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López, Néstor (coord.). 2011. Escuela, identidad y discriminación. Bs. As. IIPE. UNESCO.

EL DESPRECIO POR ESE ALUMNO


Néstor López

Mientras el mundo cambia, en muchas escuelas se busca que esos cambios no ingresen a las aulas,
que no alteren el clima de trabajo. Más aún, en ellas se espera que las cosas sigan siendo como
eran en esa época en que –en el imaginario de muchos– quedó como la época de oro de la
educación de nuestros países. Cambio social e inercia institucional coexisten, alimentando día a
día un ya profundo desencuentro entre las escuelas y el contexto en el cual están insertas, y en
consecuencia, entre los docentes y sus estudiantes.
Las expresiones del cambio social son múltiples. En las últimas décadas, el mundo se ha
transformado abruptamente; el proceso de globalización, la redefinición de los espacios y del
territorio que se desprenden de él, la reconfiguración de los flujos migratorios, la mundialización
de los centros de decisión y poder, y la creciente prevalencia de la economía, de los mercados y
del consumo en la definición de la vida cotidiana de los sujetos, son expresión clara de esos
cambios. En aspectos que tienen especial impacto en la vida de adolescentes y jóvenes, las nuevas
tecnologías reconfiguran plenamente su modo de habitar el presente. Internet, telefonía celular,
teléfonos inteligentes, notebooks, tabletas, y a través de ellos las redes sociales y los espacios
digitales de pertenencia e interacción, son hoy parte de su vida cotidiana, sea porque tienen
acceso como usuarios, o porque se sienten excluidos de su uso.
Lejos de buscar el modo de interactuar con esa dinámica, muchas instituciones escolares tienden
a replegarse, a cerrar sus puertas al cambio, a negarlo. La escuela fue concebida para interactuar
con un adolescente que ya no existe. Quienes hoy ingresan a las aulas poco tienen que ver con
aquel para el cual fueron pensadas, o aquellos para quienes fueron formados los docentes, y ello
genera una tensión frente a la cual pocas veces se encuentra la respuesta adecuada.
La desigualdad y la diversidad entraron a las aulas de la mano de alumnos sumamente diferentes
de los clásicos, y sumamente diferentes entre ellos. Una expresión de la desigualdad en las aulas es
la mayor presencia de adolescentes y jóvenes provenientes de estratos sociales históricamente
relegados de las instituciones educativas. Cada vez hay más alumnos para los cuales permanecer
escolarizados representa un gran esfuerzo. Jóvenes que además deben trabajar o asumir
responsabilidades esenciales en el funcionamiento cotidiano de sus hogares, que no pueden
comprar libros o materiales, que viven en condiciones muy precarias.
La diversidad, por su parte, se expresa de muchos modos. Por un lado, adolescentes y jóvenes
provenientes de los pueblos indígenas o afrodescendientes que antes no ingresaban a las escuelas,
y ahora están en ellas. O alumnos que provienen de otros países, con otras culturas y lenguas.
También es expresión de la diversidad que irrumpe en las aulas la presencia de adolescentes que
construyen su identidad desde representaciones y referentes muy diversos, visibles en sus modos
de vestir, en sus preferencias y consumos culturales, en sus preferencias sexuales, o en su modo de
leer e interpretar el mundo.
De todos modos, el diálogo con docentes y directivos pone en evidencia que no sólo hay un
corrimiento del perfil de los alumnos en términos económicos o culturales. Lo que se ve
crecientemente es un desajuste en términos valorativos entre el alumno que se quisiera tener, y
aquel que efectivamente está en el aula día a día. No sólo se constata que los nuevos alumnos son
diferentes, sino además se hace visible que esa diferencia genera malestar, y más aún, es connotada
y valorada negativamente.
A muchos docentes les genera malestar los alumnos que tienen. Esta tensión ya no es expresión de
la desigualdad, ni es expresión de la diversidad, sino que da cuenta de cierto desprecio por aquellos
cuyo origen social o cuya identidad difieren de aquel alumno añorado. Los ejemplos son múltiples:
la docente que considera que algunos de sus alumnos son como “la manzana podrida”, que si no
se la saca a tiempo contagia a las demás; aquel maestro que en una entrevista manifestaba que le
molestaba el olor de sus alumnos; el directivo que menciona que, “con lo que me costó expulsar a
ese joven, ahora me obligan a recibirlo nuevamente, y encima con beca…”; la docente que
considera que la escuela no es para “esta clase de chicos”.
Este capítulo se centrará en este tema: el desprecio que muchos docentes y directivos sienten por
sus estudiantes. La reflexión se centra en el caso específico de la educación media, aquella orientada
a adolescentes y jóvenes, por ser ellos los principales destinatarios de este tipo de representaciones
discriminatorias. Se desarrollarán –en tono de ensayo que busca generar algunas recomendaciones-
tres líneas narrativas complementarias. La primera lleva a considerar el modo en que los sujetos –
y entre ellos los estudiantes– construyen su identidad. La segunda apunta a mostrar cómo las
instituciones escolares se ocupan de negar esas identidades. La tercera propone algunas claves
interpretativas de estos procesos desde el campo de las políticas educativas, y desde la dificultad
estructural que tiene el Estado de relacionarse con las nuevas generaciones. El texto termina con
breves consideraciones, que apuntan a identificar algunos desafíos pendientes en la agenda política
actual.

Los sujetos y sus identidades


La identidad de los sujetos se construye a partir del entrecruzamiento de múltiples atributos
personales, rasgos heredados, elecciones, preferencias y gustos. Puede sostenerse que uno es
quien es a partir de su edad, sexo, nacionalidad, religión, preferencias sexuales, gustos alimentarios,
elecciones musicales, la relación con el deporte, o el posicionamiento político. Estos aspectos, entre
muchos otros, se articulan en cada uno de nosotros de un modo diferente, construyendo así
identidades propias de cada sujeto. Es desde esas identidades que podemos establecer vínculos,
relacionarnos, o encontrar espacios de pertenencia. Más aún, son rasgos de identidad aquellos
atributos propios desde los cuales cada uno establece relaciones de pertenencia y reconocimiento
mutuo. Es desde ellos que en nuestra vida cotidiana nos podemos sentir parte de una multiplicidad
de comunidades o grupos de pertenencia. El ordenamiento de esos rasgos de identidad suele estar
definido por el contexto en que se expresan. Por ejemplo, en el ámbito laboral adquieren especial
relevancia aquellos que hacen a la trayectoria profesional, y en momentos de ocio se hacen más
visibles los que tienen que ver con los consumos culturales o la relación con el deporte. Así, uno va
cambiando el ordenamiento relativo de sus rasgos de identidad en el devenir de las situaciones,
conformando modos de relacionarse propios de cada contexto o grupo de pertenencia.
En contextos sociales crecientemente heterogéneos, es habitual que nos encontremos
compartiendo espacios de la vida cotidiana con muchas personas que poco tienen que ver con
nosotros. Las migraciones o la proliferación de nuevos espacios de pertenencia virtuales, entre
otros fenómenos, llevan a que tengamos cerca, física o geográficamente, a sujetos con los cuales
desde el punto de vista identitario nos podemos llegar a sentir muy lejos, con quienes hay pocos
puntos de encuentro e identificación. Como efecto de la escolarización masiva de adolescentes, hoy
las escuelas del nivel medio se ven enfrentadas con este desafío: sus aulas están plenas de
estudiantes con identidades muy diferentes. Diferentes entre ellos, o diferentes respecto de la
identidad de los docentes. Pero –lo más importante– también diferentes respecto de la identidad
de aquel alumno para el cual fueron pensadas esas instituciones educativas.
¿Cómo relacionarse con esas múltiples identidades? ¿Cómo establecer un diálogo productivo con
alumnos cuyas identidades individuales son, también, múltiples? ¿En qué medida las instituciones
educativas pueden dar una respuesta adecuada frente a este desafío? En los hechos, las respuestas
son muchas. Pero pocas veces ellas logran escapar a la tentación de otorgar a sus alumnos una
identidad única, estática, casi obvia, que calme la angustia de tener que saber quién es ese otro.
Pocas veces logran renunciar al etiquetamiento.
El mecanismo habitual es apelar a ciertos rasgos que se consideran dominantes, y definir la
identidad del alumno a partir de ellos. Así, si un adolescente pertenece a una comunidad indígena,
seguramente la institución escolar apelará a ese rasgo para definir su identidad, y desde allí
establecerá con ese alumno un diálogo basado en todos los supuestos que la institución o el
docente tienen respecto a lo que es ser indígena. Si en el grupo de alumnos que comparten un
aula hay diez adolescentes indígenas, esos diez serán tratados como tales, del mismo modo, en
una relación que se sustenta en esos supuestos. Es muy probable que el ser indígena no sea el
rasgo más relevante de identidad para esos adolescentes, y que sus identidades estén construidas
desde espacios de pertenencia más propios de su edad. Y es más probable aún que esos diez
alumnos poco tengan de iguales entre ellos, a partir de los múltiples aspectos de su identidad que
cada uno valora como propios. Las miradas basadas en el etiquetamiento de los sujetos a partir
de un único rasgo de su identidad –él ES indígena, ella ES lesbiana– representan uno de los actos
de violencia más habituales en la relación de las instituciones y sus alumnos. El docente habla a su
alumno desde el etiquetamiento, y el alumno le responde desde su vivencia, su identidad
compleja. El etiquetamiento, en tanto negación de la oportunidad de conocer al otro, obstaculiza
la posibilidad de construir un diálogo creativo, de generar condiciones para que la experiencia
educativa sea exitosa.
Amartya Sen analiza en detalle este mecanismo de etiquetamiento en su trabajo Identidad y
violencia. Allí destaca que la atribución vehemente de un rasgo de identidad sobre otro, el
etiquetamiento a partir de un rasgo único, puede incorporar dos distorsiones distintas, aunque
interrelacionadas. Por un lado, seguramente llevará a una descripción errónea de las personas que
pertenecen a una categoría dada. Si retomamos el ejemplo de los adolescentes que pertenecen a
una comunidad indígena, el docente los trata como indígenas cuando ellos tal vez sientan que su
identidad es otra. Por otro, establece una valoración relativa de los rasgos de identidad,
estableciendo que los únicos relevantes son aquellos desde donde se produce el etiquetamiento.
Siguiendo con el mismo ejemplo, el único rasgo valioso de estos alumnos es el ser indígenas; los
demás son menores, dignos de ser subestimados (Sen, 2007).
Para los adolescentes resulta una tarea muy compleja lograr que sus docentes los vean desde sus
propias construcciones identitarias. Su libertad para afirmar las identidades personales a veces
puede ser muy limitada a los ojos de los demás, sin importar cómo se ven ellos mismos. Sen se
pregunta, en ese mismo texto, hasta qué punto podemos persuadir a los demás de que somos
diferentes de lo que ellos afirman que somos, cuando estamos ante otros que están decididos a
hacernos diferentes de lo que nosotros decidimos ser.
Desde una perspectiva diferente, Seyla Benhabib ofrece otras categorías de análisis que permiten
una mayor comprensión de esta compleja y asimétrica relación entre los docentes y sus alumnos.
Su reflexión parte de toda la tradición de los estudios culturales, la cual se basa siempre en la
relación entre un observador –desde un cronista del siglo XVIII hasta un antropólogo o un agente
para el desarrollo contemporáneos– y un sujeto observado. El observador social es quien
discursivamente genera e impone unidad y coherencia a la realidad observada, delimita, clasifica,
ordena. Este ordenamiento –generado a partir de esta mirada “desde afuera”– tiene como
propósito comprender, dar sentido y controlar esa situación “amorfa” frente a la cual se encuentra.
El agente social, aquel que es observado inmerso en su vida cotidiana, construye una definición de
sí mismo desde otro lugar, desde su vivencia diaria, sus elecciones, su propia identidad. Esa unidad
y coherencia que le adjudica el observador social poco habla de él, ni del conjunto de sujetos con
quien este agente social interactúa y comparte su cotidianidad. Cuanto más uno se acerca a los
agentes, más se diluye la posibilidad de encontrar entre ellos una unidad. Una mirada “desde
adentro” atenta contra esa coherencia desde la cual se pretende controlar la situación (Benhabib,
2006).
Esta caracterización de la relación entre el observador social y el agente social permite
comprender la relación entre las instituciones estatales y los ciudadanos, y entre ellas, la que
establece la escuela con sus alumnos.1 El docente se refiere a su alumno desde la imagen que
resulta de ese ejercicio discursivo de construir un relato sobre el otro, desde categorías
clasificatorias que promueven un orden estático. El alumno le responde desde su vivencia, desde
una complejidad invisibilizada por ese relato. Nuevamente, cabe aquí remarcar cómo la asimetría
de la relación entre docente y alumno convierte este desajuste discursivo en un acto de violencia
institucional hacia aquel adolescente cuyo relato no encuentra lugar en las aulas, no puede ser
desplegado.
El relato que cada uno construye de sí mismo es un elemento central en el análisis del modo en
que desde las institucionales escolares se procesa la relación con la identidad de sus alumnos.
Como destaca Benhabib, “nacemos en redes de interlocución o redes narrativas, desde relatos de
género hasta relatos lingüísticos, o los grandes relatos de la identidad colectiva. Somos
conscientes de quiénes somos aprendiendo a ser socios conversacionales en estos relatos”. No
elegimos esos relatos iniciales, nos los dan, somos inmersos en ellos, y es desde ellos que vivimos
la primera inserción al mundo. Nos son impuestos, pero en esa imposición nos construyen, nos
dan un sentido inicial.

1Un aporte similar realiza María Bertely Busquets en este mismo libro, cuando recurre a la tensión entre sujeto de interés
público y sujeto de derecho.
El gran desafío que cada uno de nosotros enfrenta es el de poder reescribir, a partir de aquellos
relatos, nuestras historias individuales de vida, nuestra propia identidad. En el paso desde relatos
que nos fueron inevitablemente impuestos hacia otros elegidos por uno mismo se juega el
momento de construcción de un sujeto libre. La adolescencia representa sin dudas el primer gran
momento de reescritura de esos relatos, el primer paso en el proceso de construcción de una
identidad propia. Lejos de ofrecer un espacio donde se desplieguen esos relatos, donde pueda
experimentarse la escritura de los nuevos, la escuela los niega, los reprime, los desoye.

La escuela y sus estudiantes


La negación de aquellos relatos que hacen a la identidad de los alumnos es una práctica constitutiva
de las instituciones educativas desde sus inicios. Los sistemas educativos de la región nacieron con
una misión clara en el proceso de conformación de las naciones de la región: la formación de sus
ciudadanos. Más aun, el desafío entonces era construir al nuevo ciudadano, imaginarlo,
bosquejarlo, moldear al sujeto que habitaría y sería protagonista de estas nuevas sociedades. ¿Qué
es ser brasileño, o ser argentino o mexicano? Esa pregunta no tenía respuesta en el momento en el
que nacen las naciones latinoamericanas, y era necesario dársela; hubo que ir creando esa imagen,
con su identidad y su tradición. En territorios poblados por indígenas, afrodescendientes,
españoles, italianos, árabes o polacos, esas identidades debían ser reemplazadas por otras nuevas:
peruanos, chilenos, colombianos.
La estrategia elegida fue clara. Si a cada sujeto se lo trataba como si fuera este nuevo ciudadano, él
mismo terminaría transformándose en el ciudadano deseado. Si al indígena se lo trata como
mexicano –y no como indígena– será mexicano, se transformará en mexicano, en ese mexicano
creado como sujeto de esta nueva nación. El afrodescendiente será brasileño, el italiano argentino.
El mejor gesto que se podía tener hacia ellos era negarles su identidad, pues de ese era el modo de
sumarlos a un nuevo proyecto colectivo. Reconocer su origen, por el contrario, era dejarlos afuera,
o convertirlos en blanco de la violencia pública. Asimilación y exterminio forman parte de la historia
de la relación de los estados latinoamericanos con la diversidad de quienes habitaban sus
territorios.
Las clases de historia –con sus héroes nacionales y próceres–, el ritual en torno a los símbolos
patrios, la lengua, los uniformes o la educación física buscaban convertir a cada sujeto, cualquiera
sea su origen, en ese nuevo ciudadano dispuesto a sumarse al proyecto colectivo de una nueva
nación, a integrarse a él. El ritual era el mismo en cada escuela. Las clases se daban del mismo
modo, los hechos se narraban de igual manera, los libros eran los mismos, y también lo eran los
ejemplos utilizados y los ejercicios. Un relato único que en su repetición iba moldeando a esos
nuevos ciudadanos de estas nuevas naciones. Un relato que partía de la negación total de la
identidad de sus alumnos, la cual debía ser borrada para construir otra. Las instituciones escolares
actuales tienen en su impronta esta marca de origen. Una historia de más de un siglo legitima la
violencia institucional que hoy vemos en los procesos de etiquetamiento y negación de la compleja
identidad de sus alumnos.
La persistencia de ese principio de negación de la identidad de los alumnos se hace visible cuando
se trata de identificar al alumno que los docentes tienen en mente como alumno ideal. La noción
de alumno ideal remite aquí a aquel que los docentes y directivos tienen presente en el momento
de establecer los criterios de funcionamiento de la institución, al planificar las actividades, al pensar
el día a día del aula. El funcionamiento de la institución y la planificación de sus actividades no
puede ser hecho “en abstracto”, sino que debe ser hecho teniendo una representación del alumno
para el cual se lo hace, quiénes serán los destinatarios, quiénes serán los estudiantes que
participarán de esas actividades. Ahora bien, ¿a quiénes tienen en mente docentes y directivos en
el momento de pensar la institución? ¿Para qué tipo de alumnos son pensadas las prácticas
escolares?
A lo largo de diferentes estudios realizados desde el IIPE-UNESCO Buenos Aires se fueron
identificando rasgos que permiten figurar a aquel alumno imaginado.2 Hay un conjunto de prácticas
que hacen suponer que la escuela tiene en mente a alumnos que no provienen de hogares pobres,
lo cual se evidencia en dinámicas naturalizadas que presuponen un nivel básico de bienestar. Un
ejemplo de ellas es el dar a los alumnos tareas para el hogar; realizar tareas en su casa presupone
que los alumnos tienen tiempo y espacio para hacerlas, y en muchos casos, el estímulo o apoyo de
los adultos. Hoy son muchos los estudiantes que no cuentan con tiempo fuera de la escuela por sus
compromisos laborales o de cuidado, y no tienen en su vivienda un espacio donde retirarse y poder
concentrarse en sus estudios. También, son indicios del nivel socioeconómico esperado
expectativas respecto del modo en que ellos deben vestir, o el hecho de que recaiga sobre la
economía de sus hogares no sólo el costo de aquellos útiles escolares básicos, sino también de los
libros de trabajo. Por otra parte, hay prácticas institucionales que muestran una escuela que supone
alumnos que hablan español –o portugués en el caso de Brasil–, por lo cual alumnos que sólo
conocen las lenguas originarias quedan desplazados de ellas, u otras que tienen en mente alumnos
urbanos, al manejar horarios, calendarios y usos del tiempo que en ciertas zonas rurales son
decididamente inadecuados.
Pero muchos docentes, a la hora de explicar el fracaso escolar de sus alumnos, suelen poner de
manifiesto otros rasgos de aquel alumno para el cual están trabajando. Lo hacen al dar lugar a
expresiones del tipo “…y cómo no le va a ir mal si su familia no lo apoya en nada…” o “…cómo va a
aprender si su padre está preso…”. Así, aparece un conjunto de apreciaciones que pone en
evidencia –en el caso de los ejemplos– que la escuela espera alumnos cuya familia esté apoyándolos
permanentemente, y que además sean de “buena familia”.
Es posible sostener –a partir de relatos como éstos– que el alumno que está en la representación
de muchos de los docentes es un alumno urbano, blanco, de clase media o media alta, de familia
“bien constituida” y de “moral intachable”.3 Ese es el alumno para el cual se piensa la institución y
sus prácticas, para el cual ellos planifican sus clases. Marisa Stigaard, analizando en detalle
entrevistas a docentes de escuelas del nivel medio realizadas en cuatro países de América Latina,
concluye que el alumno deseado por los docentes es aquel que sabe hacer su trabajo como
estudiante, es autónomo en responder a sus aprendizajes, realiza sus trabajos, lee bastante, sabe
proyectarse hacia el futuro, no necesita que nadie le diga qué debe hacer, es consciente del papel

2Éste fue un tema trabajado en el estudio titulado “Educación, reformas y equidad en los países de los Andes y Cono Sur” (2005),
del IIPE-UNESCO Buenos Aires, bajo la dirección general de Néstor López. Dentro de la producción de ese proyecto, aparece
especialmente tratado en los libros de Bello, Castañeda Bernal, Feijóo, Navarro y López.
3 Esta relación entre alumno ideal y alumno real fue desarrollada más en profundidad en el libro –Equidad educativa y

desigualdad social– (López, 2005)


que tiene como estudiante y como ser social, tiene interés en mejorar, en superarse, es solidario,
democrático, resolutivo, emprendedor, puntual, cuenta con el apoyo de su familia, es
comprometido, activo, partícipe, disciplinado, aplicado y respetuoso (Stigaard, 2011).
Así, aún es habitual ver que a la hora de diseñar las prácticas institucionales y pedagógicas, los
docentes no tienen en cuenta la identidad de sus alumnos reales, aquellos que están en sus aulas.
Persiste en sus escuelas la lógica de negación de la identidad de ellos. Teniendo en mente a aquel
alumno ideal, suelen definir a sus alumnos reales por la negativa, por aquello que no son, por lo
que no tienen, aquello que los diferencia del alumno idealizado. El alumno ideal pasa a ser aquí
también ideal en el otro sentido de la palabra, aquel que es deseado, aquel que quisieran tener.
El alumno real es despreciado, su identidad no interesa, no hay voluntad de establecer un diálogo
basado en su reconocimiento. Por el contrario, tal como hace más de un siglo, frente a ese alumno
real persiste la esperanza de convertirlo en el alumno deseado, y desde esa lógica es visible cómo
se premian los esfuerzos que cada niño o adolescente hace por aceptar esa transformación. Cabe
aquí repetir la pregunta que se hace Sen: hasta qué punto podemos persuadir a los demás de que
somos diferentes de lo que ellos afirman que somos, cuando estamos ante otros que están decididos
a hacernos diferentes de lo que nosotros decidimos ser. Para un adolescente, permanecer en la
escuela significa aceptar el juego de actuar un personaje que no es, ocultar su compleja identidad,
reprimir la posibilidad de experimentar o desplegar nuevas narrativas sobre sí mismo. La irrupción
de rasgos que no son compatibles con la imagen idealizada por sus docentes puede significarle la
aparición de un sinnúmero de estrategias institucionales de sanción y exclusión.
Pero la negación de la identidad no sólo aparece en las prácticas escolares, en el modo en que cada
docente o cada institución resuelven la relación con sus estudiantes. Hay otra expresión de esa
negación mucho más institucionalizada, invisibilizada y naturalizada. Esta negación se manifiesta ya
no en la calidad de la relación que la institución establece con sus alumnos, sino también en la
presentación de aquellos contenidos que considera valiosos. El currículum escolar ofrece –tal como
se discute en otros capítulos de este libro– una concepción de ciudadano fuertemente sesgado
hacia esa imagen del tipo ideal, urbano, blanco y de clase media. Una imagen de sujeto en la cual
una parte importante del alumnado –y de sus familias– no se ven reflejados. Cuando los alumnos,
sus padres, o referentes de las comunidades expresan su malestar con los contenidos curriculares,
cuando denuncian que la escuela no les habla de su realidad, ponen en evidencia que ellos no se
sienten representados en los contenidos considerados valiosos, y que su realidad no adquiere esa
calificación. Cabe aquí simplemente dejar expresado este punto, cuyo desarrollo excede los
propósitos de este texto. Sólo se busca destacar que las propuestas curriculares actuales aparecen
como sumamente limitadas frente a un desafío fundamental: todos los ciudadanos tienen el
derecho de verse igualmente representados en el currículum escolar. Lejos de ello, los que están
actualmente en vigencia en la región suelen proponer una clara escala de valoraciones desde las
cuales ciertas identidades o pertenencias culturales quedan subvaluadas o negadas frente a otras.
Sea a través del trato diario con estos nuevos estudiantes, sea por su ausencia en los contenidos
que la escuela considera significativos, quienes no responden a esa imagen de alumno ideal se ven
diariamente violentados por las instituciones educativas. En este punto, las instituciones escolares
se constituyen en instituciones que, operando bajo el mandato de la inclusión educativa, terminan
siendo sumamente discriminatorias. Adquiere aquí sentido una hipótesis: una de las principales
causas de desescolarización de los adolescentes, o de la dificultad de seguir avanzando en la
expansión de la educación media, está en la violencia que muchas instituciones tienen hacia ellos
al no estar dispuestas a establecer un diálogo que parta de reconocer quiénes son, de asumir su
verdadera identidad.

Estado, inclusión y reconocimiento


Detrás de estas prácticas discriminatorias que se hacen visibles en muchas instituciones escolares,
subyacen dos procesos fuertemente articulados, que es necesario tener en mente. Por un lado, el
profundo cambio en las reglas de juego que representa para los agentes educativos el paso desde
una escuela media que fue concebida para la selección social hacia otra que tiene como fin último
la inclusión social y educativa. Por otro, la dificultad estructural que tienen los Estados para
relacionarse con los adolescentes y los jóvenes a partir de su reconocimiento.
Hasta hace no más de dos o tres décadas las escuelas medias estaban concebidas desde un claro
espíritu de selección y estratificación. Por un lado, no todos los adolescentes estaban habilitados a
circular por sus aulas; era habitual que para poder iniciar la escuela secundaria se tomara un
examen de ingreso que apuntaba a seleccionar a quienes iban a tener la posibilidad de acceder a
ellas. Por otro, las escuelas contaban además con el recurso de la expulsión; si un alumno pudo
ingresar al Nivel Medio, pero no lograba superar los desafíos académicos de la institución o no se
ajustaba al comportamiento allí esperado, podía ser expulsado de su carrera educativa.
El diseño de la institución educativa y la formación de sus agentes estuvo organizada en torno a
este principio ordenador de la educación media. Las instituciones tenían una imagen clara del
alumno que esperaban tener en sus aulas, y generaban normas y dinámicas cotidianas a su medida.
Los docentes eran preparados para interactuar con ese alumno, y formaba parte de su misión
contribuir con el proceso de selección, a través de las calificaciones o de las sanciones. Más aún,
esta concepción de la escuela media logró plena legitimidad en el campo de las representaciones
sociales. Era habitual que las familias evaluaran a su manera si a sus hijos “les daba” para poder
continuar sus estudios una vez finalizado el ciclo primario, siendo de este modo cómplices o
partícipes del proceso de selección, o aceptaban sin cuestionamiento alguno el dictamen escolar
cuando algún adolescente era expulsado de las aulas.
Hoy el contexto en el cual se lleva a cabo la educación en el nivel secundario es otro. Desde el punto
de vista formal, “el momento de quiebre” se da cuando al escuela media comienza a ser obligatoria.
Ya en casi todos los países de América Latina el primer ciclo del Nivel Medio –el que suele ser
denominado medio bajo– es obligatorio, y son muchos en los cuales también lo es el nivel medio
alto. En ellos, el ciclo de obligatoriedad escolar se extiende a un total de 12 ó 13 años.
Esta transformación de la escuela media puede ser comprendida precisamente como el resultado
del profundo cambio social que se viene dando en la región en las últimas décadas. Nuestras
sociedades son cada vez más complejas y, consecuentemente, los recursos necesarios para poder
insertarse plenamente en ella también son más, y más complejos. Si el sentido de la educación
básica –que históricamente se limitaba a la escuela primaria– es garantizar a las nuevas
generaciones el acceso a esos recursos, hoy la escuela media debe ser considerada como parte de
esa educación básica. Como parte de esa formación integral para la inclusión, el componente de
formación para el mundo laboral es central. Hoy el Nivel Medio es un umbral de base para acceder
a puestos de trabajo medianamente aceptables.
Esta necesidad de más recursos para la integración social y laboral se expresa además en una
creciente expectativa y en una clara demanda de las familias por educación media para sus hijos y,
consecuentemente, en la necesidad de los Estados de generar respuestas de política pública a esa
demanda. Pero, además, la consolidación de la educación como un derecho refuerza la presión
sobre los Estados para garantizar el acceso a la educación media y legitima le decisión de incluirla
en el ciclo de obligatoriedad.
La elección de los alumnos ya no es una práctica para la cual las escuelas están habilitadas. Su misión
ya no es la selección, sino la inclusión. Tampoco pueden expulsarlos, el desafío es encontrar el modo
de interactuar con ellos. Más aún, tienen que garantizar a esos alumnos una experiencia educativa
exitosa, en la cual puedan tener acceso a esos conocimientos que los constituyen en ciudadanos
plenos. Es un derecho de los adolescentes y una obligación de la escuela. Frente a este cambio,
docentes y directivos –y las instituciones mismas– se quedan sin recursos para afrontarlo. Aquellos
que formaron parte de su identidad hoy no tienen valor. Si el docente apela a la formación que
recibió, seguramente reproducirá prácticas que hoy carecen de legitimidad. Actos que en algún
momento fueron reivindicados como parte de su misión hoy son actos discriminatorios. Ellos son
colocados en el lugar de garantes del derecho a la educación, pero no reciben los recursos
necesarios para concretar ese mandato.
El desprecio por esos alumnos expresa la soledad en la que los agentes educativos fueron dejados
frente a ellos, la ausencia de recursos pedagógicos e institucionales para poder establecer con los
estudiantes un diálogo productivo. Lo que el Estado no da, el agente lo inventa; 4 el docente y el
directivo son agentes estatales a los que su Estado no garantizó los recursos básicos adecuados para
que cumplan su misión. Frente a esta ausencia, ellos hacen lo que pueden, y buscan entre los
recursos que tienen en su haber, ya no como agentes estatales sino como simples hombres y
mujeres. Lo que ellos creen que hay que hacer, lo que aprendieron en su historia, en su escuela, en
la vida. En algunos casos, el resultado es positivo y las experiencias son exitosas; muchas de las
instituciones que son vistas como ejemplares en el modo en que han podido dar respuesta al
desafío de la inclusión educativa en contextos sociales complejos y heterogéneos encontraron sus
respuestas de este modo, con docentes y directivos que –carentes de una propuesta
institucionalizada– la generaron desde ellos mismos, y de modo informal, a partir de sus propios
recursos, y desde su compromiso. Pero, en muchos casos, la respuesta no es la más adecuada, y
aparecen estas prácticas discriminatorias basadas en la negación del nuevo desafío institucional y
del nuevo escenario en el cual se enmarca.
En líneas generales, y sin olvidar las particularidades y los matices propios de cada país de la región,
es posible sostener que el modo en el que hoy se está abordando el proceso de transición, desde
una institución selectiva y reproductora de las pautas de estratificación social hacia otra que se
compromete con la plena inclusión social de las nuevas generaciones, descansa mucho más en
iniciativas individuales e informales que en una política de Estado orientada al rediseño profundo
de sus instituciones y a la formación y apoyo de sus agentes. Esta escasez relativa de una política
de Estado para abordar la compleja tarea de llevar a cabo el objetivo de garantizar una educación

4 En el libro Equidad educativa y desigualdad social, esta frase aparece como el subtítulo de una sección en la cual se desarrolla
la idea de agentes estatales puestos a cumplir una misión sin los recursos adecuados. Se recurre allí a la imagen de soldados
que son enviados a una guerra con armas obsoletas u oxidadas.
de calidad para todos basada en el reconocimiento de sus alumnos, pone a los docentes en el lugar
de agentes estatales que discriminan en sus prácticas, hecho que debería ser inadmisible en el
marco de un Estado de derecho. En la relación entre el Estado y sus ciudadanos no hay lugar para
la discriminación.
Ahora bien, es necesario aquí un paso más, reconocer que la tendencia que tienen las instituciones
escolares a negar la identidad de sus alumnos, y en especial la de los adolescentes, refleja un
proceso que va más allá del sistema educativo mismo. Expresa la dificultad del propio Estado de
generar una relación con adolescentes y jóvenes basada en su reconocimiento. Lejos de promover
para ellos un espacio de crecimiento, experimentación y despliegue de las identidades, el Estado
suele establecer una relación con los adolescentes y jóvenes que parte del supuesto de que ellos
deben ser encauzados. Son vistos como sujetos carentes, en transición, preparándose para ser
adultos, que deben ser recuperados, orientados, que no se puede confiar en ellos.
Subyace a esta lógica un conjunto de representaciones instaladas en la sociedad, sumamente
naturalizadas, que los Estados reproducen. Durante el trabajo de campo que Mariana Chaves realizó
para su tesis doctoral, identifica un conjunto de representaciones en torno al ser jóvenes, entre las
que se destacan: el joven como ser inseguro de sí mismo, como ser en transición, como ser no
productivo, como ser incompleto, como ser desinteresado y/o sin deseo, como ser desviado, como
ser peligroso, como ser rebelde o peligroso, o como ser del futuro.
Como efecto de ello, la relación que se establece con ellos debe ser una relación basada en el
principio de orientación, represión, y –tal como se mostró– negación. No importa cómo son hoy,
pues hoy son carentes, peligrosos y están desorientados. Lo que importa es cómo deben ser. Y
frente a este razonamiento, las instituciones estatales se muestran conocedoras de ese “cómo
deben ser”. ¿Cómo deben ser? Desde la escuela se dan señales claras al respecto. Deben ser como
ese alumno idealizado, aquel responsable, comprometido, solidario, resolutivo que identificó
Stigaard. Deben ser de moral intachable, y –en lo posible– urbanos, blancos y de clase media. Tal
como se pudo ver, las instituciones dan estas señales a través de sus prácticas diarias, de la
valoración que hacen de sus alumnos, de lo que premian, y también a través de su currículum.

Comentario final
Subyace a este análisis la certeza de que hoy el proceso educativo no es posible si no parte de un
diálogo entre docente y alumno basado en el reconocimiento mutuo. Un docente que conoce a sus
alumnos muestra interés por saber quiénes son, los respeta, deposita su confianza en ellos.
Alumnos que legitiman el lugar de su docente, lo valoran, ven en él un referente válido para su
aprendizaje, alguien en quien también confiar, con quien es posible la construcción de
conocimiento. Se presupone aquí una relación al mismo tiempo asimétrica y simétrica. Asimétrica,
pues necesita del desequilibrio propio del encuentro educativo para que el aprendizaje sea posible.
Simétrica, pues ese encuentro entre docente y alumno debe ser un diálogo basado en el
reconocimiento y el respeto mutuo, en la confianza entre ambos, en la valoración del otro como un
sujeto pleno de sí mismo. En el ejercicio de negación de la identidad se pone en evidencia un abuso
del poder que da al docente y a la institución la asimetría propia del vínculo pedagógico. En tanto
subyacen en las prácticas cotidianas de las instituciones escolares estos mecanismos de negación
de la identidad de sus alumnos, y la voluntad de convertirlos en un otro idealizado, ese diálogo se
ve profundamente dificultado.
La escuela se enfrenta así a un desafío sumamente complejo. En principio, no puede seguir
postergando el momento de reconocer en sus alumnos el derecho a elegir entre identidades
alternativas y complejas, y la libertad de decidir de qué modo articularlas y priorizarlas,
configurando así su modo de ser. La lógica del etiquetamiento basado en el reconocimiento de un
rasgo único como legítimo y valorado en la construcción de la identidad del otro no tiene espacio
como práctica en una institución que tiene como objetivo fundamental la inclusión educativa. Por
el contrario, se impone la necesidad de establecer con sus alumnos un diálogo que parta del
reconocimiento pleno de esa identidad compleja y múltiple. Más aún, como parte de ese
reconocimiento, la escuela debe ser un escenario fértil en el cual ellos puedan reescribir su historia,
experimentar diferentes identidades y esbozar de este modo un nuevo relato para sí mismos. El
proceso educativo es un proceso orientado a la transformación de los alumnos, y como tal no
debería quedar disociado del ejercicio de reescritura de sus propias identidades.
La estrategia es posible de pensar buscando un modo de imaginar prácticas educativas e
institucionales que partan del pleno conocimiento de sus alumnos reales. Esto es, las instituciones
educativas no pueden seguir cerrando los ojos al cambio social, negándolo y respondiendo a él con
acciones que profundizan su tradición selectiva y discriminatoria. Es necesario que desde las
escuelas se tenga plena conciencia de las características del territorio donde están insertas, de las
de sus alumnos y sus familias, de la dinámica de la comunidad a la que ellos pertenecen. A partir de
ese conocimiento se podrá avanzar hacia el diseño de propuestas institucionales frente a las cuales
los adolescentes y jóvenes se vean representados, que se sientan parte relevante de ese proyecto
educativo.
¿Es posible avanzar hacia instituciones cuyas prácticas se basan en el respeto por la identidad de
sus alumnos? Hay pruebas de que sí. Muchas de estas instituciones, cuyos directivos y docentes
padecen a sus alumnos, coexisten con otras donde se hace un gran esfuerzo por promover
dinámicas basadas en el reconocimiento de sus estudiantes. Hay muchas escuelas cuyos directivos
y docentes muestran un claro compromiso con promover prácticas que se sustentan en el respeto
y el reconocimiento de sus alumnos, y de ellas hay mucho por aprender.
Hay al menos tres observaciones que deberían ser tenidas en cuenta a la hora de afrontar este
desafío. En primer lugar, no se invita aquí a replicar experiencias exitosas. Si bien existen muchas
instituciones que están avanzando en reflexiones y prácticas que buscan promover espacios
educativos basados en el reconocimiento mutuo, la respuesta que cada una de ellas propone no
necesariamente es la adecuada para promover en otros contextos. Las respuestas deben ser
pensadas como únicas. Aquella propuesta institucional o pedagógica que es exitosa en un contexto
puede ser sumamente inadecuada en otro. Lo que se busca aquí es promover una relación entre la
institución y su contexto, por lo cual las respuestas institucionales deben ser concebidas como un
hecho relacional, que adquieren valor y se legitiman en su relación con el otro, en su puesta en
funcionamiento. Ante otros diversos, en contextos y territorios muy diferentes, las respuestas
institucionales deberán ser distintas. En todo caso, lo que sí es digno de ser analizado en esas
instituciones de referencia es cuál fue la estrategia a la que recurrieron para llegar a esa respuesta
adecuada al contexto en el cual operan.
En segundo lugar, y tal como ya se señaló, la mayoría de estas experiencias relevantes y dignas de
ser tenidas en cuenta no son expresión de una política específica. Por el contrario, en general
responden a iniciativas personales de sus directivos y docentes, re-sueltas a solas, articulando
recursos institucionales y propios. Suelen ser acciones que nacen en la informalidad, y dependen
casi exclusivamente del compromiso del plantel de la escuela. El gran salto que queda por delante
es crear o fortalecer en cada una de las instituciones la capacidad de generar respuestas adecuadas,
proveyendo la formación, los recursos y un entramado institucional que garanticen que todas las
escuelas puedan dar una respuesta adecuada ante el desafío de la inclusión educativa. La existencia
de escuelas que basan sus prácticas en la valoración y el reconocimiento de sus alumnos no puede
seguir siendo el resultado de iniciativas personales, basadas en la sensibilidad y el compromiso de
docentes y directivos. Por el contrario, esto debe ser el objetivo de una política de Estado, que
garantice los recursos necesarios en todas las instituciones para que este proceso de
transformación institucional sea posible, y donde la articulación entre ministerios, escuelas e
instancias intermedias esté plenamente organizada en torno a este objetivo.
Por último, si hablamos de una relación, ambas partes de esa relación deben ser protagonistas de
este cambio. En ese sentido, no se puede avanzar en el rediseño de las instituciones sin escuchar a
sus destinatarios, los adolescentes y jóvenes. Es sumamente enriquecedor ver en las entrevistas las
apreciaciones y representaciones que ellos tienen de lo que debería ser una buena escuela o un
buen docente. Pero, más allá de ofrecer esta mirada enriquecedora, un rol fundamental de los
alumnos es identificar y poner en evidencia el sinnúmero de mecanismos cotidianos de
discriminación que operan de un modo totalmente naturalizado en las escuelas. Son ellos quienes
con más claridad pueden desenmascarar estas lógicas ocultas en las cuales se hace efectiva la
violencia institucional aquí analizada. Ello implica, desde ya, la voluntad de escucharlos, de sumarlos
en el ejercicio de reconstrucción de un diálogo a partir de claves sumamente distintas.
Se mencionó antes que esa violencia institucional expresa dinámicas y representaciones que
exceden a los agentes e instituciones del campo educativo. Se basan en un modo que tienen los
Estados de relacionarse con los adolescentes y jóvenes, Estados que, además, recuperan,
reproducen y amplifican un modo que tiene la sociedad de entablar un diálogo con ellos. Esto nos
alerta sobre la profundidad y el carácter estructural que deben tener las acciones necesarias para
redefinir la relación entre la escuela y sus estudiantes. Se impone un rediseño profundo de las
instituciones, un nuevo modo de formar a sus docentes y directivos, una reflexión profunda sobre
las propuestas curriculares vigentes, o avanzar en la posibilidad de rearmar el entramado de
relaciones institucionales que subyacen al desarrollo de la educación como una política pública y
estatal. No hay dudas que estos, entre muchos otros, son pasos necesarios para hacer efectivo el
derecho a la educación desde el reconocimiento pleno de las identidades individuales. Pero esto no
alcanza si no va de la mano de una profunda reflexión y debate, en el conjunto de la sociedad,
respecto a quiénes son sus adolescentes y sus jóvenes. Nuevamente, son ellos quienes hoy tienen
la posibilidad de instalar este debate, y de hecho lo están haciendo, al mostrar su protagonismo en
los principales hechos políticos ocurridos en la región y en el mundo en el transcurso de los últimos
años.
Referencias bibliográficas

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