La Liebre y La Tortuga - David P. Barash
La Liebre y La Tortuga - David P. Barash
La Liebre y La Tortuga - David P. Barash
David P. Barash
Agradecimientos
Los autores de libros científicos suelen expresar su agradecimiento a una larga lista de personas,
frecuentemente después de haber señalado que tales libros rara vez están escritos sólo por
quien figura como autor. Para bien o para mal, este libro sí ha sido escrito enteramente por su
autor; incluso lo he mecanografiado yo mismo. De todos modos, me han sido muy útiles los
comentarios de los doctores Barbara y Morris Lipton; y Dan Frank, mi editor en la editorial Viking
y su secretario, Andró Bernard, me animaron beneficiosamente a hacer más clara mi
argumentación y a suprimir la palabrería innecesaria. Nanelle Rose Barash (que nadó cuatro
meses antes de que finalizara esta obra) hizo todo lo que pudo para distraerme en los momentos
más críticos, evitando sin duda que el torrente de ideas se desbordara.
Capítulo 1
A Nanelle Rose
PASCAL
«El hombre es el único animal que ríe y llora, porque es el único animal
capaz de sorprenderse por la diferencia que hay entre lo que son las
cosas y lo que deberían ser.»
HENRY HAZLITT
El pequeño guión que separa las palabras «hombre» y «mono» es, en realidad la línea más larga
que podamos imaginar, puesto que conecta dos mundos radicalmente diferentes. Como Jano, el
dios que simboliza el primer mes del calendario romano porque una de sus caras mira hacia el
año que acaba de terminar y la otra hacia el año venidero, nuestra especie también tiene dos
caras: una que mira hacia atrás, hacia nuestro pasado evolutivo, y otra que mira hacia delante,
hacia un futuro que avanza vertiginosamente, manteniendo un delicado equilibrio en la frágil
transitoriedad del presente: Este libro intentará darle sentido a ese presente y sugerir una teoría
general que explique por qué nos parece tan confuso, tan peligroso y, aun así, tan lleno de
esperanza para la aventura humana.
Nuestro carácter único como seres humanos es evidente en casi todos los aspectos de la vida,
desde nuestras maravillosas construcciones hasta nuestras conversaciones más banales. Pero
nuestra herencia biológica lo impregna todo, como si fuera un diablillo sentado en nuestro
uest a e e c a b o óg ca o p eg a todo, co o s ue a u d ab o se tado e uest o
hombro que nos susurra cosas al oído. Tenemos un cuerpo y hemos evolucionado, como también
ha evolucionado aquella malhadada cebra que nuestro desagradable antepasado encontró tan
útil. Somos seres biológicos a la vez que seres humanos. Sangramos, comemos, defecamos, nos
reproducimos, morimos. Y también concebimos las odas más sublimes, construimos las más
extraordinarias máquinas, desencadenamos la energía del átomo e imaginamos la eternidad y la
divinidad. No sólo somos parte de la naturaleza; también, de un modo extraño, estamos fuera
de día, como criaturas que han transcendido en muchos sentidos su propio ser orgánico, para
pensar y hacer cosas que ningún otro animal puede pensar o hacer. Podemos señalar con orgullo
nuestros impresionantes logros, y advertir con consternación los problemas que tales conquistas
acarrean para nosotros y para nuestro planeta. No sólo tenemos dos caras, como Jano, sino
también dos almas; estamos aquejados de un profundo dualismo único entre todas las criaturas
de la Tierra. Ésta es nuestra gloria y nuestra maldición.
Pope escribió esto más de cien años antes de Darwin, si bien ahora sabemos lo que el poeta no
podía saber: somos tanto dioses como bestias, y no estamos entre una cosa y otra, sino metidos
en las dos simultánea e irremediablemente Pope concluye que somos criaturas esencialmente
paradójicas:
Sea la gloria o el hazmerreír del mundo, el Homo sapiens es, por encima de todo, un enigma
cuya clave debe ser proclamada: el conflicto entre nuestras dos características fundamentales, la
cultura y la biología. Esta dicotomía esencial entre la liebre y la tortuga, entre nuestra cultura
galopante y nuestro lento desarrollo biológico, es lo más notable de la existencia humana y la
base de la mayoría de nuestros problemas. Este es, el tema del presente libro.
Para poder comprender el conflicto que existe entre la cultura y la biología, debemos volver a
considerar sus orígenes. Nuestras características físicas esenciales —y, presumiblemente,
también nuestras características emocionales y mentales— se han desarrollado en un proceso
gradual de evolución biológica. Aunque todavía se sigue discutiendo cuál es el mecanismo exacto
de dicho proceso, ya nadie cuestiona el hecho esencial de la evolución. Así pues, existe la «teoría
de la evolución», y también diversas «teorías de la evolución». Las diferentes teorías se
encargan de estudiar los posibles mecanismos capaces de regular el proceso de la evolución (el
papel que desempeñan las catástrofes geológicas, el significado que tienen los caracteres
neutros, etc.). Pero, pese a la pretensión de algunos cristianos fundamentalistas, la evolución en
sí no es una «teoría», en el sentido de hipótesis sin demostrar o idea infundada, sino que está
tan cerca de ser un hecho como lo están la «teoría celular», la «teoría atómica», la «teoría de la
gravedad» o la «teoría de la relatividad».
abierto al debate. Pero afirmar que la evolución es sólo una teoría sería como decir que es una
teoría que la Tierra sea redonda.
La palabra «teoría» viene del griego theoria, que quiere decir «ver o contemplar». Una teoría
científica es un conjunto de proposiciones coherentes que nos ayudan a comprender el sentido
de hechos que de otro modo parecerían caóticos. No es un camino directo hacia la verdad, pero
tampoco una suposición al tuntún. Cuando se trata de explicar el funcionamiento esencial del
mundo vivo, la teoría de la evolución no tiene competidoras serias.
Al igual que nuestra biología, también nuestra cultura ha evolucionado. Sin embargo, el proceso
de evolución cultural difiere en aspectos fundamentales del proceso de evolución biológica que
ha configurado a todos los seres vivos. Nuestra capacidad cultural es, en sí, un producto de la
evolución biológica y, en este sentido, la cultura humana es descendiente directa de nuestra
biología. Como un niño perdido —o como el monstruo de Frankenstein— la cultura desarrolló su
propia iniciativa, siguiendo un camino bastante independiente del proceso natural que
inicialmente la había generado. Esto es debido a que, al contrario que la evolución biológica, la
evolución cultural tiene la capacidad de «despegar» por sí misma, reproducirse, mutar y
desarrollarse mucho más rápida y eficazmente que cualquier sistema «natural». Mientras
nuestra naturaleza biológica, encadenada por la genética, avanza pesadamente a paso de
tortuga —nunca a más de un paso por generación, y normalmente todavía más despacio—,
nuestra cultura corre a toda velocidad. En la fábula de Esopo, la tortuga gana finalmente la
carrera porque la liebre es atolondrada, se confía demasiado y se distrae con facilidad, mientras
que la tortuga, aunque lenta, es perseverante. En el mundo real, la cultura y la biología corren a
velocidad diferente, pero son igualmente atolondradas e igualmente perseverantes y, lo que es
más importante, cruzarán la línea de meta juntas, puesto que, a pesar de sus diferencias, están
inextricablemente vinculadas una a otra. Nos sentiríamos tentados a sentamos a contemplar el
divertido espectáculo, una especie de cómica carrera de sacos entre dos gemelos siameses... si
no fuera porque formamos parte de él.
Afortunadamente, existe una considerable armonía entre nuestra cultura y nuestra biología,
debido sobre todo a que nuestra biología es tan flexible como esas prendas de «talla única» que
se adaptan a todas las formas y tamaños. Pero no todo encaja a la perfección. A veces las cosas
van mal, como demuestra la experiencia del ser humano a lo largo de una historia llena de
momentos difíciles. Así pues, aunque el comportamiento humano se deriva tanto de la biología
como de la cultura, tanto de la naturaleza como de la educación, nuestra cultura y nuestra
biología no siempre se ajustan satisfactoriamente. Además, es más probable que nos fijemos en
los conflictos que en la armonía, por la misma razón que los periódicos pasan por alto las cosas
que han ido bien. Al igual que debemos ver en la interacción entre la naturaleza y la educación la
causa de nuestro comportamiento, debemos considerar que el conflicto entre la naturaleza y la
educación es la fuente de todas nuestras dificultades. Un consejo útil para el esclarecimiento de
asesinatos misteriosos —tan útil que ha llegado a convertirse en un cliché— es cherchez la
femme (buscad a la mujer); cuando el Homo sapiens está en apuros, puede ser igualmente útil
buscar el posible conflicto entre la liebre y la tortuga.
Pero cambiemos de metáfora: dos grandes placas tectónicas previamente separadas, la cultura y
la biología, se reúnen y chocan entre sí. Los resultados de ello, como veremos más adelante, van
de pequeños roces y movimientos casi triviales, como nuestros pecadillos de gula o de lujuria, a
impresionantes terremotos, como la guerra nuclear. Entre estos dos extremos existe toda una
gama de temblores de intensidad media; la alienación, el deterioro del medio ambiente o la
superpoblación. El conflicto entre la cultura y la biología, la carrera de sacos de los siameses —la
liebre y la tortuga— es un fenómeno de proporciones paradójicas, que van de lo sísmico a lo
microscópico, y que afecta a todas las sociedades (y, de hecho, al pasado, presente y futuro de
todo el planeta) y a todos los individuos con todos sus defectos y virtudes.
Antes de pasar a analizar el conflicto, dedicaremos los das capítulos siguientes a examinar a los
participantes, repasando brevemente la anatomía de la tortuga y la de la liebre.
Capítulo 2
Anatomía de la tortuga
WALLACE STEVENS
(«Mañana de domingo»)
Los seres humanos buscamos periódicamente soluciones a lo Brahe. Tratamos de asumir los
nuevos datos conservando intacta nuestra orientación fundamental: aceptamos las leyes de la
física, pero dejamos un margen al libre albedrío; admitimos que los recursos naturales del
planeta tienen un límite, pero seguimos explotándolos; admitimos que no deben emplearse
armas nucleares, pero seguimos fabricando más y más. Nuestra concepción de la naturaleza
humana es de estilo Braheriano: actualmente los hombres aceptan la teoría de la evolución, pero
siguen conservando una idea muy especial de sí mismos: somos un caso aparte, único y
diferente; los representantes de Dios en la Tierra, si no en el Universo. Como el imaginativo
Tycho Brahe, admitimos a regañadientes ciertos hechos ineludibles —por ejemplo, nuestra
vinculación biológica con los demás seres vivos, que se refleja claramente en la paleontología, la
anatomía, la embriología y la fisiología—, pero seguimos negándonos a admitir la herejía de que
podemos estar conectados de manera similar con el resto de los habitantes de nuestro planeta
en lo que se refiere a nuestro comportamiento.
Sin embargo, deberíamos tranquilizamos, puesto que nuestro carácter único está
agradablemente asegurado, pese a lo que pueda parecer a primera vista. Ciertamente, nuestro
planeta es bastante insignificante en comparación con el resto del Universo. No se trata sólo de
que nosotros giremos alrededor del Sol, y no al revés, sino que además nuestro viejo Sol es más
bien pequeño, está relativamente apartado y es un astro de segundo orden en cuanto según sus
dimensiones astronómicas. E incluso aquí, en el tercer planeta que gira alrededor del Sol, no
sólo somos animales, sino únicamente una especie entre millones de especies. El Homo sapiens
es casi tan insignificante en su planeta como la Tierra en el Universo. Sin embargo, cuando
observamos el reino de la vida, el telescopio se invierte: el Universo, frío y tal vez absolutamente
deshabitado, no aparece ya como algo grandioso e imponente, sino como algo trivial, comparado
con las fantásticas criaturas vivas, palpitantes, que adornan la Tierra. Y, en cierto sentido, todas
estas criaturas palidecen ante la especie humana que, por su conciencia y cultura, aparece como
algo especial; de hecho, como algo verdaderamente nuevo bajo nuestro Sol y, tal vez, bajo
todos los soles.
Lewis Mumford ha escrito que «sin la capacidad acumulativa del hombre de dar forma simbólica
a la experiencia, de reflejarla, remodelarla y proyectada, el Universo físico tendría tan poco
sentido como un reloj sin manillas; su tic tac no nos diría nada. Es la capacidad de pensar del
hombre lo que crea la diferencia.»
Tal vez las soluciones Braherianas al conflicto que plantea nuestra auto-percepción y, sobre todo,
nuestra relación con el mundo físico y biológico, son ahora menos necesarias, puesto que cada
vez somos más conscientes de que el Universo es como un reloj sin manillas y de la asombrosa
complejidad de la vida en general y de la mente humana en particular. Esta nueva conciencia se
debe en parte al afortunado hecho de que nuestra percepción de la «naturaleza» es ahora más
sofisticada que nunca. La moderna (y presumiblemente más exacta) visión de la naturaleza ya
no tiene nada que ver con el misterioso «elan vital» de Henri Bergson, ni con el rígido
mecanismo automático de Descartes, ni con el mundo de las bolas de billar Newtonianas. La
ciencia actual —en una curiosa fusión de la sabiduría oriental y occidental, de las antiguas
tradiciones místicas y la física y la ecología modernas— ve cada vez más la naturaleza como un
sistema dinámico y permeable de intercambio y equilibrio en continua transformación; la
naturaleza ya no es considerada como la secuencia fija y lineal de un conjunto de palancas y
poleas, ni como el místico cuenco de caldo ameboide, sino más bien como un proceso.
Integrándonos en la lucha, reconociéndonos como parte del proceso, no quedaremos
empequeñecidos ni magnificados, sino, sencillamente, descritos. De ahí que haya disminuido la
necesidad de una solución «braheriana», y que seamos más libres que nunca para vemos, ya no
como nos ven los demás ni como nos gustaría vemos nosotros mismos, sino, tal vez, como
realmente somos.
La selección natural —y, por tanto, la evolución— es sólo una consecuencia lógica del modo en
que está construido el mundo biológico. De hecho, probablemente es inevitable- Para mantener
una población constante los individuos de cualquier especie de reproducción sexual (con un
macho y una hembra como padres) deben producir sólo dos descendientes capaces de sobrevivir
y reemplazar a sus padres. Si fueran menos de dos se produciría la extinción de la especie; si
fueran más, la población experimentaría un incremento progresivo. Algunas especies, como el
lince, la liebre americana del norte de Canadá o el lemming de Escandinava, experimentan un
incremento cíclico de su población seguido de un espectacular descenso. Pero, en general, las
poblaciones de la mayoría de los animales mantienen un equilibrio alterado sólo por pequeñas
fluctuaciones. Esto indica que, en la mayoría de los casos, los padres se limitan a reemplazarse a
ellos mismos, a pesar de que la mayoría de los seres vivos son capaces de producir mucha más
descendencia de la que se necesita para esto. Por ejemplo, la hembra del bacalao puede producir
un millón de huevos en un solo desove. Si todas las crías sobrevivieran y se reprodujeran a su
vez, el océano se quedaría pequeño para mantener sólo a esta especie.
Incluso un animal de reproducción lenta como el petirrojo, que pone unos cuatro huevos cada
vez, puede producir dieciséis crías en sólo cuatro años, y si cada una de estas crías se reproduce
a un ritmo similar, nuestra pareja inicial sería responsable de 104 descendientes directos en
estos cuatro años. La reproducción incontrolada de la mosca común podría producir, en teoría,
un balón de moscas más grande que la Tierra en muy poco tiempo. Pero éstas son cifras
hipotéticas. Nuestras afirmaciones son correctas desde el punto de vista matemático, y el hecho
de que estas horribles predicciones no lleguen a cumplirse testimonia la elevada mortalidad de
los seres vivos en la naturaleza. No todos los potenciales descendientes de la mayoría de las
especies llegan a sobrevivir. En realidad, como ya hemos dicho, dado que la población
permanece constante, sólo dos crías llegan a sobrevivir para reemplazar a sus padres. Esto
significa que 999.998 aspirantes a bacalao perecen anualmente, o 102 potenciales petirrojos
cada cuatro años, por cada dos que sobreviven.
¿En qué se diferencian los ganadores de los perdedores? Los que estén mejor adaptados serán
los que triunfarán. De hecho, por eso se dice que están «mejor adaptados». Serán seleccionados
por la naturaleza como representantes de la especie para producir la próxima generación. Esto
es, en resumidas cuentas, la selección natural. Como Darwin advirtió, la selección natural es
consecuencia inevitable de la capacidad que tienen los seres vivos para reproducirse a gran
escala, unida al hecho de que muy pocos de los potenciales descendientes llegan a sobrevivir.
Pero este proceso no provocaría ningún cambio a menos que los individuos sometidos a la
selección presenten diferencias génicas. No se obtiene nada nuevo mediante una continua
selección si se elige entre elementos esencialmente iguales. Pero dos individuos de una especie
de reproducción sexual sólo son génicamente exactos cuando son gemelos idénticos. Con estas
raras excepciones, cada individuo es genéticamente distinto a los demás; cada uno posee sus
características peculiares, y tiene su propia contribución que hacer y sus propias posibilidades de
triunfar o fracasar en el empeño. En último extremo, su éxito depende de si es «apto» —es decir,
de si está bien adaptado para sobrevivir y reproducirse—, y esta condición depende de la
combinación génica exclusiva de cada individuo. Las combinaciones génicas con éxito son así
seleccionadas por la naturaleza para, con el tiempo, reemplazar a las de otros congéneres
menos afortunados.
Cuando Darwin describió por primera vez el proceso de la evolución fue malinterpretado casi
universalmente: se entendió que la selección natural se basaba en la violencia y la muerte. Los
cambios evolutivos fueron considerados como el resultado de «la lucha sangrienta de la
naturaleza a uñas y dientes» de Tennyson. El «Darwinismo social» se convirtió en un credo muy
conveniente para el capitalismo del laissez faire de finales del siglo XIX. Bajo la excusa de que la
«supervivencia del más apto» proporcionaba una justificación biológica para las más
abominables prácticas sociales, la dominación de los débiles por los fuertes fue declarada justa y
natural; era una ley de la naturaleza y, por tanto, la voluntad de Dios. En realidad, el resultado
de las luchas agresivas —a dentelladas o a garrotazos— es casi irrelevante para la selección
natural. Como parece ser que reconocía el propio Darwin, lo que se selecciona son los genes, no
los individuos. Por tanto, sólo puede decirse que el vencedor en una lucha a muerte tiene una
ventaja selectiva sobre su oponente cuando la consecuencia de su victoria es una mayor
probabilidad para reproducirse con éxito. Y lo que es aún más importante, los defensores del
Darwinismo social suelen caer en lo que David Hume denominó precozmente «la falacia
naturalista»: «así es, luego así debe ser.» El Darwinismo social no sólo malinterpreta la ciencia,
sino también la ética.
La selección natural no describe cómo debe ser el mundo; describe cómo funciona y el modo
principal en que llegan a producirse los cambios evolutivos. La selección natural es meramente
reproducción diferencial de individuos y de sus genes. Los individuos de cualquier especie dejan
un gran número de descendientes que quedan sometidos a la selección, pero son más bien los
genes lo que son seleccionados, puesto que aparecerán con mucha más frecuencia en las
sucesivas generaciones. Los que tengan menos descendencia (menos copias génicas proyectadas
en el futuro), están en desventaja frente a la selección. La evolución por selección natural,
favorece cualquier característica génica que aumente las posibilidades de sus portadores de
dejar más descendientes que sus congéneres. Entre estas características puede estar la
capacidad de vencer en las luchas individuales, pero, con mucha más probabilidad, también
estará la habilidad para prosperar en el medio ambiente correspondiente. Así pues, la habilidad
para procurarse alimento, evitar a los enemigos, atraer a la pareja, conseguir cobijo, resistir las
inclemencias del tiempo y cooperar con otros, pueden ser características favorecidas por la
selección, puesto que sus poseedores tendrían más probabilidades de dejar descendientes que
presentarían tendencias similares y que, a su vez, sobrevivirían y se reproducirían con éxito, con
lo que aumentaría la frecuencia de los genes responsables de estas características entre la
población. Por tanto, la selección natural, se deriva del hecho de que los organismos son capaces
de una gran sobreproducción, mientras que el tamaño de la población suele mantenerse
relativamente constante; además, dado que existen diferencias génicas entre los individuos, la
selección favoreceré aquellos caracteres que faciliten la reproducción en el medio ambiente en
cuestión.
Las causas de estas diferencias génicas no han sido identificadas hasta hace muy poco. Ahora
sabemos que la diversidad génica se debe a las mutaciones que son, esencialmente, errores
taquigráficos del mecanismo copiador de la célula. La composición génica de todos los seres
vivos está codificada en la disposición específica de los átomos de complejas moléculas
orgánicas: los ácidos nucleicos (denominados así por ser más abundantes en el núcleo). Estos
ácidos nucleicos —el ADN en la mayoría de los animales— son diferentes para cada especie y
deben ser copiados con toda exactitud cada vez que la célula se divide, a fin de asegurar que las
células hijas sean como la célula madre y, en definitiva, para garantizar que las sandías
produzcan sandias y los seres humanos, seres humanos.
Lo normal es que esta copia sea notablemente exacta, pero, por error, puede ocurrir que la copia
del ADN sea ligeramente diferente del original, como cuando se produce un error mecanográfico
al copiar un texto. En la mayoría de los casos, una mutación reduce la aptitud del ser vivo que
es portador de ella, del mismo modo que un error suele disminuir la calidad de un texto
mecanografiado. Imaginemos una máquina compleja con un delicado equilibrio: es muy difícil
que un cambio fortuito mejore su funcionamiento. Pero ocasionalmente el error puede mejorar el
manuscrito original sugiriendo una palabra más acertada. Es muy raro que una mutación pueda
mejorar el funcionamiento y, por tanto, llegar a ser seleccionada. Tal vez una de cada mil
mutaciones resulte ser beneficiosa, aunque sólo una vez entre un millón se produce una
mutación: la naturaleza es una mecanógrafa muy competente Pero al llegar a este punto deja de
sernos útil nuestra analogía, ya que las mutaciones son capaces también de crear letras
completamente nuevas, ampliando así el repertorio génico, el «alfabeto» de las especies.
Las mutaciones, como la mayoría de los errores, son fortuitas y, por tanto, resultan
impredecibles. Pero, al igual que otros errores, tampoco son completamente impredecibles.
Ciertos genes son más propensos a mutar que los demás, y aunque no puede predecirse el
momento exacto en que va a producirse una mutación, sí pueden hacerse estudios estadísticos,
Así pues, podemos decir que el gen X mutará una vez en cada millón de copias, del mismo modo
que las compañías de seguros pueden calcular la frecuencia con que se producen accidentes en
diferentes actividades industriales. Además, y también como ocurre en el caso de otros errores,
la frecuencia de las mutaciones está influenciada por factores externos: productos químicos (el
gas de mostaza, por ejemplo), exceso de calor, radiaciones (radiaciones ultravioletas, rayos X o
radiaciones nucleares), o incluso por la de genes especiales que influyen sobre la frecuencia de
las mutaciones de otros genes.
La mayoría de los seres vivos no se han visto expuestos a radiaciones de alta energía en toda su
historia evolutiva, por tanto, no es sorprendente que sean vulnerables a sus efectos. La
vulnerabilidad del proceso de copia génica de estas radiaciones es la causa de que los biólogos
se preocupen por el abuso de los rayos X en la medicina o por la posibilidad de que se produzca
un desastre nuclear. En ausencia de estímulos artificiales que aumenten la frecuencia de las
mutaciones, se producen de forma natural, suficientes errores de copia —presumiblemente
debido a 1a imperfección normal de la materia o a factores naturales del medio ambiente— para
proporcionar un suministro constante de variaciones génicas a la selección. Sería interesante que
los perfeccionistas humanos considerasen que todo avance biológico se basa, en último extremo,
en el error esencial de la naturaleza.
La evolución por selección natural es un proceso terriblemente lento. Los helechos actuales, por
ejemplo, son básicamente iguales a los de hace cientos de millones de años. Lo mismo ocurre en
el caso de los xifosuros (o cacerolas de las Molucas), las tortugas marinas y los cocodrilos.
Incluso las especies que han evolucionado «rápidamente», como el caballo, el elefante o el ser
humano, han necesitado centenares de miles o millones de años para evolucionar de sus formas
ancestrales hasta las formas en que actualmente se encuentran. Comparado con el ritmo al que
se producen los cambios culturales, todos los seres vivos son «fósiles vivientes».
Pero la evolución sería aún más lenta si dependiera sólo de las mutaciones, puesto que éstas se
producen muy raramente. La mayoría de los seres vivos, incluido el ser humano, hace ya tiempo
que descubrió un estupendo dispositivo capaz de producir una gran variedad de combinaciones
génicas en cada generación: el sexo. Con la reproducción sexual, los genes de cada padre se
combinan y recombinan, se organizan y reorganizan en cada generación, produciendo una
configuración génica exclusiva para cada descendiente Esto explica lo que podría parecer una
contradicción: que mientras que los seres vivos producen siempre seres semejantes —los seres
humanos nunca procrean jirafas—, los descendientes nunca son idénticos a los padres.
Las variaciones génicas aumentan el margen de diversidad de cualquier carácter. Esto puede
apreciarse, por ejemplo, en la gran variedad de un carácter como la estatura, que puede
observarse en la diferencia de altura entre un pequeño esquimal y un esbelto watusi, o incluso
en las diferentes estaturas de los hermanos. Todas nuestras características son variables —desde
el número del zapato hasta la inteligencia— y esta variabilidad es la expresión de la combinación
genética exclusiva de cada individuo.
Pero, ¿por qué existe esta variedad? Dado que la selección natural elimina continuamente las
variantes con menos éxito, sería de esperar que la especie estuviera compuesta tan sólo por
«superhombres» y «supermujeres» perfectamente adaptados a su entorno. Sin embargo, la
mera existencia de errores hace que esto sea prácticamente imposible: los errores se producen
tanto si son beneficiosos como si no. Aparte de esto, los caracteres óptimos de una especie
dependen del medio; caracteres ventajosos en un momento dado pueden ser inútiles, o incluso
un lastre, si cambia el entorno... y el entornó siempre acaba por cambiar. Así pues, aunque una
buena vista puede parecer siempre ventajosa, no lo es para los animales que viven en cavernas
en donde reina la más absoluta oscuridad Para estos animales los ojos no son sólo útiles, sino
que pueden ser un impedimento, por ser órganos muy delicados expuestos a sufrir heridas e
infecciones. Los peces y reptiles cuyos antepasados se adaptaron a la vida en las cavernas,
aprovecharon la existencia de una gran variedad genética para producir descendientes sin ojos.
Puesto que la selección tiende a eliminar al no apto y, en último extremo, al menos apto, la
diversidad de tipos en cualquier especie es mucho mayor antes de que actúe la selección. Cada
especie está sometida, por tanto, a la presión de fuerzas de signo opuesto: las mutaciones y las
recombinaciones sexuales contribuyen a incrementar la variabilidad, y la selección natural tiende
generalmente a estrechar el margen. La acción restrictiva de la selección por sí sola, sin el efecto
perturbador de las mutaciones y recombinaciones, tendería a producir una población bastante
uniforme, bien adaptada a su entorno pero vulnerable a los cambios. En cambio, las mutaciones
y recombinaciones, sin la influencia restrictiva de la selección, producirían una colección de
monstruos incapaces de ser superiores en ninguna parte, aunque quizás algunos de ellos fueran
capaces de sobrevivir casi en cualquier parte Cada especie llega, por tanto, a establecer su
estrategia evolutiva particular combinando, éxitos a corto plazo con una seguridad a largo plazo.
Hay muchas técnicas complejas para mantener latente la variabilidad, ocultándola al ojo
inquisitivo de la selección natural Por ejemplo, los genes están normalmente formando parejas,
de forma que el gen que es «dominante» oculta la influencia del otro. De esta forma, una
mutación perjudicial «recesiva» puede ser conservada providencialmente en la población y llegar
a ser beneficiosa —o, por el contrario, ser eliminada— en el futuro. En la especie humana, por
ejemplo, la coagulación normal de la sangre está controlada por un gen dominante; la hemofilia
está producida por el gen alternativo, que es recesivo. Dos personas aparentemente normales
pueden tener un hijo hemofilia) si las dos son portadoras de un gen recesivo, enmascarado por
el dominante, y si su hijo tiene la desgracia de recibir uno de estos genes recesivos de cada uno
de los padres.
Si nos reprodujéramos asexualmente, aquellos de nosotros que tuviéramos una sangre normal
tendríamos la seguridad de que la sangre de nuestros descendientes también se coagularía
normalmente, puesto que nuestros hijos serían idénticos a nosotros. Pero al volver la espalda a
la sexualidad estamos desperdiciando la oportunidad de combinar nuestros genes con los de otra
persona, con lo que nuestros descendientes serian nuevos y diferentes, y, aunque es posible que
resultaran ser menos «aptos» que nosotros, también podrían serlo más. La mayoría de las
especies superiores, incluida la nuestra, se ha decidido a correr el riesgo. Hemos optado por la
sexualidad y, por tanto, por la variabilidad genética que promete una flexibilidad evolutiva. En
cambio, algunos seres vivos se han mostrado más conservadores, hipotecando su futuro a un
alto grado de adaptación en el presente. El diente de león común, por ejemplo, ha renunciado a
la reproducción sexual a cambio del éxito inmediato. Pero cuando cambie el entorno, el diente de
león carecerá de las reservas génicas necesarias para adaptarse a una nueva situación. En este
sentido, la abstención sexual es un despilfarro que, a la larga, puede costar muy caro. Otros
seres vivos, como la pulga de agua y los áfides (pulgones de las plantas) utilizan una estrategia
intermedia. Su reproducción es principalmente asexual, pero se reproducen sexualmente una
vez al año, para barajar las cartas por si acaso.
No obstante, también las especies de reproducción sexual pueden ser incapaces de adaptarse a
los cambios del entorno y llegar a extinguirse Esto ocurre cuando la especie está
«superespecializada», de igual modo que un trabajador superespecializado puede verse
condenado al paro. De hecho, la superespecialización es probablemente la causa más frecuente
de extinción. El tigre de dientes de sable, por ejemplo, no era realmente un tigre, sino un
necrófago grande y pesado, cuyos enormes colmillos servían seguramente para perforar la
gruesa piel de los mastodontes, mamuts y titanoterios muertos de los que se alimentaba Cuando
desaparecieron sus presas, estos curiosos felinos con dientes de sable ya estaban demasiado
especializados para poder cambiar a un nuevo modo de vida. Estaban atrapados —organismos
sin un entorno— y acabaron por extinguirse. De un modo similar, el elegante milano de
Everglades (un pájaro) se ha especializado en alimentarse únicamente de un tipo de caracol que
se encuentra al sur de Florida. Como el Parque Nacional de Everglades sufre una sequía cada vez
mayor y otros problemas de agua causados por la interacción del hombre, es muy probable que
este caracol desaparezca y, con él, también el milano.
Una cosa es cómo funciona la evolución, y otra sus resultados. Nadie sabe cómo surgió la vida
sobre la Tierra. Y es muy probable que nunca lo sepamos, puesto que el acontecimiento se
produjo hace unos seis mil millones de años. En cualquier causa legal puede verse que cuanto
más tiempo hace que se ha producido un acontecimiento, mayor es el desacuerdo sobre sus
detalles. Y, al ser uno de los acontecimientos más antiguos, el origen de la vida no es una
excepción. Sin embargo, si nos saltamos las complejas fórmulas químicas, podemos pasar a
describir una hipotética secuencia de acontecimientos que ha sido aceptada por un gran número
de expertos en la materia. La antigua atmósfera estaba compuesta probablemente por una
mezcla de hidrógeno, nitrógeno, vapor de agua, metano y amoníaco. Colocando estos
componentes en un sistema que circule continuamente y aplicando de vez en cuando chispas
eléctricas (simulando una tormenta) y radiaciones ultravioletas (simulando las del Sol), pueden
producirse en el laboratorio una gran variedad de moléculas orgánicas complejas. Entre estas
moléculas están algunos aminoácidos, que son los componentes básicos de las proteínas e
incluso los precursores de los propios ácidos nucleicos. Este experimento puede recrear los pasos
básicos que tuvieron lugar hace mucho tiempo; al menos demuestra que si se suministra energía
a una serie de compuestos inorgánicos se pueden producir compuestos orgánicos. Al irse
formando cada vez más moléculas complejas, irían interaccionando entre sí, hasta llegar a
formar un virtual «caldo» de componentes orgánicos. Una vez preparado el sustancioso
«consomé», ya sólo falta que una de estas moléculas desarrolle la capacidad de reproducirse a sí
misma (como hace el ADN en cada uno de nosotros) para que aparezca la vida.
Las formas de vida primitivas que consiguieron reproducirse estarían probablemente rodeadas
por otras moléculas orgánicas, generadas por las mismas fuerzas, que no habían alcanzado el
estadio de la vida. Este sustancioso caldo proporcionaría una abundante fuente de alimento a
cualquiera de nuestras moléculas antecesoras que encontrara el modo de aprovechar la energía
contenida en su estructura. Por tanto, los primeros seres vivos se parecían en cierto modo a los
animales al que obtenían su alimento «devorando» a otros seres muertos.
La segunda consecuencia más importante de la aparición del oxígeno en la atmósfera fue que
produjo unas condiciones químicas en las que la vida podía ser mucho más dinámica. Sin
oxígeno los organismos se habrían visto obligados a tomar un camino energético menos
eficiente; el que actualmente emplean únicamente ciertos organismos primitivos —como las
levaduras que, muy convenientemente para nosotros, producen alcohol como subproducto— y
los animales superiores durante breves períodos de tiempo. En un esfuerzo intenso los músculos
de un atleta pueden producir energía sin oxígeno; la acumulación del producto final de este
proceso, el ácido láctico, produce las agujetas. Al finalizar el esfuerzo, una agitada respiración
paga la «deuda de oxígeno» contraída anteriormente. En un medio ambiente sin oxígeno, la vida
de los animales hubiera sido monótona y sin «inspiración». Sin embargo, libres de estas
restricciones metabólicas estuvieron en condiciones de emprender una intensa actividad:
individual, colectiva y, con el tiempo, cultural además de biológica.
Las primeras formas de vida se dieron, probablemente, en los mares primitivos. Los primeros
vertebrados surgieron varios cientos de millones de años después de la aparición de los
invertebrados y, al principio, se encontraron en inferioridad respecto a sus parientes más
desarrollados aunque sin huesos. Los trilobites (animales parecidos a los actuales xifosuros) y
algunos euriptéridos (enormes escorpiones marinos) dominaban los océanos primitivos, mientras
los pequeños vertebrados trataban probablemente de pasar desapercibidos ocultándose en las
sombras. Los primeros peces ni siquiera tenían mandíbulas articuladas; en este aspecto se
parecían a las actuales lampreas y mixines, desagradables parásitos que se adhieren a peces
más grandes como la trucha lacustre. Pero no es probable que los primeros peces fueran
parásitos, puesto que había muy pocos animales a quien pudieran «parasitar». Más bien se
arrastrarían por el fondo marino, alimentándose de detritos y materia orgánica en
descomposición que absorbían con sus bocas sin mandíbulas. Un comienzo bastante humilde
para lo que, con el tiempo, llegaría a ser la flor y nata de la evolución.
Aquellos primeros vertebrados «descubrieron» rápidamente lo ventajoso que era poseer una
armadura de placas, probablemente para protegerse de los numerosos invertebrados que
merodeaban por allí. (En términos evolutivos, los individuos protegidos por una coraza
estuvieron en ventaja frente a la selección y tuvieron más descendientes que los demás, hasta
que, finalmente, una gran parte de la población estuvo protegida de este modo.) La armadura
hizo posible el aumento de tamaño, puesto que los peces eran más capaces de defenderse en la
competición submarina. Al final, los poseedores de mandíbulas fueron cobrando ventaja, y
empezaron a aparecer especies parecidas a las que conocemos actualmente. Con una mandíbula
eficiente y feroz, la armadura dejó de ser necesaria, convirtiéndose incluso en un lastre. En
cualquier caso, de entre los peces con mandíbula surgió una rama lateral que parecía
insignificante, aunque estaba destinada a desempeñar un importante papel en el futuro del
planeta y en nuestro propio futuro.
Cojamos un pez y pongámoslo en tierra firme: en el agua el pez nada ágilmente mediante las
ondulaciones de su cuerpo, pero en tierra estos movimientos elegantes y bellamente
coordinados resultan inútiles, y el pobre animal se agita desesperadamente En el agua el pez
«respira» con facilidad absorbiendo agua por la boca, haciéndola pasar por las branquias y
expulsándola de nuevo a través de las hendiduras que tiene a ambos lados de la cabeza. El
oxígeno del agua pasa a la sangre del pez, y el dióxido de carbono es expulsado al exterior. Pero
en el aire este aparato es inútil, de forma que el animal se asfixia rápidamente; de hecho, como
pez fuera del agua. Los animales terrestres, en cambio, tienen extremidades musculosas que les
permiten moverse, así como bolsas cerradas (pulmones) en donde se realiza el intercambio de
oxígeno y dióxido de carbono. Hace aproximadamente 300 millones de años, un grupo de peces,
aparentemente insignificantes, los crosopterigios, se diferenció de sus parientes al desarrollar
aletas dotadas de músculos que proporcionaban más vigor y flexibilidad a sus movimientos:
justo lo que necesitaban para ser capaces de moverse en la tierra. Además poseían unas
sencillas bolsas esféricas que les permitían tragar aire cuando era necesario para su
supervivencia. Para ellos, una bocanada de aire debía de ser como un buen trago de agua fresca.
Es fácil imaginar a estos animales como intrépidos pioneros que emprendieron valerosamente la
mayor aventura de la historia del mundo: la conquista de la tierra. En realidad no eran nada de
eso. Puesto que vivían en lagos y pantanos, muchos de los primeros crosopterigios debieron de
morir cuando cambió el clima y se secó su medio acuático. Sólo sobrevivieron los que estaban
equipados con unos pulmones primitivos que les permitían respirar aire durante los angustiosos
periodos de sequía que precedían a las lluvias refrescantes. (Actualmente existen peces similares
a éstos: los peces pulmonados de Sudamérica, África y Australia, que, pese a ser auténticos
peces, son capaces de permanecer periódicamente fuera del agua durante varias semanas.)
Cuando las cosas se ponían feas, los peces dotados de pulmones y aletas carnosas podrían
moverse sobre la tierra en busca de otro charco. Lo más probable es que se arrastraran por el
fango a lo largo de los lechos secos de los ríos. De haber podido pensar, nuestros escurridizos
antepasados sin duda anhelarían recuperar el único medio de vida que conocían: un medio
acuático. Y la selección favoreció a los que demostraron estar más capacitados para buscarlo.
Así, gracias a un fuerte instinto de conservación, comenzó una de las más apasionantes
aventuras.
Puesto que las plantas se les habían adelantado en la conquista de la tierra, los primeros
animales terrestres encontraron esperándoles una abundante fuente de alimentos, así como un
entorno que aún estaba sin explotar. Tuvo que ser una especie de Edén, puesto que los
enfrentamientos con otros animales habían quedado atrás, en los pantanos, y las plantas aún no
habían desarrollado las espinas y venenos que más adelante utilizarían para protegerse de los
animales. Seguramente estos prósperos inmigrantes marinos llevaron una lujosa existencia. Sin
embargo, aún no estaban completamente adaptados a la vida en la tierra, puesto que
necesitaban volver al agua para poder reproducirse: sus huevos, suaves y gelatinosos, estaban
más adaptados al agua que a la tierra, y podían ser destruidos por la sequedad y el calor del Sol.
Estos fueron los anfibios, cuyos representantes actuales son las ranas, los sapos y las
salamandras. Para acabar con su dependencia del agua sólo les faltaba desarrollar huevos con
una cáscara dura que contuvieran un medio acuoso protector como el que hasta entonces les
habían proporcionado los ríos y pantanos. Y entran en escena los reptiles. (De un modo similar,
los primeros animales multicelulares consiguieron independizarse más de su entorno rodeándose
de una capa protectora y produciendo un medio líquido que sustituyera al agua del mar, lo que
ahora llamamos sangre.)
Gracias a su independencia recién conquistada, los primeros reptiles se extendieron sobre la faz
de la Tierra y se desarrollaron en muy diversas formas, que incluían, por ejemplo, al poderoso
dinosaurio.
Muy pronto surgió, en esta gran irradiación adaptativa de los reptiles, una rama lateral que, de
nuevo, contenta una serie de características peculiares y distintivas; características que en
aquellos tiempos parecían insignificantes, pero que después resultaron ser auténticas
bendiciones evolutivas. Por ejemplo, algunos de estos reptiles tenían «codos» que se articulaban
hacia atrás y «rodillas» que se articulaban hacia delante, de forma que sus cuerpos, en vez de
estar suspendidos entre cuatro columnas como los de las lagartijas actuales, se alzaban
directamente sobre sus cuatro patas. También sus dientes fueron especializándose cada vez
más; unos para triturar (los molares), otros para rasgar (los caninos), y otros para cortar (los
incisivos). Este muestrario de dentista reflejaba su capacidad de llevar una dieta más amplia;
una dieta omnívora. Sin embargo, la dentadura de los reptiles modernos es completamente
uniforme: un cauteloso vistazo al interior de la boca de un cocodrilo servirá para convencer a los
escépticos.
También la anatomía interna experimentó una reorganización en esta rama lateral, al igual que
había sucedida en la transición de los peces a los anfibios y, posteriormente, de los anfibios a los
reptiles. Las escamas de los reptiles fueron sustituidas por pelos aislantes, cuando estos
animales dieron con el truco de mantener una temperatura constante pese a los caprichos del
medio ambiente externo. Después de todo, la temperatura del aire cambia mucho más que la del
agua. Su sangre caliente les proporcionaba, por tanto, una mayor independencia del medio
exterior, de forma que su adaptación a la tierra se hizo mucho más flexible que la de sus
antepasados los reptiles. También les franqueó el paso a reglones de climas extremos que
habían sido inaccesibles para los dinosaurios y sus parientes. Además, mientras que los reptiles
veían limitada su actividad a las horas del día en las que la temperatura era propicia, estas
nuevas formas eran libres de establecer sus horarios según su conveniencia.
Estos animales hicieron otro gran descubrimiento evolutivo: los embriones podían desarrollarse
dentro del cuerpo de la madre y alimentarse con su sangre; de este modo gozaban de una
mayor protección y de una temperatura constante. Ya después de su nacimiento, la nutrición de
las crías quedaba solucionada gracias a una secreción rica en proteínas y grasas producida por
unas glándulas especializadas de las hembras: las glándulas mamarias o mamas. También hubo
otros cambios importantes, como, por ejemplo, la aparición de ciertos huesecillos articulados en
el oído medio, lo que mejoró notablemente la capacidad auditiva. Estos anímales, los mamíferos,
eran inicialmente criaturas pequeñas y asustadizas, con un aspecto similar al de las musarañas
actuales. Probablemente trataban de pasar desapercibidos, viviendo a la sombra de los reptiles
gigantes —una situación no muy diferente de la de sus antepasados, los primeros vertebrados
que poblaron los mares primitivos— y robándoles, tal vez, algún huevo cuando estaban
descuidados. No había muchas posibilidades de que los mamíferos experimentaran una rápida
expansión evolutiva, puesto que los dinosaurios y sus aliados estaban en su máximo apogeo y,
con semejantes monstruos acaparando el escenario evolutivo, no quedaba sitio para nadie más.
Pero después, hace unos 100 millones de años, tras reinar sin oposición durante más de 80
millones de años, los dinosaurios fueron desapareciendo y se extinguieron rápidamente. La
causa de su extinción aún no está clara y sigue siendo una incógnita. Tal vez aquellos pacientes
mamíferos roedores, con sus métodos superiores de reproducción y sus ingeniosos trucos,
robaron demasiados huevos a Goliat. O, más probablemente, el entorno cambió cuando los
dinosaurios estaban demasiado especializados para poder adaptarse. Tal vez se produjo una
larga sequía, o una ola de frío provocada por el impacto de un gran meteorito cuyas cenizas
oscurecieron el cielo y enfriaron la Tierra durante muchos años.
En cualquier caso, es evidente que los dinosaurios carecían de la flexibilidad necesaria para
lograr sobrevivir a largo plazo. Y, una vez eliminados sus principales competidores, los
mamíferos tuvieron campo libre para desarrollar toda clase de experimentos evolutivos.
Mamíferos que volaban, nadaban, excavaban, rumiaban, pacían, ramoneaban, saltaban o
cazaban, ocuparon los nichos ecológicos existentes. Los reptiles supervivientes se limitaron a
unos pocos representantes que se concentraron en los trópicos. Entre los primeros mamíferos
hubo un grupo que se subió a los árboles y que conservó muchas de las características de sus
antepasados parecidos a las musarañas. Estas anodinas criaturas, aparentemente poco
especializadas, merecen una especial atención, porque entre ellas están nuestros antepasados.
La vida en los árboles también tenía sus exigencias. Para empezar, era necesario moverse por
las ramas en vez de por el suelo. Una mano prensil resultaba más útil para ello que un casco o
una garra, así que estos arborícolas —los primates— desarrollaron largos dedos en las manos y
los pies, con pulgares oponibles, para poder agarrarse firmemente a objetos tridimensionales de
forma cilíndrica. Unas uñas finas y planas podían prestar otros servidos sin ser un impedimento
para la delicada misión de los dedos.
Pero cuando parecía que nuestro destino iba a ser llevar una vida apacible y monótona en las
copas de los árboles, por alguna extraña razón, decidimos volver a bajar al suelo. En cierto
modo, esta decisión tuvo tanta trascendencia como la anónima conquista de la tierra que había
tenido lugar cientos de millones de años antes. (Hay que hacer notar, de paso, que esas
expertas trepadoras de árboles que son las ardillas bajan por los troncos cabeza abajo, haciendo
girar diestramente los huesos de la muñeca. En cambio, los primates bajan cabeza arriba, con el
trasero por delante. Es tentador sacar la conclusión de que; desde entonces, hemos ido
avanzando de espaldas al futuro.)
Si nuestro estilo no resultaba muy airoso, nuestros motivos —lo que los biólogos llamarían
ventajas selectivas— para volver a la vida terrestre tampoco están muy claros. Tal vez nos
habíamos vuelto demasiado corpulentos para poder saltar con éxito de un árbol a otro, puesto
que la resistencia de las ramas va decreciendo en proporción a la distancia del tronco. Tal vez
nos vimos obligados a pasar de un árbol a otro corriendo por el suelo. (Pero entonces, ¿para qué
nos habíamos hecho más grandes?) O tal vez nuestro valiente descenso de los árboles fue una
aventura motivada por el instinto de conservación y sólo parece una audacia al mirarla
retrospectivamente, como la que aquellos peces crosopterigios habían emprendido muchos años
antes. Quizás el clima se hizo cada vez más seco y fue transformando la exuberante jungla en
una sabana como las que podemos encontrar actualmente en el Este y el Sur de África. Incluso
ahora, la sabana africana rebosa de fauna salvaje, de potenciales alimentos para los omnívoros
primates. Tal vez, simplemente, nos sentimos atraídos por las mejores posibilidades de caza que
había en el suelo. También es posible —aunque sea una idea menos halagadora para nuestro ego
— que fuéramos obligados a bajar por otros primates mejor adaptados a una existencia
arborícola. Quizás algún antepasado del gorila o del chimpancé, cuyos descendientes actuales
están perdiendo terreno ante la presencia del hombre en el África moderna, nos derrotó
temporalmente en los árboles hace varios millones de años, de forma que, a regañadientes,
tuvimos que descender a un nivel aparentemente inferior: al suelo. Y allí nos establecimos como
cavernícolas refugiados, como exiliados en las llanuras.
Una vez instalados en el suelo supimos encontrar utilidad a nuestras adaptaciones a la vida
arborícola. Haciendo más planos nuestros pies y modificando nuestro esqueleto y la musculatura
de las piernas, conseguimos finalmente ponemos en pie La posición erecta pudo hacer que los
grandes predadores vacilaran antes de atacamos. También pudo ampliar nuestro campo de
visión por encima de las altas hierbas de la sabana. Y, lo que es más importante dejó libres
nuestras manos y brazos para desempeñar otras funciones. Las manos que habían evolucionado
para agarrar las ramas de los árboles siguieron agarrándolas, pero para utilizarlas como
herramientas para desenterrar raíces, o como armas que esgrimir contra los predadores, contra
nuestras presas o contra nuestros semejantes.
La visión estereoscópica, tan crucial en las copas de los árboles, permitió también la precisa
coordinación entre ojos y manos que exige el diestro manejo de las armas. Éste es un buen
ejemplo de lo que puede ser el trabajo evolutivo en equipo de la biología (lo que somos) y la
cultura (lo que hacemos). Cuando el equipo funciona bien, la combinación puede resultar
invencible, como demuestra el éxito espectacular del Homo sapiens en el empeño de evolucionar
y poblar el planeta.
El grado de evolución humana que acabamos de describir está representado por los
Australopithecus, de los que se encontraron restos fósiles en el Sur y el Este de África. Entre los
primeros miembros de la familia humana se encuentra el Australopithecus afarensis, que
apareció sobre la tierra hace unos cuatro millones de años. Caminaba erguido, medía
aproximadamente un metro y veinte centímetros, y su cerebro tenía una capacidad de unos 500
centímetros cúbicos: aproximadamente la misma que el chimpancé actual. Al cabo de otros dos
millones de años había al menos tres especies: dos de ellas se caracterizaban porque sus
miembros tenían un esqueleto pesado, sus movimientos eran lentos y su dieta era
exclusivamente vegetariana (nos referimos al Australopithecus robustus y al Australopithecus
boiseí). Aparentemente, ambas se extinguieron sin dejar descendientes significativos. La tercera
era de constitución más ligera, y llevaba una dieta omnívora. De esta última descienden todos
nuestros antepasados. Aunque no se sabe a ciencia cierta qué aspecto tenían estos hombres-
mono (por ejemplo, si estaban cubiertos de pelo como los monos actuales, o si estaban
virtualmente desnudos como nosotros), se pueden deducir algunas de sus características a partir
de sus esqueletos.
Medían menos de un metro y medio al llegar a la edad adulta, pesaban menos de cincuenta kilos
y caminaban completamente erguidos sobre sus patas traseras. Tenían la barbilla y la frente
huidizas, los arcos supraorbitales prominentes y unos dientes que se parecían
extraordinariamente a los humanos. Fabricaban herramientas simples talladas, y sus cerebros
eran casi el doble de grandes que los de los primitivos Australopithecus, justo a medio camino
entre el cerebro del chimpancé y el del actualHomo sapiens. Éstos son los primeros
representantes del género Homo, y su nombre como especie es Homo habilis, literalmente,
«hombre hábil».
Muchos antropólogos están ahora de acuerdo en que los Australopithecus eran carnívoros (y si
no comían exclusivamente carne, al menos ésta era la base de su dieta). El Homo habilis era, en
efecto, hábil, y utilizaba sus manos para manejar armas y herramientas. En las cavernas en
donde vivía y comía el Homo habilis se han encontrado cráneos de animales de mediano y gran
tamaño cuya muerte había sido causada por el golpe de un objeto contundente: Aquellos peces
crosopterigios que habían trepado a los árboles habían vuelto a la tierra y, de nuevo, iban
prosperando.
Con razón estamos orgullosos de nuestro enorme cerebro. Sin embargo, en el estadio de
desarrollo de los Australopithecus, el cerebro, si bien relativamente grande en relación al resto
de los animales, no era como para vanagloriarse: su tamaño no excedía al del cerebro del actual
gorila. Pero a partir de aquellos primeros habitantes de la sabana capaces de cazar, recolectar y
cavar, nuestro cerebro aumentó de tamaño a una velocidad asombrosa, llegando a alcanzar las
dimensiones humanas (aproximadamente el doble de las del cerebro de un gorila) en «sólo» dos
millones de años. Aunque esto pueda parecer muchísimo tiempo, es un período
asombrosamente corto en términos evolutivos. Para que el cerebro haya podido doblar su
tamaño en tan poco tiempo tuvieron que existir unas presiones selectivas muy fuertes. Es
evidente que los hombres-mono africanos vivieron en un entorno que otorgaba un gran valor a
la capacidad cerebral: al contrario de lo que se suele pensar, el uso de armas y herramientas y el
notable desarrollo de extensiones no-biológicas (culturales) de nuestro cuerpo, no fueron
consecuencia de un gran cerebro, sino más bien su causa. El Australopithecus con cerebro de
gorila estaba pre-adaptado por casualidad gracias a su pasado arborícola. Los más listos
tuvieron más éxito en el uso de armas y herramientas para obtener comida, para vencer a sus
enemigos y para mantener a sus familias. Estos individuos fueron los que dejaron más
descendientes. Después de todo, algo tenía que tener un mono desnudo en medio de la sabana
africana para tener semejante éxito: dado que su espalda era relativamente débil, la evolución
favoreció a los que tenían una mente más fuerte.
Pero esos animales de gran cerebro que llamamos seres humanos no evolucionaron sólo a partir
del uso de herramientas. Existían también otras presiones, y todas empujaban en la misma
dirección. La comunicación entre los individuos era algo muy ventajoso: para coordinar una
partida de caza, la recolección de bayas y la recogida de raíces, para organizar una defensa
unificada, para describir la localización de una presa, del enemigo, de un abrevadero o de un
posible refugio, para considerar las diferentes acciones posibles, o para enseñar a las crías las
técnicas, cada vez más complejas, que habla que dominar para poder sobrevivir. Con el
desarrollo del lenguaje se abrieron nuevos horizontes: podíamos discutir las alternativas,
comunicar ideas abstractas, juzgar el pasado, admirar el presente y planear el futuro. Los
individuos que poseían estas capacidades disfrutaban de enormes ventajas y, por tanto, la
evolución del cerebro recibió otro impulso hacia delante.
Es lógico, pues, que la selección pusiera buena cara a la habilidad para relacionarse
provechosamente con los demás. Esta habilidad fue fomentada por el cerebro y, a su vez,
impulsó la evolución de especímenes más «cerebrales», especialmente de individuos capaces de
utilizar «hábilmente» a sus semejantes como «herramientas» para alcanzar el éxito.
La evolución biológica es la fuerza más fundamental que impulsa los cambios en los seres
humanos; también es la más lenta, la más resistente y, tal vez por eso mismo, la que con más
probabilidad puede pasar desapercibida. Es, además, la responsable de aquellos aspectos de
nuestros cuerpos y de nuestro comportamiento que, por estar tan difundidos y resultamos tan
familiares, no llaman la atención a nadie.
La larga escalada para salir del caldo orgánico había llegado a su fin. O mejor dicho: nuestra
biología había llegado a producir lo que somos actualmente; lo que vemos cuando nos miramos
en el espejo. Pero, hasta cierto punto, ha sido como salir de la sartén para caer en el fuego.
Hace veinticinco mil años que nuestra tortuga metafórica llegó al punto en que se encuentra
ahora: se había configurado la biología humana. Sin embargo, la aventura humana sólo acababa
de empezar. Los últimos pasos (especialmente desde que descendimos de los árboles) han sido
tal vez un poco más rápidos, pero la evolución biológica no se distingue precisamente por su
rapidez... al menos, en comparación con su pariente cultural. Imaginemos una tortuga corriendo
(o más bien andando pesadamente) en una maratón; su recorrido, desde el origen de la vida
hasta el Hombre de Cromagnon —ese largo viaje que pasa por los peces sin mandíbulas, los
anfibios, los reptiles, los primitivos mamíferos, etc.— equivale a todo el camino si exceptuamos
el último paso. La última etapa del viaje de la tortuga, desde los tiempos del Hombre de
Cromagnon hasta nuestros días, es sólo una minúscula fracción del recorrido total. Pero durante
ese breve intervalo, mientras la tortuga está dando otro laborioso paso, han estado ocurriendo
un montón de cosas.
Capítulo 3
Anatomía de la liebre
Hacedores y modeladores de nosotros mismos, sin límites que nos constriñan; capaces de elegir
a nuestro juicio cuáles van a ser nuestra forma y funciones: en resumen, Dios —según Pico della
Mirándola— nos legó la evolución cultural. Según los biólogos evolucionistas, el proceso funciona
de un modo algo diferente: el cerebro humano, tras haber alcanzado un tamaño desmesurado,
unido a unas manos capaces de realizar hábiles manipulaciones, nos ayudó a alcanzar formas de
vivir y actuar que estaban fuera del alcance de las posibilidades de nuestros cuerpos, y que muy
pronto superaron el paso de los cambios biológicos. Se mire como se mire, desde los comienzos
de la historia, los seres humanos hemos estado bajo la influencia de la evolución cultural y de la
evolución biológica. Y aunque algunas veces ambos tipos de evolución están en armonía, otras
no.
Para muchas personas la palabra «cultura» evoca música clásica, cuadros, poesía, conferencias,
ópera y programas educativos televisivos. Sin embargo, para nuestros propósitos, la cultura es
algo mucho más general, mucho más amplio y esencial. Mientras que los seres humanos
podríamos sobrevivir perfectamente sin la música de cámara, sería imposible que
sobreviviéramos sin la cultura; no podríamos sobrevivir sin las diversas «extensiones» de
nuestro cuerpo que hemos creado universalmente, ni sin organizar y orquestar nuestras vidas de
maneras llenas de significado, simbólicas y profundamente extra-biológicas. La cultura de un
determinado grupo de seres humanos puede definirse en términos generales como la suma total
de todas las formas de vida que se practican en dicho grupo. Este amplio concepto de cultura fue
sugerido por primera vez por el antropólogo británico Edward Burnett Tylor en su libro Primitive
Culture (Cultura primitiva), publicado en 1871. Tylor definía la cultura como «esa unidad
compleja en la que se incluye el saber, las creencias, el arte, la moral, las leyes, las costumbres
y cualquier otra capacidad o hábito adquirido por el hombre como miembro de una sociedad.»
Entre los principales inventos culturales del hombre se encuentran las herramientas, las armas,
el fuego, la agricultura, la domesticación de animales, las ciudades, la fundición del hierro, del
cobre y de otros metales, la rueda, la pólvora, la brújula, la máquina de vapor, el motor de
explosión, el aeroplano, la penicilina, los computadores y la energía atómica, por no mencionar
la mantequilla de cacahuete, el yo-yo o los desodorantes. Otros avances culturales importantes
que no han quedado plasmados en artefactos, aunque no por ello son menos cruciales en la
historia de la humanidad, son el lenguaje, la escritura, la religión, los sistemas políticos, las
leyes, los sistemas de intercambio económico y la ciencia. Naturalmente, podríamos añadir otros
muchos factores y, para que la lista fuera completa, deberíamos incluir también casi todos los
complejos detalles del comportamiento humano.
Las culturas se han desarrollado de forma muy diversa dentro de los diferentes grupos humanos
y aunque hay fenómenos que pueden considerarse universales —como el lenguaje, el uso de
herramientas, y el reconocimiento de ciertos patrones de relaciones de parentesco entre los
individuos—, otros se limitan a poblaciones especificas locales. La rueda, por ejemplo, era
desconocida entre los habitantes del Nuevo Mundo antes de la llegada de los europeos (aunque,
curiosamente, entre los artefactos de los aztecas se han encontrado juguetes infantiles con
ruedas); en cambio, el intercambio de parejas, que es una antigua costumbre de los esquimales,
sólo empezó a practicarse recientemente (hace unos diez años) en ciertos sectores de la cultura
americana, aunque parece que no ha tenido mucho éxito.
Pero a pesar de sus diferencias en los detalles, las culturas humanas comparten algo esencial,
una característica crucial que hace diferente su evolución de la lenta y laboriosa evolución
biológica que la precedió; la evolución cultural es independiente de los cambios en la
configuración génica. Dado que todo individuo es producto de la evolución biológica, no tiene la
capacidad de evolucionar biológicamente Sin embargo, cualquiera de nosotros puede
experimentar una gran variedad de culturas en su vida, y no sólo viajando de un país a otro para
conocerlas. Un aborigen que sea trasladado desde el centro de Australia a Europa occidental,
puede dar un salto de cientos, o miles, de generaciones de evolución cultural en sólo unos años.
Pero el ritmo que lleva la evolución cultural es tan rápido que incluso el ser humano sedentario
puede ver, en sólo unas décadas, surgir y volver a desvanecerse toda una serie de prácticas
culturales. Los nuevos inventos y costumbres pasan de un pueblo a otro a la velocidad del rayo.
En efecto, como si fueran cables eléctricos, las personas pueden transmitir las corrientes
culturales tan rápidamente como van surgiendo. Pero, continuando con el símil de la electricidad,
las personas en sí no cambian en realidad, al igual que tampoco «evoluciona» un cable eléctrico
cuando se utiliza normalmente.
Esta disparidad entre el aspecto biológico y cultural de las personas se debe a que la cultura es
transmitida mediante un nuevo mecanismo, gracias al cual los individuos pueden adquirir
características que, inicialmente, fueron obtenidas por otros. Es un proceso nuevo que queda al
margen de los acontecimientos biológicos normales. Mediante nuevas tecnologías altamente
sofisticadas, podemos introducir a veces los genes de un ser vivo en otro; cosa que no hubiera
podido ocurrir nunca si sólo contáramos con nuestros dispositivos biológicos. Una vez formados
como óvulo fecundado, somos impermeables a los genes de otros. En cambio, una vez formados
como seres humanos, somos, perfectamente permeables a otras ideas y culturas.
Mientras que es sabido que la evolución biológica funciona principalmente mediante la selección
natural (darwinismo), la evolución cultural progresa por lamarckismo: «herencia de caracteres
adquiridos». En ello reside la diferencia crucial entre la liebre y la tortuga. Descrito por primera
vez por Jean Baptiste Pierre Antoine de Monet, Chevalier de Lamarck en su Philosophie
Zoologique (1809), el lamarckismo fue desde el principio desacreditado como mecanismo
causante de la evolución biológica. Pero en lo que se refiere a la evolución cultural, Lamarck
estaba en lo cierto. Su teoría se basa en gran parte en las consecuencias del uso y del desuso:
cuando una estructura es utilizada, tiende a desarrollarse; si es ignorada, tiende a atrofiarse. Si
estos cambios fueran transmitidos hereditariamente a la descendencia, habríamos dado, al
menos en teoría, con un mecanismo que produciría cambios biológicos a largo plazo.
El lamarckismo sugiere, por ejemplo, que el largo cuello de las jirafas se desarrolló porque
generaciones y generaciones de jirafas se empeñaron en estirar el cuello para poder alcanzar las
hojas que crecían en las copas de los árboles africanos. De ser así, un levantador de pesos
podría asegurarse de que sus hijos tuvieran unos buenos bíceps simplemente desarrollando los
suyos. Desgraciadamente para la reputación de Lamarck entre los biólogos, el mundo vivo no
funciona de esa manera: parece haber una separación casi total entre los tejidos somáticos de
una criatura viva (es decir, su cuerpo) y sus genes. La información fluye desde el ADN hasta las
proteínas; desde los genes a los cuerpos, pero no viceversa. Los biólogos se han dedicado a
cortar el rabo a muchas generaciones de ratones adultos sólo para encontrarse con que las
nuevas generaciones no tenían menos rabo que antes. Después de miles de años de practicar la
circuncisión, los niños judíos siguen naciendo con prepucio. La evolución biológica depende de
los cambios que se producen en los genes; y los genes no cambian por las experiencias
adquiridas durante la vida del individuo.
Pero la cultura es diferente. Cuando, a finales del siglo XIX, las ideas y la tecnología occidentales
fueron introducidas en un Japón todavía medieval, el pueblo nipón fue capaz de asimilarlas casi
por completo a una velocidad increíble. Lo suficiente como para derrotar a Rusia en la guerra
ruso-japonesa y para convertirse, inmediatamente después, en una de las principales potencias
del siglo XX. En vez de esperar a que las mutaciones y la recombinación de genes dieran con las
características adecuadas (incluso asumiendo la imposible hipótesis de que tales caracteres
pudieran producirse por evolución biológica) y a que la selección reconociera sus ventajas, los
japoneses pudieron asimilar inmediatamente los aspectos de la cultura occidental que les
parecieron ventajosos; del mismo modo, sólo unas décadas más tarde, los rusos aceptaron las
doctrinas de Marx y Lenin y transformaron su cultura a igual velocidad. Y todo en menos de una
generación.
De forma similar, cuando Alejandro Graham Bell inventó el teléfono, el aparato se difundió
rápidamente entre la población, dada su gran utilidad. Imaginemos un invento biológico
igualmente valioso: al estar basado en los mecanismos génicos de elaboración y transmisión, se
habría difundido mucho más lentamente. Incluso la extraordinariamente rápida evolución del
tamaño del cerebro humano se desarrolló a paso de caracol en comparación con la evolución del
teléfono. Si la capacidad de utilizar el teléfono dependiera de la existencia de genes
«telefónicos», los hijos de Bell podrían haberlos heredado y poseer tal capacidad (suponiendo
que fuera un carácter dominante), y tal vez unos 150 descendientes directos de Bell serían
actualmente usuarios del teléfono. Sin embargo, la técnica fue transmitida por evolución cultural,
y hoy día hay miles de millones de personas que utilizan el teléfono. Es más, tanto el diseño
exterior como interior del teléfono han sido modificados radicalmente, mientras que en el mismo
espacio de tiempo no se ha producido básicamente ninguna evolución biológica.
Además, como ya hemos visto, los cambios evolutivos biológicos dependen de una gradual
acumulación de muchos pequeños pasos. Esto se debe a que una brusca reorganización del
sistema génico de un organismo podría significar su muerte o, al menos, causar un grave
trastorno que le dejaría en desventaja frente a la selección. Cuanto mayor sea el trastorno,
mayor será su impacto. Por eso la evolución biológica se ve obligada a avanzar a pequeños
pasos, ya que cada paso es esencialmente fortuito. La selección natural hace de filtro escogiendo
algunas de las variaciones disponibles de forma que, con el tiempo, el potencial caos se va
convirtiendo en orden.
Las circunstancias que rodearon la aparición de innovaciones culturales son actualmente menos
conocidas que las de sus equivalentes biológicas. Como las innovaciones biológicas, las
innovaciones culturales parecen surgir a veces al azar: es casi imposible predecir el momento en
que se producirán descubrimientos, innovaciones o cambios de costumbres. Y ¿quién puede
describir los acontecimientos que preceden y hacen nacer una idea original? Como ocurre con las
mutaciones biológicas, parece ser que unos ambientes favorecen la innovación cultural más que
otros. Por ejemplo, el Renacimiento fue un ambiente cultural «mutagénico», al contrario que
todo el milenio precedente.
Sean cuales sean sus causas, las innovaciones culturales pueden difundirse no sólo
independientemente de los genes, sino por una decisión consciente. Así por ejemplo, cuando los
europeos probaron las especias orientales y del Caribe, quedaron encantados y quisieron
conseguir más. Se crearon nuevas rutas comerciales y nuevas ciudades, y una nueva clase
comerciante fue adquiriendo cada vez más poder; la sociedad —y también las técnicas culinarias
— quedó transformada en sólo unas décadas. De un modo similar, el Viejo Mundo incorporó a su
dieta tomates, patatas y maíz procedentes del Nuevo Mundo, y éste, por su parte, incorporó a su
cultura la pólvora y los caballos del Viejo Mundo. La difusión cultural puede incluso ir por delante
de la migración de los pueblos: un reducido grupo de aventureros españoles conquistó la mucho
más numerosa (y en muchos sentidos más sofisticada) civilización sudamericana, en gran parte
debido a que los incas y los aztecas no conocían el caballo. Unos cuantos siglos después, los
conquistadores blancos de América del Norte encontraron indios de las planicies que eran
expertos jinetes, a pesar de no haber visto nunca a un europeo.
La difusión del rock and roll, el monopatín y las hamburgueserías puede parecer fortuita y sin
sentido, pero a menudo hay un método tras ese aparente caos; más que bajo el control de un
proceso natural, ciego y oportunista, la introducción de nuevas pautas culturales puede obedecer
al designio de los seres humanos («¡Sr. Watson, venga aquí; le necesito!») [1]. Pero, si bien
algunas de estas innovaciones pueden ser triviales, otras pueden conllevar, para bien o para mal,
una profunda reorganización de toda la estructura social, tecnológica e incluso personal. Como
dijo Leibniz, nature non facit saltus (la naturaleza no da saltos). Pero la cultura sí. A veces trata
de mirar antes de saltar, y ésta es otra diferencia entre la evolución cultural y biológica, puesto
que la última es «ciegamente oportunista», como señala el gran genetista Theodosius
Dobzhansky. Otras veces, sin embargo, la evolución cultural no parece más planeada que su
contrapartida biológica. Al contrario que la naturaleza, cultur facit saltus.
europeos han copiado de los esquimales, y los rifles y trineos motorizados que han adoptado los
esquimales modernos. Otras veces, ciertos aspectos de una cultura son introducidos en otra por
la fuerza, como ocurrió con el cristianismo o el islamismo.
Tras haber establecido la distinción entre la evolución biológica y la evolución cultural, podemos
subdividir la evolución cultural en dos componentes principales: la evolución social y la evolución
tecnológica. La evolución social comprende los diversos tipos de sistemas legales y de gobierno,
la economía, las estructuras básicas de la nación, la familia, el trabajo, el medio ambiente, la
música, el arte, la literatura y la religión. La evolución social se desarrolla en un período de
tiempo que puede abarcar décadas, siglos e incluso milenios. Aunque en comparación con la
evolución biológica es rápida y flexible, la evolución social es muy lenta comparada con el otro
gran pilar de la evolución cultural: los cambios tecnológicos. La evolución tecnológica es, con
mucho, la más rápida de las dos; sus innovaciones se producen a un ritmo que sería asombroso
para los cambios sociales, e inimaginable para los cambios biológicos.
De este modo, la sociedad evoluciona con asombrosa rapidez desde el punto de vista de la
selección natural, pero muy lentamente desde una perspectiva tecnológica. Comparemos, por
ejemplo, la vida actual en los Estados Unidos con la de hace 150 años. La tecnología es
radicalmente diferente, con la introducción de aparatos eléctricos, automóviles, medianas y
armas nucleares, por mencionar sólo unos pocos adelantos. En cambio, la sociedad, aunque es
diferente, no ha cambiado tanto: puede que haya menos hogares en los que convivan ambos
padres, pero sigue habiendo hogares; la semana laboral puede ser más corta, pero sigue
habiendo una semana laboral; el gobierno puede ser más numeroso, pero sigue existiendo un
gobierno reconocible que, de hecho, es básicamente el mismo tipo de gobierno —incluso con la
misma constitución— que existía en los tiempos de Andrew Jackson. En contraste con los
cambios revolucionarios que ha experimentado la tecnología y con los moderados cambios
sociales, los americanos de la época de la guerra de México no se diferencian en nada, desde el
punto de vista biológico, de los americanos actuales.
Para bien o para mal, la tecnología ha experimentado un progreso continuo. Nos ha permitido
manipular cada vez más el mundo, y con mucho menos esfuerzo que antaño. También la
evolución biológica, a su manera, supone una especie de progreso: una independencia cada vez
mayor del medio ambiente (obsérvese la «progresión» desde los genes desnudos, hasta los
cuerpos, los anfibios, los mamíferos de sangre caliente, etc.). La evolución biológica también
conlleva la acumulación de procesos de adaptación cada vez más precisos, de forma que los
seres vivos tienden a «encajar» en su ambiente casi a la perfección. En cambio, no existen
pruebas de que progrese la evolución social. La democracia, tal como la practicaban los griegos,
no ha experimentado ninguna mejora notable 3.000 años después. Los experimentos con tipos
utópicos de sociedad aparecen y desaparecen con una regularidad casi deprimente, y las
dictaduras —a menudo apuntaladas por doctrinas religiosas, como en el caso del Ayatollah de
Irán, o basadas en teologías seculares, como en el caso de la Rusia Soviética— son tan antiguas,
al menos, como el Egipto de los faraones. A diferencia de la tecnología y la biología, las
sociedades, más que evolucionar, dan vueltas.
¿Puede decirse que los filósofos y teólogos modernos están más avanzados que Aristóteles,
Platón, Gautama Buda o Cristo? ¿Son mejores los actuales ganadores del premio Nobel o Pulitzer
que Homero o Chaucer? La esclavitud ha sido abolida mundialmente, pero siguen existiendo
formas de servidumbre, y el apartheid no está muy lejos de serlo. Las monarquías y otras
formas de totalitarismo aparecen y desaparecen; y lo mismo ocurre con las democracias. La
religión, bajo diferentes disfraces, oscila del fundamentalismo y el absolutismo al liberalismo y el
«humanismo secular». La cultura social no tecnológica se caracteriza por su carácter circular, y
podría ser descrita como una línea básica que se desvía de su eje para volver a él y entonces
desviarse en la dirección opuesta; plus ça change, plus c’est la même chose (cuanto más
cambia, más sigue siendo lo mismo). Tal vez los cambios que caracterizan a la evolución social
no se deben tanto al progreso en sí, como a la inquietud intelectual a la competencia
interpersonal e intersocial y a los cambios de humor fortuitos que hacen que los caracteres
sociales ajenos a la técnica sean inestables o, al menos, que tengan una estabilidad que rara vez
se prolonga más allá de unos siglos. De hecho, los imperios milenarios de cualquier tipo son
bastante raros; lo que tal vez sea una bendición.
La discordancia que se da en la existencia humana puede deberse en gran parte al conflicto que
existe entre la evolución social y la evolución tecnológica en su interacción dentro de la esfera
cultural. Este conflicto preocupa cada vez más a los sociólogos, antropólogos y a los especialistas
en la aplicación social de la tecnología. Y con razón. Sin embargo, para nuestros propósitos, será
útil combinar todos los factores esencialmente no-biológicos (incluyendo tanto la evolución social
como la tecnológica) bajo el mismo epígrafe, denominándolos «evolución cultural», como
opuesto de «evolución biológica». En la concordia y discordia que exista entre ambos tipos de
evolución buscaremos nuestras raíces, lo que nos hace humanos, felices, grandiosos y
miserables.
Los diferentes niveles de la evolución humana son semejantes a la distinción anatómica entre
nuestras funciones cerebrales superiores y las funciones inferiores de los sistemas primitivos del
cerebro. El doctor Paul D. MacLean, antiguo director del Laboratorio para la Investigación de la
Evolución del Cerebro y el Comportamiento Humano del Instituto Nacional para la Salud Mental
de Estados Unidos, ha desarrollado una teoría que considera tres niveles diferentes del cerebro
humano:
El hombre se encuentra en la difícil situación de haber sido dotado por la naturaleza con tres
cerebros que, pese a grandes diferencias en su estructura, deben funcionar juntos y comunicar
entre sí. El más antiguo de estos cerebros es básicamente reptiliano. El segundo lo hemos
heredado de los mamíferos primitivos, y el tercero se debe al último desarrollo de los mamíferos,
que., ha hecho al hombre peculiarmente humano. Hablando de forma alegórica de estos tres
cerebros en uno, podemos imaginar que cuando el psiquiatra pide a su paciente que se tienda en
el sofá, le está pidiendo que se tumbe al lado de un caballo y un cocodrilo.
La distinción entre la evolución biológica y la evolución cultural no es, sin embargo, la misma
que existe entre el cerebro y las reminiscencias de los reptiles y mamíferos. Se trata más bien
de distinguir entre el cerebro humano, con todas sus partes biológicas, y su producto más
notable: la cultura.
Pero incluso esta distinción es un tanto arbitraria, puesto que, como ya hemos visto, la evolución
biológica y la evolución cultural han estado íntimamente conectadas, se han apoyado
mutuamente y son, hasta cierto punto, inextricables. Somos animales culturales. La cultura es
tan «natural» al Homo sapiens, como los cascos al caballo o las escamas al pez. Un ser humano
sin cultura sería tan extraño como un pavo sin plumas o un puerco espín sin púas.
Esta famosa propagación de nuevos rasgos culturales entre los monos japoneses ha hecho surgir
incluso un nuevo mito cultural: el denominado «fenómeno del centésimo mono». Según la
leyenda, una vez el centésimo mono hace alguna cosa determinada, la nueva costumbre se
difunde rápidamente entre la población; ésta es una historia que suele contarse con la esperanza
de animar al ciudadano medio a la actividad política, para «convertirse en el centésimo mono».
Aunque la historia del centésimo mono no es más que un cuento bienintencionado, puede sernos
útil como ejemplo de otro nivel de la evolución cultural: la evolución cultural de un relato sobre
la evolución cultural (los lectores aficionados a las matemáticas podrían denominarlo «evolución
cultural al cuadrado»).
La cultura y la biología no siempre tienen que estar en oposición. En realidad, es posible que la
mayoría de las prácticas culturales sean neutras o incluso adaptativas desde el punto de vista
biológico, como ocurre, por ejemplo, con la tenaz defensa cultural de alguna forma de vínculo
marital o, de hecho, con la mayoría de las cosas que hacemos los seres humanos en nuestra
vida cotidiana. Esto no es sorprendente, puesto que las culturas se suceden unas a otras al igual
que las poblaciones o las especies.
Como hemos podido ver, la difusión de la cultura sigue un proceso análogo a la selección natural,
aunque sus mecanismos son bastante diferentes. La selección natural no supone una elección
consciente por parte de aquellos genes y combinaciones genéticas que experimentan el máximo
éxito reproductivo. En cambio, la cultura avanza frecuentemente mediante una selección
intencionada de unas prácticas específicas de entre todas las existentes. Por tanto, en este
sentido, la evolución cultural es «ideológica», es decir, dirigida hacia una meta, de un modo en
que la evolución biológica no puede serlo. Por ejemplo, los ideólogos marxistas han sido capaces
de concebir y difundir ciertas prácticas culturales en numerosos países durante los últimos
cincuenta años, del mismo modo que los ideólogos capitalistas lo habían estado haciendo hacía
ya varios siglos. A pesar de que los resultados pueden no ser siempre los deseados y aunque
gran parte de la evolución cultural humana (y biológica) es esencialmente fortuita, no puede
negarse la importancia de la elección consciente y dirigida hacia una meta en el desarrollo de la
cultura humana
Podría alegarse que, a lo largo de la historia de la humanidad, la mayoría de los seres humanos
no han tenido oportunidad de elegir sus prácticas culturales. La cultura en la que uno se educa
tiene una clara y a menudo decisiva influencia que afecta a las decisiones futuras del individuo, y
que, por lo general, hace que se descarten otras opciones. Incluso en el caso de que fuéramos
enteramente libres para decidir nuestras tendencias culturales, independientemente de nuestras
experiencias infantiles, la perspectiva de la mayoría de las personas siempre está estrechamente
limitada por los modelos culturales existentes. Sencillamente, no tenemos muchas
oportunidades para poder cambiar de forma drástica nuestra cultura o nuestra sociedad
(aunque, naturalmente, todavía tenemos bastantes menos oportunidades para conseguir que se
produzca un cambio biológico, sea o no radical). Así como la evolución biológica tiene que
esperar a que se produzca una diversidad genética por mutación y recombinación sexual, la
evolución cultural necesita descubrir nuevas prácticas culturales, ya sea por invención o por
observación, y a la vez tener la habilidad necesaria para adoptarlas.
Durante miles de años la cultura humana cambió muy lentamente desde un punto de vista
moderno, pese a que; comparada con nuestra biología, los cambios se sucedieran con relativa
rapidez. Pero luego las cosas empezaron a acelerarse. La revolución científica, en particular,
comenzó a auto-espolearse, produciendo innovaciones a un ritmo cada vez más rápido y,
simultáneamente, la mejora de los medios de comunicación y los transportes permitieron una
rápida difusión de los cambios culturales. Como cuando una especie asexual descubre la
sexualidad, se abrieron caminos completamente nuevos para la evolución (cultural), por los que
hemos estado corriendo desde entonces como una liebre que quiere sacarle ventaja a la tortuga.
Las combinaciones genéticas favorecidas por la selección natural son generalmente adaptativas,
es decir, representan características que ayudan a sus poseedores a mejorar su vida y su
reproducción. Si no fuera así, no habrían sido seleccionadas (Hay algunas excepciones, como en
los casos en los que la selección acepta una característica desventajosa por estar vinculada a
otra ventajosa cuyos beneficios superan a los inconvenientes, aunque estos casos son bastante
raros). En cambio, el éxito en la evolución cultural está sólo indirectamente determinado por las
ventajas adaptativas. De ahí que la cultura humana se difunda a veces por simple superioridad
física, como en el caso de la conquista de Asia por Ghengis Khan, o del sometimiento de los
indios por el nombre blanco tanto en América del Norte como en América del Sur (La
«superioridad física» a que nos referimos aquí es la de una cultura determinada, no
necesariamente la de los individuos; la victoria de Ghengis Khan se debió en gran parte al
invento de los estribos, y la del hombre blanco a la pólvora y a los caballos). Pero, como hemos
mencionado anteriormente, el éxito en el enfrentamiento físico es sólo uno de los aspectos de la
capacidad de adaptación, y es bastante frecuente que los ejércitos conquistadores resulten ser
inferiores a las poblaciones conquistadas en habilidad para adaptarse a las condiciones locales.
Así pues, los conquistadores pueden llegar a asimilar gran parte de la cultura «derrotada»,
llegando a reflejarla incluso más que la suya propia. En tales casos, los vencidos pueden haber
sido derrotados como individuos, pero algunos aspectos de su cultura habrán triunfado sobre el
enemigo.
Una cultura que haya triunfado puede ser superior sólo en ciertos aspectos, como ocurre, por
ejemplo, con el reciente éxito de la cultura tecnológica occidental. Los últimos 200 años han
visto una drástica disminución de la diversidad de culturas a nivel mundial, a medida que la
«occidentalización» ha ido extendiéndose por todo el globo. Y no es probable que esto indique
una verdadera superioridad adaptativa. Es más bien un reflejo de la penetrante influencia de
nuestra (al parecer) impresionante ciencia y de su (quizá también superficial) efectividad. Sólo el
tiempo decidirá si este sistema es adaptativo a largo plazo.
La cultura puede difundirse también apelando a las facultades mentales más elevadas, sobre
todo cuando va unida a una tecnología [2] ascendente. La rápida difusión del islamismo se vio
facilitada por el primer factor, y la del cristianismo por el segundo. De nuevo, el valor adaptativo
—en el sentido biológico— de las prácticas culturales sólo puede ser juzgado por los
historiadores del futuro. El interés intelectual o ideológico nunca ha influido directamente en la
evolución biológica ni tiene ningún peso sobre su valor adaptativo. Por otra parte, podría
alegarse que, hasta cierto punto, los valores culturales adquieren más valor emocional
dependiendo del grado en que estén relacionados con alguna de nuestras necesidades
biológicas. En términos evolutivos, el éxito se mide por la continuidad de la existencia a lo largo
del tiempo. El mero hecho de que en el futuro no existan seres humanos para juzgar nuestra
cultura —e incluso a toda nuestra especie— sería, en sí, un juicio de valor.
Una de las pegas de los cambios evolutivos biológicos es que, al depender de la obtención de
ventajas adaptativas inmediatas, tienen que basarse en mecanismos relativamente «miopes». El
éxito a corto plazo puede hipotecar la flexibilidad a largo plazo y conducir a la extinción. Un
medio ambiente de color claro —como, por ejemplo, el Monumento Nacional de Arenas Blancas
de Nuevo México— favorecerá a los roedores de color claro, que pasarán desapercibidos para sus
predadores. Pero si el color del medio se hace más oscuro, los ratones de color claro —que hasta
entonces habían prosperado— estarán en desventaja frente a la selección. Las culturas humanas
pueden caer también en una superespecialización similar y ser incapaces de adaptarse a los
cambios. Puede que estén en alza durante mucho tiempo si saben prever los cambios y
modificarse para ajustarse a ellos. Pero también puede ser que descubramos que nuestras
exclusivas capacidades teleológicas son para nosotros como los largos colmillos para el tigre de
dientes de sable: algo que resulta útil por el momento, pero que, a la larga, puede ser
Al contrario que la tecnología moderna, hay algunas prácticas culturales que parecen haber
existido durante miles de años. Han demostrado su utilidad adaptativa y, presumiblemente,
merecerían el «imprimatur» de la evolución biológica. La prohibición mosaica de comer carne de
cerdo, por ejemplo, pudo haberse debido al conocimiento de los peligros de la triquinosis. Pero
fueran cuales fuesen sus fundamentos teológicos, era buena desde un punto de vista biológico.
Sin embargo, irónicamente, esta prohibición ha dejado de ser necesaria con la reciente aparición
de nuevas costumbres culturales como, por ejemplo, las normas higiénicas en la cría de cerdos o
una cocción cuidadosa. De forma similar, la costumbre oriental y africana de abonar los campos
de cultivo con las heces humanas, es mala desde el punto de vista biológico debido al papel que
desempeñan las materias fecales en la transmisión de enfermedades, pero buena desde el punto
de vista ecológico en aquellas regiones en donde la tierra es pobre, escasa o está muy explotada
debido a una elevada densidad de población.
Si no existieran las técnicas agrícolas y culinarias es probable que al cabo de cierto tiempo la
prohibición de comer carne de cerdo quedara plasmada génicamente en la especie humana,
puesto que quienes se abstuvieran del cerdo correrían menos riesgo de contraer la enfermedad
y, por tanto, tendrían una ventaja selectiva sobre los demás. Al final —por ejemplo, al cabo de
10.000 años— la selección favorecería la tendencia génica a evitar la carne de cerdo, con lo que
resultarían innecesarias las prohibiciones culturales. El uso de las heces como fertilizante
dependería, en último extremo, del equilibrio de encontrar a cada población entre la frecuencia
de organismos patógenos y las necesidades ecológicas de los terrenos de cultivo. Pero, tanto en
un caso como en otro, la evolución cultural ha superado el potencial que pudiera haber tenido la
biología.
Consideremos otro ejemplo: beber leche. A la inmensa mayoría de los seres humanos les
resultaría extraño ver a un adulto bebiendo la leche de una vaca, del mismo modo que a
nosotros nos parece raro que los Masai se beban la sangre de su ganado. La mayoría de los
humanos adultos carecen de la enzima lactasa, necesaria para digerir el azúcar de la leche, la
lactosa. De hecho, parece existir cierta correlación entre la habilidad genética de producir lactasa
y las complejas prácticas culturales del proceso de la fabricación de productos lácteos. ¿Quiere
decir esto que existe un gen especial para los productos lácteos? Seguramente no. Pero sí nos
sugiere que las prácticas culturales —incluso las más sofisticadas y tecnológicas— pueden estar
en el fondo conectadas con nuestra biología, a menudo de la forma más inesperada.
La evolución biológica del Homo sapiens aún no ha llegado a su fin. Sin embargo, casi se había
completado —es decir, ya había aparecido el ser humano como es actualmente— cuando la
cultura humana acababa de comenzar. Aunque el intervalo de tiempo transcurrido entre el
descubrimiento del fuego y el de la agricultura (unos 375.000 años) nos parezca una eternidad,
lo cierto es que, desde el punto de vista de la evolución biológica, es un período de tiempo muy
breve. En cambio, mientras que el intervalo de tiempo transcurrido entre la invención de la
imprenta por Gutenberg y la de la radio por Marconi (unos 500 años) es casi insignificante en
términos biológicos, resulta inmenso desde el punto de vista cultural. Tomemos 500 años de la
historia humana anteriores al año 1.000 antes de Cristo: a pesar de que los cambios culturales
que se produjeron durante esos años hieran inmensos en comparación con los cambios
biológicos, en dicho espacio de tiempo no se produjo prácticamente ningún acontecimiento
importante en comparación con los acontecimientos que se han producido en los últimos cinco
siglos que ha vivido la humanidad. El motivo de este fenómeno es el extraordinario ritmo con
que avanza la evolución cultural una vez liberada de sus lazos biológicos.
El ritmo de los caminos culturales se ajusta a un patrón general que, si bien puede diferir en
algunos detalles, suele cumplirse en la mayoría de los sistemas: los cambios culturales siguen un
ritmo exponencial. Es decir, que el propio ritmo del cambio ha ido incrementándose, como un
objeto al caer va siendo acelerado por la gravedad o —más parecido aún— como un cohete que
despega. La evolución cultural humana es, por tanto, un proceso en continua aceleración, y su
representación gráfica toma la forma de una curva cuya pendiente se acentúa a medida que nos
aproximamos a los tiempos modernos.
Por poner un ejemplo, consideremos la fuerza, definida por los físicos como la capacidad para
realizar un trabajo. Durante cientos de miles o incluso millones de arios, la fuerza de que podía
disponer el hombre se limitaba a la de sus propios músculos. Con la domesticación de los
animales, hace unos 6.000 años, adquirimos la fuerza del buey, del camello y del caballo, así
como la de mecanismos básicos senados, como la palanca, el plano inclinado, la cuña, la rueda y
el eje, y el tornillo. Después empezamos a aprovechar la fuerza del agua y del viento mediante
barcos de vela y molinos. Más tarde desencadenamos la fuerza química gracias al
descubrimiento de la pólvora. La electricidad y la máquina de vapor no entran en escena hasta el
siglo pasado, seguidos muy pronto por el motor de explosión y, hace tan sólo unas décadas, por
la fisión del átomo, que resultó ser una fuente de energía colosal e inimaginable Así pues, hemos
ido descubriendo más y más fuentes de energía, y el intervalo de tiempo transcurrido entre un
La historia de los avances culturales que se han ido produciendo en otros campos sería similar.
En el campo de los transportes: de andar y correr, a montar a caballo, utilizar el tren, los barcos
de vapor, los coches y camiones, los aviones y los reactores supersónicos (habiéndose realizado
la mayoría de los avances ya en el siglo XX). En el campo de la comunicación: del invento del
lenguaje, a la escritura, la imprenta, el alfabeto Morse, la radio, la televisión y los sistemas de
telecomunicación interpersonal (y también aquí, se han producido tantos cambios desde 1900
hasta hoy, como en esos 1.900 años precedentes). En el campo de la tecnología alimentaria: de
cazar, buscar y almacenar comida, a la agricultura primitiva, al surgimiento de ciudades gracias
al excedente agricultural, a los sistemas de regadío y las grandes explotaciones agrícolas
mecanizadas y fertilizadas químicamente. Podríamos continuar la lista y observar un desarrollo
similar de la tecnología al servido de la guerra y la muerte e, irónicamente, también de su
contrapartida, la tecnología al servicio de la medicina y de la conservación de la vida; de la
complejidad de la organización de las sociedades humanas; de la emancipación de las
condiciones climáticas, y de la población humana en general. Durante la mayor parte del tiempo,
los seres humanos han podido conservar la serenidad y el equilibrio, lo que puede deberse, al
menos en parte, a que los cambios que parecen sucederse con tanta rapidez al contemplarlos
retrospectivamente, parecen lentos al compararlos con el ritmo de los acontecimientos de
nuestra vida actual. Pero, de todas formas, el ritmo al que se ha desarrollado la cultura humana
es extraordinario desde cualquier otro punto de vista.
Aunque puede parecer que el período en que los seres humanos han experimentado su rápida
evolución cultural es sólo una capa superficial brillante sobre una base de millones de años de
evolución biológica, no por ello es menos importante. Es más bien al contrario; pese al hecho de
que sólo hemos vivido unos «momentos» como criaturas culturales, después de una larga vida
anterior como animales biológicos, también es un hecho que ahora nos encontramos
completamente inmersos en ese «brillo». De eso se trata precisamente. En un instante de
brillante iluminación, la flecha ardiente de la innovación cultural nos ha traspasado, cambiando
drásticamente nuestro panorama. El instante puede haber sido breve, pero su repercusión ha
sido enorme; precisamente su brevedad subraya su potencia. Porque mientras que el Homo
sapiens es una criatura darwiniana, lenta y pesada en su evolución como una tortuga, la
evolución cultural lamarckiana se mueve a la velocidad de la luz. Si el intervalo de tiempo
transcurrido desde la invención de la escritura a la invención de la computadora (que puede ser
de unos 7.000 años) parece largo, resulta insignificante en comparación con el tiempo que va
desde que los vertebrados primitivos «inventaron» las mandíbulas a partir de los arcos
branquiales, hasta que nuestros antepasados arborícolas «inventaron» la visión binocular
(aproximadamente 700 millones de años); aún así, no se puede decir que un período sea más
importante que el otro.
Al explorar la naturaleza paradójica del Homo sapiens, estamos explorando también la extraña
naturaleza del tiempo. El tiempo es la duración de algo o, tal vez, el intervalo entre dos
acontecimientos. Cuando no pasa nada decimos que el tiempo «se ha detenido»; cuando pasan
muchas cosas decimos que el tiempo «vuela». Un segundo es aproximadamente el intervalo que
transcurre entre dos latidos del corazón. Un año es, más o menos, lo que tarda un perro en
desarrollarse por completo. Cuando decimos que tienen que transcurrir nueve meses desde la
fecundación del óvulo hasta que viene al mundo un recién nacido, queremos decir que es
necesario que transcurra un intervalo de tiempo menor que el que necesita nuestro planeta para
dar una vuelta completa alrededor del Sol, y equivalente a unas 270 rotaciones de la Tierra
sobre su propio eje (que causan la sucesión alterna de luz y oscuridad) o, tal vez, a unos 23
millones de veces el tiempo que necesitamos para sonamos la nariz.
Einstein demostró que el tiempo parece transcurrir más lentamente para los objetos —y, en
teoría, también para las personas— que se mueven a gran velocidad que para los que, en
comparación, permanecen quietos. Pero en relación con la historia de la humanidad, no hay
razón para pensar que la naturaleza del tiempo haya cambiado; lo que ha cambiado, si
comparamos, por ejemplo, lo que ocurría hace 50.000 años con lo que ocurre actualmente, es la
cantidad de acontecimientos que se producen en un cierto período de tiempo. Esto no significa
que entonces no sucediera nada diariamente, o que la vida fuera monótona. Significa, más bien,
que los acontecimientos que afectaban a una vida no tenían tanta trascendencia para las vidas
sucesivas. Las experiencias no se acumulaban. Cada generación tenía que aprender todo desde
el principio; y siempre las mismas cosas: cómo se hace una flecha o una herramienta para cavar,
o cómo se enciende el fuego.
«En el transcurso de tantos siglos», escribió Pascal, «toda la humanidad debe ser considerada
como si fuera un mismo ser humano que existiera continuamente y que continuamente tuviera
que aprender.» El Homo sapiens ha existido continuamente (tal vez durante unos 50.000 años),
ha estado aprendiendo continuamente, y, como hemos visto, los conocimientos adquiridos por
nuestra especie han ido aumentando de forma exponencial Sin embargo, durante todo ese
tiempo hemos seguido siendo «el mismo ser humano», el mismo hombre y la misma mujer, al
menos en lo que se refiere a nuestra biología básica.
Nuestra experiencia en la Tierra, durante todo el período en el que podemos consideramos como
una misma especie, puede ser dividida en intervalos de tiempo equivalentes a la duración de una
vida humana. Si tomamos como medida la cifra bíblica de sesenta más diez (setenta) años, la
experiencia humana ha durado hasta ahora unas 700 vidas. Nuestras primeras 500 vidas las
pasamos sin agricultura, sin animales domésticos y sin metales, viviendo en cuevas o
refugiándonos bajo los árboles. Las ciudades aparecieron sólo en las últimas treinta vidas o, para
la mayoría de los habitantes del planeta, sólo en las últimas dos o tres vidas. Sólo en los últimos
diez intervalos de tiempo ha sido posible que la experiencia de una vida pudiera ser transmitida
a la siguiente gracias a la escritura. La electricidad y la fuerza del vapor empezaron a
aprovecharse hace sólo dos vidas, aproximadamente hacia la época de la Revolución industrial. Y
los automóviles, las computadoras, los aviones a reacción, las armas nucleares, el aire
acondicionado, los plásticos, los antibióticos, las lavadoras, los grandes almacenes, los estadios,
las guerras mundiales, los pesticidas, las cadenas de montaje y la alfabetización masiva, son
experiencias de una sola vida: el bagaje cultural de nuestra vida más reciente, la que hace el
número setecientos.
Como especie, evolucionamos rápidamente, abarcando más en nuestras setecientas vidas como
Homo sapiens que en las miles que las precedieron y más que cualquier otra especie a lo largo
de toda su existencia. De todas formas, hay que disculpar a nuestros antepasados por no
percatarse de los cambios ocurridos durante sus vidas, porque, probablemente no fueron
muchos. Ahora es imposible no darse cuenta.
Tanto la cultura como la biología humanas son tan extensas y polifacéticas que resulta inevitable
que sus caminos se crucen de diferentes formas en muchos puntos, tanto en las cumbres más
escarpadas como en las llanuras. Por tanto, es ingenuo esperar que una sola teoría pueda
explicar la naturaleza de tales contactos. Dada la peculiar ambivalencia de nuestra especie, sería
ingenuo incluso esperar que llegáramos a ser lo bastante perfectos como para saber algo con
seguridad sobre nosotros mismos o sobre el mundo que nos rodea. El antropólogo Weston La
Barre, en su libro titulado The Ghost Dance (La danza de los fantasmas) dice:
El hombre cultural propone, pero la realidad dispone; porque el hombre no es más que
otra clase de animal. En un Universo en el que las mismas estrellas giran y centellean
en lugares que sólo llegamos a discernir años-luz después, y en el que incluso los
grandes planetas vagan respondiendo armoniosamente a la influencia de cuerpos
celestes que no llegamos a vislumbrar del todo en la noche, el saber más necesario es
la humildad; saber que no sabemos nada y que lo único que podemos decir,
bendecidos y lastrados con nuestras fantasías y proyectos, es que así es como parece
ser, por el momento.
Sin embargo, podemos afirmar con cierta seguridad que la cultura y la biología, dada la radical
diferencia que existe entre sus ritmos de desarrollo y entre los procesos que representan, rara
vez estarán en perfecta armonía, a pesar de estar forzosamente por su conjunción en un mismo
organismo: el Homo sapiens. O al menos, como decía La Barre, así es como parece ser, por el
momento.
A lo largo de la historia y también en nuestros días, las sociedades humanas han tomado
muchas características debidas a influencias biológicas y las han extendido —de forma no-
biológica— dentro de la esfera cultural. Así, si los hombres tienen una mayor predisposición a la
lucha que las mujeres, las culturas establecerán probablemente que los hombres deben luchar
más que las mujeres. Si las personas tienen una inclinación biológica hacia el nepotismo (dar un
trato favorable a los parientes), la cultura tenderá probablemente a materializar tal inclinación,
t ato a o ab e a os pa e tes), a cu tu a te de á p obab e e te a ate a a ta c ac ó ,
estableciendo con todo detalle modelos de comportamiento adecuados e inacabados. Así pues,
pese a la notable flexibilidad que la caracteriza, la cultura puede conducir también a una mayor
rigidez.
A menudo la cultura exige características que van más allá de cualquier requerimiento de la
evolución biológica, dando lugar a un importante y difundido fenómeno que podríamos llamar
«hiperextensión cultural». Más que ponerse en contra de las inclinaciones innatas del ser
humano, la cultura trata de imitar y extender tales inclinaciones y, a menudo, supera a la propia
naturaleza y va demasiado lejos. Se da el caso, por ejemplo, de que en algunas sociedades no
sólo se espera y se exige que el hombre sea agresivo, y más agresivo que la mujer, sino que
esta diferencia es hiperextendida más allá de lo que la selección natural, puede permitir. Entre
los indios de las llanuras de Norteamérica, los jóvenes tenían que ponerse a prueba caminando
durante varios días sin comer ni beber para conseguir tener visiones. Los aspirantes a guerrero
de la tribu de los Masai tenían que matar un león, y en algunas tribus de Nueva Guinea el trofeo
tenía que ser una cabeza humana. Aunque en algunos casos las mujeres también eran agresivas
en tales sociedades, parece estar claro que cualquier diferencia que existiera entre hombres y
mujeres era hiperextendida por la cultura. Y esto sigue ocurriendo actualmente en muchas
culturas.
El ornitólogo S. Dillon Ripley ha descrito un comportamiento que se observa entre ciertos pájaros
al que denominó «negligencia agresiva», y algo parecido ocurre entre algunos peces. Los adultos
pasan tanto tiempo defendiendo su territorio y riñendo con sus vecinos, que no pueden atender
debidamente a sus crías, ni empollar sus huevos o (en el caso de los peces) limpiarlos de hongos
infecciosos. El resultado de este comportamiento es que las crías tienen menos posibilidades de
sobrevivir. La negligencia agresiva es, casi con toda seguridad, una manifestación patológica, y
la selección natural no la admitiría. En los sistemas culturales humanos, sin embargo, pueden
desarrollarse comportamientos patológicos, sobre todo si se trata de hipertensiones,
aparentemente adaptativas, de situaciones reales o de intereses legítimos. Hoy día puede
sostenerse que los Estados Unidos se han visto afectados por una negligencia agresiva de la era
nuclear: «el mal de Caspar Weinberger». La defensa de las propias crías es un comportamiento
adaptativo, al igual que la defensa del propio grupo. Incluso puede ser correcto sacrificar otros
posibles beneficios —a veces, incluso la propia vida—en pro de la seguridad del grupo frente a
sus competidores o predadores. Pero precisamente a causa de una hipertensión cultural
tremendamente «maladaptativa» de estas tendencias, los Estados Unidos invierten una gran
cantidad del tesoro público en un absurdo intento de coercer a sus adversarios, malgastando sus
riquezas y arriesgando la verdadera seguridad de sus propios hijos.
Los esfuerzos por «biologizar» el comportamiento humano —tanto si han tenido éxito como si no
— han sido generalmente intentos de identificar los fundamentos biológicos de nuestros actos.
En cambio, las críticas al comportamiento humano desde una perspectiva biológica suelen
centrarse en la supuesta tendencia de la cultura humana a inhibir o recortar las inclinaciones
biológicas. De esta forma, la cultura es acusada de ser insuficientemente biológica, y el mensaje
que de ello se desprende es, generalmente, que si fuéramos capaces de estructurar nuestras
sociedades un poco más de acuerdo con nuestra biología, todo iría mejor. Pero al tratar de
buscar las causas de nuestra enfermedad, de nuestro malestar y de los peligros que nos acechan
para intentar aclarar la situación de la humanidad, parece muy probable que uno de los
culpables sea la hiperextensión cultural: la tendencia de la liebre a correr kilómetros y kilómetros
en una dirección en la que la tortuga ha dado un solo paso. En resumen, a veces el problema no
es que la cultura sea poco biológica, sino que lo sea en exceso.
Dada la posible disparidad entre la cultura y la biología, resulta sorprendente que los antiguos
filósofos se inclinaran con tanta frecuencia a aceptar que las cosas son como la naturaleza las ha
querido, como han sido siempre o como siempre deberían ser. En su Política, Aristóteles escribió:
« Es evidente que la polis (la ciudad-estado) pertenece a la clase de cosas que existen por
naturaleza, que el hombre es, por naturaleza, un animal destinado a vivir en una polis. » No es
sorprendente, pues, que tanto Tomás de Aquino dijera lo mismo sobre el Sacro Imperio Romano
en la Edad Media; también para muchos de nuestros contemporáneos, la nación-estado es,
indudablemente, la organización política más elevada y más apropiada para nuestra especie
desde el punto de vista biológico. Una perspectiva general, tanto de la evolución biológica como
de la evolución cultural de la humanidad, puede ayudarnos a liberamos de las limitaciones del
«cronocentrismo», de la idea de que nuestros tiempos son la clave de todos los tiempos.
En contraste con «cultura», la palabra «civilización» se deriva de la voz latina «civis», que
significa ciudadano de una ciudad, y se refiere generalmente a sistemas más avanzados,
elaborados y tecnológicos. Las primeras civilizaciones, por tanto, son más recientes que las
primeras culturas humanas y, sin duda, toda la estructura de la civilización se ha desarrollado
durante un período de tiempo tan breve, que es improbable que hayamos experimentado
cambios biológicos durante ese intervalo. Tal vez nuestra naturaleza biológica es tan fluida, tan
flexible, tan infinitamente maleable y adaptable, que somos capaces de coexistir cómodamente
con cualquier cultura que creemos, y también con cualquier civilización. Tal vez ni siquiera
tengamos una naturaleza humana determinada genéticamente; si así fuera seriamos
literalmente lo que nuestra cultura nos hace ser y, por definición, no podríamos sentimos
incómodos, excepto, tal vez, si el propio sistema cultural nos causa angustia y sufrimiento o nos
somete al azote de la injusticia.
Pero, por otra parte, si es verdad que existe una naturaleza humana —una tortuga darviniana—
por muy difusa que sea, bajo todo el ropaje cultural de los seres humanos modernos, podemos
estar virtualmente seguros de que, en el mejor de los casos, encuentra difícil la coexistencia con
nuestra liebre lamarckiana. En este caso, la liebre seguramente no alcanzará a nuestra biología,
o la «hiperextenderá». Como hemos podido ver, no causaría muchas dificultades, si es que
causaba alguna, cambiar un bebé Cromagnon por un bebé moderno, pero se produciría una
tremenda incongruencia si hiciéramos lo mismo con adultos de ambas culturas. Esta
incongruencia (literalmente: falta de correspondencia) entre nuestra biología, que ha
evolucionado mediante un laborioso proceso de selección natural, y nuestra cultura, que ha
surgido a velocidad explosiva por evolución cultural, es la raíz de casi todos los problemas de la
humanidad. Este será el tema central de todo el resto del presente libro.
Capítulo 4
(ANÓNIMO)
Cualquiera que observe a los monos en el zoo puede llegar a pensar que su inclinación a la
sexualidad es excesiva. De hecho, un biólogo de gran renombre, lord Solly Zuckerman, llegó a la
conclusión de que el comportamiento social de un grupo de papiones que había estado
observando estaba casi completamente determinado por la sexualidad: la frenética actividad
sexual de los machos sólo era igualada por las casi continuas solicitaciones de las ninfómanas
hembras. El sexo parecía ser el nexo que mantenía a los monos unidos.
Sin embargo, en las últimas décadas, tanto biólogos como antropólogos y sociólogos han
realizado numerosos estudios sobre la vida de los primates en su hábitat natural Sus
investigaciones han revelado que el sexo tiene un papel relativamente poco importante en su
comportamiento. De hecho, las hembras de los mamíferos son fértiles sólo durante un breve
período de tiempo, la ovulación, en el que producen uno o más óvulos que, si son fecundados,
producirán descendientes. Entre la mayoría de los animales (por ejemplo, entre los pájaros o los
ciervos), la ovulación se da sólo en ciertas estaciones del año (en primavera para los pájaros y
en otoño para los ciervos). En cambio, entre otros animales —en el hombre y en el ratón— la
ovulación se produce durante todo el año, en ciclos regulares y predecibles. Pero en cualquier
caso, la concepción sólo puede ocurrir durante estos períodos, que están separados por periodos
de esterilidad relativamente largos.
En la mayoría de las especies, las hembras son sexualmente receptivas sólo durante esos breves
períodos de fertilidad y, de hecho, fuera de ellos pueden reaccionar agresivamente a las
insinuaciones sexuales de los machos. Sin embargo, en la mayoría de los casos, los machos
limitan su actividad sexual a los períodos de «celo», que suelen coincidir con el período de
ovulación de las hembras. Además, en la mayoría de las especies, los machos son capaces de
determinar los períodos en que las hembras son más receptivas, puesto que son sensibles al olor
de ciertas sustancias químicas que secretan las hembras en celo. Prueba de ello es el
extraordinario interés que manifiestan los perros por la parte trasera de las perras en celo, y
también su interés por la orina de otros animales.»
Debido a que el interés sexual suele limitarse a los períodos fértiles y a que los animales son
capaces de identificar con precisión estos períodos, el acto sexual es relativamente poco
frecuente en la naturaleza. Esto tiene sentido si consideramos qué la copulación supone un gran
gasto de energía, y que la energía —la moneda básica de la vida— no se gasta sin que haya
buenas razones. Además, durante la copulación los animales están tan absortos en su actividad
que son mucho más vulnerables al ataque de sus predadores. En muchos casos cuando se trata
de especies agresivas o marcadamente predatorias existe el riesgo de que el amante sea
agredido por su pareja. El sexo no sólo puede ser un derroche de energía, sino que también
puede ser peligroso.
Entre los seres humanos, sin embargo, la sexualidad es diferente porque, pese a sus peligros y
desventajas, la copulación no está limitada a los períodos en los que es probable la concepción
(de hecho en muchos casos se limita precisamente a los períodos en que es improbable). Esta
aparente anomalía se explica si tenemos en cuenta que el comportamiento sexual del Homo
sapiens ha sido liberado de la mera función reproductiva a que sirve en casi cualquier otro
animal. Del mismo modo que George Bernard Shaw dijo una vez que la juventud es tan
maravillosa que es una lástima que se desperdicie en los jóvenes, puede decirse que los seres
humanos hemos descubierta que el sexo es demasiado maravilloso, o útil, para desperdiciarlo en
la mera reproducción. Nuestra sexualidad se ha modificado para servir a un fin más «elevado»:
mantener y fortalecer la unión entre los adultos.
En el magnífico y brutal poema épico de Robinsón Jeffer, «El semental ruano», se cuenta la
historia de una mujer que busca algo más gratificante que su decepcionante relación con un
marido insensible. Se enamora literalmente de un hermoso caballo semental y su relación con él,
aunque también es sexual, está impregnada de una profunda religiosidad y trascendencia
mística. Al final, el semental, mata al marido, y la mujer, reconociendo finalmente su fidelidad a
la raza humana, mata al semental. Para ella, matar al caballo es como matar a Dios. Su
sexualidad se había modificado para servir a un fin más elevado; no era sólo un acto físico, sino
la esencia de una relación. El semental, en cambio, no era capaz de dar este paso, ni intelectual
ni emocionalmente Sólo los seres humanos, entre todos los animales, somos capaces de hacerlo.
El retraso del desarrollo del cerebro hasta después del nacimiento es responsable en gran parte
de que se haya prolongado considerablemente el periodo de dependencia del niño, puesto que
los adultos han de proporcionarle no sólo la protección sino también la educación y la orientación
necesarias. Y aquí es donde la sexualidad humana juega un papel importante. ¿Qué otro
mecanismo podría inclinar a los padres a permanecer juntos para así poder proporcionar la
máxima protección y educación al niño? Si la sexualidad se limita sólo al período de ovulación —
como en el caso de los papiones que viven en libertad, o como ocurre con la pareja tradicional
de un semental ruano— sería improbable que existiera la familia, como forma de unión
relativamente estable entre hombre y mujer. En su lugar, nuestro sistema social podría
parecerse al de los actuales papiones: un grupo compuesto por numerosos machos y hembras,
pero sin que haya una asociación permanente entre ellos, sino sólo la unión transitoria de
«parejas consortes» durante los períodos de ovulación de las hembras. O tal vez estaríamos
emulando a los caballos salvajes, con un semental dominante que cubriera a todo un harén de
hembras que, aunque respondan a sus exigencias sexuales, tal vez no le amen.
De todos los animales, los seres humanos somos los únicos que practicamos una sexualidad no
reproductiva. A fin de aumentar su efectividad para consolidar los vínculos entre adultos, el acto
sexual ha sido reforzado por un conjunto de factores emocionales que generalmente
identificamos como amor. Es muy discutible que pueda existir un amor extra-sexual, puesto que
incluso las relaciones platónicas, como el amor a Dios, a la patria o a los padres, pueden implicar
una sublimación de los impulsos sexuales.
Parece probable que el miedo al embarazo inhibiera la sexualidad de la mujer, cuando éste
comprendió la conexión existente entre el coito y la reproducción. También es evidente que, con
la invención de anticonceptivos baratos y asequibles, la sexualidad es ahora más independiente
que nunca de sus consecuencias biológicas.
La versión femenina es una historia muy diferente No hay pruebas concluyentes de que exista el
orgasmo femenino en ningún animal que no sea el Homo sapiens, aunque las últimas
investigaciones parecen indicar que puede darse en algunas especies de monos y en los
chimpancés enanos. Parece, pues, que también en este aspecto somos excepcionales o únicos.
Gradas a una gran variedad de mecanismos —iniciados y reforzados por la fuerza evolutiva de la
selección natural—, las hembras de todas las especies son incitadas a copular en el período
adecuado. Pero, en casi todos los casos, no hay pruebas de que las hembras saquen algún
beneficio de ello, aparte de la simple satisfacción del impulso que les induce a copular y,
finalmente, quedarse preñadas.
Entre los seres humanos, sin embargo, las mujeres son capaces de experimentar orgasmos,
aunque de un modo bastante diferente que el hombre. Los psicólogos skineranos podrían
describir este fenómeno como un «reforzamiento positivo», puesto que una vez experimentado
él orgasmo, aumenta la probabilidad de que el individuo repita la acción o el comportamiento
que lo ha precedido. El orgasmo, por tanto, proporciona a la mujer un interés directo en la
cópula, lo que fomenta la actividad sexual y, con ella, el aumento de la coordinación entre el
comportamiento masculino y femenino, que es lo que busca la evolución.
También vale la pena observar que el orgasmo femenino es más difícil de alcanzar que el
masculino. Mientras los hombres pueden alcanzar el orgasmo en unos cuantos minutos, o incluso
en menos, las mujeres, por lo general, necesitan más tiempo. Entre algunas especies parece ser
que los machos dominantes tardan más en eyacular que los subordinados. El acto sexual entre
una hembra de oso pardo y un macho dominante es un acto parsimonioso; en cambio, cuando el
galán es un macho subordinado el miedo a ser atacado le hace ir con prisas, y se pasa todo el
tiempo que dura la cópula mirando por encima del hombro de la osa, vigilando por si aparece
algún macho dominante No es sorprendente, por tanto, que la eyaculación se produzca
rápidamente, antes de que la pareja pueda ser interrumpida. Las osas pardas no tienen
orgasmos que sepamos, pero si los tuvieran no es probable que el estilo amatorio de los machos
subordinados tuviera mucha aceptación.
Asumamos que entre los seres humanos el sexo está al servicio de la cohesión social así como
de la reproducción: de la recreación y de la procreación. No es sorprendente, entonces, que el
orgasmo femenino —que muy bien puede estar relacionado con esta cohesión— se produzca
más probablemente cuando el acto sexual es prolongado y, por tanto, cuando el compañero es
un triunfador, una persona segura y deseable, que es el equivalente humano del macho
dominante entre los animales. Queda por ver, claro está, si el «periodo de eyaculación latente»
—el tiempo que transcurre entre la penetración y la eyaculación— de los hombres tiene alguna
relación con su experiencia, autoestima y algo análogo al predominio social. A este respecto,
puede ser significativo que la eyaculación precoz suela afectar principalmente a los hombres
jóvenes e inexperimentados, que la eyaculación tarde más en producirse en los hombres
maduros, y que la respuesta sexual de la mujer sea mucho mayor tras una interacción sexual
prolongada —característica de los machos dominantes entre los animales— que en un acto
rápido y apresurado, más típico de los jóvenes y subordinados.
Hay muchas características físicas que dan testimonio de la importancia del sexo e indican
nuestro potencial para obtener un alto grado de satisfacción sexual. Por ejemplo, todos los
mamíferos alimentan a sus crías con la leche que secretan sus glándulas mamarias, pero sólo las
mujeres tienen pechos. Entre todos los demás mamíferos, las glándulas mamarias carecen de
importancia y de relieve excepto en la época de la lactancia. En cambio, la especie humana es
excepcional al poseer unas mamas protuberantes y bien desarrolladas incluso en individuos no
reproductivos. Parece casi indudable que este desarrollo está relacionado con nuestra exagerada
sexualidad, así como con su carácter no reproductivo. Mediante la exageración de un rasgo
asociado biológicamente al éxito en la reproducción, la selección natural bien puede indicar una
competencia reproductiva; de otro modo no habría ninguna explicación biológica para el
aumento de tamaño que experimentan los pechos femeninos antes de la menstruación, puesto
que muy bien podría esperar hasta el período de gestación y lactancia como en los demás
mamíferos. Pero en los seres humanos la sexualidad ha desarrollado aspectos seductores
bastante independientes de la reproducción.
No hace falta ser un experto biólogo evolucionista para especular sobre el tema. Stephen
Dedalus, el joven héroe de James Joyce en Retrato del artista adolescente, sugiere la siguiente
hipótesis cuando divaga con sus amigos sobre la naturaleza de la belleza femenina (según la
perciben los hombres):
...cualquier cualidad física que los hombres admiran en las mujeres, está en conexión
directa con las múltiples funciones de la mujer para la propagación de la especie. (Los
biólogos modernos habrían dicho «para la propagación de sus propios genes».) Tal vez
sea así. El mundo, según parece, es aún más lóbrego que lo que tú piensas, Lynch. Por
mi parte; a mí me desagrada esta solución. Conduce a la eugenesia más bien que a la
estética. Te saca fuera del laberinto para ir a dar a un aula nueva y chillona en la cual
MacCann, en una mano El origen de las especies, y en la otra el Nuevo Testamento, te
explica que si tú admiras las mórbidas caderas de Venus, es porque sientes que ella
puede darte el fruto de una prole rolliza, y que si admiras sus abundantes senos, es
porque sientes que serían capaces de proporcionar una leche nutritiva a los hijos que
en ella engendres.
No obstante, hay que hacer notar que no existe una correlación entre el tamaño de los pechos
antes del periodo de lactancia y la producción de leche; de forma que los «abundantes senos»
de Venus, a los que alude Stephen Dedalus» pueden ser un falso reclamo. Fuera de los períodos
de lactancia los pechos de la mujer están constituidos casi por completo por grasa; es el tejido
glandular, que se desarrolla durante el embarazo, lo que produce la leche. De ahí que los pechos
grandes y llamativos sean engañosos desde el punto de vista biológico, puesto que crean la
ilusión de abundancia mamaría pero, a la hora de la verdad, no son más productivos.
Así como las mujeres tienen los pechos más grandes de todos los mamíferos, los hombres tienen
el pene más largo de todos los primates; una característica tan distintiva como el gran tamaño
de nuestro cerebro, aunque para algunos, menos edificante. Tal vez el extraordinario tamaño del
pene del Homo sapiens es una adaptación cuyo fin es depositar profundamente el esperma
dentro del aparato reproductivo femenino, una necesidad debida a la inclinación de la pelvis
femenina resultante de la postura erguida. O tal vez haya alguna otra razón; en cualquier caso,
los hombres parecen preocuparse tanto por el tamaño de su pene como las mujeres por el
tamaño de sus pechos. (Irónicamente; esta preocupación por parte de los hombres es tan
irrelevante desde el punto de vista biológico como la obsesión por los pechos de las sociedades
occidentales: en estado de erección hay muy pocas diferencias entre las dimensiones de los
occ de ta es e estado de e ecc ó ay uy pocas d e e c as e t e as d e s o es de os
penes.) Puede decirse que, independientemente de nuestra biología, los seres humanos hemos
desarrollado considerables hiperextensiones culturales en nuestras fobias y preocupaciones
sexuales.
Por si el desarrollo del pecho y del pene no fuera suficiente, nuestro cuerpo lampiño y cubierto
de terminaciones nerviosas táctiles nos proporciona otra oportunidad de intensificar la
estimulación sexual. La gran habilidad de nuestros dedos y labios (que, una vez más, supera a la
de todos los demás animales) nos permite estimular a nuestra pareja de muy diversas maneras.
No hay duda de que, en virtud de nuestra biología, somos los animales más sexuales de la
Tierra.
Tal vez sea éste el ejemplo más claro del conflicto entre los aspectos culturales y biológicos de la
sexualidad. Hay otros, desde luego, pero ningún otro fenómeno biológico ha sido recubierto
hasta tal punto por adornos culturales.
Es imposible decir cuál de los muchos acuerdos conyugales practicados en las diferentes culturas
humanas es el más «natural» desde el punto de vista biológico. Posiblemente, la diversidad local
de tales acuerdos sea la solución más «correcta» biológicamente. Entre los primates, las
diferentes especies forman diferentes sistemas sociales y, frecuentemente, las costumbres de
una especie varían de un sitio a otro. En estos casos siempre hay razones adaptativas que
justifican la adopción de cada sistema de organización social. Los seres vivos han sido
seleccionados para desenvolverse en diferentes sistemas sociales en función del éxito que
tengan en una situación ecológica determinada. Así, los papiones amarillos buscan sus alimentos
desplazándose por la árida sabana del África oriental en grandes grupos sociales en los que los
machos protegen a las hembras y las crías. En cambio, los papiones anubis de las zonas
húmedas y exuberantes del África occidental se mueven en pequeños grupos compuestos por
una familia nuclear y, al parecer, practican la monogamia. Entre los seres humanos, la
organización social y marital está determinada por las costumbres culturales —especialmente
por las religiosas— sin considerar, aparentemente, cuál sería la organización óptima a nivel local
desde el punto de vista ecológico. Así, por ejemplo, la ley musulmán que permite tener hasta
cuatro esposas, y la política judeo-cristiana que sólo admite una, pueden ser o no convenientes
en un sentido biológico, pero lo más probable es que fueran establecidas por motivos que nada
tiene que ver con su utilidad ecológica o evolutiva.
La «doble moral» que concede más libertad a los hombres que a las mujeres en lo que se refiere
a la experimentación sexual, está bastante arraigada en la mayoría de las culturas humanas. En
general, los hombres se excitan con más facilidad que las mujeres, y son los agresores sexuales.
Son los hombres los que violan a las mujeres, y no viceversa, y esto no se debe meramente a
que los hombres tengan más fuerza física. Más bien refleja una consecuencia evolutiva básica
del enfrentamiento entre masculinidad y feminidad. De un modo similar, no es mera coincidencia
que la prostitución sea ejercida generalmente por las mujeres, a las que acuden los hombres (y
sólo muy raramente viceversa), ni que las revistas pornográficas sean adquiridas regularmente
por millones de hombres y tengan mucho menos éxito entre el público femenino. Las diferencias
culturales, con todos sus complejos adornos, revisten diferencias biológicas claramente
definidas.
Las hembras de todas las especies producen óvulos, y cada uno de ellos puede ser miles de
veces mayor que el espermatozoide masculino. En los peces, anfibios, reptiles y pájaros, esta
diferencia de tamaño es particularmente notable, puesto que los óvulos (huevos) son visibles a
simple vista, mientras que los espermatozoides son microscópicos. Los óvulos de los mamíferos
son mucho más pequeños que los de otras especies inferiores, debido a que el embrión se nutre
de la sangre de la madre, por lo que no es necesario que el óvulo contenga una gran cantidad de
sustancias de reserva. Pese a ello, el óvulo, repleto de nutrientes, deja pequeño al
espermatozoide La producción de óvulos en todas las especies animales —incluida la nuestra—
supone una inversión de energía metabólica mucho mayor que la que requiere la producción de
espermatozoides, sobre todo teniendo en cuenta que si el óvulo es fecundado exigirá una gran
inversión energética por parte del cuerpo de la madre. Algunos pájaros pueden producir huevos
que llegan a pesar una tercera parte del peso de su cuerpo. Una mujer adulta puede producir
unos 400 óvulos en toda su vida, mientras que un hombre puede expulsar de 100 a 300 millones
de espermatozoides viables en una sola eyaculación. Debido a su pequeño tamaño, los
espermatozoides pueden ser producidos en cantidades fantásticas. Además —y quizá sea esto lo
más importante— la responsabilidad del cuidado de las crías, tanto durante la gestación como
después del nacimiento, recae siempre sobre la madre En el caso de los pájaros, los cuidados
prenatales se limitan a la producción de huevos grandes y bien abastecidos, mientras que las
hembras de los mamíferos alimentan a las crías en desarrollo con su propia sangre y, después
del parto, con la leche que secretan sus glándulas mamarias.
Se mire como se mire, en la mayoría de las especies el resultado de la cópula es mucho más
importante para la hembra, puesto que tiene más intereses en juego que el macho. Ha invertido
más energía metabólica en la producción de óvulos, y sólo puede producir un número reducido
de ellos. Por tanto, corre el riesgo de perderlo todo si no consigue que sean fecundados.
Literalmente, ha puesto todos sus huevos en un número limitado de cestos y —también
literalmente— sobre ella recaerá la responsabilidad de cualquier error. El macho, en cambio, por
su propia biología, disfruta de un mayor grado de libertad sexual. No es accidental, por tanto,
que los machos tiendan a excitarse sexualmente y estén más dispuestos a aparearse que las
hembras. De ahí que, aunque la sexualidad masculina esté supeditada a la receptividad dé las
hembras, los machos suelen ser mucho menos selectivos durante el período de apareamiento.
Cierta especie de orquídea consigue ser polinizada produciendo unas flores que imitan la
apariencia de una avispa hembra. Los machos, excitados sexualmente, intentan copular con
ellas, quedan recubiertos de su polen, y van después hasta la próxima tentadora y engañosa flor,
de forma que, inconscientemente, van intercambiando el polen entre sus diferentes «amantes
florales». Hay que señalar que no existen flores que imiten a la avispa macho, sencillamente
porque ninguna hembra que se precie de serlo se dejaría engañar. Después de todo, la hembra
arriesga sus grandes y valiosos huevos, mientras que él macho sólo se juega su esperma, poco
costoso y fácil de reemplazar. Si esas criaturas que él encuentra tan seductoras hubieran sido
avispas en vez de flores, él habría conseguido esparcir sus genes sin demasiado esfuerzo. Las
flores han encontrado el modo de explotar a la avispa macho, aprovechando su avidez y su falta
de discriminación.
En muchas otras especies, los machos intentan cortejar casi a cualquier cosa que se les pone
delante, mientras que las hembras son más remilgadas y exigentes a la hora de elegir pareja.
Los machos de las focas cangrejeras suelen congregarse sobre los témpanos de hielo en torno a
las hembras y sus crías aún sin destetar. Los machos tratan de aparearse; las hembras se
resisten. Los machos muerden a las hembras y ellas devuelven los mordiscos. Ambos pueden
acabar cubiertos de sangre, el macho intentando obligar a la hembra a aceptar su esperma, y la
hembra resistiéndose, posiblemente porque quedarse preñada no entra dentro de sus intereses
evolutivos, ya que tendría que destetar a su cría antes de que ésta hubiera llegado a
desarrollarse suficientemente. El amor entre los animales no siempre es un modelo de dulzura.
El cortejo de los machos a menudo tiene que vencer la resistencia de las hembras, en cambio,
no se concede mucha importancia a la estimulación masculina, ya que se produce con suma
facilidad. Y esto es así debido a que para el macho —como veíamos en el caso de las avispas— el
coste de un error es insignificante, mientras que el beneficio potencial del éxito es muy grande.
Al menos en una especie de insectos, el grillo mormón, los papeles se han invertido: el macho es
tímido, y es la hembra quien llevada iniciativa sexual. En esta especie el macho transfiere a la
hembra una estructura grande, pegajosa y rica en sustancias nutritivas, el espermatofilax. El
espermatofilax supone una inversión metabólica comparable a la que exigen los huevos de las
hembras de otras muchas especies. No es sorprendente, por tanto, que en este caso el
comportamiento del macho sea «femenino», y viceversa. La hembra del grillo mormón tiene que
subirse encima del macho para que éste acceda a aparearse con ella, y sólo recibirá el preciado
espermatofilax si el macho decide que es lo suficientemente pesada, puesto que las hembras de
más peso pueden producir más huevos. De esta forma, en este caso excepcional (aunque
comprensible), el macho se reserva para la hembra mejor dotada.
En la mayoría de los casos, sin embargo, los machos están ansiosos por transferir su esperma, y
las hembras guardan celosamente el acceso a sus preciosos huevos.
Las diferencias que se dan normalmente en el comportamiento del macho y de la hembra son
además una buena estrategia evolutiva. Puesto que los machos producen un gran número de
espermatozoides y son capaces de reponer fácilmente el esperma gastado, la selección natural
parece favorecer a los que lo «derrochan alegremente». Dispensando libremente su esperma al
menor pretexto, el macho tiene más posibilidades de dejar descendencia.
En cambio, cualquier error que cometa la hembra puede comprometer gravemente su futuro
reproductivo. Mientras que la estrategia masculina consiste en maximizar la diseminación de su
esperma, la estrategia de la hembra se basa en optimizar el destino de sus óvulos. El
apareamiento entre animales de diferentes especies puede producir descendientes —híbridos—
inferiores en muchos aspectos a cada uno de los padres. Por consiguiente, la hembra descuidada
que sucumbe a los encantos de un macho de una especie que no es la suya, malgasta sus
preciosos genes (o, más exactamente, su valiosa inversión reproductiva) apostando por un
perdedor. Puesto que los descendientes de estas hembras tienen menos posibilidades de triunfar
en la vida, las hembras que muestren una tendencia génica poco discriminatoria a la hora de
elegir pareja dejarán menos descendientes. Con el tiempo, sus descendientes irán disminuyendo
y siendo reemplazados por los descendientes de las hembras más cuidadosas que confiaron sus
genes a compañeros más capaces de conducirlos al éxito.
Los perros domésticos, por ejemplo, pertenecen todos a una misma especie, Canis domesticus, y
pueden intercambiar sus genes entre sí. Sin embargo, la cría artificial de perros ha dividido la
especie en docenas de razas entre las que se dan diferencias espectaculares. Imaginemos una
perra pequinesa o una diminuta perrita chihuahua: en la época de celo la perra aceptará a
cualquier macho, incluso a un San Bernardo o a un Gran Danés [3]. Pero al aceptar a un macho
de tamaño desproporcionado, la diminuta hembra habrá firmado, casi con seguridad, su
sentencia de muerte: los cachorros serán demasiado grandes para pasar por el canal del parto, y
lo más probable es que tanto la madre como sus crías mueran durante el parto, a no ser que
alguien intervenga y haga una cesárea.
Es evidente que esta situación es completamente artificial. En condiciones naturales una especie
no se hubiera dividido en razas de tan diferentes formas y tamaños. Pero en las condiciones
actuales, la perrita que se deja inseminar por un macho gigante es, en términos evolutivos, una
perdedora: su falta de discriminación no será perdonada por la selección. Para su amante, sin
embargo, la situación no tiene nada de trágico. Los perros no forman parejas estables, de forma
que si su amante muere de parto, nuestro irresponsable Don Juan no habrá perdido mucho.
Puede parecer cruel y, desde luego, injusto que se castigue así a la hembra y que el macho,
igualmente culpable, quede impune. Pero la evolución no juzga según criterios morales, sino
según el mayor o menor éxito reproductivo.
Con lo que hemos dicho hasta ahora no tratamos de justificar la doble moralidad que se practica
en nuestra sociedad, ni de fomentar su desarrollo. Pero puede ayudamos a explicar las
desconcertantes diferencias que se observan en el comportamiento sexual del hombre y la
mujer, admitiendo, claro está, que la situación de la especie humana es mucho más compleja
que la de un caniche con tendencias románticas. Puede ser que nuestros antepasados
Australopithecus tuvieran la posibilidad de hibridarse desventajosamente, o que los hombres de
Cromagnon pudieran cruzarse con los de Neanderthal. De hecho, algunos esqueletos fósiles
encontrados en el Monte Carmelo de Israel parecen sugerir esta posibilidad. Pero el moderno
Homo sapiens ya no está expuesto a esta clase de tentaciones. La «carta de despido» que la
naturaleza remite automáticamente a los animales que cometen esta clase de errores, puede ser
modificada por medios culturales cuando se trata de la especie humana.
Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con el conflicto entre la biología y la cultura del Homo
sapiens? Como ya hemos visto, la selección natural debido a la ventaja que suponía una fuerte
vinculación entre los padres, desarrolló diversos mecanismos para conseguir y conservar estos
vínculos, siendo el más notable la liberación de la sexualidad de su papel meramente
reproductivo. Esto puede haberse conseguido, en parte, dotando a las mujeres de la capacidad
de experimentar el orgasmo, así como mediante los vínculos emocionales que unen a la pareja.
Pero al aumentar la respuesta sexual de la mujer, la evolución ha hecho que la mujer sea
también receptiva a otros machos aparte del que ha elegido como pareja. De este modo,
mientras que en la mayoría de las especies (incluida la especie humana) es normal que el macho
sea más excitable, más seducible y, por tanto, más propenso a flirtear, el flirteo intencionado por
parte de la hembra es un fenómeno poco común en la naturaleza, pero muy frecuente entre los
seres humanos.
Sin embargo, la evolución también ha tendido una trampa al hombre mujeriego. No hay pruebas
de que entre los animales se den factores emocionales concomitantes al comportamiento sexual
masculino, aparte de la urgencia física que conduce al orgasmo. Pero la selección, al fomentar la
unión de la pareja, ha tenido también efectos sutiles sobre el hombre, dotándole de la capacidad
de sentir fuertes vínculos emocionales que puede igualar a la de la mujer. Claro que dichos
vínculos emocionales no se dan universalmente en todas las culturas, ni son sentidos por igual
por todos los individuos de una cultura dada o ni siquiera por el mismo individuo en todos los
casos. Pero el «eterno triángulo» es un fenómeno bastante común, en el que un hombre puede
amar a dos mujeres o una mujer a dos hombres. La evolución biológica puede contribuir a crear
afectos que a menudo resultan inaceptables para el criterio de la evolución cultural.
Es más, la propia biología humana parece apoyar la idea de que la especie del Homo sapiens es
ligeramente polígama: los hombres son algo más grandes y, por constitución, más agresivos que
las mujeres, y la mujer alcanza su madurez sexual antes que el hombre. Este modelo está
ampliamente difundido entre las especies polígamas, en las que la selección ha hecho que los
machos jóvenes eviten competir con otros machos hasta que están lo bastante desarrollados
como para tener posibilidades de salir airosos. Los alces machos, por ejemplo, no compiten para
conseguir un harén hasta que son varios años mayores que las hembras con las que
eventualmente vayan a aparearse.
En este aspecto, puede parecer que la cultura es perversa y que a menudo frustra sin razón
alguna las tendencias sanas y naturales que ha desarrollado biológicamente nuestra especie Pero
lo natural no siempre es bueno. Como seres humanos, tenemos el derecho —y quizá la
obligación— de preferir la monogamia a la poligamia, o un criterio sexual igualitario en lugar de
uno doble. Hay muchas cosas biológicas y, por tanto, muy «naturales», que no resultan nada
agradables: el tifus, los incendios forestales, la gangrena y la anquilostomiasis, por ejemplo. Que
la falta de armonía entre biología y cultura es responsable, en última instancia, de la mayoría de
los problemas que afectan a la humanidad, no significa que haya que dejar que la biología gane
la partida. Pero si queremos que sea elHomo sapiens quien salga ganando, debe tratar de ser
más sapiens en lo que se refiere a este conflicto fundamental.
La conexión biológica entre sexo y amor es seguramente el resultado del hecho de que la meta
inicial de la evolución era mantener y fortalecer el vínculo de pareja en bien de los hijos y, por
tanto, de la capacidad adaptativa de los padres. En la medida en que las restricciones culturales
sirven para impedir el adulterio o la promiscuidad y, por tanto, para evitar la erosión de la unión
de los padres, están de acuerdo con las tendencias biológicas. Además, muy bien puede ser que
una excesiva libertad sexual esté condenada, en último extremo, a deteriorar la integridad
emocional de las personas afectadas... no porque desafíe determinados preceptos éticos o
religiosos (o sea, culturales), sino por ignorar la conexión básica entre sexo y amor que ha
promovido la evolución biológica.
Puesto que la selección natural ha añadido una nueva función afectiva, que refuerza la unión de
la pareja, al mero papel procreativo de la sexualidad, no sería lógico esperar que ambas
funciones puedan ser separadas con facilidad. Los seres humanos obtienen enormes beneficios
de su sexualidad, pero tales beneficios pueden ser un obstáculo para la práctica del «puro y
natural amor libre» cuando no se desea establecer vínculos emocionales. Cuando la cultura exige
una sexualidad desprovista de tales vínculos, la relación física puede quedar reducida a eso: una
relación física ajena a cualquier vínculo personal. Pero esto puede salir muy caro a la larga,
puesto que puede mermar la capacidad de establecer relaciones afectivas y amorosas en el
futuro. El ejemplo clásico de sexualidad sin amor es la prostituta, quien, tras cortar la conexión
biológica para centrarse en el aspecto físico, puede sufrir una disminución de su capacidad
afectiva.
Al añadir a la mera función reproductiva del sexo la nueva función de fortalecer la unión de la
pareja, la evolución ha afectado profundamente el comportamiento sexual de los seres
humanos. No hay que olvidar, sin embargo, que la evolución biológica es un proceso
terriblemente lento que puede ser dejado atrás fácilmente por los cambios culturales. Cuando la
selección natural comenzó a actuar sobre el sistema génico del Homo sapiens configurando
nuestra respuesta al encuentro sexual, la cultura humana era muy rudimentaria o prácticamente
inexistente. Para los seres humanos primitivos, que no vivían en una sociedad que les
proporcionara protección y alimento, la unión de la pareja tenía una importancia crucial para la
supervivencia y el futuro de los hijos. Desde entonces nuestra cultura se ha desarrollado tanto,
que muchas de nuestras características biológicas pueden haberse convertido en anacronismos y
estar tan fuera de lugar como los huesos de un Tyrannosaurus rex en el centro de Manhattan.
Pero mientras que los restos del Tyrannosaurus descansan en el Museo Americano de Historia
Natural, algunos de nuestros rasgos biológicos «fósiles» aún acechan en nuestro interior.
La institución del matrimonio respaldó también ciertas costumbres culturales —entre las que
destaca la opresión de la mujer— fomentadas por las diferencias entre los dos sexos.
Actualmente, sin embargo, hay otros factores culturales —como la existencia de escuelas, la
fortuna personal de cada uno y la ayuda estatal— que han disminuido drásticamente la
importancia de la función biológica preexistente. La unión hombre-mujer como fenómeno
necesario desde el punto de vista biológico puede estar quedándose cada vez más anticuada,
pese a que conservamos la tendencia, profundamente arraigada, de responder intensamente a
nuestra pareja real o potencial. La unión de los padres, en resumen, surgió probablemente como
medio para conseguir un fin evolutivo, incorporando rápidamente el sexo como una táctica útil.
Actualmente el fin —la reproducción— puede ser alcanzado sin utilizar esos medios, pero
seguimos teniendo tanta tendencia a establecer vínculos sociales y sexuales como a
reproducimos.
Los seres humanos aún conservamos el cóccix, o rabadilla, como recuerdo de nuestros
antepasados mamíferos. En el Homo sapiens, esta estructura ósea ha disminuido de tamaño,
puesto que no representa ya una ventaja selectiva. El apéndice y las amígdalas son también
órganos vestigiales que en el pasado nos proporcionaron alguna ventaja adaptativa concreta Al
perder su utilidad, las características biológicas dejan de ser incluidas en la constitución génica
de los seres vivos. En esencia esto no es más que la aplicación de la segunda ley de la
termodinámica: cualquier estructura dinámica, ya sea el cóccix o la constitución de un país,
necesita un suministro de energía para mantenerse en funcionamiento. Si la selección natural, o
la conciencia humana no suministran regularmente esa energía las estructuras no fortuitas
tienden a degenerar, o, como dirían los físicos, su entropía aumenta. Pero éste es un proceso
que lleva su tiempo, de forma que los seres vivos —así como los gobiernos— acarrean un
montón de cosas inútiles. Podemos anticipar que, a consecuencia de la actual tendencia cultural
a desvincular el éxito biológico del niño del éxito de la unión de los padres, la selección de
factores biológicos que mantengan esta unión irá decayendo. De hecho, puede que la evolución
biológica que ha fomentado la unión hombre-mujer esté a punto de invertirse. Evidentemente,
su ventaja adaptativa (la producción de hijos que tengan éxito en la vida) es menos importante
ahora que en nuestro pasado evolutivo.
Es difícil, si no imposible, determinar el papel que desempeña la biología en todo este asunto.
Aunque los jóvenes, siempre impacientes, se quejen del conservadurismo de los movimientos
culturales, lo cierto es que nuestras instituciones reaccionan a los cambios que se producen en
nuestra vida con mucha más rapidez que nuestra configuración génica. Cómo reaccionen, y si
reaccionan o no, es algo que depende más de nosotros que de nuestro ADN. El éxito final de la
unión hombre-mujer en el Homo sapiens puede muy bien depender de la dirección que tome la
evolución cultural y de si se considera que merece la pena mantener esa unión por los valores
que entrañe. Hubo un tiempo en el que no sólo los fines justificaban los medios, sino que
también los producían; ahora los medios tendrán que mantenerse si es que se mantienen, como
fines a sí mismos.
Parece irónico que aunque la evolución biológica pueda tender a eliminar los vínculos que unen a
la pareja debido a una reciente pérdida de su utilidad, su disolución puede verse obstaculizada
por otros factores biológicos que aún contribuyen a mantener dichos vínculos. Realmente es una
historia complicada. La cultura humana ha estado sometiendo la unión de la pareja a una serie
de tensiones cada vez mayores. Por ejemplo, ya hemos visto que si no nos diferenciáramos
significativamente de los demás animales, no podríamos esperar de la sexualidad nada más que
la procreación. Pero nuestra evolución nos ha ofrecido otras posibilidades y, consecuentemente,
ahora esperamos que nuestra sexualidad produzca automáticamente relaciones profundas y
llenas de significado, o experiencias enriquecedoras casi con un alcance místico. El ser humano
es, en muchos aspectos, el único animal que es consciente de sí mismo: actuamos y,
simultáneamente; somos conscientes de que lo hacemos. No es sorprendente que cuando se
trata de una experiencia tan intensa como la sexualidad, tratemos de valorar tanto nuestra
actuación como la de nuestra pareja.
Otro factor que contribuye a crear más tensión es el aumento de la frecuencia de encuentros e
interacciones humanas que ha producido la evolución cultural. Es indudable que durante los
cientos de miles o millones de años en los que evolucionó nuestro sistema génico, la interacción
social normal se reducía a la relación con los miembros del primitivo grupo de cazadores o
recolectores. Probablemente estos grupos se componían de varias docenas de miembros, de
forma que los individuos de cada grupo se conocían entre sí perfectamente. Incluso los
encuentros ocasionales entre miembros de diferentes grupos constituían o una lucha o una
reunión amistosa, puesto que para bien o para mal, las relaciones entre grupos tenían una
orientación definida y regular. No había muchas oportunidades para elegir una pareja sexual, ni
tampoco muchas tentaciones.
Actualmente los seres humanos se encuentran todos los días con cientos e incluso miles de
personas, algunas de ellas bastante atractivas. Esto es algo completamente nuevo en nuestra
experiencia como especie, aunque resulte una novedad menos evidente que las computadoras,
las armas nucleares o las naciones. Pero, tanto si somos conscientes de ello como si no, nuestro
sistema génico apenas ha tenido tiempo para desarrollar defensas biológicas contra tal
hiperestimulación. La publicidad nos bombardea continuamente con imágenes de nuestros
especímenes más atractivos, en un continuo esfuerzo por generar deseo, envidia, expectación,
asociaciones de ideas, o, simplemente, por llamamos la atención. Y a juzgar por el efecto que
tiene la novedad sobre nuestro comportamiento sexual, lo consigue bastante bien.
En casi todas las especies animales, la actividad sexual disminuye tras repetidas experiencias
con la misma pareja; sin embargo, vuelve a aumentar con el cambio de pareja, como puede
observarse en especies tan diferentes como la rata y el caballo. Se cuenta que cuando Calvin
Coolidge y su esposa estaban visitando una granja modelo, la señora Coolidge quedó
impresionada por la frecuencia con que se apareaba el gallo, y dijo a su acompañante:
«Hágaselo notar al señor Coolidge.» El presidente, a su vez, preguntó si el gallo siempre se
apareaba con la misma gallina. «No; con muchas diferentes», le contestaron. «Por favor,
hágaselo notar a la señora Coolidge», replicó ostensiblemente. Los que estudian el
comportamiento animal hablan ahora del «efecto Coolidge», refiriéndose a que la actividad
sexual, especialmente la de los machos, aumenta cuando tienen una nueva pareja.
Naturalmente no podemos decir si los animales se «aburren» de estar siempre con la misma
pareja, pero su vigor sexual aumenta claramente con una nueva. Hasta cierto punto, con los
seres humanos ocurre algo similar. La clásica «crisis de los siete años» de los matrimonios,
indica que al cabo de dicho tiempo se puede sentir la necesidad de buscar otros estímulos. El
casamiento de un hombre viejo (generalmente rico o poderoso) con una mujer mucho más joven
suele ir acompañado (o haber sido causado) por un aumento del vigor sexual del hombre,
aunque no por mucho tiempo. No se sabe mucho sobre el efecto que produce la novedad en el
comportamiento sexual de las hembras, ni de las mujeres. Probablemente, es parecido al que
produce sobre los machos, aunque tal vez es algo menos intenso. Esto se debe —volviendo a la
biología masculina y femenina— a que los machos (de la mayoría de las especies) tienen más
probabilidades de alcanzar un éxito biológico copulando con diferentes parejas, sin pararse
mucho a discriminar. El apareamiento con una nueva pareja puede tener como resultado el
embarazo, lo que representa una ventaja evolutiva para el macho, sobre todo si puede eludir las
posteriores responsabilidades. Así pues, somos sensibles a los nuevos estímulos, pero no
estamos preparados desde el punto de vista evolutivo... y la cultura nos bombardea
incesantemente con ellos. No es de extrañar que el mayor índice de divorcios se dé
precisamente entre quienes están más expuestos a tales estímulos sexuales perturbadores:
entre las estrellas de cine.
Quienes estudian el comportamiento animal han observado que muchas especies responden de
forma innata a ciertos estímulos que suelen proceder de otros miembros de la especie. Tras la
aparición de las señales correctas, el otro animal responde automáticamente con un
comportamiento básicamente instintivo. El estímulo que provoca este comportamiento es lo que
se denomina un «estímulo-señal» o «desencadenante», puesto que su aparición desencadena un
comportamiento completamente programado en el animal, y que sólo espera la combinación de
señales apropiada para manifestarse externamente. En el modelo propuesto por el famoso
etólogo Konrad Lorenz, el «estímulo señal» permite que determinado comportamiento fluya
como el agua acumulada en la cisterna fluye al tirar de la cadena del wáter.
Si colocamos un penacho de plumas rojas sujeto a un palo dentro del territorio de un grupo de
petirrojos europeos, los machos lo atacarán furiosamente. En cambio no harán ningún caso de
un petirrojo disecado, mucho más realista, al que le falte el color rojo, que es lo que
aparentemente desencadena la agresividad de este pájaro. Los cuervos atacan algunas veces a
personas que llevan un trozo de tela negra porque, según parece, la inocente victima ha
producido el estímulo señal «cuerpo en apuros», desencadenando un mecanismo de agresión
que normalmente va dirigido contra predadores, como halcones o lechuzas. Estas reacciones son
automáticas, no racionales. Por eso pueden ser provocadas por simples modelos que sólo
recuerdan vagamente a un animal vivo, siempre que el desencadenante apropiado esté presente
en ellos. Existe una variedad de pájaro carpintero en Norteamérica en la que los machos son casi
idénticos a las hembras, excepto que el macho tiene una raya negra, que parece un bigote, a
ambos lados de la cara. Si cogemos a una hembra y le pintamos una raya similar, será
violentamente atacada por su pareja. Al llevar el estímulo-señal que dice «macho», la hembra
desencadena automáticamente el comportamiento agresivo de su propio consorte.
Los biólogos han observado que si las características que componen un estímulo-señal son
exageradas artificialmente por un experimentador, es frecuente que los animales prefieran las
características exageradas a las que se dan de forma natural, o que ejecuten su comportamiento
con más intensidad o durante más tiempo. Estas señales artificiales tan efectivas se denominan
desencadenantes «supernormales». Muchos pájaros prefieren incubar los huevos más grandes, y
son capaces de ignorar los suyos para sentarse sobre un falso huevo que sea mayor. El ostrero,
un pájaro costero del tamaño de un petirrojo, llega al extremo de abandonar sus propios huevos
para empollar absurdamente un huevo artificial del tamaño de una sandía.
Otro ejemplo: entre los pájaros que tienen que cuidar a sus polluelos, una de las tareas
domésticas de los padres es limpiar el nido de los brillantes sacos fecales que producen sus
crías. Si alguien anillara a uno de estos polluelos con el clásico anillo brillante que se suele
utilizar, los padres tratarían literalmente de «tirar el niño con el agua del baño», a pesar de los
gritos de protesta del pequeño.
En cuanto a nuestra especie, si ciertas características físicas sirven de desencadenantes para los
seres humanos, su exageración —como, por ejemplo, los 99 centímetros de pecho de la bailarina
de «topless» o de la chica del Playboy— representa un desencadenante supernormal
desarrollado culturalmente. Nuestra sensibilidad a los desencadenantes se expresa
probablemente de otras muchas maneras, y va mucho más allá de los meros estímulos sexuales.
Por ejemplo, Lorenz hizo notar que cualquier imagen de un niño o animal con la cabeza y los
ojos desproporcionadamente grandes que no tenga una nariz y unas orejas prominentes, nos
parece «linda» y «enternecedora»; no hay más que ver las muñecas que fabricamos o las
caricaturas de los niños. En estos casos el diseñador especula con nuestra respuesta a
desencadenantes supernormales, exagerando los estímulos que normalmente desencadenan un
comportamiento protector o maternal en los seres humanos.
Podría alegarse de que hay muy pocos indicios de que la sensibilidad a los desencadenantes
tenga una basé genética. Aunque los pechos femeninos tienen un significado sexual en las
sociedades occidentales, por ejemplo, es evidente que son mucho menos eróticos en ciertas
sociedades africanas, en donde, de hecho, no se ocultan de forma provocativa. De ahí que nos
parezca mejor modificar el término cuando se refiere a los seres humanos, denominando
«desencadenantes culturales» a aquellos estímulos que, debido sobre todo a determinadas
prácticas culturales, tienen influencia específica sobre el comportamiento humano y que,
posiblemente, tengan alguna base génica. Esto explicaría que los estímulos difieran de una
cultura a otra.
La cultura humana, debido al carácter intencional que la diferencia de los fenómenos puramente
biológicos, tiene otra posibilidad: tras generar desencadenantes culturales, presumiblemente a
partir de tendencias biológicas preexistentes, las sociedades pueden exagerar o hiperextender
ciertas características, provocando así respuestas más marcadas. ¿El resultado?: otra importante
fuente de estímulos sexuales potencialmente perturbadores, basada especialmente en la
exageración de los rasgos físicos asociados con la sexualidad. De ahí que los labios se resalten
con carmín, los ojos con sombra de ojos y rimmel, y los pechos femeninos sean literalmente
«hiperextendidos» mediante implantes de silicona. Estamos expuestos constantemente a este
tipo de estímulos supernormales. Aunque si nos sometemos a estos estímulos generados
culturalmente es precisamente porque somos muy sensibles a la sexualidad. En cualquier caso,
no sólo producimos desencadenantes culturales, sino que los exageramos haciéndolos
supernormales, y esto nos divierte, pero también nos complica la vida.
«En cuestión de sexo, se ha dado todo lo que podamos imaginar, y muchas cosas que
ni siquiera podemos imaginar»
ALFRED KINSEY
Nos contamos entre los pocos animales capaces de hacer el amor de muy diferentes formas:
entre la mayoría de los animales la cópula es un acto estereotipado y característico de cada
especie, aunque algunos animales —por ejemplo, los gorilas— son bastante imaginativos. Las
posibilidades de la cópula están claramente limitadas por la estructura física de nuestro cuerpo y
de nuestros órganos genitales, pero, aparte de esto, el ingenio cultural humano es casi ilimitado.
Pese a la gran variedad de posturas para hacer el amor que practica el ser humano, parece ser
que la posición vientre a vientre es la más popular. En cambio, la postura para el coito más
frecuente entre los animales vertebrados es la posición dorso-ventral, en la que el macho monta
a la hembra por la espalda, como puede observarse en los perros. Somos excepcionales en
adoptar la posición ventral-ventral. Además, también somos los únicos, evidentemente, que
disponemos de libros que indican «cómo hacerlo», como el Kama Sutra o La alegría del sexo,
producto de nuestra evolución cultural. Pero si tal repertorio sexual formara parte de un
repertorio determinado génicamente, es evidente que no nos harían falta los libros.
Uno de los muchos cambios que exigió nuestro empeño en caminar erguidos fue el desarrollo de
los glúteos, los músculos del trasero. Esto pudo convertirse en un impedimento para adoptar la
clásica posición dorso-ventral para el coito, lo que, a su vez, originó posiblemente cierto
desplazamiento de la vagina hacia el vientre, facilitando, por tanto, la posición cara-a-cara. El
cambio de postura pudo también estar relacionado con la importante conexión entre sexualidad
y afectividad que fue desarrollándose al mismo tiempo. En resumen: el sexo cara-a-cara es un
sexo personal. La «bestia de dos espaldas» de que habla Shakespeare, no es en realidad
ninguna bestia, sino dos seres humanos que probablemente se conocen mutuamente y están en
camino de conocerse mucho mejor.
De todas formas, hay que hacer notar que la postura dorso-ventral para el coito es la que más
facilita la concepción, incluso entre los seres humanos, aunque, definitivamente, no es la más
popular. Esto puede reflejar hasta qué punto el sexo se ha emancipado de su estricta función
reproductiva.
No sólo somos excepcionales en que hacemos el amor cara a cara, sino también en que
preferimos hacerlo en la intimidad. Esta preferencia está tan arraigada en nosotros que puede
sorprendemos descubrir que no es lo normal en los animales. Las parejas de monos no dan
ninguna importancia a la intimidad, ni hacen ningún esfuerzo por ocultar su actividad sexual a
los demás miembros del grupo, aunque es cierto que en algunas especies se producen
emparejamientos durante los cuales el macho y la hembra se apartan de los demás para
tomarse una pequeña luna de miel. La tendencia a ocultarse y buscar una intimidad para hacer
el amor es particularmente fuerte en los seres humanos, y se da en casi todas las culturas.
La ventaja adaptativa que supone este comportamiento parece evidente. La profunda implicación
personal que caracteriza al coito entre seres humanos —ya sea en la posición ventral-ventral o
en otra— no permite estar alerta a los posibles predadores o competidores. De ahí que una
pareja de humanoides haciendo el amor en medio de la sabana africana a plena luz del día fuera
especialmente vulnerable y tuviera menos probabilidades de sacar adelante el posible producto
de su intimidad. El secreto aumenta la seguridad y, por tanto, las probabilidades de éxito.
Además, el coito supone un esfuerzo físico considerable en nuestra especie, por tanto, ambos
miembros de la pareja serán menos capaces de realizar un fuerte esfuerzo físico inmediatamente
después del orgasmo. Esto puede suponer un riesgo para las parejas que copulan en público,
aunque, por supuesto, lo mismo podría decirse de otros animales. Pero la intensidad del
orgasmo es mayor en el ser humano que en los demás animales, por lo que es lógico suponer
que su vulnerabilidad después del acto sexual es también mayor.
Mantener las relaciones sexuales en la intimidad tiene otra ventaja que se deriva del hecho de
que nuestra actividad sexual no se limita a determinados períodos, como ocurre con otros
animales, y de la facilidad con que podemos ser estimulados. De ahí que, como señaló Freud, las
sociedades humanas se rodeen de imágenes y símbolos sexuales que reflejan tanto deseos
subconscientes como intentos conscientes de excitarse. Puesto que nuestra sexualidad está muy
desarrollada, la visión (el sonido e incluso el recuerdo) del acto sexual resulta especialmente
excitante para el Homo sapiens, de forma que un hombre que copulara en público correría el
riesgo de despertar la rivalidad de los mirones.
No es de extrañar que la intimidad sexual sea, por lo general, una característica del ser humano
moderno. Junto a esta característica claramente adaptativa se han desarrollado innumerables
costumbres culturales que la apoyan. Podrían considerarse como ejemplos de características
culturales adaptativas, pero nuestra cultura y nuestra biología no se complementan a la
perfección. En la cultura occidental es corriente que los padres se extralimiten en la defensa de
su intimidad sexual, produciendo en sus hijos confusión y la impresión de que el sexo es algo
«sucio». En la mayoría de las religiones cristianas hay prohibiciones referentes al sexo que
pueden ser consideradas intentos de proteger la intimidad sexual. Pero incluso en familias que
no están influenciadas por preceptos religiosos, la timidez y la vergüenza impregnan el diálogo
entre padres e hijos sobre temas sexuales, llegando incluso a impedirlo. Esto puede provocar en
el adolescente, y también en el adulto, complejos de culpa, confusión y problemas sexuales.
La evolución cultural ha llegado a crear situaciones extremas que pueden conducir a la neurosis
al permitir un exhibicionismo sexual que es inducido por el uso de estimulantes o por fuertes
incentivos económicos. En este último caso, resulta significativo un chiste que apareció publicado
recientemente: un hombre y una mujer están desnudos en la cama para filmar una escena de
una película. A su alrededor hay un montón de focos, cámaras e innumerables personas. El
hombre, revelando una reacción comprensible y claramente adaptativa, se queja: «¡No sé por
qué será, pero no me siento con ganas!»
Otra característica básicamente adaptativa del comportamiento sexual humano, antigua, muy
difundida, fomentada por nuestra cultura y, probablemente, por nuestra constitución genética
(es dear, por nuestra naturaleza y por nuestra educación), es el «tabú del incesto». El horror que
sintió Edipo muy bien puede ser universal en las sociedades humanas. Para comprender qué
ventajas evolutivas supone la prohibición de aparearse con los parientes cercanos, debemos
examinar primero algunos de los fundamentos de la genética.
La mayoría de los genes se dan en pares; uno es aportado por la madre y otro por el padre.
Ambos padres pueden aportar genes idénticos para determinado carácter, o proporcionar
variantes diferentes; en este último caso, su hijo será un auténtico «muestrario» génico para ese
carácter. Esto no significa que su apariencia también sea un «muestrario» de esa característica;
uno de los genes puede «dominar» al otro y ser el responsable de la apariencia final, o puede
que el resultado sea un intermedio entre las dos apariencias originales o, incluso una apariencia
completamente diferente Los individuos portadores de dos genes diferentes para la misma
característica suelen ser más sanos, más fuertes y, por tanto, más aptos que los que poseen dos
genes idénticos. Hay muchas razones para que sea así. Una de las más simples es que los genes
desventajosos surgen por mutación y suelen ser recesivos, es decir, que no llegan a
manifestarse en la característica correspondiente por quedar «encubiertos» por su pareja, el gen
dominante. Cuando los dos genes no son idénticos, los genes recesivos perjudiciales pueden
quedar enmascarados por sus parejas dominantes. Pero si ambos genes son idénticos y han
coincidido dos genes recesivos, se manifiesta el rasgo menos ventajoso y, por tanto, el individuo
es menos apto.
Considerando que la variedad génica resulta ventajosa, sería de esperar que la selección hubiera
inventado numerosos trucos para evitar que los dos genes que determinan una característica
sean idénticos, y uno de los sistemas más seguros de conseguirlo es evitar el apareamiento
entre parientes, especialmente entre parientes cercanos. Imaginemos un individuo que sea
portador de un par de genes idénticos, a los que podríamos representar con las letras «GG».
Cualquier pariente suyo tiene muchas probabilidades de tener la misma configuración génica (la
probabilidad será mayor cuanto más próximo sea el parentesco), y del cruce de estos dos
individuos nacerán descendientes con la configuración « GG». Un extraño, en cambio, podría
tener la configuración «gg ». El apareamiento de este último con un individuo «GG» produciría
descendientes con la configuración «Gg», que habrían recibido un gen diferente de cada uno de
los padres y que, normalmente, serían superiores a ellos.
Mucho antes de que se descubriera la base genética de este fenómeno, los criadores de animales
y plantas habían descubierto que el cruce continuo entre individuos estrechamente
emparentados conducía, a la larga, a una disminución de la calidad de la raza. Sabían que había
que aportar «nueva sangre» cada cierto tiempo para evitar que la población fuera perdiendo
salud y vigor. Los genéticos han denominado «depresión endogámica» a la degeneración que se
produce a consecuencia del cruce reiterado de individuos emparentados entre sí, y esto es algo
que la mayoría de los animales trata de evitar dispersándose; de ahí la tendencia de los jóvenes
a marcharse de casa para probar fortuna en otros parajes, lejos de sus parientes génicos. Sin
embargo, no es probable que este fenómeno se diera entre los hombres prehistóricos; nuestra
especie es tan sociable que los individuos aislados y solitarios no tendrían muchas probabilidades
de sobrevivir. De ahí que fueran necesarios otros mecanismos para impedir la endogamia. La
prohibición generalizada de las relaciones sexuales entre parientes próximos no es sólo una
costumbre cultural con un claro significado adaptativo biológico, sino que puede además estar
fomentada por una tendencia génica resultante de las presiones directas ejercidas por la
selección natural sobre nuestros antepasados.
El antropólogo israelí Joseph Shepher ha demostrado que los niños criados en un Kibbutz, que
han sido tratados como si fueran miembros de una gran familia, evitan casarse entre sí, a pesar
de que las presiones sociales favorecen tales uniones. Los propios jóvenes declaran que casarse
con alguien que ha sido su compañero/a de juegos desde pequeños seria como «casarse con un
hermano/a». Aunque en este caso los individuos no están emparentados biológicamente, parece
probable que sus tendencias biológicas les impulsen a evitar el «incesto», respetando una regla
social que normalmente seria acertada, aunque no tiene mucho sentido en el entorno cultural de
un Kibbutz. De esta forma, evitando el apareamiento con los compañeros de juego de la
infancia, el Homo sapiens biológico ha minimizado el peligro del incesto y la endogamia durante
muchas generaciones; sin embargo, el Homo sapiens «cultural» se ha pasado de listo.
Puede objetarse que el tabú del incesto no se da universalmente entre los seres humanos. El
famoso faraón egipcio Tutankhamón y su esposa Nefertiti eran hermanos. Todo un linaje real
europeo se vio afectado por la hemofilia debido a los casamientos entre parientes cercanos. En
las sociedades del este de Europa han sido algo común desde la antigüedad. El sociólogo Pierre
van den Berghe, entre otros, ha señalado que las uniones incestuosas, sobre todo entre
hermanos, suelen darse en situaciones sociales muy especiales: cuando se trata de concentrar el
poder, la riqueza y/o los valores espirituales en un círculo muy selecto de personas. En estos
casos, predominan las normas culturales sobre las tendencias biológicas. (Aunque estas
personas, sobre todo los hombres, suelen tener hijos extra-matrimoniales con amantes con
quienes no están emparentados; en cambio, es más probable que las mujeres de la realeza se
encuentren atrapadas en una situación desventajosa desde el punto de vista biológico.)
Cuando los biólogos dicen que un rasgo está determinado génicamente, no quieren decir que
tenga que darse en todos los casos una correspondencia invariable y exacta. No heredamos un
determinado azul de ojos o una determinada estatura, aunque es cierto que ambas
características se transmiten génicamente. Lo que heredamos es un potencial, una gama de
posibles rasgos externos que varía entre ciertos límites (en general, bastante amplios)
dependiendo de las condiciones del entorno en que vivamos. La segunda generación de
japoneses-americanos, cuyo patrimonio génico era idéntico al de sus padres, fue
considerablemente más alta debido a que en Estados Unidos disfrutaban de una mejor
alimentación. Es posible que tengamos una predisposición biológica a copular con extraños,
pero, evidentemente, nos encontramos con muchos extraños y no copulamos con ellos. Y, a la
inversa, el que tengamos una predisposición biológica a evitar el incesto no garantiza que nunca
se produzca.
Pongamos otro ejemplo biológico bastante simple: los conejos «himalayos» tienen una
característica determinada génicamente que consiste en que el extremo de sus orejas y sus
patas es negro. El resto de la piel es completamente blanca. Las extremidades de los animales
suelen estar más frías que la zona central del cuerpo (de ahí que se nos queden fríos los pies, las
manos y las orejas), y los conejos que poseen los genes «himalayos» reaccionan al frío
produciendo pelo negro en estas zonas. Esto puede ser comprobado experimentalmente
afeitando un sector de piel blanca a un conejo himalayo. Como era de esperar, el pelo que crece
es también blanco. Pero si aplicamos una bolsa de hielo a la zona afeitada durante el período de
crecimiento, el pelo que sale es negro. Es evidente que la piel negra de los conejos del Himalaya
no se transmite génicamente; lo que heredan es la capacidad de producir pelo negro cuando la
temperatura desciende por debajo de cierto nivel.
Un ejemplo más complejo, aunque análogo, sería la herencia de la inteligencia en los seres
humanos. Está claro que las diferencias en el coeficiente de inteligencia tienen cierta base
génica, aunque la posesión de todos los genes necesarios para tener una inteligencia brillante no
convierte en un genio a un niño que se ha criado en total aislamiento, o que haya estado
relativamente privado de la oportunidad de ejercitar y desarrollar su intelecto. Lo que heredamos
es una gama de posibilidades, pero la realización específica de nuestras potencialidades depende
de los particulares factores ambientales a que estemos expuestos. De un modo similar, la
tendencia, determinada génicamente, a copular en la intimidad, en la posición ventral, con
individuos que no sean parientes y con diferentes personas (quizá más en los hombres que en
las mujeres), puede ser modificada por factores culturales como la religión, la consciencia, la
tecnología o las costumbres, sin que influya demasiado su utilidad biológica.
El incesto —dejando aparte las casas reales— suele darse más frecuentemente entre padre e
hija, raramente entre hermanos y casi nunca entre madre e hijo. Los casos más frecuentes se
dan entre padrastro e hijastra, lo que está más cerca de ser «abuso de menores», puesto que no
puede ser definido como incesto desde el punto de vista biológico.
Un reciente estudio de Randy y Nancy Thornhill sugiere que el deseo de ser «apto» es también
un factor importante en los casos de violación entre los seres humanos. Descubrieron que las
víctimas de las violaciones suelen ser mujeres en edad de concebir, mientras que las víctimas de
asesinatos se distribuyen igualmente entre todos los grupos de la población. Si la violación fuera
simplemente un acto de violencia hacia la mujer, afectarla a todas las mujeres por igual.
Además, los Thornhill descubrieron también que —como podía haber predicho la teoría evolutiva
— la mayoría de los violadores son jóvenes que proceden de un nivel socioeconómico
relativamente bajo y, por tanto, con pocas posibilidades de atraer a su pareja mediante
estrategias sexuales admitidas socialmente.
Pero los hombres no sólo son más propensos a cometer incestos y violaciones, sino que también
tienen mayor tendencia a reaccionar violentamente ante la infidelidad de su pareja. De hecho, la
causa más frecuente de que se produzcan agresiones violentas entre los cónyuges —que van
desde las palizas hasta el asesinato y se dan en todo el mundo— son los celos sexuales... sobre
todo los celos del hombre. En muchas sociedades el adulterio sólo es delito cuando lo comete la
mujer. Es más, a menudo es considerado como un delito contra el «marido ofendido», que tiene
derecho, con la aprobación de la sociedad, a tomar venganza contra su esposa y/o el amante de
ésta. No hay suficientes datos para establecer una comparación entre los celos femeninos y los
masculinos, pero casi podemos asegurar que en la mayoría de las sociedades humanas, las
mujeres se enfurecen mucho menos por los devaneos de sus maridos que viceversa. Esta
diferencia puede atribuirse en gran parte a las tradiciones culturales que prescriben la tolerancia
por parte de las mujeres y una doble moral. Sin embargo, estas pautas culturales, con toda su
importancia, han emanado probablemente de pautas biológicas no menos importantes: es la
mujer la que se queda embarazada, no el hombre. Por tanto, es mucho más probable que los
devaneos sexuales de la esposa comprometan el éxito adaptativo de su marido, que viceversa.
Con los últimos avances culturales en las técnicas para el control de la natalidad y para la
interrupción del embarazo, han disminuido notablemente las consecuencias estrictamente
biológicas de la infidelidad, de forma que, al igual que ocurre con el significado biológico del
vínculo que une a la pareja, la difundida hiperextensión cultural de la doble moral y los celos
masculinos parece ser hoy menos necesaria que nunca. Pero no debe sorprendemos que
nuestras reacciones emocionales —a menudo de intolerancia, celos e incluso de violencia— sean
«demasiado humanas» y se hayan quedado anticuadas por un desfase evolutivo.
Como criaturas inteligentes y moralistas, podemos observar los aspectos más sórdidos de
nuestro comportamiento y establecer normas culturales destinadas a proscribir y evitar las
acciones que consideremos intolerables. Sin embargo, no haríamos un gran servicio en pro del
entendimiento humano y, en última instancia, en pro de la sociedad, si ignoramos o negamos
conscientemente los posibles componentes biológicos de esos comportamientos que nos parecen
tan repugnantes. La posibilidad de que determinado acto sea «biológico» en cierto sentido, no lo
convierte en un acto bueno, al igual que no lo convierte en malo el hecho de ser «cultural».
Pocas cosas pueden ser más «naturales» que el tifus; que la ciencia médica trate de entender los
mecanismos de esta enfermedad no significa que apoye o esté a favor del bacilo del tifus. De
igual modo, cuando la evolución nos proporciona alguna explicación sobre la violación o la
violencia sexual, no es para tratar de justificar esta clase de conducta, sino para ayudarnos a
comprender reacciones que atentan contra nuestras normas culturales.
Según las palabras de Saki (Hector Hugh Munro), «En nuestro mundo se dan toda dase de
conductas sexuales.» Algunas nos parecen agradables, otras desagradables, y otras nos resultan
simplemente despreciables. Pero en el fondo de todas ellas, para bien o para mal, hay todo tipo
de factores biológicos y todo tipo de factores culturales que dependen unos de otros en
diferentes grados, que a veces se oponen, pero que siempre están entrelazados.
Capítulo 5
EMMA GOLDMAN,
Los hombres y las mujeres son diferentes, y no sólo en su anatomía. A pesar de que las
diferentes sociedades pueden no estar de acuerdo en lo que se recomienda o se considera
aceptable para cada sexo, y a pesar de que lo que en una sociedad se considera «trabajo de
hombres» puede ser «trabajo de mujeres» en otra, sigue siendo cierto que el comportamiento
del hombre y la mujer se diferencian claramente en todos los grupos humanos. Es más, hasta se
pueden distinguir diferentes modelos de comportamiento: las mujeres, por ejemplo, se ocupan
generalmente del cuidado de los hijos, mientras que son los hombres los que van a cazar y a la
guerra. Mientras se van acumulando pruebas que demuestran que estas diferencias se basan, al
menos hasta cierto punto, en profundas diferencias biológicas entre los sexos, hemos ido
creando diferencias culturales que van todavía más lejos. En la medida en que estas diferencias
no guarden cierta proporcionalidad, se convertirán en motivo de irritación e injusticia.
Durante cierto tiempo las feministas se resistirán a reconocer cualquier diferencia entre los
sexos; quizá con razón. Las actitudes paternalistas hacia las mujeres como «sexo débil», que
implicaban que la mujer era más emocional, menos racional y generalmente menos competente
que el hombre, han servido de apoyo a toda una serie de instituciones que han oprimido a la
mujer durante muchas generaciones y que, en muchos casos, aún lo siguen haciendo [5]. Al
lanzarse a la ludia por la igualdad, era lógico tachar de «sexista» cualquier insinuación de que la
mujer no fuera igual al hombre. En los inicios de cualquier movimiento es conveniente —y a
menudo necesario— simplificar las cosas en interés de una mayor claridad y para impedir la
división de opiniones y las dudas autodestructivas. Afortunadamente, parece ser que la ideología
feminista ha madurado, como suelen madurar las ideologías políticas o sociales cuando
comienzan a alcanzar sus metas inicialmente revolucionarias. Es de esperar, por tanto, que el
feminismo esté preparado para asimilar y aprovechar las ideas que ofrece la biología evolutiva.
Hace mucho que sabemos que el hombre y la mujer tienen una constitución diferente; que la
mujer produce óvulos y el hombre espermatozoides, que el hombre tiene pene y la mujer
vagina, que la mujer tiene hijos y los amamanta y que el hombre no. Estos hechos no son
sexistas; no son más que hechos. Lo que puede ser sexista es interpretar alguna de estas
diferencias desde una perspectiva masculina llena de prejuicios, y sugerir, como hizo Freud, que
las niñas sienten que les falta algo que los niños tienen y que, por tanto, tienen envidia del pene.
También podríamos sugerir que cuando los niños crecen y acaban cubiertos de sangre en luchas
Una correlación similar entre el tamaño y la agresividad de los machos se observa en otros
primates terrestres y, de hecho, en mayoría de los mamíferos. Incluso los «aristocráticos» leones
que, dicho sea de paso, no suelen esforzarse demasiado por conseguir una presa, se encargan
de defender su manada. En este caso su misión consiste, sobre todo, en evitar que las presas les
sean arrebatadas por las hienas, pues se conocen casos en que una leona ha sido despojada por
las hienas de la comida que había conseguido con gran trabajo. En otros aspectos, el león macho
es prácticamente un parásito de la hembra, puesto que es ella quien se encarga de la caza. Pero
cuando se trata de defender a la manada y, sobre todo, de defender su posición frente a otros
machos, el león siempre está dispuesto a luchar.
Los leones machos compiten entre sí por la «propiedad» de la manada. El vencedor consigue la
oportunidad de copular con varias hembras y, por tanto, de reproducirse a través de ellas. El
perdedor se convierte en un «solterón» amargado que paródicamente trata de alcanzar el éxito
social, sexual y, por tanto, evolutivo.
Defender al grupo es una misión peligrosa, y puede parecer lógico que la evolución la haya
encomendado al relativamente poco valioso macho, preservando a la hembra, que tiene una
misión más importante, Sin embargo, por lo que sabemos, la evolución no actúa en beneficio de
una especie o de un grupo; simplemente, cuando hay unos individuos que consiguen tener más
descendientes que otros, o cuando unos genes consiguen dejar más copias que otros, está
teniendo lugar la selección natural. El beneficio que obtenga cualquier especie es, por tanto, algo
incidental en el torneo evolutivo de individuos y genes. De un modo análogo, el producto
nacional bruto es el resultado incidental del esfuerzo de individuos, empresas y entidades
estatales por maximizar su rendimiento; generalmente aumentará cuando cada uno de sus
componentes subnacionales consiga el mayor rendimiento posible, pero no porque el aumento
del producto nacional bruto sea la finalidad de la competición que está teniendo lugar. De un
modo similar, los beneficios que obtenga una especie son el resultado de que la selección actúa
para maximizar el rendimiento de cada uno de sus miembros, no para beneficiar a la especie en
sí.
Los leones macho defienden a su grupo de los extraños, que pueden ser tanto hienas como otros
leones, porqué sacan algo de ello: actuando así tienen más posibilidades de alcanzar su éxito
evolutivo. Y, presumiblemente, éstas son también las presiones que actuaron sobre el Homo
sapiens durante miles de generaciones. Teniendo en cuenta el proceso biológico de la producción
de esperma y de la producción de óvulos, parece probable que la defensa del grupo fuera en
principio la defensa del éxito reproductivo individual del macho; esto quiere decir que era
probablemente una actitud egoísta, de ningún modo una acción laudable, caballerosa o galante.
A menos que las hembras compitieran activamente por los machos, no existiría una presión
selectiva que actuara sobre ellas de un modo análogo. Por otra parte, si se hubiera dado una
escasez de hembras, la selección natural, a través de la competencia, habría favorecido a
aquéllas cuyas características les ayudaran a procurarse un macho y a procrear con éxito. Entre
las «lavanderas moteadas» —una especie común de pájaros costeros— el modelo de
comportamiento sexual es el inverso del normal: las hembras se comportan de una manera
marcadamente masculina. Más grandes y agresivas que los machos, las hembras de las
lavanderas moteadas llegan a su territorio de reproducción cuando los machos aún están
volando hacia el sur. Las hembras, obstinadas y agresivas, luchan entre sí para repartirse el
territorio, tras lo cual los machos, que se limitan a instalarse discretamente en un territorio u
otro, generalmente varios machos en el «harén» de cada hembra. Cada uno de ellos queda
subordinado a la hembra propietaria del territorio y se encarga de empollar una nidada de
huevos puesta por esta hembra dominante, que se dedica a defender sus fronteras y a atender
sus negocios mientras el macho se ocupa del cuidado de las crías.
Un comportamiento similar puede observarse entre los caballitos de mar: entre estas curiosas
criaturas la hembra transfiere sus huevos al macho, que los incuba en unas bolsas especialmente
destinadas a esta función. Es significativo que las hembras de los caballitos de mar suelan ser —
al igual que las lavanderas moteadas— más grandes, más vistosas y más agresivas que los
machos, que suelen ser pequeños, pardos, y sexualmente tímidos. Estos casos son
excepcionales, pero es interesante observar que contribuyen a demostrar que el sexo que más
invierte (generalmente el sexo femenino) tiende a ser menos agresivo y a convertirse en motivo
de la rivalidad sexual del sexo que invierte, menos (generalmente el sexo masculino).
Entre algunos animales, el éxito en la competencia sexual exige cierta fuerza física. Entre otros,
como, por ejemplo, los seres humanos, características de poco o ningún valor inmediato para la
supervivencia pueden suponer una ventaja selectiva por el mero hecho de resultar atractivos
para los miembros del sexo opuesto. Los biólogos evolucionistas siguen discutiendo si realmente
se da una preferencia hacia características no adaptativas y, de ser así, si es cierto que no tienen
ningún valor adaptativo. Por ejemplo, puede ser posible que las grandes cornamentas de los
ciervos representan un lastre más que una ventaja, puesto que exigen una importante inversión
de energía y llaman la atención de los predadores. Por otra parte, si una cornamenta
impresionante denota que su portador es capaz de sobrevivir a pesar de tal «hándicap», puede
que las hembras prefieran aparearse con tales individuos... de forma que el «hándicap» se
convierte en una ventaja. En cualquier caso, con frecuencia se dan fuertes presiones selectivas
que favorecen a los machos más grandes, impresionantes y agresivos, capaces de derrotar y
dominar a otros machos y también de defenderse a sí mismos y a su clan de las posibles
agresiones.
Charles Darwin observó por primera vez algo parecido a este fenómeno y lo denominó «selección
sexual», al suponer, erróneamente, que se trataba de algo diferente a la selección natural,
puesto que parecía depender de la elección de pareja de las hembras, que estarían dotadas, en
cierto modo, de un sentido de la estética intuitivo. Actualmente sabemos que, efectivamente, en
estos casos se lleva a cabo una selección, pero el agente selector es todo el entorno de la
especie, y no sólo las preferencias de las hembras. Es cierto que los machos tratan de
impresionar a las hembras, pero, sobre todo, tratan de tener éxito en la competencia con otros
animales, especialmente con los de su misma especie. Cuando un macho dominante de la
especie denominada «gorilas de espalda plateada» consigue ahuyentar a un macho procedente
de otro grupo, no sólo ha triunfado en el enfrentamiento entre machos, sino que se ha
asegurado las atenciones sexuales de sus hembras.
Sin embargo, debido a este mismo mecanismo, podría parecer lógico que la evolución hubiera
producido hembras más grandes y fuertes: las hembras capaces de defender a su grupo de los
predadores y de vencer a los posibles competidores procedentes de otros grupos tendrían más
posibilidades de dejar un mayor número de descendientes bien adaptados. Esto implicaría que la
selección favoreciera un mayor tamaño y fuerza (características masculinas) también entre las
hembras. Así ha sido, hasta cierto punto. Pero las distinciones biológicas fundamentales entre
macho y hembra impedirían la proliferación de «amazonas». Si bien un macho bien adaptado
podría hacer una gran contribución al patrimonio génico de las siguientes generaciones, la
contribución de una hembra, por muy bien adaptada que esté, estaría limitada por su propia
biología El período de gestación de los mamíferos es bastante largo, y sólo nacen unas pocas
crías cada vez; en los primates es necesario, además, un período aún más largo de cuidados y
atenciones posnatales por parte de la madre Así que aunque, desde un punto de vista individual,
son las hembras, más que los machos, las que determinan el resultado de la reproducción y, en
último término, el éxito evolutivo o el fracaso de la especie, incluso una hipotética
«superhembra» sólo podría hacer una modesta contribución génica a la siguiente generación. En
cambio, un macho bien adaptado puede fecundar a muchas hembras y, por tanto, tener un
impacto evolutivo mucho mayor. El resultado de todo esto fue que se fomentó la tendencia a la
diferenciación del hombre y la mujer entre nuestros antepasados, tanto en el aspecto físico
como en el comportamiento.
Esto no significa que los machos tengan alguna ventaja sobre las hembras. De hecho, por cada
macho que tiene éxito hay otros muchos que no lo tienen. En cambio, es menos probable que
una hembra consiga un éxito espectacular, pero también es menos probable que fracase por
completo. Ser macho es más arriesgado, puesto que en la mayoría de las especies, los machos o
triunfan o fracasan; en cambio, ser hembra, es más conservador, puesto que casi todas las
hembras procrean y, en términos biológicos, no hay tanta diferencia entre su fracaso y su éxito.
A consecuencia de que la selección natural actúa de forma diferente sobre machos y hembras,
los dos sexos presentan diferencias en el aspecto físico y en el comportamiento. Las diferencias
biológicas no sólo influyen sobre cada sexo separadamente, sino también sobre la interacción
entre sexos. Entre los monos, los machos dominan a las hembras. Los grupos de gorilas suelen
tener un macho dominante que hace el papel de líder; los grupos de monos Rhesus tienen una
escala jerárquica de machos dominantes, y en los grupos de papiones suele darse una oligarquía
de varios machos. También entre las hembras se establece cierta escala social, aunque, en
términos generales, cualquier hembra escogida al azar será dominada por cualquier macho
igualmente escogido al azar. Además, mientras que la escala jerárquica de los machos suele ser
bastante estable y sólo se altera con la vejez o la muerte de sus líderes, la escala social de las
hembras es mucho más variable, al depender de los cambios del ciclo ovulatorio, de la presencia
o ausencia de crías dependientes e incluso de la posible asociación cori machos de categoría
superior. Debido a esta inestabilidad jerárquica resulta bastante difícil que llegue a darse un
dominio de las hembras sobre los machos. De hecho, entre los primates no se ha observado
ningún caso en el que un grupo esté claramente dominado por las hembras. Lo más probable es
que esto sea consecuencia directa de las diferencias biológicas entre ambos sexos, que tienen su
base en diferencias hormonales y anatómicas que, a su vez, son atribuibles a la acción de la
selección que ha favorecido las características que permiten al macho desempeñar con éxito su
papel de protector y luchador, y a la hembra su misión de cooperación y crianza.
Las características, tanto físicas como psicológicas, que la selección fue fomentando en nuestros
antepasados para que el hombre pudiera desarrollar su agresividad, han conducido a la
dominación de los machos sobre las hembras. Esta correlación no es completamente exacta,
aunque la experiencia demuestra que la supremacía suele ir asociada a la superioridad en
tamaño, fuerza física y agresividad Esto es lo que ocurre entre la mayoría de los animales, y los
seres humanos no parecen constituir una excepción.
Puede parecer, por tanto, que la supremacía masculina entre los seres humanos es «correcta»
desde el punto de vista biológico. Si fuéramos seres puramente biológicos, no habría ningún
problema; ni siquiera nos habríamos planteado la cuestión. Pero somos un caso bastante
especial, puesto que servimos a dos «señores» que a veces resultan antagónicos; la biología y la
cultura; y eso cambia las cosas por completo. Admitamos por un momento que el dominio del
hombre sobre la mujer se deriva de las diferencias físicas y de comportamiento debidas a que la
selección fomenta la agresividad masculina, la competitividad y la capacidad de defender la
unidad social. Probablemente estas características eran muy necesarias hace 30.000 años (hace
muy poco, en términos evolutivos). Sin embargo, desde entonces la evolución cultural ha
remodelado por completo las condiciones de la supervivencia y la vida social de la humanidad, y
la biología, como de costumbre, se ha quedado atrás. Hoy día los hombres rara vez tienen que
defender directamente su patrimonio génico; debido a la existencia de armas nucleares, son
precisamente los que se encargan de esa «defensa» quienes están haciendo, peligrar no sólo su
propia supervivencia, sino también la de sus supuestos defendidos. De hecho, ésta puede ser la
mayor amenaza para la supervivencia evolutiva a largo plazo que ha conocido nuestra especie.
La tendencia a formar «familias nucleares» con un fuerte vínculo entre la pareja, reduce la
selección sexual de características marcadamente masculinas. Al haber un número casi igual de
hombres y mujeres en la población, y al haberse impuesto culturalmente la monogamia,
prácticamente todos los hombres pueden reproducirse, no sólo unos cuantos individuos
extraordinariamente dotados. Parece muy probable que, dado el estado en que se encuentran la
biología y la cultura humanas, la selección de características distintivas masculinas y femeninas
tienda a disminuir. Pero es igualmente probable que, dado el ritmo de la evolución biológica, tal
igualamiento biológico pueda ser un proceso que dure miles de años. Pero, ¿en qué punto
estamos ahora?
Es difícil establecer los límites entre las tendencias biológicas y las normas sociales. En lo que
respecta a las diferencias entre hombre y mujer, lo más probable es que la sociedad, basándose
en ciertas realidades evolutivas, haya hecho una terrible e injusta montaña cultural de un grano
de arena biológico. Los hombres y las mujeres son efectivamente diferentes, pero no tanto como
pretenden las tradiciones sociales. En tales casos, si se le da la mano a la evolución cultural, se
toma el brazo entero, aunque al final salgan perjudicados todos los implicados. En otras
situaciones puede ocurrir todo lo contrario: las realidades evolutivas pueden ser disminuidas, en
vez de aumentadas, por la acción de la evolución cultural. Esta acción puede ser beneficiosa
cuando la socialización sirve para suavizar características potencialmente conflictivas (la
agresividad masculina, por ejemplo), siempre que el proceso se lleve a cabo gradualmente, con
sensibilidad y persistencia. En otros casos las prácticas culturales pueden oponerse
violentamente a las tendencias evolutivas y su resultado, pese a estar de acuerdo con un
propósito consciente, puede causar angustia y desazón.
Cuando se trata de diferenciar los papeles masculino y femenino hay una serie de aspectos
biológicos que están muy claros. En todas las especies de mamíferos son las hembras —no los
machos— las que se quedan preñadas, y además están dotadas de glándulas mamarias con las
que alimentar a sus crías después del parto. La madre suele quitar las membranas que aún
recubren al recién nacido y, normalmente, se las come para aprovechar los elementos nutritivos
y/o las hormonas que contienen. En muchas especies el recién nacido necesita ser lamido
enérgicamente para poder empezar a desarrollar con normalidad las funciones de excreción. Los
adultos suden cuidar a sus crías dándoles calor cuando hace frío y sombra cuando hace calor,
retirando los excrementos para mantener limpio su refugio y proporcionándoles alimento. El
padre puede o no colaborar en estas tareas, pero los cuidados maternos son siempre necesarios.
Las hembras de ratas y ratones recogen a sus crías automáticamente cuando se dispersan,
agrupándolas juntas en un lugar donde puedan estar calientes y seguras. En la mayoría de los
casos las propias hormonas que produce la madre activan toda una serie de comportamientos
maternales, en particular las hormonas denominadas oxitocina y prolactina que están
relacionadas también con la secreción de leche.
En el caso de los seres humanos, la situación es sin duda mucho más compleja. Del estudio del
comportamiento de los animales puede sacarse la conclusión de que, entre los animales más
inteligentes, el papel que desempeña el comportamiento determinado génicamente y activado
por las hormonas va perdiendo importancia a medida que aumenta el componente cerebral. Ya
hemos visto, por ejemplo, que el comportamiento sexual de los seres humanos se ha liberado de
la tiranía química de los ciclos hormonales que se observa en todos los demás mamíferos. Es
indudable que también el comportamiento maternal del Homo sapiens se ha emancipado del
control ejercido por las hormonas y la genética. De hecho, no hay pruebas que demuestren que
las madres que crían a sus hijos con biberón tengan menos instintos maternales que las que les
dan el pecho, a pesar de que en estas últimas las hormonas juegan un papel mucho más
importante.
Sin embargo, dar el pecho tiene un innegable efecto secundario sobre la psicología de la madre:
tiende a inhibir el ciclo ovulatorio. Esto es lo que se denomina amenorrea de la lactación, y es un
fenómeno completamente biológico: su valor adaptativo estriba en que reduce la probabilidad de
que la madre se quede embarazada de nuevo cuando todavía tiene que atender a un niño
pequeño. De hecho, en las sociedades no-tecnológicas se da una correlación entre 1a duración
del periodo de lactancia, la duración de los tabús sexuales posparto (restricciones a la sexualidad
impuestas socialmente tras el nacimiento de una criatura), y la cantidad de proteínas presentes
en la dieta de la madre: un nivel bajo de proteínas suele ir unido a un período de lactancia más
largo y a otras costumbres culturales que reducen la probabilidad de que los embarazos se
sucedan con demasiada rapidez, lo que no sería conveniente desde el punto de vista adaptativo.
Cuando las empresas que fabrican leche para bebés —como por ejemplo Nestlé— consiguieron
introducir sus productos en los países del Tercer Mundo, rompieron este delicado equilibrio entre
biología y cultura, eliminando una inhibición adaptativa que impedía embarazos excesivos y no
deseados. Además, mientras que la leche materna está generalmente libre de agentes
patógenos, la leche artificial, que muchas veces se prepara con agua contaminada, ha provocado
frecuentemente diarreas crónicas y disenterías, una de las principales causas de mortalidad
entre los recién nacidos.
No hay pruebas que demuestren que el cuidado y crianza de los niños sea tarea de mujeres más
que de hombres. De hecho, existen pruebas convincentes de que los hombres son capaces de
«hacer de madres» de forma eficiente La manifestación de cualquier comportamiento hacia los
niños es muy sensible a las influencias culturales, especialmente a las expectativas sociales y a
la situación económica, así como a las preferencias personales, que suelen derivarse de las
experiencias de cada uno. No obstante, no parece probable que un sistema de comportamiento
tan importante para la evolución como es el cuidado de las crías no tenga algún componente
génico, incluso en la más liberada de las especies, el animal humano. El sistema puede ser
flexible y fácilmente influenciable por la cultura, pero seguramente tiene algún fundamento
génico. Todos sabemos que el ciclo menstrual puede alterarse a causa de la tensión nerviosa; los
sutiles efectos del ciclo menstrual sobre el comportamiento femenino nos llevaría a pensar que el
Homo sapiens no es inmune a los efectos de la biología, representada, en este caso, por las
hormonas sexuales.
La resistencia de las mujeres a admitir que hay diferencias entre su comportamiento y el de los
hombres, unida al empecinamiento —que a veces llega a la grosería— de los hombres en
considerar que el término «hombre» representa a toda la especie humana, ha tenido como
resultado una concepción bastante limitada de lo que es la naturaleza humana. Carol Gilligan,
profesora de Harvard, en su libro In a Different Voice: Psychological Theory and Women’s
Development (En una voz diferente: la psicología y el desarrollo de la mujer), ha puesto de
manifiesto algunos de estos malentendidos. Por ejemplo, tradicionalmente se piensa que el
desarrollo moral de las niñas —medido según los criterios ampliamente aceptados del psicólogo
Lawrence Kohlberg (un hombre, por supuesto)— es inferior al de los niños, porque los niños
tienden a evaluar las situaciones basándose en leyes abstractas y principios éticos, mientras que
las niñas tienden a regirse por las conexiones sociales y las relaciones interpersonales. Pero no
existe ningún criterio arbitrario que nos permita establecer tal juicio comparativo, aunque el
estudio de la biología evolutiva puede ayudamos a comprender por qué la primera respuesta
obedece a un modelo masculino y la segunda a un modelo femenino.
Gilligan subraya que las preferencias morales femeninas llevan a situar «la responsabilidad ética
como centro de la preocupación moral de la mujer, integrándose en un mundo de relaciones y
dedicándose a actividades de tipo asistencial», mientras que, en cambio, el más alto nivel de
desarrollo moral —según los dogmas de la psicología— antepone el reconocimiento de los
derechos universales a la responsabilidad personal. «La moralidad de derechos», como Gilligan
señala, «se diferencia de la moralidad de responsabilidad en que considera al individuo antes
que a sus relaciones». Probablemente no es coincidencia que la moralidad de derechos sea la
moral que prefieran los hombres, ni que los creadores e intérpretes de estos sistemas éticos
sean también hombres.
Los psicólogos que estudian el desarrollo infantil han observado que los juegos de los niños
suelen durar más tiempo que los de las niñas, porque los niños aprenden en seguida a resolver
las disputas que se originan mediante reglas y principios abstractos, Gilligan señala que:
Participando en situaciones competitivas controladas y aceptadas socialmente,
aprenden a competir con naturalidad —a jugar con sus amigos y a competir con sus
enemigos— siguiendo siempre las reglas del juego. En cambio, las niñas suelen jugar
en grupos más reducidos e íntimos —a menudo son sólo las dos mejores amigas— y
en sitios más privados. Su juego es una réplica del modelo social de relaciones
humanas fundamentales, puesto que su organización es más cooperativa.
Al contrario que los niños, las niñas, están mucho más dispuestas a interrumpir el juego cuando
surgen desacuerdos, porque valoran la relación entre las participantes más que la justicia ciega y
abstracta o que el juego en sí. Aunque Gilligan no hace referencia al origen de esas diferencias
que tan elocuentemente describe, su compatibilidad con la evolución biológica nos sugiere que
tienen algo que ver con la selección natural.
La misión biológica evolutiva tanto de los machos como de las hembras es proyectar copias de
sus genes hacia el futuro para conseguir que su «aptitud» sea máxima. Pero, como hemos visto,
cada sexo tiene formas diferentes de lograr este propósito. El éxito masculino se alcanza a
través de la competición; el femenino a través de las relaciones, especialmente a través de las
relaciones con su prole y otros parientes. De ahí que, para los niños y los hombres, la moralidad
más ideal y subyugante sea una moralidad de justicia, es decir, de principios teóricos que
restringen la agresividad, la competitividad y las tendencias egoístas; en cambio, para las niñas
y las mujer», la moralidad va asociada a las relaciones, al cariño y a la preocupación por los
demás. La moralidad masculina, como dice Gilligan, es una ética de inhibición de nuestro yo
maligno; la moralidad femenina, en cambio, fomenta el desarrollo de nuestro yo servicial.
La clásica finalidad del desarrollo de los chicos, según reconocen los psiquiatras y los psicólogos,
es conseguir la diferenciación y la individualización. Este objetivo se corresponde perfectamente
con su función biológica. El niño debe separarse, física y emocionalmente, de la persona que lo
cuida (generalmente la madre) y convertirse en algo diferente: en un hombre, y en un padre.
Hacerse «todo un hombre» es convertirse en algo diferente de la mamá. Las niñas, sin embargo,
al imitar a su madre y tratar de establecer relaciones comparables a las suyas, actúan de
acuerdo con sus necesidades biológicas esenciales. En un mundo orientado hacia lograr la
independencia y la individualidad, los vínculos afectivos pueden parecer impedimentos u
obstáculos para alcanzar la madurez. Erik Erikson ha sugerido que mientras que para los chicos
la identidad debe preceder a la intimidad, las niñas encuentran su identidad a través de las
relaciones con los demás.
Los hombres tienen miedo al fracaso, y muchas mujeres tienen miedo al éxito. Hace más de un
siglo, la sufragista Elizabeth Cady Stanton se sentía tan frustrada a causa de la inclinación de las
mujeres a dedicarse a sus hijos y a sacrificarse en lugar de luchar por realizarse socialmente,
que propugnaba una reestructuración radical de los valores femeninos. «Póngalo con
mayúsculas», le dijo a un periodista: «EL AUTO-DESARROLLO ES UN DEBER MUCHO MÁS
IMPORTANTE QUE EL AUTO-SACRIFICIO.» La obra de Gilligan nos ayuda a comprender que, para
la mujer, el auto-desarrollo exige mucho más esfuerzo que el auto-sacrificio, y una ojeada a
nuestra historia evolutiva puede ayudamos a comprender por qué.
Siguiendo la exhortación de Stanton, cada vez hay más mujeres que aspiran a conseguir su
propio desarrollo personal, y que se irritan por la lentitud con que la sociedad les permite
realizar esta aspiración. Indignadas por la falta de respuesta de la sociedad, muchas mujeres se
han tenido que enfrentar a la resistencia y la rigidez de las instituciones sociales y
gubernamentales dominadas por los hombres y por sus valores masculinos. Las mujeres han
empezado a exigir y a conseguir que no se les impongan determinados papeles sexistas y una
posición social subordinada; ambas cosas fueron originalmente producto de nuestra biología,
pero han sido tremendamente exageradas por nuestra cultura. Pero, a la vez, las mujeres se han
encontrado con otro conflicto dentro de sí mismas: el conflicto entre la biología y la cultura. A
pesar de la falta de sensibilidad hacia las cuestiones sociales que ha caracterizado a la política de
los Estados Unidos en la década de los ochenta, no se puede negar que las mujeres están más
liberadas ahora de la tiranía de su propia biología que en cualquier otro período de la historia de
nuestra especie. La cultura es capaz de proporcionar los elementos mínimos necesarios para
criar y educar correctamente a los hijos —niñeras, clínicas, guarderías, escuelas—, lo que hace
que el sacrificio de la mujer sea cada vez menos necesario.
Hemos trascendido, por tanto, los simples objetivos del hombre como cazador, protector,
competidor egoísta y (a veces) como proveedor, así como los de la mujer como hortelana,
recolectora, objeto sexual, niñera y educadora. Pero las mujeres se ven presionadas, por una
parte, por su deseo de conseguir una independencia que ya resulta posible y, por otra, por su
tendencia biológica a asumir el papel reproductor que la evolución les ha asignado, sobre el que
se basa la sociedad actual y la supremacía masculina. No es de extrañar, pues, que los
sentimientos de las mujeres sean ambivalentes cuando se trata de plantearse su papel y sus
aspiraciones en la vida.
Los hombres, por el contrario, han tenido las cosas más fáciles, puesto que sus antiguas
cualidades de agresividad y osadía —tan útiles en la sabana— se adaptan sin dificultad al mundo
«exterior» del trabajo, los negocios y la competencia profesional. La presión de la cultura sobre
la biología se deja sentir, por tanto, sobre cualquier mujer que contraponga las ventajas de una
carrera a las de la maternidad, y sobre cualquier hombre que se sienta en el deber de renunciar
a alguno de los privilegios que le otorga su condición masculina.
No hay duda de que el matrimonio, tal como se ha practicado entre la mayoría de los seres
humanos a lo largo de toda nuestra historia cultural y biológica, ha sido una institución que ha
oprimido a la mujer. Tampoco hay duda de que, al menos en Occidente, se están produciendo
algunos cambios en este sentido. Pero sería irónico que en el proceso de realizar su verdadero
potencial como ser humano, la mujer se encontrara con que más que liberarse del yugo de la
esclavitud doméstica, se le permite, simplemente, asumir nuevas responsabilidades —en el
mercado de trabajo y en la lucha competitiva—, mientras continúa teniendo que cargar con el
peso del mismo bagaje biológico de siempre. En su libro The Hearts of Men (El corazón de los
hombres), Barbara Ehrenreich —al igual que Emma Goldman en la cita que abre este capítulo—
señala los defectos del matrimonio basado en la dominación masculina, la dependencia femenina
y los vínculos económicos. Pero también hace notar la tendencia del hombre a aprovechar la
lucha feminista por la liberación para liberarse de sus responsabilidades como padre y esposo,
siguiendo, tal vez, sus propias tendencias biológicas. De este modo, la mujer, atrapada por su
biología, queda privada de la «red de seguridad» construida por la cultura que, pese a sus
deficiencias, ha sido una de las cosas buenas que ha aportado el matrimonio; tal vez la única.
Al tomar los hombres conciencia de las posibilidades que les daría su propia liberación y de las
tensiones agotadoras que acompañan a la lucha por el éxito (problemas emocionales, cardiacos,
úlceras de estómago), las mujeres se han visto atacadas desde otro frente, atrapadas entre la
Escila de la dependencia marital y el Caribdis de ser ciudadanas de segunda clase en el mundo
del trabajo (muchas veces sin que hayan disminuido sus responsabilidades como madre de
familia). Al igual que Gilligan, tampoco Ehrenreich se detiene a analizar las causas de estos
fenómenos. Sin embargo, la liberación del hombre de sus deberes de padre y esposo —que tanto
lamentan las mujeres y cada vez atrae a más hombres— es la huida de un sistema impuesto
culturalmente hacia un imaginario país de Jauja de la auto-realización, tanto más atractiva por
estar de acuerdo con la biología masculina. Puede ser —como señala la doctora Helen Caldicott—
que la mujer que más necesita liberarse sea la mujer que hay dentro de cada hombre, que se ve
obligada a desempeñar un papel masculino difícil, agotador y muchas veces desagradable Pero
también hay un macho biológico en cada hombre que puede sentirse tentado por la perspectiva
de liberarse de la monogamia y del compromiso con la mujer y los hijos que suele implicar este
sistema. Después de todo, la poligamia es algo «natural» para nuestra especie, que ha sido
inhibido por restricciones culturales. (Decidir si esto es «justo» o no, es ya otra cuestión.) Por
último, otra de las consecuencias biológicas de las características masculinas frente a las
femeninas, es que la mujer tiene siempre la seguridad de que sus hijos son realmente suyos,
mientras que el hombre no. Para la inmensa mayoría de los mamíferos, el éxito adaptativo de los
machos se basa en aparearse con el mayor número posible de hembras, ofreciendo después
muy poca o ninguna asistencia paterna.
Las garzas azules son unos pájaros grandes y de aspecto majestuoso que habitan en las
marismas y se alimentan de peces. El ornitólogo Douglas Mock, de la Universidad de Oklahoma,
observó que en cuanto la hembra abandona el nido en busca de comida, el macho se pone a
cortejar a otras hembras. Estas relaciones «extramaritales» no tienen nada de reprobable y,
desde luego, están en consonancia con la biología de esta especie. Si, ocasionalmente, la
hembra encuentra un macho mejor que su consorte, abandonará a éste último para irse con el
primero. En este caso, será mucho mejor para el macho abandonado tener ya alguna otra
hembra esperándole. Las garzas azules —tanto los machos como las hembras— no sienten
mucha responsabilidad hacia su pareja, aunque son muy responsables de su éxito evolutivo
individual. Entre los seres humanos, sin embargo, las relaciones extramatrimoniales pueden ser
o no reprobables (dependiendo de cómo se valore culturalmente tal comportamiento), al igual
que pueden hacer o no más aptos a los individuos implicados.
Las hembras de los pequeños peces denominados picones depositan sus huevos en un nido
construido previamente por el macho. Una vez puestos los huevos, las hembras se marchan y
quedan libres de toda responsabilidad doméstica, dejando al macho al cuidado de las crías. Una
vez más, la feminidad y la masculinidad biológicas, actuando en el contexto de la situación
particular de cada especie, dictan el papel que debe desempeñar cada sexo: no se puede decir
que haya picones liberados y oprimidos, ni que haya picones ambivalentes.
Al igual que la garza azul y que los picones, los seres humanos hemos sido dotados por la
biología de características femeninas y masculinas, y apenas podemos hacer nada por cambiarlo.
La masculinidad y la feminidad son, por otra parte, conceptos elaborados por nuestra cultura y
por nosotros mismos, y, por tanto, sí podemos hacer algo por cambiarlos. Mientras que la
masculinidad de las garzas azules o de los picones conduce, directamente y sin más
complicaciones, al desarrollo de un comportamiento masculino, la masculinidad no determina el
comportamiento de los hombres, ni la feminidad el de las mujeres. La sociedad, al menos en la
misma medida que la biología, dicta lo que debe ser la masculinidad y la feminidad, creando
expectativas que pueden estar o no de acuerdo con nuestras inclinaciones. A veces la transición
no es fácil, puesto que las percepciones, las expectativas y las restricciones de la cultura no
siempre están de acuerdo con las de la biología. Del crisol de este conflicto surgen algunas de
nuestras dificultades más frustrantes, y también las oportunidades más estimulantes de
definirnos como seres plenamente sexuales y, a la vez, plenamente liberados, con una
responsabilidad hacia nosotros mismos y también hacia los demás, y, por tanto, como seres
plenamente humanos, del mismo modo que otros animales pueden ser plenamente garzas
azules o plenamente picones.
Capítulo 6
Una gallina no es más que el sistema que tiene un huevo de hacer más
huevos.
SAMUEL BUTLER
A esta lógica parece oponerse el simple hecho de que muchos animales no son individuos
solitarios viviendo en una feroz competencia con el resto del mundo para asegurarse un lugar
bajo el sol evolutivo. Al contrario de la mayoría de los animales son sociables y bastante
cooperativos. Aristóteles dijo que el hombre es un animal político, y con ello no quiso decir que
seamos instintivamente demócratas o republicanos, sino que tendemos a asociarnos con otros
seres humanos, a veces para cooperar, a veces para competir, pero casi siempre por propia
voluntad. También hay otra frase famosa sobre el tema: Homo homini lupus (el hombre es un
lobo para el hombre). Hay que recordar, sin embargo, que los lobos salen a cazar en manadas
bien organizadas, en las que cada individuo tiene su lugar. Las abejas construyen complicadas
colmenas que pueden albergar fácilmente a miles de obreras; los bisontes viven en grandes
rebaños, y los papiones desarrollan una intensa vida social basada en sus relaciones como
miembros del grupo. La sociabilidad animal no es tan infrecuente como puede parecer. Los
individuos de estas especies viven mejor formando parte de un grupo que solos. No hay
papiones solitarios; al menos, no por mucho tiempo. Aunque un papión solitario está
relativamente indefenso, un grupo bien organizado puede defender su territorio, e incluso
conseguir que un leopardo cambie de opinión y vaya a buscarse otra presa más fácil.
Además de colaborar en la defensa, un grupo de animales tiene más capacidad para advertir la
aproximación de un predador, puesto que cuenta con los ojos, los oídos y el olfato de muchos
individuos. Algunos animales, como las termitas, pueden construir un entornó particular (dentro
del nido) que aumenta sus posibilidades de sobrevivir más que cualquier cosa que pueda hacer
un individuo en solitario. La vida social también proporciona oportunidades de aprender y
transmitir tradiciones, como cuando los miembros de una sociedad de ratas aprenden a no tocar
los cebos envenenados porque observan que su jefe no lo hace. En resumen, el comportamiento
cooperativo conlleva muchas ventajas y, por tanto, hay muchas razones que explican que los
animales vivan en una aparente armonía social. La vida social es, en estos casos, una ventaja
selectiva para los individuos que componen el grupo, puesto que eleva sus posibilidades de
supervivencia y, en definitiva, de reproducción. Vemos, pues, que la evolución fomenta un
comportamiento aparentemente altruista, pero por motivos egoístas.
Este análisis será más útil para ayudamos a comprender la situación de los seres humanos si nos
detenemos a estudiar los actos dirigidos a ayudar a otro individuo que no favorecen la
supervivencia del individuo que realiza la acción. Tal vez et ejemplo más claro sea el
comportamiento de los padres hacia sus hijos. La reproducción es algo tan común en la
naturaleza que la admitimos sin más. Pero, ¿cuáles son las ventajas egoístas que obtiene el
servicial progenitor?
En términos de su supervivencia, la respuesta es casi siempre la misma: «ninguna». Sin
embargo, la reproducción sexual requiere la unión íntima de dos individuos, lo que puede
suponer una fuerte inversión de tiempo y energía y convertirse en una actividad difícil e incluso
peligrosa. Tanto es así, que la araña denominada «viuda negra» ha sido bautizada de este modo
porque tiene la desagradable costumbre de devorar a su pareja. Las mantis religiosas hacen a
veces lo mismo (aquí también es la hembra quien devora al macho), y en este caso hay incluso
pruebas de que el macho copula con más vigor después de «haber perdido la cabeza» por la
hembra: los ganglios cerebrales tienden a inhibir los reflejos codificados en el sistema nervioso
inferior, de forma que un macho sin córtex, decapitado por su amante (que tal vez esté más
hambrienta de proteínas que de sexo), puede a veces seguir copulando con éxito con su
ejecutora.
Los rituales del cortejo y el apareamiento hacen que los animales llamen más la atención. Los
gallos cacarean, los wapitis mugen, los elefantes braman y las ballenas entonan sus misteriosas
arias, a veces durante horas seguidas. En tales ocasiones los Romeos y Julietas, sedientos de
amor, pueden ser advertidos con mucha más facilidad por sus predadores sedientos de sangre.
Uno de los ejemplos más dramáticos de lo que puede costar el deseo de reproducirse, es el que
nos proporcionan la luciérnaga común de Norteamérica. Estos insectos utilizan sus destellos
fosforescentes para anunciar su especie y su sexo, y atraer a su pareja; cada especie utiliza un
código diferente, como si se tratara de un alfabeto Morse. De este modo el macho emite su
identidad, la hembra le contesta con la suya y, tras repetir el proceso unas cuantas veces para
asegurarse, ambos vuelan juntos hacia la luz de la luna. Pero al menos en una de las especies de
luciérnagas, el código ha sido descifrado por un predador; y en una luna de miel, tres son
demasiados. Este indeseable tercero emite las señales luminosas que identifican a la hembra de
otra especie, con lo que el macho es atraído y... acaba sirviendo de cena. El entomólogo James
Lloyd de la Universidad de Florida, que descubrió esta treta mortal, se refiere a los impostores
como «luciérnagas mujer-fatal».
Aparte de soportar la escasez de alimentos y energía, los padres —al igual que los novios
durante el cortejo y el apareamiento— están mucho más indefensos ante los predadores que los
individuos «sin compromiso». Las hembras preñadas, sobre todo cuando falta poco para el
nacimiento de las crías, son más lentas y tienen menos posibilidades de escapar de sus
enemigos. Muchos animales, incluyendo a todos los primates, tienen la costumbre de llevar
consigo a sus crías recién nacidas, y el lastre de estos pasajeros desvalidos puede ser un factor
crucial a la hora de escapar. Pero, si los padres tienen tantas desventajas ¿cómo es posible que
la selección haya favorecido la reproducción? En cierto sentido, la respuesta es obvia: si los
individuos dejaran de reproducirse, la especie no duraría más que el tiempo que dure la vida de
los individuos ya existentes. Pero esto, en sí, no nos explica por qué se da un comportamiento
reproductivo. Los individuos no obran con miras al bien de la especie (aunque algunas veces los
seres humanos pueden ser la excepción). Si los individuos que no se reprodujeran obtuvieran
ventajas inmediatas, las especies se extinguirían con toda seguridad. Pero la posibilidad de la
extinción no puede influenciar las estrategias evolutivas de los seres vivos, puesto que no hay
modo de que los organismos puedan prever el futuro y modificar, su comportamiento según sus
previsiones.
No obstante, los animales tratan por todos los medios de reproducirse, a pesar de todas las
desventajas que esto pueda traer. Y lo hacen porque son descendientes de otros que también lo
hicieron y, además, con éxito. Aunque los cuerpos puedan ser altruistas al preocuparse por otros
cuerpos —sobre todo de esos cuerpos a los que llamamos hijos—, los genes son «egoístas»,
puesto que se cuidan a sí mismos. Sin embargo, en otro sentido, son también «altruistas»,
puesto que cuidan de otros genes, siempre que esos otros genes sean copias de sí mismos, que
se alojan temporalmente en el cuerpo de otro. Sólo los individuos que presentaban tales
tendencias altruistas llegaron a reproducirse en el pasado: ésa es la razón de que existan todos
los seres vivos que existen; y ésa es la razón también de que los seres vivos se esfuercen por
reproducirse
Desde el punto de vista técnico, no son los individuos los que se seleccionan, sino los genes; al
producir descendientes que son portadores del material génico de los padres, los seres vivos
entran en el ruedo evolutivo. Además, puesto que son los genes los seleccionados y no los
individuos, el comportamiento reproductivo y parental será ventajoso si tiene como resultado
producir un máximo número de descendientes que lleguen a reproducirse El comportamiento
que traiga como resultado el mayor número de descendientes será, pues, el seleccionado; y la
selección hará que en la futura población haya un mayor número de estos genes (en este caso,
los que determinan un comportamiento eficaz de los padres). Los animales se someterán, por
tanto, a todas las privaciones, peligros y —en el caso de los seres humanos, al menos— a las
molestias e inconvenientes de tener hijos, a fin de poder reproducir sus genes. Los animales no
sólo se reproducirán, sino que además se expondrán a graves riesgos, si es necesario, por cuidar
y defender a sus crías. Dejar descendientes capaces de reproducirse hace que «valga la pena»
arriesgarse.
Con esto no pretendemos sugerir que los seres vivos traten de reproducirse porque deseen
obtener una sonrisa de aprobación de la selección natural. Es la selección la que ha producido
toda una serie de gratificaciones a corto plazo que incitan a los animales a reproducirse.
Encontrar una pareja o un lugar donde refugiarse, copular, cuidar de las crías, etc., son en sí
pequeñas satisfacciones. Los animales van satisfaciendo una necesidad inmediata tras otra,
muchas veces sintiéndose fortalecidos psicológicamente al hacerlo; van, por así decirlo,
rascándose los diversos picores que la selección ha establecido y que, en último extremo,
conducen a una ventaja selectiva. Para que un animal se reproduzca no es necesario que sea
consciente de lo que es la reproducción y su meta final, de igual modo que un árbol no necesita
saber que tendrá más éxito si florece en primavera que si lo hace en otoño. Producir un número
máximo de réplicas genéticas que les sobrevivan es la última meta, tanto si los seres vivos lo
saben como si no, y, de hecho, cumplen esta misión bastante bien, independientemente de que
sean o no capaces de comprenderla o siquiera de concebir su existencia. De forma similar, hasta
un principiante puede jugar una partida de ajedrez sorprendentemente bien, si se concentra en
las diferentes jugadas —amenazar a dos piezas simultáneamente con un caballo, sitiando a la
reina enemiga, etc.—, sin que cada movimiento tenga que estar orientado hacia la meta final: la
captura del rey enemigo.
Pero el sistema también tiene sus límites. Aunque la mayoría de los padres tratará de defender a
sus hijos, a veces una retirada estratégica es preferible a una muerte cierta. En este caso, el
adulto tiene la posibilidad de tener más descendientes si abandona a sus crías y escapa. El
individuo que está criando y escapa puede sobrevivir para volver a criar más adelante.
Pero en la naturaleza rara vez se presentan situaciones tan claras como ésta. La defensa de la
camada puede tener éxito o fracasar dependiendo de factores tan variables como pueden ser la
naturaleza del atacante, la intensidad de su ataque, la edad y condiciones de los defensores, y el
grado de desarrollo de las crías. Una pareja de mirlos defenderá a sus polluelos de los
arrendajos azules, pero se batirá en retirada cuando vea aproximarse a un halcón. En cada
situación hay diferentes probabilidades de éxito y, por tanto, los padres deben valorar cada caso
independientemente. Esta valoración no tiene por qué ser consciente y racional. Veamos un
ejemplo con los marsupiales. A diferencia de los mamíferos, las crías de los marsupiales nacen
en un estado muy inmaduro, y continúan su desarrollo en la bolsa, o marsupio, de la madre. Una
de las consecuencias de este sistema es que la nutrición de las crías de los marsupiales es
menos eficiente que la de la mayoría de los mamíferos, puesto que la placenta permite un mejor
intercambio de nutrientes. Pero los marsupiales también tienen sus ventajas: se sabe que las
hembras de walabi o de canguro pueden abortar una cría ya bastante desarrollada cuando se
ven perseguidas por un predador; de este modo la madre —aligerada del peso de la cría— tiene
más probabilidad de escapar. Los mamíferos placentarios, en cambio, no pueden pararse en
medio del camino, abortar, y seguir corriendo. Los biólogos dirían que los marsupiales y los
mamíferos placentarios tienen diferentes estrategias reproductivas, lo que quiere decir,
simplemente, que tratan de conseguir su éxito evolutivo de formas distintas pero bien
organizadas, sean o no conscientes de ello.
En los cálculos evolutivos parece estar incluido también el futuro reproductivo del adulto. Por
eso, los individuos que no pueden volver a reproducirse o aquéllos para los que cada cría
representa una gran inversión de tiempo y energía, estarán más dispuestos a arriesgarse para
defender a sus hijos. En cambio, los padres con una larga vida reproductiva por delante, o
aquéllos que son muy prolíficos y que han invertido menos en cada cría, pondrán menos empeño
en su defensa.
Hay que admitir que puede parecer frío y despiadado interpretar el amor de los padres en unos
términos evolutivos tan «materialistas». Pero no hay duda de la validez de este planteamiento
en lo que respecta a los animales; y los seres humanos, aunque muy especiales, también somos
animales.
Entre los animales superiores —como nosotros—, las hormonas y los genes van siendo cada vez
más complementados, modificados e incluso sustituidos por el control mental del
comportamiento. Una rata hembra privada de la hormona prolactina no criará ni cuidará a sus
crías. Sin embargo, una mujer en la misma situación no podrá amamantar a su hijo, pero se las
arreglará perfectamente alimentándolo con un biberón. Al contrario de lo que ocurre con los
mamíferos inferiores, no hay pruebas de que los «instintos» maternales del Homo sapiens estén
causados por las hormonas maternales. Es nuestro cerebro quien hace la faena. Algo similar
ocurre también con la receptividad sexual, el comportamiento agresivo, etc.: los seres humanos
poseen un cerebro altamente desarrollado capaz de tomar decisiones en cuanto al
comportamiento, que en otros animales inferiores está controlado casi automáticamente por las
hormonas y los instintos. No es de extrañar que aprender —y mucho— sea esencial para nuestra
especie. Para que el cerebro pueda asumir el control, es necesario que haya almacenado
diferentes líneas de actuación; esta información tiene que estar disponible para utilizarla en
cualquier momento, y el cerebro tiene que tener la capacidad de modificar las reacciones
dependiendo de los resultados que dieron en el pasado en situaciones similares. Si nuestro
comportamiento estuviera determinado completamente por las hormonas y los genes, podríamos
confiar nuestro éxito evolutivo a ciertos «mensajeros» químicos preestablecidos que actuaran en
combinación con circuitos neuronales predeterminados. Pero, puesto que nuestra estrategia
evolutiva ha favorecido la flexibilidad del cerebro, nos vemos obligados a alimentar nuestro
cerebro, y no sólo con nutrientes. Y este aprovisionamiento de experiencias debe comenzar a
una edad muy temprana.
Entre los seres humanos, por tanto, el periodo de dependencia de los niños es bastante
prolongado. Durante este periodo el niño necesita una continua atención por parte de los padres,
que tienen que enseñarle los conocimientos básicos necesarios para la vida, defenderlo de los
posibles enemigos y, además, alimentario, limpiarlo y cuidarlo. Los animales inferiores realizan
estas tareas siguiendo comportamientos relativamente simples y automáticos. Muchos pájaros
responden instintivamente cuando sus polluelos abren el pico pidiendo comida. Los etólogos han
descubierto que muchos animales reaccionan automáticamente a ciertas señales que se
producen en su entorno y que desencadenan comportamientos instintivos. Podemos imaginar
que el comportamiento (huir, luchar o reproducirse) está latente dentro del animal, esperando la
señal adecuada capaz de desencadenado. Los padres de los polluelos no «aman» a sus crías:
siguen simplemente los dictados de sus genes, que les impulsan a llenar los picos, de
determinado color y forma, que se abren ante ellos sin preocuparse de más. De hecho, algunas
aves —como el túrdido Molothus ater y el pato de cabeza roja de Norteamérica, así como el cuco
europeo— se aprovechan de este mecanismo dejando sus huevos en los nidos de otras especies.
Los polluelos intrusos reciben el mismo trato que les demás siempre que posean los
desencadenantes apropiados.
De un modo similar, la relajación de la tensión física de las mamas es probablemente más útil
para estimular a la madre a alimentar a sus crías, que una preocupación consciente por el
bienestar de sus hijos. De hecho, entre los animales inferiores el comportamiento de los padres
es suficientemente simple y de corta duración como para que pueda estar confiado a
mecanismos automáticos desarrollados por la selección natural. Por ejemplo, muchos animales
aprenden a reconocer físicamente a sus crías cuando nacen, mediante un proceso de
«aprendizaje instantáneo» conocido como «impronta». Mediante este proceso las hembras
aprenden a identificar a sus crías de modo irrevocable. El pequeño pez tropical denominado pez-
joya no sabe instintivamente qué aspecto tienen sus crías: la hembra transporta los huevos
fecundados en la boca, en donde los incuba, sin ver a sus crías hasta que salen de allí como una
manada de pececillos de un color peculiar. La hembra recibe entonces la «impronta», y ya sólo
aceptará a estas crías como suyas. Sin embargo, si un biólogo sustituye estos pececillos por
otros de una especie diferente antes de que la madre haya podido verlos, la hembra preferirá
estos extraños a sus propias crías.
Una cabra rechazará a su cabritillo si se le impide olfatearlo en los minutos siguientes al parto;
en unos breves instantes la identidad de la cría queda fijada en la memoria de la madre. Si
experimentalmente apartamos al recién nacido de su madre y lo sustituimos por un animal
diferente, la madre reconocerá al intruso como hijo, y rechazará al verdadero. Podría parecer
que este mecanismo denota una mala planificación por parte de la evolución, puesto que una
obediencia ciega e instintiva puede provocar muchos errores. Pero, en realidad; fallos como los
que acabamos de describir sólo suelen darse cuando interviene el ser humano. En la naturaleza,
la impronta es un modo simple y seguro de garantizar que los padres reconocerán a sus hijos sin
necesidad de sobrecargar el sistema de información génica.
Ya nos encontramos con esta palabra cuando tratamos de otra innovación humana: el fuerte
vínculo entre la pareja. El uso del mismo término para denominar estos dos fenómenos
diferentes resulta interesante y significativo. El amor mutuo de dos adultos es de un tipo
diferente al amor de los padres por los hijos. El hecho de que utilicemos la misma palabra para
referimos a ambos puede sugerir que existen ciertas similitudes esenciales entre los dos tipos de
relación. Ambas comportan fuertes emociones, y nos afectan tanto y tan profundamente, que
nos parece imposible contemplarlas fríamente como fenómenos que forman parte de nuestro
bagaje biológico y que, por tanto, tienen que tener algún significado para la evolución. Ambas
han sido investidas, además, de una gran significación cultural.
Tanto el amor de los padres como el amor sexual sirven, en último extremo, a un mismo fin: el
mantenimiento de una relación íntima; duradera y bien coordinada entre los individuos. Ambas
formas de amor sirven a un propósito evolutivo esencial. Hasta cierto punto, ambos se basan en
un hecho que parece banal pero que tiene gran importancia: en la simple proximidad física de
los individuos y en la familiaridad que de ella se deriva.
Hay que admitir, sin embargo, que la familiaridad no conduce necesariamente al amor (y en
ciertas circunstancias, según se dice, puede provocar malestar), pero se acerca bastante. El
estudio de los animales revela que la simple proximidad produce muchas veces la tolerancia y,
finalmente, la atracción. Cuando una hembra de gorrión cantor está dispuesta a criar se
aproxima cautelosamente a los límites del territorio de su posible pareja. Hasta entonces, el
macho se había encargado de establecer su territorio y defenderlo de otros machos
competidores. El macho residente, por tanto, adopta una actitud agresiva y nada galante hacia
la hembra, que al fin y al cabo tiene el mismo aspecto que sus competidores, y la ataca sin
contemplaciones. (Prácticamente no existen diferencias externas entre los machos y las hembras
de esta especie) Pero, en vez de retirarse o luchar, como haría un macho, la hembra
«enamorada» insiste en revolotear alrededor de su atacante. Finalmente, su paciencia es
recompensada cuando, finalmente, el macho depone su actitud agresiva. Para un observador,
parecería que el macho se ha ido «acostumbrando» gradualmente a la presencia de la hembra.
Si se tratara de seres humanos, diríamos que se han enamorado.
De las ratas musicales y los gorriones cantores, al amor entre seres humanos hay un abismo,
pero puede establecerse una analogía. Entre los papiones, y también entre los seres humanos,
los miembros de la pareja pasan largos períodos de tiempo juntos, muchas veces sin hacer
«nada en especial», sino simplemente reafirmando su asociación mediante su mutua presencia.
De hecho, muchas veces se consideran degradantes las relaciones sexuales cuando se trata de
un «amor de una sola noche», en el que falta el largo período precopulativo en el que se
desarrolla el efecto que, de algún modo, da «sentido a la relación». Podríamos justificar este
fenómeno señalando que el mutuo conocimiento es lo que hace posible la comprensión, el
aprecio y, finalmente, el amor. Pero de eso se trata precisamente
Los padres casi siempre aman a sus hijos. ¿Por qué? En lo que respecta a la evolución, porque
los hijos son uno de los principales medios de alcanzar el éxito evolutivo. En cuanto a la forma
de conseguir esta meta adaptativa, la clave es probablemente una exposición prolongada al
estímulo (el niño), que posee los desencadenantes físicos apropiados: una cabeza grande en
comparación con el resto del cuerpo, una nariz y unas orejas pequeñas, el indescriptible
atractivo de los rasgos de los adultos en miniatura, el andar inseguro... todas estas
características despiertan en el Homo sapiens sentimientos cariñosos y protectores. Es evidente
que no sucumbimos a la primera impresión como la mamá cabra. Generalmente, la primera
impresión que causa el recién nacido —congestionado y, posiblemente, con la cabeza un poco
deformada por el parto— es más de desilusión que de entusiasmo. Pero, guapo o feo, gordo o
delgado, el niño se nos «mete dentro», y pronto se convierte en objeto de amor y dedicación. Ni
siquiera necesita ser el descendiente biológico de sus «padres», como demuestra el éxito de las
adopciones. Siempre que se produzcan las características apropiadas, la evolución ha
determinado que la simple familiaridad produzca amor, con todas las ventajas selectivas que trae
consigo.
Es posible que el significado evolutivo de la relación amorosa —entre hombre y mujer y entre
padres e hijos— sea un aspecto independiente o, como mucho, tangencial, a la existencia del
amor. Todos aceptamos la idea de que los seres humanos son capaces de amar y necesitan ser
amados. «Las personas que necesitan a otras personas son las más felices del mundo», se nos
dice. Pero también tenemos la capacidad y, de hecho, la necesidad de ingerir alimentos, y nadie
se considera especialmente afortunado por ello. Nadie cuestiona la utilidad evolutiva de la
alimentación; ¿por qué iba a ser diferente con el amor? Las relaciones amorosas satisfacen una
fuerte necesidad interior, tan real como el impulso adaptativo de comer cuando tenemos hambre
o de rascamos cuando nos pica algo. Y al igual que pueden producirse trastornos patológicos en
la alimentación —desde la obesidad a la anorexia—, también se producen trastornos patológicos
en relación con el amor, aunque hay que reconocer que la mayoría de nosotros resolvemos
bastante bien tanto las necesidades alimenticias como las amorosas. En su medio natural,
muchos animales —como la cabra de nuestro ejemplo— necesitan reconocer rápidamente a sus
crías, puesto que éstas son tan precoces que pueden andar y correr cuando sólo tienen unas
pocas horas. El rígido mecanismo de la impronta adquiere en estos casos un claro sentido
evolutivo.
Para los seres humanos prehistóricos —y también para los que viven actualmente en zonas no
invadidas por la tecnología—, las posibilidades de equivocarse al atribuir un recién nacido a su
madre son prácticamente nulas. Sin embargo, en la sección de maternidad de los grandes
hospitales modernos, en donde nacen diariamente docenas de niños, sí pueden producirse
errores de este tipo, y, cuando ocurren, los adultos estamos tan desamparados como los recién
nacidos.
La habilidad de los animales para reconocer a sus crías no es igual en todos los casos, y la
observación de estas diferencias puede servirnos para comprender nuestras propias limitaciones.
Consideremos dos especies emparentadas de pájaros; la golondrina Stelgidopteryx y el avión
zapador. Ambas especies excavan agujeros en la arena o en la ardilla para instalar allí sus nidos,
pero mientras que los Stelgidopteryx anidan por parejas aisladas, los aviones zapadores se
agrupan en grandes colonias qué pueden llegar a tener cientos de individuos. El etólogo Mike
Beecher ha llegado a demostrar que aunque los aviones zapadores aprenden rápidamente a
reconocer a sus crías y se niegan a alimentar a crías ajenas que aparezcan en su nido, los
Stelgidopteryx no parecen ser capaces de distinguir unas crías de otras. Debido a su costumbre
de vivir en grandes colonias, los aviones zapadores han tenido que encontrarse muchas veces en
la situación de tener que atender a crías que no eran sus descendientes biológicos, y la selección
natural favorecería a aquellos padres que sólo se esforzaran por atender a sus propias crías. En
camino, los Stelgidopteryx no se encuentran normalmente con más polluelos que los suyos y,
por tanto, no tienen necesidad de grabar en su memoria las características de sus crías, ni de
tener un conocimiento génico de las mismas. De ahí que alimenten inocentemente a cualquier
polluelo que se encuentren en su nido, y que a veces puedan ser engañadas. Podríamos decir
que la selección natural parte de que lo más probable es que los polluelos que estén en el nido
sean los que han salido de los huevos que la propia madre ha depositado allí.
Probablemente los seres humanos nos parecemos más al Stelgidopteryx que a los aviones
zapadores. Debido a que durante miles de generaciones la probabilidad de equivocarse al
asignar los niños a sus padres era mínima, carecemos de un mecanismo de reconocimiento
innato y, por tanto, podemos cometer errores de este tipo en las clínicas de maternidad. Hay que
admitir, sin embargo, que se trata de una posibilidad remota debida exclusivamente a la
tecnología médica y a la organización en serie del trabajo del hospital. No obstante, esto
también tiene sus ventajas: debido a la carencia de mecanismos automáticos de identificación,
podemos adoptar a un niño y desarrollar hacia él respuestas tan profundas como las que
suscitarían nuestros descendientes biológicos. Es decir, que podemos tener «hijos culturales»
además —o en lugar de— «hijos biológicos».
Pero el asunto es más complicado. Nuestra capacidad (de base biológica) de aceptar hijos que
no sean nuestros descendientes biológicos, combinada con la progresiva tendencia (cultural) de
los padres a divorciarse, está haciendo que haya cada vez más niños bajo la tutela de personas
que no son sus padres biológicos. Afortunadamente, estas familias «funcionan» precisamente
gracias a nuestra carencia de mecanismos automáticos de rechazo y debido al efecto de la
familiarización, así como por el hecho de que somos criaturas conscientes que,
presumiblemente, entablamos nuestras relaciones con cuidado y a menudo con el deseo de que
todo vaya bien. Pero las familias «adoptivas» también pueden experimentar los malos efectos
del egoísmo biológico, puesto que tanto los padres adoptivos como los hijastros suelen ser muy
conscientes de su relación «indirecta». Puede que no sea casualidad que en los cuentos de hadas
los malos sean los hijastros y las madrastras: se dan muchos casos de malos tratos y abuso de
menores por parte del padrastro, debido a que su relación con el niño es el resultado de su unión
con la madre. Este comportamiento puede resultar más comprensible, aunque no excusable, por
su congruencia con las expectativas evolutivas.
Pero no todos los padrastros y madrastras maltratan a los niños; es evidente que estas familias
«adoptivas» pueden funcionar perfectamente. De todos modos, analizar este fenómeno cultural
tan difundido desde el punto de vista de la evolución biológica, puede ayudamos a corregir la
idea de que todo tiene que ir bien, y los sentimientos de culpa y las recriminaciones que surgen
cuando no es así.
Las relaciones entre hombre y mujer, y entre padres e hijos, son tan normales que se admiten
sin más, y rara vez se estudian con detenimiento. Si las consideramos a la luz de la teoría
evolutiva, parecen, inicialmente, extrañas y fuera de lugar. Lo que nos parecía tan natural
resulta enigmático, puesto que los costes inmediatos son evidentes, pero los beneficios no están
nada claros. Nos parece evidente que los padres tienen que cuidar a los hijos, pero cuando se
consideran los inconvenientes personales que conlleva este comportamiento, ya no es tan fácil
de explicar. Pero, en un análisis más profundo, tal comportamiento desempeña —una vez más—
un legítimo papel biológico, y habiendo comprendido esto puede que seamos más capaces de
afrontar las perturbaciones culturales y de descubrir el maravilloso sentido de las diferentes
caras del amor. Se dice que antes de estudiar Zen, las montañas son meramente montañas, y
las flores, flores. Para el monje contemplativo que trata de encontrar su significado más
profundo, las montañas y las flores ya no son lo mismo. Pero cuando se alcanza al fin la
verdadera iluminación, las montañas son de nuevo montañas, y las flores son flores otra vez.
«Alrededor de cada persona existe un círculo o grupo de parientes del que esa persona
es el centro, el Ego, a partir del cual se establece el grado de parentesco, y hacia el
que vuelve siempre la relación... La clasificación formal de las relaciones de parentesco
en líneas genealógicas y la adopción de algún método para distinguir a unos parientes
de otros y expresar el valor de la relación, sería uno de los primeros actos de la
inteligencia humana.
L H. MORGAN (1871)
Cuando el zorro se acerca a él para atraparlo, el pajarito vuelve a alejarse un poco más, siempre
Cua do e o o se ace ca a é pa a at apa o, e paja to ue e a a eja se u poco ás, s e p e
dando la impresión de que apenas tiene fuerzas para escapar en el último instante, haciendo
creer al zorro que es una presa fácil. Gracias a esta farsa, el predador es alejado del nido, y
Esta difícil cuestión —y, de hecho toda la paradoja del altruismo animal— fue aclarada, aunque
no resuelta por completo, por el genetista británico W. D. Hamilton, que señaló que la
reproducción es sólo una manifestación particular de un fenómeno mucho más amplio: la acción
de la selección natural sobre los genes, más que sobre los individuos, los grupos o las especies.
Los padres cuidan a sus crías porque ellas son el principal vehículo de sus genes. Del mismo
modo, otros parientes biológicos son también portadores de los mismos genes, y cuanto más
próxima sea la relación, mayor es la probabilidad de que la copia de un gen determinado,
presente en un individuo, esté presente en otro a causa de su ascendencia común. De hecho,
podríamos darle la vuelta a esta frase para hacerla aún más precisa: podemos definir el grado de
parentesco génico por la probabilidad de que las copias de genes presentes en un individuo
estén también presentes en otro.
Muchos animales viven en grupos formados por miembros de la misma familia y, por tanto, el
comportamiento altruista dentro de estos grupos puede tener la misma explicación que el
comportamiento altruista de los padres, siempre que entre el individuo altruista y los
beneficiarios exista alguna relación de parentesco.
Imaginemos un gen «X» que induce a dar el grito de alarma y que se opone a otro gen, «Y»,
que induce a permanecer en silencio egoístamente. Dando la alarma, un individuo que sea
portador del gen «X», puede salvar la vida de algunos de sus parientes, aumentando así la
frecuencia de este gen. Pero, al exponer a su portador a un riesgo mayor, este comportamiento
podría provocar la disminución de la frecuencia del gen «X». El balance final depende de tres
factores: del peligro que corra el individuo altruista, del beneficio que suponga para los
receptores de la señal, y del grado de parentesco génico existente entre los individuos. Cuanto
más próximo sea el parentesco, mayor es la probabilidad de que el gen que da la señal de
alarma se esté advirtiendo a sí mismo y, por tanto, mayor será el riesgo que esté dispuesto a
correr hasta que, finalmente, el riesgo sea muy alto y, sin embargo, merezca la pena correrlo.
Por otra parte, la selección no tiende a favorecer el auto-sacrificio altruista en beneficio de
parientes lejanos o extraños.
Hace tiempo que los antropólogos han advertido el sorprendente hecho de que todos los seres
humanos del mundo tienden a organizar su vida social basándose en sistemas de parentesco. En
todas las sociedades humanas puede encontrarse alguna forma de nepotismo o deferencia hacia
los parientes. Estamos obsesionados con nuestros genes, incluso aunque ni siquiera hayamos
oído hablar del ADN. Es muy posible que toda la gama de sistemas de relaciones de parentesco
—desde tolerar a un huésped indeseable porque es un pariente, hasta el nepotismo en los
negocios y la política— sea un producto secundario de este fenómeno evolutivo fundamental
¿Por qué nos preocupamos de saber quiénes son nuestros parientes? ¿Por qué los tratamos de
forma diferente que a los extraños? La respuesta inmediata es bastante simple: porque
generalmente queremos a nuestros parientes, pasamos tiempo con ellos y confiamos en ellos, al
menos, más que en los extraños. Tal vez sea sólo una cuestión de «familiaridad». Pero desde un
punto de vista evolutivo, este comportamiento está también de acuerdo con la selección natural.
En contraste con otros ejemplos que hemos expuesto, en el caso de la selección de parentesco,
la evolución biológica y la evolución cultural parecen apoyarse mutuamente, en vez de entrar en
conflicto. En tanto en cuanto las complejas superestructuras de los sistemas de parentesco
favorecen un altruismo dirigido correctamente desde el punto de vista biológico, este tipo de
entramado cultural parece ser adaptativo en el sentido evolutivo. Resulta sorprendente que el
comportamiento que tenemos normalmente hacia nuestros parientes pueda estar basado
directamente en la evolución biológica. Sin embargo, debido al rápido avance de la cultura
durante los últimos 30.000 años, han surgido algunos problemas. Antiguamente, cuando
nuestros antepasados vivían en pequeños grupos de cazadores y recolectores compuestos
seguramente por menos de cien individuos, sería muy probable que todos los miembros del
grupo estuvieran emparentados entre sí. La selección favorecería, por tanto, los genes que
incitaran a defender al grupo de forma altruista, de forma análoga a lo que ocurría para el gen
«X» de nuestro ejemplo. La tendencia a defender al grupo sería más frecuente entre los
hombres, que están más directamente implicados en la competencia y mejor adaptados para el
combate.
Esta disposición se daría incluso cuando los individuos no tuvieran descendencia, y también
cuando el beneficio inmediato no recayera aparentemente sobre su propia familia. Sería fácil
caer en la tentación de alegar que tal comportamiento se origina como resultado de nuestra
«naturaleza humana», y que no es necesario ni tiene sentido buscar una explicación evolutiva.
Pero —como en el caso del amor entre seres humanos que hemos discutido anteriormente— al
preguntamos por qué el nepotismo forma parte de nuestro repertorio de comportamientos,
tenemos que preguntamos también cuál ha sido el efecto de la cultura sobre este sistema
biológico adaptativo.
El cuidado de los hijos es una empresa mucho más ardua cuando toda la responsabilidad recae
sobre una pequeña familia nuclear, en lugar de ser una responsabilidad comunal en la que
colaboran estrechamente otros parientes además de los padres. Un principio básico de ingeniería
nos dice que la tensión que experimenta un punto se va reduciendo según se difunde dicha
tensión sobre un área mayor. De un modo similar, la concentración del peso del cuidado de los
hijos sobre dos adultos (o, peor aún, sobre un solo adulto) parece ser una fuente segura de
tensiones. Además, esta forma de organización niega a los ancianos y a los adultos que no se
reproducen, la oportunidad de desarrollar satisfactoriamente tendencias que son básicas, al
impedirles el trato con sus nietos o sobrinos.
Resumiendo: hace mucho tiempo, la hembra habría servido a sus intereses evolutivos
asegurando el bienestar propio y de sus asociados más inmediatos. (En cuanto al hombre y a
sus asociados inmediatos, la cosa no está tan clara, debido al fenómeno de la competencia
masculina). Pero, prácticamente de la noche a la mañana, las cosas cambiaron por completo.
Nuestra tecnología y nuestro sistema económico nos hacen depender, literalmente, de millones
de personas a quienes nunca conoceremos, vinculando nuestro bienestar al destino de una
unidad enorme y relativamente arbitraria a la que denominamos nación (y, cada vez más, al
destino del mundo), mientras que nuestro centro fundamental sigue siendo local: nuestros
vecinos, nuestra familia y nosotros mismos. La evolución cultural se ha encargado de que «nadie
sea una isla», pero carecemos de una visión biológica que nos permita apreciar este hecho.
Las unidades sociales que ha originado la cultura se han visto, pues, súbitamente ampliadas
para incluir a muchas más personas que no tienen ningún grado de parentesco, mientras que
nuestra biología aún sigue impulsándonos a adoptar una actitud protectora sólo hacia nuestros
parientes y más íntimos asociados. Por eso la defensa de estas nuevas unidades y la cooperación
de sus miembros se han convertido en un auténtico problema. El individuo que se encarga de la
defensa debe estar motivado de algún modo para comportarse de forma altruista hacia una
unidad cuyas dimensiones superan con mucho a aquéllas para las que estamos preparados
biológicamente y, por tanto, es labor de la cultura generar una actitud de protección hacia sus
propias instituciones.
Como sería de esperar en cualquier fenómeno puramente cultural, los sistemas éticos de las
sociedades humanas son muy diversos. No obstante, son similares en el sentido de que todos
tratan de establecer un puente entre la biología y la cultura; la primera actúa sólo en beneficio
propio, mientras que la segunda exige auto-dominio y, muchas veces, abnegación y sacrificios
altruistas.
Por tanto, en cierto sentido, los seres humanos pueden parecer altruistas, pero, aunque sus
actos puedan poner en peligro su cuerpo o mortificarlo, se trata, en realidad, de un
comportamiento (el cuidado de los hijos o el nepotismo, por ejemplo) egoísta cuando lo
consideramos desde el punto de vista génico, es decir, evolutivo. Sin embargo, desde el punto de
vista de la sociedad, los seres humanos parecen tremendamente egoístas por la misma razón:
porque tendemos a buscar sólo nuestro propio beneficio o el de nuestros parientes. El psicólogo
Donald T. Campbell ha sugerido que los diversos sistemas religiosos y éticos que fijan los límites
del comportamiento humano aceptable, pueden encerrar una profunda sabiduría «quasi-
evolutiva», puesto que sin las restricciones que imponen, los impulsos competitivos de unas
criaturas normalmente egoístas podrían ser terriblemente destructivos para la sociedad.
El filósofo inglés Thomas Hobbes señalaba esto mismo hace ya más de trescientos años, cuando
afirmaba que los seres humanos tienden por naturaleza a declarar la «guerra de todos contra
todos», a menos que sean reprimidos por el poder del Estado, su famoso Leviathan. Las
restricciones han sido consideradas necesarias, e incluso laudables, a lo largo de la historia, a
pesar de que, evidentemente, no se comprendiera su base biológica. Sin embargo, en los
últimos años se ha puesto de moda criticar estas medidas tachándolas de artificiales,
innecesariamente represivas y perjudiciales en general. El movimiento de liberación personal —
con lemas tales como «háztelo como quieras» o «si te parece bien, hazlo» surgió a partir de un
sentimiento de opresión social, combinado —especialmente en la década de los sesenta— con el
sentimiento de que la sociedad establecida, con su contaminación, su perversa guerra de
Vietnam y su desenfrenado materialismo, no tenía derecho a reprimir al individuo.
Pero, irónicamente, las personas que más apoyan una rebelión personal de este tipo, son
también las que sostienen con más empeño que la sociedad tiene ciertas responsabilidades que
van más allá del mero intento de obtener beneficios privados. Es posible que una comprensión
del egoísmo que subyace a la naturaleza del Homo sapiens —ensalzado aunque no legitimado
por la Nueva Derecha en la década de los ochenta— haga que el péndulo se incline de nuevo
hacia la aceptación de los derechos y obligaciones de la sociedad, frente a lo que de otra forma
serian miembros ingobernables. Pero en este proceso de cambio, hemos de estar alerta para
evitar que se produzcan abusos, algo que parece ser una gran tentación para la nación-estado,
ya sea a impulsos de una ideología de extrema derecha o de extrema izquierda. Ciertamente, la
continua tensión existente entre las inclinaciones humanas (que son en gran parte producto de
la evolución biológica) y las restricciones de la sociedad (producto de la evolución cultural) puede
ser tanto destructiva como constructiva.
Cuando se percibe con claridad que los individuos son ingobernables y problemáticos, la gente
parece más dispuesta a apoyar y aceptar restricciones sociales, impuestos, sistemas policiales y
estructuras de gobierno en general; aspectos de una sociedad organizada que parece ser
fundamentalmente benévola. Sin embargo, esto encierra un peligro. Al proclamar que la
humanidad es esencialmente «mala», que está marcada por una especie de pecado original (ya
sea asunto de Dios o de la selección natural), estamos ayudando a construir una base intelectual
que justifica todo tipo de mecanismos sociales represivos y a menudo despóticos. Si asumimos
que la humanidad es «mala» en el fondo, la sociedad tendrá que ser protegida de sus propios
miembros. Después de un periodo de descontento laboral y revueltas en Alemania Oriental en
1953, las autoridades proclamaron que el pueblo les habla «decepcionado», lo que impulsó a
Bertolt Brecht a sugerir que tal vez el gobierno debiera disolver el pueblo y elegir otro nuevo.
Brecht, comunista militante y defensor de los derechos de la sociedad frente a los del individuo,
es capaz de ver, sin embargo, el peligro que supone dar más valor a la sociedad que a sus
miembros. El próximo paso resulta fatídico: el paso a un Estado de «seguridad nacional», en el
que la seguridad de la sociedad, y no la de los miembros que la componen, se convierte en el
único objetivo legítimo de la acción colectiva. Incluso las sociedades democráticas pueden tomar
—y toman— este camino potencialmente destructivo, y más en nuestra época moderna
ensombrecida por la amenaza del holocausto nuclear. Una vez emprendido este camino, otras
sociedades aparecen como la encarnación del mal, justificándose así actitudes, políticas y
armamentos que de otro modo serian inadmisibles.
Nuestra tendencia a desconfiar unos de otros puede ser una consecuencia directa de nuestra
tendencia a desconfiar de nosotros mismos y a proyectar nuestros miedos en los demás. Carl
Jung, en su obra Psicología y religión, publicada en 1937, escribe:
Esta terrible fuerza que nadie ni nada puede controlar puede ser explicada la mayoría
de las veces como miedo a la nación vecina, que se supone poseída por un espíritu
maligno. Puesto que nadie es capaz de reconocer hasta qué punto es un poseso y un
inconsciente, nos limitamos simplemente a proyectar nuestra propia condición sobre el
vecino, de forma que se convierte en un deber sagrado poseer los cañones más
grandes y los gases más venenosos. Pero lo peor es que tenemos bastante razón.
Todos nuestros vecinos están poseídos por algún miedo incontrolable, al igual que
nosotros mismos. En los manicomios es sabido que los pacientes son mucho más
peligrosos cuando sufren ataques de miedo que cuando son impulsados por la rabia o
el odio.
La cultura puede tener un efecto modulador sobre el miedo y el egoísmo humanos, modificando
nuestras inclinaciones más viles en beneficio del grupo al que pertenecemos y del que
dependemos. Pero al ir creciendo los grupos, han ido acumulando cada vez más poder
destructivo y se han ido distanciando progresivamente de los intereses de los individuos que los
componen. La degradación del medio ambiente y las armas nucleares son ejemplos de este
fenómeno: los políticos de una nación pueden, en pro del «interés nacional», considerar
oportuno tomar medidas que pueden conducir a una contaminación permanente y/o a una
escasez de recursos, o incluso amenazar con destruir toda forma de vida sobre la Tierra. Ante
esta coyuntura, las diversas técnicas de qué se ha servido nuestra cultura para superar nuestra
tendencia biológica hacia el egoísmo, dejan de ser benignas para convertirse en malignas y
posiblemente letales.
Normalmente los individuos no renuncian a su autonomía sin luchar por ella. Al igual que el
instinto de reproducción, el instinto de conservación es muy fuerte, y prácticamente por las
mismas razones. En la mayoría de los animales, la superación del instinto de conservación exige
una fuerte recompensa evolutiva. Respetar el buen funcionamiento de la sociedad es una cosa;
permitir que le destruyan a uno, otra muy diferente. Entonces, ¿cómo consiguen los estados
modernos que los individuos apoyen medidas políticas que, en el mejor de los casos, constituyen
una amenaza para la vida y, en el peor, pueden llegar a aniquilarla?
La mayoría de los monos que viven en sociedades son capaces de organizar la defensa del
grupo; de hecho, éste es uno de los principales motivos de la formación de grupos. Aunque la
estrategia defensiva puede consistir principalmente en exhibiciones y amenazas, a veces puede
est ateg a de e s a puede co s st p c pa e te e e b c o es y a e a as, a eces puede
tomar la forma de un ataque feroz y bien coordinado, en el que el entusiasmo de cada
participante es estimulado y potenciado por el comportamiento de sus camaradas. Puede ser que
la capacidad de estos animales de desarrollar una agresividad de grupo tenga algún componente
génico, y puede que este componente también exista en los seres humanos. Es sabido que los
seres humanos en grupo, ya sean organizados (como los ejércitos) o no organizados (como una
muchedumbre), son capaces de desarrollar conductas agresivas que rara vez seguirían los
mismos individuos en solitario. Cuando formamos parte de un grupo tendemos a perder nuestra
individualidad, nuestra conciencia y nuestro autodominio, y el resultado puede ser
extremadamente violento. Y, según parece, deseamos establecer tales asociaciones para
perdernos a nosotros mismos mientras nos identificamos con una gran colectividad, tal vez
porque satisfaciendo primitivos deseos adaptativos de identidad tribal en una unidad social más
amplia, nos «encontramos a nosotros mismos». Explotando este anhelo mediante discursos,
eslogans, música marcial y demás adornos del chauvinismo nacionalista, combinados con un
programa intensivo de adoctrinamiento masivo desde la más tierna infancia, las sociedades han
tenido un notable éxito en su empeño de reclutar partidarios de su política, especialmente
cuando había alguna amenaza externa, real o imaginaria.
A pesar de que la nación no es, de hecho, una entidad con significado biológico, el nacionalismo
ha conseguido arraigar con fuerza en el Homo sapiens al parecer debido a nuestra fuerte
tendencia a establecer vínculos sociales que, en última instancia, favorezcan nuestro propio
interés biológico. De ahí que las pseudo-relaciones nacionalistas sean promovidas apelando a un
parentesco ficticio (fraternité) dentro de la «madre patria». Resulta irónico que en la era de las
armas nucleares, la tendencia biológica «pro-vida» que impulsa a los seres humanos a
establecer relaciones adaptativas con los demás, haya sido manipulada y orientada hacia una
unidad política artificial, definida por la cultura, desmesurada y cada vez más insensible —la
nación— que, más que un apoyo, es una amenaza para la vida humana.
También surgen conflictos entre la biología y la cultura en lo que se refiere a la defensa personal
de la sociedad, especialmente en cuanto a los soldados. Los animales nunca se comportan como
si desearan morir. Y tampoco la mayoría de la gente Nadie arriesga voluntariamente su vida a
menos que los beneficios superen de algún modo el riesgo. Cuando una conducta arriesgada
tenga como resultado el aumento de la frecuencia de los genes que la determinan —que vivirán
en otros cuerpos a los que denominamos parientes—, la conducta se conservará, puesto que la
evolución la favorecerá a través de la selección de parentesco. Pero cuando dicha conducta
proporciona sólo un dudoso beneficio a los genes en cuestión (es decir, a los parientes), y
cuando el riesgo resulta relativamente alto, la evolución estará en contra de estas tendencias. La
defensa de la nación —al contrario que la de la familia— puede constituir uno de esos casos en
los que sería de esperar que los individuos se negaran a satisfacer las exigencias más extremas
del nacionalismo.
Histórica y biológicamente, servir como soldado puede haber sido un comportamiento adaptativo
para la población en general. Sin embargo, la ventaja del guerrero —si es que tiene alguna—
suele ser pequeña en comparación con el riesgo que asume, sobre todo dadas las características
de las guerras actuales. En lo que a la selección natural se refiere, los individuos están
generalmente motivados por su propio interés, no por el del grupo; para la evolución el sacrificio
no tendría sentido, y la selección estaría en contra de tales tendencias. Es más, dadas las
condiciones de las grandes agrupaciones sociales, el individuo que, por egoísmo se queda en
casa y se niega a luchar, tiene más posibilidades de dejar más descendientes que el «altruista»
que se va a la guerra y puede que no regrese.
Las apelaciones al nacionalismo son utilizadas para conseguir el apoyo popular a determinados
programas políticos y para reclutar soldados. Sin embargo, aunque la nación-estado puede
silenciar a los disidentes, imponer la aquiescencia y, en algunos casos, incluso despertar un
ardiente entusiasmo, el aparato militar del Estado tiene dificultades para asegurarse un continuo
suministro de carne de cañón, puesto que la conservación de la propia vida es, al fin y al cabo,
un imperativo biológico bastante fuerte. Podríamos pensar que este conflicto entre la biología y
la cultura tendría que resolverse, finalmente, a favor de la biología. Pero eso sería ignorar la
importancia que tiene la cultura para la supervivencia física de nuestra especie, y subestimar los
recursos que tiene la cultura para perpetuarse a sí misma. Hay que recordar que las culturas
tienden desarrollar características adaptativas a través de un proceso de competición con otras
culturas, análogo al proceso de selección natural que se da entre entidades estrictamente
biológicas. Por ejemplo, los grandes éxitos de Napoleón en el campo de batalla fueron debidos,
al menos en parte, a su invención del levée en masse (el reclutamiento en masa): fue la primera
vez que todos los hombres de una nación fueron movilizados por motivos militares (o por otros).
Las otras grandes naciones del continente europeo aprendieron pronto la lección, y antes de
finales del siglo XIX, Alemania ya disponía de un sistema de reclutamiento muy eficaz. Sin
embargo, en estos casos la característica es asumida por la cultura, pero no pasa a formar parte
de la configuración génica de los individuos. Aunque la acción de la selección biológica a nivel de
grupo es ineficaz en comparación con el mismo proceso a nivel de individuos o genes, la acción
de la selección cultural a nivel de grupo es muy potente.
En el libro The Parable of the Tribes (La parábola de las tribus), Andrew Bard Schmookler analiza
el problema del poder en la evolución social de la especie humana, razonando de esta manera:
«Imaginemos un grupo de tribus que viven muy cerca unas de otras. Si todas eligieran el camino
de la paz, todas podrían vivir en paz. Pero, ¿y si todas se decidieran por la paz excepto una...?»
El resultado, según Schmookler, es un sistema dirigido hacia una acumulación progresiva de
poder —militar, tecnológico, económico—, derivado de la competencia establecida entre las
diferentes sociedades. En este caso, los individuos son arrollados por las desesperadas
maquinaciones competitivas de sus propias unidades sociales.
Como hemos visto, el alistamiento obligatorio es, probablemente, el método más simple y brutal
de asegurar el altruismo del soldado cuando, en una situación que carece de motivaciones
biológicas, el salario no llega a compensar el riesgo y los demás costes del servicio militar. La
objeción fiscal, la desobediencia civil no violenta, la contracultura y la objeción de conciencia,
son algunas de las muchas manifestaciones del conflicto entre la biología y la cultura. En
términos generales, la resistencia al «sistema», cuando éste se ha vuelto indiferente a la vida o,
peor aún, cuando niega o destruye la vida, es con frecuencia un cri de cœur provocado por
determinadas técnicas y normas culturales, pero, fundamentalmente, es un grito que surge del
corazón de la vida misma.
La capacidad humana para desarrollar un comportamiento en pro del grupo está fomentada por
una característica que poseen muchos animales sociales: el rechazo hacia los extraños. La
mayoría de las abejas, avispas y hormigas, tienen un olor peculiar característico de su grupo que
permite que otros miembros las identifiquen. Los extraños, así como los residentes que hayan
sido impregnados con otros olores, son expulsados o atacados y matados. Las ratas viven en
manadas organizadas cuyos miembros se identifican y toleran. ¡Y pobre de la rata que sea
introducida en medio de una manada extraña! Los grandes monos terrícolas (macacos y
papiones) —cuya conducta puede damos una idea de cómo fue la nuestra hace algunos millones
de años— viven en grupos bien organizados en los que rara vez se tolera a los extraños, y que
frecuentemente luchan contra otros grupos. De nuevo nos encontramos con un modelo de
comportamiento que tiene sentido desde el punto de vista de la evolución biológica, puesto que
los miembros de estos grupos relativamente cerrados suelen ser parientes génicos.
En muchas tribus, la palabra que significa «ser humano» es también el nombre de la tribu; por
tanto, los miembros de otras tribus, por definición, no son seres humanos. Tampoco es
coincidencia que muchas de las tribus amazónicas de cazadores de cabezas consideren que
matar a un miembro de la tribu es asesinato, mientras que matar a un extraño es simplemente
«cazar». Al definir como seres humanos sólo a sus familiares y amigos, los miembros de una
tribu son libres de comportarse hacía los extraños de formas que no serían aceptables
socialmente si se tratara de miembros de la tribu, como tampoco serian aceptables
biológicamente si se tratara de parientes génicos.
Matar a un miembro de la propia tribu está generalmente prohibido, mientras que matar a
alguien de otra tribu puede ser incluso una proeza digna de elogio. Al fin y al cabo, un miembro
de otra tribu no es un ser humano. Esto no es mera sofistería; es un hecho fundamental en la
vida de muchas personas, y nos habla elocuentemente de una visión del mundo en la que
podemos notar la mano —a veces tan desagradable— de la evolución. La selección de
parentesco está relacionada con esta doble moral, puesto que no es muy probable que un
extraño sea portador de los mismos genes que su asesino.
Al proponer que existe cierta tendencia biológica hacia la xenofobia, no estamos diciendo que
esta característica se exprese en un cien por cien de los casos, sean personas o grupos;
recordemos que los genes no determinan rígidamente una característica precisa, sino toda una
gama de posibles expresiones. Esta aparente ambigüedad se aplica sobre todo a aquellas
características del comportamiento que pueden ser fácilmente modificadas por la cultura. Hay
que tener en cuenta, sin embargo, que siempre que existen tendencias xenofóbicas se da una
mayor vulnerabilidad a la propaganda que hace aparecer a los extranjeros como criminales,
como seres inmorales, no humanos y, desde luego, de poco fiar.
La tendencia de los seres humanos a formar grupas unidos internamente en contra de los
extraños se refleja en muchos aspectos de nuestras vidas, y se manifiesta tanto dentro de una
misma cultura como entre varias culturas diferentes. Al principio son las pandillas de los niños y
sus rivalidades; después vienen los clubes privados, las hermandades y asociaciones de todo
tipo, los sindicatos y los partidos políticos. Además de estas asociaciones puramente culturales
en las que se suele ingresar libremente o por méritos personales, existen también unidades
culturales a las que se pertenece por nacimiento, aunque exista una posibilidad, al menos
teórica, de elección. La religión, el grupo étnico y la nacionalidad, son los principales ejemplos.
Aparte de esto, las diferencias físicas más notorias con base génica dan pie a las tendencias
discriminatorias. Las diferencias raciales en el color de la piel constituyen la base principal de la
discriminación. Y cuando no existen tales diferencias, nos las fabricamos mediante el estilo en el
vestir, el lenguaje, el acento, las claves secretas, los signos astrológicos o cualquier otro tipo de
asociación totémica.
Los seres humanos tenemos una notable inclinación a excluir de nuestro círculo a los individuos
que son marcadamente diferentes a nosotros en cualquier aspecto. Este comportamiento es
biológicamente adaptativo en su forma más primitiva por la siguiente razón: entre los animales,
la enfermedad es una de las principales causas de mortalidad, y, probablemente, es más
importante de lo que pensamos. Puesto que muchas enfermedades pueden ser transmitieras por
los individuos afectados, sería conveniente, desde el punto de vista biológico, que los animales
enfermos no pudieran asociarse estrechamente con los sanos. De ahí que en muchas sociedades
animales, los individuos enfermos o desfigurados sean rechazados y excluidos del grupo sin
ningún tratamiento. Por regla general, los que son diferentes son condenados al ostracismo.
Desgraciadamente, las diferencias entre los seres humanos son con más frecuencia producto de
la diversidad de oportunidades, ideas e inclinaciones (es decir, de factores culturales), que
condiciones biológicas. Los solitarios, los excéntricos, los hombres que llevan él pelo largo y
barba, las personas que van descalzas o llevan extraños abalorios, las mujeres que no llevan
sostén y cualquier persona que parezca un «bicho raro», se convierten en el objeto del
antagonismo de la sociedad. Sólo una firme defensa cultural de la tolerancia, basada en el
convencimiento de que mantener la libertad y la diversidad es bueno para la sociedad, puede
salvamos de la asfixiante homogeneidad que produciría el desarrollo sin trabas de nuestra
tendencia biológica hacia la xenofobia.
Los seres humanos son bastante sensibles a la reciprocidad, y cuando alguien deja de
devolverles un favor reaccionan con lo que se ha denominado «agresión moral». Puede que sin
esta tendencia no hubiera llegado a desarrollarse el altruismo recíproco, puesto que los sistemas
de reciprocidad pueden ser fácilmente desbaratados por los «tramposos»; individuos que
aceptan el altruismo de los demás negándose a dar nada a cambio [6]. Estos individuos egoístas
mejoran su aptitud al descubrir que es mejor recibir que dar, y consideran estúpidos a los
altruistas, que ven disminuida su aptitud al dar sin recibir nada a cambio.
A consecuencia de esto, los sistemas de reciprocidad entre los seres humanos se desarrollan
principalmente entre individuos que se conocen y que, probablemente, seguirán relacionándose
en el futuro. Es más fácil fiarse de un vecino que de un extraño, puesto que sabemos que es
más probable que el vecino nos devuelva un favor. Los vínculos de parentesco están reforzados
muchas veces por vínculos de reciprocidad aunque, al menos entre los seres humanos,
cualquiera de estos vínculos puede ser suficiente para que se produzca una cooperación
beneficiosa para ambas partes. Sin embargo, hay dos casos en los que surgen conflictos: cuando
no se cumple la reciprocidad, y cuando la sospecha de que no se cumpla impide una cooperación
que podría haber sido muy útil, e incluso necesaria, para el éxito adaptativo de ambas partes. En
este último caso, tanto la biología como la cultura están implicadas en el conflicto.
Este problema ha sido advertido por matemáticos, psicólogos y políticos, y ha sido denominado
«Dilema del Prisionero». El dilema es el siguiente: imaginemos una situación simplificada en la
que interaccionan dos individuos, y que cada uno puede elegir entre cooperar (de forma
altruista) o engañar (de forma egoísta). El resultado que obtiene cada uno no depende sólo de
su decisión, sino también de lo que decida el otro; sin embargo, cada uno tiene que decidir sin
saber si el otro individuo actuará de forma altruista o egoísta. Podemos representar la situación
mediante el siguiente diagrama, siendo las palabras que hay dentro de los recuadros los
resultados que obtendría el individuo 1:
(Naturalmente, un diagrama similar, pero a la inversa, reflejaría los resultados correspondientes
al individuo 2.)
La cooperación altruista obtiene una recompensa sólo cuando el otro individuo también coopera;
engañar por egoísmo y negarse a cooperar acarrea un castigo, siempre que el otro individuo
actúe también de forma egoísta; cooperar de forma altruista cuando el otro individuo es egoísta
convierte al primer individuo en víctima; y, finalmente, ser egoísta y negarse a cooperar trae
consigo la tentación de engañar cuando el otro se muestra cooperativo (con lo que se convierte
en victima). Según el valor que tengan los resultados, es posible que ni siquiera se plantee el
dilema. Por ejemplo, si la recompensa por cooperar mutuamente es muy grande y la tentación
de engañar pequeña, todo el mundo estará encantado de cooperar. Pero podemos analizar otras
posibilidades. La más interesante es cuando la tentación es grande, el perjuicio de la víctima es
grave, y la recompensa por cooperar y el castigo por engañar son medianos, siendo la
recompensa mayor que el castigo. En estas circunstancias, los participantes se encontrarán ante
un verdadero dilema.
«El hombre razonable se adapta al mundo», escribió George Bernard Shaw en Man and
Superman (El hombre y el superhombre). «El hombre irrazonable trata de que el mundo se
adapte a él. Por tanto, el progreso depende de los hombres irrazonables.» Cuando se encuentran
dos hombres razonables, ninguno de los dos trata de que el otro se adapte a él; ambos
cooperarán y ambos recibirán una recompensa por cooperar. Pero cuando un hombre irrazonable
se encuentra con un hombre razonable, el irrazonable se empeñará en que el hombre razonable
se adapte a él: le engañará. Esto puede parecer un progreso: el hombre irrazonable sale
ganando, puesto que escoge la tentación de engañar, mientras que el hombre razonable se
convierte en víctima.
Sin embargo, a la larga, este sistema es regresivo más que progresivo. Las personas razonables
se harían irrazonables, o desaparecerían, y serían reemplazadas por las irrazonables, que son
más fuertes puesto que nunca se convierten en víctimas. El resultado de un sistema así sería
una población compuesta por individuos irrazonables que se negarían a cooperar. Hay que
reconocer que ninguno de ellos sería víctima de los demás, por lo que, en cierto sentido, su
conducta no sería completamente irracional, pero no conseguirían más que el resultado,
relativamente pobre, del castigo por engañarse mutuamente. En el Dilema del Prisionero, el
comportamiento irrazonable o engañoso tiende a eliminar el comportamiento razonable o
cooperativo. (El dilema, de nuevo, es que todos los participantes saldrían ganando si
consiguieran imaginar algún modo de ser razonables y cooperativos).
Los seres humanos, aunque no seamos lógicos ni matemáticos, hemos sido formados,
probablemente, por interacciones similares a las que se dan en el «Dilema del Prisionero». Esto
no significa que tengamos que realizar complicados cálculos mentales, ni que nuestros
antepasados se hayan dedicado a hacerlos. Más bien, fue la selección natural quien hizo el
análisis, y el resultado es que no nos sentimos inclinadas a cooperar cuando él riesgo de
convertirnos en víctimas es demasiado grande. De ahí que tendamos a desconfiar de los demás,
sobre todo cuando tratamos con extraños que podrían engañarnos. Es más, tendemos a ver el
mundo como un «Dilema del Prisionero», incluso cuando no lo es.
Afortunadamente, hay varias salidas para el «Dilema del Prisionero». Como ha descrito el
político Robert Axelrod en su importante libro The Evolution of Cooperation, una de las salidas
más eficaces es la utilización de la técnica de «devolver la pelota», es decir, de hacer una serie
de pequeños intercambios de poco valor, de forma que se establezca una pauta de mutua
confianza y mutuo beneficio. (También es necesario, al parecer, reservarse la posibilidad de
responder con el engaño si nuestro socio/oponente decide engañamos.) Otra salida consiste en
percatarse de que hay soluciones mutuamente ventajosas independientemente de lo que haga la
parte contraria, y que situaciones que en unas condiciones biológicas y primitivas eran «Dilemas
del Prisionero», pueden tener otros resultados en nuestros tiempos. Al enfrentamos a cuestiones
como la superpoblación, la escasez de recursos, la justicia o la guerra nuclear, el peor resultado
no es ser víctimas del engaño de la otra parte, sino el castigo de ambas partes por engañarse
mutuamente. Debido a los avances culturales que se han producido recientemente en diversos
campos, la recompensa por colaborar se ha hecho mayor, a la par que han aumentado los
perjuicios causados por el mutuo engaño. Pero a pesar de estos cambios, aún sigue imperando
la primitiva bio-psicología del «Dilema del Prisionero».
El mundo se nos está quedando pequeño, y cuando se da una reciprocidad —si no un parentesco
— hasta con los extraños, ver el mundo como afuera un «Dilema del Prisionero» es ya todo un
dilema; un dilema que tiene su origen en la discordancia que existe entre nuestra biología y
nuestra cultura.
Capítulo 7
El hombre y el superhombre
Es difícil —tal vez imposible— conservar la calma y razonar fríamente cuando discutimos sobre la
agresividad, el asesinato y la guerra, sobre todo en estas últimas décadas del siglo, desgarradas
por las guerras y ensombrecidas por la amenaza de un holocausto nuclear. La mente humana,
capaz de desarrollar una maravillosa creatividad, de concebir pensamientos profundos y
elevados, puede caer también en los excesos más atroces de crueldad, barbarie y horror. Es
capaz de lo mejor y de lo peor; y nunca es peor que cuando hiere y mata. Puede ser
desconcertante y temible, no sólo por lo que es capaz de hacer, sino también porque
desconocemos lo que es. Veamos lo que dice el historiador británico Hugh Trevor-Roper cuando
describe la mente de Hitler (en su introducción a Las conversaciones secretas de Hitler 1914-
1944):
En este capítulo examinaremos algunos de estos detritos producidos por la especie humana que
han ido acumulándose, no durante siglos, durante milenios. ¿Es verdad que somos unos
chapuceros en el arte de la paz? ¿Es cierto que ponemos nuestro corazón en las armas militares?
Y, de ser así ¿por qué?
Nos gusta especular sobre la cuestión de si los seres humanos tienen o no «instintos agresivos»,
y existe una clara división de opiniones: unos están convencidos de que tenemos una tendencia
genética a matar a nuestros semejantes, y otros creen firmemente que la agresividad de los
seres humanos está en función de su medio ambiente y que no tienen nada que ver con el ADN
de nuestro pasado animal. Lo más probable es que ambos se equivoquen. Para llegar a
comprender esta importante controversia —que por sí sola ya ha generado bastante agresividad
— será conveniente dar un pequeño repaso a la historia.
También los animales estudiados son diferentes. Los etólogos suelen investigar una amplia
variedad de animales, para conseguir tener cierta perspectiva de los diversos resultados de la
evolución. Observan pájaros, peces e insectos. Los psicólogos comparativos, en cambio, trabajan
principalmente con mamíferos, puesto que son los animales que más se parecen a los seres
humanos. Se han concentrado casi exclusivamente en el estudio de las ratas blancas de
laboratorio; un animal cuyas similitudes con el Homo sapiens son, cuanto menos, discutibles. La
obsesión de estos investigadores por las ratas blancas ha sido tan evidente, que un famoso
psicólogo conductista americano, Frank Beach, llegó a escribir un artículo en una revista de
psicología exhortando a sus colegas a ampliar su selección de animales de laboratorio. En su
artículo aparee» una caricatura que representaba el cuento del Flautista de Hamelin al revés: un
batallón de científicos ataviados con sus batas de laboratorio seguían, fascinados, a una gran
rata blanca que los conducía hasta el rio.
Teniendo en cuenta estas diferencias básicas, no es de extrañar que los etólogos atribuyan
generalmente más importancia a la influencia de los factores génicos sobre el comportamiento
que los psicólogos; y esta diferencia de puntos de vasta se extiende también a la cuestión de la
agresividad humana. Así, los que defienden que existe una tendencia hereditaria a la agresividad
están encabezados por etólogos como Konrad Lorenz, Niko Tinbergen, Karl von Frisch, e Irënaus
Eibl-Eibesfeldt En las últimas décadas, el escritor americano Robert Ardrey y el biólogo británico
Desmond Morris han divulgado el punto de vista etológico en una serie de libros
sensacionalistas. El punto de vista contrario, de que la agresividad es principalmente el resultado
de ciertos factores ambientales (es decir, producto del «aprendizaje», en su sentido más amplio)
y de que es posible construir una sociedad pacífica mediante una manipulación apropiada del
entorno, ha sido defendido por el psicólogo americano John Paul Scott y por el antropólogo
Ashley Montagu, entre otros. La opinión de los psiquiatras se divide entre los dos puntos de
vista. Dado que su objeto de estudio es el ser humano y no los animales, es comprensible que
tiendan a dar más importancia a los factores modificables y, por tanto, a la cultura y a las
experiencias de la infancia. Por otra parte, la escuela freudiana tiene muy en cuente los factores
inconscientes y los componentes génicos y biológicos, por lo que los psiquiatras suelen aceptar
la evolución biológica como causa del comportamiento humano.
Somos criaturas impacientes que queremos respuestas rápidas, sobre todo cuando se trate de
una cuestión tan importante como el origen de la agresividad. Pero, por desgracia, de momento
la respuesta es, simplemente, que no sabemos cuál de los dos puntos de viste es el correcto. Lo
más probable es que la verdad esté entre uno y otro. Hay muchas pruebas de que los animales
tienen una necesidad «innata» de descargar su agresividad y de que, a falta del objeto
apropiado, pueden herir a su propia pareja o incluso autolesionarse. Es frecuente que los
animales desarrollen complejos comportamientos de «apaciguamiento» para inhibir la
agresividad de su atacante, a menudo cuando se trata de una posible pareja. La agresividad,
especialmente entre los machos, se desencadena automáticamente con la simple aparición de
ciertos desencadenantes, como el «bigote» negro del pájaro carpintero que hemos mencionado
anteriormente Pero los psicólogos también han encontrado pruebas del papel que desempeña la
experiencia en la determinación de la agresividad.
Scott llegó incluso a conseguir que sus ratones se mostraran agresivos hacia cualquier oponente
—incluso hacia los que eran mucho más grandes— haciendo que lucharan en una serie gradual
de peleas «amañadas» para asegurar su victoria. El ratón que ha sido capaz de luchar y vencer
en el pasado, tiene más posibilidades de luchar y vencer en el futuro. Esto implica que los
animales aprenden a luchar luchando, al igual que aprenden a vencer venciendo. Los resultados
de estos experimentos demostraron que también aprenden a no luchar no luchando. Lo que
podrá sugerir que, en nuestra especie, la prohibición de la agresividad puede tener como último
resultado el desarrollo de una personalidad no agresiva. Es más, las investigaciones de Scott
indican que la lucha es a menudo una consecuencia del derrumbamiento del orden social. En
muchas especies parece ser que uno de los objetivos de la organización social es el
mantenimiento del orden. Según esto, evitando el derrumbamiento del orden en nuestras
sociedades contribuiremos al mantenimiento de la paz.
Pero también hay otras explicaciones para el control de la agresividad mediante la modificación
de los factores ambientales. El influyente psiquiatra de la Universidad de Yale, J. Dollard y sus
colegas propusieron hace tiempo que la frustración podía ser la causa principal de la agresividad
humana. Entonces, educar a los niños en un ambiente libre de frustraciones podrá ser un buen
modo de evitar una agresividad indeseable. (Aunque, por otra parte, como ha señalado Konrad
Lorenz, los niños que no han experimentado frustraciones resultan ser frecuentemente mocosos
insoportables, sea cual sea su nivel de agresividad.) Se ha observado también que los animales
luchan muchas veces en respuesta directa a estímulos dolorosos. Si encerramos a dos ratas en
una jaula con una rejilla electrificada, lucharán entre sí en respuesta a las descargas eléctricas.
Esta reacción, denominada «lucha reflexiva» demuestra la influencia que tiene la experiencia
sobre la agresividad. De hecho, todas estas hipótesis pueden combinarse, y sugieren a algunos
psicólogos que una sociedad humana bien organizada que eliminara la frustración, el dolor y las
peleas infantiles, eliminará también las luchas y las guerras de los adultos.
Por otra parte, la lucha como respuesta al dolor es una reacción adaptativa, y puede haber sido
fomentada por la selección. Un animal que sufre un ataque y experimenta dolor hará bien en
responder luchando. La rata que recibe la descarga eléctrica puede «pensar» que la otra rata es,
de algún modo, culpable del dolor que acaba de sentir y responde, de forma apropiada,
luchando. Este argumento no descarta otros significados que pueda tener el dolor (o la
frustración). Sin embargo, introduce una idea importante: el valor adaptativo de la agresividad
animal, ya sea auto-generada o determinada por la experiencia.
Éste es el tema central del provocativo libro de Konrad Lorenz Sobre la agresión. Es significativo
que su título original en alemán, Das sogenannte Böse, literalmente, «La así denominada
maldad», sugiera que, aunque la violencia humana puede ser un mal mayoría agresividad en sí
es básicamente una característica adaptativa que la evolución ha fomentado en los animales y,
posiblemente, en los seres humanos. Además de facilitar la defensa inmediata, la capacidad de
agresión hace posible que los animales puedan mantener la distancia necesaria entre sí y sus
competidores. Probablemente los individuos que son suficientemente agresivos son más aptos
que los que se amilanan. Lorenz señaló también que el importante vínculo de pareja se basa, en
muchas especies, en la sublimación y reorientación de la mutua agresividad, así como en
compartir la agresividad hacia los extraños. Teniendo en cuenta estas ventajas, la «así
denominada maldad» parece cada vez más deseable. Por tanto, parece razonable suponer que la
evolución la haya integrado de algún modo en el acervo génico de los seres humanos.
Los antropólogos suelen complacerse en señalar que existen algunas sociedades humanas no
agresivas —los pigmeos africanos, por ejemplo— como «prueba» de que no existe una base
genética para la violencia del ser humano. Pero, una vez más, la existencia de aparentes
excepciones no constituye una prueba definitiva, puesto que los genes determinan la
potencialidad, no la seguridad de que se dé cierto carácter o comportamiento. Además, es
bastante significativo que las sociedades humanas no agresivas encuentran un gran placer en
otros comportamientos, como comer, beber, jugar, reír y hacer el amor. Este hecho puede apoyar
la original idea de Lorenz (expuesta por primera vez hace ya cinco décadas) de que la
agresividad surge como una expansión espontánea, por lo que puede reducirse canalizándola, es
decir, buscando una salida más aceptable para la energía reprimida. Además, muchos pueblos
que aparentemente no son agresivos, como los bosquimanos Kung, los aborígenes australianos y
ciertas tribus de esquimales, se vieron obligados a ser pacíficos después de haber sido
derrotados por otros pueblos más agresivos. De todas formas, el hecho que más destaca es que
somos una especie agresiva, independientemente de que la agresividad surja de nuestro interior
o sea una respuesta a nuestro ambiente, a nuestra situación social o a nuestras frustraciones.
Lorenz y otros han propuesto que se organicen más competiciones deportivas, que ejercerían
una buena influencia tanto sobre los participantes como sobre los espectadores. También
resultaría útil fomentar una sana rivalidad en actividades beneficiosas, corno la exploración
espacial y submarina, el desarrollo socio-político, la investigación médica, las ciencias puras y
aplicadas, y las artes. De hecho, hay pruebas de que la simple contemplación de un acto
agresivo puede reducir la agresividad del espectador. En un experimento se insultó a un grupo
de personas, que se enfadaron y se pusieron agresivas: su presión sanguínea y su pulso
aumentaron perceptiblemente. Cuando se les pusieron películas de peleas de boxeo, accidentes
automovilísticos y otras escenas violentas, su pulso y su tensión sanguínea se normalizaron:
Parece, por tanto, que la simple experiencia indirecta de descargas de la agresión hace que
disminuya la propia agresividad acumulada. Sin embargo, la mayoría de los que abogan por el
control de la agresividad a través del entorno, estarían en desacuerdo con este sistema y
propondrían exactamente lo opuesto: minimizar las oportunidades de expresar la agresión y la
violencia, en vez de fomentar su descarga aunque sea en una forma «inofensiva». Los que
opinan de este modo han realizado estudios que indican que la observación de una violencia
explícita, especialmente en la televisión, puede fomentar la agresividad. Mientras que los
testigos de acciones violentas de la vida real suelen sentir horror y repugnancia, los que
presencian una violencia artificial, sobre todo cuando ésta es una experiencia reiterada, llegan a
modificar su idea de lo que es una conducta aceptable, además de no tener una percepción
adecuada de las consecuencias de la violencia real.
Está claro que el exceso de agresividad es desventajoso y, por tanto, no ha debido de ser
favorecido por la selección, ni entre nuestros antepasados ni en ningún otro ser vivo. Puesto que
la agresividad conlleva ciertos costes (el riesgo de ser herido o matado), así como posibles
beneficios, parece evidente que un exceso de agresividad será tan desventajoso como su
carencia absoluta. Aparte del peligro de autolesionarse, los individuos hiper-agresivos corren el
riesgo de herir a su pareja y a sus parientes, malgastando un tiempo y una energía que habría
sido más provechoso emplear en asegurar la propia subsistencia. La hiper-agresividad puede
producir también el fenómeno de la «negligencia agresiva», debido a la cual las crías no reciben
la suficiente atención porque sus padres están demasiado ocupados amenazando, intimidando o
luchando.
Los animales no consideran que su agresividad sea buena o mala; simplemente, es parte de su
vida, como dormir, comer, engañar, cooperar o copular. La agresividad humana, por el contrario,
puede ser juzgada éticamente, y la mayoría de las veces nos parece condenable. Por tanto
debemos considerar por una parte las situaciones que provocan agresividad y por otra sus
resultados, es decir, la forma en que es expresada: Como ocurre muchas veces —y
contrariamente a la opinión general— el problema no se deriva tanto de los instintos que
tenemos, como de los que no tenemos. Además, tanto el desencadenamiento de la agresión
humana como su expresión en la práctica, están fuertemente influenciados por el conflicto entre
la cultura y la biología.
Puede que los seres humanos tengamos un instinto que nos lleve a desarrollar espontáneamente
nuestra agresividad, aunque no parece muy probable. También es posible que la violencia
humana sea el resultado de una conjunción de factores ambientales, como la falta de medios en
la niñez, las frustraciones, la desorganización social o las psicosis y neurosis personales. Pero
incluso en el caso de que la agresividad no esté completamente determinada por nuestro
patrimonio génico, la capacidad para desarrollar tal comportamiento tiene que derivarse, en
última instancia, de nuestra configuración génica, resultado de nuestra evolución biológica.
Por hacer una analogía, consideremos un comportamiento del que sin duda son responsables
ciertos factores génicos: la capacidad de aprender. Con un entrenamiento suficiente, un ser
humano puede aprender a resolver difíciles problemas de cálculo diferencial; cosa que resultaría
imposible hasta para el más inteligente de los chimpancés. La diferencia entre la capacidad de
uno y otro es muy grande, y se debe casi por completo a sus diferentes configuraciones génicas.
Hay que admitir que un ser humano sin instrucción no podría realizar estos cálculos, pero
mientras que ni siquiera un chimpancé sometido a un entrenamiento intensivo conseguiría
aprender, cualquier ser humano de inteligencia media es capaz de aprender cálculo diferencial.
Esto no quiere decir que tengamos genes que controlen específicamente la capacidad de resolver
problemas de cálculo y que el chimpancé carezca de ellos, sino que la constitución génica de los
seres humanos determina que tengamos la capacidad de elaborar pensamientos simbólicos y
abstractos, mientras que la del chimpancé no. El hecho de que los bosquimanos de África no
suelan resolver problemas de cálculo no quiere decir que sean incapaces de hacerlo.
Simplemente, su entorno natural no les ofrece las circunstancias apropiadas para desarrollar esa
capacidad. De modo semejante, la agresividad humana debe estar, como mínimo, basada en una
capacidad de comportarse de forma agresiva, que se manifiesta cuando se dan las circunstancias
«apropiadas».
Si admitimos, pues, que la agresividad humana tiene que derivarse; al menos indirectamente,
de nuestra configuración biológica, uno de los aspectos del problema de la agresividades que
surge de la interacción entre nuestra biología y nuestra cultura, puesto que la mayoría de las
culturas humanas crean situaciones que estimulan la agresividad. Dada nuestra capacidad (si no
necesidad) biológica de agresividad, muchas culturas humanas favorecen la expresión de la
agresividad, cosa que no ocurriría si la complejidad cultural fuera menor. Y esto se da incluso en
sistemas sociales que, en teoría, se oponen a la agresividad
Los incidentes violentos son un fenómeno raro en las sociedades animales, y esto es debido en
parte a que el orden social es conocido y aceptado por los animales gracias a su capacidad
biológica para establecer y mantener relaciones sociales. Una gallina en un corral, una vaca en
un rebaño, o un papión en su grupo, conocen perfectamente cuál es su posición en relación con
sus congéneres, y los animales de bajo rango manifiestan generalmente cierta deferencia hacia
sus superiores evitando los enfrentamientos o, en caso de ser inevitables reduciendo la lucha a
su mínima expresión. Este sistema funciona tan bien, que es raro observar signos de
predominio, incluso gestos tan poco severos como las amenazas o el desplazamiento de un
individuo subordinado por otro superior, debido a que los primeros evitan, juiciosamente, los
enfrentamientos con sus superiores.
—Al parecer, los seres humanos carecemos de una capacidad biológica bien desarrollada para
conseguir una armonía social de este modo; el despotismo que se observa en las relaciones
entre animales nos resulta absolutamente desagradable Así pues, hemos sustituido los
imperativos biológicos por normas culturales, y necesitamos tribunales, cárceles y policía para
conseguir lo que la mayoría de los animales han alcanzado inconscientemente bajo la guía de la
evolución. Las leyes y la policía son instituciones exclusivamente humanas; la policía de los
papiones es su propia biología.
No queremos decir con esto que los sistemas sociales de los animales funcionen siempre a la
perfección ni que los disturbios, o incluso la violencia, sean fenómenos desconocidos, sino, más
bien, que existen pautas consistentes y predecibles para ordenar la vida social animal. Cuando
se producen altercados, lo normal es que sean en beneficio del agitador. Un simple experimento
que se realizó con los monos gelada que viven en las montañas de Etiopia, reveló que los
individuos son extraordinariamente calculadores a la hora de decidir o no «causar problemas», lo
que demuestra que son conscientes de cuáles son sus intereses. Varios machos de todas las
categorías sociales —dominantes, subordinados y de rango medio— fueron enfrentados,
independientemente, a diversas parejas de su misma especie. Los machos dominantes tendían a
intervenir y tratar de conquistar a la hembra para sí. Los machos de rango medio e inferior
normalmente no intervenían, al menos mientras el comportamiento de la hembra demostrara
que se sentía estrechamente vinculada al macho. En tal situación, el supuesto usurpador no sólo
tendría que enfrentarse a un «marido» furioso, sino también a una «esposa» poco dispuesta a
cooperar cuya lealtad sería difícil de conquistar: Pero cuando la hembra parecía aburrida,
descontenta o poco atenta con su pareja, también los machos de rango medio o inferior trataban
de conquistarla.
Una vez establecida, la jerarquía social entre los animales puede ser muy duradera. El «número
uno», el macho dominante, conservará su posición bastante tiempo después del decaimiento de
su fuerza física, puesto que seguirá conservando su reputación. Los seres humanos también
establecen sus jerarquías basándose en la reputación, pero el orden jerárquico es menos
inviolable; de hecho, es puesto a prueba casi continuamente El resultado es una tensión
constante y ocasionales enfrentamientos físicos violentos. Incluso en el caso de que tuviéramos
una tendencia biológica a respetar el orden social establecido, no habría muchas oportunidades
de desarrollarla en la práctica debido a nuestros avanzados sistemas culturales: nos
encontramos continuamente con personas desconocidas cuya actitud hacia nosotros no podemos
determinar.
Debido a la eficacia con que las organizaciones sociales animales mantienen la paz entre sus
miembros en condiciones naturales, los etólogos suelen tener dificultades para identificar el
rango social de los individuos. Un buen sistema para resolver este problema es introducir algo
deseable en pequeñas cantidades —comida, por ejemplo—, y observar cómo se lo disputan los
miembros del grupo, o lo que es más probable, quién respeta a quién. Este sistema resulta
especialmente efectivo con los papiones que habitan en la sabana, puesto que estos animales se
encuentran normalmente dispersos dentro de grandes áreas y comen hierbas y raíces que se
encuentran distribuidas por igual a lo largo de la zona. Se puede provocar la agresividad entre
estos animales creando una situación extrema en la que tengan que competir por unos
cacahuetes o una manzana.
Las marmotas americanas son criaturas ariscas, independientes y bastante solitarias, que se
vuelven sociables sólo durante los breves períodos de apareamiento. La mayor parte del tiempo
se evitan unas a otras, alimentándose de hierbas y semillas. Los machos luchan a veces entre sí,
especialmente durante la época de apareamiento, aunque la mayoría de las marmotas tratan,
simplemente, de evitarse. Al fin y al cabo, su alimento se encuentra distribuido en una zona muy
amplia y, por tanto, no suele haber motivo para pelearse. Pero la cosa cambia cuando alguien
planta una huerta dentro de su hábitat, de repente, muchos animales se sienten atraídos a un
área limitada en donde se aglomeran, y su proximidad hace que surja la agresividad hacia los
demás. Ahora tienen algo por lo que luchar: docenas de suculentas matas de judías plantadas
cuidadosamente en hileras de sólo unos pocos metros. Como los dioses y diosas griegos que
empezaron a reñir entre ellos cuando Eris, la diosa de la discordia, les presentó una manzana de
oro con la inscripción: «Para el más hermoso», las marmotas tienen más tendencia a luchar,
hiriéndose e incluso matándose, cuando existe algún motivo concreto por el que merece la pena
luchar.
Según la mitología griega, las hazañas de Eris provocaron la guerra de Troya. En la vida real,
situaciones similares han provocado innumerables discordias. Nuestra cultura provoca una
continua y directa competición por una cantidad limitada de un recurso fácilmente identificable:
el dinero y la posición social. Se trata de presiones culturales que nunca llegaría a experimentar
un grupo de australopitecos dedicados a la caza y la recolección. Pero no es necesario fijarse en
la sociedad tecnológica para descubrir ejemplos de agresividad inspirada por la cultura. La lucha
por las propiedades materiales provoca frecuentemente la violencia entre los seres humanos, y
la posesión de un tipo u otro de objetos materiales es un rasgo universal del ser humano. No
obstante, el delito de robar —frecuentemente acompañado por la violencia— no puede darse a
no ser que exista algo que robar. La necesidad de poseer objetos externos a nuestro cuerpo está
muy desarrollada en el ser humano, y es una consecuencia directa del uso de herramientas. Pero
esto no es algo completamente desconocido entre los animales, y lo cierto es que la propiedad,
cuando existe, se convierte demasiado a menudo en una fuente de problemas.
Muchos predadores luchan para defender su presa de otros animales, especialmente de los
animales carroñeros, como las hienas o los buitres, que intentan robársela. Entre los pájaros, el
skúa de la Antártida y el pájaro fragata tropical son piratas del aire, que consiguen su alimento
robando las presas a pescadores tan expertos como las gaviotas o los cormoranes. Las gaviotas,
a su vez, se roban unas a otras los huevos y los materiales con que construyen sus nidos. Los
machos de Panorpa cazan pequeñas presas que ofrecen a la hembra como parte del cortejo, y
no es raro que un macho que no ha conseguido ninguna presa no tenga inconveniente en
aligerar a otro de su botín. Actuando como una hembra cortejada, el macho que se ha quedado
con las manos vacías trata de robar a otro el regalo que normalmente recibe la hembra durante
el apareamiento. Cuando el macho «rico» descubre el engaño intenta recuperar su propiedad, y
se entabla un forcejeo que suele terminar en batalla campal.
Los monos pueden pelearse por un alimento codiciado, pero el objeto de la disputa es consumido
rápidamente y con él desaparece el apasionamiento. Sin embargo, los seres humanos somos
excepcionales, puesto que podemos conservar nuestras propiedades durante mucho tiempo, lo
que contribuye a suscitar sentimientos duraderos de envidia y a provocar una violencia
interpersonal persistente.
La mayoría de los primates comen frutas, vegetales o pequeños invertebrados y, por tanto, sus
alimentos suelen estar distribuidos igualmente y en pequeñas cantidades a lo largo de una
amplia zona. En estas condiciones, la lucha competitiva por la comida no resulta rentable. Las
especies superiores, como los papiones, gorilas y chimpancés, comen también animales de
tamaño medio —como crías de gacela y otros monos— cuando consiguen atraparlos. La carne de
los animales de mayor tamaño es rica en proteínas, y es un alimento muy apreciado cuando se
consigue. No obstante, existe un sistema social bien estableado que suele determinar quién
tiene prioridad sobre la presa, con lo que se evitan las agresiones indebidas incluso en estos
casos.
Hace más de veinte años, en su popular obra The Territorial Imperative (El imperativo
territorial), Robert Ardrey analizó algunas obras de etólogos sobre el comportamiento territorial
de los animales, de las que extrajo «pruebas» de que los seres humanos somos también
territoriales. Con este intento se ganó la admiración de unos y la desaprobación de otros. En
realidad su razonamiento era demasiado superficial: no se puede deducir de que ciertas libélulas
sean territoriales que nosotros también lo seamos. Lo que ocurre entre los animales no tiene que
ocurrir necesariamente entre los seres humanos.
Es cierto que los seres humanos tenemos una serie de costumbres rígidas respecto a la
utilización social del espacio, pero estas pautas están determinadas culturalmente y varían
mucho de una sociedad a otra». Por ejemplo, como ha demostrado el antropólogo Edward Hall,
existen diferencias significativas entre la distancia que guarda un árabe con su interlocutor y la
que guarda un americano. Normalmente, un sirio o egipcio acerca mucho su cara a la de la
persona con quien está hablando; una conversación amistosa implica que ambos participantes
perciban el olor e incluso el calor corporal del otro. En cambio, los americanos y los europeos
occidentales guardan más las distancias. Estas diferencias culturales pueden provocar graves
malentendidos en las reuniones internacionales por ejemplo en las reuniones de las Naciones
Unidas, en donde las personas de los países de «poca distancia» (y aquí se pueden incluir la
mayoría de los países latinoamericanos y de las naciones mediterráneas) pueden resultar
molestos y embarazosos para sus interlocutores de «larga distancia». Del mismo modo, los
americanos y las personas influenciadas por las costumbres sociales de Europa occidental
pueden parecer frías e indiferentes a las personas acostumbradas a unas relaciones más
calurosas.
Si fuéramos verdaderamente seres territoriales, la lucha por el espacio vital quedaría reducida al
mínimo, sobre todo una vez hubieran sido estableados los límites. Es precisamente porque
carecemos de un respeto biológico por el territorio por lo que luchamos tan a menudo por él.
Deseamos tener nuestro propio espacio con tanta intensidad que estamos dispuestos a luchar
por él, pero, en cambio, no nos sentimos muy inclinados a respetar el espacio vital de los
demás. En la mayoría de los países occidentales se utilizan mojones, vallas de piedra,
alambradas, carteles de aviso o cerraduras para señalar los derechos de propiedad; lo que más
que dar testimonio de nuestra territorialidad, es síntoma de su carencia. Al marcar así nuestros
territorios, seguimos los dictados de nuestra cultura, no los de nuestros genes, puesto que estos
límites artificiales carecen de base biológica, son relativamente inestables y están sujetos a
continuas disputas. Cuando la evolución cultural provoca situaciones para las que no estamos
preparados por nuestra evolución biológica, se producen conflictos.
Pese a que no parece muy probable que los seres humanos seamos territoriales biológicamente,
supongamos, por un momento, que lo fuéramos. Si fuéramos animales territoriales
probablemente estableceríamos un distanciamiento regular entre los individuos y, más aún,
entre las diferentes familias. En algunos casos esto podría llevarse a cabo mediante la dispersión
que se observa en las granjas y aldeas de algunas regiones, o mediante la opresiva regularidad
que caracteriza a las típicas divisiones suburbanas. Ambos modelos se dan actualmente, pero las
distancias entre unidades varían mucho de un caso a otro. Si existiera un modelo de distribución
que satisficiera nuestras necesidades genéticas, la distancia que habría que respetar podría ser
tanto los quince metros que se observan en algunas ciudades, como los veinte kilómetros que se
observan en algunas zonas rurales. Al no saber qué es lo más adecuado, no podemos estructurar
nuestra vida según tales necesidades. Es más, la diversidad que presentan los modelos de
distribución indica que si existen tales necesidades biológicas, la mayoría de las formas de
organización no las respetan, puesto que son muy diversas y están condicionadas por factores
no biológicos.
La configuración génica de los seres humanos —sea cual sea— se amolda, como si fuera
cemento, a diversos modelos de distribución territorial que están determinados casi enteramente
por factores políticos, sociales, económicos y, posiblemente, también por factores aleatorios.
Pero, a diferencia del cemento, las influencias genéticas no son totalmente maleables. No
pueden adoptar sin inconveniente una infinita variedad de formas, y si se las obliga a adoptar
formas inadecuadas pueden producirse tensiones que lleguen a provocar un resquebrajamiento.
Si tuviéramos una tendencia genética a establecer cierta organización territorial, la amplia
diversidad de las culturas actuales estaría distorsionándola y creando tensiones. Si, por el
contrario, careciéramos de tal tendencia, nuestros problemas provendrían precisamente de la
falta de estabilidad que se deriva de la inexistencia del imperativo territorial.
Aunque su intento tuviera éxito desde el punto de vista filosófico, nunca ha tenido demasiado
éxito en la práctica, tal vez porque cuando se trata de preferir una u otra forma de organización
social, no existe un único y esencial espíritu humano. Nuestra naturaleza puede ser tan
inconsistente como las famosas sombras que se agitaban sobre la pared de la cueva de Platón.
Lo más probable es que esta variada arquitectura social se haya desarrollado sin que existiera un
plano original en nuestro acervo génico. La fuerza motriz que ha originado sistemas tan
diferentes como el comunismo y la democracia, ha sido una determinada filosofía social, política
y económica sostenida inicialmente por unos pocos individuos. Sus ideas prosperaron o cayeron
en el olvido dependiendo de la convicción con que fueron expuestas y del ambiente social,
económico y político existente En cambio, la infraestructura social, que comprende en último
extremo las relaciones familiares, parece menos susceptible de sufrir alteraciones a causa de
una ideología momentáneamente atractiva. Por ejemplo, en China la familia ha resistido los
intentos iniciales que hicieron los maoístas para modificarla drásticamente; al igual que en los
Estados Unidos el sentimiento de solidaridad ha resistido los intentos de la Nueva Derecha de
abolir los principios de la política del New Deal para estructurar las relaciones personales desde
una perspectiva completamente egoísta y desconsiderada. Pese a que la base fundamental del
comportamiento de la mayoría de los seres humanos es, probablemente, profundamente
biológico, las pautas de conducta superficiales que se observan generalmente son, en su mayor
parte, el resultado de la inercia y el conformismo; es decir, que practicamos la misma
organización social que nuestros padres y que nuestros antepasados, la misma que adoptan
nuestros contemporáneos y que tal vez tenga alguna base biológica.
Hasta cierto punto, el mosaico de organizaciones sociales que presentan los seres humanos es
probablemente un fenómeno adaptativo. Es de esperar, por tanto, que la organización social
óptima sea diferente en la lluviosa selva tropical que en la pradera, en la costa o en él ártico,
aunque no puede decirse cuál es la estructura ideal para cada caso particular. Pero,
independientemente de las causas que hayan producido un modelo concreto de organización
social, una vez establecido un sistema, lo más probable es que continúe practicándose por la
fuerza de la inercia y el conformismo (naturalmente, siempre que el sistema no sea tan nefasto
desde el punto de vista adaptativo como para provocar la extinción del grupo, o tan inadecuado
que suscite una rebelión).
Sin tener en cuenta los métodos de transmisión ni su valor adaptativo, lo más probable es que la
mayoría de las instituciones humanas carezcan de base genética. Podemos anticipar, por tanto,
que estos sistemas serán bastante inestables y, una vez más, los psicólogos afirman que dicha
inestabilidad es una de las principales fuentes de la agresividad. Resumiendo nuestras
organizaciones sociales (de evolución cultural) parecen derrumbarse con bastante frecuencia,
debido a que carecen de una base genética (evolución biológica). ¿El resultado?: más
agresividad.
Parece probable que carezcamos de una tendencia génica a establecer un tipo determinado de
organización social y que, en cambio, hayamos desarrollado una capacidad biológica para utilizar
muchos sistemas culturales diferentes, al igual que somos capaces de hablar diferentes idiomas.
En sí, la cultura es en cierto modo una especialización: nos hemos especializado en ser
«generalistas». Al no imponemos el límite de adaptamos a cierto número de sistemas, la
evolución biológica nos ha proporcionado la posibilidad de explotar con éxito una gran variedad
de hábitats. Sin embargo, precisamente porque somos aprendices de todo y maestros de nada,
carecemos de la estabilidad que ofrece el tener una fuerte base biológica para un determinado
tipo de vida. Las abejas, por ejemplo, viven en sociedades pacíficas y bien organizadas: hay un
puesto para cada uno y cada uno ocupa su puesto. Las obreras trabajan, la reina pone huevos, y
los zánganos hacen el zángano. Lo que es evidente es que los trastornos sociales son una de las
causas principales de la agresividad, y que cualquier cultura humana —desarrollada por los
motivos que sean— que carezca de una firme base génica, estará sujeta a tales trastornos.
Lo que hemos dicho hasta ahora no debe interpretarse como un alegato en pro de algún tipo de
organización social, política o económica que —vana esperanza— esté más de acuerdo con
nuestros genes. En realidad, se trata de todo lo contrario: puesto que, aparentemente, nuestros
genes no especifican un sistema social para el Homo sapiens, somos libres de escoger el que
queramos o, mejor dicho, de sufrir cualquier sistema que nos impongan. Como decía el Gran
Inquisidor en Los hermanos Karamazov, la libertad de elección puede ser un peso terrible; y
cuando se trata de sistemas sociales, el peso puede hacerse especialmente real y molesto,
puesto que puede que no exista un sistema en el que estemos verdaderamente a gusto. Como el
expatriado o el internacionalista, que puede vivir en muchos países pero que no se siente «en
casa» en ninguno, el Homo sapiens puede vivir en muchos sistemas sociales diferentes sin
acabar de sentirse a gusto en ninguno de ellos.
Como último ejemplo de esta paradoja, consideremos algunas de las consecuencias del hecho de
que nuestra evolución tuvo lugar en los trópicos. El registro fósil y nuestra fisiología básica así lo
indican. Nuestra resistencia al frío, por ejemplo, es escasa. Desnudos y sin un mínimo de
tecnología seríamos incapaces de sobrevivir fuera de los trópicos. Y, sin embargo, hemos
sobrevivido. De hecho, nos hemos extendido por todo el globo, con una difusión geográfica
mucho mayor que ninguna otra especie, y hemos conseguido esta fantástica expansión gracias a
nuestra magistral adaptación: gracias a nuestra cultura. La cultura nos ha permitido explorar
lugares que de otro modo habrían sido inaccesibles, colonizar tierras inhóspitas y llenar toda una
gama de nichos ecológicos que abarcan desde la dieta estrictamente vegetariana hasta la dieta
carnívora o incluso insectívora. La cultura ha sido un apoyo imprescindible, sin ella hubiéramos
estado perdidos; de hecho, hubiéramos dejado de ser humanos. Sin embargo, suele ocurrir que
cuando dependemos de algo hasta el punto de que nos resulta imprescindible, perdemos parte
de nuestra autonomía. El lenguaje, por ejemplo, nos resulta muy beneficioso y dependemos de
él, pero, al mismo tiempo, como decía el lingüista Benjamín Whorf, nuestra percepción del
mundo ha quedado teñida por las reglas lingüísticas y por el vocabulario que empleamos. Hemos
mecanizado la agricultura para alimentar a nuestra inmensa población y, en este proceso, nos
hemos hecho dependientes de los pesticidas; y mueren millones de personas cuando las lluvias
no llegan a tiempo.
Si asumimos que existe alguna base biológica para nuestros sistemas de comportamiento,
podemos también asumir que estos sistemas serían más apropiados para los trópicos, puesto
que allí es donde se desarrolló la mayor parte de nuestra evolución. Nuestras tendencias innatas,
desarrolladas bajo la atenta vigilancia de la selección natural, estarían en concordancia con
sistemas que resultarían adaptativos para la vida en los trópicos, sean cuales fueren esos
sistemas. Pero en cuanto se inició la rápida evolución de la cultura, adquirimos la capacidad de
sobrevivir en regiones muy alejadas de nuestro hábitat ancestral. Ayudados por nuestra cultura
superamos montañas y desiertos, llegando a las regiones subtropicales y, finalmente, a las
regiones templadas y árticas. Y en el intento, obligados probablemente por las exigencias de
medios más inhóspitos, tuvimos que desarrollar prácticas culturales que fueran al menos
mínimamente adaptativas. No tuvimos más remedio que olvidar, o al menos ignorar, nuestra
biología tropical, que aún seguiría alentando en nuestro interior. Así que puede que la culpa no
sea de la cultura ni de la biología, sino de nuestra pasión por los viajes, que nos obligó a adoptar
estilos culturales que pueden estar en desacuerdo con nuestra biología.
Arnold Toynbee ha sugerido la posibilidad de que el desarrollo tecnológico de los pueblos de las
zonas templadas se deba al efecto estimulante de los cambios estacionales, combinado con las
necesidades impuestas por el medio ambiente. De ser así, sería lógico que el Homo sapiens
mostrara una dependencia de la cultura proporcional a la distancia que le separa del lugar de
origen biológico. Y sería interesante comprobar si las sociedades de las zonas templadas y
árticas del planeta presentan un mayor grado de neurosis, enajenación y agresividad que sus
contemporáneos de los trópicos.
Es muy probable que un animal que ha luchado y ganado, vuelva a luchar otra vez. Y lo mismo
puede decirse de los seres humanos. De ser así, es posible que la experiencia indirecta de la
agresividad —contemplarla o escucharla— reduzca las inhibiciones y fomente la agresividad del
espectador; todo lo contrario de lo que se predice desde una perspectiva estrictamente
etológica. A lo largo de la historia, las culturas humanas han mostrado una gran ingenuidad al
realizar considerables esfuerzos para proporcionar a sus miembros espectáculos violentos. La
razón última de estos espectáculos puede ser la creencia de que la experiencia indirecta de la
agresividad puede tener un efecto catártico —como el concepto aristotélico de la tragedia griega
— capaz de hacer que el espectador descargue la energía y la rabia acumuladas. Tal vez se
esperara que estas experiencias harían que la gente se sintiera menos dispuesta a amenazar a la
sociedad con violencia. De ahí, la expresión romana de «pan y circo».
Por otra parte, la representación pública de la agresión puede satisfacer una profunda necesidad
de nuestra especie, no sólo de nuestros dirigentes y de las personas que obtienen beneficios
económicos de tales espectáculos. Las sociedades primitivas celebran a menudo reuniones
ceremoniales en las que se da rienda suelta a la agresividad a través de bailes, luchas e incluso
sacrificios de animales. En el peor de los casos se produce un círculo vicioso: la agresividad se
alimenta a sí misma, como exige su representación pública, y esto genera más agresividad que
requiere más representaciones públicas, y así sucesivamente. La sociedad occidental ha dado
lugar a los gladiadores, al circo romano en donde los cristianos eran devorados por leones, a las
crucifixiones, a las corridas de toros, a todo tipo de ejecuciones públicas, a los combates de
boxeo, a las carreras de coches y a los partidos de fútbol. Con la llegada de la radio y la
televisión, incluso los no combatientes pueden apreciar con todo detalle la agresividad y la
violencia en el campo de batalla, aunque, al contrario que los ejemplos anteriores, los reportajes
sobre la guerra no están destinados específicamente a entretener a la familia. De hecho, los
reportajes sobre la guerra del Vietnam parecen haber avivado la repugnancia nacional hacia ese
conflicto, mientras que uno de los peligros de la violencia artificial televisada es precisamente
que enajena al espectador de las consecuencias reales de la violencia. Una vez finalizó la guerra
del Vietnam, con un resultado nada satisfactorio, el público americano ha sido libre de
entregarse a fantasías triunfalistas personificadas por Rambo y otros héroes del celuloide, para
dar salida a su necesidad de agresión.
Los psicólogos han señalado también la «frustración» como una de las principales causas de la
agresividad. El diccionario dice que la frustración es un sentimiento que surge al no poder
alcanzar un objetivo o al no poder satisfacer determinados impulsos o deseos conscientes o
inconscientes. Si postulamos que existe una tendencia génica a desarrollar ciertos
comportamientos, como el comportamiento territorial o el establecimiento de determinado tipo
de sociedad jerárquica, la cultura resulta ser una de las principales causas de frustración, puesto
que nos impide alcanzar nuestros objetivos inconscientes. Si Freud y Hobbes estaban en lo cierto
y la civilización impide que desarrollemos tendencias que considera inaceptables, es decir, si la
civilización sólo es posible cuando se reprimen estas tendencias, entonces la cultura tiene el
paradójico efecto de provocar agresividad al tratar de contenerla. Y, de nuevo, nos encontramos
en un callejón sin salida.
Uno de los principales beneficios de la cultura y, de hecho, una de sus principales razones de ser,
es que permite al hombre satisfacer muchos de sus deseos. La tecnología nos permite dominar
hasta cierto punto la naturaleza, proporcionándonos cierta independencia de ella y facilitándonos
alimento, vestido y cobijo. También nos permite disfrutar del tiempo libre y nos da la
oportunidad de expresar nuestra personalidad a través del arte y (para los afortunados que lo
tienen) a través del trabajo. Teóricamente, cualquier persona con suficiente inclinación y
capacidad para estudiar el funcionamiento del mundo natural puede llegar a ser un científico.
Liberados, en parte, de las restricciones biológicas que hacían que la vida fuera desagradable,
brutal y breve, los seres humanos nos hemos convertido en los animales más juguetones de la
Tierra: el historiador holandés Johan Huizinga propuso una vez que se nos denominara Homo
ludens, el hombre juguetón. Todo esto y más se lo debemos a la cultura. Se ha sugerido que los
bosquimanos africanos deben su falta de agresividad personal a su afición a los juegos
dinámicos y alegres. También entre los animales, los estados de ánimo que podemos identificar
como «alegres» o «juguetones» son estados de ánimo carentes de agresividad.
Pero, más allá de la satisfacción de nuestras necesidades básicas animales, como comer, dormir
o reproducirse, ¿quién sabe lo que realmente desea un ser humano? Es indudable que la cultura
nos procura muchas cosas que no podríamos haber obtenido sin ella. Pero aunque pueda parecer
una contradicción, la cultura también genera muchos deseos que no pueden ser satisfechos, es
decir, nos crea otro tipo de frustraciones, satisface muchas necesidades, pero crea otras. Es
probable que cualquier persona que viva en una cultura muy desarrollada tecnológicamente
tenga más necesidades que sus antepasados, los hombres primitivos, que vivían más de acuerdo
con su biología El Homo sapiens moderno, cuya vida se apoya en una enorme superestructura de
oportunidades y expectativas culturales, se encuentra a menudo abrumado por la insatisfacción.
Y una de las principales fuentes de esta clase de sentimientos es esa antigua pesadilla que
denominamos envidia.
Pero la cultura moderna no tiene el monopolio de tales sentimientos. Es probable que cualquiera
de nuestros antepasados, viendo la presa que había cazado otro, sintiera el deseo de ser él, en
vez del otro, el que masticara la suculenta carne de la jirafa, o de ser ella, y no la otra, la que
estuviera pariendo con tanta facilidad Y todos hemos codiciado alguna vez a la mujer —o al
marido— del prójimo, desde que el vínculo de pareja quedó liberado de la inflexibilidad genética
que se da en la mayoría de los animales. De todas formas, lo que no tiene precedente en toda la
historia evolutiva de nuestra especie, es la escala a la que la cultura moderna genera este tipo
de sentimientos.
La publicidad y los medios de comunicación nos tientan continuamente con los productos más
atractivos de nuestra especie (tanto humanos como materiales). No es de extrañar que la
frustración sea un sentimiento en alza. En cuanto la cultura progresó más allá de la cuestión de
la mera subsistencia, empezamos a rodeamos de objetos. Y la acumulación de pertenencias
puede conducir a la agresividad, no sólo porque fomenta la competición, sino también porque
genera frustraciones. Para quienes aspiran a ascender en la escala social, el consumo ostentoso
es algo más que un cliché. Por lo general damos por supuesto que la gente imita a los que se
hallan por encima de ellos con el afán de elevar su propio estatus; sin embargo, lo que nos
preocupa ahora no es tanto el motivo que mueve a una persona a un consumo ostentoso, como
el efecto que su comportamiento tiene sobre sus vecinos. Una de las maneras más efectivas y
sutiles de generar frustración es confrontar a los individuos con las posesiones y los logros de
otros. Al generar deseos que no pueden ser satisfechos —y que tal vez nunca lleguen a
satisfacerse— la cultura resulta ser tan frustrante como gratificante.
Por último, vamos a considerar la guerra. La relación entre guerra y agresividad sigue siendo
discutible: la guerra puede ser el resultado de la agresividad, es decir, su manifestación más
organizada y mortífera. También puede ser que, por el contrario, la guerra sea una causa de la
agresividad, el producto de decisiones gubernamentales que se traducen en emociones y
acciones personales a través de diferentes mecanismos estimulantes y explotadores de que
dispone el poder. Se mire como se mire, la cultura realiza una gran contribución a la agresividad
humana al crear numerosas oportunidades para que surjan conflictos entre nuestras sociedades.
Entre todos los animales, sólo los seres humanos somos capaces de matar a otros miembros de
nuestra misma especie para «convertirlos» a alguna práctica cultural. Las diferencias culturales,
ya estén relacionadas con la religión, los sistemas económicos, o la forma de ganarse la vida
(recordemos los enfrentamientos entre agricultores y ganaderos), siempre han constituido un
buen motivo para declarar la guerra. Es cierto que todos pertenecemos a la misma especie, pero
estamos arropados por diferentes culturas, lo que nos proporciona numerosas oportunidades
para consideramos «distintos». La identificación con la patria, que no es más que una extensión
de la identificación con la propia familia, fomenta el desarrollo de una actitud defensiva y de la
tendencia a «deshumanizar» al oponente.
A pesar de su agresividad, los animales rara vez matan o hieren a otros de su misma especie.
Estudios recientes han demostrado que los animales en libertad no se comportan de un modo
tan idílico como se había creído hasta mediados de la década de los setenta: los lobos matan a
veces a otros tobos, los leones a otros leones —aunque generalmente se trata de extraños—, y
el infanticidio es bastante frecuente, especialmente cuando un macho conquista un harén ya
formado. Sin embargo, en general, ninguna especie animal tiene tanta afición al asesinato como
los seres humanos, en términos de frecuencia o de ferocidad. Hace ya tiempo que los etólogos
hicieron notar que los animales regulan su agresividad mediante la combinación de ciertas
pautas de comportamiento que en su mayoría se han desarrollado a través de la selección
natural y que, por tanto, tienen su base en determinados mecanismos codificados génicamente.
Cuando se enfrentan dos rivales, la situación suele resolverse mediante amenazas y gestos
rituales. De hecho, la inmensa mayoría de tales contiendas se resuelve inmediatamente de esta
manera, sin que llegue a producirse un contacto físico ni a herirse los contrincantes. Exhibiendo
sus armas, cada contrincante trata de impresionar al otro con su valor, de forma que el rival
intimidado llegue a reconocer su inferioridad o, sencillamente, huya.
Por lo general, cada especie posee una serie exclusiva de pautas de conducta para tales
ocasiones. Él comportamiento más común consiste en enseñar los dientes, las garras o cualquier
arma natural que posea el animal, que además trata de parecer lo más grande posible. Entre los
peces hay especies que se inflan para aumentar su volumen, desplegando sus aletas y
presentándose de lado al oponente; los mamíferos suelen poner los pelos «de punta» para crear
la ilusión de que su tamaño es mayor de lo que es en realidad. Es evidente que esta forma de
resolver las disputas es mucho más ventajosa que una lucha larga y agotadora en la que puede
resultar herido o muerto alguno de los contrincantes.
Incluso cuando dos animales entran en combate, las pautas de conducta que desarrollan hacen
que su enfrentamiento parezca más un ritual de posturas estereotipadas que una verdadera
lucha. Los peces de algunas especies, por ejemplo, se agarran por las mandíbulas tirando el uno
del otro, intentando valorar la fuerza del oponente a la vez que exhiben su potencial. Esta es la
base también de las famosas y titánicas luchas entre machos de muchas especies de alces y
ciervos, en las que ambos contrincantes entrelazan sus cuernos y se empujan uno a otro con
todas sus fuerzas.
Si la intención fuera matar al contrario, estas magníficas cornamentas podrían ser utilizadas de
un modo mucho más efectivo contra las zonas más vulnerables del rival. Pero esto no ocurre casi
nunca. Los competidores evitan los ataques potencialmente letales, ignorando los puntos
vulnerables del adversario y buscando la ocasión de entrelazar sus cuernos en una especie de
lucha ritual. Hasta tal extremo están ritualizados estos comportamientos, que los etólogos
europeos, pioneros en el estudio de la agresividad animal los describen como «torneos». Las
iguanas marinas, por ejemplo, juntan sus cabezas y se empujan mutuamente hasta que el
perdedor admite su derrota tumbándose sobre el vientre, mientras que el vencedor se mantiene
en una actitud amenazante hasta que su rival abandona el campo arrastrándose.
Es significativo que cuando los machos disponen de armas mortales y las hembras no, estas
últimas no desarrollan las pautas de conducta ritualizadas que caracterizan a los torneos
masculinos. Las especies que carecen de armas letales suelen carecer también de inhibiciones
que les impiden atacar a congéneres vulnerables.
Las serpientes de cascabel, por ejemplo, luchan frecuentemente entre sí, aunque no son
inmunes al veneno de sus congéneres. (Pueden comer las presas a las que han inyectado su
propio veneno porque sus jugos gástricos son capaces de descomponerlo durante la digestión,
pero si son mordidas por otra serpiente de cascabel pueden morir.) Es interesante observar que
dos serpientes de cascabel enzarzadas en un combate evitan escrupulosamente morderse. En
lugar de ello, los contrincantes se entrelazan en una lucha peculiar estilizada y parecida a un
combate de lucha libre, en el que cada contrincante trata de empujar a su rival para
inmovilizarlo de espaldas al suelo. Los contrincantes se sitúan frente a frente, con un tercio en
posición vertical, agitándose y ondulándose, y a veces juntando y rozando sus escamas
ventrales. Al apoyarse y empujarse mutuamente pueden llegar a erguirse hasta un metro o más
del suelo, lo que posiblemente dio lugar al antiguo símbolo de la profesión médica. El vencedor
mantendrá a su rival inmovilizado de espaldas al suelo con el peso de su cuerpo durante algunos
segundos; después el perdedor se marchará arrastrándose, vencido pero sin picaduras, vivo y
coleando.
Se conocen otras muchas especies que se abstienen de emplear sus armas letales contra sus
congéneres. Por ejemplo, el oryx, dotado de unos cuernos largos y afilados, emplea sus defensas
sólo de lado para empujar a un rival. Las jirafas también prefieren empujarse mutuamente con
la cabeza en vez de utilizar sus peligrosos cascos para resolver sus conflictos. Pero, al igual que
la serpiente no duda en usar sus colmillos venenosos contra una rata, el oryx hará uso de sus
cuernos y la jirafa de sus cascos si el adversario es un león.
El animal que pueda defenderse de forma efectiva de sus posibles predadores, o matar a su
presa, tendrá ventaja frente a la selección. Pero matar a miembros de la propia especie no
supone ninguna ventaja real, si se pueden obtener los mismos resultados más fácilmente y con
menos riesgo. Después de todo, es probable que el contrincante sea un pariente lejano. De ser
así, con matarlo no se lograría más que una victoria pírrica, en contra de lo cual estaría la
selección de parentesco. Cuando se puede alcanzar el éxito sin matar o herir gravemente al
oponente, el vencedor puede seguir beneficiándose de la compañía del otro sin que su capacidad
adaptativa de competición sufra ninguna merma. Por último, la interacción con la presa o el
predador es relativamente asimétrica, mientras que la lucha a muerte con individuos de la
misma especie es siempre un arma de dos filos. La selección de características que fomenten la
tendencia a matar a miembros de la propia especie podría tener un efecto de boomerang, puesto
que siempre habría la posibilidad de que ambos contrincantes murieran en la lucha si ambos
poseyeran los genes apropiados (de forma análoga al mutuo engaño en el dilema del prisionero).
«Los expertos en la teoría matemática del juego han demostrado que en determinadas
condiciones resulta más conveniente comportarse como una «paloma» que como un «halcón», a
pesar de que un halcón siempre vencerá a una paloma. (Esto se debe a que cuanto más
numerosos sean los halcones más probable es que se vean enfrentados a otro halcón en una
lucha a muerte, mientras que las palomas tienen más probabilidades de sobrevivir a sus
enfrentamientos.)
La mayoría de las especies evitan el asesinato de miembros de la propia especie, cosa que se
consigue generalmente mediante complejas pautas de comportamiento que se han desarrollado
biológicamente y que son más notorias entre los animales con más capacidad de matar. Es
mucho menos probable que se produzca la muerte accidental de un conejo o un petirrojo en una
lucha entre miembros de la misma especie, que cuando se enfrentan dos leopardos o dos
serpientes de cascabel. No es sorprendente, por tanto, que los animales dotados de armas
letales hayan desarrollado pautas de comportamiento relativamente inofensivas que sustituyen
el combate a muerte: las exhibiciones y «torneos». E incluso cuando tales medidas no parecen
suficientes para impedir una lucha «real», existe aún otro mecanismo de seguridad. Por ejemplo,
como señala Konrad Lorenz, por muy encarnizadas que sean las luchas entre lobos, rara vez
terminan con la muerte del perdedor. Una vez se ha puesto de manifiesto quién es el vencedor,
el vencido hace algo que inhibe la agresividad de su contrincante y que le impide continuar
atacando. En el caso de los lobos, el vencido suele volver la cabeza para exponer el cuello, su
parte más vulnerable al adversario. Una actitud de sumisión parecida puede observarse en los
perros domésticos, cuando se tumban sobre la espalda exponiendo la tripa a otro perro más
fuerte y grande que ellos o a un ser humano. En vez de matar a su desvalido oponente, el
vencedor se limitará a levantar la cabeza y chasquear sus mandíbulas en el aire. Una vez que el
venado demuestra su sumisión mediante esta pauta de comportamiento, es improbable que sea
asesinado. En resumen, la capacidad de matar ha generado también mecanismos de control que
impiden su mala utilización. (Actualmente sabemos que a veces los lobos llegan a darse muerte,
sobre todo cuando el conflicto se desarrolla entre individuos de diferentes manadas; sin
embargo, el principio de inhibición se mantiene en las luchas entre lobos de la misma manada.)
La mayoría de las veces que se ha observado que un animal mataba a otro de su misma especie
se trataba de animales en cautividad. Su entorno artificial es tan pésimo que les impide
desarrollar todo el repertorio de pautas de conducta de que disponen, o se hallan confinados en
espacios tan reducidos que no pueden emprender la huida, que es el recurso más simple del
venado. Las serpientes de cascabel no matan a otras serpientes de cascabel. Pero a lo largo de
toda la historia, el hombre ha matado a otros hombres, e incluso a mujeres y niños. Tal vez el
sonido más persistente, que resuena en todo nuestro pasado evolutivo y también en los tiempos
actuales, es la cadencia de los tambores de guerra.
No se trata aquí de moral, sobre todo porque la moralidad y la ética son, básicamente, intentos
de la sociedad de sustituir por controles culturales los controles biológicos de los que por lo
general carecemos. Cuando la serpiente de cascabel se abstiene de matar a su rival, está
obedeciendo a su sistema genético, no a un sistema de carácter ético. A pesar del mandamiento
mosaico de no matar, ignoramos esa orden cuando nos conviene, sin que ello suponga renegar
de nuestra herencia biológica. La sociedad encuentra útil la prohibición de matar cuando el
asesinato supone una perturbación del orden establecido. Pero cuando el asesinato, ya sea de
individuos problemáticos (ejecuciones) o de individuos perfectamente normales pero
pertenecientes a otras sociedades (guerras), sirve para defender sus intereses, no tiene ningún
inconveniente en levantar las prohibiciones culturales. Del mismo modo que no se ha producido
prácticamente ninguna evolución durante los últimos dos mil años, tampoco hemos evolucionado
de forma efectiva desde el punto de vista moral. Hacia el año 600 de nuestra era nuestra especie
no sólo había conocido la sabiduría de Moisés y Cristo, sino también la de Lao-tse, Confucio y
Buda. En el siglo XX tuvimos a Hitler y Stalin... así que no está claro si realmente hemos hecho
algún progreso. Por otra parte, en este mismo intervalo, hemos hecho enormes «progresos» en
lo que a armamento se refiere, pasando de la lanza y la espada a los misiles nucleares.
Pero aún queda por responder una pregunta fundamental: ¿por qué carecemos de mecanismos
biológicos que impidan que nos matemos unos a otros? La respuesta, una vez más, está en la
disparidad que existe entre nuestra evolución biológica y nuestra evolución cultural. De hecho, la
falta de mecanismos que eviten el asesinato es uno de los más claros ejemplos de tal disparidad.
Después tuvo lugar la rápida explosión de la evolución cultural, y los sucesivos descubrimientos
de la piedra, la porra, el cuchillo, la lanza, la cerbatana, y el arco y la flecha. En un principio
estas armas serían utilizadas probablemente contra las presas o para defenderse de los
predadores. Pero la defensa y el ataque contra otras personas no tardaría en producirse La lucha
intraespecífica se convirtió en la principal función de las armas, y rápidamente inventamos
espadas, mosquetes, cañones, ametralladoras, gases venenosos, barcos de guerra, tanques,
bombardeos, misiles teledirigidos y, finalmente, armas nucleares. Cuando el ciervo desarrolló su
cornamenta, o la serpiente de cascabel sus colmillos venenosos, el tiempo era «abundante» —en
términos de millones de años— y el mundo biológico permaneció relativamente invariable
durante milenios. Cada estadio de desarrollo iba acompañado por la correspondiente evolución
de pautas de comportamiento con base génica que se adaptaban cuidadosamente al
equipamiento biológico existente. De no haber sido así, hace mucho que se habrían extinguido
los ciervos y las serpientes de cascabel. El extraordinario desarrollo de las armas utilizadas por
los seres humanos se ha producido en cuestión de miles de años, y nuestros logros más
espectaculares en relación con la capacidad de destrucción son producto de la segunda mitad del
siglo XX.
Albert Einstein dijo una vez que aunque le hablan enseñado que los tiempos modernos
comenzaron con la caída del Imperio romano, en realidad habían comenzado con la caída de la
bomba que destruyó Hiroshima. En cualquier caso, el intervalo de tiempo es demasiado corto
para que la selección natural pueda actuar de modo eficiente o de cualquier modo. Poseemos
armas mucho más mortíferas que el más peligroso de los animales, pero, puesto que se han
desarrollado por evolución cultural y no biológica, carecemos de las pautas de comportamiento
necesarias para controlarlas que podría habernos proporcionado la selección natural. La
evolución biológica nunca hubiera permitido que un elemento tan peligroso pudiera salir de la
cadena de montaje biológica sin contar con un buen sistema de frenos.
Biológicamente seguimos siendo unos monos inofensivos, pero nuestra cultura desenfrenada nos
ha convertido en los mayores asesinos potenciales (y reales) que el mundo ha conocido.
Es posible que los seres humanos seamos sensibles en cierto modo a los gestos de
apaciguamiento y sumisión de otros seres humanos. Incluso puede ser que estas pautas de
comportamiento tengan una débil base génica. En general, nos sentimos menos dispuestos a
matar a alguien que, vencido y sumiso, se arrodilla a nuestros pies. Pero la cabeza inclinada del
condenado nunca ha detenido la guillotina o el hacha del verdugo; y la historia de la humanidad
registra numerosas matanzas de seres humanos indefensos y suplicantes. Hay que admitir que
tenemos cierta aversión a matar a mujeres y niños, y que por lo general preferimos matar a
nuestros semejantes varones, pero esto probablemente tenga sólo un modesto valor selectivo,
puesto que, como ya hemos visto, los machos de la mayoría de las especies compiten entre sí
por las hembras, que representan el vehículo para la perpetuación de sus genes (masculinos).
Matar a los varones y violar a las mujeres es, por tanto, una manifestación parcial de nuestra
biología. De hecho, muchas culturas tratan de sacar partido de esta aparente inhibición a matar
a mujeres y niños utilizándolos como emisarios de paz o rendición, y también repartiéndoselos
como parte del botín. Pero pensemos en la matanza de familias enteras de indios cheyennes a
manos del ejército de caballería americano en Sand Creek, o en la carnicería realizada en My Lai
[7].
Tal vez las cosas fueran mejor si estuviéramos dotados de un repertorio adecuado de pautas de
conducta para manifestar nuestra sumisión y de las correspondientes respuestas automáticas.
Pero, por desgracia, ni siquiera el improbable desarrollo de controles biológicos que se adaptaran
a nuestra galopante cultura serviría de mucho, puesto que la tecnología nos proporciona armas
cada vez más eficientes que pueden cumplir su siniestra misión a distancias cada vez más
grandes. Las actitudes de sumisión y apaciguamiento son efectivas sólo a nivel personal; aunque
una campesina desarrollara el comportamiento de apaciguamiento más efectivo que podamos
imaginar, no sería percibida por el piloto del bombardero que vuela a 6.000 metros de altura ni
por el político de otro país que está a punto de pulsar el botón que desencadenará la guerra
nuclear. El perfeccionamiento de las armas está siempre dirigido a conseguir la máxima eficacia
a la mayor distancia posible, desde la porra que llega a un metro de distancia, o el cañón con un
alcance de varios kilómetros, hasta los misiles intercontinentales, con un radio de alcance de
15.000 kilómetros. Esto, en sí, hace que la inhibición biológica sea prácticamente imposible.
¿Existe alguna solución? Con frecuencia es más fácil ver el problema que resolverlo, y esto
parece ser especialmente cierto en el caso de la agresividad humana. Nuestra cultura, debido a
la rapidez de su evolución, nos ha colocado en una posición muy peligrosa. Pero la capacidad
cultural es parte de nuestra herencia génica, y no podemos desprendemos de ella, al igual que
no podemos dejar de utilizar nuestro dedo gordo por el mero hecho de que de vez en cuando
nos lo golpeemos con el martillo. En vez de eso, debemos aprender a manejar bien el martillo y
a controlar de forma adecuada nuestros productos culturales. Tal vez tendríamos que admitir
que ciertas cosas son demasiado peligrosas para que puedan ser utilizadas con seguridad, o
incluso para que puedan estar a nuestro alrededor. Debido a nuestro primitivismo, los seres
humanos parecemos a veces niños pequeños que necesitan ser protegidos de sus propias
tendencias inmaduras, pero ya somos adultos y no existe armario suficientemente alto en donde
estén seguros los «medicamentos peligrosos».
Merece la pena recalcar que nuestras consideraciones sobre el proceso evolutivo nos conducen
irremisiblemente a la postura acusatoria de que el Homo sapiens está siendo castigado por llevar
la mancha de un pecado original de base biológica. En primer lugar, porque no hay nada en el
comportamiento humano que sea irrevocable. Aunque llevamos la marca irrevocable de la
evolución, eso no significa que nos tengamos que comportar necesariamente de un modo
determinado. En segundo lugar, nuestros fallos biológicos son fallos de omisión. Estamos más
amenazados por las características genéticas de que carecemos que por las que poseemos. El
sentimiento de desprecio hacia nuestra especie se ha convertido en una pasión
sorprendentemente popular entre los seres humanos, pero ha conducido más a una tortura
intelectual a veces gratificante, que a puntos de visita útiles. Entre las manifestaciones de
desagrado, una de las más difundidas es la que provoca el reconocimiento del hecho de que
nuestros antepasados eran carnívoros, como se refleja, por ejemplo en las indignadas
observaciones que hace el antropólogo Raymond Dart en su fascinante y polémico libro
Adventures with the Missing Link (Aventuras del eslabón perdido):
La cantidad de criaturas que han sido sacrificadas y las atrocidades que han sido
cometidas... desde los altares de la antigüedad hasta los mataderos de las modernas
ciudades, proclaman que el progreso de la humanidad ha estado constantemente
salpicado de sangre. El ser humano ha diezmado y erradicado a los animales del
mundo o los ha convertido en animales domésticos destinados al matadero.
Aldous Huxley expresa un sentimiento similar que no está del todo justificado:
No, no mucho.
Pero seamos justos con nuestra especie; después de todo es la única a la que podemos
pertenecer. No somos dioses ni demonios, y, con un poco de vista, podemos incluso aspirar a
alcanzar ese estado de gracia secular al que nos exhorta Albert Camus, en el que no seremos ni
víctimas ni verdugos. Es posible también que la competitividad esté demasiado arraigada en el
espíritu humano para que podamos convivir pacíficamente como corderos. Pero también hay
suficiente margen evolutivo, en forma de noble egoísmo, para que podamos conseguir un
término medio entre la brutal barbarie de Calibán y el arrogante intelectualismo de Próspero. La
palabra «enemigo» se deriva del latín in (no) y amicus (amigo), implicándola hostilidad e incluso
él odio hacia el oponente En cambio, la palabra «rival» se deriva del latín rivus (río, corriente), y
significa literalmente «alguien que utiliza un río en común con otro». Por tanto, los rivales son
competidores, y esto puede ser inevitable Pero no tienen por qué ser necesariamente enemigos.
Aún no es demasiado tarde para que los seres humanos intentemos tratar a nuestros
semejantes como rivales y no como enemigos. Sin embargo, es demasiado tarde para que sea la
evolución biológica, por sí sola, quien produzca esta transformación. Hay muy poco tiempo, y la
necesidad es inmediata. Hemos ido demasiado lejos por el camino de la cultura; al habernos
rendido a su fuerza, a su excitación y a su incertidumbre, estamos obligados a buscar en ella
nuestra salvación. Una vez hemos perturbado un sistema natural —por ejemplo, sembrando un
campo de maíz— tenemos que seguir cultivándolo, sembrándolo, regándolo y, posiblemente,
utilizando pesticidas y herbicidas, si queremos impedir que el nuevo sistema se derrumbe. De
forma similar, necesitamos desesperadamente un severo sistema cultural que respete las
exigencias de nuestro pasado evolutivo y que nos proteja en nuestra peligrosa desviación de la
biología, tanto en el presente como en el futuro.
Capitulo 8
FRIEDRICH NIETZSCHE
Mirando al abismo nuclear, vemos nada menos que el fin del mundo, algo que los profetas
vienen anunciando durante milenios, pero que sólo ahora se ha convertido en una realidad en
potencia gracias a la posibilidad de que se produzca la catástrofe ambiental a nivel mundial
como invierno nuclear. Y si miramos en nuestro interior, descubrimos a un hombre de las
cavernas del siglo XX, primitivo en su corazón, pero capaz de desencadenar fuerzas inauditas.
«La fisión del átomo ha cambiado todo excepto nuestra forma de pensar», escribió Einstein,
añadiendo «de ahí que nos precipitemos a una catástrofe sin parangón.» Hoy, casi cuarenta años
después, la corriente que nos empuja al abismo se ha convertido en una violenta marea Nos
enfrentamos a algo mucho peor que un simple problema de física: a un problema psicológico
arropado por la política moderna y provocado, en parte, por nuestro pasado evolutivo. Como
reconoció el propio Einstein, la psicología y su manifestación pública, la política, es mucho más
complicada —e importante— que la física. Es crucial, por tanto, que empecemos a comprender
nuestra forma de pensar (y a veces de no pensar) sobre las armas nucleares. Hemos de
averiguar también por qué no ha cambiado nuestro modo de pensar a pesar de que la fisión
nuclear ha cambiado todo lo demás.
No hay nada que obsesione más a la mente humana, observaba Samuel Johnson, que la
perspectiva de ser ahorcado al amanecer. Del mismo modo, nada puede ser más obsesionante
que la creciente amenaza de una guerra nuclear. Por desgracia el hombre de las cavernas de hoy
está tan mal preparado para manejar de forma creativa las armas modernas, como bien
equipado para esgrimir una cachiporra... ya sea un hueso de cebra o un misil nuclear.
Con los seres humanos modernos ocurre algo muy diferente. Parece ser que casi durante toda
nuestra historia evolutiva hemos sido como el puerco espín: nuestras capacidades y nuestro
comportamiento estaban más o menos en concordancia. Sin embargo, en los últimos milenios,
esta armoniosa relación se ha ido deteriorando, y en ningún aspecto es más peligrosa esta
disparidad que en el que atañe, a las armas nucleares. Al frente de este «mundo feliz» de la
cultura —y en particular, de este «mundo feliz» de las armas nucleares— está nuestro antiguo yo
biológico. Es un hombre de Neanderthal el que tiene el dedo puesto sobre el botón.
Pero tranquilicémonos; ningún ser racional sería capaz de iniciar una guerra nuclear y ¿acaso no
podemos confiar en la racionalidad del Homo sapiens? Pero «sólo una parte de nosotros está
sana», escribe Rebecca West:
Sólo una parte de nosotros ama el placer y la felicidad, desea vivir hasta, los noventa
años y morir en paz en una casa construida por nosotros mismos que dará cobijo a
quienes nos sucedan. La otra parte de nosotros está casi desquiciada. Prefiere lo
desagradable a lo agradable, gusta del dolor y de su noche lúgubre de desesperación y
desea encontrar la muerte en una catástrofe que hará que la vida vuelva a sus
comienzos sin dejar de nuestras moradas más que los cimientos calcinados. Nuestra
naturaleza luminosa lucha en nuestro interior con esta turbulenta oscuridad, y ninguna
de las dos partes queda completamente victoriosa, porque en verdad padecemos una
profunda escisión interna...
A medida que aumenta el espacio que separa a la liebre de la tortuga, disminuye el que separa
la supervivencia del olvido. Hace más de veinte años el psicólogo Charles E. Osgood acuñó la
expresión «mentalidad de Neanderthal» en su discusión, harto influyente, sobre la psicología de
la carrera armamentista. Aunque es evidente que esto no es exacto desde el punto de vista
antropológico (puede que los hombres de Neanderthal ni siquiera sean antepasados nuestros), el
término expresa elocuentemente que conservamos muchas tendencias primitivas. Y tiene,
además, un apropiado matiz peyorativo. Desgraciadamente, la mentalidad de Neanderthal se
pone de manifiesto cada vez que el Homo sapiens afronta, o se niega a afrontar, el problema que
supone las armas nucleares.
¿En qué consiste, pues, la mentalidad de Neanderthal cuando se aplica al tema de las armas
nucleares? En principio es la tendencia a hacer uso de procesos mentales prenucleares en un
mundo nuevo y totalmente nuclearizado. Para la evolución el año 1945 es prácticamente ayer. A
pesar de cierto número de contratiempos pasajeros y de una serie creciente de problemas, la
mentalidad de Neanderthal nos ha sido útil durante el 99,999 por ciento de nuestra historia
evolutiva, y durante este tiempo ha generado pautas de comportamiento que conducían al éxito
biológico y social. Pero gracias al propio Einstein y al Proyecto Manhattan, el escenario cambió
repentinamente. Y gracias a la evolución, los actores siguieron recitando el mismo guión pasado
de moda.
El problema, por tanto, no concierne sólo al «hardware» nuclear, sino también al «software»
humano. Como señaló el negociador de Harvard, Roger Fisher, la mera posesión de armas
nucleares no significa que tenga que producirse necesariamente una catástrofe sin precedentes.
Francia y Gran Bretaña, por ejemplo, son potencias nucleares y han sido países enemigos
durante siglos; sin embargo, los estrategas de Londres no se pasan las noches en blanco para
prevenir un ataque inesperado de París. Dentro de los Estados Unidos, el ejército de tierra, la
marina y las fuerzas aéreas son antiguos antagonistas inmensamente poderosos y armados
hasta los dientes con arsenales nucleares, pero sus enfrentamientos quedan limitados a las
competiciones deportivas y a la ocupación de cargos en los comités del Congreso.
Durante mucho tiempo el poseer más armas hizo que nuestros antepasados se sintieran más
seguros. Así, al aumentar la sensación de inseguridad en la era nuclear, la solución parecía
bastante simple: más porras, más guerreros, más arcos y flechas, más cañones, más tanques,
más bombarderos. Pero las circunstancias han cambiado, y tener más ya no significa estar más
seguro; de hecho, significa más bien todo lo contrario. Pero tratemos de explicarle eso al hombre
de Neanderthal de la era nuclear. Cuanto más inseguro se siente, más se aferra a la causa de su
inseguridad, fabricando cada vez más armas y sintiéndose cada vez más inseguro al ver que el
otro hace lo mismo; cada vez nos parecemos más a un atleta musculoso y estúpido que trata de
manipular un delicado puzle chino.
Estrechamente relacionado con la idea de que «más es mejor» y «menos es peor» se encuentra
el temor de tener menos armas nucleares que nuestro oponente, independientemente del
significado que se le atribuya al llamado equilibrio nuclear. Pese a que los Estados Unidos
siempre han llevado la delantera en la carrera armamentista (y siguen llevándola hoy), estamos
siendo continuamente espoleados por toda una serie de ficticias desventajas; desde principios de
la década de los cincuenta el mundo vive obsesionado por las armas nucleares, y lo único que se
nos ocurre es acelerar la escalada armamentista, disminuyendo la seguridad de todos en el
proceso. Hemos conseguido una capacidad de destrucción masiva absolutamente demencial.
Pero la capacidad de destrucción que puede provocar el genocidio no es algo que tenga sentido
biológico. Ha sido definida por James Real como «echar un cubo de gasolina sobre un bebé que
ya está ardiendo».
A los seres vivos les gusta ganar, y no hay razón para creer que los seres humanos primitivos
fueran diferentes. Al igual que un entrenador de un equipo de fútbol, nuestros antepasados de la
Edad de Piedra no se contentaban con un empate. Y los que se conformaran tenían más
probabilidades de ser derrotados por los que jugaban para ganar. La evolución tiende a ser un
«juego de suma cero»: lo que gana un bando lo pierde el otro, de forma que la suma de las
pérdidas y ganancias es igual a cero. Esto se debe a que hay sólo una cantidad limitada de
«nichos ecológicos» disponibles, y a que, como ya hemos visto, la mayoría de las poblaciones
permanecen estables a lo largo del tiempo. Así pues, mi ganancia fue tu pérdida, y si tú sacaste
algún provecho fue, en última instancia, a mis expensas, a menos, naturalmente, que fuéramos
parientes o sostuviéramos una relación de reciprocidad. Una vez más podemos ver que las
reglas del juego han cambiado, pero el hombre de Neanderthal que hay en nosotros sigue
rigiéndose por las antiguas, cuya única finalidad es la victoria.
El tema de la agresividad hace que nos cuestionemos el valor adaptativo de la lucha. Los
animales no luchan constantemente, ni tampoco los seres humanos. No necesitamos luchar del
mismo modo que necesitamos comer o dormir. Sin embargo, a lo largo de casi toda nuestra
historia evolutiva hemos encontrado motivos para luchar, especialmente por la comida, por el
espacio vital y por la pareja. Entre los pueblos a los que no ha llegado la tecnología —por
ejemplo, los Yanomamo del Alto Amazonas o los Tsembaga Mating de las mesetas de Nueva
Guinea— la guerra es un fenómeno bastante común, aunque el índice de mortalidad es
relativamente bajo, y tales «guerras» se parecen más a escaramuzas que a otra cosa. Además,
el éxito en la batalla puede conllevar el éxito en la vida: proteínas animales, prestigio,
lebensraum (espacio vital) y a menudo mujeres.
Hoy día el peligro está muy claro: sencillamente, nadie saldrá victorioso de una guerra nuclear, y
aun así, seguimos respondiendo a la frustración, a la competencia y a las amenazas armando y
abasteciendo nuestros puestos de combate como si el mundo no hubiera cambiado y la guerra
fuera todavía algo que pudiera valer la pena. Al igual que los demás seres vivos, somos grandes
estrategas en el arte de calcular los costes y los beneficios de una acción, y sólo emprendemos
algo cuando los beneficios superan a los costes. Como ya hemos visto, la forma de evaluar este
tipo de situaciones quedó fijada durante nuestra larga infancia evolutiva, cuando la guerra aún
podía ser beneficiosa. Pero ahora la ecuación coste/beneficio ha caminado drásticamente; la
guerra nuclear sólo puede acarrear desastres y, aun así, la guerra (cualquier guerra) nos atrae
de forma extraña, y la perspectiva de la victoria nos resulta casi irresistible.
Durante la guerra del Vietnam, millones de personas sintieron deseos de acabar con un conflicto
cuya realidad podía ser percibida en todos los hogares a través de los noticieros. En cambio, el
hombre de Neanderthal moderno sólo siente indiferencia hacia un conflicto que aún no ha
comenzado y que habrá acabado antes de que nadie tenga tiempo de protestar. Uno de los
mayores desafíos a los que ha de enfrentarse el movimiento pacifista, además de superar la
arraigada tendencia humana a percibir mal el uso y abuso de la agresividad en la era nuclear, es
la necesidad de eliminar la tendencia, igualmente arraigada, a restringir nuestra percepción del
peligro a aquellas situaciones que suponían peligro en el pasado y que —gracias a la invención
de las armas nucleares— no representan el mayor riesgo en nuestros días.
Dentro de la misma línea, consideremos otra interesante sugerencia de Roger Fisher: debido al
carácter incruento y «limpio» de la alta tecnología y al lenguaje cifrado que rodea las armas
nucleares, su manejo y su control, un presidente podría ordenar que se hiciera uso de ellas sin
comprender, visceralmente, lo que está haciendo. Según esto, tal vez deberíamos sustituir la
pequeña cartera negra codificada por una cápsula implantada cerca del corazón de un ayudante
de confianza. Así para enviar el mensaje de emergencia, el presidente tendría que hacer algo
más humano y, por tanto, más real que decir «ejecute el plan SIOP I-GA4Z, PDQ». Tendría que
abrir el pecho del ayudante y bañar sus manos en sangre humana. La sangre humana, roja y
brillante, sería lo que necesitaría el más enajenado hombre de Neanderthal para experimentar
un shock que le devolviera a la realidad.
El dolor es un útil mecanismo de alarma que nos indica que algo no marcha como es debido. Ya
se trate de un dolor de muelas o de un pisotón, el dolor es un medio desagradable, y por lo
tanto efectivo, de llamamos la atención. Por tanto, tendemos, casi por definición, a evitar el
dolor. Pero el dolor puede ser tanto físico como emocional, y pocas cosas son emocionalmente
más dolorosas que enfrentarse al peligro del holocausto nuclear. Así que el hombre de
Neanderthal del siglo XX evita el dolor evitando este tema. Resulta irónico que un «mecanismo
de defensa» que ha sido útil en otras circunstancias contribuya a empujamos hacia una
catástrofe sin precedentes en la era moderna.
Hay otros aspectos de nuestra mentalidad prenuclear que conspiran para evitar que percibamos
la amenaza nuclear. La propia magnitud de la guerra nuclear, la tremenda cantidad de fuerza y
energía implicada, escapa a nuestra comprensión. Para el hombre de las cavernas «calor» serían
cuarenta grados a la sombra, o tal vez la temperatura del agua al cocer, o el fuego. Como
mucho, podría pensar en el metal fundido. Pero no en millones de grados, que es la temperatura
interna de una bola de fuego termonuclear. Y ¿cómo imaginar lo que son cientos de millones de
muertos? ¿Y el invierno nuclear? Somos incapaces de asimilar estas realidades e incorporarlas a
nuestra conciencia cavernícola. No es que no queramos pensar en ello; es que no somos
capaces. Como visitantes de otros planetas cuyas antenas no están ajustadas a la longitud de
onda de este nuevo mundo nuclear, vagamos insensibles y confusos.
Para el hombre de Neanderthal, como para el Eclesiastés, no había nada nuevo bajo el sol.
Incluso el avance cultural de la humanidad, muy rápido para los criterios biológicos, debe haber
parecido tremendamente lento y monótono para quienes lo han vivido día a día. Incluso hoy,
para la mayoría de nosotros, el pasado es una buena guía para el futuro. Si algo no ha ocurrido
hasta ahora, podemos apostar a que no ocurrirá nunca. Así que podemos tranquilizamos al
observar que no se ha producido ninguna guerra nuclear en las cuatro décadas que han pasado
desde 1945. La disuasión, según nos dicen, da resultado.
Muy pocos de nosotros aceptaríamos que el hecho de que estemos vivos prueba que nunca
moriremos; y aun así, muchos de nosotros estamos convencidos de que no se producirá una
guerra nuclear porque aún no se ha producido. Freud sugirió que la capacidad humana de
«rechazan» es esencial si queremos funcionar normalmente día a día. Al fin y al cabo, si la
muerte de cada individuo es inevitable ¿por qué obsesionamos con ella? Por otra parte, la guerra
nuclear no es algo inevitable pero tampoco imposible o improbable, sobre todo si consideramos
que nuestra biología tiene sus propios caminos y que quienes más se opondrían a la guerra
nuclear son precisamente los que más parecen ignorar el tema, dejando el campo libre a los
militares, políticos e industriales que sacan provecho personal de la carrera armamentista y que,
por tanto, están dispuestos a satisfacer ese aspecto de su mentalidad prenuclear.
Pero existe un hábito, el más simple y primitivo de todo el proceso de aprendizaje; el hábito de
no reaccionar. Desde luego, no sería útil, desde el punto de vista adaptativo, que un animal
reaccionara a todos los estímulos que recibe y, por tanto, no resulta sorprendente que incluso
animales tan simples como los platelmintos dejen de reaccionar a estímulos irrelevantes al cabo
de un rato. Ciertamente, la progresiva acumulación de armas nucleares en el mundo no ha sido
gradual en términos de tiempo evolutivo, pero el desarrollo de los arsenales de las
superpotencias ha durado toda una generación, bastante tiempo para las criaturas conscientes y
dinámicas que somos. Casi insensiblemente hemos ido construyendo más y más armas
nucleares sin ser del todo conscientes de lo que estábamos haciendo y, por tanto, sin reaccionar
de la forma adecuada.
El sistema nervioso humano es sensible a los cambios de estímulo a corto plazo, pero se adapta
rápidamente a la constancia o a los cambios graduales. Por eso somos capaces de notar
(adaptativamente) un nuevo olor o un sonido repentino, pero nos volvemos prácticamente
insensibles a ese mismo olor o sonido cuando persisten durante cierto período de tiempo sin
consecuencias. Desde 1945 no han vuelto a utilizarse contra personas las armas nucleares y casi
nos hemos olvidado de su existencia, del mismo modo que ignoramos el ruido del motor de la
nevera o nuestro propio olor en el cuarto de baño.
Se dice que si arrojamos una rana al agua hirviendo, salta hacia fuera y se salva. Pero si la
colocamos en agua fría y vamos aumentando la temperatura gradualmente, grado a grado, no
notará la diferencia y morirá cocida. Nuestra temperatura ha ido aumentando.
Cuando el buque estadounidense Lusitania fue hundido por submarinos alemanes en 1917 y
perdieron la vida cientos de civiles inocentes, se produjo una gran conmoción en los Estados
Unidos. Después los italianos utilizaron gases venenosos en Etiopia; los alemanes bombardearon
la localidad española de Guernica (acontecimiento inmortalizado en el famoso cuadro de
Picasso); luego vino la matanza de 35.000 civiles holandeses en Rotterdam, y la de más de cien
mil personas en Dresde, Hamburgo, Tokio y, finalmente, Hiroshima. Al parecer, nuestra
capacidad de indignación ha ido disminuyendo con el tiempo, y ya no nos impresionan cosas que
antes nos espantaba. Nos hemos acostumbrado al horror.
Después de que los zepelines alemanes tiraran algunas bombas sobre Londres en 1914, George
Bernard Shaw escribió al Times de Londres proponiendo que el ayuntamiento construyera
refugios antiaéreos para la población infantil, por si tales ataques se hacían más frecuentes. El
periódico reprendió a Bernard Shaw en su editorial diciendo que era inconcebible que un país tan
civilizado como Alemania se rebajara a cometer actos tan barbáricos aunque estuviera en
guerra.
Sin embargo, una vez más, parece que la tendencia biológicamente adaptativa se ha desviado,
dejándonos a merced de los «desencadenantes supernormales», rasgos exagerados a los que
somos especialmente sensibles. Ahora nuestra lealtad se ha puesto gustosamente al servido de
grupos culturales hiperextendidos, conocidos como naciones, que ofrecen gran parte de las
primitivas satisfacciones que proporcionaban la tribu y la familia. El patriota moderno se adhiere
a una unidad social que no es benigna, y que se ha puesto por encima del individuo, y amenaza
con destruirlo en pro de la “seguridad nacional”.
[el] Estado ha prohibido al individuo realizar malas acciones no porque desee abolirlas,
sino porque desea monopolizarlas… Un Estado beligerante se permite a si mismo
delitos y actos de violencia que deshonrarían al individuo... el ciudadano del mundo
civilizado… está desamparado en un mundo que le es cada vez más ajeno.
Ninguna de las dos partes es capaz de ver el mundo como lo ve la parte contraria. Y no es de
extrañar; después de todo, durante el 99,999 por ciento de nuestra evolución precedente, no fue
necesario tal grado de empatía. Nos bastaba con cuidar de nosotros mismos, convencidos de
tener razón, de que los otros estaban equivocados y de que ni siquiera eran seres humanos.
Precisamente esta tendencia a deshumanizar al adversario, fomentó comportamientos hacia el
otro que no serían admisibles dentro del propio grupo social. Durante muchas generaciones los
seres humanos se han definido a sí mismos y a los miembros de su grupo como «humanos», y
han considerado a los que no pertenecen al grupo como extraños, hasta el punto de calificarnos
de inhumanos. Es significativo que se emplee una jerga despectiva y deshumanizadora para
referirse a tales «extraños», especialmente cuando hay guerra. Es más, semejante actitud
facilita la declaración de la guerra. La selección de parientes puede ser en parte responsable de
esto, puesto que es una primitiva tendencia biológica a comportarse de forma benévola con los
parientes y de forma competitiva con los individuos con quienes no existe ninguna relación de
parentesco. Este vestigio de nuestra evolución, adaptativo en un pasado ya lejano, puede hacer
más fácil que no tengamos en cuenta que todos somos seres humanos, y que esta humanidad,
más que ser «inhumana», es demasiado humana.
Afortunadamente, la deshumanización del enemigo, pese a que pueda estar fomentada por las
tendencias biológicas, no es más que una ilusión que se disipa rápidamente al reconocer la
naturaleza humana que todos compartimos. En Homenaje a Cataluña, un relato sobre la Guerra
Civil española, George Orwell describe una situación en la que un detalle familiar le llevó a este
reconocimiento:
Algo similar ocurre cuando los políticos occidentales —al sostener la necesidad de procurarse
más armas nucleares, como si se tratara de fruslerías— se complacen en recalcar lo peligroso
que sería presentarse «desnudos» en una cumbre de negociación de armamento. Sin embargo,
tal vez es precisamente eso lo que deberían hacer. Tal vez la gente (en cuyo nombre se realizan
estas negociaciones) debería exigir que en estas discusiones de alto nivel participan sólo seres
humanos completamente desnudos. Desprovistos de artificios, presentándose como las
vulnerables criaturas biológicas que son, quizá se reirían de sí mismos y de sus pretensiones;
quizá descubrirían la sabiduría y la humildad y se pondrían al servido de la vida, y no al de la
muerte.
nuestras fuerzas, y aunque nos gusta hacer proyectos, aborrecemos aquéllos que no pueden
llevarse a la práctica con éxito. Por eso obtenemos nuestras satisfacciones cotidianas de los
acontecimientos que se producen en la esfera personal: la familia, los amigos, el trabajo, las
diversiones, etc. Simplemente, no vale la pena luchar contra un huracán, un volcán o un
terremoto. En el mejor de los casos, es una pérdida de tiempo enfrentarse a algo que es
superior a nuestras fuerzas y, a través de la evolución, la selección natural, casi con toda
seguridad, ha actuado contra los Quijotes que sueñan con lo imposible y rompen sus lanzas
contra molinos de viento.
en el cielo azul
Y así seguimos, construyendo nuestros nidos ignorando la sombra del halcón, o quizá viéndola y
mirando hacia otro lado porque semejante visión nos resulta desagradable e interfiere con el
anhelo primitivo y universal de seguir con nuestra vida cotidiana.
Puede que haya otro factor que merece la pena examinar, pese a que prácticamente nadie
querrá admitirlo. Se trata de la profunda fascinación que encuentran algunas personas en las
armas nucleares, precisamente por ser tan extraordinarias, tan poderosas y tan impresionantes.
Ofrecen al Homo sapiens, una criatura físicamente débil y nada impresionante desde el punto de
vista anatómico, la posibilidad de identificarse con un nivel de fuerza —y por tanto de belleza—
poderosamente atractivo. Consideremos, por ejemplo, la descripción que hace el General de
brigada Thomas Farrell, sobre la primera prueba mundial de la bomba atómica en Alamogordo,
Nuevo México:
Podría decirse que sus efectos no tienen precedentes; son magníficos, hermosos,
fantásticos y terribles. Ningún fenómeno producido por la mano del hombre había
desencadenado hasta ahora tan tremendo poder. Los efectos luminosos son dignos de
describirse. Toda la región quedó iluminada por una luz deslumbrante de una
intensidad muchas veces superior a la de la luz del Sol a mediodía. Cada pico y cada
grieta del relieve de las montañas fue iluminado por una claridad indescriptible; hay
que verla para poder imaginarla. Era la belleza con que sueñan los grandes poetas y
que sólo aciertan a describir torpe y pobremente Treinta segundos después de la
explosión sentimos la onda expansiva, que fue seguida casi inmediatamente por un
gran ruido, prolongado e impresionante, que parecía anunciar el día del juicio final, y
que hizo que nos sintiéramos como seres insignificantes, blasfemos por haber osado
manipular fuerzas que hasta ahora habían estado reservadas al Todopoderoso. Mo hay
palabras para describir a los que no estuvieron presentes los efectos físicos, mentales
y psicológicos. Habla que estar allí para comprenderlo.
Treinta y seis años después, el psicólogo Nicholas Humphrey dio una conferencia en la BBC,
titulada «Cuatro minutos antes de medianoche», en la que ofrecía una perspectiva diferente de
la capacidad del ser humano para crear fuerza y belleza:
Hasta ahora sólo hemos evocado brevemente los peligros que encierra la mentalidad de
Neanderthal en la era nuclear según quedan reflejados en la agresividad, en la percepción del
riesgo, en la identificación con el grupo y, finalmente, en los impedimentos que encuentra el
activismo. Pero hay otros muchos factores, como la tendencia a desarrollar un comportamiento
reflejo e inconsciente en las situaciones de tensión (al fin y al cabo, fue la rapidez de reflejos y
no la capacidad de encontrar soluciones creativas a los problemas, lo que salvó a nuestros
antepasados de las fieras que los acechaban); la inclinación a suponer que nuestros dirigentes
poseen una sabiduría sobrehumana a la hora de hacer uso de sus poderes sobrehumanos; la
tendencia a pensar lo peor de los demás (paranoia), que es frecuentemente una proyección de
nuestras propias características negativas, y a hacer cierto tipo de profecías que producen
precisamente el efecto que más tememos; y una perversa insistencia en organizar el mundo
post-Hiroshima en base a un primitivo sistema intelectual de amenazas y castigos (por ejemplo,
la disuasión) que, pese a estar envuelto en secretas pretensiones intelectuales, es esencialmente
una de las formas más simples y primitivas de coacción entre los animales, y una de las menos
efectivas cuando se trata de animales superiores.
Una vez enfrentados a la amenaza que representan las armas nucleares, y aun habiendo
comprendido los procesos de rechazo y habituación, y los errores en la valoración de la fuerza y
la seguridad nacional, del riesgo, del peligro, del error, del enemigo y de nuestra impotencia a
nivel personal, los seres humanos seguimos empeñados en buscar soluciones Brahenianas: por
ejemplo, tratar de hacer que la disuasión sea «más segura», en vez de tratar de abolir
definitivamente las armas nucleares. Preferimos seguir poniendo parches y hacer arreglos
superficiales autogratificantes que apenas consiguen limar las asperezas del problema, con lo
que satisfacemos nuestra necesidad de actuar de un modo «responsable», dejando que las cosas
sigan como están. Nuestra incapacidad para responder con soluciones radicales a problemas
radicales no resultará sorprendente para quienes estén familiarizados con la historia general del
Homo sapiens; pero en el caso de las armas nucleares, nuestro comportamiento equivale a
preocuparse de poner en orden las sillas de cubierta del Titanic.
Nuestra afición a las soluciones Brahenianas se hace patente de forma dramática en el proyecto
de la Guerra de las Galaxias. En él se da una combinación de la insistente fe de la humanidad en
la tecnología —cuanto más alta mejor— y de la tendencia a reaccionar a la ansiedad generada
por las armas nucleares aferrándonos aún más a ellas. En el libro titulado Técnica y civilización,
Lewis Mumford afirma que «la creencia de que los problemas sociales que han creado las
máquinas pueden resolverse simplemente inventando más máquinas, es actualmente [1934]
signo de un pensamiento inmaduro que está muy cerca de la charlatanería». Puesto que escribió
más de una década antes de que se utilizaran por primera vez las armas nucleares, Mumford no
estaba pensando precisamente en la Guerra de las Galaxias, pero nunca se ha dado mejor
descripción de esta peligrosa fantasía.
Desde que el presidente Reagan pronunció su famoso discurso sobre la Guerra de las Galaxias
en marzo de 1983, proponiendo el desarrollo de un sistema que dejara a las armas nucleares
«impotentes y obsoletas», se ha despertado un interés creciente por las implicaciones
tecnológicas, económicas y estratégicas de este proyecto. Se han hecho numerosos análisis para
establecer si la Guerra de las Galaxias (o, como prefiere llamarla la administración, la Iniciativa
de Defensa Estratégica) es técnicamente factible, económicamente posible, o estratégicamente
deseable. Y el debate y la preocupación están más que justificados.
Los que apoyan la Guerra de las Galaxias dicen que es moralmente superior a la disuasión,
puesto que, más que amenazar al enemigo, defenderá a la gente, o hará posible la venganza si
es necesario. En este aspecto, es interesante señalar que los «halcones nucleares», muchos de
los cuales han hecho carrera defendiendo el uso de armas nucleares —es decir, el sistema de
disuasión— ahora se han puesto en su contra, y que las «palomas nucleares», que antes
encontraban profundamente desagradable el sistema de disuasión, ahora lo defienden.
No es difícil comprender por qué hay gente que apoya la Guerra de las Galaxias: funcionarios de
alto nivel que quieren conservar el favor de sus jefes, militares súbitamente interesados en la
investigación y desarrollo del proyecto y fabricantes de alta tecnología militar que pueden oler
un negocio lucrativo a distancia. («Dólares caídos del cielo», exageraba el Wall Street Journal).
La codicia es una vieja motivación, primitiva y comprensible. Y también está el atractivo de las
tendencias cavernícolas profundamente arraigadas en nosotros, sobre todo el sentimiento de que
estamos más seguros teniendo más armas, no menos. En realidad no se trata de nada nuevo; es
la vieja esperanza de nadar y guardar la ropa. De tener nuestros misiles y estar a salvo de los de
los demás. O podríamos llamarlo el «síndrome de Humpty-Dumpty» debido a la propia
naturaleza de las armas nucleares, nuestra seguridad nacional ha caído y el rey asegura que
puede reponerla si se le dan más hombres y más caballos [11].
Pero, como advierte Mumford, no hemos de olvidar lo atractiva que resulta la tecnología. A pesar
del movimiento ecológico, de «lo pequeño es hermoso», etc., lo cierto es que muchos creen con
ingenuidad en la tecnología, y conservan la esperanza de que la ciencia nos salvará, de que las
máquinas nos salvarán de las máquinas. Puede que ya no se estilen los castillos en el aire, pero
una bóveda blindada que se extienda de costa a costa es una gran tentación, sobretodo porque
nos evita afrontar el difícil, pero a la larga inevitable problema de establecer un acuerdo político
con nuestros adversarios. Después de todo, nuestras habilidades tecnológicas suelen ser
superiores a nuestras habilidades sociales, y en caso de duda recurrimos con alivio a la
tecnología.
Finalmente, está el atractivo del unilateralismo. Al fin y al cabo, hasta los ardientes guerreros de
la guerra fría están hartos de «derrotar» a los rusos en la carrera armamentista. La Guerra de
las Galaxias les ofrece un nuevo Santo Grial, un nuevo campo de competición estratégica que
resulta ventajoso para la fuerza más importante de América —la tecnología—, así como la
perspectiva de que saldremos adelante y resolveremos el problema como los hombres de
verdad... por nosotros mismos.
Pero puede que en el fondo el argumento psicológico más fuerte en favor de la Guerra de las
Galaxias sea el cínico reconocimiento a alto nivel de que este proyecto garantizará la
continuación de la carrera armamentista, puesto que mientras los soviéticos se vean
amenazados por el potencial sistema de la Guerra de las Galaxias, no llegarán a ningún acuerdo
para limitar el armamento o para reducirlo.
«Mamá, ¿no podría adelantar mi cumpleaños este año?» Esta pregunta no tiene nada de raro si
quien la hace es un impaciente niño de cinco años. Un poco más sorprendente seria que el
motivo de su petición fuera: «porque no quiero perdérmelo si hay una guerra nuclear».
Un bebé enfermo o un adolescente drogadicto requieren la atención de los padres. Un niño con
leucemia, anorexia o, sencillamente, con acné preocupa a sus padres, que tratan de cuidarlo y
ayudarlo por todos los medios. El hijo marginado, que rechaza la sociedad de los adultos y se
refugia en el rock duro y en las drogas, es también motivo de temor y preocupación para sus
padres. El rechazo de la sociedad adulta existe desde que existen los mamíferos; las crías
adolescentes resultan problemáticas cuando empiezan a experimentar los efectos de las
hormonas y tratan de buscar su puesto dentro del grupo social. Pero como si no tuviéramos ya
bastantes problemas, la última mitad del siglo XX ha traído uno nuevo: el miedo a la guerra
nuclear; y no se trata del miedo a un futuro incierto, difícil o desagradable, sino del miedo a que
no haya futuro.
Desde los albores de la conciencia humana, hemos luchado con la realidad de nuestra propia
muerte. Éste es uno de los frutos más amargos del conocimiento. Pero todavía nos resulta difícil
hablar con nuestros hijos de lo que Kurt Vonnegut llama «la vieja muerte». No es de extrañar,
entonces, que nos sea aún más difícil hablarles de la guerra nuclear, que es la imagen de la
aniquilación total. Hay muchos padres que no pueden hablar a sus hijos sobre la sexualidad, en
parte debido al deseo de preservar su intimidad sexual como ya hemos mencionado
anteriormente. Pero por muy difícil que resulte hablar de las cosas de la vida, es mucho más
terrible hablar de la guerra nuclear, de las cosas de la muerte. No obstante, al igual que el niño
al crecer descubrirá la sexualidad, también descubrirá la guerra nuclear, corno idea si no como
realidad.
El hecho es que nuestros hijos están amenazados, ahora como nunca, y ellos lo saben. Hasta
ahora los miembros jóvenes de la especie Homo sapiens no habían tenido motivos serios para
dudar de la continuación de la especie. Nunca habíamos tenido un futuro ensombrecido por una
nube en forma de hongo. Es cierto que el movimiento pacifista es responsable de la epidemia de
preocupación nuclear que sufre la juventud; nuestros hijos están preocupados porque se les ha
dicho que tienen motivos para preocuparse Sin embargo, culpar al movimiento pacifista de la
alineación y del miedo nuclear es como echar la culpa del incendio a quien grita «¡fuego!», a
quien da la alarma en lugar de al incendiario. Para los padres de hoy es un desafío tratar de
ayudar a sus hijos a reaccionar de forma efectiva a esa alarma, no a ignorarla, negarla o
tapiada.
Puede que aún no conozcamos los costes psicológicos de vivir bajo la Bomba de Damocles, pero,
al parecer, ya hay una generación que ha pagado su parte; son personas que llevan estroncio-90
en sus huesos y angustia en sus corazones. Pero las generaciones actúales no están exentas. El
peligro de una guerra nuclear es, probablemente, hoy mayor que nunca desde la Crisis de los
Misiles de Cuba, y la preocupación también ha ido en aumento. Un reciente estudio de los
psiquíatras William Beardslee y John Mack ha revelado que la mitad de los niños americanos
tienen conocimiento de la problemática nuclear ya antes de los doce años, y que entre los niños
más mayores, la mitad pensaba que tal conocimiento afectaba sus planes respecto al
matrimonio y al futuro. El estudio de Beardslee y Mack, basado en entrevistas con cientos de
niños en edad escolar, revela que los niños están «profundamente preocupados» por la amenaza
de la guerra nuclear, que son profundamente pesimistas y que a menudo están sencillamente
aterrorizados.
¿Y qué tiene de malo estar asustado? Según la psicóloga Sybille Escalona, la profunda
incertidumbre de si la humanidad tiene o no un futuro previsible ejerce una influencia maligna y
corrosiva sobre procesos muy importantes para el normal desarrollo del niño.
Al fin y al cabo, «los jóvenes aceptan el mundo de los adultos en la medida en que éste les
ofrece una razonable promesa de autorrealización en ciertas esferas de la vida». Pero para
muchos de nuestros hijos, esta «promesa» parece cada vez más una mentira y, por tanto, cada
vez les resulta más difícil aceptar el mundo de los adultos. Un estudio realizado recientemente
entre adolescentes drogadictos de California —que habían visto sin conmoverse el cuerpo
asesinado de uno de sus amigos— reveló que estos jóvenes se sienten desesperados en cuanto
al futuro, porque piensan que no les ofrece ninguna «promesa de autorrealización» a causa de la
amenaza del holocausto nuclear.
Pero el problema no es sencillamente que los adultos encuentren el modo de mitigar el miedo y
la preocupación de sus hijos, ni que consigan calmar su inquietud y ayudarles a superar su
creciente temor a la guerra nuclear. No se trata de que la juventud necesite que la tranquilicen,
al igual que un niño atrapado en una casa en llamas no necesita palabras tranquilizadoras; lo
que necesita es que le salven. El problema es real, no imaginario; no es una cuestión de
actitudes sino de situaciones. Por tanto, el primer paso que deben dar los padres que quieran
ayudar a sus hijos a superar este miedo nuclear, es reconocer que se trata de un miedo legítimo,
no sólo porque es un sentimiento real y forma parte de la «realidad» de una enfermedad
psicosomática, sino también porque se basa en una amenaza externa real.
Se dice que antes de enviar a sus hijos a Babi Yar [12], miles de padres se preocupaban de que
los niños se hubieran lavado los dientes, cepillado el cabello y abrochado bien el abrigo.
Preocuparse por tales nimiedades pudo hacer que los padres se sintieran bien en aquel
momento, pero no puede decirse (hay que admitirlo al considerar los hechos
retrospectivamente) que actuaran de forma responsable. Análogamente los padres responsables
de la era nuclear no deben limitarse a calmar los temores de sus hijos, como si el miedo fuera en
sí el problema. Deben intentar eliminar las causas de ese miedo. Es decir, los buenos padres de
los ochenta no sólo deben tratar de que sus hijos se sientan seguros, sino también hacer todo lo
posible para que lo estén. Afortunadamente, intentar lo uno bien puede ser el mejor camino para
conseguir lo otro y el medio para curar la alienación que existe entre ambas generaciones.
Los tabús sexuales victorianos no consiguieron acabar con el sexo, al igual que la resistencia de
los padres a hablar del sexo con sus hijos no facilita el proceso de madurez sexual de los niños.
Y así como los padres encuentran difícil hablar del sexo con sus hijos a no ser que estén de
acuerdo consigo mismos tanto emocional como intelectualmente, también les será difícil hablar
de la guerra nuclear a menos que se hayan informado bien sobre el tema.
En su informe sobre la actitud de los niños hacia la guerra nuclear Beardslee y Mack señalan:
En cada estadio de su desarrollo, el niño mitiga sus decepciones mirando hacia delante
e imaginándose un futuro en el que posea lo que ahora no puede tener, o en el que
sea posible lo que ahora no puede ser. Un ego sano ideal se forja con metas u
objetivos realizables por los que valga la pena luchar. Pero la construcción de tales
valores y el desarrollo de ese ego ideal dependen de que el presente sea percibido
como algo estable y duradero, y de que el niño pueda confiar, al menos hasta cierto
punto, en el futuro.
¿Pero qué pasa con ese ego ideal cuando la sociedad y sus dirigentes, despiertan
cinismo y el futuro resulta incierto? ¿Cómo afecta al ego ideal la percepción de que la
razón de esa incertidumbre es la locura o la «estupidez» de los adultos que, debido a
su incompetencia, ambición, agresividad, ser de poder o ineptitud, no pueden ofrecer a
sus hijos otro futuro que un planeta contaminado por la radiactividad y al borde del
desastre por la amenaza del holocausto nuclear? En un mundo así no tiene mucho
sentido hacer proyectos, y los valores e ideales ordinarios parecen ingenuos. En
semejante contexto, la impulsividad, un sistema de valores basado en la satisfacción
inmediata, la hiperestimulación de las drogas la proliferación de cultos apocalípticos
que tratan de resucitar la idea de que existe otra vida, y la pérdida de la individualidad
y de la capacidad de discriminación, parecen ser las consecuencias más naturales.
Además de los costes psíquicos y personales, puede que haya unos costes sociales a largo plazo
que, en definitiva, tendrán que ser soportados por una sociedad dirigida en su día por los niños
de hoy: «Al crecer dándose cuenta de que puede no haber futuro y de que el mundo adulto
parece incapaz de combatir la amenaza, puede que estos niños tengan menos posibilidades de
evitar la catástrofe que si se hubieran desarrollado bajo la misma amenaza pero en un clima
social diferente»
Por otra parte, crecer en un ambiente que fomenta el amor, el cuidado y la actitud de proteger
activamente todo lo que tiene de hermoso y especial este planeta, puede favorecer modelos de
desarrollo de la personalidad que conduzcan a un sentimiento de alegría, poder y autoestima.
Recordemos que, para bien o para mal, nosotros y nuestros hijos estamos en el mismo barco.
Nuestra unión es definitiva: compartimos el mismo destino en un pequeño planeta en peligro.
Todavía no se han realizado estudios sobre los niños que se han desarrollado con una actitud
activa hacia la guerra nuclear, pero probablemente estos niños no se convertirán en drogadictos,
ni se sentirán impotentes, desvalidos o desesperados. Pueden, sin embargo, sentirse bastante
ajenos al «sistema», o a un gobierno que está a favor de las armas nucleares; y con razón. Pero
al menos se sentirán unidos a su familia y solidarios con la raza humana. Puede que surja en
ellos una nueva fe en la democracia o, al menos, una renovada esperanza en sus posibilidades.
Erik Erikson ha sugerido que en la infancia se establece una base de esperanza y confianza
fundamental; a continuación se produce un desarrollo rudimentario de la voluntad, de la
capacidad de fijarse un propósito, de la iniciativa y de la habilidad, para, ya en la adolescencia
desarrollar «algún sistema de fidelidad». Y la mayor fidelidad no es la que se profesa a un Dios
imaginario, ni a un sistema político, ni al cónyuge, ni siquiera a uno mismo, sino la fidelidad al
planeta.
Es irónico que algunos padres estén más preocupados porque sus hijos están preocupados por la
guerra nuclear que por la guerra nuclear en sí. Naturalmente, hay muchas personas que no se
hacen responsables de la política militar de su país. Tanto es así, que el hecho de que la nación
haya fracasado en su intento de construir un mundo seguro para ellas y para sus hijos no les
molesta demasiado desde el punto de vista personal, puesto que no se trata de un fallo propio.
Sin embargo, hay muchos padres que se sienten responsables de la integridad psíquica de sus
hijos, y no digamos de su seguridad física; por eso hay muchos adultos que participan
activamente en el movimiento pacifista: por la desesperación y el miedo que advierten en sus
hijos (por no mencionar su propio miedo por sus hijos). Estos padres reconocen implícitamente
el fracaso de los padres de Babi Yar.
No obstante, puede que no se den cuenta de lo beneficioso que es para sus hijos ver que toman
una postura activa. Para un niño, los padres son inmensamente poderosos y, casi por definición,
capaces de triunfar en todos sus empeños. Unos padres activos, comprometidos, que rechacen
la nación-estado nuclear, pero que estén profundamente vinculados a la vida misma, no sólo
pueden ser la mejor esperanza a largo plazo para un niño, sino también su mejor fuente de
confianza a corto plazo.
Como hombres primitivos modernos, estamos bajo la influencia de nuestro pasado evolutivo,
pero eso no quiere decir que seamos prisioneros del pasado; de hecho, sólo dejamos de ser
esclavos cuando tomamos conciencia de tal influencia. Una vez descubierto el origen de nuestras
inclinaciones, los vestigios de la mentalidad de Neanderthal, estamos en condiciones de
extirparlo como si se tratara de un apéndice inflamado que amenaza con reventar.
Al fin y al cabo, somos las criaturas más adaptables de la Tierra. Hemos abolido la esclavitud, la
divinidad de los reyes, los sacrificios humanos y los duelos, pese a que todas estas prácticas y
creencias fueron consideradas en su tiempo reflejos indelebles de la «naturaleza humana».
Podemos aprender muchas cosas, idiomas, música o incluso a respetar los derechos de los
demás, y podemos inhibir las inclinaciones que consideramos indeseables, como el
neanderthalismo y la costumbre de recurrir al pensamiento Procrusteano. El conflicto entre la
biología y la cultura es más agudo y peligroso que nunca cuando se combina la mentalidad de
Neanderthal con las armas nucleares. Pero aún hay esperanza. Una vez ha comprendido un
problema y ha identificado correctamente una amenaza, el Homo puede mostrarse
verdaderamente sapiens y ser capaz de corregir una situación peligrosa aunque para ello tenga
que corregirse a sí mismo.
Como dijo Sigmund Freud, la cultura tiene la responsabilidad de liberar a la humanidad del
ascendiente de nuestros instintos desencadenados:
Han pasado más de cincuenta años y el problema es aún más agudo, aunque en cierto modo es
diferente. Los «instintos» humanos pueden ser un problema, pero también lo es la cultura. Es
precisamente el desarrollo incontrolado de la cultura nuclear, y su desviación de la sabiduría e
inclinaciones biológicas fundamentales, lo que está poniendo en peligro a todo el planeta. Pero
Freud estaba en lo cierto: no podemos esperar que sea la biología lo que nos salve. La evolución
biológica es, sencillamente, demasiado lenta. No podemos hacer responsable a la selección
natural, ni tampoco a nuestros dirigentes. No, la responsabilidad es nuestra. La evolución
cultural de los últimos tiempos ha creado el problema nuclear. Lo que hace falta ahora, como
dice Gunnar Myrdal, «no es el valor que da un optimismo ilusorio, sino el valor que da la
d ce Gu a y da , o es e ao que da u opt s o uso o, s o e ao que da a
desesperación.»
Según la mitología griega, los dioses castigaron a Prometeo —que había robado su fuego para
dárselo a los humanos— encadenándolo a una montaña a donde acudía diariamente un buitre
que le devoraba las entrañas. Los seres humanos modernos, criaturas biológicas que no actúan a
un ritmo evolutivo lento y prudente, sino a un frenético ritmo cultural, hemos desencadenado un
fuego mucho más peligroso que el de Prometeo. Y este fuego es aún más letal por el hecho de
que, en el fondo, los seres humanos no somos nada «modernos». En Prometeo encadenado,
Esquilo dice:
Dos mil años más tarde, Pogo dice sencillamente: «Hemos encontrado al enemigo y somos
nosotros mismos.»
Capítulo 9
A los seres vivos les gusta reproducirse, no sólo en un sentido figurado sino también en el
sentido literal. El amor es un medio de reproducción y los seres humanos, al igual que los
animales y las plantas, tienen un fuerte instinto de reproducción. Una especie de reproducción
sexual sólo tiene que dejar dos descendientes vivos por pareja para que su población se
mantenga constante de una generación a otra. Y, más o menos, esto es lo que suele ocurrir, no
porque a los individuos en cuestión les preocupe el destino de la especie, sino porque la
competencia entre individuos y entre especies no suele conceder grandes ventajas a nadie. Si no
existieran diversos factores ambientales que redujeran el número de individuos, cualquier
especie podría experimentar una explosión demográfica de proporciones inimaginables. Si tan
sólo dos individuos de cualquier especie animal o vegetal se reprodujeran sin impedimentos
durante toda su vida y sus descendientes siguieran su ejemplo, al cabo de un millón de años
(muy poco tiempo en términos evolutivos) todo el planeta y, de hecho, todo el Universo visible
estaría invadido por la sustancia viva y palpitante de nuestro hipotético organismo. No debería
sorprendernos, por tanto, aprender que los seres vivos no alcanzan nunca su máxima capacidad
reproductiva. Su número es reducido constantemente, tanto en su estado adulto como en un
estado inmaduro, embrionario o a nivel de esperma u óvulos. La población de algunas especies
disminuye más que la de otra; y esto, por supuesto, es obra de la selección natural. Cuando
hablamos de la selección natural nos centramos en los supervivientes y en aquellas
características que resultaban valiosas para la supervivencia génica. Ahora es el momento de
ca acte st cas que esu taba a osas pa a a supe e c a gé ca o a es e o e to de
fijarnos en los perdedores. Hay muchos factores que, combinados o independientemente,
pueden causar la muerte de los seres vivos o su fracaso reproductivo. Puede ser que se agote la
comida o que carezcan de las vitaminas y minerales necesarios. Puede que no consigan
encontrar pareja o un lugar apropiado para vivir o criar. Pueden sucumbir a los caprichos del
clima, al viento, a la lluvia, al sol o a la sequía. Pueden ser víctimas de enfermedades causadas
por bacterias, protozoos o virus. Puede que les devoren en vida (los parásitos como la tenia o el
moscardón) o que los maten para devorarlos (los predadores, como el halcón, el lobo o los
propios seres humanos). Aunque el destino pueda ser cruel para las infortunadas víctimas su
involuntario sacrificio tiene el efecto de impedir un aumento incontrolado de la población que
podría ser desastroso.
Un caso célebre de altruismo mal entendido ilustra la importancia de la mortalidad natural para
el mantenimiento de una población sana. La meseta de Kaibab es una inmensa región
despoblada en el centro norte de Atizona. De ella se mantenía una población bastante numerosa
de ciervos y un buen número de predadores cuya proporción estaba en equilibrio armonioso con
el medio ambiente. Pero gentes de buen corazón y amantes de los ciervos, especialmente los
cazadores, querían que hubiera aún más ciervos, y pensaron que podrían conseguirlo matando a
sus «enemigos».
De 1907 a 1923 se llevó a cabo una carnicería sistemática: 11 lobos, 600 pumas y 3.000
coyotes se eliminaron en la meseta. Antes la población de ciervos había estado formada por
unos 4.000 ejemplares sanos, y su número era controlado por los predadores. Pero al
desaparecer este control, la población de ciervos aumentó espectacularmente hasta llegar a
unos 100.000. Y antes de que se alcanzara esta cifra ya estaba claro que algo iba mal. Era
evidente que los ciervos se estaban quedando sin comida; tenían un aspecto demacrado y
enfermizo. Destruían los árboles comiéndose sus hojas y brotes hasta que llegó a desaparecer
toda vegetación hasta una altura de 2,5 metros, que es la altura máxima que alcanza un ciervo
hambriento cuando se pone de pie sobre sus patas traseras. En 1925 se inició una gran
hambruna, y más de la mitad de la población murió de hambre en los dos años siguientes. Hacia
1940 el hambre seguía matando más ciervos que los que nunca habían matado los predadores,
y la población se había reducido a unos 10.000.
Y lo que es aún más grave, el medio ambiente había quedado seriamente dañado. Antes de
eliminar a los predadores, la meseta era capaz de alimentar a unos 30.000 ciervos, pero una vez
los tramperos y cazadores hubieron realizado su labor, la violenta presión de una población
anormalmente elevada habla reducido de forma alarmante el vigor ecológico de la zona. Los
ciervos de Kaibab fueron víctimas del crecimiento incontrolado de su población. No sólo sufrieron
hambrunas y murieron de hambre, sino que además redujeron seriamente la capacidad de su
medio ambiente para sustentar formas de vida en el futuro.
La historia de los ciervos de la meseta de Kaibab es en muchos aspectos una alegoría del planeta
Tierra y el Homo sapiens moderno. En nuestra historia las cifras han ido creciendo
progresivamente, de forma gradual al principio y durante miles o millones de años, para
culminar en el gran estallido del último siglo.
Cuando se descubrió la agricultura, hace unos 10.000 años, la población humana mundial era de
unos 5 millones. En la época en que nació Cristo éramos unos 200 millones. No alcanzamos los
mil millones hasta 1850: más o menos 52.000 años después de que el Homo sapiens entrara en
escena. Alcanzamos los 2.000 millones hacia 1930 —tan sólo ochenta años después—, y los
3.000 millones hacia 1960, sólo treinta años más tarde En 1975 ya éramos 4.000 millones.
Hay que resaltar que la población no sólo ha aumentado a un ritmo extraordinario, sino que
además el índice de incremento ha ido elevándose en muchos países, lo cual es aún más
espantoso. Ni siquiera la expresión «explosión demográfica», que emplean las personas
alarmadas por estas cifras, llega a describir el fenómeno. Cuando algo explota, sus fragmentos
salen despedidos a toda velocidad, pero a, medida que pasa el tiempo y se van alejando del
epicentro, su velocidad disminuye. No hay palabra que describa la explosión demográfica de la
humanidad, un fenómeno sin precedentes en el que tanto las cifras como la velocidad han ido
aumentando con el paso del tiempo. Se parece más bien a una avalancha.
Como todos los animales, los seres humanos tienen una capacidad reproductiva muy alta: en
teoría pueden tener unos veinte hijos por pareja, aunque en la práctica se tengan de seis a diez
hijos por pareja cuando no se controla la natalidad. Esta elevada natalidad era adaptativa para
nuestros antepasados, puesto que la mortalidad también era alta. Debido a que muchos niños
morían a causa de enfermedades, hambre, malas condiciones o devorados por predadores, era
necesario que la familia fuera numerosa simplemente para mantener la población, y para los
padres el costo de los hijos adicionales era generalmente menor que el beneficio. Como le dijo la
Reina Roja a Alicia, teníamos que correr para poder seguir donde estábamos. Para llegar a
alguna parte teníamos que ir aún más aprisa. Para tener la seguridad de que sobrevivirían al
menos dos descendientes, había que tener seis o siete, y en las sociedades en que se daba más
valor a uno de los sexos (el masculino normalmente) habla que tener aún más hijos para estar
seguro de que al menos uno de los supervivientes fuera un varón.
La tercera etapa, que supone el mayor impulso para el crecimiento de la población, comenzó con
la revolución científica de los siglos XVI y XVII y ha continuado hasta nuestros días, promovida
por la Revolución Industrial y, más recientemente, por los grandes avances realizados en higiene
y en medicina de los últimos cien años. En la actualidad, la población humana experimenta un
desarrollo suicida, considerando nuestra capacidad de mantener la armonía social en un mundo
superpoblado y los recursos físicos y biológicos básicos de la Tierra.
Los seres humanos también tenemos una capacidad de reproducción elevada, que corresponde a
nuestra elevada mortalidad de antaño. En la historia de la humanidad los frenos naturales más
importantes han sido probablemente el hambre y las enfermedades, más que la acción de los
predadores. Cuando nuestros antepasados empezaron a perfeccionar su cultura, haciéndose
cazadores, recolectores y preparando los alimentos, redujeron enormemente la pérdida de vidas
humanas causadas por el hambre. La invención de la agricultura tuvo un efecto similar, a la vez
que hizo posible la supervivencia en regiones anteriormente inhabitables o inhóspitas. En los
últimos cien años se han realizado tremendos avances en nuestra larga lucha contra las
enfermedades. Al igual que se hizo con los ciervos de Kaibab, estamos eliminando nuestros
pumas y lobos, que para nosotros se llaman malaria, cólera y tifus. Y también al igual que
ocurrió con los ciervos de Kaibab, nuestra población se está disparando. Pero en la vida como
con la gravedad, todo lo que sube tiene que bajar.
El biólogo demógrafo Paul Ehrlich ha señalado que el mundo occidental ha estado practicando y
exportando el control de la mortalidad. En conjunto, la mortalidad se ha reducido enormemente,
especialmente en el Tercer Mundo, en donde siempre había sido espantosamente alta. Esto no
tiene nada de malo; al contrario, es muy loable. El hambre y las enfermedades siguen siendo
dos de nuestros peores enemigos, y eliminarlas es uno de los más nobles empeños del ser
humano. Pero debido a que la población humana ha aumentado más allá de la capacidad de la
Tierra de proveer a sus necesidades, periódicamente somos testigos de devastadoras
hambrunas, como las que están asolando África en los años ochenta. Es más, las posibilidades
de mantener a largo plazo a una población artificialmente inflacionada son escasas o nulas. Lo
único que estamos consiguiendo es sustituir una forma de muerte por otra; con el agravante de
que la muerte por inanición que se produce a consecuencia de la superpoblación afecta a
muchas más personas. Afortunadamente, la solución es relativamente simple: seguir con
nuestros esfuerzos humanitarios para controlar la mortalidad (e incluso incrementarlos) pero
exportando simultáneamente un control de la natalidad. Si seguimos soltando el freno y
queremos seguir conduciendo, no hay más remedio que soltar también el acelerador.
Nos estamos enfrentando a un problema social que no existiría si no fuéramos seres culturales
además de biológicos. Mientras que nuestra cultura nos ha proporcionado el control de la
mortalidad, nuestra biología sigue conservando la tendencia —fomentada por la evolución— a
tener un gran número de descendientes en previsión de una alta mortalidad que hoy se logra
evitar en la mayoría de los casos. En condiciones naturales, la selección puede hacer que una
variación análoga de la mortalidad se refleje finalmente en la modificación de las pautas de
comportamiento reproductivo. Pero esto tardaría en producirse cierto tiempo —según la escala
evolutiva, por lo menos miles de años—, y los avances culturales más drásticos se están
produciendo en cuestión de décadas o años. Como el problema de la agresividad, el problema de
la población surgió cuando la evolución cultural dejó atrás a la evolución biológica y, por tanto,
debe ser resuelto por fuerzas culturales. Sencillamente, no podemos esperar a que lo resuelvan
nuestros genes.
Afortunadamente, el control de la natalidad puede costar menos que toda la tecnología que se
emplea para controlar la mortalidad, aunque no por ello es menos importante. Para que un
programa de control de la natalidad tuviera éxito a nivel mundial debería superar la oposición de
ciertos grupos religiosos y la actitud suspicaz y paranoica (aunque a veces justificada) de
algunos grupos étnicos —especialmente, los negros americanos— que ven en el control de la
natalidad un ingenioso pretexto para el genocidio racial. También tendría que enfrentarse al
deseo —de base génica— de tener una familia numerosa, deseo que nos fue instilado
originalmente por la selección natural mucho antes de que descubriéramos el control de la
mortalidad. Pero en lo que respecta al comportamiento, nuestra biología suele subordinarse a
nuestra cultura y, afortunadamente, parece que unas motivaciones serias inducidas por la
cultura para limitar el tamaño de la familia pueden contrarrestar cualquier tendencia biológica de
este tipo. En este caso, la evolución cultural crea el problema y aporta la solución. La píldora
anticonceptiva, los preservativos, el dispositivo intrauterino, el diafragma y la esterilización son
productos de la cultura humana que nos permiten, si somos lo suficientemente inteligentes,
burlarnos colectivamente de nuestros genes.
Una reacción similar se da entre los animales cuando la situación cambia, de forma que los
padres tienen más éxito produciendo un número relativamente pequeño de descendientes e
invirtiendo más en cada uno, que teniendo una gran cantidad de ellos sin que ninguno tenga
muchas probabilidades de sobrevivir. En las sociedades de campesinos o cazadores-recolectores,
los hijos adicionales son campesinos, cazadores-recolectores y/o guerreros adicionales. Cuando
mueren —cosa que ocurre a menudo— son reemplazados. En cambio, en las sociedades
tecnológicamente avanzadas, los hijos adicionales representan una pesada carga para la familia,
puesto que uno requiere una fuerte inversión en forma de cuidados médicos, ropa y educación,
mientras que su contribución inmediata a la productividad doméstica es bien escasa.
Los sistemas dependientes de la densidad son ejemplos de lo que los ingenieros denominan
«circuito de realimentación negativa». En realidad la idea es muy simple. La realimentación
positiva (lo opuesto) es lo que vulgarmente llamamos un «círculo vicioso»; una situación en la
que una desviación de la norma provoca una desviación adicional y ésta otra mayor, y así
sucesivamente. «Los ricos se hacen más ricos», es un ejemplo de realimentación positiva («…y
los pobres tienen hijos»). Otro ejemplo sería una reacción nuclear en cadena. Pero la
realimentación negativa resulta más interesante desde el punto de vista intelectual, puesto que
da lugar a un sistema maravillosamente equilibrado capaz de absorber las desviaciones y hacer
que el sistema vuelva rápidamente a un nivel aceptable. Por poner un ejemplo de la vida
cotidiana que no suele llamamos la atención, consideremos el termostato que regula la
calefacción de una casa. Puede ponerse a determinada temperatura, por ejemplo entre 18 y 20°,
si la temperatura de la casa desciende por debajo de 18°, se enciende la calefacción hasta que
vuelve a alcanzar un nivel aceptable Si la temperatura sube por encima de ese límite, se apaga
la calefacción, permitiendo así que se enfrié la casa. Un sistema de realimentación negativa más
sofisticado podría llevar incorporado un aparato de aire acondicionado que se activaría cuando
subiera demasiado la temperatura.
Los sistemas biológicos presentan una amplia gama de mecanismos de realimentación negativa
que se ocupan de mantener las condiciones físicas y químicas necesarias para la vida. Por
ejemplo, nuestra sangre y nuestros fluidos vitales tienen que mantenerse dentro de unos límites
de acidez y alcalinidad muy precisos para que no se produzca la muerte por convulsiones. Un
ejemplo más claro en el sistema de mantenimiento de las temperaturas internas mediante una
serie de mecanismos muy similares al termostato de una casa. Por ser animales de sangre
caliente, una variación de algunos grados en nuestra temperatura corporal, en cualquiera de los
dos sentidos, podría significar el coma y la muerte. Inconscientemente aumentamos nuestra
temperatura cerrando los pequeños vasos sanguíneos que riegan la epidermis, evitando así la
pérdida de calor, mientras contraemos rápidamente nuestros músculos —tiritando— para generar
calor. Si, por el contrario, tenemos demasiado calor, aumenta el riego sanguíneo de la epidermis,
en donde el exceso de calor es irradiado al exterior. Al mismo tiempo exudamos agua en la
superficie del cuerpo —la transpiración— que al evaporarse nos refresca aún más.
En el control del tamaño de las poblaciones animales por factores dependientes de la densidad
intervienen procesos de realimentación negativa similares a los descritos. Los escarabajos
Tribolium medran en las mezclas de cereales secos y granos, como saben muy bien los
mayoristas. Si se les deja tranquilos en un recipiente de pienso se reproducen rápidamente.
Finalmente la población deja de crecer debido en parte a la acumulación de sus propios
desechos, que les resulta perjudicial; a medida que aumenta la población aumentan los
desechos. Desde luego, existe la posibilidad de que al Homo sapiens le ocurra algo parecido. La
acumulación de productos tóxicos, como el mercurio, el plomo y los difenilos policlorados en
nuestro entorno puede llegar a interrumpir nuestro proceso reproductivo. El desastre industrial
de Bhopal, en la India, donde murieron miles de personas, demuestra que, sin necesidad de que
se produzca una guerra nuclear o una amplia crisis ecológica, la civilización conlleva unos riesgos
espantosos.
Aparte de auto-destruirse mediante sus propios desechos tóxicos, los escarabajos molineros
también se matan entre sí. Pueden comportarse como caníbales devorando las larvas en cuanto
tienen oportunidad. Mientras la población es escasa tal oportunidad no se presenta muy a
menudo, pero según crece la población aumenta la probabilidad de que los adultos den con las
larvas, con funestas consecuencias para estas últimas.
Algo parecido ocurre con los osos pardos. Los machos, en concreto, suelen matar a los
cachorros. Por eso las hembras los ahuyentan antes de que nazcan las crías, y por esta misma
razón la hembra con crías resulta tan peligrosa para los seres humanos. Protege a sus oseznos
porque la evolución le ha dicho que corren peligro. Cuando la población de osos pardos es baja,
los machos no suelen tener oportunidad de matar a los oseznos, pero si la población llega a ser
anormalmente alta, este mecanismo de control dependiente de la densidad eliminará cierta
cantidad de crías, lo que, a su vez, restringirá el aumento de la población. Hay que observar que
parece improbable que los osos pardos, al igual que los escarabajos molineros, pretendan
conscientemente reducir la población local. Lo más probable es que se limiten sencillamente a
aprovechar egoístamente las oportunidades que se les presentan. Hasta cierto punto, es posible
que estén siguiendo los dictados de la selección, que recompensan a los individuos que eliminan
potenciales competidores, pese a que en algunos casos pueden estar eliminando sus propios
genes. El efecto de este comportamiento sobre la población global es probablemente incidental,
aunque no por ello sus resultados sean menos reales.
No es probable que el control de la población humana haya dependido alguna vez de este tipo de
mecanismos y no creemos que nadie se aventure a pronosticar que el canibalismo pueda tener
algún efecto sobre la densidad de la población humana en el futuro. Sin embargo, la agresividad
violenta entre los seres humanos puede estar en función de las presiones demográficas. Si el
aumento de la densidad de población engendra más violencia y ésta, a su vez, eleva el índice de
mortalidad, tendríamos un sistema de control dependiente de la densidad que podría (al menos
en teoría) mantener constante el tamaño de la población. Existen varias posibles conexiones que
vinculan la agresividad con la densidad de la población.
Es más probable que se exteriorice la agresividad en una población densa en la que la gente se
topa constantemente con sus potenciales objetos de agresión. Los instintos territoriales, por
improbables que sean, se verían gravemente afectados al extremarse el hacinamiento. Al
parecer, no es coincidencia que nuestra mayor área urbana, la ciudad de Nueva York, haya sido
declarada como ciudad ingobernable. Como ya hemos visto, el desmoronamiento del orden
social suele citarse entre las causas de la agresividad. Resulta significativo que el índice de
criminalidad sea más alto en donde hay mayor densidad de población. Además, las poblaciones
grandes tienden a exagerar la necesidad de servicios públicos, acentuando las discrepancias
entre ricos y pobres. La frustración aumenta y con ella la agresividad.
Pese a estas correlaciones aparentemente claras, no hay ninguna prueba concluyente que exista
un mecanismo de control de la población humana dependiente de la densidad, y aunque
existiera tal posibilidad, no sería un sistema deseable. De hecho, ninguno de los mecanismos de
control dependientes de la densidad que la evolución biológica ha desarrollado en los animales
puede compararse a las posibilidades del control cultural, puesto que el control cultural podría
teóricamente prevenir el problema en vez de solucionarlo de forma violenta.
Aunque los ecólogos discrepan sobre el verdadero significado de los mecanismos de control
dependientes de la densidad en la naturaleza, suelen estar de acuerdo, al menos hasta cierto
punto, en que el tamaño de la población influye sobre el número de muertes, incluso cuando el
factor letal parece ser independiente de la densidad. Esto puede aplicarse también a las
poblaciones humanas. Por ejemplo, si una sequía u otra irregularidad climatológica redujera la
cantidad de alimentos en una isla de forma que sólo pudieran sobrevivir cincuenta ciervos en
donde hay cincuenta y uno, es evidente que uno de ellos debe morir. Del mismo modo, si
hubiera doscientos ciervos, morirían de hambre ciento cincuenta. El número de muertes es
dependiente de la densidad en cierto modo, ya que cuando mayor sea la población, más
individuos morirán. Si establecemos un paralelo con la especie humana, el resultado es
aterrador: si durante una hambruna que se repite periódicamente un país puede mantener sólo
a cincuenta millones de personas y su población ha sido inflacionada artificialmente a doscientos
millones (por la introducción del control de la mortalidad sin el correspondiente control de la
natalidad), es evidente que en la época de escasez se producirán ciento cincuenta millones de
muertes, y cuanto más grande sea la población, más personas morirán.
También es posible —y en algunos casos más probable— que los costos se repartan entre toda la
población y que los supervivientes tengan que apretarse el cinturón. Lo que hasta ahora
sabemos sobre el comportamiento humano nos lleva a pensar que, hasta cierto punto, esto es lo
que ocurrirá. No obstante, lo que sabemos sobre el comportamiento humano también sugiere
que los sacrificios impuestos por la escasez de recursos no se repartirán equitativamente.
Para muchos animales, el medio ambiente determina que sólo una cantidad limitada de
individuos tenga éxito. Si una especie territorial necesita, por ejemplo, dos acres por pareja [13]
reproductora, un terreno de diez acres sólo puede acoger a cinco parejas. Si hay más parejas,
las que sobren no tendrán muchas oportunidades. Los colines de Virginia lo pasan mal durante el
invierno, pero los que han conseguido un cobijo adecuado consiguen sobrevivir. Puesto que cada
otoño suele haber más ejemplares de lo que el medio ambiente puede hospedar, lo normal es
que cada año muera cierto número de ellos. Es el entorno el que determina el número de
individuos que puede sobrevivir, y el resto perece. Cuanto mayor es la población, más animales
se ven obligados a vivir en hábitats que no son óptimos y más alta es la tasa de mortalidad. Los
individuos desplazados suelen ser matados por los predadores, que, en el caso del colín de
Virginia son los grandes búhos y los zorros. Aunque se suele culpar a los predadores de la alta
tasa de mortalidad, en realidad es el medio ambiente de la especie el que determina el número
de individuos que ha de morir en relación al tamaño de la población.
Desgraciadamente, entre los seres humanos se da un proceso similar aunque sin predadores. A
principios de la década de los 70, un tifón se cobró en Pakistán (actualmente Bangladesh) unas
500.000 vidas. Pese a que en principio esta horrible pérdida de vidas humanas pudiera ser
atribuida a una serie de factores climáticos naturales, lo cierto es que los bengalíes fueron
víctimas de su propia densidad de población: los traicioneros terrenos del delta del Ganges
nunca deberían haber estado tan poblados y, de hecho, esto no habría ocurrido si toda el área no
hubiera estado tan espantosamente superpoblada. Como las codornices que sobran en el
invierno y quedan condenadas a instalarse en un hábitat inadecuado, millones de personas se
vieron obligadas a vivir en terrenos poco seguros debido a la existencia de tantos compatriotas.
Algo parecido ocurre con las sequías que padece África; la densidad de la población, pese a no
ser tan elevada como la de Bangladesh es excesiva para los recursos de la zona.
Entre la mayoría de los animales, la competencia tiende a eliminar los menos aptos —ya que lo
más probable es que sean «los mejores ejemplares los que consigan un lugar adecuado para
reproducirse y sobrevivir— al igual que los predadores tienden a devorar a los individuos viejos o
enfermos. Pero entre los seres humanos, debido a nuestro «amortiguador» cultural cada vez
mayor y más efectivo, prácticamente no hay ninguna posibilidad de que tenga lugar esta
selección. Dado el enorme potencial que tiene cualquier ser humano y dado que el dolor y el
sufrimiento personal pueden ser igualmente enormes, sólo un monstruo obsesionado con los
genes sería capaz de consolarse con la idea de que la selección natural está mejorando la
especie a través de tales desastres. Pero aunque esto fuera posible en teoría, e incluso aunque
no tuviéramos en cuenta ninguna clase de principios éticos o morales, la organización de las
sociedades humanas ha hecho que tal mejora sea biológicamente imposible: imaginemos a un
niño en el que se diera una excelente combinación de genes, nacido en el seno de una familia de
campesinos pobres en donde fuera uno de nueve hermanos. Este niño no tendría prácticamente
ninguna posibilidad de escapar a los peligros de la vida en el delta del Ganges o en la árida
meseta etíope en donde ha tenido que instalarse su familia empujada por las fuertes presiones
demográficas. Cuando sobrevenga la inundación o la hambruna, este niño será eliminado por la
naturaleza —como parte del excedente humano— mediante un terrible mecanismo de control
dependiente de la densidad. ¿Cuántos herederos de Tagore sucumbieron cuando tuvo lugar ese
tifón? ¿Cuántos habitantes de Kenia han muerto ya de hambre?
Las poblaciones de muchas especies animales son restringidas por las enfermedades y los
parásitos. Nuestro punto de vista singularmente antropocéntrico suele pasar por alto el hecho de
que los microbios patógenos no son un problema que afecta exclusivamente a nuestra especie. A
menudo son factores importantes para el control del tamaño de la población, especialmente
entre la mayoría de los primates que viven en libertad. Sus efectos son en cierto modo
dependientes de la densidad, ya que el contagio se produce más fácilmente en una población
densa, y el hacinamiento y la desnutrición hacen que los seres vivos sean más vulnerables a las
enfermedades.
No debemos pasar por alto la eficacia de la medicina moderna, pero a medida que aumenta la
población humana, aumenta también la necesidad de utilizar la medicina para controlar este
potencial factor dependiente de la densidad. Tampoco hay que olvidar un agravante de origen
cultural causado por los medios de transporte a nivel mundial. Debido a la existencia de aviones,
trenes, barcos y automóviles, una enfermedad que surja en un remoto rincón de la Tierra en
donde los nativos están inmunizados contra ella puede propagarse rápidamente por todo el
globo [14]. Algunas enfermedades relativamente benignas del Viejo Mundo, como el sarampión o
la varicela, fueron llevadas por exploradores y misioneros al Nuevo Mundo y a los pueblos del
Pacífico en donde causaron estragos debido a la falta de defensas de los nativos. Más
recientemente, la «gripe de Hong Kong» y otras enfermedades se han extendido mucho más allá
de las regiones en donde se conocen desde la antigüedad. Y aunque es posible que se logre
eliminar el SIDA mediante una atenta vigilancia y unos esfuerzos hercúleos, también puede ser
que se extienda por todo el mundo, mientras que en épocas anteriores probablemente hubiera
permanecido aislado geográficamente durante generaciones.
Cada vez hay más pruebas de que muchos animales reaccionan al incremento de la densidad de
su población con modificaciones de su comportamiento y su fisiología que, en último extremo,
tienen el efecto de reducir la población. No hay ninguna razón para creer que este fenómeno
dependiente de la densidad sea una muestra de prudencia por parte de los individuos o de la
especie; se debe más bien a que cuando hay un problema de superpoblación, los individuos (y
los genes individuales) pueden maximizar su éxito reproductivo desarrollando un
comportamiento que, incidentalmente, tiende a reducir la población. No está claro que todo
pueda ser aplicado a los seres humanos, pero la idea resulta interesante. John C. Calhoun se
dedicó a experimentar con ratas y a observar sus reacciones según la densidad de la población.
Puso cinco ratas preñadas en un corral de unas diez áreas, proporcionando agua y alimentos
suficientes para la población creciente. Al cabo de dos años, las cinco hembras iniciales podrían
haber producido, en teoría, unos 50.000 descendientes, pero la población nunca llegó a
aproximarse a esta cifra. De hecho, nunca pasó de 200 animales, y finalmente llegó a
estabilizarse en 150. Sin embargo, en un laboratorio habría sido fácil criar 50.000 animales o
más en el mismo espacio manteniendo a las ratas aisladas en pequeñas jaulas. Entonces, ¿cómo
consiguieron estas ratas mantener su número tan bajo en un estado semi-salvaje?
Las hembras hacinadas eran además malas madres; amamantaban mal a las crías y las
cuidaban de forma negligente. En condiciones normales las hembras suelen recoger a sus
pequeños si se han dispersado, llevándolos a un nido nuevo si el viejo está en malas
condiciones. En cambio, las hembras hacinadas mostraban muy poca inclinación a reunir a sus
crías. Las dejaban caer a menudo durante el traslado, abandonándolas en donde habían caído.
Estas desventuradas crías solían ser devoradas por las bandas de machos que merodeaban por
allí. Semejante tendencia al canibalismo nunca se da en los grupos de animales que viven en
libertad, en los que la población se mantiene invariablemente a un nivel más aceptable.
El comportamiento sexual de las ratas se ajusta normalmente a ciertas pautas predecibles de las
que depende el éxito del apareamiento y del cuidado de las crías. Los machos identifican a las
hembras por su olor, y son especialmente sensibles cuando ellas están en celo. Cuando llega el
momento apropiado el macho persigue a la hembra, que se refugia en su ratonera, desde donde
observa al macho que responde dando saltitos. Cuando termina este ritual, la hembra vuelve a
salir y, finalmente, tiene lugar la cópula. Sin embargo, cuando hay un problema de
superpoblación, los machos suelen dejar de observar los ritos del cortejo, y siguen a las hembras
hasta su ratonera, acosándolas en grupo de un modo que puede recordar a las violaciones
colectivas que se dan entre los seres humanos. Al trastornarse el delicado mecanismo
reproductor, aumenta extraordinariamente el número de abortos y la tasa de mortalidad de las
hembras, con lo que se retrasa el crecimiento de la población.
Para quienes estudian las enfermedades mentales resulta especialmente interesante observar
que el comportamiento anormal de los animales hacinados no afecta del mismo modo a todos
los individuos de la población. Los individuos pueden desarrollar diferentes comportamientos
patológicos. Se observaron cuatro tipos de comportamiento anormal. Los pocos machos
dominantes eran moderadamente agresivos, y parecían relativamente normales. Otros machos
se volvieron «hiperactivos», molestando a las hembras y devorando a las crías. Algunos se
volvieron «pansexuales» y trataban de copular con cualquier animal, ya fuera macho, hembra,
viejo, joven, receptivo o no. Un grupo adoptó una actitud pasiva, perdiendo el interés por el sexo
y por las luchas, y, por último, otro grupo se retiró completamente de la escena, limitando su
actividad a los períodos en que los demás dormían.
Puede que las ratas de Calhoun nos estén enviando un mensaje: parece ser que cuando se
derrumba el orden social se desencadena nuestro peor potencial biológico. Las poblaciones
anormalmente densas pueden producir un comportamiento social anormal que acaba por reducir
el tamaño de la población. Suponiendo que sea válida la extrapolación de las ratas a los seres
humanos —y con esto hay que andarse con cuidado, a pesar de que sea una práctica rutinaria
en la investigación biomédica— estos controles biológicos dependientes de la densidad pueden
estar preparando un futuro sombrío para un mundo en el que se da un crecimiento demográfico
incontrolado, incluso aunque consigamos evitar una crisis demográfica catastrófica. No obstante,
si somos lo suficientemente inteligentes o afortunados, nunca llegaremos a saber si nuestra
biología nos ha dotado con la capacidad de reaccionar de un modo similar al de las ratas del
experimento.
No sabemos cuál es la base psicológica de los diversos comportamientos desarrollados por las
ratas de Calhoun. Sin embargo, otros estudios realizados indican que existe un mecanismo
general que puede tener bastante importancia. El biólogo John Christian descubrió que bajo
condiciones de tensión social —causadas, por ejemplo, por una superpoblación local— se
produce una hiperactividad de las glándulas adrenales (suprarrenales). Situadas encima de los
riñones, estas pequeñas estructuras regulan múltiples procesos químicos esenciales para el
organismo, que incluyen la movilización de las reservas de azúcar y la resistencia a las
infecciones en momentos de tensión. Si se hace un uso constante de ellas, estas glándulas
aumentan de tamaño. Su hiperactividad exige un esfuerzo excesivo del organismo que puede
provocar un shock y, finalmente, el agotamiento de la adrenalina y la muerte. Veamos un
ejemplo extraído de un estudio que, pese a haberse realizado hace varias décadas, aún no ha
sido igualado debido a su perfección y al mensaje que encierra para un mundo cada vez más
superpoblado:
En 1916 se llevaron varios ciervos a la isla de St. James, situada en la bahía de Chesapeake y
con una extensión de varios cientos de acres. La población aumentó rápidamente a 300
ejemplares, lo que suponía una densidad anormalmente alta Por casualidad, Christian estaba
estudiando estos ciervos cuando murieron la mitad de ellos en 1958. Paradójicamente, los
animales muertos parecían sanos a excepción de que sus glándulas suprarrenales eran
anormalmente grandes. Hacia 1959 la densidad de la población había descendido a un nivel
normal y el tamaño de las glándulas suprarrenales había vuelto a ser también normal.
Podemos prever que los síntomas de estrés serán mayores entre los individuos que ocupan el
nivel más bajo de la escala social. Al fin y al cabo, están siendo «pisados» por todos los demás y
no tienen posibilidades de vengarse. Esto es un hecho que ha sido demostrado repetidamente:
en muchas especies animales, los animales que tienen las mayores glándulas suprarrenales son
precisamente aquellos que ocupan el rango social más bajo. Aunque no se han estudiado las
correspondencias que puedan darse entre los seres humanos, un estudio de las enfermedades
relacionadas con la tensión nerviosa realizado entre los empleados de la compañía Bell
Telephone, reveló que los individuos que ocupaban los cargos inferiores, como los instaladores
de líneas y las operadoras, estaban más afectados por este tipo de enfermedades que los
miembros de la junta directiva. A lo mejor tenemos que revisar nuestras ideas convencionales
sobre el ejecutivo agobiado y el despreocupado obrero.
Entre los monos, la situación varía de una especie a otra y es arriesgado generalizar, pero no
suele observarse nada análogo a la castración psicológica. De hecho, es bastante raro que se dé
una abierta rivalidad sexual entre los machos, e incluso entre los despóticos papiones, los
machos subordinados también copulan. Sin embargo, durante el estro, cuando la hembra es más
fértil y es más probable que la cópula produzca descendencia, los derechos de apareamiento son
monopolizados principalmente por los machos dominantes.
Los seres humanos se diferencian de la mayoría de los primates que se han estudiado en que
son monógamos y en que suelen emparejarse para toda la vida. Puesto que hay
aproximadamente tantos hombres como mujeres, la institución de la familia asegura que
prácticamente todos los machos tengan la posibilidad de copular y de reproducirse. Por tanto,
parece poco probable que la castración psicológica se dé entre los seres humanos. No obstante,
el creciente problema de la «impotencia psicológica» puede ser muy parecido, ya que su causa
son las tensiones de la vida moderna y la subordinación del individuo, si no a otros individuos, al
menos a ciertas metas y sistemas.
Dos investigadores británicos, A. S. Parkes y H. M. Bruce, descubrieron una vez que cuando una
hembra recién preñada se topaba con un macho desconocido, solía interrumpirse el proceso de
gestación y tenía lugar un aborto. Posteriormente se descubrió que no era necesaria la presencia
del macho para que se produjera este efecto: una hembra preñada abortaba si era encerrada en
una jaula en donde había estado un macho extraño. Esto parecía indicar que el olor era
responsable del fenómeno; hipótesis que fue confirmada posteriormente cuando se extirparon
quirúrgicamente los lóbulos olfativos de las hembras: las hembras que carecían de olfato no
abortaron a causa de la presencia de machos desconocidos.
No se sabe hasta qué punto funciona este mecanismo entre animales en libertad, en caso de que
funcione de alguna manera. Podría ser, sin embargo, otro factor de control demográfico
dependiente de la densidad, puesto que según aumenta la población más probable es que las
hembras preñadas se encuentren con machos desconocidos (o al menos con sus tarjetas de
visita químicas: la orina y las heces). Es posible que para estas hembras fuera adaptativo
renunciar a criar cuando el orden social está alterado y surgen comportamientos patológicos
como los que hemos descrito; dado que la mayoría de los mamíferos tienen un orden social bien
definido, la presencia de un macho adulto desconocido podría ser interpretada como una
indicación del desmoronamiento del orden social.
Es evidente que para que se produzca el «efecto Bruce» hace falta un buen olfato. Sin embargo,
los seres humanos se diferencian extrañamente de los demás mamíferos en que su sentido del
olfato está muy poco desarrollado. Por tanto, no es probable que se produzcan abortos inducidos
por el olor y activados por el aumento de la densidad de la población. De hecho, nuestra relativa
insensibilidad a los olores puede ser la causa de que seamos capaces de soportar una elevada
densidad de población con más facilidad que la mayoría de los mamíferos. La tensión generada
por la densidad de población se transmite a los animales a través de los sentidos. Y el olfato, tan
bien desarrollado en la mayor parte de los mamíferos, es probablemente el principal canal que
informa al animal del grado de hacinamiento. Puesto que las copas de los árboles son lugares
expuestos al viento en donde los olores se desvanecen rápidamente, los primates no han
perfeccionado un sistema de comunicación basado en el olfato, y los seres humanos somos,
desde el punto de vista anatómico, unos vulgares primates (si dejamos a un lado nuestra
capacidad de pensar, naturalmente). Al no poseer un buen olfato, podemos soportar una
concentración moderada sin experimentar demasiada tensión. Si lo tuviéramos, probablemente
los cines, los ascensores, los autobuses y las ciudades nos resultarían francamente intolerables.
Los lemmings se comportan de un modo drástico cuando la población es demasiado alta. Sin
embargo, su famosa carrera «suicida» hasta el mar ha sido malinterpretada. En realidad los
lemmings no se suicidan; cuando la densidad demográfica es excesiva, emigran en grandes
cantidades, y es frecuente que atraviesen ríos si es necesario. Si llegan al océano en vez de a un
río, tratan de salvar esta barrera mortal como si fuera superable. Tal vez si la especie humana
estuviera sujeta a controles demográficos dependientes de la densidad, o si nuestra cultura no
se hubiera adelantado tanto a nuestra biología, tendríamos hoy día una población estable.
Desgraciadamente, tal y como están las cosas, nos parecemos a los lemmings, no porque nos
tiremos al mar, sino porque reaccionamos frente a las nuevas condiciones como si fueran iguales
a las que conseguimos superar en el pasado. Y no es necesario que el suicidio sea intencionado
para que sea real.
Parece que algunos animales practican un sistema efectivo de control de la natalidad. En las
regiones árticas las lechuzas blancas y otras aves rapaces parecidas a las gaviotas, parecen
ajustar el tamaño de sus nidadas a la cantidad de presas disponibles. Se alimentan de pequeños
mamíferos como los lemmings y los ratones que, como hemos visto, experimentan fluctuaciones
periódicas en el tamaño de su población. Estas aves producen más descendientes, y a veces
incluso ponen el doble de huevos, en épocas de abundancia (por ejemplo, cuando hay un exceso
de lemmings), y menos cuando escasea el alimento. Los «herrerillos» son unos pajarillos que se
alimentan de insectos, y necesitan gran cantidad de ellos en el verano para poder alimentar a
sus insaciables polluelos. Por consiguiente, también ajustan el tamaño de sus familias a la
cantidad de comida disponible. No obstante, tienen que poner los huevos en primavera, cuando
aún hay muy pocos insectos, adivinando las condiciones que se darán en el verano, que es
cuando tendrán que alimentar a sus pollos. ¿Cómo consiguen hacer el pronóstico? La población
estival de insectos es determinada por las condiciones de temperatura y humedad que se den en
la primavera precedente y, aparentemente, estos inteligentes pajarillos interpretan el tiempo que
hace durante la primavera como una indicación de la cantidad de huevos que deben poner. La
lección ha sido enseñada por la selección natural, que aprueba a los que tienen éxito y suspende
a los tontos.
Éstas son soluciones interesantes para evitar la superpoblación, puesto que son sistemas que
previenen la superproducción, en vez de eliminar el excedente. Sin embargo, son sistemas
automáticos y biológicos que forman parte de las tendencias génicas del animal. No hay razón
para creer que los seres humanos estemos dotados de mecanismos similares. Si queremos
conseguir una eficacia similar, tendremos que hacerlo utilizando nuestra cultura.
Podríamos comparar una especie con una bañera, en la que el nivel del agua indica el tamaño de
la población. El grifo está abierto y cae el agua: son los nacimientos. Pero el desagüe está
también abierto y deja salir el agua: son las muertes. Cuando ambos están equilibrados, el nivel
del agua permanece constante. Los ingenieros dirían que este tipo de sistema es un «sistema
estable». La cultura humana nos ha dado cierta capacidad para cerrar el desagüe; pero puesto
que no hemos cerrado también el grifo para compensar, el nivel del agua está subiendo. Y de un
modo peligroso. Muchas especies poseen reguladores automáticos del grifo o desagües de
seguridad (mecanismos dependientes de la densidad) que impiden que el nivel del agua suba
demasiado. Si carecemos de tales dispositivos, como parece ser, es evidente que la bañera
rebosará, a menos que utilicemos medios culturales para cerrar el grifo. Paul Ehrlich sugiere que
hagamos un test de inteligencia observando cómo reacciona la gente ante una bañera que
empieza a rebosar ¿corre a por ladrillos y cemento para elevar el borde, o cierra el grifo?
Capítulo 10
DAVID BROWER
Los seres vivos no viven ni se desarrollan en el vacío. Las circunstancias de la vida de animales y
plantas hacen que se relacionen íntimamente entre sí, de forma que la ventaja o desventaja de
cualquier característica debe valorarse no sólo en relación con el organismo, sino también en
relación con el medio ambiente Así, la velocidad de un lobo del Ártico está en correspondencia
con la velocidad de su presa, el caribú, y los molares de corona alta del caballo están a tono con
la naturaleza abrasiva de las hierbas, su alimento preferido. La compleja armonía del mundo
natural se debe a la eliminación de los inadaptados y a una elegante elaboración de las formas
de vida acertadas y de sus interconexiones. El Homo sapiens está entre los seres vivos de mayor
éxito. Nuestra población es elevada, nuestra tasa de mortalidad, muy baja; vivimos en una gran
diversidad de entornos, manejamos una gran cantidad de energía y materiales; aparentemente
somos la viva imagen del éxito evolutivo. Pero tener éxito hoy no significa perdurar en el futuro,
como nos dirían los dinosaurios si pudieran.
Los dinosaurios, tan frecuentemente ridiculizados por su fracaso, tuvieron un gran éxito
evolutivo en sus tiempos. Y aquellos tiempos duraron más de cien millones de años, mucho más
que nuestra historia hasta la fecha. Además, pese a que finalmente se extinguieran, los
dinosaurios eran de algún modo «naturales» en un sentido en que nosotros no lo somos. La
mayoría de los organismos, incluidos los dinosaurios, estaban adaptados a su entorno, puesto
que los que no encajaban eran rápidamente eliminados, como aún sigue sucediendo hoy. Los
que han quedado no sólo pertenecen a su entorno, sino que son parte de él.
Esto no quiere decir que las especies sean inmortales; es evidente que no lo son. A largo plazo,
la extinción es la regla, ya que las especies no siempre son capaces de ajustarse a los cambios
del ambiente. También se observa un fenómeno análogo a corto plazo: consideremos, por
ejemplo, los cambios que se producen cuando se tala o se quema un bosque caducifolio del
nordeste. Al principio crecen gramíneas y hierbas anuales, seguidas por plantas herbáceas y
arbustos. Finalmente, al cabo de muchos años, puede aparecer un bosque de robles, pero como
los árboles grandes no dejan pasar la luz solar, el suelo permanece en la oscuridad, lo que
impide el desarrollo de robles jóvenes que sustituyan a los viejos. Los arces jóvenes, sin
embargo, toleran bastante bien la sombra, y pueden desarrollarse en el suelo umbrío del
bosque. A la larga, pueden llegar a sustituir a los robles, con lo que el resultado final será un
bosque de arces. Este estadio final es lo que los ecólogos denominan «vegetación clímax». El
sistema se auto-perpetúa hasta que la mano del hombre o algún desastre acabe con él.
Entonces, la historia vuelve a empezar.
En cada una de las sucesivas y progresivas etapas que atraviesa nuestro bosque se desarrollan
determinados animales y plantas que, finalmente, llegan a crear condiciones inadecuadas para
su propio mantenimiento, y son reemplazados por los de la etapa siguiente. Literalmente, llevan
en sí las semillas de su propia destrucción. Por supuesto, sólo son eliminados a nivel local, y no
se puede hablar de una verdadera extinción. Las diferentes especies implicadas suelen
sobrevivir, tal vez en otra etapa posterior o en otro lugar. Quizás a nosotros nos esté ocurriendo
algo parecido, puesto que la especie humana está creando un ambiente que le resulta cada vez
más insoportable, con la diferencia de que si el entorno que se hace inhabitable es todo el
planeta, estaremos condenados a la extinción. Dejando a un lado las fantasías de la ciencia
ficción, no tenemos otro sitio adonde ir.
No es probable que nos consideremos a nosotros mismos con ecuanimidad como una etapa
pasajera en la progresión de la vida, aun cuando llevemos aquí muy poco tiempo según el
calendario evolutivo. Incluso prescindiendo de los sentimientos que experimentamos al pensar
en nuestro propio destino, hay algo que no encaja en la idea de que la extinción de la especie
humana —y la extinción de otros seres vivos causada por la humanidad— es algo «natural». Por
un lado, lo que estamos haciendo con nosotros mismos y con nuestro mundo parece
«antinatural». No acabamos de encajar en el delicado engranaje que gobierna la vida y el
destino de otros seres. Por tanto, cuando alteramos la vida y el destino de otros seres vivos el
resultado es muy diferente y mucho menos aceptable que cuando se alteran por sí solos. Pero,
¿por qué? ¿En qué sentido somos «menos biológicos» que un dinosaurio o un roble?
La respuesta parece obvia: somos tan biológicos como cualquier otro ser vivo, puesto que somos
producto de la selección natural y estamos sujetos a ciertas leyes básicas del mundo orgánico.
Sin embargo, al mismo tiempo somos creadores y criaturas de la evolución cultural. Una vez
más, nuestro mayor triunfo es también nuestro mayor problema. Y ésta es la clave de nuestra
actual crisis ecológica.
En cierto sentido, si destruimos nuestro entorno es porque somos capaces de hacerlo. Ninguna
otra especie animal o vegetal es una amenaza para la integridad del planeta, porque ninguna
tiene medios para serlo; las especies que hicieron su entorno inhabitable para sí mismas ya no
existen. Como ocurre con las armas, nuestra capacidad destructiva no se deriva de nuestras
características biológicas. Como animales, no causamos gran impresión en las comunidades
naturales, y, si exceptuamos nuestro extraordinario número, de la cabeza para abajo somos
animales interesantes pero nada notables. Sin embargo, con ayuda de las herramientas, la
división del trabajo, el lenguaje y nuestra elevada capacidad racional y tecnológica, hemos
estado explotando la naturaleza de un modo que nunca se había visto. Sin la evolución cultural
esto no habría sido posible. Con ella, hemos logrado la mayoría de las cosas que apreciamos
porque consideramos que nos hacen particularmente humanos. Y con ella, como Sansones
enloquecidos, amenazamos con hacer que el templo de la Tierra se derrumbe sobre nuestras
cabezas.
Las plantas y los animales que fueron desapareciendo con el transcurso del tiempo geológico, se
extinguieron porque no pudieron adaptarse a los cambios del ambiente, no porque evolucionaran
hasta la extinción. En la naturaleza no se conoce el suicidio de las especies, por la sencilla razón
de que las características de los seres vivos son el resultado de la evolución biológica: cualquier
tendencia génica que conduzca a la disminución del éxito reproductivo será eliminada por
selección natural en el curso de la evolución, para ser reemplazada por características más
ventajosas. Así pues, en el curso de la evolución biológica, la extinción se produce sólo como
resultado de acontecimientos que escapan al control de las especies.
Hubo una especie de alces (los «alces irlandeses») cuyos machos poseían una enorme
cornamenta de más de tres metros. Antiguamente se pensaba que estos animales se habían
extinguido porque sus cuernos habían crecido demasiado, se enredaban entre la vegetación, o
suponían tal peso para la cabeza que los animales no podían ver por dónde iban y tropezaban
unos con otros o se despeñaban. Esto no es nada probable Si algunos individuos hubieran
empezado a desarrollar una cornamenta tan grande que representara una desventaja, habrían
dejado menos descendientes que sus congéneres más modestamente dotados, y el tamaño
medio de la cornamenta hubiera vuelto a disminuir (esto podría interpretarse como un sistema
de realimentación negativa al estilo evolutivo). Lo más probable es que los cambios del medio
ambiente acabaran con el alce irlandés.
En cambio, los abusos que comete el ser humano con el medio ambiente —ya sean indirectos
causados por el crecimiento demográfico, o directos como resultado de una tecnología
destructora y contaminante— no están sujetos a los típicos controles biológicos. Se deben a la
intervención de la cultura, no a la de nuestros genes. Además, incluso la tendencia a destruir el
entorno estuviera controlada por los genes, como en el caso de los animales sujetos únicamente
a la evolución biológica, el ritmo de la destrucción del medio ambiente inducida por la cultura es
demasiado rápido para que la reproducción diferencial tenga oportunidad de restablecer el
equilibrio. La evolución cultural nos ha proporcionado, casi de la noche a la mañana, las
herramientas necesarias para destruir la Tierra, negándonos a la vez (como en el caso de la
agresividad) los mecanismos inhibidores necesarios para restringir su utilización. La biología
nunca nos habría otorgado esa terrible capacidad sin proveernos de mecanismos de control; al
menos, no por mucho tiempo. Pero cuando la evolución cultural actúa sin impedimentos, las
reglas del juego cambian por completo.
Por una trágica ironía del destino, hemos sido dotados de menos inhibiciones biológicas que
impidan un comportamiento destructivo hacia el medio ambiente que la mayoría de los
animales. Esto puede deberse a que somos primates. Como grupo, los primates no suelen fijar
su residencia de forma permanente. Los animales que sí lo hacen, como la mayoría de los
pájaros, suelen llevar grabada en su instinto la prohibición de ensuciar su propio nido. Los
polluelos suelen arrimarse al borde del nido para dejar caer los excrementos fuera, o producen
unas bolitas fecales que son retiradas por los padres. En cambio, la mayoría de los monos
duermen cada noche en un sitio diferente. Como excursionistas a los que no les preocupa dejar
sucio el lugar de acampada porque no piensan volver a él, nuestros parientes más próximos no
tienen inconveniente en defecar en sus propios lechos.
Los animales que viven en el suelo, como las marmotas y los lobos, se preocupan de mantener
sus aposentos limpios y, por tanto, libres de agentes patógenos. Pero la orina y las heces
desaparecen inmediatamente del mundo arbóreo del mono, y se convierten en el problema de
los demás. ¿Por qué íbamos a preocupamos?
Los animales terrestres pueden ser localizados por sus predadores, que utilizan su olfato para
seguir el rastro a los individuos poco cuidadosos en sus hábitos higiénicos. Por eso los monos
son malas mascotas, ya que es extremadamente difícil alterar sus costumbres. Como recientes
inmigrados al mundo terrestre, los seres humanos, como los monos, no tienen demasiados
escrúpulos en cuanto a la limpieza de su morada. No es de extrañar, por tanto, que, a pesar de
toda nuestra inteligencia, sea más difícil enseñar hábitos higiénicos a un ser humano que a un
perro.
«Cada vez que el hombre ha utilizado una nueva fuente para aumentar su poder sobre
la tierra ha disminuido las posibilidades de sus sucesores. Todo progreso se ha
realizado a costa del entorno, y el hombre no puede reparar los daños que ha causado,
del mismo modo que no podía preverlos.»
C. D. DARLINGTON
La mayoría de los animales no se distingue precisamente por su previsión. Pero, por otra parte,
su capacidad para hacer daño es también limitada; su poder está limitado por su cuerpo y, por
tanto, las posibilidades que tienen de dañar su medio ambiente son bastante limitadas. Los
predadores, por ejemplo, tienen que trabajar duro para ganarse la vida. Sobreviven únicamente
a expensas de otras vidas, y sus víctimas hacen todo lo posible por seguir viviendo. Por tanto,
a e pe sas de ot as das, y sus ct as ace todo o pos b e po segu e do o ta to,
darles caza no es una empresa fácil; como mínimo se necesita tiempo y energía para
acometerla. Por eso los predadores suelen ser cazadores conservadores, y sólo matan cuando lo
necesitan. Los primates, que comen fruta, hojas e insectos, se desarrollaron en el trópico, en
donde podían disponer de diferentes especies comestibles en cada época. La comida está a
menudo «al alcance de la mano», no es arriesgado ni difícil conseguirla y nada impide el vicio de
la glotonería. Además, los primates no almacenan alimentos para los tiempos de escasez,
probablemente porque rara vez han experimentado una auténtica escasez y porque sus
alimentos favoritos no se pueden almacenar. Por tanto, es muy probable que los seres humanos
hayan evolucionado sin demasiadas inhibiciones a la hora de explotar los recursos naturales y
sin preocuparse de tomar medidas en previsión de los malos tiempos. Hace casi veinte años, el
biólogo Garrett Hardin escribió un ensayo científico monográfico, que tuvo una gran repercusión,
titulado «La tragedia de los pastos comunales», en el que estudiaba la situación en Gran Bretaña
cuando los pastores apacentaban sus rebaños en terrenos públicos. Aunque todos salían
perjudicados si los pastos se agotaban por un pastoreo excesivo, nadie se creía personalmente
responsable de su mantenimiento. Todos los pastores preferían apacentar sus rebaños en los
pastos comunales en vez de hacerlo en sus campos privados y, además, todos los pastores
pensaban que si dejaban de hacerlo en bien del interés común, otros pastores se aprovecharían
y abusarían de los terrenos comunales. Como resultado, el potencial altruista se convertía en
víctima de una especie de «Dilema del Prisionero», viéndose obligado a engañar (es decir, a
apacentar su rebaño en los pastos comunales en vez de abstenerse cooperativamente), puesto
que si no lo hacía se convertía en la víctima del abuso de los pastores egoístas. De esta forma,
todos trataban de sacar el mayor provecho posible a expensa del bienestar del entorno. La
tragedia de los pastos comunales no consistía sólo en que se fomentaba el egoísmo personal,
sino también en que se destruían terrenos potencialmente productivos.
Es interesante comparar esta situación humana con la de dos parientes cercanos de la familia de
las comadrejas. Ambos explotan con gran eficiencia su entorno natural, pero ninguno de los dos
posee la capacidad que tiene el hombre para destruir su medio ambiente o para orientar su
potencial hacia el triunfo o la tragedia. La nutria es una excelente cazadora de peces y de
invertebrados. Excepto en las zonas en donde la acción del hombre ha reducido las poblaciones
de sus presas, las nutrias rara vez pasan hambre. Generalmente pueden conseguir más
alimentos de los que necesitan, pero se abstienen de hacerlo. En vez de eso, se han convertido
en criaturas juguetonas que a menudo persiguen a los peces sólo por satisfacer su traviesa
naturaleza. Pero sólo matan para comer.
El visón, por otra parte, también es un experto cazador, aunque carece del carácter travieso de
la nutria. Para los visones es muy fácil matar; de hecho, les resulta difícil resistir la tentación de
hacerlo. Puede parecer que al matar más presas de las que necesitan están violando la lógica de
la evolución, sin embargo, las zonas pantanosas que constituyen su hábitat son muy
productivas, y no existe el peligro de que sufran una superexplotación. El comportamiento del
visón no ha cambiado durante milenios, y está plenamente integrado en la comunidad natural.
Los cuervos, los coyotes, los zorros y los halcones a menudo se aprovechan de la situación
consumiendo las víctimas que abandona el visón, es decir, sobreviviendo a costa de los excesos
del visón.
Los seres humanos somos mucho más extravagantes que el visón en la utilización de los
recursos naturales. Nuestros desperdicios son consumidos generalmente por animales que nos
parecen asquerosos o desagradables, como las moscas, las cucarachas, las ratas, los ratones y
las algas que contaminan nuestros ríos y lagos y que se alimentan de los nutrientes agregados
como resultado de la hiperactividad humana. Estos excesos están muy lejos de parecerse al
sistema bellamente equilibrado que se apoya, en parte, en el comportamiento del visón, sobre
todo porque la presencia de los desechos humanos, la basura y otras exquisiteces, es
relativamente reciente y aún no ha habido tiempo para que se desarrolle una red biológica tan
delicada y compleja.
Nuestra afición a los excesos es innegable En La voluntad de creer, William James escribió:
Sin embargo, desde el punto de vista de James, esto es una suerte, y no una desgracia: «Y de
esta comprensión debería sacar la lección de que puede confiar en sus deseos, de que incluso
cuanto más lejos parece estar su satisfacción, la inquietud que le causan sigue siendo la mejor
guía para su vida, porque le llevará a resultados que ahora escapan a su comprensión.
Despojémosle de su extravagancia y de su embriaguez y le habremos destruido.» No obstante,
aún está por ver si nos autodestruiremos antes con nuestras extravagancias.
Quizás el peligro más apremiante con que se enfrenta ahora nuestro planeta (aparte de la
guerra nuclear) es la destrucción cada vez más rápida de los bosques tropicales. Estos
ecosistemas están delicadamente equilibrados y son tremendamente ricos en especies animales
y vegetales, pero los seres humanos no parecen comprender su valor. Son insustituibles y, sin
embargo, están siendo destruidos a una velocidad extraordinaria, en parte a consecuencia de la
tala, pero sobre todo a causa de la deforestación que se lleva a cabo para dedicar el terreno a la
cría de ganado vacuno, cuya carne se vende a los consumidores en hamburgueserías como
McDonald’s o Burger King. Gracias a la extravagancia de las necesidades y la codicia humanas,
los países del Tercer Mundo están permitiendo la destrucción de sus valiosos bosques tropicales,
aunque, de hecho, los nuevos pastizales recién deforestados no conservan su vitalidad más que
unos cuantos años, tras lo cual la tierra degenera hasta convertirse en «laterita», inservible
tanto para la producción de hamburguesas como para la regeneración del exuberante bosque
tropical
Cualquier cosa en pequeñas cantidades —o incluso en cantidades moderadas— puede ser, inocua
y hasta saludable Sin embargo, las cantidades excesivas en seguida se ajustan a la ley de
rendimientos decrecientes, y empiezan a crear problemas. En pequeñas dosis, elementos como
el cinc, el cadmio o el níquel, son necesarios para la vida, mientras que en exceso son
e c c, e cad o o e que , so ecesa os pa a a da, e t as que e e ceso so
venenosos. Es necesario comer para vivir, pero el exceso provoca la obesidad. Sin oxígeno, todos
moriríamos; pero moriríamos igualmente si tuviéramos que respirar oxígeno puro. El ejercido es
bueno para la salud, pero en exceso puede producir lesiones. Una chimenea industrial puede
significar puestos de trabajo y vitalidad económica; un bosque de chimeneas puede significar
una atmósfera contaminada y un entorno que se ha vuelto tóxico. La agricultura es un medio
maravilloso de suministrar alimentos a la gente; la agricultura exhaustiva —unida a la
deforestación, al agotamiento del agua del subsuelo y al uso generalizado de pesticidas— puede
llegar a esterilizar el planeta. Se puede decir mucho en favor del ideal «término medio». Pero,
definitivamente, la evolución cultural humana no parece conducir a la moderación sino al exceso.
Básicamente, la crisis del medio ambiente ha sido provocada por tres factores fundamentales:
primero, la capacidad de destruir el entorno (la tecnología, en el sentido más amplio de la
palabra); segundo, la falta de inhibiciones y de controles que impidan el ejercicio de esta
capacidad; y tercero, determinada actitud hacia la naturaleza. Por supuesto, es probable que los
animales no tengan ninguna «actitud» hacia la naturaleza, y aunque la tuvieran eso no
cambiaría las cosas. Su capacidad mental no está suficientemente desarrollada para estas
consideraciones abstractas y, en cualquier caso, su falta de cultura les impide actuar de forma
efectiva desde un punto de vista global. En cambio, los seres humanos tienen una actitud hacia
la naturaleza y, además, suelen actuar sobre ella muy eficazmente.
El mundo nos parece algo que tiene que ser conquistado más que apreciado; la naturaleza es
para nosotros un desafío y una amenaza más que la fuente de la vida. Hay que dominar la
naturaleza salvaje en vez de disfrutarla. Los animales y las plantas son un recurso, más que
legítimos compañeros que habitan el mismo planeta que nosotros; nos basta con verlos en el
zoo o en los jardines. Padecemos una división de carácter esquizofrénico entre la cultura y la
biología, y tendemos a considerar el mundo en términos dualistas, formando dicotomías como
sujeto objeto, buenos malos, hombre naturaleza. Vivimos en dos mundos, el mundo biológico y
el mundo cultural, y nos sentimos de algún modo enajenados de nosotros mismos y también de
la naturaleza.
Aunque el aislamiento del medio natural pueda ser inevitable como resultado de nuestra
capacidad de desarrollo cultural, tales actitudes están fomentadas hasta cierto punto por
nuestros peculiares sistemas culturales. El punto de vista del mundo occidental está fuertemente
influenciado por los conceptos religiosos judeo-cristianos, que son de carácter dualista. Las
dicotomías están en la esencia de las religiones occidentales: Dios/su creación,
pecado/redención, cielo/infierno. Sólo rara vez somos capaces de sentir la unidad entre los
organismos y el medio ambiente, y no nos sentimos inclinados a actuar para preservar la
integridad del sistema en su totalidad. Según el punto de vista tradicional, se nos dio «dominio»
sobre la naturaleza y se nos ordenó explícitamente que nos multiplicáramos y la sometiéramos.
El mundo es para nosotros un desafío.
No sólo nos sentimos aislados de la naturaleza y experimentamos cierto antagonismo hacia ella,
sino que también «utilizamos» nuestro entorno para obtener complejas gratificaciones: ocio,
diversiones, la experiencia de la velocidad y de una exagerada abundancia material, y el placer
de controlar. Los animales se limitan a satisfacer sus necesidades, a camino de lo cual satisfacen
las necesidades de otros. El hombre primitivo de la Edad de Piedra y el místico oriental se
parecen en que sólo toman de la naturaleza lo estrictamente necesario, absteniéndose de ejercer
una acción destructiva. El místico obra así por su profunda comprensión; el hombre primitivo,
porque es incapaz de hacer otra cosa. El resto de los seres humanos utilizamos poderosas
palancas culturales para satisfacer nuestras diversas necesidades, tanto personales como
colectivas, mediante la explotación de la naturaleza.
Como señaló Max Weber, para los orientales, racionalismo significa adaptarse racionalmente a la
naturaleza; en cambio, para la mayoría de los occidentales significa ejercer un dominio racional
sobre la naturaleza, dominio que resultaría imposible sin la ayuda de nuestras palancas
culturales... y que puede ser imposible de todos modos en último extremo. Empeñados en
«ganar» la guerra que hemos declarado al medio ambiente para satisfacer nuestros deseos y
necesidades a costa de un mundo biológico que está igualmente empeñado en conservar su
integridad estructural (aunque a menudo con menos éxito), puede que lleguemos a derrotar a la
naturaleza. Pero si lo hacemos, seremos nosotros los que saldremos perdiendo.
Las comodidades y los lujos se convierten en «necesidades» porque resultan accesibles gracias a
la tecnología, y porque vemos que nuestros semejantes se los permiten. Además, la mera
supervivencia económica exige muchas veces desarrollar un comportamiento destructivo hacia el
entorno; el mundo moderno «se gana la vida» minando (a veces literalmente) el medio
ambiente. Pero al hacerlo estamos cometiendo un pecado económico, si no teológico: estamos
echando mano de nuestro capital en vez de vivir de los intereses.
La violencia con que tratamos a la Tierra refleja a menudo nuestra propia agresividad. Los
etólogos han observado un fenómeno que denominan «comportamiento redirigido», que se da,
por ejemplo, cuando un hombre enfurecido da golpes en la mesa o pega un portazo porque tiene
inhibiciones que le impiden actuar contra el objeto de su agresión. Es posible, entonces, que
gran parte de nuestra agresividad personal frustrada sea dirigida hacia nuestro entorno. Puede
que no sea coincidencia que los pueblos más agresivos de la Tierra, los americanos y los de
Europa occidental, sean también los que muestran un comportamiento más destructivo hacia el
medio ambiente. En este proceso nos agredimos unos a otros y a nosotros mismos.
Haciendo eco de la advertencia de David Brower con la que se abre el presente capítulo, el físico
Murray Gell-Mann, ganador del premio Nobel, señala:
Pero, afortunadamente, también hay algunas noticias buenas. Los seres humanos, como
primates inteligentes que somos, tenemos capacidad de elección. Podemos superar nuestras
primitivas limitaciones y nuestra miopía. Somos capaces de aprender las cosas más difíciles en
cuanto nos convencemos de que son importantes o inevitables. Incluso podemos aprender a
hacer cosas que van contra nuestra naturaleza. Un primate capaz de adquirir ciertos hábitos de
limpieza puede llegar a aprender algún día a mantener limpio su planeta.
Capítulo 11
Para una débil criatura biológica que se limita a producir tejidos y huesos, cualquier mago —
bueno o malo— es un dios poderoso. Y, puesto que la cultura ha ido aumentando
progresivamente nuestro potencial biológico, nuestras facultades se han ido haciendo cada vez
más mágicas. Pero habría que preguntarse si junto al poder hemos obtenido honores o deleites,
por no decir omnipotencia. (Los beneficios, al menos para algunos, son harina de otro costal.)
La palabra «tecnología» viene del griego téchne, que significa arte o habilidad. Actualmente se
aplica especialmente a las artes industriales, a la ciencia aplicada y a la ingeniería práctica,
aunque al menos una de las definiciones que da el diccionario es «conjunto de actividades
mediante las cuales un grupo social consigue los objetos materiales necesarios para su
civilización». Excepto por la especificación de que se trata de objetos materiales, esta definición
c ac ó cepto po a espec cac ó de que se t ata de objetos ate a es, esta de có
no se aleja demasiado de la definición de cultura.
Se da por supuesto que cualquier tipo de tecnología es complicada. En las últimas décadas del
La tecnología surge con el empleo hábil y organizado de las herramientas. Las herramientas son,
por tanto, la base fundamental de la tecnología y, en general, se trata de instrumentos manuales
relativamente simples con los que pueden realizarse operaciones mecánicas. Durante un tiempo
se pensó que los seres humanos se distinguían de los animales por la utilización de
herramientas» e incluso llegó a proponerse Homo faber (el hombre hacedor) como nombre
científico de nuestra especie. Pero al ir aprendiendo más sobre los animales hemos comprendido
que esta capacidad no es exclusiva del ser humano, puesto que hay muchas especies animales
que utilizan herramientas. Algunas incluso las fabrican.
El pinzón carpintero de las Islas Galápagos escoge una espina de cactus, la rompe para reducirla
al tamaño apropiado y la utiliza para extraer insectos de la corteza de los árboles (puesto que
carece del pico largo y afilado que poseen otros pájaros carpinteros, tiene que fabricarse uno
artificial). Los buitres egipcios dejan caer pesadas piedras sobre los huevos de avestruz para
romper su cáscara. Las nutrias de mar bucean para sacar orejas marinas, pero también se
agencian una piedra plana. Después, mientras flotan plácidamente sobre la espalda, estos
gourmets ponen la piedra sobre su pecho y abren los sabrosos abalones golpeándolos contra la
«herramienta para abrir moluscos» que se han buscado. Los chimpancés se dedican a «pescar»
termitas con un palo fino y largo o con una pajita: esta sencilla herramienta es introducida en la
entrada del termitero, las termitas se agarran a él, y el chimpancé saca su instrumento, se come
las termitas y vuelve a repetir el proceso.
En algunos casos —como en este último— las herramientas son un lujo. En cambio, en otros —
por ejemplo, la dependencia de las termitas de los complejos sistemas de ventilación,
humidificación y protección de su sofisticado hormiguero— las herramientas resultan esenciales.
En el primer caso (en el que las herramientas son un lujo para los animales) podemos imaginar
perfectamente a la criatura sin sus herramientas. Un chimpancé seguirá siendo un chimpancé
aunque no vaya a pescar termitas; al igual que una nutria marina seguirá siendo una nutria
marina aunque se alimente exclusivamente de cangrejos y prescinda de los sabrosos abalones.
En el último caso (cuando las herramientas son esenciales para la vida del animal), las
herramientas son algo indispensable e inseparable de otros aspectos biológicos de la criatura. Es
imposible ser una termita sin termitero (o sin una estructura semejante), aunque no
consideremos que el arte de construir termiteros sea tecnología.
Pero los seres humanos somos diferentes. Estamos inmersos en un mar de herramientas y
tecnología, Y aún así, pese a que dependemos por completo de este aspecto de nuestra cultura
—al menos tanto como las termitas—, no somos inseparables de nuestra tecnología. Una termita
sin termitero es algo inconcebible, pero es fácil imaginar a una persona sin su torno, su telar, su
imprenta o su computador personal. En resumen, pese a haber producido una tecnología muy
sofisticada y pese a que nuestra dependencia de ella es cada vez mayor, nuestra biología y
nuestra tecnología siguen siendo independientes.
La opinión tradicional de los biólogos y antropólogos es que el uso de herramientas fue crucial
para la evolución del Homo sapiens. Sin embargo, hay quienes opinan de un modo diferente En
The Myth of the Machine (El mito de las máquinas), Lewis Mumford sostiene que, en realidad, las
herramientas y la primitiva tecnología desempeñaron un papel mucho menos importante en la
evolución biológica del ser humano de lo que se suele suponer. Mumford sugiere que los factores
cruciales que nos hicieron exclusivamente humanos eran «inmateriales» y, por tanto,
difícilmente fosilizables: el lenguaje, las creencias religiosas, la compasión y la simpatía, la
organización social, la conciencia y el conocimiento, los sistemas éticos y morales. Es decir, que
es posible que el arte precediera a la utilidad, y que el significado fuera más importante que el
mecanismo. «El enterramiento del cuerpo», escribe Mumford, «nos dice más acerca de la
naturaleza humana que la herramienta utilizada para cavar la fosa.»
Puede ser que el punto de vista tradicional sobre el papel formativo de las herramientas y la
primitiva tecnología en la evolución humana, se esté reflejando en la actual obsesión por las
herramientas y la tecnología, en una necesidad de justificar y racionalizar al «hombre
tecnológico» del siglo XX. Hay una vieja canción americana cuyo estribillo dice: «tú me has
convertido en lo que soy; espero que estés satisfecho.» Si las herramientas y la tecnología nos
han convertido literalmente en lo que somos, tal vez debiéramos estar satisfechos tanto de lo
que somos como de nuestra moderna tecnología, puesto que esta última no es sino la
reencarnación más reciente de la que nos formó. Pero si, por el contrario, nuestra esencia
fundamental no es hija de la tecnología del Pleistoceno, puede que la proliferación de la
tecnología moderna no sea el resultado lógico y natural de nuestro aprendizaje como especie,
sino, quizás, una aberración, una hiperextensión gratuita y bastante peligrosa de una facultad
que, pese a ser importante, no merece la veneración que normalmente se le profesa. Puede que,
deslumbrados por nuestra capacidad de construir, nos hayamos convertido en víctimas de una
nueva neurosis: el complejo de edificación.
Y lo que es más grave, si la tecnología hace a menudo que parezcamos monos, es quizá porque
en el fondo de nuestro corazón (o, lo que es más importante, de nuestro cerebro) seguimos
siendo monos.
Una vez liberadas de su carácter de imitación y, por tanto, de sus limitaciones, las herramientas
pronto evolucionaron hasta convertirse en máquinas. La palabra «máquina» se deriva del griego
mechané, que en principio significaba «polea» (la polea es una de las famosas «seis máquinas
fundamentales», que son una combinación de herramientas, como la rueda y la cuerda).
Deslumbrados como estamos por los descubrimientos realizados durante la Revolución industrial
y por la «alta tecnología» del siglo XX, es fácil pasar por alto las antiguas tecnologías que tanta
importancia han tenido en la historia de las civilizaciones (si no en nuestra historia evolutiva): la
pintura, el torno de alfarero, el telar, los instrumentos musicales, el arado, la escritura, los
utensilios de cocina, las riendas del caballo, los molinos de agua y de viento, y la fontanería.
Los engranajes relucientes, las gigantescas chimeneas o los cables eléctricos no son requisitos
necesarios para la despersonalización. La historia de las antiguas civilizaciones egipcias y
babilónicas, cuya organización se basaba en la esclavitud, demuestra que es posible reclutar a la
fuerza a cientos de miles de trabajadores, organizarlas, privarlos de sus derechos individuales y
despersonalizarlos sin más medios que los que ofrece la eotecnología. Mumford considera que tal
despersonalización era la más poderosa y perniciosa de las máquinas: la «mega-máquina». El
mito de la «mega-máquina» era ambivalente: la máquina era irresistible, poseía la divinidad de
los faraones y una gran influencia histórica; pero además era benevolente. El mito de la
tecnología moderna no se diferencia en mucho.
«Permitamos que la raza humana recobre el derecho sobre la naturaleza que por
designio divino le corresponde y démosle poder; su ejercicio estará gobernado por la
sana razón y la verdadera religión.»
Desde Francis Bacon —e incluso ya antes de él— la civilización occidental ha esperado que la
tecnología resuelva sus problemas. Descartes afirmaba que adoptando la actitud y las medidas
adecuadas «llegaríamos a ser dueños y señores de la naturaleza». En el siglo XIX, hablando en
nombre de la Era del Progreso y de una América optimista, el poeta Longfellow recomendaba a
sus conciudadanos: «Actuemos de forma que mañana siempre estemos más lejos que hoy.»
La meta del progreso, ha llegado a ser definida como eliminación del trabajo y el esfuerzo, como
expresa Aristóteles:
En otros casos, el concepto de tecnología se identificaba de forma más difusa con la idea de
progreso que, a su vez, puede ser una de las aportaciones más importantes —y menos valoradas
— del cristianismo. A diferencia de las religiones orientales del paganismo, y de la filosofía
greco-romana, el cristianismo introduce la idea de que el mundo va hacia alguna parte, como
una flecha que sale disparada del arco, más que como algo estático o como una rueda que gira
eternamente. El concepto de progreso es atractivo y fácil de captar, quizá debido a que los
individuos progresamos en nuestro desarrollo biológico, social e intelectual atravesando una
serie de estadios sucesivos. Si tenemos presente que el cristianismo enseña que el ser humano
nace en pecado y que debe redimir su alma, el progreso parece de lo más natural y conveniente.
De hecho, se convierte en un deber, en la razón de nuestra existencia terrenal. «La educación de
la raza humana», escribe San Agustín en La ciudad de Dios, «representada por el pueblo de
Dios, ha avanzado, como la de un individuo, a través de determinadas épocas... de forma que
puede llegar a elevarse gradualmente de lo terrenal a lo celestial, de lo visible a lo invisible:»
Es decir, que los pilares intelectuales ya existían cuando Francis Bacon, mil años después,
anunció la Revolución industrial y el Renacimiento definiendo la meta de la existencia humana en
términos más seculares: «el ensanchamiento de los límites del imperio humano para realizar
todas las cosas posibles. El progreso y sólo el progreso (al parecer ahora vinculado
inextricablemente a la tecnología y a las máquinas) se convirtió en la nueva religión de
Occidente. De hecho, es muy probable que el fervor con que se abrazó la fe en el
progreso/tecnología durante el Renacimiento y la Edad de la Razón se debiera en parte a la
pérdida de la fe medieval en el orden divino y en la perfección. Si la Ciudad de Dios no era más
que un montón de chabolas sin orden ni concierto y no había ningún urbanista, tal vez la ciencia
y la tecnología pudieran ocupar su lugar. Según Immanuel Kant, el gran racionalista alemán del
siglo XIX, «La raza humana, de acuerdo con su finalidad natural, avanza continuamente en su
civilización y en su cultura, efectuando continuamente un progreso positivo en relación con la
meta moral de su existencia, y... este progreso, aunque pueda interrumpirse a veces, nunca se
detendrá definitivamente.» Esta nueva fe —la fe en el racionalismo, la ciencia y el progreso
tecnológico— ha reemplazado a la fe teológica como fuerza motriz de la civilización occidental.
Pero hay un hecho fundamental que no ha cambiado: aunque ahora ofrece placeres seculares en
forma de tecnología y progreso más que una felicidad eterna en el cielo, la fiebre sigue siendo la
salvadora de la humanidad.
No hay razón para creer que estas actitudes desaparecieran hace doscientos años. Herman
Kahn, el erudito capaz de ofrecemos una descripción plausible de la guerra nuclear, preconizó
«las posibilidades curativas inherentes al progreso tecnológico y económico», augurándonos un
mundo de abundancia si abrazamos la tecnología con más confianza y menos reservas de las
que hemos demostrado hasta ahora.
Incluso algunos teólogos han abrazado la nueva fe. Entre ellos uno de los más notables es el
sacerdote y paleontólogo francés Pierre Teilhard de Chardin, cuya obra ha creado toda una
escuela de seguidores, especialmente tras la publicación de El fenómeno del hombre. Teilhard de
Chardin demuestra que no hace falta ser un físico ni un industrial para amar la tecnología.
Desarrolla una argumentación humanista y teológica que termina celebrando la tecnología como
una manifestación del poder del esfuerzo humano colectivo. El ser humano del futuro será parte
de una fusión de lo biológico y lo cultural en algo nuevo, en la «Noosfera», un «reino de
conciencias vinculadas» en el que todos los seres humanos se fundirán en una «sola
archimolécula híperconsciente». Recomendando que no nos opongamos a la tecnología y que la
apoyemos para conseguir alcanzar este estadio final de la evolución humana, Teilhard rechaza
«las pesadillas de embrutecimiento y mecanización que se conjuran para aterrorizamos e
impedir que progresemos». Ensalza el Proyecto Manhattan por haber demostrado que «no hay
nada en el Universo que pueda resistirse a la energía convergente procedente de un número
suficiente de mentes agrupadas y organizadas», y ataca a quienes «tienen la osadía de afirmar
que los físicos, una vez concluidas con éxito sus investigaciones, deberían haber ocultado y
destruido los peligrosos frutos de su descubrimiento. ¡Como si la obligación de todo ser humano
no fuera perseguir hasta sus últimas consecuencias las fuerzas creativas del conocimiento y de la
acción!»
Científicos como Herman Kahn o Edward Teller recomiendan ampliar el horizonte tecnológico
simplemente porque está en nuestra mano, porque podemos hacerlo (además, si no lo hacemos
nosotros, seguro que lo hacen los rusos... ¿y entonces qué?), sin preocuparnos demasiado por el
impacto que esto pueda causar en el alma humana. En cambio, Teilhard de Chardin nos exhorta
a tratar de alcanzar una unión mística y, en el proceso, a expandir nuestra conciencia.
En opinión de otros, sin embargo, el creciente alcance de la tecnología no es una promesa, sino
una amenaza. Las herramientas y los utensilios simples —e incluso las máquinas simples— son
básicamente extensiones del cuerpo humano y, como tales, no es probable que adquieran vida
propia. Pero en la progresión que va desde la eotecnología a la paleotecnología y, quizás aún
más, en el paso de la paleotecnología a la neotecnología, la liebre confronta a la tortuga con
artilugios cada vez más extraños y autónomos. Debido a su creciente independencia, nuestras
creaciones recuerdan cada vez más al monstruo de Frankenstein o al Aprendiz de Brujo: son
fuerzas externas que empiezan a actuar por su cuenta y, tal vez, por su propia voluntad. El
computador representa la apoteosis de esta transformación: en la película 2001: Una odisea del
espacio, el computador que gobierna la nave, Hal, no sólo es autónomo sino también malévolo.
Al contrario que la Luna, que sólo nos muestra su cara brillante, la tecnología enseña también su
otra cara. Escuchemos, por tanto, a quienes han visto esa cara oscura.
«Incluso ahora, en pleno auge del entusiasmo por las nuevos descubrimientos, las
entrevistas y los reportajes científicos no hablan más que de un futuro repleto de
nuevos inventos, de nuevas fuentes de energía, de niños-probeta, de armas aún más
mortíferas. Muy pocos hablan de valores, de ética, de arte, de religión., de todos esos
aspectos intangibles de la vida que imprimen carácter a una civilización y determinan
si, en definitiva, será humana o cruel, en otras palabras, si el mundo moderno, en lo
que se refiere a su vida espiritual interna, será de acero inoxidable como su exterior, o
mostrará el rico tejido de las genuinas experiencias humanas.»
LOREN EISELEY
Por otra parte, los «bienes», en el sentido de objetos materiales, no son necesariamente
«bienes», como opuesto de «males» (y resulta revelador que utilicemos la misma palabra para
b e es , co o opuesto de a es (y esu ta e e ado que ut ce os a s a pa ab a pa a
referimos a dos conceptos diferentes). Al ensanchar una carretera para que el tráfico sea más
fluido, a menudo estimulamos involuntariamente el tráfico, de forma que en vez de una
carretera de dos carriles abarrotada, nos encontramos con una autopista congestionada. Al
alimentar a un extraordinario número de personas, la «revolución agraria» ha provocado una
superpoblación que es causa de hambrunas periódicas y, en último extremo, de la degradación
ecológica y humana. Fabricando armas cada vez más mortíferas para mantener la paz, corremos
el riesgo de perderlo todo en caso de guerra. En otras palabras, la otra cara de la tecnología no
resulta nada atractiva.
A pesar de que Felipe II tenía por herejes a todos los inventores e innovadores, para las
religiones de Occidente la tecnología ha sido, por lo general, un hueso menos duro de roer que la
ciencia. Así, la iglesia católica rechazó el universo heliocéntrico de Copérnico, y el protestantismo
se puso en contra de Charles Darwin; las religiones parecían congeniar más con la tecnología. De
hecho, se ha llegado a alegar que las virtudes laborales básicas, la puntualidad y el ahorro se
desarrollaron por primera vez en los monasterios benedictinos de la Europa medieval, desde
donde se difundieron al resto del mundo occidental. Quienes se oponían a los dictados de la
tecnología —y a su aparente victoria— generalmente no estaban motivados por preocupaciones
religiosas.
William Blake nos advirtió del peligro de las «siniestras y satánicas fábricas» que proliferaron en
Gran Bretaña durante la Revolución industrial; la paleotecnología en general —con su terrible
contaminación, con el trabajo infantil, con sus brutales sistemas de explotación rayanos en la
esclavitud, y con su falta de respeto hacia las mínimas exigencias higiénicas y hacia los valores
humanos fundamentales— no tuvo una influencia demasiado benéfica sobre el Homo sapiens ni
sobre el resto del mundo natural. Como dijo Mumford, perfeccionando el arte mecánico de la
multiplicación descuidamos el arte ético y moral de la división.
Pero incluso dejando a un lado los costes y peligros tísicos y el tema de la justicia social, los
disidentes estaban preocupados por el impacto de la tecnología en el alma humana. Visionarios
seudocientíficos, como H. G. Wells, preveían un mundo en el que los valores de la máquina
despersonalizarían a nuestra especie y, finalmente, la destruirían. La máquina del tiempo
describe un mundo en el que los valores románticos y humanísticos son representados por los
Eloi, seres infantiles y desvalidos a merced de los crueles y voraces Morlocks, trogloditas
mecanizados que se alimentan de carne humana. En su simplicidad y pasividad, los Eloi nos
recuerdan la advertencia que hizo de Tocqueville medio siglo antes: «puede que finalmente se
establezca en el mundo una especie de materialismo virtuoso que no corromperá el alma pero la
debilitará y que, subrepticiamente, irá corroyendo los resortes de la acción.» Pero en la fantasía
de Wells, también los Morlocks son víctimas de la tecnología puesto que, esclavos de sus
máquinas, están condenados a llevar una existencia triste y brutal bajo tierra.
Las máquinas son cada vez más poderosas y eficientes, y han invadido el mundo moderno. Pero
aunque tienen grandes ventajas, no han hecho desaparecer la esclavitud como predecía
Aristóteles. De hecho, las desmontadoras de algodón automáticas hicieron que aumentara la
demanda de esclavos en el Sur de Estados Unidos, y el esclavo asalariado existe en la
actualidad, pese a haber obtenido su emancipación legal. Ya nos advirtió Herbert Marcuse que la
libertad económica debería significar que el individuo esté liberado de la economía. Es más, el
trabajador industrial, aunque todavía no se ha convertido en uno de los Morlocks de Wells, se
parece cada vez más a una especie de pastor moderno: un pastor a cargo de un rebaño de
máquinas. «¿Llegará el hombre a convertirse en un parásito de las máquinas?», se pregunta el
cibernético Norbert Wiener, «en un afectuoso áfido dedicado a hacer cosquillas a las máquinas?»
Alexander Herzen, intelectual liberal y activista político ruso del siglo XIX, predijo que el
desarrollo tecnológico de Rusia llegaría a producir «un Ghengis Khan con telégrafo». Y no se
equivocó: no se ha dado mejor descripción de José Stalin. Pero ahora las cosas están mucho
peor: el Ghengis Khan posee armas nucleares. Y lo que es más grave, ese Ghengis Khan es
internacional, y podemos encontrarlo tanto en Washington como en el Kremlin, en Belfast como
en Beirut.
No sólo hemos desencadenado la fuerza del átomo, sino también la agresiva e insaciable
curiosidad del Homo sapiens por un mundo que hasta ahora sólo había conocido la modesta
actividad de unas criaturas estrictamente biológicas.
Nuestro alcance, según Robert Browning, debería exceder a nuestra comprensión; si no, ¿para
qué está el cielo? El poeta nos exhorta a realizar más de lo que podemos conseguir.
Irónicamente, la situación se ha invertido: nuestra comprensión excede a nuestro alcance.
Tenemos al tigre de la tecnología agarrado por la cola, aquí, en la Tierra. Como el aprendiz de
brujo, las cosas se nos han ido de las manos; como a un Ghengis Khan con telégrafo, campos de
concentración, napalm, armas nucleares o un bulldozer, el alcance artificialmente extendido de
nuestras manos ha excedido a nuestra capacidad de coordinar y determinar sus movimientos.
Puede que hayamos llegado a realizar más de lo que somos capaces de controlar. Como Halvard
Solness, el desgraciado maestro albañil de la obra de Ibsen, hemos construido muros más altos
que lo que podemos saltar.
A veces parece que todo está a punto de derrumbarse, y no sólo a causa de la guerra o de la
crueldad. En vez de «energía tan barata que ni siquiera vale la pena medirla», tenemos centrales
nucleares poco rentables que producen residuos radiactivos cuya toxicidad se mantendrá durante
mucho más tiempo del que ha durado hasta ahora la historia de la civilización humana. En lugar
de hacer del mundo un pueblo universal», la red de comunicaciones ha conseguido que un
malentendido pueda tener letales consecuencias al instante; no por ser capaces de hablar con
otras naciones tenemos más que decirnos. Los aviones nos permiten viajar rápida y
cómodamente, pero también pueden servir para arrojar bombas. La posibilidad de transportar
rápidamente los alimentos a grandes distancias ha tenido como consecuencia la centralización,
por ejemplo, de las panaderías, así; mientras que cualquier ciudadano francés puede comprar un
petit pain reciente en la boulangerie de la esquina, el americano medio tiene el privilegio de
comprar pan blando empaquetado fabricado a cientos de kilómetros y mezclado con productos
químicos que garantizan su perfecta conservación desde el lugar de fabricación hasta el almacén
de distribución, el supermercado y, finalmente, la mesa del consumidor. Y en cuanto a la
necesidad cotidiana de ir a trabajar, aunque es innegable que la tecnología ha conseguido
transportar a más gente a más velocidad, no está claro si el hombre de hoy pierde menos
tiempo en desplazarse que sus congéneres de hace doscientos años; hemos conseguido recorrer
grandes distancias a gran velocidad, pero también hemos decidido vivir proporcionalmente más
lejos de nuestro lugar de trabajo.
Hay veces en que el sistema se viene realmente abajo. El desastre industrial que tuvo lugar en
la ciudad india de Bhopal en diciembre de 1984, es un ejemplo clásico de este tipo de tragedias.
Al, menos 2.500 personas murieron intoxicadas, y es posible que fueran casi 10.000. Sólo unas
semanas antes se había producido en Ciudad de México una explosión de gas natural que causó
la muerte de unas 500 personas. En 1979 sesenta mil personas tuvieron que ser evacuadas de
las inmediaciones de la central nuclear de Three Mile Island de Pensilvania, porque se habla
producido un escape y existía el peligro de que se fundiera el reactor. Los residuos tóxicos han
arruinado y amenazado muchas vidas en Seveso, Italia, y en Love Canal (cerca de las cataratas
del Niágara, en el Estado de Nueva York). En 1971, un cargamento de trigo procedente de
México y otro de cebada de los Estados Unidos, fueron tratados con un compuesto de mercurio
para garantizar su conservación y enviados a Basora, Irak. El grano debía ser utilizado como
semilla, pero, por error, gran parte fue destinado al consumo humano, lo que provocó más de
6.000 muertes. Y no hay que olvidarse del amianto, los difenilos policlorados, o los escapes de
petróleo y el vertido de residuos, por mencionar sólo algunos ejemplos más. La desastrosa
explosión del «Challenger» es un ejemplo espectacular de lo que puede significar un fallo
tecnológico. Para muchos americanos fue un duro golpe, no sólo porque se lo tomaron como un
fracaso personal, sino porque representó también el fracaso de un programa de alta tecnología
que daban por hecho.
En estos casos, lo normal es echar la culpa a un error humano, a un error de diseño, a fallos en
el sistema de comunicación o en la supervisión, etc., no al conflicto existente entre la evolución
cultural y la biológica, o entre las facultades y necesidades humanas, por una parte, y la
tecnología y la ambición humanas por otra. Según el político Robert Engler, hubo un historiador
que hizo la tranquilizadora observación de que la mitad de las personas que murieron en Bhopal
«tampoco hubieran estado vivas si no hubiera existido esa planta y las condiciones de sanidad
que se han conseguido con el uso generalizado de pesticidas» como los que se fabricaban allí.
Los dioses de la tecnología nos lo dieron, los dioses de la tecnología nos lo quitaron.
Del mismo modo que el psicoanálisis ha sido definido como un tratamiento para ricos
angustiados, la preocupación por el medio ambiente y la inquietud por los peligros de la
tecnología han sido descritas como pasatiempos para ociosos. Es interesante observar que la
extrema derecha y la extrema izquierda suelen coincidir en este aspecto: la primera ansiosa por
justificar los máximos beneficios, combatir las críticas y eludir las responsabilidades
empresariales; y la segunda por el afán de elevar el número de puestos de trabajo en las
industrias. Hay que resaltar que las verdaderas víctimas del desenfreno de la tecnología, las que
más sufrirán las consecuencias de esta locura, son precisamente los menos favorecidos por la
sociedad.
Los peores desastres industriales no se han producido en los Estados Unidos sino en los países
del Tercer Mundo, cuyas leyes de protección del trabajador y del medio ambiente son mucho
más flexibles que las americanas, en un comprensible intento de atraer inversiones extranjeras y
crear puestos de trabajo. En estos países las plantas industriales suelen estar situadas donde la
tierra y la mano de obra son más baratas. Allí donde los efluvios industriales no molestan a los
ricos.
Pero no se puede jugar con fuego. «De 600 pesticidas registrados de uso corriente», escribe
Jonathan Lash en A Season of Spoils (Un aliño de residuos tóxicos), «del 79 al 84 por ciento no
habían sido sometidos a pruebas para comprobar sus posibles efectos cancerígenos, en un 60 a
un 70 por ciento no se había comprobado si causaban malformaciones en el feto, y en un 90 por
ciento de los casos no se habían hecho pruebas para comprobar si provocaban mutaciones
génicas.» La gente tiene un miedo legítimo y profundo a que sobrevenga la catástrofe, y se
queda sin aliento contemplando rascacielos en llamas, explosiones nucleares y desastres
«titánicos», ya sean reales o cinematográficos. Sin embargo, las sustancias que actúan
lentamente, que se van acumulando en el organismo a lo largo del tiempo y sólo se cobran sus
víctimas al cabo de muchos años, no alcanzan una intensidad muy alta en la escala de Richter de
los acontecimientos que hacen temblar a la humanidad.
Existe pues cierta ambivalencia, no sólo en las actitudes sino también en lo material. Es como un
matrimonio desgraciado, en el que ambos cónyuges se quieren: no podemos vivir sin la
tecnología, pero cada vez nos resulta más problemático vivir con ella (De forma análoga,
tampoco podemos vivir sin nuestro yo biológico, pero nos resulta difícil vivir con él).
Contemplemos un lujoso Lamborghini deportivo, un Jaguar XKE excelentemente sincronizado, o
un potente Cadillac. El Dorado deslizándose suavemente: son maravillas de la tecnología con
encendido electrónico, circuitos integrados, carburación asistida por computador, plásticos de
alta resistencia y aleaciones de la era espacial. Y meditemos sobre el hecho de que su
funcionamiento depende de que les suministremos un extracto de tripas de dinosaurio (léase
petróleo).
Por sí sola, la tecnología no puede salvarnos, como tampoco puede destruirnos. La pieza que
falta en el rompecabezas es el ser humano: evolucionado biológicamente pero condicionado
cultural y socialmente. Y, por definición, la determinación y modificación de esos condicionantes
culturales y sociales está en nuestro poder.
Se ha escrito mucho sobre el «imperativo tecnológico»; la idea de que si es posible hacer algo,
hay que hacerlo. Podemos imaginamos el imperativo tecnológico como un gran genio que, con
los brazos en jarras, se impacienta esperando que hagamos lo que tenemos que hacer, lo que
debemos hacer. Sin embargo, puede que a veces convenga demostrar al genio quién es el amo.
«El caminante», en el poema de Robert Frost, se encuentra un nido de tortuga lleno de huevos
sobre la vía del tren y dice pensativamente:
Entre el latón pulido de la máquina del tren y el plasma suave y gelatinoso de un huevo de
tortuga hay un universo de distancia. La máquina está construida con un material más fuerte, y
es indiferente al destino del plasma. Sólo por la intervención de otro plasma gelatinoso —el
plasma humano— llegan ambas materias a entrar en trágico contacto; sin ese plasma humano,
el latón pulido ni siquiera existiría. Así que, después de todo, puede que no haya tanta distancia
entre el mundo del latón pulido y el mundo del plasma. Podemos mirar hacia otro lado cuando el
tren pase a toda velocidad o levantar los puños con rabia e impotencia, pero puede que nuestra
responsabilidad sea mayor y nos exija algo más: subir al tren y ser su prudente maquinista.
Capítulo 12
A. E. HOUSMAN
El Homo sapiens podría llamarse también el «animal alienado», puesto que está enajenado de su
mundo y de sí mismo. Probablemente somos unas criaturas excepcionales en la naturaleza: el
único animal que, de algún modo, está fuera de lugar en su propio entorno. La literatura, la
poesía, el teatro y el cine del siglo XX reflejan una ola creciente de alienación. Pero aunque la
extrañeza de los seres humanos en su propio entorno ha aumentado en los últimos años, no se
trata de un fenómeno reciente; hace mucho tiempo que lo experimentamos a consecuencia, una
vez más, de la falta de coordinación entre nuestra cultura y nuestra biología. Somos animales
viviendo en un entorno artificial. No es sorprendente que nos sintamos extraños: somos
extraños.
Para el historiador Arnold Toynbee, «la clave del problema es la diferente velocidad a que avanza
él intelecto científico que, rápido como una liebre, es capaz de revolucionar nuestra tecnología
en el transcurso de una vida, y el paso de tortuga de nuestro subconsciente.»
En cierto sentido, prácticamente todos los entornos humanos, incluso el más bucólico, deben
considerarse artificiales, puesto que presentan las inconfundibles huellas del ser humano y de su
cultura. Pero ningún ambiente puede compararse a las ciudades en su total indiferencia hacia
ciertos aspectos de nuestra biología. Aunque dependen del campo para la obtención de
alimentos y materias primas, y para aliviar su contaminación, las ciudades tienen vida propia.
Son lugares completamente artificiales en donde las personas se amontonan de modo increíble y
en donde puede uno pasarse la vida sin pisar la tierra o sin sentarse bajo un árbol. No hace falta
decir que éste es un ambiente extraño para una criatura que ha evolucionado biológicamente,
que vive, respira y transpira.
El desarrollo de las ciudades es muy reciente: hacia 1800 sólo había cincuenta ciudades en todo
el mundo con más de 100.000 habitantes. En 1985 ya habla más de mil quinientas que tenían
más de un millón de habitantes. Se dice que Ciudad de México alcanzará los treinta millones de
habitantes en el año 2000. Según Platón, la población de una ciudad debía limitarse al número
de personas que pueden oír la voz de un solo orador. Pero gracias a la electrónica y a las
telecomunicaciones, ese número es hoy infinito. Lo que aún está por ver es si nuestra capacidad
para tolerar tales cifras y tal densidad iguala a nuestra capacidad para comunicamos y acumular.
Aunque muchas personas parecen estar bien adaptadas a las ciudades y no estarían dispuestas
a abandonarlas, lo cierto es que nuestras ciudades padecen graves problemas debidos, en su
mayor, parte, a la disparidad existente entre nuestras creaciones culturales y nuestras
necesidades biológicas. Anteriormente ya discutimos los problemas de la agresividad y la
desorganización social; estos problemas, aunque afectan a la situación humana en general
tienen mucha más importancia para los habitantes de las ciudades. Además, también existen
otros factores alienantes que son específicos de las ciudades.
Todos conocemos la popular imagen del paleto fascinado y deslumbrado por el bullido y las
brillantes luces de la Gran Ciudad. Pero en el fondo, todos somos pueblerinos. En las ciudades
abundan las situaciones en las que se da un exceso de estímulos sociales —imágenes, olores,
ruidos— insistentes, cambiantes y perturbadores que bombardean nuestros sentidos. Es difícil
escapar. Uno de los recursos del ciudadano es refugiarse en lo que el filósofo de la religión Martin
Buber denomina la actitud «yo-ello» hacia su ambiente y sus semejantes. La alternativa, la
actitud «yo-tú» es una relación más profunda y afectuosa en la que el sentido de una persona se
afirma en la otra, de forma que ambas logran trascender sus propias limitaciones. En cambio, la
relación «yo-ello» implica una actitud completamente objetiva en la que el individuo se siente
totalmente encapsulado dentro de la piel, siempre distante del otro, del «ello».
Podemos estar seguros de que los miembros de las tribus que viven en las montañas de Nueva
Guinea o en el desierto del Kalahari no se encuentran muy a menudo con desconocidos. Tratan
de forma regular casi exclusivamente con parientes, amigos o conocidos, y lo más probable es
que lo mismo hicieran nuestros antepasados. El contraste con el ciudadano medio es tremendo.
Conocer a una persona es diferente que conocer una cosa. Lo primero lleva más tiempo y es
más difícil pero más significativo. Las personas se comportan de forma diferente cuando ya se
conocen: prescinden de las formalidades y los mecanismos de defensa se relajan. Al encontrar a
un desconocido se produce una sutil pero inequívoca tensión. Sus actitudes y sus reacciones son
todavía una incógnita. Aunque las circunstancias en que suelen producirse estos encuentros
suelen indicar actitudes cordiales y a menudo se facilita información acerca de lo que se espera
de la situación, existe cierta suspicacia biológica que puede crear un ligero malestar inicial. Y
esto ocurre continuamente en la vida del habitante de las ciudades.
Incluso cuando se hacen las presentaciones en una reunión social de amigos, la inmensa
mayoría de los invitados tiene dificultades para recordar los nombres, lo que se debe
normalmente a que están tensos y preocupados tratando de reaccionar a los desconocidos.
Una de las formas de aliviar esta tensión es mantener a los demás fuera de nuestra envoltura
protectora. De hecho, es imposible conocer a todas las personas que se nos cruzan en las calles
de la gran ciudad.
«Con razón se ha dicho que los hombres piensan en manada», puede leerse en un tratado del
siglo XIX curiosamente titulado Extraordinary Popular Delusions and the Madness of Crowds
(Delirios populares extraordinarios y la locura de las muchedumbres). «Se vuelven locos en
manada, pero sólo recuperan la razón lentamente y de uno en uno.»
El encuentro de dos animales produce una tensión inmediata, sobre todo si se trata de un
encuentro inesperado. Por eso la mayoría de los animales han desarrollado diferentes medios
para reducir esta tensión, y para impedir alteraciones indebidas de su comportamiento normal
Cuando existe una asociación entre los individuos es conveniente indicarlo; por eso se saludan
los amigos. Aunque la forma de saludarse varíe dependiendo de la cultura, el comportamiento
general es universal. Si se pasea por las calles de un pueblecito prácticamente todas las
personas que se encuentre le saludarán, o usted las saludará. Esto se debe a que en una
población pequeña todo el mundo se conoce. Paséese ahora por una calle céntrica de una gran
ciudad: todo el mundo evita deliberadamente relacionarse con los demás. Hacerlo sería
físicamente imposible, y también físicamente peligroso. Sólo podemos especular sobre las
consecuencias de tales encuentros frustrados. Lo cierto es que al tratar de protegernos también
nos creamos tensiones.
Uno de los resultados más evidentes del anonimato que por necesidad impera en las ciudades,
es el índice de criminalidad. A diferencia de los arrebatos violentos, en los que la víctima y el
agresor suelen ser miembros de la misma familia o conocidos, el ladrón suele escoger como
víctima a un perfecto desconocido. En un pueblo, a ningún vecino se le ocurriría robar al tendero
de la esquina, a ese viejecito tan encantador. Pero si el tendero es un ser anónimo, sin nombre,
familia ni identidad propia en una gran ciudad, resulta más fácil atacarle. Además, la tendencia
al corporativismo y a la concentración de la propiedad está haciendo que las unidades
individuales sean mucho más vulnerables. A medida que nuestra cultura nos obliga a vivir cada
vez más hacinados, en una proximidad tan antinatural, los mismos mecanismos de defensa que
nos protegen mediante el distanciamiento y la indiferencia, impiden que nuestras inhibiciones
naturales puedan protegemos.
Parece ser que según aumenta la densidad, disminuye el valor del individuo. Estamos pasando
de lo que en alemán se llama la Gemeinschaft, la sociedad basada en los vínculos personales, a
la Geselhchaft, una sociedad definida por relaciones impersonales y comerciales.
Dadas las desventajas que tiene la vida en la ciudad ¿por qué hay tanta gente que quiere vivir
en ella? Parece ser que en la mayoría de los casos la razón no es una elección consciente, sino la
búsqueda de un empleo, las comodidades y los factores económicos. Y, naturalmente, también
puede ser que uno nazca en la ciudad porque sus padres se instalaron allí atraídos por alguna de
estas ventajas. Pero, además, existen otros incentivos. Anteriormente hemos hablado de lo que
los etólogos llaman «desencadenantes» y de los «desencadenantes supernormales». Estos
últimos son estímulos artificiales que provocan una respuesta excepcionalmente fuerte por
exageración de ciertas características que posee el desencadenante normal. Es posible que la
ciudad en sí sea un desencadenante supernormal, una hiperextensión cultural de nuestra
sociabilidad fundamental.
Como la mayoría de los primates terrestres, somos criaturas gregarias, aunque nuestras
primitivas unidades sociales eran sin duda mucho más pequeñas que las modernas metrópolis.
Nos unimos en grupos para cazar, buscar pareja, criar a los hijos, conseguir alimentos,
defendernos, transmitir nuestra cultura, relacionamos afectivamente y hacemos compañía. La
evolución debe de haberse opuesto con fuerza a la tendencia a la soledad —como sigue haciendo
actualmente entre la mayoría de los primates— y haber favorecido a las criaturas sociables que
tenían inclinación a vivir en comunidad. El ser humano insociable, como el papión solitario, no
viviría demasiado tiempo y dejaría pocos descendientes. Sin duda, las personas se reunirían en
un campamento seguro —como hacen los papiones para dormir— o alrededor de sus trofeos de
caza. Para algunos animales, como para los peces que forman bancos y puede que también para
los primates que viven en grupo, la masa puede suponer seguridad por simples razones
estadísticas. Si un predador suele atacar, por ejemplo, a los tres primeros individuos que
encuentra, puede ser beneficioso arrimarse al máximo a los demás, más que por afecto, con la
esperanza de que la víctima sea otro. No es de extrañar, por tanto, que un banco de peces se
cierre aún más cuando se acerca una barracuda, o que una bandada de patos vuele más unida
cuando un halcón peregrino merodea por allí. El biólogo W. D. Hamilton, que hizo un estudio
matemático sobre el agrupamiento por motivos de seguridad, tituló su monografía «Geometría
para la manada egoísta».
Puede que sea una exageración describir una ciudad como una manada egoísta; ciertamente, los
habitantes de las ciudades no se agrupan por un temor consciente a ser atacados por un
leopardo que aceche en un callejón oscuro esperando una presa fácil. Pero es indudable que nos
sentimos más tranquilos y seguros cuando somos muchos. Y si los seres humanos que eran
miembros de un grupo resultaban ser más aptos que los solitarios, es muy posible que la
evolución nos haya hecho sensibles al atractivo del grupo. Sin embargo, en los últimos milenios,
la evolución cultural, impulsada por la agricultura y siguiendo la vía de menor resistencia
económica, ha dado lugar a la proliferación de enormes aglomeraciones que superan con mucho
a las agrupaciones que se hubieran producido de forma «natural». El colorido, el ruido, la
variedad y la excitación resultan fascinantes y casi irresistibles. Como mariposas nocturnas
atraídas por la luz de una vela, nos sentimos fuertemente atraídos por este descomunal
estímulo, por este desencadenante supernormal.
Los experimentos de John C. Calhoun con ratas hacinadas sugieren una interesante
interpretación de la atracción que ejerce la ciudad sobre el ser humano. Estas ratas, que
desarrollaron una amplia gama de espantosas respuestas a la superpoblación, no estaban
obligadas a vivir hacinadas: ellas mismas lo escogieron. El experimento estaba planeado de
forma que las ratas tuvieran que alimentarse en comederos centrales de los que cada animal
sólo podía obtener una pequeña cantidad de comida cada vez. En consecuencia, pasaban mucho
tiempo comiendo y, puesto que había sitio suficiente para muchas ratas, pronto se
acostumbraron a comer unas al lado de otras. De este modo quedaron «condicionadas» por la
presencia de las demás, y se sintieron inclinadas a formar grupos más numerosos, aunque el
hacinamiento que resultaba de ello tuviera (al menos desde nuestro punto de vista) unas
consecuencias muy desagradables. Calhoun denominó el resultado final «pozo negro del
comportamiento» resaltando intencionadamente su carácter malsano— e interpretaba la intensa
sociabilidad de sus ratas como «gregarismo patológico».
Pero aún hay esperanzas. Eric Hoffer señaló que muchos de los avances culturales y sociales
más valiosos han venido de las ciudades. Y, como demuestra Anne Whiston Spim en su reciente
libro titulado The Granite Garden (El jardín de granito), muchos problemas urbanos tienen
solución. La Ciudad Eterna es un mito; sin embargo, la ciudad infernal no tiene por qué
convertirse en realidad si somos conscientes de que la ciudad es un verdadero entorno. Existe la
posibilidad de planificarlas, humanizarlas y hacerlas más naturales, más soportables e incluso
placenteras. En nuestro afán de producir desencadenantes supernormales, puede que hayamos
olvidado que las ciudades tienen un valor como entorno. Spim resalta los beneficios que se
obtendrían si tuviéramos en cuenta la dinámica de las aguas, la vida animal y vegetal, la
composición del suelo, los vientos, y el aprovechamiento del calor al planificar este entorno tan
especial. Incluso la antigua Roma satisfacía las necesidades de agua de sus habitantes, y en la
ciudad de Stuttgart se ha llevado a cabo un plan para adaptar la industria humana a las
corrientes de aire naturales para reducir la contaminación. Al fin y al cabo, los tiempos han
cambiado: antiguamente aceptábamos nuestro entorno tal y como lo encontrábamos o nos
íbamos a otra parte. Ahora tenemos la capacidad —he hecho, la obligación— de construir
nuestro propio entorno. Cuando empecemos a hacerlo seriamente, y no sólo movidos por
intereses económicos, puede que nos sintamos menos extraños en una tierra extraña y artificial.
Aparte de la alienación que nos producen nuestros lugares de residencia, sobre todo las
ciudades, hay otros problemas que se derivan del hecho de que nos hemos rodeado de los
productos cada vez más extraños de nuestra propia creatividad. Cuando los científicos se ocupan
de mecanismos cuyo funcionamiento no comprenden, los llaman «cajas negras». Sabemos lo
que entra en una «caja negra» y también sabemos lo que sale («inputs» y «outputs» para los
ingenieros), pero no sabemos lo que pasa dentro. La mayoría de los psicólogos, por ejemplo,
tratan el cerebro como si fuera una caja negra: lo que entra son los estímulos y lo que sale es el
comportamiento. Con el advenimiento de una tecnología cada vez más sofisticada, los seres
humanos se están viendo rodeados por un número creciente de cajas negras. Nos despertamos
por la mañana, accionamos un interruptor (input) y, de algún modo, se enciende una luz
(output). Tiramos de la cadena y cae el agua; hacemos girar una llave y el coche arranca
(normalmente). Tanto en las cuestiones importantes —que tienen que ver con las relaciones
entre las naciones y con la estructura de la experiencia humana— como en nuestra vida
cotidiana, hemos ido haciéndonos cada vez más dependientes de cosas que sólo comprendemos
vagamente. El Homo sapiens moderno vive cada vez más ajeno a las realidades primitivas: las
rocas, la tierra, el agua, el viento, los pájaros y las plantas; a las cosas que podemos sentir y
comprender primitivamente aunque no las entendamos intelectualmente
En la mitología griega el gigante Anteo obtenía su fuerza de la tierra. Era invencible mientras sus
pies pisaban la tierra, pero, finalmente, Hércules lo mató, estrangulándolo mientras lo sostenía
en el aire También nosotros empezamos a estar fuera de nuestro elemento, y tal vez las
consecuencias sean similares.
En uno de los clubs sociales más elitistas de Long Island, es de rigor que las mujeres lleven
tacones altos, y aquéllas que participan intensamente en las actividades sociales del club suelen
llevarlos a diario. Los accidentes más frecuentes en la playa no son los calambres o los cortes de
digestión, sino la rotura del tendón de Aquiles de las mujeres de la alta sociedad cuando pasean
descalzas por la playa. Por lo visto, los tacones altos, complemento indispensable para su vida
social, provocan un encogimiento del tendón que llega hasta el talón. Al quitarse los zapatos y
caminar sobre la suave arena de la playa, extienden excesivamente el talón, con lo que el
tendón encogido se estira bruscamente y se rompe. ¿Justicia divina?
Para la mente no científica casi todas las cosas son misterios o milagros. Y también para el
ciudadano medio de cualquier país desarrollado, sólo que ahora se espera que sea capaz de
comprender los misterios y milagros de los que depende a diario. Al faltar esa comprensión, al
estar desvinculados emocionalmente de las cosas que hemos producido pero que no sentimos
como nuestras, nuestro sentimiento de unión con el mundo ha quedado gravemente socavado.
Nuestra cultura no sólo nos ha distanciado cada vez más de la realidad animal, sino que nos
somete diariamente a preocupaciones y tensiones sobre las que tenemos muy poco o ningún
control. La televisión y los periódicos nos informan de los principales acontecimientos políticos,
militares, sociales y económicos, y aunque nos sentimos impotentes ante ellos, no por eso dejan
de afectarnos personalmente. Somos libres de enfurecemos, preocuparnos o estar de acuerdo,
pero el tamaño y la complejidad del aparato cultural hace que sea difícil actuar de forma efectiva
y ver los frutos de nuestra acción.
Durante un reciente eclipse de Sol, hubo más gente que lo vio por televisión que personalmente,
pese a que podía ser observado directamente sin peligro. Las trabas mentales pueden ser más
fuertes que las físicas, y es necesario que nos demos cuenta de que la cultura nos está haciendo
físicamente incapaces y mentalmente reacios a enfrentamos directamente con el mundo.
Es interesante observar que las actividades al aire libre como la marcha, la observación de la
naturaleza, el esquí de fondo, el alpinismo y los deportes náuticos, son los mejores remedios
para esa compleja enfermedad de origen cultural que es la alienación. Tales actividades también
producen tensiones, pero son tensiones físicas, directas y comprensibles. La simple realidad de
la bota en el suelo, la mano sobre la roca, o el remo que se hunde en el agua, es sentida
directamente, sin que se interpongan la burocracia, la tecnología o las ideologías. No es de
extrañar que la afición por tales actividades esté aumentando en la América moderna a un ritmo
exponencial.
Y, pese a la gran atención dispensada por los medios de comunicación a los viajes espaciales, los
niños siguen jugando a los vaqueros y no a los astronautas. El interés público por el programa
espacial ha decaído rápidamente —como era de esperar—, y la imagen del astronauta resulta
insulsa y aburrida, mientras que la del vaquero sigue en pleno auge. Es el héroe de nuestra
cultura contra el héroe de nuestra biología, y es este último el que está ganando. El contraste es
llamativo, las razones simples y poderosas. El vaquero tiene algo fundamental que no tiene el
astronauta: autonomía personal y un control físico y directo sobre los acontecimientos. El
caballo, la pistola, los buenos y los malos, son realidades simples; de ellas están hechos los
vaqueros, los policías, los ladrones y los detectives de nuestras fantasías. Y nos gustaría
incorporarlas a nuestra vida. Nuestros héroes fantásticos, Flash Gordon, Spiderman o el Capitán
América, participaban en aventuras personales en las que demostraban su fuerza, rapidez, valor
o inteligencia de un modo completamente directo.
En cambio, la realidad de los viajes espaciales está mucho más cerca de la realidad de la vida
tecnológica y cultural moderna. El astronauta real depende de un gigantesco sistema de apoyo,
de todo un equipo técnico y científico que cuenta con sofisticados mecanismos de comunicación,
mantenimiento y control. De hecho, el astronauta es meramente un robot que aprieta ciertos
botones obedeciendo a las órdenes de la torre de control. Si hay algún fallo y hay que rectificar
la trayectoria, tendrá que esperar las instrucciones de los computadores y de los ingenieros de la
Tierra. El astronauta no tiene prácticamente ningún control sobre su entorno y, aparte de su
valor personal y su competencia profesional, tiene pocas cualidades que apetezca emular. Como
«animales activos» que somos, admiramos a quienes son capaces de dominar las situaciones. Y
el astronauta nos recuerda demasiado nuestra vida cotidiana, porque depende de millares de
inventos culturales, impresionantes pero de algún modo artificiales.
Sin duda, la exploración del espacio ha podido realizarse gracias al esfuerzo coordinado de la
tecnología, y no por el empeño solitario de un Búfalo Bill montado en un cohete. Pero éste es el
triunfo de la cultura, no del individuo. Nuestra cultura, de hecho, ha ganado muchas batallas. Sin
embargo, sus triunfos, aunque no sean derrotas para el individuo, muchas veces nos dejan una
sensación de vacío, y a veces son sólo victorias pírricas. Por ejemplo, la mecanización de la
agricultura y las redes de distribución nos permiten obtener alimentos en abundancia y con
comodidad. Es un gran triunfo del «sistema». Pero lo que hemos ganado en variedad y
comodidad, lo hemos perdido en satisfacción. Comprar tomates en el supermercado no es una
experiencia muy interesante. Es muy distinto deleitarse con los tomates que uno mismo ha
plantado y cultivado. Además, la persona que cultiva su propio huerto tiene otra ventaja: que
puede controlar el cultivo. Si, por ejemplo, no quiere que haya pesticidas en su comida, puede,
simplemente, prescindir de ellos, en vez de depender de una corporación desconocida e
indiferente que practica el cultivo intensivo tal vez a miles de kilómetros de distancia.
La tecnología médica ha progresado de un modo similar. Sin embargo, muchas veces tenemos la
sensación de que no sólo se priva al paciente de su identidad personal, sino que también se le
niega el derecho de enfrentarse a la vida como un ser soberano. Los tranquilizantes y
antidepresivos se recetan cada vez más con la mayor despreocupación, lo que indica que nos
preocupan más los síntomas que sus causas. Utilizamos demasiados medicamentos para
combatir cualquier trastorno, y el resultado es que la selección natural produce organismos
patógenos cada vez más resistentes. En la mayoría de los hospitales, las parturientas son
anestesiadas hasta quedar semi-inconscientes; es cierto que de este modo se les evitan
sufrimientos, pero también se les impide vivir una de las experiencias más intensas de su vida.
La creciente popularidad del «parto natural» —al igual que el interés por los alimentos integrales
y de elaboración casera— refleja un rechazo cada vez mayor hacia la alienación que produce la
tecnología.
Muchas veces se nos ha acusado de que nuestra cultura es sumamente materialista, pero, en
cierto sentido, somos extremadamente anti-materialistas. El filósofo Alan Watts comentó una vez
que una cultura verdaderamente materialista hubiera demostrado más respeto hacia los
materiales y nunca hubiera tolerado los plásticos, los aglomerados, la fabricación masiva de
productos desechables ni los artículos de mala calidad que normalmente rodean nuestra vida.
Del mismo modo, aunque somos una nación de obesos —o al menos de personas a régimen— es
dudoso que sepamos apreciar la comida. Si así fuera, no habríamos consumido miles de millones
de hamburguesas de McDonald’s. Pero, al parecer, somos prisioneros de nuestras capacidades,
esclavos de nuestra tecnología hiperextendida.
Una de las mayores innovaciones que trajo la Revolución Industrial fue la fábrica. Para
comprender su importancia, debemos comparar el sistema de trabajo de la fábrica con el de su
antecesor más «primitivo», el artesano. Cuando la finalidad del trabajo individual es producir un
objeto completo y acabado, la actividad puede ser profundamente satisfactoria. Claro que el
artesano debe conocer bien su oficio, y tanto el aprendizaje como el proceso de producción
llevan su tiempo. En cambio en una fábrica, cada trabajador se especializa en una operación
relativamente simple, en una pequeña parte del proceso total. Su aprendizaje requiere menos
tiempo y el producto es fabricado más rápidamente, puesto que cada paso es ejecutado por un
«especialista» diferente, generalmente con la ayuda de una considerable mecanización.
Normalmente, el trabajador obtiene muy poca satisfacción de tal actividad. La satisfacción —el
sentimiento de identificación con los compañeros y con la propia labor— ha sido sacrificada a la
eficiencia y a una especie de dominio del grupo que deja al trabajador aislado e insatisfecho.
En conjunto, y pese a los intentos que se han hecho para cambiar las cosas, la situación parece
ser cada vez más desesperada mientras la tecnología avanza gracias a su propio sistema de
realimentación positiva. Hemos cogido al tigre por la cola y nos da miedo soltarlo porque nos
hemos alejado tanto del estado primitivo que ya no podemos vivir sin nuestro feroz aliado. De
este modo nos vamos adentrando cada vez más en una tierra extraña y peligrosa. Y cuanto más
luchamos, más nos alienamos, puesto que para luchar necesitamos cada vez más artificios y
artefactos, que son la raíz del problema, no su solución.
En Future Shock (El shock del futuro), Alvin Toffler describe otro síntoma de la alienación que
produce la cultura moderna. Una experiencia traumática, como sufrir una herida grave o
presenciar un terrible acontecimiento, puede provocar un shock que puede causar la muerte
(véase la explicación anterior sobre et shock adrenalínico provocado por el estrés). Según Toffler,
el Homo sapiens moderno está en un continuo estado de shock debido a su incapacidad para
asimilar cambios que se producen a un ritmo frenético. Estamos desorientados, y la situación
empeora a medida que se aceleran los caminos.
Hasta cierto punto, el movimiento aparentemente perpetuo del Homo sapiens moderno es una
consecuencia directa de nuestro sistema cultural. Vamos donde haya puestos de trabajo, adonde
nos trasladen o adonde más nos convenga. Parece que nos arrastra la corriente de
acontecimientos generada por la cultura. Por otra parte, nuestra movilidad es también
intencionada. La cultura nos ha dado la oportunidad de mejorar nuestra suerte. Podemos buscar
un empleo mejor, un clima más agradable escuelas especializadas o cuidados médicos; la
movilidad puede ser una valiosa herramienta para abrir nuestros horizontes y hacemos más
felices. Pero tanto si nuestro desarraigo es algo impuesto como si es el resultado de una libre
elección, sus efectos sobre nuestra mente son los mismos: nos sentimos ajenos a nuestra propia
tierra, a nuestros semejantes y a nosotros mismos.
El resultado es que muchas personas se sienten ajenas a las costumbres, normas y expectativas
de la sociedad. Anteriormente desarrollamos la hipótesis de que si el Homo sapiens tendiera
biológicamente a preferir un tipo determinado de estructura social, la tremenda diversidad de las
sociedades humanas podría frustrar dicha tendencia. También sugerimos la hipótesis más
probable de que nuestra especie carece de tal preferencia y de que, por tanto, estamos
expuestos al desmoronamiento de nuestros sistemas culturales y nos sentimos ajenos a ellos por
carecer de la tendencia innata a la cohesión, aceptación y estabilidad social que poseen los
animales.
Entonces, ¿qué ocurre cuando la alienación aumenta hasta llegar a minar nuestra confianza en la
cultura? Esta libertad sin precedentes puede confundirnos y llegar a paralizarnos. La
independencia puede convertirse en dispersión y desorientación. Los individuos pueden sentirse
perplejos, perdidos, irritados e insatisfechos, sin saber qué camino elegir ni cómo plantearse la
elección. Cuando el pasado es inaceptable como guía y el futuro no es prometedor, el presente
cobra tal peso que todo se viene abajo.
Tenemos una estructura física: nuestro esqueleto. En otros aspectos, sin embargo, exigimos
estructuras, y las que nos proporciona nuestra cultura suelen ser inadecuadas y alienantes
porque son demasiado rígidas, demasiado frías, claramente peligrosas. Cada vez más ajenos a
sus culturas, los seres humanos recurren a otras prácticas culturales que prometen alivio: las
religiones primitivas, el terrorismo, el psicoanálisis, la sociopatía, o la más absoluta indiferencia.
Al igual que las civilizaciones pueden imitar y exagerar los rasgos biológicos a través del proceso
que hemos denominado «hiperextensión cultural», también tienden a reaccionar
exageradamente contra lo que se percibe como tendencias humanas, tendencias que pueden no
tener un origen biológico o ser claramente benignas, pero que se vuelven patológicas cuando se
ven frustradas. El antropólogo Ashley Montagu describe en su libroTouching: The Human
Significance of the Skin (El tacto: la importancia de la piel en el ser humano) los nefastos medios
de que se han servido las sociedades humanas para reprimir la natural e inocente necesidad,
tanto de niños como de adultos, de tocar y ser tocados. La tendencia de los niños a auto-
expresarse es combatida por una disciplina escolar represiva; los deseos sexuales, por los tabús
victorianos, etc. Todo se conjura para producir, en el mejor de los casos, un ser humano alienado
y neurótico, en el que cualquier vestigio de salud mental sólo indica una fortaleza constitucional
extraordinaria.
Según el teólogo Andrew Bard Schmookler, la finalidad de esta frustración es producir rabia y
sed de poder: «El poder exige mejores servidores que los seres humanos tal y como la
naturaleza los creó. Las sociedades civilizadas necesitan poder y, por tanto, se ven obligadas a
volver a crear al hombre. Las prácticas de socialización son los instrumentos mediante los cuales
las exigencias sociales se convierten en una estructura psicológica» Esta explicación, aunque
ingeniosa, parece demasiado complicada. Es más probable que la rabia y la frustración que se
derivan de la práctica de la socialización sean, sencillamente, una consecuencia de la
discordancia existente entre los factores biológicos y los factores culturales. A veces las prácticas
culturales exigen demasiado de los seres humanos; y a veces demasiado poco. Sólo rara vez dan
en el clavo.
Las tensiones generadas por el conflicto existente entre la doctrina teológica cristiana y las
inclinaciones biológicas quedan reflejadas por San Pablo cuando escribe angustiado: «Me deleito
en la ley de Dios según el hombre interior, pero siento otra ley en mis miembros que repugna a
la ley de mi mente y me encadena a la ley del pecado, que está en mis miembros. ¡Cuán
desgraciado soy!» (Romanos 7:22-24). O como diría el poeta: ¡Qué desgracia la mía; que la
cultura trate de enderezar la biología!
Al principio de este capítulo consideramos que la alienación era una consecuencia de los
ambientes creados por la cultura, y después pasamos a considerar la alienación como el
resultado de nuestra consciencia, una auto-consciencia que al parecer sólo posee el Homo
sapiens. Los monos y los chimpancés tienen una imagen definida de sí mismos; al menos, tratan
de quitarse el maquillaje que se les ha puesto en la cara en cuanto se ven en un espejo. Pero
ningún animal se contempla a sí mismo y se siente triste o decepcionado. Ningún animal se
obsesiona por el abismo que hay entre lo que son las cosas y lo que podrían ser. Ningún animal
es consciente de que ha de morir y de qué no puede hacer nada por evitarlo. Los animales
pueden estar tristes —a veces incluso sentirse completamente desgraciados—, pero ninguno
siente pena de sí mismo o se preocupa por el hecho de estar triste y aislado.
La soledad del esquizofrénico es la soledad del ser humano despojado de sus legítimos vínculos.
El dios impotente está paralizado por la disparidad existente entre su ser biológico y su
alienación producida por la cultura, que va unida a menudo a algún desequilibrio químico de su
cerebro que, al fin, y al cabo, también es biológico.
En realidad, el uso de drogas, a pesar de los posibles riesgos que pueda implicar para la salud,
puede ser uno de los intentos menos peligrosos que hace nuestra sociedad para superar la
alienación. Hay quienes sólo le encuentran sentido a la vida si cometen actos de violencia,
especialmente asesinatos. Los crímenes por diversión y los asesinatos en serie suelen ser
cometidos por personas profundamente alienadas cuyo aburrimiento psicótico les induce a
buscar emociones intensas que les hagan sentir que aún están vivas. Es evidente que su
comportamiento es patológico; sin embargo, sentimientos similares, aunque menos extremos,
son la base de muchos aspectos de nuestro comportamiento cotidiano. Esquiar, conducir, ir en
lancha o en moto a toda velocidad, no son más que formas socialmente admitidas de declarar
nuestra autonomía y superioridad. Buscando emociones que impliquen riesgo, el hombre
tecnológico trata de integrarse de nuevo en el mundo, de volver a sentir el pulso de la vida real,
de la vida biológica.
La necesidad de sentir la vida parece ser especialmente aguda en una especie —la única, que
sepamos— que es consciente de su propia muerte. La conciencia de la muerte puede añadir
cierta emoción a la vida, pero también puede sumimos en la desesperación, en una profunda
alienación existencial. Puede llevamos a la religión y a los cultos en un primitivo intento de
alcanzar, mediante artilugios culturales, el sentimiento de seguridad y arraigamiento del que nos
hemos visto privados por la conciencia de nuestra propia muerte. Si fuéramos computadores
inteligentes en vez de seres humanos, puede que la conciencia de que existe la confesión, los
cortocircuitos y la posibilidad de que se interrumpa el suministro de energía, nos sumieran en
una angustia existencial electrónica» y a una profunda alienación de nuestro yo electrónico, con
todas las desventajas y peligros que se derivan de ello. Pero somos animales inteligentes y, por
tanto, condenados a ser conscientes de las limitaciones de nuestra existencia como criaturas,
limitaciones que, en definitiva, son inevitables por muy trágicas que nos parezcan. Podemos
elegir entre partir serenamente hacia las sombras o enfurecemos porque se acerca la oscuridad;
de todos modos tendremos que partir.
En la obra de Platón Fedon, Sócrates define la sabiduría esencial de la filosofía como «ser
consciente de la muerte». Pero no dijo que eso tuviera que gustamos. Por una parte, el ser
conscientes puede conducirnos a una vida más plena, si no a la felicidad. Sin embargo, para una
criatura biológica ser consciente significa tener un doloroso conocimiento de la propia condición,
de que está limitada por su cuerpo orgánico y de que tiene que morir. La alienación esencial del
ser humano, una criatura condenada a morir, es una reafirmación de nuestra ineludible biología.
Como señaló Arthur Koestler, no estamos «programados» para concebir nuestra propia muerte.
Cuando un computador se enfrenta a algo para lo que no está programado...
...o queda reducido al silencio o se vuelve loco. Esto último es lo que parece haberles
ocurrido, con alarmante insistencia, a los seres humanos de las más diversas culturas.
Enfrentados a una conciencia que emerge del vacío pre-natal y se sumerge en la
oscuridad post-mortem, sus mentes enloquecieron y poblaron el aire de los fantasmas
de los muertos, de dioses, ángeles y demonios, hasta que la atmósfera quedó saturada
de espíritus invisibles, en el mejor de los casos caprichosos e imprescindibles, y en su
mayoría malignos y vengativos. Tenían que ser adorados, halagados y aplacados
mediante complicados y crueles rituales, incluyendo los sacrificios humanos, las
guerras santas y la quema de herejes.
Ocho años después de escribir estas palabras, el genial Koestler, con casi ochenta años y ya
desahuciado, se quitó la vida.
Capítulo 13
todo va en la silla,
a lomos de la humanidad»
¿Y qué nos reserva la evolución biológica a los seres humanos, a unas criaturas tan
ambivalentes? ¿Cabalgaremos a lomo de nuestra cultura o será más bien al revés? Es
inconcebible que nuestra naturaleza se haga menos biológica, pero tampoco es probable que
disminuya la influencia que ejerce la cultura sobre nosotros. A pesar del intento de algunas
minorías de simplificar su estilo de vida, lo más probable es que se produzca un continuo
o as de s p ca su est o de da, o ás p obab e es que se p odu ca u co t uo
aumento de los aspectos tecnológicos y abiológicos de la existencia humana. Y, por supuesto,
seguiremos estando sometidos a la selección natural. Mientras haya ciertos individuos que
tengan más descendientes que los demás (por las razones que sean), seguirá produciéndose la
selección, y el acervo génico de la población irá cambiando dependiendo de ella.
Pero esto no es nada nuevo para nuestra especie. «No hay un momento de descanso en esta
vida», observó el teólogo alemán Meister Eckhart hace casi setecientos años, «ni lo ha habido
nunca para ningún hombre, por largo que fuera su camino. Por tanto, lo importante es estar
dispuestos en todo momento a aceptar los dones de Dios, estar siempre preparados para sus
nuevos dones.» Podemos sustituir la palabra «Dios» por «evolución» cultural; el mensaje sigue
siendo el mismo. Gracias a las armas nucleares, a la contaminación del medio ambiente, al
agotamiento de los recursos naturales y a la superpoblación, el futuro ya no es lo que era. Pero
sigue siendo futuro.
Ya en el siglo XX, Alfred North Whitehead observó que el futuro siempre ha parecido peligroso.
Tal vez sea así, pero nunca tanto como ahora.
Puesto que la diabetes es una enfermedad que tiene una base génica, es de prever que aumente
la frecuencia de los genes asociados a ella, puesto que la presión que ejercía la selección natural
contra ellos ha disminuido gracias a una importante práctica cultural. Pero el incremento de la
diabetes no es ninguna catástrofe, puesto que disponemos de medios para controlar esta
enfermedad; entre los diabéticos y sus parientes nadie pone en duda los méritos de las
inyecciones de insulina (Tal vez pronto dispongamos también de la tecnología necesaria para
realizar trasplantes de páncreas). Desde el punto de vista ético no tenemos elección: debemos
continuar realizando este tipo de avances culturales, aunque esto suponga que la humanidad se
vea obligada a subir cada vez más por la pirámide resbaladiza de la dependencia de la evolución
cultural. A menudo resulta más fácil seguir subiendo que tratar de bajar.
La mayoría de los seres humanos del mundo pueden satisfacer sus necesidades vitales y
reproducirse. Las personas «superiores», afortunadas o, simplemente, despiadadas, pueden
procurarse más comodidades, lujos y satisfacciones, pero —al menos en América— no es
probable que deseen tener familia numerosa. De hecho, ocurre más bien lo contrario. No
estamos cuestionando el derecho de las personas a tener hijos; como todos los demás derechos,
está garantizado por la sociedad y, presumiblemente, repercute en beneficio de toda la sociedad.
Sin embargo, nuestra cultura está violentando los fundamentos de nuestra evolución biológica, y
deberíamos estar preparados a afrontar las consecuencias o, mejor dicho, a afrontar el hecho de
que habrá consecuencias aunque seamos incapaces de preverlas.
Llevamos practicando la selección artificial desde hace miles de años, desde mucho antes de
descubrir y comprender los fundamentos genéticos de su funcionamiento. Así, por ejemplo,
hemos creado distintas razas de perros seleccionados a los individuos que poseían las
características que deseábamos, apareándolos entre sí e impidiendo que pudieran cruzarse con
otros. Entrometiéndonos entre nuestros animales domésticos y la selección natural, hemos
conseguido producir formas tan diferentes como el chihuahua y el San Bernardo. Todos los
animales domésticos, desde la vaca hasta las gallinas, difieren enormemente de sus parientes
salvajes, sobre los que ha actuado únicamente la evolución biológica. Casi todas las especies
vegetales que cultivamos son igualmente el resultado de una selección artificial, mediante la cual
hemos conseguido «diseñan especies de mayor rendimiento, mayor resistencia a las
enfermedades, etc. Por tanto, la selección artificial no tiene nada de nuevo; en lo que se refiere
a la evolución biológica, el Homo sapiens tiene la costumbre de jugar a ser Dios.
Sin embargo, aunque nuestras plantas y animales domésticos son «mejores» (para nuestros
propósitos) que sus parientes salvajes, suelen ser inferiores en competición directa.
Comparemos, por ejemplo, el cerdo doméstico con su probable antepasado el jabalí. En relación
con el jabalí, el cerdo tiene los sentidos atrofiados: la visión, el olfato y el oído no tienen ningún
valor selectivo en una pocilga, mientras que son sumamente importantes para el jabalí salvaje,
un animal dinámico despierto y vigoroso. El cerdo es lento de movimientos y perezoso, lo que
constituye una ventaja selectiva para el granjero, que prefiere que sus animales ganen peso y no
malgasten un montón de calorías corriendo por ahí. El contraste entre el animal doméstico y el
salvaje es realmente llamativo.
Puede que exista un paralelismo entre los cambios evolutivos que ha provocado la domesticación
y los cambios evolutivos que está produciendo en nosotros la civilización. En ambos casos,
determinadas entidades biológicas han sido liberadas de la «poda» rigurosa de la selección
natural. Los seres humanos nos hemos convertido en «jardineros», y en nuestro jardín también
nos cultivamos a nosotros mismos.
En una famosa caricatura se representa al ser humano del futuro con una cabeza enorme y un
cuerpo desproporcionadamente enclenque. Esta idea responde a una interpretación errónea
basada, probablemente, en una concepción inconscientemente lamarckiana Según Lamarck, las
características que se adquieren durante la vida son transmitidas a los descendientes. Según
esto, puesto que cada vez utilizamos más nuestro cerebro —reflejando el desarrollo acelerado de
nuestra evolución cultural—, nuestros descendientes nacerán con la cabeza cada vez más
grande. Sin embargo, para que esto fuera posible, nuestros sesos (como nuestros músculos)
tendrían que ir aumentando de tamaño con el uso y, además, un cerebro grande tendría que ser
una ventaja selectiva, como lo fue en un principio, cuando se inició nuestro desarrollo cultural.
En otras palabras, para que la evolución siguiera ese camino, las personas más inteligentes
deberían tener más hijos que las personas menos inteligentes.
Como hemos comentado anteriormente, hay razones para creer que, si acaso, puede que esté
ocurriendo todo lo contrario, puesto que la cultura ha hecho que todos tengamos las mismas
oportunidades de contribuir al patrimonio génico de la especie, independientemente de las
cualidades biológicas de cada uno. Incluso existe la posibilidad de que la evolución cultural
pueda invertir nuestra antigua tendencia biológica al aumento del tamaño del cerebro. Los
individuos más inteligentes tienen más acceso a los anticonceptivos, comprenden mejor la
importancia de su utilización y, por tanto, es muy probable que tengan menos descendientes.
Pero las perspectivas no están nada claras. Aunque no es aventurado afirmar que el tamaño de
la familia es inversamente proporcional al nivel socioeconómico —los más ricos suelen tener
menos hijos— prácticamente no hay pruebas de que exista una correlación entre el nivel
socioeconómico y la inteligencia de las personas, además, las tendencias demográficas son
bastante variables. El mito de los Kennedy puso de moda las familias numerosas, la toma de
conciencia ecológica ha tenido el efecto opuesto; nadie sabe lo que puede ocurrir a continuación.
Tampoco está demostrado que el tamaño del cerebro esté estrechamente relacionado con la
inteligencia. Albert Einstein tenía un cerebro extraordinariamente pequeño.
Aunque las presiones selectivas que actúan sobre la población humana han cambiado durante el
transcurso de la evolución cultural —de forma que la selección cada vez se basa menos en las
cualidades biológicas tradicionales—, la selección natural sigue funcionando, sólo que ha
cambiado su marco de operaciones. Dentro de mil años (o quizá de cien) la evolución biológica
podrá estar seleccionando según la capacidad de resistencia a las nuevas presiones a que se
halle sometida la especie humana. Al igual que el uso del DDT contribuyó a la selección de las
moscas más resistentes matando a las más vulnerables, puede que la creciente contaminación
del aire y de las aguas contribuyan a que se seleccionen las personas que tengan una resistencia
innata a los factores contaminantes. Del mismo modo que el descubrimiento de la insulina ha
disminuido la presión de la selección contra la diabetes, puede que un aumento de la
contaminación atmosférica contribuya a la selección de una mayor resistencia del aparato
respiratorio, eliminando a las personas con tendencia a desarrollar un enfisema o un cáncer de
pulmón. (Se dice que en Nueva York sólo hay buenos conductores; los malos han muerto ya.)
Aunque este análisis pueda parecer correcto desde el punto de vista lógico, es igualmente
posible que no lo sea. Estamos hablando de muchos años y de muchas generaciones. Dado el
actual ritmo de la evolución cultural, nadie puede predecir cómo será el entorno humano dentro
de una generación, y menos aún dentro de los cientos de generaciones que se requieren para
que tenga lugar un cambio biológico sustancial. Los agentes contaminantes y los ambientes
sociales actuales pueden haber desaparecido por completo dentro de un siglo, y haber sido
sustituidos por otras condiciones generadas por la cultura. En la naturaleza los organismos
terminan por alcanzar un equilibrio con su entorno, siempre que el entorno permanezca más o
menos constante. Pero si el medio ambiente no mantiene unas características constantes, es
muy difícil que los seres vivos puedan adaptarse a él. Y esto es lo que puede pasamos a
nosotros.
Es curioso lo satisfactorio que resulta imaginar un futuro en el que la evolución biológica nos
haya puesto en armonía con los productos de nuestra cultura. Pero esto no es nada probable. No
sólo la cultura seguirá sacando ventaja a la biología, sino que además nuestra audacia y nuestra
capacidad de adaptación a corto plazo serán un obstáculo para lograr una adaptación biológica
duradera. Por lo general, la selección natural se ocupa de un organismo sólo hasta que se ha
reproducido. Por eso la mayoría de los seres vivos no viven mucho tiempo después de haber
criado: una vez producido descendientes, los han cuidado y alimentado hasta que pueden
emanciparse, la evolución deja de interesarse por ellos. Las mutaciones deletéreas son
eliminadas por la selección si se expresan de un modo que interfiere con la «aptitud» del
organismo: una vez que los genes han sido puestos en circulación, el destino de los progenitores
importa relativamente poco, tan poco como le importa al diseñador de cohetes el destino del
motor propulsor una vez que el satélite ha entrado en órbita.
Los seres humanos —y posiblemente también las ballenas, los elefantes y algunos primates—
somos excepcionales, porque disfrutamos de una vida post-reproductiva bastante prolongada.
Esto puede ser debido a que entre los anímales para los que es importante el aprendizaje y la
capacidad de juicio, la experiencia de los individuos más viejos es una ventaja selectiva. Sin
embargo, con la invención de la escritura, la imprenta, el microfilm y los sistemas de
procesamiento de datos, el valor social de las personas mayores y experimentadas parece haber
ido disminuyendo progresivamente. Si el ritmo de los cambios culturales sigue acelerándose,
haciendo que la experiencia sea algo perjudicial por estar basada en tiempos pasados en los que
las cosas eran diferentes, es lógico que esta tendencia se acelere también. (Vale la pena resaltar
que este posible cambio en la utilidad de nuestros mayores afecta más al campo tecnológico que
a otros aspectos culturales como la religión, la diplomacia, la historia, etc. Pero incluso en el
campo de la tecnología la aportación de los ancianos puede ser de especial valor, porque,
basándose en los acontecimientos que han vivido, pueden ayudarnos a comprender que los
nuevos avances se han logrado gracias a las experiencias previas, o que puede que estemos,
simplemente, reinventando la rueda, y/o que todo progreso puede encerrar sus peligros por muy
prometedor qué parezca.)
En cualquier caso, para que la selección natural consiga adaptar biológicamente a la población
humana a su cultura, nuestros nuevos entornos tendrían que influir de algún modo sobre
nuestro rendimiento reproductivo. Esto, en sí; ya parece poco probable, puesto que somos lo
bastante fuertes como para soportar los trastornos y enfermedades que produce la cultura sin
que nos afecten gravemente hasta una edad mediana o avanzada. Así pues, aunque el
envenenamiento por contaminación con mercurio o plomo puede afectar también a los niños, la
mayoría de las tensiones que provoca la evolución cultural tienen como resultado las
denominadas enfermedades degenerativas, que no tienen mucha repercusión sobre la
reproducción. Enfermedades que tienen cada vez más incidencia en nuestra sociedad, como las
enfermedades de corazón, el enfisema o el cáncer, parecen estar causadas por una acumulación
de «agresiones» que recibimos de nuestro entorno, como el estrés, la ansiedad y toda una gama
de situaciones, sustancias y productos químicos irritantes y peligrosos. Puesto que estos males
no suelen afectarnos hasta que ya nos hemos reproducido, no es probable que las personas que
tengan más resistencia sean las que dejen más descendientes. Por tanto, tampoco es probable
que lleguemos a desarrollar una mayor resistencia, ni siquiera en el caso de que disminuya
drásticamente el ritmo de los cambios culturales.
Entre las enfermedades degenerativas, las más graves son probablemente las enfermedades de
corazón; en Estados Unidos han alcanzado proporciones casi epidémicas. Este ejemplo es
especialmente interesante porque está relacionado con el cuerpo enclenque de nuestro sesudo
estereotipo, y porque nos proporciona además uno de los más claros ejemplos del conflicto
existente entre la evolución cultural y la biológica. La alarmante incidencia de las enfermedades
cardiacas es básicamente el resultado de la combinación de cuatro factores: el estrés, los
hábitos dietéticos, la falta de ejercicio y el consumo de determinadas drogas, especialmente de
tabaco y alcohol. Los cuatro presentan importantes aspectos bioculturales. Puesto que ya hemos
considerado la probable contribución de la evolución cultural al estrés, pasemos a considerar los
tres restantes factores.
No hay duda de que el exceso de peso es perjudicial para el corazón. Nuestros hábitos
alimenticios dejan mucho que desear. Al parecer nos gustan los alimentos que no nos sientan
bien, pero ¿por qué?
Parece «natural» que nos gusten los dulces y, de hecho, lo es, al igual que es natural que a los
mapaches les gusten los crustáceos o que al oso hormiguero le encanten las hormigas. Nuestra
debilidad por el sabor del azúcar está basada en su presencia en los alimentos que se
encontraban en nuestro entorno original. Es interesante observar que el acetato de plomo
también tiene un sabor dulce, aunque es un veneno mortal. Sin embargo, este compuesto no se
encuentra normalmente en nuestro medio ambiente, ni nunca estuvo presente, al menos no en
abundancia. De no haber sido así, hubiéramos desarrollado la capacidad de distinguir su sabor
del sabor del azúcar, o nos hubiéramos extinguido hace mucho tiempo.
Además de nuestra afición por los dulces, también sentimos debilidad por las comidas
«sabrosas», ricas en colesterol. Esto puede ser otro, ejemplo de desencadenante supernormal e
hiperextensión cultural, debido esta vez a la dieta carnívora de nuestros antepasados
australopitecos. Los animales salvajes suelen ser bastante magros, y la grasa animal —debido a
su alto valor energético— debía de ser muy apreciada entre los cazadores primitivos, como lo
sigue siendo entre los pueblos no-tecnológicos. En cambio, nuestros animales domésticos
producen enormes cantidades de grasa, y las industrias cárnicas nos ofrecen productos ricos en
grasas que tienen gran aceptación. A menos que la toma de conciencia de los peligros del
colesterol nos lo impida, seguiremos atiborrándonos hasta atascar fatalmente nuestras arterias.
Una de las mayores conquistas de nuestra evolución cultural ha sido la sustitución del esfuerzo
humano por el trabajo de las máquinas. El transporte, sobre todo, ha experimentado cambios
revolucionarios, hasta el punto de que, aunque a un aborigen australiano pueda parecerle
normal caminar 30 km al día, al americano medio le horrorizaría el hecho de tener que recorrer
2 km a pie. Casi siempre viajamos sentados, y nuestros electrocardiogramas así lo reflejan.
Pero si desarrollamos nuestra afición a los dulces porque eran buenos para nosotros, ¿por qué no
hemos desarrollado una afición natural por el ejercido físico, que es igualmente beneficioso? Tal
vez porque el ejercido físico era algo inevitable —no como las frutas maduras— para nuestros
antepasados y, por tanto, no era necesario generar una predisposición hacia él. Es más, para los
primitivos homínidos era claramente ventajoso tomar atajos y cooperar o servirse de las
herramientas para ahorrar energía siempre que fuera posible. Puede ser, por tanto, que junto a
la necesidad de hacer ejercicio, hayamos desarrollado cierta tendencia a la holgazanería.
Finalmente, ¿qué se puede decir del tabaco y del alcohol? Los seres humanos son animales
sedientos de estímulos, y no sólo de estímulos visuales y mentales, sino también de cosas que
comer, beber y aspirar. Incluso actualmente, la mejor forma de alimentamos es hacer una
alimentación variada. Poseemos una fuerte tendencia —aunque a veces más bien parece que
estamos poseídos por ella— a estimular nuestro gusto, nuestro olfato y otros sentidos con
sensaciones fuertes, como las que nos proporcionan el tabaco, el alcohol y las especias. A
menudo se olvida que antes de 1492 la mayor parte de la humanidad no sabía lo que era fumar
tabaco, y que lo que podríamos llamar «la venganza del Piel Roja» ha llegado a ser espectacular,
si no completa: es casi seguro que cualquiera que haya sido él número de nativos americanos
asesinados directamente por los invasores caucasianos o indirectamente por el alcohol, muchos
más caucasianos han muerto posteriormente por culpa del tabaco [20].
En cierta ocasión Freud describió a la especie humana como «un dios protésico». Y, puesto que
nuestra cultura se encarga de hiperextender estas prótesis, hemos llegado a utilizar nuestros
miembros artificiales con gran eficacia. Pero, a diferencia de los dioses, los seres humanos
sufrimos crisis nerviosas, nos volvemos barrigudos, fláccidos, arterioscleróticos, hipertensos, y
fumamos y bebemos demasiado.
la selección natural elige las características más adecuadas de entre la variedad existente.
Cuanto más diversidad exista, más probabilidades habrá de que se dé una buena adaptación y
menor será el peligro de extinción. Sin embargo, la evolución cultural parece estar reduciendo
drásticamente la diversidad biológica y cultural y, por tanto, poniendo en peligro nuestro futuro
como especie.
En los últimos siglos se ha dado un proceso de homogeneización cultural, de forma que las
diversas sociedades humanas —generalmente «primitivas» desde el punto de vista tecnológico—
han ido desapareciendo al ser sustituidas por imitaciones de la cultura occidental. Visitemos
cualquier gran ciudad del mundo: el idioma puede variar de un sitio a otro, pero el estilo de vida
es esencialmente el mismo. La gente se viste igual en Nairobi que en Bogotá, Nueva York, Tokio
o Bruselas. Cuando una cultura humana desaparece se pierde para siempre, casi como si se
tratara de una especie extinguida.
Los monocultivos no son estables y están a la merced de los cambios del medio ambiente.
Pueden ir estupendamente durante un tiempo, mientras reciban suficientes cuidados por parte
del hombre, pero cuando aparece una plaga —como la roya, por ejemplo— puede perderse toda
la cosecha. Si todas las plantas de maíz son de la misma simiente, como ocurre frecuentemente
en la moderna «agricultura científica», no existirá una diversidad génica ni una reserva de
individuos resistentes. Además, los sistemas que presentan una saludable diversidad tienen un
efecto amortiguador sobre las perturbaciones, mediante una especie de sistema de
realimentación negativa. Las epidemias, por ejemplo, no pueden difundirse fácilmente si los
individuos vulnerables están rodeados por otros resistentes. El paralelismo que puede
establecerse con las sociedades humanas no es una mera analogía.
En las comunidades naturales cada organismo puede producir descendentes, de forma que tanto
los individuos como las especies se van renovando secuencialmente. Pensemos en las hojas de
un bosque caducifolio durante el otoño: cada una de ellas cae independientemente y es
reemplazada después. Por supuesto, existen relaciones y conexiones fundamentales, pero el
margen de independencia es suficiente para que la caída de una hoja no suponga un desastre
para todas las demás. Sin embargo, con el advenimiento de la moderna cultura mundial, no sólo
se está produciendo una homogeneización sino también una tendencia a la convergencia, como
si el destino de todas las hojas del bosque dependiera de la suerte de un solo árbol. Todos los
lugares del mundo están estrechamente «conectados»: lo que ocurre en un sitio afecta a otros
muchos. Hace mil quinientos años, las intrigas palaciegas de los Incas no tenían la más mínima
repercusión sobre lo que estuviera ocurriendo simultáneamente en Roma. En cambio ahora,
cuando Beirut, Moscú o Tokio estornudan, hay alguien al otro lado del globo que se apresura a
decir «¡Salud!».
Los peligros que entraña la reducción de la diversidad humana van más allá de la destrucción de
las culturas indígenas. Se extienden también hasta el nivel génico más fundamental de las
características biológicas. Cada raza humana posee ciertas combinaciones génicas distintivas,
algunas de las cuales son responsables de las diferencias externas que observamos. Aunque no
se puede establecer una comparación cualitativa entre las diferentes razas, parece probable que
cada raza esté mejor adaptada que ninguna otra a su entorno particular, debido a que —al
menos en el pasado— la selección natural ha ido adaptando a los habitantes de cada región a las
condiciones locales. Suele ser difícil comprender las ventajas que supone cada característica,
pero la piel negra de los africanos es probablemente una adaptación cuya finalidad es evitar las
quemaduras solares y favorecer la irradiación del exceso de calor, mientras que la piel pálida de
los escandinavos puede ser la adaptación opuesta, ya que permite a los habitantes de las zonas
frías aprovechar al máximo los escasos rayos solares. Del mismo modo, el cuerpo pequeño y
rechoncho de los esquimales es adecuado para conservar el calor en su gélido entorno, mientras
que el cuerpo esbelto de los zulús es adecuado para irradiarlo.
Las poblaciones humanas aisladas suelen presentar diferencias en la frecuencia de los grupos
sanguíneos y en la resistencia a las enfermedades. Los indios americanos y los esquimales
fueron diezmados por la neumonía y la tuberculosis porque apenas tenían defensas contra estas
enfermedades. Algo parecido les ocurrió a los hawaianos con el sarampión, una enfermedad que
rara vez era letal para los misioneros occidentales que la trajeron al Nuevo Mundo junto con el
Evangelio. Cuando Charles Darwin realizó su famoso viaje alrededor del mundo, recogiendo gran
parte de los datos que utilizaría posteriormente para apoyar su teoría de la evolución por
selección natural, también visitó el archipiélago de Tierra del Fuego. Estas islas desoladas y
azotadas por las tormentas en el extremo sur de Sudamérica, son un entorno bastante inhóspito
para los seres humanos. Sin embargo, estaban habitadas por dos tribus, los Onas y los Yaghans,
que vivían sencillamente de la caza, de la pesca y de la recolección, completamente aislados del
mundo «civilizado» del siglo XIX. Posteriormente, ambas tribus fueron civilizadas hasta la
extinción.
A las personas implacablemente objetivas, con tanta sensibilidad como conocimientos sobre la
evolución, este desenlace puede parecerles un final feliz, puesto que contribuye a «mejorar» la
especie. Pero, en realidad, se trata más bien de lo contrario. Aunque hasta ahora hemos
considerado la extinción local como la eliminación de los «no-aptos» (por ejemplo, la
desaparición de pueblos sin defensas contra ciertas enfermedades), estos pueblos pudieron
haber poseído varios atributos génicos exclusivos. Por tanto, es posible que la humanidad haya
perdido características potencialmente «deseables» con la desaparición de sus portadores. Los
Onas y los Yaghans tenían una resistencia casi sobrehumana al frío y a las privaciones que les
permitía vivir casi desnudos a temperaturas por debajo de los cero grados y expuestos a
continuas ventiscas y tormentas de aguanieve. Nunca llegaremos a saber cómo se las
arreglaban.
Aunque sea una lástima que se pierdan ciertas características humanas, como la resistencia al
frío de los antiguos habitantes de Tierra del Fuego, hay otros vestigios de nuestra biología que
resultan mucho menos atractivos. La anemia falciforme, por ejemplo, es una grave enfermedad
que se transmite genéticamente y que afecta a los negros americanos y africanos. Está causada
por una «dosis doble» de un gen bastante corriente en el Oeste del África ecuatorial (entre otras
partes), lugar de origen de la mayor parte de la población negra americana. Esta enfermedad
produce una malformación en las células de la sangre (forma de hoz), lo que obstruye los
capilares causando fuertes dolores y debilidad a quienes la padecen, y dificultando el transporte
del oxígeno a los tejidos del cuerpo. Teniendo en cuenta la gravedad de esta enfermedad, sería
de esperar que la selección natural la hubiera eliminado hace mucho del acervo génico africano.
Pero el gen responsable ha prosperado, llegando a alcanzar a veces una frecuencia del cuarenta
por ciento. Esto se debe a que una «dosis sencilla» de este gen hace a sus portadores
parcialmente inmunes a la malaria, enfermedad bastante frecuente en las regiones en donde
abunda el gen responsable de la anemia falciforme. Por eso, pese a sus desventajas en dosis
doble, las ventajas que presente en dosis sencilla han sido suficientes para que la selección no lo
eliminara. Pero cuando la malaria ha sido eliminada, se dispone de tratamientos preventivos
adecuados, o las personas afectadas viven en otras regiones, no hay «circunstancias
atenuantes» para la anemia falciforme. No hay razones éticas para salvar este gen. Pero sirva el
ejemplo para dejar claro que en la naturaleza hay pocas cosas que sean completamente buenas
o completamente malas.
«Por favor, ¿puedes decirme qué camino debo tomar?», pregunta Alicia, perdida en el País de las
Maravillas, al gato de Cheshire
Es «natural» que una especie que posee una cultura bien desarrollada intente forzar su biología;
seria antinatural que no lo hiciera. El científico británico Dennis Gabor sugirió en una ocasión que
nuestra tarea es inventar el futuro. Y de un modo u otro, como dice el gato de Cheshire, seguro
que lo conseguiremos. Puede que no sepamos quién va en la silla ni adónde vamos
exactamente, pero está claro que estamos en camino.
Capítulo 14
W. B. YEATS
En 1779 vivía en la aldea británica de Leicestershire un bobalicón llamado Ned Ludd. Como suele
ocurrir en estos casos, los chicos del pueblo se divertían burlándose del joven Ned. Un día,
persiguiendo a uno de estos chicos, Ned entró a una casa en donde había dos telares mecánicos
de reciente invención para la confección de calcetines. Al no encontrar al muchacho, Ned
descargó su rabia destrozando las máquinas. A partir de entonces, cada vez que se rompía una
máquina en Leicestershire, le echaban la culpa a Ned Ludd. Pasaron varias décadas y hacia
finales de 1811 la guerra contra Napoleón vino a empeorar la ya difícil situación de una
Inglaterra recién industrializada. Bandas de amotinados recorrían Nottingham y los distritos
vecinos destrozando la maquinaria de los centros industriales de Yorkshire, Lancashire,
Derbyshire y Leicestershire, capitaneados por un tal «General Ludd», que bien pudo ser
simplemente un mito.
Sea como fuere, los «ludditas» consiguieron enfurecer a las autoridades y atemorizar a los
nuevos barones de la Revolución industrial. Pero también ellos actuaban movidos por la ira y el
miedo: la ira que despertaba la Revolución industrial que estaba acabando con la industria
doméstica, y el miedo a que aumentara el desempleo a consecuencia de la mecanización y a que
los pocos «afortunados» que pudieran trabajar tuvieran que aceptar unas condiciones
infrahumanas. La rebelión de los ludditas fue duramente reprimida. Sin embargo, tras la derrota
de Napoleón en Waterloo, Inglaterra sufrió una depresión económica, y en 1816 volvió a resurgir
la rebelión, afectando esta vez a toda Inglaterra, aunque finalmente también fue sofocada.
Aunque los ludditas pueden despertar nuestras simpatías, es evidente que no ganaremos nada
destruyendo la maquinaría, ya se interprete este término en su sentido literal o como
«maquinaria social». Por otra parte, también es cierto que ni todas las innovaciones y
tecnologías son buenas, ni todas nuestras creaciones culturales son dignas de respeto y
admiración. Algunas son muy criticables, otras (como las armas nucleares) deberían ser
desmanteladas y eliminadas, y otras (como las vacunas, los anticonceptivos o la alfabetización)
deberían ser apoyadas y difundidas. El Homo sapiens está en un aprieto, atrapado en la red de
sus propias creaciones culturales, y el dilema exige una solución digna de nuestro «apellido»
(sapiens), no un arrebato de furia propio del joven Ludd.
Sin embargo, teniendo una visión clara de lo que queremos para nosotros y para nuestro
planeta, tal vez podamos andar con más cuidado y, aunque tropecemos de vez en cuando,
mantenernos sobre terreno firme. Paul Valéry refleja la perplejidad, el cinismo y la
desorientación de su generación tras la Primera Guerra Mundial cuando escribe: «Tenemos vagas
esperanzas y temores precisos; nuestros miedos están mucho más claros que nuestras
esperanzas.» Al tratar de reconciliar a la liebre con la tortuga, uno de los desafíos es la dificultad
de alentar esperanzas tan precisas —y, por tanto, tan realizables— como nuestros miedos. Con
una buena dosis de toma de conciencia cultural es posible que podamos superarnos, valorar
nuestra situación y sus causas, y tomar la determinación de seguir adelante con una visión clara
de lo que somos y de nuestros problemas y necesidades. Podemos evaluar nuestra inventiva
cultural a la luz de nuestra biología y de nuestra exclusiva percepción ética, y hacer el propósito
de no volver a confundir cambio con progreso. Al fin y al cabo, es tan absurdo empeñamos en
que no podernos atrasar el reloj, como rechazar sistemáticamente todo lo nuevo. De hecho,
podemos atrasar el reloj (¡aunque sea digital!) si queremos; no podemos parar el tiempo, pero
podemos utilizar el tiempo que nos ha sido concedido como mejor nos parezca. Lo que no
podemos hacer es volver la espalda a nuestra responsabilidad de buscar soluciones culturales a
nuestros problemas sin volver la espalda al ser humano.
No es la cultura lo que está en tela de juicio, sino el uso que hacemos de ella. Dada la
flexibilidad de la cultura, es evidente que tendría que ser más adaptable que nuestra biología.
Como hemos visto, el problema es que muchas veces la cultura se muestra demasiado flexible al
servir de palanca amplificadora de nuestras tendencias biológicas y al hiperextender nuestras
facultades hasta crear situaciones que hubieran tenido mucha menos trascendencia si sólo
hubiera actuado la biología. Por eso utilizamos sin inhibiciones las palancas culturales: porque
durante miles de generaciones no existían las hiperextensiones de que disponemos hoy, y tal
comportamiento no resultaba perjudicial. Sin embargo, para que la combinación de la cultura y
la biología sea beneficiosa, no basta con creer que el comportamiento humano es correcto, tiene
que ser correcto.
No podemos volver a encerrar al genio de la cultura en la botella, pero tal vez podamos
conseguir que nos obedezca. ¿Acaso es utópico o exageradamente idealista pedir que
aprendamos a valorar la cultura en función de los seres humanos, y no a los seres humanos en
función de las máquinas o las instituciones? No podemos cambiar la «naturaleza humana» pero
podemos tratar de armonizar nuestra cultura con nosotros mismos, teniendo siempre presente
que no todo lo biológico es bueno y siendo conscientes de que tal vez nunca lleguemos a
conocernos del todo.
Para poner remedio a una situación hay que considerarla a fondo. En algunos casos —
especialmente en lo que se refiere a la agresividad y a la superpoblación—, nuestra especie está
obligada a buscar una solución cultural (si es que existe alguna solución racional). Por supuesto,
todas las soluciones son en realidad «culturales», puesto que han de ser determinadas y puestas
en práctica de forma consciente. La cuestión es si debemos acercarnos a nuestra biología o
alejarnos aún más de ella, y la respuesta debe variar según el problema de que se trate: No
obstante, sea cual sea la respuesta, una clara visión de la liebre y la tortuga podrá ayudarnos a
plantear bien nuestras preguntas.
A la hora de sugerir posibles caminos para reconciliar nuestra biología y nuestra cultura, el lector
no se extrañará de que, como biólogo que soy, me incline a respetar la primera y a criticar la
segunda. En términos generales, creo que deberíamos descender de las vertiginosas alturas de
nuestra estructura cultural y tecnológica, remodelando, si no abandonando, nuestro complejo
edificio. Esta recomendación ya ha sido hecha por otros, entre los que sobresalen E. F.
Schumacher, que subrayó el valor de «la tecnología intermedia», proclamó que «lo pequeño es
hermoso» y resaltó lo beneficioso que sería considerar «la economía como si las personas
también contaran.» «Cualquier ingeniero o investigador de tercera fila es capaz de aumentar la
complejidad de las cosas», escribe Schumacher. «Hace falta cierto talento y una verdadera
perspicacia para volver a simplificarlas.» Si somos capaces de ello, tal vez podamos volver a
humanizarnos.
Entre los psicoterapeutas se dice que un paciente no puede alcanzar un nivel de salud mental
superior al de su terapeuta, al igual que no se puede esperar que un gurú conduzca a sus
discípulos a una iluminación mayor que la que él mismo ha alcanzado. De un modo similar,
podemos utilizar nuestras innovaciones culturales para bien, pero sólo en la medida en que,
como seres humanos, somos capaces de hacer el bien. Diseñamos y construimos sociedades y
máquinas con la esperanza de independizamos de la naturaleza y dominarla. Y para conseguirlo
hemos hecho uso de todas las potentes palancas que nos ha procurado la febril inventiva de la
evolución cultural, libres de cualquier restricción de base biológica. Los discípulos de Schumacher
y, tal vez, quienes hayan quedado convencidos por los argumentos expuestos en este libro,
podrían sostener que para que los seres humanos podamos estar física y mentalmente sanos y
vivir en armonía con nosotros mismos y nuestro planeta, debemos integrarnos más
adecuadamente en nuestra evolución cultural. Y puesto que no podemos acelerar nuestra
evolución biológica, esto exige un cuidadoso análisis y, muchas veces, una simplificación del
«progreso».
Sin embargo, hay muchas personas que recomendarían seguir ascendiendo. El psicólogo B. F.
Skinner, por ejemplo, aunque parece hacerse cargo de la peligrosa situación en que nos
encontramos, sostiene este punto de vista. En su libro Beyond Freedom and Dignify (Más allá de
la libertad y la dignidad) propone un aumento masivo de nuestra dependencia de los artificios
culturales hasta que se produzca una «tecnología del comportamiento» que consiga de algún
modo armonizar a la humanidad con el entorno exclusivo que se ha creado.
La liebre y la tortuga, la cultura y la biología, han estado corriendo dentro de nosotros a lo largo
de toda nuestra historia. En los últimos años la liebre ha aumentado su velocidad
desmesuradamente, y la distancia entre ambas se ha ido haciendo cada vez mayor. Pero
sigamos elaborando la analogía: tenemos un pie sobre la tortuga y otro sobre la liebre. Cuando
más se separan, más nos tenemos que estirar. Y nuestra situación se hace cada vez más
incómoda.
Robert Heilbroner, en su libro The Future as History (El futuro como historia) nos advertía:
WALTER A MCDOUGALL
Cuenta la leyenda que hacia finales del siglo XVI vivía en Alemania un hombre llamado Georg
Faust, un mago y prestidigitador que blasfemaba y alardeaba de haber hecho un pacto con el
diablo, provocando alternativamente el asombro y la indignación de sus contemporáneos. Su
historia fue embellecida posteriormente en el teatro, la ópera y la literatura, especialmente por
el dramaturgo inglés Christopher Marlowe, por el poeta alemán Johann Wolfgang von Goethe y
por el novelista Thomas Mann. En una versión u otra, la leyenda de Fausto ha ejercido una
influencia extraordinaria sobre la imaginación occidental, y no es de extrañar. El Doctor Faustus,
de Marlowe es la versión más conocida. Cuenta la historia de un hombre genial que se aficiona a
la nigromancia y hace un pacto con el diablo, ofreciéndole su alma a cambio de una vida de
poder y voluptuosa sensualidad. Fausto vive sus días de gloria (en realidad veinticuatro años)
pero al final, suplicante y desesperado, tiene que pagar por sus excesos y es conducido a los
infiernos por una cohorte de demonios.
El Doctor Faust de Thomas Mann refleja una concepción del mundo más moderna, lo que no es
de extrañar, puesto que la novela fue escrita ya en 1947. Es la historia de Adrian Leverkuhn, un
genio de la música, arrogante y enfermizo, que también vende su alma al diablo, aunque esta
vez a camino del talento creativo. En la obra de Mann, el triunfo de Leverkuhn hace referencia al
triunfo del nazismo y a la perversa megalomanía del poder, así como a su inevitable condenación
final.
Ambas versiones son historias aleccionadoras: la de Marlowe se centra en los excesos a que
conduce la ambición personal y la de Mann en el castigo social del abuso del poder. En ambas, el
protagonista es víctima de una tragedia, en el sentido clásico y aristotélico de la expresión: un
héroe derribado por un defecto interno fundamental. Y las dos historias parecen reflejar nuestro
propio defecto: el Homo sapiens ha hecho un pacto parecido, aunque no se han definido
explícitamente los términos ni hemos firmado conscientemente ningún contrato. Sin embargo, el
pacto ha sido sellado con nuestra propia sangre: Fausto utiliza una hiperextensión diabólica; la
nuestra es meramente cultural. Pero hemos estado viviendo a la manera de Fausto.
Existe aún una tercera cara de Fausto: la que nos presenta Goethe en su magnífico poema
dramático. Esta versión nos ofrece una visión diferente y bastante más optimista de Fausto y,
por tanto, de la humanidad. Al comienzo de la obra, Dios y Mefistófeles están discutiendo los
méritos del Homo sapiens, y Mefistófeles afirma:
Y en cuanto a la diferencia entre los seres humanos y los animales, Mefistófeles observa:
...me parece
Dios y Mefistófeles hacen una apuesta: Mefistófeles apuesta a que Fausto sucumbirá a sus
tentaciones diabólicas, y Dios afirma que «en breve le conduciré a la luz.» Y, naturalmente, esto
es lo que ocurre al final. Tras las pasiones desenfrenadas de la noche de Walpurgis, una relación
amorosa con Helena de Troya, innumerables triunfos intelectuales y científicos y grandes éxitos
políticos, sociales y militares, Fausto reconoce finalmente sus obligaciones sociales como ser
humano, y concibe una comunidad de seres humanos libres que, bajo su tutela y protección,
vivan en una tierra libre y regenerada. En ese momento expresa su satisfacción y el deseo de
que el instante dure eternamente. Pero eso era lo que Mefistófeles estaba esperando para que se
cumplieran los términos de su contrato: Fausto nunca había estado tan sediento de poder, como
un inquieto e infatigable saltamontes que «tiene que meter la nariz en todas partes». Según su
pacto con Mefistófeles, cuando Fausto alcanzara finalmente la auténtica satisfacción en la Tierra,
entonces, y sólo entonces, quedaría condenado. Pero cuando esto ocurre y Fausto muere, Dios
interviene y hace que lo lleven al cielo como recompensa por su final reconocimiento de la más
elevada meta de la existencia humana: la responsabilidad hacia los demás.
Es mucho más difícil llegar a ver —si los conseguimos— los límites del potencial humano que el
alcance de nuestra locura. Tratando de convertimos en ángeles, nos advierte Pascal, corremos el
riesgo de convertimos en seres infrahumanos. Pero podemos modificar su advertencia: tratando
de ser ángeles, no podemos llegar a ser más que hombres y mujeres. Puede que Mefistófeles
esté en lo cierto, que haya que interpretar cínicamente la evolución cultural humana y que
estemos condenados a cantar eternamente «la misma vieja cantinela», como sesudos
saltamontes que ni siquiera son capaces de reconocer su naturaleza y actuar conforme a ella.
Pero tal vez podamos llegar a ser más profundamente humanos, burlarnos de Mefistófeles y del
saltamontes que hay en nuestro interior, y decir «no» a la sirena que canta desde nuestros
genes, o a ciertos halagos de nuestra cultura, siempre que sea necesario para alcanzar una
sabiduría digna del Homo sapiens.
Cualquier intento que hagamos para revelar nuestra verdadera naturaleza humana debe ir unido
a un reconocimiento de nuestra incertidumbre fundamental. Estamos condenados a una especie
de agnosticismo existencial, puesto que no nos conocemos y puede que nunca lleguemos a
conocernos. Entonces, ¿qué debemos hacer? Sería una temeridad, sino una irresponsabilidad,
dejar que la «naturaleza» siga su curso, ya se trate de nuestra naturaleza biológica o de la
naturaleza de la cultura humana tal y como está constituida actualmente, puesto que la
naturaleza no es necesariamente buena y, además, no sigue un curso independiente del que
nosotros le trazamos. Respecto a nuestras limitaciones y capacidades, estamos en la más
profunda ignorancia. Tal vez nos sean útiles las recomendaciones de Hans Valhinger, y su
filosofía del Als Ob, como si. Valhinger observa que hacemos que la vida tenga sentido —es
decir, que sea tolerable— alimentando ciertas ilusiones esenciales. Nos comportamos como si
nunca fuéramos a morir, como si nuestras percepciones sensoriales fueran un reflejo exacto de
la realidad, como si existiera un dios justo y benevolente que recompensara la virtud (o como sí
la virtud llevara en sí la recompensa, o como si pudiéramos olvidamos de esta clase de
preocupaciones). Del mismo modo podríamos comportamos como si fuéramos libres para decir
«sí» o «no» a nuestra biología y a nuestra cultura, según los valores que decidamos adoptar.
Esta ilusión no puede eliminar la muerte, ni cambiar este insensato mundo, ni anear un dios del
caos indiferente. Pero cuando se trata de la acción del ser humano sobre un planeta dominado
por los humanos, comportamos como si puede ser la forma de aumentar nuestra capacidad en
proporción a la fuerza de nuestra fe.
Sin embargo, aún está por ver si el Homo sapiens desea realmente dirigir su futuro, y hacerlo de
un modo exclusivamente humano, no simplemente dejando que los agentes de la selección
natural actúen en tomo y a través de él. «Es curioso que la lucha por la liberación del control
impuesto intencionadamente sea un fenómeno tan raro», escribe B. F. Skinner en Beyond
freedom and Dignify (Más allá de la libertad y la dignidad). «Muchos pueblos han estado
sometidos durante siglos a los más odiosos controles religiosos, gubernamentales y
económicos.» Este tema reaparece constantemente en las obras más famosas de la literatura de
ficción. Por ejemplo, en Los hermanos Karamazov de Dostoievski, en el capítulo titulado «El Gran
Inquisidor», Cristo vuelve a la Tierra y le dicen que «no hay nada más insoportable para el
hombre y para la sociedad humana que la libertad» Y al describir los efectos de la Inquisición, se
nos dice que «los hombres se alegraban de volver a ser conducidos como ovejas, y de que sus
corazones hubieran sido al fin liberados del terrible regalo que tantos sufrimientos les había
causado.» Al menos, ésta era la opinión del inquisidor.
Sin embargo, ese «terrible regalo», la libertad, ha motivado algunos de los actos más valerosos
y trascendentes de la historia, desde revoluciones políticas hasta descubrimientos científicos.
El reto es utilizar nuestra exclusiva libertad humana para humanizar la cultura, la tecnología, la
ciencia y la sociedad; la recompensa es que al hacerlo nos humanizaremos también nosotros
mismos. La lucha por conservar la propia identidad frente a tales peligros es terrible e
impresionante, pero no tiene nada de nuevo. Después de todo, el esfuerzo por evitar la
deshumanización en el siglo XX no se diferencia demasiado de la lucha que mantuvimos
antiguamente para no ser «des-humanizado» por el tigre de dientes de sable. Conseguimos
ganar aquella batalla; tal vez podamos ganar también ésta.
Es evidente, sin embargo, que existen algunas diferencias importantes entre la amenaza que
representaba el tigre de dientes de sable y la amenaza actual del desenfreno tecnológico: ser
des-humanizado por el tigre de dientes de sable significaba la muerte del cuerpo; la
deshumanización causada por nuestras propias creaciones significa la muerte del alma. En el
primer caso, el peligro era físico, inmediato y fácilmente reconocible, no muy distinto de otros
muchos peligros que nuestros primitivos antepasados afrontaron —y superaron— durante
millones de años. Al parecer, no fue demasiado difícil dar con las respuestas apropiadas. En el
segundo caso el peligro no es menos real, aunque es más difuso y discutible y suele presentarse
envuelto en tentadoras promesas faustianas de abundancia material, satisfacciones personales o
poder físico. Como ocurría con los desencadenantes supernormales que, por su carácter difuso,
resultan aún más peligrosos para nosotros, el peligro actual de deshumanización se ve
acrecentado por su sutileza y su engañoso atractivo.
El Fausto de Goethe tiene fama de ser el mejor. Pero de nosotros depende que Fausto sea
nuestra guía y, de ser así, ¿cuál de los tres? En este libro hemos tratado de esbozar la historia —
y los términos— del pacto de humanidad con la evolución, tanto biológica como cultural.
Empezamos con la imagen de un asesinato cometido hace mucho tiempo. ¿No sería apropiado
terminar con una esperanza de redención?
Referencias
Una de las cosas buenas que tiene leer (y escribir) un libro de divulgación, en vez de un tomo
académico, es que uno no se ve abrumado por un exceso de referencias. Por eso no volveré a
citar aquí los poemas y los títulos de obras que aparecen en el texto. Por otra parte, uno de los
placeres de leer un libro es utilizarlo como fuente de información sobre el tema, al igual que es
un placer recomendar las fuentes de información favoritas a aquellos que estén interesados. Con
esta intención ofrezco las siguientes notas y referencias; no en cumplimiento de un ritual
académico, sino como uno presenta sus viejos amigos a los nuevos, con la esperanza de que
disfruten de su mutua compañía.
Capítulo 2
Puede encontrarse más información sobre Tycho Brahe en John Gade, The Life and Times of
Tycho Brahe, Princeton University Press, Princeton, New Jersey, 1947. Se han escrito muchos
libros sobre la evolución; muchos de ellos son bastante buenos, y algunos son francamente
excelentes. Como libros de texto (de introducción al tema), y sin embargo muy amenos, mis
favoritos son: Evolution, W. H. Freeman, San Francisco, 1977, del gran genetista ruso
Theodosius Dobzhansky (trad, cast de Ed. Omega); The Theory of Evolution, Penguin,
Harmondsworth, Inglaterra, 1966, del matemático y ecólogo británico John Maynard Smith
(trad, cast de Hermann Blume, eds.); y Processes of Organic Evolution, Prentice-Hall, Englewood
Cliffs, New Jersey, 1977, del botánico americano G. Ledyard Stebbins. La obra de Stebbins,
Darwin to DNA; Molecules to Humanity, W. H. Freeman, San Francisco, 1982, es más reciente y
a to ; o ecu es to u a ty, ee a , Sa a c sco, 98 , es ás ec e te y
contiene más material. Todos estos libros se centran en el proceso de la evolución,
especialmente en la selección natural. Más centrados en la historia del concepto: Eiseley,
Darwin’s Century, Doubleday, Garden City, Nueva York, 1958; Peter Bowler, Evolution: The
History of an Idea, University of California Press, Berkeley, 1984. Este último es más difícil de
leer que el de Eiseley, aunque también es más académico. Dos bellas obras clásicas que tratan
de la evolución en relación con los seres humanos son: Eiseley, The immense Journey, Random
House, Nueva York, 1957, y Garrett Hardin, Nature and Man’s Fate, Rinehart, Nueva York, 1959.
Una sólida introducción a la historia de la evolución en sí, especialmente al proceso de cambios
evolutivos que tuvo lugar entre nuestros antepasados más remotos, puede encontrarse en la
célebre obra de Edwin H. Colbert, Evolution of the Vertebrates, John Wiley, Nueva York, 1980.
La bibliografía sobre la evolución humana y de los primates es también extensa. Para los
principiantes recomiendo Elwyn L Simons, Primate Evolution: An Introduction to Man's Place in
Nature, Macmillan, Nueva York, 1972. Ha habido muchas especulaciones, pero —y no es
sorprendente— sólo algunos hechos descubiertos en cuanto al origen de la vida sobre la Tierra;
lo que se sabe hasta ahora es hábilmente repasado en E. J. Ambrose, The Nature and Origin of
the Biological World, Halsted, Nueva York, 1982. Mi libro favorito sobre la historia de la
humanidad siempre ha sido el de H. G. Wells, The Outline of History, Macmillan, Nueva York,
1920, que, como indica su subtitulo es «a plain history of life and mankind» (una historia clara
de la vida y de la humanidad). También es un placer ojear los comentarios a la obra de Wells de
Hilaire Belloc, Sheed & Ward, Londres, 1926. Belloc refleja la confianza de Occidente en la
cultura —o mejor dicho, en la tecnología— cuando escribe en la época en que la India trataba de
liberarse de la dominación británica, las agudas líneas:
Capítulo 3
Para más información sobre Lamarck véase Richard W. BurkhardtThe Spirit of System: Lamarck
and Evolutionary Biology, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1977. Paul Mac-Lean
hace referenda a las tres partes del cerebro humano en «A Triune Concept of the Brain and
Behavior», ponencia presentada en un congreso en Queen’s University, en Kingston, Ontario,
posteriormente publicada por University of Toronto Press en 1973. Alvin Toffler, Future Shock,
Random House, Nueva York, 1970, contiene algunos temas similares a los del presente libro,
aunque sin identificar el conflicto cultura/biología como causa principal de los problemas de la
humanidad, y presenta una visión mucho más optimista que la mía sobre el futuro de los seres
humanos. Para ampliar el tema de la movilidad, su historia y sus consecuencias, recomiendo
Human Migrations: Patterns and Policies, William McNeill y Ruth S. Adams, eds., Indiana
University Press, Bloomington, 1978.
Para iniciarse en la sociobiología, recomiendo modestamente mi propio libro de texto,
Sociobiology and Behavior, Elsevier, Nueva York, 1982, y mi libro (de divulgación) The
Whisperings Within, Harper & Row, Nueva York, 1979. También una obra muy popular y ya
clásica: Edward O. Wilson, Sociobiology: The New Synthesis, Harvard University Press,
Cambridge, Mass., 1975 (trad, cast de Ed. Omega), que fue seguida por On Human Nature,
Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1978 (trad, cast del Fondo de Cultura Económica).
a a d U e s ty ess, Ca b dge, ass , 9 8 (t ad, cast de o do de Cu tu a co ó ca)
Como ha ocurrido con casi todos los intentos que se han hecho para «biologizar» el
comportamiento humano, la sociobiología ha provocado grandes controversias; algunos de sus
Capítulo 4
Un análisis sociobiológico del vincula de la pareja humana puede encontrarse en mi obra The
Whisperings Within, Harper & Row, Nueva York. 1979, y en la obra del antropólogo Donald
Symons, The Evolution of Human Sexuality, Oxford University Press, Nueva York, 1979.
Compárense estos tratados con las obras de escritores no biólogos, como Ernest Sackville
Turner, A History of Courting, E. P. Dutton, Nueva York, 1955, o Ellen K. Rothman, Hands and
Hearts: A History of Courtship, Basic, Nueva York, 1984. El etólogo alemán Irënaus Eibl-Eibesfeit
ofrece un análisis desde una perspectiva etológica tradicional del vínculo de la pareja humana en
su obra Love and Hate, Holt, Rinehart & Winston, Nueva York, 1972 (trad, cast: Amor y Odio,
Siglo XXI). Es probable que el intento de «biologizar» el comportamiento humano que más
repercusión ha tenido a nivel popular sea la obra del etólogo Desmond Morris, El mono desnudo
(publicado en España por varias eds., p. ej., Plazas Janés, Barcelona, 1977) que incluye además
una buena descripción de nuestra afición a hacer el amor cara a cara. Sobre la «depresión
endogámica» véase la imponente obra (¡965 páginas!) de Luigi L Cavatli-Sforza y William F.
Bodmer, Genetics of Human Populations, W. H. Freeman, San Francisco, 1971 (trad. cast, de Ed.
Omega). Para obtener una perspectiva sociobiológica sobre el incesto recomiendo la obra de
Joseph Shepher, Incest: A Biosocial View, Academic Press, Nueva York, 1983. Randy y Nancy
Thornhill presentan los resultados de sus investigaciones en «Human Rape: An Evolutionary
Perspective», artículo que se publicó en la revista Ethology and Sociobiology, 7:137-173, 1983.
Capítulo 5
«Marriage and Love» (Matrimonio y amor) de Emma Goldman apareció en su obra Anarchism
and Other Essays, Mother Earth Publishing Co., Nueva York, 1911. Friedrich Engels, colaborador
de Karl Marx, escribió un tratado sobre la familia y el origen de la opresión femenina con una
orientación notablemente «sociobiológica»: The Origin of the Family, Private Property and the
State, International Publishers, Nueva York, 1972 (varias ediciones en español: Fondo de Cultura
Económica, Grijalbo, etc.). Sobre las diferencias sociobiológicas macho-hembra, véase mi obra
Sociobiology and Behavior, Elsevier, Nueva York, 1982, o la obra de Edward O. Wilson,
Sociobiology: The New Synthesis, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1975. Quien esté
interesado en el feminismo deberla consultar —si aún no lo ha hecho— las siguientes obras:
Simone de Beauvoir,El segundo sexo (trad, cast Ed. Edhasa); Betty Friedan, The Feminine
Mystique W. W. Norton, Nueva York, 1963; Germaine Greer, The Female Eunuch, McGraw-Hill,
Nueva York, 1971, y Kate Millet, Sexual Politics, Doubleday, Garden City, Nueva York, 1970. Hay
que resaltar que Germaine Greer ha rendido homenaje a la biología en su ensayo sobre la lucha
entre el feminismo y la reproducción, Sex and Destiny: The Politics of Human Fertility, Harper &
Row, Nueva York, 1984. La sociobióloga —y feminista— Sarah Blaffer Hrdy (es sin «a», no se
trata de un error de imprenta), nos ofrece una nueva perspectiva sobre la evolución masculina-
femenina en su obra The Woman That Never Evolved, Harvard University Press, Cambridge,
Mass., 1981.
Antes de Gilligan, la visión sobre el desarrollo moral humano más aceptada —y bastante
machista— era la de Lawrence Kohlberg, expuesta hábil y atractivamente en The Philosophy of
Moral Development: Moral Stages and the Idea of Justice, Harper & Row, Nueva York, 1981.
Barbara Ehrenreich, en su obra The Hearts of Men: American Dreams and the Right from
Commitment, Doubleday, Garden City, Nueva York, 1983, expone una argumentación que, como
la de Gilligan, podría haber sido concebida por un biólogo evolucionista.
Capítulo 6
Capítulo 7
Capitulo 8
Capítulo 9
La investigación de John Calhoun sobre las ratas de Noruega es descrita en su obra The Ecology
and Sociology of the Norway Rat, U. S. Public Health Service Publication 1008, Bethesda,
Maryland, 1963. John Christian y David E. Davis estudian la relación entre el tamaño de las
glándulas suprarrenales, el estrés y la densidad de la población en su artículo «Endocrines,
Behavior, and Population», publicado en la revista Science, 146:1550-1560, 1964. H. M. Bruce
discute el «efecto Bruce» en su artículo «Smell as an Exteroceptive Factor», que apareció en el
Journal of Animal Science, suplemento 25, pp. 83-89,1966. Una descripción clásica del
comportamiento de los lemmings, sin los mitos de Walt Disney, puede encontrarse en la obra del
notable ecológo Charles S. Otón, Voles, Mice and Lemmings, Clarendon Press, Oxford, 1942.
Capítulo 10
Dos importantes informes sobre la relación del Homo sapiens con su entorno son: Lynn White,
«The Historical Roots of Our Ecological Crisis» (publicado en Ecocide and Population, ya
mencionado en el capítulo 9), y Garrett Hardin, «The Tragedy of the Commons», publicado en la
revista Science, 162, pp. 1243-1248, 1961. La cita de Susanne Langer aparece en su Philosophy
in a New Key, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1951. En relación a la posibilidad de
establecer una relación práctica sana entre la gente y sus necesidades económicas, puede que el
pensador más profundo sea Ernst Friedrich Schumacher, especialmente en su obra Lo pequeño
es hermoso: La economía como si la gente importara (trad. cast, de Hermann Blume, eds.) y en
El buen trabajo (trad, cast de Debate). La cita de C. D. Darlington está tomada de su obra The
Evolution of Man and Society, Simon & Schuster, Nueva York, 1969. Los lectores preocupados
por la extinción de especies animales y vegetales, pueden consultar la obra de Paul y Anne
Ehrlich,Extinction: The Causes and Consequences of die Disappearance of Species, Extinción
Biblioteca Salvat, S.A., Barcelona, 1987. Para obtener una escalofriante perspectiva del invierno
nuclear el más devastador desastre ecológico posible, léase la obra de Paul Ehrlich, Carl Sagan,
Donald Kennedy y Walter Orr Roberts, The Cold and the Dark, W. W. Norton, Nueva York, 1983.
Capitulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Más información sobre los luditas puede encontrarse en Frank O. Darvall,Popular Disturbances
and Public Order in Regency England, Oxford University Press, Oxford, 1934; o en la obra de
Frank Peel, The Risings of the Luddites, Chartists and Plug-drawers, Cass, Londres, 1968. Este
último libro tiene una introducción del brillante historiador británico E. P. Thompson, fundador de
la campaña END (European Nuclear Disarmament; desarme nuclear europeo). Finalmente, si se
desea leer una obra, ligera y, sin embargo, sensacional, sobre el potencial humano, véase el
libro de Rene J. Dubos Beast or Angel?, Charles Scribner’s Sons, Nueva York, 1974.
Notas:
[1] Primer mensaje telefónico.
[2] En algunos casos no fue una tecnología superior propiamente dicha lo que condujo al triunfo de una cultura sobre
otra. Por ejemplo, gran parte del éxito de los misioneros cristianos se debió el hecho de que los caucasianos introdujeron
enfermedades europeas, como el sarampión y la viruela, contra la que los nativos no tenían defensas.
[3]Sin embargo, en tales casos, la desproporción entre el tamaño del pene y de la vagina puede hacer muy difícil el
apareamiento.
[4]Kenneth Graham y John Burmingham, The Wind in the Willows, hay traducción castellana, El viento en los sauces, ed.
Altea, Mascota, 36/37, 1986, (N. de los T.)
[5] En un discurso pronunciado tras las elecciones de 1984, Geraldine Ferrero señaló, para regodeo del público (en su
mayor parte femenino), que durante su debate con el Vicepresidente Bush ante las cámaras de televisión, éste había
mostrado espectaculares cambios en su estado de ánimo, pasando bruscamente de la seriedad a la frivolidad. La señora
Ferrero se preguntó en voz alta si estos cambios estarían motivados por influencias hormonales y si no era peligroso que
la nación estuviera dirigida por los hombres, dada su evidente inestabilidad biológica.
[6]Existe al menos una especie de pez, el blenio de dientes de sable que se parece al budión limpiador tanto en su
apariencia como en su comportamiento, excepto en que cuando el pez grande abre sus agallas para permitir que las
limpie, este pececillo le da un buen mordisco y sale disparado.
[7]Aldea de Vietnam del Sur cuya población fue exterminada por tropas americanas en 1968, porque se sospechaba que
era una plaza fuerte del Vietcong. Este suceso levantó una fuerte polémica que dividió la opinión pública americana (N.
de los T.)
[8] El tema de la mentalidad de Neanderthal aplicada a las armas nucleares se desarrolla más ampliamente en el libro de
P. Barash y Judith Ewe Lipton, The Caveman and the Bomb: Human Nature, Evolution and Nuclear War , McGraw-Hill,
1985.
[9]En éste y en otros pasajes hay que tener presente que el autor expone sus ideas desde una perspectiva americana.
(N. del T)
[10]«In the shadow of the hawk we feather our nests.» La autora utiliza la expresión «feather our nests» (construimos
nuestros nidos) que, en sentido figurado, significa también «hacemos nuestro agostos. (N. de los T.)
[11]«Humpty-Dumpty»: personaje popular infantil que aparece en Alicia a través del espejo, de Lewis Carroll. El párrafo
hace alusión a los versos:
(Tomado de la versión de Luis Maristany, J.R.S. editor, Barcelona, 1981.) (N. de los T.)
[12]“Barrancos de la abuela” en las afueras de Kiev (capital de Ucrania) donde los alemanes cometieron atrocidades
contra los judíos durante la Segunda Guerra Mundial.
[13] Un acre equivale a 40,468 áreas.
[14]La sífilis era desconocida en el viejo mundo hasta 1495, cuando la tripulación de Colón —y probablemente él mismo
—, tras atracar en Génova, comenzaron a infectar Europa con los frutos de sus aventuras en el Nuevo Mundo.
[15] Algunos biólogos, como Stephen Jay Gould, han observado que los pasos evolutivos pueden ser a veces mayores de
lo que se había pensado. Pero esto es cuestión de matices. Lo cierto es que seguimos hablando de pasos, no de saltos.
[16]Los psicoanalistas podrían también sugerir que la lanza equivale a una representación agresiva del pene, y el cesto a
la vagina. Después de todo, la primera suele ser utilizada por los hombres, y la segunda por las mujeres. Pero vale la
pena recordar que cuando le pidieron a «San Sigmund Freud» que explicara el significado de su afición a los puros,
contestó: «Algunas veces un puro no es más que un puro.»
[17] En «La sociología y el átomo», Ogbum explica lo que quiere decir con un ejemplo. Propone que la respuesta de la
sociedad al desafío de la Era Nuclear —es decir, el modo de reducir el desfase cultural que se ha creado― debería ser
disolver nuestra civilización urbana y reconstruir los Estados Unidos en forma de sociedad semi-rural compuesta por
miles de pueblos distribuidas por el campo. Era un avance de los planes de «reorganización por crisis» de principios de
los años ochenta.
[18] «The next machine that has the power to pass,
CONTENIDO
Agradecimientos
2. Anatomía de la tortuga
3. Anatomía de la liebre
4. Sexualidad: De la
procreación a la recreación
6. De la familia y los
amigos: Genes altruistas
jugando a juegos egoístas
7. Agresividad, asesinato y
guerra: El arte de matar y al
corazón del hombre
8. La mentalidad de
Neanderthal: Conciencia de
cavernícola en la era nuclear
9. La población: Ratas
psicóticas, grifos abiertos y
mentes cerradas
Referencias