Aposte Por Mi - Virginia v. B
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Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de
cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por
cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.
Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los
personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la
imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.
1ra Edición, MAYO 2018.
Título Original:
APOSTÉ POR MÍ
Diseño y Portada: EDICIONES K.
Fotografía: Shutterstock.
Maquetación: EDICIONES K.
VIRGINIA V. B.
ÍNDICE
DEDICATORIA
SINOPSIS
PRÓLOGO
CAPÍTULO 1
CAPITULO 2
CAPITULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPITULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
CAPITULO 21
CAPÍTULO 22
CAPITULO 23
CAPÍTULO 24
CAPITULO 25
CAPÍTULO 26
CAPÍTULO 27
CAPITULO 28
CAPÍTULO 29
CAPÍTULO 30
CAPÍTULO 31
CAPÍTULO 32
CAPÍTULO 33
CAPITULO 34
CAPÍTULO 35
CAPÍTULO 36
CAPÍTULO 37
CAPÍTULO 38
CAPÍTULO 39
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS
SOBRE LA AUTORA
Londres
Cuando el avión aterriza en Heathrow, no sé si entrar en la cabina del
piloto y hacerle una ola o ponerme de rodillas y cantar a pleno pulmón el
Aleluya de Händel. Menudo viajecito, por Dios; llevo tantas horas aquí metida
que creo que corro el riesgo de quedar fosilizada en el asiento, de por vida.
Primero fue el anuncio, por megafonía, de que el avión saldría con retraso;
después, una hora más tarde y ya subidos a éste, un problema técnico sin
mucha importancia, según ellos, que nos retuvo allí otra hora más; pero no
termina ahí la cosa, no. Por si eso no fuera suficiente para tenernos a todos
pendientes y nerviosos y, cuando ya llevamos medio viaje hecho, nos
comunican que, debido a una gran tormenta, que nos pone el alma en vilo,
debemos desviarnos. Si a todo eso le sumamos que el señor que va sentado a
mi lado no ha dejado de roncar en las casi diez horas que dura esto, es para
pegarse un tiro de mierda y morirse de asco, vamos. Con las piernas
temblorosas y agarrotadas, igual que el resto del cuerpo, piso tierra firme y le
doy gracias a Dios por ello. Vaya manera de comenzar mi aventura en
solitario, lejos de casa; menos mal que no suelo dejarme llevar por la
negatividad que si no, a estas alturas estaría tirándome de los pelos y
lamentando mi mala suerte.
Camino junto al resto de pasajeros, que no están en mejores condiciones
que yo, por el pasillo, largo y en penumbra, que nos lleva directamente a una
sala de embarque, donde espero encontrarme con Luis, pero está
completamente vacía y empiezo a ponerme un pelín nerviosa. Salgo de allí
preguntándome qué hacer y entonces veo a un chico, más solo que la una,
caminando de un lado a otro con impaciencia. «Ese debe ser él», pienso
suspirando aliviada. Me paro y observo su ir y venir, el pobre hombre parece
que está a punto de desfallecer y siento lástima. Sólo por estar aquí a estas
horas de la madrugada, merece una compensación. Es joven, alto y de
complexión fuerte; pelo oscuro y moreno de piel; va vestido con unos
vaqueros negros y una camisa, arremangada hasta los codos, blanca. Es
atractivo. Demasiado atractivo para una mujer como yo que, acaba de hacer
voto de castidad, por voluntad propia, hasta nueva orden. Nuestras miradas se
encuentran y, alzando la cabeza y las manos al techo, sonríe acercándose a mí.
—¿Rebeca Hamilton?
Dios, tiene unos ojos oscuros y rasgados preciosos. De cerca es todavía
mucho más guapo. «¿Qué clase de broma es esta, hermanito?», me preguntó
devolviéndole la sonrisa.
—Sí, y tú debes de ser Luis, supongo.
—Supones bien—responde estrechando mi mano—, bienvenida. Un viaje
complicado, ¿eh?
—Bueno—me encojo de hombros—, podía haber sido peor, la verdad.
—¿Has leído el email que te envié? —Pregunta guiándome a recoger mi
equipaje.
—No, lo siento, aún no he encendido el móvil. ¿Es importante?
—Lo es dada la hora y que no tardará en amanecer. Ha habido un pequeño
cambio con el discurso de inauguración de la convención, lo han adelantado un
par de horas. Lo que significa que apenas tendrás tiempo para descansar.
Espero que al menos hayas dormido algo durante el viaje.
—Pues no, y mira que lo he intentado, pero el compañero de viaje que me
tocó roncaba como un oso y me resultó imposible. ¿Cuál es el plan?
—Recoger tu equipaje, ir al hotel, confirmar la reserva, e intentar
mantenernos despiertos hasta la hora del discurso. Mientras tú te instalas y te
pones cómoda, yo puedo ir a recoger las tarjetas de identificación, ¿te parece?
Evidentemente tengo que responder que sí, aunque, en realidad, se me
ocurren unas cuantas maneras de mantenernos despiertos, ambos, y ninguna de
ellas incluye tarjetas de identificación y tampoco ropa. «Voto de castidad,
Rebeca, voto de castidad», me recuerdo.
—Sí, me parece perfecto—respondo finalmente.
—¿Crees que serás capaz de no dormirte? —Pregunta con sorna.
—Por supuesto. Necesitaré un café solo y doble, no, mejor triple, en
cuanto lleguemos al hotel.
—Bien. ¿Este es todo tu equipaje? —Enarca una ceja y me mira incrédulo
al ver mi pequeño trolley.
—Pues sí, para tres días que vamos a estar aquí… Por cierto, el resto lo
he enviado directamente a Ibiza, llegará en estos días y necesitaría que alguien
lo recogiera por mí.
—No te preocupes, Mila se encargará de eso.
—¿Quién es Mila? —Indago curiosa.
—Nuestra secretaria.
—Vaya, no sabía que tuviera una, Oliver sólo me habló de ti…
—Daniel y él decidieron en el último momento que sería mejor así—me
interrumpe—. Es una chica muy preparada y encantadora. Te gustará—
manifiesta complacido.
—Seguro que sí.
Una vez en el hotel y con la llave de mi habitación en la mano, y tras haber
encargado que me suban el café, Luis me acompaña hasta los ascensores y me
deja allí, no sin antes prometer que no cederé a la tentación de cerrar los ojos
y abandonarme al sueño, mientras él va a darse una ducha y a recoger las
dichosas tarjetas de la convención. Me siento cansada, exhausta y agarrotada.
«Tendré que ponerme las pilas si no quiero caer rendida en cuanto vea la
cama», me digo apoyando la frente en la fría pared, acristalada, del ascensor.
La habitación es de tamaño normal, acogedora, bonita y sencilla, con un
gran ventanal a un lado. Todas las paredes están pintadas de un tono beige
clarito, excepto la del cabecero de la cama que es de un color cereza oscuro.
Junto al ventanal, hay un sofá de dos plazas en el mismo tono cereza de la
pared y una lámpara de pie. Frente a la cama, que es enorme, y parece estar
susurrándome: «ven, Rebeca, acércate y comprueba por ti misma lo cómoda
que soy», un escritorio grande, una silla, una televisión plana y un gran espejo.
El armario es empotrado y espacioso. La moqueta del suelo también es de
color cereza.
Me gusta la combinación. Ahogo un bostezo y paso las manos por la cara
para espantar a Morfeo, sin ningún éxito; estoy para el arrastre, la verdad.
Dejo la maleta en el suelo, junto al escritorio, y decido darme una ducha a
ver si así me despejo.
Mientras lo hago, no puedo evitar pensar en las personas que, tristes y
llorosas, me decían adiós en la sala de embarque del JFK; mi adorada y loca
familia.
Mis padres, mi hermano y su esposa; y Daniel y Olivia, a los que también
considero parte de esa pequeña familia que pronto aumentará. Voy a echarlos
tanto de menos a todos… sollozo, sin querer, y recuerdo que aún no he
llamado para avisar de que, por fin, he llegado a mi destino. Dios, ni siquiera
he encendido el maldito teléfono, soy un desastre. Seguro que estarán
pensando que ya me he olvidado de ellos y que soy una arpía. Una llamada
insistente a la puerta me saca de mis pensamientos. Cierro el grifo, me
envuelvo en un esponjoso albornoz y salgo a abrir. Es el servicio de
habitaciones que, aparte del café, también me trae: zumo de naranja, recién
exprimido, y un par de bollos que huelen de maravilla.
Después de dar buena cuenta del desayuno, como veo que me estoy
relajando demasiado, saco del trolley la carpeta con el itinerario de estos días
y, aunque el sofá y la cama, parecen estar llamándome a voces, me quedo
sentada en la silla y empiezo a pasar las hojas con desgana. Sólo cinco
minutos bastan para que mis ojos empiecen a cerrarse y yo a abrirlos; y otra
vez se cierran y yo los abro; y otra vez…
Escucho, amortiguados, los sonidos del teléfono y los golpes, constantes,
en la puerta, y los ignoro inconscientemente. «¿Quién puñetas puede estar
haciendo tanto ruido a estas…?». Abro los ojos de golpe y desorientada.
¡Mierda! Me he dormido. ¡Me he dormido! Los golpes y el sonido del teléfono
que hay sobre la mesilla de noche no cesan. Y la voz, algo cabreada, imagino
que de Luis, gritando mi nombre al otro lado de la puerta, me sobresalta.
Avergonzada a más no poder, voy a abrir la puerta y antes de llegar a ésta,
tropiezo con la maleta y me caigo de bruces, dándome un trompazo tremendo.
Me levanto con más agilidad de la que en realidad poseo, dadas las
circunstancias, y abro.
—¡Ya era hora! —Masculla—. Te has dormido.
—¡No me digas! —Ironizo.
—Hace quince minutos que ha empezado el discurso de apertura de la
convención y mira dónde estamos.
—Lo siento, de verdad que lo siento. Dame veinte minutos y…
—No tenemos veinte minutos, Rebeca—exclama alargando la mano y
arrancando de mi cara un papel que por lo visto se me ha quedado pegado
mientras dormía. Qué bochorno, señor.
—¿Diecinueve?
—Si quieres escuchar algo del discurso de Lord James, cinco, como
mucho diez.
Resignada y todavía medio adormecida, le digo a Luis que me espere
abajo y entro en el baño. En el mismo instante que poso los ojos en el espejo,
me pongo roja como un tomate y me siento morir. Tengo babas resecas en la
comisura de la boca y es asqueroso. Menuda impresión debe haberse llevado
ese adonis que tengo por mano derecha, de mí. Un papel pegado en la cara,
legañas y babas. ¡Vergonzosa, vamos! «Bueno—me digo abriendo el grifo de
la ducha—, al menos no he abierto la puerta desnuda».
Doce minutos después, más o menos, bajo a la recepción, donde él me
espera con un enorme vaso de café en las manos, ataviada con unos de mis
vestidos favoritos; es de punto, manga corta y de escote en pico; suelto hasta la
rodilla y de color magenta. El pelo recogido en una trenza, de lado, y unos
pendientes de aro, dorados, como único complemento. Apenas llevo
maquillaje; lo imprescindible para que la cara de momia disecada no se note
mucho. Cada vez que pienso en lo que este pobre hombre ha visto hace nada,
me dan ganas de gritar y patalear. Lo observo mientras me voy acercando,
Dios, su pinta es estupenda, ¡qué injusto! No parece que haya pasado toda la
noche en vela por mi culpa. Bueno, por mi culpa no, por la del maldito viaje.
—No vamos a llegar…
—Lo haremos, relájate—digo cogiendo el vaso de sus manos—. Gracias
por el café y por haber subido a despertarme.
—No entiendo cómo puedes estar tan tranquila. Vamos.
—¿Y de qué serviría lo contrario? Ya la he cagado, sí o sí llegaremos
tarde… Créeme, si me desquicio será peor.
—Rebeca, este es el primer trabajo importante que tengo y me gusta. No
quisiera perderlo, ¿entiendes?
—No lo harás, he sido yo la que se ha dormido, no tú.
Cruzamos la recepción, giramos a la derecha y enfilamos un largo pasillo
con paso ágil, dejando varias puertas, cerradas a cal y canto, atrás. Luis me
comenta que la nuestra es la que tenemos frente a nosotros, al fondo del
pasillo. Justo, cuando estoy a punto de apoyar la mano en el picaporte, ésta se
abre y me doy de bruces contra un pecho de cemento. Al momento, noto el
líquido caliente, del café, deslizarse por mi estómago y me muerdo la lengua
para no ponerme a gritar.
—Debería mirar por dónde va—lo que me faltaba, un gilipollas.
—¿Estás bien? —Me pregunta Luis, preocupado.
Doy un paso atrás, todo lo digna que puedo, sacudiendo el café que me
chorrea por las manos y recorro con la mirada al maleducado que tengo ante
mí, de pies a cabeza, despectivamente. A pesar de mi cabreo, que es
monumental, no puede evitar fijarme en sus zapatos italianos, de marca; en lo
bien que parece sentarle ese traje hecho a medida, probablemente también
italiano, y en lo impoluto de su camisa tras haber chocado conmigo. Su boca,
de labios carnosos, ladeada en una media sonrisa, sardónica, me crispa los
nervios. Nuestras miradas se encuentran y el pulso se me acelera. Sus ojos son
oscuros y fríos, «pero bonitos», me reconozco a mí misma.
—¿Piensa quedarse ahí todo el día mirándome, o va a apartarse para que
pueda seguir mi camino? —su voz acerada me respiga.
Miro a Luis, que a mi lado no se pierde detalle, y respiro hondo para no
dejarme llevar por la ira que esos momentos recorre mi espina dorsal.
«Calma, Rebeca, calma», me repito un par de veces.
—¿Y bien? —inquiere arrogante.
—Lo mínimo que podía hacer era disculparse…
—Vaya, si sabe hablar y todo—me corta—. Empezaba a dudar que fuera
capaz de hacer algo más aparte de ir por ahí arrollando a la gente.
—Es usted un maleducado y un prepotente.
—No me diga… Seguro que eso me quita el sueño esta noche. Si me
disculpa, tengo cosas más importantes que hacer que estar aquí perdiendo el
tiempo con usted.
—¿No piensa disculparse? —pregunto con los dientes apretados.
—No veo por qué debería de hacer tal cosa—dice encogiéndose de
hombros—. Por cierto, si venía al discurso de apertura, se lo ha perdido. Y
visto lo visto—me mira con insolencia—, también va a perderse la primera
ponencia—chasquea la lengua—. Está usted hecha un desastre.
—Y seguro que usted está impaciente porque me largue para volver a
entrar y no perderse nada, ¿verdad?
—Exacto.
—Pues siento informarle que eso no va a poder ser—esta vez soy yo la
que se encoge de hombros y con mi mejor sonrisa, y sin que se lo espere,
levanto las manos y las restriego, arriba y abajo, por su inmaculada camisa,
poniéndosela perdida de café—. Ups, lo siento muchísimo, visto lo visto,
usted también se la perderá. Está hecho un desastre—y sin más, giró sobre mis
talones y me alejo. No sin antes mirarlo por encima del hombro y guiñarle un
ojo como premio de consolación. ¡Menudo capullo!
Esperando el ascensor, Luis, que está con las manos metidas en los
bolsillos y meneando la cabeza de lado a lado, empieza a descojonarse.
—Estás loca…
—No lo sabes tú bien. Los tíos como ese sacan lo peor de mí—suspiro. Lo
que acabo de hacer es digno de mi cuñada, no de mí. Y entonces sonrío—.
Necesito que, mientras me cambio, vuelvas a la sala y entres a la ponencia. No
tardaré.
—¿Estás segura?
—Completamente.
Decido, por mi bien, apartar a un lado este último contratiempo, y
centrarme en mejorar el día que, al paso que vamos, se lleva la palma para
coronarse, hasta el momento, como el peor de mi vida.
Por la noche, mientras la mayoría de los asistentes deciden salir a conocer
un nuevo local en Londres, Luis y yo, nos quedamos en el restaurante del hotel
y tomamos una cena suculenta a base de: ensalada de tomate y hojas verdes
con albahaca, brochetas de pavo con salsa al curry; y de postre, tarta de tres
chocolates, helada; todo ello regado con un delicioso vino, tinto.
—¿Te apetece que tomemos el café en el bar? —propone Luis.
—Sí, ¿por qué no? Aunque, personalmente, prefiero tomarme algo más
fuerte que un café que me haga olvidar lo de hoy.
Nos acercamos al bar, que es grande y está en penumbra, y buscamos un
rincón donde ponernos cómodos. Elegimos una mesa al fondo y nos sentamos
en una especie de butacones, redondos, de piel negra. Me gusta el sitio, es
tranquilo y, la música que suena, muy relajante. Al momento, una camarera,
despampanante, nos toma nota. Yo pido un Berry Pickers, con tónica y, él, un
Barceló con cola.
—¿Ginebra de fresa? —pregunta sorprendido.
—Sí, su toque dulce me encanta.
—Menudo día, ¿eh? —asiento—. Ha sido completito. Oye, ¿quién crees
que es el tío de esta mañana?
—Menuda impresión debes tener de mí—respondo obviando su pregunta
—. Me duermo, nos perdemos el discurso, la ponencia… ¡Vaya desastre!
—No me has contestado.
—No quiero hablar de ese tipo en mi momento relax. Háblame de ti.
Me cuenta que ha estudiado ciencias económicas y empresariales en la
Universidad Complutense de Madrid y que un amigo suyo fue quien le hablo
de nuestra oferta de empleo; que está soltero y ansioso, porque el Lust abra sus
puertas oficialmente.
—¿Qué crees que dirá tu hermano cuándo se entere de lo que ha pasado
hoy?
—No lo sé, puede que se cabree un poco, pero no te preocupes, ya te dije
que la culpa era sólo mía y así se lo haré saber. Además, sinceramente, no
creo que el discurso del viejo verde haya sido para tanto y…
—¿Viejo verde? ¿Te refieres a Lord James? —digo que sí con la cabeza y
bebo un sorbo de la copa—. ¿Por qué? —indaga extrañado.
—No lo sé, es lo que me transmite su nombre. Las personas que
antiguamente tenían título nobiliario se creían seres superiores y diferentes;
cuando en realidad, la mayoría no tenían dónde caerse muertos; se casaban por
conveniencia para conseguir la dote de su esposa y, después, se pasaban la
mayor parte del tiempo, mano sobre mano, en algún club para caballeros
bebiendo hasta la saciedad y jugando a las cartas; por no decir cómo trataban
a esas mujeres, siéndoles infieles y prohibiéndoles casi hasta respirar. Me
parece ridículo que en el siglo que estamos alguien se haga llamar Lord, eso
es todo.
—Vaya, y yo que pensaba que era usted muda, qué equivocado estaba—
dice a mis espaldas una voz que ya he empezado a detestar.
Miro por encima del hombro y sí, ahí está, sentado justo detrás de mí, el
imbécil de esta mañana. Desvía su mirada de mí a Luis.
—¿No se cansa de oírla? —le pregunta—. Sin duda tiene usted el cielo
ganado con esta charlatana, amigo, menudo dolor de cabeza.
—Oiga…—murmuro entre dientes.
—Debe de ser complicado vivir con una mujer tan sabionda como ella…
—No me conoce de nada, así que no se atreva a juzgarme.
—¿Acaso no es eso lo que usted está haciendo? ¿Juzgar a un hombre por
su título de Lord?
—Mire, nadie le ha dado vela en este entierro, así que déjeme en paz y
váyase al diablo, ¿quiere?
—No, no quiero—sentencia con sus ojos clavados en los míos.
—¡Qué le den, cretino! —Espeto furiosa—. Vámonos Luis.
—Ay, amigo, me compadezco de usted—alza la copa, en un brindis
silencioso y me guiña un ojo, igual que hice yo esta mañana.
¡Me cago en el señorito de las narices! ¡No lo soporto! Con gusto le daba
de tortas hasta borrarle esa sonrisa de suficiencia que tiene. ¡Grrrrrr!
¡Grrrrrrr!
CAPÍTULO 2
Cada vez que cierro los ojos, me veo en esa cruz atada de pies y manos,
con la respiración agitada y deseando que ese desconocido haga algo más que
tentarme. Me cabreo y me excito a partes iguales. No tengo muy claro si el
cabreo viene porque él haya demostrado tener razón y dejarme en evidencia
delante de todas aquellas personas o, por el contrario, dejarme a medias y con
ganas de más. Quiero creer que lo primero, porque de ser lo segundo, entonces
es que me estoy volviendo completamente loca. Aunque, para ser sincera
conmigo misma, ese hombre tiene un magnetismo y un poder sexual que me
atrae como la miel a las moscas y eso me desconcierta porque, como le dije a
Luis, esa clase de hombres saca lo peor de mí. No soporto la arrogancia, ni el
despotismo, ni las muestras de superioridad y él, parece tener el lote
completo. Entonces, ¿por qué me tiemblan las piernas y el corazón me bombea
con fuerza cuando pienso en él? «Porque debo de ser masoquista», me
respondo.
Debería salir de la habitación y bajar a comer, pero, la verdad, tengo
pánico a encontrarme con él. Además, me siento avergonzada por mi reacción,
no debí darle el rodillazo en sus partes, pero sentí tanta rabia en aquel
momento que no pude evitarlo. Si las chicas estuvieran aquí conmigo me
llamarían cobarde y con razón; no obstante, todavía no estoy preparada para
enfrentarme a él. Miro la hora, cojo el teléfono de encima de la mesilla de
noche y escribo un mensaje en el grupo de las chicas por qué no sé qué hacer.
Luego me quedo contemplando el techo y, de repente, me incorporo con rabia
hacia mí misma. «¿Qué estás haciendo, Rebeca? —me digo en voz alta frente
al espejo—. Tú no eres así, haz el favor de dejarte de tonterías y sal de esta
habitación. Si le has dado un rodillazo a ese prepotente es porque se lo
merecía y punto», acto seguido me encierro en el baño y abro el grifo de la
ducha. Se acabaron las lamentaciones y las tonterías.
Antes de que se abran las puertas del ascensor en el hall del hotel, echo un
vistazo a mi atuendo en el espejo.
Hoy es mi último día aquí y como no tenemos ponencias ni nada que hacer
hasta la cena y posterior fiesta de la noche, me he puesto unos vaqueros,
ajustados, en gris, y una camisa negra, de encaje y manga corta.
Me he dejado el pelo suelto y sólo me he aplicado un poco de rímel y
brillo de labios; después me he subido a unas sandalias negras, he cogido el
bolso y he salido por la puerta dispuesta a enfrentarme al mismísimo Lucifer si
hace falta.
En cuanto salgo del ascensor y doy varios pasos, me paro en seco al ver
junto al mostrador de la recepción a mi Luis, y al “señor X”, hablando como si
se conociesen de toda la vida. Enarco la ceja, al estilo Sheila, y hago lo típico
en una película de espías, me escondo detrás de la enorme planta y observo
entre sus ramas. «¿Qué hace Luis confraternizando con mi enemigo?», me
pregunto confusa. Parecen estar contándose algo muy gracioso porque, aunque
no veo la cara de Luis, que está de espaldas a mí, a éste le tiemblan los
hombros, como si estuviera riéndose; mientras que el otro, al que sí veo a la
perfección, pone los ojos en blanco y deja asomar una sonrisa que le llega a
los ojos e ilumina su cara de una manera que acelera mi respiración. Parece
relajado y cómodo. ¡Qué guapo es el condenado! ¿De qué se conocen? ¿De
qué hablarán? Y si son conocidos ¿por qué Luis no me lo dijo? La curiosa que
hay en mí bate las palmas y se pone manos a la obra. Sé de una que va a poner
contra las cuerdas a su mano derecha para que le diga qué oculta. Si es que
oculta algo, claro, que igual se han encontrado por casualidad y simplemente
se están saludando. «Eso no te lo crees ni tú», me dice mi yo, curiosa. Y tiene
toda la razón, por ello saco el teléfono del bolso y le marco a Luis.
—Hola, bella durmiente—contesta haciéndole una señal al otro para que
guarde silencio.
—¿Bella durmiente? Hace siglos que me he despertado, Luis. ¿Dónde
estás?
—Acabo de entrar en el restaurante del hotel, iba a…
—¿Sólo?
—Sí, ahora iba a llamarte para saber si comerías conmigo. ¿Vas a bajar?
—Por supuesto que voy a bajar, dame cinco minutos—y cuelgo.
Me quedo perpleja contemplando al que empezaba a considerar como a un
amigo. ¡Será mentiroso el tío! «Este se va a enterar», sentencio. Se dan un
apretón de manos, más sonrisas y, por último, un abrazo con palmaditas en la
espalda, incluidas. En cuanto X se aleja por el pasillo, hago mi aparición.
—Vaya, creí haberte entendido que estabas en el restaurante—digo en
cuanto me ve.
—¿Eso dije? —asiento—. Pues lo siento, quería decir que me dirigía
hacia allí. ¿Vamos?
El restaurante está atestado, en su gran mayoría, por los asistentes a la
convención y, en cuanto empiezo a caminar entre las mesas, soy consciente de
las miradas y murmullos a mi paso y me arrepiento, al instante, de no haber
elegido otro sitio para comer. «¡Qué les den!», pienso siguiendo mi camino
con la cabeza bien alta y recta como una vara.
—Parece ser que te has hecho famosa…—dice Luis en cuanto nos
sentamos.
—Sí, eso parece.
Cojo la carta que hay encima de la mesa y la ojeo, con indiferencia; como
si en realidad esas miradas que me dedican, no me importasen, cuando lo
cierto es que me siento juzgada por ellas y, sí, me molestan muchísimo.
—Así que has estado toda la mañana solo, ¿eh? —digo después de que
camarero anota la comanda.
—Pues sí.
—¿Seguro? —insisto.
—Vale, me has pillado—admite—. La verdad es que he madrugado para
desayunar con esta gente—hace un gesto con la mano—. Sabía que habría
comentarios después de tu actuación de ayer y no me equivoqué. Has sido la
comidilla de todo el mundo, Rebeca.
—¿Y no has estado hablando con nadie más? —insisto tras ver que lo que
acaba de contarme no es lo que me interesa.
—¿Me has escuchado? Todos hablan de ti y eso no es bueno…
—Luis, voy a hacerte una pregunta y quiero que seas totalmente sincero
conmigo, ¿vale? —asiente jugando con la correa de su reloj—. ¿Conoces a.…
ya sabes, ese tío?
—¿Por qué? ¿Piensas pedirle disculpas?
Me repatea el hígado que me respondan a una pregunta con otra, en este
caso con dos. ¿Disculparme yo? Sí, claro, cuando el infierno se congele.
—No has respondido a mi pregunta.
—¿Por qué tanta insistencia, Rebeca?
—Necesito saber quién es.
—¿Por qué? —vuelve a preguntar.
—Porque me ató a esa cruz en contra de mi voluntad y…
—No vi que te resistieras mucho.
—Y porque voy a denunciarle al comité de la convención por ello—digo
bajando la voz. Él se atraganta y empieza a toser como un loco.
—¿Qué vas a hacer qué? —inquiere cuando se recupera—. ¿Te has vuelto
loca? ¿Por qué… por qué ibas a hacer algo así?
—Porque no se puede permitir un comportamiento como el que él ha
tenido ayer conmigo, por eso. Me he estado informando sobre ello y, después
de hablar con mi abogado, los dos estamos de acuerdo en denunciar—me
invento y ahogo una carcajada al ver su cara.
—¿Has hablado con tu abogado? ¡Pero si sólo fue una broma, mujer! —
exclama—. ¿No puedes simplemente olvidarte de ello?
—No, y ese tipo de bromas no me gustan y no las pienso tolerar—
manifiesto haciéndole ver que estoy muy ofendida.
—Pues qué quieres que te diga, ayer parecía todo lo contrario—resopla—.
Mira, él es buen tipo, lo que pasa que se le fue un poco de las manos, eso es
todo.
—¿Quién es él, Luis? —lo miro a los ojos, amenazante.
—No lo sé.
—Si no lo sabes, ¿entonces por qué estás tan seguro de que es buena gente
y no un acosador que se ha colado aquí para aprovecharse de la situación? —
no responde—. ¿Lo conoces o no?
—No.
—Si hay algo más que no soporto es que me mientan, Luis, y tú lo estás
haciendo. O me dices ahora mismo todo lo que sepas de él o llamo a la…
—Está bien, tú ganas. Sí que lo conozco, ¿contenta?
—Ya lo sabía, os vi hablando hace un rato junto a la recepción.
—Eso no significa nada, podría haber sido casualidad.
—Tienes razón, pero ya has cantado, amigo mío. Ahora desembucha.
—Lo conocí hace un par de meses en una reunión a la que tuve que asistir
en nombre del Lust, aquí en Londres. Él es… Se llama…—carraspea—. Es…
—Disculpe—me giro y miro al chico que acaba de interrumpir la
confesión de mi ayudante—, ¿es usted Rebeca Hamilton?
—Lo soy.
—Tiene una llamada internacional en la recepción.
«Qué inoportuna», pienso tras darle las gracias poniéndome en pie.
—Ni se te ocurra moverte de aquí, esta conversación aún no ha terminado.
Evidentemente no lo hace. En cuanto me pongo al teléfono pasa como una
exhalación junto a mí y se cuela en el ascensor. ¡Menudo cobarde!
La llamada es de la empresa que contraté para trasladar mis cosas a mi
nuevo hogar; querían confirmar que la dirección y demás datos fueran los
correctos. En cuanto devuelvo el teléfono a su sitio, me vibra el móvil en el
bolso. ¡Qué solicitada estoy hoy, leches! Me despido con una sonrisa del
recepcionista y con el teléfono ya en la mano me dirijo a los ascensores. Es mi
cuñada.
—¿En qué lío te has metido esta vez? —suelta.
—¿Por qué crees que me he metido en algún lío?
—Porque no son ni las ocho de la mañana y has puesto en el grupo que
necesitas hablar urgentemente.
—Lo siento, ¿te he despertado? Aquí es la hora de comer. Por cierto,
desde que estás embarazada tienes un humor de perros.
—Lo sé, tu hermano dice lo mismo—suspira—. ¿Cuál es la urgencia?
—Espera…—entro en mi habitación y me pongo cómoda en el sillón de
dos plazas que hay junto a la ventana—. ¿Recuerdas el tío del que os hablé…?
—Estoy embarazada no amnésica, Rebeca. Hablamos la otra noche.
—Bueno, pues ayer fuimos a ese museo que teníamos que visitar y
¿sabes?, no era un museo cualquiera, era diferente—le explico por alto qué fue
lo que me encontré entre aquellas paredes—. Cuando subimos a la planta de
arriba, me llamó mucho la atención la cruz de San Andrés y, creyendo que era
Luis el que estaba a mi lado, hice un comentario respecto a ella.
—¿Qué comentario?
—Dije que no entendía cómo la gente podía disfrutar en un artilugio como
ese…
—¿Y?
—Y que no era Luis el que estaba a mi lado, sino ese tío.
—¿Y? —pongo los ojos en blanco.
—Pues que me cogió por sorpresa, me llevó hasta la cruz, me ató en contra
de mi voluntad, delante de los allí presentes, y el muy cabrón me puso muy
cachonda. Le di un rodillazo en sus partes—sus carcajadas me cabrean—. ¡No
tiene gracia!
—Oh, sí, claro que la tiene, chata. Estabas cabrada porque te dejó con las
ganas, ¿me equivoco?
—No. Sí. Un poco—reconozco—. No sé qué me pasa con él, Sheila, es
verlo y… Dios, las piernas me tiemblan y se me acelera la respiración, cuando
en realidad no lo soporto y, no sé qué hacer…—digo desesperada.
—Eso mismo me pasaba a mí con el rubiales y mira dónde estamos…
—No es lo mismo.
—Vamos a ver, Rebeca, eres una mujer libre, atractiva, activa
sexualmente, independiente… Si el chico te gusta, ve a por él. ¿Qué te lo
impide?
—He hecho un voto de castidad, ¿lo recuerdas?
—Bah, eso es una gilipollez. Además, si mal no recuerdo, ese voto era
para cuando estuvieras en Ibiza, ¿no?, y estás en Londres, técnicamente
todavía no ha entrado en vigor. No lo pienses, ve a por él y disfruta del
momento, mañana ya no estarás ahí.
—¿Sabes? Se me hace muy extraño que precisamente tú, me recomiendes
algo así…—golpeó con la uña el reposabrazos del sillón, pensativa—. ¡Ahhh
no me lo puedo creer! —exclamo dándome cuenta—. ¿Qué habéis apostado?
—¿De qué hablas?
—No te hagas la tonta, cuñadita. Seguro que Oli y tú habéis apostado a ver
cuánto tardaba en romper mi voto de castidad y por eso me estás animando,
porque quieres ganar.
—Cree el ladrón que todos son de su condición. No, Rebeca, no hemos
apostado nada, ¿vale? Quedamos en que nada de apuestas, ¿recuerdas?
—Por vuestro bien espero que estés diciéndome la verdad. Mira, me gusta
tu consejo, pero paso. No vaya a ser que sea peor el remedio que el enfermo…
—Enfermedad, se dice no vaya a ser peor el remedio que la enfermedad—
corrige.
Durante un rato trata de convencerme, pero me mantengo en mis trece.
Nada de relaciones sexuales hasta que no esté centrada en mi nueva vida. Al
final, me despido haciendo la promesa de que me cercioraré de la hora la
próxima vez que escriba en el grupo.
El resto de la tarde, aparte de salir y hacer unas compras en los grandes
almacenes Peter Jones, la paso tratando de localizar al traidor de mi mano
derecha que parece habérselo tragado la tierra, porque no contesta a mis
llamadas y tampoco me abre la puerta de su habitación, algo que hace
activarse la alarma en mi cerebro. «Muy importante debe de ser ese tío para
que Luis actúe así», me digo dándome los últimos retoques antes de bajar a la
cena de clausura de la convención.
Para mi sorpresa, mi esquivo Luis está esperándome en el hall del salón,
vestido de gala. Lleva un esmoquin, azul marino, camisa blanca y pajarita. Me
gusta y parece que nos hayamos puesto de acuerdo porque, mi vestido de
cóctel también es azul marino. El muchacho está reguapo, la verdad. Me
acerco a él lentamente y sonríe.
—Vaya, Rebeca, ¡estás impresionante! —dice soltando un silbido de
admiración.
—Lo mismo digo—dejo caer un beso en su mejilla y enlazo mi brazo al
suyo—. ¿Tanto te ha costado ponerte así de guapo o es que has estado
esquivándome toda la tarde?
—Yo soy así de guapo…
—Entonces has estado esquivándome—no es una pregunta.
—No sé de qué me hablas. ¿Vamos?
El salón donde se celebra la cena es amplio, con mucha luz y decorado con
muy buen gusto. A la entrada, sobre un panel, hay un croquis de las mesas y las
personas que ocuparan éstas. Ahogo una exclamación de júbilo al ver que
estoy sentada junto a Lord James. ¡Al fin voy a conocerlo!
—Estamos sentados en la misma mesa que Lord James—murmuro para
que sólo Luis me oiga.
—Lo sé, no me mires así, al igual que tú he visto el croquis, Rebeca.
Nos sentamos en la mesa asignada y mientras esperamos a que el resto
haga lo mismo, paseo la mirada por el salón en busca del escurridizo Lord, al
que todavía no he tenido el gusto de ver, más que una fotografía en internet;
aunque por lo visto él a mí sí, y muy bien, según mi querido hermano, y la
curiosidad me mata. Una vez todos en su puesto, un hombre, rubio y muy
guapo, al que he visto de refilón estos días, se sube a una especie de tarima o
escenario y coge un micrófono.
—¿Quién es ese? —le susurro a Luis.
—Es Arthur Preston, socio y uno de los mejores amigos de tu Lord.
—No es mi Lord, así que no digas eso ni en broma, sólo de pensarlo me da
repelús—manifiesto.
—Buenas noches—saluda el tal Preston—, como ya saben, debería de ser
Lord James el que estuviera aquí arriba hablándoles, pero un asunto de suma
importancia le ha impedido acompañarnos en la cena; les pido disculpas en su
nombre, me ha asegurado que haría todo lo posible por asistir a la fiesta en el
Libertine Green Clover.
Dejo de escucharlo y miro a Luis, que mirándome a su vez se encoge de
hombros. «Al final me iré de aquí sin conocer al viejo verde», pienso
disgustada.
—¿Tu amigo no nos va a deleitar con su presencia? —le pregunto a Luis
tras comprobar que X no está por allí.
—¿De qué amigo hablas?
—No te hagas el tonto conmigo, sabes perfectamente a quién me refiero.
—No dije que fuera mi amigo, sólo que lo conocía—dice apartando la
mirada hacia la persona que tiene al otro lado.
La cena transcurre tranquila, agradable y, todos los platos que nos ponen
sobre la mesa, están deliciosos. Antes de abandonar el salón y dirigirnos al
autobús que nos llevará al club del Lord, Preston vuelve a hablar para darnos
las gracias por nuestra asistencia a la convención y haber participado en ella
por un interés común: que a las personas que nos dedicamos a esto, no nos
tachen de pervertidos, enfermos o raros, porque nos guste disfrutar del sexo.
Tras una gran ovación y muchos aplausos, damos por concluida la cena y nos
ponemos en pie para asistir a la gran fiesta.
El Libertine Green Clover es impresionante. La puerta de entrada es un
trébol de cuatro hojas, evidentemente, de color verde, y ribeteado en dorado.
Una vez que cruzas esa puerta, es como si entraras en el jardín del Edén. Me
refiero a cómo debía de ser este antes de que Eva comiera del árbol
prohibido, que todos andaban en pelota y despreocupados; sin sentir
vergüenza ni nada por el estilo. Así están los que imagino, son los empleados
del club, completamente desnudos, salvo por una pajarita y sombrero, ellos y,
unas cadenas doradas, en la cintura, y piedrecitas negras, en los pezones, ellas.
Afortunadamente no nos han exigido la misma indumentaria. Después de ver
esto, ¿qué más puedo decir? Pues que me acordé de toda la familia de Eva por
haber mordido la manzana, por su culpa, mirara dónde mirara, y hasta el
momento, sentía vergüenza y pudor. Yo, Rebeca Hamilton, ¡sintiendo
vergüenza! ¡Qué horror!
Una vez pasado el impacto visual, inicial, y con una copa en las manos,
recorro, junto a Luis, parte de la estancia y, sinceramente, tengo que reconocer
que es una pasada y, por extraño que pueda parecer, me gusta. La música es
buena, nada estridente, al contrario, podría jurar que incluso hasta es relajante;
de hecho, empiezo a sentirme cómoda y con ganas de pasarlo bien y le
propongo a Luis ir a la pista. Vamos de camino a ésta cuando alguien me coge
del brazo, llamando mi atención.
—Disculpa—me dice el rubio, guapo, amigo del Lord—, eres Rebeca
Hamilton, ¿verdad? —asiento, sonriendo—. No nos han presentado, soy
Arthur Preston.
—Encantada—respondo—. Él es…—me giro para presentarle a Luis y en
su lugar, está X, dedicándome una de sus miradas.
—Ten cuidado, querido amigo—advierte éste—, la rodilla de esta
charlatana es muy ágil y certera.
—Mi rodilla sólo se activa cuando un capullo anda cerca—mascullo
fulminándolo con la mirada.
—Vaya, ya veo que os conocéis—Preston nos mira divertido.
—¿Conocernos? No, querido amigo, aún no ha tenido ese placer—un
escalofrío me recorre el cuerpo—. Soy Theodore, pero tú puedes llamarme
Theo, querida, hoy me siento generoso.
—¿Placer dices? —digo mirándolo con desdén—. Lo siento, pero no creo
que nadie pueda decir que siente placer estando en tu compañía, eres
demasiado…
—Acuéstate conmigo y te lo demostraré.
—¡Theo, por Dios, compórtate! Lo siento, Rebeca, tienes que perdonar
a…
Dejo de escuchar las palabras de Preston porque la mirada del señor
Theodore, me tiene completamente atrapada, retándome; y aunque en mi
cabeza las palabras «ve a por él», de Sheila, me hacen señales luminosas,
elijo no caer en esa red que parece tenderme y no ceder a su reto. No pienso
darle ese gusto.
—… Él no suele ser así, por norma general tiene educación, ¿verdad,
amigo?
—Está bien—digo—, hagámoslo, acostémonos.
Sus ojos se agrandan por la sorpresa y Preston nos mira a ambos, sin saber
qué hacer o decir. Y yo desearía ser invisible o que la tierra me tragara de
repente. ¿Por qué he dicho eso?
CAPÍTULO 4
Ya han pasado cuatro días desde la maldita fiesta del barco y, hoy, sentada
en mi despacho mientras espero para reunirme con el arquitecto, Abraham
Asbai, y pienso en ella, aún me siento abochornada y, a la vez, no puedo evitar
excitarme recreando en mi mente las horas que pasé con Theodore, Theo para
los amigos y ya no tan gilipollas integral para mí, en aquel camarote.
Abochornada por el espectáculo que di con mi histerismo y mi casi ataque
de pánico; por lo mal que, por mi culpa, al verme así, lo pasaron: Luis, Mila,
Arthur y el mismo Theodore; por cómo me miraba la gente, ahora soy
consciente de ello, cuando al darme cuenta dónde me encontraba, salí de aquel
salón atropelladamente sin importarme si me llevaba a alguien por delante; y
también por rogar, sí, por rogar; por rogarle a él que me sacara de allí y dejar
que me viera en aquel estado, quedando en evidencia. No obstante, reconozco
que, si no hubiera sido por todo ello, ahora yo no me quedaría en la inopia
tocándome los labios cada vez que me acuerdo de su beso. Un beso que no
sabía que anhelara tanto hasta que sus labios se posaron sobre los míos y sentí
su cálido aliento en mi piel. Un beso que, aun a pesar de haber pasado varios
días, sigue licuando mi sangre. Un beso que fue el detonante de lo que vino
después y la mejor medicina para mi locura transitoria.
Para ser sincera, no recuerdo muy bien cómo llegamos al camarote. Sólo
sé que nos paramos en cada rincón oscuro de los pasillos, para saborearnos y
tentarnos como adolescentes y que, en nuestra desesperación, al menos en la
mía, me hubiera importado un comino ser objeto de miradas indiscretas que
más tarde se pudieran convertir en cotilleos y mala fama; afortunadamente,
Theodore me lo confirmó más tarde, nadie fue testigo de nuestro
precalentamiento sexual. Una vez en el camarote, y sin despojarnos de la ropa,
él me empotro contra una de las paredes de aquella habitación y nos follamos
como locos, desenfrenados, poseídos por un deseo que, o saciábamos
urgentemente, o nos consumiría sin remedio. Gemimos… Jadeamos…
Pedimos más y nos lo dimos todo, sin medida y, como no podía ser de otra
manera, el orgasmo llegó más rápido de lo esperado, dejándonos con la
respiración agitada, resollando uno en el cuello del otro y con una sensación
de relajación y paz que no había sentido en toda mi vida.
—¿Mejor? —preguntó buscando mi mirada.
—Mucho mejor—sonreí—, gracias.
—¿Puedo saber ahora que ha pasado exactamente? Preston no supo
explicarme, y la chica… ¿cómo se llama?
—Mila.
—Ella farfulló algo de un crucero que no llegué a escuchar del todo…
Desenrosqué las piernas de sus caderas y las dejé caer hasta tocar el suelo
para apartarme.
—Eh… ¿Qué haces? —protestó reteniéndome por la cintura.
—Lo siento, pero me cuesta hablar de eso teniéndote dentro de mí, además
necesito ir al baño, ya sabes…
—Sí, lo siento, estaba tan desesperado por sentirte que no usé protección.
Es la primera vez que me pasa y yo…
—No te preocupes, no hay problema con eso, a no ser que tengas una
enfermedad, claro.
—Tranquila, estoy muy muy sano. ¿Y tú? —me siguió al baño y apoyó una
mano en el picaporte.
—Siento decirte que yo no, ahora, por no usar preservativo se te caerá la
picha a trozos.
—Muy graciosa—dijo cerrando la puerta.
Poco después, ya aseada y con todo de nuevo en su sitio, salí del baño y
me encontré con que alguien había dejado un carrito con una botella de
champán, dos copas y unos canapés.
—Me he tomado la libertad de pedir esto y mandar aviso a nuestros
amigos de que estás bien y en buenas manos, para que se despreocupen, espero
que no te moleste. ¿Una copa? —asentí acercándome a él—. ¿Y bien?
—Hace unos años, cuando me gradué en la universidad, mis padres y mi
hermano me regalaron un crucero por el caribe. Una semana en un enorme
yate, con todos los gastos pagados y con todo tipo de lujos. ¡Una maravilla! —
le di un sorbo a la copa y me senté sobre la cama—. Hasta que el cacharro se
averió en alta mar y el agua empezó a entrar por no sé dónde y tuvieron que
rescatarnos. Lo pasé fatal… Todo eran gritos, desesperación, incertidumbre…
Desde entonces les tengo pánico y no he vuelto a subirme a uno, hasta esta
noche. Debí haberme fijado en la invitación… Pensé que el Blue Pearl era un
pub—me encogí de hombros y él sonrió.
—Pues, aun a riesgo de que te cabrees conmigo, me alegro de que no lo
hicieras porque, gracias a ello, he hecho algo que llevaba queriendo hacer
desde que te vi por primera vez en Londres.
—¿Qué cosa? —curiosa lo miré.
—Besarte… Me partiste el corazón cuando aquella noche en tu hotel me
prohibiste hacerlo. Me sentí como un niño pequeño al que se le niega la
golosina más dulce. Siento haber roto tu única norma, pero no se me ocurrió
otra mejor manera para distraerte.
—Surtió efecto…—susurré.
—Lo sé…—dio unos pocos pasos hasta rozarme con sus piernas—. Y te
distraeré todo el tiempo que sea necesario con cada parte de mi cuerpo que
precises…—Su voz rasgada y sensual me erizó de nuevo la piel—. No lo
dudes.
Esa vez fui yo la que tomó la iniciativa y, con parsimonia, deslicé mis
manos por sus fuertes muslos, casi hasta rozar su entrepierna, para seguir
ascendiendo hasta su estómago. Me puse en pie y lo desnudé poco a poco. Con
cada prenda que iba cayendo al suelo, su respiración y la mía se iban agitando
y la temperatura volvía a dejarse notar, caldeando un ambiente que, ya de por
sí, estaba caldeado. Lo acaricié con calma y con dedicación, hasta que lo oí
jadear y medio gruñir. Incliné un poco la cabeza y, con suavidad, posé mi
lengua justo por encima de la cinturilla de su bóxer, resiguiendo ésta de un
lado a otro; su piel se erizó y noté el leve temblor de su cuerpo.
—Me estás matando…—protestó con la mandíbula apretada.
—¿Quieres que pare?
—Ni se te ocurra, Charlatana… ¡Oh, joderrrr! —masculló cuando lamí su
miembro duro tras liberarlo de la prenda.
Lo saboreé con gula y avaricia, presionando el glande con los dientes,
soplando y degustando el sabor salado de su piel; aspirando su olor y
embriagándome de él, hasta que sentí los espasmos de su cuerpo y el líquido
caliente en mi boca.
—Lo siento, no pude…—cerró los ojos y ahogo un quejido cuando apreté
sus nalgas y me engullí su miembro una vez más.
Después de eso, al igual que me pasó la noche de Londres, perdí la noción
del tiempo entre sus brazos, sus piernas y su lengua; con sus caricias, sus
besos y penetraciones.
Hicimos el amor lenta y pausadamente, para luego volver a follar como
posesos; hiciéramos cómo lo hiciéramos, encajamos a la perfección y nos
disfrutamos como locos, hasta caer exhaustos en aquella cama que fue testigo
de todos nuestros jadeos, gemidos y orgasmos.
Cuando llamaron a la puerta, ya estaba vestida y le anudaba la pajarita al
cuello.
—Ya estamos en el puerto—susurró la voz de Arthur a través de la puerta
—, os esperamos en la cubierta.
Nos despedimos poco minutos después, cuando él me acompañó al coche
que nos esperaba en tierra firme.
—¿Dejarás que te bese la próxima vez que te vea? —me preguntó.
—Si estoy en la cubierta de un barco, no lo dudes.
No he vuelto a verlo ni a saber de él, no obstante, aún no he conseguido
dejar de sentirlo en cada poro de mi piel.
La irrupción de Mila en mi despacho consigue que me trague un hondo
suspiro.
—Abraham Asbai está aquí—anuncia sonriente.
—Gracias, hazle pasar.
La reunión con Abraham dura exactamente una hora. Una hora en la que me
explica al detalle los últimos retoques del club, las revisiones, interiores y
exteriores, que ha hecho durante estos últimos quinces días y, para finalizar,
me entrega una carpeta con los números de teléfono de la empresa encargada
de hacer el mantenimiento de todo el edificio, en su nombre.
—Y eso es todo—concluye con una sonrisa—, mi trabajo aquí ha
terminado.
—¿Eso significa que ya podemos abrir el Lust? —asiente—. Oh, Dios
mío, ¡acabo de ponerme muy nerviosa!
—Bueno, pues si no hay nada más que quieras preguntar, creo que ya
puedo irme.
—¿Vuelves a Nueva York?
—De momento a Denver y luego al rancho.
—Aún no sé cuándo será, pero ¿crees que es posible que puedas acudir a
la inauguración del club? Nos complacería mucho que tanto tu esposa como tú
estuvierais presentes ese día.
—Gracias, lo hablaré con Julia y veré qué puedo hacer.
—Gracias a ti—digo acompañándole a la puerta—, has hecho un gran
trabajo—nos despedimos con un: «estamos en contacto», un apretón de manos
y un beso en la mejilla.
«Este hombre es encantador», pienso mientras marco el número de
teléfono de Oliver en el móvil.
—¿Te pillo en un mal momento? —indago en cuanto escucho su voz.
—Por los pelos, estoy a punto de entrar en el juzgado.
—Seré breve… Abraham Asbai acaba de salir por la puerta, su trabajo ha
finalizado y el club está en perfectas condiciones para abrir sus puertas.
—Vaya, eso es maravilloso, Rebeca. ¿Habías anunciado algo sobre su
inauguración?
—No, como no había una fecha exacta, nada.
—Vale, esta noche hablaré con Daniel y mañana te lo confirmaré, pero ve
haciéndote a la idea de que, a muy tardar, la semana que viene, el Lust se
inaugura.
—¿No te parece que es muy precipitado?
—No, cuanto antes se abran sus puertas, mucho mejor.
—Está bien, llámame con lo que sea y me pondré a ello. Adiós—balbuceo
al escuchar un ruido estruendoso—. Oliver, ¿estás bien?
—Sí, he tropezado con el detector de metales… Te llamo en otro momento,
hermanita, cuídate. Te quiero.
Me pongo en pie en cuanto cuelgo y comienzo a caminar de un lado a otro
del despacho, ansiosa: «¡Madre de Dios—exclamo para mí—, esto es
inminente!». Lo sé, que el Lust abriría sus puertas, tarde o temprano, era un
hecho, ¿por qué iba a estar si no yo aquí? No obstante, creí que tendría un
poco más de tiempo para preparar con calma las cosas y, ahora, como Daniel
estuviera de acuerdo en inaugurar la semana que viene, me iban a faltar horas.
Había tantas cosas por hacer… «Entonces, ¿Por qué estás aquí perdiendo el
tiempo dando vueltas como una peonza?». Vuelvo a la mesa y pulso la
extensión del despacho de Luis y le ordeno que venga al mío, urgentemente;
luego hago lo mismo con Mila. Los necesito ambos aquí.
—¿Qué ha ocurrido? —Mila es la primera en entrar, seguida por Luis.
—¿dónde está el incendio? —pregunta éste.
—Sentaos, por favor.
—Rebeca, empiezas a asustarme…
—Luis, siéntate y escucha, ¿vale?
Los dos, ya sentados y algo nerviosos por lo que pueda decir, me miran
expectantes.
—Como ya sabéis—hablo después de unos minutos en tensión—, acabo de
tener una reunión con Abraham Asbai para ver cómo iban las cosas.
—No me digas que algo ha salido mal y tendremos que retrasar la apertura
del club.
—No, Luis, no es eso, al contrario. Su trabajo con nosotros ha terminado y
todo está en perfectas condiciones.
—¿Entonces? —Mila repiquetea con un bolígrafo el reposabrazos de la
silla.
—Después de que Abraham se fuera, llamé a Oliver para darle la buenas
nuevas.
—¿Y?
—Luis, si seguís interrumpiéndome cada dos por tres, nunca terminaré de
contar nada.
—Está bien, lo siento—se disculpa.
—Y yo—lo secunda Mila.
—El caso es que, a mi hermano le parece buena idea, ya que todo está
listo, no esperar a la fecha prevista para la inauguración; por lo tanto, esta
noche se reunirá con Daniel y si él está de acuerdo, ésta se hará la próxima
semana, a más tardar.
—¡Qué gran noticia! —manifiesta Luis con regocijo frotándose las palmas
de las manos.
—Por supuesto que una buena noticia, pero, Rebeca, preparar una
inauguración lleva mucho trabajo, apenas tenemos días… ni siquiera…
—Lo sé, por eso, en el caso de que se confirme lo que acabo de decir,
necesitaré de todo vuestro tiempo para conseguir tenerlo todo listo para el día
señalado.
—¿Y ese día es?
—No lo sabré hasta esta noche que vuelva a hablar con Oliver, Mila.
—¿Te das cuenta de que si tu hermano te dice que lo preparemos todo para
el lunes sólo tendremos cuatro puñeteros días? —alterada se pone en pie.
—Eh, nena—Luis se levanta y apoya con cariño las manos en sus hombros,
eso me sorprende—, no te agobies, los tres juntos formamos un buen equipo y
haremos un gran trabajo. No habrá nada que se nos resista.
—Pero si ni siquiera hemos contestado a las casi cuarenta solicitudes que
hemos recibido este fin de semana, algo alucinante, por cierto.
—Ya te dije que eso habrá sido por mi patética actuación del sábado en el
maldito barco, ya sabes que la gente es muy curiosa…
—No lo creo, Rebeca, la mayoría tienen fecha y hora de la madrugada del
viernes a sábado, así que es imposible que esa repentina avalancha de
interesados en ser socios del club tenga nada que ver son eso.
—Da igual, lo que importa es que hay más solicitudes y, para que te
quedes tranquila, hoy mismo las revisaré y veré las que se aceptan y las que
no. Lo que no podemos hacer es perder la calma, debemos estar tranquilos y
concentrados para que todo salga a la perfección.
—Podremos hacerlo, jefa, lo conseguiremos.
—Esa es la actitud, Luis, ahora sólo queda que Mila y yo también
pensemos así.
Cuando salen de mi despacho, un buen rato después, ya tenemos media
idea del tipo de evento que queremos organizar y, Mila, bastante más
tranquila, al igual que yo, y todo gracias a Luis que es muy bueno
transmitiéndonos su seguridad, me recuerda que hoy tengo que hacer la última
prueba del vestido para la fiesta que el viejo verde, quiero decir Lord James,
dará el sábado en mi honor y a la que no tengo ningún interés en acudir.
Suspiro, resignada y, en cuanto me quedo sola, lo primero que hago es abrir el
archivo de las solicitudes y empezar con su revisión.
Un par de horas después, empiezo a pensar que Mila tiene razón y que es
muy raro que, en un solo día, hayamos recibido tantas solicitudes, todas de
hombre y ni una sola mujer. ¿Qué por qué lo sé si las solicitudes son
anónimas? Pues muy sencillo, porque en éstas hay un apartado obligatorio de
rellenar donde se debe indicar si es masculino o femenino. Por eso lo sé. Cabe
la posibilidad de que muchos vengan acompañados por sus parejas, no
obstante, que así de repente, solo hombres se interesen por el club, es bastante
inusual y sospechoso. ¿Creerán que el Lust es un burdel? Espero que no,
porque si no van a llevarse un gran chasco y, además, las normas y el
funcionamiento del club van muy claras en los dosieres, así que, lo dudo
mucho. Miro la hora en el reloj de la pantalla del ordenador y ahogo una
exclamación al darme cuenta de que se me ha ido el santo al cielo y ya no
llegaré a la prueba del maldito vestido. «Qué se le va a hacer», murmuro
encogiéndome de hombros y continuando con mi trabajo.
Es más de media noche cuando por fin me meto en la cama y, a pesar de
que me siento agotada, no consigo conciliar el sueño. Imagino que será por los
acontecimientos del día y por la conversación que, apenas hace unos minutos,
he tenido con mi hermano y Daniel por Skype. Ya es oficial, dentro de una
semana, concretamente el próximo jueves, el Lust abrirá sus puertas por
primera vez en Ibiza.
CAPÍTULO 12
Tengo la sensación de que cuanto más lento quiero que pase el tiempo,
éste, por llevarme la contraria, vuela. Lo digo porque ya es sábado y, mientras
observo mi imagen en el espejo, ya casi he terminado de arreglarme para mi
supuesta presentación en sociedad, y repasando mentalmente la cantidad de
trabajo que aún queda por hacer para la inauguración del Lust, me doy cuenta
de que a mis días les faltan horas. Muchas horas, para ser exactos. Hay tantas
cosas por hacer… Afortunadamente, tengo a mi lado a dos personas que se
desloman día a día para ayudarme y que todo salga a la perfección y, cada
tarde, al irnos cada uno a nuestras respectivas casas, les hago saber lo
agradecida que estoy porque formen parte de mi equipo y de la empresa.
Mila es una mujer inquieta, a veces creo que hiperactiva; nunca esta
parada o relajada, para ella ese es un lujo que no se puede permitir porque,
como bien dije antes, hay mucho por hacer. Habla mucho, demasiado; a veces
me vuelve loca porque pasa de una cosa a otra y me cuesta seguirla. Es muy
metódica, perfeccionista y maniática. No ha habido un solo día, desde que se
confirmó que el club abriría sus puertas esta semana que viene, que no me
haya puesto nerviosa con sus idas y venidas y sus constantes dudas; aun así, la
admiro y la respeto por su gran profesionalidad y, no tengo ninguna duda de
que, con el tiempo, llegaremos a ser grandes amigas. Ella ha sido la encargada
de contratar al servicio de catering y también el de la decoración. Según sus
palabras, «los mejores».
Luis es decidido y pragmático. Al contrario que Mila, él nunca tiene dudas
y va directo al grano, al menos en lo que a trabajo se refiere, porque lo que es
conmigo, en temas personales, y con las que me ha liado, como que se ha
hecho bastante el loco, la verdad; aun así, no se lo tengo en cuanta porque, en
realidad, es un buen tío y un trabajador imparable y concienzudo, al que
también respeto y admiro.
Él se ha encargado, hasta ahora, de asegurarse de que todos los temas
legales del club: licencias de apertura, de música, y demás, estén en regla; y,
por supuesto, de anuncios en radio y prensa, así como también de publicar en
la página de sociedad y festejos, en internet, nuestro gran evento.
Ah, por cierto, y creo que entre él y Mila hay algo más que simple amistad.
Lo imaginé el día que llegué y los vi juntos por primera vez, pero, ahora, y tras
la fiesta de Dolce & Gabbana, casi, casi, estoy segura.
En cuanto a mí, pues, aquí estoy, ataviada con un vestido de esos que
tienen varias capas, en azul celeste, con un corpiño bordado con hilos de color
plata y cuentas de cristal, que me sube las tetas casi hasta la garganta y que me
complica un poco algo tan básico como respirar, para asistir a un evento que
ni fu ni fa; cuando lo que realmente me apetece es ponerme cómoda y
tumbarme en el sofá a ver una película, una serie o incluso, leer un buen libro.
En cambio, parezco Cenicienta lista para acudir al gran baile donde conocerá
a su príncipe encantador y se casará con él. ¡Puf, menuda patraña! Ni soy una
princesa ni necesito que nadie me rescate de la vida que quiero llevar. Bueno,
después de todo, espero disfrutar de la velada y que el coche que nos llevará
hasta allí, no se convierta en calabaza cuando las campanadas del reloj
anuncien la medianoche, como en el cuento. Doy una vuelta sobre mí misma y
sonrío divertida. ¿Cómo se la arreglaban tan bien las damas de aquella época
para moverse con tanto peso sobre el cuerpo? Qué incomodidad, por Dios.
Voy hasta el salón y, de encima de una de las estanterías, cojo la nota que
recibí hace dos días con motivo de la fiesta de esta noche. Un original
pergamino enrollado y rodeado con una cinta de terciopelo granate, escrito
con una letra pulcra, elegante y curvilínea. Muy aristocrática. Lo desenrollo y
vuelvo a leer por enésima vez:
«Mi querida y estimada, señorita Hamilton, es para mí un placer organizar
esta pequeña fiesta en su honor, y me complacerá enormemente que usted sea
mi acompañante. A las diez de la noche, mi familia y yo la recibiremos en el
salón principal del Libertine, para, a continuación, pasar al salón comedor
donde, junto a otras veinte personas, que espero sean de su agrado, dar cuenta
de una suculenta cena. Habrá un baile posterior que iniciaremos usted y yo,
por supuesto, y al que se unirán bastantes personas más. Espero que todo sea
de su agrado y que disfrute enormemente de su fiesta».
Atte., Lord James, alias, “viejo verde”.
Las manos me tiemblan al leer una y otra vez ese alias y no puedo evitar
hacerme preguntas. ¿Cómo demonios, sabe este hombre que lo llamo viejo
verde? Porque muy pocas personas saben que yo le he puesto ese
calificativo… ¿Habrá alguien más que lo llame así y por eso firma con él? No
lo creo… Espero, por su bien, que mi hermano no haya tenido la desfachatez
de irle con el chisme, de lo contrario tendrá que vérselas conmigo. ¿Por qué
tengo esta sensación tan rara en la boca del estómago? «Porque estás nerviosa,
Rebeca. Tienes miedo de que el vejestorio haga referencia a ese alias en tu
cara, por eso estás así», me digo a mí misma. En realidad, no creo que sea por
eso, más bien es que hay algo que no me cuadra y que se me escapa. Me
encojo de hombros y, como por mucho que le dé vueltas no voy a dar con ello
pues… Qué sea lo que Dios quiera.
—Estás muy pensativa—me dice Luis ya en el coche de camino al
Libertine—, no me digas que estás nerviosa.
Lo observo en silencio, así vestido y peinado no parece él. Lleva unos
pantalones beis, ajustados; camisa del mismo color y la levita, marrón oscuro;
anudado al cuello, un enorme pañuelo, haciendo juego; unos botines marrones
asoman por la pernera del pantalón, y, en la mano, un sombrero de copa. El
pelo, repeinado hacia atrás, y por la cadena de oro que asoma de una de las
solapas de su chaqueta, un reloj de bolsillo, seguro que antiguo. Ese atuendo le
queda bien, está muy guapo.
—Es normal que esté nerviosa—responde Mila—, yo también lo estaría si
hoy fuera el centro de atención de una fiesta.
Mila se ha hecho tirabuzones en el pelo y un recogido, alto, muy
elaborado. Su vestido es color rosa palo, con un montón de capas, igual que el
mío. «Verás que risa cuando tengamos que ir al baño», me digo a mí misma
con ironía. Al contrario que yo, que he pensado que, ya que tengo que ir
vestida así, al menos que sea para lucirme, ella va más recatada, ya que su
corpiño lo cubre una especie de toquilla de fino encaje, beis. Los bajos del
vestido llevan flores bordadas en un tono de rosa más oscuro y, de éstos,
asoman las puntas de unos hermosos zapatos forrados de tela, en el mismo
color del encaje de la toquilla. Una cinta de terciopelo, con un camafeo,
adorna su cuello. Está preciosa.
—Estoy incómoda y sí, también nerviosa—digo removiéndome inquieta en
el asiento del coche—. Tengo una sensación rara en la boca del estómago que
no me deja relajarme.
—Eso son sólo los nervios, verás que, dentro de un rato, cuando por fin
conozcas a Lord James, se evaporan—Luis mira por la ventanilla y no dice
nada.
—Eso espero…—murmuro.
—Hemos llegado—anuncia Luis entusiasmado.
—¡Mi madre!
La exclamación de Mila llama mi atención y, al igual que ella, me quedo
con la boca abierta contemplando la majestuosidad de la casa que tenemos
ante nosotros. Una construcción victoriana de varias plantas, pintada de blanco
y con enormes balcones, de marcados arcos, en forja negra. Jamás había visto
nada igual, es imponente. Un mayordomo nos abre la puerta del coche y
saluda:
—Bienvenidos al Libertine—extiende una mano para ayudarnos a salir—.
Milady—me sonríe—, Albert los acompañará al salón.
—Gracias—musito.
Mila, Luis y yo, sin decir nada, seguimos al tal Albert por el empedrado
camino hasta la entrada y, una vez en el interior de la casa, cruzamos un
espacioso hall y nos guía por un iluminado pasillo hasta el enorme salón
donde, varias personas se voltean curiosas por nuestra llegada.
—Lord James bajará enseguida, milady.
—Gracias.
El primero que se acerca a saludarnos es el señor Montesinos seguido de
su esposa, al que de nuevo aprovecho para pedir disculpas por mi actuación
en el maldito yate.
—No se preocupe, querida, la comprendo, debió de sentirse usted
verdaderamente mal.
—Así es, le tengo pánico al agua en alta mar y no imaginé que el barco
saldría del puerto.
—Olvídelo, por mi parte ya está hecho.
—Gracias.
Me presenta a su esposa, a la que no tuve el placer de conocer el sábado
pasado, y, durante unos minutos, hablamos de trivialidades. Cuando quiero
darme cuenta, estoy rodeada de curiosos y curiosas que me atosigan con
preguntas sobre el Lust. Afortunadamente, Luis interrumpe el interrogatorio.
—Si me disculpan, hay algo que me gustaría hablar con milady—me alejo
del grupo con una sonrisa forzada.
—Menos mal que estás tú aquí…
—Sólo sienten curiosidad, Rebeca.
—Coño, pues que soliciten una suscripción y salgan de dudas por ellos
mismos. Me parece que el sábado pasado ya di todas las explicaciones que
tenía que dar respecto al club. Esa mujer de ahí—indico con la cabeza—, me
hizo la misma pregunta que la otra vez.
—Anda, toma y bebe—pone una copa en mi mano y sonríe.
—¿Tenemos que hablar y actuar toda la noche así? —comenta Mila
haciendo un gesto a los presentes.
—Me temo que sí, querida, recuerda que estamos en un club de caballeros
del siglo diecinueve…—Luis le da un sorbo a su copa.
—Menudo rollo, sé de una que no va a moverse de aquí ni a abrir la boca
en toda la noche.
—No digas tonterías, Mila, un par de éstas—alzo la copa—, y bordaremos
nuestro papel de mujeres victorianas y estiradas que sólo vivían para
satisfacer a sus maridos—le guiñó un ojo y suelta una carcajada—. Querida,
no sea tan escandalosa o llamaremos demasiado la atención.
—Mis disculpas—murmura inclinando la cabeza divertida.
—Venga, cotilleemos un poco este lugar—Luis saca su reloj de bolsillo y
niega con la cabeza.
—Lord James no tardará en bajar y sería conveniente que, al menos tú,
querida, estés presente en el salón cuando eso suceda.
—Está bien, entonces cotilleemos el salón y finjamos mostrar interés en
las conversaciones ajenas.
—Qué peligro tienes, Rebeca—me regaña Luis—, enseguida estoy con
vosotras, sed buenas y no os metáis en ningún lío en mi ausencia.
—¿Adónde vas? —indago curiosa.
—Al excusado de caballeros.
—¿Qué ha dicho?
—Que se mea y va al baño, Mila—ésta se atraganta y tose ahogando la
risa.
—¡Grosera! —me espeta Luis.
—¿No te parece que esta habitación está demasiado recargada? —me
pregunta Mila una vez solas.
El salón es enorme y separado en dos ambientes: el de la zona del
comedor y la de recibir a las visitas, en este caso salón de reunión de
caballeros, es ostentoso y muy llamativo. De techos altos y con rosetones en
las esquinas, da la sensación de encontrarte en un museo. Los muebles, de
madera de caoba y nogal, en tonos oscuros, predominan en la estancia. Las
paredes están pintadas de un granate oscuro y, hacia la mitad de éstas, una
franja dorada, puede que de escayola, las rodea por completo. Hay varios
sofás tapizados en terciopelo dorado y granate, para no desentonar, y que
tienen las patas como garras de animales; a simple vista no parecen muy
cómodos, la verdad. De los cuadros y retratos, mejor no hablar… Suspiro.
—Sí, demasiado recargado para nuestro gusto, pero en aquella época, en
los salones como este, era donde se recibía a los invitados y se pasaban la
mayor parte del tiempo tomando el té, entre otras cosas. Tengo entendido que
era la habitación más importante de la casa, así que, supongo, ya que pasaban
tanto tiempo en ella, que la sobrecargaban para reflejar la riqueza y el gusto
extravagante que tenían.
—A mí me resultaría imposible vivir en un sitio como este…
—Nosotras somos de otra época, querida.
Mientras hablamos, caminamos mirando aquí y allá, saludando con quedas
inclinaciones de cabeza a los presentes, haciendo el paripé y cuchicheando
bajito, para que nadie más pueda oírnos.
—¿Para qué crees que será esto? —Mila está parada frente a una mesita
—. ¿Para qué las visitas dejen sus impresiones, tal vez?
—Déjame ver… Tiene pinta de ser una guía de esas que había en los
clubes de caballeros en las que se anotaban los duelos, las apuestas y
cualquier entretenimiento que se les ocurría—me mira extrañada—. No me
mires así, los hombres de aquella época tenían demasiado tiempo libre.
—¿Por qué sabes tanto de esto?
—Porque soy una apasionada de la novela romántica histórica, por eso.
—¿Y crees que sólo estará de adorno o.…?
—Comprobémoslo.
—No podemos…
—Chist, tápame y vigila.
Parapetada detrás de Mila, que se abanica con ahínco, abro el libro,
forrado de hermosa y suave piel marrón, y voy pasando las hojas una, a una,
con delicadeza.
—¿Ves algo? —susurra Mila a mis espaldas.
—Nada interesante, hay alguna apuesta de juegos de cartas: póquer, mus,
bridge… ¡Oh!
—Qué, ¿qué pasa? —pregunta intrigada.
—Hay una apuesta reciente, del viernes si no me equivoco.
—Oye, Son casi las diez, el Lord está a punto de entrar, deja eso y…
—Chist, ¡joder!
—Rebeca, me está matando la curiosidad.
—Tras la fanfarronería mostrada por L. J.—leo en murmullos—, con sus
conquistas, ya que asegura que ninguna dama, hasta el momento, se le ha
resistido, A. P. lo reta a conquistar a una en cuestión, L. H., según sus
palabras, una mujer que ya ha demostrado tener mucho carácter poniéndolo en
su sitio…
—¡Date prisa!
—Me estás poniendo nerviosa… bla, bla, bla, ta, ta, ta…
—Dime qué dice.
—Que L. J, tiene seis semanas para conquistar a L. H. y conseguir que se
le declare sus sentimientos, si transcurrido ese tiempo, no ha conseguido
superar el reto, deberá abonar a la cuenta del club dos mil euros que serán
repartidos entre los que hayan apostado en su contra. En caso de que lo supere,
serán éstos los que abonen la cantidad apostada por cada uno… Dios mío…
—¡Qué!
—¡Hay un bote de casi siete mil euros hasta la fecha!
—¿En serio?
—Como te lo cuento. Ese vejestorio ha apostado conquistar a esa mujer en
cuestión y…
De repente, al darme cuenta de que el silencio se ha hecho en la
habitación, miro por encima del hombro de Mila. Automáticamente reconozco
al caballero que acaba de entrar en el salón.
—Rebeca, ¿quién es ese?
—Ese es Lord James, alias el viejo verde.
—¿Y crees que esa mujer que lo acompaña sea L. H.?
—No tengo ni idea, pero lo averiguaremos y la pondremos sobre aviso.
Lord James, al que por fin le veo la cara en persona y no a través de la
pantalla de un teléfono o un ordenador, saluda sonriente a los presentes. Es
más alto de lo que imaginaba y, así, en persona, y para la edad que debe tener,
también mucho más atractivo.
—¿No te parece que, ya que eres su invitada de honor, debería saludarte a
ti primero?
—Haces demasiadas preguntas, Mila, pero sí, creo que así es cómo
debería de ser, no obstante…
—Mira, ahí viene Luis, y parece que… ¿Adónde vas?
—A saludar a mi viejo anfitrión.
Seguida por la mirada inquieta de Mila y la curiosa de Luis, al que me
cruzo a mitad del salón, me planto frente a mi anfitrión y le sonrío.
—Milord—musito inclinando la cabeza ante la atenta mirada de todos—,
es un placer conocerlo al fin.
—¿Y usted es…? —su pregunta me sorprende.
—Se supone que debería de saberlo, milord, dado que este evento es en mi
honor.
—¡Ah! Es usted lady Hamilton, supongo.
«Me parece que a este hombre se le va un poco la pinza», pienso un poco
molesta.
—Supone bien—sonrío de nuevo—, gracias por su amabilidad y
generosidad al querer presentarme en sociedad…
—Querida—me interrumpe—, me halaga usted, pero no es a mí a quien
deba agradecer nada, sino a mi hijo.
—¿Su… su hijo?
—Así es, Lord James IV, futuro conde de Kent y su anfitrión de esta
noche… ¡Ah, mire, ahí entra!
Me giro siguiendo la dirección de su mirada y ahogo una exclamación de
incredulidad. Theodore, Theo para los amigos y gilipollas integral al
cuadrado, para mí, ¿es Lord James? Cierro los ojos y aprieto los dientes. ¡Lo
mato!
CAPÍTULO 13
Verlo ahí, en la puerta del salón, todo vestido de negro, mirándome con esa
sonrisa de suficiencia que tanto detesto, tan arrogante, tan altivo y.… tan él, me
enfurece.
Me siento humillada y burlada por este hombre al que empezaba a mirar
con ojos de apreciación, al que estaba dispuesta a dar una oportunidad porque
me hizo sentir, en mi momento histerismo del yate, que merecía la pena; en
cambio, ahora, después de esto, me doy cuenta de que lo único que ha hecho el
muy cabrón, ha sido reírse de mi en mi propia cara.
No hay que ser muy inteligente para entender que, si él es Lord James, y en
estos momentos yo soy lady Hamilton, la mujer a la que se refiere la apuesta
que hace nada acabo de descubrir, es una servidora. Y mi pregunta a todo esto
es… ¿Por qué? Lo de la apuesta podría pasarlo por alto porque, al fin y al
cabo, no deja de ser un juego.
Vale, sí, un juego muy peligroso que, tarde o temprano, acabaría
haciéndome daño, pero también uno que podría ganar… «Eso lo piensas ahora
porque sabes lo de la apuesta, pero ¿y si no te hubieras enterado de nada y te
llegas a enamorar de él?». Cierto, menos mal que hay una parte de mi mente
que sigue activa que si no…
No, no pasaré por alto nada que tenga que ver con él, absolutamente nada.
Y mucho menos, el haberme dejado creer que Lord James era un vejestorio al
que, alguna vez en su presencia, llamé viejo verde. Por Dios, ¡si es él! ¡Él!
¡Qué vergüenza! No sé si sacar el abanico del bolsito y golpearlo con él hasta
que se le incruste en el cerebro o, por el contrario, dejarlo donde esta y,
directamente, estrangularlo con el cordoncito que sujeta el bolso a mi muñeca.
Automáticamente, oigo en mi mente la voz de mi hermano que masculla: «ni se
te ocurra volver a quedar en evidencia, Rebeca». Luego es la imagen de Oli la
que veo, con las manos apoyadas en las caderas meneando la cabeza. Por
último, también aparece mi cuñada que, de brazos cruzados me dice: «¿de
verdad vas a quedarte sin hacer nada? Cielo, el que ríe el último, ríe mejor».
Sonrío.
Tiene razón, la venganza es un plato que se sirve con la mente fría y que
me aportará unas buenas carcajadas, eso seguro.
Consciente de que todas las miradas del salón están puestas sobre
nosotros, esperando a que se dé el siguiente paso, decido levantar bien alta la
cabeza y mostrar una de mis mejores sonrisas, aunque sea falsa, y hacer como
si lo que acaba de pasar, en realidad, no fuera conmigo.
Aunque por dentro estoy tan llena de rabia que, si explotara, provocaría
una epidemia mundial. Respiro todo lo hondo que me deja el maldito corpiño,
y espero a que recorra el salón, con sus elegantes pasos, hasta situarse frente a
mí.
—Lady Hamilton, bienvenida, es un honor tenerla en el Libertine—
manifiesta con voz alta y clara a la vez que coge mi mano y deposita en ésta un
beso cálido.
—Gracias, el honor en mío, milord—mi mirada lo fulmina. Él sonríe.
—Ya veo que ha conocido a mis padres…
—No del todo—interrumpo—, me temo que he cometido una equivocación
al confundir a su padre con usted. En realidad, no hemos sido presentados
formalmente, ni ellos, ni usted, ni yo.
—Pero usted y yo sí que nos conocemos, milady, y diría que bastante bien
y muy a fondo.
—No estoy de acuerdo con usted, milord. Puede que conozca bien mi
fondo, pero de mi persona no sabe nada de nada. Además, soy de las que
piensa que, nunca hay fondo suficiente para llegar a conocer bien a alguien,
para muestra un botón.
—Touché—exclama bajando la mirada e inclinando la cabeza—. Mis
disculpas… Mi nombre es Theodore August James IV, futuro conde de Kent, a
sus pies, Lady Hamilton.
—Sí, no dudo de que ese será tu lugar, cretino—susurro.
—¿Cómo dice?
—Que la gente empieza a murmurar…—alza una de sus cejas y pregunta
insolente:
—¿Y eso le importa porque…?
—Oh, no, no me importa, milord, pero si no acaba con esta pantomima de
una vez, estoy segura de que a usted sí—amenazo con una sonrisa cándida y un
aleteo de pestañas.
Dicho esto, último, apoya mi mano en su antebrazo, y me lleva hasta dónde
están sus padres que, a juzgar por sus miradas, parecen contrariados y
confusos.
Seguro que están flipando de lo lindo, igual que el resto de los presentes.
No todos, hay dos, a los que miro a los ojos al pasar junto a ellos, que esto
no les ha pillado por sorpresa. Luis tendrá que darme muchas explicaciones,
evidentemente no hoy; y, en cuanto a Arthur… ya se me ocurrirá qué hacer con
él.
—Padre, madre, les presento a lady Hamilton. Lady Hamilton, lord y lady
James…
—Ahora sí—digo sonriente—, es un placer conocerlos.
—El placer es nuestro, querida—dicen ambos.
Pasados los primeros efectos de mi metedura de pata y consiguiente
bochorno, medio escucho, porque mi mente está ausente elaborando un plan, el
pequeño discurso que aquí mi amigo, Lord James, me dedica. Palabras como:
honor, placer, gran mujer empresaria, bla, bla, bla, casi me hacen reír a
carcajadas. ¿Cómo alguien puede hablar de honor si no tiene? ¿A qué viene
tanta palabrería bonita sin su intención era dejarme en ridículo y que los
presentes supieran que no tenía ni idea de quién era Lord James? ¡Qué poca
vergüenza!
En cuanto puedo, con la disculpa de que se me ha metido algo en el ojo,
me ausento del salón, no sin antes hacerle un gesto con la cabeza a Mila para
que me siga. Una vez en el excusado de señoras, que muy amablemente me
indica una doncella, cierro la puerta tras nosotras y resoplo con fuerza a la vez
que pateo el suelo indignada.
—Cálmate—me sugiere Mila.
—¿Qué me calme? ¿En serio? —vociferó—. ¿Acaso no has visto de qué
manera he quedado en ridículo delante de toda esa gente?
—Si te sirve de algo, desde donde yo estaba ha parecido que saludabas,
como deferencia, al padre de Lord James antes de dirigirte a él.
—No, no me sirve de nada. ¿Qué me dices de la gente que estaba a su lado
y me miraba con esa cara de estreñimiento? Dios, nunca he sentido tanta
vergüenza en mi vida—cierro los ojos y trato de respirar para calmarme.
—¿De verdad que no sabías que Theodore era…?
—Yo no—la interrumpo—, ¿y tú?
—Tampoco, ya te dije que sólo lo conocía de oídas—se encoge de
hombros e intenta sonreír.
—Luis sí que lo sabía, Mila, y dejó que quedara en evidencia.
—Pero qué dices, mujer, eso es imposible, él no haría…
—En Londres me dijo que lo había conocido en una reunión hace unos tres
meses—la vuelo a interrumpir—, no entiendo por qué leches no me sacó de mi
error por aquel entonces.
—Ojalá pudiera ayudarte…
—Tranquila, algo se me ocurrirá para devolverle la jugada al maldito
Lord.
—Podemos empezar por investigar quién es la mujer de la apuesta y
ponerla sobre aviso, de esa manera fastidiaríamos su plan.
—Ay, Mila—digo poniendo los ojos en blanco—, ya sé quién es esa
mujer.
—¿En serio? ¿Cómo lo has descubierto?
—Fue muy fácil… Theodore es Lord James, ¿y yo soy…? —le hago un
gesto con un dedo para que piense.
—¡Oh, Dios mío! —exclama con los ojos abiertos de par en par—. ¡Ella
eres tú! ¡Tú eres L. H., Lady Hamilton!
—Exacto.
—¿Y qué piensas hacer?
—Aún no lo sé, pero no te quepa la menor duda de que algo haré, eso
como que me llamo Rebeca Hamilton.
Unos golpes suaves, pero contundentes, no sobresaltan a ambas.
—Lady Hamilton, la cena está a punto de servirse, Lord James me envía
para que me asegure de que está usted bien—anuncia la doncella del otro lado
de la puerta.
—Dígale al Lord que se peque un tiro de mierda y se muera de asco—
mascullo entre dientes.
—Disculpe, milady, no la he entendido…
—Que le diga que enseguida salgo, gracias—Mila suelta una carcajada y
se tapa la boca.
—Lo siento—murmura.
—Tranquila, si yo estuviera en tu lugar también me descojonaría, créeme,
Me acerco al lavabo, abro el grifo dorado, me echo agua en la nuca y me
miro al espejo. «Vamos, Rebeca, sal ahí y demuéstrale a ese mequetrefe de
que pasta estás hecha», me animo a mí misma, dándome el valor necesario
para enfrentarme de nuevo al gentío que, probablemente, se esté preguntando
si ya me habré tirado por la ventana.
Cuando entramos al salón, las veinte personas invitadas a la cena ya están
sentadas a la enorme mesa y bajo la luminosa luz de una preciosa lámpara de
araña que, como nos caiga en la cabeza, no lo contamos. Se hace el silencio
con nuestra presencia y, los caballeros, muy galantes ellos, se ponen en pie
para que nosotras tomemos asiento. La cara se me contrae de fastidio al ver
que, como no podía ser de otra manera, estoy sentada a la derecha del Lord y,
Mila, en el otro extremo de la mesa, junto a Luis. «Genial—pienso—, tendré
que prestarle atención a este zoquete durante toda la cena». En fin, hago de
tripas corazón y sonrío.
—¿Su ojo está bien, lady Hamilton? —Theodore me mira burlón.
—Perfectamente, milord, como podrá ver aún lo conservo en la cara, así
que no hay de qué preocuparse—Arthur, que está sentado frente a mí, ahoga
una carcajada.
—Ya veo…
Digamos que esa es la conversación más larga que mantengo con él
durante la cena. Al resto de sus comentarios y preguntas, sólo respondo con
monosílabos y falsas sonrisas. A pesar de lo tensa que me encuentro y las
ganas que tengo de que las agujas del reloj avancen para irme de aquí, disfruto
de los suculentos platos que nos sirven: de entrante, una crema de calabaza
con jengibre, que está deliciosa; de primer plato, ensalada con vinagreta de
mostaza, su sabor me sorprende, para bien; de segundo plato, pastel de carne a
la cerveza negra con guarnición de guisantes. Me tienta, sólo por fastidiar,
decir que soy vegetariana, que no lo soy, y ver qué cara se le pone al Lord,
pero como no quiero llamar más la atención, me lo como sin ceder a mis
impulsos. Y, por último, el postre, pastel de limón, que me chifla.
Tras la cena, como era costumbre en aquella época, los caballeros pasan a
otra habitación a beber sus copas de coñac y a fumarse el cigarro, mientras
que las mujeres, nos quedamos en el salón departiendo y observando al grupo
de música que se prepara para amenizar el baile.
—Luis está muy disgustado por lo que ha pasado—me comenta Mila
sentándose a mi lado.
—¡Ja!, eso no te lo crees ni tú.
—Le creo, Rebeca, su cara era un poema cuando me lo dijo.
—¿Un poema? Pues te aseguro que como se acerque a mí en estos
momentos soy capaz de dejársela como un pentagrama.
—¡Qué bruta eres!
Transcurrido un tiempo, no sé cuánto exactamente, comienzan a llegar el
resto de los invitados al evento. Los caballeros regresan de nuevo al salón y,
muy galantes ellos, nos acompañan a la zona preparada para el baile, que está
a punto de comenzar. En cuanto se oyen los primeros acordes de un vals, Lord
James, inclinando la cabeza, como si me pidiera permiso, me guía hasta el
centro del salón.
—¿Disfruta de la velada, milady? —su socarronería me enfurece.
—La disfruto tanto como si la mismísima reina Victoria me estuviera
practicando una tortura.
—¡Cuánto dramatismo! —lo ignoro y me centro en seguir el ritmo de la
música.
Un paso adelante, uno atrás, vuelta aquí, vuelta a allá y, a propósito, ¡zas!,
le doy un pisotón.
—Mis disculpas, milord, estaba distraída.
Otro paso adelante, otro atrás, otra vuelta aquí, otra allá y, de nuevo, ¡zas!,
le piso el otro pie, con ganas.
—Discúlpeme de nuevo, milord, qué torpeza la mía, tal parece que tenga
dos pies izquierdos—el aprieta los dientes y no dice nada, en cambio,
presiona con fuerza mi mano.
Más parejas se van uniendo al baile y nos siguen dando vueltas por el
salón, sonrientes y disfrutando de la música. En un momento dado,
aprovechando el revuelo de faldas, el murmullo de las conversaciones, y que
el largo del vestido me cubre los pies, justo cuando estamos en el centro de la
estancia, y, disimulando, le hago la zancadilla provocando que, el pomposo
Lord, se caiga de bruces cual largo es. Desde el suelo, me fulmina con la
mirada y de inmediato se pone en pie con toda la elegancia que se pueda tener
en ese momento. Fingiendo mi mejor cara de horror y uniéndome al ohhhh
generalizado de la sala, exclamo:
—Vaya, parece que alguien ha bebido más coñac de la cuenta… ¿Se
encuentra bien, milord?
Nuestras miradas se retan, ambas destilando furia y rabia y, sin que pueda
evitarlo, el bello de la nuca se me eriza, a la vez que el corazón me golpea con
fuerza en el pecho.
—Perfectamente, gracias, me he tropezado con el bajo de su vestido, por
lo visto también la torpeza es contagiosa.
—¿Estás bien, hijo?
—Sí, madre, tranquila, no ha sido nada—sonríe con calma—. Vuelvan a
tocar—ordena al grupo de música que observa pasmado el incidente—, por
favor.
Aprovecho que la música vuelve a sonar y que a Theodore lo rodea la
gente para interesarse por bienestar, para escabullirme hacia la puerta y salir
del salón. Necesito estar sola un momento para poder reírme a gusto por lo
que acabo de hacer. Lo sé, soy una arpía, pero el muy canalla se lo merecía.
Sin saber a dónde me dirijo, camino por el largo pasillo hasta llegar a una
habitación con la puerta abierta. Sin dudarlo entro y arrimo ésta sin cerrarla
del todo y, apoyándome en la pared, me rio con ganas. Me rio, me rio y me rio,
hasta que me duele la barriga, eliminando la mayor parte de la rabia que siento
en cada carcajada. Cuando consigo parar de reír, algo que me lleva un tiempo,
me limpio las lágrimas de la cara y cojo aire con fuerza. «Dios, qué bien me
he quedado», me digo a mí misma para pensar a continuación: «como mi
hermano se entere de esto, me manda a la luna de una patada en el culo».
Observo que las paredes están llenas de grandes retratos y, como soy muy
curiosa, voy caminando a lo largo de la pared para contemplarlos. Justo estoy
parada frente al de un caballero moreno y muy pomposo, mirándolo con
atención, cuando…
—¿Se ha quedado a gusto? —me giro sobresaltada y cambio el gesto de mi
cara al ver a Lord James justo detrás de mí.
—Imagino que igual que usted—respondo altanera.
—Tiene la pierna muy larga…—me encojo de hombros y sigo mirando el
retrato—. Ese era mi bisabuelo, el primer conde de Kent de la séptima
creación—lo miro durante un segundo sin entender—. El título nobiliario de
conde de Kent—me explica—, ha sido creado varias veces en la nobleza de
Inglaterra; la primera, en el año mil veinte, y la última, cuando el título fue
concedido a mi bisabuelo, en el año mil ochocientos sesenta y seis, la séptima
creación.
—¿Por qué lo hiciste? —pregunto entonces, tuteándolo.
—Quería darte una lección.
—¿Una lección? —asiente—. ¿Por qué?
—Porque me dio mucha rabia oírte juzgar, en este caso a mí, por el hecho
de tener un título nobiliario y dar por sentado que nunca había hecho nada de
provecho con mi vida.
—No hablaba de ti en particular, hablaba de la aristocracia en general.
—Te limitaste a echar sapos por la boca por el simple hecho de hacerme
llamar Lord, me juzgaste y me ofendiste.
—Está en nuestra naturaleza de ser humanos juzgar a los demás, como
tantas otras cosas.
—Yo intento no hacerlo.
—Pero lo haces, al igual que el resto de la humanidad. Tú no eres mejor
persona que yo, Theodore, aunque lo creas, no eres perfecto, lo demuestra lo
que has hecho hoy—lo miro directamente a los ojos—. Aquella noche no fue
mi intención ofenderte con mi comentario porque no sabía quién eras y porque
ni siquiera estaba hablando contigo, así que, si lo hice, fue sin querer. En
cambio, hoy, sí fue la tuya hacerme sentir mal. Felicidades—exclamo con
ironía—, lo has conseguido.
—Rebeca…
—También has conseguido convencerme de que, cualquier tipo de relación
entre tú y yo, no merece la pena—alzo la cabeza y sentencio—. Usted, lord
James, no merece la pena, en absoluto—y dicho esto, salgo de la estancia
dejándolo solo.
Algunas horas después, cuando llego a casa, lo primero que hago es
enviarles a Olivia y Sheila un mensaje con una sola palabra:
«SOS».
CAPÍTULO 14
Ya he dicho varias veces que no soy una persona de esas que se agobian
por los problemas, no sé si es una virtud o un defecto, pero soy así; me gusta
buscar el lado positivo de las cosas. No obstante, reconozco que lo de hoy me
lleva de cabeza y está logrando quitarme el sueño. Por un lado, está mi nueva
humillación pública y, por otro, lo que Theodore, a mi pesar, me hace sentir
con su sola presencia. Decir que es atractivo, es quedarse corta, pero tampoco
voy a la parte física, sino a la emocional. Me refiero a esa aura de frialdad,
arrogancia y prepotencia que desprende y que, aunque no lo quieras, consigue
atraparte, envolverte e intrigarte. Nunca me han gustado los tipos como él, al
contrario, los detesto porque, por norma general, suelen creerse dioses a los
que hay que venerar y adorar y, una servidora, no está por esa labor. El
problema en este caso es que él me atrae muchísimo, sobre todo porque, la
última vez que nos acostamos, no sé si por mi ataque de pánico o por qué, se
portó de otra manera; fue amable, atento, protector e incluso cariñoso y tierno;
aunque claro, sabiendo lo que ahora sé, lo de la puñetera apuesta, me pregunto
si en aquel momento no estaría interpretando un papel y actuando en su
beneficio. Me duele pensar que la respuesta más probable sea que sí porque,
por primera vez en mucho tiempo, aquella noche él me hizo sentir especial.
Menos mal que, desde hace más o menos cuatro años, no soy una mujer de las
que se dejan encandilar por cuatro atenciones que, si no, ya me tendría
comiendo de la palma de su mano desde el día en la playa que me gritó: «me
gustas»; el primer paso que dio para llevar a cabo la maldita apuesta. Estoy
segura de que, hasta las casi cuarenta solicitudes que se recibieron la
madrugada del viernes al sábado, en el Lust, tienen que ver con ésta. Suspiro.
«Tienes que hacer algo al respecto y no dejar que sigan burlándose de ti,
Rebeca», murmuro clavando los ojos en el cielo despejado y cuajado de
estrellas que veo desde mi cama antes de quedarme dormida.
A la mañana siguiente, me despierto más animada porque sé que en cuanto
hable con Olivia y mi cuñada, y les cuente lo que ha pasado y lo que he
descubierto, me ayudarán a idear un plan de venganza.
Estoy deseando llamarlas, pero, por culpa de la diferencia horaria y, como
es domingo, mi hermano y Sheila seguro que irán a comer a casa de mis
padres, no podré hacerlo hasta la noche; así que, me doy una ducha, desayuno,
recojo un poco por casa y, dispuesta a desconectar y a adelantar trabajo, bajo
a mi despacho y me encierro es éste hasta la hora de comer.
El resto del día, lo paso tomando el sol y relajándome en la terraza,
enfrascada en la lectura de un nuevo libro que me he comprado recientemente
y que hará que me olvide de todo por unas horas.
A eso de las siete, el sonido del portero automático me sobresalta.
Extrañada, me levanto y voy a ver quién es. Lo primero que veo por la cámara,
es un enorme ramo de flores y, después, la visera del repartidor. Resoplo.
—¿Quién? —pregunto sabiendo la respuesta.
—Floristería “El paraíso”, traigo un encargo para Rebeca Hamilton.
De mala gana le abro la puerta y, mientras el chico sube, voy a mi
habitación a ponerme una camiseta. Dos minutos después, suena el timbre.
—Buenas tardes—saluda en cuanto abro—. ¿Rebeca Hamilton?
—Yo misma—contesto con cara de fastidio.
—Esto es para usted, si es tan amable de firmar aquí, por favor—cojo el
ramo de flores con una mano y con la otra firmo donde me indica.
—Gracias—digo.
—A usted, que tenga buen día.
Miro las flores embobada, son preciosas y me encantan, pero…
Dejándolas encima de la mesa del salón, cojo la tarjeta y leo: «lo siento,
espero que puedas perdonarme», lo firma Theodore, a secas.
—Y más que lo vas a sentir, ¡cabronazo! —sentencio y mirándolas una vez
más, las tiro a la basura sin ningún remordimiento.
Algo más tarde, tras recibir un mensaje de las chicas diciéndome que ya
están disponibles, enciendo el portátil, entro en la aplicación de Skype y las
llamo.
—¿Qué bicho te ha picado ahora? —mi cuñada como siempre tan
simpática.
—Hola, cuñadita, yo también me alegro de hablar contigo, estás más gorda
desde la última vez que hablamos.
—¡Zorra!
—Yo también te quiero.
—¿Ya empezáis? —Oli pone los ojos en blanco y menea la cabeza—. Sois
peor que niñas.
—¿Estáis todos bien? —pregunto sonriendo.
—Estupendamente, ahora desembucha, chalada.
—Por Dios, Sheila, ¿quieres dejar a tu cuñada en paz? No le hagas caso,
Rebeca, está insoportable.
—Es el embarazo—asegura ella tajante.
—Y una mierda es por el embarazo, guapa, tú ya vienes así de serie.
—¿Quieres que llame a tu hermano para que le cuentes a él cuál es el
problema?
—¡Puñetera!
—Te echamos de menos, cielo, ¿cómo estás?
—Yo también os echo de menos, Oli, en cuanto a lo de cómo estoy… ¡Puf!
Vais a quedar con la boca abierta con lo que os tengo que contar.
—Ya estás tardando—se queja mi cuñada dándole un mordico a un
pepinillo en vinagre.
Empiezo contándoles, con pelos y señales, lo que sucedió en la fiesta de
Dolce & Gabbana. Como había previsto, en cuanto les hablo del supuesto
acompañante, que me esperaba en el camarote, y las pintas que éste tenía, se
parten de risa, sobre todo mi cuñada, que llega atragantarse con el pepino y
tose como una loca.
—Te está bien empleado, eso te pasa por reírte de mí.
—Lo siento, pero es que es muy gracioso, ¿quién era? ¿Lo conocías?
—Qué va, en cuanto entré en aquel camarote y le vi, no sabía si pedir
socorro o desternillarme.
Sigo hablándoles del extraño, de cómo se me insinuó y me pidió que me
acercara para observar de cerca mis atributos y comprobar si estaban tan bien
puestos como le habían asegurado; lo ofendida que me sentí por ello y lo
deslumbraba que estaba cada vez que él abría la boca y me dejaba ver sus
relucientes dientes, dorados.
—Espero que le hayas dado una buena patada en los cojones.
—Pero qué bruta eres, hija mía—la regaña Oli—. ¿Lo hiciste?
—Me acerqué con esa intención y, de paso, arrancarle de un guantazo
aquellos horribles dientes, pero…
Sus ojos se abren de par en par al enterarse de que todo era un montaje de
Theodore para burlarse de mí por haberlo enviado al hotel.
—Siento decirte esto, cielo, peo ya sabes que donde las dan las toman.
—Eso mismo dijo él, Oli.
—¿Y qué hiciste?
—¿Pues qué voy a hacer Sheila? —me encojo de hombros—. Hacerme la
ofendida y una vez fuera del camarote, descojonarme.
—Hay que reconocer que el tío tiene imaginación, me gusta—manifiesta
mi cuñada contundente.
—A mí también, la verdad, para qué vamos a engañarnos.
—Seguro que cuando acabe de contároslo todo, no opináis lo mismo.
Olivia ahoga una exclamación cuando llego a la parte en la que escucho
que el barco ha zarpado y estamos en alta mar; lo nerviosa que me pongo, el
ataque de pánico, mi histerismo por salir de allí…
—Ay, pobre, con la fobia que les tienes desde aquello… Qué mal lo has
tenido que pasar.
—Fue horrible, Oli…
—¿Pero tú no sabías que la fiesta era en un barco, melona?
—Sheila, si lo hubiera sabido no hubiera aceptado ir.
—¿Y qué hiciste, saltar por la borda? —se guasea la muy puñetera.
—Casi…
Suspiran y baten las palmas emocionadas cuando les hablo del inesperado
beso de Theodore, ese que me alejó de mi histerismo y resultó ser un bálsamo
para mi ataque de pánico y, también, por lo que vino después, su manera
especial de distraerme y hacer que me olvidara hasta de mi nombre.
—Sigo diciendo lo mismo, me gusta.
—Estoy contigo, Sheila, ese hombre parece saber muy bien lo que nuestra
pequeña necesita.
—No digáis tonterías, por Dios, sólo fue un polvo y…
—¿Un polvo? Yo he contado hasta tres, y uno de ellos me da la sensación
de que no sólo fue sexo, cuñadita.
—Bah, tonterías.
—¿Tonterías? Olivia, ¿te has fijado cómo le brillan los ojos a Rebeca
cuando nos habla de ese tal Theodore? ¿En cómo su boca se curva en una
sonrisa bobalicona cuando pronuncia su nombre?
—Pero ¿qué dices, loca? Las hormonas empiezan a afectarte el cerebro…
—¿Acaso te atreves a negarnos que ese hombre te gusta?
—Hasta ayer empezaba a creer que así podría ser, eso, o que me intrigaba
demasiado, Sheila, pero ahora…
—¿Qué ha cambiado? —inquiere interrumpiéndome.
—Recordáis que ayer era la fiesta que Lord James daba en mi honor,
¿verdad? —una asiente y la otra exclama:
—¿Era ayer? —le digo que sí con la cabeza—. Lo siento, se me había
olvidado, Chloe no está durmiendo bien estos días por culpa de los dientes y
no sé ni en qué día vivo.
—Tranquila, cielo, no pasa nada—cojo aire y prosigo—. El caso es que…
Entonces les narro el evento de ayer: que me vestí como una princesa,
porque así lo exigía el protocolo; que debíamos comportarnos, hablando y
actuando, como las personas de la época victoriana; la sensación rara que
tenía en la boca del estómago; el descubrimiento de la guía de asuntos
pendientes de caballeros, ya se me entiende…
—¡No me puedo creer que en el siglo en el que estamos se sigan haciendo
ese tipo de cosas!
—Oli, es un club de caballeros de aquella época, cielo, se comportan y
actúan igual—le explico.
—Pues qué quieres que te diga, no me parece ni medio normal.
—Puede que sólo sea una broma, Rebeca, o simplemente para rellanar, ya
sabes, algo así como un paripé.
—No, Sheila, es una apuesta real, estarás de acuerdo conmigo en cuanto
sepas lo que viene a continuación.
—Adelante pues, sigue hablando.
Y lo hago, esta vez hasta el final del relato, sin omitir ningún tipo de
detalle: el bochorno y la humillación que sentí al presentarme al que yo creí
era el Lord y el que él pareciera no conocerme de nada; la impresión que me
llevé al ver al verdadero Lord y la rabia que eso me hizo sentir; la cena, el
baile, los pisotones, la zancadilla, su caída y, finalmente, la charla en la
galería de los retratos.
—¡Menudo cabrón!
—¿Cómo se puede ser tan mala persona?
—¿Lo veis? Sabía que cambiaríais de opinión respecto a él.
—Pero ¿quién coño se crees que es el estirado es para darte una lección?
—gruñe mi cuñada.
—Pues anda que está guapo él para ir dando lecciones a nadie, ¡estúpido!
—Oli, el próximo insulto que sea uno de esos que suena fuerte, seguro que
sabes alguno…—digo con recochineo.
—Me sé muchos, lista, pero Chloe está aquí detrás dormida en su cuna y
no quiero que me oiga decir palabrotas.
—Y por lo que veo, aún no os habéis dado cuenta de lo peor…—advierto.
—¿Hay más? —mi cuñada enarca una de sus cejas.
—Os voy a dar un par de pistas… Apuesta, Lord James y… —ambas se
quedan pensativas, la verdad que están de foto y espero a que den con ello.
Un minuto, dos minutos, tres minutos…
—Lo siento, yo no caigo. ¿Y tú Sheila?
—Un momento, estoy en ello. Ya casi lo tengo.
Cuatro minutos, cinco minutos, seis minutos…
—¡La madre que lo parió! —ruge mi cuñada apretando los dientes—. ¡No
me lo puedo creer!
—¿Qué es? Por Dios, Sheila, habla de una vez—ruega impaciente Oli.
—Nuestra Rebeca es L. H., Olivia, la apuesta es sobre ella. Ese tonto del
culo engreído y pomposo ha apostado a que en seis semanas la conquistará.
—¡Qué horror de hombre!
—¿Chloe se ha despertado? —inquiero—. Porque esta vez esperaba un
poco más de entusiasmo con tus insultos, cielo.
—Así es, lo siento. ¿qué vas a hacer al respecto?
—Por su bien espero que no sea quedarse de brazos cruzados.
—Ese, precisamente, es el motivo de mi «SOS». Necesito vuestra ayuda.
¿Qué puedo hacer? —gimoteo.
—Presentarte delante de ese tío y cantarle las cuarenta—propone Oli.
—No, tiene que ser algo que le duela más al muy cretino.
—Yo pienso igual, Sheila, pero ¿qué?
Durante un rato, mi cuñada suelta auténticas burradas por la boca,
dándome ideas que no me convencen hasta que…
—La única manera de joderlo es yendo a ese club y…
—Imposible—niego—, el Libertine es un club sólo y exclusivamente para
caballeros, las únicas mujeres que entran allí son de compañía, ya me
entiendes.
—Rebeca, cielo, no hay nada imposible.
—En este caso sí, Oli, a no ser que me disfrace de fulana, en ese caso…
—¡Ni se te ocurra! —ruge mi cuñada—. Gracias a nuestra querida Olivia
acabo de tener una idea mejor, prestad atención, a ver qué os parece.
Escucho con atención esta nueva idea de Sheila y, la veo hablar con tanto
entusiasmo y tanta seguridad que lo que dice, aunque es una locura, me
convence.
—¿De verdad crees que funcionará? —Oli insegura se muerde el labio
inferior.
—No será fácil y necesitará a alguien que la ayude y, a poder ser, alguien
que sea miembro de ese club—se queda pensativa unos segundos…—. ¿Qué
me dices de Luis? Por lo visto ha estado en el ajo todo este tiempo y también
sería una manera de vengarte de él, ¿no crees?
—Precisamente estaba pensando en él y, sí, sin ninguna duda ese alcahuete
será mi pasaporte al Libertine.
Se nos va el tiempo ideando el plan, muertas de risa, imaginamos la cara
que se les quedará a esos mequetrefes cuando ninguno de ellos gane la maldita
apuesta. Y, por último, les hablo de la inauguración del Lust y lo que aún nos
queda por hacer hasta el jueves.
—¿Seguro que ninguno podéis venir? Me haría tanta ilusión que
estuvierais aquí conmigo…
—Cielo, nosotros no tenemos con quien dejar a la pequeña y es un viaje
demasiado largo para llevarla. Lo siento.
—Y a mí el médico no me deja viajar en avión, y menos esa cantidad de
horas. Además, tu hermano tiene un juicio muy importante ese día. Yo también
lo siento, cielo, pero estaremos contigo en la distancia, hablaremos esa noche
para darte todo nuestro apoyo. Lo entiendes, ¿verdad?
—Por supuesto que lo entiendo—asiento resignada—. Tenía que
intentarlo…
Mucho más tarde, mientras me tomo un café en la terraza, contemplando el
oscuro mar, pienso en la alocada idea de mi cuñada. Sabía que podía contar
con ellas y que me ayudarían con mi venganza. Sonrío. «Prepárate, Lord
James, porque voy a por ti».
CAPÍTULO 15
Los días pasan, y, cuando me quiero dar cuenta, apenas faltan unas horas
para, por fin, abrir las puertas del Lust en esta parte del mundo.
Tengo los nervios a flor de piel y, aunque quiero disfrutar de la noche de
hoy, no sé si seré capaz a lograrlo porque, después de mis últimas cagadas, no
puedo evitar pensar en el ridículo que haría y la decepción que se llevaría mi
hermano si algo saliera mal.
Toca cruzar los dedos, sacar a flote toda esa positividad que me
caracteriza y esperar a que todo salga según lo planeado. Por lo menos tendré
la conciencia tranquila al saber que nos hemos dejado la piel todos por igual
planificando el gran evento.
Por otro lado, no he vuelto a saber nada de Theodore, Theo para los
amigos y gilipollas integral para mí, ¿o debería decir, Lord James?, desde el
sábado. Bueno, miento, sí que he sabido de él a través de sus impresionantes
ramos de flores con sus respectivas tarjetas de perdón. Todos los días, sobre
las siete de la tarde, el repartidor de la floristería Paraíso, hace acto de
presencia en mi puerta para entregarme el ramo del día. Siempre uno distinto y
todos preciosos.
No obstante, según llegan y, después de leer la tarjeta, todos siguen el
mismo camino: el de la basura.
Lo sé, puedo parecer una desagradecida, pero soy de las mujeres que
piensa que, del enemigo, ni agua. Sí, ya, no es así el dicho, ya me lo dijo Mila
cuando la otra tarde me regañó por hacer tal cosa al comentarle lo que hacía
con las flores del mequetrefe, pero yo lo he adecuado a mis circunstancias,
¿vale? Total, que, al final, y como todas las flores van a parar al mismo sitio,
he optado por darle una nueva dirección al repartidor; la del vertedero
municipal de la isla, para que directamente los lleve allí y me ahorre un
trabajo.
Lo siento, soy una arpía, qué le vamos a hacer.
Otro que ha intentado disculparse conmigo, por activa y por pasiva, y
darme una explicación, ha sido Luis, evidentemente me he negado a hablar con
él de asuntos que no fueran de trabajo. Eso sí, le he advertido que, en cuanto
pase la noche de hoy, él y yo tendremos una larga conversación.
Muy, muy larga. Sobra decir que anda firme como una vela y se desvive
haciéndome la pelota, algo de lo que disfruto enormemente porque, sí, Olivia
será la Reina de corazones y mi cuñada Maléfica, pero yo soy la reina de las
arpías y me encanta verlo sobresaltarse cada vez que paso a su lado y
simplemente digo su nombre.
Es para troncharse.
En definitiva, la única que sabe, aparte de Oli y Sheila, que en mi cerebro
se cuece la venganza, es Mila, de momento. No he tenido más remedio que
contárselo porque, como yo todavía desconozco muchas cosas y lugares de la
isla, necesitaré su ayuda para elaborar y llevar a cabo el plan de mi cuñada.
En un principio puso el grito en el cielo y aseguró, con total convencimiento,
algo de lo que yo ya estaba segura: que estoy loca de remate. Luego, como es
habitual en ella, empezó con las dudas y me advirtió de que, si me descubrían,
tendría problemas. «Cómo si no lo supiera», fue mi contestación. No hizo falta
más para convencerla y ahora está tan metida en el ajo como yo. El sonido del
intercomunicador de mi mesa interrumpe mis pensamientos.
—Tienes una llamada por la línea tres, Rebeca—me informa Mila en
cuanto presiono el botoncito.
—¿Línea tres?
—Ajá.
Miro el reloj y sonrío al saber de quién es la llamada.
—Gracias, Mila. Hola, hermanito—saludo tras pulsar el número tres—,
esperaba tu llamada.
—Pues lo siento mucho, pero no soy el capullo de tu hermanito…
—Daniel, qué sorpresa, contigo sí que no contaba.
—Ya lo veo ya. Tu hermano tiene un juicio muy importante y de momento
no podrá llamarte. ¿Qué tal? ¿Estás nerviosa?
—Pues lo cierto es que sí, no es para menos.
—Todo saldrá perfectamente—me interrumpe—, confiamos en ti y en tu
buen hacer.
—Lo sé, y os lo agradezco muchísimo, Daniel, aunque si estuvierais aquí
estaría más tranquila.
—Hicimos todo lo posible por poder acompañarte esta noche, pero, muy a
nuestro pesar, no ha podido ser. De todos modos, quiero que sepas que, aunque
sea en la distancia, estaremos apoyándote, no estás sola, Rebeca.
—Gracias.
—Olivia quiere que te diga que eres la mujer más valiente que conoce y
que no tiene ninguna duda de que conquistarás a todo el mundo. Ah, y que te
quiere—me emociono y suelto la lagrimilla.
—Yo también la quiero, os quiero a todos. Gracias por brindarme esta
oportunidad, espero no decepcionaros.
—No lo harás—asegura—. Bueno, como dicen por ahí, mucha mierda. Te
queremos preciosa.
Lloro a moco tendido después de hablar con él. Les echo tanto de menos…
Me siento tan sola a veces… Daría lo que fuera porque hoy estuvieran junto a
mí, la verdad. Pero soy realista y sé que es complicado… En fin, qué le vamos
a hacer.
Media hora después, salgo de mi despacho y me encuentro a Mila aún allí,
trabajando.
—¿Qué haces todavía aquí?
—Quería terminar de archivar estos dosieres.
—Mila, te dije esta mañana que te fueras a la hora de la comida y no
volvieras.
—Lo sé, pero ya sabes cómo soy—se encoge de hombros—. No podría
disfrutar de la fiesta de esta noche sabiendo que he dejado algo a medias.
—¿Ya has pensado en el seudónimo que usarás? —asiente con una sonrisa
—. ¿Y bien?
—Bambi.
—Oh, me encanta, es tan tierno, tan inocente… Te va que ni pintado—
suelta una carcajada.
—No te fíes de las apariencias, Rebeca, pueden ser engañosas.
Espero a que acabe de recoger su mesa y, juntas, bajamos las escaleras.
Yo, para hacer una penúltima supervisión, seguro que más tarde vuelvo a
bajar, y Mila para irse a casa y ponerse sus mejores galas para la
inauguración. Me despido de ella en la puerta y me dirijo al salón, donde los
nuevos empleados del Lust andan de aquí para allá disponiéndolo todo. Entre
todas las cosas que he hecho estos últimos tres días, la más difícil, ha sido
elegir el personal del club. Espero no haberme equivocado.
Una vez en casa, aunque es tarde, intento comer algo, pero, como tengo el
estómago cerrado, debido a los nervios, decido prepararme un baño e intentar
relajarme. Mientras la bañera se carga y las sales se disuelven en el agua,
saco del armario el vestido que luciré esta noche en la fiesta: un Dior, negro,
de corte sirena, con escote muy pronunciado y algo de cola. Sencillo, elegante
y sexi. Me recogeré el pelo en un moño bajo y luciré unos pequeños
pendientes, a juego con la gargantilla, regalo de mis padres en mi último
cumpleaños, de oro blanco y pequeños diamantes. En los pies, unos zapatos de
finísimo tacón, de aguja, que estilizarán más mi figura y torturarán mis pies,
seguro. Lo dejo todo preparado sobre la cama y el tocador, enciendo el equipo
de música y me meto en el baño.
Cuarenta y cinco minutos, aproximadamente, antes de bajar al salón, y
después de haberme hecho una foto para enviársela a mi cuñada y a Olivia,
con el pulso latiéndome en los oídos y las manos temblorosas, abro la caja
negra que he dejado antes sobre la cama y sonrío al acariciar las plumas, azul
eléctrico, de mi antifaz dorado. Apenas hace un mes que lo he guardado en la
caja y, sinceramente, parece que ha pasado un siglo. Me sitúo frente al espejo
y, con cuidado de no despeinarme, empiezo a deslizarlo… El sonido del
teléfono me sobresalta, dándome un susto de muerte.
—Rebeca—dice Luis en cuanto descuelgo—, tienes que bajar ahora
mismo.
—¿Qué pasa? —me asusta que parezca tan angustiado.
—¡Ha empezado a llover en el salón principal, todo está mojado y
estropeado!
—¿De qué estás hablando? —grito—. ¿Cómo que ha empezado a llover en
el salón? Espero que estés de broma, Luis, porque…
—Ojalá lo estuviera, Rebeca, pero me temo que no es así. Es urgente que
bajes, por favor.
—Ya voy, ya voy.
Cuelgo, cojo las llaves de encima del aparador de la entrada y,
preocupada por lo que pueda estar sucediendo en el salón, y a riesgo de
matarme, bajo las escaleras de dos en dos rogando en silencio que no se haya
roto una tubería y tengamos que cancelar la inauguración. ¿Por qué todo tiene
que pasarme a mí?
¿Es que siempre tengo que quedar en ridículo?
¿A qué maldito santo tengo que encomendarme para que dejen de pasarme
estas cosas?
De esta no me mandan a la luna de una patada en el culo, no; de esta me
mandan a criar malvas al Green-Wood, el cementerio con más historia de
Nueva York.
Llego al hall con la lengua fuera y el corazón desbocado y, al ver al
personal reunido allí, con cara de preocupación, todavía me angustio más, si
cabe. La puerta del salón está cerrada a cal y canto y la miro con terror. Me
acerco presurosa, casi derrapando, y pregunto:
—¿Qué es lo que ha pasado? —sus caras son un poema y se me cae el
alma a los pies.
—No lo sabemos—responde uno de los camareros—, empezó a caer agua
y…
—¿Dónde está Luis?
—Él y Mila están dentro, intentando solucionar el estropicio.
«Maldita sea mi suerte», murmuro dirigiéndome a la puerta y apoyando la
mano en ésta. Tengo tanto miedo a lo que pueda encontrarme del otro lado que
hasta me falta la respiración. Cojo aire y en silencio, me digo: «vamos,
Rebeca, no puede ser tan malo. Sé valiente». Y lo soy, o al menos lo intento,
abro la puerta, me quedo paralizada por la impresión y entonces grito, grito
como una posesa y luego exclamo:
—¡La madre que os pario! ¡Sois unos cabrones!
Mi hermano, mi cuñada, Daniel y Olivia, ataviados con sus mejores galas,
están frente a mi sonriendo y corro hacia ellos con los brazos abiertos y
llorando como una boba.
—¿De verdad creías que te íbamos a dejar sola, hermanita?
Nos fundimos en un brazo y, mientras yo no puedo parar de llorar, no sé si
por el mal rato que acabo de pasar o porque estén aquí, ellos no pueden parar
de reír.
—Casi conseguís que me dé un infarto. Estaba tan acojonada…—los beso
a todos— Y me alegro tanto de veros—sollozo—. Joder cómo me habéis
engañado, qué malas personas sois, pero os quiero tanto…
—Vamos cielo, deja de llorar, estás estropeando el maquillaje.
—Ay, Oli, a la mierda el maquillaje.
Cuando consigo calmarme, vuelvo a abrazarlos y a besarlos y sonrío
agradecida. Soy tan feliz de tenerlos aquí a mi lado…
—Has hecho un gran trabajo, cuñada, esto está precioso.
—Gracias, no hubiera podido hacerlo sin la ayuda de…—entonces me
percato de que, allí, un poco apartados, Luis y Mila nos miran, complacientes
—. Sin ellos nada de esto hubiera sido posible—les hago una señal para que
se acerquen—. Luis, ya conoces a mi hermano y a Daniel, ellas son, Sheila,
esposa de Oliver, y Olivia, esposa de Daniel—hago lo mismo con Mila—.
Gracias a todos por haberme dado esta sorpresa, me habéis hecho muy feliz.
—Siento ser yo quien interrumpa este bonito reencuentro—manifiesta Luis
un rato después—, pero sólo falta media hora para que los miembros del club
comiencen a llegar.
—¿Sólo media hora? —asienten—. Ay, Dios, ¡y yo con esta cara! ¿Me
acompañáis a casa? —pregunto mirando a las chicas.
—Será mejor que subas tú sola, Rebeca, de lo contrario nos darán las uvas
esperando por vosotras, que cuando os juntáis sois un peligro…
—Vale, vale, enseguida bajo.
Mientras me miro al espejo y me retoco el maquillaje, lo tengo claro; voy
a disfrutar de esta noche como si fuera la última, aunque, en realidad, sólo es
la primera de muchas.
CAPÍTULO 16
Las puertas del Lust se abren, oficialmente, a las ocho y media de la tarde,
hora en la que prácticamente empiezan a llegar los miembros del club
ataviados con sus mejores galas y las caras cubiertas de bonitas máscaras, los
caballeros, y preciosos antifaces, con todo tipo de adornos, las señoras. Estoy
emocionada y, los nervios que sentía se han disipado gracias a la presencia de
mi familia. Que mi hermano esté aquí junto a mí, recibiendo a la gente, me da
mucha seguridad y tranquilidad, la verdad. Muchos de ellos, a la vez que nos
saludan, nos van diciendo sus seudónimos; hay de todo: Ariel, El Rey león,
Elsa, Bestia, Bella, que me hace acordarme de la bruja de mi excuñada,
Gastón, Mulán, Eric, Maléfica, «pero esta no es como mi Asturiana», me
susurra mi hermano en cuanto ella se aleja hacia el salón, yo sonrío; como mi
querida cuñada hay muy pocas, por no decir ninguna; casi estoy por asegurar
que ella es única.
Una vez todos, o casi todos, calculo, más o menos, que seremos unas cien
personas en este momento en el salón y con una copa de champán en las
manos, Oliver dice unas palabras que me emocionan, más si cabe, y que me
hacen soltar alguna lagrimilla que otra. Aplaudimos, reímos y, a partir de ahí,
la gente empieza a conocerse, a disfrutar y a divertirse. No sabía que echaba
tanto de menos el Lust hasta este momento en el que, rodeada de gente con la
cara prácticamente cubierta, la música sonando y las conversaciones, esa
sensación de excitación y expectación, que siempre siento en el club, bulle en
mi interior. Suspiro. Sí, lo echaba de menos y ahora ya me siento como en
casa.
Todo va según lo planeado y me encanta ver a la gente tan animada y
comunicativa, tan dispuesta a pasárselo bien. Mi hermano y Daniel, hace rato
que se dedican a saludar a los miembros; Luis y Mila, al igual que yo, están
pendientes de que nada falte y de que el catering contratado vaya sacando los
aperitivos de la cocina, improvisada; y mi cuñada y Olivia, por lo que veo,
mantienen una conversación animada con un grupo de mujeres. Cuando veo
que se quedan solas, me acerco a ellas.
—Os parecerá extraño lo que voy a decir—comenta Oli—, pero tengo la
sensación de no haber salido de Nueva York.
—Yo siento lo mismo—digo—. Lo sentí el día que crucé esa puerta por
primera vez.
—Estoy totalmente de acuerdo con vosotras—mi cuñada llama a un
camarero y nos va entregando una copa a cada una—. Es el momento de
brindar, ¿no os parece? —asentimos y la miramos expectantes—. Porque el
nuevo Lust, de la mano de nuestra pequeña Rebeca, sea todo un éxito—
exclama levantando su copa—, y porque pongas a ese cretino en su sitio y lo
hagas sufrir—suelta una carcajada y nos guiña el ojo—. Por cierto, ¿crees que
está por aquí? —indaga paseando la vista por el atestado salón.
—Pues si te soy sincera, no había pensado en él hasta ahora que tú lo has
mencionado y, no, no creo que esté aquí ya que tiene un club propio del que
encargarse.
—Es una lástima porque me hubiera encantado conocerle y fulminarlo con
mi mirada láser—Olivia y yo reímos al ver esa mirada.
—Pues la verdad, cielo, yo siento curiosidad por saber cómo es…
—Es alto, con un cuerpo de escándalo, pelo oscuro, mirada profunda, boca
pecaminosa, folla de miedo…—suspiro hondo—. Arrogante, prepotente,
vanidoso, estúpido y un gilipollas integral—finalizo.
—Vaya, por un momento pensé que tendría que limpiarte las babas…
—¡Ja! ¡Ja!, muy graciosa.
—Pues con esa descripción, sigo pensando que es una lástima no
conocerlo.
—Tranquila Oli, la próxima vez que le vea, le hago una foto y te la envío.
—Serás capaz…
—Por supuesto que lo soy, ¿lo dudas?
—Si puede ser desnudo, mejor.
—¡Sheila! —protesta Olivia.
—Qué quieres, esto del embarazo me tiene cachonda perdida, hija—las
tres nos desternillamos de risa.
Más tarde, a eso de las doce de la noche, llega el momento de bajar las
luces de intensidad y cambiar el estilo de música para crear un ambiente más
propicio a la seducción, esperando que los miembros se dejen llevar por ella
y se animen a jugar un poco, o un mucho, como ellos quieran, pero que jueguen
y lo disfruten.
Y lo hacen, porque poco tiempo después, algunos miembros empiezan a
desfilar por la puerta del salón con caras pícaras para dirigirse a las
escaleras. Vuelvo con las chicas, que esta vez están junto a la barra y le hago
una seña a Mila para que se una a nosotras.
—¿Todo bien? —le pregunto cuando se sitúa a mi lado.
—Estupendamente.
—Bien, pues ahora divirtámonos que nos lo merecemos.
A lo tonto, y no sé a santo de qué, Olivia empieza a relatarnos la primera
vez que entró en Lust:
—Recuerdo que fue en Albany, estaba tan acojonada que estuve tentada de
no ir, pero como sentía tanta curiosidad, tras haber leído todo aquello en la
página web, ésta me pudo y allá que fui.
—Más que la curiosidad yo creo que fue el morbo—apunta mi cuñada.
—Sí, de eso también había mucho—sonríe.
—Lo primero que hice fue pedirme una copa y, después, ocultarme detrás
de un pilar y observar a todo el mundo, creyéndome invisible.
—¿Y qué ocurrió? —Mila curiosa la mira.
—Ocurrió que conoció a Hércules, el machito del club y también el dueño,
o sea, mi marido—Oli, como siempre, se ruboriza al llegar a esa parte.
—¿Te acostaste con… con… su marido?
—Ajá—responde Oli.
—¿Y a ti no te importó, Sheila?
—Recuerda que aquí en club sólo se usa el seudónimo, Mila, y no, no me
importó ni me importa porque de aquella no nos conocíamos y ahora es agua
pasada, así que… es tontería.
—¡Qué fuerte!
—Sí, chica, muy fuerte, pero así es la vida y que conste que ahora estoy
muy arrepentida de aquello.
—Te lo he dicho mil veces, Oli, por favor, déjate de tonterías, ¿quieres?
—¿Allí conociste a Jack Sparrow?
—No, fue en la siguiente reunión, en Búffalo; recuerdo que llevaba un
sombrero rojo a lo Humphrey Bogart que… —y así, muy animada ella, le
cuenta a Mila la historia mientras Sheila y yo sonreímos.
—¡Madre mía, ¿y resultó ser tu jefe?!
—Como lo oyes.
—Qué romántico—exclama suspirando dramática—. ¿Tu historia con
Hércules también fue así, Maléfica?
—¡Ni de coña!
—Ellos se llevaban como el perro y el gato—explico—, y aquí Maléfica,
no quería ni oír hablar del Lust. Juró y perjuró que jamás de los jamases
pondría un pie en él, pero…
—Escuché una conversación de él y Jack en la que me ponía verde y, la
primera vez que puse un pie en el club, fue por venganza—prosigue mi cuñada
—. Resulta que le dijo a su amigo, después de acostarse conmigo, que yo era
una mujer fría y que no le ponía nada, entre otras cosas; vamos, que me dejó
como el culo.
—¿Y qué hiciste?
—Demostrarle al rubiales que en realidad se moría por mis huesitos.
—¿Cómo? —Olivia y yo nos descojonamos recordando aquello.
—Pues, me planté en Lust y, ni corta ni perezosa, le invité a jugar. Subimos
a una habitación, lo puse más caliente que el pico de una plancha, lo esposé al
poste de la cama, completamente desnudo y lo dejé allí, con las ganas.
—¿En serio? —exclama sin dar crédito.
—Como te lo cuento. Luego llamé a Jack para que fuese a soltarlo.
—¡Madre mía, eres terrible!
—Y total para lo que me sirvió…
—Estás loca por él—aseguro.
—Por eso mismo lo digo, melona, porque la que se muere por sus huesos
soy yo.
—Está claro que el sentimiento es mutuo—murmura Mila—, sólo hay que
ver cómo te mira—las cuatro dirigimos la vista, durante un segundo hacia
donde ellos están para luego seguir con la conversación.
—¿Quién será ése que abraza a tu hermano tan efusivamente?
Noto que se me eriza el bello de la nuca antes siquiera de que vuelva
mirar, aun así, me giro lentamente, sabiendo de antemano lo que me voy a
encontrar; o, mejor dicho, a quién me voy a encontrar, y al cruzarse nuestras
miradas, el corazón me late de prisa y se me reseca la garganta. Desde donde
estoy, no veo con claridad sus ojos, pero sí que noto la intensidad de esa
mirada que, sin que pueda evitarlo, me hace estremecer.
—Es él—murmuro llevándome la copa a los labios.
—Él, ¿quién?
—Pues coño, Oli, él, el lord, el gilipollas integral, el hombre que la trae
de cabeza—susurra Sheila.
—No se le ve bien la cara, pero el tío está de infarto, os lo aseguro.
—¿Tú lo conoces, Mila?
—Sí, lo vi por primera vez en la fiesta de Dolce & Gabbana —bajando la
voz confiesa—, y casi se me caen las bragas del gusto, Maléfica.
Mientras estas tres le hacen una radiografía de cuerpo entero, yo pienso en
una vía de escape, aunque es ridículo porque ya me ha visto y quedaría como
una cobarde, y yo no lo soy.
—Fijaros en ellos, chicas…—nos dice Olivia—. Una mano metida en el
bolsillo del pantalón, en la otra una copa; postura arrogante y altiva… Los tres
parecen cortados por el mismo patrón, ¿no os parece?
—Totalmente de acuerdo, amiga, por lo visto tenemos un imán para atraer
sólo a capullos. Eso sí, unos capullos muy atractivos y que, en el fondo,
cuando se deshacen de toda esa capa de superioridad, son los mejores. A ver
si el Lord va a ser tu media naranja, cuñada…—no contesto y sigo bebiendo
—. Miradla, en estos momentos está en las nubes arrancándole la ropa y
poniéndose cachonda como una perra…
—No digas gilipolleces—medio gruño.
—¿Vas a negarme que te has puesto cachonda contemplándole? —la miro
seria, muy seria—. Si hasta te has pasado la lengua por el labio inferior, ¿no
significa eso que te estabas relamiendo?
—Tú eres idiota y en tu casa ni lo saben—digo molesta.
—Vienen hacia aquí—musita Olivia. Yo trago saliva y bebo un poco más.
—¡Ni se te ocurra escabullirte! —advierte mi cuñada al ver mis
intenciones.
—Cielo—Oli se acerca a mí—, si quieres que el plan de la loca de tu
cuñada de resultado, debes congraciarte con el enemigo, ya me entiendes. De
lo contrario, no servirá de nada tu venganza. Lo sabes, ¿verdad? —asiento.
Tiene razón, si quiero que el plan surta efecto, debo hacerle creer que me
tiene en el bote y me muero por estar con él. Que piense que soy una de esas
mujeres a las que está acostumbrado, de las que dicen que sí a todo sólo por
tenerlo cerca. «Esto no va a funcionar», me digo a mí misma. No, no lo hará
porque me resultará muy difícil dejarme llevar como si no supiera que detrás
de sus intenciones, se esconde una apuesta machista y de neandertales.
Además, tampoco soy una mujer de las que se callan cuando algo no le gusta,
de hecho, mi madre asegura que puedo llegar a hablar hasta debajo del agua;
así que, creo que voy a necesitar encomendarme a algún santo si quiero
vengarme sin sufrir ningún daño colateral, para qué vamos a engañarnos, el tío
está tremendo y, si no fuera tan gilipollas, me enamoraría de él con total
seguridad. Las mujeres somos así, lo complicado nos pone y nos gusta, y
cuando más cabrones, más nos enganchamos. Somos patéticas.
—Chicas, quiero presentaros a alguien—anuncia mi hermano muy
sonriente—. Conocí a este hombre en la universidad y, desde entonces, tengo
el honor de contar con su amistad.
—Pues vaya cosa…—farfullo.
Oli y Sheila me reprenden con la mirada, mi hermano me fulmina con la
suya, y, él, me deja ver esa sonrisa que tanto detesto. «Esto no va a funcionar»,
me repito.
—Ella es Maléfica, mi esposa—prosigue mi hermano—, la mujer de la
que te hablé.
—Así que tú eres la asturiana, tenía muchas ganas de conocerte—saluda
complacido.
Observo con atención a mi cuñada, esperando ver aparecer esa mirada
láser de la que tanto presume porque te deja noqueado, pero ésta, no sé por
qué me sorprende, brilla por su ausencia.
—Ella es Reina de corazones, la esposa de Jack Sparrow.
—También he oído hablar mucho de ti, es un placer conocerte—ésta lo
mira embobada y sonríe.
—Y ellas son, mi querida hermana, Pocahontas y Bambi, aunque supongo
que ya las conoces…
—Supones bien—manifiesta saludando a Mila—. Esta es la tercera vez
que nos presentan, querida—murmura taladrándome con sus ojos—. qué suerte
la suya.
—Yo no estoy tan segura… ¿Y bien? ¿A quién tengo el gusto de saludar?
¿Cuál de sus personalidades se ha traído hoy? ¿Al engreído Theodore, al
pomposo Lord o.…?
—Rebeca… Las normas—masculla mi hermano.
—Lo siento, pero no sé cuál es su seudónimo—digo encogiéndome de
hombros.
—Tarzán. Mi seudónimo es Tarzán.
—¿Tarzán? ¿En serio? —asiente—. Pues que quiere que le diga, le pega
más el del mono que lo acompañaba, ¿cómo se llamaba? —los miro a todos y
al ver las caras de Sheila, Oli y Mila empiezo a arrepentirme de no controlar
mi impulsiva lengua.
—Era una mona y se llamaba Chita—responde tan tranquilo—. Le
confieso que pensé en ponerme ese seudónimo porque últimamente he hecho
mucho el mono, pero al final no me convenció. Además, estará de acuerdo
conmigo en que el taparrabos me quedaría de miedo—todos le ríen la gracia
excepto yo.
—Vaya… veo que alguien ha encontrado la horma de su zapato—se guasea
mi hermano.
—Qué coincidencia, alguien, no hace mucho, me dijo a mí lo mismo. ¿Cree
que estarán en lo cierto, querida? ¿Seremos la horma de nuestro zapato? Yo no
tendría ningún problema en comprobarlo.
Por supuesto que el muy cretino está dispuesto a comprobarlo, ¿de qué otra
manera iba a ganar la maldita apuesta si no? Será…
—¡Ay! —se queja mi cuñada llevando la mano al vientre.
—¿Estás bien, cariño? —la preocupación de mi hermano no tarda en
dejarse ver.
—Sí, creo que sí, necesito ir al aseo.
—Está bien, vamos, te acompaño.
—No, mi amor, tú quédate aquí, ya me acompaña tu hermana, ¿verdad,
Rebeca?
—Claro, claro, ven, es por aquí.
En cuanto cruzamos la puerta del aseo y la cerramos tras nosotras, su
mirada láser aparece y me señala con el dedo.
—¡Así no, Rebeca! ¡Así no! —la madre qué la pario, estaba fingiendo—.
¿Quieres que el lord pierda la apuesta si o no? Porque desde ya te digo que
con esa actitud no lo vas a conseguir. Entiendo que es complicado hacer como
si nada, pero si quieres que el plan de resultado, tienes que cambiar el chip,
¿me oyes?
—Lo sé, aun así…
—Aun así, nada, ¡nada! O haces las cosas bien o no las hagas—asiento—.
Bien, ahora voy a entrar al baño porque tus sobrinos me aplastan la vejiga y
estoy que me meo toda.
Cuando volvemos al salón, mi hermano nos informa de que Tarzán ha
recibido una llamada y ha tenido que irse, yo respiro aliviada. Necesito un
poco más de tiempo para mentalizarme de lo que voy a hacer porque, por si no
lo he dicha ya, que creo que sí, esto no va a ser nada, pero nada fácil.
CAPÍTULO 17
Qué malo deber de ser eso de sentirse culpable, y que efectivo, porque
veinticuatro horas después de mi digamos, chantaje emocional a Luis, éste,
deja sobre mi mesa una invitación al Libertine para el día siguiente. Lo miro y
sonrío con regocijo.
—Qué rapidez…
—Bueno, dijiste que me pusiera con ello cuanto antes y aquí la tienes.
—¿Cómo la has conseguido? —indago.
—Hablando con Arthur y, evidentemente, contándole una mentira.
—Por lo que tengo comprobado, mentir se te da bien, así que imagino que
no te habrá costado mucho inventar una historia.
—Vas a recordarme lo que hice cada vez que tengas ocasión, ¿verdad?
—Dejaré de hacerlo cuando crea que tienes tu deuda saldada conmigo. No
suelo ser una de esas personas a las que les gusta meter el dedo en la llaga,
pero confieso que contigo hago una excepción porque me encanta ver lo mal
que te sientes.
—Ya me doy cuenta.
—¿Y bien? —inquiero—. ¿Cuál es la historia? —me mira sin comprender
—. Me refiero a la que le has contado a Arthur, no quiero meter la pata si me
preguntan y dejarte con el culo al aire. Al contrario que tú, suelo respaldar y
proteger a mi equipo. Me disgusta que por mi culpa puedan quedar en
evidencia y sentirse avergonzados.
—Tienes lo que querías, ¿no puedes parar ya con eso? No necesitas
recordarme cada dos por tres lo que hice, Rebeca, lo sé perfectamente,
créeme.
—Ya te lo dije, cuando tu deuda esté saldada con…
—¿Y cuándo será eso? —me interrumpe.
—Pues si mal no recuerdo, dentro de tres semanas y media. Fecha límite
para que esta charada de reto, o apuesta, termine. Hasta entonces, consideraré
que por tu traición estarás a mi merced para lo que precise.
—Qué suplicio, se me va a hacer eterno—exclama resoplando.
—Mejor, así lo tendrás en cuenta la próxima vez que se te ocurra
engañarme y traicionarme.
—Cómo si fuera a olvidarlo…
—Venga, deja de quejarte, que no te pega, y cuéntame.
Y lo hace. Durante unos minutos, escucho con atención la magnífica
historia que se ha inventado para explicar mi presencia en el club; es buena y
parece bastante creíble. Me gusta.
—O sea que mañana vas a acompañarme…—digo.
—Por supuesto, ni de coña te dejaría ir sola. Eso sí, quedaré contigo allí y,
una vez dentro, comenzaremos con el paripé. ¿De verdad estás segura de que
quieres hacer esto? Porque no me importa hacerlo a mí por ti, Rebeca, te lo
debo.
—Gracias por tu preocupación, pero llega un poco tarde. Yo lo haré.
—Eres consciente de que habrá muchas cosas que no podrás hacer estando
allí, ¿verdad?
—Lo soy.
—Está bien, si lo tienes claro, no tengo nada más que decir. Sólo espero
que, una vez que estés dentro del club, no te dejes llevar por tu temperamento
y metas la pata.
—Tranquilo, sabré controlarme.
—Eso espero.
«¿Y cómo vas a hacerlo?», me pregunto a mí misma una vez que me quedo
sola en el despacho. «Porque, precisamente, no eras una persona que sepa
controlarse, Rebeca, eres demasiado impulsiva…». «¿Estás segura de esto?».
La verdad es que no, que no estoy segura de nada, pero ¿de qué otra manera
podría acceder al club sin arriesgarme tanto? «No hay otra manera de
hacerlo», me respondo empezando a sentir taquicardias. Me llevo la mano al
pecho a la vez que inspiro y espiro, varias veces, hasta controlar los latidos de
mi desenfrenado corazón e intento animarme. «Todo saldrá bien. Todo saldrá
bien. Todo saldrá bien».
Mas tranquila, compruebo en mi correo el destino del pedido que hice la
semana pasada por internet, y que voy a necesitar para mañana, y según la
información de la página web donde lo hice, debería de llegar hoy antes de las
dos de la tarde. Eso espero, porque, de lo contrario, a ver dónde encuentro yo
aquí en la isla complementos de la época victoriana. A continuación, llamo a
Mila para que entre en mi despacho.
—Ya la tenemos—anuncio en cuanto entra mostrándole la tarjeta.
—¿Qué es eso?
—Mi pasaje al Libertine.
—¿Ya?
—Ajá.
—¿Para cuándo es?
—Aquí pone que para mañana, pero Luis me ha explicado que, como le ha
contado a Arthur que estoy de paso por la isla, podré utilizarla hasta que me
vaya.
—¿Mañana?
Se ha puesto nerviosa y ha empezado a tamborilear con el bolígrafo sobre
el reposabrazos de la silla, algo que consigue enervarme a mí también.
—¿Qué pasa, Mila? —me mira y titubea.
—Pasa que mi madre no ha terminado con eso… ya sabes—hace un gesto
con la otra mano—. Y la amiga de mi prima, tampoco. Aún quedan cosas por
matizar de lo que ya hablamos y no sé si le dará tiempo, Rebeca, ese trabajo
lleva mucho tiempo.
—Pero hace más de una semana que lo encargamos, Mila.
—Sí, lo sé, pero tienes que comprender que debe quedar perfecto. No
puede tener ningún fallo—se pone en pie de un brinco—. Voy a llamarlas
ahora mismo—y sale de mi despacho dejándome con la boca abierta sin poder
replicar. Ella y sus neuras.
Todavía no he tenido tiempo de cerrar la boca, cuando vuelve a entrar con
el teléfono pegado a la oreja, haciendo aspavientos con las manos y
conversando a gran velocidad. Sólo de observar su ir y venir, de un lado al
otro de mi despacho, mientras habla, me agota. ¡Joder, menuda energía tiene!
¿Será para todo así? Ni siquiera consigo llegar a pensar en una respuesta
porque, la hiperactiva mujer que tengo a mi alrededor y por todas partes a la
vez, me está mirando fijamente y asintiendo con la cabeza.
—Sí, mamá, sí… ¿Estás segura?… Eso sería perfecto… Sí, enseguida
vamos… Adiós.
—¿Qué te han dicho? —pregunto con miedo.
—Nos vamos a comer a casa de mi madre, hay demasiadas cosas por
hacer si mañana quieres ir a ese club.
—Mila, sólo son las once de la mañana—protesto.
—¿Y? El tiempo vuela, Rebeca. ¡Vamos, espabila y muévete!
Cómo para no moverse con esa cara de loca desquiciada que tiene; jolín,
que parece que le acaban de inyectar un estimulante para elefantes o algo así.
—Mila—susurro conteniendo una carcajada—, relájate, das mucho miedo.
—Si quieres verme relajada mueve el culo de una santa vez.
Obedezco al instante, no vaya a ser que se le desencaje el cuello y su
cabeza empiece a dar vueltas cual niña del exorcista, y cojo el bolso que está
colgado en el perchero, junto a la puerta, para seguirla sin rechistar. Se para
en su mesa, yo detrás; recoge sus cosas: móvil, bolso y una chocolatina, yo
detrás; camina hasta la puerta del despacho de Luis, la abre y asoma la cabeza,
yo detrás.
—Luis—medio grita—, desde ahora estás al mando. Llámanos si nos
necesitas—y sin esperar respuesta, vuelve a cerrar la puerta y se gira, dándose
de bruces conmigo que, evidentemente, estoy detrás.
—Me estás asustando, Mila…—intento hablar.
—Lo sé, cuando me pongo así doy mucho miedo, pero créeme, esta tarde
me darás las gracias por ello.
Sus tacones y los míos repiquetean en el suelo de parqué por todo el
pasillo, hasta las escaleras, donde quedan amortiguados por la alfombra que
las cubre; y vuelven a oírse, dos segundos después, en el hall y hasta la puerta.
En lo que ha durado el recorrido desde los despachos hasta aquí, ni una sola
vez he conseguido caminar a su lado, y no es por nada, pero llevo la lengua
fuera de intentarlo, coño.
Para cuando quiero llegar a casa, bastantes horas después, Mila ha
conseguido sumirme en un estado tal de nerviosismo que no sé si voy o si
vengo. Me siento agotada, en todos los sentidos y no puedo ni con el alma.
Además, me pica el cuerpo y la cara, creo que el material que han utilizado
para hacer lo que encargamos, me produce alergia. Sólo espero que, Ana, la
madre de Mila, tenga razón en su teoría y mañana no me salga un sarpullido
estando en el Libertine, de lo contrario, me echarán a patadas de allí y me
declararán persona non grata en varios kilómetros a la redonda.
El agua caliente de la ducha desentumece mis músculos y, aunque en mi
cabeza sigo escuchando la voz, demasiado estridente y autoritaria, de Mila,
dando órdenes aquí y allá, empiezo a relajarme, al fin, y suspiro. Qué agobio
de día, por Dios. Rezo para que no sea así cada vez que tenga que ir al maldito
club de caballeros porque si no… Me enjabono el cuerpo y luego me lavo el
pelo con parsimonia, masajeándome bien la cabeza para eliminar el resto de
tensión acumulada y me aclaro, toda yo, con abundante agua. Estoy acabando
de ponerme el pijama cuando llaman al timbre de la puerta. Pongo los ojos en
blanco. ¿Qué querrá Luis ahora?
—Una empresa de paquetería ha traído esto para ti—dice en cuanto abro
la puerta depositando en mis manos una caja—. Ah, y tu novio vino al medio
día buscándote, quería comer contigo. Le he dicho que estabas resolviendo,
ciertos asuntos, con Mila. Me ha pedido tu número de teléfono y se lo he dado,
espero que no te moleste, pero bastante estoy metido ya en todo esto como
para encima haceros de recadero.
—¿Eso que detecto en tu voz es sarcasmo?
—Todo este asunto me tiene hasta las pelotas y lo siento, no puedo
disimularlo.
—Bueno, haberlo pensado antes de involucrarte con tu silencio y
complicidad.
—Sí, ya, lo que tú digas. Hasta mañana.
Me deja allí plantada, sin darme opción a replicar ni a dejarle claro que
Theodore James no es mi novio. «Pues sí que parece molesto, sí», pienso
cerrando la puerta y evaluando la caja. La pongo encima de la mesa del salón,
la abro ansiosa, y voy sacando de ella los complementos que compré en la
página web, observando cada cosa con minuciosidad. Todo está correcto y
sonrío. «Madre mía en la que te estás metiendo, Rebeca», me digo y me pongo
frente al espejo para probarme algunas de las cosas y, cuando veo mi reflejo
en éste, no puedo evitarlo y me desternillo yo sola.
Mi teléfono suena en alguna parte, sobresaltándome, y lo busco. Está en la
cocina, sonando insistente. No conozco el número que sale reflejado en la
pantalla, pero intuyo de quién es y, muy a mi pesar, el cosquilleo del estómago
hace acto de presencia.
—¿Sí? —pregunto.
—Hoy he ido a verte y no estabas…
Siempre que escucho su voz, ronca y sensual, se me eriza el bello de la
nuca y un no sé qué me recorre de pies a cabeza. «¿Qué me está pasando?».
—… Y me he quedado con las ganas.
—¿Con las ganas de qué? —me sorprendo preguntando.
—Con las ganas de comer, por supuesto—responde socarrón.
—Entonces supongo que estarás muerto de hambre.
—No sabes cuánto… Por ser tú, te dejo que me invites a cenar y acabes
con esta agonía hambruna…
—Lo siento mucho, mi querido conde engreído, pero, como diría mi amiga
Oli, va a ser que no.
—¿Y puedo saber por qué?
—Porque simple y llanamente, no me apetece—miento.
Apetecer claro que me apetece, no tanto cenar como verlo, no obstante, no
quiero que crea que estoy a su disposición con sólo chasquear los dedos.
—Eres mala y cruel, y no tienes compasión al dejarme con el estómago
vacío.
—Milord, vaya a esa estancia que llaman cocina, habrá el frigorífico y
sírvase, yo invito—su carcajada me hace reír a mí también.
—¿Y mañana?
¿Mañana? Mañana estaré demasiado ocupada preparándome para ir a su
club y apostar por mí. Evidentemente me lo callo e invento una excusa para no
verlo.
—Lo siento, pero mañana tampoco podrá ser.
—Rebeca, ¿estás tratando de evitarme? —parece molesto.
—Para nada…
—Muy bien, entonces pasaré a buscarte a la hora de la comida—y cuelga
antes de que pueda negarme. ¡Será cabrón!
Más tarde, ya en la cama, pienso en todas las cosas que Luis me dijo sobre
los motivos de Arthur Preston para retar a Theodore y, no puedo evitar
hacerme preguntas. ¿Realmente sentirá algo por mí o sólo soy un
entretenimiento que le aportará un beneficio? ¿Hasta dónde es capaz de llegar
por proclamarse ganador? ¿Todo su interés es ficticio? Preguntas para las que
no tengo respuesta y me hacen dudar. Dudar, entre otras muchas cosas, sobre
mi capacidad para llevar a cabo, hasta las últimas consecuencias, y sin salir
escaldada, el plan de mi cuñada.
CAPÍTULO 22
Cada vez que pienso en lo cerca que he estado de confesar quién era y
meter la pata, cuando la noche anterior lord James insinuó que ya me conocía,
me dan ganas de darme de cabezazos contra la pared. Afortunadamente Luis
anduvo fino y lo evitó viniendo en mi rescate; si no fuera por él, se hubiera
montado una buena, fijo. Confieso que los pocos minutos que tardó en
aparecer fueron agónicos para mí porque, Theodore, con esa mirada tan oscura
y ese gesto enfurruñado, parecía decir a las claras que sabía perfectamente que
era yo. Gracias a Dios no era así, lo tuve claro con la intervención de mi
compañero.
—Primo Bennet, pensé que ya estaba en el salón… ¿Pasa algo? —
Preguntó mirándonos a uno y otro con interés.
—Le estaba diciendo al señor Bennet que tengo la sensación de que ya nos
conocemos, le preguntaba si eso era posible.
—Bueno, mi primo es de Londres, puede que alguna vez se hayan cruzado
en alguna de sus calles. Aunque dudo que su aspecto estando allí sea el mismo
que el de hoy; imagino que no acostumbra a llevar este atuendo normalmente,
¿me equivoco? —sonrío aún con el miedo metido en el cuerpo y niego con la
cabeza.
—Creo que tiene razón, Luis, no sé por qué se me metió en la cabeza que
ya nos habíamos visto. Mis disculpas, señor Bennet—le quité importancia con
un gesto de la mano y me fui con Luis. Él se quedó a nuestras espaldas,
observándonos.
—No vuelvas a separarte de mí, ¿entendido? Casi la cagas.
—Tienes razón, estuve a puntito de…
—¿Quieres cerrar la puta boca? —enfadado me guio al salón y allí
estuvimos parte de la noche viendo a los caballeros despilfarrar su dinero en
juegos varios.
No sólo me dediqué a mirar como jugaban los demás; por decirlo de
alguna manera, también estuve controlando a lord James, que se entretenía en
una de las mesas con un grupo de chicas y con Arthur; y, al hacerlo, me di
cuenta de algo importante que jamás pensé, por mi forma de ser, que yo
pudiera experimentar.
Sucedió cuando una de las féminas, muy descocada ella y con los pezones
sobresaliendo del escote de su vestido, si a eso que llevaba se le podía llamar
vestido, claro, se sentó en su regazo y le echó los brazos al cuello.
En ese momento sentí algo raro en el centro del pecho que no supe definir,
pero que no tardé mucho en darle nombre. ¡Celos! Sí, unos celos irrefrenables
que se atoraron en todo mi ser, impidiéndome respirar. Lo tuve claro cuando la
mujer, sin ninguna duda, una cortesana en toda regla sacó su lengua a pasear
por el lóbulo de la oreja del lord mientras le acariciaba el pecho con descaro.
¡Maldita zorra! Él reía y parecía estar muy a gusto recibiendo tantas
atenciones; eso hizo que lo viera todo del color de la sangre. ¡Rojo! ¡Maldito
bastardo! Apreté los dientes y rebufé.
—¿Se puede saber qué te pasa?
Al ver que no contestaba, Luis siguió la dirección de mi mirada y sonrío,
el muy capullo.
—Ya veo… Será mejor que te calmes y no te dejes llevar por los celos.
—Yo no estoy celosa—mascullé.
—Y yo veo unicornios rosa llenos de purpurina por todas partes…—lo
fulminé con la mirada—. Señor Bennet, recuerde que está operado de un
nódulo en la garganta y no puede hablar—me reprendió.
Luis tenía razón, o me tranquilizaba o todo se iría al traste. En lo que
llevábamos de noche, esta era la tercera vez que cometía la estupidez de
dejarme llevar y correr el riesgo de quedar con el culo al aire y no cumplir
con mi propósito, que no era otro que apostar por mí. Bueno, la primera había
sido el error de traer el teléfono y dejarlo encendido… Respiré hondo, varias
veces, pero el aire se había vuelto demasiado denso y no me llegaba a los
pulmones.
—¿Por qué no aprovechas, ya que todos parecen estar muy entretenidos,
para hacer tu cometido? Yo me quedaré aquí para cerciorarme de que nadie te
sigue—de nuevo tenía razón y asentí.
Hice a un lado ese sentimiento recién descubierto en mí, ya pensaría en
ello con detenimiento más tarde, y antes de salir del salón, miré a la mesa del
lord. Él y Arthur estaban solos. Sonreí para mis adentros, aliviada. ¡Patética!
—Yo que usted apostaría por mí, señor Bennet—cansada de que cada vez
que me acercaba al libro alguien me interrumpiera se me crisparon los
nervios.
Me giré para comprobar que en esa ocasión era Arthur y no el lord el que
estaba detrás de mí. Estaba claro que Luis vigilando era un completo desastre.
Saqué el bloc de notas y escribí:
—«¿Es que hay alguna apuesta en curso, señor Preston?».
—Sí, una que nos atañe a mí y a lord James…
—«¿A qué se refiere?».
En cinco minutos me resumió en qué consistía el reto. Básicamente lo
mismo que yo ya había leído y que Luis ya me había contado con anterioridad.
—«¿Y ella lo sabe?».
—Lo cierto es que no…
Que me respondiera con ese pasotismo me molestó.
—«¿Y le parece justo implicar a alguien en una apuesta sin advertirle
primero?».
—En la vida hay demasiadas injusticias, señor Bennet.
—«Cierto, y por si fueran pocas, ustedes contribuyen a añadir algunas
más».
—Sólo es un juego…
—«Uno en el que, por lo que veo, sólo ustedes se divierten y sacan
provecho».
—¿Qué quiere decir?
—«Me refiero a que, si los que han apostado por lord James ganan, se
repartirán la friolera cantidad de quince mil euros, y, a la inversa si el que
gana es usted… Dígame, ¿qué gana ella? Porque por lo que he leído aquí,
nadie se ha dignado a apostar por esa mujer».
—Como ya sabrá, señor Bennet, este es un club de caballeros en el que las
damas no tiene cabida…
—«Lo sé, pero sin esa dama este reto no existiría, ¿cierto?».
—Cierto. Veo que es usted un firme defensor de las mujeres…
—«Sin ellas nosotros no existiríamos, señor Preston».
—Apueste usted por ella entonces… Aunque desde ya le digo que será en
vano.
—«¿Y por qué está tan seguro?»
—Porque tanto lord James con la señorita L. H. están hechos el uno para el
otro, sólo es cuestión de tiempo que ellos mismos se den cuenta; al fin y al
cabo, ese es mi cometido con esta apuesta; que ellos reconozcan que están
enamorados, al menos mi buen amigo lord James.
Y lo hice.
Sí, en aquel mismo momento y delante de sus narices, plante mi nombre,
bueno, no el mío sino en del señor Bennet, en la larga lista, y también una
cantidad nada despreciable de dinero porque, por muy seguro que él estuviera
de que no tenía nada que hacer, evidentemente se equivocaba. En aquella
pantomima sólo iba a haber un ganador y, ese sin ninguna duda, sería yo. ¡Se
iban a quedar muertos!
A mi regreso al salón, Luis me hizo un gesto con la cabeza para que me
acercara a él y al grupo de caballeros que rodeaba a lord James. Según me iba
aproximando a ellos, me di cuenta de que la conversación que estaban
manteniendo me interesaba particularmente porque, sí, hablaban de mí con
total libertad.
—Lord James—estaba diciendo un hombre rubio y feo—, nos ha dicho un
pajarito que ha llevado a L. H. a cenar al restaurante “El Barco”, buena
elección, sí señor, muy romántico.
—¿Ahora me han puesto un espía o algo así? —parecía enfadado y taladró
a Arthur con la mirada.
—Bueno, milord, tiene que comprender que, ya que algunos hemos
apostado por usted, debemos de cerciorarnos de que no se nos engaña, ya me
entiende… —dijo otro de los caballeros soltando una carcajada.
¡Neandertales!
—Lo que empiezo a entender es que están llevando esto demasiado lejos,
caballeros…
—¿Va a echarse atrás, milord? —lo interrumpió el rubio feo.
—¿Y dejar que el señor Preston se alce con la victoria? ¡Ni de coña! —
aseguró tajante.
Empecé a notar el sabor amargo de la bilis ascendiendo por la garganta y
supe que en cuanto llegara a la boca lo escupiría. Luis que no me quitaba el
ojo de encima y lo vio venir, se acercó a mí.
—No sé usted, primo Bennet, pero yo estoy cansado y mañana debo
trabajar. Tengo una jefa que es demasiado exigente y no le gustará saber que si
no rindo en la oficina es por haberme pasado toda la noche de juerga.
Saqué el reloj de bolsillo que llevaba, una reliquia comprado para la
ocasión en una casa de antigüedades, y asentí. Mejor irme ahora y poder
volver otro día que no vomitarles encima todo lo que pensaba de ellos y me
prohibieran la entrada de por vida. Ya llegaría el momento de ponerlos a todos
en su sitio.
Lo primero que hice al llegar a casa fue quitarme todo lo que llevaba
encima y correr al baño; era lo que tenía llevar el cuerpo entero cubierto de
goma espuma, que no podía hacer mis necesidades cuando quería y digamos
que estaba un pelín apurada después de pasar varias horas en un club de
caballeros. Luego me di una ducha y me acosté. Fue la primera noche de mi
vida, que yo recuerde, en la que no pude pegar ojo. ¿Y por qué? Pues porque
descubrir que lo que sentí al ver a la cortesana acariciando y saboreando al
lord a su antojo, me hacía verlo todo de color rojo sangre, y que no eran otra
cosa que celos, me quitaba el sueño y me daban ganas de abofetearme, lo juro.
No, no es dramatismo, es la pura verdad. Lo sé, puedo parecer un poco
exagerada, pero… ¿Celos? Por Dios, que esa palabra iba encadenada a otra
que me asustaba bastante y que no pensaba pronunciar en voz alta, ni muerta.
Al menos no mientras existieran tantas dudas pululando en mi cabeza. Pero
como debo de ser masoquista, y en vista de que no podía dormir pensando en
el tema, traté de analizar uno a uno todos mis encuentros con Theodore, Theo
para los amigos, y un grano en el culo para mí, tratando de averiguar dónde se
había producido el cambio y lo supe enseguida: en la fiesta de Dolce &
Gabanna.
Cuando lo conocí en Londres, detesté esos aires de superioridad, de
arrogancia, de prepotencia… Hasta su sonrisa, esa que me hace estremecer,
por mucho que me pese. No obstante, debo ser sincera y reconocer que
también me atrajo por lo mismo, eso y que el hombre está muy, muy potente,
vaya. Nuestros primeros encuentros fueron un tira y afloja constante; duelos
verbales que no voy a negar que, aunque en un principio me sacaban de quicio,
también me gustaban; aun así, yo lo tenía bastante claro: sólo era sexo, nada
más. Pero aquella noche, en el barco, y en uno de mis peores momentos, todo
cambió, ahora lo sé. En mi cerebro apareció refulgiendo la palabra ¡danger! Y
me acojoné.
Seguía con los ojos como platos cuando la alarma del despertador sonó en
la mesilla de noche. De mala gana le di un manotazo y salí de la cama directa
a la ducha, la necesitaba urgentemente. Una hora después estaba sentada a la
mesa de mi despacho, tratando de hacer algo útil, cuando Mila, sonriente,
entro él. Su cara se transformó al ver el gesto de la mía y preguntó:
—¿Qué ha pasado? ¿Te han pillado? —se sentó frente a mí, tamborileando
con los dedos en una de sus piernas. Ya estaba nerviosa.
—No, nada de eso, aunque poco faltó, la verdad.
—¿Entonces? ¿A qué viene esa cara de funeral? —indagó.
—Viene a que no he pegado ojo en toda la noche—respondí desganada.
—¿Y eso por qué? ¿Estás enferma?
—No, lo que pasa es que he descubierto algo y estoy acojonada, Mila…
—Explícate.
Y lo hice, con todo lujo de detalles.
—¿Por qué te da tanto miedo pronunciar esa palabra, Rebeca?
—Porque si lo hago se volverá más real.
—Que no lo hagas no significa que no lo sientas, lo sabes, ¿verdad? —dije
que sí con la cabeza—. ¿Y qué vas a hacer al respecto?
—No lo sé… Si no existiera la apuesta, supongo que dejarme llevar, pero,
visto lo visto, no quiero arriesgarme, ¿entiendes? Tengo miedo.
—Lo entiendo, pero el que no arriesga no gana…
—¿A qué te refieres? —la corté.
—Me refiero a que, ya que sin comerlo ni beberlo estás dentro del juego,
pues chica, aprovéchalo para llevarlo a tu terreno. Si estás segura de lo que
sientes, haz que se vuelva loco por ti de tal manera que, cada vez que una de
vuestras citas termina y te deje en la puerta de casa, tenga inmediatamente las
ganas de volver a verte, de sentirte…
—No había pensado en eso.
—Pues plantéatelo.
—¿Y si no funciona?
—Al menos lo habrás intentado, ¿no?
Mila tenía razón y yo estaba dispuesta a poner toda la carne en el asador,
así que, por si esta noche él aparece en el Lust, me he vestido especialmente
para que, en cuanto me vea, no pueda apartar los ojos de mí.
CAPÍTULO 25
Tengo un dilema, sí, uno muy grande y por culpa de una propuesta que
Theodore me hizo el domingo, cuando en la madrugada nos despedimos en la
puerta del Lust. Me dejó con la boca abierta y sin saber qué decir, y, ahora, no
dejo de darle vueltas porque he de darle una contestación, pero ¿cuál? Eh ahí
el dilema.
Sobra decir que pasamos las tres noches del fin de semana juntos, pero me
da igual, lo digo de todos modos porque me encanta recrear en mi mente esos
momentos de desenfreno, de lujuria y de pasión, con él. ¿Masoquismo?
Probablemente, porque al hacerlo, me pongo cardíaca y sin poder dar rienda
suelta a mi calentamiento corporal, quedándome con las ganas. Sí, así es,
cuantos más días paso en su compañía, más ganas de él tengo, lo confieso.
Bueno, a lo que iba porque, me pongo a echar polvos mentales con ese hombre
y me pierdo, la verdad.
Total, que, el domingo, después de darnos una ducha, conjunta, y volver a
ponernos decentes, abandonamos la habitación y, cogidos de la mano, igual
que una pareja de las de verdad, bajamos al hall donde, salvo los limpiadores,
ya no había un alma. Allí remoloneamos un poco, haciendo a propósito que, el
corto recorrido hasta la puerta durase un poco más. Una vez en ésta, aún
cerrada, apoyó su frente en la mía y, acariciando mis brazos con lentas
pasadas de arriba a abajo, suspiró:
—Mañana me voy a Londres y estaré allí toda la semana.
—¿Toda la semana?
—Sí, hasta el próximo domingo.
—Bueno, entonces al fin podré librarme de ti y de tus dos amigos—enarcó
una ceja y me miró sin comprender a quiénes me refería—. Ya sabes, lord
James y Theodore—rio con ganas.
—Pues yo tengo la esperanza de, al menos, poder verte el fin de semana…
—Me estás diciendo que no vendrás hasta el domingo… ¿Cómo vamos a
vernos?
—Verás, mis padres darán una fiesta el sábado para celebrar sus bodas de
oro y me gustaría que tú fueras mi acompañante—ahí fue cuando se me abrió
la boca.
—¿Yo? —Pregunté incrédula—. Pero… Pero…
—Sí, tú.
—¿Por qué?
—¿Cómo que por qué? Eres mi pareja, Rebeca, y…
—¿Tu pareja? —lo interrumpí.
—No sé tú, pero yo te considero mi pareja y, como tal, me encantaría que
pasases el fin de semana conmigo allí y así poder presentarte a mi familia.
«¡Ay, Dios! ¿Me considera su pareja y quiere presentarme a su familia?»,
pensé horrorizada y esperanzada a la vez.
—Pero… Pero…—joder, no me salían las palabras.
—Mira, no es necesario que me respondas ahora, tú piénsalo, ¿vale?
Iremos hablando por teléfono, porque pienso llamarte cada día, y cuando lo
tengas decidido me dices. Yo quiero que vayas, lo deseo con toda el alma—
susurró sobre mis labios—, pero no te presionaré y respetaré tu decisión—
nuestras miradas se encontraron y tragué saliva antes de que me besara.
Luego, simplemente me quedé allí, parada frente a una puerta por la que él
acababa de salir, sin poder reaccionar.
Esa noche, antes de quedarme dormida, me hice un montón de preguntas
que, evidentemente, quedaron sin respuesta. Preguntas como: ¿Se había vuelto
loco? ¿De verdad me consideraba su pareja o, aquello formaba parte de su
estrategia para ganar la apuesta? Y si era una estrategia, ¿por qué llevarme a
una celebración tan especial? ¿Por qué querer presentarme a su familia? Y si
no lo era, ¿no sería muy precipitado presentarme en Londres para asistir a una
reunión familiar de aquella índole? Coño, que apenas hacía tres meses que nos
conocíamos… Me levante varias veces a caminar de un lado a otro de la
habitación, las malditas dudas por culpa de la apuesta iban a sacarme canas y
volverme tarumba. Finalmente cerré los ojos, no sin antes pensar en la
reacción que tendrían Oli, mi cuñada y Mila, cuando les contara estos últimos
acontecimientos.
La primera en saberlo fue Mila, se lo dije el lunes a primera hora de la
mañana, frente a un café y unas tostadas, en la cafetería de al lado del club. Su
reacción fue… ¿cómo decirlo? Primeramente, se atragantó y, después, le faltó
tiempo para ponerse a batir las palmas y a dar saltos de alegría, como si le
hubiese tocado la lotería o algo así; hasta le brillaban los ojos por la emoción
y todo.
—Dime que vas a ir, por favor, dímelo—suplicó la muy puñetera.
—No lo sé, Mila, esta no es una decisión que se pueda tomar a la ligera,
hay mucho en juego.
—¡Venga ya! Es una oportunidad de oro para conseguir tus propósitos,
Rebeca, piénsalo. Estaréis solos el fin de semana.
—Su familia también estará allí, ¿recuerdas?
—Cuando digo solos me refiero a sin nadie de aquí: ni Arthur Preston, ni
Luis, ni yo… Tampoco estará la presión del Libertine, la apuesta, el Lust…
¿Me sigues? Ese fin de semana puede ser decisivo para aclarar tus
sentimientos y todo lo demás.
—Mis sentimientos están claros desde hace días, Mila.
—¿Y puedo saber cuáles son?
—Estoy enamorada de Theodore James, hasta las trancas—casi me deja
sorda de los gritos que pegó, la muy loca.
—Pues entonces deja de darle vueltas y a por él, nena.
«Sí, es muy fácil decirlo cuando no eres tú la que se juega lo que me estoy
jugando yo», pero claro, eso no se lo dije, sólo lo pensé.
Por la noche, mientras me tomaba una copa de vino en la terraza intentando
relajarme un poco, llamó el causante de mis desvelos:
—Hola, Charlatana—saludó en cuanto cogí la llamada.
Escuchar su voz a través del teléfono causaba las mismas sensaciones que
cuando lo tenía frente a mí, o debajo, a la espalda… Me hacía estremecer de
pies a cabeza.
—Hola—respondí.
—¿Sabes? Estoy pensando en cambiarte el mote porque creo que el
domingo te dejé sin palabras, ¿me equivoco?
—Pues no, no te equivocas en absoluto.
—¿Qué te parece mudita? Ya sabes, por lo de no hablar y eso…
—Ja, ja, muy gracioso.
Hablamos de cosas banales: el tiempo, su trabajo, mi día de descanso…
Poca cosa porque no hacía ni veinticuatro horas que habíamos estado juntos y
no había mucho más que contar.
—No vas a creértelo, pero te echo de menos—dijo bajando la voz, como
si le diera vergüenza reconocerlo o fuera él el que no se lo creyera, no lo sé.
—Nos hemos visto ayer, Theodore…—aduje pareciendo indiferente.
—Lo sé, pero me he acostumbrado a tenerte cerca… ¿Has pensado en lo
que te dije?
—Estoy en ello—tardé en contestar.
—No le des vueltas y ven, Rebeca, prometo que será un fin de semana
inolvidable.
—Dijiste que no ibas a presionarme.
—Lo siento, me cuesta no hacerlo.
—Ya veo.
Nos despedimos poco después, no sin antes prometer que me llamaría al
día siguiente.
Esa noche también tarde en coger el sueño, últimamente era el pan de cada
día. ¿Dónde quedaban aquellas noches en las que dormía a pierna suelta sin
preocuparme de nada? ¿Dónde estaban aquellos días en los que pensar que el
amor te quitaba el sueño era algo que no iba a pasarme a mí? ¡Ignorante!
La siguiente con la que hablé del tema fue Oli, mi cuñada estaba en una
revisión con el ginecólogo y después tenía los cursos de preparación al parto;
no podría hablar con ella hasta la madrugada, por eso esta vez la llamada por
Skype fue sólo de dos y a última hora de la tarde del martes.
—¿Crees que debo ir, Oli? —en mi vida había estada más insegura.
—No se trata de lo que yo crea, Rebeca, se trata de lo que creas tú.
—¿No te parece una locura?
—Cielo, después de lo que yo he vivido no me sorprende nada, recuerda
que trabajé codo con codo con Daniel, odiándolo durante cinco años y, luego,
en cuestión de pocos meses me enamoré como una idiota; y él también.
—Ya, pero no había una apuesta de por medio.
—Sí que la había, la nuestra, ¿lo has olvidado?
—La nuestra era diferente…
—Era diferente porque tú fuiste quien la inició, en este caso lo hizo Arthur
Preston y tú eres la que está del otro lado, por lo demás prácticamente es lo
mismo; se trata de retar a alguien a reconocer unos sentimientos.
—Tienes razón y, ahora me doy cuenta de que nunca debí hacerlo.
—No estoy de acuerdo contigo, Rebeca, para nada.
—¿Qué hago, Oli? ¿Me lío, como dice Sheila, la manta a la cabeza y me
voy a Londres o no?
—Esa decisión debes tomarla tú sola, cielo, los demás no somos nadie
para decirte lo que hacer o lo que no.
—No me estás ayudando nada, ¿lo sabías?
Cuando minutos más tarde me despedí de ella, seguía exactamente igual
que estaba antes de llamarla. Su consejo… «Cierra los ojos, ponle un candado
a tu cerebro, y que pase lo que tenga que pasar». Creo que con eso quiso decir,
sutilmente, que estaba tardando en reservar un vuelo para Londres, ¿no? Aun
así, como no lo tenía del todo claro, decidí esperar a hablar con mi cuñada
antes de tomar cualquier decisión.
Salí de casa con la intención de dar un paseo por el puerto, en cambio,
tomé la dirección contraria y cuando quise darme cuenta, estaba en la cala
donde solía relajarme y tomar el sol de vez en cuando. Me quité las sandalias,
hundí los pies en la húmeda arena y respiré profundo, llenando los pulmones
de la suave brisa con olor a mar. Me encantaba aquel lugar, me tranquilizaba y
llenaba de paz mental, y eso a estas alturas era complicado porque mi maldita
mente bullía enredada entre dudas e incertidumbres… «¿Quién me mandaría a
mí meterme en esta historia?», suspiré. Estuve allí, sentada cerca de la orilla,
hasta bien entrada la noche.
Theodore llamó poco después de que yo saliera de la ducha:
—Hola, preciosa—temblé por el timbre de su voz—, ¿qué tal tu día?
Le conté por alto cómo había sido mi martes, evidentemente omitiendo mi
conversación con Olivia y mis comeduras de cabeza.
—¿Y el tuyo?
—Bien, mis hermanos y yo hemos ido a comprarles el regalo a mis padres;
he montado a caballo, he pasado la tarde en el club, y no he dejado de pensar
en ti en todo el día. ¿Tú piensas en mí, Rebeca? —tragué saliva.
¿Qué si pensaba en él? «Joder, vives en mi puta cabeza», me dieron ganas
de decirle, pero, por supuesto, me callé; no obstante, respondí:
—Sí, de vez en cuando lo hago.
—¿Sólo de vez en cuando? —Dios, esa voz…
—Ajá.
—Mentirosa.
Tenía razón. Para ser una persona que odiaba las mentiras, las decía
continuamente con respecto a él, pero era la única manera que tenía de
protegerme un poco, al menos así lo veo yo. En fin, en esa llamada no hubo
insistencias por su parte para que aceptara su propuesta, algo que agradecí y a
la vez eché en falta. ¡Era para darme de hostias!
Al día siguiente ni siquiera llamó y me preocupé. ¿Y si al estar lejos se
había arrepentido de invitarme a pasar el fin de semana con él? ¿Y si toda
aquella pantomima de querer que fuera su acompañante en las bodas de oro de
sus padres era su manera de demostrar que estaba rendida a sus pies? ¿Y por
qué me molestaba tanto si ni siquiera estaba segura de querer ir? No, no era
para darme de hostias, era para matarme directamente.
Era pasada la media noche del miércoles cuando mi cuñada me envió un
mensaje diciéndome que, si aún quería hablar con ella, aquel era un buen
momento. Encendí el portátil y la llamé por Skype.
—¿Cómo están mis queridos sobrinos? —pregunté en cuanto apareció su
imagen en la pantalla.
—Están bien, en estos momentos aplastándome la vejiga—compuso una de
sus muecas y luego me miró—. ¿Qué coño estás haciendo? —soltó a bocajarro
y de malos modos.
—¿A qué te refieres?
—Te haré la pregunta de otra forma a ver si así me entiendes… ¿Por qué
nos llamas pidiéndonos que te digamos que debes hacer, cuando ya lo tienes
claro? Sí, he hablado con Olivia y no, no he acabado—corta mi intención de
replicar—. La Rebeca que yo conozco no es insegura y no necesita el
beneplácito de nadie para hacer lo que le da la real gana, así que repito…
¿qué estás haciendo?
—Lo siento—digo a la defensiva—, pero por raro que te parezca no tengo
claro qué hacer y os necesito.
—Mientes…
—Tengo dudas, Sheila, millones de dudas, ¿puedes entenderlo?
—Por supuesto, de todos modos, creo que lo de irte a Londres el fin de
semana con él lo tienes bastante claro.
—Te equivocas.
—Está bien, entonces voy a ser sincera contigo y decirte lo que de verdad
pienso de todo esto, espero que no te ofendas—advierte—. Pienso que
deberías mandar a la mierda de una vez por todas a eso futuro conde que sólo
está riéndose de ti. Es engreído, arrogante, prepotente y quiere llevarte a su
terreno para rematar la faena. Una faena con la que, por cierto, se ganará una
pasta a tu costa—abro la boca y me frena con su dedo índice—. Estarías loca
si aceptaras irte a Londres, muy loca, porque él sólo te quiere allí por el
interés. Ese tío no merece la pena, Rebeca, olvídalo de una puta vez.
—Hablas de Theodore como si lo conocieras de toda la vida y no es así—
mascullo apretando lo dientes, dolida por lo que acaba de decir—. No tienes
ni idea, ¡ni idea! —bramo—. Sí, es todas esas cosas que has dicho, pero
también es cariñoso, amable, atento y tierno; me hace reír y me escucha
cuando hablo. Cuando estoy con él me hace sentir que soy especial, hermosa y
única. Le amo, Sheila, y pasaré con él el tiempo que pueda sin importarme lo
que tú o los demás penséis.
—¿Eso es lo que quieres? ¿Pasar el fin de semana con él en Londres?
—Sí—respondo categórica.
—Pues entonces haz la maleta y deja de dar el coñazo, ¿quieres? —
exclama alzando una de sus cejas y dejando ver una mueca burlona.
—Eres una maldita zorra—digo entendiendo lo que acaba de hacer.
—Una zorra que, como habrás comprobado, tenía razón al asegurar que la
decisión ya la tenías tomada antes de que yo dijera nada en contra de tu lord.
Por cierto, preciosa defensa, me ha emocionado y todo.
—Te odio.
Solucionado el dilema que, por lo visto, sólo existía en mi cabeza, antes
de acostarme hice la reserva online y hoy le he enviado un mensaje a
Theodore: «mi vuelo llega al aeropuerto Gatwick, mañana a mediodía». Su
respuesta no tardó en llegar: «te estaré esperando, ansioso».
CAPÍTULO 30
En los dos minutos que dura el trayecto, desde la verja de forja que
delimita el perímetro de la propiedad de los James con el resto de las fincas,
nuestro fuego interior mengua y nuestra libido permanece agazapado
esperando otra oportunidad. Antes de que Curtis, el mayordomo, se aproxime
al coche para abrirnos la puerta, respiro con fuerza y miro a Theodore, que no
parece sentirse mucho mejor que yo.
—Lo sé—musita—, cada vez es más frustrante.
—Demasiado… Me enciendes como a una mecha y luego me quedo sin la
explosión final.
—¿Crees que para mí es fácil poner el freno?
—¿Y por qué lo haces? No veo que tengas ningún problema en acostarte
conmigo cuando estamos en el Lust; tampoco lo tuviste aquí en Londres
aquella noche en el hotel; en cambio, todas las veces que he estado con este
Theodore, no con lord James ni con Tarzán, sino contigo, el que no interpreta
papel alguno, te reprimes y nos dejas a medias como si no te importara.
—No lo entiendes, ¿verdad? —sus ojos se clavan en los míos.
—Pues la verdad es que no.
—Rebeca… Te deseo todo el tiempo; cuando me miras y hablas; cuando
sonríes y tus ojos brillan con picardía; cuando siento tus manos en mi piel,
incluso cuando las imagino…
—¿Entonces? —lo interrumpo.
—Sé que puede parecer una estupidez lo que voy a decir, y más con
nuestro historial juntos, pero, quiero que cuando nos acostemos sea
diferente… Yo no quiero follar contigo, Rebeca, yo quiero hacerte el amor con
cuerpo, alma, mente y corazón. Quiero que, cuando nuestros cuerpos se unan
formando uno solo, nuestras mentes conecten, nuestras almas se encuentren y
nuestros corazones latan juntos. ¿Lo entiendes ahora?
—Sí, y es tan bonito lo que acabas de decir que creo que estoy a punto de
pedirte que te cases conmigo—su boca se curva en una sonrisa preciosa.
—¿Eso significa que te gusto un poquito? —pregunta, burlón.
—Más que un poquito—confieso sin apartar mi mirada de la suya.
Curtis elige ese preciso momento para hacer acto de presencia, abrirme la
puerta y extender una mano hacia mí, sin variar ni un ápice el gesto serio de su
cara.
—Señorita Hamilton.
—Gracias, Curtis.
—Señor, la familia Smith ya ha llegado, se encuentran reunidos en la
biblioteca.
—Gracias, Curtis.
Entramos en la casa con nuestros dedos entrelazados y, justo cuando
estamos a punto de darnos un beso, una de las puertas se abre y salen la
familia James, seguida de más gente. Theodore me aparta, eso sí, con
delicadeza y se gira hacia ellos, que se quedan parados en el amplio pasillo,
charlando animadamente sin percatarse de que estamos allí. La última en salir
de la estancia, es una chica pelirroja y preciosa que, en cuanto ve a Theodore,
pega un grito y sale corriendo en su dirección. Me hago a un lado y observo,
con atención, la reacción de éste, que parece sonreír embobado; algo que me
molesta enormemente.
—¡Theo, mi amor! —éste, abre los brazos y la acoge entre ellos—. ¡Qué
ganas tenía de verte!
—Ya somos dos, preciosa—contesta él con una gran sonrisa—, ha pasado
demasiado tiempo desde la última vez.
—Siete meses—la chica pone morritos, como si fuera una niña pequeña.
—Mírate, Caitlin, estás preciosa.
—Tú sí que estás guapo, bueno, como siempre.
Creo que voy a meter los dedos en la boca y vomitarles encima. Lo sé, me
he puesto celosa y me sienta fatal que, después de haberme dicho esas cosas
tan bonitas hace unos minutos en el coche, ahora actúe como si yo no existiera.
Joder, la verdad es que me duele que haga esto y la abrace con esa confianza
delante de mí.
El resto de la familia se une a los saludos afectuosos y, sin darme cuenta,
me encuentro cada vez más alejada del grupo, sintiéndome fuera de lugar.
«¿Qué cojones, pinto yo aquí?», me pregunto, viendo como la empalagosa esa
se cuelga de su brazo. Como parece que soy invisible, paso por detrás de
Theodore, me dirijo a la escalera y, estoy a punto de poner un pie en el primer
escalón cuando me llama:
—¿Rebeca? —mira detrás suyo y al no verme me busca con los ojos—.
Ah, ahí estás… Ven, acércate, quiero que conozcas a nuestra segunda familia
—de mala gana vuelvo a aproximarme a él, fingiendo un interés que para nada
siento—. Ellos son los Smith: Cooper, Doreen y la pequeña Caitlin—dice
señalando a cada uno—, ella es mi amiga Rebeca Hamilton.
—Encantada de conocerlos—saludo.
Cooper me tiende la mano cortés, Doreen me abraza con calidez y, Caitlin,
la hermosa y maravillosa, Caitlin, me sorprende dándome un beso en la
mejilla con una enorme sonrisa pintada en su cara.
—Debes de ser una amiga muy especial si nuestro Theodore te ha traído a
Clover House, encantada de conocerte.
«Ojalá pudiera decir lo mismo—pienso—, pero ahora mismo me caes
como una patada bien dada en el culo». Evidentemente el comentario me lo
trago y, haciendo lo contrario de lo que pienso, le devuelvo el beso en la
mejilla.
—Lo mismo digo—respondo escueta.
—Nos dirigíamos al salón verde a tomar una copa antes de la cena, ¿nos
acompañáis? —Victoria sonríe.
—Por supuesto que os acompañamos, una copa de vino me vendrá bien
para calmar el sofocante calor que he pasado esta tarde—su pícara mirada se
enreda en la mía y automáticamente siento el rubor cubrirme las mejillas—.
¿No opinas lo mismo, Rebeca? —¡Yo mato a este hombre y luego lo lanzo por
los acantilados blancos!
—Gracias, pero me gustaría hacer una llamada antes, así que si me
disculpan…
—¿Ahora? —inquiere con guasa.
—Sí, ahora, si espero a más tarde no encontraré ni a Mila ni a Luis
disponibles—no sé ni para que me molesto en dar explicaciones.
—Está bien, no tardes—me guiña un ojo y, mientras yo subo las escaleras,
él rodea la cintura de Caitlin y juntos caminan hacia el salón.
No sé quién es más gilipollas, si yo por querer tragarme todo lo que me
dice cuando estamos a solas y hacerme ilusiones, o él por pensar que soy tonta
y me chupo el dedo. ¿Quién narices es esta Caitlin y por qué hay tanta
intimidad entre ellos?
Cierro la puerta de la habitación tras de mí con un golpe seco y me quedo
parada en el centro de la estancia, mirando al suelo. No sé qué hacer, no
quiero llamar a Mila y que se preocupe al notar el tono de mi voz; además,
¿qué explicación voy a darle? ¿Qué estoy celosa de una mujer a la que
Theodore conoce de toda la vida, cuando me he negado a confesarle lo que
siento por él? Sería absurdo, ¿o no? Entre la insistencia de él por saber cuáles
son mis sentimientos, y ahora esto, empiezo a arrepentirme de estar aquí
porque, la idea de que todo es una tomadura de pelo se afianza a pasos
agigantados. Vale, sí, soy muy pal pensada y una pesimista de mucho cuidado,
pero con tantas dudas rondándome la cabeza, no puedo evitarlo y me dejo
llevar por la imaginación. Soy así de masoquista y me encanta martirizarme,
qué le vamos a hacer.
Al final, opto por ponerle un mensaje y, mientras espero su respuesta, abro
el armario y saco la ropa que me pondré para la cena informal de esta noche:
unos pantalones bombacho, azul, de vestir, y una camiseta sencilla, tostada.
Me doy una ducha rápida, me visto y me maquillo ligeramente para no
desentonar con las personas que esperan en el gran salón. En cuanto oigo la
carcajada del teléfono, avisándome de que he recibido un mensaje, sí, es un
poco escandaloso, pero me encanta, lo leo.
«Por aquí todo bien, sin novedad en el frente. Perdona por no contestar
primero, estaba en la ducha. ¿Cómo estás tú? ¿Ya te has metido a la familia de
tu lord en el bolsillo?».
Sonrío y tecleo apresurada.
«De meter, nada de nada, ni para bien ni para mal—emoticono de burla—.
Su familia es encantadora y, de momento, parece que nos gustamos
mutuamente. ¿Seguro que todo está bien?».
Entre tanto que llega su contestación, entro en el baño, me echo un poco de
perfume y me miro al espejo por última vez antes de bajar. La carcajada
vuelve a sonar: «¡Dios, qué susto acabo de llevar!», susurro con la mano en el
pecho.
«Sí, pesada, te prometo que todo está bien. Tanto Luis como yo nos
estamos comportando, así que deja de preocuparte y diviértete, ¿quieres?».
«Vale, cualquier cosa no dudéis en llamarme, estoy operativa las
veinticuatro horas del día. Mañana hablamos—emoticono de beso y guiño—.
Saluda a Luis de mi parte».
Mi entrada en el salón no pasa desapercibida para nadie; bueno, para
Theodore y Caitlin sí porque no están allí y, como no tengo confianza con
nadie más que con él, empiezo a sentirme incómoda. Afortunadamente es
Alison, y no Adrien, la que se acerca a mí, de lo contrario, puede que mi
incomodidad hubiera aumentado; no sé por qué, pero ese hombre me pone
nerviosa.
—Mi hermano está en la biblioteca hablando de negocios con Caitlin.
¿Vino?
—Sí, por favor. ¿Tienen algún negocio en común? —indago.
—Sí, pero no sabría decirte cuál, toma.
—Gracias—musito aceptando la copa que me tiende.
—Y bien… ¿Qué te ha parecido Dover? ¿Has visitado el castillo?
—Oh, sí, es un lugar mágico y lleno de encanto. Todo lo que he visto me ha
parecido precioso.
Enseguida entablamos una conversación amena y relajada en la que, entre
otras cosas, me cuenta un poco la historia del castillo, algo que Theodore ya
había hecho esta tarde, aun así, la escucho con atención porque me gusta la
historia. Me habla de la época sajona, cuando coronaron a Guillermo el
conquistador en la Abadía de Westminster y éste hizo un rodeo para llegar a
Londres pasando por: Dover, Canterbury, Surrey y Berkshire, dándole, a esta
ciudad, el nombre de invicta por sus murallas defensoras. Cuando más
ensimismada estoy en su relato de la guerra civil inglesa, siento ese cosquilleo
que me advierte de que él ya está en la estancia y, antes de que me dé tiempo a
mirar, su aliento me roza la nuca cuando susurra.
—Aquí estás…—me giro y nuestras miradas se encuentran.
—Sí, aquí estoy. ¿Me buscabas? —mi voz suena más arisca de lo que
pretendía. Él enarca una ceja y sonríe.
—¿Va todo bien?
—Perfectamente, tu hermana es un encanto y me contaba la historia de
Enrique II y Luis VIII, ya sabes, la guerra civil inglesa. ¿Qué tal tus negocios?
—suelto con demasiado retintín.
—Viento en popa y a toda vela.
—Genial—me bebo lo que queda en la copa de un trago y se la extiendo
—. ¿Me sirves otra copa de vino, por favor? —mis ojos taladran su espalda al
alejarse y sin querer, resoplo.
—¿Qué hay entre mi hermano y tú exactamente?
¡Mierda, me había olvidado de que Alison estaba conmigo!
—Ya lo sabes, somos amigos…
—Sí, claro, amigos.
—Así es.
—Bueno, pues quizá te interese saber que, aquí mi hermanito, es la
primera vez que trae una amiga a casa y se la presenta a toda la familia, así
que, imagino que vuestra amistad es, como poco, especial y…
La irrupción del mayordomo anunciando que la cena está servida,
interrumpe su comentario y respiro aliviada.
Después de una cena exquisita, en la que me ha tocado estar sentada al
lado de Caitlin y frente a Theodore, y presenciar de primera mano, por si antes
no lo había notado, la complicidad, incluso intimidad, que hay entre ellos y su
buen rollo, pasamos de nuevo al salón donde, para mi disgusto, la pelirroja
vuelve a situarse junto a mí y hacerme objetivo de un interrogatorio
preguntándome cosas tan básicas como: «¿de dónde eres?». «¿A qué te
dedicas?». «¿Cómo os habéis conocido Theodore y tú?». «¿Cuándo?».
«¿Dónde?». «¿Tenéis una relación?». Mis respuestas son tajantes: «Soy de
Nueva York». «Regento un club sexual en Ibiza». «Tropezándonos uno con el
otro». «Hace unas semanas». «En una convención de sexo». «Follamos muy a
menudo». Tras mi última respuesta suelta una carcajada.
—Me gustas mucho, Rebeca Hamilton, eres directa y sin pelos en la
lengua. Sin duda alguna la horma de su zapato.
—No es la primera vez que me dicen eso.
—Por algo será… —me guiña un ojo, risueña—. Voy a salir a la terraza a
fumarme un cigarrillo, ¿me acompañas?
—No, gracias, no fumo.
A ver, que la chica parece maja y eso, no veo maldad en su curiosidad, al
contrario; y su mirada es franca y limpia, o sea, que no esconde nada raro, me
refiero a celos o algo así, pero, no sé por qué, se me ha quedado atravesada en
la garganta y no acabo de tragarla. Bueno, sí que sé el porqué, es obvio: me
siento desplazada por Theodore desde su llegada, para qué nos vamos a
engañar. De hecho, verlos ahora mismo, salir juntos por las puertas de cristal,
me pone de muy mala leche, la verdad.
¡Putos celos!
Bastante rato después, no sabría decir cuánto, pero mucho, cansada de
estar allí plantada como si fuera un candelabro más y, tratando de evitar a toda
costa las miradas de la oveja descarriada de Adrien, doy las buenas noches y
subo las escaleras despotricando para mis adentros, llamándome mil veces
estúpida.
Una vez en mi habitación, cierro la puerta con pestillo y despotrico un
poco más, pero esta vez en alto, para que yo misma me pueda oír claramente.
Cuando me canso de decir barbaridades, entro en el baño, me quito el
maquillaje y me pongo la camiseta de dormir. Justo antes de meterme en la
cama, suena mi teléfono móvil, sobresaltándome, y lo cojo. Es él.
—Hola…
Ay, señor, esa voz debilita mis sentidos y mis ganas de mandarlo a la
mierda.
—Hola—musito con el bello de la nuca erizado.
—Acércate a la ventana y mira al cielo.
Y lo hago. Miro al cielo y descubro que éste está completamente
despejado y cuajado de brillantes estrellas, diminutas; y justo en el centro, la
luna llena más hermosa que he visto en mi vida.
—¿La ves?
—Sí.
—Nadie, ni siquiera ella, con su hermosura y esplendor; con toda su
altivez y sabiéndose dueña y señora del firmamento, consigue eclipsarte,
Rebeca—se me forma un nudo en la garganta y suspiro. ¡Ya me tiene en el bote
otra vez! —. ¿Me abres la puerta para que pueda darte un beso de buenas
noches?
¿Quién se niega a una petición así con las cosas tan bonitas que acaba de
decir? Desde luego, yo no…
CAPÍTULO 33
Para cuando bajo a desayunar, lo hago mentalizada de que sólo queda una
semana para terminar con las incertidumbres y comeduras de cabeza; no es por
nada, pero mi cuerpo y, sobre todo, mi mente, me piden algo de tranquilidad.
Yo nunca fui así, nunca pensé en las cosas más de lo necesario; dándole a cada
una la importancia justa porque creía que era de las que pensaba que no
merecía la pena devanarse los sesos por nada, que lo que tuviera que ser,
sería; por eso no me reconozco, porque me he vuelto un poco agonías con todo
este tema de la apuesta de Theodore y Arthur. En un principio pensé que me
involucraba en ella porque soy impulsiva y alocada, aparte de que me gustan
los desafíos y, dejar en evidencia a un puñado de mequetrefes aburridos me
motivaba, la verdad; en cambio, ahora, ya no sé qué pensar, puede que en
aquel entonces mi corazón ya sabía lo que quería y simplemente me empujó a
dárselo. No me arrepiento de nada de lo que he hecho, y sigo convencida de
llevarlo hasta el final e ir a por todas, caiga quien caiga y aunque eso
signifique admitir que se han reído de mí; así que, cuando entro en el salón
donde ya todos están disfrutando de su desayuno, vuelvo a ser la Rebeca de
siempre; esa que se lo pasa todo, o, casi todo, por el forro; la que ve el vaso
medio lleno y nunca vacío; la que se ríe hasta de su sombra; la que si le dan
una de cal y otra de arena, se hace un monumento con todo y luego lo tira a la
basura; la que es muy posible que te haga probar tu propia medicina si la
buscas. Esa soy yo, o al menos mi intención es volver a serlo.
—Buenos días—saludo sonriente.
Me acerco al enorme aparador que hay en la parte izquierda de la estancia
y enseguida aparece Curtis para servirme lo que elija de todas las delicias allí
expuestas. Le doy las gracias al mayordomo y, seguida por él, me siento a la
mesa en la única silla libre que, mira tú por dónde, es la que está al lado de
Adrien, la oveja descarriada.
—¿Qué tal has dormido, querida?
—Muy bien, Victoria, como un bebé.
—¿Un bebé que se pasa media noche gimoteando?
La pregunta de Adrien hace que todos alcen las miradas de sus platos y se
concentren en mí.
—¿Cómo dices? —me hago la tonta.
—Digo que ayer, al pasar junto a la puerta de tu habitación, me pareció
escucharte gimotear, ¿tuviste una pesadilla? —a Theodore se le escapa la risa
y eso me molesta.
—Pues ahora que lo dices, creo que sí—digo tras pensarlo unos segundos
—. Recuerdo a un fantasma… Supongo que la antigüedad de la casa hizo
mella en mi subconsciente—me encojo de hombros y doy un sorbo a mi café.
—Me lo imaginaba…—dice mirándome con picardía—. Estuve a punto de
llamar a la puerta para ver si te encontrabas bien, pero tras tu último quejido
todo se quedó en silencio y seguí mi camino.
—Gracias por tu preocupación, eres muy considerado.
—Sí, no como ese fantasma tuyo que ayer te hizo sufrir, ¿verdad?
—Cierto.
De repente, todos empiezan a hablar de leyendas de fantasmas que
supuestamente aún rondan esta zona de Dover y, suspiro aliviada al dejar de
ser el centro de atención.
—Tu fantasma parece enfadado—me susurra Adrien al oído.
Inconscientemente, alzo la mirada y me encuentro con la de Theodore, que
me observa con frialdad.
—Creo que es un fantasma bipolar—le susurro yo también—. Tan pronto
se está riendo como enfadado, qué le vamos a hacer—suelta una carcajada,
sorprendiéndome.
—Me gustas, Rebeca Hamilton—manifiesta alzando su zumo a modo de
brindis.
—¿Sabes? A pesar de que eres un poco cabrón, tú también me gustas—
confieso uniendo mi zumo al de él.
—Pues disfruta de mi agradable compañía ahora, porque tengo la
sensación de que alguien va a querer matarme no tardando mucho—me guiña
el ojo y esta vez soy yo la que me rio con ganas.
Dos minutos después, Theodore tira la servilleta sobre la mesa, se pone en
pie y sale del salón sin decir ni una palabra.
—Te lo dije, seguro que ahora mismo está buscando las armas que
utilizará para despellejarme vivo.
—Exagerado.
El resto de la mañana la paso deambulando por la propiedad de los James,
sola; viendo el ir y venir de la gente que se encarga del catering, de los
floristas que están adornando la capilla familiar en la que renovarán los votos
matrimoniales los anfitriones y con la que he dado por casualidad porque esto
es inmenso; e invitados que empiezan a ocupar las habitaciones vacías de la
casa. En ningún momento me cruzo con Theodore, con el que no he vuelto a
hablar desde que esta mañana saliera de mi habitación dando un portazo. Creo
que esta vez se ha cabreado de verdad, aunque no tengo muy claro si es por
negarme a hablarle de mis sentimientos respecto él, por haberme acercado a la
oveja descarriada en el desayuno, o porque empieza a ver que no será el
ganador de la maldita apuesta. ¡A saber!
Al mediodía ni siquiera me acerco al comedor. Hay demasiada gente y yo
no conozco a casi nadie, no tiene sentido que me deje caer por allí si con ello
voy a sentirme peor de lo que ya me siento al darme cuenta de que, la persona
que me ha invitado a estar aquí, esa por la que he venido, ha desaparecido y
no se ha dignado a decirme adónde; ni siquiera a preocuparse de cómo estoy o
de si necesito algo para esta tarde. Total, que, me encierro en mi habitación y
empiezo a plantearme seriamente hacer la maleta y largarme de la casa
porque, ¿qué coño hago aquí, aparte de cabrearme más y más con cada minuto
que pasa? ¿Sería muy descortés por mi parte irme si más? Theodore se lo
tendría merecido, pero no creo que, a Victoria y a August, las dos personas
que han aceptado mi presencia aquí, sin hacer ningún tipo de pregunta, les
pareciera bien; y yo tengo educación, no como otros.
Llaman a la puerta y me quedo quieta en medio de la habitación,
debatiéndome entre, abrir o hacer como si no estuviera; conteniendo hasta la
respiración por si fuera Theodore que de repente se ha acordado de existo y
quiere verme. Me cruzo de brazos y taladro la puerta con la mirada: ahora soy
yo la que no quiere saber nada de él, por capullo. Pero siguen insistiendo
varias veces y, como soy curiosa por naturaleza, me pongo nerviosa
preguntándome qué querrá.
—¿Rebeca? ¿Estás ahí?
Suelto el aire contenido en los pulmones, de golpe; no es él, es su hermana
Alison.
—Hola—saludo abriendo la puerta sin saber qué otra cosa decir.
—¿Estás bien?
—Sí, gracias—me mira como si no se lo creyera y sonríe.
—Mi hermano me envía a buscarte, como no te ha visto en el comedor se
ha preocupado.
—No tengo hambre y me duele un poco la cabeza.
—Acabas de decirme que estás bien…
—Y lo estoy, pero prefiero acostarme un rato para que el dolor no vaya a
más. Dile a tu hermano que, aunque no es necesaria, agradezco su
preocupación—esto último lo digo con demasiada acidez.
—No tengo ni idea de lo que ha hecho Theo para que estés disgustada,
pero si te sirve de consuelo, el no parece estar mejor que tú.
—No estoy disgustada, estoy cabreada—espeto.
—Vale, ¿te importa que pase dentro para hablar más tranquilamente?
—Adelante—me hago a un lado—, estás en tu casa.
—Mira—dice en cuanto está dentro y ha cerrado la puerta tras ella—, sé
que entre mi hermano y tú hay algo especial, de lo contrario no te hubiera
traído aquí y muchos menos a una celebración tan familiar. Eres la primera
mujer que pisa Clover House de la mano de Theodore, y la primera mujer que
conoce a mis padres, por eso sé que eres importante para él.
—Pues siento desilusionarte, pero de momento sólo somos amigos, eso sí,
con derecho a roce— me cruzo de brazos y la miro.
—Eso es lo que tú crees, o lo que él querrá hacerte creer; conozco muy
bien a mi hermano y estoy completamente segura de que no hace las cosas
porque sí; si estás aquí con él es por algo más que una amistad con derechos,
ya me entiendes—asiento—. ¿Quieres hablarme de ello? Desahogarse suele
ayudar…
—Eres muy amable y te lo agradezco, pero de verdad que no hay nada de
qué hablar.
—¿Es por Caitlin? Porque si es así, desde ya te digo que entre ellos sí que
no hay nada.
—No, no es por ella.
—¿Adrien? —suelto una carcajada al oír su nombre—. Vale, ya veo que te
parece ridículo, se me ocurrió por la forma en que Theo abandonó el comedor
esta mañana; aunque, pensándolo bien, él ya parecía enfadado antes de eso…
—habla para ella misma, buscando la explicación que, evidentemente, no le
voy a dar.
—Mira, Alison, de verdad que agradezco mucho tu interés, pero las cosas
entre tu hermano y yo son complicadas y no me apetece hablar de ello—
suspiro—. De hecho, estaba pensando en hacer la maleta e irme, no tiene
sentido que esté aquí habiendo esta tensión entre nosotros. Lo último que
quisiera hacer es estropear el día de hoy por culpa de nuestras cosas.
—No voy a dejar que vayas a ninguna parte, Rebeca. Es más, ahora mismo
coges lo que vayas a ponerte esta tarde y te vienes a mi habitación. La
peluquera y la maquilladora están a punto de llegar y tenemos que ponernos
muy monas, no hay tiempo que perder.
—No es necesario que…
—Insisto.
—Puedo arreglarme yo sola.
—Rebeca, a testaruda no me gana nadie, o vienes conmigo o le digo a
Theo que quieres irte, y entonces sí que fastidiarás el gran día de mis padres
porque estoy segura de que él irá detrás de ti. ¿Podrás llevar ese peso sobre tu
conciencia? —me mira y me rio—. ¿Se puede saber qué te hace tanta gracia?
—Acabas de recordarme a mi cuñada, eres tan arpía como ella.
—Por tu forma de decirlo no parece grave.
—No lo es.
—¿Y bien? —apoya las manos en las caderas y enarca una ceja. Joder,
hasta en eso se le parece.
—Tú ganas, bien sabe Dios que no me gustaría que los James me odiaran
por toda la eternidad. ¿Te importa si antes me doy un baño?
—Para nada—mira el reloj y asiente—. Tienes, exactamente, cuarenta
minutos para ese baño, para entonces estaré golpeando tu puerta hasta
aburrirme, y yo no me aburro fácilmente, que lo sepas—camina hacia la puerta
conmigo pegada a su espalda y, antes de salir se pone seria—. Mi hermano
puede comportarse a veces como un capullo, pero cuando decida entregar su
corazón, será para siempre. Algo me dice que tú eres su para siempre, Rebeca
—me abraza—. Te veo en un rato.
Sus palabras me llegan al alma y me emocionan. ¡Otra de la familia que ya
me tiene en el bote! ¡Malditos James!
CAPÍTULO 35
No bajé, no porque sea una cobarde y temiera enfrentarme a él, sino por
prudencia; conociéndome y sabiendo el poco filtro que tiene mi lengua con mi
cerebro, probablemente hubiera metido la pata y gritado a los cuatro vientos
que soy el señor Bennet y que los he estado vigilando; y si lo que quiero es
que cuando Theodore sepa que soy ese hombre extraño, el efecto sea el
máximo posible para ver cuál es su reacción, lo mejor, sin ninguna duda, es
que no nos viéramos, por si las moscas. Olivia y Sheila, con las que me puse
en contacto en cuanto subí de mi despacho, para que me echaran un cable,
estuvieron de acuerdo conmigo en esto y así lo hice; fueron las primeras en
decirme que, con lo impulsiva que era, si quería seguir adelante con el tema,
nada de dejarme ver.
—Cielo, no entiendo por qué quieres seguir con esto, ¿no sería mejor
dejarlo correr y ya? —me dijo Oli nada más saber cuáles eran mis
intenciones.
—Oli, ya me conoces, no puedo hacerlo. Además, es la única manera de
saber si sus sentimientos son reales, Theodore odia que le tomen el pelo y esto
lo dejará a él y a sus compinches en evidencia.
—No es la única manera y lo sabes, cuñadita.
—Ya tuvo que hablar la lista…—mascullé.
—Lista o no ya sabes por dónde voy, Rebeca, lo mejor sería que, para
variar, dejaras que se explicara y te contara su versión de todo.
—¿Lo dices por experiencia?
—Exacto, recuerda que me hice pasar por una heredera para conseguir
hablar con tu hermano. A diferencia de ti, él me escuchó.
—Porque lo obligaste—dije empezando a cabrearme.
—No tuve más remedio porque temía perderlo, y aun así me dijo que
necesitaba tiempo. Mira, no soy nadie para decirte cómo debes hacer las
cosas, pero si ese hombre insiste en hablar contigo, por algo será, ¿no te
parece? —su ceja se alzó altiva.
—Me parece que te olvidas de que es una apuesta y hay mucho dinero en
juego, lo más lógico es que insista porque quiere ganar, Sheila.
—Eres una maldita cabezota, Rebeca—resopló—. Por Dios, Oli, échame
un cable, ¿quieres?
—Sheila, deja que haga las cosas a su manera, no olvides que cuando estás
pasando por algo así, por muy claro que los demás lo tengan, a una siempre le
cuesta verlo; te pasó a ti, me pasó a mí y a todo hijo de vecino.
—Está bien, como queráis, sólo voy a decir una cosa más… Theodore
James es uno de los mejores amigos de tu hermano, si no sintiera nada por ti,
¿por qué pedirle permiso para cortejarte? ¿Para romper una amistad de años?
Piénsalo, de seguir adelante con el plan, puede ser peor el remedio que la
enfermedad—y lo hice, pero después de que me aconsejaran que no bajara al
club y terminar de hablar con ellas.
El plan sigue adelante porque sí, porque soy muy cabezota y porque dije
que llegaría hasta el final con todas las consecuencias. Afortunadamente para
mí, porque ya no sé si voy o vengo, sólo quedan dos días para el desenlace de
la pantomima del año.
Olivia me preguntó si me sentía traicionada y, lo cierto es que no;
traicionada no, dolida sí. Sería una hipócrita si dijera que Theodore me ha
traicionado cuando siempre supe que esto podía pasar; hubiera sido diferente
si no yo no supiera nada del reto de Arthur, pero al estar al corriente de todo,
casi desde el principio, me sabría mal asegurar tal cosa cuando no es verdad.
En cambio dolida… sí, por varias razones: la primera y la que más me cabrea,
que no haya valorado el que dejara mi club en otras manos sólo por estar con
él en un día importante para su familia, cuando yo ni siquiera los conocía;
segunda, que no pareciera importarle lo mal que yo me pudiera sentir al estar
en casa ajena y con gente desconocida, cuando me daba de lado y me dejaba al
margen de todo; tercera, que constantemente me diera una de cal y otra de
arena, según le conviniera a él; cuarta, el tonteo que se traía con su adorable y
maravillosa Caitlin y no haberme dicho, cuando me habló de ella, que
estuvieron prometidos un tiempo; así que sí, estoy dolida y también muy
cabreada.
«Si te sientes así es porque de verdad estás enamorada», manifestó mi
cuñada. «¿En serio? Creía que eso ya había quedado claro hace un par de
semanas», quise responder, en cambio con toda mi mala baba, aplaudí.
«Eres un poco idiota, ¿lo sabías?», respondió a mi aplauso con una risa
tonta y yo asentí guiñándole un ojo, para picarla un poco más.
Por supuesto que estaba enamorada, no tenía ninguna duda de ello; una no
pierde el sueño y echa por tierra todo en lo que cree creer por nada, ¿verdad?
Una no deja de ser una pasota integral para comerse la cabeza por un hombre,
¿no? Y una no deja de observar y desear a todo macho que la rodea, porque
sólo tiene ojos para uno de ellos. Además, ¿cómo no enamorarse de un tío
como Theodore James? Joder, ¡si lo tiene todo! No creo que exista una sola
mujer que, después de conocerlo a él, con toda esa arrogancia, esa prepotencia
y esa petulancia; ese cuerpo definido, esa cara tan divina y todo lo demás, no
haya sentido que se le desintegraban las bragas con una de sus miradas o
sonrisas; así que sí, estoy pillada por él hasta las trancas, para qué no vamos a
engañar a estas alturas. Suspiro y miro el teléfono que hoy, tres días después
de mi regreso, permanece en silencio por primera vez.
No hay mensajes ni llamadas suyas pidiéndome que lo escuche.
No hay nada de nada y eso me aterra.
Me aterra que se haya cansado de insistir dándome la razón; una razón que
no quiero tener porque, en realidad, quiero que él esté tan colgado de mí como
yo lo estoy de él.
Lo sé, parezco una lunática, o una loca o… yo qué sé, pero lo echo tanto
de menos…
Echo de menos su sonrisa, esa que a partes iguales detesto y adoro, la que
me hace estremecer de pies a cabeza y me enciende como una mecha; echo de
menos sentir su presencia arrogante y que el bello de la nuca se me ponga de
punta antes de que mis ojos se encuentren con los suyos; echo de menos esas
miradas que me dedica, que me atrapan sin remedio y hacen que me pierda en
sus iris oscuros y profundos, conteniendo la respiración; echo de menos el
tacto de su piel, el calor que sus manos desprenden en mi cuerpo y el
escalofrío que me recorre la espina dorsal cuando me acaricia con reverencia,
como si fuera el objeto más preciado del mundo y sólo él pudiera poseerlo; y
echo de menos su voz… esa voz rasgada y profunda que enardece mis sentidos
y que, con un solo susurro, hace que quiera maullar como una gata en celo y
ronronee a sus pies, frotándome contra sus piernas para que me preste toda su
atención.
Pensar en no volver a sentir lo que siento cuando estoy con él, me aterra
no, lo siguiente.
Me pongo en pie y me acerco al gran ventanal que hay en mi despacho,
clavando la vista en el exterior, contemplando el cielo azul y el mar;
envidiando esa sensación de calma que desde hace algún tiempo parece
haberme abandonado, dejándome a la deriva entre un fortísimo oleaje de
sentimientos, que van y vienen, que jamás había experimentado con nadie y
que me angustian, haciendo que algo tan básico como respirar, duela
profundamente. Ahora entiendo a la perfección cómo se sentían Olivia y
Daniel, lo devastados que ambos estaban cuando bajaron de aquella azotea,
cada uno por su lado, pensando que no había nada que hacer… También a mi
hermano y a Sheila, lo desesperados que debían estar para, uno fingir un
matrimonio que no existía y, otra, hacerse pasar por una heredera y así poder
hablar con él. ¿Por qué el amor nos vuelve tan irracionales, ciegos y
estúpidos? ¿Por qué parece que, si no hacemos locuras y sufrimos, no se trata
de amor verdadero? ¿Es obligatorio pasar por todo esto o, somos las personas
que en el fondo somos masoquistas? ¿Tendré yo la misma suerte que ellos y
esto es sólo el principio de lo realmente bueno? Estoy a dos pasos para
descubrirlo. El viernes es el día y saldremos de dudas.
Un par de toques en la puerta y la irrupción de Luis en mi despacho, sin
esperar a que le dé permiso para entrar, me sacan de mis profundas
divagaciones. Estoy a punto de darle las gracias por ello, porque es un alivio
dejar de pensar, para variar, pero al ver el gesto contrariado de su cara, me
mantengo en silencio. Parece nervioso, confundido y, ¿acojonado?
—Me acaba de llamar Preston—dice cerrando la puerta tras de sí y
mirándome de soslayo.
—¿Y?
—Theodore ha pedido que se llame a todos los caballeros que participan
en la apuesta.
El corazón me da un brinco en el pecho y el estómago se me contrae. Mal
asunto.
—¿Y por qué te ha llamado a ti si tú no has apostado?
—Por lo visto le ha sido imposible contactar con el señor Bennet y como
es mi primo, pues me ha dado el recado a mí.
—¿Qué te ha dicho?
—Theodore ha cambiado la fecha de la resolución de la apuesta—
manifiesta con voz trémula.
Se pasa las manos por la cara, resoplando con fuerza y las encaja en sus
caderas, contemplando mi cara sin pestañear.
—Suéltalo de una maldita vez, Luis, vas a conseguir que me dé un puto
infarto.
Coge aire con fuerza, lo retiene en sus pulmones varios segundos y lo
suelta, a bocajarro.
—Es hoy.
—¿Hoy? —asiente.
El corazón se me detiene, la respiración se me colapsa en el pecho y los
intestinos se me retuercen como culebras.
—¿Hoy? —repito.
—Sí, Rebeca, hoy, miércoles, mediados de semana… se finí la apuesta.
—¡Jo-der!
—Eso mismo fue lo que yo pensé cuando Arthur me lo soltó así, sin
anestesia ni nada.
—Pero son casi las siete de la tarde y yo tardo en ser el señor Bennet una
eternidad… Yo… yo… ¡Mierda!
—Siempre puedes dejarlo correr.
—¡De eso nada!
—Rebeca, piénsalo, por favor, recuerda que una retirada a tiempo…
—No hay retirada que valga, esta noche el señor Bennet estará en el
Libertine para proclamarse ganador, y yo estaré con él para recoger ese
cheque.
—¿Estás segura?
—Completamente, dile a Mila que entre, es urgente—ordeno—. En cuanto
a ti, tú verás si me acompañas o no.
—A las once en punto estaré en la puerta esperándote como un clavo.
¿Crees que te dará tiempo?
—Espero que sí.
—Bien.
En cuanto me quedo sola, apoyo la espalda en la pared y me dejó arrastrar
hacia el suelo, con las manos temblorosas, a punto de darme un ataque de
histeria, e intento respirar. Cuando Mila entra, me encuentra con la cabeza
entre las rodillas, balanceándome adelante y atrás y murmurando sin parar: «tú
puedes, Rebeca. Tú puedes Rebeca. Tú puedes…».
CAPÍTULO 39
Fin
AGRADECIMIENTOS
Nació en 1977 en Oviedo, Asturias, donde reside desde los catorce años.
Hasta esa edad creció en un pueblo a las afueras de Oviedo donde, ella misma
confiesa, vivió una de las etapas más felices de su vida.
Se declara lectora empedernida y amante de la novela romántica en todos
sus subgéneros. Le gusta escribir desde niña, pero no fue hasta el año 2015
que decidió plasmar en un papel las historias que surgían en su cabeza y darles
vida, consiguiendo con ello, realizar uno de sus sueños al autopublicar su
primera novela: «No quería enamorarme y apareciste tú» en junio del mismo
año.
Su mayor debilidad, su familia.
VIRGINIA V. B.