Luis Tejada Cano
Luis Tejada Cano
Luis Tejada Cano
En todas las mitologías el trabajo es considerado como una maldición del cielo. El
hombre, desde las edades remotas, ha simbolizado su ideal de vida en una quimérica
palabra: Paraíso. Pero la primera condición que se requiere siempre para que ese
Paraíso sea verdaderamente Paraíso, es que no haya necesidad de trabajar en él.
Nadie se figura que en el Paraíso se pueda cargar piedra en zurrones, o llevar
contabilidades, o manejar maquinarias. No. Los que están en el Paraíso han de ser,
ante todo, unos seres ociosos que viven extendidos sobre la grama o sentados bajo los
árboles, con las frutas al alcance de las manos y llenas de paz las almas. La humanidad
ha concentrado en esa bella fábula todo su sueño de felicidad, felicidad que debe ser la
única perdurable y completa puesto que está basada en la pereza, el instinto más
firme, noble e indestructible en el hombre. Los tipos de perfección suma que la
imaginación concibe —los dioses— son personalidades eminentemente perezosas que,
o permanecen estáticas en sus tronos de nubes, o se divierten entregadas a juegos
ociosos o a placeres sibaritas. Entonces la pereza es en cierto modo una virtud
esencialmente divina; pero ¿qué son los dioses? Son, simplemente, hombres perfectos
en su sentido ideal. Por eso, entre el tipo terrestre, el más puro, el más elevado, el que
más se acerca a esa perfección, es el que tiene más arraigada y frecuente la virtud de
la pereza. El vagabundo, el gitano, el mendigo voluntario y algunos aristócratas de pura
sangre, constituyen dentro del mundo actual los últimos conservadores de la gran
dignidad humana y de la tradición del ocio como cualidad suprema, que nos dejó la
civilización antigua.
Yo confío en que el porvenir que se anuncia traerá para los trabajadores una
disminución gradual de trabajo y un aumento proporcionado de paz y de divina
ociosidad. Hasta ahora se ha trabajado mucho en un afán insensato de acumular
millones. Pero en una forma todavía vaga, está llegando a las gentes el convencimiento
de que tener demasiados millones es una circunstancia no sólo inútil, sino
evidentemente peligrosa. Hay que esperar en que al fin llegará al mundo una saludable
cordura. Todos nos convenceremos de que lo más espiritual, lo más hermoso y noble
será luchar apenas lo estrictamente necesario para llevar una existencia modesta y
sobria. Entonces nos aficionaremos un poco al delicado placer de no hacer nada y nos
convenceremos de que, en realidad, no se debe perder el tiempo trabajando tanto.
¿Cuándo podré escribir un largo libro minucioso sobre la psicología de las ropas? Me
obsesiona la idea de hacer, en un estilo expresivo y sincero, la biografía de esa
humanidad silenciosa, hueca y cálida, que pasa la existencia colgada a los roperos,
expuesta en las vitrinas, sumida en los escaparates de los montepíos, o adherida a los
hombres como una segunda personalidad envolvente; las ropas son un molde de
humanidad o una humanidad vacía, que plagia y se asimila la vida y la forma de la otra
humanidad: cada nombre tiene un segundo cuerpo en ese vestido completo que yace
colgado en la esquina de la alcoba.
¿Algún día, provista ya de una verdadera vida propia, se pondrá en marcha por sí sola
esa doliente muchedumbre de gentes “en potencia”, que son los trajes de los
hombres? Yo, quizá, he empezado a observar algunos indicios de la presencia de ese
fenómeno inusitado, pero verosímil. Hace cierto tiempo estoy estudiando con cuidado
la psicología de mi corbata, sus costumbres, su manera de ser, su genio, en fin, y de
pronto me asalta la idea de que esa corbata pueda llegar a adquirir un alma
independiente, puede llegar a constituir un organismo intrínseco, con vida animal,
propia, autónoma.
Mi corbata es una vieja tira de seda, que ha ido alargándose y puliéndose, haciéndose
sutil y dúctil con el tiempo y con el uso; y el contacto continuo, la existencia perenne
junto a un hombre, la ha espiritualizado un poco, le ha dado cierto calor de alma;
podría decir que mi corbata casi vive.
¿Casi vive o vive realmente? Yo no sé. Pero entonces, ¿por qué a veces se desliza por sí
sola desde la barandilla de la cama? ¿O por qué, a menudo, huye de la silla y aparece
en el rincón opuesto apaciblemente enrollada como una serpiente que duerme? ¿O
por qué, en una ocasión la buscamos en vano durante tres días, hasta que se hizo
visible por sí sola cerca de un agujero del entablado? ¿Era que estaba en excursiones
subterráneas? Yo siento la inminencia de esa mañana prodigiosa en que mi corbata va
a salir arrastrándose onduladamente detrás de mí, como un pequeño animal
amaestrado.
Pero había algunos casos especiales en que las diferencias introducidas por los poetas
asumían un carácter realmente sorprendente, por lo absurdo; el oro, por ejemplo, no
era admisible para los poetas, sino considerándolo en abstracto o aplicándolo en un
sentido simbólico: podía decirse: "cabellos de oro, estrellas de oro, corazón de oro";
pero en cuanto el oro, en su aspecto de artículo de cambio, empezaba a relacionarse
con el comercio, ya los poetas principiaban también a detestarlo, a considerarlo como
la cosa más prosaica del mundo: un billete, aunque estuviera fuertemente respaldado
por áureas barras apiladas en los sótanos del banco, era algo abominable, indigno de
incluirse no digo ya en el verso, pero ni siquiera en el bolsillo de un poeta. Toda
profesión productiva, todo lo que se relacionaba directamente con el dinero, era
despreciado con altivez por los poetas; e igualmente despreciaban a los desgraciados
que se dedicaban a acaparar esa vil cosa sucia, que es el dinero; decirle millonario a un
individuo, era el colmo de la ofensa a que podía recurrir un poeta; con eso querían
significar a un pequeño ser gordo y afeitado, con gruesos anillos en los dedos; a un
horrible ente perfectamente prosaico, incapaz de comprender todo lo que puede
haber de poético en la rosa sobre el muro derruido o en la pálida muchacha frente al
crepúsculo.
Pero ya hoy no sucede así, o mejor, ya empieza a no suceder así; los poetas están
adquiriendo un concepto más general y más uniforme del universo; no han dejado, sin
duda, de ser sensibles al valor poético de la rosa, pero principian a ser sensibles al
valor poético de la zanahoria; han comprendido, al fin, que todo en el mundo es algo
poético, inclusive el dinero.
Yo no creo que haya un alma irradiante y eterna en el hombre, ese pedazo de carne
fría y brutal; pero si el alma existe como una esencia pura, noble y superviviente, allí y
nada más que allí tiene que estar detrás de las pupilas cálidas del perro. Y si es verdad
que hay un paraíso póstumo, una patria supraterrestre de selección, debe ser para
recibir en ella a las almas buenas de los perros; paraíso con niños juguetones y
senderos de arena donde puedan estirar sus ágiles piernas y pasear su serena alegría; y
con una luna pálida por las noches para que fijen en ella sus ojos enigmáticos preñados
de pensamiento.
Siempre me han causado una especie de envidiosa admiración los que lloran en el
teatro; son bellas sensibilidades vírgenes que llegan a despojarse por completo de
todo espíritu crítico, hundiéndose dentro del ambiente dramático, compenetrándose
con él hasta el punto de tomar como una realidad verdadera la falsa realidad de la
escena; sufren y gozan con los personajes, los aman, los odian, lamentan sus defectos
y elogian sus cualidades y luego, hablan de ellos como si fueran realmente seres
humanos. El autor, el dramaturgo, no les interesa mucho, solo les interesa la obra en
sus detalles y en su movimiento, pero no la consideran principalmente como un
producto literarios y artístico, sino como un trozo de vida, cualquiera, donde, como en
todos los trozos de vida, el que lo dispone y lo ordena todo, permanece invisible y
esfumado sin poner directamente las manos en el asunto.
Para esos seres afortunados, ya lo dije, los personajes de la escena, adquieren un
relieve humano; por eso cuando al otro día se refieren a ellos les dicen
familiarmente Alberto o La Condesa, como si se tratara de Fulana o de Perano, los
vecinos de enfrente a quienes les ha pasado una desgracia , o de quienes saben una
historia.
¿Cómo harán eso individuos para abstraerse hasta el grado de perder por completo la
noción de todo lo falso, de todo lo irreal que hay en la escena? Para mí es un pequeño
misterio porque, por poco analíticos que seamos siempre existen en el
teatro resquicios por donde se sale la ilusión; siempre tiene uno más o menos latente
la seguridad de que lo que pasa en las tablas es mentira: cuando, por ejemplo , en el
momento trágico, la mano armada se alza sobre el que ha de morir, una voz baja y
tranquilizadora nos dice dentro de nosotros mismos que ese puñal es de cartón; y a
veces en un pasaje solemne no podemos dejar de pensar ¡qué tal que se le cayera la
peluca! Y entonces, lo sublime se hace ridículo y se evapora en nuestros nervios la
carga de emoción que habíamos estado acumulando desde hacía rato.
Sin embargo, los que lloran en el teatro son ciegos y sordos a seso menudos ataques
del escepticismos; su atención va rectilínea hacia un punto céntrico sin detenerse en
detalles laterales y el movimiento loco y fluctuante de las pasiones los embarga y los
domina, despersonalizándolos, aislándolos de lo que los rodea inmediatamente y
trasportándolos al ambiente dramático , al medio particular en que viven y ambulan
los personajes:, creo que hasta se identifican con ellos y viven con ellos su tragedia;
para estos individuos exclusivamente debió haber sido creado el teatro.
Pero, me diréis: a los fríos, a los analíticos, a los críticos, ¿no les será dado gozar de la
belleza emocionante de la tragedia en el teatro? Esos podrán obtener en el teatro una
emoción puramente intelectual; su ansia de realidad estricta no podrá verse saciada
sino en las tragedias de la vida verdadera; pero quizás no todos tengan el alma todavía
lo suficientemente preparada para ello: porque en la vida verdadera, la tragedia es un
espectáculo demasiado enérgico y violento para que pueda apreciarse estéticamente y
con tranquilidad; tal vez sólo algunos muy raros asesinos refinados sabrían saborear
esa emoción suprema; sin embargo en el mundo, ni aun los más feroces críticos de
arte, poseen a menudo el alma fuerte y enigmática de los asesinos.
Para vergüenza y confusión de algunos amigos míos, que sin razón o con razón han
resuelto dejar de fumar, voy a escribir este pequeño elogio del tabaco. ¡Ojalá que mis
palabras los aparten del peligroso camino del ascetismo, que haría de ellos al fin esa
cosa monstruosa y horripilante que llaman “hombre ejemplar”!
Hay que desconfiar siempre un poco de toda persona que no fuma. ¡Qué otros
tremendos vicios tendrá! Porque el tabaco es una delgada canal por donde salen y se
dispersan en infinito nuestros instintos perversos. Fumando se torna el alma
levemente cándida y azul como el humo ligero ¿Andáis buscando por todas partes con
vuestra linterna al hombre bueno y feliz? Yo sé dónde lo encontraréis. Es aquél que
está sentado en su habitación, frente a la ventana, al atardecer. Tiene la cabeza echada
sobre el respaldo del amplio sillón frailuno. Las piernas estiradas y colocadas sobre un
parapeto eminente. Mira caer la lluvia al través de los cristales pálidos. Fuma. De su
boca, como de un pebetero hierático, asciende el humo en leves volutas, recto, grave y
silencioso, adhiriéndose a las estrías del cielo raso, buscando los menudos
promontorios de la madera para rodearlos, hundiéndose en los huequecillos y
quedándose un instante prendido a los clavos solitarios, para difundirse al fin en la
penumbra de los rincones. ¡Ah, os prometo que ese es el hombre bueno y feliz! Sus
pensamientos serán puros y elevados, y su alma se habrá ablandado al influjo de
aquella columna inefable que surge de su pecho en ondas tenues y aladas. Dios lo ve
porque su humo sigue hacia lo alto como en el holocausto de Abel.
El tabaco es cordial, fraternal, sencillo. En las penosas horas de trabajo nocturno nos
acompaña y nos conforta, porque posee una pequeña vida que Dios no concedió a las
otras cosas inertes que nos rodean: los retratos mudos de los abuelos, las sillas tiesas
sobres sus patas, los libros enfilados en el estante, el lecho solitario y blanco que
descansa en una esquina. Nada se mueve, nada habla. Sólo el cigarro, colocado con la
ceniza hacia arriba sobre el tintero, despide ligeras espirales móviles, inquietas, que
nos hacen guiños minúsculos. Sabemos que algo palpita ahí, que una diminuta alma
encendida se consume junto a nosotros y pasará. ¡Pero esos retratos no pasan nunca y
esas sillas estarán siempre ahí! Este medio cigarro que nace y muere, y es efímero,
está más cerca de nosotros que todo aquello eterno. Es un resumen infinito de nuestra
vida. Por eso nos consuela y nos acompaña.
No fuméis, amigos míos. Pero ¡oh! Cuán angustiosa y demasiado sola será vuestra
soledad.
En esta semana las primeras páginas de los periódicos vinieron llenas con los detalles
del último incendio ocurrido en un pueblo lejano; al leerlas sentí renacer un deseo
mío, viejo e inconcreto, de escribir el poema de las llamas.
Pero no de las llamas enormes que consumen con voracidad campos, caseríos o
ciudades, ante la impotencia de los hombres atónitos; la verdadera belleza no está ya
en lo gigantesco en lo inconmensurable: el mar embravecido, por ejemplo, es un
gastado clisé, demasiado cinematográfico, que no logra conmover a los que prefieren,
ante todo, en los espectáculos un poco de gracia discreta; ni tampoco logran conmover
las tempestades con su ingenua pirotecnia celeste, siempre idéntica: ni los famosos
crepúsculos tropicales, que han pasado de moda, como los chalecos de fantasía y otras
exuberancias románticas. Es lástima que la Naturaleza, en su calidad de empresario de
grandes espectáculos, no sea capaz de modernizar la técnica de su misse en scène:
en ese importante ramo se dejó ganar de los nuevos decoradores rusos y de algunos
artistas futuristas que han logrado desentrañar ocultos y misteriosos sentidos de las
cosas. Para hallar algo verdadera y delicadamente conmovedor en la Naturaleza, hay
que buscarlo en los matices efímeros, en los escorzos ligeros, en todos esos menudos
hechos que nadie advierte, pero que encierran a veces una belleza extraña y sutil.
No quisiera, pues, elogiar el esplendor de los grandes incendios, sino escribir el poema
de las pequeñas llamas humildes que alientan un instante a nuestro lado o pasan
intermitentes y fugaces a lo largo de nuestra vida. La llama azul del alcohol que
prende no se que sabe quién a nuestra cabecera, cuando estamos en enfermos en el
lecho y que al apagarse, lo hace súbitamente, con un golpe hueco y sonoro como le
aletazo de un gran pájaro.
La llama dorada, alegre y agorera del fogón de la montaña: llama clara de leña seca
que miran pensativos todos los que están sentados en los bancos de piedra. Cuando
esa llama canta, la vieja cocinera gruñona profetiza que va venir alguien; y viene
siempre.
La llama roja y lenguaraz que, cuando vamos de noche por un camino, vemos de
pronto en el pico del monte: alrededor de esa llama incomprensible, están
indudablemente bailando los gnomos y las brujas.
Y las llamas terribles, que no olvidaremos nunca, de los disparos vistos en la oscuridad;
y las llamas locas y falsas de los fuegos de San Telmo; y la menuda llama ligera,
inocente y juguetona de la mecha de una mina que vimos prender quién sabe dónde, y
la llamita moribunda, caída y aceitosa que se extingue un momento para renacer
milagrosamente, de ese candil arrinconado que contemplamos al pasar, en el fondo de
la guardilla sucia.
¿Quién dirá toda la gama de las llamas? ¿Y quién dirá también qué es la llama, de
dónde viene y qué quiere en el mundo? Podría creerse con fundamento, como creía
Novalis, que la llama es animal, es un organismo vivo, es un extraño ser que ha
adoptado para existir, esa forma exótica y sorprendente dentro de los procedimientos
habituales de la Naturaleza.
O, tal vez, cada llama será el ama condenada y superviviente de alguien que existió
hace mucho tiempo. Hay también en el mundo ciertas cosas, muy pocas, que pos su
vitalidad extraordinaria, que por su intensidad maravillosa de vida, nos parece que no
podrían morir jamás y que serían fácilmente transformables en llamas: las lenguas
cálidas, y voraces, de algunas mujeres amadas, o los ojos concentrados y fantásticos de
los gatos, o algunos de esos mechones de cabellos , rubios, negros o rojos, que
después de sólo haberlos rozado por casualidad, nos queda la mano como quemada
por muchos días y una inefable emoción en el alma…
¡Yo quisiera escribir el poema de las pequeñas llamas misteriosas que alientan un
instante a nuestro lado, o pasas, intermitentes y fugaces a lo largo de nuestra vida!
Fue anoche en cine, mientras veíamos silenciosos y mojados por la lluvia, la proyección
de una película americana, cuando yo empecé a concebir mi teoría. Precisamente en el
momento en que el tigre se iba a comer al protagonista tuve yo la primera idea vaga
sobre la necesidad metafísica del infierno; y cuando, por última vez, los héroes
aparecieron en la pantalla felices y sonrientes en su luna de miel, ya había formulado
casi por completo mi afirmación trascendental: para que la vida sea activa y profunda,
es necesario que exista un “peligro”, ese peligro puede ser el infierno.
Suponeos, por ejemplo, el amor; si yo estoy convencido de que el beso que voy a dar a
mi prima detrás de la puerta “puede” costarme la salvación eterna, ¿cómo será de
intenso y deliciosos ese beso y cómo lo saborearé después, sabiendo lo que me “pudo”
costar? Las cosas se aprecian por lo que nos valen; si lo que arriesgamos por ellas es
infinito y eterno, como la salvación, infinita y eterna será la felicidad con que las
disfrutaremos. En la expectativa de ese peligro inminente, las acciones, grandes o
mínimas, se valorizan hasta un grado inconmensurable, y la vida se convierte en un
campo invisible de batalla en que todo lo tendremos que conquistar con nuestra
audacia y con nuestro esfuerzo.
Dicen que el pobre Maupassant, en los últimos días de su vida, sufría alucinaciones
extrañas. Entre otras cosas atormentadoras, se cuenta que una vez creyó que lo
perseguían los muebles de su cuarto: que las sillas, y los sofás, los escaparates
gigantescos y el lecho cuadrúpedo, corrían en pos de él escalas abajo, desalados,
estrepitosos y amenazantes, hasta que lo alcanzaron en un rincón del jardín y lo
molieron a golpes con sus puños y sus patas de madera.
Y después de todo, ¿quién me dice que hace treinta mil años los escaparates y los
taburetes, los sillones y los sofás, no andaban sueltos por el campo, correteando
pesadamente en los ratos de alegría, o, a menudo, sentándose a discutir con severidad
bajo las encinas? A mí al menos, me dan esa extravagante impresión de vida en
latencia. Un taburete, por ejemplo, me parece sencillamente humano. Lo veo como un
pobre ser paralítico y circunspecto, que se pasara eternamente en cuclillas, esperando
algo remoto; tiene el aire resignado y melancólico de una gran señor venido a menos,
de un ente superior reducido, por castigo divino o por simple hechicería, a adoptar
formas imperfectas e inertes, hasta que llegue el minuto del desencantamiento
milagroso.
Sin embargo, hay quienes creen que los taburetes salen a veces de ese encantado
mutismo, en raros pero merecidos instantes de expansión. O si no, ¿qué hacen en el
interior de las salas cerradas, durante las largas noches solitarias, esos seis o siete
taburetes que tan ceremoniosa y cortésmente se reciben la visita? Quizás asomándose
uno por el hueco de la cerradura los vería accionar con parsimonia y los oiría hablar de
política, o de economía, o de no sé qué cosas graves y abstrusas, porque a mí se me
figura que los taburetes, y sobre todo los altos y severos taburetes de vaqueta, deben
ser unos señores medio filósofos y medio financieros, que sólo deben hablar de
asuntos serios y tremendos, con ese tono doctoral que adoptan los congresistas en las
Cámaras.
Puede suceder que el taburete sea el tipo degenerado de una gran especie que vivió
en remotas edades o el principio de evolución de una gran especie que vivirá en el
porvenir. Quizá se podría formular una teoría en que se probara que el hombre
desciende del taburete; teoría ingeniosa y verosímil que tendría tanto éxito como las
que tratan de probar que el hombre desciende del mono o del caballo.
En todo caso, dentro de la extraña fauna de los muebles, el taburete es el tipo que más
se acerca al hombre; el escaparate vendría a ser el mastodonte. Un escaparate da
siempre la impresión de que va a rugir con horrísono acento antediluviano; de que va a
movilizar de pronto su mole gigantesca, pausada, atropellando los menudos y frágiles
objetos del tocador. Todos nos acercamos al escaparate con cierto íntimo pavor, con
cierta solemnidad ritual como si esperáramos ver surgir de sus entrañas alguna cosa
maravillosa.
El lecho, en cambio, con su enhiesta cornamenta y sus cuatro patas cortas, es un buen
buey, un cuadrúpedo dócil y apacible, que rumia en su rincón, indiferente a todo lo
que pase encima o debajo de él. La cómoda, de pequeños cuernos, esbelta y ligera, es
un búfalo momificado. La silla de extensión es un lagarto.
Ahora bien: ¿ese mundo fantástico de los muebles es verdaderamente inerte, como lo
pensamos, o se burla de nosotros en nuestra ausencia? Yo no sé; pero a veces, al abrir
una pieza, parece que los muebles acabaran de recobrar súbitamente sus posiciones
habituales y conservaran aun un leve aire de sobresalto y de encogimiento anhelante,
como si hubieran estado haciendo alguna cosa mala, o entregados a una furibunda
batahola. En un momento de esos los sorprendió Maupassant y quisieron vengarse de
él para que no revelara su secreto.
Hay una cosa que el hombre moderno ha olvidado por completo: es el arte de caminar
bien. Porque no puede llamarse caminar bien a lo que hace la mayoría de los
ciudadanos en la calle. Eso podrá ser tambaleo, o brinco o arrastre, según los casos;
todo, en fin, menos caminar bien.
Hay quienes efectivamente, van por la calle a grandes zancadas como si anduvieran
sobre brazas; otros, al contrario, avanzan demasiado despacio, levantando
penosamente cada pierna, como si calzaran zapatos de plomo; muchos marchan
medio agazapados, adheridos a la pared, hundiéndose en los huecos de las puertas y
agarrándose en las esquinas, al volverlas, como si temieran encontrar un abismo al
otro lado; en cambio, otros vienen por la mitad de la vía; rápidos y ciegos, haciendo
zigzags, escurriéndose entre la multitud con la cabeza baja y trotando en los trechos
despejados, como si los persiguiera un fantasma terrible; de cuando en cuando se
encuentra ese bulto negro y redondo, de levita y sombrero de copa, que camina lenta
y cadenciosamente, con un grave meno lateral a la manera de los patos gordos; o esa
esquelética figura que adelanta a brincos menudos, a imitación de ciertos patos
acuáticos; o ese filósofo excesivamente embebido, que va rompiéndose las narices
contra todas las cosas. Todo eso y mucho más se ve en la calle; pero lo que no se ve,
sino muy rara vez, es el hombre enhiesto y desembarazado que avanza sin demasiada
premura y sin demasiada lentitud, con cierta solemne firmeza, con cierta dignidad
noble y sencilla. Eso es: ya no se ve el hombre que camina con dignidad.
Pero, ¿por qué se ha degenerado de tal manera?, ¿Por qué se ha perdido el antiguo
sentido clásico de la armonía y la elegancia en los movimientos? Ello obedece, sin
duda, a causas profundas y múltiples. Podría decirse, en general, que el hombre
moderno es más nervioso, más desequilibrado y más urgido que el hombre antiguo; la
civilización lo ha enloquecido, haciéndole perder el sentido de la medida y de la
proporción, haciéndole perder un poco de conciencia de sí mismo, arrojándolo en el
torbellino de las ciudades como la hoja en el huracán.
Pero hay una causa especial y esencial que influye definitivamente en la degeneración
del movimiento: es la indumentaria. El traje rígido en la manera de caminar; no camina
lo mismo un individuo cuando va de levita que cuando va de americano. En nuestra
época las mujeres son las únicas que caminan bien porque son las únicas que visten
suntuosamente.
El traje del hombre moderno es demasiado pobre, sencillo; no logra excitarlo, no logra
comunicarle esa alegría pujante, esa elasticidad enérgica y suelta que el contacto de
las telas preciosas, los olanes, las batistas, las sedas, las púrpuras, infunde a quien las
lleva, haciéndolo marchar con firmeza y flexibilidad.
Además, al hombre moderno le falta un atributo esencial: la espada. Todo el que lleva
espada va erguido y camina en línea recta; esos trastabilleos y forcimientos y
tambaleos y traspiés que se advierten en la mayoría de los transeúntes, pueden
explicarse muy bien por la carencia de la espada. Más que ninguna otra cosa, la espada
obliga a caminar con dignidad; desde el instante en que se la ciñe, cambia la psicología
del individuo: si era tímido se hace audaz, si era vacilante se hace firme, si era hipócrita
se hace sincero. La espada lo transforma, le da una mejor idea de sí mismo, acrecienta
su valor humano y lo excita a marchar enhiesto y severo, con cierto varonil
desembarazo.
¿Nadie ha pensado en que, despertados por una catástrofe, por un terremoto tal vez,
todos los pantalones que yacen en los escaparates y los roperos, pueden salir algún día
corriendo por la ciudad como una muchedumbre asustada? Un suceso fulminante, de
esos que devuelven la palabra a los mudos, sería quizá capaz de vigorizar súbita y
definitivamente las piernas enclenques de los pantalones, haciéndolos entrar de lleno
en la humanidad ambulante y transeúnte que puebla las calles.
Eso sería un espectáculo conmovedor que haría horrorizar a las señoras. Porque unos
pantalones solos y vacíos dan cierta impresión de desnudez inmoral; podría decirse
que unos pantalones no están cubiertos, no están “vestidos” sino cuando llevan
adentro a su dueño; ese dueño es como la hoja de parra de los pantalones, es lo que
los hace pudorosos y castos. Una señora puede ruborizarse mucho más viendo uno
pantalones sin hombre que un hombre sin pantalones.
Aparte de esta cuestión puramente ética, hay que notar el influjo soberano que los
pantalones han ido adquiriendo sobre el hombre, la suma de personalidad que le han
ido quitando en el curso del tiempo. El hombre que provisionalmente se encuentra sin
pantalones, es un ser mísero, impotente, tímido, empequeñecido. ¿Cómo pudieron
combatir, trabajar, caminar, mandar y obedecer, cómo pudieron, en fin, vivir
dignamente con las piernas desnudas los habitantes de las cavernas? Hoy no
sabríamos explicarnos bien ese fenómeno remoto; el hombre actual necesita los
pantalones, no tanto como un vestido encubridor, sino como un eficaz estimulante
espiritual para la acción enérgica. Aun en los momentos de violenta catástrofe, cuando
todo acto es instintivo, el hombre experimenta la necesidad sicológica de, antes que
todo, ponerse sus pantalones para poder actuar con firmeza. Sólo así, encaramado,
digamos, sobre sus pantalones, se siente fuerte y valeroso, se encuentra listo para el
ataque o la defensa.
En la vida civilizada y ciudadana de hoy, los pantalones bípedos y andantes, han venido
a reemplazar en cierto modo al caballo fiel de los primitivos guerreros nómades.
Montado sobre ese indumento extraño, tan lleno de estímulos vitales, tan efusivo y
cálido, el hombre actual se siente como un vencedor en marcha, como un radiante
dominador de la vida.
Es interesante y conmovedor ver los esfuerzos enormes que hacen los hombres en
todas partes, por aparecer pacifistas, por amar y realizar ese sueño absurdo e
inexplicable que se llama la paz. Pero en la íntima realidad, en la realidad profunda y
subterránea del corazón, ningún hombre logra ser pacifista verdadero; aun bajo la
capa gruesa de carne del burgués más burgués y más gordo, queda una divina chispa
bélica, una partícula del instinto supremo de la guerra, que no han logrado apagar
definitivamente ni las alucinaciones locas de la razón ni la influencia de una vida
regalada y soñolienta.
Y es que el hombre es, al fin y al cabo, un animal noble y fuerte dotado de poderosa
vida interior; para alimentar su alma insaciable tiene que eliminar lo externo, que
absorber lo circundante; mientras más alma se tenga, más potente es el instinto de la
absorción; podría decirse que, después del combate, los vencedores se han asimilado
el alma de los muertos, la han incorporado a su vida interior, acrecentándola; por eso
sin duda los ojos de los vencedores son tan luminosos y sus piernas tan ágiles y tan
vitales.
Pero, por una singular contradicción, el hombre se avergüenza de la guerra. Es verdad
que, generalmente, el hombre se avergüenza de todo lo que pudiera enorgullecerlo.
Del amor, por ejemplo; sin embargo, el amor, como la guerra, es una sed infinita de
alma; un abrazo y una estocada son dos maneras distintas de vigorizarse, de duplicarse
interiormente, eliminando o queriendo eliminar a otro ser. El hombre se avergüenza
de ambas cosas, quizá por la secreta y misteriosa afinidad que hay entre ellas. En todo
caso, el pobre hombre sueña siempre con llegar a ser una entidad dócil, apacible,
conciliadora, llena de dulce benignidad hacia todas las cosas, y especialmente hacia los
otros hombres; y hay muchos que logran conseguirlo aparentemente, superponiendo
a su naturaleza esencial de animales puros, una naturaleza artificial confeccionada a
base de razonamientos idealistas y de sueños fantásticos. Pero, en el fondo, la chispa
selvática y agresiva vigila: yo conozco convencidos pacifistas que al ver pasar bajo sus
balcones un batallón rutilante o al oír en el campo de maniobras la sonora y milagrosa
voz del clarín, gritan vivas al ejército y tiran los sombreros al aire, penetrados, a su
pesar, de la inefable emoción que produce la sola visión de los guerreros en marcha.
Las más razonables diatribas contra la guerra y los principios más arraigados de
benevolencia humana no llegarán a oscurecer nunca la figura estimulante del
guerrero, bello, intrínsecamente bello, en medio de su decorativa esplendidez.
Para que una mujer sea verdaderamente bella debe ser un poco fea. Es decir, un poco
imperfecta e inarmoniosa, con algo levemente raro y sorprendente en su belleza. Ante
todo, no ha de estar conformada según esos impecables modelos griegos que vemos
en los museos y que ya nos tienen fatigados de corrección y de frialdad. “Sus
facciones-dice Poe de Lady Ligeia-no se definían en el molde corriente que se nos ha
enseñado a admirar falsamente en las clásicas obras del paganismo”. El ideal moderno
de la belleza femenina no está todo en la perfección majestuosa de las diosas. Nuestra
imaginación ya un tanto desequilibrada busca mejor en la mujer una cierta gracia
discreta y lejana iluminada por espiritualidad penetrante, la mujer que despierta, por
su aspecto imprevisto, ilusiones inesperadas, no le hace que ella sea menuda, o
demasiado delgada, o tenga los ojos muy grandes, o las naricillas pequeñas, no le hace
que no lleve proporción nimia en las partes ni tenga la imponencia olímpica de los
mármoles. ¡Ay! ¿Cuándo hemos visto y dónde, aquellos retratos pálidos de
Ghirlandajo, llenos de idealidad vaga y grave, concentrados e inundados en un grave
espíritu místico que los hace radiantes? Yo no sé, pero amo esa belleza enfermiza que
es una reacción contra la Venus, láctea, inespiritual y horriblemente perfecta.
Verlaine hablaba de torcerle el cuello a la elocuencia. Muy bien. ¡Cuánto antes! Pero,
al mismo tiempo, el poeta pedía para los versos música y solo música. ¡Pues no, ya no,
ya es tiempo de torcerle el cuello a la música! ¿Hasta cuándo nos van a dar los poetas
su música cansada de cascabeles, la terrible música monótona de los sonetos y de los
cuartetos, la música intensa de todos los metros correctos, que nos hace pensar con
pavor en las recitaciones de las escuelas y de las veladas literarias en que se dicen
epopeyas atroces? Proclamamos el horror a las palabras musicales, de todo género,
que cuando las decimos, o nos las dicen, obligan a adoptar ese tono cansado y
elocuente, ese tono conmovedor, irresistible para las mujeres y para los poetas,
ramplón y mediocre como nada en el mundo. Proclamemos la necesidad de que los
poetas, los poetas de verdad, no tengan oído ni posean el instinto de la musicalidad
fastidiosa de la palabras y de las estrofas.