Sobre La Doctrina Tradicional Del Arte
Sobre La Doctrina Tradicional Del Arte
Sobre La Doctrina Tradicional Del Arte
PREFACIO
Las cosas hechas por arte responden a las necesidades humanas o, en otro caso, son lujos. Las
necesidades humanas son las necesidades de la totalidad del hombre, que no vive sólo de pan.
Eso significa que tolerar comodidades insignificantes, es decir, comodidades que no tienen
ningún significado, por muy cómodas que puedan ser, está por debajo de nuestra dignidad
natural; la totalidad del hombre necesita cosas bien hechas que sirvan al mismo tiempo a las
necesidades de la vida activa y a las de la vida contemplativa. Por otra parte, el placer que se
tiene en las cosas hechas bien y verdaderamente, no es una necesidad en nosotros,
independiente de nuestra necesidad de las cosas mismas, sino una parte de nuestra verdadera
naturaleza; el placer perfecciona la operación, pero no es su fin; los propósitos del arte son
enteramente utilitarios, en el sentido pleno de la palabra según se aplica a la totalidad del
hombre. Nosotros no podemos dar el nombre de arte a nada irracional.
EL ARTE ASIÁTICO
Al contemplar el arte de Asia como un todo, lo primero que hay que entender es que no
representa meramente otro tipo de arte, sino un arte genéricamente diferente de lo que
nosotros hemos llegado a comprender por «arte» en los tiempos modernos; nosotros somos
demasiado propensos a cometer el error de considerar cualquier ejemplar de arte asiático de
la misma manera en que consideramos la obra personal de un artista exhibida en una
exposición, olvidando que la obra asiática, separada ahora de su ambiente, nunca se hizo para
nada excepto el uso, ni para ser expuesta en ninguna otra parte excepto en el lugar para el que
se diseñó. De hecho, como se ha señalado muy a menudo, existen dos tipos de arte muy
diferentes, uno de los cuales es constante y normal, el otro, variable e individualista. Hablando
en un sentido amplio, las artes tradicionales y normales son las de Asia en general, las de
Egipto, las de Grecia hasta el cierre del periodo arcaico, las de la Edad Media europea, y las de
todo el mundo a las que se alude colectivamente como las artes de los pueblos primitivos y
como arte folklórico. Las artes anormales son las de la decadencia clásica y las de la Europa pos
renacentista. La obra de arte asiática siempre se ha producido cuando se ha necesitado, es
decir, para suplir una necesidad humana específica. No puede hacerse ninguna distinción
tajante entre un arte fino e inútil y un arte aplicado y útil, ni hay aquí ninguna cosa tal como un
arte puramente decorativo en el sentido de una mera tapicería enteramente desprovista de
significado. Todo lo que podemos decir es que en algunas obras predominan los valores físicos
y en otras los espirituales, pero estos valores nunca son mutuamente exclusivos. Tampoco
puede trazarse ninguna distinción lógica entre las artes cultivadas y las artes folklóricas; su
diferencia es de elaboración, y a veces de refinamiento, más que de sofisticación o contenido.
En otras palabras, aunque podemos encontrarnos con leyes suntuarias, correspondientes a la
jerarquía funcional, las necesidades fundamentales de la vida, ya sean físicas o espirituales,
son las mismas para todas las clases. Por consiguiente, los usos y el significado de las obras de
arte nunca están en necesidad de explicación, pues el artista sólo se diferencia del hombre por
la posesión de un conocimiento y de una pericia específicos. En una medida limitada, las
diversas artes podían ser practicadas por cualquiera: por ejemplo, en la India medieval, se
consideraba esencial para la educación un grupo de «sesenta y cuatro artes» de tipos muy
diferentes, y la pintura secular en particular era una dedicación aristocrática tanto de hombres
como de mujeres. De la misma manera, la «literaria» pintura paisajística taoísta de China,
aunque a menudo era practicada por muchos miembros o generaciones de una misma familia,
no era, hablando estrictamente, una actividad profesional, sino libremente elegida. En general,
sin embargo, la sociedad asiática se basa firmemente en la vocación, y sólo puede
comprenderse en los términos de la vocación; la práctica y las tradiciones de las diversas artes
descienden en sucesión pupilar de generación en generación, puesto que es el padre el que
inicia al hijo en los misterios del oficio. Esta última expresión, al igual que en la Europa
medieval, implicaba mucho más que una instrucción meramente técnica, pues la práctica de
cualquier arte transmitido tradicionalmente es esencialmente un rito; no meramente un
medio de ganarse la vida, sino una manifestación ordenada de las facultades espirituales
interiores del individuo en cuestión, cuya libertad —la «justicia para cada hombre como es en
sí mismo» de Platón— consiste en el hecho de que es su propia naturaleza, según la cual nace
en una condición dada, la que determina sus actividades funcionales y encuentra expresión en
ellas. Así pues, su vocación es el privilegio y el derecho peculiar de todo trabajador, para quien
únicamente es legítima esa función dada; de aquí que, por ejemplo, que alguien excepto un
miembro de un gremio de arquitectos hereditario trazara el plano de una ciudad se haya
considerado en la India como una cosa comparable a un crimen; y si tenemos en cuenta la
naturaleza de la construcción moderna por medio de contratistas, que se mueven por el
provecho más bien que «por el bien de la cosa que ha de hacerse», nos puede parecer
razonable, incluso a nosotros, considerar que el trabajo de los arquitectos irregulares no es
menos peligroso que el de los médicos faltos de preparación. En Asia, sin embargo, estos
principios valen tanto para la pintura o la música como para cualquier otro arte más
«práctico»; sólo en el Occidente moderno las necesidades del alma y del intelecto pueden
dejarse, por así decir, «sin riesgo» a las solícitas gracias del aficionado. El arte de Asia muestra
diferenciaciones y secuencias estilísticas, y ha sido afectado más de una vez por influencias
europeas. La variación estilística corresponde en primer lugar a la peculiaridad étnica, y en
segundo lugar, hablando históricamente, a la caracterización psíquica, siempre variante, de los
pueblos en cuestión. Decimos pueblos, más bien que individuos, porque en el tipo de arte que
estamos considerando, el artista nunca explota conscientemente su propia personalidad, sino
que deja meramente en su obra la huella de su propio carácter, de la misma manera que la
idiosincrasia se revela a sí misma en la escritura. Esta comparación es pertinente, porque en el
Lejano Oriente y en Persia, donde al arte de escribir, es decir, a la caligrafía, se le ha dado una
categoría al menos tan alta como la de la pintura, y muy por encima de la escultura, lo que
puede llamarse el «estilo» permanece el mismo durante largos períodos, y se requiere la
mayor experiencia posible para distinguir la obra de un escriba de la de un contemporáneo
suyo; las distinciones que se pueden reconocer no son de gusto personal, sino que representan
grados de aproximación a un modelo o canon de perfección que es el mismo para todos. Lo
mismo se aplicaría a otras artes, como por ejemplo la de la danza, donde la distinción entre el
intérprete inferior y el superior son grados de virtuosismo, y no distinciones de tema o
manera. Así pues, el estilo siempre es el accidente y no la forma del arte: los problemas de
estilo son cuestiones de significación más bien psicológica e histórica que artística. Las
preferencias estilísticas son una cuestión de gusto, y no puede hacerse de ellas la base del
juicio. La imagen es de aquél de quien ella es la imagen, no de aquél que la ha hecho. El
problema de las influencias es algo más complicado. En la medida en que las «influencias» son
patentes en una obra dada, es evidente que nos encontramos con lo que no es realmente una
unidad, ni está expresado adecuadamente, sino una composición o un híbrido que no puede
considerarse seriamente desde el punto de vista de ninguna de las fuentes implicadas. De la
misma manera que las fórmulas no pueden transferirse sin incongruencia de una tradición
religiosa a otra, tampoco pueden extraerse de una tradición artística e insertarse en otra; la
consistencia simbólica es una condición primordial de la integridad. Esto es cierto sobre todo
cuando nos encontramos con la composición de elementos no sólo derivados de dos estilos
étnicamente diferentes, sino de dos tipos de arte completamente diferentes en etapas de
desarrollo completamente diferentes; lo cual es precisamente lo que ha ocurrido en los dos
períodos, el helenístico y el moderno, cuando el arte asiático ha sido afectado por influencias
europeas, con resultados comparables, en su insignificancia, con los productos chinescos
europeos y el arcaísmo y primitivismo modernos. Así pues, podemos dar por sentado que una
obra asiática que revele cualquier parecido evidente con algo europeo, será la última fuente
de la cual podamos derivar una comprensión de las verdaderas preocupaciones del arte. Por el
contrario, donde el arte asiático es más semejante en tipo al arte europeo, más semejante al
arte griego arcaico, al bizantino o al románico, esos parecidos superficiales son mucho menos
reconocibles. Aquí nos encontramos con dos estilos de arte necesariamente diferentes,
diferentes porque, aunque todos nosotros podemos pensar los mismos pensamientos, sólo
podemos expresarlos a nuestra propia manera; estilísticamente diferentes, pero
esencialmente lo mismo, porque tienen en vista los mismos fines, y porque proceden de la
misma manera, desde las causas formales a la información del material. Tanto en el arte
asiático como en el medieval, la gravidez (Gravitas artha) última de la obra es su razón de ser,
y debe ser aprehendida si nosotros nos proponemos comprender y no meramente que la obra
nos guste o no nos guste; un divorcio entre la belleza y la verdad es inconcebible, «la belleza
afín a la cognición»; la belleza de la obra, que es el derecho de nacimiento de todo lo que se
hace bien y verdaderamente, proporciona una delectación legítima, pero nunca ha sido el fin
que se proponía el artista, a quien no le importaba cuán bellamente, sino sólo cuán
inevitablemente expresaba su tema. Todo arte «significante» es significante de algo
(«significante» sin un «de» no transmite ningún sentido); mirar las superficies estéticas como
fines en sí mismas es sólo una forma de fetichismo, y teniendo esto presente Platón pregunta
con tanta pertinencia: «¿Sobre qué es el sofista tan elocuente?». Es precisamente nuestra
preocupación idólatra por las superficies estéticas de las obras de arte y por su «historia», y
nuestra indiferencia hacia su contenido, lo que más obstaculiza nuestra comprensión de las
artes normales del mundo; nuestro fetichismo es tan ciego y está tan profundamente
arraigado que no hemos vacilado en asumir que todos los demás pueblos, como nosotros
mismos, han dado culto a troncos y piedras, pigmentos y texturas, y, como lo expresa Platón, a
«colores y sonidos finos». Nosotros, que somos «amantes del arte», hemos olvidado que una
cosa es adorar una pintura, y otra muy diferente ver «la imagen que no está en los colores», en
razón de la cual existe la obra material. Coleccionar sólo por los valores estéticos es un abuso o
un infrauso; una urraca hace otro tanto. El arte es lingüístico y comunicativo; su intención es
«informar» al espectador, que, no obstante, sólo puede recibir de él la forma que existió
primero como arte en el artista, por medio de un acto intelectualmente contemplativo análogo
a aquél por el cual la forma fue concebida originalmente. En efecto, si en aquellos que
querrían estudiar el arte asiático, o el «arte primitivo», se pudiera asumir un conocimiento
de la estética escolástica, y una convicción de que el arte no es nada más ni nada
menos que «la manera correcta de hacer las cosas», se podría decir que no haría falta ninguna
otra preparación para comprender el arte asiático; desafortunadamente, sin embargo, para
nuestra mentalidad, las artes de la Europa cristiana medieval son en todos los respectos,
excepto en lo que concierne a su historia, aparentemente tan arbitrarias y misteriosas como
las de Asia; los enfoques contemporáneos del arte medieval y del arte asiático son igualmente
románticos. Así pues, nosotros sólo podemos esperar alcanzar una comprensión real por una
consideración de los propósitos del arte asiático, y por la manera en que el artista aborda el
problema formal que presenta el requerimiento de las cosas que han de hacerse, de acuerdo
con necesidades específicas y espirituales. Pues, a menos que sepamos para qué era una cosa
y qué se esperaba que comunicase, nosotros no tenemos ninguna base para el juicio artístico,
juicio que consiste en saber en qué medida la cosa en cuestión se ha hecho bien y
verdaderamente, y en qué medida no es, ciertamente, sólo una cuestión de gusto, a menos
que nuestro gusto haya sido educado en este campo poco familiar, hasta que hayamos
aprendido a que nos guste lo que sabemos más bien que a saber lo que nos gusta. Todo
estudio «objetivo» y no comprometido, ya sea del arte o de la naturaleza, comienza y acaba
con la ignorancia; el conocimiento sólo reemplaza a la observación cuando hay conformidad
del conocedor y lo conocido, sin distinción, en un único acto de ser. De la misma manera que al
artista se le requiere en primer lugar que sea lo que ha de representar (y Dante coincide aquí
literalmente con las prescripciones indias y chinas), así el espectador, a su vez, sólo puede
conocer lo que se ha representado cuando deviene él mismo el tema de la obra, y ve que ésta
lo expresa a él mismo. El problema de nuestra educación en el arte asiático se traslada así, del
campo inmediato del arte al de la cultura general que encuentra expresión en todas las artes y
en la organización social. Por el lado material, debemos comprender la manera de vivir de
aquellos por y para quienes se produjeron las obras; por el lado espiritual, debemos
comprender cuales eran el significado y el propósito de la vida que se daban por sentados.
Debemos participar de la experiencia asiática, investirnos de una constitución asiática y
contemplar el mundo con ojos asiáticos. Por difícil que esto pueda parecer, no es imposible; y,
ciertamente, es ahí donde residen para nosotros los valores últimos del arte asiático, y no en la
experiencia de nuevas sensaciones visuales, por muy refinadas que sean, ni en la satisfacción
de ambiciones decorativas hasta ahora insospechadas, ni en la adquisición de nuevos modelos
estilísticos que imitar. Es evidente que algunos ejemplos selectos de arte asiático son
técnicamente admirables, y que muchos se considerarán bellos incluso a primera vista y desde
nuestro punto de vista parcial (todo punto de vista que sea local y fechable, y que considere
las cosas en términos de pasado y futuro o de cercanía y lejanía, es necesariamente parcial):
pero esto solo, difícilmente podría considerarse justificativo de todos los gastos de tiempo y
dinero que implica la presencia de estas obras de arte en América. Por el contrario, un
conjunto de obras de arte asiático supone un desafío directo a nuestra asumición demasiado
ligera de que el arte es meramente un espectáculo, o, en cierto sentido, el medio hacia una
evasión de los problemas de la vida; cada una de estas obras está cargada de un significado, y
nos advierte francamente de que ahí hay algo que no sólo ha de verse, sino que también ha de
conocerse, y que nosotros podríamos muy bien no haberlo visto si sus afirmaciones nos dejan
sin conmover y sin cambiar. Cada una de estas obras nos presenta un desafío correspondiente
al de Dante, que nos asegura que la Divina Comedia fue escrita con un fin enteramente
práctico como propósito, y no por razones «poéticas», y para ese instinto profundo que
preferiría que la Escritura no se leyese o la Misa no se cantase, a que la primera se leyera sólo
por sus valores «literarios» o la segunda se oyera sin «recordación». Pues estas artes no son
sentimentales como las nuestras; no son humanistas ni naturalistas, ni ilustrativas de la
literatura, sino inteligibles y expresivas de primera intención, y corresponden a la literatura
porque sus referencias últimas son idénticas; su verdad no es una cuestión de semejanza a las
formas visibles de la naturaleza consideradas como fenómenos no relacionados, sino a las
ideas y significados que se expresan en estas formas naturales mismas. Desde el punto de vista
chino, la función primaria del arte es revelar la operación del Espíritu ( ) en las formas de
vida; en la India se ha dicho que todos los cantos, ya sean sagrados o profanos, se refieren
igualmente a Dios, y que sólo Él es el verdadero maestro que revela la presencia del Espíritu
supremo () dondequiera que la mente se entregue; en el Islam, lo que la voz
humana y el laúd proclaman es la música de las esferas, y toda forma bella, ya sea de la
naturaleza o del arte, deriva su belleza de una fuente supra mundana. No es necesario decir
que estas concepciones del mundo como una teofanía, no se distinguen en modo alguno de las
tradiciones platónica y escolástica. En otras palabras, la belleza de las superficies estéticas, o la
de las formas naturales, que ellas pueden o no hacernos recordar, es siempre un bien, pero no
un bien final; las obras de arte son como las nueces, que han de ser despojadas de su hermosa
cáscara material, si uno quiere ver la pintura que no está en los colores, de la misma manera
que para encontrar a la naturaleza como es en sí misma (esa naturaleza cuya manera de
operación se imita en el arte) «deben destruirse todas sus formas». Los verdaderos propósitos
del arte son finalmente iconoclastas; y precisamente en este sentido, las menos artísticas de
todas son las formas de arte antropomórficas y naturalistas, puesto que no forma parte de la
manera de la naturaleza imitar sus propios efectos; y el artista se compara al Arquitecto Divino
precisamente en este respecto, a saber, en que no trabaja por medio de ideas externas a sí
mismo, sino «por una palabra concebida en su intelecto», y juzga lo que las cosas deben ser,
no por la observación, sino «por sus ideas», que, primero de todo, él debe concebir en formas
imitables. Así pues, la perfección del arte se realiza, ciertamente, cuando la operación
intelectual, es decir, el arte en el artista, por el cual él trabaja, deviene la totalidad de la forma
de la obra que ha de hacerse, forma que procede entonces sin cálculo desde el artista. Y esto
es lo que significa el «vuelo del dragón» chino, y la desaparición del artista mismo. Pues si hay
una perfección última hacia la que tienden todas las cosas, la de ese Uno en quien las formas
mismas de cuyo intelecto ya son vidas, aunque no están hechas por manos ni de acuerdo con
ningún modelo externo —hablar entonces de un «arte creativo» humano implica que la
libertad y espontaneidad relativa de quien está en plena posesión de su arte (es decir, del
artista en quien la forma de la cosa que ha de hacerse está ya inherente en todos sus detalles)
y la «vida» de la obra misma (que es igualmente un reflejo de la vitalidad de su autor) son
verdaderamente imitaciones de esta naturaleza en su manera de operación y en sus efectos.
Así pues, es de primera importancia, si no queremos no comprenderlo en absoluto, darnos
cuenta de que las apariencias que presenta este arte no son, o lo son sólo accidental e
incidentalmente, recordatorios de percepciones visuales. Aquí no se trata del estudio de un
modelo que posa, ni del registro de efectos de luz pasajeros. Todos los temas que pertenecen
al «género realista» son ajenos a este arte; el desnudo, por ejemplo, jamás se representa
como un fin en sí mismo, sino sólo cuando el tema lo requiere; y esto no puede explicarse
tampoco por consideraciones de tipo moralista, donde el simbolismo sexual se emplea
libremente para propósitos doctrinales. Ni siquiera el paisaje chino es una «vista» tal como lo
entendemos nosotros, sino mucho más una conversación alusiva (y sólo para nosotros elusiva)
sobre los principios con juntos de la existencia. No debemos caer en el error común de ver en
las artes folklóricas antiguas, o en las artes asiáticas, un intento inadecuado de llegar a ese tipo
de destreza descriptiva que nosotros asumimos tácitamente que ha sido la meta del arte
siempre que hablamos de una «evolución» o «progreso» en él. No debemos adularnos a
nosotros mismos diciendo que «eso era antes de que supieran algo de anatomía», o quejarnos
de que se han ignorado «las» reglas de la perspectiva, olvidando que nuestras propias
preocupaciones médicas y topográficas pueden no haber interesado en absoluto a aquellos
que estamos considerando. No debemos suponer que la «composición» se ha determinado
aquí sólo por una búsqueda del confort, como ocurre en nuestro caso, sino que debemos
darnos cuenta de que en un arte significante, la composición depende de las relaciones lógicas
entre las partes, y de que si el resultado es agradable, ello no se debe a que se ha buscado el
placer, sino a que hay principios de orden que son comunes al pensamiento y a la visión, o, en
otras palabras, porque la verdad, ya sea matemática o metafísica, no puede expresarse de otro
modo que bellamente. No es que todas las artes —incluso las más abstractas— no sean,
hablando estrictamente, «imitativas», sino que en el arte, en tanto que se distingue de la
figuración descriptiva y científica, «la similitud es con respecto a la forma», y la mimesis es del
tipo que asume la existencia de simbolismos naturalmente adecuados, ya sean visuales o
auditivos, o geométricos o naturales, puesto que en esta concepción de la vida las analogías se
asumen en todos los niveles de referencia; y, ciertamente, ésta es la razón por la que las
formas aparentemente naturalistas, por ejemplo las de montañas, nubes o animales, e
igualmente todas las relaciones humanas, pueden usarse, de la misma manera que las formas
geométricas, en la comunicación de otros significados que los meramente físicos. Al considerar
una obra de arte que no nos es familiar, debemos dar por sentado necesariamente su
propósito, puesto que actuar de otro modo sería como querer que la ocasión de su existencia
no hubiera surgido nunca. Para comprender su figura actual desde un punto de vista más
específico como artefacto, y para juzgar su virtud o su verdad artística, primero de todo
debemos considerar la forma de la obra tal como preexiste en la consciencia del artista; forma,
o razón de ser, o idea de la cosa que permanece en el artista, cualquiera que sea el destino del
objeto mismo (o aunque el artista no lo haga nunca), y potencialmente en la naturaleza
humana hasta el fin del tiempo; y si esto fuera de otro modo tendríamos que confesar de que
nadie excepto del artista mismo puede decirse que ha comprendido la obra de sus manos. Por
supuesto, la manera en que se concibe esta forma imitable del tema será modificada por la
naturaleza del material que ha de emplearse, puesto que, por ejemplo, un hombre se
imaginará diferentemente en piedra que en pigmento, y una secuencia de experiencias se
imaginará diferentemente en palabras que en gestos. Como hemos visto, la imagen de la cosa
que ha de hacerse, será afectada también por la naturaleza del hombre que la hace, que no
puede concebir su idea excepto en su propia manera. Y, finalmente, la figura de la obra
acabada habrá sido determinada parcialmente por su mayor o menor destreza manual, que es
su causa eficiente así como su causa formal; pero también esto, cuando la destreza se da por
descontada —y hablando en sentido amplio todo hombre es bueno con sus manos— es un
factor de importancia menor. Para resumir, lo esencial para hacer un juicio de arte es un
conocimiento de la forma según la que se hizo. Concedido el consentimiento a la voluntad del
patrón (cosa fácil en las sociedades unánimes, donde la única distinción entre el patrón y el
artista está en el hecho de que uno sabe lo que ha de hacerse, y el otro cómo hacerlo), la
operación del artista debe ser doble, consistente, primero, en una actividad intelectual por la
que se concibe la forma apropiada y, segundo, en la imitación de esa forma en el material
elegido. ¿Cómo se ha obtenido, entonces, la forma y el modelo de la obra que ha de hacerse?
Es aquí, más que en ningún otro lugar, donde podemos decir que reside el «secreto» del arte.
La operación intelectual es primariamente una actividad, y no una cuestión de «inspiración» o
de «temperamento» pasivos; el acto imaginativo es en efecto un ritual, cuyo éxito depende de
una operación precisa. Hasta cierto punto, ciertamente, el rito es idéntico en todos los
respectos al del «culto sutil», en el que el objeto de devoción (que en el caso del artista será el
principio del tema u obra que ha de hacerse) se visualiza en los términos de una encantación
apropiada (o, desde el punto de vista del artista, de una «prescripción» apropiada). En otras
palabras, el artista concibe en una forma imitable la idea del objeto hacia el que se dirige su
voluntad; por ejemplo, si piensa en el «agua» o en la «posibilidad», ve una espiral; si piensa en
el «terreno», ve un loto; si piensa en la «luz», ve oro; si piensa en el «Mundo», ve una rueda; si
piensa en el Sol, ve un águila o un caballo; si piensa en la Aurora, ve una novia; si piensa en el
Padre, ve un dragón. Antes de que se tale el árbol, el artista ya tiene una imagen mental clara y
definida de la estatua acabada. Para que esto sea posible, el artista no debe estar distraído por
la ego-volición o el ego-pensamiento, y esto es lo que se entiende por «pintar sin engreimiento
en el propio corazón de uno». Debe hacerse a sí mismo ser lo que imagina, permaneciendo él
mismo sólo potencialmente. Como lo expresan los libros indios, debe ser un experto en
dhyana- yoga; la «observación» será inútil, pues no hay nada en el universo que, estrictamente
hablando, sea imitable; no se puede «reproducir» un árbol con pensamientos, y las ideas, que
no tienen posición local, tampoco pueden ser otra cosa que «concebidas». Esta palabra
dhyana—en chino ch’an, en japonés zen y en el yoga cristiano-contemplatio— es sinónima de
«arte en el artista», o simplemente de «arte», en el sentido de eso por lo que el artista trabaja,
y de que lo que se hace es una obra arte. El mundo mismo es una creación contemplativa
—«Él piensa las cosas, y contempla que ellas son»; conocer el verdadero «nombre» de una
cosa es evocarla. Cuando los constructores del altar del fuego, que es una imitación del cosmos
y una síntesis de todas las artes de la misma manera que una catedral, están desorientados en
alguna etapa, los dioses les amonestan para que «reflexionen». Como lo expresó también
Chuang Tzu, «primero ver mentalmente, después proceder», lo que está de acuerdo con la
sentencia india posterior, «primero la visión, después la obra» ( dhyatva-Kuryat): y estas
concepciones de lo que se llama en la estética escolástica las operaciones artísticas «primera y
segunda» o «libre y servil» se encuentran en toda la literatura asiática sobre el arte. Kuo Hsi,
por ejemplo, observa que el pintor «confundiéndose con las montañas y los ríos, aprehende su
idea (), y así la idea del paisaje se ve abstractamente»; y dice también que «aprehender la
idea es difícil», lo que nos recuerda un pasaje del Genji Monogotari en que el héroe observa
que no le había sido fácil representar la «idea» o la «intención» (japonés r, chino ) de
las escenas que había tratado de pintar. Todo este punto de vista puede resumirse en las
siguientes palabras del Maestro Eckhart: «Para expresarse propiamente, una cosa debe
proceder desde dentro, movida por su forma» (lat. forma = gr. eidos), o las de San Agustín: «Es
por sus ideas como nosotros juzgamos cómo deben ser las cosas». El arte asiático es
enteramente ideal en este sentido, y no en el sentido vulgar de «mejorar la naturaleza».
Será de gran valor probar la conformidad de estas concepciones con otra peculiaridad del arte
asiático y otras artes tradicionales; una peculiaridad que se define convenientemente en el
último de los cánones de Hsieh Ho: «Repetir las fórmulas transmitidas». No es inusual en
absoluto que el observador moderno piense que estas artes, en las que se expresan los
mismos motivos y se emplean los mismos símbolos durante períodos de miles de años, son
monótonas; de la misma manera que piensa que una civilización estática es inerte y que el
conocimiento mismo es inferior a la investigación. A este respecto, el observador moderno,
acostumbrado a la idea de la propiedad intelectual, fascinado y confundido por el atractivo del
genio, y a pesar del robotismo de su propio ambiente, habla de clichés y de diseños
«estereotipados», y ve en la obediencia del artista una suerte de esclavitud —pues es incapaz
de concebir lo que significa «pintar sin engreimiento en el propio corazón de uno» (Kuo Hsi); la
totalidad de la idea de «autoridad» ofende. Se puede dar una respuesta admirable a esos
argumentos con estas palabras de Keyserling: «Casi todo el Oriente recurre a citas cuando
desea dar expresión a una experiencia personal directa, y esto no significa en su caso, como
sería entre nosotros, ni impotencia ni falta de gusto: significa que el alma se reconoce a sí
misma una y otra vez en ciertas manifestaciones eternas, de la misma manera que la
Naturaleza se renueva continuamente en formas idénticas, con una originalidad sin merma».
De nuevo nos damos cuenta de cuán verdadero es que el arte es una imitación de la naturaleza
en su manera de operación. Pues, de la misma manera que una primavera sucede a otra
primavera sin monotonía, así también el pueblo en quien se han transmitido de generación en
generación diseños «idénticos» durante milenios produce siempre cosas del mismo tipo que
nunca son iguales. El artista tradicional no es un arcaísta, sino que está perfectamente
justificado en su convicción de que las formas de las que hace uso son «suyas»; pues él las ha
hecho suyas, y no es concebible ningún otro tipo de propiedad de las ideas. La prueba de la
libertad artística está en el hecho de que incluso en las artes más conservadoras siempre hay
estilos locales y secuencias estilísticas fácilmente reconocibles; donde el artista está
esclavizado es en el arte académico, y no en las artes tradicionales. La elección de los temas no
es un privilegio del artista como tal; ésa es la libertad del patrón, y seria meramente romántico
describir la relación normal entre el artista y el hombre (expresada en la sentencia de
Aristóteles de que «el fin general del arte es el bien del hombre») como una privación de
libertad. El plagiario es aquél que hace de un estilo su patrón, y no aquél cuyo arte persigue
«fines fijados». Podemos hablar propiamente de «imitación», en un sentido peyorativo,
cuando se ha olvidado o negado la significación lógica de fórmulas que no son «nuestras» en
ningún sentido, y cuando el símbolo ha devenido meramente una «forma artística» o un
«orden» —cf. los efectos desastrosos que han tenido entre nosotros la danza «oriental» y la
escultura «africana». Los ejemplos de esta actividad como de papagayos abundan entre
nosotros; bastará citar la construcción de edificios estatales, museos y oficinas de correos a
imitación de templos griegos, o la reproducción de «mobiliarios de época», obras en las que se
confiesa francamente que no tenemos ideas «propias». No ocurre de otro modo cuando hay
una autoexpresión individual y una novedad calculada; pues cuanto más se contrae y se
identifica la naturaleza del hombre dentro de la variedad, tanto más nos acercamos a una
mentalidad de rebaño y al mínimo común denominador. Se puede decir que mientras que en
las sociedades unánimes hay variedad en la semejanza, en las sociedades individualistas hay
una uniformidad en toda variedad. Lo que en las artes tradicionales nos parece una cuestión
de memoria y una tediosa repetición es en realidad una recreación (en los dos sentidos de la
palabra); si no podemos escuchar sin fatiga la misma historia contada más de una
vez, no es porque al narrador le falte invención, sino que ello es un síntoma del cansancio de
hombres de negocios hastiados. Lo que hemos dicho más arriba respecto al acto imaginativo
se describe tradicionalmente como una derivación de todas las formas de arte a partir de
niveles de referencia supramundanos. La afirmación india de que «toda obra de arte, por
ejemplo un vestido o un carro, se ejecuta aquí a imitación de las obras de arte angélicas»
coincide casi verbalmente con las de Plotino, de que «toda música es una representación
terrenal de la música que hay en el ritmo del Reino Ideal» y de que «los oficios tales como la
albañilería y la carpintería… toman sus principios de ese reino y de ese pensamiento de allí», y
con el mandato de Éxodo, XXV, 40: «Mira, haz todas las cosas según el modelo que se te
mostró en el monte», mandato que dio a Tertuliano la ocasión de observar que los Querubín y
Serafín del Arca «no se encontraban en esa forma de similitud con respecto a la cual se dio la
prohibición (de idolatría)». Los textos indios prosiguen hablando de los prototipos intelectuales
o angélicos del arte como «conformaciones espirituales», y diciendo que por medio de las
construcciones humanas correspondientes se efectúa una análoga autointegración «métrica»,
«luminosa» o «feliz» (). De hecho, se debe precisamente a su carácter «rítmico»
por lo que quienquiera que participa en un rito (que siempre es una obra de arte) se eleva por
encima de sí mismo a niveles superiores del ser —extensiones del modo humano si está
meramente «presente», pero incluso a niveles de luz suprahumana en el caso de que
«comprenda», es decir, en caso de que su conciencia se conforme real y activamente al
contenido último de la operación implicada por la obra de ritual y de arte. De esta manera,
toda obra de arte es potencialmente un «soporte de la contemplación»; la belleza formal de la
obra invita al espectador a la realización de un acto espiritual suyo propio, del que la obra de
arte física ha sido meramente el punto de partida. En general, cometemos el error de esperar
que la obra de arte haga algo a/y para nosotros, en vez de encontrar en ella meramente el
poste indicador de un camino que sólo puede ser recorrido por cada uno por sí mismo. Para
recapitular, no podríamos haber intentado aquí nada semejante a una relación descriptiva o
histórica del arte de medio mundo y de seis milenios al menos; todo lo que hemos intentado
hacer es aclarar la significación central de la idea de «arte» en este medio. El arte asiático y
similares no son de un tipo diferente de cualquier arte que hayamos visto en otra parte, sino
de cualquiera con el que nosotros estemos familiarizados. Y esto no es tan sólo una cuestión
de diferencia étnica y estilística, sino de una actitud hacia la vida y una «Weltanschaung»
completamente diferentes de las nuestras. La significación y el posible valor de estas artes
para nosotros no está tanto en lo que son, según lo cual nosotros somos libres de que nos
agraden o de que nos desagraden, sino en lo que representan, representación que nosotros
sólo podemos ignorar a nuestra propia costa. Como ellas son, sólo son fragmentos extraídos
de un contexto espléndido, y no pueden comprenderse excepto en la medida en que somos
capaces de reconstruir ese contexto, de participar en él, y de llegar a comprender la necesidad
de todas sus manifestaciones correlacionadas. El producto final del arte asiático es una
organización de la vida en la semejanza de un canon eterno; pues todo el aparato de esta vida,
de la que los libros o los museos, o incluso los viajes, sólo nos comunican una parte muy
pequeña, ha estado condicionada y determinada por un punto de vista según el cual incluso las
necesidades y los actos más humildes de la vida pueden referirse a sus razones
trascendentales. No queremos decir con esto que haya algo ilegítimo o censurable en el goce
de estas obras de arte por lo que son, si tienen atractivo para nuestro gusto o despiertan
nuestra curiosidad; nosotros somos perfectamente libres de tratarlas como fruslerías
ornamentales, o como fuentes de información histórica; el enfoque arqueológico es
ciertamente mucho más sano que el de nuestra estética psicoanalítica. Sin duda es cierto que
nosotros ya no podemos hacer uso de estos fragmentos aislados de una vida ordenada de la
manera en que se hicieron para ser usados. Pero, sin embargo, puede ser bueno darnos cuenta
de que en el arte asiático y artes similares hay más que lo que se ve a primera vista, y de que lo
que se encuentra en esas otras artes que pueden considerarse meramente como formas de
entretenimiento, por muy refinado que sea, y cuyo significado se limita realmente a sus
superficies estéticas es quizá un alimento menos que adecuadamente humano.