Rosas y La República Plebiscitaria-Ternavasio

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ESTUDIOS - N° 45 - ISSN 1852-1568 (Enero-Junio 2021) 79-98

Rosas y el rosismo: lecturas sobre


la república plebiscitaria1

Rosas and rosismo: readings on


the plebiscitary republic
Marcela Ternavasio2

Resumen Abstract:
El presente ensayo reflexiona sobre la com- This essay reflects on the complex relations-
pleja relación, histórica e historiográfica, en- hip, historical and historiographical, bet-
tre Rosas y el rosismo y se ocupa de analizar ween Rosas and Rosismo and deals with
ciertos problemas y puntos ciegos que pre- certain problems and blind spots that the
sentó el experimento de una república ple- experiment of a plebiscitary republic in Bue-
biscitaria en Buenos Aires en la primera mi- nos Aires presented in the first half of the
tad del siglo XIX y las derivaciones que dejó 19th century and its derivations in the later
proyectadas en las posteriores interpretacio- interpretations. The objective is to recover
nes. El objetivo es recuperar algunos deba- some debates that the great advance of the
tes que abrió el enorme avance del campo disciplinary field on the subject opened in
disciplinar sobre el tema en las últimas tres the last three decades and to discuss appro-
décadas y discutir enfoques que ponen en aches that put into play the relations bet-
juego las relaciones entre política y memo- ween politics and memory, society and sta-
ria, sociedad y estado, discurso y realidad, te, discourse and reality, individual and con-
individuo y contexto. Los argumentos se text. The arguments are arranged around a
ordenan en torno a una pregunta central: central question: what dilemmas does the
¿qué dilemas sigue planteando en la histori- interpretation of a controversial period do-
grafía más renovada la interpretación de un minated by a political leader whose proper
período controversial y a la vez dominado name marked an entire era still pose?
por un líder político cuyo nombre propio
marcó toda una época? Keywords: Rosas – Rosismo – Republic -
Plebiscite - Voluntary
Palabras clave: Rosas – Rosismo – Repú-
blica – Plebiscito – Voluntad

1
Trabajo recibido el 10/09/2020. Aceptado el 13/11/2020.
2
Universidad Nacional de Rosario. Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y
Técnicas. Contacto: [email protected]

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Introducción

El primer bosquejo biográfico que Stendhal escribió de Napoleón


Bonaparte, inconcluso y editado parcialmente a fines del siglo XIX, se
presentaba como una réplica al libro de Madame de Staël –Considératio-
ns sur les principaux événements de la Révolution française– publicado en
1818: el «libelo lo lanza el primer talento del siglo contra un hombre
que, desde hace cuatro años, es objeto de venganza de todos los poderes
de la tierra» (Stendhal, 2007, p. 43). En su Vida de Napoleón hacía con-
fluir la admiración que mantenía hacia su biografiado –aquel general
republicano que había salvado la revolución– con una crítica a las derivas
del personaje una vez convertido en cónsul vitalicio y luego en empera-
dor, ratificado en ambas ocasiones por un plebiscito popular: el «Cromwell
de la Revolución», que «imbuido de ideas romanas» podría haber esta-
blecido la república, terminó deslumbrado por una corona ante sus ojos
y por la ambición de «fundar una dinastía de reyes» de la Casa de Bona-
parte (Stendhal, 2007, p. 78).
Casi dos décadas después, el autor de Rojo y Negro retomó su viejo
proyecto en Memorias sobre Napoleón, también inconclusas, cuando ha-
bían pasado quince años de la muerte del corso y las imágenes sobre el
personaje se habían multiplicado, ya sea para condenarlo, justificarlo o
exaltarlo a través del mito del héroe. Esa imágenes enfrentaron un nue-
vo desafío al regresar la historia «como farsa», según la frase que consa-
gró Karl Marx en El Dieciocho Brumario, cuando Luis Bonaparte fue con-
sagrado presidente de la Segunda República a través del sufragio univer-
sal y proclamado emperador tres años después refrendado por un ple-
biscito. Marx (1973) evocaba allí la memoria histórica para afirmar que
«los franceses, mientras estaban en revolución, no podían sobreponerse
al recuerdo napoleónico» y que «ante los peligros de la revolución se
sintieron atraídos por el recuerdo de las ollas de Egipto» hasta obtener
«no sólo la caricatura del viejo Napoleón, sino al propio viejo Napoleón
en caricatura» (p.18).
Las obras citadas –producidas desde coyunturas, géneros, objeti-
vos y perspectivas muy diferentes– formaron parte de las múltiples es-
crituras que merecieron los dos Bonaparte. Como suele ocurrir con los
personajes que asumen una centralidad insoslayable en el curso de la
historia, esas escrituras despliegan interpretaciones divergentes y abren
querellas que acompañan los climas de época. Los ejemplos sobran para
mostrar las variantes que pueden adoptar las versiones sobre un período

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Marcela Ternavasio / Rosas y el rosismo: lecturas sobre la república plebiscitaria

histórico marcado a fuego por un hombre o una mujer que arriban a las
más altas posiciones de poder político. Y entre esos ejemplos, el caso que
me ocupa en este ensayo –Juan Manuel de Rosas y el rosismo– es uno
más, aunque cabe destacar que para la historia argentina del siglo XIX es
el caso, como lo es para el siglo XX el de Juan Domingo Perón y el pero-
nismo. Ambos, además de representar identidades políticas que dividie-
ron a la sociedad y a sus posteriores intérpretes en admiradores y detrac-
tores, exhiben la dificultad de conjugar la dimensión individual y colecti-
va del fenómeno que condensan a la hora de abordarlos historiográfica-
mente.
El papel que Rosas desempeñó en la historia rioplatense es un
tema de debate abierto que en algunos sentidos puede compararse –
salvando las distancias y diferencias de escala– con el de los Bonaparte
luego de las dos grandes revoluciones ocurridas en Francia. La versión
criolla que vino a poner «fin a la revolución, principio al orden» se plas-
mó en una fórmula que, con sus rasgos idiosincráticos, combinó princi-
pios y mecanismos utilizados por quienes terminaron coronándose como
emperadores: sobre la base de la soberanía popular refrendada por el
dispositivo plebiscitario se creó una autoridad unipersonal con sumos
poderes. Por supuesto que el uso de dicho dispositivo varió en cada uno
de los casos. No es mi intención delinear forzadas analogías, ni dar cuen-
ta de las particulares circuntancias de los dos momentos bonapartistas
entre los cuales se ubica el momento rosista, sino reparar en el origen de
un repertorio político. En este sentido, Stendhal y Marx expresaban, al
calor de los acontecimientos, la perplejidad y desilusión frente a un rum-
bo histórico que presentaba una gran paradoja: el pueblo como protago-
nista de una inédita experiencia republicana terminó empoderando a un
personaje y elevándolo a una posición política también inédita. Similar
perplejidad exhibieron los actores contemporáneos a Rosas y quienes
después de su caída se vieron enfrentados a interpretar ese pasado, tra-
zándose de allí en más diversos vínculos entre historia, memoria y polí-
tica.
En las siguientes páginas me propongo regresar sobre la compleja
relación –histórica e historiográfica– entre Rosas y el rosismo, con el
objeto de reflexionar sobre ciertos aspectos y puntos ciegos que presen-
tó el experimento de una república plebiscitaria en la Buenos Aires de la
primera mitad del siglo XIX y las derivaciones que dejó proyectadas en
las posteriores interpretaciones. Para abordarlos me centraré en algunos
debates que en las últimas tres décadas abrió el enorme avance del cam-

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po disciplinar sobre el tema. El lector no encontrará aquí un estado de la


cuestión sino un intento de reubicar problemas y discutir enfoques que
ponen en juego los vínculos entre política y memoria, sociedad y estado,
discurso y realidad, individuo y contexto. Problemas y enfoques que se
ordenan en torno a un interrogante: ¿qué dilemas sigue planteando en la
historigrafía más renovada la interpretación de un período controversial
y a la vez dominado por un líder político cuyo nombre propio marcó
toda una época?

El dilema de la responsabilidad política

En un agudo análisis sobre el origen de una narrativa histórica


acerca del rosismo, Alejandro Eujanian (2015) explora los debates desa-
rrollados en Buenos Aires en la década de 1850 y los problemas que
enfrentaron los actores que comenzaron a modelar las interpretaciones
sobre el pasado reciente. En aquella coyuntura, en la que no existía nada
parecido a un campo de historiadores profesionales, las preguntas en
torno a cómo dosificar la memoria y el olvido, cómo pacificar y reconci-
liar a una sociedad profundamente dividida, cómo tramitar las heridas
del pasado, y cómo consagrar un relato para las generaciones futuras
que condenara las atrocidades cometidas por el tirano, estuvieron en el
centro de la escena. Cuestiones todas que Eujanian indaga con extrema
sutileza analítica, exhibiendo problemáticas que no son ajenas a las que
desafían a los historiadores actuales dedicados a la llamada «historia re-
ciente». Las formas de denominar el crimen estatal y el régimen autori-
tario, o los criterios para establecer las complicidades y responsabilida-
des del estado y de la sociedad, estuvieron presentes en la agenda de los
hombres y mujeres encargados de elaborar los primeros relatos sobre el
rosismo a mediados del siglo XIX, como están en la agenda de quienes
estudian los hechos de violencia producidos en los años más oscuros del
siglo XX en Argentina. En ambos casos se dirimieron y dirimen asuntos
que afectan a toda la ciudadanía, y en ambos casos se abrieron coros de
voces con posiciones diversas que, como demuestra Marina Franco (2018)
en un reciente estado de la cuestión sobre los estudios en torno a la
última dictadura militar, revelan la superposición y tensión entre los cam-
pos político, jurídico, intelectual y académico.
De los diferentes registros que Eujanian recorre en El pasado en el
péndulo de la política, hay un aspecto que desarrolla en detalle: el debate

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Marcela Ternavasio / Rosas y el rosismo: lecturas sobre la república plebiscitaria

surgido en la legislatura de Buenos Aires acerca de la responsabilidad


política, cuando se somete a deliberación el juicio a Juan Manuel de Ro-
sas. Dicho debate, además de discurrir sobre el tipo de juicio que debía
llevarse adelante y la forma de definir los delitos y crímenes perpetra-
dos, desnudaba un problema de fondo de compleja resolución. Si tales
delitos se habían cometido bajo el pleno uso de las facultades extraordi-
narias y la suma del poder público, la pregunta central era la cuota de
responsabilidad que le cabía a la Sala de Representantes que se las había
delegado al titular del Ejecutivo de la provincia de Buenos Aires. Por
cierto que no era la primera vez que, después de la Revolución de Mayo,
se sometía a juicio a miembros de gobiernos caídos en desgracia ni era
nuevo el otorgamiento de poderes de excepción. Pero sí era la primera
vez que su uso se prolongó por tanto tiempo en el marco de un sofistica-
do sistema que apuntó a dotar a Rosas de una legitimidad unanimista
ritualizada a través del culto a su persona.
El alcance de la responsabilidad legislativa comprometía a parte
de la dirigencia política que había actuado en la Sala rosista y continuaba
formando parte –no sin tensiones– del elenco gobernante que tomó el
relevo en Buenos Aires después de Caseros. No obstante, el punto tal
vez más conflictivo era el eslabonamiento hacia abajo del argumento
esgrimido: las sucesivas legislaturas habían sido electas por sufragio
universal masculino, y por lo tanto sus diputados hablaban y decidían en
representación del pueblo. El juicio ejemplar a la persona de Rosas, cuyo
fallo, como afirma Eujanian (2015), estaba destinado a «blindar la inter-
pretación que las generaciones futuras debían realizar sobre este perío-
do» (p. 289), ponía en evidencia el engranaje en el que se había montado
su autoridad y la borrosa frontera trazada en la cadena de complicida-
des.
Esa borrosa frontera ya había sido advertida por los propios dipu-
tados del sector del partido federal reticente a renovar las facultades
extraordinarias al Ejecutivo durante el primer gobierno rosista (1829-
1832). Algunos miembros de ese grupo se preguntaban, justamente,
cuál sería el grado de responsabilidad que les competía como represen-
tantes de la soberanía popular en el uso de los poderes de excepción y
cuál sería «el tercero en esta discordia» para «conocer» y «juzgar» en el
asunto, frente a un contexto político que carecía de una constitución3. Tal

3
Diario de Sesiones de la Honorable Junta de Representantes de Buenos Aires, sesión n°
204, 30 de julio de 1830, p. 15.

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advertencia derivó en el rechazo a conceder dichos poderes para un nue-


vo mandato del gobernador y en la renuncia de Rosas a continuar ocu-
pando el cargo. Pero el tema se convirtió en foco de debate de la legisla-
tura de 1833, dominada por los federales cismáticos, dispuestos a evitar
un avance del sector leal a Rosas. Como ha demostrado recientemente
Cecilia Bari (2020), en aquel año crucial se jugó una alternativa política
surgida dentro del federalismo más inclinado a respetar los principios
liberales. Los cismáticos impulsaron la sanción de una constitución pro-
vincial que ponía fuertes límites al Ejecutivo y prohibía explícitamente
que el Legislativo le delegara poderes extraordinarios. La iniciativa fra-
casó en el marco de una intensa conflictividad entre los dos sectores fe-
derales, y encontró su punto de inflexión en la Revolución de los Restau-
radores promovida por los apostólicos rosistas.
La correlación de fuerzas había cambiado y Rosas supo capitalizar
aquel ambiente político y el aprendizaje que le dejaba el pasado reciente.
A partir de 1835, una vez que regresó a la primera magistratura de la
provincia, la movilización popular, aunque fuera en su apoyo, debía estar
fuertemente controlada, como asimismo la aritmética de los votos que
otorgaba mayoría en la legislatura. De allí en más, la voluntad de impo-
ner la lista única de candidatos y la celebración de plebiscitos y consultas
populares habilitaron a Rosas a salir del laberinto por arriba. A través de
ambos mecanismos, el gobernador exhibió la ansiada unanimidad elec-
toral y neutralizó la profunda desconfianza que le generaba la delibera-
ción legislativa, refrendando la entrega de la suma del poder público a
través de plebiscitos. En nombre de una voluntad general que no admi-
tía mediaciones, el gobernador logró domesticar, finalmente, el escena-
rio político, y condenar al espacio de la clandestinidad cualquier atisbo de
oposición al régimen que encarnaba (Ternavasio, 2002).
El dilema en el juicio a Rosas era, entonces, cómo codificar los
excesos a los que podía conducir el ejercicio de la soberanía popular; un
tópico que, desde Benjamin Constant en adelante, se convirtió en un
clásico para la tradición liberal. La manera de salvar esta dificultad a la
hora de establecer la culpabilidad y el castigo de los delitos cometidos
fue reafirmar que, durante los gobiernos del Restaurador de las Leyes,
el pueblo carecía de libertad para hacer uso de los atributos de la sobera-
nía popular. El argumento, sin embargo, dejaba pendiente el fantasma
que Domingo F. Sarmiento supo reconocer poco después de la caída de
su gran enemigo político:

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Marcela Ternavasio / Rosas y el rosismo: lecturas sobre la república plebiscitaria

Rosas era un republica-no que ponía en juego todos los artificios del
sistema popular representativo. Era la expresión de la voluntad del
pueblo, y en verdad que las actas de elección así lo muestran. Esto
será un misterio que aclararán me-jores y más imparciales estudios
que los que hasta hoy hemos hecho4.

En efecto, el misterio al que aludía Sarmiento remitía a la singula-


ridad de un liderazgo político de base popular montado sobre discursos,
rituales y dispositivos institucionales republicanos que sustentaron un
poder extremadamente autoritario. El problema se proyectó como una
sombra en las interpretaciones posteriores y no pudo clausurarse con la
«operación de memoria» que, según concluye Eujanian (2015), abarcó
la década de 1850 imponiendo una solución transaccional entre aquello
que debía ser recordado y lo que era preferible olvidar. Con esa opera-
ción se procuraban diluir las inevitables cadenas de complicidades que
involucraban ya no sólo a una parte de las altas dirigencias sino a toda la
sociedad bonaerense que había acompañado el experimento rosista.
Sobre esa sombra se reeditaron, una y otra vez, las batallas por la
historia y se fueron superponiendo capas de memorias y olvidos que
contribuyeron a reactualizar la figura de Rosas toda vez que resultó fun-
cional al combate por el pasado y a las disputas políticas por el presente.
Pero más allá de los variopintos usos políticos del rosismo desplegados
desde el siglo XIX hasta nuestros días, me interesa reflexionar sobre la
cuestión que quedó flotando en el juicio: el papel atribuido al propio
Rosas y a la sociedad que lo elevó al lugar de excepción que supo ocupar
y mantener.

Entre la sociedad, el estado y el liderazgo político

Es bien conocida la frase con la que Tulio Halperin Donghi cerró


su influyente libro Revolución y guerra (1972): «Tal como entrevió Sar-
miento, la Argentina rosista, con sus brutales simplificaciones políticas,
reflejo de la brutal simplificación que independencia, guerra y apertura
al mercado mundial habían impuesto a la sociedad rioplatense, era la
hija legítima de la revolución de 1810» (p. 404). Citada una y otra vez
por los especialistas en el temprano siglo XIX, la frase condensaba una
4
Citado en Adolfo Saldías, «El Gobierno de Rosas», Biblioteca Internacional de Obras
Famosas, Buenos Aires y Londres, 1910, pp. 9173-9174.

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perspectiva e iluminaba una agenda historiográfica. Las investigaciones


que tomaron impulso sobre el período rosista a partir de las décadas de
1980 y 1990 se nutrieron de –y dialogaron con– la obra de Halperin
desde diversos campos, temáticas y enfoques. En ese renovado clima
académico se dejaban atrás las polémicas montadas en matrices político-
ideológicas, más interesadas en posicionarse sobre el presente que en
investigar el pasado, y surgían otras nuevas. En estas últimas me centra-
ré a continuación, a partir de los debates que suscitaron algunas obras
emblemáticas, publicados en revistas científicas, con el objeto de trazar
ciertos nudos problemáticos vinculados al interrogante que ordena estas
reflexiones.
En primer lugar, es oportuno recuperar los recientes intercambios
en torno a la edición en español de Paisanos itinerantes de Ricardo Salva-
tore (2018), publicado en inglés tres lustros antes. Los comentarios que
el libro ha merecido de Beatriz Bragoni, Melina Yangilevich, Geraldine
Davies, Judith Faberman y Roy Hora, además de destacar el carácter
pionero de una investigación abocada a mostrar la experiencia de los
sectores subalternos en la Buenos Aires rosista, son una buena muestra
de los avances producidos hasta el presente y del peso que han tenido los
enfoques centrados en la sociedad y el estado5. Respecto de la sociedad,
hoy contamos con un mapa social de la provincia de Buenos Aires mucho
más completo y sofisticado que el que poseíamos no hace tanto tiempo.
A la confección de ese mapa contribuyeron los trabajos dedicados a ex-
plorar los sectores subalternos rurales y urbanos, los segmentos medios
de la sociedad, y los que discuten el perfil de los terratenientes. Algo
parecido aplica a los estudios sobre los agentes y recursos estatales, gra-
cias a las pesquisas en torno al rol de los ejércitos y milicias, jueces de
paz y policía en el entramado del poder rosista.
En el marco de estos aportes, los comentarios referidos a Paisanos
itinerantes reflejan una variedad de matices acerca de cómo interpretar
los vínculos entre actores sociales y agentes estatales. Por un lado, se
discute la capacidad de «agencia» de los diversos segmentos sociales
–especialmente de los sectores populares– para defender sus derechos e

5
Véanse las intervenciones de Beatriz Bragoni, Melina Yangilevich y Ricardo Salvatore, en
«Paisanos itinerantes. Un balance historiográfico a dieciséis años de su primera edición en
inglés», Revista Electrónica de Fuentes y Archivos (REFA), n° 10, 2019, pp. 211-254. Las
intervenciones de Geraldine Davies Lenoble, Judith Faberman, Roy Hora y Ricardo Salva-
tore, en «Notas y debates», Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio
Ravignani, n° 52, 2020, pp. 116-165.

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Marcela Ternavasio / Rosas y el rosismo: lecturas sobre la república plebiscitaria

intereses frente al orden que el rosismo procuró imponer; los niveles y


esferas de resistencia y negociación frente al mercado y el estado; y la
periodización y espacialización que trazaron esas prácticas desde el pri-
mer rosismo hasta el más maduro y rutinizado. Por otro lado, se debate
si para este período es pertinente utilizar la categoría «estado» entendi-
do como separado de la sociedad civil; si la red de agentes en las que se
montó la autoridad podían distinguirse de la misma sociedad en la que
actuaban; y cuánta eficacia exhibió esa red para disciplinar a la sociedad
y establecer un sistema de coacción y control a lo largo y a lo ancho de
aquella provincia en constante expansión territorial.
Paralelamente a estas líneas de indagación se fueron desarrollan-
do otras que profundizaron en la clave republicana del régimen a través
del análisis de los discursos (Myers, 1995), la sociabilidad (González
Bernaldo, 2001), las fiestas y rituales (Salvatore, 1998; Munilla Lacasa,
2013), o las elecciones (Ternavasio, 2002). Aquí también los debates se
hicieron presentes y, en algunos casos, expresaron las tensiones entre el
campo de la historia social y el de la historia intelectual y política. Un
temprano ejemplo de estas disonancias se observa en el comentario que
publicó Juan Carlos Garavaglia al libro de Jorge Myers (1995), Orden y
Virtud, una obra pionera en el estudio del discurso publicístico del rosis-
mo que postula la hipótesis de una matriz republicana-clásica expresada,
entre otros topos, en el «agrarismo republicano» que moduló parte de
ese discurso. Esta referencia fue el foco de las objeciones de Garavaglia,
quien cuestionó la tendencia a privilegiar el análisis del discurso por so-
bre el «contexto referencial» en el que se inscribía. Un contexto que, en
este caso, remitía a la historia agraria de la que el comentarista fue un
gran exponente. Myers, en su respuesta, ponía de relieve los riesgos teó-
ricos y metodológicos de recrear un sistema de jerarquización de los
distintos campos del saber histórico y afirmaba que tal jerarquización
traslucía una profunda desconfianza hacia la historia de las ideas, de los
discursos, o de las representaciones simbólicas de una sociedad6.
A esta réplica agregaría que la desconfianza se extendió hacia la
llamada «nueva historia política», a la que el estudio de Myers iluminó
en aspectos cruciales. El fino análisis que el autor realiza sobre el conjun-
to de componentes republicanos –en el que Garavaglia no reparó en su
comentario– pone en evidencia la formidable construcción discursiva que

6
Las intervenciones de ambos autores pueden consultarse en Estudios Sociales, n° 10 y n° 11,
1996.

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representó la idea de una república en constante peligro para establecer


la distinción entre amigos y enemigos y configurar las bases de un esta-
do de excepción. Una construcción discursiva sobre la que se montó una
también formidable propaganda política, rica en prácticas y rituales, cuya
incidencia en la explicación de las adhesiones al rosismo, y a Rosas en
particular, no son un detalle menor.
Mirado el fenómeno desde esta perspectiva, si la fortaleza del ré-
gimen dependió en gran parte de reconocer la forma de encauzar la
movilización popular que había desatado la revolución, también depen-
dió de su capacidad para disciplinar a las elites, no sólo en el plano social
y económico sino en el más díscolo espacio político. Como subrayó Hal-
perin (1980), Rosas supo capitalizar las luchas facciosas preexistentes y,
extremando al máximo la politización, polarizó a la sociedad tras la cau-
sa federal. Vaciado de su contenido original, el federalismo se puso al
servicio de un orden que debió enfrentar resistencias de muy diversa
índole hasta lograr la domesticación, nunca completa, de la obediencia
política que colocaba en su vértice al Restaurador de las Leyes.
Ese vértice nos conduce al tercer núcleo de debate al que me quie-
ro referir: el que atañe a las determinaciones o incidencias del contexto
social que hacen posible un rumbo histórico frente a la emergencia de un
individuo que le imprime su sello a una época. Un debate que ilustra
muy bien el intercambio surgido en torno a la publicación de la más
reciente biografía de Juan Manuel de Rosas de Raúl Fradkin y Jorge
Gelman (2015), que mereció un agudo comentario de Roy Hora y una
respuesta de los autores7. En Juan Manuel de Rosas. La construcción de un
liderazgo político, Fradkin y Gelman son claros al fundamentar el enfo-
que que adoptan. Apoyándose en lo que condensa la cita de Halperin con
la que se inicia este parágrafo, al «situar de un nuevo modo su figura en
el devenir histórico de la sociedad rioplatense posrevolucionaria», recor-
tan su perspectiva en el propósito de «inscribir al sujeto en su mundo
relacional y en sus mutaciones, y reconstruir lo mejor que sea posible esa
matriz de relaciones objetivas en la que estuvo inmerso» (Fradkin y Gel-
man, 2015, p. 21 y 25). Para llevar a cabo este propósito recuperan sus
aportes sobre historia rural, social y económica, como asimismo los pro-
cedentes de una variada historiografía que se ocupa del período.
En su comentario, Roy Hora destaca las virtudes del libro y, sobre
todo, las que van perfilando al personaje antes de ocupar el centro de la

7
Véase dicho debate en Prohistoria, n° 26, 2016, pp. 145-162.

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Marcela Ternavasio / Rosas y el rosismo: lecturas sobre la república plebiscitaria

escena política. En efecto, los capítulos dedicados a bucear en el compo-


nente miliciano de su trayectoria pública inicial y el papel que jugó en la
construcción de su liderazgo político son los más novedosos e ilumina-
dores. Para el período en el que ocupó la gobernación de Buenos Aires y
dominó el espacio de la Confederación, la mirada se desplaza hacia los
recursos que ofreció el poder estatal para afianzar un régimen que fue
adquiriendo rasgos cada vez más idiosincráticos. Luego de hacer un de-
tallado recorrido por sus principales aportes, Hora deja planteados los
límites que encuentra en el enfoque que preside esta biografía –y que
adelanta en el título de su comentario, «El factor Rosas»– al no colocar al
Restaurador en el centro de sus preocupaciones en tanto actor político, e
interpretarlo, ante todo, como un producto de su contexto. Esta limita-
ción se hace particularmente ostensible por tratarse de un personaje pú-
blico de enorme gravitación, cuya incidencia sobre la vida política y so-
cial no reconoce paralelo en el siglo XIX. Para Hora, Rosas no sólo ha-
bría demostrado talento para comprender la realidad que le tocó timo-
near –según enfatizan Fradkin y Gelman– sino también para torcerla de
manera nueva y original. Desde este ángulo, el comentario sugiere la
fertilidad de explorar en mayor profundidad los cursos de acción y los
procesos decisionales que encarnó Rosas y las consecuencias que tuvie-
ron en el derrotero histórico.
En su respuesta, los autores justifican sus opciones metodológicas
y señalan que su objetivo fue resaltar la capacidad de su biografiado para
comprender los cambios que había traído la revolución, en especial los
roles jugados por los sectores populares, tanto rurales como urbanos, y
por las divididas y debilitadas elites. Para reafirmar sus planteos sostie-
nen que la crítica formulada en «El factor Rosas» atribuye demasiada
importancia a la «voluntad» de un líder político para cambiar el mundo.
El gran tema de la voluntad que Fradkin y Gelman introducen en su
réplica es un tópico que ha merecido ríos de tinta y cuyo carácter contro-
versial en los campos de la teoría y la filosofía política se traslada a –y
resignifica en– el campo historiográfico. No es ésta la ocasión de resti-
tuir las conocidas aristas de tales controversias, pero sí es oportuno recu-
perar algunas de ellas en el marco del debate reseñado, no para agregar
nada respecto de las expectativas que despierta la biografía como géne-
ro, sino para inscribir el problema en el punto de partida de este ensayo:
la compleja relación entre Rosas y el rosismo.

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¿Un hombre o un régimen excepcional?

Patrice Gueniffey (2004), en una contribución titulada «La volun-


tad en la historia», afirma que hay épocas en que su influencia es relativa
y limitada, y otras en las que crece hasta barrer con todos los obstáculos.
Ante la pregunta sobre si esta segunda situación debe atribuirse a la
aparición de individuos dotados de una «voluntad superior», el autor
recorre las diferentes hipótesis asociadas a la fuerza de los contextos, del
azar o del carácter excepcional de un individuo. En ese recorrido, que
retoma algunas claves interpretativas de François Furet (1990) en El
pasado de una ilusión, Gueniffey nos viene a recordar que el surgimiento
de «hombres excepcionales» se encuentra muchas veces ligado al estado
de excepción, en el sentido amplio del término. En estos casos, la figura
del «hombre excepcional se confunde casi con la del dictador; es decir, un
individuo al cual las circunstancias excepcionales otorgan poderes extraor-
dinarios, lo que lleva a subordinar el derecho a la voluntad» (p. 7).
La reflexión del autor, que nutrió su ambiciosa empresa como bió-
grafo de Napoleón Bonaparte (Gueniffey, 2018), se ajusta al caso que
nos ocupa, al vincular el tema de la voluntad con la cuestión del estado de
excepción. Como sabemos, el carácter dictatorial del régimen rosista ha
sido objeto de diversas interpretaciones y las más recientes polemizan
sobre el origen y naturaleza de los poderes extraordinarios. El debate
suscitado entre Alejandro Agüero y José Carlos Chiaramonte discurre,
precisamente, en torno a si el estado de excepción imperante durante la
Santa Federación se puede explicar a través de la clave del republicanis-
mo clásico, del gobierno paternal inscripto en la tradición católica hispa-
na, o de la «antigua constitución»8. El foco de la controversia se ubica
aquí en el plano de los referentes culturales y jurídicos de la praxis polí-
tica; controversia que se inclina más por privilegiar las tradiciones here-
dadas en las que se habrían nutrido los actores que en reconocer el carác-
ter disruptivo que la revolución trajo consigo en dicha praxis. En cual-
quier caso, queda abierta la pregunta sobre si en ese estado de excepción
es atribuible a Rosas y a su «voluntad» –en términos de decisión y acción
consciente en el cambio histórico (Gueniffey, 2004, p. 3)– un carácter
performativo. Con este interrogante no apunto a descubrir si estamos
ante un «hombre excepcional» dotado de una superior clarividencia, ni a
8
Véase este debate en Nuevo Mundo Mundos Nuevos, 2018 y 2019. DOI: http://
journals.openedition.org/nuevomundo/72785 http://journals.openedition.org/
nuevomundo/75933

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Marcela Ternavasio / Rosas y el rosismo: lecturas sobre la república plebiscitaria

las conocidas «circunstancias excepcionales» de las que surgió como hom-


bre público, sino a poner de relieve la originalidad del engranaje político
que contribuyó a crear. Y para hacerlo, retomaré los núcleos de debates
hasta aquí presentados.
La primera cuestión que merece revisarse proviene de las perspec-
tivas mencionadas en el parágrafo anterior que abordan el fenómeno en
una clave social. Casi todas ellas destacan, con diferentes matices y énfa-
sis, la necesidad que tuvo Rosas de revalidar constantemente su lideraz-
go a través de prácticas de negociación con variados grupos y actores,
ante reclamos, reivindicaciones y formas de resistencia frente al discipli-
namiento estatal. El problema que observo en estos enfoques reside en
la traducción interpretativa de esas formas segmentadas de negociación
a la esfera política. Es decir, en la tendencia a subsumir o diluir la natura-
leza específica del vínculo político en términos del grado de «agencia» o
«pasividad» de los actores sociales frente a los agentes estatales. Desde
este ángulo, si bien es muy cierto que Rosas negociaba reclamos y reivin-
dicaciones puntuales de diversa procedencia, según muestran los estu-
dios en esta dirección a partir de una abundante documentación de archi-
vo, es preciso recordar que no negociaba con nadie, ni siquiera con su
séquito más cercano, las llaves maestras con las que disciplinó las adhe-
siones políticas a partir de 1835. A saber, la lista única de candidatos a
las elecciones que él confeccionaba personalmente, el control logístico
de los comicios, y la suma del poder público que hizo derivar a una rati-
ficación directa del pueblo. Al mismo tiempo, hay que recordar también
que si hubo espacios de resistencia y agencia de los sectores subalternos
y de abierta rebelión por parte de sectores poderosos, como fue el caso
de los Libres del Sur en 1839, no se registran gestos de resistencia al
aparato unanimista impuesto desde el segundo gobierno rosista. A na-
die se le ocurría armar una lista de candidatos alternativa ni votar en
disidencia en las mesas electorales.
La segunda cuestión a discutir atañe a las siempre debatidas líneas
de continuidad y cambio de un fenómeno histórico. Creo que para tener
una imagen más completa y ajustada del rosismo sería fértil reubicar el
papel de la singular arquitectura política que vino a romper de manera
abrupta con el pasado republicano posrevolucionario como asimismo
con las antiguas culturas jurídicas del orden colonial (Sabato y Ternava-
sio, 2020). Sabemos que las razones del éxito de esa arquitectura no
pueden reducirse al miedo: hay un extendido consenso historiográfico
que reconoce que la adhesión a la causa federal del rosismo no deriva

91
ESTUDIOS - N° 45 (Enero-Junio 2021) 79-98

solamente de la fuerte dosis de coacción que el régimen aplicó. Pero la


explicación tampoco se agota en los entramados capilares asimétricos
que –»al ras del suelo»– componen y articulan a los actores sociales y
agentes estatales en los espacios locales, ni en las inercias de viejas tradi-
ciones. ¿Cómo interpretar, entonces, lo que por mucho tiempo fue cali-
ficado como una suerte de farsa o simulacro del poder sin perder de vista
lo que ese gesto encerraba en términos de invención política?
He aquí donde emerge la tercera cuestión: la «voluntad» del Res-
taurador de las Leyes. Su importancia no reside en la vocación unanimis-
ta que lo obsesionó desde el comienzo de su gestión –en línea con el
clima de época que aspiraba al ideal de unidad del cuerpo político– sino
en su decisión de traducirla en una potente maquinaria política. El carác-
ter performativo de esa fábrica de discursos, imágenes, rituales y slogans
que producía adhesiones a la causa federal rosista, terminó de cristali-
zarse con la práctica plebiscitaria. Su rol primordial consistió en escenifi-
car la visibilidad del consenso e invisibilizar la potencial disidencia políti-
ca. El andamiaje destinado a homogeneizar en un todo indistinguible la
unanimidad de la voluntad general era, a la vez, el mecanismo idóneo
para singularizar las relaciones de mando y obediencia. Por un lado, sin-
gularizaba hasta el grotesco la figura de Rosas, cuyo nombre y retrato
invadió la vida pública y privada; por el otro, individualizaba los apoyos
como asimismo las abstenciones, vistas siempre bajo un manto de sos-
pecha (Ternavasio, 2003).
Es un tema aún por explorar en qué repertorios buceó el rosismo
para convertir al plebiscito en parte fundamental de su arquitectura de
poder. Es bien conocido que el mecanismo de las consultas populares fue
utilizado en ciertas ocasiones en los procesos revolucionarios hispano-
americanos con el objeto de obtener el aval para la aprobación de regla-
mentos o decisiones adoptadas por los líderes políticos. Así lo hizo, en-
tre otros, José Gervasio Artigas, quien además lo utilizó para ratificar su
legitimidad como Protector (Frega, 2007). En estos casos, las consultas
se solapaban con el antiguo derecho de petición y navegaban entre el
ejercicio directo de la soberanía popular y la adopción de regímenes re-
presentativos para regular la relación entre gobernantes y gobernados.
Pero el régimen rosista alcanzó un grado de sofisticación mucho más
elaborado de lo que estos antecedentes mostraban, al coagular dichas
modalidades en un sistema que le permitía afirmar, como lo hizo des-
pués del primer plebisicito de 1835, que el resultado «ha sido la expre-
sión de la voluntad general que aclama al Sr. General Rosas como ciuda-

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Marcela Ternavasio / Rosas y el rosismo: lecturas sobre la república plebiscitaria

dano designado para salvar la provincia de los graves peligros que ama-
gan»9.
¿Podríamos rastrear allí una clave napoleónica que recuperaba al
primer Bonaparte y la instrumentación de plebiscitos para respaldar los
sumos poderes que asumió como cónsul vitalicio y luego como empera-
dor? La leyenda del «Cromwell de la Revolución» –como gustaba lla-
marlo Stendhal– estaba ampliamente difundida, y una pista posible es
Pedro de Angelis, figura central en la elaboración del discurso público de
Rosas. De Angelis había sido no sólo testigo sino participante activo de
las redes bonapartistas en el Reino de Nápoles de donde era oriundo.
Allí se desempeñó como ayo de los hijos de José Bonaparte y luego de
Murat, cuando ambos reinaron durante la expansión del imperio napo-
leónico en el sur de Italia. Si damos crédito al testimonio de José Rivera
Indarte, uno de los opositores a Rosas más emblemáticos, la pista no es
descabellada. Rivera Indarte relataba lo siguiente:

En las vacilaciones de Rosas para apoderarse en ese año de 1834 del


poder absoluto, Angelis lo socorrió con su erudición, indicándole
«que imitase a Napoleón e hiciese confirmar por el pueblo la elec-
ción de la Sala». Esta farsa plagiada agradó mucho a Rosas, y permi-
tió a la Encarnación y a su hija la manuela, que recibiesen a Angelis
con agrado siempre que se les presentase10.

No sabemos si fue el publicista napolitano el que orientó al Res-


taurador a poner en práctica la «farsa plagiada», aunque el testimonio
citado es muy verosimil. La clave napoleónica podría rastrearse, ade-
más, en otros aspectos vinculados a los rituales y usos de la iconografía
rosista, o al común desprecio que ambos personajes demostraron frente
a «la política» entendida como espacio de deliberación en el foro legisla-
tivo o en la prensa periódica. Con esta clave no aspiro a reponer los
viejos debates en torno a las categorías de bonapartismo o cesarismo para
interpretar a Rosas, sobre las que Raúl Fradkin (2014) realiza un opor-
tuno examen, sino a marcar que la inauguración de un repertorio repu-
blicano de tipo plebiscitario nos invita a reflexionar más allá del plano
meramente descriptivo y a revisar sus repercusiones y proyecciones des-
pués del período que se cerró con Caseros.

9
La Gaceta Mercantil, Buenos Aires, 30 de Marzo de 1835.
10
José Rivera Indarte, Rosas y sus opositores, Buenos Aires, W.M. Jackson, s/f.

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Las repercusiones iniciales las vimos en el juicio a Rosas y se ob-


servan en la flamante constitución de 1853 que estableció en el artículo
29 –retomando el fallido proyecto constitucional de 1833– que «El Con-
greso no puede conceder al Ejecutivo nacional, ni las Legislaturas pro-
vinciales a los gobernadores de provincia, facultades extraordinarias, ni
la suma del poder público». Y, como sabemos, las proyecciones se exten-
derán a coyunturas posteriores, cuando reaparezca el fantasma al que
podía conducir el ejercicio de la soberanía popular si se disponía a dotar
de fuertes poderes a una autoridad unipersonal abierta a encarnar la
representación del cuerpo político como un todo. Sobre ese fantasma
advirtió, por ejemplo, José Nicolás Matienzo (1915) en vísperas de las
primeras elecciones presidenciales bajo la reforma electoral sancionada
en 1912: «Un plebiscito dio a Luis Napoleón el imperio en Francia, como
poco antes un plebiscito había dado la suma del poder público a Rosas en
la provincia de Buenos Aires» (p. 447). Con el triunfo de Hipólito Irigo-
yen, los grupos que se vieron desplazados del poder creían confirmar
aquella advertencia y recurrieron, una y otra vez, a la comparación entre
el estilo de liderazgo del flamante presidente y el Restaurador de la Le-
yes.
No será ésta la primera ni la última ocasión en que se lo compare
a Rosas con un líder político del siglo XX. La emergencia del peronismo
volverá a recrear las analogías, y en este punto, las comparaciones nos
regresan al controvertido tema de la voluntad en la construcción de un
liderazgo político. El «factor Rosas» al que aludía Roy Hora en el co-
mentario citado no puede sino evocar el «factor Perón» que propone
Juan Carlos Torre (2014) en un artículo en el que comienza señalando el
riesgo de «destacar en demasía el papel del individuo en la determina-
ción de los hechos de la historia y dejar en un segundo plano la impor-
tancia del marco social y político dentro del que tuvieron lugar los he-
chos». A continuación, sin embargo, admite que lo que marca la diferen-
cia en determinadas coyunturas es la posición de preeminencia que ocu-
pan determinadas personalidades políticas «para modelar la arcilla hu-
mana y la trama de acontecimientos». La responsabilidad histórica, nos
dice el autor, «no está democráticamente distribuida» (p. 299).

La representación-encarnación

En un reciente libro, titulado El siglo del populismo, Pierre Rosanva-


llon (2020) se propone trazar una historia, una teoría y una crítica para

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Marcela Ternavasio / Rosas y el rosismo: lecturas sobre la república plebiscitaria

reflexionar sobre el fenómeno que «revoluciona la política del siglo XXI»


a escala global (p. 13). No es mi propósito discutir aquí la cuestión po-
pulista ni trazar ligeras genealogías, sino llamar la atención sobre el punto
de arranque histórico que adopta el autor para su análisis. Ese punto es
Napoleón III, a quien le atribuye haber retomado «el dispositivo monta-
do por su tío» –el «plebiscito bonapartista»– pero «teorizándolo y otor-
gándole a su vez todo su alcance». Dicho dispositivo no consistió en «una
simple consulta al pueblo» sino en un principio de «representación-en-
carnación» del «pueblo-Uno» que reducía su participación a la manifes-
tación de una masa unánime (p. 104). En ese momento iniciático, el
autor detecta algunos elementos que serán recurrentes hasta el presen-
te, tomando ejemplos de diversas latitudes y contrapuestos signos ideo-
lógicos: la polarización política, la desconfianza a la libre deliberación o
el rechazo a la intervención de cuerpos intermedios que interfieran entre
el líder y el pueblo que viene a encarnar. Pero hay dos cuestiones que
Rosanvallon destaca y en las que me interesa detenerme brevemente
por estar en el centro de mi argumento sobre las lecturas y escrituras del
rosismo.
La primera remite a la potencia que asumió la personificación del
poder y que el autor ilustra a través de Madame de Staël (1818), en la
obra citada al comienzo, quien supo definirla sencillamente al referirse
al ascenso del primer Napoleón cuando regresó de Egipto: «Era la pri-
mera vez, después de la Revolución, que se escuchaba un nombre propio
en todas las bocas» (p. 204). Para la célebre autora, el dilema era que la
personificación del poder surgía del seno de la soberanía popular al con-
sagrar «a un hombre elegido por el pueblo, que quiso poner su yo gigan-
tesco en el lugar de la especie humana» (p. 237). Aunque Rosas tuvo sus
propios detractores, los dichos de Madame de Staël aplicarían perfecta-
mente al caso.
La segunda cuestión remite al plebiscito (o «referéndum», térmi-
no que se impuso a finales del siglo XIX) como problema teórico y a la
vez histórico. Rosanvallon afirma que su exploración nunca fue llevada a
cabo de manera sistemática y requiere trabajar en profundidad sobre sus
puntos ciegos. A saber: la disolución de la responsabilidad política, la
confusión entre las nociones de decisión y voluntad, la sacralización del
expediente técnico de la mayoría con su consiguiente dimensión de irre-
versibilidad, y el silencio respecto de la traducción en normas de la op-
ción ganadora (Rosanvallon, 2020, pp. 183-184). Por cierto que el autor
no menciona la experiencia rosista en su recorrido histórico –tal vez por

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«sus brutales simplificaciones políticas»– mientras que el peronismo ocupa


varias páginas. No obstante, los puntos ciegos que señala para indagar
las consecuencias y proyecciones de los ensayos políticos plebiscitarios
en el largo plazo ya estaban presentes entre los encargados de enjuiciar a
Rosas en la década de 1850, mientras el «sobrino del tío» se erigía en
emperador y Marx escribía su diatriba en El Dieciocho Brumario.
Como viene ocurriendo desde hace más de un siglo y medio, el
lugar atribuido a Rosas en las narrativas históricas y en la tradición repu-
blicana sigue siendo un tema de debate en el que se entrelazan historia,
memoria y política. Y tal vez la gran fascinación que despierta el perso-
naje entre muchos especialistas del período –o al menos para quien es-
cribe estas líneas– reside en el desafío de tratar de entender ese lugar en
la construcción de la original arquitectura política rosista. Un desafío
que implica restituir tanto sus condiciones de emergencia en el contexto
de una sociedad sometida a la constante amenaza de disolución de todos
sus lazos, como «las obsesiones de un Rosas» que, según nos recuerda
Halperin, consideraba que ante ese inminente peligro era su «solitaria
clarividencia» la que le fijaba el deber y le otorgaba el derecho «de impo-
ner su enérgica guía». Desde esa convicción –nos dice el autor– «la victo-
ria del discurso clásico-republicano es la del instrumento que permite
hacer de una visión –personal hasta el delirio– en que una entera socie-
dad se encamina ciegamente a su aniquilación irrevocable, el fundamen-
to de una duradera fe colectiva» (Tulio Halperin Donghi, 2005, p. 90).
En la confluencia de esa fe colectiva y de un liderazgo personal
anclado en la polarización extrema del conflicto político es posible iden-
tificar los rasgos de un repertorio que, si en jerga contemporánea asumi-
ría de manera intuitiva la dimensión agonal de la política, para Sarmien-
to y muchos de sus contemporáneos se cifró en clave de enigma. La
expectativa del autor de Facundo de que el «misterio» sería descifrado
por «me-jores y más imparciales estudios que los que hasta hoy hemos
hecho» continúa en la agenda de los historiadores. Una agenda que, como
vimos, sigue abierta al diálogo y a las controversias.

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