El Desentierro de La Angelita - Mariana Enríquez (Argentina, 1973)

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El desentierro de la angelita - Mariana Enríquez (Argentina, 1973)

En Los peligros de fumar en la cama, Buenos Aires: Emecé, 2011.

A mi abuela no le gustaba la lluvia y antes de que cayeran las primeras gotas, cuando el cielo se
oscurecía, salía al patio del fondo con botellas y las enterraba hasta la mitad, todo el pico bajo tierra. Yo la
seguía y le preguntaba abuela por qué no te gusta la lluvia por qué no te gusta. Pero ella, nada, evasiva, con la
palita en la mano, frunciendo la nariz para oler la humedad en el aire. Si finalmente llovía, fuera garúa o
tormenta, cerraba puertas y ventanas y subía el volumen del televisor hasta tapar el ruido de las gotas y el
viento –el techo de su casa era de chapa–, y si el aguacero coincidía con su serie favorita, Combate, no había
quien pudiera sacarle una palabra porque estaba perdidamente enamorada de Vic Morrow.
Yo adoraba la lluvia porque ablandaba la tierra seca y permitía que se desatara mi manía excavatoria.
¡Qué de pozos! Usaba la misma pala que la abuela, una muy chica, del tamaño que usaría un niño para jugar en
la playa, pero de metal y madera, no de plástico. La tierra del fondo albergaba pedacitos de botellas de vidrio
color verde, con los bordes tan lisos que ya no cortaban; piedras suaves que parecían cantos rodados o
pequeñas rocas de playa, ¿por qué estarían en el fondo de mi casa? Alguien debía haberlas sepultado. Una vez
encontré una piedra ovalada, del tamaño y color de una cucaracha pero sin patas ni antenas. De un lado era
lisa, del otro unas muescas formaban los claros rasgos de una cara sonriente. Se la mostré a mi papá,
enloquecida porque creía encontrarme ante una reliquia, y me dijo que las marcas formaban un rostro de
casualidad. Mi papá nunca se entusiasmaba. También encontré dados negros, con los puntos blancos ya casi
invisibles. Encontré restos de vidrios esmerilados verde manzana y turquesa. Mi abuela se acordó de que
habían sido parte de una puerta vieja. También jugaba con lombrices y las cortaba en pedacitos bien chiquitos.
No me divertía ver el cuerpo dividido retorciéndose un poco para al final seguir adelante. Me parecía que si
picaba bien a la lombriz, como a una cebolla, sin dejar contacto alguno entre los anillos, no iba a poder
reconstruirse. Nunca me gustaron los bichos.
Encontré los huesos después de una tormenta que convirtió al cuadrado de tierra del fondo en una
piscina de barro. Los guardé en el balde que usaba para llevar los tesoros hasta la pileta del patio, donde los
lavaba. Se los mostré a papá. Dijo que eran huesos de pollo, o a lo mejor de bifes de lomo, o de alguna mascota
muerta que debían haber enterrado hacía mucho. Perros o gatos. Insistía con lo de los pollos porque antes, en
el fondo, cuando él era chico, mi abuela tenía un gallinero.
Parecía una explicación posible hasta que mi abuela se enteró de los huesitos y empezó a arrancarse los
pelos y a gritar; la angelita la angelita. Pero el escándalo no duró mucho bajo la mirada de papá: él admitía las
“supersticiones” (así las llamaba) de la abuela siempre y cuando no se desbordara. Ella le conocía el gesto de
desaprobación y se tranquilizó a la fuerza. Me pidió los huesitos y se los di. Después me pidió que me fuera a la
habitación a dormir. Yo me enojé un poco porque no entendía la causa de la penitencia.
Pero más tarde, esa misma noche, me llamó y me contó todo. Era la hermana número diez u once, mi
abuela no estaba demasiado segura, en aquel entonces no se les prestaba tanta atención a los chicos. Se había
muerto a los pocos meses de nacida, entre fiebres y diarrea. Como era angelita, la sentaron sobre una mesa
adornada con flores, envuelta en un trapo rosa, apoyada en un almohadón. Le hicieron alitas de cartón para
que subiera al cielo más rápido, y no le llenaron la boca de pétalos de flores rojas porque a la mamá, mi
bisabuela, le impresionaba, le parecía sangre. Hubo baile y canto toda la noche, y hasta hubo que echar a un tío
borracho y reanimar a mi bisabuela, que se desmayó por el llanto y el calor. Una rezadora india cantó trisagios,
y lo único que les cobró fue unas empanadas.
–¿Eso fue acá, abuela?
–No, en Salavina, en Santiago. ¡Hacía un calor!
–Entonces no son los huesos de la nena, si se murió allá.
–Sí que son. Yo me los traje cuando vinimos para acá. No la quise dejar porque lloraba todas las noches,
pobrecita. Si lloraba con nosotros cerquita, en la casa, ¡lo que iba a llorar sola, abandonada! Así que me la traje.
Ya era huesitos nomás, la puse en una bolsa y la enterré acá en los fondos. Ni tu abuelo sabía. Ni tu bisabuela,
nadie. Es que nomás yo la escuchaba llorar. Tu bisabuelo también, pero se hacía el tonto.
–¿Y acá llora la nena?
–Cuando llueve, nomás.
Después le pregunté a mi papá si la historia de la nena angelita era cierta, y él dijo que la abuela ya
estaba muy grande y desvariaba. Muy convencido no parecía, o a lo mejor le resultaba incómoda la
conversación. Después la abuela se murió, la casa se vendió, yo me fui a vivir sola sin marido ni hijos; mi papá
se quedó con un departamento de Balvanera, y me olvidé de la angelita.
Hasta que apareció al lado de la cama, en mi departamento, diez años después, llorando, una noche de
torm.
La angelita no parece un fantasma. Ni flota ni está pálida ni lleva vestido blanco. Está a medio pudrir y
no habla. La primera vez que apareció creí que soñaba y traté de despertarme de la pesadilla; cuando no pude y
empecé a entender que era real grité y lloré y me tapé con las sábanas, los ojos cerrados fuerte y las manos
tapando los oídos para no escucharla –porque en ese momento no sabía que era muda–. Pero cuando salí de
ahí abajo, unas cuantas horas después, la angelita seguía ahí con los restos de una manta vieja puesta sobre los
hombros como un poncho. Señalaba con el dedo hacia afuera, hacia la ventana y la calle, y así me di cuenta de
que era de día. Es raro ver un muerto de día. Le pregunté qué quería, pero como respuesta siguió señalando
como en una película de terror.
Me levanté y salí corriendo hacia la cocina, a buscar los guantes que usaba para lavar los platos. La
angelita me siguió. Apenas una primera muestra de su personalidad demandante. No me amedrentó. Con los
guantes puestos la agarré del cogotito y apreté. No es muy coherente intentar ahorcar a un muerto, pero no se
puede estar desesperado y ser razonable al mismo tiempo. No le provoqué ni una tos, nada más yo quedé con
restos de carne en descomposición entre los dedos enguantados y a ella le quedó la tráquea a la vista.
Hasta ese momento no sabía que se trataba de Angelita, la hermana de mi abuela. Seguía cerrando los
ojos bien fuerte a ver si ella desaparecía o yo me despertaba. Como no funcionaba le caminé alrededor y vi, en
la espalda, colgando de los restos amarillentos de lo que ahora sé era la mortaja rosa, dos rudimentarias alitas
de cartón con plumas de gallina pegoteadas. En tantos años tendrían que haber desaparecido, pensé y después
me reí un poco histérica y me dije que tenía un bebé muerto en la cocina, que era mi tía abuela y que caminaba,
aunque por el tamaño debía haber vivido apenas unos tres meses. Tenía que dejar definitivamente de pensar en
términos de qué era posible y qué no.
Le pregunté si era mi tía abuela Angelita –como no habían hecho tiempo de anotarla con un nombre
legal, eran otros tiempos, la llamaron siempre por ese nombre genérico–; así descubrí que no hablaba pero
contestaba moviendo la cabeza. Entonces mi abuela decía la verdad, pensé, no eran del gallinero, eran los
huesitos de su hermana los que desenterré cuando era chica.
Lo que quería Angelita era un misterio, porque más que mover la cabeza afirmativa o negativamente no
hacía. Pero algo quería con suma urgencia, porque no sólo seguía señalando, sino que no me dejaba en paz. Me
seguía por toda la casa. Me esperaba atrás de la cortina del baño cuando tomaba una ducha; se sentaba en el
bidet cuando yo hacía pis o caca; se paraba al lado de la heladera cuando lavaba los platos y se sentaba al lado
de la silla cuando yo trabajaba con la computadora.
Seguí haciendo mi vida normal durante la primera semana. Creía que a lo mejor se trataba de un pico
de estrés con alucinación, y que se iría. Me pedí unos días en el trabajo, tomé pastillas para dormir. La angelita
seguía ahí, esperando al lado de la cama a que me despertara. Algunos amigos me visitaron. Al principio no
quise atender los mensajes ni abrirles la puerta pero, para no preocuparlos más, accedí a verlos aduciendo
agotamiento mental. Ellos comprendieron, estuviste trabajando como una negra, me decían. Ninguno vio a la
angelita. La primera vez que me visitó mi amiga Marina metí a la angelita en el placard, pero para mi terror y
disgusto, se escapó y se sentó en el brazo del sillón, con esa fea cara podrida verdegrís. Marina ni se dio cuenta.
Poco después saqué a la angelita a la calle. Nada. Salvo ese señor que la miró de pasada y después se dio
vuelta y la volvió a mirar y se le descompuso la cara, le debe haber bajado la presión; o la señora que
directamente salió corriendo y casi la atropella el 45 en la calle Chacabuco. Alguna gente tenía que verla, eso
me lo imaginaba, seguramente no mucha. Para evitarles el mal momento, cuando salíamos juntas –mejor
dicho, cuando ella me seguía y a mí no me quedaba otra que dejarme acompañar– lo hacía con una especie de
mochila para cargarla (es feo verla caminar, es tan chiquita, es antinatural). También le compré una venda tipo
máscara para la cara, de las que se usan para tapar cicatrices de quemaduras. La gente ahora cuando la ve
siente asco, pero también conmoción y pena. Ven a un bebé muy enfermo o muy lastimado, ya no a un bebé
muerto.
Si me viera mi papá, pensaba, él que siempre se quejó de que iba a morirse sin nietos (y se murió sin
nietos, yo lo decepcioné en esa y muchas otras cosas). Le compré juguetes para que se entretuviera, muñecas y
dados de plástico y chupetes para que mordiera, pero nada parecía gustarle demasiado, y seguía con el dichoso
dedo apuntando para el Sur –de eso me di cuenta, era siempre para el Sur– mañana, tarde y noche. Yo le
hablaba y le preguntaba, pero ella no se podía comunicar bien.
Hasta que una mañana se apareció con una foto de mi casa de la infancia, la casa donde yo había
encontrado sus huesitos en el patio del fondo. La sacó de la caja donde guardo las fotografías: un asco, dejó
todas las otras manchadas de su piel podrida que se desprendía, húmedas y pringosas. Ahora señalaba la casa
con el dedo, bien insistente. Querés ir ahí, le pregunté, y me dijo que sí. Le expliqué que la casa ya no era
nuestra, que la habíamos vendido, y me dijo que sí otra vez.
La cargué en la mochila con su máscara puesta y nos tomamos el 15 hasta Avellaneda. Ella no mira por
la ventana en los viajes, tampoco mira a la gente ni se entretiene con nada, le da a lo exterior la misma
importancia que a los juguetes. La llevé sentada a upa para que estuviera cómoda, aunque no sé si es posible
que esté incómoda o si eso significa algo para ella; ni siquiera sé qué siente. Solamente sé que no es mala, y que
le tuve miedo al principio, pero hace rato que no.
Llegamos a la que fue mi casa a eso de las cuatro de la tarde. Como siempre en verano, había un olor
pesado a Riachuelo y nafta sobre la avenida Mitre, mezclado con tufos de basura; en las esquinas, helados
caídos de cucuruchos que dejaban el suelo pegoteado. Hay muchas heladerías sobre la avenida y mucha gente
torpe. Cruzamos la plaza caminando, después pasamos por el Sanatorio Itoiz, donde se murió mi abuela, y
finalmente rodeamos la cancha de Racing. Atrás estaba mi casa vieja, a dos cuadras de distancia del estadio.
Pero ahora que estaba en la puerta, ¿qué hacer? ¿Pedirles a los dueños nuevos que me dejaran pasar? ¿Con qué
pretexto? Ni lo había pensado. Claramente me estaba afectando la mente andar para todos lados con una niña
muerta.
Angelita fue la que se encargó de la situación. No hacía falta entrar. Era posible asomarse al fondo por la
medianera, eso era lo único que ella quería, ver el fondo. Espiamos las dos, ella en mis brazos –la medianera
era más bien baja, debía estar mal hecha–. Ahí, donde solía estar el cuadrado de tierra, había una pileta de
natación de plástico azul, empotrada en un hueco del suelo. Evidentemente habían levantado toda la tierra
para hacer el hoyo, y con esa acción habían tirado los huesos de la angelita vaya a saber dónde, los habían
revoleado, se habían perdido. Me dio lástima, pobrecita, y le dije que lo sentía mucho, que no podía
solucionárselo; hasta le dije que lamentaba no haberlos desenterrado otra vez cuando la casa se vendió, para
sepultarlos en algún lugar pacífico, o cerca de la familia si a ella le gustaba así. ¡Pero si tranquilamente podría
haberlos puesto adentro de una caja o un florero, y llevarlos a casa! Estuve mal con ella y le pedí disculpas.
Angelita dijo que sí. Entendí que las aceptaba. Le pregunté si ahora estaba tranquila y se iba a ir, si me iba a
dejar sola. Me dijo que no. Bueno, contesté, y como la respuesta no me cayó muy bien, salí caminando rápido
hasta la parada del 15 y la obligué a corretear atrás mío con sus pies descalzos que, de tan podridos, estaban
dejando asomar los huesitos blancos.

El cuento por su autor

“El desentierro de la angelita” viene de algunos pocos recuerdos obsesivos, esos recuerdos-murmullo que, de tanto
pensarlos, dejan de parecerse a lo que realmente pasó. Mi abuela tuvo una hermana que murió antes de cumplir dos
años y que fue enterrada en el fondo de su casa. Esa niña muerta en el patio me daba miedo. Si mi abuela contaba que la
niña lloraba de noche, bajo la tierra, no lo sé, al menos no lo sé con certeza; recuerdo que lo contaba, pero dudo de que el
recuerdo sea cierto. Esa niña nunca fue velada como angelita, eso es seguro.
A mí me gustaba cavar en el pequeño cuadrado de tierra del fondo de mi casa en Lanús: encontraba vidrios y dados y
huesos, sobre todo muchos huesos de pollo –al menos eso me decían–. Es posible que haya desenterrado a una vieja
mascota de la familia o los huesos de los animales de mi abuelo, que improvisaba zoológicos (llegó a tener un venado y
un pavo real en la casa). De todos los hallazgos, el que más recuerdo es una piedra negra parecida a un escarabajo que
tenía una cara tallada y conservé mucho tiempo. No sé cuándo la perdí.
Las excavaciones y la niña muerta se unieron para este cuento que escribí como si me lo dictaran. No me gusta leer
prosa en voz alta –ni escuchar leer, para el caso–, pero cuando alguien me pide que lo haga y yo accedo por buena
educación, suelo elegir este cuento, porque hace reír a la gente. Me dicen que tiene humor negro, pero yo creo que se ríen
de nerviosos. También es el favorito de los adolescentes, por eso confío en él. Cuando lo escribí no me sentí ensañada,
pero ahora me doy cuenta de que el relato guarda una sonrisa cruel. Es uno de los pocos cuentos de fantasmas que haya
escrito, y Angelita es un fantasma bastante atípico, que se esconde muy poco –un fantasma gore–.
Supongo que “El desentierro de la angelita” es un cuento sobre los fantasmas familiares y los muertos sin tumba y los
restos humanos sin nombre. Pero también es un homenaje a los niños fantasma que alguna vez me asustaron: Catherine
Earn-shaw y su mano helada en Cumbres borrascosas, Toshio con su boca abierta en la película Ju-On, los niños que se
esconden bajo la capa del Fantasma de las Navidades Presentes de Dickens (Ignorancia y Necesidad creo que se llaman,
“Ignorance” y “Want”), Tomás, el niño de la máscara que oculta un rostro deforme en El orfanato de J. A. Bayona y el
terrible Gage de Cementerio de animales, de Stephen King, rey de los niños muertos.

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