Enfermedades de La Curia

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Histórico discurso del Papa Francisco: Las 15 enfermedades de la Curia Romana

El Papa Francisco pidió este lunes a sus colaboradores de la Curia Romana que hagan un “auténtico
examen de conciencia” para reconocer sus límites y pecados, y pedir perdón a Dios como preparación
a la Navidad. En este histórico discurso, que tiene lugar en pleno proceso de reforma de los
organismos vaticanos, el Papa compara la Curia Romana a un cuerpo del que forman parte los
dicasterios, consejos, oficinas, tribunales, cada uno con una función específica. También la Curia,
añadió el Papa, “como todo cuerpo, como todo cuerpo humano está expuesta a las enfermedades”.
En particular, mencionó quince enfermedades con el objetivo de que los cardenales, obispos,
sacerdotes, religiosos y laicos puedan prepararse a recibir el sacramento de la confesión antes de
esta Navidad.
Así presentó el Papa estas quince enfermedades.
1. La enfermedad de sentirse “inmortal”, “inmune”, o incluso indispensable, descuidando
los controles necesarios y habituales. Una Curia que no se autocritica, que no se actualiza, que no
trata de mejorarse, es un cuerpo enfermo. ¡Una visita a un cementerio nos podría ayudar a ver los
nombres de tantas personas, de las que en algunos casos quizá pensábamos que eran inmortales,
inmunes e indispensables! Es la enfermedad del rico inconsciente del Evangelio, que pensaba vivir
para la eternidad (Cf. Lucas 12, 13-21) y de quienes se convierten en dueños y superiores a todos,
en vez de ponerse al servicio de los demás. Esta enfermedad deriva con frecuencia de la patología
del poder, del “complejo de los elegidos”, del narcisismo que mira con pasión la propia imagen y no
ve la imagen de Dios impresa en el rostro de los demás, especialmente de los más débiles y
necesitados (Cf. “Evangelii Gaudium”, 197-201). El antídoto a esta epidemia es la gracia de sentirnos
pecadores y de decir con todo el corazón: “Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos
hacer” (Lucas 17, 10).
 
2. Hay otra: la enfermedad del “martismo”, que viene de Marta, la excesiva
laboriosidad: es decir, quienes se sumergen en el trabajo, descuidando inevitablemente “la mejor
parte”: sentarse a los pies de Jesús (cf. Lucas 10, 38-42). Por este motivo Jesús propuso a los
discípulos “descansar algo” (cf. Marcos 6, 31), pues descuidar el necesario descanso lleva al estrés y
a la agitación interior. El tiempo de descanso de quien ha cumplido con su misión es necesario, un
deber y debe ser vivido seriamente: al transcurrir algo de tiempo con los familiares y al respetar las
vacaciones como momentos de regeneración espiritual y física; es necesario aprender lo que enseña
el Qohélet, que “hay un tiempo para cada cosa” (3, 1-15).
3. Se da también la enfermedad de la “fosilización” mental y espiritual: es decir, de quienes
tienen un corazón de piedra y son “duros de cerviz” (Hechos de los Apóstoles 7, 51-60); de quienes,
con el tiempo, pierden la serenidad interior, la vivacidad y la audacia, y se esconden bajo
documentos de papel, convirtiéndose en en “máquinas de burocracia” y no en “hombres de Dios”
(cfr. Hebreos 3, 12). ¡Es peligroso perder la sensibilidad humana necesaria que nos permite llorar con
quienes lloran y alegrarnos con quienes se alegran! Es la enfermedad de quienes pierden “los
sentimientos de Jesús" (Cf. Filipenses 2, 5-11), pues su corazón, con el paso del tiempo, se endurece
y se hace incapaz de amar incondicionalmente al Padre y al prójimo (cf. Mateo 22, 34-40). Ser
cristiano significa “tener los mismos sentimientos de Jesucristo, sentimientos de humildad y de
entrega, de desapego y generosidad”.
 
4. La enfermedad de una planificación excesiva y del funcionalismo: Cuando el apóstol
planifica todo minuciosamente y cree que con una perfecta planificación todo avanza se convierte en
un contable o asesor fiscal. Prepararlo todo bien es necesario, pero sin caer nunca en la tentación de
querer encerrar y pilotar la libertad del Espíritu Santo, que siempre es más grande, más generosa
que toda planificación humana (cf. Juan 3,8). Se cae en esta enfermedad porque “siempre es más
fácil y cómodo sentarse en las propias posiciones estáticas e inmutables. En realidad, la Iglesia es fiel
al Espíritu Santo en la medida en que no busca regularlo ni amaestrarlo… Amaestrar al Espíritu
Santo… Él es frescura, fantasía, novedad” (Papa Francisco, homilía en la catedral del Espíritu Santo
de Estambul el 29 de noviembre de 2014).
5. La enfermedad de la mala coordinación: cuando los miembros pierden la comunión entre
ellos mismos y el cuerpo pierde su funcionalidad armoniosa y su temperanza, convirtiéndose en una
orquesta que hace ruido, pues sus miembros no colaboran, no viven el espíritu de comunión y de
equipo. Cuando el pie le dice al brazo: “no te necesito”, o la mano a la cabeza: “aquí mando yo”,
causando de este modo malestar y escándalo.
6. Se da también la enfermedad del Alzheimer espiritual: es decir, la del olvido de “la historia
de la Salvación”, de la historia personal con el Señor, del “primer amor” (Apocalipsis 2, 4). Se trata
de una pérdida progresiva de las facultades espirituales, que en un periodo de tiempo más o menos
largo provoca graves discapacidades en la personas, haciendo que sea incapaz de hacer nada
autónomamente, viviendo en un estado de absoluta dependencia de sus visiones, con frecuencia
imaginarias. Lo vemos en aquellos que han perdido la memoria del su encuentro con el Señor; en
quienes no tienen el sentido deuteronómico de la vida; en quienes dependen completamente de su
“presente”, de sus pasiones, caprichos, y manías; en quienes edifican a su alrededor muros y
costumbres, convirtiéndose cada vez más en esclavos de los ídolos que han esculpido con sus propias
manos.
 
7. La enfermedad de la rivalidad y de la vanagloria: cuando la apariencia, el color del vestido y
las insignias honoríficas se convierten en el objetivo primario de la vida, olvidando las palabras de
San Pablo: “Nada hagáis por rivalidad, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada cual
a los demás como superiores a sí mismo, buscando cada cual no su propio interés sino el de los
demás” (Filipenses 2, 1-4). Es la enfermedad que nos lleva a ser hombres y mujeres falsos y a vivir
en un falso “misticismo”. El mismo san Pablo los define “enemigos de la Cruz de Cristo”, “cuya gloria
está en su vergüenza, pues no piensan más que en las cosas de la tierra” (Filipenses 3, 19).
 
8. La enfermedad de la esquizofrenia existencial: es la enfermedad de quienes viven una doble
vida, fruto de la hipocresía típica del mediocre y progresivo vacío espiritual que doctorados y títulos
académicos pueden llenar. Una enfermedad que afecta con frecuencia a quienes, tras abandonar el
servicio pastoral, se limita a los asuntos burocráticos, perdiendo el contacto con la realidad, con las
personas concretas. Crean así su propio mundo paralelo, en el que dejan de lado todo lo que
enseñan severamente a los demás y comienzan a vivir una vida escondida y con frecuencia disoluta.
La conversión es sumamente urgente e indispensable para esta grave enfermedad (cfr. Lucas 15,11-
32).
 
9. La enfermedad de los chismes y de la murmuración: de esta enfermedad ya he hablado
muchas veces, pero nunca suficientemente: es una enfermedad grave, que comienza simplemente
con una conversación y se adueña de la persona, haciendo que se convierta en “sembradora de
cizaña” (como Satanás), y en muchas ocasiones en “asesina a sangre fría” de la fama de los propios
colegas y hermanos Es la enfermedad de las personas cobardes que al no tener el valor de hablar
directamente chismorrean por detrás. San Pablo advierte: “Hacedlo todo sin murmuraciones ni
discusiones para que seáis irreprochables e inocentes" (Filipenses 2, 14-18). Hermanos, ¡evitemos el
terrorismo de los chismes!

10. La enfermedad de divinizar a los jefes: es la enfermedad de quienes cortejan a los


superiores, esperando obtener su benevolencia. Son víctimas del afán de hacer carrera y del
oportunismo, honran a las personas y no a Dios (cf. Mateo 23, 8-12). Son personas que viven el
servicio pensando únicamente en lo que tiene que alcanzar y no en lo que tienen que dar. Personas
mezquinas, infelices e inspiradas únicamente por el propio egoísmo fatal (cf. Gálatas 5, 16-25). Esta
enfermedad podría golpear también a los superiores, cuando cortejan a algunos de sus colaboradores
para obtener su sumisión, lealtad y dependencia psicológica, pero el resultado final es una auténtica
complicidad.
 
11. La enfermedad de la indiferencia hacia los demás: cuando cada quien piensa sólo en sí
mismo y pierde la sinceridad y el calor de las relaciones humanas. Cuando el más experto no pone su
conocimiento al servicio de los colegas menos expertos.  Cuando se recibe una información y se
guarda en vez de compartirla con los demás. Cuando, por celos o por falsa astucia se regodea al ver
cómo cae el otro, en vez de ayudarle a levantarse y alentarle.
12. La enfermedad de la cara de funeral: es decir, de personas hurañas y ceñudas, que
consideran que para ser serios es necesario llenar el rostro de melancolía, de severidad y tratar a los
demás -sobre todo a los que consideran inferiores- con rigidez, dureza y arrogancia. En realidad, la
severidad teatral y el pesimismo estéril son a menudo síntomas de miedo y de inseguridad en sí
mismo. El apóstol debe esforzarse para ser una persona cortés, serena, entusiasta y alegre que
transmita felicidad allí donde se encuentra. Un corazón lleno de Dios es un corazón feliz, que irradia y
contagia con la alegría a todos los que se encuentran a su alrededor. ¡Se ve inmediatamente! No
perdamos por tanto el espíritu gozoso, lleno de humor, incluso autoirónico, que nos hace personas
amables, incluso en las situaciones difíciles. ¡Qué bien nos sienta una buena dosis de sano
humorismo! Nos ayudará mucho rezar con frecuencia la oración de santo Tomás Moro: yo la rezo
todos los días, me ayuda (Cf. Oración del buen humor de santo Tomás Moro).
13. La enfermedad de la acumulación: Cuando el apóstol trata de llenar un vacío existencial en
su corazón acumulando bienes materiales, no por necesidad, sino solo para sentirse al seguro. En
realidad, no nos podremos llevar ningún bien material, pues todos nuestros tesoros terrenos, aunque
sean regalos, no podrán llenar nunca el vacío, es más, lo harán cada vez más exigente y profundo. A
estas personas el Señor les repite: “Tú dices: ‘Soy rico; me he enriquecido; nada me falta’. Y no te
das cuenta de que eres un desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo… Sé, pues,
ferviente y arrepiéntete" (Apocalipsis 3, 17-19). La acumulación sólo da peso y hace más lento el
camino de manera inexorable. Me estoy acordando de una anécdota: en una época, los jesuitas
españoles describían a la Compañía de Jesús como “la caballería ligera de la Iglesia”. Recuerdo la
mudanza de un joven jesuita que, mientras cargaba en un camión sus numerosos bienes (maletas,
libros, objetos y regalos), alguien le dijo, con la sonrisa sabia de un viejo jesuita que le estaba
mirando: “¿esta es la ‘caballería ligera de la Iglesia?”. Nuestras mudanzas son un signo de esta
enfermedad.
 
14. La enfermedad de los círculos cerrados: Cuando la pertenencia al grupito se vuelve más
fuerte de la pertenencia al Cuerpo y, en algunas situaciones, a Cristo mismo. Esta enfermedad
también nace siempre de buenas intenciones, pero, con el paso del tiempo, esclaviza a los miembros
convirtiéndose en un “cáncer”, que pone en peligro la armonía del Cuerpo y causa tanto mal —
escándalos— especialmente entre nuestros hermanos más pequeños. La autodestrucción o “el fuego
amigo” de los conmilitones es el peligro más subrepticio. Es el mal que golpea desde dentro y, como
dice Cristo, “todo reino dividido contra sí mismo queda asolado” (Lucas 11,17).

15. Y la última: La enfermedad del beneficio mundano, del exhibicionismo: cuando el


apóstol transforma su servicio en poder, y su poder en mercancía para obtener provechos mundanos
o más poderes. Es la enfermedad de las personas que tratan incansablemente de multiplicar poderes
y por este objetivo son capaces de calumniar, de difamar y de desacreditar a los demás, incluso en
periódicos y en revistas, obviamente para exhibirse y demostrar que son más capaces que los demás.
Esta enfermedad también hace mucho daño al cuerpo, porque lleva a las personas a justificar el uso
de cualquier medio con tal de alcanzar tal objetivo, a menudo en nombre de la justicia y de la
transparencia. Aquí me viene a la mente el recuerdo de un sacerdote que llamaba a los periodistas
para contarles (e invitar) cosas privadas de los propios hermanos y parroquianos. Para él lo que
contaba era sólo verse en las primeras páginas, pues así se sentía “poderoso e importante” causando
tanto mal a los demás y a la Iglesia. ¡Pobrecito!
Conclusión:
 
El Papa concluyó después con estas palabras: Una vez he leído que “los sacerdotes son como los
aviones, sólo hacen noticia cuando caen, pero hay muchos que vuelan. Muchos critican y pocos rezan
por ellos”. Es una frase muy simpática, pero también sumamente verdadera, pues explica la
importancia y la delicadeza de nuestro servicio sacerdotal y el mal que puede causar un solo
sacerdote que “cae” a todo el cuerpo de la Iglesia. Por tanto, para no caer en estos días en los que
nos preparamos para la Confesión, pidamos a la Virgen María, Madre de Dios y Madre de la Iglesia,
que cure las heridas del pecado que lleva cada uno de nosotros en su corazón, y que sostenga a la
Iglesia y a la Curia para que sean sanas y sanadoras.

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