Silvina Ocampo, Las Fotografías

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Silvana Ocampo Cuentos Completos I

silla, y mi silla un almohadón de terciopelo. Uno de mis clientes, el más


jovencito, me trajo de la casa de su abuela retazos de cortinas antiguas, con las
que adorno las paredes, con figuritas que recorto de las revistas. La señora de
arriba, me da el almuerzo; con lo que guardo en mis bolsillos y algunos
caramelos, me desayuno. Tener que convivir con ratones, me pareció en el
primer momento el único defecto de este sótano, donde no pago alquiler. Ahora
advierto que estos animales no son tan terribles: son discretos. En resumidas
cuentas son preferibles a las moscas, que abundan tanto en las casas más
lujosas de Buenos Aires, donde me regalaban restos de comida, cuando yo tenía
once años. Mientras están los clientes, no aparecen: reconocen la diferencia que
hay entre un silencio y otro; surgen en cuanto me quedo sola, en medio de
cualquier bullicio; pasan corriendo, se detienen un instante y me miran de reojo,
como si adivinaran lo que pienso de ellos. A veces comen un trozo de queso o de
pan, que quedó en el suelo. No me tienen miedo, ni yo a ellos. Lo malo es que
no puedo almacenar provisiones, porque las comen antes de que yo las pruebe.
Hay personas malintencionadas que se alegran de esta circunstancia y que me
llaman Fermina, la de los ratones. Yo no quiero darles el gusto y no les pediré
prestadas las trampas para exterminarlos. Vivo con ellos. Los reconozco y los
bauticé con nombres de actores de cinematógrafo. Uno, el más viejo, se llama
Carlitos Chaplin, otro Gregory Peck, otro Marlon Brando, otro Duilio Marzio; otro
que es juguetón, Daniel Gellin, otro Yul Brinner, y una hembrita, Gina
Lollobrigida, y otra Sofía Loren. Es extraño cómo estos animalitos se han
apoderado del sótano donde tal vez vivieron antes que yo. Hasta las manchas de
humedad adquirieron formas de ratones; todas son oscuras y un poco alargadas,
con dos orejitas y una cola larga, en punta. Cuando nadie me ve, guardo comida
para ellos, en uno de los platitos que me regaló el señor de la casa de enfrente.
No quiero que me abandonen y si viene a visitarme el vecino y quiere
exterminarlos con trampas o con un gato, haré un escándalo del que se
arrepentirá toda su vida. La demolición de esta casa está anunciada, pero yo no
me iré de aquí hasta que me muera. Arriba preparan baúles y canastos y sin
cesar hacen paquetes. Frente a la puerta de calle hay camiones de mudanza,
pero yo paso junto a ellos, como si no los viera. Nunca pedí ni cinco centavos a
esos señores. Me espían todo el ida y creen que estoy con clientes, porque hablo
conmigo misma, para disgustarlos; porque me tienen rabia, me encerraron con
llave; porque les tengo rabia, no les pido que abran la puerta. Desde hace dos
días suceden cosas muy raras con los ratones: uno me trajo un anillo, otro una
pulsera, y otro, el más astuto, un collar. En el primer momento no podía creerlo
y nadie me creerá. Soy feliz. ¡Qué importa que sea un sueño! Tengo sed: bebo
mi sudor. Tengo hambre: muerdo mis dedos y mi pelo. No vendrá la policía a
buscarme. No me exigirán el certificado de salud, ni de buena conducta. El techo
se está desmoronando, caen hojitas de pasto: será la demolición que empieza.
Oigo gritos y ninguno contiene mi nombre. Los ratones tienen miedo.
¡Pobrecitos! No saben, no comprenden lo que es el mundo. No conocen la
felicidad de la venganza. Me miro en un espejito: desde que aprendí a mirarme
en los espejos, nunca me vi tan linda.

Las fotografías

Llegué con mis regalos. Saludé a Adriana. Estaba sentada en el centro del
patio, en una silla de mimbre, rodeada por los invitados. Tenía una falda muy
amplia, de organdí blanco, con un viso almidonado, cuya puntilla se asomaba al
menor movimiento, una vincha de metal plegadizo, con flores blancas, en el
pelo, unos botines ortopédicos de cuero y un abanico rosado en la mano. Aquella

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vocación por la desdicha que yo había descubierto en ella mucho antes del
accidente, no se notaba en su rostro.
Estaban la Clara, estaba Rossi, el Cordero, Perfecto y Juan, Albina Renato,
María, la de los anteojos, el Bodoque Acevedo, con su nueva dentadura, los tres
pibes de la finada, un rubio que nadie me presentó y la desgraciada de
Humberta. Estaban Luqui, el Enanito y el chiquilín que fue novio de Adriana, y
que ya no le hablaba. Me mostraron los regalos: estaban dispuestos en una
repisa del dormitorio. En el patio, debajo de un toldo amarillo, habían puesto la
mesa, que era muy larga: la cubrían dos manteles. Los sándwiches de verdura y
de jamón y las tortas muy bien elaboradas, despertaron mi apetito. Media
docena de botellas de sidra, con sus vasos correspondientes, brillaban sobre la
mesa. Se me hacía agua la boca. Un florero con gladiolos naranjados y otro con
claveles blancos, adornaban las cabeceras. Esperábamos la llegada de Spirito, el
fotógrafo: no teníamos que sentarnos a la mesa ni destapar las botellas de sidra,
ni tocar las tortas, hasta que él llegara.
Para hacernos reír, Albina Renato bailó La muerte del Cisne. Estudia bailes
clásicos, pero bailaba en broma.
Hacía calor y había moscas. Las flores de las catalpas ensuciaban las
baldosas del patio. Los hombres con los periódicos, las mujeres con pantallas
improvisadas o abanicos, todo el mundo se abanicaba o abanicaba las tortas y
sándwiches. La desgraciada de Humberta, lo hacía con una flor, para llamar la
atención. Qué aire puede dar, por mucho que se agite, una flor.
Durante una hora de expectativa en que todos nos preguntábamos al oír el
timbre de la puerta de calle si llegaba o no llegaba Spirito, nos entretuvimos
contando cuentos de accidentes más o menos fatales. Algunos de los
accidentados habían quedado sin brazos, otros sin manos, otros sin orejas. "Mal
de muchos, consuelo de algunos", dijo una viejita, refiriéndose a Rossi, que tiene
un ojo de vidrio. Adriana sonreía. Los invitados seguían entrando. Cuando llegó
Spirito, se destapó la primera botella de sidra. Por supuesto que nadie la probó.
Se sirvieron varias copas y se inició el larguísimo preludio al esperado brindis.
En la primera fotografía, Adriana, a la cabecera de la mesa, trataba de
sonreír con sus padres. Dio mucho trabajo colocar bien el grupo, que no
armonizaba: el padre de Adriana era corpulento y muy alto, los padres fruncían
mucho el ceño, sosteniendo en alto las copas. La segunda fotografía no dio
menos trabajo: los hermanitos, las tías y la abuela se agrupaban
desordenadamente alrededor de Adriana, tapándole la cara. El pobre Spirito
tenía que esperar pacientemente el momento de sosiego, en que todos ocupaban
el lugar por él indicado. En la tercera fotografía, Adriana blandía el cuchillo, para
cortar la torta, que llevaba escrito con merengue rosado su nombre, la fecha de
su cumpleaños y la palabra FELICIDAD, salpicada de grageas.
–Tendría que ponerse de pie –dijeron los invitados. La tía objetó:
–Y si los pies salen mal.
–No se aflija –respondió el amable Spirito–, si quedan mal, después se los
corto.
Adriana hizo una mueca de dolor y el pobre Spirito tuvo que fotografiarla
de nuevo, hundida en su silla, entre los invitados. En la cuarta fotografía, sólo los
niños rodeaban a Adriana; les permitieron mantener las copas en alto, imitando
a los mayores. Los niños dieron menos trabajo que los grandes. El momento más
difícil no había terminado. Había que llevar a Adriana al dormitorio de su abuela
para que le sacaran las últimas fotografías. Entre dos hombres la cargaron en la
silla de mimbre y la pusieron en el cuarto, con los gladiolos y los claveles. Allí la
sentaron en un diván, entre varios almohadones superpuestos. En el dormitorio,
que medía cinco metros por seis, había aproximadamente quince personas,
enloqueciendo al pobre Spirito, dándole indicaciones y aconsejando a Adriana las
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posturas que debía adoptar. Le arreglaban el pelo, le cubrían los pies, le
agregaban almohadones, le colocaban flores y abanicos, le levantaban la cabeza,
le abotonaban el cuello, le ponían polvos, le pintaban los labios. No se podía ni
respirar. Adriana sudaba y hacía muecas. El pobre Spirito esperó más de media
hora, sin decir una palabra; luego, con muchísimo tacto, sacó las flores que
habían colocado a los pies de Adriana, diciendo que la niña estaba de blanco y
que los gladiolos naranjados desentonaban con el conjunto. Con santa paciencia,
Spirito repitió la consabida amenaza:
–Ahora va a salir un pajarito.
Encendió las lámparas y sacó la quinta fotografía, que terminó en un
trueno de aplausos. Desde afuera, la gente decía:
–Parece una novia, parece una verdadera novia. Lástima los botines.
La tía de Adriana pidió que fotografiaran a la niña con el abanico de su
suegra, en la mano. Era un abanico con encaje de Alenzón, con lentejuelas, y
cuyas varillas de nácar tenían pequeñas pinturas hechas a mano. El pobre Spirito
no juzgó de buen gusto introducir en la fotografía de una niña de catorce años
un abanico negro y triste, por valioso que fuera. Tanto insistieron, que aceptó.
Con un clavel blanco en una mano y el abanico negro en la otra, salió Adriana en
la sexta fotografía. La séptima fotografía motivó discusiones: si se sacaría en el
interior del cuarto o en el patio, junto al abuelo maniático, que no quería
moverse de su rincón. La Clara dijo:
–Si es el día más feliz de su vida, cómo no la van a fotografiar junto al
abuelo, que tanto la quiere. –Luego explicó–: –Desde hace un año esta niña se
ha debatido entre los brazos de la muerte, ha quedado paralítica.
La tía declaró:
–Nos hemos desvivido por salvarla, durmiendo a su lado en los pisos de
baldosa de los hospitales, dándole nuestra sangre en transfusiones, y ahora, en
el día de su cumpleaños, vamos a descuidar el momento más solemne del
banquete, olvidando de ponerla en el grupo más importante, junto a su abuelo,
que siempre fue su preferido.
Adriana se quejaba. Creo que pedía un vaso de agua, pero estaba tan
agitada que no podía pronunciar ninguna palabra; además, el estruendo que
hacía la gente al moverse y al hablar hubiera sofocado sus palabras, si ella las
hubiera pronunciado. Dos hombres la llevaron, de nuevo, en la silla de mimbre,
al patio y la pusieron junto a la mesa. En ese momento se oyó de un altoparlante
la canción ritual de Feliz cumpleaños. Adriana en la cabecera de la mesa, al lado
del abuelo y de la torta con velitas, posó para la séptima fotografía, con mucha
serenidad. La desgraciada de Humberta logró introducirse en el retrato en primer
plano, con sus omóplatos descubiertos y despechugada como siempre. La acusé
en público por la intromisión, y aconsejé al fotógrafo que repitiera la fotografía,
lo que hizo de buen grado. Resentida, la desgraciada de Humberta se fue a un
rincón del patio; el rubio que nadie me presentó la siguió y para consolarla le
sopló algo al oído. Si no hubiera sido por esa desgraciada la catástrofe no habría
sucedido. Adriana estaba a punto de desmayarse, cuando la fotografiaron de
nuevo. Todos me lo agradecieron. Destaparon las botellas de sidra; las copas
rebalsaban de espuma. Cortaron las dos tortas en tajadas grandotas, que se
repartieron en cada plato. Estas cosas llevan tiempo y atención. Algunas copas
se volcaron sobre el mantel: dicen que trae suerte. Con la punta de los dedos,
nos humedecimos la frente. Algunos mal educados habían bebido ya la sidra
antes del brindis. La desgraciada de Humberta dio el ejemplo, y le pasó la copa
al rubio. No fue sino más tarde, cuando probamos la torta y brindamos a la salud
de Adriana, que advertimos que estaba dormida. La cabeza colgaba de su cuello
como un melón. No era extraño que siendo aquella su primera salida del
hospital, el cansancio y la emoción la hubieran vencido. Algunas personas se
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rieron, otras se acercaron y le golpearon la espalda para despertarla. La
desgraciada de Humberta, esa aguafiestas, la zarandeó de un brazo y le gritó:
–Estás helada.
Ese pájaro de mal agüero, dijo:
–Está muerta.
Algunas personas alejadas de la cabecera, creyeron que se trataba de una
broma y dijeron:
–Como para no estar muerta con este día.
El Bodoque Acevedo no soltaba su copa. Todos dejaron de comer, salvo
Luqui y el Enanito. Otros, disimuladamente, guardaban trozos de torta estrujada
y sin merengue, en el bolsillo. ¡Qué injusta es la vida! ¡En lugar de Adriana, que
era un angelito, hubiera podido morir la desgraciada de Humberta!

Magush

Una bruja tesálica adivinó el destino de Polícrates en los dibujos que al


retirarse hacía el mar en la orilla de la playa; una vestal romana adivinó el de
César en un montoncito de arena que rodeaba una planta; el alemán Cornelio
Agripa se sirvió de un espejo para adivinar el futuro. Algunos brujos actuales
leen el destino en las hojas de té o en la borra del café del fondo de una taza,
algunos en los árboles, en la lluvia, en las manchas de tinta o en la clara de
huevo, otros simplemente en las líneas de las manos, otros en bolas de cristal.
Magush lee el destino en el edificio deshabitado que está frente a la carbonería
en donde vive. Los seis enormes ventanales y las doce ventanitas del edificio
vecino son como barajas para él. Magush jamás pensó en asociar ventanas y
barajas: a mí se me ocurrió la idea. Sus métodos son misteriosos y sólo dan
cabida a una relativa explicación. Me dijo que durante el día difícilmente puede
sacar conclusiones, porque la luz perturba las imágenes. El momento propicio
para realizar el trabajo es la caída del sol, cuando se filtran por las celosías de las
ventanas interiores del edificio ciertos rayos oblicuos, que reverberan sobre los
vidrios de las ventanas del frente. Por ese motivo siempre cita a la misma hora a
sus clientes. Yo sé, lo he sabido después de muchas averiguaciones, que la parte
más alta del edificio revela los asuntos del corazón, la parte baja, las cuestiones
de dinero y de trabajo y la parte central, los problemas de la familia y el estado
de salud.
Magush, a pesar de tener apenas catorce años, es amigo mío. Lo conocí
por casualidad, un día que fui a comprar una bolsa de carbón. No tardé en intuir
su genio divinatorio. Después de algunas conversaciones en el patio de la
carbonería (rodeados de bolsas de carbón, muriéndonos de frío), me hizo pasar
al cuarto donde trabaja. El cuarto es una suerte de pasillo, tan frío como el patio;
desde ahí, cómodamente, a través de una combinación de claraboyas con vidrios
de colores y de una ventana angosta y alta, como para alojar una jirafa, se
divisa el edificio de enfrente, con su fachada amarillenta marcada por las lluvias
y el sol. Después de estar un rato en ese cuarto comprobé que el frío
desaparecía y lo reemplazaba una agradable sensación de calor. Magush me dijo
que aquel fenómeno se produce en los momentos de adivinación y que no es el
cuarto sino el cuerpo el que absorbe aquellas irradiaciones tan benéficas.
Conmigo Magush tuvo deferencias extraordinarias. Me dejó mirar,
personalmente, a la hora propicia, una por una, las ventanas del edificio. (A
veces se veían escenas indescifrables; en ese sentido, al principio anduve con
suerte.) En una de ellas vi, para mal de mis pecados, a la que fue después mi
novia, con mi rival. Ella llevaba puesto el vestido rojo que me deslumbró y la
cabellera suelta, retenida con un pequeño moño, sobre la nuca. Por haber visto
ese detalle yo debía tener ojos de lince, pero la claridad de la imagen se debe a
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