El Almohadón de Plumas
El Almohadón de Plumas
El Almohadón de Plumas
Lengua y Literatura
Profesora: Quiñonez, Cyntia Patricia.
Curso: 2° 4ta. Fecha: 23 de junio de 2021.
Burbuja “B” y Alumnos 100% virtuales (enviar al classroom o correo hasta el
lunes 28/06, 23:59 hs.)
Burbuja: “A”: Realizar la actividad en clases presenciales y al finalizar
entregar a la preceptora, consignando nombre, apellido y curso.
Presentación Burbuja “A”: puede optarse por imprimir y resolverlo en la hoja; o
también copiar sólo la actividad en la carpeta.
Correo: [email protected]
Cualquier consulta al correo.
El almohadón de plumas
Horacio Quiroga
Un matrimonio de recién casados vive una felicidad apacible y silenciosa, hasta que la
salud de la mujer comienza a flaquear y nadie comprende el motivo...
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encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco*, sin el más leve rasguño en las
altas paredes, armaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una
pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo
abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había
concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en
la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido. No es
raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza* que se arrastró
insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al n una tarde pudo
salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado.
De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia
rompió enseguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente
todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia.
Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en
su cuello, sin moverse ni decir una palabra. Fue ese el último día que Alicia
estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán
la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
—No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—.
Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada… Si mañana
se despierta como hoy, llámeme enseguida. Al otro día Alicia seguía peor.
Hubo consulta. Constatose una anemia de marcha agudísima, completamente
inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la
muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno
silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía
casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un
extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A
ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la
cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección. Pronto
Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que
descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente
abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la
cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca
para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor. —¡Jordán! ¡Jordán! —
clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra. Jordán corrió al
dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror. —¡Soy yo, Alicia,
soy yo!
Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo
rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la
mano de su marido, acariciándola temblando. Entre sus alucinaciones más
porfiadas, hubo un antropoide*, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que
tenía fijos en ella los ojos. Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante
de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin
saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor
mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La
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observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor. —Pst… —se encogió
de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio… poco hay que
hacer… —¡Solo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente
sobre la mesa. Alicia fue extinguiéndose en subdelirio* de anemia, agravado de
tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no
avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi.
Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre.
Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con
un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó
más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aun
que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en
forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban di-
ficultosamente por la colcha. Perdió luego el conocimiento. Los dos días
finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente
encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se
oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de
los eternos pasos de Jordán. Alicia murió, por n. La sirvienta, que entró
después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón. —
¡Señor! —Llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que
parecen de sangre. Jordán se acercó rápidamente y se dobló a su vez.
Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la
cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
—Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil
observación. —Levántelo a la luz —le dijo Jordán. La sirvienta lo levantó, pero
enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquel, lívida y temblando. Sin
saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban. —¿Qué hay? —
murmuró con la voz ronca. —Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de
temblar. Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y
sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las
plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca
abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós*. Sobre el fondo, entre
las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal
monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le
pronunciaba la boca. Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama,
había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes
de aquella, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La
remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero
desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días,
en cinco noches, había vaciado a Alicia. Estos parásitos de las aves, diminutos
en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones
enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es
raro hallarlos en los almohadones de pluma.
Actividades:
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Realizar el 23 de junio de 2021
La salud de Alicia empeoraba noche, tras noche debido a que el parasito aplicaba su
trompa en las sienes de Alicia, y de esta manera se alimentaba en estas horas del día
de la sangre de Alicia.