López
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Mientras el mundo cambia, en muchas escuelas se busca que esos cambios no ingresen a las aulas,
que no alteren el clima de trabajo. Más aún, en ellas se espera que las cosas sigan siendo como
eran en esa época en que –en el imaginario de muchos– quedó como la época de oro de la
educación de nuestros países. Cambio social e inercia institucional coexisten, alimentando día a
día un ya profundo desencuentro entre las escuelas y el contexto en el cual están insertas, y en
consecuencia, entre los docentes y sus estudiantes.
Las expresiones del cambio social son múltiples. En las últimas décadas, el mundo se ha
transformado abruptamente; el proceso de globalización, la redefinición de los espacios y del
territorio que se desprenden de él, la reconfiguración de los flujos migratorios, la mundialización
de los centros de decisión y poder, y la creciente prevalencia de la economía, de los mercados y
del consumo en la definición de la vida cotidiana de los sujetos, son expresión clara de esos
cambios. En aspectos que tienen especial impacto en la vida de adolescentes y jóvenes, las nuevas
tecnologías reconfiguran plenamente su modo de habitar el presente. Internet, telefonía celular,
teléfonos inteligentes, notebooks, tabletas, y a través de ellos las redes sociales y los espacios
digitales de pertenencia e interacción, son hoy parte de su vida cotidiana, sea porque tienen
acceso como usuarios, o porque se sienten excluidos de su uso.
Lejos de buscar el modo de interactuar con esa dinámica, muchas instituciones escolares tienden
a replegarse, a cerrar sus puertas al cambio, a negarlo. La escuela fue concebida para interactuar
con un adolescente que ya no existe. Quienes hoy ingresan a las aulas poco tienen que ver con
aquel para el cual fueron pensadas, o aquellos para quienes fueron formados los docentes, y ello
genera una tensión frente a la cual pocas veces se encuentra la respuesta adecuada.
La desigualdad y la diversidad entraron a las aulas de la mano de alumnos sumamente diferentes
de los clásicos, y sumamente diferentes entre ellos. Una expresión de la desigualdad en las aulas es
la mayor presencia de adolescentes y jóvenes provenientes de estratos sociales históricamente
relegados de las instituciones educativas. Cada vez hay más alumnos para los cuales permanecer
escolarizados representa un gran esfuerzo. Jóvenes que además deben trabajar o asumir
responsabilidades esenciales en el funcionamiento cotidiano de sus hogares, que no pueden
comprar libros o materiales, que viven en condiciones muy precarias.
La diversidad, por su parte, se expresa de muchos modos. Por un lado, adolescentes y jóvenes
provenientes de los pueblos indígenas o afrodescendientes que antes no ingresaban a las escuelas,
y ahora están en ellas. O alumnos que provienen de otros países, con otras culturas y lenguas.
También es expresión de la diversidad que irrumpe en las aulas la presencia de adolescentes que
construyen su identidad desde representaciones y referentes muy diversos, visibles en sus modos
de vestir, en sus preferencias y consumos culturales, en sus preferencias sexuales, o en su modo de
leer e interpretar el mundo.
De todos modos, el diálogo con docentes y directivos pone en evidencia que no sólo hay un
corrimiento del perfil de los alumnos en términos económicos o culturales. Lo que se ve
crecientemente es un desajuste en términos valorativos entre el alumno que se quisiera tener, y
aquel que efectivamente está en el aula día a día. No sólo se constata que los nuevos alumnos son
diferentes, sino además se hace visible que esa diferencia genera malestar, y más aún, es connotada
y valorada negativamente.
A muchos docentes les genera malestar los alumnos que tienen. Esta tensión ya no es expresión de
la desigualdad, ni es expresión de la diversidad, sino que da cuenta de cierto desprecio por aquellos
cuyo origen social o cuya identidad difieren de aquel alumno añorado. Los ejemplos son múltiples:
la docente que considera que algunos de sus alumnos son como “la manzana podrida”, que si no
se la saca a tiempo contagia a las demás; aquel maestro que en una entrevista manifestaba que le
molestaba el olor de sus alumnos; el directivo que menciona que, “con lo que me costó expulsar a
ese joven, ahora me obligan a recibirlo nuevamente, y encima con beca…”; la docente que
considera que la escuela no es para “esta clase de chicos”.
Este capítulo se centrará en este tema: el desprecio que muchos docentes y directivos sienten por
sus estudiantes. La reflexión se centra en el caso específico de la educación media, aquella orientada
a adolescentes y jóvenes, por ser ellos los principales destinatarios de este tipo de representaciones
discriminatorias. Se desarrollarán –en tono de ensayo que busca generar algunas recomendaciones-
tres líneas narrativas complementarias. La primera lleva a considerar el modo en que los sujetos –
y entre ellos los estudiantes– construyen su identidad. La segunda apunta a mostrar cómo las
instituciones escolares se ocupan de negar esas identidades. La tercera propone algunas claves
interpretativas de estos procesos desde el campo de las políticas educativas, y desde la dificultad
estructural que tiene el Estado de relacionarse con las nuevas generaciones. El texto termina con
breves consideraciones, que apuntan a identificar algunos desafíos pendientes en la agenda política
actual.
1Un aporte similar realiza María Bertely Busquets en este mismo libro, cuando recurre a la tensión entre sujeto de interés
público y sujeto de derecho.
El gran desafío que cada uno de nosotros enfrenta es el de poder reescribir, a partir de aquellos
relatos, nuestras historias individuales de vida, nuestra propia identidad. En el paso desde relatos
que nos fueron inevitablemente impuestos hacia otros elegidos por uno mismo se juega el
momento de construcción de un sujeto libre. La adolescencia representa sin dudas el primer gran
momento de reescritura de esos relatos, el primer paso en el proceso de construcción de una
identidad propia. Lejos de ofrecer un espacio donde se desplieguen esos relatos, donde pueda
experimentarse la escritura de los nuevos, la escuela los niega, los reprime, los desoye.
2Éste fue un tema trabajado en el estudio titulado “Educación, reformas y equidad en los países de los Andes y Cono Sur” (2005),
del IIPE-UNESCO Buenos Aires, bajo la dirección general de Néstor López. Dentro de la producción de ese proyecto, aparece
especialmente tratado en los libros de Bello, Castañeda Bernal, Feijóo, Navarro y López.
3 Esta relación entre alumno ideal y alumno real fue desarrollada más en profundidad en el libro –Equidad educativa y
4 En el libro Equidad educativa y desigualdad social, esta frase aparece como el subtítulo de una sección en la cual se desarrolla
la idea de agentes estatales puestos a cumplir una misión sin los recursos adecuados. Se recurre allí a la imagen de soldados
que son enviados a una guerra con armas obsoletas u oxidadas.
de calidad para todos basada en el reconocimiento de sus alumnos, pone a los docentes en el lugar
de agentes estatales que discriminan en sus prácticas, hecho que debería ser inadmisible en el
marco de un Estado de derecho. En la relación entre el Estado y sus ciudadanos no hay lugar para
la discriminación.
Ahora bien, es necesario aquí un paso más, reconocer que la tendencia que tienen las instituciones
escolares a negar la identidad de sus alumnos, y en especial la de los adolescentes, refleja un
proceso que va más allá del sistema educativo mismo. Expresa la dificultad del propio Estado de
generar una relación con adolescentes y jóvenes basada en su reconocimiento. Lejos de promover
para ellos un espacio de crecimiento, experimentación y despliegue de las identidades, el Estado
suele establecer una relación con los adolescentes y jóvenes que parte del supuesto de que ellos
deben ser encauzados. Son vistos como sujetos carentes, en transición, preparándose para ser
adultos, que deben ser recuperados, orientados, que no se puede confiar en ellos.
Subyace a esta lógica un conjunto de representaciones instaladas en la sociedad, sumamente
naturalizadas, que los Estados reproducen. Durante el trabajo de campo que Mariana Chaves realizó
para su tesis doctoral, identifica un conjunto de representaciones en torno al ser jóvenes, entre las
que se destacan: el joven como ser inseguro de sí mismo, como ser en transición, como ser no
productivo, como ser incompleto, como ser desinteresado y/o sin deseo, como ser desviado, como
ser peligroso, como ser rebelde o peligroso, o como ser del futuro.
Como efecto de ello, la relación que se establece con ellos debe ser una relación basada en el
principio de orientación, represión, y –tal como se mostró– negación. No importa cómo son hoy,
pues hoy son carentes, peligrosos y están desorientados. Lo que importa es cómo deben ser. Y
frente a este razonamiento, las instituciones estatales se muestran conocedoras de ese “cómo
deben ser”. ¿Cómo deben ser? Desde la escuela se dan señales claras al respecto. Deben ser como
ese alumno idealizado, aquel responsable, comprometido, solidario, resolutivo que identificó
Stigaard. Deben ser de moral intachable, y –en lo posible– urbanos, blancos y de clase media. Tal
como se pudo ver, las instituciones dan estas señales a través de sus prácticas diarias, de la
valoración que hacen de sus alumnos, de lo que premian, y también a través de su currículum.
Comentario final
Subyace a este análisis la certeza de que hoy el proceso educativo no es posible si no parte de un
diálogo entre docente y alumno basado en el reconocimiento mutuo. Un docente que conoce a sus
alumnos muestra interés por saber quiénes son, los respeta, deposita su confianza en ellos.
Alumnos que legitiman el lugar de su docente, lo valoran, ven en él un referente válido para su
aprendizaje, alguien en quien también confiar, con quien es posible la construcción de
conocimiento. Se presupone aquí una relación al mismo tiempo asimétrica y simétrica. Asimétrica,
pues necesita del desequilibrio propio del encuentro educativo para que el aprendizaje sea posible.
Simétrica, pues ese encuentro entre docente y alumno debe ser un diálogo basado en el
reconocimiento y el respeto mutuo, en la confianza entre ambos, en la valoración del otro como un
sujeto pleno de sí mismo. En el ejercicio de negación de la identidad se pone en evidencia un abuso
del poder que da al docente y a la institución la asimetría propia del vínculo pedagógico. En tanto
subyacen en las prácticas cotidianas de las instituciones escolares estos mecanismos de negación
de la identidad de sus alumnos, y la voluntad de convertirlos en un otro idealizado, ese diálogo se
ve profundamente dificultado.
La escuela se enfrenta así a un desafío sumamente complejo. En principio, no puede seguir
postergando el momento de reconocer en sus alumnos el derecho a elegir entre identidades
alternativas y complejas, y la libertad de decidir de qué modo articularlas y priorizarlas,
configurando así su modo de ser. La lógica del etiquetamiento basado en el reconocimiento de un
rasgo único como legítimo y valorado en la construcción de la identidad del otro no tiene espacio
como práctica en una institución que tiene como objetivo fundamental la inclusión educativa. Por
el contrario, se impone la necesidad de establecer con sus alumnos un diálogo que parta del
reconocimiento pleno de esa identidad compleja y múltiple. Más aún, como parte de ese
reconocimiento, la escuela debe ser un escenario fértil en el cual ellos puedan reescribir su historia,
experimentar diferentes identidades y esbozar de este modo un nuevo relato para sí mismos. El
proceso educativo es un proceso orientado a la transformación de los alumnos, y como tal no
debería quedar disociado del ejercicio de reescritura de sus propias identidades.
La estrategia es posible de pensar buscando un modo de imaginar prácticas educativas e
institucionales que partan del pleno conocimiento de sus alumnos reales. Esto es, las instituciones
educativas no pueden seguir cerrando los ojos al cambio social, negándolo y respondiendo a él con
acciones que profundizan su tradición selectiva y discriminatoria. Es necesario que desde las
escuelas se tenga plena conciencia de las características del territorio donde están insertas, de las
de sus alumnos y sus familias, de la dinámica de la comunidad a la que ellos pertenecen. A partir de
ese conocimiento se podrá avanzar hacia el diseño de propuestas institucionales frente a las cuales
los adolescentes y jóvenes se vean representados, que se sientan parte relevante de ese proyecto
educativo.
¿Es posible avanzar hacia instituciones cuyas prácticas se basan en el respeto por la identidad de
sus alumnos? Hay pruebas de que sí. Muchas de estas instituciones, cuyos directivos y docentes
padecen a sus alumnos, coexisten con otras donde se hace un gran esfuerzo por promover
dinámicas basadas en el reconocimiento de sus estudiantes. Hay muchas escuelas cuyos directivos
y docentes muestran un claro compromiso con promover prácticas que se sustentan en el respeto
y el reconocimiento de sus alumnos, y de ellas hay mucho por aprender.
Hay al menos tres observaciones que deberían ser tenidas en cuenta a la hora de afrontar este
desafío. En primer lugar, no se invita aquí a replicar experiencias exitosas. Si bien existen muchas
instituciones que están avanzando en reflexiones y prácticas que buscan promover espacios
educativos basados en el reconocimiento mutuo, la respuesta que cada una de ellas propone no
necesariamente es la adecuada para promover en otros contextos. Las respuestas deben ser
pensadas como únicas. Aquella propuesta institucional o pedagógica que es exitosa en un contexto
puede ser sumamente inadecuada en otro. Lo que se busca aquí es promover una relación entre la
institución y su contexto, por lo cual las respuestas institucionales deben ser concebidas como un
hecho relacional, que adquieren valor y se legitiman en su relación con el otro, en su puesta en
funcionamiento. Ante otros diversos, en contextos y territorios muy diferentes, las respuestas
institucionales deberán ser distintas. En todo caso, lo que sí es digno de ser analizado en esas
instituciones de referencia es cuál fue la estrategia a la que recurrieron para llegar a esa respuesta
adecuada al contexto en el cual operan.
En segundo lugar, y tal como ya se señaló, la mayoría de estas experiencias relevantes y dignas de
ser tenidas en cuenta no son expresión de una política específica. Por el contrario, en general
responden a iniciativas personales de sus directivos y docentes, re-sueltas a solas, articulando
recursos institucionales y propios. Suelen ser acciones que nacen en la informalidad, y dependen
casi exclusivamente del compromiso del plantel de la escuela. El gran salto que queda por delante
es crear o fortalecer en cada una de las instituciones la capacidad de generar respuestas adecuadas,
proveyendo la formación, los recursos y un entramado institucional que garanticen que todas las
escuelas puedan dar una respuesta adecuada ante el desafío de la inclusión educativa. La existencia
de escuelas que basan sus prácticas en la valoración y el reconocimiento de sus alumnos no puede
seguir siendo el resultado de iniciativas personales, basadas en la sensibilidad y el compromiso de
docentes y directivos. Por el contrario, esto debe ser el objetivo de una política de Estado, que
garantice los recursos necesarios en todas las instituciones para que este proceso de
transformación institucional sea posible, y donde la articulación entre ministerios, escuelas e
instancias intermedias esté plenamente organizada en torno a este objetivo.
Por último, si hablamos de una relación, ambas partes de esa relación deben ser protagonistas de
este cambio. En ese sentido, no se puede avanzar en el rediseño de las instituciones sin escuchar a
sus destinatarios, los adolescentes y jóvenes. Es sumamente enriquecedor ver en las entrevistas las
apreciaciones y representaciones que ellos tienen de lo que debería ser una buena escuela o un
buen docente. Pero, más allá de ofrecer esta mirada enriquecedora, un rol fundamental de los
alumnos es identificar y poner en evidencia el sinnúmero de mecanismos cotidianos de
discriminación que operan de un modo totalmente naturalizado en las escuelas. Son ellos quienes
con más claridad pueden desenmascarar estas lógicas ocultas en las cuales se hace efectiva la
violencia institucional aquí analizada. Ello implica, desde ya, la voluntad de escucharlos, de sumarlos
en el ejercicio de reconstrucción de un diálogo a partir de claves sumamente distintas.
Se mencionó antes que esa violencia institucional expresa dinámicas y representaciones que
exceden a los agentes e instituciones del campo educativo. Se basan en un modo que tienen los
Estados de relacionarse con los adolescentes y jóvenes, Estados que, además, recuperan,
reproducen y amplifican un modo que tiene la sociedad de entablar un diálogo con ellos. Esto nos
alerta sobre la profundidad y el carácter estructural que deben tener las acciones necesarias para
redefinir la relación entre la escuela y sus estudiantes. Se impone un rediseño profundo de las
instituciones, un nuevo modo de formar a sus docentes y directivos, una reflexión profunda sobre
las propuestas curriculares vigentes, o avanzar en la posibilidad de rearmar el entramado de
relaciones institucionales que subyacen al desarrollo de la educación como una política pública y
estatal. No hay dudas que estos, entre muchos otros, son pasos necesarios para hacer efectivo el
derecho a la educación desde el reconocimiento pleno de las identidades individuales. Pero esto no
alcanza si no va de la mano de una profunda reflexión y debate, en el conjunto de la sociedad,
respecto a quiénes son sus adolescentes y sus jóvenes. Nuevamente, son ellos quienes hoy tienen
la posibilidad de instalar este debate, y de hecho lo están haciendo, al mostrar su protagonismo en
los principales hechos políticos ocurridos en la región y en el mundo en el transcurso de los últimos
años.
Referencias bibliográficas
Bello, Manuel y Verónica Villarán (2005), Educación, reformas y equidad en los países de los Andes
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Stigaard, Marisa (2010), “El Estado y la inclusión educativa de los jóvenes frente a la injusticia
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