Montesquieu - Stefano Ballerio

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La

obra de Charles Louis de Secondat, barón de Montesquieu (1689-1755),


tiene muchas entradas y muchos recovecos en los que pararse. La justicia y la
libertad del hombre son su pensamiento dominante, las leyes son el lugar
donde las busca. La observación y el análisis son su instrumento, la
moderación y la serenidad son sus rasgos. Conoce la ironía, pero no sabe ser
malévolo. Hombre de la Ilustración, buscador infatigable, mueve su mirada
sobre el mundo de los hombres y su historia y nos entrega una lección de
relativismo, apertura y racionalidad que dura en el tiempo. Esta introducción a
su obra pretende restituir su sentido e importancia o, al menos, indicar alguna
entrada para acceder al pensamiento de Montesquieu y detenerse a reflexionar
con él.
Manuel Cruz (Director de la colección)

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Stefano Ballerio

Montesquieu
Los hombres, el espíritu, las leyes
Descubrir la filosofía - 56

ePub r1.0
Titivillus 12.03.2021

Página 3
Título original: Montesquieu: gli uomini, lo spirito, le leggi
Stefano Ballerio, 2016
Traducción: Roger Renau
Ilustración de cubierta: Nacho García
Diseño de portada: Víctor Fernández y Natalia Sánchez
Diseño y maquetación: Kira Riera

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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Índice de contenido

Cubierta
Montesquieu
Montesquieu, la serenidad de la razón
Vida, obras y contexto histórico
La sociedad del Antiguo Régimen y la igualdad jurídica de los ciudadanos
Autorretratos de Montesquieu
Los años de Montesquieu: la Ilustración
El espíritu de las leyes
El prefacio de El espíritu de las leyes
La naturaleza de las leyes y la condición de los hombres
Formas de gobierno y su naturaleza
Formas de gobierno y sus principios
El relativismo de Montesquieu y el espíritu de las leyes
La relatividad de las leyes en el principio de gobierno
La relatividad de las leyes en el clima
La corrupción de los principios y la caída de los gobiernos
«De la esclavitud de los negros»
El territorio y las causas externas de la caída de los gobiernos
La libertad política, el equilibrio entre poderes y la garantía
«Sobre la Constitución de Inglaterra»
Cartas persas
Cartas anónimas
La revolución sociológica
Europa desde el punto de vista de los persas
El Rey Sol en las Cartas persas
Oriente y Occidente
La novela de Usbek
La última carta: Roxana a Usbek
Los romanos, grandeza y decadencia de las civilizaciones
La justicia como virtud
Sobre la amistad
Una historia filosófica: las Consideraciones sobre las causas de la grandeza
y decadencia de los romanos

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Causas particulares y causas generales
Causas de la grandeza, causas de la decadencia
Contra la crueldad y la destrucción
El «espectáculo de las cosas humanas» y la ilusión del poder
Ensayo sobre el gusto
APÉNDICES
Obras principales
Cronología
Notas

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Se pueden obtener grandes ventajas del mundo, como también son
grandes las que se obtienen del estudio. Con el estudio se aprende a
escribir ordenadamente, a pensar de manera correcta y a dar la
forma adecuada a nuestros pensamientos: el silencio en el que nos
sumergimos nos permite seguir el hilo de nuestras pensamientos. Sin
embargo, entre la gente aprendemos a imaginar: en las
conversaciones surgen tantos temas que nos imaginamos todo tipo de
cosas y los hombres nos parecen agradables y felices; pensamos sin
pensar, es decir, las ideas llegan por puro azar y, a veces, son
acertadas.

Montesquieu, Mes pensées

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Montesquieu, la serenidad de la razón
Hablar de Montesquieu es hablar de un clásico de la filosofía: por un lado,
se reconoce universalmente el alcance de su obra en la formación del
pensamiento ilustrado y en la historia de la filosofía política; por otro lado,
algunas de las ideas centrales de su pensamiento perduran en la cultura
occidental y en las instituciones políticas. Encontramos su herencia en nuestra
mirada cultural e histérico-política cuando nos preocupamos por el equilibrio
de la separación de poderes en un gobierno (legislativo, ejecutivo y judicial).
También destaca su idea sobre el relativismo, que admite la diversidad de
leyes en diferentes pueblos y en la que esta se relaciona con múltiples
factores, culturales o de otra índole, que ejercen una influencia sobre las
mismas leyes. El filósofo también se preocupa de garantizar la libertad del
ciudadano contra los posibles abusos de las instituciones políticas.
Montesquieu está vigente, no solo porque su pensamiento perdura en nuestra
cultura filosófica y política, o todavía más en los estudios y los profesionales
del derecho, sino porque tiene las características de un clásico: acercarse a su
obra significa reflexionar cara a cara con las bases de nuestro pensamiento y
querer esclarecerlas, buscar sus límites y profundizar en ellas.

Sin embargo, hoy en día no todo lo que escribió Montesquieu sigue siendo
vigente. La historia ha seguido caminos que el filósofo no podía prever, y el
pensamiento filosófico y político posterior se ha desarrollado de otra forma:
Pero su pesamiento no genera en la actualidad la misma controversia que
otros ilustrados, como Voltaire o Jean-Jacques Rousseau. En las medallas y
en los bustos de mármol que lo representan, aparece «sonriente en cada uno
de los pliegues de su toga y de su cara»[1] y lo recibimos con los brazos
abiertos. Los aspectos de su obra que en la actualidad se critican, se rechazan
o simplemente han sido superados no han querido levantar polémica y se han
mantenido íntegros como los aspectos que todavía perduran. Incluso en esto
Montesquieu nos demuestra que es el filósofo de la moderación, del equilibrio
y de una filosofía de las luces que creía en la serenidad de la razón.

Para poder acercarnos al pensamiento de Montesquieu, primero


hablaremos de su vida y del contexto histórico y cultural en el que escribió

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sus obras; los brillantes años de la Ilustración y del cambio de la sociedad del
Antiguo Régimen a la nueva sociedad burguesa.

Así pues, veremos El espíritu de las leyes, la obra en la que Montesquieu


expone todo su pensamiento y por la que es reconocido en la historia de la
filosofía. Nos centraremos en sus conceptos fundamentales con la intención
de ver sus características: leyes y justicia. Estado y gobierno, república,
monarquía y despotismo, libertad y opresión, relativismo y garantía, y
muchos otros. El pensamiento de Montesquieu es un sistema articulado e
interconectado. Nuestro objetivo es esclarecer esta articulación y sus
conexiones.

Más adelante echaremos la vista atrás y abordaremos las Cartas persas;


gracias a esta obra, Montesquieu obtuvo su primer éxito como escritor. El
autor abre la puerta a muchos de los temas que seguirá tratando a lo largo de
su carrera filosófica. Las Cartas persas fascinan porque aúnan ensayo y
novela. Su característica literaria exige un tratamiento un poco diferente:
aparte de ver las propuestas filosóficas, también deberemos hablar de las
historias que nos cuenta, siempre bajo una forma y un contexto histérico-
literario.

Para terminar, además de las Cartas persas y de El espíritu de las leyes,


destacaremos otras obras de Montesquieu. Sin embargo, no nos ocuparemos
de lodo lo escrito por el autor, puesto que nuestro objetivo es proporcionar
algunas ideas fundamentales y no acumular excesiva información. Pondremos
nuestra atención en las Consideraciones sobre las causas de la grandeza y
decadencia de los romanos —la tercera gran obra de Montesquieu— y, más
brevemente, en el Tratado de los deberes y en Mes pensées. Finalmente,
trataremos con brevedad el ensayo sobre el gusto que Montesquieu escribió
para la Encyclopédie. Nuestro objetivo es ofrecer una visión global, sintética
y completa del pensamiento de Montesquieu que sea un reflejo digno de su
diversidad, de su unidad y del interés que sin duda todavía despierta en la
actualidad.

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Vida, obras y contexto histórico
Charles-Louis de Secondat, barón de La Brède y de Montesquieu, nace en
el castillo de La Brède, cerca de Burdeos, el 18 de enero de 1689. De acuerdo
con las costumbres de la época, es enviado a vivir al campo con una familia
que lo cuida durante sus primeros tres años. Más tarde, entre 1700 y 1705,
cursará sus estudios en el colegio de los oratorianos de Juilly, en Meaux. Poco
antes, en 1696, su madre había muerto de septicemia tras un parto.

En 1705, Montesquieu se inscribe en la Universidad de Burdeos para


estudiar derecho y termina el bachillerato y la licenciatura en 1708. La familia
de Montesquieu pertenece a la nobleza de toga, es decir, a la clase de
funcionarios que realizan tareas administrativas y de gobierno y que han
recibido el título nobiliario directamente del monarca. En países como Francia
o Rusia se crearon los nobles de toga con el objetivo de formar un grupo de
funcionarios fieles a la monarquía y que al mismo tiempo sirviera de
contrapeso a la incontrolable nobleza de espada. Así pues, se trataba de una
nobleza creada por el rey y con cargos, motivo por el cual por lo general
estudiaban derecho.

Montesquieu termina sus estudios y empieza la carrera profesional que


por nacimiento debe seguir. En 1714 es nombrado consejero en el Parlamento
de Burdeos. Un año antes, su padre había fallecido.

En 1715, a punto de casarse con Germain Denis, Montesquieu decide


romper el noviazgo y contrae nupcias con Jeanne de Lartigue (1695-1770).
Parece ser que Germain era de origen demasiado humilde y, en cambio.
Jeanne pertenecía a una familia hugonote, rica y de nobleza reciente. Para
Montesquieu, el matrimonio significó una dote nada despreciable de 100.000
libras tornesas (la libra tornesa fue la moneda oficial hasta la Revolución de
1789). Su actitud puede parecemos oportunista, pero debemos recordar que
para la nobleza europea del siglo XVIII el matrimonio era más una cuestión
económica y social que una unión por amor.

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En 1715 muere Luis XIV, el Rey Sol, el monarca que encarna mejor que
nadie la idea de monarquía absoluta. A causa de la minoría de edad del futuro
Luis XV, la regencia recae en Felipe de Orleans, que entre otras cosas
recupera algunas de las prerrogativas parlamentarias que Luis XIV había
anulado. La historia sigue su curso y ya es imposible volver al equilibrio de
antes del Rey Sol y del absolutismo. El ascenso económico de la burguesía
desplaza las tensiones y las dinámicas sociales hacia un enfrentamiento de
clases, con los nobles y el clero por un lado y la burguesía por el otro.

De los conflictos internos de la sociedad del Antiguo Régimen se llega al


conflicto que finaliza con esta y establece las bases para una nueva sociedad
burguesa mediante el estallido de la Revolución francesa. El reinado de Felipe
de Orleans termina en 1723, cuando Luis XV es declarado mayor de edad.

En 1716, Montesquieu recibe en herencia de su tío Jean-Baptiste de


Secondat el cargo de presidente del Parlamento de Burdeos, el título de barón
de Montesquieu y un cuantioso patrimonio. Tanto los títulos como los cargos
de nobleza de toga se transmitían por herencia y, además, los cargos se podían
vender, tal y como hizo Montesquieu en 1726. También en 1716 nace su
primer hijo, Jean-Baptiste, conocido por sus estudios en ciencias naturales.

El propio Montesquieu, gran amante del derecho y de las letras, muestra


mucho interés por las ciencias. En Burdeos se convierte en colaborador local
de la Academia de las Ciencias y escribe numerosos ensayos y memorias con
argumentación filosófica y científica.

Sigue la tendencia de su tiempo y se interesa por la física, la geología, la


fisiología y la medicina, así como también por el derecho, la ética, la estética
y la metafísica. De las ciencias naturales adquiere la tendencia a la
experimentación o al empirismo, pero no a las matemáticas: el pensamiento
de Montesquieu se articula bajo la forma de un discurso, no de un simbolismo
matemático, y por ello siempre se le considera un hombre de letras antes que
de ciencia. A pesar de esto, en El espíritu de las leyes se observa la voluntad
de Montesquieu de establecer las leyes de la política y de la sociedad de un
modo sistemático gracias a la observación de los fenómenos, un ejemplo de
sus estudios científicos. Al igual que otros grandes hombres de la Ilustración
(como Jean-Baptiste D’Alembert, Denis Diderot, Cesare Beccaria, etc.).
Montesquieu es un hombre de pensamiento versátil y con una gran
curiosidad.

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La herencia familiar, el matrimonio y el cargo de presidente le permiten
vivir con tranquilidad para dedicarse al estudio. Montesquieu sabe administrar
el patrimonio y nunca tendrá problemas económicos, tampoco durante los
años de crisis: en 1720, la política de John Law, un economista escocés
nombrado ministro de Economía de Francia, lleva el país a la ruina
(Montesquieu encuentra a Law establecido en Venecia tras huir de Francia),
Montesquieu mantiene su seguridad económica y vive según las costumbres
de la nobleza de toga, si bien como ya hemos señalado en 1726 vende el
cargo de presidente a cambio de una renta anual. Es por este motivo que
puede dedicarse a tiempo completo a estudiar, a viajar de París a Burdeos con
total libertad y por toda Europa.

Además, desde hace cinco años Montesquieu ya es un conocido escritor.


En 1721 publica las Cartas persas, una novela epistolar que ya había
empezado en 1717. Esta obra se publica en Ámsterdam de la mano del editor
Jacques Desbordes. Primero aparece anónima porque Montesquieu teme la
censura, pero el nombre del autor no se mantiene demasiado tiempo en
secreto. El éxito de las Cartas es inmediato en Francia y en Europa, con una
segunda edición el mismo 1721 y una tercera póstuma, en las Obras de 1758.

Se traslada a París en 1722, pero visita regularmente Burdeos para


ocuparse de algunos asuntos vitales y disfrutar de la paz del castillo de La
Brède. Montesquieu participa activamente de la vida cultural de la capital,
frecuenta los salones y se dedica a la escritura. En 1725 también publica de
forma anónima el Templo de Gnido. Se trata de un pequeño poema en prosa
dividido en siete cánticos, un homenaje a la duquesa de Clermont (Marie-
Anne de Bourbon-Condé), con quien Montesquieu pudo tener una relación.
En el poema no encontramos un amor apasionado, sino un amor amable,
galante, incluso rococó, acorde con la poesía del siglo XVIII y con el carácter
del autor. Montesquieu no es un hombre apasionado o sentimental. En 1725
se dedica a escribir una obra diferente: el Tratado de los deberes, del que lee
los primeros capítulos ese mismo año en la Academia de Burdeos, pero que se
ha perdido a excepción de las partes que aparecen en Mes pensées.

En 1728, una vez superada la oposición de la autoridad religiosa,


Montesquieu es elegido miembro de la Academia Francesa. Sin embargo, ese
mismo año no asiste a sus sesiones porque en abril empieza un grand tour por
Europa del que vuelve en mayo de 1731.

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Realizar un grand tour era una costumbre entre los nobles europeos del
siglo XVIII: viajaban por Europa, visitaban las diferentes capitales y
entablaban relaciones con los nobles de otros países. Viajaban a los sitios más
destacados del arte y de la ciencia y volvían a casa (a veces con sífilis, como
le sucedió al autor de tragedias y noble piamontés Vittorio Alfieri, cuyo
carácter era algo más apasionado que el de Charles-Louis de Secondat).
Montesquieu llega a Austria, se encuentra con el emperador y visita las minas
de Hungría. En Italia conoce a algunos ilustrados y queda prendado de los
monumentos de Roma. Luego visita Suiza, vuelve a Austria, pasa por
Alemania, Holanda y termina en Inglaterra. Montesquieu llega a Londres en
noviembre de 1729 y permanece allí un tiempo. Se encuentra con la reina,
conoce a algunos representantes de los principales partidos del país —los
whigs, defensores de la monarquía constitucional, y los tories, partidarios del
absolutismo—, asiste a algunas sesiones de la Cámara de los Comunes, es
admitido en la Royal Society y se inicia en la masonería. Nace su admiración
por Inglaterra y en particular por su Constitución, si bien ya la conoce de
antemano gracias a la lectura de filósofos ingleses como John Locke y sus
Tratados sobre el gobierno (1660-62). Durante su viaje empieza a escribir un
Diario de viaje que termina con la vuelta a Burdeos y también unas Notas
sobre Inglaterra que han llegado incompletas a nuestros días.

Tras volver del grand tour, en 1731, Montesquieu empieza a trabajar en


su segunda gran obra, las Consideraciones sobre las causas de la grandeza y
decadencia de los romanos. Termina esta obra en 1734 y se publica ese
mismo año en Ámsterdam, una vez más de forma anónima y en la imprenta
del editor Jacques Desbordes. Poco después de su publicación, Montesquieu
asume la autoría de la obra ante la Academia gracias al éxito europeo que
cosecha: a finales de siglo, la obra se traduce y se publica en Inglaterra, Italia.
Alemania, Suiza, Polonia, Rusia Holanda y Grecia. Sin embargo, tras la
publicación, Montesquieu rectifica aspectos de la obra y propone una segunda
edición, que aparece en 1748. Esta segunda edición incluye el Dialogue de
Sylla et d’Eucrate, escrito en 1745, a la que le siguió una tercera edición con
otras modificaciones del texto que ya aparece en la edición póstuma de las
Obras de 1758.

Con las Consideraciones culmina un gran interés por la historia romana y


el estudio que Montesquieu había empezado desde sus años en el colegio de
Juilly. Sin duda el viaje por Europa y, sobre todo, su paso por Roma habían
significado una buena ocasión para conocer de cerca los vestigios de la

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civilización romana. También su estancia en territorio inglés lo anima a
profundizar en la historia de Roma: allí conoce a Nathaniel Hooke, que
trabaja en su Roman History, from the Building of Rome to the Ruin of the
Commonwealth, y lee Craftsman de Henry St. John Bolingbroke, que insiste
en establecer una analogía entre la historia romana y la inglesa (basándose en
una tendencia comparativa que recupera Edward Gibbon, gran lector de
Montesquieu, en las notas de su History of the Decline and Fall of the Roman
Empire). Es entonces cuando siente la necesidad de profundizar en sus
estudios y al volver a Francia inicia un plan de lecturas para alimentar la
creación de las Consideraciones.

Durante la primera mitad del siglo XVIII trabaja sin cesar. En 1734, aparte
de las Consideraciones, Montesquieu también publica Reflexiones sobre la
monarquía universal en Europa, una obra que él mismo retira y destruye
enseguida, pues teme a la censura porque la obra critica a Luis XIV. Las
Reflexiones no circularán hasta 1891 con una nueva edición. En la primera
mitad de siglo, Montesquieu utiliza parte del material de esta obra para su
nuevo trabajo: El espíritu de las leyes.

Montesquieu se dedica a escribir su obra maestra durante casi veinte años


y la publica en 1748. Lo vuelve a hacer de forma anónima, pero esta vez se
imprime en Ginebra y con el editor Jacques Barrillot. En 1749 aparece una
segunda edición revisada y ampliada con el editor J. Barrillot y en 1750 le
sigue una tercera (con el editor de París Huart, pero con las indicaciones de
Barrillot). Durante este tiempo, se lee y se discute del libro en Francia,
Inglaterra. Italia… Tiene muchos seguidores, pero la respuesta de los sectores
más conservadores de la sociedad no se hace esperar.

Los primeros en atacar son los jesuitas franceses. En marzo de 1749,


cinco meses después de la publicación, en las «Mémoires de Trévoux» se
publica una carta con el título Lettre au P. [Père] B. [Berthier] J. [Jésuite]
sur le Livre intitulé L’Esprit des Loix, escrita por el padre Pierre-Joseph
Plesse o el mismo Guillaume-François Berthier, que pone en duda la
erudición de Montesquieu y también algunas de sus afirmaciones sobre el
cristianismo.

En el verano de 1749 intervienen el recaudador general Claude Dupin y su


esposa con un panfleto escrito con la ayuda de su secretario, Jean-Jacques
Rousseau. Más adelante, otro jesuita, Joseph de La Porte, lanza su crítica, y

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en octubre del mismo año Jacques Fontaine de La Roche acusa en el
semanario jansenista clandestino Nouvelles ecclésiastiques a Montesquieu de
espinosismo, es decir, de ateísmo (el filósofo Spinoza no era verdaderamente
ateo, pero el término «spinozismo» se usaba con ese sentido), y de haber
escrito contra el cristianismo[2].

La Encyclopédie proclamaba «un nuevo


concepto de la vida, fundado en la naturaleza y
la razón, bajo el signo de la libertad política, de
la tolerancia religiosa y de la liberación de las
trabas de la metafísica». En el Prospecto
anunciador fue definida como «un cuadro
general de los esfuerzos del espíritu humano en
todos los órdenes y durante los siglos». Para la
Encyclopédie (edición de 1772), Montesquieu
escribe el Ensayo sobre el gusto (1753), que se
vuelve a publicar en 1757.

Montesquieu responde con la Defensa del espíritu de las leyes, publicada


en París en febrero de 1750 por parte de Huart y Moreau, donde demuestra
una vez más su superioridad intelectual respecto a sus adversarios y su
extraordinaria formación. Los jesuitas y los jansenistas le responden, pero a
Montesquieu ya no le interesa seguir con la disputa. Entre 1751 y 1752, El
espíritu de las leyes forma parte de la lista de libros prohibidos, pero esto no
afecta a su difusión y al éxito que cosecha. La obra es un evento literario de
gran magnitud en pleno Siglo de las Luces, pone las bases para la
construcción de la idea de un Estado de derecho y es decisivo para la historia
del pensamiento político.

Durante estos años, Montesquieu va perdiendo la vista. Denise, su


segunda hija, nacida en 1727 (la primera, Marie, nace en 1717), le ayuda

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durante años a leer y a escribir, pero el filósofo
cada vez está más débil.

Las lecturas han debilitado mi vista —declara


en Mes pensées— y si aún me queda alguna luz,
es la aurora del día en que mis ojos han de cerrarse
para siempre.

También escribe Lisímaco, ficción histórica


(de 1751, pero publicada en 1754) y un ensayo
sobre el gusto que forma parte de la Encyclopédie
(de 1753, pero publicado en 1757). Pero su tiempo
Portada de una edición de
llega a su fin: el 10 de febrero de 1755 muere en
Defensa del espíritu de las leyes París a causa de unas fiebres. Pocos meses
(1750). después, en el texto que sirve de introducción al
volumen V de la Encyclopédie, Jean-Baptiste
D’Alembert le rinde homenaje con su Elogio de Montesquieu.

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La sociedad del Antiguo Régimen y la igualdad
jurídica de los ciudadanos

Todos los ciudadanos son iguales ante la ley: encontramos este


principio fundamental de igualdad jurídica de los ciudadanos, con
todas sus variantes, en las constituciones y en las leyes de
cualquier Estado que goce de un gobierno democrático.

Sn embargo, si nos trasladamos a la Europa de antes de la


Revolución francesa, observamos que los ciudadanos no eran
todos iguales ante la ley; la sociedad estaba dividida en clases —
nobles, burgueses y campesinas, por ejemplo, y también siervos
de la gleba— y las leyes contemplaban varios derechos y deberes
a los ciudadanos de las diferentes clases. Se pertenecía a una
clase por nacimiento —se nace noble o campesino y se muere
noble o campesino— y la sociedad estaba ordenada
jerárquicamente, la nobleza y el clero en la cima y por debajo la
burguesía, los campesinos y el pueblo llano. Así era la sociedad
del Antiguo Régimen, la organización jurídica, política y social de
la Europa de los siglos XVI y XVII.

Durante el siglo XVIII, el pensamiento ilustrado critica sin cesar las


bases culturales de esta sociedad. Junto con el ascenso
económico de la burguesía en Francia, Inglaterra y en otros
países europeos, se crean las condiciones adecuadas para
romper la estructura de clases. La Revolución francesa culmina
este proceso histórico que significó la decadencia de un sistema
social primero en Francia y luego, durante el siglo XIX, en el resto
de Europa. La Declaración de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano de 1789 establece, en su artículo 1 que «los hombres
nacen y permanecen libres e iguales en cuanto a sus derechos».

De esta forma termina el Antiguo Régimen en Francia.

Sin embargo, las desigualdades económicas y sociales no


desaparecieron. En el siglo XIX se producen las luchas entre la
clase obrera y la burguesía y el principio de igualdad económica y
social no se ratifica en las constituciones de muchos Estados del
mundo hasta la segunda mitad del siglo XX. Tras la Segunda

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Guerra Mundial se desarrolla la sociedad del bienestar o welfare
state, que propone una mayor igualdad en el ámbito jurídico,
aunque todavía queda lejos en los países con más tradición
democrática.

Desde este punto de vista, en la obra de Montesquieu


reconocemos este proceso cultural que lleva a la afirmación de la
igualdad jurídica de los ciudadanos. La igualdad social y
económica no aparecen en El espíritu de las leyes porque el autor
era un exponente de la nobleza de toga del siglo XVIII. Sin
embargo, como veremos más adelante, su obra muestra cómo las
dinámicas económicas influyen en las leyes y reciben a su turno
esta influencia. De esta forma, la dimensión jurídica y la
dimensión económica y social están relacionadas.

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Autorretratos de Montesquieu

El castillo de la Brède, lugar de nacimiento de Montesquieu el 18 de


enero de1689.

En una página de Mes pensées, Montesquieu reconoce la


dificultad para ejercer el cargo de presidente del Parlamento de
Burdeos. Esto podría sorprendemos —¿el filósofo de las leyes
incómodo con los procedimientos?—, pero es un testigo de la
honestidad intelectual de Montesquieu y una muestra de su
actitud filosófica.
Lo que siempre me ha llevado a tener una opinión no muy buena de mí mismo
es el hecho de que en el ámbito público no encuentro un trabajo adaptado a mi
persona.

En lo que a mi cargo de presidente se refiere, me encontraba a gusto, entendía


bastante bien los temas, pero en cambio era incapaz de entender los
procedimientos. Lo había intentado, pero lo que más me molestaba era ver como
algunos estúpidos tenían el talento que me faltaba.

Sin embargo, no parece que a Montesquieu le importe demasiado


este problema También en Mes pensées nos ofrece este breve
autorretrato del que se desprende serenidad y placer:

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Un conocido mío decía: «Voy a hacer una cosa bastante estúpida: mi retrato».
Me conozco muy bien. Casi nunca he estado triste; y mucho menos aburrido. Mi
máquina está tan felizmente construida que me siento impresionado, demasiado
vivamente, por todos los objetos para que puedan producirme placer, pero no
tanto para que puedan causarme dolor.

Tengo la ambición que se precisa para obligarme a tomar parte en las cosas de
la vida: pero no tanta que pudiera hacerme sentir disgusto por el lugar que la
naturaleza me ha reservado.

Cuando disfruto de un placer, me siento afectado, y siempre me sorprendo de


haberlo buscado con tanta indiferencia. (…)

El estudio ha sido para mí el mejor remedio contra los disgustos de la vida, no


habiendo sufrido jamás un pesar que una hora de lectura no disipase. […] Me
despierto cada mañana con una alegría secreta; veo la luz con una especie de
éxtasis. El resto del día me siento contento.

Paso la noche sin desvelarme; y cuando me meto en la cama, una especie de


sopor me impide entretenerme en reflexiones.

(Montesquieu, Mes pensées, Éditions Gallimard, 2014, pensamiento número


213).

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Los años de Montesquieu: la Ilustración

Lectura de la tragedia de Voltaire L’Orphelin de la Chine en el salón de


Madamme Geoffrin (Malmaison, 1812). En el cuadro aparecen los
personajes más significativos de la cultura francesa de la Ilustración:
Marivaux, Marmontel, La Condamine, Rousseau, Rameau, Diderot,
Malesherbes, Maupertuis, D’Alembert y Montesquieu entre otros.

A esta breve panorámica de la vida de Montesquieu debemos añadir el


contexto en el que nuestro protagonista vive y elabora su obra: los años de la
Ilustración. Lo haremos con una célebre frase de un ensayo de Immanuel
Kant de 1748: Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?

Kant escribe: «¡Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio


entendimiento! He aquí el lema de la Ilustración». Con esta exhortación. Kant
resume dos características esenciales del pensamiento ilustrado: la confianza
en la inteligencia individual y, en especial, en la razón del hombre; y el coraje
o la audacia a la hora de aplicar la razón de forma crítica en cualquier objeto
para poder utilizarla contra sus adversarios. La Ilustración insiste en la
capacidad de la razón para iluminar como una antorcha contra las tinieblas y

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las supersticiones, la ignorancia y la ciega obediencia a las autoridades
intelectuales, morales y políticas.

Este doble fundamento, la autonomía intelectual del individuo y la crítica


racional a la tradición y a la autoridad, se une a un extendido empirismo, que
se aleja del abstracto racionalismo del siglo XVII (con el filósofo René
Descartes como máximo exponente) y, por lo tanto, de la tendencia
antimetafísica. Los ilustrados se enfrentan a los problemas desde un punto de
vista laico, mundano, secular y de esta forma continúan en la dirección del
pensamiento europeo que, como el Humanismo, había seguido con el
Renacimiento y con la revolución científica del siglo XVII. Tal y como
veremos, las reflexiones de Montesquieu también parten de una mirada
terrenal, incluso cuando el tema de reflexión es la relación entre la religión y
las leyes. Tanto en Montesquieu como en los demás ilustrados existe la
voluntad de someter las instituciones políticas, sociales y religiosas de forma
pragmática a una revisión crítica, con la convicción de que esta debe conducir
al progreso social y a una mejora de la condición humana.

Basándose en esta idea, la Ilustración se articula en una gran variedad de


filosofías y posiciones heterogéneas: entre los philosophes, nombre con el que
a menudo eran conocidos sus representantes, encontramos materialistas,
ateos, deístas o cristianos (Montesquieu) más o menos heterodoxos;
demócratas radicales e igualitaristas, partidarios del despotismo ilustrado o
que se reconocen como tales, e incluso moderados (Montesquieu, otra vez).
La variedad de posiciones es fruto del espíritu libre y antidogmático del
pensamiento ilustrado, pero también de su amplitud como movimiento. Sin
lugar a dudas, el epicentro de este movimiento fue Francia, con Voltaire.
Diderot, d’Alembert, Rousseau (de Ginebra, pero protagonista en la cultura y
la sociedad francesas) y Montesquieu. Sin embargo, su creación se debe al
pensamiento y a la cultura de la Inglaterra del siglo XVII (en Montesquieu
vemos al filósofo John Locke y al sistema institucional de la monarquía
inglesa) que con rapidez se propaga por Europa; en Alemania, por ejemplo,
culmina con el criticismo trascendental de Immanuel Kant, en Italia
encontramos a los hermanos Pietro y Alessandro Verri, con sus animados
debates culturales en las páginas periódicas del Caffe (1764-1766), y a Cesare
Beccaria, que, con su tratado De los delitos y las penas (1764), ataca con
maestría los principios de la pena de muerte y de la tortura, y logra una gran
popularidad (recupera el concepto de garantía y algunos otros temas ya
tratados por Montesquieu).

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La Ilustración es, por así decirlo, el triunfo de la burguesía: su espacio de
debate es el mismo que el del siglo XVII, las academias y las sociedades
científicas; pero ahora la nueva burguesía incorpora las redacciones de los
periódicos y los cafés. La Ilustración ante todo ataca los fundamentos de la
sociedad del Antiguo Régimen y elabora las bases de la ideología y de la
sociedad burguesa, como el racionalismo, el individualismo y, en cierta
medida, el laicismo. En las siguientes páginas veremos en qué medida
Montesquieu contribuye a este movimiento.

Caricaturas de Voltaire, Rouseau y Diderot realizadas por Nacho García


para esta colección.

Página 24
El espíritu de las leyes
En una carta a su amigo Antonio Maurizio Solare, con fecha del 7 de
marzo de 1749, Montesquieu declara que ha querido recoger el espíritu, o los
principios, de las leyes que se encuentran en los libros de derecho con los que
él había estudiado. El éxito de El espíritu de los leyes es el resultado de esta
investigación, que tiene como objetivo comprender y explicar sin juzgar,
censurar o dictar reglas a los gobiernos. Montesquieu no quiere establecer
normas y las sugerencias que ofrece a los gobiernos son claramente
relativistas. Su objetivo es conocer y, en consonancia con la Ilustración, sería
feliz si su obra ayudase a curar al ser humano de sus prejuicios. Desea ayudar
a los hombres a cultivar su pensamiento racional sobre las leyes y la sociedad
y, por este motivo, pide al lector que no se deje dominar, al contrario, que
reflexione con él: «Pero no siempre hay que agotar el tema de manera que no
quede nada por hacer al lector. No se trata de hacer leer, sino de hacer pensar»
(XI; 20; 129)[3].

El espíritu de las leyes


también es la obra en la
que el pensamiento de
Montesquieu logra un
mayor alcance y
complejidad.
Es la que marca su vida desde que se publica en 1748 hasta nuestros días. Por
esta razón no nos acercaremos a su pensamiento a partir de sus primeras obras
y de forma cronológica, sino que en primer lugar trataremos ampliamente El
espíritu de las leyes.

Página 25
El prefacio de El espíritu de las leyes

En el prefacio de El espíritu de las leyes,


Montesquieu expone los objetivos de su
obra y pone de manifiesto el carácter
sereno y racional de su pensamiento.
Además, también rechaza cualquier
intención revolucionaria y niega una vez
más la critica a un gobierno determinado
para lograr su cambio. Sin embargo, eso
no significa que Montesquieu sea un
conservador que defiende la situación
existente; su obra no muestra
desaprobación, pero tampoco está exenta
de crítica, rasgo característico de la Primera edición de El
Ilustración que impulsó el cambio político y espíritu de las leyes.
social en Europa y en América.
Si entre el infinito número de cosas que se dicen en este libro hubiera alguna
que, contra mi voluntad pudiera ofender, al menos no fue escrita con mala
intención. No soy por naturaleza un espíritu desaprobador. Platón daba gracias
al celo por haber nacido en la época de Sócrates: yo se las doy por haber hecho
que naciera bajo el Gobierno en que vivo, y por haber querido que obedezca a
quienes me hizo amar. […].

En primer lugar, he examinado a los hombres y me ha parecido que, en medio


de la infinita diversidad de leyes y costumbres, no se comportaban solamente
según su fantasía.

He asentado los principios y he comprobado que los casos particulares se


ajustaban a ellos por sí mismos, que la historia de todas las naciones era
consecuencia de esos principios y que cada ley particular estaba relacionada
con otra ley o depende de otra más general.

Cuando estudié la antigüedad procuré hacerlo desde su mismo espíritu para no


considerar como semejantes casos realmente distintos y para no dejar de ver las
diferencias de los aparentemente iguales.

No he sacado mis principios de mis prejuicios, sino de la naturaleza de las cosas


[…]

No escribo para censurar lo que está establecido en los distintos países. Cada
nación encontrará aquí las razones de sus máximas y cada individuo sacará por
sí mismo la siguiente consecuencia: solo están capacitados para promover
cambios aquellos que venturosamente nacieron con un ingenio capaz de
penetrar, en una visión genial, toda la constitución de un Estado.

Página 26
No es indiferente que el pueblo esté ilustrado. Los prejuicios de los gobernantes
empezaron siendo siempre prepucios de la nación. En épocas de ignorancia no
se tienen dudas, ni siquiera cuando se ocasionan los males más graves. En
tiempos de ilustración, temblamos aun al nacer los mayores bienes. Nos damos
cuenta de los abusos antiguos y vemos dónde está su corrección, pero vemos
también los abusos que trae consigo la misma corrección. Así pues, dejamos lo
malo si tememos lo peor, dejamos lo bueno si dudamos de lo mejor,
examinamos las partes solamente para juzgar del todo y examinamos todos las
causas para ver todos los resultados. […].

Sería el más feliz de los mortales si pudiera hacer que los hombres se curaran
de sus prejuicios. Y llamo prejuicios no a lo que hace que se ignoren doctas
cosas, sino a lo que hace ignorarse a sí mismo.

Intentando instruir a los hombres es como se puede practicar la virtud general de


amor a la humanidad.

Página 27
La naturaleza de las leyes y la condición de los
hombres

En el prefacio y en los dos primeros libros de El espíritu de las leyes,


Montesquieu expone su idea de ley y afirma que las leyes están relacionadas
con la naturaleza de las cosas. Dice que las leyes «son las relaciones
necesarias que se derivan de la naturaleza de las cosas» (I, 1; 7). Tienen su
origen en la razón primitiva de Dios y los hombres pueden llegar a conocerlo
mediante una observación racional de la realidad.

Para Montesquieu, el universo está regulado por leyes y el azar no ocupa


ningún papel. Todo ser tiene sus leyes: no solo los hombres, sino también los
animales, los objetos materiales y el propio Dios por estar en relación con los
otros seres. Además, las leyes no son hipótesis o teorías elaboradas por
filósofos, subsisten desde su origen en la naturaleza de las cosas y el filósofo
solo las saca a la luz. Montesquieu ratifica que ha extraído los principios de la
naturaleza de las cosas y constata que, por ello, los casos particulares se
forman, que la «historia de todas las naciones» es consecuencia de ello y que
las leyes que provienen de la observación se unen entre sí y se ordenan
jerárquicamente (Prefacio, 3). El universo se rige por unas leyes que el
filósofo se encarga de mostrar.

En El espíritu de las leyes, Montesquieu se centra en las leyes que


gobiernan a los hombres, que son de índole diversa. En cuanto a seres físicos,
los hombres están sujetos a las leyes de la naturaleza; en cuanto a seres
inteligentes, a las leyes de la religión establecidas por Dios, y a las leyes
morales, políticas y civiles establecidas por los propios hombres.
Montesquieu propone todas estas categorías, pero no como científico a pesar
de haber estudiado durante mucho tiempo las ciencias naturales, ni tampoco
como teólogo. Su visión es secular —como «escritor político» (XXIV, 1; 301)
— y su pensamiento se centra en las leyes políticas y civiles. Las leyes
naturales y religiosas, como también las morales, le interesan solo en lo que
concierne a los factores que actúan en las leyes políticas y civiles, y porque se
deben tener en cuenta para entender la condición humana y comprender cómo
los hombres han llegado a crear leyes políticas y civiles.

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Las leyes naturales:

La primera en importancia según Montesquieu, aunque no es la


primera en aparecer, es la que determina que el hombre es la idea de
un creador que lo lleva hacia él.
La segunda es la que inspira a la búsqueda de alimentos.
La tercera es la atracción entre sexos.
La cuarta es el deseo de vivir en sociedad. Estas leyes «derivan
únicamente de la constitución de nuestro ser» (I, 2; 9) y, por lo tanto,
existen antes de que los hombres se unan en sociedad.

Así pues, según Montesquieu la sociedad se forma a partir de estas leyes


naturales. Con un pensamiento típico de la filosofía política de los siglos XVII
y XVIII, el filósofo imagina a los hombres en condiciones naturales, es decir,
antes de establecer cualquier institución política o social. Los ve dominados
por los sentimientos de su propia debilidad, por sus necesidades y por el
miedo.

Si Thomas Hobbes en De Cive (1642) habla de un «homo homini lupus»,


es decir, el hombre como animal primario con una voluntad de abuso y de
pulsión agresiva contra sus semejantes. Montesquieu, en cambio, afirma que
los hombres, en su estado primario de debilidad, de necesidad y de miedo,
alcanzarán la paz. La necesidad de alimentarse, la atracción sexual y el deseo
de vivir en sociedad empujarán a los hombres a unirse y a crear relaciones
sociales.

La sociedad humana es un elemento natural


para el filósofo francés, es original y, de esta
forma, se acerca al Tratado sobre el gobierno
Civil (1690) de John Locke y a una corriente de
pensamiento que se origina con Aristóteles y los
estoicos, y llega hasta Ugo Grozio y Rousseau[4].
Además, resulta que las leyes positivas —políticas
y civiles— actúan en el sustrato de las leyes
naturales que le precedieron, las cuales debemos
tener en cuenta incluso cuando emanan, como
decíamos, de la «razón primitiva» de Dios. El Retrato de John Locke realizado
legislador que formule una ley política o civil que por John Greenhill (1672-1676).
contradiga a las leyes naturales —por ejemplo,
que un hijo denuncie a su padre— estará realizando una acción imprudente.

Página 29
Consideremos ahora las otras leyes a las cuales los hombres están sujetos:
estas leyes han sido creadas por los propios hombres y por Dios. La
característica común que las diferencia de las otras leyes naturales es que no
son inviolables: el hombre, dice Montesquieu, «quebranta sin cesar las leyes
fijadas por Dios y cambia las que él mismo establece» (I, 1; 8).

Estas leyes siguen siendo necesarias porque los hombres, una vez unidos
en sociedad, dejan de sentirse débiles y empieza el estado de guerra.
Asimismo, los hombres son seres limitados, con una inteligencia limitada y
una voluntad débil frente a las pasiones:

Un ser semejante —argumenta Montesquieu— podría olvidarse a cada instante de su Creador,


pero Dios le llama a Sí por medio de las leyes de la religión; de igual forma podría a cada
instante olvidarse de sí mismo, pero los filósofos se lo impiden por medio de las leyes de la
moral; nacido para vivir en sociedad, podría olvidarse de los demás, pero los legisladores le
hacen volver a la senda de sus deberes por medio de las leyes políticas y civiles (I, 1; 8).

Como ya hemos comentado, Montesquieu se centra en las leyes positivas:

en el derecho político, que regula las relaciones entre gobernantes y


ciudadanos, o entre gobiernos y ciudadanos (lo que hoy en día
llamamos derecho público);
en el derecho civil, que regula las relaciones entre los ciudadanos (hoy
en día derecho civil y derecho penal);
en el derecho de los pueblos (en la actualidad el derecho
internacional), que regula las relaciones entre las distintas naciones.

El filósofo francés trata las leyes religiosas y morales como


complementos, es decir, como leyes que interaccionan con las positivas.

Nos podemos imaginar que esta decisión resulta algo delicada al tratarse
de la religión. Montesquieu se reafirma como cristiano, pero al mismo tiempo
reivindica el carácter secular de su discurso y que las leyes deben existir en la
religión. Y esto también sirve para las religiones consideradas «falsas», fuera
del cristianismo, que a su vez pueden ser beneficiosas o nocivas para la
sociedad (XXIV, 1; 301) y ser objeto de un juicio positivo si la sociedad lo
cree conveniente. Sobre el cristianismo, Montesquieu quiere dejar bien claro
que «desea que cada pueblo tenga las mejores leyes políticas y las mejores
leyes civiles» (ibidem), pero incluso se trata de una afirmación con cierto
riesgo frente a la censura religiosa porque no considera el cristianismo por sí
mismo, sino como un elemento que interactúa con las leyes positivas y, por lo
tanto, según el discurso de Montesquieu, subordinado a las leyes positivas.

Página 30
Tampoco su punto de vista termina aquí: en favor de la salud del
gobierno, Montesquieu insiste en la importancia de dividir los ámbitos de
competencia de los diferentes órdenes legislativos. Las leyes religiosas no
deben interferir en las leyes políticas y civiles porque las primeras piensan en
el individuo y las segundas en el bien general de la sociedad. En resumen, las
leyes religiosas no deberían usarse para regular la sociedad: Montesquieu
ofrece de esta forma un argumento en favor de unas instituciones laicas y
limita la jurisdicción de las leyes religiosas y de las instituciones eclesiásticas
(llega a decir que el tribunal de la Inquisición es «contrario a toda buena
policía»; (XXVI, 11; 329). Llegados a este punto, pasamos al terreno político.

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Formas de gobierno y su naturaleza

Portada del primer volumen de El espíritu de las leyes en la edición italiana a


cargo del abad Antonio Genovessi (1777).

En la actualidad es fácil distinguir la forma de un Estado (unitario como


Italia, federal como los Estados Unidos, etc.) del tipo de gobierno
(republicano como Francia, monárquico como Arabia Saudí, etc.).
Montesquieu se centra sobre todo en las formas de gobierno y las divide
básicamente en tres grupos: republicano, monárquico y despótico. En los
gobiernos republicanos, el poder es para el pueblo y este delega una parte. En
los gobiernos monárquicos gobierna una sola persona, pero según unas leyes
establecidas. En los gobiernos despóticos, todo se somete a la voluntad del
déspota, que no debe acatar ninguna ley. Cada gobierno tiene su propia
naturaleza (pertenece a uno de los tres tipos) y de esta naturaleza derivan sus
leyes fundamentales (con el concepto de ley mencionado antes).

El gobierno republicano

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Una república puede ser democrática si todo el pueblo tiene el poder
(como en las actuales repúblicas democráticas: Francia. Alemania. Italia,
Estados Unidos, etc.), o aristocrática si el poder es solo para una parte del
pueblo (como en la Roma antigua, tras la monarquía de sus orígenes y antes
del Imperio). Así pues, para una república resulta fundamental establecer con
leyes electorales quién toma las decisiones de gobierno. Además, también es
básico que el pueblo elija y controle a los funcionarios (ministros,
magistrados, oficiales militares…) que realizarán todas aquellas tareas que el
pueblo no puede asumir directamente decisiones especiales, llevar un proceso,
dirigir un ejército, etc. Para Montesquieu, el pueblo es capaz de elegir bien a
sus funcionarios, pero no de administrar directamente los asuntos públicos, tal
y como lo demuestra lo acontecido en Atenas y Roma (en general, para
Montesquieu «uno de los grandes inconvenientes de la democracia» es la
incapacidad del pueblo para «discutir los asuntos») (XI, 6; 109).

En una república también es trascendental establecer si el pueblo debe


dividirse en clases por ley, como ocurría en Atenas y Roma, y cómo se deben
nombrar primero los candidatos y luego proceder a la elección. Sobre este
asunto, Montesquieu afirma que los ciudadanos sin propiedades deben ser
excluidos del ejercicio de poder incluso en democracia, porque su condición
económica les impide ejercer con «voluntad propia» (XI, 6; 110).
Montesquieu entiende que el orden económico y el jurídico-político
interactúan (véase recuadro «La sociedad del Antiguo Régimen y la igualdad
jurídica de los ciudadanos»), pero no pide a las instituciones que supriman las
barreras económicas que impiden una igualdad real jurídico-política. En
cambio, sí que se preocupa por los daños que podrían ocasionar en una
república las intrigas, las pasiones y la corrupción, como también los límites
de la voluntad y de la inteligencia de los hombres. Como forma de
prevención, sugiere la combinación de los votos, las valoraciones y las
competencias de los candidatos. La funcionalidad de las leyes y del gobierno
es su constante preocupación.

El gobierno monárquico
Veamos ahora la monarquía: como forma de gobierno se caracteriza por
los «poderes intermedios» (II, 4; 17). Aunque todo el poder político y civil se
concentra en la figura del monarca, también es cierto que este gobierna con
leyes fundamentales, que precisan de «conductos intermedios» (II, 4; 17), y a

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través de las cuales se ejerce el poder. De lo contrario, todo se vería reducido
a la voluntad inestable del monarca y se caería muy pronto en el despotismo.

Montesquieu es un crítico feroz del despotismo y afirma que hay que


obrar con cautela a la hora de debilitar a los poderes intermedios, formados
por la nobleza y el clero. De esta forma se distingue de los ilustrados que se
habían mostrado receptivos a experimentar con el despotismo ilustrado, como
Voltaire y Diderot, y reivindica el papel social de la nobleza de toga (a la que
él mismo pertenece) y afirma la función política de los parlamentos, puesto
que en uno de ellos, el de Burdeos, había ejercido de presidente.

A los parlamentos también se les atribuye otra tarea, la de «depósito de


leyes» (II, 4; 18), es decir, garantizar que las leyes no sean modificadas u
olvidadas, porque las volvería ineficaces y se caería una vez más en el
despotismo. Sería ingenuo confiar esta tarea al Consejo del monarca, porque
está directamente relacionado con la voluntad del mismo monarca. Tampoco
sería acertado contar con los nobles, porque no estarían a la altura a causa de
su «naturaleza ignorante», «su falta de cuidado» y su «desprecio por el
gobierno civil» (II, 4; 18). Con esta reivindicación empezamos a vislumbrar la
preeminencia de los parlamentos, fruto del tiempo que vive Montesquieu y de
su condición social, y también su mirada sobre las relaciones y el equilibrio
entre poderes.

El gobierno despótico
Según Montesquieu, el despotismo «causa a la naturaleza humana daños
terribles» (II, 4; 17). Como al déspota sus cinco sentidos le dicen
continuamente que «él es todo y que los demás no son nada es, naturalmente,
perezoso, ignorante y sensual» (II, 5; 18), abandona el gobierno en manos de
un visir, que lo administra en su lugar mientras él se dedica a los placeres de
la vida. Para tener una idea de lo que es el despotismo, Montesquieu nos
propone una imagen: «Cuando los salvajes de Luisiana quieren fruta, cortan
el árbol por su pie y la cogen. Esto es el gobierno despótico» (V, 13; 44).
Montesquieu presenta como ejemplo de despotismo los gobiernos de Rusia y
Turquía, y en general todos los gobiernos orientales. El despotismo en Asia le
parece, «por así decirlo, natural» (V, 14; 45); volveremos a esta idea al hablar
de las relaciones entre Oriente y Occidente, tema recurrente en toda la obra de
Montesquieu hasta las Cartas persas, y veremos como no se puede resolver
con un juicio unilateral de superioridad occidental.

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Existen tres formas de gobierno, pero Montesquieu nos muestra que en su
época predominan dos: la monarquía, en Europa, y el despotismo, en Oriente.
Para encontrar ejemplos de repúblicas democráticas busca en la Antigüedad
(sobre todo Atenas y Roma, pero Montesquieu también menciona y elogia las
repúblicas federales de Holanda y Suiza, y también la mixta y más
problemática Alemania, pero que son menos influyentes a nivel continental y,
por lo tanto, secundarias); las repúblicas aristocráticas que elige son las de las
ciudades italianas (Venecia o Génova), que ya poca influencia tenían en la
historia de Europa. Así pues, monarquía y despotismo parecen ser los
modelos de gobierno hegemónicos en el siglo XVIII, pero la monarquía
presenta un ejemplo —excelente— en el que esta deriva en república:
Inglaterra. Montesquieu la describe como «una nación en que la república se
oculta bajo la forma de una monarquía» (V, 19; 52). Aparece aquí una cierta
simpatía de Montesquieu hacia la república, que se vuelve mucho más
evidente cuando analiza los principios de las diferentes formas de gobierno.

Página 35
Formas de gobierno y sus principios

Las formas de gobierno no solo se diferencian por su naturaleza, sino


también por sus principios: Montesquieu quiere identificar las «pasiones
humanas» (III, 3; 19) que garantizan la eficacia y la duración de las diferentes
formas de gobierno.

Montesquieu afirma que en una república el principio fundamental es la


virtud, porque a ella se someten aquellos que deben aplicar las leyes (a
diferencia de lo que ocurre en las otras formas de gobierno). Estos deben ser
virtuosos, no deben imponer el respeto a las leyes: la educación de los
ciudadanos debe basarse en la virtud. No es una tarea fácil, pues «la virtud
política es la renuncia de uno mismo, cosa que siempre resulta penosa»
(IV, 5; 28), y consiste en poner el interés público por delante del propio: «la
virtud en una república —escribe Montesquieu— es sencillamente el amor a
la república» (V, 2; 33). Si la codicia, la ambición o el interés prevalecen
sobre la virtud como el amor por la república, esta decae y su fuerza ya no es
más que «el poder en algunos ciudadanos y la licencia de todos» (III, 3; 21).

Aprovechemos para ver cómo Montesquieu habla de la virtud en un


sentido político («amor por la república»), no en un sentido moral: no se
plantea el bien y lo que es justo, u otras cuestiones morales desde un punto de
vista individual o prepolítico. Desea identificar el comportamiento individual
y un principio de conducta en relación con las implicaciones políticas.

La virtud resulta necesaria tanto en la república popular como en la


aristocrática: en la primera, el amor a la república (es en lo que consiste la
virtud republicana en general) se especifica como amor a la democracia, y
este a su vez es amor a la igualdad (véase V, 3; 33). La virtud, entendida de
esta forma, es necesaria para el pueblo, que ejerce el poder y debe imponerse
a sí mismo el respeto hacia las leyes. En la segunda —la república
aristocrática—, la virtud es necesaria para la aristocracia por las mismas
razones (la aristocracia impone el respeto de las leyes al pueblo). La
aristocracia deberá actuar «con una gran virtud» y entonces la república
tenderá hacia la democracia, y que los nobles «se consideren en cierto modo

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iguales a su pueblo», o al menos con cierta moderación, para así prevenir
cualquier conflicto que pudiera debilitar al gobierno (III, 4; 21).

Aquí es cuando aflora la simpatía de Montesquieu por la república y, en


particular, por la república democrática, rasgo característico de los ilustrados:
el pueblo de una república democrática es como un individuo que no está
sujeto a obligaciones externas (porque es el pueblo quien tiene el poder) y,
por lo tanto, debe actuar según una norma moral propia o fracasará.

Por otro lado, el pueblo de una monarquía puede no ser virtuoso porque le
será impuesto el respeto a las leyes desde el exterior por la autoridad del
monarca. En la monarquía, los nobles también deben seguir un principio
diferente a la virtud: el honor (sin embargo, el juicio de Montesquieu es muy
duro tanto para los miembros de la corte como para los nobles franceses que
Luis XIV encerró en su corte de Versalles: cobardes, ociosos, ambiciosos,
codiciosos, aduladores, traidores, todos reciben estos mismos calificativos a
lo largo de la historia y las épocas de cada país, no parece que el honor haya
sido un modelo de conducta para ellos).

El honor, dice Montesquieu, es «el prejuicio de cada persona y de cada


condición» (III, 6; 22). «El honor exige preferencias y distinciones»
(III, 7; 23), por lo que los ciudadanos, que quieren actuar por su honor; es
decir, por sí mismos, terminan actuando por el bien común y en consecuencia
por el Estado, porque solo si se actúa por el bien común se reciben honores
por parte de otros. Por otro lado, el deseo de ser diferente que genera el honor
pone en duda el desinterés y la pureza de los sentimientos y de las virtudes —
nobleza, franqueza, cortesía— que incluso este promueve (IV, 2; 26), de tal
forma que estos sentimientos y estas virtudes nunca serán juzgadas como
extraordinarias como lo serían en una república. No obstante, una monarquía
basada en el honor de sus súbditos puede ser bien gobernada y puede durar
tanto como una república.

El despotismo es diferente: en él «los hombres son todos iguales en su


esclavitud» (III, 8; 23) y por eso no puede haber diferencias entre ellos. La
defensa del propio honor origina conflictos inevitables con el déspota y la
ausencia de virtud es evidente. El principio del despotismo es el miedo, un
miedo que el déspota debe saber generar constantemente y los ciudadanos
deben sufrir si quiere conservar su autoridad y la obediencia ciega necesaria
para gobernar. Contra la voluntad del déspota no valen ni los sentimientos

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más naturales ni las relaciones familiares. Solo la religión puede poner límites
a la voluntad del déspota, pues se supone que este último también está sujeto
a la ley divina. Por lo general, «circunstancias especiales, opiniones
religiosas, prejuicios o ejemplos recibidos, modos de pensar, hábitos y
costumbres» pueden introducir un poco de libertad en un gobierno despótico
(XII, 29; 144).

Estas consideraciones de Montesquieu desean indicar los principios sobre


los cuales los gobiernos deberían informarse, según cada modelo para poder
durar: por ejemplo, no prueba que en todas las monarquías existe el honor,
sino que debería existir, de lo contrario el gobierno sería «imperfecto»
(III, 11; 25) y se debilitaría. De acuerdo con su fundamento relativista.
Montesquieu insiste en la coherencia, entendida como coherencia lógica del
sistema formada por gobierno-legislación y como consistencia del propio
sistema en el tiempo y en el transcurso de la historia. En El espíritu de las
leyes, Montesquieu desarrolla las ideas sobre el relativismo, la coherencia y la
duración o la corrupción, con sus consecuencias sobre los gobiernos y la
legislación.

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El relativismo de Montesquieu y el espíritu de las
leyes

El relativismo de Montesquieu proviene de su forma de abordar las leyes,


es decir, como «relaciones necesarias que derivan de la naturaleza de las
cosas». Las leyes de los hombres se caracterizan por estar relacionadas con
múltiples factores (clima, religión, tendencias, riqueza, etc.) y estas mismas
relaciones, «juntas, forman lo que se llama el espíritu de las leyes» (I, 3; 11).
El relativismo es el objeto central de estudio de la obra de Montesquieu,
muestra de ello es su estructura: libro tras libro analiza los factores de relación
con las leyes.

Para empezar, la relación de las leyes de un Estado debe ser coherente con
la forma de gobierno que adopta. Las leyes electorales, por ejemplo, deben ser
coherentes con la naturaleza republicana (democrática o aristocrática) o
monárquica del gobierno que las establece (en los gobiernos despóticos no
hay elecciones). Las leyes sobre la educación, en cambio, deben preparar a los
ciudadanos en los principios que caracterizan la forma de gobierno en donde
viven: en las repúblicas, la virtud: en las monarquías, el honor; en el
despotismo, el miedo. Por lo general, las leyes deben promover una ética
acorde con la forma de gobierno: el relativismo conlleva la búsqueda de la
coherencia.

El espíritu de una nación puede entenderse de esta forma, como la síntesis


de los términos con los cuales las leyes deberán relacionarse de forma
coherente: «varias cosas gobiernan a los hombres: el clima, la religión, las
leyes, las máximas del gobierno, los ejemplos de las cosas pasadas, las
costumbres y los hábitos, de todo lo cual resulta un espíritu general»
(XIX, 4; 205).

El legislador, por norma, debe seguir este espíritu general en lugar de


contradecirlo: por ejemplo, sería osado contradecir el ímpetu, la alegría y en
general el espíritu de los franceses con leyes que les fuesen en contra.
Montesquieu no se muestra normativo en un modo radical, pero empuja a los
legisladores a actuar en coherencia con la realidad en la que intervienen. El
filósofo no indica normas específicas y absolutas, pero propone criterios para

Página 39
legislar según cada caso. El primer entono es la coherencia en cuanto a
implicación con el relativismo.

Montesquieu asume el relativismo como principio analítico general: los


elementos se deben observar en el conjunto de sus relaciones. Cuando habla
de la defensa del territorio y de la potencia del Estado, escribe: «toda
grandeza, toda fuerza, todo poder son relativos» (IX, 8; 95). Podríamos pensar
que un Estado más grande tiene que ser más potente, pero Montesquieu
esgrime que un territorio mayor puede ser atacado desde muchos más sitios y
que la reubicación del ejército se vuelve más difícil. Todo es relativo y se
debe tener en cuenta cualquier valoración.

Por otra parte, adoptar una postura relativista también significa admitir la
diversidad: cosas diferentes tienen naturalezas diferentes, y las leyes, en
cuanto son «relaciones» que derivan de estas naturalezas diferentes, deben
asumir la diferencia. Por lo tanto. Montesquieu no solo afirma que todas las
naciones conocen un derecho político (todas las sociedades tienen forma de
gobierno), sino que también resulta imposible decir que una forma de
gobierno es mejor por naturaleza que otra. Al contrario, «el gobierno más
conforme a la naturaleza es aquel cuya disposición particular se adapta mejor
a la disposición del pueblo al cual va destinado» (I, 3; 10) y raramente las
leyes de una nación se adaptan a otra.

Montesquieu es sensible a la diversidad cultural y, en consecuencia a la


diversidad histórica. En el Prefacio habla de las «historias de todas las
naciones» (Prefacio, 3), en plural, y añade que ha estudiado el espíritu de la
Antigüedad —para no considerar como semejantes casos realmente distintos
— (Prefacio, 3). Existen las leyes de los fenómenos humanos, pero esto no
significa que con estos fenómenos se pueda negar o rechazar la diversidad.

Desde este punto de vista, incluso los juicios morales pueden relacionarse:
Montesquieu habla de la habilidad comercial de los chinos y de lo que para
los europeos es la deshonestidad. Observa que en el caso de los asiáticos, su
habilidad se debe al clima, que en cierta medida les obliga por la precariedad
de su agricultura, y, por lo tanto, a diferencia del caso de los europeos, esto no
puede ser visto como algo negativo. «No comparemos, pues, la moral de los
chinos con la de los europeos —concluye—. En Lacedemonia se permitía
robar; en China se permite engañar» (XIX, 20; 212).

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Podríamos decir que, más que relativizar el juicio, deberíamos engañar al
prejuicio. Si afirmamos que los chinos son ávidos comerciantes, ¿qué vamos a
decir de los ingleses y de todo lo que han hecho en China? Nos referimos a
las dos guerras del Opio (1839-1842 y 1856-1860), en las que Gran Bretaña
se enfrentó a la China de la dinastía Qing para obligarla a abrir el mercado a
los productos ingleses y, en especial, al opio que los ingleses importaban
desde la India. Los cañonazos no son una muestra de astucia, pero la codicia
desempeña un papel elemental en la contienda. ¿Montesquieu muestra un
prejuicio negativo contra los chinos y uno positivo en favor de los ingleses?
Lo más probable es que el punto de vista de Montesquieu no sea del todo
imparcial (ya veremos más adelante su amor por Inglaterra) y tiene poca
información sobre los chinos. Sin embargo, él no justifica el colonialismo
(también lo estudiaremos más adelante) y su opinión sobre los chinos nos
interesa como ejemplo de su relativismo.

Hay que decir que su relativismo no llega a ser un juicio apriorístico de


igualdad o indiferencia para todas las cosas. Por ejemplo, Montesquieu no
considera equivalentes ni iguales los diferentes tipos de gobierno: rechaza el
despotismo y tampoco se fía de la república aristocrática, por la injusticia que
supone la división entre nobles y plebeyos y por las tensiones que pueden
producir: «cuanto más se acerque a la democracia una aristocracia —escribe
—, más perfecta será»; y al contrario, la aristocracia será peor si el pueblo se
encuentra en condiciones de esclavitud (debemos recordar que en la Europa
oriental, en el siglo XVIII, todavía existían los siervos de la gleba). Quien deba
legislar en una república aristocrática deberá hacerlo de acuerdo con la
naturaleza del gobierno, de lo contrario, incluso en sentido democrático,
podría generar un conflicto que dañaría al gobierno y repercutiría
negativamente en los ciudadanos. La sabiduría de un legislador no debe
tender hacia un máximo absoluto —dicho en lenguaje matemático—, sino que
debe alcanzar un máximo interno dentro del conjunto de relaciones que
interesan al gobierno, al Estado o a la nación.

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La relatividad de las leyes en el principio de
gobierno

Hemos visto como las leyes se relacionan con la forma de gobierno.


Ahora podemos añadir que las leyes también se relacionan con el principio de
gobierno.

Veamos la república democrática: la virtud, el principio de cualquier


república, puede ser vista como amor a la república. El amor a la república,
sin embargo, coincide con el de la democracia, que a su vez coincide con el
de la igualdad y —dice Montesquieu— a su vez una vez más con el amor a la
«frugalidad» (V, 3; 33): sin frugalidad no se puede «disfrutar de los mismos
placeres y tener las mismas esperanzas» (V, 3; 33). Admite que, en una
democracia, la riqueza que sobrepasa las exigencias de la frugalidad debe
destinarse a la patria, no al aumento del poder personal o a los placeres
privados porque se pondría en peligro la igualdad. De esta forma, las leyes
deben instituir la frugalidad y la igualdad que sea necesaria para que la
democracia pueda prosperar. Se deben regular las sucesiones, los testamentos,
las dotes de las mujeres, las donaciones y cualquier tipo de contrato que
implique una distribución de la riqueza. Deben «establecer un censo que
reduzca o fije las diferencias hasta cierto punto» y luego «igualar las
desigualdades, por decirlo así, con cargas que impondrían a los ricos y
facilidades que darían a los pobres» (V, 5; 36). De ahí se derivan la igualdad y
la frugalidad necesarias para la salud de la democracia. Para que un gobierno
dure más tiempo, las leyes deben ser coherentes con sus principios.

Ahora bien, podríamos discutir sobre si Montesquieu parece poco


interesado en la igualdad económica y más en la jurídica; a lo cual
respondemos con dos argumentos: en primer lugar, el interés de Montesquieu
por la igualdad económica es más bien negativo, es decir, teme sus efectos
adversos.

Montesquieu no busca la igualdad económica en sí misma, sino, como


mucho, cuando esta viene precedida de una austeridad y de una sencillez en
las costumbres de origen clásico y, por lo tanto, por razones morales más que
económicas y sociales. Y así declara que, en una república democrática, el

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ciudadano al nacer contrae una deuda eterna con la patria. Su discurso nos
recuerda al de Platón en La República, con un tono claramente clásico al
abogar por una cultura austera para una república antigua como Esparta o
Roma.

En segundo lugar, y seguramente es más significativo, Montesquieu solo


pide la igualdad económica para las repúblicas democráticas. En las
repúblicas aristocráticas, la situación es diferente: al pueblo le conviene un
espíritu moderado, no tanto de igualdad, porque una verdadera igualdad
resulta imposible por ley. Para compensar esta situación de inevitable
desigualdad, las nobles deben ser capaces de ofrecer moderación, no deben
mostrar ostentación, sino esconder su distinción. Según Montesquieu, la
desigualdad entre los nobles que gobiernan y el pueblo gobernado es una de
las dos causas principales de tensión en los gobiernos aristocráticos (la otra es
la desigualdad entre los miembros del propio gobierno) y, de esta forma, esta
debe tratarse sin dilación, por ejemplo, mediante la reducción de los
privilegios fiscales. Las leyes deberán impedir la creación de grandes
patrimonios nobiliarios y «en todo momento mortificar el orgullo
dominador», pero sin llegar a empobrecer a los nobles, porque les impediría
gobernar en óptimas condiciones. Una vez más, las leyes deben promover la
duración del gobierno, siempre en coherencia con su naturaleza y sus
principios.

En lo que se refiere a la monarquía, la igualdad económica es indeseable.


Las leyes se basan en el honor la nobleza es hereditaria y la gestión de las
propiedades y la fiscalidad deben contribuir a conservar el poder. No se puede
someter al pueblo a una explotación insostenible, pero en este caso la
desigualdad económica es una condición necesaria y coherente con la
naturaleza y el principio del gobierno. Si en una república aristocrática los
nobles deben ofrecer moderación, en una monarquía pueden caer en el lujo,
que de hecho es coherente con las exigencias de la monarquía, de la distinción
y del honor (de acuerdo con el pensamiento general del siglo XVIII,
Montesquieu considera que el lujo es un mecanismo de redistribución de la
riqueza gracias a los gastos superfluos de quien la tiene hacia los que no).

Sobre sus consideraciones sobre el lujo y, en general, sobre las relaciones


económicas, Montesquieu muestra un relativismo claro y una tendencia a
diferenciar los juicios y las valoraciones relacionadas con el principio de
gobierno: «las repúblicas se acaban cuando se apodera de ellas el lujo; las

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monarquías cuando entra la pobreza» (VII, 4; 72). En el despotismo, el lujo
puede entenderse, puesto que es una forma de reacción contra la
incertidumbre constante del futuro.

Los razonamientos que hemos descrito influyen en ámbitos diversos de la


legislación: Montesquieu considera y trata de forma relativa temas diferentes
como el comercio, la moneda y la ropa de las mujeres, el matrimonio y la
familia como objeto de legislación (¿habría estado de acuerdo con la política
de China sobre el hijo único y su reciente cambio? Lo más seguro es que la
habría valorado en relación con la forma de gobierno, las costumbres del
pueblo y la situación demográfica).

Una vez más, Montesquieu atribuye a las diferentes formas de gobierno la


complejidad para legislar. Destaca que en las monarquías las leyes son
difíciles de aplicar, porque el honor es un aspecto delicado y que además se
distinguen las condiciones y los tribunales (nobles y plebeyos disponen de
tribunales diferentes), hecho que aumenta la complejidad. En los sistemas
despóticos es lo contrario, las leyes son muy simples: en verdad no existen
leyes, porque nada debe poder frenar al déspota y porque la vida, los bienes y
el honor de los súbditos no se tienen en cuenta, ya que domina el miedo. En
una república, el cuidado por la vida y los bienes de los ciudadanos es crucial
y forma un entramado complicado de leyes semejante al de la monarquía.

Montesquieu también habla de la severidad de las penas, pero en relación


con el principio de gobierno. La severidad de las penas es típica del
despotismo porque es un sistema basado en el miedo, pero no es así en la
monarquía o en la república: en estas, el legislador se concentra más en la
prevención que en la represión de los delitos. Además, en una monarquía el
soberano debe mostrar clemencia, una calidad digna de un rey. En cambio, en
una república el pueblo debe ser virtuoso y las penas no serán necesarias.

Si unimos al relativismo la postura típica de la Ilustración, Montesquieu


argumenta racionalmente en contra de las penas severas en la monarquía y en
la república: en los Estados europeos, la severidad de las penas y la libertad
aumentan y disminuyen en relación inversa. Los hombres se acostumbran a la
severidad de las penas y las penas llegan a perdonar su propia ineficacia; el
problema radica en la impunidad de los delitos, no en la moderación de las
penas. Una posible crueldad de las penas —Montesquieu piensa en los
castigos corporales y en la tortura— actúa como una forma de corrupción

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moral porque acostumbra a los ciudadanos a la dureza. Solo en el caso del
despotismo, en nombre de la coherencia de las leyes y del gobierno, llega a
insinuar que la tortura puede ser racional, pero enseguida apunta que «oigo la
voz de la Naturaleza que clama contra mí» (VI, 17; 67), y ya no vuelve a
hablar más de ello.

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La relatividad de las leyes en el clima

El relativismo de Montesquieu también se confirma cuando establece una


relación entre leyes y clima —se entiende «clima» como el conjunto de
condiciones atmosféricas—, a través del carácter y las pasiones de los
hombres en los diferentes climas: «si es verdad que el carácter del alma y las
pasiones del corazón son muy diferentes según los distintos climas, las leyes
deberán ser relativas a la diferencia de dichas pasiones y de dichos
caracteres» (XIV, 1; 155).

Y más adelante: «las diferentes necesidades en los diferentes climas han


dado origen a los diferentes modos de vida, y estos, a su vez, han dado origen
a las diversas especies de leyes» (XIV, 10; 160).

La condiciones climáticas influyen en los estilos de vida y en la


constitución del individuo y, por lo tanto, en sus leyes, Montesquieu trata este
tema de forma amplia, veamos algunos de sus ejemplos.

Los pueblos de los países cálidos son «tímidos como los ancianos» a
causa del efecto del calor, que les provoca una disminución del vigor físico.
En cambio, en los países fríos son «valientes como los jóvenes»
(XIV, 2; 155): el clima actúa sobre la constitución física y en consecuencia
sobre el carácter y el comportamiento. Por lo tanto, los pueblos del norte a
menudo son libres por ser valientes y los del sur, en cambio, temerosos y
esclavos. Los efectos del clima llegan incluso a manifestarse en las
condiciones políticas.

Se podría proponer una analogía sobre la desigualdad entre sexos: según


Montesquieu en los climas cálidos es algo natural, porque las mujeres
envejecen con rapidez a causa del clima. Cuando son jóvenes son bellas pero
sin instrucción, cuando maduran tienen instrucción pero ya no son bellas. Lo
que significa que nunca consiguen mostrar a los hombres la influencia de una
mujer que es bella e instruida al mismo tiempo. Por lo tanto, en los climas
cálidos la desigualdad entre sexos es natural y la poligamia está justificada
(en los climas cálidos, los hombres tienen menos necesidades materiales y
resulta más fácil para un hombre mantener un mayor número de mujeres y
niños). En los climas templados, la belleza de las mujeres dura más tiempo y

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estas se casan más tarde, cuando son más maduras y tienen más
conocimientos: de esta forma se establece, «naturalmente, una especie de
igualdad entre los dos sexos» (XVI, 2; 176).

En los países fríos, como los hombres abusan del consumo de alcohol los
beneficios de la razón se trasladan hacia las mujeres. Esto influye en la
relación entre sexos, en las costumbres y en los usos y, en consecuencia, en
las leyes.

Para Montesquieu, la influencia del clima en las relaciones entre sexos es


significativa: «el clima es el que debe decidir sobre estas cosas» (XVI, 11;
181). Una vez más, esto no significa que Montesquieu se esconda a la hora de
declarar sus preferencias en ciertas costumbres: «de la poligamia en sí
misma», por ejemplo, habla claramente cuando dice que le parece un «abuso»
(XVI, 6; 178). La sumisión de las mujeres a los hombres le parece más
coherente en gobiernos despóticos que en una república.

Ahora que hablamos de hombres y mujeres, de Oriente y Occidente,


podríamos pensar que Montesquieu vuelve a manifestar sus prejuicios,
compartidos con otros hombres de su época, y que deja a un lado el
relativismo. Por ejemplo, parece evidente que el filósofo no cree en la paridad
entre sexos: se observa cuando escribe que en las relaciones entre hombres y
mujeres la iniciativa es una característica del hombre, mientras que la
«vergüenza» es una capacidad de la mujer (XVI, 12; 181). Montesquieu solo
argumenta en favor de la paridad sobre algunos temas específicos: por
ejemplo, el derecho de repudiar al cónyuge debe ser para los dos o para nadie
de los dos. Pero ¿no echa prejuicios sobre los pueblos asiáticos y de oriente
Medio cuando afirma que el despotismo es «típico de Oriente» y que la
religión musulmana, por su crueldad, sería adecuada para un gobierno
despótico?

La objeción a esta afirmación estaría bien justificada, incluso se podrían


añadir otras: las informaciones de que dispone Montesquieu sobre Oriente
parecen insuficientes y poco precisas, a lo mejor porque se basan en relatos de
viajes, en historiadores y en estudiosos de su época y de siglos anteriores,
desde Tácito hasta Jean-Baptiste DuHalde. Las informaciones no gozan de
mucho crédito: ¿cómo pueden considerarse China y Japón como regiones con
clima «cálido»? (XVII, 3; 186). También alguna de las relaciones de causa-
efecto que establece entre los factores climáticos y los cambios en la

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constitución de los hombres parecen poco probables o incluso divertidas;
¿cómo se puede pensar que el calor convierte a los hombres sin vigor y
«tímidos como los ancianos?» No obstante, encontramos elementos en
defensa de Montesquieu.

En primer lugar, es verdad que sus fuentes a lo mejor no son las


adecuadas y que tampoco las examina como lo haría un estudioso en la
actualidad, pero hay que admitir la gran cantidad de fuentes que usa y que
consulta con afán. Montesquieu demuestra una grandísima erudición y una
voluntad insaciable de conocer.

En segundo lugar, los prejuicios son evidentes en Montesquieu, pero no


logran nunca anular su relativismo. Se interponen, pero no resultan
definitivos; cuando dice que los pueblos del norte son más fuertes y virtuosos
que los del sur, por ejemplo, no sugiere que los hombres de climas cálidos
tengan una peor constitución que los de los climas fríos. A los europeos que
vayan a la India, añade, les ocurrirá lo mismo que a los indios: sentirán los
mismos efectos causados por el clima local y, al igual que ellos, perderán su
fuerza y su virtud. Además, el clima cálido también puede producir efectos
positivos: la bondad y la sinceridad de los indios, por ejemplo, serían también
causadas por el clima. Ningún juicio entre occidentales y orientales, o entre
pueblos europeos y de fuera de Europa, justifica a ojos de Montesquieu una
atrocidad como la que perpetraron los españoles en América o la esclavitud
con la cual los europeos han sometido a los africanos.

En tercer lugar, la idea de que el clima influye en la constitución física y


en las costumbres puede parecer un tanto ingenua, pero bien sopesada. Ocurre
algo parecido a cuando la frenología, en los siglos XVIII y XIX, sugería que las
diferentes áreas del cerebro dirigían determinadas funciones psíquicas: ¿era la
prueba de la existencia física del amor materno y también del sentido común?
La idea nos puede hacer gracia. Sin embargo, era más profunda de lo que
parece, porque en el campo de la neurociencia contemporánea ya se ha
consolidado la idea de las áreas del cerebro especializadas en funciones.
Montesquieu establece una relación entre el clima, la constitución física, las
costumbres y las leyes. A pesar de que a veces esta relación no nos convence,
debemos admitir la complejidad del argumento con la cantidad de factores
que el filósofo emplea y, sobre todo, que con el paso de los siglos una de las
ideas ha sido aceptada: hay que tener en cuenta el aspecto físico y el entorno

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de los hombres incluso cuando hablamos del aspecto social y cultural e
histórico (la Ilustración tiende hacia el empirismo y la antimetafísica).

Montesquieu no apuesta por un determinismo naturalista férreo. No dice


que el hombre está sujeto a las causas ambientales y que estas lo determinan.
Al contrario, afirma que las leyes pueden contrarrestar los efectos del clima y
que a menudo deberían hacerlo: si el clima desanima u trabajar y provoca
pereza, las leyes deberían incitar a la acción. Así pues, Montesquieu no
reduce la cultura humana a las simples consecuencias de las variabilidades
físicas, sino que entiende que el ambiente natural actúa sobre la constitución
física del individuo y sobre su estilo de vida. También recuerda, tanto a
legisladores como a nosotros, que sería un error no tenerlo en cuenta.

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La corrupción de los principios y la caída de los
gobiernos

Volvamos a las diferentes formas de gobierno: Montesquieu también se


sirve de ellas para explicar la caída de los gobiernos. Según el filósofo, las
cosas humanas son perecederas y eso vale también para los gobiernos: caen
de manera inevitable por su debilidad o por la acción de una causa externa. Lo
que origina a menudo la caída de un gobierno es la corrupción de su principio
básico: «la corrupción de cada gobierno empieza casi siempre por la de sus
principios» (VIII, 1; 79).

Esto no nos debería sorprender demasiado: ya hemos dicho que la


consistencia de un sistema formado por un gobierno y sus leyes, su cohesión
y su estabilidad en el tiempo depende de su coherencia. Si las leyes deben
corresponder al principio de gobierno, que es el eje sobre el cual se define la
coherencia general del sistema, no puede sorprendernos que su corrupción
conlleve, según Montesquieu, la debilidad del gobierno y, antes o después, su
caída.

De este modo, se consideran las diferentes formas de gobierno y sus


formas de corrupción: una democracia se corrompe cuando empieza a
desaparecer el espíritu de igualdad, porque entonces se refuerza la aristocracia
o el gobierno de uno solo. Pero también por un exceso de igualdad si decae el
respeto hacia el senado, los magistrados y otros funcionarios a los cuales se
confía la gestión del gobierno, porque entonces se pierde el orden político-
social, se extiende la ambición, muchos se convierten en pequeños tiranos y al
final uno de ellos se hace con el poder. Para Montesquieu, el espíritu de la
igualdad no consiste en eliminar la autoridad y la obediencia, sino en que los
superiores sean nuestros semejantes.

En otras palabras, en una auténtica democracia se es igual en calidad de


ciudadano y no en calidad de magistrado, juez, padre o jefe. El principio
puede corromperse tanto por defecto como por exceso: Montesquieu, como
veremos enseguida, es el filósofo de la moderación. Para él, de los extremos
solo se pueden esperar consecuencias negativas.

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Veamos las repúblicas aristocráticas: estas se corrompen cuando los
nobles quieren aumentar su poder en lugar de velar por la república y actúan
sin moderación. Su poder se vuelve absoluto y en lugar de muchos monarcas
se tienen muchos déspotas. El cuerpo que gobierna se separa del cuerpo
gobernado y la corrupción se extiende. El gobierno caerá.

En la monarquía, su principio fundamental se corrompe cuando los altos


cargos se convierten en un símbolo de virtud máxima y cuando «el honor está
en contradicción con los honores» (VIII, 7; 83). Sin embargo, también se
puede determinar la corrupción de un gobierno cuando se pierde el
ordenamiento que lo caracteriza en su naturaleza y con el cual el monarca
manda dentro del marco legal establecido junto con los cuerpos intermedios:
es decir, la monarquía también se corrompe cuando se reducen las
prerrogativas de los órdenes y los privilegios de las ciudades. Y entonces se
tiende al despotismo: «la monarquía se pierde cuando el príncipe, poniéndolo
todo en relación exclusiva consigo mismo, llama Estado a su capital, capital a
su corte y corte a su persona». (VIII, 6; 82).

En esta idea aparece de forma evidente la voluntad de Montesquieu de


defender los parlamentos de la nobleza de toga a la que él mismo pertenece;
pero también su aversión a Luis XIV —el Rey Sol— y a su concepción
absolutista de la monarquía, tal y como recuerda su célebre frase «El Estado
soy yo».

La corrupción de la monarquía parece indeseable porque desemboca con


facilidad en despotismo. En general, para Montesquieu la corrupción de un
gobierno parece ser un mal que va de un gobierno moderado, ya sea
republicano o monárquico, a un gobierno que nunca es moderado y basado en
el despotismo: se pasa de un gobierno en el cual la libertad del ciudadano se
protege mediante el equilibrio de poderes a uno en el que la libertad no se
protege. Volveremos a hablar de la relación de poderes, moderación y
libertad, más adelante. Concluyamos primero el discurso sobre la corrupción
de los gobiernos y su relación con el despotismo (un discurso que, como
veremos y dicho sea de paso, Montesquieu ya había desarrollado en
Consideraciones sobre las causas de la grandeza y decadencia de los
romanos).

Montesquieu afirma que el despotismo, a diferencia de las otras formas de


gobierno, «perece por defecto interno» (VIII, 10; 84) y solo dura cuando una

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causa externa y accidental —clima religión, situación o ánimo del pueblo— le
impide seguir su proceso natural. Su vicio interno permanece y vuelve a
aparecer cuando la causa accidental se debilita. Pero ¿en qué consiste este
vicio interno que determina fatídicamente la corrupción del despotismo?
Montesquieu declara que en esta forma de gobierno todo está sujeto a la
voluntad del príncipe, pero que los súbditos y los funcionarios deben actuar
según su propia voluntad: no pueden seguir una ley que no existe y nunca
pueden adivinar la voluntad del príncipe. Por lo tanto, estos están obligados a
actuar según su voluntad o capricho, y por ello una de las características del
despotismo es la anarquía general. El despotismo es frágil por su
conflictividad o contradicción y Montesquieu añade otras formas en que esta
contradicción puede manifestarse. Sin embargo, nos limitaremos a ver que la
contradicción es lo opuesto a la coherencia.

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«De la esclavitud de los negros»

En el capítulo XV de El espíritu de las leyes, Montesquieu trata el


tema de la esclavitud con la espléndida ironía del siglo XVIII. Se
trata de un fragmento que merece ser leído.
Si tuviera que defender el derecho que hemos tenido de esclavizar a los negros,
diría lo siguiente:

Los pueblos de Europa, después de haber exterminado a los de América,


tuvieron que esclavizar a los de África para emplearlos en la roturación de tan
gran cantidad de tierras. El azúcar sería demasiado caro si no se emplearan
esclavos en el trabajo que requiere el cultivo de la planta que lo produce.

Estos seres de quienes hablamos son negros de los pies a la cabeza y tienen
además una nariz tan aplastada que es casi imposible compadecerse de ellos.

No puede cabernos en la cabeza que siendo Dios un ser tan infinitamente sabio,
haya dado un alma, y sobre todo un alma buena a un cuerpo totalmente negro.

Es tan natural pensar que la esencia de la Humanidad la constituye el color que


los pueblos de Asia, al nacer eunucos, privan siempre a los negros de la relación
que tienen con nosotros de una manera más señalada.

Se puede juzgar a los seres según el color de la piel como se juzga según el
color de los cabellos, pera los europeos, que fueron los mejores filósofos del
mundo, en esto de tal trascendencia que daban muerte a todos los pelirrojos que
les caten entre las manos. Prueba de que los negros no tienen sentido común es
que hacen más caso de un collar de vidrio que del ora el cual goza de gran
consideración en las naciones civilizadas.

Es imposible suponer que estas gentes sean hombres, porque si los creyéramos
hombres se empezarían a creer que nosotros no somos cristianos. Algunos
cortos espíritus exageran demasiado la injusticia que se hace a los africanos,
pues si fuese tal como dicen, a los príncipes de Europa que conciertan entre
ellos tantos convenios inútiles se les habría ocurrido la idea de concertar un
convenio general en favor de la misericordia y de la compasión.

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El territorio y las causas externas de la caída de los
gobiernos

El ejemplo más claro de la caída de un gobierno por causa externa lo


encontramos cuando se da una agresión militar con victoria por parte de un
país enemigo. También en este caso Montesquieu diferencia posibilidades y
dinámicas en las diferentes formas de gobierno y las relaciona con las
dinámicas de la extensión del territorio como causa interna de duración u
ocaso.

Empecemos primero con la república. Para Montesquieu, esta debe tener


un territorio limitado: los grandes territorios conllevan grandes riquezas y
poder, cierto, pero al final se centran más en los detalles que en lo general, lo
que provoca que el principio de gobierno se debilite y se derrumbe. En
resumen, un gran territorio para una república es una causa interna de declive.
Un territorio delimitado es mejor desde este punto de vista, porque todo se
encuentra cerca del ciudadano y el bien público resulta más evidente; Esparta
duró, dice Montesquieu, porque tras cada guerra permanecía con el mismo
territorio pequeño de antes del conflicto. Por otra parte —ahora aparecen las
causas externas—, un territorio pequeño pone en riesgo la república porque
puede ser invadida por una potencia extranjera, y eso, tarde o temprano,
sucede.

Entonces, ¿las repúblicas están condenadas? Montesquieu no imagina las


repúblicas actuales, las cuales se encuentran dentro Estados nacionales que en
el siglo XVIII tenían, en general, gobiernos monárquicos, como Francia; pero
encuentra una posible salvación en las federaciones: muchas pequeñas
repúblicas pueden federarse para resistir conjuntamente contra las invasiones
(a finales de siglo, estas consideraciones de Montesquieu sobre las
federaciones servirían a los federalistas norteamericanos en sus debates sobre
la creación de los Estados Unidos y en su Constitución). Es el caso de
Holanda y Suiza, o, como ya hemos visto, en parte también de Alemania.

Por otro lado, a Montesquieu no le debe pasar por alto que las repúblicas,
incluso federadas, no desempeñan un papel de primer orden en la política

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europea de su época. En consecuencia, considera que las monarquías resisten
mejor las agresiones.

El territorio de una monarquía debe ser de unas dimensiones medianas: si


es demasiado pequeño, el príncipe se verá obligado a oprimir al pueblo para
aumentar su riqueza, pero el pueblo no tardará en reaccionar y en poco tiempo
se instaurará una república. Si el territorio fuese grande, los nobles más
fuertes escaparían al control del monarca y de las leyes y dejarían de
obedecer. La monarquía terminaría dividiéndose, por lo que el Estado se
disolvería o el monarca se vería obligado a aplicar medidas de un gobierno
despótico; el gobierno monárquico pasaría a ser despótico. Un territorio de
dimensiones medianas puede evitar caer en esta situación, un ejército tiene
capacidad para defenderlo y pueden establecerse plazas en las fronteras. La
moderación —en este caso la extensión mediana de un territorio— es la
elección que mejor garantiza una duración en el tiempo.

Una vez más, el despotismo es lo contrario. Este, para resistir a los


ataques externos, adopta esta estrategia: devasta las fronteras hasta
convertirlas en desiertos y de esta forma introduce un elemento defensivo
entre el centro del territorio, habitado, y los enemigos externos. El despotismo
aplica esta táctica porque normalmente ocupa grandes extensiones de
territorio. De hecho, despotismo y grandes territorios siempre van juntos. Un
gran imperio debe tomar decisiones con rapidez que compensen la distancia,
los gobernadores deben sentir el miedo a recibir un castigo por su posible
negligencia, además, en un imperio una sola persona toma las decisiones y
estas cambian según las circunstancias del gran territorio. Solo un gobierno
despótico es capaz de defender los grandes territorios frente a las agresiones
exteriores (aunque hayamos dicho que los gobiernos despóticos se derrumban
por debilidades internas).

El resultado de estas consideraciones es sabido: según Montesquieu, todo


se debe analizar, también la extensión del territorio y sus implicaciones en la
duración de un gobierno, teniendo en cuenta el conjunto de todas sus
relaciones.

Si además analizamos la diferencia entre guerra defensiva y guerra de


agresión, aparece otra característica del pensamiento de Montesquieu: se
preocupa de la conservación del gobierno, no de su potencia. La fuerza,
escribe el filósofo, radica en la seguridad frente a los ataques, no en el

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potencial ofensivo. Cuando habla de guerra de agresión, Montesquieu se
preocupa sobre todo de reducir los daños. Afirma que el uso de la fuerza
militar se regula mediante el derecho de la gente y los Estados tienen derecho
a utilizar la fuerza basándose en el mismo principio de legítima defensa que
vale para las personas, es decir, para protegerse.

Así pues, la guerra de agresión se justifica solo como guerra defensiva y


preventiva. Sin embargo, desde el nazismo hasta la campaña estadounidense
en Afganistán, la historia contemporánea nos ha mostrado hasta qué punto
puede utilizarse el concepto de guerra defensiva y preventiva. Montesquieu
admite esta posibilidad con la única condición de respetar «lo estrictamente
justo», de lo contrario «ríos de sangre inundarán la Tierra» (X, 2; 96).
También recuerda a los vencedores que la conquista conlleva la conservación
y el uso de lo conquistado y no su destrucción. Ningún conquistador, dice
Montesquieu tiene derecho a matar a los ciudadanos del Estado conquistado
ni a convertirlos en sus siervos. La bondad debe caracterizar la política de los
conquistadores, los cuales deben respetar la vida, las leyes y las costumbres
de los ciudadanos del Estado conquistado y gobernarlo en su interés. Así lo
hacía Alejandro Magno, dice Montesquieu, y en la actualidad también es lo
que defiende el derecho internacional, empezando por el IV Convenio de
Ginebra, si bien las políticas imperialistas lo vulneran constantemente.

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La libertad política, el equilibrio entre poderes y la
garantía

Hemos dicho que cualquier gobierno está destinado a caer, ya sea por
causas externas o internas e independientemente de su mayor o menor grado
de perfección. Tras hablar del gobierno inglés, que le parece el mejor de todos
los analizados, Montesquieu escribe: «Como todas las cosos humanas tienen
un fin, el Estado del que hablamos, al perder su libertad, perecerá también.
Roma. Lacedemonia y Cartago perecieron. Este Estado morirá cuando el
poder legislativo esté más corrompido que el ejecutivo»» (XI, 6; 114). Con su
típica serenidad, Montesquieu acepta que todas las cosas tienen un final, pero
no renuncia a apoyar la causa de la libertad. El gobierno inglés le parece el
mejor de todos por el modo en que este garantiza la libertad política.

La reflexión sobre la libertad política es, en cierta medida, el núcleo de la


obra de Montesquieu. Trata este tema con la observación de que «cada cual
ha llamado libertad al gobierno que se ajustaba a sus costumbres o a sus
inclinaciones» (XI, 2; 106). Frente a esta confusión y contra la idea de que la
libertad política consiste en «hacer lo que uno quiera», Montesquieu afirma
que «la libertad es el derecho de hacer todo lo que las leyes permiten»
(XI, 3; 106). La libertad no es ni licencia ni anarquía, sino libertad de actuar
dentro de los límites de la ley: solo la ley nos protege del arbitrio y del abuso
de autoridad.

Sin embargo, para que la ley proteja de verdad la libertad de los


ciudadanos, es necesario un equilibrio en los poderes del gobierno. La
premisa de Montesquieu se basa en que no existen formas de gobierno libres
por sí mismas: los gobiernos libres son los gobiernos moderados, en los
cuales «el poder frene al poder» (XI, 4; 106). Entonces, «hay en cada Estado
tres clases de poderes; el poder legislativo, el poder ejecutivo de los asuntos
que dependen del derecho de gentes y el poder ejecutivo de los que dependen
del derecho civil» (XI, 6; 107).

Por el poder legislativo, el príncipe, o el magistrado, promulga leyes para


cierto tiempo o para siempre, y enmienda o deroga las existentes. Por el
segundo poder, dispone de la guerra y de la paz, envía o recibe embajadores,

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establece la seguridad, previene las invasiones. Por el tercero, castiga los
delitos o juzga las diferencias entre particulares. Llamaremos a este poder
judicial, y al otro, simplemente, poder ejecutivo del Estado. […] Cuando el
poder legislativo está unido al poder ejecutivo en la misma persona o en el
mismo cuerpo, no hay libertad porque se puede temer que el monarca o el
Senado promulguen leyes tiránicas para hacerlas cumplir tiránicamente
(XI, 6; 107).

La separación de poderes hace que se frenen entre ellos, como en un


sistema de pesos y contrapesos, y que de esta forma nadie ni ningún
organismo pueda oprimir al ciudadano. Si el poder ejecutivo y el judicial son
independientes, el ciudadano tiene garantías frente a un posible arresto
arbitrario por parte del poder ejecutivo: un juez independiente no aceptaría el
arresto y dejaría al ciudadano en libertad, pero si el poder judicial estuviese
controlado por el mismo organismo que ha decretado el arresto, el ciudadano
no podría recurrir a un tercer poder para defenderse y entonces perdería el
derecho a estar en libertad.

Así, Montesquieu no se engaña cuando defiende la libertad gracias a la


buena relación entre los ciudadanos y las instituciones. Al contrario, reconoce
que cualquier sociedad evoluciona gracias a los conflictos y que no podría ser
de otro modo. Para impedir que los conflictos se transformen en opresión
recíproca, es necesario mantener en equilibrio las fuerzas que actúan en la
sociedad, empezando por las que forman los tres poderes: ejecutivo,
legislativo y judicial.

En su célebre presentación del sistema de gobierno inglés, Montesquieu


afirma que este lleva a cabo la separación y el equilibrio de poderes mejor que
ningún otro. Montesquieu observa que en Inglaterra los representantes ejercen
el poder legislativo, divididos en un cuerpo de representantes del pueblo
(Cámara de los Comunes) y en un cuerpo con representantes de los nobles
(Cámara de los Lores). Se confía el poder ejecutivo al monarca y a sus
ministros, y esto garantiza una acción independiente del poder legislativo,
además de ofrecer una capacidad de reacción mucho más rápida al gobierno.
Además, el poder ejecutivo tiene la facultad de parar las iniciativas del
legislativo y así impide que este último rompa el equilibrio de poderes
atribuyéndose todo el poder. A su vez, el poder legislativo tiene la facultad de
comprobar que el ejecutivo haya actuado de acuerdo con las leyes
promulgadas y castigar, si fuese necesario, a los ministros responsables. En

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resumen, los dos poderes se frenan el uno al otro. A ello hay que añadir su
separación del poder judicial (excepto algún caso aislado, según
Montesquieu).

Esta es, a ojos del filósofo, la feliz situación de la Inglaterra del siglo
XVIII. En cambio, en las otras monarquías europeas, el gobierno no tiende
hacia la libertad como en Inglaterra (también podría ser una señal de la
naturaleza republicana escondida bajo un disfraz de monarquía del gobierno
inglés), sino que solo aspiran a la gloria de los ciudadanos, del Estado y del
monarca. Esto se observa en la falta de separación de poderes: si bien el
monarca no ejerce por lo general el poder judicial, en él se concentran el
poder legislativo y el ejecutivo. No obstante, no significa que este espíritu de
gloria que recorre las monarquías europeas no pueda lograr «grandes cosas»
(XI, 7; 114). Pero solo la Constitución inglesa garantiza, gracias a su
equilibrio de poderes, la libertad política del ciudadano. ¿Debemos deducir
que los otros Estados deberían imitar a Inglaterra o que la «gran libertad
política» que se vive en Inglaterra rebaja la política moderada de los demás
Estados? Montesquieu responde: «¿Cómo lo iba a decir yo, que creo que el
exceso de razón no es siempre deseable y que los hombres se adaptan mejor a
los medios que a los extremos?» (XI, 6; 114).

Para Montesquieu, la moderación es un valor fundamental. Y añade


«Afirmo que el espíritu de moderación debe ser el del legislador, y creo que
no he escrito esta obra más que para probarlo; el bien político, como el moral,
se encuentra siempre entre dos extremos» (XXIX, 1; 393). Lo que acabamos
de ver sobre el equilibrio entre poderes también demuestra que la moderación
debe entenderse en El espíritu de las leyes, no solo como una «medida
media», o desconfianza hacia el exceso, sino también como la forma en que
las fuerzas se controlan las unas a las otras: la moderación de Montesquieu no
es estática, sino dinámica.

Para terminar; Montesquieu añade otra reflexión política que podríamos


llamar garantía. Reafirma que la libertad política «consiste en la seguridad, o
al menos en la opinión que se tiene de la propia seguridad» (XII, 2; 129), y
observa que en la seguridad del ciudadano intervienen claramente las leyes
penales del Estado. Con el fin de asegurar la libertad política de los
ciudadanos, las leyes, y en especial las leyes penales, deben garantizar
procesos justos.

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Montesquieu aparta de los juicios los testigos poco concluyentes, las
delaciones, las indiscreciones, las afirmaciones sin base y, en general, todo
aquello que pueda poner en entredicho la veracidad de un juicio. Pone
especial atención en las sentencias y a la hora de dirigir un proceso, sobre
todo en los acusados por magia, homosexualidad, herejía y crimen de lesa
majestad, que con facilidad pueden ser víctimas de abusos o de violencia
excesiva. Insiste en que las fórmulas legales deben ser claras. En definitiva,
pide garantías para los ciudadanos:

en los Estados moderados, en los que se tiene en consideración la cabeza del último ciudadano,
no se priva a nadie de su honor ni de sus bienes sin que preceda un largo examen; ni se priva a
nadie de la vida más que cuando la misma patria le ataca, y esta solo le ataca dejando en sus
manos todos los medios posibles de defensa (VI, 2; 55).

Una vez más, en el despotismo encontraremos un modelo donde la


rapidez de la administración de la justicia no es un buen ejemplo, porque esta
rapidez implica una objetividad y un desinterés hacia la vida, los bienes y el
honor de los súbditos. «Todos los hombres son iguales en el gobierno
republicano, así como en el despótico: en el primero porque lo son todo, en el
segundo porque no son nada» (VI, 2; 56).

Así pues, la separación de poderes y las garantías del ciudadano frente a la


ley son los pilares de la libertad política. Esta es la lección que imparte
Montesquieu y que los revolucionarios de 1789 adoptarán y reafirmarán en la
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano: «Una sociedad en
la que la garantía de los derechos no está asegurada, ni la separación de
poderes determinada, no tiene Constitución» (art. 16). Como decíamos al
principio, las ideas de Montesquieu alcanzan la realidad histórica de las
instituciones políticas.

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«Sobre la Constitución de Inglaterra»

En el capítulo seis del libro XI de El espíritu de las leyes,


Montesquieu formula su teoría sobre la separación de poderes y
habla sobre la relación de la Constitución de Inglaterra con la
libertad del ciudadano.

Este capítulo es una parte fundamental de la obra. Veamos


algunos fragmentos:
Hay en cada estado tres clases de poderes: el poder legislativo, el poder
ejecutivo de los asuntos que dependen del derecho de gentes y el poder
ejecutivo de los que dependen del derecho civil.

[…]

La libertad política de un ciudadano depende de la tranquilidad del espíritu que


nace de la opinión que tiene cada uno de su seguridad. Y para que exista la
libertad es necesario que el gobierno sea tal que ningún ciudadano pueda temer
nada de otro.

[…]

Tampoco hay libertad si el poder judicial no está separado del legislativo ni del
ejecutivo. Si va unido al poder legislativo, el poder sobre la vida y la libertad de
los ciudadanos sería arbitrario, pues el juez sería al mismo tiempo legislador. Si
va unido al poder ejecutivo, el juez podría tener la fuerza de un opresor.

Todo estaría perdido si el mismo hombre, el mismo cuerpo de personas


principales, de los nobles o del pueblo, ejerciera los tres poderes: el de hacer las
leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los delitos las
diferencias entre particulares. En la mayor parte de los reinos de Europa, el
gobierno es moderado porque el príncipe, que tiene los dos primeros poderes,
deja a sus súbditos el ejercicio del tercero. En Turquía donde los tres poderes
están reunidos en la cabeza del sultán, reina un terrible despotismo.

[…]

He aquí, pues, la constitución fundamental del gobierno al que nos referimos: el


cuerpo legislativo está compuesto de dos partes, cada una de las cuales tendrán
sujeta a la otra por su mutua facultad de impedir, y ambas están frenadas por el
poder ejecutivo, que lo estará a su vez por el legislativo.

[…]

No soy quién para examinar si los ingleses gozar ahora de libertad o no. Me
basta decir que está establecida por las leyes, y no busco más.

No pretendo con esto rebajar los demás gobiernos, ni decir que esta suma
libertad política de va a mortificar a los que solo la tienen moderada.

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Cartas persas

Cartas anónimas

Montesquieu alcanza su primer éxito como


escritor con las Cartas persas, publicadas por
primera vez en 1721 y consideradas como una
novela epistolar. Según dice su hijo Jean-Baptiste,
Montesquieu ya había probado el género epistolar
en un escrito juvenil que, sin embargo, no ha
llegado a nuestros días. En este, el futuro
presidente respondía a la tesis que defiende que
los paganos merecen la condena eterna por su
idolatría. Tanto a finales del siglo XVII como en el
siglo XVIII, se popularizó el género epistolar en
diferentes ámbitos. Muestra de ello es el éxito que
Portada de la segunda edición de
cosechó en toda Europa L’esploratore turco
las Cartas persas (1721). (1684), del genovés Gian Paolo Marana, y que
seguramente fue el modelo que seguir para la
creación de las Cartas persas. Otras obras de referencia son las «Cartas
históricas» (1692-1728), las jesuíticas «Cartas edificantes y curiosas»
(1703-1776) y las «Cartas históricas y galantes» (1707-1717), en las que
lectores y escritores debatían e intercambiaban sus opiniones. A su vez, las
Cartas persas son un modelo para las novelas epistolares posteriores, como
Pamela (1740) de Samuel Richardson, Las desventuras del joven Werter
(1774) de Johann Wolfgang Goethe, o las Últimas cartas de Jacopo Ortis
(1802) de Ugo Foscolo.

En el prefacio de su obra, Montesquieu se presenta como un simple


traductor y editor que publica estas cartas: «Los persas que aquí escriben
convivían conmigo —dice—, pasábamos todo el tiempo juntos»[5] y comenta
que ha copiado las cartas que le habían mostrado, las ha traducido y adaptado

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para el público francés, y ahora se decide a publicarlas. El uso de semejante
simulación, con una segunda apariencia (las cartas recogidas y publicadas)
para negar la primera, la del texto (las cartas son obviamente elaboradas por
el autor), era frecuente en el siglo XVIII y también en el XIX, y sirve para
fundamentar, más o menos a modo de juego, y reivindicar la veracidad del
texto: esto que publico —declara jocoso el autor— no es fruto de mi
imaginación, sino que proviene de un texto encontrado, un documento, un
manuscrito, algo en lo que los lectores pueden confiar. Encontramos la misma
técnica en muchas otras novelas góticas, e incluso en Los novios (1840-1842)
de Alessandro Manzoni. Más recientemente. Umberto Eco la ha recuperado
en el inicio de El nombre de la rosa (1980) con la ironía típica postmoderna:
«Naturalmente, un manuscrito».

Como ya hemos visto al hablar de la biografía de Montesquieu, en el caso


de las Cartas persas el autor añade un truco más: el anonimato. Montesquieu
no tarda en ser reconocido como el autor del libro. No explica la razón del
anonimato, solo dice hacerlo por miedo a la censura. Un segundo motivo que
Montesquieu sí que declara en el prefacio es el miedo a ser juzgado de forma
negativa por el hecho de haber escrito una novela: si se hubiera sabido el
nombre del autor; dice, se habría visto obligado a «emplear su tiempo en
hacer algo mejor» (Introducción, pág. 61).

Es un fenómeno que acompaña al género de la novela a lo largo del siglo


XVIII y en buena parte del siguiente: Henry James, en su ensayo El arte de la
novela (1884), insiste en el hecho de que la novela es una forma de arte y no
un mero entretenimiento tal y como piensa parte de su público. Y Walter
Scott, en 1814, publica de forma anónima su primera novela. Waverley, por
las mismas razones que Montesquieu: Scott es un jurista y un poeta
reconocido y no quiere comprometer su reputación con la autoría de una
novela. Sin embargo, tanto Scott como Montesquieu alcanzarán el éxito con
rapidez y para siempre, por lo que deberán reconocer la autoría de sus obras.
Pero antes de llegar a este punto, las novelas de estos dos autores aparecen de
forma anónima y durante años publican así: para Scott es como un juego con
el lector; en Montesquieu existe el miedo constante a la censura.

Volviendo a las Cartas persas, debemos reconocer otra razón para


explicar el anonimato: contribuye a esconder el pensamiento del autor y su
punto de vista. Si aceptamos la simulación que el autor nos propone, quienes
hablan son los personajes que firman las cartas, y el papel que desempeña el

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autor se reduce al de «simple traductor» (Introducción, pág. 61), y esto
ensalza la polifonía de la obra: no encontramos juicios y puntos de vista de un
solo autor, sino un concierto de voces que dialogan entre sí y que multiplican
las perspectivas. Llegados a este punto, debemos hablar un poco más sobre la
composición de esta obra.

Las Cartas persas es la historia de dos viajeros persas de la ciudad de


Isfahán que desde su país llegan a Europa, concretamente a París. Uno de los
viajeros se llama Usbek. Es un hombre reflexivo, crítico y melancólico, capaz
de los sentamientos morales más nobles, pero también sombrío hasta por su
nombre (que suena duro y tosco) y cruel con sus mujeres: «en algunos
fragmentos él se convierte en el alter ego de Montesquieu»[6] observa Judith
N. Shklar (pero solo en algunos: la crueldad no era un rasgo de Montesquieu),
y además es el protagonista de la novela. El segundo protagonista es Rica. Es
más joven y alegre que Usbek (su nombre recuerda al verbo francés ricaner,
que significa «reír irónicamente»), está libre de cualquier atadura con la patria
y maravillado con la vida parisina.

Las cartas explican el viaje, la mayoría son obra de Usbek, pero Rica
también firma muchas de ellas y el resto son de otros personajes. Como las
cartas llevan fecha, podemos decir que el viaje de los dos persas, en la ficción,
dura de 1711, con la salida de Isfahán, hasta 1720, cuando ya se encuentran
en París. Es el propio Usbek quien nos explica dos veces las razones del viaje:
primero, cuenta que emprende el viaje por su sed de conocimiento; luego,
revela que desea partir a causa de las ofensas de la corte de Isfahán, pues le
odiaban por su tendencia a desenmascarar y criticar el vicio:

Entré en la corte en mi más tierna juventud. Puedo decir que mi corazón no se corrompió,
incluso me propuse un gran proyecto: me atreví a ser virtuoso. En cuanto conocí el vicio, me
alejé de él; pero, luego, me acerqué de nuevo a él para desenmascararlo. Llevé la verdad hasta
los pies del trono, hablé un lenguaje hasta entonces nunca oído allí; turbé la adulación y dejé, al
mismo tiempo, atónitos a los adoradores y al ídolo. Pero cuando me di cuenta de que mi
sinceridad me había creado enemigos, cuando vi que me había granjeado la envidia de los
ministros sin ganar los favores del príncipe, y que, en una corte corrompida, solo me sustentaba
el débil apoyo de la virtud, tomé la resolución de abandonarla (VIII; 72).

Como podemos ver, Usbek es un hombre virtuoso en un gobierno


despótico y en su situación aparecen algunos de los temas que Montesquieu
tratará en El espíritu de las leyes. En las Cartas persas, estos temas aparecen
bajo la forma de novela epistolar.

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Si analizamos la estructura interna de la novela, las cartas se dividen en
tres grupos: las primeras veintiuna cuentan los trece meses de viaje desde
Isfahán; las siguientes sesenta y ocho —de la XXII a la LXXXIX— narran los
tres años de Usbek y Rica en el París de Luis XIV; y las últimas sesenta y una
—de la XC a la CL— se ubican durante los cinco años de regencia de Felipe II,
el duque de Orleans[7].

Las últimas trece cartas se centran en los acontecimientos que han tenido
lugar en el harén de Usbek durante su ausencia. Al salir para Francia. Usbek
dejó a sus mujeres a cargo de sus eunucos. Sin embargo, en su ausencia, la
situación en el harén se vuelve complicada y Usbek, en la distancia, prueba de
intervenir escribiendo tanto a sus mujeres como a los eunucos, que de esta
forma se convierten en personajes de la obra con correspondencia epistolar.
Ahora no desvelaremos cómo termina esta situación para no aguar la sorpresa
al lector. Mientras, veamos cómo la obra de Montesquieu muestra dos caras:
una con la experiencia de Usbek y Rica en París, con sus reflexiones sobre las
costumbres y la cultura de los franceses en comparación con las de los persas;
y la otra, con la situación del harén de Usbek y sus intentos para controlarlo.
Dos géneros se unen en una misma obra, el ensayo y la novela. Observemos
con más detalle el primero.

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La revolución sociológica

Dejar en manos de un persa la tarea de observar y describir la sociedad


francesa significa aceptar la mirada del otro, un poco ingenua porque
desconoce la sociedad que observa, y al mismo tiempo astuta porque Usbek
se había formado en la sociedad refinada de la corte de Isfahán, donde veía el
vicio de cerca y se atrevía a desenmascararlo.

Para el escritor y sociólogo Roger Caillois, estaríamos ante un procese de


revolución sociológica «la conducta intelectual que consiste en hacerse pasar
por extranjero en la sociedad donde se vive, para poderla observar como si lo
hiciéramos por primera vez»[8].

Con el fin de lograr esta revolución de la mirada, es necesario dejar de ver


las costumbres, las leyes y las instituciones de la propia sociedad como si
fuesen naturales y obvias, dejar atrás el pensamiento y el juicio que nos es
propio, convertirse en extranjero de uno mismo y ver que las cosas podrían
ser diferentes de como son. Montesquieu no es el primero en intentar esta
técnica —Phillip Stewart recuerda los precedentes franceses de Montaigne y
La Bruyère—[9] y más tarde otros lo van a repetir (en el siglo XX encontramos
a Barthes con su Mitologías, en el que pone su mirada de semiólogo sobre el
Tour de Francia, el catch, el vino y las patatas fritas para demostrar que lo que
concebimos como natural en realidad es profundamente histórico y está lleno
de ideología. La mirada persa de Montesquieu se suma a otras que
encontramos en la cultura humanística de Europa y que tienen como objetivo
la idea nada despreciable de lograr la revolución sociológica nombrada por
Caillois.

Y lo hace a sabiendas. Tras haber recibido algunas críticas por parte de


laicos y religiosos, en la edición de las Cartas persas de 1758, Montesquieu
añade una breve nota que lleva por título «Algunas reflexiones sobre las
Cartas persas» donde justifica la sorpresa de los dos viajeros y su mirada
extranjera hacia la cultura europea:
Hay aspectos que a mucha gente le han parecido demasiado osados; ante tal objeción, les
rogaría que atendieran a la naturaleza de esta obra. Los persas que debían desempeñar en ella
un papel tan principal se encontraban, de pronto, trasplantados a Europa, es decir, a otro

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universo. En cierto momento, era menester representarlas imbuidos de ignorancia y de
prejuicios; solo se buscaba poner de relieve el surgimiento y el progreso de sus ideas. Sus
primeros pensamientos debían ser singulares: parecía que lo único que había que otorgarles era
esa especie de singularidad que puede ser compatible con el ingenio (Algunas reflexiones sobre
las Cartas persas, pág. 58).

De esta forma, Montesquieu justifica las observaciones que realizan sus


personajes sobre la religión cristiana, uno de los temas más delicados:

Cuando hablaban de nuestra religión, esos persas no debían parecer más instruidos que cuando
comentaban nuestros usos y costumbres; y, si, alguna vez, nuestros dogmas les parecen
singulares, esta singularidad siempre lleva la marca de la perfecta ignorancia de los lazos que
hay entre esos dogmas y el resto de nuestras verdades (Algunas reflexiones sobre las Cartas
persas, págs. 58-59).

En otras palabras: Usbek y Rica no ven lo que para los europeos resulta
obvio, porque no han sido educados, o adoctrinados, para verlo. La acusada
ingenuidad de su mirada es formulada como una necesidad narrativa que, de
paso, acalla las protestas de la censura. La mirada llega al lector porque estos
lo permiten: para el lector, la propia condición de extranjero es una buena
ocasión para sorprenderse.

Pero hay otras técnicas estilísticas que ayudan al lector a sentirse


extranjero. Por ejemplo, las perífrasis que encontramos de vez en cuando se
justifican desde un punto de vista narrativo por la limitada competencia
lingüística y cultural de los persas (respecto a la lengua y la cultura francesas,
claro), pero para el lector también tiene un efecto especial: referirse a Homero
como un «viejo poeta griego» y describir un rosario como un collar de «bolas
pequeñas de madera» demuestra que no da por supuesto el significado y la
notoriedad de estas figuras, instituciones y objetos, tan arraigados en nuestra
cultura que nunca se ponen en entredicho[10]. Quiere interrogarse sobre qué
valor tiene Homero y qué significa rezar o cómo se debería hacer.

A medida que avanzamos en las cartas vemos como las observaciones de


los dos viajeros son cada vez menos extrañas en el sentido descrito
anteriormente y con un mayor peso crítico. Tal y como dice el propio
Montesquieu en la nota de 1758, «las costumbres de esta parte del mundo
adquieren en su mente tintes menos maravillosos y menos excéntricos»
(Algunas reflexiones sobre las Cartas persas, pág. 57). Su lucidez respecto a
la cultura que observan crece y al mismo tiempo se acentúa una función
crítica en sus reflexiones. La visión de Francia y de Europa que se perfila a

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medida que la novela avanza resulta, de hecho, una visión sumamente crítica.
Más adelante veremos brevemente algunos de estos aspectos.

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Europa desde el punto de vista de los persas

Ilustración de una edición de las Cartas persas.

La visión de Europa que encontramos en las Cartas persas no es


demasiado positiva. En primer lugar, Montesquieu ve que muchas monarquías
europeas presentan rasgos absolutistas tan acentuados que empiezan a tender
hacia el despotismo. Ya hemos tratado este tema al hablar de El espíritu de
las leyes y por ello sabemos que la variedad de formas de gobierno era un
tema que a Montesquieu le interesaba mucho, incluso en los años de las
Cartas persas.

En general, la novela joven de Montesquieu trata muchos de los temas que


aparecerán en El espíritu de las leyes y presenta algunos conceptos que
demuestran su continuidad de pensamiento a lo largo del tiempo
(«continuidad» no significa que nada cambie, al contrario, porque su
pensamiento se vuelve cada vez más complejo). Trata el concepto de

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«justicia», por ejemplo, con términos que recuerdan a las reflexiones de El
espíritu de las leyes al hablar de la relación entre las cosas: «La justicia es una
relación de conveniencia que se encuentra realmente entre dos cosas: esa
relación siempre es la misma, sea cual fuere el ser que la considere, ya sea
Dios, un ángel o un hombre» (LXXXIII; 203).

Volvamos al despotismo. El rechazo de Montesquieu a este tipo de


gobierno es evidente en las Cartas persas y mediante Usbek nos ofrece una
imagen sombría de las monarquías absolutas de Europa:

La mayoría de los gobiernos de Europa son monárquicos, o más bien así los llaman, pues no sé
si alguna vez ha habido alguno que real mente lo fuera. Al menos es difícil que se hayan
conservado durante largo tiempo en estado puro. La monarquía es un estado violento que
siempre degenera en despotismo o república. Nunca el poder puede repartirse a partes iguales
entre el pueblo y el príncipe, ese equilibrio es muy difícil de mantener. Para lograrlo, sería
preciso que el poder disminuyera de un lado mientras aumenta en el otro, pero, por regla
general, la balanza siempre se inclina del lado del príncipe, que es quien manda en el ejército
(CII; 233).

Separación de poderes, equilibrio entre fuerzas opuestas, corrupción o


degeneración del gobierno: temas que Montesquieu tratará ordenadamente en
El espíritu de las leyes, pero que ya se vislumbran en las palabras de Usbek
(como decíamos, Usbek podría ser el alter ego de Montesquieu).

En las Cartas persas, Montesquieu también critica a Luis XIV y a su


absolutismo. El autor lo relaciona con otro tema que a él le gusta: el de los
cuerpos intermedios —los parlamentos— y la pérdida de poder como
degeneración. El Rey Sol, de hecho, «lo ha destruido todo» y confunde el
orden y a los ciudadanos con su falta de criterio mediante una pulsión hacia el
despotismo que Usbek ya destaca incluso con un tono a veces irónico (una
ironía aparentemente accidental, porque su mirada todavía se caracteriza por
el asombro mencionado antes: véase recuadro «El Rey Sol en las Cartas
persas»

Tras la muerte de Luis XIV. la situación en Francia parece mejorar con la


llegada del regente Felipe de Orleans. El peligro del despotismo parece
haberse desvanecido y la vida social y cultural renace, pero se mantiene la
confusión que reina entre los órdenes y entre los ciudadanos. Se suceden
revueltas económicas y sociales con motivo de la política económica de John
Law: este «dio la vuelta al Estado como un ropavejero da vuelta a un traje»,

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escribe Rica a Iben, y ahora «los lacayos que habían hecho su fortuna bajo el
reinado precedente hoy se ufanan de su cuna» (CXXXVIII; 304).

De hecho, en Europa existen muy pocos oasis de felicidad y son justo los
que Montesquieu describe como tierras de libertad en El espíritu de las leyes:
en primer lugar, en Inglaterra, donde «la libertad surge sin cesar de los fuegos
de la discordia y de la sedición» (CXXXVI; 300), y luego las repúblicas
federales de Suiza, «la imagen de la libertad» (CXXXVI; 300), y Holanda,
«tan respetada en Europa y tan formidable en Asia» (CXXXVI; 300).

Cuando los dos viajeros persas dirigen su mirada hacia las relaciones entre
las naciones —es decir, pasamos del derecho político al derecho de la gente o
derecho internacional—, la imagen que se nos presenta no es demasiado
positiva. Usbek reflexiona en una carta sobre el origen de la sociedad con
observaciones que una vez más recuerdan a El espíritu de las leyes. En ella, el
viajero persa se indigna viendo como el soberano concibe el derecho
internacional como un sistema de reglas que puede adaptar a su antojo:

¡Qué proyecto, Redi, querer, con el fin de endurecer su conciencia transformar la iniquidad en
sistema, dar sus reglas, basar sus principios y sacar las consecuencias! El poder ilimitado de
nuestros sublimes sultanes, que no tienen otra regla aquel mismo, no produce más monstruos
que ese indigno arte que quiere doblegar a la justicia (XCIV; 220).

Más allá de su aparente ingenuidad y de su asombro, o incluso también


por esto, la mirada del persa muestra las características de las instituciones
políticas europeas. Y la sátira mordaz de las costumbres que presencia: la
universidad, los periódicos, los cafés, el ocio, todo lo que despierta curiosidad
y provoca asombro en el viajero persa se convierte en objeto de escritura.

Veamos, por ejemplo, un fragmento sobre la moda:


Estoy asombrado por los Caprichos de la moda entre los franceses —escribe Rica a Redi—. No
se acuerdan de cómo iban vestidos este verano e ignoran aún de qué manera lo harán en este
invierno; pero, sobre todo, es increíble lo que le cuesta al marido que su mujer vaya a la moda
(XCIX; 229).

Y más adelante:

el otro día te hablaba de la increíble inconstancia de los franceses con respecto a sus modas. Sin
embargo, es inconcebible hasta qué punto estas les obsesionan, todo está subordinado a ellas.
Constituyen la regla por la que juzgan todo lo que se hace en los demás países; lo extranjero
siempre les parece ridículo […] Cuando te digo que desprecian todo lo extranjero, solo hablo de
cosas sin importancia, porque en las importantes parecen desconfiar tanto de sí mismos que
llegan a desagradar. Aceptan de buena gana que los otros pueblos sean más sensatos, con tal de

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que admitan que ellos visten mejor. […] Con tan nobles privilegios, ¿qué puede importarles que
el buen sentido les venga de otros lados y que hayan copiado de sus vecinos todo lo referente al
gobierno político y civil? (C; 230).

Rica destaca como se mezclan las costumbres con la política. Así pues,
Montesquieu ya muestra en las cartas persas una tendencia a considerar
diferentes tipos de fenómenos con sus múltiples relaciones, y en El espíritu de
las leyes lo desarrollará ampliamente al relacionar estos múltiples factores
con las leyes. Un ejemplo de ello lo encontramos en esta novela de juventud
de Montesquieu, cuando los dos viajeros y sus respectivos remitentes hablan
de la despoblación del planeta: Usbek recibe una carta de Redi en la que
afirma que el mundo se está despoblando: «apenas hay en la tierra una décima
parte de los habitantes que antiguamente la poblaban». Se trata de una tesis
sin fundamento alguno, porque la población europea aumentaba y dice ser «la
más terrible catástrofe que jamás haya ocurrido en el mundo y es síntoma de
un vicio interno, de un veneno secreto y oculto, y de una enfermedad que
debilita y aflige a la naturaleza humana» (CXII; 253).

Usbek le responde afirmando que «el mundo no es incorruptible» (CXIIl:


253). Que la corrupción está en todas las cosas es otra de las teorías que
aparecen en El espíritu de las leyes. Usbek luego argumenta que existen
causas físicas y morales. Una de las razones morales que señala son el
cristianismo y el islamismo, ambas en contra de la propagación de la especie
por motivos diversos. También lo son el matrimonio, que extingue los
sentimientos y el erotismo, y más con la prohibición del divorcio, y la
cantidad de hombres y mujeres que eligen el voto de castidad por motivos
religiosos. Usbek afirma que la miseria y la falta de libertad política
desaniman a cualquiera de tener hijos. Al margen de su inexactitud, los datos
demográficos concluyen en datos políticos. Se puede interpretar como una
afirmación para la libertad del individuo, para bien y para mal, como un
reconocimiento hacia la inclinación de las personas a buscarse su ruina.

Las Cartas persas no es un libro ligero a pesar de sus toques de humor, y


una muestra de ello es que contiene un trasfondo en el que trata la
irracionalidad y la pulsión destructiva de las personas. Un ejemplo claro
podría ser la fábula de los trogloditas que Usbek cuenta a Mirza en las cartas
XI-XIV: el pueblo llamado troglodita provenía de Arabia y estaba formado por
unos hombres crueles y sin ningún concepto de justicia. Atacándose los unos
a los otros, sin ayudarse mutuamente, terminaron por destruirse a sí mismos.
Sin embargo, dos familias se salvaron, las únicas en todo el mundo, las cuales

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hicieron renace el pueblo de los trogloditas. Los nuevos trogloditas eran
virtuosos y altruistas, y así iban prosperando. Un día, sin embargo, a raíz del
crecimiento de la población, pensaron que debían elegir un rey y ofrecieron la
corona al más justo y virtuoso de entre ellos. Se trataba de un viejo troglodita,
cuya respuesta fue: «Bien claro lo veo, trogloditas, vuestra virtud empieza a
resultaros demasiado pesada. En el estado en que os encontráis, sin jefe, es
preciso que, a vuestro pesar, seáis virtuosos, ya que sin eso no podríais
subsistir y sufriríais las desgracias de vuestros ancestros. Pero este yugo os
parece demasiado duro y preferís someteros a un príncipe y obedecer sus
leyes, que serán menos rígidas que vuestras costumbres» (XIV; 85). Entonces,
¿los hombres están hechos para la virtud y la libertad? La fábula concluye con
el desánimo del viejo troglodita, de cuyas palabras se desprende que la virtud
y la libertad, aunque sean difíciles, son la única posibilidad que tienen los
hombres. Si los hombres no se dan cuenta de ello, la injusticia y el egoísmo
prevalecerán.

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El Rey Sol en las Cartas persas

Al hablar de El espíritu de las leyes hemos sabido de la aversión


de Montesquieu hacia las tendencias absolutistas de Luis XIV.
Ahora veremos que este rechazo ya era patente, si bien con
humor, en las Cartas persas. Los siguientes fragmentos
pertenecen a una carta de Rica a Iben y a una de Usbek a Iben.

El rey de Francia es el príncipe más poderoso de Europa. No


posee minas de oro, como el rey de España, su vecino, pero
posee más riquezas que él porque las extrae de la vanidad de sus
súbditos, más inagotable que las minas.

[…]

Además, este rey es un gran mago, pues ejerce su mando hasta


en la inteligencia de sus súbditos, consiguiendo que piensen
como él desea. Si no tiene más que un millón de escudos en su
tesoro y necesita dos, logra persuadirles de que un escudo vale
dos, y le creen. Si ha de mantener una guerra difícil y está sin
dinero, basta con que les meta en la cabeza que un trozo de
papel es dinero e inmediatamente se convencen da ello (alusión a
las manipulaciones económicas de los últimos años del reinado
de Luis XIV y al uso del papel moneda para liquidar las deudas de
la corona N. d. R). Hasta tal punto es grande la tuerza y el poder
que tiene sobre sus súbditos que incluso llega a hacerles creer
que es capaz de curarles de toda clase de enfermedades tan solo
con tocarlos (alusión a la creencia de que los reyes de Francia
podían curar a los enfermos de escrofulismo con las manos. N. d.
R.] (XXIV; 99).

El rey de Francia es viejo. En nuestra historia no hay ejemplo de


un monarca que haya reinado durante tanto tiempo. Dicen que
posee en grado muy elevado el talento de hacer que le
obedezcan; con el mismo acierto gobierna su familia, su corte y
su Estado. A menudo, le han oído decir que, de todos los
gobiernos del mundo, el que más le agrada es el de los turcos o
el de nuestro augusto sultán, tanto se interesa por la política

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oriental. He estudiado su carácter y he encontrado en él
contradicciones que no puedo entender.

Por ejemplo, tiene un ministro de solo dieciocho años y una


amante que tiene ochenta, ama su religión y no aguanta a los que
dicen que es necesario cumplir rigurosamente sus preceptos;
aunque huya del tumulto de las ciudades y no se prodigue
demasiado en público, solo se ocupa, de la mañana a la noche,
de que hablen de él […] (XXXVII; 120-121).

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Oriente y Occidente

Llega el momento de profundizar un poco más en la relación entre Oriente


y Occidente que encontramos en la obra de Montesquieu. En primer lugar, no
debe sorprendernos que el autor tenga un trato especial con Oriente, tanto con
Asia como con Persia. El siglo XVIII es un siglo fascinado por el Oriente. Esto
significa que es un período donde abundan las fuentes de información y, en
consecuencia, Montesquieu consulta varias, también para recoger datos sobre
Persia (la principal obra de referencia fue Voyages, del escritor y viajero
francés Jean Chardin, escrita en 1687). Además, el interés por Oriente hizo
que la literatura orientalista tuviera mucho éxito entre la gente: por ejemplo,
la primera traducción francesa de Las mil y una noches (1704), de Antoine
Galland, cosechó un gran éxito de público. Las Cartas persas también deben
su éxito a la moda orientalista de la sociedad. Para entender hasta qué punto el
Oriente está presente en la obra de Montesquieu, debemos ver cómo el autor
lo introduce en sus textos.

En El espíritu de las leyes ya hemos visto que Montesquieu relaciona por


un lado Oriente con despotismo y territorios amplios, y por otro, Occidente
con leyes y limitación territorial. Así pues, en este sentido y siendo contrario
al despotismo, Montesquieu manifiesta una preferencia por Occidente, si bien
lo atenúa con su relativismo (recordemos el discurso sobre la habilidad
comercial de los chinos). Montesquieu deja a un lado los prejuicios y ve
Oriente como una parte del mundo interesante, por sí misma y en
comparación con Occidente; o también como un lugar de antiguas y nuevas
civilizaciones por las cuales el filósofo siente curiosidad.

Sin embargo, en las Cartas persas la situación es diferente. En esta obra


no encontraremos una simple superioridad occidental (de Europa o de
Francia), ya que los dos viajeros orientales son los encargados de mostrar una
mirada crítica de Francia y de Europa en general. No obstante, una vez más
nos debemos posicionar fuera de los juicios de valores. No solo porque
siempre se tiene la imagen de Francia como una nación esplendorosa donde la
gente parece vivir felizmente, y en cambio Persia es despótica (Usbek
emprende su viaje para escapar del despotismo), sino porque en las Cartas

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persas Oriente no sirve tanto para comparar sino que es un objeto de
observación.

Tal y como hemos dicho, la mirada de los persas es el medio por el cual
debemos llegar a la revolución sociológica de Caillois. No es tan sustancial el
hecho de que se trate de una mirada oriental: lo es más que sea una mirada
diferente. Esta podría ser la función de Oriente, si bien a veces no se trata de
una visión real, como comenta Edward Said en su obra Orientalismo, donde
escribe que históricamente «Oriente ha servido para que Europa (u Occidente)
se defina en contraposición a su imagen, su idea, su personalidad y su
experiencia»[11]. Occidente usa a Oriente para definirse y representarse, y en
la novela la mirada ficticia de los persas Usbek y Rica va más allá y pertenece
al propio Montesquieu.

Y esto nos lleva otra vez al tema del anonimato: el autor retrocede y deja
que los personajes tomen la palabra. Pero, mientras retrocede, determina la
mirada de los personajes y al mismo tiempo deja entrever su propio punto de
vista, o al menos lo que él cree. Con su observación muestra las
contradicciones de la sociedad francesa y de las personas en general, y lo hace
como si estuviese sorprendido, con una pregunta tras otra que siempre busca
respuesta. De esta forma, esta obra tiene los elementos característicos de un
ensayo, tal y como admitía Montesquieu en la nota de 1758: «Pero en forma
de cartas, […] el autor ha tenido la ventaja de poder unir la filosofía, la
política y la moral» («Algunas reflexiones sobre las Cartas persas», págs. 57-
58), elementos típicos de un ensayo literario.

Al mismo tiempo, la muestra explícita de esta nota confirma el carácter


novelesco de las Cartas persas, una obra con los argumentas de un ensayo
pero en una forma que no corresponde a este estilo. No encontramos
afirmaciones o razonamientos desarrollados directamente por el autor, sino
las experiencias y las reflexiones de los personajes en vivo y que también
desarrollan un discurso como parte de la narración. Para terminar esta
presentación sobre las Cartas persas, ahora analizaremos brevemente sus
características como novela.

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La novela de Usbek

En la nota de Montesquieu de 1758 también atribuye el éxito de su obra a


la estructura de novela de esta: «lo que más ha gustado en las Cartas persas
ha sido encontrar en ellas, inesperadamente, una especie de novela. Se puede
distinguir su comienzo, su desarrollo y su final. Una cadena une a los distintos
personajes» (Algunas reflexiones sobre las Cartas persas, pág. 57). La novela
que nos cuenta las Cartas es la novela de Usbek y sus mujeres (y sus
eunucos).

Si Francia desempeña el papel de objeto de investigación en el ensayo y


es tratada como «campo de trabajo»[12]. Persia es en las Cartas la tierra de las
pasiones más profundas y el espacio de la novela. Los franceses de la obra no
son personajes bien caracterizados e incluso en el caso de las figuras
históricas, que serían más fáciles de recordar, como Luis XIV o John Law,
por ejemplo, no hay ninguna referencia explícita a su nombre, solo elementos
que destacan su identidad social. El ejercicio satírico no se lanza sobre la
persona concreta, sino sobre los estereotipos. Los franceses se presentan
como grupos sociales con sus costumbres y usos, con sus instituciones
jurídicas y políticas. Persia está representada como la tierra de las pasiones —
deseo, ira, celos— y también de la acción de cada individuo: principalmente
Usbek (si bien deja Isfahán por un tiempo para irse a París) y sus mujeres, y
también sus eunucos. La acción gobernada por las pasiones es el alma de la
novela de las Cartas persas. La historia de Usbek y sus mujeres se desarrolla
de tal forma que, en cierta medida, se convierte en el hilo narrativo de las
dinámicas sociopolíticas que se describen en las Cartas, y más tarde, en El
espíritu de las leyes.

Usbek se comporta como un déspota oriental con sus mujeres y en el


harén: las domina, las encierra, las aterroriza con amenazas, quiere controlar
sus conciencias. Cuando las mujeres empiezan a desviarse del camino que
impone el marido, Usbek ordena a sus eunucos que intervengan, con dureza si
fuera necesario, para restablecer el orden, su orden. Al sublevarse su mujer
preferida, Roxana, y cuando esta tiene una relación adúltera, Usbek ordena a
los eunucos que maten al amante, y Roxana —lo sentimos, desvelamos el
final— decide suicidarse para denunciar el despotismo de Usbek.

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Por lo tanto, Usbek es un personaje ambivalente: por un lado huye del
despotismo persa porque no se adapta a él y en Francia ve la aberración del
absolutismo, pero por otro lado es incapaz de reconocer en él mismo los
rasgos despóticos, tal y como lo prueban las relaciones con sus mujeres. No
los reconoce y no tiene ninguna voluntad de corregirlos. Es justamente
gracias a esta contradicción que representa y es la representación de la
duplicidad de nuestra mirada, de la denuncia y de la crítica al otro, al
diferente, pero sin embargo es ciego e indulgente cuando mira hacia los
suyos.

De esta forma, Usbek se convierte en un déspota en su casa. En lugar de


dejar un vínculo de amor o de cariño tras su partida, oprime a sus mujeres
para dominar las relaciones conyugales, las familiares y las sexuales: el
dominio se transforma en un despotismo privado. Los celos que lo
atormentan, tal y como cuenta a su amigo Narsit, son los celos que le impiden
gozar del amor y que invaden su casa: una imagen de la paranoia del déspota
que siempre se siente amenazado por el odio que nace entre sus súbditos fruto
del miedo constante que debe imponer.

Así, al final, aparece la figura de Roxana, que abre una posibilidad para el
amor con el joven sin nombre al que ama y es asesinado, y representa la razón
de la libertad y de la vida contra el despotismo del marido. Nos podríamos
preguntar si es por azar que una mujer es la víctima y la protagonista de la
rebelión en favor de la justicia y la libertad; o si Montesquieu sugiere que las
mujeres son víctimas de los hombres y de su violencia. La igualdad entre
sexos sería una idea demasiado contemporánea para el siglo XVIII y para
Montesquieu. De hecho, no podemos asegurar que la relación entre Roxana y
Usbek sea un reflejo de las relaciones entre hombres y mujeres. Y, sin
embargo, resulta significativo que quien tiene la última palabra sea Roxana,
que critica y desenmascara al crítico y «desenmascarador» Usbek y denuncia
su despotismo.

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La última carta: Roxana a Usbek

Veamos la última misiva de las Cartas persas, cuando Roxana,


antes de morir, escribe a Usbek para decirle la verdad y
denunciar su crueldad.
Sí, te he engañado; he sobornado a tus eunucos, me he burlado de tus celos y
he sabido hacer de tu horrible serrallo un lugar de delicias y placeres.

Voy a morir: el veneno va a correr por mis venas. Pues, ¿qué haría yo aquí,
dado que el único hombre que me ataba a la vida ya no existe? Muero, pero mi
sombra se eleva bien acompañada, acabo de enviar al más allá, para que me
precedan, a esos guardianes sacrílegos que han vertido la más bella sangre del
mundo.

¿Cómo has podido pensar que yo fuese tan crédula como para suponer que solo
estaba en el mundo para adorar tus caprichos, que mientras tú te permitías todo,
tuvieras el derecho de mortificar todas mis deseos? ¡No! Aunque he vivido como
una esclava, siempre he sido libre. He reformado tus leyes siguiendo el modelo
de la Naturaleza y mi espíritu siempre ha conservado su independencia.

Todavía deberías darme las gracias por el sacrificio que te he hecho, por
haberme rebajado hasta parecer fiel, por haber guardado cobardemente en el
corazón lo que debería haber mostrado al mundo entero, en fin, por haber
profanado la virtud al permitir que llamaran con ese nombre mi sumisión a tus
fantasías.

Te extrañabas de no encontrar en mí los arrebatos del amor. Si me hubieras


conocido bien, habrías descubierto toda la violencia del odio.

Pero has gozado largo tiempo de la ventaja de creer que un corazón como el
mío estaba sometido a ti. Ambos éramos felices: tú por creer que me engañabas
y yo por engañarte.

Sin duda, este lenguaje te parecerá nuevo. ¿Es posible que después de haberte
abrumado de dolor todavía te fuerce a admirar mi valentía? Pero ya todo ha
terminado. El veneno me consume, mis fuerzas me abandonan; se me cae la
pluma de ¡as manos; siento que basta mi odio se debilita; me muero.

(Montesquieu, Cartas persas, Cátedra, 1997, págs. 344-345).

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Página 81
Los romanos, grandeza y decadencia de
las civilizaciones
El capítulo anterior termina con el gesto trágico de Roxana. Se trata de
una respuesta a la opresión de Usbek: su suicidio afirma las leyes naturales y
rompe las cadenas del despotismo, pero al mismo tiempo es una respuesta
desesperada e individual.

A Montesquieu le interesaba la condición social de los hombres y, por


este motivo, no se conforma con esta respuesta y necesita encontrar otra, una
que trate de la virtud y de la justicia[13]. Su búsqueda durante los años
posteriores a las Cartas persas le lleva a escribir un primer esbozo del
Tratado de los deberes, sobre el cual hablaremos un poco antes de pasar a la
tercera gran obra de Montesquieu, las Consideraciones sobre las causas de la
grandeza y decadencia de los romanos.

La justicia como virtud

Desconocemos todo el contenido del Tratado de los deberes porque


Montesquieu no lo terminó y porque se perdió el manuscrito. Por suerte, el
filósofo transcribió algunas páginas del Tratado en sus cuadernos de los
Pensées, confeccionó un índice general y en 1725 leyó la introducción en la
Academia de Burdeos, donde su amigo Jean-Jacques Bel lo escuchó y publicó
la transcripción de la intervención. De esta forma podemos tener una idea del
pensamiento sobre el cual Montesquieu estaba trabajando: la justicia como
virtud personal.

Un primer elemento que también observamos en otras fuentes, como por


ejemplo en las cartas, es que Montesquieu vuelve a la filosofía estoica y, en
especial, a la de Cicerón y Marco Aurelio (tal y como lo comenta D. Felice).
Montesquieu está convencido de la importancia de esta corriente de

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pensamiento. De hecho, años más tarde, escribe en las Consideraciones sobre
las causas de la grandeza y decadencia de los romanos:

En estos tiempos, la secta Estoica se extendió y cobró crédito en el Imperio. Parecía que la
naturaleza humana había hecho un esfuerzo producir por sí misma esta secta admirable,
semejante a aquellas plantas que la tierra hace nacer en parajes que el cielo no ha visto
jamás[14].

Al volver al pensamiento estoico y a la propia reflexión, Montesquieu


elabora algunas ideas fundamentales, la primera de las cuales es que el
ejercicio de la justicia debe ser ininterrumpido y debería aplicarse tanto en las
grandes como en las pequeñas cosas y tanto en el trabajo como en la vida
privada.

La segunda idea es que la justicia mantiene una relación con las personas
y, en especial, una relación que interesa a todas las personas porque concierne
a todas ellas. Este pensamiento nos recuerda a los textos iniciales de El
espíritu de las leyes y que, en el discurso en el que nos encontramos ahora,
conecta la dimensión individual con la social (el acto de Roxana tiene un
sentido de libertad y vital, pero difícilmente puede ser descrito como un acto
de justicia).

La tercera idea está relacionada con la anterior; existen deberes


fundamentales y una jerarquía de deberes. Montesquieu sintetiza esta idea en
un fragmento famoso:
Si yo supiese algo que me fuese útil y que fuese perjudicial a mi familia, lo expulsaría de mi
espíritu. Si yo supiese algo útil para mi familia y que no lo fuese para mi patria, intentaría
olvidarlo. Si yo supiese algo útil para mi patria y fuese perjudicial para Europa, o bien fuese útil
para Europa y perjudicial para el género humano, lo consideraría como un crimen[15].

La justicia conlleva obligaciones para los hombres y hacia todos los


hombres. Como ya hemos comentado, la justicia es la virtud social por
excelencia, o la virtud que une al individuo con sus semejantes.

Ahora vamos a preguntarle a Montesquieu cuál es el fundamento de esta


justicia que une a las personas y, en especial, si la justicia solo reside en la
buena voluntad de los individuos, si proviene de algún tipo de contrato social
o si es Dios quien lo concede a los hombres.

Montesquieu vuelve una y otra vez a este punto durante toda su obra. En
las Cartas persas, Usbek define la justicia como «una relación de

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conveniencia que se encuentra realmente entre dos cosas» y que «aún en el
caso de que no hubiera Dios, nosotros tendríamos que amar la justicia», por lo
que «aunque fuésemos libres el yugo de la religión, no deberíamos serlo del
de la equidad» (LXXXIII, 203-204).

Así pues, la justicia se basa en la naturaleza de las cosas y la posible


inexistencia de Dios no influye en el deber ni en la posibilidad de que los
hombres la respeten.

En El espíritu de las leyes es algo diferente, puesto que la existencia de


Dios no se discute e incluso Montesquieu, como ya hemos dicho, atribuye a la
«razón primitiva» de Dios las «relaciones necesarias» que constituyen las
leyes. En la medida en que la justicia esté relacionada con las leyes —divinas,
naturales, morales y positivas—, la justicia también encuentra cómo basarse
en Dios. El pensamiento de Montesquieu se mantiene no obstante secular —
en general el autor trata los temas desde un punto de vista terrenal, no
religioso ni físico—, sin embargo, la justicia se basa en algo más sólido que
en un simple tendencia individual o en un tratado social que podría cambiar
por cualquier circunstancia.

Una vez más, Montesquieu se opone a Hobbes, cuyo pensamiento dice


que la justicia depende de los acuerdos entre individuos. Montesquieu no
niega que los hombres a menudo son egoístas y llenos de vicios, pero afirma
que debe valorarse el hecho de que puedan alcanzar la virtud y la justicia y
que de ahí surgen las relaciones sociales y la felicidad. La dimensión
individual y la dimensión social aparecen estrechamente relacionadas la una
con la otra en el campo de la virtud y la justicia.

El mismo entendimiento entre lo individual y lo social lo privado y lo


público, lo encontramos en Mes pensées, a cuya obra Montesquieu añadió las
páginas del Tratado de los deberes que han llegado hasta nosotros. Mes
pensées son una recopilación de notas manuscritas redactadas en parte por
Montesquieu y en parte por sus secretarios (que copiaron de las cartas
originales), recogidas en tres volúmenes, desde los años treinta y hasta su
muerte.

Al margen de los datos filológicos, es el propio Montesquieu quien nos


explica qué son Mes pensées: son ideas poco trabajadas, pero a las cuales un
día volverá, y reflexiones que no se incluyeron en sus obras[16].

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Se trata de una recopilación de más de dos mil artículos (o fragmentos) de
todo tipo, tanto por extensión —de pocas líneas o algunas páginas— como
por temática —moral, historia, filosofía, metafísica, costumbres, política,
economía, literatura, etcétera—. Son el testigo de la variedad y la amplitud de
temas que interesaban a Montesquieu y, volviendo a un sujeto anterior; de
cómo las dimensiones individual y social de su pensamiento permanecen
unidas. De hecho, por un lado Mes pensées se puede leer como si fuera un
ejercicio de reflexión y de autocrítica basado en la idea de Montesquieu de
mejorarse, a él mismo, con su base estoica (algo, dicho sea de paso, típico del
siglo XVIII). Por otro lado, la variedad de temas impide que los leamos como
una obra íntima y parece más bien un laboratorio donde los pensamientos
están en comunicación permanente con las obras que el autor imagina,
elabora y ordena para ser publicadas[17].

Lo individual y lo social se funden: ya lo habíamos vislumbrado al saber


que para Montesquieu las diferentes formas de gobierno (dimensión política,
social) están relacionadas con diferentes principios morales (dimensión
individual). En las Cartas persas, la historia entre Usbek y Roxana nos lo
confirma en cuanto se presenta como una historia individual, en forma de
novela, junto con el discurso político, de ensayo, al tratar el despotismo y el
absolutismo. Para terminar, veamos otra de las obras de Montesquieu en que
el autor relaciona la virtud de los individuos con la historia político-social. Se
trata de su tercera gran obra; las Consideraciones sobre las causas de la
grandeza y decadencia de los romanos.

Página 85
Sobre la amistad

Veamos un fragmento de Mes pensées que, según una nota del


mismo Montesquieu, aparecía en el Tratado de los deberes. En
él, Montesquieu habla de la amistad, de la virtud y del amor hacia
las personas a partir de las tesis del estoicismo.
Los estoicos decían que el sabio no siente amor por nade. Llevaban su
razonamiento demasiado lejos. Por otra parte, incluso yo croo que si los
hombres de verdad fuesen virtuosos, no tendrían amigos.

No podemos sentir amistad por todos nuestros conciudadanos. Escogemos solo


algunos de ellos. Para nuestra propia utilidad, hacemos una especie de contrato
que sirve para reforzar aquel que hemos establecido con toda la sociedad y que,
al mismo tiempo y en cierta medida parece ser perjudicial.

En efecto, un hombre verdaderamente virtuoso debería socorrer a un perfecto


desconocido como si se tratase de su mejor amigo. Su corazón alberga un
compromiso que no tiene necesidad de conformarse con palabras, juramentos o
declaraciones. Limitado a una cierta cantidad de amigos significa alejar el
corazón de todas las otras personas, como separado del tronco para atarlo a las
ramas.

Página 86
Una historia filosófica: las Consideraciones sobre las
causas de la grandeza y decadencia de los romanos

Como ya hemos comentado, Montesquieu empezó a trabajar en su


segunda gran obra, las Consideraciones sobre las causas de la grandeza y
decadencia de los romanos, en 1731, al volver de su grand tour por Europa, y
la obra fue publicada en 1734. Y es justamente con las Consideraciones que
Montesquieu culmina su gran interés por la historia romana, un interés
cultivado desde los años de colegio y que, con el viaje por Europa, con estada
en Roma e Inglaterra, no había hecho más que crecer. En El espíritu de las
leyes escribe que «no es posible prescindir de los romanos: por eso, al igual
que la mirada que he descansado en el esmalte de las praderas, gusta de ver
las rocas y las montañas, actualmente, en su capital, se olvidan los nuevos
palacios para ir en busca de las ruinas» (XI, 13; 118).

En la imagen, una reconstrucción de


la Roma imperial.

Cuando hablamos del interés que tiene Montesquieu por la historia


romana, no debemos pensar en un interés historiográfico en sentido estricto,
porque las Consideraciones sobre las causas de la grandeza y decadencia de
los romanos no es lo que podríamos decir una historia de la antigua Roma.
Montesquieu no pretende explicar toda la historia de Roma —admite que
sería imposible—, no se recrea en la narración, no se concentra en los eventos
que históricamente han llamado la atención de los historiadores. Cuando se
detiene en un evento en particular lo hace porque quiere realizar un análisis
más profundo y con carácter general.

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Es decir, las Consideraciones son una historia filosófica o una reflexión
filosófica que se desarrolla siguiendo los momentos y los aspectos más
destacados de la historia romana. Además, el título de la obra ya indica su
carácter filosófico: la insistencia en las causas y en la parábola del ascenso y
el declive de Roma muestran que Montesquieu no quiere contar los hechos,
sino tratar sus causas, mostrar las leyes que existían en aquel entonces y
ordenarlas para entender el proceso. Así por ejemplo, la violación de
Lucrecia, la consecuente revuelta de los romanos contra Lucio Tarquino el
Soberbio y su destronamiento marcan el cambio de una monarquía a una
república; pero eso no interesa por sí mismo ni por su valor trágico, sino
porque muestra las fuerzas que formaban la sociedad romana en general,
como el sentido del honor de los ciudadanos y sus costumbres, y el concepto
de república como alternativa a la monarquía.

El propio Montesquieu lo admite:

No es la fortuna la que domina al mundo […] Hay causas generales, ya morales, ya físicas, que
obran en cada monarquía, y la elevan, la mantienen, o la precipitan; todos los accidentes están
sometidos a ellas, y si la suerte de una batalla, es decir, una causa particular ha arruinado a un
Estado, había otra causa general de la cual dimanaba, que este Estado debía perecer por una
sola batalla: en una palabra, el sistema principal arrastra tras de sí todos los accidentes
particulares (XVIII; 287).

Mediante la observación de la historia, Montesquieu elabora un discurso


de filosofía política que recuerda a la búsqueda de las «causas generales» que
encontramos en El espíritu de las leyes. La publicación conjuntó de las
Consideraciones y de las Reflexiones sobre la monarquía universal en
Europa es un ejemplo de cómo las reflexiones de Montesquieu en ambas
obras son más filosófico-políticas que historiográficas. Y, una vez más, el
carácter secular. Ya lo confirman las Consideraciones: Montesquieu busca
sus leyes en el ámbito terrenal en la naturaleza de tos hombres y de las cosas.
Se trata de una postura diferente a la de todos aquellos historiadores que
habían atribuido a la providencia la determinación del curso de la historia
(uno de ellos, por ejemplo, fue Jacques-Bénigne Bossuet, teólogo de la corte
de Luis XIV y teórico del absolutismo monárquico). Sin embargo, hay que
destacar que las tres categorías de causas generales, particulares y ocasionales
fueron tomadas de la teología del filósofo Nicolás de Malebranche: en cierto
modo, Montesquieu toma sus conceptos pero no su teología.

En las Consideraciones, Montesquieu se interesa sobre todo por la


transición de Roma de república a imperio. Sus preguntas nos recuerdan las

Página 88
reflexiones que encontramos en El espíritu de las leyes y en las Cartas persas
con la fábula de los trogloditas: ¿cómo puede ser que los romanos
renunciasen a la libertad republicana para convertirse en súbditos de un
Imperio?

No resulta casual que Montesquieu dedique los tres capítulos centrales a


los años de César y de Augusto, pues con ellos se desarrolla el cambio. El
resto de la obra, desde la fundación de Roma en el 753 a. C. hasta la caída del
Imperio romano de Oriente en 1453 d. C. gira alrededor del proceso de
cambio de la forma de gobierno.

Montesquieu no insiste en la excepcionalidad de César; de Augusto o de


otras figuras ilustres para explicar la transición y se distancia de la historia
tradicional. Ve la transición como el resultado de un proceso de decadencia de
la virtud republicana producido por las conquistas militares, la expansión y el
aumento del poder de los generales y de otros hombres fuertes. En justamente
este proceso político y moral (moral en sentido político, como en El espíritu
de las leyes) el que explica la decadencia de los romanos durante el Imperio
—excepto algunos momentos de recuperación, con el emperador Tito,
Trajano o Marco Aurelio— y hasta la cuida de Occidente y, más tarde, de
Oriente.

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Causas particulares y causas generales

Veamos a continuación el fragmento de la violación de Lucrecia y


el consecuente destronamiento de Tarquino el Soberbio que nos
ofrece Montesquieu para diferenciar las causas particulares y las
causas generales.
Tarquino tomó la corona sin ser elegido por el Senado ni por el pueblo. La
monarquía había pasado de electiva a hereditaria, él la hizo absoluta. A estas
dos revoluciones se siguió bien presto la tercera. Su hijo Sexto, violando a
Lucrecia, cometió un exceso que casi siempre ha sido causa de que los tiranos
fuesen odiados de una ciudad en que hayan gobernado; porque el pueblo a
quien una acción como esta hace sentir tan bien su esclavitud no tarda en tomar
una resolución extremada. Un pueblo puede sufrir que se le impongan nuevos
tributos, pues no sabe si le resultará alguna utilidad del empleo del dinero que se
le pide; pero cuando se le hace una afrenta, no ve más que su desgracia, y
añade a esta idea las de todos los males posibles.

Con todo es cierto que la muerte de Lucrecia no fue más que la ocasión de la
revolución que sucedió, porque un pueblo fiero, emprendedor, valiente y
encerrado en una ciudad debe necesariamente sacudir el yugo, o suavizar sus
costumbres.

Debía suceder una de dos cosas: o Roma había de mudar de gobierno, o había
de quedar une pobre y pequeña monarquía.

La historia moderna nos suministra un ejemplo de lo que pasó entonces en


Roma, y esto es muy digno de atención, porque como las pasiones de los
hombres han sido las mismas en todos los tiempos, las ocasiones que dan lugar
a las grandes mudanzas son diferentes, pero las causas son siempre las
mismas.

Así como Enrique VII de Inglaterra aumentó el poder de los Comunes para
humillar a los grandes, Servio Tulio antes que él había extendió los privilegios del
pueblo para deprimir al Senado. Pero el pueblo cobrando valor transformó una y
otra monarquía.

(Montesquieu, Consideraciones, I; 5-7).

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Causas de la grandeza, causas de la decadencia

Hay que reconocer que la imagen de la parábola romana de Montesquieu


es muy original y completa. En primer lugar, destaca frente a todos los
historiadores que habían elogiado la grandeza militar de y que enaltecían la
figura de César, al mismo tiempo que estigmatizaban las divisiones políticas y
sociales de la ciudad que, por suerte, Augusto habría solucionado.

Empecemos por el segundo punto: Montesquieu vio en las tensiones entre


el pueblo y el Senado que recorrían la república un símbolo de vitalidad y una
garantía de gobierno, pues «los autores no hablan de otra cosa que de las
divisiones que perdieron a Roma; pero no se considera que estas eran
necesarias, que siempre las había habido, y que siempre debía haberlas». (IX;
132).

Y antes dice:

Fue admirable el gobierno de Roma, porque desde su nacimiento, o sea por el espíritu del
pueblo, o por la fuerza del Senado, o por la autoridad de ciertos magistrados, fue tal su
constitución que cualquier abuso del poder podía siempre corregirse. Cartago pereció, porque
cuando fue necesario cortar abusos, no pudo sufrir ni la mano de su Aníbal. Cayó Atenas,
porque le parecieron tan agradables sus errores que no quiso remediarlos. Entre nosotros, las
Repúblicas de Italia que ponderan la perpetuidad de su gobierno no deben gloriarse más que de
la perpetuidad de sus abusos, de modo que no tienen más libertad de la que tuvo Roma en
tiempo de los decenviros. El gobierno de Inglaterra es más sabio, porque en él hay un cuerpo
que continuamente lo examina, y que aun a sí mismo se examina sin cesar: sus errores nunca
son duraderos, y muchas veces son útiles, por el espíritu de meditación que influyen en la
nación. En una palabra, un gobierno libre, es decir, en constante agitación, es imposible que se
mantenga si no tiene en sus mismas leyes el modelo de corrección (VIII, 123-124).

Al hablar de El espíritu de las leyes ya vimos como Montesquieu no se


preocupa de eliminar los conflictos y las tensiones sociales, sino de conservar
el equilibrio de estas. Esta es una de las características originales de su
pensamiento: su mera moderación no es estática, sino mica, lo cual puede
apreciarse en su visión de la historia romana.

Volvamos a la cuestión militar e imperial (el primer elemento original del


punto de vista de Montesquieu): las consideraciones que hemos planteado
unas líneas más arriba no significan que Montesquieu no vean la grandeza y
la potencia militar de Roma. Al contrario, lo reconoce y lo quiere explicar.

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Plantea que las causas se deben a muchos factores diferentes y no cree que el
método solo sea de los generales y los emperadores.

Para Montesquieu, las causas de la fuerza militar de los romanos son el


ejercicio «continuo» e «inmenso» con el cual se convertían en «más que
hombres» por su fuerza y su destreza (II; 20-21); su capacidad a la hora de
aplicar las mejores técnicas militares de sus enemigos y hacerlas suyas; y
también sus infraestructuras gracias a las calzadas que construían se podían
mover con más rapidez y las podían defender mejor. También encuentra
causas morales, como la disciplina férrea de la formación o la división justa
de la tierra, por lo que a todos les interesaba defender la nación:
Los fundadores de las antiguas repúblicas habían repartido las tierras con igualdad, esto solo
hacía un pueblo poderoso, es decir, una sociedad bien ordenada: esto hacía además un buen
ejército, porque todos tenían interés igual, y muy grande en la defensa de la patria (III; 32).

La potencia de Roma es un hecho que merece nuestra atención.


Montesquieu así lo hace y considera la multiplicidad de factores que
encontramos en El espíritu de las leyes. En un esbozo de introducción a las
Consideraciones que luego rechazó, dice:

Hemos buscado la historia de los romanos en sus leyes, en sus costumbres, en su ordenamiento
civil, en las cartas de la gente, en los contratos con los vecinos, en las costumbres de los
pueblos con los que Roma tuvo contacto, en la forma de la antigua república y en la situación
en que se encontraba el mundo antes de los descubrimientos que ocurrieron después
(Montesquieu. Considérations sur les cause de la grandeur des Romains et de leur décadence,
edición de C. Volpilhac-Auger con la colaboración de C. Larrère. París, Éditions Gallimard.
2008, págs. 340-341).

Y durante estos años, Montesquieu escribe el Essai sur les causes qui
peuvent affecter les esprits et les caracteres, que permaneció inédito y donde
el autor trata con precisión la acción conjunta de la formación de los
individuos y el carácter general de las naciones, con sus múltiples causas
físicas y morales.

Montesquieu es consciente de la complejidad de su pensamiento y,


además, se destaca de los historiadores tradicionales que dan una mayor
trascendencia a la acción y a la iniciativa de algunos personajes singulares.
Llegados al punto en el que «la república fue oprimida», escribe:
y no debe echarse la culpa de ello a la ambición de algunos particulares, sino a la condición del
hombre, siempre más codicioso del poder a medida que más tiene, y que lo desea todo, cuando
es mucho lo que posee. Si César y Pompeyo hubiesen pensado como Catón, otros habrían

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pensado como César y Pompeyo; y la república, cuyo destino era perecer, habría sido arrastrada
al precipicio por otras manos (XI; 163).

Los personajes históricos no hacen la historia a título individual ya sean


condotieros o héroes. Puede darse que estos funden una sociedad, pero más
tarde las instituciones crean a sus protagonistas, incluyendo a los «jefes de las
repúblicas» (I, 5).

Además, Montesquieu añade que las personas que quieren quitarse de


encima a sus semejantes siempre provocan desgracias: «nacidos para ser
mediocres, hemos sido oprimidos por espíritus sublimes. Que un hombre esté
por encima de la humanidad es un precio demasiado alto para todos los
demás». Con este tono irónico, el filósofo Eucrates se dirige al general y
dictador romano Sila en el Dialogue de Sylla et d’Eucrate[18]. Los elegidos
deben comprender el funcionamiento de las leyes a lo largo de la historia y
deben tomar las decisiones en función de las circunstancias en las que se
encuentren.

Pero volviendo al ascenso militar de Roma, Montesquieu no niega su


fuerza, pero antepone la conservación del gobierno y del Estado a una posible
expansión militar: «una república sabia no debe aventurar cosa que la
exponga a la buena o mala fortuna, el solo bien a que debe aspirar es a no
mudar jamás su estado» (IX; 128).

Como habíamos dicho, pues, Montesquieu ve que la expansión militar de


Roma es la causa de la decadencia de la república y por ello en El espíritu de
las leyes escribe sobre el gobierno republicano y las dimensiones de un
Estado. Así pues, la decadencia es una consecuencia inherente de la grandeza.

El título del capítulo IX, «Dos causas de la pérdida de Roma», es un buen


ejemplo: cuando los ejércitos atraviesan el mar y los Alpes para empezar
campañas lejos de la ciudad, los soldados pierden «poco a poco el espíritu de
ciudadanos» (IX; 126) y terminan por obedecer solo a sus generales, los
cuales empiezan a desear aumentar su poder personal y, por el mismo motivo,
quieren debilitar el sentimiento de pertenencia a la república y conceder
indiscriminadamente la ciudadanía romana: cuando esta fue concedida a todo
el mundo,
no fue ya Roma aquella ciudad a cuyo pueblo había animado un solo espíritu, un mismo amor a
la libertad, y un mismo odio a la tiranía, en el cual la envidia del poder del Senado y de las
prerrogativas de los grandes, siempre acompañada de respeto, no era más que el amor de la

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igualdad. Cuando los pueblos de Italia fueron sus ciudadanos, cada ciudad llevó a ella su genio,
sus intereses particulares, su dependencia de algún gran protector. Dividida la ciudad en
partidos, ya no formó un todo uniforme: y como el derecho de ciudadano era una especie de
ficción. […] Roma fue mirada con ojos diferentes, no hubo el mismo amor de la patria, y las
virtudes romanas desaparecieron (IX; 130-131).

Estas reflexiones nos recuerdan de forma evidente a El espíritu de las


leyes. Por otro lado, Montesquieu afirma que el Imperio romano fue destruido
por los bárbaros porque ya se había completado el proceso de decadencia
interna del Imperio que había empezado con el fin de la república (El espíritu
de las leyes, XXIII, 23; 297). El cambio de ubicación de la capital, de Roma a
Constantinopla, fue un hecho decisivo en la decadencia de los romanos, pues
se trataba de un cambio hacia Oriente, es decir, hacia gobiernos con
características despóticas. Crecieron las debilidades, la corrupción, la
separación del gobierno o de la corte respecto a la sociedad y, además, se
tomaron decisiones insensatas, como la de Justiniano de «reducir a todos los
hombres a una misma opinión en materias religiosas, en unas circunstancias
que hacían indiscreto enteramente su celo» (XX; 328). Montesquieu sigue
ofreciéndonos argumentos en favor de la tolerancia religiosa.

La decadencia, en cualquier caso, es inevitable y, en la última página de


su obra, Montesquieu renuncia a describirla con detalle: «solamente diré que,
reducido el Imperio bajo los últimos emperadores a los arrabales de
Constantinopla, acabó como el Rin, que ya no es más que un arroyo cuando
se pierde en el océano» (XXIII; 386).

De esta forma, con la parábola romana de su decadencia, Montesquieu


ofrece una lección a las monarquías del siglo XVIII, y, en especial, a la
francesa, pues empezaba a mostrar cierta tendencia imperialista y había
empezado algunas guerras.

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Contra la crueldad y la destrucción

El tema de la conservación y de la decadencia, o la corrupción, de los


gobiernos es significativo en el pensamiento de Montesquieu y muestra una
clara continuidad. Al proceso de decadencia se le añade otro tema de menor
peso en su obra, pero que no debemos pasar por alto: se trata de lo que
podríamos llamar «la crueldad y la destrucción.

Vayamos por partes y miremos hacia atrás: hemos visto punto de vista de
Montesquieu difiere en muchos aspectos al de los historiadores romanistas,
empezando por el hecho de que su discurso es más filosófico que
historiográfico. Otro elemento original de su obra es que no se posiciona al
lado de los ganadores ni describe la historia de los romanos para enaltecer sus
gestas militares e imperiales.

Sin embargo, una vez más no podemos decir que en la obra de


Montesquieu no encontramos elogios a los romanos. Montesquieu reconoce
sus capacidades, es decir, la capacidad que tienen para lograr sus fines, por lo
que escribe: «Siempre que tengo a mi favor a los romanos me afirmo más en
mis máximas» (El espíritu de las leyes VI. 15; 64)[19].

Y en las Consideraciones no esconde su admiración hacia la virtud


política sobre la cual se basaba la fuerza romana:

Cartago, que con su opulencia hacía la guerra a la pobreza romana, tenía por esto mismo
inferioridad; el oro y la plata se acaban pero las virtudes, la constancia, la fuerza y la pobreza
no se agotan jamás […] Nada hay tan poderoso como una república en la cual las leyes se
observan no por temor, no por convencimiento, sino por entusiasmo, como fueron Roma y
Esparta (IV; 42-44).

Con su admiración hacia los romanos, Montesquieu se acerca a lo escrito


por Nicolás Maquiavelo en los Discursos sobre la primera década de Tito
Livio (1517).

Sin embargo, Montesquieu considera que esta virtud se basa en las armas.
Como observa Stravinski[20], Roma sigue poniendo en práctica sus virtudes
políticas y militares a lo largo de la historia porque debe defenderse sin tregua
de las reacciones, las represalias y venganzas de los pueblos contra los cuales

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ha infligido violencia: como dice Montesquieu en las Consideraciones,
«expuestos siempre a las más horrorosas venganzas, se les hicieron necesarios
la constancia y el valor» (I; 12). Y cuando el gobierno se vuelve despótico, su
carácter cruel conserva su natural crueldad, de tal forma que como súbditos de
un sistema despótico terminan por ser su víctima.

Sobre este tema, el capítulo XV de las Consideraciones ofrece muchas


reflexiones: «La vista continua de los combates de gladiadores hacía
sumamente feroces a los romanos» (XV; 217), dice Montesquieu. Y añade:

Acostumbrados los romanos a despreciar la naturaleza en las personas de sus hijos, y de sus
esclavos [Montesquieu se refiere al poder sobre los hijos y sobre los esclavos que la ley romana
otorgaba, respectivamente, a los padres y a los amos], podían conocer poco esta virtud que
llamamos humanidad. Esta ferocidad que nosotros observamos en los habitantes de nuestras
colonias, ¿qué otra causa puede tener, sino el uso continuo de los castigos contra una porción
desdichada del género humano? (XV; 218).

A pesar de gozar de la virtud política y militar, que llevadas al extremo


provocan la ruina, se practica una crueldad interna enseguida aparece en
forma de crueldad hacia los otros pueblos. Montesquieu no se limita a mostrar
que las conquistas militares de los romanos dañan la virtud republicana y
debilitan la fuerza de la propia república. También nos recuerda que sus
conquistas llevaron a la ruina a los pueblos conquistados: «es difícil concebir
los males que hacían a sus enemigos» (VI; 83), y «como jamás hicieron la paz
de buena fe, y sus tratados con el designio de invadirlo todo no eran en
realidad sino suspensiones de armas, ponían en ellos condiciones que siempre
comenzaban por arruinar al Estado que los aceptaba» (VI; 84).

Los romanos eran unos maestros a la hora de dividir a sus enemigos y a


los pueblos conquistados, los usaban los unos contra los otros, los derrotaban
y los mantenían derrotados. Montesquieu no cree que la política de conquista
romana sea en favor de una misión civilizadora. Cuando los emperadores
experimentan el fervor religioso y quieren difundir el cristianismo, a
Montesquieu tampoco le parece que esto sea una fuente de violencia, sino de
iluminación. Justiniano exterminó pueblos enteros en su esfuerzo para
difundir la fe verdadera y «creyó haber aumentado el número de los fieles,
cuando no había hecho más que disminuir el de los hombres» (XX; 330).

En El espíritu de las leyes, Montesquieu vuelve una vez más a hablarnos


de las conquistas de los romanos y del derecho de la gente, es decir, del
derecho internacional: los romanos, escribe, tendían a exterminar a los

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ciudadanos de los Estados que conquistaban, mientras que en la actualidad los
conquistadores normalmente asumen el gobierno político y civil de los
vencidos para gobernarlos según sus mismas leyes (tal y como ya hemos
visto). Y termina apuntando que «[el derecho de gentes vigente] nos permite
juzgar hasta qué punto nos hemos hecho mejores. Por ello hemos de rendir
homenaje a los tiempos modernos, a la razón de nuestro tiempo, a nuestra
religión, a nuestra filosofía y a nuestras costumbres» (X, 3; 96).

El «espectáculo de las cosas humanas» y la ilusión


del poder

En el capítulo XV de las Consideraciones sobre las causas de la


grandeza y la decadencia de los romanos, Montesquieu resume
brillantemente el sentimiento de vanidad que produce el poder y
su visión de la unión que existe entre grandeza imperial y
decadencia.
Aquí es donde nos ofrecen un espectáculo digno de atención las cosas
humanas. Que se considere en la historia romana que tantas guerras
emprendidas, tanta sangre derramada, tantas naciones destruidas, tantas
acciones heroicas, que tantos triunfos, tanta política, sabiduría, prudencia, y
valor; que este proyecto de conquistar al mundo tan bien formado, sostenido y
llevado a cabo, vinieron a parar en saciar el frenesí brutal de cinco o seis
monstruos. ¡Qué! ¿Aquel Senado no aniquiló a tantos reyes sino para
precipitarse en la más infame esclavitud bajo el yugo de algunos de los más
indignos ciudadanos, y destruirse a sí mismo con sus propios decretos? ¿No
llevó su poder al más alto punto, sino para que fuese más sensible la caída? ¿No
trabajan los hombres en aumentar su poder, sino para que se apoderen de él
manos más felices, y hagan que se desplome sobre ellos mismos?

(Montesquieu. Consideraciones sobre las causas de la grandeza y decadencia


de los romanos, cit XV; 222-223).

No vale la pena preguntarse si de verdad los conquistadores del siglo XVIII


se preocupaban de los vencedores tal y como comenta Montesquieu: según
una historiografía más completa que la del filósofo, debemos negarlo. En
cambio, vemos que las diferencias que expone entre los diversos modos y
criterios de dominio muestran su opinión sobre las guerras de conquista y
sobre lo que hoy llamaríamos «imperialismo». En las Cartas persas ya había

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escrito que «la conquista no otorga derechos por sí sola» (XCV; 222), pero
había precisado que «hay dos clases de guerras justas: la que se hace para
rechazar el ataque de un enemigo y la que se lleva a cabo para socorrer a un
aliado que es atacado» (XCV; 221).

Justas, en otras palabras, son las guerras defensivas, dado que para las
naciones vale el derecho de legítima defensa que sirve para los individuos. En
El espíritu de las leyes, Montesquieu precisa que si bien este tipo de guerras
sirve para conquistar territorio, dicha conquista será legítima en la medida en
que no conlleve destrucción ni sumisión. La conquista es un mal cuando
significa destrucción y puede aceptarse cuando no lo es.

Esto explica por qué algunos conquistadores no han actuado con la misma
dureza que otros. Nos referimos, sobre todo —no es una sorpresa— a los
ingleses. Una vez más, estos dan ejemplo y se distinguen por haber fundado
colonias, es decir, conquistan con una única intención comercial. De esta
forma, los conquistados también obtienen ciertas ventajas y se evita la
destrucción (El espíritu de las leyes XIX; 27). Además, las empresas
coloniales inglesas solo pueden exportar las magníficas leyes inglesas y la
forma de gobierno de Inglaterra, y, así, favorecen la «prosperidad» de los
pueblos colonizados (XIX 27; 217). Aparecen algunas contradicciones: ¿los
conquistadores modernos no eran mejores que los antiguos porque no
imponían sus leyes a los pueblos conquistados? Podríamos decir que se trata
de una excepción, producida por las excelentes y libres leyes inglesas, e
incluso lo podríamos aceptar como argumento. Pero, entonces, ¿cómo se
concilio la idea de colonia —es decir, conquista y guerra— por el comercio
con otra afirmación de Montesquieu que dice que el comercio siempre
proviene del equilibrio entre intereses recíprocos y que «el efecto natural del
comercio es la paz»? (El espíritu, de las leyes XX, 2; 22). ¿Y qué pensarían
indios, árabes y africanos del «benévolo» y «civilizador» imperialismo
inglés? A lo mejor Montesquieu pensaba sobre todo en las colonias inglesas
de Norteamérica, pero también los americanos —los futuros ciudadanos de
los Estados Unidos— pensaron que los intereses de la madre patria inglesa no
iban de acuerdo con ellos e hicieron la revolución para alcanzar su
independencia.

Nuestras dudas son legítimas, pero no debemos olvidar el elemento


fundamental: en la mayoría de los casos, Montesquieu se muestra contrario a
la crueldad, a la conquista, a la sumisión y a la destrucción. La mayoría de las

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veces, defiende las ideas de humanidad, bondad y libertad. En cambio,
condena reiteradamente la violencia de los españoles en América del Sur; por
ejemplo, «¿qué beneficios otorgaron los españoles a los mexicanos? […] en
su lugar los exterminaron. No terminaría nunca si quisiera contar los bienes
que no hicieron y los males que causaron» (El espíritu de las leyes X, 4; 98).
Montesquieu intenta buscar la causa en el prejuicio y el desprecio de los
conquistadores hacia los conquistados por el hecho de ser diferentes.

Todo esto forma una nueva afirmación sobre la relevancia de la razón y


del conocimiento mutuo para la paz y la concordia entre las personas: «los
conocimientos —escribe Montesquieu en El espíritu de las leyes— amansan a
los hombres: la razón se inclina hacia la humanidad: solo los prejuicios hacen
renunciar a ella» (XV, 3; 166).

Cuando falta la luz de la razón y del conocimiento, se impone la voluntad


del poder y de la prepotencia, con la consiguiente violencia. Las cosas
humanas son un «espectáculo» triste, tal y como sugería, el cuadro anterior.

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Ensayo sobre el gusto
Hemos empezado nuestra aventura con El espíritu de las leyes, luego
hemos ido a las Cartas persas y, a través del Tratado de los deberes y Mes
pensées, hemos llegado a las Consideraciones sobre las causas de la
grandeza y la decadencia de los romanos. La coherencia de Montesquieu
sobre sus temas, principios y categorías ya resulta evidente.

Sin embargo, dentro de esta continuidad hay espacio para una nada
despreciable variedad de intereses y ahora, para terminar, vamos a ver cómo
esta aparece en la última obra de nuestro filósofo: el Ensayo sobre el gusto,
que Montesquieu escribió para la Encyclopédie.

Montesquieu ya había tratado la noción de «gusto» durante ¡a mitad de los


años veinte del siglo XVIII, cuando su amigo Jean-Jacques Bel le había pedido
por carta que discutieran en materia de pintura y poesía sobre el pensamiento
del prelado, diplomático y literato Jean-Baptiste Dubos (1670-1742).

La ocasión para profundizar sobre este tema llega en 1753, cuando


D’Alembert le invita a escribir las entradas de «democracia» y «despotismo»
para la Encyclopédie. Se trataba de un reconocimiento a la obra de
Montesquieu y, además, era un reconocimiento especial, pues los philosophes
contemporáneos a Montesquieu no siempre habían visto con buenos ojos su
trabajo: Voltaire, por ejemplo, había expresado sus reservas acerca de las
Cartas persas por considerarlas frívolas, pero también sobre El espíritu de las
leyes, que veía como la obra de un bel esprit, es decir, de un espíritu brillante,
curioso pero no académico o incluso superficial.

A Montesquieu no le gustaba que lo llamasen bel esprit y resulta fácil de


entender por qué: a lo mejor las Cartas persas y los ensayos juveniles se
prestaban a las insinuaciones de Voltaire a causa de su variedad, pero la
seriedad de los temas tratados, la amplitud de sus investigaciones y la
capacidad de reflexión que había demostrado en el resto de su obra no podían
recibir semejante menosprecio.

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D’Alembert, sin embargo, no estaba de acuerdo con Voltaire y por eso
eligió a Montesquieu para ese encargo. Pero cuando Montesquieu respondió,
se ofreció a escribir otra entrada, la referente a «gusto», si bien podía
considerarse una entrada digna de un bel esprit y que, curiosamente, había
sido adjudicada precisamente a Voltaire. Al final, en el libro VII de la
Encyclopédie aparecen los escritos de ambos filósofos: la entrada de Voltaire
y el Ensayo sobre el gusto de Montesquieu, pero que D’Alembert y Diderot
titularon Fragmento sobre el gusto y que colocaron como apéndice de la
entrada de Voltaire. Los editores decidieron cambiar el título porque el
ensayo había quedado inacabado por la muerte del autor.

Sin embargo, que el ensayo no esté terminado no nos impide que podamos
recoger algunas de las ideas fundamentales que se presentan, cuya primera de
todas es la idea de gusto. Se trata de una categoría central en la estética del
siglo XVIII. Montesquieu observa que, en primer lugar, nuestra alma conoce
diferentes formas de placer. Por ejemplo, cuando sentimos placer por algo que
nos resulta útil, decimos que aquello es bueno; en cambio, cuando algo nos da
placer sin que nos pueda ser de utilidad, lo definimos como bello. Lo bello y
lo bueno son formas de placer, al igual que lo agradable, lo ingenuo, lo
delicado, lo tierno, lo gracioso, el no sé qué, lo noble, lo sublime, lo
majestuoso y muchos otros más. Estas formas diferentes de placer constituyen
el objeto del gusto, que podría definirse así: «la ventaja de descubrir con
finura y con rapidez la medida del placer que cada cosa debe producir a los
hombres»[21].

Esta definición ya plantea un concepto trascendente: Montesquieu basa el


gusto y el placer en el sujeto, no en el objeto; el placer no solo es simplemente
una calidad del objeto que se percibe o se siente, y el gusto tampoco consiste
en reconocer algo de forma objetiva.

Al contrario, el placer se define en los sentimientos que el sujeto


experimenta por algo y el gusto tiene como objeto este sentimiento y su
medida. «Las fuentes de lo bello, de lo bueno, de lo agradable, etc., están en
nosotros mismos» (25), escribe Montesquieu. Investigar qué es lo que nos
produce placer y por qué es una forma de conocer nuestra alma, es decir, de
conocernos, antes incluso que al objeto que nos causa placer. Este punto de
vista nos recuerda al sistema de relaciones del pensamiento de Montesquieu
—en este caso, la relación entre sujeto y objeto—, pero en general es una
característica de la filosofía del siglo XVIII y, más concretamente, de la

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estética. El filósofo David Hume, durante el mismo período, escribe que la
belleza reside en la mente de quien la contempla, no en el objeto
contemplado: y en otros pensadores de la época también encontramos la
misma idea del carácter subjetivo de los juicios sobre el gusto y de nuestra
percepción de lo bello, del placer y de todo aquello que es objeto del gusto.

Por otro lado, esta insistencia a menudo viene acompañada de una


resistencia para aceptar la idea de que lo bello, lo que causa placer, etc., es
totalmente subjetivo: que lo es hasta tal punto que existen reglas sobre el
gusto y que de gustibus, sencillamente, disputandum non est (sobre los gustos
no hay que discutir). El ensayo principal que Hume dedica a este tema se
llama Sobre la norma del gusto y quiere establecer una posible norma, o
modelo, del gusto, a la vez que le reconoce una base subjetiva, Immanuel
Kant, en su Crítica del juicio (1790) también se pregunta sobre si son válidos
los juicios de las cosas que encontramos bellas o que nos producen gusto; al
decir que de gustibus disputandum non est, de hecho, estamos discutiendo
sobre nuestros gustos y nuestros juicios y los comparamos en todo momento.
Además, sería un error sostener que la variación subjetiva es absoluta, porque,
por ejemplo, desde hace siglos o miles de años, a casi todos los visitantes de
la Acrópolis y del Louvre les gusta el Partenón y la Gioconda de Leonardo da
Vinci. Y en cambio, que sepamos, a nadie le gusta el aceite de ricino.

Así pues, debemos destacar que existe cierta estabilidad y coincidencia de


juicios, siempre y cuando reconozcamos la variación subjetiva. Es en ese
sentido que Hume y Kant exponen sus argumentos.

Montesquieu también busca una norma sobre el gusto. Recordemos su


definición: «la ventaja de descubrir con finura y con rapidez la medida del
placer que cada cosa debe producir a los hombres». Se trata de encontrar una
medida —y medir conlleva un sistema y una unidad de medida acordada— y
de establecer qué placer debe llegar a los hombres según los objetos y las
experiencias —y el deber surge de la idiosincrasia individual.

¿Cómo conviven estas dos cuestiones? Se trata de basar el gusto en la


subjetividad, pero sin olvidar que muchos rasgos de nuestra subjetividad no
son irremediablemente singulares, al contrario, pueden parecerse a los otros.
Montesquieu habla de los placeres naturales y de los placeres adquiridos: los
primeros dependen de la constitución de nuestra alma (de nuestra mente, en
lenguaje actual); los segundos, de la educación y de la experiencia. El cuerpo

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y la mente de cada uno de nosotros, además de ser propios y únicos —mi
cuerpo es tu cuerpo, mi alma es tu alma…—, son por lo general almas y
cuerpos humanos y, por ello, se parecen todos los unos a los otros. La
educación y las experiencias de muchos otros que hayan vivido en la misma
sociedad y en un mismo contexto serán parecidas a las que han formado mi
gusto —escuelas, entorno profesional, situación social, geográfica—. Así
pues, la variación proveniente de la base subjetiva permanece en equilibrio
gradas a los elementos comunes que unen las diferentes subjetividades
mediante la naturaleza o la cultura.

De esta forma, Montesquieu puede hablarnos de la base subjetiva del


gusto en plural:

Podríamos haber sido hechos como somos o de cualquier otro modo. Pero, si hubiéramos sido
hechos de otro modo, veríamos las cosas de otra manera; un órgano de más o de menos en
nuestra máquina hubiera producido otra elocuencia, otra poesía; una contextura diferente de los
mismos órganos también hubiera dado otra poesía, por ejemplo, si la constitución de nuestros
órganos nos hubiera hecho capaces de mayor atención, no servirían todas las reglas que
proporciona la disposición del tema a la medida de nuestra atención (28).

Los instrumentos musicales serían diferentes si nuestro oído fuese


diferente, y la decoración arquitectónica sería menos elaborada si nuestra
vista fuese menos aguda. Montesquieu pertenece al siglo del sensualismo.
Para él, las normas del gusto se basan en la constitución antropológica del
hombre y las variaciones del gusto responden al hecho de que esta
constitución es específica y diferente en cada uno de nosotros: todos los
cuerpos son cuerpos humanos, pero no por este motivo son todos iguales. La
formación y las experiencias pueden ser análogas, pero nunca serán idénticas.

Argumentar que se pueden identificar normas del gusto no significa


asegurar que al expresar un juicio sobre un gusto deban aplicarse estas
normas automáticamente. Es decir, Montesquieu sostiene que el gusto y sus
juicios conviven de forma racional y que se basan en normas, pero no
significa que cuando emitimos un juicio estemos aplicando conscientemente
dichas reglas. El gusto, inversamente, actúa de un modo inmediato,
irreflexivamente, y a menudo no somos conscientes de sus normas.
Montesquieu añade que el gusto nos une a las cosas mediante el
«sentimiento» (29): cuando se trata de placeres intelectuales, el alma también
siente.

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En consecuencia, el gusto no puede reducirse a una aplicación racional,
reflexiva o mecánica de las normas. No obstante, es posible ser consciente de
los principios y de las reglas sobre el gusto —es el objetivo de Montesquieu
— y puede ser un modo de educar nuestro gusto. Además, Montesquieu no es
un pensador romántico: cuando habla de «sentir» no lo hace para oponer el
sentimiento, entendido como «emociones», a la razón. Al contrario. Escribe
que «cuanto nos produce placer debe estar fundado en la razón» (57) y los
sentimientos placenteros que atribuye al alma a menudo son sentimientos
relacionados con sus operaciones intelectuales: el alma siente placer cuando
pone en práctica sus facultades de análisis, comparación, orden o síntesis. El
placer que describe Montesquieu es un placer a menudo intelectual y basado
en la razón: incluso cuando insiste sobre los sentimientos, nuestro filósofo es
un hombre de la razón.

Llegados a este punto, nos podemos preguntar cuáles son las normas
sobre el gusto que destaca Montesquieu: ¿qué podemos decir en especial,
sobre la sensación de placer que experimentamos y sobre los juicios sobre el
gusto relacionados? En resumen, Montesquieu afirma que, por un lado, la
unión de variedad y multitud con, por otro lado, la unidad, produce en el alma
una sorpresa que provoca placer: «siempre se estará seguro de complacer al
alma cuando se le hace ver muchas cosas o más de las que hubiera esperado
ver» (31). Y también que «se produce ordinariamente un gran pensamiento
cuando se dice alguna cosa que hace ver un gran número de otras, y nos hace
descubrir de golpe lo esperable tras una dilatada lectura» (32). Para
Montesquieu, un buen ejemplo es el historiador latino Lucio Anneo Floro,
que es capaz de sintetizar múltiples ideas en pocas palabras.

Sin embargo, la sola multitud no resulta suficiente. «No es bastante con


mostrar al alma muchas cosas, sino que es necesario mostrárselas con orden»
(33). De hecho, el desorden no permite al alma dominar lo que conoce y
complacerse de su capacidad. Y la multitud también debe ser variada, de lo
contrario «el alma languidece» (33). Esta es una idea típica del siglo XVIII: la
ausencia de movimiento y la repetición provocan aburrimiento, mientras que
el alma desea movimiento, si bien en algunos momentos necesita reposo para
evitar el cansancio. En general, pues, necesitamos multitud, variedad y orden;
es decir, unidad.

La regla de unir variedad y unidad proviene de la retórica grecolatina y


muestra cómo el gusto de Montesquieu tiene una base clásica. La referencia a

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la retórica nos sirve para tratar otro aspecto del pensamiento de Montesquieu:
el análisis y la valoración de estilos y técnicas artísticas en relación con el
placer que nos producen.

Una vez hemos visto las condiciones para que el alma sienta placer,
Montesquieu presenta las reglas del arte que explican por qué, por ejemplo,
Rafael y Miguel Ángel son superiores a los otros pintores, o por qué —si nos
referimos al teatro francés— Racine es mejor que Corneille. Sin embargo,
estas reglas están hechas para tener excepciones:

Aunque cada efecto depende de una causa general —escribe Montesquieu—, se mezclan en ella
tantas otras causas particulares que cada efecto tiene, en cierto modo, una causa aparte. Así, el
arte da las reglas y el gusto las excepciones; el gusto nos descubre en qué ocasiones debe
dominar el arte y en qué otras debe someterse (56).

Montesquieu reconoce una vez más la multitud de factores en juego,


destaca las tensiones que aparecen y admite que puedan existir equilibrios
diferentes. Hemos querido hablar del Ensayo sobre el gusto para mostrar
cómo Montesquieu trata diferentes temas, pero al mismo tiempo debemos
admitir que la misma variedad demuestra una continuidad de pensamiento en
el filósofo.

Llegados a este punto, concluyamos con nuestro discurso. Desde el inicio


hasta el final de su obra, hemos visto como Montesquieu presenta y desarrolla
una serie de temas, de principios y de categorías que hoy en día nos son
familiares: la libertad y la opresión, la justicia y la prepotencia, las leyes y el
gobierno, la república, la monarquía y el despotismo, la diversidad y el
relativismo, las causas físicas y las causas morales, las tensiones y el
equilibrio, la estabilidad y la duración o la corrupción y la decadencia.

Además, hemos querido definir la postura de Montesquieu y su forma de


pensar, poniendo énfasis en su complejidad y en su carácter único, dinámico,
en su moderación, puesto que no era un simple moderado o conservador
(aunque no confiara en los cambios y se preocupase de la veracidad de las
leyes). Hemos querido presentar el pensamiento de Montesquieu con su típico
equilibrio entre variedad y unidad, entre continuidad y cambio. Por supuesto
que nos han quedado muchas cosas por decir —otras obras de Montesquieu
por tratar—, pero nuestro propósito era hacer una introducción sin carácter
exhaustivo. Habremos logrado nuestro objetivo si este trabajo despierta
curiosidad por la obra del filósofo y por los temas y los problemas que
ilumina con su pensamiento.

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APÉNDICES

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Obras principales

Obras completas
Actualmente se está trabajando en la publicación de una edición crítica de
todas las obras de Montesquieu. La edición Oeuvres completes de
Montesquieu que hemos utilizado es la dirigida por Roger Caillois y
publicada por Gallimard. También hemos hecho referencia al capítulo
introductorio de la Difensa dello Spirito delle leggi, en Montesquieu. Tutte le
opere (1721-1754), escrita por Domenico Felice. Milán, 2014.

Ediciones originales en francés y traducidas al español


Los lectores españoles encontrarán la obra de Montesquieu traducida al
español. En esta introducción nos hemos servido de una edición diferente para
cada obra. Sin embargo, otras de las obras citadas son originales en francés.
Montesquieu. Cartas persas, Ediciones Cátedra. Madrid. 1997.
Montesquieu. Consideraciones sobre las causas de la grandeza y decadencia
de los romanos, Imprenta Puigrubí Tarragona, 1835.
Montesquieu. Dialogue de Sylla et d’Eucrate. Éditions Arvensa. París. 2014.
Montesquieu, Del espíritu de las leyes. Tecnos, Madrid. 2002. Montesquieu,
Ensayo sobre el gusto, Casimiro libros, Madrid. 2014.
La edición de los Pensées de Montesquieu que hemos elegido para esta
introducción es la realizada por Catherine Volpilhac-Auger (Éditions
Gallimard. 2014).

Añadimos la referencia de algunos ensayos u otros recursos en línea a


estas indicaciones bibliográficas, por si el lector quiere profundizar en el
pensamiento del filósofo:
Robert Shackleton, Montesquieu. A Critical Biography. Oxford, 1961.
Judith N. Shklar. Montesquieu. Nueva York. 1987.
Jean Starobinski. Montesquieu, Ed. du Séuil, 1994.

Página 107
Edward W. Said (1978). Orientalismo. Penguin, 2013.

Recursos en línea

Dictionnaire Montesquieu, dirigido por Catherine Volpilhac-Auger en


colaboración con Catherine Larrère, http;//http://dictionnaire-
montesquieu.ens-lyon.fr/.
Biblioteca Elettronica su Montesquieu e Dintorni dirigida por Domenico
Felice, http://www.montesquieu.it

Página 108
CRONOLOGÍA

Vida y obra de Montesquieu Contexto histórico y cultural

1700-1705 Montesquieu estudia en


el colegio de Juilly.

1701-1714 Guerra de Sucesión


española.

1704 Isaac Newton publica su


tratado Opticks.

1705-1708 Estudia en la Universidad


de Burdeos. Termina el bachillerato
y la licenciatura en derecho. Entra
como abogado en el Parlamento de
Burdeos.

1708 Una bula papal decreta la


supresión del monasterio de Port-
Royal, cuna y centro del jansenismo.

1709 Primera estancia en París.

1713 Muere su padre. Empieza a


recopilar sus pensamientos, notas y
observaciones.

1714 Es nombrado consejero del


Parlamento de Burdeos.

1715 Se casa con la joven hugonota 1715 Muere Luis XIV. Felipe II de
Jeanne de Lartigue, de familia rica y Orleans se convierte en regente y
de nueva nobleza. restaura algunas prerrogativas
parlamentarias.

1716 Nace su primer hijo. Jean-


Baptiste, que se convertirá en un

Página 109
destacado naturalista. Entra en la
Academia de Burdeos.
Su tío Jean-Baptiste de Secondat
muere y le deja en herencia su
patrimonio, el cargo de presidente
del Parlamento de Burdeos y el título
de barón de Montesquieu.

1717 Empieza a escribir las Cartas


persas. Nace su hija Marie.

1716-1720 Estudia ciencias


naturales. Publica artículos y realiza
discursos en la Academia de
Burdeos.

1720 John Law toma el control de


las finanzas de Francia. Su política
monetaria supone la bancarrota del
país y estallan violentos conflictos
institucionales. Law abandona
Francia en diciembre.

1721 Publica de forma anónima las


Cartas persas, logra un éxito
inmediato.

1725 Publica de forma anónima El 1725 Giambattista Vico publica los


templo de Gnido, pequeño poema en Principios de ciencia nueva.
prosa con siete cánticos. Escribe el
Tratado sobre los deberes, del cual
solo quedan algunas partes.

1726 Vende su cargo de presidente


del Parlamento.

1727 Nace su segunda hija. Denise.

1728 Es elegido miembro de la


Academia de Francia.

1728-1731 Realiza un gran viaje por


Europa. Visita Austria. Hungría.

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Italia, Alemania. Holanda e
Inglaterra. Permanece un tiempo en
Londres, donde observa las
instituciones de la monarquía
constitucional, ingresa en la Royal
Society y se inicia en la masonería.
Escribe Voyage en Italie, en
Allemagne et en Hollande.

1731 Vuelve a Burdeos y se dedica a


estudiar y a escribir. Termina Voyage
en Angleterre, perdido, y las Notas
sobre Inglaterra.

1733-1738 Francia participa en la


Guerra de Sucesión polaca.

1734 Publica las Consideraciones


sobre las causas de la grandeza y
decadencia de los romanos. Publica
y retira enseguida las Reflexiones
sobre la monarquía universal en
Europa.

1734-1748 A pesar de su progresiva 1739-1740 David Hume publica el


pérdida de visión, trabaja Tratado de la naturaleza humana.
incesantemente en El espíritu de las
leyes, que el editor J. Barrillot
publica en Ginebra en 1748. La obra
se difunde con rapidez por toda
Europa. En 1748, escribe Arsace et
Isménie, una novela ambientada en
Oriente.

1749 Publica con Huart, un editor de 1740-1748 Francia participa en la


París, la segunda edición de El Guerra de Sucesión austríaca.
espíritu de las leyes.

1749-1750 Recibe diferentes ataques 1750 Se publica el Prospecto de la


por El espíritu de las leyes. Encyclopédie de D’Alembert y
Montesquieu responde con la Diderot.
Defensa del espíritu de las leyes y

Página 111
publica una tercera edición de su
tratado, otra vez con el editor Huart.

1751 El espíritu de las leyes entra a 1751 Voltaire publica El siglo de


formar parte del Índice de libros Luis XIV.
prohibidos. Escribe Lisímaco, ficción
histórica, publicada en 1754.

1753 Escribe un Ensayo sobre el


gusto, que aparecerá en 1757, en el
séptimo volumen de la Encyclopédie.

1755 El 10 de febrero muere de


fiebre en su casa. D’Alembert
escribe Elogio de Montesquieu, que
aparece en el quinto volumen de la
Encyclopédie.

1757 Se publica la edición póstuma


de El espíritu de las leyes, en la cual
los editores tienen en cuenta los
cuadernos de notas de Montesquieu.

Página 112
Notas

Página 113
[1] Starobinski. Montesquieu, pág. 15. <<

Página 114
[2] Véase Domenico Felice, «Nota al testo», en Defensa dello Spirito dalle

leggi, en Montesquieu, Tutte le opere (1721-1754), bajo la dirección de


Domenico Felice, Milán, 2014, págs. 2273-2281. <<

Página 115
[3] Las citas de El espíritu de las leyes provienen de Montesquieu, Del espíritu

de las leyes, Tecnos. En cada una de las citas que aparezcan de esta obra,
indicaremos el libro, el capítulo y la página correspondiente. <<

Página 116
[4]
Véase Sergio Cotta, Montesquieu, Roma-Bari, 1995, pág. 39; y
Montesquieu, El espíritu de las leyes, pág. 9. <<

Página 117
[5] Montesquieu, Cartas persas, Ediciones Cátedra; Introducción, pág. 61. A

partir de ahora indicaremos las citas con el número de carta y el número de la


página en cuestión, y siempre haremos referencia a esta misma edición. <<

Página 118
[6] Judith N. Shklar. Montesquieu. Nueva York. 1987, pág. 32. <<

Página 119
[7] Para lo numeración do las cartas tomaremos como referencia la edición de

las Cartas persas, Ediciones Cátedra, 1997. <<

Página 120
[8] Roger Caillois. «Préface», en Montesquieu, Oeuvres complètes, págs.
IX-XXXI: XIII. <<

Página 121
[9] Véase Phillip Stewart, «Lettres persanes», en Dictionnaire Montesquieu a

cargo de Catherine Volpilhac-Auger, ENS, Lyon, 2013, http://dictionnaire-


montesquieu.ens-lyon.fr/en/article/1377778509/
<<

Página 122
[10] Starobinski, en Montesquieu, Éd. du Séuil, 1994. <<

Página 123
[11] Edward W. Said (1978), Orientalismo, Penguin, 2013, pág. 7. <<

Página 124
[12] Starobinski en Montesquieu, Cartas persas, Ed. du Séuil, 1994. <<

Página 125
[13]
Domenico Felice, «Introduzione», en Montesquieu, Tutte le opere
(1721-1754), Milán, 20-4. <<

Página 126
[14] Montesquieu, Consideraciones sobre las causas de la grandeza y
decadencia de los romanos, Tarragona, Impr. de Miguel Putgrubí, 1835. A
partir de ahora indicaremos las citas con el número de capítulo y el número de
la página en cuestión, y siempre haremos referencia a esta misma edición. <<

Página 127
[15]
Montesquieu, Mes pensées. Éditions Gallimard, 2014, pensamiento
número 741. <<

Página 128
[16] Montesquieu, Mes pensées. <<

Página 129
[17] Felice, «Introduzione», en Montesquieu, Tutte le opere, cit. y Catherine

Volpilhac-Auger, «Pensées», en Dictionnaire Montesquieu, bajo la dirección


de Catherine Volpilhac-Auger. ENS. 2013, http://dictionnaire-
montesquieu.ens-lyon.fr/en/article/1376399996/fr/ <<

Página 130
[18] Montesquieu, Dialogue de Sylla et d’Eucrate, Éditions Arvensa, 2014. <<

Página 131
[19] Véase Catherine Volpilhac-Auger, «Considérations sur les causes de la

grandeur Romains el de leur décadence», en Dictionnaire Montesquieu, bajo


la dirección de Catherine Volpilhac-Auger. ENS Lyon. 2013,
http://dictionnaire-montesquieu.ens-lyon.fr/en/article/1376399421/fr/ <<

Página 132
[20] Starobinski, Montesquieu cit. Pág. 112. <<

Página 133
[21] Montesquieu, Ensayo sobre el gusto, Casimiro libros, 2014. A partir de

ahora, indicaremos las citas con la página en cuestión y siempre haremos


referencia a esta edición. <<

Página 134
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