Secretos Del Arenal - Félix G. Modroño

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Índice

Secretos del Arenal

XLVI PREMIO DE NOVELA ATENEO DE SEVILLA


Capítulo Primero
Capítulo I
Capítulo Segundo
Capítulo II
Capítulo Tercero
Capítulo III
Capítulo Cuarto
Capítulo IV
Capítulo Quinto
Secretos del Arenal

Félix G. Modroño

XLVI PREMIO DE NOVELA ATENEO DE SEVILLA

XLVI PREMIO DE NOVELA ATENEO DE SEVILLA


El jurado de los Premios Ateneo de Sevilla de Novela estuvo compuesto por
Alberto Máximo Pérez Calero (Presidente de honor), Miguel Cruz Giráldez, Ramón
Pernas, María A. Prior Venegas, Miguel Ángel Matellanes y Luis del Val. La novela
Secretos del Arenal, de Félix G. Modroño, resultó ganadora del XLVI Premio de
Novela Ateneo de Sevilla.
A mi padre
Una muerte violenta cambió mi vida. Y si bien el paso del tiempo ha
conseguido atemperar los recuerdos del dolor, raro es el día en que su
cadáver no se me viene a la cabeza, creando un sustrato de niebla que
subyace en todos mis pensamientos y agudiza mi melancolía.
Es curioso cómo, a pesar de lo ocurrido, mi conciencia está tranquila.
Más aún con el discurrir de los años. Todo aquello transformó el dibujo
de mi sonrisa, haciéndola más triste, quizás también más sincera, aunque
no destrozó mis ilusiones.
De niños fantaseamos con lo que seremos en el futuro, sin saber que
un solo segundo es suficiente para marcarnos, para influir en nuestro
carácter, para virar nuestro destino.
Ignoro si es fortaleza o ensoñación, tal vez solo instinto, pero cuando
la parca se cruzó en mi camino, dificultando su tránsito hasta el punto de
tener que tomar otro distinto, mi imaginación jamás dejó de recorrer
aquel que las circunstancias me obligaron a abandonar.
Me resisto a creer que los anhelos de la infancia se puedan evaporar.
Necesitamos todos nuestros sueños para seguir sintiéndonos vivos, para
no convertirnos en autómatas de una civilización en decadencia, para
huir de una cotidianidad anodina. Esos mismos sueños son los que nos
empujan a tomar decisiones ante las que nuestra razón se acobardaría,
los que configuran nuestra vida oculta: esa que no compartimos con
nadie, esa que nos obliga a preservar nuestros secretos. Porque hay
secretos que son inconfesables.
Capítulo Primero

Suele ocurrir que el tiempo y la desmemoria se conjuran para que no recordemos


el preciso momento en que vimos a alguien por primera vez. Si ha mediado un
apretón de manos o dos besos de cortesía —jamás entenderé esta absurda costumbre
de poner los labios o la cara en mejillas de gente a la que no se conocía un segundo
antes— puede que nos acordemos con más facilidad. Pero si lo único que hay es un
cruce de miradas resulta más complicado, salvo que vaya acompañado de algo más:
por ejemplo, una cautivadora sonrisa.
Recuerdo a la perfección mi primera imagen de Mateo. Corría el mes de octubre
de 1995. Fue a través del visor de mi cámara, una vieja Nikon que llevaba años
arrumbada en la casona de mis padres. A pesar de estar concentrado en los aromas de
un misterioso vino, retiró fugazmente su nariz de una de las cinco copas negras que
tenía delante y me sonrió. Apenas un instante, en el que realicé un único disparo. Acto
seguido, cerró los ojos de nuevo y volvió a imbuirse en los efluvios del caldo cuyo
nombre, bodega, añada y características se encontraba a punto de concretar solo con
su olfato.
En aquella época, yo acababa de terminar mi carrera de Ciencias de la Información
y trataba de abrirme camino ejerciendo de periodista freelance. Cualquier cosa con tal
de estar alejada de los viñedos familiares, de los que renegaba tras el asesinato de mi
única hermana. Mi primer trabajo remunerado fue para una joven revista especializada
en vinos y gastronomía y consistió en cubrir un concurso en el hotel Carlton de
Bilbao, donde se elegían a los sumilleres de la zona norte que luego participarían en el
campeonato estatal, como si un hado burlón disfrutara a costa de no dejarme escapar
de mi destino, recordándome que allá donde fuera mis raíces se hallaban engarzadas
con las cepas de unos majuelos alaveses. Claro que pronto averigüé que nuestra
bodega participaba en la financiación del evento, con lo que ese hado burlón tenía
nombre y apellido: el de mi padre, que probablemente había intervenido para que me
encomendaran el reportaje.
Él nunca me lo dijo y yo nunca se lo pregunté. Ni él ni yo fuimos jamás de mucha
conversación. Le oí decir alguna vez que las palabras sobraban ante las miradas
sinceras. Pero mi madre solía reprocharle su hermetismo, acentuado tras aquella
trágica noche de 1989 en que desapareció su primogénita.
Lo cierto es que, a pesar de todo, nos asemejamos bastante. Ninguno de los dos
volvimos a hablar en público de mi hermana. De eso ya se encargaba mi madre, quien
parecía consolarse mentándola a todas horas. Sin embargo, yo era incapaz de
pronunciar su nombre en voz alta. Lo más que he llegado es a susurrarlo a veces,
siempre a solas. Cuando la casa estaba vacía, aprovechaba para colarme en la
buhardilla donde jugábamos de niñas y daba rienda suelta a mi aflicción en busca de
una catarsis imposible.
Suele sucederme que, incluso rodeada de gente o realizando una actividad
mecánica, me quedo colgada de una nube, absorta en una vorágine de pensamientos
recurrentes. Fue una voz al micrófono, acompañada de una estruendosa ovación que
invadió cada recoveco del salón oval, la que me obligó a fijarme en lo que sucedía.
No me gusta definir esos instantes como regresos a la realidad, porque me niego a
creer que la realidad sea objetiva. Y, desde luego, cada uno la percibe según su bagaje
emocional y cultural.
Los asistentes aplaudían a un joven sonriente, de unos treinta años, que lanzaba un
brindis al aire con aquella copa negra cuyo contenido acababa de describir con la
suficiente elocuencia como para convertirlo en el vencedor del concurso. Esperé
paciente a que se apagaran los ecos de los flashes, parabienes, preguntas y palmadas
en la espalda que el sumiller soportaba con aparente estoicismo. Poco a poco, se
despejó el gentío a su alrededor y aproveché para acercarme a él. Por fortuna, en
medio de mi ensimismamiento, había conseguido oír el fallo en boca del presentador,
además de los nombres de los cinco vinos elegidos para la cata a ciegas.
—Mi más sincera enhorabuena. Me llamo Silvia Santander y me gustaría hacerte
una foto para la revista Vino y Gastronomía —le tuteé, utilizando el nombre artístico
creado para la ocasión, y con el que a partir de entonces firmaría siempre todas mis
fotos.
—Encantado, Silvia. Mateo Uriarte —me respondió, ofreciéndome la mano para
que se la estrechara, sin dejar de sonreír. El mero hecho de que no diera por sabido su
nombre me reconfortó y provocó que enseguida me sintiera a gusto con él—. ¿Cómo
quieres que pose? Te advierto que no ando ducho en estas lides.
Estuve por contestarle que yo tampoco era una experta en retratos, pero supongo
que mi juventud me delataba. En cualquier caso, traté de encubrir aquella bisoñez.
—¿Qué tal si finges catar una de las copas negras en medio del salón?
Quise creer que mi pregunta simuló una firme sugerencia. Mateo se dirigió a una
gran mesa corrida y regresó con su copa al centro de la estancia. Mientras, aproveché
para reducir la profundidad de campo de mi cámara. Él se acercó el recipiente a la
nariz y cerró los ojos. Me moví unos pasos buscando un encuadre apropiado; no
obstante, a pesar de que el fondo se encontraba desenfocado, aún se distinguía gente
pululando por el salón.
Entonces se me ocurrió agacharme y fotografiarle desde abajo. Así aparecería
como escenario la majestuosa vidriera policromada del techo. Su atuendo
deliberadamente informal, con zapatillas deportivas, camisa blanca por fuera de los
vaqueros y una chaqueta azul con un pañuelo en el bolsillo, no le restaba ni un ápice
de elegancia. No sé por qué se me vino a la cabeza mi idolatrado Cary Grant en
Atrapa a un ladrón. Desde luego, a mí me resultaba más cómodo mirarle parapetada
tras el visor de la vieja Nikon. Mateo posó durante unos minutos, aparentemente
concentrado, en los que no dejé de disparar hasta que se me encasquilló la palanca de
arrastre.
—¿Toca cambio de carrete? —me preguntó.
—No, gracias. Eres muy amable. Creo que hay suficientes —le dije, pulsando el
botón de rebobinado.
—Espero que pueda ver alguna. Si no han quedado bien, habrá sido por culpa del
modelo —su voz albergaba cierta coquetería canalla que contrastaba con la limpieza
de sus ojos profundos y oscuros.
No supe qué contestar. Estaba segura de que los seis o siete años que tendría más
que yo le daban bastante ventaja. Además, ya no contaba con la cámara para
protegerme y su mirada me perturbaba.
—Con suerte, alguna aparecerá en la revista —repuse, guardando el equipo en la
bolsa.
—¿Te vas?
—Sí, quiero acercarme al laboratorio, antes de que cierre, para que me revelen
pronto los negativos.
—¿Por qué no tomas algo con nosotros? Vamos a celebrarlo en el bar del hotel.
—No sé...
—Limón, mandarina... bergamota con aromas verdes: albahaca, romero... ¡y
cilantro! De fondo, encina, vetiver y sándalo.
—¿Eso qué es?
—Las notas olfativas de tu perfume.
—¿Y te funciona? —quise saber, ahora con una sonrisa abierta.
—¿El qué?
—El sistema para convencer a las chicas de que tomen una copa.
—Solo lo utilizo como último recurso.
—Absolut con zumo de naranja —le contesté, cargando la bolsa al hombro, casi
sin mirarle.

El Búnker era un pequeño salón que se encontraba en los bajos del hotel Carlton.
Había sido construido en los primeros meses de la Guerra Civil como refugio frente a
los bombardeos cuando el Gobierno Vasco se instaló en el hotel, uno de los edificios
más seguros de la ciudad. Aunque recién reformada, la estancia tenía ese aire
deliciosamente decadente de las coctelerías de antaño. La media luz de las lámparas
doradas y el ambiente cargado de humo apenas permitían discernir los tonos rojizos
de las maderas que tapizaban las paredes o los rostros de los presentes, que volvieron
a aplaudir cuando entramos. Recuerdo que me avergoncé un poco y me detuve para
colocarme a su espalda, pero él enseguida me rozó el antebrazo con suma delicadeza
como rogándome que le acompañara a un rincón de la barra. Al acercarse varias
personas para felicitarle, hizo ademán de presentarme; sin embargo, al ver cómo yo
me apartaba al descuido, no insistió. Observé con admiración su modo de despachar a
los que le saludaban con una sonrisa, sin menoscabar su amabilidad.
—Absolut con zumo de naranja y una Cruzcampo —le solicitó al camarero.
A mi alrededor, la gente bebía vino o vermú, así que volví a azorarme evaluando
mi descaro.
—¿Una Cruzcampo? —le pregunté.
—¿Qué te sorprende, la marca o que tome cerveza?
—Las dos cosas.
—¿Se supone que debería pedir un vino? Hoy estoy saturado, además tengo la
garganta seca. Y la Cruzcampo... bueno, ya conoces el chovinismo sevillano, allí sí
que hay abertzales —bromeó en voz baja, ofreciéndome la copa que el camarero
acababa de dejar sobre el mostrador.
—No sabía que fueras sevillano. ¿Con ese apellido? No tienes acento —le
comenté, mientras respondía a su brindis—. ¡Por el próximo nariz de oro!
—Los de Bilbao somos de donde queremos —ahora rio, sin estridencias—. Nací
aquí, pero nos fuimos a Sevilla cuando yo era muy pequeño. Y la verdad es que he
viajado por medio mundo.
—Visitando bodegas, supongo.
—Sí, también visitando bodegas —respondió, enigmático—. Conozco muchas... y
las que me quedan por conocer —su voz sonaba firme, sin reflejos de jactancia—.
Gracias a eso, he podido describir con precisión algunos de los vinos de esta tarde.
Con otros ha habido un poco de suerte.
—No seas modesto. Gracias a eso y a tu memoria olfativa. Me resulta increíble
que puedan identificarse únicamente con el olor. Si al menos pudierais verlos o
probarlos...
—Supongo que es cuestión de práctica. De hecho, ya has visto que la mayoría de
los finalistas lo hicieron muy bien con cuatro de ellos. Hay caldos que no se olvidan
jamás, incluso si se han probado una sola vez.
Quise adivinar cierto flirteo en sus últimas palabras, pero ahora me intrigaba saber
si conocía nuestra bodega. Haberme presentado con el que luego sería mi nombre
artístico me daba la ventaja del anonimato, aunque en realidad solo hubiese
modificado mi apellido. De haberle revelado el auténtico, ya lo habría relacionado con
Tercio de Samaniego, la empresa que regentaba mi padre y que había incluido uno de
sus productos insignia en la cata que patrocinaba.
—Yo no hubiera adivinado ninguno —mentí.
—¿Eres aficionada?
—Pareces sorprendido.
—No es normal que a una chica tan joven le guste el mundo del vino, salvo que se
haya criado entre viñedos.
—Ni que tú fueras un viejo —reí, quizás tratando de distraerle—. Y sí, soy
aficionada, aunque no tanto como para identificar vinos solo con el olfato.
—Estoy seguro de que sí. Por ejemplo, hoy había un rioja con un inconfundible
aroma a espliego: Las Mañas, de la bodega Tercio de Samaniego, un magnífico crianza
del 91.
—¿Te gusta? —traté de que mi pregunta tuviera un tono tan amable como
desinteresado.
—En mi opinión, sus vinos son de lo mejor que se está haciendo. Tienen una larga
trayectoria y, a la vez, se encuentran en permanente evolución. Félix, su dueño, es un
tipo muy interesante. Y el nombre del vino muy acertado. En la víspera de la
Inmaculada, los chavales del pueblo recorren las calles con sus mañas de espliego
hasta quemarlas en una hoguera. Cuenta la tradición que para espantar los malos
espíritus. Deberías acercarte por allí. Seguro que conseguías un precioso reportaje.
—Sí, es posible —balbuceé, sin atreverme a contarle que hasta hacía poco yo era
una de esas niñas que correteaban con aquellos manojos.
—Hasta podría acompañarte...
A pesar de que Mateo coqueteaba conmigo, sus ademanes no me resultaban
descarados. Al contrario, me divertían. También es verdad que me inquietaba que
conociera nuestra historia familiar, así que quise desviar la conversación.
—Si voy, te avisaré —sonreí—. Cuéntame algo de ese vino que tan bien
describiste.
—Bueno, aquí sí que hubo un poco de suerte —confesó, apurando su cerveza con
avidez—. Con tu permiso, pediré otra. Veo que el contenido de tu copa baja despacio.
—No estoy preparada para beber vodka a estas horas, pero no siempre hay cosas
que celebrar —sonreí, viendo cómo el camarero componía un lazo con una servilleta
de papel alrededor del cuello del nuevo botellín—. Que la suerte ha estado de tu parte,
por ejemplo.
—¿Por conocerte?
—¿No descansas? —reí, sin permitirle reducir distancias. Yo no estaba
acostumbrada a tratar con hombres así. Y, de algún modo, me halagaba—. Preguntaba
por ese vino francés.
—Pur Sang del 90, de Didier Dagueneau. Un blanco elaborado cien por cien con
sauvignon blanc. De joven es ácido y nervioso. No obstante, ya me gustaría envejecer
como él: lentamente, con un equilibrio y una elegancia impresionantes —detalló, con
una media sonrisa.
—¿Dónde lo cataste?
—En su bodega. Estuve el año pasado en Saint-Andelain, un pueblecito en Pouilly
Fumé, muy cerca del río Loira. Sentía tanta curiosidad por sus vinos como por
conocer al propio Didier, l’enfant terrible de la viticultura francesa. Un personaje muy
excéntrico que ha revolucionado la enología de la zona. Tendrías que fotografiarle. Es
un tipo enorme, con melena y barba pelirrojas. Un vikingo grunge al que le encanta
participar en carreras de trineos. A pesar de su carácter arisco, creo que le caí bien,
quizás por mi juventud. Su bodega no tiene más que seis años y él no habrá cumplido
los cuarenta, pero auguro que será uno de los grandes. Catamos su Pur Sang del 90
por ser una de las mejores añadas. Tenía aromas a piña, papaya y espárrago. Por eso te
dije que tuve suerte.
Hablaba con la vehemencia y sensualidad de un buen vino de Toro. Sus palabras,
envueltas en un perfume con aromas, cada vez más desvaídos, de geranio y musgo de
roble, me embriagaban a fuego lento provocando que los minutos transcurrieran sin
darme cuenta de que mi Destornillador se iba acabando. No me dio tiempo a rehusar
la segunda copa que me pidió junto a su tercera cerveza.
—¿Cuántas notas olfativas puedes distinguir? —quise saber, soslayando mi pudor.
—Creo que nunca me he parado a contarlas. Quizás más de trescientas —me
respondió, sin petulancia.
—¡Vaya! ¡Eso es una barbaridad! Un buen sumiller es capaz de memorizar unas
ochenta —debí de sonar realmente admirada porque ahora sí que me pareció que se
enorgullecía.
—¿Cómo sabes esas cosas?
—Leyendo... —contesté, apartando la mirada.
Por un momento, estuve tentada de decirle la verdad: que acertaba al suponer que
crecí entre viñedos, que el mundo de la enología constituía mi mundo por mucho que
renegara de él, que mi abuela me había enseñado a distinguir los olores desde que era
niña. Y aunque mi repertorio fuese bastante menos extenso que el suyo, sí que
conocía los matices florales, los frutales, los vegetales, los minerales y el característico
buqué de los vinos envejecidos en barricas de roble, compuesto por maderas, frutos
secos y especias.
Sin embargo, no quería que pensara que carecía de méritos propios para trabajar.
Y, sobre todo, me negaba a que la muerte de mi hermana irrumpiera en nuestra
conversación. En su día había acaparado la portada de todos los periódicos locales y
cualquier persona relacionada con la vinicultura sabía el porqué del carácter taciturno
del dueño de las bodegas Tercio de Samaniego.
A nuestro alrededor, fue reduciéndose el número de voces hasta el punto de
poderse oír un disco de Los Secretos, que sonaba a un volumen muy bajo. Algunos se
despedían con la mano y otros se acercaban a palmotear la espalda del triunfador de la
noche. Cuando nos quisimos dar cuenta, solo nos acompañaban un camarero que
procuraba mantenerse a distancia y los últimos acordes de Bailando en el desván.
Mateo se fijó en mi copa vacía y me hizo un ademán con la cabeza, invitándome a una
más. Yo asentí, encogiéndome de hombros, sabedora de que un tercer vodka con
naranja no maridaría bien con mi estómago vacío. Pero a veces las decisiones las
tienen que tomar los sentidos, y volvimos a brindar.
—Esta vez por la periodista más linda al oeste del Nervión —susurró.
Por alguna extraña razón, me sentía reconfortada. Era consciente de que Mateo
pretendía embaucarme y, no obstante, yo me dejaba querer.
—Te has propuesto emborracharme —le respondí, mientras la guitarra de Los
Secretos punteaba Ojos de gata.
Si la voz rota de Enrique Urquijo no hubiese interpretado de esa forma tan
jodidamente abatida aquella balada melancólica, quizás yo no hubiera cerrado los
ojos.
—¿Te gusta? —me preguntó. Y esta vez pude percibir en mi cuello su aliento con
aromas a malta y a cítricos.
—Me encanta —murmuré, sin levantar los párpados.
—No estamos en un desván, pero deberíamos bailar —me dijo, asiéndome por la
cintura sin darme a tiempo a reaccionar. Comprobé enseguida que no se trataba más
que de una pueril excusa para acercar su nariz a mi cuello y robarme mi olor, ya que
no movimos los pies del suelo en tanto nuestros cuerpos apenas se mecían.
—Cómo explicar que me vuelvo vulgar al bajarme de cada escenario —me
susurró al oído el final de la letra de la canción, antes de separarse y sonreírme con los
ojos, esperando mi reacción.
—¿A qué huelo? —le pregunté. Y al oírme me di cuenta de que mi voz sonó tan
ingenua como coqueta, por lo que aquel trago no lo solicitó la sed, sino mi prudencia
en un vano intento de reforzar la guardia.
—El olor es el sentido más espontáneo. Por eso, un aroma es capaz de
trasladarnos a cualquier momento de nuestra vida o a cualquier lugar. Una tostada con
mantequilla y miel me transporta a mi infancia, y una tortilla cocinada sobre un camal
a los meses que viví en México. Estoy seguro de que, por alguna misteriosa razón,
captamos las células olfativas por la nariz, pero se impregnan en la sangre para
conducirlas a nuestro corazón. La casa de mi abuela materna en Asturias olía a
madreselva y a vainilla; el caserío de mi aitite a heno, a manzanas, al humo de la
chimenea...
—Y todo esto para decirme que yo huelo a...
—A mi madre —sentenció, entristeciendo el semblante.
Su rotundidad borró de golpe la sonrisa de mi cara.
—Me dejas sin palabras.
Mateo rio sin abrir la boca, regresando con rapidez del lugar hacia donde su mente
acababa de viajar.
—Por eso identifiqué tu perfume con tanta facilidad. Es el mismo que ella usó
hasta el mismo día de su muerte. Lo curioso es que al desvaírse está dejando en tu piel
aromas similares a la suya... y eso que nunca hay dos iguales. Bajo esa fragancia,
aparecen efluvios de hierba fresca y de nostalgia, de azahar mojado y de felicidad, de
canela y de amor...
—¿Es que no piensas besarme? —supongo que más que a pregunta, mis palabras
sonaron a súplica.
—Estoy casado.
—No sé si a ti te importará. A mí, en absoluto.

Y es cierto que no me importaba que un hombre estuviese comprometido si me


resultaba tan atractivo como Mateo; si acaso lo sentía por él y sus probables
remordimientos aunque, en este caso, el problema era suyo. Por aquella época, yo ya
tenía las ideas muy claras acerca del modo de afrontar una relación, esporádica o
duradera. Mi único escollo lo constituía la reticencia de David —mi novio desde que
nos conocimos durante un veraneo adolescente— a compartir mi visión de que la
exclusividad en el amor derivaba de la inseguridad y de una autoestima mal entendida.
Equiparar amor a posesión constituye un contrasentido. Es imposible que a lo largo de
nuestra existencia nos sintamos atraídos por una única persona, lo cual no implica que
dejes de amarla si compartes con otra tu intimidad en un determinado momento o
incluso a lo largo de tu vida.
Desde que nacemos, nuestra libertad se ve cercenada por atavismos arcaicos, por
tabúes, por formas de reflexionar impuestas que nos constriñen la imaginación y nos
culpan de nuestros deseos. Vivimos y pensamos tal como nos exige una sociedad que
nos manipula. Somos autómatas que nacen, se reproducen y mueren, que solo
conocemos la felicidad al encontrarla, pero somos incapaces de salir a recibirla si para
ello hay que desviarse de la normalidad.
Supongo que mi búsqueda personal comenzó con mi uso de razón, cuando me di
cuenta de que los besos entre mis padres eran cada vez menos frecuentes hasta que
terminaron por desaparecer. Su pasión murió mucho antes que mi hermana. Tantos
años de convivencia condujeron a una rutina que a mí se me antojaba que les
resultaría insoportable. Y es que no hay nada peor que la repetición de los días
anodinos. En nuestro entorno era raro el mes que no se producía algún divorcio. Mi
madre aprovechaba la comida para contárselo a mi padre:
—Tatty y Juanma se separan.
Su voz me sonaba a victoria amarga, como si cada ruptura ajena implicara para
ella la satisfacción de haber durado más que ellos, como si su éxito radicara en
aguantar, en jactarse cada aniversario del número de años que llevaba casada con mi
padre. Quizás por eso me recordaba a los aromas de las cáscaras de naranja y los
albaricoques secos de una cosecha tardía.
Fue una compañera de piso que estudiaba Psicología quien, en la primera época
de la facultad, me desveló un mundo que yo desconocía. Gracias a ella, descubrí que
existían profesores que hasta escribían ensayos oponiéndose al comportamiento
represivo de una sociedad patriarcal que exigía la maternidad a la mujer como
requisito imprescindible para su realización. Pero la dedicatoria de un libro firmado
por José Cáceres acabó por tambalear mis cimientos de barro en cuestiones amorosas:
A nuestras parejas de compañía, recreo y pasión... Aunque apenas dedicaba unas
páginas a desarrollar la teoría del sociólogo norteamericano John Lee sobre las clases
de amor, entendido como necesidad, comprendí que la naturaleza humana y nuestras
propias limitaciones impedían satisfacer esas tres necesidades con una sola persona. Y,
desde luego, yo no me sentía dispuesta a renunciar a ninguna clase de amor, ni a
conformarme con alguien que solo me ofreciese compañía con el paso del tiempo.
Tuve suerte con David. Durante su estancia en Málaga, cumpliendo el servicio
militar, se echó una amante. A su regreso, me lo contó casi con lágrimas en los ojos,
implorando mi perdón. El enfado que le provocó mi ataque de risa duraría meses.
Aunque yo le había hablado algunas veces acerca de mis teorías sobre el amor, pude
comprobar entonces que no me había tomado en serio. A pesar de todo, él se esperaba
una furibunda reacción de reproches y celos, y se encontró con una mujer risueña a la
que el tiempo le había dado la razón.
David repuso que él solo aspiraba a tener conmigo una relación normal. Y yo le
contesté que si debía comportarme como lo que él consideraba una persona normal,
no le perdonaría sus escarceos con aquella chica malagueña, por lo que habíamos
terminado; pero si aceptaba que el amor no implicaba posesión sino pasión por la
dicha del otro —aquella frase de Cyrano de Bergerac ya formaba parte de mis
razonamientos—, continuaríamos adelante. Y aunque a David le costó aceptarlo en un
principio, poco a poco lo fue asumiendo, quizás porque entendió que era la única
manera de no perderme. Así me lo hizo saber el día que recuperó de casa de su madre
un viejo disco de vinilo de Pablo Milanés, titulado El breve espacio en que no estás,
para regalármelo con una dedicatoria: Te prefiero compartida, antes que vaciar mi
vida. No eres perfecta, mas te acercas a lo que yo... simplemente soñé.

4
Siempre disté mucho de ser perfecta. Mi fama de díscola se me impuso desde niña
como el sambenito de un condenado por la Inquisición. Y si mi rebeldía no me ha
causado excesivos problemas, fue meramente porque mi discreción la superaba.
Reconozco que, con el tiempo, he interiorizado mi creciente insumisión hacia el
mundo. Una no puede ir aireando sus pensamientos si cuestionan la sociedad en la
que vive. Me estomagan aquellos que opinan en función de su militancia política,
religiosa o incluso deportiva. Me resulta irrisorio que se siga hablando de izquierdas y
de derechas, definiciones que nacieron de una mera forma de sentarse en las
asambleas. Me entristece que millones de personas vean a diario programas basura en
la televisión y que haya gente que se enorgullezca de no haber leído jamás un libro.
No puedo con la injusticia, con los fanatismos, ni con la intolerancia. Me revienta la
mala educación y la estupidez, por no hablar de la hipocresía.
Las redes sociales claman con el cierre de un periódico, cuando a muchos de sus
usuarios les cuesta gastarse un euro en prensa. Si un tren descarrila en Nueva York,
los telediarios conectan en directo para informar de los cuatro muertos de la
catástrofe; en cambio, emiten de pasada las noticias sobre los miles de víctimas que, a
todas horas, dejan los conflictos armados en lugares bastante más cercanos
geográficamente. La población se echa las manos a la cabeza con la explotación
infantil, sin dejar de comprar prendas fabricadas en países donde las condiciones
laborales rozan la esclavitud. Los telespectadores se escandalizan con los crímenes
más horribles para luego subir las audiencias de las entrevistas a los asesinos cuando
salen de la cárcel.
Mi lista es aún más extensa. Sin embargo, no quisiera terminar igual que don
Quijote luchando contra molinos de viento. Por eso, hace tiempo que opté por no
discutir ni por emitir una palabra más alta que otra. Además, adoro el silencio, la
quietud de la noche y la serenidad de los otoños en Antzora, mi único refugio durante
muchos años hasta que pude regresar a ese otro remanso de paz, las bodegas de Tercio
de Samaniego... Mis bodegas.
Mi introspección nace de mis genes y de mi pasado. Cuando alguien pierde pronto
a un ser querido, tiene que buscar dentro de sí la respuesta a los interrogantes que
arrancan desde la rabia y la impotencia antes de que te devoren.
Yo aún era menor de edad el día que desapareció mi hermana. Apenas pudimos
compartir un trimestre el piso que ella ocupaba en Deusto desde que comenzó su
carrera de Derecho. Nos llevábamos dieciséis meses, por lo que desde niñas fuimos
cómplices en juegos, sueños y primeros amores. Yo estudiaba el curso de orientación
universitaria en La Salle, tras aprobar el bachillerato en las Agustinas de Logroño.
Llegar a Bilbao para volver a estar junto a ella me llenaba de una ilusión que quedó
brutalmente truncada la noche que la asesinaron, aunque no tuvimos certeza de su
muerte hasta casi un mes después, cuando encontraron su cadáver desnudo en uno de
los parajes frondosos del monte Artxanda, muy próximo a donde vivíamos.
Me extrañó que no durmiera en casa aquel sábado, pero tampoco quise darle más
importancia. Ella solía avisarme si pernoctaba fuera, aunque el hecho de no tener
teléfono en el piso hacía que nuestra comunicación fuese, a veces, demasiado
espaciada. A medida que transcurrían las horas lentas del domingo, comenzó a
dominarme la preocupación. Me veía en la tesitura de esperar al lunes o de hablar con
mis padres para informarles de su ausencia, quizás para inquietarles sin motivo. No
salí de casa en todo el día hasta que decidí llamar desde un teléfono público a última
hora de la tarde. Tengo el recuerdo de una lluvia sañuda, que no había abandonado la
ciudad en todo el fin de semana, golpeando con furia contra los cristales de la cabina,
como si quisiera avisarme de algo o, acaso, evitar que marcara ningún número.
Todavía no era medianoche cuando ellos llegaron. Mi madre se quedó conmigo en
el salón, mientras mi padre formalizaba la denuncia de la desaparición en la comisaría
más cercana de la Policía Nacional. A medida que transcurrían los días sin una sola
noticia, la esperanza de hallarla con vida se iba desvaneciendo. Y es que sabíamos, a
ciencia cierta, que ella no tenía ningún motivo para irse, y menos sin avisar. La policía
la buscó infructuosamente durante semanas, preguntando entre sus amistades, en la
facultad, rastreando los bosques cercanos... pero no dieron con una sola pista sobre su
paradero.
Mi madre se mantenía en pie a base de ansiolíticos, sin que mi padre fuese capaz
de ensayar un solo gesto de consuelo. Alguna noche, después de que ella conciliara el
sueño tras la ingesta de sus pastillas, él se encerraba en el cuarto de baño sin darse
cuenta de que yo le oía llorar. Estaban planteándose regresar a Samaniego, cuando una
mañana se presentaron dos policías municipales en casa.
—La hemos encontrado —dijo uno de ellos, el más veterano, con el aire
circunspecto de quien no porta buenas noticias.
—¿Viva? —preguntó mi madre, aferrándose a una última esperanza.
—Lo siento mucho, señora —respondió el agente, negando con la cabeza.
Mi padre mantuvo la entereza, como si hubiese estado preparándose para ese
momento desde hacía un mes, en tanto que mi madre y yo rompimos a llorar,
abrazadas sin consuelo. Me pareció ver que al policía más joven también se le saltaban
las lágrimas.
—Les acompaño —fue lo único que pudo musitar mi padre.
De camino al Instituto Anatómico Forense, los agentes le comentaron algunos
pormenores del hallazgo. Unos senderistas se habían topado con ella a primera hora
de la mañana, muy cerca de una pista forestal. Las lluvias que cayeron durante su
desaparición impidieron poder encontrarla antes, y probablemente dificultarían los
trabajos de la Policía Científica.
El cuerpo de mi hermana estaba a la espera de la autorización judicial para
realizarle la autopsia. A pesar de que le recomendaron no verla, mi padre quiso
reconocer el cadáver. Esto lo supe mucho más tarde por Asier, el joven policía
municipal al que vi llorar en mi casa y con el que luego mantendría una peculiar
amistad. Mi padre nunca quiso hablarnos de ello, ni darnos detalles de lo ocurrido.
Simplemente se limitó a decir que había sufrido una muerte atroz.
Tras aquellas luctuosas jornadas, regresé unos días a Samaniego. Sin embargo, en
la casa familiar las remembranzas me abrumaban. Por si fuera poco, la Navidad
irrumpió de forma inoportuna, arrasándonos un espíritu que se encontraba en la
cuerda floja, a punto de sucumbir. Me refugié en la lectura, frente a la chimenea, pero
me resultaba inevitable mirar hacia el hueco en el que antaño colocábamos el árbol
que adornábamos risueñas las tres, en tanto que mi padre nos observaba complaciente
de reojo, mientras leía en su sillón favorito.
Cuando finalizaron las vacaciones, decidí regresar a Deusto. Si bien era cierto que
su recuerdo me acompañaría siempre, pensé que quedarme en nuestra casona
alargaría mi duelo. Así que, en contra de la opinión de mi madre y con la aquiescencia
de mi padre, volví a Bilbao con la idea de terminar aquel curso maldito.
Transcurrieron muchos meses sin que la investigación sobre su asesinato
obtuviese resultados. Yo estaba más o menos al corriente gracias a Asier, que tomó
por costumbre invitarme a café cada viernes por la tarde en el Iruña, adonde acudía
vestido de paisano después de sonsacar a un conocido que trabajaba en la Policía
Nacional. Había sido su primer contacto con la maldad humana desde que empezó a
patrullar las calles y en cierto modo se sentía comprometido conmigo, porque la
muerte de mi hermana no solo cambió la vida de mi familia: también cambió la suya.
Aquel mismo día —me comentaría luego— decidió solicitar su ingreso en la
Ertzaintza, la Policía Autónoma que entonces empezaba a desplegarse por todo el
territorio vasco, y donde se convertiría en uno de los inspectores más veteranos de su
división de investigación criminal. Nos acomodábamos en uno de los rincones y él
siempre se sentaba de cara a la puerta giratoria, controlando los movimientos de
quienes entraban y salían. Allí pasamos muchas horas y compartimos épocas difíciles,
como cuando vivía bajo la amenaza permanente de un atentado y me confesaba que la
memoria de mi hermana era lo único que le impedía dejar la Ertzaintza; en aquel
rincón del viejo Iruña nos hicimos adultos mientras Bilbao rejuvenecía a nuestro
alrededor.
Fue él quien, con el tiempo, me dio detalles del suceso aunque al principio tratara
de evitar mis insistentes preguntas. Por Asier supe que la habían estrangulado, tras
haberla violado. Y que tenía mutilados los pezones y el clítoris, pero el mal estado del
cuerpo impidió determinar si las amputaciones se produjeron antes o después de
morir. El hecho de que los restos de semen encontrados en su vagina no
correspondiesen a ningún delincuente fichado constituyó un obstáculo más a la hora
de dar con el asesino.
Asier me juró que no descansaría hasta detener a ese malnacido. Y que no dejaría
de ser policía mientras no averiguase lo sucedido. Sin embargo, los años pasaron sin
que se descubriera una sola pista fiable y nuestros cafés en el Iruña se espaciaron
hasta casi desaparecer. A pesar de que me resistía a afrontarlo, no me quedó más
remedio que hacerme a la idea de que el crimen de mi hermana no se resolvería
nunca.

Mis teorías sobre el sexo y las relaciones con hombres eran eso: básicamente
teorías, más filosóficas que vitales. Si bien ya tenía edad suficiente para haber tenido
más práctica, máxime considerando mi posición al respecto, lo cierto es que podía
contarse con los dedos de las manos el número de chicos con los que me había
acostado, incluido David. Es muy posible que en ello influyera tener un novio, más o
menos estable, desde los quince años; aunque también que los polvos que eché con
desconocidos, cuando quise probar el sexo sin más pretensión que la del disfrute
físico, me parecieron bastante insulsos.
Fue mucho más satisfactoria la experiencia vivida con un compañero de la
facultad al que conocí el primer día de clase. Ignacio era un muchacho moreno y
espigado que transitaba en una dimensión distinta a la del resto de los mortales. No le
gustaba hablar en grupo, ni creo que perdiera el tiempo en escuchar conversaciones
banales. Pero durante los momentos en los que salía de su mundo interior se convertía
en una magnífica compañía. Tras algunos intentos fallidos de enseñarle a jugar al mus,
me di cuenta de que me resultaba más gratificante charlar de libros o de cine, tomando
un café en La Granja o un sándwich en el Eme, después de compartir una novela o
una de esas películas clásicas de George Cukor, Ernest Lubitsch o Billy Wilder que
tanto nos gustaban.
La mayor parte de los fines de semana regresaba a Castro Urdiales, la localidad en
la que vivía su madre tras haber enviudado de un célebre corresponsal de guerra
fallecido en un accidente de tráfico cuando cubría la guerra civil en El Salvador. Aun
hoy, ignoro si Ignacio siguió la senda paterna por agradar a su familia, por la tiranía de
sus genes o, simplemente, por inercia. No creo ni que él mismo lo supiera. No
obstante, a pesar de carecer de vocación, con los años se convirtió en un reconocido
periodista.
Me llamaba la atención que nunca me hablara de ninguna chica. Cuando le
preguntaba si no tenía ganas de echarse novia, me respondía con un mohín entre
huraño y cómico que me provocaba risa. Yo creo que él lo sabía y, por eso, lo hacía.
—Me encanta cómo te ríes —solía decirme.
Supongo que su compañía me agradaba tanto que no quería plantearme si era
homosexual o si estaba enamorado de mí. Digamos que esos fueron los únicos temas
que no abordé con él durante nuestras charlas en la facultad, no por miedo a saberlo
sino a que la verdad transformara una cómoda relación. Hasta aquella noche de San
Juan en que celebramos el remate del último curso, no supe con certeza en cuál de sus
mundos habitaba.
La conclusión de los exámenes supuso el pistoletazo de salida de los primeros
zuritos en el bar de la facultad con los más fieles compañeros de armas. Ni Ignacio ni
yo nos distinguíamos por nuestra afición a la cerveza, pero los dos sabíamos que nos
costaría olvidar aquella jornada. El final de nuestros estudios implicaba también el de
nuestra amistad, al menos tal y como la habíamos vivido. Al día siguiente, él
comenzaría una nueva vida en Madrid a donde viajaba con un contrato de prácticas en
una televisión privada. Y yo... yo necesitaba dejar de depender económicamente de mi
familia lo antes posible.
Las tradicionales rencillas con la facultad de Medicina aparecieron en cuanto una
caterva de galenos borrachos entró por la puerta, extintores en mano, dispuesta a
liarla. Por fortuna, pudimos salir casi indemnes antes de que el bar se convirtiera en
un campo de batalla. En el tumulto nos despistamos del resto del grupo, sin
importarnos demasiado. La risa nerviosa provocada por un susto ya tenuemente
alcoholizado nos duró hasta que ambos llegamos a una sidrería cercana a la que
acudíamos en ocasiones especiales.
Solíamos sentarnos en un rincón de la planta superior a la que se accedía por unas
escaleras de madera contiguas a las paredes de piedra. Me gustan mucho esos locales
decorados al estilo de los caseríos, a los que se llega para disfrutar entre tortillas de
patata, sidra escanciada y cuadrillas de amigos cuyas celebraciones desembocan en
emotivos cánticos. Nos dejamos contagiar por el ambiente festivo. Incluso creo que
llegamos a entonar el himno del Athletic por lo bajinis. Entre sorbo y sorbo, nos
referíamos al mañana en su sentido más intemporal, como si nunca fuera a llegar...
cuando apenas quedaban unas horas. Aunque creo que Ignacio era más consciente
que yo de su partida, porque a medida que pasaban los minutos, la sonrisa de su
rostro se tornaba más melancólica.
Fuera oscurecía y no nos quedó más remedio que irnos si queríamos tomar el
último autobús que regresaba a Bilbao. Hicimos el trayecto de pie, en silencio, sin
evitar los roces de nuestros cuerpos cada vez que el vehículo frenaba o tomaba una
curva cerrada. No sé lo que pensaría él, pero yo trataba de encontrar una buena forma
de despedirnos. No tiene sentido que personas que significan tanto en nuestras vidas
desaparezcan de repente, sin más, para emprender caminos que posiblemente no
vuelvan a cruzarse.
Al atravesar el puente de Deusto nos fijamos en el armazón que parecía emerger
entre las tinieblas de la ría, sin atrevernos a imaginar cuál sería el aspecto definitivo de
un museo que cambiaría la fisonomía de una ciudad arrasada por las inundaciones y
por la crisis siderúrgica. He de reconocer que entonces me costaba creer que aquella
mole de acero desnuda, rodeada de grúas, pudiera hacer desaparecer los vertidos
acumulados en las márgenes de la ría, el hollín secular impregnado en los edificios,
los astilleros abandonados a su suerte o unas naves industriales tan moribundas como
la gloria de sus tiempos pretéritos.
Ignacio vivía no muy lejos de allí, aunque solía bajarse en la siguiente parada para
acompañarme al portal de la casa a la que me mudé desde Deusto nada más empezar
la carrera. Alguna vez, le había invitado a tomar una Coca-Cola mientras echábamos
una partida de Trivial con Lourdes, mi compañera de piso. Sin embargo, hasta aquella
noche, yo no conocía el suyo. Creo recordar que no me sorprendí demasiado cuando
me invitó a abandonar el autobús en su parada de la alameda Rekalde.
—¿Te tomas una cerveza en mi casa? —supongo que el viaje atenuó el efecto de la
sidra porque adiviné un ligero temblor en su voz.
—Claro —le contesté sonriente.
Un repentino sirimiri nos obligó a acelerar el paso hasta la calle Uribitarte. Ignacio
residía en un viejo edificio al que le hacía falta una buena reforma para mantener su
señorío de antaño. Llegamos al tercer piso, no sin cierto recelo por el chirrido del
ascensor. Al pulsar el interruptor, la luz delató algunos desconchones verdosos en el
rellano. Pero al abrir la puerta de su vivienda, el olor a humedad se disipó como por
encanto para dar paso a otro mucho más reconfortante con notas de madera y café.
Me llamó la atención el orden y la limpieza del salón. Desde su ventanal se oteaba la
oscuridad de la ría. Ignacio encendió una pequeña lámpara de mesa y otra de pie,
junto a un sillón en el que reposaba el ejemplar de El rayo que no cesa de Miguel
Hernández, que yo le había regalado por su último cumpleaños.
—¿Cerveza, café... o agua? No tengo otra cosa —se disculpó.
—Cerveza —le contesté, acomodándome sobre unos cojines en la esquina de su
sofá.
Tardó menos de cinco minutos en aparecer con una bandeja en la que traía las
bebidas, dos jarras y un bol de patatas fritas. La colocó sobre una mesa baja y abrió la
puerta de un armario que guardaba un viejo tocadiscos. Vi cómo levantaba la aguja
para situarla con mimo en uno de los surcos de un disco. Las melancólicas cuerdas de
nailon de una guitarra y un requinto preludiaban la deliciosa letra de un bolero que
entonces no conocía, aunque a raíz de aquella noche lo guardo en el repertorio de mi
memoria. Y es que estoy convencida de que cada uno albergamos canciones en el
corazón que terminan convirtiéndose en la banda sonora de nuestra vida.
No fue capaz de sostenerme la mirada cuando las voces dulzonas y acompasadas
de Los Panchos entonaron el inicio de la melodía:

Hace falta que te diga que me muero


por tener algo contigo,
es que no te has dado cuenta de lo mucho
que me cuesta ser tu amigo...

La escuché sin parpadear, atenta a lo que contaba y a la cara sonrojada de Ignacio


que parecía haberse convertido en una estatua de piedra sentada en el sofá, a medio
metro de mí. Al concluir la canción, me acerqué a él, puse mis manos en sus mejillas
para girarle el rostro y le besé tiernamente en los labios. Él me correspondió timorato,
sin apenas abrir la boca ni los ojos, pero yo no dejé de besarle, cada vez más con más
intensidad. Ante su impasibilidad, producto de su pudor, le llevé su mano derecha
hacia mi cintura por debajo de mi camisa. Al notar la calidez de su mano en mi piel,
sentí que me excitaba y humedecí aún más mis besos hasta que conseguí que nuestras
lenguas se acariciaran, primero con suavidad y poco después con la furia de los
contendientes en un combate sin cuartel, llegando incluso a morderle sin que él
emitiera el más mínimo quejido. Mientras, su mano seguía anclada en el sitio donde
yo la había dejado. Pude decirle algo o haberle indicado que la moviera; no obstante,
opté por apretar la mía contra su bragueta para comprobar su brutal erección. No fue
hasta aflojarle el cinturón que él se atrevió a recorrer mi espalda en busca del broche
de un sujetador que yo no llevaba.
Ignacio acompañaba sus gemidos ahogados con caricias en mi cabello. Me puse de
pie para quitarme los botines y los pantalones, invitándole con la mirada a imitarme.
Ante sus dudas, le bajé los calzoncillos y me senté encima de él.
—¿No tenías ganas de mí?
—Silvia...
—¿Y a qué esperas para quitarme lo que falta?
Mi provocación surtió efecto porque noté cómo me presionó el culo con las
manos antes de deshacerse de mis bragas. Mientras nuestros sexos se restregaban, fui
desabotonando su camisa primero y la mía después.
—No tengo condones... soy virgen —dijo con voz avergonzada.
Sin apartarme de él, estiré el brazo hacia mi bolso y rebusqué impaciente hasta dar
con uno, cuyo envoltorio arranqué con los dientes y le ayudé a colocárselo.
El silencio de la noche solo lo quebraba la aguja del aparato de música ahogada en
los surcos mudos del disco y el chocar de nuestros cuerpos embistiéndose a las
mismas revoluciones. Sus manos repetían cadenciosamente el recorrido entre mis
muslos y mi cintura mientras susurraba mi nombre, como si quisiera cerciorarse de
que no soñaba.
Cuando terminamos de hacer el amor, me abrazó con fuerza. Recuerdo que me
sentí a gusto, sin prisa por despegarme de él.
—¿Puedo quedarme a dormir? —le pregunté.
—Sabes que podrías quedarte toda la vida, pero yo sería incapaz de compartirte
con nadie —me contestó.
Le sonreí, acariciándole la cara y nos fuimos de la mano hasta su dormitorio. No
hizo falta que habláramos. Los dos sabíamos que acabábamos de echar un polvo de
despedida. Antes de dormirme, me di cuenta de que follar con un chico por el que
sentía cariño me había resultado mucho más placentero que hacerlo con personas a las
que apenas conocía. De algún modo, esa noche comprendí que mi implicación
emocional iba aparejada a mi deseo y que sería capaz de enamorarme, al menos, de
dos hombres a la vez.

Cuando comencé a escribirme con Mateo habían transcurrido más de diecisiete


años desde la primera vez que nos vimos en el hotel Carlton de Bilbao. Durante ese
tiempo coincidimos en contadas ocasiones y siempre rozando la casualidad, dejando
nuestras citas casi al arbitrio del destino como si una extraña superstición nos
impidiera fijar nuestros encuentros por miedo a quebrar el halo de magia y misterio
que los rodeaba.
Pero su recuerdo latía arrinconado en mi cerebro, emergiendo en cualquier
instante a su antojo. Mateo formaba parte de esos jirones de vida a los que nos lleva la
mente cuando se viste de ilusa, aparentando no pensar en nada. Es cuando la
memoria, el deseo, el miedo, el dolor... componen un amasijo de nuestro pasado que
nos transporta a ninguna parte.
Un buen día la aparición de su foto en una revista me sirvió de excusa para dejar
de contenerme y buscar su contacto en Internet. Mateo había ido incrementando su
prestigio como sumiller e impartía cursos de cata y clases maestras por medio mundo,
así que fue fácil dar con su correo. Se me ocurrió abrir una cuenta con el nombre de
Adèle Jouët, dispuesta a mantener mi anonimato. Supuse que con esa identificación
me prestaría más atención. Y es que así se llamaba la creadora, junto con su esposo, a
principios del siglo XIX de una de las marcas de champán más reconocidas, Perrier-
Jouët, merced a su Belle Epoque, casi más famoso por el exquisito diseño de su
botella que por su contenido.
Confieso que la noche del domingo en que le envié mi primer mensaje, aunque no
suelo beber sola en casa, me preparé un Grey Goose con zumo de naranja después de
haber cenado frugalmente con media botella de vino de mi bodega. Quizás, influyó
que David se encontrara trabajando unos días fuera de Bilbao y las paredes de mi
hogar me insuflaran nostalgia con su silencio. No es que necesitara ánimos
extraordinarios para redactarlo, a pesar de faltar a la verdad, pero sí para pulsar la
tecla de envío.

Estimado Mateo:
Me pongo en contacto contigo para decirte que acudí no hace mucho
a una de tus catas de vinos de Jerez en el hotel Alfonso XIII de Sevilla. Me
permito tutearte porque aunque nuestro carné de identidad diga lo
contrario, aún somos jóvenes (yo incluso algo más que tú). Es imposible
que puedas recordarme entre tanta gente. Pensé en acercarme para
manifestarte mi admiración, pero tenías tantas personas a tu alrededor
que no te quise incordiar. Así que te escribo estas líneas para confesarte
que me sentí cautivada tanto por tus conocimientos sobre el vino como
por la destreza en tus explicaciones, por no hablar de tu simpatía. Espero
que sepas disculpar esta carta con notas a atrevimiento y a la vainilla del
papel envejecido.
Deseándote que sigas cosechando éxitos, recibe un cordial saludo.
Adèle Jouët

Su contestación llegó al día siguiente, antes de lo esperado.

Estimada Adèle:
Te agradezco con sinceridad tu reconocimiento. Es una lástima que no
me saludaras porque me hubiera encantado conocerte. Me ha llamado la
atención tu nombre. Supongo que no se trata más que del nick de una
mujer sensible, apasionada por la enología. Esperando poder tener la
ocasión de saludarte en persona en un futuro próximo, te envío el más
afectuoso de mis saludos.
Mateo Uriarte

Fui capaz de dominar mi impaciencia y de esperar al final de la semana para


volver a escribirle. Y así lo hice domingo tras domingo. Él me respondía enseguida,
como muy tarde los lunes por la mañana. Casi sin darnos cuenta, esa relación epistolar
se convirtió en una especie de dependencia recíproca, en un cordón umbilical por el
que se alimentaban mis anhelos y se saciaban mis inseguridades. Nuestros correos
comenzaron siendo más o menos triviales. Luego, con el tiempo, fuimos
profundizando en nuestras intimidades, iniciando una especie de terapia de la que
rehuimos en nuestro día a día. Yo procuraba no engañarle más que para ocultar mi
verdadera identidad. Intuyo que él a veces sí me mentía porque me contó que siempre
le había sido fiel a su mujer, aunque no me importaba. Ya se sabe que los casados
usan ese viejo ardid en sus procesos de conquista. Pero a través de sus anécdotas, de
sus frases, de sus reflexiones... me dejaba ver a uno de los hombres de mi vida. En
aquellos tres meses, hablamos de todo aquello que se es capaz de confesar ante el
teclado de un ordenador a un desconocido y que, sin embargo, nos cuesta contar a
nuestros mejores amigos por miedo a desnudarnos en público o, quizás, porque nos
limitamos a vivir tal y como se espera de nosotros, aparcando las complejidades en
rincones donde no distorsionen nuestro entorno por temor a alterarlo, más que a
dañarlo.
Eran escritos que versaban principalmente sobre nuestra actitud ante determinadas
situaciones, nuestra filosofía vital, nuestros miedos, nuestras opiniones... También nos
contábamos nuestros gustos culinarios, cinematográficos, literarios o musicales,
algunos de los cuales yo ya conocía. Al hablar de Los Secretos tuvo la prudencia de
no referirse a su baile con aquella entonces joven fotógrafa en el hotel Carlton.
Una noche de guardia baja le recomendé que leyera Secretos del Arenal,
omitiéndole las causas ocultas que me arrastraban a despertarle el interés por aquella
novela.
Capítulo I

Que los miembros de una de las generaciones de poetas más relevantes de la


literatura universal se reúnan en un edificio, ha de marcar por fuerza el carácter de la
calle que lo alberga. Y de algún modo, en la calle Rioja aún resonaban los ecos de los
versos declamados de Guillén, de Alberti, de Lorca o de Cernuda en aquella mítica
reunión organizada a finales de 1927 por el Ateneo de Sevilla cuando, catorce años
después, el joven periodista Martín Villalpando se enamoró a primera vista de una
muchacha morena de ojos verdes, que a esas horas salía de misa de doce de la iglesia
del Santo Ángel.
El sol del mediodía se esforzaba en atemperar el frío impregnado en los
escaparates vestidos de Navidad, decorados con productos que la mayoría de los
sevillanos solo podía ver al otro lado del cristal, ya que a lo máximo que aspiraban era
a comprar su asignación semanal de pan, patatas, azúcar, jabón, aceite y garbanzos,
establecida en sus cartillas de racionamiento para las que tenían que guardar largas
colas. Sin embargo, la penuria no constituía ningún obstáculo para que las calles del
centro de la ciudad se poblaran de niños que corrían y de jóvenes que no tenían más
diversión que la de ver y dejarse ver, en solitario o en compañía.
Con aire aparentemente distraído, Martín fumaba apoyado en la cristalera exterior
del Gran Britz, del que emanaban aromas mezclados de achicoria y café. Como si se
tratara de una aparición, la observó entre el humo blanco de un puesto de castañas,
mientras la muchachita metía su velo en el bolso, descubriendo el rostro con el que la
ensoñación de Martín se acostaría todas las noches de una vida que se truncaría
demasiado pronto.
La chica iba acompañada por algunas amigas, aunque Martín ya solo tendría ojos
para ella. Al acercarse el grupo, se irguió en un intento de adoptar la postura de uno
de esos galanes del cine al darle una calada a un cigarro rubio. Pero mientras las
jovencitas suspiraban por Alfredo Mayo, Luis Peña o José Nieto, los hombrecitos
buscaban imitar a los actores extranjeros que protagonizaban los estrenos en el
Llorens, el Palacio Central o el Coliseo. De ahí que, cuando las risueñas muchachas
doblaron la esquina, Martín se tocó el borsalino a modo de saludo, tal y como se lo
había visto hacer a Gary Cooper en las películas, si bien ellas fingieron no reparar en
él hasta que unos pasos más adelante comenzaron a cuchichear alborozadas.
A partir de aquel día, Martín se apostó cada domingo en el mismo sitio y a la
misma hora para saludar con el sombrero a su niña de ojos verdes, sin que ella se
decidiera a sonreírle hasta un mes después. Y a pesar de no haber cumplido todavía
los quince años, no se azoró al mantenerle la mirada durante unos instantes, lo que
sacudió con frenesí el corazón enamorado del muchacho.
En la pacata sociedad sevillana, no estaba bien visto que dos jóvenes hablaran a
solas, ni que una chica saliera sin compañía de casa a comprar, cuanto mucho menos
de paseo, al cine o al teatro. Así que, cuando un hombre iniciaba su galanteo, debía
ingeniárselas para hacer llegar sus sentimientos a la mujer amada sin que su familia se
enterase.
A la vida le dio por no jugar limpio con Martín desde el mismo momento de su
nacimiento. Para ocultar la deshonra de su hija adolescente, sus abuelos biológicos lo
abandonaron en el hospicio de San Luis, donde lo recogió su madre adoptiva para
llevárselo a su humilde vivienda en un corral de vecindad en Triana. Poco pudo
disfrutar de aquel bebé, ya que a los pocos días falleció como consecuencia de un
aneurisma cerebral, sin que a su marido le diese tiempo a llevarla a la Casa de Socorro
de la calle Pureza, donde tampoco hubieran podido hacer mucho por ella.
El padre adoptivo de Martín trabajaba en la guardia de arbitrios, controlando la
entrada de los animales de corral procedentes del Aljarafe, y con su sueldo pagaba
diez pesetas mensuales por una habitación sin electricidad ni, por supuesto, cuarto de
baño. Los vecinos se arreglaban con velas o con candilejas de aceite, salvo que
dispusieran de una perra gorda de cobre con la que hacer funcionar el contador del
gas. La excepción la constituía un maestro de obras del hotel Madrid, quien con el
dinero que le había tocado en la lotería instaló la luz eléctrica en su alcoba. Disponían
de dos retretes para todas las familias, que se alternaban para su limpieza, pero dado
que esta consistía en arrojarles un cubo de agua desde lejos, Martín prefería hacer sus
necesidades al anochecer en el callejón de la Inquisición o en las rampas arenosas del
Guadalquivir a su paso por la calle Betis.
Aun así, o quizás por ello, no faltaban las macetas de los geranios alrededor del
pozo del patio, ni las gitanillas festoneando las barandillas de las galerías, aunque el
olor característico del corral provenía de una fragante dama de noche, plantada en una
de las esquinas por algún vecino que había aprovechado como tiesto medio barril de
madera.
Desde niño, a Martín le costó hacer amistades en el barrio y prefería refugiarse en
la lectura de los folletines por entregas, cuadernos policíacos y novelas de aventuras
que le suministraba un tío suyo que regentaba una imprenta. Para canalizar esa
obsesión lectora, su padre le buscó un trabajo de recadero en un periódico durante sus
vacaciones escolares, con tan mala suerte que comenzó a acudir a la redacción de El
Liberal en el verano de 1936, días antes de que triunfase el alzamiento militar, lo que
obligó al cierre de un diario que hasta la jubilación de José Laguillo, su director
durante veintisiete años, se declaraba independiente, pero que tras el triunfo en las
elecciones del Frente Popular cambió el rótulo de su cabecera por republicano. Sus
instalaciones en la calle García de Vinuesa permanecieron cerradas desde el 18 de
julio, fecha en el que vio la luz su último número, hasta que mes y medio después sus
rotativas fueron usurpadas por la prensa del Movimiento para publicar F.E., de
Falange Española de las J.O.N.S. Sin embargo, Martín Villalpando no volvería a
trabajar en un periódico hasta 1940, cuando al fallecer su padre de un infarto, ingresó
como aprendiz en la redacción del ABC, tratando de huir de un futuro de alpargatas en
las tabernas chungas de Triana, donde se vendía vino barato en botellas de medio litro
y se fumaba cuarterones de tabaco molido de tres noventa, almacenado en los
bolsillos de blusas de tejido hosco.
Cada noche, al acostarse en la cama de su alcoba trianera, miraba hacia un techo
carente de estrellas, sin perder la esperanza de que algún día ganaría el dinero
suficiente para mantener la familia que formaría con aquella niña, en el caso de que
llegara a conquistarla. Aunque, de momento, el sueldo apenas le llegaba para pagar el
alquiler, comprarse algún traje corriente muy de tarde en tarde y comer frugalmente.
Fue en uno de esos soliloquios alimentados por la pálida luz de luna que se colaba
por la ventana cuando ideó la manera de declarar su amor a la muchacha de los ojos
verdes, de la que aún no conocía su nombre.

El sinsentido de la Guerra Civil despojó a Olalla Carmona de sus padres y de su


casa natal nada más comenzar el levantamiento golpista en Sevilla, encabezado por el
general Queipo de Llano.
Nada hacía prever aquella apacible mañana del sábado 18 de julio de 1936, en la
que las familias aprovechaban las vacaciones escolares para hacer sus compras en el
centro de la ciudad, que ese mismo día tendrían que guarecerse de tiroteos y
cañonazos.
La población civil no tuvo conciencia de la gravedad de la situación hasta que, a
las tres de la tarde, una compañía de infantería de los sublevados fue proclamando el
bando de guerra por los alrededores de su cuartel general, en la plaza de la Gavidia. La
noticia corrió como la pólvora, que impregnó con su olor los barrios más humildes.
Una muchedumbre enfurecida se echó a la calle para proteger al Gobierno, quemando
numerosas iglesias en Triana, Macarena, San Gil, San Julián y San Bernardo, mientras
se parapetaba tras improvisadas barricadas en espera de refuerzos que nunca llegaron.
Pasadas las cuatro, un grupo de milicianos trianeros decidió avanzar hasta la Plaza
Nueva, donde radicaban las instituciones de la ciudad. Una columna cruzó el puente
sobre el Guadalquivir y llegó hasta la avenida de los Reyes Católicos, donde fueron
frenados por las tropas sublevadas, y algunos cadáveres quedaron esparcidos en la
vecina calle Zaragoza. Su rabia les llevó a saquear e incendiar algunas casas de la alta
burguesía de la zona, entre ellas la de Enrique Carmona Barroso, un excéntrico
terrateniente que simpatizaba con los republicanos y era amigo personal de Diego
Martínez Barrio, el fundador del Partido Radical Demócrata, que llegaría a ser
presidente de la República.
Sin embargo, don Enrique no pudo impedir la tragedia. Al escuchar cómo la
cancela de su casa solariega era forzada, abandonó su lectura en la biblioteca y bajó al
zaguán con el propósito de dialogar con los asaltantes, pero estos no le dieron opción.
Apenas abrió la boca, le descerrajaron un tiro en la cabeza. Su esposa, que observaba
tras una cristalera, salió para socorrerle al grito de ¡asesinos! Tampoco le dio tiempo a
más. Cayó abatida sobre él, junto a la fuente del patio, de la que cuenta la leyenda que
sigue emanando sangre en algunas noches de julio.
Y aunque a Olalla le acompañaría toda su vida un absurdo sentimiento de
culpabilidad por no haber muerto junto a sus padres, solo se salvó de la matanza por
encontrarse esa tarde en casa de sus tías maternas, jugando en la barreduela de la plaza
de la Alianza. Siempre tuvo la certeza de que, a pesar de sus ocho años, aquellos
milicianos asesinos no se hubieran apiadado de ella, antes de desvalijar e incendiar su
hogar.
La revuelta duró muy pocas jornadas. Las autoridades locales se rindieron al
atardecer del sábado y, sin demasiado esfuerzo, los sublevados lograron ir
conquistando los barrios fieles al Gobierno. El último en sucumbir fue San Bernardo,
al caer la noche del miércoles siguiente.
En solo cuatro días, Sevilla la Roja sería aplastada debido a su desorganizada
oposición, causando poco más de una docena de bajas entre los militares rebeldes. Las
voces de arrieros, areneros, carpinteros, cigarreras, herreros, panaderos, carreteros y
aceituneras se apagarían durante décadas sin conseguir aplacar su miseria. En los
meses siguientes, miles de sevillanos serían fusilados como represalia hacia sus ideas,
más que por su débil resistencia.
Tampoco salieron bien parados los miembros de las clases altas con ideas
republicanas. Sus inmuebles fueron vendidos a precios de saldo, por orden del
general Queipo de Llano, yendo a parar a manos afines al nuevo gobierno. Y así, de la
noche a la mañana, Olalla Carmona sufrió por ambos bandos los horrores de una
guerra fratricida, sin que jamás llegara a entenderla.
La muchacha creció al amparo de sus dos tías solteras, que se desvivieron por
darle el cariño que el odio le había arrebatado. Y a pesar de que fuera despojada de su
patrimonio, Olalla sí que heredó la rebeldía y la elegancia de su padre, y la voz
prodigiosa de su madre. Sus ojos verdes fulguraban sobre un halo de tristeza cada vez
que entonaba una saeta o una de esas tonadillas de su idolatrada Concha Piquer. En
sus sueños, actuaba en el teatro San Fernando ante un público enfervorizado que la
aclamaba con cada canción o protagonizaba una película junto a un apuesto galán. Sin
embargo, el mundo del artisteo —como lo denominaban sus tías— le estaba vetado a
las señoritas de buena familia, por lo que Olalla se tenía que conformar con cantar de
puertas para adentro, aunque a veces se asomara a la ventana para susurrarle saetas al
Cristo de la Misericordia, cuya imagen creía ver procesionar entre los naranjos de la
plazoleta.
Una de esas noches de invierno en que, con la luz apagada, se arrimaba a la
ventana para cantarle a las estrellas que titilaban sobre los Reales Alcázares, vio cómo
la figura de un hombre se movía entre las sombras acercándose hasta su casa.
Sobresaltada, se retiró unos pasos, conteniendo la respiración pero sin dejar de
observarlo. El hombre trepó por la reja de la planta baja y levantó suavemente una de
sus macetas para volver a colocarla en su sitio y salir corriendo. La oscuridad le hizo
dudar, pero Olalla creyó reconocer el rostro del joven que le saludaba con el
sombrero cada domingo por la mañana.
Con el corazón encogido, la muchacha se cercioró de que la barreduela se hallaba
vacía antes de asomarse y comprobar que bajo la maceta había un sobre manuscrito.

9
Apostada tras uno de los naranjos, la mirada acechante de Pepe Ravelo, apodado
el Tumba, controlaba los movimientos del joven periodista al que venía siguiendo
desde hacía días. Por un instante pensó en trepar hasta la ventana para descubrir el
contenido del mensaje que acababa de esconder bajo la maceta. Sin embargo, al ver
que una muchacha recogía la nota, decidió continuar con la vigilancia de Martín
Villalpando a lo largo de la muralla de los Alcázares, sin dejar de frotarse los genitales
a través del forro del bolsillo de su abrigo, excitado con la visión confusa de esa moza
que, retando al frío, se había asomado en camisón a la ventana, mostrándole la piel de
sus brazos.
Mientras intentaba no perder el rastro del periodista, se le vinieron a la cabeza los
cuerpos desnudos de aquellas mujeres a las que había forzado. Por la primera
violación le encerraron entre barrotes de hierro, pero las siguientes quedaron
impunes, aunque muchas de ellas contaran con testigos. Esa era una de las ventajas de
pertenecer al bando ganador de una guerra.
Cuando, tras la sublevación de Sevilla, los falangistas llegaron a la cárcel de la
Ranilla reclutando soldados para el frente, el Tumba no dudó en apuntarse. Poco
importaban los delitos cometidos para enfundar un fusil en primera línea del campo
de batalla.
Las prisiones se hacían pequeñas para acoger a la ingente masa de reclusos
capturados por los dos ejércitos contendientes. Los catorce mil presidiarios españoles
se multiplicaron por quince en apenas unos meses. Y a pesar de que se excarcelara a
todos aquellos convictos afines a una u otra causa, tuvieron que habilitarse edificios
públicos como prisiones, de manera que residencias religiosas, barcos, cines, cuarteles
y hasta plazas de toros se convirtieron en presidios de circunstancias.
Pepe el Tumba se consideraba un tipo afortunado o, mejor dicho, protegido por
Nuestra Señora de la Esperanza de Triana cuya imagen veneraba, y eso que no era
creyente, hasta el punto de llevar colgado siempre un escapulario. La guerra le
necesitaba y su condena de seis años por haber abusado sexualmente de una
muchacha de la que se había encaprichado, y que nunca lo correspondió, se redujo a
unos pocos meses gracias a la contienda.
Las otras violaciones tuvieron lugar durante el transcurso de las represalias sobre
los republicanos. Al salir de la cárcel, le enviaron en misión de escarmiento por los
pueblos de la provincia de Salamanca, con una pandilla de falangistas ávidos de
sangre. Y si bien, por lo general, se limitaban a fusilar rojos y a rapar al cero a sus
mujeres antes de obligarlas a beber aceite de ricino para verlas defecar, a veces —
especialmente si eran jóvenes y hermosas— las violaban en presencia de sus maridos,
a quienes luego asesinaban.
Tanta destreza mostró el Tumba en el arte del crimen a traición que antes de
concluir el verano le reclamaron en Sevilla para integrarse en el aparato represivo que
capitaneaba Manuel Díaz Criado el Criadillas, un legionario sin escrúpulos que, en
los poco más de tres meses que se mantuvo al frente de la Delegación de Orden
Público para Andalucía y Extremadura, fue responsable de miles de asesinatos en su
territorio. Sin embargo, a Díaz Criado más que su instinto sanguinario, le echaron a
perder sus formas a la hora de firmar sus sesenta sentencias diarias de muerte. Se
acostumbró a realizarlas de modo aleatorio, marcando X2 junto a los nombres de los
condenados, completamente borracho en un restaurante del Pasaje del Duque que se
había convertido en su despacho, antes de continuar la juerga en Las Siete Puertas o
en La Sacristía, adonde acudía acompañado de su cohorte de aduladores, cantaores,
bailaoras y prostitutas tristes que buscaban parecer alegres.
Cuando Queipo de Llano se enteró de sus métodos, le dio a elegir entre el pelotón
de fusilamiento y la primera línea del frente; no es difícil imaginar cuál fue su
elección, con tan buena fortuna que regresó a Sevilla al concluir la guerra, ascendido a
comandante.
En el expediente sumario contra Criadillas algo tuvo que ver el Tumba, quien
pensaba que, en tiempos de malos vientos, los espías gozaban de ciertas ventajas, en
especial si apostaban a caballo ganador; y unas confidencias realizadas con la
discreción conveniente a quienes ejercían el poder quizás no abrieran las puertas del
cielo, pero cerraban las del infierno.
En esa época se especializó en la aplicación de la ley de fugas, una ejecución
extrajudicial de los detenidos al ser trasladados de un lugar a otro, simulando su
huida. Al principio, incluso dejaba que estos corrieran, aunque pronto se hastió de la
pantomima y, ante el escaso peligro de que huyeran de verdad, enseguida optó por
dispararles por la espalda sin más.
Una vez concluida la guerra, le incluyeron en una cuadrilla de falangistas
encargada de erradicar cualquier atisbo de conspiración en Sevilla. Su sola presencia
causaba pánico y es que su apodo, a pesar de que se lo hubiera puesto un amigo de la
infancia por su carácter silencioso, la gente lo asociaba con la cantidad de personas
que mandaba a la sepultura. Entre los méritos de su dudosa hoja de servicios se
encontraba el de haber participado en el desbaratamiento de un atentado contra
Francisco Franco durante su visita a la Semana Santa de 1940, planeado por la
Internacional Comunista en París, que acabó con cuatro exbrigadistas abatidos en el
cabaré Zapico y un anarquista fusilado tras ser torturado en el cuartel del Sacrificio,
donde relataría todos los pormenores del complot.
Aquel fue el primero de los numerosos intentos de matar al Caudillo, todos ellos
fallidos, lo que provocó que Franco, consciente de su baraka, se creyera invulnerable.
Los periódicos no se hacían eco de estas conspiraciones, con el fin de aparentar un
ambiente de normalidad. Máxime cuando el enemigo se hallaba en casa, ya que al año
siguiente el núcleo duro de la Falange se planteó asesinarle el 1 de abril, durante la
celebración del Día de la Victoria, si bien desistió de este propósito ante las dudas
sobre sus consecuencias.
Y es que Franco no gozaba de las simpatías de la mayoría de los falangistas, a
quienes calificaba de chulos de algarada, desde que dictara en plena guerra el decreto
de unificación de las fuerzas políticas. Esta norma jurídica supuso un jarro de agua
helada tanto entre los carlistas como entre los falangistas, quienes contaban con sus
propios proyectos políticos para el incipiente Estado que se estaba construyendo en la
zona sublevada. Por aquel entonces, treinta y seis mil falangistas y veintidós mil
carlistas combatían en el frente, por lo que Franco bautizó al nuevo partido con el
nombre de Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional
Sindicalista —F.E.T. y de las J.O.N.S— en un intento baldío de agradar a quienes
habían luchado por su causa, y que solo acarreó la oposición frontal de unos y otros.
Pero Franco ya gozaba del control absoluto de la situación y fue deshaciéndose a su
estilo de cualquiera que concentrara un mínimo de poder o le cuestionara su
autoridad. Así, al líder de los carlistas, Manuel Fal Conde, lo desterró en Menorca por
prohibir el alistamiento de los suyos en la División Azul. Peor suerte corrió Manuel
Hedilla, el jefe nacional de la Falange, que al oponerse al decreto de unificación lo
condenaron por el delito de rebelión a dos penas de muerte, inmediatamente
conmutadas primero por la cárcel y luego por el destierro.
El Tumba se encontraba alejado de todas esas intrigas políticas al más alto nivel.
Bastante tenía con las suyas, mucho más domésticas, y con averiguar si era cierto el
soplo que le había llegado a través de un periodista del ABC, de que un conocido
activista de la Falange tramaba algo muy gordo en los próximos días, justo cuando se
especulaba con una visita sorpresa de Franco a Sevilla. De ser fundado el rumor, ni la
vida de ese falangista ni la de Martín Villalpando valían una perra gorda.

10

Cuando se es joven, los ideales predominan sobre la prudencia. Puede incluso que
la búsqueda de la verdad no conduzca más que a un callejón sin salida. Sin embargo,
hay personas que son incapaces de sentarse en una silla para ver la vida pasar. Por
eso, Martín Villalpando, a pesar de su juventud o quizás precisamente por ella,
necesitaba saber lo que ocurría a su alrededor. Era consciente de que vivía inmerso en
una época única en la historia. El mundo luchaba entre sí y aunque España no
participaba de manera directa en el conflicto, le resultaba tentador descubrir algo de lo
que se escondía tras las bambalinas de la guerra.
Si bien sabía que ni su periódico ni ningún otro publicaría cualquier noticia que
cuestionara el orden establecido, soñaba con escribir un libro cuando las aguas
regresaran a su cauce, en el que contaría todos aquellos sucesos obviados por la
censura del momento, para que las generaciones venideras conocieran cuanto
aconteció en Sevilla durante una época en que las referencias políticas de los medios
de comunicación se limitaban a narrar loas al Caudillo.
Le llamaba la atención que los diarios tampoco recogieran los fracasos de las
conjuras contra el régimen franquista, como un atentado fallido durante la visita del
Generalísimo a la Semana Santa sevillana, dos años atrás. En un prostíbulo de la plaza
de la Mata los falsos legionarios encargados de la misión fueron sorprendidos
hablando en italiano, y el plan fue desbaratado antes de que les diera tiempo a
organizar un ataque con granadas durante la procesión del Santo Entierro que,
presidida por Franco, desembocaría en la calle Sierpes. La prensa ni siquiera recogió
la muerte de los conspiradores, acribillados a balazos, en un tiroteo dentro de un
cabaré próximo a la Alameda de Hércules.
La brisa húmeda del Guadalquivir se volvió gélida cuando Martín dejó el
entramado de calles de la ciudad para alcanzar el Paseo de Colón. Se embozó el rostro
con las solapas de su abrigo gris mientras caminaba cerca de la plaza de toros de la
Real Maestranza de Caballería. En su mente confluían las palabras de la nota que
acababa de dejarle a la niña de los ojos verdes y los rumores sobre el atentado que se
estaba preparando contra Franco, quien en los próximos días asistiría a un festejo
taurino. La oscuridad de la noche apagaba casi por completo la blancura del coso. A
su izquierda, la negrura del río vestía a Triana de luto.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo en forma de presagio siniestro al atravesar el
puente sobre el Guadalquivir. Aprovechó el encendido de un cigarrillo para
vislumbrar las manecillas de su reloj. Si aceleraba un poco el paso, llegaría sin retraso
a su cita en la Venta del Charco de la Pava, ubicada desde hacía siglos a las afueras de
Triana.
Algunos automóviles aparcados en el exterior delataban que habían acudido
señoritos de postín. Y no era para menos. Se comentaba en algunos mentideros que el
guitarrista Niño Ricardo y el cantaor Manolo Caracol, que se encontraban esa semana
descansando de sus giras, visitarían esa noche a su amigo Eduardo el Chachi, el dueño
de la venta, que tuvo a bien contratarles en sus comienzos, augurándoles todos los
éxitos que ahora cosechaban por medio mundo.
No solo la chimenea encendida daba calidez al local. Martín sintió al cerrar la
puerta tras de sí que se adentraba en un universo irreal, en el que el cante, el baile y
las risas eran capaces de derrotar a la miseria cotidiana. De repente, se sintió inmerso
en uno de esos escenarios de las películas americanas donde el glamour no entiende
de hambre. Y eso que llevaba todo el día con un bocadillo de tocino que andaría a
esas alturas más en los zancajos que en el estómago.
La noticia de la posible presencia de Ricardo y Caracol parecía haberse propagado
y el público abarrotaba las mesas del local. La mayoría bebía vino o cerveza, si bien
algunos jóvenes trajeados apuraban vasos de whisky. Un grupo de falangistas vestidos
con camisas azul mahón reía a carcajadas con unas muchachas que no tenían pinta de
ser sus novias. Y es que las señoritas de las familias decentes no acudían a estos
lugares, por lo que los hombres se hacían acompañar de mujeres de alterne o de los
barrios, a quienes importaban poco esas admoniciones sobre recato que se lanzaban
desde los púlpitos de las iglesias.
Avistó a Juan José Domínguez en uno de los rincones, cerca de unos soldados
portugueses que, a tenor de sus gritos y de sus caras, debían de estar bastante bebidos.
A diferencia de los otros falangistas del local, Juan José llevaba la camisa azul con el
escudo del yugo y las flechas, además de la corbata negra en señal de luto por la
muerte de José Antonio Primo de Rivera, pero no la boina roja de los carlistas,
impuesta por Franco tras el decreto de unificación.
El falangista le sonrió afable al verle aproximarse, invitándole a sentarse junto a él.
Ambos se conocían de vista y saludo de los tiempos en que Domínguez cortejaba a
Rocío, una vecina de Martín, antes de comprometerse con su esposa. Fue
precisamente su antigua novia quien facilitó el encuentro entre los dos.
—¡Qué bárbaro! ¡Cómo has crecido, muchacho! —exclamó Domínguez, con
sincera sorpresa—. De no acercarte, no te hubiera reconocido.
—¿Cómo estás, Juan José? —respondió Martín, estrechándole la mano. Pensó en
saludarle con el brazo en alto; sin embargo, no lo hizo al antojársele demasiado
impostado.
—No me puedo quejar. De aquí para allá. Te puedes imaginar, soy un culo de mal
asiento.
—Puedo hacerme una idea.
—Corren tiempos revueltos, y no podemos cruzarnos de brazos —comentó
Domínguez, adoptando un aire misterioso en la voz, mientras le servía un vaso de
vino—. ¡Mosto del Aljarafe! Lo echaba de menos.
—Sí —rio Martín, respondiendo al brindis de su acompañante—. En realidad, no
sé por qué lo llamamos mosto si es un vino joven con sus buenos doce grados.
—Porque en Sevilla hablamos como queremos. Y al que no le guste, que se
aguante. No irás a ponerte puntilloso con nuestro lenguaje por ser periodista —
bromeó Domínguez.
—No es mi intención —sonrió el muchacho.
—Te preguntarás por qué he elegido este local tan concurrido para charlar. He
aprovechado para ver si es verdad que esta noche actuarán Ricardo y Caracol. He
tenido la oportunidad de verles en el Calderón de Madrid, pero no es lo mismo. Un
teatro jamás alcanzará la magia de una venta.
—Supongo que el vino también ayuda a crear el ambiente —apuntó Martín, con
una media sonrisa.
—¡Seguro! —la sonora carcajada de Domínguez apenas se oyó entre el elevado
murmullo de las conversaciones.
—Pensé que, sin embargo, preferías un sitio más discreto para conversar.
—¿Más discreto? No tengo nada que esconder.
Martín creyó atisbar un destello fugaz en la mirada penetrante del falangista y un
ligero mohín bajo el estrecho bigote que más bien parecía una ceja recta sobre el labio.
Sin duda, Domínguez era un tipo apuesto y lo sabía. A pesar del mundo recorrido, sus
veinticinco años resultaban insuficientes para apagar la pasión y el narcisismo que
desprendían sus expresiones.
—Rocío me dijo que estabas metido en algo muy gordo —se atrevió a replicar
Martín.
—¿Eso te ha dicho? ¡Qué sabrán las mujeres! —su evasiva sirvió para maldecir en
silencio la hora en que quiso darse importancia delante de su antigua novia.
—Bueno... Se la veía preocupada. Ya sabes que le gusta adivinar el futuro
mirando a las estrellas. Me pidió que te dijera que, ahora que vas a tener un hijo,
debes tener más cuidado.
—Vaya, ahora se preocupa por mí. Tendría que haberlo hecho antes de dejarme,
cuando vino con la patraña esa de que no podía vivir con el sufrimiento permanente
de no saber si al día siguiente volvería a verme vivo.
—En realidad, creo que se siente orgullosa por tu valor, pero dice que fue ella la
cobarde.
—Cada uno vive como nace. Es mi carácter. ¿Sabes cuántos años tenía cuando me
fui a Madrid en bicicleta y con un duro en el bolsillo para escuchar un discurso de
José Antonio, que en paz descanse? ¡Dieciséis! Antes incluso de que ese mártir por
Dios y por España fundara la Falange, la de verdad, no la que nos han impuesto en la
guerra —ahora instintivamente bajó la voz—. Y sí, es cierto que traté de arrancar la
tricolor del Ayuntamiento de Aznalcóllar a principios del 36 y que me dispararon y me
detuvieron por ello. ¿Y qué? ¡Mira! —dijo, señalándose las condecoraciones bordadas
en el brazo izquierdo de su camisa—. Un Aspa Roja y un Aspa Blanca. ¿Y sabes quién
me defendió en el juicio por la mierda de la puta bandera? ¡El mismísimo José
Antonio! Cien veces que naciera, cien que volvería a hacerlo.
—No te lo censuro, Juan José, aunque entenderás que Rocío sufriera por ti.
—Ya —respondió, ensombreciendo el semblante—. Si no se lo reprocho...
Además, ahora estoy felizmente casado. Mira qué bonita es mi Piruchiña —dijo,
enseñándole un retrato que llevaba en la cartera—. ¡Y valiente como ella sola!
—Sí que es bonita, sí —corroboró Martín.
—Ella sabe que atravesé seis veces, ¡seis!, la línea del frente, de un bando a otro,
pasando información. No creo que nadie haya hecho nada parecido. Mi Piruchiña es
consciente de que alguien como yo no puede estar sentado en su casa, esperando en el
sillón a que le traigan las zapatillas.
—¿Y en qué estás ahora? —aprovechó para preguntar Martín.
—¿Ahora? —rio Domínguez—. Seguimos en guerra y yo soy un soldado. Hitler
nos necesita. ¿Crees que es normal que tengamos barcos ingleses apuntándonos en
Gibraltar? Lo bien que nos vendría una invasión alemana, joder.
—Entonces...
—Entonces Ricardo y Caracol se están haciendo de rogar —respondió el
falangista, dando a entender que se había acabado la conversación.
—Están sentados en aquella mesa —señaló Martín—, con el Chachi y un speaker
de Radio Sevilla que se está haciendo muy popular, Rafael Santiesteban.
Al mirar hacia el lugar que le señalaba el joven periodista, Domínguez descubrió
de reojo a Pepe Ravelo, acodado en la barra.
—Echa un vistazo con disimulo. ¿Conoces al sujeto del abrigo que está apoyado
en el mostrador?
—No le he visto nunca —respondió Martín, tras girar la cabeza con aire distraído
—. ¿Quién es?
—Un mal tipo. Intenta que no te ronde. Lo que no sé es qué cojones está haciendo
aquí —concluyó Domínguez, sirviendo más vino en los vasos—. Pero hazme caso,
muchacho: eres muy joven, no te metas en líos y, sobre todo, no se te ocurra mear en
macetas ajenas. La prensa no es el mejor lugar para experimentos, así que procura
esperar a que escampe. Cuanto menos sepas, menos peligro correrá tu vida.
De repente, todo el murmullo del local se interrumpió por arte de una magia que
se intuía. Niño Ricardo y Manolo Caracol se dirigían al pequeño tablado que servía de
escenario. El cantaor, con la camisa abierta, caminaba dando cambaladas. A duras
penas consiguió engancharse al respaldo de una de las sillas de la tarima, lo que hizo
pensar que su embriaguez no le permitiría cantar. El público aguantaba la respiración,
de manera que podía escucharse el zumbido de una mosca.
Niño Ricardo miró a su amigo y este asintió con la cabeza, más aferrado al asiento
que un marino a su timón en medio de la tempestad. La guitarra comenzó a sonar
mientras Caracol, con la mirada perdida en el suelo, se balanceaba sin aparente
intención de abrir la boca.
—Está como una cuba —susurró alguien, provocando un chis unánime entre la
concurrencia.
El guitarrista rasgaba en sus cuerdas una y otra vez el monótono soniquete de la
seguiriya, agotando las falsetas de su repertorio, sin que Caracol se arrancase. Un
suave murmullo comenzó a mezclarse con el humo del tabaco, creando un clima de
expectación que rozaba la impaciencia.
De pronto, el cantaor se tocó el pecho y lanzó un quejido que arrancó el olé
entusiasta de todos los presentes, quienes a buen seguro jamás habían escuchado una
salida similar por seguiriyas.

Si algún día yo a ti te llamara


y tú no vinieras,
la muerte amarga, compañerita mía
yo la apeteciera.

En medio del paroxismo general, Pepe Ravelo apuró su cigarrillo y salió de la


venta, esbozando una siniestra sonrisa. Le excitaba el olor a sangre.

11

Era difícil crecer con esa sensación de vacío interior. Una mañana, su madre la
besó al despertarse y ella le sonrió, sin ser consciente de que aquel era su último beso,
sin saber que nunca volvería a verla más que en sueños.
A Olalla se le acabó la infancia aquel aciago día en que asesinaron a sus padres. Y
a pesar de ser una chica de carácter alegre, su sonrisa albergaba posos de melancolía.
Desde que la descubrió de muy niña, la música constituiría para siempre su refugio.
No le importó tener que dejar el colegio de las Esclavas Concepcionistas cuando su
directora le dio a escoger entre los estudios o las clases de piano en el conservatorio.
Si interpretaba alguna pieza de Chopin, el mundo se paraba a su alrededor. Por eso
rara vez tocaba en público. Deslizar los dedos por esa sucesión de teclas blancas y
negras para arrebatarlas el sonido se había convertido en algo íntimo, en una
abstracción de la realidad que perduraba hasta la última nota. Solía ocurrirle que
perdía la noción del tiempo, sentada ante el piano del pequeño salón, y sus tías tenían
que recordarle que era la hora de comer o de cenar.
Entre semana, apenas salía de casa, más que para hacer algún recado, bien por las
tiendas cercanas del Arenal o por los comercios de la calle Francos, a comprar medias
o en busca de telas a buen precio. Y aunque casi todas sus vecinas eran de misa diaria,
ella solo acudía a la iglesia los domingos y las fiestas de guardar, más por disfrutar del
ambiente de la Avenida o de las calles Sierpes o Tetuán que por devoción. Eran las
ocasiones en las que se podía pintar algo de carmín en los labios y enfundarse alguno
de los trajes de chaqueta que ella misma se confeccionaba, tratando de que sus tías no
se percatasen de que las faldas dejaban mínimamente su rodilla al descubierto. Por la
tarde, se convertía en espectadora fija en algunos de los cines de la ciudad a los que
acudía el público en masa, y se hacía necesario sacar la entrada el día anterior.
Aquel primer domingo del año 1942 Greta Garbo protagonizaba La reina Cristina
de Suecia en el Florida, y el estreno coincidía con el revuelo causado por su retirada
cuando, con treinta y seis años, se hallaba en lo más alto de su carrera. Sin embargo,
sus amigas eligieron ver Blancanieves y los siete enanitos en el Coliseo, no sin cierta
contrariedad por parte de Olalla, ya que la Garbo era su segunda actriz preferida,
detrás de Katherine Hepburn. Sin saber por qué, a diferencia de las niñas de su edad,
se sentía atraída por esas heroínas de la pantalla grande que no se limitaban a
acompañar al galán de turno, sino que actuaban con independencia, sin esperar a que
un hombre les devolviera a la vida con un beso. A la salida del cine, sus amigas
jugaron a buscar sus príncipes azules y le preguntaron, entre risas, por el caballerito
que las saludaba a la salida de misa, a las puertas del Britz, inclinando la cabeza
mientras se rozaba el sombrero y del que ya conocían su identidad, después de unas
rápidas averiguaciones. Pero a Olalla aquel muchacho le provocaba más ternura que
deseo.
No sintió lo mismo cuando vio a Eduardo Elorriaga por primera vez. Sucedió al
concluir la interpretación de un nocturno de Chopin, intentando quitarse de la cabeza
el martilleo del Hi Ho de los enanitos. Lo tocó con una delicadeza que hizo estremecer
a los naranjos de la barreduela. Al concluir la pieza, aún con los ojos cerrados, oyó a
sus espaldas unos sonoros aplausos. Al girarse atisbó entre las hermanas de su madre
la figura espigada de un muchacho que palmoteaba con la mejor de sus sonrisas.
En otras circunstancias se hubiera sentido traicionada por sus tías, que no solo
habían permitido la entrada en casa de un desconocido, sino que además habían
consentido que la escuchara tocar sin saberlo ella. Por su cuerpo circularon
sentimientos que jamás había experimentado: asombro, pudor, embeleso... pero sobre
todo sorpresa, por su propia complacencia al saberse observada con fascinación por
aquel joven tan apuesto.
Fue su tía Sara la que, conocedora del carácter de su sobrina, quiso disculparse.
—Olalla, cielo. Ha venido a visitarnos don Eduardo Elorriaga. Sonaba tan
magnífica tu interpretación que él mismo nos rogó que no te interrumpiéramos. Y
tampoco queríamos dejar de escucharte...
—Toca usted mejor que los ángeles, señorita. Me ha cautivado por completo —
elogió el joven, acercándose para ofrecerle su mano.
La muchacha, algo aturullada, lo saludó sin levantarse del asiento. Quizás para no
evidenciar el estremecimiento de sus piernas, al percibir la calidez y la firmeza de la
mano que apretaba la suya.
—Encantada —musitó, procurando disimular cómo sus ojos lo recorrían de arriba
abajo.
—El señor Elorriaga está de paso —apuntó su tía Montse.
La anchura de sus hombros, su flequillo moreno, sus ojos penetrantes, su porte
distinguido, su pañuelo en el bolsillo superior de la chaqueta y ese condenado
hoyuelo en la barbilla cuando sonreía, hacían que fuera lo más parecido a Cary Grant
que había visto en su vida. ¡Si hasta hablaba igual que en las películas, pronunciando
todas las eses!
Olalla se mordió los labios para no preguntar qué pintaba allí aquel muchacho.
Eduardo intuyó el desconcierto en su mirada y se presentó de modo conveniente.
—Lamento haber interrumpido sus ejercicios al piano. Simplemente vengo de
parte de mi padre a presentarle mis respetos —comentó el joven, con una sonrisa
franca aunque con atisbos de tristeza.
—¿Su padre? —preguntó la muchacha, sin entender nada.
—El padre de don Eduardo era muy buen amigo del tuyo, Olalla —aclaró su tía
Sara—. Hicieron juntos el servicio militar y se carteaban con frecuencia.
—Sintió mucho lo que ocurrió —explicó Eduardo—. Siendo niño, resultaba rara
la semana en la que no me recordaba sus batallitas juveniles junto a su padre. Ahora
es a mí a quien le toca hacer la mili en las islas Canarias. Al enterarse de que
pernoctaría en Sevilla, me hizo jurarle que vendría a visitarla para comprobar cómo se
encontraba.
Olalla sintió un escozor de lágrimas y tragó saliva para que no se desbordaran.
—Es usted muy amable. No conocía la existencia de su padre... Dígale que estoy
bien —balbuceó la muchacha, con voz trémula.
Con el tiempo, sabría que la mano del padre de Eduardo Elorriaga se escondía
detrás de algunos de los sobres con dinero que llegaban a su casa, remitidos
anónimamente, y que contribuyeron a sacar adelante la maltrecha economía familiar
que, demasiado a menudo, dependía de los pequeños préstamos a plazos de los
diteros.
—Mi padre estará encantado de saber de usted. Aunque estaba mal informado. Me
había dicho que era una niña y ya no es así —dijo el futuro militar, evitando aludir al
encarcelamiento de su progenitor en el penal de Santoña desde finales de la Guerra
Civil—. Y además, sin pretender ser atrevido, muy hermosa.
—Más vale que deje usted sus osadías para el ejército —protestó, no muy
convencida, la tía Montse.
—El avión sale mañana desde Tablada —informó el muchacho—. Es difícil que
volvamos a vernos, y bien que lo siento. Pero me llevaré la melodía que le he
escuchado interpretar y sus preciosos ojos verdes entre mis mejores recuerdos.
—Me deja sin palabras —respondió Olalla, con esa sonrisa suya melancólica, más
aún al saber que sería difícil volver a ver a Eduardo Elorriaga.
—Quizás podría ser usted mi madrina de guerra —se atrevió a decir el joven.
—¿Qué es una madrina de guerra? —preguntó Olalla con inocencia.
—Cuando los soldados están en el frente de batalla, solos, sin nadie que les espere
a la vuelta, reciben cartas de ánimo de mujeres a las que no conocen. Eso les ayuda a
no pensar, a tener una ilusión por la que no abandonar —aclaró tía Sara, ocultando
que ella misma fue madrina de guerra de tres soldados durante la contienda, ninguno
de los cuales había regresado.
—Ya no estamos en guerra —comentó secamente tía Montse, ante la mirada
reprobatoria de su hermana.
—Nunca se sabe, señora. Todavía hay combatientes en la División Azul, luchando
en Rusia —corrigió Eduardo.
—Esos son voluntarios, ¿no? —preguntó tía Sara.
—Tengo entendido que no siempre es así, pero confío en que tenga razón señora
—contestó él.
—Seré su madrina de guerra —sentenció Olalla, resuelta.
—Entonces ya puedo irme tranquilo a Canarias, a Rusia o al fin del mundo —
respondió el muchacho.
—Es usted muy adulador —dijo la joven.
—Y usted la muchacha más bonita que he conocido en mi vida —contestó
Eduardo en un tono más cortés que atrevido—. Esperaré sus cartas con impaciencia.
Aunque le escribiré yo antes para darle mi dirección. Han sido ustedes muy amables
—dijo, dirigiéndose a las tías, mientras les daba la mano—. Sigan cuidando de ella tan
bien como lo han venido haciendo hasta ahora.
—Es usted todo un caballero, señor Elorriaga —le respondió risueña tía Sara,
recibiendo un ligero codazo de su hermana—. Esperamos volver a verle por casa.
—Me alegro de que haya venido —agradeció Olalla, sin poder controlar el
estremecimiento de su nuca al sentir los labios del militar en el dorso de su mano, a
modo de despedida.
—Que Dios las bendiga —respondió el muchacho, dejándose acompañar por tía
Sara y tía Montse hasta la puerta. Olalla se giró, cerró los ojos y volvió a tocar la
nocturna de Chopin, con el único deseo de que aquel muchacho regresara sano y
salvo de donde quiera que fuese.

12

Asomado en el balcón del requisado palacio de Yanduri, el general Franco


saludaba sonriente al gentío que se iba amontonando en la plaza de la Puerta de Jerez.
El hecho de que hubiese viajado de incógnito implicaba la ausencia de desfiles, pero
el dictador permitía que se le rindiesen unos honores de circunstancias, mientras se
disponía el encuentro con el presidente portugués.
Lo cierto es que, desde que se quitara de encima a ese engreído de Queipo de
Llano, las visitas a Sevilla resultaban mucho más plácidas; y eso que tampoco
soportaba al cardenal Segura, el único primado que no le permitía entrar bajo palio en
las iglesias de su jurisdicción.
Ahora ya no tenía que compartir honores a la hora de pasar revista a las tropas con
un general más alto y más admirado por las féminas, que para colmo le llamaba a sus
espaldas Paca la Culona, dudando de su virilidad e incluso de la paternidad de su
hija Carmencita. En las noches de francachela, entre trago y trago, Queipo le contaba a
todo el que quería oírlo aquella vieja historia: en 1914, durante la guerra de África,
Franco había sufrido una herida en el bajo vientre que le impediría dejar embarazada a
ninguna mujer.
Lo lógico era que Queipo de Llano hubiese corrido en Sevilla la misma suerte que
Fanjul y que Goded, fusilados tras el fracaso de su levantamiento militar en Madrid y
Barcelona. Sin embargo, la suerte y el destino se habían aliado con el veterano general
vallisoletano, haciendo que Sevilla se doblegara contra todo pronóstico y acabara
erigiéndose en un estratégico bastión durante la contienda civil. Queipo se jactaba de
ello y a Franco le llevaban los demonios. También le fastidiaba la popularidad
obtenida gracias a sus arengas radiofónicas desde su habitación en el hotel Simón y
difundidas a través de Radio Sevilla. El propio Franco tuvo que prohibirlas antes de
concluir la guerra, porque su tono no resultaba el más adecuado para un régimen que
pretendía ser tomado en serio por el resto de Europa. Para colmo, Queipo de Llano
estaba convirtiendo Andalucía en su feudo, hasta el punto de ganarse el sobrenombre
de El Virrey; incluso se había hecho pintar un tríptico protagonizado por él mismo, a
mayor gloria propia. Y si había algo que Franco no podía soportar, era que alguien le
hiciera sombra.
Así que al terminar la guerra, aprovechando que el invicto y benemérito
reconquistador de Sevilla, tal y como le describía un periódico local, en uno de sus
discursos en público, cuestionó alguna de las decisiones del Generalísimo, este le
exilió disimuladamente con la excusa del cumplimiento de una misión diplomática
inexistente en Italia, prohibiendo su regreso a Sevilla y que fuera mencionado en la
prensa.
Enfundado en un abrigo militar y calado con su gorro cuartelero, Franco saludaba
complaciente a la concurrencia que le vitoreaba, en espera de que el doctor Oliveira
Salazar saliera del hotel Alfonso XIII, al que los republicanos habían rebautizado con
el nombre de Andalucía Palace, sin que nadie pareciera tener prisa por devolverle la
denominación originaria. Entre la muchedumbre se hallaban militares, falangistas y
policías de paisano que recelaban entre sí. Pepe el Tumba sonrió al descubrir a
Domínguez cantando, brazo en alto, el Cara al sol.
—¡Qué coño estará tramando ese nazi cabrón! —se dijo para sí, sin quitarle el ojo
de encima.
En el mes de febrero de 1942, el rumbo de la guerra mundial resultaba incierto y
eran muchos los que clamaban por tomar partido a favor de los alemanes. Sin
embargo, españoles y portugueses habían decidido mantenerse neutrales y, por
supuesto, respetarse entre ellos. Lo tenían firmado en un tratado de amistad y no
agresión desde 1939 y ahora, tres años más tarde, se reunían los máximos mandatarios
de ambos países para ratificarlo. Franco se encontraba exultante por haber conseguido
que Oliveira Salazar cruzase por primera vez la frontera, aunque a cambio tuviera que
entenderse con él en portugués que, al fin y al cabo, no era tan diferente de su gallego
natal.
Espías germanos e ingleses también vigilaban que el encuentro se celebrara sin
sobresaltos. A nadie se le escapaba la anglofilia de Oliveira Salazar ni el apoyo de
Franco a los alemanes. Y a pesar de que ambos no se cayeran demasiado bien, sí eran
lo suficientemente listos como para respetarse y entender que tomar partido en el
bando equivocado podía tener unas consecuencias funestas para sus países.
Cuando el dictador vio que el séquito luso, acompañado por el ministro español
de Asuntos Exteriores, Serrano Suñer, se dirigía a los Reales Alcázares para el
encuentro, se despidió con la mano y regresó al palacio, donde lo condujeron a un
acceso que llegaba hasta los jardines del recinto regio, a través de una puerta que
antaño se había abierto para facilitar las visitas entre la marquesa de Yanduri y la reina
Victoria Eugenia.
Mientras la muchedumbre se disolvía en la calle, Pepe el Tumba observó cómo
Domínguez, en la puerta del hotel Cristina, estrechaba la mano de ese joven periodista
que estaba metiendo la nariz más de la cuenta. Le pareció demasiada coincidencia que
se vieran otra vez en tan poco tiempo. Más le valía a ese tal Martín Villalpando que
Domínguez no cometiera ninguna tontería. De otro modo, ambos iban a pagarlo muy
caro.
Capítulo Segundo

13

Aquel lunes por la mañana salí de paseo sin haber recibido respuesta a mi correo
de la noche anterior en el que le sugería a Mateo leer el libro más transcendental de mi
vida, mientras me preguntaba si algún día le revelaría la verdad, en el caso de que él
no fuera capaz de descubrirla por sí mismo a medida que avanzara en su lectura. Y
todo eso contando con que decidiera leer la novela y tuviera interés por conseguirla. A
pesar de no encontrarse ya en las mesas de novedades, todavía podía comprarse en
algunas tiendas por Internet o en las librerías de viejo. Estuve tentada de adjuntarle
algún enlace, pero temí aparentar insistencia y determiné que fuera él quien tomara la
decisión. No soy supersticiosa, ni me gusta manipular los hilos del destino; y aunque
es habitual que me jacte en público de no creer en ellos, a veces pienso en si no se
estarán mofando de mí por negarles y juegan a fabricarme casualidades en su afán de
desconcertarme.
Me encanta pasear por Abandoibarra, junto a la ría. Ya no solo por la belleza
creada artificialmente, sino porque esa belleza ha nacido sobre una superficie
degradada, consumida por la fiebre industrial durante más de un siglo. Sobre los
terrenos otrora ocupados por fábricas y astilleros ahora se extienden parques y
modernas construcciones diseñadas por los arquitectos más reputados, conformando
un espacio donde la mano del hombre se ha estrechado con la de la naturaleza para
obtener una de las transformaciones más espectaculares que se recuerdan de una
ciudad, hasta convertir a Bilbao en un cisne que asombra a quienes la conocieron
cuando la contaminación ocultaba hasta el esplendor de los edificios señoriales que
siempre existieron.
Actualmente los bilbaínos han dejado de vivir de espaldas a la ría, el cordón
umbilical de la villa, cuyas aguas se han vuelto a poblar de aves y peces. Por sus
orillas corretean los niños, pasean las parejas de enamorados y transitan los turistas en
busca de una foto que colgar en sus redes sociales, con más naturalidad que
bucolismo.
Cuesta localizar vestigios de aquella actividad febril. Apenas alguna palabra con
reminiscencias antiguas, como Euskalduna: ahora sirve para denominar a un puente y
a un flamante palacio de congresos que le han arrebatado a los astilleros
desaparecidos no solo el espacio que ocupaban, sino también el nombre. O algún
elemento emblemático como la grúa Carola, llamada así en honor de una bella
muchacha que provocaba la admiración de los trabajadores cuando pasaba a diario
por la ría, capaz de levantar hasta sesenta toneladas y que no ha quedado más que para
ser retratada por visitantes que ni siquiera conocen su historia.
Ya no se oyen los ruidos de las factorías, ni se huele el humo impregnado de
minerales. Hogaño, aromas a sal marina se entremezclan en el aire con el graznido
esporádico de una gaviota patiamarilla o de algún ánade azulón.
Antes de darme la vuelta a la altura del Museo Marítimo, me detuve unos instantes
con los ojos cerrados, ofreciendo mi rostro a la brisa. Adoro estos espacios de silencio
urbano, remansos de paz dentro de la ciudad donde el tiempo se detiene, y por eso
disfruto tanto con esas librerías tradicionales donde aún es posible husmear entre sus
estantes, en busca del murmullo quedo de las palabras escritas.
Supongo que solo los sueños y los deseos son capaces de hallar atajos entre los
laberintos de nuestro pensamiento para conducirnos a los dominios de la imaginación.
Por eso, varada junto a un antiguo muelle, fantaseaba con el contenido de la respuesta
de Mateo. En realidad aguardaba a que pasaran los minutos, antes de regresar a casa y
encender otra vez el ordenador. Cuanto más durara mi paseo, menos posibilidades
tenía de llevarme una decepción al abrir la bandeja del correo. Un hormigueo en el
estómago me recordó que no había desayunado, lo que me sirvió como excusa para
detenerme en el camino de vuelta a comprar algo de comer. Y nada mejor que los
bollos de mantequilla que elaboraban en una pastelería muy próxima al domicilio que
David y yo compartíamos desde hacía años en el Arenal.
Vivíamos en un piso reformado de altos techos y suelos de madera, que a mí se
me antojaba demasiado grande, en especial durante las largas temporadas en las que
David se ausentaba por motivos laborales. Yo me pasaba las horas muertas en un
gabinete acristalado en el que tenía montado mi cuartel general. Allí leía, escribía,
enredaba en Internet o simplemente contemplaba la lluvia.
Entre que no me fiaba demasiado del viejo ascensor y que consideraba que mis
piernas me lo agradecerían a la larga, solía subir hasta la quinta planta por las
escaleras. Ese día no fue una excepción. Aún me cambié de ropa y me preparé un café
antes de sentarme frente al ordenador. Fuera, un sirimiri incipiente a duras penas
mojaba los cristales. A veces, una se pregunta por qué la felicidad resulta tan efímera y
no es capaz de conformar su existencia a base de momentos solaces. Quizás sea que la
memoria de lo vivido nos resta ingenuidad, nos hace más fuertes y más vulnerables al
mismo tiempo.
Se me deshacía el primer trozo de bollo en la boca cuando vi su correo. El mero
hecho de leer su dirección electrónica me provocó la sonrisa. Titulaba su asunto: Tu
nombre.

Hola, Adèle:
En realidad, confieso que me gustaría llamarte por tu verdadero
nombre. Hace varios meses que nos escribimos y a pesar de que sabemos
mucho el uno del otro, me llama la atención que ni siquiera me hayas
revelado tu nombre de pila. Y que quede claro que no pretendo que te
identifiques. Entiendo tus circunstancias personales y por nada del mundo
quisiera ponerte en compromiso alguno.
Sin embargo, a estas alturas intuirás que te has convertido para mí en
algo más que un simple desahogo epistolar. Nunca he sabido engañarme
a mí mismo, así que me resulta imposible negar que me atraes. No hay día
que pase en que no me imagine poder conocerte antes de que te conviertas
en una obsesión.
Espero que sepas disculpar mi atrevimiento, pero esta mañana la
prudencia no tenía ganas de levantarse.
Hoy no te envío saludos afectuosos, ni abrazos. Hoy son besos... como
los que me gustaría darte.
Mateo
P.D. Te he hecho caso y he comprado por Internet la novela que me
recomendaste anoche. Espero recibirla pronto.

14

Hoy son besos... como los que me gustaría darte. Releí aquella frase hasta que
tuve la certeza de que no se borraría nunca de mi mente. Engañándome a mí misma,
es muy posible que simulara cierto aire indolente mientras me incorporaba para mirar
a través de los cristales. La llovizna se fue transformando en un aguacero que
chapoteaba rebelde sobre el asfalto. En la calle una mujer trataba de dominar un
paraguas asustado por el viento, bajo la mirada gris del cielo bilbaíno que se entretenía
en teñir los árboles del Arenal de verde lluvia.
Recuerdo que esbozaba una de esas sonrisas trazadas por el anhelo y la
melancolía, con la boca entreabierta, cerrando los ojos de vez en cuando, quizás
esperando la calidez repentina de unos labios ajenos.
No era la primera vez que dudaba respecto a mi comportamiento con Mateo. Si
bien ya lo había podido intuir en correos anteriores, en esta ocasión era evidente que
le atraía una mujer a quien él creía no conocer en persona. Los hombres son muy
dados a enamorarse tanto de los misterios como de los retos y, desde el principio yo
había pretendido que fuera él mismo quien descubriera mi identidad, así que decidí
seguir ocultándome tras mi seudónimo. De algún modo, sentía la necesidad de que él
supiera todo de mí sin que yo tuviera que confesarle nada. Y es que los seres
humanos albergamos contradicciones que pretendemos ignorar en un fatuo afán de
simular coherencia.
Sabía que las reglas de nuestro juego quedaron fijadas por omisión en aquella
primera noche en el hotel Carlton, sin que ninguno de los dos se hubiera atrevido a
modificarlas durante todos esos años. Tal vez sea la cobardía lo que nos empuja a
encomendarnos al azar, sin querer plantearnos si existe o no, volviéndonos
especialmente pusilánimes a la hora de enfrentarnos con nuestra propia felicidad,
cuando atrasamos a sabiendas el reloj con el objeto de llegar tarde a la estación por
donde transitan los trenes cuyo destino desconocemos.
Mateo no lo sabía, pero ya me había besado. Lo hizo por primera vez nada más
cerrarse la puerta del ascensor que nos llevó desde el bar del Carlton hasta su
habitación. Me acarició la cara con ambas manos y me dio un beso largo, suave,
interrumpido por el pitido que nos avisaba de la llegada a la cuarta planta. Recorrimos
el pasillo despacio, en silencio, como si no nos acuciara el deseo y tuviéramos el
poder de juguetear con el tiempo. Sin embargo, al cerrar la puerta tras de sí, volvió a
besarme sin mediar palabra, esta vez agarrándome por la nuca. Yo tuve menos
miramientos y, tras depositar mi bolsa fotográfica en el suelo, rápidamente busqué la
desnudez de su cintura.
Me resulta complicado explicar lo que ocurrió esa noche. Yo me sentía tan
cómoda, tan desinhibida con él desde el primer momento, que me abandoné por
completo. Mateo me inspiraba tal confianza y tanto deseo que me entregué sin
reservas.
Aprovechando que no encendimos las luces, los reflejos de las farolas alcahuetas
de la plaza Moyúa se colaban entre las cortinas entreabiertas hasta alcanzar la cama.
Aún de pie, nuestros besos crecían en intensidad. Y aunque él trataba de no buscar mi
piel bajo la ropa, nuestras lenguas se removían con la violencia de la desesperación.
Me abrazaba con fuerza, como si temiera que me fuese a escapar. Al apretarme contra
él, creo que se dio cuenta de que no llevaba sujetador y sus músculos se contrajeron.
Aproveché para arañarle la espalda mientras le mordisqueaba la cara, incitándole a
que me desnudara. Pero Mateo parecía resistirse a tomar la iniciativa, ahora sé que por
cautela. Así que separé ligeramente nuestros cuerpos, sin despegarme de su boca y
hurgué en su cinturón hasta desabrochárselo al mismo tiempo que le di un fuerte
mordisco junto a la comisura de los labios. Emitió un jadeo, casi inaudible, sin llegar a
quejarse. Y eso que noté el sabor acre de su sangre mezclada en su saliva.
Entonces reaccionó, como un animal que se siente atacado. Me lanzó contra la
cama, se desnudó con rapidez y se arrodilló ante mí para quitarme a tirones las botas,
los calcetines, los pantalones y las bragas. Luego se incorporó para desabotonarme la
camisa hasta descubrirme los pezones, sobre los que se abalanzó para lamerlos,
rozándolos con los dientes. Enseguida su lengua recorrió mi cuerpo de arriba abajo,
deteniéndose bajo mi vientre. Hasta esa noche, jamás nadie había conseguido darme
tanto placer solo con la lengua. Por eso, cuando él hizo el amago de separarse, le
sujeté del pelo apretando su cabeza contra mí.
—Sigue —le susurré.
Se recostó con cuidado sobre una de mis piernas para lamerme con ansia al
tiempo que jugueteaba con sus dedos en mi sexo, resbaladizo y húmedo. En ese
instante, me miró de frente para cerciorarse de que yo también lo observaba. A
continuación volvió a recorrerme con su lengua cada vez más caliente hasta
provocarme el hormigueo que precedió a unos latigazos de placer que pronto
aumentaron en intensidad, extendiéndose en círculos concéntricos por mis muslos, mi
vientre y la base de mi espalda. Al notar mis convulsiones, se irguió para besarme en
la boca. Sabía a mí.
—No tengo preservativos —me dijo al oído.
—Yo sí —le contesté, con el corazón todavía acelerado—. Aunque ¿te atreverías a
follarme sin condón? Tomo pastillas.
A excepción de David, nunca había hecho nada parecido con nadie.
No contestó. Me miró sonriendo y me penetró con ímpetu. En cada acometida,
sentía cómo se aceleraban los latidos de mi sexo, y aunque no soy de gritar en la
cama, gemí cuando llegué al orgasmo, antes de sentir el calor profundo de Mateo
derramándose dentro de mí.
Cuando nos tumbamos exhaustos boca arriba, nuestros ojos se habían
acostumbrado a la oscuridad y casi pudimos distinguir el sonrojo de nuestros rostros.
—Eres preciosa —musitó, sonriéndome.
Y siguió buscando mi boca.
La madrugada no calmó nuestro deseo. Dormitábamos a ratos para enseguida
tocarnos; con las manos, con la boca, con las piernas... hasta terminar enganchados
sin remedio. Poco a poco, la luz de la mañana fue invadiendo la habitación,
desvelando el revoltijo de sábanas que nos envolvían. Su olor a sexo nos incitó a
follar por última vez antes de que sonara el despertador.
—Las diez. He quedado a las once para visitar unas bodegas en Haro —dijo,
justificándose—. Aunque lo que el cuerpo me pide es no salir nunca de esta
habitación.
—¿No estás cansado? —le pregunté, con sorna coqueta.
—Jamás nadie me había hecho sentir así, Silvia.
—Tú a mí me has vuelto loca —le confesé, mirándole a los ojos, con nuestros
rostros aún apoyados en la almohada.
—Eres increíble. Me cuesta pensar que no volveré a verte.
—¡Quién sabe! Supongo que esta noche no será fácil de olvidar para ninguno de
los dos.
—¿Olvidar? —respondió, mostrándome esa sonrisa que me derretía—. Sé a
ciencia cierta que por muchos años que viva, estarás entre los mejores recuerdos de
mi vida.
—¿Aún no me he ido y ya me llamas recuerdo? —le pregunté, fingiendo
abatimiento.
—Vente a las bodegas con nosotros —resolvió con vehemencia, como si le
hubiera llegado la inspiración de repente.
—No sé si es buena idea...
—¿Por qué no? Al fin y al cabo, no sería tan raro que una fotógrafa especializada
nos acompañara.
Dudé unos segundos mientras observaba de reojo el reloj que había sobre la
mesilla.
—¿Solo vais a Haro?
—Solo. Visitaremos López de Heredia, Muga, Cune y Bodegas Bilbaínas. Nos
quedaremos esta noche en Los Agustinos, un viejo convento reconvertido en hotel.
Me encantaría que pudieras venir —comentó en tono persuasivo.
Sopesé su propuesta durante unos instantes. David estaba fuera de Bilbao y,
aunque no resultara necesario, constituía una ventaja que no tuviera que darle
explicaciones.
—Creo que me has convencido, pero tengo que acercarme a casa para cambiarme.
Vivo cerca.
—¿Te espero en el hall, entonces?
—Claro —respondí, besándolo antes de incorporarme de un salto y empezar a
recoger mi ropa esparcida por toda la habitación.
—Me encanta que te hayas animado.
—Acabo de recordar que tengo que dejar los carretes en el laboratorio. Me daré
prisa, aunque si a las once y cuarto no estoy abajo, tampoco me esperes.
—No estarás cambiando de idea...
—¡No! —reí, abiertamente, vistiéndome sin que Mateo apartara su vista de mí.
—Eres preciosa.
—Eso ya me lo has dicho, y creo que exageras. Debo de tener unas ojeras
horribles... pero no me disgusta que pienses así —le contesté sin dejar de sonreír.
—¿Que exagero? Más bien me quedo corto. Y además creo que nunca me cansaré
de decírtelo. Eso sí, confío en que no te acostumbres.
—No pensarás meterme miedo —comenté, jovial.
—En absoluto —resolvió.
—Eres increíble —le dije, despidiéndome con un beso—. Nos vemos en un rato.
Pero otra vez ese destino en el que no creo se empeñó en jugarme una mala
pasada, como si hubiese querido cobrarse la felicidad de aquella noche,
impidiéndome que acudiera a la cita.

15

No hay día en que no la eche de menos. Aun hoy, me cuesta pronunciar su


nombre, aunque su rostro siempre risueño se haya difuminado en mi mente y, de
algún modo, invada todos mis recuerdos. Puedo estar haciendo cualquier cosa
cuando, de repente, se me encoge el alma y me cuesta tragar. Es su imagen que se
densifica, brotando como un holograma, totalmente visible al cerrar los ojos. Trato de
corresponder con una sonrisa, pero se me hiela en el corazón para terminar esbozando
una mueca con la que trato en vano de ocultar mi tristeza.
Tras dejar los carretes en el laboratorio, apresuré el paso camino de casa,
repasando en mi cabeza unos cuantos objetos que no podían faltar en mi bolsa de
viaje. A pesar de mi juventud, ya tenía la suficiente experiencia para saber que si
llevaba conmigo la cámara de fotos, mi equipaje debía ser ligero.
No dejaba de parecerme una locura acompañar a Mateo en su visita a las bodegas
de Haro. Eso sí, una locura irrechazable. Todavía me temblaban las piernas, en parte
por los nervios, en parte por la resaca de la batalla. Incluso comencé a sentir agujetas.
Y es que, hasta entonces, jamás había vivido una noche así.
El cielo estaba cubierto de nubes amenazantes de tormenta, que a mí se me
antojaron salvajemente bellas. No ser creyente te limita muchas ilusiones, entre ellas la
de pensar que tus seres queridos, una vez que han muerto, se encuentren allá arriba.
Sin embargo, una confía en una especie de deidad atea, lo cual no deja de constituir
una más de las incongruencias con las que vivimos cada día, formada por las almas de
todos los que se fueron, y que no solo habitan en ese cielo virtual, sino que perviven
en quienes les amamos a través de la esencia que nos dejaron.
Quizás aquel día yo le hubiera contado a mi hermana algo sobre Mateo. Nunca
podré saber si mi reserva a la hora de hablar de mis relaciones era consecuencia de la
ausencia de alguien en quien confiar o simplemente formaba parte de mi carácter.
Mi reloj marcaba casi las once menos veinte cuando, al levantar la vista, me dio un
vuelco el corazón. Hacía tiempo que no sabía de Asier y me extrañó verlo junto al
portal de mi casa. Al percatarse de mi presencia, lanzó al suelo el cigarrillo que
fumaba con nerviosismo.
—Hola, Asier. ¿Qué haces aquí?
—Hola, Silvia. Te he llamado a casa esta mañana, pero nadie respondía al
teléfono. No he querido dejar ningún mensaje en el contestador.
—¿Qué ha pasado? —pregunté, deshaciendo como pude el nudo de mi garganta.
—¿No has leído los periódicos?
—No.
—¿Ni las noticias en la radio?
—No, Asier, joder. ¿Quieres decirme qué coño pasa?
—Ayer por la tarde apareció muerta una chica... asesinada.
En ese instante, se me acentuaron los recuerdos, el dolor, la rabia, el miedo, la
impotencia... hasta noquearme. Asier me frotó el hombro, esperando con paciencia mi
reacción.
—¿La conozco?
—No lo creo. Se llamaba Igone Otero, ¿te suena?
—No... —respondí titubeante—. Entonces... ¿por qué has venido a contármelo?
—pregunté, imaginando de algún modo la respuesta.
—Creemos que puede tener alguna relación con... —ahora fue Asier quien dudaba
cómo contestarme.
—Con la muerte de mi hermana —afirmé con rotundidad.
—Sí. Es muy posible.
—¿Y en qué os basáis?
—No sé si es necesario que te dé detalles.
—¿Cómo que no es necesario, Asier? Han pasado casi seis años sin que me hayas
dado una sola noticia fiable. ¿Y ahora me dices que no sabes si es necesario? ¡Joder,
tío! Te juro que no te entiendo.
—Sabes que hemos hecho cuanto hemos podido...
—No te estoy reprochando nada, Asier. Al menos, a ti en concreto. Supongo que
ha habido mala suerte en la investigación, pero entiéndeme. Llevo mucho tiempo
rodeada de porqués: por qué ocurrió, por qué a ella y no a mí, por qué no se ha
sabido nada al respecto o por qué ese hijo de puta sigue libre.
El ertzaina me sonrió, condescendiente. Quizás había sido demasiado dura con él.
Sabía que uno de sus principales objetivos era encontrar al asesino de mi hermana y
que el caso constituía para él una verdadera obsesión, rayana en la frustración.
—¿Un café?
—Me vendrá bien tomar algo. Estoy que me caigo. No he desayunado, y anoche
no cené. Si quieres nos acercamos al Atlanta.
—Me parece buena idea.
Atlanta era una cafetería regentada por un matrimonio afable, que tenía a su favor
el haber conseguido que yo no muriera de inanición los días en que David se
ausentaba y mi nevera daba más pena que frío, gracias a sus deliciosos sándwiches o a
sus hamburguesas de ternera.
Recorrimos en silencio los escasos metros que nos separaban del establecimiento.
Antes de entrar, mi rostro se reflejó en el escaparate. Nunca he sido particularmente
coqueta, pero me vi desaliñada y demacrada. A esas alturas, mi cita con Mateo había
quedado pospuesta sine die. Ni siquiera tuve ánimos de llamarle al hotel para darle
explicaciones.
La cafetería se encontraba animada, aunque la mayor parte de los parroquianos,
casi todos hombres trajeados, desayunaba en la barra. Sorteamos un par de sillas
descolocadas para ocupar la mesa más cercana a la cristalera. Un camarero se acercó
con presteza para preguntarnos por lo que íbamos a tomar.
—Una Coca-Cola y un pintxo de tortilla —le dije, tratando de dibujar una sonrisa.
—Para mí, un café solo, por favor —pidió Asier.
El camarero regresó antes de que pudiéramos entablar más conversación que la
exaltación de la tortilla de patatas, una de las cosas que más me gustan de Bilbao.
—Cuéntame qué sabéis —le pregunté a Asier, recién ascendido a suboficial de la
Unidad de Investigación Criminal de la Ertzaintza.
—Te tendré al corriente, pero tienes que prometerme que no le contarás nada a
nadie mientras no se levante el secreto de sumario.
—¡Que sí, joder! ¿Quieres empezar?
—No hay muchos detalles, todavía —dijo Asier, encendiendo otro cigarrillo—.
No obstante, quería contártelo yo antes que te enteraras por la prensa. Ayer por la
tarde nos dieron aviso de que se había encontrado el cadáver de una mujer en el
monte Pagasarri, muy cerca de la ermita de San Roque. Cuando llegué, los de la
Científica ya andaban recogiendo muestras. Al parecer, la muchacha llevaba muerta
pocas horas. El terreno estaba húmedo. Sin embargo, ayer no llovió en todo el día,
por lo que distinguimos huellas de neumáticos.
—¿Y por qué crees que tiene que ver con el asesinato de mi hermana?
—Además de ser violada y estrangulada... —el suboficial suspiró, sin atreverse a
mirarme a los ojos, mientras daba caladas nerviosas a su cigarro.
—¿Qué más, Asier? —le pregunté, impaciente.
—Además de violarla y estrangularla... a esta chica también la mutilaron.
—¿Qué quieres decir con que la mutilaron?
—No tenía pezones ni clítoris.
—¡Joder! ¡El muy hijo de puta! —elevé la voz sin darme cuenta, ante la mirada
reprobatoria de una señora que acababa de sentarse con un niño pequeño en una mesa
cercana.
—Imagino cómo te debes de sentir.
—No, Asier —le respondí en un tono más calmado—, no tienes ni puta idea de
cómo me siento, de cómo me he sentido todo este tiempo. Ni siquiera sé si me va a
consolar que lo detengáis, pero estoy deseando que suceda. Supongo que esta vez
tenéis alguna sospecha.
—Aún es pronto. Tendremos que esperar los resultados de la Científica y de la
autopsia por parte del forense. Imagino que no sabremos nada hasta dentro de unos
días.
—¿Vais a encontrarle, verdad?
—No he olvidado el juramento que te hice hace años. Daremos con él —afirmó
con vehemencia, ahora sosteniéndome la mirada. Aunque en el tono de su voz apenas
quedaban vestigios de la inocencia que albergaba cuando lo conocí, sus ojos
chisporroteaban al hablarme.
—Llámame en cuanto sepas algo más —le rogué, poniendo mi mano sobre la
suya.
—Te aseguro que ese cabrón se va a arrepentir de lo que ha hecho —me dijo.
Fuera, la lluvia arreciaba.

16

El asesinato de aquella muchacha removió los recuerdos más amargos del pasado,
esos que duermen en el rincón de un cuarto de nuestro cerebro, cerrado bajo llave, y
que afloran en cualquier momento invadiéndolo todo, traspasando unas paredes tan
porosas como la piel desgarrada.
A sabiendas de que Asier me había comentado que no habría novedades durante
un tiempo, apenas salí de casa por no separarme del teléfono. Creo que únicamente
me acerqué al laboratorio para recoger el reportaje del concurso de sumilleres y enviar
los negativos a la revista, antes de pasarme por un supermercado donde acopié las
escasas provisiones necesarias para subsistir: papel higiénico, pan de molde, jamón de
York y Coca-Cola. Ver el rostro de Mateo en esas fotografías me sirvió para
cerciorarme de que, en realidad, nuestro encuentro no era un sueño en mitad de una
pesadilla, aunque en honor a la verdad diré que entonces las circunstancias me
obligaron a olvidarle poco a poco.
Cuando David llegó a mediados de la semana y me vio tendida en el sofá, apenas
vestida con un pijama y la mirada perdida en la televisión apagada, no dijo nada.
Simplemente sonrió, me cogió en brazos y, tras llevarme a la habitación y desnudarme
con delicadeza, me hizo el amor muy despacio, susurrándome un te quiero, conocedor
de que solo el sexo era capaz de alejarme temporalmente de la espiral de dolor que me
provocaba la muerte de mi hermana.
He de reconocer que David es la persona que más sabe de mí. Quizás sea cierto
que se limita a mi personalidad visible, la que nos resulta menos pudoroso mostrar,
pero la mayor parte de sus conocimientos la ha adquirido mediante la observación, y
eso es muy de agradecer para las personas que no disfrutamos hablando de nosotras
mismas. Por eso, cuando mi amiga Lourdes se marchó a Madrid para continuar con su
carrera periodística y me quedé sin compañera de piso, acepté que él ocupara su lugar.
Compramos una cama más grande para mi habitación, alivié ropa de los armarios y
adaptamos el otro cuarto como despacho. Allí estuvimos varios años hasta que mi
abuela nos ofreció mudarnos a su ático en el Arenal, que apenas frecuentaba.
La llamada de Asier llegó el viernes por la mañana, adelantándome que existían
pocas novedades sobre el caso, pero que podíamos vernos por la tarde en el Iruña
para tomar un café.
Después de varios días de lluvia, el sol se abrió paso casi sin querer entre unas
nubes grises cada vez más iluminadas, hasta que se fundieron con el azul timorato del
cielo bilbaíno. Niños y mayores habían tomado los Jardines de Albia y hasta la estatua
de Antonio Trueba esbozaba una mueca socarrona. El suboficial me esperaba a la
puerta del café, fumando como de costumbre. Su tupido bigote se frunció al
sonreírme.
Tenía la sensación de que se alegraba siempre tanto de verme, que me causaba
lástima creer que pudiera estar enamorado. Me ocurría que no sabía cómo saludarle.
Un apretón de manos me parecía demasiado formal para la relación que manteníamos
y, sin embargo, tampoco ninguno de los dos habíamos hecho jamás ademán de darnos
dos besos. Nunca sabré si él no se acercaba por prudencia hacía mí o quizás por
protegerme, ya que podía pensar que no estaba bien vista la amistad con un policía.
—Hola, Silvia... —solía dejar sus saludos a medias, como si no supiese
concluirlos o no se atreviese a decirme ni siquiera un cumplido.
—¿Cómo estás, Asier?
—Si es pregunta retórica, te contestaré retóricamente que tirando. Pero si quieres
que te diga la verdad, estoy bastante jodido.
En las conversaciones triviales, Asier hablaba con esa sorna suya tan particular,
ante la que resultaba complicado averiguar si hablaba en serio o si le gustaba quejarse
en busca de ser compadecido o acaso de una sonrisa ajena.
—¿Y eso? —le pregunté, casi obligada.
—¿Tomamos un café dentro? —contestó, invitándome a pasar delante por la
puerta giratoria. Al otro lado, los aromas a madera y café delataban que en el viejo
establecimiento la vida transcurría más despacio.
—Estos lugares deberían ser eternos —susurré.
—Deberían. Sin embargo, cualquier día llega una franquicia de comida basura y
se lo carga.
—Anda, no exageres —le dije, observando cómo tomaba asiento frente a mí.
—En Salamanca, la ciudad de mis padres, se cargaron así El Corrillo, un café con
tanta historia como las aulas de la universidad. Al igual que este, muy frecuentado por
Unamuno —respondió asépticamente, sin dar emoción a sus palabras en su afán de
ocultarla, quizás para no sufrir por ella.
—Me dejas de piedra.
—Ya. Puta globalización. Cada día, las ciudades se parecen más las unas a las
otras: las mismas tiendas, el mismo mobiliario urbano, los mismos bares... Lo peor es
lo que se queda por el camino: esos viejos lugares que ya no podrán recordarnos
nuestras raíces.
—No conocía esa faceta tuya filosofante —comenté, divertida—. Estoy de
acuerdo contigo. Aunque creo que para recordar no nos hacen falta lugares, ni fotos,
ni objetos. Los mejores recuerdos corresponden a los buenos momentos vividos... y
esos no se borran. Quizás queden arrumbados en algún recoveco de nuestro cerebro,
pero de repente, como por encanto, en cualquier instante, afloran desde aquí —dije,
poniendo mi mano en el corazón—, regándonos con una solaz añoranza.
—¡Vaya! Y yo no conocía esa faceta tuya poética —bromeó, quise creer que para
disimular su admiración, mientras miraba de reojo mi escote aprovechando que yo
aún me tocaba el pecho.
—Me gusta mucho la poesía —corroboré.
Un camarero enjuto se acercó a la mesa para recoger la comanda.
—Buenas tardes, ¿qué van a tomar?
—Un café con leche —pedí.
—Y yo un vermú —solicitó, encendiendo un cigarrillo—. Me disculparás que me
lo tome a estas horas —dijo, dirigiéndose a mí.
—No tienes por qué pedir disculpas —le contesté, risueña—. Suele ocurrir
cuando se está jodido. ¿Puedo saber qué te pasa?
—La investigación de la muerte de esa muchacha no avanza en la dirección que yo
imaginaba. Y de postre, mi chica me dejó anoche.
—¡Joder! Lo siento —le respondí con sinceridad y si bien, deseaba conocer
detalles sobre el crimen, consideré más piadoso interesarme por sus temas personales
—. No sabía que tuvieras novia.
—Bueno, andábamos enredados desde hace dos años. Con nuestros tiras y aflojas
desde el principio, ya sabes, las discusiones típicas de toda pareja.
—Ya —asentí, sin querer contradecirle.
—Pero la de anoche es la definitiva. Me montó un numerito de la órdiga. Me gritó
que estaba hasta las narices de mis horarios, de que no estuviera cuando me
necesitaba y de esa actitud mía de quedarme colgado, mirando a las musarañas,
mientras enciendo un cigarro tras otro. Lo que me cabrea es que yo he sido igual
siempre —me contó, dando el primer trago al vaso que el camarero acababa de dejar
en la mesa—. Y todas esas cosas que me echó en cara son las mismas que un día le
gustaron de mí. No hay quien... —se detuvo al temer que lo que saliera de sus labios
pudiera molestarme.
—No hay quien entienda a las mujeres —concluí por él, sonriente.
—No todas son... no todas sois iguales.
Aquellas palabras constituían el mayor requiebro que Asier me había lanzado
hasta entonces.
—Eso no sé si es un insulto o un cumplido —reí ahora, martirizándole un poco,
comprobando cómo el único modo de combatir su sonrojo era acelerando el ritmo de
sus caladas.
—Estás siendo muy paciente conmigo —respondió, buscando el cambio en la
conversación—. Y tú andarás deseando saber algo del asesinato del otro día.
Ocurría siempre lo mismo. Cuando parecía que comenzábamos a encontrarnos
cómodos, Asier buscaba la manera de regresar a la realidad, como si esos cafés con
sabor a confidencias tuviesen que ser negros, sin posibilidad de edulcorarlos. Quizás
nuestra complicidad le incomodaba o pensaba que podría incomodarme a mí. Aunque
sigo manteniendo la teoría de que es tan buen muchacho que procuraba mantener la
distancia conmigo, más por respeto que por miedo al fracaso.
—Claro, a pesar de que ya me adelantaste esta mañana que las cosas iban lentas.
—Más que lentas, no van según yo preveía —titubeó—. ¿Te encuentras bien?
—Todo lo bien que puedo estar al no tener más remedio que echar la vista atrás.
Pero tranquilo, puedes contarme. No tengas miedo de hacerme daño.
Suspiró tras aspirar profundamente el humo de su tabaco.
—Los dos crímenes son demasiado similares para pensar que puedan haber sido
cometidos por personas distintas. No creo que sea necesario entrar en detalles.
—Me encanta que trates de protegerme, Asier. No obstante, insisto en que me
informes de lo ocurrido.
—A ver... —dijo, procurando buscar las palabras adecuadas—. Ambas fueron
asesinadas en un lugar por determinar. No, desde luego, donde las abandonaron.
Antes las habían violado y, tal vez, mutilado. En el caso de Igone, el forense ha
deducido que las amputaciones se produjeron cuando el corazón aún latía. La sangre
irrigada alrededor de las heridas así lo indica. Tanto ella como tu hermana fueron
sedadas con anterioridad con algo que bebieron, al parecer voluntariamente, por lo
que en teoría conocían al asesino. Eso explicaría que no presentaran hematomas, salvo
las marcas en tobillos y muñecas. Después las forzaron y las estrangularon.
—Bueno, por lo que me dices, tenéis unos cuantos indicios —contesté, respirando
con profundidad en mi afán de contener las lágrimas—. Que a esta chica la hayan
encontrado pronto habrá ayudado a recabar más pruebas.
—Sí, por supuesto que hay más. Si bien aún no tenemos el dossier de la autopsia
del forense te confieso que andamos bastante perdidos. Confiamos además en que el
informe de la Científica aporte algún hilo por el que tirar, aunque hay algo que nos
desorienta.
—Dime.
—A simple vista, nadie diría que los dos crímenes no fueron cometidos por el
mismo hijo de puta. Y, sin embargo, no lo fueron —Asier hablaba casi para sí,
tratando de ordenar las ideas en su cabeza, resistiéndose a aceptar la evidencia. Yo
permanecí callada en espera de una nueva explicación, pero el suboficial parecía haber
caído en trance.
—¿Qué quieres decir?
—El semen descubierto en sus vaginas... No es el mismo.
—¿Y entonces, Asier?
—Entonces es posible que haya dos violadores diferentes. Lo que no sabemos es
si ambos participaron en los dos asesinatos o si el segundo estaba al tanto del primero
y quiso imitarlo. Aunque no le veo el sentido. Este tipo de crímenes son cometidos
por psicópatas que actúan solos. Entenderás que nos encontremos desorientados. El
análisis del semen únicamente nos ha llevado a concluir que son distintos y que
ninguno de los dos tipos se hallaba fichado, al menos, en nuestra base de datos.
—¿Quieres decir que pueden estarlo en otras?
—Claro. Hay varias. Las más completas son las de la Policía Nacional. Llevan más
tiempo en esto. Las nuestras comenzaron hace solo unos años.
—¿Tienen varias?
—Sí. Las más útiles son las de identificación de huellas dactilares, la de ADN y,
por supuesto, la del DNI. Lo curioso es que ni siquiera ellos las tienen unificadas.
—¿Y no tenéis acceso a ellas?
—No, directamente. Tenemos que solicitarles la información a través de los
mecanismos correspondientes que no son demasiado ágiles. A ellos les ocurre lo
mismo.
—Alucino.
—Bueno, a pesar de que las relaciones entre los gerifaltes de la Policía Nacional y
de la Ertzaintza no son para tirar cohetes, los que callejeamos nos intercambiamos
favores. Le he pedido a un inspector de la comisaría de Gordóniz que me averigüe si
cuentan con alguna de las dos muestras de ADN extraídas del semen. Si no fuera así,
nos va a resultar más complicada su identificación.
—Estoy segura de que daréis con él —le respondí en un intento de animarle a la
vez que disimulaba mi desolación.
—Eso espero, Silvia. Y que el segundo criminal nos conduzca, de un modo u otro,
al primero.
Ya no respondí. Se me habían quitado las pocas ganas que tenía de hablar. Miré
por la ventana en busca de un lugar al que escapar, aunque solo fuera con la
imaginación. De repente, sentí la necesidad de estar sola. De huir a algún sitio que no
me resultase familiar, donde los paisajes no me atormentaran con recuerdos.

17

Pocas cosas me resultan tan gratificantes como la soledad elegida, quizás por eso
nunca me planteé tener hijos que pudieran cercenar mi libertad de movimientos. Y sin
embargo, sé que me engaño. El motivo principal de mi renuncia a ser madre es que
jamás me sentí preparada para asumir la responsabilidad, la preocupación o la
angustia por el dolor que un hijo ha de sentir a lo largo de su existencia.
Cuando buscas ese aislamiento en determinados lugares, parece que tu mente se
reiniciara, en un afán de empezar desde cero, de volver —quién sabe— a los idílicos
momentos de la infancia o, mucho más atrás, a nuestros propios orígenes como
especie. Suelen ser lugares dramáticos, paisajes donde, por ejemplo, el mar se tropieza
con las montañas o donde el hombre y la naturaleza luchan por hacerse un sitio, en
una pugna que dura milenios. Lástima que las emociones sean capaces de reconstruir
nuestra historia personal en poco tiempo.
El viejo caserío de mi amiga Lourdes en Antzora, frente a la isla de Izaro, entre las
playas de Laida y de Laga, es mi refugio. Me enamoré de él a primera vista en el
verano que lo visité por primera vez. Y eso que entonces apenas lo disfrutamos, ya
que nos pasábamos el día tumbadas al sol y las noches frecuentando las verbenas de
los pueblos cercanos. En realidad, era la residencia vacacional de sus padres, que se
habían conocido de niños en la otra orilla de la ría, en la colonia infantil de Nuestra
Señora de Begoña de Pedernales, aunque ahora podían pasar meses sin que se dieran
una vuelta por allí. El trabajo de Lourdes en Madrid tampoco le permitía acudir a
Antzora con la frecuencia que hubiera deseado. Mi amiga me insistía en que a la casa
le vendría bien un poco de calor humano, invitándome a pasar unos días en ella
cuando quisiera. No soy de visitar hogares ajenos y siempre había rehusado su
propuesta hasta aquel día en el que, tras conversar con Asier en el Iruña, sentí la
necesidad de escapar para tratar de encontrarme.
Desde luego, aquel paraje constituía un sitio perfecto. No demasiado lejos de
Bilbao, pero sí lo suficientemente aislado como para sentirme sola en medio de la
naturaleza, en la ladera de un monte junto a un Cantábrico indómito que disfruta
bramando en los meses fríos. Así que esa misma tarde, al llegar a casa, la llamé para
decirle que aceptaba por fin su ofrecimiento y que pasaría una semana en su casa. Su
voz, al otro lado de la línea, sonó alegre, satisfecha por poder serme útil de alguna
forma. A menudo me había confesado la impotencia que la dominaba cuando me
invadía la tristeza y no hallaba el modo de calmar mi aflicción. Se encargó de
mandarme por mensajero un juego de llaves que me suplicó que me quedara y se pasó
un buen rato dándome instrucciones para que me fuera más fácil instalarme.
En cada visita a Antzora experimento la misma emoción que la primera vez. Me
resulta difícil explicarlo. Es como si comenzase mi vida de nuevo. Frente a la
cristalera, se me pasan las horas observando cómo el mar trata de engañarnos con sus
cambios de color y la bravura de sus olas, contagiándome de las mareas que lo
habitan. Adoro encender la chimenea y contemplar el atardecer con las luces
apagadas. Es curioso que allí nunca haya sentido miedo por estar sola. Sobre todo,
cuando las noticias en los periódicos alarmaban a las bilbaínas con la existencia de un
posible asesino en serie, que había actuado al menos en dos ocasiones en los últimos
seis años.
Supongo que fue mi abuela la que, a su manera, me enseñó a vivir sin temor. De
niñas, a la hora de dormir, nos contaba cuentos extraños que entonces no
entendíamos, a los que encontré su sentido con el paso del tiempo. No tiene lógica
perderse un viaje por si el avión se estrella o renunciar a un amor por pánico al
fracaso. Tampoco la tiene asustarse por habitar una casa donde el mayor peligro es el
que nace de uno mismo.
Sigo frecuentando ese lugar al menos una vez al año, siempre en otoño o en
invierno. Allí, donde los acantilados de la Reserva de la Biosfera de Urdaibai besan al
mar, entro en cónclave con mis fantasmas en busca de una fumata imposible. En las
noches de tormenta, con los rayos clavándose en el agua, han pasado por mi mente
desde los deseos de venganza hasta la necesidad de amar. A Antzora me he llevado el
peso que acarreo en mi mochila, con el vano propósito de vaciarla en los acantilados y
que el mar arrastre su doloroso contenido hasta el fin del mundo. De algún modo, es
allí donde cultivo mi jardín secreto, liberándome de las circunstancias superfluas que
se empeñan en ocultarnos lo que de verdad nos importa.
Con los años, pude comprobar que no fue casualidad que aquel primer noviembre
el recuerdo de un hombre al que solo había visto una vez dominara sobre el resto. Sin
que mi consciencia lo eligiera, hasta Antzora siempre me han acompañado mi
hermana, mi abuela, David, Asier... y, fundamentalmente, Mateo. Nadie más.
Allí no importa si están vivos o muertos, ni que las circunstancias nos hayan
condenado a no volver a vernos. Por alguna curiosa razón, al margen de mi lógica, en
aquellos parajes disfruto con ellos, recreándome en mi soledad, haciendo míos los
versos que, en una visita a Sevilla, escuché a un viejo cantaor de flamenco:

A la mar miraba,
a la mar miré,
como miraba pa toítas partes
y solo me encontré.

Al principio quise creer que el hecho de haberle dado plantón a Mateo, tras vivir
una de las noches más excitantes de mi vida, apaciguaría mi zozobra y que, con el
tiempo, se me pasaría esa sensación de dependencia emocional. Que aquel brillante
sumiller era un vino joven, brioso, con una maravillosa explosión frutal en boca, pero
que al no fermentar en barrica, su sabor no persistiría. Me equivoqué. En realidad,
ocurrió lo contrario. Más aún, después de verle alguna otra vez. Aunque, desde luego,
muchas menos de las que a los dos nos hubiera gustado.
Por eso me removió aquel correo en el que me requería besos. En realidad, se los
pedía a una mujer de la que él creía no conocer el nombre y, sin embargo, lo sabía.
Bien que me lo había susurrado al oído en el silencio marchito de la habitación de un
hotel a medianoche, o mirando al mar a través de una cristalera mientras brindábamos
por nosotros. Releyendo aquellas frases, entendí que me resultaba complicado
continuar con ese juego de misterio. Mateo no se lo merecía. Se estaba enamorando de
una mujer de la que ya estaba enamorado.
Pero, por otra parte, me parecía ridículo revelarle mi identidad en un correo
después de meses escribiéndonos. Aunque era muy posible que me perdonara sin
entenderlo. Tras unos días de duda, decidí que tenía que seguir adelante con lo que
andaba haciendo. Al menos, hasta que él leyera la novela. A estas alturas, carecía de
sentido que yo le relatara abiertamente la verdad. Confiaba en que él la descubriera
por sí mismo y que, de ese modo, pudiera comprenderlo todo.
Fue un domingo en el que el Athletic de Bielsa había protagonizado una de sus
habituales remontadas en el viejo San Mamés, así que David se retrasó celebrándolo
con la cuadrilla y yo aproveché el sosiego de la casa para enviarle un correo a Mateo.
No sé si por respeto a las tradiciones o, simplemente, por romanticismo, siempre he
rehuido de la mensajería instantánea y de las redes sociales. Antes de escribir me gusta
madurar las frases y me niego a pasarme el día pendiente del teléfono o del ordenador
en espera de una respuesta que solo sirve para conseguir un refuerzo que palie
nuestras inseguridades o, lo que es peor, nuestras carencias. La tecnología ha
facilitado la forma de relacionarnos con los demás, a costa de menoscabar la
comunicación profunda con nosotros mismos.
Aquella noche, sin embargo, creo que no medí lo que le dije.

Querido Mateo:
Sé que te sonarán absurdas mis palabras, cuando no incomprensibles.
Lo cierto es que me siento tremendamente halagada por saber que te
atraigo. A veces, es imposible discernir el deseo del amor, el amor de la
dependencia o la dependencia del deseo. Al final, el círculo siempre
termina cerrándose. Y los besos son la puerta que nos lleva a descubrir
los sentimientos. Gabriela Mistral compuso un delicioso poema sobre los
besos, aunque más que un poema es un tratado. Si no lo conoces, te
recomiendo que lo busques. Me viene a la cabeza ahora un fragmento:
hay besos que se dan con la mirada
hay besos que se dan con la memoria.
Ya ves, son solo dos versos que resumen infinitas historias de amor.
Y tú me dices que te gustaría besarme, sin ni siquiera conocer mi
nombre. Siento no poder decírtelo, por el momento. Razones poderosas
me lo impiden. Pero espero que pronto no solo sea capaz de revelártelo,
sino incluso de que puedas ver también mi rostro.
Dirás que soy una chalada a la que le gusta exagerar el misterio. Y
hasta tal vez tengas razón. Por eso, te diré que la clave para desvelar ese
misterio se encuentra en las páginas de la novela que supongo ya ocupa
un lugar de tu estantería.
Con cariño,
Adèle
Capítulo II

18

Cuando Olalla recogió la nota que Martín acababa de dejarle en su ventana, pensó
en que hubiera preferido descubrir la letra de Eduardo Elorriaga, el apuesto militar
que había prometido escribirle hacía más de un mes y del que, sin embargo, aún no
tenía noticias. Desde el mismo día en que Eduardo partió hacia las islas Canarias, la
muchacha aguardaba cada mañana la llegada del cartero con aparente disimulo. No
obstante, a medida que transcurrían las semanas sin recibir carta alguna, su
expectación se iba tornando en una frustración que se evidenciaba en la languidez de
sus melodías al piano, en el laconismo de sus palabras y en una inapetencia que ni
siquiera los deliciosos guisos de la tía Sara contra los males de amores podían aliviar.
En la oscuridad nocturna de su cuarto, antes de que su duermevela ensoñara con
que su madre le besaba en la frente, se figuraba los motivos por los que la carta de
Eduardo no llegaba: quizás el servicio de Correos la hubiera extraviado, o él no había
tomado bien la dirección, aunque lo más probable es que al aterrizar en su destino, el
militar se hubiese olvidado de ella. Al fin y al cabo, no era más que una chiquilla.
Pero la razón se envalentona si el corazón sufre, y a pesar de que se sobresaltara al
descubrir una sombra en la ventana, no pudo evitar una sonrisa cuando se dio cuenta
de que alguien le entregaba un mensaje secreto: su primera carta. Un lenitivo con el
que enjugarse las heridas de la indiferencia.
Su pulso titilaba al vaivén del candil que acababa de encender. En el sobre, sin
remite, solo aparecía su nombre: Srta. Olalla Carmona. Lo rasgó con cuidado en un
intento de conservarlo lo más intacto posible. Pronto descubrió que tras la esmerada
caligrafía del escrito, se encontraba la mano del muchacho que se tocaba con timidez
el sombrero cada domingo.

Señorita Carmona:
Espero que sepa disculpar mi atrevimiento al dirigirme a usted con
estas líneas. Me llamo Martín Villalpando y trabajo en un periódico.
Probablemente no sepa quién soy, aunque yo la veo pasar por delante del
Gran Britz cuando sale de misa.
Se preguntará por el motivo de esta misiva, y créame que ni yo mismo
lo sé. Lo único que me ha movido a escribirle es la necesidad de que usted
conozca mi existencia. Llevo meses buscando la manera de hacerle saber
que es la niña más bonita de Sevilla, pero supongo que carezco de la
osadía precisa para decírselo mirándole a esos preciosos ojos que usted
tiene, capaces de iluminar el corazón más oscuro. Así que estas torpes
líneas, emborronadas y reescritas un millar de veces, son lo más que he
conseguido balbucear.
Si quiere responderme, miraré cada noche bajo la maceta de su
ventana. En el caso de que en una semana no me haya contestado,
entenderé que no quiere saber nada de mí y no volveré a molestarla.
Permítame que me despida con unos versos que tomo prestados:

Libertad no conozco
sino la libertad de estar preso en alguien
cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío.
Su humilde admirador,
Martín Villalpando

Olalla se sorprendió a sí misma con otra sonrisa. A pesar de ser mayor que ella,
aquel muchacho le despertaba su instinto protector. De algún modo, percibía su
orfandad aun sin saber si vivían sus padres. Tras esas poses robadas de los galanes de
las películas, atisbaba el porte desvalido que ni siquiera un traje a medida o un
sombrero bien colocado podían ocultar. Quizás por eso, ella se sintió más halagada
que ilusionada. Detrás de aquellas palabras adivinaba que se escondía un muchacho
prudente, amable y educado. No es que fuera demasiado guapo, aunque su aire
desgarbado le recordaba al de James Stewart en Ardid femenino, cuyo personaje era
incapaz de confesar a sus padres que se había casado con Francey, una cantante
deliciosamente interpretada por Ginger Rogers.
No releyó la carta antes de acostarse. Sin embargo, su inconsciente eligió por ella,
porque en sueños se veía recorriendo una gran mansión en la piel de Katherine
Hepburn, preparándose para una boda con un hombre al que no amaba, atraída por
Cary Grant y James Stewart. Cuando se despertó al día siguiente, Olalla pensó en que
debía ir hasta la papelería Ferrer, en la calle Sierpes, para comprar papel de escribir,
por si al final decidía contestar a Martín. Tendría que pedir algo de dinero a sus tías
mintiendo piadosamente acerca de la necesidad de unas medias.
Era posible que su tía Sara le entendiera si le contaba la verdad, pero a esas edades
uno empieza a construir secretos que terminan convirtiéndose en el abono de ese
jardín que cultivamos dentro de nosotros y que no solemos mostrar a nadie. Solo a
veces fingimos dejar la cancela abierta por descuido, para dejar al descubierto la parte
de vergel que nos interesa lucir. Y, a pesar de su juventud, el jardín secreto de Olalla
Carmona florecía sin medida, ajeno a cualquier poda que pudiera limitar su capacidad
de soñar y de imaginar.

19

La casa de señoritas gobernada por Madama La Madrid, ubicada en la calle


Mariana Pineda, muy próxima a los Reales Alcázares, cerraba oficialmente las puertas
a su distinguida clientela cuando Francisco Franco visitaba Sevilla. Sin embargo, los
policías que rondaban la ciudad no faltaron aquella noche a su parada diaria en el
garito que regentaba aquella señora misteriosa, de formas rudas y madura belleza, de
quien nadie conocía su verdadero nombre: simplemente se hacía llamar La Madrid. El
hecho de que no dispusiera de bar facilitaba que los policías se bebiesen sus whiskies
más tranquilos en alguna de las habitaciones de la planta principal, rodeados de
jovencitas ligeras de ropa que les aliviaban de su trabajo.
Aquel día había sido especialmente largo, ocupados en que la visita de los jefes de
Estado peninsulares se desarrollara sin incidentes. La patrulla de cuatro policías
vestidos con uniforme gris que reían animados con el comentario picante de una
muchachita rubia venía de vigilar el paseo nocturno del doctor Oliveira Salazar y de
Serrano Suñer por las calles del casco histórico y el Parque de María Luisa, antes de
recogerse en el hotel Andalucía. Lo cierto es que estaban deseando que los ilustres
visitantes se marcharan y la ciudad volviera a la tranquilidad cotidiana.
Tanto la cuidada selección de señoritas como el aire reservado de la dueña del
establecimiento provocaban que las relaciones con las fuerzas vivas sevillanas fuesen,
además de cordiales, comerciales. Claro que ello conllevaba a su vez que los
aprendices de hombres prefirieran realizar sus primeros escarceos en otras casas de
lenocinio más discretas, conocidas simplemente por sus direcciones y por la belleza de
sus mujeres. Entre las más valoradas se encontraban las ubicadas en Bailén 50, Redes
5 y Vulcano 1. Para los jóvenes que anhelaban juntar las pesetas suficientes con que
perder su virginidad, resultaba una fiesta verlas desfilar con sus máscaras por el paseo
de la Palmera durante los Carnavales en lujosos carruajes, que dejaban tras de sí una
retahíla de confetis, serpentinas y anhelos de pasiones furtivas. El confeti y las
serpentinas desparecieron en 1938, cuando Francisco Franco promulgó el decreto de
prohibición del Carnaval, pero ninguna ley había podido derogar las pasiones
furtivas.
Desde su tranquila atalaya prostibularia, La Madrid lo mismo realizaba importantes
donaciones a la obra de sor Ángela de la Cruz que se hacía sigiloso eco de cuantas
confidencias e indiscreciones se escuchaban a altas horas de la madrugada en su casa.
El exceso de alcohol o, simplemente, el altivo engreimiento de algunos clientes,
bastaba para desatar las lenguas más reservadas. Al día siguiente, durante los
desayunos rayanos a la hora del ángelus, las muchachas le contaban todos los chismes
vertidos en las alcobas. De vez en cuando, la madama tomaba notas en un cuaderno
recubierto de piel negra que guardaba bajo el hueco de una baldosa suelta de su
habitación. Tampoco era infrecuente que fuese ella misma quien atendiera, copa en
mano, confesiones de maridos insatisfechos cuya incontinencia verbal les hacía
creerse más interesantes a los oídos de su interlocutora.
La Madrid no se acostaba con los clientes de la casa ni se le conocía novio. Y eso
que algunos de los empresarios más ricos de la ciudad le habían ofrecido elevadas
sumas de dinero por una noche de pasión. Cuando ocurría algo parecido, ella
rehusaba con una sonrisa: «No malgaste sus cuartos, que yo ya soy gallina vieja», lo
que incrementaba aún más los deseos del caballero en cuestión de conocer los
recovecos de su cuerpo.
Uno de sus muchos pretendientes era Pepe el Tumba, quien solía dejarse caer por
allí con relativa frecuencia. La Madrid procuraba disimular la aversión y el asco que le
provocaba su persona, aunque no le quedaba más remedio que hacerle creer que su
visita a la casa era siempre bienvenida. A veces, incluso le obsequiaba con una botella
de vino que él se bebía a grandes sorbos en apenas un rato, demostrando al mismo
tiempo sus enormes tragaderas y su capacidad para aguantar el alcohol. Desde el
principio, la madama quiso dejar claro con toda su clientela que el vino de su famosa
bodega podía regalarse, pero nunca el servicio de sus chicas. En su fuero interno sabía
que en esa política contaba tanto el respeto por sus pupilas como la relajación de las
lenguas ajenas que proporciona la bebida.
Aquella noche, ni siquiera hizo falta sonsacar ninguna información a los policías.
Al segundo whisky, comentaron que no veían la hora de que acabara la corrida del
domingo en la plaza de toros de la Maestranza para que el Generalísimo se volviera al
palacio de El Pardo con todo su séquito.
La Madrid no se acostumbraba a escuchar ese nombre. Cada vez que alguien
pronunciaba en su presencia la palabra Franco, una extraña sensación de resquemor y
desasosiego le recorría por el cuerpo. Tan irracional era su rabia que incluso evitaba
transitar por la calle Francos, y eso que en ella se encontraban algunas de las mejores
tiendas de Sevilla, herederas de los comercios y posadas abiertas por los mercaderes
extranjeros que acompañaron al rey San Fernando en la conquista de la ciudad, allá
por el siglo XIII, y en cuyo honor se rotuló aquella calle.
No siempre había sido así. En otra época, el apellido Franco le despertaba
sensaciones bien distintas. Y es que uno de los pocos hombres que ella creyó amar era
el hermano del dictador que ahora gobernaba los designios de España. Había
conocido a Ramón Franco en La Inglesa, el burdel algecireño donde trabajaba, casi
veinte años atrás, cuando ella aún se llamaba Fernanda, una adolescente que huía del
hambre y del despotismo paterno. Él era un apuesto aviador que estaba a punto de
protagonizar una de esas gestas que pasan a los anales de la historia, realizando el
primer vuelo entre España y América a bordo del hidroavión Plus Ultra. Durante la
Guerra Civil, a pesar de que sus ideas políticas le habían proporcionado un acta de
diputado por Esquerra Republicana de Cataluña, le pudo más la lealtad familiar y se
unió al bando de los sublevados en el que su hermano Francisco participaba
activamente, erigiéndose en uno de sus principales cabecillas.
Ramón Franco se había encariñado en Algeciras de una prostituta gallega apodada
La Garza por sus largas piernas, a la que dejó embarazada antes de partir en su
arriesgado y mítico vuelo. La niña nació mientras él se encontraba en Buenos Aires
disfrutando de los honores de su hazaña, tras un complicado parto que acabó con la
vida de la madre pocos días después. A su regreso, Ramón trató de cubrir el escándalo
llevándose a la niña para que Carmen, la mujer de su hermano Francisco, se hiciera
cargo de ella como hija propia, de manera que su esposa no supiera de los escarceos
amorosos que acompañaban sus ausencias aéreas.
En su lecho de muerte, La Garza le hizo prometer a su amiga que cuidaría del
bebé. Al sostenerla en su regazo, a Fernanda se le removieron las entrañas pensando
en el hijo que sus padres le habían arrebatado. Cuando Ramón Franco volvió al
burdel de Algeciras lloró su pena en brazos de La Madrid, quien sería su amante a
partir de aquel momento. Y aunque con el advenimiento de la II República y la
aprobación de la ley del divorcio, Ramón se volvería a casar con otra mujer, ella se
convertiría en su refugio emocional hasta el día de su muerte en 1938, mientras
sobrevolaba el Mediterráneo con el hidroavión cargado de bombas. Un accidente que
ella atribuía al propio Francisco Franco, ya que la desaparición de Ramón aparejaba
también la de su pasado político y la de la única persona, junto con ella misma, que
conocía la verdadera filiación de Carmencita.
En aquellas calurosas noches algecireñas, al poco de empezar la contienda, Ramón
le había contado sus sospechas de que su hermano hubiese ordenado el sabotaje del
avión del general Mola para dejar expedito su camino hacia el más absoluto poder.
Por eso, La Madrid estaba segura de que el método que el dictador usaba para
desembarazarse de sus allegados molestos consistía en simular accidentes aéreos.
Hasta tal punto llegó Franco a recelar de estos aparatos, tan fáciles de manipular, que
tras la guerra nunca volvió a volar. De otro modo, no se entendía que tan
experimentado aviador, que había sobrevivido a los ciclones del Atlántico Sur y a la
rotura de una hélice de su hidroavión, perdiera la vida en una misión rutinaria.
Cuando la prensa publicó la noticia, después de llorarle amargamente durante toda la
noche, La Madrid decidió empezar con sus ahorros una nueva vida lejos de Algeciras,
donde nadie la conociera. Y de esta forma había llegado a Sevilla, en busca de un
futuro mejor y con la esperanza de saldar deudas consigo misma.
Ahora, desde la distancia, veía a Ramón como un hombre enamoradizo, capaz de
embaucar a las mujeres sin tener que entregarse. Hasta sus oídos había llegado la
noticia de que Engracia Moreno, la segunda esposa del famoso aviador, se encontraba
recluida en un convento madrileño, quizás temerosa de su cuñado, y no dejó de sentir
lástima por ella. Pero con el transcurso de los años, a medida que ganaba en confianza
sobre la salvaguarda de su pasado, también había aumentado su aversión por Franco,
un sentimiento compuesto a partes iguales de odio ideológico y despechada venganza.
Cuando la madrugada cubrió la casa de sombras y silencios, la madama abrió con
llave una de las habitaciones de la última planta. Se desvistió con aire pausado y se
introdujo desnuda en la cama. Al sentirla, el hombre que dormía en ella se dio la
vuelta y la abrazó. La Madrid le correspondió con un beso y un susurro:
—Era verdad. Franco presidirá la corrida de la Maestranza este domingo. Ha
llegado su hora.

20

Siempre ocurría lo mismo. Cada vez que Franco viajaba a algún lugar,
proliferaban los rumores acerca de un posible atentado, aunque la mayor parte de las
veces se trataba simplemente de las ganas que tenían muchos de verlo muerto. Por
eso, en las visitas de Franco a poblaciones populosas, le acompañaba, además de su
séquito, una cohorte de vigilancia policial extra y de enemigos camuflados, cuyo
único propósito era el de ser testigos de lo que deseaban con tanta vehemencia. En los
corrillos clandestinos de anarquistas, falangistas viejos y republicanos que llevaban la
tricolor solo en el corazón se conjeturaba con el momento y el modo en que tendría
lugar el asesinato del dictador. Una bomba colocada en la suite real del hotel
Andalucía cuando visitara a Oliveira en sus aposentos, o quizás bajo el asiento del
ascensor, una granada lanzada desde una azotea de la avenida de José Antonio, una
copa de vino envenenada, o tal vez el disparo de un paco en cualquier espacio abierto.
Juan José Domínguez era uno de los gatos llegados a su Sevilla natal al olor de las
sardinas. Aunque por su cabeza siempre rondaba la manera de desestabilizar el
régimen, de forma que ellos, los verdaderos falangistas de José Antonio, recuperaran
el poder que se les estaba arrebatando, la idea de atentar contra Franco se le antojaba
demasiado peligrosa, por no decir innecesaria. Parecía claro que Hitler ganaría la
guerra europea, y entonces todo cambiaría, por lo que resultaba más inteligente
esperar a que esto sucediera... antes de que un arrebato lo llevara por otro camino.
Entre la cantidad de chismes que había llegado a sus oídos, se encontraba el de
que Fausto Beneroso, un camisa azul de la vieja guardia, aficionado a las carreras de
coches y a los rifles de largo alcance, andaba por Sevilla. Sin embargo, Domínguez no
tenía noticias fiables de aquel algecireño huraño, compañero de confabulaciones y con
el que había participado en los preparativos de una acción militar alemana contra el
Peñón de Gibraltar, colaborando en el tendido de un cable desde Francia hasta La
Línea de la Concepción que facilitara las comunicaciones ante una eventual invasión.
Lo menos que se podía imaginar Domínguez era que estaba siendo objeto de
seguimiento por parte de un mercenario del régimen con ínfulas de policía. Pepe el
Tumba buscaba un puesto dentro de la recién creada Brigada de Investigación Social,
conocida con el apodo de La Secreta, una unidad encargada de aniquilar a los
movimientos de oposición al franquismo con métodos practicados al margen del
control judicial y cuyo instructor era Paul Winzer, máximo representante de la Gestapo
en España. Por nada del mundo dejaría escapar una oportunidad así.
Acodado en el mostrador de El Rinconcillo, el Tumba confiaba en un golpe de
suerte que borrara sus antecedentes como violador para poder integrarse en el Cuerpo
General de Policía. Aparentando estar concentrado en su vaso de vino, aquel hombre
de torva mirada permanecía atento a las conversaciones que Victoriano, el encargado
del local, mantenía con los policías de la Brigada de Investigación Criminal, la sección
que perseguía los delitos comunes. Las precarias condiciones de la vieja comisaría de
la calle Peral, así como su mala ubicación, habían convertido aquella añeja taberna y
tienda de ultramarinos regentada por montañeses en el lugar que centralizaba la
información, órdenes y distribución del servicio de la policía durante las primeras
horas de la noche.
La carencia de radio, y el hecho de que la brigada solo dispusiese de un coche con
un mísero cupo de ocho litros de gasolina al mes, no facilitaba las comunicaciones.
Así que el bueno de Victoriano, un tipo afectuoso y servicial, hacía las veces de
centralita, encargándose de recoger los recados con gran precisión. Hasta allí llegaban
cada noche a reponer fuerzas los policías que previamente habían comprado,
utilizando su cartilla de racionamiento, un bollo de pan en el horno de la plaza de
Jáuregui, que Victoriano rellenaría de tocino o manteca colorá.
Junto a los policías que recogían sus viandas o sus órdenes, en aquel mundillo
nocturno que surgía alrededor de la barra de El Rinconcillo, artistas, cantaores y
periodistas engañaban a sus almas solitarias a través de conversaciones
intrascendentes con un vaso de vino en la mano, cada vez más difuminadas por el
humo del tabaco que ganaba en densidad a medida que el cielo se oscurecía.
En uno de los extremos, un individuo de aspecto serio ofrecía un cigarrillo a un
joven de poco más de veinte años. Pepe el Tumba observaba de reojo los gestos con
que el más veterano instruía a quienes se le acercaban, no sin sentir cierta admiración
rayana en la envidia. Aquel hombre de mirada afilada y pelo cortado al cepillo,
ataviado con un impecable traje oscuro con chaleco, se llamaba Antonio González
Serrano, más conocido como El Chaval del Picaó o simplemente El Chaval quien, a
pesar de lo ingenuo de su apodo, era una de las personas más temidas y respetadas
por los delincuentes sevillanos. Sus aptitudes personales, capacidad de trabajo y
profundos conocimientos de su profesión, unidos a sus legendarias detenciones y a
sus curiosos interrogatorios, convertían al Chaval en el jefe perfecto de la Brigada
Criminal. Su afición al idioma caló le llevaba a dar una oportunidad a los detenidos de
poca monta, ofreciéndoles la libertad a cambio de que lograran encontrar una palabra
en esa lengua que él no conociera. Aquella especie de juego malvado solía terminar
con la famosa frase del comisario: «¡Al trullo!», feliz por demostrar a los espectadores
y a sí mismo su sapiencia del lenguaje gitano.
En Sevilla no había estraperlista, timador o ratero que él no conociera. A sus
subordinados les llamaba la atención que no hubiera acabado con la academia de
carteristas ubicada en la calle Guadalupe, donde se instruía a los ladronzuelos con
maniquíes cubiertos de campanillas. Pero El Chaval pensaba que si no les enseñaban
en ese local, lo harían en cualquier otro, y prefería tener controlados a cuantos
alumnos salían formados de aquella escuela de pillaje. A los carteristas sevillanos,
habituales de los tranvías, se les unían los venidos de toda España en la temporada
alta, que transcurría desde la Semana Santa hasta la Feria de Abril, con lo que a la
Brigada Criminal se le acumulaba el trabajo. A menudo contaban con las confidencias
de los feriantes quienes, con la contraseña de «Buenos días», identificaban a los
manilargos llegados desde Madrid o desde Barcelona.
El muchacho que fumaba con el comisario era un policía recién integrado en la
brigada. Asentía de continuo a lo que le decía su superior y, de vez en cuando,
cruzaban alguna risotada. Acababa de encenderse otro cigarrillo cuando observó a un
muchacho que entraba en el local por la puerta de la calle Gerona. Al reconocer al
visitante, el Tumba cambió con disimulo de posición, acercándose de espaldas al
grupo que se acababa de formar.
—Comisario, este es mi amigo Martín Villalpando, el periodista del que le hablé
—dijo el joven policía.
—¿Cómo estás, muchacho? —saludó El Chaval, tendiendo la mano.
—Encantado de conocerle en persona, señor. Es ya toda una institución en Sevilla.
—¿Ah, sí? —el comisario rio tan brevemente que la mueca de su rostro resultó
imperceptible—. Así que incorporándote a la farándula nocherniega...
—Bueno, un periodista ha de saber lo que ocurre en la ciudad y nadie mejor que
la policía para informar —respondió Martín.
—Nos conocemos desde niños —medió el policía novato—. Mi padre trabaja en
la imprenta de su tío.
—Siendo así, eres bienvenido, Martín. Y lo serás siempre que respetes una regla:
la discreción. Si eres despierto, te acostumbrarás a ver y escuchar más cosas de las
que luego podrás contar. Y precisamente eso que podría parecer una cortapisa en tu
trabajo, se convertirá en tu poder más incuestionable. Gámez, dígale a su amigo cuáles
son mis tres máximas.
—Información, información e información —contestó solícito el joven policía.
—Eso es. Dosificándola para no agotar tus fuentes: hay que controlar y manejar la
información. Así llegarás lejos —aseveró El Chaval, al que se le veía satisfecho por
insuflar confianza a sus subordinados mientras les instruía a través de este tipo de
consejos, o mediante demostraciones prácticas en los interrogatorios a delincuentes
donde la fuerza psicológica se convertía en su mejor arma.
—Lo tendré en cuenta, señor. ¿Algo que podamos contar hoy en el periódico?
—Una gitana, la María, ha ido asustada a la comisaría diciendo que unos
familiares suyos habían sustraído de un coche un aparato gris muy raro, con muchos
botones. ¡Igual pensaba que tenían una bomba! —bromeó el comisario—. Cuando
fuimos a su chabola de la Ciudad sin Ley, nos encontramos con una radio americana
de campaña. No me digáis que no hay gente rara en Sevilla.
—¿La Ciudad sin Ley? —preguntó el periodista.
—La barriada de Vázquez-Armero, detrás de Chapina. Allí vive la mayor parte de
los delincuentes. Las calles son tan estrechas que, por alguna, tienes que pasar de
perfil —aclaró Gámez.
—Un lugar muy poco recomendable para ir solo —advirtió el comisario—. Claro
que no sé si es noticia para escribir en un periódico pero, tranquilo, está al caer una
decente: andamos detrás de unos espadistas. Tan pronto como les pillemos, te lo haré
saber. Estos días nos tienen muy ocupados con la visita de Franco. Imagino que en tu
periódico tampoco habrá espacio para nada más.
—La verdad es que así es —confirmó Martín, antes de despedirse y sin ser
consciente de una fatal casualidad.
Domínguez acababa de entrar en la taberna y se dirigía sonriente hacia él, con dos
entradas en la mano para el festival taurino al que se rumoreaba que acudiría el
Generalísimo. El Tumba no le había quitado la vista de encima y, al percatarse de la
llegada del falangista, se retiró a uno de los rincones menos iluminados del local.

21

Sevilla es una ciudad apasionada y partidista en la que no caben las medias tintas.
Sus habitantes viven la Semana Santa, el fútbol o los toros con un entusiasmo ciego,
sintiendo desde niños los colores de su cofradía o de su equipo deportivo con un
fervor que solo ellos pueden comprender, ya que aun siendo innato, no parece
obligatoriamente heredado.
Es tradicional la aversión jocosa entre el Sevilla y el Betis, como lo es la porfía
entre los cofrades de las dos Esperanzas, la Macarena y la de Triana, las dos reinas de
la Madrugá que, según las malas lenguas, la noche del Viernes Santo salen en
procesión separadas por la hermandad de El Calvario para evitar posibles altercados.
Pero, sin lugar a dudas, la rivalidad más legendaria fue la que protagonizaron los
seguidores de Joselito y Juan Belmonte, el Gallo y el Pasmo de Triana, las míticas
figuras del toreo sevillano, cuyas faenas traspasaban el coso de la plaza del Paseo de
Colón para polarizar las tertulias, no siempre cordiales, de cualquier taberna de la
ciudad.
A pesar de que los días de gloria permanecían solo en el recuerdo de los más
veteranos, el espíritu de sus hazañas planeaba sobre la Maestranza cada tarde de
corrida, incluidas las de festivales como el que tenía lugar aquel domingo de febrero.
Organizado por el barrio de la Macarena, en el festejo participarían las más
prestigiosas ganaderías y los toreros más reputados del momento.
Las barreras estaban copadas por lo más granado de la sociedad sevillana:
hombres y mujeres impecablemente ataviados, deseosos de ver y de dejarse ver, bajo
un cielo plomizo que amenazaba lluvia. Tampoco se observaban huecos en los
tendidos ni en las gradas cubiertas donde el respetable, que bullía al son de la banda
del maestro Tejera, prorrumpió en aplausos cuando apareció en el Palco del Príncipe
la figura de Francisco Franco, acompañado de su esposa, su hija, el ministro de
Asuntos Exteriores, el Teniente de Hermano Mayor de la Real Maestranza de
Caballería y el jefe de la Casa Civil del Jefe del Estado, así como de la Militar. Todos
ellos tomaron asiento junto al presidente del festejo, don Miguel Ybarra y Lasso de la
Vega, el jovencísimo alcalde de la ciudad.
Después del paseíllo, las cuadrillas de Juanito Belmonte, Pepe Luis Vázquez,
Paquito Casado, Rafael Ortega Gallito, José Ignacio Sánchez Mejías y Manolo Martín
Vázquez aguardaban parapetadas tras el burladero la salida de un toro de la ganadería
de Miura, cuando el reloj del balcón de la puerta de toriles marcaba poco más de las
cuatro y media.
Sin embargo, no todo el público asistente se proponía disfrutar con el espectáculo
que acontecería en el albero. Entre el gentío se encontraban numerosos policías de
paisano, cuidando de que el espectáculo se desarrollara sin incidentes ajenos a los
lances puramente taurinos. El Tumba, acomodado en uno de los asientos escorados a
la derecha sobre la Puerta del Príncipe, encendía un puro con metódica parsimonia.
Su mirada, tan fría como la brisa invernal del Guadalquivir, trataba de escudriñar los
rostros de cada uno de los doce mil asistentes. En el coso, el hijo de Juan Belmonte
comenzaba su voluntariosa faena de muleta entre los olés condescendientes del
respetable, pero el Tumba tenía su atención puesta en cualquier movimiento anómalo
que pudiera producirse entre la muchedumbre. Ocasionalmente echaba un ojo con los
prismáticos que llevaba colgados en el cuello, procurando no detenerse demasiado
tiempo en el Palco del Príncipe, donde Franco disfrutaba de la corrida, para no
levantar sospechas entre los policías que le custodiaban.
Desde su atalaya, el Tumba se entretenía en descubrir entre el público algunos
rostros conocidos, aunque no fue hasta la muerte del primer toro cuando se topó con
los aplausos que Juan José Domínguez y Martín Villalpando obsequiaban efusivos al
saludo del matador desde el centro de la plaza. A partir de ese momento, sus ojos
tuvieron querencia por el falangista y el plumilla. A Pepe el Tumba pronto le llamó la
atención que a Domínguez se le iba la mirada para arriba con demasiada frecuencia y
siempre en la misma dirección, hacia el extremo opuesto del palco desde el que
Franco tenía que levantarse con asiduidad para corresponder a las ovaciones
espontáneas de los asistentes. Después de unos minutos, oteando con sus prismáticos
hacia el lugar donde miraba el falangista, localizó algo que le hizo atragantarse con el
humo del puro. Abriéndose camino entre unas tejas de la azotea de la plaza, descubrió
el cañón inconfundible de un Mauser 98, uno de los pocos fusiles capaces de disparar
con precisión a más de un kilómetro. Instintivamente miró el reloj de la plaza.
Faltaban siete minutos para las cinco de la tarde.

22

Hacía un par de minutos que Fausto Beneroso tenía en el punto de mira la cabeza
de Franco. Parapetado bajo el tejado de la plaza de toros, esperaba paciente a que la
banda comenzara a tocar algún pasodoble. Así el sonido del disparo quedaría
amortiguado por el estruendo musical, y en caso de fallar el primer tiro, podría
recargar su arma de cerrojo en busca de una segunda oportunidad. Su extrema
concentración no le impidió sonreír al imaginarse apretando el gatillo con los
primeros compases de Paquito el Chocolatero. Tanto tiempo llevaba aguardando esta
ocasión que parecía recrearse en la situación, como si disfrutara con cada instante, sin
prisa por concluir su misión.
Pocos años atrás no era más que un labriego de la verdadera España, la misma que
defendía José Antonio Primo de Rivera, esa España vieja y entrañable, sufrida y
segura por la conservación durante siglos de la labranza y de los usos familiares y
comunales. Pero el discurso tan pausado como vehemente de José Antonio le caló
enseguida. El país se encontraba regido por la izquierda o por la derecha,
posicionamientos de partido que no permitían a los gobernantes ver a España en su
armoniosa integridad. El líder falangista abogaba por acabar con un sistema que solo
interesaba a los políticos de uno u otro lado, satisfechos con esta alternancia que
constituía su razón de existir.
De esta manera, asqueado por los políticos tradicionales y ante la amenaza del
hambre, Fausto Beneroso determinó seguir a José Antonio allá donde quiera que
fuese. Un buen día dejó su Algeciras natal y emprendió un viaje que le llevaría a
enfundarse la camisa azul para acompañar al líder falangista en sus periplos. Fue su
chófer, su asistente y su guardaespaldas, hasta que en marzo de 1936 José Antonio fue
arrestado en Madrid por posesión ilícita de armas. El fracaso de la sublevación militar
en la capital de España hizo que Fausto Beneroso viviese oculto en una vieja
buhardilla alquilada por una prostituta, hermana de un camarada caído, que le
recordaba a otra mujer de la que había estado siempre enamorado, aunque nunca
creyera ser correspondido, por lo que ni siquiera se había atrevido a confesarle sus
sentimientos. Las noches en las que el frío arreciaba, se acostaba con su compañera
para entrar en calor y acababan devorándose a besos como dos amantes famélicos,
ávidos de cariño, castigados por la soledad. Entre las tinieblas, Fausto fantaseaba con
que abrazaba a su amada sobre la arena cálida de una playa algecireña. Y con eso, él
se conformaba.
Cuando su compañera salía a realizar un servicio, Fausto se entretenía apuntando
con su rifle a cuantos hombres pasaban por la calle. Algunas veces incluso apretaba el
gatillo: un solo disparo que indefectiblemente alcanzaba el blanco. Su afición a la caza
desde niño, iniciada por la acuciante necesidad de comer, le había convertido en un
consumado tirador. Por eso procuraba que sus víctimas se encontrasen lo más lejos
posible de su escondite. De esta manera, el antiguo labriego algecireño vertía su rabia
por la pérdida de libertad, por no poder conquistar a la mujer que amaba y por la
muerte de José Antonio, recientemente fusilado en la cárcel de Alicante. Su objetivo
siempre eran milicianos de la República. Al final de la guerra calculó que habría
matado a dieciocho, sin que las columnas de retaguardia hubiesen sido capaces de
localizarle, a pesar de las múltiples redadas que los comunistas del S.I.M. habían
practicado en edificios aledaños.
Después de que las tropas nacionales tomaran Madrid, y aunque siempre había
preferido trabajar en solitario, Fausto se unió a un grupo de falangistas viejos
encargados de hacer llevar un cable desde la frontera francesa hasta el Campo de
Gibraltar, con el objeto de facilitar las comunicaciones de los alemanes. Así fue como
conoció a Juan José Domínguez, un camarada con ideas similares que pronto se
convirtió en lo más cercano a un amigo que había conocido en su vida. Algunas
noches a la intemperie, entre el fuego atávico de una hoguera y el frío titilar de las
estrellas, el vino les relajaba la lengua hasta el punto de confesarse algunos anhelos
íntimos, ese tipo de sueños que no se pueden alcanzar. Si la borrachera era de las
gordas, Beneroso le hacía prometer a su confidente de circunstancias que, si algún día
no lo contaba, se encargaría de decirle algo a una mujer algecireña que vivía en su
Sevilla.
—¿Y qué quieres que le diga? —preguntaba Domínguez.
—No sé escribir. Y me alegro, porque no sabría qué ponerle en una carta que solo
llevo en mi cabeza. Tú eres más listo para estas cosas y estás más acostumbrado a
tratar con mujeres. Dile que la quise, o lo que cojones se te ocurra —rezongaba.
El día del desfile de la victoria, Beneroso se encontraba en el paseo de la
Castellana entre la muchedumbre que aclamaba a Franco, recién llegado de Burgos. El
general vestía uniforme militar, pero llevaba la camisa azul de los falangistas y la
boina roja de los carlistas. Al francotirador aquella combinación le parecía un
espantajo que mancillaba el espíritu de José Antonio. Pensaba además que Franco lo
había dejado morir sin hacer nada por salvarle con tal de librarse de su máximo rival
en el poder, quien en sus últimos meses de confinamiento había atemperado su
discurso en pos de la conciliación de todos los españoles.
Desde días antes, los comerciantes madrileños fueron obligados a colocar fotos
del dictador en sus escaparates. Los cines, los teatros, los cafés y los grandes
almacenes exhibían retratos de Franco y de José Antonio entre enormes guirnaldas y
banderas nacionales. A Fausto Beneroso le llevaban los demonios que ese generalillo
arribista se aprovechase ahora de la imagen de José Antonio, erigiéndole en mártir sin
importarle un bledo su auténtico discurso. Y mientras el general Varela le imponía la
Gran Cruz Laureada de San Fernando en la tribuna bajo un arco triunfal de estilo
romano, el veterano falangista determinó que su vida se convertiría en una cruzada
contra quienes usaban en beneficio propio el buen nombre de José Antonio.
Franco debía morir.
Después de haber controlado sus movimientos durante casi tres años, el destino le
brindaba la oportunidad de saldar su deuda si se confirmaban los rumores de que
Franco acudiría a la corrida en beneficio de la Macarena. El coso taurino constituía el
lugar perfecto para su propósito. Estaba poco vigilado y era de fácil acceso, por lo que
podía entrar por las noches sin ser visto para ir preparando su escondrijo, un
verdadero puesto de caza camuflado en el tejado del recinto. Además contaba con la
colaboración omisa de la única persona del mundo en la que podía confiar: la mujer a
la que amaba y que ahora regentaba una casa de trato en el centro de la ciudad, un
sitio idóneo para ocultarse. El hecho de que la policía usara el prostíbulo de la calle
Mariana Pineda como su segunda central nocturna, tras el cierre de El Rinconcillo a
altas horas de la noche, era una ventaja añadida. Nadie en su sano juicio llegaría a
imaginar que un lobo se había metido en la guarida de la manada enemiga. Aunque lo
que más le reconfortaba era saber que ella le cobijaría sin hacerle preguntas y, con
suerte, si hacía frío incluso le dejaría acostarse en su cama.
La Madrid pareció alegrarse al verlo llegar una madrugada con el petate al
hombro. No le permitió instalarse en su habitación, pero sí lo acomodó en una pieza
contigua. No hubo abrazos entre ellos. Solo miradas que precedieron a la súplica de
Fausto de esconderse unos días. La Madrid asintió condescendiente, le calentó agua
para que se aseara y luego charlaron hasta que amaneció, mientras descendía el nivel
del whisky en la botella y se superponían las conversaciones. Embriagado por los
efectos del alcohol y por la sonrisa serena de su amada, quizás para hacerse valer a
través de esa arrogancia propia de los hombres, Fausto le reveló el propósito de su
visita a Sevilla, acaso buscando un destello de admiración en sus ojos. Ella le rogó
precaución y lo besó en los labios antes de retirarse a su habitación con el pretexto de
que debían descansar.
Los preparativos del atentado le ocuparon varias noches. Tras inspeccionar el
terreno, comprobó que le bastaría con romper un trozo de viga del artesonado de
madera para colarse bajo el tejado; luego se arrastraría apenas un par de metros, hasta
apartar las tejas imprescindibles que le permitieran apuntar con su fusil hacia el palco.
Empleó en esa labor un par de jornadas, mientras conseguía abrir un hueco por el que
introducirse con hachazos secos y espaciados. En la tercera, escondió allí su Mauser
98.
Acababa de acostarse, cuando le sobresaltó el sonido de la cerradura de la puerta.
Se tranquilizó enseguida al percibir el olor del perfume de rosas de Fernanda, aunque
ahora su corazón latía más deprisa que durante los segundos previos a un disparo. Al
comprobar que ella apartaba el embozo y se acostaba desnuda junto a él, se dio media
vuelta para abrazarla. Poco le importó que le dijera que Franco acudiría a la
Maestranza. Tenía la mente añublada por un deseo contenido durante demasiado
tiempo.
Las tres noches previas a la corrida fueron lo más parecido a la felicidad que había
experimentado en su vida. En algún momento, se le pasó por la cabeza desistir de su
misión y quedarse en Sevilla, entre los brazos de aquella mujer que lo trastornaba.
Pero sabía que ella no lo amaba, que esas madrugadas apasionadas no eran más que
un oasis efímero del que estaba obligado a salir antes de que el domingo lo convirtiera
en desierto. Marchándose, quizás tendría la oportunidad de volver, de sentir sus besos
y su sudor.
Concentrado en su escondrijo, bajo la techumbre de la Maestranza, no podía evitar
que le asaltaran imágenes del cuerpo desnudo de Fernanda. Distinguía la cabeza de
Francisco Franco a través de su punto de mira en el instante en que, por fin, la banda
de música comenzó a tocar para acompañar la faena de muleta de Pepe Luis Vázquez.
Y ya se encontraba presto a apretar el gatillo cuando un dolor agudo en el estómago le
hizo contraerse. Ni siquiera pudo percatarse de que le acababan de disparar. El
segundo tiro, tal vez el tercero, le alcanzó el pecho.
Pepe el Tumba comprobó con satisfacción cómo la pieza caía muerta. Había
llegado a tiempo.

23

Tampoco aquella tarde Olalla Carmona pudo elegir la película que verían en el
cine. Sin embargo, esta vez su protesta no fue excesivamente contundente ni
lastimosa. Si bien hubiera preferido ver Pánico en la banca, protagonizada por
Edward G. Robinson, reconocía que Alfredo Mayo era mucho más guapo que el actor
americano, y aceptó acompañar a sus amigas hasta la calle Cuna donde en el patriótico
cine Pathé se proyectaba Raza, una película de cuyo guion se decía que estaba
inspirado en una novela escrita por el mismísimo Francisco Franco, bajo el
seudónimo de Jaime de Andrade.
A pesar de que el filme se había estrenado el año anterior, la visita de Franco a
Sevilla obligaba a reponerlo para ensalzar los valores de su ideario. En aquella
primera versión aún se mantenían los saludos con el brazo en alto, las referencias a la
Falange y las críticas exacerbadas a los Estados Unidos, que se esfumarían de todas las
copias españolas en la revisión encargada diez años después.
Pero mientras en la pantalla los hermanos Churruca sufrían las vicisitudes de la
Guerra Civil, Olalla tenía la mente puesta en aquel joven que la había vuelto a saludar
por la mañana en la esquina del Britz, acaso para recordarle que le adeudaba una carta.
Algo le había escrito, sí, aunque no acertaba a saber si con el tono adecuado para no
parecer ni pacata ni descarada. Tampoco se atrevía a consultar a sus amigas, quizás
porque no confiaba en su discreción. En cualquier caso, estaba a punto de concluir el
plazo que le había concedido Martín, sin que ella hubiese disipado sus dudas sobre si
debía dejar esa carta bajo la maceta de su ventana.
El joven periodista apenas podía concentrarse en cuanto acontecía en el coso,
pensando en que esa noche sería la última que se acercara a la plaza de la Alianza en el
caso de que Olalla no le respondiera. Tras la pausada actuación de Casado, malograda
con la espada, le tocó el turno a Gallito, quien invocó al espíritu de su tío José para
realizar una faena al más puro estilo gallista que le sirvió para cortar las dos orejas de
aquel toro noble de la ganadería de Hidalgo. El público, puesto en pie, no cesó de
agitar los pañuelos hasta que el presidente concedió también el rabo. Tanto Martín
como su acompañante se incorporaron con la muchedumbre, más por inercia que por
entusiasmo, abstraídos de cuanto acontecía a su alrededor aunque por motivos
distintos.
El reloj de la plaza marcaba las seis y Domínguez llevaba removiéndose inquieto
en el asiento desde que, una hora antes, había desaparecido del tejado lo que él creía
un rifle. Durante ese tiempo estuvo tentado de acercarse para saber si estaba en lo
cierto y averiguar lo sucedido. Y a pesar de que su prudencia le aconsejaba
permanecer en su sitio, cuando todo el mundo se levantó no pudo contenerse más, y
decidió darse un paseo por el corredor exterior de la plaza.
—Vuelvo enseguida —le dijo a Martín.
El muchacho asintió sin preguntar. No hizo falta que Domínguez alcanzara el lugar
donde suponía que podía ocultarse un francotirador. Desde arriba vislumbró el
cadáver de un hombre con la camisa azul, junto a la casa del doctor Alemán, rodeado
de algunos miembros de la Policía Armada y otros hombres de paisano entre los que
distinguió a Pepe el Tumba, que sonreía fumándose un puro. Al verle, sin disimular
su alegría, le hizo ademán para que descendiera. Domínguez dudó durante un
momento, aunque enseguida pensó que no había ninguna escapatoria y que, además,
tampoco tenía de qué esconderse.
Bajando las escaleras, trataba de mentalizarse para disimular en el caso de que
acertara en sus sospechas. El Tumba ni siquiera le saludó.
—¿Conoces a este camarada? —le preguntó ante la expectación de los presentes.
—No le he visto en mi vida —mintió Domínguez, aguantando la náusea al ver el
cuerpo ensangrentado de su amigo Fausto—. ¿Qué ha pasado?
—Nada que te importe —le respondió el Tumba—. ¿Qué haces por aquí afuera?
—No encontraba los retretes —contestó el falangista con indiferencia.
—Ya, los retretes... Anda, vuelve a la corrida.
Domínguez se giró, suspirando hondo para contener la arcada. Esos canallas ni
siquiera habían tenido la decencia de cerrarle los ojos al cadáver, como si pretendieran
que no descansara en paz. Aguantó el vómito hasta que creyó no ser visto,
arrojándolo en el rellano de la escalera que daba acceso a las gradas. A pesar de
apretarse con fuerza el estómago, su mano se veía incapaz de mitigar las náuseas
provocadas por el miedo y la rabia.
Tomó resuello antes de acomodarse de nuevo junto a Martín, que no reparó en su
lividez. Al concluir el festejo, los únicos vestigios que quedaban de la muerte de
Fausto Beneroso eran los restos de serrín esparcidos sobre su sangre, arrastrados y
pisoteados por la muchedumbre al abandonar la plaza.
En pocos minutos no quedaron más que dos sombras bajo una tarde lánguida que
se resistía a abandonar el cielo de Triana.
—Mis horas en Sevilla están contadas —dijo en voz baja Domínguez, ofreciéndole
un cigarrillo al periodista.
Las palabras del falangista sonaron tan fatídicas que el muchacho no respondió.
Ambos se dirigieron sin hablar hasta el puente, atraídos por su magnetismo metálico,
para terminar apoyándose en su barandilla. La oscuridad no tardó en adueñarse de la
ciudad, difuminando su estampa. Aún fumaron los últimos cigarros de una cajetilla
verde de Lucky Strike de contrabando. Los ojos de Domínguez claudicaron ante las
tinieblas, no sin antes apretarlos con fuerza para grabar en su memoria la
majestuosidad de la Giralda, el encalado de las casas y la engañosa tranquilidad del
río.
—Tengo una promesa que cumplir —sentenció, arrojando su colilla al agua.
Una sola mirada les bastó para pactar una despedida que sus manos se encargaron
de sellar. Con paso cansado, emprendieron caminos opuestos sin sospechar que se
encontraban funestamente marcados por el mismo destino.

24

De haber pretendido llegar de incógnito, no hubiera podido. Con Franco aún en


Sevilla, la calle Mariana Pineda, entre el palacio de Yanduri y los Reales Alcázares, se
encontraba permanentemente rondada por patrullas de policías. Tras algunos minutos
paseando cerca del hotel Cristina, junto a la Puerta de Jerez, Juan José Domínguez
decidió acercarse con naturalidad, cerciorándose de que ninguno de los hombres que
merodeaban por los alrededores fuese Pepe el Tumba. No es que resultase raro que se
le viese entrar en una casa de trato aunque, dadas las circunstancias, prefería no
volver a tener que dar explicaciones ni comprometer a La Madrid.
Solo tuvo que golpear una vez la aldaba para que le abriera la puerta una joven
con una falda por encima de la rodilla y una blusa que dejaba sus hombros al aire.
—Hola, guapo —le saludó—. Sube. Las chicas están en la primera planta.
—Buenas noches. En realidad, venía a preguntar por La Madrid.
—¿Asunto personal o de negocios?
—Personal.
—¿Y quién le digo que la busca?
—Dile, por favor, que es importante.
—No recibe a nadie que no conozca. ¿Ella te conoce?
—No, no creo que haya oído hablar de mí. Pero créeme que necesito verla.
Su voz sonó desesperada y suplicante, lo bastante como para sembrar dudas en la
muchacha.
—Espera aquí dentro —le dijo, invitándole a atravesar una cancela interior.
La luz mortecina de un quinqué de aceite iluminaba sin entusiasmo el zaguán,
como si quisiera disimular las incipientes grietas de las paredes y mostrar únicamente
el colorido de los azulejos del zócalo. Domínguez aguzó el oído tratando de descifrar
las conversaciones femeninas que provenían del principal. Sin embargo, solo pudo
entender alguna palabra suelta emitida entre risas.
La muchacha no tardó en regresar.
—La Madrid no está hoy para visitas —se disculpó.
—Ya —respondió el falangista, palpándose el gabán que llevaba sobre la camisa
azul hasta dar con su vieja cartera—. Entrégale esta foto.
Ella echó un vistazo en el que identificó a su interlocutor posando con otro
hombre cuyo rostro le resultaba familiar. Rezongó al volver a subir los primeros
peldaños.
—Podías habérmela dado antes —murmuró para sí, contrariada.
A los pocos minutos, le avisó desde el rellano. Él apuró la última calada del
cigarro y apagó la colilla en una maceta colocada junto a la barandilla. La joven le
lanzó una mirada reprobatoria pero no dijo nada. A pesar de que la escalera
permanecía casi en tinieblas, Domínguez llegó al segundo piso entretenido con las
caderas insinuantes que le precedían. Se detuvieron ante una puerta entreabierta al
final del pasillo.
—Pasa. Ella te está esperando —le dijo antes de retirarse.
Una sola vela bastaba para dar calidez a la habitación en la que había una cama de
madera, un armario, una jofaina sobre una cómoda y una mesa camilla con un par de
sillas. Una mujer ataviada con una bata florida que marcaba su silueta se encontraba
de espaldas, mirando hacia la cristalera de un balcón por el que no entraban más que
fantasmas.
—¿Ha muerto, verdad? —preguntó, sin girarse. Sus palabras sonaron
compungidas, aunque no lastimeras.
—Sí —respondió Domínguez, lacónico.
Un silencio doliente invadió la estancia durante unos segundos interminables.
—¿Cómo ha ocurrido?
—Le dispararon en la Maestranza. No sé lo que sucedió. Lo vi en el suelo, cuando
todo había pasado. ¿Conoces a Pepe Ravelo, uno al que llaman el Tumba? Pues
andaba por allí.
Esta vez, La Madrid no pudo deshacer con facilidad el nudo de su garganta.
—¿De qué lo conocías? —quiso saber, volviéndose.
A pesar de encontrarse enrojecidos, sus maravillosos ojos almendrados avivaban
un bello rostro en el que se dibujaban algunas arrugas serenas.
—Hemos trabajado juntos en los últimos meses. Tenemos... teníamos los mismos
ideales.
—¿Estabas al corriente de lo de esta tarde?
—No, aunque puedo imaginar lo que pasó.
—Ya —musitó ella, entregándole la foto que sostenía en la mano—. Toma.
—Quédatela.
—No creo que sea buena idea. Tendría que esconderla y no quiero hacerlo. Toma
—insistió.
—Lo entiendo —dijo él, recogiéndola.
—¿Cómo sabías que nos conocíamos? —preguntó ella, volviendo a dirigir su
mirada hacia la cristalera.
—Me hablaba con frecuencia de ti.
—¿Por eso has venido?
—Sí. Él me lo pidió.
—¿Te lo pidió? —ahora sí pareció sorprendida. Al darse de nuevo la vuelta, unas
lágrimas silenciosas surcaban su rostro camino de ninguna parte—. ¿Y qué te pidió?
No es que fuera muy parlanchín —su boca dibujó una leve sonrisa.
—Me dijo que si le pasaba algo, te dijera que te quiso, que siempre estuvo
enamorado de ti.
—Y, sin embargo, él nunca se atrevió a confesármelo.
—No era muy parlanchín —bromeó Domínguez, con cautela.
—Supongo que eso fue todo —la comisura de sus labios borró sus lágrimas.
—También me dijo algo más —Domínguez recordó sus palabras: «O lo que
cojones se te ocurra»—. Me dijo que le hubiera gustado terminar su vida contigo, en
algún barrio de pescadores en Algeciras... Soñaba con una vida tranquila, cuidando de
ti y de los hijos que hubierais tenido.
—Mientes muy bien. Pero te lo agradezco. Es una estupidez que nos consuelen las
mentiras a sabiendas de que lo son. No me has dicho tu nombre.
—Juan José. Él te quería.
—Supongo que sí... A su manera —contestó La Madrid, y por primera vez se daba
cuenta de que ya no podría comprobarlo—. ¿Lo conocías bien?
—Todo lo bien que se le podía conocer. Pasamos mucho tiempo juntos.
—Entonces, quizás... No, nada, no tiene importancia.
—Dime.
—Esta mañana, mientras la criada hacía la habitación, encontró un pequeño tubo
de caña junto a sus pertenencias. Tal vez se le cayó antes de salir. No sabrás lo que
es...
—Creo que sí, aunque me gustaría verlo.
—Claro. Espera un momento —respondió ella, saliendo por la habitación para
regresar al poco tiempo.
—Curare —afirmó Domínguez solo con ver lo que la madama traía en la palma de
la mano—. Yo tengo uno igual. Lo conseguimos en Lisboa una noche de juerga en la
que terminamos cambiándoselo a un regatón brasileño por un par de pistolas. Tienes
que tener cuidado con eso. Es un veneno altamente peligroso que fabrican los indios
amazónicos. Una simple herida con un objeto impregnado en curare basta para
provocar la muerte de un hombre. Lo va paralizando hasta asfixiarlo en menos de
cinco minutos.
—¿Has tenido ocasión de comprobarlo?
—Yo no lo he usado, pero he visto los resultados. Fausto y yo siempre lo
llevábamos encima cuando teníamos... alguna situación comprometida. Ya sabes, por
si nos detenían y querían interrogarnos... —La Madrid asintió con la cabeza—.
Guárdalo bien y manéjalo con precaución.
—Lo haré.
—Bueno, será mejor que me vaya.
—Tú nunca has estado aquí, ni yo te conozco —dijo ella, resolutiva.
—Eso mismo te iba a decir.
—Has sido muy amable, Juan José. Cuídate.
—Lo procuraré. Lo mismo digo... Fausto era muy afortunado —comentó el
falangista, saliendo por la puerta.
—Gracias —le respondió ella mientras se giraba junto al balcón, con la mirada
perdida hacia la calle, tan aturdida que no llegó a identificar al muchacho que
caminaba raudo con el corazón encogido, ansioso por acabar con la incertidumbre de
saber si encontraría alguna carta bajo la maceta de una ventana.
Capítulo Tercero

25

Cuando la vida se convierte en una mera sucesión de días, sin más meta que la
muerte, empleamos el tiempo en no meditar. Consumimos infinidad de horas de
televisión, nos interesan más las actitudes ajenas que las nuestras y nos dejamos
contagiar por el entorno. Hay quienes planifican su ocio en torno a una afición en la
que solo participan como espectadores, e incluso hacen propia la victoria de su equipo
deportivo tras haber bajado los brazos, derrotados en sus batallas individuales sin ni
siquiera pelearlas.
Es muy posible que el ser humano haya equivocado la colectividad con la pérdida
de identidad personal. La sociedad ha impuesto su tiranía aplicando reglas que atentan
contra la esencia natural del hombre, tratando de equiparar normalidad con
habitualidad, consagrando la tradición construida desde la moral de las religiones,
inventándose conceptos contra los que no caben los cuestionamientos y estableciendo
tabúes con el fin de evitar comportamientos peligrosos para la convivencia apacible.
El problema es que cuando estas reglas irrefutables atentan contra nuestra propia
esencia natural, contra nuestro instinto, contra nuestro deseo, estos condicionamientos
sociales suscitan una controversia interior que puede conducirnos a la inseguridad, a
la insatisfacción, a imitar a nuestros semejantes por la mera salvaguarda de no ser
señalados como diferentes.
Yo hace tiempo que procuro vivir sin pretender trasladar a nadie mi forma de
pensar, tolerando argumentos ajenos y reacciones propias. Tanto mi corazón como
mis brazos asumen mi visceralidad en los asuntos relacionados con el amor, también
con los del odio. Supongo que así soy capaz de sentirme en paz conmigo misma, aun
a riesgo de no encontrar la comprensión ajena. Para ahorrarme el trámite molesto de
tener que rendir cuentas, mi mente ha aprendido a vivir en soledad aunque yo pueda
estar rodeada de gente de la que no me preocupan sus juicios, cuanto menos sus
prejuicios. Solo con Mateo se tambalean mis seguridades.
Fueron unas cuantas las ocasiones en las que estuve tentada de ponerme en
contacto con él para pedirle disculpas, tras dejarle plantado en el hotel Carlton. Si no
lo hice, fue porque tampoco sabía qué decir. A menudo me ocurre que, cuando creo
hallar las palabras adecuadas, no me suenan igual escritas que verbalizadas, porque es
difícil que un papel o una pantalla entiendan de brillo en los ojos, ni de calidez en la
voz.
Si bien en la primavera de 1998 ya trabajaba con mi padre en la bodega, también
colaboraba esporádicamente con medios que requerían información de algún evento
relacionado con la enología. En realidad, nunca he dejado de hacerlo. Aquel mes de
mayo, prestigiosos sumilleres de todo el mundo estaban en el parador de Santo
Domingo de la Calzada eligiendo los mejores vinos de la zona para confeccionar una
exclusiva guía. Con ello se pretendía incentivar la calidad de los caldos, elevar el nivel
técnico de las bodegas y, sobre todo, contribuir a la expansión de la cultura del vino.
El Consejo Regulador de la Denominación de Origen de La Rioja siempre ha
llevado a gala que sus estrictas normas de control son más rigurosas que las de la
mayoría de las regiones viticultoras del planeta. Con el fin de garantizar la calidad de
los vinos, su reglamento establece aspectos como el número de cepas que se puede
plantar por hectárea, el uso o no de sistemas de riego, el modo de podar las vides, el
grado alcohólico de las uvas vendimiadas, sus variedades, las técnicas de elaboración,
las formas y condiciones de la crianza del vino o los requisitos de las bodegas.
El hall estaba muy concurrido, pero me bastó un breve paseo para encontrar a
Mateo en uno de los salones aledaños de arcos góticos y artesonado de madera.
Charlaba animosamente en lo que parecía una reunión espontánea.
Desde el día en que me facilitaron los nombres del jurado, se me había formado
un pequeño nudo en el estómago: la prueba inequívoca de esa curiosidad, rayana en la
ilusión, que sentía por volver a encontrarme con él. Confieso que pasé a su lado,
aparentando despiste detrás de mi cámara. Al verme, se apartó del grupo para
colocarse delante de mi objetivo.
—Todavía te estoy esperando —me dijo sonriente, como si los últimos dos años
hubiesen pasado en un suspiro.
—¡Hola, qué sorpresa! —juraría que no tuve que fingir en exceso mi alegría,
máxime al comprobar tras los dos besos de cortesía que mantenía el mismo olor que
recordaba.
—Así que te lo pensaste mejor —insistió, sin denotar enfado.
—Ocurrió algo que no me permitió avisarte —le respondí.
—Bueno, supongo que tampoco teníamos facilidad para comunicarnos —
contestó, evitando incomodarme al fijarse en mi rictus.
—Espero que no vuelva a ocurrir.
—¡Seguro que no! Entre otras cosas porque ya tengo teléfono móvil.
—Pero yo aún no —reí.
—Dentro de nada lo tendremos todos. ¿Te doy ahora el número o esperamos hasta
más tarde?
—¿Más tarde?
—No me digas que te vas.
—Acabo de llegar. Pues no me quedan aún fotos por hacer... —le dije con una
sonrisa tan bobalicona que le animó a continuar.
—A mediodía va a resultar imposible escaparme, aunque me encantaría invitarte a
cenar esta noche... si puedes.
Por un instante, sopesé el ofrecimiento. David estaba en Bilbao y yo tenía previsto
dormir en Samaniego, por lo que bastaba una llamada a mi madre avisándole de que
tendría que continuar con el reportaje al día siguiente y prefería no conducir por la
noche, sobre todo si tomaba alguna copa.
—Creo que te lo debo, pero pagamos a medias.
—¡Genial! No andaremos muy lejos, aunque por si acaso nos vemos en el hall
sobre las siete. Digo yo que habremos terminado a esa hora.
—Por aquí estaré.
—Eso espero —rio—. No te escapes esta vez, y si lo haces, por lo menos avisa.
Mateo se pasó la jornada catando vinos, a ratos concentrado, a ratos distendido,
mientras yo pululaba cámara en ristre, tomando notas, dosificando negativos ante el
impulso de mi dedo de apretar el disparador cada vez que él aparecía al otro lado del
visor. A medida que avanzaba la tarde, nuestras miradas que comenzaron con sonrisas
timoratas se fueron cargando de impaciencia, quizás porque teníamos demasiado
presentes los recuerdos del hotel Carlton.
El elevado número de vinos presentados alargó las catas algo más de lo previsto,
quedando pospuestos los veredictos para el día siguiente. Vi cómo Mateo rehusaba
con cortesía una invitación antes de subir por las escaleras, indicándome con la mano
que le esperara. Quince minutos después regresaba con el pelo mojado y con una
camisa limpia bajo la misma chaqueta que llevaba con anterioridad.
—¿Nos vamos, señorita? —dijo, arremolinando sus dedos en la cabellera,
cuidadosamente despeinada y bastante más larga que la de dos años atrás.
—Así que te has duchado... Y yo con estas pintas —protesté sin dejar de sonreír.
Él me observó muy serio y con ademán profesional se me acercó.
—¿Me permites?
—¿El qué? —le pregunté, sin que me diera opción a retirarme mientras
aproximaba su nariz a mi cuello.
—El mismo perfume: limón, mandarina, bergamota con aromas verdes, albahaca,
romero y cilantro sobre encina, vetiver y sándalo. Más diluido en tu piel que entonces,
mucho más excitante.
—No creas que me he olvidado de tus rastreras estratagemas de tramposo —reí.
—Tengo más.
—¡Oh! Y te atreves a confesármelo.
—Podría desvelarte alguna —afirmó, divertido—. Espero que te guste lo que he
preparado. Iremos en coche, pero tranquila, que no he tragado ni una sola gota. Mi
escupidera es testigo.
Nunca he sido especialmente receptiva a las sorpresas. Sin embargo, en boca de
Mateo todo me ha resultado siempre más natural, incluso los besos. Por eso, no
protesté al subir en el Peugeot 306 gris que tenía aparcado junto al parador, ni al
darme cuenta de que tomábamos una carretera hacia el norte, atravesando campos de
viñedos dorados por el sol del atardecer, mientras en el radiocasete sonaba una cinta
con canciones de Los Secretos.
En apenas veinte kilómetros nos adentramos en Haro, hasta llegar a un bello
edificio del siglo XIV que tras haber sido convento, guarnición militar, hospital,
escuela y cárcel, albergaba ahora un hotel.
—Los Agustinos —le dije, sonriente.
—Habrá que seguir donde lo dejamos —respondió él—. Además me han dicho
que en el restaurante Las Duelas dan muy bien de comer.
Y bien que lo pudimos comprobar, sentados a una mesa con mantel de hilo blanco
ubicada en el claustro. La carta resultaba tan atractiva que nos costó elegir. Tras
revisarla minuciosamente, él optó por una terrina de foie gras frío con confitura de
cebolla y tomate; yo pedí como entrante la ensalada templada de rúcula, espárragos
verdes, parmesano y nueces. Los dos coincidimos en probar las chuletillas de cordero
al sarmiento. Más complicado aún fue decidirnos por una botella de vino. Mateo
reconoció que no conocía todas las referencias y dudaba entre lo seguro o descubrir
uno nuevo.
—¿Alguna sugerencia? Estoy un poco cansado de tener que tomar siempre la
decisión —reconoció.
—Seguro que acertamos con cualquier rioja del 94.
—¿No prefieres algún vino del 82?
—No es necesario que me impresiones —reí—. Los crianzas acaban de salir al
mercado, así que habrá que probar uno.
—Bueno, pues ya que estamos en Haro, quizás un Torre Muga de mi amigo
Isaacín.
—Me parece bien —le dije—. Es el único que sigue fermentando el mosto en tinas
de madera de roble, en lugar de acero inoxidable.
—Me encanta que te guste el mundo del vino. La pediremos pronto para que se
vaya oxigenando. Al final, has conseguido que elija yo, pero tú lo vas a catar —me
comentó, jocoso.
—¡Cuánta responsabilidad! —le respondí en el mismo tono—. ¿Y ejercerás de
maestro?
—Ya veremos —contestó, impostando un gesto adusto.
Después de que el camarero me sirviese, intuí que Mateo observaba entre
divertido y admirado mi forma de catar el vino sin que yo me sintiera incomodada. Al
inclinar la copa para apreciar mejor el color, no pudo reprimir su curiosidad.
—¿No vas a contarme lo que ves?
—Creí que venía a cenar, no a examinarme —bromeé.
—Me llama la atención que una chica tan joven... y tan guapa entienda tanto de
vinos.
—Gracias por lo de joven y guapa. No soy ni una cosa ni la otra, pero no pondré
objeciones a ese comentario. Tampoco soy tonta —reí—. Ya te dije en Bilbao que soy
una simple aficionada.
—¿De qué color es?
—Rojo —respondí, burlona.
—Me encanta que siempre estés tan sonriente.
Aquella ingenua frase de Mateo me lastimó sin darme cuenta. No estaba en lo
cierto. No siempre sonreía. Eso era antes, antes del asesinato de mi hermana. Sin
embargo, me di cuenta de que a su lado el dolor dormía, como si su presencia
representara un bálsamo para mis heridas.
—Un asombroso rojo picota. Capa alta. Limpio, brillante... lágrima abundante que
apenas tinta el cristal —sentencié en voz baja, repitiendo en silencio las últimas
palabras: «lágrima abundante que apenas tinta el cristal». Y es que quizás simplemente
hablaba de mí misma.
—Continúa, por favor.
Me acerqué la copa a la nariz sin moverla para extraer las fragancias más sutiles.
Tras unos segundos con los ojos cerrados, la balanceé para que la agitación del vino
me siguiese revelando los componentes aromáticos de la variedad de la uva, de la
fermentación y de la crianza.
—Fruta roja y negra en primer plano, con una pátina de licor y trazas minerales.
Balsámicos suaves. Cuando se oxigene un poquito más, te sigo contando.
—Me tienes fascinado. Pruébalo —me rogó.
Tomé un pequeño sorbo que hice pasar a lo largo y ancho de mi lengua para que
las papilas detectasen todos los gustos. Sin tragarlo aún, aspiré aire por la boca para
sacarlo por la nariz con el fin de oler los aromas, esta vez por vía retronasal.
—Magnífico. Frutas en compota. Un cierto deje de terrosidad. Acidez correcta.
Notas vegetales y de tostados. Equilibrado y elegante... igual que tú —le sonreí,
regresando desde mi concentración.
—Espero que también tenga la misma persistencia en boca —coqueteó mientras
simulaba un aplauso sordo.
—¿He aprobado, profe? —le pregunté, risueña.
—Me has cautivado, Silvia.
La cena transcurrió entre conversaciones que bordeaban la cotidianidad para
adentrarse en los terrenos de la seducción. No brindamos hasta vaciar la botella. Antes
de apurar la copa, Mateo trató de extraer los aromas evolucionados.
—Tabaco rubio, tostados de calidad, cuero mojado, sándalo... como tu perfume.
—Sangre, humedad... —le respondí, imitándole, apretando los muslos.
—¿Te quedas a dormir conmigo? He reservado aquí una habitación.
—Tú lo dijiste antes: habrá que seguir donde lo dejamos —le contesté,
embriagada por sus ojos trasminados a través de los efluvios del vino.
Aquella noche volvimos a besarnos, a abrazarnos y a follar sin medida.
Arrastrados por el instinto, solo necesitábamos sentir.

26

Hay días en los que una se levanta como si estuviese sentada frente al mar,
dejando que una brisa cálida se lleve los malos recuerdos hasta las profundidades del
abismo, y otros en los que más bien parece que te han arrastrado con ellos. Ocurre sin
saber por qué. En apariencia, todas las mañanas son iguales y, sin embargo, no somos
capaces de afrontarlas nunca del mismo modo. Estoy convencida de que nuestra
racionalidad es la que nos convierte en irracionales, la que nos asalta con ideas
imprevisibles y da rienda suelta a nuestras reacciones.
Acababa de regresar de mi primera estancia en Antzora sin haber conseguido
reintegrarme todavía a la realidad cuando Asier me llamó por teléfono para
comunicarme que los informes completos de la autopsia del cadáver por parte del
forense y de las muestras recogidas por sus compañeros de la Científica no habían
supuesto demasiado avance en las investigaciones de la muerte de la chica. No
obstante, se ofreció a invitarme a café en el Iruña.
Llegué sin demasiadas expectativas, preparada para escuchar la historia de un
nuevo crimen sin resolver. No tan asustada por saber que un asesino seguía suelto
como dolida pensando en la impotencia de la familia de esa pobre muchacha, que no
era, en definitiva, distinta de la mía. Ante un delito la sociedad exige justicia pero, para
los que amábamos... los que amamos a las víctimas, la imposición al culpable de una
pena legal suele resultarnos insuficiente. No obstante, también hay quien se conforma
con que el delincuente se pudra en la cárcel, e incluso quien acaba perdonándolo. Yo,
por supuesto, ni me conformo, ni perdono.
A pesar de que la lluvia caía con fuerza, Asier me esperó en la esquina del Iruña al
asubio de su pequeña marquesina, fumando como de costumbre. Antes de entrar en el
café, su deformación profesional le obligó a echar un vistazo a su alrededor.
—¡Vaya tarde de perros! —protestó.
En ese momento, mi mente regresó a Antzora donde tan solo dos días antes había
disfrutado viendo llover a través de la cristalera del caserío de Lourdes. Desde luego,
la lluvia es distinta en lugares diferentes, incluso es distinta en el mismo lugar. Todo
depende de quién la contemple y de cómo lo haga.
—No pareces muy contento —le dije.
—Tampoco tengo motivos para estarlo —respondió, desprendiéndose de su
gabardina.
—Refunfuñas demasiado. ¿Nos sentamos?
El aguacero hacía que el local estuviese poco concurrido, por lo que nos pudimos
acomodar junto a una de las mesas de los ventanales a la espera de que el camarero
nos trajera nuestros cafés con leche.
—Y tú, ¿cómo andas?
—Bien. He estado unos días en Urdaibai, procurando aclarar ideas.
—¿Sola?
—Sola.
—¡Uf! Yo no...
—¿Tú no qué?
—Nada. Chorradas mías.
—¿Nada? —reí—. Tú no me hubieras dejado ir sola, ¿verdad?
—No iba a decir eso —respondió, azorado.
—Fue una decisión mía. Y pienso repetir. Me encanta ese lugar. ¿Sabes qué es lo
peor?
—Dime.
—Haber tenido que volver a Bilbao.
—Ya. No sé por qué cojones no podemos hacer siempre lo que nos apetece.
—Nos lo montamos muy mal —aseveré.
—Porque todo es una puta mierda.
—Veo que no te has arreglado con tu chica.
—Ni de coña. Eso no lo arregla ni el de Bricomanía.
—¿Qué es eso? —reí.
—Un programa de la tele donde sale un tío que con un par de maderas y un
serrucho te construye una casa de puta madre.
—¡Anda, que no exageras! —le contesté, mientras vertía el azúcar en el café que el
camarero me acababa de dejar en la mesa—. Nunca me dijiste su nombre.
—¿El de quién?
—Tu chica.
—Ya no lo es, así que da lo mismo.
—Si no te apetece hablar de ti, tendrás que contarme algo de la investigación, ¿no?
—No necesitabas disimular con rodeos para preguntar —respondió medio en
broma—. Andamos indagando en el entorno de la muchacha.
—También lo hicisteis en el nuestro... y nada.
—Ya. Pero es lo único que tenemos. Al menos, esta vez contamos con varias
muestras de ADN, aunque desechando las de los miembros de su familia que no son
sospechosos, nos quedan dos: la del semen y la que hemos sacado de un pelo que no
era suyo, del que milagrosamente se ha podido extraer el ADN nuclear.
—¿Por qué dices milagrosamente?
—Porque lo normal es que los pelos no conserven la raíz y, aun haciéndolo, que
no sea posible extraer más que el ADN mitocondrial, que no es específico de cada
persona, sino que lo comparten los individuos que proceden de la misma rama
materna.
—No irás a decirme que el ADN del pelo coincide con el del semen.
—Por desgracia, no. Tampoco con el que teníamos ya de antes.
—Con el semen que tenía mi hermana, quieres decir.
—Así es.
—Entonces, perdóname, Asier... ¿Qué demonios tenéis?
—Poca cosa. Ninguna de las muestras coincide con las existentes en las bases de
datos que hemos podido manejar.
—¿Ya habéis preguntado a la Policía Nacional?
—Sí. Incluso nos han hecho la gestión de consultar a través de Schengen, un
sistema europeo al que se han adscrito este año.
—Al que vosotros tampoco tenéis acceso, supongo.
—Supones bien —ratificó Asier, llevándose un nuevo cigarro a la boca.
—Conclusión: tenéis muestras de ADN de gente que no está fichada.
—Ni tenemos posibilidad de identificarla, de momento. Lo curioso es que el
asesino no haya dejado huellas. Hay que reconocer que nos lo ha puesto difícil. Si
algún día dejara una muestra en algún sitio, podríamos cotejarla.
—No querrás decirme que tiene que cometer otro crimen para dar con él. O que
pueden pasar años para que eso ocurra.
—Espero que no tenga que ser así. Por suerte, antiguamente no se contaba con
tantos avances científicos y siempre se ha detenido a los delincuentes.
—Es verdad. Y también que muchos asesinatos quedaban sin resolver —concluí
con un sorbo a mi café que se estaba enfriando.
—Son casos muy extraños. No es normal que una violación no deje células del
agresor en la vagina.
—El semen sí.
—Sí, claro. Pero el forense dice que tendría que haber células en las erosiones
internas. Es un asunto que nos trae de cabeza. Y encima con la prensa en el cogote, a
la espera de cualquier novedad, por pequeña que sea, para rellenar titulares. Aunque
lo que más me duele es no poder darte todavía una respuesta —reconoció, mirando su
reloj.
—Sé que lo harás.
—Agradezco tu confianza, Silvia. Si me perdonas, tengo que irme —dijo,
incorporándose.
—Creo que pediré otro café.
—Para seguir viendo llover.
—Sí —sonreí—. Para seguir viendo llover.
Asier me miró unos instantes hasta que, por fin, se atrevió a preguntarme.
—Me dijisteis que tu hermana no tenía novio, ¿verdad?
—Así es, no lo tenía.
—¿Estás segura?
—Claro... Me lo hubiese dicho.
—¿Nunca lo tuvo?
—Algún escarceo sin importancia, ya sabes.
—¿Y novia?
—¿A qué viene esto, Asier? ¿Qué quieres decir? —le respondí estupefacta,
observándolo desde mi asiento.
—De haber tenido una relación con una mujer, ¿te lo hubiera contado?
Dirigí la mirada a la ventana. Oscurecía sin que la lluvia cesara, como si atrajera
nubarrones del pasado. En apenas unos segundos, recordé nuestros juegos de niñas,
nuestras pequeñas rivalidades, nuestras confidencias siempre a medias... Desorientada
por la consternación, giré la cabeza hacia el ertzaina que acababa de interrogarme.
—No, Asier. No creo que me lo hubiera contado.

27

Admiro a las parejas que afirman mantener su pasión tan viva como el primer día
a lo largo de los años, sobre todo si se lo creen, además de decirlo. Yo soy bastante
escéptica al respecto. No digo que mientan, al menos conscientemente, pero quizás sí
olvidan esa impaciencia por abrazarse, esos sobresaltos al sonar el teléfono, esos
pensamientos fugaces e intempestivos, ese deseo desaforado imposible de calmar a lo
largo de la madrugada a la hora en que nos rendimos exhaustos con las barbillas
enrojecidas y las lenguas doloridas, tratando en vano de domar nuestros cuerpos
desnudos, revueltos entre sábanas revueltas de sudor y sexo, hambrientos de un envite
más.
La rutina siempre juega con el tiempo de su parte. Por eso, muchas parejas
sucumben a la costumbre, al hastío, a los hábitos muchas veces ensayados y
aprendidos, que relegan la sorpresa y la imaginación a territorios proscritos. Otras
asumen que la madurez aplaca inevitablemente la fogosidad, y la transforma en
sentimientos más sosegados aunque igual de gratificantes. Y, no obstante, hay
personas mayores que se enamoran con una fuerza inusitada, lo que evidencia que el
apasionamiento no entiende de edades.
A medida que cumplo años, conozco a más gente que renuncia a sus emociones o
prefiere que pasen a formar parte de sus mejores recuerdos. Y las evocan desde la
distancia, en un anhelo de recuperar así la juventud perdida para volver a sentirlas, sin
ser consciente de que siguen ahí, latentes, aguardando un ramalazo de lucidez, o de
valentía, o acaso simplemente una oportunidad.
Las relaciones de pareja establecidas de acuerdo con la tradición conducen en
muchos casos al tedio, y en otros directamente a la frustración. Están marcadas por
unos cánones impuestos por una sociedad, por unas reglas que no admiten discusión,
sin importarles que los hombres ofrezcan amor para conseguir sexo y que las mujeres
ofrezcan sexo para conseguir amor. Nos educan para querer a nuestros hijos por igual,
pero si amamos a dos personas a la vez nuestros planteamientos morales son puestos
en tela de juicio.
Al fin y al cabo, somos seres híbridos entre biología y cultura. El hecho de querer
a alguien no significa que no podamos sentirnos atraídos por nadie más. Aceptar
nuestro instinto implica aceptar que somos animales, no inmorales. Aunque cuando
pienso en Mateo, mi cuerpo reacciona de forma bastante primaria.
A la carta en la que le contaba, tal vez presuntuosa, que las claves para desvelar mi
misterio se encontraban en la novela que le recomendaba leer, él no me respondió
hasta muy avanzada la noche siguiente. Aquel fue un lunes muy largo en el que, a
medida que pasaban las horas, creía que podría haberse molestado por mi opacidad. A
pesar de que me vencía el sueño, me propuse mantenerme despierta hasta las tres, la
hora que yo misma me fijé de plazo para acostarme en el caso de que no llegara su
correo. Por suerte para mi descanso, a las dos y cuarto me avisó la bandeja de entrada
del ordenador:

Querida chica misteriosa (a partir de este momento dejaré de llamarte


Adèle):
Hoy vas a perdonarme si me dejo llevar por los dictados del vino que
he tomado en la cena. Si no te he escrito esta mañana es porque me
encuentro de viaje y hasta ahora mismo no he tenido oportunidad. Claro
que estoy pensando que prefiero hablarte en el silencio de la noche, por lo
que es muy posible que a partir de hoy lo siga haciendo así. Te parecerá
una tontería, pero somnoliento y —lo admito— un poco borracho, me
siento más cerca de ti.
Confieso que me tienes intrigado con lo de esa novela que, por cierto,
aún no he recibido. Cuando regrese en un par de días, confío en que por
fin esté en mi buzón. En cualquier caso, quiero que sepas que me muero de
ganas de sonreírte, de llamarte por tu nombre, de invitarte a cenar y de
besarte. Está muy bien lo que dicen los versos esos que me mandaste
sobre que hay besos que se dan con la mirada y otros con la memoria.
Aunque yo quiero los que se dan con los labios.
Espero ese momento,
Mateo

Al leerle pensé que tal vez mi escrito anterior le hubiera resultado demasiado frío,
y de ahí su respuesta desconcertada. Probablemente me había dejado llevar por mi
ansia de que leyera aquella novela, así que decidí enmendarlo en el siguiente correo,
venciendo la tentación de toda la semana por anticiparme al domingo.
Mi querido Mateo:
Entiendo tu impaciencia. Si he de ser honesta conmigo misma, tengo
que decirte que a mí también me gustaría tenerte frente a frente y que no
creo que rehuyera tus besos. Estoy convencida de que tendremos la
oportunidad más pronto que tarde, a pesar de que yo viva lejos de Sevilla.
Agradezco tu prudencia al no preguntarme por asuntos personales,
tanto como tu desinhibición a la hora de expresar lo que sientes. Para tu
tranquilidad, te diré que eres correspondido. Me pareces un hombre
tremendamente atractivo, así que me ha sido imposible no fijarme en ti.
Recuerda que fui yo quien inició esta correspondencia.
Besos dulces, no por ello menos apasionados.
La chica misteriosa

Mateo me contestó a última hora de esa misma noche.

Querida chica misteriosa:


Te seguiré llamando así hasta que pueda hacerlo por tu nombre. No
será Olalla, ¿verdad? Como ves, me llegó la novela, si bien solo he tenido
tiempo de leer la mitad. Me está gustando mucho. Con razón querías que
la tuviera. El hecho de que esté ambientada en Sevilla le da un interés
añadido. Tengo que decir que, aunque no suelen gustarme las historias
relacionadas con la Guerra Civil, esta me está cautivando. Además, estoy
descubriendo cosas de la ciudad que desconocía.
Lo único malo es que hasta el momento no sé qué tiene que ver
contigo. Claro que soy paciente y espero que la lectura de las páginas que
faltan me ayude a encontrar las claves de las que hablabas.
Echándole mucha imaginación, me aventuraría a decir que Olalla se
siente atraída tanto por Martín como por Eduardo, y no sé si por ahí van
los tiros. En confidencia, te diré que el hecho de que haya versos también
me mosquea. En fin, confío en que pueda salir pronto de dudas.
Ni te imaginas lo que me has hecho sentir al recibir hoy tu correo.
Creo que si no he conseguido avanzar más en el libro ha sido por la
cantidad de veces que he leído tu última frase. Lo único que se me ocurre
decirte es que estoy loco por tenerte entre mis brazos.
Besos y más besos,
Mateo

Me llamó la atención que hubiera reparado en la historia de amor, y dejara a un


lado el contexto histórico y la trama criminal. Tal vez pensó que debería centrarse en
Olalla si pretendía averiguar algo sobre mí.
Recuerdo que pasé esa semana en Samaniego, supervisando la limpieza de las
barricas y actualizando las fichas que mensualmente hay que entregar al Consejo
Regulador con los movimientos de los caldos de cada cosecha dentro de la bodega.
Conduciendo, de regreso a Bilbao, me sentí más trasegada que nuestro propio vino.

28

«El tiempo que pasa es la realidad que huye.» Esta cita del célebre criminalista
francés Edmond Locard estaba escrita en letras de oro en el catecismo de investigación
de Asier. De ahí, su obsesión por la búsqueda de cualquier indicio que al menos le
ayudara a dar con algún sospechoso antes de que fuese demasiado tarde. Las familias
y, especialmente, la memoria de las chicas asesinadas se merecían toda la verdad sobre
los hechos. Además, la opinión pública se encontraba bastante sensibilizada con el
caso de Igone, después de que aún no se hubiese hallado a los culpables del asesinato
de mi hermana ni del de dos muchachas de Portugalete acaecidos en ese lapso de
tiempo. El último todavía salpicaba las páginas de la prensa. Apenas hacía unos meses
que había aparecido el cadáver de una joven de diecinueve años en una cuneta del
Pontarrón de Guriezo en condiciones muy similares a las de los otros crímenes, y
tampoco se había resuelto. Y aunque Asier no hubiese llevado el caso, asumía el
fracaso de las pesquisas policiales como propio. Por eso, se resistía a un nuevo fiasco,
que inevitablemente llevaría aparejada mi más profunda decepción.
La realidad es más rica en circunstancias de lo que la mente del investigador puede
prever. Asier era consciente de ello, por lo que trataba de ampliar el campo de
posibilidades. Lo normal hubiese sido buscar a alguien que cumpliera con el perfil de
este tipo de violadores: asociales y violentos en su vida cotidiana debido a su ausencia
de autocrítica, que en algún momento de su infancia asociaron agresión y placer
sexual sin posibilidad de regresión, de personalidad compulsiva y apariencia pulcra.
Depredadores, usualmente casados y con una vida ejemplar, que usan sus vehículos
para ayudarse en sus fechorías, muy cautos e informados sobre las técnicas policiales
para planificar sus actos sin ser identificados: por este mismo motivo suelen llevarse
la ropa de sus víctimas, para eliminar cualquier pista que haya quedado adherida a los
tejidos.
Sin embargo, Asier seguía convencido de que Igone conocía a su asesino por la
escasa resistencia que, según la autopsia, había ofrecido. Así que no dejó de preguntar
a uno solo de sus allegados en el afán de dar con algún hilo del que pudiera tirar.
Parientes, amigos y compañeros de trabajo fueron interrogados dentro y fuera de la
comisaría de Erandio, e incluso se prestaron a facilitar muestras para identificar su
ADN. Fue precisamente la mejor amiga de Igone, anestesista del hospital de Basurto,
quien les habló de Amaia Arteaga, una muchacha homosexual con la que mantenía
una relación secreta, ya que Igone pretendía evitar a toda costa chismes que llegaran a
oídos de su familia, de recia tradición católica.
Al sonar el teléfono rozando la medianoche, supe que algo sucedía. Habían
transcurrido casi dos semanas desde nuestro último café en el Iruña y, de algún modo,
esperaba esa llamada.
—¿Silvia?
—Sí. ¿Asier?
—La tenemos.
—¿Qué quieres decir?
—Que hemos cazado al asesino de Igone... mejor dicho: asesina —la voz del
suboficial sonaba eufórica.
—¿Una mujer?
—La muy cabrona... una tía, sí.
—Pero ¿estáis seguros? —le pregunté, aturdida.
—Completamente.
—¿Ha confesado?
—¡Qué va! Es un témpano de hielo.
—¿Y entonces?
—Tenemos pruebas para encerrarla durante una buena temporada.
—¿También mató a mi hermana?
—Yo diría que sí, aunque todavía no los podemos probar —dijo Asier, atenuando
su entusiasmo.
—¡Joder, tío!
—Intentaremos que la imputen al menos por los dos crímenes.
—¿Y quién coño es?
—Estoy en la comisaría. No puedo darte más datos por teléfono.
—Pues vente en cuanto puedas a casa y me cuentas.
—¿A estas horas? Aún me queda un rato por aquí.
—¡A la hora que sea, Asier! Necesito que me des todos los detalles.
—Hay secreto de sumario —se justificó, quizás contando con haber sido
escuchado.
—Ya —le contesté, conteniendo mi impulso inicial de mandarle a la mierda—.
Ven de todos modos. Estoy sola.

La hora larga que tardó Asier en llegar a casa me resultó interminable. Solo el
chasquido de la lata de Coca-Cola al abrirse me reconfortó durante un instante. En mi
mente se almacenaban amasijos de incertidumbre entre jirones de recuerdos. Desde la
ventana, le vi apurando su cigarrillo antes de llamar al timbre del portal.
Le abrí impaciente aunque enseguida su sonrisa serena me tranquilizó. En ese
mismo momento supe que con la detención de esa mujer también se esclarecía el
crimen de mi hermana.
—Quiero saberlo todo. Y déjate de gilipolleces de sumarios —le aseveré,
contundente, tras cerrar la puerta tras de mí.
—No debería estar aquí.
—Y desde el principio —continué, haciendo oídos sordos—. Así que puedes
quitarte la gabardina y acomodarte en el sofá. Hasta te dejo que fumes.
Al descubrir la mirada de Asier paseándose furtiva por mi escote me di cuenta de
que no llevaba sujetador bajo la camisa. No obstante, me senté junto a él, procurando
intimidarle para que soltara la lengua.
—Hemos tenido un poco de suerte —reconoció, encendiendo un cigarrillo—.
Marta Abasolo, una médico amiga de Igone nos puso sobre aviso. La muchacha y la
asesina andaban liadas: bueno, mantenían una relación amorosa, quiero decir.
—No hace falta que te andes con remilgos.
—Igone tenía a su amiga Marta como única confidente. Por ella supimos que la
muchacha había pasado de las dudas iniciales al enamoramiento más adolescente, para
acabar muerta de miedo.
—Sigue —le rogué.
—¿La lata está vacía?
—Sí. Úsala de cenicero, si quieres.
—A Igone solo le gustaban los hombres —afirmó Asier, introduciendo la ceniza
por el agujero—. O al menos, eso pensaba ella hasta que conoció a Amaia y sintió una
irreprimible fascinación. Era tremendamente amable con ella, la colmaba de regalos,
viajaban con frecuencia... Pero un día, Igone se dio cuenta de que aquella relación
clandestina no conducía a ninguna parte. No estaba dispuesta a salir del armario para
enfrentarse a cuanto le rodeaba. Así que se lo dijo a Amaia. Según nos comenta esta
chica, aquello le enfureció hasta el punto de perder los estribos.
—¿Celos?
—Más que celos, odio por el rechazo, decía ella.
—¿Y qué pruebas tenéis?
—Veo que no tienes espera —me sonrió Asier—. ¿No querías saberlo todo?
—Vale, pero date prisa ¡joder!
—Ya queda poco —respondió él condescendiente—. La amiga de Igone nos
indicó dónde trabaja Amaia. ¿Adivinas?
—Para adivinanzas estoy yo.
—Es enfermera en la misma clínica de reproducción asistida donde trabajaba
Igone.
—¿En serio?
—Como lo oyes. Yo mismo la seguí durante varios días.
—¿Por qué la seguiste? No esperarías que fuera a cometer un nuevo crimen.
—No, simplemente quería saber dónde vivía y, de paso, buscar el modo de
recogerle una muestra de ADN. Por suerte, el sábado pasado estuvo de potes con su
cuadrilla en Plaza Nueva. En el follón del bar Bilbao me hice con su vaso vacío de
cerveza sin que nadie lo advirtiera. Esta mañana llegaron los resultados. Su ADN
coincide con el del pelo hallado en el cuerpo de Igone.
—¿Y eso es suficiente para condenarla?
—Tiene que serlo. A ver qué dice el juez. En el registro de su casa no es que
hayamos descubierto nada especial, salvo un enorme vibrador y una caja abierta de
preservativos.
—¡Vaya! No sé qué tiene eso de especial.
—¿Para qué quiere una lesbiana condones?
—A lo mejor no es lesbiana, sino bisexual.
—Ya, puede que tengas razón. Aunque también encontramos jeringuillas.
—¿Drogadicta?
—No, no lo es.
—¿Diabética?
—Tampoco.
—¿Entonces?
—Te has olvidado del semen.
—Quizás se acostaran con un tío antes de ser asesinadas.
—¿Las dos? Demasiada casualidad. ¿Y sin preservativo? Parece una temeridad en
los tiempos que corren. Además, el forense hubiera encontrado más células en la
vagina.
—Espera, espera, déjame adivinar.
—¿Ahora sí?
—Esa tía trabaja en una clínica de reproducción asistida que, con seguridad,
cuenta con su propio banco de semen.
—Te veo entrando en la Ertzaintza.
—La muy cabrona las violó con el vibrador al que le puso un condón para dejar
menos rastro. Luego les inyectó semen que previamente había robado en su clínica...
¿antes o después de matarlas?
—Chica lista. Supongo que da un poco lo mismo. Aunque das por hecho que
también asesinó a tu hermana.
—No tendría sentido pensar lo contario.
—No, si tienes razón. A pesar de que en aquella ocasión no obtuvimos pruebas.
—¿Y qué más pruebas necesitamos? Son crímenes casi exactos.
—No es tan fácil, Silvia. Tendremos que volver a interrogaros para ver si
conocíais a esa mujer.
—Por el nombre no, desde luego.
—Mira —dijo Asier, mostrándome una foto—. ¿Te suena?
Hasta ese instante, esperaba encontrarme con una mujer de inequívoco aspecto
varonil. Sin embargo, ante mis ojos apareció el retrato de una chica rubia, no tan
distinta de mí si no hubiese tenido el pelo más corto y los ojos claros.
—No la he visto en mi vida —reconocí, sin disimular mi decepción.
—No quisiera desilusionarte, pero va a resultar complicado vincularla al crimen
de tu hermana. Nosotros ya hemos hecho nuestro trabajo. Ahora les toca a los jueces.
De cualquier modo, pasará unos cuantos años en la cárcel.
—¿Cuántos?
—Muchos, aunque menos de los que a ti te gustaría.
—¿Y no hay forma de saber si el semen que tenía mi hermana en la vagina
procedía de esa clínica?
—No la hay. Es obligatorio preservar el anonimato de los donantes. Además, no
podemos saber si Amaia se llevó una parte o la muestra completa. Sería como entrar
en un pajar a las bravas sin ni siquiera tener la certeza de que hay una aguja. Ni el juez
ni la clínica lo autorizarían.
—Entiendo... —respondí mientras mi cerebro trataba de seguir razonando en
busca de soluciones.
—Procura no consumirte con eso. Lo importante es que esa mujer está detenida.
—Ya... Gracias, Asier. ¿Puedo llamar a mis padres para contárselo?
—Te tengo que pedir un poco de discreción. Aún está bajo secreto de sumario. En
cuanto se filtre algo, saldrá en todos los periódicos. Y será inevitable que la prensa
vincule, al menos, los dos crímenes.
—Volverán a ser momentos duros.
—Tendremos que preguntar a tus padres si la conocían —dijo Asier, apurado.
—No les hagáis venir. Estoy segura de que no la han visto nunca. Pero si quieres,
te acompaño a Samaniego.
—Lo intentaré.
—Eres un sol —le contesté, besándole en la mejilla por primera vez.
—Y tú, una aduladora —respondió, con gesto huraño—. Y la tía más fuerte que
he conocido en mi vida, si no contamos a mi madre... Ese tipo tiene mucha suerte —
sentenció, buscando refugio en un nuevo cigarro.
Capítulo III

29

Fueron los versos incluidos por Martín Villalpando a la conclusión de su carta los
que convencieron a Olalla para contestarle.
Desde que tenía uso de razón, la muchacha recordaba a su tía Sara canturreando a
todas horas las coplas escritas por Rafael de León, al que había conocido en sus años
mozos y por el que sentía auténtica devoción, sobre todo cuando sus canciones
empezaron a ser interpretadas por las grandes artistas ya consagradas en los mejores
teatros. La tía Sara tatareaba A la lima y al limón confiando en que, tras el «tú no
tienes quien te quiera», se cumpliera el final de la letra y llamara un hombre a la
puerta para entregarle su corazón. Sin embargo, su favorita era Tatuaje. Cada vez que
la entonaba derrochaba una pasión que ni siquiera la mirada reprobatoria de su
hermana podía aplacar.
—Ella me quiso y me ha olvidado. En cambio, yo no la olvidé... —cantaba al
tiempo que sus ojos se humedecían.
—No creo que esa canción tenga que escucharla la niña —le reñía tía Montse ante
el gesto divertido de Olalla.
—Y para siempre voy marcado, con este nombre de mujer —continuaba tía Sara,
haciéndole caso omiso y acentuando su dramatismo—. ¡Pero qué guapo es Rafael y
qué cosas más bonitas compone! ¡Qué pena que sea marinero! —suspiraba, aludiendo
a su condición de homosexual.
A pesar de no ser muy aficionada a la lectura, tía Sara fue una de las primeras que
corrió a la calle Sierpes para comprar en la librería Sanz, el poemario Pena y alegría
del amor con el que Rafael de León pretendía reivindicar su sitio en la poesía, más
allá de sus méritos como letrista de canciones. Para regocijo de sus seguidores, aquel
libro se convirtió en uno de los más vendidos del año.
Resulta curioso cómo los genes juguetean con cada persona y, a pesar de que por
las venas de tía Montse y tía Sara corriera la misma sangre, sus caracteres se
distanciaban justo en el momento en que parecían confluir.
A tía Montse también le gustaba la poesía. Sin embargo, ella la sentía hacia dentro.
A menudo se pasaba tardes enteras en el desván leyendo y releyendo poemas que se
sabía de memoria. Atesoraba una pequeña colección de libros, prendidos a su alma,
entre los que se hallaban algunos con las pastas ahumadas, incluso chamuscadas.
Fueron ejemplares que se salvaron milagrosamente de la biblioteca de su hermana y
de su cuñado tras el asalto en el que ellos murieron. Cuando los ánimos se
apaciguaron en la ciudad, pocos días después del incendio de la casa, tía Montse se
acercó una madrugada con objeto de recuperar algún recuerdo o, simplemente, para
llorar entre las paredes que hasta hacía bien poco habían sido testigos de una felicidad
familiar, tan destruida en aquella época como la fraternidad entre los españoles. Los
primeros rayos de sol que se colaban por la claraboya del patio descubrieron el brillo
de una sencilla gargantilla de plata. Apenas quedaba nada más entre los escombros,
únicamente despojos de la barbarie.
Al entrar en la biblioteca comprobó cómo los libros habían sucumbido a las
llamas hasta convertirlos en un hollín que tiznaba las paredes y oscurecía su espíritu.
Estaba a punto de marcharse cuando se percató de otro pequeño destello fugaz a un
metro del suelo. Comprobó que se trataba de una chapa metálica, no muy deteriorada
por el fuego, con la que se había fabricado una especie de receptáculo. La retiró con
un chasquido y descubrió un hueco en el que dormitaban unos cuantos libros
salvados de la quema. Tía Montse nunca averiguaría el criterio que guio a su cuñado a
ocultar aquellos ejemplares y no otros. Allí escondidas y apretujadas, como
protegiéndose las unas a las otras, se encontraban obras de Stephan Zweig, Bertol
Brecht, John Dos Passos, Ernest Hemingway, Luis Cernuda, Miguel Hernández o
Federico García Lorca. Claro que aunque a tía Montse le sonaba que los autores
españoles eran rojos, le resultaba imposible conocer que los libros de los extranjeros
ya se habían quemado en las universidades alemanas, por haber sido escritos por
autores marxistas, judíos o pacifistas. Finalmente, concluyó que su cuñado adivinó
que se avecinaban malos tiempos para la libertad disfrazada de cultura.
En cualquier caso, aquel hallazgo le supuso un lenitivo para su dolor. Tuvo que
hacer varios viajes para llevarse a su casa todos los libros salvados. Y en la creencia
de que su silencio conllevaría la supervivencia de aquellos libros, los guardó en el
soberado al que acudía cada tarde para disfrutar de su compañía, mientras los acunaba
al vaivén de su mecedora, callando su secreto hasta el día que Olalla cumplió los
catorce años.
Aquella mañana, desafiando a la lluvia y a la penuria de su cartera, tía Sara se
había acercado al convento de San Leandro para comprar a las monjas agustinas una
cajita de yemas elaboradas a base azúcar, huevos y zumo de limón con las que
celebrar que la niña empezaba a dejar de serlo. Tras la merienda, tía Montse invitó a
Olalla a subir al desván esquivando la mirada recelosa de su hermana, que se limitó a
recoger las tazas en las que apenas quedaban restos de chocolate.
Comenzaba a anochecer. La escasez de leña obligaba a reservarla para los días más
crudos, y tía Montse encendió dos enormes cirios con el ánimo de engañar al frío que
anunciaba la llegada del invierno. Luego se acercó a un enorme armario que Olalla
nunca había visto abierto, lo que alimentó siempre su imaginación infantil sobre los
misterios que tan celosamente encerraba. Cuando su tía Montse giró la llave y le
descubrió su interior, Olalla tuvo que disimular su decepción al comprobar que sus
estantes estaban llenos de libros. Tan solo una arquita encajada entre los volúmenes le
hizo conservar la esperanza de que albergaría algún pequeño tesoro. La tía Montse
acarició la tapa y extrajo de su interior un fino collar. Con idéntico mimo, lo depositó
en su mano para mostrárselo a su sobrina a la luz tímida de las velas, enjugándose con
la otra un par de lágrimas traicioneras.
—Mira.
—¡Es preciosa! —exclamó la muchacha, observando aquella gargantilla que creía
haber visto con anterioridad.
—Era de tu madre. Ahora es tuya —le contestó tía Montse, deshaciendo el nudo
de su garganta.
Olalla no pudo sino abrazar a su tía.
—Es el regalo más bonito que me han hecho nunca —confesó, entre sollozos.
—Déjame que te la ponga.
—No sabía que tuvieras nada de mi madre —dijo Olalla, rozándose el cuello con
las yemas de sus dedos.
—La guardaba para ti. También conservo algo de tu padre —comentó,
rehaciéndose—. Acércate conmigo al armario —le pidió, llevando uno de los cirios—.
Casi todos estos libros eran suyos, y ahora te pertenecen a ti.
De repente, su contrariedad se tornó en ilusión. La muchacha quería descubrir
todo lo que había leído su padre, cuyos recuerdos comenzaban a resultarle lejanos.
Tenía la posibilidad de pasar sus ojos por las mismas páginas que él había acariciado
con sus manos. Y sin ser consciente de ello, a partir de ese momento Olalla vería el
mundo a través de aquellas lecturas.
—Me encantará leerlos todos —acertó a decir, con la voz entrecortada.
—Algunos están escritos en inglés y otros en alemán, como este —le respondió
entregándole un pequeño volumen que asomaba entre dos más gruesos.
—Buchmendel, Stefan Zweig —leyó Olalla—. ¿Qué querrá decir?
—Buch significa libro. Es lo poco que sé en alemán.
—¡Vaya! Un libro que habla de otros libros. Me encantaría saber idiomas para
poder leerlos todos —su tono denotaba cierto deje de desilusión.
—No te preocupes. Hay algunos bellísimos, fáciles de entender. No solo por estar
escritos en español, sino porque están escritos con el lenguaje del amor.
Acostumbrada a su carácter adusto, a Olalla le sorprendió la dulzura con que su tía
pronunciaba aquella frase.
—Quiero empezar hoy mismo.
—Claro, pero hazme prometer una cosa.
—Lo que tú digas.
—Que los libros no saldrán de esta casa. Y que no le contarás a nadie que los
tienes.
—¿Y eso, por qué?
—Porque algunos están prohibidos.
—¿Quién puede prohibir libros de amor?
—Franco. Son libros escritos por los rojos. Algunos de sus autores han sido
asesinados. Otros están encarcelados o exiliados.
—No le diré a nadie que los tenemos, tía Montse. Te lo prometo.
—Ten, toma este —le dijo, ofreciéndole un libro que parecía bastante nuevo.
—Miguel Hernández. El rayo que no cesa. Ediciones Héroe. Madrid —leyó la
muchacha las letras negras y rojas impresas sobre una cubierta de tonos sepia.
—Espero que te guste. Ya has visto dónde escondo la llave. Déjala siempre en su
sitio.
—Me has hecho muy feliz —le agradeció Olalla, volviendo a abrazar a su tía.
De algún modo, tía Montse acababa de saldar una deuda pendiente. Llevaba
algunos años esperando este momento y también ella se sentía amargamente dichosa.
Como si se hubiera liberado de una tribulación que le atormentaba día tras día. A
partir de ese instante, Olalla participaría de las lecturas elegidas por su cuñado, el
hombre del que siempre había estado enamorada. En realidad, aquellas tardes de
mecedora en el silencio del desván, al cobijo de todos esos libros, no eran más que su
forma de permanecer unida a su amado a quien se imaginaba declamando los versos
escritos por Neruda o Machado para ellos.
Desde entonces Olalla se acostumbraría a leer cada noche antes de dormir. A los
amores desamparados de Miguel Hernández, le siguieron los prohibidos de Cernuda o
los heridos de Lorca. Por eso había identificado inmediatamente los versos del poeta
sevillano en las líneas de la carta que Martín le había dejado en la ventana,
pertenecientes a un poema que comenzaba diciendo: «Si el hombre pudiera decir lo
que ama...».
Libro a libro, Olalla Carmona fue descubriendo que el mundo alcanzaba más allá
de la plaza de la Alianza, incluso sin salir de Sevilla. Cada línea y cada verso le fueron
adentrando en un universo de emociones desveladas a través de aquellas páginas antes
de que el tiempo le permitiera vivirlas.

30

En la relación entre Olalla y Martín hubo más de experimento iniciático que de


verdadero enamoramiento. Al menos, en cuanto a lo que ella se refería, ya que
siempre tuvo la impresión de haberse dejado querer en aquella época que
compartieron.
Con el paso del tiempo, desde la serenidad que concede el distanciamiento de lo
vivido, Olalla entendió que había llegado a ser más dependiente de las cartas que él le
dejaba bajo la maceta cada domingo por la noche que del autor de las mismas. Y que
ella le contestaba todos los lunes con el deseo de tener un nuevo sobre en su ventana
al final de la semana.
En ninguno de los mensajes que se intercambiaban con regularidad faltaron jamás
unos versos. De alguna manera, Olalla sabía que su común afición por la poesía
constituía el hilo que les unía y que, a base de alimentarlo, se iba robusteciendo sin
que a Martín pareciera importarle que los textos elegidos por él albergaran más pasión
contenida que los de ella.
Las semanas transcurrían sin que su comunicación transcendiera más allá de
aquellas cartas, torpes alcahuetas ilusionadas. Y domingo tras domingo, Martín
aguardaba apostado en la esquina del Gran Britz, cigarrillo en mano, a que ella saliera
de misa para saludarla atusándose el sombrero.
No fue hasta el comienzo de la primavera cuando él se atrevió a invitarle a
contemplar la floración violácea de los árboles del amor en el Parque de María Luisa.
Para Olalla aquella propuesta le suponía un reto. El hecho de escaparse con cualquier
excusa para ir sola hasta la verja de la Fábrica de Tabacos de la calle San Fernando,
donde él la esperaría, implicaba protagonizar su más precoz aventura.
Él le sonrió al verla presentarse con ese vestido beis, de falda plisada por debajo
de las rodillas. La mañana se despertó grisácea, sin atisbos de lluvia aunque el sol
remoloneara en su misión de azular el cielo. Caminaron juntos, sin rozarse,
atravesando la avenida junto a la fuente de las Cuatro Estaciones, que ocupaba el
espacio sobre el que antaño se asentaba una pasarela de hierro inspirada en la torre
Eiffel por donde carruajes y viandantes accedían al recinto de la Feria de Abril.
Olalla nunca olvidaría las sensaciones de aquel Martes Santo, último día de marzo,
al adentrarse con Martín en los senderos húmedos del melancólico parque,
confortados por el amplio cobijo de la arboleda. Olía intensamente a eucaliptos, a
castaños de Indias, a magnolios, a troncos de ficus y a palmeras mojadas. Pero a pesar
de la frondosidad del paraje, reinaba el silencio. Un silencio inquietante. Un silencio
impostado, de esos que retan a la naturaleza.
Se echaba de menos el piar de las aves y el caminar pomposo de los pavos reales.
Habían desaparecido los patos, los cisnes y hasta los peces de colores de los
estanques. El hambre había convertido a Sevilla en una ciudad sin gatos ni pájaros, y
las pocas palomas despistadas que aún se atrevían a visitarla terminaban en la cazuela
de cualquier cocina con la despensa vacía. Los envolvía un silencio tan opresivo que a
Olalla y a Martín les costó iniciar un diálogo durante su paseo. Fue él quien dirigió sus
pasos hasta la glorieta de Bécquer, en la que se homenajeaba al poeta con un cuadro
escultórico de mármol que representaba a tres mujeres bajo un impresionante ciprés
de los pantanos.
—El amor ilusionado, el amor poseído y el amor perdido —explicó Martín.
—Quizás se trate del mismo amor en sus sucesivas fases —elucubró la muchacha.
—Y el busto del poeta dándoles la espalda. ¿No te parece paradójico?
—Bastante sufrió por amor en vida.
—¿Y no es mejor sufrir por amor que no amar?
—Soy muy joven para responderte —dijo ella, sonriente.
—Los suspiros son aire y van al aire. Las lágrimas son agua y van al mar. Dime,
mujer, cuando el amor se olvida, ¿sabes tú adónde va? —recitó él, con cierto aire
fatal.
—Son de Bécquer, supongo.
—Sí. ¿No los conocías?
—Me gustan más los contemporáneos: Cernuda, Hernández...
—Es una pena que haya muerto.
—¿Quién?
—Miguel Hernández. Murió en la cárcel hace unos días.
—No lo sabía... —el tono de sus palabras evidenció su aflicción.
—Otra víctima más. Estuvo a punto de escapar por Portugal, pero el gobierno de
Oliveira se lo entregó a Franco.
—No perdono a la muerte enamorada, no perdono a la vida desatenta, no
perdono a la tierra ni a la nada —murmuró Olalla, como si por doler le doliera hasta
el aliento.
—Deberías tener cuidado con tus versos.
—¿Porque están prohibidos? Si no decimos los nombres de los poetas, ¿crees que
los censores sabrán quiénes los escribieron? Para eso hay que tener cultura. Y sin
libertad, la cultura no existe.
—Tienes razón, aunque es preferible no hablar en público de estos asuntos.
—No hay nadie cerca.
—Hasta los árboles escuchan.
—¿Sí? —Olalla rio divertida—. No tengo miedo.
—Pues deberías. Hay gente que incluso se suicida por miedo.
—¿Y no es mejor afrontarlo que matarse?
—Supongo que hay quienes prefieren rendirse antes de saberse perdidos. El mes
pasado, un escritor austríaco se suicidó junto a su mujer en Brasil, convencido de que
el mundo caerá en manos de los alemanes.
—Pobre hombre. ¿Cómo se llamaba?
—Zuig, o Zueig, o algo así. Creo que su obra no está traducida al español —
conjeturó el muchacho, que desconocía la traducción parcial de José Lleonart.
—¿Stefan Zweig?
—Es posible. ¡Vaya! ¿Cómo puede ser que lo conozcas? —preguntó Martín, con
sincera admiración.
—Casualidad —respondió ella, conteniendo la emoción. Jamás olvidaría que uno
de los libros de aquel escritor atormentado fue el primero de la biblioteca de su padre
que tuvo en las manos—. ¿Y tú crees que los alemanes ganarán la guerra?
—¡Quién sabe! —contestó el periodista, encogiéndose de hombros.
Desde luego, Martín se había revelado como un ameno conversador con
profundos conocimientos de cuanto acontecía; sin embargo, a Olalla le dio la
impresión de que solo portaba malas noticias. Claro que también era cierto que, en los
tiempos que corrían, ni España ni el resto del planeta andaban para demasiadas
celebraciones.
Regresaron paseando despacio por los Jardines de Murillo, hasta llegar a la plaza
de Santa Cruz y bordear la muralla del imponente Alcázar. Luego se adentraron en la
plaza de doña Elvira para despedirse lejos de cualquier mirada.
—Siempre recordaré este día —le confesó Martín, embriagado por el aroma
sensual que desprendían las flores de azahar despertando a la primavera.
—Eres muy amable —le respondió ella, agachando la cabeza.
A Martín le hubiera gustado decirle que no quería ser amable, simplemente su
novio, pero la vergüenza le hizo ser prudente.
—¿Volveremos a pasear?
—Claro. Me encanta que me cuentes cosas. Aunque procura que la próxima vez
sean más alegres.
—Lo intentaré —le respondió, sonriente.
—Tengo que marcharme. Se acerca la hora de comer.
—Hasta pronto entonces, Olalla.
—Adiós, Martín —se despidió la muchacha, encaminándose a la plaza de la
Alianza, que aquel día se encontraba más animada de lo habitual.
Del interior de la casa emanaban los aromas del guiso que preparaba tía Sara,
mientras canturreaba la saeta con la que Antoñita Moreno acababa de ganar el
concurso de Radio Sevilla presentado por Rafael Santisteban. En la calle, forasteros y
nazarenos deambulaban, los unos dejándose perder por el entramado del barrio de
Santa Cruz y los otros en busca de su iglesia, donde aguardarían a que llegara la hora
de iniciar su procesión.
Aquella tarde Olalla Carmona acompañó a sus tías a presenciar los pasos de
cristos y vírgenes bajo el cielo sevillano. Las hermandades de San Esteban, de Los
Estudiantes, de San Benito, de La Candelaria, de El Dulce Nombre y de Santa Cruz
recorrieron sus estaciones de penitencia ajustándose al horario, entre el fervor
popular. Y si emocionante fue escuchar a la Niña de la Alfalfa dedicando una saeta a
la Virgen de la Candelaria en la puerta de la iglesia de San Nicolás, más lo fue vibrar
con el sentimiento que cantaores espontáneos vertían con voz quebrada por su
devoción hacia la Paloma de Triana, mientras se recogía en su templo de San Benito.
Cuando a altas horas de la noche la ciudad ya descansaba y la barreduela se
encontraba vacía y en silencio, Olalla volvió a abrir la ventana de la habitación para
cantarle una saeta, en voz muy baja, al Cristo de las Misericordias. Ansiaba hacerlo
desde que lo viera procesionar adornado de claveles rojos.
Antes de bajar la persiana, miró de reojo la maceta convertida en buzón. No
escondía ninguna carta. Al fin y al cabo, era martes. Reconocía haberse sentido a
gusto con aquel muchacho enclenque, ávido de historias ajenas, con el que apenas
había hablado de su propio pasado, como si mirar atrás les doliera y hubieran
preferido evitar los recuerdos.
Absorta en sus pensamientos, lo menos que podía esperar era que al día siguiente
recibiría una carta de Eduardo Elorriaga.

31

Una brisa suave acariciaba el rostro moreno de Eduardo Elorriaga que, sentado
sobre la arena de la playa de Las Canteras, miraba el mar en calma con el gesto adusto,
las mandíbulas apretadas y los ojos vidriosos, mientras trataba de controlar esa
sensación angustiosa de rabia, miedo e incertidumbre que lo invadía.
Su destino en el regimiento de artillería presagiaba un servicio militar alejado de
su tierra, pero tranquilo. Los primeros tres meses de instrucción habían transcurrido
sin novedades, con tiempo incluso para pasear por Las Palmas de Gran Canaria con
sus compañeros de armas. La isla había sido controlada desde el primer momento por
los sublevados en el golpe militar del 18 de julio de 1936, y algunos grupos afines
incluso recogieron fondos y aportaron víveres para el frente peninsular que
contribuyeron a la manutención de los insurgentes.
Los focos de resistencia de Arucas, Gáldar, Guía y Agaete fueron sofocados sin
contemplaciones, erradicando enseguida su posible amenaza. Algunos hechos aislados
como el asesinato de dos soldados que patrullaban por la zona portuaria o un tiroteo
procedente de la Casa del Pueblo de Las Palmas concluyeron con cinco penas de
muerte cumplidas en el campo de tiro de La Isleta y la voladura de la Casa del Pueblo.
La dureza de los bandos emitidos por la autoridad militar y las masivas detenciones de
sospechosos aplastaron cualquier otro conato de resistencia. La última tentativa seria
de restablecer la legalidad republicana la protagonizaron elementos civiles y militares,
vinculados al Partido Comunista y a las Juventudes Socialistas Unificadas, que
proyectaron la ocupación del cuartel de Ingenieros de La Isleta. El plan se frustró por
la incomparecencia de muchos de los comprometidos, saldándose con la muerte del
teniente Florencio Grande y de otros nueve participantes. Al igual que en el resto de
España, la depuración posterior de maestros conllevaría una educación de las
generaciones venideras alejada de pensamientos plurales en los que tuviera cabida el
auténtico sentido de la palabra libertad.
Nada hay más engañoso en una decisión personal que tomarla bajo los efectos de
una embriaguez colectiva. La libertad no nace de la euforia, ni de discursos populistas,
ni siquiera desde la voluntad común. Así puede surgir la solidaridad, la unión, la
fuerza... pero nunca la libertad.
En julio del año anterior, una división integrada por dieciocho mil voluntarios
españoles, con una amplia mayoría de elementos falangistas, llegaba a Baviera para
unirse al ejército alemán en su lucha contra el comunismo. De este modo, a pesar de
no intervenir directamente en la contienda europea, Franco compensaba a Hitler por
su ayuda en la Guerra Civil.
Entre el ardor de las soflamas propagandísticas, militares, estudiantes, obreros y
campesinos se alistaron ansiosos por combatir la amenaza de una ideología
demonizada por la dictadura franquista. Lucharían contra el comunismo en su propio
terreno: en el frente ruso. Estos voluntarios se negaron a cambiar su camisa falangista
por la del uniforme de las fuerzas armadas de la Alemania nazi, por lo que fueron
conocidos como los integrantes de la División Azul.
Miles de camisas azules impregnadas de sangre y de quimeras quedaron
congeladas en el río Voljov, en el lago Ilmen o enterradas en la nieve tras la batalla de
Krasni Bor, que sirvió para prolongar el sitio de Leningrado, uno de los más salvajes
de la historia de la humanidad, donde perecieron un millón de habitantes, víctimas del
fuego, la brutalidad o la inanición durante los ochocientos setenta y dos días que duró
el cerco a la ciudad por parte de las tropas alemanas.
Impedir que miles de niños se alimentaran no era la idea que los voluntarios
españoles tenían acerca de combatir el comunismo, menos aún cuando implicaba
dejarse la vida en batallas que pretendían alargar la hambruna de una ciudad que
prefirió la muerte a la rendición.
Aun así, en la primavera de 1942 partieron desde España nuevos contingentes de
tropas para cubrir las bajas de los integrantes de la División Azul. Sin embargo, las
noticias que llegaban desde Rusia a través de las cartas de los combatientes, a pesar de
ser escritas de manera eufemística con objeto de superar la censura, sirvieron para
informar de la realidad. También la mente humana busca protegerse de su
autodestrucción, arrumbando en el rincón de su cerebro los recuerdos de la
infelicidad, por lo que a medida que los meses transcurrían, los españoles trataban de
recuperar la normalidad perdida durante su guerra. Un año después del éxito
desbordante del primer reclutamiento, las autoridades militares franquistas se
encontraron con que ya no se presentaban suficientes voluntarios para reemplazar a
los caídos en el frente ruso, lo que provocó que gran parte de los nuevos
expedicionarios surgiera de sorteos forzosos entre los reclutas que cumplían el
servicio militar.
Al escuchar su nombre en esa aciaga lista, a Eduardo Elorriaga se le heló el alma.
Enseguida supuso que el azar poco habría tenido que ver con un padre encarcelado
por sus probadas simpatías hacia el nacionalismo vasco. Y mientras sus compañeros
de infortunio decidieron emborracharse con ron canario, él se dirigió a la playa para
compartir su desdicha con el mar. Ni siquiera sabía si podría despedirse de su familia,
de las montañas vizcaínas, de los viñedos alaveses, de ese otro mar mucho más bravo
que el que ahora contemplaba. Con la mirada extraviada en el horizonte, donde el
océano se fundía en azul con el cielo, pugnaba por que afloraran los buenos recuerdos
que, no obstante, acrecentaban su nostalgia. Hasta le vinieron al pensamiento los ojos
verdes de la muchacha sevillana con la que se había embelesado apenas hacía unos
meses. A pesar de haberle escrito nada más llegar a la isla, todavía no tenía respuesta.
Aun así, especulaba con la posibilidad de volver a enviarle una nueva carta
contándole que se acababa de convertir en soldado de la División Azul. Quizás a ella
le agradaría saberlo y hasta puede que se sintiera orgullosa.
Pero a Olalla Carmona todas esas manifestaciones patrióticas le hubieran traído sin
cuidado de no ser porque sus tías le obligaron a bordar banderines para los
voluntarios que salían de Sevilla aquel 15 de julio de 1941, un acontecimiento que se
celebraría en la ciudad por todo lo alto.
Los actos de despedida se habían iniciado cinco días antes. A primera hora de la
mañana del día 10, las colindantes plazas del Triunfo y de la Virgen de los Reyes ya se
encontraban abarrotadas de voluntarios, a los que desde la radio se les llamaba
beneméritos cruzados de la División Azul, que marchan a combatir a Rusia en
defensa de la espiritualidad occidental. En todo momento estuvieron arropados por
el fervor de sus paisanos que, mediante misas, salves, aplausos, desfiles, infinidad de
brazos extendidos y entrega de banderines bordados por la Sección Femenina, querían
demostrarles que no estaban solos en aquel viaje que se iniciaba en la estación de
Córdoba y que concluiría con el aplastamiento del bolchevismo. Nadie reparó
entonces en los sacrificios personales y concretos que conllevaría ese esfuerzo de
alcanzar metas tan abstractas.
Los periódicos, que al principio contenían numerosas noticias sobre la División
Azul, fueron reduciendo con el paso de los meses los espacios de sus páginas
destinados a loar sus actos heroicos. Y cuando en mayo de 1942 regresaron los
primeros heridos y mutilados, únicamente los esperaban, aparte de sus familiares, un
alborotado grupo de falangistas, una banda de música y algunos obsequios en forma
de preciados paquetes de tabaco. El lánguido desfile de los divisionarios hasta el
cuartel del Carmen en la calle Baños y el de Intendencia en la Puerta de la Carne fue
saludado por un público indolente y escaso, que nada tenía que ver con el que les
había despedido tan solo diez meses antes. Como si de una broma pesada del destino
se tratase, los combatientes que venían de vivir la cruda realidad de la guerra, donde
habían perdido amigos, la salud o la inocencia, tenían que enfrentarse con el olvido de
aquellos a los que creían defender.
Posiblemente Olalla Carmona fuera la única persona que asistió al desfile de
regreso sin haber estado en el de despedida. Ni siquiera ella misma sabía muy bien por
qué había acudido. Tal vez así se sintiera más cerca de ese muchacho norteño que, en
el caso de retornar, lo haría con la misma mirada perdida de todos aquellos soldados,
con el paso vacilante y una sonrisa triste en los labios, porque sus ojos, llenos de
lágrimas aún heladas, nunca olvidarían el horror presenciado a treinta grados bajo
cero.
A aquella primera carta entusiasta enviada por Eduardo Elorriaga, fechada el 12 de
enero de 1942 y extraviada durante tres meses por el servicio de Correos, en la que le
hablaba de la eterna primavera de las islas Canarias y en la que le confesaba haberse
quedado prendado de la dulzura de sus dedos tocando el piano y del fulgor de sus
maravillosos ojos, le siguió otra recibida a los pocos días, sin que a Olalla le hubiera
dado tiempo a responderle.
Sentada en el quicio de la puerta, con el corazón encogido, la joven leyó las
palabras tristes de quien afronta el futuro sin confiar en la esperanza.

Estimada Olalla:
He de confesarte que me apena no haber recibido respuesta a la carta
que te envié en enero, poco después de llegar al cuartel. Supongo que no
habrás tenido oportunidad de acordarte de este pobre soldado que, tal y
como te dije entonces, se quedó hechizado de una linda señorita sevillana.
No te hubiera vuelto a escribir sin saber por qué has decidido no
mantener correspondencia conmigo si no tuviera nuevas noticias. Por
desgracia, yo tenía razón en aquella conversación que mantuve con tus
tías. Entiende que no debo contarte las cosas tal y como me gustaría, pero
supongo que las entenderás.
El hecho es que el mes que viene me incorporo a la División Azul en el
frente ruso. Creo que también allí llegan las cartas, claro que estoy
seguro de que lo harán con bastante retraso. Lo digo porque recuerdo
cada día tu ofrecimiento de ser mi madrina de guerra. Y confío en que,
aunque solo sea por la misericordia de alegrar la vida de este triste
soldado, esta vez sí pueda saber de ti. A tantos kilómetros de distancia,
créeme que me hará mucha ilusión y me dará fuerzas para regresar sano y
salvo a casa. En cuanto esté allí, te facilitaré mi dirección. No puedo
ocultar que me resultará curioso descubrir cómo llegan las cartas a los
campos de batalla.
Espero que con el paso de los años podamos seguir sabiendo el uno
del otro, y que tu novio, si lo tienes, no se moleste por ello. En el caso de
que el destino o la muerte no me permitieran volver a escribirte, quiero
que sepas que allí donde esté nunca olvidaré ese nocturno de Chopin,
interpretado con la más adorable dulzura que nadie pueda imaginar.
Que Dios te guarde, Olalla.
Eduardo Elorriaga

32

Definitivamente 1942 no fue un buen año para los falangistas. Al deambular cada
vez más errabundo de la División Azul por la II Guerra Mundial se unieron las
algaradas provocadas por su creciente animadversión contra los carlistas, también
llamados tradicionalistas, con los que hacía poco tiempo habían luchado codo con
codo para derrocar la República.
Sin embargo, a lo largo de aquel verano el movimiento carlista realizó actos
conmemorativos por las almas de los reyes de la dinastía legítima y por todos los
suyos caídos en la Cruzada. Multitudinarias misas en Moncada, Montserrat, Poblet o
Valladolid que luego se prolongaban con manifestaciones por las calles,
convenientemente silenciadas por la prensa. Una de las más concurridas tuvo lugar en
la iglesia de San Vicente en Bilbao durante la festividad de Santiago Apóstol.
Los falangistas de camisa vieja no veían con buenos ojos estas reivindicaciones
cada vez más populares e, incapaces de aprender de su propia historia, decidieron
tomar cartas en el asunto. Ni cortos ni perezosos, el 16 de agosto acudieron a la
bilbaína basílica de Begoña donde se preveía una masiva asistencia tradicionalista. En
la misa de doce, que presidiría el general Varela, además de a la Virgen, se honraría a
los ciento treinta y seis caídos del Tercio de Nuestra Señora de Begoña.
A la cabeza del grupo falangista llegado en dos coches desde distintas zonas del
norte se encontraba Juan José Domínguez. Se había unido a sus camaradas en San
Sebastián, donde participaba en labores de espionaje para facilitar una eventual
invasión alemana de España a través del País Vasco. Hitler cada vez confiaba menos
en Franco y no quería dejar ningún cabo suelto. Le preocupaba que el dictador
español facilitara, de alguna manera, la entrada de los Aliados hacia el sur de Francia,
y no dejaba de comentar que los curas y los monárquicos se habían confabulado para
hacerse con el poder en España.
Al concluir la eucaristía, como era de esperar, carlistas y falangistas se increparon,
y de las voces llegaron a las manos. Pero los camisas azules pronto se vieron
acorralados por los carlistas, mucho más numerosos; lanzaron entonces una pequeña
bomba que chocó contra el pórtico de la iglesia, sin estallar, y una granada de mano
que hirió a casi un centenar de personas, de las que dos morirían posteriormente a
consecuencia de las heridas. De no ser por la actuación de la policía, que detuvo allí
mismo a los falangistas, la muchedumbre los hubiera linchado sin demasiadas
contemplaciones, pues todos tenían algún pariente o amigo entre los heridos por la
explosión de la granada. Una confidencia previa facilitó que la escena fuera grabada
por un reportero alemán de la Wochenschau, el noticiario de propaganda nazi que se
emitía en los países europeos controlados por el Eje.
Los acontecimientos llegaron a oídos de Franco cuando este se encontraba de
vacaciones en su residencia gallega de El Pazo de Meirás. Días después, en su discurso
en una concentración falangista en Vigo, habló de torpes luchas entre hermanos que
podrían hacer retoñar pasiones y miserias. Sin embargo, el dictador se sentía a gusto
con estas peleas mezquinas que terminaban por agotar entre sí los brotes de oposición
de quienes le habían aupado hasta la victoria en la guerra.
Pero el general Varela, entonces ministro del Ejército, no parecía dispuesto a dejar
las cosas como estaban. En una conversación privada con Franco le expresó su
convencimiento de que los artefactos explosivos de Begoña iban dirigidos contra su
persona, en un intento de desestabilizar el régimen por parte de las potencias
extranjeras para las que trabajaba Domínguez. Aquellos últimos días de agosto, los
ánimos entre carlistas y falangistas andaban tan soliviantados, con continuas octavillas
clandestinas acusándose entre sí, que Franco decidió intervenir antes de que los
disturbios se le fueran de las manos. Y lo hizo como solía, con una sutil mezcla de
autoridad y hermetismo que evitara cualquier sospecha de fisuras en el férreo régimen
que acababa de implantar.
Tampoco le hizo gracia que Goebbels, ministro de Propaganda nazi, autorizara la
exhibición de los incidentes de Bilbao en los cines alemanes, a pesar de las presiones
de su Gobierno para impedirlo. Y por eso acogió de buen grado una idea de la
Vicesecretaría de Educación Popular, consistente en crear un noticiero propio que
incluyese informaciones propagandísticas del régimen; de esta manera se controlarían
además los contenidos enviados al extranjero. Pocos meses después, en enero de
1943, se estrenaría el primer No-Do en los cines españoles.
A medida que pasaban los días, resultaba más incierta la suerte de los falangistas
de Begoña, en especial la de Domínguez, a quien un testigo había acusado en una
rueda de reconocimiento de ser el autor material del atentado. No tardaron en ser
juzgados en un consejo de guerra presidido en Bilbao contra su voluntad por el
general Castejón, de quien Varela no se fiaba por creerle camisa vieja, con el resultado
de penas de prisión para cinco falangistas y dos penas de muerte para los cabecillas,
Juan José Domínguez y Hernando Calleja, cuya condición de mutilado de guerra lo
salvó a última hora del pelotón de fusilamiento, y la pena capital le fue conmutada por
la cadena perpetua.
Domínguez, a quien Varela acusaba de ser un espía británico, escuchó impasible la
sentencia, quizás en la convicción de que no acabaría ejecutándose, no solo por sus
múltiples influencias, sino también por los numerosos servicios prestados al régimen
durante tantos y tan difíciles años, en los que había expuesto su vida en numerosas
ocasiones. Fueron muchos los que se movilizaron para suspender la ejecución, en
especial el doctor Narciso Perales, gobernador de León, con quien Domínguez había
protagonizado el famoso incidente de retirar la bandera tricolor en Aznalcóllar durante
la República. El doctor Perales entregó a Serrano Suñer un documento en alemán en
el que se aseguraba que, según datos que obraban en poder del gobierno nazi,
resultaba absolutamente imposible que el oficial español Juan José Domínguez Muñoz
tuviera ninguna relación con las potencias en lucha contra el Eje. Por esos mismos
días llegó hasta El Pardo un telegrama dirigido al propio Francisco Franco, en el que
se informaba de que Hitler le había concedido a Domínguez la Cruz de la Orden del
Águila, lo que no solo probaba su estrecha vinculación con los alemanes, sino que
descartaba cualquier connivencia con los Aliados.
En su defensa ante Serrano Suñer, Narciso Perales alegó, sin equivocarse, que la
muerte de Juanito —tal y como él le llamaba—, sería la de toda la Falange. No
obstante, la suerte de Domínguez estaba echada. Franco hizo oídos sordos a los
razonamientos de su cuñado y hasta a las súplicas del obispo de Madrid, que también
intervino en el asunto y al que contestó enigmáticamente: «Tendría que condecorarlo,
pero he de ejecutarlo».
Agotados todos los recursos y todas las influencias, Domínguez aguardaba en la
cárcel la ejecución de su sentencia. Allí permitieron que le visitaran su esposa y su hija
de cuatro meses, tan pequeña aún que pudieron pasársela a través de los barrotes de la
celda para que la besara.
—Piruchiña, prométeme que te casarás con cualquiera de mis camaradas de
cautiverio. Sea quien sea, cuidará de nuestra hija con el mismo celo y cariño que yo
—le dijo a su esposa.
—¿Cómo puedes pensar en eso ahora? —le respondió, desconsolada.
—Es lo único que me inquieta. Que podáis vivir cómodamente sin mí.
—Amor mío...
—No te preocupes por mí. Yo sigo firme en mi fe y moriré brazo en alto —afirmó
con una serenidad que conmovió incluso al capellán de la prisión.
En la madrugada del uno de septiembre de 1942, tal y como había prometido, Juan
José Domínguez levantó el brazo y comenzó a entonar el Cara al sol. El pelotón de
fusilamiento no le permitiría concluir siquiera la primera estrofa: a la voz de fuego,
una recia descarga acabó con su vida. Su mujer no se casaría con ninguno de sus
compañeros, pero el Gobierno le facilitó un pequeño piso de la Obra Sindical del
Hogar y noventa mil pesetas con las que ella y su hija pudieron salir adelante.
El ajusticiamiento de Juan José Domínguez en Bilbao ordenado por Franco
conllevó el licenciamiento anticipado de la Falange. A las dimisiones de Perales y
otros camisas viejas se unieron los ceses de dos ministros vinculados al movimiento
de José Antonio: Valentín Galarza, ministro de Gobernación y el propio cuñado de
Franco, Serrano Suñer, a quien el dictador tampoco le perdonaba sus amores
extramatrimoniales con la marquesa de Llanzol, con la que acababa de tener una hija
cuya paternidad se propalaba por los círculos aristocráticos de Madrid.
De este modo, Franco desbancaba por completo a la Falange del poder y se
distanciaba de los alemanes, sin importarle demasiado una cosa ni otra, ya que así no
tendría que compartir el poder con nadie. Además, la suerte de Hitler en la guerra
europea se volvía cada vez más incierta. Y para evitar cualquier suspicacia o
consideración de favoritismo, también cesó al general Varela, cuyas tendencias le
parecían excesivamente anglófilas desde su matrimonio con la millonaria vasca
Casilda Ampuero.
Al igual que en ocasiones similares, nadie se atrevió a cuestionar la voluntad de
Franco y, por supuesto, tampoco a los periódicos se les permitió hacerse eco de nada
de lo acontecido en Begoña, salvo la inclusión de una pequeña nota en una de las
esquinas inferiores de una página par que rezaba:

Sentencia cumplida.
En la madrugada del martes día 1 se ha cumplido la sentencia recaída
en juicio sumarísimo contra Juan José Domínguez, como autor del
lanzamiento de una granada de mano en Begoña (Bilbao) que causó
numerosos heridos.

Al leerla, sentado junto al mostrador de la Bodega Viñafiel que Luis Galán


regentaba en la calle Feria, Pepe el Tumba no pudo disimular un siniestro mohín de
satisfacción. Estaba en lo cierto. Ese falangista presuntuoso era un conspirador. Y
alguien más lo iba a pagar.

33

El corazón de Olalla Carmona seguía dividido en aquel caluroso verano de 1942,


mientras las familias más pudientes abandonaban sus domicilios para disfrutar de sus
vacaciones en los hoteles céntricos de la ciudad, mejor preparados para soportar los
rigores del estío. Aún no estaba bien visto veranear en la playa ni en la sierra: a fin de
cuentas, los baños y los aires de mar o las estancias en la montaña eran prescritos por
los médicos únicamente para personas enfermas.
La mayor parte de los sevillanos tenía que pasar en sus casas los meses de julio y
agosto sin más defensa que los abanicos, los botijos y el constante trajín de ventanas
abiertas al anochecer y cerradas a cal y canto durante el día. A Olalla ya le aburrían los
entretenimientos de niña, jugar a la comba, al turco o a los hilos, y solía pasar las
tardes en su habitación, con la persiana desenrollada, aprovechando los diminutos
haces discontinuos de sol que se colaban por ella para leer recostada en la cama. La
única visita que no la incomodaba era la de su amiga Reyes Ruiz, una risueña morena
de carácter reposado, con la que compartía alguna que otra confidencia para terminar
bailando sevillanas entre risas.
Entre sus lecturas, además de los libros de su padre, se encontraban tanto las
cartas de Martín como las de Eduardo, el soldado 60178, con quien se comunicaba a
través del Correo Militar Alemán. Él mismo le había facilitado el modo de hacerlo,
tras ser destinado al campamento instructor de Grafenwöhr, desde donde se
encaminaría a Otensky, en el frente ruso.
Después de la tragedia sufrida de niña, para Olalla aquellas correspondencias
constituían una especie de ritual de aprendizaje. Quizás por ello solía contenerse en
sus respuestas, y prefería no abandonarse al amor por el único motivo de evitar así el
sufrimiento de una probable pérdida. Con el tiempo, las cartas de Martín se tornaron
más líricas, en tanto que las de Eduardo eran más francas y directas, revestidas de
tanta nostalgia que a Olalla le resultaba imposible no verter alguna que otra lágrima.
También se hicieron habituales los paseos por el Parque de María Luisa con el
joven periodista. Para Olalla se convirtieron en una agradable costumbre, tanto por la
amena conversación del muchacho, como por el frescor con que la frondosidad de los
árboles mimaba las mañanas dormidas de verano. Y entre versos de poetas recorrían
los parajes donados por la duquesa de Montpensier, donde el arquitecto paisajista
francés Nicolas Forestier había creado aquel mínimo paraíso de sombras y luces, de
agua y flores fabulosas, capaces de soportar al sol más riguroso.
Rara vez se acercaban a la plaza de España o a la de América, y preferían para sus
apacibles caminatas los senderos interiores del parque, más discretos, donde el alma
relajaba las páginas de su libro de confidencias. No tardaron en conocer al dedillo
cada una de las glorietas, estanques, fuentes, jardines menores y monumentos
repartidos alrededor del eje trazado por el monte Gurugú y la Isleta de Los Patos, su
lugar favorito, quizás porque sabían que allí había nacido el idilio del rey Alfonso XII
y María de las Mercedes, hija de los duques de Montpensier, truncado prematuramente
por culpa de las fiebres que se la llevaron al poco de casarse.
Desde el primer momento, Martín satisfizo la curiosidad de Olalla por conocer los
sorprendentes nombres de la flora que los rodeaba. Así la muchacha descubrió los
aligustres, las robinias, los almeces, las durantas, los podocarpos o las fotinias.
Aunque los que más le gustaban eran aquellos con apodos románticos, al estilo del
ciprés de los pantanos, la palmera de la suerte, el árbol del cielo o el de fuego. Fueron
frecuentes las mañanas que transcurrieron entre higueras, Lorcas, bambúes, Nerudas,
yucas, Salinas, algarrobos, Cernudas y pinos.
El primer lunes de septiembre quedaron citados, como de costumbre, en la verja
de la Fábrica de Tabacos. Olalla empleaba la excusa de unas clases gratuitas de baile,
la de un recado o la de una cita con su amiga Reyes para escaparse durante dos horas
de casa sin que sus tías se preocuparan. En aquellos días, Martín, conocedor de la
muerte de Domínguez, estaba más callado de lo normal. Olalla lo observaba
condescendiente sin atreverse a preguntar por su silencio, hasta que lo invitó a
sentarse en un banco resguardado, cercano al monte Gurugú, sin sospechar que
alguien los vigilaba.
—Donde habite el olvido, en los vastos jardines sin aurora; donde yo solo sea
memoria de una piedra sepultada entre ortigas, sobre la cual el viento escapa a sus
insomnios —recitó ella, tratando de provocar su reacción.
Martín la miró sonriente durante un breve instante y volvió a perder la vista entre
el verdor de la arboleda, posando su mano sobre la de ella quien, por primera vez, no
la apartó. Él pareció dudar antes de responderle.
—Tu Cernuda también escribió: te lo he dicho con las nubes, frentes
melancólicas que sostienen el cielo, tristezas fugitivas; te lo he dicho con las
plantas, leves caricias transparentes que se cubren de rubor repentino; te lo he
dicho con el agua, vida luminosa que vela un fondo de sombra; te lo he dicho con el
miedo, te lo he dicho con la alegría, con el hastío, con las terribles palabras... —
declamó, sin atreverse a concluir aquel poema, titulado «Te quiero»—. Sé que lo
conoces.
—Sí, es precioso.
—Como tú —le respondió, buscando entrelazar sus dedos con los de ella.
—¿No me miras?
—Ojos verdes, verdes con brillo de facas que se han clavaíto en mi corazón. Pa
mí ya no hay soles, luceros ni luna, no hay más que unos ojos que mi vía son. Ojos
verdes, verdes como la albahaca, verdes como el trigo verde, y el verde, verde limón
—Martín canturreó en voz baja, sin girar la cabeza, ante el gesto sorprendido y
divertido de Olalla que nunca le había oído cantar.
—¡Vaya! No lo haces nada mal.
—Te burlas de mí.
—No —rio—. En absoluto. Me encanta esa canción y su historia. Cuentan que en
una noche de farra, Rafael de León y Lorca se inspiraron a la vez. El uno para escribir
la letra de esta copla y el otro para componer su poema que empieza con Verde que te
quiero verde.
De repente, como salido de la nada, apareció la figura siniestra de Pepe Ravelo,
con un cigarro en una mano y la otra en el bolsillo de su chaqueta.
—¡Bueno, bueno, bueno! ¡Si tenemos dos tortolitos!
Martín le reconoció enseguida y se incorporó, poniéndose en guardia.
—¿Qué hace usted aquí? —le preguntó el muchacho, tratando de disimular su voz
trémula.
—Esto es un lugar público, que yo sepa. No me digas que necesitaba una
invitación. ¡Mierda! Creo que la he olvidado en otra chaqueta.
Olalla lo observaba, sentada aún en el banco y paralizada por el miedo. De reojo,
miró en busca de algún visitante en el parque, pero no encontró a nadie a su
alrededor. Parecía como si ese hombre hubiera estado esperando el momento de
presentarse.
—Será mejor que nos vayamos —dijo Martín.
—¿Irse? No jodas, muchacho. Ahora es cuando vamos a empezar a pasarlo bien.
¿Verdad, Olalla?
Al escuchar su nombre en boca de aquel individuo, su cuerpo se estremeció.
—Por favor, señor... —acertó a decir ella.
—¡Ay, niña! ¿Tus tías saben que andas sola con un maromo en el parque, como si
fueras una puta? ¡Mírala! Y además sin medias.
—¡No le tolero...! —gritó Martín, envalentonándose sin saber cómo.
Su protesta se vio interrumpida con un culatazo en la boca de la pistola que el
Tumba extrajo con agilidad del bolsillo de su chaqueta. El golpe le rompió dos dientes
que el muchacho escupió en un amasijo sanguinolento. Sin tiempo a reaccionar,
recibió una patada entre las piernas que acabó por arrodillarle en el suelo. Con el
primer jadeo, sintió el sabor acre del cañón de la pistola haciéndose hueco entre su
lengua y el paladar.
—Tú toleras todo lo que yo diga. Y tú, putita, no vayas a gritar si no quieres que te
salpique el vestido con los sesos de este hijo de puta. ¿Entendido?
La muchacha asintió con la cabeza, tiritando de pánico.
—A ver, campeón. Desembucha si no quieres correr la misma suerte que tu amigo
Juanito. Supongo que ya te habrás enterado, ¿no? —le preguntó, sin que Martín
moviera un músculo—. ¡Contesta, joder! ¡Quiero saber si te has enterado! ¡Coño!
Perdona hombre, no me había dado cuenta de que no puedes hablar con mi simpática
Campogiro en la campanilla —le dijo, apuntándole ahora en la sien.
—Sí... —musitó Martín.
—Será mejor que nos acomodemos en un lugar más tranquilo para que me
cuentes. ¿O prefieres que te lleve al cuartel del Sacrificio? No me digas que el nombre
no es cojonudo. Allí hay dos gañanes, apodados Joselito y Belmonte, que yo a su lado
soy una hermanita de los pobres.
—Yo no sé nada.
—Ya. Eso dicen todos... al principio —rio el Tumba—. ¡Y tú! ¡No lloriquees! —le
espetó a la muchacha—. ¡Venga! Al túnel del Gurugú —ordenó, tirando del brazo de
Martín para que se incorporara.
Dentro del pasadizo, por el que antaño pasaba el trenecito turístico que recorría la
Exposición de 1929, no se vislumbraba más claridad que la que asomaba por los
extremos. En el interior, el silencio aún resultaba más sepulcral. Olalla se apoyó contra
la pared en tanto que la pistola del Tumba no dejaba de apuntar a la cabeza de Martín
ni un solo instante.
—¿Veis? Aquí estaremos mucho mejor.
—Le suplico que la deje marchar —dijo Martín.
—Claro. Enseguida. En cuanto me cuentes qué tramabas con tu amigo Juanito en
febrero, cuando la visita de Franco, ¿te acuerdas? Dime de qué conocías a Fausto
Beneroso.
—Le juro que no sé de qué me habla —contestó el muchacho, con relativa
serenidad.
—Hay un grupo conspirador en Sevilla, ¿verdad? Y tú vas a decirme los nombres.
Uno por uno.
—Le repito que no sé de qué me está hablando.
—¿Y tú crees que ella lo sabrá? —le preguntó, apuntándola durante unos
segundos en los que Martín aprovechó para forcejear con su atacante.
—¡Déjala, cabrón!
Sin embargo, el Tumba se zafó a duras penas y volvió a golpearle con la pistola,
esta vez en la cabeza. El joven periodista cayó sin consciencia sobre el suelo, con un
hilo de sangre fluyendo de su sien izquierda. La muchacha se retiró, apretando aún
más la espalda contra las frías paredes del pasadizo.
—Es tozudo este maricón —comentó Ravelo, rehaciéndose—. Apuesto a que no
te ha metido mano. ¡Contesta, putita! ¿Te ha metido mano?
Olalla, aterrada, sintió como ahora la orina le bajaba por las piernas. El Tumba se
le acercó hasta lamerle el cuello.
—Así que todavía no has conocido a un hombre —le susurró—. Digo yo que esto
habrá que solucionarlo.
—Por favor, señor, por favor... —su llanto lastimero no consiguió aplacar el deseo
libidinoso de Ravelo, que le subió el vestido hasta poder introducirle los dedos entre
sus bragas, mientras le encañonaba el estómago, obligándole a tumbarse en el suelo.
—¡Vaya! ¡Te has meado! Si ya decía yo que eras una puta.
Ravelo se desabrochó la bragueta y la violó con saña, en tanto ella soportaba con
asco y dolor sus acometidas. Él se corrió enseguida, aunque a Olalla aquel par de
minutos le resultaron eternos... Al incorporarse, echó un vistazo al cuerpo inerte de
Martín.
—Capaz de haberse muerto este maricón. Lástima lo que se ha perdido, ¿verdad,
putita? Anda, levántate y lárgate. Y no se te ocurra decirle a nadie lo que ha pasado
hoy. Será nuestro secreto. Recuerda que sé dónde vives. ¿Entendido?
La muchacha asintió, subiéndose las bragas y colocándose el vestido. Caminó
despacio hasta el final del túnel y aún tuvo fuerzas para girarse.
—No lo mate —suplicó, pero la oscuridad ya no le permitía distinguir la sonrisa
siniestra de aquel hombre.
No oyó el disparo realizado por Ravelo a través de un bollo de pan mojado en la
espalda de Martín, para no dejar los restos de pólvora de los tiros a bocajarro y así
justificar su muerte alegando que el detenido huía.
Olalla cruzó aturdida por un parque al que nunca volvería. Asustada, asqueada y
dolorida, su única preocupación consistía en llegar a casa sin que la gente reparase en
su aspecto. Nadie jamás tendría que enterarse. Nadie. Jamás.
Capítulo Cuarto

34

Reconozco que a menudo he tenido la sensación de estar jugando con Mateo. No


ya por nuestra relación a lo largo del tiempo, sino por todos esos correos semanales
en los que yo alimentaba su fascinación por una mujer que él creía no conocer y a la
que, sin embargo, le confesó varias veces a lo largo de su vida que jamás había
deseado tanto a nadie como a ella, sin saber que realmente ella era yo.
Desde aquel encuentro en el hotel Los Agustinos de Haro fueron unas cuantas las
ocasiones en las que volvimos a vernos; una al año, más o menos. No es que lo
planeáramos. De algún modo, dejábamos que el destino decidiera por nosotros,
aunque creo que ambos le echábamos a menudo una mano para cuadrar los
encuentros. Todos sucedieron de forma similar, en torno al mundo de la enología. En
todos cenamos con vino y en todos nos amamos como posesos, sabedores de que
algún día sería el último y no cabría una próxima vez.
La pasión es alimentada muchas veces por el anhelo de abandonarse en brazos de
alguien en quien creemos encontrar refugio. Pero con Mateo, me dejaba llevar por mi
instinto animal, y nunca había calma, sino excitación, y el reposo solo existía tras un
combate que nos dejaba extenuados. Inmersos en la lujuria, le mordía, le insultaba, le
tiraba del vello del pecho o le clavaba las uñas sin que dejara escapar una queja. Y
cuando caíamos exhaustos sobre las sábanas, doloridos por el deseo y la inminente
ausencia, el olor de su cuello me indicaba que aquel era el único lugar al que
realmente quería volver.
Nunca nos planteamos cambiar las cosas, ni dejar a nuestras parejas. No hubiera
sido igual. O sí, pero es posible que nos atemorizara probar. Él se sentía a gusto con
su mujer y yo con David. Además, corríamos el riesgo de perder esas noches que
valían por toda una vida. Con Mateo me encanta vivir, conviviendo solo a ratos.
Juraría que eso me ayuda a sentirme viva.
Me resulta menos pudoroso abrir las piernas que el corazón. No sé si soy valiente,
atrevida, inconformista, rebelde o, simplemente, inconsciente. De lo que estoy segura
es que la muerte, que nos acecha detrás de cada esquina, se retuerce de rabia al verme
beber la vida a borbotones mientras trato de huir de la resignación en la que se anclan
las existencias anodinas.
Sé que a cada persona que he amado, o que he deseado, le he dejado un trozo de
mí, no siempre el mismo. Por eso, dudo también de que exista alguien que llegara a
conocerme por completo. Asumo que soy la unión de todos esos retazos y de otros
que adormecen en algún recoveco del armario en el que albergo mis sentimientos, y
que siempre está confuso y desordenado, porque esos sentimientos se renuevan
incesantemente e impiden que ni siquiera yo misma llegue a conocerme. Y, sin
embargo, cuando estoy con Mateo tengo la sensación de que él no necesita muchos
datos de mí para saber quién soy, como si mis ojos bastasen a la hora de profundizar
en mi alma. Quizás fue por eso que decidí hacerle partícipe de la importancia que
tenía para mí aquella novela, con la pretensión de que así pudiera descubrir, y hasta
entender, mi secreto.
Ese domingo le escribí con el pensamiento no solo puesto en su último correo.

Querido Mateo:
Intuyo que llega el día en que podamos vernos. Hasta ahora no era
consciente de las ganas que tenía. Es mi pulso acelerado quien me lo
recuerda. Me ha llamado la atención que nunca me hayas preguntado por
mi aspecto. En eso tengo cierta ventaja porque cada vez hay más fotos
tuyas en la red y he de decir que estás muy atractivo en todas ellas.
Llámame rara, pero siento debilidad por tus manos.
A estas alturas, ya habrás terminado el libro. Me alegra que te
estuviese gustando. Lo cierto es que las novelas que hablan sobre
ciudades en tiempos pasados nos ayudan a conocer nuestra propia
historia. Claro que lo que más te debe de interesar es lo concerniente a lo
que te comenté de que en ella está la clave para conocer mi identidad.
Aunque lamento decirte que tendrás que ser capaz de descubrirlo tú solo.
De otra manera, no tendría sentido haber llegado hasta aquí.
Hoy hago míos los versos de Salinas: «No te detengas nunca cuando
quieras buscarme».
Olalla

Esa noche me acosté sin aguardar su respuesta. Es curioso que, sin esperarlo,
pequeñas cosas te hagan sentir en paz. Firmar con aquel nombre, en cierto modo, me
liberó. Dormí plácidamente y con el mismo sosiego decidí bajar a comprar carolinas
para desayunar antes de abrir el correo, aún relamiéndome de la deliciosa mezcla de
merengue, yema de huevo y chocolate sobre el pastel de arroz.

Mi querida Olalla:
Veo que nos vamos acercando, porque no creo que este tampoco sea tu
nombre... ¿o sí? En cualquier caso, debo entender que te sientes
identificada con la protagonista de la novela que, en efecto, no solo he
terminado sino también releído.
La trama me ha resultado tremenda. Sin embargo, no he sido capaz de
saber qué parte de lo que cuenta tiene que ver contigo, si es que es eso lo
que me quieres hacer ver. Me ha llamado la atención la delicadeza de
algunos pasajes y la brutalidad de otros. Lógicamente, me ha picado la
curiosidad y he consultado en Internet, donde he comprobado la
veracidad de muchos datos. Desde luego, es increíble el conocimiento que
la autora tiene de la época. Parece que hubiera vivido en plenos años
cuarenta. Así que quise saber más sobre la escritora. A pesar de que
hubiera firmado con el seudónimo de Triana Rioja, supuse que sería
relativamente fácil encontrar algún dato sobre ella en alguna parte.
Craso error. Claro que estoy seguro de que sabes de qué estoy hablando, y
tal vez hasta te estés riendo de mí.
En la red, existen muchas referencias sobre la novela. Sin embargo,
ninguna de la escritora. El libro tuvo bastante éxito, con numerosas
ediciones, sin que nunca se presentara en público ni su autora concediese
ninguna entrevista.
También me he puesto en contacto con la directora de la editorial a
través de un amigo común y me ha comentado que ni siquiera ellos
llegaron a conocer la verdadera identidad de la autora, ya que firmaron
el contrato por poder a través de un despacho de abogados. Incluso llegó
a insinuarme que si finalmente descubría quién era, no dudase en
hacérselo saber, porque estaban muy interesados en una próxima novela.
No sé por qué, pero estoy convencido de que no me mintió.
Así que, llegados a este punto, hasta he pensado que la autora eres tú.
Si no, carece de sentido que firmaras como Olalla en tu último correo. Y
mira que es una lástima no poder verte reír en el caso de estar
equivocado. Aunque si no lo estuviera, me resta saber por qué escribiste
esa historia, y además desde el anonimato.
Así que... chica misteriosa, Adèle, Olalla, Triana o cualquiera que sea
tu nombre, si querías intrigarme puedes tener la certeza de que lo has
conseguido. No he de negar que esta semana va a resultarme muy larga,
esperando tu respuesta.
Creo que lo más justo por tu parte es quedar conmigo para que me
dediques el libro y, de paso, me cuentes. Vale, sé que ha sonado burdo,
pero tenía que intentarlo. Me ha quedado claro que tu juego consiste en
lo contrario: primero te identifico y luego nos miramos a los ojos.
Espero que no estés haciendo todo esto para que te desee. Ahora te
juro que ya me superan las ganas. También yo me despido, con versos de
Luis Cernuda, de tu Cernuda, como le decía Martín a Olalla.
«Un deseo inmenso, afán de una verdad, bate contra los muros, bate
contra la carne, como un mar entre hierros».
Mateo

No me reí. Es más, me sorprendió el modo en que había construido sus


elucubraciones. Por supuesto que iba por buen camino, si bien no había hecho más
que comenzar. Esa semana procuré resolver algunos recados pendientes lo antes
posible y el martes por la tarde ya estaba de vuelta de la bodega.
Se aproximaba el momento de poner las cartas boca arriba en esa partida íntima
que yo me empeñaba en jugar. Me martilleaba la idea de contarle todo en el caso de
que él no lo descubriera. En realidad, tenía necesidad de sentirle junto a mí una vez
más, de mirarle a los ojos en busca de su comprensión, de aspirar su olor hasta
impregnarlo en mi recuerdo, de que pronunciara mi nombre justo antes de que me
acariciara la cara y me besase, sin que el deseo nos permitiera cerrar nuestras bocas ni
un instante. Y es que, aunque llevo grabado en mi memoria cada uno de nuestros
encuentros, aquel último abrazo quedaba demasiado atrás. Casi tres años en los que
yo había dejado de ser la misma.

35

El juicio contra Amaia Arteaga se celebró casi dos años después de su detención.
La vista había despertado una tremenda expectación y la sala de la Audiencia
Provincial se quedó pequeña para acoger a los medios, familiares y curiosos. La
procesada era hija de un conocido empresario médico, quien contrató a un prestigioso
bufete criminalista para su defensa. También mi padre se encargó de que un buen
abogado penalista ejerciera la acusación particular. Tanto él como mi madre quisieron
estar presentes en las sesiones. Yo, sin embargo, preferí refugiarme en Antzora hasta
que el juicio quedara visto para sentencia.
Finalmente, Amaia Arteaga fue acusada de los asesinatos de Igone y de mi
hermana, no así del de la chica de Portugalete abandonada en el Pontarrón de Guriezo,
del que no se contaba con pruebas para incriminarla. La elección del jurado popular
se había alargado más de lo previsto, ya que los abogados recusaban a los aspirantes
ante el menor indicio de parcialidad, aunque fuese subjetiva. De los nueve miembros
que acabaron sentándose en el estrado, ninguno era homosexual, ni homófobo, ni
mujer, ni mayor de cincuenta años, ni víctima de un delito anterior, ni tampoco nadie
que hubiera manifestado su deseo de hacer justicia.
Con el paso del tiempo me enteraría de los detalles de la vista, después de largas
conversaciones con Asier, con mis padres y con la amiga de Igone Otero, cuyo
testimonio resultó decisivo. Aquellas largas tardes con Marta Abasolo al aroma del
café sirvieron para que ella y yo intimáramos, quizás tratando de mitigar nuestras
ausencias.
Al parecer, la asesina de mi hermana bajó del furgón policial que le traía del penal
de Nanclares de la Oca con tranquilidad, sin inmutarse ante los insultos que un grupo
de jóvenes, amigos de Igone, profería a la entrada del edificio. Iba esposada, con la
cabeza alta, y tenía un aspecto más demacrado que el de la foto que había aparecido
en los periódicos cuando se publicó la noticia de su apresamiento.
Tras determinarse la ausencia de cuestiones previas, uno de los magistrados se
dirigió a Amaia Arteaga recordándole su derecho a guardar silencio, a no confesarse
culpable y a declarar parcialmente. Luego procedió a informarle de que se le acusaba
de dos asesinatos, y resumió los detalles de los mismos. También el secretario judicial
procedió a las lecturas acusatorias tanto del fiscal como de la acusación particular.
Después el juez llamó al estrado a Amaia Arteaga, exhortándole a decir la verdad.
Hasta entonces desconocía que, al contrario de lo que ocurre con peritos y testigos en
los que se les hace jurar o prometer, al acusado solo se le rogaba decir la verdad. Y es
que las garantías procesales a veces dan más pena que la que recae sobre el culpable.
Acogiéndose a su derecho, Amaia Arteaga se negó a declarar. Al girarse, lanzó una
sonrisa retadora a los asistentes, si bien inclinó la cabeza ante el jurado.
Ese día fueron interrogados los testigos, primero por el fiscal, luego por el letrado
de la acusación particular y, finalmente, por el abogado defensor. Agentes de la
Ertzaintza, incluido Asier, las personas que encontraron los cadáveres en los montes,
compañeros de la acusada —aunque debería decir asesina— y la amiga de Igone
respondieron a las preguntas de todos ellos, siendo las respuestas de esta última las
únicas que aportaron elementos subjetivos que permitieron establecer una relación
sentimental entre Igone y Amaia.
El interrogatorio de los peritos quedó pospuesto para el día siguiente. El fiscal
basó su estrategia en el ADN del cabello que apareció en el cadáver de Igone, y alegó
que su propietaria tenía los medios para cometer aquel crimen pasional. Otra de las
pruebas que acabó teniendo gran valor fue la de las huellas de los neumáticos
descubiertas en el monte Pagasarri, coincidentes con las ruedas del coche de Amaia
Arteaga.
Por su parte, el abogado de la acusación particular, sabedor de que sus argumentos
resultaban más endebles, trató de relacionar ambos crímenes por su extraordinaria
similitud, incluyendo la mutilación de los pezones y el clítoris de las dos muchachas
que, además, habían sido drogadas con la misma sustancia.
Al igual que en la mañana anterior, el abogado defensor, veterano en estas lides,
rebatió todos y cada uno de los testimonios. Con sumo cuidado se esmeraba en
desmontar los argumentos periciales que iba presentando la acusación, fiel a un guion
que tenía más que estudiado. La escasa envergadura de las pruebas resultaba
desazonadora, y a medida que avanzaba el proceso se hacía más complicado pensar en
una sentencia condenatoria.
El sentido común no dejaba lugar a la duda. Sin embargo, es frecuente que la
verdad real no coincida con la verdad jurídica, y precisamente de eso se aprovechaba
aquel viejo letrado a la hora de formular sus preguntas al médico forense, después de
que este se identificara preceptivamente ante el tribunal como Iñaki Enríquez, doctor
en Medicina.
—Doctor Enríquez, así que es usted médico forense —dijo el abogado defensor.
—Así es.
—¿Especialista en Medicina Legal y Forense?
—No.
—¿En qué quedamos? ¿Es usted forense o no?
—Lo soy. No es necesaria la especialidad para serlo. Trabajo en el Instituto Vasco
de Medicina Legal desde su creación.
—Ya. Así que sus conocimientos vienen dados básicamente por su experiencia —
comentó el abogado, dirigiendo una mirada fugaz al jurado.
—No solo desde mi experiencia, también tengo una sólida base técnica —contestó
Iñaki Enríquez, incomodado.
—No lo dudo, doctor. A ver qué nos cuenta. ¿Practicó usted la autopsia del
cadáver de Igone Otero?
—Sí.
—En su informe dice que su vagina contenía semen.
—Así es.
—¿Y cómo se lo explica?
—Es complicado.
—¿Complicado? Yo lo veo bastante simple. La muchacha tuvo una relación
sexual, forzada o consentida, antes de su muerte.
—No es tan sencillo. Por un lado, es imposible determinar si el semen llegó hasta
su vagina antes o después de su muerte. Mi opinión es que pudo ser inyectado.
—¿Su opinión? Aquí se está juzgando a una persona por asesinato. A estas alturas,
no parece que sea el momento de emitir opiniones ni especular con hipótesis. Tengo
entendido que las muestras almacenadas en bancos de esperma son diluidas con
crioprotectores para su correcta congelación. En tal caso, el semen hallado en la
vagina de Igone Otero tendría que contener nutrientes, soluciones tampón, metanol,
glicerol... ¿Contenía algún componente externo?
—No, pero podría tratarse de muestras recién recogidas antes de someterse a tal
proceso.
—Me resulta muy enrevesado, doctor. ¿No sería más fácil creer que el semen
estaba en la vagina de Igone Otero porque acababa de mantener relaciones sexuales
con un hombre?
—Es complicado asegurarlo. No se observaron restos de células ajenas en el
examen histológico. Pudimos practicar la autopsia a las pocas horas de su muerte, por
lo que tenían que haber aparecido.
—Insisto, doctor: ¿cabe la posibilidad de que pudiera haber tenido relaciones
sexuales con un hombre?
—Cabe esa posibilidad.
—¿Y es posible determinar si fue penetrada con un pene o con un consolador?
—No. No lo es.
—Gracias, doctor —y cuando parecía que iba a dar por finalizado su turno de
preguntas, reanudó el discurso—. Tengo otra duda. No olvide que está bajo
juramento. ¿El cabello encontrado en el vello púbico de Igone Otero pudo haberse
colocado entre el momento de su muerte y el de la autopsia?
—No tiene sentido que nadie hiciera algo así. Hay que tomarse muchas molestias.
—Insisto, doctor. ¿Pudo colocarse entonces?
—Desde un punto de vista técnico... sí.
—Ya. ¿Y cree usted que un cabello es suficiente prueba para que Amaia resulte
culpable? —preguntó el abogado, omitiendo deliberadamente el apellido de su
defendida para hacerla parecer más cercana, volviendo a dirigir su mirada hacia el
jurado.
—¡Señor letrado! —le recriminó uno de los magistrados—. Esa no es pregunta
para un forense.
—Disculpe, señoría. Prosigo. Ha afirmado que no se observaron células ajenas en
la vagina de Igone Otero cuando, dado el escaso tiempo transcurrido, hubiera sido lo
lógico. ¿Quiere decir que en un cadáver en avanzado estado de putrefacción no es
igual de lógico?
—Sobre un cadáver en ese estado, si ha estado expuesto al calor o la humedad, es
casi imposible emitir resolución alguna.
—Gracias, doctor. He terminado.
Al girarse, el abogado se encogió de hombros ante el jurado.
Aquella mañana se acabó elevando a definitivas las conclusiones de los escritos de
calificación, sin que ninguna de las partes realizara ningún cambio. El juicio prosiguió
al día siguiente con los informes, momento cumbre del proceso en el que entraban en
juego las habilidades oratorias de los letrados.
Todos ellos realizaron sus alegatos considerando las pruebas realizadas, aunque el
abogado defensor no las valoró de igual manera. Consideró que no se estaba juzgando
a la acusada con suficientes pruebas de cargo, sino a través de presunciones no
demostradas. Así lo dejó ver en su alocución.
—Señores y señoras miembros del jurado. En esta sala se pretende condenar a una
mujer por dos crímenes que, a pesar de haber sido cometidos en circunstancias
similares, no han podido ser relacionados con pruebas fidedignas. Es más, ni siquiera
se ha podido establecer la relación de Amaia con la primera muchacha asesinada. Es
cierto que se encontró un pelo en el cadáver de la segunda chica. ¡Qué cosa tan
extraordinaria! En el supuesto de que nadie lo hubiese incluido deliberadamente o no
se hubiera roto la cadena de custodia de la prueba, no resultaría extraño que hubiera
mantenido relaciones sexuales consentidas con algún amante antes de que un tercero
cometiera tan execrables crímenes. Introducir el semen en una vagina con una
jeringuilla simulando una violación es la cosa más disparatada que he escuchado en
un juicio. Claro que Amaia tenía acceso a muestras de esperma. ¿Y eso es suficiente
para mandarla a la cárcel? Les recuerdo que ni en su casa, ni en la clínica, se han
encontrado los objetos empleados en los crímenes, tampoco rastros de sangre en el
vehículo en el que la acusación dice que se trasladaron los cadáveres al monte, solo
porque aparecieron huellas de neumáticos en un lugar próximo, coincidentes con los
del coche de mi defendida. En conclusión, tenemos un consolador en casa de una
chica moderna, unas huellas que son idénticas a las de miles de vehículos y un cabello
del que, ¡oh, albricias!, se ha podido extraer ADN con el que identificar a una mujer
que mantenía relaciones con Igone Otero. Con sinceridad, señores del jurado,
condenar a Amaia que ya lleva dos años en la cárcel por unos crímenes que le son
difícilmente achacables me resulta un acto de injusticia tal que se me agotan los
adjetivos. En sus manos está el veredicto.
El abogado cruzó una mirada cómplice con su defendida antes de sentarse, sin
duda satisfecho con su trabajo. Como colofón, se le dio la posibilidad a la acusada de
decir unas palabras. Esta vez, por primera vez en el juicio, Amaia Arteaga sí se
incorporó.
—Señorías, miembros del jurado, quiero decirles que soy inocente y que lamento
que la policía no haya encontrado al verdadero culpable. Me apenan las dos muertes,
en especial la de Igone, a quien quise con toda mi alma, pero yo no he matado nunca
a nadie. Soy inocente, lo juro. Inocente —dijo, con el semblante lánguido.
Con la llegada del mediodía, el juicio quedó visto para sentencia. Uno de los
magistrados se dirigió a los miembros del jurado.
—Señores del jurado, les solicito, tal y como dictamina el Código Penal,
independencia, responsabilidad y sumisión a la ley. Y les exijo que solo tengan en
cuenta lo que han escuchado durante los tres últimos días. Su deliberación es secreta y
su contenido no puede revelarse, ni durante las discusiones, ni con posterioridad.
Estarán absolutamente incomunicados hasta que tengan su veredicto. No podrán tener
acceso a medios de comunicación, ni a teléfonos, ni tampoco hablar con nadie. Si
quieren contactar con su familia o su lugar de trabajo, deberán solicitarlo al secretario
judicial. La declaración de culpabilidad o no culpabilidad debe ser coherente y
consecuente con los hechos probados con anterioridad. Si tuvieran su veredicto antes
de las siete de la tarde, nos volveremos a reunir en esta sala. En caso contrario, se les
recluirá en el hotel Abando hasta que lleguen a un acuerdo. Se levanta la sesión.
El jurado deliberó hasta bien avanzada la madrugada, por lo que el juicio se
reanudó al día siguiente. La gente volvía a abarrotar la sala, expectante ante el
veredicto. Para sorpresa de casi todos, se declaró culpable a Amaia Arteaga del
asesinato de Igone Otero y no culpable del de mi hermana.
—¡Asesina! —gritó mi madre, sollozando, sin que mi padre pudiera remediarlo.
Al escucharla, Amaia se giró hacia ella con el dedo corazón de su mano derecha
levantado.
—Te jodes —murmuró.
Los agentes tuvieron que intervenir, sacando rápidamente a Amaia Arteaga por
una puerta lateral. Ante tal algarabía, al magistrado no le quedó más remedio que
levantar la voz para indicar que el juicio quedaba visto para sentencia.

36

La carretera que va desde Gernika hasta el estuario del río Oka se adentra en
bosques de encinas cantábricas y robles cuyas ramas se dejan caer sobre el asfalto,
como si aquella arboleda centenaria tratara de expulsar al intruso. A la vuelta de cada
curva, una siente que la naturaleza te va atrapando poco a poco, obligándote a dejar
atrás los recuerdos urbanos. Es un camino que, más allá de desplazarte en el espacio,
te traslada en el tiempo, pero no en ese tiempo que se mide en horas, minutos o
segundos, sino en milenios y eras geológicas, cuando todos los sonidos familiares
desaparecen y solo se oye el viento deslizándose entre las hojas de los árboles,
perennes e inmutables.
Conduciendo sola por esos parajes, bajando el volumen de la radio, tengo la
impresión de atravesar un túnel recubierto de ramajes de nostalgia: una senda secreta
que me lleva a playas sosegadas de arenas cómplices, donde el ritmo de mi corazón se
ralentiza y mi respiración se convierte en suspiros que se confunden con el murmullo
de las olas ruborizadas por la desnudez de la brisa.
Mi catarsis. Mi refugio. Mi soledad.
Podía pasarme horas junto al ventanal del caserío de Antzora con un libro en las
manos o, simplemente, observando los caprichos del mar mientras mi mente jugaba
con mi hermana entre los viñedos de Samaniego, escuchaba las historias que nos
contaba mi abuela o se excitaba entre las sábanas con Mateo. Nadie controla los
sueños, ni siquiera cuando estamos despiertos. Y no voy a negar que a veces
fantaseaba con enseñarle a Mateo el lugar en el que me sentía más libre, compartir con
él mis rincones preferidos como si al contemplarlos juntos fuésemos capaces de
adentrarnos en el jardín secreto del otro.
Aquel octubre de 2009 apenas llevaba unas horas en Antzora cuando recibí un
mensaje suyo en el teléfono: «Estoy en Bilbao —decía—. Me encantaría verte».
No le di una respuesta de inmediato, supongo que para engañarme a mí misma,
simulando que la meditaba. Para participar en mi propia farsa, decidí acompañar unas
anchoas de Santoña con una copa de vino blanco de Rueda, que luego fueron dos.
Con el primer sorbo de la tercera, tecleé en mi móvil:
«Confieso que te echo de menos pero acabo de llegar a Urdaibai. No sé si puedes
venir a verme.»
«Mañana tengo las primeras horas comprometidas, aunque después de comer
puedo ir donde estés.»
«¿Has venido en coche?»
«No. Si es necesario lo alquilo...»
«Hay autobuses. Coge uno hasta Gernika y desde allí otro hasta Antzora, de la
línea que llega hasta Ibarrangelu.»
«Perfecto. Así lo haré. ¿De cuánto tiempo dispones para mí? Podría pasar dos
noches ahí. ¿Tengo dónde quedarme?»
«Claro. Lo más cerca de mí posible.»
«Me encantas, rubia. A veces me dejas sin palabras.»
«Pues ya solo pienso en dejarte sin aliento. Te deseo.»
«Y yo. Mañana se me va a hacer el día eterno.»
«Te espero. Disfruta de Bilbao.»
Sonreí al dejar el teléfono sobre la mesa. Aspiré profundo dentro de la copa para
impregnarme de los aromas a heno, fruta madura y anís. De repente, sentí necesidad
de que Mateo llegara cuanto antes. Reconfortada, comencé a sentir el peso de mis
párpados, así que me encaminé a la cama. Me quedé dormida antes de que pudiera
seleccionar los lugares que pretendía enseñarle... después de tratar de aplacar nuestro
deseo.
Me levanté muy temprano, sin ser del todo consciente de que iba a renunciar a una
intimidad a la que me había acostumbrado. O quizás ya no me importaba. Tampoco
quise detenerme a analizar por qué. Simplemente sabía que me sentía ilusionada.
Aproveché que el cielo no amenazaba lluvia para bajar dando un paseo hasta el
colmado situado junto a la ermita del Sagrado Corazón de Jesús, que luego se
convertiría en Biskaine, un precioso restaurante integrado en la playa de Laida. En
realidad, no es que precisara comprar nada, si bien me sentí más tranquila volviendo
al caserío con pan, huevos y un par de latas de berberechos. También pensé en
comprar alguna botella de vino, pero no encontré ninguna que mejorara las que
teníamos en la bodega.
A mediodía le puse un mensaje: «Avísame antes de llegar para salir a buscarte».
Recibí su respuesta sobre las siete, y acto seguido bajé rauda la cuesta que nos
separaba, asustando con mi carrera a los gansos del caserío vecino que aleteaban tras
remojarse en una bañera vieja. Me esperaba sonriente, en el cruce al pie de la
carretera, apoyado en su maleta de viaje. Sospecho que pretendió decirme algo a
modo de saludo, pero no le di opción. Sin pensarlo, dejé que me abrazara y lo besé
con frenesí.
Cuando llegamos al caserío, casi era de noche. Fuera, el mar comenzaba a bramar
anticipando tormenta mientras el mercurio del termómetro se resistía a subir más allá
de los diez grados. En previsión, había dejado la chimenea encendida.
—Esto es precioso —dijo Mateo—, acercándose al ventanal sin dejar de sujetarme
la cintura con ambas manos—. Aunque no más que tú.
—Se te ha pegado la adulación sevillana.
—Hablo en serio —rio—. No me extraña que este sea tu refugio. ¿Puedo
quedarme aquí contigo para siempre?
—Siempre es mucho tiempo, Pooh —le respondí, risueña.
—¡Vaya! No me digas que ahora prefieres canciones infantiles.
—¿La sabes? —le pregunté, sorprendida.
—¡Claro! Tengo sobrinas. ¿Eludes la respuesta? —comentó, con sorna.
—No me provoques, si no quieres escuchar cosas que no deseas oír.
A pesar de mi tono jocoso, Mateo se dio por aludido y recordó que tenía que hacer
una llamada.
—No tardo nada —se disculpó, alejándose con el teléfono por el pasillo.
En realidad, estaba acostumbrada a esperar a que hablara con su mujer. Y aunque
él creyera lo contrario, a mí no me importaba. Al contrario, me gustaba escuchar su
tono mientras le hablaba con ternura.
—¿Ya? ¿Tranquilo? ¿Todo bien?
—Sí, gracias.
—¿Tienes hambre? —le pregunté.
—De ti —me respondió, abrazándome con fuerza.
—Te he echado de menos.
—Y yo a ti, Silvia. No sé qué voy a hacer contigo.
—No querrás que te diga por dónde tienes que empezar...
Aquellas fueron nuestras últimas palabras esa noche. A los pocos segundos, los
reflejos del fuego doraban nuestros cuerpos desnudos sobre una manta. Nos lamimos,
nos mordimos, nos besamos, nos bebimos hasta quedarnos sin una gota de saliva.
Fuimos del suelo al sofá y del sofá a la cama sin despegarnos un instante. Y es que si
el ansia nos domina, la piel no se sacia.
A medida que avanzaba la madrugada, un duermevela crónico sucumbió a nuestro
deseo. En cualquier minuto, yo sentía su lengua entre mis muslos o él mi mano entre
los suyos para enredarnos de nuevo en una espiral de sexo que no concluía hasta que
caíamos rendidos, antes de volver a reposar con los ojos entrecerrados. Solo el
amanecer consiguió que nos quedáramos placenteramente dormidos.
Los momentos más gratificantes no se compran con dinero, sino con tiempo.
Aunque eso es algo que nadie aprende de joven porque creemos que los consejos en
ese sentido proceden más de viejos o de fracasados que de sabios. La gente consume
su vida asumiendo responsabilidades de las que resulta imposible escapar, incluso si
llega un día en el que decide eludirlas, y descubre que ya es demasiado tarde,
condenándose en una cárcel de insatisfacción donde no existe el futuro.
Pensaba en ello, con una cerveza en la mano, mirando a través de la cristalera del
Toki Alai cómo el mar se perdía en el horizonte, más allá de la isla de Izaro, mientras
unos surfistas en trajes de neopreno coqueteaban con las olas cortas e intensas, bajo
una llovizna que tiznaba de gris la fina arena de la playa de Laga. En momentos tan
placenteros no lograba apartar los ojos de aquel rincón escondido entre montañas y
acantilados, cincelado con la gubia paciente de la naturaleza para dotarlo de una
belleza tan salvaje como cautivadora.
Y también lleno de misterios. Le conté a Mateo que años atrás había encontrado
una botella enterrada en la arena con un precioso mensaje: «Alfredo amó a Izarbe». Al
decirle que la conservaba, me pidió que se la enseñara cuando llegáramos a casa. Y es
que, a veces, solo dos nombres son suficientes para construir una historia de amor.
Entre tanto, nuestros estómagos descuidados esperaban el menú con cierta
impaciencia. Mateo aguardaba unas alubias rojas y yo, unos pimientos rellenos de
marisco; más tarde llegaron los lenguados a la plancha que acompañamos con una
botella de Itsasmendi, un agradable txakoli de unas bodegas cercanas.
Aquella comida estuvo llena de silencios y de miradas alegres, pero también de
una conversación calmada, suave, en la que seguimos desnudándonos. Quizás por
ello, ya en casa, tuve la sensación de que hacíamos el amor por primera vez.
Tenía previsto llevarle a cenar a Baserri Maitea, un precioso caserío del siglo XVII
perdido en Forua, o al restaurante del castillo de Arteaga, un palacio decimonónico
neogótico que hasta hacía bien poco había pertenecido a la Casa de Alba; sin embargo,
llegado el momento, pensé en que esos lugares cargados de años e historia no
pertenecían a mi intimidad en Antzora, así que opté por bajar a tomar unos vinos al
Atxarre, un agradable bar que parecía un barco varado en la playa de Laida, a menos
de dos kilómetros de donde nos hallábamos, y al que yo solía acudir a la luz del día
para contemplar el paisaje en todo su esplendor.
A pesar de la época del año, el Atxarre se encontraba bastante animado. A Mateo
le impresionó la fabulosa colección de botellas de ron que lo decoraba. Después de
husmear tras las vitrinas, nos sentamos junto a la barra que mostraba una interesante
variedad de pintxos cocinados con productos de la tierra.
—No es mal sitio este —comentó Mateo.
—No, sobre todo en esta época. Kepa me ha dicho que en verano la gente se pega
en la cola por un bocadillo.
—No me extraña. ¿Quién es Kepa?
—El alma máter de esto. Estará en los fogones —le aclaré, justo en el instante en
que este salía de la cocina con una bandeja de pintxos elaborados con patata, rabo,
foie cantharellus y aire de hongo. Creo que se sorprendió al verme acompañada, pero
salió inmediatamente de la barra para saludarme.
—¡Qué alegría, Silvia! —dijo, antes de darme dos besos—. Soy Kepa Manzano —
se presentó a Mateo, estrechándole con fuerza la mano, antes de permitirme abrir la
boca—. Así que una vueltecita por Laida.
—Encantado —le respondió Mateo.
—Sí. Hacía tiempo que no venía —le contesté.
—Pues aquí estamos, igual que siempre.
Kepa era uno de esos eibarreses siempre sonrientes que enseguida le caía bien a
todo el mundo. Tenía un ojo codificado —como él mismo lo definía— por culpa de
una pedrada perdida que recibió de niño, y los amigos lo conocían por el Rey; no en
vano, vivimos en un gran país de ciegos. Después de probar fortuna en Alicante con
un restaurante mejicano, negocio al que llegó más por su afición a las rancheras que a
las tortas y los frijoles, había recalado en el Atxarre.
Tras una breve charla protocolaria en la que comentó con orgullo que el bar
albergaba mil ochenta botellas de ron distintas, regresó a la cocina. Nosotros
decidimos maridar los pintxos con vinos. Probamos unas taleguillas de queso
Idiazabal con un espumoso de Loli Casado, la primera bodega con nombre de mujer,
situada en Lapuebla de Labarca, un pueblecito alavés a orillas del Ebro. Luego
comimos tortilla de patata regada con un oloroso seco y unas setas con un vino tinto
joven con notas de fruta fresca. Los clientes del bar se fueron marchando y antes de
que dieran las doce, estábamos Mateo y yo solos brindando por nosotros con un gin-
tonic, conscientes de que pasarían muchos meses antes de que volviéramos a estar
juntos.
Kepa le dio permiso al muchacho de la barra para que se recogiera y se empeñó en
prepararnos un cóctel, especialidad de la casa, con licor de naranja, ginebra, limón,
txakoli, azúcar y hierbas aromáticas. Media hora más tarde, yo contemplaba divertida
cómo él y Mateo, brazo al hombro, cantaban rancheras de José Alfredo Jiménez como
si se conocieran de toda la vida.
—No hay cojones de tomar un margarita —retó Mateo.
Y los hubo.
Serían las dos cuando salimos del Atxarre, no sin que antes Kepa y Mateo se
juraran amistad eterna, con una borrachera más que considerable. Dada la distancia
que nos separaba de la casa de Lourdes, decidimos dejar el coche en el aparcamiento y
recorrerla andando. Mateo continuó canturreando en voz baja melodías de Los
Secretos.

Nunca se recibe sin dar nada a cambio,


yo daría mi vida por dormir en tus brazos.

Nuestra piel aún tuvo arrestos para fundirse en un abrazo de piernas, bocas,
manos y sexo.
Tras despedirle al día siguiente en la parada del autobús, tuve la sensación de que
algo muy profundo de mí se iba con él. De vuelta a casa, observando al Cantábrico
desde la cristalera, después de que el mundo apenas se hubiera parado unas horas, me
di cuenta de que le echaría terriblemente de menos.

37

Los periódicos no dedicaron una sola línea a la salida de la cárcel de Amaia


Arteaga. Al fin y al cabo, para la sociedad solo era uno más de los criminales que
salían en libertad a diario. Había sido condenada por un único delito de asesinato en la
persona de Igone Otero a una pena de veintitrés años y cuatro meses de reclusión
mayor. No obstante, cumplió poco más de quince que a mí se me pasaron como un
suspiro.
Cuando uno se entera de la pena impuesta a un asesino, cree inocentemente que se
cumplirá de manera íntegra, sobre todo si ha cometido los crímenes más horribles. Sin
embargo, los permisos penitenciarios dependen de la categoría que se le asigne al
preso a propuesta de los equipos técnicos de la prisión en función del historial de cada
interno. El régimen cerrado solo está reservado para los penados clasificados en
primer grado por su peligrosidad extrema o su inadaptación al sistema de vida
penitenciaria, por lo que a la mayoría de los reclusos se le aplica el régimen ordinario
en el que puede contar con bastantes días de permiso fuera de la prisión, una vez que
haya cumplido una mínima parte de la pena, e incluso obtener la libertad condicional
antes de la conclusión de su condena efectiva, ya sea por buena conducta o por un
pronóstico favorable de reinserción social.
Cuando mató a Igone aún no había entrado en vigor el Código Penal de 1995, por
lo que Amaia Arteaga pudo acogerse al sistema de la redención de penas por el
trabajo, un reminiscencia franquista tomada del lema Arbeit macht frei que presidía la
entrada de los campos de concentración nazis y que no significaba otra cosa que el
trabajo libera.
Su puesta en libertad coincidió con mi aislamiento. Un aislamiento provocado por
la rabia, la impotencia, la incredulidad...
Me enteré por Asier, que se hizo el encontradizo conmigo cuando yo salía del
portal de mi casa con intención de coger el coche para ir a Samaniego.
—Egunon por las mañanas —me saludó.
—¡Qué sorpresa! —le respondí—. ¿A qué se debe el honor de que venga a verme
todo un subcomisario de la Ertzaintza?
Él me sonrió sin querer comentarme que acababa de presentarse al concurso-
oposición para el nombramiento de veinte nuevos comisarios. Sin duda, era de esos
hombres que ganan con los años. Se mantenía en forma y conservaba casi intacta su
cabellera, a pesar de que ya peinara algunas canas y se hubiese dejado una cuidada
barba aún más plateada. Finalmente, acabó casándose con aquella chica con la que
decía que discutía tanto, aunque en medio de las disputas les dio tiempo a tener dos
niñas.
—Tengo una noticia que no te va a gustar —me soltó a bocajarro, esperando unos
segundos en busca de mi reacción para proseguir.
—Ya está en la calle, ¿verdad?
—Sí. Salió la semana pasada.
—¡Joder! Es increíble. Esto es una puta mierda —respondí con voz hastiada.
—La vigilaremos durante una temporada.
—¿Para qué? ¿Acaso crees que si quiere volver a matar, vais a poder impedírselo?
—En cualquier caso, la vigilaremos.
—Ya. ¿Se va a quedar a vivir aquí?
—No lo sabemos aún. Está en casa de sus padres en Neguri.
—Mi cabreo no es contra vosotros. Hacéis cuanto está en vuestra mano.
—Tampoco te cabrees con la justicia, Silvia. La culpa la tiene la propia naturaleza
del ser humano.
—Siento no darte la razón. La justicia tiene un nombre que no le corresponde.
—Tengo trabajo. ¿Tomamos café un día de estos?
—Estaría bien. Hace siglos que no vamos al Iruña.
Supongo que omitió toda la verdad para protegerme. Claro que tras la llamada de
Marta Abasolo me sentí traicionada por mi amigo ertzaina. La comidilla de la clínica
de reproducción asistida, con cuyos empleados ella seguía manteniendo relación, era
la confiscación por una patrulla de la Ertzaintza de una pequeña bolsa congeladora
que Amaia Arteaga llevaba consigo en el momento de abandonar su domicilio
familiar, además de un par de maletas, por lo que tenía intención de emprender un
largo viaje. Según me comentó Marta, apenas había pasado unas horas en comisaría.
Marqué el número de Asier de inmediato, pero su teléfono estaba apagado. Me
devolvió la llamada al cabo de dos horas, tiempo que me permitió no solo calmarme,
sino elucubrar sobre el contenido de aquella bolsa congeladora.
—Hola, Silvia. Veo que me has llamado.
—¿Qué coño pasa, Asier?
—¿Qué quieres decir? —preguntó, con escaso disimulo.
—¡Joder, que me he enterado! ¿Qué me dices de Amaia Arteaga? Lo sabías
cuando me has visto esta mañana y no me has dicho nada. ¿Más secretos de sumario?
¡No sabes hasta dónde estoy de secretos!
—No son buenas noticias.
—¡No son buenas noticias, no son buenas noticias...! Con los años que hace que
me conoces, ¿y todavía no te has dado cuenta de que quiero la verdad?
—Te dije que la seguíamos.
—Ya. ¿Y por qué la habéis detenido?
—No está detenida, aunque ha pasado a disposición judicial.
—¿Me lo vas a contar ya o vas a estar gilipolleando toda la tarde?
—Le solicitamos la identificación cuando se iba de su casa con equipaje. Al
parecer quiere comenzar una nueva vida lejos de aquí. Cuando le pedimos que abriera
la bolsa congeladora, se mostró agresiva, reclamando a su abogado. Llevaba restos
humanos en dos pequeños tubos de ensayo.
—Dime que no... —le respondí, después de unos segundos en los que procuré
deshacer el nudo de mi garganta.
—Los están analizando. A primera vista, puede tratarse de lo que nos imaginamos
todos, pero queremos estar seguros.
—¿Y entonces? Supongo que la juzgarán otra vez —le comenté.
—No lo sé, Silvia. Ya ha cumplido pena por el asesinato de Igone. Y si algunos de
los restos encontrados fueran de tu hermana... Bueno, ha pasado mucho tiempo... El
crimen ha prescrito. Además, Amaia ya fue absuelta por ese asesinato. Rige el
principio de cosa juzgada. No se puede iniciar un juicio si ya ha habido una sentencia
firme sobre lo mismo.
No podía entenderlo. Luego supe que el nuevo Código Penal establecía la
prescripción a los veinte años cuando la pena señalada en el delito fuese superior a los
quince, como era el caso. Y que al condenado siempre se le aplicaba la ley más
favorable, aunque la vigente en la consunción de su crimen fuese otra. Para colmo,
estaba lo de la monserga de la cosa juzgada, por lo que resultaba imposible volver a
juzgar a Amaia Arteaga, salvo que se solicitase la nulidad de actuaciones en el juicio
celebrado, lo que se antojaba más que improbable después del período transcurrido.
No pude evitar que se me corriera el rímel a pesar de que me había jurado a mí
misma que esa mujer no me haría llorar.
—Es injusto, Asier —sollocé.
—Encontramos algo más. En la maleta llevaba fotos en las que aparecía con tu
hermana —me confesó, bajando la voz.
—¿Qué clase de fotos? —a mí me costaba articular palabra.
—Ya sabes. Esas fotos que se hacen las amigas. Se las ve sonrientes.
—Tengo la sensación de estar viviendo una pesadilla sin final.
—Creo que deberías alejarte unos días de Bilbao. Relajarte, descansar... Espero
que me perdones por no haberte dicho nada. Quería ahorrarte el sufrimiento.
—Ya...
—Sé que no me entiendes, pero confío en que lo hagas algún día.
—Dame un toque cuando tengáis los resultados de la Científica.
—Así lo haré. Un abrazo fuerte, Silvia.
—Hasta pronto.
Asier cumplió su palabra. A los pocos días me llamó para confirmarme que los
tubos de ensayo contenían los pezones y los clítoris tanto de Igone como de mi
hermana. Ni que decir tiene que de repente surgió en mí un profundo deseo de
venganza, cuyos orígenes habría que buscarlos muchos años antes.
Capítulo IV

38

Olalla consiguió llegar a su casa por los callejones menos transitados del barrio de
Santa Cruz. Su vestido se encontraba tan sucio que ni siquiera se distinguía la mancha
ocre bajo el vientre. Tenía los zapatos embarrados y sus pequeños calcetines blancos
ennegrecidos. Aun así, invadida por la rabia y por el miedo, trató de caminar con la
mayor dignidad que pudo, mientras se atusaba nerviosamente con las manos su
cabellera morena. Por fortuna, ninguna de las pocas personas que se quedaron
mirándola le parecieron conocidas.
Al escuchar la puerta de la calle, tía Sara le gritó desde la cocina:
—¡Niña! ¡Hay gazpacho!
—¡Qué rico! —respondió Olalla, sorprendida por que la voz hubiera sido capaz
de salir del pecho, atravesando la congoja—. ¡Ahora vengo!
Subió a su habitación y se desnudó rápidamente. Apiló toda su ropa en un hatillo
improvisado con una sábana vieja antes de acercarse a la tina. La jarra estaba llena de
agua. No obstante, le resultó insuficiente. Sentía asco de sí misma. Pasó la pastilla de
jabón una y otra vez por cada centímetro de su piel y de su pelo. Como si el cuerpo le
suplicara no enjuagarse nunca. Tras hacerlo, se restregó con tanta fruición con la
piedra pómez que se hirió los muslos.
Después pensaría en cómo lavar la ropa. Desde luego que no volvería a ponerse
aquel vestido... su precioso vestido de gasa beis, pero tendría que guardarlo limpio en
el armario para que sus tías no lo echaran en falta. Ahora solo quería llorar. Cerrar los
ojos y llorar. Tumbarse en la cama y llorar. Sin embargo, sus tías la acababan de
llamar de nuevo para comer. Tomaría ese gazpacho y regresaría a su habitación.
Necesitaba dormir para poder meditar con claridad o quizás para olvidarse del mundo.
Debía dominar la congoja si no quería desvanecerse antes de probar ese maldito
gazpacho.
—¡Qué requeteguapa estás! —le dijo tía Sara desde la cocina al verla llegar en
camisón y con el pelo mojado.
—¿Cómo es que te has aseado a estas horas? —le preguntó tía Montse, con el
ceño fruncido.
—Hacía calor —respondió Olalla, reconfortada al comprobar la cara de
aprobación de sus tías.
No le costó conciliar el sueño durante la siesta. En la penumbra de su cuarto, de
no ser por las punzadas que percibía en el interior de su sexo, lo acontecido esa
mañana le parecía una pesadilla de la que necesitaba huir cuanto antes. Soñar dormida
o despierta conseguía alejarla de la realidad. Al abrir los ojos, sintió humedad en sus
mejillas. Y acarició con suavidad aquellas lágrimas oníricas, aferrándose al deseo de
que no regresaran.
De repente se acordó de Martín. A lo largo del día le habían asaltado multitud de
imágenes, sin que fuera capaz de concentrarse en ninguna de ellas. Ahora aquellas
imágenes volvían a desfilar por su mente, más ordenadas y despaciosas: Martín yacía
en el suelo lóbrego del túnel del Gurugú, le miraba aterrado, le saludaba con el
sombrero en la esquina del Britz, con el cañón de una pistola en su boca
ensangrentada, le recitaba poemas, le sonreía en la verja de la Fábrica de Tabacos,
desaparecía entre las sombras tras dejarle una carta bajo la maceta de su ventana, o le
canturreaba Ojos verdes...
Solo la necesidad de buscar un libro en el desván le permitió levantarse de la
cama. Regresó a la habitación con el poemario titulado Los placeres prohibidos, para
leer los últimos versos de la poesía que Martín había recitado aquella mañana en el
parque y que, quizás presagiando cuanto iba a acontecer, no quiso concluir.
—Pero así no me basta; más allá de la vida, quiero decírtelo con la muerte; más
allá del amor, quiero decírtelo con el olvido —Olalla los leyó despacio, en un tono
apenas imperceptible, consciente de la fragilidad de su voz.
Fue en ese preciso instante que supo que Martín estaba muerto. Era como si su
espíritu aún vagara por Sevilla, a medio palmo del suelo, tratando de despedirse.
Olalla se armó de valor y se vistió para salir de casa sin ser vista. Calculó que tardaría
poco más de media hora en ir y volver de Triana. Caminó deprisa, preparada para lo
peor. Martín le había contado dónde vivía, así que la muchacha no tuvo dificultad en
encontrar su morada.
Un lazo negro en la palma del Domingo de Ramos expuesta en el balcón, carente
de macetas, y la puerta derecha cerrada del zaguán disiparon sus pocas dudas. Vio a
cierta distancia cómo una mujer de luto entraba con una cazuela de caldo. También
observó los rostros apesadumbrados y las lágrimas furtivas de algunas visitas que
llegaban a la casa. Y se imaginó a Martín tendido sobre una sábana blanca en el suelo,
con cuatro cirios en las esquinas y un crucifijo sobre su cabeza. La muchacha se
preguntó si, además de las vecinas, alguien más le velaría.
Con los ojos enrojecidos, cruzó el río mientras el sol se ponía sobre las casas de
Triana. Ella no le velaría pero le recordaría siempre a través de la poesía, y de ese
puñado de cartas que guardaba en una coqueta caja de cartón. Al llegar a casa buscó el
retrato que Martín se hizo para ella en un estudio de la calle Rioja. Él la miraba con
una sonrisa insegura, rozando la tristeza. Se lo había dejado en uno de esos sobres
dominicales hacía un mes, sin que a ella le hubiera dado tiempo a corresponderle del
mismo modo. De súbito, le sobrevino la idea de que la muerte se llevaba a quienes la
amaban. Y aunque no solía rezar fuera de la iglesia, le pidió a Dios que cuidara de
Martín en el cielo, y de sus seres queridos en la tierra: de sus tías, de su amiga Reyes;
también de Eduardo Elorriaga, que a esas horas estaría en un barracón o tal vez en una
trinchera entre la nieve a miles de kilómetros. Pensó que si algún día quería volver a
estremecerse con esa media sonrisa suya tan cautivadora, debía alejarle de ella y de su
maldición.
¿Y qué sería de ella? ¿Cómo podría vivir con lo sucedido aquella jornada que
ojalá jamás hubiera aparecido en el calendario? Sentía rabia, una rabia impotente que
debilitaba la fuerza de sus manos, una rabia angustiosa que le hacía llorar sin
consuelo, una rabia aterrada ante la idea de volver a encontrarse algún día con aquel
indeseable. Por primera vez en su vida tuvo la necesidad de vomitar insultos
desaforados. De gritar de desesperación.
Guardó la correspondencia y el retrato de Martín en la caja, ahora humedecida por
un par de lágrimas que no consiguió reprimir. Se acostó buscando en el libro que
tenía sobre la cama el poema del que Martín había extraído los versos incluidos en su
primera carta. A pesar de que se lo sabía de memoria, lo leyó despacio, como si fuera
nuevo para ella, tratando de evocar el momento mágico de su descubrimiento. Al
concluirlo, cerró los ojos para repetir el final de la poesía.
—Tú justificas mi existencia. Si no te conozco, no he vivido; si muero sin
conocerte, no muero, porque no he vivido.
Y murmurando aquellas palabras de Cernuda, se quedó dormida.

39

Cuando Pepe el Tumba aporreó la puerta de la casa de La Madrid, había bebido


tanto que su aliento hubiera podido prenderse con una cerilla. Llevaba todo el día de
celebración, pavoneándose entre los suyos de la caza de un conspirador del que creía
que podía haber participado en el último atentado contra Franco. Y en los tiempos que
corrían resultar sospechoso de algo así significaba lo mismo que ser culpable. O peor
aún, condenado sin necesidad de juicio por si la falta de pruebas diese lugar a una
absolución.
Su éxito en la plaza de la Maestranza, que ya lo hubiera querido para sí Pepe Luis
Vázquez, estoqueando a Fausto Beneroso en plena faena, le había dado carta blanca a
la hora de perseguir delincuentes políticos, justificando su máxima de que la mejor
represión era el exterminio.
Fue la propia La Madrid quien le abrió la puerta ante el temor de las chicas a
hacerlo.
—¿Se está quemando algo? —le preguntó, malhumorada.
—Se quema mi corazón cuanto te tengo delante —balbuceó él, con la voz
empastada.
—No tengo el día para tonterías. ¿Qué quieres? Sabes que cerramos los lunes.
—¡Oh! No irás a decirme que yo soy un cliente más. Simplemente quiero un vaso
de ese vino que guardas para las ocasiones especiales.
La mujer sopesó su respuesta. Aquel hombre le provocaba verdadero asco, pero
prefería tenerlo de su parte. Incluso algún día podría vengar la muerte de Fausto.
—Venga, pasa. Aunque te advierto que solo puedes quedarte un rato.
—¡Olé! ¡Esa es mi hembra! —vociferó, exhalando un aliento pestilente de vino y
aguardiente fermentados.
—¡Calla, coño! Hay chicas que duermen.
—Pues que se despierten. ¡Ha llegado Pepe!
La Madrid cerró la puerta y le cedió el paso a Ravelo para que subiera,
tambaleante, las escaleras. Tras el rellano del principal, el Tumba se dispuso a
emprender el siguiente tramo.
—¿Dónde crees que vas? —le inquirió ella.
—¿No piensas invitarme nunca a tu habitación? Me vuelven loco las ariscas —le
respondió, asiéndola por la cintura.
—No querrás llevarte una hostia. Anda, entra en el salón. Hoy no hay chicas, pero
tengo un vino cojonudo.
—Tú sí que sabes tratar a un hombre —rio Ravelo.
La estancia se iluminó tenuemente con el candil que prendió La Madrid. Tenía
cierto aire refinado, con los tabiques recubiertos de papel y hasta una lámpara de
araña que jamás se encendía. Unas cuantas sillas se encontraban dispuestas en círculo,
cerca de la pared. La mujer se dirigió a un mueble bar cerrado con llave, colocado
junto a una mesa redonda de madera noble.
—¿No piensas sentarte? —le dijo ella, en un tono que parecía una invitación.
—Lástima que hoy no se pueda elegir —respondió él, mirando las sillas vacías—.
Yo que venía rumboso.
—Ya te veo, ya —comentó La Madrid, sirviéndole una copa de vino.
—¿Tú no bebes? Tienes que brindar conmigo.
Ella suspiró unos instantes, procurando disimular su repulsión antes de servirse.
—¿Y por qué se supone que tenemos que brindar?
—He pillado a otro —respondió, alzando la bebida antes de apurarla de un trago.
—¿A otro? —quiso saber ella, rellenándole la copa.
—Se creen muy listos y ya ves cómo acaban. Con un tiro en el cuerpo. ¿No
bebes?
—Claro —confirmó la mujer, mojando ligeramente los labios—. Así que has
detenido a alguien, ¿no?
—Mucho mejor. Lo he cazado, igual que a un conejo, cuando pretendía huir.
Las palabras de Ravelo sonaban jactanciosas, a pesar de que su considerable
borrachera las hacía cada vez más ininteligibles.
—¡Vaya! ¡Eres un hombre hecho y derecho! —exclamó La Madrid, simulando
admiración.
—¿Te lo demuestro en la cama? —rio él, mostrando las dos piezas de oro de su
dentadura.
—¡Quién sabe! Quizás más pronto que tarde.
La respuesta de la madama le enardeció hasta el punto de volver a vaciar la copa
que enseguida ella le repuso.
—Así que me das esperanzas —quiso confirmar él, acariciando su escapulario
como si requiriera la ayuda de la virgen trianera.
—La esperanza jamás se debe perder. Es admirable lo que bebes. Nunca he
conocido a nadie con tu aguante. No es el primero que matas este año. Aunque no
salió en los periódicos, me llegaron rumores de que evitaste un atentado contra Franco
en febrero.
—Sí, lástima que estas cosas se silencien. Si no, hoy sería un héroe en Sevilla.
Ella trataba de encubrir con sonrisas impostadas su congoja, y con miradas
esquivas su repulsión por aquel hombre. Pensó en su vulnerabilidad, en que podría
envenenarle en ese mismo momento. Sin embargo, no merecía la pena arruinar su
vida ni su negocio por culpa de un indeseable. Tal vez —pensó— tendría que matarlo
poco a poco, emborrachándolo hasta reventarle el hígado.
—Para mí lo eres —lo aduló.
—¿Y mi trofeo? —le preguntó, acercándose a ella.
—Algún día. No seas impaciente.
—Si no estuviera tan mareado —dijo él, trastabillándose en la silla.
—No me digas que no vas a poder con otra copa.
—Échala, sin miedo.
—No sé por qué te has fijado en mí. Tienes que tener locas a muchas mujeres.
—No me puedo quejar...
—Seguro que consigues las que quieres.
—Más o menos. Y si no... —un atisbo de lucidez le hizo detenerse.
—¿Y si no?
—Las consigo por las buenas o por las malas —confesó, sin remilgos—. Les hago
el favor de que conozcan un hombre de verdad.
—No me digas que llegas a forzarlas. ¿Sabes que me excita que me lo cuentes?
—Alguna que otra putita —contestó él, espoleado ante la actitud de La Madrid—.
La última, esta mañana.
—¿En serio? —le preguntó ella, colocándole la mano en la bragueta.
—¿Qué haces? —rio—. Si cuando yo digo que sabes tratar a un hombre...
—¿Quién era?
—La putita del cabrón ese que me he cargao. Preciosa, por cierto. Deberías
contratarla.
—Habrá que intentarlo. No sabrás dónde vive... —quiso saber La Madrid,
apretando los dedos contra su entrepierna sin que esta se estimulara.
—En la plaza de la Alianza, en una de las casas del fondo, detrás de los naranjos
—Ravelo contestó mecánicamente con la razón ya añublada, sin percatarse del efecto
que sus palabras acababan de causar en su interlocutora.
—¿Puedo saber quién era ese muchacho? —preguntó ella, con voz trémula.
—Un chupatintas que trabajaba en un periódico. No creo que tengas que saber su
nombre.
No hacía falta que se lo dijera, ni que ese malnacido lo mancillara pronunciándolo.
Los bellos ojos de La Madrid no tardaron en llenarse de lágrimas mientras un aguijón
se le clavaba en la garganta. Aun así, sacó fuerzas de flaqueza para dirigirse al mueble
bar con paso tembloroso, convencida de que podía caer desmayada en cualquier
instante. Fue la rabia la que le ayudó a servir dos copas de coñac, en una de las cuales
depositó unas gotas de adormidera que guardaba en un pequeño frasco de licor. Se
maldijo por no atreverse a probar en ese canalla los efectos de la masa pastosa
almacenada en el pequeño tubo de bambú que se encontraba oculto tras unas cuantas
botellas, al fondo de la repisa.
—Brindemos —propuso sin disimular ya su desprecio.
—Me has emborrachado. El Tumba, tumbao —comentó él, riéndose de su propia
ocurrencia.
—Ya venías pimpao. Además, ¿qué es esto para ti? —le respondió ella,
ofreciéndole la bebida—. De un trago, machote. A ver si es verdad que follas tan bien
como dices.
Ravelo llegó a trancas y barrancas hasta la habitación de al lado, desplomándose
en la cama como un fardo de estiércol. Apenas tardó unos segundos en caer en un
tremendo sopor, acompañado de ronquidos. Ella le escupió una mirada cargada de
odio. Lástima que no tuviera el valor ni el tiempo para acabar con aquella rata.
Pocos minutos después, una sombra enlutada cruzaba el río para velar el cadáver
de Martín Villalpando.

40

Una mañana soleada siempre ayuda a apartar, aunque sea tímidamente, las
tinieblas del corazón. Sobre todo si las pesadillas se presentan tan reales que escapan
del mundo de los sueños e invaden la vigilia. Cuando Olalla despertó, la casa se
encontraba en silencio, expectante al ánimo de la niña. Sus tías habían salido. A esas
horas, andarían haciendo las compras del día en alguna de esas tiendas de montañeses
que a menudo les fiaban. Así que aprovechó para deshacer el hatillo con la ropa sucia
que, de buena gana, hubiera arrojado a cualquier escombrera. Volvió a sentir
repugnancia al introducir su vestido en aquel barreño que enseguida se tiñó de agua
amarga.
Percibió el olor formado por la orina, la sangre y la tierra al disolverse entre el
jabón. Quiso llorar en silencio pero, a su pesar, se le escapaban gemidos lastimeros
que provocaban lágrimas imposibles de enjugar. Desde el estómago le sobrevenían
arcadas que se ahogaban en la garganta. Y se estremeció con la idea de que se
instalaran definitivamente en su alma, tan perdida como maltrecha.
Estaba resuelta a que su vida no quedara marcada por el miedo ni por los
remordimientos. Su duermevela le había sugerido decisiones que ahora, más lúcida,
ella pretendía llevar a cabo. Tras colgar aquella colada engañosamente purificadora,
rellenó la tina y volvió a lavarse con la misma furia del día anterior. Buscó entre su
escaso fondo de armario un vestido blanco que la favoreciera, se perfumó con la
colonia de rosas que reservaba para los domingos y se atusó con coquetería su melena
rizada. Luego buscó en un cofre un par de billetes de peseta que tenía ahorrados y su
cédula de identificación que, hasta entonces, solo había usado para que le sellaran la
entrega de las cartillas de racionamiento. Al mirarse en el espejo de la pared, se echó
la mano a su cuello desnudo. Del cajón de su cómoda extrajo un pequeño joyero que
únicamente guardaba la gargantilla de su madre. Tras colocársela, volvió a situarse
ante el espejo. Ahora, a pesar de la inflamación de sus párpados inferiores, sí estaba
preparada para salir a la calle.
Era la primera vez que acudía a un estudio fotográfico. Tenía cuatro o cinco
retratos en los que aparecía vestida de flamenca junto a sus amigas en la Feria de
Abril, realizados por un fotógrafo ambulante, pero ninguno en los que estuviera ella
sola. Esa tarde escribiría la última carta a Eduardo Elorriaga, despidiéndose de él, y
quería enviarle una foto suya como recuerdo. Así que se encaminó al mismo estudio
de la calle Rioja en el que Martín había posado para ella.
Julio Beauchy, un veterano profesional, descendiente de una magnífica saga de
fotógrafos, la escudriñó con gesto huraño tras su aparente bonhomía. El negro
azabache de su cabellera contrastaba en exceso con la blancura de su vestido, lo que
dificultaba el resultado fotográfico. A su requerimiento, ella se sentó en un banco
acolchado con aspecto de reclinatorio, delante un panel de color gris claro; la escueta
escenografía estaba situada junto a un ventanal que daba a un frondoso patio por
donde entraba pizpireta la luz de la mañana. Beauchy, con movimientos mecánicos,
cambió convenientemente la ubicación del trípode hasta visualizar la escena a su
satisfacción. Luego, observó unos instantes a la muchacha a través del visor de su
vieja cámara.
—Ladee la cabeza hacia su derecha, señorita. El izquierdo es su perfil bueno. Y
mantenga los ojos abiertos.
En otras circunstancias, Olalla hubiera respondido que no sabía que la gente
tuviese un perfil malo, pero no andaba para muchas conversaciones. Además, se
encontraba tan preocupada en posar con corrección que trataba de no mover un solo
músculo, reprimiendo cualquier ademán que pudiera estropear el resultado.
—¿No va a sonreír, señorita? No querrá que su novio la recuerde con cara de
Humphrey Bogart...
A la comisura de los labios de Olalla le hizo gracia la ocurrencia y se elevó
sutilmente, momento en que el fotógrafo aprovechó para disparar. Olalla cerró los
ojos buscando su descanso, ensoñando que quizás la vida le permitiría volver a
sonreír sin estímulos externos.
Aún le quedaba lo más importante por hacer. Pagó el retrato a Beauchy, quien se
comprometió a tenerlo revelado en una hora, justo el tiempo que ella necesitaba para
acercarse hasta la comisaría de la calle Peral.
A medida que avanzaba por la Alameda de Hércules, le flaqueaban las piernas. Y
eso que lo tenía todo pensado. Preguntaría por el comisario y le contaría que,
paseando por el Parque de María Luisa, un hombre al que no conocía había golpeado
a su novio en el túnel del monte Gurugú hasta que cayó inconsciente al suelo. No
mencionaría la violación. Diría que ella huyó corriendo y que ahora su novio estaba
muerto. Tampoco interpondría una denuncia. Simplemente quería delatar al asesino de
Martín para que fuera la policía la que actuara, lo detuviera y lo encerrara en la cárcel
de por vida. Ella se limitaría a dar detalles de su aspecto. De este modo, podría salir a
la calle sin miedo de encontrárselo a la vuelta de cualquier esquina, con el deber
cumplido de haber vengado a Martín y salvaguardado su propia honra. Al ser una
niña, consideró que no podría declarar, ni sentarse en un juicio como esos que
aparecían en las películas extranjeras, por lo que tampoco tendría que verle la cara al
asesino, ni que este supiera a ciencia cierta el origen de su detención, por mucho que
lo supusiera. Tampoco sus tías se enterarían de nada.
La comisaría de la calle Peral tenía la apariencia de una casa andaluza más, de esas
adornadas con geranios, blanqueadas de día, pero que se adormecían a la luz de la
luna. Olalla se apostó frente a ella, a cierta distancia, esperando que una corazonada le
indicara el mejor momento para acercarse. El trasiego de personas, entrando y
saliendo, era continuo aunque no excesivo. Le impresionó ver a dos policías con
uniforme gris agarrando por los brazos a un gitano que sangraba por la nariz, lo que le
hizo titubear sobre sus propósitos. Sin embargo, la imagen oscura de ese hombre
apuntándole a la cara terminó por empujarla a cruzar la calle. Se disponía a hacerlo
cuando, de repente, aquella pesadilla se convirtió en un maldito recuerdo que
regresaba para golpearle con toda su brutalidad. Allí estaba ese malnacido. Saliendo
de la comisaría, acompañado por otro hombre con el que parecía bromear mientras le
encendía un cigarrillo, sin fijarse en el saludo casi militar del vigilante de la entrada.
La reacción de la muchacha fue fulminante. Espoleada por su instinto de
supervivencia, dobló la esquina como una exhalación, sin detenerse a observar cómo
los policías se metían en el único coche que se encontraba aparcado junto a la casa.
Porque resultaba evidente que aquel hombre era policía. Olalla corrió ahogada por la
rabia y por el miedo. También por su ingenuidad. No quiso volver la vista atrás hasta
no llegar a la plaza del Duque, donde comenzaba el bullicio de gente que continuaba
por las calles comerciales del centro de la ciudad. Entonces sí miró por todas partes,
pero se sentía tan aturdida que, de haber estado cerca, tampoco hubiera distinguido al
hombre de sus pesadillas. ¿Cómo había sido tan tonta de no pensar en esa
posibilidad?
No podía creer que Martín estuviese mezclado en algo turbio. Era imposible que
fuese un delincuente. Aunque en el caso de serlo, seguramente su asesino ya contase
con la justificación necesaria para haberle disparado al amparo de la ley de fugas. ¿En
qué cabeza cabía que alguien que tiene que defender el orden público actuara de esa
forma tan salvaje? ¿Qué se suponía que debía hacer a partir de ese momento? Ahora
le resultaría mucho más fácil identificarle para denunciarle. Jamás se había sentido tan
confusa. Denunciarle... ¿Por la muerte de un traidor al régimen?
Le vinieron a la mente las acusaciones escupidas en la cara de Martín por aquel
hombre que hablaba de un grupo conspirador en Sevilla. ¿Y si llevaba razón? ¿De qué
le acusaría? Porque lo que tenía claro es que no pensaba decirle a nadie que ese ser
asqueroso había abusado de ella. Le aterró la idea de tener que volver a cruzarle la
mirada en cualquier sitio, cuanto más en una rueda de reconocimiento. Además, lo
más seguro es que quedase impune. Era la palabra de un policía contra la de una niña
que buscaba venganza.
Sin ánimos para recoger el retrato, cruzó rauda la calle Rioja a la altura del Gran
Britz, donde nunca más aquel muchacho de elegancia desgarbada volvería a tocarse el
sombrero ante ella. Sus ojos estaban tan nublados por las lágrimas que no reparó en
una mujer de ojos almendrados que le aguardaba en la barreduela.
—Niña, ¿estás bien? —le preguntó.
Olalla la miró recelosa sin poderle contestar.
—No tienes por qué temerme —prosiguió la mujer—. Me llamo Fernanda, aunque
todos me dicen La Madrid. Regento una casa de trato en la calle Mariana Pineda.
—¿Qué quiere de mí, señora?
—Por favor, tutéame. Ayer un hombre te hizo daño, ¿verdad?
—No sé de qué me hablas —respondió Olalla, compungida.
—No te preocupes. Es normal que no quieras hablar de ello.
Quizás fuese la voz triste de Fernanda lo que le hizo continuar con la
conversación.
—¿Qué es lo que sabes?
—Más de lo que hubiera querido —le respondió, sin atreverse a confesarle que
algunas veces, siguiendo a Martín para saber de su vida, los había visto juntos, e
incluso seguido hasta la plaza de la Alianza—. Sé lo que sientes. A mí me hicieron lo
mismo a tu edad. Ahora solo quieres llorar sin que se entere nadie mientras deseas su
muerte. ¿Me equivoco?
La muchacha dudó unos instantes para terminar negando con la cabeza.
—No se lo cuentes a nadie, por favor —suplicó, bajando al fin la guardia.
—Puedes estar segura de ello. Únicamente pretendo ayudarte. Odio a cualquier
canalla que haga daño a una niña. Si alguna vez quieres desahogarte o necesitas
ayuda, ya sabes dónde encontrarme. Es la última casa de la derecha en la calle Mariana
Pineda, entrando por San Gregorio. Tampoco tú le digas a nadie que me conoces. Será
lo mejor para las dos.
—Gracias... Fernanda —respondió Olalla.
La mujer ya se había marchado, pero Olalla permaneció de pie e inmóvil, hasta
que recuperó las fuerzas necesarias para llegar a su casa y subir corriendo las escaleras
que conducían a su habitación. Allí se dejó caer sobre su cama y compartió su llanto
con la almohada, abrazándola con la desesperación de quien no sabe dónde aferrarse.
Aquella mujer tenía razón. Deseaba su muerte. No se veía capaz de vivir en la misma
ciudad que ese individuo repugnante que merecía morir. Sí, merecía morir.
Se consoló pensando que, tarde o temprano, sufriría una larga agonía. Algún día
ella misma lo mataría.

41

Cuando abrió el sobre que contenía el retrato de Olalla, Eduardo Elorriaga aún no
estaba seguro de que pudiera volver del infierno de la guerra. Y eso que lo peor estaba
por llegar.
Había viajado desde Hof hasta Rusia en un parsimonioso tren de mercancías.
Aquel convoy renqueante había atravesado con desidia interminables bosques y
extensas praderas que más bien parecían un desierto, donde el único vestigio de
civilización lo constituían paupérrimas isbas abandonadas. Y en muchos casos, ni
siquiera eso, porque de las casas solo quedaba la enorme estufa de ladrillos que hacía
las veces de lecho en los meses más fríos.
Enseguida se dio cuenta de la cercanía de los muertos, que no de la muerte,
porque la muerte siempre nos resulta lejana, aún más cuando nos encontramos a cara
de perro frente al peligro. Quizás solo sea una treta de nuestro instinto de
supervivencia, un recurso para poder esquivarla sin que nos paralice el miedo.
Eduardo Elorriaga veía cómo los aldeanos desenterraban cadáveres de las cunetas
para darles sepultura en los cementerios, sin pensar que él pudiera ser uno de esos
caídos en cualquier batalla sin sentido donde los soldados no buscaban más que
sobrevivir.
Pero nada hay más desolador que cruzar bajo un intenso aguacero las calles
desiertas entre edificios en ruinas de una ciudad destruida por la guerra. En medio del
absurdo, de la nada, de la obstinación, algo dentro del ser humano se remueve como
si el alma se rebelara contra el destino fatal al que pretenden llevarle las sinrazones al
servicio de los fanatismos. Al atravesar Novgorod, dos compañeros de Eduardo
Elorriaga recogieron entre los escombros la cruz de dos metros de hierro y madera,
recubierta de latón dorado, que hasta hacía poco coronaba la cúpula de la maltrecha
catedral. Arriesgando su vida, decidieron subirla a un camión y enviarla a España para
evitar que cayera en manos de los bolcheviques.
Los divisionarios pasaron dos meses cavando búnkeres junto al río Volchov, sin
más contacto con el frente que los frecuentes disparos de proyectiles desde camiones a
los que bautizaron con el apodo de organillos de Stalin. Luego emprendieron viaje,
primero en ferrocarril, y más tarde en caminatas nocturnas a pie o a caballo, hacia
Krasny Bor, su nuevo destino, un lugar a veinte kilómetros de Leningrado desde
donde debían defender la prolongación del asedio de la ciudad.
Comparado con las tiendas de campaña, los búnkeres construidos por los
alemanes tres metros bajo tierra gozaban de cierta comodidad. Los troncos
superpuestos, a los que en invierno se unía el hielo de la nieve caída, los protegían de
la artillería ligera, aunque más valía que no los alcanzara un obús del 122 de las
baterías rusas, ante el que no había defensa posible. Cada uno contaba con literas para
seis personas fabricadas con tablas arrancadas de casas bombardeadas, papel en las
paredes, una mesa para escribir a la luz de las velas y una silla. Por fuera estaban
cercados por ramas a modo de jardín privado.
Eduardo Elorriaga leyó la última carta de Olalla, recostado en su camastro del
búnker, sin alcanzar a entender sus palabras.

Querido Eduardo:
Es muy posible que te extrañe lo que voy a contarte y que no le
encuentres explicación. Sin embargo, créeme que tengo motivos poderosos
para tomar esta decisión. El hecho es que no voy a escribirte más.
Lamento dejar de ser tu madrina de guerra, pero estoy segura de que
tendrás alguna más.
Entenderé que te enfades por ello, aunque te juro por lo más sagrado
que lo único que me mueve a interrumpir nuestra correspondencia es el
deseo de que pronto puedas volver sano y salvo. Prométeme que lo harás.
Es probable que las mujeres, y más si somos andaluzas, estemos
condicionadas por supersticiones contra las que solo podemos
defendernos con promesas. Y sí, por razones que algún día tal vez pueda
explicarte, le he hecho la promesa a mi Cristo de las Misericordias de no
escribirte hasta que ocurran cosas; entre ellas, tu vuelta. Tampoco debo
recibir cartas tuyas. Y puedes creerme cuando te digo que será muy duro
para mí. Ni te imaginas los vuelcos que me da el corazón cada vez que
llega el cartero a casa.
Sé que en la distancia, resguardado en cualquier trinchera, sin poder
mirarme a los ojos, ni siquiera atisbes a entenderme. Solo quiero que
sepas que es por mi bien... y también por el tuyo.
Para que, a pesar de no saber el uno del otro, no llegues a olvidarme,
te envío un retrato que me he hecho para ti. Si bien no estoy muy
favorecida, te servirá para saber que, allá donde estés, una chica
sevillana desea tu vuelta con todas sus ganas.
Con mi sincero cariño,
Olalla Carmona

Eduardo tuvo que leer la carta de nuevo antes de encender uno de esos cigarrillos
Juno que los alemanes les facilitaban en cajetillas de seis, junto a caramelos
vitaminados que él solía canjear por tabaco a los no fumadores. Claro que contaba
con más madrinas de guerra: dos muchachas de Baviera y tres españolas de la Sección
Femenina. Tenía incluso fotografías de todas ellas, pegadas en la pared junto a su
almohada. Curiosamente, en tanto que sus compatriotas se habían retratado con el
uniforme de la Falange, las germanas lo habían hecho en bañador, lo que en medio
del invierno ruso resultaba de agradecer. Sin embargo, ninguna albergaba la dulzura ni
el misterio de Olalla. Enseguida determinó que su foto no colgaría en la pared, como
el resto, sino que le acompañaría allá donde fuere, en el bolsillo interior de su
guerrera.
Aquellos meses helados transcurrieron sin demasiados sobresaltos. En las
Navidades incluso llegaron desde España grandes cantidades de turrón, cava y coñac,
que los soldados repartieron con las muchachas rusas de las aldeas limítrofes que se
negaban a abandonar sus casas a pesar de las penurias y del peligro que corrían.
Eduardo había entablado cierta amistad con Oksana, una chica rubia de mirada
lánguida, que le lavaba la ropa a cambio de jabón y comida, ya que los rublos carecían
de valor. Por fortuna, a los divisionarios no les faltaban legumbres, cereales, carne
enlatada argentina ni, por supuesto, la mantequilla y la miel fabricadas químicamente
por los alemanes a base de madera de pino.
En la crudeza del invierno, Eduardo y Oksana aprendieron a comunicarse en un
peculiar lenguaje compuesto de palabras en español, en ruso y de mucha mímica. Ella
le contaba que, tras concluir la guerra, proseguiría con sus estudios de bailarina y que
algún día actuaría en el Bolshoi, donde interpretaría El lago de los cisnes. A veces le
leía poemas de Pushkin que él no entendía, pero que escuchaba embelesado en sus
ojos azul pálido. Fueron frecuentes las noches en las que, para combatir el frío,
durmieron abrazados y vestidos, hasta que una madrugada ella le besó en los labios y
él le correspondió haciéndole el amor como si no hubiera un mañana.
Y no lo hubo. Al día siguiente, el diez de febrero, sobrevino el Apocalipsis.
Eduardo acababa de llegar al búnker cuando oyó el fuego cruzado de la artillería
de ambos bandos. El estruendo en la trinchera que se encontraba delante de la suya
resultaba estremecedor. Tras casi tres eternas horas de bombardeos, el Ejército ruso
consiguió pulverizar la infantería hispano-alemana y sus soldados, camuflados de
blanco, avanzaron a la caza de uniformes verdes y grises. Eduardo Elorriaga,
parapetado en un muro de hielo con dos compañeros, disparaba a ciegas. De repente,
una bala atravesó el casco del soldado que estaba a su izquierda, matándolo en el acto.
El muchacho no se lo pensó dos veces. A su alrededor no veía más que cadáveres por
todas partes. Calculó que, a pesar del espesor de la nieve, podría llegar corriendo a un
bosque cercano al que, por lo menos, no accederían los tanques enemigos.
Los silbidos de las balas cortaban el aire, pero ninguna llegó a alcanzarle. Aun
dentro de la espesura de los abetos rojos, no cesó en su carrera hasta sentirse a salvo.
Nunca supo cuánto tiempo había caminado entre la arboleda, ni si lo hizo en línea
recta o en círculos. Tuvo suerte de tropezarse con unos camiones alemanes en un
claro del bosque. Allí ayudó a cargar hombres maltrechos con las heridas congeladas,
lo que les daba la oportunidad de no morir desangrados.
Exhausto por el esfuerzo, consiguió llevarse por fin un puñado de nieve a la boca
reseca por la sed, el miedo y la angustia. Recostado en el vehículo que les sacaba de
aquel infierno, pensó en que sus pertenencias se reducían a su uniforme
ensangrentado, la máscara de gas que llevaba colgada al cuello, su mosquetón y el
retrato de esa muchacha sevillana, el mejor de sus amuletos, que permanecía húmedo
y arrugado en el bolsillo interior de su guerrera. Y quiso creer que su participación en
aquella cruenta batalla que imaginó perdida bien podría valer la libertad de su padre.
No volvió a saber de Oksana. Con el tiempo, confiando en que hubiese
sobrevivido, siguió deseándole en silencio que sus sueños se cumplieran. Eduardo
siguió peleando en el frente hasta comenzar la primavera, cuando el deshielo enfangó
las tierras y las hizo menos transitables aún que la nieve. No fue hasta su llegada a
Slutz, una ciudad de calles empedradas y edificios modernos, dos meses después de la
batalla de Krasny Bor, que pudo despiojarse, lavar su uniforme y dormir en una cama
de verdad. Poco más tarde, lo trasladaron a Pushkin, y fue alojado en los sótanos de la
otrora residencia de verano de los zares. En medio de la desolación, Eduardo
bromeaba con que se dormía mejor a la intemperie, a treinta grados bajo cero, que en
el confort de un palacio. Y de algún modo no mentía, porque en las trincheras el
cansancio alejaba los miedos.
En aquel verano de 1943, la presión de los Aliados contra el Gobierno de Franco
para que retirara sus efectivos en Rusia comenzó a dar sus frutos, sobre todo después
de la derrota nazi en Stalingrado. Tras la batalla más sangrienta de la historia de la
humanidad, con un millón largo de muertos, el resultado de la guerra se antojaba
bastante incierto. Así que un buen día, llegó la orden de la disolución de la División
Azul. Y si bien algunos de sus integrantes decidieron incorporarse en unidades
alemanas, Eduardo Elorriaga, sin más ideales que los propios, fue uno de los que
tomaron ese tren desde Hof con destino a España, después de repartir entre los
hambrientos alemanes el enorme paquete de víveres con que Hitler obsequiaba a los
soldados que regresaban del frente, y cuya tapa rezaba: Ein kleines Geschenk des
Führers an seine Soldaten, «Un pequeño regalo del Führer a sus soldados».
Al llegar a Bilbao en el mes de noviembre, apenas le esperaban unos cuantos
familiares en la Estación del Norte. Eduardo se mordió el labio inferior para contener
la emoción que le provocó descubrir la figura enjuta de su padre en el andén. Sin
esperar a que el tren se detuviera, el muchacho saltó desde su vagón para abrazarse a
él mientras su madre y su hermana vertían lágrimas de alegría.
—Gracias, hijo —fue todo lo que susurró su padre.
La ligera llovizna que caía sobre la ciudad de los ojos grises le acarició la cara con
sensualidad, bautizándole ante la nueva vida, como si quisiera borrar de su mente los
malos recuerdos. Entre sus escasas pertenencias se encontraba el retrato ajado de
Olalla Carmona.
42

Desde aquel aciago suceso en el Parque de María Luisa, Olalla Carmona no volvió
a ser la misma. Sus salidas a la calle se espaciaron hasta limitarse a acudir a alguna
tienda cercana para hacer algún recado, a las misas preceptivas y, por supuesto, a los
cinematógrafos de la ciudad, donde se proyectaban películas que le hacían vivir otras
vidas. Y si antes aquellas historias de celuloide le habían ayudado a escapar de su
existencia anodina y timorata, ahora también la rescataban de esa pesadilla cotidiana
que la asaltaba en mitad del sueño o en cualquier parte a pleno día, impidiendo que el
tiempo consiguiese desvanecer sus infaustos recuerdos.
En ocasiones, estuvo tentada de acercarse a la calle Mariana Pineda para
desahogarse con aquella mujer que, con solo unas palabras, de alguna manera trató de
consolarla. Sin embargo, pensaba que hablar de lo sucedido no le ayudaría a
olvidarlo.
Pasaba las tardes enteras encerrada en su habitación, rodeada de libros. A veces,
tía Sara la oía llorar, sin que acertara a imaginar los motivos de tanto llanto ni se
atreviera a preguntarlos. Con el crepúsculo, Olalla vagaba en pena hasta el salón para
interpretar tristes melodías en su piano. Únicamente las visitas de Reyes Ruiz,
contándole los últimos chismes de amoríos, parecían acercarla a una realidad de la que
había decidido huir.
No le ilusionaba acompañar a sus amigas a los saraos que se celebraban los
Domingos de Piñata, ni a las casetas de El Prado de San Sebastián durante la Feria de
Abril, ni a los picús donde se organizaban bailes casi clandestinos, poco antes de que
los prohibiera el cardenal Segura en una pastoral sobre la moral católica y la ascética
cristiana. Reyes ni siquiera fue capaz de convencerla para presenciar en Casa Hernal
las actuaciones de Antonio Machín y Jorge Sepúlveda, los cantantes que triunfaban en
la radio con la interpretación de sus boleros.
Solo durante la Semana Santa la muchacha frecuentaba la calle con relativa
normalidad. Quizás fuese que se sentía protegida con el bullicio o por las propias
imágenes que transitaban por la ciudad o, simplemente, que se dejaba contagiar de esa
especie de catarsis colectiva que trasminaba el alma de Sevilla. El Domingo de Ramos
de 1943 remoloneó en el calendario hasta convertirse en el más tardío del siglo. El
cielo encapotado de la mañana se abrió para dar paso a una esplendorosa semana que
se vio truncada por la aparición de la lluvia durante la madrugada del Jueves al
Viernes Santo, lo que provocó que hermandades como la de Jesús del Gran Poder se
quedaran en sus templos. Sí hicieron estación de penitencia los Gitanos y la Esperanza
de Triana, concentrando a todo el público que peregrinaba de un lado para otro en
busca de la mejor ubicación para contemplar los pasos.
Aunque se trataba de una noche especial en la que Olalla solía recogerse tras el
alba, después de que el palio de Nuestra Señora de la Esperanza cruzase el Arco del
Postigo para regresar a Triana, aquella Madrugá la muchacha volvió a casa antes de lo
previsto. Transitaba con sus amigas por la calle Arfe, por donde tendría que estar
pasando la imagen de Jesús del Gran Poder si las condiciones climatológicas hubieran
sido más benignas, cuando de repente se le heló la sangre. Allí estaba él, el mismísimo
diablo, con un cigarro en una mano y una copa en la otra, riendo a carcajada con un
grupo de correligionarios en la puerta de una taberna. Por fortuna, la iluminación era
muy escasa y él parecía lo bastante ebrio como para no reparar en su presencia en una
calle tan oscura. No obstante, con el corazón encogido, Olalla volvió la cabeza al pasar
junto al causante de sus pesadillas. No echó la vista atrás, ni abrió la boca más que
para advertir a sus amigas de que se sentía indispuesta y pedirles que la acompañaran
a casa. Tan lánguida la vieron aquella noche que le permitieron elegir la película del
domingo.
Aquel fue un año oscuro en Sevilla, una ciudad donde parecía haberse instalado el
hambre y la necesidad. Las adversas condiciones climatológicas y la falta de lluvias —
lo que pronto fue conocido como la pertinaz sequía—, no solo provocó la escasez de
alimentos, sino también un descenso de la energía hidráulica que acarreó nuevas
restricciones del alumbrado público, y que afectó incluso a los escaparates de los
comercios. Los sevillanos trataban de engañar sus estómagos con alimentos
sustitutivos, festejando domingo tras domingo las victorias futbolísticas del Sevilla
F.C. y su temida delantera Stuka, asistiendo a corridas de toros y demás celebraciones
colectivas. Y si hoy se comían boniatos y cebada tostada, mañana se acudía a ver a
Manolete en la Maestranza o a las jugadoras de raqueta en el frontón Sierpes. Marcada
por la penuria, casi que no importaban los acontecimientos políticos en una sociedad
que bastante tenía con luchar por sobrevivir. Apenas unos pocos intelectuales se
atrevían a cuestionar tímidamente el orden establecido en las tertulias clandestinas que
se celebraban en la biblioteca del Ateneo o en la trastienda de la Librería Internacional
que Lorenzo Blanco regentaba en la calle Villegas. Más que por la política, los
sevillanos de a pie estaban preocupados por el acierto del marqués de Contadero, que
había fichado para el Sevilla F.C. a un joven navarro de veinte años llamado Juan
Arza: el traspaso había costado 90.000 pesetas, el más caro de la historia del club, lo
que le valió el sobrenombre de El Niño de Oro, y muchos sevillistas dudaban que
dicha operación resultara rentable. Los béticos, por su parte, no tenían mucho que
decir: su equipo acababa de descender a Segunda División y allí permaneció durante
quince años, en los que se forjó el manque pierda. «El Betis de los vascos», que con
Urquiaga, Areso, Aedo, Larrinoa, Lecue o Unamuno había conseguido su único título
de Liga en 1935, se convertiría en otra víctima de la Guerra Civil, porque sus
jugadores quedaron bloqueados o fueron movilizados en el Norte.
En plenas Navidades, Olalla recibió la ansiada carta que Eduardo le había
prometido más de un año antes. Al ver el remite con su dirección de Bilbao, supo que
ya estaba en casa. Esas pocas líneas, escritas con una caligrafía cansada, supusieron un
suave lenitivo al que la muchacha recurriría con cierta frecuencia cuando su dolor se
desbocaba.

Querida Olalla:
Como verás, he cumplido mi palabra de volver sano y salvo de ese
infierno ruso y de hacértelo saber a mi regreso. También has visto que
durante todos estos interminables meses he respetado tu deseo de no
escribirte, aunque no ha sido así exactamente. Si bien tú no has recibido
ninguna carta desde entonces, yo sí las redacté. Cada vez que disponía de
papel, tinta y una vela. De alguna manera, era mi modo de aferrarme a
una esperanza, de aferrarme a ti.
Muchas de ellas quedaron enterradas en un búnker de Krasny Bor.
Las que escribí después las arrojé a una hoguera en Pushkin, cerca de
Leningrado, antes de emprender el largo viaje que me ha devuelto a mi
casa, ya que no podía soportar esa carga en mi macuto ni en mi vida. No
obstante, tu retrato ha viajado siempre en mi guerrera hasta el punto de
hallarse bastante deteriorado. Nadie jamás podrá tener mejor ni más
bello amuleto.
Me encuentro exhausto, muy delgado y atormentado por cuanto han
presenciado mis ojos; pero estoy seguro de que pronto me recuperaré para
poder incorporarme a los negocios de mi familia.
Si algún día quieres responderme, me encantará tener noticias tuyas.
Mientras tanto, recibe los respetos de tu más rendido admirador.
Eduardo Elorriaga

Tentada estuvo Olalla de coger la pluma y el tintero justo en ese instante. Sin
embargo, se sentía sucia para hacerlo. Así que se limitó a cerrar los ojos dando gracias
a un Dios del que dudaba hacía tiempo: un Dios que, en el caso de existir, parecía
haberse olvidado de proteger a los suyos. Claro que aquella carta sirvió para
reconciliarse fugazmente con Él. De otro modo, no supo explicarse a sí misma que
sintiera la necesidad de acercarse hasta la iglesia de Santa Cruz para arrodillarse ante
su Cristo de las Misericordias, al que volvió a cantarle una saeta queda el siguiente
Martes Santo, con la mente puesta en que dos días después acudiría a presenciar los
pasos recorriendo la calle Arfe, no ya solo por verlos cruzar bajo el Arco del Postigo,
sino para comprobar si Pepe Ravelo volvería a encontrarse en el mismo sitio del año
anterior.
A medida que avanzaba aquella Madrugá de 1944, el ritmo cardíaco de Olalla se
fue acelerando. Cuando ella y sus amigas llegaron al Arenal por la calle Adriano, el
gentío colapsaba casi por completo el cruce con la calle Arfe, que parecía aún más
estrecha de lo que ya era. Así que, ante el fastidio de Olalla, sus amigas decidieron no
meterse en ella y aguardar la procesión a su salida. Pero la muchacha no se amilanó.
Necesitaba saber si ese indeseable estaba en medio de la muchedumbre.
Aprovechando la expectación creada ante la llegada de los cuatro cirios que escoltaban
la Cruz de Guía iluminada con dos faroles, Olalla se separó de sus amigas para
adentrarse por la calle Toneleros, hasta llegar al callejón que se hallaba justo enfrente
de la taberna de la calle Arfe, también taponado por una aglomeración de público
pendiente de la inminente aparición de la imagen de la Esperanza de Triana. Entre
suaves empujones, disculpas y apretones, la muchacha pudo por fin vislumbrar los
rostros de quienes aguardaban el paso a la puerta de la taberna.
No supo si alegrarse o asustarse al comprobar el acierto de su presentimiento. Allí
estaba de nuevo, adoptando idéntica postura a la del año anterior. Esta vez, Olalla no
huyó despavorida. Amparada por la oscuridad y por la multitud, fue capaz de vigilar
sus movimientos, sus ademanes, mientras un rencor que le nacía de las entrañas le
instaba a matarle justo en aquel momento. Aún esperó a verle persignarse con el
cigarro en la mano al acercarse el paso, lo que incrementó su náusea.
Casi media hora después, deshizo su camino para volver a encontrarse con sus
amigas.
—¿Dónde estabas? —le preguntó Reyes, con aire preocupado.
—Quería ver el paso de cerca —respondió Olalla, lacónica.
—¿Desde cuándo ese ansia?
—Ya ves.
—Creía que te habías ido a casa. Recuerdo que el año pasado te pusiste enferma.
Pero me extrañaba que no hubieras dicho nada.
—Estoy bien —susurró Olalla, sorprendida consigo misma al sentir cómo su odio
superaba al miedo y alimentaba su sed de venganza.
En ese preciso instante, presintió que la próxima Madrugá no sería una más.

43

—Es una promesa —dijo Olalla.


Justificar una actitud o un sacrificio alegando que se trataba de una promesa era
algo que no admitía preguntas ni debates, ya que para que se cumpliera su
contraprestación era necesario el secreto de la misma. La gente se encomendaba a
Dios o a cualquier santo a cambio de ayunar un mes seguido, de ir a misa a diario, de
privarse de algo que le gustara o, en el caso de Olalla, de no ir al cine durante un año.
Así se lo hizo saber a su amiga Reyes cuando ella le preguntó por qué ya no iba a
ver esas películas que tanto le gustaban.
—Si es por dinero, yo podría pagarte la entrada.
—Es una promesa —insistió—. No volveré al cine hasta la próxima Semana
Santa.
—Pero falta casi un año... —protestó Reyes—. Muy importante ha de ser eso que
le has pedido a... ¿a quién se lo has pedido?
—Al Cristo de las Misericordias —mintió Olalla.
En realidad, su decisión de no ir al cine tenía que ver más con asuntos monetarios
que con espirituales. Necesitaba el dinero para llevar a cabo el plan que, en la soledad
de su cuarto, había urdido después de ver a Ravelo entre el gentío durante la última
Madrugá. Y la única manera de ahorrar era guardando íntegramente las cinco pesetas
que con ímprobo esfuerzo le facilitaban sus tías alguna que otra semana.
Comenzó por comprar terciopelo verde y lana de merino blanca en Casa
Rodríguez, para elaborarse ella misma la túnica y la capa. Además de salirle más
baratas, nadie se haría preguntas de por qué una mujer pretendía vestirse de nazareno,
cuando todos conocían la prohibición de participar en las procesiones de Semana
Santa. No obstante, comprar la tela resultaba algo habitual, porque los hombres no se
encargaban de esos asuntos y se limitaban a probarse las vestimentas de cofrade una
vez confeccionadas. De hecho, las otras dos clientas que se encontraban en ese
momento en la tienda también eran mujeres. Olalla no reparó en que una de ellas, que
acababa de entrar para comprar estampas de sor Ángela de la Cruz, le observaba a sus
espaldas con disimulada curiosidad. Al darse la vuelta para irse, se topó con la sonrisa
de La Madrid.
—Hola, niña. ¿Cómo estás?
—Hola, Fernanda. Bien... de recados.
—Ya veo. Comprando tela para hacerle la túnica de nazareno a tu novio.
—Sí —respondió Olalla, sin ser consciente de que Fernanda tenía un sexto sentido
para reconocer la mentira en los ojos ajenos—. He de irme. Lamento no haber pasado
a verte.
—No te preocupes. Lo entiendo.
—Adiós, Fernanda.
—Adiós, niña.
Olalla suspiró aliviada al salir fuera. Sin embargo, aún no había girado la esquina
de Chapineros cuando sintió que le asían del brazo.
—¿Sabes? Hubo un tiempo en que yo no podía transitar por esta calle. Por su
nombre, yo no puedo pronunciarlo. Dilo tú —dijo La Madrid.
—Francos —respondió la muchacha, expectante.
—Ya ves, te parecerá una tontería. Pero las personas somos presas de nuestro
pasado. Algún día te contaré mi historia.
—Me gustaría conocerla.
—Niña —la mujer se le acercó para susurrarle al oído—, cometer un crimen
vestida de nazareno resulta muy discreto. Me parece una idea genial.
—No sé qué quieres decir.
—¿Cómo piensas hacerlo?
—Te estás equivocando.
—Lamento que no te atrevas a confiar en mí. Pero, ¿sabes? No trataría de que
desistieras. Al contrario, procuraría ayudarte para que fueras capaz de vivir sin miedo.
¿No confías en mí?
—No, no es eso...
—Martín era mi hijo —su voz sonó serena, liberada por revelar un secreto que
llevaba escondiendo demasiado tiempo.
—¿Cómo? —musitó Olalla tras superar la sorpresa inicial—. No es posible. Su
madre murió cuando él era un bebé.
—Me quedé embarazada después de que un hijo de puta me violara siendo casi
una niña. Mis padres me arrebataron al crío y se lo llevaron lejos del pueblo. Lo
trajeron a un hospicio en el que trabajaba una tía mía. Fue ella quien se lo entregó a
una vecina suya de Triana que no podía tener hijos. Lo demás, ya lo conoces. Salvo
que me vine a Sevilla con la esperanza de poder recuperarlo algún día —sus palabras
resultaron tan rotundas que erradicaron cualquier atisbo de duda.
—Creo que él nunca lo supo —respondió la muchacha, conmovida.
—No, supongo que no. Lo encontré gracias a la confesión de mi tía en su lecho de
muerte. Fui tan cobarde que me conformé con verlo crecer, con transitar por los
lugares que él frecuentaba. A veces lo seguía. Por eso sé que te dejaba cartas en tu
ventana. No te imaginas, niña, lo que me maldigo por no haberos podido defender.
Aquel día yo tenía que haber estado allí.
—No te tortures, Fernanda. Tú no tienes la culpa, sino ese...
—Ese cabrón.
—Sí, ese cabrón.
—Le matarás, ¿verdad?
—Sé que me gustaría verle muerto. Nada más.
—Si necesitas ayuda, ven a verme, por favor. Calle Mariana Pineda —le recordó
La Madrid antes de despedirse.
La muchacha se marchó pensativa a casa, aturdida con cuanto acababa de
escuchar: eran demasiadas confidencias para una conversación tan corta. No dejaba de
decirse que aquello era algo que tenía que hacer ella sola. Y sin embargo, llegado el
momento, no sabía si se atrevería.
Después de que sus tías se acostaran, Olalla se aliaba con la noche para dar
puntadas a escondidas a la túnica que habría de llevar en la próxima Madrugá. Desde
luego que no sería la primera mujer que se infiltraba en algún cortejo procesional,
amparada en el anonimato de unos hábitos en los que no cabían los distintivos
particulares, aprovechando que algunos hermanos abandonaban su lugar en la
cofradía tras haber realizado la estación de penitencia en la catedral, de forma que no
resultaba extraño ver algún nazareno desparejado. Algunas devotas se valían de estas
deserciones provocadas por el cansancio, y se colaban como cofrades en calles
oscuras durante tramos cortos para que nadie se diera cuenta. La situación era tan
frecuente que el cardenal Segura emitió una de sus famosas pastorales condenando
tales abusos en los desfiles procesionales.
Con el paso de los meses, su obsesión fue creciendo. A menudo se miraba en el
espejo con el capirote y el antifaz puestos, sin llegar a adivinar si los ojos que se
ocultaban detrás del terciopelo verde eran los suyos. Los días se le antojaban
interminables y las fechas holgazaneaban en el calendario en una vana pretensión de
convencerla de lo disparatado de sus planes. Pero estaba decidida. De algún modo, se
sentía señalada por un impulso casi divino para cumplir una misión. Y eso que, casi a
diario, se imaginaba titubeante en el momento de la verdad. Tampoco sabía con
certeza si le acompañarían las fuerzas. Aun así, continuó con los preparativos.
Poco después de Navidad compró un gran cirio de color tiniebla en la Cerería del
Salvador, que ofrecía descuentos en sus artículos por celebrar aquel 1945 el centenario
de su apertura. Ya solo le faltaba el cuchillo. Dudó si hacerse con uno de cazador en la
armería que Zacarías Zulategui regentaba en la calle Sierpes, en cuyo escaparate se
detuvo en varias ocasiones. Sin embargo, finalmente consideró que resultaría menos
sospechoso adquirir uno de cocina en el Bazar Victoria, con el tamaño justo para que
le cupiese en la base del cirio previamente horadada.
El Jueves Santo amaneció esplendoroso. Olalla trató de distraerse presenciando
algunas de las procesiones que recorrían las calles sevillanas. Pero a medida que
transcurría el día, una angustia que le nacía en el estómago se fue apoderando de ella.
Cuando sus amigas decidieron presenciar la cofradía de Nuestro Padre Jesús atado a la
columna y Nuestra Señora de la Victoria por la calle San Gregorio, supo que su
destino dependía de aquella mujer que, vestida de mantilla, se encontraba asomada a
la ventana sin importarle el qué dirán.
Al cabo de un rato, sus amigas determinaron ir en busca de la hermandad de
Monte-Sion. Ella comentó que estaba tan cansada que se iba a casa y que, muy
probablemente, ni siquiera saliera a ver la Madrugá. No obstante, esperó a que los
alrededores se despejaran para adentrarse en aquella callejuela con nombre de heroína
donde golpeó la aldaba de la última puerta de la derecha. Le abrió la propia La
Madrid.
—¡Hola, niña! ¡Qué sorpresa tan agradable!
—Tengo miedo, Fernanda —confesó Olalla, entrando en el zaguán.
—¿Miedo de qué, niña? —preguntó la madama, cerrando la puerta tras de sí.
—No puedo seguir viviendo en la misma ciudad que ese indeseable.
La Madrid permaneció unos instantes en silencio.
—¿Qué pretendes hacer?
—Tenía intención de matarlo esta noche, en la procesión de la Esperanza de
Triana. Siempre la espera a la puerta de una taberna de la calle Arfe.
—¿Y cómo piensas hacerlo?
—Me colaré entre los cofrades. Llevaré un cuchillo escondido en el cirio.
—¡Vaya! Sí que lo has pensado bien. Aunque, ¿estás segura de que serás capaz?
No creo que valga con una cuchillada. Y si te fallan las fuerzas...
—No voy a poder... —sollozó Olalla.
—No es necesario que lo hagas.
—Sí que lo es. O le clavo el cuchillo a él, o me lo clavo yo.
—Por favor, no hables así. Voy a intentar ayudarte. Ven, sube.
La muchacha la acompañó escaleras arriba hasta el salón que albergaba el mueble
bar con las botellas guardadas bajo llave. La Madrid lo abrió para sacar una pequeña
caja que contenía el tubo de bambú que había pertenecido a Fausto Beneroso.
—¿Qué es? —preguntó Olalla.
—Un veneno muy poderoso. Su penetración en la sangre supone una muerte
segura. Impregna el cuchillo con él. Una sola cuchillada en cualquier sitio bastará. Te
aconsejo que busques el vientre. Es la parte más blanda, por lo que no necesitas tanta
fuerza —le instruyó ante la mirada maravillada de la joven.
—No sabía que existiera algo así.
—Si decides hacerlo, que el miedo no te paralice. Por si acaso, yo estaré allí.
—Gracias, Fernanda. Ahora sé que lo haré.
De camino a la plaza de la Alianza tuvo la certeza de que, pasara lo que pasara,
aquella mujer formaría parte de su vida, aunque entonces no podía imaginar que su
amistad perduraría para siempre, y que incluso le confiaría su cuaderno de notas antes
de morir plácidamente en la primera primavera de la Democracia.
Como cada Jueves Santo, tía Montse y tía Sara pasaron por casa para quitarse la
mantilla antes de ver las procesiones nocturnas. También a ellas Olalla les comentó
que se acostaría pronto por sentirse indispuesta.
—Me quedaré contigo —dijo tía Sara, siempre tan protectora.
—¡Ni hablar! —protestó la muchacha—. Con lo que te gusta a ti la Madrugá...
Además, no tengo fiebre.
—Déjame comprobarlo —respondió su tía, besándole la frente—. No, no creo que
tengas.
—Simplemente estoy un poco destemplada. Anda, ve con tía Montse. Dormir me
sentará bien.
—Como quieras, cabezota. Descansa.
Al oír cómo sus tías cerraban la puerta de la calle tras de sí, se puso en marcha.
Olalla no mentía del todo. Le temblaban las piernas y un sudor frío le resbalaba desde
la nuca hasta la espalda. Pero no era hora de echarse atrás. La lluvia, el único
contratiempo que hubiera impedido sus propósitos, no había aparecido en los cielos
de la ciudad, por lo que solo cabía seguir adelante con ellos.
Se desnudó por completo para enseguida iniciar el ritual de vestirse al estilo de los
toreros antes de salir a la plaza. Se apretó con fuerza unas vendas alrededor de su
busto para disimular su pecho. Después se puso las bragas con lentitud, unas enaguas,
una blusa, una falda, unos calcetines blancos y unos zapatos negros de hebilla. Tras
ataviarse con la túnica y la capa, se colocó el capirote y el antifaz en la cabeza y se
enfundó los guantes con los que confiaba en no dejar huellas. Fue entonces cuando
abrió la caja facilitada por La Madrid para impregnar el cuchillo con aquella pasta
parda pegajosa, confiando en que realmente funcionara, antes de esconderlo en la
base del cirio.
Las horas pasaron lentas hasta que las manecillas del reloj del salón marcaron las
seis y media de la madrugada, la hora calculada por Olalla para salir al encuentro de la
procesión de la cofradía de la Esperanza de Triana a su salida de la catedral, justo
cuando virara desde la avenida de José Antonio hacia el Arco del Postigo.
En la barreduela, la luna brillaba límpida y una brisa suave acariciaba las hojas de
los naranjos. Por fortuna, sus tías todavía no habían regresado. Nadie la vio salir de
casa... o eso creyó, porque alguien detrás de un árbol acababa de apagar un cigarrillo
al comprobar que la casa se quedaba vacía.
A cada paso, la muchacha especulaba con la posibilidad de desistir y, entonces, un
pensamiento fulminante la llevaba al banco del Parque de María Luisa donde Martín le
recitó sus últimos poemas. Sus latidos sonaban tan fuerte que difícilmente hubiera
podido escuchar las pisadas que le seguían.
La muchedumbre se agolpaba en la entrada de la calle Almirantazgo, viendo pasar
la Cruz de Guía mientras la imagen de Cristo iniciaba su salida de la catedral. Jamás
había visto tanto gentío en la Madrugá. Olalla se dio cuenta de que le resultaría
demasiado complicado atravesar aquella barrera humana e introducirse en el cortejo
sin levantar sospechas, así que tomó la decisión de dar un pequeño rodeo por la calle
Santander para llegar a la de Dos de Mayo, tras pasar por delante del Hospital de la
Caridad. Supuso que aquella zona estaría menos concurrida, además de más oscura.
No se lo pensó más. Se encaminó rauda hacia allí, adoptando un paso lo más
masculino posible hasta llegar a su destino a tiempo de ver cómo la Cruz de Guía
pasaba por debajo del Arco del Postigo. Ahora le quedaba colarse en la procesión en
el momento preciso, en algún lugar en que los cofrades no hubieran sido nombrados,
a mitad de camino entre los pasos del Santísimo Cristo de las Tres Caídas y de Nuestra
Señora de la Esperanza de Triana. Le animó comprobar que algunos nazarenos
abandonaban la procesión justo por donde ella llegaba. Miró al cielo, emitiendo un
suspiro, como rogándole que retrasara la aurora. Se acercaba la hora de la verdad.
Aprovechando la oscuridad aún reinante, un par de ligeros empujones fueron
suficientes para situarse dentro de la procesión por su lado derecho, junto a un
cofrade desparejado que ni siquiera pareció mirarla.
Un silencio sepulcral cortaba el aire al tomar la calle Arfe, más lóbrega que nunca.
Obnubilada por el miedo y las tinieblas que bailaban al compás de los cirios, Olalla
apenas podía distinguir los rostros de la gente que se agolpaba en las aceras a su paso.
De repente, lo vio... unos pasos más adelante, con su eterno cigarro en la boca a la
puerta de la taberna, fiel a su cita anual.
A la muchacha le faltó el oxígeno. Estaba a tiempo de no cometer aquella locura y,
sin embargo, apagó su vela. Calculó que le quedaba un minuto para llegar hasta él.
Percibió el temblor de sus piernas y la flaqueza de sus brazos que, a duras penas,
soportaban el cirio que acababa de voltear. Se hubiera sentido incapaz de hacerlo de
no ser porque le sobrevinieron las imágenes en el interior del pasadizo del monte
Gurugú: el cuerpo inerte de Martín en el suelo, la cara nauseabunda de aquel ser vil
cuando la violaba... La marcha fúnebre iniciada por la banda de música la despertó de
su breve letargo. Casi sonámbula, se ladeó levemente para ponerse a la altura de
Ravelo mientras extraía el cuchillo del cirio para clavárselo en el bajo vientre sin darle
opción de reaccionar. Antes de girarse, Olalla pudo ver sus ojos de pánico y oír sus
gritos apagados por los instrumentos de viento y el tronar de los tambores.
Apenas pasaron unos pocos segundos. Solo los que flanqueaban a Ravelo se
percataron del ataque. Olalla se valió de la confusión para colarse entre la gente que
presenciaba la procesión para alcanzar el callejón por el que huir. Sin embargo, se vio
agarrada fuertemente por un brazo. Al darse la vuelta, vio cómo La Madrid forcejeaba
con el individuo que la tenía retenida hasta conseguir que la soltara. Cegada por el
terror se introdujo en el entramado de calles estrechas del Arenal, con el propósito de
esconderse en un corral de vecinos de la calle Pavía, tal y como había planeado mil
veces, donde se despojó de la capa, la túnica y el capirote a toda prisa. Aún tuvo
arrestos para arrojar los ropajes al río.
La brisa nacida desde las mismas entrañas del Guadalquivir le enfriaban las
lágrimas doloridas. Necesitaba volver a casa cuanto antes para dormir. Tal vez así
conseguiría despertar de esa pesadilla. Se sentía desangelada, aunque extrañamente
reconfortada. Ahora podría pasear sin miedo por Sevilla, volver al cine, mirar hacia
adelante...
La plaza de la Alianza se mantenía en silencio, anclada en el tiempo. Quizás
detenida antes de que comenzara la Madrugá.
El corazón de Olalla dio un vuelco al oír a sus espaldas una voz femenina cuando
se disponía a abrir la puerta.
—Niña, ¿estás bien? —le preguntó, con dulzura.
A pesar de la excitación, la muchacha identificó enseguida el rostro de la mujer
que le acababa de ayudar a escapar.
—Sí, Fernanda... ¿Ha muerto? —balbuceó.
—Es normal que estés asustada, pero puedes estar tranquila. Sí, ese cabronazo ha
muerto con el escapulario en la mano. Como si le fueran a dejar entrar con él en el
infierno...
—Gracias por ayudarme. No sé qué decir —repuso la muchacha, aliviada.
—No hace falta que digas nada.
—Espero no haberte causado problemas esta noche.
—Ha pasado todo muy rápido. Nadie se ha dado cuenta de nada. No te preocupes.
Tu secreto está a salvo conmigo. Ahora tienes que tratar de olvidar lo sucedido...
Olvidarlo como si nunca hubiera pasado.
—Ojalá —respondió Olalla, atribulada.
—Solo una pregunta: ¿cómo era Martín? —quiso saber Fernanda, con la mirada
perdida en sus recuerdos.
—Encantador... muy sensible. Le hubieras gustado.
—No creo que ningún hijo quisiera una madre como yo —suspiró la mujer.
—Eres una mujer maravillosa.
—Y tú muy valiente, Olalla. ¿Puedo darte un abrazo?
—Claro —contestó, con gesto sosegado.
—La vida te va a sonreír a partir de hoy —le dijo La Madrid estrechándola con
dulzura entre sus brazos—. ¿Amigas?
—Amigas —sonrió la muchacha, intuyendo que aquel abrazo suponía el principio
de lo que estaba por llegar.
—Descansa, mi niña. Ya sabes dónde estoy. Buenas noches.
—Buenas noches, Fernanda.
Olalla cayó rendida en su cama, sin que el ángel de sus sueños le consintiera
ordenar lo acontecido en un intento de desvanecer la realidad en sus recuerdos.
Cuando la luz de la mañana se coló en su habitación, abrió la ventana para dejarse
bañar por los rayos de sol mientras cargaba la pluma de tinta para escribir a Eduardo
Elorriaga. En los naranjos florecía el azahar.
Capítulo Quinto

44

Amaia Arteaga no volvió a ser procesada por el asesinato de mi hermana. Al


menos, por la ley. A pesar de que la Ertzaintza la pusiera a disposición judicial, ni
siquiera ingresó en prisión. Bastó la presencia del abogado de su familia para que el
juez ordenase su salida de la comisaría.
Pocos días más tarde retomaba su viaje en coche en busca de una nueva vida.
Supe por Asier que el destino elegido era Sevilla, donde su padre acababa de abrir
una de sus clínicas. Habida cuenta de la atracción que los vascos sentimos por
Andalucía, me resultó hasta lógico. Ahora sí que el círculo debía cerrarse.
Planeé mi estancia en la capital hispalense durante semanas. En realidad lo llevaba
haciendo desde hacía años. En el trayecto de vuelta, al volante de mi coche, mientras
repasaba lo acontecido en los últimos días, mi teléfono recibió varias llamadas tanto
de Asier como de Mateo. Sin embargo, no contesté a ninguna de ellas.
Me sentí increíblemente sosegada, liberada de una carga que arrastraba desde la
desaparición de mi hermana. Ante mí, las dehesas extremeñas plagadas de encinas se
exhibían con todo su esplendor. Paré a repostar en un área de descanso próxima a
Plasencia en la que comí un delicioso bocadillo de bacón con queso que me supo a
gloria después de la abstinencia obligada por los nervios de la última semana. Ante mi
indiferencia a la hora de atender el móvil, los dos optaron por enviarme un mensaje
casi idéntico, impacientes por hablar conmigo. Mi falta de respuesta provocó que tres
horas más tarde, al llegar a la altura de Burgos, Asier me escribiera de nuevo, esta vez
emplazándome al mediodía siguiente en el Iruña.
A pesar de que llegué agotada a Bilbao, David me aguardaba con la mesa puesta y
una botella de vino en la cubitera, por lo que aparqué el cansancio y las emociones
durante la cena para disfrutarla con él. Apenas me preguntó nada y, no obstante, intuí
por su delicadeza que leía en mis ojos. Me considero muy afortunada por tener a mi
lado a alguien que conversa conmigo a base de silencios, comprendiéndome con la
mirada. Esa noche me dejé querer entre las sábanas.
La imagen de Asier esperándome nervioso, formaría parte de una hipotética
exposición fotográfica de mi vida en la que solo cupiesen unas cuantas muestras.
Supongo que, con mayor o menor esfuerzo, todos somos capaces de elegir las
instantáneas que componen el collage de nuestra existencia. Casi sin querer, quizás
porque me acompañan permanentemente aunque cada día con distinto orden, me
vienen a la cabeza las estampas de la vendimia en Samaniego, de la cama vacía de mi
hermana, de David quitándose las gafas antes de besarme, de la isla de Izaro en medio
del Cantábrico, de los árboles del Arenal, de Mateo catando un vino, de la estantería
en donde reposan mis libros antiguos, de Asier fumando...
Tiró el cigarro al verme.
—Eguerdi on! —le dije, a punto de sonreír, con esa expresión tan práctica que
sirve para saludar a esa hora matutina en la que aún no se ha comido.
—Kaixo, Silvia —me respondió el ertzaina en un tono muy poco entusiasta.
—¿Entramos?
—Prefiero que nos quedemos fuera.
El sol acababa de abrirse paso entre algunas nubes blanquecinas y la mañana
invitaba a disfrutarla al aire libre. Del café emanaba un delicioso aroma a pinchos
morunos que provocó la protesta de mi estómago. Y es que nadie, salvo su hijo Aziz,
condimentaba aquellas brochetas de cordero como Ahmed Belkhir.
—Como quieras. ¿Qué te pido?
—Entro yo.
—¡Ni hablar! ¡Invito yo!
—No discuto contigo porque sé lo terca que te pones con estas cosas. Una cerveza
sin alcohol. Estoy de servicio.
—Es una lástima. Yo tomaré un marianito.
No tardé en salir con la cerveza y mi vermú corto con su aceituna y su rodaja de
limón.
—Ya sabes por qué quiero verte.
—Ni idea, chico. Pero vaya cara que tienes.
—Silvia, me gustaría que no me engañases.
—No sé de qué me hablas.
—Mírame a los ojos.
—Siempre lo hago.
—¿Qué has tenido que ver?
—¿En qué?
—En la muerte de Amaia Arteaga.
—¿Ha muerto? No tenía ni idea. Aunque, ¿sabes?, me alegro. Creo que es la
primera vez que me das una buena noticia —el tono de mi voz debió de sonar natural.
Asier me escudriñó desconfiado.
—Eres muy buena mintiendo.
—¡Oh! ¿No me crees? —le pregunté con sorna, mojando mis labios en el Martini.
—¿Dónde has estado esta semana?
—¡Joder, señor subcomisario! No estará usted aprovechándose de nuestra amistad
para interrogarme en plena calle.
—No has estado en Bilbao —insistió, haciendo oídos sordos.
—Claro. Y como no he estado en Bilbao, me la he cargado. Ya vale, Asier.
¿Quieres decirme qué coño ha pasado?
—Me siento ridículo al tener que contártelo cuando creo que tú sabes más que
yo... bastante más que yo.
—Y dale. ¿Vas a soltarlo?
—La encontraron muerta a primera hora de la tarde de ayer en un hotel de Sevilla.
Al conserje le extrañó que no respondiera a las llamadas y entró en la habitación.
Estaba tendida sobre la cama.
—¿La asesinaron?
—Estás disfrutando, ¿verdad?
—¿La asesinaron? —volví a preguntar.
—No había rastros de sangre, ni de violencia, pero el conserje dice que entró con
otra mujer a las siete de la tarde del día anterior, y que la invitada se marchó un par de
horas después.
—Y tú piensas que esa mujer era yo.
Asier me miró fijamente.
—Estoy convencido. Por mucho que llevaras peluca.
—¿Peluca? —reí—. Esto se está poniendo interesante.
—El conserje aseguró que la mujer que le acompañaba era morena.
—Claro. Y como yo soy rubia, me puse una peluca.
—Lo tenías todo pensado.
—¡Por supuesto! Al milímetro —le respondí, buscando que mi carcajada resultase
creíble—. ¿Y puede saberse cómo me la cargué?
—Me enteraré cuando la Policía de Sevilla me pase una copia del informe de la
autopsia.
—¿Y para qué tanto interés, Asier? ¿Acaso tenéis competencias para investigar un
crimen cometido fuera de Euskadi?
—Sí, si el criminal está aquí.
—Ya. Y si se va a Cantabria o a Burgos, ya no podéis seguirle. ¿Es legal que la
Policía Científica sevillana os facilite ese informe?
—Sí, si tenemos sospechas de que el asesino está en el País Vasco.
—¿Y las tenéis?
—Las tengo yo.
—Vale, ven a detenerme cuando estés seguro. ¿Lo harías si supieras a ciencia
cierta que fui yo?
—Es posible que no —respondió el ertzaina, mirando para otro lado.
—¿Entonces qué necesidad tienes de averiguarlo?
—Porque quiero saber quién lo hizo. Y si fuiste tú, no vas a decírmelo.
—En eso tienes razón. Yo no la maté, Asier. Pero si lo hubiera hecho, mi respuesta
sería la misma.

45

Intuía que Mateo llegaría a descubrir la verdad, así que preferí esperar a que
desistiera en su particular investigación o a que me contara sus conclusiones. Por eso,
en mi correo de aquella noche apenas me referí a la novela.

Querido Mateo:
Hoy me siento rara, con ganas de verte. He pasado el día escuchando
canciones tristes. Es curioso cómo la melancolía hace que nos
sumerjamos en ella hasta llegar al fondo, para luego salir de repente a
flote.
Creo no haberte dicho que hay melodías que necesito escucharlas en
momentos así. Una es Oi ama Eskual Herri de Benito Lertxundi y otra es
Adios ríos, adios fontes, el precioso poema de Rosalía de Castro en la voz
de Amancio Prada quien, por cierto, tiene una de las canciones más bellas
que conozco. Supongo que sabrás que me refiero a Libre te quiero. Su
letra, escrita por Agustín García Calvo, define a la perfección cómo
entiendo yo el amor.

Pero no mía
ni de Dios ni de nadie
ni tuya siquiera
Ya ves, un día tonto. No me lo tengas en cuenta.
(Espero impaciente a que me pongas tú el nombre)

Esa madrugada me quedé leyendo hasta tarde. Antes de acostarme, encendí el


ordenador y allí estaba su correo.

Mi querida Silvia:
Por fin, puedo llamarte por tu nombre. Me parece increíble que seas
tú. Aunque bien pensado tenía que ser así. No podías ser otra porque
jamás he conocido, ni conoceré, a nadie tan especial como tú.
No te imaginas lo que me ha costado no llamarte por teléfono,
rompiendo esa regla no pactada que nos ha acompañado todos estos
años. Una de tantas que, para bien o para mal, forma parte de lo que
hemos construido: una relación que, a pesar de las contadas ocasiones en
que nos hemos visto, es la más intensa, sincera y apasionada de las que
nunca viviré.
Ahora entiendo muchas cosas. Casi todas.
Llevabas razón. La clave estaba en la novela. Al principio me
confundí un poco. Ya sabes que traté de buscar a su autora, hasta que me
di cuenta de que debía bucear en la propia historia.
Te dije la semana pasada que me asombraba el conocimiento que la
escritora tenía de la época y que había cotejado la veracidad de muchos
datos. El resto no es que sean falsos, simplemente que no he encontrado
la manera de corroborarlos. Incluso he consultado libros de Nicolás
Salas, cronista de la Sevilla del siglo XX y de José María de Mena,
magnífico conocedor de la época. También he estado en la hemeroteca.
Han sido pequeños detalles los que me han hecho creer que no se
trataba de una novela inventada, sino basada en hechos reales. Claro que
ignoro si existe alguno en sus páginas que no lo sea.
Me llamó la atención, en unas entrevistas a dos comisarios publicadas
a principios de los años ochenta, que ambos coincidieran al recordar El
Rinconcillo como centro policial nocturno, a pesar de que no comentaran
nada de la casa de La Madrid. Claro que tiene su lógica. Desde la
distancia, no suena demasiado ético.
Por más que busqué en Internet, no encontré ninguna referencia al
burdel. Fue precisamente en uno de los libros que consulté donde
aparecía una somera mención al mismo. También me encantó descubrir
cómo las películas se correspondían con las de las carteleras de entonces.
Claro que lo menos que podía imaginar es que los nombres fuesen
reales. Es fácil comprobar que existieron aquellos que tuvieron cierta
relevancia histórica. No ocurrió igual con algunos de los protagonistas.
De Martín no he averiguado nada y, al principio, tampoco sobre Olalla.
Fue Eduardo Elorriaga quien me puso sobre la pista definitiva. Al poner
su nombre en el buscador se me desplegaron varias posibilidades. Y hete
aquí que una de ellas era la de un viejo vinatero de Samaniego, fallecido
hace ya bastante años, que legó su bodega a su hijo Félix a quien, como
sabes, conozco.
Le llamé enseguida. Hacía tiempo que no hablaba con él y con la
excusa de interesarme por sus nuevos vinos, le pregunté el nombre de su
madre. Creo que le extrañó la pregunta, pero no dudó en contestarla:
«Olalla». También que había muerto hacía apenas un par de años. En la
conversación quise saber si la bodega tendría continuidad en el futuro. No
creo que seas consciente de lo que sentí al desvelarme que estaba más que
tranquilo con el trabajo de su hija Silvia.
En nuestro mundillo parece que fue muy sonado el asesinato de tu
hermana, si bien yo no me enteré hasta leerlo en los periódicos cuando
una mujer fue juzgada por ello, aunque no fuera condenada por ese
crimen sino por otro. Y lo que son las cosas, la encontraron muerta en un
hotel de Sevilla el último día que nos vimos, sin que hasta hoy se haya
descubierto quién acabó con ella.
Entenderás que a pesar de las averiguaciones, me sienta confuso. Sé
que me quedan cabos que yo no puedo atar por mí mismo. Y ni siquiera sé
si debo intentarlo. Lo que sí sé es que me da igual lo que hayas hecho.
Me resulta asombrosa la historia. La de la novela, por supuesto; pero,
sobre todo, la nuestra. Aunque espero de todo corazón que aún nos
queden muchas páginas por escribir. Brindo por ello.
De repente, esta semana he comprendido muchas cosas. Tus
ausencias, tu carácter, tu pasión y hasta tu conocimiento del vino. Ahora
me siento ridículo al pensar en las veces que he tratado de impresionarte.
Tengo más ganas que nunca de verte. Claro que si no fuera posible,
hazme un favor. Anota en un papel: «Mateo amó a Silvia» y devuelve al
mar la botella que guardas en Antzora.
Te quiero tanto como te deseo.
Mateo
46

Me obsesioné con hacer justicia. Desde que tuve conocimiento de la puesta en


libertad de Amaia Arteaga, me negué a formar parte de la larga lista de víctimas,
directas o indirectas, que tienen que aprender a vivir sabiendo que el criminal que ha
destrozado sus vidas se pasea por las calles con absoluta tranquilidad, después de
haber cumplido una pena casi siempre reducida en cómodas cárceles. Y eso que la
asesina de mi hermana salió de la prisión de Nanclares de la Oca poco antes de que se
estrenaran sus nuevas instalaciones, con piscina, gimnasio, polideportivo, biblioteca,
aulas de informática y música y celdas de trece metros cuadrados.
En general, los recluidos en régimen ordinario gozan diariamente de ocho horas de
descanso y dos para asuntos propios, más el tiempo necesario para atender actividades
terapéuticas y culturales y las comunicaciones con su familia y amigos. Cuando han
cumplido la cuarta parte de la condena, pueden llegar a disfrutar hasta de treinta y seis
días al año de permisos ordinarios, con un tope máximo de siete días seguidos en cada
salida, para ir facilitando su reinserción social. Cuentan, además, con otros permisos
extraordinarios que buscan calmar la ansiedad originada por graves acontecimientos
familiares.
Y me pregunto yo: ¿cómo se calma la ansiedad de las víctimas? Es cierto que la
permanencia en prisión de los criminales no puede devolvernos lo que nos quitaron.
Pero a la desazón por el agravio, por la pérdida, por el vacío, por la pena, se le une la
angustia por el miedo, el ultraje, la impotencia de saber que los violadores y los
asesinos libres pueden volver a atacarte a ti, a tus hermanos, a tus amigos, a tus hijos...
o a cualquier otro inocente.
Fue fácil encontrar a Amaia Arteaga en Sevilla. De hecho, apenas tardé un rato en
hacerlo. Me aposté a las siete y media de la mañana dentro de mi coche frente a la
puerta de la clínica que su padre poseía en la ciudad. A esa hora aún no había
comenzado la actividad en la calle Adriano. De vez en cuando pasaba alguien
somnoliento, envuelto en un traje de corte clásico, dirigiéndose a su oficina, con la
mirada perdida en el suelo, ajeno al clarear del cielo. Amaia Arteaga llegó alrededor de
las ocho y diez. Yo estaba decidida a esperar a que acabara su turno para averiguar
dónde vivía. Sin embargo, salió antes de las nueve y media acompañada por otra
mujer. Me cercioré, mirándome en el espejo retrovisor, de que mi peluca estuviese
bien ajustada. La verdad es que no me veía mal de morena, con aquellas lentillas
azules.
Seguí su charla a cierta distancia, hasta ver cómo entraban en Casa Moreno, una
abacería de la calle Gamazo. A continuación, lo hice yo también. Enseguida sospeché
que Amaia y su acompañante eran clientas habituales del local: oí que, antes de pasar
al interior, saludaban por su nombre de pila a una mujer que se afanaba en la
preparación de los desayunos, Carmela, que les respondió con una dulce sonrisa. El
establecimiento constaba de dos espacios separados: la tienda de ultramarinos —
repleta de latas de conservas, productos a granel y toda clase de chacinas— y un bar
ubicado en la trastienda, estrecho y con una larga barra, profusamente iluminado por
una claraboya.
Tras pedirle a Carmela media tostada de lomo a la pimienta con torta de la Serena,
pasé al bar en el que Amaia y su acompañante ocupaban una de las esquinas del
mostrador, así que opté por situarme en un hueco cerca de ellas, de tal manera que
pudiéramos observarnos sin menoscabar nuestra intimidad. Un tabernero de la vieja
escuela a pesar de su relativa juventud que atendía al otro lado de la barra, se acercó
solícito a preguntarme qué bebía.
—Una lata de Coca-Cola —le dije.
—¿Te pongo hielo? —me tuteó con una elegancia que me agradó.
—Si está fría no, gracias.
Creo que fue mi acento del norte lo que llamó la atención de Amaia, que me miró
sonriente al comprobar mi giro momentáneo de cabeza. Como había previsto, tragué
saliva y le devolví la sonrisa. Sin ser guapa, su mandíbula angulada, sus labios
carnosos y sus ojos claros le conferían un singular atractivo.
Me entretuve en contemplar la decoración de aquel pequeño templo atiborrado de
latas de conserva, de fotos taurinas, de estampas de cristos y vírgenes y de escuetas
citas literarias escritas en notas colocadas en cualquier recoveco. Sobre la hornilla,
pequeños recortes de papel recordaban la fecha del próximo Domingo de Ramos, del
Corpus, del Miércoles de Ceniza, de la Feria de Abril o de la del Libro. Amaia
intercambió algunas palabras con el tabernero, al que también se dirigía por su
nombre: Emilio, lo que confirmó mi presunción inicial.
Si bien ya tenía referencias del ritual de los desayunos lentos en Sevilla, hasta ese
día no había tenido la oportunidad de comprobarlo. Poco a poco, la barra se fue
poblando de personas a las que Emilio les servía el café sin que se lo pidieran. No en
vano, es una ciudad de costumbres donde la gente suele acudir a desayunar a los
mismos sitios, a la misma hora y toma siempre lo mismo.
Al día siguiente, martes, volví a aparcar frente a la clínica de la calle Adriano,
aunque esta vez llegué algo antes de las ocho. Amaia Arteaga lo hizo poco después.
De nuevo, vi que salía acompañada sobre las nueve y media, así que me atusé la
peluca y la seguí. Cuando nuestras miradas volvieron a cruzarse en Casa Moreno, me
sonrió y le devolví el gesto. Lo único que cambió con respecto a la mañana anterior es
que Emilio me preguntó directamente si también tomaría Coca-Cola.
El miércoles, consciente de que la asesina de mi hermana se había acomodado al
modo sevillano de desayunar, me dirigí directamente a Casa Moreno antes de las
nueve y media. Acostumbrada a beber el café con bollos o dulces, me costaba tomarlo
con tostadas saladas. Pero esa mañana no quise renunciar a su exquisitez, aunque
tuviera que acompañarla de una Coca-Cola que Emilio ya me sirvió sin preguntar.
Terminaba de instalarme en la esquina del mostrador cuando ellas aparecieron,
acercándose bastante a mí hasta el punto de darme los buenos días.
—¡Oh! Os he quitado el sitio.
—Es justo. Hoy has llegado antes —me respondió Amaia Arteaga, prodigándose
en amabilidad.
—Ni hablar —protesté, dejando el hueco libre.
—Como quieras —rio la asesina de mi hermana—. Gracias. ¿De dónde eres? No
tienes acento de aquí.
—De Bilbao —le mentí a medias.
—¡No me digas! ¡Yo también! ¿De qué parte?
—De Deusto.
—Yo soy de Indautxu. ¿Qué haces por aquí?
—He venido unos días por trabajo. Llegué el domingo.
—¡Mira! Esta es Laura, una compañera —me dijo, presentándome a su
acompañante—. Y yo, Amaia —prosiguió, acercándose para darme dos besos.
—Silvia —le respondí.
Mientras tanto, Emilio acababa de colocar en el mostrador sus cafés y mi tostada.
—¿Y hasta cuándo te quedas? —se interesó.
—Creo que me iré mañana.
—¡Vaya! ¡Qué pena! ¿Conoces algo de aquí?
—He venido otras veces, siempre en plan turista.
—Ya. La Giralda, la Torre del Oro y la Plaza España —bromeó.
—Sí —asentí.
—¿Tienes plan para esta tarde? Puedo enseñarte algunos sitios fuera de ruta.
—Bueno, no sé... Tengo cosas que hacer.
—¡Venga, anímate! Lo pasaremos bien. Laura, ¿te apuntas?
—Ya me gustaría, pero a ver qué hago con mis niños —contestó su acompañante.
—Vale, me has convencido. Trataré de terminar cuanto antes.
—¡Perfecto! ¿Quedamos para comer? Salgo a las tres.
—Tengo una comida de trabajo, aunque supongo que acabaré pronto. Podemos
quedar a tomar un café un poco más tarde por aquí cerca.
—¿Sabes dónde está el Boheme?
—No.
—En un callejón de la calle Arfe. ¿Nos vemos allí a las cuatro y diez, como la
canción? —su sugerencia me sonó a flirteo.
—A las cuatro y diez.
—¡Bien!
Tras algunas trivialidades, terminé de tomar mi desayuno y me despedí. Al salir a
la calle, me temblaron las piernas. Ahora que llegaba el momento tan planeado, no
podían flaquearme las fuerzas.
No había elegido aquella semana al azar. Ese miércoles se celebraba en el hotel
Alfonso XIII la elección del mejor sumiller andaluz y sabía que Mateo se encontraba
en el jurado. El último recuerdo que tenía de él era su sonrisa a través de la ventana
del autobús que lo había alejado de Antzora el año anterior.
A pesar de que la casa de mi abuela se hallaba vacía y bastante desangelada,
preferí quedarme en ella para no tener que registrar mi nombre en ningún hospedaje.
Antes de llegar a la plaza de la Alianza, me detuve en un hotel de una estrella de la
calle García de Vinuesa para solicitar al recepcionista que me enseñara alguna
habitación. El muchacho hizo un gesto hosco, pero no protestó. Tras ver tres, le pedí
que reservara la 103 a nombre de Amaia Arteaga. Luego pasé por la casa antes de
acercarme al Alfonso XIII, todo ello sin quitarme la peluca.
Al ver a Mateo en el vestíbulo, me dio un vuelco el corazón. Vestía de forma
similar a cuando le conocí, aunque ahora caminaba con un estilo más seguro. No
quise aproximarme mucho a él para que no me reconociera. Sin embargo, le puse un
mensaje que ya nos resultaba familiar:
«Estoy en Sevilla. Me encantaría verte.»
Cobijada disimuladamente detrás de una columna vi cómo sonreía al leer la
pantalla de su teléfono.
«Estoy en el hotel Alfonso XIII, de jurado en un concurso. Ven, te gustará.»
«Me es imposible. Hoy andaré muy ocupada. ¿Puedo ponerte un mensaje cuando
acabe? Será casi de noche.»
«A la hora que quieras. Espero impaciente. De repente, han regresado las ganas de
ti.»
No tecleé más. Mi cabeza debía estar en otro sitio, asegurándome de que en mi
bolso no faltara nada.
Ambas fuimos puntuales y llegamos al mismo tiempo. Boheme era un lugar
agradable, con velas en las mesas, al estilo de esos establecimientos neoyorquinos a
los que acude la gente elegante al salir del trabajo. Amaia Arteaga se reveló como una
conversadora amena e incluso divertida. Mientras tomábamos nuestros cafés, percibí
cómo trataba de seducirme.
—¿Un gin-tonic? —le pregunté, después de que una camarera nos retirara las
tazas.
—¡Buena idea! Pero podríamos acercarnos a una tabernita que me encanta. Está
aquí al lado.
Al salir por el callejón y dirigirnos a la calle Arfe, noté que me faltaba el aire por
momentos. El lugar al que íbamos debía de ser el mismo desde el que Pepe el Tumba
presenciaba el paso de la Esperanza de Triana cada Madrugá. Y yo, que seguía sin
creer en el destino, al menos tenía que rendirme ante las casualidades.
Casa Matías era una antigua abacería convertida en taberna. Su dueño, un
aficionado al flamenco de grandes bigotes, disfrutaba recibiendo a una clientela
formada principalmente por sevillanos, aunque de vez en cuando se dejaba ver algún
turista al sonar de una rumbita. El local tenía el mostrador a la derecha, en el que esa
tarde atendía su hijo, y unos asientos corridos a la izquierda donde siempre había una
guitarra, dispuesta para quien la quisiera tocar.
Dejé que Amaia Arteaga pidiera las copas sin quitarle un ojo de encima. Al poco
tiempo, llegaron Lucky y Miguel, dos músicos que ambientaron enseguida el local con
sus canciones aflamencadas y que nos invitaron a sentarnos junto a ellos. Amaia no
tardó en acompañarles a las palmas que a mí me parecieron muy bien dadas.
Un rato después, aproveché el jolgorio para acercarme a la barra a reponer
nuestras bebidas.
—Dosis infantil de ginebra... y con dos rodajas de limón —le dije al hijo de
Matías, con el mismo nombre que su padre, cuando comenzó a servir la ginebra en mi
copa.
Tras pagarle, esperé un segundo a que se girara para sacar del bolso el pequeño
bote cuyo contenido vertí en la copa de la asesina de mi hermana.
—¿Brindamos? —preguntó, divertida, al ofrecérsela.
—¡Por Bilbao! —respondí, comprobando cómo la concurrencia en pleno alzaba
sus bebidas y hasta se escuchaba un aupa Athletic.
El Rohypnol mezclado con escopolamina —o burundanga, como la llamaba el
camello de la calle San Francisco que me la había facilitado— comenzó a hacerle
efecto pasada media hora.
—¡Qué sofoco! ¿Me pides un vaso de agua? Tengo la boca seca.
—¿Quieres que vayamos fuera? —le contesté.
—Sí, por favor.
Ante las protestas generalizadas por nuestra salida, tuvimos que responder que
regresábamos enseguida. Amaia Arteaga cerró los ojos, cegada por el sol, al salir a la
calle. Aún tuvo conciencia para colocarse unas gafas de sol.
Para mi tranquilidad, iba comprobando cómo la droga actuaba implacable sobre
ella. En pocos minutos, con la depresión de las terminaciones nerviosas y cerebrales,
sería una autómata a mi merced. En ese instante, solo deseaba haber acertado con la
dosis para que no muriera sin consciencia.
Es curioso lo que provoca este sedante que sirve para anular la voluntad de quien
lo toma sin que puedan percibirse sus síntomas por los demás, ya que la persona actúa
con aparente normalidad. Se dice que este suero de la verdad era usado por los nazis e
incluso por la CIA en sus interrogatorios para obtener confesiones de sus enemigos; y
yo me pregunto, una vez comprobados sus efectos, por qué no se les suministra a
aquellos asesinos convictos que no han revelado el lugar en el que hicieron
desaparecer el cuerpo de sus víctimas.
—Estás cansada. Te llevo a casa... o mejor a un hotel —le dije, no obteniendo de
ella más que una ligera inclinación de cabeza.
A pesar de andar despacio, llegamos enseguida al hotel Simón, donde hice que
Amaia Arteaga se registrara con su carné de identidad, mientras yo me alejaba
distraídamente del mostrador, simulando observar el busto de una niña vestida al
estilo del siglo XVII que presidía el patio de estilo andaluz, si bien procuré no tocar
nada hasta no colocarme unos guantes de camino a la habitación.
Al cerrar la puerta tras de mí, le pedí que se desnudara y se tumbara. El motivo de
elegir aquel viejo hotel asentado en una casa palaciega, aparte de su ubicación, fue el
de encontrar una cama con cabecero de hierro, tal y como sucedió. Saqué un par de
pañuelos y le até con fuerza las muñecas, envueltas en algodón, a los barrotes. Luego
le trabé los tobillos, del mismo modo, con otro pañuelo que anudé a una de las patas
del aparador que arrastré hasta los pies de la cama, procurando hacer el menor ruido
posible.
—¿Por qué las mataste? —le pregunté.
Ella pareció caer en trance, balanceando levemente la cabeza con la mirada
perdida.
—¿Por qué las mataste? —repitió.
—Sí, Amaia. ¿Por qué lo hiciste?
—Eran unas putas. Las dos me abandonaron para irse con un tío —contestó,
vacilante—. Se avergonzaban de que las vieran conmigo. Me rechazaban los besos en
la calle. No merecían vivir.
—¿Y por eso las mutilaste? —quise saber, sorprendida por la eficacia de la
escopolamina.
—Quería su sexo como recuerdo. Yo las amaba —respondió adormilada.
Me quedé inmóvil, mirándola desde el centro de la estancia, sopesando si seguir
con aquello o dejarla marchar. Al fin y al cabo, al desaparecer los efectos de la droga
no recordaría nada de lo sucedido durante ese tiempo. Sin embargo, me resultaba
imposible no pensar en mi hermana, en el sufrimiento causado por aquella mujer
antes de morir, en sus llantos, en sus súplicas...
Esperé paciente a que Amaia Arteaga recuperara la consciencia. Creo que sucedió
casi un par de horas después, cuando se dio cuenta de que apenas podía moverse. Al
percatarse de la situación trató de gritar, pero yo le acababa de amordazar.
—No debiste matarlas —le dije mientras leía el terror en sus ojos—. Confío en
que sufras tanto como ellas.
Me alegré de haber elegido el bromuro de rocuronio. Sopesé en algún momento la
posibilidad de inyectarle aire en alguna arteria, pero mi escasa pericia hubiera podido
jugarme una mala pasada a la hora de acertar, sobre todo con sus movimientos
desesperados por zafarse de sus ligaduras. También pensé en la succinilcolina, el
suxametonio o en la tubocurarina, el principio activo del curare. Sin embargo, me dejé
de romanticismos y opté por un relajante que tuviera efecto por vía muscular, fácil de
conseguir en el hospital para Marta. Siempre le agradeceré que no me hiciera
preguntas cuando le pedí el medicamento, ni tampoco después.
Los movimientos bruscos de Amaia me obligaron a clavarle la jeringuilla en el
antebrazo. Poco a poco, sus músculos se fueron paralizando. Ella me miró implorando
clemencia hasta que comenzó a asfixiarse.
Aun hoy me resulta curioso que no sintiera un ápice de remordimiento. Por
fortuna, la dosis que le suministré resultó adecuada y no tuve necesidad de usar el
cuchillo que, por si acaso, llevaba escondido. Murió con los ojos abiertos tras veinte
minutos sufriendo el síndrome del cautiverio.
Casi mecánicamente, la desaté, guardando los pañuelos en el bolso. No me
importó que quedaran restos de algodón sobre la cama. Antes de salir de la
habitación, metí su ropa en una bolsa de plástico y coloqué el aparador en su sitio tras
comprobar que no me dejaba nada más que un cadáver desnudo.
Hasta las nueve de la tarde no pude respirar el aire de la calle, que me supo más
puro que nunca. Al llegar a la casa me cambié de indumentaria y escondí la ropa
usada en una mochila que había comprado en una tienda de artículos baratos. Era
noche cerrada cuando lo tiré todo al río, imitando el gesto de mi abuela varias décadas
atrás.
Ahora sí que necesitaba el abrazo de Mateo.

47

Los abrazos de Mateo siempre me han estremecido primero y sosegado después.


Su presencia a solas me produce un efecto difícil de comprender. Es como si no solo
lo hubiese encontrado a él, sino también a mí misma, revelándome esa parte de mi
interior que se resiste a aflorar si no está él.
Quizás por eso lo había buscado, casi de inmediato, después de haber ajusticiado a
Amaia Arteaga dos años y medio atrás. De otra forma no podría explicarse que me
encontrara aquella tarde nublada de mayo apoyada en una cruz de hierro, con la
mirada perdida en las hojas azul violeta de las jacarandas que la custodiaban,
impaciente, ansiosa, a punto de perder la cordura si es que aún la conservaba,
esperando a que él asomara por cualquiera de las callejuelas que desembocaban en la
sevillana plaza de Molviedro, tras no verle desde entonces.
Nos habíamos citado allí porque, a pesar de ser un lugar céntrico, resultaba muy
poco concurrido, lo que a mí me costaba entender dada la hermosura del lugar,
inexplicablemente alejado de las rutas turísticas.
Olía a viñedos regados por una llovizna de primavera. Sin embargo, el aroma no
procedía de las parras sino del verdor húmedo de aquel arbolado urbano. El olor a
naturaleza mojada, cuando invade la ciudad, purifica el asfalto y puede que de modo
efímero a quienes lo percibimos. Al nacer nuestra mente se asemeja a una selva virgen
que, poco a poco, el entorno se encarga de talar con saña, sustituyendo árboles por
cemento a toda velocidad. Sin ser conscientes de cómo, siempre sobrevive un
pequeño oasis, más o menos cultivado, que ni siquiera solemos regar. Por eso, ese
jardín secreto es lo más natural de nosotros mismos, esa esencia primigenia que
domina nuestras reflexiones más privadas y nuestras pasiones más ocultas.
Su figura apareció envuelta en una chaqueta azul, junto a la capilla del Mayor
Dolor, como si la vida tratara de redimirme a base de metáforas. Al verle, mis nervios
se evaporaron y me invadió esa extraña sensación de paz y sosiego apasionado que
me ha provocado siempre su presencia.
De repente, dejé de elucubrar sobre su reacción. Quizás porque imaginaba que, a
esas alturas, él ya habría atado los cabos de mi pasado. En unos segundos nos
dominaría la certeza del saber, que no del sentir. La sombra de la noche comenzaba a
extenderse sin que las farolas se hubieran desperezado, así que no pude distinguir su
rostro hasta tenerlo a la distancia en la que los ojos no mienten.
Mateo esbozó una sonrisa tan sincera que me turbó. No nos dijimos nada. Solo
nos miramos durante unos instantes antes de abrazarnos.
Fue un abrazo que detuvo el mundo. Como si hubiéramos llegado exhaustos a
nuestro destino. Tal vez por eso permanecimos inmóviles durante minutos, dejando
que se fundieran nuestros aromas, nuestros alientos y hasta nuestros pensamientos.
Hay momentos efímeros con vocación de eternidad que bien valen una vida.
Suspiramos a la vez cuando nos soltamos, vacíos después de haber vertido tanta
intensidad. Creo que le costó contener la emoción al contemplar mi rostro.
—Jamás pensé que doliera echar de menos a alguien —me dijo.
No le respondí de inmediato. También yo tenía un nudo en la garganta, así que me
limité a acariciarle la cara con las dos manos para besarle.
—Mateo... —quise pronunciar su nombre.
—Silvia...
Después de tantas palabras derramadas en correos, dejamos que nuestros sentidos
hablaran por nosotros. Mateo, con su silencio, me estaba demostrando que no
pretendía molestar tras haber penetrado en mi jardín secreto, que se encontraba
dispuesto a observar hasta donde yo le permitiera y a alejarse en el instante preciso sin
que yo tuviera que pedírselo. Al igual que la última vez que nos vimos, casi tres años
atrás, nos dirigimos a la casa de la plaza de la Alianza donde nos desnudamos
despacio, el uno al otro, recreándonos en cada caricia, en cada gesto, casi a oscuras,
casi ciegos.
Esa noche, como tantas otras, nos amamos al arbitrio de ese deseo que nos
conduce al abandono, de ese ansia que únicamente puede serenarse cuando la piel se
rinde.
Su olor quedó impregnado en mis sábanas tras marcharse en mitad de la
madrugada. En realidad, creo que forma parte de mi piel.
No me hizo preguntas. Ni aquel día, ni nunca.
Nuestros cuerpos volverían a enlazarse a capricho de las oportunidades que
fueron surgiendo sin buscarlas demasiado. De algún modo, sabíamos que solo así
seríamos capaces de mantener esa pasión a lo largo del tiempo. Una pasión que daba
sentido a nuestras vidas, alimentando una ilusión con notas de sudor y sexo, pero
también de necesidad.

48

La foto de la boda de mis abuelos Olalla y Eduardo preside la estantería en la que


tengo todos sus libros viejos. Es un retrato precioso, fechado a finales de los cuarenta,
en el que él la mira obnubilado y ella le sonríe con un aire que a mí se me antoja
distante aunque enamorado.
Tras aquella carta que ella le escribió al terminar su pesadilla en la Madrugá de
1945, vendrían otras muchas que concluyeron con su casamiento en la iglesia de
Samaniego, donde juntos crearon nuestra bodega.
Hilvanando jirones de ayer, me atrevería a decir que mi abuela fue feliz a pesar de
echar de menos a su Sevilla, al menos hasta la muerte de su marido tras haber
compartido cuarenta años de su vida. Pero fue el asesinato de mi hermana lo que
definitivamente la sumió en una melancolía que le acompañaría hasta la conclusión de
sus días, en la primavera de 2011.
Desde que tengo uso de razón, la recuerdo contándonos historias de esa ciudad
que se mira orgullosa en el río Guadalquivir. Y antes de haber ido por primera vez a
Sevilla mi imaginación era capaz de oler a jazmín y a azahar, de perderse por el
entramado de la Judería o por las callejuelas de Triana, y de ver a El Cachorro
pasando bajo el Arco del Postigo y hasta el colorido de las casetas en la Feria de Abril.
Fue ella quien nos inculcó la pasión por la lectura contándonos historias que
aseguraba conocer de los libros, si bien con el tiempo supe que algunas además
habían nacido de su imaginación y de su propia experiencia; y también de la de mi
abuelo que, tras beber una copita más de la cuenta, relataba una y otra vez sus
batallitas de la guerra. Cuando en la televisión emitían una de esas películas antiguas,
en blanco y negro, la abuela nos sentaba a su lado en el sofá para verlas juntas,
aunque nosotras solíamos observarla a ella porque su cara disfrutando de las
evoluciones de los actores en la pantalla nos resultaba más entretenida que la propia
película. Lo mismo reía, que lloraba, que se emocionaba o que suspiraba cuando Cary
Grant sonreía a la cámara.
—Ya no quedan hombres como los de antes —murmuraba, mientras
observábamos divertidas el rostro refunfuñado del abuelo Eduardo.
Solía ocurrir que la abuela se encerraba con sus libros una tarde entera para luego
decirnos simplemente:

A lo lejos
una hoguera transforma en ceniza recuerdos,
noches como una sola estrella,
sangre extraviada por las venas un día.

Salvo que estuviera aquejada de jaqueca —aunque más tarde entendí que
simplemente se trataba de ataques de nostalgia—, se acercaba a nuestra cama para
relatarnos cuentos antes de dormir o para declamarnos versos sueltos de algún poema
que no entendíamos, pero que luego nos explicaba con frases grandilocuentes.
Por eso lo que más me gustó del piso que nos dejó en el Arenal, además de sus
vistas a la ría, al arbolado o a la iglesia de San Nicolás, fue su cuidada biblioteca que
había trasladado casi en su integridad desde la casona de Samaniego.
—Mi vista está cada vez más cansada y dentro de poco no podré leer. Todos los
libros merecen varias vidas, lectores que sientan lo que sus páginas nos transmiten —
me decía cuando salía el tema, como un soniquete que a mí me solazaba.
Solo habían transcurrido unos días desde el juicio en el que Amaia Arteaga fue
absuelta de la muerte de mi hermana. Ese fin de semana yo había decidido pasarlo con
la familia en Samaniego. El viernes por la noche mi abuela se me acercó muy sigilosa
a la cama, aprovechando que mis padres ya descansaban en su habitación, y por un
momento creí que me iba a contar una de esas fábulas con las que mi hermana y yo
nos quedábamos dormidas. Y, en cierto modo, fue así.
—Quiero que veas todo lo que contiene el arca que está bajo el ventanuco de la
buhardilla. Pero tienes que prometerme una cosa: no me hables de ello, a menos que
yo te lo pida. Verás un manuscrito. Me gustaría que lo publicaras después de mi
muerte y, aun así, utiliza un seudónimo. Será nuestro secreto —me dijo, depositando
una pequeña llave en mi mano, tan vehementemente que sus palabras me causaron
escalofrío.
No pude esperar al día siguiente. En cuanto la creí acostada, subí con sigilo las
escaleras. El baúl con el que tanto había fantaseado en mi infancia se abrió con un
simple giro de llave. Su interior albergaba cuatro cajas de cartón, tres de ellas con
abundante correspondencia: una contenía el correo cruzado entre mis abuelos,
ordenado con delicadeza; otra, unas cuantas cartas firmadas por un tal Martín
Villalpando; la última, algunos sobres sin remite fechados a finales de los años
cuarenta y principios de los cincuenta, junto a un viejo cuaderno de piel negra en cuya
primera página figuraba el nombre de La Madrid. Las horas pasaron sin darme cuenta,
embelesada en todas y cada una de las líneas de aquellas misivas rebosantes de
sentimiento. Dejé para el final el montón de folios apilados en la caja del fondo,
escritos con la letra redondeada de mi abuela. La primera luz de la mañana se coló por
el ojo de buey cuando mis ojos llorosos concluyeron su lectura.
Antes de acostarme, entré en su habitación para darle un beso en la frente sin que
se despertara. Lo que más me impresionó fue su capacidad para escribir esas
memorias noveladas, quizás para tratar de distanciarse de la propia protagonista en un
posible afán de desprenderse del pasado más amargo. Como si al redactarlas con
cierta lejanía, le hubieran dolido menos. Solo emborronó en primera persona unas
cuantas líneas, con las que he querido comenzar este relato.
Supo que yo conocía toda la verdad al echarme en sus brazos.
—La historia se repite —dijo en voz baja.
Y aquel susurro sonó a sentencia.
Le devolví la llave dos días más tarde, tras pasar al ordenador su manuscrito. Tal y
como me había pedido, no volvimos a hablar de ello. Ni siquiera el día que le regalé la
traducción española de uno de esos libros en alemán heredados por su padre.
—Mendel, el de los libros, de Stefan Zweig... ¿Buchmendel? —me preguntó,
emocionada.
—Sí, abuela. Buchmendel.
Desde entonces no he podido olvidar su mirada de agradecimiento, con los ojos
enrojecidos, muy parecida a la que me dirigió cuando al año siguiente leyó una
escueta noticia en el periódico informando de la muerte de Amaia Arteaga que, a la
postre, quedaría sin resolver.
—Gracias, Silvia. Ahora puedo irme tranquila —fue lo único que dijo antes de
abrazarme con las escasas fuerzas que le restaban y depositar en mi mano su
inseparable gargantilla de plata.
De acuerdo con su voluntad, su historia salió a la luz unos meses después de
despedirla en el cementerio de Samaniego, donde descansa junto al abuelo Eduardo y
a mi hermana.
Mi hermana... también se llamaba Olalla.
Edición en formato digital: 2014
© Félix G. Modroño, 2014
© Algaida Editores, 2014
Avda. San Francisco Javier, 22
41018 Sevilla
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ISBN ebook: 978-84-9067-132-0
Conversión a formato digital: REGA
www.literaria.algaida.es
Generado con: QualityEbook v0.75
Generado por: 311906, 27/12/2014

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