Cuentos Maratón 2023

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LA SOGA (SILVINA OCAMPO)

A Antoñito López le gustaban los juegos peligrosos: subir por la escalera de


mano del tanque de agua, tirarse por el tragaluz del techo de la casa, encender
papeles en la chimenea. Esos juegos lo entretuvieron hasta que descubrió la
soga, la soga vieja que servía otrora para atar los baúles, para subir los baldes
del fondo del aljibe y, en definitiva, para cualquier cosa; sí, los juegos lo
entretuvieron hasta que la soga cayó en sus manos. Todo un año, de su vida de
siete años, Antoñito había esperado que le dieran la soga; ahora podía hacer
con ella lo que quisiera. Primeramente hizo una hamaca colgada de un árbol,
después un arnés para el caballo, después una liana para bajar de los árboles,
después un salvavidas, después una horca para los reos, después un
pasamano, finalmente una serpiente. Tirándola con fuerza hacia delante, la soga
se retorcía y se volvía con la cabeza hacia atrás, con ímpetu, como dispuesta a
morder. A veces subía detrás de Toñito las escaleras, trepaba a los árboles, se
acurrucaba en los bancos. Toñito siempre tenía cuidado de evitar que la soga lo
tocara; era parte del juego. Yo lo vi llamar a la soga, como quien llama a un
perro, y la soga se le acercaba, a regañadientes, al principio, luego, poco a
poco, obedientemente. Con tanta maestría Antoñito lanzaba la soga y le daba
aquel movimiento de serpiente maligna y retorcida que los dos hubieran podido
trabajar en un circo. Nadie le decía: “Toñito, no juegues con la soga.” La soga
parecía tranquila cuando dormía sobre la mesa o en el suelo. Nadie la hubiera
creído capaz de ahorcar a nadie. Con el tiempo se volvió más flexible y oscura,
casi verde y, por último, un poco viscosa y desagradable, en mi opinión. El gato
no se le acercaba y a veces, por las mañanas, entre sus nudos, se demoraban
sapos extasiados. Habitualmente, Toñito la acariciaba antes de echarla al aire,
como los discóbolos o lanzadores de jabalinas, ya no necesitaba prestar
atención a sus movimientos: sola, se hubiera dicho, la soga saltaba de sus
manos para lanzarse hacia delante, para retorcerse mejor. Si alguien le pedía: –
Toñito, préstame la soga. El muchacho invariablemente contestaba: –No. A la
soga ya le había salido una lengüita, en el sito de la cabeza, que era algo
aplastada, con barba; su cola, deshilachada, parecía de dragón. Toñito quiso
ahorcar un gato con la soga. La soga se rehusó. Era buena. ¿Una soga, de qué
se alimenta? ¡Hay tantas en el mundo! En los barcos, en las casas, en las
tiendas, en los museos, en todas partes... Toñito decidió que era herbívora; le
dio pasto y le dio agua. La bautizó con el nombre Prímula. Cuando lanzaba la
soga, a cada movimiento, decía: “Prímula, vamos Prímula.” Y Prímula obedecía.
Toñito tomó la costumbre de dormir con Prímula en la cama, con la precaución
de colocarle la cabecita sobre la almohada y la cola bien abajo, entre las cobijas.
Una tarde de diciembre, el sol, como una bola de fuego, brillaba en el horizonte,
de modo que todo el mundo lo miraba comparándolo con la luna, hasta el mismo
Toñito, cuando lanzaba la soga. Aquella vez la soga volvió hacia atrás con la
energía de siempre y Toñito no retrocedió. La cabeza de Prímula le golpeó el
pecho y le clavó la lengua a través de la blusa. Así murió Toñito. Yo lo vi,
tendido, con los ojos abiertos. La soga, con el flequillo despeinado, enroscada
junto a él, lo velaba.

EL VESTIDO DE TERCIOPELO (SILVINA OCAMPO)

Sudando, secándonos la frente con pañuelos, que humedecimos en la fuente de


la Recoleta, llegamos a esa casa, con jardín, de la calle Ayacucho. ¡Qué risa!

Subimos en el ascensor al cuarto piso. Yo estaba malhumorada, porque no


quería salir, pues mi vestido estaba sucio y pensaba dedicar la tarde a lavar y a
planchar la colcha de mi camita. Tocamos el timbre: nos abrieron la puerta y
entramos, Casilda y yo, en la casa, con el paquete. Casilda es modista. Vivimos
en Burzaco y nuestros viajes a la capital la enferman, sobre todo cuando
tenemos que ir al barrio norte, que queda tan a trasmano. De inmediato Casilda
pidió un vaso de agua a la sirvienta para tomar la aspirina que llevaba en el
monedero. La aspirina cayó al suelo con vaso y monedero. ¡Qué risa!

Subimos una escalera alfombrada (olía a naftalina), precedidas por la sirvienta,


que nos hizo pasar al dormitorio de la señora Cornelia Catalpina, cuyo nombre
fue un martirio para mi memoria. El dormitorio era todo rojo, con cortinajes
blancos y había espejos con marcos dorados. Durante un siglo esperamos que
la señora llegara del cuarto contiguo, donde la oíamos hacer gárgaras y discutir
con voces diferentes. Entró su perfume y después de unos instantes, ella con
otro perfume. Quejándose, nos saludó:

—¡Qué suerte tienen ustedes de vivir en las afueras de Buenos Aires! Allí no hay
hollín, por lo menos. Habrá perros rabiosos y quema de basuras… Miren la
colcha de mi cama. ¿Ustedes creen que es gris? No. Es blanca. Un ampo de
nieve —me tomó del mentón y agregó—: —No te preocupan estas cosas. ¡Qué
edad feliz! Ocho años tienes, ¿verdad? —y dirigiéndose a Casilda; agregó—:
¿Por qué no le coloca una piedra sobre la cabeza para que no crezca? De la
edad de nuestros hijos depende nuestra juventud.

Todo el mundo creía que mi amiga Casilda era mi mamá. ¡Qué risa!

—Señora, ¿quiere probarse? —dijo Casilda, abriendo el paquete que estaba


prendido con alfileres. Me ordenó: —Alcanza de mi cartera los alfileres.
—¡Probarse! ¡Es mi tortura! ¡Si alguien se probara los vestidos por mí, qué feliz
sería! Me cansa tanto.

La señora se desvistió y Casilda trató de ponerle el vestido de terciopelo.

—¿Para cuándo el viaje, señora? —le dijo para distraerla.

La señora no podía contestar. El vestido no pasaba por sus hombros: algo lo


detenía en el cuello. ¡Qué risa!

—El terciopelo se pega mucho, señora, y hoy hace calor. Pongámosle un


poquito de talco.

—Sáquemelo, que me asfixio —exclamó la señora.

Casilda le quitó el vestido y la señora se sentó sobre el sillón, a punto de


desvanecerse.

—¿Para cuándo será el viaje, señora? —volvió a preguntar Casilda para


distraerla.

—Me iré en cualquier momento. Hoy día, con los aviones, uno se va cuando
quiere. El vestido tendrá que estar listo. Pensar que allí hay nieve. Todo es
blanco, limpio, y brillante.

—Se va a París, ¿no?

—Iré también a Italia.

—¿Vuelve a probarse el vestido, señora? En seguida terminamos.

La señora asintió dando un suspiro.

—Levante los dos brazos para que le pasemos primero las dos mangas —dijo
Casilda, tomando el vestido y poniéndoselo de nuevo.

Durante algunos segundos Casilda trató inútilmente de bajar la falda, para que
resbalara sobre las caderas de la señora. Yo la ayudaba lo mejor que podía.
Finalmente consiguió ponerle el vestido. Durante unos instantes la señora
descansó extenuada, sobre el sillón; luego se puso de pie para mirarse en el
espejo. ¡El vestido era precioso y complicado! Un dragón bordado de lentejuelas
negras, brillaba sobre el lado izquierdo de la bata. Casilda se arrodilló, mirándola
en el espejo, y le redondeó el ruedo de la falda. Luego se puso de pie y
comenzó a colocar alfileres en los dobleces de la bata, en el cuello, en las
mangas. Yo tocaba el terciopelo: era áspero cuando pasaba la mano para un
lado y suave cuando la pasaba para el otro. El contacto de la felpa hacía
rechinar mis dientes. Los alfileres caían sobre el piso de madera y yo los recogía
religiosamente uno por uno. ¡Qué risa!

—¡Qué vestido! Creo que no hay otro modelo tan precioso en todo Buenos Aires
—dijo Casilda, dejando caer un alfiler que tenía entre sus dientes—. ¿No le
agrada, señora?

—Muchísimo. El terciopelo es el género que más me gusta. Los géneros son


como las flores: uno tiene sus preferencias. Yo comparo el terciopelo a los
nardos.

—¿Le gusta el nardo? Es tan triste —protestó Casilda.

—El nardo es mi flor preferida, y sin embargo me hace daño. Cuando aspiro su
olor me descompongo. El terciopelo hace rechinar mis dientes, me eriza, como
me erizaban los guantes de hilo en la infancia y, sin embargo, para mí no hay en
el mundo otro género comparable. Sentir su suavidad en mi mano, me atrae
aunque a veces me repugne. ¡Qué mujer está mejor vestida que aquella que se
viste de terciopelo negro! Ni un cuello de puntilla le hace falta, ni un collar de
perlas; todo estaría de más. El terciopelo se basta a sí mismo. Es suntuoso y es
sobrio.

Cuando terminó de hablar, la señora respiraba con dificultad. El dragón también.


Casilda tomó un diario que estaba sobre una mesa y la abanicó, pero la señora
la detuvo, pidiéndole que no le echara aire, porque el aire le hacía mal. ¡Qué
risa!

En la calle oí gritos de los vendedores ambulantes. ¿Qué vendían? ¿Frutas,


helados, tal vez? El silbato del afilador, y el tilín del barquillero recorrían también
la calle. No corrí a la ventana, para curiosear, como otras veces. No me cansaba
de contemplar las pruebas de este vestido con un dragón de lentejuelas. La
señora volvió a ponerse de pie y se detuvo de nuevo frente al espejo
tambaleando. El dragón de lentejuelas también tambaleó. El vestido ya no tenía
casi ningún defecto, sólo un imperceptible frunce debajo de los dos brazos.
Casilda volvió a tomar los alfileres para colocarlos peligrosamente en aquellas
arrugas de género sobrenatural, que sobraban.
—Cuando seas grande —me dijo la señora— te gustará llevar un vestido de
terciopelo, ¿no es cierto?

—Sí —respondí, y sentí que el terciopelo de ese vestido me estrangulaba el


cuello con manos enguantadas. ¡Qué risa!

—Ahora me quitaré el vestido —dijo la señora.

Casilda la ayudó a quitárselo tomándolo del ruedo de la falda con las dos
manos. Forcejeó inútilmente durante algunos segundos, hasta que volvió a
acomodarle el vestido.

—Tendré que dormir con él —dijo la señora, frente al espejo, mirando su rostro
pálido y el dragón que temblaba sobre los latidos de su corazón—. Es
maravilloso el terciopelo, pero pesa —llevó la mano a la frente—. Es una cárcel.
¿Cómo salir? Deberían hacerse vestidos de telas inmateriales como el aire, la
luz o el agua.

—Yo le aconsejé la seda natural —protestó Casilda.

La señora cayó al suelo y el dragón se retorció. Casilda se inclinó sobre su


cuerpo hasta que el dragón quedó inmóvil. Acaricié de nuevo el terciopelo que
parecía un animal. Casilda dijo melancólicamente:

—Ha muerto. ¡Me costó tanto hacer este vestido! ¡Me costó tanto, tanto!

¡Qué risa!

CONTINUIDAD DE LOS PARQUES (Julio Cortázar)


Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios
urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar
lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de
escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de
aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el
parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta
que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que
su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer
los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las
imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida.
Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo
rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el
terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano,
que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles.
Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose
ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue
testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer,
recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una
rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él
rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una
pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El
puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un
diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se
sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que
enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo,
dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir.
Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa
hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso
despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla.
Empezaba a anochecer. Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los
esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda
que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla
correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los
setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba
a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a
esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la
sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una
sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas.
Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y
entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un
sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

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