Almohadon de Plumas
Almohadon de Plumas
Almohadon de Plumas
ALMOHADÓN DE PLUMAS
Horacio Quiroga
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció
desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenán-
dole calma y descanso absolutos.
-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene
una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se
despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de
marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desma-
yos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba
con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor
ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz
encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obsti-
nación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y
proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez
que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al princi-
pio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desme-
suradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del
respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al
rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de ho-
rror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de
largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las
suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la
alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que
se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente
cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsa-
ban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en
silencio y siguieron al comedor.
-Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio...
poco hay que hacer...
Almohadón de plumas I Horacio Quiroga I 3
Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola
ya, miró un rato extrañada el almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que
parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la
funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían
manchitas oscuras.
-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil
observación.
-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a
aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos
se le erizaban.
-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.
-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la
mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas
superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca
abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre
las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal mons-
4 I Almohadón de plumas I Horacio Quiroga
truoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le
pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilo-
samente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupán-
dole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del
almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven
no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches,
había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adqui-
rir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece
serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones
de pluma.