Secretos Del Arenal - Félix G. Modroño
Secretos Del Arenal - Félix G. Modroño
Secretos Del Arenal - Félix G. Modroño
Félix G. Modroño
El Búnker era un pequeño salón que se encontraba en los bajos del hotel Carlton.
Había sido construido en los primeros meses de la Guerra Civil como refugio frente a
los bombardeos cuando el Gobierno Vasco se instaló en el hotel, uno de los edificios
más seguros de la ciudad. Aunque recién reformada, la estancia tenía ese aire
deliciosamente decadente de las coctelerías de antaño. La media luz de las lámparas
doradas y el ambiente cargado de humo apenas permitían discernir los tonos rojizos
de las maderas que tapizaban las paredes o los rostros de los presentes, que volvieron
a aplaudir cuando entramos. Recuerdo que me avergoncé un poco y me detuve para
colocarme a su espalda, pero él enseguida me rozó el antebrazo con suma delicadeza
como rogándome que le acompañara a un rincón de la barra. Al acercarse varias
personas para felicitarle, hizo ademán de presentarme; sin embargo, al ver cómo yo
me apartaba al descuido, no insistió. Observé con admiración su modo de despachar a
los que le saludaban con una sonrisa, sin menoscabar su amabilidad.
—Absolut con zumo de naranja y una Cruzcampo —le solicitó al camarero.
A mi alrededor, la gente bebía vino o vermú, así que volví a azorarme evaluando
mi descaro.
—¿Una Cruzcampo? —le pregunté.
—¿Qué te sorprende, la marca o que tome cerveza?
—Las dos cosas.
—¿Se supone que debería pedir un vino? Hoy estoy saturado, además tengo la
garganta seca. Y la Cruzcampo... bueno, ya conoces el chovinismo sevillano, allí sí
que hay abertzales —bromeó en voz baja, ofreciéndome la copa que el camarero
acababa de dejar sobre el mostrador.
—No sabía que fueras sevillano. ¿Con ese apellido? No tienes acento —le
comenté, mientras respondía a su brindis—. ¡Por el próximo nariz de oro!
—Los de Bilbao somos de donde queremos —ahora rio, sin estridencias—. Nací
aquí, pero nos fuimos a Sevilla cuando yo era muy pequeño. Y la verdad es que he
viajado por medio mundo.
—Visitando bodegas, supongo.
—Sí, también visitando bodegas —respondió, enigmático—. Conozco muchas... y
las que me quedan por conocer —su voz sonaba firme, sin reflejos de jactancia—.
Gracias a eso, he podido describir con precisión algunos de los vinos de esta tarde.
Con otros ha habido un poco de suerte.
—No seas modesto. Gracias a eso y a tu memoria olfativa. Me resulta increíble
que puedan identificarse únicamente con el olor. Si al menos pudierais verlos o
probarlos...
—Supongo que es cuestión de práctica. De hecho, ya has visto que la mayoría de
los finalistas lo hicieron muy bien con cuatro de ellos. Hay caldos que no se olvidan
jamás, incluso si se han probado una sola vez.
Quise adivinar cierto flirteo en sus últimas palabras, pero ahora me intrigaba saber
si conocía nuestra bodega. Haberme presentado con el que luego sería mi nombre
artístico me daba la ventaja del anonimato, aunque en realidad solo hubiese
modificado mi apellido. De haberle revelado el auténtico, ya lo habría relacionado con
Tercio de Samaniego, la empresa que regentaba mi padre y que había incluido uno de
sus productos insignia en la cata que patrocinaba.
—Yo no hubiera adivinado ninguno —mentí.
—¿Eres aficionada?
—Pareces sorprendido.
—No es normal que a una chica tan joven le guste el mundo del vino, salvo que se
haya criado entre viñedos.
—Ni que tú fueras un viejo —reí, quizás tratando de distraerle—. Y sí, soy
aficionada, aunque no tanto como para identificar vinos solo con el olfato.
—Estoy seguro de que sí. Por ejemplo, hoy había un rioja con un inconfundible
aroma a espliego: Las Mañas, de la bodega Tercio de Samaniego, un magnífico crianza
del 91.
—¿Te gusta? —traté de que mi pregunta tuviera un tono tan amable como
desinteresado.
—En mi opinión, sus vinos son de lo mejor que se está haciendo. Tienen una larga
trayectoria y, a la vez, se encuentran en permanente evolución. Félix, su dueño, es un
tipo muy interesante. Y el nombre del vino muy acertado. En la víspera de la
Inmaculada, los chavales del pueblo recorren las calles con sus mañas de espliego
hasta quemarlas en una hoguera. Cuenta la tradición que para espantar los malos
espíritus. Deberías acercarte por allí. Seguro que conseguías un precioso reportaje.
—Sí, es posible —balbuceé, sin atreverme a contarle que hasta hacía poco yo era
una de esas niñas que correteaban con aquellos manojos.
—Hasta podría acompañarte...
A pesar de que Mateo coqueteaba conmigo, sus ademanes no me resultaban
descarados. Al contrario, me divertían. También es verdad que me inquietaba que
conociera nuestra historia familiar, así que quise desviar la conversación.
—Si voy, te avisaré —sonreí—. Cuéntame algo de ese vino que tan bien
describiste.
—Bueno, aquí sí que hubo un poco de suerte —confesó, apurando su cerveza con
avidez—. Con tu permiso, pediré otra. Veo que el contenido de tu copa baja despacio.
—No estoy preparada para beber vodka a estas horas, pero no siempre hay cosas
que celebrar —sonreí, viendo cómo el camarero componía un lazo con una servilleta
de papel alrededor del cuello del nuevo botellín—. Que la suerte ha estado de tu parte,
por ejemplo.
—¿Por conocerte?
—¿No descansas? —reí, sin permitirle reducir distancias. Yo no estaba
acostumbrada a tratar con hombres así. Y, de algún modo, me halagaba—. Preguntaba
por ese vino francés.
—Pur Sang del 90, de Didier Dagueneau. Un blanco elaborado cien por cien con
sauvignon blanc. De joven es ácido y nervioso. No obstante, ya me gustaría envejecer
como él: lentamente, con un equilibrio y una elegancia impresionantes —detalló, con
una media sonrisa.
—¿Dónde lo cataste?
—En su bodega. Estuve el año pasado en Saint-Andelain, un pueblecito en Pouilly
Fumé, muy cerca del río Loira. Sentía tanta curiosidad por sus vinos como por
conocer al propio Didier, l’enfant terrible de la viticultura francesa. Un personaje muy
excéntrico que ha revolucionado la enología de la zona. Tendrías que fotografiarle. Es
un tipo enorme, con melena y barba pelirrojas. Un vikingo grunge al que le encanta
participar en carreras de trineos. A pesar de su carácter arisco, creo que le caí bien,
quizás por mi juventud. Su bodega no tiene más que seis años y él no habrá cumplido
los cuarenta, pero auguro que será uno de los grandes. Catamos su Pur Sang del 90
por ser una de las mejores añadas. Tenía aromas a piña, papaya y espárrago. Por eso te
dije que tuve suerte.
Hablaba con la vehemencia y sensualidad de un buen vino de Toro. Sus palabras,
envueltas en un perfume con aromas, cada vez más desvaídos, de geranio y musgo de
roble, me embriagaban a fuego lento provocando que los minutos transcurrieran sin
darme cuenta de que mi Destornillador se iba acabando. No me dio tiempo a rehusar
la segunda copa que me pidió junto a su tercera cerveza.
—¿Cuántas notas olfativas puedes distinguir? —quise saber, soslayando mi pudor.
—Creo que nunca me he parado a contarlas. Quizás más de trescientas —me
respondió, sin petulancia.
—¡Vaya! ¡Eso es una barbaridad! Un buen sumiller es capaz de memorizar unas
ochenta —debí de sonar realmente admirada porque ahora sí que me pareció que se
enorgullecía.
—¿Cómo sabes esas cosas?
—Leyendo... —contesté, apartando la mirada.
Por un momento, estuve tentada de decirle la verdad: que acertaba al suponer que
crecí entre viñedos, que el mundo de la enología constituía mi mundo por mucho que
renegara de él, que mi abuela me había enseñado a distinguir los olores desde que era
niña. Y aunque mi repertorio fuese bastante menos extenso que el suyo, sí que
conocía los matices florales, los frutales, los vegetales, los minerales y el característico
buqué de los vinos envejecidos en barricas de roble, compuesto por maderas, frutos
secos y especias.
Sin embargo, no quería que pensara que carecía de méritos propios para trabajar.
Y, sobre todo, me negaba a que la muerte de mi hermana irrumpiera en nuestra
conversación. En su día había acaparado la portada de todos los periódicos locales y
cualquier persona relacionada con la vinicultura sabía el porqué del carácter taciturno
del dueño de las bodegas Tercio de Samaniego.
A nuestro alrededor, fue reduciéndose el número de voces hasta el punto de
poderse oír un disco de Los Secretos, que sonaba a un volumen muy bajo. Algunos se
despedían con la mano y otros se acercaban a palmotear la espalda del triunfador de la
noche. Cuando nos quisimos dar cuenta, solo nos acompañaban un camarero que
procuraba mantenerse a distancia y los últimos acordes de Bailando en el desván.
Mateo se fijó en mi copa vacía y me hizo un ademán con la cabeza, invitándome a una
más. Yo asentí, encogiéndome de hombros, sabedora de que un tercer vodka con
naranja no maridaría bien con mi estómago vacío. Pero a veces las decisiones las
tienen que tomar los sentidos, y volvimos a brindar.
—Esta vez por la periodista más linda al oeste del Nervión —susurró.
Por alguna extraña razón, me sentía reconfortada. Era consciente de que Mateo
pretendía embaucarme y, no obstante, yo me dejaba querer.
—Te has propuesto emborracharme —le respondí, mientras la guitarra de Los
Secretos punteaba Ojos de gata.
Si la voz rota de Enrique Urquijo no hubiese interpretado de esa forma tan
jodidamente abatida aquella balada melancólica, quizás yo no hubiera cerrado los
ojos.
—¿Te gusta? —me preguntó. Y esta vez pude percibir en mi cuello su aliento con
aromas a malta y a cítricos.
—Me encanta —murmuré, sin levantar los párpados.
—No estamos en un desván, pero deberíamos bailar —me dijo, asiéndome por la
cintura sin darme a tiempo a reaccionar. Comprobé enseguida que no se trataba más
que de una pueril excusa para acercar su nariz a mi cuello y robarme mi olor, ya que
no movimos los pies del suelo en tanto nuestros cuerpos apenas se mecían.
—Cómo explicar que me vuelvo vulgar al bajarme de cada escenario —me
susurró al oído el final de la letra de la canción, antes de separarse y sonreírme con los
ojos, esperando mi reacción.
—¿A qué huelo? —le pregunté. Y al oírme me di cuenta de que mi voz sonó tan
ingenua como coqueta, por lo que aquel trago no lo solicitó la sed, sino mi prudencia
en un vano intento de reforzar la guardia.
—El olor es el sentido más espontáneo. Por eso, un aroma es capaz de
trasladarnos a cualquier momento de nuestra vida o a cualquier lugar. Una tostada con
mantequilla y miel me transporta a mi infancia, y una tortilla cocinada sobre un camal
a los meses que viví en México. Estoy seguro de que, por alguna misteriosa razón,
captamos las células olfativas por la nariz, pero se impregnan en la sangre para
conducirlas a nuestro corazón. La casa de mi abuela materna en Asturias olía a
madreselva y a vainilla; el caserío de mi aitite a heno, a manzanas, al humo de la
chimenea...
—Y todo esto para decirme que yo huelo a...
—A mi madre —sentenció, entristeciendo el semblante.
Su rotundidad borró de golpe la sonrisa de mi cara.
—Me dejas sin palabras.
Mateo rio sin abrir la boca, regresando con rapidez del lugar hacia donde su mente
acababa de viajar.
—Por eso identifiqué tu perfume con tanta facilidad. Es el mismo que ella usó
hasta el mismo día de su muerte. Lo curioso es que al desvaírse está dejando en tu piel
aromas similares a la suya... y eso que nunca hay dos iguales. Bajo esa fragancia,
aparecen efluvios de hierba fresca y de nostalgia, de azahar mojado y de felicidad, de
canela y de amor...
—¿Es que no piensas besarme? —supongo que más que a pregunta, mis palabras
sonaron a súplica.
—Estoy casado.
—No sé si a ti te importará. A mí, en absoluto.
4
Siempre disté mucho de ser perfecta. Mi fama de díscola se me impuso desde niña
como el sambenito de un condenado por la Inquisición. Y si mi rebeldía no me ha
causado excesivos problemas, fue meramente porque mi discreción la superaba.
Reconozco que, con el tiempo, he interiorizado mi creciente insumisión hacia el
mundo. Una no puede ir aireando sus pensamientos si cuestionan la sociedad en la
que vive. Me estomagan aquellos que opinan en función de su militancia política,
religiosa o incluso deportiva. Me resulta irrisorio que se siga hablando de izquierdas y
de derechas, definiciones que nacieron de una mera forma de sentarse en las
asambleas. Me entristece que millones de personas vean a diario programas basura en
la televisión y que haya gente que se enorgullezca de no haber leído jamás un libro.
No puedo con la injusticia, con los fanatismos, ni con la intolerancia. Me revienta la
mala educación y la estupidez, por no hablar de la hipocresía.
Las redes sociales claman con el cierre de un periódico, cuando a muchos de sus
usuarios les cuesta gastarse un euro en prensa. Si un tren descarrila en Nueva York,
los telediarios conectan en directo para informar de los cuatro muertos de la
catástrofe; en cambio, emiten de pasada las noticias sobre los miles de víctimas que, a
todas horas, dejan los conflictos armados en lugares bastante más cercanos
geográficamente. La población se echa las manos a la cabeza con la explotación
infantil, sin dejar de comprar prendas fabricadas en países donde las condiciones
laborales rozan la esclavitud. Los telespectadores se escandalizan con los crímenes
más horribles para luego subir las audiencias de las entrevistas a los asesinos cuando
salen de la cárcel.
Mi lista es aún más extensa. Sin embargo, no quisiera terminar igual que don
Quijote luchando contra molinos de viento. Por eso, hace tiempo que opté por no
discutir ni por emitir una palabra más alta que otra. Además, adoro el silencio, la
quietud de la noche y la serenidad de los otoños en Antzora, mi único refugio durante
muchos años hasta que pude regresar a ese otro remanso de paz, las bodegas de Tercio
de Samaniego... Mis bodegas.
Mi introspección nace de mis genes y de mi pasado. Cuando alguien pierde pronto
a un ser querido, tiene que buscar dentro de sí la respuesta a los interrogantes que
arrancan desde la rabia y la impotencia antes de que te devoren.
Yo aún era menor de edad el día que desapareció mi hermana. Apenas pudimos
compartir un trimestre el piso que ella ocupaba en Deusto desde que comenzó su
carrera de Derecho. Nos llevábamos dieciséis meses, por lo que desde niñas fuimos
cómplices en juegos, sueños y primeros amores. Yo estudiaba el curso de orientación
universitaria en La Salle, tras aprobar el bachillerato en las Agustinas de Logroño.
Llegar a Bilbao para volver a estar junto a ella me llenaba de una ilusión que quedó
brutalmente truncada la noche que la asesinaron, aunque no tuvimos certeza de su
muerte hasta casi un mes después, cuando encontraron su cadáver desnudo en uno de
los parajes frondosos del monte Artxanda, muy próximo a donde vivíamos.
Me extrañó que no durmiera en casa aquel sábado, pero tampoco quise darle más
importancia. Ella solía avisarme si pernoctaba fuera, aunque el hecho de no tener
teléfono en el piso hacía que nuestra comunicación fuese, a veces, demasiado
espaciada. A medida que transcurrían las horas lentas del domingo, comenzó a
dominarme la preocupación. Me veía en la tesitura de esperar al lunes o de hablar con
mis padres para informarles de su ausencia, quizás para inquietarles sin motivo. No
salí de casa en todo el día hasta que decidí llamar desde un teléfono público a última
hora de la tarde. Tengo el recuerdo de una lluvia sañuda, que no había abandonado la
ciudad en todo el fin de semana, golpeando con furia contra los cristales de la cabina,
como si quisiera avisarme de algo o, acaso, evitar que marcara ningún número.
Todavía no era medianoche cuando ellos llegaron. Mi madre se quedó conmigo en
el salón, mientras mi padre formalizaba la denuncia de la desaparición en la comisaría
más cercana de la Policía Nacional. A medida que transcurrían los días sin una sola
noticia, la esperanza de hallarla con vida se iba desvaneciendo. Y es que sabíamos, a
ciencia cierta, que ella no tenía ningún motivo para irse, y menos sin avisar. La policía
la buscó infructuosamente durante semanas, preguntando entre sus amistades, en la
facultad, rastreando los bosques cercanos... pero no dieron con una sola pista sobre su
paradero.
Mi madre se mantenía en pie a base de ansiolíticos, sin que mi padre fuese capaz
de ensayar un solo gesto de consuelo. Alguna noche, después de que ella conciliara el
sueño tras la ingesta de sus pastillas, él se encerraba en el cuarto de baño sin darse
cuenta de que yo le oía llorar. Estaban planteándose regresar a Samaniego, cuando una
mañana se presentaron dos policías municipales en casa.
—La hemos encontrado —dijo uno de ellos, el más veterano, con el aire
circunspecto de quien no porta buenas noticias.
—¿Viva? —preguntó mi madre, aferrándose a una última esperanza.
—Lo siento mucho, señora —respondió el agente, negando con la cabeza.
Mi padre mantuvo la entereza, como si hubiese estado preparándose para ese
momento desde hacía un mes, en tanto que mi madre y yo rompimos a llorar,
abrazadas sin consuelo. Me pareció ver que al policía más joven también se le saltaban
las lágrimas.
—Les acompaño —fue lo único que pudo musitar mi padre.
De camino al Instituto Anatómico Forense, los agentes le comentaron algunos
pormenores del hallazgo. Unos senderistas se habían topado con ella a primera hora
de la mañana, muy cerca de una pista forestal. Las lluvias que cayeron durante su
desaparición impidieron poder encontrarla antes, y probablemente dificultarían los
trabajos de la Policía Científica.
El cuerpo de mi hermana estaba a la espera de la autorización judicial para
realizarle la autopsia. A pesar de que le recomendaron no verla, mi padre quiso
reconocer el cadáver. Esto lo supe mucho más tarde por Asier, el joven policía
municipal al que vi llorar en mi casa y con el que luego mantendría una peculiar
amistad. Mi padre nunca quiso hablarnos de ello, ni darnos detalles de lo ocurrido.
Simplemente se limitó a decir que había sufrido una muerte atroz.
Tras aquellas luctuosas jornadas, regresé unos días a Samaniego. Sin embargo, en
la casa familiar las remembranzas me abrumaban. Por si fuera poco, la Navidad
irrumpió de forma inoportuna, arrasándonos un espíritu que se encontraba en la
cuerda floja, a punto de sucumbir. Me refugié en la lectura, frente a la chimenea, pero
me resultaba inevitable mirar hacia el hueco en el que antaño colocábamos el árbol
que adornábamos risueñas las tres, en tanto que mi padre nos observaba complaciente
de reojo, mientras leía en su sillón favorito.
Cuando finalizaron las vacaciones, decidí regresar a Deusto. Si bien era cierto que
su recuerdo me acompañaría siempre, pensé que quedarme en nuestra casona
alargaría mi duelo. Así que, en contra de la opinión de mi madre y con la aquiescencia
de mi padre, volví a Bilbao con la idea de terminar aquel curso maldito.
Transcurrieron muchos meses sin que la investigación sobre su asesinato
obtuviese resultados. Yo estaba más o menos al corriente gracias a Asier, que tomó
por costumbre invitarme a café cada viernes por la tarde en el Iruña, adonde acudía
vestido de paisano después de sonsacar a un conocido que trabajaba en la Policía
Nacional. Había sido su primer contacto con la maldad humana desde que empezó a
patrullar las calles y en cierto modo se sentía comprometido conmigo, porque la
muerte de mi hermana no solo cambió la vida de mi familia: también cambió la suya.
Aquel mismo día —me comentaría luego— decidió solicitar su ingreso en la
Ertzaintza, la Policía Autónoma que entonces empezaba a desplegarse por todo el
territorio vasco, y donde se convertiría en uno de los inspectores más veteranos de su
división de investigación criminal. Nos acomodábamos en uno de los rincones y él
siempre se sentaba de cara a la puerta giratoria, controlando los movimientos de
quienes entraban y salían. Allí pasamos muchas horas y compartimos épocas difíciles,
como cuando vivía bajo la amenaza permanente de un atentado y me confesaba que la
memoria de mi hermana era lo único que le impedía dejar la Ertzaintza; en aquel
rincón del viejo Iruña nos hicimos adultos mientras Bilbao rejuvenecía a nuestro
alrededor.
Fue él quien, con el tiempo, me dio detalles del suceso aunque al principio tratara
de evitar mis insistentes preguntas. Por Asier supe que la habían estrangulado, tras
haberla violado. Y que tenía mutilados los pezones y el clítoris, pero el mal estado del
cuerpo impidió determinar si las amputaciones se produjeron antes o después de
morir. El hecho de que los restos de semen encontrados en su vagina no
correspondiesen a ningún delincuente fichado constituyó un obstáculo más a la hora
de dar con el asesino.
Asier me juró que no descansaría hasta detener a ese malnacido. Y que no dejaría
de ser policía mientras no averiguase lo sucedido. Sin embargo, los años pasaron sin
que se descubriera una sola pista fiable y nuestros cafés en el Iruña se espaciaron
hasta casi desaparecer. A pesar de que me resistía a afrontarlo, no me quedó más
remedio que hacerme a la idea de que el crimen de mi hermana no se resolvería
nunca.
Mis teorías sobre el sexo y las relaciones con hombres eran eso: básicamente
teorías, más filosóficas que vitales. Si bien ya tenía edad suficiente para haber tenido
más práctica, máxime considerando mi posición al respecto, lo cierto es que podía
contarse con los dedos de las manos el número de chicos con los que me había
acostado, incluido David. Es muy posible que en ello influyera tener un novio, más o
menos estable, desde los quince años; aunque también que los polvos que eché con
desconocidos, cuando quise probar el sexo sin más pretensión que la del disfrute
físico, me parecieron bastante insulsos.
Fue mucho más satisfactoria la experiencia vivida con un compañero de la
facultad al que conocí el primer día de clase. Ignacio era un muchacho moreno y
espigado que transitaba en una dimensión distinta a la del resto de los mortales. No le
gustaba hablar en grupo, ni creo que perdiera el tiempo en escuchar conversaciones
banales. Pero durante los momentos en los que salía de su mundo interior se convertía
en una magnífica compañía. Tras algunos intentos fallidos de enseñarle a jugar al mus,
me di cuenta de que me resultaba más gratificante charlar de libros o de cine, tomando
un café en La Granja o un sándwich en el Eme, después de compartir una novela o
una de esas películas clásicas de George Cukor, Ernest Lubitsch o Billy Wilder que
tanto nos gustaban.
La mayor parte de los fines de semana regresaba a Castro Urdiales, la localidad en
la que vivía su madre tras haber enviudado de un célebre corresponsal de guerra
fallecido en un accidente de tráfico cuando cubría la guerra civil en El Salvador. Aun
hoy, ignoro si Ignacio siguió la senda paterna por agradar a su familia, por la tiranía de
sus genes o, simplemente, por inercia. No creo ni que él mismo lo supiera. No
obstante, a pesar de carecer de vocación, con los años se convirtió en un reconocido
periodista.
Me llamaba la atención que nunca me hablara de ninguna chica. Cuando le
preguntaba si no tenía ganas de echarse novia, me respondía con un mohín entre
huraño y cómico que me provocaba risa. Yo creo que él lo sabía y, por eso, lo hacía.
—Me encanta cómo te ríes —solía decirme.
Supongo que su compañía me agradaba tanto que no quería plantearme si era
homosexual o si estaba enamorado de mí. Digamos que esos fueron los únicos temas
que no abordé con él durante nuestras charlas en la facultad, no por miedo a saberlo
sino a que la verdad transformara una cómoda relación. Hasta aquella noche de San
Juan en que celebramos el remate del último curso, no supe con certeza en cuál de sus
mundos habitaba.
La conclusión de los exámenes supuso el pistoletazo de salida de los primeros
zuritos en el bar de la facultad con los más fieles compañeros de armas. Ni Ignacio ni
yo nos distinguíamos por nuestra afición a la cerveza, pero los dos sabíamos que nos
costaría olvidar aquella jornada. El final de nuestros estudios implicaba también el de
nuestra amistad, al menos tal y como la habíamos vivido. Al día siguiente, él
comenzaría una nueva vida en Madrid a donde viajaba con un contrato de prácticas en
una televisión privada. Y yo... yo necesitaba dejar de depender económicamente de mi
familia lo antes posible.
Las tradicionales rencillas con la facultad de Medicina aparecieron en cuanto una
caterva de galenos borrachos entró por la puerta, extintores en mano, dispuesta a
liarla. Por fortuna, pudimos salir casi indemnes antes de que el bar se convirtiera en
un campo de batalla. En el tumulto nos despistamos del resto del grupo, sin
importarnos demasiado. La risa nerviosa provocada por un susto ya tenuemente
alcoholizado nos duró hasta que ambos llegamos a una sidrería cercana a la que
acudíamos en ocasiones especiales.
Solíamos sentarnos en un rincón de la planta superior a la que se accedía por unas
escaleras de madera contiguas a las paredes de piedra. Me gustan mucho esos locales
decorados al estilo de los caseríos, a los que se llega para disfrutar entre tortillas de
patata, sidra escanciada y cuadrillas de amigos cuyas celebraciones desembocan en
emotivos cánticos. Nos dejamos contagiar por el ambiente festivo. Incluso creo que
llegamos a entonar el himno del Athletic por lo bajinis. Entre sorbo y sorbo, nos
referíamos al mañana en su sentido más intemporal, como si nunca fuera a llegar...
cuando apenas quedaban unas horas. Aunque creo que Ignacio era más consciente
que yo de su partida, porque a medida que pasaban los minutos, la sonrisa de su
rostro se tornaba más melancólica.
Fuera oscurecía y no nos quedó más remedio que irnos si queríamos tomar el
último autobús que regresaba a Bilbao. Hicimos el trayecto de pie, en silencio, sin
evitar los roces de nuestros cuerpos cada vez que el vehículo frenaba o tomaba una
curva cerrada. No sé lo que pensaría él, pero yo trataba de encontrar una buena forma
de despedirnos. No tiene sentido que personas que significan tanto en nuestras vidas
desaparezcan de repente, sin más, para emprender caminos que posiblemente no
vuelvan a cruzarse.
Al atravesar el puente de Deusto nos fijamos en el armazón que parecía emerger
entre las tinieblas de la ría, sin atrevernos a imaginar cuál sería el aspecto definitivo de
un museo que cambiaría la fisonomía de una ciudad arrasada por las inundaciones y
por la crisis siderúrgica. He de reconocer que entonces me costaba creer que aquella
mole de acero desnuda, rodeada de grúas, pudiera hacer desaparecer los vertidos
acumulados en las márgenes de la ría, el hollín secular impregnado en los edificios,
los astilleros abandonados a su suerte o unas naves industriales tan moribundas como
la gloria de sus tiempos pretéritos.
Ignacio vivía no muy lejos de allí, aunque solía bajarse en la siguiente parada para
acompañarme al portal de la casa a la que me mudé desde Deusto nada más empezar
la carrera. Alguna vez, le había invitado a tomar una Coca-Cola mientras echábamos
una partida de Trivial con Lourdes, mi compañera de piso. Sin embargo, hasta aquella
noche, yo no conocía el suyo. Creo recordar que no me sorprendí demasiado cuando
me invitó a abandonar el autobús en su parada de la alameda Rekalde.
—¿Te tomas una cerveza en mi casa? —supongo que el viaje atenuó el efecto de la
sidra porque adiviné un ligero temblor en su voz.
—Claro —le contesté sonriente.
Un repentino sirimiri nos obligó a acelerar el paso hasta la calle Uribitarte. Ignacio
residía en un viejo edificio al que le hacía falta una buena reforma para mantener su
señorío de antaño. Llegamos al tercer piso, no sin cierto recelo por el chirrido del
ascensor. Al pulsar el interruptor, la luz delató algunos desconchones verdosos en el
rellano. Pero al abrir la puerta de su vivienda, el olor a humedad se disipó como por
encanto para dar paso a otro mucho más reconfortante con notas de madera y café.
Me llamó la atención el orden y la limpieza del salón. Desde su ventanal se oteaba la
oscuridad de la ría. Ignacio encendió una pequeña lámpara de mesa y otra de pie,
junto a un sillón en el que reposaba el ejemplar de El rayo que no cesa de Miguel
Hernández, que yo le había regalado por su último cumpleaños.
—¿Cerveza, café... o agua? No tengo otra cosa —se disculpó.
—Cerveza —le contesté, acomodándome sobre unos cojines en la esquina de su
sofá.
Tardó menos de cinco minutos en aparecer con una bandeja en la que traía las
bebidas, dos jarras y un bol de patatas fritas. La colocó sobre una mesa baja y abrió la
puerta de un armario que guardaba un viejo tocadiscos. Vi cómo levantaba la aguja
para situarla con mimo en uno de los surcos de un disco. Las melancólicas cuerdas de
nailon de una guitarra y un requinto preludiaban la deliciosa letra de un bolero que
entonces no conocía, aunque a raíz de aquella noche lo guardo en el repertorio de mi
memoria. Y es que estoy convencida de que cada uno albergamos canciones en el
corazón que terminan convirtiéndose en la banda sonora de nuestra vida.
No fue capaz de sostenerme la mirada cuando las voces dulzonas y acompasadas
de Los Panchos entonaron el inicio de la melodía:
Estimado Mateo:
Me pongo en contacto contigo para decirte que acudí no hace mucho
a una de tus catas de vinos de Jerez en el hotel Alfonso XIII de Sevilla. Me
permito tutearte porque aunque nuestro carné de identidad diga lo
contrario, aún somos jóvenes (yo incluso algo más que tú). Es imposible
que puedas recordarme entre tanta gente. Pensé en acercarme para
manifestarte mi admiración, pero tenías tantas personas a tu alrededor
que no te quise incordiar. Así que te escribo estas líneas para confesarte
que me sentí cautivada tanto por tus conocimientos sobre el vino como
por la destreza en tus explicaciones, por no hablar de tu simpatía. Espero
que sepas disculpar esta carta con notas a atrevimiento y a la vainilla del
papel envejecido.
Deseándote que sigas cosechando éxitos, recibe un cordial saludo.
Adèle Jouët
Estimada Adèle:
Te agradezco con sinceridad tu reconocimiento. Es una lástima que no
me saludaras porque me hubiera encantado conocerte. Me ha llamado la
atención tu nombre. Supongo que no se trata más que del nick de una
mujer sensible, apasionada por la enología. Esperando poder tener la
ocasión de saludarte en persona en un futuro próximo, te envío el más
afectuoso de mis saludos.
Mateo Uriarte
9
Apostada tras uno de los naranjos, la mirada acechante de Pepe Ravelo, apodado
el Tumba, controlaba los movimientos del joven periodista al que venía siguiendo
desde hacía días. Por un instante pensó en trepar hasta la ventana para descubrir el
contenido del mensaje que acababa de esconder bajo la maceta. Sin embargo, al ver
que una muchacha recogía la nota, decidió continuar con la vigilancia de Martín
Villalpando a lo largo de la muralla de los Alcázares, sin dejar de frotarse los genitales
a través del forro del bolsillo de su abrigo, excitado con la visión confusa de esa moza
que, retando al frío, se había asomado en camisón a la ventana, mostrándole la piel de
sus brazos.
Mientras intentaba no perder el rastro del periodista, se le vinieron a la cabeza los
cuerpos desnudos de aquellas mujeres a las que había forzado. Por la primera
violación le encerraron entre barrotes de hierro, pero las siguientes quedaron
impunes, aunque muchas de ellas contaran con testigos. Esa era una de las ventajas de
pertenecer al bando ganador de una guerra.
Cuando, tras la sublevación de Sevilla, los falangistas llegaron a la cárcel de la
Ranilla reclutando soldados para el frente, el Tumba no dudó en apuntarse. Poco
importaban los delitos cometidos para enfundar un fusil en primera línea del campo
de batalla.
Las prisiones se hacían pequeñas para acoger a la ingente masa de reclusos
capturados por los dos ejércitos contendientes. Los catorce mil presidiarios españoles
se multiplicaron por quince en apenas unos meses. Y a pesar de que se excarcelara a
todos aquellos convictos afines a una u otra causa, tuvieron que habilitarse edificios
públicos como prisiones, de manera que residencias religiosas, barcos, cines, cuarteles
y hasta plazas de toros se convirtieron en presidios de circunstancias.
Pepe el Tumba se consideraba un tipo afortunado o, mejor dicho, protegido por
Nuestra Señora de la Esperanza de Triana cuya imagen veneraba, y eso que no era
creyente, hasta el punto de llevar colgado siempre un escapulario. La guerra le
necesitaba y su condena de seis años por haber abusado sexualmente de una
muchacha de la que se había encaprichado, y que nunca lo correspondió, se redujo a
unos pocos meses gracias a la contienda.
Las otras violaciones tuvieron lugar durante el transcurso de las represalias sobre
los republicanos. Al salir de la cárcel, le enviaron en misión de escarmiento por los
pueblos de la provincia de Salamanca, con una pandilla de falangistas ávidos de
sangre. Y si bien, por lo general, se limitaban a fusilar rojos y a rapar al cero a sus
mujeres antes de obligarlas a beber aceite de ricino para verlas defecar, a veces —
especialmente si eran jóvenes y hermosas— las violaban en presencia de sus maridos,
a quienes luego asesinaban.
Tanta destreza mostró el Tumba en el arte del crimen a traición que antes de
concluir el verano le reclamaron en Sevilla para integrarse en el aparato represivo que
capitaneaba Manuel Díaz Criado el Criadillas, un legionario sin escrúpulos que, en
los poco más de tres meses que se mantuvo al frente de la Delegación de Orden
Público para Andalucía y Extremadura, fue responsable de miles de asesinatos en su
territorio. Sin embargo, a Díaz Criado más que su instinto sanguinario, le echaron a
perder sus formas a la hora de firmar sus sesenta sentencias diarias de muerte. Se
acostumbró a realizarlas de modo aleatorio, marcando X2 junto a los nombres de los
condenados, completamente borracho en un restaurante del Pasaje del Duque que se
había convertido en su despacho, antes de continuar la juerga en Las Siete Puertas o
en La Sacristía, adonde acudía acompañado de su cohorte de aduladores, cantaores,
bailaoras y prostitutas tristes que buscaban parecer alegres.
Cuando Queipo de Llano se enteró de sus métodos, le dio a elegir entre el pelotón
de fusilamiento y la primera línea del frente; no es difícil imaginar cuál fue su
elección, con tan buena fortuna que regresó a Sevilla al concluir la guerra, ascendido a
comandante.
En el expediente sumario contra Criadillas algo tuvo que ver el Tumba, quien
pensaba que, en tiempos de malos vientos, los espías gozaban de ciertas ventajas, en
especial si apostaban a caballo ganador; y unas confidencias realizadas con la
discreción conveniente a quienes ejercían el poder quizás no abrieran las puertas del
cielo, pero cerraban las del infierno.
En esa época se especializó en la aplicación de la ley de fugas, una ejecución
extrajudicial de los detenidos al ser trasladados de un lugar a otro, simulando su
huida. Al principio, incluso dejaba que estos corrieran, aunque pronto se hastió de la
pantomima y, ante el escaso peligro de que huyeran de verdad, enseguida optó por
dispararles por la espalda sin más.
Una vez concluida la guerra, le incluyeron en una cuadrilla de falangistas
encargada de erradicar cualquier atisbo de conspiración en Sevilla. Su sola presencia
causaba pánico y es que su apodo, a pesar de que se lo hubiera puesto un amigo de la
infancia por su carácter silencioso, la gente lo asociaba con la cantidad de personas
que mandaba a la sepultura. Entre los méritos de su dudosa hoja de servicios se
encontraba el de haber participado en el desbaratamiento de un atentado contra
Francisco Franco durante su visita a la Semana Santa de 1940, planeado por la
Internacional Comunista en París, que acabó con cuatro exbrigadistas abatidos en el
cabaré Zapico y un anarquista fusilado tras ser torturado en el cuartel del Sacrificio,
donde relataría todos los pormenores del complot.
Aquel fue el primero de los numerosos intentos de matar al Caudillo, todos ellos
fallidos, lo que provocó que Franco, consciente de su baraka, se creyera invulnerable.
Los periódicos no se hacían eco de estas conspiraciones, con el fin de aparentar un
ambiente de normalidad. Máxime cuando el enemigo se hallaba en casa, ya que al año
siguiente el núcleo duro de la Falange se planteó asesinarle el 1 de abril, durante la
celebración del Día de la Victoria, si bien desistió de este propósito ante las dudas
sobre sus consecuencias.
Y es que Franco no gozaba de las simpatías de la mayoría de los falangistas, a
quienes calificaba de chulos de algarada, desde que dictara en plena guerra el decreto
de unificación de las fuerzas políticas. Esta norma jurídica supuso un jarro de agua
helada tanto entre los carlistas como entre los falangistas, quienes contaban con sus
propios proyectos políticos para el incipiente Estado que se estaba construyendo en la
zona sublevada. Por aquel entonces, treinta y seis mil falangistas y veintidós mil
carlistas combatían en el frente, por lo que Franco bautizó al nuevo partido con el
nombre de Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional
Sindicalista —F.E.T. y de las J.O.N.S— en un intento baldío de agradar a quienes
habían luchado por su causa, y que solo acarreó la oposición frontal de unos y otros.
Pero Franco ya gozaba del control absoluto de la situación y fue deshaciéndose a su
estilo de cualquiera que concentrara un mínimo de poder o le cuestionara su
autoridad. Así, al líder de los carlistas, Manuel Fal Conde, lo desterró en Menorca por
prohibir el alistamiento de los suyos en la División Azul. Peor suerte corrió Manuel
Hedilla, el jefe nacional de la Falange, que al oponerse al decreto de unificación lo
condenaron por el delito de rebelión a dos penas de muerte, inmediatamente
conmutadas primero por la cárcel y luego por el destierro.
El Tumba se encontraba alejado de todas esas intrigas políticas al más alto nivel.
Bastante tenía con las suyas, mucho más domésticas, y con averiguar si era cierto el
soplo que le había llegado a través de un periodista del ABC, de que un conocido
activista de la Falange tramaba algo muy gordo en los próximos días, justo cuando se
especulaba con una visita sorpresa de Franco a Sevilla. De ser fundado el rumor, ni la
vida de ese falangista ni la de Martín Villalpando valían una perra gorda.
10
Cuando se es joven, los ideales predominan sobre la prudencia. Puede incluso que
la búsqueda de la verdad no conduzca más que a un callejón sin salida. Sin embargo,
hay personas que son incapaces de sentarse en una silla para ver la vida pasar. Por
eso, Martín Villalpando, a pesar de su juventud o quizás precisamente por ella,
necesitaba saber lo que ocurría a su alrededor. Era consciente de que vivía inmerso en
una época única en la historia. El mundo luchaba entre sí y aunque España no
participaba de manera directa en el conflicto, le resultaba tentador descubrir algo de lo
que se escondía tras las bambalinas de la guerra.
Si bien sabía que ni su periódico ni ningún otro publicaría cualquier noticia que
cuestionara el orden establecido, soñaba con escribir un libro cuando las aguas
regresaran a su cauce, en el que contaría todos aquellos sucesos obviados por la
censura del momento, para que las generaciones venideras conocieran cuanto
aconteció en Sevilla durante una época en que las referencias políticas de los medios
de comunicación se limitaban a narrar loas al Caudillo.
Le llamaba la atención que los diarios tampoco recogieran los fracasos de las
conjuras contra el régimen franquista, como un atentado fallido durante la visita del
Generalísimo a la Semana Santa sevillana, dos años atrás. En un prostíbulo de la plaza
de la Mata los falsos legionarios encargados de la misión fueron sorprendidos
hablando en italiano, y el plan fue desbaratado antes de que les diera tiempo a
organizar un ataque con granadas durante la procesión del Santo Entierro que,
presidida por Franco, desembocaría en la calle Sierpes. La prensa ni siquiera recogió
la muerte de los conspiradores, acribillados a balazos, en un tiroteo dentro de un
cabaré próximo a la Alameda de Hércules.
La brisa húmeda del Guadalquivir se volvió gélida cuando Martín dejó el
entramado de calles de la ciudad para alcanzar el Paseo de Colón. Se embozó el rostro
con las solapas de su abrigo gris mientras caminaba cerca de la plaza de toros de la
Real Maestranza de Caballería. En su mente confluían las palabras de la nota que
acababa de dejarle a la niña de los ojos verdes y los rumores sobre el atentado que se
estaba preparando contra Franco, quien en los próximos días asistiría a un festejo
taurino. La oscuridad de la noche apagaba casi por completo la blancura del coso. A
su izquierda, la negrura del río vestía a Triana de luto.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo en forma de presagio siniestro al atravesar el
puente sobre el Guadalquivir. Aprovechó el encendido de un cigarrillo para
vislumbrar las manecillas de su reloj. Si aceleraba un poco el paso, llegaría sin retraso
a su cita en la Venta del Charco de la Pava, ubicada desde hacía siglos a las afueras de
Triana.
Algunos automóviles aparcados en el exterior delataban que habían acudido
señoritos de postín. Y no era para menos. Se comentaba en algunos mentideros que el
guitarrista Niño Ricardo y el cantaor Manolo Caracol, que se encontraban esa semana
descansando de sus giras, visitarían esa noche a su amigo Eduardo el Chachi, el dueño
de la venta, que tuvo a bien contratarles en sus comienzos, augurándoles todos los
éxitos que ahora cosechaban por medio mundo.
No solo la chimenea encendida daba calidez al local. Martín sintió al cerrar la
puerta tras de sí que se adentraba en un universo irreal, en el que el cante, el baile y
las risas eran capaces de derrotar a la miseria cotidiana. De repente, se sintió inmerso
en uno de esos escenarios de las películas americanas donde el glamour no entiende
de hambre. Y eso que llevaba todo el día con un bocadillo de tocino que andaría a
esas alturas más en los zancajos que en el estómago.
La noticia de la posible presencia de Ricardo y Caracol parecía haberse propagado
y el público abarrotaba las mesas del local. La mayoría bebía vino o cerveza, si bien
algunos jóvenes trajeados apuraban vasos de whisky. Un grupo de falangistas vestidos
con camisas azul mahón reía a carcajadas con unas muchachas que no tenían pinta de
ser sus novias. Y es que las señoritas de las familias decentes no acudían a estos
lugares, por lo que los hombres se hacían acompañar de mujeres de alterne o de los
barrios, a quienes importaban poco esas admoniciones sobre recato que se lanzaban
desde los púlpitos de las iglesias.
Avistó a Juan José Domínguez en uno de los rincones, cerca de unos soldados
portugueses que, a tenor de sus gritos y de sus caras, debían de estar bastante bebidos.
A diferencia de los otros falangistas del local, Juan José llevaba la camisa azul con el
escudo del yugo y las flechas, además de la corbata negra en señal de luto por la
muerte de José Antonio Primo de Rivera, pero no la boina roja de los carlistas,
impuesta por Franco tras el decreto de unificación.
El falangista le sonrió afable al verle aproximarse, invitándole a sentarse junto a él.
Ambos se conocían de vista y saludo de los tiempos en que Domínguez cortejaba a
Rocío, una vecina de Martín, antes de comprometerse con su esposa. Fue
precisamente su antigua novia quien facilitó el encuentro entre los dos.
—¡Qué bárbaro! ¡Cómo has crecido, muchacho! —exclamó Domínguez, con
sincera sorpresa—. De no acercarte, no te hubiera reconocido.
—¿Cómo estás, Juan José? —respondió Martín, estrechándole la mano. Pensó en
saludarle con el brazo en alto; sin embargo, no lo hizo al antojársele demasiado
impostado.
—No me puedo quejar. De aquí para allá. Te puedes imaginar, soy un culo de mal
asiento.
—Puedo hacerme una idea.
—Corren tiempos revueltos, y no podemos cruzarnos de brazos —comentó
Domínguez, adoptando un aire misterioso en la voz, mientras le servía un vaso de
vino—. ¡Mosto del Aljarafe! Lo echaba de menos.
—Sí —rio Martín, respondiendo al brindis de su acompañante—. En realidad, no
sé por qué lo llamamos mosto si es un vino joven con sus buenos doce grados.
—Porque en Sevilla hablamos como queremos. Y al que no le guste, que se
aguante. No irás a ponerte puntilloso con nuestro lenguaje por ser periodista —
bromeó Domínguez.
—No es mi intención —sonrió el muchacho.
—Te preguntarás por qué he elegido este local tan concurrido para charlar. He
aprovechado para ver si es verdad que esta noche actuarán Ricardo y Caracol. He
tenido la oportunidad de verles en el Calderón de Madrid, pero no es lo mismo. Un
teatro jamás alcanzará la magia de una venta.
—Supongo que el vino también ayuda a crear el ambiente —apuntó Martín, con
una media sonrisa.
—¡Seguro! —la sonora carcajada de Domínguez apenas se oyó entre el elevado
murmullo de las conversaciones.
—Pensé que, sin embargo, preferías un sitio más discreto para conversar.
—¿Más discreto? No tengo nada que esconder.
Martín creyó atisbar un destello fugaz en la mirada penetrante del falangista y un
ligero mohín bajo el estrecho bigote que más bien parecía una ceja recta sobre el labio.
Sin duda, Domínguez era un tipo apuesto y lo sabía. A pesar del mundo recorrido, sus
veinticinco años resultaban insuficientes para apagar la pasión y el narcisismo que
desprendían sus expresiones.
—Rocío me dijo que estabas metido en algo muy gordo —se atrevió a replicar
Martín.
—¿Eso te ha dicho? ¡Qué sabrán las mujeres! —su evasiva sirvió para maldecir en
silencio la hora en que quiso darse importancia delante de su antigua novia.
—Bueno... Se la veía preocupada. Ya sabes que le gusta adivinar el futuro
mirando a las estrellas. Me pidió que te dijera que, ahora que vas a tener un hijo,
debes tener más cuidado.
—Vaya, ahora se preocupa por mí. Tendría que haberlo hecho antes de dejarme,
cuando vino con la patraña esa de que no podía vivir con el sufrimiento permanente
de no saber si al día siguiente volvería a verme vivo.
—En realidad, creo que se siente orgullosa por tu valor, pero dice que fue ella la
cobarde.
—Cada uno vive como nace. Es mi carácter. ¿Sabes cuántos años tenía cuando me
fui a Madrid en bicicleta y con un duro en el bolsillo para escuchar un discurso de
José Antonio, que en paz descanse? ¡Dieciséis! Antes incluso de que ese mártir por
Dios y por España fundara la Falange, la de verdad, no la que nos han impuesto en la
guerra —ahora instintivamente bajó la voz—. Y sí, es cierto que traté de arrancar la
tricolor del Ayuntamiento de Aznalcóllar a principios del 36 y que me dispararon y me
detuvieron por ello. ¿Y qué? ¡Mira! —dijo, señalándose las condecoraciones bordadas
en el brazo izquierdo de su camisa—. Un Aspa Roja y un Aspa Blanca. ¿Y sabes quién
me defendió en el juicio por la mierda de la puta bandera? ¡El mismísimo José
Antonio! Cien veces que naciera, cien que volvería a hacerlo.
—No te lo censuro, Juan José, aunque entenderás que Rocío sufriera por ti.
—Ya —respondió, ensombreciendo el semblante—. Si no se lo reprocho...
Además, ahora estoy felizmente casado. Mira qué bonita es mi Piruchiña —dijo,
enseñándole un retrato que llevaba en la cartera—. ¡Y valiente como ella sola!
—Sí que es bonita, sí —corroboró Martín.
—Ella sabe que atravesé seis veces, ¡seis!, la línea del frente, de un bando a otro,
pasando información. No creo que nadie haya hecho nada parecido. Mi Piruchiña es
consciente de que alguien como yo no puede estar sentado en su casa, esperando en el
sillón a que le traigan las zapatillas.
—¿Y en qué estás ahora? —aprovechó para preguntar Martín.
—¿Ahora? —rio Domínguez—. Seguimos en guerra y yo soy un soldado. Hitler
nos necesita. ¿Crees que es normal que tengamos barcos ingleses apuntándonos en
Gibraltar? Lo bien que nos vendría una invasión alemana, joder.
—Entonces...
—Entonces Ricardo y Caracol se están haciendo de rogar —respondió el
falangista, dando a entender que se había acabado la conversación.
—Están sentados en aquella mesa —señaló Martín—, con el Chachi y un speaker
de Radio Sevilla que se está haciendo muy popular, Rafael Santiesteban.
Al mirar hacia el lugar que le señalaba el joven periodista, Domínguez descubrió
de reojo a Pepe Ravelo, acodado en la barra.
—Echa un vistazo con disimulo. ¿Conoces al sujeto del abrigo que está apoyado
en el mostrador?
—No le he visto nunca —respondió Martín, tras girar la cabeza con aire distraído
—. ¿Quién es?
—Un mal tipo. Intenta que no te ronde. Lo que no sé es qué cojones está haciendo
aquí —concluyó Domínguez, sirviendo más vino en los vasos—. Pero hazme caso,
muchacho: eres muy joven, no te metas en líos y, sobre todo, no se te ocurra mear en
macetas ajenas. La prensa no es el mejor lugar para experimentos, así que procura
esperar a que escampe. Cuanto menos sepas, menos peligro correrá tu vida.
De repente, todo el murmullo del local se interrumpió por arte de una magia que
se intuía. Niño Ricardo y Manolo Caracol se dirigían al pequeño tablado que servía de
escenario. El cantaor, con la camisa abierta, caminaba dando cambaladas. A duras
penas consiguió engancharse al respaldo de una de las sillas de la tarima, lo que hizo
pensar que su embriaguez no le permitiría cantar. El público aguantaba la respiración,
de manera que podía escucharse el zumbido de una mosca.
Niño Ricardo miró a su amigo y este asintió con la cabeza, más aferrado al asiento
que un marino a su timón en medio de la tempestad. La guitarra comenzó a sonar
mientras Caracol, con la mirada perdida en el suelo, se balanceaba sin aparente
intención de abrir la boca.
—Está como una cuba —susurró alguien, provocando un chis unánime entre la
concurrencia.
El guitarrista rasgaba en sus cuerdas una y otra vez el monótono soniquete de la
seguiriya, agotando las falsetas de su repertorio, sin que Caracol se arrancase. Un
suave murmullo comenzó a mezclarse con el humo del tabaco, creando un clima de
expectación que rozaba la impaciencia.
De pronto, el cantaor se tocó el pecho y lanzó un quejido que arrancó el olé
entusiasta de todos los presentes, quienes a buen seguro jamás habían escuchado una
salida similar por seguiriyas.
11
Era difícil crecer con esa sensación de vacío interior. Una mañana, su madre la
besó al despertarse y ella le sonrió, sin ser consciente de que aquel era su último beso,
sin saber que nunca volvería a verla más que en sueños.
A Olalla se le acabó la infancia aquel aciago día en que asesinaron a sus padres. Y
a pesar de ser una chica de carácter alegre, su sonrisa albergaba posos de melancolía.
Desde que la descubrió de muy niña, la música constituiría para siempre su refugio.
No le importó tener que dejar el colegio de las Esclavas Concepcionistas cuando su
directora le dio a escoger entre los estudios o las clases de piano en el conservatorio.
Si interpretaba alguna pieza de Chopin, el mundo se paraba a su alrededor. Por eso
rara vez tocaba en público. Deslizar los dedos por esa sucesión de teclas blancas y
negras para arrebatarlas el sonido se había convertido en algo íntimo, en una
abstracción de la realidad que perduraba hasta la última nota. Solía ocurrirle que
perdía la noción del tiempo, sentada ante el piano del pequeño salón, y sus tías tenían
que recordarle que era la hora de comer o de cenar.
Entre semana, apenas salía de casa, más que para hacer algún recado, bien por las
tiendas cercanas del Arenal o por los comercios de la calle Francos, a comprar medias
o en busca de telas a buen precio. Y aunque casi todas sus vecinas eran de misa diaria,
ella solo acudía a la iglesia los domingos y las fiestas de guardar, más por disfrutar del
ambiente de la Avenida o de las calles Sierpes o Tetuán que por devoción. Eran las
ocasiones en las que se podía pintar algo de carmín en los labios y enfundarse alguno
de los trajes de chaqueta que ella misma se confeccionaba, tratando de que sus tías no
se percatasen de que las faldas dejaban mínimamente su rodilla al descubierto. Por la
tarde, se convertía en espectadora fija en algunos de los cines de la ciudad a los que
acudía el público en masa, y se hacía necesario sacar la entrada el día anterior.
Aquel primer domingo del año 1942 Greta Garbo protagonizaba La reina Cristina
de Suecia en el Florida, y el estreno coincidía con el revuelo causado por su retirada
cuando, con treinta y seis años, se hallaba en lo más alto de su carrera. Sin embargo,
sus amigas eligieron ver Blancanieves y los siete enanitos en el Coliseo, no sin cierta
contrariedad por parte de Olalla, ya que la Garbo era su segunda actriz preferida,
detrás de Katherine Hepburn. Sin saber por qué, a diferencia de las niñas de su edad,
se sentía atraída por esas heroínas de la pantalla grande que no se limitaban a
acompañar al galán de turno, sino que actuaban con independencia, sin esperar a que
un hombre les devolviera a la vida con un beso. A la salida del cine, sus amigas
jugaron a buscar sus príncipes azules y le preguntaron, entre risas, por el caballerito
que las saludaba a la salida de misa, a las puertas del Britz, inclinando la cabeza
mientras se rozaba el sombrero y del que ya conocían su identidad, después de unas
rápidas averiguaciones. Pero a Olalla aquel muchacho le provocaba más ternura que
deseo.
No sintió lo mismo cuando vio a Eduardo Elorriaga por primera vez. Sucedió al
concluir la interpretación de un nocturno de Chopin, intentando quitarse de la cabeza
el martilleo del Hi Ho de los enanitos. Lo tocó con una delicadeza que hizo estremecer
a los naranjos de la barreduela. Al concluir la pieza, aún con los ojos cerrados, oyó a
sus espaldas unos sonoros aplausos. Al girarse atisbó entre las hermanas de su madre
la figura espigada de un muchacho que palmoteaba con la mejor de sus sonrisas.
En otras circunstancias se hubiera sentido traicionada por sus tías, que no solo
habían permitido la entrada en casa de un desconocido, sino que además habían
consentido que la escuchara tocar sin saberlo ella. Por su cuerpo circularon
sentimientos que jamás había experimentado: asombro, pudor, embeleso... pero sobre
todo sorpresa, por su propia complacencia al saberse observada con fascinación por
aquel joven tan apuesto.
Fue su tía Sara la que, conocedora del carácter de su sobrina, quiso disculparse.
—Olalla, cielo. Ha venido a visitarnos don Eduardo Elorriaga. Sonaba tan
magnífica tu interpretación que él mismo nos rogó que no te interrumpiéramos. Y
tampoco queríamos dejar de escucharte...
—Toca usted mejor que los ángeles, señorita. Me ha cautivado por completo —
elogió el joven, acercándose para ofrecerle su mano.
La muchacha, algo aturullada, lo saludó sin levantarse del asiento. Quizás para no
evidenciar el estremecimiento de sus piernas, al percibir la calidez y la firmeza de la
mano que apretaba la suya.
—Encantada —musitó, procurando disimular cómo sus ojos lo recorrían de arriba
abajo.
—El señor Elorriaga está de paso —apuntó su tía Montse.
La anchura de sus hombros, su flequillo moreno, sus ojos penetrantes, su porte
distinguido, su pañuelo en el bolsillo superior de la chaqueta y ese condenado
hoyuelo en la barbilla cuando sonreía, hacían que fuera lo más parecido a Cary Grant
que había visto en su vida. ¡Si hasta hablaba igual que en las películas, pronunciando
todas las eses!
Olalla se mordió los labios para no preguntar qué pintaba allí aquel muchacho.
Eduardo intuyó el desconcierto en su mirada y se presentó de modo conveniente.
—Lamento haber interrumpido sus ejercicios al piano. Simplemente vengo de
parte de mi padre a presentarle mis respetos —comentó el joven, con una sonrisa
franca aunque con atisbos de tristeza.
—¿Su padre? —preguntó la muchacha, sin entender nada.
—El padre de don Eduardo era muy buen amigo del tuyo, Olalla —aclaró su tía
Sara—. Hicieron juntos el servicio militar y se carteaban con frecuencia.
—Sintió mucho lo que ocurrió —explicó Eduardo—. Siendo niño, resultaba rara
la semana en la que no me recordaba sus batallitas juveniles junto a su padre. Ahora
es a mí a quien le toca hacer la mili en las islas Canarias. Al enterarse de que
pernoctaría en Sevilla, me hizo jurarle que vendría a visitarla para comprobar cómo se
encontraba.
Olalla sintió un escozor de lágrimas y tragó saliva para que no se desbordaran.
—Es usted muy amable. No conocía la existencia de su padre... Dígale que estoy
bien —balbuceó la muchacha, con voz trémula.
Con el tiempo, sabría que la mano del padre de Eduardo Elorriaga se escondía
detrás de algunos de los sobres con dinero que llegaban a su casa, remitidos
anónimamente, y que contribuyeron a sacar adelante la maltrecha economía familiar
que, demasiado a menudo, dependía de los pequeños préstamos a plazos de los
diteros.
—Mi padre estará encantado de saber de usted. Aunque estaba mal informado. Me
había dicho que era una niña y ya no es así —dijo el futuro militar, evitando aludir al
encarcelamiento de su progenitor en el penal de Santoña desde finales de la Guerra
Civil—. Y además, sin pretender ser atrevido, muy hermosa.
—Más vale que deje usted sus osadías para el ejército —protestó, no muy
convencida, la tía Montse.
—El avión sale mañana desde Tablada —informó el muchacho—. Es difícil que
volvamos a vernos, y bien que lo siento. Pero me llevaré la melodía que le he
escuchado interpretar y sus preciosos ojos verdes entre mis mejores recuerdos.
—Me deja sin palabras —respondió Olalla, con esa sonrisa suya melancólica, más
aún al saber que sería difícil volver a ver a Eduardo Elorriaga.
—Quizás podría ser usted mi madrina de guerra —se atrevió a decir el joven.
—¿Qué es una madrina de guerra? —preguntó Olalla con inocencia.
—Cuando los soldados están en el frente de batalla, solos, sin nadie que les espere
a la vuelta, reciben cartas de ánimo de mujeres a las que no conocen. Eso les ayuda a
no pensar, a tener una ilusión por la que no abandonar —aclaró tía Sara, ocultando
que ella misma fue madrina de guerra de tres soldados durante la contienda, ninguno
de los cuales había regresado.
—Ya no estamos en guerra —comentó secamente tía Montse, ante la mirada
reprobatoria de su hermana.
—Nunca se sabe, señora. Todavía hay combatientes en la División Azul, luchando
en Rusia —corrigió Eduardo.
—Esos son voluntarios, ¿no? —preguntó tía Sara.
—Tengo entendido que no siempre es así, pero confío en que tenga razón señora
—contestó él.
—Seré su madrina de guerra —sentenció Olalla, resuelta.
—Entonces ya puedo irme tranquilo a Canarias, a Rusia o al fin del mundo —
respondió el muchacho.
—Es usted muy adulador —dijo la joven.
—Y usted la muchacha más bonita que he conocido en mi vida —contestó
Eduardo en un tono más cortés que atrevido—. Esperaré sus cartas con impaciencia.
Aunque le escribiré yo antes para darle mi dirección. Han sido ustedes muy amables
—dijo, dirigiéndose a las tías, mientras les daba la mano—. Sigan cuidando de ella tan
bien como lo han venido haciendo hasta ahora.
—Es usted todo un caballero, señor Elorriaga —le respondió risueña tía Sara,
recibiendo un ligero codazo de su hermana—. Esperamos volver a verle por casa.
—Me alegro de que haya venido —agradeció Olalla, sin poder controlar el
estremecimiento de su nuca al sentir los labios del militar en el dorso de su mano, a
modo de despedida.
—Que Dios las bendiga —respondió el muchacho, dejándose acompañar por tía
Sara y tía Montse hasta la puerta. Olalla se giró, cerró los ojos y volvió a tocar la
nocturna de Chopin, con el único deseo de que aquel muchacho regresara sano y
salvo de donde quiera que fuese.
12
13
Aquel lunes por la mañana salí de paseo sin haber recibido respuesta a mi correo
de la noche anterior en el que le sugería a Mateo leer el libro más transcendental de mi
vida, mientras me preguntaba si algún día le revelaría la verdad, en el caso de que él
no fuera capaz de descubrirla por sí mismo a medida que avanzara en su lectura. Y
todo eso contando con que decidiera leer la novela y tuviera interés por conseguirla. A
pesar de no encontrarse ya en las mesas de novedades, todavía podía comprarse en
algunas tiendas por Internet o en las librerías de viejo. Estuve tentada de adjuntarle
algún enlace, pero temí aparentar insistencia y determiné que fuera él quien tomara la
decisión. No soy supersticiosa, ni me gusta manipular los hilos del destino; y aunque
es habitual que me jacte en público de no creer en ellos, a veces pienso en si no se
estarán mofando de mí por negarles y juegan a fabricarme casualidades en su afán de
desconcertarme.
Me encanta pasear por Abandoibarra, junto a la ría. Ya no solo por la belleza
creada artificialmente, sino porque esa belleza ha nacido sobre una superficie
degradada, consumida por la fiebre industrial durante más de un siglo. Sobre los
terrenos otrora ocupados por fábricas y astilleros ahora se extienden parques y
modernas construcciones diseñadas por los arquitectos más reputados, conformando
un espacio donde la mano del hombre se ha estrechado con la de la naturaleza para
obtener una de las transformaciones más espectaculares que se recuerdan de una
ciudad, hasta convertir a Bilbao en un cisne que asombra a quienes la conocieron
cuando la contaminación ocultaba hasta el esplendor de los edificios señoriales que
siempre existieron.
Actualmente los bilbaínos han dejado de vivir de espaldas a la ría, el cordón
umbilical de la villa, cuyas aguas se han vuelto a poblar de aves y peces. Por sus
orillas corretean los niños, pasean las parejas de enamorados y transitan los turistas en
busca de una foto que colgar en sus redes sociales, con más naturalidad que
bucolismo.
Cuesta localizar vestigios de aquella actividad febril. Apenas alguna palabra con
reminiscencias antiguas, como Euskalduna: ahora sirve para denominar a un puente y
a un flamante palacio de congresos que le han arrebatado a los astilleros
desaparecidos no solo el espacio que ocupaban, sino también el nombre. O algún
elemento emblemático como la grúa Carola, llamada así en honor de una bella
muchacha que provocaba la admiración de los trabajadores cuando pasaba a diario
por la ría, capaz de levantar hasta sesenta toneladas y que no ha quedado más que para
ser retratada por visitantes que ni siquiera conocen su historia.
Ya no se oyen los ruidos de las factorías, ni se huele el humo impregnado de
minerales. Hogaño, aromas a sal marina se entremezclan en el aire con el graznido
esporádico de una gaviota patiamarilla o de algún ánade azulón.
Antes de darme la vuelta a la altura del Museo Marítimo, me detuve unos instantes
con los ojos cerrados, ofreciendo mi rostro a la brisa. Adoro estos espacios de silencio
urbano, remansos de paz dentro de la ciudad donde el tiempo se detiene, y por eso
disfruto tanto con esas librerías tradicionales donde aún es posible husmear entre sus
estantes, en busca del murmullo quedo de las palabras escritas.
Supongo que solo los sueños y los deseos son capaces de hallar atajos entre los
laberintos de nuestro pensamiento para conducirnos a los dominios de la imaginación.
Por eso, varada junto a un antiguo muelle, fantaseaba con el contenido de la respuesta
de Mateo. En realidad aguardaba a que pasaran los minutos, antes de regresar a casa y
encender otra vez el ordenador. Cuanto más durara mi paseo, menos posibilidades
tenía de llevarme una decepción al abrir la bandeja del correo. Un hormigueo en el
estómago me recordó que no había desayunado, lo que me sirvió como excusa para
detenerme en el camino de vuelta a comprar algo de comer. Y nada mejor que los
bollos de mantequilla que elaboraban en una pastelería muy próxima al domicilio que
David y yo compartíamos desde hacía años en el Arenal.
Vivíamos en un piso reformado de altos techos y suelos de madera, que a mí se
me antojaba demasiado grande, en especial durante las largas temporadas en las que
David se ausentaba por motivos laborales. Yo me pasaba las horas muertas en un
gabinete acristalado en el que tenía montado mi cuartel general. Allí leía, escribía,
enredaba en Internet o simplemente contemplaba la lluvia.
Entre que no me fiaba demasiado del viejo ascensor y que consideraba que mis
piernas me lo agradecerían a la larga, solía subir hasta la quinta planta por las
escaleras. Ese día no fue una excepción. Aún me cambié de ropa y me preparé un café
antes de sentarme frente al ordenador. Fuera, un sirimiri incipiente a duras penas
mojaba los cristales. A veces, una se pregunta por qué la felicidad resulta tan efímera y
no es capaz de conformar su existencia a base de momentos solaces. Quizás sea que la
memoria de lo vivido nos resta ingenuidad, nos hace más fuertes y más vulnerables al
mismo tiempo.
Se me deshacía el primer trozo de bollo en la boca cuando vi su correo. El mero
hecho de leer su dirección electrónica me provocó la sonrisa. Titulaba su asunto: Tu
nombre.
Hola, Adèle:
En realidad, confieso que me gustaría llamarte por tu verdadero
nombre. Hace varios meses que nos escribimos y a pesar de que sabemos
mucho el uno del otro, me llama la atención que ni siquiera me hayas
revelado tu nombre de pila. Y que quede claro que no pretendo que te
identifiques. Entiendo tus circunstancias personales y por nada del mundo
quisiera ponerte en compromiso alguno.
Sin embargo, a estas alturas intuirás que te has convertido para mí en
algo más que un simple desahogo epistolar. Nunca he sabido engañarme
a mí mismo, así que me resulta imposible negar que me atraes. No hay día
que pase en que no me imagine poder conocerte antes de que te conviertas
en una obsesión.
Espero que sepas disculpar mi atrevimiento, pero esta mañana la
prudencia no tenía ganas de levantarse.
Hoy no te envío saludos afectuosos, ni abrazos. Hoy son besos... como
los que me gustaría darte.
Mateo
P.D. Te he hecho caso y he comprado por Internet la novela que me
recomendaste anoche. Espero recibirla pronto.
14
Hoy son besos... como los que me gustaría darte. Releí aquella frase hasta que
tuve la certeza de que no se borraría nunca de mi mente. Engañándome a mí misma,
es muy posible que simulara cierto aire indolente mientras me incorporaba para mirar
a través de los cristales. La llovizna se fue transformando en un aguacero que
chapoteaba rebelde sobre el asfalto. En la calle una mujer trataba de dominar un
paraguas asustado por el viento, bajo la mirada gris del cielo bilbaíno que se entretenía
en teñir los árboles del Arenal de verde lluvia.
Recuerdo que esbozaba una de esas sonrisas trazadas por el anhelo y la
melancolía, con la boca entreabierta, cerrando los ojos de vez en cuando, quizás
esperando la calidez repentina de unos labios ajenos.
No era la primera vez que dudaba respecto a mi comportamiento con Mateo. Si
bien ya lo había podido intuir en correos anteriores, en esta ocasión era evidente que
le atraía una mujer a quien él creía no conocer en persona. Los hombres son muy
dados a enamorarse tanto de los misterios como de los retos y, desde el principio yo
había pretendido que fuera él mismo quien descubriera mi identidad, así que decidí
seguir ocultándome tras mi seudónimo. De algún modo, sentía la necesidad de que él
supiera todo de mí sin que yo tuviera que confesarle nada. Y es que los seres
humanos albergamos contradicciones que pretendemos ignorar en un fatuo afán de
simular coherencia.
Sabía que las reglas de nuestro juego quedaron fijadas por omisión en aquella
primera noche en el hotel Carlton, sin que ninguno de los dos se hubiera atrevido a
modificarlas durante todos esos años. Tal vez sea la cobardía lo que nos empuja a
encomendarnos al azar, sin querer plantearnos si existe o no, volviéndonos
especialmente pusilánimes a la hora de enfrentarnos con nuestra propia felicidad,
cuando atrasamos a sabiendas el reloj con el objeto de llegar tarde a la estación por
donde transitan los trenes cuyo destino desconocemos.
Mateo no lo sabía, pero ya me había besado. Lo hizo por primera vez nada más
cerrarse la puerta del ascensor que nos llevó desde el bar del Carlton hasta su
habitación. Me acarició la cara con ambas manos y me dio un beso largo, suave,
interrumpido por el pitido que nos avisaba de la llegada a la cuarta planta. Recorrimos
el pasillo despacio, en silencio, como si no nos acuciara el deseo y tuviéramos el
poder de juguetear con el tiempo. Sin embargo, al cerrar la puerta tras de sí, volvió a
besarme sin mediar palabra, esta vez agarrándome por la nuca. Yo tuve menos
miramientos y, tras depositar mi bolsa fotográfica en el suelo, rápidamente busqué la
desnudez de su cintura.
Me resulta complicado explicar lo que ocurrió esa noche. Yo me sentía tan
cómoda, tan desinhibida con él desde el primer momento, que me abandoné por
completo. Mateo me inspiraba tal confianza y tanto deseo que me entregué sin
reservas.
Aprovechando que no encendimos las luces, los reflejos de las farolas alcahuetas
de la plaza Moyúa se colaban entre las cortinas entreabiertas hasta alcanzar la cama.
Aún de pie, nuestros besos crecían en intensidad. Y aunque él trataba de no buscar mi
piel bajo la ropa, nuestras lenguas se removían con la violencia de la desesperación.
Me abrazaba con fuerza, como si temiera que me fuese a escapar. Al apretarme contra
él, creo que se dio cuenta de que no llevaba sujetador y sus músculos se contrajeron.
Aproveché para arañarle la espalda mientras le mordisqueaba la cara, incitándole a
que me desnudara. Pero Mateo parecía resistirse a tomar la iniciativa, ahora sé que por
cautela. Así que separé ligeramente nuestros cuerpos, sin despegarme de su boca y
hurgué en su cinturón hasta desabrochárselo al mismo tiempo que le di un fuerte
mordisco junto a la comisura de los labios. Emitió un jadeo, casi inaudible, sin llegar a
quejarse. Y eso que noté el sabor acre de su sangre mezclada en su saliva.
Entonces reaccionó, como un animal que se siente atacado. Me lanzó contra la
cama, se desnudó con rapidez y se arrodilló ante mí para quitarme a tirones las botas,
los calcetines, los pantalones y las bragas. Luego se incorporó para desabotonarme la
camisa hasta descubrirme los pezones, sobre los que se abalanzó para lamerlos,
rozándolos con los dientes. Enseguida su lengua recorrió mi cuerpo de arriba abajo,
deteniéndose bajo mi vientre. Hasta esa noche, jamás nadie había conseguido darme
tanto placer solo con la lengua. Por eso, cuando él hizo el amago de separarse, le
sujeté del pelo apretando su cabeza contra mí.
—Sigue —le susurré.
Se recostó con cuidado sobre una de mis piernas para lamerme con ansia al
tiempo que jugueteaba con sus dedos en mi sexo, resbaladizo y húmedo. En ese
instante, me miró de frente para cerciorarse de que yo también lo observaba. A
continuación volvió a recorrerme con su lengua cada vez más caliente hasta
provocarme el hormigueo que precedió a unos latigazos de placer que pronto
aumentaron en intensidad, extendiéndose en círculos concéntricos por mis muslos, mi
vientre y la base de mi espalda. Al notar mis convulsiones, se irguió para besarme en
la boca. Sabía a mí.
—No tengo preservativos —me dijo al oído.
—Yo sí —le contesté, con el corazón todavía acelerado—. Aunque ¿te atreverías a
follarme sin condón? Tomo pastillas.
A excepción de David, nunca había hecho nada parecido con nadie.
No contestó. Me miró sonriendo y me penetró con ímpetu. En cada acometida,
sentía cómo se aceleraban los latidos de mi sexo, y aunque no soy de gritar en la
cama, gemí cuando llegué al orgasmo, antes de sentir el calor profundo de Mateo
derramándose dentro de mí.
Cuando nos tumbamos exhaustos boca arriba, nuestros ojos se habían
acostumbrado a la oscuridad y casi pudimos distinguir el sonrojo de nuestros rostros.
—Eres preciosa —musitó, sonriéndome.
Y siguió buscando mi boca.
La madrugada no calmó nuestro deseo. Dormitábamos a ratos para enseguida
tocarnos; con las manos, con la boca, con las piernas... hasta terminar enganchados
sin remedio. Poco a poco, la luz de la mañana fue invadiendo la habitación,
desvelando el revoltijo de sábanas que nos envolvían. Su olor a sexo nos incitó a
follar por última vez antes de que sonara el despertador.
—Las diez. He quedado a las once para visitar unas bodegas en Haro —dijo,
justificándose—. Aunque lo que el cuerpo me pide es no salir nunca de esta
habitación.
—¿No estás cansado? —le pregunté, con sorna coqueta.
—Jamás nadie me había hecho sentir así, Silvia.
—Tú a mí me has vuelto loca —le confesé, mirándole a los ojos, con nuestros
rostros aún apoyados en la almohada.
—Eres increíble. Me cuesta pensar que no volveré a verte.
—¡Quién sabe! Supongo que esta noche no será fácil de olvidar para ninguno de
los dos.
—¿Olvidar? —respondió, mostrándome esa sonrisa que me derretía—. Sé a
ciencia cierta que por muchos años que viva, estarás entre los mejores recuerdos de
mi vida.
—¿Aún no me he ido y ya me llamas recuerdo? —le pregunté, fingiendo
abatimiento.
—Vente a las bodegas con nosotros —resolvió con vehemencia, como si le
hubiera llegado la inspiración de repente.
—No sé si es buena idea...
—¿Por qué no? Al fin y al cabo, no sería tan raro que una fotógrafa especializada
nos acompañara.
Dudé unos segundos mientras observaba de reojo el reloj que había sobre la
mesilla.
—¿Solo vais a Haro?
—Solo. Visitaremos López de Heredia, Muga, Cune y Bodegas Bilbaínas. Nos
quedaremos esta noche en Los Agustinos, un viejo convento reconvertido en hotel.
Me encantaría que pudieras venir —comentó en tono persuasivo.
Sopesé su propuesta durante unos instantes. David estaba fuera de Bilbao y,
aunque no resultara necesario, constituía una ventaja que no tuviera que darle
explicaciones.
—Creo que me has convencido, pero tengo que acercarme a casa para cambiarme.
Vivo cerca.
—¿Te espero en el hall, entonces?
—Claro —respondí, besándolo antes de incorporarme de un salto y empezar a
recoger mi ropa esparcida por toda la habitación.
—Me encanta que te hayas animado.
—Acabo de recordar que tengo que dejar los carretes en el laboratorio. Me daré
prisa, aunque si a las once y cuarto no estoy abajo, tampoco me esperes.
—No estarás cambiando de idea...
—¡No! —reí, abiertamente, vistiéndome sin que Mateo apartara su vista de mí.
—Eres preciosa.
—Eso ya me lo has dicho, y creo que exageras. Debo de tener unas ojeras
horribles... pero no me disgusta que pienses así —le contesté sin dejar de sonreír.
—¿Que exagero? Más bien me quedo corto. Y además creo que nunca me cansaré
de decírtelo. Eso sí, confío en que no te acostumbres.
—No pensarás meterme miedo —comenté, jovial.
—En absoluto —resolvió.
—Eres increíble —le dije, despidiéndome con un beso—. Nos vemos en un rato.
Pero otra vez ese destino en el que no creo se empeñó en jugarme una mala
pasada, como si hubiese querido cobrarse la felicidad de aquella noche,
impidiéndome que acudiera a la cita.
15
16
El asesinato de aquella muchacha removió los recuerdos más amargos del pasado,
esos que duermen en el rincón de un cuarto de nuestro cerebro, cerrado bajo llave, y
que afloran en cualquier momento invadiéndolo todo, traspasando unas paredes tan
porosas como la piel desgarrada.
A sabiendas de que Asier me había comentado que no habría novedades durante
un tiempo, apenas salí de casa por no separarme del teléfono. Creo que únicamente
me acerqué al laboratorio para recoger el reportaje del concurso de sumilleres y enviar
los negativos a la revista, antes de pasarme por un supermercado donde acopié las
escasas provisiones necesarias para subsistir: papel higiénico, pan de molde, jamón de
York y Coca-Cola. Ver el rostro de Mateo en esas fotografías me sirvió para
cerciorarme de que, en realidad, nuestro encuentro no era un sueño en mitad de una
pesadilla, aunque en honor a la verdad diré que entonces las circunstancias me
obligaron a olvidarle poco a poco.
Cuando David llegó a mediados de la semana y me vio tendida en el sofá, apenas
vestida con un pijama y la mirada perdida en la televisión apagada, no dijo nada.
Simplemente sonrió, me cogió en brazos y, tras llevarme a la habitación y desnudarme
con delicadeza, me hizo el amor muy despacio, susurrándome un te quiero, conocedor
de que solo el sexo era capaz de alejarme temporalmente de la espiral de dolor que me
provocaba la muerte de mi hermana.
He de reconocer que David es la persona que más sabe de mí. Quizás sea cierto
que se limita a mi personalidad visible, la que nos resulta menos pudoroso mostrar,
pero la mayor parte de sus conocimientos la ha adquirido mediante la observación, y
eso es muy de agradecer para las personas que no disfrutamos hablando de nosotras
mismas. Por eso, cuando mi amiga Lourdes se marchó a Madrid para continuar con su
carrera periodística y me quedé sin compañera de piso, acepté que él ocupara su lugar.
Compramos una cama más grande para mi habitación, alivié ropa de los armarios y
adaptamos el otro cuarto como despacho. Allí estuvimos varios años hasta que mi
abuela nos ofreció mudarnos a su ático en el Arenal, que apenas frecuentaba.
La llamada de Asier llegó el viernes por la mañana, adelantándome que existían
pocas novedades sobre el caso, pero que podíamos vernos por la tarde en el Iruña
para tomar un café.
Después de varios días de lluvia, el sol se abrió paso casi sin querer entre unas
nubes grises cada vez más iluminadas, hasta que se fundieron con el azul timorato del
cielo bilbaíno. Niños y mayores habían tomado los Jardines de Albia y hasta la estatua
de Antonio Trueba esbozaba una mueca socarrona. El suboficial me esperaba a la
puerta del café, fumando como de costumbre. Su tupido bigote se frunció al
sonreírme.
Tenía la sensación de que se alegraba siempre tanto de verme, que me causaba
lástima creer que pudiera estar enamorado. Me ocurría que no sabía cómo saludarle.
Un apretón de manos me parecía demasiado formal para la relación que manteníamos
y, sin embargo, tampoco ninguno de los dos habíamos hecho jamás ademán de darnos
dos besos. Nunca sabré si él no se acercaba por prudencia hacía mí o quizás por
protegerme, ya que podía pensar que no estaba bien vista la amistad con un policía.
—Hola, Silvia... —solía dejar sus saludos a medias, como si no supiese
concluirlos o no se atreviese a decirme ni siquiera un cumplido.
—¿Cómo estás, Asier?
—Si es pregunta retórica, te contestaré retóricamente que tirando. Pero si quieres
que te diga la verdad, estoy bastante jodido.
En las conversaciones triviales, Asier hablaba con esa sorna suya tan particular,
ante la que resultaba complicado averiguar si hablaba en serio o si le gustaba quejarse
en busca de ser compadecido o acaso de una sonrisa ajena.
—¿Y eso? —le pregunté, casi obligada.
—¿Tomamos un café dentro? —contestó, invitándome a pasar delante por la
puerta giratoria. Al otro lado, los aromas a madera y café delataban que en el viejo
establecimiento la vida transcurría más despacio.
—Estos lugares deberían ser eternos —susurré.
—Deberían. Sin embargo, cualquier día llega una franquicia de comida basura y
se lo carga.
—Anda, no exageres —le dije, observando cómo tomaba asiento frente a mí.
—En Salamanca, la ciudad de mis padres, se cargaron así El Corrillo, un café con
tanta historia como las aulas de la universidad. Al igual que este, muy frecuentado por
Unamuno —respondió asépticamente, sin dar emoción a sus palabras en su afán de
ocultarla, quizás para no sufrir por ella.
—Me dejas de piedra.
—Ya. Puta globalización. Cada día, las ciudades se parecen más las unas a las
otras: las mismas tiendas, el mismo mobiliario urbano, los mismos bares... Lo peor es
lo que se queda por el camino: esos viejos lugares que ya no podrán recordarnos
nuestras raíces.
—No conocía esa faceta tuya filosofante —comenté, divertida—. Estoy de
acuerdo contigo. Aunque creo que para recordar no nos hacen falta lugares, ni fotos,
ni objetos. Los mejores recuerdos corresponden a los buenos momentos vividos... y
esos no se borran. Quizás queden arrumbados en algún recoveco de nuestro cerebro,
pero de repente, como por encanto, en cualquier instante, afloran desde aquí —dije,
poniendo mi mano en el corazón—, regándonos con una solaz añoranza.
—¡Vaya! Y yo no conocía esa faceta tuya poética —bromeó, quise creer que para
disimular su admiración, mientras miraba de reojo mi escote aprovechando que yo
aún me tocaba el pecho.
—Me gusta mucho la poesía —corroboré.
Un camarero enjuto se acercó a la mesa para recoger la comanda.
—Buenas tardes, ¿qué van a tomar?
—Un café con leche —pedí.
—Y yo un vermú —solicitó, encendiendo un cigarrillo—. Me disculparás que me
lo tome a estas horas —dijo, dirigiéndose a mí.
—No tienes por qué pedir disculpas —le contesté, risueña—. Suele ocurrir
cuando se está jodido. ¿Puedo saber qué te pasa?
—La investigación de la muerte de esa muchacha no avanza en la dirección que yo
imaginaba. Y de postre, mi chica me dejó anoche.
—¡Joder! Lo siento —le respondí con sinceridad y si bien, deseaba conocer
detalles sobre el crimen, consideré más piadoso interesarme por sus temas personales
—. No sabía que tuvieras novia.
—Bueno, andábamos enredados desde hace dos años. Con nuestros tiras y aflojas
desde el principio, ya sabes, las discusiones típicas de toda pareja.
—Ya —asentí, sin querer contradecirle.
—Pero la de anoche es la definitiva. Me montó un numerito de la órdiga. Me gritó
que estaba hasta las narices de mis horarios, de que no estuviera cuando me
necesitaba y de esa actitud mía de quedarme colgado, mirando a las musarañas,
mientras enciendo un cigarro tras otro. Lo que me cabrea es que yo he sido igual
siempre —me contó, dando el primer trago al vaso que el camarero acababa de dejar
en la mesa—. Y todas esas cosas que me echó en cara son las mismas que un día le
gustaron de mí. No hay quien... —se detuvo al temer que lo que saliera de sus labios
pudiera molestarme.
—No hay quien entienda a las mujeres —concluí por él, sonriente.
—No todas son... no todas sois iguales.
Aquellas palabras constituían el mayor requiebro que Asier me había lanzado
hasta entonces.
—Eso no sé si es un insulto o un cumplido —reí ahora, martirizándole un poco,
comprobando cómo el único modo de combatir su sonrojo era acelerando el ritmo de
sus caladas.
—Estás siendo muy paciente conmigo —respondió, buscando el cambio en la
conversación—. Y tú andarás deseando saber algo del asesinato del otro día.
Ocurría siempre lo mismo. Cuando parecía que comenzábamos a encontrarnos
cómodos, Asier buscaba la manera de regresar a la realidad, como si esos cafés con
sabor a confidencias tuviesen que ser negros, sin posibilidad de edulcorarlos. Quizás
nuestra complicidad le incomodaba o pensaba que podría incomodarme a mí. Aunque
sigo manteniendo la teoría de que es tan buen muchacho que procuraba mantener la
distancia conmigo, más por respeto que por miedo al fracaso.
—Claro, a pesar de que ya me adelantaste esta mañana que las cosas iban lentas.
—Más que lentas, no van según yo preveía —titubeó—. ¿Te encuentras bien?
—Todo lo bien que puedo estar al no tener más remedio que echar la vista atrás.
Pero tranquilo, puedes contarme. No tengas miedo de hacerme daño.
Suspiró tras aspirar profundamente el humo de su tabaco.
—Los dos crímenes son demasiado similares para pensar que puedan haber sido
cometidos por personas distintas. No creo que sea necesario entrar en detalles.
—Me encanta que trates de protegerme, Asier. No obstante, insisto en que me
informes de lo ocurrido.
—A ver... —dijo, procurando buscar las palabras adecuadas—. Ambas fueron
asesinadas en un lugar por determinar. No, desde luego, donde las abandonaron.
Antes las habían violado y, tal vez, mutilado. En el caso de Igone, el forense ha
deducido que las amputaciones se produjeron cuando el corazón aún latía. La sangre
irrigada alrededor de las heridas así lo indica. Tanto ella como tu hermana fueron
sedadas con anterioridad con algo que bebieron, al parecer voluntariamente, por lo
que en teoría conocían al asesino. Eso explicaría que no presentaran hematomas, salvo
las marcas en tobillos y muñecas. Después las forzaron y las estrangularon.
—Bueno, por lo que me dices, tenéis unos cuantos indicios —contesté, respirando
con profundidad en mi afán de contener las lágrimas—. Que a esta chica la hayan
encontrado pronto habrá ayudado a recabar más pruebas.
—Sí, por supuesto que hay más. Si bien aún no tenemos el dossier de la autopsia
del forense te confieso que andamos bastante perdidos. Confiamos además en que el
informe de la Científica aporte algún hilo por el que tirar, aunque hay algo que nos
desorienta.
—Dime.
—A simple vista, nadie diría que los dos crímenes no fueron cometidos por el
mismo hijo de puta. Y, sin embargo, no lo fueron —Asier hablaba casi para sí,
tratando de ordenar las ideas en su cabeza, resistiéndose a aceptar la evidencia. Yo
permanecí callada en espera de una nueva explicación, pero el suboficial parecía haber
caído en trance.
—¿Qué quieres decir?
—El semen descubierto en sus vaginas... No es el mismo.
—¿Y entonces, Asier?
—Entonces es posible que haya dos violadores diferentes. Lo que no sabemos es
si ambos participaron en los dos asesinatos o si el segundo estaba al tanto del primero
y quiso imitarlo. Aunque no le veo el sentido. Este tipo de crímenes son cometidos
por psicópatas que actúan solos. Entenderás que nos encontremos desorientados. El
análisis del semen únicamente nos ha llevado a concluir que son distintos y que
ninguno de los dos tipos se hallaba fichado, al menos, en nuestra base de datos.
—¿Quieres decir que pueden estarlo en otras?
—Claro. Hay varias. Las más completas son las de la Policía Nacional. Llevan más
tiempo en esto. Las nuestras comenzaron hace solo unos años.
—¿Tienen varias?
—Sí. Las más útiles son las de identificación de huellas dactilares, la de ADN y,
por supuesto, la del DNI. Lo curioso es que ni siquiera ellos las tienen unificadas.
—¿Y no tenéis acceso a ellas?
—No, directamente. Tenemos que solicitarles la información a través de los
mecanismos correspondientes que no son demasiado ágiles. A ellos les ocurre lo
mismo.
—Alucino.
—Bueno, a pesar de que las relaciones entre los gerifaltes de la Policía Nacional y
de la Ertzaintza no son para tirar cohetes, los que callejeamos nos intercambiamos
favores. Le he pedido a un inspector de la comisaría de Gordóniz que me averigüe si
cuentan con alguna de las dos muestras de ADN extraídas del semen. Si no fuera así,
nos va a resultar más complicada su identificación.
—Estoy segura de que daréis con él —le respondí en un intento de animarle a la
vez que disimulaba mi desolación.
—Eso espero, Silvia. Y que el segundo criminal nos conduzca, de un modo u otro,
al primero.
Ya no respondí. Se me habían quitado las pocas ganas que tenía de hablar. Miré
por la ventana en busca de un lugar al que escapar, aunque solo fuera con la
imaginación. De repente, sentí la necesidad de estar sola. De huir a algún sitio que no
me resultase familiar, donde los paisajes no me atormentaran con recuerdos.
17
Pocas cosas me resultan tan gratificantes como la soledad elegida, quizás por eso
nunca me planteé tener hijos que pudieran cercenar mi libertad de movimientos. Y sin
embargo, sé que me engaño. El motivo principal de mi renuncia a ser madre es que
jamás me sentí preparada para asumir la responsabilidad, la preocupación o la
angustia por el dolor que un hijo ha de sentir a lo largo de su existencia.
Cuando buscas ese aislamiento en determinados lugares, parece que tu mente se
reiniciara, en un afán de empezar desde cero, de volver —quién sabe— a los idílicos
momentos de la infancia o, mucho más atrás, a nuestros propios orígenes como
especie. Suelen ser lugares dramáticos, paisajes donde, por ejemplo, el mar se tropieza
con las montañas o donde el hombre y la naturaleza luchan por hacerse un sitio, en
una pugna que dura milenios. Lástima que las emociones sean capaces de reconstruir
nuestra historia personal en poco tiempo.
El viejo caserío de mi amiga Lourdes en Antzora, frente a la isla de Izaro, entre las
playas de Laida y de Laga, es mi refugio. Me enamoré de él a primera vista en el
verano que lo visité por primera vez. Y eso que entonces apenas lo disfrutamos, ya
que nos pasábamos el día tumbadas al sol y las noches frecuentando las verbenas de
los pueblos cercanos. En realidad, era la residencia vacacional de sus padres, que se
habían conocido de niños en la otra orilla de la ría, en la colonia infantil de Nuestra
Señora de Begoña de Pedernales, aunque ahora podían pasar meses sin que se dieran
una vuelta por allí. El trabajo de Lourdes en Madrid tampoco le permitía acudir a
Antzora con la frecuencia que hubiera deseado. Mi amiga me insistía en que a la casa
le vendría bien un poco de calor humano, invitándome a pasar unos días en ella
cuando quisiera. No soy de visitar hogares ajenos y siempre había rehusado su
propuesta hasta aquel día en el que, tras conversar con Asier en el Iruña, sentí la
necesidad de escapar para tratar de encontrarme.
Desde luego, aquel paraje constituía un sitio perfecto. No demasiado lejos de
Bilbao, pero sí lo suficientemente aislado como para sentirme sola en medio de la
naturaleza, en la ladera de un monte junto a un Cantábrico indómito que disfruta
bramando en los meses fríos. Así que esa misma tarde, al llegar a casa, la llamé para
decirle que aceptaba por fin su ofrecimiento y que pasaría una semana en su casa. Su
voz, al otro lado de la línea, sonó alegre, satisfecha por poder serme útil de alguna
forma. A menudo me había confesado la impotencia que la dominaba cuando me
invadía la tristeza y no hallaba el modo de calmar mi aflicción. Se encargó de
mandarme por mensajero un juego de llaves que me suplicó que me quedara y se pasó
un buen rato dándome instrucciones para que me fuera más fácil instalarme.
En cada visita a Antzora experimento la misma emoción que la primera vez. Me
resulta difícil explicarlo. Es como si comenzase mi vida de nuevo. Frente a la
cristalera, se me pasan las horas observando cómo el mar trata de engañarnos con sus
cambios de color y la bravura de sus olas, contagiándome de las mareas que lo
habitan. Adoro encender la chimenea y contemplar el atardecer con las luces
apagadas. Es curioso que allí nunca haya sentido miedo por estar sola. Sobre todo,
cuando las noticias en los periódicos alarmaban a las bilbaínas con la existencia de un
posible asesino en serie, que había actuado al menos en dos ocasiones en los últimos
seis años.
Supongo que fue mi abuela la que, a su manera, me enseñó a vivir sin temor. De
niñas, a la hora de dormir, nos contaba cuentos extraños que entonces no
entendíamos, a los que encontré su sentido con el paso del tiempo. No tiene lógica
perderse un viaje por si el avión se estrella o renunciar a un amor por pánico al
fracaso. Tampoco la tiene asustarse por habitar una casa donde el mayor peligro es el
que nace de uno mismo.
Sigo frecuentando ese lugar al menos una vez al año, siempre en otoño o en
invierno. Allí, donde los acantilados de la Reserva de la Biosfera de Urdaibai besan al
mar, entro en cónclave con mis fantasmas en busca de una fumata imposible. En las
noches de tormenta, con los rayos clavándose en el agua, han pasado por mi mente
desde los deseos de venganza hasta la necesidad de amar. A Antzora me he llevado el
peso que acarreo en mi mochila, con el vano propósito de vaciarla en los acantilados y
que el mar arrastre su doloroso contenido hasta el fin del mundo. De algún modo, es
allí donde cultivo mi jardín secreto, liberándome de las circunstancias superfluas que
se empeñan en ocultarnos lo que de verdad nos importa.
Con los años, pude comprobar que no fue casualidad que aquel primer noviembre
el recuerdo de un hombre al que solo había visto una vez dominara sobre el resto. Sin
que mi consciencia lo eligiera, hasta Antzora siempre me han acompañado mi
hermana, mi abuela, David, Asier... y, fundamentalmente, Mateo. Nadie más.
Allí no importa si están vivos o muertos, ni que las circunstancias nos hayan
condenado a no volver a vernos. Por alguna curiosa razón, al margen de mi lógica, en
aquellos parajes disfruto con ellos, recreándome en mi soledad, haciendo míos los
versos que, en una visita a Sevilla, escuché a un viejo cantaor de flamenco:
A la mar miraba,
a la mar miré,
como miraba pa toítas partes
y solo me encontré.
Al principio quise creer que el hecho de haberle dado plantón a Mateo, tras vivir
una de las noches más excitantes de mi vida, apaciguaría mi zozobra y que, con el
tiempo, se me pasaría esa sensación de dependencia emocional. Que aquel brillante
sumiller era un vino joven, brioso, con una maravillosa explosión frutal en boca, pero
que al no fermentar en barrica, su sabor no persistiría. Me equivoqué. En realidad,
ocurrió lo contrario. Más aún, después de verle alguna otra vez. Aunque, desde luego,
muchas menos de las que a los dos nos hubiera gustado.
Por eso me removió aquel correo en el que me requería besos. En realidad, se los
pedía a una mujer de la que él creía no conocer el nombre y, sin embargo, lo sabía.
Bien que me lo había susurrado al oído en el silencio marchito de la habitación de un
hotel a medianoche, o mirando al mar a través de una cristalera mientras brindábamos
por nosotros. Releyendo aquellas frases, entendí que me resultaba complicado
continuar con ese juego de misterio. Mateo no se lo merecía. Se estaba enamorando de
una mujer de la que ya estaba enamorado.
Pero, por otra parte, me parecía ridículo revelarle mi identidad en un correo
después de meses escribiéndonos. Aunque era muy posible que me perdonara sin
entenderlo. Tras unos días de duda, decidí que tenía que seguir adelante con lo que
andaba haciendo. Al menos, hasta que él leyera la novela. A estas alturas, carecía de
sentido que yo le relatara abiertamente la verdad. Confiaba en que él la descubriera
por sí mismo y que, de ese modo, pudiera comprenderlo todo.
Fue un domingo en el que el Athletic de Bielsa había protagonizado una de sus
habituales remontadas en el viejo San Mamés, así que David se retrasó celebrándolo
con la cuadrilla y yo aproveché el sosiego de la casa para enviarle un correo a Mateo.
No sé si por respeto a las tradiciones o, simplemente, por romanticismo, siempre he
rehuido de la mensajería instantánea y de las redes sociales. Antes de escribir me gusta
madurar las frases y me niego a pasarme el día pendiente del teléfono o del ordenador
en espera de una respuesta que solo sirve para conseguir un refuerzo que palie
nuestras inseguridades o, lo que es peor, nuestras carencias. La tecnología ha
facilitado la forma de relacionarnos con los demás, a costa de menoscabar la
comunicación profunda con nosotros mismos.
Aquella noche, sin embargo, creo que no medí lo que le dije.
Querido Mateo:
Sé que te sonarán absurdas mis palabras, cuando no incomprensibles.
Lo cierto es que me siento tremendamente halagada por saber que te
atraigo. A veces, es imposible discernir el deseo del amor, el amor de la
dependencia o la dependencia del deseo. Al final, el círculo siempre
termina cerrándose. Y los besos son la puerta que nos lleva a descubrir
los sentimientos. Gabriela Mistral compuso un delicioso poema sobre los
besos, aunque más que un poema es un tratado. Si no lo conoces, te
recomiendo que lo busques. Me viene a la cabeza ahora un fragmento:
hay besos que se dan con la mirada
hay besos que se dan con la memoria.
Ya ves, son solo dos versos que resumen infinitas historias de amor.
Y tú me dices que te gustaría besarme, sin ni siquiera conocer mi
nombre. Siento no poder decírtelo, por el momento. Razones poderosas
me lo impiden. Pero espero que pronto no solo sea capaz de revelártelo,
sino incluso de que puedas ver también mi rostro.
Dirás que soy una chalada a la que le gusta exagerar el misterio. Y
hasta tal vez tengas razón. Por eso, te diré que la clave para desvelar ese
misterio se encuentra en las páginas de la novela que supongo ya ocupa
un lugar de tu estantería.
Con cariño,
Adèle
Capítulo II
18
Cuando Olalla recogió la nota que Martín acababa de dejarle en su ventana, pensó
en que hubiera preferido descubrir la letra de Eduardo Elorriaga, el apuesto militar
que había prometido escribirle hacía más de un mes y del que, sin embargo, aún no
tenía noticias. Desde el mismo día en que Eduardo partió hacia las islas Canarias, la
muchacha aguardaba cada mañana la llegada del cartero con aparente disimulo. No
obstante, a medida que transcurrían las semanas sin recibir carta alguna, su
expectación se iba tornando en una frustración que se evidenciaba en la languidez de
sus melodías al piano, en el laconismo de sus palabras y en una inapetencia que ni
siquiera los deliciosos guisos de la tía Sara contra los males de amores podían aliviar.
En la oscuridad nocturna de su cuarto, antes de que su duermevela ensoñara con
que su madre le besaba en la frente, se figuraba los motivos por los que la carta de
Eduardo no llegaba: quizás el servicio de Correos la hubiera extraviado, o él no había
tomado bien la dirección, aunque lo más probable es que al aterrizar en su destino, el
militar se hubiese olvidado de ella. Al fin y al cabo, no era más que una chiquilla.
Pero la razón se envalentona si el corazón sufre, y a pesar de que se sobresaltara al
descubrir una sombra en la ventana, no pudo evitar una sonrisa cuando se dio cuenta
de que alguien le entregaba un mensaje secreto: su primera carta. Un lenitivo con el
que enjugarse las heridas de la indiferencia.
Su pulso titilaba al vaivén del candil que acababa de encender. En el sobre, sin
remite, solo aparecía su nombre: Srta. Olalla Carmona. Lo rasgó con cuidado en un
intento de conservarlo lo más intacto posible. Pronto descubrió que tras la esmerada
caligrafía del escrito, se encontraba la mano del muchacho que se tocaba con timidez
el sombrero cada domingo.
Señorita Carmona:
Espero que sepa disculpar mi atrevimiento al dirigirme a usted con
estas líneas. Me llamo Martín Villalpando y trabajo en un periódico.
Probablemente no sepa quién soy, aunque yo la veo pasar por delante del
Gran Britz cuando sale de misa.
Se preguntará por el motivo de esta misiva, y créame que ni yo mismo
lo sé. Lo único que me ha movido a escribirle es la necesidad de que usted
conozca mi existencia. Llevo meses buscando la manera de hacerle saber
que es la niña más bonita de Sevilla, pero supongo que carezco de la
osadía precisa para decírselo mirándole a esos preciosos ojos que usted
tiene, capaces de iluminar el corazón más oscuro. Así que estas torpes
líneas, emborronadas y reescritas un millar de veces, son lo más que he
conseguido balbucear.
Si quiere responderme, miraré cada noche bajo la maceta de su
ventana. En el caso de que en una semana no me haya contestado,
entenderé que no quiere saber nada de mí y no volveré a molestarla.
Permítame que me despida con unos versos que tomo prestados:
Libertad no conozco
sino la libertad de estar preso en alguien
cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío.
Su humilde admirador,
Martín Villalpando
Olalla se sorprendió a sí misma con otra sonrisa. A pesar de ser mayor que ella,
aquel muchacho le despertaba su instinto protector. De algún modo, percibía su
orfandad aun sin saber si vivían sus padres. Tras esas poses robadas de los galanes de
las películas, atisbaba el porte desvalido que ni siquiera un traje a medida o un
sombrero bien colocado podían ocultar. Quizás por eso, ella se sintió más halagada
que ilusionada. Detrás de aquellas palabras adivinaba que se escondía un muchacho
prudente, amable y educado. No es que fuera demasiado guapo, aunque su aire
desgarbado le recordaba al de James Stewart en Ardid femenino, cuyo personaje era
incapaz de confesar a sus padres que se había casado con Francey, una cantante
deliciosamente interpretada por Ginger Rogers.
No releyó la carta antes de acostarse. Sin embargo, su inconsciente eligió por ella,
porque en sueños se veía recorriendo una gran mansión en la piel de Katherine
Hepburn, preparándose para una boda con un hombre al que no amaba, atraída por
Cary Grant y James Stewart. Cuando se despertó al día siguiente, Olalla pensó en que
debía ir hasta la papelería Ferrer, en la calle Sierpes, para comprar papel de escribir,
por si al final decidía contestar a Martín. Tendría que pedir algo de dinero a sus tías
mintiendo piadosamente acerca de la necesidad de unas medias.
Era posible que su tía Sara le entendiera si le contaba la verdad, pero a esas edades
uno empieza a construir secretos que terminan convirtiéndose en el abono de ese
jardín que cultivamos dentro de nosotros y que no solemos mostrar a nadie. Solo a
veces fingimos dejar la cancela abierta por descuido, para dejar al descubierto la parte
de vergel que nos interesa lucir. Y, a pesar de su juventud, el jardín secreto de Olalla
Carmona florecía sin medida, ajeno a cualquier poda que pudiera limitar su capacidad
de soñar y de imaginar.
19
20
Siempre ocurría lo mismo. Cada vez que Franco viajaba a algún lugar,
proliferaban los rumores acerca de un posible atentado, aunque la mayor parte de las
veces se trataba simplemente de las ganas que tenían muchos de verlo muerto. Por
eso, en las visitas de Franco a poblaciones populosas, le acompañaba, además de su
séquito, una cohorte de vigilancia policial extra y de enemigos camuflados, cuyo
único propósito era el de ser testigos de lo que deseaban con tanta vehemencia. En los
corrillos clandestinos de anarquistas, falangistas viejos y republicanos que llevaban la
tricolor solo en el corazón se conjeturaba con el momento y el modo en que tendría
lugar el asesinato del dictador. Una bomba colocada en la suite real del hotel
Andalucía cuando visitara a Oliveira en sus aposentos, o quizás bajo el asiento del
ascensor, una granada lanzada desde una azotea de la avenida de José Antonio, una
copa de vino envenenada, o tal vez el disparo de un paco en cualquier espacio abierto.
Juan José Domínguez era uno de los gatos llegados a su Sevilla natal al olor de las
sardinas. Aunque por su cabeza siempre rondaba la manera de desestabilizar el
régimen, de forma que ellos, los verdaderos falangistas de José Antonio, recuperaran
el poder que se les estaba arrebatando, la idea de atentar contra Franco se le antojaba
demasiado peligrosa, por no decir innecesaria. Parecía claro que Hitler ganaría la
guerra europea, y entonces todo cambiaría, por lo que resultaba más inteligente
esperar a que esto sucediera... antes de que un arrebato lo llevara por otro camino.
Entre la cantidad de chismes que había llegado a sus oídos, se encontraba el de
que Fausto Beneroso, un camisa azul de la vieja guardia, aficionado a las carreras de
coches y a los rifles de largo alcance, andaba por Sevilla. Sin embargo, Domínguez no
tenía noticias fiables de aquel algecireño huraño, compañero de confabulaciones y con
el que había participado en los preparativos de una acción militar alemana contra el
Peñón de Gibraltar, colaborando en el tendido de un cable desde Francia hasta La
Línea de la Concepción que facilitara las comunicaciones ante una eventual invasión.
Lo menos que se podía imaginar Domínguez era que estaba siendo objeto de
seguimiento por parte de un mercenario del régimen con ínfulas de policía. Pepe el
Tumba buscaba un puesto dentro de la recién creada Brigada de Investigación Social,
conocida con el apodo de La Secreta, una unidad encargada de aniquilar a los
movimientos de oposición al franquismo con métodos practicados al margen del
control judicial y cuyo instructor era Paul Winzer, máximo representante de la Gestapo
en España. Por nada del mundo dejaría escapar una oportunidad así.
Acodado en el mostrador de El Rinconcillo, el Tumba confiaba en un golpe de
suerte que borrara sus antecedentes como violador para poder integrarse en el Cuerpo
General de Policía. Aparentando estar concentrado en su vaso de vino, aquel hombre
de torva mirada permanecía atento a las conversaciones que Victoriano, el encargado
del local, mantenía con los policías de la Brigada de Investigación Criminal, la sección
que perseguía los delitos comunes. Las precarias condiciones de la vieja comisaría de
la calle Peral, así como su mala ubicación, habían convertido aquella añeja taberna y
tienda de ultramarinos regentada por montañeses en el lugar que centralizaba la
información, órdenes y distribución del servicio de la policía durante las primeras
horas de la noche.
La carencia de radio, y el hecho de que la brigada solo dispusiese de un coche con
un mísero cupo de ocho litros de gasolina al mes, no facilitaba las comunicaciones.
Así que el bueno de Victoriano, un tipo afectuoso y servicial, hacía las veces de
centralita, encargándose de recoger los recados con gran precisión. Hasta allí llegaban
cada noche a reponer fuerzas los policías que previamente habían comprado,
utilizando su cartilla de racionamiento, un bollo de pan en el horno de la plaza de
Jáuregui, que Victoriano rellenaría de tocino o manteca colorá.
Junto a los policías que recogían sus viandas o sus órdenes, en aquel mundillo
nocturno que surgía alrededor de la barra de El Rinconcillo, artistas, cantaores y
periodistas engañaban a sus almas solitarias a través de conversaciones
intrascendentes con un vaso de vino en la mano, cada vez más difuminadas por el
humo del tabaco que ganaba en densidad a medida que el cielo se oscurecía.
En uno de los extremos, un individuo de aspecto serio ofrecía un cigarrillo a un
joven de poco más de veinte años. Pepe el Tumba observaba de reojo los gestos con
que el más veterano instruía a quienes se le acercaban, no sin sentir cierta admiración
rayana en la envidia. Aquel hombre de mirada afilada y pelo cortado al cepillo,
ataviado con un impecable traje oscuro con chaleco, se llamaba Antonio González
Serrano, más conocido como El Chaval del Picaó o simplemente El Chaval quien, a
pesar de lo ingenuo de su apodo, era una de las personas más temidas y respetadas
por los delincuentes sevillanos. Sus aptitudes personales, capacidad de trabajo y
profundos conocimientos de su profesión, unidos a sus legendarias detenciones y a
sus curiosos interrogatorios, convertían al Chaval en el jefe perfecto de la Brigada
Criminal. Su afición al idioma caló le llevaba a dar una oportunidad a los detenidos de
poca monta, ofreciéndoles la libertad a cambio de que lograran encontrar una palabra
en esa lengua que él no conociera. Aquella especie de juego malvado solía terminar
con la famosa frase del comisario: «¡Al trullo!», feliz por demostrar a los espectadores
y a sí mismo su sapiencia del lenguaje gitano.
En Sevilla no había estraperlista, timador o ratero que él no conociera. A sus
subordinados les llamaba la atención que no hubiera acabado con la academia de
carteristas ubicada en la calle Guadalupe, donde se instruía a los ladronzuelos con
maniquíes cubiertos de campanillas. Pero El Chaval pensaba que si no les enseñaban
en ese local, lo harían en cualquier otro, y prefería tener controlados a cuantos
alumnos salían formados de aquella escuela de pillaje. A los carteristas sevillanos,
habituales de los tranvías, se les unían los venidos de toda España en la temporada
alta, que transcurría desde la Semana Santa hasta la Feria de Abril, con lo que a la
Brigada Criminal se le acumulaba el trabajo. A menudo contaban con las confidencias
de los feriantes quienes, con la contraseña de «Buenos días», identificaban a los
manilargos llegados desde Madrid o desde Barcelona.
El muchacho que fumaba con el comisario era un policía recién integrado en la
brigada. Asentía de continuo a lo que le decía su superior y, de vez en cuando,
cruzaban alguna risotada. Acababa de encenderse otro cigarrillo cuando observó a un
muchacho que entraba en el local por la puerta de la calle Gerona. Al reconocer al
visitante, el Tumba cambió con disimulo de posición, acercándose de espaldas al
grupo que se acababa de formar.
—Comisario, este es mi amigo Martín Villalpando, el periodista del que le hablé
—dijo el joven policía.
—¿Cómo estás, muchacho? —saludó El Chaval, tendiendo la mano.
—Encantado de conocerle en persona, señor. Es ya toda una institución en Sevilla.
—¿Ah, sí? —el comisario rio tan brevemente que la mueca de su rostro resultó
imperceptible—. Así que incorporándote a la farándula nocherniega...
—Bueno, un periodista ha de saber lo que ocurre en la ciudad y nadie mejor que
la policía para informar —respondió Martín.
—Nos conocemos desde niños —medió el policía novato—. Mi padre trabaja en
la imprenta de su tío.
—Siendo así, eres bienvenido, Martín. Y lo serás siempre que respetes una regla:
la discreción. Si eres despierto, te acostumbrarás a ver y escuchar más cosas de las
que luego podrás contar. Y precisamente eso que podría parecer una cortapisa en tu
trabajo, se convertirá en tu poder más incuestionable. Gámez, dígale a su amigo cuáles
son mis tres máximas.
—Información, información e información —contestó solícito el joven policía.
—Eso es. Dosificándola para no agotar tus fuentes: hay que controlar y manejar la
información. Así llegarás lejos —aseveró El Chaval, al que se le veía satisfecho por
insuflar confianza a sus subordinados mientras les instruía a través de este tipo de
consejos, o mediante demostraciones prácticas en los interrogatorios a delincuentes
donde la fuerza psicológica se convertía en su mejor arma.
—Lo tendré en cuenta, señor. ¿Algo que podamos contar hoy en el periódico?
—Una gitana, la María, ha ido asustada a la comisaría diciendo que unos
familiares suyos habían sustraído de un coche un aparato gris muy raro, con muchos
botones. ¡Igual pensaba que tenían una bomba! —bromeó el comisario—. Cuando
fuimos a su chabola de la Ciudad sin Ley, nos encontramos con una radio americana
de campaña. No me digáis que no hay gente rara en Sevilla.
—¿La Ciudad sin Ley? —preguntó el periodista.
—La barriada de Vázquez-Armero, detrás de Chapina. Allí vive la mayor parte de
los delincuentes. Las calles son tan estrechas que, por alguna, tienes que pasar de
perfil —aclaró Gámez.
—Un lugar muy poco recomendable para ir solo —advirtió el comisario—. Claro
que no sé si es noticia para escribir en un periódico pero, tranquilo, está al caer una
decente: andamos detrás de unos espadistas. Tan pronto como les pillemos, te lo haré
saber. Estos días nos tienen muy ocupados con la visita de Franco. Imagino que en tu
periódico tampoco habrá espacio para nada más.
—La verdad es que así es —confirmó Martín, antes de despedirse y sin ser
consciente de una fatal casualidad.
Domínguez acababa de entrar en la taberna y se dirigía sonriente hacia él, con dos
entradas en la mano para el festival taurino al que se rumoreaba que acudiría el
Generalísimo. El Tumba no le había quitado la vista de encima y, al percatarse de la
llegada del falangista, se retiró a uno de los rincones menos iluminados del local.
21
Sevilla es una ciudad apasionada y partidista en la que no caben las medias tintas.
Sus habitantes viven la Semana Santa, el fútbol o los toros con un entusiasmo ciego,
sintiendo desde niños los colores de su cofradía o de su equipo deportivo con un
fervor que solo ellos pueden comprender, ya que aun siendo innato, no parece
obligatoriamente heredado.
Es tradicional la aversión jocosa entre el Sevilla y el Betis, como lo es la porfía
entre los cofrades de las dos Esperanzas, la Macarena y la de Triana, las dos reinas de
la Madrugá que, según las malas lenguas, la noche del Viernes Santo salen en
procesión separadas por la hermandad de El Calvario para evitar posibles altercados.
Pero, sin lugar a dudas, la rivalidad más legendaria fue la que protagonizaron los
seguidores de Joselito y Juan Belmonte, el Gallo y el Pasmo de Triana, las míticas
figuras del toreo sevillano, cuyas faenas traspasaban el coso de la plaza del Paseo de
Colón para polarizar las tertulias, no siempre cordiales, de cualquier taberna de la
ciudad.
A pesar de que los días de gloria permanecían solo en el recuerdo de los más
veteranos, el espíritu de sus hazañas planeaba sobre la Maestranza cada tarde de
corrida, incluidas las de festivales como el que tenía lugar aquel domingo de febrero.
Organizado por el barrio de la Macarena, en el festejo participarían las más
prestigiosas ganaderías y los toreros más reputados del momento.
Las barreras estaban copadas por lo más granado de la sociedad sevillana:
hombres y mujeres impecablemente ataviados, deseosos de ver y de dejarse ver, bajo
un cielo plomizo que amenazaba lluvia. Tampoco se observaban huecos en los
tendidos ni en las gradas cubiertas donde el respetable, que bullía al son de la banda
del maestro Tejera, prorrumpió en aplausos cuando apareció en el Palco del Príncipe
la figura de Francisco Franco, acompañado de su esposa, su hija, el ministro de
Asuntos Exteriores, el Teniente de Hermano Mayor de la Real Maestranza de
Caballería y el jefe de la Casa Civil del Jefe del Estado, así como de la Militar. Todos
ellos tomaron asiento junto al presidente del festejo, don Miguel Ybarra y Lasso de la
Vega, el jovencísimo alcalde de la ciudad.
Después del paseíllo, las cuadrillas de Juanito Belmonte, Pepe Luis Vázquez,
Paquito Casado, Rafael Ortega Gallito, José Ignacio Sánchez Mejías y Manolo Martín
Vázquez aguardaban parapetadas tras el burladero la salida de un toro de la ganadería
de Miura, cuando el reloj del balcón de la puerta de toriles marcaba poco más de las
cuatro y media.
Sin embargo, no todo el público asistente se proponía disfrutar con el espectáculo
que acontecería en el albero. Entre el gentío se encontraban numerosos policías de
paisano, cuidando de que el espectáculo se desarrollara sin incidentes ajenos a los
lances puramente taurinos. El Tumba, acomodado en uno de los asientos escorados a
la derecha sobre la Puerta del Príncipe, encendía un puro con metódica parsimonia.
Su mirada, tan fría como la brisa invernal del Guadalquivir, trataba de escudriñar los
rostros de cada uno de los doce mil asistentes. En el coso, el hijo de Juan Belmonte
comenzaba su voluntariosa faena de muleta entre los olés condescendientes del
respetable, pero el Tumba tenía su atención puesta en cualquier movimiento anómalo
que pudiera producirse entre la muchedumbre. Ocasionalmente echaba un ojo con los
prismáticos que llevaba colgados en el cuello, procurando no detenerse demasiado
tiempo en el Palco del Príncipe, donde Franco disfrutaba de la corrida, para no
levantar sospechas entre los policías que le custodiaban.
Desde su atalaya, el Tumba se entretenía en descubrir entre el público algunos
rostros conocidos, aunque no fue hasta la muerte del primer toro cuando se topó con
los aplausos que Juan José Domínguez y Martín Villalpando obsequiaban efusivos al
saludo del matador desde el centro de la plaza. A partir de ese momento, sus ojos
tuvieron querencia por el falangista y el plumilla. A Pepe el Tumba pronto le llamó la
atención que a Domínguez se le iba la mirada para arriba con demasiada frecuencia y
siempre en la misma dirección, hacia el extremo opuesto del palco desde el que
Franco tenía que levantarse con asiduidad para corresponder a las ovaciones
espontáneas de los asistentes. Después de unos minutos, oteando con sus prismáticos
hacia el lugar donde miraba el falangista, localizó algo que le hizo atragantarse con el
humo del puro. Abriéndose camino entre unas tejas de la azotea de la plaza, descubrió
el cañón inconfundible de un Mauser 98, uno de los pocos fusiles capaces de disparar
con precisión a más de un kilómetro. Instintivamente miró el reloj de la plaza.
Faltaban siete minutos para las cinco de la tarde.
22
Hacía un par de minutos que Fausto Beneroso tenía en el punto de mira la cabeza
de Franco. Parapetado bajo el tejado de la plaza de toros, esperaba paciente a que la
banda comenzara a tocar algún pasodoble. Así el sonido del disparo quedaría
amortiguado por el estruendo musical, y en caso de fallar el primer tiro, podría
recargar su arma de cerrojo en busca de una segunda oportunidad. Su extrema
concentración no le impidió sonreír al imaginarse apretando el gatillo con los
primeros compases de Paquito el Chocolatero. Tanto tiempo llevaba aguardando esta
ocasión que parecía recrearse en la situación, como si disfrutara con cada instante, sin
prisa por concluir su misión.
Pocos años atrás no era más que un labriego de la verdadera España, la misma que
defendía José Antonio Primo de Rivera, esa España vieja y entrañable, sufrida y
segura por la conservación durante siglos de la labranza y de los usos familiares y
comunales. Pero el discurso tan pausado como vehemente de José Antonio le caló
enseguida. El país se encontraba regido por la izquierda o por la derecha,
posicionamientos de partido que no permitían a los gobernantes ver a España en su
armoniosa integridad. El líder falangista abogaba por acabar con un sistema que solo
interesaba a los políticos de uno u otro lado, satisfechos con esta alternancia que
constituía su razón de existir.
De esta manera, asqueado por los políticos tradicionales y ante la amenaza del
hambre, Fausto Beneroso determinó seguir a José Antonio allá donde quiera que
fuese. Un buen día dejó su Algeciras natal y emprendió un viaje que le llevaría a
enfundarse la camisa azul para acompañar al líder falangista en sus periplos. Fue su
chófer, su asistente y su guardaespaldas, hasta que en marzo de 1936 José Antonio fue
arrestado en Madrid por posesión ilícita de armas. El fracaso de la sublevación militar
en la capital de España hizo que Fausto Beneroso viviese oculto en una vieja
buhardilla alquilada por una prostituta, hermana de un camarada caído, que le
recordaba a otra mujer de la que había estado siempre enamorado, aunque nunca
creyera ser correspondido, por lo que ni siquiera se había atrevido a confesarle sus
sentimientos. Las noches en las que el frío arreciaba, se acostaba con su compañera
para entrar en calor y acababan devorándose a besos como dos amantes famélicos,
ávidos de cariño, castigados por la soledad. Entre las tinieblas, Fausto fantaseaba con
que abrazaba a su amada sobre la arena cálida de una playa algecireña. Y con eso, él
se conformaba.
Cuando su compañera salía a realizar un servicio, Fausto se entretenía apuntando
con su rifle a cuantos hombres pasaban por la calle. Algunas veces incluso apretaba el
gatillo: un solo disparo que indefectiblemente alcanzaba el blanco. Su afición a la caza
desde niño, iniciada por la acuciante necesidad de comer, le había convertido en un
consumado tirador. Por eso procuraba que sus víctimas se encontrasen lo más lejos
posible de su escondite. De esta manera, el antiguo labriego algecireño vertía su rabia
por la pérdida de libertad, por no poder conquistar a la mujer que amaba y por la
muerte de José Antonio, recientemente fusilado en la cárcel de Alicante. Su objetivo
siempre eran milicianos de la República. Al final de la guerra calculó que habría
matado a dieciocho, sin que las columnas de retaguardia hubiesen sido capaces de
localizarle, a pesar de las múltiples redadas que los comunistas del S.I.M. habían
practicado en edificios aledaños.
Después de que las tropas nacionales tomaran Madrid, y aunque siempre había
preferido trabajar en solitario, Fausto se unió a un grupo de falangistas viejos
encargados de hacer llevar un cable desde la frontera francesa hasta el Campo de
Gibraltar, con el objeto de facilitar las comunicaciones de los alemanes. Así fue como
conoció a Juan José Domínguez, un camarada con ideas similares que pronto se
convirtió en lo más cercano a un amigo que había conocido en su vida. Algunas
noches a la intemperie, entre el fuego atávico de una hoguera y el frío titilar de las
estrellas, el vino les relajaba la lengua hasta el punto de confesarse algunos anhelos
íntimos, ese tipo de sueños que no se pueden alcanzar. Si la borrachera era de las
gordas, Beneroso le hacía prometer a su confidente de circunstancias que, si algún día
no lo contaba, se encargaría de decirle algo a una mujer algecireña que vivía en su
Sevilla.
—¿Y qué quieres que le diga? —preguntaba Domínguez.
—No sé escribir. Y me alegro, porque no sabría qué ponerle en una carta que solo
llevo en mi cabeza. Tú eres más listo para estas cosas y estás más acostumbrado a
tratar con mujeres. Dile que la quise, o lo que cojones se te ocurra —rezongaba.
El día del desfile de la victoria, Beneroso se encontraba en el paseo de la
Castellana entre la muchedumbre que aclamaba a Franco, recién llegado de Burgos. El
general vestía uniforme militar, pero llevaba la camisa azul de los falangistas y la
boina roja de los carlistas. Al francotirador aquella combinación le parecía un
espantajo que mancillaba el espíritu de José Antonio. Pensaba además que Franco lo
había dejado morir sin hacer nada por salvarle con tal de librarse de su máximo rival
en el poder, quien en sus últimos meses de confinamiento había atemperado su
discurso en pos de la conciliación de todos los españoles.
Desde días antes, los comerciantes madrileños fueron obligados a colocar fotos
del dictador en sus escaparates. Los cines, los teatros, los cafés y los grandes
almacenes exhibían retratos de Franco y de José Antonio entre enormes guirnaldas y
banderas nacionales. A Fausto Beneroso le llevaban los demonios que ese generalillo
arribista se aprovechase ahora de la imagen de José Antonio, erigiéndole en mártir sin
importarle un bledo su auténtico discurso. Y mientras el general Varela le imponía la
Gran Cruz Laureada de San Fernando en la tribuna bajo un arco triunfal de estilo
romano, el veterano falangista determinó que su vida se convertiría en una cruzada
contra quienes usaban en beneficio propio el buen nombre de José Antonio.
Franco debía morir.
Después de haber controlado sus movimientos durante casi tres años, el destino le
brindaba la oportunidad de saldar su deuda si se confirmaban los rumores de que
Franco acudiría a la corrida en beneficio de la Macarena. El coso taurino constituía el
lugar perfecto para su propósito. Estaba poco vigilado y era de fácil acceso, por lo que
podía entrar por las noches sin ser visto para ir preparando su escondrijo, un
verdadero puesto de caza camuflado en el tejado del recinto. Además contaba con la
colaboración omisa de la única persona del mundo en la que podía confiar: la mujer a
la que amaba y que ahora regentaba una casa de trato en el centro de la ciudad, un
sitio idóneo para ocultarse. El hecho de que la policía usara el prostíbulo de la calle
Mariana Pineda como su segunda central nocturna, tras el cierre de El Rinconcillo a
altas horas de la noche, era una ventaja añadida. Nadie en su sano juicio llegaría a
imaginar que un lobo se había metido en la guarida de la manada enemiga. Aunque lo
que más le reconfortaba era saber que ella le cobijaría sin hacerle preguntas y, con
suerte, si hacía frío incluso le dejaría acostarse en su cama.
La Madrid pareció alegrarse al verlo llegar una madrugada con el petate al
hombro. No le permitió instalarse en su habitación, pero sí lo acomodó en una pieza
contigua. No hubo abrazos entre ellos. Solo miradas que precedieron a la súplica de
Fausto de esconderse unos días. La Madrid asintió condescendiente, le calentó agua
para que se aseara y luego charlaron hasta que amaneció, mientras descendía el nivel
del whisky en la botella y se superponían las conversaciones. Embriagado por los
efectos del alcohol y por la sonrisa serena de su amada, quizás para hacerse valer a
través de esa arrogancia propia de los hombres, Fausto le reveló el propósito de su
visita a Sevilla, acaso buscando un destello de admiración en sus ojos. Ella le rogó
precaución y lo besó en los labios antes de retirarse a su habitación con el pretexto de
que debían descansar.
Los preparativos del atentado le ocuparon varias noches. Tras inspeccionar el
terreno, comprobó que le bastaría con romper un trozo de viga del artesonado de
madera para colarse bajo el tejado; luego se arrastraría apenas un par de metros, hasta
apartar las tejas imprescindibles que le permitieran apuntar con su fusil hacia el palco.
Empleó en esa labor un par de jornadas, mientras conseguía abrir un hueco por el que
introducirse con hachazos secos y espaciados. En la tercera, escondió allí su Mauser
98.
Acababa de acostarse, cuando le sobresaltó el sonido de la cerradura de la puerta.
Se tranquilizó enseguida al percibir el olor del perfume de rosas de Fernanda, aunque
ahora su corazón latía más deprisa que durante los segundos previos a un disparo. Al
comprobar que ella apartaba el embozo y se acostaba desnuda junto a él, se dio media
vuelta para abrazarla. Poco le importó que le dijera que Franco acudiría a la
Maestranza. Tenía la mente añublada por un deseo contenido durante demasiado
tiempo.
Las tres noches previas a la corrida fueron lo más parecido a la felicidad que había
experimentado en su vida. En algún momento, se le pasó por la cabeza desistir de su
misión y quedarse en Sevilla, entre los brazos de aquella mujer que lo trastornaba.
Pero sabía que ella no lo amaba, que esas madrugadas apasionadas no eran más que
un oasis efímero del que estaba obligado a salir antes de que el domingo lo convirtiera
en desierto. Marchándose, quizás tendría la oportunidad de volver, de sentir sus besos
y su sudor.
Concentrado en su escondrijo, bajo la techumbre de la Maestranza, no podía evitar
que le asaltaran imágenes del cuerpo desnudo de Fernanda. Distinguía la cabeza de
Francisco Franco a través de su punto de mira en el instante en que, por fin, la banda
de música comenzó a tocar para acompañar la faena de muleta de Pepe Luis Vázquez.
Y ya se encontraba presto a apretar el gatillo cuando un dolor agudo en el estómago le
hizo contraerse. Ni siquiera pudo percatarse de que le acababan de disparar. El
segundo tiro, tal vez el tercero, le alcanzó el pecho.
Pepe el Tumba comprobó con satisfacción cómo la pieza caía muerta. Había
llegado a tiempo.
23
Tampoco aquella tarde Olalla Carmona pudo elegir la película que verían en el
cine. Sin embargo, esta vez su protesta no fue excesivamente contundente ni
lastimosa. Si bien hubiera preferido ver Pánico en la banca, protagonizada por
Edward G. Robinson, reconocía que Alfredo Mayo era mucho más guapo que el actor
americano, y aceptó acompañar a sus amigas hasta la calle Cuna donde en el patriótico
cine Pathé se proyectaba Raza, una película de cuyo guion se decía que estaba
inspirado en una novela escrita por el mismísimo Francisco Franco, bajo el
seudónimo de Jaime de Andrade.
A pesar de que el filme se había estrenado el año anterior, la visita de Franco a
Sevilla obligaba a reponerlo para ensalzar los valores de su ideario. En aquella
primera versión aún se mantenían los saludos con el brazo en alto, las referencias a la
Falange y las críticas exacerbadas a los Estados Unidos, que se esfumarían de todas las
copias españolas en la revisión encargada diez años después.
Pero mientras en la pantalla los hermanos Churruca sufrían las vicisitudes de la
Guerra Civil, Olalla tenía la mente puesta en aquel joven que la había vuelto a saludar
por la mañana en la esquina del Britz, acaso para recordarle que le adeudaba una carta.
Algo le había escrito, sí, aunque no acertaba a saber si con el tono adecuado para no
parecer ni pacata ni descarada. Tampoco se atrevía a consultar a sus amigas, quizás
porque no confiaba en su discreción. En cualquier caso, estaba a punto de concluir el
plazo que le había concedido Martín, sin que ella hubiese disipado sus dudas sobre si
debía dejar esa carta bajo la maceta de su ventana.
El joven periodista apenas podía concentrarse en cuanto acontecía en el coso,
pensando en que esa noche sería la última que se acercara a la plaza de la Alianza en el
caso de que Olalla no le respondiera. Tras la pausada actuación de Casado, malograda
con la espada, le tocó el turno a Gallito, quien invocó al espíritu de su tío José para
realizar una faena al más puro estilo gallista que le sirvió para cortar las dos orejas de
aquel toro noble de la ganadería de Hidalgo. El público, puesto en pie, no cesó de
agitar los pañuelos hasta que el presidente concedió también el rabo. Tanto Martín
como su acompañante se incorporaron con la muchedumbre, más por inercia que por
entusiasmo, abstraídos de cuanto acontecía a su alrededor aunque por motivos
distintos.
El reloj de la plaza marcaba las seis y Domínguez llevaba removiéndose inquieto
en el asiento desde que, una hora antes, había desaparecido del tejado lo que él creía
un rifle. Durante ese tiempo estuvo tentado de acercarse para saber si estaba en lo
cierto y averiguar lo sucedido. Y a pesar de que su prudencia le aconsejaba
permanecer en su sitio, cuando todo el mundo se levantó no pudo contenerse más, y
decidió darse un paseo por el corredor exterior de la plaza.
—Vuelvo enseguida —le dijo a Martín.
El muchacho asintió sin preguntar. No hizo falta que Domínguez alcanzara el lugar
donde suponía que podía ocultarse un francotirador. Desde arriba vislumbró el
cadáver de un hombre con la camisa azul, junto a la casa del doctor Alemán, rodeado
de algunos miembros de la Policía Armada y otros hombres de paisano entre los que
distinguió a Pepe el Tumba, que sonreía fumándose un puro. Al verle, sin disimular
su alegría, le hizo ademán para que descendiera. Domínguez dudó durante un
momento, aunque enseguida pensó que no había ninguna escapatoria y que, además,
tampoco tenía de qué esconderse.
Bajando las escaleras, trataba de mentalizarse para disimular en el caso de que
acertara en sus sospechas. El Tumba ni siquiera le saludó.
—¿Conoces a este camarada? —le preguntó ante la expectación de los presentes.
—No le he visto en mi vida —mintió Domínguez, aguantando la náusea al ver el
cuerpo ensangrentado de su amigo Fausto—. ¿Qué ha pasado?
—Nada que te importe —le respondió el Tumba—. ¿Qué haces por aquí afuera?
—No encontraba los retretes —contestó el falangista con indiferencia.
—Ya, los retretes... Anda, vuelve a la corrida.
Domínguez se giró, suspirando hondo para contener la arcada. Esos canallas ni
siquiera habían tenido la decencia de cerrarle los ojos al cadáver, como si pretendieran
que no descansara en paz. Aguantó el vómito hasta que creyó no ser visto,
arrojándolo en el rellano de la escalera que daba acceso a las gradas. A pesar de
apretarse con fuerza el estómago, su mano se veía incapaz de mitigar las náuseas
provocadas por el miedo y la rabia.
Tomó resuello antes de acomodarse de nuevo junto a Martín, que no reparó en su
lividez. Al concluir el festejo, los únicos vestigios que quedaban de la muerte de
Fausto Beneroso eran los restos de serrín esparcidos sobre su sangre, arrastrados y
pisoteados por la muchedumbre al abandonar la plaza.
En pocos minutos no quedaron más que dos sombras bajo una tarde lánguida que
se resistía a abandonar el cielo de Triana.
—Mis horas en Sevilla están contadas —dijo en voz baja Domínguez, ofreciéndole
un cigarrillo al periodista.
Las palabras del falangista sonaron tan fatídicas que el muchacho no respondió.
Ambos se dirigieron sin hablar hasta el puente, atraídos por su magnetismo metálico,
para terminar apoyándose en su barandilla. La oscuridad no tardó en adueñarse de la
ciudad, difuminando su estampa. Aún fumaron los últimos cigarros de una cajetilla
verde de Lucky Strike de contrabando. Los ojos de Domínguez claudicaron ante las
tinieblas, no sin antes apretarlos con fuerza para grabar en su memoria la
majestuosidad de la Giralda, el encalado de las casas y la engañosa tranquilidad del
río.
—Tengo una promesa que cumplir —sentenció, arrojando su colilla al agua.
Una sola mirada les bastó para pactar una despedida que sus manos se encargaron
de sellar. Con paso cansado, emprendieron caminos opuestos sin sospechar que se
encontraban funestamente marcados por el mismo destino.
24
25
Cuando la vida se convierte en una mera sucesión de días, sin más meta que la
muerte, empleamos el tiempo en no meditar. Consumimos infinidad de horas de
televisión, nos interesan más las actitudes ajenas que las nuestras y nos dejamos
contagiar por el entorno. Hay quienes planifican su ocio en torno a una afición en la
que solo participan como espectadores, e incluso hacen propia la victoria de su equipo
deportivo tras haber bajado los brazos, derrotados en sus batallas individuales sin ni
siquiera pelearlas.
Es muy posible que el ser humano haya equivocado la colectividad con la pérdida
de identidad personal. La sociedad ha impuesto su tiranía aplicando reglas que atentan
contra la esencia natural del hombre, tratando de equiparar normalidad con
habitualidad, consagrando la tradición construida desde la moral de las religiones,
inventándose conceptos contra los que no caben los cuestionamientos y estableciendo
tabúes con el fin de evitar comportamientos peligrosos para la convivencia apacible.
El problema es que cuando estas reglas irrefutables atentan contra nuestra propia
esencia natural, contra nuestro instinto, contra nuestro deseo, estos condicionamientos
sociales suscitan una controversia interior que puede conducirnos a la inseguridad, a
la insatisfacción, a imitar a nuestros semejantes por la mera salvaguarda de no ser
señalados como diferentes.
Yo hace tiempo que procuro vivir sin pretender trasladar a nadie mi forma de
pensar, tolerando argumentos ajenos y reacciones propias. Tanto mi corazón como
mis brazos asumen mi visceralidad en los asuntos relacionados con el amor, también
con los del odio. Supongo que así soy capaz de sentirme en paz conmigo misma, aun
a riesgo de no encontrar la comprensión ajena. Para ahorrarme el trámite molesto de
tener que rendir cuentas, mi mente ha aprendido a vivir en soledad aunque yo pueda
estar rodeada de gente de la que no me preocupan sus juicios, cuanto menos sus
prejuicios. Solo con Mateo se tambalean mis seguridades.
Fueron unas cuantas las ocasiones en las que estuve tentada de ponerme en
contacto con él para pedirle disculpas, tras dejarle plantado en el hotel Carlton. Si no
lo hice, fue porque tampoco sabía qué decir. A menudo me ocurre que, cuando creo
hallar las palabras adecuadas, no me suenan igual escritas que verbalizadas, porque es
difícil que un papel o una pantalla entiendan de brillo en los ojos, ni de calidez en la
voz.
Si bien en la primavera de 1998 ya trabajaba con mi padre en la bodega, también
colaboraba esporádicamente con medios que requerían información de algún evento
relacionado con la enología. En realidad, nunca he dejado de hacerlo. Aquel mes de
mayo, prestigiosos sumilleres de todo el mundo estaban en el parador de Santo
Domingo de la Calzada eligiendo los mejores vinos de la zona para confeccionar una
exclusiva guía. Con ello se pretendía incentivar la calidad de los caldos, elevar el nivel
técnico de las bodegas y, sobre todo, contribuir a la expansión de la cultura del vino.
El Consejo Regulador de la Denominación de Origen de La Rioja siempre ha
llevado a gala que sus estrictas normas de control son más rigurosas que las de la
mayoría de las regiones viticultoras del planeta. Con el fin de garantizar la calidad de
los vinos, su reglamento establece aspectos como el número de cepas que se puede
plantar por hectárea, el uso o no de sistemas de riego, el modo de podar las vides, el
grado alcohólico de las uvas vendimiadas, sus variedades, las técnicas de elaboración,
las formas y condiciones de la crianza del vino o los requisitos de las bodegas.
El hall estaba muy concurrido, pero me bastó un breve paseo para encontrar a
Mateo en uno de los salones aledaños de arcos góticos y artesonado de madera.
Charlaba animosamente en lo que parecía una reunión espontánea.
Desde el día en que me facilitaron los nombres del jurado, se me había formado
un pequeño nudo en el estómago: la prueba inequívoca de esa curiosidad, rayana en la
ilusión, que sentía por volver a encontrarme con él. Confieso que pasé a su lado,
aparentando despiste detrás de mi cámara. Al verme, se apartó del grupo para
colocarse delante de mi objetivo.
—Todavía te estoy esperando —me dijo sonriente, como si los últimos dos años
hubiesen pasado en un suspiro.
—¡Hola, qué sorpresa! —juraría que no tuve que fingir en exceso mi alegría,
máxime al comprobar tras los dos besos de cortesía que mantenía el mismo olor que
recordaba.
—Así que te lo pensaste mejor —insistió, sin denotar enfado.
—Ocurrió algo que no me permitió avisarte —le respondí.
—Bueno, supongo que tampoco teníamos facilidad para comunicarnos —
contestó, evitando incomodarme al fijarse en mi rictus.
—Espero que no vuelva a ocurrir.
—¡Seguro que no! Entre otras cosas porque ya tengo teléfono móvil.
—Pero yo aún no —reí.
—Dentro de nada lo tendremos todos. ¿Te doy ahora el número o esperamos hasta
más tarde?
—¿Más tarde?
—No me digas que te vas.
—Acabo de llegar. Pues no me quedan aún fotos por hacer... —le dije con una
sonrisa tan bobalicona que le animó a continuar.
—A mediodía va a resultar imposible escaparme, aunque me encantaría invitarte a
cenar esta noche... si puedes.
Por un instante, sopesé el ofrecimiento. David estaba en Bilbao y yo tenía previsto
dormir en Samaniego, por lo que bastaba una llamada a mi madre avisándole de que
tendría que continuar con el reportaje al día siguiente y prefería no conducir por la
noche, sobre todo si tomaba alguna copa.
—Creo que te lo debo, pero pagamos a medias.
—¡Genial! No andaremos muy lejos, aunque por si acaso nos vemos en el hall
sobre las siete. Digo yo que habremos terminado a esa hora.
—Por aquí estaré.
—Eso espero —rio—. No te escapes esta vez, y si lo haces, por lo menos avisa.
Mateo se pasó la jornada catando vinos, a ratos concentrado, a ratos distendido,
mientras yo pululaba cámara en ristre, tomando notas, dosificando negativos ante el
impulso de mi dedo de apretar el disparador cada vez que él aparecía al otro lado del
visor. A medida que avanzaba la tarde, nuestras miradas que comenzaron con sonrisas
timoratas se fueron cargando de impaciencia, quizás porque teníamos demasiado
presentes los recuerdos del hotel Carlton.
El elevado número de vinos presentados alargó las catas algo más de lo previsto,
quedando pospuestos los veredictos para el día siguiente. Vi cómo Mateo rehusaba
con cortesía una invitación antes de subir por las escaleras, indicándome con la mano
que le esperara. Quince minutos después regresaba con el pelo mojado y con una
camisa limpia bajo la misma chaqueta que llevaba con anterioridad.
—¿Nos vamos, señorita? —dijo, arremolinando sus dedos en la cabellera,
cuidadosamente despeinada y bastante más larga que la de dos años atrás.
—Así que te has duchado... Y yo con estas pintas —protesté sin dejar de sonreír.
Él me observó muy serio y con ademán profesional se me acercó.
—¿Me permites?
—¿El qué? —le pregunté, sin que me diera opción a retirarme mientras
aproximaba su nariz a mi cuello.
—El mismo perfume: limón, mandarina, bergamota con aromas verdes, albahaca,
romero y cilantro sobre encina, vetiver y sándalo. Más diluido en tu piel que entonces,
mucho más excitante.
—No creas que me he olvidado de tus rastreras estratagemas de tramposo —reí.
—Tengo más.
—¡Oh! Y te atreves a confesármelo.
—Podría desvelarte alguna —afirmó, divertido—. Espero que te guste lo que he
preparado. Iremos en coche, pero tranquila, que no he tragado ni una sola gota. Mi
escupidera es testigo.
Nunca he sido especialmente receptiva a las sorpresas. Sin embargo, en boca de
Mateo todo me ha resultado siempre más natural, incluso los besos. Por eso, no
protesté al subir en el Peugeot 306 gris que tenía aparcado junto al parador, ni al
darme cuenta de que tomábamos una carretera hacia el norte, atravesando campos de
viñedos dorados por el sol del atardecer, mientras en el radiocasete sonaba una cinta
con canciones de Los Secretos.
En apenas veinte kilómetros nos adentramos en Haro, hasta llegar a un bello
edificio del siglo XIV que tras haber sido convento, guarnición militar, hospital,
escuela y cárcel, albergaba ahora un hotel.
—Los Agustinos —le dije, sonriente.
—Habrá que seguir donde lo dejamos —respondió él—. Además me han dicho
que en el restaurante Las Duelas dan muy bien de comer.
Y bien que lo pudimos comprobar, sentados a una mesa con mantel de hilo blanco
ubicada en el claustro. La carta resultaba tan atractiva que nos costó elegir. Tras
revisarla minuciosamente, él optó por una terrina de foie gras frío con confitura de
cebolla y tomate; yo pedí como entrante la ensalada templada de rúcula, espárragos
verdes, parmesano y nueces. Los dos coincidimos en probar las chuletillas de cordero
al sarmiento. Más complicado aún fue decidirnos por una botella de vino. Mateo
reconoció que no conocía todas las referencias y dudaba entre lo seguro o descubrir
uno nuevo.
—¿Alguna sugerencia? Estoy un poco cansado de tener que tomar siempre la
decisión —reconoció.
—Seguro que acertamos con cualquier rioja del 94.
—¿No prefieres algún vino del 82?
—No es necesario que me impresiones —reí—. Los crianzas acaban de salir al
mercado, así que habrá que probar uno.
—Bueno, pues ya que estamos en Haro, quizás un Torre Muga de mi amigo
Isaacín.
—Me parece bien —le dije—. Es el único que sigue fermentando el mosto en tinas
de madera de roble, en lugar de acero inoxidable.
—Me encanta que te guste el mundo del vino. La pediremos pronto para que se
vaya oxigenando. Al final, has conseguido que elija yo, pero tú lo vas a catar —me
comentó, jocoso.
—¡Cuánta responsabilidad! —le respondí en el mismo tono—. ¿Y ejercerás de
maestro?
—Ya veremos —contestó, impostando un gesto adusto.
Después de que el camarero me sirviese, intuí que Mateo observaba entre
divertido y admirado mi forma de catar el vino sin que yo me sintiera incomodada. Al
inclinar la copa para apreciar mejor el color, no pudo reprimir su curiosidad.
—¿No vas a contarme lo que ves?
—Creí que venía a cenar, no a examinarme —bromeé.
—Me llama la atención que una chica tan joven... y tan guapa entienda tanto de
vinos.
—Gracias por lo de joven y guapa. No soy ni una cosa ni la otra, pero no pondré
objeciones a ese comentario. Tampoco soy tonta —reí—. Ya te dije en Bilbao que soy
una simple aficionada.
—¿De qué color es?
—Rojo —respondí, burlona.
—Me encanta que siempre estés tan sonriente.
Aquella ingenua frase de Mateo me lastimó sin darme cuenta. No estaba en lo
cierto. No siempre sonreía. Eso era antes, antes del asesinato de mi hermana. Sin
embargo, me di cuenta de que a su lado el dolor dormía, como si su presencia
representara un bálsamo para mis heridas.
—Un asombroso rojo picota. Capa alta. Limpio, brillante... lágrima abundante que
apenas tinta el cristal —sentencié en voz baja, repitiendo en silencio las últimas
palabras: «lágrima abundante que apenas tinta el cristal». Y es que quizás simplemente
hablaba de mí misma.
—Continúa, por favor.
Me acerqué la copa a la nariz sin moverla para extraer las fragancias más sutiles.
Tras unos segundos con los ojos cerrados, la balanceé para que la agitación del vino
me siguiese revelando los componentes aromáticos de la variedad de la uva, de la
fermentación y de la crianza.
—Fruta roja y negra en primer plano, con una pátina de licor y trazas minerales.
Balsámicos suaves. Cuando se oxigene un poquito más, te sigo contando.
—Me tienes fascinado. Pruébalo —me rogó.
Tomé un pequeño sorbo que hice pasar a lo largo y ancho de mi lengua para que
las papilas detectasen todos los gustos. Sin tragarlo aún, aspiré aire por la boca para
sacarlo por la nariz con el fin de oler los aromas, esta vez por vía retronasal.
—Magnífico. Frutas en compota. Un cierto deje de terrosidad. Acidez correcta.
Notas vegetales y de tostados. Equilibrado y elegante... igual que tú —le sonreí,
regresando desde mi concentración.
—Espero que también tenga la misma persistencia en boca —coqueteó mientras
simulaba un aplauso sordo.
—¿He aprobado, profe? —le pregunté, risueña.
—Me has cautivado, Silvia.
La cena transcurrió entre conversaciones que bordeaban la cotidianidad para
adentrarse en los terrenos de la seducción. No brindamos hasta vaciar la botella. Antes
de apurar la copa, Mateo trató de extraer los aromas evolucionados.
—Tabaco rubio, tostados de calidad, cuero mojado, sándalo... como tu perfume.
—Sangre, humedad... —le respondí, imitándole, apretando los muslos.
—¿Te quedas a dormir conmigo? He reservado aquí una habitación.
—Tú lo dijiste antes: habrá que seguir donde lo dejamos —le contesté,
embriagada por sus ojos trasminados a través de los efluvios del vino.
Aquella noche volvimos a besarnos, a abrazarnos y a follar sin medida.
Arrastrados por el instinto, solo necesitábamos sentir.
26
Hay días en los que una se levanta como si estuviese sentada frente al mar,
dejando que una brisa cálida se lleve los malos recuerdos hasta las profundidades del
abismo, y otros en los que más bien parece que te han arrastrado con ellos. Ocurre sin
saber por qué. En apariencia, todas las mañanas son iguales y, sin embargo, no somos
capaces de afrontarlas nunca del mismo modo. Estoy convencida de que nuestra
racionalidad es la que nos convierte en irracionales, la que nos asalta con ideas
imprevisibles y da rienda suelta a nuestras reacciones.
Acababa de regresar de mi primera estancia en Antzora sin haber conseguido
reintegrarme todavía a la realidad cuando Asier me llamó por teléfono para
comunicarme que los informes completos de la autopsia del cadáver por parte del
forense y de las muestras recogidas por sus compañeros de la Científica no habían
supuesto demasiado avance en las investigaciones de la muerte de la chica. No
obstante, se ofreció a invitarme a café en el Iruña.
Llegué sin demasiadas expectativas, preparada para escuchar la historia de un
nuevo crimen sin resolver. No tan asustada por saber que un asesino seguía suelto
como dolida pensando en la impotencia de la familia de esa pobre muchacha, que no
era, en definitiva, distinta de la mía. Ante un delito la sociedad exige justicia pero, para
los que amábamos... los que amamos a las víctimas, la imposición al culpable de una
pena legal suele resultarnos insuficiente. No obstante, también hay quien se conforma
con que el delincuente se pudra en la cárcel, e incluso quien acaba perdonándolo. Yo,
por supuesto, ni me conformo, ni perdono.
A pesar de que la lluvia caía con fuerza, Asier me esperó en la esquina del Iruña al
asubio de su pequeña marquesina, fumando como de costumbre. Antes de entrar en el
café, su deformación profesional le obligó a echar un vistazo a su alrededor.
—¡Vaya tarde de perros! —protestó.
En ese momento, mi mente regresó a Antzora donde tan solo dos días antes había
disfrutado viendo llover a través de la cristalera del caserío de Lourdes. Desde luego,
la lluvia es distinta en lugares diferentes, incluso es distinta en el mismo lugar. Todo
depende de quién la contemple y de cómo lo haga.
—No pareces muy contento —le dije.
—Tampoco tengo motivos para estarlo —respondió, desprendiéndose de su
gabardina.
—Refunfuñas demasiado. ¿Nos sentamos?
El aguacero hacía que el local estuviese poco concurrido, por lo que nos pudimos
acomodar junto a una de las mesas de los ventanales a la espera de que el camarero
nos trajera nuestros cafés con leche.
—Y tú, ¿cómo andas?
—Bien. He estado unos días en Urdaibai, procurando aclarar ideas.
—¿Sola?
—Sola.
—¡Uf! Yo no...
—¿Tú no qué?
—Nada. Chorradas mías.
—¿Nada? —reí—. Tú no me hubieras dejado ir sola, ¿verdad?
—No iba a decir eso —respondió, azorado.
—Fue una decisión mía. Y pienso repetir. Me encanta ese lugar. ¿Sabes qué es lo
peor?
—Dime.
—Haber tenido que volver a Bilbao.
—Ya. No sé por qué cojones no podemos hacer siempre lo que nos apetece.
—Nos lo montamos muy mal —aseveré.
—Porque todo es una puta mierda.
—Veo que no te has arreglado con tu chica.
—Ni de coña. Eso no lo arregla ni el de Bricomanía.
—¿Qué es eso? —reí.
—Un programa de la tele donde sale un tío que con un par de maderas y un
serrucho te construye una casa de puta madre.
—¡Anda, que no exageras! —le contesté, mientras vertía el azúcar en el café que el
camarero me acababa de dejar en la mesa—. Nunca me dijiste su nombre.
—¿El de quién?
—Tu chica.
—Ya no lo es, así que da lo mismo.
—Si no te apetece hablar de ti, tendrás que contarme algo de la investigación, ¿no?
—No necesitabas disimular con rodeos para preguntar —respondió medio en
broma—. Andamos indagando en el entorno de la muchacha.
—También lo hicisteis en el nuestro... y nada.
—Ya. Pero es lo único que tenemos. Al menos, esta vez contamos con varias
muestras de ADN, aunque desechando las de los miembros de su familia que no son
sospechosos, nos quedan dos: la del semen y la que hemos sacado de un pelo que no
era suyo, del que milagrosamente se ha podido extraer el ADN nuclear.
—¿Por qué dices milagrosamente?
—Porque lo normal es que los pelos no conserven la raíz y, aun haciéndolo, que
no sea posible extraer más que el ADN mitocondrial, que no es específico de cada
persona, sino que lo comparten los individuos que proceden de la misma rama
materna.
—No irás a decirme que el ADN del pelo coincide con el del semen.
—Por desgracia, no. Tampoco con el que teníamos ya de antes.
—Con el semen que tenía mi hermana, quieres decir.
—Así es.
—Entonces, perdóname, Asier... ¿Qué demonios tenéis?
—Poca cosa. Ninguna de las muestras coincide con las existentes en las bases de
datos que hemos podido manejar.
—¿Ya habéis preguntado a la Policía Nacional?
—Sí. Incluso nos han hecho la gestión de consultar a través de Schengen, un
sistema europeo al que se han adscrito este año.
—Al que vosotros tampoco tenéis acceso, supongo.
—Supones bien —ratificó Asier, llevándose un nuevo cigarro a la boca.
—Conclusión: tenéis muestras de ADN de gente que no está fichada.
—Ni tenemos posibilidad de identificarla, de momento. Lo curioso es que el
asesino no haya dejado huellas. Hay que reconocer que nos lo ha puesto difícil. Si
algún día dejara una muestra en algún sitio, podríamos cotejarla.
—No querrás decirme que tiene que cometer otro crimen para dar con él. O que
pueden pasar años para que eso ocurra.
—Espero que no tenga que ser así. Por suerte, antiguamente no se contaba con
tantos avances científicos y siempre se ha detenido a los delincuentes.
—Es verdad. Y también que muchos asesinatos quedaban sin resolver —concluí
con un sorbo a mi café que se estaba enfriando.
—Son casos muy extraños. No es normal que una violación no deje células del
agresor en la vagina.
—El semen sí.
—Sí, claro. Pero el forense dice que tendría que haber células en las erosiones
internas. Es un asunto que nos trae de cabeza. Y encima con la prensa en el cogote, a
la espera de cualquier novedad, por pequeña que sea, para rellenar titulares. Aunque
lo que más me duele es no poder darte todavía una respuesta —reconoció, mirando su
reloj.
—Sé que lo harás.
—Agradezco tu confianza, Silvia. Si me perdonas, tengo que irme —dijo,
incorporándose.
—Creo que pediré otro café.
—Para seguir viendo llover.
—Sí —sonreí—. Para seguir viendo llover.
Asier me miró unos instantes hasta que, por fin, se atrevió a preguntarme.
—Me dijisteis que tu hermana no tenía novio, ¿verdad?
—Así es, no lo tenía.
—¿Estás segura?
—Claro... Me lo hubiese dicho.
—¿Nunca lo tuvo?
—Algún escarceo sin importancia, ya sabes.
—¿Y novia?
—¿A qué viene esto, Asier? ¿Qué quieres decir? —le respondí estupefacta,
observándolo desde mi asiento.
—De haber tenido una relación con una mujer, ¿te lo hubiera contado?
Dirigí la mirada a la ventana. Oscurecía sin que la lluvia cesara, como si atrajera
nubarrones del pasado. En apenas unos segundos, recordé nuestros juegos de niñas,
nuestras pequeñas rivalidades, nuestras confidencias siempre a medias... Desorientada
por la consternación, giré la cabeza hacia el ertzaina que acababa de interrogarme.
—No, Asier. No creo que me lo hubiera contado.
27
Admiro a las parejas que afirman mantener su pasión tan viva como el primer día
a lo largo de los años, sobre todo si se lo creen, además de decirlo. Yo soy bastante
escéptica al respecto. No digo que mientan, al menos conscientemente, pero quizás sí
olvidan esa impaciencia por abrazarse, esos sobresaltos al sonar el teléfono, esos
pensamientos fugaces e intempestivos, ese deseo desaforado imposible de calmar a lo
largo de la madrugada a la hora en que nos rendimos exhaustos con las barbillas
enrojecidas y las lenguas doloridas, tratando en vano de domar nuestros cuerpos
desnudos, revueltos entre sábanas revueltas de sudor y sexo, hambrientos de un envite
más.
La rutina siempre juega con el tiempo de su parte. Por eso, muchas parejas
sucumben a la costumbre, al hastío, a los hábitos muchas veces ensayados y
aprendidos, que relegan la sorpresa y la imaginación a territorios proscritos. Otras
asumen que la madurez aplaca inevitablemente la fogosidad, y la transforma en
sentimientos más sosegados aunque igual de gratificantes. Y, no obstante, hay
personas mayores que se enamoran con una fuerza inusitada, lo que evidencia que el
apasionamiento no entiende de edades.
A medida que cumplo años, conozco a más gente que renuncia a sus emociones o
prefiere que pasen a formar parte de sus mejores recuerdos. Y las evocan desde la
distancia, en un anhelo de recuperar así la juventud perdida para volver a sentirlas, sin
ser consciente de que siguen ahí, latentes, aguardando un ramalazo de lucidez, o de
valentía, o acaso simplemente una oportunidad.
Las relaciones de pareja establecidas de acuerdo con la tradición conducen en
muchos casos al tedio, y en otros directamente a la frustración. Están marcadas por
unos cánones impuestos por una sociedad, por unas reglas que no admiten discusión,
sin importarles que los hombres ofrezcan amor para conseguir sexo y que las mujeres
ofrezcan sexo para conseguir amor. Nos educan para querer a nuestros hijos por igual,
pero si amamos a dos personas a la vez nuestros planteamientos morales son puestos
en tela de juicio.
Al fin y al cabo, somos seres híbridos entre biología y cultura. El hecho de querer
a alguien no significa que no podamos sentirnos atraídos por nadie más. Aceptar
nuestro instinto implica aceptar que somos animales, no inmorales. Aunque cuando
pienso en Mateo, mi cuerpo reacciona de forma bastante primaria.
A la carta en la que le contaba, tal vez presuntuosa, que las claves para desvelar mi
misterio se encontraban en la novela que le recomendaba leer, él no me respondió
hasta muy avanzada la noche siguiente. Aquel fue un lunes muy largo en el que, a
medida que pasaban las horas, creía que podría haberse molestado por mi opacidad. A
pesar de que me vencía el sueño, me propuse mantenerme despierta hasta las tres, la
hora que yo misma me fijé de plazo para acostarme en el caso de que no llegara su
correo. Por suerte para mi descanso, a las dos y cuarto me avisó la bandeja de entrada
del ordenador:
Al leerle pensé que tal vez mi escrito anterior le hubiera resultado demasiado frío,
y de ahí su respuesta desconcertada. Probablemente me había dejado llevar por mi
ansia de que leyera aquella novela, así que decidí enmendarlo en el siguiente correo,
venciendo la tentación de toda la semana por anticiparme al domingo.
Mi querido Mateo:
Entiendo tu impaciencia. Si he de ser honesta conmigo misma, tengo
que decirte que a mí también me gustaría tenerte frente a frente y que no
creo que rehuyera tus besos. Estoy convencida de que tendremos la
oportunidad más pronto que tarde, a pesar de que yo viva lejos de Sevilla.
Agradezco tu prudencia al no preguntarme por asuntos personales,
tanto como tu desinhibición a la hora de expresar lo que sientes. Para tu
tranquilidad, te diré que eres correspondido. Me pareces un hombre
tremendamente atractivo, así que me ha sido imposible no fijarme en ti.
Recuerda que fui yo quien inició esta correspondencia.
Besos dulces, no por ello menos apasionados.
La chica misteriosa
28
«El tiempo que pasa es la realidad que huye.» Esta cita del célebre criminalista
francés Edmond Locard estaba escrita en letras de oro en el catecismo de investigación
de Asier. De ahí, su obsesión por la búsqueda de cualquier indicio que al menos le
ayudara a dar con algún sospechoso antes de que fuese demasiado tarde. Las familias
y, especialmente, la memoria de las chicas asesinadas se merecían toda la verdad sobre
los hechos. Además, la opinión pública se encontraba bastante sensibilizada con el
caso de Igone, después de que aún no se hubiese hallado a los culpables del asesinato
de mi hermana ni del de dos muchachas de Portugalete acaecidos en ese lapso de
tiempo. El último todavía salpicaba las páginas de la prensa. Apenas hacía unos meses
que había aparecido el cadáver de una joven de diecinueve años en una cuneta del
Pontarrón de Guriezo en condiciones muy similares a las de los otros crímenes, y
tampoco se había resuelto. Y aunque Asier no hubiese llevado el caso, asumía el
fracaso de las pesquisas policiales como propio. Por eso, se resistía a un nuevo fiasco,
que inevitablemente llevaría aparejada mi más profunda decepción.
La realidad es más rica en circunstancias de lo que la mente del investigador puede
prever. Asier era consciente de ello, por lo que trataba de ampliar el campo de
posibilidades. Lo normal hubiese sido buscar a alguien que cumpliera con el perfil de
este tipo de violadores: asociales y violentos en su vida cotidiana debido a su ausencia
de autocrítica, que en algún momento de su infancia asociaron agresión y placer
sexual sin posibilidad de regresión, de personalidad compulsiva y apariencia pulcra.
Depredadores, usualmente casados y con una vida ejemplar, que usan sus vehículos
para ayudarse en sus fechorías, muy cautos e informados sobre las técnicas policiales
para planificar sus actos sin ser identificados: por este mismo motivo suelen llevarse
la ropa de sus víctimas, para eliminar cualquier pista que haya quedado adherida a los
tejidos.
Sin embargo, Asier seguía convencido de que Igone conocía a su asesino por la
escasa resistencia que, según la autopsia, había ofrecido. Así que no dejó de preguntar
a uno solo de sus allegados en el afán de dar con algún hilo del que pudiera tirar.
Parientes, amigos y compañeros de trabajo fueron interrogados dentro y fuera de la
comisaría de Erandio, e incluso se prestaron a facilitar muestras para identificar su
ADN. Fue precisamente la mejor amiga de Igone, anestesista del hospital de Basurto,
quien les habló de Amaia Arteaga, una muchacha homosexual con la que mantenía
una relación secreta, ya que Igone pretendía evitar a toda costa chismes que llegaran a
oídos de su familia, de recia tradición católica.
Al sonar el teléfono rozando la medianoche, supe que algo sucedía. Habían
transcurrido casi dos semanas desde nuestro último café en el Iruña y, de algún modo,
esperaba esa llamada.
—¿Silvia?
—Sí. ¿Asier?
—La tenemos.
—¿Qué quieres decir?
—Que hemos cazado al asesino de Igone... mejor dicho: asesina —la voz del
suboficial sonaba eufórica.
—¿Una mujer?
—La muy cabrona... una tía, sí.
—Pero ¿estáis seguros? —le pregunté, aturdida.
—Completamente.
—¿Ha confesado?
—¡Qué va! Es un témpano de hielo.
—¿Y entonces?
—Tenemos pruebas para encerrarla durante una buena temporada.
—¿También mató a mi hermana?
—Yo diría que sí, aunque todavía no los podemos probar —dijo Asier, atenuando
su entusiasmo.
—¡Joder, tío!
—Intentaremos que la imputen al menos por los dos crímenes.
—¿Y quién coño es?
—Estoy en la comisaría. No puedo darte más datos por teléfono.
—Pues vente en cuanto puedas a casa y me cuentas.
—¿A estas horas? Aún me queda un rato por aquí.
—¡A la hora que sea, Asier! Necesito que me des todos los detalles.
—Hay secreto de sumario —se justificó, quizás contando con haber sido
escuchado.
—Ya —le contesté, conteniendo mi impulso inicial de mandarle a la mierda—.
Ven de todos modos. Estoy sola.
La hora larga que tardó Asier en llegar a casa me resultó interminable. Solo el
chasquido de la lata de Coca-Cola al abrirse me reconfortó durante un instante. En mi
mente se almacenaban amasijos de incertidumbre entre jirones de recuerdos. Desde la
ventana, le vi apurando su cigarrillo antes de llamar al timbre del portal.
Le abrí impaciente aunque enseguida su sonrisa serena me tranquilizó. En ese
mismo momento supe que con la detención de esa mujer también se esclarecía el
crimen de mi hermana.
—Quiero saberlo todo. Y déjate de gilipolleces de sumarios —le aseveré,
contundente, tras cerrar la puerta tras de mí.
—No debería estar aquí.
—Y desde el principio —continué, haciendo oídos sordos—. Así que puedes
quitarte la gabardina y acomodarte en el sofá. Hasta te dejo que fumes.
Al descubrir la mirada de Asier paseándose furtiva por mi escote me di cuenta de
que no llevaba sujetador bajo la camisa. No obstante, me senté junto a él, procurando
intimidarle para que soltara la lengua.
—Hemos tenido un poco de suerte —reconoció, encendiendo un cigarrillo—.
Marta Abasolo, una médico amiga de Igone nos puso sobre aviso. La muchacha y la
asesina andaban liadas: bueno, mantenían una relación amorosa, quiero decir.
—No hace falta que te andes con remilgos.
—Igone tenía a su amiga Marta como única confidente. Por ella supimos que la
muchacha había pasado de las dudas iniciales al enamoramiento más adolescente, para
acabar muerta de miedo.
—Sigue —le rogué.
—¿La lata está vacía?
—Sí. Úsala de cenicero, si quieres.
—A Igone solo le gustaban los hombres —afirmó Asier, introduciendo la ceniza
por el agujero—. O al menos, eso pensaba ella hasta que conoció a Amaia y sintió una
irreprimible fascinación. Era tremendamente amable con ella, la colmaba de regalos,
viajaban con frecuencia... Pero un día, Igone se dio cuenta de que aquella relación
clandestina no conducía a ninguna parte. No estaba dispuesta a salir del armario para
enfrentarse a cuanto le rodeaba. Así que se lo dijo a Amaia. Según nos comenta esta
chica, aquello le enfureció hasta el punto de perder los estribos.
—¿Celos?
—Más que celos, odio por el rechazo, decía ella.
—¿Y qué pruebas tenéis?
—Veo que no tienes espera —me sonrió Asier—. ¿No querías saberlo todo?
—Vale, pero date prisa ¡joder!
—Ya queda poco —respondió él condescendiente—. La amiga de Igone nos
indicó dónde trabaja Amaia. ¿Adivinas?
—Para adivinanzas estoy yo.
—Es enfermera en la misma clínica de reproducción asistida donde trabajaba
Igone.
—¿En serio?
—Como lo oyes. Yo mismo la seguí durante varios días.
—¿Por qué la seguiste? No esperarías que fuera a cometer un nuevo crimen.
—No, simplemente quería saber dónde vivía y, de paso, buscar el modo de
recogerle una muestra de ADN. Por suerte, el sábado pasado estuvo de potes con su
cuadrilla en Plaza Nueva. En el follón del bar Bilbao me hice con su vaso vacío de
cerveza sin que nadie lo advirtiera. Esta mañana llegaron los resultados. Su ADN
coincide con el del pelo hallado en el cuerpo de Igone.
—¿Y eso es suficiente para condenarla?
—Tiene que serlo. A ver qué dice el juez. En el registro de su casa no es que
hayamos descubierto nada especial, salvo un enorme vibrador y una caja abierta de
preservativos.
—¡Vaya! No sé qué tiene eso de especial.
—¿Para qué quiere una lesbiana condones?
—A lo mejor no es lesbiana, sino bisexual.
—Ya, puede que tengas razón. Aunque también encontramos jeringuillas.
—¿Drogadicta?
—No, no lo es.
—¿Diabética?
—Tampoco.
—¿Entonces?
—Te has olvidado del semen.
—Quizás se acostaran con un tío antes de ser asesinadas.
—¿Las dos? Demasiada casualidad. ¿Y sin preservativo? Parece una temeridad en
los tiempos que corren. Además, el forense hubiera encontrado más células en la
vagina.
—Espera, espera, déjame adivinar.
—¿Ahora sí?
—Esa tía trabaja en una clínica de reproducción asistida que, con seguridad,
cuenta con su propio banco de semen.
—Te veo entrando en la Ertzaintza.
—La muy cabrona las violó con el vibrador al que le puso un condón para dejar
menos rastro. Luego les inyectó semen que previamente había robado en su clínica...
¿antes o después de matarlas?
—Chica lista. Supongo que da un poco lo mismo. Aunque das por hecho que
también asesinó a tu hermana.
—No tendría sentido pensar lo contario.
—No, si tienes razón. A pesar de que en aquella ocasión no obtuvimos pruebas.
—¿Y qué más pruebas necesitamos? Son crímenes casi exactos.
—No es tan fácil, Silvia. Tendremos que volver a interrogaros para ver si
conocíais a esa mujer.
—Por el nombre no, desde luego.
—Mira —dijo Asier, mostrándome una foto—. ¿Te suena?
Hasta ese instante, esperaba encontrarme con una mujer de inequívoco aspecto
varonil. Sin embargo, ante mis ojos apareció el retrato de una chica rubia, no tan
distinta de mí si no hubiese tenido el pelo más corto y los ojos claros.
—No la he visto en mi vida —reconocí, sin disimular mi decepción.
—No quisiera desilusionarte, pero va a resultar complicado vincularla al crimen
de tu hermana. Nosotros ya hemos hecho nuestro trabajo. Ahora les toca a los jueces.
De cualquier modo, pasará unos cuantos años en la cárcel.
—¿Cuántos?
—Muchos, aunque menos de los que a ti te gustaría.
—¿Y no hay forma de saber si el semen que tenía mi hermana en la vagina
procedía de esa clínica?
—No la hay. Es obligatorio preservar el anonimato de los donantes. Además, no
podemos saber si Amaia se llevó una parte o la muestra completa. Sería como entrar
en un pajar a las bravas sin ni siquiera tener la certeza de que hay una aguja. Ni el juez
ni la clínica lo autorizarían.
—Entiendo... —respondí mientras mi cerebro trataba de seguir razonando en
busca de soluciones.
—Procura no consumirte con eso. Lo importante es que esa mujer está detenida.
—Ya... Gracias, Asier. ¿Puedo llamar a mis padres para contárselo?
—Te tengo que pedir un poco de discreción. Aún está bajo secreto de sumario. En
cuanto se filtre algo, saldrá en todos los periódicos. Y será inevitable que la prensa
vincule, al menos, los dos crímenes.
—Volverán a ser momentos duros.
—Tendremos que preguntar a tus padres si la conocían —dijo Asier, apurado.
—No les hagáis venir. Estoy segura de que no la han visto nunca. Pero si quieres,
te acompaño a Samaniego.
—Lo intentaré.
—Eres un sol —le contesté, besándole en la mejilla por primera vez.
—Y tú, una aduladora —respondió, con gesto huraño—. Y la tía más fuerte que
he conocido en mi vida, si no contamos a mi madre... Ese tipo tiene mucha suerte —
sentenció, buscando refugio en un nuevo cigarro.
Capítulo III
29
Fueron los versos incluidos por Martín Villalpando a la conclusión de su carta los
que convencieron a Olalla para contestarle.
Desde que tenía uso de razón, la muchacha recordaba a su tía Sara canturreando a
todas horas las coplas escritas por Rafael de León, al que había conocido en sus años
mozos y por el que sentía auténtica devoción, sobre todo cuando sus canciones
empezaron a ser interpretadas por las grandes artistas ya consagradas en los mejores
teatros. La tía Sara tatareaba A la lima y al limón confiando en que, tras el «tú no
tienes quien te quiera», se cumpliera el final de la letra y llamara un hombre a la
puerta para entregarle su corazón. Sin embargo, su favorita era Tatuaje. Cada vez que
la entonaba derrochaba una pasión que ni siquiera la mirada reprobatoria de su
hermana podía aplacar.
—Ella me quiso y me ha olvidado. En cambio, yo no la olvidé... —cantaba al
tiempo que sus ojos se humedecían.
—No creo que esa canción tenga que escucharla la niña —le reñía tía Montse ante
el gesto divertido de Olalla.
—Y para siempre voy marcado, con este nombre de mujer —continuaba tía Sara,
haciéndole caso omiso y acentuando su dramatismo—. ¡Pero qué guapo es Rafael y
qué cosas más bonitas compone! ¡Qué pena que sea marinero! —suspiraba, aludiendo
a su condición de homosexual.
A pesar de no ser muy aficionada a la lectura, tía Sara fue una de las primeras que
corrió a la calle Sierpes para comprar en la librería Sanz, el poemario Pena y alegría
del amor con el que Rafael de León pretendía reivindicar su sitio en la poesía, más
allá de sus méritos como letrista de canciones. Para regocijo de sus seguidores, aquel
libro se convirtió en uno de los más vendidos del año.
Resulta curioso cómo los genes juguetean con cada persona y, a pesar de que por
las venas de tía Montse y tía Sara corriera la misma sangre, sus caracteres se
distanciaban justo en el momento en que parecían confluir.
A tía Montse también le gustaba la poesía. Sin embargo, ella la sentía hacia dentro.
A menudo se pasaba tardes enteras en el desván leyendo y releyendo poemas que se
sabía de memoria. Atesoraba una pequeña colección de libros, prendidos a su alma,
entre los que se hallaban algunos con las pastas ahumadas, incluso chamuscadas.
Fueron ejemplares que se salvaron milagrosamente de la biblioteca de su hermana y
de su cuñado tras el asalto en el que ellos murieron. Cuando los ánimos se
apaciguaron en la ciudad, pocos días después del incendio de la casa, tía Montse se
acercó una madrugada con objeto de recuperar algún recuerdo o, simplemente, para
llorar entre las paredes que hasta hacía bien poco habían sido testigos de una felicidad
familiar, tan destruida en aquella época como la fraternidad entre los españoles. Los
primeros rayos de sol que se colaban por la claraboya del patio descubrieron el brillo
de una sencilla gargantilla de plata. Apenas quedaba nada más entre los escombros,
únicamente despojos de la barbarie.
Al entrar en la biblioteca comprobó cómo los libros habían sucumbido a las
llamas hasta convertirlos en un hollín que tiznaba las paredes y oscurecía su espíritu.
Estaba a punto de marcharse cuando se percató de otro pequeño destello fugaz a un
metro del suelo. Comprobó que se trataba de una chapa metálica, no muy deteriorada
por el fuego, con la que se había fabricado una especie de receptáculo. La retiró con
un chasquido y descubrió un hueco en el que dormitaban unos cuantos libros
salvados de la quema. Tía Montse nunca averiguaría el criterio que guio a su cuñado a
ocultar aquellos ejemplares y no otros. Allí escondidas y apretujadas, como
protegiéndose las unas a las otras, se encontraban obras de Stephan Zweig, Bertol
Brecht, John Dos Passos, Ernest Hemingway, Luis Cernuda, Miguel Hernández o
Federico García Lorca. Claro que aunque a tía Montse le sonaba que los autores
españoles eran rojos, le resultaba imposible conocer que los libros de los extranjeros
ya se habían quemado en las universidades alemanas, por haber sido escritos por
autores marxistas, judíos o pacifistas. Finalmente, concluyó que su cuñado adivinó
que se avecinaban malos tiempos para la libertad disfrazada de cultura.
En cualquier caso, aquel hallazgo le supuso un lenitivo para su dolor. Tuvo que
hacer varios viajes para llevarse a su casa todos los libros salvados. Y en la creencia
de que su silencio conllevaría la supervivencia de aquellos libros, los guardó en el
soberado al que acudía cada tarde para disfrutar de su compañía, mientras los acunaba
al vaivén de su mecedora, callando su secreto hasta el día que Olalla cumplió los
catorce años.
Aquella mañana, desafiando a la lluvia y a la penuria de su cartera, tía Sara se
había acercado al convento de San Leandro para comprar a las monjas agustinas una
cajita de yemas elaboradas a base azúcar, huevos y zumo de limón con las que
celebrar que la niña empezaba a dejar de serlo. Tras la merienda, tía Montse invitó a
Olalla a subir al desván esquivando la mirada recelosa de su hermana, que se limitó a
recoger las tazas en las que apenas quedaban restos de chocolate.
Comenzaba a anochecer. La escasez de leña obligaba a reservarla para los días más
crudos, y tía Montse encendió dos enormes cirios con el ánimo de engañar al frío que
anunciaba la llegada del invierno. Luego se acercó a un enorme armario que Olalla
nunca había visto abierto, lo que alimentó siempre su imaginación infantil sobre los
misterios que tan celosamente encerraba. Cuando su tía Montse giró la llave y le
descubrió su interior, Olalla tuvo que disimular su decepción al comprobar que sus
estantes estaban llenos de libros. Tan solo una arquita encajada entre los volúmenes le
hizo conservar la esperanza de que albergaría algún pequeño tesoro. La tía Montse
acarició la tapa y extrajo de su interior un fino collar. Con idéntico mimo, lo depositó
en su mano para mostrárselo a su sobrina a la luz tímida de las velas, enjugándose con
la otra un par de lágrimas traicioneras.
—Mira.
—¡Es preciosa! —exclamó la muchacha, observando aquella gargantilla que creía
haber visto con anterioridad.
—Era de tu madre. Ahora es tuya —le contestó tía Montse, deshaciendo el nudo
de su garganta.
Olalla no pudo sino abrazar a su tía.
—Es el regalo más bonito que me han hecho nunca —confesó, entre sollozos.
—Déjame que te la ponga.
—No sabía que tuvieras nada de mi madre —dijo Olalla, rozándose el cuello con
las yemas de sus dedos.
—La guardaba para ti. También conservo algo de tu padre —comentó,
rehaciéndose—. Acércate conmigo al armario —le pidió, llevando uno de los cirios—.
Casi todos estos libros eran suyos, y ahora te pertenecen a ti.
De repente, su contrariedad se tornó en ilusión. La muchacha quería descubrir
todo lo que había leído su padre, cuyos recuerdos comenzaban a resultarle lejanos.
Tenía la posibilidad de pasar sus ojos por las mismas páginas que él había acariciado
con sus manos. Y sin ser consciente de ello, a partir de ese momento Olalla vería el
mundo a través de aquellas lecturas.
—Me encantará leerlos todos —acertó a decir, con la voz entrecortada.
—Algunos están escritos en inglés y otros en alemán, como este —le respondió
entregándole un pequeño volumen que asomaba entre dos más gruesos.
—Buchmendel, Stefan Zweig —leyó Olalla—. ¿Qué querrá decir?
—Buch significa libro. Es lo poco que sé en alemán.
—¡Vaya! Un libro que habla de otros libros. Me encantaría saber idiomas para
poder leerlos todos —su tono denotaba cierto deje de desilusión.
—No te preocupes. Hay algunos bellísimos, fáciles de entender. No solo por estar
escritos en español, sino porque están escritos con el lenguaje del amor.
Acostumbrada a su carácter adusto, a Olalla le sorprendió la dulzura con que su tía
pronunciaba aquella frase.
—Quiero empezar hoy mismo.
—Claro, pero hazme prometer una cosa.
—Lo que tú digas.
—Que los libros no saldrán de esta casa. Y que no le contarás a nadie que los
tienes.
—¿Y eso, por qué?
—Porque algunos están prohibidos.
—¿Quién puede prohibir libros de amor?
—Franco. Son libros escritos por los rojos. Algunos de sus autores han sido
asesinados. Otros están encarcelados o exiliados.
—No le diré a nadie que los tenemos, tía Montse. Te lo prometo.
—Ten, toma este —le dijo, ofreciéndole un libro que parecía bastante nuevo.
—Miguel Hernández. El rayo que no cesa. Ediciones Héroe. Madrid —leyó la
muchacha las letras negras y rojas impresas sobre una cubierta de tonos sepia.
—Espero que te guste. Ya has visto dónde escondo la llave. Déjala siempre en su
sitio.
—Me has hecho muy feliz —le agradeció Olalla, volviendo a abrazar a su tía.
De algún modo, tía Montse acababa de saldar una deuda pendiente. Llevaba
algunos años esperando este momento y también ella se sentía amargamente dichosa.
Como si se hubiera liberado de una tribulación que le atormentaba día tras día. A
partir de ese instante, Olalla participaría de las lecturas elegidas por su cuñado, el
hombre del que siempre había estado enamorada. En realidad, aquellas tardes de
mecedora en el silencio del desván, al cobijo de todos esos libros, no eran más que su
forma de permanecer unida a su amado a quien se imaginaba declamando los versos
escritos por Neruda o Machado para ellos.
Desde entonces Olalla se acostumbraría a leer cada noche antes de dormir. A los
amores desamparados de Miguel Hernández, le siguieron los prohibidos de Cernuda o
los heridos de Lorca. Por eso había identificado inmediatamente los versos del poeta
sevillano en las líneas de la carta que Martín le había dejado en la ventana,
pertenecientes a un poema que comenzaba diciendo: «Si el hombre pudiera decir lo
que ama...».
Libro a libro, Olalla Carmona fue descubriendo que el mundo alcanzaba más allá
de la plaza de la Alianza, incluso sin salir de Sevilla. Cada línea y cada verso le fueron
adentrando en un universo de emociones desveladas a través de aquellas páginas antes
de que el tiempo le permitiera vivirlas.
30
31
Una brisa suave acariciaba el rostro moreno de Eduardo Elorriaga que, sentado
sobre la arena de la playa de Las Canteras, miraba el mar en calma con el gesto adusto,
las mandíbulas apretadas y los ojos vidriosos, mientras trataba de controlar esa
sensación angustiosa de rabia, miedo e incertidumbre que lo invadía.
Su destino en el regimiento de artillería presagiaba un servicio militar alejado de
su tierra, pero tranquilo. Los primeros tres meses de instrucción habían transcurrido
sin novedades, con tiempo incluso para pasear por Las Palmas de Gran Canaria con
sus compañeros de armas. La isla había sido controlada desde el primer momento por
los sublevados en el golpe militar del 18 de julio de 1936, y algunos grupos afines
incluso recogieron fondos y aportaron víveres para el frente peninsular que
contribuyeron a la manutención de los insurgentes.
Los focos de resistencia de Arucas, Gáldar, Guía y Agaete fueron sofocados sin
contemplaciones, erradicando enseguida su posible amenaza. Algunos hechos aislados
como el asesinato de dos soldados que patrullaban por la zona portuaria o un tiroteo
procedente de la Casa del Pueblo de Las Palmas concluyeron con cinco penas de
muerte cumplidas en el campo de tiro de La Isleta y la voladura de la Casa del Pueblo.
La dureza de los bandos emitidos por la autoridad militar y las masivas detenciones de
sospechosos aplastaron cualquier otro conato de resistencia. La última tentativa seria
de restablecer la legalidad republicana la protagonizaron elementos civiles y militares,
vinculados al Partido Comunista y a las Juventudes Socialistas Unificadas, que
proyectaron la ocupación del cuartel de Ingenieros de La Isleta. El plan se frustró por
la incomparecencia de muchos de los comprometidos, saldándose con la muerte del
teniente Florencio Grande y de otros nueve participantes. Al igual que en el resto de
España, la depuración posterior de maestros conllevaría una educación de las
generaciones venideras alejada de pensamientos plurales en los que tuviera cabida el
auténtico sentido de la palabra libertad.
Nada hay más engañoso en una decisión personal que tomarla bajo los efectos de
una embriaguez colectiva. La libertad no nace de la euforia, ni de discursos populistas,
ni siquiera desde la voluntad común. Así puede surgir la solidaridad, la unión, la
fuerza... pero nunca la libertad.
En julio del año anterior, una división integrada por dieciocho mil voluntarios
españoles, con una amplia mayoría de elementos falangistas, llegaba a Baviera para
unirse al ejército alemán en su lucha contra el comunismo. De este modo, a pesar de
no intervenir directamente en la contienda europea, Franco compensaba a Hitler por
su ayuda en la Guerra Civil.
Entre el ardor de las soflamas propagandísticas, militares, estudiantes, obreros y
campesinos se alistaron ansiosos por combatir la amenaza de una ideología
demonizada por la dictadura franquista. Lucharían contra el comunismo en su propio
terreno: en el frente ruso. Estos voluntarios se negaron a cambiar su camisa falangista
por la del uniforme de las fuerzas armadas de la Alemania nazi, por lo que fueron
conocidos como los integrantes de la División Azul.
Miles de camisas azules impregnadas de sangre y de quimeras quedaron
congeladas en el río Voljov, en el lago Ilmen o enterradas en la nieve tras la batalla de
Krasni Bor, que sirvió para prolongar el sitio de Leningrado, uno de los más salvajes
de la historia de la humanidad, donde perecieron un millón de habitantes, víctimas del
fuego, la brutalidad o la inanición durante los ochocientos setenta y dos días que duró
el cerco a la ciudad por parte de las tropas alemanas.
Impedir que miles de niños se alimentaran no era la idea que los voluntarios
españoles tenían acerca de combatir el comunismo, menos aún cuando implicaba
dejarse la vida en batallas que pretendían alargar la hambruna de una ciudad que
prefirió la muerte a la rendición.
Aun así, en la primavera de 1942 partieron desde España nuevos contingentes de
tropas para cubrir las bajas de los integrantes de la División Azul. Sin embargo, las
noticias que llegaban desde Rusia a través de las cartas de los combatientes, a pesar de
ser escritas de manera eufemística con objeto de superar la censura, sirvieron para
informar de la realidad. También la mente humana busca protegerse de su
autodestrucción, arrumbando en el rincón de su cerebro los recuerdos de la
infelicidad, por lo que a medida que los meses transcurrían, los españoles trataban de
recuperar la normalidad perdida durante su guerra. Un año después del éxito
desbordante del primer reclutamiento, las autoridades militares franquistas se
encontraron con que ya no se presentaban suficientes voluntarios para reemplazar a
los caídos en el frente ruso, lo que provocó que gran parte de los nuevos
expedicionarios surgiera de sorteos forzosos entre los reclutas que cumplían el
servicio militar.
Al escuchar su nombre en esa aciaga lista, a Eduardo Elorriaga se le heló el alma.
Enseguida supuso que el azar poco habría tenido que ver con un padre encarcelado
por sus probadas simpatías hacia el nacionalismo vasco. Y mientras sus compañeros
de infortunio decidieron emborracharse con ron canario, él se dirigió a la playa para
compartir su desdicha con el mar. Ni siquiera sabía si podría despedirse de su familia,
de las montañas vizcaínas, de los viñedos alaveses, de ese otro mar mucho más bravo
que el que ahora contemplaba. Con la mirada extraviada en el horizonte, donde el
océano se fundía en azul con el cielo, pugnaba por que afloraran los buenos recuerdos
que, no obstante, acrecentaban su nostalgia. Hasta le vinieron al pensamiento los ojos
verdes de la muchacha sevillana con la que se había embelesado apenas hacía unos
meses. A pesar de haberle escrito nada más llegar a la isla, todavía no tenía respuesta.
Aun así, especulaba con la posibilidad de volver a enviarle una nueva carta
contándole que se acababa de convertir en soldado de la División Azul. Quizás a ella
le agradaría saberlo y hasta puede que se sintiera orgullosa.
Pero a Olalla Carmona todas esas manifestaciones patrióticas le hubieran traído sin
cuidado de no ser porque sus tías le obligaron a bordar banderines para los
voluntarios que salían de Sevilla aquel 15 de julio de 1941, un acontecimiento que se
celebraría en la ciudad por todo lo alto.
Los actos de despedida se habían iniciado cinco días antes. A primera hora de la
mañana del día 10, las colindantes plazas del Triunfo y de la Virgen de los Reyes ya se
encontraban abarrotadas de voluntarios, a los que desde la radio se les llamaba
beneméritos cruzados de la División Azul, que marchan a combatir a Rusia en
defensa de la espiritualidad occidental. En todo momento estuvieron arropados por
el fervor de sus paisanos que, mediante misas, salves, aplausos, desfiles, infinidad de
brazos extendidos y entrega de banderines bordados por la Sección Femenina, querían
demostrarles que no estaban solos en aquel viaje que se iniciaba en la estación de
Córdoba y que concluiría con el aplastamiento del bolchevismo. Nadie reparó
entonces en los sacrificios personales y concretos que conllevaría ese esfuerzo de
alcanzar metas tan abstractas.
Los periódicos, que al principio contenían numerosas noticias sobre la División
Azul, fueron reduciendo con el paso de los meses los espacios de sus páginas
destinados a loar sus actos heroicos. Y cuando en mayo de 1942 regresaron los
primeros heridos y mutilados, únicamente los esperaban, aparte de sus familiares, un
alborotado grupo de falangistas, una banda de música y algunos obsequios en forma
de preciados paquetes de tabaco. El lánguido desfile de los divisionarios hasta el
cuartel del Carmen en la calle Baños y el de Intendencia en la Puerta de la Carne fue
saludado por un público indolente y escaso, que nada tenía que ver con el que les
había despedido tan solo diez meses antes. Como si de una broma pesada del destino
se tratase, los combatientes que venían de vivir la cruda realidad de la guerra, donde
habían perdido amigos, la salud o la inocencia, tenían que enfrentarse con el olvido de
aquellos a los que creían defender.
Posiblemente Olalla Carmona fuera la única persona que asistió al desfile de
regreso sin haber estado en el de despedida. Ni siquiera ella misma sabía muy bien por
qué había acudido. Tal vez así se sintiera más cerca de ese muchacho norteño que, en
el caso de retornar, lo haría con la misma mirada perdida de todos aquellos soldados,
con el paso vacilante y una sonrisa triste en los labios, porque sus ojos, llenos de
lágrimas aún heladas, nunca olvidarían el horror presenciado a treinta grados bajo
cero.
A aquella primera carta entusiasta enviada por Eduardo Elorriaga, fechada el 12 de
enero de 1942 y extraviada durante tres meses por el servicio de Correos, en la que le
hablaba de la eterna primavera de las islas Canarias y en la que le confesaba haberse
quedado prendado de la dulzura de sus dedos tocando el piano y del fulgor de sus
maravillosos ojos, le siguió otra recibida a los pocos días, sin que a Olalla le hubiera
dado tiempo a responderle.
Sentada en el quicio de la puerta, con el corazón encogido, la joven leyó las
palabras tristes de quien afronta el futuro sin confiar en la esperanza.
Estimada Olalla:
He de confesarte que me apena no haber recibido respuesta a la carta
que te envié en enero, poco después de llegar al cuartel. Supongo que no
habrás tenido oportunidad de acordarte de este pobre soldado que, tal y
como te dije entonces, se quedó hechizado de una linda señorita sevillana.
No te hubiera vuelto a escribir sin saber por qué has decidido no
mantener correspondencia conmigo si no tuviera nuevas noticias. Por
desgracia, yo tenía razón en aquella conversación que mantuve con tus
tías. Entiende que no debo contarte las cosas tal y como me gustaría, pero
supongo que las entenderás.
El hecho es que el mes que viene me incorporo a la División Azul en el
frente ruso. Creo que también allí llegan las cartas, claro que estoy
seguro de que lo harán con bastante retraso. Lo digo porque recuerdo
cada día tu ofrecimiento de ser mi madrina de guerra. Y confío en que,
aunque solo sea por la misericordia de alegrar la vida de este triste
soldado, esta vez sí pueda saber de ti. A tantos kilómetros de distancia,
créeme que me hará mucha ilusión y me dará fuerzas para regresar sano y
salvo a casa. En cuanto esté allí, te facilitaré mi dirección. No puedo
ocultar que me resultará curioso descubrir cómo llegan las cartas a los
campos de batalla.
Espero que con el paso de los años podamos seguir sabiendo el uno
del otro, y que tu novio, si lo tienes, no se moleste por ello. En el caso de
que el destino o la muerte no me permitieran volver a escribirte, quiero
que sepas que allí donde esté nunca olvidaré ese nocturno de Chopin,
interpretado con la más adorable dulzura que nadie pueda imaginar.
Que Dios te guarde, Olalla.
Eduardo Elorriaga
32
Definitivamente 1942 no fue un buen año para los falangistas. Al deambular cada
vez más errabundo de la División Azul por la II Guerra Mundial se unieron las
algaradas provocadas por su creciente animadversión contra los carlistas, también
llamados tradicionalistas, con los que hacía poco tiempo habían luchado codo con
codo para derrocar la República.
Sin embargo, a lo largo de aquel verano el movimiento carlista realizó actos
conmemorativos por las almas de los reyes de la dinastía legítima y por todos los
suyos caídos en la Cruzada. Multitudinarias misas en Moncada, Montserrat, Poblet o
Valladolid que luego se prolongaban con manifestaciones por las calles,
convenientemente silenciadas por la prensa. Una de las más concurridas tuvo lugar en
la iglesia de San Vicente en Bilbao durante la festividad de Santiago Apóstol.
Los falangistas de camisa vieja no veían con buenos ojos estas reivindicaciones
cada vez más populares e, incapaces de aprender de su propia historia, decidieron
tomar cartas en el asunto. Ni cortos ni perezosos, el 16 de agosto acudieron a la
bilbaína basílica de Begoña donde se preveía una masiva asistencia tradicionalista. En
la misa de doce, que presidiría el general Varela, además de a la Virgen, se honraría a
los ciento treinta y seis caídos del Tercio de Nuestra Señora de Begoña.
A la cabeza del grupo falangista llegado en dos coches desde distintas zonas del
norte se encontraba Juan José Domínguez. Se había unido a sus camaradas en San
Sebastián, donde participaba en labores de espionaje para facilitar una eventual
invasión alemana de España a través del País Vasco. Hitler cada vez confiaba menos
en Franco y no quería dejar ningún cabo suelto. Le preocupaba que el dictador
español facilitara, de alguna manera, la entrada de los Aliados hacia el sur de Francia,
y no dejaba de comentar que los curas y los monárquicos se habían confabulado para
hacerse con el poder en España.
Al concluir la eucaristía, como era de esperar, carlistas y falangistas se increparon,
y de las voces llegaron a las manos. Pero los camisas azules pronto se vieron
acorralados por los carlistas, mucho más numerosos; lanzaron entonces una pequeña
bomba que chocó contra el pórtico de la iglesia, sin estallar, y una granada de mano
que hirió a casi un centenar de personas, de las que dos morirían posteriormente a
consecuencia de las heridas. De no ser por la actuación de la policía, que detuvo allí
mismo a los falangistas, la muchedumbre los hubiera linchado sin demasiadas
contemplaciones, pues todos tenían algún pariente o amigo entre los heridos por la
explosión de la granada. Una confidencia previa facilitó que la escena fuera grabada
por un reportero alemán de la Wochenschau, el noticiario de propaganda nazi que se
emitía en los países europeos controlados por el Eje.
Los acontecimientos llegaron a oídos de Franco cuando este se encontraba de
vacaciones en su residencia gallega de El Pazo de Meirás. Días después, en su discurso
en una concentración falangista en Vigo, habló de torpes luchas entre hermanos que
podrían hacer retoñar pasiones y miserias. Sin embargo, el dictador se sentía a gusto
con estas peleas mezquinas que terminaban por agotar entre sí los brotes de oposición
de quienes le habían aupado hasta la victoria en la guerra.
Pero el general Varela, entonces ministro del Ejército, no parecía dispuesto a dejar
las cosas como estaban. En una conversación privada con Franco le expresó su
convencimiento de que los artefactos explosivos de Begoña iban dirigidos contra su
persona, en un intento de desestabilizar el régimen por parte de las potencias
extranjeras para las que trabajaba Domínguez. Aquellos últimos días de agosto, los
ánimos entre carlistas y falangistas andaban tan soliviantados, con continuas octavillas
clandestinas acusándose entre sí, que Franco decidió intervenir antes de que los
disturbios se le fueran de las manos. Y lo hizo como solía, con una sutil mezcla de
autoridad y hermetismo que evitara cualquier sospecha de fisuras en el férreo régimen
que acababa de implantar.
Tampoco le hizo gracia que Goebbels, ministro de Propaganda nazi, autorizara la
exhibición de los incidentes de Bilbao en los cines alemanes, a pesar de las presiones
de su Gobierno para impedirlo. Y por eso acogió de buen grado una idea de la
Vicesecretaría de Educación Popular, consistente en crear un noticiero propio que
incluyese informaciones propagandísticas del régimen; de esta manera se controlarían
además los contenidos enviados al extranjero. Pocos meses después, en enero de
1943, se estrenaría el primer No-Do en los cines españoles.
A medida que pasaban los días, resultaba más incierta la suerte de los falangistas
de Begoña, en especial la de Domínguez, a quien un testigo había acusado en una
rueda de reconocimiento de ser el autor material del atentado. No tardaron en ser
juzgados en un consejo de guerra presidido en Bilbao contra su voluntad por el
general Castejón, de quien Varela no se fiaba por creerle camisa vieja, con el resultado
de penas de prisión para cinco falangistas y dos penas de muerte para los cabecillas,
Juan José Domínguez y Hernando Calleja, cuya condición de mutilado de guerra lo
salvó a última hora del pelotón de fusilamiento, y la pena capital le fue conmutada por
la cadena perpetua.
Domínguez, a quien Varela acusaba de ser un espía británico, escuchó impasible la
sentencia, quizás en la convicción de que no acabaría ejecutándose, no solo por sus
múltiples influencias, sino también por los numerosos servicios prestados al régimen
durante tantos y tan difíciles años, en los que había expuesto su vida en numerosas
ocasiones. Fueron muchos los que se movilizaron para suspender la ejecución, en
especial el doctor Narciso Perales, gobernador de León, con quien Domínguez había
protagonizado el famoso incidente de retirar la bandera tricolor en Aznalcóllar durante
la República. El doctor Perales entregó a Serrano Suñer un documento en alemán en
el que se aseguraba que, según datos que obraban en poder del gobierno nazi,
resultaba absolutamente imposible que el oficial español Juan José Domínguez Muñoz
tuviera ninguna relación con las potencias en lucha contra el Eje. Por esos mismos
días llegó hasta El Pardo un telegrama dirigido al propio Francisco Franco, en el que
se informaba de que Hitler le había concedido a Domínguez la Cruz de la Orden del
Águila, lo que no solo probaba su estrecha vinculación con los alemanes, sino que
descartaba cualquier connivencia con los Aliados.
En su defensa ante Serrano Suñer, Narciso Perales alegó, sin equivocarse, que la
muerte de Juanito —tal y como él le llamaba—, sería la de toda la Falange. No
obstante, la suerte de Domínguez estaba echada. Franco hizo oídos sordos a los
razonamientos de su cuñado y hasta a las súplicas del obispo de Madrid, que también
intervino en el asunto y al que contestó enigmáticamente: «Tendría que condecorarlo,
pero he de ejecutarlo».
Agotados todos los recursos y todas las influencias, Domínguez aguardaba en la
cárcel la ejecución de su sentencia. Allí permitieron que le visitaran su esposa y su hija
de cuatro meses, tan pequeña aún que pudieron pasársela a través de los barrotes de la
celda para que la besara.
—Piruchiña, prométeme que te casarás con cualquiera de mis camaradas de
cautiverio. Sea quien sea, cuidará de nuestra hija con el mismo celo y cariño que yo
—le dijo a su esposa.
—¿Cómo puedes pensar en eso ahora? —le respondió, desconsolada.
—Es lo único que me inquieta. Que podáis vivir cómodamente sin mí.
—Amor mío...
—No te preocupes por mí. Yo sigo firme en mi fe y moriré brazo en alto —afirmó
con una serenidad que conmovió incluso al capellán de la prisión.
En la madrugada del uno de septiembre de 1942, tal y como había prometido, Juan
José Domínguez levantó el brazo y comenzó a entonar el Cara al sol. El pelotón de
fusilamiento no le permitiría concluir siquiera la primera estrofa: a la voz de fuego,
una recia descarga acabó con su vida. Su mujer no se casaría con ninguno de sus
compañeros, pero el Gobierno le facilitó un pequeño piso de la Obra Sindical del
Hogar y noventa mil pesetas con las que ella y su hija pudieron salir adelante.
El ajusticiamiento de Juan José Domínguez en Bilbao ordenado por Franco
conllevó el licenciamiento anticipado de la Falange. A las dimisiones de Perales y
otros camisas viejas se unieron los ceses de dos ministros vinculados al movimiento
de José Antonio: Valentín Galarza, ministro de Gobernación y el propio cuñado de
Franco, Serrano Suñer, a quien el dictador tampoco le perdonaba sus amores
extramatrimoniales con la marquesa de Llanzol, con la que acababa de tener una hija
cuya paternidad se propalaba por los círculos aristocráticos de Madrid.
De este modo, Franco desbancaba por completo a la Falange del poder y se
distanciaba de los alemanes, sin importarle demasiado una cosa ni otra, ya que así no
tendría que compartir el poder con nadie. Además, la suerte de Hitler en la guerra
europea se volvía cada vez más incierta. Y para evitar cualquier suspicacia o
consideración de favoritismo, también cesó al general Varela, cuyas tendencias le
parecían excesivamente anglófilas desde su matrimonio con la millonaria vasca
Casilda Ampuero.
Al igual que en ocasiones similares, nadie se atrevió a cuestionar la voluntad de
Franco y, por supuesto, tampoco a los periódicos se les permitió hacerse eco de nada
de lo acontecido en Begoña, salvo la inclusión de una pequeña nota en una de las
esquinas inferiores de una página par que rezaba:
Sentencia cumplida.
En la madrugada del martes día 1 se ha cumplido la sentencia recaída
en juicio sumarísimo contra Juan José Domínguez, como autor del
lanzamiento de una granada de mano en Begoña (Bilbao) que causó
numerosos heridos.
33
34
Querido Mateo:
Intuyo que llega el día en que podamos vernos. Hasta ahora no era
consciente de las ganas que tenía. Es mi pulso acelerado quien me lo
recuerda. Me ha llamado la atención que nunca me hayas preguntado por
mi aspecto. En eso tengo cierta ventaja porque cada vez hay más fotos
tuyas en la red y he de decir que estás muy atractivo en todas ellas.
Llámame rara, pero siento debilidad por tus manos.
A estas alturas, ya habrás terminado el libro. Me alegra que te
estuviese gustando. Lo cierto es que las novelas que hablan sobre
ciudades en tiempos pasados nos ayudan a conocer nuestra propia
historia. Claro que lo que más te debe de interesar es lo concerniente a lo
que te comenté de que en ella está la clave para conocer mi identidad.
Aunque lamento decirte que tendrás que ser capaz de descubrirlo tú solo.
De otra manera, no tendría sentido haber llegado hasta aquí.
Hoy hago míos los versos de Salinas: «No te detengas nunca cuando
quieras buscarme».
Olalla
Esa noche me acosté sin aguardar su respuesta. Es curioso que, sin esperarlo,
pequeñas cosas te hagan sentir en paz. Firmar con aquel nombre, en cierto modo, me
liberó. Dormí plácidamente y con el mismo sosiego decidí bajar a comprar carolinas
para desayunar antes de abrir el correo, aún relamiéndome de la deliciosa mezcla de
merengue, yema de huevo y chocolate sobre el pastel de arroz.
Mi querida Olalla:
Veo que nos vamos acercando, porque no creo que este tampoco sea tu
nombre... ¿o sí? En cualquier caso, debo entender que te sientes
identificada con la protagonista de la novela que, en efecto, no solo he
terminado sino también releído.
La trama me ha resultado tremenda. Sin embargo, no he sido capaz de
saber qué parte de lo que cuenta tiene que ver contigo, si es que es eso lo
que me quieres hacer ver. Me ha llamado la atención la delicadeza de
algunos pasajes y la brutalidad de otros. Lógicamente, me ha picado la
curiosidad y he consultado en Internet, donde he comprobado la
veracidad de muchos datos. Desde luego, es increíble el conocimiento que
la autora tiene de la época. Parece que hubiera vivido en plenos años
cuarenta. Así que quise saber más sobre la escritora. A pesar de que
hubiera firmado con el seudónimo de Triana Rioja, supuse que sería
relativamente fácil encontrar algún dato sobre ella en alguna parte.
Craso error. Claro que estoy seguro de que sabes de qué estoy hablando, y
tal vez hasta te estés riendo de mí.
En la red, existen muchas referencias sobre la novela. Sin embargo,
ninguna de la escritora. El libro tuvo bastante éxito, con numerosas
ediciones, sin que nunca se presentara en público ni su autora concediese
ninguna entrevista.
También me he puesto en contacto con la directora de la editorial a
través de un amigo común y me ha comentado que ni siquiera ellos
llegaron a conocer la verdadera identidad de la autora, ya que firmaron
el contrato por poder a través de un despacho de abogados. Incluso llegó
a insinuarme que si finalmente descubría quién era, no dudase en
hacérselo saber, porque estaban muy interesados en una próxima novela.
No sé por qué, pero estoy convencido de que no me mintió.
Así que, llegados a este punto, hasta he pensado que la autora eres tú.
Si no, carece de sentido que firmaras como Olalla en tu último correo. Y
mira que es una lástima no poder verte reír en el caso de estar
equivocado. Aunque si no lo estuviera, me resta saber por qué escribiste
esa historia, y además desde el anonimato.
Así que... chica misteriosa, Adèle, Olalla, Triana o cualquiera que sea
tu nombre, si querías intrigarme puedes tener la certeza de que lo has
conseguido. No he de negar que esta semana va a resultarme muy larga,
esperando tu respuesta.
Creo que lo más justo por tu parte es quedar conmigo para que me
dediques el libro y, de paso, me cuentes. Vale, sé que ha sonado burdo,
pero tenía que intentarlo. Me ha quedado claro que tu juego consiste en
lo contrario: primero te identifico y luego nos miramos a los ojos.
Espero que no estés haciendo todo esto para que te desee. Ahora te
juro que ya me superan las ganas. También yo me despido, con versos de
Luis Cernuda, de tu Cernuda, como le decía Martín a Olalla.
«Un deseo inmenso, afán de una verdad, bate contra los muros, bate
contra la carne, como un mar entre hierros».
Mateo
35
El juicio contra Amaia Arteaga se celebró casi dos años después de su detención.
La vista había despertado una tremenda expectación y la sala de la Audiencia
Provincial se quedó pequeña para acoger a los medios, familiares y curiosos. La
procesada era hija de un conocido empresario médico, quien contrató a un prestigioso
bufete criminalista para su defensa. También mi padre se encargó de que un buen
abogado penalista ejerciera la acusación particular. Tanto él como mi madre quisieron
estar presentes en las sesiones. Yo, sin embargo, preferí refugiarme en Antzora hasta
que el juicio quedara visto para sentencia.
Finalmente, Amaia Arteaga fue acusada de los asesinatos de Igone y de mi
hermana, no así del de la chica de Portugalete abandonada en el Pontarrón de Guriezo,
del que no se contaba con pruebas para incriminarla. La elección del jurado popular
se había alargado más de lo previsto, ya que los abogados recusaban a los aspirantes
ante el menor indicio de parcialidad, aunque fuese subjetiva. De los nueve miembros
que acabaron sentándose en el estrado, ninguno era homosexual, ni homófobo, ni
mujer, ni mayor de cincuenta años, ni víctima de un delito anterior, ni tampoco nadie
que hubiera manifestado su deseo de hacer justicia.
Con el paso del tiempo me enteraría de los detalles de la vista, después de largas
conversaciones con Asier, con mis padres y con la amiga de Igone Otero, cuyo
testimonio resultó decisivo. Aquellas largas tardes con Marta Abasolo al aroma del
café sirvieron para que ella y yo intimáramos, quizás tratando de mitigar nuestras
ausencias.
Al parecer, la asesina de mi hermana bajó del furgón policial que le traía del penal
de Nanclares de la Oca con tranquilidad, sin inmutarse ante los insultos que un grupo
de jóvenes, amigos de Igone, profería a la entrada del edificio. Iba esposada, con la
cabeza alta, y tenía un aspecto más demacrado que el de la foto que había aparecido
en los periódicos cuando se publicó la noticia de su apresamiento.
Tras determinarse la ausencia de cuestiones previas, uno de los magistrados se
dirigió a Amaia Arteaga recordándole su derecho a guardar silencio, a no confesarse
culpable y a declarar parcialmente. Luego procedió a informarle de que se le acusaba
de dos asesinatos, y resumió los detalles de los mismos. También el secretario judicial
procedió a las lecturas acusatorias tanto del fiscal como de la acusación particular.
Después el juez llamó al estrado a Amaia Arteaga, exhortándole a decir la verdad.
Hasta entonces desconocía que, al contrario de lo que ocurre con peritos y testigos en
los que se les hace jurar o prometer, al acusado solo se le rogaba decir la verdad. Y es
que las garantías procesales a veces dan más pena que la que recae sobre el culpable.
Acogiéndose a su derecho, Amaia Arteaga se negó a declarar. Al girarse, lanzó una
sonrisa retadora a los asistentes, si bien inclinó la cabeza ante el jurado.
Ese día fueron interrogados los testigos, primero por el fiscal, luego por el letrado
de la acusación particular y, finalmente, por el abogado defensor. Agentes de la
Ertzaintza, incluido Asier, las personas que encontraron los cadáveres en los montes,
compañeros de la acusada —aunque debería decir asesina— y la amiga de Igone
respondieron a las preguntas de todos ellos, siendo las respuestas de esta última las
únicas que aportaron elementos subjetivos que permitieron establecer una relación
sentimental entre Igone y Amaia.
El interrogatorio de los peritos quedó pospuesto para el día siguiente. El fiscal
basó su estrategia en el ADN del cabello que apareció en el cadáver de Igone, y alegó
que su propietaria tenía los medios para cometer aquel crimen pasional. Otra de las
pruebas que acabó teniendo gran valor fue la de las huellas de los neumáticos
descubiertas en el monte Pagasarri, coincidentes con las ruedas del coche de Amaia
Arteaga.
Por su parte, el abogado de la acusación particular, sabedor de que sus argumentos
resultaban más endebles, trató de relacionar ambos crímenes por su extraordinaria
similitud, incluyendo la mutilación de los pezones y el clítoris de las dos muchachas
que, además, habían sido drogadas con la misma sustancia.
Al igual que en la mañana anterior, el abogado defensor, veterano en estas lides,
rebatió todos y cada uno de los testimonios. Con sumo cuidado se esmeraba en
desmontar los argumentos periciales que iba presentando la acusación, fiel a un guion
que tenía más que estudiado. La escasa envergadura de las pruebas resultaba
desazonadora, y a medida que avanzaba el proceso se hacía más complicado pensar en
una sentencia condenatoria.
El sentido común no dejaba lugar a la duda. Sin embargo, es frecuente que la
verdad real no coincida con la verdad jurídica, y precisamente de eso se aprovechaba
aquel viejo letrado a la hora de formular sus preguntas al médico forense, después de
que este se identificara preceptivamente ante el tribunal como Iñaki Enríquez, doctor
en Medicina.
—Doctor Enríquez, así que es usted médico forense —dijo el abogado defensor.
—Así es.
—¿Especialista en Medicina Legal y Forense?
—No.
—¿En qué quedamos? ¿Es usted forense o no?
—Lo soy. No es necesaria la especialidad para serlo. Trabajo en el Instituto Vasco
de Medicina Legal desde su creación.
—Ya. Así que sus conocimientos vienen dados básicamente por su experiencia —
comentó el abogado, dirigiendo una mirada fugaz al jurado.
—No solo desde mi experiencia, también tengo una sólida base técnica —contestó
Iñaki Enríquez, incomodado.
—No lo dudo, doctor. A ver qué nos cuenta. ¿Practicó usted la autopsia del
cadáver de Igone Otero?
—Sí.
—En su informe dice que su vagina contenía semen.
—Así es.
—¿Y cómo se lo explica?
—Es complicado.
—¿Complicado? Yo lo veo bastante simple. La muchacha tuvo una relación
sexual, forzada o consentida, antes de su muerte.
—No es tan sencillo. Por un lado, es imposible determinar si el semen llegó hasta
su vagina antes o después de su muerte. Mi opinión es que pudo ser inyectado.
—¿Su opinión? Aquí se está juzgando a una persona por asesinato. A estas alturas,
no parece que sea el momento de emitir opiniones ni especular con hipótesis. Tengo
entendido que las muestras almacenadas en bancos de esperma son diluidas con
crioprotectores para su correcta congelación. En tal caso, el semen hallado en la
vagina de Igone Otero tendría que contener nutrientes, soluciones tampón, metanol,
glicerol... ¿Contenía algún componente externo?
—No, pero podría tratarse de muestras recién recogidas antes de someterse a tal
proceso.
—Me resulta muy enrevesado, doctor. ¿No sería más fácil creer que el semen
estaba en la vagina de Igone Otero porque acababa de mantener relaciones sexuales
con un hombre?
—Es complicado asegurarlo. No se observaron restos de células ajenas en el
examen histológico. Pudimos practicar la autopsia a las pocas horas de su muerte, por
lo que tenían que haber aparecido.
—Insisto, doctor: ¿cabe la posibilidad de que pudiera haber tenido relaciones
sexuales con un hombre?
—Cabe esa posibilidad.
—¿Y es posible determinar si fue penetrada con un pene o con un consolador?
—No. No lo es.
—Gracias, doctor —y cuando parecía que iba a dar por finalizado su turno de
preguntas, reanudó el discurso—. Tengo otra duda. No olvide que está bajo
juramento. ¿El cabello encontrado en el vello púbico de Igone Otero pudo haberse
colocado entre el momento de su muerte y el de la autopsia?
—No tiene sentido que nadie hiciera algo así. Hay que tomarse muchas molestias.
—Insisto, doctor. ¿Pudo colocarse entonces?
—Desde un punto de vista técnico... sí.
—Ya. ¿Y cree usted que un cabello es suficiente prueba para que Amaia resulte
culpable? —preguntó el abogado, omitiendo deliberadamente el apellido de su
defendida para hacerla parecer más cercana, volviendo a dirigir su mirada hacia el
jurado.
—¡Señor letrado! —le recriminó uno de los magistrados—. Esa no es pregunta
para un forense.
—Disculpe, señoría. Prosigo. Ha afirmado que no se observaron células ajenas en
la vagina de Igone Otero cuando, dado el escaso tiempo transcurrido, hubiera sido lo
lógico. ¿Quiere decir que en un cadáver en avanzado estado de putrefacción no es
igual de lógico?
—Sobre un cadáver en ese estado, si ha estado expuesto al calor o la humedad, es
casi imposible emitir resolución alguna.
—Gracias, doctor. He terminado.
Al girarse, el abogado se encogió de hombros ante el jurado.
Aquella mañana se acabó elevando a definitivas las conclusiones de los escritos de
calificación, sin que ninguna de las partes realizara ningún cambio. El juicio prosiguió
al día siguiente con los informes, momento cumbre del proceso en el que entraban en
juego las habilidades oratorias de los letrados.
Todos ellos realizaron sus alegatos considerando las pruebas realizadas, aunque el
abogado defensor no las valoró de igual manera. Consideró que no se estaba juzgando
a la acusada con suficientes pruebas de cargo, sino a través de presunciones no
demostradas. Así lo dejó ver en su alocución.
—Señores y señoras miembros del jurado. En esta sala se pretende condenar a una
mujer por dos crímenes que, a pesar de haber sido cometidos en circunstancias
similares, no han podido ser relacionados con pruebas fidedignas. Es más, ni siquiera
se ha podido establecer la relación de Amaia con la primera muchacha asesinada. Es
cierto que se encontró un pelo en el cadáver de la segunda chica. ¡Qué cosa tan
extraordinaria! En el supuesto de que nadie lo hubiese incluido deliberadamente o no
se hubiera roto la cadena de custodia de la prueba, no resultaría extraño que hubiera
mantenido relaciones sexuales consentidas con algún amante antes de que un tercero
cometiera tan execrables crímenes. Introducir el semen en una vagina con una
jeringuilla simulando una violación es la cosa más disparatada que he escuchado en
un juicio. Claro que Amaia tenía acceso a muestras de esperma. ¿Y eso es suficiente
para mandarla a la cárcel? Les recuerdo que ni en su casa, ni en la clínica, se han
encontrado los objetos empleados en los crímenes, tampoco rastros de sangre en el
vehículo en el que la acusación dice que se trasladaron los cadáveres al monte, solo
porque aparecieron huellas de neumáticos en un lugar próximo, coincidentes con los
del coche de mi defendida. En conclusión, tenemos un consolador en casa de una
chica moderna, unas huellas que son idénticas a las de miles de vehículos y un cabello
del que, ¡oh, albricias!, se ha podido extraer ADN con el que identificar a una mujer
que mantenía relaciones con Igone Otero. Con sinceridad, señores del jurado,
condenar a Amaia que ya lleva dos años en la cárcel por unos crímenes que le son
difícilmente achacables me resulta un acto de injusticia tal que se me agotan los
adjetivos. En sus manos está el veredicto.
El abogado cruzó una mirada cómplice con su defendida antes de sentarse, sin
duda satisfecho con su trabajo. Como colofón, se le dio la posibilidad a la acusada de
decir unas palabras. Esta vez, por primera vez en el juicio, Amaia Arteaga sí se
incorporó.
—Señorías, miembros del jurado, quiero decirles que soy inocente y que lamento
que la policía no haya encontrado al verdadero culpable. Me apenan las dos muertes,
en especial la de Igone, a quien quise con toda mi alma, pero yo no he matado nunca
a nadie. Soy inocente, lo juro. Inocente —dijo, con el semblante lánguido.
Con la llegada del mediodía, el juicio quedó visto para sentencia. Uno de los
magistrados se dirigió a los miembros del jurado.
—Señores del jurado, les solicito, tal y como dictamina el Código Penal,
independencia, responsabilidad y sumisión a la ley. Y les exijo que solo tengan en
cuenta lo que han escuchado durante los tres últimos días. Su deliberación es secreta y
su contenido no puede revelarse, ni durante las discusiones, ni con posterioridad.
Estarán absolutamente incomunicados hasta que tengan su veredicto. No podrán tener
acceso a medios de comunicación, ni a teléfonos, ni tampoco hablar con nadie. Si
quieren contactar con su familia o su lugar de trabajo, deberán solicitarlo al secretario
judicial. La declaración de culpabilidad o no culpabilidad debe ser coherente y
consecuente con los hechos probados con anterioridad. Si tuvieran su veredicto antes
de las siete de la tarde, nos volveremos a reunir en esta sala. En caso contrario, se les
recluirá en el hotel Abando hasta que lleguen a un acuerdo. Se levanta la sesión.
El jurado deliberó hasta bien avanzada la madrugada, por lo que el juicio se
reanudó al día siguiente. La gente volvía a abarrotar la sala, expectante ante el
veredicto. Para sorpresa de casi todos, se declaró culpable a Amaia Arteaga del
asesinato de Igone Otero y no culpable del de mi hermana.
—¡Asesina! —gritó mi madre, sollozando, sin que mi padre pudiera remediarlo.
Al escucharla, Amaia se giró hacia ella con el dedo corazón de su mano derecha
levantado.
—Te jodes —murmuró.
Los agentes tuvieron que intervenir, sacando rápidamente a Amaia Arteaga por
una puerta lateral. Ante tal algarabía, al magistrado no le quedó más remedio que
levantar la voz para indicar que el juicio quedaba visto para sentencia.
36
La carretera que va desde Gernika hasta el estuario del río Oka se adentra en
bosques de encinas cantábricas y robles cuyas ramas se dejan caer sobre el asfalto,
como si aquella arboleda centenaria tratara de expulsar al intruso. A la vuelta de cada
curva, una siente que la naturaleza te va atrapando poco a poco, obligándote a dejar
atrás los recuerdos urbanos. Es un camino que, más allá de desplazarte en el espacio,
te traslada en el tiempo, pero no en ese tiempo que se mide en horas, minutos o
segundos, sino en milenios y eras geológicas, cuando todos los sonidos familiares
desaparecen y solo se oye el viento deslizándose entre las hojas de los árboles,
perennes e inmutables.
Conduciendo sola por esos parajes, bajando el volumen de la radio, tengo la
impresión de atravesar un túnel recubierto de ramajes de nostalgia: una senda secreta
que me lleva a playas sosegadas de arenas cómplices, donde el ritmo de mi corazón se
ralentiza y mi respiración se convierte en suspiros que se confunden con el murmullo
de las olas ruborizadas por la desnudez de la brisa.
Mi catarsis. Mi refugio. Mi soledad.
Podía pasarme horas junto al ventanal del caserío de Antzora con un libro en las
manos o, simplemente, observando los caprichos del mar mientras mi mente jugaba
con mi hermana entre los viñedos de Samaniego, escuchaba las historias que nos
contaba mi abuela o se excitaba entre las sábanas con Mateo. Nadie controla los
sueños, ni siquiera cuando estamos despiertos. Y no voy a negar que a veces
fantaseaba con enseñarle a Mateo el lugar en el que me sentía más libre, compartir con
él mis rincones preferidos como si al contemplarlos juntos fuésemos capaces de
adentrarnos en el jardín secreto del otro.
Aquel octubre de 2009 apenas llevaba unas horas en Antzora cuando recibí un
mensaje suyo en el teléfono: «Estoy en Bilbao —decía—. Me encantaría verte».
No le di una respuesta de inmediato, supongo que para engañarme a mí misma,
simulando que la meditaba. Para participar en mi propia farsa, decidí acompañar unas
anchoas de Santoña con una copa de vino blanco de Rueda, que luego fueron dos.
Con el primer sorbo de la tercera, tecleé en mi móvil:
«Confieso que te echo de menos pero acabo de llegar a Urdaibai. No sé si puedes
venir a verme.»
«Mañana tengo las primeras horas comprometidas, aunque después de comer
puedo ir donde estés.»
«¿Has venido en coche?»
«No. Si es necesario lo alquilo...»
«Hay autobuses. Coge uno hasta Gernika y desde allí otro hasta Antzora, de la
línea que llega hasta Ibarrangelu.»
«Perfecto. Así lo haré. ¿De cuánto tiempo dispones para mí? Podría pasar dos
noches ahí. ¿Tengo dónde quedarme?»
«Claro. Lo más cerca de mí posible.»
«Me encantas, rubia. A veces me dejas sin palabras.»
«Pues ya solo pienso en dejarte sin aliento. Te deseo.»
«Y yo. Mañana se me va a hacer el día eterno.»
«Te espero. Disfruta de Bilbao.»
Sonreí al dejar el teléfono sobre la mesa. Aspiré profundo dentro de la copa para
impregnarme de los aromas a heno, fruta madura y anís. De repente, sentí necesidad
de que Mateo llegara cuanto antes. Reconfortada, comencé a sentir el peso de mis
párpados, así que me encaminé a la cama. Me quedé dormida antes de que pudiera
seleccionar los lugares que pretendía enseñarle... después de tratar de aplacar nuestro
deseo.
Me levanté muy temprano, sin ser del todo consciente de que iba a renunciar a una
intimidad a la que me había acostumbrado. O quizás ya no me importaba. Tampoco
quise detenerme a analizar por qué. Simplemente sabía que me sentía ilusionada.
Aproveché que el cielo no amenazaba lluvia para bajar dando un paseo hasta el
colmado situado junto a la ermita del Sagrado Corazón de Jesús, que luego se
convertiría en Biskaine, un precioso restaurante integrado en la playa de Laida. En
realidad, no es que precisara comprar nada, si bien me sentí más tranquila volviendo
al caserío con pan, huevos y un par de latas de berberechos. También pensé en
comprar alguna botella de vino, pero no encontré ninguna que mejorara las que
teníamos en la bodega.
A mediodía le puse un mensaje: «Avísame antes de llegar para salir a buscarte».
Recibí su respuesta sobre las siete, y acto seguido bajé rauda la cuesta que nos
separaba, asustando con mi carrera a los gansos del caserío vecino que aleteaban tras
remojarse en una bañera vieja. Me esperaba sonriente, en el cruce al pie de la
carretera, apoyado en su maleta de viaje. Sospecho que pretendió decirme algo a
modo de saludo, pero no le di opción. Sin pensarlo, dejé que me abrazara y lo besé
con frenesí.
Cuando llegamos al caserío, casi era de noche. Fuera, el mar comenzaba a bramar
anticipando tormenta mientras el mercurio del termómetro se resistía a subir más allá
de los diez grados. En previsión, había dejado la chimenea encendida.
—Esto es precioso —dijo Mateo—, acercándose al ventanal sin dejar de sujetarme
la cintura con ambas manos—. Aunque no más que tú.
—Se te ha pegado la adulación sevillana.
—Hablo en serio —rio—. No me extraña que este sea tu refugio. ¿Puedo
quedarme aquí contigo para siempre?
—Siempre es mucho tiempo, Pooh —le respondí, risueña.
—¡Vaya! No me digas que ahora prefieres canciones infantiles.
—¿La sabes? —le pregunté, sorprendida.
—¡Claro! Tengo sobrinas. ¿Eludes la respuesta? —comentó, con sorna.
—No me provoques, si no quieres escuchar cosas que no deseas oír.
A pesar de mi tono jocoso, Mateo se dio por aludido y recordó que tenía que hacer
una llamada.
—No tardo nada —se disculpó, alejándose con el teléfono por el pasillo.
En realidad, estaba acostumbrada a esperar a que hablara con su mujer. Y aunque
él creyera lo contrario, a mí no me importaba. Al contrario, me gustaba escuchar su
tono mientras le hablaba con ternura.
—¿Ya? ¿Tranquilo? ¿Todo bien?
—Sí, gracias.
—¿Tienes hambre? —le pregunté.
—De ti —me respondió, abrazándome con fuerza.
—Te he echado de menos.
—Y yo a ti, Silvia. No sé qué voy a hacer contigo.
—No querrás que te diga por dónde tienes que empezar...
Aquellas fueron nuestras últimas palabras esa noche. A los pocos segundos, los
reflejos del fuego doraban nuestros cuerpos desnudos sobre una manta. Nos lamimos,
nos mordimos, nos besamos, nos bebimos hasta quedarnos sin una gota de saliva.
Fuimos del suelo al sofá y del sofá a la cama sin despegarnos un instante. Y es que si
el ansia nos domina, la piel no se sacia.
A medida que avanzaba la madrugada, un duermevela crónico sucumbió a nuestro
deseo. En cualquier minuto, yo sentía su lengua entre mis muslos o él mi mano entre
los suyos para enredarnos de nuevo en una espiral de sexo que no concluía hasta que
caíamos rendidos, antes de volver a reposar con los ojos entrecerrados. Solo el
amanecer consiguió que nos quedáramos placenteramente dormidos.
Los momentos más gratificantes no se compran con dinero, sino con tiempo.
Aunque eso es algo que nadie aprende de joven porque creemos que los consejos en
ese sentido proceden más de viejos o de fracasados que de sabios. La gente consume
su vida asumiendo responsabilidades de las que resulta imposible escapar, incluso si
llega un día en el que decide eludirlas, y descubre que ya es demasiado tarde,
condenándose en una cárcel de insatisfacción donde no existe el futuro.
Pensaba en ello, con una cerveza en la mano, mirando a través de la cristalera del
Toki Alai cómo el mar se perdía en el horizonte, más allá de la isla de Izaro, mientras
unos surfistas en trajes de neopreno coqueteaban con las olas cortas e intensas, bajo
una llovizna que tiznaba de gris la fina arena de la playa de Laga. En momentos tan
placenteros no lograba apartar los ojos de aquel rincón escondido entre montañas y
acantilados, cincelado con la gubia paciente de la naturaleza para dotarlo de una
belleza tan salvaje como cautivadora.
Y también lleno de misterios. Le conté a Mateo que años atrás había encontrado
una botella enterrada en la arena con un precioso mensaje: «Alfredo amó a Izarbe». Al
decirle que la conservaba, me pidió que se la enseñara cuando llegáramos a casa. Y es
que, a veces, solo dos nombres son suficientes para construir una historia de amor.
Entre tanto, nuestros estómagos descuidados esperaban el menú con cierta
impaciencia. Mateo aguardaba unas alubias rojas y yo, unos pimientos rellenos de
marisco; más tarde llegaron los lenguados a la plancha que acompañamos con una
botella de Itsasmendi, un agradable txakoli de unas bodegas cercanas.
Aquella comida estuvo llena de silencios y de miradas alegres, pero también de
una conversación calmada, suave, en la que seguimos desnudándonos. Quizás por
ello, ya en casa, tuve la sensación de que hacíamos el amor por primera vez.
Tenía previsto llevarle a cenar a Baserri Maitea, un precioso caserío del siglo XVII
perdido en Forua, o al restaurante del castillo de Arteaga, un palacio decimonónico
neogótico que hasta hacía bien poco había pertenecido a la Casa de Alba; sin embargo,
llegado el momento, pensé en que esos lugares cargados de años e historia no
pertenecían a mi intimidad en Antzora, así que opté por bajar a tomar unos vinos al
Atxarre, un agradable bar que parecía un barco varado en la playa de Laida, a menos
de dos kilómetros de donde nos hallábamos, y al que yo solía acudir a la luz del día
para contemplar el paisaje en todo su esplendor.
A pesar de la época del año, el Atxarre se encontraba bastante animado. A Mateo
le impresionó la fabulosa colección de botellas de ron que lo decoraba. Después de
husmear tras las vitrinas, nos sentamos junto a la barra que mostraba una interesante
variedad de pintxos cocinados con productos de la tierra.
—No es mal sitio este —comentó Mateo.
—No, sobre todo en esta época. Kepa me ha dicho que en verano la gente se pega
en la cola por un bocadillo.
—No me extraña. ¿Quién es Kepa?
—El alma máter de esto. Estará en los fogones —le aclaré, justo en el instante en
que este salía de la cocina con una bandeja de pintxos elaborados con patata, rabo,
foie cantharellus y aire de hongo. Creo que se sorprendió al verme acompañada, pero
salió inmediatamente de la barra para saludarme.
—¡Qué alegría, Silvia! —dijo, antes de darme dos besos—. Soy Kepa Manzano —
se presentó a Mateo, estrechándole con fuerza la mano, antes de permitirme abrir la
boca—. Así que una vueltecita por Laida.
—Encantado —le respondió Mateo.
—Sí. Hacía tiempo que no venía —le contesté.
—Pues aquí estamos, igual que siempre.
Kepa era uno de esos eibarreses siempre sonrientes que enseguida le caía bien a
todo el mundo. Tenía un ojo codificado —como él mismo lo definía— por culpa de
una pedrada perdida que recibió de niño, y los amigos lo conocían por el Rey; no en
vano, vivimos en un gran país de ciegos. Después de probar fortuna en Alicante con
un restaurante mejicano, negocio al que llegó más por su afición a las rancheras que a
las tortas y los frijoles, había recalado en el Atxarre.
Tras una breve charla protocolaria en la que comentó con orgullo que el bar
albergaba mil ochenta botellas de ron distintas, regresó a la cocina. Nosotros
decidimos maridar los pintxos con vinos. Probamos unas taleguillas de queso
Idiazabal con un espumoso de Loli Casado, la primera bodega con nombre de mujer,
situada en Lapuebla de Labarca, un pueblecito alavés a orillas del Ebro. Luego
comimos tortilla de patata regada con un oloroso seco y unas setas con un vino tinto
joven con notas de fruta fresca. Los clientes del bar se fueron marchando y antes de
que dieran las doce, estábamos Mateo y yo solos brindando por nosotros con un gin-
tonic, conscientes de que pasarían muchos meses antes de que volviéramos a estar
juntos.
Kepa le dio permiso al muchacho de la barra para que se recogiera y se empeñó en
prepararnos un cóctel, especialidad de la casa, con licor de naranja, ginebra, limón,
txakoli, azúcar y hierbas aromáticas. Media hora más tarde, yo contemplaba divertida
cómo él y Mateo, brazo al hombro, cantaban rancheras de José Alfredo Jiménez como
si se conocieran de toda la vida.
—No hay cojones de tomar un margarita —retó Mateo.
Y los hubo.
Serían las dos cuando salimos del Atxarre, no sin que antes Kepa y Mateo se
juraran amistad eterna, con una borrachera más que considerable. Dada la distancia
que nos separaba de la casa de Lourdes, decidimos dejar el coche en el aparcamiento y
recorrerla andando. Mateo continuó canturreando en voz baja melodías de Los
Secretos.
Nuestra piel aún tuvo arrestos para fundirse en un abrazo de piernas, bocas,
manos y sexo.
Tras despedirle al día siguiente en la parada del autobús, tuve la sensación de que
algo muy profundo de mí se iba con él. De vuelta a casa, observando al Cantábrico
desde la cristalera, después de que el mundo apenas se hubiera parado unas horas, me
di cuenta de que le echaría terriblemente de menos.
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Olalla consiguió llegar a su casa por los callejones menos transitados del barrio de
Santa Cruz. Su vestido se encontraba tan sucio que ni siquiera se distinguía la mancha
ocre bajo el vientre. Tenía los zapatos embarrados y sus pequeños calcetines blancos
ennegrecidos. Aun así, invadida por la rabia y por el miedo, trató de caminar con la
mayor dignidad que pudo, mientras se atusaba nerviosamente con las manos su
cabellera morena. Por fortuna, ninguna de las pocas personas que se quedaron
mirándola le parecieron conocidas.
Al escuchar la puerta de la calle, tía Sara le gritó desde la cocina:
—¡Niña! ¡Hay gazpacho!
—¡Qué rico! —respondió Olalla, sorprendida por que la voz hubiera sido capaz
de salir del pecho, atravesando la congoja—. ¡Ahora vengo!
Subió a su habitación y se desnudó rápidamente. Apiló toda su ropa en un hatillo
improvisado con una sábana vieja antes de acercarse a la tina. La jarra estaba llena de
agua. No obstante, le resultó insuficiente. Sentía asco de sí misma. Pasó la pastilla de
jabón una y otra vez por cada centímetro de su piel y de su pelo. Como si el cuerpo le
suplicara no enjuagarse nunca. Tras hacerlo, se restregó con tanta fruición con la
piedra pómez que se hirió los muslos.
Después pensaría en cómo lavar la ropa. Desde luego que no volvería a ponerse
aquel vestido... su precioso vestido de gasa beis, pero tendría que guardarlo limpio en
el armario para que sus tías no lo echaran en falta. Ahora solo quería llorar. Cerrar los
ojos y llorar. Tumbarse en la cama y llorar. Sin embargo, sus tías la acababan de
llamar de nuevo para comer. Tomaría ese gazpacho y regresaría a su habitación.
Necesitaba dormir para poder meditar con claridad o quizás para olvidarse del mundo.
Debía dominar la congoja si no quería desvanecerse antes de probar ese maldito
gazpacho.
—¡Qué requeteguapa estás! —le dijo tía Sara desde la cocina al verla llegar en
camisón y con el pelo mojado.
—¿Cómo es que te has aseado a estas horas? —le preguntó tía Montse, con el
ceño fruncido.
—Hacía calor —respondió Olalla, reconfortada al comprobar la cara de
aprobación de sus tías.
No le costó conciliar el sueño durante la siesta. En la penumbra de su cuarto, de
no ser por las punzadas que percibía en el interior de su sexo, lo acontecido esa
mañana le parecía una pesadilla de la que necesitaba huir cuanto antes. Soñar dormida
o despierta conseguía alejarla de la realidad. Al abrir los ojos, sintió humedad en sus
mejillas. Y acarició con suavidad aquellas lágrimas oníricas, aferrándose al deseo de
que no regresaran.
De repente se acordó de Martín. A lo largo del día le habían asaltado multitud de
imágenes, sin que fuera capaz de concentrarse en ninguna de ellas. Ahora aquellas
imágenes volvían a desfilar por su mente, más ordenadas y despaciosas: Martín yacía
en el suelo lóbrego del túnel del Gurugú, le miraba aterrado, le saludaba con el
sombrero en la esquina del Britz, con el cañón de una pistola en su boca
ensangrentada, le recitaba poemas, le sonreía en la verja de la Fábrica de Tabacos,
desaparecía entre las sombras tras dejarle una carta bajo la maceta de su ventana, o le
canturreaba Ojos verdes...
Solo la necesidad de buscar un libro en el desván le permitió levantarse de la
cama. Regresó a la habitación con el poemario titulado Los placeres prohibidos, para
leer los últimos versos de la poesía que Martín había recitado aquella mañana en el
parque y que, quizás presagiando cuanto iba a acontecer, no quiso concluir.
—Pero así no me basta; más allá de la vida, quiero decírtelo con la muerte; más
allá del amor, quiero decírtelo con el olvido —Olalla los leyó despacio, en un tono
apenas imperceptible, consciente de la fragilidad de su voz.
Fue en ese preciso instante que supo que Martín estaba muerto. Era como si su
espíritu aún vagara por Sevilla, a medio palmo del suelo, tratando de despedirse.
Olalla se armó de valor y se vistió para salir de casa sin ser vista. Calculó que tardaría
poco más de media hora en ir y volver de Triana. Caminó deprisa, preparada para lo
peor. Martín le había contado dónde vivía, así que la muchacha no tuvo dificultad en
encontrar su morada.
Un lazo negro en la palma del Domingo de Ramos expuesta en el balcón, carente
de macetas, y la puerta derecha cerrada del zaguán disiparon sus pocas dudas. Vio a
cierta distancia cómo una mujer de luto entraba con una cazuela de caldo. También
observó los rostros apesadumbrados y las lágrimas furtivas de algunas visitas que
llegaban a la casa. Y se imaginó a Martín tendido sobre una sábana blanca en el suelo,
con cuatro cirios en las esquinas y un crucifijo sobre su cabeza. La muchacha se
preguntó si, además de las vecinas, alguien más le velaría.
Con los ojos enrojecidos, cruzó el río mientras el sol se ponía sobre las casas de
Triana. Ella no le velaría pero le recordaría siempre a través de la poesía, y de ese
puñado de cartas que guardaba en una coqueta caja de cartón. Al llegar a casa buscó el
retrato que Martín se hizo para ella en un estudio de la calle Rioja. Él la miraba con
una sonrisa insegura, rozando la tristeza. Se lo había dejado en uno de esos sobres
dominicales hacía un mes, sin que a ella le hubiera dado tiempo a corresponderle del
mismo modo. De súbito, le sobrevino la idea de que la muerte se llevaba a quienes la
amaban. Y aunque no solía rezar fuera de la iglesia, le pidió a Dios que cuidara de
Martín en el cielo, y de sus seres queridos en la tierra: de sus tías, de su amiga Reyes;
también de Eduardo Elorriaga, que a esas horas estaría en un barracón o tal vez en una
trinchera entre la nieve a miles de kilómetros. Pensó que si algún día quería volver a
estremecerse con esa media sonrisa suya tan cautivadora, debía alejarle de ella y de su
maldición.
¿Y qué sería de ella? ¿Cómo podría vivir con lo sucedido aquella jornada que
ojalá jamás hubiera aparecido en el calendario? Sentía rabia, una rabia impotente que
debilitaba la fuerza de sus manos, una rabia angustiosa que le hacía llorar sin
consuelo, una rabia aterrada ante la idea de volver a encontrarse algún día con aquel
indeseable. Por primera vez en su vida tuvo la necesidad de vomitar insultos
desaforados. De gritar de desesperación.
Guardó la correspondencia y el retrato de Martín en la caja, ahora humedecida por
un par de lágrimas que no consiguió reprimir. Se acostó buscando en el libro que
tenía sobre la cama el poema del que Martín había extraído los versos incluidos en su
primera carta. A pesar de que se lo sabía de memoria, lo leyó despacio, como si fuera
nuevo para ella, tratando de evocar el momento mágico de su descubrimiento. Al
concluirlo, cerró los ojos para repetir el final de la poesía.
—Tú justificas mi existencia. Si no te conozco, no he vivido; si muero sin
conocerte, no muero, porque no he vivido.
Y murmurando aquellas palabras de Cernuda, se quedó dormida.
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Una mañana soleada siempre ayuda a apartar, aunque sea tímidamente, las
tinieblas del corazón. Sobre todo si las pesadillas se presentan tan reales que escapan
del mundo de los sueños e invaden la vigilia. Cuando Olalla despertó, la casa se
encontraba en silencio, expectante al ánimo de la niña. Sus tías habían salido. A esas
horas, andarían haciendo las compras del día en alguna de esas tiendas de montañeses
que a menudo les fiaban. Así que aprovechó para deshacer el hatillo con la ropa sucia
que, de buena gana, hubiera arrojado a cualquier escombrera. Volvió a sentir
repugnancia al introducir su vestido en aquel barreño que enseguida se tiñó de agua
amarga.
Percibió el olor formado por la orina, la sangre y la tierra al disolverse entre el
jabón. Quiso llorar en silencio pero, a su pesar, se le escapaban gemidos lastimeros
que provocaban lágrimas imposibles de enjugar. Desde el estómago le sobrevenían
arcadas que se ahogaban en la garganta. Y se estremeció con la idea de que se
instalaran definitivamente en su alma, tan perdida como maltrecha.
Estaba resuelta a que su vida no quedara marcada por el miedo ni por los
remordimientos. Su duermevela le había sugerido decisiones que ahora, más lúcida,
ella pretendía llevar a cabo. Tras colgar aquella colada engañosamente purificadora,
rellenó la tina y volvió a lavarse con la misma furia del día anterior. Buscó entre su
escaso fondo de armario un vestido blanco que la favoreciera, se perfumó con la
colonia de rosas que reservaba para los domingos y se atusó con coquetería su melena
rizada. Luego buscó en un cofre un par de billetes de peseta que tenía ahorrados y su
cédula de identificación que, hasta entonces, solo había usado para que le sellaran la
entrega de las cartillas de racionamiento. Al mirarse en el espejo de la pared, se echó
la mano a su cuello desnudo. Del cajón de su cómoda extrajo un pequeño joyero que
únicamente guardaba la gargantilla de su madre. Tras colocársela, volvió a situarse
ante el espejo. Ahora, a pesar de la inflamación de sus párpados inferiores, sí estaba
preparada para salir a la calle.
Era la primera vez que acudía a un estudio fotográfico. Tenía cuatro o cinco
retratos en los que aparecía vestida de flamenca junto a sus amigas en la Feria de
Abril, realizados por un fotógrafo ambulante, pero ninguno en los que estuviera ella
sola. Esa tarde escribiría la última carta a Eduardo Elorriaga, despidiéndose de él, y
quería enviarle una foto suya como recuerdo. Así que se encaminó al mismo estudio
de la calle Rioja en el que Martín había posado para ella.
Julio Beauchy, un veterano profesional, descendiente de una magnífica saga de
fotógrafos, la escudriñó con gesto huraño tras su aparente bonhomía. El negro
azabache de su cabellera contrastaba en exceso con la blancura de su vestido, lo que
dificultaba el resultado fotográfico. A su requerimiento, ella se sentó en un banco
acolchado con aspecto de reclinatorio, delante un panel de color gris claro; la escueta
escenografía estaba situada junto a un ventanal que daba a un frondoso patio por
donde entraba pizpireta la luz de la mañana. Beauchy, con movimientos mecánicos,
cambió convenientemente la ubicación del trípode hasta visualizar la escena a su
satisfacción. Luego, observó unos instantes a la muchacha a través del visor de su
vieja cámara.
—Ladee la cabeza hacia su derecha, señorita. El izquierdo es su perfil bueno. Y
mantenga los ojos abiertos.
En otras circunstancias, Olalla hubiera respondido que no sabía que la gente
tuviese un perfil malo, pero no andaba para muchas conversaciones. Además, se
encontraba tan preocupada en posar con corrección que trataba de no mover un solo
músculo, reprimiendo cualquier ademán que pudiera estropear el resultado.
—¿No va a sonreír, señorita? No querrá que su novio la recuerde con cara de
Humphrey Bogart...
A la comisura de los labios de Olalla le hizo gracia la ocurrencia y se elevó
sutilmente, momento en que el fotógrafo aprovechó para disparar. Olalla cerró los
ojos buscando su descanso, ensoñando que quizás la vida le permitiría volver a
sonreír sin estímulos externos.
Aún le quedaba lo más importante por hacer. Pagó el retrato a Beauchy, quien se
comprometió a tenerlo revelado en una hora, justo el tiempo que ella necesitaba para
acercarse hasta la comisaría de la calle Peral.
A medida que avanzaba por la Alameda de Hércules, le flaqueaban las piernas. Y
eso que lo tenía todo pensado. Preguntaría por el comisario y le contaría que,
paseando por el Parque de María Luisa, un hombre al que no conocía había golpeado
a su novio en el túnel del monte Gurugú hasta que cayó inconsciente al suelo. No
mencionaría la violación. Diría que ella huyó corriendo y que ahora su novio estaba
muerto. Tampoco interpondría una denuncia. Simplemente quería delatar al asesino de
Martín para que fuera la policía la que actuara, lo detuviera y lo encerrara en la cárcel
de por vida. Ella se limitaría a dar detalles de su aspecto. De este modo, podría salir a
la calle sin miedo de encontrárselo a la vuelta de cualquier esquina, con el deber
cumplido de haber vengado a Martín y salvaguardado su propia honra. Al ser una
niña, consideró que no podría declarar, ni sentarse en un juicio como esos que
aparecían en las películas extranjeras, por lo que tampoco tendría que verle la cara al
asesino, ni que este supiera a ciencia cierta el origen de su detención, por mucho que
lo supusiera. Tampoco sus tías se enterarían de nada.
La comisaría de la calle Peral tenía la apariencia de una casa andaluza más, de esas
adornadas con geranios, blanqueadas de día, pero que se adormecían a la luz de la
luna. Olalla se apostó frente a ella, a cierta distancia, esperando que una corazonada le
indicara el mejor momento para acercarse. El trasiego de personas, entrando y
saliendo, era continuo aunque no excesivo. Le impresionó ver a dos policías con
uniforme gris agarrando por los brazos a un gitano que sangraba por la nariz, lo que le
hizo titubear sobre sus propósitos. Sin embargo, la imagen oscura de ese hombre
apuntándole a la cara terminó por empujarla a cruzar la calle. Se disponía a hacerlo
cuando, de repente, aquella pesadilla se convirtió en un maldito recuerdo que
regresaba para golpearle con toda su brutalidad. Allí estaba ese malnacido. Saliendo
de la comisaría, acompañado por otro hombre con el que parecía bromear mientras le
encendía un cigarrillo, sin fijarse en el saludo casi militar del vigilante de la entrada.
La reacción de la muchacha fue fulminante. Espoleada por su instinto de
supervivencia, dobló la esquina como una exhalación, sin detenerse a observar cómo
los policías se metían en el único coche que se encontraba aparcado junto a la casa.
Porque resultaba evidente que aquel hombre era policía. Olalla corrió ahogada por la
rabia y por el miedo. También por su ingenuidad. No quiso volver la vista atrás hasta
no llegar a la plaza del Duque, donde comenzaba el bullicio de gente que continuaba
por las calles comerciales del centro de la ciudad. Entonces sí miró por todas partes,
pero se sentía tan aturdida que, de haber estado cerca, tampoco hubiera distinguido al
hombre de sus pesadillas. ¿Cómo había sido tan tonta de no pensar en esa
posibilidad?
No podía creer que Martín estuviese mezclado en algo turbio. Era imposible que
fuese un delincuente. Aunque en el caso de serlo, seguramente su asesino ya contase
con la justificación necesaria para haberle disparado al amparo de la ley de fugas. ¿En
qué cabeza cabía que alguien que tiene que defender el orden público actuara de esa
forma tan salvaje? ¿Qué se suponía que debía hacer a partir de ese momento? Ahora
le resultaría mucho más fácil identificarle para denunciarle. Jamás se había sentido tan
confusa. Denunciarle... ¿Por la muerte de un traidor al régimen?
Le vinieron a la mente las acusaciones escupidas en la cara de Martín por aquel
hombre que hablaba de un grupo conspirador en Sevilla. ¿Y si llevaba razón? ¿De qué
le acusaría? Porque lo que tenía claro es que no pensaba decirle a nadie que ese ser
asqueroso había abusado de ella. Le aterró la idea de tener que volver a cruzarle la
mirada en cualquier sitio, cuanto más en una rueda de reconocimiento. Además, lo
más seguro es que quedase impune. Era la palabra de un policía contra la de una niña
que buscaba venganza.
Sin ánimos para recoger el retrato, cruzó rauda la calle Rioja a la altura del Gran
Britz, donde nunca más aquel muchacho de elegancia desgarbada volvería a tocarse el
sombrero ante ella. Sus ojos estaban tan nublados por las lágrimas que no reparó en
una mujer de ojos almendrados que le aguardaba en la barreduela.
—Niña, ¿estás bien? —le preguntó.
Olalla la miró recelosa sin poderle contestar.
—No tienes por qué temerme —prosiguió la mujer—. Me llamo Fernanda, aunque
todos me dicen La Madrid. Regento una casa de trato en la calle Mariana Pineda.
—¿Qué quiere de mí, señora?
—Por favor, tutéame. Ayer un hombre te hizo daño, ¿verdad?
—No sé de qué me hablas —respondió Olalla, compungida.
—No te preocupes. Es normal que no quieras hablar de ello.
Quizás fuese la voz triste de Fernanda lo que le hizo continuar con la
conversación.
—¿Qué es lo que sabes?
—Más de lo que hubiera querido —le respondió, sin atreverse a confesarle que
algunas veces, siguiendo a Martín para saber de su vida, los había visto juntos, e
incluso seguido hasta la plaza de la Alianza—. Sé lo que sientes. A mí me hicieron lo
mismo a tu edad. Ahora solo quieres llorar sin que se entere nadie mientras deseas su
muerte. ¿Me equivoco?
La muchacha dudó unos instantes para terminar negando con la cabeza.
—No se lo cuentes a nadie, por favor —suplicó, bajando al fin la guardia.
—Puedes estar segura de ello. Únicamente pretendo ayudarte. Odio a cualquier
canalla que haga daño a una niña. Si alguna vez quieres desahogarte o necesitas
ayuda, ya sabes dónde encontrarme. Es la última casa de la derecha en la calle Mariana
Pineda, entrando por San Gregorio. Tampoco tú le digas a nadie que me conoces. Será
lo mejor para las dos.
—Gracias... Fernanda —respondió Olalla.
La mujer ya se había marchado, pero Olalla permaneció de pie e inmóvil, hasta
que recuperó las fuerzas necesarias para llegar a su casa y subir corriendo las escaleras
que conducían a su habitación. Allí se dejó caer sobre su cama y compartió su llanto
con la almohada, abrazándola con la desesperación de quien no sabe dónde aferrarse.
Aquella mujer tenía razón. Deseaba su muerte. No se veía capaz de vivir en la misma
ciudad que ese individuo repugnante que merecía morir. Sí, merecía morir.
Se consoló pensando que, tarde o temprano, sufriría una larga agonía. Algún día
ella misma lo mataría.
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Cuando abrió el sobre que contenía el retrato de Olalla, Eduardo Elorriaga aún no
estaba seguro de que pudiera volver del infierno de la guerra. Y eso que lo peor estaba
por llegar.
Había viajado desde Hof hasta Rusia en un parsimonioso tren de mercancías.
Aquel convoy renqueante había atravesado con desidia interminables bosques y
extensas praderas que más bien parecían un desierto, donde el único vestigio de
civilización lo constituían paupérrimas isbas abandonadas. Y en muchos casos, ni
siquiera eso, porque de las casas solo quedaba la enorme estufa de ladrillos que hacía
las veces de lecho en los meses más fríos.
Enseguida se dio cuenta de la cercanía de los muertos, que no de la muerte,
porque la muerte siempre nos resulta lejana, aún más cuando nos encontramos a cara
de perro frente al peligro. Quizás solo sea una treta de nuestro instinto de
supervivencia, un recurso para poder esquivarla sin que nos paralice el miedo.
Eduardo Elorriaga veía cómo los aldeanos desenterraban cadáveres de las cunetas
para darles sepultura en los cementerios, sin pensar que él pudiera ser uno de esos
caídos en cualquier batalla sin sentido donde los soldados no buscaban más que
sobrevivir.
Pero nada hay más desolador que cruzar bajo un intenso aguacero las calles
desiertas entre edificios en ruinas de una ciudad destruida por la guerra. En medio del
absurdo, de la nada, de la obstinación, algo dentro del ser humano se remueve como
si el alma se rebelara contra el destino fatal al que pretenden llevarle las sinrazones al
servicio de los fanatismos. Al atravesar Novgorod, dos compañeros de Eduardo
Elorriaga recogieron entre los escombros la cruz de dos metros de hierro y madera,
recubierta de latón dorado, que hasta hacía poco coronaba la cúpula de la maltrecha
catedral. Arriesgando su vida, decidieron subirla a un camión y enviarla a España para
evitar que cayera en manos de los bolcheviques.
Los divisionarios pasaron dos meses cavando búnkeres junto al río Volchov, sin
más contacto con el frente que los frecuentes disparos de proyectiles desde camiones a
los que bautizaron con el apodo de organillos de Stalin. Luego emprendieron viaje,
primero en ferrocarril, y más tarde en caminatas nocturnas a pie o a caballo, hacia
Krasny Bor, su nuevo destino, un lugar a veinte kilómetros de Leningrado desde
donde debían defender la prolongación del asedio de la ciudad.
Comparado con las tiendas de campaña, los búnkeres construidos por los
alemanes tres metros bajo tierra gozaban de cierta comodidad. Los troncos
superpuestos, a los que en invierno se unía el hielo de la nieve caída, los protegían de
la artillería ligera, aunque más valía que no los alcanzara un obús del 122 de las
baterías rusas, ante el que no había defensa posible. Cada uno contaba con literas para
seis personas fabricadas con tablas arrancadas de casas bombardeadas, papel en las
paredes, una mesa para escribir a la luz de las velas y una silla. Por fuera estaban
cercados por ramas a modo de jardín privado.
Eduardo Elorriaga leyó la última carta de Olalla, recostado en su camastro del
búnker, sin alcanzar a entender sus palabras.
Querido Eduardo:
Es muy posible que te extrañe lo que voy a contarte y que no le
encuentres explicación. Sin embargo, créeme que tengo motivos poderosos
para tomar esta decisión. El hecho es que no voy a escribirte más.
Lamento dejar de ser tu madrina de guerra, pero estoy segura de que
tendrás alguna más.
Entenderé que te enfades por ello, aunque te juro por lo más sagrado
que lo único que me mueve a interrumpir nuestra correspondencia es el
deseo de que pronto puedas volver sano y salvo. Prométeme que lo harás.
Es probable que las mujeres, y más si somos andaluzas, estemos
condicionadas por supersticiones contra las que solo podemos
defendernos con promesas. Y sí, por razones que algún día tal vez pueda
explicarte, le he hecho la promesa a mi Cristo de las Misericordias de no
escribirte hasta que ocurran cosas; entre ellas, tu vuelta. Tampoco debo
recibir cartas tuyas. Y puedes creerme cuando te digo que será muy duro
para mí. Ni te imaginas los vuelcos que me da el corazón cada vez que
llega el cartero a casa.
Sé que en la distancia, resguardado en cualquier trinchera, sin poder
mirarme a los ojos, ni siquiera atisbes a entenderme. Solo quiero que
sepas que es por mi bien... y también por el tuyo.
Para que, a pesar de no saber el uno del otro, no llegues a olvidarme,
te envío un retrato que me he hecho para ti. Si bien no estoy muy
favorecida, te servirá para saber que, allá donde estés, una chica
sevillana desea tu vuelta con todas sus ganas.
Con mi sincero cariño,
Olalla Carmona
Eduardo tuvo que leer la carta de nuevo antes de encender uno de esos cigarrillos
Juno que los alemanes les facilitaban en cajetillas de seis, junto a caramelos
vitaminados que él solía canjear por tabaco a los no fumadores. Claro que contaba
con más madrinas de guerra: dos muchachas de Baviera y tres españolas de la Sección
Femenina. Tenía incluso fotografías de todas ellas, pegadas en la pared junto a su
almohada. Curiosamente, en tanto que sus compatriotas se habían retratado con el
uniforme de la Falange, las germanas lo habían hecho en bañador, lo que en medio
del invierno ruso resultaba de agradecer. Sin embargo, ninguna albergaba la dulzura ni
el misterio de Olalla. Enseguida determinó que su foto no colgaría en la pared, como
el resto, sino que le acompañaría allá donde fuere, en el bolsillo interior de su
guerrera.
Aquellos meses helados transcurrieron sin demasiados sobresaltos. En las
Navidades incluso llegaron desde España grandes cantidades de turrón, cava y coñac,
que los soldados repartieron con las muchachas rusas de las aldeas limítrofes que se
negaban a abandonar sus casas a pesar de las penurias y del peligro que corrían.
Eduardo había entablado cierta amistad con Oksana, una chica rubia de mirada
lánguida, que le lavaba la ropa a cambio de jabón y comida, ya que los rublos carecían
de valor. Por fortuna, a los divisionarios no les faltaban legumbres, cereales, carne
enlatada argentina ni, por supuesto, la mantequilla y la miel fabricadas químicamente
por los alemanes a base de madera de pino.
En la crudeza del invierno, Eduardo y Oksana aprendieron a comunicarse en un
peculiar lenguaje compuesto de palabras en español, en ruso y de mucha mímica. Ella
le contaba que, tras concluir la guerra, proseguiría con sus estudios de bailarina y que
algún día actuaría en el Bolshoi, donde interpretaría El lago de los cisnes. A veces le
leía poemas de Pushkin que él no entendía, pero que escuchaba embelesado en sus
ojos azul pálido. Fueron frecuentes las noches en las que, para combatir el frío,
durmieron abrazados y vestidos, hasta que una madrugada ella le besó en los labios y
él le correspondió haciéndole el amor como si no hubiera un mañana.
Y no lo hubo. Al día siguiente, el diez de febrero, sobrevino el Apocalipsis.
Eduardo acababa de llegar al búnker cuando oyó el fuego cruzado de la artillería
de ambos bandos. El estruendo en la trinchera que se encontraba delante de la suya
resultaba estremecedor. Tras casi tres eternas horas de bombardeos, el Ejército ruso
consiguió pulverizar la infantería hispano-alemana y sus soldados, camuflados de
blanco, avanzaron a la caza de uniformes verdes y grises. Eduardo Elorriaga,
parapetado en un muro de hielo con dos compañeros, disparaba a ciegas. De repente,
una bala atravesó el casco del soldado que estaba a su izquierda, matándolo en el acto.
El muchacho no se lo pensó dos veces. A su alrededor no veía más que cadáveres por
todas partes. Calculó que, a pesar del espesor de la nieve, podría llegar corriendo a un
bosque cercano al que, por lo menos, no accederían los tanques enemigos.
Los silbidos de las balas cortaban el aire, pero ninguna llegó a alcanzarle. Aun
dentro de la espesura de los abetos rojos, no cesó en su carrera hasta sentirse a salvo.
Nunca supo cuánto tiempo había caminado entre la arboleda, ni si lo hizo en línea
recta o en círculos. Tuvo suerte de tropezarse con unos camiones alemanes en un
claro del bosque. Allí ayudó a cargar hombres maltrechos con las heridas congeladas,
lo que les daba la oportunidad de no morir desangrados.
Exhausto por el esfuerzo, consiguió llevarse por fin un puñado de nieve a la boca
reseca por la sed, el miedo y la angustia. Recostado en el vehículo que les sacaba de
aquel infierno, pensó en que sus pertenencias se reducían a su uniforme
ensangrentado, la máscara de gas que llevaba colgada al cuello, su mosquetón y el
retrato de esa muchacha sevillana, el mejor de sus amuletos, que permanecía húmedo
y arrugado en el bolsillo interior de su guerrera. Y quiso creer que su participación en
aquella cruenta batalla que imaginó perdida bien podría valer la libertad de su padre.
No volvió a saber de Oksana. Con el tiempo, confiando en que hubiese
sobrevivido, siguió deseándole en silencio que sus sueños se cumplieran. Eduardo
siguió peleando en el frente hasta comenzar la primavera, cuando el deshielo enfangó
las tierras y las hizo menos transitables aún que la nieve. No fue hasta su llegada a
Slutz, una ciudad de calles empedradas y edificios modernos, dos meses después de la
batalla de Krasny Bor, que pudo despiojarse, lavar su uniforme y dormir en una cama
de verdad. Poco más tarde, lo trasladaron a Pushkin, y fue alojado en los sótanos de la
otrora residencia de verano de los zares. En medio de la desolación, Eduardo
bromeaba con que se dormía mejor a la intemperie, a treinta grados bajo cero, que en
el confort de un palacio. Y de algún modo no mentía, porque en las trincheras el
cansancio alejaba los miedos.
En aquel verano de 1943, la presión de los Aliados contra el Gobierno de Franco
para que retirara sus efectivos en Rusia comenzó a dar sus frutos, sobre todo después
de la derrota nazi en Stalingrado. Tras la batalla más sangrienta de la historia de la
humanidad, con un millón largo de muertos, el resultado de la guerra se antojaba
bastante incierto. Así que un buen día, llegó la orden de la disolución de la División
Azul. Y si bien algunos de sus integrantes decidieron incorporarse en unidades
alemanas, Eduardo Elorriaga, sin más ideales que los propios, fue uno de los que
tomaron ese tren desde Hof con destino a España, después de repartir entre los
hambrientos alemanes el enorme paquete de víveres con que Hitler obsequiaba a los
soldados que regresaban del frente, y cuya tapa rezaba: Ein kleines Geschenk des
Führers an seine Soldaten, «Un pequeño regalo del Führer a sus soldados».
Al llegar a Bilbao en el mes de noviembre, apenas le esperaban unos cuantos
familiares en la Estación del Norte. Eduardo se mordió el labio inferior para contener
la emoción que le provocó descubrir la figura enjuta de su padre en el andén. Sin
esperar a que el tren se detuviera, el muchacho saltó desde su vagón para abrazarse a
él mientras su madre y su hermana vertían lágrimas de alegría.
—Gracias, hijo —fue todo lo que susurró su padre.
La ligera llovizna que caía sobre la ciudad de los ojos grises le acarició la cara con
sensualidad, bautizándole ante la nueva vida, como si quisiera borrar de su mente los
malos recuerdos. Entre sus escasas pertenencias se encontraba el retrato ajado de
Olalla Carmona.
42
Desde aquel aciago suceso en el Parque de María Luisa, Olalla Carmona no volvió
a ser la misma. Sus salidas a la calle se espaciaron hasta limitarse a acudir a alguna
tienda cercana para hacer algún recado, a las misas preceptivas y, por supuesto, a los
cinematógrafos de la ciudad, donde se proyectaban películas que le hacían vivir otras
vidas. Y si antes aquellas historias de celuloide le habían ayudado a escapar de su
existencia anodina y timorata, ahora también la rescataban de esa pesadilla cotidiana
que la asaltaba en mitad del sueño o en cualquier parte a pleno día, impidiendo que el
tiempo consiguiese desvanecer sus infaustos recuerdos.
En ocasiones, estuvo tentada de acercarse a la calle Mariana Pineda para
desahogarse con aquella mujer que, con solo unas palabras, de alguna manera trató de
consolarla. Sin embargo, pensaba que hablar de lo sucedido no le ayudaría a
olvidarlo.
Pasaba las tardes enteras encerrada en su habitación, rodeada de libros. A veces,
tía Sara la oía llorar, sin que acertara a imaginar los motivos de tanto llanto ni se
atreviera a preguntarlos. Con el crepúsculo, Olalla vagaba en pena hasta el salón para
interpretar tristes melodías en su piano. Únicamente las visitas de Reyes Ruiz,
contándole los últimos chismes de amoríos, parecían acercarla a una realidad de la que
había decidido huir.
No le ilusionaba acompañar a sus amigas a los saraos que se celebraban los
Domingos de Piñata, ni a las casetas de El Prado de San Sebastián durante la Feria de
Abril, ni a los picús donde se organizaban bailes casi clandestinos, poco antes de que
los prohibiera el cardenal Segura en una pastoral sobre la moral católica y la ascética
cristiana. Reyes ni siquiera fue capaz de convencerla para presenciar en Casa Hernal
las actuaciones de Antonio Machín y Jorge Sepúlveda, los cantantes que triunfaban en
la radio con la interpretación de sus boleros.
Solo durante la Semana Santa la muchacha frecuentaba la calle con relativa
normalidad. Quizás fuese que se sentía protegida con el bullicio o por las propias
imágenes que transitaban por la ciudad o, simplemente, que se dejaba contagiar de esa
especie de catarsis colectiva que trasminaba el alma de Sevilla. El Domingo de Ramos
de 1943 remoloneó en el calendario hasta convertirse en el más tardío del siglo. El
cielo encapotado de la mañana se abrió para dar paso a una esplendorosa semana que
se vio truncada por la aparición de la lluvia durante la madrugada del Jueves al
Viernes Santo, lo que provocó que hermandades como la de Jesús del Gran Poder se
quedaran en sus templos. Sí hicieron estación de penitencia los Gitanos y la Esperanza
de Triana, concentrando a todo el público que peregrinaba de un lado para otro en
busca de la mejor ubicación para contemplar los pasos.
Aunque se trataba de una noche especial en la que Olalla solía recogerse tras el
alba, después de que el palio de Nuestra Señora de la Esperanza cruzase el Arco del
Postigo para regresar a Triana, aquella Madrugá la muchacha volvió a casa antes de lo
previsto. Transitaba con sus amigas por la calle Arfe, por donde tendría que estar
pasando la imagen de Jesús del Gran Poder si las condiciones climatológicas hubieran
sido más benignas, cuando de repente se le heló la sangre. Allí estaba él, el mismísimo
diablo, con un cigarro en una mano y una copa en la otra, riendo a carcajada con un
grupo de correligionarios en la puerta de una taberna. Por fortuna, la iluminación era
muy escasa y él parecía lo bastante ebrio como para no reparar en su presencia en una
calle tan oscura. No obstante, con el corazón encogido, Olalla volvió la cabeza al pasar
junto al causante de sus pesadillas. No echó la vista atrás, ni abrió la boca más que
para advertir a sus amigas de que se sentía indispuesta y pedirles que la acompañaran
a casa. Tan lánguida la vieron aquella noche que le permitieron elegir la película del
domingo.
Aquel fue un año oscuro en Sevilla, una ciudad donde parecía haberse instalado el
hambre y la necesidad. Las adversas condiciones climatológicas y la falta de lluvias —
lo que pronto fue conocido como la pertinaz sequía—, no solo provocó la escasez de
alimentos, sino también un descenso de la energía hidráulica que acarreó nuevas
restricciones del alumbrado público, y que afectó incluso a los escaparates de los
comercios. Los sevillanos trataban de engañar sus estómagos con alimentos
sustitutivos, festejando domingo tras domingo las victorias futbolísticas del Sevilla
F.C. y su temida delantera Stuka, asistiendo a corridas de toros y demás celebraciones
colectivas. Y si hoy se comían boniatos y cebada tostada, mañana se acudía a ver a
Manolete en la Maestranza o a las jugadoras de raqueta en el frontón Sierpes. Marcada
por la penuria, casi que no importaban los acontecimientos políticos en una sociedad
que bastante tenía con luchar por sobrevivir. Apenas unos pocos intelectuales se
atrevían a cuestionar tímidamente el orden establecido en las tertulias clandestinas que
se celebraban en la biblioteca del Ateneo o en la trastienda de la Librería Internacional
que Lorenzo Blanco regentaba en la calle Villegas. Más que por la política, los
sevillanos de a pie estaban preocupados por el acierto del marqués de Contadero, que
había fichado para el Sevilla F.C. a un joven navarro de veinte años llamado Juan
Arza: el traspaso había costado 90.000 pesetas, el más caro de la historia del club, lo
que le valió el sobrenombre de El Niño de Oro, y muchos sevillistas dudaban que
dicha operación resultara rentable. Los béticos, por su parte, no tenían mucho que
decir: su equipo acababa de descender a Segunda División y allí permaneció durante
quince años, en los que se forjó el manque pierda. «El Betis de los vascos», que con
Urquiaga, Areso, Aedo, Larrinoa, Lecue o Unamuno había conseguido su único título
de Liga en 1935, se convertiría en otra víctima de la Guerra Civil, porque sus
jugadores quedaron bloqueados o fueron movilizados en el Norte.
En plenas Navidades, Olalla recibió la ansiada carta que Eduardo le había
prometido más de un año antes. Al ver el remite con su dirección de Bilbao, supo que
ya estaba en casa. Esas pocas líneas, escritas con una caligrafía cansada, supusieron un
suave lenitivo al que la muchacha recurriría con cierta frecuencia cuando su dolor se
desbocaba.
Querida Olalla:
Como verás, he cumplido mi palabra de volver sano y salvo de ese
infierno ruso y de hacértelo saber a mi regreso. También has visto que
durante todos estos interminables meses he respetado tu deseo de no
escribirte, aunque no ha sido así exactamente. Si bien tú no has recibido
ninguna carta desde entonces, yo sí las redacté. Cada vez que disponía de
papel, tinta y una vela. De alguna manera, era mi modo de aferrarme a
una esperanza, de aferrarme a ti.
Muchas de ellas quedaron enterradas en un búnker de Krasny Bor.
Las que escribí después las arrojé a una hoguera en Pushkin, cerca de
Leningrado, antes de emprender el largo viaje que me ha devuelto a mi
casa, ya que no podía soportar esa carga en mi macuto ni en mi vida. No
obstante, tu retrato ha viajado siempre en mi guerrera hasta el punto de
hallarse bastante deteriorado. Nadie jamás podrá tener mejor ni más
bello amuleto.
Me encuentro exhausto, muy delgado y atormentado por cuanto han
presenciado mis ojos; pero estoy seguro de que pronto me recuperaré para
poder incorporarme a los negocios de mi familia.
Si algún día quieres responderme, me encantará tener noticias tuyas.
Mientras tanto, recibe los respetos de tu más rendido admirador.
Eduardo Elorriaga
Tentada estuvo Olalla de coger la pluma y el tintero justo en ese instante. Sin
embargo, se sentía sucia para hacerlo. Así que se limitó a cerrar los ojos dando gracias
a un Dios del que dudaba hacía tiempo: un Dios que, en el caso de existir, parecía
haberse olvidado de proteger a los suyos. Claro que aquella carta sirvió para
reconciliarse fugazmente con Él. De otro modo, no supo explicarse a sí misma que
sintiera la necesidad de acercarse hasta la iglesia de Santa Cruz para arrodillarse ante
su Cristo de las Misericordias, al que volvió a cantarle una saeta queda el siguiente
Martes Santo, con la mente puesta en que dos días después acudiría a presenciar los
pasos recorriendo la calle Arfe, no ya solo por verlos cruzar bajo el Arco del Postigo,
sino para comprobar si Pepe Ravelo volvería a encontrarse en el mismo sitio del año
anterior.
A medida que avanzaba aquella Madrugá de 1944, el ritmo cardíaco de Olalla se
fue acelerando. Cuando ella y sus amigas llegaron al Arenal por la calle Adriano, el
gentío colapsaba casi por completo el cruce con la calle Arfe, que parecía aún más
estrecha de lo que ya era. Así que, ante el fastidio de Olalla, sus amigas decidieron no
meterse en ella y aguardar la procesión a su salida. Pero la muchacha no se amilanó.
Necesitaba saber si ese indeseable estaba en medio de la muchedumbre.
Aprovechando la expectación creada ante la llegada de los cuatro cirios que escoltaban
la Cruz de Guía iluminada con dos faroles, Olalla se separó de sus amigas para
adentrarse por la calle Toneleros, hasta llegar al callejón que se hallaba justo enfrente
de la taberna de la calle Arfe, también taponado por una aglomeración de público
pendiente de la inminente aparición de la imagen de la Esperanza de Triana. Entre
suaves empujones, disculpas y apretones, la muchacha pudo por fin vislumbrar los
rostros de quienes aguardaban el paso a la puerta de la taberna.
No supo si alegrarse o asustarse al comprobar el acierto de su presentimiento. Allí
estaba de nuevo, adoptando idéntica postura a la del año anterior. Esta vez, Olalla no
huyó despavorida. Amparada por la oscuridad y por la multitud, fue capaz de vigilar
sus movimientos, sus ademanes, mientras un rencor que le nacía de las entrañas le
instaba a matarle justo en aquel momento. Aún esperó a verle persignarse con el
cigarro en la mano al acercarse el paso, lo que incrementó su náusea.
Casi media hora después, deshizo su camino para volver a encontrarse con sus
amigas.
—¿Dónde estabas? —le preguntó Reyes, con aire preocupado.
—Quería ver el paso de cerca —respondió Olalla, lacónica.
—¿Desde cuándo ese ansia?
—Ya ves.
—Creía que te habías ido a casa. Recuerdo que el año pasado te pusiste enferma.
Pero me extrañaba que no hubieras dicho nada.
—Estoy bien —susurró Olalla, sorprendida consigo misma al sentir cómo su odio
superaba al miedo y alimentaba su sed de venganza.
En ese preciso instante, presintió que la próxima Madrugá no sería una más.
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Intuía que Mateo llegaría a descubrir la verdad, así que preferí esperar a que
desistiera en su particular investigación o a que me contara sus conclusiones. Por eso,
en mi correo de aquella noche apenas me referí a la novela.
Querido Mateo:
Hoy me siento rara, con ganas de verte. He pasado el día escuchando
canciones tristes. Es curioso cómo la melancolía hace que nos
sumerjamos en ella hasta llegar al fondo, para luego salir de repente a
flote.
Creo no haberte dicho que hay melodías que necesito escucharlas en
momentos así. Una es Oi ama Eskual Herri de Benito Lertxundi y otra es
Adios ríos, adios fontes, el precioso poema de Rosalía de Castro en la voz
de Amancio Prada quien, por cierto, tiene una de las canciones más bellas
que conozco. Supongo que sabrás que me refiero a Libre te quiero. Su
letra, escrita por Agustín García Calvo, define a la perfección cómo
entiendo yo el amor.
Pero no mía
ni de Dios ni de nadie
ni tuya siquiera
Ya ves, un día tonto. No me lo tengas en cuenta.
(Espero impaciente a que me pongas tú el nombre)
Mi querida Silvia:
Por fin, puedo llamarte por tu nombre. Me parece increíble que seas
tú. Aunque bien pensado tenía que ser así. No podías ser otra porque
jamás he conocido, ni conoceré, a nadie tan especial como tú.
No te imaginas lo que me ha costado no llamarte por teléfono,
rompiendo esa regla no pactada que nos ha acompañado todos estos
años. Una de tantas que, para bien o para mal, forma parte de lo que
hemos construido: una relación que, a pesar de las contadas ocasiones en
que nos hemos visto, es la más intensa, sincera y apasionada de las que
nunca viviré.
Ahora entiendo muchas cosas. Casi todas.
Llevabas razón. La clave estaba en la novela. Al principio me
confundí un poco. Ya sabes que traté de buscar a su autora, hasta que me
di cuenta de que debía bucear en la propia historia.
Te dije la semana pasada que me asombraba el conocimiento que la
escritora tenía de la época y que había cotejado la veracidad de muchos
datos. El resto no es que sean falsos, simplemente que no he encontrado
la manera de corroborarlos. Incluso he consultado libros de Nicolás
Salas, cronista de la Sevilla del siglo XX y de José María de Mena,
magnífico conocedor de la época. También he estado en la hemeroteca.
Han sido pequeños detalles los que me han hecho creer que no se
trataba de una novela inventada, sino basada en hechos reales. Claro que
ignoro si existe alguno en sus páginas que no lo sea.
Me llamó la atención, en unas entrevistas a dos comisarios publicadas
a principios de los años ochenta, que ambos coincidieran al recordar El
Rinconcillo como centro policial nocturno, a pesar de que no comentaran
nada de la casa de La Madrid. Claro que tiene su lógica. Desde la
distancia, no suena demasiado ético.
Por más que busqué en Internet, no encontré ninguna referencia al
burdel. Fue precisamente en uno de los libros que consulté donde
aparecía una somera mención al mismo. También me encantó descubrir
cómo las películas se correspondían con las de las carteleras de entonces.
Claro que lo menos que podía imaginar es que los nombres fuesen
reales. Es fácil comprobar que existieron aquellos que tuvieron cierta
relevancia histórica. No ocurrió igual con algunos de los protagonistas.
De Martín no he averiguado nada y, al principio, tampoco sobre Olalla.
Fue Eduardo Elorriaga quien me puso sobre la pista definitiva. Al poner
su nombre en el buscador se me desplegaron varias posibilidades. Y hete
aquí que una de ellas era la de un viejo vinatero de Samaniego, fallecido
hace ya bastante años, que legó su bodega a su hijo Félix a quien, como
sabes, conozco.
Le llamé enseguida. Hacía tiempo que no hablaba con él y con la
excusa de interesarme por sus nuevos vinos, le pregunté el nombre de su
madre. Creo que le extrañó la pregunta, pero no dudó en contestarla:
«Olalla». También que había muerto hacía apenas un par de años. En la
conversación quise saber si la bodega tendría continuidad en el futuro. No
creo que seas consciente de lo que sentí al desvelarme que estaba más que
tranquilo con el trabajo de su hija Silvia.
En nuestro mundillo parece que fue muy sonado el asesinato de tu
hermana, si bien yo no me enteré hasta leerlo en los periódicos cuando
una mujer fue juzgada por ello, aunque no fuera condenada por ese
crimen sino por otro. Y lo que son las cosas, la encontraron muerta en un
hotel de Sevilla el último día que nos vimos, sin que hasta hoy se haya
descubierto quién acabó con ella.
Entenderás que a pesar de las averiguaciones, me sienta confuso. Sé
que me quedan cabos que yo no puedo atar por mí mismo. Y ni siquiera sé
si debo intentarlo. Lo que sí sé es que me da igual lo que hayas hecho.
Me resulta asombrosa la historia. La de la novela, por supuesto; pero,
sobre todo, la nuestra. Aunque espero de todo corazón que aún nos
queden muchas páginas por escribir. Brindo por ello.
De repente, esta semana he comprendido muchas cosas. Tus
ausencias, tu carácter, tu pasión y hasta tu conocimiento del vino. Ahora
me siento ridículo al pensar en las veces que he tratado de impresionarte.
Tengo más ganas que nunca de verte. Claro que si no fuera posible,
hazme un favor. Anota en un papel: «Mateo amó a Silvia» y devuelve al
mar la botella que guardas en Antzora.
Te quiero tanto como te deseo.
Mateo
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A lo lejos
una hoguera transforma en ceniza recuerdos,
noches como una sola estrella,
sangre extraviada por las venas un día.
Salvo que estuviera aquejada de jaqueca —aunque más tarde entendí que
simplemente se trataba de ataques de nostalgia—, se acercaba a nuestra cama para
relatarnos cuentos antes de dormir o para declamarnos versos sueltos de algún poema
que no entendíamos, pero que luego nos explicaba con frases grandilocuentes.
Por eso lo que más me gustó del piso que nos dejó en el Arenal, además de sus
vistas a la ría, al arbolado o a la iglesia de San Nicolás, fue su cuidada biblioteca que
había trasladado casi en su integridad desde la casona de Samaniego.
—Mi vista está cada vez más cansada y dentro de poco no podré leer. Todos los
libros merecen varias vidas, lectores que sientan lo que sus páginas nos transmiten —
me decía cuando salía el tema, como un soniquete que a mí me solazaba.
Solo habían transcurrido unos días desde el juicio en el que Amaia Arteaga fue
absuelta de la muerte de mi hermana. Ese fin de semana yo había decidido pasarlo con
la familia en Samaniego. El viernes por la noche mi abuela se me acercó muy sigilosa
a la cama, aprovechando que mis padres ya descansaban en su habitación, y por un
momento creí que me iba a contar una de esas fábulas con las que mi hermana y yo
nos quedábamos dormidas. Y, en cierto modo, fue así.
—Quiero que veas todo lo que contiene el arca que está bajo el ventanuco de la
buhardilla. Pero tienes que prometerme una cosa: no me hables de ello, a menos que
yo te lo pida. Verás un manuscrito. Me gustaría que lo publicaras después de mi
muerte y, aun así, utiliza un seudónimo. Será nuestro secreto —me dijo, depositando
una pequeña llave en mi mano, tan vehementemente que sus palabras me causaron
escalofrío.
No pude esperar al día siguiente. En cuanto la creí acostada, subí con sigilo las
escaleras. El baúl con el que tanto había fantaseado en mi infancia se abrió con un
simple giro de llave. Su interior albergaba cuatro cajas de cartón, tres de ellas con
abundante correspondencia: una contenía el correo cruzado entre mis abuelos,
ordenado con delicadeza; otra, unas cuantas cartas firmadas por un tal Martín
Villalpando; la última, algunos sobres sin remite fechados a finales de los años
cuarenta y principios de los cincuenta, junto a un viejo cuaderno de piel negra en cuya
primera página figuraba el nombre de La Madrid. Las horas pasaron sin darme cuenta,
embelesada en todas y cada una de las líneas de aquellas misivas rebosantes de
sentimiento. Dejé para el final el montón de folios apilados en la caja del fondo,
escritos con la letra redondeada de mi abuela. La primera luz de la mañana se coló por
el ojo de buey cuando mis ojos llorosos concluyeron su lectura.
Antes de acostarme, entré en su habitación para darle un beso en la frente sin que
se despertara. Lo que más me impresionó fue su capacidad para escribir esas
memorias noveladas, quizás para tratar de distanciarse de la propia protagonista en un
posible afán de desprenderse del pasado más amargo. Como si al redactarlas con
cierta lejanía, le hubieran dolido menos. Solo emborronó en primera persona unas
cuantas líneas, con las que he querido comenzar este relato.
Supo que yo conocía toda la verdad al echarme en sus brazos.
—La historia se repite —dijo en voz baja.
Y aquel susurro sonó a sentencia.
Le devolví la llave dos días más tarde, tras pasar al ordenador su manuscrito. Tal y
como me había pedido, no volvimos a hablar de ello. Ni siquiera el día que le regalé la
traducción española de uno de esos libros en alemán heredados por su padre.
—Mendel, el de los libros, de Stefan Zweig... ¿Buchmendel? —me preguntó,
emocionada.
—Sí, abuela. Buchmendel.
Desde entonces no he podido olvidar su mirada de agradecimiento, con los ojos
enrojecidos, muy parecida a la que me dirigió cuando al año siguiente leyó una
escueta noticia en el periódico informando de la muerte de Amaia Arteaga que, a la
postre, quedaría sin resolver.
—Gracias, Silvia. Ahora puedo irme tranquila —fue lo único que dijo antes de
abrazarme con las escasas fuerzas que le restaban y depositar en mi mano su
inseparable gargantilla de plata.
De acuerdo con su voluntad, su historia salió a la luz unos meses después de
despedirla en el cementerio de Samaniego, donde descansa junto al abuelo Eduardo y
a mi hermana.
Mi hermana... también se llamaba Olalla.
Edición en formato digital: 2014
© Félix G. Modroño, 2014
© Algaida Editores, 2014
Avda. San Francisco Javier, 22
41018 Sevilla
[email protected]
ISBN ebook: 978-84-9067-132-0
Conversión a formato digital: REGA
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Generado por: 311906, 27/12/2014