El Tiempo Cae

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El tiempo cae

“En ocasiones me sentía jugando con el universo.


Pero con uno pequeño, uno de tela y pintura.”
D

Mi nombre es Haidar Ali Tipu Zinan Zapata Ochoa, aunque


todos me dicen Haidar, y en algunas ocasiones me dicen Tipu
o Zinan; desde muy pequeño, y criado en el seno de una familia
musulmana colombiana sin ninguna clase de ascendencia árabe
o persa, inicié un interés bastante grande por la pintura. Cuando
cumplí seis años de edad, mi mamá ya estaba cansada de que
tuviera todas las paredes de la casa rayadas, así que tomó la
decisión de meterme a una pequeña academia de arte en donde
solamente había señoras mayores pintando bodegones y
paisajes al óleo. La diferencia de edad entre ellas y yo, me
marcó. De hecho, fue desde ese entonces que comencé a sentir
las particularidades del tiempo de manera tan contundente.

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Un día, como era costumbre, me encontraba jugando en la
habitación de mis papás con un camión rojo y amarillo que ya
estaba muy desgastado. El cuarto se encontraba en el segundo
piso de una casa que gozaba de zonas amplias en todo sentido:
tres patios, dos salas, un comedor, cuatro cuartos y cuatro baños.
De repente, y sin haberme percatado del paso del tiempo, ya
había anochecido. Cuando nos fuimos a dormir, decidí
acostarme en la gigantesca cama de mis papas, 2 x 2 metros,
era un verdadero potrero de sábanas y cobijas. Alrededor de las
tres de la madrugada me desperté. Bajé al primer piso mientras
continuaba jugando con mi camión, pero en tanto descendía,
me sorprendieron una serie de obras que estaban colgadas en
las paredes de la escalera. Lo interesante no era que hubieran
aparecido de repente, no; lo interesante era que siempre habían
estado allí, esperando su momento para ser descubiertos y
revividos.

Fotografías de arquitectura de diferentes países del mundo


islámico, pinturas que mostraban ciudades de la España
musulmana en la antigüedad, caligrafía en todos los rincones
de las paredes y algunos tapices con motivos geométricos.
Parecía que en esos momentos mi vida se llenaba de color y de
textura; mis ojos encontraban un mar de sensaciones realmente
complejo, pero para mí, era todo aún más extraño, pues el
simple hecho de ser una persona con baja estatura, me hacía
mirar toda esa enormidad de obras con una verticalidad

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acentuada, y los cuadros, en consecuencia, se fugaban hacia
arriba con una perspectiva que ampliaba mi percepción de los
colores y del espacio.

Al terminar de bajar las escaleras, volví a mirar hacia arriba.


Mi cuerpo estaba trabajando en su máxima expresión física y
sensorial. No había prendido ninguna luz y tampoco había luces
fuertes en la calle; sencillamente, mis ojos funcionaron como
los de algún felino o los de un búho. Sin importar la oscuridad,
yo lo veía todo.

Uno de los cuadros que más me quedé observando fue una


pintura que tenía una temperatura de color muy fría: azules
turquesa, ultramar y cian. En la parte de abajo de la pintura
decía: Sevilla. Al mirar con más atención, pude ver que se
trataba de una de esas obras que mostraba como habían sido
ciertas ciudades en la antigüedad. Al lado izquierdo de la
pintura había un reloj. Me puse a mirar con mucha atención la
pintura y luego el reloj, otra vez la pintura y otra vez el reloj,
así pasé toda la noche mirando una y otra vez lo mismo. La
pintura y el tiempo, la pintura y el tiempo, la pintura y el tiempo.
Amanecí en la mitad de la escalera junto a mi camión, me paré,
me fui a mi cama, y me dormí.

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Cuando tenía 11 años de edad, ya no vivíamos en la casa en la
que había crecido y en la que comenzó mi sensibilidad por la
pintura. En ese entonces habitábamos en un pequeño
apartamento dentro de un conjunto. Una noche, mi papá llegó
de una de sus rutinarias caminatas nocturnas. Entró al conjunto
y desde el patio central nos llamó a mí y a Ali, que era mi
hermano mayor.

-¡Salgan y vean esto! - dijo mi papá.

Ali y yo salimos corriendo del apartamento y bajamos las


escaleras lo más rápido que pudimos. Cuando salimos al
interior del conjunto, mi padre nos mostraba algo arriba. Mi
hermano y yo no comprendíamos muy bien de qué se trataba;
no podíamos ver nada extraordinario, nada fuera de lo común
en una ciudad como Bogotá.

Hasta que de pronto aparecieron.

Bajo un mar de nubes nocturnas bastante difusas, las vi por


primera vez y con plena conciencia: eran luces.

- ¡Son luces! - le grité a mi hermano.

- Exactamente - respondió mi papá, pero no son luces


cualquiera, estas son las más especiales de todas. Son las luces
del tiempo.

Mi papá había sido desde joven un gran amante de la


astronomía, por lo que esa noche, y en medio de una ciudad con

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tanta contaminación lumínica como la de Bogotá, ver estrellas
fue toda una proeza.

- Miren bien: allá está Orión, la Kaaba de los cielos… se


encuentra peleando más arriba con Tauro y más
específicamente con Aldebarán, una estrella que va en
camino a convertirse en una gigante roja – dijo mi padre.
- ¿Se encuentran peleando? ¿Por qué pelean? – le
respondí a mi papá.
- Ellas dos están en una eterna lucha por las Pléyades, un
cúmulo de estrellas que está detrás de la cabeza de
Tauro…
Allá, debajo de Orión, ¿si ven esa estrella?, ¿la más
brillante de todas?, pues esa es Sirio, una estrella binaria
en la constelación del Can Mayor.

Mi papá continuó hablando durante largo tiempo, habló de las


nebulosas y de los planetas, de galaxias cercanas y lejanas y de
tipos de estrellas. Todo mi mundo se revolvía, pues solo el
hecho de pensar en el tamaño de las cosas que mi papá nos
narraba, en la dimensión de las galaxias, los planetas, los
agujeros negros, etc. Cambió mi percepción del mundo y de las
cosas.

De pronto, y después de platicar sobre muchas otras


particularidades, mi papá dijo una de las frases más
sorprendentes de todas:

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- ¿Sabían ustedes que el cielo que vemos es un cielo del
pasado?, de hecho, cada vez que alzamos nuestra mirada hacia
el firmamento, viajamos en el tiempo.

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“La pintura es un estado del ser…

Todo buen artista pinta lo que es.”

Jackson Pollock
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Una vez tuve un sueño que se desenvolvió en las escaleras de
la primera casa en la que viví, las mismas en las que una vez
amanecí después de observar durante largo rato la relación
entre la pintura y el tiempo.

En el sueño, todo el espacio se hallaba ciertamente


distorsionado: los colores, las formas, el espacio-tiempo. Yo
me encontraba caminando por el segundo piso de mi antigua
casa. Llegué y me paré justo al frente de las escaleras de la casa;
se trataba de unas escalinatas largas y rectas cubiertas de un
tapete muy largo de color marrón, con un barandal muy ancho
de color rojo, y en la mitad de ellas, un espacio que separaba
las escaleras en dos partes. En el sueño, cuando iba a bajar, un
impulso me detuvo, no podía mover las piernas ni tocar los
escalones. Intenté moverme desesperadamente pero era inútil.
Miré a mí alrededor a ver qué encontraba, buscaba una pista
que me mostrara el camino que debía seguir. De repente, tuve
una sensación, debía mirar hacia abajo, ese vacío que había
entre el segundo y el primero piso de la casa me estaba
llamando… No recuerdo muy bien qué ocurrió después, ni la
razón por la cual me encontraba colgando de las escaleras a
punto de caerme. Sentí susto, mis manos y mis dedos me
sudaban y me daba pavor el simple hecho de pensar que me iba
a caer en semejante mar de oscuridad. Comencé a gritar muy
duro pero nadie respondía. Mis dedos comenzaron a perder su
fuerza paulatinamente hasta que de pronto, me caí.

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Durante la caída sentí el vacío de mis órganos separándose los
unos de los otros por el efecto de la gravedad; aunque el vacío
que yo sentía no era tanto por el efecto de la caída, sino más
bien por el lugar en el que estaba a punto de caer. Por lo que
cuando llegué al suelo, rápidamente me toqué en varias partes
del cuerpo para inspeccionar que no tuviera ninguna herida de
gravedad. Me paré y salí corriendo lo más rápido que pude
hacia arriba; cuando llegué a la cima de la escalera, de nuevo
me paralicé, miré hacia abajo y aún se veía demasiado oscuro
y lúgubre. De pronto, y nuevamente sin saber por qué, me
encontraba otra vez colgando de la escalera a punto de caerme.

La acción se comenzó a repetir de manera casi infinita: me


paralizaba, aparecía colgando, miraba hacia abajo, me caía,
salía corriendo hasta arriba y me volvía a paralizar. Sin
embargo, hubo un momento de absoluta dicha durante el sueño
en donde todo cambió. En una de esas veces en las que después
de haberme caído y después de haber subido muy apurado las
escaleras, no pasó lo que siempre ocurría, es decir, no me quedé
paralizado, de hecho, no me sentía del todo asustado. Observé
toda la casa y ya no parecía estar tan oscura, había algo de luz.
Tuve una corazonada y me paré en el barandal de la escalera,
por lo que, en ese momento, mi mirada hizo una caída natural
hacia el primer piso; ahí fue cuando realmente me sorprendí,
pues el lugar estaba mucho menos oscuro y ahora, a diferencia
de las veces anteriores, tenía ganas de arrojarme.

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Me lancé en caída libre hasta el primer piso, me sentía con
mucha vida. Subí otra vez hasta la cima de la escalera y volví a
arrojarme, me encantaba. Con el paso del tiempo en el sueño
comencé a percatarme de lo bien que me sentía en ese ciclo
natural: me gustaba lanzarme en caída libre hasta el fondo para
luego subir y volver a hacerlo, era muy a lo “Sísifo”, solo que
yo no cargaba nada más que a mí mismo.

Con la repetición del acto de caída, el lugar iba cambiando de


manera progresiva; entre más me lanzaba, más y más luz
comenzaba a invadir toda la casa. Finalmente, me desperté, y
como era de suponerse, ya había amanecido.

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Un sábado, más o menos a las 8:36 am, me despertó mi mamá
para que la ayudara a recoger las cosas de mi abuela que había
muerto unos días atrás.

Cuando llegamos al hogar geriátrico en donde había pasado su


último año de vida, nos abrió la puerta Daniel: un inquilino del
lugar que siempre estaba muy pendiente de todo; de hecho,
todos nosotros le teníamos mucho afecto ya que el señor era
todo un personaje. Entramos y parqueamos el carro. Nuestro
deber era recoger todas las cosas de ella antes de que llegara el
camión de la mudanza, con lo que, sin perder demasiado tiempo,
subimos al segundo piso y entramos a la que alguna vez fue la
habitación de mi abuela. Ahí estaba Claudia, su antigua
compañera de cuarto: una mujer muy amable con alguna clase
de esquizofrenia que la hacía actuar como una niña; la
saludamos muy afectuosamente y le dijimos que veníamos a
recoger todas las cosas de mi difunta abuela. Claudia no puso
ningún problema. Lo único que realmente le preocupaba a ella,
era que nos íbamos a llevar el televisor y la mesa en donde ella
tenía su equipo de sonido.

Las tareas eran sencillas: mientras mi mamá guardaba, regalaba


o botaba cierta ropa, yo tenía que desarmar la cama y limpiar
el polvo. Inevitablemente mientras hacíamos todo eso nos
invadían recuerdos, por ejemplo: yo no podía parar de
acordarme de ciertas frases que mi abuela, a pesar de su
avanzado alzhéimer, siempre me decía: “mijito, para atrás ni

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para coger impulso”, o, “Aaay mijito, y ¿usted cuántos años
tiene?”.

Luego de un buen rato de mirar fotos, desarmar la cama,


limpiar mucho polvo y botar ciertas cosas, decidimos darnos un
pequeño descanso. Mi mamá bajó al primer piso a recibir un
poco de aire campestre y también a acompañar a mi papá que
acababa de llegar al lugar. Cuando me asomé por la ventana,
ahí los vi a los dos, mi madre en el patio descansando sobre una
silla y mi papá sirviéndole café a Daniel. Yo me senté en un
sofá que estaba afuera de la habitación de mi abuela y me puse
a revisar el celular. En esas llegó un correo de mi directora de
tesis regañándome por el pésimo texto que estaba haciendo.
Mientras leía con cuidado cada parte que ella me había
corregido, escuché un grito de mi madre:

- ¡Haidar Ali!... ¡Ayuda!

¡Daniel se desplomó! ¡Se cayó así nomás!

Rápidamente me paré y me asomé por la ventana. Ahí lo vi


junto a mi papá y a ciertas enfermeras. No parecía reaccionar.
Así que en una carrera muy rápida y utilizando mis habilidades
de antiguo gimnasta traté de bajar lo más rápido y ágil que pude.
Mientras descendía por las rampas, me acordé de todo lo que
había aprendido en un curso de reanimación cardio pulmonar
que tomé con la cruz roja: dónde presionar, cuántos intervalos

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hacer, respiración de boca a boca, cuánta fuerza utilizar
dependiendo la edad y la delicadeza de la persona, etc.

Llegué al patio corriendo y ahí vi a Daniel. Tenía la boca llena


de comida y al parecer había convulsionado.

- ¿Qué le pasó a Daniel? - pregunté de manera agitada.

- Se desplomó y se me cayó encima, parece que no es nada


relacionado con el corazón, respondió mi papá.

Minutos después comenzó a reaccionar, aunque muy


lentamente; casi no podía hablar y se le trababa mucho la
lengua. Entre toda la situación, ya habían llamado a la
ambulancia y sorprendentemente, llegó bastante rápido.

Cuando Daniel comenzó a hablar sin trabarse demasiado, me


preguntó mientras aún tenía algo de comida en su boca:

- Haidar, y ¿cómo va el estudio?


- Muy bien Daniel, estoy ahora trabajando en mi tesis –
contesté algo aliviado después de ver que estaba
recuperando la conciencia de forma natural.
- ¿Y qué está haciendo de tesis?
- Estoy trabajando sobre el tiempo.
- Ah sí, el tiempo pasa, ¿cierto? - me preguntó mientras
se le dibujaba una sonrisa burlona y algo inocente.

A lo que yo con algo de picardía respondí:

- No solamente pasa Daniel, sino que también cae.


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CCCCC

AAAAA

SSSSSSS

CCCCCC

AAAAAA

DDDDDD

AAAAAA

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“La cascada es increíble simplemente porque cuando ves el fondo de
la caída, también ves el tiempo pasando y cuando vez el tiempo
pasando, vez una clase diferente de espacio.”

Olafur Eliasson

La pintura, desde mis comienzos en la escuela de artes de mi


viejo barrio, se había transformado en mi manera de entender
el mundo de un modo más místico y más sensorial. Cuando ya
tenía alrededor de 21 años me encontraba en la universidad
trabajando. Una mañana, llegué a la universidad y entré al taller.
En ese instante una imagen atravesó mi mente sin previo aviso:

Cascada.

Tal vez apareció de la idea de que si el tiempo es como un río,


eventualmente se encontrará con una caída, pues, al fin y al
cabo, la gravedad siempre estará allí esperándolo. Me lancé en
caída libre a pintar cascadas. Por lo que, sin razonarlo
demasiado, decidí guiarme por mi intuición y por el lenguaje
que mejor se acoplaba a ella: la pintura.

Caída, pintura, gravedad. La pintura tradicional o la manera


como concebía la pintura, bastidor, tela tensada, pinceles,
paleta, oleos, no me servía, necesitaba tal vez algo más veloz.
No paraba de pensar en la relación tan grande del agua con la
gravedad. Todo, absolutamente todo, está siempre en una
constante búsqueda por vencer la gravedad: los árboles cuando
crecen, las personas, las montañas, los animales, el fuego. Todo

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menos el agua, ella viaja felizmente con la caida sin preguntar
demasiado.

Pensé que si iba a pintar cascadas el agua era el vehículo.


Mojar la tela y ver su reacción al secarse. Estaba viva. En
ocasiones me sentía jugando con el universo. Pero con uno
pequeño, uno de tela y pintura. Tiempo después, fui hasta la
tienda en donde usualmente compraba mis telas. Ese día mandé
a hacer una tela de más de cinco metros. Sentía que, si mi tela
iba a hablar del tiempo y de la pintura, debía ser gigante, pues,
al fin y al cabo, el tiempo y la pintura son problemas
descomunales.

Acercarse a una pintura de más de cinco metros era todo un


desafío, y por supuesto, el mayor reto de todos estaba en el
tiempo, algo implícito en la pintura. La fuerza de las telas era
el agua; la materia mojada. Con el tiempo, después de aplicar
varios tonos, la tela comenzó a transmitir una sensación de
caída. Pero necesitaba más fuerza. Los colores eran muy tenues.
Abandoné la brocha y los pinceles. Bienvenidos el trapero, las
esponjas y los estropajos (como los materiales que utilizaba
Helen Frankenthaler en sus pinturas o ciertas obras de Carlos
Jacanamijoy).

Extender la tela y sumergirme en ella para pintar era todo un


ritual; la dimensión de la tela cuando estaba horizontal sobre el
piso, me ponía a pensar inmediatamente en los arrumes de

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tapetes persas que había en una tienda de iraníes amigos de mis
papás. Trapear la tela, barrerla, regarla, pisarla, todo era muy
parecido a las tardes de oraciones en el centro cultural islámico
de mis padres, y cuando me agachaba para sentir sus pliegues
mojados más de cerca, me hacía sentir como postrándome para
la oración. Pero una oración al tiempo y a la pintura.

En todos esos momentos de estar en plena acción pictórica,


sentía que esa imagen, la de la cascada, se estaba convirtiendo
en el arquetipo que había descubierto para hablar de la caída
del tiempo. En otras ocasiones experimenté con diferentes
maneras de colgar la tela para llegar a la paradoja de la
ingravidez, porque como dije antes, la gravedad, el tiempo y la
pintura, algo se traen entre manos:

Al mismo tiempo que uno cuelga algo sobre una pared, está
buscando la manera de vencer la gravedad, es decir, de no caer.
Pero el efecto de lo “colgado”, solo podría ser posible con la
existencia de la gravedad.

“La pintura es una puntilla sobre la cual yo cuelgo mis ideas”

Georges Braque.

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Agradecimientos especiales:

• Natalia Gutiérrez
• Luis Roldan
• Paula Salamanca

Agradecimientos:

• Javier Gil
• Juan David Laserna
• Natalia Kempowsky
• Manuel Santana
• Daniel Velandia
• María Fernanda Rodríguez
• Daniel García
• Mario Opazo
• Camilo Perilla
• Yuli Rivera
• Laura Barreto
• Camilo Leiva
• Mauricio Cruz
• Santiago Rincón
• Leidy Jaimes
• Miguel Ruiz
• Ana María Coral
• Oscar Urrego
• Nicolás Giraldo
• Carlos Castro
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