Winnicott
Winnicott
Winnicott
Aunque yo haya optado por considerar el crecimiento en los términos de una dependencia
que se convierte gradualmente en independencia, espero que mis lectores concuerden en
que esto de ningún modo invalida la eventual descripción del crecimiento en términos de
zonas erógenas o de relación objetal.
La socialización
Hablamos de la madurez del ser humano no sólo en relación con el crecimiento personal,
sino también respecto de la socialización. Digamos que en la salud, que es casi sinónimo de
la madurez, el adulto puede identificarse con la sociedad sin un sacrificio demasiado grande
de la espontaneidad personal, o bien, a la inversa, que el adulto puede atender a sus propias
necesidades personales sin ser antisocial y, por cierto, sin dejar de asumir alguna
responsabilidad por el mantenimiento o la modificación de la sociedad tal como se la
encuentra. Heredamos ciertas condiciones sociales; se trata de un legado que tenemos que
aceptar y, de ser necesario, modificar; esto es lo que finalmente entregamos a quienes
vienen después de nosotros.
El valor de este enfoque consiste en que nos permite estudiar y discutir al mismo tiempo los
factores personales y ambientales. En este lenguaje, "salud" significa tanto salud del
individuo como salud de la sociedad, y la madurez completa del individuo no es posible en
un escenario social enfermo o inmaduro.
Al estructurar este breve enunciado de un tema muy complejo, encuentro necesarias tres
categorías y no dos; no simplemente la dependencia y la independencia, pues me parece útil
pensar por separado en:
La dependencia absoluta
En primer lugar llamaré la atención sobre las etapas muy tempranas del desarrollo
emocional de todo infante. Al principio el infante depende totalmente de la provisión física
que le hacen llegar la madre viva, el útero o el cuidado al infante alumbrado. Pero en
términos psicológicos tenemos que decir que el infante es al mismo tiempo dependiente e
independiente. Debemos examinar esta paradoja. Está todo lo heredado, incluso los
procesos de la maduración y quizás algunas tendencias patológicas, y tiene una realidad
propia, que nadie puede alterar; al mismo tiempo, el despliegue de los procesos de la
maduración depende de la provisión ambiental. Podemos decir que el ambiente facilitador
hace posible el progreso constante de los procesos de la maduración, pero el ambiente no
hace al niño. En el mejor de los casos permite que el niño advierta su potencial.
En otras palabras, una madre y un padre no producen un bebé como un pintor un cuadro o
un alfarero un jarrón. Ellos inician un proceso evolutivo del que resulta un huésped en el
cuerpo de la madre primero, después en sus brazos, y finalmente en el hogar que proveen
los progenitores; cómo será finalmente ese huésped está más allá del control de todos. Los
padres dependen de las tendencias heredadas del infante. Podría preguntarse: "Pero, si no
pueden hacer a su propio hijo, ¿qué es lo que pueden hacer?". Desde luego, pueden hacer
mucho. Diré que pueden proveer lo necesario para un niño sano, en el sentido de que es
maduro en los términos de lo que significa la madurez en cualquier momento para ese niño.
Si tienen éxito en esa provisión, los procesos de la maduración del infante no quedan
bloqueados, sino que encuentran sus necesidades satisfechas y pueden pasar a formar parte
del niño.
Esta adaptación a los procesos de la maduración del infante es sumamente compleja, les
plantea a los padres exigencias enormes y, al principio, es la propia madre la que constituye
el ambiente facilitador. En ese momento ella misma necesita respaldo, y quienes mejor se
lo brindan son el padre del niño (digamos su esposo), la madre, la familia y el ambiente
social inmediato. Esto es absolutamente obvio, pero no por ello menos cierto, y es
necesario decirlo.
Le he dado un nombre especial a este estado de la madre, porque creo que su importancia
no se aprecia. Las madres se recuperan de este estado y lo olvidan. Yo lo denomino
"preocupación materna primaria". No es necesariamente un buen nombre, pero se trata de
que hacia el final del embarazo y durante algunas semanas después del parto, la madre está
preocupada por el cuidado del bebé (o, mejor dicho, "entregada" a ese cuidado): ese bebé al
principio le parece una parte de ella misma; además, se identifica mucho con la criatura y
conoce perfectamente bien lo que ésta siente. A tal fin la madre utiliza sus propias
experiencias como bebé. De este modo se encuentra también en un estado dependiente y
vulnerable. Para escribirlo empleo las palabras "dependencia absoluta" con referencia al
estado del bebé.
De este modo la naturaleza hace lo necesario para satisfacer lo que el infante necesita, que
es un alto grado de adaptación. Explicaré lo que entiendo por esta palabra. En los primeros
días del psicoanálisis, por adaptación sólo podía entenderse una cosa: satisfacer las
necesidades instintivas del infante. La lentitud con que algunos han comprendido que las
necesidades del infante no se limitan a las tensiones instintivas, por importantes que sean,
ha generado muchas concepciones erróneas. Está también todo el desarrollo del yo del
infante, que tiene sus propias necesidades. En este punto hay que decir que la madre "no
abandona a su infante", aunque puede y debe frustrarlo en cuanto a las necesidades
instintivas. Sorprende lo bien que las madres satisfacen las necesidades del yo de sus
infantes, incluso algunas madres que no les dan muy bien el pecho y rápidamente lo
reemplazan por el biberón y un preparado.
Siempre hay algunas mujeres que no pueden comprometerse totalmente, como es necesario
en esa etapa muy temprana, aunque ésta dura sólo unos meses hacia el final del embarazo y
al principio de la vida del infante.
Describiré las necesidades del yo, que son multifacéticas. El mejor ejemplo es la simple
cuestión del sostén. Nadie puede sostener a un bebé a menos que se identifique con él.
Balint (1951, 1958) se ha referido al oxígeno del aire, del que el infante no sabe nada. Yo
podría recordar la temperatura del agua del baño, que la madre prueba con el codo; el
infante ignora que el agua podría haber estado demasiado caliente o demasiado fría, pero da
por sentada la temperatura corporal. Hablo todavía de la dependencia absoluta. Se trata de
una cuestión de intrusión o no intrusión en la existencia del infante, y deseo desarrollar este
tema.
Todos los procesos de un infante vivo constituyen un seguir siendo, una especie de
proyecto para el existencialismo. La madre capaz de entregarse durante un lapso limitado a
su tarea natural, puede proteger el seguir siendo del infante. Toda intrusión o falla de la
adaptación causa una reacción en el infante, y esa reacción quiebra el seguir siendo. Si la
pauta de la vida del infante es reaccionar a las intrusiones, se produce una seria
interferencia con la tendencia natural de la criatura a convertirse en una unidad integrada,
capaz de seguir teniendo un self con pasado, presente y futuro. Con una ausencia relativa de
reacciones a las intrusiones, las funciones corporales del infante proporcionan una buena
base para construir un yo corporal. De este modo se estructura la quilla para la salud mental
futura.
Vemos que la adaptación sensible a las necesidades del yo del infante sólo dura un pequeño
lapso. Pronto la criatura empieza a obtener placer con el pataleo, y a sacar algo positivo de
la rabia por lo que podrían denominarse pequeñas fallas de la adaptación. Pero por esa
época la madre reemprende su propia vida, que finalmente se vuelve relativamente
independiente de las necesidades del infante. A menudo el crecimiento del niño
corresponde con total exactitud a la reasunción por la madre de su propia independencia, y
estaremos de acuerdo en que una madre que no puede ir fallando gradualmente en esta
cuestión de la adaptación sensible falla en otro sentido: debido a su propia inmadurez o a
sus propias angustias, falla porque no le da a su infante razones para tener rabia. Un infante
que no tiene ninguna razón para la rabia, pero que desde luego lleva en sí la cantidad
habitual de ingredientes de la agresividad, sean ellos los que fueren, enfrenta una dificultad
especial, la dificultad de fusionar la agresión con el amor.
La dependencia relativa
Debemos detenernos especialmente en el punto de este "ser ella misma" porque hay que
trazar una distinción entre la persona y el hombre o la mujer, madre o niñera, que actúa esa
parte, tal vez perfectamente bien en algunos momentos, gracias a haber aprendido a cuidar
infantes con algún libro o en algún curso. Pero esta "actuación" no es suficientemente
buena. El infante sólo puede encontrar una presentación libre de confusiones de la realidad
externa si lo cuida un ser humano consagrado a él y a la tarea de atenderlo. La madre irá
saliendo de este estado de devoción fácil para ella, y pronto volverá a su oficina, a escribir
novelas, o a una vida social junto al esposo, pero por el momento está hundida en esa
devoción hasta el cuello.
Después de que el infante de algún modo siente necesidad de la madre, aparece la etapa en
la que empieza a comprender que la madre es necesaria.
Cuando el niño tiene dos años, se han iniciado nuevos desarrollos que le dan armas para
tratar con la pérdida. Será necesario referirse a ellos. También hay que tomar en
consideración factores ambientales importantes aunque variables. Por ejemplo, puede
formarse un equipo madre-niñera, que es en sí un tema interesante de estudio. Puede haber
tías, abuelos o amigos de los padres, personas adecuadas que por su presencia constante
merecen ser consideradas sustitutos maternos. También el esposo de la madre puede ser una
persona importante en la casa, que ayude a crear un hogar; ese padre puede ser un buen
sustituto materno, o gravitar de un modo más masculino, brindándole a su esposa apoyo y
una sensación de seguridad que ella puede transmitirle al infante.
No será necesario abordar detenidamente estos detalles más bien obvios, aunque
sumamente significativos. Pero se verá que varían mucho; de este modo y en concordancia
con ellos se inducen los procesos de crecimiento del infante.
Caso clínico
He tenido la oportunidad de observar a una familia con tres niños desde el momento de la
muerte repentina de la madre. El padre actuó de un modo responsable, y una amiga de la
madre que conocía bien a los chicos se hizo cargo de cuidarlos; al cabo de cierto lapso se
convirtió en su madrastra.
Uno de esos niños era un bebé de cuatro meses cuando la madre falleció súbitamente. Su
desarrollo continuó de manera satisfactoria, sin ningún signo clínico que indicara una
reacción. En mi lenguaje, para este bebé la madre era "un objeto subjetivo" y la amiga
había ocupado la posición de ella. Más tarde el niño pensaba en la madrastra como si fuera
la madre real.
Pero cuando este hermano menor tuvo cuatro años, me lo trajeron porque estaba
empezando a presentar diversas dificultades de la personalidad. En el juego de la entrevista
terapéutica inventó algo que tenía que repetirse muchas veces. El se ocultaba, y yo
introducía una muy leve modificación en, por ejemplo, la posición de un lápiz sobre mi
escritorio. Entonces venía él, descubría la leve modificación, se encolerizaba y me
"mataba". El niño habría seguido con este juego durante horas.
Aplicando lo que había aprendido, le dije a la madrastra que se preparara para hablarle
sobre la muerte. Esa misma noche, por primera vez en la vida, él le dio a la mujer la
oportunidad de tocar el tema, y esto llevó a que el niño necesitara conocer exactamente
todos los hechos relacionados con la madre de cuyo interior él había salido, y con su
muerte. Esa necesidad cobró impulso en los días siguientes; había que repetirle las cosas
una y otra vez. Continuó su buena relación con la madrastra, a la que seguía llamando
"mamá".
El mayor de los tres hermanos tenía seis años en el momento de la muerte de la madre.
Simplemente la lloró como a una persona que era amada. El proceso de duelo le tomó más
o menos dos años, y emergió de él con un acceso de robos. Aceptaba a la madrastra como
madrastra, y recordaba a su madre real como a una persona tristemente perdida.
Este hermano intermedio se encontraba confuso y era incapaz de manejar con éxito la culpa
que tenía necesidad de experimentar, porque la muerte de la madre se había producido
cuando él se encontraba en una fase homosexual con un especial apego al padre. Dijo: "No
me importa, era... (el hermano mayor) quien la quería". Desde el punto de vista clínico, se
convirtió en hipomaníaco. Su inquietud extrema duró un largo período, y era claro que lo
amenazaba una depresión. En su juego había un cierto grado de confusión, pero podía
organizarlo lo suficiente como para transmitirme, en las sesiones de psicoterapia, cuáles
eran las angustias específicas que le causaban desazón.
Aún quedan signos de trastorno psiquiátrico residual en este muchacho, que ahora tiene
trece años, es decir diez años más que cuando se produjo la tragedia que para él fue
traumática.
Deseo referirme a una forma de desarrollo que afecta especialmente la capacidad del
infante para las identificaciones complejas. Tiene que ver con la etapa en que sus
tendencias integradoras generan un estado en el que es una unidad, una persona total, con
un interior y un exterior, y una persona que vive en el cuerpo, más o menos limitada por la
piel. Una vez que lo exterior significa "no-yo", el interior significa yo, y se cuenta con un
lugar para almacenar cosas. En la fantasía del niño, la realidad psíquica personal está
ubicada dentro. Si está situada fuera, hay buenas razones para ello.
En este punto, el crecimiento del infante toma la forma de un intercambio continuo entre la
realidad interna y la realidad externa, que se enriquecen recíprocamente.
El niño ya no es sólo un creador potencial del mundo, sino que también se vuelve capaz de
poblarlo con muestras de su propia vida interior. Gradualmente llega a "abarcar" casi todos
los hechos externos, y la percepción es casi sinónima de creación. De nuevo tenemos un
medio por el cual el niño logra el control de los hechos externos y del funcionamiento
interior de su propio self.
Hacia la independencia
Una vez que estas cosas han quedado establecidas, como ocurre en la salud, el niño puede
gradualmente enfrentar el mundo y sus complejidades, pues en él ve cada vez más lo que ya
está presente en su propio self. Se identifica con la sociedad en círculos crecientes de la
vida social, pues la sociedad local es una muestra del mundo personal del self tanto como
una muestra de los fenómenos verdaderamente externos.
De este modo se desarrolla una verdadera independencia; el niño llega a una existencia
personal satisfactoria mientras participa en los asuntos de la sociedad. Naturalmente,
existen grandes posibilidades de que se produzcan retrocesos en este desarrollo de la
socialización hasta las etapas finales ulteriores a la pubertad y la adolescencia. Incluso un
individuo sano puede tropezar con una tensión social que exceda lo que él soporta, antes de
su ampliación personal de las bases de la tolerancia.
"Hacia la independencia" describe las luchas del niño deambulador y del niño púber. En el
período de la latencia, por lo general los niños están satisfechos con la dependencia que
tienen la suerte de poder experimentar. La latencia es el período en el que la escuela
desempeña el papel de sustituto del hogar, lo cual no siempre ocurre, pero aquí no tenemos
espacio para desarrollar más este tema.
Debe esperarse que los adultos continúen el proceso de crecer y madurar, puesto que pocas
veces llegan a una madurez completa. No obstante, en cuanto han hallado un nicho en la
sociedad gracias al trabajo, y tal vez se han casado o llegado a una solución de transacción
entre copiar a los progenitores y la identidad personal desafiante, una vez, entonces, que se
han producido estos desarrollos, puede decirse que se inició la vida adulta, y los individuos
van emergiendo uno a uno del ámbito abarcado por esta breve descripción del crecimiento
en términos de "dependencia hacia la independencia".
https://www.psicoanalisis.org/winnicott/confdesa.htm
La cuerda: una técnica de comunicación
Trabajo publicado por primera vez en el Journal of Child Psychology and Psychiatry, I,
págs. 49-52.
En marzo de 1955, un niño de siete años fue llevado por su padre y su madre al
Departamento de Psicología del Hospital de Niños de Paddington Green. Los acompañaban
otros dos miembros de la familia: una niña deficiente mental de diez años que asistía a una
escuela E.S.N. y una niña pequeña, más bien normal, de cuatro años. El caso nos había sido
derivado por el médico de la familia, en razón de que una serie de síntomas indicaban en el
niño un trastorno del carácter. A los fines de esta descripción omitiremos los detalles que
no sean inmediatamente pertinentes para nuestro tema principal. Un test de inteligencia le
asignó a este niño un C.I. de 108.
Primero tuve con los padres una larga entrevista en la que ellos me proporcionaron un
cuadro claro del desarrollo del niño y de las distorsiones de ese desarrollo. No obstante,
omitieron un detalle importante, que surgió en la entrevista con el niño mismo.
No resultaba difícil advertir que la madre era depresiva, y me informó que había estado
hospitalizada por esa razón. Por lo que me dijeron los padres me enteré de que la madre
había cuidado al niño hasta que nació la hermanita, cuando él tenía tres años y tres meses.
Esa había sido la primera separación de importancia; la siguiente se produjo a los tres años
y once meses, cuando la madre tuvo que someterse a una operación quirúrgica. Cuando el
niño tenía cuatro años y nueve meses, la madre se internó en un hospital mental durante dos
meses, y durante ese período él fue bien cuidado por su tía materna. En esa época todas las
personas que cuidaban al niño concordaban en que era muy difícil, aunque presentaba
rasgos muy buenos. Era proclive a los cambios súbitos, y a asustar a la gente diciendo, por
ejemplo, que iba a cortar en pedacitos a la hermana de la madre. Desarrolló muchos
síntomas curiosos, tales como una compulsión a lamer cosas y personas; hacía ruidos
guturales también compulsivos; a menudo se negaba a ir de cuerpo y después provocaba un
desastre. Resultaba obvio que la deficiencia mental de su hermana mayor lo angustiaba,
pero la distorsión de su desarrollo parecía haberse iniciado antes de que ese factor se
volviera significativo.
A continuación de la entrevista con los padres, pasé a la entrevista personal con el niño.
Estaban presentes dos asistentes sociales psiquiátricos y dos visitadores. En el primer
contacto, el niño no daba ninguna impresión de anormalidad, y en seguida entró en un
juego de garabatos conmigo. (En ese juego yo trazo una especie de dibujo con líneas
espontáneas e invito al niño a que vea algo; después es él quien traza los garabatos y soy yo
quien a mi turno extraigo de ellos un dibujo.)
un lazo, un látigo largo, un látigo de jinete, una cuerda de yo-yo, una cuerda en un nudo,
otro látigo de jinete, otro látigo largo.
Después de esta entrevista con el niño, tuve una más con los padres, y los interrogué acerca
de la preocupación del paciente por la cuerda. Se alegraron de que trajera a colación el
tema, al que ellos no se habían referido porque no estaban seguros de que tuviera
importancia. Dijeron que el niño se obsesionaba con todo lo que tuviera que ver con una
cuerda; de hecho, cada vez que entraban en una habitación era posible que descubrieran que
él había atado las sillas y las mesas; por ejemplo, podían encontrar un almohadón unido con
una cuerda a la chimenea. Manifestaron que la preocupación del niño por las cuerdas había
ido desarrollando gradualmente una característica nueva, que estaba preocupándolos mucho
más de lo corriente. Poco tiempo antes había anudado una cuerda en torno a la garganta de
la hermana (esa hermana cuyo nacimiento provocó la primera separación entre él y la
madre).
Yo sabía que en este tipo particular de entrevista mis oportunidades para actuar eran
limitadas: no sería posible ver a los padres o al niño más que una vez cada seis meses, pues
la familia vivía en el campo. Por lo tanto, intervine como sigue. Le expliqué a la madre que
su hijo experimentaba miedo a la separación, que trataba de negar la separación usando una
cuerda, del mismo modo que uno trataría de negar su separación respecto de un amigo
utilizando el teléfono. Ella se manifestó escéptica, pero yo añadí que si llegaba a encontrar
algún sentido a lo que yo le decía, me gustaría que abordara el tema con el niño en un
momento conveniente, haciéndole saber a él lo que yo había comentado y después
desarrollando el tema de la separación según fuera su respuesta.
No tuve más noticias de la familia hasta que volvieron a verme al cabo de seis meses. La
madre no me informó por iniciativa propia lo que había hecho, pero yo la interrogué y ella
supo relatarme lo que había sucedido poco después de la visita anterior. Le había parecido
que lo que yo dije era tonto, no obstante lo cual una noche tocó el tema con el niño y
descubrió que él estaba ansioso por hablar sobre su relación con ella y acerca de su temor a
que perdieran contacto. Entre los dos hicieron un resumen de todas las separaciones en que
la mujer pudo pensar, y las respuestas del niño la convencieron enseguida de que lo que yo
había dicho era correcto. Además, desde esa conversación con el hijo, el juego con la
cuerda había cesado. Dejó de unir objetos como lo hacía antes. La madre mantuvo con el
hijo muchas otras conversaciones sobre su sensación de separación, e hizo un muy
importante comentario: tenía la impresión de que la separación más importante había sido
la pérdida que había experimentado el niño cuando ella estuvo gravemente deprimida; dijo
que no se trataba sólo del alejamiento físico, sino de la falta de contacto con el niño debida
a que estaba totalmente absorbida por otras cuestiones.
En una entrevista posterior, la madre me hizo saber que un año después de su primera
conversación con el hijo, éste volvió a jugar con la cuerda y a atar objetos en la casa. En
efecto, ella tenía que ingresar en un hospital para operarse y le dijo: "Juegas con la cuerda,
por lo que veo que te preocupa que yo me vaya, pero esta vez sólo estaré ausente unos
pocos días, y la operación no es importante". Después de esta conversación, cesó la nueva
fase de juego con la cuerda.
El padre comprendió que no debía darse por enterado, de modo que pasó una media hora en
el jardín, inventándose tareas extravagantes; al cabo de ese tiempo el niño se aburrió e
interrumpió el juego. Este hecho constituyó una gran puesta a prueba de la falta de angustia
del padre. Pero al día siguiente el niño volvió a colgarse, esa vez de un árbol que se veía
desde la ventana de la cocina. La madre se precipitó presa de una grave conmoción y
segura de que el chico se había ahorcado.
El siguiente detalle adicional podía ser útil para la comprensión del caso. Aunque este niño,
que ahora tiene once años, está desarrollándose como "tipo rudo", es muy tímido y se
ruboriza con facilidad. Tiene algunos ositos que para él son niños. Nadie se atreve a decirle
que se trata de juguetes. Les es leal, les dedica mucho afecto, y les confecciona unos
pantalones cosidos con prolijidad. Según el padre, esta especie de familia parece procurarle
una sensación de seguridad; él actúa como la "madre". Cuando vienen visitas se lleva
rápidamente todos los ositos a la cama de la hermana, porque no quiere que ningún ajeno
conozca la existencia de esa familia. Además presenta renuencia a defecar, o una tendencia
a conservar las heces. Por lo tanto, no resulta difícil conjeturar que tiene una identificación
materna basada en su propia inseguridad en relación con la madre, y que esto podría
evolucionar como homosexualidad. Del mismo modo la preocupación por la cuerda podría
convertirse en una perversión.
Comentario
(1) La cuerda puede verse como una extensión de todas las otras técnicas de comunicación.
Las cuerdas unen, así como ayudan a envolver objetos y a sujetar material no integrado. En
este aspecto, tiene un significado simbólico para todos; la exageración del uso de la cuerda
puede fácilmente corresponder al inicio de una sensación de inseguridad, o a la idea de una
falta de comunicación. En este caso particular, es posible detectar una anormalidad que se
desliza en el empleo de la cuerda por el niño, y resulta importante encontrar un modo de
puntualizar el cambio capaz de pervertir ese empleo.
Parece posible llegar a esa puntualización tomando en cuenta el hecho de que la función de
la cuerda está pasando de la unión a una negación de la separación. Como negación de la
separación se convierte en una cosa en sí misma, algo con propiedades peligrosas y que es
preciso dominar. En este caso, la madre parece haber sido capaz de abordar el uso de la
cuerda por el niño inmediatamente antes de que fuera demasiado tarde, cuando todavía
había esperanzas. Si ya no hay esperanzas y la cuerda representa una negación de la
separación, surge un estado de cosas mucho más complejo, difícil de curar, a causa de los
beneficios secundarios provenientes de la habilidad que se desarrolla cuando hay que
manipular un objeto para llegar a dominarlo.
De modo que este caso presenta un interés especial si hace posible la observación del
desarrollo de una perversión.
(2) El material que hemos expuesto también permite ver una función posible de los padres.
Cuando se puede recurrir a ellos, están en condiciones de actuar con gran economía, sobre
todo si se tiene presente que nunca habrá una cantidad suficiente de psicoterapeutas para
tratar a todas las personas que lo necesitan. Esta era una buena familia que había atravesado
un período difícil debido al desempleo del padre; que había sido capaz de asumir una
responsabilidad total por una niña retrasada, a pesar de las tremendas desventajas familiares
y sociales que esto entraña, y que había sobrevivido a las fases agudas de la enfermedad
depresiva de la madre, incluso la de hospitalización. En una familia con esas características
tiene que haber mucha fuerza, y sobre esa base se tomó la decisión de invitar a los padres a
emprender la terapia de su propio hijo, con la cual ellos mismos aprendieron mucho, pero
necesitaban que se los informara acerca de lo que estaban haciendo. También necesitaban
que su éxito fuera apreciado y que todo el proceso se verbalizara. El hecho de haber visto a
su hijo salir de una enfermedad les ha dado confianza en su capacidad para abordar las otras
dificultades que surgen de tiempo en tiempo.
Resumen
Hay muchas razones para creer que la inquietud -en su sentido positivo- surge en los
comienzos del desarrollo emocional del individuo, en un período anterior al del clásico
complejo de Edipo; complejo que implica una relación entre tres personas, cada una de las
cuales es percibida por el niño como una persona «completa». Sin embargo, no hay
necesidad de preocuparnos, demasiado en señalar una fecha exacta; en realidad, la mayoría
de los procesos que se inician en la primera infancia nunca llegan a instaurarse por
completo y siguen recibiendo el refuerzo que les da el crecimiento que prosigue a finales de
la niñez y, de hecho, en la edad adulta e incluso en la vejez.
En todo enunciado del desarrollo infantil, hay ciertos principios que se dan por sentados.
Ahora quisiera decir que los procesos de maduración forman la base del desarrollo de la
criatura y del niño, así en lo psicológico como en lo anatómico y fisiológico. Sin embargo,
en el desarrollo emocional está claro que son necesarias ciertas condiciones externas para
que los potenciales de maduración lleguen a cobrar realidad. Es decir, el desarrollo depende
de un medio ambiente-satisfactorio y cuanto más retrocedamos en el estudio del bebé, más
cierto será que sin unos buenos cuidados maternos las primeras fases del desarrollo no
pueden tener lugar.
Es mucho lo que debe acontecer en el desarrollo del bebé antes de que podamos empezar a
hablar de inquietud. La capacidad para sentir inquietud es cuestión de salud; es una
capacidad que, una vez instaurada, presupone una compleja organización del ego que no
puede mirarse más que como un logro tanto en lo que se refiere al cuidado como a los
procesos internos de crecimiento del niño y la criatura. Daré por existente un medio
ambiente satisfactorio en las primeras fases, con el fin de simplificar la cuestión que deseo
estudiar. Así, pues, lo que voy a decir se refiere a complejos procesos de maduración cuya
conversión en realidad depende de un buen cuidado de la criatura y del niño.
De las muchas etapas descritas por Freud y sus colegas psicoanalíticos, debo destacar una
que me obligará a emplear la palabra «fusión». Se trata del logro de un desarrollo
emocional en el que el bebé experimente simultáneamente impulsos eróticos y agresivos
hacia el mismo objeto. En la vertiente erótica, se produce a la vez la búsqueda de
satisfacción y la búsqueda de objeto; en la agresiva existe un complejo de ira que hace uso
del erotismo muscular, y de odio, que implica la retención, para fines comparativos, de una
buena imago objetal. Asimismo, en el conjunto del impulso agresivo-destructivo se alberga
un tipo primitivo de relación objetal en la que el amor lleva consigo la destrucción. Parte de
todo esto resulta inevitablemente oscuro; no necesito conocer todo lo referente al origen de
la agresión para proseguir mi argumento, ya que doy por sentado que el bebé ha podido
combinar la experiencia erótica y la agresiva, y lo ha hecho en relación con un solo objeto:
ha alcanzado la ambivalencia.
Esta evolución presupone la existencia de un ego que empieza a independizarse del ego
auxiliar de la madre. Podemos decir ya que el bebé tiene un interior y, por consiguiente, un
exterior. El esquema corporal ha empezado su existencia y rápidamente evoluciona hacia la
complejidad. A partir de este momento la criatura vive una vida psicosomática. La realidad
psíquica interior que Freud nos enseñó a respetar se ha convertido en algo real para la
criatura, que ahora siente' que la riqueza personal reside dentro de su ser. Esta riqueza
personal surge de la experiencia simultánea de odio y amor, que a su vez entraña la
consecución de la ambivalencia, cuyo refinamiento y enriquecimiento llevan a la aparición
de la inquietud.
Empleando esta terminología, es la «madre-medio ambiente» la que recibe todo aquello que
podríamos denominar «afecto y coexistencia de los sentidos»; es la «madre-objeto» la que
se convierte en blanco de la experiencia excitada, respaldada por la cruda tensión instintiva.
Según mi tesis, la inquietud hace acto de presencia en la vida del bebé en forma de
experiencia sumamente avanzada que se produce en el momento en que, en lamente del
pequeño, la «madre-objeto» y la «madre-medio ambiente» se juntan. La provisión
ambiental sigue revistiendo una importancia vital, aunque la criatura empieza a ser capaz de
poseer aquella estabilidad interior que es propia del desarrollo de la independencia.
Las circunstancias favorables necesarias en esta fase son las siguientes: que la madre siga
estando viva y disponible, tanto físicamente corno en el sentido de no estar preocupada por
otra cosa. La “madre-objeto” debe sobrevivir a los episodios impulsados por los instintos,
episodios que a estas alturas habrán adquirido toda la fuerza de fantasías de sadismo oral y
otros resultados de la fusión. Asimismo, la «madre-medio ambiente» tiene una función
especial: seguir siendo ella misma, estar identificada con su bebé, estar allí para recibir el
gesto espontáneo y sentirse complacida.
La otra cara se refiere a las relaciones del bebé con la «madre-medio ambiente». En este
aspecto, la protección recibida por la madre puede ser tan grande que el niño acabe por
inhibirse o apartarse, lo cual constituye un elemento positivo en el destete del niño, así
como una explicación de por qué algunos niños se destetan por sí mismos.
En circunstancias favorables se va creando una técnica para solucionar esta compleja forma
de ambivalencia. La criatura experimenta angustia, ya que si consume a la madre la
perderá; pero esta angustia queda modificada por el hecho de que él, el bebé, tiene algo que
aportar a la «madre-medio ambiente». Existe una creciente confianza en que habrá una
oportunidad de aportar algo, de dar algo a la «madre-medio ambiente»; se trata de una
confianza que permite a la criatura contener su angustia. La angustió contenida de este
modo sufre una alteración y se transforma en un sentimiento de culpabilidad.
Hay un rasgo que vale la pena anotar, especialmente en cuanto a la angustia que está
«contenida»: la integración en el tiempo se ha sumado a la integración, más estática, de las
fases anteriores. El tiempo sigue su marcha por acción de la madre, lo cual es uno de los
aspectos de la funcionalidad auxiliar de su ego; sin embargo, llega un momento en que la
criatura tiene su sentido personal del tiempo, aunque al principio no dure más que unos
instantes. Se trata de lo mismo que la capacidad de la criatura para conservar viva la imago
de la madre en su mundo interior, mundo en el que se hallan también los elementos
fragmentarios de índole benigna y persecutoria que surgen de las experiencias instintivas.
La duración del espacio de tiempo a lo largo del cual el niño logra mantener viva la imago
de la madre en su realidad psíquica interior depende en parte de los procesos de maduración
y en parte del estado en que se encuentre la organización defensiva interior.
A modo de ilustración citaré algunos casos clínicos vividos por. mí. Sin embargo, no
quisiera dar la impresión de que se trata de casos raros. Prácticamente cualquier
psicoanalista sería capaz de dar un ejemplo de este tipo extraído de una semana de trabajo
en el consultorio. Además, no hay que olvidar que en todo ejemplo clínico procedente del
análisis hay multitud de mecanismos mentales que el analista necesita comprender y que
corresponden a etapas posteriores del desarrollo del individuo, así como a las defensas que
denominamos «psiconeuróticas». Sólo es posible hacer caso omiso de todo ello cuando el
paciente se encuentra en un severo estado de regresión a la dependencia en la transferencia,
y es, en efecto, un bebé al cuidado de una figura materna.
Primer ejemplo: Citaré ante todo el caso de un muchacho de doce años al que se me pidió
que interrogase. Se trataba de un muchacho cuyo desarrollo hacia adelante lo conducía a la
depresión, incluyéndose en ella una gran cantidad de odio y agresión inconscientes; por
otro lado, su desarrollo hacia atrás (si se me permite decirlo así) lo llevaba a ver rostros, a
experiencias que eran horribles porque representaban sueños habidos en estado de vigilia
(alucinosis). Teníamos pruebas de la fuerza del ego de este muchacho, como atestiguaban
sus estados depresivas. Una de las formas en que dicha fuerza se manifestó durante la,
entrevista fue la siguiente:
Sus palabras, por tanto, demostraban que era capaz de pensar en sí mismo aportando algo.
Aunque tal vez no tuviera la habilidad necesaria, sí tenía la idea. Por cierto, el estudio de la
carrera escogida iba a darle una posición superior a la de su padre, ya que, según sus
propias palabras, el trabajo del padre no tenía nada de científico; «era un simple mecánico».
Entonces pensé que podía dejar que la entrevista terminase de forma natural, que el
muchacho pudiese marcharse sin sentirse turbado por lo que yo había hecho. En efecto, yo
había interpretado su destructividad potencial, si bien era cierto que también poseía la
capacidad de ser constructivo. El hecho de haberme contado que tenía un objetivo en la
vida le permitía irse libre de la impresión de haberme hecho pensar que el odio y la
destrucción eran las únicas cosas de que era capaz. Y, con todo, yo no había hecho nada por
tranquilizarlo.
Segundo ejemplo: Uno de mis pacientes, que ejercía la psicoterapia, empezó una de las
sesiones diciéndome que había ido a ver qué tal se desenvolvía uno de sus pacientes; es
decir, había abandonado el papel de terapeuta que trata al paciente en el consultorio para
ver al paciente en pleno trabajo. La actividad del paciente de mi paciente era de las que
requieren gran destreza y le salía muy bien en uno de sus aspectos, para el cual se
necesitaban unos movimientos rápidos que durante la hora dedicada a la psicoterapia no
tenían mucho sentido, pero que lo hacían agitarse sobre el diván como si fuese un poseso.
Aunque le quedaban algunas dudas al respecto, a mi paciente le parecía que probablemente
le sería de utilidad haber visto trabajar al suyo. Entonces se refirió a lo que él hacía durante
las vacaciones. Tenía un jardín y disfrutaba mucho haciendo ejercicios y emprendiendo
toda clase de actividades constructivas; además, le gustaban los chismes mecánicos y los
utilizaba realmente.
Al aparecer este material nuevo relacionado con el amor primitivo y la destrucción del
analista, ya había hecho alguna referencia al trabajo constructivo. Cuando efectué la
interpretación que el paciente necesitaba de mí, referente a mi destrucción poza parte suya
(comer), pude haberle recordado lo que dijera acerca de construcción. Pude haberle dicho
que, del mismo modo que él viera a su paciente trabajando, obteniendo así una explicación
de sus movimientos convulsos, también yo hubiese podido verlo en el jardín, trabajando
con sus chismes para mejorarlo. Allí podía cortar árboles y vallas, y todo ello le producía
un tremendo gozo. Si semejantes actividades hubiesen aparecido desligadas de su finalidad
constructiva, hubiese parecido un episodio sin sentido y maniático, una locura de
transferencia.
Diría que los seres humanos no saben aceptar la finalidad destructiva de sus primeros
intentos amorosos. Sin embargo, la idea de destrucción de la «madre-objeto» al amarla es
tolerable si el individuo que hacia ella se encamina conoce la presencia de alguna finalidad
constructiva, y de una «madre-medio ambiente» dispuesta a aceptar.
-Me gustaría pensar que, cuando se termine mi tratamiento, lo que haya sucedido aquí
conmigo tenga algún valor para el mundo.
No dije nada, pera mentalmente tomé nota de su observación, pensando que tal vez era
indicio de que el paciente estaba cerca de uno de aquellos accesos de destructividad con los
que me había enfrentado repetidas veces en los dos años que llevábamos de tratamiento.
Antes de que la sesión llegase a su fin, el paciente había adquirido una nueva conciencia de
la envidia que yo le inspiraba y que estaba motivada por el hecho de tenerme por buen
analista. Tuvo el impulso de darme has gracias por ser competente, y por poder hacer todo
cuanto él necesitaba que yo hiciese. Ya lo había hecho otras veces, pero aquel día el
paciente era más consciente que las veces anteriores de los sentimientos destructivos que
albergaba hacia lo que podríamos llamar un «objeto bueno»: su analista.
Cuando relacioné una cosa con otra, él dijo que le parecía acertado, añadiendo que hubiese
sido horrible que mi interpretación se hubiera basado en su primer comentario. Se refería a
que si yo, aceptando su deseo de ser útil, le hubiese dicho que era indicio de un deseo
inconsciente de destruir. Tuvo que llegar al impulso destructor antes de que yo diese
validez a su reparación, y tuvo que hacerlo a su modo y tomándose el tiempo necesario. Sin
duda fue su capacidad para tener idea de que a la larga haría algo constructivo lo que le
permitió establecer un contacto más íntimo con su destructividad. No obstante, el esfuerzo
constructivo es falso y sin sentido a menos que, como dijo él, antes se haya llegado a la
destrucción.
Cuarto ejemplo: Una chica adolescente estaba siguiendo el tratamiento que le daba una
terapeuta que, al mismo tiempo, la tenía a su cuidado en casa, junto a sus propios hijos. La
situación presentaba sus ventajas y sus inconvenientes.
Llegó un momento en que la chica expresó el más profundo de los odios hacia ha terapeuta
(que, recordarán, llevaba el tratamiento y al mismo tiempo la cuidaba). Todo iba como una
seda durante el resto del día, pero cuando se trataba del tratamiento, ha terapeuta resultaba
destruida, completa y repetidamente. No es fácil dar idea de la intensidad con que la chica
odiaba a la terapeuta ni de hasta qué punto la aniquilaba. El caso no podía solucionarse con
la visita de la terapeuta al lugar de trabajo de la paciente, ya que la tenía constantemente
bajo su cuidado; de hecho, se trataba de dos relaciones distintas y simultáneas entre ambas.
Durante el día, empezaron a suceder muchas cosas nuevas: la chica daba muestras de
querer hacer la limpieza de la casa, sacar brillo a los muebles, ser útil en general. Esto era
algo nuevo, absolutamente nuevo, y ni siquiera en su propia casa había sido uno de los
rasgos del patrón de conducta de la chica, ni tan sólo antes de caer enferma. Además,
sucedió silenciosamente (por así decirlo), paralelamente a la destructividad absoluta que la
chica empezaba a advertir en los aspectos primitivos de su amor y a los cuales llegaba en su
relación con la terapeuta durante las sesiones de tratamiento.
Verán que aquí se repite la misma idea: naturalmente, el hecho de que la paciente estuviese
tomando conciencia de su destructividad era el factor que posibilitaba su actividad
constructiva durante el día. Pero es a la inversa como quiero explicarlo aquí y ahora: Las
experiencias constructivas y creadoras hacían posible que la chica llegase a la experiencia
de su destructividad. Y de este modo, en eh tratamiento, estaban presentes las condiciones
que he procurado describir. La capacidad para la inquietud no sólo es un nodo de
maduración, sino que, además, para su existencia depende de un medio ambiente emocional
que haya sido lo bastante bueno durante cierto tiempo.
Resumen
La inquietud, tal como la entendemos en el presente contexto, se refiere al eslabón existente
entre los elementos destructivos de las relaciones objetales y los demás aspectos positivos
de dichas relaciones. Se supone que la inquietud corresponde a un período anterior al
clásico complejo de Edipo, que es la relación entre tres personas «completas». La
capacidad para la inquietud es propia de la relación bipersonal entre la criatura y la madre o
persona que la sustituya.
Aunque ya muchos de ustedes están bien familiarizados con lo que he dicho acerca de los
objetos transicionales, quisiera ante todo volver a enunciar mi concepción al respecto; para
luego pasar a mi tema principal de hoy, que es la cuestión de su destino. Enunciaré, pues,
cuál es á mi parecer la significación de los objetos transicionales.
A mi entender, a estos objetos los encontramos en diversos procesos de transición. Uno de
ellos se vincula con las relaciones de objeto; el bebé se lleva el puño a la boca, luego el
pulgar, luego hay una mezcla del uso del pulgar y de los demás dedos, y escoge algún
objeto para manipularlo. Poco a poco comienza a usar objetos que no son parte de él ni de
la madre.
Otra clase de transición tiene que ver con el pasaje de un objeto que es subjetivo para el
bebé a otro que es objetivamente percibido o externo. Al principio, cualquier objeto que
entabla relación con el bebé es creado por éste -o al menos ésa es la teoría a la que yo
adhiero-. Es como una alucinación. Se da cierto engaño y un objeto que está a mano se
superpone con una alucinación. Como es obvio, aquí tiene suprema importancia la forma en
que se conduce la madre o su sustituto. Habrá madres que son buenas y otras que son malas
en lo que atañe a posibilitar que un objeto real esté exactamente allí donde el bebé alucina
un objeto, de modo tal que el bebé se haga la ilusión de que el mundo puede ser creado y de
que lo que es creado es el mundo.
De todo esto se deduce que estamos describiendo la vida de un bebé que significa asimismo
la relación que el ambiente tiene con él, a través de la madre o de su sustituto. Nos estamos
refriendo a una "pareja de crianza», para emplear la expresión de Merrill Middlernore (2).
Nos referimos al hecho de que no existe eso denominado bebé, pues cuando vemos a un
bebé en esta temprana etapa sabemos que vamos a encontrar tos cuidados del bebé,
cuidados de los cuales el bebé forma parte.
Esta manera de enunciar el significado del objeto transicional nos fuerza a utilizar la
palabra "ilusión". La madre posibilita al bebé tener la ilusión de que los objetos .de la
realidad externa pueden ser reales para él, vale decir, pueden ser alucinaciones, ya qué
sólo .a las alucinaciones las siente reales. Para que a un objeto exterior se lo sienta real, la
relación con él debe ser la relación con una alucinación. Ustedes coincidirán conmigo en
que esta hace estallar un antiguo enigma filosófico, y tal vez ya estén pensando en esos dos
tercetos, uno de Ronald Knox:
¿La piedra y el árbol siguen existiendo cuando no hay nadie en el patio?
y la réplica:
La piedra y él árbol siguen existiendo mientras los observa su seguro servidor... (3)
El hecho es que un objetó exterior carece de ser para ustedes o para mí salvo en la
medida en que ustedes o yo lo alucinamos, pero si somos cuerdos pondremos cuidado
en no alucinarlo salvo en los casos en que sabemos qué se tiene que ver. Por supuesto, si
estamos cansados ó anochece, cometeremos algunas-equivocaciones. En mi opinión, con su
objeto transicional el bebé se halla todo el tiempo en ese estado en que le posibilitamos ser,
y aunque es algo loco, no lo calificamos así. Si el bebé pudiera hablar, diría: "Este objeto es
parte de la realidad Externa y yo lo creé". Si alguno de ustedes o yo dijéramos esto; nos
encerrarían, o tal vez nos practicarían una leucotomía.
Creo que durante el periodo en que el bebé utiliza objetos transicionales se procesan otras
transiciones. Por ejemplo; la que corresponde a las capacidades en desarrollo del niño, su
creciente coordinación y el paulatino enriquecimiento de su sensibilidad. El sentido del
olfato está entonces en su apogeo y probablemente nunca en la vida alcance otra vez esa
intensidad, excepto quizás en el curso de episodios psicóticos. También la textura tiene el
mayor significado que jamás pueda alcanzar y lo seco y lo húmedo y también lo frío y lo
cálido poseen un significado tremendo.
Junto a ello, debe mencionarse la extrema sensibilidad de los labios infantiles y, sin duda,
del sentido del gusto. La palabra "repugnante" nada significa todavía para el niño, y al
principio ni siquiera le preocupan sus excreciones. El babeo y baboseo característicos de la
primera infancia cubren al objeto, haciéndonos acordar del león en su jaula del zoológico,
que casi parece ablandar al hueso con su saliva antes de poner fin a su existencia mediante
un mordisco y comérselo. ¡Qué fácil resulta imaginar los muy tiernos y acariciadores
sentimientos del león hacia ese hueso que está a punto de aniquilar! Así pues, en los
fenómenos transicionales vemos surgir la capacidad para los sentimientos tiernos, al par
que la relación instintiva directa sucumbe a la represión primaria.
De esta manera, apreciamos que el uso que hace el bebé de un objeto puede
articularse, de una forma o de otra, con el funcionamiento corporal, y en verdad es
inimaginable que un objeto tenga significado para un bebé si no está así articulado.
Este es otro modo de decir que el yo se basa en un yo corporal.
He dado algunos ejemplos con el único propósito de recordarles todas las posibilidades que
existen, según ilustra el caso de sus propios hijos y de los niños que ustedes atienden. A
veces caemos que la madre misma es utilizada como si fuese un objeto transicional, lo cual
si persiste puede dar origen a grandes perturbaciones; por ejemplo, un paciente del que me
ocupé recientemente utilizaba él lóbulo de la oreja-de la madre. Corno ustedes conjeturarán,
en estos casos en que es utilizada la madre, es casi seguro que hay algo en la madre misma
una necesidad inconsciente de su hijo o hija- a cuya pautó se amolda el niño.
Tenemos luego el uso del pulgar o de otros dedos, que puede perdurar, y puede haber o no
simultáneamente un acariciarse con cariño una parte del rostro ,o alguna parte de la madre o
de un objeto. En algunos casos estas caricias continúan y se pierde de vista el chupeteo del
pulgar o de otros dedos. Con frecuencia sucede, asimismo, que un bebé que no empleaba la
mano o el pulgar para la gratificación autoerótica use, sin embargo, un objeto de alguna
clase. En tales casos, habitualmente el interés del bebé se hace extensivo y pronto otros
objetos se vuelven importantes para él. Por alguna razón, las niñas tienden a persistir con
los objetos suaves hasta que usan muñecas, y los varones tienden a adoptar más
prontamente objetos duros. Tal vez sería más apropiado decir que el varón que hay en los
niños de ambos sexos pasma los objetos duros, y la niña que hay en los niños de ambos
sexos tiende a conservar su interés por la blandura y la textura, que a la larga se articulará
con la identificación materna. A menudo, cuando hay un neto objeto transicional desde
época temprana, éste persiste aunque el niño. de hecho se aplique en mayor medida a
nuevos objetos, menos importantes; tal vez en momentos de gran congoja, tristeza o
deprivación vuelva al objeto original o al pulgar, o pierda por completo la capacidad
de utilizar símbolos y sustitutos.
Quisiera. dejar el tema en este punto. El cuadro clínico muestra una variedad infinita, y sólo
podemos hablar fructíferamente de las consecuencias teóricas.
Los viejos soldados nunca mueren,, sólo desaparecen. El objeto transicional, tiende a ser
relegado al limbo de ras cosas a medias olvidadas que-se amontonan en e1 fondo del cajón
o en la parte posterior del estante de los juguetes. Sin embargo, lo usual es que. el niño lo
sepa. Por, ejemplo, un varoncito que ya ha olvidado su objeto transicional tiene ano fase
regresiva luego de padecer una deprivación, y vuelve a él. Más tarde ,habrá un retorno
gradual a las otras posesiones, adquiridas con posterioridad. El objeto transicional puede
ser, entonces,
ii. gastado
v. etc.
Todo esto se vincula con el destino del objeto en sí.
B. Llego ahora al punto principal que quiero exponer para su debate. No es una idea nueva,
aunque creo que lo era cuando la referí en mi artículo original. (Ahora que me ocupo de
esto, temo que ustedes lo encuentren demasiado obvio, salvo, por supuesto, que no estén de
acuerdo conmigo.)
Puede resultar que esta tercera zona sea la vida cultural del individuo.
¿Cuáles son estas tres zonas? Una, la fundamental, es la realidad psíquica o interior
del individuo; el inconsciente si ustedes prefieren (no el inconsciente reprimido, que
sobreviene muy pronto pero, decididamente, más tarde). A partir de esta realidad
psíquica personal es que él individuo "alucina" o "crea" a "piensa" cosas olas
"concibe". De ella están hechos los sueños, aunque éstos se revisten de materiales
recogidos en la -realidad exterior.
Ahora bien, los bebés y los niños y los adultos traen hacia dentro suyo la realidad
exterior, como ropaje para revestir sus sueños, y se proyectan en los objetos y
personas externos enriqueciendo la realidad exterior mediante sus percepciones
imaginativas.
Pero pienso que encontramos en verdad una tercera zona, una zona del vivir que
corresponde a los fenómenos transicionales del bebé y en verdad deriva de éstos. En la
medida en que el bebé no haya llegado a los fenómenos transicionales, pienso que su
aceptación dé los símbolos será deficiente y su vida cultural quedará empobrecida.
Sin duda, ustedes apreciarán lo que quiero decir. En términos algo burdos: vamos a
un concierto y escuchamos uno de los últimos cuartetos de cuerdas de Beethoven
(como ven, soy una persona refinada). Este cuarteto no es un mero -hecho externo
producido por Beethoven y ejecutado por los músicos; ni tampoco es un sueño mío,
que a decir verdad jamás habría sido tan bueno. La experiencia, sumada a mi manera
de prepararme para ella, me permite crear un, hecho glorioso: Lo disfruto porque,
como digo, yo lo he creado, lo aluciné, y es real y estaría de .todos modos allí aunque
yo no hubiese sido concebido.
Esto es loco. Pero en nuestra vida cultural aceptamos la locura, exactamente cono
aceptamos la locura del niño que afirma (aunque no pueda expresarlo con sus balbuceos):
"Yo lo aluciné y es parte de mi madre, que estaba ahí antes de que yo viniese al mundo".
De ello inferirán por qué pienso que el objeto transicional es esencialmente distinto del
objeto interno de la terminología de Melanie Klein. El objeto interno es una cuestión de
realidad interior, y se vuelve más y más complejo a medida que transcurre cada momento
de la vida del bebé. El objeto transicional es para nosotros un pedazo de su frazadita,
pero para d bebé es representativo tanto del .pecho de la madre como del pecho
internalizado de la madre.
De igual manera, quizás, un adulto puede hacer el duelo por alguien, y en el curso de su
duelo deja de disfrutar de las actividades culturales; la recuperación será acompañada de un
retorno a todos los intereses intermedios (incluidas las experiencias religiosas) que
enriquecen la vida de un individuo sano.
Pienso, entonces, que los fenómenos transicionales no "pasan", al menos no cuando hay.
salud. Pueden convertirse en un arte perdido, pero esto forma parte de la enfermedad de un
paciente, de una depresión, y es algo equivalente a la reacción frente a la deprivación en la
infancia, cuando el objeto y los fenómenos transicionales pierden en forma temporaria (o a
veces permanente) su sentido o son inexistentes.
Me gustada mucho conocer sus reacciones frente a esta idea de una tercera zona del
experiencias, su relación con la oída cultural y, según he sugerido, el hecho de que derive
de los fenómenos transicionales de la infancia.
Como punto de partida, trataré de transmitir parte de la belleza de un poema escrito por una
niña de once años. No puedo reproducirlo aquí porque ya se ha publicado en otra parte con
el nombre de su autora, pero lo que sí diré es que, a través de una serie de versos breves,
ofrece una imagen perfecta de la vida hogareña en un marco familiar feliz. La sensación
que transmite es la de una familia formada por hijos de diversas edades, en la que éstos
ejercen una acción recíproca, se experimentan celos pero también se los tolera y donde toda
la familia palpita al unísono con una tremenda potencialidad vital. Por fin, llega la noche, y
la atmósfera se traslada entonces al mundo exterior, a los perros y las lechuzas. Dentro de la
casa, reina la calma, la seguridad y la quietud. Parecería que el poema no fuera sino el
reflejo de la vida de su joven autora. ¿De qué otro modo podría ella conocer todas esas
cosas?
La historia de Esther
Permítaseme llamar Esther a la autora de este poema y preguntar: ¿Cuál es la historia de
Esther? Es la hija adoptiva de un matrimonio inteligente de clase medía, que tiene también
un hijo adoptivo y acaba de aumentar la familia adoptando a otra niña. El padre siempre fue
muy afectuoso con Esther y muy sensible en lo que se refiere a entenderla. La pregunta es:
¿Cuál es la historia temprana de esta niña y cómo hizo para alcanzar la serenidad que
trasunta este poema, impregnado de la atmósfera y los detalles de la vida familiar?
La verdadera madre de Esther era una mujer muy inteligente que hablaba bien varios
idiomas, pero su matrimonio fracasó y luego vivió con una especie de vagabundo. Esther
fue el fruto ilegítimo de esa unión. Por lo tanto, durante los primeros meses de su vida
Esther vivió junto a una madre que le pertenecía por completo. La madre era la menor de
muchos hermanos. Durante su embarazo se le recomendó que se tratara pero ella no aceptó
ese consejo. La madre amamantó a la niña desde el nacimiento y, según el informe del
asistente social, idolatraba a su bebé.
Esta situación persistió hasta que Esther tuvo cinco meses, época en que la madre comenzó
a comportarse en forma extraña y a adquirir un aspecto algo estrafalario y dudoso. Después
de una noche de insomnio, se lanzó a vagabundear por un campo cercano a un canal, y se
puso a observar a un ex policía que cavaba el terreno. A continuación caminó hasta el canal
y arrojó en él a la niña. El ex policía rescató a la niña en un santiamén, ilesa, pero la madre
fue detenida, e internada luego en un hospital como esquizofrénica con tendencias
paranoides. Así, cuando tenía cinco meses, Esther quedó bajo la custodia de las autoridades
locales y más tarde se la describió como una niña "difícil" en la nursery en la que
permaneció hasta que la adoptaron cuando tenía dos años y medio.
Durante los primeros meses posteriores a la adopción, su nueva madre tuvo que enfrentar
toda clase de dificultades, lo cual nos indica que la niña todavía no había renunciado a sus
esperanzas. Por ejemplo, solía tenderse en la calle y ponerse a gritar. Poco a poco las cosas
fueron mejorando, pero los síntomas reaparecieron cuando un nuevo bebé de seis meses fue
incorporado a la familia, contando Esther por esa época casi tres años de edad. El niño fue
adoptado legalmente, cosa que no había ocurrido en el caso de Esther. Ésta no permitía que
su madre adoptiva fuera llamada "mamita" por el niño, ni que nadie se refiriera a ella como
la "mamita" del niño. Se volvió muy destructiva, pero luego modificó totalmente su actitud
y comenzó a proteger al hermano. El cambio se produjo cuando, con gran prudencia, la
madre adoptiva le permitió portarse como un bebé y la trató exactamente como si tuviera
seis meses. Esther aprovechó esta experiencia en forma constructiva y se inició en su
profesión de madre y, simultáneamente, estableció una excelente relación con el padre, la
cual se mantuvo. Por esa misma época, sin embargo, la madre adoptiva y Esther
comenzaron a estar casi permanentemente en litigio, a tal punto que, debido a las continuas
peleas, un psiquiatra aconsejó que Esther, que tenía en ese momento cinco años, se alejara
del hogar por algún tiempo. Quizás ahora, al mirar retrospectivamente y comprender qué es
lo que estaba ocurriendo, consideremos que fue un pésimo consejo. El padre, siempre
sensible a las necesidades de su hija, consiguió que volviera a vivir con ellos. Como él
mismo afirmó, toda la fe de la niña en su hogar adoptivo se había marchitado. El padre,
aparentemente se convirtió en la madre de Esther y quizás a ello pueda atribuirse la
enfermedad paranoide que aquél desarrolló más tarde, así como su sistema delirante en el
cual veía a su mujer como a una bruja.
Esther siguió desarrollándose a pesar de las tensiones siempre presentes en la relación entre
ambos progenitores, que más adelante se separaron, dando origen a un interminable pleito
legal. Asimismo, la madre siempre prefirió abiertamente al hijo adoptivo, quien se ha
desarrollado lo suficientemente bien como para recompensarla con su amor.
Esta es, entonces la complicada y triste historia de la autora del poema que nos parece tan
pleno de seguridad y vida hogareña. Examinemos algunas de las implicaciones del caso.
Una persona tan enferma como la verdadera madre de Esther puede, sin embargo, haberle
dado a su hija una iniciación excepcionalmente buena. Creo que la madre de Esther no sólo
le proporcionó una experiencia satisfactoria de la lactancia, sino que también le brindó el
apoyo yoico que un bebé necesita en las primeras etapas, y que la madre puede dar sólo si
se identifica con su hijo. Es bastante probable que esta madre haya estado muy unida a su
bebé. Yo me atrevería a conjeturar que trató de desembarazarse de esa criatura suya a la
que estaba indisolublemente unida, porque advirtió que se insinuaba ya una nueva fase que
no se sentía en condiciones de manejar; una fase en la que la niña necesitaría separarse de
ella. Sentía que no sería capaz de satisfacer esas necesidades correspondientes a una nueva
etapa del desarrollo de su hija. Podía arrojar la niña al canal, pero no separarse de ella. Sin
duda, actuó impulsada por fuerzas muy profundas y, cuando arrojó la niña al canal (después
de haber elegido la hora y el lugar que prácticamente garantizaran la salvación de la niña)
lo que intentaba en realidad era solucionar algún tremendo conflicto inconsciente, como por
ejemplo su temor a experimentar el impulso de devorar a la niña en el momento de tener
que separarse de ella. Sea como fuere, la niña de cinco años puede haber perdido, en el
momento de ser arrojada al canal, a una madre ideal, una madre que aún no se había
convertido en una madre mordida, repudiada, expulsada, desgarrada, despojada y odiada, ni
tampoco destructivamente amada; de hecho, una madre ideal para conservar a través de la
idealización.
Siguió luego un largo período del que no conocemos los detalles, excepto que en la nursery
la niña siguió siendo difícil, esto es, conservó parte de la primera experiencia buena. No
cayó en un estado de sometimiento, lo cual hubiera significado renunciar a toda esperanza.
Cuando la madre adoptiva apareció ya habían sucedido muchas cosas. Como es natural, a
medida que su nueva madre comenzó a cobrar importancia para ella, Esther empezó a
descargar en ella todo lo que su verdadera madre no le dio oportunidad de hacer: morder,
repudiar, expulsar, desgarrar, despojar y odiar. No cabe duda de que en ese momento la
madre adoptiva necesitaba, casi imperiosamente, que se le explicara a qué se exponía, qué
debía esperar y cómo podía prepararse para enfrentarlo. Tal vez se hizo algún intento por
explicarle lo que estaba sucediendo, pero carecemos de información al respecto. Recibió a
una niña que había perdido a una madre ideal, y que desde los cinco meses hasta los dos
años y medio tuvo una experiencia muy caótica; asimismo, recibió a una niña con la que no
tenía ese vínculo fundamental que se establece a través del temprano cuidado infantil. De
hecho nunca logró establecer una buena relación con Esther, a pesar de que no tuvo
problemas con el varón; y cuando más tarde adoptó otra niña, no cesaba de repetirle a
Esther: "Ésta es la niña que siempre quise tener".
La madre buena o idealizada en la vida de Esther fue su padre adoptivo, situación que
persistió hasta que la familia se separó. Quizás fuera precisamente esta la causa de esa
separación: el hecho de que el padre se sintiera cada vez más obligado a proporcionar a la
niña la actitud materna que aquélla necesitaba, y que la madre adoptiva se viera cada vez
más obligada a asumir el papel de perseguidor en la vida de la niña. Este problema
desbordó la existencia de la madre adoptiva, que era en general satisfactoria, y que se
llevaba bien con sus otros dos hijos adoptivos.
Los padres adoptivos sabían que la madre de Esther era psicótica, es decir, que era una
enferma mental, pero no conocían los detalles porque en esa época el asistente social
psiquiátrico advirtió que ellos temían que Esther heredara la locura de su madre. Resulta
interesante observar que la preocupación relativa a la posible herencia de insanía en tales
casos parece superponerse al problema mucho más serio del efecto que ejerce sobre el niño
el período que pasa en una nursery residencial antes de ser adoptado. Durante este período,
y desde el punto de vista de la niña, en el caso de Esther se cometieron serios errores, y ella
encontró un embrollo, donde debió haber existido algo muy simple y directo, y sin duda
muy personal.
La enfermedad psicótica
Quizás algún tipo de clasificación ayude a distinguir los diversos tipos de enfermedad. En
primer lugar, podemos dividir a los progenitores psicóticos en padres y madres, pues hay
ciertos efectos que sólo tienen que ver con la relación madre-hijo, dado que ésta se inicia
tan temprano, o bien, si se refieren al padre, lo hacen en tanto aquél actúa como sustituto
materno. Cabe señalar aquí que un padre puede desempeñar un papel mucho más
importante, a través del cual humaniza algo en la madre y anula en ella un elemento que, de
otro modo, se vuelve mágico y potente y menoscaba la actitud maternal de la madre. Los
padres tienen sus propias enfermedades, cuyo efecto sobre los hijos es posible estudiar,
pero que no afectan a los niños en la más temprana infancia. Además, es necesario que el
niño sea antes lo bastante grande como para reconocer al padre como un hombre.
Los padres que poseen estas características fracasan en múltiples y sutiles maneras en el
manejo de sus hijos, excepto en la medida en que, conscientes de sus propias deficiencias,
los dejan en manos de otras personas.
Esta niña tenía ocho años cuando la aparté de su madre, y en cuanto se hubo alejado
comenzó a tener un comportamiento totalmente normal. La madre se encontraba en un
estado de depresión, que en ese momento constituía una reacción frente a la ausencia de su
esposo, que se encontraba en el frente durante la guerra. Cada vez que la madre se
deprimía, la niña tenía anorexia. Más tarde, la madre tuvo un varón, quien a su vez presentó
el mismo síntoma como defensa contra la anormal necesidad de la madre de demostrar sus
méritos atiborrando a los niños de comida. Esta vez fue la hija quien solicitó tratamiento
para su hermano. No pude conseguir que éste se alejara de la madre ni siquiera durante un
breve período, y hasta el momento no ha podido independizarse del todo de su madre.
De muy diversas maneras, estas características psicóticas de los padres, sobre todo cuando
se trata de la madre, afectan el desarrollo del niño. Con todo, es necesario recordar que la
enfermedad del niño es exclusivamente del niño, aunque en la etiología del caso, las fallas
ambientales resulten decisivas. A veces un niño encuentra la manera de crecer a pesar de
los factores ambientales, o bien enferma a pesar de que se le proporcionan excelentes
cuidados. Cuando tomamos las medidas necesarias para que un niño se aleje de un
progenitor psicótico, confiamos en poder trabajar con él, pero nos encontramos con que el
niño rara vez se comporta en forma normal cuando se lo aparta del progenitor enfermo,
como ocurrió en el caso ya citado.
La madre "caótica"
Una paciente que completó su análisis conmigo tenía una madre de este tipo, y quizás se
trate de la clase más difícil de madre enferma que sea posible encontrar. El hogar parecía
bueno, el padre era benévolo y firme y los hijos eran numerosos. Todos ellos se vieron
afectados, de una manera u otra, por el trastorno mental de la madre, muy similar al de su
propia madre.
Este caos organizado obligaba constantemente a la madre a fragmentarlo todo y a introducir
una serie infinita de distracciones en la vida de los hijos. De innumerables maneras, y sobre
todo a partir de que mi paciente, cuando era niña, aprendió a hablar, la madre no había
hecho otra cosa que confundirla. No siempre actuaba de esta manera; a veces era una madre
excelente pero siempre confundía todo con distracciones y con acciones inesperadas y por
lo tanto traumáticas. Cuando hablaba con la hija utilizaba retruécanos y juegos de palabras,
ciencia ficción y hechos reales presentados como fantasías. Los estragos que causó fueron
casi ilimitados. Todos sus hijos tuvieron serios problemas y el padre nada pudo hacer al
respecto, y su única alternativa fue enfrascarse totalmente en su trabajo.
Progenitores depresivos
Tony tenía una obsesión por los piolines cuando lo trajeron para que lo examinara a los
siete años de edad. Estaba a punto de convertirse en un perverso con peligrosas habilidades,
y ya había jugado a que estrangulaba a la hermana. La obsesión desapareció cuando la
madre, siguiendo mi consejo, habló con él sobre su temor a perderla. Dicho temor obedecía
a varias separaciones tempranas, la peor de las cuales, y también la que mayor repercusión
tuvo, fue la depresión sufrida por la madre cuando el niño tenía dos años.
Una fase aguda de la enfermedad depresiva de la madre la apartó totalmente del niño, y
toda reaparición de la depresión en los años posteriores renovaba la obsesión de Tony con
respecto a los piolines. Para él, un piolín constituye el último recurso, la posibilidad de unir
cosas que parecen estar separadas.
Así, la fase melancólica en la depresión crónica de una madre excelente en un buen hogar,
fue la causa de la privación que, a su vez, provocaba el síntoma manifiesto en el caso de
Tony.
En otros casos, la fuente de dificultad para los hijos son las oscilaciones maníaco-
depresivas en el estado de ánimo de los progenitores. Resulta sorprendente comprobar que
hasta los niños muy pequeños aprenden a percibir el estado de ánimo de los padres. Lo
hacen al despuntar de cada día y a veces aprenden a vigilar con un ojo a la madre y con el
otro al padre durante casi todo el tiempo. Supongo que, cuando son más grandes,
contemplan el cielo o escuchan el boletín meteorológico de la BBC.
Citaré como ejemplo a un niño de cuatro años, muy sensible y temperamentalmente muy
parecido a su padre. Estaba en mi consultorio, jugando en el suelo con un tren, mientras la
madre y yo hablábamos sobre él. De pronto dijo, sin levantar la vista: "Doctor Winnicott,
¿está cansado?". Le pregunté por qué pensaba eso y me respondió: "por su cara".
Evidentemente, me había mirado bien al entrar a la habitación. Lo cierto es que me sentía
muy cansado pero confiaba en haberlo ocultado. La madre dijo que el niño siempre sabía
cómo se sentía la gente, porque el padre, un buen clínico y excelente padre, no siempre se
sentía con ánimos como para jugar con el niño y éste debía sondear primero cuál era el
estado de ánimo de su progenitor, que se sentía a menudo cansado y deprimido.
Por lo tanto, los niños pueden prepararse para soportar los cambios en el estado de ánimo
de sus padres si los observan atentamente, pero lo que les resulta traumático es la
imposibilidad de predecir cuál será la reacción de aquellos. Una vez que los niños han
pasado por las primeras etapas de máxima dependencia, creo pueden hacer frente a casi
cualquier factor adverso que permanezca constante o que sea posible prever. Naturalmente,
los niños de gran inteligencia tienen una gran ventaja en lo que se refiere a la predicción,
pero a veces comprobamos que la capacidad intelectual de los niños muy inteligentes ha
sido sometida a un esfuerzo desmedido, que la inteligencia se ha prostituido en aras de la
tarea de predecir estados de ánimo y tendencias muy complejas en los padres.
La existencia de una seria enfermedad mental no impide que madres o padres soliciten
ayuda para sus hijos en el momento adecuado.
Percival, por ejemplo, acudió a mi consultorio debido a un agudo episodio psicótico cuando
tenía once años. Su padre había tenido esquizofrenia a los veinte y fue precisamente el
psiquiatra de aquél quien me envió al niño. El padre tenía en ese momento más de
cincuenta años y había llegado a manejar bastante bien su enfermedad mental crónica. Se
mostró tremendamente comprensivo con su hijo cuando éste enfermó. La madre de Percival
es también una personalidad esquizoide, con un sentido de la realidad muy limitado, a pesar
de lo cual pudo cuidar de su hijo durante la primera fase de su enfermedad hasta que el niño
estuvo en condiciones de recibir tratamiento fuera del hogar. Percival necesitó tres años
para recuperarse de su enfermedad, que estaba muy vinculada a la de sus padres.
La experiencia del padre con su propia esquizofrenia le permitió tolerar la locura extrema
en el niño, y la enfermedad de la madre la hizo participar en la enfermedad de su hijo hasta
que ella misma comenzó a necesitar también un período de cuidado psicológico. Desde
luego, a medida que el niño mejoró, una de las cosas que tuvo que aprender fue que sus
padres también eran enfermos, cosa que logró hacer sin mayores dificultades. Ahora, ya
entrado en la pubertad, y gracias en gran medida a sus padres muy enfermos, es un niño
sano.
Se trata sin duda de una situación terrible, pero creo que las cosas son aún peores cuando
uno de los progenitores, aunque físicamente sano, padece un trastorno psiquiátrico de
índole psicótica.
a) Padres muy enfermos. En este caso otras personas se hacen cargo de los niños.
b) Padres menos enfermos. En algunos períodos otras personas se hacen cargo de los niños.
c) Progenitores bastante sanos como para proteger a sus hijos de su propia enfermedad y
solicitar ayuda.
d) Padres cuya enfermedad incluye al niño, de modo que nada puede hacerse por este
último sin violar los derechos que un progenitor tiene sobre su propio hijo.
Por mi parte, nunca sugiero que las autoridades intervengan para apartar a los hijos de los
padres, salvo que una actitud cruel o de tremendo descuido despierte la conciencia moral de
la sociedad. No obstante, sé que en muchos casos se ha tomado la decisión de separar a los
niños de padres psicóticos. Cada caso requiere un cuidadoso examen o, en otras palabras,
un trabajo de caso (casework) sumamente hábil.
Notas:
(1) M. A. Sechehaye, Symbolic Realization, Nueva York, International Universities Press,
1951
(3) Los puntos suspensivos reemplazan la firma, "Dios", que figura en el terceto
reproducido. El contexto exige esa omisión, ya que aquí en cualquier ser humano el que
confiere existencia a los objetos al alucinarlos. Obviamente los tercetos, relacionados con la
controversia sobre la filosofía de Berkeley, son bien conocidos por el público de habla
inglesa, para lo cual esta aclaración resultaría superflua.
(4) Véase D. W. Winnicott, "String", en The Maturational Processes and the Facilitating
Environment (Londres: Hogarth Press, 1965).
https://www.psicoanalisis.org/winnicott/destobjt.htm
Si se reflexiona un momento sobre este tema, se advertirá que la yuxtaposición de estos tres
tipos de seres humanos -el maestro, el padre o la madre y el médico- tiene implicaciones
algo siniestras. ¿Qué podría reunir a un maestro, un padre o madre y un médico? O bien,
para formular la pregunta de otro modo, ¿por qué tendría que ser necesario que alrededor de
un centenar de personas renuncien a su fin de semana para estudiar la relación,
evidentemente precaria, existente entre estas clases de adultos? La respuesta es, desde
luego, que en el trasfondo, en algún lugar, hay un niño. El niño es el cemento que liga entre
sí a estas piedras, y es también el terremoto que las hace pedazos.
La educación de un niño normal (si por un momento se me permite usar la palabra
"normal") es comparativamente simple; y el niño normal tiende a unir al maestro y a los
padres en una relación feliz, en la que cada uno es una extensión de la personalidad del
otro. Además, el niño normal deja tan poco por hacer al médico que éste se convierte en
una cifra; tal vez sea el responsable final de los criterios con que se alimenta a los niños en
la escuela, la regulación de sus ejercicios físicos, la ventilación de los dormitorios y la
prevención de las inevitables enfermedades infecciosas para que no se difundan, pero en
cuanto al niño normal, el médico no ingresa mucho en el cuadro como persona.
Ahora bien, ¡qué pocos niños pueden llamarse normales! ¿Y queremos que lo sean? La
respuesta dependerá de la forma en que definamos lo normal; pero sean cuales fueren
nuestra definición y nuestro deseo, sabemos que los equívocos que surgen entre los padres
y toda clase de custodios de sus hijos no son, en modo alguno, debidos en su totalidad a las
dificultades personales que pueda haber entre los padres y los custodios. Sabemos bien que
con frecuencia se deben a los niños.
El estudio de las dificultades propias del desarrollo emocional de los bebés y de los niños
de distintos grupos etarios constituye el mejor fundamento para comprender la interrelación
de los padres, los maestros, los médicos y todos los interesados en el cuidado y la
educación de los niños.
No es mi tarea analizar aquí y ahora con ustedes el derrotero extremadamente complejo del
desarrollo emocional del individuo, pero al abordar este tema no puedo dejar de lado al
niño. Debemos ver, por ejemplo, el papel que éste desempeña en el siguiente ejemplo de
desconfianza parental.
Un chico de ocho años, muy inteligente e inquieto, permaneció durante el período escolar
en la casa de una persona a la que conozco bien y sé que es confiable. Al término de ese
período su madre lo fue a buscar. Mientras volvían a la casa, el niño le contó a su mamá
que la señora X (mi amiga) se había negado a darle las monedas que necesitaba diariamente
para tomar el ómnibus, así que tuvo que ir a la escuela y volver de ella caminando. Esta
mezquindad le había impedido tener tiempo suficiente para volver a almorzar a mediodía,
aunque de todos modos la comida que le daban era escasa y mala. Y así sucesivamente. Le
contó todo esto a la madre de la mejor manera posible, y sería injusto culparla a ella por
haberle creído. Ocurre que la madre tenía también grandes dificultades, era muy aprensiva
y siempre estaba sintiéndose perseguida o previendo que sucedería alguna catástrofe; me
escribió diciéndomelo disgustada que estaba con la señora X y que no volvería a enviarle a
su hijo para que lo cuidase.
Sucede que yo conocía bien al niño, porque lo estaba tratando por el método llamado
psicoanálisis, y también estaba en estrecho contacto con mi amiga, la señora X. La
situación real fue que el niño había disfrutado mucho su estadía en la casa de la señora X,
donde conoció una estabilidad y una abundancia que no existían en su hogar. Además, la
señora X es un tipo de persona más normal que la madre del niño, feliz y nada nerviosa. Por
otra parte, al niño lo
Cuando el niño se reencontró con la madre, se sentía pésimamente por todo esto. El hecho
de que hubiese disfrutado de ese ambiente extraño a su hogar implicaba formular una seria
crítica a este último. Tal vez no se sintiera culpable de forma consciente, pero fue un
profundo sentimiento de culpa el que lo llevó a contarle a la madre que lo habían tratado
mal. En un comienzo no tuvo el propósito de enfrentar a su madre con la señora X, pero
supongo que cuando se dio cuenta de que lo había hecho y de que su madre le creía todo
cuanto le había relatado, pensó que no podía echarse atrás sin sacrificar la lógica, y agregó
nuevos pormenores.
¡Con cuánta frecuencia el deseo de un niño de ocultarle a su madre que encontró la dicha
fuera del hogar da por resultado un equívoco! Lo que el niño quería decirle era. muy
complicado, demasiado para un chico de ocho años. Era más o menos esto: "Yo te quiero, a
pesar de que en muchas de las formas en que puede expresarse el amor, la escuela lo hizo
mejor que tú; además, mi amor a la escuela no fue tan intenso, ni estuvo ligado a
experiencias infantiles, como lo es y será siempre mi amor por ti, así que hubo menos
amenazas de codicia, se generó un odio menos intenso, menos ingobernable, más
fácilmente transformado en modos de expresión aceptables; hubo menos conflictos, y yo
me sentí más contento que en casa".
Mi niño de ocho años quería decir todo esto, pero como no pudo, resolvió inventar el
cuento sobre la frustración que padeció porque no le dieron las monedas.
El médico en este caso era yo. Mi tarea consistía en permitir a la madre que se quejara
como quisiese durante unas semanas, y luego mostrarle la falta de realidad de todo eso; a la
vez, tenía que lograr que la señora X pudiese reírse del asunto, para que no se sintiera
herida si acaso recibía una carta mortificante de la madre. Por fortuna, como en este caso el
chico estaba en análisis, tuve la oportunidad de hacer algo más que señalarle su mentira. No
necesité hacer esto último en absoluto. En el curso del análisis, las complicadas
motivaciones que describí se le harán claras, y a medida que él se sienta menos culpable
(inconscientemente) por criticar a la madre, al padre y el hogar, y más capaz de criticarlos
basándose en hechos externamente reales, la necesidad de esta clase de mentiras cesará sin
un tratamiento directo.
Más adelante me explayaré en las complicaciones que generan las fantasías persecutorias,
pero por el momento quiero llamar la atención de ustedes sobre el tema de los propósitos
que se persiguen. ¿Cuáles son nuestros propósitos como médicos y maestros, y como
indagadores de la verdad, en una conferencia como ésta?
En verdad, la decisión en cuanto a los propósitos y las motivaciones se toma dentro de cada
uno, y depende de las tensiones y las tiranteces profundas de nuestra naturaleza, pero si
momentáneamente se me permite fingir que tenemos un poco de control consciente sobre
nuestra actitud hacia las cosas y la dirección de nuestros intereses, dedicaré a este tema
alguna reflexión.
Yendo directo al grano: ¿vamos a tratar de inculpar a la madre? Me dan tanto trabajo los
maestros, los asistentes sociales y los médicos claramente resueltos a "echarle la culpa a la
madre", que me veo llevado a hacerles esta pregunta. Si ése es nuestro propósito, tendremos
amplia oportunidad para divertirnos. Cualquiera de ustedes podrá levantarse y dar ejemplos
de estupidez de los padres, dobles mensajes e inexcusable ignorancia. Yo mismo podría
hacerlo. Sin embargo, señalaré que, como base para la discusión, "inculpar a la madre" es
tierra estéril para el sembrador.
Dicho sea de paso, los maestros y los médicos pueden ser tan estúpidos e ignorantes como
cualquiera cuando son padres. La verdad es que están involucrados los sentimientos, y por
ende los conflictos, más fuertes de los padres, puesto que éstos son y han sido los padres.
Los maestros y los médicos parten con la ventaja de que nunca tuvieron hacia el niño los
intensos sentimientos que tuvieron los padres, y sus conflictos inconscientes en relación
con el niño son consiguientemente menos fuertes y perturbadores. Sólo el amor más intenso
puede alimentar el odio y las sospechas más feroces, y sólo quienes experimentan los más
fuertes sentimientos conocen qué hondo calan en la naturaleza humana los sentimientos de
culpa, la depresión y las sospechas.
De hecho, una de las principales funciones de un maestro es ponerse in loco parentis, o sea
sin el lazo emocional de máxima intensidad que el progenitor y el niño reales sienten uno
por el otro. Pues ese lazo entre padres e hijo está ahí, ya sea que se manifieste como amor,
como odio o como ambas formas, o como indiferencia, y es la fuente de las tensiones
emocionales que deforman e inhiben la educación.
El maestro comprensivo, quien pronta e intuitivamente advierte que las actitudes molestas
de los padres hacia su hijo son el concomitante ineludible de los lazos emocionales
históricos que tienen con él, está en mejores condiciones de afrontar las situaciones de
emergencia, que aquel que simplemente cree que los padres forman una categoría aparte en
cuanto a su poder de exhibir las más bajas características humanas.
Si un maestro no sabe imputarle más que malas motivaciones a la madre, ésta lo siente en la
médula de sus huesos. Puede haber odios despertados en lo profundo de la madre en
conexión con el amor a su hijo, y celos frente a cualquiera que se encargue de cuidarlo, y
tal vez la principal preocupación de la madre sea que el odio así activado no dañe al niño,
cuyo amor por él lo provocó. El maestro o la maestra deben presuponer que de tanto en
tanto un poco de ese odio flotante se dirija a él o ella, y tendrá que ser capaz de soportarlo.
No es lindo que a uno lo odien, pero tanto los médicos como los maestros deben tolerarlo.
Los maestros que gozan de popularidad sólo lo hacen porque algún otro está cargando con
el odio, y por lo común los demás los menosprecian, por razones bastante claras. Siempre
me ha parecido que un director de escuela que goce de popularidad es una contradicción en
los términos. Si él o ella son populares, supongo que todos los demás maestros deben
soportar el odio en bloque... ¡porque el odio flotante está en alguna parte, sin lugar a dudas!
Suele ocurrir que los padres piensen que cualquier sentimiento crítico u hostil que tengan
puede ser ilógico o subjetivo, el resultado de sus conflictos íntimos, y como consecuencia
de ello dejan sin reservas a sus hijos en manos de alguna autoridad escolar, presumiendo
que LOS MAESTROS SON PERFECTOS. Esta presunción no se justifica. Los padres que
no intervienen porque suponen que todo anda bien no son los padres ideales, aunque desde
el punto de vista de la autoridad escolar posean cualidades convenientes.
(Quisiera introducir aquí al médico como la persona capaz de hablar con el padre o la
madre, y con el maestro, y que gracias a su comprensión de la naturaleza humana logra que
se entiendan entre sí. Por desgracia, esta observación no responde a la realidad. Los
médicos (dejando de lado a los especialistas) tienen como regla una buena comprensión
intuitiva, que se manifiesta en su trato concreto con los individuos. A menudo se llevan
bien con sus pacientes, niños o padres. Pero una cosa es llevarse bien con un paciente, y
otra, ser capaz de asesorar a los padres o aclarar un problema entre éstos y el maestro.
La razón radica, como en tantas cosas, en el método empleado por el médico. Fácilmente se
sitúa en el lugar del paciente. Si se lleva bien con el niño es porque, en ese momento,
comparte los intereses de éste, pero sobre todo porque comparte sus antagonismos, y así
permite que las fantasías persecutorias del niño tengan visos de realidad. Así como un
paciente con francos delirios de persecución puede quedar contento si el médico del
manicomio paga un tributo diario a su sistema delirante y simula creerlo, así también es
fácil comprar la amistad de un niño si uno le hace el juego a sus fantasías persecutorias. Tal
vez baste con convertirse en el ogro o, recordando sus días de escolar, concordar con el
niño en que el profesor de ciencia es un prepotente; o tal vez uno decida hacerse cómplice
de una conspiración de enfermedad dirigiéndole una nota al director en la que rece:
"Recomiendo que no se le exija ejercitación hasta el final del semestre", "No es aconsejable
encargar deberes hogareños en este caso", "Deben evitarse los castigos corporales, ya que
Tom tiene una tendencia a la debilidad cardíaca" (no importa qué signifique esto último).
Asimismo, el médico se sitúa en el lugar del progenitor inquieto. Advierte lo espantoso que
sería tener un hijo tan problemático, o un maestro tan poco comprensivo para su hijo, y
apoya los lamentos del progenitor naturalmente, permitiéndole superar la tensión que le
impone este vislumbre de las fantasías delirantes persecutorias.
Como apreciarán, esta ayuda muy real dista mucho de ser una verdadera comprensión, en el
sentido intelectual. En rigor, se basa en el factor común de las fantasías persecutorias
inconscientes de distintos seres humanos.
Conozco a una niña cuya infancia estuvo dominada por sentimientos de culpa y (más
conscientemente) por el temor a vomitar; cuando tenía entre seis y diez años se pasaba
horas sentada en el inodoro tratando de sacar de sí hasta la menor partícula de sus heces.
Todo lo que tenía adentro era malo. Sus movimientos de vientre, que podrían ser
expulsados, representaban su profunda e intangible fantasía inconsciente o su realidad
interna, la cual era mucho menos fácil de eliminar. Más adelante, en el curso de su análisis,
hizo el correspondiente intento de eliminar lo psíquicamente malo, los efectos del odio en
la fantasía inconsciente, y luego el odio mismo, de modo tal que sólo le quedara la
capacidad de amar. A la larga llegó a tenerle menos miedo a su odio y pudo usarlo como
fuente de energía para el trabajo y el juego. Si se le hubiera podido ofrecer el análisis en el
momento de los temores de su niñez temprana, se le habrían ahorrado treinta años de
preocupaciones obsesivas.
Vemos, pues, que si bien puede confiarse en los médicos hasta cierto punto para que
brinden a sus pacientes una ayuda temporaria (doy por sentado que los ayudan en cuanto a
su enfermedad física), no son mejores que cualquiera otra clase de individuos en lo tocante
a brindar comprensión de las fuerzas inconscientes operantes que determinan la conducta.
Para los médicos es tan difícil como para cualquiera creer en la fantasía inconsciente y
aceptar cosas tales como un sentimiento inconsciente de culpa, que cumple un papel tan
destacado en la vida de la mayoría de los niños, así como de sus padres y maestros. Ni
siquiera tengo la esperanza de que llegue el día en que los médicos puedan servir a la
humanidad de esta nueva manera. Por supuesto, habrá un número cada vez mayor de
médicos y maestros (y padres, debo añadir) que, gracias a haber tenido una experiencia
directa de psicoanálisis y a su formación en una escuela psicoanalítica bastante exigente,
estarán en condiciones de tratar de solucionar los problemas individuales y aun de dar
consejos. Pero no es dable esperar más. Mi opinión es que la tendencia actualmente vigente
no ha de dar buenos frutos. Es corriente que los médicos, los maestros y los padres "sepan
un poco de psicoanálisis". Esta tendencia no puede ser positiva, porque se aproximan a la
psicología de lo inconsciente debido al temor a su propio inconsciente, o, si prefieren, por
falta de confianza en su capacidad intuitiva, y si este temor lo lleva a uno a la psicología
pero no al análisis del origen del temor, el resultado será una solución de compromiso entre
la comprensión y la ceguera. Quizás algo se haya llegado a ver, pero con el fin de que otra
cosa permanezca oculta.
Se necesita mucha comprensión natural y paciencia para entender lo que una madre
realmente quiere decirnos cuando nos habla de su niño en términos de complejos e
inhibiciones. Pero no debe olvidarse que por lo común la madre posee -y es la única que lo
posee- un conocimiento valioso sobre la evolución del niño desde su nacimiento, lo que
posibilita comprender al niño en el presente (más allá de que se lo analice o no). Como
médico, en reiteradas oportunidades me topé con niños cuyas enfermedades o síntomas
fueron totalmente mal diagnosticados debido a que el médico menospreció a la madre
considerándola un testigo ineficiente. Es cierto que la madre añade a su volubilidad ansiosa
o culpógena toda una serie de términos mal digeridos, pero esa misma madre es en
definitiva la que conoce y puede darnos los detalles de la infancia y primeros años de la
criatura en su secuencia apropiada, y en una forma que a la postre vuelve al diagnóstico
claro como la luz del día. "El niño estaba bien hasta que lo desteté; desde entonces perdió el
apetito, y tardó mucho en alimentarse solo y en masticar": esto nos dice muchísimo. "El
niño era normal hasta los tres años, cuando se convirtió en un chico malhumorado, con
terrores nocturnos y ciertas fobias... Sí, fue justamente cuando yo estaba panzona con mi
próximo hijo." "El niño estuvo feliz hasta los dos años y medio, cuando el nuevo bebé tuvo
una grave enfermedad y murió. Desde entonces ha sido un chico muy serio, y no disfruta de
la comida como los otros chicos." Todos estos pormenores son inestimables.
Tal vez el dilema sea enviar al niño a la escuela y a que juegue y disfrute de la vida, o
tenerlo en cama durante seis meses porque podría sufrir una cardiopatía reumática. Con
frecuencia, el examen físico del niño no resuelve el problema, pero una buena historia
clínica, bien seleccionada a partir de lo que dice la madre, es capaz de establecer el
diagnóstico y decidir el destino de la criatura.
Si esto es válido para los médicos, lo es también para los directores de escuela. Si los
directores y las directoras tuvieran tiempo, imagino que les gustaría contar con una historia
detallada de la infancia y la niñez temprana de cada alumno nuevo, y la consultarían cada
vez que el niño cobrara prominencia como candidato para recibir un premio o promoción,
como delincuente infantil o juvenil, como posible celador del curso, como caso para la
enfermería, por su contumacia o sus estallidos de furia, etcétera. Un director hace más o
menos esto cuando selecciona a sus muchachos: les niega el ingreso a aquellos de quienes
piensa (por sus antecedentes familiares, posición social o informes de otras escuelas) que
no son adecuados para su tipo particular de colegio. Cuando elimina a los delincuentes
potenciales elimina a niños, algunos de los cuales fueron hijos no queridos desde el vamos
o padecieron graves traumas emocionales, seducciones, etcétera, a una tierna edad.
Una historia cuidadosa de los primeros años mostraría de qué niño pueden esperarse
períodos de depresión, durante los cuales todo empeño por obligarlos a alimentarse, jugar o
ser felices será vano o dañino. Dicha historia nos diría qué niños serán previsiblemente
tímidos y sufrirán abusos de sus compañeros, o sea cuáles tendrán que enfrentarse con una
cuota mayor que la habitual de fantasías persecutorias, y por ende pueden necesitar
protección frente a un maestro muy duro, el cual quizá sea perfectamente adecuado para
otro tipo de niño. Esa historia nos daría también algún indicio en cuanto a los niños a
quienes debe darse la oportunidad para una descarga directa de sus impulsos de odio
(juegos en que se patee, muerda, mate, etcétera) y, en cambio, cuáles otros requieren más
ayuda para la reparación y la restitución -la creación o recreación, más bien que la
recreación, la compensación en la realidad externa del daño producido por los impulsos de
odio en la realidad interna o en las fantasías inconscientes profundas-. Este último tipo de
niño, sobre todo si tiene talento para alguna variedad de arte, suele necesitar muy poco
despliegue o actividades agresivas directas, y hasta le molestan estos juegos. (¿No es ésta,
acaso, la solución culturalmente más avanzada frente al problema del odio inconsciente?
Pero a esos niños no se los hace así, son así cuando vienen a vernos y ya llevan consigo la
capacidad de sufrir la depresión, que es la más noble enfermedad humana.)
Estas elecciones y selecciones, y muchas más, el director de escuela avezado las realiza en
un abrir y cerrar de ojos cuando entrevista al futuro alumno y sus padres. A veces me
pregunto qué pasaría si se tomaran notas serias de la historia temprana del niño,
cuidadosamente extraídas de la madre. ¿Se tornaría ésta suspicaz? Pero no hay duda de que
si el médico le pide estos datos a la madre, demostrándole así, y demostrándose a sí mismo,
el importante papel que ella ha cumplido en ese drama, se gana su confianza; en tanto que
el médico que deja de lado a la madre y todo su saber especial acumulado tendrá que ser un
excelente cirujano o curandero para obtener su cooperación o conservar su buena
disposición.
Podría seguir enumerando durante horas la forma en que un médico podría ayudar al
maestro o a los padres. Por desgracia, los médicos no han recibido formación en la
psicología de lo inconsciente, y por consiguiente son en su mayoría incapaces de prestar la
ayuda que ahora describiré, pero en aras de la simplicidad ignoraré este punto.
Los niños que tienen a su cuidado difieren de otros niños en tal o cual aspecto. A veces, uno
nota diferencias extremas y se pregunta dónde termina lo normal y dónde empieza lo
anormal. Un niño es más inteligente que otro, pero un tercero está siempre en el primer
puesto de la clase. En este último, lo que nos impacta es su temor de no ser el primero, su
temor a fracasar o a recibir de su maestra cualquier cosa que no sea un elogio. El éxito de
este niño es un síntoma; a los niños más normales a veces les va mal. Tiende a esforzarse
en demasía y se necesita mucha visión para guiar al niño a través de su vida escolar. El
médico debería ser capaz de analizar con el maestro los problemas vinculados al precario
éxito de ese niño. Sin duda, al médico no puede hacérselo a un lado, pues hay
enfermedades (el mal de San Vito, por ejemplo) a las que dichos niños parecen
particularmente propensos a raíz de una tensión emocional que no pueden evitar. Es
lamentable que tan pocos médicos sean capaces de apreciar el complejo problema
psicológico involucrado. Es fácil decir: "Hay que dar al niño un período de ocio forzado".
Para empezar, un día tendrá que ganarse la vida, probablemente con su cerebro, y pasarse
sin estudiar un período lectivo en un momento crítico puede ser una seria desventaja en su
futura competencia con otros niños no menos ansiosos (posiblemente todos ellos quieran
ser maestros, a fin de enseñarles a otros a trabajar tan duro como lo tuvieron que hacer
ellos). Luego están los efectos que puede tener en un niño así un ocio o un fracaso
obligados. Como no se trata la angustia que subyace a su necesidad de elogio y de éxito,
durante su período de ocio ese niño puede sufrir intensamente, tener graves manifestaciones
de angustia o desarrollar alguna nueva técnica para evitarla, como la construcción de ideas
obsesivas, la masturbación compulsiva o la invalidez. O tal vez se deprima. Cuando deben
tratar a un niño de estas características, el médico, el maestro y los padres tienen una
maravillosa oportunidad para una cooperación inteligente.
Por otro lado, aunque hay chicos mejores que otros en aritmética, un tercero padece una
inhibición frente a las sumas (dolencia muy común en verdad, y no menos enfermiza que
un dolor de garganta). El médico debe poder ayudar al maestro a decidir a qué niños hay
que tratar con indiferencia, con disciplina o con psicoanálisis por su retraso en aritmética.
Lo mismo cabría decir de la dificultad para hacerse de amigos (que puede significar tanto o
tan poco), de la tendencia a no saber respetar las reglas del juego, de la obsesión por los
helados, de la desmesurada necesidad de tener algún dinero o de desplegar la riqueza que se
posee. El médico debe ser capaz de comprender los factores que están por debajo del
ansioso deseo del niño de explorar tal o cual avenida del placer sensual, o todas ellas, y por
cierto no sólo debe estar capacitado para examinar el corazón y los pulmones, sino también
para aconsejar respecto de la necesidad de castigar al niño o de tratarlo por las cosas que no
hace. Por supuesto, rara vez se tiene la posibilidad de tratarlo, pero en una conferencia
como ésta, donde se examinan los ideales, no necesito disculparme si soy poco práctico. Y
por otra parte, ¿quién sabe? Como consecuencia de mi charla acaso alguno de ustedes
aconseje a un joven que siga la formación psicoanalítica, con lo cual se agregaría uno más a
la pequeña banda de los capaces de tratar a un niño que padece una dolencia psíquica.
Hay sin duda un movimiento en la dirección que señalo, pero la grave falta de personas
adecuadamente adiestradas para tratar a los niños que requieren tratamiento muy pronto
desalienta a los médicos y los maestros que alcanzan alguna vislumbre de comprensión en
estas cuestiones. Y a un progenitor le ayuda poco y nada decirle que su hijo debería tratarse
pero no es posible hacerlo. Desde luego, hay centenares de personas dispuestas a intentar lo
que se llama "orientación infantil", o a mandar asistentes sociales para que sigan las huellas
de los padres, o a determinar los coeficientes de inteligencia, pero, lamento decirlo, en
nuestra búsqueda de individuos capaces de tratar con eficacia a los niños puede
prácticamente dejárselos de lado. No sólo los niños de los barrios pobres, los niños
descuidados, sino también nuestros propios hijos necesitan un tratamiento de gran
complejidad técnica, pero aunque podría aprenderlo cualquier individuo de inteligencia
media y de carácter estable, dicho tratamiento no está disponible. Los maestros, los padres
y los médicos están cooperando con el objeto de crear una demanda de esos profesionales.
En los minutos que me quedan antes del debate me explayaré un poco sobre el tema acerca
del cual he atraído especialmente la atención de ustedes, el tema de la pauta de fantasías
persecutorias (fundamentalmente inconscientes) que causa tantos trastornos a ciertos niños
y origina, de forma indirecta, tanta incomprensión entre padres y maestros. (quisiera
hacerles recordar, además, que padres, maestros y médicos tienen los mismos problemas
con diversos tipos y grados de estas fantasías en sí mismos, y no hay nada más sencillo que
el hecho de que la pauta de fantasía de un individuo (un niño, digamos) evoque la pauta de
fantasía complementaria de otro con el cual aquél tomó contacto. Esto equivale a decir que
si en la escuela hay un chico matón o prepotente, el que sufrirá las consecuencias será el
niño o niña que está esperando para ser tratado con prepotencia. Más aún, la introducción
experimental en una escuela de un niño dispuesto a ser maltratado tiene como resultado
seguro el surgimiento de un matón y, desde luego, de los protectores de los débiles y los
admiradores y acólitos del matón. Para mantener la paz, un director de escuela tiene que
ocuparse tanto de evitar que entren en ella los matones como de que entren las víctimas
potenciales.
El niño típico no pierde contacto con los sentimientos que corresponden a las fantasías
inconscientes, los cuales fácilmente se encauzan hacia un saber devorador, hacia los juegos
de guerra y prisioneros, o a aquel en que se imita a la directora estricta y los alumnos
dóciles (juego favorito de las niñas pequeñas), así como a los juegos establecidos
convencionales. Pero cuando las fantasías resultan más aterradoras para quien las tiene, o
han sido más profundamente reprimidas, los sentimientos correspondientes no están
disponibles para su expresión indirecta en el trabajo o el juego infantiles, ni lo estarán más
adelante para su expresión en las tareas del adulto. Un chico así desfavorecido puede ser
particularmente atractivo para el observador casual o sentimental, a quien le encantará ver
que no hay en el niño signo alguno de la agresividad o el odio ordinarios. El médico debe
poder ayudar al maestro y a los padres a distinguir a un chico de esta índole de aquel otro
de aspecto similar pero cuya falta de despliegue de juegos de odio es parte de su apego
natural a los objetos internos, a las cosas y las personas de su realidad interna, y que
probablemente tenga algún talento que le permite contactarse con la realidad externa a
través de su modo especial de abordar los conflictos interiores, dado que nosotros, en su
realidad externa, lo valoramos por sus escritos, sus poemas, sus obras o ejecuciones
musicales, sus dibujos o pinturas, etcétera. Estos tipos de niños pueden estar teóricamente
relacionados, y uno puede trocarse en el otro, pero en tanto que uno necesita urgente
tratamiento, al otro puede dejárselo librado a que genere su propia salvación. Mi opinión es
que ni el maestro ni el padre pueden formarse un juicio adecuado sobre estos problemas por
sí solos, y en cambio con la consulta y la ayuda de una tercera persona comprensiva
(llamémosle el médico) a menudo les es posible llegar a una conclusión muy clara.
A fin de aclarar este punto, citaré el caso de una niña de once años, muy suave y delicada,
traída a consulta porque era algo más nerviosa que los demás niños de la familia. Tenía un
dulce temperamento, pero nadie se le podía acercar realmente, y carecía de amigas íntimas.
La maestra se mostró sumamente perspicaz; me dijo: "Mire, doctor, yo también soy muy
nerviosa, y de chica era terriblemente nerviosa, y comprendo a los chicos nerviosos. He
tenido chicos que vinieron temerosos de todo lo que pasaba en su casa, y después de
algunas semanas conmigo cobraron confianza y pudo encaminárselos perfectamente hacia
la normalidad". (El cuadro que trazó de sí misma me fue luego confirmado por otras
fuentes; como maestra, tenía un éxito particular con los niños nerviosos.) "Pero -prosiguió-
esta chica es diferente de todos los demás; aparenta ser afable y de buen talante, pero no
reacciona. No puedo entender por qué, y realmente me molesta no poder ayudarla."
En mi contacto preliminar con la niña no pude establecer un diagnóstico claro, pero durante
su psicoanálisis (que fue realizado por un amigo mío a quien la mayoría de ustedes
conocen) se encontraron profundas fantasías inconscientes que contenían perseguidores de
fuerza excepcional, a punto tal que si la niña había conseguido evitar los delirios de
persecución (externamente real) fue gracias a sus constantes y duros esfuerzos. Había
mantenido una apariencia de normalidad, pero no pudo permitir que los sentimientos de sus
fantasías profundas ingresaran en el goce del juego o la búsqueda del saber. Si alguien se
mostraba particularmente amable con ella, interpretaba que le estaba tendiendo una trampa.
De ahí que "no reaccionara". A medida que avanzó el análisis y fueron analizadas estas
ideas persecutorias, se volvieron menos fuertes, menos aterradoras y reprimidas, y su
energía quedó disponible para el trabajo y el juego normales. Se transformó en una escolar
común, dichosa, que disfrutaba del juego y del trabajo y era normalmente traviesa; dicho
sea de paso, pasó a ser la segunda madre de los niños más pequeños de la gran familia de su
madre.
Este caso ilustra el de los niños que necesitan tratamiento, a diferencia del artista o poeta
escolar, quien sólo precisa permiso para seguir su camino, deprimirse, o bien deprimirse y
exaltarse alternadamente, y alguna persona competente que critique sus producciones.
Los niños que se debaten con fantasías persecutorias internas pueden ser impulsados por el
temor a entrar en una relación con otros niños en la que sensualizan su sufrimiento y
sometimiento. Buscan y encuentran a alguien que es llevado por el temor a la
sensualización de la crueldad o el dominio. Se meten fácilmente en problemas y a veces
hay que expulsarlos de la escuela, pero en realidad están enfermos. O tal vez se manejen
bastante bien hasta quedar involucrados (quizá por accidente) en algún complot o aventura.
Los demás participantes en la travesura son castigados y luego el mundo vuelve para ellos a
la normalidad; pero en el caso de los niños que estamos examinando, queda destapado un
depósito de sentimientos de culpa. Pueden enfermar de diarrea o tener ataques de hígado, o
el temor los llevará a atacar a una persona de autoridad o dañar los edificios escolares.
Estas manifestaciones de temor necesitan ser encaradas con suma habilidad.
Pero la tarea del maestro al ocuparse de estos trastornos manifiestos es leve en comparación
con la que tiene al ocuparse de los ocultos. Los niños asediados por fantasías inconscientes
persecutorias anormalmente intensas suelen ingeniárselas para pasarla bastante bien en la
escuela, pero llevan a su hogar historias según las cuales fueron maltratados o descuidados
allí. Aquí interviene el médico. A menudo los médicos son consultados por padres que
quieren contar con su apoyo para hacer frente a maestros crueles, en especial en las grandes
ciudades, donde los padres se sienten permanentemente vigilados por la ley bajo la forma
del "inspector escolar" (1). Si el niño les relata a los padres con lujo de detalles de qué
manera es maltratado en la escuela, ¿qué pueden ellos creer?
Más allá de estas quejas graves, se hallará toda clase de quejas sobre las normas y las
reglamentaciones, sobre la inhumana rigidez de las reglas y las convenciones, y sobre los
castigos. A veces los que más se quejan son los niños que más necesitan el alivio que
brindan estas reglas y castigos a los sentimientos de culpa. Nuevamente, un médico
comprensivo puede hacerle entender al progenitor lo que sucede, y así salvar al maestro de
vituperaciones perturbadoras.
Confío en que me perdonarán haber vagabundeado por el país que me pidieron que les
describiera, en lugar de viajar sistemáticamente por él. Por cierto que no intenté trazar
ningún mapa. Podrán señalarme muchos monumentos históricos que no hemos visitado y
cantinas de cuya buena cerveza no hice la alabanza; sólo espero que hayan encontrado en
mi descripción algo que les despertase recuerdos del vasto conocimiento que ustedes ya
poseen sobre el territorio que abarcan las palabras "El maestro, los padres y el médico".
Notas:
(1) Representante de la autoridad educativa cuya función consistía en asegurar que los
niños en edad escolar asistieran a la escuela.
https://www.psicoanalisis.org/winnicott/elmaes.htm
La ética y la educación
Conferencia perteneciente a un ciclo, pronunciada en el Instituto de Educación de la
Universidad de Londres, en 1962, y publicada por primera vez (con el título de "The Young
Child at Home and at School") en Moral Education in a Changing Society, comp. de W. R.
Niblett (Londres, Faber, 1963)
El título de mi conferencia me permite desarrollar no tanto el tema de la sociedad que
cambia como el de la naturaleza humana que no cambia. La naturaleza humana no cambia.
Desde luego, esto puede discutirse. Pero daré por sentado que esta idea refleja la verdad, y
la tomaré como base. Es cierto que la naturaleza humana ha evolucionado, del mismo modo
que los cuerpos y los seres humanos, en el curso de cientos de miles de años. Pero tenemos
pocas pruebas de que se haya modificado en el breve lapso de la historia registrada; en el
mismo sentido apunta el hecho de que lo que vale para la naturaleza humana en el Londres
de hoy en día también es cierto en Tokio, Accra, Amsterdam y Tombuctú. Se aplica por
igual a blancos y negros, a gigantes y pigmeos, a los hijos de los científicos de Harwell o
Cabo Cañaveral y a los hijos de los aborígenes australianos.
En cuanto al tema que consideramos (la educación moral hoy en día) esto significa que
existe un campo de estudio que podría denominarse "capacidad del niño humano para ser
educado moralmente". En esta conferencia me limitaré a ese campo, el del desarrollo en el
niño humano de la capacidad para tener sentido moral, experimentar un sentimiento de
culpa y establecer un ideal. Algo análogo sería profundizar en la idea de "creencia en Dios"
hasta llegar a la idea de "creencia" o, como yo prefiero decirlo, de "creencia en". A un niño
que desarrolla la "creencia en" puede transmitírsele el Dios de la familia, o de la sociedad
que es la suya. Pero para un niño sin ninguna "creencia en", Dios es en el mejor de los
casos un recurso pedagógico y, en el peor, una prueba de que las figuras parentales no
tienen confianza en los procesos de la naturaleza humana y temen a lo desconocido.
Las religiones han atribuido mucha importancia al pecado original, pero no todas han
llegado a la idea de la bondad original; al quedar recogida en la idea de Dios, la bondad es
al mismo tiempo separada de los individuos que colectivamente crean ese concepto de la
divinidad. La frase de que el hombre hizo a Dios a su imagen se considera habitualmente
un ejemplo divertido de perversidad, pero la verdad que hay en ella podría ponerse de
relieve con una reformulación: el hombre continúa creando y recreando a Dios como un
lugar en el que deposita todo lo que es bueno en él mismo y que podría echar a perder si lo
conserva en sí junto con el odio y la destructividad que también se encuentran en su
interior.
Por lo tanto, en la práctica, sea cual fuere nuestro sistema teológico, nos vemos reducidos
con cada niño nuevo a depender del modo como haya sido o esté siendo capacitado para
desarrollarse exitosamente. ¿Ha podido el niño pasar su examen de ingreso en sentido
moral (para decirlo de este modo), o pudo adquirir esto que yo llamo creencia en? Me
aferro a esta frase fea e incompleta: "creencia en". Para completar lo que se ha empezado a
decir, alguien tiene que hacerle saber al niño en qué creemos nosotros en esta familia y en
este rincón de la sociedad, en este preciso momento. Pero este proceso de completamiento
tiene una importancia secundaria, porque si no se ha llegado a la "creencia en", la
enseñanza de la ética o la religión no es más que pedagogía keateana, que se acepta que es
objetable o ridícula.
No me satisface la idea que suelen expresar personas, en otros sentidos bien informadas, en
cuanto a que el enfoque mecanicista freudiano de la psicología, o el hecho de que Freud se
haya basado en la teoría de la evolución del hombre a partir del animal, obstaculizan los
aportes que el psicoanálisis podría hacer al pensamiento religioso. Es incluso probable que
la religión aprenda algo del psicoanálisis, algo que salve a la práctica religiosa de perder su
lugar entre los procesos de la civilización y en el proceso de la civilización. La teología, al
negar al individuo en desarrollo la creación de todo lo ligado con el concepto de Dios, la
bondad y los valores morales, vacía a ese individuo de un importante aspecto de
creatividad.
Hay razones para que las ideas del educador moral se resistan a morir. Por ejemplo, es
obvio que existen personas malvadas. En mi propio lenguaje, esto significa que en todas las
sociedades y en todas las épocas ha habido personas detenidas en su desarrollo emocional,
que no llegaron a una etapa de "creer en" ni a una etapa de moral innata que abarcara toda
su personalidad. Pero la educación moral destinada a esas personas enfermas no es
adecuada para la vasta mayoría de quienes de hecho no están enfermos en este aspecto. Más
adelante volveré a referirme a las personas malvadas.
Hasta aquí he hablado como un teólogo aficionado; ahora bien, se me ha pedido que hable
como un psiquiatra infantil profesional. Para que mi aporte sea útil, tengo que presentar
ahora una breve descripción del infante y el niño. Sabemos que desde luego éste es un tema
extremadamente complejo y que esa descripción no puede hacerse en pocas palabras. Hay
muchas maneras de encarar el tema del crecimiento emocional, y yo trataré de utilizar
diversos métodos.
La base del desarrollo del niño es la existencia física del infante junto con sus tendencias
heredadas, entre las que se cuentan los impulsos madurativos hacia el desarrollo. Digamos
que un infante tiende a usar tres palabras al año de edad, a caminar más o menos a los
catorce meses, y a alcanzar la misma forma y estatura que uno de sus progenitores, y a ser
inteligente, estúpido, caprichoso, o a tener alergias. De modos menos visibles surge en el
infante y continúa en el niño la tendencia hacia la integración de la personalidad; la palabra
"integración" va adquiriendo un significado cada vez más complejo con el paso del tiempo
y a medida que el niño va haciéndose mayor. El infante tiende también a vivir en su cuerpo
y a construir el self sobre una base de funcionamiento corporal a la que corresponden las
elaboraciones imaginativas que se vuelven rápidamente muy complejas y constituyen la
realidad psíquica específica de ese infante. El infante se establece como una unidad,
experimenta un sentimiento de yo soy, y enfrenta valientemente el mundo con el que ya es
capaz de formar relaciones, relaciones afectuosas y también (en contraste) una pauta de
relaciones objetales basadas en la vida instintiva. Y así siguiendo. Todo esto, y mucho,
mucho más, es cierto y siempre lo ha sido respecto de los infantes humanos. Es la
naturaleza humana desplegándose. Pero, y éste es un pero muy importante, para que los
procesos de la maduración adquieran realidad en el niño, y lo hagan en los momentos
apropiados, es necesaria una provisión ambiental suficientemente buena.
Se trata de la antigua discusión sobre la naturaleza y la crianza. Sostengo que este problema
es susceptible de formulación. Los padres no tienen que hacer al bebé como el pintor a su
cuadro o el alfarero a su jarrón. El bebé crece a su propio modo si el ambiente es
suficientemente bueno. Alguien se ha referido a la provisión suficientemente buena como al
"ambiente previsible promedio". El hecho es que, a lo largo de los siglos, las madres y los
padres, y los sustitutos parentales, por lo general han provisto exactamente las condiciones
que el infante y el niño pequeño necesitan al principio, en la etapa de mayor dependencia, e
incluso algo más tarde cuando, ya niños, los infantes se van separando un tanto del
ambiente y se vuelven relativamente independientes. Después de esto las cosas tienden a no
ser tan buenas para el niño, pero al mismo tiempo ese hecho importa cada vez menos.
Se observará que estoy refiriéndome a una edad en la que la enseñanza verbal no encuentra
aplicación. Ni Freud ni el psicoanálisis necesitaron explicarles a madres y padres cómo
debían proveer esas condiciones. El proceso empieza con un alto grado de adaptación de la
madre a las necesidades del infante y gradualmente se transforma en una sucesión de fallas
de adaptación; esas fallas son también un cierto tipo de adaptación, porque están
relacionadas con la creciente necesidad del niño de enfrentar la realidad, lograr la
separación y establecer una identidad personal. (Joy Adamson nos ha dado una hermosa
descripción de todo con el relato de la crianza de la leona Elsa y los cachorros que ahora
son por siempre libres.)
Parecería que aunque la mayoría de las religiones han tendido a reconocer la importancia de
la vida familiar, le ha correspondido al psicoanálisis señalarles a las madres de los bebés y a
los padres de los niños muy pequeños el valor -o mejor, la naturaleza esencial- de su
tendencia a proveer a cada infante lo que él necesita absolutamente, a través de la crianza.
La madre (no excluyo al padre) se adapta tan bien que sólo cabe decir que está
estrechamente identificada con el bebé, de modo que sabe lo que se necesita en cada
momento, y también de un modo general. Desde luego, en esta primera y más temprana
etapa el infante se encuentra en un estado de fusión, sin haber separado todavía el "yo" por
un lado, y por el otro la madre y los objetos "no-yo", de modo que lo que en el ambiente es
adaptativo o "bueno" se almacena entre las experiencias de la criatura como una cierta
calidad del self, al principio indistinguible por el mismo infante de su propio
funcionamiento sano.
En esta etapa temprana el infante no registra lo que es bueno o adaptativo, pero reacciona a
cada falla de la confiabilidad y por lo tanto la conoce y la registra. La reacción a la
inconfiabilidad del proceso de cuidado del niño constituye un trauma; cada reacción es una
interrupción del "seguir siendo" del infante y una ruptura de su self.
Para resumir esta primera etapa de mi esquema simplificado del desarrollo del ser humano,
diremos que el infante y el niño pequeño son habitualmente cuidados de un modo
confiable; este "ser cuidado lo suficientemente bien" genera en el infante una creencia en la
confiabilidad, a lo cual puede añadirse una percepción de la madre, el padre, la abuela o la
niñera. En un niño que inicia su vida de este modo, a continuación puede surgir
naturalmente la idea de la bondad y de un progenitor confiable y personal, o Dios.
Al niño que no tiene experiencias suficientemente buenas en las etapas tempranas no puede
transferírsele la idea de un Dios personal como sustituto del cuidado del infante. La
comunicación sutil y vitalmente importante entre la madre y el infante es anterior a la etapa
en que se suma la comunicación verbal. El primer principio de la educación moral es que
ella no sustituye al amor. Al principio el amor sólo puede expresarse como cuidado del
infante y del niño, lo que para nosotros significa la provisión de un ambiente facilitador o
suficientemente bueno, y que para el infante significa la oportunidad de evolucionar de un
modo personal acorde con la graduación regular del proceso de la maduración.
En este punto debo decir algo sobre el origen, en el infante o el niño pequeño, de los
elementos que pueden describirse y yuxtaponerse con las palabras "bien" y "mal". Desde
luego, en esta etapa no es necesario que se ofrezcan las palabras mismas; sin duda incluso a
los sordos puede comunicársele la aprobación y la desaprobación, lo mismo que a los
infantes en una etapa muy anterior al inicio de la comunicación verbal. En efecto, en el
infante se desarrollan ciertos sentimientos opuestos, totalmente independientes de la
aprobación y desaprobación que le transmiten los progenitores, y son esos sentimientos los
que deben observarse y tal vez rastrearse hasta su fuente.
No puedo evitar aquí el empleo de las palabras "bueno" y "malo", aunque con él burlo mi
propio objetivo, que es describir fenómenos anteriores al empleo de palabras. El hecho es
que estos hechos importantes que ocurren en el infante y el niño pequeño en desarrollo
exigen una descripción en términos de bien y mal.
El niño necesita encontrar aprobación o desaprobación, pero los padres por lo general
aguardan, absteniéndose de demostrarlas hasta descubrir en su infante los rudimentos de un
sentido de los valores y del bien y el mal, de lo correcto e incorrecto, en el ámbito particular
del cuidado infantil que importa en ese momento.
Ahora es necesario echar una mirada a la realidad psíquica interior del infante y el niño.
Esa realidad interior se vuelve un mundo personal en rápido crecimiento, localizado por el
niño tanto dentro como fuera del self, que acaba de establecerse como una unidad con una
"piel". Lo que está adentro forma parte del self, aunque no intrínsecamente, y puede ser
proyectado. Lo que está afuera no es parte del self, aunque tampoco intrínsecamente, y
puede ser introyectado. En la salud se produce un intercambio constante mientras el niño
vive y recoge experiencias, de modo que el mundo externo es enriquecido por el potencial
interior, y el interno se enriquece con lo que pertenece al exterior.
Es evidente que a medida que el niño crece de este modo, él mismo no es el único
contenido de su self personal. Cada vez más la provisión ambiental modela al self. El bebé
que adopta un objeto casi como una parte del self no podría haberlo hecho de no haber
estado ese objeto allí, listo para la adopción. Del mismo modo, los introyectos no sólo son
exportaciones reimportadas, sino también verdaderas mercaderías extranjeras. El infante no
puede saberlo hasta que se haya producido una considerable maduración y la mente se haya
vuelto capaz de abordar intelectual e inteligentemente fenómenos que no tienen ningún
sentido en los términos de la aceptación emocional. En los términos de la aceptación
emocional, el self, en su núcleo, es siempre personal, está aislado y no lo afecta la
experiencia.
La respuesta es que siempre hay más que ganar con el amor que con la educación. En este
caso el amor significa la totalidad del cuidado del infante y el niño, ese cuidado que facilita
los procesos de la maduración. También incluye el odio. La educación significa sanciones y
la implantación de valores parentales o sociales externos al crecimiento y la maduración
interiores del niño. La educación como enseñanza de la aritmética tiene que esperar el
grado de integración personal del infante que le da significado al concepto de uno, y
también a la idea contenida en el pronombre de la primera persona singular. El niño que
conoce el sentimiento del yo soy, y que puede retenerlo, conoce el uno, e inmediatamente
quiere que le enseñen a sumar, restar y multiplicar. Del mismo modo, la educación moral
sigue naturalmente a la llegada de la moral en virtud de los procesos evolutivos naturales
que el buen cuidado facilita.
El sentido de los valores
Pronto surge una pregunta: ¿qué decir de un sentido de los valores en general? ¿Cuál es el
deber de los padres acerca de esto? Esta cuestión más general viene a continuación del
manejo de los problemas más específicos de la conducta del infante. También en este caso
hay quienes temen esperar e implantan, así como existen los que esperan, y están
preparados para presentar las ideas y expectativas que el niño puede usar cuando llega a
cada nueva etapa evolutiva de integración y de capacidad para la consideración objetiva.
Hay quienes propugnan que no se deje al alcance del niño ningún fenómeno cultural al que
la criatura pueda aferrarse y que pueda adoptar. Incluso conozco a un padre que se negó a
permitir que su hija conociera ningún cuento de hadas, ninguna idea de las brujas, las hadas
o las princesas, porque quería que la niña tuviera una personalidad exclusivamente suya. A
esa pobre niña se le pedía que empezara desde cero a concebir las ideas y las realizaciones
artísticas producidas por la humanidad durante siglos. Este esquema no da resultados.
Del mismo modo, no constituye ninguna respuesta al problema de los valores morales
esperar que el niño tenga los suyos propios, sin que los padres le ofrezcan nada proveniente
del sistema social local. Hay una razón especial por la cual tiene que haber algún código
moral accesible, a saber: que el código moral innato del infante y el niño pequeño es
demasiado feroz, demasiado tosco, demasiado mutilador. El código moral adulto es
necesario porque humaniza lo que en el niño es subhumano. El infante teme la venganza.
En una experiencia excitada de relación con un objeto bueno, el niño muerde y siente que
también el objeto es mordedor. El niño disfruta de una orgía excretoria, y el mundo se llena
de agua que inunda e inmundicia que entierra. Estos temores primitivos se humanizan
principalmente en virtud de las experiencias del niño con los padres, quienes desaprueban y
se enojan pero no muerden, ni ahogan, ni lo queman en una retaliación que corresponda
exactamente al impulso o fantasía infantiles.
Gracias a su experiencia de vida, en la salud el niño llega a estar pronto a creer en algo que
puede transferirse como un Dios personal. Pero la idea del Dios personal no tiene ningún
valor para un niño que carece de la experiencia de los seres humanos, de personas que
humanizan las pavorosas formaciones del superyó directamente relacionadas con el
impulso y la fantasía infantiles que acompañan al funcionamiento corporal, y con las
excitaciones rudas que envuelve el instinto (2).
Este principio que afecta la transmisión de los valores morales también se aplica a la
entrega de la antorcha total de la civilización y la cultura. El niño que puede escuchar a
Mozart, Haydn y Scarlatti desde el principio, tendrá un buen gusto precoz que podrá
exhibirse en las reuniones sociales. Pero lo probable es que tenga que empezar con los
ruidos emitidos soplando un peine envuelto en papel higiénico, y que después pase
gradualmente a golpetear una olla, a soplar una vieja corneta; la distancia entre sus gritos o
los ruidos vulgares hasta Voi che sapete es muy amplia, y la apreciación de lo sublime debe
ser un logro personal, no un implante. Sin embargo, ningún niño puede escribir o
interpretar su propio Mozart. Tenemos que ayudarlo a descubrir ese y otros tesoros. En la
vida, esto implica que les proveamos a nuestros hijos un ejemplo, sin pretender ser mejores
de lo que en realidad somos, no fraudulento, sino tolerablemente decente.
Debo referirme a una etapa del desarrollo del niño que tiene especial importancia, aunque
sólo representa un ejemplo adicional y mucho más complejo de la provisión ambiental que
facilita los procesos de la maduración.
Hay una etapa esencial en el desarrollo del niño que no tiene nada que ver con la educación
moral, salvo en el sentido de que, si se supera con éxito, la solución personal y propia del
problema de la destrucción de lo amado por parte del niño se convierte en un anhelo de
trabajar o adquirir habilidades. Entonces la provisión de oportunidades (y esto incluye la
enseñanza de habilidades) satisface la necesidad del niño. Pero esta necesidad es el factor
esencial, y surge de la instauración en el self de la capacidad para soportar el sentimiento de
culpa con respecto a los impulsos y las ideas destructivas, para soportar el sentirse en
general responsable de las ideas destructivas, gracias a haber adquirido confianza en los
impulsos reparadores y en las oportunidades para aportar. Esto reaparece en gran escala en
el período de la adolescencia, y es bien sabido que la provisión a los jóvenes de
oportunidades de servir tiene mayor valor que la educación moral en el sentido de
enseñarles ética.
Indiqué antes que retomaría la idea de la maldad y los malos. Para el psiquiatra, los malos
están enfermos. La maldad forma parte del cuadro clínico producido por la tendencia
antisocial. Oscila entre la enuresis y el robo, pasando por la mendacidad, e incluye la
conducta agresiva, los actos destructivos, la crueldad compulsiva y las perversiones. Para
comprender la etiología de la tendencia antisocial puede recurrirse a una vasta literatura, y
aquí sólo podemos decir algunas palabras. En síntesis, la tendencia antisocial representa la
única esperanza de un niño en otros sentidos desesperado, desdichado e inofensivo; una
manifestación de la tendencia antisocial significa que en el niño se ha desarrollado alguna
esperanza, la esperanza de que puede encontrarse algún modo para salvar una brecha. Esta
brecha es la quiebra de la continuidad de la provisión ambiental, experimentada en una
etapa de dependencia relativa. En todos los casos se ha experimentado una quiebra en la
continuidad de la provisión ambiental, y de ello ha resultado una detención de los procesos
de la maduración y un penoso estado clínico confusional en el niño.
Lo que el psicoanálisis deja sin resolver tiene que ver con la educación moral de los
individuos que no han madurado en ciertos aspectos esenciales, y en esa medida no tienen
capacidad para la evaluación moral ni para sentir responsabilidad. El psicoanalista dice
simplemente que esas personas están enfermas, y en algunos casos puede proporcionarles
un tratamiento eficaz. Pero subsiste el hecho de los esfuerzos del educador moral por tratar
a esos individuos, enfermos o no. Al psicoanalista sólo le cabe pedirle al educador moral
que no les aplique a personas sanas sus métodos destinados a esos enfermos. La gran
mayoría de las personas no están enfermas, aunque por cierto presentan todo tipo de
síntomas. Las medidas enérgicas o represivas, incluso el adoctrinamiento, pueden satisfacer
las necesidades de la sociedad en cuanto al manejo del individuo antisocial, pero esas
medidas son lo peor posible para las personas sanas, para quienes pueden crecer desde
dentro si cuentan con el ambiente facilitador, sobre todo en las primeras etapas de su
evolución. Son estas últimas personas, las sanas, quienes se convierten en los adultos que
constituyen la sociedad, y colectivamente establecen y mantienen el código moral para las
décadas siguientes, hasta que sus hijos los releven.
Para citar de nuevo la primera conferencia del profesor Niblett en este ciclo, no podemos
desprendernos de los adolescentes diciéndoles simplemente "ahora es cosa tuya". Tenemos
que proporcionarles durante la infancia, la niñez y la adolescencia, en el hogar y en la
escuela, un ambiente facilitador en el que cada individuo pueda desarrollar su propia
capacidad moral, un superyó que evolucione naturalmente a partir de los elementos
rudimentarios del superyó de la infancia y encuentre su propio modo de emplear o no
emplear el código moral y el acervo cultural general de nuestra época.
Cuando el niño avanza hacia el estado adulto, el acento ya no está en el código moral que
nosotros le transmitimos, sino en eso más positivo que es el acervo de los logros culturales
del hombre. Y en lugar de educación moral tenemos que darle al niño la oportunidad de ser
creador, esa oportunidad que le ofrecen la práctica de las artes y la práctica del vivir a todas
las personas que no se limitan a copiar y obedecer, sino que auténticamente progresan hacia
una autoexpresión personal.
https://www.psicoanalisis.org/winnicott/eteduc.htm
Apéndice a "la localización de la experiencia cultural", 1967
'Me Location of Cultural Experience' (1967), en Playing and Reality, Londres, Tavistock;
Nueva York, Basic Books, 1971; Penguin, 1974..
Desde que escribí el artículo "La localización de la experiencia cultural” fui sintiendo
gradualmente una necesidad imprevista de algo que correspondiese a la experiencia cultural
pero estuviese localizado dentro y no fuera. La redacción de este apéndice a dicho artículo
se basa en el material que me presentaron los pacientes, aunque al tratar de ilustrar lo que
quiero decir me fundo en mi experiencia personal.
Tal vez valga la pena mencionar que tengo una gran necesidad de sentarme sobre el suelo,
en un rincón oscuro de mi habitación, y quedarme dormido. Así sucedió mientras trataba de
averiguar qué era lo que yo quería formular. Me quedé dormido pensando que quizás al
despertar encontrase algún caso que pudiera ejemplificar en forma apropiada el juego del
garabato, y lo que resultó de esto me sorprendió. El sueño que tuve me dijo qué era lo que
yo intentaba formular, y al despertar, antes de abrir los ojos, estaba convencido de que iba a
estar mirando hacia la ventana; no obstante, supe desde luego, tan pronto me puse a pensar,
que estaba sentado mirando hacia el otro lado. Me concedí un largo rato para obtener la
sensación plena de esta experiencia especular. A la postre, cuando sentí que ya había
pasado el tiempo suficiente y lo supe con certeza al sentir que si abría los ojos vería la
ventana-, me di el lujo de la plena experiencia del despertar, y me encontré mirando hacia
el otro lado, de espaldas a la ventana.
Ahora tenía bien en claro a qué se refería lo que pasaba por mi mente, y me dirigí
enseguida al otro cuarto para dictar algo que lo formulase.
En el sueño que me ocupó intensamente durante el rato que me quedé dormido, yo estaba
viviendo una experiencia en una zona que llamo "mi club". Es algo que descubrí hace poco.
Apenas unos años atrás caí súbitamente en la cuenta de que durante muchos años había
estado viviendo en una especie de comunidad situada en el lado onírico de la vigilia, pero
que no era sin embargo material onírico. Una vez que recordé esta clase de sueños pude
remontarme hasta sus inicios, aunque hasta la fecha en que comencé a recordarlos jamás los
había traído a la conciencia.
Esta manera de soñar se inició quizá treinta o cuarenta años atrás, y la llamo "mi club" por
dos razones. Una es que por esa época yo dejé de pertenecer al [club] Ateneo y la otra es
que la clase de sueños a que me refiero siempre versaron sobre un club. Recuerdo la época
en que estaba soñando y viajé hasta la costa meridional y allí descubrí, probablemente entre
las colinas de las tierras bajas del sur, una gran casa que parecía vacía, o al menos
inaccesible para mí. Muy gradualmente, con el curso de los años, este lugar de mis sueños
se fue convirtiendo en una comunidad en la que pude ingresar. Sus habitantes crecieron,
desarrollaron relaciones, cambiaron, y en general este club me dio un enorme sentido de
estabilidad, que guarda gran correspondencia con el uso que hace la gente de un club como
el Ateneo.
Jamás intenté hacer uso de este material, salvo para aludir a él humorísticamente a veces
cuando alguien me preguntaba en qué había estado soñando, y yo respondía: "Estuve en mi
club". En la experiencia que tuve inmediatamente antes de dictar estas palabras, corría una
aventura sumamente vívida, en la que salía del club con amigos de toda clase para visitar
un lugar que quedaba fuera de él. La noche anterior había tenido un sueño en el que íbamos
en varios grupos, usando diversos automóviles, a otro club donde presuntamente yo tenía
que pronunciar una conferencia. No me gustó nada comprobar que llegábamos tarde, y que
se esperaba que concurriéramos vestidos como para una velada nocturna y la anfitriona se
lamentaba de mi andrajoso aspecto.
Cuando reflexiono un poco sobre el asunto,. veo que tiene cierta relación con el sueño
profundo; parecida a la que tiene lo que normalmente llamamos el fantaseo de los niños, en
especial porque ese soñar es hasta cierto punto manipulado, y por cierto jamás va a
contener las grandes excitaciones y angustias propias de un verdadero sueño.
En esta clase de soñar hay una muy definida continuidad temporal, y en -lo que respecto- a
su localización, debo situarlo, con respecto -a la línea que sepárala vigilia del soñar, del
lado del dormir. Sin duda, guarda relación con el mundo de fantasía en desarrollo de un
novelista.
Es como si merced a esta experiencia yo supiera cómo sería ser John Galsworthy mientras
La saga de los Forsyte se desarrollaba en, forma continua en su mente en el curso de varios
años, con personajes que tenían una personalidad y características, y aun enfermedades,
bien definidas. Y pude entender muy bien la necesidad de un autor de escribir estas
experiencias y publicarlas en forma de novela. Nuestro espíritu se sobrecoge al pensar qué
tipo de club, o algo que correspondiese- a un club, habrá poblado la mente de un Tolstoy, y
cuán grande debe haber sido la necesidad de escribir de ese hombre, de modo tal que los
personajes pudieran crecer y evolucionar y morir, y no convertirse en un tremendo bloqueo
de la vida psíquica del autor.
En mi caso, no hay ninguna riqueza particular ni nada que merezca ser escrito, y sin
embargo esta historia, por su continuidad misma y por las cosas sorprendentes que suceden
en ella, me brinda una novela permanente que puedo leer sin leer, o escribir sin escribir.
Noté que un exceso de té o de café intensifica mucho mi proclividad a vivir en esa zona
cuando me quedo dormido, con lo cual quiero decir que el sitio en que vivo en relación con
toda la gente de mi club y bien contento estoy de tenerlo- es el dormir posible, pero sujeto a
la amenaza del desvelo. Sé, no obstante, que debo dar cabida al material onírico que sólo
acude en un sueño verdaderamente profundo, cuando la mente no tiene necesidad de estar
activa y creativa y controlando, en la forma en que la ayuda a estar la cafeína.
Pienso que esta idea no es de particular importancia para el analista, salvo en cuanto lo
haga abstenerse de analizar esta clase de sueños cuando le son comunicados, del mismo
modo que en el análisis de niños se abstiene de analizar el fantaseo, o la capacidad infinita
del niño para escribir historietas. Así pues, uno sabe que debe aguardar el material
proveniente de un estrato más profundo antes de usar, el material como une, comunicación
que viene de lo inconsciente.
https://www.psicoanalisis.org/winnicott/expcult.htm
Aprendizaje infantil
(Trabajo leído en un congreso sobre predicación del Evangelio en la familia,
auspiciado por el Instituto Educativo de Cooperación Cristiana,
en el Kinsgwood College for Further Education, 5 de junio de 1968)
He venido a dirigirles la palabra en este congreso en calidad de ser humano, de médico de
niños, de psiquiatra de niños y de psicoanalista. Al reflexionar sobre lo que ocurría cuarenta
años antes, advierto que se ha producido un cambio de actitud. Hace cuarenta años, nadie
que se dedicara a la enseñanza de la religión hubiera esperado oír algo útil de un
psicoanalista. He sido invitado a venir a este lugar no como maestro de religión, ni siquiera
como cristiano, sino como persona que tiene una larga experiencia en un campo limitado,
que se interesa por los problemas del crecimiento, la vida y la realización del ser humano.
Vuestro presidente dijo algo acerca de que nadie me aventaja en el conocimiento de la
conducta infantil. ¡Seguramente lo leyó en la contratapa de algún libro! Lo que ustedes
desearían es que yo demuestre que conozco algo más que los fenómenos de superficie, es
decir, que la conducta que corresponde a la estructura total de la personalidad. La palabra
"realización" es pertinente aquí. Hay personas que estudian la conducta infantil y pasan por
alto la motivación inconsciente y la relación de la conducta con el conflicto interno, y de
este modo pierden todo contacto con quienquiera que enseñe religión. Creo que es esto lo
que vuestro presidente quiso decir, o sea que me intereso por el ser humano en desarrollo
en la familia y el medio social.
Educado como metodista wesleyano, con el tiempo abandoné las prácticas religiosas, y
siempre he encontrado satisfactorio el hecho de haber recibido un tipo de educación
religiosa que me diera la posibilidad de dejarla de lado. Sé que estoy hablando a un público
ilustrado para el cual la religión no significa simplemente ir a la iglesia todos los domingos.
Permítaseme expresar que para mí lo que habitualmente se denomina religión procede de la
naturaleza humana, así como para otros la naturaleza humana fue rescatada del salvajismo
por una revelación surgida de una fuente exterior a ella.
Hay muchas cuestiones importantes que podríamos analizar juntos una vez que hayamos
decidido si el psicoanálisis puede hacer un aporte útil a la enseñanza, e incluso a la práctica
de la religión. ¿Necesitan ustedes milagros en esta época de observación minuciosa y
objetiva? ¿Necesitan adherir a la idea de una vida ultraterrena? ¿Necesitan difundir mitos
entre los menos dotados intelectualmente? ¿Necesitan seguir despojando al niño, al
adolescente o al adulto de su bondad innata mediante el recurso de inculcarles reglas
morales?
Debo atenerme a un tema a fin de completar mi exposición en una hora y no salirme del
ámbito limitado en que tengo una experiencia especial. Pienso que quizás he sido invitado a
dirigirles la palabra a causa de algo que dije una vez acerca de la capacidad del niño de
creer en. La cuestión de cómo ha de completarse la frase queda por resolver. Lo que hago
es separar la experiencia de vida de la educación. Al educar a un niño pueden transmitirle
las creencias que tienen sentido para ustedes y que corresponden al pequeño ámbito cultural
o religioso en que nacieron o que eligieron en reemplazo de aquel en que nacieron. Pero
sólo lo lograrán si el niño es capaz de creer en algo. El desarrollo de esa capacidad no
depende de la educación, salvo que se amplíe el significado de la palabra hasta hacerla
abarcar algo que habitualmente no designa. Depende de la experiencia que tuvo el
individuo en materia de cuidados cuando era un bebé y un niño en desarrollo. En lo cual
interviene la madre, y quizás el padre y otras personas que están en estrecho contacto con el
niño, pero inicialmente la madre.
Como pueden ver, tengo siempre presente la cuestión del crecimiento y el desarrollo.
Nunca pienso en el estado de una persona aquí y ahora si no es en relación con el ambiente
y con su crecimiento desde la concepción y, ciertamente, desde la época en que estaba
próxima a nacer.
Cada bebé nace con tendencias heredadas que lo impulsan a crecer. Me refiero, entre otras,
a la tendencia a la integración de la personalidad, a la totalización de una personalidad en
cuerpo y mente, y al establecimiento de relaciones con objetos, que gradualmente se
convierten en relaciones interpersonales cuando el bebé comienza a crecer y a comprender
que existen otras personas. Todo esto procede del interior del niño. Sin embargo, los
procesos de crecimiento no pueden tener lugar sin un ambiente facilitador, sobre todo al
principio, cuando prevalece una situación de dependencia casi absoluta. Un ambiente
facilitador debe tener calidad humana, no perfección mecánica; por eso creo que la frase
"madre suficientemente buena" describe en forma adecuada lo que el niño necesita para que
los procesos de crecimiento hereditarios se actualicen en su desarrollo. Al comienzo la
totalidad del desarrollo se produce a causa de las tremendamente vitales tendencias
heredadas a la integración, al crecimiento, a lo que hace que un día el niño quiera caminar,
etcétera. Si la provisión ambiental es suficientemente buena, todo eso ocurre en el niño. En
caso contrario, la línea de vida se interrumpe y las poderosas tendencias hereditarias no
pueden encaminar al niño a la realización personal.
Una madre suficientemente buena comienza con un alto grado de adaptación a las
necesidades del bebé. La expresión "suficientemente buena" alude a esa enorme capacidad
que por lo común tienen las madres de identificarse con el bebé. Hacia el fin del embarazo
y en los comienzos de la vida del bebé están tan identificadas con él que saben
prácticamente cómo se siente y pueden adaptarse a sus necesidades de tal modo que las
satisfacen. Entonces el bebé está en condiciones de llevar a cabo un crecimiento y
desarrollo ininterrumpido que es el comienzo de la salud. La madre echa así las bases de la
salud mental del bebé, y no sólo de la salud: también de la realización y la riqueza, con
todos los peligros y conflictos que éstas acarrean, con todas las dificultades propias del
crecimiento y el desarrollo. La madre, entonces, y también el padre (aunque éste no tiene al
principio la misma relación física) poseen esta capacidad de identificarse con el bebé sin
resentimiento y de adaptarse a sus necesidades. Por miles de años la mayor parte de los
bebés de todo el mundo han recibido una atención materna suficientemente buena en los
albores de su vida; de lo contrario habría más dementes que personas cuerdas, y no es así.
Algunas mujeres ven una amenaza en la identificación con el bebé; se preguntan si alguna
vez recuperarán su individualidad y, a causa de esta ansiedad, les resulta difícil aceptar la
adaptación extrema del comienzo.
Es sabido que las figuras maternas satisfacen las necesidades instintuales de los bebés. Pero
este aspecto de la relación entre los padres y el bebé ha recibido un énfasis excesivo en los
primeros cincuenta años de la literatura psicoanalítica. Le llevó mucho tiempo a la
comunidad analítica (y las ideas sobre el desarrollo infantil han sido fuertemente influidas
por el pensamiento psicoanalítico de los últimos sesenta años) darse cuenta, por ejemplo, de
lo importante que es el modo de sostener al bebé; sin embargo, puestos a pensar en ello,
advertimos que es de fundamental importancia. Imaginemos a una persona que fuma un
cigarrillo, sostiene a un bebé por una pierna y lo balancea antes de introducirlo en la bañera.
De algún modo ustedes saben que no es eso lo que el bebé necesita. Nos encontramos aquí
con cosas muy sutiles. He observado a miles de madres, he hablado con ellas, y todos
podemos ver que cuando levantan al bebé sostienen tanto el cuerpo como la cabeza. Si uno
no piensa en el bebé como en una unidad y lleva una mano al bolsillo para buscar un
pañuelo o lo que fuere, la cabeza del bebé cae hacia atrás y es como si estuviera dividido en
dos partes: el cuerpo y la cabeza. El bebé grita y nunca lo olvidará. Lo terrible es que nada
se olvida jamás. Después el niño andará por la vida sin poder confiar en nada. Creo que es
correcto decir que los bebés y los niños pequeños no conservan recuerdos cuando las cosas
han marchado bien, pero sí los conservan cuando las cosas han marchado mal, porque
recuerdan que de pronto la continuidad de su vida se interrumpió, que su cuello se dobló
hacia atrás, derrumbando todas sus defensas, que ellos reaccionaron, que es algo muy
penoso que les ocurrió, algo que nunca podrán olvidar. Y tienen que llevarlo consigo, y si
es algo que forma parte del modo como se los atiende, se convierte en falta de confianza en
el medio.
Cuando las cosas han marchado bien nunca darán las gracias, porque nunca se enteraron de
que marcharan bien. En la familias hay esta gran zona de deuda no reconocida que no es
una deuda. Nada se debe, pero quienquiera que haya llegado a ser un adulto estable no lo
habría logrado si en un comienzo alguien no se hubiese encargado de encaminarlo a través
de las primeras etapas.
Aprendo muchas cosas no sólo cuando hablo con las madres y observo a los niños, sino
también cuando trato a pacientes adultos; éstos se convierten siempre en bebés y niños
durante el tratamiento. Tengo que fingirme más adulto de lo que soy para poder enfrentar la
situación. En estos momentos tengo una paciente de 55 años que puede conservar mi
imagen si me ve tres veces por semana. Dos veces por semana apenas sería suficiente; una
vez por semana, aunque la sesión sea muy larga, no basta. La imagen se debilita, y el dolor
de ver que todos los sentimientos y todo el sentido se desvanecen es tan grande que, según
me dice, no le sirve de nada y preferiría morir. De modo que el esquema del tratamiento
está subordinado a la posibilidad de esta paciente de recordar la imagen paterna. No
podemos evitar convertirnos en figuras paternas cuando hacemos algo profesionalmente
confiable. Casi todos ustedes, supongo, realizan alguna actividad profesionalmente
confiable, y en ese ámbito limitado se desempeñan mucho mejor que en su hogar, y sus
clientes dependen de ustedes y buscan su apoyo.
Ciertos actos de confiabilidad humana constituyen una comunicación mucho antes de que
el habla adquiera significado: el modo como la madre se adapta cuando mece al bebé, el
sonido y el tono de su voz comunican cosas antes de que se comprenda el habla.
Somos personas que creen. Estamos aquí, en esta amplia sala, y nadie se ha sentido
preocupado pensando que el techo podría derrumbarse. Creemos en el arquitecto. Somos
personas que creen porque alguien nos inició bien. Durante cierto período nos comunicaron
en silencio que nos amaban, en el sentido de que podíamos confiar en la provisión
ambiental y por lo tanto proseguir nuestro crecimiento y desarrollo.
Tendrán que sobrevivir a todo eso. El niño los amará porque fueron capaces de sobrevivir.
¿Por qué razón si yo digo aquí que tuve un buen comienzo, parece una jactancia? Lo que
estoy diciendo en realidad es que nada de lo que soy capaz se me debe atribuir a mí
exclusivamente: o bien lo heredé, o bien alguien me capacitó para llegar al lugar en que me
encuentro. Si suena a jactancia es porque a mí, como ser humano, me resulta imposible
creer que no elegí a mis padres. De modo que lo que estoy afirmando es que hice una buena
elección. ¿No fue inteligente de mi parte? Parece tonto, pero estamos tratando de la
naturaleza humana, y en lo que se refiere al crecimiento y el desarrollo de los seres
humanos debemos ser capaces de aceptar paradojas; lo que sentimos y lo que se puede
observar que es verdadero pueden conciliarse. La finalidad de las paradojas no es que se las
resuelva sino que se las observe. Es aquí donde comenzamos a dividirnos en dos campos.
Debemos observar qué es lo que sentimos y al mismo tiempo usar nuestro cerebro para
descubrir qué es lo que inspira nuestros sentimientos. Tomemos mi sugerencia de que la
expresión preverbal de amor en términos de sostén y manipulación tiene una importancia
vital para todo bebé en proceso de desarrollo. Se sigue de ella que a partir de lo que ha
experimentado un individuo podemos enseñarle el concepto de, digamos, brazos eternos.
Podemos usar la palabra "Dios" y establecer un vínculo específico con la Iglesia y la
doctrina cristianas, pero se trata de una serie de pasos. La enseñanza interviene aquí sobre
la base de aquello en lo que el niño individual es capaz de creer. Si en el caso de la
enseñanza de la moral decidimos calificar ciertas cosas de pecaminosas, ¿no estaremos
despojando al niño de la facultad de alcanzar por sí mismo un sentido personal del bien y
del mal, de lograrlo como consecuencia de su propio desarrollo? A menudo privamos a un
individuo de un momento crucial, como cuando se dice a sí mismo: "Me siento impulsado a
hacer esto y aquello, pero por otra parte...", y llega a una fase personal de desarrollo que se
habría frustrado si alguien le hubiese dicho: "No debes hacer eso porque es incorrecto". Si
el niño obedece estará renunciando a una decisión personal, y si rechaza el mandato nadie
ganará nada y no habrá desarrollo.
Desde mi punto de vista, lo que ustedes enseñan sólo puede implantarse en la capacidad
que ya posee el niño, basada en las experiencias tempranas y en la persistencia del sostén
confiable otorgado por el círculo en permanente expansión de la familia, la escuela y la
vida social.
https://www.psicoanalisis.org/winnicott/infanti.htm
¿Por qué juegan los niños?
(1942)
¿POR QUÉ JUEGAN los niños? He aquí algunas de las razones, quizás evidentes, pero que
vale la pena revisar.
Placer
La mayoría de la gente diría que los niños juegan porque les gusta hacerlo, y ello es
innegable. Los niños gozan con todas las experiencias físicas y emocionales del juego.
Podemos aumentar el rango de ambas clases de experiencias proporcionando materiales e
ideas, pero parece más conveniente ofrecer de menos y no de más en este sentido, ya que
los niños son capaces de encontrar objetos e inventar juegos con mucha facilidad, y
disfrutan al hacerlo.
Suele decirse que los niños "liberan odio y agresión" en el juego, como si la agresión fuera
algo malo de que es necesario librarse. En parte es cierto, porque el resentimiento
acumulado y los resultados de la experiencia de la rabia pueden parecerle a un niño algo
malo dentro de él. Pero resulta más importante decir lo mismo expresando que el niño
valora la comprobación de que los impulsos de odio o de agresión pueden expresarse en un
ambiente conocido, sin que ese ambiente le devuelva odio y violencia. El niño siente que
un buen ambiente debe ser capaz de tolerar los sentimientos agresivos, siempre y cuando se
los exprese en forma más o menos aceptable. Debe aceptar que la agresión está allí, en la
configuración del niño, y éste se siente deshonesto si lo que existe se oculta y se niega.
La agresión puede ser placentera, pero inevitablemente lleva consigo un daño real o
imaginario contra alguien, de modo que el niño no puede dejar de enfrentar esta
complicación. En cierta medida la enfrenta desde el origen, cuando acepta la disciplina de
expresar el sentimiento agresivo bajo la forma del juego y no sencillamente cuando está
enojado. La agresión también puede utilizarse en la actividad que tiene una meta final
constructiva. Pero estas cosas sólo se logran gradualmente. A nosotros nos toca asegurarnos
de que no pasamos -por alto la contribución social que hace el niño al expresar sus
sentimientos agresivos en el juego, en lugar de hacerlo en el momento en que siente rabia.
Quizás no nos guste sentirnos odiados o heridos, pero no debemos pasar por alto lo que
subyace a la autodisciplina con respecto a los impulsos de rabia.
Si bien resulta fácil comprender que los niños juegan por placer, es mucho más difícil que
la gente acepte que los niños juegan para controlar ansiedad, o para controlar ideas e
impulsos que llevan a la ansiedad si no se los controla.
(Hoy agregaría aquí una nota sobre la experiencia de vivir en un área de transición de la
experiencia, es decir, transición cosí respecto a la realidad interna y la externa. Véase
“Transitional Objets and Transitional Phenomena", Int. J. Psycho-Anal., vol. 34, parte 2,
1953, y en Conozca a su niño.)
Los adultos contribuyen aquí al reconocer la enorme importancia del juego, y al enseñar
juegos tradicionales, pero sin ahogar o corromper la inventiva de los niños.
Al principio los niños juegan solos o con la madre. No hay una necesidad inmediata de
contar con compañeros de juego. Es en gran parte a través del juego, en el que los otros
niños vienen a desempeñar papeles preconcebidos, que una criatura comienza a permitir
que sus pares tengan existencia independiente. Así como algunos adultos tienen facilidad
para hacerse de amigos y enemigos en el trabajo, mientras que otros pueden vivir en una
casa de pensión durante años y preguntarse por qué nadie parece interesarse por ellos, del
mismo modo los niños se hacen de amigos y de enemigos durante el juego, mientras que
eso no les ocurre fácilmente fuera del juego. El juego proporciona una organización para
iniciar relaciones emocionales y permite así que se desarrollen contactos sociales.
Integración de la personalidad
El juego, el uso de las formas artísticas, y la práctica religiosa, tienden de maneras diversas,
pero relacionadas, a la unificación y la integración general de la personalidad. Por ejemplo,
es fácil ver .que el juego establece una vinculación entre la relación del individuo con la
realidad personal interna y su relación con la realidad externa o compartida.
Examinando este complejo problema desde otro punto de vista, diríamos que es en el juego
donde el niño relaciona las ideas con la función corporal. En este sentido, sería provechoso
examinar la masturbación u otras búsquedas de satisfacción sexual junto con la fantasía
consciente e inconsciente que la acompaña, y comparar esto con el juego verdadero, en el
que predominan las ideas conscientes e inconscientes, y donde las actividades corporales
relacionadas se mantienen latentes o bien están sometidas al contenido del juego.
Cuando nos encontramos con un niño cuya masturbación compulsiva está aparentemente
libre de fantasías, o cuando un niño cuyas fantasías diurnas compulsivas están
aparentemente libres de una excitación corporal general o localizada, reconocemos con
máxima claridad la tendencia saludable que existe en el juego que relaciona los dos
aspectos de la vida, el funcionamiento corporal y la viveza de las ideas. El juego es la
alternativa a la sensualidad en el esfuerzo del niño por no disociarse. Es bien sabido que
cuando la ansiedad es relativamente grande, la sensualidad se torna compulsiva y el juego
resulta imposible.
De modo similar, cuando encontramos un niño en quien la relación con la realidad interna y
la relación con la realidad externa no están articuladas -en otras palabras, un niño cuya
personalidad está seriamente dividida en este sentido-, vemos con suma claridad que el
juego normal (como el recordar y el relato de sueños) es una de las cosas que tienden a la
integración de la personalidad. El niño con esa seria división de la personalidad no puede
jugar, o no puede jugar en formas reconocibles para otros como relacionadas con el mundo.
Un niño que juega puede estar tratando de exhibir, por lo menos, parte del mundo interior,
así como del exterior, a personas elegidas del ambiente. El juego puede ser "algo muy
revelador sobre uno mismo", tal como la manera de vestirse puede serlo para un adulto.
Esto es susceptible de transformarse a una edad temprana en lo opuesto, pues cabe decir
que el juego, como el lenguaje, nos sirve para ocultar nuestros pensamientos, si nos
referimos a los pensamientos más profundos. Es posible mantener oculto el inconsciente
reprimido, pero el resto del inconsciente es algo que cada individuo desea llegar a conocer,
y el juego, como los sueños, cumple la función de autorrevelación y comunicación en un
nivel profundo.
Los niños de más edad ya están comparativamente desilusionados en este sentido, y para
ellos no es un choque que no se los comprenda, o incluso descubrir que pueden engañar, y
que la educación consiste en gran medida en adquirir eficacia para engañar y transar. Sin
embargo, todos los niños (e incluso algunos adultos) siguen siendo en mayor o menor grado
capaces de recuperar la confianza en la capacidad ajena de comprensión, y en su juego
siempre podemos encontrar el camino hacia el inconsciente, y hacia la honestidad
originaria que tan curiosamente comienza en plena floración en el bebé para volver luego al
capullo.
[ Página Inicial ]
Este sitio está mantenido por el Grupo de Estudio Psi, y tiene por objeto la difusión gratuita
de la obra de Donald Winnicott.
https://www.psicoanalisis.org/winnicott/juegonin.htm
Paradoja
Ya que hemos hablado de relaciones bipersonales y triangulares, ¿no sería lo natural que
hablásemos de relaciones unipersonales? De buen principio parece que el narcisismo, ya
sea secundario o primario, constituye la relación unipersonal por antonomasia. Pues bien,
es imposible pasar bruscamente de las relaciones bipersonales a la relación unipersonal sin
infringir gran parte de lo que hemos llegado a saber mediante nuestros trabajos analíticos y
a través de la observación directa de madres y niños.
La soledad real
Mis lectores se habrán dado cuenta de que no estoy refiriéndome al hecho de estar
realmente solo. Así, habrá personas incapaces de estar a solas. Escapa a la imaginación la
intensidad de sus sufrimientos. No obstante, son muchas las personas que, antes de salir de
la niñez, ya han aprendido a gozar de la soledad y que incluso llegan a valorarla como uno
de sus bienes más preciosos.
La capacidad para la soledad es susceptible de presentarse bajo dos aspectos: o bien como
un fenómeno sumamente «refinado» que aparece en el desarrollo de la persona después de
la instauración de las relaciones triangulares o, por el contrario, como un fenómeno de las
primeras fases de la vida que merece un estudio especial por tratarse de la base sobre la que
se edificará la capacidad para el tipo de soledad descrito en primer lugar.
A mí, personalmente, me gusta emplear el término relación del ego, ya que ofrece la
ventaja de contrastar can bastante claridad con el término relación del id, tratándose esta
última de una complicación que aparece con periodicidad en lo que podríamos denominar
«la vida del ego». La relación del ego se refiere a la relación entre dos personas, una de
las cuales, cuando menas, está sola; tal vez las dos lo estén, pero, de todos modos, la
presencia de cada una de ellas es importante para la otra. Creo que si comparamos el
significado de los verbos «gustar» y «amar», veremos que el primero se refiere a una
relación del ego, mientras que el segundo tiene más que ver con las relaciones del id, ya
sean sin ambages o en forma sublimada.
Antes de proceder a desarrollar estas dos ideas a mi manera, quisiera retardar al lector de
qué modo sería posible referirnos a la capacidad para estar solo sin salirnos de la trillada
fraseología psicoanalítica.
Después de la cópula
Tal vez sea justo decir que después de una cópula satisfactoria cada uno de los
componentes de la pareja está solo y contento con su soledad. El ser capaz de gozar de la
soledad al lado de otra persona que también está sola constituye de por sí un indicio
de salud. La ausencia de la tensión del id puede producir angustia, pero la integración de la
personalidad en el tiempo permite al individuo esperar a que la citada tensión regrese de
forma natural y, al mismo tiempo, le permite disfrutar de la soledad compartida; es decir, de
una soledad que se halla relativamente libre del rasgo que denominamos «retraimiento».
La escena originaria
Cabría decir que la capacidad del individuo para estar a solas depende de su aptitud
para asimilar los sentimientos suscitados por la escena originaria. En esta escena, el
niño percibe o imagina una relación violenta entre los padres y, si se trata de un niño
normal, de un niño que es capaz de dominar lo que en ella hay de odio y ponerlo al servicio
de la masturbación, entonces la asimilación no ofrecerá problemas. En la masturbación, la
responsabilidad total de la fantasía consciente e inconsciente es aceptada por el niño, que es
la tercera persona en una relación triangular. El hecho de poder estar solo en circunstancias
como éstas denota madurez del desarrollo erótico y potencia genital o, si se trata de una
niña, la correspondiente capacidad de recepción; denota la fusión de los impulsos e ideas
agresivos y eróticos y, asimismo, da a entender la existencia de una tolerancia de la
ambivalencia; junto a todo esto habría, naturalmente, la capacidad del individuo para
identificarse con los dos componentes de la pareja padre-madre.
Al emplear este lenguaje, uno se encuentra hablando de una fase del desarrollo individual
que es anterior a aquella en la que rige el complejo de Edipo de la teoría clásica. No
obstante, se da por sentado un grado considerable de madurez del ego. Lo mismo sucede
con la integración del individuo en una unidad; de lo contrario no tendría sentido hacer
referencia al interior y al exterior, ni lo tendría el dar una significación especial a la fantasía
del interior. Dicho en términos negativos: el individuo debe estar relativamente libre
del delirio o angustia persecutoria. Planteado en términos positivos: los objetos
interiorizados buenos se encuentran en el mundo personal e interior del individuo,
dispuestos a ser proyectados en el momento oportuno.
La pregunta que surge al llegar aquí es la siguiente: ¿Es posible que un niño o un bebé estén
solos en una fase muy temprana, cuando la inmadurez del ego hace imposible describir el
hecho de estar solo mediante la fraseología que acabamos de emplear? Es precisamente la
parte principal de mi tesis la afirmación de que nos es necesario poder hablar de una forma
pura -o ingenua, si así lo prefieren- de estar solo, y que, incluso estando de acuerdo en que
la capacidad de estar verdaderamente solo constituye un síntoma de madurez de por sí, esta
capacidad tiene por fundamento las experiencias infantiles de estar a solas en presencia de
alguien. Estas experiencias pueden tener lugar en una fase muy temprana, cuando la
inmadurez del ego se ve compensada de modo natural por el apoyo del ego proporcionado
por la madre. Con el tiempo, el individuo introyecta la madre sustentadora del ego y de esta
forma se ve capacitado para estar solo sin necesidad de buscar con frecuencia el apoyo de la
madre o del símbolo materno.
En primer lugar tenemos la palabra , yo», que da a entender un elevado grado de madurez
emocional. El individuo va se halla afirmado como unidad: la integración es un hecho; el
mundo exterior ha sido repudiado y ahora es posible la existencia de un mundo
interiorizado. Se trata simplemente de un planteamiento topográfico de la personalidad en
cuanto cosa, en cuanto organización de núcleos del ego. Be momento no se hace referencia
alguna al hecho de vivir.
Seguidamente vienen las palabras «yo estoy», que representan una etapa del desarrollo
individual. Mediante estas palabras, el individuo no se limita a poseer una forma, sino que
además posee una vida. En los inicios del «yo estoy», el individuo, por así decirlo, está «en
bruto», sin defensas, vulnerable, potencialmente paranoico. El individuo es capaz de llegar
a la fase del «yo estoy » solamente porque existe un medio ambiente que lo protege; este
medio ambiente protector es de hecho la madre, preocupada por su hijo y, par medio de su
identificación con él, orientada hacia la satisfacción de las necesidades del ego del hijo. No
hace falta postular que en esta etapa el niño tiene conciencia de la madre.
A continuación nos encontramos con las palabras «yo estoy solo». Según la teoría que les
estoy proponiendo, esta tercera fase entraña la apreciación, por parte del niño, de la
existencia continua de la madre. Ello no significa forzosamente que se trate de una
apreciación consciente. No obstante, creo que «yo estoy solo» constituye una evolución del
«yo estoy», dependiente de que el niño sea consciente de la existencia continuada de una
madre que le da seguridad, lo cual le permite estar a solas y disfrutar estándolo durante un
breve tiempo.
Así es como pretendo justificar la paradoja según la cual la capacidad para estar solo se
basa en la experiencia de estar a solas en presencia de otra persona y que sin un grado
suficiente de esa experiencia es imposible que se desarrolle la capacidad para estar solo.
Existe aún otra razón por la que: concedo una importancia especial a esta cuestión de la
relación del ego; sin embargo, para que se me entienda mejor, me apartaré
momentáneamente del tema.
Creo que en general se estará de acuerdo en que los impulsas del id son significativos
solamente si se hallan contenidos en el vivir del ego. Los impulsos del ego actúan de dos
maneras: o bien desorganizan o refuerzan el ego, según éste sea débil o fuerte. Cabe decir
que dos impulsos del id refuerzan el ego cuando tienen lugar dentro de una estructura de
relación del ego. Aceptando esta afirmación se comprenderá la importancia de la capacidad
para estar solo. únicamente al estar solo (en presencia de otra persona) será capaz el niño de
descubrir su propia vida personal. Desde el punto de vista patológico, la alternativa consiste
en una vida falsa edificada sobre las reacciones producidas por los estímulos externos. Al.
estar solo en el sentido con que emplea este término, y sólo entonces, será capaz el niño de
hacer lo que, si se tratase de un adulto, denominaríamos «relajarse». El niño es capaz de
alienarse, de obrar torpemente, de encontrarse en un estado de desorientación; es capaz de
existir durante un tiempo sin ser reactor ante los estímulos del exterior ni persona activa
dotada de capacidad para dirigir su interés y sus movimientos. La escena se halla ya
dispuesta para una experiencia del id. Con el tiempo se producirá una sensación o un
impulso que, en este marco, serán reales y constituirán una experiencia verdaderamente
personal.
Se comprenderá ahora por qué es importante que haya alguien disponible, alguien
que esté presente, si bien sin exigir nada. Una vez producido el impulso, la experiencia
del id puede resultar fructífera y el objeto podrá consistir en una parte o la totalidad de la
persona presente; es decir: la madre. Sólo en éstas condiciones es posible que el niño viva
una experiencia que dé la sensación de ser real. La base de una vida en la que la realidad
ocupe el lugar de la futilidad la constituye un gran número de experiencias semejantes. El
individuo que ha podido crearse la capacidad para estar solo será capaz, en todo
momento, de redescubrir el impulso personal; impulso que no se desperdiciará ya que
el hecho de estar solo es algo que, paradójicamente, da a entender que otra persona se
halla presente.
Andando el tiempo, el individuo adquiere la capacidad de renunciar a la presencia real de la
madre o su figura sustitutiva. A este hecho se le ha llamado «establecimiento de un medio
ambiente interiorizado». Se trata de algo más primitivo que el fenómeno denominado
«madre introyectada».
Quisiera ahora ir un poco más allá en la especulación sobre la relación del ego, y las
posibilidades de experiencia dentro de ella, para estudiar el concepto del orgasmo del ego.
Me doy cuenta, por supuesto, de que si existe algo que podamos denominar «orgasmo del
ego», las personas que se muestran inhibidas en la experiencia instintiva tenderán a
especializarse en semejante clase de orgasmos, de tal modo que existiría una patología de la
tendencia hacia el orgasmo del ego. De momento prefiero no ocuparme de lo patológico
-sin olvidarme por ello de la identificación del cuerpo total con una parte-objeto (el falo)- y
limitarme a preguntar si es posible considerar que el éxtasis es una manifestación del
orgasmo del ego. En la persona normal es posible que se dé una experiencia sumamente
satisfactoria (por ejemplo en un concierto, en el teatro, en sus relaciones de amistad, etc.)
que merezca ser llamada orgasmo del ego con el fin de llamar la atención sobre ese punto
culminante y la importancia que él mismo reviste. Acaso parezca desacertado emplear la
palabra «orgasmo» en este contexto; creo que aun así estaría justificado hablar del punto
culminante que es susceptible de producirse en una relación satisfactoria del ego. Uno
puede hacerse la siguiente pregunta: cuando un niño está jugando, ¿constituye el juego una
sublimación de los impulsos del id? ¿No podría ser que hubiese una diferencia de calidad
además de una diferencia de cantidad del id cuando se compara el juego que produce
satisfacción con el instinto que yace debajo del mismo? El concepto de la sublimación ha
sido plenamente aceptado y es muy valioso, pero es una lástima no hacer referencia alguna
a la inmensa diferencia existente entre los felices juegos infantiles y en el modo de jugar de
los niños que dan muestras de una excitación compulsiva y en los que es fácil denotar un
estado próximo a la experiencia instintiva. Es cierto que incluso en los felices juegos
infantiles todo es susceptible de interpretarse en términos del impulso del id, y lo es porque
hablamos de símbolos y sin duda no corremos ningún riesgo de equivocarnos al emplear el
simbolismo y al interpretar todos los juegos en términos de relaciones del id. Sin embargo,
nos olvidamos de algo importantísimo si no tenemos en cuenta que los juegos infantiles no
son felices cuando van acompañados de excitaciones corporales con sus consiguientes
culminaciones físicas.
El niño que denominamos «normal» es capaz de jugar, de excitarse con el juego y de
sentirse satisfecho con el juego, libre de la amenaza de un orgasmo físico producido por
una excitación local. En contraste, el niño no normal aquejado de una tendencia antisocial
o, de hecho, cualquier niño que dé muestras de una marcada manía defensiva, es incapaz de
disfrutar jugando debido a que su cuerpo queda físicamente involucrado en el juego y hace
necesario algún tipo de culminación física. La mayoría de los padres sabrán por experiencia
que hay momentos en que es imposible terminar con la excitación del juego como no sea
por medio de una bofetada que, dicho sea de paso, constituye una culminación falsa pero
muy útil. En mi opinión, si comparamos los juegos felices de un niño, o la experiencia de
un adulto durante un concierto, con una experiencia sexual, la diferencia es tan grande que
podemos utilizar tranquilamente términos distintos para describir las dos experiencias. Sea
cual fuere el simbolismo inconsciente, la cantidad de excitación física real es mínima en un
tipo de experiencia y máxima en el otro. Podemos rendir tributo a la importancia de la
relación del ego per se sin desechar por ello las ideas en que se fundamenta el concepto de
la sublimación.
Resumen
El tipo de relación que existe entre el niño y la madre sustentadora del ego merece especial
estudio. Si bien se han empleado otros términos, sugiero que «relación del ego» es
probablemente una buena denominación.
Dentro del marco de la relación del ego, se producen relaciones del id que contribuyen a
reforzar más que a trastornar el ego inmaduro.
(1) Basado en un escrito leído ante una reunión extracientífica de la British Psycho-
Analytical Society, el 24 de julio de 1957, y publicada por vez primera en «Int. J. Psycho-
Anal.», 39, pp. 416-420.
https://www.psicoanalisis.org/winnicott/estsolo.htm
Índice
De la dependencia a la independencia en el desarrollo del individuo
La contribución de la madre a la sociedad
La cuerda: una técnica de comunicación
El desarrollo de la capacidad para la inquietud, 1963
El destino del objeto transicional, 1959, p 22
El maestro, los padres y el médico
La ética y la educación
Apéndice a "la localización de la experiencia cultural", 1967
Aprendizaje infantil
La integración del yo en el desarrollo del niño
¿Por qué juegan los niños?
La capacidad para estar a solas, p 79