Cuentos de Terror 7mo 2024
Cuentos de Terror 7mo 2024
Cuentos de Terror 7mo 2024
Secciones: 16, 17 y 18
Año: 2024
Alumno/a:
El almohadón de plumas
Horacio Quiroga
A la deriva
Horacio Quiroga
Horacio Quiroga
Tengo en el Salto Oriental dos primos, hoy hombres ya, que a sus doce años, y a
consecuencia de profundas lecturas de Julio Verne, dieron en la rica empresa de
abandonar su casa para ir a vivir al monte. Este queda a dos leguas de la ciudad.
Allí vivirían primitivamente de la caza y la pesca. Cierto es que los dos
muchachos no se habían acordado particularmente de llevar escopetas ni
anzuelos; pero, de todos modos, el bosque estaba allí, con su libertad como
fuente de dicha y sus peligros como encanto. Desgraciadamente, al segundo día
fueron hallados por quienes los buscaban. Estaban bastante atónitos todavía, no
poco débiles, y con gran asombro de sus hermanos menores —iniciados también
en Julio Verne— sabían andar aún en dos pies y recordaban el habla. La aventura
de los dos robinsones, sin embargo, fuera acaso más formal a haber tenido como
teatro otro bosque menos dominguero. Las escapatorias llevan aquí en Misiones a
límites imprevistos, y a ello arrastró a Gabriel Benincasa el orgullo de sus
stromboot. Benincasa, habiendo concluido sus estudios de contaduría pública,
sintió fulminante deseo de conocer la vida de la selva. No fue arrastrado por su
temperamento, pues antes bien Benincasa era un muchacho pacífico, gordinflón
y de cara rosada, en razón de su excelente salud. En consecuencia, lo suficiente
cuerdo para preferir un té con leche y pastelitos a quién sabe qué fortuita e
infernal comida del bosque. Pero así como el soltero que fue siempre juicioso
cree de su deber, la víspera de sus bodas, despedirse de la vida libre con una
noche de orgía en componía de sus amigos, de igual modo Benincasa quiso honrar
su vida aceitada con dos o tres choques de vida intensa. Y por este motivo
remontaba el Paraná hasta un obraje, con sus famosos stromboot. Apenas salido
de Corrientes había calzado sus recias botas, pues los yacarés de la orilla
calentaban ya el paisaje. Mas a pesar de ello el contador público cuidaba mucho
de su calzado, evitándole arañazos y sucios contactos. De este modo llegó al
obraje de su padrino, y a la hora tuvo éste que contener el desenfado de su
ahijado. —¿Adónde vas ahora? —le había preguntado sorprendido. —Al monte;
quiero recorrerlo un poco —repuso Benincasa, que acababa de colgarse el
winchester al hombro. —¡Pero infeliz! No vas a poder dar un paso. Sigue la
picada, si quieres... O mejor deja esa arma y mañana te haré acompañar por un
peón. Benincasa renunció a su paseo. No obstante, fue hasta la vera del bosque y
se detuvo. Intentó vagamente un paso adentro, y quedó quieto. Metióse las
manos en los bolsillos y miró detenidamente aquella inextricable maraña,
silbando débilmente aires truncos. Después de observar de nuevo el bosque a
uno y otro lado, retornó bastante desilusionado. Al día siguiente, sin embargo,
recorrió la picada central por espacio de una legua, y aunque su fusil volvió
profundamente dormido, Benincasa no deploró el paseo. Las fieras llegarían poco
a poco. Llegaron éstas a la segunda noche —aunque de un carácter un poco
singular. Benincasa dormía profundamente, cuando fue despertado por su
padrino. —¡Eh, dormilón! Levántate que te van a comer vivo. Benincasa se sentó
bruscamente en la cama, alucinado por la luz de los tres faroles de viento que se
movían de un lado a otro en la pieza. Su padrino y dos peones regaban el piso. —
¿Qué hay, qué hay?—preguntó echándose al suelo. —Nada... Cuidado con los
pies... La corrección. Benincasa había sido ya enterado de las curiosas hormigas
a que llamamos corrección. Son pequeñas, negras, brillantes y marchan
velozmente en ríos más o menos anchos. Son esencialmente carnívoras. Avanzan
devorando todo lo que encuentran a su paso: arañas, grillos, alacranes, sapos,
víboras y a cuanto ser no puede resistirles. No hay animal, por grande y fuerte
que sea, que no haya de ellas. Su entrada en una casa supone la exterminación
absoluta de todo ser viviente, pues no hay rincón ni agujero profundo donde no
se precipite el río devorador. Los perros aúllan, los bueyes mugen y es forzoso
abandonarles la casa, a trueque de ser roídos en diez horas hasta el esqueleto.
Permanecen en un lugar uno, dos, hasta cinco días, según su riqueza en insectos,
carne o grasa. Una vez devorado todo, se van. No resisten, sin embargo, a la
creolina o droga similar; y como en el obraje abunda aquélla, antes de una hora el
chalet quedó libre de la corrección. Benincasa se observaba muy de cerca, en los
pies, la placa lívida de una mordedura. —¡Pican muy fuerte, realmente! —dijo
sorprendido, levantando la cabeza hacia su padrino. Éste, para quien la
observación no tenía ya ningún valor, no respondió, felicitándose, en cambio, de
haber contenido a tiempo la invasión. Benincasa reanudó el sueño, aunque
sobresaltado toda la noche por pesadillas tropicales. Al día siguiente se fue al
monte, esta vez con un machete, pues había concluido por comprender que tal
utensilio le sería en el monte mucho más útil que el fusil. Cierto es que su pulso
no era maravilloso, y su acierto, mucho menos. Pero de todos modos lograba
trozar las ramas, azotarse la cara y cortarse las botas; todo en uno. El monte
crepuscular y silencioso lo cansó pronto. Dábale la impresión —exacta por lo
demás— de un escenario visto de día. De la bullente vida tropical no hay a esa
hora más que el teatro helado; ni un animal, ni un pájaro, ni un ruido casi.
Benincasa volvía cuando un sordo zumbido le llamó la atención. A diez metros de
él, en un tronco hueco, diminutas abejas aureolaban la entrada del agujero. Se
acercó con cautela y vio en el fondo de la abertura diez o doce bolas oscuras,
del tamaño de un huevo. —Esto es miel —se dijo el contador público con íntima
gula—. Deben de ser bolsitas de cera, llenas de miel... Pero entre él —
Benincasa— y las bolsitas estaban las abejas. Después de un momento de
descanso, pensó en el fuego; levantaría una buena humareda. La suerte quiso que
mientras el ladrón acercaba cautelosamente la hojarasca húmeda, cuatro o cinco
abejas se posaran en su mano, sin picarlo. Benincasa cogió una en seguida, y
oprimiéndole el abdomen, constató que no tenía aguijón. Su saliva, ya liviana, se
clarifico en melífica abundancia. ¡Maravillosos y buenos animalitos! En un
instante el contador desprendió las bolsitas de cera, y alejándose un buen
trecho para escapar al pegajoso contacto de las abejas, se sentó en un raigón.
De las doce bolas, siete contenían polen. Pero las restantes estaban llenas de
miel, una miel oscura, de sombría transparencia, que Benincasa paladeó
golosamente. Sabía distintamente a algo. ¿A qué? El contador no pudo
precisarlo. Acaso a resina de frutales o de eucaliptus. Y por igual motivo, tenía
la densa miel un vago dejo áspero. ¡Más qué perfume, en cambio! Benincasa, una
vez bien seguro de que cinco bolsitas le serían útiles, comenzó. Su idea era
sencilla: tener suspendido el panal goteante sobre su boca. Pero como la miel era
espesa, tuvo que agrandar el agujero, después de haber permanecido medio
minuto con la boca inútilmente abierta. Entonces la miel asomó, adelgazándose
en pesado hilo hasta la lengua del contador. Uno tras otro, los cinco panales se
vaciaron así dentro de la boca de Benincasa. Fue inútil que éste prolongara la
suspensión, y mucho más que repasara los globos exhaustos; tuvo que resignarse.
Entre tanto, la sostenida posición de la cabeza en alto lo había mareado un poco.
Pesado de miel, quieto y los ojos bien abiertos, Benincasa consideró de nuevo el
monte crepuscular. Los árboles y el suelo tomaban posturas por demás oblicuas,
y su cabeza acompañaba el vaivén del paisaje. —Qué curioso mareo... —pensó el
contador. Y lo peor es... Al levantarse e intentar dar un paso, se había visto
obligado a caer de nuevo sobre el tronco. Sentía su cuerpo de plomo, sobre todo
las piernas, como si estuvieran inmensamente hinchadas. Y los pies y las manes le
hormigueaban. —¡Es muy raro, muy raro, muy raro! —se repitió estúpidamente
Benincasa, sin escudriñar, sin embargo, el motivo de esa rareza. Como si tuviera
hormigas... La corrección —concluyó. Y de pronto la respiración se le cortó en
seco, de espanto. —¡Debe ser la miel!... ¡Es venenosa!... ¡Estoy envenenado! Y a un
segundo esfuerzo para incorporarse, se le erizó el cabello de terror; no había
podido ni aun moverse. Ahora la sensación de plomo y el hormigueo subían hasta
la cintura. Durante un rato el horror de morir allí, miserablemente solo, lejos de
su madre y sus amigos, le cohibió todo medio de defensa. —¡Voy a morir ahora!...
¡De aquí a un rato voy a morir!... no puedo mover la mano!... En su pánico constató,
sin embargo, que no tenía fiebre ni ardor de garganta, y el corazón y pulmones
conservaban su ritmo normal. Su angustia cambió de forma. —¡Estoy paralítico,
es la parálisis! ¡Y no me van a encontrar!... Pero una visible somnolencia
comenzaba a apoderarse de él, dejándole íntegras sus facultades, a lo por que el
mareo se aceleraba. Creyó así notar que el suelo oscilante se volvía negro y se
agitaba vertiginosamente. Otra vez subió a su memoria el recuerdo de la
corrección, y en su pensamiento se fijó como una suprema angustia la posibilidad
de que eso negro que invadía el suelo... Tuvo aún fuerzas para arrancarse a ese
último espanto, y de pronto lanzó un grito, un verdadero alarido, en que la voz
del hombre recobra la tonalidad del niño aterrado: por sus piernas trepaba un
precipitado río de hormigas negras. Alrededor de él la corrección devoradora
oscurecía el suelo, y el contador sintió, por bajo del calzoncillo, el río de
hormigas carnívoras que subían. Su padrino halló por fin, dos días después, y sin
la menor partícula de carne, el esqueleto cubierto de ropa de Benincasa. La
corrección que merodeaba aún por allí, y las bolsitas de cera, lo iluminaron
suficientemente. No es común que la miel silvestre tenga esas propiedades
narcóticas o paralizantes, pero se la halla. Las flores con igual carácter abundan
en el trópico, y ya el saber de la miel denuncia en la mayoría de los casos su
condición; tal el dejo a resina de eucaliptus que creyó sentir Benincasa.
El retrato oval
Mucho mucho leí... e intensa, intensamente miré. Rápidas y brillantes volaron las
horas, hasta llegar la profunda medianoche. La posición del candelabro me
molestaba, pero, para no incomodar a mi amodorrado sirviente, alargué con
dificultad la mano y lo coloqué de manera que su luz cayera directamente sobre
el libro.
El cambio, empero, produjo un efecto por completo inesperado. Los rayos de las
numerosas bujías (pues eran muchas) cayeron en un nicho del aposento que una
de las columnas del lecho había mantenido hasta ese momento en la más
profunda sombra. Pude ver así, vívidamente, una pintura que me había pasado
inadvertida. Era el retrato de una joven que empezaba ya a ser mujer. Miré
presurosamente su retrato, y cerré los ojos. Al principio no alcancé a
comprender por qué lo había hecho. Pero mientras mis párpados continuaban
cerrados, cruzó por mi mente la razón de mi conducta. Era un movimiento
impulsivo a fin de ganar tiempo para pensar, para asegurarme de que mi visión no
me había engañado, para calmar y someter mi fantasía antes de otra
contemplación más serena y más segura. Instantes después volví a mirar
fijamente la pintura.
Ya no podía ni quería dudar de que estaba viendo bien, puesto que el primer
destello de las bujías sobre aquella tela había disipado la soñolienta modorra que
pesaba sobre mis sentidos, devolviéndome al punto a la vigilia.
Como ya he dicho, el retrato representaba a una mujer joven. Sólo abarcaba la
cabeza y los hombros, pintados de la manera que técnicamente se denomina
vignette, y que se parece mucho al estilo de las cabezas favoritas de Sully. Los
brazos, el seno y hasta los extremos del radiante cabello se mezclaban
imperceptiblemente en la vaga pero profunda sombra que formaba el fondo del
retrato. El marco era oval, ricamente dorado y afiligranado en estilo morisco.
Como objeto de arte, nada podía ser más admirable que aquella pintura. Pero lo
que me había emocionado de manera tan súbita y vehemente no era la ejecución
de la obra, ni la inmortal belleza del retrato. Menos aún cabía pensar que mi
fantasía, arrancada de un semisueño, hubiera confundido aquella cabeza con la
de una persona viviente. Inmediatamente vi que las peculiaridades del diseño, de
la vignette y del marco tenían que haber repelido semejante idea, impidiendo
incluso que persistiera un solo instante.
Pensando intensamente en todo eso, quedéme tal vez una hora, a medias
sentado, a medias reclinado, con los ojos fijos en el retrato. Por fin, satisfecho
del verdadero secreto de su efecto, me dejé caer hacia atrás en el lecho. Había
descubierto que el hechizo del cuadro residía en una absoluta posibilidad de vida
en su expresión que, sobresaltándome al comienzo, terminó por confundirme,
someterme y aterrarme. Con profundo y reverendo respeto, volví a colocar el
candelabro en su posición anterior.
Así, para la dama, cosa terrible fue oír hablar al pintor de su deseo de
retratarla. Pero era humilde y obediente, y durante muchas semanas posó
dócilmente en el oscuro y elevado aposento de la torre, donde sólo desde lo alto
caía la luz sobre la pálida tela. Mas él, el pintor, gloriábase de su trabajo, que
avanzaba hora a hora y día a día. Y era un hombre apasionado, violento y
taciturno, que se perdía en sus ensueños; tanto, que no quería ver cómo esa luz
que entraba, lívida, en la torre solitaria, marchitaba la salud y la vivacidad de su
esposa, que se consumía a la vista de todos, salvo de la suya. Mas ella seguía
sonriendo, sin exhalar queja alguna, pues veía que el pintor, cuya nombradía era
alta, trabajaba con un placer fervoroso y ardiente, bregando noche y día para
pintar a aquella que tanto le amaba y que, sin embargo, seguía cada vez más
desanimada y débil. Y, en verdad, algunos que contemplaban el retrato hablaban
en voz baja de su parecido como de una asombrosa maravilla, y una prueba tanto
de la excelencia del artista como de su profundo amor por aquélla a quien
representaba de manera tan insuperable. Pero, a la larga, a medida que el
trabajo se acercaba a su conclusión, nadie fue admitido ya en la torre, pues el
pintor habíase exaltado en el ardor de su trabajo y apenas si apartaba los ojos
de la tela, incluso para mirar el rostro de su esposa. Y no quería ver que los
tintes que esparcía en la tela eran extraídos de las mejillas de aquella mujer
sentada a su lado. Y cuando pasaron muchas semanas y poco quedaba por hacer,
salvo una pincelada en la boca y un matiz en los ojos, el espíritu de la dama
osciló, vacilante como la llama en el tubo de la lámpara. Y entonces la pincelada
fue puesta y aplicado el matiz, y durante un momento el pintor quedó en trance
frente a la obra cumplida. Pero, cuando estaba mirándola, púsose pálido y tembló
mientras gritaba: “¡Ciertamente, ésta es la Vida misma!”, y volvióse de improviso
para mirar a su amada... ¡Estaba muerta!".
LOS MUYINS
ELSA BORNEMANN
Por eso, a partir del anochecer, quienes salían fuera de las casas debían
hacerlo provistos de sus propias linternas. Era así como bellos faroles de papel
podían verse aquí o allá, encendiendo la negrura con sus frágiles lucecitas. Y como
decían que la negrura era especialmente negra en las lomas de Akasaka —cerca
de donde vivía Kenzo— y que se oían por allí —durante las noches— los más
extraños quejidos, nadie se animaba a atravesarlas si no era bajo la serena
protección del sol.
Por eso, cuando ella le reveló la verdadera causa debido a la cual nadie se
atrevía a atravesar las lomas durante la noche, Kenzo ya no pensó en otra cosa
que en armarse de valor y hacerlo él mismo algún día.
—Los muyins. Por allá andan los muyins entre las sombras —le había contado
su abuela, al considerar que su nieto ya era lo suficientemente grandecito como
para enterarse de los misterios de su tierra natal—. Son animales fantásticos. De
la montaña. Bajan para sembrar el espanto entre los hombres. Les encanta
burlarse mediante el terror. Aunque son capaces de tomar apariencias humanas,
no hay que dejarse ensañar, Kenzo; las lomas están plagadas de muyins. A los pocos
desdichados que se les aparecieron, casi no viven —después— para contarlo,
debido al susto. Que nunca se te ocurra cruzar esa zona de noche, Kenzo; te lo
prohibo, ¿entendiste?
Una tarde, Kenzo decidió que ya había crecido lo suficiente como para visitar
las lomas que tanto lo intrigaban. (En secreto —claro— no iban a darle permiso
para exponerse a semejantes riesgos.)
Los muyins... Podría decirse que Kenzo estaba obsesionado por verlos, a
pesar de que le daba miedo —y mucho— que se cumpliera su deseo. Y con esa
sensación doble partió aquella tarde rumbo a las famosas lomas de Akasaka, con
el propósito de recorrerlas sin otra compañía que la de su propia linterna.
Obviamente, a su mamá le mintió y así consiguió que lo dejara salir solo: —
Encontré al tío Kentaro en el mercado; me pidió que lo ayude a trenzar bambúes.
También se lo pidió a los primos Endo. Está atrasado con el trabajo y dice que así
podrá terminarlo para mañana, como prometió. Me voy a quedar a dormir en su
casa, madre.
El tío Kentaro vivía en las inmediaciones del antiguo canal, por lo que la mamá
de Kenzo no dudó en permitirle que pasara la noche allá.
—Ni sueñes con volver hoy. Mañana, cuando el sol ya esté bien alto, ¿eh?
Kenzo se volvió varias veces, pero no bien se daba vuelta los pasos cesaban.
Y él no alcanzaba a descubrir nada ni a nadie. Era como si alguien se ocultara en
el mismo instante en que el muchacho intentaba tomarlo desprevenido con su luz
portátil.
Sí, era indudable que alguien se escondía entre los arbustos. Y que desde los
arbustos podía observarlo claramente a él: el simpático rostro de Kenzo se
destacaba entre aquella negrura, cálidamente iluminado por la linterna.
Durante dos o tres fines de semana más, este episodio se repitió tal cual.
Kenzo continuaba con las mentiras a su madre para poder volver a las lomas. ¿Sería
un muyin esa silenciosa y perturbadora presencia que lo seguía y lo espiaba? Y si
era así, ¿por qué se mantenía oculto?, ¿por qué no lo atacaba de una buena vez,
apareciéndosele —de golpe— para darle un susto mortal, como decían que a esos
seres les divertía hacer?
Al fin, una noche, Kenzo iluminó una pequeña silueta femenina que se
mantenía agachada junto al canal. La veía de espaldas a él. Estaba sola allí y
sollozaba con infinita tristeza. Parecía la voz de un pájaro desamparado.
De pronto, se animó y caminó hacia ella. Si una nena era capaz de internarse
en las lomas, con más razón él, ¿no?
—Pequeña dama —le dijo entonces—. No llore, así, por favor, ¿Qué le pasa?
¡Quiero ayudarla! ¡Cuénteme qué le sucede!
La niña se dio vuelta muy lentamente, aunque mantenía su carita tapada por
la manga del kimono.
Kenzo la alumbró de lleno con su linterna y fue en ese momento que ella dejó
deslizar la manga apenas, apenitas.
En ese instante fue cuando ella dejó caer la manga por completo y el chico
—horrorizado— vio que su rostro carecía de cejas, que no tenía pestañas ni ojos,
que le faltaban la nariz, la boca, el mentón... Cara lisa. Completamente lisa. Y desde
esa especie de gran huevo inexpresivo partieron unos chillidos burlones y —
enseguida— una carcajada que parecía que no iba a tener fin.
—¡Oh! ¡Ah! ¡Oh! ¡Qué horror! ¡Yo!... —Kenzo no lograba explicar lo que le había
sucedido, tan asustado como estaba.
—Es que... ¡Suerte encontrarlos a ustedes! ¡Oh! ¡Qué espanto! Encontré una
niña junto al canal y ella era... ella me mostró... Ah, no; nunca podré contar lo que
ella me mostró... Me congela el alma de sólo recordarlo... Si usted supiera...
Kenzo vio entonces —aterrorizado— diez o doce caras tan lisas como las de
la niña del canal. Durante apenas un instante las vio porque —de inmediato—todas
las linternas se apagaron y el coro —como de pajarracos— cesó y el muchacho
quedó solo, prisionero de la oscuridad y del silencio, hasta que el sol del amanecer
lo devolvió a la vida y a su casa.
Amparo Dávila
Nunca olvidaré el día en que vino a vivir con nosotros. Mi marido lo trajo al
regreso de un viaje.
No pude reprimir un grito de horror, cuando lo vi por primera vez. Era lúgubre,
siniestro. Con grandes ojos amarillentos, casi redondos y sin parpadeo, que
parecían penetrar a través de las cosas y de las personas.
No fui la única en sufrir con su presencia. Todos los de la casa —mis niños, la
mujer que me ayudaba en los quehaceres, su hijito— sentíamos pavor de él. Solo
mi marido gozaba teniéndolo allí.
Desde el primer día mi marido le asignó el cuarto de la esquina. Era esta una
pieza grande, pero húmeda y oscura. Por esos inconvenientes yo nunca la
ocupaba. Sin embargo él pareció sentirse contento con la habitación. Como era
bastante oscura, se acomodaba a sus necesidades. Dormía hasta el oscurecer y
nunca supe a qué hora se acostaba.
Perdí la poca paz de que gozaba en la casona. Durante el día, todo marchaba con
aparente normalidad. Yo me levantaba siempre muy temprano, vestía a los niños
que ya estaban despiertos, les daba el desayuno y los entretenía mientras
Guadalupe arreglaba la casa y salía a comprar el mandado.
La casa era muy grande, con un jardín en el centro y los cuartos distribuidos a
su alrededor. Entre las piezas y el jardín había corredores que protegían las
habitaciones del rigor de las lluvias y del viento que eran frecuentes. Tener
arreglada una casa tan grande y cuidado el jardín, mi diaria ocupación de la
mañana, era tarea dura. Pero yo amaba mi jardín. Los corredores estaban
cubiertos por enredaderas que floreaban casi todo el año. Recuerdo cuánto me
gustaba, por las tardes, sentarme en uno de aquellos corredores a coser la ropa
de los niños, entre el perfume de las madreselvas y de las buganvilias.
Cuando salía de su cuarto comenzaba la más terrible pesadilla que alguien pueda
vivir. Se situaba siempre en un pequeño cenador, enfrente de la puerta de mi
cuarto. Yo no salía más. Algunas veces, pensando que aún dormía, yo iba hacia la
cocina por la merienda de los niños, de pronto lo descubría en algún oscuro
rincón del corredor, bajo las enredaderas. “¡Allí está ya, Guadalupe!”, gritaba
desesperada.
Solamente hacía dos comidas, una cuando se levantaba al anochecer y otra, tal
vez, en la madrugada antes de acostarse. Guadalupe era la encargada de llevarle
la bandeja, puedo asegurar que la arrojaba dentro del cuarto pues la pobre
mujer sufría el mismo terror que yo. Toda su alimentación se reducía a carne, no
probaba nada más.
Cuando los niños se dormían, Guadalupe me llevaba la cena al cuarto. Yo no podía
dejarlos solos, sabiendo que se había levantado o estaba por hacerlo. Una vez
terminadas sus tareas, Guadalupe se iba con su pequeño a dormir y yo me
quedaba sola, contemplando el sueño de mis hijos. Como la puerta de mi cuarto
quedaba siempre abierta, no me atrevía a acostarme, temiendo que en cualquier
momento pudiera entrar y atacarnos. Y no era posible cerrarla; mi marido
llegaba siempre tarde y al no encontrarla abierta habría pensado… Y llegaba bien
tarde. Que tenía mucho trabajo, dijo alguna vez. Pienso que otras cosas también
lo entretenían…
Una noche estuve despierta hasta cerca de las dos de la mañana, oyéndolo
afuera… Cuando desperté, lo vi junto a mi cama, mirándome con su mirada fija,
penetrante… Salté de la cama y le arrojé la lámpara de gasolina que dejaba
encendida toda la noche. No había luz eléctrica en aquel pueblo y no hubiera
soportado quedarme a oscuras, sabiendo que en cualquier momento… Él se libró
del golpe y salió de la pieza. La lámpara se estrelló en el piso de ladrillo y la
gasolina se inflamó rápidamente. De no haber sido por Guadalupe que acudió a
mis gritos, habría ardido toda la casa.
Temí que Guadalupe se fuera y me dejara sola. Si no lo hizo, fue porque era una
mujer noble y valiente que sentía gran afecto por los niños y por mí. Pero ese día
nació en ella un odio que clamaba venganza.
Cuando conté lo que había pasado a mi marido, le exigí que se lo llevara, alegando
que podía matar a nuestros niños como trató de hacerlo con el pequeño Martín.
“Cada día estás más histérica, es realmente doloroso y deprimente contemplarte
así… te he explicado mil veces que es un ser inofensivo.”
Guadalupe y yo pasamos casi toda la noche haciendo planes. Los niños dormían
tranquilamente. De cuando en cuando oíamos que llegaba hasta la puerta del
cuarto y la golpeaba con furia…
Al día siguiente dimos de desayunar a los tres niños y, para estar tranquilas y
que no nos estorbaran en nuestros planes, los encerramos en mi cuarto.
Guadalupe y yo teníamos muchas cosas por hacer y tanta prisa en realizarlas que
no podíamos perder tiempo ni en comer.
Los días que siguieron fueron espantosos. Vivió muchos días sin aire, sin luz, sin
alimento… Al principio golpeaba la puerta, tirándose contra ella, gritaba deses-
perado, arañaba… Ni Guadalupe ni yo podíamos comer ni dormir, ¡eran terribles
los gritos…! A veces pensábamos que mi marido regresaría antes de que hubiera
muerto. ¡Si lo encontrara así…! Su resistencia fue mucha, creo que vivió cerca de
dos semanas…