El Sacro Imperio

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Barbara Stollberg-Rilinger

EL SACRO
IMPERIO
ROMANO-
GERMÁNICO
Una historia concisa

Traducción del alemán


Carlos Fortea
Índice

I. ¿Qué fue el «Sacro Imperio Romano-Germánico»? ... 9

II. Un cuerpo hecho de cabeza y miembros .................. 17

III. La fase de la consolidación institucional


(1495-1521) ............................................................... 43

IV. El desafío de la Reforma (1521-1555) ..................... 59

V. De la consolidación a la crisis de las instituciones


imperiales (1555-1618) .............................................. 75

VI. Guerra de los Treinta Años y Paz de Westfalia


(1618-1648) ............................................................... 87

VII. El ordenamiento de Westfalia y el nuevo ascenso


del Imperio (1648-1740) ............................................ 103

VIII. La era de la polarización política (1740-1790) ....... 117

IX. El final del Imperio (1790-1806) .............................. 129

Una vez más: ¿qué fue el viejo Imperio? .............................. 137

Emperadores de la Alta Edad Moderna ....................................... 143


Bibliografía ............................................................................. 145
Sobre la autora ........................................................................ 155
I
¿QUÉ FUE EL «SACRO IMPERIO
ROMANO-GERMÁNICO»?

E l 6 de agosto de 1806, el emperador Francisco II depuso la


corona imperial y declaró disuelto «el vínculo que hasta
ahora nos ha unido al cuerpo estatal del Imperio Alemán». Poco
antes, el 1 de agosto, dieciséis antiguos miembros del Imperio
habían declarado su salida del mismo, alegando que «el vínculo que
hasta ahora debía unir a los distintos miembros del cuerpo estatal
alemán», «estaba de hecho ya disuelto».
¿Qué clase de asociación política era esa que se disolvía por
sí misma? En cualquier caso, una estructura que hoy se nos ha
vuelto muy ajena, apenas presente en la conciencia histórica de
los alemanes. Si la miramos con más atención, tenía un carácter
ambiguo: por una parte «romano», por otra parte «alemán», por
una parte muy medieval en sus rasgos fundamentales, por otra
con efectos que duran hasta hoy, algunos dicen incluso que casi
moderna. En cualquier caso, no es fácil definir aquel Imperio; se
sustrae a las modernas categorías constitucionales. No era un Es-
tado en el sentido actual de la palabra, pero tampoco una asocia-
ción de Estados. No tenía una constitución sistemática escrita; no
conocía la igualdad ante la Ley, ni siquiera como ideal, ni tenía
un derecho de ciudadanía; no tenía un territorio definido con
fronteras fijas; no poseía un supremo poder soberano, ni disponía
de un ejecutivo central, una burocracia, un ejército permanente,
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etc... En otras palabras, carecía de casi todo lo que caracteriza a


un Estado moderno.Todas esas categorías conducen a error. Si se
quiere entender el viejo Imperio, hay que describir su evolución
histórica, y no se le puede medir retrospectivamente con escalas
que hasta el final le fueron ajenas.
Más bien, el Imperio fue una estructura que creció de ma-
nera progresiva a lo largo de los siglos de la Edad Media, una
alianza de integración laxa de miembros muy distintos, some-
tidos a una cabeza común, el Emperador, con el que guardaban
una relación de lealtad personal. A lo largo de la Edad Media, la
cohesión de esa alianza disminuyó más que aumentó. En torno
al paso a la Edad Moderna, es decir, alrededor de 1500, la alianza
adoptó nuevas formas y conformó estructuras institucionales más
sólidas, que a pesar de notables tensiones y guerras internas
aguantaron tres siglos, pero que aun así al final no pudieron im-
pedir que el Imperio se autodisolviera bajo la influencia de la
Revolución Francesa.
El fin poco glorioso de este Imperio ha marcado de forma
esencial su percepción por parte de la posteridad. En el siglo xix,
el gran siglo de la historiografía alemana, de signo prusiano y
protestante y completamente al servicio de la creación de una
identidad nacional, el Imperio de la Alta y Baja Edad Media apa-
recía solo como la gran era gloriosa en la que los reyes alemanes
dominaban como emperadores, con aspiraciones de gran poten-
cia. En cambio, todo lo que vino después de la gran época de los
emperadores Staufer aparecía como continuada decadencia,
como progresiva descomposición del (supuesto) poder imperial
en favor de los distintos estados, como pérdida de la (supuesta)
unidad nacional anterior. Esto se aplicaba especialmente al prin-
cipio de la Edad Moderna, y especialmente a la época subsi-
guiente a la Paz de Westfalia, cuando el Imperio había caído bajo
el control del «enemigo ancestral francés», se había convertido
en «juguete de las potencias occidentales» y se había disgregado en
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«microestados»... una evolución aparentemente lineal, que bajo la


influencia de Napoleón terminó conduciendo a la ruina. Final-
mente no fue el Imperio, sino que fueron sus antiguos miembros,
por una parte Brandeburgo-Prusia, por otra Austria, los núcleos
de cristalización en torno a los cuales se desarrollaron estados
modernos en el siglo xix. Hacia ellos se orientó cada historiogra-
fía nacional; a ellos les proporcionó la correspondiente historia
de origen y de éxito. Pero, mientras la historia del antiguo Impe-
rio se podía integrar relativamente bien en la historia austriaca
—al fin y al cabo, casi todos los emperadores de la Edad Moder-
na habían sido Habsburgos—, en Alemania no era ese el caso: allí
había que construir una línea histórica nacional que fuera del
imperio medieval, pasando por la ascensión de Brandebur-
go-Prusia, al nuevo imperio prusiano y pequeñogermánico de
Bismarck. Con eso, la historia de los albores del Imperio quedó
casi completamente debajo de la mesa... lo que hoy repercute en
la cultura alemana de la memoria.
Solo desde los años 60 ha dado comienzo una revisión de la
minusvaloración nacional del viejo Imperio, al empezar la con-
frontación historiográfica con la catástrofe de la hegemonía ale-
mana. Aquella nueva orientación benefició al viejo Imperio de
principios de la Edad Moderna, porque se ofrecía como una
tradición histórica genuinamente alemana, pero carente de car-
gas, y resultaba posible enlazarla con la idea de Europa que estaba
desarrollándose. Además, el cambio de perspectiva se vio impul-
sado por el hecho de que el antiguo punto de vista dominante,
de corte protestante-prusiano, se vio reemplazado por una pers-
pectiva más bien católica, meridional y occidental. Sea como
fuere: el péndulo osciló hacia el otro lado.Todo lo que antaño se
había considerado una debilidad aparecía ahora como ventaja. La
insuficiencia política del Imperio se convirtió de pronto en vir-
tud. Los unos veían en el Imperio, con sus estructuras federales,
un modelo para Europa como un todo. Otros veían en él un
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objeto de identificación nacional carente de la carga de los extra-


víos hegemónicos: una Alemania grande y pacífica en el corazón
de Europa, que no era expansionista, sino que ejercía una in-
fluencia más bien igualadora sobre los Estados vecinos. En aquel
momento, también se ofrecía a la nueva República de Berlín una
tradición de la que se creía poder sentirse orgullosa y con la con-
ciencia limpia, sin atraer la desconfianza de una Europa unida.
El presente libro trata de evitar semejante puesta al servicio
político y de poner claramente de manifiesto la específica extra-
ñeza premoderna y la multitud de estratos del antiguo Imperio.
En contraposición con las circunstancias modernas, el sistema
político de aquel Imperio aún no estaba inseparablemente entre-
tejido con unas estructuras sociales y religiosas. Su constitución
no era un todo cerrado y sistemático, sino un complicado tren-
zado de cosas antiguas y nuevas, de prácticas simbólicas rituales,
reglas de juego formales e informales, acuerdos negociados caso
por caso, algunas «leyes fundamentales» (leges fundamentales) fija-
das por escrito y muchos derechos consuetudinarios legitimados
por la tradición, y también de múltiples pretensiones jurídicas
incompatibles y en competencia las unas con las otras. Había innu-
merables excepciones a cada regla, cada definición abstracta tenía
que ser siempre y al mismo tiempo limitada de múltiples mane-
ras. El ordenamiento del Imperio no era el mismo para todos los
implicados, sino que se mostraba muy distinto desde las diferen-
tes perspectivas.Y, por último, también cambió a lo largo de los
siglos. Eso es lo que hace tan difícil describirlo en pocas palabras.
Si aun así vamos a intentarlo aquí, es con la reserva de que la
realidad fue mucho más complicada.
«Sacro Imperio Romano-Germánico»... ya este curioso títu-
lo (que no apareció en su integridad hasta principios del siglo xvi
y que tampoco era el único título en uso, y no digamos oficial)
remite a la unión de elementos medievales y modernos.Tenemos
para empezar el concepto «imperio», Imperium, que designa una
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soberanía supraordenada, precisamente la del emperador. En la


Edad Media, esa palabra también era sinónimo para el emperador
mismo. Imperium no era la denominación de un determinado
territorio, es decir, de un espacio geográfico sobre el que se ejer-
cía la soberanía. Más bien se trataba de un poder universal, trans-
personal, que se puede pensar separado de un determinado país
o pueblo. «Romano» situaba aquel Imperio dentro de la tradi-
ción del imperio clásico. Como primer soberano medieval de
Occidente, Carlomagno se había hecho coronar emperador por
el Papa en el año 800, dando así a su reino franconio una cuali-
dad universal y una dignidad sacral e histórica. Otto el Grande
había vuelto a enlazar con eso en el año 962, vinculando el reino
franconio oriental con la dignidad imperial romana. Desde
entonces, casi todos los reyes alemanes adquirieron también el
título imperial romano. La idea de una translatio imperii, una trans-
ferencia de la soberanía de los romanos a los franconios o a los
alemanes, era una ficción, basada en el acto simbólico de la coro-
nación por el Papa como cabeza de la Iglesia romana, y en esa
ficción fundaban los reyes medievales alemanes su derecho al
patronato sobre toda la Cristiandad y su superioridad sobre todos
los otros reinos. Con eso ocupaban al mismo tiempo el papel
histórico-sagrado del imperio universal de Roma, el imperio en
el que Cristo había nacido y que había sido el marco de la ex-
pansión del Evangelio por todo el orbe. Según la interpretación
clásico-tardía del libro de Daniel, en la Biblia, el Imperio Roma-
no también era el último de cuatro imperios universales, a cuyo
fin vendría el Anticristo y provocaría el Juicio Final. En la Anti-
güedad, por otra parte, el Imperio Romano no se había califica-
do de «sagrado», sacrum. Solo desde la época del emperador Bar-
barroja y de las Cruzadas ese adjetivo se refirió al Imperio, para
expresar la equiparación entre el poder imperial y el papal, la
espada temporal y la espiritual, que la Iglesia discutía desde el
siglo xi.
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En la Edad Media siempre fue objeto de discusión qué rela-


ción entre el Papa y el Emperador se derivaba del otorgamiento
de la dignidad imperial. Papas posteriores no fueron capaces de
mantener la pretensión de superioridad planteada por vez prime-
ra por Gregorio VII. A principios de la Edad Moderna, la vincu-
lación del título imperial a su otorgamiento por el Papa quedó
definitivamente suprimida. Ya el rey Maximiliano I se hacía lla-
mar desde 1508 «Emperador elegido», sin haber sido coronado
por el Papa ni ir a serlo posteriormente. Carlos V fue el último
que, después de ser elegido rey en 1519 y coronado en Aquisgrán,
se hizo coronar emperador por el Papa en Bolonia en 1530. En
lo sucesivo, los emperadores siempre reclamaron ese título basán-
dose en su elección por los príncipes electores (págs. 27 y sigs.),
aunque la elección como «Rey de Roma» y la coronación como
«emperador romano» pudieran estar separadas, por ejemplo cuan-
do la nueva elección tenía lugar en vida del emperador, como
ocurrió varias veces a principios de la Edad Moderna para garan-
tizar la continuidad dinástica. En este caso, el recién elegido «Rey
de Roma» solo adoptaba el título imperial después de la muerte de
su predecesor. La coronación y unción eran llevadas a cabo por
uno de los arzobispos renanos (el de Colonia o, como se convir-
tió en regla desde principios de la Edad Moderna, el de Magun-
cia), y por regla general desde 1562 tenían lugar en Frankfurt del
Main. Al Papa solo se le presentaba la elección pro forma.
El carácter «sacro» del Imperio, la aspiración a la dignidad
sacral, se mantuvo viva en la Edad Moderna, incluso después de
la división confesional. En general, hasta entrado el siglo xviii
toda soberanía legítima se consideraba de origen divino. Enfatizar
la sacralidad del Imperio en particular servía además para mante-
ner su pretensión de rango supremo entre todas las monarquías
del mundo, y en no poca medida para reforzar la defensa contra
los turcos paganos, que desde finales del siglo xv hasta finales
del xvii amenazaron el sureste del Imperio una y otra vez. «El Im-
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perio Romano es llamado Sacro porque ha sido dispuesto, con-


firmado y mantenido por toda la eternidad por el Espíritu San-
to», escribía ya en el siglo xvii el jurista Johannes Limnaeus. En
cualquier caso, el epíteto «sacro» va desapareciendo cada vez más
en los textos oficiales del siglo xviii, y en la mayoría de los casos
se habla tan solo de «Imperio Romanio-Germánico», Imperium
Romano-Germanicum, o simplemente de «Imperio Alemán».
Con eso llegamos a la calificación del Imperio como «ale-
mán», «nación alemana». Esta fórmula fue referida literalmente
por primera vez al «Sacro Imperio Romano» en la ley de paz
rural del Emperador Federico III, de 1486. El Imperio era en sí
mismo una construcción transnacional, que conforme a la con-
cepción medieval abarcaba tres partes: Italia, Galia (es decir, esen-
cialmente Lorena y Borgoña) y Germania. Sin embargo, desde la
Baja Edad Media, y sobre todo desde principios de la Edad Mo-
derna, el carácter «alemán» —delimitado respecto del «güelfo», es
decir, románico— fue pasando cada vez más a primer término. La
aspiración del Emperador a la soberanía sobre Italia y Borgoña
había entretanto palidecido en gran medida (pero siempre podía
revivir). Pero, sobre todo: las instituciones imperiales unitarias
más importantes, creadas a partir de 1495 y que persistieron has-
ta 1806, tan solo se extendían, en líneas generales, a los miembros
alemanes del Imperio. Así que a principios de la Edad Moderna
se desarrolló una comprensión del Imperio que, esencialmente,
solo abarcaba territorios germanoparlantes. A esto se añadía que
juristas de perfil histórico-crítico, como Hermann Conring o
Samuel Pufendorf, en el siglo xvii, pusieron en cuestión las bases
sobre las que se asentaba el título, y desenmascararon como fic-
ción la continuidad del Imperio Romano. Así, en su irrespetuoso
escrito sobre la constitución imperial de 1667, publicado con el
pseudónimo de Severinus de Monzambano, Pufendorf calificaba
directamente de absurdo considerar de algún modo idéntica la
presente res publica y el antiguo Imperio Romano.
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Cuando, en el antiguo título imperial, se hablaba de «nación


alemana», «nación» no puede confundirse con la moderna com-
prensión del término. En aquella época, podían designarse como
nationes distintos grupos étnicos regionales; así por ejemplo se
hablaba de nación «sajona» o «franconia». Pero, junto a las muchas
identidades regionales y locales, a principios de la Edad Moderna
también se daban los inicios de una identidad alemana suprana-
cional común. El descubrimiento de la Germania de Tácito por
los humanistas vino al encuentro de esto, aunque el texto arroja-
ba una imagen muy ambigua de los germanos. Junto a la lengua
y las instituciones comunes, también la defensa de la propia «li-
bertad», es decir, el derecho de los integrantes del Imperio a te-
ner voz frente a un emperador, Carlos V, que no era alemán, fue
lo que al principio de la Edad Moderna favoreció el desarrollo
de un mayor sentimiento de común pertenencia política.

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