ir al baño, ya sabes…
—Sí, lo siento, estaba tan desesperado por sentirte que no usé protección.
Es la primera vez que me pasa y yo…
—No te preocupes, no hay problema con eso, a no ser que tengas una
enfermedad, claro.
—Tranquila, estoy muy muy sano. ¿Y tú? —me siguió al baño y apoyó una
mano en el picaporte.
—Siento decirte que yo no, ahora, por no usar preservativo se te caerá la
picha a trozos.
—Muy graciosa—dijo cerrando la puerta.
Poco después, ya aseada y con todo de nuevo en su sitio, salí del baño y
me encontré con que alguien había dejado un carrito con una botella de
champán, dos copas y unos canapés.
—Me he tomado la libertad de pedir esto y mandar aviso a nuestros
amigos de que estás bien y en buenas manos, para que se despreocupen, espero
que no te moleste. ¿Una copa? —asentí acercándome a él—. ¿Y bien?
—Hace unos años, cuando me gradué en la universidad, mis padres y mi
hermano me regalaron un crucero por el caribe. Una semana en un enorme
yate, con todos los gastos pagados y con todo tipo de lujos. ¡Una maravilla! —
le di un sorbo a la copa y me senté sobre la cama—. Hasta que el cacharro se
averió en alta mar y el agua empezó a entrar por no sé dónde y tuvieron que
rescatarnos. Lo pasé fatal… Todo eran gritos, desesperación, incertidumbre…
Desde entonces les tengo pánico y no he vuelto a subirme a uno, hasta esta
noche. Debí haberme fijado en la invitación… Pensé que el Blue Pearl era un
pub—me encogí de hombros y él sonrió.
—Pues, aun a riesgo de que te cabrees conmigo, me alegro de que no lo
hicieras porque, gracias a ello, he hecho algo que llevaba queriendo hacer
desde que te vi por primera vez en Londres.
—¿Qué cosa? —curiosa lo miré.
—Besarte… Me partiste el corazón cuando aquella noche en tu hotel me
prohibiste hacerlo. Me sentí como un niño pequeño al que se le niega la
golosina más dulce. Siento haber roto tu única norma, pero no se me ocurrió
otra mejor manera para distraerte.
—Surtió efecto…—susurré.
—Lo sé…—dio unos pocos pasos hasta rozarme con sus piernas—. Y te
distraeré todo el tiempo que sea necesario con cada parte de mi cuerpo que
precises…—Su voz rasgada y sensual me erizó de nuevo la piel—. No lo
dudes.
Esa vez fui yo la que tomó la iniciativa y, con parsimonia, deslicé mis
manos por sus fuertes muslos, casi hasta rozar su entrepierna, para seguir
ascendiendo hasta su estómago. Me puse en pie y lo desnudé poco a poco. Con
cada prenda que iba cayendo al suelo, su respiración y la mía se iban agitando
y la temperatura volvía a dejarse notar, caldeando un ambiente que, ya de por
sí, estaba caldeado. Lo acaricié con calma y con dedicación, hasta que lo oí
jadear y medio gruñir. Incliné un poco la cabeza y, con suavidad, posé mi
lengua justo por encima de la cinturilla de su bóxer, resiguiendo ésta de un
lado a otro; su piel se erizó y noté el leve temblor de su cuerpo.
—Me estás matando…—protestó con la mandíbula apretada.
—¿Quieres que pare?
—Ni se te ocurra, Charlatana… ¡Oh, joderrrr! —masculló cuando lamí su
miembro duro tras liberarlo de la prenda.
Lo saboreé con gula y avaricia, presionando el glande con los dientes,
soplando y degustando el sabor salado de su piel; aspirando su olor y
embriagándome de él, hasta que sentí los espasmos de su cuerpo y el líquido
caliente en mi boca.
—Lo siento, no pude…—cerró los ojos y ahogo un quejido cuando apreté
sus nalgas y me engullí su miembro una vez más.
Después de eso, al igual que me pasó la noche de Londres, perdí la noción
del tiempo entre sus brazos, sus piernas y su lengua; con sus caricias, sus
besos y penetraciones.
Hicimos el amor lenta y pausadamente, para luego volver a follar como
posesos; hiciéramos cómo lo hiciéramos, encajamos a la perfección y nos
disfrutamos como locos, hasta caer exhaustos en aquella cama que fue testigo
de todos nuestros jadeos, gemidos y orgasmos.
Cuando llamaron a la puerta, ya estaba vestida y le anudaba la pajarita al
cuello.
—Ya estamos en el puerto—susurró la voz de Arthur a través de la puerta
—, os esperamos en la cubierta.
Nos despedimos poco minutos después, cuando él me acompañó al coche
que nos esperaba en tierra firme.
—¿Dejarás que te bese la próxima vez que te vea? —me preguntó.
—Si estoy en la cubierta de un barco, no lo dudes.
No he vuelto a verlo ni a saber de él, no obstante, aún no he conseguido
dejar de sentirlo en cada poro de mi piel.
La irrupción de Mila en mi despacho consigue que me trague un hondo
suspiro.
—Abraham Asbai está aquí—anuncia sonriente.
—Gracias, hazle pasar.
La reunión con Abraham dura exactamente una hora. Una hora en la que me
explica al detalle los últimos retoques del club, las revisiones, interiores y
exteriores, que ha hecho durante estos últimos quinces días y, para finalizar,
me entrega una carpeta con los números de teléfono de la empresa encargada
de hacer el mantenimiento de todo el edificio, en su nombre.
—Y eso es todo—concluye con una sonrisa—, mi trabajo aquí ha
terminado.
—¿Eso significa que ya podemos abrir el Lust? —asiente—. Oh, Dios
mío, ¡acabo de ponerme muy nerviosa!
—Bueno, pues si no hay nada más que quieras preguntar, creo que ya
puedo irme.
—¿Vuelves a Nueva York?
—De momento a Denver y luego al rancho.
—Aún no sé cuándo será, pero ¿crees que es posible que puedas acudir a
la inauguración del club? Nos complacería mucho que tanto tu esposa como tú
estuvierais presentes ese día.
—Gracias, lo hablaré con Julia y veré qué puedo hacer.
—Gracias a ti—digo acompañándole a la puerta—, has hecho un gran
trabajo—nos despedimos con un: «estamos en contacto», un apretón de manos
y un beso en la mejilla.
«Este hombre es encantador», pienso mientras marco el número de
teléfono de Oliver en el móvil.
—¿Te pillo en un mal momento? —indago en cuanto escucho su voz.
—Por los pelos, estoy a punto de entrar en el juzgado.
—Seré breve… Abraham Asbai acaba de salir por la puerta, su trabajo ha
finalizado y el club está en perfectas condiciones para abrir sus puertas.
—Vaya, eso es maravilloso, Rebeca. ¿Habías anunciado algo sobre su
inauguración?
—No, como no había una fecha exacta, nada.
—Vale, esta noche hablaré con Daniel y mañana te lo confirmaré, pero ve
haciéndote a la idea de que, a muy tardar, la semana que viene, el Lust se
inaugura.
—¿No te parece que es muy precipitado?
—No, cuanto antes se abran sus puertas, mucho mejor.
—Está bien, llámame con lo que sea y me pondré a ello. Adiós—balbuceo
al escuchar un ruido estruendoso—. Oliver, ¿estás bien?
—Sí, he tropezado con el detector de metales… Te llamo en otro momento,
hermanita, cuídate. Te quiero.
Me pongo en pie en cuanto cuelgo y comienzo a caminar de un lado a otro
del despacho, ansiosa: «¡Madre de Dios—exclamo para mí—, esto es
inminente!». Lo sé, que el Lust abriría sus puertas, tarde o temprano, era un
hecho, ¿por qué iba a estar si no yo aquí? No obstante, creí que tendría un
poco más de tiempo para preparar con calma las cosas y, ahora, como Daniel
estuviera de acuerdo en inaugurar la semana que viene, me iban a faltar horas.
Había tantas cosas por hacer… «Entonces, ¿Por qué estás aquí perdiendo el
tiempo dando vueltas como una peonza?». Vuelvo a la mesa y pulso la
extensión del despacho de Luis y le ordeno que venga al mío, urgentemente;
luego hago lo mismo con Mila. Los necesito ambos aquí.
—¿Qué ha ocurrido? —Mila es la primera en entrar, seguida por Luis.
—¿dónde está el incendio? —pregunta éste.
—Sentaos, por favor.
—Rebeca, empiezas a asustarme…
—Luis, siéntate y escucha, ¿vale?
Los dos, ya sentados y algo nerviosos por lo que pueda decir, me miran
expectantes.
—Como ya sabéis—hablo después de unos minutos en tensión—, acabo de
tener una reunión con Abraham Asbai para ver cómo iban las cosas.
—No me digas que algo ha salido mal y tendremos que retrasar la apertura
del club.
—No, Luis, no es eso, al contrario. Su trabajo con nosotros ha terminado y
todo está en perfectas condiciones.
—¿Entonces? —Mila repiquetea con un bolígrafo el reposabrazos de la
silla.
—Después de que Abraham se fuera, llamé a Oliver para darle la buenas
nuevas.
—¿Y?
—Luis, si seguís interrumpiéndome cada dos por tres, nunca terminaré de
contar nada.
—Está bien, lo siento—se disculpa.
—Y yo—lo secunda Mila.
—El caso es que, a mi hermano le parece buena idea, ya que todo está
listo, no esperar a la fecha prevista para la inauguración; por lo tanto, esta
noche se reunirá con Daniel y si él está de acuerdo, ésta se hará la próxima
semana, a más tardar.
—¡Qué gran noticia! —manifiesta Luis con regocijo frotándose las palmas
de las manos.
—Por supuesto que una buena noticia, pero, Rebeca, preparar una
inauguración lleva mucho trabajo, apenas tenemos días… ni siquiera…
—Lo sé, por eso, en el caso de que se confirme lo que acabo de decir,
necesitaré de todo vuestro tiempo para conseguir tenerlo todo listo para el día
señalado.
—¿Y ese día es?
—No lo sabré hasta esta noche que vuelva a hablar con Oliver, Mila.
—¿Te das cuenta de que si tu hermano te dice que lo preparemos todo para
el lunes sólo tendremos cuatro puñeteros días? —alterada se pone en pie.
—Eh, nena—Luis se levanta y apoya con cariño las manos en sus hombros,
eso me sorprende—, no te agobies, los tres juntos formamos un buen equipo y
haremos un gran trabajo. No habrá nada que se nos resista.
—Pero si ni siquiera hemos contestado a las casi cuarenta solicitudes que
hemos recibido este fin de semana, algo alucinante, por cierto.
—Ya te dije que eso habrá sido por mi patética actuación del sábado en el
maldito barco, ya sabes que la gente es muy curiosa…
—No lo creo, Rebeca, la mayoría tienen fecha y hora de la madrugada del
viernes a sábado, así que es imposible que esa repentina avalancha de
interesados en ser socios del club tenga nada que ver son eso.
—Da igual, lo que importa es que hay más solicitudes y, para que te
quedes tranquila, hoy mismo las revisaré y veré las que se aceptan y las que
no. Lo que no podemos hacer es perder la calma, debemos estar tranquilos y
concentrados para que todo salga a la perfección.
—Podremos hacerlo, jefa, lo conseguiremos.
—Esa es la actitud, Luis, ahora sólo queda que Mila y yo también
pensemos así.
Cuando salen de mi despacho, un buen rato después, ya tenemos media
idea del tipo de evento que queremos organizar y, Mila, bastante más
tranquila, al igual que yo, y todo gracias a Luis que es muy bueno
transmitiéndonos su seguridad, me recuerda que hoy tengo que hacer la última
prueba del vestido para la fiesta que el viejo verde, quiero decir Lord James,
dará el sábado en mi honor y a la que no tengo ningún interés en acudir.
Suspiro, resignada y, en cuanto me quedo sola, lo primero que hago es abrir el
archivo de las solicitudes y empezar con su revisión.
Un par de horas después, empiezo a pensar que Mila tiene razón y que es
muy raro que, en un solo día, hayamos recibido tantas solicitudes, todas de
hombre y ni una sola mujer. ¿Qué por qué lo sé si las solicitudes son
anónimas? Pues muy sencillo, porque en éstas hay un apartado obligatorio de
rellenar donde se debe indicar si es masculino o femenino. Por eso lo sé. Cabe
la posibilidad de que muchos vengan acompañados por sus parejas, no
obstante, que así de repente, solo hombres se interesen por el club, es bastante
inusual y sospechoso. ¿Creerán que el Lust es un burdel? Espero que no,
porque si no van a llevarse un gran chasco y, además, las normas y el
funcionamiento del club van muy claras en los dosieres, así que, lo dudo
mucho. Miro la hora en el reloj de la pantalla del ordenador y ahogo una
exclamación al darme cuenta de que se me ha ido el santo al cielo y ya no
llegaré a la prueba del maldito vestido. «Qué se le va a hacer», murmuro
encogiéndome de hombros y continuando con mi trabajo.
Es más de media noche cuando por fin me meto en la cama y, a pesar de
que me siento agotada, no consigo conciliar el sueño. Imagino que será por los
acontecimientos del día y por la conversación que, apenas hace unos minutos,
he tenido con mi hermano y Daniel por Skype. Ya es oficial, dentro de una
semana, concretamente el próximo jueves, el Lust abrirá sus puertas por
primera vez en Ibiza.
CAPÍTULO 12

Tengo la sensación de que cuanto más lento quiero que pase el tiempo,
éste, por llevarme la contraria, vuela. Lo digo porque ya es sábado y, mientras
observo mi imagen en el espejo, ya casi he terminado de arreglarme para mi
supuesta presentación en sociedad, y repasando mentalmente la cantidad de
trabajo que aún queda por hacer para la inauguración del Lust, me doy cuenta
de que a mis días les faltan horas. Muchas horas, para ser exactos. Hay tantas
cosas por hacer… Afortunadamente, tengo a mi lado a dos personas que se
desloman día a día para ayudarme y que todo salga a la perfección y, cada
tarde, al irnos cada uno a nuestras respectivas casas, les hago saber lo
agradecida que estoy porque formen parte de mi equipo y de la empresa.
Mila es una mujer inquieta, a veces creo que hiperactiva; nunca esta
parada o relajada, para ella ese es un lujo que no se puede permitir porque,
como bien dije antes, hay mucho por hacer. Habla mucho, demasiado; a veces
me vuelve loca porque pasa de una cosa a otra y me cuesta seguirla. Es muy
metódica, perfeccionista y maniática. No ha habido un solo día, desde que se
confirmó que el club abriría sus puertas esta semana que viene, que no me
haya puesto nerviosa con sus idas y venidas y sus constantes dudas; aun así, la
admiro y la respeto por su gran profesionalidad y, no tengo ninguna duda de
que, con el tiempo, llegaremos a ser grandes amigas. Ella ha sido la encargada
de contratar al servicio de catering y también el de la decoración. Según sus
palabras, «los mejores».
Luis es decidido y pragmático. Al contrario que Mila, él nunca tiene dudas
y va directo al grano, al menos en lo que a trabajo se refiere, porque lo que es
conmigo, en temas personales, y con las que me ha liado, como que se ha
hecho bastante el loco, la verdad; aun así, no se lo tengo en cuanta porque, en
realidad, es un buen tío y un trabajador imparable y concienzudo, al que
también respeto y admiro.
Él se ha encargado, hasta ahora, de asegurarse de que todos los temas
legales del club: licencias de apertura, de música, y demás, estén en regla; y,
por supuesto, de anuncios en radio y prensa, así como también de publicar en
la página de sociedad y festejos, en internet, nuestro gran evento.
Ah, por cierto, y creo que entre él y Mila hay algo más que simple amistad.
Lo imaginé el día que llegué y los vi juntos por primera vez, pero, ahora, y tras
la fiesta de Dolce & Gabbana, casi, casi, estoy segura.
En cuanto a mí, pues, aquí estoy, ataviada con un vestido de esos que
tienen varias capas, en azul celeste, con un corpiño bordado con hilos de color
plata y cuentas de cristal, que me sube las tetas casi hasta la garganta y que me
complica un poco algo tan básico como respirar, para asistir a un evento que
ni fu ni fa; cuando lo que realmente me apetece es ponerme cómoda y
tumbarme en el sofá a ver una película, una serie o incluso, leer un buen libro.
En cambio, parezco Cenicienta lista para acudir al gran baile donde conocerá
a su príncipe encantador y se casará con él. ¡Puf, menuda patraña! Ni soy una
princesa ni necesito que nadie me rescate de la vida que quiero llevar. Bueno,
después de todo, espero disfrutar de la velada y que el coche que nos llevará
hasta allí, no se convierta en calabaza cuando las campanadas del reloj
anuncien la medianoche, como en el cuento. Doy una vuelta sobre mí misma y
sonrío divertida. ¿Cómo se la arreglaban tan bien las damas de aquella época
para moverse con tanto peso sobre el cuerpo? Qué incomodidad, por Dios.
Voy hasta el salón y, de encima de una de las estanterías, cojo la nota que
recibí hace dos días con motivo de la fiesta de esta noche. Un original
pergamino enrollado y rodeado con una cinta de terciopelo granate, escrito
con una letra pulcra, elegante y curvilínea. Muy aristocrática. Lo desenrollo y
vuelvo a leer por enésima vez:
«Mi querida y estimada, señorita Hamilton, es para mí un placer organizar
esta pequeña fiesta en su honor, y me complacerá enormemente que usted sea
mi acompañante. A las diez de la noche, mi familia y yo la recibiremos en el
salón principal del Libertine, para, a continuación, pasar al salón comedor
donde, junto a otras veinte personas, que espero sean de su agrado, dar cuenta
de una suculenta cena. Habrá un baile posterior que iniciaremos usted y yo,
por supuesto, y al que se unirán bastantes personas más. Espero que todo sea
de su agrado y que disfrute enormemente de su fiesta».
Atte., Lord James, alias, “viejo verde”.
Las manos me tiemblan al leer una y otra vez ese alias y no puedo evitar
hacerme preguntas. ¿Cómo demonios, sabe este hombre que lo llamo viejo
verde? Porque muy pocas personas saben que yo le he puesto ese
calificativo… ¿Habrá alguien más que lo llame así y por eso firma con él? No
lo creo… Espero, por su bien, que mi hermano no haya tenido la desfachatez
de irle con el chisme, de lo contrario tendrá que vérselas conmigo. ¿Por qué
tengo esta sensación tan rara en la boca del estómago? «Porque estás nerviosa,
Rebeca. Tienes miedo de que el vejestorio haga referencia a ese alias en tu
cara, por eso estás así», me digo a mí misma. En realidad, no creo que sea por
eso, más bien es que hay algo que no me cuadra y que se me escapa. Me
encojo de hombros y, como por mucho que le dé vueltas no voy a dar con ello
pues… Qué sea lo que Dios quiera.
—Estás muy pensativa—me dice Luis ya en el coche de camino al
Libertine—, no me digas que estás nerviosa.
Lo observo en silencio, así vestido y peinado no parece él. Lleva unos
pantalones beis, ajustados; camisa del mismo color y la levita, marrón oscuro;
anudado al cuello, un enorme pañuelo, haciendo juego; unos botines marrones
asoman por la pernera del pantalón, y, en la mano, un sombrero de copa. El
pelo, repeinado hacia atrás, y por la cadena de oro que asoma de una de las
solapas de su chaqueta, un reloj de bolsillo, seguro que antiguo. Ese atuendo le
queda bien, está muy guapo.
—Es normal que esté nerviosa—responde Mila—, yo también lo estaría si
hoy fuera el centro de atención de una fiesta.
Mila se ha hecho tirabuzones en el pelo y un recogido, alto, muy
elaborado. Su vestido es color rosa palo, con un montón de capas, igual que el
mío. «Verás que risa cuando tengamos que ir al baño», me digo a mí misma
con ironía. Al contrario que yo, que he pensado que, ya que tengo que ir
vestida así, al menos que sea para lucirme, ella va más recatada, ya que su
corpiño lo cubre una especie de toquilla de fino encaje, beis. Los bajos del
vestido llevan flores bordadas en un tono de rosa más oscuro y, de éstos,
asoman las puntas de unos hermosos zapatos forrados de tela, en el mismo
color del encaje de la toquilla. Una cinta de terciopelo, con un camafeo,
adorna su cuello. Está preciosa.
—Estoy incómoda y sí, también nerviosa—digo removiéndome inquieta en
el asiento del coche—. Tengo una sensación rara en la boca del estómago que
no me deja relajarme.
—Eso son sólo los nervios, verás que, dentro de un rato, cuando por fin
conozcas a Lord James, se evaporan—Luis mira por la ventanilla y no dice
nada.
—Eso espero…—murmuro.
—Hemos llegado—anuncia Luis entusiasmado.
—¡Mi madre!
La exclamación de Mila llama mi atención y, al igual que ella, me quedo
con la boca abierta contemplando la majestuosidad de la casa que tenemos
ante nosotros. Una construcción victoriana de varias plantas, pintada de blanco
y con enormes balcones, de marcados arcos, en forja negra. Jamás había visto
nada igual, es imponente. Un mayordomo nos abre la puerta del coche y
saluda:
—Bienvenidos al Libertine—extiende una mano para ayudarnos a salir—.
Milady—me sonríe—, Albert los acompañará al salón.
—Gracias—musito.
Mila, Luis y yo, sin decir nada, seguimos al tal Albert por el empedrado
camino hasta la entrada y, una vez en el interior de la casa, cruzamos un
espacioso hall y nos guía por un iluminado pasillo hasta el enorme salón
donde, varias personas se voltean curiosas por nuestra llegada.
—Lord James bajará enseguida, milady.
—Gracias.
El primero que se acerca a saludarnos es el señor Montesinos seguido de
su esposa, al que de nuevo aprovecho para pedir disculpas por mi actuación
en el maldito yate.
—No se preocupe, querida, la comprendo, debió de sentirse usted
verdaderamente mal.
—Así es, le tengo pánico al agua en alta mar y no imaginé que el barco
saldría del puerto.
—Olvídelo, por mi parte ya está hecho.
—Gracias.
Me presenta a su esposa, a la que no tuve el placer de conocer el sábado
pasado, y, durante unos minutos, hablamos de trivialidades. Cuando quiero
darme cuenta, estoy rodeada de curiosos y curiosas que me atosigan con
preguntas sobre el Lust. Afortunadamente, Luis interrumpe el interrogatorio.
—Si me disculpan, hay algo que me gustaría hablar con milady—me alejo
del grupo con una sonrisa forzada.
—Menos mal que estás tú aquí…
—Sólo sienten curiosidad, Rebeca.
—Coño, pues que soliciten una suscripción y salgan de dudas por ellos
mismos. Me parece que el sábado pasado ya di todas las explicaciones que
tenía que dar respecto al club. Esa mujer de ahí—indico con la cabeza—, me
hizo la misma pregunta que la otra vez.
—Anda, toma y bebe—pone una copa en mi mano y sonríe.
—¿Tenemos que hablar y actuar toda la noche así? —comenta Mila
haciendo un gesto a los presentes.
—Me temo que sí, querida, recuerda que estamos en un club de caballeros
del siglo diecinueve…—Luis le da un sorbo a su copa.
—Menudo rollo, sé de una que no va a moverse de aquí ni a abrir la boca
en toda la noche.
—No digas tonterías, Mila, un par de éstas—alzo la copa—, y bordaremos
nuestro papel de mujeres victorianas y estiradas que sólo vivían para
satisfacer a sus maridos—le guiñó un ojo y suelta una carcajada—. Querida,
no sea tan escandalosa o llamaremos demasiado la atención.
—Mis disculpas—murmura inclinando la cabeza divertida.
—Venga, cotilleemos un poco este lugar—Luis saca su reloj de bolsillo y
niega con la cabeza.
—Lord James no tardará en bajar y sería conveniente que, al menos tú,
querida, estés presente en el salón cuando eso suceda.
—Está bien, entonces cotilleemos el salón y finjamos mostrar interés en
las conversaciones ajenas.
—Qué peligro tienes, Rebeca—me regaña Luis—, enseguida estoy con
vosotras, sed buenas y no os metáis en ningún lío en mi ausencia.
—¿Adónde vas? —indago curiosa.
—Al excusado de caballeros.
—¿Qué ha dicho?
—Que se mea y va al baño, Mila—ésta se atraganta y tose ahogando la
risa.
—¡Grosera! —me espeta Luis.
—¿No te parece que esta habitación está demasiado recargada? —me
pregunta Mila una vez solas.
El salón es enorme y separado en dos ambientes: el de la zona del
comedor y la de recibir a las visitas, en este caso salón de reunión de
caballeros, es ostentoso y muy llamativo. De techos altos y con rosetones en
las esquinas, da la sensación de encontrarte en un museo. Los muebles, de
madera de caoba y nogal, en tonos oscuros, predominan en la estancia. Las
paredes están pintadas de un granate oscuro y, hacia la mitad de éstas, una
franja dorada, puede que de escayola, las rodea por completo. Hay varios
sofás tapizados en terciopelo dorado y granate, para no desentonar, y que
tienen las patas como garras de animales; a simple vista no parecen muy
cómodos, la verdad. De los cuadros y retratos, mejor no hablar… Suspiro.
—Sí, demasiado recargado para nuestro gusto, pero en aquella época, en
los salones como este, era donde se recibía a los invitados y se pasaban la
mayor parte del tiempo tomando el té, entre otras cosas. Tengo entendido que
era la habitación más importante de la casa, así que, supongo, ya que pasaban
tanto tiempo en ella, que la sobrecargaban para reflejar la riqueza y el gusto
extravagante que tenían.
—A mí me resultaría imposible vivir en un sitio como este…
—Nosotras somos de otra época, querida.
Mientras hablamos, caminamos mirando aquí y allá, saludando con quedas
inclinaciones de cabeza a los presentes, haciendo el paripé y cuchicheando
bajito, para que nadie más pueda oírnos.
—¿Para qué crees que será esto? —Mila está parada frente a una mesita
—. ¿Para qué las visitas dejen sus impresiones, tal vez?
—Déjame ver… Tiene pinta de ser una guía de esas que había en los
clubes de caballeros en las que se anotaban los duelos, las apuestas y
cualquier entretenimiento que se les ocurría—me mira extrañada—. No me
mires así, los hombres de aquella época tenían demasiado tiempo libre.
—¿Por qué sabes tanto de esto?
—Porque soy una apasionada de la novela romántica histórica, por eso.
—¿Y crees que sólo estará de adorno o.…?
—Comprobémoslo.
—No podemos…
—Chist, tápame y vigila.
Parapetada detrás de Mila, que se abanica con ahínco, abro el libro,
forrado de hermosa y suave piel marrón, y voy pasando las hojas una, a una,
con delicadeza.
—¿Ves algo? —susurra Mila a mis espaldas.
—Nada interesante, hay alguna apuesta de juegos de cartas: póquer, mus,
bridge… ¡Oh!
—Qué, ¿qué pasa? —pregunta intrigada.
—Hay una apuesta reciente, del viernes si no me equivoco.
—Oye, Son casi las diez, el Lord está a punto de entrar, deja eso y…
—Chist, ¡joder!
—Rebeca, me está matando la curiosidad.
—Tras la fanfarronería mostrada por L. J.—leo en murmullos—, con sus
conquistas, ya que asegura que ninguna dama, hasta el momento, se le ha
resistido, A. P. lo reta a conquistar a una en cuestión, L. H., según sus
palabras, una mujer que ya ha demostrado tener mucho carácter poniéndolo en
su sitio…
—¡Date prisa!
—Me estás poniendo nerviosa… bla, bla, bla, ta, ta, ta…
—Dime qué dice.
—Que L. J, tiene seis semanas para conquistar a L. H. y conseguir que se
le declare sus sentimientos, si transcurrido ese tiempo, no ha conseguido
superar el reto, deberá abonar a la cuenta del club dos mil euros que serán
repartidos entre los que hayan apostado en su contra. En caso de que lo supere,
serán éstos los que abonen la cantidad apostada por cada uno… Dios mío…
—¡Qué!
—¡Hay un bote de casi siete mil euros hasta la fecha!
—¿En serio?
—Como te lo cuento. Ese vejestorio ha apostado conquistar a esa mujer en
cuestión y…
De repente, al darme cuenta de que el silencio se ha hecho en la
habitación, miro por encima del hombro de Mila. Automáticamente reconozco
al caballero que acaba de entrar en el salón.
—Rebeca, ¿quién es ese?
—Ese es Lord James, alias el viejo verde.
—¿Y crees que esa mujer que lo acompaña sea L. H.?
—No tengo ni idea, pero lo averiguaremos y la pondremos sobre aviso.
Lord James, al que por fin le veo la cara en persona y no a través de la
pantalla de un teléfono o un ordenador, saluda sonriente a los presentes. Es
más alto de lo que imaginaba y, así, en persona, y para la edad que debe tener,
también mucho más atractivo.
—¿No te parece que, ya que eres su invitada de honor, debería saludarte a
ti primero?
—Haces demasiadas preguntas, Mila, pero sí, creo que así es cómo
debería de ser, no obstante…
—Mira, ahí viene Luis, y parece que… ¿Adónde vas?
—A saludar a mi viejo anfitrión.
Seguida por la mirada inquieta de Mila y la curiosa de Luis, al que me
cruzo a mitad del salón, me planto frente a mi anfitrión y le sonrío.
—Milord—musito inclinando la cabeza ante la atenta mirada de todos—,
es un placer conocerlo al fin.
—¿Y usted es…? —su pregunta me sorprende.
—Se supone que debería de saberlo, milord, dado que este evento es en mi
honor.
—¡Ah! Es usted lady Hamilton, supongo.
«Me parece que a este hombre se le va un poco la pinza», pienso un poco
molesta.
—Supone bien—sonrío de nuevo—, gracias por su amabilidad y
generosidad al querer presentarme en sociedad…
—Querida—me interrumpe—, me halaga usted, pero no es a mí a quien
deba agradecer nada, sino a mi hijo.
—¿Su… su hijo?
—Así es, Lord James IV, futuro conde de Kent y su anfitrión de esta
noche… ¡Ah, mire, ahí entra!
Me giro siguiendo la dirección de su mirada y ahogo una exclamación de
incredulidad. Theodore, Theo para los amigos y gilipollas integral al
cuadrado, para mí, ¿es Lord James? Cierro los ojos y aprieto los dientes. ¡Lo
mato!
CAPÍTULO 13

Verlo ahí, en la puerta del salón, todo vestido de negro, mirándome con esa
sonrisa de suficiencia que tanto detesto, tan arrogante, tan altivo y.… tan él, me
enfurece.
Me siento humillada y burlada por este hombre al que empezaba a mirar
con ojos de apreciación, al que estaba dispuesta a dar una oportunidad porque
me hizo sentir, en mi momento histerismo del yate, que merecía la pena; en
cambio, ahora, después de esto, me doy cuenta de que lo único que ha hecho el
muy cabrón, ha sido reírse de mi en mi propia cara.
No hay que ser muy inteligente para entender que, si él es Lord James, y en
estos momentos yo soy lady Hamilton, la mujer a la que se refiere la apuesta
que hace nada acabo de descubrir, es una servidora. Y mi pregunta a todo esto
es… ¿Por qué? Lo de la apuesta podría pasarlo por alto porque, al fin y al
cabo, no deja de ser un juego.
Vale, sí, un juego muy peligroso que, tarde o temprano, acabaría
haciéndome daño, pero también uno que podría ganar… «Eso lo piensas ahora
porque sabes lo de la apuesta, pero ¿y si no te hubieras enterado de nada y te
llegas a enamorar de él?». Cierto, menos mal que hay una parte de mi mente
que sigue activa que si no…
No, no pasaré por alto nada que tenga que ver con él, absolutamente nada.
Y mucho menos, el haberme dejado creer que Lord James era un vejestorio al
que, alguna vez en su presencia, llamé viejo verde. Por Dios, ¡si es él! ¡Él!
¡Qué vergüenza! No sé si sacar el abanico del bolsito y golpearlo con él hasta
que se le incruste en el cerebro o, por el contrario, dejarlo donde esta y,
directamente, estrangularlo con el cordoncito que sujeta el bolso a mi muñeca.
Automáticamente, oigo en mi mente la voz de mi hermano que masculla: «ni se
te ocurra volver a quedar en evidencia, Rebeca». Luego es la imagen de Oli la
que veo, con las manos apoyadas en las caderas meneando la cabeza. Por
último, también aparece mi cuñada que, de brazos cruzados me dice: «¿de
verdad vas a quedarte sin hacer nada? Cielo, el que ríe el último, ríe mejor».
Sonrío.
Tiene razón, la venganza es un plato que se sirve con la mente fría y que
me aportará unas buenas carcajadas, eso seguro.
Consciente de que todas las miradas del salón están puestas sobre
nosotros, esperando a que se dé el siguiente paso, decido levantar bien alta la
cabeza y mostrar una de mis mejores sonrisas, aunque sea falsa, y hacer como
si lo que acaba de pasar, en realidad, no fuera conmigo.
Aunque por dentro estoy tan llena de rabia que, si explotara, provocaría
una epidemia mundial. Respiro todo lo hondo que me deja el maldito corpiño,
y espero a que recorra el salón, con sus elegantes pasos, hasta situarse frente a
mí.
—Lady Hamilton, bienvenida, es un honor tenerla en el Libertine—
manifiesta con voz alta y clara a la vez que coge mi mano y deposita en ésta un
beso cálido.
—Gracias, el honor en mío, milord—mi mirada lo fulmina. Él sonríe.
—Ya veo que ha conocido a mis padres…
—No del todo—interrumpo—, me temo que he cometido una equivocación
al confundir a su padre con usted. En realidad, no hemos sido presentados
formalmente, ni ellos, ni usted, ni yo.
—Pero usted y yo sí que nos conocemos, milady, y diría que bastante bien
y muy a fondo.
—No estoy de acuerdo con usted, milord. Puede que conozca bien mi
fondo, pero de mi persona no sabe nada de nada. Además, soy de las que
piensa que, nunca hay fondo suficiente para llegar a conocer bien a alguien,
para muestra un botón.
—Touché—exclama bajando la mirada e inclinando la cabeza—. Mis
disculpas… Mi nombre es Theodore August James IV, futuro conde de Kent, a
sus pies, Lady Hamilton.
—Sí, no dudo de que ese será tu lugar, cretino—susurro.
—¿Cómo dice?
—Que la gente empieza a murmurar…—alza una de sus cejas y pregunta
insolente:
—¿Y eso le importa porque…?
—Oh, no, no me importa, milord, pero si no acaba con esta pantomima de
una vez, estoy segura de que a usted sí—amenazo con una sonrisa cándida y un
aleteo de pestañas.
Dicho esto, último, apoya mi mano en su antebrazo, y me lleva hasta dónde
están sus padres que, a juzgar por sus miradas, parecen contrariados y
confusos.
Seguro que están flipando de lo lindo, igual que el resto de los presentes.
No todos, hay dos, a los que miro a los ojos al pasar junto a ellos, que esto
no les ha pillado por sorpresa. Luis tendrá que darme muchas explicaciones,
evidentemente no hoy; y, en cuanto a Arthur… ya se me ocurrirá qué hacer con
él.
—Padre, madre, les presento a lady Hamilton. Lady Hamilton, lord y lady
James…
—Ahora sí—digo sonriente—, es un placer conocerlos.
—El placer es nuestro, querida—dicen ambos.
Pasados los primeros efectos de mi metedura de pata y consiguiente
bochorno, medio escucho, porque mi mente está ausente elaborando un plan, el
pequeño discurso que aquí mi amigo, Lord James, me dedica. Palabras como:
honor, placer, gran mujer empresaria, bla, bla, bla, casi me hacen reír a
carcajadas. ¿Cómo alguien puede hablar de honor si no tiene? ¿A qué viene
tanta palabrería bonita sin su intención era dejarme en ridículo y que los
presentes supieran que no tenía ni idea de quién era Lord James? ¡Qué poca
vergüenza!
En cuanto puedo, con la disculpa de que se me ha metido algo en el ojo,
me ausento del salón, no sin antes hacerle un gesto con la cabeza a Mila para
que me siga. Una vez en el excusado de señoras, que muy amablemente me
indica una doncella, cierro la puerta tras nosotras y resoplo con fuerza a la vez
que pateo el suelo indignada.
—Cálmate—me sugiere Mila.
—¿Qué me calme? ¿En serio? —vociferó—. ¿Acaso no has visto de qué
manera he quedado en ridículo delante de toda esa gente?
—Si te sirve de algo, desde donde yo estaba ha parecido que saludabas,
como deferencia, al padre de Lord James antes de dirigirte a él.
—No, no me sirve de nada. ¿Qué me dices de la gente que estaba a su lado
y me miraba con esa cara de estreñimiento? Dios, nunca he sentido tanta
vergüenza en mi vida—cierro los ojos y trato de respirar para calmarme.
—¿De verdad que no sabías que Theodore era…?
—Yo no—la interrumpo—, ¿y tú?
—Tampoco, ya te dije que sólo lo conocía de oídas—se encoge de
hombros e intenta sonreír.
—Luis sí que lo sabía, Mila, y dejó que quedara en evidencia.
—Pero qué dices, mujer, eso es imposible, él no haría…
—En Londres me dijo que lo había conocido en una reunión hace unos tres
meses—la vuelo a interrumpir—, no entiendo por qué leches no me sacó de mi
error por aquel entonces.
—Ojalá pudiera ayudarte…
—Tranquila, algo se me ocurrirá para devolverle la jugada al maldito
Lord.
—Podemos empezar por investigar quién es la mujer de la apuesta y
ponerla sobre aviso, de esa manera fastidiaríamos su plan.
—Ay, Mila—digo poniendo los ojos en blanco—, ya sé quién es esa
mujer.
—¿En serio? ¿Cómo lo has descubierto?
—Fue muy fácil… Theodore es Lord James, ¿y yo soy…? —le hago un
gesto con un dedo para que piense.
—¡Oh, Dios mío! —exclama con los ojos abiertos de par en par—. ¡Ella
eres tú! ¡Tú eres L. H., Lady Hamilton!
—Exacto.
—¿Y qué piensas hacer?
—Aún no lo sé, pero no te quepa la menor duda de que algo haré, eso
como que me llamo Rebeca Hamilton.
Unos golpes suaves, pero contundentes, no sobresaltan a ambas.
—Lady Hamilton, la cena está a punto de servirse, Lord James me envía
para que me asegure de que está usted bien—anuncia la doncella del otro lado
de la puerta.
—Dígale al Lord que se peque un tiro de mierda y se muera de asco—
mascullo entre dientes.
—Disculpe, milady, no la he entendido…
—Que le diga que enseguida salgo, gracias—Mila suelta una carcajada y
se tapa la boca.
—Lo siento—murmura.
—Tranquila, si yo estuviera en tu lugar también me descojonaría, créeme,
Me acerco al lavabo, abro el grifo dorado, me echo agua en la nuca y me
miro al espejo. «Vamos, Rebeca, sal ahí y demuéstrale a ese mequetrefe de
que pasta estás hecha», me animo a mí misma, dándome el valor necesario
para enfrentarme de nuevo al gentío que, probablemente, se esté preguntando
si ya me habré tirado por la ventana.
Cuando entramos al salón, las veinte personas invitadas a la cena ya están
sentadas a la enorme mesa y bajo la luminosa luz de una preciosa lámpara de
araña que, como nos caiga en la cabeza, no lo contamos. Se hace el silencio
con nuestra presencia y, los caballeros, muy galantes ellos, se ponen en pie
para que nosotras tomemos asiento. La cara se me contrae de fastidio al ver
que, como no podía ser de otra manera, estoy sentada a la derecha del Lord y,
Mila, en el otro extremo de la mesa, junto a Luis. «Genial—pienso—, tendré
que prestarle atención a este zoquete durante toda la cena». En fin, hago de
tripas corazón y sonrío.
—¿Su ojo está bien, lady Hamilton? —Theodore me mira burlón.
—Perfectamente, milord, como podrá ver aún lo conservo en la cara, así
que no hay de qué preocuparse—Arthur, que está sentado frente a mí, ahoga
una carcajada.
—Ya veo…
Digamos que esa es la conversación más larga que mantengo con él
durante la cena. Al resto de sus comentarios y preguntas, sólo respondo con
monosílabos y falsas sonrisas. A pesar de lo tensa que me encuentro y las
ganas que tengo de que las agujas del reloj avancen para irme de aquí, disfruto
de los suculentos platos que nos sirven: de entrante, una crema de calabaza
con jengibre, que está deliciosa; de primer plato, ensalada con vinagreta de
mostaza, su sabor me sorprende, para bien; de segundo plato, pastel de carne a
la cerveza negra con guarnición de guisantes. Me tienta, sólo por fastidiar,
decir que soy vegetariana, que no lo soy, y ver qué cara se le pone al Lord,
pero como no quiero llamar más la atención, me lo como sin ceder a mis
impulsos. Y, por último, el postre, pastel de limón, que me chifla.
Tras la cena, como era costumbre en aquella época, los caballeros pasan a
otra habitación a beber sus copas de coñac y a fumarse el cigarro, mientras
que las mujeres, nos quedamos en el salón departiendo y observando al grupo
de música que se prepara para amenizar el baile.
—Luis está muy disgustado por lo que ha pasado—me comenta Mila
sentándose a mi lado.
—¡Ja!, eso no te lo crees ni tú.
—Le creo, Rebeca, su cara era un poema cuando me lo dijo.
—¿Un poema? Pues te aseguro que como se acerque a mí en estos
momentos soy capaz de dejársela como un pentagrama.
—¡Qué bruta eres!
Transcurrido un tiempo, no sé cuánto exactamente, comienzan a llegar el
resto de los invitados al evento. Los caballeros regresan de nuevo al salón y,
muy galantes ellos, nos acompañan a la zona preparada para el baile, que está
a punto de comenzar. En cuanto se oyen los primeros acordes de un vals, Lord
James, inclinando la cabeza, como si me pidiera permiso, me guía hasta el
centro del salón.
—¿Disfruta de la velada, milady? —su socarronería me enfurece.
—La disfruto tanto como si la mismísima reina Victoria me estuviera
practicando una tortura.
—¡Cuánto dramatismo! —lo ignoro y me centro en seguir el ritmo de la
música.
Un paso adelante, uno atrás, vuelta aquí, vuelta a allá y, a propósito, ¡zas!,
le doy un pisotón.
—Mis disculpas, milord, estaba distraída.
Otro paso adelante, otro atrás, otra vuelta aquí, otra allá y, de nuevo, ¡zas!,
le piso el otro pie, con ganas.
—Discúlpeme de nuevo, milord, qué torpeza la mía, tal parece que tenga
dos pies izquierdos—el aprieta los dientes y no dice nada, en cambio,
presiona con fuerza mi mano.
Más parejas se van uniendo al baile y nos siguen dando vueltas por el
salón, sonrientes y disfrutando de la música. En un momento dado,
aprovechando el revuelo de faldas, el murmullo de las conversaciones, y que
el largo del vestido me cubre los pies, justo cuando estamos en el centro de la
estancia, y, disimulando, le hago la zancadilla provocando que, el pomposo
Lord, se caiga de bruces cual largo es. Desde el suelo, me fulmina con la
mirada y de inmediato se pone en pie con toda la elegancia que se pueda tener
en ese momento. Fingiendo mi mejor cara de horror y uniéndome al ohhhh
generalizado de la sala, exclamo:
—Vaya, parece que alguien ha bebido más coñac de la cuenta… ¿Se
encuentra bien, milord?
Nuestras miradas se retan, ambas destilando furia y rabia y, sin que pueda
evitarlo, el bello de la nuca se me eriza, a la vez que el corazón me golpea con
fuerza en el pecho.
—Perfectamente, gracias, me he tropezado con el bajo de su vestido, por
lo visto también la torpeza es contagiosa.
—¿Estás bien, hijo?
—Sí, madre, tranquila, no ha sido nada—sonríe con calma—. Vuelvan a
tocar—ordena al grupo de música que observa pasmado el incidente—, por
favor.
Aprovecho que la música vuelve a sonar y que a Theodore lo rodea la
gente para interesarse por bienestar, para escabullirme hacia la puerta y salir
del salón. Necesito estar sola un momento para poder reírme a gusto por lo
que acabo de hacer. Lo sé, soy una arpía, pero el muy canalla se lo merecía.
Sin saber a dónde me dirijo, camino por el largo pasillo hasta llegar a una
habitación con la puerta abierta. Sin dudarlo entro y arrimo ésta sin cerrarla
del todo y, apoyándome en la pared, me rio con ganas. Me rio, me rio y me rio,
hasta que me duele la barriga, eliminando la mayor parte de la rabia que siento
en cada carcajada. Cuando consigo parar de reír, algo que me lleva un tiempo,
me limpio las lágrimas de la cara y cojo aire con fuerza. «Dios, qué bien me
he quedado», me digo a mí misma para pensar a continuación: «como mi
hermano se entere de esto, me manda a la luna de una patada en el culo».
Observo que las paredes están llenas de grandes retratos y, como soy muy
curiosa, voy caminando a lo largo de la pared para contemplarlos. Justo estoy
parada frente al de un caballero moreno y muy pomposo, mirándolo con
atención, cuando…
—¿Se ha quedado a gusto? —me giro sobresaltada y cambio el gesto de mi
cara al ver a Lord James justo detrás de mí.
—Imagino que igual que usted—respondo altanera.
—Tiene la pierna muy larga…—me encojo de hombros y sigo mirando el
retrato—. Ese era mi bisabuelo, el primer conde de Kent de la séptima
creación—lo miro durante un segundo sin entender—. El título nobiliario de
conde de Kent—me explica—, ha sido creado varias veces en la nobleza de
Inglaterra; la primera, en el año mil veinte, y la última, cuando el título fue
concedido a mi bisabuelo, en el año mil ochocientos sesenta y seis, la séptima
creación.
—¿Por qué lo hiciste? —pregunto entonces, tuteándolo.
—Quería darte una lección.
—¿Una lección? —asiente—. ¿Por qué?
—Porque me dio mucha rabia oírte juzgar, en este caso a mí, por el hecho
de tener un título nobiliario y dar por sentado que nunca había hecho nada de
provecho con mi vida.
—No hablaba de ti en particular, hablaba de la aristocracia en general.
—Te limitaste a echar sapos por la boca por el simple hecho de hacerme
llamar Lord, me juzgaste y me ofendiste.
—Está en nuestra naturaleza de ser humanos juzgar a los demás, como
tantas otras cosas.
—Yo intento no hacerlo.
—Pero lo haces, al igual que el resto de la humanidad. Tú no eres mejor
persona que yo, Theodore, aunque lo creas, no eres perfecto, lo demuestra lo
que has hecho hoy—lo miro directamente a los ojos—. Aquella noche no fue
mi intención ofenderte con mi comentario porque no sabía quién eras y porque
ni siquiera estaba hablando contigo, así que, si lo hice, fue sin querer. En
cambio, hoy, sí fue la tuya hacerme sentir mal. Felicidades—exclamo con
ironía—, lo has conseguido.
—Rebeca…
—También has conseguido convencerme de que, cualquier tipo de relación
entre tú y yo, no merece la pena—alzo la cabeza y sentencio—. Usted, lord
James, no merece la pena, en absoluto—y dicho esto, salgo de la estancia
dejándolo solo.
Algunas horas después, cuando llego a casa, lo primero que hago es
enviarles a Olivia y Sheila un mensaje con una sola palabra:
«SOS».
CAPÍTULO 14

Ya he dicho varias veces que no soy una persona de esas que se agobian
por los problemas, no sé si es una virtud o un defecto, pero soy así; me gusta
buscar el lado positivo de las cosas. No obstante, reconozco que lo de hoy me
lleva de cabeza y está logrando quitarme el sueño. Por un lado, está mi nueva
humillación pública y, por otro, lo que Theodore, a mi pesar, me hace sentir
con su sola presencia. Decir que es atractivo, es quedarse corta, pero tampoco
voy a la parte física, sino a la emocional. Me refiero a esa aura de frialdad,
arrogancia y prepotencia que desprende y que, aunque no lo quieras, consigue
atraparte, envolverte e intrigarte. Nunca me han gustado los tipos como él, al
contrario, los detesto porque, por norma general, suelen creerse dioses a los
que hay que venerar y adorar y, una servidora, no está por esa labor. El
problema en este caso es que él me atrae muchísimo, sobre todo porque, la
última vez que nos acostamos, no sé si por mi ataque de pánico o por qué, se
portó de otra manera; fue amable, atento, protector e incluso cariñoso y tierno;
aunque claro, sabiendo lo que ahora sé, lo de la puñetera apuesta, me pregunto
si en aquel momento no estaría interpretando un papel y actuando en su
beneficio. Me duele pensar que la respuesta más probable sea que sí porque,
por primera vez en mucho tiempo, aquella noche él me hizo sentir especial.
Menos mal que, desde hace más o menos cuatro años, no soy una mujer de las
que se dejan encandilar por cuatro atenciones que, si no, ya me tendría
comiendo de la palma de su mano desde el día en la playa que me gritó: «me
gustas»; el primer paso que dio para llevar a cabo la maldita apuesta. Estoy
segura de que, hasta las casi cuarenta solicitudes que se recibieron la
madrugada del viernes al sábado, en el Lust, tienen que ver con ésta. Suspiro.
«Tienes que hacer algo al respecto y no dejar que sigan burlándose de ti,
Rebeca», murmuro clavando los ojos en el cielo despejado y cuajado de
estrellas que veo desde mi cama antes de quedarme dormida.
A la mañana siguiente, me despierto más animada porque sé que en cuanto
hable con Olivia y mi cuñada, y les cuente lo que ha pasado y lo que he
descubierto, me ayudarán a idear un plan de venganza.
Estoy deseando llamarlas, pero, por culpa de la diferencia horaria y, como
es domingo, mi hermano y Sheila seguro que irán a comer a casa de mis
padres, no podré hacerlo hasta la noche; así que, me doy una ducha, desayuno,
recojo un poco por casa y, dispuesta a desconectar y a adelantar trabajo, bajo
a mi despacho y me encierro es éste hasta la hora de comer.
El resto del día, lo paso tomando el sol y relajándome en la terraza,
enfrascada en la lectura de un nuevo libro que me he comprado recientemente
y que hará que me olvide de todo por unas horas.
A eso de las siete, el sonido del portero automático me sobresalta.
Extrañada, me levanto y voy a ver quién es. Lo primero que veo por la cámara,
es un enorme ramo de flores y, después, la visera del repartidor. Resoplo.
—¿Quién? —pregunto sabiendo la respuesta.
—Floristería “El paraíso”, traigo un encargo para Rebeca Hamilton.
De mala gana le abro la puerta y, mientras el chico sube, voy a mi
habitación a ponerme una camiseta. Dos minutos después, suena el timbre.
—Buenas tardes—saluda en cuanto abro—. ¿Rebeca Hamilton?
—Yo misma—contesto con cara de fastidio.
—Esto es para usted, si es tan amable de firmar aquí, por favor—cojo el
ramo de flores con una mano y con la otra firmo donde me indica.
—Gracias—digo.
—A usted, que tenga buen día.
Miro las flores embobada, son preciosas y me encantan, pero…
Dejándolas encima de la mesa del salón, cojo la tarjeta y leo: «lo siento,
espero que puedas perdonarme», lo firma Theodore, a secas.
—Y más que lo vas a sentir, ¡cabronazo! —sentencio y mirándolas una vez
más, las tiro a la basura sin ningún remordimiento.
Algo más tarde, tras recibir un mensaje de las chicas diciéndome que ya
están disponibles, enciendo el portátil, entro en la aplicación de Skype y las
llamo.
—¿Qué bicho te ha picado ahora? —mi cuñada como siempre tan
simpática.
—Hola, cuñadita, yo también me alegro de hablar contigo, estás más gorda
desde la última vez que hablamos.
—¡Zorra!
—Yo también te quiero.
—¿Ya empezáis? —Oli pone los ojos en blanco y menea la cabeza—. Sois
peor que niñas.
—¿Estáis todos bien? —pregunto sonriendo.
—Estupendamente, ahora desembucha, chalada.
—Por Dios, Sheila, ¿quieres dejar a tu cuñada en paz? No le hagas caso,
Rebeca, está insoportable.
—Es el embarazo—asegura ella tajante.
—Y una mierda es por el embarazo, guapa, tú ya vienes así de serie.
—¿Quieres que llame a tu hermano para que le cuentes a él cuál es el
problema?
—¡Puñetera!
—Te echamos de menos, cielo, ¿cómo estás?
—Yo también os echo de menos, Oli, en cuanto a lo de cómo estoy… ¡Puf!
Vais a quedar con la boca abierta con lo que os tengo que contar.
—Ya estás tardando—se queja mi cuñada dándole un mordico a un
pepinillo en vinagre.
Empiezo contándoles, con pelos y señales, lo que sucedió en la fiesta de
Dolce & Gabbana. Como había previsto, en cuanto les hablo del supuesto
acompañante, que me esperaba en el camarote, y las pintas que éste tenía, se
parten de risa, sobre todo mi cuñada, que llega atragantarse con el pepino y
tose como una loca.
—Te está bien empleado, eso te pasa por reírte de mí.
—Lo siento, pero es que es muy gracioso, ¿quién era? ¿Lo conocías?
—Qué va, en cuanto entré en aquel camarote y le vi, no sabía si pedir
socorro o desternillarme.
Sigo hablándoles del extraño, de cómo se me insinuó y me pidió que me
acercara para observar de cerca mis atributos y comprobar si estaban tan bien
puestos como le habían asegurado; lo ofendida que me sentí por ello y lo
deslumbraba que estaba cada vez que él abría la boca y me dejaba ver sus
relucientes dientes, dorados.
—Espero que le hayas dado una buena patada en los cojones.
—Pero qué bruta eres, hija mía—la regaña Oli—. ¿Lo hiciste?
—Me acerqué con esa intención y, de paso, arrancarle de un guantazo
aquellos horribles dientes, pero…
Sus ojos se abren de par en par al enterarse de que todo era un montaje de
Theodore para burlarse de mí por haberlo enviado al hotel.
—Siento decirte esto, cielo, peo ya sabes que donde las dan las toman.
—Eso mismo dijo él, Oli.
—¿Y qué hiciste?
—¿Pues qué voy a hacer Sheila? —me encojo de hombros—. Hacerme la
ofendida y una vez fuera del camarote, descojonarme.
—Hay que reconocer que el tío tiene imaginación, me gusta—manifiesta
mi cuñada contundente.
—A mí también, la verdad, para qué vamos a engañarnos.
—Seguro que cuando acabe de contároslo todo, no opináis lo mismo.
Olivia ahoga una exclamación cuando llego a la parte en la que escucho
que el barco ha zarpado y estamos en alta mar; lo nerviosa que me pongo, el
ataque de pánico, mi histerismo por salir de allí…
—Ay, pobre, con la fobia que les tienes desde aquello… Qué mal lo has
tenido que pasar.
—Fue horrible, Oli…
—¿Pero tú no sabías que la fiesta era en un barco, melona?
—Sheila, si lo hubiera sabido no hubiera aceptado ir.
—¿Y qué hiciste, saltar por la borda? —se guasea la muy puñetera.
—Casi…
Suspiran y baten las palmas emocionadas cuando les hablo del inesperado
beso de Theodore, ese que me alejó de mi histerismo y resultó ser un bálsamo
para mi ataque de pánico y, también, por lo que vino después, su manera
especial de distraerme y hacer que me olvidara hasta de mi nombre.
—Sigo diciendo lo mismo, me gusta.
—Estoy contigo, Sheila, ese hombre parece saber muy bien lo que nuestra
pequeña necesita.
—No digáis tonterías, por Dios, sólo fue un polvo y…
—¿Un polvo? Yo he contado hasta tres, y uno de ellos me da la sensación
de que no sólo fue sexo, cuñadita.
—Bah, tonterías.
—¿Tonterías? Olivia, ¿te has fijado cómo le brillan los ojos a Rebeca
cuando nos habla de ese tal Theodore? ¿En cómo su boca se curva en una
sonrisa bobalicona cuando pronuncia su nombre?
—Pero ¿qué dices, loca? Las hormonas empiezan a afectarte el cerebro…
—¿Acaso te atreves a negarnos que ese hombre te gusta?
—Hasta ayer empezaba a creer que así podría ser, eso, o que me intrigaba
demasiado, Sheila, pero ahora…
—¿Qué ha cambiado? —inquiere interrumpiéndome.
—Recordáis que ayer era la fiesta que Lord James daba en mi honor,
¿verdad? —una asiente y la otra exclama:
—¿Era ayer? —le digo que sí con la cabeza—. Lo siento, se me había
olvidado, Chloe no está durmiendo bien estos días por culpa de los dientes y
no sé ni en qué día vivo.
—Tranquila, cielo, no pasa nada—cojo aire y prosigo—. El caso es que…
Entonces les narro el evento de ayer: que me vestí como una princesa,
porque así lo exigía el protocolo; que debíamos comportarnos, hablando y
actuando, como las personas de la época victoriana; la sensación rara que
tenía en la boca del estómago; el descubrimiento de la guía de asuntos
pendientes de caballeros, ya se me entiende…
—¡No me puedo creer que en el siglo en el que estamos se sigan haciendo
ese tipo de cosas!
—Oli, es un club de caballeros de aquella época, cielo, se comportan y
actúan igual—le explico.
—Pues qué quieres que te diga, no me parece ni medio normal.
—Puede que sólo sea una broma, Rebeca, o simplemente para rellanar, ya
sabes, algo así como un paripé.
—No, Sheila, es una apuesta real, estarás de acuerdo conmigo en cuanto
sepas lo que viene a continuación.
—Adelante pues, sigue hablando.
Y lo hago, esta vez hasta el final del relato, sin omitir ningún tipo de
detalle: el bochorno y la humillación que sentí al presentarme al que yo creí
era el Lord y el que él pareciera no conocerme de nada; la impresión que me
llevé al ver al verdadero Lord y la rabia que eso me hizo sentir; la cena, el
baile, los pisotones, la zancadilla, su caída y, finalmente, la charla en la
galería de los retratos.
—¡Menudo cabrón!
—¿Cómo se puede ser tan mala persona?
—¿Lo veis? Sabía que cambiaríais de opinión respecto a él.
—Pero ¿quién coño se crees que es el estirado es para darte una lección?
—gruñe mi cuñada.
—Pues anda que está guapo él para ir dando lecciones a nadie, ¡estúpido!
—Oli, el próximo insulto que sea uno de esos que suena fuerte, seguro que
sabes alguno…—digo con recochineo.
—Me sé muchos, lista, pero Chloe está aquí detrás dormida en su cuna y
no quiero que me oiga decir palabrotas.
—Y por lo que veo, aún no os habéis dado cuenta de lo peor…—advierto.
—¿Hay más? —mi cuñada enarca una de sus cejas.
—Os voy a dar un par de pistas… Apuesta, Lord James y… —ambas se
quedan pensativas, la verdad que están de foto y espero a que den con ello.
Un minuto, dos minutos, tres minutos…
—Lo siento, yo no caigo. ¿Y tú Sheila?
—Un momento, estoy en ello. Ya casi lo tengo.
Cuatro minutos, cinco minutos, seis minutos…
—¡La madre que lo parió! —ruge mi cuñada apretando los dientes—. ¡No
me lo puedo creer!
—¿Qué es? Por Dios, Sheila, habla de una vez—ruega impaciente Oli.
—Nuestra Rebeca es L. H., Olivia, la apuesta es sobre ella. Ese tonto del
culo engreído y pomposo ha apostado a que en seis semanas la conquistará.
—¡Qué horror de hombre!
—¿Chloe se ha despertado? —inquiero—. Porque esta vez esperaba un
poco más de entusiasmo con tus insultos, cielo.
—Así es, lo siento. ¿qué vas a hacer al respecto?
—Por su bien espero que no sea quedarse de brazos cruzados.
—Ese, precisamente, es el motivo de mi «SOS». Necesito vuestra ayuda.
¿Qué puedo hacer? —gimoteo.
—Presentarte delante de ese tío y cantarle las cuarenta—propone Oli.
—No, tiene que ser algo que le duela más al muy cretino.
—Yo pienso igual, Sheila, pero ¿qué?
Durante un rato, mi cuñada suelta auténticas burradas por la boca,
dándome ideas que no me convencen hasta que…
—La única manera de joderlo es yendo a ese club y…
—Imposible—niego—, el Libertine es un club sólo y exclusivamente para
caballeros, las únicas mujeres que entran allí son de compañía, ya me
entiendes.
—Rebeca, cielo, no hay nada imposible.
—En este caso sí, Oli, a no ser que me disfrace de fulana, en ese caso…
—¡Ni se te ocurra! —ruge mi cuñada—. Gracias a nuestra querida Olivia
acabo de tener una idea mejor, prestad atención, a ver qué os parece.
Escucho con atención esta nueva idea de Sheila y, la veo hablar con tanto
entusiasmo y tanta seguridad que lo que dice, aunque es una locura, me
convence.
—¿De verdad crees que funcionará? —Oli insegura se muerde el labio
inferior.
—No será fácil y necesitará a alguien que la ayude y, a poder ser, alguien
que sea miembro de ese club—se queda pensativa unos segundos…—. ¿Qué
me dices de Luis? Por lo visto ha estado en el ajo todo este tiempo y también
sería una manera de vengarte de él, ¿no crees?
—Precisamente estaba pensando en él y, sí, sin ninguna duda ese alcahuete
será mi pasaporte al Libertine.
Se nos va el tiempo ideando el plan, muertas de risa, imaginamos la cara
que se les quedará a esos mequetrefes cuando ninguno de ellos gane la maldita
apuesta. Y, por último, les hablo de la inauguración del Lust y lo que aún nos
queda por hacer hasta el jueves.
—¿Seguro que ninguno podéis venir? Me haría tanta ilusión que
estuvierais aquí conmigo…
—Cielo, nosotros no tenemos con quien dejar a la pequeña y es un viaje
demasiado largo para llevarla. Lo siento.
—Y a mí el médico no me deja viajar en avión, y menos esa cantidad de
horas. Además, tu hermano tiene un juicio muy importante ese día. Yo también
lo siento, cielo, pero estaremos contigo en la distancia, hablaremos esa noche
para darte todo nuestro apoyo. Lo entiendes, ¿verdad?
—Por supuesto que lo entiendo—asiento resignada—. Tenía que
intentarlo…
Mucho más tarde, mientras me tomo un café en la terraza, contemplando el
oscuro mar, pienso en la alocada idea de mi cuñada. Sabía que podía contar
con ellas y que me ayudarían con mi venganza. Sonrío. «Prepárate, Lord
James, porque voy a por ti».
CAPÍTULO 15

Los días pasan, y, cuando me quiero dar cuenta, apenas faltan unas horas
para, por fin, abrir las puertas del Lust en esta parte del mundo.
Tengo los nervios a flor de piel y, aunque quiero disfrutar de la noche de
hoy, no sé si seré capaz a lograrlo porque, después de mis últimas cagadas, no
puedo evitar pensar en el ridículo que haría y la decepción que se llevaría mi
hermano si algo saliera mal.
Toca cruzar los dedos, sacar a flote toda esa positividad que me
caracteriza y esperar a que todo salga según lo planeado. Por lo menos tendré
la conciencia tranquila al saber que nos hemos dejado la piel todos por igual
planificando el gran evento.
Por otro lado, no he vuelto a saber nada de Theodore, Theo para los
amigos y gilipollas integral para mí, ¿o debería decir, Lord James?, desde el
sábado. Bueno, miento, sí que he sabido de él a través de sus impresionantes
ramos de flores con sus respectivas tarjetas de perdón. Todos los días, sobre
las siete de la tarde, el repartidor de la floristería Paraíso, hace acto de
presencia en mi puerta para entregarme el ramo del día. Siempre uno distinto y
todos preciosos.
No obstante, según llegan y, después de leer la tarjeta, todos siguen el
mismo camino: el de la basura.
Lo sé, puedo parecer una desagradecida, pero soy de las mujeres que
piensa que, del enemigo, ni agua. Sí, ya, no es así el dicho, ya me lo dijo Mila
cuando la otra tarde me regañó por hacer tal cosa al comentarle lo que hacía
con las flores del mequetrefe, pero yo lo he adecuado a mis circunstancias,
¿vale? Total, que, al final, y como todas las flores van a parar al mismo sitio,
he optado por darle una nueva dirección al repartidor; la del vertedero
municipal de la isla, para que directamente los lleve allí y me ahorre un
trabajo.
Lo siento, soy una arpía, qué le vamos a hacer.
Otro que ha intentado disculparse conmigo, por activa y por pasiva, y
darme una explicación, ha sido Luis, evidentemente me he negado a hablar con
él de asuntos que no fueran de trabajo. Eso sí, le he advertido que, en cuanto
pase la noche de hoy, él y yo tendremos una larga conversación.
Muy, muy larga. Sobra decir que anda firme como una vela y se desvive
haciéndome la pelota, algo de lo que disfruto enormemente porque, sí, Olivia
será la Reina de corazones y mi cuñada Maléfica, pero yo soy la reina de las
arpías y me encanta verlo sobresaltarse cada vez que paso a su lado y
simplemente digo su nombre.
Es para troncharse.
En definitiva, la única que sabe, aparte de Oli y Sheila, que en mi cerebro
se cuece la venganza, es Mila, de momento. No he tenido más remedio que
contárselo porque, como yo todavía desconozco muchas cosas y lugares de la
isla, necesitaré su ayuda para elaborar y llevar a cabo el plan de mi cuñada.
En un principio puso el grito en el cielo y aseguró, con total convencimiento,
algo de lo que yo ya estaba segura: que estoy loca de remate. Luego, como es
habitual en ella, empezó con las dudas y me advirtió de que, si me descubrían,
tendría problemas. «Cómo si no lo supiera», fue mi contestación. No hizo falta
más para convencerla y ahora está tan metida en el ajo como yo. El sonido del
intercomunicador de mi mesa interrumpe mis pensamientos.
—Tienes una llamada por la línea tres, Rebeca—me informa Mila en
cuanto presiono el botoncito.
—¿Línea tres?
—Ajá.
Miro el reloj y sonrío al saber de quién es la llamada.
—Gracias, Mila. Hola, hermanito—saludo tras pulsar el número tres—,
esperaba tu llamada.
—Pues lo siento mucho, pero no soy el capullo de tu hermanito…
—Daniel, qué sorpresa, contigo sí que no contaba.
—Ya lo veo ya. Tu hermano tiene un juicio muy importante y de momento
no podrá llamarte. ¿Qué tal? ¿Estás nerviosa?
—Pues lo cierto es que sí, no es para menos.
—Todo saldrá perfectamente—me interrumpe—, confiamos en ti y en tu
buen hacer.
—Lo sé, y os lo agradezco muchísimo, Daniel, aunque si estuvierais aquí
estaría más tranquila.
—Hicimos todo lo posible por poder acompañarte esta noche, pero, muy a
nuestro pesar, no ha podido ser. De todos modos, quiero que sepas que, aunque
sea en la distancia, estaremos apoyándote, no estás sola, Rebeca.
—Gracias.
—Olivia quiere que te diga que eres la mujer más valiente que conoce y
que no tiene ninguna duda de que conquistarás a todo el mundo. Ah, y que te
quiere—me emociono y suelto la lagrimilla.
—Yo también la quiero, os quiero a todos. Gracias por brindarme esta
oportunidad, espero no decepcionaros.
—No lo harás—asegura—. Bueno, como dicen por ahí, mucha mierda. Te
queremos preciosa.
Lloro a moco tendido después de hablar con él. Les echo tanto de menos…
Me siento tan sola a veces… Daría lo que fuera porque hoy estuvieran junto a
mí, la verdad. Pero soy realista y sé que es complicado… En fin, qué le vamos
a hacer.
Media hora después, salgo de mi despacho y me encuentro a Mila aún allí,
trabajando.
—¿Qué haces todavía aquí?
—Quería terminar de archivar estos dosieres.
—Mila, te dije esta mañana que te fueras a la hora de la comida y no
volvieras.
—Lo sé, pero ya sabes cómo soy—se encoge de hombros—. No podría
disfrutar de la fiesta de esta noche sabiendo que he dejado algo a medias.
—¿Ya has pensado en el seudónimo que usarás? —asiente con una sonrisa
—. ¿Y bien?
—Bambi.
—Oh, me encanta, es tan tierno, tan inocente… Te va que ni pintado—
suelta una carcajada.
—No te fíes de las apariencias, Rebeca, pueden ser engañosas.
Espero a que acabe de recoger su mesa y, juntas, bajamos las escaleras.
Yo, para hacer una penúltima supervisión, seguro que más tarde vuelvo a
bajar, y Mila para irse a casa y ponerse sus mejores galas para la
inauguración. Me despido de ella en la puerta y me dirijo al salón, donde los
nuevos empleados del Lust andan de aquí para allá disponiéndolo todo. Entre
todas las cosas que he hecho estos últimos tres días, la más difícil, ha sido
elegir el personal del club. Espero no haberme equivocado.
Una vez en casa, aunque es tarde, intento comer algo, pero, como tengo el
estómago cerrado, debido a los nervios, decido prepararme un baño e intentar
relajarme. Mientras la bañera se carga y las sales se disuelven en el agua,
saco del armario el vestido que luciré esta noche en la fiesta: un Dior, negro,
de corte sirena, con escote muy pronunciado y algo de cola. Sencillo, elegante
y sexi. Me recogeré el pelo en un moño bajo y luciré unos pequeños
pendientes, a juego con la gargantilla, regalo de mis padres en mi último
cumpleaños, de oro blanco y pequeños diamantes. En los pies, unos zapatos de
finísimo tacón, de aguja, que estilizarán más mi figura y torturarán mis pies,
seguro. Lo dejo todo preparado sobre la cama y el tocador, enciendo el equipo
de música y me meto en el baño.
Cuarenta y cinco minutos, aproximadamente, antes de bajar al salón, y
después de haberme hecho una foto para enviársela a mi cuñada y a Olivia,
con el pulso latiéndome en los oídos y las manos temblorosas, abro la caja
negra que he dejado antes sobre la cama y sonrío al acariciar las plumas, azul
eléctrico, de mi antifaz dorado. Apenas hace un mes que lo he guardado en la
caja y, sinceramente, parece que ha pasado un siglo. Me sitúo frente al espejo
y, con cuidado de no despeinarme, empiezo a deslizarlo… El sonido del
teléfono me sobresalta, dándome un susto de muerte.
—Rebeca—dice Luis en cuanto descuelgo—, tienes que bajar ahora
mismo.
—¿Qué pasa? —me asusta que parezca tan angustiado.
—¡Ha empezado a llover en el salón principal, todo está mojado y
estropeado!
—¿De qué estás hablando? —grito—. ¿Cómo que ha empezado a llover en
el salón? Espero que estés de broma, Luis, porque…
—Ojalá lo estuviera, Rebeca, pero me temo que no es así. Es urgente que
bajes, por favor.
—Ya voy, ya voy.
Cuelgo, cojo las llaves de encima del aparador de la entrada y,
preocupada por lo que pueda estar sucediendo en el salón, y a riesgo de
matarme, bajo las escaleras de dos en dos rogando en silencio que no se haya
roto una tubería y tengamos que cancelar la inauguración. ¿Por qué todo tiene
que pasarme a mí?
¿Es que siempre tengo que quedar en ridículo?
¿A qué maldito santo tengo que encomendarme para que dejen de pasarme
estas cosas?
De esta no me mandan a la luna de una patada en el culo, no; de esta me
mandan a criar malvas al Green-Wood, el cementerio con más historia de
Nueva York.
Llego al hall con la lengua fuera y el corazón desbocado y, al ver al
personal reunido allí, con cara de preocupación, todavía me angustio más, si
cabe. La puerta del salón está cerrada a cal y canto y la miro con terror. Me
acerco presurosa, casi derrapando, y pregunto:
—¿Qué es lo que ha pasado? —sus caras son un poema y se me cae el
alma a los pies.
—No lo sabemos—responde uno de los camareros—, empezó a caer agua
y…
—¿Dónde está Luis?
—Él y Mila están dentro, intentando solucionar el estropicio.
«Maldita sea mi suerte», murmuro dirigiéndome a la puerta y apoyando la
mano en ésta. Tengo tanto miedo a lo que pueda encontrarme del otro lado que
hasta me falta la respiración. Cojo aire y en silencio, me digo: «vamos,
Rebeca, no puede ser tan malo. Sé valiente». Y lo soy, o al menos lo intento,
abro la puerta, me quedo paralizada por la impresión y entonces grito, grito
como una posesa y luego exclamo:
—¡La madre que os pario! ¡Sois unos cabrones!
Mi hermano, mi cuñada, Daniel y Olivia, ataviados con sus mejores galas,
están frente a mi sonriendo y corro hacia ellos con los brazos abiertos y
llorando como una boba.
—¿De verdad creías que te íbamos a dejar sola, hermanita?
Nos fundimos en un brazo y, mientras yo no puedo parar de llorar, no sé si
por el mal rato que acabo de pasar o porque estén aquí, ellos no pueden parar
de reír.
—Casi conseguís que me dé un infarto. Estaba tan acojonada…—los beso
a todos— Y me alegro tanto de veros—sollozo—. Joder cómo me habéis
engañado, qué malas personas sois, pero os quiero tanto…
—Vamos cielo, deja de llorar, estás estropeando el maquillaje.
—Ay, Oli, a la mierda el maquillaje.
Cuando consigo calmarme, vuelvo a abrazarlos y a besarlos y sonrío
agradecida. Soy tan feliz de tenerlos aquí a mi lado…
—Has hecho un gran trabajo, cuñada, esto está precioso.
—Gracias, no hubiera podido hacerlo sin la ayuda de…—entonces me
percato de que, allí, un poco apartados, Luis y Mila nos miran, complacientes
—. Sin ellos nada de esto hubiera sido posible—les hago una señal para que
se acerquen—. Luis, ya conoces a mi hermano y a Daniel, ellas son, Sheila,
esposa de Oliver, y Olivia, esposa de Daniel—hago lo mismo con Mila—.
Gracias a todos por haberme dado esta sorpresa, me habéis hecho muy feliz.
—Siento ser yo quien interrumpa este bonito reencuentro—manifiesta Luis
un rato después—, pero sólo falta media hora para que los miembros del club
comiencen a llegar.
—¿Sólo media hora? —asienten—. Ay, Dios, ¡y yo con esta cara! ¿Me
acompañáis a casa? —pregunto mirando a las chicas.
—Será mejor que subas tú sola, Rebeca, de lo contrario nos darán las uvas
esperando por vosotras, que cuando os juntáis sois un peligro…
—Vale, vale, enseguida bajo.
Mientras me miro al espejo y me retoco el maquillaje, lo tengo claro; voy
a disfrutar de esta noche como si fuera la última, aunque, en realidad, sólo es
la primera de muchas.
CAPÍTULO 16

Las puertas del Lust se abren, oficialmente, a las ocho y media de la tarde,
hora en la que prácticamente empiezan a llegar los miembros del club
ataviados con sus mejores galas y las caras cubiertas de bonitas máscaras, los
caballeros, y preciosos antifaces, con todo tipo de adornos, las señoras. Estoy
emocionada y, los nervios que sentía se han disipado gracias a la presencia de
mi familia. Que mi hermano esté aquí junto a mí, recibiendo a la gente, me da
mucha seguridad y tranquilidad, la verdad. Muchos de ellos, a la vez que nos
saludan, nos van diciendo sus seudónimos; hay de todo: Ariel, El Rey león,
Elsa, Bestia, Bella, que me hace acordarme de la bruja de mi excuñada,
Gastón, Mulán, Eric, Maléfica, «pero esta no es como mi Asturiana», me
susurra mi hermano en cuanto ella se aleja hacia el salón, yo sonrío; como mi
querida cuñada hay muy pocas, por no decir ninguna; casi estoy por asegurar
que ella es única.
Una vez todos, o casi todos, calculo, más o menos, que seremos unas cien
personas en este momento en el salón y con una copa de champán en las
manos, Oliver dice unas palabras que me emocionan, más si cabe, y que me
hacen soltar alguna lagrimilla que otra. Aplaudimos, reímos y, a partir de ahí,
la gente empieza a conocerse, a disfrutar y a divertirse. No sabía que echaba
tanto de menos el Lust hasta este momento en el que, rodeada de gente con la
cara prácticamente cubierta, la música sonando y las conversaciones, esa
sensación de excitación y expectación, que siempre siento en el club, bulle en
mi interior. Suspiro. Sí, lo echaba de menos y ahora ya me siento como en
casa.
Todo va según lo planeado y me encanta ver a la gente tan animada y
comunicativa, tan dispuesta a pasárselo bien. Mi hermano y Daniel, hace rato
que se dedican a saludar a los miembros; Luis y Mila, al igual que yo, están
pendientes de que nada falte y de que el catering contratado vaya sacando los
aperitivos de la cocina, improvisada; y mi cuñada y Olivia, por lo que veo,
mantienen una conversación animada con un grupo de mujeres. Cuando veo
que se quedan solas, me acerco a ellas.
—Os parecerá extraño lo que voy a decir—comenta Oli—, pero tengo la
sensación de no haber salido de Nueva York.
—Yo siento lo mismo—digo—. Lo sentí el día que crucé esa puerta por
primera vez.
—Estoy totalmente de acuerdo con vosotras—mi cuñada llama a un
camarero y nos va entregando una copa a cada una—. Es el momento de
brindar, ¿no os parece? —asentimos y la miramos expectantes—. Porque el
nuevo Lust, de la mano de nuestra pequeña Rebeca, sea todo un éxito—
exclama levantando su copa—, y porque pongas a ese cretino en su sitio y lo
hagas sufrir—suelta una carcajada y nos guiña el ojo—. Por cierto, ¿crees que
está por aquí? —indaga paseando la vista por el atestado salón.
—Pues si te soy sincera, no había pensado en él hasta ahora que tú lo has
mencionado y, no, no creo que esté aquí ya que tiene un club propio del que
encargarse.
—Es una lástima porque me hubiera encantado conocerle y fulminarlo con
mi mirada láser—Olivia y yo reímos al ver esa mirada.
—Pues la verdad, cielo, yo siento curiosidad por saber cómo es…
—Es alto, con un cuerpo de escándalo, pelo oscuro, mirada profunda, boca
pecaminosa, folla de miedo…—suspiro hondo—. Arrogante, prepotente,
vanidoso, estúpido y un gilipollas integral—finalizo.
—Vaya, por un momento pensé que tendría que limpiarte las babas…
—¡Ja! ¡Ja!, muy graciosa.
—Pues con esa descripción, sigo pensando que es una lástima no
conocerlo.
—Tranquila Oli, la próxima vez que le vea, le hago una foto y te la envío.
—Serás capaz…
—Por supuesto que lo soy, ¿lo dudas?
—Si puede ser desnudo, mejor.
—¡Sheila! —protesta Olivia.
—Qué quieres, esto del embarazo me tiene cachonda perdida, hija—las
tres nos desternillamos de risa.
Más tarde, a eso de las doce de la noche, llega el momento de bajar las
luces de intensidad y cambiar el estilo de música para crear un ambiente más
propicio a la seducción, esperando que los miembros se dejen llevar por ella
y se animen a jugar un poco, o un mucho, como ellos quieran, pero que jueguen
y lo disfruten.
Y lo hacen, porque poco tiempo después, algunos miembros empiezan a
desfilar por la puerta del salón con caras pícaras para dirigirse a las
escaleras. Vuelvo con las chicas, que esta vez están junto a la barra y le hago
una seña a Mila para que se una a nosotras.
—¿Todo bien? —le pregunto cuando se sitúa a mi lado.
—Estupendamente.
—Bien, pues ahora divirtámonos que nos lo merecemos.
A lo tonto, y no sé a santo de qué, Olivia empieza a relatarnos la primera
vez que entró en Lust:
—Recuerdo que fue en Albany, estaba tan acojonada que estuve tentada de
no ir, pero como sentía tanta curiosidad, tras haber leído todo aquello en la
página web, ésta me pudo y allá que fui.
—Más que la curiosidad yo creo que fue el morbo—apunta mi cuñada.
—Sí, de eso también había mucho—sonríe.
—Lo primero que hice fue pedirme una copa y, después, ocultarme detrás
de un pilar y observar a todo el mundo, creyéndome invisible.
—¿Y qué ocurrió? —Mila curiosa la mira.
—Ocurrió que conoció a Hércules, el machito del club y también el dueño,
o sea, mi marido—Oli, como siempre, se ruboriza al llegar a esa parte.
—¿Te acostaste con… con… su marido?
—Ajá—responde Oli.
—¿Y a ti no te importó, Sheila?
—Recuerda que aquí en club sólo se usa el seudónimo, Mila, y no, no me
importó ni me importa porque de aquella no nos conocíamos y ahora es agua
pasada, así que… es tontería.
—¡Qué fuerte!
—Sí, chica, muy fuerte, pero así es la vida y que conste que ahora estoy
muy arrepentida de aquello.
—Te lo he dicho mil veces, Oli, por favor, déjate de tonterías, ¿quieres?
—¿Allí conociste a Jack Sparrow?
—No, fue en la siguiente reunión, en Búffalo; recuerdo que llevaba un
sombrero rojo a lo Humphrey Bogart que… —y así, muy animada ella, le
cuenta a Mila la historia mientras Sheila y yo sonreímos.
—¡Madre mía, ¿y resultó ser tu jefe?!
—Como lo oyes.
—Qué romántico—exclama suspirando dramática—. ¿Tu historia con
Hércules también fue así, Maléfica?
—¡Ni de coña!
—Ellos se llevaban como el perro y el gato—explico—, y aquí Maléfica,
no quería ni oír hablar del Lust. Juró y perjuró que jamás de los jamases
pondría un pie en él, pero…
—Escuché una conversación de él y Jack en la que me ponía verde y, la
primera vez que puse un pie en el club, fue por venganza—prosigue mi cuñada
—. Resulta que le dijo a su amigo, después de acostarse conmigo, que yo era
una mujer fría y que no le ponía nada, entre otras cosas; vamos, que me dejó
como el culo.
—¿Y qué hiciste?
—Demostrarle al rubiales que en realidad se moría por mis huesitos.
—¿Cómo? —Olivia y yo nos descojonamos recordando aquello.
—Pues, me planté en Lust y, ni corta ni perezosa, le invité a jugar. Subimos
a una habitación, lo puse más caliente que el pico de una plancha, lo esposé al
poste de la cama, completamente desnudo y lo dejé allí, con las ganas.
—¿En serio? —exclama sin dar crédito.
—Como te lo cuento. Luego llamé a Jack para que fuese a soltarlo.
—¡Madre mía, eres terrible!
—Y total para lo que me sirvió…
—Estás loca por él—aseguro.
—Por eso mismo lo digo, melona, porque la que se muere por sus huesos
soy yo.
—Está claro que el sentimiento es mutuo—murmura Mila—, sólo hay que
ver cómo te mira—las cuatro dirigimos la vista, durante un segundo hacia
donde ellos están para luego seguir con la conversación.
—¿Quién será ése que abraza a tu hermano tan efusivamente?
Noto que se me eriza el bello de la nuca antes siquiera de que vuelva
mirar, aun así, me giro lentamente, sabiendo de antemano lo que me voy a
encontrar; o, mejor dicho, a quién me voy a encontrar, y al cruzarse nuestras
miradas, el corazón me late de prisa y se me reseca la garganta. Desde donde
estoy, no veo con claridad sus ojos, pero sí que noto la intensidad de esa
mirada que, sin que pueda evitarlo, me hace estremecer.
—Es él—murmuro llevándome la copa a los labios.
—Él, ¿quién?
—Pues coño, Oli, él, el lord, el gilipollas integral, el hombre que la trae
de cabeza—susurra Sheila.
—No se le ve bien la cara, pero el tío está de infarto, os lo aseguro.
—¿Tú lo conoces, Mila?
—Sí, lo vi por primera vez en la fiesta de Dolce & Gabbana —bajando la
voz confiesa—, y casi se me caen las bragas del gusto, Maléfica.
Mientras estas tres le hacen una radiografía de cuerpo entero, yo pienso en
una vía de escape, aunque es ridículo porque ya me ha visto y quedaría como
una cobarde, y yo no lo soy.
—Fijaros en ellos, chicas…—nos dice Olivia—. Una mano metida en el
bolsillo del pantalón, en la otra una copa; postura arrogante y altiva… Los tres
parecen cortados por el mismo patrón, ¿no os parece?
—Totalmente de acuerdo, amiga, por lo visto tenemos un imán para atraer
sólo a capullos. Eso sí, unos capullos muy atractivos y que, en el fondo,
cuando se deshacen de toda esa capa de superioridad, son los mejores. A ver
si el Lord va a ser tu media naranja, cuñada…—no contesto y sigo bebiendo
—. Miradla, en estos momentos está en las nubes arrancándole la ropa y
poniéndose cachonda como una perra…
—No digas gilipolleces—medio gruño.
—¿Vas a negarme que te has puesto cachonda contemplándole? —la miro
seria, muy seria—. Si hasta te has pasado la lengua por el labio inferior, ¿no
significa eso que te estabas relamiendo?
—Tú eres idiota y en tu casa ni lo saben—digo molesta.
—Vienen hacia aquí—musita Olivia. Yo trago saliva y bebo un poco más.
—¡Ni se te ocurra escabullirte! —advierte mi cuñada al ver mis
intenciones.
—Cielo—Oli se acerca a mí—, si quieres que el plan de la loca de tu
cuñada de resultado, debes congraciarte con el enemigo, ya me entiendes. De
lo contrario, no servirá de nada tu venganza. Lo sabes, ¿verdad? —asiento.
Tiene razón, si quiero que el plan surta efecto, debo hacerle creer que me
tiene en el bote y me muero por estar con él. Que piense que soy una de esas
mujeres a las que está acostumbrado, de las que dicen que sí a todo sólo por
tenerlo cerca. «Esto no va a funcionar», me digo a mí misma. No, no lo hará
porque me resultará muy difícil dejarme llevar como si no supiera que detrás
de sus intenciones, se esconde una apuesta machista y de neandertales.
Además, tampoco soy una mujer de las que se callan cuando algo no le gusta,
de hecho, mi madre asegura que puedo llegar a hablar hasta debajo del agua;
así que, creo que voy a necesitar encomendarme a algún santo si quiero
vengarme sin sufrir ningún daño colateral, para qué vamos a engañarnos, el tío
está tremendo y, si no fuera tan gilipollas, me enamoraría de él con total
seguridad. Las mujeres somos así, lo complicado nos pone y nos gusta, y
cuando más cabrones, más nos enganchamos. Somos patéticas.
—Chicas, quiero presentaros a alguien—anuncia mi hermano muy
sonriente—. Conocí a este hombre en la universidad y, desde entonces, tengo
el honor de contar con su amistad.
—Pues vaya cosa…—farfullo.
Oli y Sheila me reprenden con la mirada, mi hermano me fulmina con la
suya, y, él, me deja ver esa sonrisa que tanto detesto. «Esto no va a funcionar»,
me repito.
—Ella es Maléfica, mi esposa—prosigue mi hermano—, la mujer de la
que te hablé.
—Así que tú eres la asturiana, tenía muchas ganas de conocerte—saluda
complacido.
Observo con atención a mi cuñada, esperando ver aparecer esa mirada
láser de la que tanto presume porque te deja noqueado, pero ésta, no sé por
qué me sorprende, brilla por su ausencia.
—Ella es Reina de corazones, la esposa de Jack Sparrow.
—También he oído hablar mucho de ti, es un placer conocerte—ésta lo
mira embobada y sonríe.
—Y ellas son, mi querida hermana, Pocahontas y Bambi, aunque supongo
que ya las conoces…
—Supones bien—manifiesta saludando a Mila—. Esta es la tercera vez
que nos presentan, querida—murmura taladrándome con sus ojos—. qué suerte
la suya.
—Yo no estoy tan segura… ¿Y bien? ¿A quién tengo el gusto de saludar?
¿Cuál de sus personalidades se ha traído hoy? ¿Al engreído Theodore, al
pomposo Lord o.…?
—Rebeca… Las normas—masculla mi hermano.
—Lo siento, pero no sé cuál es su seudónimo—digo encogiéndome de
hombros.
—Tarzán. Mi seudónimo es Tarzán.
—¿Tarzán? ¿En serio? —asiente—. Pues que quiere que le diga, le pega
más el del mono que lo acompañaba, ¿cómo se llamaba? —los miro a todos y
al ver las caras de Sheila, Oli y Mila empiezo a arrepentirme de no controlar
mi impulsiva lengua.
—Era una mona y se llamaba Chita—responde tan tranquilo—. Le
confieso que pensé en ponerme ese seudónimo porque últimamente he hecho
mucho el mono, pero al final no me convenció. Además, estará de acuerdo
conmigo en que el taparrabos me quedaría de miedo—todos le ríen la gracia
excepto yo.
—Vaya… veo que alguien ha encontrado la horma de su zapato—se guasea
mi hermano.
—Qué coincidencia, alguien, no hace mucho, me dijo a mí lo mismo. ¿Cree
que estarán en lo cierto, querida? ¿Seremos la horma de nuestro zapato? Yo no
tendría ningún problema en comprobarlo.
Por supuesto que el muy cretino está dispuesto a comprobarlo, ¿de qué otra
manera iba a ganar la maldita apuesta si no? Será…
—¡Ay! —se queja mi cuñada llevando la mano al vientre.
—¿Estás bien, cariño? —la preocupación de mi hermano no tarda en
dejarse ver.
—Sí, creo que sí, necesito ir al aseo.
—Está bien, vamos, te acompaño.
—No, mi amor, tú quédate aquí, ya me acompaña tu hermana, ¿verdad,
Rebeca?
—Claro, claro, ven, es por aquí.
En cuanto cruzamos la puerta del aseo y la cerramos tras nosotras, su
mirada láser aparece y me señala con el dedo.
—¡Así no, Rebeca! ¡Así no! —la madre qué la pario, estaba fingiendo—.
¿Quieres que el lord pierda la apuesta si o no? Porque desde ya te digo que
con esa actitud no lo vas a conseguir. Entiendo que es complicado hacer como
si nada, pero si quieres que el plan de resultado, tienes que cambiar el chip,
¿me oyes?
—Lo sé, aun así…
—Aun así, nada, ¡nada! O haces las cosas bien o no las hagas—asiento—.
Bien, ahora voy a entrar al baño porque tus sobrinos me aplastan la vejiga y
estoy que me meo toda.
Cuando volvemos al salón, mi hermano nos informa de que Tarzán ha
recibido una llamada y ha tenido que irse, yo respiro aliviada. Necesito un
poco más de tiempo para mentalizarme de lo que voy a hacer porque, por si no
lo he dicha ya, que creo que sí, esto no va a ser nada, pero nada fácil.
CAPÍTULO 17

Mi familia se queda todo el fin de semana y decido pasar con ellos el


máximo tiempo posible porque, siendo realista, a saber cuándo los vuelvo a
ver. Continuamente les doy las gracias por el sacrificio que han hecho para
estar conmigo, es algo que nunca olvidaré y así se lo hago saber a todos. Si
antes ya los quería con toda mi alma, ahora me faltan palabras para expresar
todo el amor que siento por ellos.
El viernes, lo primero que veo en cuanto bajo al despacho, es el periódico
de tirada nacional que Luis ha dejado encima de mi mesa. En él, en las páginas
de sociedad y a todo color, sale la noticia de la inauguración del Lust junto
con una fotografía de la fachada de éste y muchos de los miembros, con sus
rostros cubiertos, entrando por la puerta. Por lo visto, uno de estos trabaja en
dicho periódico y se ha encargado de darle notoriedad al evento.
Evidentemente es algo positivo para el club, aunque, debido al anonimato de
los miembros, ya que ni siquiera nosotros sabemos quiénes son la mayoría de
ellos y que, es una norma impuesta por nosotros, no nos interesa que este tipo
de noticias se hagan frecuentes; más que nada para respetar la privacidad de
estas personas y no tener a la prensa, día sí y día también, apostados a la
puerta tratando de averiguar quién se esconde detrás de cada máscara o
antifaz. La noticia menciona que es un club elegante, con clase y buen gusto,
nada chabacano u ordinario, al parecer, como algunos preveían, y nos auguran
un gran éxito en la sociedad ibicenca. Agradecida y satisfecha, cierro el
periódico y sonrío. ¡Hemos empezado con muy buen pie!
—Buenos días—saluda mi hermano entrando en el despacho—, ¿has visto
el periódico?
—Acabo de hacerlo ahora mismo—respondo.
—Esa noticia muy positiva, hermanita, felicidades, has hecho un gran
trabajo—se acerca, me abraza y me besa. Está contento.
—Gracias, todos formamos un buen equipo. ¿Mi cuñada?
—Se ha quedado en el hotel descansando, y Daniel y Olivia han ido a la
playa.
—Pues tú deberías coger a tu mujer y hacer lo mismo.
—Lo sé, pero antes quería pasar a verte para felicitarte y hablar contigo.
—Tú dirás.
Que se siente en la silla frente a mí, me mire con esa cara de
circunstancias y apoye la mano en la barbilla, me pone nerviosa. ¿Qué habré
hecho mal?
—¿Qué pasa contigo y con Theodore James? —suelta sin que me lo
espere.
—¿Cómo dices?
—Vamos, Rebeca, sabes de sobra a qué me refiero. Esa tensión que se
respira entre vosotros no es normal para dos personas que prácticamente
acaban de conocerse.
—Ni idea, no sé de qué me hablas—nerviosa abro y cierro el periódico
varias veces.
—Hermanita, no trates de engañarme que nos conocemos.
—¿Así que sois amigos desde la universidad? —pregunto para alargar lo
inevitable.
—Sí, él fue la persona que me convenció para ir a la fiesta de aquella
hermandad en la que conocí a Lilian, desde entonces nos hicimos inseparables
y luego cada uno siguió su camino, aun así, nos hemos mantenido en contacto
todos estos años. Te toca.
—Oliver, es una historia larga y no quiero hablar de ella, ¿vale?
—Rebeca…
—Está bien, pero prométeme que no vas a enfadarte conmigo.
—Mal empezamos si ya me pides eso.
Respiro hondo varias veces y sin pensarlo más, le relato a mi hermano
todo lo que me ha sucedido con Theodore desde que puse un pie en Londres.
Cuando digo todo, es todo, sin omitir nada. Entre Oliver y yo hay la suficiente
confianza como para hablar de sexo sin llegar a escandalizarnos. Eso sí,
detalles los justos, que tampoco le interesan y una, aunque no lo parezca, es
bastante pudorosa.
—A ver si lo he entendido bien… Te encuentras con él en la convención y
le restriegas tus manos, sucias de café, por la camisa…
—Él chocó conmigo y me tiró el café primero—me defiendo.
—Ese mismo día, te escucha criticarlo e insultarlo en el bar del hotel y…
—Era una conversación privada y no era una crítica particular, sino
general. Nadie lo manda meterse en conversaciones ajenas.
—Te has acostado con él en Londres, te has acostado con él aquí—
enumera—, has hecho el ridículo en la fiesta que dio en tu honor; le haces la
zancadilla provocando que se caiga al suelo… ¿Te has vuelto loca? —me
amonesta enfadado.
—El ridículo lo he hecho gracias a ti y a Luis—me defiendo.
—Y has llegado a esa conclusión porque…
—Porque cuando tú me hablaste de él e insinué que era un viejo verde, no
me sacaste de mi error; tampoco lo hizo Luis, sabiendo como sabía que estaba
equivocada, ni en Londres ni aquí.
—¡Lo que me faltaba por oír!
—Bastante mal me he sentido ya por todo eso, así que, por favor, déjalo
estar, no sigas metiendo el dedo en la llaga, ¿quieres?
—Menos mal que Theodore es un buen tipo, que si no…
—Si fuera un buen tío no habría apostado a que en seis semanas me tendría
postrada a sus pies, ¿no te parece?
—¿De qué hablas? —me mira sorprendido, y yo, resoplando, le hablo de
la apuesta—. No me lo puedo creer, ¡qué cabrón! —exclama—. ¿Y dices que
hay mucho dinero en juego? —asiento—. ¿Y que, gracias a mi asturiana ya
tienes un plan para que no gane la apuesta? —vuelvo a asentir—. Joder, ahora
sí que es una putada no poder quedarme más tiempo, porque esto promete.
—Oliver…
—Nunca imaginé que diría esto, no obstante, ahí va: hermanita, ve a por él
y demuéstrale a mi gran amigo que con los Hamilton no se juega.
—Lo haré—aseguro sonriendo.
—No me cabe la menor duda—me guiña el ojo y se pone en pie—. He
reservado mesa a las dos en el restaurante “Calma”, nunca mejor dicho, en el
puerto. Sé puntual y no trabajes mucho—se acerca, me da un beso en la frente
y camina hacia la puerta—. Por cierto, he invitado a Theodore a comer con
nosotros, espero que no te moleste—cierra la puerta tras de sí, dejándome con
la boca abierta.
Con el beneplácito de mi hermano de continuar con la charada de mi
venganza, y mentalizada de que durante la comida será un buen momento para
limar asperezas con Theodore, o lord James, ya ni siquiera sé cómo llamarle,
llego al restaurante con ganas de dar rienda suelta a la imaginación de mi
cuñada y hacerle creer al gilipollas integral que empiezo a interesarme por él;
pero, para mi desgracia,
éste no se presenta alegando asuntos importantes que atender, aunque por
lo que mi hermano comenta, sí que ha quedado con él para más tarde. Para ser
sincera, he de confesar que me siento desconcertada al descubrir que, creo que
por primera vez desde que lo conozco, tenía ganas de verle. «En fin—me digo
suspirando—, qué le vamos a hacer, otra vez será».
Después de una copiosa comida y una más que agradable conversación de
sobremesa, todos vuelven al hotel a relajarse un poco y quedamos en vernos
en un par de horas para llevarlos a la que ya considero mi cala particular. Sí,
esa en la que Theodore me gritó: «me gustas». De nuevo me sorprende
descubrir que pienso en él continuamente. ¿Por qué? Lo cierto es que no tengo
ni la más remota idea. ¿O sí?
Por la noche, tras darme una ducha rápida, cenar algo ligero y prepararme,
bajo al club a comprobar que todo esté como debe de estar. Doy una vuelta
por el hall, el salón, los aseos y, por último, las habitaciones. Todo está en
perfecto orden. Satisfecha, bajo de nuevo las escaleras y me encuentro con
Mila que lleva una mano escondida a la espalda y sonríe con cara de boba.
—Te estaba buscando—dice—, han traído esto para ti.
En la mano que un segundo antes tenía escondida, hay una cala, de color
rojo sangre, preciosa.
—¿Y esto? —sorprendida, porque las calas son las flores que más me
gustan de todas, la miro.
—Ya te lo he dicho, la han traído para ti.
—Pero ¿quién? ¿Ha sido mi hermano? —niega con la cabeza—. ¿Mis
amigos, mi cuñada?
—No, es de él, de lord James.
—¿Y cómo lo sabes si no trae tarjeta?
—Porque la ha traído personalmente.
—¿Él está aquí? —pregunto mirando a un lado y a otro.
—No, me la dio en la puerta y se fue—se encoge de hombros—. No me
digas que no es preciosa…
—Sí que lo es, pero no olvides lo que hay detrás de este gesto, Mila, lo
hace porque quiere ganar una apuesta.
—Lo sé, aun así, es un detalle tan bonito… Ni se te ocurra tirarla—
advierte señalándome con el dedo.
—No lo haré.
Y de nuevo me sorprendo asegurando tal cosa y, sin que pueda evitarlo,
sonrío mientras acerco la flor a la nariz e inspiro su olor. ¿Qué me está
pasando? ¿Me envía una cala y me pongo ñoñas? «Por favor, Rebeca, si sólo
es una puñetera flor…», me reprendo poniéndola sobre el mostrador del hall.
—¿No vas a meterla en agua?
—Tengo mejores cosas que hacer, Mila—y sin más me dirijo al salón.
Mi hermano, Sheila, Daniel y Olivia llegan poco después de que se abran
las puertas del club y, en cuanto los veo, sonrío dispuesta a disfrutar de la
noche sin pensar en nada ni en nadie más.
—No va a venir—me susurra mi hermano al oído.
—¿Cómo dices?
—Vamos, Pocahontas, miras cada dos por tres hacia la puerta.
—¿Y? —bebo de la copa y aparto la mirada.
—No quieras hacerte la indiferente conmigo, sé de sobra qué esperas
verlo aparecer.
—No sé de qué me hablas.
—Esta tarde me ha pedido permiso para cortejarte—me atraganto con la
bebida y toso.
—¿Cortejarme?
—Sí, ya sé que suena anticuado, pero esas han sido sus palabras. Le he
dado mi consentimiento, por supuesto.
—¿Les has dicho tú que mi flor favorita es la cala?
—No, eso se lo dijo tu queridísima cuñada.
—Dios, sois unos…
—Le hemos visto un poco perdido y le hemos dado un empujoncito—me
interrumpe—. Sólo queremos que ganes la apuesta.
—Claro, cómo no. Seguro que esa no es la única información que le habéis
dado—mascullo molesta.
Afortunadamente para mí, aunque reconozco que me quedo con las ganas
de saber qué más le han dicho, nadie vuelve a mencionarle durante el resto de
la noche.
El sábado me despierto tarde y durante un rato remoloneo en la cama.
Estoy cansada y no me apetece nada levantarme, pero es el último día de mi
familia aquí y hemos hecho planes. Nada fuera de lo común. Ir de compras con
las chicas, tarde de playa, cena y Lust.
Por extraño que pueda parecer, ya que soy yo la que lleva viviendo en la
isla tres semanas, es Olivia la que nos guía, primero por el puerto, donde están
las tiendas más exclusivas de moda, y luego por el mercadillo, para realizar
las compras. En este último, nos pasamos casi dos horas, deambulando entre
los puestos, para acabar comprando sólo unos pendientes y unas pulseras de
abalorios, muy coloridas. Por último, y ya agotadas de andar de aquí para allá,
al menos yo, nos sentamos en una terraza a reponer fuerzas.
—Ayer estuve con tu amigo—comenta mi cuñada como si nada tras pedir
la comanda.
—Lo sé, mi hermano me lo dijo, y no es mi amigo.
—¿Y también te dijo que no dejó de hacer preguntas sobre ti?
—No.
—Pues sí, por lo visto le intrigas, le gustas y quiere conocerte mejor. De
hecho, le pidió permiso a tu hermano…
—Ya lo sé, para cortejarme.
—Exacto. Está muy interesado en ti.
—Bueno, yo también lo estaría si me jugara siete mil euros.
—Y yo que creo que su interés es real…
—Oli, cielo, no te ofendas, pero tú tardas en ver la realidad de las cosas.
—Eso no es cierto, Rebeca—exclama molesta.
—Lo que tú digas…
—¡Joder! —miro a mi cuñada extrañada—. No mires ahora, pero tu lord
acaba de sentarse en esa mesa con una morena. Te he dicho que no mires, coño
—murmura al ver que estoy a punto de girar la cabeza—. Ay, señor, el tío está
que cruje.
—¡Sheila!
—Vamos a ver Olivia, ¿me vas a negar lo evidente?
—Eres muy descarada.
—¿Ves cómo eres la última en enterarte de las cosas? ¿Nos ha visto? —
preguntó con el corazón latiéndome a mil por hora.
—No, o eso creo.
—Pues vámonos.
—Pero…
—He dicho que no vamos, Olivia.
—Chica, menudo carácter te gastas.
—Lo siento—me disculpo y cogiendo las bolsas me pongo en pie. Ellas
me siguen cuchicheando.
«No mires. No mires», me voy diciendo para no ceder el impulso de girar
la cabeza. Pero, como soy idiota y no puedo evitarlo, echo un vistazo por
encima de mi hombro y me encuentro con sus ojos clavados en mí.
Automáticamente, su boca se curva en una sonrisa, provocándome un
escalofrío. ¡Mierda!
—Me estás decepcionando, cuñadita.
—¡Cállate! —rujo.
Por la noche, mientras veo a mi hermano y a Sheila bailar y Oli y Daniel
se han ido a arriba a jugar, pienso la estúpida reacción que he tenido esta
mañana al verle. ¿Por qué lo hice? ¿Por qué hui como una cobarde? ¿Por qué
no me quedé allí tomándome la cerveza, ignorándolo? Ojalá lo supiera, pero
lo cierto es que no tengo la más remota idea. Yo no suelo comportarme así; no
suelo tener miedo, yo no… Un momento, ¿miedo? Por favor, ¿por qué iba a
tener miedo? Qué gilipollez. ¿O no?
—Pocahontas…
—¡Qué! —gruño.
—¿Se puede saber qué te pasa? —parpadeo al escuchar la voz de mi
hermano.
—Lo siento, Hércules, estaba en otra parte. ¿Decías?
—Maléfica y yo no vamos, ¿necesitas algo?
—No, no, estoy bien, de verdad, algo cansada, pero bien.
—Sabes que no es necesario que te quedes aquí hasta el cierre, ¿verdad?
—Lo sé, sí, yo también voy a irme enseguida.
—Mejor buscabas a alguien y echabas un buen polvo, a ver si así se te
endulza un poco esa mala leche.
—Qué te den, Maléfica—mascullo entre dientes.
Más tarde, acostada ya en la cama, y tras analizar metódicamente todo el
plan, me prometo a mí misma que lo de hoy no volverá a ocurrir y que, a partir
del lunes, comenzaré con la operación venganza.
CAPÍTULO 18

Estoy en el aeropuerto, con una congoja que no me deja respirar, al ver a


mi familia cruzar la puerta de embarque. Ahora estoy completamente segura de
que tardaré en volver a verlos y voy a echarlos mucho de menos. Voy a echar
de menos las charlas con mi cuñada y Olivia; sus burlas, sus regañinas… pero,
sobre todo, sus consejos y sus ánimos. Sé que, a pesar de la distancia, puedo
contar con ellas y siempre van a estar ahí para mí, no obstante, en momentos
como en este instante, en el que necesito un abrazo como el comer, no será lo
mismo. Camino hasta el gran ventanal desde donde puedo ver el avión y apoyo
la frente en el cristal, sollozando. También voy a echar de menos a mi
hermano, por supuesto. Él es un gran apoyo y, aunque es el que más se cabrea
conmigo, por mi impetuosidad y mi ligereza al hablar, la mayoría de las veces
sin pensar, es la persona que mejor me conoce y al que adoro con todo mi ser.
Y Daniel, bueno, ¿qué puedo decir de él? Es uno de los mejores amigos de mi
hermano, por no decir el mejor, y el esposo de mi Oli; un gran hombre que, a
pesar de mantenerse al margen la mayoría de las veces y no demostrar a
menudo sus sentimientos, con sus dulces palabras y sus gestos tiernos, me tiene
conquistada, igual que a todo el mundo, y me consta que me quiere tanto como
yo a él. Sorbo por la nariz, limpio las lágrimas que salen a borbotones de mis
ojos y…
—¿Rebeca?
El timbre de esa voz al pronunciar mi nombre me paraliza y contengo la
respiración. Conocería esa voz ronca y rasgada, entre un millón y en un cuarto
a oscuras por lo que provoca en mí. Nadie ha conseguido hasta ahora que, con
sólo pronunciar mi nombre, se me erice el bello de la nuca. Me giro
lentamente, a sabiendas de que estoy hecha un desastre, por mi llantina, y lo
miro con timidez. Para mi asombro, sus ojos no reflejan burla ni su boca la
sonrisa desdeñosa de siempre; al contrario, podría asegurar que, su gesto, ese
que la mayoría de las veces parece estar esculpido en granito, está contraído
por la preocupación. Nuestras miradas se encuentran…
—¿Qué te pasa? —extiende una mano y la desliza por mi mejilla,
arrastrando parte de mis lágrimas con la caricia—. ¿Estás bien? —su dulzura
termina por desmoronarme y niego con la cabeza.
—Se… se… han… se han ido—susurro señalando al cristal.
—Ven aquí…
Me acerca a él con delicadeza y rodea mis hombros con ternura, mientras
yo entierro mi cara en su pecho y vuelvo a sollozar, con fuerza, abrazada a su
cintura y empapando su camiseta con mis lágrimas. Sus manos descienden y
ascienden por mi espalda, tratando de calmarme. Y, no sé si es por la calidez
de su cuerpo, por su respiración pausada, o, por esos besos tiernos que va
depositando en mi cabeza, que lo consigue. Consigue que, poco a poco, mi
respiración se vaya acompasando con la suya y la angustia, por ver marchar a
mi familia, se vaya disipando; consiguiendo que, una sensación, hasta ahora
extraña para mí, y a la que no quiero dar demasiada importancia debido a mi
estado, se aloje en mi pecho y me relaje.
—¿Mejor? —murmura alzando mi cara hacia él.
Dios, tiene esa mirada tan intensa, tan profunda y a la vez tan dulce que,
podría estar atrapada en ella por toda la eternidad.
—Sí, gracias—respondo.
—Bien—una pequeña sonrisa asoma a sus labios.
«Este Theodore sí que me tendría postrada a sus pies en menos que canta
un gallo», pienso deslumbrada por esa sonrisa que tan poco deja ver. Y lo
pienso totalmente en serio, lo juro; si siempre fuera así, me enamoraría de él
sin pensarlo. Pero no lo es, qué le vamos a hacer.
—¿Qué te parece si te acompaño al baño, te lavas la cara, y luego nos
tomamos un café?
—Me parece bien.
Asiente y, para mi asombro, entrelaza sus dedos con los míos y tira de mí
para que siga su paso hacia los aseos, que no tardamos en localizar y a los que
accedo como si estuviera en una nube. Una vez dentro, me miro al espejo y
ahogo una exclamación al ver mi cara. Tengo los ojos enrojecidos e hinchados;
el rímel ha dejado un surco ennegrecido por mis mejillas y la nariz parece la
de un payaso. ¿Se puede estar más horrible? Ya es tener mala suerte que te
encuentres en este estado y la persona en quién menos pensabas, te consuele.
En fin, debe de ser que tengo muy mal karma porque no me lo explico… Me
lavo la cara con abundante agua fría y la seco con toallitas de papel. Con esta
cara no se puede hacer mucho más, así que, resignada, total ya me ha visto en
el peor momento, salgo por la puerta y vuelve a entrelazar sus dedos con los
míos para guiarme hasta una de las cafeterías.
—¿Seguro que estás bien? —indaga una vez pedidos los cafés y sentados a
una mesa.
—Lo estoy—sonrío—, gracias por el consuelo, si te soy sincera,
necesitaba ese abrazo.
—Pues para corresponder a tu sinceridad, te diré que siempre es un placer
abrazarte.
—Ya, claro—su sinceridad me la paso yo por…—. ¿Por qué estás aquí?
¿Viajas a alguna parte?
—No, he venido a acompañar a alguien.
De repente me acuerdo de la morena, que por cierto era despampanante,
que estaba con él ayer en aquella terraza y sin que pueda evitarlo, me pongo
colorada al recordar también mi patética huida.
—¿Tu novia? —«por qué preguntas eso, Rebeca, ¿estás tonta o qué?», me
regaño mentalmente.
—Yo no tengo novia, Rebeca.
—¿Una amiga especial? —«¡pero puedes cerrar el pico de una vez!», me
increpo.
—Si te refieres a la chica morena que ayer estaba conmigo en…
—¿Chica morena? —lo interrumpo—. ¿De qué hablas? —disimulo.
—De la chica que ayer me acompañaba…—sonríe de medio lado—,
seguro que la viste antes de salir a la carrera de la terraza. ¿Qué os pasó?
Porque el camarero se quedó parado con vuestras consumiciones en la bandeja
cuando vio que en la mesa no había nadie.
—Ah, pues… nos fuimos porque olvidamos hacer algo importante, eso es
todo. Y respecto a la chica, ni idea…
—¿Seguro que no os fuisteis por mí?
—No seas engreído, ¿quieres? Ya te dije por qué fue.
—Lo siento, pero os vi antes de sentarnos, parecías cómodas y relajas, y
en cuanto tu cuñada me vio, no sé, me dio la sensación de que era por mí.
Como luego miraste hacia atrás…—resoplo.
—Miré hacia atrás para asegurarme de que no quedaba nada en la mesa—
replico poniendo los ojos en blanco.
—Me habré equivocado entonces—se encoje de hombros.
—¿Y bien? ¿Qué iba a decirme de la chica morena?
—Ella es mi hermana, vino a pasar el fin de semana y estoy aquí porque
también acaba de irse.
—Ahhh, así que es tu hermana… mira qué bien—la media sonrisa vuelve a
aparecer en su boca—. ¿Y tienes más hermanos?
—Aparte de Alison, dos más, Adrien y Amber.
—¿Mayores que tú?
—No, yo soy el primogénito, por eso soy el futuro lord James. Ya sabes
que los títulos nobiliarios los heredan los primogénitos.
—Es verdad, por un momento había olvidado que estaba tomando café con
alguien de la aristocracia—digo con retintín.
—Rebeca, quiero pedirte perdón por lo que te hice, soy un estúpido y tú
tenías razón. No soy mejor persona que tú, al contrario.
Lo miro y sé que es el momento perfecto, así, sin comerlo ni beberlo, de
comenzar con mi plan de venganza.
—Yo también siento haber dicho esas cosas de ti, sin saberlo.
—¿Borrón y cuenta nueva? —propone extendiendo la mano por encima de
la mesa.
—Borrón y cuenta nueva—acepto uniendo mi mano a la suya.
—Bien, creo que esto hay que celebrarlo. ¿Qué te parece si esta noche
paso a recogerte y te invito a cenar?
—Pues me encantaría, pero tengo trabajo.
—El Lust no abre hasta las doce de la noche, ¿no? —asiento—. Podemos
cenar y prometo dejarte en el club diez minutos antes.
—Si no te importa, prefiero dejarlo para otro día. Soy muy maniática y me
gusta cerciorarme de que todo está perfecto antes de que se abran las puertas
del Lust.
—Tú dirás…
—Exceptuando los viernes, sábados y domingos, que son los días que
abrimos el club, el resto los tengo libres.
—¿Mañana? —sugiere esperanzado.
—Perfecto.
—Entonces, ¿tenemos una cita?
—Tenemos una cita.
Me pongo nerviosa al pronunciar esas tres palabras. Nuestra primera cita
oficial, lástima que sea una pantomima por parte de los dos. Él para ganar una
puesta, y yo para hacerle creer que lo conseguirá; cuando lo cierto es que haré
hasta lo imposible para que la pierda. Sí, una verdadera lástima.
—¿Has venido en tu coche? —pregunta una vez pagados los cafés.
—No, no tengo coche, hemos venido en uno de esos taxis de siete plazas
desde el hotel.
—Entonces te llevo.
—No es necesario, Theodore, de verdad.
—Insisto.
Juntos caminamos entre las mesas y luego entre los coches del
aparcamiento. Muy juntos. Tanto que, por varias veces intenta cogerme de la
mano. Y digo intenta porque, cada vez que veo su intención, con dicha mano,
me las apaño para apartarme el pelo de la cara, evitándolo. No pienso dejar
que crea que, porque ha dado un paso más, ya tiene ganada media carrera. De
eso nada.
Veinte minutos después, estamos frente al edificio del Lust con el coche
estacionado cerca del callejón, por el que yo entro, y con nuestras miradas
enredadas. No sé cómo lo hace, pero es que este hombre me mira y me
hipnotiza, de verdad. No puedo evitar quedarme lela contemplando la
profundidad de su mirada. Parecemos idiotas.
—Bueno—carraspeo—, gracias por acompañarme y consolarme en el
aeropuerto. No suelo dejarme llevar por mis emociones y…
—Eso no es cierto, desde que te conozco te he visto dejarte llevar por las
emociones varias veces… y me encanta porque eso demuestra que no eres
contenida ni superficial.
—Gracias, supongo—murmuro.
«¿Por qué leches me ruborizo cada vez que me hace un cumplido?, me
pregunto sintiendo un ligero calorcillo en las mejillas. Me guiña un ojo, se
apea del coche, lo rodea y abre la puerta de mi lado.
—Vaya, si al final va a resultar que eres un caballero y todo—me guaseo.
—¿Lo dudabas? —cada vez que veo esa sonrisilla, el cosquilleo de mi
estómago se revoluciona.
—Pues la verdad es que sí, para qué vamos a engañarnos.
Me acompaña hasta el portal y, antes de que pueda abrir la puerta con la
llave que ya he sacado del bolso, me toma de ésta y me acaricia, poniéndome
la carne de pollo, quiero decir de gallina, y sonríe de nuevo.
—Rebeca, ha sido un placer pasar este rato contigo. Gracias, al aceptar
cenar conmigo, de darme la oportunidad de demostrarte que, por norma
general, no soy tan gilipollas—acaricia mi mejilla y, con delicadeza, pasa un
mechón de mi pelo por detrás de la oreja—. Pasaré a buscarte mañana a las
ocho y media, ¿te parece bien? —digo que sí con la cabeza y entonces, él se
inclina y me da un ligero beso, dulce y tierno.
—¿A que ha venido eso? —inquiero sorprendida.
—¿El qué?
—El beso.
—¿Qué beso?
—El que me acabas de dar.
—¿Te he dado un beso?
—Sí.
—Lo siento, debí hacerlo sin darme cuenta. ¿Te ha gustado?
—Menudo morro le echas…
—Te veo mañana a las ocho y media—y me quedo allí plantada hasta
verlo desaparecer en el coche.
Subo a casa con la sensación de estar flotando y, cuando vuelvo a bajar
unas horas más tarde, ya preparada para echar el vistazo de rigor antes de
abrir las puertas del Lust, sigo con la misma sensación. Es un poco ridículo
sabiendo como sé que por ambas partes es toda una pantomima, aun así, no
puedo dejar de pensar y, por qué no decirlo, desear, que esa maldita apuesta
no existiera. Y, ese pensamiento y ese deseo me asustan.
CAPÍTULO 19

El lunes, a pesar de que no tenemos que trabajar porque es nuestro día de


descanso, decido bajar al despacho y comprobar por mí misma lo que Mila me
comentó ayer: «Rebeca, hemos recibido un total de treinta y seis solicitudes
para el club, ¿no es maravilloso?». Claro que es maravilloso, así mismo le
contesté. Que sólo en tres días que el Lust llevaba abierto, recibiera tantas
solicitudes, era señal de que estábamos haciendo un gran trabajo y que, los
que ya nos conocían, habían hablado bien de nosotros. Mi hermano siempre lo
dice: «la mejor publicidad es el boca a boca, para bien o para mal». Y tiene
toda la razón del mundo. Ahora mismo, contando con las solicitudes que se
aprobaron, sigo pensando que se recibieron después de la apuesta en el
Libertine, son casi ciento sesenta los miembros con los que contamos. No está
nada mal, ¿eh? Soy consciente de que, debido a que estamos en una isla muy
turística, algunos de esos miembros estarán de paso, aun así, que quieran
conocernos y divertirse con nosotros, me halaga y satisface muchísimo.
Mientras me ducho, pienso en la conversación mantenida con Mila antes
de verla desaparecer escaleras arriba, acompañada de Luis. No hay que ser
una lumbrera para saber hacia dónde se dirigían, ¿verdad? En cuanto tenga la
ocasión, que espero sea pronto, tengo que preguntarle qué hay entre ellos;
aunque en realidad ya me imagino la respuesta, quiero que sea ella quién me lo
cuente. En la conversación hablamos de todo un poco, principalmente de lo
bien que habíamos empezado con las reuniones del club, pero luego, una cosa
llevo a la otra y, como no podía ser de otra manera, también hablamos del
alocado plan de mi cuñada:
—¿Estás segura de lo que vas a hacer, Pocahontas?
—Ahora mismo no lo sé.
—¿Y ese cambio tan repentino? Porque en toda la semana no te he visto
dudar ni una sola vez.
—No me hagas caso, es sólo que hoy estuve con, ya sabes, y me ha hecho
dudar.
—¿Cómo que has estado, con ya sabes? ¿Cuándo? ¿Dónde?
Le hablo del encuentro inesperado que tuve con Theodore, Theo para los
amigos y, ya no tengo muy claro lo qué es para mí, en el aeropuerto, después
de que mi familia subiera al avión.
—Oh, qué tierno y atento, Rebe…, quiero decir, Pocahontas.
—Sí que lo fue, me pilló en un momento vulnerable y, juro que ese abrazo
que me dio fue un bálsamo para mí.
—¿Crees que haya podido cambiar de opinión respecto a, ya sabes, y haya
dado marcha atrás?
—No tengo ni idea, pero para ser sincera, me gustaría pensar que sí. Si lo
hubieras visto, Bambi, tan cariñoso… Sin esa aura de arrogancia y
prepotencia que por norma general deja ver… Tan dulce—suspiro y ella me
mira con atención—. ¿Qué pasa?
—No te estarás enamorando de él, ¿verdad?
—Pero ¿qué dices? ¿Te has vuelto loca?
—¿A qué ha venido entonces ese suspirito?
—Viene a que el hombre que ayer me consoló en el aeropuerto me gusta y
me hizo desear conocerlo de verás, sin la duda de que lo que haga o diga se
deba al aburrimiento de unos neandertales y a su arrogancia.
—¿Y qué piensas hacer?
—Salir de dudas, supongo.
—O sea que el plan sigue en marcha.
—Por supuesto. Tengo que colarme en ese club y ver si esa estúpida
apuesta sigue adelante o qué. Por el momento, mañana iré a cenar con él y…
—¡No me digas que tenéis una cita!
—Sí, me invitó a cenar y acepté—me encojo de hombros—. El de ayer era
un buen momento para que, en el caso de que eso siga adelante, acercarme a él
sin que sospeche nada.
—Bueno, tú sabrás…
«Sí, yo sabré», me digo mirándome al espejo tras salir de la ducha. En
realidad, ni sé, ni tengo claro nada de nada; por eso, en cuanto el martes entre
en el despacho, lo primero que haré será mantener con Luis la conversación
que tenemos pendiente y, a continuación, dependiendo de lo que él me diga,
actuar.
Paso parte de la mañana encerrada en el despacho: cotejando datos,
leyendo solicitudes y preparando dosieres. A eso de la una de la tarde, subo a
casa y, como el día es espléndido y luce el sol, decido ir a comer a la playa,
olvidarme de todo, y relajarme enfrascada en la lectura de un libro.
Unas horas más tarde, con la piel aún caliente por el sol, y completamente
relajada, por lo visto me ha venido muy bien holgazanear, vuelvo a casa para
prepararme para mi cita con Theodore. Me ducho de nuevo y luego, indecisa,
miro el interior del armario. Como no sé adónde va a llevarme a cenar, si será
un sitio elegante o informal, opto por ponerme un vestido de verano, negro y
con lunares blancos, de tirantes finos y cuello redondo; con refuerzo en la
parte del pecho y que cae por encima de la rodilla, suelto y vaporoso. Lo
convino con unas sandalias rojas y una cartera del mismo color. Me dejo el
pelo suelto, y me pongo un maquillaje discreto y muy natural. Como siempre,
me miro en el espejo de cuerpo entero que hay en mi habitación, y sonrío
complacida al ver mi reflejo en éste. Me gusta. Quince minutos más tarde,
exactamente a las ocho y media, ni un minuto más, ni uno menos, suena el
timbre del portero automático anunciándome que mi cita ha llegado, puntual.
Respiro hondo varias veces, y salgo por la puerta dispuesta a disfrutar de la
velada.
En cuanto doblo la esquina del edificio, lo veo y doy un paso atrás para
contemplarlo a capricho, sin que me vea. Está apoyado en el coche, mirando al
suelo, con los brazos cruzados sobre el pecho, y un tobillo sobre el otro. Va
vestido con un pantalón, gris, y una camisa, negra, arremangada hasta el codo y
con un par de botones desabrochados, dejando a la vista un poco de esa piel
morena y suave que me encanta acariciar. La respiración se me acelera y la
garganta se me reseca. Para qué vamos a engañarnos, es verlo y desearlo. Me
llevo la mano al pecho y respiro hondamente, tratando de que mi respiración
vuelva a ser normal y, sólo cuando creo haberlo conseguido, me decido a
doblar la esquina; es entonces cuando él levanta la mirada y sus ojos se clavan
en los míos, y sonríe, consiguiendo que mis ejercicios de respiración se vayan
al garate por la puerta grande.
—No puedo creerme que de verdad estés aquí, frente a mí y dispuesta a
darme una oportunidad—exclama.
—¿Y eso por qué?
—Digamos que tenía miedo a que en este tiempo hubieras cambiado de
opinión y me dejaras en la estacada.
—¿Me crees capaz de hacer algo así?
—Por lo poco que te conozco, diría que sí.
—Aún estoy a tiempo de hacerlo—digo pareciendo estar ofendida—. De
hecho, es lo que voy a.…—antes de que pueda acabar la frase lo tengo pegado
a mí.
—Lo siento, pero ya no tienes escapatoria—me susurra al oído enroscando
uno de sus brazos alrededor de mi cintura.
—Sólo era un farol…
—Por si las moscas—sonríe y me contempla de pies a cabeza, tomándose
su tiempo—. Querida charlatana, está usted realmente preciosa.
—Oh, por favor—pongo los ojos en blanco—. No me digas que te has
traído a Lord James porque no sé si podré soportarlo.
—Mentirosa, el lord te encanta.
—Yo que tú no estaría tan seguro.
—Querida, si te gusta uno te gustan todos porque llevan el mismo
envoltorio…
—Engreído.
Suelta una carcajada, ronca y sensual, de esas que te ponen los pelos de
punta, y me abre la puerta del coche invitándome a entrar.
—¿Adónde vas a llevarme? —indago una vez que él está frente al volante.
—Es una sorpresa—pone el coche en marcha y se une al tráfico.
Automáticamente empiezan a salir de la radio las primeras notas de “You
´re Beautiful”, de James Blunt. Me encanta esta canción y, sin que pueda
evitarlo, comienzo a tararear la letra.
—¿Te gusta Blumt? —pregunta sorprendido.
—Sí, me encanta.
—Otra cosa más que tenemos en común.
—¿Y cuáles son esas otras cosas que según tú, tenemos en común? —lo
miro con atención.
—Las iremos descubriendo poco a poco, ya lo verás—sonríe enigmático y
me guiña el ojo.
Rodeamos todo el paseo de la playa y, cuando creo que va a llevarme a el
otro punto de la isla, entra en una glorieta y cambia de dirección, tomando la
salida al puerto, recorriendo éste con lentitud, hasta llegar a la altura de un
barco de madera, precioso.
—Hemos llegado—anuncia.
—Venga ya—me quejo—, ¿sabiendo cómo sabes lo que me horrorizan
estos cacharros y me traes a uno? —incrédula lo miro sin pestañear.
—Bueno, dijiste que sólo podría volver a besarte si estabas en la cubierta
de uno así que, no me has dejado más remedio.
Que estemos aquí porque tenga la intención de besarme hace que, ese
cosquilleo que cuando estoy con él siento en el estómago, se acentúe, aun
así…
—¡No pienso subirme ahí! —protesto sin mucha convicción.
—Lo harás, ¿y sabes por qué? —niego con la cabeza—. Porque este es un
barco restaurante y no se moverá de aquí; y, aunque lo hiciera, yo estaré a tu
lado para hacer que te olvides de todo—sus cejas suben y bajan acompañando
su mirada pícara.
—¿Estás seguro?
—¿De qué? ¿De ser capaz de hacerte olvidar o de que no se moverá?
—De lo segundo, ambos sabemos que lo primero ya lo has hecho, aunque,
claro, yo estaba en una situación complicada y así cualquiera lo hace—suelta
una carcajada y menea la cabeza.
—Venga, confía en mí.
—Está bien, tú ganas. Pero que sepas que, al más leve movimiento, soy
capaz de lanzarte por la borda.
Dejamos el coche estacionado allí y, juntos, uno al lado del otro, subimos
a “El barco”, ese es el nombre del restaurante, tal cual. Lo de devanarse los
sesos siendo originales, como que no, vaya. Una vez en cubierta, mientras
Theodore habla con el que imagino será el maître, yo me dedico a observarlo
todo con atención. La verdad que es un barco precioso, todo de madera; con un
comedor enorme y acogedor; al fondo hay una especie de bar y un hombre toca
el piano. Es romántico, muy romántico. En la parte de arriba, hay una terraza,
bastante concurrida, donde, al parecer, la gente se toma un aperitivo entretanto
esperan a que su mesa esté lista. Me gusta.
—Nuestra mesa estará lista en cuarenta minutos, ¿te parece que subamos a
la terraza hasta entonces?
—Sí, por supuesto.
Arriba nos sentamos a una mesa que está prácticamente pegada a la borda
y, a pesar de que el barco apenas se balancea un poco, no puedo evitar
ponerme un poco nerviosa.
—¿Seguro que este cacharro no va a moverse de aquí?
—Te lo prometo. ¿Qué te apetece tomar?
—Una copa de vino estará bien.
Mientras él se acerca a una pequeña barra que hay en la popa del barco, a
pedir nuestras consumiciones, yo contemplo embobada las vistas. Está
anocheciendo y la isla se ve preciosa, muy iluminada y colorida.
Impresionante. Las calles y el puerto están atestadas de gente: en terrazas,
paseando, riendo y divirtiéndose. Me encanta.
—Me muero por saber qué es eso en lo que estás pensando que te hace
sonreír así—el camarero, que viene detrás de Theodore, deja las copas de
vino y un cuenco de frutos secos, sobre la mesa.
—Pensaba en lo hermosa que se ve la isla desde aquí arriba.
—Vaya, y yo que creía que era por mí—alza la copa y me mira—. ¿Chin
chin?
—Chin chin—lo secundo uniendo mi copa a la suya—. ¿Qué? —pregunto
empezando a ruborizarme por culpa de esa mirada tan suya.
—Eres preciosa—murmura.
—Vaya, pues sí que es bueno este vino que con solo un sorbo ya dices
chorradas.
—Lo digo completamente en serio, Rebeca.
—Gracias—musito tímida sin saber qué otra cosa decir.
Nos quedamos en silencio durante unos minutos y, en ese tiempo, soy
consciente de cómo lo miran las mujeres que están en la terraza y, eso, no sé
por qué, me molesta, como si él fuera de mi propiedad o algo así. ¡Qué
tontería!
—¿Te has fijado en que para las mujeres que hay aquí eres el centro de
atención?
—En lo único que he podido fijarme, aparte de en ti, es cómo te miran los
hombres. ¿Y sabes qué?
—¿Qué?
—Me siento afortunado por ser yo el que está sentado contigo en esta
terraza disfrutando de tu compañía.
—Exagerado.
—Para nada.
—Háblame de ti—le pido.
—¿Qué quieres saber?
—Todo lo que quieras contarme, por ejemplo… ¿Qué se siente al ser de la
aristocracia?
—Yo no me siento parte de ese cuento…
—¿No te gusta?
—Es una chorrada. Un título que se hereda de generación en generación y
que en la época en que estamos, no sirve para nada. Así que no, no me gusta.
—¿Por eso no sale ninguna imagen tuya en Google?
—¿Has estado investigándome, Rebeca?
—Digamos que estando en Londres, sentí mucha curiosidad por saber
quién era el escurridizo lord que nunca se dejaba ver y busqué en internet.
Sólo encontré fotografías de tu padre y otros dos hombres más. De ahí que
creyera que tu padre era, ya sabes…
—¿El viejo verde?
—Sí—respondo avergonzada. Él suelta una carcajada.
—Confieso que me divirtió mucho que creyeras eso.
—Pues no lo pareció.
—Lo sé y lo siento.
Su disculpa me parece sincera, de todos modos, no puedo evitar pensar
que el que se esté marcando un farol ahora, sea él. Cómo me gustaría salir de
dudas de una maldita vez y dejarme llevar.
—¿Y bien? ¿Por qué no hay ninguna imagen tuya en la red?
—Porque mi vida personal es mía y de las personas con quien yo quiera
compartirla. Odio toda esa parafernalia de la prensa rosa, como lo llaman por
aquí.
—O sea que muy poca gente sabe que eres un lord y además el dueño del
Libertine, ¿no?
—Sí, bueno, hasta la fiesta que di en tu honor así era… Ahora ya
demasiada gente sabe quién soy.
—¿Te arrepientes?
—Me arrepiento del motivo que me llevó a hacer la fiesta, de lo demás no.
—¿Te refieres a lo de darme una lección?
—Sí, me he comportado como un capullo.
—Pues sí, la verdad, y como castigo ahora todas las mujeres del mundo
querrán conocerte. ¡Qué infelicidad! —ironizo.
—No me gusta ser el centro de atención…
—Pues lo eres, mira a tu alrededor y compruébalo.
—¿Por qué mirar a mi alrededor cuando las mejores vistas las tengo ante
mí?
Me ruborizo, sí. Me ruborizo, como una colegiala que acaba de recibir su
primer piropo, ante esa mirada que me hace estremecer y esa sonrisa que me
calienta la sangre. Hablamos durante unos pocos minutos más y bajamos al
comedor.
Durante la cena me cuenta que su hermana Alison, aunque es muy alocada
y muy pija, palabras textuales suyas, es su ojito derecho y la está ayudando a
encauzar su vida; que su otra hermana, Amber, está felizmente casada; y que
Adrien, es una bala perdida al que algún día la vida pondrá en su sitio.
También me habla del Libertine, un club que heredó de su familia en Londres y
que decidió expandir hasta aquí.
—Pero ¿el club de Londres no se llama Libertine Green Clover?
—En realidad era Green Clover solamente, yo añadí lo de Libertine para
hacerlo un poco más mío, no sé si me entiendes.
—Quieres decir que como tú eres un libertino has querido que llevara tu
sello, ¿es eso?
—Algo así, sí.
—¿Por eso las únicas mujeres que pueden entrar son profesionales?
—El Libertine no sólo es un club de caballeros, Rebeca, también es un
club en el que, cuatro días al mes, se hacen reuniones de BDSM.
—¿En serio? —asiente—. Así que te mola el sado y esas cosas…
—El sado no mucho, esas otras cosas, sí.
—Supongo que eres un amo…
—Pues no—me interrumpe—, estoy en el otro bando. Soy un sumiso—
confiesa abiertamente sorprendiéndome.
—¿Tú un sumiso? ¡Venga ya! —sonríe—. No te creo.
—Bueno, sólo hay una manera de que compruebes si lo que digo es cierto.
—¿Cuál? —pregunto con interés.
—Que seas mi acompañante en la próxima reunión.
—A mí no me va eso.
—Piénsalo, me tendrás a tu merced y podrás hacer conmigo lo que quieres
sin que yo pueda protestar.
—¿Todo lo que yo quiera?
—Todo.
Su oferta me tienta mucho, aun así, no respondo y prometo pensarlo con
tranquilidad.
El resto de la velada es perfecta: bailamos en la terraza con los acordes
del piano; nos tentamos a cada momento con la mirada y las manos; nos
susurramos cosas al oído sólo por el placer de sentir nuestros alientos en la
piel del otro… Y sí, antes de bajar del barco, también nos besamos y nos
deleitamos con la danza cadenciosa de nuestras lenguas hasta casi morir de
una sobredosis. No obstante, tras unos largos preliminares que ascienden mi
temperatura, y la suya, a límites estratosféricos, no hay sexo; de todos modos,
fue la noche más perfecta de mi vida.
CAPÍTULO 20

He dormido como un lirón, y eso que un principio pensé que me costaría


coger el sueño debido al enorme calentón que traía, pero, por lo que se ve, lo
de las duchas frías no son una leyenda urbana, funcionan de verdad, lo juro.
Aunque no niego que, si la noche hubiera terminado de otra manera,
probablemente, las horas de sueño hubieran sido menos, pero, sin duda, más
reparadoras porque no debe de ser muy bueno eso de quedarse con las ganas.
Aun no entiendo muy bien que ninguno de los dos, dado nuestro historial
estando juntos, no diéramos ese paso que nos llevara a culminar el deseo que
encendimos con los largos preliminares, porque, apetecer, ¡vaya qué si nos
apetecía! En fin, otra vez será.
Me levanto, desayuno, me aseo, me visto, me maquillo y hago la cama, por
ese orden. Compruebo en el teléfono que no tengo ni llamadas ni mensajes y,
con un firme propósito en mente, salgo de casa. Cierro la puerta, miro el reloj
y sonrío pensando en que sé de uno al que se le van a encoger las pelotas en
cuanto me vea entrar en su despacho. Sí, hoy es el día en el que Luis me
aclarará muchas cosas. O eso espero.
La primera en verme es Mila y, deduzco, por su cara, que sabe que ha
llegado el momento de esa conversación pendiente con nuestro compañero.
—Buenos días—la saludo—, ¿ya ha llegado? —pregunto indicando con la
cabeza hacia la puerta del despacho de Luis.
—Sí, hace diez minutos.
—Pues vamos a allá.
—No seas muy dura con él, por favor—implora.
—No puedo prometerte nada.
Camino los pocos pasos que me separan de su puerta y llamo a ésta. Sin
esperar respuesta la abro.
—Luis, tú y yo tenemos una conversación pendiente, ven a mí despacho,
por favor—su cara me confirma que tiene las pelotas bien adentro.
—¿Ahora? —inquiere inseguro.
—¿Tú qué crees? —sin esperar su contestación doy media vuelta y salgo.
Él me sigue dos segundos después.
Me doy cuenta de que Mila contiene una sonrisa cuando pasamos junto a su
mesa y, ese gesto, me hace sonreír un poco a mí también y le guiño un ojo para
que esté tranquila.
—Ya que vas a pasar parte de la mañana aquí, ponte cómodo—le sugiero
con voz fría y distante. La arpía que hay en mí no puede evitar asustarlo un
poco.
¿Debería sentirme mal por disfrutar de este momento en el que, como en
otra ocasión dijo Mila, su cara es un poema? Bueno, en realidad no sé muy
bien que significa esa expresión porque, si te gusta la poesía, supongo que ver
a alguien con cara de poema debe de ser bueno, ¿no? Igual es que está
pensando en lo que me va a contar, o no sé, da igual. El caso es que tiene esa
cara y a mí, para que vamos a engañarnos, me complace verlo así, acojonado.
—¿Tienes pensado hablar en algún momento o vas a quedarte ahí
mirándome todo el tiempo?
—Verás—carraspea para aclararse la voz—. Esto… Bueno… Eh… Joder,
Rebeca, no sé por dónde empezar.
—Te sugiero que por el principio—mi voz sigue siendo distante.
—¿Qué quieres saber? —que me haga esa pregunta me crispa.
—Cuál es la raíz cuadras de dos millones ochocientos mil, te aseguro que
no—lo miro sin pestañear—. Déjate de marear la perdiz y desembucha de una
maldita vez, ¿quieres? —traga saliva y asiente—. ¿De qué conoces a Lord
James?
—Ya te lo dije…
—Refréscame la memoria.
—Como ya sabes, tu hermano y Daniel me contrataron cuando el Lust aquí
en la isla sólo era un proyecto con la intención de que, de alguna manera, yo
los representara y ellos no tuvieran que viajar asiduamente. Hace unos cuatro
meses, Oliver me llamó pidiéndome que fuera yo en su lugar a la reunión de la
convención de Londres y así lo hice. A la primera persona que conocí allí fue
a Arthur Preston y él me presentó a lord James.
—¿Por qué no me dijiste que era él después de que tropezara conmigo y
me tirara el café encima, y yo restregara mis manos sucias en su camisa? ¿Por
qué me dejaste hacer el ridículo y ponerme en evidencia de esa manera?
—En aquel momento pensé que sabías de quién se trataba, por eso luego
en el ascensor te dije que estabas loca.
—Esa noche, en el bar del hotel, me preguntaste que quién creía que era…
—Y tú no quisiste hablar de él—me interrumpe.
—Pero sí que lo hice del viejo verde, y en ningún momento me sacaste de
mi error. Ni siquiera cuando él, sentado detrás de nosotros, y, obviamente,
escuchando nuestra conversación, me llamó charlatana.
—¿Cómo iba a decirte en su presencia quién era? Te hubiera dejado en
evidencia también porque se suponía que tenías que saberlo, Rebeca.
—Y después, ¿qué? No me digas que tampoco pudiste decírmelo cuando
nos fuimos de allí.
—Después no te lo dije porque estabas muy cabreada y hacerlo supondría
hacer que te sintieras mal—resopla—. Esa misma noche lord James me llamó
por teléfono y me pidió que no descubriera su identidad—toma aire—. Luego,
la última noche, en el Libertine Green Clover, me dijiste que ya sabías quién
era, ¿recuerdas? Y di por hecho que así era, por eso a la mañana siguiente te
comenté lo de pasar la noche con él, porque lo había visto salir del ascensor.
Tu reacción me desconcertó y, no sabía si me estabas tomando el pelo o qué.
—¿Por qué te pidió él tal cosa?
—No lo sé. Arthur, que estaba tan sorprendido como yo por su petición,
supuso que era porque se sentía atraído por ti y quería conquistarte fingiendo
ser otra persona.
—Pues se equivocó porque, lo único que quería el lord, como ya has
podido comprobar, era ridiculizarme delante de muchísimas personas.
—No niego que, visto lo visto, esa haya sido su primera intención,
Rebeca, pero que se sentía y se siente, atraído por ti, salta a la vista.
—Sabes que con tu silencio fuiste cómplice de esa venganza, ¿verdad?
—Lo sé, y estoy muy arrepentido.
—Ahora comprendo por qué cada vez que él aparecía tú te esfumabas;
porque te sentías culpable, ¿me equivoco?
—No, no te equivocas.
—¿Sabías lo de la encerrona de la fiesta?
—Te prometo que no, no tenía ni idea. De hecho, cuando Arthur me dijo
que los padres de Theodore también asistirían a la fiesta, me cabreé
muchísimo y lo busqué para hablar con él, sin éxito alguno.
—¿Qué sabes de la apuesta?
—¿Qué apuesta?
—Vamos, Luis, lo estás haciendo muy bien, no lo estropees o me cabrearé
tanto contigo que lo lamentarás.
Se pone en pie, se quita la chaqueta y la cuelga del respaldo de la silla.
Me mira un segundo y luego aparta la mirada. Resopla, suelta una maldición, y
comienza a caminar de un lado a otro del despacho. Se para, me vuelve a
mirar, y se pasa el dorso de la mano por la frente. Otra vez se para, respira
hondo y se sienta de nuevo en la silla, frente a mí.
—¿Cómo sabes lo de la apuesta?
—Mila y yo leímos el libro que había en el salón cuando nos dejaste solas
para ir al excusado. En un principio no sabíamos que se trataba de mí y, como
nos horrorizó tanto, nos propusimos descubrir quién era la mujer y ponerla al
tanto del juego sucio. Por desgracia no tardé en saber quién era ella. Me bastó
con sumar dos y dos cuando conocí al verdadero lord James. ¿Y tú? —enarco
una ceja, al estilo Sheila, y lo observo con atención.
—A mí me lo dijo Arthur esa misma noche…
—Y te callaste—manifiesto dolida y tajante—. Muy mal no te sentías
cuando decidiste guardar silencio en lugar de advertirme… ¿Qué ganas tú con
ello? Dime, ¿Has apostado por el lord o por tu amigo Arthur? —pregunto con
desdén.
—Por ninguno de los dos.
—Perdona que te lo diga, pero, no me lo creo.
—Ni yo ni Arthur hemos apostado, Rebeca.
—¡Ja! ¿olvidas que acabo de explicarte cómo supe lo de la apuesta? Lo
leí, y el nombre de Arthur salía reflejado allí, en la primera página. De hecho,
él fue el impulsor de toda esa pantomima retando a Lord James a
conquistarme, así que, no te atrevas a negarme algo que yo he visto con mis
propios ojos.
—Sí, de acuerdo, Arthur lo planeó, pero su intención al retar a Theodore
no es otra que comprobar lo que ya te dije, que está loco por ti, no para
perjudicarte.
—Y dale con esa gilipollez de la atracción—digo poniendo los ojos en
blanco.
—Te estoy diciendo la verdad, Rebeca—se calla y mira al suelo—. No sé
cómo voy a explicarte esto para que lo entiendas.
—Pues por tu bien busca la manera porque, en estos instantes, tienes
medio cuerpo y un pie fuera de la empresa, Luis—su cara se descompone y
tarda en reaccionar.
—Verás, según las palabras de Arthur, Theodore es un hombre que nunca,
jamás, ha mostrados sus sentimientos por ninguna mujer, hasta que te conoció a
ti. No me interrumpas—pide al ver mi intención de abrir la boca—. Se acuesta
con ellas una noche y, después si te he visto no me acuerdo. Contigo fue
diferente, mostró su interés antes si quiera de acostarse contigo. Cuando supo
que estabas aquí en Ibiza, no dudo en organizarlo todo en Londres para poder
pasar una temporada aquí; cuando él sólo venía a la isla de vez en cuando y,
cuando lo hacía, no se quedaba más dos o tres días. Por eso, Arthur, al
preguntarle por el motivo de tal decisión, a pesar de que se conocen desde
hace muchísimos años, al ver que él se iba por la tangente respondiendo que
necesitaba unos días de descanso, decidió salir de dudas por sí mismo y darle
un empujón para que, de una maldita vez, se enfrentara a sus sentimientos, de
ahí el reto.
—Y si yo no llego a enterarme de nada y me enamoro de Lord James y
resulta que para él realmente era un juego, ¿qué? Quién sale perjudicado de
todo esto, ¿eh? ¡Quién! ¿Tú? ¿Arthur? ¿Theodore? Yo te daré la respuesta: una
servidora sería la única perjudicada en vuestros juegos machistas. Si me
conquista, gana el lord, y si no, ganan los demás… ¿Y qué gano yo? ¿Sufrir
por vuestra culpa?
—La apuesta no es si te conquista o no, Rebeca, es si se atreve a
intentarlo.
—¡Me da igual, sigo estando dentro de la puta ecuación, ¿no?! Habéis
pensado en los sentimientos de Theodore, pero ¿qué hay de los míos? ¿Acaso
yo no tengo sentimientos? ¿Es que yo estoy hecha de madera y no tengo
corazón?
—Tienes razón, nadie pensó en ti, me siento fatal y muy avergonzado. ¿Qué
vas a hacer?
—No lo sé—digo tras soltar un suspiro algo dramático.
—¿Vas a despedirme?
Ahora soy yo la que se queda callada durante bastante rato, como si
estuviera meditando esa posibilidad cuando, en realidad, aunque no se me vea,
estoy brincando por dentro de alegría, como buena arpía que soy, porque está
tan arrepentido que él mismo se ofrecerá a ayudarme para redimirse.
Y eso es precisamente lo que voy a hacer, aprovecharme de su
arrepentimiento para conseguir mi propósito; que no es otro que darles una
lección y quedarme con el dinero de estos neandertales.
—Verás—hablo al fin—, cuando nos conocimos, pensé que eras un buen
tío y que formaríamos un gran equipo de trabajo, incluso que seríamos amigos.
De ese pensamiento ha pasado poco más de un mes y, estoy tan decepcionada
contigo que ahora creo que ya no encajas en mi equipo. Te lo dije una vez,
odio que me mientan, Luis, y tú lo hiciste.
—Rebeca…—levanto la mano para que guarde silencio y me deje
continuar.
—Para mí, tanto en la vida personal como profesional, la lealtad es muy
importante, y la tuya ha brillado por su ausencia. No sólo me has fallado a mí,
también lo has hecho con esa persona a la que tanto admiras y te paga el
sueldo: Oliver Hamilton. Él está al tanto de este tema, lo que no sabe es hasta
dónde llega tu implicación en él y, como comprenderás, tengo que ponerlo al
corriente y supongo que será él quien tome la decisión—guardo silencio y lo
observo. Está pálido—. A no ser que…
—¿Qué? —pregunta esperanzado.
—Nah, es igual, será mejor que acabemos cuanto antes con esto—hago
ademán de coger el teléfono.
—Dímelo, Rebeca, por favor… Haré cualquier cosa para que me perdones
y puedas volver a confiar en mí—ruega.
—¿Cualquier cosa? —asiente—. ¿Estás seguro?
—Sí.
—Está bien… Quiero entrar en el Libertine y apostar por mí—su cara se
contrae de nuevo.
—Eso es imposible, Rebeca, el Libertine es un club sólo para caballeros,
ya te lo dije. No obstante, yo puedo hacerlo por ti.
—No, no me fío, por eso quiero ir yo misma en persona.
—Eres una mujer, no te dejarán entrar…
—Lo sé, pero como harías cualquier cosa para que te perdone, tú te
encargarás de encontrar la manera de que pueda entrar, ¿verdad?
—Me estás poniendo en un aprieto y si me descubren…
—Tranquilo, no lo harán.
—¿Cómo estás tan segura?
—Porque haré lo siguiente…—le cuento brevemente el plan de mi cuñada
y abre los ojos, horrorizado.
—¿Te has vuelto loca? No dejaré que hagas algo así. ¡Eso es una locura!
¡Una completa locura! Además, yo no soy miembro del Libertine, sólo voy
cuando Arthur me invita y hasta el momento han sido muy pocas veces, ¿cómo
voy a hacer algo así? No, no puedo, lo siento, si llegaran a enterarse yo…
—Muy bien, entonces no me dejas más remedio que llamar a mi hermano y
decirle que eres cómplice de esta charada de apuesta, o reto, como quieras
llamarlo.
Desesperado, porque se nota a leguas que lo está, se pasa las manos por la
cara y suelta un bufido tras otro, acompañados de palabrotas muy mal sonantes
que llegan a sorprenderme tratándose de Luis. Finalmente me mira.
—Está bien, tú ganas. ¿Cuándo quieres empezar con… esto?
—Cuanto antes mejor.
—Entonces me pondré a ello.
—Adelante.
Cuando me quedo sola en el despacho, suspiro aliviada y satisfecha.
Ahora sí, ahora ya puedo decir que el plan está en marcha.
CAPÍTULO 21

Qué malo deber de ser eso de sentirse culpable, y que efectivo, porque
veinticuatro horas después de mi digamos, chantaje emocional a Luis, éste,
deja sobre mi mesa una invitación al Libertine para el día siguiente. Lo miro y
sonrío con regocijo.
—Qué rapidez…
—Bueno, dijiste que me pusiera con ello cuanto antes y aquí la tienes.
—¿Cómo la has conseguido? —indago.
—Hablando con Arthur y, evidentemente, contándole una mentira.
—Por lo que tengo comprobado, mentir se te da bien, así que imagino que
no te habrá costado mucho inventar una historia.
—Vas a recordarme lo que hice cada vez que tengas ocasión, ¿verdad?
—Dejaré de hacerlo cuando crea que tienes tu deuda saldada conmigo. No
suelo ser una de esas personas a las que les gusta meter el dedo en la llaga,
pero confieso que contigo hago una excepción porque me encanta ver lo mal
que te sientes.
—Ya me doy cuenta.
—¿Y bien? —inquiero—. ¿Cuál es la historia? —me mira sin comprender
—. Me refiero a la que le has contado a Arthur, no quiero meter la pata si me
preguntan y dejarte con el culo al aire. Al contrario que tú, suelo respaldar y
proteger a mi equipo. Me disgusta que por mi culpa puedan quedar en
evidencia y sentirse avergonzados.
—Tienes lo que querías, ¿no puedes parar ya con eso? No necesitas
recordarme cada dos por tres lo que hice, Rebeca, lo sé perfectamente,
créeme.
—Ya te lo dije, cuando tu deuda esté saldada con…
—¿Y cuándo será eso? —me interrumpe.
—Pues si mal no recuerdo, dentro de tres semanas y media. Fecha límite
para que esta charada de reto, o apuesta, termine. Hasta entonces, consideraré
que por tu traición estarás a mi merced para lo que precise.
—Qué suplicio, se me va a hacer eterno—exclama resoplando.
—Mejor, así lo tendrás en cuenta la próxima vez que se te ocurra
engañarme y traicionarme.
—Cómo si fuera a olvidarlo…
—Venga, deja de quejarte, que no te pega, y cuéntame.
Y lo hace. Durante unos minutos, escucho con atención la magnífica
historia que se ha inventado para explicar mi presencia en el club; es buena y
parece bastante creíble. Me gusta.
—O sea que mañana vas a acompañarme…—digo.
—Por supuesto, ni de coña te dejaría ir sola. Eso sí, quedaré contigo allí y,
una vez dentro, comenzaremos con el paripé. ¿De verdad estás segura de que
quieres hacer esto? Porque no me importa hacerlo a mí por ti, Rebeca, te lo
debo.
—Gracias por tu preocupación, pero llega un poco tarde. Yo lo haré.
—Eres consciente de que habrá muchas cosas que no podrás hacer estando
allí, ¿verdad?
—Lo soy.
—Está bien, si lo tienes claro, no tengo nada más que decir. Sólo espero
que, una vez que estés dentro del club, no te dejes llevar por tu temperamento
y metas la pata.
—Tranquilo, sabré controlarme.
—Eso espero.
«¿Y cómo vas a hacerlo?», me pregunto a mí misma una vez que me quedo
sola en el despacho. «Porque, precisamente, no eras una persona que sepa
controlarse, Rebeca, eres demasiado impulsiva…». «¿Estás segura de esto?».
La verdad es que no, que no estoy segura de nada, pero ¿de qué otra manera
podría acceder al club sin arriesgarme tanto? «No hay otra manera de
hacerlo», me respondo empezando a sentir taquicardias. Me llevo la mano al
pecho a la vez que inspiro y espiro, varias veces, hasta controlar los latidos de
mi desenfrenado corazón e intento animarme. «Todo saldrá bien. Todo saldrá
bien. Todo saldrá bien».
Mas tranquila, compruebo en mi correo el destino del pedido que hice la
semana pasada por internet, y que voy a necesitar para mañana, y según la
información de la página web donde lo hice, debería de llegar hoy antes de las
dos de la tarde. Eso espero, porque, de lo contrario, a ver dónde encuentro yo
aquí en la isla complementos de la época victoriana. A continuación, llamo a
Mila para que entre en mi despacho.
—Ya la tenemos—anuncio en cuanto entra mostrándole la tarjeta.
—¿Qué es eso?
—Mi pasaje al Libertine.
—¿Ya?
—Ajá.
—¿Para cuándo es?
—Aquí pone que para mañana, pero Luis me ha explicado que, como le ha
contado a Arthur que estoy de paso por la isla, podré utilizarla hasta que me
vaya.
—¿Mañana?
Se ha puesto nerviosa y ha empezado a tamborilear con el bolígrafo sobre
el reposabrazos de la silla, algo que consigue enervarme a mí también.
—¿Qué pasa, Mila? —me mira y titubea.
—Pasa que mi madre no ha terminado con eso… ya sabes—hace un gesto
con la otra mano—. Y la amiga de mi prima, tampoco. Aún quedan cosas por
matizar de lo que ya hablamos y no sé si le dará tiempo, Rebeca, ese trabajo
lleva mucho tiempo.
—Pero hace más de una semana que lo encargamos, Mila.
—Sí, lo sé, pero tienes que comprender que debe quedar perfecto. No
puede tener ningún fallo—se pone en pie de un brinco—. Voy a llamarlas
ahora mismo—y sale de mi despacho dejándome con la boca abierta sin poder
replicar. Ella y sus neuras.
Todavía no he tenido tiempo de cerrar la boca, cuando vuelve a entrar con
el teléfono pegado a la oreja, haciendo aspavientos con las manos y
conversando a gran velocidad. Sólo de observar su ir y venir, de un lado al
otro de mi despacho, mientras habla, me agota. ¡Joder, menuda energía tiene!
¿Será para todo así? Ni siquiera consigo llegar a pensar en una respuesta
porque, la hiperactiva mujer que tengo a mi alrededor y por todas partes a la
vez, me está mirando fijamente y asintiendo con la cabeza.
—Sí, mamá, sí… ¿Estás segura?… Eso sería perfecto… Sí, enseguida
vamos… Adiós.
—¿Qué te han dicho? —pregunto con miedo.
—Nos vamos a comer a casa de mi madre, hay demasiadas cosas por
hacer si mañana quieres ir a ese club.
—Mila, sólo son las once de la mañana—protesto.
—¿Y? El tiempo vuela, Rebeca. ¡Vamos, espabila y muévete!
Cómo para no moverse con esa cara de loca desquiciada que tiene; jolín,
que parece que le acaban de inyectar un estimulante para elefantes o algo así.
—Mila—susurro conteniendo una carcajada—, relájate, das mucho miedo.
—Si quieres verme relajada mueve el culo de una santa vez.
Obedezco al instante, no vaya a ser que se le desencaje el cuello y su
cabeza empiece a dar vueltas cual niña del exorcista, y cojo el bolso que está
colgado en el perchero, junto a la puerta, para seguirla sin rechistar. Se para
en su mesa, yo detrás; recoge sus cosas: móvil, bolso y una chocolatina, yo
detrás; camina hasta la puerta del despacho de Luis, la abre y asoma la cabeza,
yo detrás.
—Luis—medio grita—, desde ahora estás al mando. Llámanos si nos
necesitas—y sin esperar respuesta, vuelve a cerrar la puerta y se gira, dándose
de bruces conmigo que, evidentemente, estoy detrás.
—Me estás asustando, Mila…—intento hablar.
—Lo sé, cuando me pongo así doy mucho miedo, pero créeme, esta tarde
me darás las gracias por ello.
Sus tacones y los míos repiquetean en el suelo de parqué por todo el
pasillo, hasta las escaleras, donde quedan amortiguados por la alfombra que
las cubre; y vuelven a oírse, dos segundos después, en el hall y hasta la puerta.
En lo que ha durado el recorrido desde los despachos hasta aquí, ni una sola
vez he conseguido caminar a su lado, y no es por nada, pero llevo la lengua
fuera de intentarlo, coño.
Para cuando quiero llegar a casa, bastantes horas después, Mila ha
conseguido sumirme en un estado tal de nerviosismo que no sé si voy o si
vengo. Me siento agotada, en todos los sentidos y no puedo ni con el alma.
Además, me pica el cuerpo y la cara, creo que el material que han utilizado
para hacer lo que encargamos, me produce alergia. Sólo espero que, Ana, la
madre de Mila, tenga razón en su teoría y mañana no me salga un sarpullido
estando en el Libertine, de lo contrario, me echarán a patadas de allí y me
declararán persona non grata en varios kilómetros a la redonda.
El agua caliente de la ducha desentumece mis músculos y, aunque en mi
cabeza sigo escuchando la voz, demasiado estridente y autoritaria, de Mila,
dando órdenes aquí y allá, empiezo a relajarme, al fin, y suspiro. Qué agobio
de día, por Dios. Rezo para que no sea así cada vez que tenga que ir al maldito
club de caballeros porque si no… Me enjabono el cuerpo y luego me lavo el
pelo con parsimonia, masajeándome bien la cabeza para eliminar el resto de
tensión acumulada y me aclaro, toda yo, con abundante agua. Estoy acabando
de ponerme el pijama cuando llaman al timbre de la puerta. Pongo los ojos en
blanco. ¿Qué querrá Luis ahora?
—Una empresa de paquetería ha traído esto para ti—dice en cuanto abro
la puerta depositando en mis manos una caja—. Ah, y tu novio vino al medio
día buscándote, quería comer contigo. Le he dicho que estabas resolviendo,
ciertos asuntos, con Mila. Me ha pedido tu número de teléfono y se lo he dado,
espero que no te moleste, pero bastante estoy metido ya en todo esto como
para encima haceros de recadero.
—¿Eso que detecto en tu voz es sarcasmo?
—Todo este asunto me tiene hasta las pelotas y lo siento, no puedo
disimularlo.
—Bueno, haberlo pensado antes de involucrarte con tu silencio y
complicidad.
—Sí, ya, lo que tú digas. Hasta mañana.
Me deja allí plantada, sin darme opción a replicar ni a dejarle claro que
Theodore James no es mi novio. «Pues sí que parece molesto, sí», pienso
cerrando la puerta y evaluando la caja. La pongo encima de la mesa del salón,
la abro ansiosa, y voy sacando de ella los complementos que compré en la
página web, observando cada cosa con minuciosidad. Todo está correcto y
sonrío. «Madre mía en la que te estás metiendo, Rebeca», me digo y me pongo
frente al espejo para probarme algunas de las cosas y, cuando veo mi reflejo
en éste, no puedo evitarlo y me desternillo yo sola.
Mi teléfono suena en alguna parte, sobresaltándome, y lo busco. Está en la
cocina, sonando insistente. No conozco el número que sale reflejado en la
pantalla, pero intuyo de quién es y, muy a mi pesar, el cosquilleo del estómago
hace acto de presencia.
—¿Sí? —pregunto.
—Hoy he ido a verte y no estabas…
Siempre que escucho su voz, ronca y sensual, se me eriza el bello de la
nuca y un no sé qué me recorre de pies a cabeza. «¿Qué me está pasando?».
—… Y me he quedado con las ganas.
—¿Con las ganas de qué? —me sorprendo preguntando.
—Con las ganas de comer, por supuesto—responde socarrón.
—Entonces supongo que estarás muerto de hambre.
—No sabes cuánto… Por ser tú, te dejo que me invites a cenar y acabes
con esta agonía hambruna…
—Lo siento mucho, mi querido conde engreído, pero, como diría mi amiga
Oli, va a ser que no.
—¿Y puedo saber por qué?
—Porque simple y llanamente, no me apetece—miento.
Apetecer claro que me apetece, no tanto cenar como verlo, no obstante, no
quiero que crea que estoy a su disposición con sólo chasquear los dedos.
—Eres mala y cruel, y no tienes compasión al dejarme con el estómago
vacío.
—Milord, vaya a esa estancia que llaman cocina, habrá el frigorífico y
sírvase, yo invito—su carcajada me hace reír a mí también.
—¿Y mañana?
¿Mañana? Mañana estaré demasiado ocupada preparándome para ir a su
club y apostar por mí. Evidentemente me lo callo e invento una excusa para no
verlo.
—Lo siento, pero mañana tampoco podrá ser.
—Rebeca, ¿estás tratando de evitarme? —parece molesto.
—Para nada…
—Muy bien, entonces pasaré a buscarte a la hora de la comida—y cuelga
antes de que pueda negarme. ¡Será cabrón!
Más tarde, ya en la cama, pienso en todas las cosas que Luis me dijo sobre
los motivos de Arthur Preston para retar a Theodore y, no puedo evitar
hacerme preguntas. ¿Realmente sentirá algo por mí o sólo soy un
entretenimiento que le aportará un beneficio? ¿Hasta dónde es capaz de llegar
por proclamarse ganador? ¿Todo su interés es ficticio? Preguntas para las que
no tengo respuesta y me hacen dudar. Dudar, entre otras muchas cosas, sobre
mi capacidad para llevar a cabo, hasta las últimas consecuencias, y sin salir
escaldada, el plan de mi cuñada.
CAPÍTULO 22

La mañana del jueves la paso encerrada en mi despacho adelantando todo


el trabajo posible, ya que no voy a estar el resto de la tarde, y mirando el reloj
cada dos por tres para no despistarme y que Theodore me encuentre aquí al
medio día. Mi plan es el siguiente: como sé que es muy puntual y, no dudo de
que aparecerá para llevarme a comer, una servidora saldrá por patas una hora
antes de que él se presente aquí y así pueda escabullirme sin problema; de lo
contrario, no me quedará más remedio que acompañarlo y, sinceramente, no
quiero hacerlo. Primero porque, si viene como lord James, en plan toca
pelotas, temo que esta noche en el Libertine no sea capaz de morderme la
lengua y, si algo tengo claro respecto a mi visita al club, es que, sobre todo, no
podré abrir la boca ni para suspirar. Y, segundo, porque, para mi desgracia,
necesito muchas horas para mi transformación y, tanto la madre de Mila, como
la amiga de su prima, llegarán a mi casa a eso de las cuatro para empezar a
obrar magia. No sé si seré capaz de aguantar tanto tiempo con ellas
revoloteando a mi alrededor, pero si quiero que el plan de resultado, he de
sacrificarme y aguantar el tirón de tan largo proceso. Buff, después de las
pruebas de ayer, sólo de pensarlo, ya me da pereza y me pica todo el cuerpo.
A eso de las doce y media, apago el ordenador, recojo mi mesa y suspiro:
es hora de largarse. Cojo mi bolso y mi chaqueta del perchero y, antes de que
me dé tiempo a salir, entra Mila.
—Ah, ¿vas a alguna parte? —pregunta extrañada al verme con mis cosas
en la mano.
—Pues sí, me voy a casa y…
—¿No es muy pronto? —mira su reloj de muñeca y luego a mí.
—Verás, ayer por la noche hablé con Theodore y, sin darme opción a
negarme, aunque ya lo había hecho anteriormente, se empeñó en llevarme a
comer hoy y no quiero que me encuentre aquí cuando llegue, ¿entiendes? Por
eso me voy ahora.
—Entiendo—se hace a un lado para dejarme pasar—. Si no te importa, y
ya que estarás arriba, en cuanto Luis se vaya a comer subiré a tu casa, es
tontería ir a la mía si a las cuatro tengo que volver.
—Me parece perfecto, procura que Luis no te vea subir, porque si sabe
dónde estoy, es capaz de mandar a Theodore a mi casa cuando venga a
buscarme.
—Tranquila.
Estoy despidiéndome de ella en su mesa cuando Luis sale de su despacho.
¡Mierda!
—¿Te vas? —frunce el ceño.
—Sí, necesito hacer unas compras para esta noche en el centro comercial y
probablemente ya no vuelva por aquí. ¿Dónde nos vemos?
—Siento ser pesado, pero ¿estás segura de lo que vas a hacer?
—Completamente—respondo categórica.
—Bien, entonces a las diez en la puerta del Libertine, ¿sabrás llegar?
—No te preocupes, me las apañaré—asiente y, sin decir nada más y con
mala cara, vuelve a entrar a su despacho—. Este está acojonado—le susurro a
Mila con una sonrisa.
—Normal, está metido en este berenjenal por su mala cabeza y se siente
culpable—se encoje de hombros—. Ya se le pasará.
Me despido de ella hasta más tarde y subo a casa, donde intento relajarme
tomándome una copa de vino en la terraza, sin conseguirlo.
Ahora que estoy prácticamente a las puertas del club, reconozco que lo que
voy a hacer me asusta un poco. Más que nada porque mi actuación estará
bastante limitada. No podré hablar ni reír; tendré que controlar mi forma de
caminar y mis ademanes; y, sobre todo, mi temperamento y mi lengua. ¿Estoy
preparada para algo así? ¿Seré capaz de ver, oír y callar? ¿O la liaré parda en
mi primera incursión en el Libertine echándolo todo a perder? «Por supuesto
que puedes hacer todas esas cosas—me digo enfadada conmigo misma—. Es
por ti por quién haces esto, Rebeca, sólo tienes que conseguir controlar tus
nervios y será pan comido».
A la una en punto, compruebo mirando el reloj, el interfono de la calle
suena, sobresaltándome. Sé de sobra quién es y, como si pudiera verme desde
allí abajo, me encojo en la tumbona y contengo la respiración. A continuación,
y tras varios timbrazos insistentes, es el teléfono el que suena; una vez, dos,
tres, cuatro… silencio. Suelto el aire contenido en los pulmones, sólo cuando
me cercioró de que ya no volverá a sonar porque tengo un mensaje en el buzón
de voz. Lo escucho:
«¿Dónde demonios estás, Rebeca? Llevo un rato aquí abajo esperándote y
no apareces. Creía que habíamos quedado para comer y me dejas plantado.
¿Por qué tengo la sensación de que me estás evitando? Que sepas que me voy
desolado porque me moría por verte. No sé qué me has hecho, pero no puedo
dejar de pensar en ti… En fin, esta noche tengo que ocuparme de un asunto en
el club, te llamo mañana».
Lo escucho varias veces más, sólo por el placer de oír esa voz que me
hace estremecer, en el oído; y eso que parecía un poco molesto, no es para
menos, lo he dejado colgado; aun así, debo confesar que me palpita el corazón
muy rápido. Dios, ¿qué tiene este hombre que me afecta tanto? ¿Por qué me ha
emocionado que diga que no puede dejar de pensar en mí sí sé que todo en una
pantomima? ¿O no? Tres golpes secos en la puerta me sacan de mis
cavilaciones y miro hacia ésta asustada desde la terraza. ¿Será él? ¿Lo habrá
dejado Luis entrar? Como sea así lo mato con mis propias manos.
—Rebeca, ¿estás ahí?
Respiro, aliviada al escuchar la voz de Mila y voy a abrir. Trae una bolsa
de papel en las manos y una mueca extraña en la cara.
—Menos mal, ya pensé que tendría que comer sentada en el banco de ahí
enfrente. ¿Por qué has tardado tanto abrir? ¿Estabas durmiendo o algo así?
Va directamente hasta la cocina, deja sobre la encimera la bolsa y saca una
botella de vino de su interior.
—¿Abridor? —pide.
—Es la primera vez que vienes a mi casa y ya sabías dónde estaba la
cocina… ¿Sueles pasar mucho tiempo en casa de Luis? —le doy el abridor y
saco dos copas del armario.
—Rebeca, olvidas que he sido yo la que me he encargado de que tus cajas
estuvieran aquí cuando llegaste, y también de que tu nevera y despensa
estuvieran llenas. No es la primera vez que entro en tu casa—sirve el vino y
sonríe—. En cuanto a lo de pasar mucho tiempo en casa de Luis, te diré que el
justo y necesario, ya me entiendes…—me guiña un ojo y bebe—. He ido al
buffet de la esquina y he traído el menú del día: Ensalada de endivias y
anchoas; carne asada con patatas y tarta de almendra. Espero que te guste.
Preparamos entre las dos la mesa de la terraza y, cuando ya está todo
dispuesto, nos sentamos a comer, una enfrente de la otra. Durante el primer
plato me cuenta que a Theodore no ha parecido sentarle muy bien que no
estuviera esperándolo, algo que yo ya daba por hecho, y que ha estado
hablando con Luis en el despacho durante un buen rato. Por su bien espero que
no se haya ido de la lengua, de lo contrario yo misma se la cortaré en trocitos
muy pequeños. Y, como creo que este es un buen momento para indagar un
poco en su vida personal, cuando nos servimos el segundo plato, pregunto
como si tal cosa:
—¿Qué hay entre Luis y tú?
—Básicamente sexo, ¿por qué?
Dios, su franqueza al responder me deja un poco cortada. Pensé que igual,
no sé, se haría un poco la estrecha para hablar de la relación que les une. Al
fin y al cabo, no dejo de ser la jefa de ambos y, que estén saliendo juntos
podría molestarme, que no lo hace.
—Por nada en particular, siento curiosidad, eso es todo. ¿Ya os conocíais
antes de empezar a trabajar juntos?
—No, la primera vez que lo vi fue cuando me hizo la entrevista para el
puesto.
—¿Fue amor a primera vista?
—No te confundas, nadie ha hablado de amor… Digamos mejor que fue
atracción a primera vista, eso sí. Yo no pude evitar hacerle un escáner de
cuerpo entero en cuanto entré por la puerta; y él no me quitaba la vista de
encima mientras hablaba con tu hermano por videoconferencia.
—¿Cuánto tardasteis en liaros?
—No sé… Un par de meses. Me gusta hacerme de rogar.
—¿Y lleváis todos estos meses juntos? —me mira y asiente—. ¿Sin salir
con otras personas? —vuelve a asentir—. Entonces no es sólo sexo, Mila,
siento decirte que tienes una relación con él.
Me mira como si de repente me hubieran salido tres cabezas y deja el
tenedor sobre el plato.
—No sé lo que entiendes tú por relación, para mí es compartir
sentimientos, emociones, aficiones… Nosotros sólo follamos, ¿entiendes? No
hay otro sentimiento.
Ahora soy yo la que la mira como si fuera un bicho raro. Está claro que no
se ha parado detenidamente a pensar en lo que acaba de decir; o tal vez no
quiera, que también cabe esa posibilidad, porque, si lo hiciera, se daría cuenta
de que, en realidad, sus sentimientos son otros muy distintos. Yo lo he visto.
He visto como lo mira cuando están juntos, he visto como sonríe cuando él le
dice algo y la he visto coquetear, continuamente. Y estoy convencida de que
ese sentimiento es mutuo por parte de Luis, incluso más.
—¿Él lo sabe?
—¿A qué te refieres?
—A si sabe que vuestra no relación es sólo sexo, ya me entiendes.
—Por supuesto que lo sabe, ¿por qué lo preguntas?
—Por nada en concreto—miento—. Mientras los dos lo tengáis claro…
—¿Estás insinuando algo?
En lugar de decirle que creo que está equivocada y están más enamorados
de lo que se atreven a reconocer, al menos ella, prefiero callarme y que se den
cuenta por ellos mismos.
—No, nada.
—¿Te molesta que Luis y yo nos relacionemos de ese modo? Entendería
que así fuera porque los dos trabajamos para ti y puede resultar incómodo.
—Mientras vuestra relación no interfiera en el trabajo no me molesta, es
cosa vuestra.
—No interferirá.
—Vale.
Cuando terminamos de comer, recogemos la mesa, metemos el menaje en
el lavavajillas y nos preparamos un café que tomamos también en la terraza, a
la sombra de una enorme sombrilla. Poco tiempo después, llegan su madre y la
amiga de su prima y, mientras las dejo disponiendo las cosas en uno de los
cuartos que tengo vacíos, yo me encierro en el baño para darme una ducha y
untarme el cuerpo de crema hidratante, a ver si teniendo la piel bien hidratada,
evito que me salgan los ronchones. A partir de aquí y hasta que terminan su
trabajo conmigo, varias horas después, todo es una locura. Una locura que,
como compruebo cuando me miro al espejo, ha dado un resultado de la hostia.
—La virgen, Rebeca, ¡no pareces tú ni de coña! —Mila se lleva las manos
a la boca alucinada por la transformación.
—Milagros, hija, esa boca, que pareces un camionero—la reprende su
madre—. ¿Cómo te ves, niña? ¿Es lo que tu querías?
—Tiene usted unas manos que valen oro, Ana, me veo fantástica. Y sí, esto
es lo que yo quería, incluso mejor—sonríe complacida—. Ambas habéis
hecho un gran trabajo, es increíble—murmuro tocándome la cara.
—Ha quedado genial, ¿eh? —Almudena, la amiga de la prima de Mila, me
contempla con las manos apoyadas en las caderas, satisfecha.
—Deberías dedicarte a esto profesionalmente—manifiesto.
—Ya lo he hecho, he trabajado varios años para una cadena de televisión
nacional.
—¿Y qué pasó?
—Pues que con la crisis llegaron los recortes y yo me quedé sin empleo.
Ahora lo hago por mi cuenta: cumpleaños, fiestas temáticas, ya sabes… No se
gana lo mismo, pero no puedo quejarme.
—Es una lástima, si hay algo que pueda hacer por ti, no dudes en
decírmelo. ¿Y bien? ¿Creéis que superaré la prueba?
—Por supuesto—responden las tres a la vez sin dudar.
Me quedo sola poco después y, a pesar de que es muy difícil que nadie me
reconozca esta noche, empiezo a ponerme nerviosa según se va acercando la
hora. Plantada frente al espejo, no puedo dejar de contemplar mi imagen en él,
me hago una fotografía y se la envío a las chicas. Las reacciones no tardan en
llegar:
Olivia: «¡Madre mía! ¿en serio eres tú?».
Yo: «Sí, señora, la misma que viste y calza. ¿Qué te parece?».
Olivia: «Me has dejado sin palabras».
Sheila: «Tu hermano se está descojonando. Estás genial, cuñada».
Yo: «Estoy muy nerviosa».
Sheila: «Ánimo, tú puedes».
Olivia: «Lo vas a conseguir, cielo».
Yo: «Eso espero, al menos el trabajo de estas mujeres que sirva para algo.
Bueno, me tengo que ir. Mañana os cuento. Deseadme suerte».
Las dos: «Suerte. Te queremos».
Yo: «Y yo a vosotras».
Guardo el teléfono, las llaves y la cartera, en el bolsillo interior de la
chaqueta; respiro hondo, salgo de casa y bajo a mi despacho a por la
invitación que me dio Luis. Estoy a punto de entrar en éste cuando oigo a mis
espaldas:
—¿Quién demonios es usted, y cómo ha entrado aquí?
Sonrío para mis adentros y me giro lentamente. Frente a mí, un Luis con
cara de pocos amigos, me fulmina con la mirada.
—Responda a mi pregunta o llamaré a la policía, amigo.
Doy un par de pasos hacia él y recula.
—Hablo en serio, caballero, dígame qué hace aquí o de lo contrario…
—Tranquilo, Luis, soy yo.
Esas cuatro palabras hacen que su cara se desencaje por la sorpresa.
Lástima de una cámara de fotos para inmortalizar el momento.
CAPÍTULO 23
—¿Qué…? Quiero decir… ¿Tú?
Sí señor, esa es precisamente la reacción que buscaba. Si Luis, que pasa
muchas horas conmigo, no me ha reconocido, creo que nadie más lo hará. Es
lógico que muestre esa cara de asombro porque es un disfraz muy logrado.
Ana, la madre de Mila, me ha hecho un cuerpo, entero, de goma espuma y
aparento pesar bastantes kilos más; ha confeccionado una levita, gris claro,
con los puños y las solapas de terciopelo negro, que combina a la perfección
con el pantalón que yo misma compré en el mercadillo medieval que han
puesto hace unos días aquí en la isla; la camisa, de un blanco impoluto, la
llevo abrochada hasta el cuello, y sobre éste, para que no se me vea nada de
piel, llevo anudado un pañuelo, también blanco, con filigranas de plata; las
botas, bien lustradas y negras, me llegan hasta la rodilla y, como son tres
números más al que yo calzo, Mila las ha rellenado de algodón para que no
camine como un pato mareado. Es incómodo, pero me las apaño. El resto del
atuendo lo componen: una chistera gris, ribeteada en negro, y unos guantes de
algodón, sencillos, de color blanco. Pero lo más alucinante es lo que han
hecho con mi cara. Almudena, que ha estudiado un grado superior de
caracterización, usando al padre de Mila como modelo, hizo un molde de su
cara que ahora llevo yo puesto, en la mía. Sí, tengo la nariz más afilada, los
ojos un poco saltones, y los labios algo más finos; una peluca, de pelo natural
castaño oscuro, comprada por internet y que me costó una pasta, cubre mi
melena rubia; si a eso le añadimos: unas cejas muy pobladas y masculinas, una
barba espesa con alguna veta gris, unas lentillas marrones oscuras y unas gafas
de montura metálica, redondas, y feas como ellas solas, el resultado es un
caballero un poco entrado en carnes, de semblante serio, poco atractivo, pero
sí muy elegante, que está dispuesto a hacer su primera incursión en un afamado
club de caballeros. El Libertine.
—Me cago en la puta, Rebeca, si no lo veo no lo creo.
—Me alegra ver qué has recuperado el habla, estabas empezando a
asustarme… ¿No te dije que estuvieras tranquilo y que todo estaba
controlado?
—Pero… pero… pero… ¿Cómo lo has hecho? ¿Has alquilado el disfraz?
—niego con la cabeza—. ¿Lo has comprado? —sigue mirándome de pies a
cabeza sin dar crédito.
—La madre de Mila y una amiga de su prima me han ayudado y lo han
hecho para mí.
—Debí suponer que Mila estaría en el ajo. Con razón estaba tan rara estos
últimos días.
Sus ojos no dejan de recorrer mi cuerpo y, cuando llegan a la altura de mi
entrepierna, ahí se quedan durante unos segundos que me hacen sentir
incómoda.
—Joder, ¡si hasta tienes paquete! —extiende la mano con intención de
palpar y yo me aparto.
—Alto ahí, amigo, no vas a tocar mi pene falso—suelta una carcajada—.
Son sólo unos calcetines que Mila cogió en uno de mis cajones. No vayas a
creer que me he comprado un pene de plástico o algo así.
—Por lo que veo no se os ha olvidado ningún detalle, estáis en todo.
—No podíamos dejar ningún cabo suelto, ya sabes… ¿Y bien? ¿Qué te
parece?
—Antes de darte mi veredicto necesito verte caminar, así que muévete.
Lo hago, pongo las manos cruzadas a la espalda y camino erguida y con
paso firme hasta la puerta de su despacho, donde me paro y me giro.
—¿Cuánto tiempo has estado practicando? Porque lo haces muy bien.
—De pequeña imitaba siempre a mi hermano y eso lo sacaba de sus
casillas.
—Ahora que lo dices, con esos andares te pareces a él, sí—vuelvo junto a
él, sonriendo.
—¿Crees que superaré la prueba?
—Si mantienes la boca cerrada, sin ninguna duda.
—¿Nos vamos entonces?
—¿Impaciente?
—Mucho.
—Muy bien, señor Bennet, vayamos pues.
—Sigo pensando que ese nombre no es el correcto… ¿Qué voy a decirles
si me preguntan? ¿Que soy un descendiente del señor Bennet de “Orgullo y
Prejuicio”?
—Es el primero que se me ocurrió cuando Arthur preguntó a nombre de
quién extendía la invitación. Y por tu bien, espero que no respondas nada en el
caso de que te pregunten, de lo contrario lo echarás todo a perder. Por cierto,
¿cómo te las apañarás con eso?
—Llevo aquí en el bolso un cuaderno muy bonito, forrado en piel, que me
he comprado por internet. Diremos que me han operado recientemente de un
nódulo en la garganta y que por ese motivo no puedo hablar. Si alguien se
dirige a mí directamente, sacaré el cuaderno y escribiré en él mi respuesta.
¿Cómo lo ves?
—Perfecto si haces exactamente lo que has dicho. Conociéndote, me temo
que sacarás la lengua a pasear en cualquier momento.
—Hombre de poca Fe…
Un taxi nos recoge en la puerta del Lust y, pasadas las diez y media, no
deja en la puerta de la maravillosa casa victoriana en la que estuve cuando se
hizo la fiesta en mi honor.
—¿Preparada?
—Sí—digo tras respirar hondo varias veces.
Un mayordomo, con librea y todo, nos recibe en el hall para acompañarnos
al salón en el que hice el mayor de los ridículos de mi vida. Estoy nerviosa y
noto la respiración algo agitada. Tengo que tranquilizarme o todo terminará
antes de empezar.
Entramos en el salón, donde ya hay varios caballeros, y nos dirigimos a la
barra, donde varios charlan animadamente. Luis pide dos copas de güisqui
escocés de malta y, automáticamente, y con gran esfuerzo, reprimo las
primeras palabras de la noche. Odio esa bebida, no puedo con ella. Mi
hermano la llama agua de vida, supongo que será porque es capaz de resucitar
a un muerto. Saco el cuaderno del bolsillo interior de la levita, una pluma
estilográfica y escribo:
—«No me gusta el güisqui».
—Pues te aguantas.
—«Me dan arcadas, Luis…»
—Ahora eres un caballero, y como tal, vas a beber esto, ¿o prefieres la
mariconada esa de fresa? Estás en un club del siglo diecinueve, ve
acostumbrándote.
—«¿No podría tomar una copa de champán?».
Sus ojos me taladran y opto por dejar de protestar, no vaya a ser que se
cabree conmigo y me deje aquí sola. En cuanto nos ponen sendas copas del
licor ambarino, sobre la barra, el muy cabrón sonríe y me insta a probarlo. ¡Lo
voy a matar! Si es que la bebida no acaba conmigo antes, claro. El líquido
desciende por mi garganta, dejando un escozor asqueroso, a su paso por ella, y
llenándome los ojos de lágrimas; aun así, aguanto como una campeona y me
trago la tos que me provoca la bebida.
—¿La bebida no es de su agrado, señor Bennet? —pregunta con ironía.
—«Vete a la mierda»—mi respuesta lo hace sonreír.
Poco después de llegar, Luis me presenta como Cedric Bennet, a dos
caballeros que, curiosos por saber de mí porque nunca me han visto por aquí,
se acercan sin ningún disimulo. Les cuenta que soy primo segundo de su padre,
que vivo a las afueras de Londres y que estoy de paso; que mi mujer falleció
hace unos años debido a una larga enfermedad, que no tengo hijos y estoy
jubilado. Ah, y que recientemente me han operado de un nódulo en la garganta
y que es sólo cuestión de tiempo que vuelva a hablar. Los saludo con un
apretón de manos, enérgico, y les sonrío.
—¿Y piensa quedarse mucho tiempo entre nosotros, señor Bennet?
Miro al hombre que está a mi izquierda, creo que se llamaba José no sé
qué, y escribo mi respuesta:
—«Aún no lo he decidido».
—¿Le gusta el póquer? Porque luego iniciaremos una timba y estaríamos
encantados de que se uniera a nosotros.
—«Es usted muy amable al invitarme, me lo pensaré».
Empiezo a relajarme al ver que los hombres se han tragado el cuento, y
que no dudan de la veracidad de la historia que les ha relatado Luis sobre mí.
Tan relajada estoy que, sin darme cuenta, le doy un buen sorbo a la copa que
tengo en las manos, atragantándome en el acto. Uno de ellos, no sabría decir
cuál porque parecen idénticos, me da unas sonoras y firmes palmadas en la
espalda, consiguiendo que casi se me disloque el cuello con ellas, hasta que
me recupero.
—Primo—dice Luis ocultando una sonrisa—, beba más despacio, hombre,
no vaya a ser que se atragante—le ríen la gracia y yo lo taladro con la mirada.
¡Mamón!
A eso de la media noche, el club se va llenando de más caballeros y unas
cuantas mujeres, muy ligeritas de ropa, que se pasean entre las mesas
buscando algún necesitado que pague por sus servicios. Y en ese preciso
instante, lo siento. Siento el escalofrío que me recorre el cuerpo cuando él está
cerca y también el cosquilleo en el estómago. Lo busco y, es entonces cuando
lo veo cruzar la puerta del salón, con su inseparable amigo Arthur al lado, y la
respiración se me colapsa en los pulmones. No es para menos, el hombre está,
como diría Sheila, que cruje. El traje le sienta como un guante. Pantalones y
chaleco gris claro; levita negra y ribeteada en las solapas del mismo tono de
gris que el resto de su ropa; camisa blanca, impoluta, pajarita y sombrero.
—Respira—murmura Luis socarrón cerca de mi oído y sacándome de mi
embelesamiento—, o te pondrás de color azul en cuestión de segundos.
Me fastidia, pero tiene razón, me he quedado idiotizada contemplándole y
eso no puede ser… Me giro y le doy la espalda a la puerta, soltando el aire de
mis pulmones poco a poco. Por el rabillo del ojo veo a mi acompañante
ponerse nervioso, señal inequívoca de que se acercan, y el corazón se me
dispara.
—Ni se te ocurra abrir la boca, Rebeca. Ya lo sabes, oír, ver y callar…
Se paran justo detrás de mí y me tenso al sentir su espalda contra la mía.
Se que es él porque el bello de la nuca se me eriza al instante.
—Vamos, hombre, alegra esa cara—le está diciendo Arthur—, a todos nos
han dado plantón alguna vez.
—A mí no—responde él, cortante.
—Pues alguna vez tenía que ser la primera, ¿no?
Involuntariamente se me dibuja una sonrisa en la boca y Luis me da un
toque con el pie en la espinilla. La borro ipso facto.
—Guarda ese teléfono, James, ya sabes que aquí están prohibidos. ¿Lo has
olvidado?
—Voy a llamarla…
Horrorizada miro a Luis y le hago un gesto con la cabeza hacia mi
chaqueta, donde tengo el teléfono guardado en uno de sus bolsillos.
—Oye, no la atosigues…
Noto la vibración del móvil en el pecho antes de que empiece a sonar y las
manos me sudan. ¡Menuda cagada! Intento silenciarlo sin sacarlo del bolsillo,
pero me resulta imposible con los guantes puestos. Luis se pone rojo y yo
blanca. ¡Nos van a pillar!
—James, por favor, cuelga el teléfono.
—Quiero hablar con ella.
¡Sera cabezota! Intento escabullirme y, en el momento que me giro, la
musiquita de mi móvil se deja oír. Theodore, al escucharla, achica los ojos y
me mira. Parece molesto.
—Caballero, aquí están prohibidos los teléfonos, ¿no se ha leído las
normas? —espeta todo borde. Enarco una ceja, cabreada, y señalo hacia su
oreja—. Esto es una llamada de emergencia.
Sí, claro, de emergencia. ¡Gilipollas! Salgo del salón lo más rápido que
puedo y, una vez en el pasillo, miro a un lado y a otro, y como no parece haber
nadie a la vista, me quito los guantes, saco el teléfono del bolsillo interior de
la chaqueta, corto la llamada y a continuación lo pongo en silencio y respiro
aliviada. ¡Por los pelos!
No regreso al salón hasta que mi corazón late a un ritmo normal. ¡Joder,
casi se me sale por la boca y todo! Arthur está hablando con Luis y Theodore
sigue con el gesto torcido. Seguro que está cabreado porque no le cogí el
teléfono. ¡Pues qué se joda! Nuestras miradas se encuentran y, a pesar de que
la suya destila rabia contenida, no puedo evitar sentirme atrapada por ella y
me quedo absorta en sus ojos, que me fulminan. Me dejan KO, en todos los
sentidos. A este paso no me dejan volver a poner un pie aquí en la vida.
—Ah, primo, Bennet, acérquese, quiero presentarle a alguien—desvío mis
ojos de los de Theodore y a desgana me acerco—. Lord James, Señor Preston,
él es el primo segundo de mi padre, el señor Bennet, el caballero del que te
hablé, Arthur—estrecho la mano de ambos.
—Encantado de conocerlo, señor Bennet, su primo me ha hablado de usted
—inclino la cabeza en señal de agradecimiento—. Bienvenido al Libertine,
¿le gusta nuestro club?
—Hemos llegado hace poco y aún no he tenido la ocasión de mostrárselo
todo a mi primo.
—Pues está usted en su casa, disfrute de la noche.
—Gracias, precisamente ahora íbamos a pasar al cuarto de juegos porque
los hermanos Ramírez lo han invitado a una timba de póquer.
—¿Por qué no deja que sea su primo el que responda, Luis, acaso él no
sabe hablar? —Exclama Theodore dejando cortado a mi acompañante.
Aprieto los dientes con rabia. Este tío no es más tonto porque no se
entrena, de verdad; aun así, y con mucho esfuerzo, lo ignoro.
—Lo han operado recientemente de un nódulo en la garganta y de momento
no puede hablar, milord.
—Mis más sinceras disculpas, señor Bennet, no sabía lo de su operación.
Si pudiera le diría que es un borde y un prepotente y que puede meterse sus
disculpas por dónde le quepan, pero como no puedo, hago un escogimiento de
hombros, restándole importancia.
—Están invitados a la siguiente ronda, por supuesto—Luis asiente en
agradecimiento y yo ni lo miro—. Si me disculpan…
—Perdone a mi amigo James, señor Bennet, por norma general su
educación es exquisita, pero hoy está cabreado con el mundo porque lo han
dejado plantado.
—«Una mujer, supongo»—escribo en el bloc de notas.
—Sí, una con los ovarios bien puestos y que lo trae de cabeza.
—«Entonces brindo por ella»—alzo mi copa y ellos sonríen.
Este hombre sí que me cae bien, no como el lord James de los cojones, que
cada vez que se deja ver, sube el pan. ¿Es qué no podría comportarse siempre
como Theodore a secas? Ese sí que me trae por la calle de la amargura, en el
buen sentido de la palabra. Y en el malo también, para qué vamos a
engañarnos.
Pasados unos minutos, las puertas del otro salón se abren y, como si fueran
ganado, la mayoría de los aquí presentes, incluidos Preston y Luis, se dirigen a
él. Aprovecho ese barullo para acercarme al atril donde descansa la guía de
los acontecimientos del club. Sólo de pensar lo que hay en su interior, me
enfurezco.
—¿Le interesan las apuestas, señor Bennet? —sobresaltada, miro por
encima de mi hombro y compruebo, para mi horror, que lord James me ha
seguido—. Discúlpeme, pero desde que lo vi tengo la sensación de que ya nos
conocíamos. ¿Es así?
¡Mierda, mierda y más mierda! ¡Tanto esfuerzo para nada!
CAPÍTULO 24

Cada vez que pienso en lo cerca que he estado de confesar quién era y
meter la pata, cuando la noche anterior lord James insinuó que ya me conocía,
me dan ganas de darme de cabezazos contra la pared. Afortunadamente Luis
anduvo fino y lo evitó viniendo en mi rescate; si no fuera por él, se hubiera
montado una buena, fijo. Confieso que los pocos minutos que tardó en
aparecer fueron agónicos para mí porque, Theodore, con esa mirada tan oscura
y ese gesto enfurruñado, parecía decir a las claras que sabía perfectamente que
era yo. Gracias a Dios no era así, lo tuve claro con la intervención de mi
compañero.
—Primo Bennet, pensé que ya estaba en el salón… ¿Pasa algo? —
Preguntó mirándonos a uno y otro con interés.
—Le estaba diciendo al señor Bennet que tengo la sensación de que ya nos
conocemos, le preguntaba si eso era posible.
—Bueno, mi primo es de Londres, puede que alguna vez se hayan cruzado
en alguna de sus calles. Aunque dudo que su aspecto estando allí sea el mismo
que el de hoy; imagino que no acostumbra a llevar este atuendo normalmente,
¿me equivoco? —sonrío aún con el miedo metido en el cuerpo y niego con la
cabeza.
—Creo que tiene razón, Luis, no sé por qué se me metió en la cabeza que
ya nos habíamos visto. Mis disculpas, señor Bennet—le quité importancia con
un gesto de la mano y me fui con Luis. Él se quedó a nuestras espaldas,
observándonos.
—No vuelvas a separarte de mí, ¿entendido? Casi la cagas.
—Tienes razón, estuve a puntito de…
—¿Quieres cerrar la puta boca? —enfadado me guio al salón y allí
estuvimos parte de la noche viendo a los caballeros despilfarrar su dinero en
juegos varios.
No sólo me dediqué a mirar como jugaban los demás; por decirlo de
alguna manera, también estuve controlando a lord James, que se entretenía en
una de las mesas con un grupo de chicas y con Arthur; y, al hacerlo, me di
cuenta de algo importante que jamás pensé, por mi forma de ser, que yo
pudiera experimentar.
Sucedió cuando una de las féminas, muy descocada ella y con los pezones
sobresaliendo del escote de su vestido, si a eso que llevaba se le podía llamar
vestido, claro, se sentó en su regazo y le echó los brazos al cuello.
En ese momento sentí algo raro en el centro del pecho que no supe definir,
pero que no tardé mucho en darle nombre. ¡Celos! Sí, unos celos irrefrenables
que se atoraron en todo mi ser, impidiéndome respirar. Lo tuve claro cuando la
mujer, sin ninguna duda, una cortesana en toda regla sacó su lengua a pasear
por el lóbulo de la oreja del lord mientras le acariciaba el pecho con descaro.
¡Maldita zorra! Él reía y parecía estar muy a gusto recibiendo tantas
atenciones; eso hizo que lo viera todo del color de la sangre. ¡Rojo! ¡Maldito
bastardo! Apreté los dientes y rebufé.
—¿Se puede saber qué te pasa?
Al ver que no contestaba, Luis siguió la dirección de mi mirada y sonrío,
el muy capullo.
—Ya veo… Será mejor que te calmes y no te dejes llevar por los celos.
—Yo no estoy celosa—mascullé.
—Y yo veo unicornios rosa llenos de purpurina por todas partes…—lo
fulminé con la mirada—. Señor Bennet, recuerde que está operado de un
nódulo en la garganta y no puede hablar—me reprendió.
Luis tenía razón, o me tranquilizaba o todo se iría al traste. En lo que
llevábamos de noche, esta era la tercera vez que cometía la estupidez de
dejarme llevar y correr el riesgo de quedar con el culo al aire y no cumplir
con mi propósito, que no era otro que apostar por mí. Bueno, la primera había
sido el error de traer el teléfono y dejarlo encendido… Respiré hondo, varias
veces, pero el aire se había vuelto demasiado denso y no me llegaba a los
pulmones.
—¿Por qué no aprovechas, ya que todos parecen estar muy entretenidos,
para hacer tu cometido? Yo me quedaré aquí para cerciorarme de que nadie te
sigue—de nuevo tenía razón y asentí.
Hice a un lado ese sentimiento recién descubierto en mí, ya pensaría en
ello con detenimiento más tarde, y antes de salir del salón, miré a la mesa del
lord. Él y Arthur estaban solos. Sonreí para mis adentros, aliviada. ¡Patética!
—Yo que usted apostaría por mí, señor Bennet—cansada de que cada vez
que me acercaba al libro alguien me interrumpiera se me crisparon los
nervios.
Me giré para comprobar que en esa ocasión era Arthur y no el lord el que
estaba detrás de mí. Estaba claro que Luis vigilando era un completo desastre.
Saqué el bloc de notas y escribí:
—«¿Es que hay alguna apuesta en curso, señor Preston?».
—Sí, una que nos atañe a mí y a lord James…
—«¿A qué se refiere?».
En cinco minutos me resumió en qué consistía el reto. Básicamente lo
mismo que yo ya había leído y que Luis ya me había contado con anterioridad.
—«¿Y ella lo sabe?».
—Lo cierto es que no…
Que me respondiera con ese pasotismo me molestó.
—«¿Y le parece justo implicar a alguien en una apuesta sin advertirle
primero?».
—En la vida hay demasiadas injusticias, señor Bennet.
—«Cierto, y por si fueran pocas, ustedes contribuyen a añadir algunas
más».
—Sólo es un juego…
—«Uno en el que, por lo que veo, sólo ustedes se divierten y sacan
provecho».
—¿Qué quiere decir?
—«Me refiero a que, si los que han apostado por lord James ganan, se
repartirán la friolera cantidad de quince mil euros, y, a la inversa si el que
gana es usted… Dígame, ¿qué gana ella? Porque por lo que he leído aquí,
nadie se ha dignado a apostar por esa mujer».
—Como ya sabrá, señor Bennet, este es un club de caballeros en el que las
damas no tiene cabida…
—«Lo sé, pero sin esa dama este reto no existiría, ¿cierto?».
—Cierto. Veo que es usted un firme defensor de las mujeres…
—«Sin ellas nosotros no existiríamos, señor Preston».
—Apueste usted por ella entonces… Aunque desde ya le digo que será en
vano.
—«¿Y por qué está tan seguro?»
—Porque tanto lord James con la señorita L. H. están hechos el uno para el
otro, sólo es cuestión de tiempo que ellos mismos se den cuenta; al fin y al
cabo, ese es mi cometido con esta apuesta; que ellos reconozcan que están
enamorados, al menos mi buen amigo lord James.
Y lo hice.
Sí, en aquel mismo momento y delante de sus narices, plante mi nombre,
bueno, no el mío sino en del señor Bennet, en la larga lista, y también una
cantidad nada despreciable de dinero porque, por muy seguro que él estuviera
de que no tenía nada que hacer, evidentemente se equivocaba. En aquella
pantomima sólo iba a haber un ganador y, ese sin ninguna duda, sería yo. ¡Se
iban a quedar muertos!
A mi regreso al salón, Luis me hizo un gesto con la cabeza para que me
acercara a él y al grupo de caballeros que rodeaba a lord James. Según me iba
aproximando a ellos, me di cuenta de que la conversación que estaban
manteniendo me interesaba particularmente porque, sí, hablaban de mí con
total libertad.
—Lord James—estaba diciendo un hombre rubio y feo—, nos ha dicho un
pajarito que ha llevado a L. H. a cenar al restaurante “El Barco”, buena
elección, sí señor, muy romántico.
—¿Ahora me han puesto un espía o algo así? —parecía enfadado y taladró
a Arthur con la mirada.
—Bueno, milord, tiene que comprender que, ya que algunos hemos
apostado por usted, debemos de cerciorarnos de que no se nos engaña, ya me
entiende… —dijo otro de los caballeros soltando una carcajada.
¡Neandertales!
—Lo que empiezo a entender es que están llevando esto demasiado lejos,
caballeros…
—¿Va a echarse atrás, milord? —lo interrumpió el rubio feo.
—¿Y dejar que el señor Preston se alce con la victoria? ¡Ni de coña! —
aseguró tajante.
Empecé a notar el sabor amargo de la bilis ascendiendo por la garganta y
supe que en cuanto llegara a la boca lo escupiría. Luis que no me quitaba el
ojo de encima y lo vio venir, se acercó a mí.
—No sé usted, primo Bennet, pero yo estoy cansado y mañana debo
trabajar. Tengo una jefa que es demasiado exigente y no le gustará saber que si
no rindo en la oficina es por haberme pasado toda la noche de juerga.
Saqué el reloj de bolsillo que llevaba, una reliquia comprado para la
ocasión en una casa de antigüedades, y asentí. Mejor irme ahora y poder
volver otro día que no vomitarles encima todo lo que pensaba de ellos y me
prohibieran la entrada de por vida. Ya llegaría el momento de ponerlos a todos
en su sitio.
Lo primero que hice al llegar a casa fue quitarme todo lo que llevaba
encima y correr al baño; era lo que tenía llevar el cuerpo entero cubierto de
goma espuma, que no podía hacer mis necesidades cuando quería y digamos
que estaba un pelín apurada después de pasar varias horas en un club de
caballeros. Luego me di una ducha y me acosté. Fue la primera noche de mi
vida, que yo recuerde, en la que no pude pegar ojo. ¿Y por qué? Pues porque
descubrir que lo que sentí al ver a la cortesana acariciando y saboreando al
lord a su antojo, me hacía verlo todo de color rojo sangre, y que no eran otra
cosa que celos, me quitaba el sueño y me daban ganas de abofetearme, lo juro.
No, no es dramatismo, es la pura verdad. Lo sé, puedo parecer un poco
exagerada, pero… ¿Celos? Por Dios, que esa palabra iba encadenada a otra
que me asustaba bastante y que no pensaba pronunciar en voz alta, ni muerta.
Al menos no mientras existieran tantas dudas pululando en mi cabeza. Pero
como debo de ser masoquista, y en vista de que no podía dormir pensando en
el tema, traté de analizar uno a uno todos mis encuentros con Theodore, Theo
para los amigos, y un grano en el culo para mí, tratando de averiguar dónde se
había producido el cambio y lo supe enseguida: en la fiesta de Dolce &
Gabanna.
Cuando lo conocí en Londres, detesté esos aires de superioridad, de
arrogancia, de prepotencia… Hasta su sonrisa, esa que me hace estremecer,
por mucho que me pese. No obstante, debo ser sincera y reconocer que
también me atrajo por lo mismo, eso y que el hombre está muy, muy potente,
vaya. Nuestros primeros encuentros fueron un tira y afloja constante; duelos
verbales que no voy a negar que, aunque en un principio me sacaban de quicio,
también me gustaban; aun así, yo lo tenía bastante claro: sólo era sexo, nada
más. Pero aquella noche, en el barco, y en uno de mis peores momentos, todo
cambió, ahora lo sé. En mi cerebro apareció refulgiendo la palabra ¡danger! Y
me acojoné.
Seguía con los ojos como platos cuando la alarma del despertador sonó en
la mesilla de noche. De mala gana le di un manotazo y salí de la cama directa
a la ducha, la necesitaba urgentemente. Una hora después estaba sentada a la
mesa de mi despacho, tratando de hacer algo útil, cuando Mila, sonriente,
entro él. Su cara se transformó al ver el gesto de la mía y preguntó:
—¿Qué ha pasado? ¿Te han pillado? —se sentó frente a mí, tamborileando
con los dedos en una de sus piernas. Ya estaba nerviosa.
—No, nada de eso, aunque poco faltó, la verdad.
—¿Entonces? ¿A qué viene esa cara de funeral? —indagó.
—Viene a que no he pegado ojo en toda la noche—respondí desganada.
—¿Y eso por qué? ¿Estás enferma?
—No, lo que pasa es que he descubierto algo y estoy acojonada, Mila…
—Explícate.
Y lo hice, con todo lujo de detalles.
—¿Por qué te da tanto miedo pronunciar esa palabra, Rebeca?
—Porque si lo hago se volverá más real.
—Que no lo hagas no significa que no lo sientas, lo sabes, ¿verdad? —dije
que sí con la cabeza—. ¿Y qué vas a hacer al respecto?
—No lo sé… Si no existiera la apuesta, supongo que dejarme llevar, pero,
visto lo visto, no quiero arriesgarme, ¿entiendes? Tengo miedo.
—Lo entiendo, pero el que no arriesga no gana…
—¿A qué te refieres? —la corté.
—Me refiero a que, ya que sin comerlo ni beberlo estás dentro del juego,
pues chica, aprovéchalo para llevarlo a tu terreno. Si estás segura de lo que
sientes, haz que se vuelva loco por ti de tal manera que, cada vez que una de
vuestras citas termina y te deje en la puerta de casa, tenga inmediatamente las
ganas de volver a verte, de sentirte…
—No había pensado en eso.
—Pues plantéatelo.
—¿Y si no funciona?
—Al menos lo habrás intentado, ¿no?
Mila tenía razón y yo estaba dispuesta a poner toda la carne en el asador,
así que, por si esta noche él aparece en el Lust, me he vestido especialmente
para que, en cuanto me vea, no pueda apartar los ojos de mí.
CAPÍTULO 25

El vestido que llevo no es de ningún diseñador conocido, lo compré en


unos grandes almacenes de Nueva York; es muy bonito, sexi y atrevido; de
corte sirena y de color negro; exceptuando algunas partes del cuerpo en
concretas, que van cubiertas con encaje y bordadas en pedrería, también en
negro, el resto es completamente transparente. Lo dicho, bastante atrevido. A
pesar de que en cuanto lo vi me encantó, esta es la primera vez que me lo
pongo. Espero que sea del agrado del lord y si no lo es, que se fastidie. Yo me
habré sentido maravillosa con él puesto. Con lo que no estoy muy convencida
es con los zapatos, demasiado tacón para mi gusto, no obstante, otros no
quedarían ni la mitad de bien que quedan estos. El pelo lo he recogido en una
cola de caballo alta, muy alta, y me he maquillado ligeramente; eso sí, a mis
labios les he dado el mismo color de esos repentinos celos que sentí ayer: rojo
sangre. Contemplo la imagen que me devuelve el espejo de cuerpo entero de
mi habitación y me veo fantástica. Sonrío y me coloco el antifaz. ¡Vamos allá!
Para no variar, antes de que las puertas del Lust abran, doy la vuelta de
rigor por cada una de las estancias que lo componen, cerciorándome de que
todo está como debe y, una vez satisfecha con lo que veo, bajo al hall a
reunirme con Mila y Luis. Ambos se giran cuando escuchan el repiqueteo de
mis tacones en la madera del suelo.
—¡La virgen! —exclama Mila al verme—. ¿Quieres matar a los miembros
del club de un infarto o qué? —me río por su exageración.
—Gracias, tú también estás increíble—respondo agradecida. Luis silba.
—Sé de uno que como te vea esta noche se va a quedar sin palabras—dice
con retintín.
—Esa es la intención, Luis… —asiente divertido y me pasa una copa de
champán—. Porque esta noche sumemos un éxito más a nuestra corta
trayectoria.
—¡Chin chin! —lo secundamos Mila y yo.
Pasamos al salón, donde vamos recibiendo y saludando a los miembros
más madrugadores y, mientras Mila y Luis se quedan hablando con unos pocos,
yo me dedico a deambular de aquí para allá, prestando atención a lo que se va
cociendo en el ambiente y me gusta lo que veo. La gente se lo toma con calma:
hablan entre ellos, beben una copa, bailan… Aún es temprano para verlos
desaparecer escaleras arriba, pero ya se van notando en la atmósfera las
intenciones de algunos. Les llevo varios años de ventaja y sé de lo que hablo,
noto a la perfección quién se siente atraído por quién y me sorprendo sintiendo
nostalgia de todas esas sensaciones que uno tiene cuando esperas que alguien,
preferiblemente esa persona que deseas te ronde y te invite a jugar. Echo de
menos la expectación, la excitación, el morbo… No, no es lo mismo llevar las
riendas de un club como el Lust, que tienes que estar pendiente de muchas
cosas, por lo menos hasta cierta hora, que simplemente ser miembro y disfrutar
de lo que venga. Suspiro y me acerco a la barra del fondo que, al estar más en
penumbra que ninguna otra, me da la opción de seguir observando sin ser
vista, a no ser que estés a un par de metros de mí.
Saludo a la camarera, Laura, una chica muy mona y muy dicharachera; le
pido un botellín de agua y me acomodo en un taburete en la esquina de la
barra. Desde aquí veo que un hombre alto y con muy buen porte, invita a Mila
a bailar. Ella acepta y, enlazando el brazo al del hombre, lo sigue hasta la
pista, sonriente. Un poco más allá, no me sorprende ver a Luis con el gesto
torcido e impaciente al ver lo mismo que he visto yo. No le gusta y le
entiendo. Sus sentimientos por Mila, por mucho que ella diga lo contrario, no
son los típicos de los follamigos, esa mirada y esos gestos indican todo lo
contrario. Al igual que yo ayer, está celoso; muy celoso por la tensión que
percibo en sus hombros. Ay, este cupido, que cabroncete nos resultó ser…
—Disculpe… Pocahontas, ¿verdad? —el caballero que está a mi derecha
se acerca.
—La misma.
—Mi nombre es John Smith, pensé que debía presentarme puesto que mi
personaje y el suyo son pareja, ya me entiende…
—Pues la verdad que no mucho, señor Smith—me hago la tonta.
—Verá—carraspea—, quería felicitarla, el Lust es un club fantástico y
elegante y no dudo que será todo un éxito.
—Muchas gracias.
—¿Le apetece bailar conmigo?
—Por supuesto.
No sé si debajo de esa máscara habrá un hombre atractivo o no, pero sólo
por el simple hecho de acercarse a hablar conmigo, algo que hasta el momento
nadie había hecho por quien soy y lo que represento en el club, se merece que
le preste un poco de atención. Además, no suelo hacer acepción de personas.
Me guste o no el caballero, que ya digo que no, la educación prima.
Caminamos hacia la pista, uno al lado del otro. Ambos sonriendo. Por los
altavoces del salón suena una música instrumental suave y envolvente. Puesto
que las luces bajan un poco de intensidad y la música ha cambiado, creo que
me he equivocado al aceptar el baile ya que, a esta hora es cuando las parejas
empiezan a formarse. Sólo espero que Smith no interprete este baile como algo
que no es. Enlaza uno de sus brazos a mi cintura, con delicadeza, y su mano se
une a la mía, empezando a mecernos al son de la hermosa música.
—¿Sabe que en estos momentos soy el hombre más envidiado del salón?
—su sonrisa es amable.
—¿Y sabe usted que creo que es un exagerado?
—No lo soy, al contrario, me quedaría corto si le dijera que es usted
exquisita y que, la mayoría de los aquí presentes, se morirían por estar en mi
lugar.
—Me alaga usted, Smith, y si sigue por ese camino, conseguirá que me
ruborice.
—Tonterías, mire a su alrededor y verá lo mismo que yo…—carraspea—.
¿Aceptaría tomar una copa conmigo después del baile?
No sé si son imaginaciones mías o no, no me gusta pecar de presumida,
pero tengo la sensación de que aquí, Smith, está tanteando el terreno
pretendiendo invitarme a jugar y, aunque el hombre es agradable, a su lado no
siento ninguna de esas cosas que hace un momento echaba en falta. No hay
morbo… ni expectación… y mucho menos excitación. Lo que sí hay, y no tiene
nada que ver con él, es ese cosquilleo en mi estómago y la sensación de ser
observada con lupa. Ahí está toda mi expectación, en ese cosquilleo, en ese
sentirse observada por la persona que…
—¿No va a responderme? —inquiere sacándome de mis pensamientos.
Abro la boca con la firme intención de negarme, y, en cambio, me
sorprendo a mí misma aceptando y pensando que, ya que Theodore está por
aquí, observándome desde algún rincón del salón, no estaría demás
aprovechar y comprobar si verme con otro hombre hace que lo vea todo de
color rojo.
—Estaría encantada de tomar esa copa con usted, Smith, sólo si me
permite a mí invitarlo.
—Acepto.
Su mano sigue anclada a mi cintura cuando me guía de vuelta a la barra,
nerviosa, le doy un trago a mi agua; de repente tengo la boca seca y siento la
lengua rasposa. Mientras Laura le sirve una copa a mi acompañante, disimulo
y oteo el ajetreado salón con una única pregunta en mente: «¿dónde estás?». La
respuesta me llega poco después al divisarlo en la barra de enfrente, solo,
apoyado en ésta con los brazos cruzados sobre el pecho, y su mirada
encontrándose con la mía. Juraría, por el escalofrío que acaba de recorrer mi
espalda, que su boca muestra esa sonrisa que me estremece y, a la vez, detesto.
—¿Está buscando a alguien? —Smith se acerca un poco más a mí,
poniéndome un poco a la defensiva.
—No, sólo comprobaba que la gente se esté divirtiendo, y todo apunta a
que sí—doy un paso atrás y él otro adelante.
Baja un poco la cabeza, ya que es más alto que yo, y su boca queda a
escasos milímetros de la mía. Su aliento rebota en mis labios cuando habla:
—¿Sería muy atrevido por mi parte invitarla a.…?
—¿Interrumpo algo?
Esa voz… El bello de la nuca se me eriza al sentirla muy cerca de mi
cuello. La respiración se me acelera.
—Pues la verdad es que sí—responde Smith molesto por la intrusión.
—Entonces me alegro—asegura mordaz.
—Señor Smith—digo sintiendo regocijo al ver la mirada furibunda de
Theodore—, él es Tarzán…
—Encantado de conocer…
—Sí, sí, lo mismo digo, Smith. ¿Le importa dejarnos a solas un momento?
—Oiga…
—Ahora.
El pobre hombre me mira sin saber qué hacer y, finalmente, accede a
dejarnos a solas.
—Espero poder disfrutar de su compañía en otro momento, Pocahontas.
Lo veo mezclarse entre la gente y entonces miro a Theodore, fingiéndome
molesta.
—Vaya, vaya, vaya, hombre mono, tiene usted una educación pésima.
—Y usted un gusto horroroso, querida.
—Todo depende del ojo con que se mira.
—El mío es todo un experto—sonríe de medio lado—. En lugar de estar
tan molesta, debería de sentirse agradecida por haberle quitado a un pelma de
encima.
—No necesito que nadie me quite nada de encima.
—Ya veo que he metido la pata… Qué lástima—su ironía es palpable.
—Pues sí, una verdadera lástima.
—Desde allí no parecía que estuvieras tan deseosa de su compañía; es
más, podría jurar que te vi dar un paso atrás—ya me tutea—. No entiendo por
qué estás tan ofendida.
No lo estoy, al contrario, pero él cree que sí y sonrío para mis adentros.
—Estaba haciendo la toma de contacto, es algo que por norma general se
hace en el Lust antes de tomar la decisión de irte arriba a jugar con alguien.
Puede que tú no lo entiendas, pero así funcionan las cosas aquí. Ves a alguien
que te gusta: te acercas, charlas, bailas, unas copas y, si hay química y ganas,
sobre todo ganas, ya sabes dónde acaba el juego.
Hale, ahí te queda eso, machote, para que no creas que eres el único que
ocupa mis pensamientos y que en el mar hay más peces aparte de ti.
—Si lo que quieres es jugar, yo me ofrezco voluntario para ocupar su
puesto.
—No me apetece jugar contigo—lo sé, me va a crecer la nariz como a
Pinocho.
—Eso lo dudo mucho.
—Engreído.
—Mentirosa.
Nos retamos con la mirada, ambos conteniendo la sonrisa. Dios, este
hombre me encanta, lo juro. ¡Me encanta!
—Pocahontas—Luis se acerca, obligándome a apartar la mirada—, ¿sabes
dónde se ha metido Bambi?
—No, no la he visto, lo siento. ¿Pasa algo?
—Nada importante.
Pobrecillo, la vio bailar con aquel tipo y probablemente ahora crea que
está encerrada en cualquier habitación con él.
—Luis, ¿puedo hacerte una pregunta?
—Tarzán—mascullo—, al igual que en tú club hay unas normas que deben
ser cumplidas, por ejemplo, el uso de teléfonos móviles, aquí también las hay
y es obligatorio la utilización de los seudónimos, ¿entiendes? Aquí su nombre
es Aladdín—él me mira sorprendido y a Luis se le muda el gesto.
—¿Y cómo es que sabes cuáles son las normas del Libertine, Pocahontas?
—Esto… Bueno… —¡Mierda!
—Yo sé las expliqué—responde Luis en mi lugar.
—Sí, él lo hizo—me encojo de hombros—. Es que soy muy curiosa,
¿sabes?
—Ya veo…—su entrecejo se frunce y sus ojos se achican.
«Qué manera de meter la pata, Rebeca. Si eres más tonta no haces, hija
mía», me regaño mentalmente.
—¿Cuál era esa pregunta que querías hacerme? —Luis desvía su atención
de mí.
—Ah, sí, la pregunta… Verás, es sobre el señor Bennet—al escuchar ese
nombre trago saliva y miro a Luis, que parece haberse puesto pálido de
repente—. Él es… quiero decir… Él es… ¿afeminado?
—¿Afeminado? —yo estoy tan sorprendida como él por esa pregunta—.
¿A qué viene eso?
—Bueno, no quiero parecer presuntuoso, ni ofenderte, pero es que su
manera de mirarme… no sé si me entiendes… Me sentí incómodo sintiendo
continuamente sus ojos sobre mi persona, siguiéndome a todas partes. Y luego
está su olor… a almendras, algo suave, sutil, nada masculino.
Ay la hostia, este hombre se queda con todo. Giro disimuladamente la
cabeza y olfateo mi piel. Sí, maldita sea, sí, huelo a la crema hidratante
corporal que me aplico después de la ducha y es de almendras. ¿Cómo coño lo
hace para diferenciar el olor? ¿Se dará cuenta de que yo también huelo así?
—Mi primo es viudo, Tarzán, y hasta donde yo sé, siempre le han gustado
las mujeres.
—Discúlpame entonces, puede que todo hayan sido imaginaciones mías.
—Está bien, si no hay nada más que quieras decirme…—lo mira durante
unos segundos esperando y al no obtener ningún tipo de respuesta me mira a
mí—. Si ves a Bambi dile que la estoy buscando.
Estoy conteniendo la respiración, sí, de hecho, creo que mi cara no tardará
en ponerse azul marino. «Tengo que cambiar de crema hidratante»,
urgentemente.
—¿Y bien? —inquiere pegándose a mí haciéndome notar su calor—. ¿Te
parece que empecemos ya con esa toma de contacto para que pueda llevarte
arriba?
—Eres un prepotente y un…
—Vamos, Charlatana—me toma por la cintura y baja la cabeza hasta casi
rozar mis labios—, deja de protestar y empecemos con un baile—entrelaza sus
dedos con los míos y me lleva al centro de la pista—. Por cierto—me susurra
al oído—, me matas con ese vestido.
CAPÍTULO 26

El vestido me duró puesto, una vez entramos en la habitación, lo mismo


que tarda en derretirse un hielo en cuanto lo metes en el microondas, un
minuto. Pero vayamos paso a paso, porque no fue un baile y luego un revolcón,
qué va, para nada. La toma de contacto y la seducción se hizo en toda regla.
Después de esa primera canción, bailamos dos más. En total tres bailes
que nos sirvieron para ir calentando motores, aunque, para ser sincera, los
míos ya estaban a pleno rendimiento desde que me rodeo la cintura con sus
brazos y me dejó sentir su excitación pegándome a él. Tres bailes en los que
nos tentamos de todas las maneras posibles sin llegar a ser explícitos en
nuestros actos. Los ojos: con ellos, ambos recorrimos nuestros cuerpos de pies
a cabeza y de cabeza a pies; los deslizamos, con detenimiento, por nuestras
caras, haciendo un largo alto en nuestras bocas, húmedas y dispuestas para
saborearse a la menor ocasión; siguieron descendiendo, en su caso, hasta la
curva que, la transparencia de mi vestido dejaba vislumbrar de mis pechos;
los míos fueron más osados y se plantaron en el bulto de sus pantalones,
haciéndome tragar saliva. Las manos: estas nos sirvieron para sentir el tacto
de nuestras pieles a través de las ropas; en mi caso no es que llevara mucha y,
cada vez que él me rozaba, como si nada, los pezones se me endurecían,
dejando en evidencia mi deseo; las mías trazaron un camino desde su cuello,
donde estaban entrelazadas, hasta sus muñecas, pasando por sus hombros,
antebrazos y estómago; llegando a acariciar de pasada el inicio de la cinturilla
de sus pantalones, sobresaltándolo. Su quejido ronco, me enervó la sangre y
me hizo jadear.
—Me estás volviendo loco—murmuró en mi mejilla. Yo cerré los ojos y
aspiré el olor de su piel, incapaz de articular palabra alguna—. ¿Cuánto más
va a durar esto antes de que pueda hundirme en ti y sentirte por completo?
—¿Una copa? —sugerí.
—¿Una? —asentí con una sonrisa al notar su impaciencia.
Lo reconozco, yo estaba igual de impaciente que él y más caliente que el
cráter de un volcán, para qué nos vamos a engañar.
—Pues no sé tú, pero yo estoy muerto de sed…
Fuimos a la barra, uno pegado al otro y con los dedos entrelazados. Allí,
Laura nos sirvió unas bebidas que, prácticamente, él, se bebió de un trago. Le
pedí otra.
—Dijiste una—se quejó.
—Las cosas con calma se disfrutan más, ¿no estás de acuerdo conmigo,
hombre mono?
—Depende de cómo lo mires. Si sigues poniéndome cachondo, no duraré
un asalto cuando consiga estar dentro de ti y no podré disfrutarte como quiero.
—¿Tienes alguna prisa?
—Ninguna.
—Pues entonces relájate y disfruta—su respuesta fue un quedo gruñido.
Las copas se alargaron durante una hora más. Una hora en la que el deseo y
la expectación de lo que estaba por venir, se fue acrecentando a pasos
agigantados. Confieso que fui un poco mala al ponerlo al límite con mis
gestos. Unos gestos que para nada fueron inocentes; como, por ejemplo:
deslizar la lengua por mis labios, de tanto en tanto, con parsimonia, sin apartar
mis ojos de los suyos; o alisar las arrugas inexistentes de mi vestido por
debajo de mi cintura, sabiendo que sus ojos no se perderían detalle; acercarme
a su boca, provocadora, para luego alejarme y deslizar un dedo por su
mentón…
—¿Nos vamos a arriba? —propuse finalmente.
—Joder, ya era hora de que lo dijeras.
Antes de que me diera cuenta, estábamos en una de las habitaciones con la
respiración agitada y el pulso acelerado; el vestido tirado de cualquier manera
en el suelo y sus manos por todo mi cuerpo; su lengua saqueando mi boca y su
polla, dura y caliente, rozándome el vientre.
—Estás empapada y yo no aguanto más…
—Ya estás tardando demasiado—dije entre jadeos.
—Oh, Dios—rujió tanteando mi entrada con su miembro—, me voy a
fundir ahí dentro.
Rodeé su cintura con mis piernas y, sentándome en una especie de
aparador y empujándome con delicadeza hasta apoyar mi espalda en éste,
embistió con fuerza, clavándose en mi interior con ímpetu de una sola
estocada. Ahogué una exclamación en su boca. ¡Joder!
—Será rápido, nena…
—Cierra el pico y fóllame.
Y lo hizo. Arremetió una y otra vez en mi interior clavándome los dedos en
las caderas; gimiendo y jadeando en mi cuello. No se equivocó y un orgasmo
increíble no tardó en aparecer, dejándonos satisfechos y sonriendo. Fue
rápido, sí, pero no por ello menos intenso.
—Comprobado—musitó apoyando la cabeza en mi estómago—, cada vez
que estoy contigo me pierdo.
—¿Y eso es bueno o malo?
—Depende…
—¿De qué?
—De si tú estás dispuesta a perderte conmigo.
Silencio.
Alzó la mirada y me atrapó con ella. Una mirada intensa y demoledora, al
igual que sus palabras, que me llegaron al alma y poco después al cerebro,
donde se encendió una alarma, parpadeante, que me obligó a tragar el nudo
que se me empezó a formar en la garganta, obstruyendo toda respuesta.
Respuesta que no tenía, o puede que sí y, las dudas y el miedo de que algo tan
bonito fuera dicho provocado por un maldito juego, me obligaban a no
pronunciar. Si esa puta apuesta no existiera… Afortunadamente para mí, no
insistió en el tema, de lo contrario puede que hubiera acabado confesando que
lo sabía todo y que sabía que se estaba riendo de mí. ¿O no?
Sentí su lengua, húmeda y suave, trazar círculos alrededor de mi ombligo;
también la sentí más abajo… y más abajo… justo entre los pliegues de mi
sexo. Cerré los ojos y jadeé, negándome a pensar en nada que no fuera en esa
lengua y en lo que me provocaba. Cerré la puerta a cal y canto a todo
pensamiento negativo y me centré en hacer, precisamente, lo que le sugerí a él:
relajarme y disfrutar. A partir de ese instante, después de haber soltado él esas
palabras, ambos nos centramos en lo que nos había llevado hasta allí: sexo.
Sexo del bueno, ardiente, lascivo, apasionado e increíble; como era siempre
que estábamos juntos. Fueron varias horas en las que en aquella habitación las
únicas palabras coherentes que se oyeron fueron los «oh, Dios», «no te pares»,
«sigue, sigue», «así, oh sí, así»; gemidos roncos, jadeos ahogados, gruñidos de
euforia y respiraciones agitadas, se convirtieron en la banda sonora de la
noche. Una noche que terminó a las cinco de la madrugada en la puerta del
Lust.
—¿Sería demasiado atrevido por mi parte pretender que esta noche
vuelvas a ser mi pareja de juegos? —preguntó con picardía antes de
despedirnos.
—Dado nuestro historial juntos, pensaría que estás loco si no lo hicieras—
respondí en murmullos, zalamera.
—El día se me va a hacer eterno…
—Exagerado.
Me aprisionó contra la puerta y me besó. Un beso que volvió a enardecer
mis sentidos y agitar mi respiración. Cuando nuestros labios se separaron,
algo que nos costó horrores hacer, acaricié su rostro y él apoyó su frente en la
mía.
—Hasta esta noche—musitó.
—Sí.
Al entrar en casa recibí un mensaje en el móvil. Era suyo y sonreí al
leerlo, acordándome de Mila: «Acabo de dejarte y ya estoy deseando verte de
nuevo. ¿Qué estás haciendo conmigo, Rebeca?». Mi sonrisa se ensanchó y
pensé: «espero que lo mismo que tú conmigo, Theodore».
El sábado se me hizo eterno, sí, tanto que hasta llegué a pensar que al
puñetero día le habían añadido algunas horas de más. En cambio, la noche me
pasó a la velocidad de la luz. Theodore, lord James o Tarzán, puede que un
poco de los tres, fue uno de los primeros en entrar al club esa noche y ya no se
separó de mí. Sobra decir que el sexo con él, para no variar, volvió a ser
increíble y de todas las maneras posibles. Al despedirnos, dijo que el
domingo tenía que hacer acto de presencia en el Libertine y no podríamos
vernos; y que el lunes pasaría a por mí a media mañana para pasar el día
juntos, alegando que ya que lo había dejado tirado el jueves a la hora de la
comida se lo debía; dando por hecho que yo no tenía nada más que hacer que
estar con él. Eso me molestó un poco.
—¿No te has parado a pensar que es posible que ya tenga planes para mi
día de descanso? —objeté.
—¿Los tienes?
Mi intención era decirle que sí, aunque fuera mentira. No obstante, me
sorprendí diciendo lo contrario. Es lo que tiene que tu cerebro y lengua no se
pongan de acuerdo.
—No—respondí finalmente.
—Pues ahora sí—su sonrisa me desarmó y el beso de después, también.
El lunes cumplió su palabra y, alrededor de la las diez de la mañana, lo
tenía con el dedo pegado al portero automático, impaciente; menos mal que
había madrugado y hacía rato que estaba lista, si no cualquiera lo aguanta.
—Buenos días—saludó con una sonrisa en cuanto abrí la puerta del portal.
—Hola—tímida, algo raro en mí, alcé la mano.
—Hola—saludó de nuevo acercándose a mí para darme un beso en los
labios—. ¿Estás lista?
—Supongo que sí.
—Pues vámonos—me ofreció la mano y entrelacé mis dedos con los
suyos, encantada—. ¿Qué llevas en esa bolsa? —indagó.
—Pues como no sabía cuáles eran tus planes, un poco de todo—enarcó las
cejas—. Ya sabes… Un libro, una toalla, crema solar, una muda por si
necesito cambiarme…
—Previsora, ¿eh?
—Un poco.
—Trae.
Cogió la bolsa y la colocó en el maletero del coche, luego abrió la puerta
del copiloto y me hizo una seña para que entrara. Antes de que me diera
tiempo a colocar el cinturón de seguridad, lo hizo él rozándome el pecho en el
proceso, poniéndome un poco nerviosa. Menuda gilipollez, ¿no? Después de
haber follado con él de todas las maneras habidas y por haber, que me rozara
una teta a la luz del día, me ponía nerviosa. No, yo tampoco lo entendía, la
verdad. Se sentó a mi lado, puso el coche en marcha y, poco a poco, se fue
uniendo al tráfico que, a esas horas de la mañana, ya era fluido. Veinte minutos
más tarde, estábamos frente a la puerta de su club.
—Hemos llegado—anunció. Lo miré con el ceño fruncido.
—¡Venga ya! ¿En serio? —asintió—. Ni de coña voy a pasar mi día de
descanso en tu club.
—Espera y verás, no te adelantes y confía en mí.
¿Confiar en él? Hummm, debería hacerlo sí, pero me costaba horrores
sabiendo lo que sabía; aun así, decidí darle un pequeño voto de esa confianza
que me pedía y accedí a salir del coche.
En lugar de entrar en la enorme casa victoriana, la rodeamos.
En la parte de atrás había una piscina y, un poco más allá, tras la verja que
cercaba el perímetro de su propiedad, un camino ancho y cubierto de
piedrecitas pequeñas, al que se accedía por una portilla de forja, te llevaba
justo hasta la arena de una cala no muy grande y preciosa, completamente
vacía, excepto por un cenador de madera y tejado triangular de teja negra, con
su mesa y correspondientes sillas.
—¡No me digas que eso también es tuyo! —exclamé con sorpresa.
—Desde esa roca que se adentra en el mar—señaló—, hasta aquella otra,
sí.
—¿Tienes tu propia playa privada?
—Así es…
—Alucinante.
—No es para tanto—se encogió de hombros—. Espero que en esa bolsa
hayas metido un bañador, aunque tampoco me importaría verte desnuda, para
qué voy a mentir.
—Quién sabe, igual se me ha olvidado y tienes suerte.
Por supuesto que llevaba bañador, fue en lo primero que pensé al
levantarme de la cama y ver el día tan espectacular que hacía.
Mientras recorríamos la corta distancia que nos separaba de aquel idílico
lugar, me explicó que había comprado aquella finca la primera vez que vino a
la isla, hacía ya seis años; que reformó la casa por completo, para darle el
aspecto que ahora lucía, y que, a pesar de estar enamorado de la zona, esta era
la primera vez que pasaba tantos días seguidos allí.
Una vez pisamos la arena, lo primero que hicimos fue desprendernos de la
ropa; yo del vestido playero y, él, de los vaqueros y la camiseta; y después,
extender una enorme toalla que Theodore tenía allí preparada junto a una
nevera repleta de bebida bien fría. Luego simplemente nos dejamos llevar y
dejamos que fuera pasando el tiempo enfrascados en una conversación tras
otra, disfrutando de cada palabra y anécdota; de las risas provocadas por
alguna mueca; de gestos y miradas…
—Dime algo que detestes, pero de verdad.
—Detesto que me mientan—dije sin dudar y mirándole a los ojos—, y
también esa sonrisa que acaba de aparecer en tu cara.
—¿Te refieres a esta sonrisa? —se señaló la boca y yo asentí riendo a
carcajadas—. Mentirosa.
—¿Y qué detestas tú?
—Que me tomen el pelo.
Su respuesta me hizo tragar saliva. ¡Apañados estábamos!
Comimos allí mismo en el cenador, protegidos a cal y canto de los rayos
del sol, que calentaban que daba gusto y, cuando estos bajaron de intensidad,
nos tumbamos en la arena donde, sin poder evitarlo, me quedé dormida.
Me despertaron las yemas de sus dedos recorriendo mis costados,
obligándome a abrir los ojos de golpe. «¡Dios, qué visión tan maravillosa es
este hombre!», pensé al verlo sentado ahorcajadas sobre mí.
—Siento haberte despertado—se disculpó con voz ronca y sensual—, pero
soy incapaz de mantener las manos alejadas de ti; es como si éstas fueran el
imán y tú el metal.
¿Cómo demonios, podía decirme esas cosas sin sentirlas, aunque fuera un
poco? Con cada segundo que pasaba a su lado me sentía más y más fascinada
por él, y eso me asustaba no, lo siguiente.
—Vamos al agua…—propuso.
Y allí pasamos el resto de la tarde, con las olas balanceándonos de un lado
a otro; con mis brazos enroscados a su cuello y mis piernas a su cintura;
dándonos millones de besos con sabor a sal, y prodigándonos infinidad de
caricias que subieron la temperatura del mar Mediterráneo y caldeo el
ambiente como si fuera el mismísimo infierno; pero eso fue todo, no hubo
sexo. Con Theodore, este Theodore, nunca hay sexo, sólo preliminares eternos
que nos dejan insatisfechos, al menos a mí.
Suspiro.
De esto hace dos días y aquí estoy, a las dos de la madrugada, en la
terraza, con una copa de vino y pensando en él. Maldito lord James. Maldito
hombre mono, y maldito Theodore, Theo para los amigos, y un océano de
dudas para mí, por quitarme el sueño de esta manera.
CAPÍTULO 27
—Tu vida es apasionante, no sabes cuánto te envidio, cuñadita, yo ni
siquiera tengo sexo con tu hermano, y no porque no me apetezca, al contrario,
estoy más salida que el pico de una mesa, pero él se niega, teme hacerme
daño. ¡Idiota!
Llevo casi una hora hablando con Olivia y mi cuñada por Skype,
narrándoles lo que ha acontecido desde que el jueves de la semana pasada les
enviara la fotografía de mi transformación para entrar en el Libertine y, no es
por nada, pero tiene razón, mi vida ha dado un gran giro desde que estoy aquí.
Un giro que orbita alrededor de una sola persona, Theodore James.
—Estás embarazada de siete meses, Sheila, supongo que es normal, ¿no?
—Claro que es normal—Oli se ríe—, a todas nos pasa.
—Normal los cojones, estoy así por su culpa, que menos que mimarme un
poco y darme lo mío, como mínimo, una vez por semana.
—Asturiana—mi hermano aparece en el recuadrito de la pantalla—, deja
de quejarte y piensa en lo seco que me vas a dejar cuando me pilles por banda.
—¡Y una mierda! Si pienso en eso las hormonas me hierven, así que, de
pensar, ¡nada de nada!
Soltamos una carcajada y ella nos fulmina con esa mirada láser tan suya
con la que más de una vez nos ha atemorizado.
—¿Qué tal va esa puesta, hermanita? ¿Has conseguido anotarte en el libro
guía?
—Sí, la otra semana, y no es por nada, pero esta historia me tiene un poco
harta.
—¿Y eso por qué? A ti siempre te han gustado estas cosas, ¿no?
—Le gustan estas cosas cuando se trata de los demás, Rubiales, y está
harta porque se ha enamorado de él.
—¡Hostias! ¿En serio? —mi hermano me mira con interés.
—¡No estoy enamorada de él, ya os lo he dicho! No niego que me gusta
mucho, cada día más, pero nada de amor.
—Olivia, explícaselo tú anda…
—¡No hay nada que explicar! —refunfuño.
—¿Tú te acuerdas hace unos años, cuando yo me puse cabezota con el
tema Daniel y Jack Sparrow y tu erre que erre? No me mires así, sabes de
sobra a qué me refiero.
—Sí, vale—admito—, tienes razón. ¿Contenta?
—Bueno, cielo, pues esto es lo mismo.
—¡Qué no, coño, que no tiene nada que ver! —bramo cabreada.
—Punto uno: no grites, te oímos perfectamente; punto dos: por supuesto
que es lo mismo, dos personas que se conocen, que se atraen, que se acuestan
y se mienten para no reconocer lo que sienten, la humanidad somos así de
gilipollas, nos encanta complicarnos la vida; y punto tres, sé exactamente
cómo te sientes: el corazón te palpita cuando lo ves, sientes un cosquilleo en
la boca del estómago y la respiración se te acelera; piensas en él
continuamente, deseas que el tiempo se detenga cuando estáis juntos y te
ciegan los celos cuando lo ves en actitud cariñosa con alguien que no eres tú.
Eso, querida mía, se llama amor, y lo sé porque es lo que yo sentí con tu
hermano.
—Y yo con Daniel.
—Así es, hermanita, acojona, pero es la pura verdad.
—Estoy con ellos—Daniel asoma la cabeza también—. El amor es un
puñetero, te atrapa sin que te des cuenta y con la persona que menos esperas.
—¡Os odio! —mascullo.
Estoy rabiosa porque, en el fondo, sé que tienen razón, yo misma llevo
dándole vueltas a esto desde hace unos días; exactamente desde que me
descubrí celosa al verlo con aquella fulana que lo manoseaba a su antojo.
—Bueno, ¿y qué piensas hacer? —mi hermano se cruza de brazos y sonríe
—. ¿Vas a hablar con él?
—Por supuesto que no, ¿te has vuelto loco? No pienso confesarle unos
sentimientos que no son correspondidos.
—¿Estás segura de eso?
—¿Por qué iba a seguir adelante sino con la apuesta, Oliver?
—Pues por lo mismo por lo que tú te niegas a sincerarte con él. Orgullo.
—¿Tú has hablado con él? —indago.
—No, pero lo conozco bien, Rebeca, y él no me hubiera pedido…—su
teléfono suena insistente—. Perdón, tengo que cogerlo, es una llamada que
estaba esperando del juzgado.
—¿Qué haríais vosotras en mi lugar? —las miro—. Y no me vale que me
digáis que hable con él, porque ninguna de vosotras lo hizo cuando tocaba. A ti
—señalo a Olivia—, tuve que obligarte a ir a la fiesta de fin de año en el Lust
para que Daniel se te declarara. Y contigo—giro la cabeza hacia mi cuñada—,
tuve que ponerme en la puerta del salón donde se celebraba el banquete de la
boda de Oli y Daniel para que mi hermano pudiera hacer lo mismo, así que no
me vengáis con cuentos chinos.
—Pues no hagas nada y espera—es Oli la que se atreve a hablar—. A
partir de mañana sólo quedarán dos semanas para que finalice la apuesta,
supongo que para entonces tengas claro lo que debes hacer.
—¿Y si no es así?
—Si no es así, siempre estaremos nosotras para obligarte a hacer
cualquier locura por amor, Rebeca, igual que tú hiciste con nosotras—asegura
mi cuñada.
—Sois las mejores, ¿lo sabíais? —sollozo.
—Por supuesto, y te odiamos tanto como tú a nosotras.
—Venga, cielo, seca esas lágrimas. No querrás que esta noche al señor
Bennet lo acusen de ser poco hombre por presentarse en el Libertine con los
ojos hinchados de llorar, ¿verdad? —se me escapa la risa y niego con la
cabeza—. Pues entonces deja de llorar.
Y lo hago, dejo de llorar y de hablar de mí para prestar atención, durante
media hora más, a las vidas de mi cuñada y mi mejor amiga, a las que quiero
con toda mi alma.
Para cuando llega Mila y su madre Ana, acompañadas de Almudena, para
ayudarme con el disfraz, ya estoy totalmente repuesta de mi llantina y he
guardado mis emociones en un cajón para que no hagan de las suyas.
Ahora toca centrarse en otra cosa y, para ello, mis emociones tienen que
estar guardadas bajo llave.
En esta ocasión llevo un traje de tres piezas en color marrón y de raso; la
levita es más larga que la anterior, me llega por encima de las rodillas, y lleva
las solapas bordadas en un tono más oscuro, al igual que el chaleco; la camisa
es beis y hace juego con el pañuelo del cuello y el del bolsillo; un camafeo
precioso, bordeado en metal dorado y una piedra de cuarzo, de un color
tostado, en el centro, junto con el sombrero, complementan el atuendo.
El camafeo lo compré en el rastro medieval que ponen todos los años en la
plazoleta; fue verlo y enamorarme de él; lo he sujetado al pañuelo para
disimular el nudo de éste y la nuez de Adán, que no tengo, evidentemente. Y
no, hoy no me he echado crema hidratante corporal con olor a almendras, hoy
me he puesto perfume de hombres, para que nadie sospeche de mi
masculinidad; y tampoco llevo el teléfono móvil. Esta vez no estarán a punto
de pillarme por esas cosas, seguro que será por otras.
Me miro una vez más al espejo, cerciorándome de que no llevo nada que
me pueda delatar, y como he quedado con Luis a las diez y media en la parada
de taxis que hay cerca del puerto, me voy de casa escopetada.
Salgo del edificio y, cuando estoy a punto de doblar la esquina de éste, el
corazón se me sube a la garganta al ver a Theodore bajarse de su coche y
dirigirse hacia aquí. «¡Mierda! ¿Y ahora qué hago?», no tengo mucho tiempo
para pensarlo y, girando sobre mis talones a la velocidad de luz, vuelvo a
entrar en el portal y me escondo en el recoveco que hacen las escaleras, a
oscuras, desde donde veo perfectamente a Theodore, de espaldas a mí, pulsar
el interfono. Cierro los ojos, como si al no ver yo, tampoco pudiera ser vista,
y contengo la respiración. Cuando los vuelvo a abrir, ahí sigue, insistiendo una
y otra vez y, al no obtener respuesta, decide sacar el teléfono del bolsillo y
hacer una llamada. Imagino que, a mí, claro. Insiste también con las llamadas
y, finalmente, como tampoco obtiene ninguna respuesta, se va un poco
mosqueado. Respiro, aliviada, y espero un tiempo prudencial, por si le da por
volver antes de salir.
—¿Puedo saber dónde coño estabas? —me increpa Luis en cuanto llego al
lugar de la cita, cabreado—. Creo recordar que quedamos hace media hora,
joder.
—Eh, eh, tranquilo, a mí no me hables en ese tono—mascullo aún con la
respiración agitada de correr.
—¿Qué no te hable en este tono? Lleva esperándote media hora, Rebeca.
—No te he hecho esperar a propósito, idiota, Theodore casi me pilla.
—¡Qué dices! ¿Cuándo? ¿Dónde?
—Salía del edificio cuando lo vi bajarse del coche. Como tú
comprenderás, tuve que dar la vuelta y esconderme hasta que se cansó de
llamar al timbre de mi casa. Un poco más y nos pillan.
—Lo que no te pasa a ti no le pasa a nadie—masculla—. Esta maldita
apuesta será mi ruina, ya lo verás.
—Déjate de dramas y andando, exagerado, que eres un exagerado.
De camino al Libertine, observo a Luis que, tenso y con el ceño fruncido,
abre y cierra las manos convulsivamente.
—¿Puedo saber por qué estás tan cabreado? —aprieta los dientes sin
mirarme—. Y no me digas que es por mi impuntualidad.
—Problemas personales que no te incumben—responde tirante.
—Estás así por Mila—no es una pregunta.
Me mira durante un segundo, suspira hondo y luego desvía la vista hacia la
ventanilla del taxi.
—¿Quieres hablarme de ello? —niega con la cabeza—. ¿Estás seguro?
—Ahora no tengo ganas ni tiempo de hablar—responde mordaz.
—Vale, pues cuando quieras, que sepas que estoy dispuesta a escucharte,
¿de acuerdo? —asiente—. Bien—y guardo silencio respetando el suyo.
Llegamos frente a la casa victoriana, donde ya se ve que empieza el
ajetreo, y antes de bajarnos del taxi para entrar le pregunto:
—¿Estás bien?
—Perfectamente—contesta abriendo la puerta—. Procura no meter la pata
cuando estés ahí dentro, ¿quieres?
Estoy a punto de soltarle una patada verbal de esas mías, pero como intuyo
cómo se siente y cuál es la causa de su malhumor, me solidarizo con él y
mantengo el pico cerrado.
Antes de que mi enfurruñado acompañante haga sonar la aldaba de la
puerta, hago un repaso mental a todas las cosas que no debo hacer y respiro
hondo. Luis me mira por encima del hombro y asiento. ¡Vamos allá!
Una vez que el mayordomo nos abre, nos guía al salón y, allí, voy
saludando con gestos de cabeza a unos y otros sin desviarme de mi propósito,
que no es otro que llegar a la barra antes que Luis, para que éste no me pida un
güisqui y me vea en la obligación de beberlo. Es en vano, el camarero ya nos
sirve la copa en cuanto nos ve acercarnos. «mi gozo en un pozo», pienso
apoyándome en la barra y observando la copa con asco.
—Te ha salido el tiro por la culata—se guasea Luis.
—Qué gracioso…—siseo.
—Esa boca cerradita, señor Bennet.
Aprieto los dientes e ignorándolo, paseo la mirada por el atestado salón en
busca del lord, pero no lo veo por ninguna parte. En cambio, sí veo a Preston
que, entretenido, habla al oído de una de las féminas. Los hermanos, no me
acuerdo, los que me habían invitado a unirme a ellos la otra vez a la partida de
póquer, se acercan a nosotros sonrientes.
—Caballeros—saludan.
Nosotros hacemos lo propio, yo con una simple inclinación de la cabeza.
—Hoy las trillizas pelirrojas actuarán para nosotros, ¿lo sabían? —dice
uno de ellos, el más feo.
—No, no estábamos enterados, acabamos de llegar—Luis me mira—. Las
trillizas pelirrojas se dedican a hacer espectáculos sexuales—me explica—.
Igual tiene suerte y es uno de los elegidos para que le metan mano, primo
Bennet—su burla no me hace ni pizca de gracia y lo fulmino con la mirada.
—Pues yo espero ser uno de los afortunados—susurra el otro hermano—,
esas mujeres son muy exuberantes, ya me entienden…
Desconecto de la conversación, no me interesa en absoluto, aunque sólo de
pensar que puedan manosearme, me dan escalofríos.
—«¿De qué va ese espectáculo?»—escribo en el bloc cuando nos
quedamos solos.
—Ya te lo dije, hacen números eróticos…—enarco las cejas, al estilo
Sheila—. Salen escasas de ropa, se besan entre ellas, se acarician y,
finalmente, cada una sube a uno de los caballeros para hacerlo pasar un buen
rato.
—«¿Esos espectáculos se hacían en el siglo diecinueve?».
—Ni te imaginas la de cosas de ese tipo que se hacían en aquella época.
—«Yo paso de ver esa porquería».
—Pues tendrás que hacerlo, recuerda que lord James sospecha que eres
afeminado, primo…
¡Mierda!
Pues sí, no me queda más remedio que hacerlo si no quiero que el lord, al
que por cierto todavía no he visto, siga pensando que soy gay y estoy
interesado en su persona, que lo estoy, pero no como el señor
Bennet, claro.
Pasada la media noche, el mayordomo se persona en la puerta y golpea una
especie de campanilla para llamar la atención de los allí presentes y, una vez
que todos estamos pendientes de él, anuncia que el espectáculo está a punto de
comenzar y podemos pasar al salón de la parte trasera de la casa.
Todos como corderitos, recorremos el pasillo de la izquierda y entramos
en una estancia espaciosa y en penumbra. A simple vista, observo que hay más
de cien butacones de madera y terciopelo oscuro, puede que granate, no lo
distingo bien, que rápidamente van siendo ocupados. Al fondo, y frente a
estos, una especie de tarima, no muy grande, también de madera y con pesados
cortinajes dorados, en los laterales, donde imagino que las trillizas nos
deleitarán con su actuación. Estoy a punto de tomar asiento, cuando noto el
latigazo recorrer mi espina dorsal. Él está allí, lo sé con total seguridad. Y es
precisamente en uno de esos laterales que lo veo, acompañado de las tres
trillizas y de su inseparable Arthur; y, al igual que ocurre cuando ambos
estamos en la misma habitación, nuestras miradas se quedan atrapadas.
—Siéntate, joder—masculla Luis entre dientes tirándome del brazo—. Si
vuelves a quedarte mirándole así, me largo de aquí y te buscas la vida tú sola.
—Lo siento, yo…
—¡Shssss!
El espectáculo da comienzo con los acordes de una música sensual, lenta y
cadenciosa; la imagen de las trillizas, allí arriba, en la tarima, ataviadas con
un sujetador de pedrería, cada una en diferente color, a cada cual más
llamativo, con la braga a juego y un blusón transparente, cubriendo esos
cuerpazos, es hipnótica. Sus cuerpos se balancean insinuantes y morbosos; sus
lenguas se enredan unas con otras, con lametones pausados y eróticos. Se
quitan las prendas y sus manos empiezan a ser las protagonistas, éstas y sus
quedos jadeos. El ambiente se caldea y los caballeros que tengo a mi lado se
remueven inquietos en sus butacas, seguro que tienen una erección de caballo,
no es para menos, las pelirrojas saben lo que se hacen. Hasta yo, que, dentro
de este disfraz soy una mujer, estoy cachonda y con la respiración levemente
agitada.
Cuando creo que la actuación llega a su fin, y estoy a punto de respirar
aliviada, las trillizas bajan de la tarima y se acercan al lord; éste se pone en
pie, sonriente, y habla al oído de una de ellas, que le guiña un ojo en respuesta
a lo sea que le haya dicho. A continuación, y con la música de fondo, ellas
comienzan a pasear, tal cual las trajo Dios al mundo, entre las butacas,
arrancando silbidos y vergonzosos ruegos entre los deseosos caballeros de ser
los elegidos. Me empiezan a temblar las piernas cuando una de ellas, la que
hablaba con él, se acerca a mí y ni corta ni perezosa, se sienta en mi regazo y
dice con voz ronca:
—Hoy es su noche de suerte, señor Bennet, acompáñeme.
Mis ojos se cruzan inevitablemente con los de lord James, que me observa
con detenimiento y, ¿burla?; trago saliva y miro a Luis, que me hace un
discreto gesto con la cabeza.
¡Tierra trágame!
CAPÍTULO 28

—Ha sido horroroso y humillante, es pensar en ello y se me pone la piel


de pollo, mira—sentencio a una Mila incrédula por mis palabras.
—Se dice de gallina.
—Me da igual cómo se diga, tú me has entendido perfectamente.
Aún sigo cabreada por el espectáculo de ayer con esa mujer en el
Libertine; jamás en mi vida me había sentido tan abochornada, lo juro.
—Vamos, mujer, seguro que no ha sido para tanto.
—¿Qué no? —resoplo—. Imagínate la situación, es… es…
—Puedo intentar ponerme en tu lugar si me lo cuentas—me pide
conteniendo la risa.
Y lo hago, desde el principio. Eso sí, omitiendo el monumental cabreo de
Luis.
—¿Y dices que la chica en cuestión antes de sentarse en tu regazo habló
primero con Theodore?
—Así es.
—¿Crees que lo hizo porque él se lo mandó?
—Conociéndolo y sabiendo que piensa que el señor Bennet es afeminado,
no me cabe la menor duda.
—Sí, yo opino lo mismo—le da un sorbo a su café y me mira—. ¿Y qué
paso? ¿Acompañaste a la dama a la tarima? —muy a mi pesar asiento y me
pongo en pie para servirme otro café.
Estamos encerradas en mi despacho desde que aparecí en éste a las nueve
de la mañana y Mila vio mi cara desencajada por no haber podido pegar ojo
en toda la noche dándole vueltas a lo ocurrido.
—No tuve más remedio que hacerlo—manifiesto resoplando—. Era eso, o
darle la razón al lord en su opinión respecto a mí personaje.
—Así que subiste a la tarima y…
—El salón se quedó a oscuras durante unos minutos en los que, al parecer,
alguien se dedicó a colocar unas sillas allí arriba—soplo el café y bebo—.
Luego sólo se encendieron tres focos, pequeños, que proyectaban una luz tenue
sobre nosotros.
Estaba muy nerviosa, muchísimo, me temblaban las manos y las rodillas; si
la chica, por cierto, preciosa, no llega a ordenarme que me sentase en una de
ellas, seguro que me hubiera caído de culo en cualquier momento—vuelvo a
beber de la taza—. La música empezó a sonar y la pelirroja bailó a mi
alrededor, insinuante, pegándose a mi espalda y restregando sus pechos contra
ésta.
—¡Madre mía! —exclama ahogando una carcajada.
—Me desabrochó la chaqueta y me mordí la lengua cuando sus manos
descendieron por mis hombros, con lentitud, y se posaron en mis pechos—me
da un escalofrío—. De no ser por las vendas que me puso tu madre alrededor
de estos, la tipa hubiera flipado al notar la dureza de mis pezones—confieso
para mi vergüenza.
—¡Qué me dices! ¿Te pusiste a tono?
—¡Claro qué me puse a tono! No soy de piedra, Mila, y la pelirroja sabía
lo que se hacía, créeme—la muy puñetera se ríe con ganas.
—Esto se pone interesante…
—Sus manos siguieron descendiendo por mi cuerpo y pegué un brinco al
sentir la presión ahí, en los pantalones, temiendo que se diera cuenta del
engaño, pero en cambio dijo para que todos la oyeran: «la espada del señor
Bennet está alzada, esto promete»—digo imitando su voz.
—¿Ves cómo la idea de meter un plátano dentro del calcetín no era
descabellada? —sus risas acaban contagiándome y me uno a ella.
—Pues sí, prometo no volver a desechar ninguna de tus propuestas.
—¿Te besó?
—Afortunadamente no, y menos mal, porque de hacerlo, ahí sí que creo
que todo se hubiera ido al traste por dos motivos; el primero, porque seguro
que se daría cuenta de que mi cara era de un material extraño y parecido a la
goma; y el segundo, porque el mordisco que iba a recibir la haría salir
corriendo de allí.
—¿Te imaginas?
Las dos estallamos en carcajadas pensando en lo que podría haber sido y
gracias a Dios no fue.
—Ahora me río, pero, joder, qué mal lo pasé, Mila, sobre todo cuando se
me sentó encima y sus caderas empezaron a balancearse al ritmo de la
puñetera música.
Yo estaba alucinada porque la mujer tenía la respiración agitada, las
pupilas dilatas y me gemía en la boca. Un poco más y se me corre encima—las
dos estallamos, riéndonos como un par de locas.
—¿Y qué pasó después?
—Después, cuando la actuación terminó, pensé en esconderme en el aseo,
pero como seguramente pensarían que, gracias al supuesto calentón que
llevaba, me estaría masturbando, pues me quedé allí, tragándome la vergüenza
y recibiendo las felicitaciones de unos y las miradas despectivas de otros.
—¿Y lord James en que bando estaba?
—Ni idea, no se acercó a mí. Aunque sí que nuestras miradas se
encontraron a menudo.
—Debes tener cuidado con eso.
—Lo sé, y de verdad que lo intento, pero soy incapaz de mantener mis ojos
apartados de él. No sé, es como si una fuerza poderosa me obligara a mirarlo.
—¿Os veréis hoy en el Lust?
—Puede ser, no estoy segura.
—Apuesto a que vendrá y te pedirá explicaciones de por qué no estabas en
casa y no le cogiste el teléfono ayer por la noche.
—¿Tú crees?
—¿Acaso lo dudas? —asiento, indecisa—. Después de haber pasado toda
la semana pegado a ti, me sorprendería que no lo hiciera. Querrá saber dónde
estabas y con quién, sobre todo con quién.
—¿Por qué?
—Porque está loco por ti, Rebeca.
—No digas chorradas…
—¿Chorradas? —me interrumpe—. Un hombre al que no le interesas no te
mira como él lo hace, ni se desvive por pasar tiempo contigo.
—Te olvidas de que puede que esté interpretando un papel.
—No lo está haciendo, se nota.
—Vaya, así que eres capaz de deducir que un hombre está loco por mí por
cómo me mira y me busca, y, en cambio, no eres capaz de darte cuenta de que
Luis hace exactamente lo mismo contigo.
—Eso es diferente.
—¿Por qué es diferente? Explícamelo.
—Porque yo no estoy interesada en Luis de esa forma, y tú si lo estás en
Theodore. ¿Notas la diferencia?
—¿Por eso llevas toda la semana evitándole?
—No lo evito, él está en su despacho y yo aquí, nos vemos todos los días.
—Pero vuestra relación ha cambiado desde la última vez que hablamos, ¿o
son imaginaciones mías?
—Mira, tengo veintisiete años, me gusta el sexo y he decidido disfrutarlo a
tope, sin ataduras, ¿entiendes? Soy joven y no estoy preparada para una
relación seria ni exclusiva con nadie.
—¿Y se lo has explicado a él?
—No veo por qué debería de hacerlo…
—Porque llevas cinco meses acostándote con él y sólo con él, Mila, y de
la noche a la mañana lo haces a un lado como si no te importase. ¿No te parece
que merece saber lo que piensas? ¿Lo que sientes?
—Estábamos hablando de ti, no de mí.
—Ah, genial, ahora te enfurruñas… Muy bien, pues allá tú.
—Bien, me vuelvo a mi mesa, tengo que llamar a los proveedores—dice
poniéndose en pie y caminando hacia la puerta.
—Una última cosa—se gira con la mano en el picaporte de la puerta y me
mira—, ponte en su lugar y piensa si te gustaría que a ti te hicieran lo mismo,
puede que descubras que no lo estás haciendo bien—asiente.
—¿Algo más?
—No.
Tras su marcha me quedo intranquila porque sé que esto traerá
consecuencias que repercutirán en el trabajo.
Les he cogido cariño a ambos y no me gustaría verlos sufrir, aunque de
seguir Mila en sus trece, estoy convencida de que se harán mucho daño. Y yo
que creía que ella estaba enamorada de Luis…
En fin, se ve que estoy perdiendo facultades… Enciendo el ordenador y me
pongo a trabajar en el balance del mes.
Paso la mañana enfrascada en papeleo y dosieres que hay que enviar lo
antes posible; en leer y contestar emails y en hacer algunas llamadas.
Poco antes de la hora de comer, oigo las voces de Mila y Luis con un tono
por encima de lo común y cierro los ojos, esperando que cesen pronto y que
no sea necesario tener que asomarme a la puerta y hacerles ver que sus temas
personales deben quedarse en la puerta o, de lo contrario, tendré que tomar
medidas.
No quiero hacerlo, de verdad que no, pero si no solucionan las cosas, para
bien o para mal, no me quedará otra alternativa. Lo último que escucho es un
portazo en toda regla y, poco después, algo estrellarse contra el suelo en el
despacho de mi compañero y eso me cabrea. ¡Maldita sea!
Respiro hondo y cuento has diez, para no dejarme llevar y, cuando estoy
apagando el ordenador, dispuesta a salir de aquí y hablar con ambos, suena el
intercomunicador de mi mesa, sobresaltándome.
—Tienes una visita—anuncia Mila en cuanto presiono el botón.
Y antes de que me dé tiempo a responder, la puerta se abre y, como Pedro
por su casa, entra Theodore que, de dos zancadas, se acera a mi mesa. Para
nada me esperaba su visita y eso provoca que me quede muda. Bueno, eso y su
sola presencia, para qué no vamos a engañar. Si vestido con traje está que
rompe, verlo con vaqueros y una simple camiseta, algo a lo que no estoy
acostumbrada, te noquea, al menos a mí. Ponga lo que se ponga, le sienta de
maravilla, oye. Como su atuendo de ayer, por ejemplo, era atrevido y nada
clásico, si nos paramos a pensar que, en cuanto traspasas las puertas del
Libertine, entras directamente al siglo diecinueve. Para que se me entienda:
llevaba un traje de color burdeos, con las solapas de la levita en negro; la
camisa era negra y toda ella bordada, con hilo brillante, en el mismo tono que
el traje; corbatín negro y un sombrero haciendo juego. Otra persona vestida
así, te haría parpadear y gritar: ¡mis ojos! En cambio, en él quedaba tan…
bien. Está tan… atractivo. Para mi desgracia suspiro y él me sonríe de esa
manera que me enerva.
—¿Qué haces aquí? —espeto.
—Vengo a comprobar algo por mí mismo.
—¿Qué cosa? —me pongo a la defensiva.
—Dame tu teléfono móvil—ordena.
—¿Para qué lo quieres?
—Ya te lo dije, para comprobar una cosa.
—¿Crees que puedes entrar en mi despacho y exigir que te deje ver algo
tan personal como mi teléfono móvil? —estoy empezando a cabrearme de
verás.
—Así es.
—Márchate, estoy muy ocupada—le digo indiferente.
—Ayer por la noche vine a verte.
—No estaba en casa.
—¿No me digas? —su tono irónico me hace alzar la mirada hacia él—. Te
llamé bastantes veces…
—Lo sé—lo interrumpo.
—… Y aún no he obtenido respuesta.
—¿Desde cuándo estoy obligada a responder o devolver llamadas
telefónicas? —me pongo en pie y apoyo las manos en las caderas.
—No me gusta que me ignoren.
—Ni a mí que me controlen—nuestras miradas se retan.
—Eres imposible—masculla escondiendo una sonrisa.
—Y tú un arrogante.
Sin que me lo espere, me rodea con uno de sus brazos, presionando con su
mano en mi nuca, me aproxima a él, quedando la mesa en medio de ambos y
me besa. Un beso que empieza con brusquedad y al que me entrego encantada;
rozando nuestras lenguas, degustando el sabor de éstas, con ansia, para
terminar con una ternura que me desarma.
—Te veo esta noche en el Lust—susurra contra mis labios mirándome a
los ojos.
—Ya veremos—respondo acariciándole el mentón con un dedo.
Cuando la puerta se cierra tras él, me llevo los dedos a los labios y sonrío
bobalicona, no lo puedo evitar.
—¿Rebeca? —pego un brinco al escuchar de nuevo su voz ronca y
profunda, frente a mí—. A mí me ocurre lo mismo.
Y se va, pero esta vez de verdad. Y yo me quedo contemplando la puerta,
con un nudo en el estómago y el corazón a mil por hora, rogando para mis
adentros que sus últimas palabras sean verdad y no el producto de un juego
machista; de lo contrario, mi corazón y yo estaremos en serios problemas.
CAPÍTULO 29

Tengo un dilema, sí, uno muy grande y por culpa de una propuesta que
Theodore me hizo el domingo, cuando en la madrugada nos despedimos en la
puerta del Lust. Me dejó con la boca abierta y sin saber qué decir, y, ahora, no
dejo de darle vueltas porque he de darle una contestación, pero ¿cuál? Eh ahí
el dilema.
Sobra decir que pasamos las tres noches del fin de semana juntos, pero me
da igual, lo digo de todos modos porque me encanta recrear en mi mente esos
momentos de desenfreno, de lujuria y de pasión, con él. ¿Masoquismo?
Probablemente, porque al hacerlo, me pongo cardíaca y sin poder dar rienda
suelta a mi calentamiento corporal, quedándome con las ganas. Sí, así es,
cuantos más días paso en su compañía, más ganas de él tengo, lo confieso.
Bueno, a lo que iba porque, me pongo a echar polvos mentales con ese hombre
y me pierdo, la verdad.
Total, que, el domingo, después de darnos una ducha, conjunta, y volver a
ponernos decentes, abandonamos la habitación y, cogidos de la mano, igual
que una pareja de las de verdad, bajamos al hall donde, salvo los limpiadores,
ya no había un alma. Allí remoloneamos un poco, haciendo a propósito que, el
corto recorrido hasta la puerta durase un poco más. Una vez en ésta, aún
cerrada, apoyó su frente en la mía y, acariciando mis brazos con lentas
pasadas de arriba a abajo, suspiró:
—Mañana me voy a Londres y estaré allí toda la semana.
—¿Toda la semana?
—Sí, hasta el próximo domingo.
—Bueno, entonces al fin podré librarme de ti y de tus dos amigos—enarcó
una ceja y me miró sin comprender a quiénes me refería—. Ya sabes, lord
James y Theodore—rio con ganas.
—Pues yo tengo la esperanza de, al menos, poder verte el fin de semana…
—Me estás diciendo que no vendrás hasta el domingo… ¿Cómo vamos a
vernos?
—Verás, mis padres darán una fiesta el sábado para celebrar sus bodas de
oro y me gustaría que tú fueras mi acompañante—ahí fue cuando se me abrió
la boca.
—¿Yo? —Pregunté incrédula—. Pero… Pero…
—Sí, tú.
—¿Por qué?
—¿Cómo que por qué? Eres mi pareja, Rebeca, y…
—¿Tu pareja? —lo interrumpí.
—No sé tú, pero yo te considero mi pareja y, como tal, me encantaría que
pasases el fin de semana conmigo allí y así poder presentarte a mi familia.
«¡Ay, Dios! ¿Me considera su pareja y quiere presentarme a su familia?»,
pensé horrorizada y esperanzada a la vez.
—Pero… Pero…—joder, no me salían las palabras.
—Mira, no es necesario que me respondas ahora, tú piénsalo, ¿vale?
Iremos hablando por teléfono, porque pienso llamarte cada día, y cuando lo
tengas decidido me dices. Yo quiero que vayas, lo deseo con toda el alma—
susurró sobre mis labios—, pero no te presionaré y respetaré tu decisión—
nuestras miradas se encontraron y tragué saliva antes de que me besara.
Luego, simplemente me quedé allí, parada frente a una puerta por la que él
acababa de salir, sin poder reaccionar.
Esa noche, antes de quedarme dormida, me hice un montón de preguntas
que, evidentemente, quedaron sin respuesta. Preguntas como: ¿Se había vuelto
loco? ¿De verdad me consideraba su pareja o, aquello formaba parte de su
estrategia para ganar la apuesta? Y si era una estrategia, ¿por qué llevarme a
una celebración tan especial? ¿Por qué querer presentarme a su familia? Y si
no lo era, ¿no sería muy precipitado presentarme en Londres para asistir a una
reunión familiar de aquella índole? Coño, que apenas hacía tres meses que nos
conocíamos… Me levante varias veces a caminar de un lado a otro de la
habitación, las malditas dudas por culpa de la apuesta iban a sacarme canas y
volverme tarumba. Finalmente cerré los ojos, no sin antes pensar en la
reacción que tendrían Oli, mi cuñada y Mila, cuando les contara estos últimos
acontecimientos.
La primera en saberlo fue Mila, se lo dije el lunes a primera hora de la
mañana, frente a un café y unas tostadas, en la cafetería de al lado del club. Su
reacción fue… ¿cómo decirlo? Primeramente, se atragantó y, después, le faltó
tiempo para ponerse a batir las palmas y a dar saltos de alegría, como si le
hubiese tocado la lotería o algo así; hasta le brillaban los ojos por la emoción
y todo.
—Dime que vas a ir, por favor, dímelo—suplicó la muy puñetera.
—No lo sé, Mila, esta no es una decisión que se pueda tomar a la ligera,
hay mucho en juego.
—¡Venga ya! Es una oportunidad de oro para conseguir tus propósitos,
Rebeca, piénsalo. Estaréis solos el fin de semana.
—Su familia también estará allí, ¿recuerdas?
—Cuando digo solos me refiero a sin nadie de aquí: ni Arthur Preston, ni
Luis, ni yo… Tampoco estará la presión del Libertine, la apuesta, el Lust…
¿Me sigues? Ese fin de semana puede ser decisivo para aclarar tus
sentimientos y todo lo demás.
—Mis sentimientos están claros desde hace días, Mila.
—¿Y puedo saber cuáles son?
—Estoy enamorada de Theodore James, hasta las trancas—casi me deja
sorda de los gritos que pegó, la muy loca.
—Pues entonces deja de darle vueltas y a por él, nena.
«Sí, es muy fácil decirlo cuando no eres tú la que se juega lo que me estoy
jugando yo», pero claro, eso no se lo dije, sólo lo pensé.
Por la noche, mientras me tomaba una copa de vino en la terraza intentando
relajarme un poco, llamó el causante de mis desvelos:
—Hola, Charlatana—saludó en cuanto cogí la llamada.
Escuchar su voz a través del teléfono causaba las mismas sensaciones que
cuando lo tenía frente a mí, o debajo, a la espalda… Me hacía estremecer de
pies a cabeza.
—Hola—respondí.
—¿Sabes? Estoy pensando en cambiarte el mote porque creo que el
domingo te dejé sin palabras, ¿me equivoco?
—Pues no, no te equivocas en absoluto.
—¿Qué te parece mudita? Ya sabes, por lo de no hablar y eso…
—Ja, ja, muy gracioso.
Hablamos de cosas banales: el tiempo, su trabajo, mi día de descanso…
Poca cosa porque no hacía ni veinticuatro horas que habíamos estado juntos y
no había mucho más que contar.
—No vas a creértelo, pero te echo de menos—dijo bajando la voz, como
si le diera vergüenza reconocerlo o fuera él el que no se lo creyera, no lo sé.
—Nos hemos visto ayer, Theodore…—aduje pareciendo indiferente.
—Lo sé, pero me he acostumbrado a tenerte cerca… ¿Has pensado en lo
que te dije?
—Estoy en ello—tardé en contestar.
—No le des vueltas y ven, Rebeca, prometo que será un fin de semana
inolvidable.
—Dijiste que no ibas a presionarme.
—Lo siento, me cuesta no hacerlo.
—Ya veo.
Nos despedimos poco después, no sin antes prometer que me llamaría al
día siguiente.
Esa noche también tarde en coger el sueño, últimamente era el pan de cada
día. ¿Dónde quedaban aquellas noches en las que dormía a pierna suelta sin
preocuparme de nada? ¿Dónde estaban aquellos días en los que pensar que el
amor te quitaba el sueño era algo que no iba a pasarme a mí? ¡Ignorante!
La siguiente con la que hablé del tema fue Oli, mi cuñada estaba en una
revisión con el ginecólogo y después tenía los cursos de preparación al parto;
no podría hablar con ella hasta la madrugada, por eso esta vez la llamada por
Skype fue sólo de dos y a última hora de la tarde del martes.
—¿Crees que debo ir, Oli? —en mi vida había estada más insegura.
—No se trata de lo que yo crea, Rebeca, se trata de lo que creas tú.
—¿No te parece una locura?
—Cielo, después de lo que yo he vivido no me sorprende nada, recuerda
que trabajé codo con codo con Daniel, odiándolo durante cinco años y, luego,
en cuestión de pocos meses me enamoré como una idiota; y él también.
—Ya, pero no había una apuesta de por medio.
—Sí que la había, la nuestra, ¿lo has olvidado?
—La nuestra era diferente…
—Era diferente porque tú fuiste quien la inició, en este caso lo hizo Arthur
Preston y tú eres la que está del otro lado, por lo demás prácticamente es lo
mismo; se trata de retar a alguien a reconocer unos sentimientos.
—Tienes razón y, ahora me doy cuenta de que nunca debí hacerlo.
—No estoy de acuerdo contigo, Rebeca, para nada.
—¿Qué hago, Oli? ¿Me lío, como dice Sheila, la manta a la cabeza y me
voy a Londres o no?
—Esa decisión debes tomarla tú sola, cielo, los demás no somos nadie
para decirte lo que hacer o lo que no.
—No me estás ayudando nada, ¿lo sabías?
Cuando minutos más tarde me despedí de ella, seguía exactamente igual
que estaba antes de llamarla. Su consejo… «Cierra los ojos, ponle un candado
a tu cerebro, y que pase lo que tenga que pasar». Creo que con eso quiso decir,
sutilmente, que estaba tardando en reservar un vuelo para Londres, ¿no? Aun
así, como no lo tenía del todo claro, decidí esperar a hablar con mi cuñada
antes de tomar cualquier decisión.
Salí de casa con la intención de dar un paseo por el puerto, en cambio,
tomé la dirección contraria y cuando quise darme cuenta, estaba en la cala
donde solía relajarme y tomar el sol de vez en cuando. Me quité las sandalias,
hundí los pies en la húmeda arena y respiré profundo, llenando los pulmones
de la suave brisa con olor a mar. Me encantaba aquel lugar, me tranquilizaba y
llenaba de paz mental, y eso a estas alturas era complicado porque mi maldita
mente bullía enredada entre dudas e incertidumbres… «¿Quién me mandaría a
mí meterme en esta historia?», suspiré. Estuve allí, sentada cerca de la orilla,
hasta bien entrada la noche.
Theodore llamó poco después de que yo saliera de la ducha:
—Hola, preciosa—temblé por el timbre de su voz—, ¿qué tal tu día?
Le conté por alto cómo había sido mi martes, evidentemente omitiendo mi
conversación con Olivia y mis comeduras de cabeza.
—¿Y el tuyo?
—Bien, mis hermanos y yo hemos ido a comprarles el regalo a mis padres;
he montado a caballo, he pasado la tarde en el club, y no he dejado de pensar
en ti en todo el día. ¿Tú piensas en mí, Rebeca? —tragué saliva.
¿Qué si pensaba en él? «Joder, vives en mi puta cabeza», me dieron ganas
de decirle, pero, por supuesto, me callé; no obstante, respondí:
—Sí, de vez en cuando lo hago.
—¿Sólo de vez en cuando? —Dios, esa voz…
—Ajá.
—Mentirosa.
Tenía razón. Para ser una persona que odiaba las mentiras, las decía
continuamente con respecto a él, pero era la única manera que tenía de
protegerme un poco, al menos así lo veo yo. En fin, en esa llamada no hubo
insistencias por su parte para que aceptara su propuesta, algo que agradecí y a
la vez eché en falta. ¡Era para darme de hostias!
Al día siguiente ni siquiera llamó y me preocupé. ¿Y si al estar lejos se
había arrepentido de invitarme a pasar el fin de semana con él? ¿Y si toda
aquella pantomima de querer que fuera su acompañante en las bodas de oro de
sus padres era su manera de demostrar que estaba rendida a sus pies? ¿Y por
qué me molestaba tanto si ni siquiera estaba segura de querer ir? No, no era
para darme de hostias, era para matarme directamente.
Era pasada la media noche del miércoles cuando mi cuñada me envió un
mensaje diciéndome que, si aún quería hablar con ella, aquel era un buen
momento. Encendí el portátil y la llamé por Skype.
—¿Cómo están mis queridos sobrinos? —pregunté en cuanto apareció su
imagen en la pantalla.
—Están bien, en estos momentos aplastándome la vejiga—compuso una de
sus muecas y luego me miró—. ¿Qué coño estás haciendo? —soltó a bocajarro
y de malos modos.
—¿A qué te refieres?
—Te haré la pregunta de otra forma a ver si así me entiendes… ¿Por qué
nos llamas pidiéndonos que te digamos que debes hacer, cuando ya lo tienes
claro? Sí, he hablado con Olivia y no, no he acabado—corta mi intención de
replicar—. La Rebeca que yo conozco no es insegura y no necesita el
beneplácito de nadie para hacer lo que le da la real gana, así que repito…
¿qué estás haciendo?
—Lo siento—digo a la defensiva—, pero por raro que te parezca no tengo
claro qué hacer y os necesito.
—Mientes…
—Tengo dudas, Sheila, millones de dudas, ¿puedes entenderlo?
—Por supuesto, de todos modos, creo que lo de irte a Londres el fin de
semana con él lo tienes bastante claro.
—Te equivocas.
—Está bien, entonces voy a ser sincera contigo y decirte lo que de verdad
pienso de todo esto, espero que no te ofendas—advierte—. Pienso que
deberías mandar a la mierda de una vez por todas a eso futuro conde que sólo
está riéndose de ti. Es engreído, arrogante, prepotente y quiere llevarte a su
terreno para rematar la faena. Una faena con la que, por cierto, se ganará una
pasta a tu costa—abro la boca y me frena con su dedo índice—. Estarías loca
si aceptaras irte a Londres, muy loca, porque él sólo te quiere allí por el
interés. Ese tío no merece la pena, Rebeca, olvídalo de una puta vez.
—Hablas de Theodore como si lo conocieras de toda la vida y no es así—
mascullo apretando lo dientes, dolida por lo que acaba de decir—. No tienes
ni idea, ¡ni idea! —bramo—. Sí, es todas esas cosas que has dicho, pero
también es cariñoso, amable, atento y tierno; me hace reír y me escucha
cuando hablo. Cuando estoy con él me hace sentir que soy especial, hermosa y
única. Le amo, Sheila, y pasaré con él el tiempo que pueda sin importarme lo
que tú o los demás penséis.
—¿Eso es lo que quieres? ¿Pasar el fin de semana con él en Londres?
—Sí—respondo categórica.
—Pues entonces haz la maleta y deja de dar el coñazo, ¿quieres? —
exclama alzando una de sus cejas y dejando ver una mueca burlona.
—Eres una maldita zorra—digo entendiendo lo que acaba de hacer.
—Una zorra que, como habrás comprobado, tenía razón al asegurar que la
decisión ya la tenías tomada antes de que yo dijera nada en contra de tu lord.
Por cierto, preciosa defensa, me ha emocionado y todo.
—Te odio.
Solucionado el dilema que, por lo visto, sólo existía en mi cabeza, antes
de acostarme hice la reserva online y hoy le he enviado un mensaje a
Theodore: «mi vuelo llega al aeropuerto Gatwick, mañana a mediodía». Su
respuesta no tardó en llegar: «te estaré esperando, ansioso».
CAPÍTULO 30

Me despierto demasiado temprano. Bueno, en realidad poco he dormido


debido a los nervios, que aún siguen implantados en la boca del estómago. No
sé si estoy haciendo lo correcto o, por el contrario, estoy metiendo la pata al
aceptar irme a pasar el fin de semana a Londres, pero quiero hacerlo, el
cuerpo me lo pide y el corazón me lo exige, así que, como dice mi cuñada, que
sea lo que Dios quiera.
Me ducho, me arreglo y dejo mi habitación recogida. En el salón, encima
del sofá, está mi maleta lista y preparada para ponerse en marcha. Salgo a la
terraza, con un café en las manos, y respiro varias veces con fuerza, intentando
calmar esa agitación que colapsa un poco mis pulmones, y, por unos segundos,
me quedo contemplando el mar en calma. ¿Algún día me sentiré yo así? ¿En
calma? ¿Algún día volveré a hacer las cosas sin tener tantas dudas? ¿Algún
día volveré a ser la persona que era? «Es demasiado temprano para que
empieces con esas gilipolleces, Rebeca, no le des más vueltas», me regaño
mentalmente a la vez que bebo de la taza. «Por supuesto que volverás a ser la
misma, sólo es cuestión de tiempo». Vuelvo dentro, termino el café, enjuago la
taza, la meto en el lavavajillas y miro el reloj; apenas son las ocho, pero como
es viernes, y supongo que tanto Luis como Mila ya están abajo, cojo mis cosas
y soltando un hondo suspiro, cierro la puerta tras de mí.
—¿Vienes a leernos la cartilla? —indaga Mila con sorna en cuanto me ve
aparecer por el pasillo.
—¿Necesitáis que lo haga?
—Por supuesto, algunas se desmelenan sin pensar en las consecuencias
cuando es medianoche—Luis se acerca a mí, evitando mirar a Mila.
—Y a algunos les gustaría hacerlo, pero no tienen con quien.
—Eso es lo que tú te crees, niñata.
Mi cabeza va de uno a otro, como si estuviera viendo un partido de tenis.
—No soy ninguna niñata.
—Pues deja de comportarte como tal.
—A ti lo que te pasa es que estás muerto de celos porque he dejado de
acostarme contigo y…
—¡Basta! —grito mirándolos a ambos—. A mi despacho los dos—los
fulmino con la mirada—. ¡Ahora!
Dejo la maleta, con rabia, junto a la mesa y comienzo a pasear de un lado a
otro mientras ellos guardan silencio. No debería meterme en este embrollo que
se traen los dos, pero, como su jefa, no me queda más remido que dejarles las
cosas claras.
—Esta actitud en el trabajo se tiene que terminar, chicos. No os voy a
permitir a ninguno de los dos que sigáis comportándoos así, ¿me oís? Ambos
sois mayorcitos, ambos sabíais en lo que os estabais metiendo al mantener una
relación y no voy a tolerar que os faltéis el respeto, al menos cuando estéis en
la oficina, lo que hagáis de puertas afuera es cosa vuestra—Mila tiene la vista
perdida en el horizonte y Luis en sus zapatos—. Si no sois capaces de
comportaros como personas adultas y asumir las consecuencias de vuestros
actos, no tendré más remedio que tomar medidas, y juro por Dios que no
quiero hacerlo.
—Tienes razón y lo siento, por mi parte no se repetirá—masculla Luis.
Mila asiente.
—Por la mía tampoco.
—¿Estáis seguros?
—Sí—responden ambos.
—Bien.
Dicho esto, pasamos a hablar de mi ausencia el fin de semana. En lo que
respecta al trabajo, confío en ellos plenamente; en cuanto al tema personal, no
las tango todas conmigo. Aunque no lo parezca, Luis es muy temperamental y
se siente traicionado por Mila; y ella, bueno, a simple vista parece que lo tiene
claro y no quiere saber nada de él, aun así, no sé si consciente o
inconscientemente, lo busca, haciéndome dudar de que en realidad sepa lo que
hace.
—Tenéis mi número de teléfono por si surgiera algo; cualquier cosa y a la
hora que sea, llamadme, ¿vale?
—Vete tranquila, Rebeca, todo saldrá bien.
—Confío en vosotros Luis, y.…—el teléfono de la mesa de Mila suena y
ésta se apresura a contestar.
—Tu taxi está abajo—anuncia desde la puerta.
—Vale, pues… me voy—agarro el asa de mi maleta e intento sonreír—.
Por favor, no dudéis en llamarme, ¿vale? —ambos asienten siguiéndome hasta
el ascensor.
Las puertas se abren, yo entro y, antes de pulsar el botón, les imploro como
a niños pequeños:
—No discutáis más, por favor. Nos vemos el domingo por la noche.
Y salgo del edificio con la sensación de estar abandonándolos a su suerte
cuando, en realidad, ellos están más que cualificados para hacerse cargo del
Lust. Sólo espero, dadas las circunstancias, no arrepentirme de irme en este
preciso momento.
Cuando el avión aterriza en el aeropuerto de Gatwick, los nervios de mi
estómago se han convertido en un alien que golpea las paredes de éste con
ímpetu, provocándome hasta nauseas. Sé que puedo parecer un agonías, pero
aun teniendo claro que quiero estar aquí, no dejo de sentir miedo por lo que
pueda pasar a partir de ahora. Me refiero a que no he reservado habitación en
ningún hotel y dependo completamente de Theodore. Si por alguna casualidad
él no se presentase a buscarme, estaría completamente vendida en un país que
no conozco de nada y sola. Sacudo la cabeza, si eso ocurriera, no habría
rincón en el mundo donde pudiera esconderse; lo encontraría y luego lo
mataría con mis propias manos. Aun así, cruzo la puerta de embarque
conteniendo la respiración y, al llegar a la sala y verlo con un cartel en las
manos, con mi nombre escrito en él, sonrío como una boba y todos mis miedos
se esfuman por arte de magia.
Dios, no sabía que lo había extrañado tanto hasta ahora que, al verlo ahí,
con esa sonrisa que me desarma, y con esos vaqueros gastados y ceñidos, esa
camiseta que se pega a su torso lo justo, los pensamientos lascivos y
lujuriosos se pasean por mi mente a sus anchas. Siempre me ocurre lo mismo
con él, es verlo y desearlo de una manera abrumadora; tanto, que no extrañaría
nada poner el suelo perdido de babas.
—Bienvenida, señorita Hamilton—dice acercándose a mí sonriente—.
Desde este momento soy su más fiel servidor.
—Hola—mi escasa timidez hace acto de presencia.
—Ven aquí…
Tira de mí, rodea mi cintura con sus fuertes brazos y me besa. Un beso que
me hace suspirar de deleite; un beso que, viendo lo que provoca en mí, lo
necesitaba como el respirar. Nuestras lenguas se enredan, haciéndose un
reconocimiento exhaustivo y a fondo. Ronroneo en su boca y el gime apoyando
su frente en la mía.
—Te he echado de menos, Charlatana.
—Ya veo…
—¿Estás preparada para pasar el mejor fin de semana de tu vida?
—Por supuesto.
Con nuestros dedos entrelazados, recogemos mi maleta y salimos de la
terminal en dirección al aparcamiento; mete la maleta en el maletero, se apoya
en éste y, sin que me lo espere, tira de mí, encajándome entre sus piernas. Me
acaricia el pelo y desliza un dedo, con parsimonia, rodeando el contorno de mi
cara y mis labios. Su mirada intensa me hace contener el aliento.
—No sé qué me has hecho, Rebeca, pero no puedo dejar de pensar en ti ni
un sólo segundo—trago saliva—. Gracias por venir, confieso que me aterraba
la idea de que no lo hicieras y, ahora que estás aquí, no puedo dejar de mirarte
y tocarte para comprobar que eres real y no imaginaciones mías.
¡Ay, madre! Que como siga por ese camino me veo hincando una rodilla en
el suelo y pidiéndole matrimonio antes del domingo. Como no sé qué decir,
bueno, sí lo sé, lo que pasa que no quiero hacerlo porque sería entregarle mi
corazón en bandeja, llevo la mano a su nuca y lo pego a mí para, a
continuación, devorar su boca como si me fuera la vida en ello; demostrándole
con ese beso lo que aún no me atrevo a decir con palabras.
—Vámonos o acabaran deteniéndonos por escándalo público—susurra en
mis labios.
Nos subimos al coche con ganas de arrancarnos la ropa y ponernos al día
en temas sexuales, pero como no podemos, sonreímos como lerdos y
disimulamos nuestras ansias de nosotros.
—¿Adónde nos dirigimos? —pregunto en cuanto nos incorporamos al
tráfico.
—A la casa de campo de mis padres, en Dover, condado de Kent.
—Theo, como no sabía dónde sería la celebración no he… ¿Por qué me
miras así?
—Has dicho Theo, no Theodore, ni hombre mono, ni lord James, ni
ninguna de tus ocurrencias.
—Y eso te molesta porque…
—No me molesta—sonríe—, al contrario. Desde que nos conocemos es la
primera vez que lo haces y me encanta—roza los nudillos de mi mano con la
suya—. ¿Decías?
—Decía que al no saber dónde era la celebración, no he hecho reserva en
ningún hotel y…
—No será necesario, en Clover House hay habitaciones de sobra, te
hospedarás con nosotros.
—¿Te has vuelto loco? —lo miro sorprendida—. No puedo quedarme en
casa de tus padres, me niego.
—No serás el único huésped, Rebeca, habrá más gente.
—Es igual, no me encontraría a gusto y…
—Está decidido y ellos ya lo saben.
—Está bien—claudico finalmente.
El trayecto dura cuarenta minutos, aproximadamente. Cuarenta minutos en
los que, sin saber cómo ni por qué, me encuentro contándole a Theodore lo
ocurrido esta mañana, con Luis y Mila, antes de salir de la isla.
—Mal asunto—dice cuando me quedo en silencio.
—¿Tú crees? Porque yo tengo la esperanza de que lo solucionen.
—Es complicado… Es evidente que Luis está enamorado de ella, sólo hay
que fijarse en cómo la mira cuando están en la misma habitación para darse
cuenta. Y entiendo su reacción. Estar con una persona creyendo que construyes
algo sólido y, que, de golpe y porrazo, te encuentres con que ella no va en la
misma dirección que tú es jodido.
—Lo dices como si hubieras pasado por ello—se queda callado durante
unos minutos que se me hacen eternos.
—¿Qué sientes por mí, Rebeca? —me quedo muda.
¿Qué siento por él? Podría decirle que me ha enamorado como a una
quinceañera; que estando en su compañía me hace sentir especial y deseada;
que me gusta su forma de vestir, de gesticular, hablar y sonreír; que me encanta
cuando apoya su frente en la mía y mira hacia abajo buscando mis ojos; o que
sus labios son el mejor manjar que he probado en la vida. Podría decirle
tantas cosas… Pero no lo hago, y está claro que no porque no lo sienta, sino
porque, si lo hiciera, estaría exponiendo mi corazón a ser pisoteado y me
niego. Si la maldita apuesta no existiera…
—¿No vas a responder?
El coche ya no circula por ninguna carretera, está parado en algún lugar en
el que no me fijo porque su mirada me tiene atrapada y con el corazón en la
garganta.
—No lo sé…—musito.
—¿No sabes si responder, o no sabes lo que sientes por mí?
—Lo segundo—su mandíbula se tensa imperceptiblemente.
—Mentirosa.
—Mira, Theodore, yo…
—Hemos llegado—anuncia con la mirada al frente, interrumpiéndome.
Sigo su mirada y, maravillada por lo que tengo ante mí, abro la boca sin
ser capaz de pronunciar palabra. Una imponente casa de dos plantas, de piedra
gris, con enormes balcones y ventanales, de forja negra y antigua, me recibe a
la sombra de decenas de árboles centenarios y tras una verja que rodea un
perímetro inmenso. Las pesadas puertas se abren y circulamos, con lentitud,
por un camino asfaltado y con rosales de vivos colores en los laterales, que
nos lleva hasta la misma puerta, donde un mayordomo nos espera, paciente y
serio.
—Bienvenida a Clover House, Rebeca.
—Madre mía, Theodore, es espectacular—digo emocionada.
—Sí que lo es…—giro la cabeza hacia él y sus ojos están posados en mí,
con tal intensidad que me traspasa el alma.
¿Se pueden fingir esas miradas? Porque cuando me encuentro atrapada en
ellas tengo la sensación de que todo es real y de que todas esas bonitas cosas
que me dice no son inventadas. La puerta de mi lado se abre, sacándome de
mis pensamientos.
—Señorita Hamilton—el mayordomo se inclina—, bienvenida a Clover
House.
—Gracias—murmuro. Extiende su mano y me ayuda a salir del coche,
como si eso hiciera falta.
—Rebeca, te presento a Curtis, la persona encargada de que esta casa se
mantenga en pie. ¿Verdad Curtis?
—Es muy amable, señor, pero creo que exagera un poco—una sonrisa
fugaz cruza su inexpresivo rostro—. La familia James, al completo, está en el
salón verde tomando el aperitivo, señor.
—Gracias, Curtis. Por favor, ocúpese del equipaje de la señorita
Hamilton.
—Por supuesto, señor, lo subiré personalmente a su habitación.
Cogidos de la mano, y seguidos por la atenta mirada del mayordomo,
subimos las escaleras y entramos en un hall grande y espacioso; con paredes
cubiertas de tapices bordados y coloridos; techos altos, blancos y
ornamentados; y un suelo tan brillante y pulido que, si llevara falda, podría ver
perfectamente el reflejo de mis bragas en él. Hay pocos muebles, eso sí, muy
llamativos. Como la mesa redonda de madera que hay a nuestra derecha, en la
que un precioso jarrón de porcelana luce unas hermosas y olorosas flores
frescas; parece pesada y muy antigua, como supongo que serán la mayoría de
las cosas aquí. Mi reflejo en el espejo que hay sobre ésta, me disgusta. Llevo
el pelo recogido en una trenza bastante deshecha y tengo ojeras; además mi
ropa está arrugada después del viaje y parezco un adefesio.
—Oye— digo parándome en seco—, no creo que esté presentable para
conocer a tus padres.
—No digas tonterías, estás perfecta—me da un beso en la nariz y sonríe—.
Vamos.
Respiro hondo y le sigo por el lujoso pasillo lleno de cuadros ribeteados
con marcos dorados. «¡Qué horror, por Dios!», exclamo para mis adentros,
espantada.
—¿Estás preparada? —pregunta mirándome atentamente.
—La verdad es que no—musito en voz baja.
Él sonríe, abre la puerta y, antes de entrar, suelta mi mano, haciéndome
sentir desamparada. Una vez dentro, varios pares de ojos se posan en nosotros
y yo contengo la respiración.
—Familia—dice obligándome a salir de detrás de su espalda—, ella es mi
amiga Rebeca Hamilton—su sardónica sonrisa elige justo ese momento para
aparecer.
¿Amiga? ¿En serio? ¿Su amiga? ¿Qué fue de, te considero mi pareja y
como tal, quiero que seas mi acompañante? Joder, parecía nueva, menuda
patraña me había tragado. Seré idiota…
CAPÍTULO 31

La primera en levantarse y acercarse a mí es su madre. Una señora de


porte regio, elegante y muy bella, a la que ya había visto en la fiesta que
Theodore dio en mi honor en Ibiza y a la que, debido a mis nervios, no me
había parado a observar. A simple vista parece altiva, incluso algo
desagradable, debido al rictus serio de su cara y eso, a decir verdad, me causa
un poco de rechazo. Cambio de opinión en cuanto la veo sonreír. Una sonrisa
sincera que le llega a los ojos y que me recuerda a esa que tan pocas veces he
visto en su hijo y que tanto me gusta. Se parecen mucho, sobre todo en la
mirada; tienen el mismo color de ojos. Se llama Victoria; sí, yo también lo
creo, un nombre poco original y muy de la realeza británica.
—Encantada de volver a verte, Rebeca. Los amigos de mis hijos siempre
son bienvenidos en Clover House—el beso en la mejilla y el tono dulce de su
voz me sorprenden, para bien.
—Gracias, señora James.
—Victoria, querida, lo de señora me envejece y estamos en familia.
Como si ese fuera el pistoletazo de salida para darme la bienvenida, el
resto de la familia se va sumando a la presentación y los saludos. El señor
James, August, parece campechano y no tan estirado como su mujer; es alto,
fuerte y con el pelo entrecano; salvo en los ojos y la boca, Theodore es su
vivo retrato. Amber, de pelo castaño claro, alta y hermosa; de ojos
almendrados y rasgos finos, es la siguiente en besar mi mejilla y abrazarme;
luego lo hace su marido, Albert, que cambia el abrazo y el beso, por un
estrechamiento de manos, firme y un poco rudo.
—Tú eres la chica que prácticamente salió corriendo de la terraza de
aquella cafetería en Ibiza, ¿verdad?
Alison, la morena despampanante de aquel día, la que creí que podría ser
la novia de Theodore, me ha reconocido. «Y yo que pensaba que había sido
discreta en mi huida…».
—Sí, la misma que viste y calza—respondo avergonzada.
—Mi hermano insinuó que te marchaste por él.
—Tu hermano es un engreído y un arrogante que se cree que todo gira a su
alrededor—digo sin pensar.
—Cierto, pero tiene muy buen corazón. No estarías aquí si no lo supieras
—me guiña el ojo—. Encantada de conocerte, Rebeca.
—Lo mismo digo, Alison.
—Me encanta tu amiga, hermanito, parece que te tiene bien calado—unos
brazos fuertes me abrazan con demasiada familiaridad, para mi gusto—. Es
guapa y muy lista, seguro que nos llevaremos muyyy bien—sus ojos verdes se
clavan en los míos, dejándome sin aliento. Es un tío impresionante, pero no
tanto como Theodore—. Soy Adrien, preciosa, el más atractivo, el más
divertido y la oveja negra de la familia—sus labios se posan en mi mejilla y
los deja ahí varios segundos, incomodándome.
—No te pases, Adrien—advierte Theodore a mi lado tensando la
mandíbula.
—Encantado de conocerte, nena—continúa ignorando la advertencia de su
hermano—. Las amigas de éste—lo señala sin mirarle—, siempre quieren ser
las mías después de conocerlo a él. Ya sabes, por la decepción y esas cosas…
—Adrien James, compórtate—su madre le da un golpecito en el brazo—.
No le hagas caso, Rebeca, a mi hijo le encanta molestar a su hermano. Si no es
una cosa es otra, siempre igual—pone los ojos en blanco—. Son como niños
pequeños.
—Tranquila, Victoria, a los tipos como Adrien me los meriendo con
patatas, y si no pregúntele a Theodore, él sabe de lo que hablo—miro al
susodicho y enarco una ceja—. ¿Verdad, amigo mío?
—Verdad—responde serio—. Yo que tú me andaría con cuidado, Adrien,
con esta mujer uno nunca sabe a qué atenerse. Así que, por tu bien, mantente
alejado de ella.
Esto último que ha dicho ha sonado a amenaza, ¿verdad? Observo a uno y
a otro con atención, igual que el resto de la familia y, sí, por la tensión que hay
en el ambiente, y por cómo se retan con la mirada, ha sido una amenaza en
toda regla.
—Has pronunciado las palabras equivocadas, querido hermano—Adrien
chasquea la lengua contra el paladar—. Ahora mi interés en conocer más a tu
amiga ha aumentado.
—¿Ves a qué me refiero? —su madre resopla—. Tengo unos hijos que son
una pesadilla, no tienen remedio—me mira y sonríe, quitándole hierro al
asunto—. ¿Te apetece tomar algo, querida? Con toda la tontería de estos dos,
hemos olvidado nuestra educación.
—Gracias, pero si no le importa me gustaría refrescarme un poco y
cambiarme de ropa antes del almuerzo.
—Claro, claro, adelante. Tómate tu tiempo, el almuerzo se servirá dentro
de una hora.
—Vamos, Rebeca, te acompañaré a tu habitación.
—Gracias, Alison, pero ya me ocupo yo.
—Pero Theo…
—He dicho que me ocupo yo—manifiesta tajante.
Salimos del salón precedidos por un silencio sepulcral y volvemos a
recorrer el pasillo hasta el hall de la entrada. A continuación, subimos por
unas escaleras, amplias, de mármol tostado y balaustrada de madera, oscura y
maciza. Theodore hace ademán de cogerme la mano y yo la retiro, sin más. Me
guía por el pasillo de la derecha, mirándome de tanto en tanto, pero lo ignoro.
—Siento si mi hermano te ha incomodado—dice finalmente parándose ante
una puerta de roble—. Le gusta hacerse notar y tocar las pelotas.
—Tranquilo, puedo lidiar con él.
—En realidad es inofensivo, sólo lo hace por fastidiarme—abre la puerta
y entro tras él.
—¿Qué problema hay entre vosotros dos? —indago.
—No sabría decírtelo…
—Oye, si no quieres hablar de ello dímelo, ¿vale? Puedo entenderlo—
espeto, molesta.
Sí, estoy cabreada con él por haberme presentado como a su amiga, qué le
vamos a hacer, soy así. Y, por su forma de mirarme, creo que se ha dado
cuenta, o al menos lo sospecha.
—No es eso… Digamos que nunca hemos tenido un problema real; más
bien es que él no quiere hacerse cargo de sus obligaciones y se dedica a vivir
la vida sin pensar en nada ni en nadie. Suelo tener que pararle los pies a
menudo, supongo que sea eso lo que nos pasa.
—Ahora lo entiendo, tú eres el hijo responsable y él el despreocupado,
por eso lo de la oveja negra, ¿no?
—No es cierto que sea la oveja negra, más bien la descarriada—se encoje
de hombros y suspira—. En fin, olvidémonos de Adrien y centrémonos en otra
cosa…—da un paso hacia mí y yo lo esquivo.
—Supongo que esa puerta de ahí es el baño, ¿no?
—Ajá—se pega a mi espalda y me aparto.
—Bien, pues si no te importa quiero darme una ducha y cambiarme.
—¿Qué mosca te ha picado? —se cruza de brazos, serio.
—¿A mí? —me señalo—. Ninguna, ¿por qué?
Me doy la vuelta y abro la maleta que está sobre la cama, evitando tener
que enfrentarme a esa mirada que parece leerme la mente.
—Mientes de pena, ¿lo sabes?
—¿Te importa? —digo señalando la puerta a ver si de esa manera coge la
indirecta—. No quiero retrasarme y llegar tarde al almuerzo con tu familia.
—Está bien, me marcharé en cuanto me des un beso.
—Claro, ¿por qué no? —me acerco despreocupada y lo beso en la mejilla.
—¿Qué ha sido eso? —enarca una ceja, molesto.
—Me has pedido un beso y te lo he dado, ¿no?
—No me refería a ese tipo de beso, Charlatana, quiero uno de los de
verdad, con lengua incluida.
—Lo siento, pero yo no les meto la lengua en la boca a mis amigos—sus
carcajadas al cerrar la puerta me perforan los tímpanos. ¡Cabrón!
De lo cabreada que estoy, ni siquiera me fijo en la habitación en la que me
han hospedado; sé que es muy amplía y con cuarto de baño propio; también un
saloncito privado, pero nada más. No miro los detalles y entro al baño a
darme una ducha que me refresque y baje el grado de mi enfado.
Casi una hora más tarde, y ya más calmada, salgo de la estancia dispuesta
a encontrar, por mis propios medios, ya que nadie ha venido a buscarme, el
comedor; algo que me resulta complicado debido a la inmensidad de la casa.
Finalmente, tras perderme y, sin querer, entrar en las dependencias del
servicio, una de las asistentas me acompaña al salón dorado que, por lo visto,
es la habitación que yo andaba buscando. La familia al completo ya está allí,
departiendo ente ellos e imagino que esperándome a mí.
—Ah, querida—Victoria me sonríe—, estaba diciéndole a Theodore que
subiera a buscarte. Esta casa es tan grande que hasta a mí me cuesta trabajo no
perderme. ¿Una copa de vino? —me ofrece.
—Gracias, confieso que me he perdido, pero una de las asistentas ha
tenido la amabilidad de acompañarme.
Theodore, con esa sonrisa que me saca de quicio, se acerca con la copa en
las manos y me la entrega.
—Estás preciosa—murmura situándose a mi lado—, como siempre.
No es por ser creída, pero lo sé. Me he vestido a conciencia para no
desentonar con su familia y, por qué no decirlo, para ponerle a él los dientes
un poco largos. Llevo un vestido veraniego largo hasta los pies, de color negro
y estampado floral de varios colores; escote en pico, anudado en la cintura y
una abertura lateral que deja a la vista parte de una de mis piernas. Su mirada
me dice que he conseguido lo que quería y eso me hace sentir mejor.
La conversación durante la comida es amena, relajada y los platos que nos
sirven nada ostentosos, como yo había creído en un principio. De primero
tomamos una sopa de verduras, con bastante jengibre, que me encanta; de
segundo, patatas asadas, con la piel muy crujiente y con relleno de atún y una
salsa de mayonesa, deliciosa; de postre tarta de limón y fruta de temporada;
todo muy bueno y sencillo.
—Theodore me ha dicho que la celebración de mañana es por sus bodas
de oro—digo participando de la conversación de sobremesa.
—Así es, querida, cincuenta años juntos.
—Toda una vida—August coge la mano de su esposa y la mira con
adoración.
—Pues, sinceramente, por el aspecto de ambos, nadie diría que han pasado
tantos años.
—Gracias, nos casamos muy jóvenes, yo apenas acababa de cumplir los
dieciocho años, August tenía veintitrés y nunca nos habíamos visto hasta poco
antes de la boda.
—¿Fue un matrimonio concertado? —pregunto incrédula.
—Sí, nuestros padres así lo desearon, era algo muy común entre las
familias importantes—me explica el padre de Theodore—, y nosotros no
estábamos, para nada, de acuerdo con su decisión porque no nos conocíamos.
Ahora no podría vivir sin ella—la mira embelesado—. Juntos hemos creado
un matrimonio sólido y una gran familia de la que estoy orgulloso, y amo a mi
esposa por encima de todo.
—Lo que ha dicho es muy bonito—manifiesto emocionada.
Mientras nos sirven otro café, observo a todos y cada uno de los miembros
de la familia James, entretenidos hablando del resto de invitados y de la
celebración. En sus caras hay complicidad, respeto y amor; incluso entre
Adrien y Theodore, que se empeñan en aparentar que entre ellos hay algún tipo
de enemistad, se nota a leguas que se quieren.
—¿Y qué planes tenéis para la tarde? —es Alison quien pregunta.
—Pues si Rebeca no está cansada y le parece bien, me gustaría enseñarle
un poco de Dover—Theodore me mira.
—Por mí estupendo, estoy dispuesta a hacer lo que tú quieras.
—¿Lo que yo quiera? —susurra con picardía en voz baja para que sólo yo
lo oiga.
Un escalofrío recorre mi espina dorsal porque hay infinidad de cosas que
me gustaría hacer con él y que me hiciera.
—¿Puedo acompañaros?
—No puedes ir con ellos, Alison, te necesito aquí con tu hermana y
conmigo para recibir al resto de huéspedes que irán llegando a lo largo de la
tarde.
—Qué coñazo, mamá.
—No seas grosera, Alison y compórtate.
El paseo por Dover dura prácticamente toda la tarde y, con cada rincón
que visitamos, más me enamoro del lugar. Sin ninguna duda, lo que más me
impresiona son los llamados acantilados blancos que, según me explica mi
guía particular, tienen más de ciento veinte metros de altura y están formados
por creta; las vistas desde estos son impresionantes y majestuosas. Nuestro
siguiente destino es el castillo de Dover, situado en el medio de una colina y al
que accedemos a pie dando un paseo por el Connaught Park: un inmenso
parque rodeado de naturaleza, de un verde intenso que me deja con la boca
abierta.
Recorremos el castillo con los dedos entrelazados, besándonos en cada
rincón y toqueteándonos parapetados tras cualquier piedra; lo sé, hace unas
pocas horas estaba que me llevaban los demonios por presentarme a su familia
como a una amiga, pero tras meditarlo mucho en la ducha, me di cuenta de que
no tenía sentido sentirme ofendida y cabreada porque, en realidad, no hemos
definido nuestra relación y, aunque nos acostemos cada dos por tres, hasta el
momento es lo que somos, amigos; eso sí, con derecho a roce.
Un roce muy carnal y alucinante, para qué vamos a engañarnos. Total, que,
como he venido a disfrutar del fin de semana con él, mientras me vestía para
bajar a comer, he decidido dejar de lado todos mis malos pensamientos y
centrarme, sobre todo, en hacer eso, disfrutar de él.
Y lo hago. Disfruto de cada caricia, de cada beso y de cada gemido que
escapa de su boca para rozar mis labios; de todas y cada una de las
sensaciones que me trepan por el cuerpo cuando estamos juntos; del sonido de
nuestros corazones y de las respiraciones agitadas; de nuestras miradas
febriles y nuestra piel ardiente por la pasión. De lo único que no disfruto es,
como siempre, de quedarme con las ganas y un calentón de tres pares de
narices; en este caso, en la puerta de Clover House. ¡Eso me mata y me frustra!
CAPÍTULO 32

En los dos minutos que dura el trayecto, desde la verja de forja que
delimita el perímetro de la propiedad de los James con el resto de las fincas,
nuestro fuego interior mengua y nuestra libido permanece agazapado
esperando otra oportunidad. Antes de que Curtis, el mayordomo, se aproxime
al coche para abrirnos la puerta, respiro con fuerza y miro a Theodore, que no
parece sentirse mucho mejor que yo.
—Lo sé—musita—, cada vez es más frustrante.
—Demasiado… Me enciendes como a una mecha y luego me quedo sin la
explosión final.
—¿Crees que para mí es fácil poner el freno?
—¿Y por qué lo haces? No veo que tengas ningún problema en acostarte
conmigo cuando estamos en el Lust; tampoco lo tuviste aquí en Londres
aquella noche en el hotel; en cambio, todas las veces que he estado con este
Theodore, no con lord James ni con Tarzán, sino contigo, el que no interpreta
papel alguno, te reprimes y nos dejas a medias como si no te importara.
—No lo entiendes, ¿verdad? —sus ojos se clavan en los míos.
—Pues la verdad es que no.
—Rebeca… Te deseo todo el tiempo; cuando me miras y hablas; cuando
sonríes y tus ojos brillan con picardía; cuando siento tus manos en mi piel,
incluso cuando las imagino…
—¿Entonces? —lo interrumpo.
—Sé que puede parecer una estupidez lo que voy a decir, y más con
nuestro historial juntos, pero, quiero que cuando nos acostemos sea
diferente… Yo no quiero follar contigo, Rebeca, yo quiero hacerte el amor con
cuerpo, alma, mente y corazón. Quiero que, cuando nuestros cuerpos se unan
formando uno solo, nuestras mentes conecten, nuestras almas se encuentren y
nuestros corazones latan juntos. ¿Lo entiendes ahora?
—Sí, y es tan bonito lo que acabas de decir que creo que estoy a punto de
pedirte que te cases conmigo—su boca se curva en una sonrisa preciosa.
—¿Eso significa que te gusto un poquito? —pregunta, burlón.
—Más que un poquito—confieso sin apartar mi mirada de la suya.
Curtis elige ese preciso momento para hacer acto de presencia, abrirme la
puerta y extender una mano hacia mí, sin variar ni un ápice el gesto serio de su
cara.
—Señorita Hamilton.
—Gracias, Curtis.
—Señor, la familia Smith ya ha llegado, se encuentran reunidos en la
biblioteca.
—Gracias, Curtis.
Entramos en la casa con nuestros dedos entrelazados y, justo cuando
estamos a punto de darnos un beso, una de las puertas se abre y salen la
familia James, seguida de más gente. Theodore me aparta, eso sí, con
delicadeza y se gira hacia ellos, que se quedan parados en el amplio pasillo,
charlando animadamente sin percatarse de que estamos allí. La última en salir
de la estancia, es una chica pelirroja y preciosa que, en cuanto ve a Theodore,
pega un grito y sale corriendo en su dirección. Me hago a un lado y observo,
con atención, la reacción de éste, que parece sonreír embobado; algo que me
molesta enormemente.
—¡Theo, mi amor! —éste, abre los brazos y la acoge entre ellos—. ¡Qué
ganas tenía de verte!
—Ya somos dos, preciosa—contesta él con una gran sonrisa—, ha pasado
demasiado tiempo desde la última vez.
—Siete meses—la chica pone morritos, como si fuera una niña pequeña.
—Mírate, Caitlin, estás preciosa.
—Tú sí que estás guapo, bueno, como siempre.
Creo que voy a meter los dedos en la boca y vomitarles encima. Lo sé, me
he puesto celosa y me sienta fatal que, después de haberme dicho esas cosas
tan bonitas hace unos minutos en el coche, ahora actúe como si yo no existiera.
Joder, la verdad es que me duele que haga esto y la abrace con esa confianza
delante de mí.
El resto de la familia se une a los saludos afectuosos y, sin darme cuenta,
me encuentro cada vez más alejada del grupo, sintiéndome fuera de lugar.
«¿Qué cojones, pinto yo aquí?», me pregunto, viendo como la empalagosa esa
se cuelga de su brazo. Como parece que soy invisible, paso por detrás de
Theodore, me dirijo a la escalera y, estoy a punto de poner un pie en el primer
escalón cuando me llama:
—¿Rebeca? —mira detrás suyo y al no verme me busca con los ojos—.
Ah, ahí estás… Ven, acércate, quiero que conozcas a nuestra segunda familia
—de mala gana vuelvo a aproximarme a él, fingiendo un interés que para nada
siento—. Ellos son los Smith: Cooper, Doreen y la pequeña Caitlin—dice
señalando a cada uno—, ella es mi amiga Rebeca Hamilton.
—Encantada de conocerlos—saludo.
Cooper me tiende la mano cortés, Doreen me abraza con calidez y, Caitlin,
la hermosa y maravillosa, Caitlin, me sorprende dándome un beso en la
mejilla con una enorme sonrisa pintada en su cara.
—Debes de ser una amiga muy especial si nuestro Theodore te ha traído a
Clover House, encantada de conocerte.
«Ojalá pudiera decir lo mismo—pienso—, pero ahora mismo me caes
como una patada bien dada en el culo». Evidentemente el comentario me lo
trago y, haciendo lo contrario de lo que pienso, le devuelvo el beso en la
mejilla.
—Lo mismo digo—respondo escueta.
—Nos dirigíamos al salón verde a tomar una copa antes de la cena, ¿nos
acompañáis? —Victoria sonríe.
—Por supuesto que os acompañamos, una copa de vino me vendrá bien
para calmar el sofocante calor que he pasado esta tarde—su pícara mirada se
enreda en la mía y automáticamente siento el rubor cubrirme las mejillas—.
¿No opinas lo mismo, Rebeca? —¡Yo mato a este hombre y luego lo lanzo por
los acantilados blancos!
—Gracias, pero me gustaría hacer una llamada antes, así que si me
disculpan…
—¿Ahora? —inquiere con guasa.
—Sí, ahora, si espero a más tarde no encontraré ni a Mila ni a Luis
disponibles—no sé ni para que me molesto en dar explicaciones.
—Está bien, no tardes—me guiña un ojo y, mientras yo subo las escaleras,
él rodea la cintura de Caitlin y juntos caminan hacia el salón.
No sé quién es más gilipollas, si yo por querer tragarme todo lo que me
dice cuando estamos a solas y hacerme ilusiones, o él por pensar que soy tonta
y me chupo el dedo. ¿Quién narices es esta Caitlin y por qué hay tanta
intimidad entre ellos?
Cierro la puerta de la habitación tras de mí con un golpe seco y me quedo
parada en el centro de la estancia, mirando al suelo. No sé qué hacer, no
quiero llamar a Mila y que se preocupe al notar el tono de mi voz; además,
¿qué explicación voy a darle? ¿Qué estoy celosa de una mujer a la que
Theodore conoce de toda la vida, cuando me he negado a confesarle lo que
siento por él? Sería absurdo, ¿o no? Entre la insistencia de él por saber cuáles
son mis sentimientos, y ahora esto, empiezo a arrepentirme de estar aquí
porque, la idea de que todo es una tomadura de pelo se afianza a pasos
agigantados. Vale, sí, soy muy pal pensada y una pesimista de mucho cuidado,
pero con tantas dudas rondándome la cabeza, no puedo evitarlo y me dejo
llevar por la imaginación. Soy así de masoquista y me encanta martirizarme,
qué le vamos a hacer.
Al final, opto por ponerle un mensaje y, mientras espero su respuesta, abro
el armario y saco la ropa que me pondré para la cena informal de esta noche:
unos pantalones bombacho, azul, de vestir, y una camiseta sencilla, tostada.
Me doy una ducha rápida, me visto y me maquillo ligeramente para no
desentonar con las personas que esperan en el gran salón. En cuanto oigo la
carcajada del teléfono, avisándome de que he recibido un mensaje, sí, es un
poco escandaloso, pero me encanta, lo leo.
«Por aquí todo bien, sin novedad en el frente. Perdona por no contestar
primero, estaba en la ducha. ¿Cómo estás tú? ¿Ya te has metido a la familia de
tu lord en el bolsillo?».
Sonrío y tecleo apresurada.
«De meter, nada de nada, ni para bien ni para mal—emoticono de burla—.
Su familia es encantadora y, de momento, parece que nos gustamos
mutuamente. ¿Seguro que todo está bien?».
Entre tanto que llega su contestación, entro en el baño, me echo un poco de
perfume y me miro al espejo por última vez antes de bajar. La carcajada
vuelve a sonar: «¡Dios, qué susto acabo de llevar!», susurro con la mano en el
pecho.
«Sí, pesada, te prometo que todo está bien. Tanto Luis como yo nos
estamos comportando, así que deja de preocuparte y diviértete, ¿quieres?».
«Vale, cualquier cosa no dudéis en llamarme, estoy operativa las
veinticuatro horas del día. Mañana hablamos—emoticono de beso y guiño—.
Saluda a Luis de mi parte».
Mi entrada en el salón no pasa desapercibida para nadie; bueno, para
Theodore y Caitlin sí porque no están allí y, como no tengo confianza con
nadie más que con él, empiezo a sentirme incómoda. Afortunadamente es
Alison, y no Adrien, la que se acerca a mí, de lo contrario, puede que mi
incomodidad hubiera aumentado; no sé por qué, pero ese hombre me pone
nerviosa.
—Mi hermano está en la biblioteca hablando de negocios con Caitlin.
¿Vino?
—Sí, por favor. ¿Tienen algún negocio en común? —indago.
—Sí, pero no sabría decirte cuál, toma.
—Gracias—musito aceptando la copa que me tiende.
—Y bien… ¿Qué te ha parecido Dover? ¿Has visitado el castillo?
—Oh, sí, es un lugar mágico y lleno de encanto. Todo lo que he visto me ha
parecido precioso.
Enseguida entablamos una conversación amena y relajada en la que, entre
otras cosas, me cuenta un poco la historia del castillo, algo que Theodore ya
había hecho esta tarde, aun así, la escucho con atención porque me gusta la
historia. Me habla de la época sajona, cuando coronaron a Guillermo el
conquistador en la Abadía de Westminster y éste hizo un rodeo para llegar a
Londres pasando por: Dover, Canterbury, Surrey y Berkshire, dándole, a esta
ciudad, el nombre de invicta por sus murallas defensoras. Cuando más
ensimismada estoy en su relato de la guerra civil inglesa, siento ese cosquilleo
que me advierte de que él ya está en la estancia y, antes de que me dé tiempo a
mirar, su aliento me roza la nuca cuando susurra.
—Aquí estás…—me giro y nuestras miradas se encuentran.
—Sí, aquí estoy. ¿Me buscabas? —mi voz suena más arisca de lo que
pretendía. Él enarca una ceja y sonríe.
—¿Va todo bien?
—Perfectamente, tu hermana es un encanto y me contaba la historia de
Enrique II y Luis VIII, ya sabes, la guerra civil inglesa. ¿Qué tal tus negocios?
—suelto con demasiado retintín.
—Viento en popa y a toda vela.
—Genial—me bebo lo que queda en la copa de un trago y se la extiendo
—. ¿Me sirves otra copa de vino, por favor? —mis ojos taladran su espalda al
alejarse y sin querer, resoplo.
—¿Qué hay entre mi hermano y tú exactamente?
¡Mierda, me había olvidado de que Alison estaba conmigo!
—Ya lo sabes, somos amigos…
—Sí, claro, amigos.
—Así es.
—Bueno, pues quizá te interese saber que, aquí mi hermanito, es la
primera vez que trae una amiga a casa y se la presenta a toda la familia, así
que, imagino que vuestra amistad es, como poco, especial y…
La irrupción del mayordomo anunciando que la cena está servida,
interrumpe su comentario y respiro aliviada.
Después de una cena exquisita, en la que me ha tocado estar sentada al
lado de Caitlin y frente a Theodore, y presenciar de primera mano, por si antes
no lo había notado, la complicidad, incluso intimidad, que hay entre ellos y su
buen rollo, pasamos de nuevo al salón donde, para mi disgusto, la pelirroja
vuelve a situarse junto a mí y hacerme objetivo de un interrogatorio
preguntándome cosas tan básicas como: «¿de dónde eres?». «¿A qué te
dedicas?». «¿Cómo os habéis conocido Theodore y tú?». «¿Cuándo?».
«¿Dónde?». «¿Tenéis una relación?». Mis respuestas son tajantes: «Soy de
Nueva York». «Regento un club sexual en Ibiza». «Tropezándonos uno con el
otro». «Hace unas semanas». «En una convención de sexo». «Follamos muy a
menudo». Tras mi última respuesta suelta una carcajada.
—Me gustas mucho, Rebeca Hamilton, eres directa y sin pelos en la
lengua. Sin duda alguna la horma de su zapato.
—No es la primera vez que me dicen eso.
—Por algo será… —me guiña un ojo, risueña—. Voy a salir a la terraza a
fumarme un cigarrillo, ¿me acompañas?
—No, gracias, no fumo.
A ver, que la chica parece maja y eso, no veo maldad en su curiosidad, al
contrario; y su mirada es franca y limpia, o sea, que no esconde nada raro, me
refiero a celos o algo así, pero, no sé por qué, se me ha quedado atravesada en
la garganta y no acabo de tragarla. Bueno, sí que sé el porqué, es obvio: me
siento desplazada por Theodore desde su llegada, para qué nos vamos a
engañar. De hecho, verlos ahora mismo, salir juntos por las puertas de cristal,
me pone de muy mala leche, la verdad.
¡Putos celos!
Bastante rato después, no sabría decir cuánto, pero mucho, cansada de
estar allí plantada como si fuera un candelabro más y, tratando de evitar a toda
costa las miradas de la oveja descarriada de Adrien, doy las buenas noches y
subo las escaleras despotricando para mis adentros, llamándome mil veces
estúpida.
Una vez en mi habitación, cierro la puerta con pestillo y despotrico un
poco más, pero esta vez en alto, para que yo misma me pueda oír claramente.
Cuando me canso de decir barbaridades, entro en el baño, me quito el
maquillaje y me pongo la camiseta de dormir. Justo antes de meterme en la
cama, suena mi teléfono móvil, sobresaltándome, y lo cojo. Es él.
—Hola…
Ay, señor, esa voz debilita mis sentidos y mis ganas de mandarlo a la
mierda.
—Hola—musito con el bello de la nuca erizado.
—Acércate a la ventana y mira al cielo.
Y lo hago. Miro al cielo y descubro que éste está completamente
despejado y cuajado de brillantes estrellas, diminutas; y justo en el centro, la
luna llena más hermosa que he visto en mi vida.
—¿La ves?
—Sí.
—Nadie, ni siquiera ella, con su hermosura y esplendor; con toda su
altivez y sabiéndose dueña y señora del firmamento, consigue eclipsarte,
Rebeca—se me forma un nudo en la garganta y suspiro. ¡Ya me tiene en el bote
otra vez! —. ¿Me abres la puerta para que pueda darte un beso de buenas
noches?
¿Quién se niega a una petición así con las cosas tan bonitas que acaba de
decir? Desde luego, yo no…
CAPÍTULO 33

Abro los ojos lentamente y los vuelvo a cerrar porque no quiero


despertarme, aún no; he tenido un sueño maravilloso en el que Theodore, al
fin, me hacía el amor a la vez que me susurraba palabras maravillosas e
increíbles; haciéndome entender a qué se refería la tarde anterior cuando
hablamos de ello; eso de que nuestras partes y sentimientos se fusionaran
siendo uno solo; fue tan bonito… Tan mágico… Tan apasionado… Sonrío y
suspiro.
—Buenos días, Charlatana, ¿has dormido bien?
Abro los ojos de golpe al sentir su aliento en mi nuca. ¡Madre mía! ¿No ha
sido un sueño? Me giro lentamente y, ahí está, bocarriba, con un brazo por
debajo de su cabeza y mirándome risueño.
—Pareces un poco sorprendida de verme aquí—susurra guasón.
¿Un poco sorprendida? ¿Un poco? Un mucho querrá decir; coño, que nos
estamos rozando y no acabo de creérmelo. Puede que sea porque es la primera
vez, después de acostarnos, que se despierta a mi lado en la cama. En ninguno
de nuestros encuentros hemos dormido juntos; no, ni una sola vez. ¿Cómo no
voy a estar sorprendida?
—¿Tan feo estoy por las mañanas que te he dejado muda? —se burla.
¿Feo? ¿En serio? ¿Feo? Con esa cara relajada… Esa sonrisa pícara
dibujando esa boca tan sensual… Esos ojillos chispeantes y complacidos…
Esa piel morena, tersa y… Joder, si está para empezar a comerlo por la cabeza
y terminar en los pies. ¿Cómo se puede estar tan apetecible a una hora tan
temprana y con legañas? Automáticamente me paso la mano por los ojos, para
quitar las mías con disimulo y, de paso, también me limpio la boca, por si
tengo babas resecas o frescas, en la comisura de ésta.
—Oye, en serio, estás empezando a asustarme… ¿Te encuentras bien?
Se pone de costado, apoya el codo en la almohada, la cabeza en una mano,
y me contempla divertido.
—Es que… Bueno…—carraspeo—. No estoy acostumbrada a esto, quiero
decir, a despertarme acompañada. Hace mucho tiempo que no duermo con
nadie.
—Dormir, dormir, hemos dormido poco, la verdad.
—Tú ya me entiendes…
—Por si sirve de algo, para mí es la primera vez.
—¡Anda ya! —exclamo incrédula.
—Lo digo totalmente en serio. Jamás me he despertado en la cama de
nadie, ni siquiera en la de una amiga—nuestras miradas se encuentran—.
Rebeca, esto es nuevo para mí y no me arrepiento de ello, ya te lo dije anoche,
me gustas muchísimo y…
—Sí, vale, te creo—lo interrumpo poniéndome a la defensiva—. No es
necesario empezar con ese tema otra vez.
—¿Por qué te cuesta tanto reconocer lo que sientes por mí? —sale de la
cama y recoge su ropa esparcida por el suelo—. No lo entiendo, de verdad
que no.
«Porque, aunque me gustaría creerte con los ojos cerrados, existe una
apuesta que me hace dudar, continuamente, por eso no me abro a ti», pienso
cansada de esta pantomima.
—Tampoco yo entiendo a qué viene tanta insistencia con eso.
—¿No? —me interrumpe él—. Pues creía haberlo dejado claro, pero te lo
volveré a explicar—el colchón se hundo en el lateral por el peso de su rodilla
—. Viene a que, si te digo lo que siento, lo que provocas en mí y lo embobado
que me tienes, me gustaría saber que soy correspondido porque si no, nada
tiene sentido.
—Estoy aquí, ¿no? ¿Eso no te dice nada?
—Sí, pero no es suficiente, quiero oírtelo decir.
—Bueno, pues a lo mejor no estoy preparada para hacerlo—espeto,
molesta.
—Muy bien, pues esperemos que para cuando lo estés no sea demasiado
tarde, la paciencia no es una de mis virtudes—y sale de la habitación dando un
portazo y sin mirar atrás.
¡Gilipollas!
Entro en la ducha con ganas de ahogarme dentro. Con lo bien que había
empezado el día y, así, sin comerlo ni beberlo, ¡zas!
Todo se va al traste. Lo sé, parezco imbécil, o, mejor dicho, lo soy; podría
darle el gusto y decirlo que estoy loca por él y que me encanta estar en su
compañía; que me derrite cuando me toca, me habla o me mira; que mi
respiración se agita en cuanto lo veo y me cosquillea el estómago sólo
sintiendo su presencia; pero no puedo hacerlo, lo juro, no puedo.
Soy demasiado desconfiada y su insistencia acrecienta esa desconfianza.
¿Por qué tanta prisa por saber lo que siento, justo en la semana que concluye la
maldita apuesta? ¿Soy yo la única que lo ve todo muy sospechoso? Puede ser.
Dios, estoy tan harta de todo esto… Con lo fácil que sería dejarme llevar,
poner las cartas sobre la mesa y acabar de una buena vez con todo… Y lo
jodido es que, cuando sólo estamos él y yo y, dice cosas tan bonitas como las
de ayer, me lo creo a pies juntillas. Ya, me falta un tornillo, o ya puestos, la
ferretería completa.
Mientras me enjabono el cuerpo, sin poder evitarlo, vuelvo a la noche
anterior, cuando le abrí la puerta aún con el teléfono pegado en la oreja…
—Hola, te fuiste sin despedirte—murmura.
Despego el teléfono de la cara y lo miro embobada: es tan sexi… Ahí,
apoyado en el dintel de la puerta, con las mangas de la camisa arremangadas
hasta el codo y los dos primeros botones desabrochados; las manos metidas en
los bolsillos y esa sonrisa socarrona que me estremece; aun así, frunzo el ceño
y digo:
—Sí que lo hice, lo que pasa que tú no estabas para verlo.
—Lo siento, ultimaba algunos detalles de negocios con Caitlin.
—Sí, claro, negocios…
—¿A qué viene esa cara? ¿Hay algo que te moleste?
¿Molestarme? «Pues sí, por supuesto que lo hay. Me molesta que me des
una de cal y otra de arena; me molesta que me hagas sentir que realmente te
importo y que, al segundo siguiente, actúes como si yo no existiera; me
molesta que, ya que he venido hasta aquí, le dediques el tiempo a otra», pero
evidentemente me callo, no sé si por cobarde, algo que nunca he sido, o por
miedo; sí, miedo a abrir la boca y decirle todo lo que pienso de su estúpida
apuesta de neandertales, sin medir las consecuencias; no obstante, niego con la
cabeza.
—Estoy cansada, Theodore, y quiero irme a la cama.
—Buena idea, ¿puedo pasar? —hace un ademán con la cabeza hacia el
interior de la habitación.
—Es tarde y.…—sin dejarme terminar de hablar entra y cierra la puerta
tras de sí—. No te he dado permiso para entrar—cruzo los brazos sobre el
pecho y lo fulmino con los ojos.
—Oye…—se acerca a mí y me abraza por la cintura—. Siento haberte
dejado sola tanto tiempo, pero lo que tenía que hablar con Caitlin era
importante.
—Ya, ya, vuestros negocios…—intento zafarme de su abrazo, sin
conseguirlo.
—Rebeca, ella es la persona que me alquila el Libertine varias veces al
mes para hacer las reuniones de BDSM, ¿entiendes? Nadie de mi familia ni de
la suya lo sabe. A sus padres les daría un soponcio si se enteraran de las cosas
que le gustan a su princesita.
—Así que ella es…
—Sí, y por eso debemos escabullirnos para hablar a solas y preparar los
detalles y términos de la próxima reunión a la que, por cierto, aún no me has
dicho si asistirás.
Es verdad, había olvidado que hace unas semanas me invitó a hacer con él
lo que quisiera en una de esas reuniones. Confieso que un primer momento me
tentó la idea, pero ahora… no sé, estando como están las cosas, miedo me da
de que se me vaya la mano con el látigo.
—¿Cuándo es? —indago.
—El sábado de la semana que viene.
«Hummm, interesante, justo un día después de que concluya la apuesta.
Igual me sirve como terapia de desahogo…», pienso para mis adentros. La
idea de que ellos dos jueguen juntos, o lo que sea que hagan en esas reuniones,
aparece en mi mente de repente y suelto sin pensar:
—Ella y tú… ya sabes… eh… ¿hacéis eso juntos?
—No, nunca. Caitlin es sólo una amiga, Rebeca.
—¿Igual que yo? —suspira.
—La conozco desde que éramos niños, crecimos juntos y la considero
parte de la familia. No voy a negarte que hay un cariño especial entre nosotros
y mucha complicidad, básicamente porque a ambos nos gustan las mismas
cosas, ¿entiendes? No me he acostado con ella y nunca he tenido el deseo de
hacerlo; así que no, no es igual que tú.
—Pues nadie lo diría—mascullo en voz baja.
—Estás celosa—exclama con regocijo—, y no deberías porque en mi
pensamiento sólo estás tú—sus ojos se clavan en los míos, intensos, profundos
—. Ya te lo dije, Rebeca, me gustas muchísimo y no puedo sacarte de mi
mente; te deseo todo el tiempo, hasta dormido. Joder, ¿sabes la de veces que
me he despertado empalmado en mitad de la noche pensando en ti desde que te
conozco? —trago saliva, varias veces—. Mírate, eres hermosa, sensual y sexi
—sus manos recorren mi espalda, con lentitud—. Inteligente, divertida y con
un carácter que me pone a mil—apoya la frente en la mía y sonríe—. Es
imposible no estar loco por ti.
«Ya somos dos», pero en lugar de decirlo, me lo callo y alzo la mano para
acariciar su pecho, su cuello y el mentón oscurecido por la barba incipiente.
No se me ve, pero por dentro me estoy desfibrilando a mí misma porque el
corazón se me ha parado y no consigo hacerlo latir de nuevo; hasta que siento
el calor de sus labios sobre los míos, y entonces el golpeteo en mi caja
torácica empieza otra vez; al principio lento y, después de que nuestras
lenguas, húmedas y danzarinas, se enredan, con fuerza, como si mil carretas
con sus caballos cabalgaran dentro de mi pecho. A partir de ahí, dejo de
pensar en dóminas pelirrojas que se llaman Caitlin, en apuestas machistas y en
todo lo que quiera llevarme lejos de este momento. Lejos de él.
Nos desvestimos uno a otro con parsimonia, deleitándonos con el roce de
nuestras pieles y el calor que desprenden; Sintiendo nuestras pulsaciones
elevarse con cada caricia, cada beso y cada lametón; paladeando el sabor
salado de nuestros cuerpos, para compartirlo después con nuestras bocas y
relamernos; Sus manos recorren cada recoveco de mí y las mías de él,
haciéndonos gemir, jadear y desearnos como locos; aun así, mantenemos la
calma, alargando todas las sensaciones al máximo, disfrutándonos sin prisa,
pero también sin pausa. Contengo la respiración cuando se sitúa entre mis
piernas y las separa para adentrarse en mí con una lentitud que me desarma y
estremece; se mueve cadenciosamente en mi interior, entrando, saliendo y
rotando las caderas; me retuerzo, sudorosa, y elevo la pelvis para unirme a él,
gimiendo como una posesa y mordiéndome los labios con fuerza. «¡Oh Dios!
Esto es el paraíso y el infierno a un mismo tiempo, ¡qué delicia!», eso es lo
que quiero gritar, pero me contengo.
—Theo…—jadeo su nombre sintiendo el orgasmo formarse en el centro
de mi ser.
—Me encanta como suena mi nombre en tus labios—gorgojea
penetrándome una y otra vez, sin descanso—. Me hace sentir que soy tuyo…
Justo en ese momento, ambos nos dejamos ir, uniendo nuestras bocas para
ahogar nuestros gemidos y, nuestras miradas, cegadas por la pasión y el deseo,
se acoplan al igual que nuestros cuerpos; nuestros corazones laten
desenfrenados y nuestras almas se fusionan. No sé si él es mío, obviamente
tengo mis dudas; en cambio, sí tengo la certeza de que yo soy suya, para
siempre.
El corazón se me vuelve a encoger, igual que lo hizo la noche anterior tras
ese pensamiento y suspiro con fuerza al darme cuenta de que, haga lo que haga,
y pase lo que pase, estoy perdidamente enamorada de Theodore James.
CAPÍTULO 34

Para cuando bajo a desayunar, lo hago mentalizada de que sólo queda una
semana para terminar con las incertidumbres y comeduras de cabeza; no es por
nada, pero mi cuerpo y, sobre todo, mi mente, me piden algo de tranquilidad.
Yo nunca fui así, nunca pensé en las cosas más de lo necesario; dándole a cada
una la importancia justa porque creía que era de las que pensaba que no
merecía la pena devanarse los sesos por nada, que lo que tuviera que ser,
sería; por eso no me reconozco, porque me he vuelto un poco agonías con todo
este tema de la apuesta de Theodore y Arthur. En un principio pensé que me
involucraba en ella porque soy impulsiva y alocada, aparte de que me gustan
los desafíos y, dejar en evidencia a un puñado de mequetrefes aburridos me
motivaba, la verdad; en cambio, ahora, ya no sé qué pensar, puede que en
aquel entonces mi corazón ya sabía lo que quería y simplemente me empujó a
dárselo. No me arrepiento de nada de lo que he hecho, y sigo convencida de
llevarlo hasta el final e ir a por todas, caiga quien caiga y aunque eso
signifique admitir que se han reído de mí; así que, cuando entro en el salón
donde ya todos están disfrutando de su desayuno, vuelvo a ser la Rebeca de
siempre; esa que se lo pasa todo, o, casi todo, por el forro; la que ve el vaso
medio lleno y nunca vacío; la que se ríe hasta de su sombra; la que si le dan
una de cal y otra de arena, se hace un monumento con todo y luego lo tira a la
basura; la que es muy posible que te haga probar tu propia medicina si la
buscas. Esa soy yo, o al menos mi intención es volver a serlo.
—Buenos días—saludo sonriente.
Me acerco al enorme aparador que hay en la parte izquierda de la estancia
y enseguida aparece Curtis para servirme lo que elija de todas las delicias allí
expuestas. Le doy las gracias al mayordomo y, seguida por él, me siento a la
mesa en la única silla libre que, mira tú por dónde, es la que está al lado de
Adrien, la oveja descarriada.
—¿Qué tal has dormido, querida?
—Muy bien, Victoria, como un bebé.
—¿Un bebé que se pasa media noche gimoteando?
La pregunta de Adrien hace que todos alcen las miradas de sus platos y se
concentren en mí.
—¿Cómo dices? —me hago la tonta.
—Digo que ayer, al pasar junto a la puerta de tu habitación, me pareció
escucharte gimotear, ¿tuviste una pesadilla? —a Theodore se le escapa la risa
y eso me molesta.
—Pues ahora que lo dices, creo que sí—digo tras pensarlo unos segundos
—. Recuerdo a un fantasma… Supongo que la antigüedad de la casa hizo
mella en mi subconsciente—me encojo de hombros y doy un sorbo a mi café.
—Me lo imaginaba…—dice mirándome con picardía—. Estuve a punto de
llamar a la puerta para ver si te encontrabas bien, pero tras tu último quejido
todo se quedó en silencio y seguí mi camino.
—Gracias por tu preocupación, eres muy considerado.
—Sí, no como ese fantasma tuyo que ayer te hizo sufrir, ¿verdad?
—Cierto.
De repente, todos empiezan a hablar de leyendas de fantasmas que
supuestamente aún rondan esta zona de Dover y, suspiro aliviada al dejar de
ser el centro de atención.
—Tu fantasma parece enfadado—me susurra Adrien al oído.
Inconscientemente, alzo la mirada y me encuentro con la de Theodore, que
me observa con frialdad.
—Creo que es un fantasma bipolar—le susurro yo también—. Tan pronto
se está riendo como enfadado, qué le vamos a hacer—suelta una carcajada,
sorprendiéndome.
—Me gustas, Rebeca Hamilton—manifiesta alzando su zumo a modo de
brindis.
—¿Sabes? A pesar de que eres un poco cabrón, tú también me gustas—
confieso uniendo mi zumo al de él.
—Pues disfruta de mi agradable compañía ahora, porque tengo la
sensación de que alguien va a querer matarme no tardando mucho—me guiña
el ojo y esta vez soy yo la que me rio con ganas.
Dos minutos después, Theodore tira la servilleta sobre la mesa, se pone en
pie y sale del salón sin decir ni una palabra.
—Te lo dije, seguro que ahora mismo está buscando las armas que
utilizará para despellejarme vivo.
—Exagerado.
El resto de la mañana la paso deambulando por la propiedad de los James,
sola; viendo el ir y venir de la gente que se encarga del catering, de los
floristas que están adornando la capilla familiar en la que renovarán los votos
matrimoniales los anfitriones y con la que he dado por casualidad porque esto
es inmenso; e invitados que empiezan a ocupar las habitaciones vacías de la
casa. En ningún momento me cruzo con Theodore, con el que no he vuelto a
hablar desde que esta mañana saliera de mi habitación dando un portazo. Creo
que esta vez se ha cabreado de verdad, aunque no tengo muy claro si es por
negarme a hablarle de mis sentimientos respecto él, por haberme acercado a la
oveja descarriada en el desayuno, o porque empieza a ver que no será el
ganador de la maldita apuesta. ¡A saber!
Al mediodía ni siquiera me acerco al comedor. Hay demasiada gente y yo
no conozco a casi nadie, no tiene sentido que me deje caer por allí si con ello
voy a sentirme peor de lo que ya me siento al darme cuenta de que, la persona
que me ha invitado a estar aquí, esa por la que he venido, ha desaparecido y
no se ha dignado a decirme adónde; ni siquiera a preocuparse de cómo estoy o
de si necesito algo para esta tarde. Total, que, me encierro en mi habitación y
empiezo a plantearme seriamente hacer la maleta y largarme de la casa
porque, ¿qué coño hago aquí, aparte de cabrearme más y más con cada minuto
que pasa? ¿Sería muy descortés por mi parte irme si más? Theodore se lo
tendría merecido, pero no creo que, a Victoria y a August, las dos personas
que han aceptado mi presencia aquí, sin hacer ningún tipo de pregunta, les
pareciera bien; y yo tengo educación, no como otros.
Llaman a la puerta y me quedo quieta en medio de la habitación,
debatiéndome entre, abrir o hacer como si no estuviera; conteniendo hasta la
respiración por si fuera Theodore que de repente se ha acordado de existo y
quiere verme. Me cruzo de brazos y taladro la puerta con la mirada: ahora soy
yo la que no quiere saber nada de él, por capullo. Pero siguen insistiendo
varias veces y, como soy curiosa por naturaleza, me pongo nerviosa
preguntándome qué querrá.
—¿Rebeca? ¿Estás ahí?
Suelto el aire contenido en los pulmones, de golpe; no es él, es su hermana
Alison.
—Hola—saludo abriendo la puerta sin saber qué otra cosa decir.
—¿Estás bien?
—Sí, gracias—me mira como si no se lo creyera y sonríe.
—Mi hermano me envía a buscarte, como no te ha visto en el comedor se
ha preocupado.
—No tengo hambre y me duele un poco la cabeza.
—Acabas de decirme que estás bien…
—Y lo estoy, pero prefiero acostarme un rato para que el dolor no vaya a
más. Dile a tu hermano que, aunque no es necesaria, agradezco su
preocupación—esto último lo digo con demasiada acidez.
—No tengo ni idea de lo que ha hecho Theo para que estés disgustada,
pero si te sirve de consuelo, el no parece estar mejor que tú.
—No estoy disgustada, estoy cabreada—espeto.
—Vale, ¿te importa que pase dentro para hablar más tranquilamente?
—Adelante—me hago a un lado—, estás en tu casa.
—Mira—dice en cuanto está dentro y ha cerrado la puerta tras ella—, sé
que entre mi hermano y tú hay algo especial, de lo contrario no te hubiera
traído aquí y muchos menos a una celebración tan familiar. Eres la primera
mujer que pisa Clover House de la mano de Theodore, y la primera mujer que
conoce a mis padres, por eso sé que eres importante para él.
—Pues siento desilusionarte, pero de momento sólo somos amigos, eso sí,
con derecho a roce— me cruzo de brazos y la miro.
—Eso es lo que tú crees, o lo que él querrá hacerte creer; conozco muy
bien a mi hermano y estoy completamente segura de que no hace las cosas
porque sí; si estás aquí con él es por algo más que una amistad con derechos,
ya me entiendes—asiento—. ¿Quieres hablarme de ello? Desahogarse suele
ayudar…
—Eres muy amable y te lo agradezco, pero de verdad que no hay nada de
qué hablar.
—¿Es por Caitlin? Porque si es así, desde ya te digo que entre ellos sí que
no hay nada.
—No, no es por ella.
—¿Adrien? —suelto una carcajada al oír su nombre—. Vale, ya veo que te
parece ridículo, se me ocurrió por la forma en que Theo abandonó el comedor
esta mañana; aunque, pensándolo bien, él ya parecía enfadado antes de eso…
—habla para ella misma, buscando la explicación que, evidentemente, no le
voy a dar.
—Mira, Alison, de verdad que agradezco mucho tu interés, pero las cosas
entre tu hermano y yo son complicadas y no me apetece hablar de ello—
suspiro—. De hecho, estaba pensando en hacer la maleta e irme, no tiene
sentido que esté aquí habiendo esta tensión entre nosotros. Lo último que
quisiera hacer es estropear el día de hoy por culpa de nuestras cosas.
—No voy a dejar que vayas a ninguna parte, Rebeca. Es más, ahora mismo
coges lo que vayas a ponerte esta tarde y te vienes a mi habitación. La
peluquera y la maquilladora están a punto de llegar y tenemos que ponernos
muy monas, no hay tiempo que perder.
—No es necesario que…
—Insisto.
—Puedo arreglarme yo sola.
—Rebeca, a testaruda no me gana nadie, o vienes conmigo o le digo a
Theo que quieres irte, y entonces sí que fastidiarás el gran día de mis padres
porque estoy segura de que él irá detrás de ti. ¿Podrás llevar ese peso sobre tu
conciencia? —me mira y me rio—. ¿Se puede saber qué te hace tanta gracia?
—Acabas de recordarme a mi cuñada, eres tan arpía como ella.
—Por tu forma de decirlo no parece grave.
—No lo es.
—¿Y bien? —apoya las manos en las caderas y enarca una ceja. Joder,
hasta en eso se le parece.
—Tú ganas, bien sabe Dios que no me gustaría que los James me odiaran
por toda la eternidad. ¿Te importa si antes me doy un baño?
—Para nada—mira el reloj y asiente—. Tienes, exactamente, cuarenta
minutos para ese baño, para entonces estaré golpeando tu puerta hasta
aburrirme, y yo no me aburro fácilmente, que lo sepas—camina hacia la puerta
conmigo pegada a su espalda y, antes de salir se pone seria—. Mi hermano
puede comportarse a veces como un capullo, pero cuando decida entregar su
corazón, será para siempre. Algo me dice que tú eres su para siempre, Rebeca
—me abraza—. Te veo en un rato.
Sus palabras me llegan al alma y me emocionan. ¡Otra de la familia que ya
me tiene en el bote! ¡Malditos James!
CAPÍTULO 35

El baño, con sus sales y sus perlas de espuma, me sienta de maravilla y


consigo relajarme y olvidarme de todo. Bueno, de todo no, es imposible no
pensar en él, el culpable de que ya no me sienta como la verdadera Rebeca
Hamilton por mucho que me lo proponga; aun así, y ya que estoy aquí, sigo en
mis trece de pasarlo bien y disfrutar del evento de hoy; para eso he venido,
¿no? No, pues tampoco eso es del todo cierto. La verdad es que he venido
para estar con él y pasar el fin de semana juntos, pero, visto lo visto, tendré
que consolarme con la segunda opción.
Alison cumple su promesa y, cuarenta minutos después de haberme dejado
sola en mi habitación, vuelve a estar en la puerta aporreándola con insistencia.
—¡Pasa! —grito con la cabeza metida dentro del armario buscando el
pasador de pelo que adornará mi cabeza—. ¿Dónde demonios lo he puesto?
Juraría que estaba aquí…—sí, hablo sola porque no encuentro el chisme—.
Ay, mierda, es verdad que está dentro de la caja, con los zapatos y la cartera.
Alison, ¿puedes decirme si hay una caja encima del sillón? —no contesta—.
¿Alison?
—¿Buscas esto? —esa voz…
Me quedo quieta, con medio cuerpo dentro del armario y el corazón
golpeteándome con fuerza dentro de la caja torácica. Cierro los ojos, me
acabo de poner muy nerviosa porque no me esperaba que, después de haberme
ignorado toda la mañana, se presentará aquí.
—¿Rebeca?
Cuento hasta diez, compongo una de mis mejores sonrisas, y saco el
cuerpo de allí dentro aparentando una calma que no siento. No lo consigo.
—Vaya… Hola, ¿cómo tú por aquí? Sí, es esta caja, gracias, no la
encontraba. No sé ni dónde tengo la cabeza, se me había olvidado de que justo
lo que necesito estaba aquí dentro—hablo sin parar, ¡putos nervios! Y que él
esté ahí mirándome con culpabilidad y sin decir nada no me ayuda—. Alison
está a punto de venir a buscarme, pasaré la tarde con ella y tengo que llevar
mis cosas, si me dejas…
—Lo siento—murmura.
—¿Qué? —genial, ahora aparte de charlatana también creerá que me he
vuelto sorda.
—Lo siento…—suspira, enlaza sus dedos alrededor de mi muñeca y tira
de mí, pegando su frente a la mía—. Lo siento…—veo en sus ojos que dice la
verdad y me conmueve—. Lo siento mucho, Rebeca, yo…—pongo un dedo en
sus labios, silenciándolo.
Lo que sea que fuera a decir, sobra. Me vale con esto; con tenerlo aquí
mostrando arrepentimiento por cada poro de su piel. Me pongo de puntillas
para unir mis labios a los suyos; un beso tierno, dulce y delicado.
—Rebeca, te he dado más tiempo del que… Uy, perdón, no sabía que…—
Alison se queda parada en la puerta muerta de vergüenza.
—No pasa nada, Alison, yo ya me iba—le dice Theodore sin apartar sus
ojos de los míos—. ¿Estamos bien?
—Sí—musito con timidez.
—Bien, luego te veo—me besa sin importarle que su hermana esté
presente y luego sonríe—. Cuida de ella, hermana, es mi mayor tesoro.
—¿Lo ves? —exclama Alison una vez que estamos solas.
—¿Qué? —lo sé, parezco lela, pero ese es el efecto que Theodore James
causa en mí.
—Eres su para siempre.
El tiempo vuela y, para cuando quiero darme cuenta, ya estamos listas para
irnos a la capilla familiar. Estas dos horas que he estado en compañía de
Alison han sido divertidas; es una gran chica que me tiene totalmente
conquistada: risueña, dicharachera, amable, atenta… Parece tenerlo todo y, en
cambio, tengo la sensación de que no es del todo feliz; lo que me lleva a
preguntarme si tendrá algo que ver con lo que su hermano me dijo aquella vez
en el aeropuerto, aquello de que la estaba ayudando a encauzar su vida o algo
así. ¿Qué le habrá pasado?
—Mi madre saldrá hacia la capilla dentro de quince minutos, para
entonces ya tenemos que estar allí—dice leyendo un mensaje en su móvil—.
Mi hermana me confirma que mi padre, junto con mis hermanos, ya se han ido.
—Cuando quieras.
La ceremonia de la renovación de votos de los señores James es muy
emotiva; una gran demostración de amor que, a la mayoría de los presentes,
más o menos unas sesenta personas, nos hace suspirar y desear vivir algo así,
sino igual, al menos que se le parezca. Todo el mundo está guapo y elegante;
ellos, en su mayoría, con esmoquin y camisa blanca; ellas, entre las que me
incluyo, con nuestros mejores vestidos de fiesta, largos hasta los pies y con
taconazos de infarto.
La recepción del evento es en la parte opuesta de la finca, en una gran
carpa blanca, adornada con lirios y rosas; las mesas, redondas y para ocho
comensales, están cubiertas por manteles de lino blanco y un pequeño centro
con tres velas; un grupo de música ameniza la velada desde una tarima
enrejada, todos vestidos de un impoluto blanco, al igual que las personas que,
alineadas en un lateral, esperan, bandeja en mano, para servirnos los
aperitivos antes de la cena. Todo es elegante y fino, muy de antes, clásico.
Me han sentado a una mesa con personas que no conozco de nada y, aunque
suponía que no iba a estar al lado de Theodore, ya que él está en la mesa
principal junto a sus padres y hermanos, me sabe mal estar tan alejada de él;
aun así, hago de tripas corazón y me muestro comunicativa y atenta con las
personas que comparto mantel. No obstante, mi ánimo va decayendo con el
transcurso del tiempo al darme cuenta de que, de nuevo, Theodore, parece
haberse olvidado de que estoy aquí. Soy consciente de que, por la relevancia
de la celebración, no puede estar conmigo todo el tiempo, pero, desde nuestra,
digamos reconciliación, de la que ya han pasado algunas horas, no ha vuelto a
acercarse a mí para nada y sólo me dedica, de lejos, sonrisas quedas y alguna
mirada; eso sí, Caitlin va pegada a él como si fuera otra de sus extremidades,
y eso hace que me pregunte por enésima vez qué coño estoy haciendo aquí.
La cena, a base de platos fríos y exquisitos, regados de los mejores y
exclusivos vinos de la zona, da paso al baile.
Un baile que comienza con los dos anfitriones moviéndose al ritmo de un
hermoso vals y al que se les van uniendo algunos invitados, entre ellos sus
hijos: Adrien con Alison, Amber con Albert y, cómo no, Theodore con Caitlin.
A partir de entonces, me dedico a observar y, muy a mi pesar, dejo que la
rabia que siento me vaya consumiendo y minando la moral al sentirme un
completo cero a la izquierda.
«Tenía que haberme marchado esta mañana», pienso viendo a mi supuesto
acompañante deshacerse en atenciones con la pelirroja. Lo sé, estoy muerta de
celos, pero cualquiera en mi lugar sentiría lo mismo que yo al ver al hombre
del que estás enamorada mostrando esa complicidad con otra. ¿Sería diferente
su comportamiento si hubiera claudicado a su insistencia y le hubiera
confesado abiertamente lo que siento por él, o, una vez conseguido su
propósito me vería en el mismo punto? Nuestra situación y mis dudas me
hacen inclinarme por lo segundo. Vacío la copa de cava de un trago y suspiro.
—¿Aburrida? —la voz de Adrien a mis espaldas me sobresalta.
—No estoy segura de que esa sea la palabra que describa exactamente mi
estado de ánimo—digo con hastío.
—Vaya, por lo que veo es aún peor—me encojo de hombros, no tengo
ganas de hablar—. Hacen buena pareja, ¿verdad? —pregunta haciendo un
gesto con la cabeza hacia mi peor pesadilla.
—Pues sí, para que vamos a negarlo. ¿Siempre son así?
—No, hubo un tiempo en el que ni siquiera se dirigían la palabra.
—¿Qué ha cambiado?
Un camarero pasa a nuestro lado y Adrien coge dos copas. Me extiende
una y le doy un pequeño sorbo.
—Su compromiso—responde haciendo que me atragante y escupa lo
bebido.
El corazón me da un vuelco y me baja al estómago, no hay que ser muy
inteligente para saber a qué y quiénes se refiere. «Ay Dios, Rebeca, que al
final vas a tener razón y éste te ha traído aquí sólo por la apuesta», me digo sin
apartar los ojos de espanto de Adrien.
—¿Com.… compromiso? —tartamudeo al hablar.
—No lo sabías—musita al ver mi cara de horror.
—Están… están…—niega con la cabeza.
—Lo estuvieron, hace un par de años.
Me llevo la mano al pecho y suelto el aire que ignoraba estar reteniendo.
¡Joder!
—Nuestros padres y los suyos estuvieron de acuerdo en que su matrimonio
sería muy ventajoso para la familia, ya sabes, pura conveniencia, a la vieja
usanza—explica—. Y casi lo consiguen.
—¿Qué pasó?
—La diferencia de edad, mi hermano es diez años mayor que ella; que no
tenían nada en común y que son completamente diferentes—automáticamente
pienso en el Libertine, eso de que no tienen nada en común… En fin—. En un
principio aceptaron por complacerlos a ellos, se supone que al ser los
primogénitos es lo que tienen que hacer, cumplir con sus obligaciones—bebe
de la copa y sonríe con desgana—. Durante seis meses, fueron el sueño casi
cumplido de nuestros padres y la envidia de muchos—esto último, dicho con
ese tono de voz, me llama la atención—. Ese tiempo les bastó para conocerse
bien, siempre estaban juntos, pegados como lapas, más o menos como ahora, y
se dieron cuenta de que no eran tan diferentes en lo más básico: que ninguno
estaba dispuesto a casarse sin estar enamorado. Imagínate el disgusto de
nuestros progenitores cuando anunciaron su ruptura. Desde entonces son los
mejores amigos y, siempre que coinciden, dan asco.
—Deduzco por ese tonillo que tú no fuiste de los que se disgustaron
cuando rompieron…
—Deduces bien.
—¿Puede saber por qué? —indago, aunque ya imagino la respuesta.
—No.
Guardamos silencio durante unos minutos, eternos, bebiendo de tanto en
tanto de nuestras copas y con las miradas al frente.
—Lo siento—Adrien es el primero en volver a hablar—. Pensé, dada
vuestra relación, que Theodore te lo había contado.
—¿Relación? ¡Ja! Nosotros sólo follamos, supongo que por eso se le
habrá pasado por alto contarme un aspecto tan importante de su vida.
—Mi hermano no trae a casa a las mujeres con las que sólo folla, de
hecho, nunca ha traído a ninguna mujer, así que, discúlpame, pero sí que tenéis
una relación, o al menos él lo cree.
—Pues no lo parece.
—Rebeca…
—Agradezco tu compañía, Adrien—lo interrumpo—, pero creo que voy a
retirarme a mi cuarto, estoy cansada y mañana quiero madrugar—su boca se
tuerce en una sonrisa que me recuerda a esa que tanto detesto de su hermano.
—Los dos sabemos que encerrarte en tu cuarto no es la mejor opción, en
cambio, sí lo es que bailes conmigo. Prometo portarme bien y, como mínimo,
hacer que te diviertas a partir de ahora. ¿Qué me dices?
—Si te soy sincera, en estos momentos no soy buena compañía para nadie
y no tengo el cuerpo para bailes.
—Mira, está claro que, desde ayer cuando llegasteis, entre mi hermano y
tú ha pasado algo; no, no me lo digas, en realidad no me interesa, son cosas
vuestras, pero si te aíslas, lo único que conseguirás con ello es comerte la
cabeza y cabrearte más. Sólo un baile—me mira insistente—. Un baile y una
cerveza en mi rincón favorito de toda la propiedad, si no consigo animarte con
ello, serás libre de hacer lo que quieras.
Lo pienso detenidamente y tiene razón; si ahora subiera a mi cuarto, no
dejaría de darle vueltas al coco y, ya que estoy aquí… ¿Qué daño puede
hacerme un poco de diversión? Al fin y al cabo, es para lo que he venido, ¿no?
—Está bien, tú ganas, me has convencido—sonríe, me guiña un ojo
complacido y, cogiéndome de la mano, me lleva al centro de la carpa, donde
han apartado algunas mesas para que haya más espacio para bailar.
De haber sabido lo que iba a provocar con ello, probablemente no hubiera
aceptado su propuesta. ¿O sí?
CAPÍTULO 36

La música es clásica y lenta, demasiado para mi gusto, aun así, me dejo


llevar y poco a poco me va cambiando el chip. Ese primer baile, da paso a
alguno más, a un par de copas y a carcajadas contagiosas que no puedo
contener; Adrien es divertidísimo y muy bueno haciendo que me olvide de casi
todo. Digo casi todo porque, desde que nos hemos mezclado con el resto de
los invitados en la pista de baile, parece que he conseguido llamar la atención
de Theodore, ya que no nos ha quitado el ojo de encima en un buen rato y
parece molesto por verme con su hermano; eso, aunque parezca rastrero lo que
voy a decir, me satisface y me hace sentir de maravilla, así que, ¡qué te jodan,
Theodore!
—Creo que ha llegado el momento de que nos tomemos esa cerveza—me
susurra Adrien al oído cuando la última pieza toca a su fin.
—Sí, por favor, necesito sentarme, estos zapatos me están matando.
—Conozco el sitio perfecto para ello, vamos—sin soltarme la mano, tira
de mí, cruzamos toda la carpa y salimos al jardín.
Afuera es noche cerrada y han bajado un poco las temperaturas, eso, o es
que dentro hacía demasiado calor, porque me respigo al instante.
—¿Tienes frío?
—Un poco—murmuro.
—Ten—se quita la chaqueta del esmoquin y me la da—, no queremos que
te resfríes, ¿verdad?
—Era lo único que me faltaba, ponerme enferma.
Bordeamos la carpa y avanzamos por el camino empedrado de la derecha
hasta lo que parece un invernadero de cristal. Adrien mete la mano en el
bolsillo de su pantalón, saca una llave, abre la puerta y enciende una luz,
tenue; luego, se hace a un lado para dejarme pasar.
—¿Tu lugar preferido de todos es este? —pregunto incrédula.
—Así es, soy bastante raro—sonríe—. Ven.
Caminamos entre las mesas llenas de macetas, algunas vacías y otras
repletas de hermosas flores que desprenden un sinfín de olores cautivadores,
hasta la parte de atrás, donde hay un espacio amplio, con un banco tapizado en
verde, una mesa baja, de madera oscura, y un pequeño refrigerador del que
Adrien saca un par de cervezas, heladas.
—¿Por qué te gusta este sitio?
—No lo sé, supongo que porque es tranquilo y nadie suele venir por aquí.
—Pensé que ibas a decirme que era porque te gustaban la jardinería y esas
cosas.
—¿Tengo pinta de que me guste cultivar flores?
—No mucha, la verdad—nos sentamos en el banco y me quito los zapatos.
Suspiro—. Dios, qué maravilla.
—¿Mejor?
—Mucho mejor. Gracias, Adrien…
—¿Por qué?
—Por convertir un día de mierda en uno mucho mejor—lo miro un
instante, agradecida de verdad.
—Lo he hecho encantado—manifiesta tras beber del botellín de cerveza.
—¿Por qué tengo la sensación de que lo de ser la oveja descarriada es un
papel que te encanta interpretar? —suelta una carcajada.
—Digamos que me encanta sacar de sus casillas a mi hermano y meterme
con él; es tan condenadamente perfecto…
—Nadie es perfecto, Adrien, ni siquiera Theodore.
—Lo sé, aunque él quiere hacernos creer lo contrario, por eso me encanta
ponerlo contra las cuerdas—me guiña un ojo—. ¿Cuánto tiempo crees que
tardará en aparecer?
—¿Quién? ¿Tu hermano? —asiente—. No creo ni que se haya dado cuenta
de que nos hemos ido.
—Oh, sí, por supuesto que se ha dado cuenta.
—¿Por eso lo has hecho? —me mira como si no hubiera entendido mi
pregunta—. Me refiero a dedicarme tu tiempo y estar aquí conmigo. ¿Ha sido
para hacerlo enfadar?
—Sí y no—se queda callado y vuelve a beber.
—¿No vas a decir nada más? —niega con la cabeza y se encoje de
hombros.
—Si lo hiciera sabrías tanto como yo—su retintín me hace gracia y rio—.
Eres un encanto, Rebeca.
—Gracias—digo apretando ligeramente su brazo—, tú también lo eres,
pero tranquilo, tu secreto está a salvo conmigo.
—¿Interrumpo algo? —esa voz… Ese tono condescendiente…
Me pongo tensa y aprieto los dientes.
Adrien me mira y vocaliza un silencioso «te lo dije», y yo, en fin… ¿Cómo
explicarlo? Creo que el cúmulo de cosas que ha ido pasando desde mi llegada
y me he callado, estalla en mi estómago, poniéndome muy furiosa por su
presencia aquí, como si estuviéramos cometiendo algún pecado, cuando me ha
ignorado y no se ha acercado a mí en todo el puto día. Me giro lentamente para
encararme a él.
—Creí haberte advertido que te mantuvieras alejado de a ella—suelta
mirando a su hermano con rabia. ¡Lo que me faltaba por oír!
Adrien también se pone en pie y se sitúa a mi lado, con las manos metidas
en los bolsillos y apariencia relajada; creo que está disfrutado de esto.
—¿Igual que has hecho tú? —le contesta con sorna.
—Lo que yo haga o deje de hacer…
—¿Cómo te atreves? —mascullo interrumpiendo lo que fuera a decir—.
Hay que tener mucha cara dura para tener el valor de reprochar nada. ¿Quién
te crees que eres, Theodore James? ¿Dios? Yo te responderé—escupo con
inquina—. No eres nadie, absolutamente nadie, para plantarte aquí y pedir
explicaciones de con quién estoy o dejo de estar, así que lárgate y déjanos
seguir con nuestra fiesta privada.
—¿Puedes dejarnos solos, Adrien? Rebeca y yo tenemos que aclarar
algunas cosas.
—Para mí todo está clarísimo. Confieso que hubo momentos en los que me
has hecho dudar, en cambio ahora, lo veo todo cristalino, nítido.
—¡Adrien! ¡Vete! —gruñe.
—Me iré si ella me lo pide, no porque tú me lo ordenes—me voltea hacia
él y apoya sus manos en mis hombros—. ¿Estás bien? —asiento.
—¿Quieres que me vaya? —vuelvo a asentir—. Bien, estaré en el salón
por si me necesitas. Y tú—dice mirando a su hermano—, deja de comportarte
como un capullo, ¿quieres? —dicho esto último, se va dejándonos solos.
Nos miramos como perros rabiosos a punto de saltarnos al cuello; ambos
tensos, furiosos y con ganas de pelea.
—No tienes ningún derecho sobre mí para prohibirle a nadie que se me
acerque, ¡ninguno! —bramo.
—¡Estás conmigo, ¿no?!
—No me digas, ¿en serio? Entonces explícame por qué estás todo el día
pegado a tu exprometida; explícame por qué me has ignorado todo el tiempo y
me has hecho sentir como si no fuera para ti más que una amiga si según tú
estamos juntos, ¡joder! —grito.
—Baja el tono.
—¡No me da la gana! —apoyo las manos en las caderas y espero su
respuesta.
—Quería ponerte celosa—confiesa tras unos segundos en silencio.
—¿Celosa? ¿Por qué ibas a querer hacer algo así?
—¿Cómo que por qué? ¿No acabas de decir que lo tenías clarísimo? —se
pasea a un lado y al otro y, finalmente, se para frente a mí y cierra los ojos
unos segundos a la vez que suelta un hondo suspiro—. Maldita sea, Rebeca,
estoy loco por ti y tú ni siquiera sabes lo que sientes por mí, ¿sabes cómo me
hace sentir eso? ¡Por supuesto que no! Te he dicho que me gustas y que estaba
dispuesto a perderme contigo y lo único que haces al respecto es callarte,
joder. Pensé que poniéndote celosa admitirías que también estás enamorada de
mí, pero ni siquiera así… En lugar de eso desapareces con mi hermano y yo…
No sé, a veces tengo la sensación de que sólo estás jugando conmigo.
—Manda huevos que, precisamente tú, me digas esto—exclamo dolida.
—¿A qué viene eso? Yo nunca he jugado contigo, al contrario, me parece
que he sido muy claro con mis sentimientos desde el principio. En cambio,
tú… haces que me sienta inseguro.
—Ya, claro, inseguro, como si alguien fuera capaz de hacerte sentir así—
indignada me acerco a él y lo fulmino con la mirada—. Lo estás grabando,
¿verdad? —digo palpando desquiciada los bolsillos de su pantalón y chaqueta
—. Seguro que sí, así tendrás la prueba de tu triunfo.
—¿De qué hablas? —intenta sujetarme las manos, pero yo sigo
palmoteando su pecho y estómago en busca de la maldita grabadora—. ¡Deja
de hacer eso! Dios, ¿te has vuelto loca?
—No me he vuelto loca, cretino—mi dedo índice se clava con fiereza en
su pecho—. Lo sé todo y por eso no creo nada de lo que dices, ¿te enteras?
—Rebeca, no sé a qué te refieres…
—Que encima te hagas el tonto, me revienta.
—¡Te estoy diciendo la verdad! —me coge de la mano y me suelto.
—¿La verdad? ¿En serio? —asiente con firmeza—. Menuda cara la tuya.
—Juro que no…
—Sé lo de la apuesta, Theodore—confieso dejándome llevar por la ira.
—¿Apuesta? —sorprendido da un paso atrás—. ¿Qué apuesta? —resoplo.
—Joder, la que hiciste con Arthur Preston en el Libertine. Ni se te ocurra
decirme que no existe porque la he visto con mis propios ojos el día que diste
la fiesta en mi honor—digo al verlo abrir la boca—. Por eso tanta insistencia
para que te hablara de mis sentimientos y para que reconociera que estoy
enamorada de ti; porque apenas faltan unos días para que concluya y, para
entonces, debes conseguir tenerme rendida a tus pies, ¿no es así?
Mi confesión lo deja KO; es la primera vez desde que conozco a este
hombre, que lo veo con ese gesto de desesperación e incredulidad en su
rostro; pasándose las manos por la cara, el pelo y dejándolas reposar en su
nuca a la vez que mira al techo, como pidiendo ayuda divina o algo así.
—¿No vas a decir nada? —pregunto al ver que pasan los minutos y no
parece dispuesto a dar ninguna explicación.
—Sí—sus ojos buscan los míos—, que todo lo que he hecho en todo este
tiempo desviviéndome por ti, no ha servido para nada porque tú sólo estabas
tomándome el pelo y…
—No eres precisamente la persona más indicada para mostrarte ofendido
y dolido, Theodore; no cuando toda esta pantomima la empezaste tú. Me has
mentido durante todo este tiempo y me has traído aquí con el único propósito
de declararte vencedor en esa maldita apuesta—respiro hondo—. Me has
presionado desde el minuto uno de poner un pie en este lugar para que te
dijera que estaba enamorada de ti, cuando tendría que haberte bastado que
dejara mi club, ese que he abierto recientemente, en manos de mis
compañeros, para estar aquí contigo o, al menos, darte una pista de por qué he
venido; en cambio, has insistido una y otra vez porque querías escuchar de mis
labios las palabras que te erigieran vencedor y, al no conseguirlo, me dejaste
sola y me humillaste con tus demostraciones de afecto hacia la persona que,
por cierto, fue tu prometida hace un par de años, detalle que has omitido
contarme, con el pretexto de ponerme celosa. ¡Eres patético! —digo
esforzándome por contener las lágrimas.
—Rebeca, por favor, escúchame—ruega—. Traerte aquí no tiene nada que
ver con eso, aunque pueda parecer lo contrario, te juro que no es así. Tienes
que creerme.
—Lo siento, pero visto lo visto, me cuesta hacerlo.
—Ya sé que todo parece preparado, aun así, yo no… Quiero decir que…
—Ah, aquí estás—es la voz de Caitlin, a sus espaldas—, es la hora del
brindis y te esperan en el salón para… ¡Mierda! He interrumpido algo
importante, ¿verdad? —él asiente y yo me quedo callada—. Lo siento.
—No pasa nada—digo dolida—, para mí ya se ha terminado la fiesta—
intento pasar a su lado, pero me retine.
—No, espera, deja que haga el brindis y hablemos. Por favor—suplica—,
todo esto no es más que un malentendido y necesito explicarme para que lo
entiendas—ahueca mi cara con sus manos y me mira—. Por favor…—repite.
—Está bien—claudico—, ve y haz lo que tengas que hacer.
—Ven conmigo…
—No.
—¿Me esperarás aquí? —asiento, no muy convencida de ello—. Intentaré
ser breve.
Y allí me quedo, viéndolos desaparecer entre las hileras de mesas y
macetas, preguntándome por qué narices he accedido a esperar cuando, en
realidad, lo único que quiero hacer es volver a mi casa y acabar con toda esta
mierda de una santa vez.
Los minutos pasan y, con ellos, al ver que Theodore no regresa, se va la
poca paciencia que me queda y, llamándome estúpida, una y mil veces, salgo
de allí, entro en la casa y, antes de enfilar las escaleras para subir a mi
habitación, lo veo en el salón desenvolviendo los regalos con sus padres, la
mar de a gusto, o al menos eso parece. Nuestras miradas se cruzan; él medio
sonríe y yo niego con la cabeza, desilusionada; no sé qué esperaba, la verdad.
Bueno, si lo sé, pero ya no merece la pena. No cuando no soy lo
suficientemente importante para él como para dejarme esperando Dios sabe
cuánto tiempo ahí fuera. Así que, cuanto antes me vaya de aquí, mejor.
CAPÍTULO 37

Son las seis y media de la mañana cuando recibo en el móvil el mensaje de


la terminal de taxis en Dover avisándome de que el que he solicitado, ya se
encuentra en la puerta de Clover House, esperando; menos mal, porque la
noche se me ha hecho eterna aquí sentada en uno de los sillones de mi
habitación, conteniendo la respiración cada vez que me parecía escuchar
sonidos en el pasillo temiendo que Theodore volviera a aporrear la puerta, al
igual que hizo poco después de que me viera subir las escaleras y cuando ya
estaba recogiendo mis pertenencias para irme; por eso he esperado hasta
ahora, para no tener que encontrarme con él. Cada vez que pienso en ese
momento… En esa voz, rasgada y profunda pronunciando mi nombre… En esa
desesperación que mostraba por hablar conmigo… buf, me angustio y se me
vuelven a llenar los ojos de lágrimas. No, no le he abierto la puerta y, no, no
he hablado con él; ya no necesito, ni quiero, su explicación.
Cojo la maleta e, intentando hacer el menor ruido posible, salgo de la
habitación, mirando a un lado y a otro del pasillo; todo está en silencio y en
penumbras. Camino sigilosa, con la maleta alzada, para que el traqueteo de las
ruedas en el suelo no despierte a nadie, y bajo las escaleras.
—Señorita Hamilton, ¿se va?
—Dios, Curtis—digo llevando una mano al pecho—, me ha asustado.
—Discúlpeme, no era mi intención… ¿La ayudo con eso? —señala la
maleta y niego.
—No, no es necesario, gracias. Ya que está usted levantado, ¿podría abrir
la verja para que el taxi pueda entrar a buscarme? Mi intención era ir
caminando hasta la entrada, pero…
—¿Taxi? Pensé que se irían después del almuerzo, el señor James está en
la biblioteca y no me comentó nada cuando hace un rato le llevé una taza de té,
ahora debe de estar dormido, ¿quiere que lo avise?
¿Avisarlo? ¡Ni de coña!
—Verá, me ha surgido un imprevisto y tengo que tomar el primer vuelo
disponible para Ibiza y…
—Hablaré con el señor entonces.
—No, no, Curtis, tengo prisa y el taxi me está esperando.
—¿Está segura? No creo que le guste despertarse y ver que usted se ha ido
sin avisar.
—Pues no le diga que me ha visto.
—No puedo hacer eso, señorita Hamilton, mi deber como empleado de los
James, es mantenerlos informados de todo lo que pase dentro de la propiedad,
¿entiende?
—Lo entiendo perfectamente y de verdad que no quiero ocasionarle ningún
problema, pero lo siento, tengo que irme. Dígales a los señores que agradezco
mucho su hospitalidad y que lamento irme sin despedirme—y sin más salgo de
la casa.
La fría brisa del amanecer me da de lleno en la cara, espantando las
lágrimas que están a punto de desperdigarse por mi cara y, como no me fío de
que Curtis no avise a Theodore de que me he ido y lo que menos quiero es que
me pille aquí en la puerta llorando, comienzo a dar los pasos necesarios que
me llevarán a la salida, sin volver la vista atrás ni una sola vez. El taxi me
encuentra a medio camino entre ésta y la casa. Nadie sale en mi busca y nadie
nos sigue cuando nos incorporamos al escaso tráfico de la mañana en la
autopista; mi corazón vuelve a latir casi con normalidad.
Tras una hora de viaje por carretera, y casi otras dos discutiendo con la
chica del mostrador del aeropuerto tratando de cambiar mi vuelo, al final no
me queda más remedio que comprar otro billete en primera clase porque es el
único disponible. «Anda que no me sale caro ni nada a mí el maldito fin de
semana», me digo, aunque el dinero es lo de menos, lo importante es este
vació intenso y doloroso que siento en el pecho y que no sé si podré volver a
llenar; como si me pillara por sorpresa que esto podía llegar a pasar cuando,
en realidad, ya debería de estar más que mentalizada y preparada para ello,
¿no? Pues no. ¿Por qué? Sencilla y llanamente, porque la esperanza es lo
último que se pierde, o eso dicen. ¡Menuda patraña!
El vuelo lo paso devanándome los sesos con lo ocurrido; sí, estoy justo en
ese momento por el que nadie quiere pasar; ese en el que le das mil vueltas a
todo, haciéndote tropecientas mil preguntas a las que respondes cómo puedes y
con conjeturas.
Es absurdo, lo sé, aun así, no puedo evitar hacerlo; ya se sabe cómo va
esto, basta para que no quieras pensar en algo, para que tu cerebro esté a pleno
rendimiento erre que erre, volviendo a las mismas cosas una y otra vez sin
darte un descanso; así funcionamos todos, por mucho que nos pese y queramos
hacer lo contrario, somos masoquistas a más no poder.
Nos encanta fustigarnos imaginando que podríamos haber hecho algo
diferente para cambiar las cosas y no es así; lo que tiene que pasar, pasará por
mucho que nos empeñemos en lo contrario.
A parte de pensar, también lloro, mucho; tanto que hasta la azafata de vuelo
se acerca a mí para preguntarme si estoy bien y si necesito algo. «Quién te ha
visto y quién te ve», diría mi querida cuñada con sorna al verme en este
estado. Y con razón, porque es la primera vez en mi vida que paso por algo
así. No es que no me hayan hecho daño cuando he creído estar enamorada,
mentiría si dijera que no porque, de hecho, fue a causa del abandono de Paul,
hace ya cuatro años, que yo insistí en ser miembro del Lust para tener
relaciones sin compromiso porque todos los chicos de los que me colgaba
parecían reírse de mí y, ahora, me doy cuenta de que aquello ni de lejos podría
haberse llamado amor porque, mi corazón y mi cordura siempre se
mantuvieron intactos; en cambio, ahora, el corazón me duele a morir y la
cordura estoy a un tris de perderla. Mi respuesta a la amable azafata es un
«No» rotundo; «No, no estoy bien, y no, no necesito nada, gracias».
Para cuando llego a casa, me siento exhausta, física y emocionalmente y, lo
único de lo que tengo ganas, es de darme una ducha, meterme en la cama y
dormir; en cambio, no sé por qué, lo primero que hago es encender el teléfono
móvil, que se me había quedado sin batería, y darme de bruces con las
llamadas perdidas y los mensajes en el contestador de Theodore, que
parpadean con insistencia diciéndome: «eh, aquí estamos, escúchanos», y
como soy muy curiosa y también idiota, lo hago:
«Rebeca, por favor, coge el teléfono», primer mensaje recibido a las
07:10 horas.
«Rebeca, ¿dónde estás?, coge el teléfono», segundo mensaje recibido a las
07:20 horas.
«Rebeca, estoy preocupado, por favor, coge el teléfono», tercer mensaje
recibido a las 07:30 horas.
«Rebeca, joder, coge el puto teléfono», cuarto mensaje recibido a las
07:40 horas.
«Lo siento, he perdido un poco los papeles con el mensaje anterior, pero
tienes que entender que estoy muy preocupado y necesito saber si al menos has
llegado bien a casa. Acabo de subir al avión, en un par de horas, más o menos,
estaré ahí. Oye, tienes que escucharme, todo ha sido un malentendido, Rebeca,
y, aunque no lo creas, todo lo que te dije es cierto: estoy loco por ti, joder, ¿es
que no lo ves? Dame al menos la oportunidad de explicarme, por favor…»,
decimocuarto mensaje recibido a las 12:08 horas.
En el mensaje al que se refiere, no dejaba de soltar exabruptos y maldecir;
no lo escuché entero, lo borré sin contemplaciones.
Adiós, ducha. Adiós, descanso. Hola, caos emocional.
Temerosa de que venga a buscarme en cuanto su avión aterrice, me pongo
cómoda y bajo a la planta de abajo, a mi despacho, con la intención de
entretenerme en algo y, así, no andar por casa conteniendo el aliento ni
sobresaltándome con cada sonido que escuche en el edifico por miedo a que
sea él. Sí, lo sé, parezco una cobarde escondiéndome de esta manera, pero es
que aún no estoy preparada para enfrentarme a él; aunque tarde o temprano lo
haré.
Estoy a punto de abrir la puerta del despacho, cuando Luis sale del suyo,
asustándome.
—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunta acercándose, extrañado.
—Yo podría hacerte la misma pregunta.
—Ya, pero no soy yo el que se fue a pasar un fin de semana fuera y ha
vuelto antes de tiempo.
—¿Por qué crees que he vuelto antes de tiempo? —abro la puerta y entro.
Él me sigue.
—Porque tenemos todos los datos de tu viaje, ¿recuerdas?, paso por paso;
y vuestro vuelo despegó del aeropuerto de Gatwick hace media hora—dice
mirando el reloj—. ¿Qué ha pasado? —me siento tras mi mesa y, llevándome
la mano a la frente, con cansancio, suspiro.
—Nada bueno…
—Explícate—me interrumpe tomando asiento frente a mí.
Y lo hago. Poco a poco le voy desgranando lo que han sido estos dos días
en Londres, con sus idas y venidas; con todas las dudas con las que me fui y
con las que regreso; y con mi metedura de pata al dejarme llevar por mi mala
uva y haberle confesado a Theodore que sabía lo de la apuesta.
Sí, estoy algo arrepentida de no controlar la lengua, pero ¿qué otra cosa
podía hacer después de todo?
—O sea que ahora sabe que lo sabes…—asiento con pesar—. ¡Joder!
—Lo siento, estaba tan furiosa y tras su insistencia en saber lo que sentía
por él, pues… fue inevitable.
—¿Y no has vuelto a hablar con él?
—No, y no quiero hacerlo, no después de haberme tenido esperando en el
invernadero como una idiota mientras él daba un brindis y desenvolvía
regalos.
—Rebeca, era el aniversario de sus padres, ¿qué otra cosa podía hacer?
—Vale, sé que parezco una egoísta, pero ponte en mi lugar; en aquellos
momentos para mí cualquier excusa era buena para marcharme, ¿entiendes?
—¿Y si estás equivocada? ¿Y si realmente está enamorado de ti?
—¿Tú crees? —lo miro dudosa—. ¿Qué hubieras hecho tú en mi lugar?
—Para empezar, dejar que se explicara. Mira, no soy su mejor amigo y no
lo conozco lo suficiente, aun así, por lo que Arthur me ha contado de él, no
creo que Theodore sea un hombre que lleve a una mujer a casa de sus padres
por ganar una apuesta, ¿entiendes? Debes hablar con él, Rebeca.
—No puedo hacerlo, al menos no hasta que pase toda esta historia de la
apuesta y…
—Un momento—me interrumpe—, ¿no le has dicho lo del señor Bennet?
—No, ese “As”, afortunadamente, sigue oculto en mi manga.
—¿Y eso por qué? ¿Qué piensas hacer? —su desconcierto es evidente.
—El señor Bennet ha venido a ganar una apuesta y a ridiculizar a un
puñado de aburridos caballeros y, como que me llamo Rebeca Hamilton, que
lo hará.
—¿Te has vuelto loca? ¿Te has parado a pensar que puede que eso
enfurezca a Theodore hasta el punto de no querer saber nada más de ti por
tomarle el pelo y dejarlos en evidencia a todos?
—Ese es uno de los motivos por el que el señor Bennet sigue aquí, quiero
ver cuál es la reacción de Theodore al respecto; si es la que tú dices, entonces
sabré con total seguridad que yo tenía razón y que sus sentimientos no son
verdaderos.
—Tú sabrás lo que haces, después no digas que no te lo advertí.
—Tranquilo, asumiré las consecuencias. ¿Mila y tú habéis hablado? —su
gesto se tuerce y se pone en pie.
—Mila tiene claro lo que quiere y no es estar conmigo.
—¿Y ya está? ¿Te rindes?
—A veces una retirada a tiempo también es una victoria, Rebeca.
—Pero estás enamorado de ella…
—Lo superaré—dice dándome la espalda y caminando hacia la puerta—.
Una última cosa—se gira con la mano en el pomo de la puerta y me mira—, si
yo fuera Theodore, esperaría para hablar contigo en un lugar donde no
pudieras armar un escándalo, como, por ejemplo, el Lust; así que deja de
esconderte aquí y vete a casa a descansar, tienes un aspecto horrible.
Tiene razón y me regaño a mí misma por no haber pensado en esa
posibilidad, que, dadas las circunstancias, es la más probable. ¡Mierda! ¿Y
ahora qué? ¿Bajo esta noche al club o me quedo en casa? Menudo dilema…
CAPÍTULO 38

No bajé, no porque sea una cobarde y temiera enfrentarme a él, sino por
prudencia; conociéndome y sabiendo el poco filtro que tiene mi lengua con mi
cerebro, probablemente hubiera metido la pata y gritado a los cuatro vientos
que soy el señor Bennet y que los he estado vigilando; y si lo que quiero es
que cuando Theodore sepa que soy ese hombre extraño, el efecto sea el
máximo posible para ver cuál es su reacción, lo mejor, sin ninguna duda, es
que no nos viéramos, por si las moscas. Olivia y Sheila, con las que me puse
en contacto en cuanto subí de mi despacho, para que me echaran un cable,
estuvieron de acuerdo conmigo en esto y así lo hice; fueron las primeras en
decirme que, con lo impulsiva que era, si quería seguir adelante con el tema,
nada de dejarme ver.
—Cielo, no entiendo por qué quieres seguir con esto, ¿no sería mejor
dejarlo correr y ya? —me dijo Oli nada más saber cuáles eran mis
intenciones.
—Oli, ya me conoces, no puedo hacerlo. Además, es la única manera de
saber si sus sentimientos son reales, Theodore odia que le tomen el pelo y esto
lo dejará a él y a sus compinches en evidencia.
—No es la única manera y lo sabes, cuñadita.
—Ya tuvo que hablar la lista…—mascullé.
—Lista o no ya sabes por dónde voy, Rebeca, lo mejor sería que, para
variar, dejaras que se explicara y te contara su versión de todo.
—¿Lo dices por experiencia?
—Exacto, recuerda que me hice pasar por una heredera para conseguir
hablar con tu hermano. A diferencia de ti, él me escuchó.
—Porque lo obligaste—dije empezando a cabrearme.
—No tuve más remedio porque temía perderlo, y aun así me dijo que
necesitaba tiempo. Mira, no soy nadie para decirte cómo debes hacer las
cosas, pero si ese hombre insiste en hablar contigo, por algo será, ¿no te
parece? —su ceja se alzó altiva.
—Me parece que te olvidas de que es una apuesta y hay mucho dinero en
juego, lo más lógico es que insista porque quiere ganar, Sheila.
—Eres una maldita cabezota, Rebeca—resopló—. Por Dios, Oli, échame
un cable, ¿quieres?
—Sheila, deja que haga las cosas a su manera, no olvides que cuando estás
pasando por algo así, por muy claro que los demás lo tengan, a una siempre le
cuesta verlo; te pasó a ti, me pasó a mí y a todo hijo de vecino.
—Está bien, como queráis, sólo voy a decir una cosa más… Theodore
James es uno de los mejores amigos de tu hermano, si no sintiera nada por ti,
¿por qué pedirle permiso para cortejarte? ¿Para romper una amistad de años?
Piénsalo, de seguir adelante con el plan, puede ser peor el remedio que la
enfermedad—y lo hice, pero después de que me aconsejaran que no bajara al
club y terminar de hablar con ellas.
El plan sigue adelante porque sí, porque soy muy cabezota y porque dije
que llegaría hasta el final con todas las consecuencias. Afortunadamente para
mí, porque ya no sé si voy o vengo, sólo quedan dos días para el desenlace de
la pantomima del año.
Olivia me preguntó si me sentía traicionada y, lo cierto es que no;
traicionada no, dolida sí. Sería una hipócrita si dijera que Theodore me ha
traicionado cuando siempre supe que esto podía pasar; hubiera sido diferente
si no yo no supiera nada del reto de Arthur, pero al estar al corriente de todo,
casi desde el principio, me sabría mal asegurar tal cosa cuando no es verdad.
En cambio dolida… sí, por varias razones: la primera y la que más me cabrea,
que no haya valorado el que dejara mi club en otras manos sólo por estar con
él en un día importante para su familia, cuando yo ni siquiera los conocía;
segunda, que no pareciera importarle lo mal que yo me pudiera sentir al estar
en casa ajena y con gente desconocida, cuando me daba de lado y me dejaba al
margen de todo; tercera, que constantemente me diera una de cal y otra de
arena, según le conviniera a él; cuarta, el tonteo que se traía con su adorable y
maravillosa Caitlin y no haberme dicho, cuando me habló de ella, que
estuvieron prometidos un tiempo; así que sí, estoy dolida y también muy
cabreada.
«Si te sientes así es porque de verdad estás enamorada», manifestó mi
cuñada. «¿En serio? Creía que eso ya había quedado claro hace un par de
semanas», quise responder, en cambio con toda mi mala baba, aplaudí.
«Eres un poco idiota, ¿lo sabías?», respondió a mi aplauso con una risa
tonta y yo asentí guiñándole un ojo, para picarla un poco más.
Por supuesto que estaba enamorada, no tenía ninguna duda de ello; una no
pierde el sueño y echa por tierra todo en lo que cree creer por nada, ¿verdad?
Una no deja de ser una pasota integral para comerse la cabeza por un hombre,
¿no? Y una no deja de observar y desear a todo macho que la rodea, porque
sólo tiene ojos para uno de ellos. Además, ¿cómo no enamorarse de un tío
como Theodore James? Joder, ¡si lo tiene todo! No creo que exista una sola
mujer que, después de conocerlo a él, con toda esa arrogancia, esa prepotencia
y esa petulancia; ese cuerpo definido, esa cara tan divina y todo lo demás, no
haya sentido que se le desintegraban las bragas con una de sus miradas o
sonrisas; así que sí, estoy pillada por él hasta las trancas, para qué no vamos a
engañar a estas alturas. Suspiro y miro el teléfono que hoy, tres días después
de mi regreso, permanece en silencio por primera vez.
No hay mensajes ni llamadas suyas pidiéndome que lo escuche.
No hay nada de nada y eso me aterra.
Me aterra que se haya cansado de insistir dándome la razón; una razón que
no quiero tener porque, en realidad, quiero que él esté tan colgado de mí como
yo lo estoy de él.
Lo sé, parezco una lunática, o una loca o… yo qué sé, pero lo echo tanto
de menos…
Echo de menos su sonrisa, esa que a partes iguales detesto y adoro, la que
me hace estremecer de pies a cabeza y me enciende como una mecha; echo de
menos sentir su presencia arrogante y que el bello de la nuca se me ponga de
punta antes de que mis ojos se encuentren con los suyos; echo de menos esas
miradas que me dedica, que me atrapan sin remedio y hacen que me pierda en
sus iris oscuros y profundos, conteniendo la respiración; echo de menos el
tacto de su piel, el calor que sus manos desprenden en mi cuerpo y el
escalofrío que me recorre la espina dorsal cuando me acaricia con reverencia,
como si fuera el objeto más preciado del mundo y sólo él pudiera poseerlo; y
echo de menos su voz… esa voz rasgada y profunda que enardece mis sentidos
y que, con un solo susurro, hace que quiera maullar como una gata en celo y
ronronee a sus pies, frotándome contra sus piernas para que me preste toda su
atención.
Pensar en no volver a sentir lo que siento cuando estoy con él, me aterra
no, lo siguiente.
Me pongo en pie y me acerco al gran ventanal que hay en mi despacho,
clavando la vista en el exterior, contemplando el cielo azul y el mar;
envidiando esa sensación de calma que desde hace algún tiempo parece
haberme abandonado, dejándome a la deriva entre un fortísimo oleaje de
sentimientos, que van y vienen, que jamás había experimentado con nadie y
que me angustian, haciendo que algo tan básico como respirar, duela
profundamente. Ahora entiendo a la perfección cómo se sentían Olivia y
Daniel, lo devastados que ambos estaban cuando bajaron de aquella azotea,
cada uno por su lado, pensando que no había nada que hacer… También a mi
hermano y a Sheila, lo desesperados que debían estar para, uno fingir un
matrimonio que no existía y, otra, hacerse pasar por una heredera y así poder
hablar con él. ¿Por qué el amor nos vuelve tan irracionales, ciegos y
estúpidos? ¿Por qué parece que, si no hacemos locuras y sufrimos, no se trata
de amor verdadero? ¿Es obligatorio pasar por todo esto o, somos las personas
que en el fondo somos masoquistas? ¿Tendré yo la misma suerte que ellos y
esto es sólo el principio de lo realmente bueno? Estoy a dos pasos para
descubrirlo. El viernes es el día y saldremos de dudas.
Un par de toques en la puerta y la irrupción de Luis en mi despacho, sin
esperar a que le dé permiso para entrar, me sacan de mis profundas
divagaciones. Estoy a punto de darle las gracias por ello, porque es un alivio
dejar de pensar, para variar, pero al ver el gesto contrariado de su cara, me
mantengo en silencio. Parece nervioso, confundido y, ¿acojonado?
—Me acaba de llamar Preston—dice cerrando la puerta tras de sí y
mirándome de soslayo.
—¿Y?
—Theodore ha pedido que se llame a todos los caballeros que participan
en la apuesta.
El corazón me da un brinco en el pecho y el estómago se me contrae. Mal
asunto.
—¿Y por qué te ha llamado a ti si tú no has apostado?
—Por lo visto le ha sido imposible contactar con el señor Bennet y como
es mi primo, pues me ha dado el recado a mí.
—¿Qué te ha dicho?
—Theodore ha cambiado la fecha de la resolución de la apuesta—
manifiesta con voz trémula.
Se pasa las manos por la cara, resoplando con fuerza y las encaja en sus
caderas, contemplando mi cara sin pestañear.
—Suéltalo de una maldita vez, Luis, vas a conseguir que me dé un puto
infarto.
Coge aire con fuerza, lo retiene en sus pulmones varios segundos y lo
suelta, a bocajarro.
—Es hoy.
—¿Hoy? —asiente.
El corazón se me detiene, la respiración se me colapsa en el pecho y los
intestinos se me retuercen como culebras.
—¿Hoy? —repito.
—Sí, Rebeca, hoy, miércoles, mediados de semana… se finí la apuesta.
—¡Jo-der!
—Eso mismo fue lo que yo pensé cuando Arthur me lo soltó así, sin
anestesia ni nada.
—Pero son casi las siete de la tarde y yo tardo en ser el señor Bennet una
eternidad… Yo… yo… ¡Mierda!
—Siempre puedes dejarlo correr.
—¡De eso nada!
—Rebeca, piénsalo, por favor, recuerda que una retirada a tiempo…
—No hay retirada que valga, esta noche el señor Bennet estará en el
Libertine para proclamarse ganador, y yo estaré con él para recoger ese
cheque.
—¿Estás segura?
—Completamente, dile a Mila que entre, es urgente—ordeno—. En cuanto
a ti, tú verás si me acompañas o no.
—A las once en punto estaré en la puerta esperándote como un clavo.
¿Crees que te dará tiempo?
—Espero que sí.
—Bien.
En cuanto me quedo sola, apoyo la espalda en la pared y me dejó arrastrar
hacia el suelo, con las manos temblorosas, a punto de darme un ataque de
histeria, e intento respirar. Cuando Mila entra, me encuentra con la cabeza
entre las rodillas, balanceándome adelante y atrás y murmurando sin parar: «tú
puedes, Rebeca. Tú puedes Rebeca. Tú puedes…».
CAPÍTULO 39

Y pude, eso sí, con mucho esfuerzo y la amenaza de darme de bofetadas si


no me tranquilizaba; Mila puede ser muy convincente si se lo propone, doy fe
de ello; menos mal que la tengo a ella y en un momento, cual sargento, se
encargó de movilizar al personal. Cuando digo personal, evidentemente me
refiero a su madre y a la amiga de su prima que, en lo que canta un pollo,
quiero decir gallo, se plantaron en mi casa dispuestas a transformarme en el
señor Bennet por última vez.
Y aquí estamos, yo observando mi imagen en el espejo, y repitiendo para
mis adentros lo que parece haberse convertido en un mantra: «tú puedes,
Rebeca. Tú puedes, Rebeca. Tú puedes…»; y ellas, un poco nerviosas y
preocupadas por mi estado contemplativo ante mi imagen, aunque por dentro
estoy muerta de miedo por lo que pueda pasar.
—Son casi las once.
Mila se sitúa a mi lado, me quita una pelusa inexistente de la manga de la
levita y busca mi mirada en el espejo.
—¿Estás preparada? —asiento—. Sé que en las últimas horas te lo he
preguntado cómo un millón de veces, pero… ¿Estás segura de querer seguir
adelante con esto?
—Si ahora me echara atrás seguiría siendo esta Rebeca que desconozco y
que no me gusta nada. Quiero volver a ser yo, aunque eso signifique derramar
más lágrimas, al fin y al cabo, dicen que el tiempo todo lo cura, ¿no?
—Das por sentado que no va a salir bien.
—No doy por sentado nada; no obstante, la posibilidad de que salga mal
está ahí, como un letrero de neón parpadeante.
Todas giramos la cabeza al escuchar los golpes secos en la puerta.
—Ha llegado el momento, Luis está aquí.
Mientras Mila abre la puerta, cierro los ojos y respiro hondo varias veces;
nunca había sentido los latidos de mi corazón en los oídos y ahora resuenan
justo ahí, como si fueran tambores anunciando un mal presagio o el camino
hacia la horca.
—Señora… Señoritas… Primo Bennet—saluda Luis entrando en mi
campo visual—. Es la hora—asiento.
Cojo de encima de la mesa los guantes, me los pongo con parsimonia, y
Mila me extiende el sombrero, que me encasqueto en la cabeza sin mirar,
como si fuera algo que hiciera a diario.
—Llámame cuando regreses, sea la hora que sea, estaré esperando, ¿vale?
—me pide Mila abrazándome.
—Vale.
—¿Nos vamos?
—Gracias por ayudarme chicas—digo antes de seguir a Luis hacia la
puerta—, no lo hubiera conseguido si no fuera por vosotras.
—No hay de qué—la madre de Mila me toma la mano y la aprieta con
suavidad, un gesto cariñoso que agradezco—, para eso estamos; y no te
preocupes, corazón, seguro que todo sale bien.
El trayecto hasta el Libertine lo hago en silencio y retorciéndome los
dedos de las manos. Luis ni siquiera hace el intento de entablar una
conversación, creo que sabe que, en estos momentos, no podría articular
palabra, aunque quisiera, que no quiero. Los nervios me atenazan el cuerpo, al
aire le cuesta trabajo llegar a mis pulmones y tengo el estómago tan encogido,
que siento náuseas; necesito tranquilizarme…
A través de la luna delantera del coche, diviso la casa victoriana que todo
el mundo conoce como el club de caballeros más distinguido de la isla y un
sudor frío recorre mi espalda. Después de casi cuatro días, estoy a punto de
verlo de nuevo… ¿Cómo estará? Si lo ha pasado la mitad de mal que yo,
seguro que hecho una mierda; eso suponiendo que sus sentimientos sean reales,
que puede que no los sean y esté la mar de contento. Este último pensamiento
me cabrea y me yergo en el asiento, firme como el mástil de un barco.
—Esa es la actitud—murmura Luis a mi lado—, de hacerlo, hacerlo bien,
y no como si fueras directa a la guillotina.
—Lo sé, tienes toda la razón.
—Aún estás a tiempo de…
—No, acabemos con esto de una santa vez—arguyo con decisión en cuanto
el taxi frena frente a la puerta del Libertine.
—Bien, si en algún momento de la noche cambias de opinión, sólo tienes
que decírmelo, ¿de acuerdo?
—Sí, gracias.
—Supongo que, pase lo que pase, a partir de esta noche nuestra deuda
quedará saldada, ¿verdad?
—Esa deuda se saldó hace tiempo—sonrío—, justo el día que aceptaste
ayudarme en esta locura.
—Me lo imaginaba…—su sonrisa se ensancha y abre la puerta.
—Vamos a allá—me digo a mí misma—, y como suele decir mi cuñada…
Qué sea lo que Dios quiera.
Entramos en el atestado salón y nos dirigimos a la barra, donde varios
caballeros nos dan la bienvenida y nos invitan a una copa; una copa que me
bebo sin respirar, provocando que casi me empapice y escupa a los presentes.
—¿No decías que este licor no te gustaba, primo Bennet? —Luis se guasea
y yo lo fulmino con la mirada—. Vale, vale, lo pillo, hoy necesitas todo el
apoyo del mundo.
Uno de los hermanos, esos que siempre están juntos y justo el que peor me
cae, se dirigen a nosotros.
—¿Qué creen que ha pasado para que lord James nos haya hecho llamar
con tanta premura?
—A saber…—responde Luis.
—Dicen las malas lenguas que L. H. no quiere saber nada de él—
cuchichea el otro hermano.
—¿Y eso por qué? —«buena pregunta, Luis, a ver qué dicen las malas
lenguas al respecto», pienso.
—Unos dicen que es porque al lord le huele el aliento, hay quien asegura
que a ella la han visto darle caramelos de menta como indirecta.
Y luego hablan de las mujeres… ¡Cotillas! Ahogo una carcajada y sigo
prestando atención a la conversación.
—Eso son tonterías, hombre… Pelbrook escuchó decir que a ella no le
gustan los hombres, ya me entienden…
Madre mía, cuanta imaginación. ¡Ahora era lesbiana! Esta vez me ahogo
con mi propia risa y Luis me palmea la espalda.
—¿Está bien, primo Bennet? —asiento.
Noto el cosquilleo en mi estómago antes de que él entre en el salón; y para
cuando lo tengo a la vista, bien a la vista… o sea, justo enfrente de mí, las
manos ya han empezado a sudarme dentro de los guantes.
Lleva un traje de tres piezas, clásico y con levita, en tonos tierra, que le
sienta de maravilla y ensalza esa aura de arrogancia que lo caracteriza; está
serio, demasiado, con las manos a la espalda y la vista al frente, sin mirar a
nadie en concreto; la barba de varios días, le da un aspecto duro, canalla y
para qué vamos a engañarnos, sexi, muy sexi; está que cruje.
Su imagen es la del típico hombre al que miras y te bloquea los sentidos,
los órganos vitales y el cuerpo entero. No es que yo me haya encontrado con
muchos hombres como él; en realidad, y para ser sincera, es el primero que me
hace sentir que reacciono a su presencia de esta manera, deseando que sólo
tenga ojos para mí y pareciendo bastante ridícula, por no decir lela.
El carraspeo, insistente, de Arthur Preston, llamando la atención de los
presentes, me saca del escrutinio a Theodore, obligándome a apartar la mirada
y centrarla en el hombre que tiene al lado y que parece un profesor,
desilusionado y enfadado, a punto de dar las notas de un examen.
—Caballeros, préstenme un poco de su atención, por favor—pide con voz
autoritaria.
Se hace el silencio en el salón y todos los que estamos allí observamos y
escuchamos atentamente a Preston.
—Bien—prosigue—, como ya se les informó, lord James ha decidido
adelantar la resolución de la apuesta y por eso se les ha hecho venir hoy.
—¿A qué se debe esa decisión? —pregunta una voz al fondo del salón.
—Lo siento, Pelbrook, pero no me atañe a mí dar esa explicación, si lord
james quiere decir algo al respecto…
—El motivo es mi regreso a Londres, indefinidamente—manifiesta
Theodore tajante.
Contengo la respiración. ¿Cómo que se marcha? ¿Qué es eso de que
regresa a Londres? ¿Indefinidamente? ¿Por qué? ¿Significa eso que yo estoy en
lo cierto y para él sólo fue juego? El martilleo constante en mis oídos se
acentúa y el temblor de piernas también.
—Pero milord, nosotros queremos saber…
—Pelbrook—lo corta—, el motivo de mi marcha es personal y no voy a
dar más explicaciones.
—Dicho esto—toma de nuevo la palabra Preston—, aquellos caballeros
que hayan participado pueden seguirme al salón de juegos, los demás sigan a
lo suyo y diviértanse.
Creo que, tras la noticia inminente de la marcha de Theodore, estoy en
shock porque no puedo dar ni un solo paso; estoy, por decirlo de alguna
manera, petrificada en el sitio, igual que si fuera una estatua de granito.
—Vamos, primo Bennet, ha llegado el momento de saber la verdad.
Miro a Luis que, amablemente, me ha tomado del brazo y tira de mí.
—¿Prefieres que no vayamos? —me pregunta en voz baja.
¿Cambiaría algo si hiciera tal cosa? Desde luego que no porque él ya ha
decido volver a su lugar de origen, como si aquí no hubiera pasado nada y no
me hubiera utilizado. «¿Vas a permitirlo, Rebeca?», me pregunto a mí misma.
¡Por supuesto que no! Sacudo la cabeza, para espantar mis temores, y obligo a
mis pies a moverse. «Si de todas, todas, se va a ir, al menos me quedaré con la
satisfacción de verle la cara cuando descubra quién es el señor Bennet»,
pienso con determinación.
En el salón de juegos han quitado las mesas y han colocado las sillas de
manera que todos miremos hacia el mismo lugar, un espacio vacío donde se
colocan Theodore y Arthur, acompañados por otro caballero, que lleva en las
manos lo que parece ser el libro guía, y al que no tengo el placer de conocer.
—Bien, caballeros—habla Arthur—, el señor Suárez, asesor de Lord
James, será el que se encargue de dictaminar el resultado de la apuesta, como
siempre; si alguien tiene algo que decir, que lo haga ahora…—nadie abre la
boca, de hecho, allí dentro no se escucha ni el aleteo de una mosca—. ¿No?
Bueno, pues adelante señor Suárez…
El caballero en cuestión comienza a hablar, dando detalladamente los
pormenores del reto y, aunque sus labios se mueven, yo no escucho ni una
palabra porque, tengo la impresión de que está a punto de declararse en voz
alta mi sentencia a muerte y los oídos se me han taponado para no oírlo. Tras
unos minutos, interminables, en los que lo único que siento son escalofríos y
más náuseas, Luis me atiza un codazo en el costado para llamar mi atención.
Lo miró de mala gana y luego clavó la vista al frente.
—Lord James, es evidente que usted no ha conseguido lo que el reto
proponía, ¿me equivoco? —está diciendo el tal Suárez.
—No, no se equivoca—escueto, frío y tajante.
—¿Eso significa que he ganado yo? —Preston muestra regocijo.
—Pues no estoy muy seguro, señor Preston, hay una persona más que
puede alzarse con el triunfo, aunque no tengo muy claro que esa apuesta sea
válida. Tendríamos que estudiarla.
—¿De quién estamos hablando exactamente? —Preston se acerca al
asesor, echa un vistazo al libro guía y sonríe.
—Estamos hablando del señor Bennet—algunas cabezas se giran a
mirarme con interés; las manos me tiemblan y el dolor en el estómago es tan
intenso que hasta me mareo.
Tras unos segundos, me atrevo a mirar a la cara de Theodore; ésta muestra
sorpresa y puede que incredulidad, no estoy segura; también parece enfadado,
ofuscado y ansioso.
—Señor Bennet, ¿puede ponerse en pie, por favor?
«Pues no lo sé», respondo para mí. Ahora mismo creo que, si lo hago, mis
piernas parecerán hechas de gelatina y haré el ridículo.
—Es ahora o nunca—murmura Luis a mi lado—. Vamos, llevas esperando
este momento mucho tiempo, ya son tuyos.
Tiene razón, lo espero desde hace semanas y, ahora que los tengo delante,
me entra el pánico. ¿Qué leches me pasa? «Vamos, Rebeca—me animo—,
acaba con esto de una maldita vez». Poco a poco me incorporo, sin perder de
vista la mirada de Theodore que, al igual que los demás, está pendiente de mí.
Cojo aire, estoy segura de que, a partir de aquí, ya nada será los mismo para
ninguno de los dos.
—¿Por quién ha apostado usted, señor Bennet? —esa voz… Un escalofrío
recorre mi espina dorsal e inspiro con fuerza—. ¿Señor Bennet?
El ambiente está cargado de tensión, sobre todo entre él y yo; y eso que
aún no sabe quién soy, pero lo descubrirá enseguida y todo habrá acabado
para nosotros.
—Estamos esperando su respuesta, señor Bennet.
—Lord James, recuerde que el caballero, debido a una operación de
nódulos en la garganta, no puede hablar—cuchichea Preston a su lado.
Inspiro de nuevo…
—Aposté por mí—digo finalmente provocando asombro en los presentes.
—Es una mujer…
—Qué desfachatez…
—Menudo atrevimiento…
—¿Cómo es posible?
Las exclamaciones de incredulidad y enfado no tardan en llegar, pero no
presto atención a ninguna de ellas, sólo tengo ojos para Theodore: hombros
tensos, mandíbula apretada y mirada refulgiendo furia.
—Aposté por mí—repito. Esta vez mi voz suena firme, alta y clara.
Llevo las manos que, milagrosamente han dejado de temblar, a la cabeza,
me quito el sombrero y, a continuación, la peluca. Nadie pierde detalle de lo
que estoy haciendo, lo sé. Poco a poco, con paciencia, voy despegando de mi
rostro la que hasta hace un segundo era la cara del señor Bennet, consiguiendo
que los ojos de muchos se abran de par en par; excepto los de él, que se han
vuelto una minúscula ranura y parecen desprender fuego. Preston, a su lado,
suelta una carcajada y aplaude, obligándome a desviar la mirada en su
dirección.
—Ahora lo entiendo…—dice—. Sí, señor, ahora todo encaja.
Luis, sentado detrás de mí, a duras penas contiene la risa.
—¿Quién demonios es usted, joven? —espeta un caballero poniéndose en
pie y acercándose a mí.
—Mi nombre es Rebeca Hamilton, ustedes me conocen como L. H.—alzo
la cabeza, altiva—. Soy la mujer que les ha servido de entretenimiento durante
seis semanas; el títere que han utilizado un puñado de caballeros, aburridos y
sin vida propia, para hacer más interesantes sus vidas; sí—recalco al ver su
gesto ofendido—, me refiero a todos ustedes, ¡mequetrefes!
—Esto es insólito—murmura alguien en la fila de atrás. Me giro.
—Insólito es que se crean con el derecho de utilizar a las personas porque
no tienen nada mejor que hacer sin reparar en el daño o las consecuencias,
señor; seguro que usted tiene una esposa esperándolo en casa; una esposa
abnegada y que vive pendiente de sus necesidades; puede que incluso también
tenga hijas… Dígame, ¿le gustaría que ellas se vieran envueltas en un juego
como este? ¿Que alguien hiciera todo lo posible por enamorarlas, para ganar
una apuesta sin tener en cuenta sus sentimientos? —esto último lo digo
mirando a Theodore a la cara.
—. ¡Son una panda de neandertales! —todos callan, quiero creer que están
arrepentidos, incluso él—. Debería de caerles la cara de vergüenza… Ahora
si me disculpan, una servidora recogerá su cheque, que irá destinado a los
niños más necesitados de este país; algo que deberían de tener en cuenta
cuando, alegremente, vuelvan a meter la mano en sus bolsillos para
desperdiciar su dinero con apuestas de esta índole; no quiero volver a ver sus
rostros en lo que me resta de vida.
Al encontrarme de nuevo con la mirada de Theodore, sus ojos tienen un
brillo diferente que no sabría describir; no dice nada, no se mueve, sólo
observa; en realidad, sólo me mira a mí, con fijeza; el músculo de su
mandíbula palpita, tiene los dientes tan apretados que casi puedo oírlos crujir.
—Bueno—carraspea el señor Suárez—, en cuanto a eso, ya dije antes que
tenía mis dudas de que usted se alzara con la victoria, señor Bennet… quiero
decir, señorita Hamilton, y ahora, la cosa se complica.
—¿Y eso por qué? —apoyo las manos en mi voluminosa cadera, debo de
estar ridícula con este cuerpo de goma espuma encima—. Explíquese.
—Por varias razones, pero básicamente porque es usted una mujer…
—Eche a esta desvergonzada de aquí, milord, se ha reído de todos
nosotros—reconozco esa voz, es la del hermano al que detesto, ese que me da
repelús. Lo busco y los fulmino con la mirada.
—¡Cállese, patán! —gruño.
—Señores… por favor—Preston me guiña un ojo—. Continúe con su
explicación, Suárez.
—El caso es que, las normas del club explican claramente que las mujeres
tienen prohibida su entrada en él, y es obvio que, el señor Bennet ha resultado
ser una; no era esta mi principal duda, pero ya que las cosas han surgido así…
—Eso es, bien dicho señor, las mujeres no tienen cabida aquí, ¡largo!
—He leído las normas del Libertine—digo ignorando el comentario
anterior—, y en ninguna de sus cláusulas prohíbe que una mujer pueda acceder
disfrazada de hombre.
—Por el amor de Dios, ¡sigue siendo una mujer dentro de unos pantalones!
—La mayoría de las mujeres, lleven falda o pantalones, son infinitamente
mejores que todos ustedes juntos—esta vez sí que me dirijo al caballero en
cuestión.
—También está el hecho de que el reto es entre el lord James y el señor
Preston, no entre ellos dos y usted… Quiero decir que, a no ser que uno de
ellos le haya dado permiso para apostar por usted misma, su participación es
nula—resoplo y camino hacia el señor Suárez.
—Tengo la impresión de que se ha sacado esa norma de la manga, señor,
supongo que, el que una mujer haya sido capaz de hacer algo así y ninguno
haya sospechado nada, y que encima sea la vencedora, los deja en una
posición bastante ridícula y no quieren ser el hazmerreír de la isla, ¿me
equivoco? —no hay respuesta—. Me lo imaginaba… Pues siento decirles que
mi apuesta es tan válida como cualquiera de la de los aquí presentes porque,
fue precisamente el señor Preston el que me animo a apostar por mí misma,
¿no es así, señor?
—Cierto, y en mi defensa alegaré que no tenía ni idea de que el señor
Bennet fuera una dama—los bufidos y exabruptos no tardan en llegar.
No se me nota, pero, con cada impedimento que va surgiendo y, cuanto más
tiempo paso aquí dentro encerrada con todos ellos, mi determinación se va
debilitando y comienzo a flaquear; además, que Theodore no se pronuncie, ni
para bien ni para mal, y que su gesto parezca una máscara de piedra, no ayuda
absolutamente nada. Su mirada sigue siendo fría como el hielo, aunque de vez
en cuando, vislumbro ese brillo diferente en ella. ¿Qué estará pasando por su
mente? Daría lo que fuera por saberlo.
—No me compete a mí decidir si es válida o no su participación, señorita
Hamilton, eso lo tienen que decir ellos dos—Suárez señala a Theodore y a
Arthur—. No obstante, en el caso de que sea aceptada, debo decirle que hay
una cosa más…
—Adelante, a ver que se ha inventado ahora. Soy toda oídos.
—Aquí dice que usted apuesta por L.H. O sea, usted misma, a que no
habrá declaración de sentimientos, no caerá rendida a los pies de nadie y que
conseguirá que las tornas den la vuelta, ¿es así?
—Sí—respondo empezando a perder la paciencia.
—¿Significa eso que lord James sería el que se declararía y caería rendido
a sus pies? Porque si ese es el caso, ninguno de los aquí presentes ha
escuchado tal declaración…
Esa sonrisa, arrogante y que tanto detesto, aflora en el rostro de Theodore
y me enfurezco.
—Dígame…—mascullo sin apartar mis ojos de los suyos—, de haber sido
el caso contrario, ¿hubiera bastado con su palabra, milord? O como yo
sospechaba… ¿usted iba a grabarlo como prueba de su triunfo?
—Supongo que eso ya no lo sabremos, ¿no? Usted se ha encargado de que
fuera así, señorita Hamilton.
¡Cabrón! ¿Y ahora qué?
—En fin…—retoma la palabra el señor Suárez—, creo que no tengo más
que decir al respecto, la última palabra es la de ustedes—mira a Arthur y a
Theodore y se hace a un lado.
Allí, plantada delante de todos esos bárbaros y estúpidos caballeros, que
de caballeros no tienen ni el nombre, me siento como una mierda y desolada,
al darme cuenta de que lo hecho, ha sido en balde y no ha servido para nada
porque ellos se saldrán con la suya y, yo, como mujer, no tengo nada que hacer.
Sonríen con suficiencia, sintiéndose vencedores. ¡En estos momentos les
prendería fuego a todos ellos!
Arthur y Theodore se han apartado y hablan en voz baja, como si de
verdad estuvieran tomando la decisión más importante de sus vidas, cuando
sólo es un estúpido juego. Finalmente, y tras unos minutos de deliberación,
ambos se vuelven hacia nosotros. Él, mi gilipollas integral, se acerca a mí
para declarar la sentencia; sólo con ver su mirada, me hundo un poco más en
la miseria.
—Me has tomado el pelo—dice a unos metros de mí.
—Y tú me has mentido.
—No lo hice—da un par de pasos, acortando la distancia.
—¿Cómo llamas a esto, entonces? —me envalentono.
—Lo llamo juego, algo muy común en un club de caballeros. Mi intención,
y creo que la de ellos, no fue burlarnos de ti ni jugar con tus sentimientos; mi
intención no era hacerte daño ni que sintieras que te estaba utilizando con un
único fin, ganar—dos pasos más—. Debiste decirme que lo sabías, eso nos
hubiera ahorrado un montón de quebraderos de cabeza a ambos.
—Que sigas excusando algo así me parece lamentable—exclamo con rabia
—. ¿Qué hay de mí? ¿Qué hubiera pasado conmigo de conseguir tu propósito?
¿De conseguir que te declarara mis sentimientos y te dijera que te quiero?
—¿Me quieres? —un paso más. Trago saliva.
—Contesta a mis preguntas, Theodore.
—Hubieran pasado tres cosas… Una, que aquí mi buen amigo Arthur se
hubiera salido con la suya—le guiña un ojo y eso me repatea—. Dos, que los
mequetrefes como tú los llamas, se hubieran divertido y tendrían algo que
contar; míralos, ¿de verdad crees que su interés era hacerte daño? Tú misma
lo has dicho, sólo estaban aburridos; aquí todos interpretamos un papel,
Rebeca, fuera de estas paredes nuestra vida es diferente, tenemos conciencia y
corazón.
—Así se habla, milord—grita alguien.
—Y tres y la más importante—prosigue acercándose un poco más—, yo
hubiera sido el vencedor, sí, pero no por ganar la apuesta y con ello el dinero,
no; hubiera sido el vencedor porque, que tú me dijeras que me amabas,
significaría que me llevaría el mayor premio de todos: a ti. No te mentí,
Rebeca, y lo hecho, hecho está…
Se queda callado y me siento morir. He participado de esta pantomima por
voluntad propia, no hace mucho, he tenido la oportunidad de echarme atrás y
no lo hice, ahora es tarde; le he perdido y duele profundamente. Infinidad de
veces he metido la pata en mi vida, pero ninguna me ha hecho sufrir como esta
última. La congoja no me deja respirar y siento que las lágrimas están a puntos
de deslizarse por mis mejillas.
—Lo siento—murmuro—, pero no podía más y las dudas me estaban
matando. Cuando acepté acompañarte a Londres lo hice con la esperanza de
que para ti no fuera un simple juego…
—No lo era—que hable en pasado me destroza.
—Sabiendo lo que sabía, que insistieras una y otra vez en saber mis
sentimientos por ti, no me dejaba vivir, creí que bastaría con que estuviera
allí, contigo, para que lo tuvieras claro; si a eso le sumamos la cantidad de
veces que me has ignorado en presencia de tu familia… imagínate; Pero lo que
realmente me volvió loca, fue verte coquetear con ella, con Caitlin y,
enterarme por tu hermano de que había sido tu prometida—ahogo un sollozo
—. Ponte en mi lugar por un momento y dime qué hubieras hecho tú.
—Nunca dije que no entendiera tus actos, pero repito, lo hecho, hecho
está; aun así, te diré que Caitlin es sólo mi amiga y mi socia, y si no te hablé
de mi compromiso con ella, fue porque nunca significó nada para mí, además,
no es que tú me hablases mucho de tus relaciones pasadas.
Nos miramos durante unos minutos, eternos. Tenerlo tan cerca, que hasta
siento el calor que emana de su cuerpo, y a la vez tan lejos, me consume en
vida.
—¿Qué pasa con la apuesta, milord?
Rompe el contacto visual, carraspea y toma aire para hablar:
—Tanto Arthur Preston como yo, hemos decidido dar por válida la
participación de la señorita Hamilton…
—Pero milord…—protesta alguien.
—Eso es injusto—exclama otra voz.
Su aceptación no me consuela.
—Señor Suárez, extienda un cheque a nombre de la ONG que la señorita
estime, ella gana y…
—¡No! —grito. Todos me miran como si me hubiera vuelto loca—. Si
ganar significa que voy a perderte, me rindo—él niega con la cabeza.
—Como iba diciendo, ella gana. Aunque ustedes no hayan sido testigos de
ello, le he dicho a esta mujer que estaba loco por ella y que, sería capaz de
perderme siempre y cuando ella lo hiciera conmigo. Y si con…
—Theo, por favor—suplico. Me ignora.
—Y si con eso no fuera bastante…
—¿Qué… qué estás haciendo? —balbuceo al verlo arrodillarse frente a
mí.
—Charlatana, si sigues interrumpiéndome cada dos por tres, esta será la
declaración de amor más larga de la historia.
Exclamaciones de sorpresa se oyen por toda la estancia.
Rio y lloro a la vez, y, cómo puedo, dado el volumen de mi falso cuerpo,
me arrodillo también y ahueco su cara entre mis manos.
—No es necesario, Theodore.
—Rebeca… sé que parece de locos, y más tratándose de mí, pero estoy
enamorado de ti y te quiero con toda mi alma. La primera noche que pasamos
juntos, te advertí que no te enamoraras de mí; qué arrogancia la mía, porque
salí de aquella habitación sintiendo que eras la mujer de mi vida, la mujer que
me completa y la horma de mi zapato. Dime que tú sientes lo mismo y que
daremos a lo nuestro otra oportunidad, de lo contrario, sin ti sí que estaré
perdido.
—Por supuesto que siento lo mismo, ¿acaso lo dudas? —sonríe—. Supe
que estaba enamorada de ti cuando, al cerrar los ojos por las noches, pensarte
me quitaba el sueño; cuando empecé a intuir tu presencia, con latigazos en el
estómago; cuando escuchar tu voz, me cortaba el aliento y cuando tenerte cerca
me estremecía—acaricio su mejilla y clavo mis pupilas en las suyas—. Te
quiero, Theodore James, te quiero con todo mi corazón.
Los caballeros allí reunidos, gritan, vitorean y aplauden como locos
mientras, mi amor y yo, nos fundimos en un apasionado beso de esos que
quitan el sentido y te nublan la razón.
—¿Sabes qué? —murmura sobre mis labios con la frente apoyada en la
mía.
—Qué—respondo con la voz tomada por la emoción.
—Que yo también aposté por ti… y gané.
EPÍLOGO
Theodore August James IV, futuro conde de Kent, Theo para los amigos y
gilipollas integral para ella; a veces hombre mono y eterno enamorado de una
charlatana. Ese soy yo.
Quién me iba a decir hace seis meses que, al dar por terminado el discurso
de apertura de la convención sexual, en Londres, y abandonar el salón de
actos, tropezaría, literalmente, con la mujer que trastocaría mi mundo. Una
mujer testaruda, sin pelos en la lengua y una personalidad arrolladora;
atractiva, sexi y provocadora; la horma de mi zapato y la única que, en menos
que cantaba un gallo, conseguiría tenerme postrado a sus pies: mi bella y
hermosa charlatana.
Aquel día estaba cabreado porque mi hermano Adrien, que había
prometido acompañarme en el acto, no se había presentado alegando estar
cansado por pasarse toda la noche de fiesta en compañía de un par de
morenas; tropezarme con ella fue el detonante para que dejara salir a la luz ese
cabreo, sin importarme quién pagara las consecuencias; fui borde, prepotente
y, como siempre, arrogante; que mi actitud no la intimidara, al contrario, creo
que le supuso un desafío, me descolocó. Lo primero que me llamó la atención
de ella fue esa mirada de perdonavidas que nunca había visto en ninguna mujer
porque, por norma general, las féminas besaban el suelo por donde pisaba en
cuanto me veían aparecer, ya fuera en una fiesta o en la misma calle y, que no
pareciera inmutarse ante mi presencia, me molestó y rompió mis esquemas; me
sorprendió, me intrigó y me sentí atraído por ella al instante. Ni siquiera saber
que era la hermana de Oliver Hamilton, uno de mis mejores amigos, me haría
desistir de mi propósito, que no era otro que follármela y si te he visto no me
acuerdo. ¡Iluso!
Sí, iluso y bastante gilipollas, para qué vamos a engañarnos, por creer que
ella sería una muesca más en mi cama; cuando en realidad, esa primera noche
que pasamos juntos en la habitación del hotel donde se alojaba y
celebrábamos la convención, descubrí a una mujer que, con sólo posar sus
ojos sobre mí y acariciar mi cuerpo, hacía que mi corazón latiera a mil por
hora y me faltara la respiración. Una mujer entregada, que daba tanto como
recibía, que exigía y disfrutaba del sexo sin reparos y sin sentimentalismos.
Igual que yo. Follamos durante toda la noche, de todas las maneras habidas y
por haber; en el suelo, en la cama, contra la pared, nos valía todo y, cuando al
amanecer se metió en la ducha, abandoné la habitación como un cobarde; de lo
contrario, hubiera corrido el riesgo de ponerme a mí mismo en ridículo,
teniendo en cuenta que horas antes le había dicho que aquello sólo era sexo y
que no se enamorara de mí, hubiera sido un suicidio confesarle aquello que me
quemaba en la lengua: que era la mujer de mi vida.
A raíz de ahí, nuestros encuentros resultaron ser un soplo de aire fresco en
mi existencia, incluyendo el rodillazo en mis partes nobles, la zancadilla en su
fiesta y todas las veces que me dejó en evidencia; sin ninguna duda, mereció la
pena pasar por todo ello. Yo, que era un tío que el único lugar que frecuentaba
era mi propio club, me descubrí siguiéndola a Ibiza con la disculpa de darle
una lección por haberme tachado de viejo verde sin siquiera conocerme y
hablar a la ligera de mi título nobiliario, cuando lo cierto era que, mi
obsesionada mente, no dejaba de pensar en ella y en querer repetir la noche
del hotel.
Me descubrí yendo a fiestas en barcos y clubes de moda en la isla, sólo
por tenerla cerca y obligarla a sacar a pasear a su lengua mordaz, algo que
hacía con mucha frecuencia y que me encantaba. Su imagen era lo último que
veía al cerrar los ojos cada noche y lo primera que me daba los buenos días.
¿Obsesión? Eso pensaba yo, pero no; lo tuve claro cuando la encontré en
la cubierta de aquel barco con un ataque de pánico y quise protegerla; cuando
quise beberme su miedo y hacerlo mío para que ella no sufriera; cuando verla
llorar, desesperada, me creaba una congoja que no me dejaba respirar.
¿Bienvenido amor? No, yo era de los que creía que no.
Intenté luchar contra esa atracción y, aun así, no sirvió de nada porque, con
cada nueva cita, me enganchaba más a ella y me derretía con su sola presencia.
Me encantaba y me encanta, su forma de ponerme en mi sitio, de despertar mi
conciencia y de hacerme sentir culpable con cada uno de mis arrogantes actos.
Como aquella noche en la fiesta que di en su honor, me hizo ver que yo no era
mejor persona que ella al querer hacerle daño y ridiculizarla con toda mi mala
Fe. Era patético, lo reconozco, no obstante, siendo consciente de todas las
cosas que estaba haciendo mal, seguí adelante con la ridícula apuesta que mi
querido Arthur Preston me lanzó a la cara una noche en el Libertine. ¿Qué por
qué lo hice? Buena pregunta… La verdad es que supuse que, si ganaba, le
cerraría la bocaza a Preston y dejaría de darme la lata; con lo que no conté,
fue con que mis sentimientos ya estaban más arraigados de lo que imaginaba y
lo único que conseguí con ello, fue enamorarme cada día un poco más; hasta el
punto de querer que ella fuera mi acompañante en el gran día de mis padres;
por eso la invité, porque necesitaba tenerla para mí solo y comprobar si lo que
mi corazón me dictaba era cierto: que la amaba y anhelaba con toda mi alma
ser correspondido.
La desesperación por saber cuáles eran sus sentimientos por mí, me llevó
a cometer algunas estupideces más, entre ellas, darle celos con Caitlin, mi
mejor amiga. Lo que en un principio iban a ser un par de días de disfrutar de
su compañía, se convirtieron en el peor fin de semana de mi vida. Cuando la
escuché decir en el invernadero, que estaba al corriente de la apuesta del club,
algo en lo que ni siquiera un servidor pensaba, se me cayó el alma a los pies y
entendí su reacción; sus miedos, sus dudas y actos. Entendí que,
continuamente, pareciera darme una de cal y otra de arena; que se alejara
cuando creía que, quizá, se había acercado demasiado; que se quedara en
silencio cuando yo le decía que estaba loco por ella y se retrajera. ¿Cómo no
hacerlo si pensaba que estaba jugando con sus sentimientos? ¡Maldita apuesta
y maldito yo por aceptarla!
Me sentí mal muchas veces en mi vida y por diferentes motivos que no
vienen al caso, pero jamás como aquel domingo de madrugada cuando la vi
alejarse en un taxi y creí que la había perdido para siempre. El corazón se me
estrujó en el pecho y quise morirme; quise correr tras aquel taxi, gritarle que
la amaba, que sin ella nada tenía sentido, pero mi hermano Adrien me lo
impidió y hoy le estoy agradecido por ello.
—Deja que se vaya, Theo, no compliques más las cosas, no la atosigues—
me dijo cruzándose de brazos en el quicio de la puerta.
—Pero voy a perderla…—alegué hecho una mierda—, ¿no te das cuenta?
—Sí, y si no fuera porque tu aspecto y tu actitud me demuestran que
realmente la quieres, me alegraría por ello porque te has comportado con ella
como un capullo, hermano. ¿A qué estabas jugando? ¿No te das cuenta de que
esa mujer bebe los vientos por ti? ¿A qué ha venido todo ese despliegue de
encantos con Caitlin?
—Sólo quería ponerla celosa, no pretendía… Yo no… ¡Joder! Tengo que
llamarla…
—No, déjala, necesita su espacio, poner distancia… Asumir lo que ha
pasado este fin de semana aquí, ya me entiendes, Theo… Si ha venido contigo
es por algo, y ese algo no desaparece de la noche a la mañana.
—¿Tú crees?
—Qué seas tan inteligente para algunas cosas y tan estúpido para otras…
no lo entiendo, de verdad que no.
—Soy un imbécil.
—Eres un cabronazo, hermano, y ella tiene razón, no eres perfecto; yo
pensaba que sí, pero no, y ¡joder, no sabes cuánto me alegro!
—¿Qué voy a hacer ahora, Adrien? —le pregunté frotándome la cara con
impaciencia.
—Para empezar, darte una ducha y cambiarte de ropa, pareces un
pordiosero. Y después, cuando hayas desayunado y parezcas más normal,
podrás irte.
—Gracias…
—No hay de qué, para eso estamos los hermanos descarriados, para dar
consejos a los que creen que todo lo que hacen está bien.
—¡Gilipollas!
—Zoquete—se burló.
La llamé, a pesar de los consejos de mi hermano, no pude evitarlo; la
llamé una y mil veces y dejé en su contestador infinidad de mensajes que,
evidentemente, no obtuvieron respuesta.
Quería escuchar el sonido de su voz, que me dijera algo… Quería saber
cómo y dónde estaba… Si yo, siendo el culpable de todo, me sentía así, ¿cómo
iba a estar ella siendo la víctima? Aparte de los consejos, Adrien tenía que
haberme dado un par de puñetazos, me los merecía, por cretino. No saber nada
de ella me consumía y me alteraba por igual, deseaba llegar a Ibiza y correr a
su encuentro: abrazarla, susurrarle al oído que nada había sido intencionado,
rogarle su perdón… No sé, me pondría de rodillas si hacía falta y suplicaría…
Pero no lo hice, Preston, mi buen amigo, prácticamente me recomendó lo
mismo que mi hermano y también me dijo algo en lo que no había caído.
—Si sigues empeñado en hablar con ella, te aconsejo que lo hagas en un
lugar donde no pueda rechazar tu presencia, ¿me explico? —lo miré
desconcertado—. Me refiero a que debería ser, por ejemplo, en el Lust; por no
armar un revuelo, allí no se negará a escucharte.
—Bien pensado—farfullé.
Así que, en lugar de correr a su lado en cuanto puse un pie en la isla, me
encerré en casa y dejé que pasaran las horas… y me presenté en el club en
cuanto este abrió sus puertas. Estaba nervioso, angustiado y muerto de miedo;
me sudaban las palmas de las manos y me temblaban las rodillas; como
siguiera así, iba a darme un puto infarto. Pero ella no bajó… No la vi… Y no
pude pedir perdón, ni ese día, ni los siguientes, fue como si la tierra se la
hubiera tragado. Luis no quiso ayudarme: «mi lealtad se la debo a ella,
Theodore—me dijo cuando se lo pedí—, debes entenderlo». Con Mila, ni
siquiera me dio tiempo a abrir la boca, me bastó con que me fulminara con la
mirada y me señalara con el dedo, para saber que por su parte no había nada
qué hacer. Cuatro días después, pensé que lo mejor era darle tiempo y poner
algo de distancia, por eso decidí adelantar, para esa misma noche, la
resolución de la apuesta.
Bajé al salón del Libertine con ganas de terminar con aquella charada y
regresar a Londres, de momento. Estaba ansioso, malhumorado, apático…
Aquella pantomima me había llevado a la peor situación de mi vida y era hora
de ponerle fin. Respiré hondo y crucé la puerta acompañado de Preston, que
estaba cabreado conmigo por, según él, rendirme; ¿rendirme yo? ¡Ni de coña!
Pero, claro, él eso no lo sabía y me llamó cobarde. No se lo tuve en cuenta,
era uno de mis mejores amigos y estaba en su derecho de expresar su opinión,
aunque esta fuera equivocada.
De un salón pasamos a otro, seguidos de todos los caballeros que habían
participado de la apuesta, e hizo acto de presencia mi asesor legal y fiscal, el
señor Suárez. No escuché muchas de sus palabras, confieso que me abstraje
pensando en ella y este adiós que ni de lejos iba a ser definitivo; hasta que lo
escuché nombrar al señor Bennet, un hombre que me había intrigado desde el
minuto uno de conocerlo y que llegó a hacerme pensar que me estaba
volviendo loco, entonces presté atención. Suárez estaba pidiéndole que se
pusiera en pie… ¿Él era el ganador?
—¿Por quién ha apostado usted, señor Bennet? —pregunté intrigado—.
¿Señor, Bennet? —repetí al no obtener respuesta.
Había cierta tensión en el ambiente y ese hombre no me quitaba los ojos de
encima, como cada vez que había estado aquí, y volví a sentir lo mismo que
las otras veces: que lo conocía y que, inexplicablemente y una completa
locura, había algo en él que me atraía. Yo atraído por un hombre, ¡qué
estupidez!
—Estamos esperando su respuesta, señor Bennet—insistí furioso por
culpa de esa sensación tan ridícula.
Arthur me murmuró algo al oído que no escuché porque, la mirada de ese
hombre me tenía tan atrapado que me dieron ganas de darme de hostias allí
mismo. Entonces, él abrió la boca y, para mi estupefacción, respondió:
—Aposté por mí—esa voz…
El mundo se paró y el ritmo de mi corazón descendió casi hasta dejar de
latir. ¿Había oído bien?
—Aposté por mí—repitió con voz firme y clara.
Noté la sangre, densa, en mis venas, obstruyéndolas, y me mareé. ¿De
verdad era ella? Achiqué los ojos y contemplé, como poco a poco, se iba
quitando cosas… Primero el sombrero, luego la peluca, las gafas de montura
metálica y, por último, aquella cosa rara que cubría su cara y con la que nos
había engañado a todos. ¡Joder! ¿En serio? La rabia me consumió… La muy
arpía me había tomado el pelo y allí estaba, tan ancha, sin quitarme los ojos de
encima. ¡La madre que la parió!, yo pensando que estaba loco por sentirme
atraído por otro hombre y era ella… ¡ella! ¿La estrangulaba o me la comía a
besos? Para empezar, contuve las carcajadas que pugnaban por salir de mi
boca y presté atención a su alegato, defensa, o lo qué fuera.
Dios, qué mujer tan maravillosa y qué manera de explicarse y ponernos a
todos en nuestro sitio. La adoré más, si cabe; me tenía completamente
cautivado, lo admito, la amaba con todo mi ser… ¿Iba a dejarla salirse con la
suya e irse tan tranquila? Quizá, pero antes, me postraría a sus pies y le
desnudaría mi corazón delante de todos aquellos mequetrefes, como ella los
llamaba; de tirados, al río.
Fue la peor declaración de amor de la historia, al menos a mi parecer y,
aun así, dio resultado. Sí, lo hizo y, finalmente, pude escuchar de sus labios
aquello que tanto ansiaba: que mis sentimientos eran correspondidos.
Hoy, tres meses después de aquello, en el bautizo de sus sobrinos y
rodeado de toda su familia, sigo sintiéndome el hombre más afortunado del
mundo por tenerla a mi lado. La amo y la amaré mientras viva.
—Una moneda por tus pensamientos—me susurra al oído por la espalda.
Me giro y la miro embelesado.
—¿Sólo una? —se encoge de hombros y sonríe—. Pensaba en lo mucho
que te amo y lo afortunado que soy por tenerte a mi lado.
—¿Tanto como para casarte conmigo?
Mi corazón pega un brinco, y otro, y otro más… Entrelazo mis dedos con
los suyos y tiro de ella hasta pegarla a mí.
—¿Es una proposición? —musito sobre sus labios.
—En toda regla.
—Entonces la respuesta es sí.

Fin
AGRADECIMIENTOS

Siempre y para no variar, a Dios, por cumplir mi anhelo y darme su


respaldo. A mi familia, en especial a mis padres, por inculcarme los valores
más importantes de la vida: el amor, el respeto y la lealtad. A mis hermanos,
por su apoyo incondicional y por quererme como me quieren. ¡Siempre
juntos!
A mi marido y mi hija, las dos personas más importantes de mi día a día.
¡Os quiero con locura!
A mis lectoras beta: Mari, Sheila, Vane y Sonia, por vuestra implicación
en todo lo que propongo, por vuestro entusiasmo, por vuestros mensajes…
por todo. ¡Gracias por estar ahí!
A todos esos grupos de Facebook y Twitter que me permiten promocionar
mis historias en sus muros. Hacéis una labor muy bonita al ayudarnos a los
autores indi desinteresadamente. ¡Millones de gracias!
Y por último y no menos importante, a ti, sí, a ti que estás leyendo estás
letras y que has decidido arriesgarte y dar una oportunidad a mis historias;
siempre lo digo, pero es que la verdad, los lectores sois lo más importante,
sin vosotros lo que hago no sería posible. ¡Se os quiere!
¡¡GRACIAS!!
SOBRE LA AUTORA

Nació en 1977 en Oviedo, Asturias, donde reside desde los catorce años.
Hasta esa edad creció en un pueblo a las afueras de Oviedo donde, ella misma
confiesa, vivió una de las etapas más felices de su vida.
Se declara lectora empedernida y amante de la novela romántica en todos
sus subgéneros. Le gusta escribir desde niña, pero no fue hasta el año 2015
que decidió plasmar en un papel las historias que surgían en su cabeza y darles
vida, consiguiendo con ello, realizar uno de sus sueños al autopublicar su
primera novela: «No quería enamorarme y apareciste tú» en junio del mismo
año.
Su mayor debilidad, su familia.

OTROS LIBROS DE LA AUTORA

No quería enamorarme y apareciste tú (junio de 2015). Reeditada en


agosto de 2016.
Reina de Corazones (abril de 2016)
Empezar de Cero (junio 2016)
Bienvenida al Club (diciembre 2016)
Un adiós inesperado (septiembre 2017)
Un sueño por cumplir (noviembre 2017)

Créditos de portada, maquetación: Ediciones K.

Facebook: Virginia V.B.


Twitter: @Kynkya
Instagram: @Kynkya

VIRGINIA V. B.

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