Un Ser de Lejanias

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El

hombre es un ser de lejanías, escribió Heidegger. Esta frase tiene muchos


sentidos, como todas las suyas, pero yo le aplico el más modesto y usual. Ir
muriéndose es ir alejándose de las cosas, o ver cómo las cosas se alejan.
Así, acudo a fiestas, tareas, usos cotidianos, inmediatos, y me parece venir
desde muy lejos, desde mis lejanías de hombre que agota a grandes pasos
su biografía. A uno le queda ya poco o mucho de vida o de muerte, sino poco
de uno mismo, poco de lo que fue, de lo que fui. (Francisco Umbral).

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Francisco Umbral

Un ser de lejanías
ePub r1.1
Achab1951 18.06.13

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Título original: Un ser de lejanías
Francisco Umbral, 2003
Retoque de portada: Achab1951

Editor digital: Achab1951


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El hombre es un ser de lejanías.
HEIDEGGER

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CÓMO se agradece un septiembre a cierta edad. Tarde de sol frío, naufragios
silenciosos por el cielo, un viento como una música que no suena, pero emociona las
mejillas, un sol redondo y fuera de órbita como una luna equivocada. Las lluvias
voluptuosas de este año han puesto verde lo verde, de un verdor intenso y sólido, de
un verdor como yo nunca había visto por aquí. O ha nacido un verde nuevo o a
determinada altura de la vida se descubren colores, se alcanza al fin la intensidad de
la vida, el rubor del planeta, que es verde.
Me resisto a la cuenta atrás o adelante de los años, de los tiempos. No hay otra
salvación que el presente, el presente es todo mío y me moriré en presente, con este
viento alto, marinero en seco, este sol intemporal y este lujo de verdor que debe tener
incendiados y alegres los cementerios.
Vive el presente en el jardín, coronado de pinos y de nubes. Aquí dentro, en casa,
los periódicos y los libros, el trabajo y los papeles son un pequeño mundo por donde
se ve correr el tiempo. La naturaleza, afuera, es inocente en verde, ignora el tiempo
aunque ella sea el tiempo.
Hay bloques de presente a la deriva, en los océanos del cielo. Contra lo que suelo
observar, el tiempo y el clima se han desgajado lo uno de lo otro. Cómo se agradece
un septiembre a cierta edad. Porque cualquier septiembre es el eterno retorno de
septiembre, el eterno retorno de uno mismo. Yo me siento volver con las estaciones,
estoy siempre en rotación, vivo dentro del clima y vuelvo a encontrarme bajo el
pinabeto o el alto ciruelo donde estaba hace un año, y septiembre, como un oso con
frío y amistad, me devuelve todo lo mío: castañas locas, rosas fatigadas, perfumes
que me olfatean como esbeltos galgos, abrazos del viento y piñas de verde pesantez.
Los árboles siempre te regalan cosas. Serían nuestros abuelos centenarios si no fuesen
tan actuales.
Pero dejo el presente en su soledad purísima y sin pájaros, y vuelvo dócilmente a
entrar en la corriente doméstica del día, del año, del siglo. Me siento presentísimo,
que no es igual que eterno ni quiere serlo.
O eso creo.

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CUERPO de Odette, perdido y recordado. Los cuerpos vuelven a la memoria, como
almas, y nos habitan unos días, cuerpos de mujeres que viven en nosotros, que
todavía nos dan algo, y pasan del sueño a la vigilia, de la vigilia al sueño, desnudos,
con esa naturalidad de la mujer, que es su gracia, para cruzar umbrales, pasar por
donde no debe y despertar el sol que duerme como un perro o la marea parada de la
noche.
De vez en cuando viene una mujer —su recuerdo—, una vieja amiga, y su
memoria se queda a vivir en la mía y su desnudo me da calor, frío, amistad,
intimidad, despierto o dormido, y yo trabajo, escribo, leo, voy y vengo, y ella está
ahí, donde no está, viviendo como entonces, vestida de su desnudo, y no recuerdo que
hagamos el amor sino que ella, la que sea, estos días Odette, me acompaña, puebla mi
soledad, ilustra mi melancolía, aclara mi tristeza o anda por el jardín cogiendo rosas
altas, magnolias envenenadas de perfume, caracoles mínimos, de concha bizantina.
El bicho camina por mi mano o por mi folio, lentísimo, prudentísimo, arrastrando
los millones de su cúpula y estirando sus cuernecitos, sus antenas, sus ojos, lo que sea
eso, para persuadirse del contorno blanco en que ahora domina, hasta que le pongo en
una gran hoja de parra para que viva su vida. Antes lo ponía sobre una piel femenina,
morena en rubio, como Odette u otra, y mi pequeño monstruo vivía entre nosotros
como el inevitable tercer hombre.
Así Odette, ya digo, en estos días. La cosa puede durar una semana. Actitudes
suyas, gestos que pillé con la polaroid de la memoria, estiramientos de la esbeltez, el
oro que se iba oscureciendo en su piel, majestad de los pechos, pezones como
borrones, piernas de seda y pecado, pies grandes como restos egipcios, el larguísimo
cuerpo, el ombligo mal anudado, la cabeza menuda, remorena, la expresión cenceña,
ah el tejido sutilísimo del pubis.
Cuerpos de mujer, cuerpos como almas que me habitan unos días, como si ellas
los hubiesen enviado a hacerme compañía, mientras se quedan quizá en su verdadero
cuerpo actual, ya ceniciento o desnivelado, ángel sin alas. Lámpara de un alto cuerpo,
oro o nieve, que ilumina unas semanas de mi presente con luz que no tuvo nunca
cuando real e inmediata. A esa luz vive uno, escribe uno, luz baja de la mujer íntima,
soledad populosa de nadas, cada una con su nombre, cuerpo que voy haciendo
realísimo a fuerza de recordar cicatrices, llagas, lozanías, pétalos, ligeras arrugas de
flor o deslumbrantes muslos de materia pura. Una mujer desnudísima y mía ha
cruzado esta página y nadie la hemos visto, y no digo su nombre porque no vuelva la
cabeza y no sea ella, como en los sueños.

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LOS libros, los papeles, las revistas, la rueda matinal de los periódicos, soy un
amortajado en tinta impresa, soy momia de otros libros y los míos.
En este oficio triunfas o no triunfas, pero el papel te devora, arde uno con el papel
como en aquella novela de Bradbury, desde el interior de un libro, alguien enciende
una cerilla y yo soy el que está en medio de la quema. El hambre de papel que
tuvimos en la infancia, nuestra empapelada adolescencia, todo eso se ha cumplido, se
ha saturado, el escritor vive entre libros como el mago entre lianas, como el hechicero
entre sus barbas. Somos magos y hechiceros de la cultura, sin ninguna autoridad
sobre la tribu, pero con muchos gorros de papel, un día uso el gorro de las obras
completas de Balzac y otro día el gorro de las Críticas de la razón pura e impura de
Kant. Porque lo malo de los libros, que nacieron de un pensamiento ordenado, es que
se desordenan, cambian de sitio solos, hacen como que se los llevó un amigo, se
visitan unos a otros en mi biblioteca, nunca están donde debieran, por no hablar de
los que se desgualdrajan, pierden la dedicatoria, la portada o esas puntadas de sastra
de barrio que tienen algunos, porque el libro envejece como una chaqueta (el libro es
la chaqueta del escritor), dejando ver los hilos por todas partes.
Este desorden de libros acorrala al burgués ordenado que yo soy, me ahoga, me
asfixia, me inerva y me va a dar el infarto/ Gutenberg, que es el infarto de los
imprenteros.
Estoy comido de libros, carcomido como un incunable, soy un hombre incunable,
soy un muerto incunable, más el periódico de la mañana, que es la lechuga fresca que
se desayuna el escritor. A todos esos papeles que ha escrito la gente hay que añadir
los papeles que escribo yo, este mismo papel, la fábrica de libros en que se ha
convertido uno, la rotativa incesante, las Construcciones y Contratas de mis amigas
las Koplowitz, pero sin un duro y con muchas diéresis.
Ni el más ordenado ha puesto jamás orden en los libros, porque ya digo que si son
buenos viven su vida por los anaqueles y si son malos se mueren solos, se caen solos
de la estantería, los huele un momento la gata, los aspira la aspiradora y desaparecen
en el Panteón de Hombres ilustres de la Mediocridad.
No he conocido un solo escritor que haya podido, con el arma del orden, contra el
desorden natural de una cosa que nace de la cabeza, porque ya se sabe que la cabeza
la tenemos todos a pájaros, y más los que usamos de ella. Siempre estoy leyendo un
libro que no es el que debiera, pero el que debiera no lo encuentro y, además, resulta
que me gusta más éste, le voy descubriendo telas y entretelas de pensamiento y de
prosa que nunca hubiera imaginado en uno de esos volúmenes a los que se les coge
manía sin leerlos.
A los libros, como a los gatos, hay que renunciar a domesticarlos. Yo soy un
cadáver que vive de la vida infundida de los libros. Sé que sólo ellos, con su olor y su
imaginación, me alimentan, y me conservo joven entre los libros viejos, mientras que

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en la calle soy viejo entre tanto libro nuevo.
A los libros, ya digo, como a los gatos, no hay que tratar de domesticarlos. He
comprendido que su caos es el caos de mi vida, que quisiera apolínea por fuera, pero
se me desordena por dentro en cuanto llego a casa. Mis libros (no necesariamente los
que yo escribo) me vivirán cuando yo muera, vivirán en mí o viviré de ellos. Ese
libro abierto y cualquiera (a lo mejor una guía de ferrocarriles) que quedará abierto
sobre mi mesa cuando yo deje de leer o lea hacia adentro, como los muertos, ese mi
libro póstumo que no lo toque nadie, maldito el que lo toque, que no lo cierre nadie,
porque entre sus páginas mudas yace la mariposa de mi mirada

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DOS mujeres han trabajado hoy mi cuerpo fotográficamente. Cuando joven, el
cuerpo era mi armadura, el ala blanca de lo que yo pudiera tener de ángel poético. Se
creía en mí por mi cuerpo, sin haberme leído: quiero decir por mi estatura, por mi
apariencia, por mi aura hecha de nada, por ese estofado de sol y velocidad que tiene
un cuerpo joven.
Mi cuerpo, digamos, garantizaba mi escritura.
Hoy, muy al contrario, es mi escritura la que valora mi cuerpo, como un tatuaje.
Todo lo que he escrito en esta vida es como un tatuaje que me prestigia, como una
leyenda que me viste de oro, porque, sea bueno o malo, lo escribí casi todo siendo
joven, siendo muy joven, y eso es cosa que gusta mucho a la gente. Al genio, además
de genio (y yo ya sé que no lo soy) se le exige ser joven, y si es viejo se le exige ser
casto y buen padre o abuelo de familia. Y precisamente por lo difícil que es mantener
un poco de prestigio, sin ser nada de eso, sino todo lo contrario (un mal ejemplo ni
siquiera clamoroso), me satisface el trato gráfico, hiperbólico (hay una hipérbole
visual), icónico, que se le da a mi cuerpo vestido o desnudo: ayer fue desnudo.
Dos mujeres trabajando sobre mi osatura que aguanta, pero se agachapanda, dos
mujeres con absoluta indiferencia por esta piel inédita (o vaya usted a saber lo que
sentían), son una rara experiencia que sólo he vivido en el quirófano, y ni aun así. Yo
diría que la relación de quirófano, con la muerte de fondo, es más hipotéticamente
amatoria que la relación de estudio, donde sólo nos jugamos una buena o mala foto.
Mi cuerpo es ya icónico, lo he descubierto ayer, mi cuerpo se fija y perpetúa no
por bello, que no lo es, ni por mítico (mucho menos) sino porque está puesto en valor
(lo he puesto yo) y circula no sé si con precio de antigüedad o de reliquia.
Miro en el gran espejo de los estudios fotográficos mi piel con adarmes de alma
como adarmes de blancura, el vello fragoroso del pecho, que parece venir de una
batalla, y lo que veo es un guerrero cansado y la sombra de un adolescente que quiso
ser esto, sombra pálida que interesa a todos y no interesa a nadie en concreto.
Me siento mucho mejor de vuelta a la calle, vestido a mi gusto y aire en la noche
de lluvia. La chaqueta de Canova’s o el chaquetón de Burberry’s ocultan un icono
valioso, prestigioso, y no precisamente por discutibles razones sexuales.
Por la calle, como siempre, despierto más curiosidad vestido.

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EL velamen de octubre me golpea en el pecho. Una ciudad nublada se rehace a la
deriva. He cogido a la gata, la he metido en una cesta, en su cesta, y la llevo a
vacunar de leucemia. La leucemia felina es el enemigo mortal de los gatos y me temo
que de otros queridos félidos, los amo a todos.
Mi siamesa va en la cesta, dentro del taxi, sobre mis rodillas, mayando y
maullando, o sea suplicando y protestando (son distintos verbos), y yo le hablo con
un tono maternal que sólo reservo para ella, y me asusto de sentir una vez más cómo
amo desesperadamente a esta piltrafa esbelta de naturaleza inteligente. Si no entiende
las palabras, entiende el tono, tan distinto del que uso con los humanos, y al cual se
sabe ajena. Así volvemos a la profunda guturalidad del habla. Siempre he conversado
con mis gatos en ese nivel hondo de lo gutural, que es la emanación oscura o clara de
la palabra, pero anterior a la palabra. De modo que es más verdadero y emocionante
hablar con una gata que hablar con un editorialista. En la clínica, una chica joven,
riente y dulce le hace una inspección a mi amor. Luego le pone la vacuna. Loewe, la
gata, se está quieta, observadora, avizor, centrando su inteligencia en un sitio que
recuerda y que siempre le ha sido sospechoso, pero no ingrato. Me gusta que esta
chica de manos colegiales se ocupe de mi animalillo, aunque sea más experto el
veterinario.
La niña se va a otras cosas. Quedamos solos la gata, la cesta y yo. Me mira
Loewe con interrogación justa, sin alarma, con más curiosidad intelectual que miedo
animal. En torno hay fotos de perros, comida para animales, plantas ruines, una luz
débil de mañana otoñal, laboral y vacía. Cómo me reencuentro después de tanto
Madrid, en este rincón de pueblo, con la calidad temblorosa de la vida, con este ser
que amo dolorosamente, sin motivo para el dolor, criatura de no sé qué selvas a la que
necesito hacer feliz porque haya alguien feliz en el mundo, en mi vida. La caricia, el
contacto, la mirada, el pequeño miedo que pasamos juntos, el velamen de unos cielos
hostiles contra la brevedad de nuestras vidas. El otro día me lo dijo una pintora
amiga: «Qué elegancia de gata, qué línea, qué esbeltez, qué gracia.» ¿Y si no fuese
así la amaría yo tanto, dónde está el dulce nudo entre la entrañabilidad y la belleza?
Volvemos a casa en el taxi, en la cesta, y la cesta en las rodillas. Yo creo que se
marea o asusta un poco con la velocidad, con ese movimiento que no es el suyo,
porque en cualquier parada vuelve al silencio. Ya en el jardín le abro la jaula. Lo mira
todo desde el fondo elegido de su débil defensa, reconoce el jardín, su alegre trópico,
y salta afuera. Se pasea entre las cosas, vacunada y feliz, devuelta a su presente,
eternamente curiosa, grácilmente cazadora. Yo asisto a este reencuentro y luego
guardo la cesta para otra vez. El viento ha cesado y el cielo está en paz, cielo de
cuadro.

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LA parra roja de otros años, esa torre de sangre, la prima donna de todos los otoños,
esa ópera de sangre improvisada en el jardín, que sube hasta los cielos, entre pavo
real rojo y María Callas.
Pero yo voy y vengo, descienden sobre mí algunos de los más grandes premios
del país, hay como una dulce conspiración a favor, y hablo del barroco con palabras
barrocas, ha llegado un momento en que cualquier palabra mía se vuelve de oro, pero
esto no puede ser verdad, un formidable equívoco me lleva, noches fuera de casa,
viajes a la Castilla de sol y desmemoria, el reloj parado de los campos, los suburbios
vináceos de la luz, y el Madrid de media tarde, los hoteles girantes en mi fiesta, pero
qué fiesta digo, mi desnudo de hoy en los periódicos, el éxito es un vértigo,
arracimadas criaturas de la gloria, con cualquiera de estas muchachas pasaría una
vida, pero luego me retiro a mis palacios de invierno con una yogurina choricilla que
se ha venido, hombre, sin preservativo. La vida se acelera a cierta edad, o eso me
parece, ¿será la gloria esta velocidad?, alcoholes y poetas de hace treinta años,
también encuentro las palabras, donde voy yo va la electricidad, el carmín de una
muchacha doliéndome toda la noche como una cicatriz, qué confusión de rostros y
monedas, Madrid se multiplica para mí, ah la orgía de octubre, pasan noches
urgentes, luminosas, como trenes felices, como pacíficos hogares en llamas, estoy
mecanografiando sobre un papel escrito a mano por alguien, ¿cuándo escribo mi
columna, se me ha olvidado la columna?, todo es columna, de cualquier cosa me nace
una columna, recuerdo el rostro agudo y nocturno de la Siruelita, a la que siempre he
deseado, pero cuando vuelvo a casa hay una torre roja, torreones de sangre de la
parra, con sol del nuevo día. El otoño emborracha sin que pruebes el vino, he mirado
la parra esta mañana, más sereno, bruñida por un sol de medio mes, y sus rojos se
exaltan hasta el teatro, es un color muy fresco, una sangre monumental y edificada, la
parra otoñece cada octubre, octubrece todos los años, y uno quisiera, como ella,
crecer en soledad, tener una apoteosis anual que nadie mira y volver luego a la paz, el
silencio de los vientos, la minuciosa vida de los pájaros, mientras el vino de la herida
se va cayendo en hojas, decolorando en llamas, empalideciendo como la vieja prima
donna, ahora en su verde desnudo, después de una semana de representaciones.
Luego asoma la osatura del árbol, el ramaje del tiempo, el esqueleto de la diva
muerta, y sólo quedan unas hojas malheridas, como encendidas aves suspirantes, en
el agua de un azul acérrimo.
Se acelera la vida para morir como se enciende la parra para deshojar, como se
incendia la Callas del jardín para cantar por última vez. Ya me habría precipitado en
el abismo, ya estaría del otro lado de mi yo, perdido irremediablemente, agónico de
éxito, si no mirase la parra todas las mañanas, todas las tardes, con templanza y amor,
con serenidad y aprendizaje ante su violenta túnica.
La gloria es cosa de un otoño, el otoño de la parra son tres días, el lujo de la

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sangre es una noche, y luego te vas muriendo en los espejos, o te retiran los
camareros del hotel, los ujieres del triunfo, como van retirando las consolas de
verdad, no las de uso, hasta otro año. Triunfar en todas direcciones, de pronto, es
peligroso, es fatal y mortal. Hay que levantarse temprano y, antes de sentarse a
escribir, mirar la altísima parra, su hermoso cuerpo, ver cómo se le desprende el color
en hojas, cómo le asoma ya la carcavera. Cualquier coche viene luego a recogerme,
otra vez la interminable luz de las bandejas, donde me veo feo, nada católico y poco
sentimental. El éxito está lleno de bandejas de plata de donde, de pronto, se cae tu
imagen, con estruendo de gong, se le cae a un camarero de las manos, y te retiran
como a los borrachos. Cómo miro la parra, metáfora involuntaria de una vida,
brevísima temporada de recitales rojos, eso es el triunfo, el haber llegado, me lo
pregunta una vieja bohemia de gorro negro y cuello que tiembla angustioso ¿qué es la
gloria, Umbral, qué se siente?, nada, mujer, el éxito está vacío.

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SU voz en el teléfono como una ola en palacio, voz grave, mujer lenta, otro clima
invadiendo. Su voz que tiene velos, recepciones y cirios, su voz a media voz,
conversación del día, roce de telas sobrias, sabiduría doméstica, la calma de la vida
cuando la vida entorna todas sus primaveras, o apaga sus hogueras.
Oriana en el teléfono destilando su nombre, los nombres que ella ignora, pero que
así la expresan. Su voz me cuenta cosas, del revés de la vida, van pasando los
nombres, las personas, los Papas, va pasando un rosario hecho de antiguas damas,
pero yo la veo joven, como una cara fresca, como un aceite lento y una fácil sonrisa.
Sé que puedo al teléfono intentar que se ría, ir abriendo ventanas en su voz de
penumbra, pero volvemos siempre, como cuando en secreto, a la luz baja y ronca de
su contar la vida. O su voz me amonesta, o su amor me prohíja, ahora ya no me dice
que me quiere de pronto, pienso que hay un gran susto, en su pecho de nácar, de decir
ciertas cosas cuando nunca debiera.

Su voz en el teléfono, cómo era esta mañana, una voz de mujer, sólo una voz
amiga entrando muy despacio en mi soledad macho. Una voz tiene cuerpo, acompaña
mi cuerpo, y se casa conmigo, voz que me pertenece, que se va haciendo íntima, del
color del pecado, el apagado tono de la culpa. En mañanas de estruendo (el sol es un
estruendo), ella y su celosía interrumpen mi guerra, ella y su cercanía son como
mucha gente. Llega así su llamada, o su entornada voz, como llega ella misma, en las
fiestas con sangre, como trayendo galgos gentiles en su torno. Como llega a mis
manos, levísimo contacto, cuando el amor o el tiempo, una luz de impaciencia, se
interpone de pronto y nos moja los ojos.

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CON Oriana en el concierto. De Beethoven a Wagner, los músicos no han hecho más
que novelas. Sólo que Wagner a sus novelas las llamaba óperas. Beethoven se obstina
en contarnos sus tormentas interiores y Wagner nos cuenta sus amores a través del
amor de unos mitos incómodos, Tristán e Isolda, todo eso.
La burguesía y la aristocracia han consumido mucho psicologismo, mucho
novelismo y mucho chisme creyendo que consumían música en estado puro. Pero la
música sin novela no la hubieran entendido ni gustado. Un melodrama no es sino un
drama con música, lo que hicieron siempre los músicos que he nombrado y tantos
otros. La gran burguesía europea, ya digo, ha consumido mucha novela barata y
mucho psicologismo tardo, mientras las buenas novelas contemporáneas a todo eso
dormían en casa, y a lo mejor sólo las leía un poco el estudiante inquieto o el abuelo
cansado, empecinado, un hombre todavía de la solitaria galaxia Gutenberg.
La música principia a ser música con Debussy, formas sonoras y gratuitas, gracia
inopinada del sonido, combinaciones felices de las formas sonoras, algo así como los
móviles de Calder, pues Debussy tiene ya mucho que ver con el abstracto. Era el
músico de Gerardo Diego, el poeta pianista, mi amigo, que como poeta,
efectivamente, hizo toda una lírica de creación que no es sino estructura léxica,
palabra por sí misma, «jitanjáfora», como él hubiera dicho.
La avidez por la música tácitamente argumental es la avidez de toda la burguesía
—clase industriosa— por las cosas de provecho, por el sentido práctico de las cosas,
que va del didactismo a la curiosidad, dos actitudes que nada tienen que ver con
ningún arte. Lo que no se comprende en este fin de siglo es que desde el XVIII la
música, esa música, siga constituyendo espiritualidad, refinamiento y buen gusto.
Leían novelones malos y escuchaban música selecta: no puede ser, aquí hay un
equívoco: el equívoco estaba en que los novelones musicales eran tan novelones
como los editoriales o literarios, sólo que se consumían en más distinguida ocasión:
un concierto, una ópera, una gala.
Es el «magisterio de costumbres» que el fascismo atribuyó a la burguesía. Ya
vemos qué costumbres. Este barroquismo musical sólo ha dado el adulterio de palco
y el folletín. A Oriana, naturalmente, le gusta tal música, en cuyas aguas tormentosas
navega siempre su pamela, su sombrero, y quizás naufraga, porque ella nunca repite
sombrero. Hace ella sola más consumo de sombreros elegantes que todo el mundo de
Guermantes reunido.
Y el gusto de Oriana no es equivocado. Esas sinfonías, esos cuartetos, esas arias
la emocionan, vibran en ella. Como diría Eliot, «la música es ella». Se conmueve de
verdad en un concierto, como se conmovía mi madre, con lo que se me vuelve un
poco maternal (siempre lo ha sido conmigo).
Si Oriana es mi madre ¿quién es mi Oriana? Ya estoy perdido en la novela
musical de todos los conciertos. De Debussy se ha dicho que hizo impresionismo,

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juegos de agua, pero lo que hizo realmente fue liberarse de la música narrativa,
inaugurar la música creativa que se emparenta con el arte abstracto y la poesía pura.
Hubo un momento en que Europa empezaba a cansarse de tanta narratividad y
nacían las vanguardias. Las vanguardias no iban contra el hombre, como creía Ortega
—o lo dijo sin creerlo—, sino contra la novela de la vida. Salvo el surrealismo, que
acude al novelón de los sueños, las vanguardias verdaderas, matinales y creativas, nos
ponen a salvo de la superstición argumental, que es la superstición de la vida
trascendente, «interesante». Las vanguardias toman belleza del mundo, del día —
belleza o fealdad— y hacen con eso otra belleza, otra fealdad, una forma nueva
donde el hombre deja de sentirse fatalmente dramático, concéntrico, para abrirse a la
imaginativa relatividad del mundo.
Y de eso hemos vivido, aunque nadie en esta sala de conciertos lo sepa, incluida
Oriana (que ahora se abanica con los guantes y me llena de su delicioso y parco olor).
Pero vinieron las guerras, que son ya la apoteosis de la novela, hicieron al hombre de
nuevo trascendente, patriota, muerto, y el arte puro quedó como un capricho de
señoritos inconscientes.
John Cage, Erik Satie, Honneger… A Carmen y a mí todavía nos gustaban,
recuerdo. ¿En qué otro concierto de la ciudad se aburre ahora mismo Carmen? Al fin
salimos a la calle.
—Decididamente, no te gusta la música —me dice Oriana, entre maternal y
reprochativa.
—Es que entiendo tan poco…
Llueve y nos juntamos bajo su paraguas. La lluvia hace música en la tela hasta
que llegamos al coche. Cualquier músico compondría algo con eso. Es tan fácil cazar
música por todas partes. Como la literatura. Lo difícil es evitarlas. «A Paco no vuelvo
a llevarle a un concierto. Se niega a entender.»
Y me sonríe con dulzura, con superioridad, con alivio de no ser ya Isolda ni
ninguna otra pesada.

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HOJA de parra, otoño, candela del domingo, mi luz mientras escribo, hoja de bronce
pálido, oro muy fatigado, y ese pétalo rojo, insinuado, insignia del domingo, ah parra
en la ventana, residuo, manecita de niño, cuánto sol todavía —¿el sol es tiempo?—,
ya son las doce y media, mediodía, renuncio a lo perpetuo, sólo me ilustran luces,
luminosos azares, escapadizos cielos.
Silencio. Cómo zumba el silencio en el silencio. Jardines en el sueño. Mientras
escribo, insistente, niña, la hoja de parra o tiempo. Universo. ¿Dónde dejé mi cuerpo?
Libros, revistas, fotos, todo lo que es fugaz. Afuera está el dinero. Es dinero de sol,
de luz, de tiempo (de otro tiempo).
Afuera está el caudal de un domingo que pasa, lento como un trapero, llevándose
las hojas del estanque, mi paso en el sendero, dejándose las llamas encendidas por
todo el firmamento. Cómo hiere un domingo, cómo mata, quedo herido y perfecto.
Salgo a respirar día, invierno venidero, salgo a la luz de una hoja tan dulcemente
ardiendo. Ah miles de domingos, cuchillo del recuerdo.
Muero.

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HOY domingo en ABC, artículo de Camilo José Cela dedicado a Umbral a propósito
de unos desnudos míos aparecidos como promoción de un libro erótico que voy a
sacar. Camilo describe mi desnudo con ironía y cariño (esto no lo podrían hacer entre
homosexuales, le digo), y él, tan observador, se confunde al adjetivar mi tórax y mis
hombros. Pero eso da igual. Nietzsche aconsejaba filosofar a partir del cuerpo.
Camilo pasa de mi cuerpo a mi escritura, me consagra una vez más y añade el
consabido reproche a la Academia.
Qué joven es Camilo. A sus 82 años todavía le ocupa y preocupa eso de las
academias. No sabe, no puede saber qué lejos está mi soledad de academias y
academicismos. Qué diáfano y hermético tengo mi destino, qué seguro en lo mío, qué
arrepentido de las cruzadas literarias. Creo que es bueno un poco de escándalo —mi
desnudo, su artículo—, pero en el fondo me da igual. En otro tiempo, una cosa así me
hubiera perfumado todo el domingo: Camilo me sitúa en trío magno y máximo con
Valle y con él mismo. Quizá porque tiene razón, su valiente justicia no me emociona.
Pero se lo agradezco y desde ahora lo necesito. Es lo que pasa con el elogio: que se
hace imprescindible como una joya antigua, cuando hace media hora ni contaba con
ello (y Camilo era igual de amigo). Quisiera estar contento como él imagina que
estaré. Pero no lo estoy y no sé por qué. Son manías así como juanramonianas, estas
tristezas histéricas. Pero tengo que improvisar por teléfono, para mi querido Camilón,
un entusiasmo que no sé si siento. No contaba para nada con que lo escribiese, ya
digo, pero ahora sería terrible que no lo hubiera escrito.

ebookelo.com - Página 18
MIEDO. Por qué no confesar que tienes miedo. O, más bien, los miedos pequeños del
mal, de la edad, de la enfermedad, el miedo de tu pelo, pájaro que hace nido en el
nuevo día con temor y temblor de todo lo que sopla. El miedo de tu pie enfermo,
convaleciente, que derrumba por dentro todo tu lado izquierdo, como una pared de
cementerio. Un miedo antiguo y óxido que duele en la garganta. Miedo de los
alcoholes, de la grisalla y soledad del día, donde un teléfono que canta es una estela y
una estrella, o la voz de la calle que te busca, pero miedo también de que te busquen.
Miedo de esa ginebra que se te abre en la mente como una flor loca de palabras,
como un daño indecible y amargo, como el calor frío del desahuciado.
Y de noche, ese miedo de las cuatro de la mañana, entre los tulipanes de la orina,
las imágenes del día, claras y crueles como espadas, la verdad de las cosas, tan
sencilla y sangrienta, que no viste despierto, y la sonrisa agraz de las personas, con su
palabra falsa que no quisiste mirar. Miedo de vivir. La muerte no aparece nunca en
mis miedos, pero estos miedos no pueden ser sino los heraldos de la muerte. Miedo a
esta soledad que me engrandece, miedo dormido y despierto, sólo hay un modo de
curar el miedo: decir que tengo miedo.
Aquí lo pongo.
(Miedo de esta caligrafía, hecha toda de garfios, musarañas hostiles, moscas
rojas.)

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CONCIERTO de Cámara Reina Sofía en el Museo del Prado. Cuesta abandonar la luz
de la tarde — octubre inspirado—, que es como la región de los grandes lagos de la
luz, para sumergirse en la tiniebla extensa de los Habsburgo, en su luto elegante, en
su adumbramiento regio. Sisita me presenta infantas de la pintura e infantas de la
actualidad. Durante el concierto, el gran piano negro deja de ser un piano para ser una
monstruosa silla negra donde quizá se venga a sentar un muerto.
Como me aburre tanto la música, al joven cantante no le oigo, pero los violines
son como cisnes hechos a mano, cisnes que suenan a madera y nunca tendrán la
gracia fresca y tranquila de un lago, aunque toquen El lago de los cisnes. De modo
que vuelvo a la realidad bajando los ojos y mirando las rodillas de Sisita, que la
minifalda alarga hasta el medio muslo. Siempre tuvo mi amiga largas y sólidas
piernas de un alabastro militar, femenino, o de un nácar brillante y sensual, o de un
marfil anacarado y armonioso, para ser concreto. El público de los conciertos me es
desconocido porque se trata de un público que no va nunca a ninguna otra
manifestación estética. Son los congregantes de la música, que están aquí
fanáticamente y a quienes les gusta todo porque en realidad no saben nada y viven la
música como una superstición elegante, tan sagrada y tan supersticiosa como la misa.
El perfil de Sisita sigue siendo de una belleza ligera, nada de esas bellezas
insistentes y pesadas que están pidiendo un museo. Ahora estamos en el del Prado y
Sisita, claro, tiene mucho de Botticelli, pero de una señorita de Botticelli con sonrisa
de Gioconda, lo cual corrige y enriquece mucho la banalidad de su belleza, maculada
tenuemente por el tiempo.
Cuando acaba la cosa, aplaudo más fuerte que nadie porque necesito
desentumecerme de tanta quietud. Esta necesidad me ha llevado siempre a ser el
aplaudidor ideal de los melodramas que no me gustan y de los conciertos que me van
matando poco a poco. Un allegro más y me muero de tristeza.
En el cóctel posterior, entre doncellas pintadas en cualquier siglo (la mujer ha
vivido siempre como en el cuarto de hora anterior a la cópula) y bellezas
contemporáneas que sólo dan besos para el Hola, consigo una mesa para Sisita y para
mí, que en seguida se habita de más gente y se convierte en mesa de boda de los
cercanos Jerónimos. Ella bebe champán y yo bebo whisky. El champán se bebe
cuando no hace falta beber, sólo por lucir una mano dentro de un líquido, por beberse
la propia mano, mientras que el whisky lo bebemos los hombres solitarios porque «es
la sangre de los cobardes» y Bukowski no está aquí para mear en la nuca a todo este
personal elegante que viene en busca de mi ingenio, mas no hay ingenio porque Sisita
no me ama.
Es malo que una mujer no te ame, pero hay algo peor: que te quiera como a un
buen amigo. De modo que prefiero recordar nuestra juventud, cuando todos éramos
más cínicos y ellas más folladoras, porque creían que la neogynona limpiaba los

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pecados. Al fin nos vamos a la calle, a la noche, que sigue siendo la región de los
grandes lagos, pero entre vestidos de tiniebla y luces de gas. Paseamos por la zona
más noble de Madrid:
—Seamos innobles en la zona noble —digo, y consigo que la gente se suelte un
poco, la noche entre en nosotros como una droga y Madrid parezca la
ciudad/acorazado que no es, aunque veo bahías de luz por todas partes y blancos
yates amurados, balanceándose en el cielo como si fueran el Palace y el Ritz.
Sisita me da el último beso de la noche y conservo en la mejilla el estigma de
carmín como la llaga de un solitario que me condecora entre las sombras, mientras
paseo mi whisky hasta ese árbol de adumbramiento que es como un Habsburgo de los
árboles, y donde orino a calzón caído, feliz, despejado y con ganas de escribir.
Estoy seguro de que mañana, o sea hoy, voy a escribir bien.

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HAY días en que los muertos andan más entremezclados con los vivos. Hoy es uno
de esos días. Cualquiera puede notarlo cuando llega el día, no sabemos por qué, en
que los muertos se inmiscuyen, participan, prueban nuestra aciaga comida.
La muerte no existe, pero los muertos nunca acaban de irse. Es indudable que
debe haber como un autobús a la periferia de la vida, o unos atajos negros por donde
los muertos vuelven, participan, están y no están. No es que nos acordemos más de
ellos, de los muertos queridos, por ejemplo, sino que ellos se acuerdan más de
nosotros, nos tienen más presentes y se toman un día de asueto entre los vivos,
abandonando la burocracia de la muerte.
He dicho que la muerte no existe y ésta es una de las certidumbres más netas que
me va trayendo la edad. Morirse es una milésima de milésima de segundo, es pasar a
otro estado en el que uno ya no participa. Y esa milésima de milésima la hemos
engrandecido con una retórica mortuoria a la que llamamos muerte. Existe el atalaje
de la muerte, pero nada de esto tiene que ver con lo que venía diciendo, con ese día
populoso de muertos, que no es mejor ni peor que otros días, porque nosotros
seguimos haciendo nuestra vida habitual y leyendo nuestros libros más
desgualdrajados. Pero los muertos nos miran.
Es un poco como cuando vienen los parientes del pueblo o las visitas inesperadas.
Los muertos molestan menos, pero notárseles se les nota. Y no es que pensemos más
en ellos, ya digo. No se puede pensar en ellos porque están aquí mismo. A los
muertos se les recuerda mejor cuando están lejos, cuando no están en ningún sitio,
cuando su ausencia crea ese «lejos» donde les tenemos como en un guardamuebles.
¿No son muebles los féretros que se come la carcoma del cementerio, esa carcoma
que en realidad es la polilla del corazón? Sé que mañana ya no habrá muertos. No
suelen estar más de un día. La noche se los lleva. Tampoco soñamos mucho con ellos.
Yo tuve años de soñar con mi madre.
¿Por qué no sueño ahora con mi madre? Quizá porque he escrito mucho sobre
ella, incluso he divulgado su bello perfil en una portada, y he conjurado su presencia
sin querer conjurar nada. A mí mi madre no me estorbaba, y la he concitado
escribiendo tanto de ella, pero sospecho que llegué a crear un personaje literario,
complejo, estético, difícil, y en él se me perdió la madre de verdad, la muerta. Estoy
huérfano de muerta por haber escrito demasiado de ella.

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NOVIEMBRE tiene nueces, tiene dátiles, noviembre tiene higos secos, noviembre es
un mes pobre, un mes color marrón, la estación ocre, y reparte sus sencillas riquezas,
frutos secos, reparte su pobreza por las puertas traseras del invierno. A mí me ha
saludado con un puñado leve de piñones y unas nueces, que son como pequeñas
calaveras.
Pero es que no hay verdades, ni una sola verdad en el universo. Sólo estas
pequeñas cosas son verdad, el don de cada mes, reflejos en el agua, una hoja de sol,
las dulcísimas bestias que olisquean el invierno como un lobo, como la muerte sin
cruz de los cementerios, como el mentido porvenir que viene con niebla y con
antorchas, enemigo.
Sólo me interesa el presente porque es el sitio donde voy a pasar el resto de mi
vida. Noviembre ya es presente, aprende el dialecto infantil por las paredes,
noviembre es un mes feo, con pelaje dorado del otoño y con pelaje oscuro del
demonio. Noviembre es un mal mes para no morirse, es el mes pobre, sólo nos da
cascajo, un dátil que ha robado de otra casa. No hay verdades, no hay nada que decir,
el lenguaje se calla por no seguir mintiendo, y esto se ve en noviembre, todo miseria
y estameña, mes que no engaña, como los otros, con oros o con flores o con frutos,
con la cosecha malva que siempre es de alguien. Noviembre, mes vacío, el mendigo
del año, que viene cojeante, renqueante, hambreante, detrás del gran cortejo del
otoño. Su nombre tiene charcos y días feos.
Cómo sé hoy que no hay nada. Ha repartido el año su riqueza, sus fugaces
palomas, fruta tenue, cada mes es la mentira del siguiente, no creo en un solo ser, sólo
creo en los lobos y las piñas secas, sólo creo en noviembre, el mordisco dulcísimo del
zorro, y esta alegría húmeda de noviembre, su tropa de mendigos y de hojas. Hoy me
duele una vértebra del cuello, los esqueletos cantan en noviembre, mi esqueleto, tan
viejo, me presenta sus armas, su dolor, pero presto a servir, por si acaso noviembre
me lo entierra. La voz de mi esqueleto, el dolorcillo del cuello, el rumor milenario de
los huesos, también en eso creo, en este amigo, en mi fiel esqueleto, que fraguó como
pie a lo largo del año y que más que dolerme, cuando escribo, me avisa dulcemente
de que existe.
Mi esqueleto, mi amigo de noviembre, qué duro caballero, qué armadura, qué
valiente Quevedo va por dentro.

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TODA la tarde con Cristina en el Palace. La encuentro bella, invernal con ese azul de
cuchillo que tienen sus ojos, la armonía casi cubista (cubismo convencional, de
portada) que se insinúa a veces entre su medio perfil, su nariz y su boca roja.
Impecable de ademanes, cigarrillos y gran copa de hielo, limón y ginebra, sé que
todo este delicioso teatro femenino se irá viniendo abajo a medida que avanza la
conversación y se espesa la tarde.
Hay una primera etapa de bromas, juegos de ingenio, ironía y absurdo, que tanto
nos une. Pero luego ella se va ensombreciendo de problemas, dudas, historias,
amores, miedos. Toda la ferralla sentimental de la mujer de cuarenta años. Le cansa la
vida que deja por detrás y le asusta la vida que tiene por delante. No ha conseguido,
como tantos seres, hacer de su biografía un continuum. Pero hay que estar haciendo
siempre biografía. Es la única manera de conseguir algo parecido a un yo coherente y
fluyente. Cristina tiene un filo de lucidez y muerte que a esta hora se adumbra, se
crispa y me asusta un poco.
Es el espectáculo interior de la muerte del día, cuando un sol más se apaga dentro
de nosotros. Un terror primitivo, común a todos los animales. Los humanos lo
aliviamos con alcohol, pero esto no hace sino profundizar la brecha universal entre el
ser diurno y el ser nocturno. Entonces es cuando me gustaría despedirme de Cristina,
que se va poniendo agresiva contra mi ausencia de agresividad:
—No estoy enferma, yo no estoy enferma —se dice a sí misma en voz alta.
Y no sé si se refiere a su matriz o a su cerebro. Ah los miles de damnificados por
el crepúsculo.

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EN estos días presento un par de libros, lo que supone un bravo asedio de
televisiones, periodistas, fotógrafos, radios y periódicos. El ritual no es malo ni
bueno, sino que es siempre lo mismo. Y me hace sentirme el mismo. Hay
presentaciones espectaculares y presentaciones mediocres. Esto me hubiera
disgustado hace años, pero hoy me da igual. Todo es ir haciendo biografía, como
repito últimamente. Tengo algo que decir sobre el sexo, sobre las drogas sexuales,
sobre la literatura que se hace hoy y que no me gusta, sobre García Lorca y mi libro
Lorca, poeta maldito, que ha tardado treinta años en triunfar, como algún otro libro
mío en el que está plenamente el escritor que uno pueda ser.
—No es cierto; a ese libro se le tiene en cuenta en todos los catálogos e índices.
A la mierda los catálogos e índices. Yo hablo de otra cosa. Yo di a Federico vivo y
me lo devuelven muerto de hastío, amortajado treinta años bajo el polvo mercantil de
un almacén. Ha sido un lentísimo y segundo fusilamiento de los impotentes. No
entienden el resplandor mental o no les interesa. Me odian como odiaron a Lorca. Por
eso dejaron que se le asesinase. Pero no me voy a poner dramático. He salvado mejor
que nadie a unos cuantos hombres españoles, Larra, Lorca, Ramón, Ruano, Valle,
están más vivos en mí que en ningún otro, pero me dejarán morir con ellos entre el
fichero del erudito sentencioso y la estantería interior de librero o el editor
barzoneantes. Trapichean con vivos y muertos como los almacenistas y los
mayoristas con el pescado viejo.
Eso somos. Pescado viejo que les mira desde el ojo redondo y total de la
literatura, con todo el desprecio de que es capaz un cadáver de poeta o de lenguado,
con todo el odio que se puede sentir por los intermediarios de la gloria y su precio,
por los asesinos alquilones y por el público, ese público lamerón e indiferente que se
va en grandes masas a cenar una raspa de poesía mala o unos párrafos de prosa buena
que a él no le suena a nada.
Así termina la brillante fiesta de los libros, que tan entusiasta y populosa empieza.
Para lo más que sirve uno es para llenar media página en un periódico, más una foto
que nos envejece y un par de buenas frases que los reporteros destrozan con urgencia.
Luego me acuesto asqueado de eso que llaman mi fama y pienso sólo en la vértebra
que me duele (el maravilloso pensamiento disuelve hasta los huesos, nos hace
solubles en nosotros mismos), hasta que deja de doler y me duermo[1].

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ESTAMOS siempre aquí, años y cartas, estamos M. y yo riñéndonos, doliéndonos,
mirando los colores de las cosas, los verdaderos y profundos colores, en la oscuridad
de la televisión, como en un panteón con tele, como estatuas yacentes con tele, un
poco egipcios, un poco miserables, dándonos y quitándonos objetos, una carta otoñal,
un botón de oro, repartiéndonos muerte, estamos heredándonos uno al otro, y dentro
de esta casa nacemos y morimos cada día, estamos siempre aquí, meses y gente,
escuchándonos lejos al teléfono, o el sonido elocuente del maderamen, las pisadas
nocturnas, el pisar tuyo o mío, M., hasta que el nudo de la noche se resuelve en un
lazo de gato, en la gata enredada entre las piernas, estamos cada uno espiando a una
multitud, que es el otro, vamos en este viejo barco, navegaciones y semanas, dos
viajeros solos, sin tripulación, dejando que la barcaza se adentre cada día en el
corazón de las tinieblas, o en el hígado del alcohol, que es más doliente.
Contamos el dinero ya contado, escuchamos un disco y lloramos en falso,
repartimos la hambrienta comida de los viejos, como si los viejos no fuéramos
nosotros, miramos a lo alto, en el jardín, el alto cabotaje de las nubes, el sol, rueda de
buey, que va despacio, pasamos frío y calor, el odio pone cuchillos en las puertas, ella
trae carne fresca del mercado, o ese pescado rojo que le brinda el pescadero
enamorado, como una rosa acuática de las profundidades.
Nos damos sexo y muerte, todo en frío, recaudamos la mierda, enterramos una
foto infantil o ponemos la antena en el tejado, estamos aquí solos, gélidos de teléfono,
y nos pasamos las enfermedades, como viejos recuerdos, yo te cambio una vértebra
por tu vagina herida, tú me traes una flor que viene a gritos, quizá seamos dos locos,
será esto un manicomio, dos locos en la casa de dos cuerdos, qué invasión de la ropa
cuando la rebelión de los armarios, cada prenda es un mes, una moda distinta, a
temporadas, nos pasamos vestidos como lentos cadáveres suavísimos, violados por el
tiempo como damas.
Afuera hay urracas azules, afuera en el jardín, y ladran perros, y hay gatos que
nos miran con nocturna inteligencia, nos ofrecemos libros, será invierno o verano en
el jardín, leemos cosas distintas como huyendo uno de otro por el sendero menudo de
la prosa, coincidimos en Borges y eso es sedante como empezar de nuevo, y viene
nuestra muerte, la tuya o la mía, mirando los portales y los números, pero la muerte
es esto, nos la vamos haciendo con palabras, con arrugas azules, muy ensayadas, nos
herimos a muerte, el uno al otro, con una palabra ya enterrada, con un nombre, la
muerte va cociendo como un pan, pero ahora sale el sol de los domingos, algo
empieza de nuevo, sigue en la página siguiente, buscamos nuestro nombre en los
periódicos como el signo exterior de que aquí vive alguien, continúa en la página
siguiente.
Estamos siempre aquí, años y muertos, nos cosemos botones, nos robamos la
ropa, nos espiamos, tan olvidados ya el uno del otro, te cambio este pie viejo por tu

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nariz de entonces, usábamos a veces el mismo cepillo de los dientes, pero ahora cada
uno tiene su cepillo, su enfermedad, su muerte, su salud, nos respetamos como se
respetan dos presos en la celda común, pero ya se ha nublado el sol de invierno, tú
estás en tu silencio de maíces y yo escribiendo a máquina este cuento.

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VIENE Cela a cenar a casa con otros amigos. El viejo escritor está grande y cansado,
pero se yergue, y con él toda su biografía, o se derrota en un sofá y entonces se le va
recomponiendo la cara, esa expresión de desprecio y seguridad que tanto me fascinó
cuando joven. «Cara de facineroso», le dijo Pla. Tiene el gesto poderoso y agresivo
de los buenos tiempos, una energía contenida y ominosa que se hace realidad en la
voz, en la grave ironía, en lo que dice, en la secreta autoridad de lo que no dice.
Anda por la mitad de su última novela y me la cuenta. Galicia, el mar, la guerra
civil y toda esa populosidad de gentes y casos que revienta y vitaliza los libros de
Camilo, un narrador natural por la capacidad de quedarse con lo pequeño, con lo
singular, con el momento original, inspirado y miserable de la vida.
Cela es el que puede dar la batalla de Waterloo con sólo describir las botas de un
soldado. Tiene la genialidad de lo pequeño, como Proust, aunque el emparentamiento
parezca insólito. Ve donde mira, mira donde los demás no ven, más que la vida, tan
igual a sí misma, le interesa el forro de la Historia, el milagro pequeño del tiempo en
manos de una ardilla. Hablamos, cenamos, reímos. Él ha encontrado la fórmula para
definir su presente:
—Tengo muchos años, pero no soy viejo.

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A mediodía, un hispanista francés está hablando de mí en un congreso madrileño. No
he ido a oírle porque no tengo tiempo y porque no me interesa lo que pueda decir,
aunque agradezco que le interese a él. Aceptamos la entomología de los demás, la
vivisección que nos hacen los críticos y los estudiosos, por mera vanidad. En el fondo
no nos reconocemos en nada de lo que dicen, pero nos halaga que lo digan. Más tarde
me dan un almuerzo por la presentación de mi último libro. Como suele ocurrir,
interesa uno más que el libro, más el hombre que lo que hace. Cuando vida/obra son
ya un todo, es más fácil para los medios tomar ese todo en bloque y dejar que uno
diga cuatro palabras. Un libro siempre es noticia a condición de no leerlo. A las seis
de la tarde mantengo un coloquio con los hispanistas en la histórica Residencia de
Estudiantes. (Hoy se han cruzado las cosas.) Más que a satisfacer curiosidades me
dedico, como siempre, a exhibir mis cualidades. Al final lo digo bien claro:
—No hablo ni escribo para convencer, sino para fascinar. La literatura no es
pedagogía sino magia.
A las ocho de la tarde, al fin, presento el libro en Bellas Artes. Aparece Inés Oriol
con un abrigo de plumas rojas de avestruz y la belleza acentuada y cansada. Hace
diez días que me tiene abandonado. Pienso en sus cosas, en las mías, pienso en
nuestras cosas, pero también pienso en los avestruces difuntos que han hecho posible
este abrigo. Preferiría a Inés desnuda y los avestruces vivos.
Entre un hombre y una mujer siempre se interpone una víctima. El resto de una
amistad es un puñado de plumas muertas o un libro que huele a flor rota y seca. Entre
un hombre y una mujer siempre hay víctimas. Toda relación, siquiera sea amistosa,
deja cadáveres. Sólo puedo imaginar a Oriana ahora, como la devastadora de un
hermoso rebaño de avestruces.
¿Es necesario que una mujer, para renovar su belleza, deba cometer algún
crimen? Me temo que sí. La belleza siempre es el resultado de una transgresión. La
belleza nunca es inocente.
Coloquio con un público numeroso, excesivo, saturado, que también se interesa
más por mí que por el libro. Yo he cobrado una pieza en los bosques de la literatura:
este libro. Lo que esperan es mi foto de explorador con un pie sobre la pieza, como
las de antaño. Tampoco respondo cabalmente a las preguntas, sino que procuro
enaltecerlas, darles la vuelta, complicarlas, en un diálogo conmigo mismo a partir de
la banalidad que han preguntado. El público vale como decorado, pero lo que yo
represento —y les encanta— es un monólogo. Si fuese más literal les decepcionaría.
Después de una sesión agotadora, me quedo con los íntimos, tirado en un salón, y por
fin entro en casa, lejos de Madrid, de vuelta a la gloria. (La gloria qué cosa.) Sólo
experimento un cansancio sin ningún prestigio, no el cansancio intelectual de haber
estado brillante todo el día, sino el cansancio animal de un deportista, un camionero o
un transportista. El espectáculo de la inteligencia también requiere esfuerzo físico. Y

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este lastre muscular es lo que le quita sublimidad y belleza al creador ideal que uno
quisiera ser, aunque no es verdad que yo quiera eso, sino que, lejos de todo dandismo,
me gusta tener un oficio que me cansa honradamente, como se cansa el albañil con
los ladrillos. Este cansancio es lo que le da realidad a esa abstracción culpable de la
literatura.
De ahí que también me guste cansarme escribiendo, tener la sensación física de
haber escrito, de «estar escrito», como decía el maestro.

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A media noche, cuando estoy leyendo a Barbey d’Aurevilly, suena el teléfono desde
Estados Unidos —diferencias horarias—, porque los fantasmas del pasado eligen
estas horas de deshora para hacerse presentes. Catherin.
Uno ha tenido varios amores y amistades norteamericanos de juventud. Uno ama
esa raza de mujeres claras, sólidas e ingenuas, que tienen la poesía de un oro inédito y
la gracia sincera de una educación infantilmente democrática. Uno ha amado esos
cuerpos de claridad exagerada, de voluntad atlética y sutil, esas muchachas, pero hoy
son en mi memoria hermosas sombras pálidas y perdidas. Todo lo más, el asunto de
un cuento. Catherin de melena roja y ojos verdes, largos, hermosos, sin misterio.
Catherin, de cuerpo eucarístico y pleno, Catherin, niña lista, buena, inquieta y
fornicadora, está en el imaginario de mi juventud como una hermosa capitular. Pero
ahora prorrumpe su voz ligera, banal y cordial, y no sé si es el tiempo o la distancia lo
que me la hace irreal, indeseada, obvia. Catherin, con su llamada ha destrozado su
propio mito, lo que era para mí. Su realidad de hoy, que poco me importa, irrumpe
destructiva en su realidad de ayer, tan acuñada. Supongo que este mito tardará tiempo
en volver a reorganizarse en mi cabeza. Si en el ochocientos de Barbey hubiese
habido teléfono, él sin duda habría recibido llamadas así: era el hombre de las viejas
amantes.
La mujer de entonces nunca debiera reaparecer. Y no por la razón vulgar de que
está más o menos deteriorada, sino porque su presente ya no podrá nada contra la
inactualidad en que la teníamos. Lo más que hace es manchar el mito.
Catherin me cuenta su felicidad doméstica, americana, Estado de Washington,
casa en el campo, niña que baila ballet, vida suficiente y sin trabajo (está buscando
uno, como siempre). «Pero aquí no hay alma.» Por eso amó España, por eso vivió en
España. Por lo que ella llama «alma». Es decir, vitalidad, anarquismo lírico, desorden
metafísico, el cielo en la calle, el brusco hombre español. Ahora bebe vino, ha
engordado algo (últimamente le convenía) , ha dejado unos collages y hace otros. Era
una inteligencia inquieta y perdida que daba transparencia a aquel cuerpo sólido,
limpísimo, un poco frígido.
Le asombran mis noticias vulgares, demasiado para su infantil asombro
americano, emitido en oh, oh, oh. Me está echando encima un exceso de pacífica
vulgaridad, se está matando a sí misma y no lo sabe. Las viejas amantes no debieran
llamar nunca, porque la lámina de ellas, de ella, que teníamos en la pared o en la
frente, se desprende sola, se cae, se pierde. Si le explicase esto a Catherin se pondría
muy triste. «Eres el mejor amante que he tenido en España. Los americanos son
tontos…» Si queremos preservarnos en la memoria de otro, de otra, más vale no
llamar nunca. No somos sino ánimas del purgatorio. El purgatorio es el tiempo y aquí
estamos todos consumidos y no muy vivos. Más que vivos, ocurre que todavía no
estamos muertos, pero todo es cuestión de paciencia, de esperar un poco. No

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aprovechemos esta tregua para robar en las arcas del pasado, para huir hacia el sol de
ayer. No sirve de nada, es peor. Somos ya ánimas y no lo sabemos.
Yo cada día me siento más ánima y menos persona. Ánima que lee periódicos y
los escribe, ánima que da conferencias y se compra corbatas, ánima de actualidad
cuando pertenezco ya a la inactualidad. Catherin será una bella ánima, pero ni
siquiera coincidimos en el tiempo. Ella está en un mediodía americano y yo en una
callada noche española y antigua. Nos hablamos desde espacios, desde cielos
distantes unos de otros. Con esta llamada, ya digo, Barbey hubiera hecho un cuento
galante. Yo, que no soy nada galante, sólo escribo cuatro letras y, más consciente que
nunca de mi condición de ánima, me voy a dormir.

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NO hay profundidad, la vida es esto. La vida es una máquina engrasada, el rodar
silencioso de los días, el sol como una rueda que va lenta, las mañanas con diarios y
muchachas, las tardes con otoños en racimo, las noches como un río que se desborda,
pacífico y lustral, de cauce hondo.
No hay complicación, la vida es esto. El pan de cada día, tan monótono, comer
monotonía de vez en cuando, cenar una manzana newtoniana, muy moderadamente
newtoniana, soñar una mujer como una gran ave, no llevar nada suelto en los
bolsillos, escribir un artículo diario, leer aquellos libros ya invernales donde me hice
escritor plagiando imágenes. Y poco más.
Los sacerdotes verdes y los sabios, Kant y San Agustín, toda esa gente, quieren
que nos sintamos importantes, nos pasean por el cielo y por la tierra, nos abruman de
dioses y pecados, nació la trascendencia en una iglesia como útil derivado del poema.
(Toda la religión no es sino poesía aplicada, truco, trampa.) Y el filósofo ateo y la
mujer doliente quieren que nos sintamos infinitos, el cielo tan sencillo de esta tarde,
con hojas de moneda y luz de enfermo, nos lo quieren cambiar por otro cielo retórico
de arpas y profetas.
Mas no hay profundidad, la vida es esto, un continuo presente y la salud.
¿Animales de fondo? Juan Ramón iba a Dios y ganó el Nobel. Del Nobel no se pasa,
sin el Nobel se pasa, ahora hace fresco.
¿Animales de fondo? Somos la superficie de un planeta que rueda cotidiano, algo
vulgar, somos anticipado cementerio, ni siquiera hay dolor entre nosotros, ni siquiera
la pena puebla el campo. Gente de superficie, buena gente, patata y pimentón es mi
merienda, patata y pimentón mi eternidad.

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LEYENDO las memorias de Marsillach. Adolfo tiene ironía, autoironía, cierto talento
literario, y, quizá porque está enfermo de cáncer, ha decidido escribir unas memorias
a fondo perdido. Pero ¿vale la pena confesarse tanto?
Cuando estoy escribiendo una novela leo mucha novela. Cuando estoy
escribiendo unas memorias leo muchas memorias. Por no dispersar la cabeza entre
lectura y escritura. Y porque algo siempre se aprende. ¿Pero esto mío son unas
memorias? A veces lo encuentro más cerca del libro de poemas. Da igual.
Yo no escribiría para vengarme del mundo, como mi querido Marsillach. Ni para
autopsicoanalizarme, horror. Ni para nada práctico, útil, secundario. Creo que la
literatura debe ser —es— completamente inútil, y sólo eso la justifica, como lectura y
como escritura. Dentro de tal gratuidad, las memorias o el diario íntimo pueden ser lo
más gratuito de todo. Escribir es la manera más profunda de leer la propia vida. No
hay otra lectura del yo que la escritura del yo (siempre que sea literaria y no
testimonial ni nada de eso). Luego resultará, además, que esa cosa vuelta sobre sí
misma es la que más interesará al público.
Está, luego, la cuestión estética, que me importa muchísimo. El punto terminal y
glorioso del arte es pintar la pintura —abstracto—, musicar la música, escribir la
escritura. Prescindir del tema/soporte, en fin. Las meninas y las tres gracias y los
apóstoles del Greco no son más que un soporte para hacer pintura. Ana Karenina es
un soporte, y Madame Bovary y Carlos V y las señoritas de Aviñón.
Las tormentas de Beethoven y las óperas de Wagner son soportes para hacer
música. El David de Donatello es una disculpa, un motivo para jugar con las formas.
El gótico es una época y el barroco es una constante, una tendencia, un eon. Pero
ambos estilos se justifican en sí mismos. Dios es un soporte para hacer catedrales. El
dólar es un soporte para hacer rascacielos.
Sólo nuestro siglo ha prescindido de los soportes y ha construido la arquitectura
con frecuencia contra el soporte mismo. Yo soy apenas el soporte de este libro. Lo
que busco es la escritura en estado puro, que no tiene nada que ver con la perfección
literaria, claro, sino con que el instrumento se exprese a sí mismo. El violín no
debiera hablar de amor. El violín debiera hablar del violín. El arte es un artefacto de
madera y cuerdas que se expresa (y que expresa al hombre que lo construyó, al
inventor). La rima es la única cuerda que hemos añadido a la lira de los griegos. En la
rima se expresa el hombre moderno más allá del poeta clásico y del aeda. Nació el
soneto. Cuando el soneto es ya sólo una armadura, Apollinaire inventa el caligrama,
que es el contrasoneto, la destrucción del soneto. La destrucción del hombre antiguo,
se dirá. Pero eso es más relativo. Cuando el soneto, por exceso de uso, deja de
expresar la poesía, la poesía se expresa a gritos tipográficos.
Uno ha escrito varios libros de memorias, diarios íntimos, cosas. En mis novelas
hay mucho memorialismo: es algo que nos enseñó para siempre Proust; no sé por qué

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muchos se empeñan en ignorar ese camino, o en negarlo. Con todo ese material
narrativo/mnemotécnico he contado muchas cosas, pero sólo he aspirado a contarme
yo, que es contar el fondo común de la vida. Y más aún, he aspirado a escribir la
escritura. Hay mil maneras de contar la misma cosa. Todos hemos contado el amor.
Pero sólo unos cuantos lo han contado bien, pues lo que importa no es el tema, sino el
procedimiento. Todos los temas son comunes y mostrencos, aunque unos más bellos
que otros. Pero el arte tampoco es cuestión de belleza. El tema sigue siendo el soporte
para escribir la escritura.
Un tema sin literariedad es un chisme. Leo muchas memorias en este tiempo,
como ya he dicho (aunque no creo estar escribiendo exactamente unas memorias), y
la mayoría son correctas, incluso interesantes, pero no son literatura, como no lo son
las memorias de los políticos o las grandes estrellas del cine.
Y todo esto que digo vale igual para el diario íntimo, la autobiografía, las
confesiones, etc. Hay que tolerar, naturalmente, las memorias narrativas, el diario
íntimo psicologista, pero yo pretendo otra cosa: pillar al tiempo por sorpresa, cada
día. Dar la intimidad del universo y el universalismo de un pájaro dormido a la vista
peligrosa de un gato.

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ALGUIEN lo dijo. El gótico es una época. El barroco es una fuerza. ¿Es esto así? En
principio el enunciado resulta bello y convincente. El gótico, efectivamente, queda
restringido a su momento histórico. No parece ser que el gótico pueda desplegarse en
el tiempo o en el espacio, en las costumbres o en las personalidades. Toda
prolongación del gótico se queda en pastiche.
Hubo una lamentable novela gótica (mal llamada) que no cuenta. El barroco, en
cambio, o lo barroco, sigue presente en la dinámica de nuestro cuerpo (la esencia del
barroco es dinámica), en el impulso de la sociedad o de la política, en la renovación
de las estaciones, en la pluralidad de los trabajos y los días.
Pero lo que pasa es que lo barroco se confunde con la vida, la vida es barroca: así
debemos enunciarlo y no al revés. Alguien apuntó que el hombre es barroco desde
que Servet descubre la circulación de la sangre, porque esto manifiesta el movimiento
y el cambio constante que suceden en nosotros.
Me fascina el gótico, me purifica, me alegra. Hubo un tiempo ojival en que el
mundo aspiraba a estar en orden y había domesticado incluso sus gárgolas. Era el
impulso ascensional, espiritual, de la Historia. Gótico es ese impulso en el hombre:
poesía de Juan Ramón Jiménez.
La fábrica es gótica por sus chimeneas. Cuando las fábricas tenían chimeneas,
claro. Pero el gótico queda decorativo frente al barroco, porque el barroco, ya digo, es
sencillamente la vida, la expansión horizontal, abultada, invasiva, de la existencia, de
las cosas. El jardín se barroquiza en primavera y en otoño. El barroquismo es el
movimiento natural de la vida.
¿Ser hombre gótico, ser hombre barroco? Tendamos a cierto goticismo en el
vestir, en el pensar, en el amar, pero la creación, por ejemplo, casi toda creación es un
proceso de barroquismo, de la pintura a la música pasando por la literatura. Lo gótico,
en literatura, queda demasiado intelectual, más mental que vivido. La prosa de Azorín
es una cansina aspiración al gótico. Azorín odia el barroco cuando desprecia las
metáforas. «Escribir con metáforas es hacer trampas.» ¿No se estará defendiendo,
tomando posiciones, porque él fue incapaz siempre de hacer una metáfora?
El gótico es fascinante en arquitectura y decorativo en la novela o la poesía,
aparte el ejemplo de JRJ (que tiene, como todo creador, sus grandes arrebatos
barrocos). La fórmula sería un cierto goticismo en el exterior y un desatado
barroquismo en el interior del vivir, del crear. Yo confieso que me muevo entre ambos
polos, porque lo contrario del barroco no es lo clásico, sino lo gótico.
¿Mujer gótica, mujer barroca? Toda mujer tiende al goticismo, a la estilización
exterior, pero precisamente porque su cuerpo es barroco: de ahí las «falsas delgadas».
El cuerpo de la mujer es barroco por sus funciones y menstruaciones. Por sus
pasiones. El hombre que está haciendo obra gótica en el trabajo, la ensoñación o la
conducta, se hace soluble en lo barroco femenino, sin defensa posible, se sumerge en

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las pluralidades de la mujer, y eso le salva y fortifica, porque la mujer es un baño de
realidad germinal. Parir, sacar un cuerpo de otro, es barroca tarea. De ahí el artificio
de los ascetismos, los celibatos, los conventualismos. El hombre que renuncia a la
mujer para siempre, que se distancia o niega, acaba siendo un resultado fibroso, el
esqueleto de lo gótico, un armazón de huesos y negaciones. Pascal es el supremo
gótico. Y eso es lo que tiene Pascal de antipático incluso para quienes le admiramos.
Salvémonos de Pascal en el barroco, enriquecedor y excesivo Montaigne.
Salvémonos de la aséptica castidad en las hermosas miserias de la mujer.

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VOY en el anochecer azul, que se va volviendo feo, con mi máquina de escribir
colgada de la mano, de un pueblo a otro, en busca del taller oscuro y perezoso donde
me la limpian, arreglan, aligeran.
El mundo ocurre como a una luz de carburo. Esto no es campo ni ciudad. La
máquina, tan ligera, empieza a pesarme con toda la literatura que lleva dentro de sí,
cien libros, miles de artículos, una vida de escritura que a mí mismo me avergüenza.
Da vergüenza haber jugado tan limpio y andar ahora con la máquina a cuestas, por
los desmontes y los retazos de campo que nos quedan, cargando una tonelada de
literatura, cómo pesan los libros una vez escritos, nada más llegar de la imprenta,
reciente, vivo, casi caliente, un libro se muere, se muere para siempre, se cierra
herméticamente conmigo dentro.
Amo esta máquina, este pequeño ente de hierros y literatura que es como el
esqueleto de un pequeño animal, la osatura de una metáfora. Algo así como un gato
muerto que he llevado colgado de mi mano toda la vida, por el mundo, en los viajes y
las vacaciones, dando la vuelta a Europa o escribiendo en un alto rascacielos de
Nueva York.
No quiero nada, no aspiro a nada. Me basta con que a esta máquina no se le
caigan los dientes. Una letra en cada diente. Las articulaciones le funcionan mejor
que a mí. Qué dulcemente envejecen las cosas.
Mi pobre máquina, mi máquina pobre envejece prestando servicio, suena joven su
tecleo todas las mañanas, y es como si sonase mi vida, que en realidad es mucho más
opaca. Se hace de noche y dejo la olivetti en el taller callado y tedioso, con una
pequeña oficina delante y un fondo de mecánicos no sé dónde. Dentro de unos días
volveré para llevarme la máquina, este peso duro y familiar en mi mano, en mi
hombro, esta carga que es toda la realidad de mi literatura, lo único que me hace
verdadero, puntual y funcionario de mí mismo.
Y la vuelta por barrios de sombra, ya con anovelada luz de luna, improvisado
arrabal. De mi caminata hago un paseo sin prisa, la tarde se ha ido y sólo nos ha
dejado su tristeza. Mañana, con luz de parra y sol de noviembre, la máquina
madrugará como la gata. Este chisme me ha dado de comer durante casi medio siglo,
me ha salvado de la biografía negra y negativa que me esperaba, ha sido el garfio de
todos mis naufragios. El ingeniero la hizo a conciencia. Es frágil y segura como
algunas mujeres. Tengo con ella la intimidad casta y la amistad sobria del gato, la
herramienta y el arma.

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EN la noche de la ciudad, en esa hora mágica y azul en que «Madrid parece flotar
sobre sí mismo», como dijo alguien, entre una catarata urbana y un bello silencio de
automóviles, de pronto el pintor, el viejo pintor, como una sombra, delgado hasta el
pavor, viejo y vivo, con el malhumor de siempre en el rostro cordial, sólo pómulos y
nariz, esa sombra del agudo pómulo, ese pico aquilino de la nariz, que antes era más
robusta, menos judicial.
El pintor, el genio goyesco, el de los raros encuentros, media juventud suya y mía,
tanta amistad, tantos colores y fiesta, un pasado de óleo, pero se ha quedado ahí, aquí,
olvidado, desconocido, desfamado (nunca fue muy famoso), con todo el poderío de
su arte y toda la soledad de su alma abrupta, agresiva e ingenua, inspirada y violenta.
Con el corazón lleno de dardos certeros, mortales, está de pronto joven como un
muerto, salvado por la «medicina natural» o algo así, semillas y dietas, vigilias y fe.
Era, cuando entonces; un marxista extrañamente trufado de supersticiones,
desnivelado hacia el irracionalismo. Comprendo que a él, ya en la vejez, sólo podía
salvarle una cosa así, una magia, una vuelta a lo natural que ama, porque descree de
la ciencia y el progreso. Fue un místico de Marx más que un marxista y hoy es un
místico de algún dios, más que un enfermo.
Aquí en casa tengo alguno de sus cuadros de entonces, de un goyismo y
regoyismo expresionista a un expresionismo lírico a lo De Kooning, siempre genial
en el dibujo (dibujaba directamente con el tubo de pintura), pero ignorado por
Madrid, de espaldas a la gran ciudad, como quiso vivir siempre, en los altos
palomares de los blancos de su pintura, amando mujeres difíciles y vulgares,
laminando una obra maestra con el periódico de la tarde, hecho una fregona.
Extraña juventud la que le ha traído el hambre (lo que han hecho es adelgazarle
mucho), joven camarada de entonces que me viene hoy con una juventud segunda,
rara y nocturna. Al final nos separa el frío y le dejo en mitad de la gran plaza,
hablador, con su humor confuso, salvado para nada, amigo para siempre, más muerto
pero más vivo.
¿Por qué no le ha dado Madrid lo que merece? Esa gloria del anochecer, cuando
se encienden los candelabros para cuatro triunfadores de temporada, nunca ha
iluminado a mi amigo con su plata de oro, con su luz, con su llama de hierro azul y
leve. No sabía boxear. Más que pintar, escribir, insistir, en Madrid hay que saber
boxear, porque sólo vive el artista doblado de boxeador, el que noquea a un banquero
o un político o un gángster o un ministro o una puta de terciopelo cada noche. Le
sobró temperamento y le faltó pegada. Uno, sin querer, va dejando estos cadáveres
por el camino, estos amigos que viajan hacia atrás dentro de su propia biografía.
Me alegro por su corazón de jabalí sentimental, me alegro por su rostro ahora
gótico y desnudo, con leve melena o aura, y recuento mi cementerio interior de
amados cadáveres peatonales, verticales, caminantes perdidos de Madrid, siempre por

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la trasera de los rascacielos y a la sombra de las luces del éxito, que jamás les
alcanzan.
Qué gran muerto, qué gran solitario, qué extraña juventud la de este amigo en
soledad con su gran obra, con su corazón que ha despertado como un pájaro, con una
mujer, cuál, tendida a su costado como la última fruta grande y profunda que le trae
muy en secreto la vida.

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LA metáfora. Me he pasado la vida monetizando y acuñando metáforas. Más que
ideas o verdades he vendido metáforas. La pasión última de mi pasión literaria es
metaforizar. Un baldado de las letras dijo que «escribir con metáforas es hacer
trampas». Sólo estaba defendiéndose y justificando su incapacidad metafórica. La
escritura metafórica es la única escritura literaria. Incluso la adjetivación es tributaria
de la metáfora. Un buen adjetivo es el principio o el final de una metáfora incompleta
(y quizá por ello más sugerente).
¿Dónde está el placer de la metáfora? En la fruición de un encuentro inesperado,
de dos cosas que copulan sin conocerse. Desde niño fui metaforista. «Esto se parece a
lo otro.» La coincidencia de dos cosas o de una persona y una cosa en un rayo de sol
o de luna es un milagro del ver o del imaginar. Hay quien disfruta presentando a
personas que no se conocían. El metaforizar es el mismo proceso hedonista. Que el
invierno sepa lo que tiene de capote de campaña. Que la muchacha sepa lo que tiene
de cabra griega. Que el gato sepa lo que tiene de capitular gótica. Y a la inversa.
Este continuo mercadeo con las imágenes nos da un lenguaje simbólico,
irracional, eficacísimo, que ha sido siempre mi lenguaje secreto. Sólo lo que está
dicho en metáfora me interesa. Incluso el filósofo que metaforiza, expresa más cosas
que los demás.
La metáfora es la elocuencia del mundo. Nunca he hablado otro lenguaje. Incluso
en el periodismo. Me basta con metaforizar un amor o una desgracia para
exorcizarlos. Cuando la cosa se constituye en metáfora se salva del tiempo y de la
ruina. La mujer no es sino un jarro tembloroso de agua. Si disociamos esta imagen, la
mujer se marchitará pronto.
He pasado mi vida, sí, urdiendo metáforas. Es como si hubiera sido joyero u
óptico, como Spinoza. Y cada mañana continúo la fabricación y perfeccionamiento
de la metáfora, en la que se pueden dar cada día saltos más audaces. Cuanto más
distantes los dos polos de la metáfora, más intensa la imagen. Todo esto quiere decir
que la realidad no me interesa (ni los realistas). Toda cosa se está abriendo hacia otro
significado. Todo significado es consecuencia de una metaforización previa. Me
siento un poco el chino de los collares cuando salgo con mi carga ligera de metáforas.
Me paseo con ellas por los confines de la literatura, por el estrépito de los periódicos,
por el vacío de los salones llenos. No soy un triunfador, como dicen las noticias. Soy
un vendedor de metáforas que tiene parroquia. He realizado un sueño casi infantil de
fabricar cosas imposibles para luego regalarlas o venderlas. (Vender no es sino una
manera honesta de regalar.) No colecciono metáforas. Sólo recuerdo unas cuantas de
Breton, Neruda o Dante. Hay que dejar a las metáforas en libertad para que sigan
reproduciéndose.
Metaforizar el mundo es la manera más luminosa de explicarlo. Por supuesto, a
una mujer sólo se la puede explicar metafóricamente. El poeta llega más lejos que el

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pensador en su resumen del tiempo o de la tarde. Evito pensar en metáforas, pero al
final remato con una metáfora que enceguece involuntaria, como consecuencia
inevitable de todo lo pensado.
La metáfora es una iluminación no deliberada, pero que se viene gestando entre la
pupila y la imagen. Las metáforas se hacen con los cinco sentidos más ese sexto
sentido del poeta que es el sentido de la sinestesia. Cuando empecé a escribir este
libro, como confesión inútil y definitiva que nada confiesa, ya sabía que me iba a salir
un libro metaforizante. Puedo escribir plano, pero mi dialecto interior para decir las
cosas es la metáfora. Creo que las personas y los objetos, las miniaturas del mundo,
los frutos y las monedas, quedan mucho más dichos mediante metáfora. La metáfora
dice más las cosas y dice más cosas. La filosofía es la iluminación hacia adentro. La
metáfora es la oscuridad hacia afuera. Metáforas nocturnas y metáforas diurnas. No
encuentro la metáfora para acabar este capítulo, pero sigo abierto, como debe estar
siempre la escritura, a la más inesperada metáfora, a la más intolerable imagen, a esa
sola palabra que nos asfixiará de belleza si la pronunciamos.

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LA judía rubia, la joven judía de ojos claros, inteligentísimos, de pechos grandes e
inofensivos que se me escapan por entre los dedos, como dos puñados de trigo, la
judía francesa, irónica y abundante, con su juventud ilustrada, vaginal y sensitiva. La
judía hieperestésica que me besa con besos menudos o con besos profundos,
devorantes, que siempre lleva cogida una mano mía, como un guante del otoño, y se
recuesta en mí con toda su carne blanca, numerosa y adolescente. Tuve un sueño
horrible, me dice, todas las noches sueño que los nazis me van a matar, pero al
momento de morir yo me disgrego en trozos y vuelo y me siento feliz, pero la otra
noche no me disgregaba, sino que moría y moría y moría hasta que desperté, ahora
tengo más miedo, es el terror histórico, digo yo, bajando por las generaciones,
llegando hasta la actual, pero lo cierto es que este cuerpo grande y sano tiene hoy un
despertar alegre, lleno de sutiles juegos que parecen infantiles y son peligrosamente
intelectuales, complicados como las sangres de la judía, que habla un dulcísimo
francés de París, y cómo abre las piernas tan largas y cómo queda en mi poder su
vulva viva, y cómo beso su frente purísima, limpia de batallas, o sus mejillas de
exhaustivo cutis, blanquísimas al tacto, y otra vez los espontáneos besos, como la luz
y la sombra dando en mi cara, en mi barba. Europa me manda este lujo final de su
continua entredepuración de razas, de voces, inesperado ramo de mujer que recibo en
lo profundo de mi edad, en lo cansado de mi cuerpo, en lo derribado de mi
beligerante sexo.
¿Por qué todavía esta donación de la vida, esta joven pregunta de ojos inteligentes
y carne muy blanca? Se sale la ofrenda de todos mis calendarios previstos y
sentimentales, es un amor a destiempo, como un altísimo árbol perfumado que me
hubiera caído dulcemente en los brazos, al cruzar el bosque de noviembre.
Ah la sutil judía sentimental y francesa, ocasional y ya tan madrileña, qué tarde
llegas a mi vida, qué pronto te irás en dirección contraria de mi muerte.

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EL público, la gente, el friso de rostros y de signos que se forma en torno de mí, y
voy firmando libros, dedicando mi obra y mi afecto a atroces desconocidos,
desconocidas que me sonríen, es la fama en el llamado gran mundo, qué atroz la
vejez de los ricos, cuánto y qué mal duran las marquesas.
Es como si un Toulouse-Lautrec del 2001 hubiese pintado una cara sobre una cara
pintada por Bacon, y llega un momento en que ya no hay caras, sino que se van
descomponiendo en gestos, sonrisas ortopédicas, miradas de lágrima sucia y perla
distinguida, manos donde se enguanta la artrosis como una herencia de anillos, esa
materia inflamable y degenerescente de las damas, ese encorpachamiento de los
caballeros, todos almidón y honra, grandes firmas heraldizadas que se me ofrecen a
cambio de mi desnuda firma, esta U de Umbral en la que intento esbozar un barco
griego, un barco persa, Persia, Persia, decía Breton, Grecia es el gran error.
Ahora, aquí, Madrid es el gran error, la burguesía es el gran error, la aristocracia
es el gran error, pasan apellidos ilustres como pájaros heridos en su plata, como aves
despojadas de su oro, la burguesía creó hace siglos la fórmula para vivir dignamente
y morir con circunstancia: era un cruce de rapiñas reales y modestias de clase media,
grises lutos ennoblecidos.
Hoy sabemos que no, que se han quedado de medio luto como la clase de que
huían, que sólo son la representación brillante y estremecedora de la vejez, que no
han acertado con la grandeza de la muerte ni con la musculatura de la vida.
Burguesía de guantes perfumados que me acerca un libro mío para que lo firme,
una mano enferma y distinguida para que la bese, o el contacto de las mejillas, esos
besos al aire, que me permite conocer el brillo tazado de una piel, el cadáver bien
conservado de una marquesa, y sigue la marea de las palabras, la recepción antigua
de la cultura, me pasan una copa de algo, les paso una frase discretamente asesina, ni
me entienden ni los entiendo, es la fiesta de la gran burguesía que lee o, cuando
menos, ha tenido una vez un escritor cenando a su mesa, porque el escritor es menos
aburrido que el pianista, conversa más, lástima que al final de la cena no toque algo al
piano, si bien, por otra parte, lo cierto es que el piano lo tenemos cerrado como un
ataúd desde que murió la abuelita, porque los afinadores están carísimos y ya casi no
se encuentran en este Madrid de ahora que lo va perdiendo todo, hasta los afinadores
de pianos.
Siempre que he sido invitado como escritor, he tenido la sensación de que se
esperaba de mí que al final tocase el piano, pues para este público todas las artes se
confunden un poco, y se supone que el hombre sensible tiene trato particular con los
pianos como lo tiene con mujeres que jamás se atrevería a traer a esta casa, por Dios.
Sólo de tarde en tarde, una ráfaga de muchacha, una sonrisa de cachorro en el
bosque de la ancianidad, un pelo joven que ondea como si el viento del presente
llegase hasta aquí. Cogería a la muchacha de la mano y me la llevaría a las selvas

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exteriores y municipales, salvándome de las viejas amigas, de las viejas
desconocidas, del minué en puntas de la amistad, qué amistad.
Pero tampoco sería correcto hacer eso, y mi emoción se va tras el cuerpo nuevo,
que suele tener prisa, mientras toda esta gente que es mi público, el que me lee a
diario, o eso dice, cierra su cerco en torno de mí, en un ahogo de pasteles, carmín
momificado, simpatía agrietada, decadencia, estupidez y muerte, sobre todo esa
refinada, educada, inteligente estupidez de quienes creen entenderme cuando me leen
y alegrarse cuando me oyen, salgo de aquí en una elegante huida y, ya en lo negro,
me pongo a mear bajo los ramajes tupidos de la noche, y el viento se va llevando
jirones de distinción, vendas de momia, forros mortuorios, y meo largamente,
felizmente, como si fuera un hombre libre.

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LO que cada día entiendo menos es la trasposición de la poesía en dinero, de la
escritura en valor social. Si estoy cenando en este gran hotel, al costado lírico y lujoso
de Oriana, conversado por el gran hombre de cabeza ya monetizada, si los camareros
se deslizan silenciosos y repetidos, si las lámparas lucen bajo para hermosear las
conversaciones, como los árboles enverdecen un río, si la noche es larga, lenta,
silenciosa de limusinas, todo esto ha venido a mí por la escritura, por una modesta e
insistente caligrafía, por una lluviosa mecanografía. Cuando yo hacía poemas a lápiz
en las tabernas de provincias, soñaba con la gloria, pero mi inexperiencia no soñó
nunca con el dinero. La vida es irónica, sin embargo, y la experiencia nos hace
irónicos. No tengo, sin duda, la gloria pura que esperaba, pero estoy en mitad de la
corriente del dinero, que nunca será mío, pero me baña y halaga a todas horas. El que
va para rico se queda con las ganas. Yo sólo iba para poeta puro, y el tiempo, la
sociedad —esa cosa que no entiendo—, el mercado, han convertido mi prosa en
instrumento de cambio. Claro que hay escritores millonarios, pero son escritores
comerciales que tratan de las miserias y las grandezas que gustan a la gente. Lo que
no acabo de comprender es que una prosa metafórica, de clara intención lírica, se
valore como una exclusiva periodística —más— o como una novela de intriga,
cuando mis novelas son también puramente líricas.
El dinero, un clima de riqueza que no es verdad, pasan todos los días por mi
puerta, y a veces se quedan. Iba para poeta solitario y me he convertido, sin saber
cómo, en prosista bien pagado, en dinero al portador, en cheque en blanco. Porque
cada cosa que escribo, buena o mala, actual o inactual, es dinero al portador.
No voy con esto a hacer moralismo ni a decir que, al final, el mérito se reconoce,
los valores puros se imponen, etc. No. Lo que me brota más bien es una ironía que va
al encuentro de la ironía del mundo. Yo creo que ni ellos saben por qué me pagan.
Alguien me ha puesto en valor, o ellos mismos, entre todos, y ya las cosas van solas.
Conozco muchos escritores, muchos compañeros que lo hacen mejor que yo, que
reciben honores, halagos, pero lo que no reciben es dinero. La conclusión sería fácil:
eres un escritor comercial.
Ya he dicho que no. Ni lo soy ni me propongo serlo. Los críticos señalan el
lirismo como mi nota más alta. Y si el lirismo no se paga en verso ni a los grandes
poetas ¿por qué se paga tanto en prosa? Me da miedo ya escribir un par de folios para
cualquier sitio, porque inmediatamente se transmutan en billetes, siempre demasiados
billetes. ¿Mi prosa es un objeto de consumo, una moda? Puede que sí.
Y disfruto la ironía de la vida —el destino no existe, pero siempre es irónico—,
que no es que nos niegue lo que pedíamos, sino que nos recompensa con lo que no
habíamos pedido. Y largamente. Un hombre no sabe lo que vale hasta que no se lo
dice el gerente de un Banco.
Los sueños de juventud se han cumplido, sólo que de otra forma. Mi pasado

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sonríe viéndome realizado de una manera diferente y quizá falsa. Estoy ya seguro de
ser una gran impostura que, por otra parte, tampoco hace daño a nadie. No era esto lo
que yo quería. O creía que esto era de otra forma. Oriana, Odette, la dulce judía, la
enigmática belga, el encorpachado banquero que me sonríe con toda su dentadura de
caballo de millonario, como si me debiese algo él a mí. ¿Y la gente, de la que ya he
hablado en este libro, qué compra y paga en mí la gente? Soy una moneda vieja y
falsa que todo el mundo se subasta. Falsa es la plata que amonedo con mi prosa. Y
aunque fuese verdadera ¿no hay aquí una injusticia, un equívoco?
El mundo cambia nuestros manuscritos en billetes. Aquí alguien hace trampa. Mi
seguridad se sustenta en una inseguridad. Todos los días me levanto creyendo que la
farsa se ha terminado. Pero suena el teléfono, como en la Bolsa, con la primera oferta
de la mañana.

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TENGO miedo. El miedo está en mi vida, en mi no/vida. No es un miedo fijo, frío,
quieto, sino un miedo que va y viene por mi cuerpo y mis sueños, por mis
despertares. ¿Miedo a qué, miedo de qué? Miedo al miedo.
Miedo del miedo. La vejez, la enfermedad, el fracaso —¿el fracaso a estas
alturas?—, la soledad, el dolor, no sé. Es un miedo móvil, un miedo que a veces duele
en la espalda, en la cabeza, que brujulea por los sueños, que se fija en un ojo y parece
que ya está acorralado, explicado, pero luego desaparece, lo olvido, y reaparece a la
noche siguiente en cualquier otro sitio. Necesitamos el día para vivir sin miedo. La
luz es una lanza. El miedo no es que venga de noche, sino que en la noche se deja ver,
como un animal nocturno, como una inmóvil y destellante iguana.
El miedo, como el dolor, desaparece con la luz, se hace soluble en los ademanes
de mi vida, en el ballet de la escritura. ¿El miedo es el dolor? El miedo se
experimenta como un dolor, pero es otra cosa. El dolor se experimenta como un
miedo, pero es más fácil de cercar, de limitar, de curar. El miedo duele donde no
debiera, sólo la noche lo ilumina con diafanidad y entonces es un miedo populoso,
con mucha gente y muchos recuerdos, un miedo habitado, pero otras veces es un
miedo solitario, sólo miedo, un miedo fijo que nos mira, un reúma del alma, una idea
que viaja sombría por todo el cuerpo, el miedo de seguir, el miedo de parar, el frío
efluvio de todos esos miedos juntos.
Ya sé que para siempre, desde ahora, me acompañará ese miedo, este miedo, que
es el arrepentimiento de haber vivido, el arrepentimiento de no haber vivido, el odio
que mi yo, ese desconocido, reparte por mi vida, la tristeza y el escepticismo de lo
vivido, lo viviente y lo por vivir. El miedo, quizá, no sea sino el olor de la muerte,
como huele a tierra podrida y buena a medida que nos vamos acercando a un
cementerio.
Es muy fácil razonar contra la muerte, el animal raciocinante que somos puede
hacer la muerte soluble en palabras. Pero el otro animal, el verdadero, el instintivo,
sólo percibe la muerte como miedo, un miedo mudo que nunca nos dirá nada. Nos
salvamos por la palabra, y por eso el miedo no habla.
No hay salvación.
A medida que escribo sobre el miedo se me pasa el miedo. La escritura, que me
ha dado tantas cosas, me da también consuelo. El miedo y hasta el dolor se curan
escribiendo. El miedo no lo cura la noche, sino que se introduce en el sueño. A veces
pruebo a escribir mentalmente, sobre la almohada, por conjurar el miedo. Pero no hay
sino elegir entre el miedo despierto y el miedo dormido.
Con la primera claridad escribo cosas. Con el día ya hecho escribo artículos. La
actualidad es tiempo en acto. La actualidad me sana. Dicen que es una escritura
fugaz, pero es la más curativa, como esas saludadoras que sanan sólo con su paso.
Tengo miedo de no haberlo dicho todo sobre el miedo. Pienso que arrojando

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palabras se arroja el miedo. Sé que no es verdad. Pero el sol de diciembre, tan claro,
tan evidente, en complicidad con la escritura, van diluyendo el miedo de mi cuerpo
bajo el beneficio del día, la quietud de la hora, esa cordillera de cosas cotidianas y
sabidas que es la realidad.

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DICE un verso de Borges, o una prosa, que todo amanecer nos finge un comienzo.
Por eso necesito este sol de diciembre desde muy temprano. La luz ayuda a
recomenzar donde no recomienza nada. Hay una juventud instantánea que es la que
se levanta de la cama.
Con tiempo gris o lluvia me levantaría lo mismo, pero no sería capaz de sostener
esa cálida falacia de que algo comienza/recomienza. Me levanto, me lavo, me visto,
tomo medicinas, me peino o despeino artísticamente, desayuno café y miel, fruta y
pescado, y luego viene la rosa tatuada y tersa de los periódicos. El periódico sí que
nos finge un comienzo, con sus grandes titulares y su papel nuevo. La Historia sí que
recomienza, para bien o para mal. Los políticos son la épica de nuestro tiempo,
héroes de traje marengo, capaces de decir algo nuevo todos los días, o que suene a
nuevo siendo tan viejo.
Nuestra vida no es verdad que sea una sinfonía continuada, con revés de sueño.
Nuestra vida es un zurcido de días dispersos, un harapo de tiempo cosido a otro
harapo. La Historia, en cambio, transcurre majestuosa, con sus galas de sangre, de
oro, de poder y muerte. El poder y el dinero dan continuidad y argumento a una vida.
Los demás vivimos discontinuos y desargumentados. Sólo el sol de invierno nos
ayuda a eslabonar unos días con otros. Escribo mis artículos a la máquina, escribo en
este diario íntimo, o lo que sea, y tengo al sol por testigo. Es decir, vivo en un mundo
que sonríe todas las mañanas, incluso en diciembre, y un sol que se ocupa tanto de los
pobres merece que nosotros nos ocupemos de él. Mi libro anterior lo escribí con dolor
de un pie. Éste lo escribo con dolor de una clavícula. Quizá la vejez sólo se diferencia
de la juventud por su collar de dolores.
A la tarde, metido de lleno en la farsa y el argumento de mi vida, que no lo tiene
(si no sería una novela, horror), me visto de maduro elegante, o de maduro manqué, o
de maduro que madura, y voy a alguna fiesta, literaria o no. La copa, la sonrisa, el
beso de una mujer, todo son invitaciones a creer en la continuidad. Pero la
continuidad sólo está en el sol de la mañana o de la tarde, en este sol que vuelve a
encender el jardín cada día. El sol que pone orientes en los ojos de la gata.
No tengo continuidad, debo admitirlo. Todos somos discontinuos. La continuidad
hay que inventársela mediante el trabajo, el amor, la imaginación, el poder. Lo que
me duele no es la clavícula sino la discontinuidad. Los viejos existencialistas dirían
que somos fragmentarios. La supuesta continuidad nos viene de fuera, nos la dan los
demás. Por eso hay vida social.
De momento, ahora por la mañana, escribo para ir engañando el tiempo, el sol,
para que se me vea hacer algo, para que la limpia y geométrica luz de diciembre me
acrisole en su frío.
Después de almorzar duermo la siesta con sol. Despertar dos veces en un día al
mismo sol de hoy es como robar repetidamente el tesoro del tiempo.

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Este sol me va echando lañas de continuidad. Como remiendos de oro.

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AQUELLOS tomos coquetos de Afrodisio Aguado —posguerra—, en que venían los
versos de José Hierro. Una carga en profundidad en un dulce envoltorio de rimas de
Bécquer. Su casco de oro prusiano es la mejor calva de la poesía universal, con la de
Rilke. El poeta tenía algo de legionario adolescente. Su calva absoluta y hermosa
daba y da bien el absoluto de su persona y pensamiento: las cosas claras, las palabras
claras, las ideas claras, los versos claros. Y sin embargo, cuánto Septentrión dudoso y
nuboso en su poesía, un temblor juvenil (la infancia fue una guerra) en las manos de
metalúrgico o labriego, en las curtidas manos que se estilizaban luego en nublados
pianos. «¿Qué haces mirando a las nubes, José Hierro?» Ahora le han dado un gran
premio.
Así era y así es. Escribe por las mañanas en un bar de sotanillo, bajo el oleaje
oscuro de los camiones, escribe para convencerse o convencernos de que existe,
cuando él existe tanto, cómo existe Pepe entre los demás, cómo existe aunque calle,
cómo está cuando no está, qué jaleo de vino, versos, tacos, erudiciones y pecados
deja su ausencia. Pero hay cosas que decir, cosas que pasan, y él es consciente de que
las dice menos que antes, se siente culpable de no decirlas. Cuando la adolescencia
fue una cárcel y la libertad una huida, siempre queda el vino malo de no haber dicho
bastante, de que ahora otros crecen en la guerra para nada, huyen hacia los
cementerios, muertos espontáneos.
¿De qué huye José Hierro? La gran ciudad es más ciudad cuando tiene a su poeta
genial escribiendo en un barecillo de sótano, haciendo versos sobre un friso de pies
que llevan el día a su éxtasis mediocre. Verlaine de tabaco negro, Juan Ramón de pan
y queso, Rimbaud de orujo proletario. No es un poeta maldito. Es un bendito poeta en
cuyo bigote de jubilado se acantila la espuma de una cerveza que no ha bebido. Pero
el maldito está en los ojos, pequeñas hojas de oro, puntas de demonio de las afueras,
su eterna prisa en alpargatas. ¿De qué huye José Hierro? Son las alpargatas las que
tienen prisa.
Acacias de un oro pobre, hojas de acacia sus pequeños y vivísimos ojos, y un
humor exquisito, de payaso dandy, de dandy con contrato/basura, como cuando hacía
el pino en la redacción, cabeza abajo, antes de empezar la jornada. No sabemos nada
de José Hierro, salvo la música, esa música como de un miliciano inspirado tocando
en pianos de palacio en llamas. Todo lo ha dicho asonante, que no es decirlo a medias
ni callarlo, sino sugerirlo y dolerlo. El verso calla y la música sigue. Quién ha tenido
música tan propia desde Rubén, quién ha tenido tan insistente piano vertical de pobre
para contar una generación, quinta del 42, sujetando el dolor con una mano en el
pecho y escribiendo con la otra.
Amamos a José Hierro, íntimo Pepe sin intimidad, que lleva la alegría como airón
de su casco prusiano, esa alegría macho y estival que reparte en la copa de sus manos
o en el cáliz latonero y purísimo de la fiesta. «Subía entonces a tu casa / la

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juventud…»
Quienes no bebemos en su copa, quienes no metemos la mano en su plato, en su
llaga, jamás sabremos quién es Pepe Hierro. Mucho llamarle Pepe, pero siento que
estoy viviendo con el poeta de mi tiempo (siempre lo supe) y se me escapa. Exiliado
de un mar que tampoco era el suyo, a veces pasa el Cantábrico por su mirada. Cada
vez es más música y menos voz. Cada día es más embriaguez y menos vino. Hierro
es una genialidad de chinchón, humo áspero y verso de oro.

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ELLA ha venido, ha venido a la fiesta, fiesta que le es indigna, ha venido por verme,
para verme, para coincidir aquí, habíamos hablado esta mañana por teléfono, no
pensaba venir, esto no está en su tono, en su mundo, en su galaxia, pero yo iba a
venir, yo he venido, y ella lo ha dejado en duda, y al fin no se ha resistido a venir, se
asoma al bar tímidamente, cuando estoy hablando con alguien, llega en tonos
discretos, color indefinible del gran chal, elegante apenas, color inadvertido, gesto
impersonal, cómo le agradezco que esté aquí, me emociona y casi me entristece en
ella, tan gran señora, esta primera humillación voluntaria, como si hubiese enviado a
otra «Oriana» más pobre, menos ella, a cumplir.
No es la primera vez que cede en algo que jamás confesaría, por orgullo de clase
y por entereza personal. Pero esta tarde me ha emocionado especialmente, sola por un
Madrid nublado, ceniciento, invernizo, frío y como agazapado. Creo que así se
consigue el amor de una mujer, sometiéndola a sutiles humillaciones voluntarias que
ella misma elige, dejando que se degrade un poco cada día o cada cierto tiempo. Un
día pensará, si no lo ha pensado ya, que estas inversiones que hace en mí, en
nosotros, estas inversiones de sencillez y vencimiento, son las que dan valor a la cosa,
hay que amortizarlas (utilizo su lenguaje financiero) creyendo en lo que se hace,
salvando una relación. De otro modo, se habría resuelto todo en pura pérdida.
No es sadismo, creo que no es sadismo, porque además yo había olvidado la
conversación de la mañana. Pero noto que le hablo, delante de los otros y a solas, con
más seguridad y naturalidad. Ha venido y, como se dice ahora, «ha movido ficha».
Está más cerca. Puedo quedarme en mi sitio. Que siga avanzando. Son las estrategias
fatales del amor.
Su pelo abandonado, su rostro no precisamente de fiesta, algo así como la
sirvienta de sí misma. Pero ha venido. Esta primera concesión (que no es la primera,
ya digo), tiene, sin que ella quizás lo sepa, la ventaja de acercarnos y el peligro de
volverme exigente. ¿Sería yo tan imbécil? A lo mejor sí.
De todos modos, sube a saludar a la anfitriona, a decir que no se queda. Sube sola
(tampoco quiere que nos emparejen). Comprendo que, más que ante esa señora,
necesita justificarse ante sí misma: «He venido a saludar a esta mujer, estoy en deuda
con ella, he cumplido un compromiso incómodo.» Aunque ella se diga eso, sabe que
no es eso, pero necesita estar en orden por fuera y por dentro. Me duele que se vaya,
naturalmente, pero me gusta y envanece que haya venido. No, no me envanece sino
que me alegra comprobar que estoy en el buen camino, en el viejo camino, en el
único camino de seducción posible. Y yo me he limitado a no actuar. Ha venido como
una doncella enamorada y tímida, como esas marquesas del pasado que se disfrazan
de humildad en el teatro, para una cita. El amor y el teatro siempre son igual.
La quiero porque ha venido. Me parece sensacional, pero también me parece
usual. (La mujer, en el fondo, es un ser usual, dijo Laforgue.) Ha hecho lo que se hace

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siempre en estos casos. Ha dado un primer paso ingrato, pueril, un poco humillante,
miserable, delicado, impuro y tierno, decidido y gris. Esto puede significar mucho.
Esto puede no significar nada. Pero siempre recordaré, en nuestra delgada historia,
esta tarde, esta aparición modesta, esta visita inesperada, esta peregrinación, este
delicadísimo sacrificio, con su largo chal caro iluminado por una luz plata que no
viene de ningún sitio, que derrama una lluvia sutilísima aunque no llueve.
Aunque no llueve.

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HE terminado mi película sobre Madrid. Me conforta mucho esta idea de haber
recogido en un documental tantas imágenes, tantas luces, tantas tardes de color
actualísimo y callada melancolía, tanto Madrid vivido y escrito, sentido e inventado
(ahora, ante las imágenes, veo que no he inventado nada, que Madrid es así, dorado y
barro, como yo estaba queriendo que fuese).
Ayer dediqué la tarde entera, con el equipo de sonido, a grabar todos los textos
que he escrito para estas imágenes, aunque a veces fue a la inversa: las imágenes me
daban los textos. Tengo Madrid pillado en muchos libros de los que he escrito, pero el
tenerlo ahora —pronto— en un vídeo que podré ver cuando quiera, es una sensación
nueva, gratificante, hermosa. Esto me lleva a pensar si el creador no tendrá más
conciencia de obra cuando pinta o filma que cuando escribe. Escribir es un arte
sucesivo, y por lo tanto leer. Pero las artes de la imagen nos permiten posesionarnos
en un momento de lo que hemos creado. Ni siquiera un soneto es tan fulminante
como un primer plano.
Claro que, por otra parte, mi voz glosando las imágenes en palabras cargadas de
música y sentido, es algo que también me satisface mucho (y lo mismo podría hablar
de otro). No saltemos, pues, de género en género, sino que voy a disfrutar esta obra
plástica tan trabajosa, para la que he ido inventando planos y momentos, sin olvidar
que yo soy escritor y lo único que me calma los nervios es poner palabra a la belleza
muda de una ciudad, de un palacio, de una mujer. La película como fiesta y tengamos
la fiesta en paz.

El pintor de quien hablé aquí el otro día, ese pintor afantasmado y genial, me
llama con el último drama de su vida. La amante con la que vive le exige matrimonio,
pensión (ya le da por muerto) y otras varias cosas imposibles para su vejez cardíaca
de hombre frustrado y sin amigos.
—Quiero dejarte todos mis cuadros (supongo que en depósito, quiere decir, otra
cosa no aceptaría yo) , despedir a esta mujer e irme a una residencia. ¿Tú me puedes
ayudar en eso? Le prometo ayudarle puesto que tengo amigos políticos y porque me
parece que es la única idea sensata que ha tenido en su vida: romper con la mujer que
piensa capitalizar nuestra vejez gloriosa y nuestra muerte (entre los pintores se da
mucho), salvar su obra en manos de un amigo y retirarse del mundo con su corazón
alegre, desnivelado e incierto. Así es como puede acabar en España un genio que no
supo putrefaccionarse, venderse a los agiotistas y vivir de la fortuna en calderilla que
nos dejan los grandes empresarios de la cultura y el arte. Qué gran capotazo final les
ha pegado a todos este luchador solitario y vencido, y sobre todo a la viuda apócrifa a
la que he oído gritarle porque no es rico y famoso como ella esperaba cuando apostó
a él su juventud, su belleza y su vulgaridad.
Siento una envidia rara y vaga de mi amigo porque va a hacer lo que yo no puedo,

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sencillamente porque no lo necesito ni es mi caso.

Cena en casa de Giuliana Calvo-Sotelo, mujer que ha sido muy bella, muy
italiana, y sigue siendo muy inteligente. Sobre la mesa del despacho, la certera y
estilizadísima cabeza que Pablo Serrano le hiciera a Giuliana. Recuerdo muchas
noches en este comedor de entelado negro con flores blancas, el ingenio mundano de
Joaquín, nuestras confidencias. Aquí conocería yo a bellas y jóvenes señoras de la jet
de quienes luego estuve enamorado sin fortuna. O sí. Una Garrigues, una novia de
Luis Miguel Dominguín, no sé.
Hoy, Camilo y Marina, Ussía y su joven y bella esposa enfermera, con cabeza
efébica que me interesa, Mingote y su mujer. Camilo ha publicado el domingo en
ABC un artículo pidiendo la Academia para mí de forma razonada y enérgica,
elogiosísima y valiente, ponderada y casi irrebatible. Víctor García de la Concha (el
directamente aludido) me llama luego para solidarizarse con el artículo de Cela.
Me conmueve este entusiasmo de Camilo por mí y mis cosas. Es en eso mucho
más joven que yo y todavía cree en Academias, aunque sea para maldecirlas. «Es que
lo creo justo, lo creo justo», dice él. No sería oportuno desplegar ahora mi
escepticismo, mi cansancio, mi paz melancólica que no cambiaría por nada. Ussía es
la joven promesa de la reunión, ya muy madura de prosa. Nieto de Muñoz Seca, ha
abandonado el verso festivo para empeñarse en una prosa combativa y audaz.
Últimamente ha creado un personaje aristocrático y ridículo para burlarse de su
propia clase social desde dentro. Primero lo dio en artículos y luego el libro ha sido
un éxito.
—¿Preparas un segundo tomo?
—Con calma. Hay que dejarle descansar al tipo. Hablamos de artículos y
colaboraciones:
—Yo, Paco, te leo y sé cuándo un artículo va para el libro y cuándo no.
Efectivamente, desde Azorín y el 98, el escritor español vive de los periódicos, si
sabe, que para esto hay que saber, como dicen los enterradores. Muy pocos de los de
ahora saben hacer una columna, lo que se llama una columna. El otro día me ha dicho
Agustín Valladolid:
—Joder, qué caro eres. Eres carísimo, pero haces bien, porque estás solo, eres el
único.
Camilo, por el contrario, me reprocha:
—No tienes derecho a derrochar una prosa como la tuya hablando de esa mierda
de políticos, que son todos unos mediocres.
—¿Y de qué como, Camilo? Yo no tengo Nobel.
Antonio Mingote es un hombre único para hablar a dos, reposadamente,
derrumbarse a dos y sin amargura, hacer ironía cadavérica de la vida y de esta

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sociedad —alta, la más alta— en que vivimos por obligación. Uno le quiere a
Mingote silenciosamente. Me ha dado su libro Hombre solo que es algo así como la
confesión muda y gráfica del sereno absurdo en que vivimos. Pero luego él tiene que
hacer humor municipal para el periódico. Como todos. Creo que les he divertido o
interesado con mi conversación —un solo gin— sobre Pina Bausch, el teatro actual,
el cine de Garci, el periodismo rosa y el resentimiento periodístico. A Marina y María
las tengo cada una a un lado. Decía d'Ors que la primera condición de la oratoria es
una cierta seguridad en que uno va a ser escuchado.
Camilo dice en su artículo que yo sigo «cumpliendo años y acumulando
sabiduría». Con mucho menos me he defendido esta noche.
A la salida me acatarro un poco.

Leo a Garci. Memorias personales y cinematográficas. Esto me hace pensar


mucho en mi abandonado proyecto El cine de mamá, que quizá ya es tarde para
hacerlo. Pero hubiera sido algo singular dentro de mi ya vasto memorialismo. Mi
amigo el doctor Soberón me lleva a un circo de Ventas (él ha sido médico de circo
toda su vida) a ver 16 tigres blancos, cosa que no existía, o eso creía yo. Amo los
tigres como Borges, pero no los exploto tanto. Efectivamente, son unos
deslumbrantes ejemplares blancos con rayas negras. Sin duda proceden de Alaska o,
al menos, del norte de Canadá. Son como reyes bárbaros y armónicos o como
esclavos bellísimos, criaturas de furia y armiño. Se podría hacer un poema a cada uno
de estos animales, como Rilke se lo hizo a una pantera de zoo (y era ella la que nos
veía a nosotros entre rejas). No me gustan, empero, los grandes animales encerrados.
Ni los pequeños. A mi gata no le pongo ni una cinta al cuello. Los bichos son
naturaleza y hay que dejarles naturales. Lo que nos dan es un pedazo de universo
vivo. ¿Por qué complicar eso?

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SE me ocurre un título que me gusta, aunque no sé para qué: «El tiempo enamorado.»
Mi proyecto inmediato es Días felices en Argüelles, una novela de los sesenta. Cierra
el Paris-Match español y empiezo una colaboración en Tiempo, atractiva para mí y
bien pagada. Es la «ley Salaverría». J. M. Salaverría, articulista de antes de la guerra,
decía que, en esto de la colaboración, cuando una puerta se cierra —Paris-Match—,
otra se abre. En mi vida siempre ha sido así, maestro Salaverría.

He estado repasando memorias y diarios íntimos. Pavese, Kafka, Amiel, Pessoa,


Ruano, Stendhal, etc. Demasiado desfallecimiento en Pavese, demasiado macabrismo
en Kafka, demasiada timidez en Amiel, deliciosa minucia en Pessoa, Libro del
desasosiego, libro que amo, mucho lirismo golfo en Ruano, que me renueva siempre.
Demasiados detalles exactos en Stendhal.
Diarios y memorias me interesan hoy más que las novelas. El memorialismo es la
literatura en estado puro. No sé si lo he escrito ya en este libro. Hay pequeños
círculos memorialistas en Madrid y Barcelona, que hoy son mi mundo preferido.
Novelas siempre vuelvo a leer las mismas, Proust, Valle, algún americano como
Updike. La vida está llena de historias y no le veo el sentido a multiplicarlas
mediante un libro. Sólo leo una novela por la prosa o las ideas. No me interesa nada
el asunto. He llegado a odiar el asunto, eso que Breton llamó «la odiosa
premeditación de la novela». Mejor la biografía. Proyecto para muy adelante una
biografía de Quevedo. «De Quevedo ya se ha dicho todo.» ¿Todo? El memorialismo,
en diario o confesiones, es la manera directa y natural de narrar y pensar, pero casi
nadie sabe. Son géneros donde el yo se enreda demasiado con el yo. El novelista
prefiere los resortes mecánicos del asunto. Aquí hago un diario sin fechas, un poco a
fondo perdido, e incluso sin tema fijo. El tema soy yo, que dijo Montaigne. Pla es en
esto un modelo inmejorable. Me duele la espalda, tengo calor y voy a dejarlo. Son las
nueve de la noche de un martes muy escrito y muy dormido. Me acostaré a las once o
las doce, después de leer. La última llamada del día —innumerables— ha sido de
Comisiones Obreras, que quieren un texto para un mitin. Veremos. Además de la
columna, estoy haciendo para El Mundo una entrega semanal de mi futuro libro
Europas: semblanzas de escritores europeos, ningún español, de los románticos y
malditos a los actuales. También meto pintores. Me ha gustado mucho hacer
«Magritte o el surrealismo burgués».
Ninguna llamada femenina, lo que se dice femenina, en todo el día.

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ESTOY corrigiendo pruebas, las galeradas de mi libro Diario político y sentimental.
Casi quinientas páginas. De vuelta ya de los grandes títulos, he elegido ese rótulo
explícito en el que se anuncia sin veladuras poéticas el contenido del volumen, que va
de septiembre a septiembre, un año de mi vida, y de la vida que me rodea, escrito con
paz, indiferencia, escepticismo, consuelo y el beneficio de la luz en el jardín.
Se diferencia de esto que escribo ahora en el tono. Se trata de un diario abierto al
mundo y de escritura más llana que la que yo suelo ejercitar, por ejemplo aquí, como
digo. Tiene fechas y sale gente, salen nombres, aunque no demasiados. Tiene política
y crítica de la vida, pero abunda en lirismos, intimidades, soledades y despedidas.
De modo que esto que hago ahora no es una continuación del Diario (lo quieren
sacar a primeros de año), aunque por encima lo parezca. En el Diario me abro al
mundo y en esta especie de libreta íntima me abro a mí mismo y trabajo más en la
realización verbal, que es lo único que me importa. Y cuidado con lo que digo:
«realización verbal», pero no sólo del verbo, sino de todo el ser. Hay quienes nos
realizamos vital, intelectual y trágicamente escribiendo, haciendo con la prosa otra
cosa, como más o menos dijo el poeta. Yo me realizo tanto o más, escribiendo, que el
místico rezando o el banquero ganando dinero. Hay profesiones que permiten la
inversión (en los dos sentidos de la palabra) de todo el ser.
Para la portada del Diario me han hecho unas fotos que son unas cabezas contra
el fondo inmediato de Churriguera, la portalada del Hospicio, hoy Museo Municipal,
que no es de Churriguera sino de uno de sus hijos o discípulos, que tanto le
continuaron. Barroco puro, XVII/XVIII. Le gusta a uno el barroco (el fondo lo he
elegido yo), de vuelta de simetrías, austeridades, neoclasicismos y otras represiones
estéticas y fisiológicas, Todavía no he visto las fotos, pero espero que den lo que
quiero: un escritor viejo y callejero con el pelo revuelto, el cuello del abrigo subido y
un foulard blanco y también barroco. Clima pardomadriles, frío, en la tarde de las
fotos. Ya me dijo el fotógrafo que eso era bueno. A mí también me lo parece. Me
negué a algunas posturas y tuve que explicárselo:
—Eso no es Umbral. Hay que estar siempre haciendo Francisco Umbral.
Y se reía.
—Me ha gustado la frase. Lo leo a usted a diario y ya veo que es usted como
escribe.
Pues claro. No va a ser uno como escribe Lorenzo López-Sancho, que tampoco lo
hace mal a su manera.
Este repetido encariñamiento en los libros confesionales no es un encastramiento
de viejo en sí mismo, aunque lo parezca, sino que mi verdadera vocación ha sido la
memoria, la recreación de la vida, más que la ficción, aunque esto también tiene
mucho de ficción. Los críticos dan fe unánime de que en todo lo mío, del artículo a la
novela, hay una vocación por el yo, como en Montaigne o Proust (más en los

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franceses que en los españoles: soy un afrancesado).
Francia abunda en diarios, memorias, confesiones, biografías y autobiografías o
autorretratos. Esto se explica porque Francia tiene un público que se interesa por el
escritor como aquí nos interesamos por el señor duque o por el futbolista o por la
marquesa pendón. Pero en España, si escribes de ti mismo es que estás agotado, que
eres un vanidoso o un chismoso. La barbarie literaria española es ingente y aburrida.
Decía el filósofo que la oratoria nace de una cierta seguridad de ser escuchado. El
escritor francés no se pasa sin su dietario o sus memorias porque «tiene la seguridad
de ser escuchado», de que sus intimidades y opiniones interesan.
Si en el periódico intereso tanto, ¿por qué no en el libro? Me parece que lo mismo
o más, aunque aquí los lectores y editores viven la superstición de la novela, del
asunto galdobarojiano. Pero ya la vida está llena de mediocres asuntos. ¿Para qué
más? Los asuntos los da mejor la televisión. María me ayuda mucho en la corrección
del Diario, y de paso se va enterando de cosas, como si leyese a otro escritor, y me da
su juicio sobre el libro, porque una mujer es siempre el hombre de la calle, mi primer
lector. Parece que el Diario le gusta de verdad. Lo noto porque también sé cuándo un
libro mío sólo le gusta «matrimonialmente». Las objeciones gramaticales o
sintácticas que me hace siempre son más sensatas que mis respuestas o soluciones.
Ah el realismo de la mujer, corrigiendo siempre la perpetua inspiración en que cree
vivir el hombre.
El gran montón de las pruebas lo guardo por la noche debajo de la cama, y
duermo más tranquilo en todos los sentidos. Y más convencido de que el libro es
bueno.

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UN grupo en expansión ha comprado parte del periódico donde escribo ahora, El
Mundo, que ya funcionaba a medias con Il Corriere de la Sera. A los italianos les
gustaba el producto. Veremos a éstos. En cualquier caso, Pedro J., con quien cené
anoche (Ágata, un alto abogado y más gente en Jai-Alai) ha sido gloriosamente
gratificado, es decir, gloriosamente comprado, comprometido o despedido a largo
plazo. Pedro habla con toda naturalidad del año 2006, pero a mí eso me suena a
egiptología inversa y no me dice nada. Por otra parte, Vera y Barrionuevo salen
indultados en estos días, con lo que el largo trabajo de años que realizó Pedro por
desenredar el GAL, se ha quedado en nada. Aznar, su amigo, en un golpe lleno de
energía navideña y de sorpresa, (un poco a la manera de Franco abuelo político de ese
partido), ha empezado por sacar de la cárcel socialistas para luego poder sacar etarras.
A Aznar lo puso Pedro en el poder, en buena medida, pero el presidente ha aprendido
mucho (el Poder siempre es didáctico, para bien o para mal) y el vínculo se ha roto
entre ellos.
Pese a todo lo cual, Pedro está optimista, o lo finge muy bien, tranquilo, seguro y
alegre, con un abrigo inglés de gran antracita y fino corte, admirable en él, que es más
bien dado a deshabillés de periodista yanqui. Quieren comprarse una casa en
Mallorca. A mí todo esto me da el tono de una alegre y elegante huida, aunque Pedro
me dice:
—Contigo cuento hasta el 2006.
—Nos despedirán juntos.

Con Bousoño y Sádaba en casa de Alberto Portera. Carlos está siempre recién
operado de algo. Ruth, su mujer, me cuenta que tiene un hijo, el mayor —lo han
traído con ellos—, que me copia los artículos y me copia hasta la voz. Es bueno tener
amigos adolescentes, admiradores en estado puro, alegres plagiarios. ¿Cómo es
posible que mi voz de caverna, y de las cavernas, todavía les diga algo a los jóvenes?
Eso quiere decir, supongo, que mi discurso —perdón— es joven. Actual cuando
menos. No sé si en lo que digo o en cómo lo digo. José Antonio Marina sostiene que
soy un escritor de izquierdas y un periodista de derechas, porque hago la crítica de la
vida con humor, y el humor anula la crítica. Me parecen juegos brillantes de
pensador. Se lo agradezco a Marina pero es demasiado esquemático para ser cierto.
Moriré hombre de izquierdas. Lo que se va disipando es la izquierda, en España y en
el mundo, pero no yo. Ruth es una mujer oscura y atractiva, inteligente e hiriente,
muy trallera y muy universitaria, un cruce de mujeres que me interesa, sobre todo
cuando advierto que ella se interesa educadamente por mí.
Llamo a Inés a Toledo, donde pasará estos días, para agradecerle el paquetón de
dulces navideños que me ha enviado. Insiste en que vayamos con ellos a la
convencional fiesta, pero es difícil que viaje yo hasta el pueblecito toledano de Layos,

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donde tienen la finca. En todo caso está simpática, alegre, cariñosa y joven (hay
amistades que nos rejuvenecen o a las que rejuvenecemos, eso nunca se sabe bien).
Noche horrible de amargor, temblor y miedo, noche de corazón loco, boca
podrida y estómago rebelde. Sólo el alba me trae la paz. Desde por la mañana,
minado de medicinas, escribo en este libro. Fuera hay un sol navideño y un paisaje
quieto sin otra verdad que el frío, ese frío decembrino e inmóvil que impide respirar,
pero alegra y aniña el alma.
Llaman por teléfono todos los que sólo llaman por estas fechas. Dedicaré la tarde
a ordenar papeles. Se despide por unos días la marroquí (o lo que sea) de nombre
impronunciable, bella, esbelta, muda, secreta, misteriosa, joven y no sé si amistosa o
nativamente enemiga, como otras. Lleva meses en casa y todavía no sé nada de ella.
Ni me atrevo a preguntarle. Un día sonrió y vi que le faltaba un diente. Es decir, el
Tercer Mundo, la belleza herida, todo eso. Poco tema o demasiado tema. Lo
dejaremos para otro día.

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EL pan de Madrid ha sido siempre pan de pueblo, de los pueblos madrileños, y por
eso los de aquí conservamos una gracia paletoide (que Antonio López pinta muy
bien), porque así como «el león es cordero asimilado», el señorito madrileño es pan
de pueblo asimilado, y por eso aguantamos tanto los madriles: la morisma, el motín
de Esquilache, la francesada, los aviones de Franco y hasta el pan negro de la
posguerra, que ahora está de moda en los restaurantes de plurales tenedores.
Todo lo cual no quiere decir que en Madrid no se fabrique pan, y muy bueno,
pero siempre con esa última corteza poblana, que es lo que pone eucaristía en el pan
que comulgamos todos los de aquí, hasta los rojos. Ya lo dijo Quevedo:
Fuimos doce a cenar. Yo fui la cena.

Cristo fue la cena porque se hizo pan para que mojasen los discípulos en la salsa
de la sabiduría. Por Bárbara de Braganza había una tahona —no sé si sigue— adonde
íbamos de madrugada los últimos de Oliver, cuando Oliver era castillo famoso del
rojerío y las bellas de noche, frente a los plurales estados de excepción de Carrero
Blanco, que a Raúl del Pozo, siendo el más arriesgado de todos, le ponían
taquicardia. Aquella tahona olía a madrugada de la comunidad, a harina pura, a
carreta de bueyes, a hombre con la camiseta sudada, a labriego y arada.
Comprábamos un panecillo recién salido del horno y nos íbamos a dormir habiendo
comulgado aquel pan aldeano.
Recuerdo un dandy de la bohemia, exquisito y sablista, que estaba escribiendo
una novela titulada Hase muerto Amadís, o sea que era un precursor de los
posmodernos, y no la acabó nunca porque no se puede vivir de panecillos y sables.
También hay y había tahonas por las Cavas, y al salir de Lucio se puede uno
pasear por calles estrechas y ver a esos albañiles del yeso del pan que son los
panaderos, haciendo hogazas y barras para todo Madrid, y una vez más la inocencia
del pan, con su olor eucarístico, redime la noche pecadora, como lo dijo Maiakowski
antes de suicidarse en Rusia, porque su revolución no era eso, no era eso:

Cuando el farol calvo le quita las medias a la noche.

Le dijeron que estaba haciendo poesía burguesa y se pegó un tiro. Luego, fallando
y fallando, la cosa vino a parar en Yeltsin, que moja pan en el vodka, pero eso es otro
rollo. Yo a temporadas dejo de comer pan porque engorda, pero recuerdo cuando
vivía en Costa Fleming y bajaba todas las mañanas a por los periódicos, el pan, el
friskis para los gatos y el whisky para mí, que entonces era escritor húmedo, como
hubiera dicho Rubén. Ahora soy seco y también va bien. De aquellos viajes a por el
pan salió lo de «iba yo a comprar el pan», que se hizo popular y se convirtió en libro

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y hasta firmé panecillos en una gran panadería de cerca de Barajas. Pero en los
pueblos, como Valdemorillo, cuando voy a los toros, te dan ese pan de cuatro
canteros que está hecho con la flor de la harina y la conducta de los obreros.
El pan, ahora que la gente se ha vuelto fina, se salva todavía en el bocata de
media mañana, o el bocata madruguero, al salir de Pachá, que tiene jamón de jabalí, y
te lo dan con un vaso de bencina en un vasito de plastiqué. Madrid siempre ha sido
muy paniego y Azorín, en su libro Madrid, precisamente, habla del solitario panecillo
que tenía en su cuarto de la pensión. En la prosa de Azorín hay mucho sabor a pan y
agua. Azorín era un fino agüista y nos dice que el agua más recomendable es la de
Riofrío. El pan salva lo que Madrid tiene de honrado, de puebla, de aldeón, pues las
familias de clase media y el obreraje siguen comiendo mucho pan, y afortunadamente
no hemos tenido que volver a la dieta de «pan y cuchillo» que denunciaba Miguel
Hernández.
El pan dice mi médico que tiene hidratos de carbono y por eso engorda. Pero yo
me he comido un huevo frito mojando pan, antes de escribir este folio, para que la
cosa me salga verdadera, alimenticia y con cierta erudición. Yo no sé si los niños
comen ahora tanto pan como comimos nosotros en la posguerra, pero Madrid tiene
color de pan en las paredes amarillas del atardecer y en los versos del citado don
Francisco:

Miré los muros de la patria mía…

Se lee eso y se imagina uno muros de pan blanco de la mañana, ya un poco


amarillos por la tarde, aunque dice Lázaro Carreter, que es un sabio amigo mío (a lo
mejor lo dice otro, pero no me voy a levantar ahora a mirarlo), que ese soneto no
tiene una lectura política, como siempre se le ha hecho, y que Quevedo se refiere a su
propio acabamiento, no al del Imperio. Con estos eruditos nunca se sabe, benditos
sean.
Al pan pan y al vino, vino. Por principio no me gustan los refranes, que suponen
una sabiduría mezquina. Así, prefiero cien pájaros volando a uno preso en la mano. Y
no voy por la vida diciendo al pan pan y al vino, vino o sea las verdades, porque eso
es una ordinariez y mejor sería decir al pan Dios y al vino Cristo, por ejemplo. En
general, esos que van con la verdad por delante son como el castellano viejo de Larra.
La verdad siempre mata y hay que llevarla por detrás de una mentira cortés,
ingeniosa, gentil. Algunos empapuzados de pan se creen que todo el mundo es un pan
redondo y cortan por lo sano. Pero hay gentes que prefieren los panecillos de Viena,
los profiterols y las monadas de Embassy, donde no hay verdades que ofendan ni
nadie que caiga en la grosería de hacer bolitas de miga de pan y disparárselas a las
viejas marquesas.

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Con el pan no se deben hacer bolitas, sino hostias o sopa de ajo. La sopa de ajo,
con mucho pan y tres huevos, es el pecado capital de la gastronomía española. O sea
una maravilla. La sopa de ajo huele a ajo, pero el ajo es bueno para el corazón («Y
malo para el aliento», como decía un anuncio de antes de la guerra). Aunque yo creo
que lo peor para el aliento es no respirar.
El pan nuestro de cada día, dice el padrenuestro, pero como ahora lo rezan en
castellano el pan ha perdido la gracia del latín, pues el latín es como la sal bendita de
todos los panes y los peces. Me está saliendo un artículo un poco beato, pero no hay
que leer mis metáforas como las del Evangelio —qué más quisiera yo—, sino como
puramente poéticas y sociológicas, que es lo que son. El latín es al pan como la
cebolla, me gusta el pan con cebolla y hubo un tiempo en que en todo el Derecho
Romano se masticaba latín, se hablaba como el pan y las mozas olían a cebolla, esa
cebolla natural y cervantina que le crecía a Aldonza Lorenzo en los sobacos, con ser
Dulcinea y todo. A don Quijote le gustaba.
Hay una vieja amalgama entre el pan y el latín. Los españoles vivíamos de pan y
moríamos en latín, al menos los hidalgos, y ahí están las migas de pan que el hidalgo
de Cervantes se repartía por la barba para fingir que había comido.
Yo he escrito mucho de don Ramón del Valle-Inclán y me parece que don Ramón
también usaba el truco de las migas y la barba. A las barbas de don Ramón venían los
pájaros modernistas a comerse las migas de pan que ni él sabía cómo estaban allí.
La Puerta del Sol, bien mirada, tiene mucho de hogaza nacional adonde vienen
los provincianos por todas las bocacalles a morder la gran hogaza, como cuando el
alcalde organiza un cocido monstruo para todos los madrileños.
Así como se ve en seguida que la Plaza Mayor es de piedra, la Puerta del Sol
siempre nos deja la duda de si no será de pan, y uno le pegaría un mordisco al
esquinazo de Carretas, si no fuera que por allí hubo mucho magnicidio y te pueden
entrullar por «violento», que ha pasado de ser un adjetivo a ser un peligroso
sustantivo.
Toda la Comunidad es una gran fábrica de pan, salvo las galdosianas fábricas de
churros, y yo procuro tener mi pan en la despensa, que se conserva mejor que en el
frigorífico, y cuando como una rebanada me da la sensación muy verdadera de estar
en paz con Madrid, que es mi pueblo.

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ME traen los periódicos desde el jardín, donde han tenido una hora de sol y humedad.
Todas las mañanas de mi vida las he principiado con esta rosa de papel, con este
remolino de tipografías y noticias. Más que curiosidad por lo que haya pasado en el
mundo, creo que hay en mí un placer casto y remoto por el contacto seco del papel
(aunque ya he dicho que ahora viene el papel húmedo de jardín), por el despliegue de
los alfabetos más otra curiosidad, que no es la periodística, sino la curiosidad innata
del papel impreso. No puedo ver un libro sin abrirlo ni ver un periódico son hojearlo.
¿Qué es lo que busco en la tipografía?
Hace años descubrí que me busco a mí mismo. Bien sea un incunable, bien sea el
periódico de esta mañana, me reconozco en los idiomas. Me buscaba yo en los
periódicos antes, mucho antes de escribir en ellos. Si esto no es una vocación, no sé
lo que es.
El placer ancho y casi marinero de desplegar un periódico, que es como desplegar
una vela marina, y en las dos páginas abiertas la pluralidad de la vida, las noticias
grandes y pequeñas, con la alegre irregularidad del tiempo, las fotos y, sobre todo, los
grandes titulares como la cáscara austera de toda la pulpa de la prosa que viene
después. El día en que me despierte sin ganas de leer el periódico es que me habré
despertado muerto. Aquel periódico de la infancia y la provincia, con su cabecera
gótica y negrísima. Allí leía yo antes de saber leer, me hundía en aquellas páginas
como en un lecho crujiente, como los náufragos en su lecho de hojas o los mendigos
en su lecho de papeles viejos.
Era la vocación sin órganos. Era mi biografía sin medios para empezar. Era el
olor acre y estraza del papel entintado. Han pasado años, siglos, y sigo amaneciendo
al periódico con avidez y una ilusión que no responde a nada. Necesito ver lo primero
el periódico donde escribo yo, sea uno u otro, y no por vanidad a estas alturas, claro,
sino por hacer cuerpo con mi periódico. Ahora puedo decir que llevo toda una vida
escribiendo en los periódicos, y esto es algo más que una manera de ganarse la vida.
Esto es la misma vida.
Lo que me da la lectura del periódico son unas ganas nerviosas de escribir. De
modo que me asombro cuando me preguntan cómo puedo escribir todos los días. Lo
que no podría es no escribir. Dentro de mí está el idioma como dentro de un reloj de
pared está el tiempo. Es angustioso un reloj parado, con todo su tiempo dentro. Me
siento angustioso yo, con toda la prosa dentro. De modo que no me pongo, sino que
me arrojo a escribir.
De eso se trataba.

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ERAN como una docenita y Luis María Anson los presentaba en sociedad, o sea su
libro/antología, Madrid 650, media luz de la media tarde. Allí Rafael Alberti con un
mambo de palmeras, en sillón Emmanuelle, oro en las horquillas de la melena y
versos como oraciones.
Vicente Aleixandre le parlaba a Rafael y era armónico siempre el movimiento de
sus manos haciendo metáforas en el aire. Gustavo Adolfo Bécquer, del salón en el
ángulo oscuro, encontraba a las bellas asistentes poco tuberculosas como para mover
su libido/arpa, que sólo sonó al entrar la Siruelita, lírica y ojerosa de noches en que se
nos aparece. Rubén Darío, ya pasado de copas a esa hora, le decía maldades de la
Academia a Luis María, que cambió el toro de tercio:
—Otro martini, maestro.
—De las Academias líbranos Señor.
Y Federico. Traía el pantalón bombacho de cuando entonces y buscaba un piano
para explicarle a Ana Belén cómo se baila una lorquiana. Alguien ha dicho que Ana,
en su espectáculo, parece una flamenca china. La armadura de oro de la escalera no
era una armadura, sino Garcilaso de la Vega recibiendo al personal. Juan Ramón
Jiménez cruzaba estancias huyendo del vulgar canapé:
—La transparencia, Dios, la transparencia. Ya Luis María le preguntó:
—¿Cómo era, Dios mío, cómo era?
Pero Anson se lo explicaba y se confundía con Leticia Sabater.
Pablo Neruda, oliendo a puerto y a guerra, hablaba como en sus discos: «Mis
queridos amigos españoles, vayamos a tomar unas cervezas…» Va a interponer su
Nobel para que entrullen a Pinochet. Habla en endecasílabos. Octavio Paz, que se ha
pasado la vida copiándole, plagiándole, le enciende la pipa cuando se le apaga:
—Maestro ¿cómo se hace para ser tan telúrico?
La otra armadura de la escalera es don Francisco de Quevedo, que va poniendo en
letrillas de retrete toda esta pompa y circunstancia. San Juan de la Cruz y Lope de
Vega se intercambian rimas místicas. Anson ha reunido en un libro y en una fiesta
siete siglos de poesía de amor en lengua española. Ya nos dio un anticipo de esto en
la Academia. Terminado el discurso, que fue en verso, Plaza/Janés le encargaba esto,
que no son Las mil mejores poesías, sino una antología que atraviesa los siglos como
bosques, con el buen y el mal gusto del antólogo, como siempre pasa. De una nación
que tiene siete siglos de poesía lírica, amorosa mayormente, bien puede decirse que
es una nación, aunque Pujol decida el concepto nacional no por versos sino por
números de abarrotero. Nación, país, idioma, España, Quevedo grande como
Shakespeare (Borges), y como Dante. Quizá no seamos una nación, Jordi, pero somos
una antología que acojona. Antología de santos, mártires, poetas, predadores, pícaros
y putas, legionarios y alcabaleros, navegantes y virreyes, espadachines y cómicos,
místicos y chapineros, marilocas de Lope y dioses malva de Juan Ramón. Pujol, que

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se quedó en la noya y el soldat, es que no lo entiende.
Pasa Manuel Alcántara como un Machado apócrifo de Málaga, ahí está José
Hierro, que ha dejado su bar de carretera, Nueva York perfumado de chinchón y la
tarde ya triste de asonancias, musa del Septentrión, etc. Felipe Benítez Reyes o Luis
García Montero, o la poesía andaluza post/Quiñones, Caballero Bonald, ese maestro
sobrio, el santo bebedor taraceado prosista, Bousoño con su risa comprensiva, la
belleza de Ruth cosmopolitizando a todo el mundo, Pablo García Baena, lento como
un obispo, verso de oro, y Gimferrer como un señor de Magritte, con paraguas abierto
y con bombín, rectificando fechas al Anson.
Ángel González, los años del silencio, hoy se ha quedado esbelto y fuma como un
pobre dandy y serio, Luis Antonio de Villena, wildeano, explicativo y con tirantes.
Jaime Siles, todo el premio Loewe y otros premios, Claudio Rodríguez, despeinado y
sereno, repartiendo entre todos el don de la ebriedad, en estos sitios de media tarde
donde lo que suele imperar es el «don de la obviedad».
Qué centón de poetas poetaheridos, la numerosa turba de los malditos y los
inspirados. Los poetas son de siempre, van y vienen por siglos, todos llevan golilla o
no la llevan, de la épica pasaron a la lírica, han hecho el castellano en hierro forjado,
en hierro colado, según quiénes, América les trajo flores raras, comunidad atroz de
los poetas, ellos hacen nación, hacen España con un poco de música y un cuerpo.
Contra este gran centón, palabra huracanada, nada puede un mediocre diputado. Se
reparten España los partidos, pero España es un libro de mil músicas, castillos en el
aire castellano. A la salida, don Paco de Quevedo me ha pedido un autógrafo. Y la
voluntad.

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YA desde Jakobson, los formalistas rusos y los estructuralistas franceses, sabemos
que lo que importa en una novela no es el asunto, sino la literariedad, esa cosa
misteriosa por la cual un texto es literario o no lo es. La nueva ciencia de la escritura
está cada vez más clara, no sólo por las aportaciones técnicas, sino por las
abrumadoras aportaciones creativas de Marcel Proust, James Joyce, Virginia Woolfy,
en España, Valle-Inclán, Ramón Gómez de la Serna, Gabriel Miró, toda la generación
del 27, en verso y prosa, así como algunos de los prosistas y poetas de la Falange o
generación del 36, como Luis Rosales en El contenido del corazón. Por no
remontarnos a Juan Ramón Jiménez, que al final quería poner en prosa toda su obra.
El citado Jakobson empezó por advertir que este concepto de literariedad o
literaturidad sería siempre una cosa de intuición más que de determinación. Por el
mismo camino andaba Mallarmé cuando nos dice como consigna: «No la cosa sino la
sensación de la cosa.» Así literariedad sería escribir con sensaciones y toda la prosa y
poesía del siglo XX se atiene a eso, salvo cuatro retardados, temporales o mentales,
que siguen comprando asuntos, como si la vida y las porterías no estuviesen llenas de
ellos.
Nos preguntamos ahora, ¿es la novela La segunda vida de Anita Ozores, de
Ramón Tamames, una obra dotada del don de la literariedad?
Hace unos años, los críticos hubieran definido esta obra como «novela libresca»,
puesto que parte de un libro anterior y está construida con derribos de otros muchos.
Hoy, ese concepto abrupto de novela libresca ya no se usa, está superado, pues el
autor más libresco del mundo es Borges, que sólo hizo libros de libros y hoy es el
hombre más universal de todas las literaturas, y además muy comercial.
Cervantes escribió el Quijote con libros de caballerías y Shakespeare construye
sus tragedias plagiando a los griegos o a los normandos. De modo que esa idea ruda
de «obra libresca» se ha superado para siempre y en su lugar aparece el concepto más
fino de intertextualidad, que no es sino la literariedad conseguida mediante un
entretejido de otros autores y otras lecturas. Intertextualidad hicieron el Alighieri, la
Biblia, Virgilio, Quevedo, que está lleno de Marcial, Góngora, que está lleno de
mitologías, y, entre los modernos, el citado Joyce, que va de los jesuitas a Homero y
vuelta. Y, después de Joyce, lo que ustedes quieran. El concepto de intertextualidad
no es peyorativo sino todo lo contrario: se ha convertido en un valor. La
intertextualidad lo acoge todo, siempre que el escritor sepa hacer el tapiz, y uno de
los más poderosos ingredientes de la intertextualidad es la Historia, que yo mismo he
utilizado mucho.
Entonces, la pregunta sería en este caso: ¿es la novela de Tamames una creación
intertextual? Lo es por saturación. Quiero decir que, cuando los personajes van a oír
un discurso de Cánovas, Tamames mete el discurso entero. Cuando los viajeros
cruzan alguna zona en obras de la España preindustrial, Tamames nos describe

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técnicamente las obras, con mucho detalle. Cuando se inaugura el Ateneo de Madrid,
Tamames nos da casi el acta fundacional, muchos detalles y nombres. Cuando Clarín
estrena su comedia Teresa, Tamames nos da la crítica exhaustiva de la obra o un
amplio resumen de las críticas que tuvo entonces.
¿Qué es lo que yace entre todo este material? Un proyecto de intertextualidad en
germen. Tamames tendría que molturar narrativamente toda esta riqueza informativa
que se nos sirve en crudo. Ése sería el paso de la novela realista del XIX a la novela
intertextual del XX. Pero la fidelidad a la plantilla, La Regenta, le ha impedido dar ese
paso. Así, lo que tenemos es un notable experimento de intertextualidad, con fuerte
componente histórico, al que le ha faltado una última decisión para lograrse
plenamente. Novela experimental a su manera que debiera interesar mucho a los
críticos.
En otros aspectos de la escritura, señalemos la sistemática —o casi— astucia de
anteponer el adjetivo al sustantivo, cosa que en tiempos de Clarín se consideraba muy
literaria, pero que sólo es argucia retórica venturosamente corregida por Azorín. Dos
ejemplos serían «frugal refrigerio» y «notable soberbia» pero hay muchos.

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ESTOY sentado en un banco de Príncipe de Vergara, puede que sea Velázquez, o Pío
XII o la parte alta de Serrano, estoy como rey del frío, a primera hora de la tarde,
cuando no hay sol sino una claridad ni siquiera azul, en todo el cielo grande y vacío,
cielo que se refleja en los enormes edificios de cristal, reflejo que da en otros reflejos,
como una ciudad sólo de espejos y espejismos, las grandes autopistas vacías, los
paseos sin gente, y este Madrid de cristal tiene algo de poliedro o joya simétrica, con
esa frialdad de los diamantes que nunca me ha gustado, sólo que un diamante
gigantesco y pálido frente a mí.
No sé cómo he venido paseando hasta aquí, qué taxi inexistente o vehículo
amistoso me ha acercado a este barrio conocido/desconocido, no sé por qué he
paseado tanto, respirando la luz frígida y purísima de la hora, pensando, pensando,
pensando/enredando sombras, ya estamos con los poetas, empiezo a reconocerme a
mí mismo.
Tengo frío, claro, estoy inmóvil de frío, craquelado por zonas, y no me muevo
nada porque si me muevo seguramente me vendré abajo «en un fracaso de cristales»,
otra cita, ya está, estoy construido de palabras, de literatura, soy un ente de ficción,
soy un personaje de libro, estoy siempre haciendo biografía pero sigo sin moverme ¿y
cómo hacer biografía aquí donde no me ve nadie, donde ningún reportero me va a
fotografiar?
En los domingos y días de fiesta Madrid se queda así (he comprobado que todas
las grandes ciudades del mundo), se va la podredumbre humana y emerge una joya,
una ciudad borgiana — joder con las citas—, un alabastro que no es Madrid, una
soledad cartesiana, todo puro como un pensamiento de la ciudad sobre sí misma, sin
memoria del negrear eterno de las gentes, que nos tapan los edificios y las avenidas.
En días así es cuando se comprende que la ciudad no tiene nada que ver con sus
habitantes, que la ciudad es un milagro de arquitectos suicidas, y que la pobre gente
sólo es escoria. Jamás llegará a conjugarse una ciudad así, espléndida como un siglo,
con el hormiguero andante que la puebla a diario. Diciembre o enero, yo qué sé,
otoño duro o primavera ausente, frío y sólo frío, el frío es como una categoría de la
luz.
Lo que estoy recordando son mis primeros domingos en Madrid, cuando me
sentaba, igual que hoy, a ver la ciudad, a descubrirla sin nadie, y aquello era muy
hermoso de mirar, desde Carlos III a Sáenz de Oíza, desde el barroco, profundidad
hacia fuera, hasta el manhattanismo de los noventa, pasando por el racionalismo
madrileño de los treinta, la gran capilla del Viaducto, con los suicidas como exvotos.
¿Iba yo a poder alguna vez con la gran ciudad, iba a conquistar aquellos espacios
hostiles y sin clima, aquellas distancias inhumanas? Sabía que no, me sentía ajeno a
todo aquello, no entendía por qué había llegado voluntariamente hasta allí, hasta aquí,
y no lo entendía por eso, porque había sido voluntariamente.

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En los días laborales —aunque yo no tuviese nada que laborar— me mezclaba
con la gente, me sentía arropado de personas, cálido de multitudes, a compás con el
compás intenso de la ciudad. Y así me engañaba a mí mismo caminando en dirección
adonde caminaban todos, aunque yo no tenía ninguna dirección. Pero los domingos
se me manifestaban dos cosas espantables: que yo no tenía ningún sitio adonde ir ni
conocía sitios, y que la ciudad vacía era una inmensa cordillera de espejos que no
reflejaban nada, un mundo de cristal y piedra, sin compatriotas humanos,
completamente inaccesible, atrozmente bello en su luminosa tristeza, si los grandes
edificios eran capaces de sentir tristeza, si las casas como cornucopias de la Historia,
ahora vacías, eran capaces de sentir algo, salvo el subir o bajar fantasmal y vacío del
ascensor, que era como la respiración lenta y poderosa del inmueble.
Después de treinta o cuarenta años de vivir en la ciudad (aparte haber nacido
aquí), cuando tengo un rescoldo y un sombrajo para mí y para mis libros, sigo
viviendo el terror de los domingos, el espanto vacío de los días festivos, la atracción
vertiginosa de tirarme desde todas las cristaleras para que arda un suicida y por lo
menos haya algo en la calle, ese rojo fraterno de la sangre. Quizá por eso estoy aquí
ahora, atraído una vez más por aquellos domingos de entonces, que son este
domingo.
La ciudad se ha olvidado de su nombre y es evidente que ya no me reconoce,
como entonces.
Estoy sentado en un banco de una hostil y familiar avenida, en el banco no hay
nombres femeninos, como antaño, en este banco de madera nadie ha escrito nada,
salvo una mancha que puede ser de sangre, de chocolate o de perro. Las paredes de
los edificios, en cambio, gritan para nadie sus pintadas políticas o anglosajonizantes,
son el rastro que van dejando las tribus urbanas por este inmenso barrio de siglos y
silencio. Pasa algún automóvil velocísimo y lejos. Aquellos domingos de los sesenta,
cuando yo comía en un mesón de alegría lóbrega y taurina, y luego me venía a estas
grandes calles, sintiéndome la cara blanca y el corazón parado, viendo el domingo de
la gente como una ausencia de gente, como una ciudad abandonada, estéril, granito y
vidrio que alguien ha levantado para mi asombro y para edificar la soledad del siglo
XX, del hombre unidimensional y sin atributos, aquel que por lo menos era un
hombre, pero esta tarde ya no existe. Aquellos domingos son este domingo, estoy
parado en una trampa del tiempo, estoy preso en una inmensa libertad, porque la gran
prisión es ésta, la del hombre solo que se va haciendo soluble en su nombre para
finalmente olvidar cómo se llama y qué hace en este banco de madera aglomerada y
hierro insolidario.
Trampa del tiempo, sí, conjura del domingo, esto ya lo he vivido, ¿habrá que
volver a empezar desde entonces?, sé que moriría en el intento, la ciudad me
desconoce más que antaño, en vano creí haber grabado mi nombre por las traseras de

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la capital, por los desmontes de la fama, miro en torno y nada da testimonio de que
estoy aquí, de que ésta es mi ciudad, de que yo soy el hombre de las multitudes
cuando se ha ido la multitud.
Tanta libertad llega a ser ahogante, tanta calle llega a ser inhumana, sólo veo
frente a mí un edificio con medallones de moldura, o sea la gloria de los muertos, y
más allá, lejos, la cordillera de espejos, cúpulas, ángeles de resol y ni una sola nube,
que incluso la nube podría ser compañía, pero el cielo es sólo fulgor y el domingo, o
lo que sea, se prolonga o, más bien, no avanza, es un domingo inmóvil que sólo vive
un poco si pienso y siento que es aquel domingo, el de hace medio siglo, y que estoy
atrapado en él, podría pasear, caminar por los grandes bulevares hasta hacerme
invisible a mí mismo, hasta perderme de vista, pero algo me impide levantarme ni
siquiera moverme, ya lo dije antes, este frío que me craquela y al mismo tiempo me
contiene, sujeta, cohesiona, este frío que temo perder porque eso supondría la
licuación de mi sangre, la muerte por licuación.
Quisiera caminar hasta perderme de vista, y lo pienso largo rato y eso me alivia y
con el alivio se me pasa la urgencia de caminar. Quizá si yo me pusiera en
movimiento, toda la ciudad se pondría en movimiento, y eso también me da miedo,
prefiero estos acantilados de luz y nadie. Pero la ciudad, el fondo uterino de la ciudad
—¿dónde?—me manda un ángel de aluminio, un taxi libre que se para silencioso
junto a mí, y el taxista asoma la cabeza aún joven por la ventanilla:
—¿Le llevo a algún sitio, don Francisco? Se va usted a resfriar aquí…

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LA interrumpida sangre, la sangre de mi sangre, de pronto aquí, a la vista, sangre de
la boca, del intestino, sangre de la herida o de la clínica, y me acuerdo de pronto de
mi sangre.
La sangre, de la que vivimos olvidados, ese ramaje rojo que crece y crece, que se
vuela en mi cielo y vuelve a crecer en mis límites, la hermosa sangre con la que
nunca contamos sino como metáfora, como retórica, sin acordarnos para nada de
nuestra corazonal, joven y violenta sangre.
Soy árboles sucesivos de mi sangre, cómo la sangre clara se oscurece, cómo
interrumpe el día con su cresta, con su brusco asomar, con su silencioso grito. Y veo
que estoy vivo, mi sangre me entera y está aquí, llevo dentro una alegrísima pintada
roja y nunca la recuerdo, sólo el salto felino de la sangre me da optimismo, es más yo
que todo lo que hago y todo lo que pienso y todo lo que siento. Es la hoguera
perpetua de mi vida, se enciende renovada a cada instante, es un tigre de sangre
saludable, la sangre de la herida, la sangre gratuita con su infantil violencia, cervatillo
encarnado que brinca por mi vida, gracia fluvial, violenta, de la observada sangre, de
la olvidada sangre, la solitaria sangre que viaja mi cerebro, mi corazón invernal, mis
enteradas manos, sangre que me calienta, coñac de la cepa del corazón que bebo y
bebo en la embriaguez de la lucidez.
Nos vemos en los cristales de la calle como borroso ser, lento fantasma, pálido
ente de dudosa existencia, de supuesta verdad, nos vemos en hipótesis, vivimos en
hipótesis, sin conseguir pasar del estado hipotético, en el fondo no creemos estar
vivos porque el tiempo nos borra de continuo, nos sustituye y traspapela.
Pero aquí está la sangre, de repente, en incidente vano, sangre sin dramatismo,
primavera interior de cada día, mi renovada sangre, este ser vivaz y líquido,
trascendental y espeso, recental, el verdadero yo, el yo de los tratados físicos y
metafísicos, alambrada de sangre que protege mi vida, eso soy y no más, me ha
alegrado la vista inesperada de la sangre, en un día gris de invierno, en el incoloro
mundo que nos acoge, me ha llenado de esperanza esta sangre bailarina.
Porque sólo nos enfrentamos con nuestra sangre y con la de los demás en trance
siniestro, en herida o muerte, y tenemos una idea exclamativa de la sangre, casi
preferimos olvidarnos de esa fuente que mana vida y muerte dentro de cada uno. Así
ha llegado a tener mala prensa nuestra sangre, la activísima fuerza, tan esbelta que
corre más que yo, moviendo los relojes del presente, los ahogados relojes del hígado,
del páncreas, del riñón. Y por eso me ha sorprendido y emocionado la sangre
accidental, incidental, como fuente de pueblo llenando cántaros, el cántaro claro del
día con su manar de roja transparencia.
Ah qué ramo de sangre, o esa gota parada, salpicada, como pulga o pulgada,
como latido suelto del ser. Mi saludable sangre alegre de ver el sol, sol interior,
rebaño de aguas coloradas cruzando bajo los puentes de mi pensamiento, primavera

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de sangre que florece a cada instante, coronando mi frente de la flor del almendro de
la idea.

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LOS ingleses, los italianos, los españoles, han comprado mi periódico, lo que
quedaba por comprar o por vender. Antes, los periódicos eran una ideología. Hoy son
una mercancía. Se funda un buen periódico, se le deja madurar y enriquecerse, hasta
convertirlo en un buen producto y lanzarlo al mercado.
Sabiendo que ésta es la mentalidad de nuestros patronos, difícilmente puede uno
secundar una ideología que no existe, y menos creer en ella. ¿Y de qué se compone
un periódico, visto como producto comercial? De información, publicidad, influencia,
cierto poder político y cierto poder bancario. Éste es el paquete que se pone a la
venta, y dentro del cual vamos los periodistas, los escritores, los dibujantes, los
columnistas, los humoristas y las secretarias de minifalda.
Aquellos periódicos de cuando yo empezaba eran todavía muy ideológicos. El
ABC o la monarquía liberal. El Arriba o el fascismo español. El Ya o la Iglesia, el
nacionalcatolicismo. Y para qué hablar de las frondosidades de la prensa de la
República, que naturalmente no he conocido sino por las hemerotecas. El periódico
ideológico estimula más al «filósofo» de periódico, le permite jugar con unas ideas y
atacar las contrarias. Eran unos periódicos que marcaban, que definían tanto como
pertenecer a un partido político.
Hoy no puede haber periódicos ideológicos porque todos tienen la misma
ideología. El pensamiento único. Una democracia nominal al servicio de un
liberalcapitalismo o ecuscapitalismo que vuelve a plantearnos el viejo reto
americano: que gane el mejor. A la llamada izquierda —diferencias, ya, tan borrosas
como en Inglaterra— sólo le interesan sus sindicatos obreros como grupo de presión
a favor, y a la llamada derecha, muy democratizada, le importa gobernar con el
mínimo de Estado posible, y al Estado le llaman Leviatán, con un retoricismo que
sólo impresiona al lector muy ingenuo. Unos y otros trabajan por el dominio de las
mismas firmas, los mismos mercados y las mismas televisiones. Voy a las fiestas
políticas de la izquierda y la derecha y en todas partes huele a Christian Dior.
De modo que los viejos columnistas de opinión y metáfora somos la silla
isabelina del periódico, la antigüedad del Rastro para enseñar a los visitantes, el lujo
literario de la empresa. Pero ocurre, ya ven, que cuatro o cinco columnistas somos lo
más leído de los periódicos. La gente busca su chiste y su columnista. Por eso las
empresas nos buscan y nos pagan:
—Joder qué caro eres —me decía la otra tarde un colega—. Pero haces bien.
Y se establece así una complicidad entre el columnista y sus lectores, renace de
nuevo el discurso ideológico, somos un periódico dentro del periódico, el humanismo
al costado insolidario de las máquinas.
Somos el airón beligerante y alegre de ese castillo de papel, almenado de misiles,
que es hoy un periódico. Nuestro porvenir está asegurado, si es que hay porvenir,
pero ningún sociólogo se para a estudiar esto: en pleno imperio de la

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información/informática, sigue funcionando, como una confidencia, la información
personal, intelectual, el tú a tú entre el columnista y el lector. Esto quiere decir que el
contacto personal no ha muerto —no puede morir—, y que en la época de Internet y
las grandes OPAS los columnistas, «especialistas en ideas generales», vivimos una
Edad de Oro.
Bueno, de Ecus.

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JORGE Oteiza era lo vasco incógnito, un mundo creador y fuerte, en vanguardia, allá
por los rigurosos cincuenta. Un escultor apasionante y difícil de seguir. Las revistas
Ínsula e Índice daban una cosa suya de vez en cuando, hasta que pasaron por Madrid
sus hojalatas beligerantes, sus hierros solemnes y enigmáticos, la abstracción y la más
urgente figuración. Oteiza iba a ser el escultor/respuesta al sistema, el artista hercúleo
y honesto, cuando los artistas españoles andaban brujuleando entre una abstracción
lírica, grata a la censura, y un realismo manchego de poco pelo.
Yo tengo una cosa que me mandó no hace tanto tiempo, viejo ya, una base de
hierro negro con una circunferencia partida en dos mitades que giran y juegan. En la
base se lee, como grabado a navaja: «Metáfora de tu metafórica fluvial, imparable
entre la pupila y la muñeca inestable, con admiración y afecto, a Umbral de Oteiza.»
Luego surgía Chillida, como discípulo suyo que culminó el asesinato del padre
con un férreo peine del viento. Oteiza se replegaba a su Vasconia profunda, reino del
obstinado hierro y toda la metalería mental de la invención. Chillida, en dirección
contraria, entraba en Europa y llenaba Alemania de los bibelots gigantes donde canta
el bronce y da su paso adelante el fuego.
Un día vino a que le pusiera una medalla el rey Juan Carlos y yo estuve:
—Vengo a estrechar la mano de un hombre honrado —dijo Chillida.
Y Oteiza le responde ahora:
—Yo soy un escultor sin domesticar.
Eduardo Chillida, cuando viene por casa, me trae libros de arte y camisetas para
mi mujer. Ahora le han montado en el Reina Sofía la gran exposición de su vida, ese
alfabeto de hierro, como un idioma que tampoco es el euskera, todo enorme y apenas
delicado de intención. Chillida hace posibilismo con la democracia española.
Posibilismo hicimos todos cuando entonces y sin democracia. Ha querido violar una
montaña, profanar una isla y dejar una sirena varada, piano de piedra, en el corazón
de España. La que donó a Toledo me la muestra Miguel Oriol arrinconada contra las
murallas, olvidada.
En Príncipe de Vergara 17, en una sala pequeña, sin banderas ni monarquías,
Oteiza expone una colección de figuras retrospectivas y se presenta así, ya digo: «Yo
soy un escultor sin domesticar.» No hay prensa ni claros clarines ni televisiones en la
visita del viejo maestro. A Chillida le he sacado a veces el tema de Oteiza. Chillida
sonríe de medio lado. Los vascos hablan poco, de modo que me lo dice con silencios.
Oteiza no tolera al rival, al discípulo que rompió el cerco, todos los cercos, Oteiza es
muy viejo y se enfada. Chillida tiene unos 75 y me dice: «No me preocupa la vejez
sino que se me olviden las cosas.»
Aránzazu y tipos vascos, se llama lo de Oteiza. Es como si hubiera querido dar la
bofetada de la humildad al triunfador «domesticado». Silencioso duelo de dos
gigantes, asesinato del padre, Mozart y Salieri, un Shakespeare rimando en euskera,

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todo juega aquí. Es éste un país de tales rivalidades. Quevedo y Góngora, Unamuno y
Maeztu, aquellos dos hermanos sordomudos, Goya y Bayeu, Ortega y d’Ors, Joselito
y Belmonte, Lagartijo y Frascuelo, Picasso y Dalí, Tapies y Antonio López. Y es
también, lo de Oteiza y Chillida, el duelo callado entre el posibilista y el selvático,
entre el hijo del siglo y el hijo de la braña.
Qué dos grandes maestros, violinistas del hierro, pastores de la piedra. «El
hombre tiene atardeceres de pastor.» O atardeceres bíblicos de cainita, con
crepúsculos de sangre fraterna. ¿Darse al mundo o escupir al mercado? ¿Seguir
investigando o vender la lírica chatarra a las instituciones? Oteiza y Chillida
representan las grandes tentaciones del artista en el siglo XX: el compromiso con uno
mismo, el compromiso con una causa o el «compromiso burgués» que diagnosticó
Sartre.
Lo vemos entre Buero Vallejo y Alfonso Sastre. El posibilismo y el negativismo.
Uno diría que son dos maneras de avanzar: la de Lenin (dos pasos adelante y uno
atrás) y la de Gandhi: la violencia de la no/violencia. Pero ya se ve cuál es la
dinámica y la ética de Oteiza: «Metáfora de tu metafórica fluvial, imparable entre la
pupila y la muñeca…»
Así sea.

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SOMOS seres de lejanías, los hombres, no porque nos vayamos yendo lejos con la
edad, sino que son las cosas las que se van, es el mundo lo que ya no nos queda al
alcance de la mano. Todo está ahí, pero un poco más lejos.
Por las mañanas, al despertar, si tuviera una pistola en la mesilla, me pegaría un
tiro casi con alegría. La inmóvil desesperación de la noche no tiene otra salida que la
muerte, el suicidio, y de esa claridad espantosa del sueño, de esa nitidez de la
duermevela, le queda a uno la marca para todo el día. El presente, con su canto
variado, del teléfono al trabajo, de la voz a la luz, ayuda un poco a confundir las
cosas y acabamos haciendo como los demás (que quizá también han tenido una noche
de mortal clariver).
El transcurso de un día no es sino un viaje de vuelta a lo nuestro, tras el fúnebre
alejamiento del sueño despierto. La flor, la prosa, la mujer, el halago, los perfumes,
los dones claros y fríos del invierno, el beneficio de la luz, todo eso es lo que
hallamos en el camino de vuelta a la realidad, a esa convención que llamamos
realidad, a esa conjunción de mimbres de oro que fingen el presente, cesto por donde
se va el agua del tiempo y ya estamos otra vez en la noche. La conquista de la
realidad (que efectivamente lo es, por otra parte: no menos real el día que la noche, la
risa que el miedo) se cumple en el plazo de un día. Somos seres diurnos, formamos
parte de las invenciones de la luz. Cuando la luz se ha ido, todo es cementerio de
vivos con el rejón de la muerte en el costado que fue de oro.

Ser de lejanías. ¿Qué sé yo, en realidad, del mundo cercanísimo y oriental de la


gata? A veces la sorprendo como una desconocida hostil, a veces me mira como
habiendo olvidado ella quién soy yo. Sin duda los gatos también tienen alucinaciones.
Ser de lejanías, animal de fondo. El animal de fondo juanramoniano es animal de
fondo de aire. Yo soy animal de fondo porque vine de un claustro y volveré a otro,
siquiera sea por la puerta deseable del fuego.
Animal de fondo, siempre en lo sombrío de las cosas, propenso a hundirme en los
sótanos del tiempo, en lo subterráneo de las cumbres, que no son sino
subterráneos/inversos. Las cumbres son los subterráneos del cielo, donde el sol pierde
la mirada. Yo en seguida me voy al fondo de una amistad, de un amor, de una
conversación, de una situación o un clima, a ese doble fondo nunca dicho y tan
evidente bajo lo que se habla o lo que se ama. Somos lo que subyace. Lo exterior, lo
visible y audible no es sino el esfuerzo conjunto por mantenernos al nivel de la luz.
Lo que subyace nos está enviando siempre vaharadas de frío, de silencio, de
revelación sombría, y yo tiendo a dejarme sumergir en lo que subyace, al menos
algunos días, como hoy. Experimento ya la vida como un afán colectivo por estar al
nivel del día, mientras el día dure. Cuando lo subyacente emerge, a eso lo llamamos
tener sueño.

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Yo casi siempre tengo sueño de lo subyacente, de estar en lo oscuro con los ojos
muy abiertos, mirando cómo los demás se bañan en el calor de la hora, en el frío
vivísimo del invierno claro. La edad de las mujeres no es sino una insolencia de la
luz, y eso lo veo bien desde mi subyacer.
Del mismo modo, la alegría de los hombres, o su tristeza, no es sino una
insolencia solar que nos permite ver el hígado enfermo del amigo, los años dormidos
de la amiga, el bosque de sombra que hay tras el bosque diurno en que ahora vivo y
escribo.
Animal de fondo, deslumbrado y deslumbrante Juan Ramón, no sólo en el sentido
que tú lo dijiste, sino en este otro que explico. Animal de fondo de tiempo en el
mediodía de todas las criaturas. Alma que acecha, triste y perspicaz, la fiesta del día
desde las bodegas de la luz.

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CENA en casa de Cela, Puerta de Hierro. Raúl del Pozo, el juez Gómez de Liaño y
bellas damas. A Marina le he traído un botellón de champán francés que incluso le
dará para bañarse. Camilo trabaja todos los días en su novela, Madera de boj, unas
diez horas diarias, mañana y tarde, en un estudio que tiene varias ventanas al jardín:
—Pero no miro por la ventana. Yo soy muy aplicado. Me siento a escribir y
escribo.
En un trozo de papel viejo, en una cuartilla cualquiera, con un lápiz cualquiera,
Camilo empieza a escribir y ya no para. Marina pone todo eso a máquina, luego, y
Camilo empieza a corregir en limpio. Me parece muy bien su decisión de empezar de
golpe y por donde sea, pues yo creo en la vida propia de la escritura —y más de la
novela—, de modo que todo es ponerse, ya lo decía también Hemingway, porque la
novela nace por acumulación y unas cosas van trayendo otras.
El que se lo piensa mucho antes de empezar y necesita muchos ritos, ése tiene
algo de diletante, de violinista maniático que nunca empezará en serio. Pepe Hierro
escribe en el bar de abajo con un bolígrafo y sin dejar de hablar con el cantinero.
Pero me emociona, sobre todo, este hombre de 82 años, tan aplicado todavía,
como él dice, luchando contra su libro, escribiendo con la obsesión del lenguaje, que
es una cosa hipnótica que nos lleva a los escritores por donde quiere.
Es la doble fascinación del idioma y el estilo, y no otra cosa, lo que le mantiene a
uno con la pluma en la mano más allá de los 80, de los 90, de los 100. Sin esa
fascinación por las palabras no se es escritor. Por eso no creo en el novelista que
escribe como un «mozo de cuerda», según Ramón, sólo para contar cosas, y para
quien el idioma parece un estorbo más que el sentido mismo de la obra.
«Sólo perdura lo que se dice en metáfora», sentenció Marcel Proust.
A la edad de Camilo y con el premio Nobel como mochila, sólo la vocación, el
hipnotismo de las palabras, puede explicar un trabajo gratuito, bello, tardío y
vocacional. Aunque Cela es un hombre que vive hacia fuera, yo creo que su
verdadera lucha contra la muerte (que no parece rondar su casa para nada) está en la
escritura. Toda su vida vuelve a pasar por él y todo el castellano se pone en pie y le
lleva o se deja llevar. Voltaire se inventaba empresas «para ejercitarse», como Don
Quijote, decía él. El novelista se inventa novelas, a estas alturas, para ejercitarse. Don
Quijote se salva cuando se echa a los caminos a ser apaleado. Cela se salva porque se
echa todos los días a los caminos de la novela. Pienso que yo mismo estoy
empezando a incurrir en ese quijotismo literario del escribir para estar vivo, aunque
en realidad me parece que nunca ha escrito uno para otra cosa, desde la primera prosa
adolescente.

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ALMUERZO en Liria con Cayetana, Jesús y Carmen Díez de Rivera. Sol de enero en
Madrid. Sol con bruma. La bruma es algo así como la pereza de la luz. Carmen está
blanquísima, como sin sangre, pero en pie, moviendo ya ambos brazos, viva de ojos y
de risa. Nadie diría lo que aquí se ha dicho. La vemos actual, habladora, amiga, y con
eso nos basta. En la cabeza pelada lleva anudado un pañuelo y encima un gorro de
punto.
Cayetana está hecha con todas las arcillas de España, es puro pueblo esta
duquesa, con los ojos agudos, la cara de muñeca y la voz siempre cansada, pero clara.
Se nota que es duquesa en que es eterna.
Jesús Aguirre, un poco embarnecido de ocio y soledad, me engancha en un
diálogo de literatura, en una lección de cosas a dos voces, donde hablamos mal de
todo el mundo, nos reímos, recordamos gentes. Es curioso cómo los muertos cobran
vida en una conversación. Es curioso cómo los vivos lejanos se vuelven difuntos al
hablar de ellos, situándose en un pretérito mucho más indeterminado y decisivo que
el de la muerte.
Una tarde grata, íntima, amistosa, una tertulia de antaño entre estas paredes
patrimoniales de Liria, donde tantas noches dejé mi biografía y mi sueño. Cayetana
tampoco perdona a nadie. Carmen, en cambio, tiende un poco a la piedad universal,
lo que puede ser síntoma de piedad por sí misma, de enfermedad. Pero un síntoma
bien leve.
Jesús, que ya no fuma —ah, aquellos apestosos puritos—, quizá porque se lo ha
prohibido el médico, o quizá la duquesa, tiene mano maestra y sutil para revolver
dinastías vivas y traerme a la memoria grandes familias como algas destellantes, que
pone ante mis ojos. Lástima que este hombre no sea novelista. Pero un libro como
Las horas situadas, del que le hablo, le deja como articulista/ensayista de una cultura
dandy, un estilo elegante e irónico, una cierta pedantería deliberada y ahora blasé.
De vuelta en la calle, yo sólo en mitad de la tarde, en pleno Madrid, el sol está ya
más hombre y las gentes me saludan al paso con ese jaez cordial, optimista y
generoso del pueblo. Estoy en mi ciudad, en mi Madrid, entre mi gente, seguro y
conocido como un vecino más. Mejor esto que el enclaustramiento de los grandes
salones con velas a las tres de la tarde. Uno es pueblo también, como Cayetana, pero
uno no es Patrimonio Nacional del Estado, como ella.
Más me vale.

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JUSTINE me mira en la noche. Justine habla, miente, calla, reprocha, llora sin llanto.
Toda esa madeja interior que es una mujer. La mujer, en estos casos, es un repertorio
casi literario de palabras y sentimientos que pertenecen a otra cultura, a la suya. Hoy
las cosas ya no se dicen así. El amor o la desesperación nos hacen anacrónicos. Son
anacrónicos. Con la crecida de su intención, de su reproche, de esa confusa culpa que
nos repartimos, siento que se retraen y enfrían en mí los últimos puentes
sentimentales. Un rubor intelectual, inadecuado, me aleja de la novela llorandera y
peligrosa que toda mujer trae consigo, en estos casos.
Por cobrar cercanía en la situación, por mala conciencia de mi intelectualismo,
me concentro en el pico negro y adorable de su pelo, en sus ojos de enferma, con más
mirada que tamaño, de una negrura que lo dramatiza todo innecesariamente, sobre
tanto drama. En su boca, en fin, en su boca infantil, que se tuerce y tiembla en la
mentira, como la de los niños, que se hace invisible en el insulto, que se modela de
nuevo en la reconciliación verbal.
El deseo se ha ido. «Los cuerpos son honrados», leí hace muchos años en Max
Frisch (y espero que este diario íntimo no salga muy lastrado de citas y erudiciones).
Los cuerpos son honrados y mi cuerpo, caballo noble y ya cansado, no entiende nada
de lo que estamos hablando, de lo que pasa. Él había venido aquí a otra cosa, a
galopar, a pastar, y la interminable saga del dolor siempre igual le distancia y aburre.
Noto cómo se aleja el cuerpo, el caballo, el deseo, el sexo, el noble bruto, que todo lo
habría podido aventar en una galopada nocturna y blanca, violenta y desmemoriada.
El cuerpo sólo tiene memoria de caballo.
Siento la añoranza culpable de por dónde andará ahora el potro, el cuerpo, qué
landas pisará, estrellando la noche amistosa de agosto, tan límpida, en qué regatos
castos y nocturnos beberá agua de luna, tragos largos de noche pura y quemante,
quema en azul, serenísima. Estoy perdiendo la última noche de agosto, qué egoísmo
lírico de poetón viejo.
Ella ha empezado a envejecer por las manos. Tu piel de seda y pecado, le dije a
ella un día. Tus muslos navegables. Todo es verdad. Las mejores imágenes, además
son verdad, o el lenguaje las obliga a serlo. Pero ella empezó a envejecer por las
manos, hace ya siglos. Ahora sus manos me parecen más grandes, más inacabadas,
confusas de anillos, temblorosas siempre, moviendo papeles incoherentes, como en el
pleito sentimental que no existe. Justine, Justine.
Me acerca su temperatura, me retira su amistad, porque lo suyo es ahora un amor
sin amistad, como una espada sin vaina, y esa espada ataca, brilla, ciega, abruma,
amenaza. Hacer el amor con esa espada —el amor sin amistad— sería como hacerse
el harakiri.
El miedo. Lo que viene cuando me despierto, a las cuatro de la mañana, es el
miedo. Las cuatro de la mañana es una hora que no existe, que no es del cielo ni de la

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tierra, del día ni de la noche. Es «una hora de deshora». La hora más sosa de nuestra
vida. El miedo no es que venga a esa hora, sino que el miedo está latente todo el día
en uno, como un tigre dormido dentro de nosotros, pero hostil.
El hombre no es más que la jaula viva —barrotes humanos— de todos los tigres,
hienas y lobos interiores. Por la noche, esa fauna lóbrega y peligrosa se dispersa,
recorre las selvas dudosas del sueño, nos muerde desde dentro, sobre todo en la
cabeza, en el corazón, en una rodilla.
Dijo Breton que «todo sueño es la realización de un deseo». O la consumación de
un horror, maestro. A la mierda con Breton y el surrealismo. El miedo, mi miedo, no
es miedo a la muerte, a la enfermedad, a la vida. Ni siquiera es el tan conocido miedo
al miedo, meramente clínico. La muerte, en estos septiembres de la vida, no es sino
un trámite burocrático, enojoso como todos los trámites, y confuso. La enfermedad
no es ya más que el barroquismo del cuerpo, decadente y prefinal como todo
barroquismo. «El pálido rebaño de mis enfermedades», escribe el gran barroco. O la
enfermedad y sus metáforas, de la Sontag. (Veo que las urracas de la literatura llevan
días enteros en las ramas, esperando caer sobre este texto, sobre este viejo y reciente
árbol de prosa.)
Urracas de la muerte. Las otras urracas, urracas de la vida, las urracas de mi
huerto, se han pasado el día grajando en las copas, comiéndose la fruta, peleando con
los gatos. La urraca se abre de alas ante el gato, en pie, queriendo picarle la cabeza.
El gato (es gata) vuelve a su origen de pantera. La pantera y el águila en versión
doméstica, abreviada, pero, para ellos, igualmente mitológica. La urraca es el Ave
Fénix frente al león de las pirámides (aunque no sé si en las pirámides hay o había
leones). Quiero decir, en fin, que ésa es toda la épica y toda la mitología que me
rodea. Y el miedo. A las cuatro de la mañana se retira el tiempo y lo sustituye el
miedo. Quizá el miedo sea tiempo acumulado, tiempo que se nos ha pudrido dentro.
Miedo a todo, miedo de nada. La vejez, mi vejez es miedo, miedo puro, puro
miedo. Cualquier médico o filósofo me diría que detrás de eso no está más que el
miedo a la muerte. Quizá. Es el miedo absoluto y dormido, intacto, que despierta un
rato y bosteza, y su bostezo es la negrura sin remedio de la hora. De joven se llega al
heroísmo puro, al lirismo puro, y de viejo se llega al miedo puro, que quizá sea otra
forma de lirismo inverso. El joven es «vertical», el poeta es vertical. El viejo y el
prosista, el viejo prosista, es horizontal, apaisado, incapaz ya de mayores
erguimientos poéticos, estéticos (éticos no los tuve nunca, ni me arrepiento). El
miedo de esta edad, que obtengo absoluto y nocturno, diáfano y aterrador, se va
repartiendo por las cosas, se va entregando a los objetos, más que a mis razones. Va
siendo ya un leopardo cansado que quiere dormir. El miedo, ese monstruo, se distrae
con la esfera del reloj, con el discreteo de la tarima, con la joya nublada del vaso de
agua. Lo que más actúa contra el miedo no son las ideas, sino las cosas, como

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siempre en mi vida, como todo en mi vida. Los amados detalles del ruso.
Durante el día, bajo la gran moneda de agosto, o en este mediodía trasnochador
de septiembre, vivaz de periódicos, el miedo calla, la pantera difusa duerme en su
jaula, que soy yo, la casa temblorosa del terror. A lo largo de toda la vida hay miedo,
un miedo que nos ronda. Pero, en esta edad, el miedo, al fin, entra en casa, y sólo me
resta hacer el poema en prosa del miedo, o estas líneas, porque la escritura no es más
que un conjuro, y el mejor.
El miedo come de mí, pero yo, escribiendo, como de mi miedo. Afuera, gatos y
urracas. Me voy con ellos.
Más me vale.

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FIESTA en casa del gran hombre, en el campo. Los mismos y las mismas. Los
mismos con las mismas. Nos reunimos para estar alegres, pero la alegría es siempre
siniestra. La alegría es un zureo efímero en dirección contraria de la muerte. Luego,
en seguida, el pájaro humano vuelve a posarse en la rama negra de la muerte. La
alegría tiene risa de calavera, la risa es un desnudamiento obsceno del esqueleto.
Los mismos con las mismas, sí. Y no sólo porque nuestro común pasado esté
confuso de aventuras cruzadas, de amores confundidos, sino porque hemos vivido
juntos miles de noches como ésta y actuamos ya sobre lo sobreactuado, sobre el
recuerdo o el olvido de lo que fuimos e hicimos y seguimos haciendo, sobre ese
fondo de estanque que es el pasado.
Es como si todos estuviéramos desnudos, ellas y nosotros (como alguna vez lo
hemos estado en el desnudo colectivo), sólo que ahora sin lujuria, sin deseo, con una
alegría sosa y un cansancio que es el poso de la fama. Todas guapas y famosas, todas
muy vestidas, como que las hemos visto desnudas hasta el alma y ya sólo pueden
sorprendernos o halagamos con la ropa. Nos transparentamos unos a otros. Se habla y
se habla, se ríe, se cuenta, pero lo que está al fondo de los besos y los saludos y el
whisky es el pasado y el olvido, la memoria y el miedo.
Acude uno a estas fiestas, cada vez menos, como asistiendo a ese carnaval que es
el envejecimiento en Proust. Los mismos y las mismas, pero con treinta años más y
una mirada de memoria y colesterol.
Con el tiempo, uno va consistiendo en sus amigos, en sus amigas. Si ellos
desapareciesen o se fueran de viaje para siempre, dejaría uno de ser, de existir, pues
somos despiezables: parte de un cuerpo social, de un sistema endogámico que nos
convoca y dispersa y vuelve a convocar periódicamente. Actrices y escritores. Todo
clan humano, todo oficio es endogámico. Pasó el tiempo de buscar exotismos /
erotismos. La mujer con quien mejor se acuesta uno es la del oficio, la del clan. Pero
esta endogamia total está en su fase degenerativa, en su esquelatura, que es la nuestra,
y en el rumor rosa de la fiesta se hacen vacíos de rememoración, de fatiga, la fatiga
de ser uno mismo, una misma. Qué hospitalarias, qué íntimas y qué poco incitantes,
ya, las mujeres de siempre, que hoy son famosas y casi viejas. En cuanto a los
hombres, se respira entre ellos la melancolía de los triunfadores, ese saber último que
es saber que el triunfo tampoco remedia nada ni quita soledad. Hay la frustración de
triunfar.
Al gran hombre le miran como me mirarán a mí dentro de unos años. Con
amistad, condescendencia y un cariñoso respeto. Lo que entendemos por gloria no es
sino condescendencia de unos cuantos amigos para con nosotros, o ancha
condescendencia social. Se «condesciende» con el triunfo de otro. Es a lo más que
puede llegar la generosidad humana. Anoto estas cosas mientras la fiesta sigue,
saturándonos de nosotros mismos. Esbeltas, bellas y privilegiadas calaveras famosas,

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femeninas, me sonríen muy de cerca y a la luz del whisky se les ilumina el escote y el
pasado.

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ME dan un premio y un homenaje literario en el Ritz. Un príncipe, unos amigos, unos
famosos, unos ministros, unos toreros, unos generales, unas mujeres bellas y
consabidas. Todo eso que alguien llamó «la farsa del madrileñismo».
A mi edad, ya debería pensar uno que esto es la fama, la gloria. Pero sólo a un
tonto podría engañar esta gloria oficial, externa, con palabras y candelabros. Como
decía aquí hace unos días, la alegría es siniestra. Y también la alegría concitada en
torno a mí, sólo que esta última aún me deprime y oscurece más, pues que no es sino
un jirón de tiempo muerto que luego, de madrugada, voy arrastrando por las calles,
como una bandera absurda y vencida.
La única verdad de este oficio (aparte dudosas satisfacciones interiores, y que yo
cifro exclusivamente en lo manual, en lo mecánico, en la complicidad fabulosa e
íntima con todo un gran idioma), la única verdad, digo, está en la comunicación
emocionante con un lector, con muchos, y eso se percibe en cosas concretas y
mínimas, como una carta, pero sobre todo está en el aire, viene con la mañana
brisalera, se adensa en la tarde lectora y cabezona.
No se trata, por mi parte, de comunicar enseñanzas o doctrinas o consejos
(literatura práctica, horror), sino de comunicar emociones difíciles, de compartir
mundos secretos, matices del rojo o del blanco. Y, sobre todo, no se trata de
pedagogizar, sino de seducir, de enhechizar, de encantar (no en el sentido comercial,
claro). Hay un cierto poder hipnótico en la prosa, cuando es propia, personal e
intensa, cuyo ejercicio constituye el mayor placer y gratificación del prosista. Por la
vida andan algunos seres hipnóticos, sonambulizados por mi escritura o la de otro, es
decir, salvados de una realidad y un procomún que encima no es la realidad.
Y este placer que digo no es voluntad de poder (que también se da en la
literatura), pues que uno, el escritor es el primer hipnotizado por lo que escribe, y si
no se llega a ese autohipnotismo es que estamos haciendo sólo mecanografía.
Una fiesta, un homenaje, los techos de espejo que tiene la gloria. Una mierda. Es
otra forma de hipnotismo, pero mucho más banal y pasajera. En esos techos todos nos
vemos cabeza abajo, pero esto es pasajero. Cabeza abajo tiene que verse el lector
íntimo y desconocido. Cabeza abajo se ve uno cuando la droga literaria le ha
envenenado salvadoramente (propia o ajena). De la fiesta de príncipes, bellas y
espejos, sólo queda, ya digo, un jirón de colores muertos y lujos viejos que arrastro
solo por la madrugada, de vuelta de mí mismo, entre los mendigos que duermen en
bolsas de basura y me ven pasar como un triunfador. Si supieran. La ciudad satinada
de noche y silencio es el hotel más puro y transparente para este menesteroso del
éxito.
Me veo a mí mismo con condescendencia, complacencia y un cierto asco.

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JUSTINE, Justine. Qué buscaba en mi cuerpo, jadeante, enhiesta sobre mí, oscura y
majestuosa, majestad derribada. Cómo apura en mi cuerpo, cómo abreva su juventud
cansada, no vejez, la sustancia de gozo y más allá que todavía le viene de la muerte.
Justine, Justine.
La cópula loca de juventud se va haciendo fúnebre y trascendental en la madurez,
y miro sobre mí una mujer alta y morena, deflagrada de pechos, esbeltísima, con la
luz negra del pecado último en sus ojos de brillo, en sus ojos de fiebre, sus atónitos
ojos que pierden la belleza para mirar de frente el milagro caliente de un orgasmo,
como un ángel revuelto y obsceno que se exhibe para ella en la penumbra.
Vuelan plumas de sangre, vuelan voces, y la mujer que ha pisado esa raya de
sombra que va subiendo por su juventud, se ensaña con mi cuerpo, como piqueta
pálida, para horadar el tiempo, y llorar y llorar sangre y pasado. Mujeres tan soñadas
en la juventud milenaria, pasan ahora por mí, brujas y bellas, llenas de la avaricia del
sexo y la urgencia del amor. El amor es siempre urgente. Cuando el amor se demora
es ya otra cosa.
Justine, Justine. Qué hogueras ya perdidas, qué últimos resplandores de su carne
realísima quiere encender aún (y lo consigue) su tormenta de besos, su tornado de
orgasmos, la natación final contra el destino en que consisten estos amores de la edad
tardía. Con sus mentiras, con sus enfermedades, con su pasión de garras y de grito,
abreva en mí su sangre, está bebiendo la rapidez del agua, velocidad y tiempo, todo lo
que ya escapa de su juventud ávida, de su agónica boca.
Ella vino hasta mí, me donaba cosechas de mujer, la sementera larga de los
hombres, me ha elegido quizá como sepulcro, quiere en mi cuerpo blanco, en mi
extensión cansada, enterrar biografías, amoríos, enterrar su pasado y su presente,
morir sobre mi pecho, mármol vivo para su cadavérica hermosura. Me ha elegido de
tumba o monumento, soy el arcón humano donde guarda de prisa todo lo que le
queda de urgencia de vivir, de amor y mito.
Ah el amor cadavérico del adulterio póstumo, sonantes esqueletos que aún dan
alegre música, así pasan mis tardes, nuestras fugaces tardes, hura de la ciudad, cepo
del topo, invisibles al mundo, tan reales para nosotros mismos, y lleno de mujer,
limpio y sangriento, la veo cómo se aleja, desnuda entre la gente, con la cabeza baja,
morenía que amo, y su revés esbelto, ah sus fluyentes piernas, vibrante todavía de los
últimos besos, pero otra vez tristísima, falsa niña asustada, ante la inmensa sombra
que la ciudad proyecta, sombra que hacia ella avanza, ademán del destino, y que la va
sumiendo en biografías, en años, en amores perdidos, deshojada en palabras.

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LA cabeza se deshoja, el esqueleto es todo dentadura, los riñones laboran en la noche,
la garganta duele en un ladrido mudo, los ojos arden llamas interiores, hay un dolor
errante por mi cuerpo, se me desprenden las manos, se quedan aferradas a cualquier
cosa que intento sujetar, mis oídos son caracolas tristes de una tormenta que me va
por dentro, canta la orina en la vejiga, más las enfermedades que imagino,
enfermedades no inventadas aún, que en mí se inician.
Hay un día en que la vejez se junta con la enfermedad. Ya no se sabe si duelen los
años o si consisto en mis enfermedades. Los males son rotatorios y me rondan todo el
cuerpo. Como cuervos merenderos, cada día se posan en una rama del fino árbol de
sangre. Pero entre tanta negrura variada y venidera, veo con lucidez que envejecer es
recuperar el presente. De niño se vive en el presente. Luego, de hombre,
abandonamos aquella tarde de vencejos y campanas, aquellos juegos, y nos vamos
una temporada al oficio de vivir, al ejercicio de ser adultos. Y esa temporada, esa
momentánea ausencia, esa llamada urgente de la vida, que llama como una mujer (a
lo mejor son la misma cosa), resulta que es la existencia entera. De viejo se ve, de
pronto, que ahí, allí, allá, nos dejamos todo el calendario desbaratado de nuestra
biografía.
Días, dineros, viajes, mundos que no son el mundo, políticas, lluvias y
ferrocarriles, siempre con la cabeza baja, leyendo, mintiendo, fornicando, pensando
confusamente en quiénes somos.
Hasta que un día, ayer o anteayer, vuelve uno a levantar la cabeza, mirar al cielo
largamente, tras una ausencia de más de cincuenta años. Y de pronto recuperamos
aquello, reanudamos aquella tarde que dejamos a medias cuando nos llamó nuestra
madre para un recado urgente, para una noticia sospechosa: el colegio, el trabajo, el
estudio, yo qué sé.
Pero aquella tarde estaba ahí, situada en su cielo, como entonces, esperando mi
vuelta, con sus campanas y sus vencejos, con su luz de un otoño que tiene el oro
quieto de la vida. He perdido mi vida viviendo. Ahora soy un rebaño de
enfermedades, pero recupero lentamente el presente, el ahora mismo, tanta belleza no
atendida como olvidamos a través de la vida.
A lo más que ha llegado uno es a sustituir los crepúsculos salvajes y hermosos del
cielo por los crepúsculos tipográficos de los poetas. Qué sinsentido, qué juego
«adulto». Pero el presente existe, es el mismo de la infancia y tiene una segunda
epifanía en la vejez. El hombre es ser de lejanías, como dijera el filósofo, porque vive
del proyecto del pasado o la memoria del futuro, que sólo es el revés de lo mismo. (Y
luego, la definitiva lejanía de la muerte.) El presente existe, digo, y está ahí a la vista.
Son las mismas luces matinales, la misma cultura de oros de la tarde que dura. El
presente existe y lo desatendemos toda la vida, llevados de la urgencia falsa de vivir.
He envejecido y tengo enfermedades porque aquella tarde de la infancia/adolescencia

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me escapé del paraíso o de mi barrio. Hoy vuelvo a ser rehén de la luz, quieto en lo
quieto, y se reanuda para mí, visible y hermosa, la elipse de los cielos, la nada
mitológica, el viento mismo, el mismo viento, la luz que siempre vuelve en figura
actualísima y ociosa de tarde con vencejos, de gran noche.
Escribir a diario en los periódicos. Llevo más de treinta años haciéndolo. Es una
vocación rara, de escritor, que en los demás sólo se da como necesidad económica o
política. Yo, por el contrario, cuando mis compañeros de adolescencia y enfermedad
literaria se soñaban poetas o grandes novelistas, me soñaba articulista, escritor de
periódicos.
En primer lugar, supongo, el género se me daba bien. El adolescente tiene la
urgencia de escribir un soneto. Yo, adolescente, tenía la urgencia de escribir un
artículo, cosa completamente absurda, porque un soneto inédito tiene sentido, se le
lee a la novia o a los amigos, pero un artículo de actualidad, que nunca se va a
publicar, es un absurdo de la vocación suponiendo que toda la vocación literaria en sí
no sea un absurdo completo, mezcla de vanidad, histeria y caligrafía.
De modo que no estoy en los periódicos por necesidad, como casi todo el mundo,
sino por vocación. Hay el que nace con la vocación de arreglar persianas. Yo nací con
la vocación literaria de escribir artículos, y por eso, porque siempre he entendido el
género como algo tan exigente y puro como el soneto, es por lo que mis miles de
artículos, quizá, se diferencian de los otros. Los libros vinieron luego. Empezar un
libro es como pisar tierra virgen, entrar en un continente rico y desconocido, sólo
nuestro. El libro se hace con calma, paz, amor y hasta felicidad. El artículo se hace
con urgencia y rabia. En el artículo se lo juega uno todo, y ese torerismo del
articulista es lo que más me sigue fascinando del oficio. El artículo es la gloria
inmediata, también como la del torero.
Luego, cuando vuelve uno al libro, libre de urgencias, relajado y minucioso, esto
es como entrar en el paraíso propio y vasto, el moverse con libertad en todas
direcciones, que es lo que permite la novela, el ensayo, las memorias.
Lo malo del articulismo, lo que me va pesando ya, es que nos roba el presente. El
articulismo supone sacrificar la verdad a la actualidad. Hace pocos días he escrito
aquí, me parece, lo que entiendo por verdad: la constatación gustosa del presente, el
tiempo sin fisuras, el campo sin puertas, la fluencia natural de la vida. El artículo, la
crónica, la columna, nos arrastra un poco con todos los lastres de lo que pasa, pero
uno va teniendo la conciencia cada día más en lo que no pasa, en el sueño de la gata,
en las flores que se inventa el sol de la mañana, en el silencio misterioso y astral de
los atardeceres, en el cansancio sano y sobrio de los hombres. El artículo exige vivir
pegado a una actualidad que cada día me importa menos.
El artículo es la oficina, el sueldo, lo que me ha resuelto la vida. El artículo es
más «profesión» que la literatura. El literato es un ser vagamente perdido,

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indeterminado. La literatura no acaba de ser una profesión en España. Toda mi vida
he dicho que soy periodista, porque me parece más serio que ser escritor, esa cosa
errática y circunstancial que es un escritor, y que está entre el sabio y el bardo, con la
inactualidad de ambos. Por eso sigo haciendo artículos. Pero sé que la vida, el
presente, el gran día permanente del cielo, sigiloso de noches, no tiene fecha ni
calendario, es la pura lejanía pura en la que quiero vivir.
La diversidad de los senos femeninos, las variantes de su gracia, el susto dulce de
su unanimidad. Bajo a la ciudad, entro en el mar de la multitud, con fiebre de
criatura, y me alegra o desconcierta lo que tenía casi olvidado: esta variedad del fruto
humano, los racimos de senos en la calle, en los grandes almacenes, en los
espectáculos. El árbol de la vida tiene una abrumadora cargazón, este otoño de cristal
y sangre me ofrece la hermosa y desvariante sementera de los senos, la gracia
olvidada de los pechos jóvenes, la consabida pesantez de los pechos maduros, allí
donde la mujer se rinde y entrega a la sombra. Senos beligerantes de las mujeres de
ciudad, abandonados senos de las colegialas, la involuntaria y grácil obscenidad de
una madre joven, la otoñada madrileña de los senos.
Un día, esa variedad fue mía, cantó entre mis manos, desvarió en mi deseo. Hoy
lo miro todo sin renuncia ni urgencia, compruebo que la vida es pugnaz en el pecho
de la mujer y que mis solitarias melancolías campesinas, o casi, nada valen, nada
pueden contra esta alegre protesta de la vida que son unos pechos bien llevados.
En lo que antaño sólo vi una presa transeúnte y múltiple, hoy veo ante todo la
obstinación optimista de la calle, que rompe contra blusas, contra sedas, contra
miradas de hombre, contra el atardecer que quisiera rendirse. Miles, millones de
pechos cantan su urgencia en la tarde e iluminarán en la noche, lámparas del vivir,
voluntad de la especie contra la eterna sombra venidera. Luego, en la soledad de la
memoria, recordaré la gracia diversa, armoniosa y dispar, la populosidad del mundo,
la persistencia ingenua de los cuerpos, la generosidad multiplicada, dividida, de esos
pechos que aletean en torno de la luz, grandes, pequeños, leves o lentísimos.
Atardecer de otoño en el campo. Llamaradas de sangre en cada arbusto. La luna
es esa invitada extemporánea y bella a la que nadie esperaba en el cielo. El universo
es de un azul reconcentrado y vasto. Allá en Madrid, polémica sobre mi último libro.
Mi nombre parece que va y viene, maltratado o exento. Mi nombre, no yo, que estoy
aquí, solitario y pleno de mí, ajeno a lo que hace años tanto me hubiera movido,
conmovido y gustado. Eso de hacerse un nombre, que quedaba tan literario en la
juventud, resulta ahora que sirve para algo. Porque es mi nombre el que lucha por mí
en la asonada periodística.
Los elogios y los ataques van dirigidos a un yo anterior que ya no soy yo. Hoy
sólo me producen indiferencia. Pero he dedicado media vida a amonedar un nombre,
una firma, y ese objeto cultual, esa cosa que acuñé como un arma, ahora se defiende

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por sí sola y me defiende. Hay una espada en Madrid, plantada en medio de la
reyerta, que es mi nombre literario.
Hazte un nombre y échalo a rodar. Si pudiese, retiraría el nombre, la cosa, dejaría
un vacío de lejanía e indiferencia en mitad de la calle amotinada. Pero ya no puedo; el
nombre/navaja, el nombre/fetiche, el nombre arrojadizo hace su guerra, y todos
consagran o entierran el nombre creyendo que soy yo. Pero yo estoy aquí, en esta
modesta posteridad, en este anonimato de estrellas y cielo grande, leyendo autores
incógnitos, paseando, conversando con mi gata, que tiene la inteligencia siamesa y
los ojos de un claror inédito y hermosísimo. Me creerán demasiado valiente o
demasiado cobarde. Lo que no entienden es la indiferencia para conmigo mismo.
El nombre no puedo sujetarlo, me ha salido peleón, anda sonando por los
periódicos, refulgiendo por las televisiones, derramando sangre de imprenta, tinta de
noticia, de suceso. Delego estas cosas en mi nombre literario porque me producen un
infinito tedio. Y más tedio los elogios que la mellada espuela del insulto. Nada me
espolea ya, salvo el instante y la belleza, salvo la rosa gorda del jardín, que viaja en
mano femenina hasta mi mesa, o el momento perfecto en que no pasa nada y sólo un
perro ladrador y solitario se pregunta por el universo.
El nombre, el nombre. Sarcófago vacío en el que no me he dejado encofrar, urna
tipográfica de la que huí a tiempo. El nombre, que tanto me costó muñir, con hierro
forjado y hierro colado, resiste ahora y sale iluminado y sangriento de la sucia
reyerta, consagrado por un día.
El nombre sirve para algo, sí, pero me daría igual no tenerlo. Nadie me va a
mover de este otoño que es como un viejo y bello buque anclado al cielo. En el
campo no tiene uno nombre, y menos nombre literario. Los pinabetos y la luna nada
saben de mí. Qué ligero, qué alegre y leve paseo por entre las margaritas gigantes y
los pequeños astros de luz tímida. Qué bien se va sin nombre, como un monarca
anónimo.

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ESE tropel de carne que pasa por tu cuerpo, eras un ángel vicioso en las tardes
peores, has venido a mi vida, este cansancio, primavera del sexo, violencia de tu
edad, qué juventud perfuma tu profunda vagina.
Tu cabeza francesa, tu mirada sonríe, la ironía de tus ojos, color de lago en el
bosque, la explosión silenciosa de tu risa, ah niña de Versalles celebrando los
cuerpos. Pisando peñascales, ah la Fuente del Berro, he llegado a tu lecho, barroco
almidonado que se deshace tenue, ya como un cuerpo él mismo. Un lecho de mujer
vale por ella, su pelo lo perfuma estando ausente y una horquilla o cintajo resume tus
urgencias. Tardes de viento negro bajo tu cuerpo alegre, yo mirando los árboles que
desgarran el cielo, y una noche lentísima, honda como un orgasmo, nos lanzaba
vivísimos a una luna de espejos.
Por qué viniste entonces y regresas ahora, por qué la edad me trajo, como una
fiesta a solas, tu desnudo de sangre, la avidez de tu boca. Mas no es tu religión lo que
canta este libro, sino la hora penúltima, campanas de tu barrio, en que fornico y canto
como un general ebrio, sabiendo ya muy cerca el tiempo de los muertos, la otoñada
que espera en mi alto cementerio. Por qué la vida, digo, tan cerca de la muerte, y un
puñado de rosas, tomado de tu cuerpo, sonando en los maitines de mi cansada vida.
Estás lejos ahora, tu voz entre los mares, pero eso ya no vale, la vuelta como
farsa, quiero decir tan sólo, mientras sangro despacio, que fuiste el ángel malo, el
dios hembra y de vino que cultivó mi vida cuando ya sólo un dólar me quedaba en el
pecho.

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VOY a la fiesta insomne, como a tantas, estoy entre retratos y gerentes, acuñado ya
siempre de fotógrafos, saludando a los grandes que me halagan, me hago una foto
fiel, retrospectiva junto a la cara muerta de un querido maestro, y éste es mi gesto
único, sincero, para toda la noche, para toda la vida.
Hay una esbelta niña que me pregunta cosas, la tele es su única aureola, y un
deseo primitivo, mi cultísimo falo, me lleva a fornicarla contra las multitudes.
Laminado de músicas, intenso de alcoholes, las caras me desgastan, porque un rostro
es moneda y el trajín de los rostros, su intercambio continuo, erosiona mi vida en la
vida social.
Hay un joven judío, competidor y amable, que me recuerda textos de mi
«antijudaísmo». Está muy equivocado, le hablo de Sefarad, los judíos españoles, las
viejas juderías, lo que yo hablo con Cela sobre la huella israelí de la España, «nido de
consolación». Pero un objetor así, una querella, llena como de filos repentinos, de
alegrísimos puñales, la alegría mortecina de la fiesta.
Moneda intercambiable en la vida social, famoso entre famosos, hombre/tipo, las
fiestas se hacen por parar el tiempo, por fijar el presente en una música, pero el
tiempo se va, se me va siempre, la hemorragia empezó hace pocos años, y vivo las
urgencias de la muerte cuando mi salud triunfa entre orlas de oro.
Entre sones del ron, entre naranjas, entre recuerdos muertos de un gran muerto, o
ni siquiera muerto: jubilado, entre las que me acercan sus escotes, sólo ha habido un
instante verdadero, un buen momento, la foto con el muerto de hace tanto, el maestro
que trató mi juventud alegre y deslumbrada, mi juventud delgada y avizor, el que me
dijo cómo reír del mundo, estafar su moneda al gran gerente, ser de izquierdas por
dentro, odiar la vida, sutilísimo y clásico cinismo, las armas que él me dio para matar,
que no para un triunfar convencional, para matar así, directamente, entrañable
maestro, ya olvidado, esta foto, que al fin no va dar nadie, es mi gesto sincero, un
solo gesto, de gratitud y de cariño macho, a quien supo perder con elegancia y
enseñaba a los jóvenes, a veces, el timo alegre de la literatura contra los grandes
jefes, los gerentes, los dueños de las cosas y de uno.
Salgo a la noche en paz, poder de julio, velocidad y brisa de mi coche, un
deslizarse suave ya hacia el sueño, una mentira más, sólo julio es verdad, el calor, las
naranjas mentales son su fruto.

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NO temo ya los sueños, esa maleza del sueño, no temo ya los sueños, que se disipan
como agua muy pensada. Temo los entresueños, duermevela, la hora de la vigilia,
cuatro de la mañana, cuando el presente elige para aparecerse, y la verdad elige, y los
hombres son piedra de venganza, como yo lo sabía, sin saberlo, cuando estaba
despierto, y las mujeres cobran un cariz de amuleto, enrolladas en torno de su sexo, y
tienen la mirada de agua sucia que prefiero no ver cuando estoy vivo. No temo ya los
sueños, esa maleza del sueño, temo la duermevela, sus cuchillos de sombra, toda la
verdad diurna a una luz más verdadera, la brevedad sombría de la vida, mi condición
de muerto previsible.
Es cuando orino lento, perfumado, los vapores del alma se van por el retrete, es
cuando sudo un agua pertinaz, un caldo lento, y me pongo pijamas imprevistos, voy
pisando descalzo un gran silencio, tomo mis suspicaces medicinas, una pastilla azul
llena de sueño, ah amargo diazepam que me hunde el pensamiento en un cerebro
inverso, en una lluvia, tengo prisa y tengo miedo, deseo morir ahora, soñar un sueño
blanco, la realidad es pálida y peor que los pálidos sueños, la realidad detrás de la
ventana, con su alfange, entre bultos de sueño voy pisando, flores de diazepam me
nacen ya en el pecho extendido de los besos, en el alma, en el lienzo del pijama,
luego la realidad, tan funeraria, vendrá por la mañana, con las armas del día,
sonriente.

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LANZA tu coche rojo y estréllalo en el viento, muramos en la llama verde de los
crepúsculos, llévame hasta el final clamoroso del día y nuestras dobles vidas, nuestras
dos juventudes, que reflorezcan lejos de nuestra biografía.
Vamos en la gran noche, pulsa tu coche rojo como el arpa de humo de un verano
sangriento, que este motor se torne, con la velocidad, lírico como un potro en la
noche de julio, y muramos a dos, juntos y separados, en la explosión callada del
mundo y sus colores.
No quiero más hogueras, más cálices de fiesta, vamos con nuestra historia, cada
uno sus traiciones, a matarnos despacio en sucesivas muertes, el sigilo homicida de la
velocidad.
Lanza tu coche rojo y estréllalo en el tiempo, contra los farallones de la nada,
acabemos de golpe con la farsa brillante de estar vivos por siempre en los saraos de
sangre donde cenamos muerto.
Sabes lo que te digo, tú entiendes mi amargura, subamos a tu coche, esa llama de
oro, volemos en la noche, toda seda y pecado, hasta el límite rojo, los altos farallones
de la nada. Lo hemos vivido todo, hemos llorado muertos muy pequeños, hemos
tenido amores, ahora somos muy viejos, qué coche funerario, velocísimo coche, para
volar en julio al final de los meses, para volar en julio a la muerte sin fecha.
Lanza tu coche rojo y estréllalo en el viento, estréllalo en la brisa rizada del
verano, estréllalo en el oro turquesa del estío. Qué final silencioso, qué gloria tan
callada para nuestras dos vidas, para mi oculta fama, qué viento tan ligero, nocturno
como un ave, volaría sin palabras sobre nuestros cadáveres.

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HAN venido a mi casa dos palomas de barro. Tienen el color gris de los viajes. Están
tomando posesión del mundo. Se acercan a la fuente como a una gran pagoda. Y mi
jardín se ensancha cuando vuelan.

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LOS libros, tantos libros, me he deshojado en libros queriendo decir algo, escribir
algo. Fuera ello lo que fuese, ha quedado sin decir. Por eso hago este libro, buscando
de nuevo la palabra no dicha, la palabra más mía, que será la de todos.
¿He dejado mi vida en estos libros? Si abriese alguno de ellos —no lo hago jamás
—, vería con espanto que yo no estoy ahí, que una máquina monstruosa, milenaria, el
idioma prolífico y sagrado, los ha escrito por mí. O se ha escrito a sí mismo
utilizándome. En torno a cuatro ideas de escritor, que no son nada, el idioma se
organiza, una lengua se pone en marcha, unas cosas traen otras y el libro se va
escribiendo solo. La novela, la poesía, el ensayo, la biografía, las memorias, todo es
un continuum que dice siempre lo mismo, como si esa maquinaria del idioma, ese
milagro obrero de engranajes, se me hubiera atascado, repitiendo una sola idea, una
sola imagen, de mil maneras diferentes.
Claro que en realidad siempre es así. Borges dice que sólo existen unas cuantas
metáforas a las cuales se viene dando vueltas desde siempre. Yo diría que sólo existen
unas cuantas ideas que el escritor se limita a pulir paciente como Spinoza pulía lentes.
No digo hipócritamente que todos mis libros son inútiles o que los quemen a mi
muerte (hipocresía cobarde de Kafka), pero digo que no he hecho sino añadir un
matiz, un brillo, un reflejo momentáneo a la lente que Spinoza estaba puliendo. O
Heidegger o Voltaire o Montaigne o Baudelaire o Juan Ramón Jiménez.
Lo que no entiendo es cuándo he vivido, habiendo escrito tanto. Pero lo cierto es
que he vivido, y mucho, y todo está ahí escrito, aunque yo no me reconozca ya en la
vida ni en la obra. Lo que no entiendo es cuánto he escrito habiendo vivido tanto, por
decirlo al revés. Entre la vida y la obra se me ha ido el tiempo, se me han ido todos
los presentes. Siempre, al final, se ha perdido la vida, aunque deje uno la imagen
pedagógica, ejemplar, de haberla aprovechado mucho y bien. Horrible imagen. Sólo
me consuela pensar que hay, entre lo escrito, mucho libro frívolo, ligero, fácil, hecho
por la vida más que por mí, hecho por el idioma más que por el pensamiento. La
lengua elige unos cuantos tipos para expresarse, para salvarse, para decir todo lo
mucho que tiene que decir, que es decirse a sí misma. En este libro un poco
desesperado no voy a fingir la desesperación de mis libros. La verdad es que me son
indiferentes. Ahí están, esfuerzo acumulado para nada, y sólo me valen en cuanto que
son fabricaciones del lenguaje que me eligió para hacerlos, para hacerse. Sólo somos
lenguaje y emoción pasajera de la vida. Idioma y fornicación. La escritura ha
trabajado bien en mí, el castellano me hizo su obrero, su peón, su patrón de un día, y
ahí está el resultado.
Me miro en los escaparates, nunca en los espejos, y voy teniendo algo de
deshojado libro, de individuo incunable, de volumen desgualdrajado que encierra
alguna palabra bella o inesperada en su evidente desaparición progresiva. Es una
manera de terminar, una forma no demasiado seria, pero digna, de morir.

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Vale, está bien, con eso basta.

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EL gigante, el maestro, esa montuosidad de la gloria y los años. Entre los primores
nocturnos de la casa —la señora bien que nos invita, como siempre—, él queda
gigantesco, exquisito y torpón, es grande como si la vida se le hubiera acumulado en
los riñones, en los estrechos hombros, en la poderosa espalda, en los grandes pies, es
grande como si viniera de revolcarse en siglos, todos los que ha vivido, y tiene algo
de educado ogro humano al que apenas se aproximan, cautelosas, las porcelanas.
Es el gigante triste, tiene, sí, la tristeza de los gigantes, es el escritor cargado con
el fardo inmenso de su literatura, aunque él nunca habla de eso, es el millonario
lastrado quizá por sus millones, lento y de voz fuerte, presente con exceso, silencioso
en la noche femenina, lunar, bajo un cielo recién regado. Pienso que se le ha
acumulado la biografía como a otros se les acumulan las grasas. Pienso que, dentro
de unos años, yo puedo ser así. No hay mucha alternativa, o te mueres a tiempo, de
una manera artística, o acabas siendo el hombre/lobo de las letras, el ogro gramático,
el que abruma con su presencia las cenas más gentiles (le invitan a todas, y acude).
La literatura es una profesión longeva, pero el escritor o se muere pronto o acaba
siendo el mozo de cuerda de su propia estatua, el que arrastra su gloria por todos los
salones elegantes de la ciudad.
Conozco bien al maestro, que esta noche está sombrío, y sé que le ha pillado la
vida en esta encrucijada. Él, tan vital siempre, ha decidido vivir, aunque de pronto me
confiesa:
—Si supieras lo inmensamente cansado que estoy, Paco.
Sin embargo, va a emprender este verano unos cuantos viajes exóticos. Habría
que tomar esta misma noche la determinación. O segarse las fuentes del Nilo del vivir
con un cuchillo de oro o esperar que la vida, la obra —¿la gloria?—, la muerte con su
trabajo lento, todo se nos acumule a la espalda haciéndonos torpones, lóbregos, tan
triunfadores que ya da igual, porque la gloria se ha quedado a la puerta, charlando
con el chófer. El gran maestro, agobiado bajo sus numerosos doctorados mundiales,
es un infartado de gloria, y pienso que de eso es de lo que habría que salvarse,
porque, aparte méritos y deméritos, la sociedad te glorifica, te levanta una estatua en
cada jardín privado y tienes que acudir a inaugurarla o a demolerla.
Maestro desde la infancia, hoy amigo de pluma generosa, nos separa el tamaño, la
inmensidad social que le enmudece, la sombra que proyecta, ancha y de bulto, el
espacio que deja al despedirse, espacio fino y frío que no ocupará nadie hasta otro
día. ¿Es esto la posteridad?

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AH esculpida mujer, muda por dentro, ah las mujeres castas, imposibles, ah las
mujeres fieles, el alabastro gris de su pureza, mujeres como tú, quien ahora nombro,
con el mar detenido en un costado, con el amor parado en la memoria, como vieja
barcaza que no boga, con hermosas hechuras, alabeado marino, noble traza, pero
sujeta al muro, ah mujer amurada, muerta y viva.
Hay la mujer así, que ama sin voz, que conserva su cuerpo en un armario, con la
ropa de invierno y un revólver, la mujer que desnudan los espejos, pero ella no los
mira, se ha negado, se ha negado a sí misma, hay mil razones. La castidad, un Dios,
los sacramentos. Pero el cuerpo de luz incendia siempre, son silenciosos fuegos que
ella apaga con la gracia social del abanico, con la sonrisa triste de ser buena.
Mujer calcificada por su mito, esculpida a sí misma noche a noche, esculpida
hacia dentro, guarnecida, purísima por siempre, sin contacto, mientras le arde en el
pelo la lujuria y su cabeza escapa dando gritos. Cómo veo esas mujeres en la noche,
cómo veo su pureza en el «gran mundo», cómo te miro a ti, diosa sobrante,
consagrada a ti misma, mineral. Eres menos que un árbol o una piedra, has parado la
vida en tu costado, no pasan estaciones por tu cuerpo, eres tan fiel a la fidelidad. Ya
no recuerdas lo que prometiste, no recuerdas a quién te hiciste fiel, eres fidelidad
desmemoriada.
Menos que un árbol, sí, menos que un muerto, la vida ya no corre por tus brazos,
la vida ha encallecido entre tus pechos. Canto a esa mujer frígida, obstinada, ese
monstruo apolíneo que no llora, ese rostro que el tiempo no visita. Ya no lloro por
ella, no la miro, es la penosa estatua de sí misma, es la soberbia muda de ser fiel,
barcaza que las sales de los siglos van mordiendo sin prisa, desguazando.
Has confundido el cielo con el miedo.

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CRUZA temperaturas y peligros, su moral natural es el paisaje, amo infinitamente a
mi honda gata, y en el atardecer, sobre las piedras heridas por el sol, piedras
sangrantes, ella al fin se revuelca, ella se extiende, deja su largo vientre en contacto
caliente con el reino febril y mineral.
Sus orejas en pico, perspicacia graciosa de la vida, todo el diseño egipcio de su
cuerpo, ese verde siamés que hay en sus ojos, y el afán de matar, universal, un pájaro,
una presa, una paloma.
De mañana, despacio, viene a mí con la presa en la boca, un murciélago muerto o
un gorrión, y me lo deja aquí, junto a la máquina, como ofrenda, tributo y homenaje
al jefe que yo soy de su gran tribu. Amo a mi gata porque es la vida pura, el vivir y el
matar, el estar avizor toda la noche. En la gata se explican muchas cosas, la honda
felinidad de todo crimen, la caza como ley de la prehistoria, el jefe como anticipo del
fascismo.
Amo a mi parda gata, sus ojos enemigos, porque ella ha comprendido, mejor y
antes que yo, que vivir es defenderse, que vivir es matar, falsas palomas, urracas
funerales, los murciélagos, la ingenuidad sutil de los ratones. De mi gata aprendí —
de mis mil gatos—, que la vida es defensa, que la vida es ataque, que la vida es
vigilia, hermoso crimen.
Sale al atardecer, después de haber dormido mucho sobre un coche, recoge el
calor último del día, cruza temperaturas y peligros, como antes dije, cruza estaciones
y asechanzas, y el oficio subalterno de la luna consiste en bajar los telones de la
noche, y entonces mi gran gata, tan precisa, tan concreta, tan fiel naturaleza y tan
bellísima, sube a los árboles, selvas verticales, y mata a las palomas en su sueño.
Ni siquiera las come, es sólo un juego cuya inercia le viene de los dioses.

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QUE me tiemblan las manos. Anoto en este diario íntimo, diario de cercanías («el
hombre es un ser de lejanías», etc.) que me tiemblan las manos. Nunca hice buena
letra en el colegio. Como la enseñanza es castigo más que pedagogía, me pegaban por
escribir mal, y mis emes huían con sus patas, mis oes se iban rodando, mis haches se
subían a la silla que son.
Luego en la oficina, en aquellos lóbregos y perdidos diez años de oficina, los
jefes atribuían mi mala letra a maldad, a mala fe, y me castigaban a encender la
calefacción de madrugada. Nunca he dominado mi escritura. Tengo una idea
caligráfica excelente, un poco a lo Juan Ramón, pero sólo puedo realizarla estando
muy borracho, y entonces incluso puedo dibujar bellas chicas desnudas con los
pechos ligeros. En sociedad tomo el vaso con la mano izquierda, porque es la que
menos me tiembla, y poso muy elegante, pero me cuesta servir whisky con la
derecha. Temblor que me ha acompañado toda mi vida, temblor leve al que vivo
acostumbrado.
Pero he aquí la vejez, estas manos de viejo, con pecas, con arrugas, manos de
muerto ávido de cosas, manos que extiendo palpando muchas arpas, todo lo que se
toca en el temblor, manos de prisionero en los grilletes inversos de la inseguridad, de
los temblores, manos que sólo se aquietan, como aves que se posan, en el alero de un
libro o en el tejado de letras de esta máquina. Lo único que me importa en esta vida
es escribir y la mano me es fiel en la escritura, segura como un revólver, limpia como
un pincel, creadora como la mano de un bailarín en el aire.
También la mano en calma, ave dormida, en la cadera monumental de la mujer, o
en sus huesos de pájaro, al trasluz. Una dulce doctora, joven y atenta, insiste en los
temblores de las manos, los relaciona con otras cosas, «nada de parkinson», y me
hace escribir algo para comprobarlo.
Por sus generosas y discretas explicaciones comprendo la verdad y la digo:
—Senectud.
Ella sonríe ruborizada como si le hubiese descubierto la palabra. No es el arrabal
de senectud, pero casi. ¿Hasta cuándo estas manos, estas elogiadas e inseguras
manos, seguirán echándome una mano, punzando en el artículo de cada día, dándome
a ganar la vida, a ganarme el pan y el alcohol (que serena unas horas, pero luego
quizá sea peor)? ¿Hasta cuándo tendré manos para todos los pianos de la prosa, para
todos los giros de la música en verso, o seré un poeta sin manos, un poeta oral, un
bardo, y nacerá de mí un lenguaje nuevo, otro hombre, otra lengua, cuando al fin se
me caigan las manos en la noche, como guantes muy bellos y muy usados, y se las
lleve el agua de los barrenderos, amarillas entre escobas, pálidas y saludadoras,
todavía, hacia los vertederos de Madrid?

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HE cenado con el viejo escritor. Otro que se quedó en la cuneta, volcado y con
talento, pertrechado como el que más. Somos igual de viejos, pero a él hay que
añadirle el fracaso, esa otra vejez.
Va uno quemando y culminando una carrera «hacia ninguna parte», como el viaje
de mi amigo Fernando, y el recuento de frustrados, de fracasados, de volcados, de
tiesos, de muertos en vida, se hace sobrecogedor. ¿Por qué, en qué falló este viejo
escritor que ahora cena conmigo? Lo tuvo todo, cayó en el buen momento, supo
moverse en sociedad, en Madrid se salvó de la provincia, vivió ese instante de luz que
no sabemos si es gloria o popularidad.
Tuvo su flash a tiempo como una estrella entre los ojos.
¿Por qué falló este hombre, por qué algunos flojean a mitad de camino? Eran
como uno o más que uno, habían tenido —y esto sí que sí— más oportunidades y
facilidades que uno, que empezó vendiendo periódicos, literalmente. No es que uno
sienta que ha llegado a nada, sino que me ha preocupado siempre el destino incógnito
de otros, sobre todo teniendo en cuenta que no creo en ese destino. Me interesan las
incógnitas literarias, quizá son las únicas que me interesan, ya. De modo que he
pensado en mi amigo el viejo escritor, que encima es ahora un escritor viejo.
Creo que al fin he encontrado la clave. El pasado. Cuando uno ha vivido lo
suficiente, ha estado en el centro del baile, viene la tentación de dejarse acunar por el
pasado. Pero el pasado es el Mar de los Sargazos. El pasado puede utilizarse
literariamente, pero con cuidado. El que habla sólo de su pasado es que tiene una
llaga abierta, la llaga enferma de los recuerdos, y por ahí se le va la vida y la
memoria. El pasado es una confusión de imágenes y tentáculos, el pasado es
aplaciente, la memoria, esa madre, siempre nos cuenta cosas que queremos oír,
siempre el mismo cuento o el que más nos satisface. El pasado es el reino de la
memoria, pero la memoria, así triunfante, es una madre funesta que sólo quiere que se
aduerma el niño, el viejo niño que se sigue soñando escritor.
Todo ha sido feliz en el pasado. El viejo escritor ni siquiera podría escribir sus
memorias, porque la memoria es un tiempo rosa y el libro quedaría empastado de
miel. El viejo escritor o cómo salvarse de la memoria. Él reina en un pasado de
sombras, de recuerdos que ya nadie recuerda. Pero la literatura es todo lo contrario.
La literatura es hacer presente a Platón, a Beatriz, a Ofelia, hacer vivo a Voltaire,
actual a don Quijote. La literatura es el don ebrio de poner en presente la memoria,
salvando así la tradición del plagio, como quería el maestro.
Estos profesionales del pasado tienen la culpa de su autodestrucción. Han elegido
la comodidad, la gloria dudosa, la luz viva de un día muerto y lejano. Son como esos
príncipes destronados que quieren seguir reinando en un país donde reinó su padre, o
su abuelo. Pero ese país del pasado ya no existe, mi viejo amigo se equivoca
deleitándose en la memoria verbal de su momento adolescente. La literatura es el don

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de la actualidad, aunque se escriba de don Rodrigo.
Pero tampoco quisiera llegar a la crueldad en el análisis. No estoy muy seguro de
ser yo tan distinto de mi viejo amigo. Por algo estoy cenando con él. Pero, al menos,
parece que he visto la trampa.

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(Me llama temprano el rey Juan Carlos para felicitarme por mi artículo sobre el
rebeco, un rebeco de Riaño que él viene persiguiendo desde hace varias temporadas,
y siempre se le escapa. Le escribo al rey que esa caza que está haciendo es franquista
(40 guardias tratan de cercar al rebeco), es antiecologista y es anti- política. Pero él,
muy borbónico, me elogia la forma, la ironía, el lirismo, no me habla del fondo ni me
promete indultar al rebeco. Veremos.)

Cuando un ángel desciende hasta la nieve toma la forma viva de un rebeco. Entre
ángel y unicornio, este rebeco va teniendo la luz de algún milagro, levanta la cabeza,
qué erguimiento, qué dinastías se yerguen en su cuerna, va bebiendo los vientos,
olfateando los colores del día, sube a los riscos últimos del mundo, primeros
escalones de su cielo, sabe que el hombre alguna vez fue cierto, pero en su soledad de
mundo inverso la nieve son cadáveres de arcángeles que no tornaron a tiempo.
Qué cuchillos redondos en su frente, qué joyas de su reino, primitivo monarca de
las piedras, dinastías herbívoras, qué gran rey solitario, anterior a los griegos,
Shakespeare, dios de las cumbres, personaje que nunca bajó al tiempo, su grandeza
transcurre entre las nubes, es un rey que fue un ángel que fue un dios, es el mito no
visto de un rebeco.
Qué tranquilo en lo eterno, qué fugaces los hombres, ¿pero hubo hombres en el
tiempo? Dios es un gran rebaño de tormentas conducido por rebecos. Rey y rey frente
a frente, dos monarcas sangrientos, pero baja la niebla, pasa un ángel, y ya no está el
rebeco.

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EL verano como espacio de la superstición. Si miro al Noroeste veo profetas, ah sus
barbas paradas en el aire sin vida, y así el turismo, religión del día, quiere tocar
madera espiritual, piedra sagrada, sonrisa del fetiche comida por los siglos, las
multitudes crean el milagro, ellas son el milagro bajo un sol solitario, remotísimo,
que nos acerca un fuego amigo o enemigo, nadie sabe, vegetación del fuego, clara
hoguera, bosque de llamas entre la sacristía de los apóstoles.
En el África nuestra, más cercana, ha muerto el rey de un pueblo desdentado,
emperador de oro de los pobres, narrativa tortuga, superstición y moscas en su cielo.
La gran luz del verano llega hasta la Edad Media, hace lucir ciudades de lepra y
zapatilla, levanta en su mar blanco las tribus del gran llanto y hay túnicas de lágrima
que ruedan por el polvo.
Superstición del hombre, ave imaginativa. Nuestros dioses necesitan de nosotros,
como nuestros reyes. La luz da en la mentira de su pecho y los hombres sagrados, ya
desnudos y muertos de leyenda, sonríen en las televisiones de la Tierra, exquisitos
cadáveres corteses, rodeados de su pueblo, qué multitud, qué lepra analfabeta. Y en la
lejana América, en ese Atlántico erizado de carabelas como sargazos, otra
superstición, el joven Kennedy tragado por el mar, ese gran pez, porque hay veranos
en los que el mar todo es un único pez del tamaño del mar.
Y el pueblo racional, raza escolarizada, los niños con su móvil y su fon, los
hombres de Calvino y adulterio, lloran su príncipe civil, su mito joven, maldicen el
destino, crean figuras para explicar al mundo la leyenda, la dinastía violenta del
muchacho, recias genealogías de la cerveza, crímenes sucesivos como fechas. Es mi
estío numeroso de supersticiones, todo es superstición, el libro, el pájaro, la belleza
que miro a todas horas, la fuente con palomas que ya dije, el agua vertical, la sed del
cielo, todo lo voy creando en la escritura: es mi superstición, tan solitaria como la de
esas masas con su coca que van de muerto en muerto, cual el llanto.
Cerrado en mi jardín, como superstición, porque soy hombre.

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CADÁVER exquisito mordido por raíces, cadáver exquisito que sigue echado firmas.
En eso terminamos, en eso he terminado, soy un nombre que suena en los labios
callados, soy un proyecto vago de leyenda sin gente. La gloria, la fama, el éxito, la
popularidad, las cuatro meretrices de rostro imaginario me han besado en la vida y
ahora me besan muerto. Yo sé que así me ven, me mira todo el mundo, como un largo
cadáver que se quiso exquisito, pero advierto en los besos, en los ojos de todos, un
aire funerario, una sonrisa triste, esa condescendencia con la muerte.
Porque un muerto es un loco que quiere seguir vivo, porque un muerto es un
crimen que nadie ha cometido, porque llamamos muerto al que corre las calles
saludando a ilustrísimos desconocidos. Y entonces yo soy ese loco, ese regio cadáver,
el que se pone delante de todos los fotógrafos.
Si has trabajado bien, esmerado, si has ido a los almuerzos y sepelios, si has
besado a la viuda su guante de perfume, o algún gobierno afín te ha dado premios, si
has escrito despacio, llegando a todo el mundo, te conceden un tiempo de exquisito
cadáver, la gloria te besará como a un abuelo y hasta te harán descuento en los
ferrocarriles.

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ME leen diariamente un millón de personas, despliegan el periódico como un pájaro
muerto y buscando mi firma, dan conmigo. Lo mío es lluvia fina, como dijo el
político, una prosa diaria que cala en las costillas, una burla del tiempo, una crítica
amable, una chica que pasa, un beso a una lectora.
Un millón de lectores me buscan a diario, y yo mismo no sé qué es lo que buscan.
La mañana anterior, cansado y triste, encendí una fogata de palabras, una hoguera
pequeña que ha crecido hasta el cielo, y luego, al día siguiente, casi a la misma hora,
la gente en la lechería, en mitad de la calle, en un autobús lento, se calienta las manos
con mi fuego ya impreso, o se dan en la cara, como un after/shave nuevo, mi loción
de palabras, mi olor a tinta china y a verdades sencillas que cuelgan de la vida.
Tengo muchos lectores, eso es cierto, gente que saca melones a la acera, señores
con despacho que comparten la risa con su puro, este Umbral lo que dice, es que es la
leche, y colegialas que se pasan mi teléfono escribiendo en un margen del periódico.
O esos políticos del huecograbado que agradecen la cita y recelan de un verso,
malos amigos de los adjetivos, por un solo adjetivo te condenan, y con una metáfora
les matas.
Sigue mi lluvia fina, día tras día, hasta el rey me confiesa que me lee. No quiero
decir nada contra nadie sino jugar un poco con el muerto, decir quién le ha matado,
en qué sitio le duele, adónde va la sangre de los jueces que se cortan la oreja con un
folio.
La prosa en rebanadas con que escribo alimenta a los más madrugadores y luego
vienen cartas, bellas cartas donde siempre una hache se ha volado.

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ESTA mujer que viene a casa, oriental y silenciosa, lleva unos días guardando luto
por el gran jefe que se le murió en su país, país del que tuvo que huir, como siempre
se huye del hambre y la muerte. Todavía joven, se ha envuelto la cabeza en un trapo
negro y el cuerpo en una chaqueta negra. Sólo una falda de un azul sombrío altera o
completa su conjunto. Ya de niña hizo un trabajo de esclava que le ha deformado el
cuerpo para siempre, se integró o la integraron en la economía de la esclavitud, que es
la que regía y rige en aquel país. España fue para ella una liberación melancólica,
pero aquí ha encontrado amor y trabajo. Sin embargo, está viviendo entre nosotros su
luto interior, su dolor fino y callado.
Imposible un diálogo con esta mujer sin otro carácter que el fanatismo, sin otra
moral que la sumisión. Llora al tirano que la arrojó de su patria, pero nos separan
siglos de cultura o incultura y yo no puedo explicarle que la religión y la esclavitud
son una misma cosa, que ella no nació esclava ni pobre ni rica ni destinada a nada ni
a nadie, que ella nació libre y lo que llama destino es su tirano. Él ha sido el destino
de millones de seres que se creen predestinados. La mayor parte del planeta está
cubierta por la tiña de la superstición. Los países democráticos y civilizados no
hacemos nada por arreglar eso, pues hay pactos con los oscuros déspotas que ofrecen
multitudes, mano de obra barata, esclavismo sin culpa, a los occidentales.
Más el oro negro y simplemente el oro.
Pero ella, esta extranjera de volumen silencioso, tiene situado a su jefe, muerto o
vivo, en el ámbito de lo religioso, en la región menos frecuentada de su persona, y no
acierta a vincularle con ningún mal terreno (aunque sí con el bien: profundo
irracionalismo religioso).
Su rey era un agente del cielo, era el cielo mismo, un dios condescendiente. Así
les educan legendariamente para luego servirse de sus cuerpos y sus almas. El
catolicismo no está tan lejos de eso. Hoy, la dialéctica marxista y la capitalista están
fracasando en el Tercer y Cuarto Mundo porque esos dialécticos no contaban, como
no contó Marx, con un agente que no era económico sino sobrenatural. El fanatismo
es la plaga tardía del siglo XXI. Esos pueblos dormidos tantos siglos, despiertan no a
la vida sino a más muerte. Mi criada oriental, paseando su luto azul y negro por la
casa, es una primera imagen del futuro. Irreal como una vidriera.

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¿LLEGA el escritor a odiar la literatura? No lo sé, pero hay días de hastío, de
cansancio, de sobresaturación. ¿Por qué no abandonar el pensamiento y las palabras,
si ya has escrito tanto, para vivir la vida que te queda?
La noche, las mujeres, el alcohol, la desnudez y la fiesta, el cuerpo, el cuerpo.
Hagamos la experiencia una vez más. Así como hay un sobre/trabajo —plusvalía—
que es denunciable, hay un sobre/pensamiento que es ya un estéril pensar el pensar.
Parece fascinante arrojarse hacia fuera del cuerpo, arrojar el cuerpo hacia fuera de su
sistema de costumbres, rutinas y compromisos. Todavía restan unos años de fuego y
sexo, de velocidad y risa.
Pero la gente exterior dice refranes, apiña las uñas para decir que la fiesta estaba
así, ha resuelto con tópicos las cuestiones más apasionantes del pensamiento como
juego. De pequeño, si querías merienda en la excursión, tenías que llevarla tú. Ahora,
si quieres ingenio en la gran cena, tienes que ponerlo tú. El oro es aburrido, el lujo es
letárgico, la abundancia sin gracia no es más que mercancía.
No hay salida.
Va uno aguantando, pero antes o después tendrás que volver a los libros, a tus
odiados intelectuales, a vivir la carne como una huida del texto y a gustar el texto
como el verdadero reposo del guerrero. Aparte el episodio amoroso, la vida social es
un carrousel vacío donde los muertos más populares giran inmóviles, envejecidos.
Realmente, su muerte es vulgaridad, su vulgaridad viene de que siempre han estado
muertos. La única autopista al futuro es una vagina joven. Y luego vuelta a las ideas,
ya sin la esperanza de pensar nada nuevo, de escribir nada estupefaciente, sino como
refugio, choza del intelectual en el bosque urbano de la vulgaridad bien educada.
De momento, trabajo en este libro. Escribir un libro es una aventura interior. No
importa el final ni la salida. Importan las maniguas recalentadas que uno va cruzando,
el pensamiento selvático y la espera inconsciente de una llamada femenina de paso
hacia el crepúsculo.

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AH tú, la vieja amante, hoy dispersa en culebras, el tiempo ha hecho una máscara
sobre tu rostro ofidio, cae una sombra mala sobre tu risa falsa, reinas en las palabras
como en tu gusanera, las palabras que salen de tu boca no llegan a la gente, se te
enredan al cuello, eres un gran silencio que profiere lenguajes.
Ah tú, la vieja amante, cuánto cobre mentido en tu cuerpo desnudo, qué viejas
cicatrices, como de cimitarra, te ha deparado el tiempo, tatuando tu hermosura. Ah
tus ojos pequeños, tus pequeñas mentiras, tu pequeña vileza, que asoma entre tus
dientes, ese sapo en tu cuello, largo como tu cuello, que nunca has acabado de arrojar.
Ah la maldad estúpida, la que no vale nada, no la maldad hermosa como una
ópera que canta en las mujeres que yo he amado: lo tuyo es calderilla de mentiras y el
tiempo no te ha dado grandeza ni destino, el mal nunca te ha dado majestad, los
dones negros de su dinastía. Te depuran los años, afilan tus puñales, pero nada has
cambiado, mujer de boca dura. Cuando el mal se acantona, cuando no resplandece
más que el bien, cuando el mal es un crimen cotidiano reptando entre la cama y el
pasillo, entonces, planta seca, cuerpo o roca, los pecados te cubren de monedas y te
repites ya, como soprano loca, repitiendo tu olvido, tus mentiras, cantando el aria
muda de tu odio.
Ah el mal así investido de tu cuerpo, parra ya para siempre endurecida, toda la
vieja sangre bordada entre tus pechos, todo el amor inútil a ti misma, calcificado sexo
entre tus muslos, una vagina de oro donde ahora crece el trigo de los muertos.
Ah tú, la vieja amante: ¿morimos en los cuerpos que quisimos o son mortaja lenta
que aún espera? ¿Vivimos en los asiáticos cadáveres de las muertas que apenas nos
maldicen?

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EL sexo, a veces, nos conduce a habitaciones asirias, o a altísimos pisos donde hay
una niña en llamas con orejas de gato, hamsters que se comen la cola unos a otros, y
perros venerables, como fedatarios, que piensan largo rato lo que se les dice. O perros
incunables, incurables.
El sexo, a veces, nos lleva a prostíbulos ciegos donde acariciamos culos
suavísimos como estíos maduros. Son mujeres que orinan inconsolablemente. El
sexo, a veces, nos lleva a vaginas enanas, una vieja muchacha de aspecto mineral,
con el ombligo destrozado por el pene de un pájaro.
Hay alcobas de memoria azul donde alguien amortaja nuestro pene como una
frambuesa revenida. Y ya somos para siempre prisioneros de un peine de mujer,
víctimas de un cepillo femenino, cómplices de un viejo reloj, latonero y verdoso, con
algo de guitarra donde viviera un pez con escamas de horas, en el agua del tiempo.

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TODOS soñamos siempre nuestro crimen. Todos pensamos un crimen perfecto,
decisivo, como se piensa un poema o un amor. Ese crimen que completa o libera
nuestra vida. Todos soñamos siempre un crimen, lo soñamos despiertos, lo
perfeccionamos día a día, durante años, siglos, cerca o lejos de la víctima.
Y afilamos cuchillos, sacamos navajas o tijeras a la luz de la luna, imaginamos
armas muy brillantes que hermosean la muerte, un estampido de silencio o un lento
filo de oro navegando las aguas de un cuerpo, hasta dar con la proa en el corazón.
Todos tenemos nuestro crimen larvado, político, nuestro viejo proyecto, un último
gesto de odio acuñado con amor, una tranquila decisión violenta, ese cuerpo que ya
flota, como enorme magnolia o rota luna, en el agua agazapada del estanque, agua
que se retira como sangre, como animal herido.
Vivimos nuestro crimen, lo pensamos despacio, vamos cambiando de proyecto, o
insistiendo en lo mismo, ultimando detalles como un novelista. Crimen cuyo motivo
ya hemos olvidado, hay que matar a alguien muy concreto, no sabemos por qué,
cambia el motivo pero no la víctima. Y eso es lo que hace obsesivo y sagrado nuestro
crimen: que vamos depurando un cadáver viviente gracias a las afrentas sucesivas,
inventadas. No hay nada que vengar, el tiempo ejerce sus sutiles venganzas, pero el
muerto tiene ya cara de víctima, su existencia, su roce con nosotros, el espacio que
ocupa en la noche o el día, mansamente, es una provocación, un signo, es una muda
invitación al crimen.
Todos tenemos una víctima. No sabríamos vivir sin ella. Y el tramar ese crimen,
las noches desveladas plateando metales, las dagas imposibles del bellísimo crimen,
todo eso es lo que nos va matando, de lo que vamos muriendo. Moriremos de nuestro
propio crimen, jamás consumado. Anacrónico.

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EL automóvil atraviesa el bosque, hacia la ciudad, a marcha moderada. Cientos de
mulatas negrean entre los árboles. Van desnudas, con mínima lencería blanca sobre su
piel ceniza. Sus pechos casi rozan los cristales del coche. Están ahí noche y día
esperando al cliente, esperando el dinero de la droga, que las llevará a más droga y
más prostitución. Son como ánimas de ese Purgatorio que ahora dice el Papa que no
existe. Están entre los árboles, con bolsero y tacones altos, insólitas como los
desnudos urbanos de Delvaux.
La ciudad crece en medio de un bosque. La capital de la libertad crece dentro de
un anillo oscuro de esclavitud y enfermedad. La libertad que el hombre otorga al
hombre, y a la mujer, no pasa de las afueras. No va más allá del casco urbano. Somos
ciudadanos de la libertad en nuestros altos pisos con moqueta. La moqueta crea un
silencio igual a sí mismo que nos parece el clima perfecto y conseguido de la
civilización y la cultura. Pero tres kilómetros más allá está la esclavitud, el infierno
de la mujer en figura ridícula y patética de desnudo ciudadano. En plena libertad
sexual la sexualidad busca estos aliviaderos. En la raíz profunda de los rascacielos
hay un bosque —todo el bosque es raíz— de miseria, carne triste, droga sucia,
prostitución y sangre.

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HOY me ha mirado un perro como preguntándose por mí. Era un perro negro,
grande, ya un poco viejo, sin otra nobleza que la edad. Un perro de alguien, sin duda,
un perro de otro, que repentinamente se ha interesado por mi persona. Quizá es el
perro de un amigo y eso basta para que él me considere continuación difusa e
interesante de su amo.
Qué dulce curiosidad en la mirada del perro, qué añosa gravedad, qué dignidad de
persona que no tienen las personas. Nunca otro humano nos mira así. Entre los
hombres sólo nos cruzamos miradas furtivas, o de momentánea alegría, miradas de
superficie, más o menos mentidas. Miradas inquisitivas. Al perro, en cambio, se ve
que le interesa todo de mí. Me mira a los ojos largo tiempo y espera que yo le
corresponda con una mirada igualmente honesta, honrada, profunda, interesada,
curiosa, digna. Con una mirada perruna.
No hay entre las especies, y menos en la humana, un ser capaz de mirar así, con
tan respetable interrogación, con ese brillo de posible amistad que hay al fondo de sus
ojos negros. Quizá piensa el perro si soy digno de él, de su cariño o de una relación
de hombre a hombre, de perro a perro.
Me ha conmovido la mirada del perro, su distante y profunda observación. Ahora
comprendo que nadie me había mirado así jamás, y estoy al final de mi vida, como él,
quizá, de la suya. Del fondo vil del hombre jamás puede nacer una mirada semejante.
«Ya no se mira así», dirían los nostálgicos. Pero nunca se ha mirado así.
Hace falta mucha humanidad dentro para mirar como un perro.

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LA voz de Claudia en el contestador automático. Voz de niña crecida, voz muy
femenina, con ese fondo de dulce ronquera que es todo el erotismo de una voz de
chica. Deja su recado para el que llame, y lo deja con velocidad, con pueril urgencia,
pero con claridad y gracia, con la seguridad de los pocos años. Ah ese laconismo
juvenil, esa seguridad que luego se pierde con la timidez, que en realidad es cosa de
adultos.
Claudia tiene lo que llamaríamos una voz de Serrano, pero es de provincias y
nunca ha vivido en Serrano. Más que un estilo local debe ser un estilo generacional
de hablar. A partir de su voz puedo reconstruir su cuerpo, hacer paleontología de su
alma y su persona. Claudia es alta y bella, de una perfección casi tópica, parecida a
todas las modelos de todas las revistas. Pero no es verdad, no hay dos seres iguales y
es preciso conocer a Claudia demoradamente para ir viendo cómo se siluetea su
personalidad y ella no tiene nada que ver con nadie. Sólo existe lo único. Lo colectivo
es una ilusión óptica, aunque el siglo XX haya hecho tanta filosofía colectivista, para
bien y para mal.
Lo que más personaliza a Claudia son sus ojos azules y claros, en los que de
pronto se entorna una sombra de lujuria intensa y perezosa. Mira a los hombres
directamente, por la calle, y un día me confesó —no era una confesión, no era nada
secreto para ella— que le gustaría pasar por la experiencia lésbica. Otro día, paseando
por el Retiro, pasamos por delante de uno de esos conjuntos juveniles, de ropa
desvariante, que se avecindan en un banco cualquiera, chicos y chicas, y hacen
música para el público, dejando un pañuelo rojo en el suelo para recibir las monedas.
La vocalista, digamos, era una chica más bien gorda con un micrófono en la
mano, que se agitaba mucho. Claudia la miró largamente y la otra le hizo
obscenidades e invitaciones con la lengua. Claudia se cogió de mi brazo como para
recuperarme, casi como una esposa mirada osadamente por un militar antiguo. Pero
de ella había partido la provocación. Yo creía que sólo a Marcel Proust le había sido
dado asistir a escenas de lesbianismo, y, proustianamente, mi mayor escándalo
silencioso fue la dulzura cínica con que Claudia se acogía en mí, como niña asustada.
«Me ha hecho cosas horribles con la cara», dijo. Y en seguida me hizo cruzar
hacia el estanque, en cuya orilla los patos empezaban a dormir de pie, en un atardecer
lleno de paz y luz plata. Después del atrevimiento procaz, el recurso a la ingenuidad
blanca de los patos, que sabe que a mí me gustan. Los contemplé enternecido, como
siempre, pero ella estaba purgando su pecado.

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TODO lo que yo toco tiene un resol de muerte. No escribo este libro para despedirme
de las cosas, pero en mi escribir hay un tono de despedida que, cuando lo invade la
alegría, tiende al suicidio.
«El hombre es un ser de lejanías», escribió Heidegger. Esta frase tiene muchos
sentidos, como todas las suyas, pero yo le aplico el más modesto y usual. Ir
muriéndose es ir alejándose de las cosas, o ver cómo las cosas se alejan. Así, acudo a
fiestas, tareas, usos cotidianos, inmediatos, y me parece venir desde muy lejos, desde
mis lejanías de hombre que agota a grandes pasos su biografía. A uno le queda ya
poco, pero no poco o mucho de vida o de muerte, sino poco de uno mismo, poco de
lo que fue, de lo que fui.
El moblaje del pasado me afantasma ese pasado, del que ya no viene la poesía. La
alegría circular del presente se renueva cada día en una rueda de cementerios.
Cualquier libro que abra, y por cualquier parte, me sabe a su autor muerto, a un tropel
de amigos que ya no están, a un tiempo y una historia que fueron los míos y se han
secado en el interior del volumen, dándole una cualidad de hueso quebradizo, de
acuerdo con la color que va tomando el papel. El amarillo, gala de los viejos.
Frecuento mujeres jóvenes y adultas. En casi todas veo la muerte venidera como
rúbrica de su belleza. También en las más jóvenes, porque en la joven hay un encanto
último que es lo que tiene de niña muerta.
¿La mujer nos distancia de la muerte, o nos aproxima? Ella no se da cuenta, pero
somos para ella, cuanto más viejos, niños terminales, jóvenes enfermos, y como tal
nos tratan. Pero la alegría social está muy sabia y antiguamente trenzada, de modo
que uno llega a ser el que es en la fiesta o la historia. No, me digo, ellos no me tienen
por viejo, y además eso da igual. Como da igual la muerte. La muerte no es el dolor
ni la angustia ni el miedo. La muerte es una tristeza tibia, un dolor tolerable que se ha
instalado en mi vivir, el horror de mis desvelos, que ya he contado aquí, el demonio
del mediodía, pero en otro sentido. La manera de mi tristeza es sólo mía, me hace
lejano esto que escribo, esto que leo, la gente que vendrá a verme e incluso la que no
vendrá. Hay un verano de vocación otoñal en mi vida, un agosto de traseras nubladas,
una lejanía de cosa ya vivida.
He perdido la actualidad. He perdido la actualidad y eso es mi muerte. ¿Cómo se
recupera la actualidad, cómo vuelve un hombre a ser actual? No joven ni bello, que
eso son primores, sino actual.
Todo lo que toco tiene un resol de inactualidad. Se diría que voy contagiando las
cosas de pasado, con mi mano. Hay una tristeza opaca en tanta vida acumulada. Y esa
opacidad que se ha establecido entre el mundo y yo, esa miopía de la memoria, es lo
que me mantiene a distancia, como ser de lejanías o postrimerías, por más que rondo
los mercados, la mañana, las noches estivales, azules como un piano negro. A mis
lejanías voy, como el poeta parafraseado. Hasta que, un día, de mis lejanías no

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vuelva.

ebookelo.com - Página 122


EL fuego, el fuego. Sueño para mi cadáver una incineración, un fuego airoso, una
bandera roja y clara, azul, en el viento alto de la mañana. Qué purificación, qué ala de
ángel, qué astro seré yo, quemante y puro, en el día de mi fuego.
De lo que hay que escapar es de la tierra. La tierra quiere devorar más vida. La
tierra es un mar quieto que quiere ahogarnos a todos, y más tarde nos devuelve, como
el mar, comidos de los tiburones de la arcilla. En lo que hay que escapar es en el
fuego, ese vuelo final, esa hoguera con nombre, la glorificación de una vida en
llamarada, que en seguida será pájaro de ceniza, breve pájaro gris, gorrión del alma.
A mí que me incineren, que me prendan un fuego grande y alto, más allá del
callado fuego burocrático. De mí que hagan astillas metafísicas, que me dejen arder
como un navío, arder en la altamar del día, quemar por una punta tanto azul.
Ese fuego final me redime de todo, en él arden las noches y los cuerpos, las almas
y los pálidos pecados de la sangre, fuego de muchas lenguas, bandera al fin de mi
imaginación, porque sólo fui imaginación, creación de imágenes, y oscuros alfabetos
darán su luz, más luz.

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NOCHE con el viejo amigo, que ha pasado todas las aduanas negras de la edad, de la
vida y la muerte, y hoy, libre del tiempo y del espacio, garabato del diablo, ajeno a la
salud y la enfermedad, vive un presente de soledad y fiesta, adolescente de un siglo,
con la pastilla para el infarto en el bolsillo.
Su vida son o fueron todos los pecados que a mí no me interesan, todas las artes
decorativas que nunca han decorado mi alma, todas las gracias cuarteleras entre
hombres que a mí me han alejado siempre de los cuarteles del unisexo. Y sin
embargo somos amigos. Demonio de falsías, fementido en la alegría y en la lágrima
estética, sólo verdadero cerca de una carne idéntica, tiene para mí la fascinación de
un satanás minúsculo, divertido y eterno: ahí su longevidad.
Vuelve con su cultura y sus viajes, pero detrás de todo hay siempre una candela
del sur que provincianiza sus pretendidos universalismos. La melena blanca, las
barbas de monje pícaro, los lentes de abuelo, la risa inesperada, que siempre asusta un
poco, no sé por qué, pues en esa carcajada aguda asoman los infiernos felices de su
eternidad satánica y mediocre. No come, no bebe, no fuma, vive solo y muy
frecuentado, ha sido paladín de altas damas, y celestino, pero tiene mucho gusto para
las cenefas y para elegir amigas, mecenas y comensales. Disfruta y detenta la
prodigiosa inutilidad del diablo. También sabe elegir las camisas.

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ELEGÍ la literatura como reino fuera de este mundo, como reducto de sosiego y
silencio, al margen de la guerra y el crimen, pero no era verdad.
No era verdad. La literatura está llena de cuchilladas nocturnas, secretos
mediocres, delincuentes con buena letra y meretrices que han arruinado con su lepra
sexual a los grandes poetas. La historia de la literatura es un vasto cementerio que
todavía huele a la sangre derramada de los clásicos y al cadáver reciente del crimen
erudito de anteayer.
Sócrates y Séneca tuvieron que suicidarse por orden superior. Nuestros clásicos
del XVI y el XVII se acuchillaban entre ellos y se clavaron insultos que ahí están, en las
antologías, como testimonio de que uno escribe mejor cuando está dispuesto a matar.
La mejor prosa sería una prosa criminal. Y el verso. A Oscar Wilde le tuvieron
trenzando y destrenzando esparto, en Reading, destrozando sus manos de poeta y
sutilísimo ensayista. Baudelaire es condenado por un libro inmortal e ignorado o
traicionado por el gran crítico de la época, Saint-Beauve. Baroja calumnia a Valle
Inclán, Sawa llama «negro» a Rubén, la Pardo Bazán dicen que mantiene relaciones
esquineras con los grandes hombres de su época.
En estos días, Vargas Llosa ha criticado a los críticos y los críticos han dicho al
fin lo que pensaban: que el peruano es mejor ensayista que novelista. El lúcido
Borges escribió cosas deliberadamente torpes contra García Lorca y tantos españoles.
Eliot saquea a Joyce y a Pound, los surrealistas definen a Anatole France y a Barrès
como «cadáveres exquisitos», Althusser asesina a su mujer, la asfixia, a Nerval lo
cuelgan de una verja, Virginia Woolf se suicida, Byron se acuesta con su hermana…
Tres puntos suspensivos como tres gotas de sangre. Cuando yo empecé a hacer
literatura en los periódicos, me dijeron que era muy bueno, pero que era siempre
igual. Unos críticos han consagrado mis libros y otros han deseado por escrito mi no
existencia corporal, mi inexistencia no sólo literaria, sino física. Todos han elogiado
mi estilo por ocultar mi pensamiento. Cuando algún filósofo ha reparado en mi
pensamiento —Marina—, nadie se ha hecho eco. Una amante muy literaria me dijo:
«Tus libros me parecen todos el mismo y con el mismo título.» Un director de
periódico, a mis cuarenta y tantos años, me dijo que yo estaba «muertecito». Pero en
los veinte años siguientes el muertecito ha escrito sus mejores cosas y ganado sus
más ásperas contiendas. Tengo en la memoria cicatrices de todos los que van armados
por la literatura. El discípulo amado pronto trueca su discipulazgo en rencor. Tengo
tajos en el alma de todos los jefes de grupo. La tribu literaria es la más salvaje e
irritable de todas las tribus urbanas. A mi vez, conozco a mis damnificados y no me
arrepiento.
He sufrido condenas de silencio largo y conjuras de frivolización, incomprensión
o estupidez. La única realidad, la gran paz dentro de esta tribu es la paz laboral de
sentarse al sol, a la puerta de casa, a escribir sobre la belleza del mundo, de una mujer

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o de una palabra. Sin rencor, o purgado de todos los rencores por las enseñanzas de la
edad, uno escribe su escritura, escribe la escritura, como la vieja que en cuclillas hace
el guiso pobre para los perros, sin saber siquiera si pasarán los perros a comerlo.
Basta con el placer de guisar.
En el silencio vertiginoso de esta mañana de agosto, cuando la luz es todavía
verde, cada perro literario se lame su cipote y yo me doy saliva en las heridas, en las
viejas cicatrices, consciente de que la batalla de la cultura sigue por ahí fuera, con
ruido y furia, cada vez más lejos de mí, que escribo el escribir como el pintor
abstracto pinta el pintar, luz gloriosa que amo, inicial o final, de una prosa o un lienzo
que ya no dicen nada sino que son. Que mi palabra sea y yo me coma el guiso de los
perros.

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ME ha llegado tu voz (telefónicamente) por el revés de los mares, y con ella (un
francés juvenil y versallesco), recuerdos de un invierno que secó todas las fuentes, de
unos jardines tristes donde Madrid acaba, esa infame manera de agotarse la vida que
hay en los arrabales de aquel cielo. Una tristeza como belga ocupaba tu vida y
veíamos un fondo de faisanes muertos al final del suburbio y su luz polvorienta.
Sólo tu cuerpo blanco, del tamaño del día, daba luz y grandeza al vasto
cementerio de las fuentes, sólo tu gran desnudo, ese tropel de carne recorriéndote,
ponía actualidad en la honda tarde. Éramos los amantes de condición doliente,
éramos un destino realizándose, éramos un encuentro textual y repetido que agotaba
las páginas del cielo, aquel viento maligno, la mala vida de los pájaros.
Todo tuvo ironía en tu amor de veinte años, doña Simone Beauvoir nos miraba en
su libro, todo tuvo dulzura en tu atlético beso. Hasta que los viajes, como sutilísimas
traiciones, nos fueron separando, nos fueron alejando de aquella fuente sola donde al
fin orinaban los borrachos.

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«EL robo es la contestación al trabajo», escribe Lefebvre. (Al trabajo alienante, se
entiende.) Siempre me ha fascinado el robo, en el sentido de Lefebvre y en otros. Por
ejemplo, el robo como acto gratuito, gideano. El robo innecesario (tampoco el robo
cleptómano, enfermo). El robo como adorno de la vida, como voluta de la vida social.
De pequeño robaba fruta, calderilla, libros, como todos los niños. Y hubiera
seguido robando toda la vida, hasta que tomé conciencia de que eso era peligroso,
delictivo, incómodo. Hace pocos años escribí una novela sobre el tema, La forja de
un ladrón, para ganar un premio, para «robar» un premio. Y lo robé. Es uno de los
premios profesionales que más quiero, no por razones literarias sino biográficas. Fue
una modesta manera de dar forma a la fantasía infantil del robo.
El robo, como acto gratuito, nos lleva al suicidio, que es el acto gratuito por
excelencia. El suicidio inexplicado e inexplicable, no el suicidio por miedo,
enfermedad o dolor, pues aquí la muerte se torna utilitaria como consuelo, remedio o
punto final que se pone a lo que no lo tiene. He conocido escritores que robaban. En
una sociedad más abierta, al escritor debiera permitírsele robar. Todo lo que hace el
escritor es literario y el robo es literatura «concebida» o literatura vivida.
Amo el robo limpio, escueto, nocturno. La noche es la patria de los ladrones. No
me interesa, ya digo, el robo vindicativo ni el robo por necesidad. El robo debe ser
poesía en acto. Mejor que cantar una joya en un poema, robarla. Viene a ser lo
mismo. El artista sólo sabe moverse por razones artísticas. No sé si esto lo entienden
los jueces.
Suicidarse es robarse la propia vida. En el robo hay una suerte de dandismo. El
robo, además de lo que dijo Lefebvre, es la contestación a la norma. A la Norma. Se
roba por alterar la Norma, por contrariar la vida, por interrumpir la corriente tediosa
de lo razonable.
Robar como roban los niños, sin hambre, ni gula ni avaricia. Ellos roban fruta y
uno quisiera robar manzanas de oro y plata, ésas que veo todas las noches
alumbrando una cena. El robo del niño es un acto lírico. Roba por inercia y por etnia.
El hombre lleva quizá millones de años robando. El chimpancé, nuestro prólogo
antropológico, toma las cosas directamente. Ignora lo tuyo y lo mío. Y el robo, hoy,
tiene la poesía que le viene de la gratuidad del mono. Todo robo no utilitario es un
poema que está entre el mono y el dandy.

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CIEN años de Borges, o los que sean. Borges nos fascina porque le resta toda utilidad
a la cultura y la deja en juego, lo que realmente es. Se soportan las erudiciones de
Borges porque no pretenden probarnos nada, sino resolverse en una sonrisa.
Borges ha escrito uno de los mejores castellanos del siglo, pero siempre en contra
del castellano. Es una contradicción dandy que los opacos le rechazan. A uno le
apasiona asistir a la lucha de Borges contra un tigre de palabras que pretende
desbaratar, pero que le hechiza como todos los tigres. Su lirismo es tan intenso que
hace pasar por narración lo que no son más que metáforas. Así cuando crea ciudades
imaginarias: «Torres de sangre, tigres transparentes.» No ha construido nada sino dos
hermosas metáforas, que yo prefiero, desde luego, a la épica de los constructores de
ciudades y los constructores de novelas.
Borges es un escéptico irónico y dicen que el escepticismo es de derechas. Pero lo
contrario del escepticismo, el fanatismo, es fascista. Borges es un genio absoluto
porque es capaz de quemar un concepto en una sonrisa. Esto cabrea mucho a los
filósofos de escalafón, pero es lo que el escritor —Voltaire, Montaigne, Cocteau,
D’Ors, Borges— tiene sobre los demás hombres: la caligrafía de la sonrisa.
LA gata dibuja ochos entre mis piernas desnudas, terciopelo transeúnte, trapo con
ojos, delicioso juego de la mente oval del felino, que me emite señales de ternura, de
amistad, de complicidad, desde su presente absoluto y puro, desde su eternidad de
vida al sol, jamás ensombrecida por la muerte.
Detrás de cada ocho, la dulce rúbrica de su rabo.

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EN la fiesta ciudadana, en la noche cortés, si hay muchas mujeres jóvenes, sólo
percibo como un jardín de coños, una evidente floración de sexos femeninos que
están ahí, al final de la seda y la piel, tras la gracia leve de una lencería, vivos o
adormecidos, unánimes como las rosas, perfumando el pensamiento más que la carne.
No puedo pensar en otra cosa. Hablo, bebo, río, juego, me comporto con
«maneras delicadas» (de un cronista), pero la presencia de los sexos femeninos es
fehaciente y amarga como la presencia de las estrellas o las joyas. ¿Sentimos todos lo
mismo? No hay urgencia ni violencia en este sentimiento. Sólo una verdad poética y
clínica que es el fondo o la superficie de la fiesta.
La vida social es una congregación de coños que llegan a mi indiferencia por muy
habituales o por muy incógnitos.
Nuestra realidad siempre nos traiciona.

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HE matado, he traicionado, he mentido, he trabajado mucho, tengo en las manos la
tinta de los crímenes, tengo en mis libros la sangre seca de mis profanaciones. Todo
lo he hecho por conseguir esto, este ramo de silencio que ahora es mi vida. Nunca he
buscado ni esperado ni querido otra cosa. Hoy lo sé. No era poder lo que disputaba, ni
gloria ni dominio ni fama ni dinero. Sólo este ramo sagrado de silencio en la mañana
fluvial, en la tarde cansada, rosáceamente cansada. Tras de las altas puertas de hierro
negro, con ligaduras de flor, con almenas de cielo verde, vivo en mi ramo de silencio.
Ni sexo ni libros. Sólo este monacato del incrédulo, esta infinita paz que no es
pariente de la vida ni de la muerte. Todo lo que soñé está en un poliedro de cielo,
aquel cielo del chico soñador, que es este cielo. Ramo de tardes purísimas, posteridad
anónima de mi vencido cuerpo.

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PERO la insidia llega hasta aquí, a veces, la insidia es la flor maligna de agosto. Mi
ausencia de la actualidad, mi ausencia de los periódicos, mi retiro, deja un vasto
espacio o unas garitas privilegiadas donde se engaritan algunos mediocres, los hijos
verdetiña de la envidia, los que aprendieron de mí lo peor, quienes nunca entendieron
lo mejor.
Esta floración ávida y sequiza de agosto me permite comprender lo que será mi
muerte, la fiesta de los débiles, un agosto de varios meses donde me tendrán expuesto
como cadáver exquisito, poniendo en oferta mis cuatro cosas, mis cuatro ideas, mis
cuatro imágenes, alguna metáfora que involuntariamente completa el mundo.
La luz crudiza de agosto, la luz que deja mi ausencia, ilumina lo que ellos y ellas
tienen de urraquizo, su alegría acre, su triunfo quincenal, vienen de toda España a ver
mi cuerpo tendido, a tocar el palillero de mi pluma, leyendo del revés mi caligrafía
por ultimar un postrer robo, probándose adjetivos como se probarían pendientes.
Y no hablo necesariamente de escritores. Hablo también de los que hilan su
envidia todo el año, de las que se peinan la melena con la pistola de matarme.
Hasta aquí llega el apogeo triste de unos cuantos amigos y enemigos con banderas
cruentas de periódico que no hacen sino anticipar, como he dicho, lo que será mi
muerte, mi desaparición, el funeral que me preparan, con orla de champán, la romería
de mis asesinos, que luego se repartirán mi prosa, harán astillas de mi sintaxis,
beberán mi pensamiento sin paladearlo, como un trago de sangre, sintiéndose ya
dueños de unas abundancias literarias y personales que siempre codiciaron. Sólo les
falta consumar su fiesta enterrando mi nombre político (porque habrá muchos
políticos) en la angostura de las hemerotecas, descatalogar mi corazón y mis ideas,
iluminar de alcohol un libro mío y tirarlo ardiendo a la otra orilla del cementerio.
Cuando crean que no he existido, tendrán paz.
Pero será también mi paz.

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DESPUÉS del amor, le pido a la muchacha su braga blanca como amado fetiche. Una
vez en el taxi, ya solo, volando por la autopista, echo la prenda por la ventanilla. La
braga vuela en la velocidad como un murciélago blanco, que son los murciélagos de
Dios.

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HAY una transformación silenciosa y lenta que se ha ido operando en mi casa, y
sigue el proceso. Al principio la decisión fue inconsciente, pero ahora es muy
deliberada. Me refiero al cambio de los abundantes cuadros que llenan las paredes,
hasta las de la cocina. Siempre fueron figurativos malos o buenos, generalmente
contemporáneos, obra de pintores famosos o mediocres, pero que han ido teniendo en
la vida esa generosidad de irme regalando un cuadro o haciéndome un retrato. Bueno,
pues ahora casi todo lo que tengo a la vista es abstracto.
Empecé un día a preferir un abstracto sencillito a un buen bodegón. Luego ya,
sistemáticamente, sustituyo los bodegones y los retratos —hasta los míos— por una
abstracción cualquiera. No soporto hoy el cuadro de Historia ni el retrato de
antepasado ni el cuadro con argumento. Me parece insoportable eso de estar toda una
vida mirando la misma escena, el mismo señor de capa, que parece ya de la familia,
la misma marquesa o mi imagen de juventud. Como no soportaría nadie el cuadro de
las lanzas en el cuarto de estar. Los grandes cuadros son para verlos un rato en el
museo, una vez al año. Luego que se vayan todos esos señores con sus lanzas. Tiendo
a eliminar la Historia y quedarme con unas abstracciones desvaídas que sosiegan
mucho más. Incluso creo que, por mí, llegaría a dejar las paredes desnudas, que es lo
que me gustaba del cine de Antonioni.
El que no repara en las calidades de una pared desnuda es un miope mental.
Cuando haya operado la sustitución total del figurativo por el abstracto viviré mucho
más tranquilo y sedado, dormiré mejor, se me ocurrirán más cosas. No soporto ya las
abrumaciones del óleo realista o expresionista o impresionista. No creo que esa
pintura esté hecha para verla todos los días. Que la pongan en una oficina para que se
llene de humo.
Prefiero imaginar cielos, mapas, grecos, en un cuadro abstracto, a que me den los
paisajes, los cielos y los grecos ya hechos. Esto que digo no es crítica de arte, claro.
Es mera decoración. En un cuadro está pasando siempre la misma cosa, que es ya
como una escena que pasó en nuestra familia. No quiero más escenas, ea.
A medida que el abstracto gana lienzos de pared, la casa se aclara y respira mejor.
Todo parece nuevo, optimista, intemporal, intrascendente. Pero sé que esta variación
corresponde a un estado interior mío. Ya no creo en las cosas, ya no creo en la novela
de la vida (apenas leo novelas), tengo bastante con la gente de la calle como para
meter gente pintada en mi hogar. Hay como un cansancio biográfico en mí, un cierto
asco de las historias y de la Historia. Prefiero partir de cero cada mañana. Soy el
hombre que —como todo viejo, quizá— se va desnudando de la memoria.
Soporto las historias en mi biblioteca porque están dentro del libro y no se ven.
Este vacío, esta casa llena de vacíos, que son los cuadros abstractos, uno diría que
equivalen ya a un vacío del alma, a una saludable oxigenación de la memoria. En
todo caso, escepticismo, caída del historicismo en mi formación, esteticismo, un

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segundo esteticismo de la vejez que vuelve como un amor. Me interesa la pura prosa,
la pura idea, pero no soporto el asunto. Eso es el muerto que se desentiende de la
vida, de los líos de hombres y mujeres. El cuadro abstracto, cuanto más puro y
absoluto, más me reposa y alegra.
Y, contra lo que pudiera parecer, más literatura me sugiere.

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ME llega, lejano y repetido, el fragor de las fiestas, de esa gente que fue mi gente,
caballeros privilegiados y damas de resol que bailan al atardecer en los salones del
mar. El mar, esa gran farsa, el mar de los puertos privados, caros y tediosos, las
penínsulas de oro, los pobres arribistas que son apenas lo que un día fui yo: jadeo de
vivir, un vivir de puntillas, la confusión de la gloria con el gran mundo, el mar, ese
privilegio que no es el mar, sino una orilla de oro y podredumbre, toda la ropavejería
humana de Madrid repetida en los espejos del agua.
Me llega la banal banalidad de lo vano, que un día soñé y que en seguida se
entrega, tediosa, senil y con el perfume confundido, me llega lo que he dejado atrás
por tedio, por cansancio, por dignidad intelectual —ah la inmensa ignorancia de esas
criaturas ágrafas y lujosas que intentan hablar como lo intentaría un pavo real (son
pavos reales) y no hacen sino graznar como han graznado siempre.
La gloria del mundo no se merece ni las cuatro frases despectivas que se han
hecho sobre ella. La gloria del mundo —del gran mundo— no es nada sino una nada
que está al alcance de la mano.
Desde mi ramo de paz y silencio, escribiendo este libro inútil por lujoso, lujoso
por inútil, considero el mundanismo que ha sido mi vida, el largo equívoco entre un
esmoking y un idioma, entre ir vestido de pajarita o ir vestido de versos, los
andrajosos versos de los grandes poetas. Lo más inútil de esa farsa es lo repetitivo, la
identificación de un año con otro, siempre los mismos diminutivos, siempre la misma
tristeza elegante de los caballos, que son los más sensatos de la tribu y recuerdan
perfectamente que este juego se viene repitiendo, por falta de imaginación, desde el
otro año y el otro y el otro.
Los caballos y yo lo sabemos todo de esta gente, su fastuosidad de joya puritana,
su incestuosidad de novela católica, las mil repeticiones mediocres de La Regenta,
todos con todas y todas con todos, la consabida y eterna farsa que el mundo consiente
por agosto, que el mar consiente abriendo sus salones al viejo vals de una pedrería
humana que se cae a pedazos. Todavía van los recién llegados, el parvenu con un
abuelo rebeco. Ah el aburrimiento del oro, el oro está siempre aburriéndose y yo hace
tiempo que dejé de participar en la continua fiesta del oro, por si era falso.

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EL gato emite silencio. Miro la avispa, al mediodía, serrando un milímetro de carne
con sus dos serruchos laboriosos. Se lleva una tajada minutísima, por el aire, hacia el
sol secreto de las avispas, y vuelve a por más. Ya le he dado destino a su día. El
gorrión se baña en la fuente, se refresca, y luego sale huyendo hacia lo azul. El
gorrión es ladrón de agua, robador del frescor del día. La paloma es poesía y resorte.
Abierta y volando es un ave modernista. Caminando, o parada en una rama, es un
juguete mecánico. Los perros puntean el silencio y lo dejan cruzado de mensajes, que
son sus ladridos correspondientes y correspondidos.
La babosa viene a veces adherida al periódico que tiran sobre la hierba, por
encima de la tapia. A la babosa la pongo en mi mano y se abre paso entre el vello con
ilusión de manigua. Cuando le hablo, mínima, eriza sus dos cuernos blancos y
finísimos, sus antenas/ojos, se orienta y sigue, hasta que la deposito en una hoja
verde, que supongo es su hábitat, donde se hará caracol.
De dónde esta atención tardía a los animales, a los bichos, este descubrimiento
espléndido y pequeño de su lucidez, su afán de vivir, su presente redondo. El hombre
ha levantado mitologías en el cielo, dioses grandes, de una musculatura retórica, o ha
erigido a otros hombres en esfinges con magia y destino, pero raramente ha
descubierto esta mitología breve y populosa de los animales, que cuando son grandes
se combaten y cuando son pequeños se ignoran.
En mi afán por huir de lo humano peor, de los destinos consabidos, he venido en
descubrir que la verdadera y realísima mitología son los animales, del tigre de Borges
a la babosa que transita mi mano, como un continente, mientras leo el periódico. Sí
hay vida feliz en la tierra, sí hay una manera compartida de crear el presente duradero
y es la de las fieras, los insectos, las aves, los peces, los felinos, los cánidos, esa
hermosa y presentísima verdad hecha de fuerza egregia, minucia alfabética, gladiolo
del cielo, ave, chispazo del mar, pez, musculatura de oro, pantera, humanidad
cabizbaja y sentimental, perro.
Todos ellos siguen en el paraíso terrenal, que es el mar con la selva, y lo traen
hasta nosotros en el hocico húmedo, en el mosconeo de oro, en las alas tendidas, —ah
Virgen desplegada—, sacratísimas.

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DE la superstición del tiempo le vienen al hombre todas las zozobras. Pero el tiempo
no existe o el tiempo somos nosotros. Yo me inclino por esta segunda fábula.
Sin nosotros no habría tiempo ni señal ni figura del tiempo. El tiempo somos
nosotros quiere decir que el tiempo es nuestro. El tiempo es lo que nosotros hacemos
con el tiempo. Cada uno tiene el suyo. El tiempo es largo o corto, creador o disipado
según uno mismo. No somos náufragos en el río del tiempo ni el tiempo nos roza
indiferente, como en Heráclito. El hombre es productor de tiempo, generador de
tiempo, como la catarata es generadora de electricidad.
Todo nace de alguna energía, como sabemos, y sólo la energía humana hace fluir
el tiempo. He hablado en este libro de los animales en su presente absoluto. En ellos
vemos claro que no generan tiempo, que son ajenos al tiempo y por eso eternos.
Nosotros estamos condenados al tiempo como estamos condenados a nuestra sangre:
porque la fabricamos, por decirlo abruptamente. El tiempo es lo que nosotros
hacemos con el tiempo.
El tiempo deja de ser un equipaje o una angustia cuando comprendemos que el
tiempo somos nosotros, que el tiempo es una energía: la nuestra.
Lo que hay es biología. La biología condiciona nuestra manera de trabajar con el
tiempo, pero sólo en la medida en que nuestro tiempo, nuestra actividad, condiciona
la biología. El tiempo sería, en todo caso, esa dialéctica energía/entropía,
energía/biología. Es fácil ver en los hombres cómo ha asumido o resumido cada uno
su tiempo, o cómo ha dejado de hacerlo. El hombre creador está macizo de tiempo,
como una vieja olma.
Todas las figuras que vamos tomando a lo largo de la vida, hasta la vejez, son el
imaginario de nuestra energía, lo que quisimos ser y lo que somos, lo que quisimos y
no somos, etc. El hombre genera energía continuamente —energía literaria de los
sueños— y con esa energía hay que hacer algo. De quien deja correr y derrochar la
energía decimos que está perdiendo su vida, dejando pasar el tiempo.
El anciano ya sin energía es un hombre sin tiempo o que vive en un tiempo
parado, descompuesto, enfermo. Uno es más joven que de joven si emplea mejor su
energía fluyente. Yo hay días en que estoy dispuesto a aprovechar toda mi energía, a
vivirla y utilizarla mediante el trabajo, el amor, la actividad o la invención. Pero otros
días renuncio a lo que he llamado fábula y miro con indiferencia el fluir de la energía,
que por inercia llamo «tiempo».

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EL fuego no es el demonio. El fuego es sólo la alegoría del demonio. Los montes de
agosto han ardido una vez más, aquí, cerca de mí, despoblando los animales del cielo
y la mitología verde de las copas.
«Los incendios forestales», dicen los periódicos. Es el verano, que se levanta
contra las monárquicas estrellas de la noche, es la revolución de un planeta de fuego
contra el minué elíptico de Kepler. Pero hay unos culpables, unos asesinos, ladrones,
hombres de rapiña, hombres de la tea nocturna, que compran y venden fuego,
madera, tierra. El hombre ha venido a este planeta para quemarlo. Nunca se encuentra
a los culpables, lo que quiere decir que todos son culpables. El fuego no es el
demonio, he dicho al principio. Pero los pequeños demonios, los pobres diablos que
viven del fuego están ahí, haciendo su avío de agosto, cuando el estiaje es una
profunda rodera en el azul del cielo.
La tierra arde porque toda ella es fungible. La energía del fuego explica bien lo
que decíamos aquí el otro día. No hay tiempo: hay fuego. Fuego en la sangre y fuego
en el útero monumental del planeta.
El hombre empezó a ser hombre cuando descubrió el fuego, que sigue sin saber lo
que es. El hombre siempre se ha servido de lo que ignora. El fuego, el sexo. El fuego
se ha levantado estas noches en la cercanía del mundo, haciéndola lejanísima,
mientras hombres y animales corrían hacia nosotros. Importa saber quién ha hecho
fuego. Pero importaría más saber quién nos alojó en una bola de fuego, en el pecho
de una hoguera, en la cabeza en llamas de una mente que nos piensa o nos abrasa. El
fuego, más allá de sus provocadores, tiene un destino de ladrón, una belleza de
transgresión. El fuego recuerda a los ateridos que hay un mar vertical y rojo que llega
al cielo, como hay otro mar, también vertical y profundo, que se inventa la vida en
sus noches de alga. Somos un azar perdurable entre dos vértigos del espacio.
Centauros de fuego y mar. Nos asusta el fuego, nos asusta lo que podamos tener de
fogata devoradora nosotros mismos.
El fuego es la epifanía no sabemos si de la vida o de la muerte, pero ha alzado
agosto hasta los bordes de la noche, persiguiendo selvas en huida, saltando valles de
sombra, derribando árboles catedralicios, matando animales veloces que ignoraban a
los galgos de esbelta llama, jauría nocturna y resplandeciente, en esta silenciosa caza
del zorro.

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HA venido la noche y me coge escribiendo, hay un marzo marceño que no es del día
que se va ni de la noche que viene. En eso de la política ha ganado la derecha, de
modo que vamos a tener Orden, ya que no paz. La izquierda siempre pide paz y la
derecha le da Orden, que es todo lo contrario. Este marzo esquivo, esquinero y
esquinado, pudiera ser una buena metáfora de eso. De ese malestar, quiero decir,
entre la paz y el Orden, entre la luz y el viento, entre lo que marzo enciende y lo que
marzo apaga. «Un aviso a tiempo evita un ciento», avisa hoy mi viejo refranero
castellano. Por qué no tuve yo ese aviso a tiempo en los marzos violentos de mi vida.
Para el trabajo, para el amor, para este libro. La falta de un aviso a tiempo marca el
rodal de toda una vida. Los árabes dijeron muy bien estas cosas y los godos
castellanos las pusieron en lengua llana. En este diario íntimo, o lo que sea, debo
decir que a mí nadie me dio el aviso a tiempo, ni siquiera el viento avisador de marzo.
De modo que tengo sobre mí los otros ciento. Todo me avisa, todo me advierte, todo
me alude, todo me llama, pero yo sigo, porque soy el único sonámbulo que ha escrito
un libro (éste es un libro sonámbulo y sin ese sonambulismo no tendría la
temperatura que tiene de fatalidad, de amor, de música, de pensamiento y de prosa).
Queda el lector advertido. Abra por cualquier parte y lea. Si sale lento y leve de
sonambulismo, de imágenes, de mentiras, de ideas, de días, allá él.
Uno a veces —ser de lejanías— escribe un libro para sí mismo. Pero estamos en
un tiempo que compravende hasta los sueños. De eso vivimos los soñadores.

Marzo, 2000.

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FRANCISCO UMBRAL (Madrid, 1936-2007). Desde los años sesenta se dedica,
profesionalmente, a la literatura y el periodismo. Se le ha definido como «el mejor
prosista en castellano del siglo». Su novela Mortal y rosa (1975) es considerada una
de las obras maestras de la segunda mitad del siglo XX. Las ninfas ganó el Premio
Nadal ese mismo año. La obra de Umbral ha merecido, entre otros reconocimientos,
el Premio Mariano de Cavia, el Premio González Ruano de Periodismo, el Premio de
la Crítica, el Premio Príncipe de Asturias en 1996, el Premio de Novela Fernando
Lara 1997 con La forja de un ladrón, el Premio Nacional de las Letras en ese mismo
año, el Premio Víctor de la Serna en 1998 y, en diciembre de 2000, el máximo
galardón en lengua castellana, el Premio Cervantes.
Entre sus obras destacan Un carnívoro cuchillo; Los helechos arborescentes; El
socialista sentimental; Madrid, tribu urbana; Trilogía de Madrid; La leyenda del
César visionario; Diario político y sentimental; Historias de amor y Viagra; El hijo
de Greta Garbo; Cela, un cadáver exquisito y Los metales nocturnos.
Un ser de lejanías, su primer título tras el Premio Cervantes, ha sido comparado a
su obra cumbre, Mortal y rosa.
Después de fallecido, se ha publicado, en 2008, Carta a mi mujer, una emotiva
epístola dirigida a su esposa, María España, que el autor escribió durante los veranos
de 1985 y 1986.

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Notas

ebookelo.com - Página 142


[1] Si mi pensamiento tiene capacidad de borrar un dolor, también la tiene de crear

una figura y una escritura. Y duermo dejando a un lado, muy cerca, mi pensamiento y
mi fuerza, como el clásico dejaba su Biblia y su espada. <<

ebookelo.com - Página 143

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