Los Santos de La Misericordia
Los Santos de La Misericordia
Los Santos de La Misericordia
PRESENTACIÓN
INTRODUCCIÓN
CAPÍTULO I
La alegría de anunciar la misericordia
Santa Faustina Kowalska
1) La necesidad de la misericordia
2) Reflejos de misericordia
CAPÍTULO II
Agradecimiento por el Dios "justo y misericordioso
Santa Teresa de Lisieux
CAPÍTULO III
Ministros de misericordia
Santo Cura de Ars - San Leopoldo Mandic
Santo Cura de Ars (1786-1859)
San Leopoldo Mandic (1866-1942)
CAPÍTULO IV
Misericordia para los últimos
San Vicente de Paul - San Damián de Veuster - Beata Teresa de Calcuta
1. San Vicente de Paul (1581-1660)
San Damián de Veuster (1840-1889)
Beata Madre Teresa de Calcuta (1910-1997)
CAPÍTULO V
Reconocer el rostro sufriente de Cristo
San Juan de Dios - San Camilo de Lellis - San José Benito Cottolengo
San Juan de Dios (1495-1550)
San Camilo de Lellis (1550-1614)
San José Benito Cottolengo (1786-1842)
CAPÍTULO VI
Misericordia para los pequeños
San Jerónimo Emiliani - San Juan Bosco
San Jerónimo Emiliani (1486-1537)
San Juan Bosco (1815-1888)
CAPÍTULO VII
La riqueza al servicio de la pobreza
Santa Isabel de Hungría - Siervo de Dios Federico José Haass - Beato Vladimir Ghika
Santa Isabel de Hungría (1207-1231)
Siervo de Dios Federico José Haass (1780-1853)
Beato Vladimir Ghika (1873-1954)
CAPÍTULO VIII
Misericordia para los marginados
San Martín de Porres - Santa Catalina María Drexel - Sierva de Dios Dorothy Day - Siervo de Dios
hermano Héctor Boschini
San Martín de Porres (1579-1639)
Santa Catalina María Drexel (1858-1955)
Sierva de Dios Dorothy Day (1897-1980)
Siervo de Dios hermano Héctor Boschini (1928-2004)
CAPÍTULO IX
En misión de misericordia con los alejados
San Pedro Claver - Venerable Marcelo Cándia
San Pedro Claver (1580-1654)
Venerable Marcelo Candía (1916-1983)
CAPÍTULO X
¿Misericordia o revolución
San Alberto Chmielowski (1845-1916)
CAPÍTULO XI
Un "padre" fuerte y misericordioso
Beato Tito Brandsma
CAPÍTULO XII
Una madre misericordiosa
Santa Juana Beretta Molla
CAPÍTULO XIII
Una esposa toda misericordiosa
Beata Isabel Canori Mora
CAPÍTULO XIV
Una hija misericordiosa
Beata Laura Vicuña
CAPÍTULO XV
María, Madre de misericordia
NOTAS
PRESENTACIÓN
El papa Francisco, en la conclusión de la bula Misericordias Vultus, ha escrito lo siguiente: "Que
nuestra plegaria se extienda también a tantos santos y beatos que hicieron de la misericordia su
misión de vida" (n. 24). Entre los instrumentos pastorales para vivir el Jubileo, no podía faltar un
texto dedicado a los santos. De manera significativa, ha sido intitulado los Santos en la misericordia
para indicar que estas figuras así denominadas no se han limitado a expresar su testimonio mediante
las obras de misericordia. Ellos han experimentado, ante todo, la intimidad de la misericordia y, por
eso, han sentido la urgencia de experimentar la belleza en su vida de santidad.
Agradecemos, de manera particular, al P. Antonio M. Sicari, o.c.d., por haber regalado estas páginas
que representan cuadros de santidad, de donde emerge el rostro de la misericordia. La selección
ultimada por él permite recoger, en pocas páginas, la catolicidad de la Iglesia que, en diversas partes
del mundo, expresan hombres y mujeres que han dado voz a la misericordia. Entre ellos, además de
algunos italianos, se encuentran dos franceses, un rumano, dos polacos y una húngara, una ciudadana
chileno-argentina y un holandés, un poblador belga-hawaiano y un peruano, una habitante albano-
indiana y dos americanos, un ciudadano ítalo-croata, uno ítalo-brasileño y un ruso-alemán. El mundo
y la Iglesia están verdaderamente representados aquí. No todos son santos y beatos. Algunos aún
aguardan el reconocimiento de su santidad por parte de la Iglesia, pero se los percibe como
verdaderos santos por su testimonio vivo y su profesión de fe. El gran escritor, P. Antonio Sicari, ha
sabido sintetizar años de historia. Por esta razón, remitimos a sus escritos que, con el curso de los
años, salieron a la luz en los trece volúmenes de Retratos de Santos. En esta obra, el lector
encontrará profundidad y verdaderos tesoros de santidad.
Como expresa el papa Francisco, los santos han entrado en la "profundidad de la misericordia".
Ojalá la lectura y las meditaciones de sus testimonios también puedan convertirse en plegarias de
intercesión para vivir este Jubileo con una inquebrantable certeza y confianza en el amor
misericordioso del Padre.
* Riño Fisichella
INTRODUCCIÓN
Para nombrar este libro, se ha elegido el título "Santos en la misericordia", en lugar de usar la
expresión más tradicional de "Santos de la misericordia". De hecho, la primera expresión se tomó
directamente para evocar las innumerables y gratas ocasiones en que, a lo largo de la historia, estos
cristianos han encarnado la misericordia Divina para sus hermanos, y por haber sido elegidos
oficialmente, de manera "normativa" y "ejemplar", por la Iglesia como modelos, patrones e
intercesores.
Pero basta con detenerse un instante para comprender que estos se han vuelto misericordiosos con el
prójimo porque primero se han dejado impregnar por la infinita caridad de Dios. Se han vuelto
misericordiosos porque se han sentido sumergidos en la Misericordia divina. También ellos, al igual
que todos los creyentes, al principio, se han confrontado con el doble mandamiento de "amar a Dios
con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas" y "amar al prójimo como a sí
mismos", y han tratado de observarlo, aunque a veces sin lograrlo completamente. Pero, insistiendo
con humilde obediencia, han sido traspasados
por el "gran amor" (Ef 2, 4) del Dios trinitario. La santidad cristiana, en efecto, comienza con el
asombro que experimentamos ante el misterio de la encarnación del Hijo de Dios, cuando caemos en
la cuenta de que él representa nuestro Dios y nuestro prójimo, y que así ha unificado en sí mismo -una
vez y para siempre- los dos mandamientos. Y es justamente esta posibilidad de poder abrazar a Dios
y al hombre juntos, con un solo gesto ma- terno-mariano, lo que la misericordia divina ha traído
sobre la tierra.
Tal asombro se dilata, por lo tanto, hasta la conmoción cuando percibimos hasta qué punto el Hijo de
Dios ha querido hacerse nuestro prójimo y cómo, de manera inexorable, nos ha seguido en todos
nuestros caminos y nuestro caminar errante, sujetándose a nuestros pecados, perdonando o, incluso,
anticipando y previniendo nuestras caídas. Así, habitando junto a Jesús (Amigo y Maestro -Camino,
Verdad y Vida- Salvador y Redentor), se hace posible poner perfectamente en práctica el antiguo y
gran mandamiento, en el sentido de que es él mismo quien trabaja para impregnar de amor todo
nuestro corazón, toda nuestra alma y todas nuestras fuerzas.
Por consiguiente, nos volvemos misericordiosos, como buenos samaritanos que se hacen cargo de los
hermanos caídos en el camino, porque deseamos corresponderle a Jesús por el don de haber sido,
para todos nosotros, el primer Buen Samaritano y haber colaborado con su obra de salvación. La
encarnación -si la comprendemos desde su dinamismo misericordioso- exige siempre de nosotros la
humilde respuesta de ofrecernos al modo de la beata Isabel de la Trinidad, quien en su célebre
Elevación a la Santísima Trinidad rogó de la siguiente manera: "Espíritu de amor, desciende sobre
mí, a fin de que en mi alma se produzca la encarnación del Verbo y yo sea con él una sola unidad, en
la cual él renueve su misterio". Efectivamente, los santos se ofrecen de mil modos porque la caridad
en ellos resulta infinitamente creativa. Por lo tanto, es preferible introducir nuestro recorrido
hagiográfico tratando el tema "Santos en la misericordia" para recordar que, en la historia de
cualquiera de ellos, todo está empapado por esta misericordia: su persona, sus obras y las
vicisitudes, incluso las más penosas de su existencia. De hecho, la misericordia de Dios es como un
fuego que quema y purifica todo aquello que toca. Y es un fuego (trinitario) que quema desde el
inicio de la creación. Basta con no negarse tercamente de su acción o protegerse de ella
CAPÍTULO I
La alegría de anunciar la misericordia
Santa Faustina Kowalska
La fiesta de la Divina Misericordia ha sido instituida oficialmente por san Juan Pablo II el 30 de
abril del 2000, en el contexto de la canonización de la santa Faustina Kowalska (1905-1938). Y el
santo Pontífice dijo, en aquella ocasión, que pretendía "transmitir su mensaje al nuevo milenio: a
todos los hombres, para que aprendan a conocer más y mejor el verdadero rostro de Dios y el
verdadero rostro de los hermanos". El Papa se refería, evidentemente, al mensaje que Jesús había
comunicado a esta humilde hermana polaca, y a sus recopilaciones en un Diario1.
1) La necesidad de la misericordia
En casi todas las páginas de aquel largo Diario, se percibe el tormento por el que Jesús pasó con el
fin de que su misericordia sea conocida y que se viera que no tiene límites. Así, aquel 4 de abril de
1937, sor Faustina recibe de él esta invitación: "Escribe todo aquello que hay en las entrañas de mi
misericordia, tan profundo como el pequeño en el seno materno. Cuán doloroso me resulta que no
confíen en mi bondad. Los pecados de desconfianza son aquellos que me hieren de la manera más
dolorosa" (p. 255).
Y en la vigilia de Navidad del mismo año: "Con el fin de que tú puedas conocer al menos un poco mi
dolor, piensa en la más tierna de las madres, que ama mucho a sus hijos, pero sus hijos desprecian el
amor de esa madre. Imagina su dolor, nada logrará consolarla. Esta es una imagen con una pálida
semejanza a mi amor. Escribe, habla de mi misericordia. A las almas que deben alcanzar las
consolaciones, es decir, en el tribunal de la misericordia, allí suceden los milagros más grandes que
existan, los cuales se repiten continuamente. Para obtener este milagro no se requieren
peregrinaciones a tierras lejanas ni celebrar solemnes ritos exteriores, sino que basta con presentarse
con fe a los pies de uno de mis representantes y confesarle la propia miseria, y el milagro de la
Divina Misericordia se manifestará con toda su plenitud. Y si un alma empezara a descomponerse
como un cadáver y, desde lo humano, no hubiera ninguna posibilidad de resurrección y todo estuviera
perdido, no sería así para Dios: un milagro de la Divina Misericordia resucitaría esta alma con toda
su plenitud. ¡Infelices aquellos que no aprovechen este milagro de la Divina Misericordia! Lo
invocarán en vano, ¡cuando ya sea tarde!" (p. 326).
Como se ve, en la boca de Jesús resuenan palabras de ternura infinita, que todos reciben y que
todavía mantienen un anclaje muy decidido en la concreción eclesial del mandato al "tribunal de la
confesión”, con la lastimosa advertencia de no caer en el abismo del "demasiado tarde", lo cual
podría suceder si de nosotros mismos dependiera que aún quede alguna eventualidad seria. El
mensaje confiado a santa Faustina Kowalska abre abismos de misericordia -como nunca se había
hecho antes-, que pueden recibir y contener todo, menos el escarnio de Dios.
Las discusiones que ocurren a veces para conciliar la justicia de Dios con su misericordia, no deben
jamás hacernos olvidar aquello que el papa Benedicto XVI explicaba a los detenidos de la cárcel de
Rebibbia en diciembre de 2011, al dialogar con ellos: "Justicia y misericordia, justicia y caridad son
dos realidades diferentes solamente para nosotros, los hombres, que distinguimos cuidadosamente un
acto justo de un acto de amor. Justo para nosotros es eso que para otro es lo debido', mientras que
misericordioso es cuando se dona con bondad. Pareciera que una cosa excluyera a la otra, pero para
Dios no es así: en él, justicia y caridad coinciden; no hay una acción justa que no sea también un acto
de misericordia y de perdón y, al mismo tiempo, no hay una acción misericordiosa que no sea
perfectamente justa".
Y por otra parte, por qué Dios disemina en la historia invitaciones destinadas para que se reciba su
misericordia, y las encarna casi visiblemente en las palabras y en los gestos de sus santos, si no es
porque existe una urgencia decisiva de que ella ya no sea más ignorada. La manera con que los santos
invocan, anuncian y encarnan tal misericordia es tanto más conmovedora cuanto más urgente es la
necesidad de acogerla y más riesgosa la posibilidad de despreciarla. La decisión del hombre de no
querer permanecer en la mentira es la única condición necesaria para ser abrazados por Dios.
2) Reflejos de misericordia
No todos los santos han dejado reflexiones y profundizaciones respecto de la misericordiadivina,
pero siempre nos han mostrado cómo encarnarla, obedeciendo al texto del Evangelio que nos manda
"serán perfectos como nuestro Padre celeste" (Mt 5,48). Lo veremos en breve, al recorrer algunas
biografías.
De santa Faustina, en cambio, antes que recoger ejemplos, elegimos aprender de ella e imitar el
modo con el que invita rápidamente a rezar, implorando de jesús la gracia de poder convertirse, ella
misma, en "toda misericordia
"Oh, Señor, deseo transformarme toda en tu misericordia y ser un vivo reflejo de ti. Ayúdame, oh,
Señor, a hacer que mis ojos sean misericordiosos, de tal modo que yo no los alimente nunca con
sospechas y no juzgue sobre la base de apariencias exteriores, sino que sepa darme cuenta de lo que
hay de bello en el alma de mi prójimo y le sea de ayuda. Ayúdame, oh, Señor, a hacer que mis oídos
sean misericordiosos, que me incline sobre la necesidad de mi prójimo, que mis orejas no sean
indiferentes a los dolores y gemidos de mi prójimo. Ayúdame, oh, Señor, a hacer que mi lengua sea
misericordiosa y no hable jamás de manera desfavorable del prójimo, pero tenga para cada uno una
palabra reconfortante y de perdón. Ayúdame, oh, Señor, a hacer que mis manos sean misericordiosas
y llenas de buenas acciones, de modo que yo sepa hacer únicamente el bien al prójimo y me encargue
de las labores más pesadas y más penosas. Ayúdame, oh, Señor, a hacer que mis pies sean
misericordiosos, de tal forma que yo acuda siempre en ayuda del prójimo, venciendo mis dolencias y
mi cansancio. Que mi verdadero descanso sea la disponibilidad hacia el prójimo. Ayúdame, oh,
Señor, a hacer que mi corazón sea misericordioso, de manera que participe en todos los sufrimientos
del prójimo. Que me comporte de manera sincera también con aquellos que abusen de mi bondad,
que yo me refugiaré en el misericordiosísimo Corazón de Jesús. No hablaré de mis sufrimientos.
Alberga en mí tu misericordia, oh, mi Señor..." (p. 54).
Y Jesús la observaba complacido y afirmaba con insistencia: "Hija mía, deseo que tu corazón sea
moldeado según mi corazón misericordioso. Tienes que ser totalmente empapada por mi
misericordia" (p. 55).
CAPÍTULO II
Agradecimiento por el Dios "justo y misericordioso
Santa Teresa de Lisieux
En la historia de la santidad, pareciera lógico que el tema de la misericordia sea tratado por quien
haya recorrido un largo y difícil itinerario de conversión, o por quien se haya dedicado de manera
particular a las obras de caridad. Más sorprendente es el hecho de que, al hablar de ello de cierta
manera sistematizada, se haya elegido a una santa caracterizada completamente por la experiencia y
el mensaje de la "infancia espiritual": santa Teresa del Niño Jesús (1873-1897), quien ha
experimentado cómo la misericordia perfiló su inocencia, hasta concluir su propia existencia con un
"Acto de ofrecimiento al amor misericordioso del Buen Dios".
Ciertamente, la misericordia es la palabra que podría servir de título para sus tres "Manuscritos"2 de
su Historia de un alma. El primero de ellos (Ms a) dedicado enteramente a contar los años de su
niñez, llenos de pureza, lo escribe persuadida de cumplir con una sola cosa: "Comenzar a cantar
aquello que habré de repetir por toda la eternidad: 'la misericordia del Señor!'" (Ms a 2r) y lo
concluye cantando con el salmista: "que el Señor es bueno, que su misericordia es eterna" (Sal
135,1). Pero ella indica algo de forma precisa y cuidadosa: "Dios me ha dado su misericordia
infinita, y ¡ es a través de ella que contemplo y adoro las demás perfecciones divinas! Entonces todas
parecen plenas de amor, incluso la justicia (quizás más que todas las demás) me parece revestida de
amor. Qué dulce alegría pensar que el Buen Dios es justo, es decir, que tiene en cuenta nuestras
debilidades, que conoce perfectamente la fragilidad de nuestra naturaleza. Entonces, ¿de qué he de
tener miedo?" (Ms a, 83v-84r).
En el segundo Manuscrito (Ms b), que es un compendio breve de su doctrina en forma de carta,
Teresa se limita a comentar las expresiones bíblicas y dice: "A los pequeños se les concede la
misericordia" (Sab 6, 7), ilustrada con la más bella imagen del profeta Isaías: "Como una madre
acaricia a su hijo, así yo los consolaré, los llevaré en brazos y los acariciaré sobre mis rodillas" (Is
66,13). Y se dirige a Dios con esta sorprendente confesión: "Siento que si tú encontraras -cosa
imposible- un alma más débil, más pequeña que la mía, te complacerías en colmarla de gracias
todavía mayores, con tal de que ella se abandonase con entera confianza a tu misericordia infinita"
(Ms b, 5v). Por eso, a su hermana carmelita en una carta le explicaba lo siguiente: "Aquello que le
agrada a Dios es verme amar mi pequeñez y pobreza, es la ciega esperanza que tengo en su
misericordia" (Lt 197).
Y para completar con los últimos toques su canto de las "misericordias del Señor", escribe, pues, el
tercer Manuscrito (Ms c). Ahora Teresa puede testimoniar que Dios "ha superado todas sus
expectativas", y que ha descubierto en la Sagrada Escritura "un camino bello y derecho, muy corto,
un lindo y nuevo camino para marchar hacia el cielo: dejarse llevar por los mismos brazos de Jesús"
(Ms c 3r).
Sobre el final de su vida, a un misionero que le había escrito para contarle sus inquietudes
espirituales respecto de la justicia final de Dios, Teresa le responde: "Sé que es necesario ser
completamente puros para comparecer delante de Dios con toda santidad, pero sé también que el
Señor es infinitamente justo, y esta justicia (que a muchas almas espanta) constituye el motivo de mi
alegría y confianza (...). Espero tanto en la justicia de Dios como en su misericordia. Precisamente
porque es justo: Él es compasivo y lleno de dulzura, lento para el castigo y rico en misericordia.
Conoce nuestra fragilidad y se acuerda de cjue solo somos polvo. Como un padre es tierno con sus
hijos, así es de compasivo el Señor con nosotros (Sal 102, 8.14; y 103, 13). Hermano mío, he aquí lo
que pienso de la justicia del buen Dios. Mi camino es una vía llena de confianza y de amor; yo no
entiendo a las almas que tienen miedo de un amigo así de tierno" (Lt 226).
En definitiva, la pequeña Teresa está preparada para unir en su corazón las dos características de
Dios que a nosotros, demasiado adultos, nos parecen contradictorias: la misericordia y la justicia.
Pero eso ha ocurrido porque ha evaluado a ambas no sobre la base de la experiencia de la miseria
humana que se manifiesta en el pecado, sino sobre la base de una experiencia aún más radical que la
común de las pobres creaturas.
Si Dios se conmueve ante un pecador, es porque se conmueve ante un niño caído (un hijo que se ha
hecho daño). Pero, más aún, él se conmueve porque se trata de un pequeño hijo que él mismo ha
creado de la nada. Así es como Teresa logró de golpe la intuición más profunda que los teólogos
debemos conquistar tarde o temprano: el acto de la creación es el primer acto divino de
misericordia, lo que fundamenta la misericordia futura con todos los hombres.
Según la pequeña santa de Lisieux, Dios Creador y Padre ve ante sí solo tres tipos de hombres: el
hijo pequeño al que colma de ternura, el hijo pequeño que se ha caído y hecho daño y el hijo
pequeño al que ha prevenido con el fin de que no volviera a caer. Con todos estos tres hijos
pequeños, que se echan en sus brazos, Dios es infinitamente justo y misericordioso, porque "abajarse
es propio del amor", "y es inclinándose como el Buen Dios muestra su infinita grandeza" (Ms A, 2v-
3r).
Sabiendo que siempre estará preservada por la misericordia de Dios, siempre "perdonada por
anticipado", Teresa inventó para sí esta parábola genial (cuyas mayúsculas y cursiva originales se
han respetado):
"Supongamos que el hijo de un hábil doctor encuentra en su camino una piedra que lo hace caer y
que en esa caída se rompe un miembro. De repente, el padre va hacia él, lo levanta con amor, cura
sus heridas, aplicando para ello todos los recursos de su arte, y muy pronto el hijo,
completamente curado, le manifiesta su gratitud. ¡No cabe duda de que este hijo tiene perfecta
razón de amar a su padre! Pero voy a hacer otra suposición. El padre, sabiendo que en el camino
de su hijo hay una piedra, se apresura a ir antes que él y la retira (sin que nadie lo vea).
Ciertamente que el hijo, objeto de la ternura previsora de su padre, y DESCONOCIENDO la
desgracia de la que este lo ha librado, no le manifestará su gratitud y lo amará menos que si lo
hubiese curado... Pero si llegara a saber el peligro del que acaba de librarse, ¿no lo amará
todavía mucho más?
Pues bien, yo soy esa hija, objeto del amor previsor de un Padre que no ha enviado a su Verbo a
rescatar a los justos sino a los pecadores. Él quiere que yo lo ame porque me ha perdonado, no
mucho, sino todo. No ha esperado a que yo lo ame mucho, como santa María Magdalena, sino que ha
querido que YO SUPIERA cuán amada he sido por él, con un amor de una prevención inexplicable,
para que yo ahora lo ame a él ¡hasta la locural" (Ms A, 38v-39r).
En esta parte del manuscrito, la caligrafía de Teresa muestra una emoción muy fuerte. Sus palabras
son tan marcadas a veces, que parecen atravesar la hoja: ella está defendiendo el descubrimiento del
amor, el cual ha penetrado todo su ser. Ela comprendido que la diferencia no se da entre quienes
tienen pecados y quienes no, sino entre quien tiene la necesidad del amor porque ha pecado, y quien
necesita de más amor para poder huir del pecado. Y si el primero ama mucho porque conoce bien lo
mucho que se le ha perdonado, el segundo no ama sino hasta que se da cuenta del amor preventivo
que ha recibido. Cuando se da cuenta de ello -al "hacerle saber" que ese amor previsor es una gracia
inmensa que Dios le regala- es cuando se encuentra en condiciones de "amar hasta la locura".
Las posibilidades, pues, no son dos solamente, sino tres: está el que ama poco porque piensa que se
le ha perdonado poco, está el que ama mucho porque sabe que se le ha perdonado mucho, y está el
que ama hasta la locura porque sabe que se le ha perdonado todo por anticipado y ¡ sabe también que
es gracia no haber pecado! Esta última categoría de persona sabe de la misericordia de Dios
infinitamente más que el que la ha experimentado solamente en sus caídas.
Quien duda, puede asociar de manera útil el recuerdo de la pequeña Teresa ¡también a los Doctores
de la Iglesia! con aquello que el gran Doctor san Agustín, conocido por su difícil conversión, se
expresaba de una manera similar: "Te amaré, Señor, te daré gracias y confesaré tu nombre, porque
has perdonado mi maldad y con ello, mis grandes delitos. Atribuyo a tu gracia y a tu misericordia el
haber derretido como hielo mis pecados; atribuyo a tu gracia también todo mal que no he cometido...
Todos los pecados aquellos que cometí de forma espontánea y voluntaria y aquellos que con tu guía
pude evitar me fueron perdonados, lo confieso. Quien ante tu llamada siguió tu voz y evitó la culpa...
no me defenestre con burlas si, siendo maldito yo, fui curado por el mismo médico que lo preservó a
él de enfermedades. Por consiguiente, deberá más bien amarte porque puede ver cómo me liberó de
tanta postración por los pecados, gracias a la obra de Aquel que no lo dejó envolverse en tanta
postración por los pecados" (Confesiones, II, 7).
CAPÍTULO III
Ministros de misericordia
Santo Cura de Ars - San Leopoldo Mandic
Santo Cura de Ars (1786-1859)
De entre todos los "misericordiosos", una veneración especial es la de los que han sido llamados
para administrar el sacramento de la misericordia de Dios y han cumplido santamente su misión. Esta
era la convicción del santo Cura de Ars, que amaba repetir a menudo: "El sacerdocio es el amor del
corazón de Jesús". Y añadía: "Un buen pastor, un pastor conforme con el corazón de Dios, es el
tesoro más grande que el buen Dios pueda conceder a una parroquia y uno de los dones más
preciosos de la misericordia Divina".
En sus predicaciones, las imágenes bíblicas más tradicionales y queridas al respecto, no solo
eranrecurrentes, sino que también adquirieron una particular vivacidad y realismo:
"Nuestro Señor -explicaba a sus parroquianos- es en la tierra como una madre que lleva a su niño en
brazos. Este niño es travieso, da patadas a su madre, la muerde, la araña, pero la madre no le hace
caso; ella sabe que si lo deja, el niño se cae y no puede caminar por sí solo. Así es nuestro Señor: él
soporta todos nuestros maltratos, soporta nuestra completa arrogancia, nos perdona todas nuestras
tonterías, tiene piedad de nosotros a pesar de nosotros"3.
A veces al santo cura le pasaba que encontraba a algún penitente desalentado y dudoso del perdón de
Dios, por la conciencia de haber pecado; entonces él le daba la siguiente increíble y sublime
respuesta: "El buen Dios sabe todo. Antes incluso de que se lo confieses, ya sabe que pecarás
nuevamente, y sin embargo los perdona. ¡Tan grande es el amor de nuestro Dios que nos impulsa a
olvidar voluntariamente lo que venga, con tal de perdonarnos!". Y cuando sentía que deseaba elevar
alabanzas porque en su parroquia se derramaba, de entre toda Francia, un río de pecadores en busca
de perdón, precisaba lo siguiente: "No es el pecador que vuelve a Dios para pedirle perdón, sino
Dios mismo el que corre derecho al pecador y lo hace volver a él".
Durante aproximadamente treinta años, él pasaba entre diez y quince horas al día en lo oculto de su
celda-confesionario, escuchando y perdonando a los pecadores en el nombre de Dios. A causa de la
baja estatura y de la humildísima actitud que tenía, incluso sus cofrades lo subestimaban. Decían "que
era un confesor ignorante, de mano demasiado generosa, que absolvía a todos sin discernimiento", y
uno lo llamaba despectivamente: "Hermano absuelve-todo". Sin embargo era el más buscado.
Él se disculpaba humildemente: "Dicen que soy bastante bueno, pero si alguien viniere a inclinarse
ante mí, ¿no sería esa una prueba suficiente para conseguir el perdón de Dios?"¿Ves, pues -explicaba
a un hermano-, que él nos ha dado el ejemplo? Nosotros no hemos sido elegidos para morir por las
almas, sino que fue él quien ha esparcido su sangre divina por ellas. Debemos tratar a las almas
como nos ha enseñado él con su ejemplo". En otra ocasión explicaba: "Si el Crucificado me tendría
que regañar por mi 'mano generosa', le respondería: 'Este mal ejemplo, Señor, ¡me lo has dado tú
mismo! ¡Yo no llegué a la locura de morir por las almas!'".
Y sin embargo, este hermano, así de bueno y paterno, tenía un secreto: justo él, que acogía y
confortaba a todos, y a todos ofrecía la certeza de la ilimitada misericordia de Dios, justo él sentía
en sí mismo un continuo y sobrecogedor temor del juicio de Dios. También admitía, humildemente,
no haber cometido nunca un pecado grave, tanto que podía afirmar: "¡Siento que tengo el alma de un
niño!".
Al P. Leopoldo, pues, se lo vio vivir y experimentar toda la dramática y dolorosa belleza del
sacramento, incluso en lugar de sus penitentes.
En los últimos años, estaba tan turbado que, a veces, pasaba la noche llorando y lo asaltaba un terror
indefinido, y buscaba -como Jesús en el huerto- alguna persona amiga que le hiciera compañía. Los
testigos han dicho que, incluso en su lecho de muerte, "se parecía a Jesús en la cruz, cuando sobre él
pesaba todo el pecado del mundo y se sentía abandonado por el Padre celeste". Solo la palabra de su
confesor lo tranquilizaba completamente, cuando sobre él descendía aquella misma gracia del perdón
que él había distribuido a los demás.
No había en él ninguna fragilidad psicológica o debilidad senil, sino una muy particular decisión de
Jesús de hacerle participar del drama de su pasión. Los demás podían discutir sobre el problema de
la relación indisoluble que debe de existir entre la misericordia de Dios y su justicia, pero el padre
Leopoldo debía vivirla haciendo compañía a Cristo crucificado. De esta manera, él reservaba para
los pecadores toda la misericordia, mientras en su corazón custodiaba todos los derechos de la
justicia de Dios, tanto que a los penitentes -después de haberlos perdonado- les decía: "¡Yo haré la
penitencia!".
No es fácil explicar la gloriosa y difícil misión que Dios confió al padre Leopoldo de vivir y
experimentar (incluso por sus penitentes) toda la dramática y dolorosa belleza de este sacramento,
tan descuidado por los cristianos. Demasiados olvidan, de hecho, que este, junto con la Eucaristía,
constituye el corazón ardiente del cristianismo. Haría falta repetirle incansablemente a cada
cristiano: "¡El misterio de la redención te concierne a ti mismo, a tu propio deseo de salvación, a tu
propio destino! Y es en el sacramento de la confesión que puedes tomar parte de manera personal de
los acontecimientos de la pasión de Cristo: primero con el conocimiento de haber crucificado al
Señor de la vida (acusándote de los pecados); después con la gratitud, el agradecimiento y la
adoración (en el perdón). Y es entonces que la sangre derramada por Jesús en la cruz descenderá
directamente sobre tu alma".
CAPÍTULO IV
Misericordia para los últimos
San Vicente de Paul - San Damián de Veuster - Beata Teresa de
Calcuta
El número de los pobres y de los enfermos, aparentemente, está reduciéndose, pero entre todos se
esconden aún "los más pobres de los pobres": aquellos que, si fuera posible, se esconderían ante sus
mismos ojos y se ocultarían allá, donde ninguno desciende.
Él fue quien abrió para las mujeres, generalmente destinadas al claustro, el "monasterio del mundo".
Son célebres -por el cambio que eso significaba en la época- las palabras con las cuales Vicente
delineó la nueva "forma de vida" para sus "hermanas de Caridad"; "Ellas tendrán por monasterio las
casas de los enfermos y aquella donde resida la superiora. Su celda, un cuarto alquilado. Su capilla,
la iglesia parroquial. Su claustro, las calles de la ciudad. Su clausura, la santa obediencia. Por rejas,
el temor de Dios. Por velo, la santa modestia. Su profesión: la confianza permanente en la Divina
Providencia y el sacrificio de todo su ser".
Y a aquellas que se ocupaban de los niños abandonados (una verdadera plaga social en su tiempo),
les daba esta educación, tan valiosa como el oro: "Se asemejarán a la Madre, porque serán madres y
vírgenes al mismo tiempo. ¿Ven, hijas mías, lo que ha hecho Dios por ustedes y por ellos? Desde la
eternidad ha establecido este tiempo para inspirar a algunas señoras el deseo de hacerse cargo de
estos pequeños que él considera suyos, desde la eternidad las ha elegido a ustedes, hijas mías, para
servirlos. ¡Qué honor es esto para ustedes!".
Y porque, en el corazón y en la mente de Vicente, las obras y las iniciativas se multiplicaban, tanto
cuanto más se multiplicaban las urgencias que él encontraba en su camino (los enfermos
abandonados, los ancianos sin familia, los mendigos, los prisioneros, y así sucesivamente), él
adquirió el hábito de explicar a sus hermanas que cada obra nueva era justamente la manera con la
cual Dios le recompensaba la tarea asumida precedentemente. Y fue con esta" lógica" (para él ¡ muy
evidente!) que abrazó y practicó todas las obras de misericordia necesarias para la sociedad de su
tiempo.
Cuando decidió asumir también el cuidado de los enfermos mentales, explicó extasiado a sus
hermanas: "¡Ah, hermanas mías, se lo digo una vez más, no ha existido nunca una compañía que alaba
a Dios más que la nuestra! ¿Hay alguna quizá que se ocupe de los pobres locos? No, no hay ninguna.
¡Y he aquí que esta fortuna les toca a ustedes! ¡ Oh, hijas mías, cuán agradecidas deben estar con
Dios!". Justamente, H. Bremond, el gran historiador de la espiritualidad cristiana, escribía: "No es el
amor por los hombres que ha conducido a Vicente a la santidad, sino más bien la santidad lo ha
hecho verdadera y eficazmente caritativo. No son los pobres quienes lo han entregado a Dios, sino
por el contrario, es Dios quien lo ha donado a los pobres"5. La verdadera caridad, de hecho, nace
desde la mirada que no se distrae nunca, ni siquiera por un momento, la de quien busca a Jesús vivo,
reconocido, amado, tanto es así que Vicente insistía siempre: "El fin principal por el cual Dios nos
ha llamado es para amar a nuestro Señor Jesucristo. Si nos alejamos aunque sea un poco del
pensamiento de que los pobres son los miembros de Jesucristo, en nosotros disminuirán la dulzura y
la caridad de manera infalible". Y su biógrafo cuenta que la última palabra por él pronunciada sobre
su lecho de muerte fue esta: " ¡Jesús!".
Se decía que se trataba de un lugar en el que la misericordia no era posible. Si los cuerpos se
descomponían en medio de una total falta de higiene - ¡tampoco el agua estaba garantizada!-, las
almas se descomponían en la más entera corrupción: esclavización sexual de mujeres y niños, abusos
de todo género, alcoholismo y drogas, robo generalizado, prácticas idolátricas y supersticiones.
Eso sucedió durante ocho años. Más tarde, en esa isla, desembarcó voluntariamente el primer
hombre blanco decidido a habitar santamente en aquel infierno: el padre Damián de Veuster. Se
encontró así, viviendo entre aproximadamente ochocientos "intocables", así se los consideraba a los
leprosos. Pronto surgió en el misionero la cuestión radical de anunciar la misericordiosa encarnación
del Hijo de Dios. Para hacerlo de manera creíble, tocar aquellos cuerpos enfermos y repugnantes
¡era la primera forma de evangelización! "Evan- gelización" era tocar las bocas roídas por el mal
para depositar la hostia consagrada, ungir con óleo sagrado las manos y los pies gangrenosos, vendar
con ternura aquellas horribles llagas, dejar que los niños se le echaran en los brazos y lo acariciaran
con sus muñones, comer en la mesa el "poi" (carne mezclada con harina de taro) mojando las manos,
junto con los leprosos, en el plato común; beber en las tazas que le ofrecían y pasar la misma pipa a
quien se la pidiera.
El padre Damián no actuaba así solo para respetar la sensibilidad de los hawaianos, o la de los
enfermos que era aún más aguda, sino para respetar, por así decirlo, "la sensibilidad de la Iglesia".
Ella es, por definición, el "Cuerpo de Cristo", y todos sus sacramentos y sus obras son signos del
"contacto físico", salvífico, entre la humanidad de Cristo y nuestra sufrida humanidad. Si aquel
deseado "contacto" era para los hawaianos una cuestión cultural, para el P. Damián era también una
cuestión de fe. Innumerables fueron las obras de misericordia llevadas a cabo por este "apóstol de
los leprosos", pero -si se quisiera elegir y contar la más significativa y eficaz- solo bastaría recordar
aquella que, por lo común, no es una práctica urgente ni frecuente entre los cristianos, y que el mismo
catecismo formula: "sepultar a los muertos".
En Molokai, no había otra cosa más humana por hacer, dado que la cura era imposible e inútil, y la
muerte era cierta. Por lo que el P. Damián decidió invertir el procedimiento usual que se emplea en
pedagogía: si para todos los demás cristianos era importante aprender "a vivir bien para poder morir
bien", para los leprosos de Molokai era necesario "aprender a morir bien para poder vivir bien". Si
se piensa que, hasta su llegada, se abandonaban los cadáveres a cielo abierto y se los daba como
comida a los cerdos, se puede entender el impacto que tuvo la decisión de este misionero de
"celebrar la muerte", lo cual les devolvió plenamente la dignidad humana. Los leprosos comenzaron
a denominarse entonces "los muertos vivos", y el gobierno planeaba sancionar una ley para
declararlos “legalmente muertos". Por consiguiente, en la isla, la muerte dominaba con todo su
bagaje de torpezas e infamias.
Con una santa inteligencia, el P. Damián intuyó que debía comenzar por hacer sagrada la muerte,
impregnándola de la fe cristiana en la resurrección. Construyó, para ello, un bellísimo cementerio,
justamente lindero a su choza, y fundó la confraternidad de los funerales, que se dedicaba a
confeccionar los ataúdes de madera y a acompañar al difunto a su última morada con rezos, al son de
la música y el ritmo de los tambores.
Se trataba de una ceremonia que se efectuaba al menos tres veces por semana, y que llamaba a todos
al silencio y a la plegaria, y a terminar con la ira y la embriaguez, a las cuales estaban habituados.
Luego, le fue fácil organizar a los isleños en confraternidades para ayudar en las necesidades más
relevantes: el tratamiento de los niños abandonados, la educación de los pequeños, la visita a los
enfermos, la construcción de iglesias y viviendas y el mantenimiento de las chozas. De hecho, las
variadas "confraternidades" se volvieron también estructuras de convivencia civil y de asistencia
social, algo que nadie hubiera podido siquiera imaginar. Para esta ocasión, el mismo P. Damián se
volvió proyectista, arquitecto, excavador, albañil, carpintero... y, durante años, emprendió la
construcción de pequeñas escuelas, dispensarios, ambulatorios, acueductos y tanques. Desde una
lógica profunda -que solo un santo puede adquirir enseguida-, la segunda gran obra de misericordia
puesta en alto por el P. Damián fue la solemne celebración de la fiesta del Corpus Domini, que se
volvió la fiesta más bella y conmovedora de la isla, con una ejecución musical de gran belleza.
Logró, incluso, introducir la práctica de la adoración perpetua: los turnos y los horarios, de día y de
noche. Estos no eran de fácil observación, pero cuando un "adorador" no podía ocupar su puesto en
la iglesia, él se inclinaba para rezar sobre su cama. Cuando, al final, también el padre Damián se
enfermó de lepra, viendo que su cuerpo comenzaba a corromperse (aunque todavía no tenía 50 años
de edad), escribió humildemente a su superior: "Me convertí en leproso. Pienso que no tardaré en
desfigurarme. No teniendo ninguna duda sobre el verdadero carácter de mi enfermedad, descanso
calmado, resignado y muy feliz en medio de mi pueblo. El Buen Dios sabe bien lo que es mejor para
mi santificación, y cada vez repito con todo el corazón: '¡Que se haga tu voluntad!'".
Desde entonces, cuando empleaba la expresión "mis miembros enfermos", parecía que, al mismo
tiempo, hablara ya sea de sus extremidades dolientes, ya sea de los enfermos de su comunidad, a
quienes cristianamente consideraba "como Cuerpo de Cristo, y su cuerpo".
Beata Madre Teresa de Calcuta (1910-1997)
La beata Madre Teresa de Calcuta se dedicó a entrelazar el culto de la Eucaristía con las obras de
misericordia.
Inauguró su difícil misión con esta plegaria que constituía todo un programa: "Dios mío... no daré
marcha atrás. Mi comunidad son los pobres. Su seguridad es la mía. Su salud es mi salud. Mi casa es
la casa de los pobres: no simplemente de los pobres, sino de los que entre los pobres son más
pobres. De aquellos a los cuales trata uno de no acercarse por miedo de contagiarse y ensuciarse...
De los que no van a la iglesia porque no tienen ropa para ponerse. De los que no comen porque no
tienen fuerzas. De los que se desploman en las calles conscientes de que van a morir, mientras los
vivos transitan al lado de ellos sin prestarles atención. De los que ya no son capaces de llorar porque
no tienen más lágrimas". Pero ¿dónde habrá encontrado el secreto y la fuerza para dar un abrazo con
la más dulce caridad a cada marginado? Más adelante, ella lo explicó a sus hermanas de la siguiente
manera: "Ustedes ¿han visto con cuánto amor y delicadeza el sacerdote trata el Cuerpo de Cristo
durante la misa? Busquen hacer lo mismo en la casa [de los moribundos] que están a punto de partir:
allí está Jesús en cada semblante de dolor".
Y muchas de ellas han contado que jamás habrían entendido tan bien aquella expresión euca- rística
que habla de "la presencia real de Jesús", sino tocando los miembros doloridos de los enfermos. Y
era justo en favor de esta sublime "identificación eucarística" que Madre Teresa explicaba la
verdadera identidad de su instituto de caridad: "Sobre todo, nosotras somos religiosas, no asistentes
sociales, no maestras, no enfermeras, o médicas [...]. La diferencia, entre nosotras y los obreros
sociales, está en lo siguiente: que ellos actúan para algo, nosotras, en cambio, actuamos para
Alguien. Nosotras servimos a Jesús en los pobres. Todo aquello que hacemos -oración, trabajo y
sacrificios- lo hacemos por Jesús. Nuestra vida no tiene ningún sentido, ninguna motivación fuera de
él, que nos ama hasta el fondo. Jesús es la única explicación de nuestra vida".
Y "el más pobre de los pobres”, al cual las hermanas cuidan hasta hoy, son: los niños aún no nacidos,
los que tienen malformaciones, los infantes abandonados, las jóvenes madres rechazadas por la
familia, los leprosos, las prostitutas, los prisioneros, los vagabundos, los alcohólicos, los
minusválidos graves, los enfermos mentales, las víctimas de la guerra, los drogadictos, los enfermos
de Sida y los moribundos. A quien le pedía información más detallada sobre su programa y su forma
de entender cómo organizar sus "obras de misericordia", Madre Teresa le respondía que siempre
tenía presente el mismo principio, el mismo centro y el mismo cumplimiento. Y se lo explicaba así:
- El principio: "Nosotras comenzamos siempre limpiando las letrinas: comenzamos así a abrir el
corazón".
- El centro: "Yo amo a Jesús con todo el corazón y todo mi ser. Él me ha dado todo, incluso mis
pecados, y me ha colmado con la ternura de su amor. Ahora y para siempre, yo pertenezco toda a mi
Esposo Crucificado".
- El cumplimiento: "El trabajo para la santificación de los pobres, para dar como don al Dios de los
santos...".
Y es ciertamente impresionante ver a una santa que perciba las obras de misericordia como útiles
para señalar un camino transitable y enteramente derecho, que va de los lugares más humildes de la
tierra hasta los gloriosos sitios del paraíso.
CAPÍTULO V
Reconocer el rostro sufriente de Cristo
San Juan de Dios - San Camilo de Lellis - San José Benito
Cottolengo
San Juan de Dios (1495-1550)
Es considerado "el creador de hospital moderno". Juan no solamente se hacía cargo de los enfermos:
las curas que él ofrecía se extendían a todas las obras de misericordia. En una carta escribió: "Son
tantos los pobres que llegan, que yo mismo muchas veces no sé cómo se pueden alimentar, pero
Jesucristo lo provee todo y les da de comer. Sólo para la leña hacen falta siete u ocho reales por día;
porque siendo la ciudad grande y muy fría, especialmente ahora, en invierno, son muchos los pobres
que llegan a esta casa de Dios; porque entre todos, enfermos y sanos y gente de servicio y peregrinos,
hay más de ciento diez...Hay tullidos, mutilados, leprosos, mudos, locos, paralíticos, miserables y
muchos ancianos y niños; sin contar esto, muchos otros peregrinos y viajantes que llegan, y se les da
a ellos fuego, agua, sal y recipientes para cocinar y comer, y por todo esto, no hay ganancia; pero
lesucristo les provee todo... Y de este modo, estoy en deuda y prisionero sólo por Jesucristo...".
De particular interés era la manera en que Juan recibía y trataba a los "enfermos mentales". Pedro
Bargellini escribió sobre él: "Así, carente de estudios de medicina por completo, Juan se mostraba
mejor que los mismos médicos, particularmente ante la curación de enfermedades mentales, con lo
cual inauguró por anticipado el método psicoa- nalítico o psicosomático por el que, cuatro siglos
más tarde, se haría famoso Freud y sus discípulos". Particularmente incisivo es aún hoy el nombre
del instituto que ha fundado: "Fatebenefratelli (Hagan el bien hermanos)", que surge según el modo
con el que san Juan de Dios solía pedir limosna para sus enfermos: "¿Alguien desea hacerse el bien a
sí mismo? Hermanos míos, por amor de Dios, ¡háganse el bien a ustedes mismos!". Ciertamente, no
se logra amar verdaderamente la pobreza ajena, si primero no se descubre la propia miseria
escondida. De aquí el deber de "hacerse el bien a uno mismo haciéndoselo a los demás".
De otro modo, no se podría explicar con certeza la manera de actuar de san Camilo de Lellis, quien
no solo pretendía lo mejor para sus enfermos, hasta la conducción de todo el hospital, sino que exigía
sobre todo -a sí mismo y a sus colaboradores- "la ternura".
Cada enfermo era recibido personalmente y abrazado por él en la puerta del hospital; después le
quitaba sus andrajos, lo vestía con ropa limpia y lo acomodaba en una cama bien hecha. Camilo
deseaba que las personas que lo ayudaban, hicieran su tarea "no por merced, sino voluntariamente y
por amor a Dios, que sirvieran a los enfermos con la misma ternura con la que las madres atienden a
sus propios hijos enfermos". Sus colaboradores lo observaban para aprender: "Cuando él tomaba a
un enfermo en brazos para cambiarle las sábanas, lo hacía con tanto afecto y diligencia que parecía
asir a la misma persona de Jesucristo". A veces él les gritaba a sus colaboradores: "¡Más corazón,
quiero ver más afecto materno!". O bien: "¡Más alma en las manos!Camilo no temía limpiar con las
manos desnudas los rostros de los enfermos devorados por el cáncer, y después los besaba y le
explicaba a los presentes que "los pobres enfermos son la pupila y el corazón de Dios y, por eso,
todo lo que se hace a los pobrecillos se le hace al mismo Dios".
Que los enfermos fueran para él una prolongación de la humanidad sufriente de Cristo, se lo podía
ver, incluso, en ciertas actitudes que asumía a veces, casi sin darse cuenta. Uno de sus biógrafos
cuenta lo siguiente: "Una noche lo vieron que estaba arrodillado cerca de un pobre enfermo que tenía
un cáncer de boca terrible y hediondo, que no era posible tolerar de tanto hedor. Y con todo eso,
Camilo le hablaba estando él muy cerca, "aliento a aliento", y él pronunciaba palabras de mucho
afecto, que parecía que se hubiera vuelto loco de amor, llamándolo particularmente: "¿Señor mío,
alma mía, c¡ue puedo hacer yo por su servicio ?", pensando él que fuera el amado por su Señor
Jesucristo..."
Otro testigo llegó a decir: "Lo he visto muchas veces llorar por la vehemente conmoción de que en el
pobrecito estuviera Cristo, de tal forma que adoraba al enfermo como a la persona del Señor". La
expresión puede parecer exagerada, pero no era precisamente exagerada la impresión que Camilo
dejaba en los que lo observaban: entre la misericordia realizada con el prójimo necesitado y la
ternura por la persona misma de Cristo, él no hacía diferencias, tanto que se obligaba a contar
llorando los pecados de su vida pasada a cualquier enfermo, convencido de que hablaba con Jesús.
En sus ojos y en su corazón, Jesús no constituía solo un ideal, un valor, una causa o un motivo de
acción: era y revestía una presencia adorable y adorada.
El Cottolengo les enseñaba a sus colaboradores las cosas de forma apasionada: "Los pobres son
Jesús, no son su imagen. Son Jesús en persona y, como tales, hace falta servirlos. Todos los pobres
son nuestros patrones, pero estos, que ante los ojos materiales son repugnantes, son nuestros amos,
nuestras verdaderas gemas. Si no los tratamos bien, nos echarán de la Pequeña Casa. Ellos son
Jesús". Por lo tanto, exigía que todos ejercieran la caridad "con entusiasmo y con alegría".
CAPÍTULO VI
Misericordia para los pequeños
San Jerónimo Emiliani - San Juan Bosco
San Jerónimo Emiliani (1486-1537)
No es un santo muy conocido, sin embargo, la Iglesia le ha reconocido el título de "Patrono universal
de los huérfanos y de la juventud abandonada". Era un noble veneciano, en un tiempo en que la
ciudad y toda Europa estaban perturbadas por la carestía y la peste. En lugar de quedarse en su noble
y agitada condición social, Jerónimo escuchó "el infinito lamento de los pobres" y descubrió "la
dulce ocasión" que Dios finalmente le daba para poder donar todo a su amado Jesús crucificado.
En pocos días, vendió alfombras, tapetes, platería y, si durante el día gastaba el dinero acumulado
para socorrer a cuantos miserables podía, a la noche vagaba por los caminos recogiendo enfermos
caídos en los caminos y sepultaba muertos abandonados a lo largo de las calles. Al final, reunió a
centenares de jóvenes abandonados y creó para ellos una gran familia dotada de maestros artesanos,
de medios y de ambientes en los cuales educarlos, instruirlos e introducirlos dignamente en el mundo
del trabajo. Creó una escuela de "arte y oficios", en la cual regía el método de la "participación y
corresponsabilidad". Oración, caridad y trabajo eran los pilares de su método educativo. Con el
pasar de los años, aún siendo laico, Jerónimo -a quien los amigos llamaban afectuosamente "el
vagabundo de Dios" y "el peregrino de la caridad"- se encontró rodeado de colaboradores que
también eran sacerdotes, que lo consideraban padre, maestro y guía espiritual. Así se convirtió en el
fundador de la Compañía de los siervos de los pobres.
Se calcula que Don Bosco asistió y educó en sus oratorios a cientos de jóvenes perdidos, e inventó
para ellos las primeras "escuelas de trabajo", en las que él mismo firmó los primeros contratos de
aprendizaje; las primeras "escuelas vespertinas y dominicales"; la primera "sociedad de ayuda mutua
para obreros"; la primera "biblioteca para la juventud italiana". Él mismo atendió la publicación de
204 ágiles volúmenes. Y fue el primer sacerdote en tener una galería especial en la "Exposición
Nacional de la Ciencia de la Industria y el Arte", que hubo enTurín en el año 1884. Pero todo nacía
desde un juramento interior, que Don Bosco explicaba así a sus jóvenes: "He prometido a Dios que
hasta el último respiro estaría para ustedes jóvenes. Yo por ustedes estudio, por ustedes trabajo, por
ustedes también soy capaz de dar la vida. Dense cuenta de que cuando yo estoy, soy todo para
ustedes, día y noche, mañana y tarde, y en cualquier momento".
CAPÍTULO VII
La riqueza al servicio de la pobreza
Santa Isabel de Hungría - Siervo de Dios Federico José Haass -
Beato Vladimir Ghika
Santa Isabel de Hungría (1207-1231)
A pesar de ser reina, se había enamorado del ideal predicado por Francisco de Asís, aún vivo. Y en
la época, eran muchas las princesas reales que soñaban con imitar a Clara de Asís, al menos como
"terciarias". Aquellas que no podían dejar los lujos de los castillos para vivir en la pobreza,
decidían entonces "habitar detrás de los espléndidos muros de la caridad". Así, para enfrentar la
plaga de la horrible carestía que se había desatado sobre la tierra, Isabel comenzó con hacer
construir, cerca de su catillo, un hospital donde pidió que fueran recibidos y recuperados todos
aquellos que no pudieran sostenerse. Allí llegaron enfermos, hambrientos y mendigos de todo género;
y la reina "llegó al punto de dar en beneficencia las rentas de los cuatro principados de su marido y
de vender objetos de valor y vestidos preciosos...".
Con la muerte de su marido, abandonó a los parientes ricos para vivir en un nuevo hospital que había
hecho construir para servir personalmente a sus enfermos. El confesor la guiaba atentamente y la
vigilaba para que no se excediera; y cada tanto descubría que Isabel tenía también sus pobres
escondidos: primero un niño paralítico que sufría de frecuentes pérdidas intestinales y que ella lo
tenía en su mismo dormitorio asistiéndolo repetidamente, cuidándolo noche tras noche. Además, una
niña leprosa, a quien tenía a su lado como una hija y la curaba personalmente; después, otro niño
cubierto de sarna, al cual le realizaba los servicios más humildes. Cuando Isabel murió, “toda
consumida por la compasión", tenía solo 24 años de edad, y casi toda su vida la había pasado
reivindicando la sublime y cristiana dignidad de todos los pobres de su reino. Fue canonizada apenas
cuatro años después de su muerte, y posteriormente proclamada "Patrona de las asociaciones
caritativas, y de viudas, huérfanos, enfermos, mendigos, perseguidos injustamente y de todo
sufriente". Y no sorprendería el hecho de que algunos prefirieran llamarla "¡la santa de la justicia!
"Había en Moscú un viejo señor, un general o más bien un Consejero de Estado, con un nombre
alemán. Pasaba su vida con visitas a las cárceles y encontrando a los criminales. Todos los
condenados que partían hacia Siberia sabían que fuera de Moscú, a la altura de los montes Vorob'ev,
habían recibido la visita de un viejo general. Él cumplía su misión con la máxima seriedad y la
máxima piedad: llegaba, pasaba entre las filas de los deportados, se quedaba delante de cada uno y a
cada uno le pedía que le dijera cuál era su necesidad. No juzgaba con la moral a nadie, y a cada uno
le decía: "Mi querido..." Les regalaba dinero, y les mandaba ropa de primera necesidad: telas para
los pies, fajas, pantalones. A veces llevaba libros espirituales y Biblias y los distribuía entre
aquellos que sabían leer, con la intención de que estos les leyeran a los demás en voz alta, durante el
viaje. Raramente los interrogaba por el delito cometido, es más, escuchaba al delincuente cuando
este le hablaba. Todos los condenados eran iguales para él, no hacía distinciones de condición. Les
hablaba a ellos como hermanos, y ellos terminaban tratándolo como padre. Si notaba entre los
deportados a alguna mujer con su creatura en brazos, se le acercaba, acariciaba al niño y hacía
juegos con los dedos para hacerlo reír. Así se comportó siempre, por años y años, hasta la muerte.
Toda la Rusia y toda la Siberia, o al menos todos los condenados, lo conocían".
También el escritor M. Gorki habló sobre él, definiéndolo como "el humanista de la acción" y lo
comparó con san Francisco, reconociendo que ellos han poseído "la alta felicidad del amor". Un
particular acto de beneficencia por parte del alemán Friedrich Flaass fue el de haber reunido en torno
de sí a muchos colaboradores que se dedicaban a cultivar en las prisiones aquella "belleza de la
misericordia", a lo cual el pueblo ruso es muy sensible. Murió bendecido por los innumerables
pobres que él había asistido. Al lado de su lecho de muerte, llegó el santo Patriarca Filarete, que lo
confortó con estas palabras: "Tu vida está verdaderamente llena de gracia. Llenas de gracia son tus
obras. En ti se cumplen las palabras del Salvador: 'Felices los mansos, felices los hambrientos y
sedientos de justicia, felices los misericordiosos, felices los puros de corazón, felices los
constructores de la paz"'...
En los comienzos del atormentado siglo XX, él fue ordenado sacerdote, fundó en su patria el primer
instituto católico dedicado a las obras de caridad -hasta entonces no existía ninguno-, inspirándose en
san Vicente de Paul. Lo hizo empleando todas sus energías y sus bienes por los pobres y enfermos,
pero desarrollando una característica "liturgia del prójimo"6, que se convierte en una constante de su
pensamiento y de la formación que transmitía a sus seguidores. "Liturgia del prójimo" quiere decir
que, en la visita a los pobres, necesita celebrar "el encuentro de Jesús con Jesús". Escribió lo
siguiente: "Doble y misteriosa liturgia: el pobre ve venir a Cristo bajo la apariencia de aquel que los
socorre, y el benefactor ve aparecer en el pobre a Cristo sufriente, ante el cual él se inclina. Pero,
por eso mismo, se trata de una única liturgia. De hecho, si el gesto se cumple como se debe, en ambas
partes está Cristo: el Cristo Salvador viene hacia el Cristo sufriente, y las dos partes se integran en el
Cristo Resucitado, glorioso y bendiciente". De esta manera, la liturgia eucarística, celebrada sobre el
altar, se prolonga en la visita a los pobres: no se trata de otra cosa que de "dilatar la Misa en la
jornada y en el mundo entero, como ondas concéntricas que se propagan a partir de la comunión
eucarística de la mañana.
Por eso, cuando a Vladimir lo llamaban por alguna necesidad, se ponía en camino y rezaba: "Señor,
voy a encontrar a uno de aquellos que tú has llamado "otros a ti mismo". Haz que la ofrenda que les
llevo y el corazón con el que la donaré sean bien recibidos por mi hermano sufriente. Haz que el
tiempo que pase a su lado, obtenga frutos de vida eterna, para él y para mí. Señor, bendíceme con la
mano de tus pobres. Señor, sostenme con la mirada de tus pobres. Señor, recíbeme también a mí, un
día, en la santa compañía de tus pobres". Esta era su máxima preferida: "Nada hace a Dios tan
próximo como el prójimo". Participó de la misa hasta la última hora de su vida, también en el horror
de una cárcel comunista, donde fue arrojado cuando tenía ya más de 80 años de edad y donde
transcurrió los últimos meses sosteniendo a todos los prisioneros con afecto, atenciones y relatos de
un viejo abuelo. Comentando el texto evangélico de los discípulos de Emaús, les decía: "Cuando el
día acaba, los discípulos de Jesús pueden ser reconocidos solo por el modo en que -como su
Maestro- saben "partir el pan", sacrificando por los hermanos el pan vivo de sus propios cuerpos".
CAPÍTULO VIII
Misericordia para los marginados
San Martín de Porres - Santa Catalina María Drexel - Sierva de
Dios Dorothy Day - Siervo de Dios hermano Héctor Boschini
San Martín de Porres (1579-1639)
En el tiempo y en la sociedad peruana en la cual nace, a Martín, hijo ilegítimo de un noble y de una
esclava, lo espera solamente el título injurioso de "perro mulato”. Pero todos terminaron por
llamarlo "Martín de la Caridad", admirados por la dedicación con la que realizaba su servicio de
enfermería a quien lo necesitara. Su "sala médica", en el convento dominico, donde fue recibido
como oblato, estaba siempre llena de enfermos, porque las curaciones eran innumerables y, a
menudo, prodigiosas. Pero fray Martín explicaba sonriendo: "Yo te curo, Dios te sana". Así la fama
del hermanito santo se extendía, y las filas de pobres y de enfermos se acrecentaban.
Lo que preocupaba particularmente a su corazón, era la situación de los huérfanos, que él conocía
muy bien, abandonados a su suerte, obligados a vagar por las calles, dedicados a la mendicidad,
privados de oportunidades para la educación y sin esperanza de rescate. Para ellos fundó inclusive
un instituto -El Asilo de Santa Cruz, el primer colegio del Nuevo Mundo-, donde acogió a decenas de
niños, y les garantizó no sólo lo necesario para el mantenimiento, sino la presencia de asistentes y
educadores remunerados. A las jóvenes, garantizaba hasta una dote conveniente, para cuando llegara
la edad de casarse. Realizaba de esta manera una especie de prodigio: una suerte de "sanación
social". Además, el hermano Martín era venerado por el Virrey, el Gobernador, el Obispo de la
ciudad y una innumerable cantidad de personas pudientes que ponían a su disposición sus riquezas.
Así, a través de las santas manos del hermano mulato, parte de las riquezas saqueadas por los
poderosos volvía a los pobres. Tanto que, en Perú, Martín fue, incluso, proclamado “Patrono de la
justicia social”.
En el año 1891, por lo tanto, junto con trece amigas, fundó una nueva familia religiosa que llevó este
nombre oficial, aprobado por Roma: “Hermanas del Santísimo Sacramento para los indios y negros",
y agregó a los votos la promesa "de no emprender nunca obra alguna que llevase a descuidar o
abandonar a negros o indios". La referencia a la eucaristía servía justamente para recordar que
"Cristo se ha dado todo a sí mismo, para ser alimento para todos, sin distinción de raza o de color".
Comenzaron a abrir escuelas-internados para niños de pueblos y colegios para jóvenes de color. Se
sucedieron después misiones, iglesias, escuelas, colegios, centros de formación, diseminados en 21
estados del Este y del Far West americano, donde era más numerosa la presencia de los indios, y en
todos los Estados del Sur donde se agravaba el problema de los negros. En el año 1925, se fundó en
New Orleans (Louisiana) la Universidad Xavier, la primera y única institución de estudios
superiores de los Estados Unidos destinada a los afroamericanos. A cada objeción de los bien-
pensados, las hermanas, a menudo duramente perseguidas, rebatían tenazmente que no querían hacer
distinción entre "hijos de los blancos" e "hijos de los negros" o "hijos de los salvajes", como
entonces se estilaba decir, sino verlos solamente como "hijos de Dios". Con este propósito, decían
que "la gruta de Belén, donde Jesús se entregó por todos, debía ser la gran educadora del mundo".
En sesenta años de actividad, Catalina fundó 145 misiones católicas, 12 escuelas para indios y 50
para afroamericanos, distribuyendo cerca de 20 millones de dólares, y creó alrededor de 49
conventos para sus quinientas hermanas, todas dedicadas a la formación. Con su muerte, muchos se
preguntaron "qué hubiera sido de Estados Unidos, qué hubiera sido de la Iglesia Católica con
respecto a las minorías étnicas, si ella no hubiera estado". Y reconocían: "Catalina Drexel ha
salvado a la Iglesia del problema de la injusticia social".
Desde entonces y por noches enteras, él se ponía a recorrer los callejones y las calles de Milán, y se
quedaba al lado de cada vagabundo envuelto en trapos e invitaba a todos con dulzura: "¡Ven
conmigo!". Y ya que los huéspedes necesitados de una acogida especial se multiplicaban, el hermano
Héctor multiplicaba también los "refugios", por lo que fundó nuevos centros en varios países. Incluso
llegó a fundar uno en Colombia para los niños de la calle. De él decían que era "Un santo que vivía
contemporáneamente en épocas distintas". Era un guerrero desarmado, como los santos del pasado,
que se hacía camino entre los desesperados, también entre los más peligrosos, con la sonrisa y la
fuerza de la fe. Pero era también un hombre tecnológico que usaba la computadora y el celular. De
manera fulgurante alguno lo ha definido así: "Era un místico tan concreto como un obrero".
CAPÍTULO IX
En misión de misericordia con los alejados
San Pedro Claver - Venerable Marcelo Cándia
San Pedro Claver (1580-1654)
Siendo joven estudiante jesuita en Palma de Mallorca, escuchó la invitación del viejo portero de su
convento, que le contó lo que ocurría en el nuevo mundo y le sugirió: "¡Las almas de los indios tienen
un valor infinito, porque tienen el mismo precio que la sangre de Cristo... ¡Ve a las Indias a comprar
todas las almas que se pierden!". Y así Pedro pidió que lo enviaran a Cartagena, Colombia, en cuyo
puerto las naves esclavistas desembarcaban un millar de esclavos por mes. Él no tenía ninguna
posibilidad de actuar en lo social o político, pero decidió de pronto ponerse al servicio de los
pobres, presentándose como "esclavo de los negros por siempre" y actuando para darles su dignidad,
a la que ellos jamás podrían aspirar: la dignidad de sentirse amados.
Inmediatamente, él prestaba cualquier socorro posible a todo esclavo, después de haber pedido
limosnas en favor de ellos, para acumular artículos de primera necesidad y de confort. Más tarde,
comenzando por aquellos que llegaban ya moribundos por el agotamiento, impartía su extraordinaria
catequesis preparada en grandes carteleras, pintadas por él mismo con colores vivaces, en las cuales
contaba la vida y la misericordia de Jesús Crucificado. A continuación, con el mismo método y en
otros carteles ilustrados, Pedro relataba el Evangelio a todos, explicaba la verdad de la fe cristiana y
enseñaba los mandamientos de Dios. Y estaba convencido de haber cautivado definitivamente el
corazón de sus pobres negros cuando los oía repetir con exactitud la fórmula que él les había
enseñado con insistencia, reiteradamente, llorando conmocionado: "Jesucristo, Hijo de Dios, deseo
que seas mi padre, mi madre, y todo mi bien. Yo te amo mucho, y siento un extremo dolor de haberte
ofendido. ¡Señor, yo te amo mucho, mucho, mucho!".
Con el tiempo, Pedro Claver aprendió incluso a hablar viarios dialectos, reunió en torno de sí a
numerosos catequistas, y se convirtió en "Patrono universal de las misiones entre las poblaciones
negras".
Se trasladó a Macapá, donde fundó y dirigió un hospital "para los más pobres de entre los pobres" y
un confortable leprosario en Marituba. En el Brasil, pasó los últimos dieciocho años de su vida
sembrando "obras y obras": centros de salud, escuelas, aldeas, leprosarios, conventos, seminarios,
iglesias, sedes de voluntariado; e insertándose hasta en Belo Horizonte, en las favelas de Río de
Janeiro y en la frontera con Bolivia.
Un amigo que cada tanto iba a visitarlo en la misión, dio el siguiente testimonio: "Candía era
dinámico, seguro de sí, acostumbrado a mandar y a hablar siempre él. Era un hombre generoso, que
hacía beneficencia, que tenía grandes recursos a disposición, pero con la consciencia de poseerlos y
de saber usarlos... Ahora bien, cada vez que volvía al Amazona lo encontraba cambiado. Se daba
cuenta de que faltaba mucho para realizar sus aspiraciones. Era un cambio muy notable: de un
hombre centrado en su mundo, se estaba convirtiendo en siervo de todos... Se sentía verdaderamente
al servicio de aquellos que Dios le hacía encontrar...". En las paredes de su habitación, en Brasil,
había hecho escribir: "No se puede compartir el pan del Cielo, si no se comparte el pan de la tierra".
CAPÍTULO X
¿Misericordia o revolución
San Alberto Chmielowski (1845-1916)
Su nombre de bautismo era Adam, y en Varsovia lo conocían como un prometedor y genial pintor.
Pero su intensa fe cristiana ponía siempre en su espíritu la pregunta "¿Cuál es el objetivo del arte?
¿Cuál es el destino del artista?". Durante mucho tiempo, se dedicó a la composición de un Ecce
homo, una tela que siempre le resultó incompleta hasta que comprendió que jamás lograría crear esa
obra maestra que soñaba, si no se dedicaba primero a restaurar en los pobres la imagen de Cristo
sufriente. Hoy aquel Ecce homo reposa sobre su tumba.
Vestía una humilde túnica y se hacía llamar hermano Alberto. Se hizo cargo de algunos indigentes en
su misma habitación, y más tarde decidió visitar a vagabundos amontonados en dormitorios públicos
de Cracovia, en donde ningún burgués jamás osó aventurarse. Cuando él entró, lo amenazaron de
muerte con solo verlo. Y Chmielowski comprendió que esa miseria era tan excesiva que no podía ser
consolada ni ayudada, si no era con una condición: "¡Hacía falta vivir con ellos! ¡No se los puede
dejar así!".
Vendió todos sus cuadros y se fue a vivir entre ellos. Aprovechando el verano, cuando los
dormitorios se vaciaron, hizo restauraciones y renovaciones y embelleció aquellos horribles refugios
y los transformó en "casas de asistencia". Después se hizo mendigo en favor de sus vagabundos.
"¡He aquí a Adam Chmielowski -aquel que fue primero un célebre pintor- que se ha hecho padre de
los pobres!", decía la gente cuando lo veían dar vueltas por los mercados, sentado sobre un enorme
carrito que había sido construido a propósito para limosnear víveres para sus pobres: "Pedía limosna
con humildad y con una muy dulce sonrisa, y recibía las ofrendas casi con lágrimas en los ojos por la
gratitud que sentía. No se entendía quién era más feliz, el que recibía o el que daba".
Reunió en torno de sí a muchos colaboradores, hasta que pudo fundar una congregación masculina y
una femenina, que practicaban la pobreza absoluta: quien solicitaba el ingreso, primero debía donar a
los pobres todo lo que poseía. Y la gente decía que por las calles de Cracovia transitaba un nuevo
san Francisco. Él explicaba a sus colaboradores lo siguiente: "Yo miro a lesús en la Eucaristía, ¿su
amor podía quizá proveer algo más bello? Si él es pan, ¡ Convirtámonos en pan incluso nosotros,
donándonos a nosotros mismos!". Y les repetía incansablemente esto: "¡Hay cjue ser buenos como el
pan!".
La transformación del hermano Alberto no es distinta a aquellos que hemos comentado anteriormente.
Sin embargo, merece consideración especial porque ha tenido una relevancia cultural importante. En
efecto, no debemos olvidar que el hermano Alberto realizó obras en Polonia, precisamente en los
años en que en Rusia estaba a punto de estallar la revolución comunista, incluso a menudo se pensaba
que aquella misma miseria insostenible de los desamparados dejaba presagiar un incendio que
pronto estallaría y destruiría la sociedad. La noticia extraordinaria que aparece en el proceso de
canonización del hermano Alberto es esta: parece que él había hallado el modo de encontrar a Lenin
en Cracovia, que estaba en el exilio, y discutió con él sobre cuestiones como la siguiente: "La fuerza
de los pobres ¿está en su ira guiada y canalizada de manera oportuna o está en la caridad, la
solidaridad y el redescubrimiento del radicalismo cristiano?". Por lo tanto, ¿misericordia, o
revolución?
Pues bien, un joven cura, apenas ordenado sacerdote, que se llamaba Karol Wojtyla y que había
nacido apenas cuatro años después de la muerte del hermano Alberto Chmielowski, quiso dedicarle
una obra teatral. El drama intitulado "Hermano de nuestro Dios"7, escrito en 1949, que cuenta la
historia de Adam Chmielowski y de su encuentro con Lenin, señalado como "El Desconocido".
En primer lugar, el pintor "caritativo" padece, abatido, la acusación horrible que "El Desconocido"
le propina: la caridad solo sirve para mantener a la pobre gente en la indigencia, dejándola
"doblemente abatida; ¡doblemente: primero por la miseria y luego por la caridad!"." ¡ Esta no es la
vía justa!", -insiste el revolucionario-, "Eso no fortalece la inmensa ira colectiva, sino que la
descarga, la entorpece. Tú engañas a la gente; tu caridad sirve solo para dispersar la fuerza del
pueblo".
Más tarde él entra en el refugio y arenga a la gente de los dormitorios de la siguiente manera: "¡No
estén esperando de la caridad! La caridad los humilla. Ustedes no tienen necesidad de ella. Deben
entender que les pertenece absolutamente todo. Nada por gracia. La caridad es una sombra tiesa en la
que un misterioso e incomprendido ricachón trata de esconder su verdadero rostro. ¡Protéjanse de los
apóstoles de la caridad! Son enemigos de ustedes". Entre tanto, en un rincón, Adam, susurra muy
despacio, pero repetidamente como si en su corazón resonara el sentimiento de aquellos pobres:
"¡Prueba a ponerte en nuestro lugar!". Y, de hecho, una voz se eleva desde el coro de aquellos pobres
que echan afuera al orador: "Tú estás lejos de nosotros, y nosotros estamos lejos de ti". Y otra voz
insiste: "Mira, nosotros sabemos una sola cosa: quien vive con nosotros sabe todo de nosotros. ¡Los
otros no saben nada!". Al final, es el hermano Alberto quien explica al Desconocido dónde está su
error irreparable: "La miseria del hombre -le dice- es el bien más grande de todos los disponibles de
los que usted habla. Más grande que todos los bienes que el hombre pueda obtener con la fuerza de
su ira". Luego añade espléndidamente: "Estoy seguro, creo y sé, que el hombre debe obtener todos
los bienes. Todos. Incluso los más grandes. ¡Pero aquí la ira engaña, aquí es necesaria la caridad!".
Este diálogo puede parecer solo un fruto de la fantasía de un artista, sin muchas referencias
históricas, pero la realidad es mucho más profunda y compleja. De hecho, todas las palabras fueron
escritas por K. Wojtyla. Este ya de joven había empezado a imitar al hermano Alberto, al encontrar
en su ejemplo la fuerza para renunciar incluso a su pasión artística por el teatro, y "dar su alma"en el
camino del sacerdocio. Más adelante, siendo Papa, convirtió las reflexiones sobre la "revolución de
la caridad" -hechas en los años de juventud para interpretar la misión del fray pintor- para su
magisterio pontificio en verdad proclamada ante el rostro del mundo, en todas las naciones donde los
cristianos fueran tentados en confiar la liberación de los pobres ante la violencia revolucionaria.
Fruto maduro de esta intuición juvenil fue, precisamente, la encíclica Dives in misericordia, que san
Juan Pablo II brindó a la Iglesia y al mundo. Y si el hermano Alberto murió justo en la vigilia de
aquella revolución soviética que parecía defender el análisis social de Lenin, a tal punto de marcar
por décadas la historia del mundo, al final -por medio de las obras y del magisterio de san Juan
Pablo II- el mensaje del hermano Alberto habría triunfado sobre toda utopía marxista y leninista. No
fue al azar que el Pontífice haya decidido canonizarlo justo en aquel funesto 1989, que marcó el final
del régimen comunista.
CAPÍTULO XI
Un "padre" fuerte y misericordioso
Beato Tito Brandsma
Es para todos conocida la parábola del Padre misericordioso que recibe al hijo pródigo, miles de
veces relatada e interpretada en la historia cristiana. Aquí queremos dar un ejemplo que sucedió
históricamente, en el cual tal paternidad es acogida en el acto de una misericordiosa "regeneración"
de la creatura perdida, que se convierte justamente mientras mata a aquel que lo regenera.
Es la historia desconcertante del padre Tito Brandsma (1881-1942)8, carmelita holandés, deportado
y asesinado por los Nazis en el campo de Dachau. Tenía entonces 59 años; era profesor de Filosofía
y de "Historia de la Mística" en la Universidad Católica de Nimega, de la cual fue también Rector.
Ya en el año 1936, cuando todavía las noticias no eran tan difundidas ni muy certeras, colaboró en la
elaboración de un libro intitulado "Voces holandesas sobre el trato de los hebreos en Alemania", en
el que escribió: "Aquello que se hace ahora en contra de los hebreos es un acto de cobardía. Los
enemigos y los adversarios de aquel pueblo son verdaderamente mezquinos si creen que deben actuar
así, de manera inhumana, y si con eso piensan manifestar o aumentar la fuerza del pueblo alemán; eso
es sólo una ilusión de la debilidad".
En Alemania reaccionaron definiéndolo como "Un profesor maligno". Pero Brandsma, conociendo su
responsabilidad de educador, no desistió. En el año escolástico 1938-1939 ya ofrecía a sus
estudiantes los cursos sobre "funestas tendencias" del nacionalsocialismo, en los que enfrentaba
todas las tesis coyunturales: valor y dignidad de cada persona humana sana o enferma; igualdad y
bondad de cada raza; valor indestructible y primario de las leyes naturales, respeto a cada ideología;
presencia y guía de Dios en la historia humana contra cada mesianismo político y cada idolatría del
poder. Y sabía que entre sus oyentes también había espías del partido.
En el año 1941, explotó en Holanda la cuestión de la publicación en los diarios católicos de los
anuncios del "Movimiento Nacionalsocialista Holandés". La circular de P. Tito, en esa época
capellán eclesiástico de los titulares de los diarios católicos, no se hizo esperar: "En las direcciones
y redacciones sabemos que se deben rechazar formalmente tales comunicados, si quieren conservar
el carácter católico de sus diarios; y esto, aunque algún rechazo lleve al diario a ser amenazado, a
ser multado, a ser suspendido temporalmente o incluso definitivamente. No hay nada que hacer. Con
esto hemos llegado al límite. En el caso contrario, ya no deberán considerarse católicos... y no
deberán ni podrán contar con sus lectores y abonados católicos, y tendrán que terminar en el
deshonor".
Algunos meses después, el Prof. Brandsma fue arrestado y deportado al campo de Dachau, donde fue
sometido a todo tipo de torturas y extorsión. Y cuando fue necesario recuperarse en la sección
hospitalaria del campo, su suerte estaba echada. Lo que sucedió lo sabemos hoy por un testimonio
excepcional: justo el de la persona que lo mató y que luego se convirtió porque el recuerdo del P.
Tito nunca la abandonó. Ejercía como enfermera, pero obedecía, por miedo, las órdenes inhumanas
del oficial médico. Fue ella quien contó que el P. Tito "a su llegada a la enfermería estaba ya en la
lista de los muertos". Fue ella quien contó sobre los experimentos que se hacían con los enfermos, y
también con el P. Tito, y de cómo le quedaron grabadas, sin que ella lo quisiera, las palabras con las
que él soportaba los maltratos: "Padre, que no se haga mi voluntad, sino la tuya". Fue ella quien narró
cómo todos los enfermos la odiaban y la insultaban siempre con epítetos cada vez más escandalosos,
odio que ella cordialmente devolvía; y cómo se conmovía por aquel sacerdote anciano que, en
cambio, la trataba con la delicadeza y el respeto de un padre: "lina vez me tomó la mano y me dijo: '¡
Qué pobre joven eres, yo rezaré por ti!
Y a ella el prisionero le regaló su pobre corona de rosario, hecha de ramas y de madera, y cuando
ésta irritada rechazó aquel objeto que no le servía porque no sabía rezar, el P. Tito le dijo: "No es
necesario que digas todas las Ave María, di solamente: "Ruega por nosotros pecadores"". A ella,
aquel 25 de julio de 1942, el médico de guardia le dio la inyección de ácido fénico para que se la
inyectase en las venas al sacerdote. Era un gesto de rutina, la enfermera lo había hecho ya muchas
veces, pero la pobrecita recordará posteriormente "estar mal todo aquel día". La inyección fue
suministrada a las dos menos diez, y a las dos el P. Tito había muerto: "Estaba presente cuando
expiró... el doctor estaba sentado cerca de la cama con un estetoscopio para salvar las apariencias.
Cuando el corazón se detuvo, me dijo: "¡Este puerco está muerto! De sus carceleros, el P. Tito
siempre había dicho: "También ellos son hijos del buen Dios, y quizás aún queda en ellos algo
rescatable..." Y Dios le concedió justo este último milagro. El doctor del campo llamaba
sarcásticamente a aquella inyección de veneno "inyección de gracia". Y he aquí que, mientras la
enfermera se la inyectaba, por la intercesión del P. Tito, se infundía verdaderamente en ella la gracia
de Dios. Y la pobrecita, en el proceso canónico, explicó que el rostro de aquel anciano sacerdote le
había quedado grabado en la memoria para siempre, porque en él había leído algo que ella nunca
había conocido. Dijo simplemente: "¡Él tenía compasión de mí!", como Cristo.
CAPÍTULO XII
Una madre misericordiosa
Santa Juana Beretta Molla
Que el término "misericordia", en el origen bíblico, signifique el apego de la madre por el niño que
ha custodiado en su vientre, es cosa ya sabida. Y ciertamente son innumerables los ejemplos de
indestructible amor materno. Pero la misericordia se muestra sobre todo cuando, a la misma madre,
se le pide un amor "de-más", a menudo incomprendido por el resto. Este es el caso de santa Juana
Beretta Molla (1922-1962), mujer, esposa y madre, que ejercitaba la profesión médica y la vivía
apasionadamente.
"Belleza de nuestra misión. Todos en el mundo trabajamos, de alguna manera, al servicio de los
hombres. Nosotros trabajamos directamente con el hombre. Nuestro objeto de estudio y de trabajo es
el hombre que nos dice... "¡Ayúdame!", y espera de nuestra parte la plenitud de su existencia...
Nuestra misión no termina cuando la medicina no sirve más. Allí hay un alma para llevar a Dios. Allí
está Jesús que nos dice: 'Quien visita a un enfermo me visita a mí'. Misión sacerdotal: como el
sacerdote puede tocar a Jesús, así nosotros, los médicos, tocamos a Jesús en el cuerpo de nuestros
enfermos, pobres, jóvenes, ancianos y niños. Que Jesús se manifieste en medio nuestro. Que él
encuentre tantos médicos que se ofrezcan asímismos por él"9.
Pero si Juana alcanzaba verdaderamente a "tocar a Jesús" curando a sus enfermos y ofreciéndose por
ellos, era porque este mismo "tocar" la acompañaba continuamente en la familia. Durante su
noviazgo, escribía a su novio, Pedro, palabras vocacionalmente intensas que dejaban entrever la
santidad: "¡Pedro, podría decirte todo lo que siento por ti! Pero no soy capaz. Súpleme tú. El Señor
me ha querido bien. Tú eres el hombre que deseaba encontrar, pero no te niego que a veces me
pregunto: '¿Seré yo digna de él?'. Sí, de ti, Pedro, porque me siento una nada, incapaz de todo, que, a
pesar del inmenso deseo de hacerte feliz, temo no poder lograrlo. Entonces rezo así al Señor: 'Señor,
tú que ves mis sentimientos y mi buena voluntad, remédiame tú y ayúdame a ser una esposa y una
madre como tú quieres e incluso como Pedro lo desee'. ¿Está bien así Pedro?".
Estando próxima al matrimonio, ella escribe: "Con la ayuda y la bendición de Dios haremos de todo
para que nuestra nueva familia se convierta en un pequeño cenáculo, donde Jesús reine sobre todos
nuestros afectos, deseos y acciones. Pedro mío, faltan pocos días, y me siento muy conmovida al
acercarme a recibir el sacramento del amor. Nos convertimos en colaboradores de Dios en la
creación, podemos así darle hijos que lo amen y lo sirvan". Y el marido, después, recordará la
belleza de su experiencia conyugal, por la alegría de tres niños: "En casa eras siempre trabajadora:
no te recuerdo una sola vez sin hacer nada... A pesar de los compromisos de nuestra familia, has
querido continuar tu misión de médica en Mesero, Lombardía, sobre todo por el afecto y la caridad
que te unía a las jóvenes madres, a tus "viejos", a tus "enfermos crónicos"... Y tus propósitos, y tus
actos eran siempre coherentes con tu fe, con tu espíritu... con la caridad de tu juventud, con la plena
confianza en la Providencia y con tu espíritu de humildad. En cada circunstancia te reponías siempre
y te abandonabas a la voluntad del Señor.
Cada día, lo recuerdo, tenías siempre tu oración y meditación, tus coloquios con Dios, tu acción de
gracias por el don de nuestros maravillosos hijos. Y eras tan feliz".
Antes de hablar del misterioso drama del materno amor misericordioso, vivido por Juana, hemos
querido subrayar el hecho de que los cristianos están llamados a la santidad, es decir, a dejar que la
misericordia de Dios impregne las jornadas y la vida entera en todos los aspectos. Y hablamos de
"misericordia" por el hecho de que esta está siempre cuando el amor humano excede las medidas
dictadas por la norma, por las costumbres, por la conveniencia, por el mérito, hasta el punto de que
nos movemos siempre inmersos en el océano del amor misericordioso de Dios. Sin tener en cuenta
esta "divina inmersión", no se entendería de manera justa la experiencia de esta madre que dio la
propia vida para garantizar aquella que llevaba en su vientre. Fue el mismo marido quien explicó
cuidadosamente el sentido del don hecho por la mujer a toda la familia humana: "Aquello que Juana
ha realizado no lo ha hecho 'para ir al Paraíso'. Lo ha hecho porque se sentía una mamá... Para
comprender su decisión, no se puede olvidar, antes que nada, su profunda persuasión, como mamá y
como médico, de que la creatura que llevaba en sí era una creatura completa, con los mismos
derechos que los otros hijos, aunque haya sido concebida hacía apenas dos meses. Un don de Dios, al
cual se le debía un respeto sagrado. No se puede ni siquiera olvidar el gran amor que tenía por los
niños: los amaba más que cuanto se amaba a sí misma. Y no se puede olvidar su confianza en la
Providencia. Estaba convencida, como mujer, como madre de ser muy útil a mí y a nuestros hijos,
pero de ser, sobre todo, en aquel preciso momento, indispensable para la pequeña creatura que
estaba creciendo en ella...".
Así, plenamente consciente de que el último embarazo podía costarle la vida, a causa de un tumor en
el útero, Juana se decidió por una "inmolación meditada", como la definió el beato Pablo VI.
Al marido y al médico de cabecera, les dijo con energía: "No me salven a mi, sino al niño". Para
comprender bien el valor de su "elección", podemos escuchar la reflexión del marido, que compartía
su misma fe, la decisión de su mujer, pero no alcanzaba siquiera a pensar o hablar. "A mí -
testimoniará él seguidamente- me venía en mente con insistencia su pedido 'salvar el embarazo', y no
podía tener otro pensamiento. No me atrevía a hablar con mi mujer. Algún tiempo después, me dijo:
'Pedro, necesito que tú, que siempre fuiste tan amoroso conmigo, lo seas aún más en este periodo,
porque son meses un poco tremendos para mí'. Continuaba viéndola tranquila. Con el afecto
acostumbrado, se ocupaba de nuestros niños y de sus enfermos. Con el tiempo, un día me di cuenta de
que ponía en orden la casa con una particular atención. Que reordenaba los cajones, los armarios...
como si tuviera que hacer un largo viaje...".
Cierto también que Juana vivía sus angustias, y lo confesará en el lecho de muerte a su hermana:
“¡Sabés cuánto se sufre cuando se dejan los niños, todos pecjueños!
¿Qué cosa, entonces, la impulsó a aquella elección? Ciertamente la conciencia clara, sin sombra
alguna, de obediencia a Dios que dice: "¡No matar! Lo había dicho ella misma como médico, a una
joven que le pedía abortar: "¡No se juega con los niños!". Pero esta obediencia nacía de un
convencimiento para ella evidente: no se puede cuidar a tres niños, sacrificando a otro.
Finalmente, hemos llegado a la palabra decisiva, aquella palabra antigua que es la única luz que
podemos mirar verdaderamente, cuando la existencia parece tornarse oscura y difícil de descifrar: la
Providencia de Dios. Si no está la Providencia divina, la creatura debe agitarse, hacer sus cálculos,
hasta incluso matar con la convicción de mejorar la propia vida y la de los demás. Si hay humildad,
simplicidad, profunda fe en la Providencia
-aquella a la que Cristo ha dado un rostro filial y paterno-, entonces la razón del hombre continúa
percibiendo sus evidencias; "una reacción razonada", como ha escrito valientemente su marido. Y la
evidencia era que ella resultaba "necesaria" para los otros tres hijos, pero el niño que llevaba en su
vientre era "indispensable". Sin ella, Dios podría "proveer" a los otros niños, pero Dios no habría
podido siquiera "proveer" a aquel que ella llevaba en su vientre, si ella lo rechazaba. Por eso, en
ella, con el pasar de los meses, no aumentaba el sufrimiento, sino que se acrecentaba la ternura hacia
el pequeño que crecía dentro.
Volvamos al sufrido relato del marido: "Un mes y medio antes del nacimiento de nuestro hijo,
sucedió una cosa que me ha desconcertado. Tenía que salir para ir a la fábrica, y me había puesto ya
el sobretodo. Juana -todavía me parece verla- estaba apoyada en el mueble de la antesala de nuestra
casa. Se me acercó. Y no me dijo: "Sentémonos", "Quédate un momento", "Hablemos". Nada. Se me
acercó, así como cuando se dicen cosas difíciles, que pesan, pero que ya se han meditado bastante, y
sobre las cuales no se quiere "volver". 'Pedro -me dijo-, te ruego..., si se tuviera que decidir entre mi
vida y la del niño, decidan por el niño, no por mí. Te lo pido'". Se lo repetirá un poco antes del
parto. Así fue también el diálogo con una amiga: "Voy al hospital, pero no estoy segura si volveré.
Mi maternidad es muy difícil; tendrán que salvar a uno o a otro; yo quiero que el niño viva". "¡ Pero
tienes tres niños, preocúpate en vivir tú más bien!". "No, no... Quiero que viva el niño".
Se encontró con otra amiga en la peluquería y le dijo: "¡Reza, reza tú también! Durante este difícil
embarazo he estudiado y rezado por mi nueva creatura... ¡Reza para que esté preparada para cumplir
la voluntad de Dios!". Y Dios quiso que su pasión comience justo el Viernes Santo del año 1962.
Recuerda una hermana del hospital: "La encontré mientras subía las escaleras para ser recibida en la
sala de parto. Me dijo: 'Hermanita, aquí estoy, estoy aquí para morir', pero tenía una presencia buena
y serena. Y agregó: '¡Basta que le vaya bien al niño, por mí no hagan nada!"'.
Los dolores del parto duraron toda la noche; y el nacimiento fue a las once de la mañana del Sábado
Santo. Cuando Juana se despertó de la anestesia, le entregaron a la pequeña: "La miró por un largo
tiempo en silencio. La mantuvo a su lado con una ternura indecible. La arrulló suavemente sin decir
una palabra", contó su marido. Murió una semana después de una peritonitis séptica, sin que se
pudiera hacer nada para salvarla. En la capilla mortuoria donde fue puesto su cuerpo, el marido
mandó a cubrir la pared del fondo con un mosaico dorado: allí estaba dibujada Juana, ofreciendo a la
Virgen de Lourdes a su niña. Y una leyenda, en latín, extractado del libro del Apocalipsis, que dice
así: "¡Séfiel hasta la muerte!Aquella de Juana Beretta Molla fue, realmente una "fidelidad
misericordiosa" que, retomando la bella expresión del profeta Isaías, puede ser sintetizada así: fue
una madre que prefirió "olvidarse de sí misma", antes que olvidar -aunque sea por un solo instante-
la creatura que llevaba en el vientre y que solo ella podía salvar.
CAPÍTULO XIII
Una esposa toda misericordiosa
Beata Isabel Canori Mora
Hoy se habla de la misericordia como algo que se necesita en muchas familias heridas y muchos
cónyuges, sobrepasados por diferentes conflictos no pueden soportar más. Quizá, a lo mejor, se
requiere hablar, sobre todo, de la misericordia que los mismos cónyuges en crisis podrían
humildemente ejercitar desde el momento en que la familia comienza a vacilar. Aveces, para
salvarla, bastaría solamente con la misericordia pacientemente ejercitada por un solo miembro,
capaz de esperar y de amar con esperanza.
Tal fue el caso de Isabel Canori Mora (1774- 1825)10, que luán Paolo II -en 1994, Año Internacional
de la Familia- beatificó junto con Juana Beretta Molla, definiéndolas a ambas como "mujeres de
heroico amor". El matrimonio entre Isabel, de noble familia romana, y el joven y rico abogado,
Cristóforo Mora, parecía el comienzo seguro de una fábula. Él se decía deslumbrado por la belleza
de ella, tanto que juraba y perjuraba que nunca más buscaría a otra mujer, si ella se dignaba
aceptarlo. Y se inquietaba pensado que algo la podía ofuscar: su esposa no debía cansarse, ni hacer
ningún trabajo que la pudiera agotar. No admitía ni siquiera que cociera o bordara, para que no se le
endurecieran los dedos. Y era también un celoso obsesivo, tanto que le impedía a la esposa cualquier
contacto con los parientes.
Y he aquí que, después de pocos meses, a los celos obsesivos le siguió un frío glacial: se volvió
cada vez más distraído y ausente. Comenzó a faltar en la casa, a pasar las noches en otros lugares,
hasta que en la boca de la gente empezó a estar el comentario de que tenía una relación con una mujer
de baja condición y que lo estaba literalmente aniquilando. Al joven abogado el dinero parecía que
nunca le bastaba, las pérdidas en el juego se multiplicaban, hasta que se redujo al máximo. Por pagar
las abultadas deudas de Cristóforo, Isabel llegó a privarse de todas sus joyas, pero todo el dinero
parecía caer en un pozo sin fondo. Así, imposibilitados de mantener el hogar familiar al que estaban
acostumbrados, tuvieron que trasladarse a un pequeño departamento vecino a la rica residencia de
sus suegros. Con total desinterés del marido, Isabel tenía que mantenerse y proveer a sus hijos con el
trabajo de sus manos, y estaba cada vez más sola. Además, la atormentaban fuertes dolores
estomacales. Pero aquí inició su espléndida aventura mística.
De tal "aventura" se podría hacer una lectura fácil, hasta banal, que nos dejaría tranquilos: una mujer
traicionada por el marido, imposibilitada hasta para educar a sus hijos, gravemente enferma, privada
de todo afecto, sublima sus angustias construyéndose un mundo afectivo espiritual, intenso pero
ficticio. Para quien cree, en cambio, hay una explicación más simple y luminosa. Sabemos que el
matrimonio cristiano, con todos sus adornos de dones y de gracias, es un sacramento, es decir, un
medio, un signo de una realidad más grande y profunda. La realidad es la del amor de Jesús, Amante
y Amado, que abraza juntos a los dos cónyuges. Pero si uno de los dos está disminuido, ¿por qué
negarse a que él decida manifestarse como quien desde el fondo pasa al escenario en la realidad de
las "sagradas nupcias"?
Esto es lo que le pasó a Isabel: había recibido sacramentalmente, es decir, como signo, a su esposo,
que después la rechazó y traicionó. Entonces, el verdadero Esposo, el Único, decidió retomar el
lugar que le esperaba, y quiso hacerlo también "de manera sensible", es decir, con algunas
manifestaciones extraordinarias de su presencia. Pero fue bien notable: ciertas experiencias místicas,
vividas por los santos, son únicas y extraordinarias, pero, como dice el Catecismo de la Iglesia
Católica, Dios "se las concede solamente a algunos para manifestar así el don gratuito hecho a todos"
(n. 2014), es decir, la gracia ordinaria es concedida a todos los matrimonios sacramentales. De
hecho, cada cónyuge cristiano debe, antes o después -parte en el sufrimiento, parte en la alegría-,
aprender la distancia que hay, con la medida del amor, entre la creatura y el Creador.
La vita mística de Isabel fue, entonces, rica en oración, en visiones, en irresistible transporte
amoroso: ella vivía sus jornadas en total unión con el Señor, comenzaba desde la mañana muy
temprano, cuando iba a la Santa Misa, y recibía, cada día, la comunión; el resto del tiempo lo
dedicaba al cuidado de las niñas, las labores domésticas y la oración. Cristóforo no se hacía ver casi
nunca, regresaba a la noche muy tarde, e Isabel estaba siempre allí, despierta, esperándolo: había
decidido no discutir nunca con él y solo dirigirle palabras buenas y algunas exhortaciones para que
cambie de vida. En el tiempo libre que le quedaba, se dedicaba a las tradicionales "obras de
misericordia": con el permiso de la suegra, la única que la comprendía y sostenía, recogía para los
pobres la comida que quedaba en las cocinas, iba a los hospitales a visitar a los enfermos, no
rechazaba las tareas más humildes y hasta repugnantes.
Por su comportamiento inmoral, Cristóforo fue denunciado por sus hermanas, que querían
garantizarse la herencia familiar, y corrió el riesgo de ir preso; pero logró evitarlo prometiendo
rever su conducta. Por eso, regresó con su familia pero aún más alterado que antes, hasta llegar al
punto de querer matar a su mujer. Contará posteriormente que, cada vez más, sentía una fuerza
superior que le sostenía el brazo. Todos aconsejaban a Isabel dejar la casa y esconderse en algún
lugar, pero ella no quería. Y los mismos parientes no podían entender cómo hacía para quedarse sola
a la noche, con su marido, que la amenazaba de muerte. Isabel había consultado al respecto a su
Señor Jesús, y obtuvo la siguiente respuesta: "que no debía abandonar a estas tres personas, es decir,
las dos hijas y el marido, porque por medio mío los quería salvar". Hasta el confesor, dado el riesgo
por el que estaba pasando, le sugirió separarse del marido, pero ella respondió: "Yo antepongo la
salvación de estas tres personas a mi provecho espiritual". Y lo tranquilizó contándole que se dormía
orando como una niña: "Mi espíritu reposaba dulcemente en los brazos del Señor, y un rayo de luz
me rodeaba y me sentía segura en aquel reposo".
Lo más increíble del relato no es la mención sobre el rayo de luz que la protegían, sino el hecho de
dos almas en un estrecho contacto conyugal: una, inmersa en las amenazantes tinieblas del vicio, y la
otra, inmersa en la luz protectora de su esponsal amistad con Cristo. Y no se trata de dos historias
que se oponían y se suprimían, sino de un misterioso enlace. Así la vida de Isabel transcurría en
recíproca serenidad -entre trabajo, oración y niñas-, todo hilvanado por momentos de gracia en los
cuales Jesús le ilustraba, con visiones simbólicas, las más bellas verdades de fe. Y a medida que las
hijas crecían, su manutención y comportamiento comenzaron a darle algunas preocupaciones. Jesús le
dijo: "No temas, desde hoy en adelante vendré yo en persona a ser el padre de la casa; y también, de
aquí en adelante no sólo tendrás lo necesario para ti y tu familia sino también sobreabundancia". Y
así, por el transcurso de circunstancias extraordinarias, aquella casa que no podía convertirse en una
"Iglesia doméstica" a causa de las ausencias del marido mujeriego y derrochador, se tornó en una
"Iglesia verdadera y propia" por la intervención del Esposo celeste, que había decidido sustituir
personalmente al cónyuge transgresor. Y los milagros fueron innumerables.
Mientras tanto, Isabel se inscribió en la Tercera Orden de los Trinitarios -una antigua Orden nacida
para la liberación de los cristianos llevados a la esclavitud-, y su espiritualidad traía una creciente
pasión por los más pobres y desamparados. La salvación de todos se convirtió en ella en un gran
deseo, y por eso pedía siempre con mayor insistencia la salvación del marido, que continuaba
viviendo con su amante. Un día en que las hijas, desesperadas, deseaban el castigo divino para
aquella mujer que le había quitado a su padre, Isabel intervino "con fuerza y energía", explicando a
las jóvenes que ella "rezaba siempre al Señor diciéndole que deseaba tener a su lado en el Paraíso a
aquella mujer que había trastornado a su marido y que le había provocado tanto daño". Al marido le
deseaba, en cambio, un extraño augurio, y le decía: "Vendrá también para ti la noche de Navidad",
como si la culpa del pobrecito fuese solamente aquella de no estar alcanzado por la ternura de la
Encarnación. Desde hacía más de un año, ella había previsto el día exacto de la propia muerte; es
más, Dios ya le había hecho pregustar cada momento en visiones, y lo relataba así: "Me parecía
expirar entre los brazos de Jesús y de María, gozando un paraíso de alegría". Cuando se acercó el
fatídico día, le dijo a sus hijas: "Las dejo para ir hacia su padre, Jesús Nazareno", después las
exhortó a que respetaran siempre al papá y a que lo ayudaran siempre.
Murió en la fecha prevista, cerca de las dos de la madrugada, habiendo cumplido apenas 50 años de
edad. Cuando Cristóforo regresó a su casa, eran aproximadamente las cuatro de la mañana, y no
podía creer que Isabel ya no viviera más. Se quedó allí, apoyado en la pared llorando como
atontado. Desde aquel día, ya no fue el mismo. No le había dicho a nadie, pero poco tiempo antes de
que expirase Isabel, también había muerto la amante entre sus brazos. Había cambiado: finalmente
mostró interés por todo aquello que hasta entonces había despreciado. No se fijaba más en su
elegancia y su ropa, pasaba largas horas en la Iglesia y, llorando, hacía girar entre sus manos un viejo
sombrero. Se puede decir que oraba con el sombrero sobre el rostro. El hecho es que, en la parte
interna del sombrero, había pegado un retrato de Isabel y continuaba mirándolo y lloraba. Decía que
"la había hecho santa con sus locuras".
Pasaron nueve años de la muerte de Isabel, y se difundió en Roma una noticia inesperada: en la
Orden de los Hermanos Menores Conventuales celebraba la primera Misa, un cierto P. Antonio,
ordenado sacerdote excepcionalmente a los 61 años de edad, después de que, a esa edad, había
completado todos los estudios de teología. El nombre Antonio era el asumido en la vida religiosa,
pero en el mundo se lo conocía como "el abogado Cristóforo Mora". Según la promesa de Isabel,
finalmente también él tuvo "su propia noche de Navidad". Y, después de once años de
remordimientos, oraciones y penitencias transcurridas en el convento, murió con la fama de santidad.
Resumamos la enseñanza que todo este relato nos transmite. La misericordia, de la cual la familia
tenía necesidad, es la de entender que en un matrimonio cristiano todo es sacramento: el amor que los
dos cónyuges alcanzan a comunicarse es la parte bella del sacramento (del "signo sagrado"); el amor
que un cónyuge no quiere o no alcanza a dar (con las penas que le secundan) debe convertirse en la
parte virginal del sacramento (del "signo sagrado"), aquella que se encamina directamente hacia
Cristo e invoca su presencia. Aunque solo uno de los cónyuges toma conciencia, la vida se llena de
misericordia y puede llenarse de milagros.
CAPÍTULO XIV
Una hija misericordiosa
Beata Laura Vicuña
Hay un tipo de "misericordia" muy particular que solo "los pequeños santos" pueden ejercer con los
adultos: ¡la misericordia hacia los propios padres! La pequeña Laura Vicuña (1891- 1904)11 -santa
a los 12 años de edad- es una clara demostración.
Nació en Santiago de Chile, pero como su familia era perseguida políticamente, tuvieron que huir
hacia la frontera con la Argentina. Con la muerte prematura de su papá, su mamá quedó privada de
todo apoyo, en una tierra hostil, y acabó por encomendarse a un rico terrateniente, don Manuel Mora,
conocido por ser violento y pendenciero, amante del juego, orgulloso de alardear delante de sus
amigos con caballos y mujeres. Lo llamaban "el gaucho malo", pues trataba a peones y mujeres como
sus esclavos. Había echado de su casa a su última amante, después de haberla marcado a fuego, con
un hierro candente que empleaba para marcar el ganado: "¡Así todos sabrán cjue eres mía!", le había
gritado por atrás. Y se había encaprichado con Doña Mercedes, que todavía era juvenil y ciertamente
más refinada que las mujeres con las que solía tratar.
Particularmente doloroso, pero fue su crecimiento interior que la llevó a comprender la situación de
la pobre de su mamá. Un día en que las monjas hablaban a las chicas sobre la belleza del matrimonio
cristiano, a Laura se le abrieron los ojos de la mente y del corazón: entendió la ruina en la cual su
mamá había caído, quien se había perdido a sí misma en el intento de asegurar a sus hijas los bienes
materiales. El dolor fue tal que la niña se desmayó en clase. Había comprendido de golpe de dónde
provenía el dinero que las mantenía, de quién eran los regalos numerosos que la mamá llevaba, sobre
todo perfumes y objetos de toilette que Laura siempre distribuía entre sus compañeras, y la elegancia
que la madre demostraba cuando llegaba al colegio con mantillas de seda. En las primeras
vacaciones de verano, que en la Argentina comenzaban el primer día de enero, Laura tuvo que volver
a la hacienda, y la comprensión se volvió aún más atormentadora: sentía extraña aquella casa grande
y rica que le daba miedo. Entendió porqué el rezo no era bien visto allí y la mamá recomendaba a las
niñas que no se mostraran rezando delante de Mora. Entendió qué pretendía don Manuel cuando
gritaba que "¡no quería santulonas en su casa!". Comprendió también porqué la mamá ya no quería
orar con sus niñas, y casi se avergonzaba de haberse convertido en la amante de un aventurero.
Cuando Laura pudo finalmente volver "a su paraíso", el pobre colegio, las monjas se enteraron de
que la pequeña tenía por dentro una pena que nadie lograba curarle. Pero también tenía un objetivo
que alcanzar, hacia el cual canalizaba toda su esperanza infantil. Y era una esperanza tan "intensa",
que las hermanas le concedieron anticipar el día de su primera comunión, aunque tuviera tan solo
diez años de edad. Y luego contarían lo siguiente: "Cuando la niña supo la bella noticia que había
deseado tanto, una sombra oscureció su rostro, y lloró. "¿Lloras, Laura? -preguntó afectuosamente la
directora-. ¿No estás contenta?". “Oh, sí, estoy contenta -balbuceó la niña enjugándose las lágrimas
que le surcaban las mejillas-, pero pienso en mi mamá. ¡Pobre mamá!"". Se había dado cuenta de
que, desde hacía un tiempo, doña Mercedes no se acercaba a los sacramentos, y anticipó el ulterior
desgarro comprobado aquel gran día, cuando ella no había podido comunicarse con su hija. De esta
forma, fue cómo la pequeña encontró a Jesús por primera vez, mientras la mamá se mantenía aparte,
sufriendo con la cabeza inclinada, con una extraña luminosidad en los ojos y en el corazón. A partir
de aquel día, de ser una alumna simple, buena y dócil, Laura se convirtió en una niña en búsqueda de
la santidad. Parecía intuir que estaba yendo al encuentro de las pruebas más decisivas.
A fines de 1901, llegaron "las terribles vacaciones" por las que, según la costumbre, ella debía pasar
el tiempo en familia. La situación de doña Mercedes era ahora aún más penosa. Don Manuel no sólo
no tenía ninguna intención de desposarla, sino que además la maltrataba para recordarle que era
solamente una sirvienta; pero ya se decía por ahí que él pagaba la cuota del colegio de sus hijas sólo
para procurarse una amante nueva y más joven.
Laura crecía y se hacía bella, aunque todavía no había cumplido los 11 años de edad, y el patrón
tenía prisa. Este comenzó a buscar cualquier pretexto para estar solo con la muchacha. Cuando llegó
el tiempo de la gran fiesta, en ocasión de la esquila del rebaño y de la marcación del ganados con
fuego, don Manuel pretendió bailar con Laura, contando con el candor de la niña y con sus propias
dotes de seductor. Recibió un rechazo que se repitió otras veces durante la velada. Irritado, Mora
pretendió que doña Mercedes obligara a su hija a aceptarlo. Como no obtuvo respuesta mandó que
ataran a la madre a un palo en que solía amarrar su yegua, y la azotó. Para Laura fue un golpe a su
corazón ver hasta qué punto su mamá estaba esclavizada. Luego también se sintió expulsada
violentamente fuera de casa, en el frío helado de la noche andina. Y pasó así la noche, refugiándose
en la casilla del perro, con el alma llena de horror. Regresó al colegio como "pobre", porque el
patrón ahora rechazaba pagarle la cuota, y Laura se decidió a "donar" literalmente su vida, con esa
lógica tan rápida que solo los niños a veces tienen, tanto que solo Dios podía entenderla.
Sucedió en abril de 1902, un par de meses después de la "terrible noche", que mencionamos. En la
iglesia, mientras el cura leía la parábola del Buen Pastor, Laura escuchaba con atención las palabras
de Jesús: "¡El Buen Pastor da la vida por sus ovejas!No pensó en que ella podría ser el pastor
misericordioso, o que la madre pudiera ser la oveja perdida, pero su conclusión lógica fue
igualmente inexorable: le tocaba a ella dar la vida por su mamá. Corrió hacia donde estaba su
confesor para solicitar el permiso de ofrecer su vida al Sagrado Corazón por su mamá: lo consiguió,
se echó a los pies del tabernáculo e hizo su ofrenda. Continuó luego viviendo en paz, pero atenta para
ofrecer a Jesús y a María toda la ternura de la que era capaz: tenía una atención muy amable con las
estudiantes más pequeñas, a las que asistía para mantenerse ocupada, y era obediente en todo con las
maestras.
Después, la directora de la escuela revelaría que la jovencita vivía interiormente una verdadera vida
mística y, en el proceso canónico, refirió la siguiente "ingenua expresión" de Laura: "Me parece que
Dios mismo me conserva el recuerdo de su Divina Presencia, porque cualquier cosa que haga y en
cualquier lugar que me encuentre, siento que él me sigue como un buen padre, me ayuda y me
consuela". Y no parece cierta la expresión de una niña de 10 años, referida por su confesor: "Para mí
rezar o trabajar son la misma cosa; es lo mismo trabajar o jugar, rezar o dormir. Haciendo eso que
me mandan, hago eso que Dios quiere que yo haga, y es esto mismo lo que yo quiero hacer; esta es mi
mejor oración". El 24 de mayo de 1903, fiesta de la coronación de María Auxiliadora, las niñas se
comprometieron para representar un bonito cuadro artístico, y Laura, que debía leer su composición -
cosa que conmovió a todos los presentes- fue puesta muy cerca de la estatua de la Virgen. La mamá
asistió: estaba en la platea durante la representación sacra. Descendiendo del escenario, la niña le
confió a su maestra lo siguiente: "Mientras tenía la cabeza apoyada en la mano de mi Madre celeste,
he renovado el ofrecimiento de mi vida ahora de manera más ferviente. Lo he hecho mirando a mi
pobre mamá c\ue estaba en frente de mí. Fui escuchada, ya lo verá, el corazón me lo dice".
El 16 de julio de 1903 -durante un invierno particularmente frío y lluvioso-, todo el colegio quedó
destrozado por una terrible inundación, y tuvieron que poner a salvo a las chicas en una suerte de
barcaza. Laura, que desde hacía algún tiempo sentía que su salud declinaba, huyó de esa triste
aventura con un dolor en el pecho que se hacía cada vez más insistente. Empeoró inevitablemente,
pero asombraba a todos con su serenidad. A quien le hacía preguntas, ella respondía de manera
invariable: "¡Estoy un poco mejor, gracias!", pero su jaculatoria preferida era siempre la misma:
"¡Virgen del Carmen, llévame al Cielo!Parecía que esperaba que se cumpliera una promesa. Dado
que el estado de salud era preocupante, debieron llevarla a la estancia, donde don Manuel Mora la
recibió fríamente, con cierta ironía. Después de algunos meses, Laura estaba tan desmejorada que
doña Mercedes, para alejar a la muchacha de la odiosa estancia, decidió alquilar una vivienda muy
humilde de dos ambientes, hecha de paja y barro, a muy poca distancia de su amado colegio. Así
Laura pudo retomar las clases de manera esporádica, lo cual bastó para concluir el año y reanudar su
relación con sus amigas más queridas. Don Mora se alejó. Pero la tormenta estalló en enero de 1904,
al principio de las vacaciones de verano. En ese momento, el hombre se presentó furioso en el
mísero cuchitril donde vivían, para arrastrar afuera a "sus mujeres", pretendiendo pasar la noche allí.
Afiebrada, Laura se levantó de su pobre cama, toda aterida de frío en su camisón: "Si él se queda, me
voy a mi colegio", dijo con intrepidez. Y se marchó fatigada. Entonces se vio al soberbio señorón
precipitarse sobre la pobre niña desarmada, arrastrarla del cabello y llenarla de insultos y de golpes
violentos. Solo la intervención de los pueblerinos logró arrancársela de las manos. Para Laura ese
fue el golpe de gracia, y todos intuyeron que era solo cuestión de días.
El 22 de enero, recibió la Unción de los enfermos. Luego pidió hablar en secreto por última vez con
su confesor: tenía un permiso especial que solicitar. Y fue en presencia del sacerdote que la pequeña
decidió revelar a su madre su doloroso secreto: "Mamá -le dijo-, yo muero. Se lo he pedido yo
misma a Jesús... Hace casi dos años que le he ofrecido mi vida por ti, por tu conversión, para que tú
vuelvas a él. ¿Me darás la alegría de verte arrepentida, antes de morir?". Entretanto, esta estaba de
rodillas, llorando junto a la cama de su niña. La revelación la había herido hasta el fondo del alma,
aunque ya lo había adivinado hacía tiempo. Solo tuvo fuerzas para decirle: "Te juro que haré eso que
me pides... Estoy arrepentida, y Dios es testigo de mi promesa". Y, de hecho, ella se mantuvo,
resistiendo durante años a todas las presiones y las persecuciones de Mora, mientras trataba de
reconstruir una existencia decorosa.
Al tañir de las campanas del Angelus de la noche del 22 de enero de 1904, Laura, consciente de
haber completado su misión, después de haber besado y rebesado su crucifijo, expiró mientras decía:
"¡Gracias, Jesús! ¡Gracias, María! Ahora muero contenta". Las compañeras se enteraron, también la
gente del pueblo. Y todos se decían: "¡Se murió la santita!". Durante el funeral, vieron cómo la mamá
se inclinaba, arrepentida y temblorosa, ante los sacramentos. Y quien conocía todas las desdichas
por las que la pequeña había pasado, la invocó: "Laura, virgen y mártir", mientras la mamá -
recordando lo que su hija había padecido- asentía entre lágrimas y decía: "Sí, virgen. Y mártir por
mí".
CAPÍTULO XV
María, Madre de misericordia
La misericordia es "el atributo más estupendo del Creador y del Redentor", ha dicho Juan Pablo II en
su espléndida encíclica Dives in misericordia (n. 13), y nadie sobre la tierra lo ha experimentado de
forma tan radical y sobrecogedora como le ocurrió a María Santísima.
Cuando el Antiguo Testamento emplea este término "materno", se refiere siempre a la ternura
visceral de Dios por sus creaturas, pero no se pretende decir que una creatura humana pudiera "tener
misericordia de Dios". Esta idea se revirtió con la Encarnación, cuando la misericordia de Dios
hacia el hombre se manifestó con el hecho de conceder a una creatura humana ser su propia Madre y,
luego, tener por ella una atracción, en sentido físico, visceral, es decir, "misericordiosa". Pero eso
no sería posible si Dios no fuese estable para siempre, en sí mismo, aun siendo "Hijo". Dios no
hubiera podido recibir en la tierra esta materna misericordia, si no fuese porque en el Cielo ya
existía, desde toda la eternidad, la Persona Divina del Hijo. Así, en el icono navideño de la Madre -
que ha podido estrechar entre sus brazos y de manera impensable al Hijo divino devenido en hijo de
hombre- se reveló el "misterio escondido por siglos": el Padre, rico en misericordia, envió a su
propio Hijo a la creación hecha por él y en él. Como ha escrito el papa Francisco en Miserico- diae
Vultus: "Elegida para ser la Madre del Hijo de Dios, María estuvo preparada desde siempre para ser
Arca de la Alianza entre Dios y los hombres. Custodió en su corazón la divina misericordia en
perfecta sintonía con su Hijo Jesús" (n. 24).
Por consiguiente, llamar a María "Madre de la misericordia" significa exactamente decir que ella
conoce como ningún otro, desde lo humano y de manera visceral, el misterio de la "filiación de Dios"
y de las "entrañas del Padre", que contienen también la promesa, dirigida a nosotros, de convertirnos
a todos en "hijos en el Hijo". En la Navidad, por ende, María tiene entre sus brazos toda la
misericordia de Dios, aunque a ella se la revele plenamente solo en el Misterio Pascual. Recordemos
la bella meditación de Juan Pablo II en Dives in Misericordia:
Pero ¿cómo se reunieron en ella los dos fíat, las dos experiencias de misericordia, la de la Navidad y
la de Pascua? Contemplémosla en el Calvario, a los pies de la cruz, donde clavaron a su Hijo: los
discípulos habían huido, y solo quedaban algunas mujeres fieles y enamoradas y Juan, el discípulo
predilecto de Jesús. Ciertamente, incluso María fue envuelta por las tinieblas que oscurecían al
mundo: las atroces torturas del Hijo le lastimaban el corazón, pero su alma estaba herida por el
inexplicable silencio del Cielo. Ella conocía el misterio de la concepción de Jesús: sabía que él
tenía derecho a llamar Padre a Dios, sabía que un reino sin fin le estaba prometido. Pero allí, sobre
la cruz, el Hijo parecía orar inútilmente. Jesús decía: "¡Dios mío, Dios mío, por qué me has
abandonado...!", y María sabía que se trataba de un Salmo. Podía, incluso, acompañarse con
palabras, pero se estremecía con solo pensar en aquellos versos que seguían inmediatamente
después: "Tú, Señor, me sacaste del seno materno, me confiaste al regazo de mi madre; a ti fui
entregado desde mi nacimiento, desde el seno de mi madre, tú eres mi Dios. No te quedes lejos,
porque acecha el peligro y no hay nadie para socorrerme" (Sal 22, 10-12).
¡ María sabía hasta qué punto todas esas palabras eran verdad, una por una, literalmente verdaderas!
Ella estaba allí para testimoniarlo con el milagro de su virginidad permanente. Ella era la Madre que
había ofrecido su seno a Dios. Pero Dios Padre callaba. Solo un instante antes de gritar que "todo
estaba cumplido" y de encomendarse al Padre con el último ímpetu de su filiación, Jesús mismo le
develó el misterio: el Padre del Cielo ofrecía al Hijo "para la salvación de todos". Por amor lo
envió a las manos de los pecadores; lo cual el Hijo no solo lo consintió libremente, sino que además
deseó que la Madre en la tierra también consintiera aquel intercambio dulce y terrible.
Ahora más que nunca, María comprendió que ella era parte de aquel intercambio: su consentimiento
inmaculado y la gracia que siempre la había colmado eran fruto de aquella sangre derramada por el
Hijo. Y ella, por primera vez, sintió, con todo su ser, que verdaderamente era "hija de su Hijo",
hecha para él, redimida por él. "Jesús, pues, viendo allí a la Madre y, junto a ella, al discípulo al que
amaba, dijo: '¡Mujer, he aquí a tu hijo!'. Después dijo al discípulo: '¡He aquí a tu Madre!"'. Y desde
aquel momento, María, aceptó con pasión, la que genera el cariño por un nuevo nacimiento, hacer de
Madre de "su hijo Juan", y de todos los creyentes que él representaba. Como dice el Catecismo de la
Iglesia Católica: "Al pie de la cruz, María es escuchada como la Mujer, la nueva Eva, la verdadera
'madre de los que viven'" (n. 2618). Y, a partir de ese momento, la Iglesia supo que tenía una Madre,
y María supo que tenía una innumerable cantidad de hijos que la invocarían por siempre: "Salve,
Madre de misericordia: vida, dulzura y esperanza nuestra"
NOTAS
1 Diario. La misericordia divina nélla mia anima, LEV, Ciudad del Vaticano 2007. A esta edición se
refieren las indicaciones de las páginas citadas en el texto.
2 S. Teresa del B. G., Opere Complete, LEV, Ciudad del Vaticano 2009. 19
3 Cura de Ars, Scritti scelti, Cittá Nova, Roma 1976, p. 72. Para las otras citaciones, cfr. Nodet, Le
curé d’Ars. Sa pensée - Son cceur, Xavier Mappus, París 1995, pp. 5, 130, 128.
4 Para toda la documentación, cfr. P. E. Bernardi, Leopoldo Mandic. Santo della ñconciliazione,
Cappuccini di Padova, 1983.
5 Citado por Juan Pablo II en la Homilía por los 250 años de la canonización (27 de septiembre de
1987).
7 Fratello del nostro Dio, LEV, Ciudad del Vaticano 1982. En 1997 el director Krzysztof Zanussi
llevó esta historia a una película.
8 Para toda la documentación, cfr. F. Millán Romeral, II coraggio della verita. II Beato Tito
Brandsma, Ancora, Milán, 2012.
9 Para toda la documentación, cfr. P. Molla-E. Guerriero, La beata Gianna Beretta Molla riel
rocordo del marito, San Paolo, Cinisello Balsamo, 1995.
10 Para toda la documentación, cfr. P. Redi, Elisabetta Canori Mora. Un amore fedele tra le mura di
casa, Cittá Nova, Roma 1994.
11 Para toda la documentación, cfr. Miela Fagiolo D'Attilia, Laurita delle Ande, Paoline, Milán
2004.