!A Los Leones! - Lindsey Davis PDF

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Parece que por fin la vida del investigador Marco Didio Falco va a entrar en
una época de desahogo económico e incluso de prosperidad, pues se ha
puesto al servicio del emperador Vespasiano como agente tributario con
amplios poderes y un sueldo nada desdeñable.
Sin embargo, la muerte de una gran estrella del mundo del espectáculo da
un vuelco a todos sus planes y pone al descubierto el sórdido mundo de las
envidias y las rivalidades entre los entrenadores y los agentes de
gladiadores. Cuando también un aclamado gladiador aparezca muerto, Falco
no tendrá más remedio que iniciar una investigación que le obligará a
emprender un viaje a África acompañado de su esposa Helena y de su
pequeña hija Julia.
Lindsey Davis
¡A los leones!
La X novela de Marco Didio Falco
La décima novela de Falco está dedicada con el afecto y la gratitud de la
autora a todos los lectores que han hecho posible la continuidad de esta Serie.
AMIGOS
Marco Didio Falco: Director de
Falco y Socio, auditores del
censo.
Anácrites: Socio temporal de
Falco, un protegido.
Madre: Protectora permanente
de Anácrites.
Helena Justina: Socia
permanente de Falco.
Julia Junila: Hija recién nacida
de Falco y Helena.
Padre (Gémino): Ex socio de la
madre y necesitado de su
protección.
Maya: Hermana menor de
Falco, que busca su oportunidad.
Famia: Marido de Maya, que
busca una copa.
D. Camilo Vero: Senador, padre
de Helena, que busca a su hijo.
Claudia Rufina: Heredera
frustrada en el amor.
Camilo Eliano: Aspirante
frustrado en cuanto al dinero.
Lenia: que aspira a separarse de
su marido.
Esmaracto: que aspira a vivir
del dinero de su mujer.
Rodan y Asiaco: Dos gorrones
que reciben palizas con
regularidad y que normalmente
están medio muertos.
Talía: Una exótica directora de
circo.

ROMANOS
Vespasiano Augusto:
Emperador y censor, que
construye el Anfiteatro Flavio.
Antonia Caenis: Amante y
compañera del emperador.
Claudio Laeta: Administrador
principal de palacio, un
solitario.
Rutilio Gálico: Enviado
especial a la Tripolitania.
Romano: Un desconocido.
Pomponio Urtica: Un pretor
que nunca hizo nada ilegal.
Rúmex: Una celebridad en las
pintadas callejeras.
Buxo: Un cuidador de animales.
Un anciano cuidador de gansos:
Que cuida de las aves todo el
día.

TRIPOLITANOS
Saturnino: Un entrenador de
gladiadores.
Eufrasia: Su esposa, muy
silenciosa.
Calíopo: Un empresario de Oea.
Artemisa: Su esposa, que no
dirá nada si no es en presencia
de su marido.
Idíbal: Un bestiario bestial.
Varios animales y algunos
invitados especiales.
MAPAS
PRIMERA PARTE

ROMA
De diciembre del 73 a marzo del 74 d. C.
I
Mi socio y y o estábamos firmemente decididos a hacernos ricos hasta que nos
hablaron del cadáver.
En honor a la verdad, hay que decir que la muerte campaba por sus respetos
en aquellos lugares. Anácrites y y o habíamos estado trabajando entre los
proveedores de animales salvajes y los gladiadores del circo durante los Juegos
romanos. Cada vez que salíamos con nuestras tablillas de notas para reconocer la
zona, nos pasábamos el día rodeados de esos seres cuy o destino era morir en un
futuro cercano, del que sólo lograrían escapar si conseguían matar ellos primero.
El premio principal del vencedor en muchos casos era la vida, algo y a raro
habitualmente.
Con todo, entre los barracones de los gladiadores y las jaulas de los grandes
felinos, la muerte era una cosa trivial. Nuestras víctimas eran los orondos
hombres de negocios, cuy os asuntos financieros investigábamos
concienzudamente como parte de nuestro nuevo trabajo, y éstos buscaban gozar
de una vida larga y próspera, pese a que la descripción normal de su negocio
podía resumirse en « carne de matadero» . El producto con el que comerciaban
se medía en dosis de muerte; y su éxito dependía de si esas dosis satisfacían a la
multitud en cuanto a la cantidad de sangre derramada, y en su capacidad de
idear maneras más elaboradas de derramarla.
Sabíamos que allí tenía que haber mucho dinero en juego. Los proveedores y
los preparadores eran hombres libres, requisito incuestionable para poder
dedicarse al comercio, por sórdido que fuera, y por eso se habían presentado,
con el resto de la sociedad romana, en el gran censo, instituido por el emperador
con motivo de su ascensión al trono, cuy o objetivo era no sólo contar cabezas
sino, principalmente, que declararan sus bienes. Cuando Vespasiano llegó a
ostentar el poder de un imperio en bancarrota después del caos que había
supuesto el reinado de Nerón, declaró públicamente que necesitaría cuatrocientos
millones de sestercios para recomponer el mundo romano. Como carecía de
fortuna personal, se dispuso a recaudar fondos de la forma que le pareció más
atractiva a un hombre de clase media, como era él. Se nombró censor a sí
mismo e hizo lo propio con su hijo Tito; luego nos obligó a todos los demás a
rendir cuentas sobre nosotros y sobre nuestras posesiones para, a continuación,
cargarnos con onerosos impuestos sobre las segundas, lo cual era el objetivo
principal de aquel ejercicio.
Los más maliciosos pensaréis que no pocos cabezas de familia se sintieron
excitados ante aquel reto, y que más de cuatro estúpidos intentaron reducir sus
bienes cuando declararon el valor de sus propiedades. Sólo los que pudieron
permitirse el lujo de hacerse con asesores financieros extremadamente listos
consiguieron evadir parte de sus impuestos, pero como el gran censo tenía por
objeto recaudar cuatrocientos millones, era inútil urdir una mentira. El listón era
demasiado alto: la evasión sería combatida por un emperador que contaba con
recaudadores de impuestos en su reciente pedigrí familiar.
La maquinaria para la extorsión venía de antiguo. Tradicionalmente, el censo
se basaba en una primera máxima de la administración fiscal, consistente en que
los censores tenían derecho a decir, « no nos creemos ni una palabra de cuanto
nos estás contando» y, por consiguiente, hacían sus valoraciones, con lo que la
víctima se veía obligada a pagar de acuerdo con ellas. No había apelación
posible.
Se dirá que eso no es cierto, que los hombres libres siempre tenían el derecho
de reclamar al emperador. Pero tampoco cabe olvidar que uno de los privilegios
de ser emperador era poder envolverse augustamente en su túnica púrpura y
decirles que se largaran con viento fresco.
Cuando el emperador y su hijo actuaban como censores, siempre era una
pérdida de tiempo decirles que se controlasen a sí mismos. Pero primero tenían
que hacer las valoraciones más difíciles y para eso necesitaban ay uda. A fin de
evitar que Vespasiano y Tito se vieran obligados a medir personalmente las lindes
de las fincas, a interrogar a los sudorosos banqueros del Foro o a meditar sobre
los libros de contabilidad con un ábaco en las manos (dado que a la vez intentaban
gobernar como podían el arruinado imperio), decidieron emplearnos a mi socio
y a mí. Los censores necesitaban identificar los casos en los que meter mano.
Ningún emperador deseaba que lo acusaran de crueldad. Eran otros quienes
tenían que descubrir las mentiras que pudieran ser valoradas de nuevo sin
levantar protestas, por eso Falco y Asociado fueron contratados (a sugerencia
mía y en base a unos honorarios muy atractivos) para investigar las
declaraciones fraudulentas.
Esperábamos que eso nos proporcionase una vida cómoda dedicada a
examinar pulcras sumas en pergaminos de la mejor calidad en los lujosos
estudios de los ricos, pero no tuvimos esa suerte. La realidad fue que a mí se me
consideraba un tipo duro y, como informante que era, probablemente se creía
que mis orígenes eran un tanto turbios. Así, Vespasiano y Tito me contrariaron al
decidir que querían el máximo rendimiento del contrato con Falco y Asociado (la
identidad concreta de mi socio no se había revelado por buenas razones). Nos
ordenaron olvidar la vida fácil e investigar las economías dudosas.
De ahí lo del circo. Se creía que los entrenadores y los proveedores mentían
descaradamente, y eso no había quien lo pusiera en duda; lo mismo que hace
todo el mundo. Sin embargo, sus maneras de evadir habían llamado la atención
de nuestros amos imperiales y era eso lo que estábamos investigando en aquella
mañana aparentemente ordinaria cuando, de repente, fuimos invitados de
manera inesperada a examinar un cadáver.
II
Trabajar para los censores había sido idea mía. Una conversación casual con el
senador Camilo Vero unas semanas antes me alertó sobre el hecho de que se iba
a llevar a cabo una investigación en las declaraciones de patrimonio. Enseguida
me di cuenta de que aquello podría organizarse de una manera adecuada, con un
equipo de auditores que examinaran los casos sospechosos, categoría a la que
Camilo Vero no pertenecía, pues no figuraba más que como un pobre bobalicón
con cara de simple, capaz de ponerse a malas con un asesor y que no podía
permitirse el lujo de pagar a un contable benévolo que lo sacara del apuro.
Proponerme como encargado de esas investigaciones no resultó fácil.
Siempre hay multitud de cerebros prodigiosos, ataviados con sus mejores togas,
prestos a correr a palacio a sugerir iniciativas capaces de salvar el imperio. Los
funcionarios de la corte solían rechazarlas porque, por maravillosas que fueran,
Vespasiano no quería ni oír hablar de ellas porque era un hombre realista. Se
decía que cuando un ingeniero le contó que las nuevas columnas del reconstruido
templo de Augusto podrían subirse al Capitolio por medios mecánicos sin un gran
desembolso de dinero, Vespasiano rechazó el proy ecto y prefirió pagar a las
clases bajas o más menesterosas para que hicieran el trabajo y ganaran así el
dinero con que pagarse la comida. Estaba claro que el viejo sabía evitar una
revuelta.
Con todo, acudí al Palatino con mi propuesta. Me pasé media mañana sentado
en un salón lleno de caras esperanzadas, pero enseguida me cansé. Por ese
camino no iba bien. Tenía que moverme deprisa si quería hacer dinero con el
censo. No era plan hacer cola durante meses si el censo iba a durar sólo un año.
En palacio había otro problema: a la sazón mi socio era y a empleado de la
corte. No era y o partidario de que Anácrites se asociara conmigo, pero, después
de ocho largos años como informador en solitario, cedí a las presiones de todas
las personas próximas a mí y acepté que necesitaba un colega. Durante unas
semanas trabajé con mi amigo del alma, Petronio Longo, al que habían
suspendido temporalmente de su trabajo en los vigiles o guardias nocturnos. Me
gustaría decir que la asociación fue un éxito, aunque, en realidad, su manera de
enfocar el caso fue rotundamente opuesta a la mía en casi todo. Y cuando Petro
decidió poner en orden su vida privada y que lo readmitiera su tribuno, fue un
alivio para los dos.
Pero eso me dejaba con muy pocas opciones. Nadie quería ser informante.
Tampoco había muchos hombres con las cualidades imprescindibles para ello,
como la astucia y la tenacidad, o unos pies sanos para patearse la ciudad, o
buenos contactos que te pasen información, sobre todo una información que,
legalmente, sea imposible de obtener. Entre los más cualificados, sólo unos pocos,
y de éstos muchos menos que quisieran mi compañía, sobre todo en aquellos
momentos, en que Petronio iba pregonando por el Aventino que y o era un cerdo
quisquilloso con el que era imposible compartir una oficina.
Anácrites nunca había sido mi amigo del alma. Yo lo detestaba porque era el
jefe del Servicio Secreto de la corte y y o un investigador de pacotilla que sólo
tenía clientes particulares. Cuando empecé a trabajar para Vespasiano, mi
desprecio por él aumentó muchos enteros al constatar de primera mano que el
tipo era un incompetente vulgar y mentiroso. (A todos los informadores nos
suelen acusar de lo mismo, pero eso son calumnias). Cuando, en el transcurso de
una misión en Nabatea, Anácrites intentó que me mataran, dejé de fingir que lo
toleraba.
El destino me echó una mano cuando un asesino a sueldo agredió a Anácrites.
No fui y o. Yo hubiera hecho el trabajo de una manera perfecta. Eso él lo sabía.
Pero cuando lo encontraron inconsciente con un agujero en el cráneo, acabé
convenciendo a mi madre de que lo cuidara. Su vida corrió peligro unos días,
pero mi madre lo trajo de vuelta a esta orilla del Leteo a base de determinación
férrea y caldos vegetales. Después de salvarlo, cuando regresé a casa tras un
viaje que hice a la Bética descubrí que el vínculo que se había creado entre ellos
era tan fuerte como si mi madre hubiese adoptado a un pato huérfano. El respeto
de Anácrites por mi madre sólo era un poco menos repulsivo que la reverencia
que ella le profesaba.
Que trabajáramos juntos, creedlo, fue idea de mi madre. Así seguiríamos
hasta que y o encontrara a otro. En cualquier caso, Anácrites estaba de baja por
enfermedad en su antiguo trabajo; y, precisamente por eso, y o no podía
presentarme en palacio diciendo que era mi socio. El palacio y a le pagaba una
pensión por no hacer nada a causa de la terrible herida sufrida en la cabeza y sus
superiores no debían saber que trabajaba extraoficialmente.
Una de tantas complicaciones adicionales que dan color a la vida.
Hablando con propiedad, y o y a tenía socio (en este caso una socia) que
compartía mis problemas y se reía de mis chapuzas. Me ay udaba en la
contabilidad, a resolver algún que otro enigma y a veces incluso a realizar
interrogatorios. Mi socia era mi adorada Helena, con la que vivía. Si nadie la
tomaba en serio como socia en mi trabajo se debía en parte a que las mujeres en
Roma no tienen identidad legal. Helena es hija de un senador. Muchos creían que
tarde o temprano me dejaría. Incluso después de tres años de estrecha amistad,
de haber viajado juntos por el extranjero y haberme dado una hija, la gente
todavía pensaba que Helena Justina se cansaría de mí y volvería a su antigua
vida. Su ilustre padre era el mismo Camilo Vero que me dio la idea de trabajar
para los censores; a su noble madre, Julia Justa, le encantaría poder mandar un
palanquín que llevase a su hija de regreso a casa.
Vivíamos como realquilados en un lúgubre apartamento de un primer piso, en
la zona más pobre del Aventino. Teníamos que bañar a la niña en los baños
públicos y que nos cocieran el pan en la pastelería. Nuestra perra nos traía a
veces varias ratas como regalo, que supusimos que había cazado muy cerca de
casa. Por todas esas razones, y o necesitaba un trabajo honrado, con unos ingresos
saneados. El senador estaría encantado de que su comentario fortuito me hubiera
hecho pensar en ello. Estaría aún más orgulloso si supiera que, al final, había sido
Helena la que consiguió ese trabajo para mi.
—Marco, ¿te gustaría que papá le pidiera a Vespasiano que te propusiera
trabajar con los censores?
—No —respondí.
—Lo imaginaba.
—¿Me estás llamando testarudo?
—Te gusta hacer las cosas a tu aire —respondió Helena sin alterarse. Cuando
fingía ser justa podía resultar de lo más insultante.
Era una chica alta, con una expresión seria y una mirada que abrasaba. La
gente que creía que me había unido a un saco de huesos con lana de cordero en
vez de seso todavía estaba sorprendida de mi elección, pero cuando conocí a
Helena Justina supuse que me quedaría junto a ella todo el tiempo que ella me
dejase. Era pulcra, mordaz, inteligente, maravillosamente imprevisible. Todavía
no me hacía a la idea de la suerte que había tenido con que ella se fijase en mí, y
mucho menos que viviera en mi apartamento, que fuera la madre de mi hija y
que se hubiera hecho cargo de mi desorganizada vida.
Aquel ser espléndido y cariñoso sabía que podía conseguir de mí lo que
quisiera y que a mí me gustaba permitírselo.
—Pues bien, Marco, querido, si no vas a volver a palacio esta tarde, podrías
ay udarme en una gestión que tengo que hacer en el otro extremo de la ciudad.
—Por supuesto —acepté con generosidad. Haría cualquier cosa que me
pusiera fuera del alcance de Anácrites.
La gestión de Helena requirió que alquiláramos una silla de mano para cubrir
una distancia que no sabía si podría pagar con las pocas monedas que llevaba en
la bolsa. Primero fuimos al almacén que mi padre, subastador, tenía cerca del
mercado. Nos había permitido habilitar la trastienda para guardar cosas que
habíamos adquirido en nuestros viajes, esperando allí a que tuviéramos una casa
decente donde trasladarlas. Yo había construido un tabique para mantener a papá
alejado de nuestra parte del almacén porque era de ese tipo de comerciantes que
vendería nuestros preciados tesoros por menos de lo que habíamos pagado por
ellos y aún pensaría que nos hacía un favor.
En la visita de ese día, y o era sólo un invitado de piedra. Helena no me había
explicado nada. Recogimos varios fardos cuy o contenido, obviamente, no era
asunto mío, los cargamos en un asno y luego bordeamos el Foro y nos dirigimos
al monte Esquilino.
Seguimos en dirección norte durante siglos. Miré a través del pingajo de las
cortinas de nuestro palanquín y vi que estábamos fuera de las viejas murallas
serbias, en dirección al campamento de los pretorianos. No hice comentario
alguno. Cuando la gente quiere guardar secretos, le permito que se salga con la
suy a.
—Sí, tengo un amante entre los pretorianos —dijo Helena. Probablemente
bromeaba. Su idea de una historia turbulenta era y o: un amante sensible, un
protector leal, un sofisticado contador de historias y un aspirante a poeta. A
cualquier pretoriano que quisiera convencerla de lo contrario, y o le daría una
patada en el culo.
Rodeamos el campamento y llegamos a la vía Nomentana. Poco después nos
detuvimos y Helena saltó del palanquín. La seguí, sorprendido, porque esperaba
encontrarla ante un brasero en cualquier mercado de fuera de temporada. En
cambio, nos habíamos detenido ante una gran villa, detrás de la Puerta
Nomentana. Era una residencia lujosa, lo cual resultaba raro. Nadie con dinero
suficiente para comprar una casa decente elegiría vivir tan lejos del centro, fuera
de los límites de la ciudad y mucho menos tan a tiro de piedra de los pretorianos.
Sus ocupantes debían de quedarse sordos con los gritos de aquellos bastardos,
borrachos el día de cobro, y los incesantes toques de trompeta y los ejercicios de
instrucción podían volver loco a cualquiera.
La casa no estaba en la ciudad ni en el campo. No estaba en la cima de una
colina con buenas vistas ni a orillas del río. Y, sin embargo, nos hallábamos ante
unas altas tapias que, por lo general, eran señal de que encerraban comodidades
y lujos que normalmente poseían las personas que no querían que el público
supiera lo que tenían. Por si nos quedaba alguna duda, la gran puerta principal,
con su delfín como aldaba y los bien cuidados setos de laurel recortados
anunciaban que las personas que vivían allí se consideraban de categoría, lo cual
no siempre significaba que lo fueran.
Seguí sin abrir la boca y se me permitió ay udar a descargar los bultos,
mientras mi amada cruzaba la imponente puerta y desaparecía tras ella.
Finalmente, me hizo pasar un taciturno esclavo vestido con una túnica blanca
sujeta con un cinturón. Recorrí un pasillo blanco y llegué a un atrio donde esperé
a que me necesitasen. Me habían catalogado de acompañante con la misión de
aguardar a Helena cuanto fuese preciso. Aparte de que y o nunca la abandonaba
entre desconocidos, no iba a volver a casa sin ella. Quería saber dónde estábamos
y qué ocurría allí. Cuando me dejaron solo, enseguida seguí el impulso de mis
pies inquietos y me dispuse a explorar.
Era bonito, os prometo que lo era. Por una vez, el dinero y el buen gusto se
habían combinado bien. En todas direcciones, pasillos luminosos llevaban a
graciosas habitaciones pintadas con unos frescos decorosos y algo anticuados.
(En la casa reinaba tal silencio que con todo descaro abrí las puertas y miré en su
interior). Las escenas eran vistas urbanas de perspectivas arquitectónicas o grutas
con una idílica vida bucólica. Las salas estaban amuebladas con mullidos sofás,
escabeles, mesas bajas y elegantes candelabros de bronce. Entre las estatuas se
encontraba un par de bustos de la vieja, espectral y hermosa familia imperial
Julia Claudia y una cabeza sonriente de Vespasiano, probablemente anterior a su
subida al trono.
Deduje que la casa se había construido en mi época: eso significaba dinero
nuevo. La ausencia de pinturas con escenas de batallas, trofeos o símbolos
fálicos, y la abundancia de sillas para mujeres me hizo pensar que podía
pertenecer a una viuda adinerada. Los objetos y el mobiliario eran caros, aunque
estaban elegidos más por su funcionalidad que por su valor puramente
decorativo. El propietario o propietaria tenía dinero, buen gusto y actitud práctica.
Era una casa tranquila, sin niños, sin animales domésticos. No había braseros
a pesar del frío invernal. Al parecer, estaba casi deshabitada. Aquel día, no
ocurría gran cosa allí.
Entonces oí un leve murmullo de voces femeninas y seguí los sonidos hasta
llegar a una columnata de pilares de piedra gris que rodeaba un peristilo tan
recogido que los rosales que trepaban por las paredes aún conservaban algunas
flores, pese a estar en diciembre. Cuatro laureles algo polvorientos se alzaban en
las cuatro esquinas y en el centro desgranaba su canción de agua una fuente de
piedra.
Al salir al jardín me encontré con Helena Justina y otra mujer. Supe quién
era; la había visto antes. Se trataba de una liberta, una ex secretaria de palacio y,
sin embargo, en aquellos momentos era posiblemente la mujer más influy ente
del imperio. Me enderecé. Si los rumores acerca de cómo utilizaba su influencia
eran ciertos, era probable que en aquella aislada villa hubiera más poder
escondido que en ninguna otra casa particular de Roma.
III
Hablaban y reían en voz baja. Eran dos mujeres de noble porte, civilizadas y
desinhibidas, que desafiaban el frío mientras trataban de cómo funcionaba el
mundo. Helena tenía el aire animado que daba a entender que se lo estaba
pasando de maravilla. Eso no era frecuente en ella y a que solía ser insociable
menos con las personas a las que conocía bien.
Su acompañante le doblaba en edad. Se trataba de una mujer madura con
una expresión algo tensa. Se llamaba Antonia Caenis. Es cierto que era una
liberta, pero una liberta de gran estatus: había trabajado para la madre del
emperador Claudio, lo cual le había proporcionado largas e íntimas relaciones
con la vieja y desacreditada familia imperial. En esos momentos aún poseía
vínculos más íntimos con la nueva: había sido amante de Vespasiano durante
mucho tiempo. Todo el mundo había creído que, al llegar a emperador,
Vespasiano la alojaría en algún lugar discreto, pero se la llevó a palacio. A su
edad, eso apenas era un escándalo. Era probable que aquella villa fuese de la
propia Caenis, y si todavía iba por allí, debía de ser para realizar transacciones
extraoficiales.
Yo había oído rumores de que esas cosas ocurrían. A Vespasiano le gustaba
dar la imagen de intransigente, de que no permitía maquinaciones entre
bastidores y, sin embargo, debía de alegrarle que alguien en quien confiaba se
ocupase de negocios discretos mientras él se mantenía a distancia y
aparentemente sin ensuciarse las manos.
Las dos mujeres estaban sentadas sobre cojines en un banco de piedra bajo
con patas de garras de león. Cuando me acerqué, ambas se volvieron y callaron.
Intuí que mi interrupción las había molestado. Yo era un hombre. Lo que
estuvieran discutiendo debía de estar fuera de mi esfera.
Eso no significaba que se tratase de algo frívolo.
—¿Así que has entrado? —me preguntó Helena, poniéndome nervioso.
—Me preguntaba qué me estaría perdiendo.
Antonia Caenis inclinó la cabeza y me saludó sin que nadie nos hubiera
presentado.
—Didio Falco —dijo.
Tenía buena memoria. En cierta ocasión le cedí el paso en palacio, un día en
que y o había ido a visitar a Vespasiano, pero de eso hacía mucho tiempo y nunca
habíamos sido formalmente presentados. Había oído decir que era inteligente y
que tenía una memoria extraordinaria. Parecía que a mí me tenía bien
catalogado, pero ¿en qué casillero?
—Antonia Caenis.
Yo estaba de pie, la postura tradicional para el elemento servil en presencia
de los grandes. Las damas disfrutaban tratándome como a un bárbaro. Le guiñé
el ojo a Helena y se ruborizó un poco, temiendo que le hiciera lo mismo a
Caenis. Supuse que la dama de Vespasiano habría sabido cómo llevarlo, pero y o
era un simple invitado en su casa. Además, era una mujer con unos privilegios
palaciegos desconocidos. Antes de arriesgarme a molestarla, quise saber de
cuánto poder gozaba.
—Me has hecho el mejor de los regalos —dijo Caenis. Aquello era una
novedad para mí. Tal como me lo habían contado hacía unos meses en Hispania,
Helena Justina estaba proponiendo la venta particular de una tela bética teñida de
púrpura, considerada perfecta para los uniformes imperiales. Se suponía que
debíamos regalarla, pero nuestra intención era la de hacer una transacción
comercial. Para ser hija de un senador, resultaba sorprendente la habilidad que
Helena tenía para los negocios. Si en aquellos momentos había decidido
renunciar a cobrar, debía tener muy buena razón para ello. Aquel día, allí, se
negociaba otra cosa, no me costó adivinarlo.
—Tengo entendido que en la actualidad le hacen innumerables regalos —
comenté con osadía.
—Eso es más bien una ironía —replicó Caenis, imperturbable. Tenía un habla
culta y palaciega, pero con una permanente sequedad en el tono. Imaginé lo
mucho que Vespasiano y ella se habrían reído de las instituciones, probablemente
la mujer aún se reiría.
—La gente dice que puede usted influir en el emperador.
—Eso sería una manera inadecuada de ver las cosas.
—No veo por qué —protestó Helena Justina—. Los hombres de poder
siempre tienen un pequeño círculo de amigos íntimos que les aconsejan. ¿Por qué
no incluir también en ese círculo a las mujeres en las que confían?
—Yo soy libre de decir lo que pienso, por supuesto —sonrió la amante del
emperador.
—Las mujeres sinceras son una joy a —repliqué. Helena y y o habíamos
intercambiado unos puntos de vista sobre el grado de cocción de la col que aún
me ponían los pelos de punta.
—Me alegra que pienses así comentó Helena.
—Vespasiano siempre valora las opiniones sensatas —replicó Caenis,
hablando como si fuera el cronista oficial de la corte, pero me pareció que detrás
de sus palabras se escondía una sátira doméstica muy parecida a la nuestra.
—Con tal cantidad de trabajo para reconstruir el imperio —sugerí—,
Vespasiano debe de estar contento por tener a alguien que le ay ude.
—Está encantado de poder contar con Tito —replicó Caenis con la may or
serenidad. Sabía esquivar una cuestión espinosa—. Y estoy segura de que
también espera mucho de Domiciano.
El hijo may or de Vespasiano era casi coemperador y aunque el más joven
había metido la pata varias veces, todavía desempeñaba cargos oficiales. Yo
tenía una profunda enemistad con Domiciano y callé. Sólo oír su nombre me
sacaba de quicio. Finalmente, Antonia Caenis me indicó con una seña que me
sentara.
En los tres años que llevaba Vespasiano de emperador, los rumores populares
propalaban que esa dama se lo estaba pasando muy bien. Se comentaba que era
ella quien asignaba los más altos cargos entre los tribunos y los sacerdotes, a
cambio de dinero. Se compraban favores, se fijaban acuerdos y se decía que
Vespasiano alentaba aquel tráfico de influencias porque no sólo enriquecían y
daban poder a su concubina sino porque además le reportaban amigos
agradecidos. Me pregunté cómo se repartirían las ganancias. ¿Se las dividían a
partes iguales? ¿En un porcentaje variable? ¿Tenía Caenis deducciones por gastos
y deterioros?
—No estoy en posición de venderte favores, Falco —declaró, como si me
hubiese leído el pensamiento. Durante toda la vida, la gente debía de haber
adulado por su proximidad a la corte a aquella mujer de ojos oscuros y
despiertos. En la demente y desconfiada turbulencia de la familia Claudia, habían
muerto demasiados mecenas y amigos suy os. La mujer había pasado
demasiados años de su vida perdida en una dolorosa incertidumbre. Si en aquella
villa había algo que vender, la transacción se llevaría a cabo con una atención
escrupulosa, la misma que se prestaría a su valor.
—No estoy en condiciones de vender —repliqué con franqueza.
—Pues y o, ni siquiera puedo hacerte promesas.
No la creí.
Helena se inclinó para hablar y la estola azul que llevaba se le cay ó del
hombro y el dobladillo se enganchó con una de las pulseras que utilizaba para
ocultar la picadura de un escorpión. La desenredó con un ademán de
impaciencia. Lucía una elegante falda blanca, y vi que también se había puesto
una antigua gargantilla de ágatas que y a tenía antes de conocerme, en un intento
subconsciente de desempeñar de nuevo el papel de hija de senador. Aquella
utilización de su rango para ejercer el poder era poco probable que funcionase.
—Marco Didio es demasiado orgulloso para pagar por unos privilegios. —Me
encantaba Helena cuando hablaba con tanta vehemencia, sobre todo de mí—. Él
no se lo dirá, pero está dolido y decepcionado…, y, aparte de eso, después
Vespasiano le ha ofrecido directamente un ascenso.
Caenis escuchaba con aire ofendido, como si las quejas fueran un acto de
mala educación. Era muy probable que le hubiesen contado la historia de que y o
había ido a palacio a reclamar mi recompensa. Vespasiano me había prometido
un ascenso social, pero y o lo había pedido una noche en que él estaba fuera de
Roma y era Domiciano el encargado de atender las peticiones. Con excesiva
confianza en mí mismo, presenté descaradamente las mías al principejo y pagué
las consecuencias. Yo tenía pruebas contra Domiciano en una grave acusación y
él lo sabía. Nunca emprendió abiertamente ninguna acción contra mi, pero esa
noche se vengó, denegándome la petición.
Domiciano era un malcriado. Era también peligroso y supuse que Caenis era
lo bastante astuta para verlo. Que fuera a alterar la paz familiar diciéndolo era
otra cuestión, pero, si estaba dispuesta a criticarlo, ¿hablaría en mi favor?
Caenis debía de saber lo que queríamos. Helena había concertado una cita
para acudir a su casa, y como ex secretaria de la corte, Caenis habría obtenido
instrucciones sobre cómo atender a los suplicantes.
No respondió nada y siguió fingiendo que no intervenía en asuntos de Estado.
—Esa decepción nunca ha hecho desfallecer a Marco en su servicio al
imperio —siguió diciendo Helena, sin amargura aunque su expresión era hosca
—. Entre sus trabajos se cuentan varios viajes llenos de peligros a las provincias
y usted y a debe de estar al corriente de lo que consiguió en Bretaña, Germania,
Nabatea e Hispania. Ahora quiere ofrecer sus servicios al censo, como acabo de
comentarle…
Recibí estas palabras con un asentimiento frío y evasivo.
—Es una idea que se me ocurrió con Camilo Vero —expliqué—.
Naturalmente, el padre de Helena es un buen amigo del emperador.
Caenis captó elegantemente aquella insinuación.
—¿Camilo es tu mecenas? —El mecenazgo era el tejido de la sociedad
romana (en la que la urdimbre era el soborno)—. ¿Eso quiere decir que el
senador ha hablado en tu nombre con el emperador?
—No fui criado para ser pupilo de nadie.
—Papá apoy a incondicionalmente a Marco Didio —intervino Helena.
—Estoy segura de ello.
—Me parece —prosiguió Helena, cada vez más molesta— que Marco ha
hecho por el imperio todo lo que debía sin recibir a cambio ningún
reconocimiento oficial.
—Y tú, ¿qué opinas, Marco Didio? —preguntó Caenis, haciendo caso omiso
de la ira de Helena.
—Me gustaría trabajar para el censo. Supone un buen desafío y no niego que
pueda ser muy lucrativo.
—No sabía que Vespasiano te hubiera pagado cifras astronómicas.
—Nunca lo ha hecho —sonreí—. Pero esto será diferente. No trabajaré a
sueldo, quiero un porcentaje de cuanto recupere para el Estado.
—Vespasiano nunca estará de acuerdo con eso. —La dama era testaruda.
—Piense en ello. —Yo también podía ser duro.
—Pero ¿de qué cantidades estamos hablando?
—Si hay tanta gente que intenta defraudar al fisco como y o pienso, las sumas
que habrá que deducir de los culpables serán enormes. El único límite será mi
fuerza personal.
—Pero tienes un socio, ¿verdad? —Así que y a lo sabía.
—Todavía no lo he probado, pero tengo confianza en él.
—¿Quién es?
—Un espía sin trabajo del que mi madre se ha apiadado.
—Claro. —Supuse que Antonia Caenis había descubierto que se trataba de
Anácrites. Seguro que lo conocía. Tal vez lo detestaba tanto como y o o tal vez lo
consideraba un sirviente y aliado de Vespasiano. La miré fijamente. De pronto
sonrió. Fue una sonrisa sincera, inteligente y sorprendentemente llena de
carácter. No daba a entender que fuera una mujer anciana que estuviera
dispuesta a renunciar a su puesto en este mundo. Vislumbré lo que Vespasiano
debía de haber visto siempre en ella. Sin lugar a dudas, estaba a la altura del
innegable calibre del emperador.
—Tu propuesta parece atractiva, Marco Didio. Si se presenta la oportunidad,
la discutiré con Vespasiano.
—Apuesto a que tiene una tablilla de notas con la lista de cuestiones que
discutirán a una hora determinada del día.
—Tu idea de nuestra rutina diaria es muy peculiar.
Esbocé una ligera sonrisa.
—No. Sólo pienso que usted tiene tanto poder sobre Vespasiano como Helena
lo tiene sobre mí.
Ambas se echaron a reír. Se reían de mí y y o lo toleraba. Era un hombre
feliz. Sabía que Antonia Caenis me proporcionaría el trabajo que quería y
albergaba grandes esperanzas de que hiciera algo más.
—Es de suponer —dijo, sin abandonar su franqueza— que quieres
explicarme por qué no conseguiste ese ascenso.
—Es de suponer que usted y a lo sabe, señora. Domiciano crey ó que los
informadores somos personajes sórdidos y que ninguno es merecedor del
ascenso a un rango superior.
—¿Y tiene razón?
—Los informantes son mucho menos sórdidos que las anticuadas gárgolas
con éticas viscosas que pueblan las listas del rango superior.
—Sin lugar a dudas —dijo Caenis con una levísima sugerencia de
reprobación— el emperador tendrá presentes tus críticas cuando repase esas
listas.
—Espero que sí.
—Tal vez tus comentarios indiquen que no quieres estar en las listas de las
gárgolas anticuadas, Marco Didio.
—No puedo permitirme sentirme superior.
—Y en cambio, ¿sí puedes correr el riesgo de ser sincero?
—Es uno de los dones que espero que me ay uden a sacar dinero de los
cabrones que engañan al censo.
Se puso muy seria.
—Si tuviera que escribir un informe de este encuentro, debería cambiar esa
frase por « recuperación de rentas públicas» .
—¿Va a haber un informe de este encuentro? —le preguntó Helena en voz
baja.
—Sólo en mi mente. —Se había puesto aún más seria.
—Entonces, ¿no hay ninguna garantía de que las recompensas prometidas a
Marco Didio sean reconocidas en una fecha próxima? —Helena Justina nunca
perdía de vista su objetivo principal.
—No te preocupes. —Me incliné hacia adelante bruscamente—. Podría estar
anotado en veinte pergaminos y, sin embargo, si perdiese la concesión, todos ellos
desaparecerían de los archivos a manos de escribas incompetentes. Si Antonia
Caenis está dispuesta a apoy arme, su palabra basta.
Antonia Caenis estaba muy acostumbrada a ser importunada a cambio de
favores.
—Yo sólo puedo hacer recomendaciones. Todas las cuestiones de Estado se
resuelven a juicio de Vespasiano.
¡Seguro que sí! Vespasiano llevaba escuchándola desde que era una niña y él
sólo un joven senador cuy a familia luchaba por salir de la pobreza.
—Ahí lo tienes —dije a Helena con una sonrisa—. No hay mejor garantía
que ésa.
En aquellos momentos, pensaba que realmente era así.
IV
Dos días después fui llamado a palacio. No vi ni a Vespasiano ni a Tito. Un
administrador amable llamado Claudio Laeta fingió ser el responsable de que me
dieran el empleo. Conocía a Laeta. Sólo era responsable del caos y de las
desgracias.
—Creo que no tengo el nombre de tu nuevo socio —me dijo mientras ojeaba
con torpeza unos rollos de pergamino para evitar mi mirada.
—Qué casualidad más inusual. Le mandaré una nota con su nombre y su
historial. —Laeta comprendió que y o no tenía intenciones de hacerlo.
Con una actitud complaciente, señal inequívoca de que el emperador había
intercedido (y mucho) en mi favor, me dio el empleo solicitado. Acordamos el
porcentaje de los beneficios. Los números debían de ser el punto flaco de Laeta.
Sobre dibujo artístico y diplomacia untuosa lo sabía todo, pero no podía distinguir
un presupuesto hinchado del que no lo era. Me marché de allí satisfecho de mí
mismo.
El primer sujeto que teníamos que investigar era Calíopo, un lanista algo
famoso de Tripolitania, que entrenaba y promocionaba gladiadores, sobre todo
de los que se enfrentaban a animales salvajes. Cuando Calíopo mostró su lista de
personal, y o no conocí a nadie. No poseía luchadores de categoría. Ninguna
mujer se entregaba a su mediocre equipo y en su oficina no había trofeos, pero
y o sabía el nombre de su león. Se llamaba Leónidas.
El león compartía nombre con un gran general espartano; pero no por eso lo
congraciaba con romanos como y o, educados en la humillante tesitura de
cuidarnos de los griegos no fuera a ser que nos contagiásemos de sus sucias
costumbres de llevar barba y hablar de filosofía. Pero y o amaba a ese león
incluso antes de conocerlo. Leónidas era un devorador de hombres
experimentado. En los próximos Juegos iba a ejecutar a un repulsivo psicópata
sexual llamado Turio. Turio se había pasado muchos años violando a mujeres,
despedazándolas luego y tirando los restos a los acueductos. Yo fui quien lo
descubrió y lo llevó a los tribunales. Lo primero que hicimos Anácrites y y o al
conocer a Calíopo fue pedirle que nos llevara a ver las jaulas y, una vez allí, me
fui directo hacia el león.
Me dirigí a Leónidas como si fuera un colega de confianza y le expliqué
concienzudamente el grado de fiereza salvaje que esperaba sacara ese día.
—Siento mucho que no podamos liquidar el asunto durante las Saturnales,
pero es ésta una fiesta de gran alborozo popular y los sacerdotes achacan que
acabar con criminales durante ellas desluciría el acontecimiento. De ese modo,
el hijo de puta tendrá más tiempo de consumirse en la cárcel antes de que des
cuenta de él. Despedázalo lo más despacio que puedas, Leo. Prolóngale la
agonía.
—Es inútil, Falco. —Buxo, el cuidador, había estado escuchando—. Los
leones son asesinos amables y educados. Un zarpazo y acaban contigo.
—Si tengo algún día un problema con la ley, pediré que me echen a los
grandes felinos.
Leónidas todavía era joven. Estaba en buena forma y los ojos le brillaban,
aunque le olía el aliento debido a que comía carne ensangrentada. No le daban
demasiada, lo mantenían hambriento para que hiciera su trabajo con eficiencia.
Yacía en el rincón más alejado en la semioscuridad de la jaula. Las fuertes
sacudidas de su cola eran una presuntuosa amenaza y nos miraba con unos ojos
claros llenos de desconfianza.
—Lo que admiro de ti, Falco —comentó Anácrites, que me seguía con
furtivos pies—, es la atención personal que prestas a los detalles más nimios.
Esto era mejor que oír a Petronio Longo quejarse constantemente de que y o
me entretenía en trivialidades, pero el significado era el mismo: mi nuevo socio,
igual que el antiguo, me decía que perdía el tiempo.
—Leónidas —dije, preguntándome qué posibilidades había de convencer al
león para que devorase a mi nuevo socio— es absolutamente competente. Costó
mucho dinero, ¿verdad, Buxo?
—Por supuesto —asintió el cuidador. Hacía caso omiso de Anácrites y
prefería tratar conmigo—. Lo difícil es capturarlos vivos. He estado en África y
lo he visto. Utilizan un niño como cebo. Conseguir que las fieras den un salto y
caigan en el foso requiere no poca astucia. Luego hay que sacarlas sin hacerles
daño mientras rugen enloquecidas e intentan despedazar a todo bicho viviente que
se les acerque. Calíopo tiene un agente que a veces nos ofrece cachorros, pero,
para eso, ha tenido que cazar y matar primero a la madre. Y entonces es cuando
se presenta el problema de criarlos hasta que alcancen un tamaño adecuado para
los Juegos.
—No es de extrañar que el proverbio diga que el primer requisito para ser un
buen político consiste en conocer un buen sitio de donde traer tigres —comenté
con una sonrisa.
—No tenemos tigres —se justificó Buxo con seriedad, pues no había
comprendido la indirecta. Los chistes sobre senadores sobornando a gente con
espectáculos sangrientos no entraban en su calva mollera—. Los tigres vienen de
Asia y, precisamente por eso, a Roma llegan tan pocos. Sólo tenemos contactos
con el norte de África, Falco. Conseguimos leones y leopardos. Calíopo es natural
de Oea.
—Exacto. El suy o es un negocio familiar. Y el agente de Calíopo, ¿cría los
cachorros allí?
—Es absurdo gastar dinero en mandarlos antes de que tengan el tamaño
adecuado. A fin de cuentas, todo esto es un juego.
—Eso qué quiere decir, ¿Calíopo tiene unas instalaciones como éstas en
Tripolitania?
—Efectivamente. —Ese establecimiento de Oea era el que Calíopo había
jurado a los censores que estaba a nombre de su hermano. Furtivamente,
Anácrites tomó notas en una tablilla, comprendiendo por fin el objetivo de mis
preguntas. Las fieras podían ser todo lo valiosas que quisieran, pero era la tierra,
en Italia o en las provincias, lo que nos interesaba. Sospechábamos que aquel
« hermano» de Calíopo en Oea era una ficción.
Ese primer día realizamos una buena investigación. Recogimos los
documentos de las instalaciones y los añadimos a la pila de pergaminos sobre los
duros luchadores de Calíopo. Luego, con todos los papeles, caminamos
pesadamente hasta nuestra nueva oficina.
Aquel gallinero era otro punto de desacuerdo. Durante toda mi carrera había
trabajado como informador desde un horroroso apartamento en la plaza de la
Fuente, en lo alto del Aventino. Los demandantes subían penosamente los seis
tramos de escalera y me sacaban de la cama para que escuchara sus
calamidades. Los que tenían todas las de perder se desalentaban ante la subida y
a aquellos tipos malos que querían disuadirme de mis investigaciones con el
argumento de una paliza, los podía oír antes de que llegaran.
Cuando llegó el momento de necesitar una vivienda más espaciosa, Helena y
y o nos mudamos al otro lado de la calle y conservamos ese ático para utilizarlo
como oficina. Cuando la mujer de Petronio lo echó de casa por mujeriego, le
dejé que se instalase allí y aunque y a no éramos socios, seguía viviendo en la
oficina. Anácrites insistía en que necesitábamos un sitio donde guardar los rollos
de pergamino que acumulábamos para nuestro trabajo del censo, un sitio en el
que no estuviera Petronio mirándonos hecho una furia, desaprobando cuanto
hiciéramos. Lo que no necesitábamos, como y o me hartaba de repetir hasta la
saciedad, era instalarnos entre los gorrones de la Saepta Julia.
Anácrites lo dispuso todo sin consultarme. Ese era el tipo de socio que mi
madre me había buscado.
La Saepta es un amplio recinto cerca del Panteón y del salón de la Elección
que por aquellos días, antes de las reformas, albergaba bajo las arcadas del
interior un buen número de informadores. Los que allí se ocultaban eran los más
marrulleros y los más sucios, chinches políticas, antiguos rastreros de Nerón, sin
tacto ni gusto ni principios morales. Eran la gloria de nuestra profesión. Yo no
quería saber nada de ellos, pero Anácrites me arrastró a sus asquerosas
viviendas.
Los otros animales salvajes, los de baja estofa que vivían en la Saepta Julia
eran orfebres y joy eros, una pandilla sin demasiada cohesión formada en torno a
un grupo de subastadores y anticuarios. Uno de ellos era mi padre, del que solía
mantenerme a prudencial distancia.
—Bienvenidos a la civilización —gritó entusiasmado mi padre, irrumpiendo
en el lugar cinco minutos después de nuestra llegada.
—Piérdete, papá.
—No esperaba menos de ti, hijo.
Mi padre era un tipo cuadrado y fornido, con unos indómitos rizos grises y lo
que, incluso entre mujeres de experiencia, pasaba por una sonrisa encantadora.
Tenía fama de ser un comerciante astuto; eso significaba que siempre mentiría
antes que decir la verdad. Había vendido más vasijas atenienses falsas que
ningún otro subastador de Italia. Un alfarero las hacía especialmente para él.
La gente decía que y o me parecía a mi padre, pero si captaban mi reacción,
sólo lo decían una vez.
Supe por qué era feliz. Cada vez que y o estaba enfrascado en un trabajo
difícil, me interrumpía con urgentes demandas para que fuera a su almacén y lo
ay udara a mover de sitio algún mueble pesado. Con mi ay uda, podía despedir a
dos porteadores y al chico que preparaba la infusión de agua de borrajas. Y lo
que era aún peor, mi padre trabaría inmediata amistad con todo sospechoso que
y o quisiera mantener a distancia y luego divulgaría los pormenores de mi
investigación por toda la ciudad.
—¡Esto hay que celebrarlo! —gritó, y salió corriendo en busca de bebidas.
—Cuéntaselo a mi madre tú mismo, Anácrites —le gruñí. Se puso más pálido
que la cera. Debía de haber supuesto que mi madre no le hablaba a mi padre
desde el día en que éste se fugó con una pelirroja y la dejó con todos los hijos por
criar. La idea de que y o trabajase en las proximidades de mi padre la incitaría a
buscar a alguien a quien colgar de los talones en el garabato para la carne
ahumada. Al trasladarse a esta oficina, Anácrites se arriesgaba a que se le
terminase el chollo de habitar en casa de mi madre, sacrificando cenas exquisitas
y también correría el peligro de sufrir una herida mucho peor de la que recibió,
y tras la cual mi madre le salvó la vida—. Espero que vueles más que corras,
Anácrites.
—Eres todo corazón, Falco. ¿Por qué no me das las gracias por haber
encontrado este magnífico alojamiento?
—He visto pocilgas para cerdos mucho más grandes.
En el primer piso había un cuartucho que llevaba dos años abandonado
después de que muriera dentro el inquilino anterior. Cuando le hicimos una oferta
al propietario, éste no pudo dar crédito a su suerte. Cada vez que nos movíamos,
tropezábamos uno con otro. La puerta no cerraba, los ratones se resistían a
cedernos el habitáculo, no había sitio para mear, así de claro, y en la tienda de
comestibles más cercana que estaba al otro lado del recinto, vendían unos
panecillos mohosos que provocaban náuseas.
Me instalé en un pequeño mostrador de madera desde el que podía
contemplar la gente que pasaba por la calle. Anácrites lo hizo en un taburete de la
oscura parte trasera. Su discreta túnica color ostra y su cabello negro untado de
aceite se confundían con las sombras, por lo que sólo se veía su pálida cara. Se le
veía preocupado, apoy ando la cabeza en el muro como si quisiera ocultar la gran
cicatriz de su herida. La memoria y la lógica le jugaban malas pasadas. De todas
formas, parecía haber mejorado al hacernos socios. Daba la peculiar impresión
de que esperaba con ganas su nueva vida activa.
—No le digas a papá lo que estamos haciendo para el censo porque, si no, a la
hora de cenar todo el mundo sabrá la noticia.
—¿Y qué puedo contarle, Falco? —Como espía, siempre había carecido de
iniciativa.
—Que realizamos una verificación interna de cuentas.
—¡Claro! Eso hace que la gente pierda el interés rápidamente. ¿Y qué
debemos decirles a los sospechosos?
—Tenemos que obrar con cautela. No permitiremos que conozcan nuestros
poderes draconianos.
—No. Responderían ofreciéndonos sobornos.
—Los cuales no podemos aceptar porque somos personas respetables —dije.
—No. A menos que los sobornos sean realmente atractivos —replicó
Anácrites con gazmoñería.
—Como espero que, con un poco de suerte, sean —cloqueé.
—¡Ya estoy aquí! —Papá reapareció con un ánfora—. Le he dicho al
bodeguero que más tarde pasaríais a pagarle.
—Oh, gracias. —Papá se hizo sitio a mi lado y, con un gesto expectante, pidió
que procediera a las presentaciones que antes había dejado de lado—. Anácrites,
éste es mi padre, el mentiroso avaro Didio Favonio, también conocido por
Gémino. Tuvo que cambiar de nombre porque muchas personas furibundas iban
tras él un día sí y otro también.
Era evidente que mi nuevo socio pensaba que le había presentado a un
personaje fascinante, un divertido y buscado excéntrico de la Saepta. En
realidad, y a se conocían desde que todos estuvimos implicados en la búsqueda de
objetos en un caso de alta traición. Ninguno de los dos parecía recordarlo.
—Tú eres el inquilino —exclamó mi padre. A Anácrites le complació aquella
fama local.
Mientras mi padre servía el vino en unas tazas de metal, vi que nos observaba
atentamente. Le dejé que mirase. Para él, esos juegos eran divertidos. Para mí,
no.
—¡Así que de nuevo sois Falco y Asociado!
Forcé una sonrisa de cumplido. Anácrites sorbió por la nariz. No quería ser
sólo « y Asociado» , pero y o había insistido en la continuidad. Al fin y al cabo, lo
que y o quería de veras era encontrar otro socio lo antes posible.
—¿Ya os habéis instalado? —Mi padre estaba encantado de ver que habíamos
creado una atmósfera distinta en aquel cuchitril.
—Se está un poco apretado, pero, como esperamos pasarnos el día en la
calle, no tiene mucha importancia. —Anácrites parecía dispuesto a enojarme
entablando conversación con mi padre—. Al menos, el precio es razonable.
Llevaba tiempo sin alquilar.
Papá asintió. Le gustaban las habladurías.
—Lo tenía alquilado el viejo Potino hasta que se cortó el cuello, naturalmente.
—Si trabajaba aquí, comprendo que se suicidase —dije.
Anácrites miró la Villa Potino nervioso, por si aún quedaban manchas de
sangre. Impenitente, mi padre me guiñó el ojo.
Entonces mi socio tuvo un sobresalto.
—Las verificaciones internas de cuentas no son una buena tapadera —se
quejó enfadado—. Nadie se lo creerá, Falco. Se supone que los interventores
internos examinan los errores de la burocracia de palacio. Nunca se mezclan con
el público… —Comprendió que y o lo había impresionado. Me encantó verlo
enfurecido.
—Era sólo una prueba —dije, y sonreí con presunción.
—¿Qué es todo esto? —preguntó mi padre, que no soportaba quedarse fuera
de onda.
—¡Es confidencial! —respondí con contundencia.
V
Al día siguiente, después de haber estudiado lo que Calíopo decía poseer,
regresamos a sus barracas de entrenamiento para desmontar su operación.
El hombre no tenía aspecto de dedicarse al comercio de la muerte y la
crueldad. Era un tipo alto, delgado, pulcro, de cabello moreno rizado, orejas
grandes, las ventanas de las narices abiertas y un bronceado suficiente como
para pensar que era de otras latitudes, aunque bien adaptado a la ciudad. Se decía
que era un emigrante del sur de Cartago, pero si cerrabas los ojos, podías pensar
que había nacido en Suburra. Su latín era coloquial, su acento propio del Circo
Máximo, refinado gracias a unas clases de oratoria. Llevaba túnica blanca y
lucía los suficientes anillos en los dedos como para dar a entender que era un
poco pretencioso. Un tipo despierto, que se había hecho rico gracias al trabajo
duro y que se comportaba con modales decorosos. Un hombre de esos a los que
Roma suele odiar.
Tenía la edad justa que indicaba que había llegado a la cumbre pese a haber
partido de cero. Era probable que en ese recorrido se hubiera dedicado a todo
tipo de prácticas comerciales. Nos recibió personalmente, lo cual significaba que
sólo podía permitirse tener un pequeño grupo de esclavos, cuy os quehaceres no
podían dejar para atendernos. Como y o y a había visto los horarios de sus
hombres, sabía que no se trataba de eso. Calíopo quería controlar personalmente
todo lo que se nos dijera a Anácrites y a mí. Parecía amable e indiferente.
Nosotros sabíamos cómo tratarlo.
Su establecimiento estaba formado por una pequeña palestra en la que
entrenaban sus hombres y un jardín zoológico, si queríamos llamarlo así. Debido
a los animales, los ediles lo habían obligado a establecerse fuera de Roma, en la
vía Portuense, camino del río. Al menos, para nosotros, era la zona buena de la
ciudad aunque, en todos los demás aspectos, era una verdadera molestia. Para no
tener que pasar el duro barrio del Trastévere, tuvimos que convencer a un
barquero de que nos cruzara el río desde el mercado hasta la Puerta Portuense.
Desde allí nos quedaba una corta distancia, pasando frente al santuario de los
dioses sirios, lo cual nos puso de un humor raro y, después, frente al santuario de
Hércules.
Nuestra primera visita fue breve. El día anterior conocimos a nuestro sujeto,
vimos el león encerrado en una jaula de madera poco segura y cogimos algunos
documentos para saber a qué atenernos. Hoy las cosas serían distintas.
Se suponía que Anácrites tendría el privilegio de dirigir la entrevista inicial. Mi
propio estudio de los informes me decía que Calíopo poseía once gladiadores.
Eran « bestiarios» del rango profesional. Con eso quiero decir que no eran
simplemente criminales de los que se arrojaban al cuadrilátero por parejas para
que se mataran entre si durante las sesiones de precalentamiento de la mañana,
en las que el último superviviente era liquidado por un ay udante. Se trataba de
once luchadores debidamente entrenados y luchadores armados contra animales.
Los profesionales de ese tipo ofrecían un buen espectáculo, y se intentaba que
volvieran con vida al túnel después de cada asalto. Tenían que luchar de nuevo, y
esperaban que un día la multitud los vitoreara y pidiera a gritos que se les
concediera una gran recompensa y tal vez la libertad.
—Muchos de ellos no sobreviven, ¿verdad? —pregunté a Calíopo para que se
tranquilizara.
—Bastantes más de los que usted cree, sobre todo entre los bestiarios. Nos es
indispensable tener supervivientes. La ambición de dinero y fama es lo que les
hace apuntarse a esta actividad. Para los chicos jóvenes de familias pobres, tal
vez represente la única oportunidad de triunfar en la vida.
—Como usted sabe, todo el mundo piensa que los combates están decididos
de antemano.
—Yo también lo pienso —dijo Calíopo en tono evasivo.
Probablemente también sabía lo que todos los romanos honorables
murmuraban cuando el presidente de los Juegos agitaba su sucio pañuelo blanco
para intervenir en la acción: que el árbitro era ciego.
Una de las razones por las que los gladiadores de este lanista eran
considerados especímenes débiles era porque se especializaba en cacerías bufas,
aquella parte de los Juegos conocida por venatio. Era propietario de varios
animales salvajes a los que soltaba en la arena en escenarios preparados. Luego
sus hombres los perseguían a caballo o a pie, matando el menor número posible
pero complaciendo a la multitud. A veces, las fieras se enfrentaban las unas a las
otras, en combinaciones impensables: elefantes contra toros o panteras contra
leones. A veces era un hombre y un animal los que se enfrentaban entre sí. Sin
embargo, los bestiarios eran poco más que cazadores expertos, y comparados
con los tracios, los mirmillones y los reciarios, cuy a misión era morir en la
arena, poco era el aprecio que les dispensaba el público.
—Perdemos al hombre que hace varios trabajos, Falco. Las cacerías tienen
que parecer peligrosas.
Eso no se correspondía con los acontecimientos que y o había presenciado, en
los que unos animales renuentes tenían que ser atraídos a su destino golpeando
corazas o agitando hierros candentes.
—Así que le gusta que sus cuadrúpedos sean feroces, ¿no? Y los consigue en
Tripolitania, ¿verdad?
—Básicamente si. Mis agentes recorren todo el norte de África: Numidia,
Cirenaica, incluso Egipto.
—Encontrar esos animales, alojarlos y alimentarlos debe costar mucho
dinero.
Calíopo me miró con severidad.
—¿Adónde quiere ir a parar con todo esto, Falco?
Habíamos decidido que Anácrites hiciera las primeras preguntas, pero a mí
me encantó empezar de ese modo porque Calíopo se puso nervioso antes de
comenzar los interrogatorios formales. Y por lo que a Anácrites se refería, le
ocurrió lo mismo. Había llegado la hora de ser sinceros.
—Los censores nos han pedido a mí y a mi socio que realicemos un control
de lo que llamamos estilo de vida.
—Un ¿qué?
—Bueno, usted y a me entiende. Se preguntan cómo es posible que posea esa
hermosa villa en Sorrento si dice que su negocio sólo le acarrea pérdidas.
—¡Tengo declarada esa villa! —protestó Calíopo. Desde luego, aquí empezó
el primer error. Las propiedades en la bahía de Nápoles cuestan un riñón. Las
villas en los acantilados con espléndidas vistas al mar azul y la isla de Capri son la
meta de los millonarios, y a sean familias consulares, funcionarios imperiales del
departamento de peticiones o los chantajistas más afortunados.
—Muy conveniente —lo tranquilicé—. Como es natural, Vespasiano y Tito
están seguros de que no es usted uno de esos hijos de puta que alegan
modestamente que trabajan en un negocio que tiene enormes gastos generales,
mientras al mismo tiempo tienen caballos de pura raza y se desplazan en
carruajes con ruedas rápidas y adornos dorados. Por cierto, ¿qué vehículo tiene?
—pregunté con inocencia.
—Tengo un carro estilo familiar tirado por una mula y una silla de mano para
uso personal de mi mujer —respondió Calíopo. Era obvio que había decidido
venderse rápidamente su cuádriga de carreras y sus cuatro briosos caballos
españoles.
—De lo más frugal. Pero y a sabe usted lo que causa verdadera excitación
entre la burocracia. Los carruajes grandes, y a se lo he dicho. Apuestas muy
altas, túnicas centelleantes, cómplices chismosos, noches de juerga con chicas
que ofrecen servicios inusuales. —El lanista se sonrojó—. Nada de lo que puedan
acusarlo, y a veo: desnudos de mármol del Pentélico, amantes de esas que hablan
cinco lenguas, lucen zafiros tallados y a las que se aloja en discretos áticos de la
calle del Azafrán.
Se aclaró la garganta nervioso. Apunté que debíamos localizar a la amante.
Un trabajo para Anácrites, tal vez. Quizá la mujer sólo hablase dos o tres
dialectos, uno de ellos una mera lista de la compra en griego, pero seguramente
había conseguido de su amante un pequeño apartamento « en el que albergar a
mi mamá» , y el nombre del estúpido de Calíopo debía de constar en los
documentos de compra.
¡Cuántos enredos teníamos que desentrañar en nuestro noble trabajo! ¡Por
todos los dioses, qué mentirosos eran mis conciudadanos!, pensé complacido.
Calíopo todavía no nos había ofrecido nada para que lo dejáramos en paz.
Aquello, como Falco y Asociado, nos convenía. Aún no éramos unos
interventores formales. Lo que queríamos era arrestarlo, mala suerte para él.
Queríamos empezar con un porcentaje de aciertos alto y cobrar lo que nos
correspondiese del tesoro para demostrar a Vespasiano y a Tito que merecía la
pena habernos dado el empleo.
Con eso también alertaríamos a la población de que la investigación que
nosotros hiciéramos era un peligro, con lo que la gente que constaba en nuestra
lista tal vez quisiera llegar a un acuerdo de antemano con las autoridades.
—¿Así que también posee once gladiadores? —intervino por fin Anácrites—.
¿Puedo preguntarle cómo los adquirió? ¿Los compró?
Una extraña expresión de ansiedad cruzó la cara de Calíopo mientras veía
que esa pregunta precedería a la de sonsacarle de dónde había sacado el dinero
para esa compra.
—Algunos, sí.
—¿Son esclavos? —prosiguió Anácrites.
—Algunos, sí.
—¿Se los han vendido sus dueños?
—Sí.
—¿En qué circunstancias?
—Por lo general son tipos problemáticos que han ofendido a sus dueños o que
éstos pensaban que era mejor convertirlos en dinero.
—¿Pagó mucho por ellos?
—Con frecuencia, no; pero la gente siempre espera que sea así.
—¿También ha adquirido prisioneros bárbaros? ¿Ha tenido que pagar por
ellos?
—Sí. Originariamente son propiedad del Estado.
—¿Pueden comprarse siempre?
—En tiempos de guerra.
—Ese mercado podría acabarse si nuestro nuevo emperador instaura un
glorioso periodo de paz… ¿De dónde los sacará entonces?
—Siempre hay hombres.
—¿Eligen ellos mismos este género de vida?
—Hay mucha gente que anda desesperada por dinero.
—¿Les paga mucho?
—No les pago nada. Sólo los alimento.
—¿Y eso basta?
—Si antes no comían, claro está que sí. Los hombres libres que se apuntan
voluntarios cobran una paga inicial.
—¿De cuánto?
—De dos mil sestercios.
Anácrites arqueó las cejas.
—¡Eso no es mucho más de lo que el emperador paga a los poetas por
declamar una oda en un recital! ¿Les resulta razonable venderse por esa cifra?
—Muchos de ellos nunca han visto tanto dinero junto.
—Pero no es una cifra muy alta a cambio de la esclavitud y la muerte. Y
cuando se alistan, ¿tienen que firmar un contrato?
—Asumen un compromiso.
—¿Por cuánto tiempo?
—Para siempre. A menos que ganen la espada de oro y sean liberados. Pero
cuando y a han alcanzado el éxito, incluso los que ganan los premios más grandes
se sienten incómodos y vuelven a alistarse.
—¿En las mismas condiciones?
—No. La paga de ingreso es seis veces may or.
—¿Doce mil?
—Y como es natural, esperan cosechar más premios. Se consideran unos
ganadores natos.
—Bueno, pero eso no dura siempre.
—No. —Calíopo sonrió en silencio.
Anácrites se enderezó con aire pensativo. Su estilo de interrogatorio era
distendido y tomaba abundantes notas. En apariencia se encontraba tranquilo,
como si se limitase a familiarizarse con la escena que lo rodeaba. No era eso
precisamente lo que y o esperaba. Sin embargo, para haber llegado a jefe del
Servicio Secreto, tenía que haber sido bueno.
Llegamos a la conclusión de que Calíopo había sido aconsejado por su asesor
para que cooperase siempre que fuera posible, pero también le había advertido
que no tomase la iniciativa en ningún momento. A partir de la intervención de
Anácrites sus pausas eran cada vez más largas.
—Sé lo que piensa —farfulló—. Se pregunta cómo puedo permitirme esos
gastos cuando les he dicho a los censores que la may or parte de mis negocios son
a largo plazo y no dan beneficios inmediatos.
—Se refiere al entrenamiento de los gladiadores —apuntó Anácrites.
—Sí, se necesitan años.
—Y durante todo ese tiempo ¿tiene que darles techo y comida?
—Sí, y preparadores, médicos, armeros…
—Y luego pueden morirse en su primera salida.
—Desde luego, señores. Mi empresa es muy arriesgada.
—Nunca he conocido a un hombre de negocios que no lo dijera —interrumpí
y o, y al mismo tiempo me incliné hacia delante.
Anácrites se echó a reír, más de Calíopo que de mí y su confianza seguía
aumentando. Íbamos a ser tipos amables, dando a entender que no importaba
nada de lo que dijese el sospechoso. Ninguna sacudida brusca con la cabeza ni
una palabra más alta que otra. Sólo sonrisas, amabilidades, comprensión con
todos sus problemas…, y luego escribir un informe que mandara a la víctima al
Hades de una patada.
—¿De dónde proceden sus ingresos principales?
—Me pagan por abastecer hombres y animales para la venatio. Además, si
organizamos una pelea de verdad, algo de dinero como premio.
—Yo creía que era el gladiador vencedor el que se quedaba con él.
—El lanista recibe un porcentaje.
—Mucho may or que el del gladiador, por supuesto. Pero ¿lo bastante
cuantioso como para tener una villa con vistas a la bahía de Nápoles? Bueno, sin
duda alguna, eso representa muchos años de trabajo. —Calíopo quería hablar;
pero lo teníamos acorralado; y o seguí—: Dado que ha acumulado su capital a lo
largo de los años, nos preguntamos si cuando preparó sus cuentas para el censo,
habría otras propiedades, fuera de Roma, quizá, o fincas que haga tanto tiempo
que las posee que se le hay an olvidado y que fueron sin querer omitidas en su
declaración de bienes.
Lo dije en un tono por el que él dedujera que nosotros sabíamos algo. Calíopo
intentó tragar saliva.
—Examinaré de nuevo los pergaminos, no sea que…
Falco y Asociado asentimos con un movimiento de cabeza y nos preparamos
para oír su confesión cuando le diéramos un aplazamiento inesperado.
Un esclavo sudoroso y despeinado, con barro en las botas, entró corriendo en
la habitación. Durante unos instantes clavó avergonzado la vista en el suelo,
reacio a hablar con Calíopo en nuestra presencia. Con cortesía, Anácrites y y o
juntamos las cabezas, fingiendo discutir nuestro siguiente movimiento cuando, en
realidad, lo que hacíamos era escuchar lo que decían.
Por los murmullos que oíamos entendimos que había ocurrido algo terrible, y
que se pedía a Calíopo que se presentara inmediatamente en el recinto destinado
a los animales. Soltó una airada maldición y luego se puso en pie de un salto. Nos
miró unos instantes sin saber qué decir.
—Tenemos un muerto —dijo, lacónico. Era obvio que sentía esa pérdida.
Supuse que debía de ser costosa—. Tengo que salir a investigar. Vengan si
quieren.
Anácrites que, después del accidente, palidecía con facilidad, decidió
quedarse en la oficina. Incluso un mal espía sabe cuándo hay que aprovechar la
oportunidad para efectuar un registro. Entonces Calíopo me dijo que el muerto
era Leónidas, su león.
VI
El recinto de los animales era un edificio bajo y largo. Por un lado se dividía en
jaulas grandes del tamaño de un cubículo para esclavos. De ellas procedían
extraños ruidos y crujidos y, de repente, se oy ó un grave rugido de algún otro
animal grande, posiblemente un oso. Frente a las jaulas habrían corrales más
pequeños con barrotes bajos. Casi todos estaban vacíos. En un extremo, cuatro
avestruces enjaulados nos miraban curiosos mientras Buxo, el cuidador, intentaba
sin éxito contener su curiosidad ofreciéndoles una ración de pienso. Eran más
altos que él y tenían ganas de hacer ruido, como buitres torciendo el cuello
cuando alguien es atropellado por un vehículo.
Leónidas y acía en su jaula, cerca del lugar donde lo habíamos visto el día
anterior, pero en ese momento tenía la cabeza hacia el otro lado y no me miraba.
—Necesitamos más luz.
Calíopo, en tono lacónico, pidió más antorchas.
—No encendamos demasiadas para que las fieras no se alteren.
—¿Podemos entrar? —Puse una mano en un barrote de la jaula. Era más
fuerte de lo que podía pensarse por su aspecto mordisqueado. Era de madera con
refuerzos de metal. La puerta se cerraba con una cadena corta y un candado. Al
parecer, las llaves estaban en la oficina. Calíopo gritó a un esclavo que fuera a
buscarlas, lo que Buxo aprovechó para abandonar su tarea de niñera y se unió a
nosotros, seguido por aquellos pájaros de patas largas.
—Claro que puede entrar. No le hará nada. Está muerto. —Con la cabeza
señaló unos despojos de animal donde revoloteaban las moscas que estaban en la
jaula—. Ni siquiera ha probado la ración de la mañana.
—¿Le dieron esa carne por la mañana?
—Sólo un tentempié para aguantar hasta la noche. —Parecía una cabra
entera—. Lo llamé y y a estaba tumbado de ese modo. Pensé que dormía. Pobre
animal, y a debía de estar muerto.
—Entonces, usted se fue crey endo que el león dormía, ¿no?
—Exacto. Más tarde, cuando regresé a traerles grano a esos pájaros bobos de
ahí, todavía no se había movido. Tenía el cuerpo cubierto de moscas y ni siquiera
meneaba la cola. Incluso lo toqué con un bastón. Entonces me dije que estaba
muerto.
Las antorchas y las llaves llegaron a la vez. Calíopo se hizo con ellas y buscó
la llave que abriera aquella jaula, eligiendo entre las muchas que había en un aro
de hierro. Sacudió la cabeza.
—Cuando los sacas de su hábitat natural, estos animales son muy vulnerables.
Ahora comprenderá, Falco, por qué me opongo a ciertas cosas. Las personas
como usted… —Se refería a las personas que investigaban su honestidad
financiera—. Las personas como usted no comprenden lo delicado que es este
negocio. Los animales se mueren de un día para otro y nunca sabemos por qué.
—Veo que lo tenía en las mejores condiciones posibles. —Entré en la jaula
con cuidado. Como todas las jaulas, era un lugar sórdido, con un lecho de paja
grueso, un gran recipiente para el agua y los restos de la cabra, aunque Buxo y a
los recogía para darlos como merienda a otros animales, apartando a los
avestruces que todavía lo seguían. Cerró la jaula a sus espaldas para que no
entrasen.
Me asaltó el amargo pensamiento de que Leónidas correría la misma suerte
que la cabra que le habían dado como desay uno. Tan pronto como se
desvaneciera el interés que suscitaba, sería ofrecido a algún congénere caníbal.
Visto de cerca era mucho más grande de lo que y o creía. Su pelaje era
marrón y su greñuda melena de color negro. Las fuertes patas traseras las tenía
recogidas debajo del cuerpo y las garras delanteras extendidas como una
esfinge. Su gruesa cola se enrollaba como la de un gato doméstico, con la
espiguilla pulcramente alineada con su cuerpo. La majestuosa cabeza estaba
situada con el hocico en tierra al fondo de la jaula. El olor a león muerto todavía
no había suplantado los olores que había ido acumulando en la jaula mientras
estaba vivo. Eran muy intensos.
Buxo se ofreció a abrirle la boca para que y o viera los dientes. Como estaba
mucho más cerca de lo que siempre había deseado estarlo de un león vivo,
accedí por cortesía. Las experiencias nuevas siempre me interesaban. Calíopo se
quedó mirándolo, con el ceño fruncido por la pérdida al tiempo que debía
calcular y a cuánto dinero necesitaría para reponer el león. El cuidador se acercó
al animal tumbado. Le oí murmurar un comentario cariñoso medio irónico.
Cogió la enmarañada melena con las dos manos y tiró fuerte de ella para volver
el animal hacia nosotros.
Entonces soltó un grito de auténtico asco. Calíopo y y o tardamos unos
segundos en reaccionar y luego nos acercamos a mirar. Olimos el fuerte vómito
del león. Vimos sangre en la paja y en la piel del animal. Pero advertimos algo
más: del pecho del gran animal sobresalía la empuñadura astillada de una lanza
rota.
—¡Alguien lo ha matado! —gritó Buxo, enfurecido—. ¡Algún hijo de puta ha
matado a Leónidas!
VII
—Tienes que prometérmelo, Falco —suplicó Anácrites cuando volví a la oficina
del lanista—. Tienes que prometerme que lo ocurrido no te desviará de nuestro
interés principal.
—Métete en tus cosas.
—Eso es precisamente lo que hago. Ahora mismo, mis cosas son las mismas
que las tuy as: ganar unos sestercios descubriendo hijos de puta que defraudan al
fisco. No tenemos tiempo para preocuparnos de muertes misteriosas de leones de
circo.
Pero aquel animal no era sólo una fiera de circo. Era Leónidas, el león que
iba a comerse a Turio.
—Leónidas ejecutaba criminales. Era el verdugo oficial del imperio,
Anácrites. Ese león era tan empleado del Estado como tú y como y o.
—Si haces poner una placa con su nombre en la que conste la gratitud del
emperador y recoges fondos para que se le haga un funeral, no haré ninguna
objeción —dijo mi socio, que era un tipo de moral amarga y curiosa.
Le dije que hiciera lo que quisiera siempre y cuando me dejase en paz. Era
capaz de terminar nuestra auditoría del lugar con una mano atada a la espalda
antes de que Anácrites tuviera tiempo de recordar cómo se escribía la fecha del
informe en griego administrativo. Mientras se ocupaba de mi parte del trabajo,
también descubriría quién había matado a Leónidas.
Anácrites nunca supo dejar que un hombre acalorado se tranquilizase.
—Lo que ha ocurrido, ¿no es asunto de su dueño?
Lo era. Y y o sabía lo que el dueño tenía pensado hacer al respecto: nada.
Cuando vio la herida y el trozo de asta de la lanza, Calíopo se puso de un color
bilioso, luego pareció que lamentaba que lo hubiesen invitado a mirar el cuerpo
y erto y frío. Vi que fruncía el ceño a Buxo, ordenándole obviamente que callara.
El lanista me aseguró que en la muerte del león no había nada siniestro y que
enseguida descubriría lo ocurrido hablando con sus esclavos. Para un informador
experimentado no había duda de que lo que Calíopo hacía era apartarme.
Intentaba encontrar alguna excusa.
Pero no había contado con mi decisión, claro.
Le dije a Anácrites que se le veía cansado y necesitaba un descanso. En
realidad, tenía el mismo aspecto de siempre, pero necesitaba cuidar de él para
animarme a mi. Dejarlo en la oficina del lanista intentando reconciliar cifras no
era la mejor cura para un hombre con dolor de cabeza, pero lo hice así y salí a la
zona de tierra batida en la que cinco o seis gladiadores llevaban practicando toda
la mañana. Era un rectángulo de feo aspecto en el centro del complejo, con las
jaulas a un lado, pegadas, inoportunamente, al comedor de los gladiadores. En el
extremo opuesto, detrás de una columnata fría e impersonal estaban los
barracones con los luchadores y un almacén de equipamiento con la oficina en el
primer piso. La oficina tenía su propio balcón, desde el cual Calíopo podía
contemplar los entrenamientos de sus hombres, y una escalera exterior. Una
tosca estatua de Mercurio situada en el extremo del patio tenía como función
inspirar a los hombres que se entrenaban. Hasta a él se le veía deprimido.
Los enervantes ruidos metálicos de los ejercicios con espadas y los gritos
agresivos de los luchadores habían callado por fin. Los bestiarios formaban un
enjambre de curiosos a la entrada del recinto de los animales. Al acercarme a
ellos, en silencio, distinguí los rugidos y los resoplidos de las fieras.
Los bestiarios no eran individuos de fuerte musculatura, aunque sí eran lo
bastante fuertes para hacerte daño si los mirabas más tiempo del que ellos
toleraban. Todos llevaban taparrabos y algunos lucían unas tiras de cuero atadas a
sus fornidos brazos. Para que todo fuese más real, dos de ellos llevaban cascos,
aunque de formas mucho más planas que los utilizados por los gladiadores en el
circo. Estos hombres, más delgados y de movimientos más rápidos, se veían más
jóvenes e inteligentes que los profesionales. Enseguida descubrí que eso no
significaba que fueran a tolerar mansamente mis preguntas.
—¿Habéis notado algo sospechoso anoche o esta misma mañana?
—No.
—Me llamo Falco.
—Lárgate, Falco.
Se marcharon todos y reanudaron sus ejercicios, unos haciendo saltos
mortales y otros enfrentándose con las espadas desenvainadas. Meterse en medio
era peligroso y el fragor impedía hacer preguntas. No me apetecía chillar. Imité
burlonamente el saludo militar y me marché. Alguien les había ordenado no
hablar. Me pregunté por qué.
Fuera de la puerta principal del complejo había un pequeño estadio. Cuatro
más del grupo medían su longitud con jabalinas. Anácrites y y o los habíamos
visto al llegar. Salí y vi que seguían trabajando, al parecer ajenos al destino que
había corrido Leónidas. El más cercano, un muchacho joven, musculoso y
moreno, con el torso desnudo, las piernas fuertes y los ojos vivarachos realizó un
magnífico lanzamiento. Aplaudí, lo llamé con la mano y, cuando se acercó, le
conté que el león había muerto. Sus compañeros se reunieron con nosotros, con
mejor humor y con más ganas de cooperar que los que estaban en la palestra.
Volví a preguntarles si habían visto u oído algo.
El primer individuo dijo llamarse Idíbal y me contó que evitaban el contacto
cercano con los animales.
—Si llegamos a conocerlos, nos resulta muy difícil correr tras ellos en la
venatio de los Juegos.
—He advertido que Buxo, el cuidador, trataba a Leónidas como a un amigo,
como a un animal doméstico diría y o.
—Buxo podía permitirse el lujo de encariñarse con él. Leónidas siempre
volvía a casa.
—Lo mandaban de vuelta sano y salvo —dijo otro, empleando el mismo
término que los gladiadores para referirse al aplazamiento de la ejecución.
—¡Sí! Leónidas era diferente —dije, e intercambiaron una sonrisa—. Aquí
ocurre algo que y o desconozco —comenté.
Después de unos segundos de mirarme con aire avergonzado, Idíbal añadió:
—Calíopo lo compró por equivocación. Se lo vendieron como recién
importado, recién traído del norte de África, pero tan pronto como el dinero
cambió de manos alguien le dijo a Calíopo que Leónidas había recibido una
preparación especial. Eso lo inutilizaba para la venatio en el circo. Calíopo se
puso hecho un basilisco e intentó pasárselo a Saturnino, que se dedica al mismo
negocio, pero Saturnino se había enterado a tiempo de lo que ocurría y no se lo
compró.
—¿Una preparación especial? ¿Comer hombres, quieres decir? ¿Por qué se
enfureció Calíopo? Un león con una preparación especial, ¿tiene menos valor?
—Calíopo tiene que darle techo y comida, pero sólo recibe un pago del
Estado cada vez que se echa contra los criminales.
—¿Y no es mucho dinero?
—Usted y a conoce al gobierno.
—¡Claro! —A mí también me pagaba el gobierno e intentaban darme el
salario mínimo.
—Para la caza que organiza —explicó Idíbal—, Calíopo presenta una factura
basada en los espectáculos que puede ofrecer en esa ocasión. Entra en
competencia con otros lanistas y el resultado depende de quien prometa el mejor
espectáculo. Con un león adulto como atracción principal, su ofrecimiento para la
venatio era muy interesante. —Noté que Idíbal hablaba con un tranquilo aire de
autoridad—. A la gente le gusta mucho vernos correr tras un felino decente y no
es frecuente que Calíopo tenga uno.
—¿Tiene un mal agente?
—¿Para capturar las bestias?
Idíbal asintió y luego calló, como si pensase que y a había hablado demasiado.
—¿Tenéis algo que ver con la adquisición? —le pregunté.
Los otros lo pinchaban para molestarlo. Tal vez pensaban que su forma de
hablar se asemejaba a la de un experto.
—No, y o sólo soy uno de los chicos que los lancea —sonrió—. Vamos tras los
animales que nos dan, sean lo que sean.
—Supongo que nadie se ha permitido hacer prácticas con Leónidas —
comenté mirando a todo el grupo.
—Oh, no —respondieron con ese tipo de seguridad que casi nunca encierra la
verdad.
No pensé seriamente en que se hubieran arriesgado a molestar a Calíopo
haciendo daño al león. Aun en el caso de que Leónidas sólo reportase beneficios
oficiales, un verdugo en cautividad siempre era mejor que uno muerto, al menos
hasta que el lanista hubiese recuperado el precio pagado por él. Y de todas
formas, para Calíopo debía de suponer un prestigio ser el dueño del animal que
acababa con los criminales más famosos. El castigo de Turio, el asesino en serie
de los acueductos, había atraído mucho interés público y Calíopo parecía
realmente triste por la pérdida de Leónidas. Precisamente por eso me
preocupaba tanto que fingiera que su muerte no había sido nada excepcional.
No pude averiguar nada más de aquellos gladiadores porque se presentó el
propio Calíopo, seguramente a advertirles que no soltaran prenda, tal como había
hecho con sus compañeros de la palestra. Antes que tener una confrontación con
él, lo saludé con la cabeza y me alejé llevándome, en un descuido, una de las
jabalinas de entrenamiento.
Regresé deprisa a la jaula, donde aún se encontraba el cuerpo muerto del
felino. Como la puerta seguía abierta, entré. Agrandé la herida del pecho con mi
cuchillo y conseguí extraerle el trozo de lanza. Luego la comparé con la que
había cogido hacía unos instantes y comprobé que no eran iguales. La que había
matado al león tenía la punta más larga y estrecha, unida al asta con una cantidad
de alambre diferente. Yo no era un experto, pero vi que estaba claramente
forjada en y unque distinto y con un martillo de diferente estilo.
En aquel instante llegó Buxo.
—¿Tiene Calíopo un armero particular?
—No puede permitírselo.
—Entonces, ¿de dónde saca las lanzas?
—Cada semana las compra en una tienda distinta, en la que las venda más
baratas.
¿Por qué siempre me tocaban casos en los que había implicados tipos de poca
monta?
—Dime una cosa, Buxo. ¿Tenía enemigos Leónidas?
El cuidador, que era un esclavo, con la habitual palidez enfermiza de los
esclavos, me miró sorprendido. Llevaba una sucia túnica marrón y unas burdas
sandalias que le estaban grandes. En sus hinchados pies se veían arañazos de la
paja en la que se pasaba los días metido. Las pulgas y las moscas, de las que en
el lugar donde trabajaba las había de todo tipo, se habían ensañado con sus brazos
y piernas. Pese a lo delgado y maltrecho que se le veía, tenía una expresión de
cautela y grandes bolsas bajo los ojos. Su mirada era más abierta de lo que cabía
esperar. Probablemente, eso significaba que Calíopo había elegido a Buxo para
que me soltara todas las mentiras que su amo quería colarme.
—¿Enemigos? Bueno, supongo que los hombres a los que tenía que comerse
no le tenían demasiada simpatía.
—Pero están encarcelados, luego es imposible que Turio hay a tenido una
noche libre para llegarse hasta aquí y matarlo. —Me pregunté si el propio Buxo
no estaría implicado en el asesinato. Esta muerte, como casi todos los homicidios,
podía tener una causa doméstica. Sin embargo, su afecto por el felino y su ira al
descubrir que estaba muerto parecían verdaderos—. ¿Fuiste el último que vio a
Leónidas con vida?
—Anoche le llené la pila de agua. Estaba un poco rezongón, pero nada más.
—¿Se movía?
—Sí. Se levantó y caminó un buen rato. Como todos los felinos no soporta, no
soportaba, estar enjaulado. Recorren la jaula muy a menudo. No me gusta verlos
de ese modo. Se vuelven como locos, lo mismo que nos ocurriría a usted o a mí.
—Anoche, ¿entraste en la jaula?
—No. No me apetecía ir a por la llave, le eché agua con un cazo por entre los
barrotes y le di las buenas noches.
—¿Respondió?
—Sí, con un rugido. Tenía hambre.
—¿Y no le diste de comer?
—Le racionamos la comida.
—¿Por qué? todavía no le tocaba salir al circo. ¿Cuál es la razón de ese
ay uno?
—Los leones no tienen que comer carne todos los días. La disfrutan más
cuando tienen verdadero apetito.
—¡Dices las mismas cosas que mi novia! Muy bien. Le diste un par de cazos
de agua y luego, ¿qué? ¿Te acostaste cerca?
—Dormí en la barraca de al lado.
—¿Cuál es la rutina nocturna? ¿Cómo se vigila el recinto de los animales?
—Las jaulas están cerradas de día y de noche. A menudo viene público a ver
los animales.
—¿Todo tipo de público?
—No corremos riesgos.
—¿Había desconocidos anoche?
—Yo no vi ninguno. De noche la gente no viene hasta aquí.
Volví a centrarme en la cuestión de la seguridad.
—Supongo que las llaves se guardarán en la oficina. Y cuando hay que
limpiar y alimentar a los animales ¿tienes permiso para cogerlas?
—Claro que sí. —Ya sabía y o que el puesto de cuidador conllevaba una cierta
confianza.
—¿También por la noche?
—De noche, el jardín zoológico está cerrado. Es el propio jefe el que controla
que sea así. Las llaves se guardan en la oficina y Calíopo la cierra antes de irse a
casa. Tiene una casa en la ciudad, claro…
—Sí, y a lo sé. —Y varias más. Precisamente por eso Calíopo había tenido el
honor de recibir nuestra visita—. Supongo que por la noche cerráis muy
temprano y que Calíopo va a los baños antes de cenar. Un hombre de su posición
debe de asistir a cenas elegantes con cierta frecuencia.
—Supongo. —Se notaba que el esclavo sabía muy poco de la vida social de
los hombres libres.
—¿Es exigente su esposa?
—Artemisa tiene que aceptarlo tal como es.
—¿Tiene amigas?
—No lo sé —dijo Buxo, aunque era obvio que mentía—. De todas formas,
siempre se va temprano. Se cansa mucho entrenando a esos hombres. Necesita
descanso.
—Bueno, eso te deja abandonado a tus propios recursos. —Buxo no dijo nada
al ver que y o cambiaba de enfoque y supuso que había empezado a ser crítico
con él—. Pero ¿qué ocurriría si un animal se pusiera enfermo de noche o hubiese
un incendio? ¿Tendrías que ir a Roma corriendo para pedirle las llaves a tu amo?
En caso de emergencia, si no puedes entrar en el recinto, Calíopo lo perdería
todo.
—Hay un acuerdo entre nosotros —admitió tras una pausa.
—¿Cuál es?
—Eso a usted no le importa.
No le di importancia. Seguramente había un duplicado de la llave colgando de
un clavo en un sitio muy visible. Ya averiguaría los detalles cuando supiese que
eso era importante. Si mis suposiciones eran ciertas, cualquier ladrón competente
encontraría ese clavo y esa llave.
—Así, pues, ¿anoche todo fue bien?
—Sí.
—¿No hubo animales enfermos que necesitasen cuidados veterinarios?
¿Ninguna alarma?
—No, Falco. Todo estuvo tranquilo.
—Anoche, ¿no estuviste con una chica, con una compañera de juego?
—¿De qué me está acusando? —preguntó sobresaltado.
—Sólo hablo del derecho del hombre a tener compañía. ¿La tenías?
—No.
Probablemente mentía de nuevo, en esta ocasión para protegerse a si mismo.
Advirtió que y o iba a por él, pero era un esclavo. Era difícil que Calíopo
permitiese cualquier tipo de relación, por lo que resultaba comprensible que Buxo
quisiera mantener en secreto sus costumbres. Ya averiguaría más detalles si lo
necesitaba. El juego acababa de empezar y era muy pronto para ponerse duro
en el interrogatorio.
Suspiré. Con un muerto en el suelo siempre sentía lo mismo y, aunque en este
caso era un león, eso no cambiaba las cosas. La misma terrible depresión al ver
una vida malgastada por un móvil apenas creíble y seguramente un personaje
malvado que creía que nadie lo descubriría. La misma indignación y la misma
ira. Y luego las mismas preguntas que formular: ¿Quién fue el último que lo vio
con vida? ¿Cómo pasó la última noche? ¿Quiénes eran sus acompañantes? ¿Qué
fue lo último que comió? En realidad, ¿quién fue el último al que se comió?
—¿Eras tú el único que trataba con el león?
—Leónidas y y o éramos como hermanos.
—¿Ah, sí? —Cuando uno investigaba un asesinato, esta declaración solía
resultar una solemne mentira.
—Estaba acostumbrado a mí y y o me había acostumbrado a él. Nunca le di
la espalda.
De hecho, el cuidador seguía frente al león, mirándolo. Con los ojos clavados
en el animal como si éste todavía pudiera saltar y hacerle daño, Buxo se agachó
a mirar la jabalina que y o había cogido a hurtadillas y había dejado junto al
arma homicida. Buxo podía haber fingido no haberlas visto, pero me dio la
sensación de que quería saber quién había asesinado a su poderoso compañero.
—Falco —dijo en voz baja mientras señalaba el asta—. ¿Dónde está el hierro
que lo mató?
—¿Lo has buscado, Buxo?
—Sí, no lo he visto por ninguna parte.
—El hombre que lo hizo probablemente se llevó lo que quedaba. ¿Crees que
pudo ser uno de los bestiarios?
—Fue alguien capacitado para luchar —respondió Buxo—. Leónidas no
hubiera dejado que cualquiera le hiciese cosquillas en la tripa con un arma.
—¿Alguno de los chicos ha demostrado un interés especial por Leónidas?
—Idíbal y y o hablamos del animal.
—¿Qué quería saber? —pregunté, arqueando las cejas.
—Nada en concreto, sólo hablamos. Sabe mucho de este negocio.
—¿Y cómo es eso, Buxo?
—No sé, pero le interesa.
—¿Te dijo algo sospechoso?
—No, hablamos porque añora su tierra, en el norte de África.
—¿Es de Oea, como Calíopo?
—No, de Sabrata. No habla de su vida pasada. Ninguno de los dos lo hace.
—Muy bien. —Aquella conversación no conducía a ninguna parte—.
Tenemos que averiguar qué pasó anoche, Buxo. Empecemos por descubrir si
Leónidas fue matado en su jaula.
—Casi seguro. —El cuidador se había sorprendido—. Ya lo ha visto esta
mañana. Estaba cerrada.
—El truco más viejo del mundo —reí—. « El cadáver estaba en una
habitación cerrada, nadie pudo entrar allí» . Normalmente sirve para hacer creer
que se trata de un suicidio, pero que nadie me diga que el león se suicidó.
—Imposible —bromeó tristemente el cuidador—. Leónidas vivía bien. Yo
cazaba para él y le hablaba todo el día. Y cada tres meses, le poníamos lazos en
la melena, lo rociábamos con polvo de oro auténtico para que estuviera hermoso
y lo dejábamos suelto para que matase a criminales.
—Entonces, ¿no estaba deprimido?
—¡Claro que lo estaba! —espetó el cuidador con un brusco cambio de humor
—. No paraba de caminar dentro de la jaula, Falco. Cada vez más. Le hubiera
gustado correr libre en África, perseguir gacelas, estar con las leonas. Si no les
queda otro remedio, los leones se adaptan a la soledad, pero les gusta fornicar.
—Leónidas sufría y tú le querías. ¿Fuiste tú quien lo libró de su dolor? —
pregunté con severidad.
—No. —La voz de Buxo sonaba con un deje de abatimiento—. El león sólo
estaba inquieto. He visto casos peores. Voy a echar de menos a ese animal.
Nunca deseé perderlo.
—Muy bien. Eso nos vuelve a situar en el misterio. De todas maneras, una
jaula cerrada no es lo mismo que una habitación cerrada: es accesible. ¿Pudieron
haberle clavado la lanza desde el otro lado de los barrotes?
—Dificilmente —respondió Buxo, sacudiendo la cabeza.
Me situé fuera de la jaula e intenté arrojar la lanza larga.
—Es cierto, hay muy poco espacio. —Apenas podía echar el brazo hacia
atrás. Era un lanzamiento corto y difícil—. A través de los barrotes sólo podría
hacerlo alguien que tuviese una gran pericia. Los bestiarios son buenos, pero no
cazan en espacios cerrados. Quizá sólo lo pincharon.
—Leónidas habría esquivado la lanza, Falco. Y habría rugido. Yo estaba en la
barraca contigua, lo habría oído.
—Tienes razón, pero, de todas formas, lo mató una lanza. Desde una distancia
corta y con poco espacio para maniobrar. —Me arrodillé junto al cuerpo
exangüe para examinarlo de nuevo y no hallé más heridas en el cuerpo. Estaba
claro que el león había muerto de un solo golpe certero, con el arma en la mano,
sin lanzarla, capaz de empalar al animal justo de frente. Era algo
extremadamente profesional y la situación debió de ser peligrosísima. La lanza
tenía que ser muy grande y, para soportar la embestida del león, el que lo mató
tenía fuerza y coraje. Entonces supuse que Leónidas cay ó inmediatamente, en el
sitio mismo donde lo encontraron.
—Tal vez lo mataron cerca de la parte delantera de la jaula, la lanza se
rompió y él llegó arrastrándose hasta el fondo. —Buxo no tenía mi experiencia
imaginando procesos. Además, tenía la costumbre de contradecirse, propia de los
esclavos… A menos que lo hiciera a propósito para confundirme.
—Hemos dicho que no pudieron matarlo a través de los barrotes. —Aun así,
para descartar esa posibilidad, llevé a Buxo a la parte delantera de la jaula y
examinamos la paja—. Mira, no hay sangre. Tú no lo has movido de sitio. Si
seguía vivo y se arrastró hasta el fondo, hubiese sangrado. —Llevé al cuidador
junto al león. Agarré al felino por sus grandes patas delanteras y lo moví hacia un
lado para examinar la paja que quedaba debajo de su estómago. Buxo me ay udó
—. Hay algo de sangre, pero no la suficiente.
—Y esto, ¿qué significa, Falco?
—Que no lo mataron a través de los barrotes y que dudo mucho que alguien
entrara en la jaula. Habría sido demasiado arriesgado y, además, no hay sitio
desde donde arrojar la jabalina.
—Entonces, ¿qué le ocurrió al león?
—Lo mataron en otro sitio y luego metieron el cuerpo en la jaula.
VIII
—Si Leónidas fue llevado a otro lugar, busquemos pistas de lo que ocurrió.
—¡Nadie pudo sacarlo de aquí, Falco!
—No importa, buscaremos de todos modos.
Buxo se mostró repentinamente nervioso, como si hubiera recordado que
Calíopo quería que me confundiese. Necesitaba registrar aquel lugar enseguida,
antes de que llegara un esclavo con una escoba y y a fuera por azar o a propósito,
barriera todas las pistas.
Fuera, en la zona de ejercicios, los gladiadores habían levantado tanto polvo
que no había posibilidad alguna de que quedaran huellas de la noche pasada. Me
pregunté si aquello sería deliberado, pero los luchadores tenían que entrenar y
siempre lo hacían en aquel sitio. Habían vuelto a sus ejercicios y armaban un
buen escándalo, saltando a mi alrededor al tiempo que proferían horribles
chillidos mientras y o me agachaba y buscaba huellas de león en el suelo. Su
agresividad me ponía tenso. Aunque sólo estaban haciendo prácticas, eran tan
grandes y se movían tan deprisa que, de haber chocado, me hubieran hecho
daño. En una ocasión, uno de los sparrings cay ó tan cerca de mí que tuve que
echarme a un lado. No prestaban atención alguna a lo que y o hacía. Aquello, en
sí mismo, era extraño. La gente solía ser mucho más curiosa.
—No encontraremos huellas ni manchas de sangre. Hemos llegado
demasiado tarde. —Me puse de pie. Había llegado el momento de cambiar de
nuevo de táctica—. Buxo, si hubieses tenido que llevar a Leónidas al circo, ¿cómo
lo habrías hecho? Supongo que a los felinos no se les saca de la cadena como si
fueran perros.
—Tenemos jaulas de viaje —respondió el esclavo con aire evasivo.
—¿Dónde se guardan?
Buxo controló su renuencia y me llevó a la parte de atrás de las barracas,
donde había una serie de almacenes. Me contempló impasible mientras y o
echaba un vistazo a todos ellos. En su interior había balas de paja, herramientas,
cubos, largas pértigas para controlar desde lejos a animales furiosos, figuras de
paja para distraer a las fieras en el circo y, finalmente, en una choza abierta por
los lados había tres o cuatro jaulas con ruedas, lo bastante grandes para
transportar un tigre o un leopardo de un sitio a otro.
—¿Cómo metéis a los animales ahí dentro?
—Es un poco complicado.
—Pero tú tendrás mucha práctica, ¿no?
Buxo se revolvió en su burda túnica: estaba avergonzado, aunque complacido
de que hubiera alabado su habilidad.
Examiné atentamente la jaula más cercana. En ella no había nada
sospechoso. Empecé a alejarme y, de pronto, me asaltó una intuición.
Vacías, las jaulas con ruedas eran fáciles de mover. Conseguí arrastrar con
una sola mano la que había estado examinando. Buxo me miraba, enfurecido. No
dijo nada ni intentó detenerme, pero tampoco me echó una mano. Tal vez sabía,
o adivinaba, lo que iba a encontrar. En la jaula siguiente estaba la pista. Me
arrodillé en su interior y encontré rastros de sangre.
Me levanté de un salto y tiré de la segunda jaula hasta sacarla a la luz.
—Alguien ha intentado ocultar esto de una manera muy torpe: sacando otra
jaula y dejando al fondo de todo la de las manchas de sangre.
—¿De veras? —preguntó Buxo.
—¡Es patético! —Le mostré la sangre—. ¿La habías visto antes?
—Tal vez sí. Es una mancha vieja.
—Esta mancha no es tan vieja, amigo. Y parece incluso que alguien hay a
querido limpiarla, un inútil de esos a los que mi madre no quiere ver restregando
el suelo de su cocina. —El agua había sido absorbida por la madera del suelo de
la jaula, pero las salpicaduras de sangre originales se veían como manchas más
oscuras y concentradas—. O no ha hecho un gran esfuerzo o no tenía tiempo de
hacer un buen trabajo.
—¿Cree que a Leónidas se lo llevaron en esta jaula, Falco?
—Apuesto a que sí.
—Eso es terrible.
Lo taladré con una mirada penetrante. Parecía muy triste, aunque y o no
sabía si era dolor por la pérdida de su querido felino o lo había incomodado mi
descubrimiento y el cariz que había tomado el interrogatorio.
—Se lo llevaron y luego lo trajeron de vuelta y a muerto, Buxo. Lo que me
extraña es que alguien pudiera sacarlo de la jaula sin que tú oy eras el jaleo.
—Es un misterio —apuntó con tristeza el cuidador.
Seguí inquiriéndolo con la mirada.
—Seguro que cuando volvió con el arma clavada no hizo ruido, pero,
quienquiera que trajese el cuerpo, tenía que estar muerto de miedo. No entiendo
cómo pudieron devolverlo sin hacer ruido.
—Yo tampoco lo entiendo —convino Buxo. Una mentira descarada.
—Me parece que ni siquiera lo intentas. —Fingió no advertir mi tono de voz,
peligroso y grave.
Dejé la jaula de ruedas donde estaba. En aquel engañoso establecimiento,
cualquiera la pondría de nuevo en su sitio. En aquel momento, algo me llamó la
atención en la pared exterior del cobertizo. Levanté lo que parecía una gavilla de
paja. Lo que me había sorprendido eran los haces entretejidos que tenían una
forma concreta.
—Es un hombre de paja, o lo que queda de él.
La burda forma estaba destrozada. Las cuerdas de la parte superior de las
piernas seguían en su sitio pero lo que formaba los hombros había sido arrancado
con la cabeza y un brazo. También le faltaba la mitad de la paja del cuerpo, que
estaba desparramada por el suelo. Al cogerlo, se deshizo por completo.
—Pobre hombre. Se lo han cargado. Los utilizáis como señuelo, ¿verdad?
—Sí, en el cuadrilátero —dijo Buxo, que seguía fingiendo una terrible pena.
—Los lanzáis para atraer la atención de las fieras y hacer que se vuelvan
como locas, ¿no?
—Sí, Falco.
Alguna criatura enloquecida destrozó el maniquí que y o tenía en las manos.
—¿Y qué hace aquí esta reliquia?
—Debe de ser uno viejo —respondió Buxo intentando encontrar la expresión
inocente que y o no veía en él.
Miré a mi alrededor. Todo estaba limpio y recogido. Era un patio con los
objetos ordenados, contados e inventariados de forma rutinaria. Cualquier cosa
que se rompiera sería sustituida o reparada. Los hombres de paja se guardaban
colgados de clavos en el techo, en la misma cabaña que las pértigas de seguridad.
Todos los señuelos habían sido reparados hasta cobrar una forma razonable.
Me puse las dos mitades de la desmembrada figura bajo el brazo, y con un
ademán remarqué la importancia de haber confiscado una prueba.
—La pasada noche hubo dos momentos en los que se debió hacer mucho
ruido en la jaula de Leónidas: cuando se lo llevaron y cuando lo devolvieron. Tú
afirmas que no oíste nada de nada. Dime, Buxo, ¿dónde estuviste anoche?
—En la cama. Estaba en la cama —repitió—. Estaba aquí y no oí nada.
Yo era un buen ciudadano romano. Aunque me desafiara con todo el ardor
del mundo, no pegaría a otro ciudadano por muy esclavo que fuera.
IX
Cuando volvimos a la zona principal, Buxo se concentró a toda prisa en su trabajo
mientras y o echaba un último vistazo a las jaulas. Se escudó en los cuatro
avestruces, que se acurrucaron a su alrededor al tiempo que levantaban las patas
con la delicadeza exagerada de todas las aves de corral.
—Cuidado, Falco. Saben dar buenas patadas.
Dar patadas no era su único talento. Uno de ellos se encaprichó con el cuello
de mi túnica y asomaba la cabeza sobre mi hombro para darle un picotazo. El
cuidador no hizo nada por controlar a aquellos pestilentes pájaros, por lo que
abandoné mis pesquisas en las jaulas, que era, seguramente, lo que quería.
Regresé a la oficina con los restos del hombre de paja bajo el brazo.
Anácrites hablaba con Calíopo. Ambos miraron mi trofeo y y o dejé los trozos en
un taburete sin decir nada.
—Mire, Calíopo, a su león anoche lo sacaron de paseo y no precisamente
porque el veterinario le hubiese recomendado un poco de aire fresco.
—¡Eso es imposible! —aseguró el lanista. Cuando le conté lo que había
encontrado en una de las jaulas portátiles, se limitó a fruncir el ceño.
—¿No ordenó usted la excursión?
—Claro que no, Falco. No sea ridículo.
—¿Y no le preocupa que alguien hay a convertido a Leónidas en su juguete y
lo hay a sacado de noche sin permiso?
—Claro que sí.
—¿Y tiene alguna idea acerca de quién pudo hacerlo?
—En absoluto.
—Tuvo que ser alguien que se sintiera seguro con el león.
—Algún ladrón insensato.
—Pero lo bastante cuidadoso como para devolverlo.
—Un demente —gimió Calíopo, disimulando su verdadero sentimiento con
una fingida aflicción—. ¡Es incomprensible!
—Que usted sepa, ¿había ocurrido antes algo parecido?
—Por supuesto que no. Y no volverá a suceder.
—Claro que no, Leónidas y a está muerto —intervino Anácrites. Su sentido del
humor era infantil.
Intenté olvidarme de mi compañero, lo cual era siempre lo mejor que podía
hacerse con él salvo cuando alquiló a unos matones y fue visto escribiendo mi
nombre en un pergamino. En esa ocasión sí que lo vigilé muy de cerca.
—Buxo no se ha mostrado nada cooperativo, Calíopo. Quería que me diera
algunas ideas sobre cómo pudieron matar al león y luego devolverlo a su jaula
sin que nadie lo notara.
—Hablaré con Buxo —dijo Calíopo, incómodo—. Deje este asunto en mis
manos, por favor, Falco. No comprendo por qué tiene que meterse en esto. —A
sus espaldas Anácrites asintió enérgicamente con la cabeza.
Le lancé la mirada propia de un peligroso interventor.
—Siempre nos interesamos por cualquier cosa inusual que ocurra mientras
investigamos el estilo de vida de una persona.
—Tanto si parece relevante como si no —añadió Anácrites, contento de
infundir miedo en nuestro entrevistado. Al fin y al cabo, era un buen funcionario.
Calíopo nos echó una asquerosa mirada y se marchó a toda prisa.
Me senté, me quedé callado y empecé a tomar notas sobre la muerte de
Leónidas. Puse la tablilla de lado para que Anácrites tuviera que adivinar mis
garabatos.
Había trabajado solo demasiado tiempo. Había sido un hombre que había
mantenido su consejo con enfermizo sigilo. Cuando empezamos a trabajar juntos
hizo un gran esfuerzo para adaptarse al compañerismo, pero vio que le resultaba
insoportable compartir una gestión con alguien que se negaba a hablar con él.
—¿Tienes intenciones de seguir adelante con la investigación para los
censores, Falco? —Era como hacer los deberes del colegio con un hermanito
nervioso—. ¿O vas a renunciar a hacer el trabajo por el que nos pagan a cambio
de este estúpido interludio circense?
—Podría hacer ambas cosas.
No levanté los ojos de la tablilla. Cuando terminé las notas que realmente
quería tomar, le engañé haciendo complicados dibujos. Tracé tres grupos de
gladiadores en combate y unos lanistas que gesticulaban para animarlos en sus
esfuerzos. Mi rato de reflexión había terminado. Respiré hondo como si hubiera
llegado a una conclusión. Luego aplasté los garabatos con el extremo plano de la
pluma, lo cual fue una pena porque tenían cierto mérito artístico.
Después me volví hacia una pila de pergaminos que y a teníamos que haber
examinado y me pasé toda la tarde desenrollándolos y enrollándolos sin tomar
ninguna nota. Anácrites logró dejar de preguntarme qué hacia. Yo, sin ni siquiera
intentarlo, logré guardármelo para mí.
En realidad, examinaba los documentos y las listas de precios de los animales
importados por Calíopo. Antes y a habíamos visto lo que había pagado por cada
uno de ellos y las cuentas generales de las instalaciones. Todo ello tenía como
objetivo averiguar su fortuna personal. En esos momentos quería adquirir un
conocimiento más general del funcionamiento de aquel negocio. De dónde
venían las fieras. En qué cantidades y en qué condiciones. Y qué podía significar
para Calíopo comprar un león con un pedigrí inadecuado para la venatio y que
luego lo hubieran matado misteriosamente.
Casi todos los animales procedían de Oea, su ciudad natal, en la provincia de
Tripolitania. Se los mandaba un transportista habitual, que posiblemente era su
primo. Todos los envíos procedían del jardín de animales de esa ciudad, sobre el
cual Anácrites y y o teníamos nuestras dudas y que, presumiblemente, pertenecía
al « hermano» de Calíopo, el « hermano» cuy a existencia pensábamos que era
falsa. Lo cierto era que no habíamos encontrado cartas de él diciendo: « ¿Cómo
son las mujeres en Roma?» o « la semana pasada mamá tuvo otra recaída» y
mucho menos « mándame dinero» , frase muy habitual en todas las familias. Si
ese tipo existía, era muy poco fraternal por su parte no causar molestias.
Había registradas otras adquisiciones. Calíopo había comprado un oso, cinco
leopardos y un rinoceronte (que murió enseguida) de la colección particular de
un senador que se había arruinado. Idíbal tenía razón: raramente adquiría grandes
felinos, aunque durante dos años había compartido con otro lanista de nombre
Saturnino una gran partida de animales adquirida a una finca de proveedores de
animales para el circo. Por su parte, Calíopo también había hecho una extraña
adquisición de cocodrilos, llegados directamente de Egipto, pero habían sufrido
mucho durante el viaje y su rendimiento en el circo dejó mucho que desear,
porque la gente sólo consideraba realmente espectaculares los animales exóticos
del Nilo si procedían directamente de los estanques de Cleopatra. También había
aceptado una serpiente pitón, capturada en el mercado por los vigiles.
Después de una larga búsqueda, encontré los papeles de Leónidas. Calíopo lo
había comprado el año anterior, a través de un intermediario de Puteoli llamado
Cotis. El documento original estaba mezclado con otros cientos, clasificados
alfabéticamente con mucho cuidado por el contable de Calíopo, que había
aprendido tanta caligrafía que sus letras resultaban ilegibles. Por suerte, sus
números eran mucho más toscos y fáciles de leer. Lo que enseguida me intrigó
fue lo que parecía ser una nota posterior, añadida al documento original con una
mano menos cultivada que escribía con más manchas de tinta. Después de
« adquirido a Cotis» , alguien había añadido « en nombre del hijo de puta de
Saturnino» .
Bien. Cualquiera que fuese la ascendencia de Saturnino, aquel día era la
tercera vez que encontraba referencias suy as. Primero Buxo me había hablado
de él, contándome que, cuando Calíopo descubrió que, por equivocación, había
comprado una fiera devoradora de hombres, intentó vender a Leónidas a otro
lanista llamado Saturnino. Ahora resultaba que éste había sido el vendedor, de
donde se deduce que, seguramente, Calíopo quería volver a revenderlo al
hombre que lo había engañado. A todo esto siguió un período de tiempo, un año
exactamente, durante el cual habían trabajado como socios y, dada mi
experiencia con las sociedades, era fácil adivinar que había terminado con una
desagradable ruptura o una encendida discusión.
Rivalidad, ¿no?
X
A la hora de terminar, conseguí librarme de Anácrites. Caminamos juntos por el
pórtico de los barracones y enfilamos la vía hacia la ciudad. Lo perdí con la
simple excusa de que había olvidado la pluma. Mientras él se disponía a cruzar el
Tíber solo, y o perdía el tiempo en el templo de Hércules, intentando sacarle
algún chisme a un sacerdote algo bebido. No sabía quiénes eran sus vecinos. Ni
siquiera había oído los rugidos constantes de los leones que estaban a un centenar
de metros del templo, y si alguno de los bestiarios iba alguna vez al santuario a
hacer ofrendas a los dioses para conseguir un trato favorable, esos tipos perdían
el tiempo. A ese charlatán sólo le interesaba escudriñar las vísceras si éstas
llegaban en un plato con tocino y apio regadas con un buen chorro de vino.
Salí del templo. Anácrites había desaparecido. Cuando regresé al
establecimiento de Calíopo, los campos de entrenamiento estaban vacíos. A los
gladiadores también les gustaba cenar.
Entré con aire inocente y luego, al ver que no había nadie, me aposté entre
las sombras bajo la tosca pero oportuna estatua de Mercurio. Envuelto en mi
manto para protegerme del frío, me dispuse a esperar. Con las pocas horas de luz
invernal, y a había anochecido. Oía los murmullos de los gladiadores que cenaban
en el refectorio. De vez en cuando, entraba o salía un esclavo con un cubo de
agua. Alguien salió de la habitación que se hallaba bajo la oficina.
¿Quién era?
Resultaron ser dos personas, una de ellas se parecía a Idíbal, el robusto
jovenzuelo con el que había hablado por la mañana, el que se había mostrado
más abierto de todos los luchadores. Caminaba detrás de una mujer con clase, en
el sentido económico y elegante del término. Bueno, ésa era otra cuestión que a
todos los gladiadores les gustaba.
Como había anochecido y a no pude identificar su rostro aunque vislumbré un
destello de joy as sobre su generoso pecho. Por una buena razón se ocultaba tras
un velo: las mujeres ricas tenían fama de frecuentar las escuelas de gladiadores,
pero todos seguíamos fingiendo que era un escándalo que lo hiciesen. Se movía
con un suave contoneo y su porte era el de una de esas grandes y poderosas
diosas griegas que llevaban en la cabeza ciudades amuralladas en vez de lazos y
diademas. Aunque ninguno hablaba, daba la impresión de que Idíbal y su
acompañante habían tenido un intercambio de palabras fuertes antes de salir y
que, por parte de ella, como mínimo, todavía le quedaba mucho que decir.
Fue entonces cuando Calíopo salió de su oficina, situada en el piso de arriba.
Miró desde el balcón sin decir nada, pero la mujer lo vio y se alejó del
establecimiento con un señorío y dignidad, una mentira soberbia si había ido allí
para un ilícito encuentro con el joven y fornido gladiador. Vi que junto a la puerta
principal la esperaba un esclavo.
No había ningún lanista que alentase aquellos asuntos. Bueno, al menos
abiertamente. Los pragmáticos sabían muy bien que los regalos de las mujeres
ricas estimulaban a los luchadores, pero no decían nada. Además, a las damas
pudientes les encantaba un poco ir de incógnito. Fueran allí cuales fuesen las
normas oficiales, Idíbal (si es que era él), sin saludar a su amo, agachó la cabeza
y se dirigió al refectorio donde sus compañeros cenaban animadamente.
Calíopo lo observó con los brazos apoy ados en la baranda. Bajó las escaleras,
cruzó el patio y se dirigió a la zona de los animales caminando a buen paso.
Advertí que llevaba un manto doblado sobre el hombro. Para el propietario del
establecimiento había llegado el momento de volver a casa. Mejor para mí.
Pensaba que tendría que quedarme allí toda la noche pasando frío.
Permaneció dentro unos instantes y salió con Buxo y un par de esclavos más.
Calíopo despidió a estos dos, que echaron a correr hacia los barracones con la
esperanza de que los gladiadores les hubieran dejado algún bocado. Calíopo cerró
el jardín zoológico y luego, acompañado de Buxo, volvió a la oficina, que
también estaba cerrada. El lanista se colgó un voluminoso llavero en el cinturón
y, en vez de marcharse por la entrada principal, como y o esperaba, me dio un
desagradable susto: Buxo y él caminaban hacia mí.
Al verlo, me escondí detrás de la peana y esperé lo que creí que iba a ser un
descubrimiento inevitable. A mis espaldas había una columnata, por delante la
hilera de barracas donde dormían los bestiarios, pero si retrocedía para ponerme
a cubierto me verían. Escapar a aquel encuentro era imposible. Tan pronto como
llegasen a mi altura, y o sería como una virgen en manos de un melonero. Me
dispuse a salir y dar cualquier excusa razonable que explicase por qué seguía allí
todavía. Sin embargo, el lento paso que llevaban me hizo cambiar de opinión. Me
aplasté contra la rugosa peana y contuve el aliento.
Llegaron junto a mí, sólo nos separaba la estatua. En esto que oigo unos pasos
apagados: botas de cuero sobre madera, no sobre tierra batida; además, un sonido
metálico y un pequeño ruido sordo. Dos pasos más. Para mi asombro, oigo que
Calíopo y Buxo se alejan. Cuando los latidos de mi corazón se normalizaron, me
atreví a asomar la cabeza. Estaban de espaldas a mí y se dirigían hacia el pórtico.
Entonces divisé un gran carruaje que los esperaba fuera, en la vía Portuense.
Calíopo se despidió y se marchó. Buxo regresó silbando hacia el comedor.
Me quedé quieto hasta que recobré la serenidad. Me arrastré alrededor de la
estatua hasta ponerme de pie frente al Mercurio de ojos serenos, con sus
sandalias aladas y su inoportuna desnudez estando como estábamos en el mes de
diciembre. Me miró desde lo alto, intentando fingir que no se sentía como un
idiota mostrando sus vergüenzas a los gorriones del lugar y una corona de laurel
y flores en su sombrero de viaje. Ante la estatua, un par de escalones de madera
daban acceso al dios a todo el que quisiera renovar sus laureles.
Bajé los escalones en silencio. Le pedí disculpas entre susurros y como y o
sospechaba, algún depravado le había clavado un clavo en la cabeza, detrás de la
oreja izquierda. Qué manera de tratar a un hombre, y mucho más siendo un
mensajero de los dioses. Del clavo colgaba una sola llave. La dejé allí. Acababa
de descubrir dónde estaba la copia de la llave para casos de emergencia, aunque,
probablemente, eso lo sabía toda Roma.
Hice lo mismo que Calíopo: marcharme a casa, pero, a diferencia de él, mis
ganancias eran módicas. No tenía un carro que me pasara a recoger. Regresé
caminando: para los informadores es una manera ideal de pensar.
Sobre todo en nuestras compañeras y en nuestras cenas.
XI
Mi apartamento estaba lleno de gente. La may oría venía a molestarme, pero es
deber del buen romano estar en casa, accesible a aquellos que acudan a
halagarle a uno. Naturalmente, quería que mi hija creciera en el aprecio de las
costumbres sociales que regían en nuestra gran urbe desde los tiempos de la
República. De todos modos, como Julia Junila apenas había cumplido siete
meses, su único interés por el momento era aplicar su dominio del gateo en salir
al rellano a toda la velocidad que podía y lanzarse a la calle, tres metros más
abajo. Logré agarrarla en el mismo instante en que llegaba al borde, me dejé
encantar por su súbita y radiante sonrisa de reconocimiento y entré otra vez en el
piso para decir al resto de los presentes que y a podían marcharse.
Como de costumbre, no sirvió de nada.
Mi hermana May a, que estaba en buenas relaciones con Helena, había
venido de visita. Cuando entré en el apartamento, ella emitió un sonoro gruñido,
agarró la capa y pasó ante mí, camino de la puerta, con un gesto que indicaba
bien a las claras que mi llegada había estropeado la atmósfera de felicidad que
reinaba allí. May a tenía familia y, por tanto, también debía de tener cosas que
hacer. A mí me caía muy bien y ella, normalmente, sabía fingir que me toleraba.
Al venir hacia mí tuve ocasión de observar que detrás de ella iba una figura
menuda y hosca, envuelta en cinco capas de una larga túnica de lana, que me
miraba como la propia Medusa lo haría a quienes pasaban cerca de ella, antes de
convertirlos en piedra. Era nuestra madre. Imaginé que estaría acompañada por
Anácrites.
Helena, cuy o rostro aún dejaba entrever un momento anterior de pánico al
darse cuenta de que Julia había vuelto a escaparse, vio que y o había llegado a
tiempo de rescatar a nuestra pequeña. Recuperada del susto, hizo un cortante
comentario acerca de Catón el Viejo, que siempre volvía a su casa procedente
del Senado a tiempo de asistir al baño de su hijo. Me felicité de haber optado por
una mujer capaz de criticarme con alusiones literarias en vez de haber escogido
alguna tonta de pechos grandes pero sin el menor sentido de las curiosidades
históricas. A continuación, comenté que si alguna vez me hacían senador, me
aseguraría de seguir el brillante ejemplo de Catón pero que, mientras continuara
en la zona más dura de la vía Sacra, tendría que dedicar el tiempo a ganarme la
vida.
—Hablando de ganar… —intervino mi madre—, me alegro de verte trabajar
con Anácrites. Es la persona más indicada para meterte en cintura.
—Nadie se puede comparar con él en talento, madre. —Mi socio era un mal
bicho, pero no quise pasarme la cena discutiendo. Anácrites siempre había sido
un mal bicho y ahora también estaba creando mal ambiente en mi vida
doméstica. De hecho, vi que ocupaba mi asiento favorito. No sería por mucho
tiempo, me prometí—. ¿Qué haces aquí, socio? Das la impresión de un bebé
mocoso que llevara todo el día al cuidado de su tía y tuviera que esperar a que
volviera su madre para llevárselo de vuelta a casa…
—Te perdí de vista no sé dónde, Falco.
—Exacto; has dejado que te diera esquinazo —repliqué con una sonrisa.
Anácrites se molestó al verme bromear sobre aquello.
—Todos nos estábamos preguntando dónde te habrías metido —dijo mamá
con una sonrisa—. Anácrites nos dijo que prácticamente y a habías terminado el
trabajo.
Era evidente que mi madre pensaba que me había quitado de encima a
Anácrites para emplear mi tiempo y mi dinero en alguna taberna, aunque tenía
el tacto suficiente para no decirlo delante de Helena. De hecho, Helena era
perfectamente capaz de llegar a la misma conclusión y exigir un juramento ante
el altar de Zeus en Olimpia (sí, con el viaje de ida y vuelta a Grecia incluido)
para cambiar de idea.
—Si Anácrites dijo eso, estoy seguro de que así lo cree sinceramente. —Con
la niña en brazos todavía, agité la mano libre—. Pero había un detalle que quería
investigar.
—¡Oh! —Anácrites, siempre pendiente de si y o le ocultaba algún secreto,
inició una protesta, indignado—. ¿De qué se trata, Falco?
Eché una ojeada a mi alrededor, me toqué la nariz tamborileando con las
y emas de los dedos y musité:
—Cuestión de Estado. Mañana te lo contaré.
Anácrites sabía que me proponía olvidarme de cumplirlo.
—Aquí no es preciso que guardes ningún secreto —masculló mi madre con
aire de suficiencia.
Respondí que eso sería y o quien lo decidiera y ella me amenazó con la tabla
de cortar.
La razón de que mi madre tuviera aquel utensilio de cocina (que conseguí
esquivar) en las manos era que consideraba a Helena Justina demasiado noble
para preparar unas coles. No me interpretéis mal: a mi madre, Helena le caía
muy bien. Pero si ella estaba allí, ella se ocuparía de cortar las verduras.
Anácrites, en calidad de inquilino de mi madre, supuso obviamente que
aquello significaba que se quedaban a cenar con nosotros. Yo dejé que siguiera
haciéndose ilusiones.
Ahora que había vuelto a casa, a lo que presuntamente era mi lugar como
cabeza de familia, mi madre se apresuró a terminar el trabajo y se preparó para
marcharse. Me cogió la niña de los brazos con aire de arrancar a la pequeña de
las zarpas de un pájaro de mal agüero, le dio un beso de despedida y la entregó a
Helena para que estuviese mejor atendida. Le habíamos propuesto que se
quedara a cenar, pero, como de costumbre, prefirió dejarnos a solas por razones
románticas (aunque, por supuesto, el hecho de hacerlo tan evidentemente echaba
por tierra cuanto de romántico pudiera tener el momento). Tomé por el codo a
Anácrites y, sin que lo tomara como un gesto de rudeza, lo insté a que se
incorporase del asiento.
—Gracias por escoltar a mi madre hasta su casa, socio.
—No hay problema —musitó él a duras penas—. Bien, ¿has seguido
investigando por tu cuenta el asunto del león?
—Ni se me ha pasado por la cabeza —mentí.
Tan pronto como despedí a mi madre, cerré bruscamente la puerta del
apartamento. Helena, más tolerante que mi madre, esperó a que y o viera el
momento oportuno para contarle dónde había estado. Me permitió reafirmar mi
autoridad y me dejó asaltarla con intenciones libidinosas durante unos momentos,
hacerle cosquillas a Julia hasta que la pequeña se puso histérica y, finalmente,
buscar algún bocado con que entretener el hambre hasta que estuvo listo un plato
más sustancioso.
Anácrites se había cuidado de dar su opinión a Helena sobre nuestros
progresos en el trabajo del censo, a la que había añadido una particular
descripción de mi actuación con Leónidas. Aproveché el momento para contarle
la parte que no había querido contar a mi socio.
—El asunto huele mal. Está muy claro que el lanista intenta evitar que y o
meta la nariz en…
Helena me interrumpió con una risilla picarona.
—¡Anácrites no sabe que ése es el mejor modo de asegurarse de que te
intereses por algo!
—Tú me conoces.
—A fondo.
Con un encogimiento de hombros, apartó de mi alcance un cuenco de frutos
secos para evitar que me atiborrara antes de la cena. Después, también ella picó
unas avellanas. Me encantaba observar cómo aquella muchacha tan remilgada
en tantas cosas dejaba traslucir su buen apetito. Mientras Helena se preguntaba
qué pasaría por mi cabeza, sus grandes ojos negros se clavaron en los míos con
aire sereno, al tiempo que se alisaba la falda sobre las rodillas con gesto preciso y
dedos firmes; después abrió un pistacho.
—¿Te parezco demasiado testarudo en este asunto, querida? —Alargué la
mano hacia el cuenco, pero ella se volvió en redondo en su taburete y me
impidió llegar a los frutos secos—. Hay un león que ha sido robado de su jaula, al
parecer sin que emitiera un rugido. O, si lo hubo, sin que nadie lo oy era, aunque
su cuidador y un puñado de gladiadores dormían a apenas unos pasos. Al león lo
han matado en otra parte, no sé por qué, y después ha sido devuelto a su jaula y
encerrado.
—¿Para que pareciera que no había salido de ella?
—Eso parece. ¿No te pica la curiosidad esta historia?
—Desde luego que sí, Marco.
—El cuidador miente. Probablemente alguien se lo ha ordenado.
—Eso también resulta extraño.
—Y los gladiadores mantienen la boca cerrada.
Helena me observó con sus grandes ojos. Su mirada me decía que estaba tan
interesada por el misterio en sí como por captar qué significaba para mí.
—Veo que el asunto te inquieta, querido.
—Sí, detesto los secretos.
—¿Y? —Helena sabía que había algo más.
—Bueno, quizás estoy demasiado excitado…
—¿Tú? —dijo ella, burlona—. ¿Cómo es eso, Marco?
—Me pregunto si es mera coincidencia que esto hay a sucedido en el
momento en que estoy haciendo indagaciones en el lugar.
—¿Qué podría haber detrás? —inquirió Helena con interés.
—Ese león muerto era el escogido para ejecutar a Turio. Y como fui y o
quien le echó el guante… —Le conté lo que de verdad sospechaba; era algo que
nunca podría mencionar a Anácrites—. Me pregunto si alguien me la tendrá
jurada…
Helena podría haberse burlado de mi, o haberse reído de mis sospechas, y no
se lo habría reprochado. En lugar de eso, me escuchó con calma y, como
esperaba, no hizo el menor intento de tranquilizarme ni de seguirme la corriente.
Se limitó a declarar que era un idiota y, cuando reflexioné sobre ello, le di la
razón.
—¿Y ahora podemos cenar y a?
—Todavía no —respondió ella con firmeza—. En primer lugar, vas a ser un
buen romano como Catón el Viejo y vas a asistir al baño de tu hija.
XII
No disponíamos de agua corriente en la casa. Como la may oría de romanos,
ocupábamos un piso en un edificio cuy a fuente más cercana estaba en la otra
calle, al doblar la esquina. Para nuestras abluciones diarias acudíamos a los baños
públicos. Había muchos, eran lugares para relacionarse y, en muchos casos, eran
gratuitos. En las partes más lujosas del Aventino había grandes mansiones
aisladas con sus propias termas privadas, pero en nuestro barrio, una zona
humilde, teníamos un largo tray ecto con la estrigila y el frasco de los ungüentos.
Nuestra calle tenía por nombre Plaza de la Fuente, pero sólo se trataba de una
broma burocrática.
En la acera de enfrente, en el enorme bloque lúgubre en el que residí en otra
época, estaba la lavandería de Lenia, que poseía un pozo bastante irregular. Su
agua poco clara solía ser accesible en invierno y en las hogueras del patio trasero
había siempre calderos llenos. Como se suponía que y o estaba ay udando a Lenia
a arreglar el divorcio, me sentía autorizado a usar el agua caliente que quedaba
cuando la lavandería cerraba sus puertas por la noche. Lenia y a llevaba un año
casada y apenas había pasado una quincena de convivencia con su marido, por lo
cual, de acuerdo con las costumbres locales, y a era hora de quitarse de encima a
semejante pelma.
Lenia estaba casada con Esmaracto, el casero más apestoso, codicioso y
despiadado de todo el Aventino. Su unión, que todos sus amigos habían reprobado
desde el momento en que Lenia la anunciara, se fundamentaba en la mutua
esperanza de los contray entes de quedarse con las propiedades del otro. La noche
de bodas acabó con el lecho nupcial en llamas, el marido en la cárcel acusado de
provocar el incendio, Lenia en un estado de histeria incontenible y todos los
demás asistentes, ebrios hasta la inconsciencia. Había sido una ocasión
memorable, según insistían en recordar los invitados a la boda cuando, tiempo
después, veían a la desgraciada pareja. Pero ésta nunca agradecía tales
comentarios.
Su curioso comienzo debería haber proporcionado años de historias
nostálgicas que contar en las fiestas Saturnales, alrededor del fuego. Bien, tal vez
no alrededor del fuego, precisamente, y a que Esmaracto había quedado bastante
atemorizado por su aventura en la cama en llamas; en torno a una mesa
animada, con los pábilos de las lámparas bien cuidados y cortados, tal vez. Pero
desde la noche en que los vigiles los habían rescatado, la pareja había descendido
a un infierno del cual nadie podía salvarlos. Esmaracto había vuelto de la cárcel
con un humor de perros; Lenia fingió que no tenía idea de por qué estaba tan
violento y desagradable; él la acusó de prender fuego a la cama deliberadamente
con el propósito de meter mano en una gran herencia si lo mataba; ella replicó
que ojalá lo hubiera hecho, incluso sin herencia de por medio. Esmaracto hizo
algún débil intento por reclamar derechos sobre la lavandería (el único comercio
que se había olvidado de adquirir en nuestro distrito); luego, robó todo lo que pudo
allí y huy ó a su propio apartamento mugriento. Ahora, la pareja estaba en
proceso de divorcio. Llevaban y a doce meses hablando del tema sin el menor
progreso, pero estas cosas eran típicas del Aventino.
Encontramos a Lenia en su oficina, donde el moho, estimulado por el vapor
de la lavandería, recubría los muros de una pátina siniestra. Cuando nos oy ó, se
dirigió a la puerta tambaleándose. Parecía apagada, lo cual significaba que aún
no estaba lo bastante bebida como para afrontar el resto de la jornada o que
había empinado tanto el codo que se había intoxicado. Cuando asomó a la entrada
del negocio sus cabellos, de un tono rojo inusual, producto de violentas sustancias
desconocidas para la may or parte de los vendedores de cosméticos, pendían en
mechones revueltos a ambos lados de su cara pálida, de ojos lacrimógenos.
Mientras Helena pasaba delante de mi para acercarse a los lavaderos llenos
de agua todavía tibia, me interpuse en el camino de Lenia con un comentario que
le impidió ir tras mi compañera.
—Hola, Lenia. He visto que tu fogoso amante ronda por aquí…
—Falco, cuando baje ese cabronazo, sal a su paso y oblígalo a hablar de mi
pensión.
—Llámame cuando lo oigas llegar y haré otro intento de razonar con él.
—¿Razonar? ¡No me hagas reír, Falco! Limítate a echarle un lazo al cuello y
a tirar fuerte de él; y o sostendré el acuerdo para que lo firme. Cuando lo hay a
hecho, puedes acabar de estrangularlo.
Lenia hablaba en serio.
Esmaracto debía de estar cobrando alquileres a sus indefensos inquilinos. Así
lo indicaban los gritos airados que se oían escaleras arriba y también el hecho de
que las dos estrellas en decadencia de su equipo de matones, Rodan y Asiaco,
estaban tumbados en el pórtico de entrada de la lavandería con un pellejo de vino
al lado. Esmaracto dirigía lo que llamaba una escuela de gladiadores y aquellos
dos ejemplares borrachos como cubas formaban parte de ella. El hombre los
llevaba consigo como protección personal. Me refiero a que así protegía al resto
de la gente de lo que pudiera ocurrírsele hacer a aquel par de idiotas si los dejaba
actuar por su cuenta. No era preciso arrastrar a Rodan y a Asiaco hasta el sexto
piso de aquellos edificios de apartamentos en alquiler, porque Esmaracto era
perfectamente capaz de forzar a sus deudores a vaciar los bolsillos cuando los
encontraba. Pero a mi no me asustaba; ni él, ni sus matones.
Bañar a Julia me correspondía a mí (de ahí las alusiones a Catón el Viejo y la
hora avanzada a la que me había escabullido de casa).
—Quiero que crezca conociendo a su padre —dijo Helena.
—¿Para asegurarte de que sabrá con quién debe ser desagradable y
desafiante?
—Sí, y para que sepa que todo es culpa tuy a. No quiero que nunca digas: « su
madre la educó y la estropeó» .
—Es una niña brillante. Seguro que sabe estropearse sola.
Tardé, al menos, el doble en bañar a la niña de lo que tardó Helena en lavar
sus pequeñas túnicas en otro de los calderos. Helena desapareció, quizá para
consolar a Lenia, aunque esperé a que volviera a casa a preparar la cena. Me
dejó allí para que una vez más intentara inútilmente interesar a Julia en el barco
que había tallado para ella, pero la pequeña dedicaba toda su atención a su
juguete favorito, el rallador de queso. Teníamos que bajar con él si queríamos
ahorrarnos gritos y lloros. La niña había perfeccionado el arte de chapotear con
él en el agua sin propósito aparente, pero con gran habilidad para dejar
empapado a su padre.
El rallador de queso tenía una historia curiosa. Lo había cogido del almacén
de mi padre pensando que era un objeto normal y corriente, producto de una
liquidación de mobiliario. Cuando, un buen día, mi padre lo vio en nuestra casa,
me confió que procedía de una tumba etrusca. Como de costumbre, no quedó
claro si el ladrón de tumbas había sido él mismo o no. Mi padre calculaba que el
objeto tenía quinientos años de antigüedad, más o menos. A pesar de ello,
funcionaba perfectamente.
Cuando terminé de secar y de vestir a Julia, me sequé y o. Me encontraba
cansadísimo, pero estaba claro que no iba a tener un momento de calma, pues,
cuando tuve a la inquieta chiquilla bajo mi capa y recogí todos sus accesorios,
encontré a Helena Justina, mi supuestamente refinada prometida, apoy ada en
uno de los pilares del pórtico exterior; donde se arreglaba la estola en torno a los
hombros y se arriesgaba a sufrir un grave asalto, pues hablaba con Rodan y
Asiaco.
La repulsiva pareja se movía con cierta agitación. Eran tipos mal alimentados
y enfermizos, a quienes la mezquindad de Esmaracto mantenía a dieta, con
raciones escasas. Esmaracto era su amo desde hacía años. Los dos eran esclavos,
por supuesto, un par de pálidos sacos con faldas cortas de cuero y brazos
envueltos en sucios vendajes para darles aspecto de hombres duros. Esmaracto
aún fingía que los entrenaba en su destartalado local, pero éste no era más que
una tapadera y su dueño no se atrevía nunca a sacarlos a la arena, sobre todo
porque ambos eran combatientes demasiado sucios para el gusto del público.
En las paredes del local en concreto no había mensajes garabateados por
muchachas refinadas ansiosas de amor; ni por damas cargadas de oro que
detuvieran su palanquín en la esquina disimuladamente, y se colaran en el
interior con regalos para el luchador del mes. Así pues, Rodan y Asiaco debían
de haberse sobresaltado cuando les dirigió la palabra Helena Justina, conocida en
el barrio como la distinguida pareja de Didio Falco, la chica que había
descendido dos peldaños en el rango social para vivir conmigo. La may oría de
los vecinos de la zona pobre del Aventino todavía se preguntaban dónde habría
comprado y o el potente bebedizo con el que la había hechizado. A veces, en
plena noche, me despertaba bañado en sudor y y o mismo me lo preguntaba.
—¿Cómo anda el mundo de los gladiadores? —acababa de inquirir Helena
con la misma calma que si hablara con un amigo pretoriano de su padre y se
interesara por los progresos de su último caso judicial en la basílica Julia.
Los abotargados veteranos del circo tardaron unos minutos en interpretar la
culta disertación de Helena, pero mucho menos en componer una respuesta:
—Apesta.
—Sí, apesta de mala manera.
Para tratarse de ellos, era una contestación muy elaborada.
—¡Ah! —replicó Helena, prudente. El hecho de que no pareciera tenerles
miedo los ponía nerviosos. Y a mí, también—. Vosotros trabajáis para
Esmaracto, ¿verdad?
Helena aún no podía verme acechando en las sombras, angustiado y sin saber
cómo protegerla si la repugnante pareja se incorporaba y se ponía en acción.
Aquellos dos tipos eran problemáticos. Siempre lo habían sido. En el pasado me
habían zarandeado varias veces para hacerme pagar el alquiler; y entonces era
más joven y no estaba impedido de responder adecuadamente, como sucedía en
esta ocasión, en que tenía a la pequeña en brazos.
—Nos trata peor que a perros —refunfuñó Rodan. Este era el de la nariz rota.
Un inquilino le había estrellado un mazo en la cara cuando Rodan intentaba evitar
que huy era al amparo de la noche. Probablemente, cualquier inquilino
desesperado que entreviese una manera de escapar de Esmaracto lucharía a
brazo partido por conseguirlo.
—Pobres…
—Pero sigue siendo mejor eso que ser informador —se mofó Asiaco, el más
tosco, el de la piel picada de viruelas.
—Casi cualquier profesión lo es —Helena sonrió.
—¿Y qué haces tú viviendo con uno de ellos?
A los dos hombres los roía la curiosidad.
—Falco me contó cuatro fábulas; y a sabéis cómo habla. Me hace reír.
—¡Sí, es un pay aso!
—Me gusta cuidar de él. Además, ahora tenemos una hija.
—Todos pensábamos que andaba tras tu dinero.
—Sí, supongo que es eso. —Quizás Helena y a había adivinado que y o estaba
escuchando. Era terrible cuando bromeaba—. Hablando de dinero, supongo que
Esmaracto espera sacar algo del nuevo proy ecto del emperador, ¿no?
—¿De ese lugar nuevo?
—Sí, del circo que construy en al final del Foro, donde Nerón tenía su lago.
Anfiteatro Flavio lo llaman. ¿No proporcionará buenas oportunidades, cuando se
abra? Imagino que se celebrará una gran ceremonia de apertura; probablemente
durará semanas, con exhibiciones regulares de gladiadores… y animales,
supongo.
—Sería un auténtico espectáculo —replicó Asiaco, tratando de impresionarla.
—Y muy provechoso para la gente de vuestro oficio.
—Bueno, Esmaracto piensa que lo contratarán, ¡pero anda listo si se lo cree!
—dijo Asiaco con una risa burlona—. Allí querrán actuaciones de categoría.
Además, los grandes agentes tendrán todos los contratos listos mucho antes.
—¿Ya están moviéndose?
—Desde luego.
—¿Habrá mucha competencia?
—Y seguro que van a cuchillo.
—¿Quiénes son los grandes agentes?
—Saturnino, Hanno… Pero Esmaracto, no. ¡No tiene ninguna posibilidad!
—De todos modos, debería haber mucho beneficio a repartir… ¿O pensáis
que las cosas pueden ponerse feas?
—Es probable —asintió Rodan.
—¿Eso es una mera suposición, o estás seguro de lo que dices?
—Lo sabemos de buena tinta.
Helena fingió asombro ante las confidencias que escuchaba.
—¿Han empezado y a los problemas?
—Ya lo creo —dijo Rodan, ufano como un celta bebedor de cerveza—. Entre
los lanistas de luchadores no los hay apenas. El suministro de hombres es un
negocio que no conlleva muchas dificultades, aunque hay que entrenarlos, por
supuesto. —No se olvidó de añadir cómo él y su repulsivo compañero fueron
expertos con talento, y no meros brutos—. Pero corre la voz de que habrá una
gran venatio con tantos felinos como puedan conseguir los organizadores, y
prometen miles. Eso ha hecho que los importadores se pongan en acción
inmediatamente.
Helena siguió:
—Será un edificio maravilloso, así que supongo que lo inaugurarán con el
debido boato. ¿Y los importadores temen no poder cubrir la demanda?
—Mejor, cada uno teme que los otros sí puedan y él quede fuera del negocio.
¡Todos quieren sacar un buen bocado! —Rodan soltó una ronca carcajada y rodó
por el suelo, encantado con su agudeza—. Un buen bocado, ¡ja, ja…!
Asiaco dio muestras de una superior inteligencia y arreó un codazo a su
compañero en una muestra de desagrado ante una broma tan tonta. Los dos
quedaron aún más repantigados en el pavimento mientras Helena, cortés,
retrocedía un paso para dejarles más espacio.
—¿Y en qué andan metidos los importadores en este momento? —preguntó,
fingiendo que no hacían más que chismorrear—. ¿Habéis oído alguna historia?
—¡Uf!, hay muchas —le aseguró Asiaco, lo cual significaba que no había
oído nada concreto.
—Se denigran unos a otros —apuntó Rodan.
—Es que hacen jugadas sucias —añadió Asiaco.
—¿Cómo robarse animales unos a otros, por ejemplo? —les preguntó Helena
en tono inocente.
—Apuesto a que lo harían si se les ocurriese —sentenció Rodan—. La
may oría son demasiado duros de mollera como para tener tal idea. Además,
nadie querría vérselas con un león rugiente, ¿verdad?
—Hoy Falco ha visto algo muy raro —decidió confesar Helena—. Cree que
puede haber habido algún truco sucio con un león.
—Ese Falco es un idiota.
Decidí que era momento de moverme y dejarme ver; antes de que Helena
escuchase algo más de lo que una hija de senador bien educada no debe saber.
XIII
Helena me quitó de los brazos a la niña con gesto recatado mientras los dos
matones se incorporaban entre risas estentóreas.
—Hola, Falco. Cuidado, Esmaracto te busca.
Los dos habían recuperado cierta animación tan pronto hice acto de presencia
para buscarme problemas.
—Olvídalo —repliqué y dirigí una mirada severa a Helena para que
mantuviera la compostura—. Esmaracto ha dejado de acosarme. Me prometió
que pasaría un año sin pagarle el alquiler cuando le salvé la vida en el incendio de
la boda.
—Ponte al día —soltó Rodan con una voz que más parecía un gorjeo—. La
boda fue hace un año, y Esmaracto ha comprobado que y a le debes los dos
últimos meses.
Emití un suspiro.
Helena me dirigió una mirada con la que me daba a entender que
discutiríamos en casa de qué parte de nuestro apretado presupuesto sacaríamos el
dinero. Como el alquiler en cuestión era el de mi antiguo apartamento, que en
aquel momento ocupaba mi desacreditado amigo Petronio, Helena suponía que
él debería contribuir a pagarlo. Pero la vida de Petronio estaba tan liada, en
aquellos momentos, que y o prefería no molestarlo. Hice un guiño a Helena, que
ella interpretó correctamente, y luego la animé a que se adelantara y empezase
a preparar las sartenes para hacer la cena.
—No frías el pescado. Ya me encargaré y o de eso —le ordené, afirmando
mis derechos de cocinero.
—Entonces, no te quedes mucho rato de chismorreo; tengo hambre —replicó
ella, como si el retraso en la cena fuera culpa mía exclusivamente.
La observé mientras cruzaba la calzada; tenía una figura que hacía babear a
los dos gladiadores y caminaba con más confianza de la que debería haber
mostrado. A continuación vi la silueta retozona de Nux, nuestra perra, que salía de
entre las sombras al pie de la escalera y acompañaba a Helena a casa.
No tenía la menor intención de presionar a Rodan y a Asiaco para
sonsacarles más información, pero había prometido hablar con Esmaracto
respecto al divorcio de Lenia, así que aproveché que el casero bajaba (y era
evidente que bajaba, y a que su descenso iba seguido de insultos y gritos de
desprecio cada vez más sonoros por parte de los inquilinos) y que sus
guardaespaldas ocultaban el pellejo de vino para evitar que el amo lo reventara y
se incorporaron a la comitiva arrastrando los pies.
Lancé un grito a Esmaracto. Como esperaba, la satisfacción de anunciarme
que el periodo de alquiler gratis había concluido lo llevó a apresurarse escaleras
abajo.
Tras salvar los peldaños de dos zancadas con una bota de vino ceñida a la
cintura, se tambaleó torpemente al llegar al nivel del suelo.
—Ándate con cuidado con eso —le advertí con tono desabrido—. Esos
escalones están deshaciéndose y el casero tendrá que vérselas con una buena
reclamación por daños y perjuicios si alguien se rompe el cuello.
—Espero que ese alguien seas tú, Falco. Pagaría con gusto la indemnización.
—Me alegra comprobar que las relaciones entre nosotros son tan amistosas
como siempre. Por cierto, me sorprende que no hay as vuelto a reclamarme el
alquiler. Eres muy amable al haber ampliado el plazo de gratuidad…
Fuera de sí ante mi desvergüenza, a Esmaracto se le subió al rostro un tono
púrpura horrible y se llevó la mano a un grueso collar de oro que acostumbraba a
llevar. El casero siempre había sido dado a despreciar a sus inquilinos luciendo
grandes piezas de joy ería de dudoso gusto.
—Ese desgraciado de los vigiles que has colocado en mi apartamento del
sexto, Falco… Quiero que se vay a. No permito subarriendos.
—No, claro. Eso sólo lo permites cuando el inquilino se va de vacaciones y tú
mismo cuelas en su casa a unos sucios realquilados y cobras el doble. Deja en
paz a Petronio. Es un miembro de la familia. Sólo se quedará un corto tiempo
mientras resuelve unos asuntos con su esposa. Y, y a que hablamos de mujeres,
quiero hablarte de Lenia.
—No te metas en eso.
—Llega a un acuerdo con ella. No podéis seguir así. Los dos necesitáis
vuestra libertad. Ese lío en el que os habéis metido precisa ser resuelto y la única
manera es afrontar la situación.
—Yo y a he dejado claras mis condiciones.
—Tus condiciones son inaceptables. Lenia te ha dicho lo que quiere. Me
atrevo a confesar que ella también ha sido demasiado exigente. Me ofrezco para
un arbitraje. Intentemos alcanzar un compromiso sensato.
—Que te jodan, Falco.
—¡Siempre tan refinado! Esmaracto, esta terquedad es lo que originó la
guerra de Troy a dando pie a una década de desgracias. Piensa bien lo que te
propongo.
—Me niego. Sólo pensaré en eso el día que te pueda borrar de la lista de mis
inquilinos.
Le dirigí una mirada penetrante.
—¡Bien, en eso coincidimos! —Rodan y Asiaco empezaban a aburrirse e
hicieron su habitual ofrecimiento a Esmaracto para aplastarme como a la masa
pasada por el rodillo y convertirme en una tarta humana. Antes de que el amo
decidiera cuál de sus perros de presa me sujetaba y cuál me saltaba encima, salí
a la calle con tiempo suficiente para echar a correr hacia mi casa, pero no antes
de preguntar a Esmaracto, como si tal cosa—: Ese Calíopo, el lanista, ¿es colega
tuy o?
—No he oído hablar de él en mi vida —refunfuñó Esmaracto. En calidad de
informador, igualaba sus repulsivas cualidades de casero; era arisco como un
gato.
—Rodan y Asiaco estaban comentándome acerca de los entresijos de tu
negocio. Supongo que ese nuevo y colosal anfiteatro anuncia una época de
prosperidad a los organizadores de la venatio. Calíopo es uno de ellos. Me
sorprende que un hombre de mundo como tú no lo conozca. ¿Y qué me dices de
Saturnino?
—No lo conozco y, si supiera quién es, tampoco te lo diría.
—Generoso como siempre. —Por lo menos, aquello le hizo mostrarse
preocupado de que su insolencia, de alguna manera sutil, me hubiera abierto los
ojos—. ¿De modo que no sabías que los proveedores del circo están impacientes
con la perspectiva de hacer fortuna cuando se inaugure oficialmente el nuevo
recinto?
Esmaracto se limitó a lanzarme una mirada aviesa; y o sonreí y me despedí
con un gesto. Llegué a casa a tiempo de quitarle de las manos a Helena la sartén
del pescado antes de que los boquerones se pegaran.
Mi compañera esperaba que la reprendiese por hablar con tipos peligrosos,
pero a mí me disgustan las discusiones a menos que tenga buenas razones para
llevar la voz cantante y salir victorioso, de modo que evitamos el tema. Dimos
buena cuenta de los pescaditos, ninguno de los cuales era may or que una pestaña
aunque todos tenían raspa; también había una col blanca pequeña y unos cuantos
panecillos.
—Tan pronto empiecen a pagarme el trabajo del censo, vamos a permitirnos
tomar unos buenos filetes de atún.
—La col es buena, Marco.
—Si te gusta, sí.
—Recuerdo que el cocinero de mi abuela la preparaba con un pellizco de
silphium.
—El silphium y a es cosa del pasado, de los viejos tiempos de cuando las
chicas iban vírgenes al matrimonio y todos creían que el sol era el carro de fuego
de los dioses.
—Sí, hoy todo el mundo se queja de que el silphium que se puede comprar no
es silphium ni es nada comparado con lo que era. —Helena Justina tenía un
apetito insaciable por saber, aunque normalmente respondía a sus propias
preguntas rebuscando en la biblioteca de su padre. La miré de reojo. Daba la
impresión de hacerse la inocente respecto a algo—. ¿Hay alguna razón para eso,
Marco?
—No soy ningún experto. El silphium siempre fue privilegio de los ricos.
—Es una hierba, importada en forma de polvo, ¿verdad? —dijo Helena, casi
para sí—. Viene de África, ¿no?
—Ya no. —Me apoy é en los codos y la miré—. ¿A qué viene ese interés por
el silphium? —Helena parecía decidida a no soltar prenda, pero la conocía lo
suficiente como para deducir que aquello era algo más que una demostración de
conocimientos generales. Me exprimí el cerebro para conjeturar qué era y luego
declaré—: El silphium, conocido como Aliento de Cabra Pestilente por quienes no
pueden permitírselo…
—¡Eso te lo inventas tú!
—Según recuerdo, es cierto que tiene un olor intenso. El silphium venía de la
Cirenaica, sus habitantes protegían celosamente su monopolio…
—¿Se puede ver en las monedas de Cirene cuando te cuelan una en el
mercado?
—Tiene el aspecto de un puñado de cebolletas.
—A los griegos siempre les encantó, ¿verdad?
—Sí. Y nosotros, los romanos, nos permitimos imitarlos, y a que tenía que ver
con nuestro estómago, que siempre se impone a nuestro orgullo nacional. Era una
sustancia de sabor fuerte, pero los agricultores de la zona donde crecía, mal
aconsejados, dejaron que su ganado pastase en exceso en esas tierras, hasta que
la preciada cosecha desapareció. Es probable que ellos causasen gran
contrariedad a las ciudades que se ocupaban del monopolio del silphium. Cirene
hoy es una ciudad muerta. El último brote del que se tiene noticia se lo enviaron a
Nerón. Puedes imaginar lo que hizo con él.
—¿Hizo lo que pienso? —Helena abrió los ojos como platos.
—Se lo comió. ¿Y bien? ¿Qué pensabas? ¿Imaginabas alguna obscenidad
imperial con esa hierba tan preciada?
—Claro que no. Sigue.
—¿Qué puedo añadir? No aparecieron nuevos brotes. Cirene entró en pleno
declive. Los cocineros de Roma se lamentaron. Ahora importamos de Oriente
una clase de silphium inferior y los paladares exquisitos de los banquetes se
lamentan de la Edad de Oro perdida, cuando las hierbas pestilentes apestaban de
verdad.
Helena reflexionó sobre lo que acababa de decirle y filtró por su cuenta mis
exageraciones.
—Supongo que si alguien redescubriera la especia cirenaica haría una
fortuna.
—El hombre que lo encontrase se le consideraría el salvador de la
civilización.
—¿De veras, Marco?
Helena parecía entusiasmada. El corazón me dio un vuelco.
—Querida, supongo que no estarás sugiriendo que debería fletar un barco y
viajar al norte de África con una azada y un morral, ¿verdad? Prefiero mil veces
acosar a los evasores de impuestos, aunque sea como socio de Anácrites. En
cualquier caso, el censo es mucho más seguro.
—Cariño, tú sigue apretando las tuercas a los defraudadores. —Helena estaba
preocupada, decididamente preocupada; me había tolerado que levantara el plato
de la col y me bebiera la salsa de cilantro—. Mis padres han tenido carta del
joven Quinto, y a era hora. Y y o, también.
Volví a dejar el plato en la mesa de la manera más discreta posible. Quinto
Camilo Justino era el menor de los hermanos de Helena y, en aquellos
momentos, se hallaba en paradero desconocido junto a una heredera de la Bética
con la que su hermano may or se había comprometido para casarse. Justino, que
en una época había gozado del interés personal del emperador y a quien se
prometía una carrera política espectacular, era ahora un simple y malogrado
vástago senatorial sin dinero (era presumible que la heredera hubiese sido
privada de sus privilegios por sus decepcionados abuelos tan pronto éstos llegaron
a Roma para una boda que no se celebraría nunca).
Seguía sin estar claro si el hermano favorito de Helena había huido con
Claudia Rufina por verdadero amor. En caso contrario, se había metido en una
buena. Tan pronto como los dos jóvenes se esfumaron y tras reflexionar sobre lo
sucedido, todos caímos en la cuenta de que ella lo adoraba; a diferencia de
Eliano, su pesado y aburrido prometido, Justino era un muchacho atractivo, de
expresión traviesa y modales agradables. Yo tenía mis dudas sobre cuáles eran
sus verdaderos sentimientos respecto a Claudia.
Con todo, incluso si le correspondía en su devoción, se había dejado arrastrar
a una situación complicada. Había renunciado a toda esperanza de entrar en el
Senado, había ofendido a sus padres, y se había lanzado a lo que, probablemente,
se convertiría en una disputa de por vida con su hermano, cuy a reacción
vindicativa nadie podría criticar. En cuanto a mi, y o había sido tiempo atrás su
seguidor más fiel, pero incluso mi entusiasmo se atemperó paulatinamente. Y lo
había hecho por la mejor de las razones: cuando Justino se fugó con la novia rica
de su hermano, todo el mundo me culpó a mí.
—¿Y qué tal está el errante Quinto? —inquirí de su hermana—. ¿O, mejor,
debería preguntar dónde está…?
Helena me dirigió una mirada tranquilizadora. Siempre había querido mucho
a Quinto. Me dio la impresión de que la vena aventurera que la había llevado a
vivir conmigo también la hacía responder al desconcertante comportamiento de
su hermano menos escandalizada de lo que debería mostrarse. Helena lo
perdonaría. Supongo que su hermano siempre había estado seguro de que lo
haría.
—Según parece, Quinto se ha marchado a África, querido. Se le ha ocurrido
la idea de emprender la búsqueda del silphium.
Si encontraba la hierba, el joven haría tanto dinero que, sin duda, podría
rehabilitarse. De hecho, se haría tan rico que le daría igual lo que pensaran de él
los ciudadanos del imperio, incluido el propio emperador. Con todo, si bien tenía
la buena instrucción de todo hijo de senador y parecía inteligente, nunca había
visto el menor indicio de que Quinto tuviera el menor conocimiento de las
plantas.
—Mi hermano pregunta… —dijo Helena, que en aquel momento tenía la
mirada fija en el plato con una expresión contenida que me llevó a pensar que
estaba a punto de echarse a reír—: Pregunta si tú, con tus antecedentes familiares
de hortelanos y tus profundos conocimientos hortícolas, podrías enviarle una
descripción de lo que anda buscando.
XIV
—Ha sucedido algo, pero no estoy seguro de si contártelo o no —dijo Anácrites a
la mañana siguiente.
—¡Como a ti te parezca!
A Petronio Longo también le encantaba guardarse las cosas para si, aunque al
menos solía guardar silencio hasta que y o advertía los síntomas y le obligaba a
soltar lo que fuera. ¿Por qué ninguno de mis socios podía ser sincero y abierto
como y o?
Aquel día Anácrites y y o llegamos al establecimiento de Calíopo casi a la
misma hora y, un momento después, ocupamos nuestros puestos y nos
dedicamos a revisar los pergaminos del lanista como eficientes inspectores de
hacienda. No me habría sido difícil habituarme a una vida como aquélla. Saber
que cada discordancia que descubríamos en las cuentas significaría más aureae
para reconstruir el Estado me hacía sonreír de felicidad, como ciudadano y
como patriota. Y saber que me llevaba un porcentaje de cada moneda de oro
obtenida también me arrancaba una gran sonrisa.
Anácrites optó por callar. Los secretos eran una sucia herencia de sus tiempos
de espía. Continué trabajando hasta que resultó evidente que mi socio escogía
interpretar el papel de doncella tímida. Molesto, me levanté de mi asiento en
silencio y abandoné el despacho. Tan pronto como nuestros beneficios alcanzaran
una cifra razonable, encadenaría a mi socio, lo embadurnaría con mermelada de
ciruela de mi madre y lo dejaría en una terraza bien calentada por el sol cerca
de un hormiguero. La duda estaba en si lograría soportar a Anácrites hasta el
verano.
Respiré despacio para controlar mi rabia y me dirigí al local donde se
guardaban las fieras. Varios esclavos retiraban los excrementos de las jaulas
pero, al verme, dieron por supuesto que tenía derecho a entrar. Procuré no
estorbarlos en su trabajo, me abrí paso a codazos entre los avestruces de cuello
largo, que mostraban una necia curiosidad, y me dispuse a realizar un inventario
completo de los animales. En un establo, un toro de ojos adormilados babeaba
con aire pensativo; bajo un rótulo en el que se leía URO. Luego venía el nombre,
Ruta, pero y o, que había luchado en cierta ocasión con un uro salvaje en la ribera
de un río en los límites del mundo civilizado, me di cuenta de que el animal era
apenas un rumiante domesticado. Aun así, Ruta era de un buen tamaño. Lo
mismo cabía decir del oso, Borago, encadenado por una pata a un poste que el
astuto animal estaba roy endo con el propósito de liberarse. Aquellas dos fieras
podrían enfrentarse a un elefante y librar una pelea encarnizada.
Ay udé a un hombre a descargar una bala de paja. El hombre la extendió por
el establo del oso cuidando de mantenerse lejos del alcance de la zarpa y del
hocico del plantígrado; después, agitó las puntas de la horca por un hueco a ras de
suelo entre los barrotes, por el cual se alimentaba a la fiera. El objeto estaba
haciéndose pedazos después de la que debía de haber sido una vida muy violenta.
—¿Qué ha sido del comedero?
—En una época tuvimos un cocodrilo… —respondió, como si aquello lo
explicara todo.
—Por tu tono de voz se diría que no te caía bien.
—Lo aborrecía. Como todos. Gracias a los dioses, su cuidador era Lauro. El
pobre Lauro desapareció, se esfumó sin dejar rastro, y supusimos que había
terminado en las fauces del saurio.
—Si el cocodrilo acabó con Lauro, ¿quién acabó con el animal?
—Idíbal y los demás, en la venatio de los Juegos de Augusto.
Inició una sonrisa maliciosa.
—¿Idíbal es el que sabe cómo manejar la lanza?
—Perdón, ¿cómo dices, Marco?
—Lo siento, era una broma. ¿No le anda detrás ninguna mujer caprichosa?
—No sabría decirte. —Parecía sincero, pero las mentiras siempre lo parecen.
El esclavo dio la impresión de pensárselo mejor, con una expresión bastante
acerba, y añadió en un tono de voz evasivo—: ¿Quién sabe algo del misterioso
Idíbal?
Dejé pasar el comentario, pero tomé buena nota de lo que había dicho.
En esta ocasión había unos braseros encendidos para mantener calientes a los
animales; la calefacción hacía casi insoportables los olores. Me sentí incómodo
por el hedor, el calor, los gruñidos y los esporádicos ruidos de pisadas que se
arrastraban por el suelo. Advertí, al fondo del edificio, una puerta abierta que no
había explorado nunca. Nadie me detuvo cuando avancé hacia ella y me asomé.
Observé un corral cuy a pequeñez resultaba sospechosa, con un rótulo que decía
RINOCERONTE y una zona enlosada con los bordes húmedos en la que se leía
LEON MARINO. Los dos estaban vacíos. Un águila de aspecto triste se atusaba
las plumas en una percha. Y también había un león de melena negra que emitía
unos rugidos aterradores.
Por alguna razón, muerto Leónidas, lo último que esperaba ver allí era otro
gran felino. Estaba enjaulado, gracias a Júpiter. Aguanté allí donde estaba, pero al
mismo tiempo me arrepentí de la demostración de valentía. La fiera medía más
de dos pasos de longitud y los músculos de su lomo, largo y recto, se tensaban y
destensaban sin esfuerzo en su constante ir y venir. No lograba imaginar cómo
pudieron capturarlo. Parecía más joven que Leónidas y mucho más incómodo
con su encierro. Un cartel que colgaba entre los barrotes decía que se llamaba
Draco. Cuando me vio, saltó hacia adelante y, con un enorme rugido, me hizo
saber lo que me haría si tuviera ocasión para ello. Cuando me detuve frente a él,
se agitó con rabia, buscando la manera de liberarse y atacar.
Retrocedí hasta salir de la estancia. El rugido del león había atraído la
atención de los esclavos, de quien se escaparon silbidos de admiración al
observar cómo me había hecho palidecer.
—Draco parece una fiera terrible.
—Es nuevo. Acaban de desembarcarlo de Cartago. Aparecerá en la próxima
cacería.
—Algo me dice que todavía no le habéis dado de comer. De hecho, parece
tan hambriento como si no lo hubieran alimentado desde que salió de África.
Todos los esclavos sonrieron. Apunté que esperaba que la jaula resistiese.
—Bueno, más tarde vamos a trasladarlo. Normalmente, los tenemos aquí.
—¿Por qué tenéis aislado a éste? ¿Es el chico malo de la clase?
—Bien… —De pronto, las respuestas se volvieron confusas—. A todos los
animales se les cambia de lugar con frecuencia.
No había ningún comentario que añadir a lo que me decían, pero se me
despertó una clara duda. En lugar de armar un alboroto, me limité a preguntar:
—¿Leónidas también tenía un cartel con su nombre? ¿Podría quedármelo de
recuerdo, si nadie más lo quiere?
—Todo tuy o, Falco.
Cuando cambié de tema, los esclavos dieron muestras de alivio. Uno de ellos
fue a buscar el cartel y observé que fue a buscarlo a la sala interior. Intenté
recordar en qué lugar de la jaula estaba colgado el rótulo con su nombre oficial,
pero no fui capaz de recordarlo y, cuando trajeron el cartel y me lo mostraron,
no logré reconocer las desiguales letras rojas. Llegué a la conclusión de que era
la primera vez que veía aquel rótulo.
—¿Por qué lo guardáis ahí dentro en lugar de tenerlo colgado en su jaula?
—En la jaula estaba cuando la ocupaba el león.
—¿Seguro? —No hubo respuesta por parte de los esclavos—. Todas vuestras
fieras tienen nombre, ¿verdad?
—Formamos un grupo amistoso.
—Y al público le gusta poder gritar esos nombres mientras los animales se
enfrentan a la muerte, ¿no?
—En efecto.
—¿Qué ha sido de Leónidas, ahora que ha muerto?
Aquellos hombres sabían que y o tenía un interés especial por el asunto,
debido a Turio. Adivinaron que habría deducido por mi mismo que el cuerpo del
león muerto serviría de alimento barato a otros animales.
—No preguntes, Falco…
No tenía intención de meter las narices donde no debía, en un lugar donde
incluso un cuidador podía esfumarse por completo sin dejar rastro. Había oído
que un león era capaz de devorarlo a uno con botas, cinto y todo lo demás.
Incluso un león hambriento dejaría el plato limpio.
Me pregunté cuántas bajas habría habido en aquellas instalaciones. ¿Y alguna
de las víctimas habría muerto de otra forma que no fuese accidental? Aquel era
un buen lugar para deshacerse de un cadáver. ¿Era Leónidas, simplemente, el
último de la lista? Y, si era así, ¿por qué?
Con el ánimo sombrío, regresé a la oficina donde Anácrites había
experimentado uno de sus impredecibles cambios de humor. Ahora estaba
impaciente por complacerme. Para librarme de él, fingí que no reparaba en su
acogedora sonrisa y me concentré en escribir en mi tablilla hasta que no pudo
aguantar más y se incorporó de un salto para ver qué estaba haciendo.
—¡Es poesía!
—Soy poeta.
Se trataba de una vieja oda que estaba garabateando para incordiarlo, pero
Anácrites crey ó que acababa de componerla de una tirada, mientras él
observaba. Era tan fácil engañarlo que apenas merecía la pena el esfuerzo.
—Eres hombre polifacético, Falco.
—Gracias. —Aspiraba a realizar algún día una lectura formal de mis obras,
pero no pensaba confiarle tal sueño. Ya oiría suficientes pullas si invitaba a mi
familia y a mis amigos de verdad.
—¿Y has escrito esos versos ahora mismo?
—Tengo habilidad para las palabras.
—Eso nadie te lo discute, Falco.
—Ese comentario suena a insulto…
—Hablas demasiado.
—Todo el mundo me lo dice. Ahora, habla tú: antes has mencionado cierta
información nueva. Si tenemos una posibilidad de seguir actuando como socios,
tenemos que compartir las cosas. ¿Piensas soltar eso que sabes?
Anácrites quería dar la sensación de un socio serio y responsable, de modo
que se sintió obligado a contarlo:
—Anoche alguien llevó a casa de tu madre una carta en la que
presuntamente se revela quién mató a tu amigo Leónidas.
Advertí la forma cauta en la que mi socio insistía en que sólo se trataba de
« presunta» información. Tenía una lengua tan hipócrita que le hubiera dado una
patada.
—¿Y quién es el presunto autor, según la nota?
—Esta dice: « Rúmex acabó con ese león» . Interesante, ¿no?
—Interesante, si es cierto. ¿Y tenemos muchas esperanzas de saber quién es
el tal Rúmex?
—No he oído hablar de él jamás. —El jefe de los espías nunca sabía nada.
No conocía a nadie.
—¿Quién llevó la nota?
Anácrites me miró como si, por alguna perversa razón, quisiera ponerme
difíciles las cosas.
—Anácrites, sé perfectamente que mi madre finge estar sorda cuando le
conviene, pero si algún desconocido está lo bastante loco como para acercarse a
su puerta, sobre todo si lo hace después de anochecer en una noche lóbrega de
invierno… Entonces, seguro que salta y agarra al forastero sin darle tiempo ni a
parpadear. Así pues, ¿a quién le tiró de las orejas anoche?
—A un esclavo que aseguró que un desconocido le había pagado una moneda
de cobre por llevarse la tablilla.
—Sí, la historia de costumbre. ¿Tienes el nombre del esclavo?
—Fidelis.
—¡Vay a, un « hombre de confianza» …! —bromeé, haciendo un juego de
palabras—. Parece demasiado bueno para ser cierto.
—Para mí que es un seudónimo —reflexionó Anácrites, a quien siempre le
gustaba sospechar de todo.
—¿Puedes describirlo?
—Delgado, estatura inferior a la normal, tez muy oscura, barbudo y vestido
con una túnica blancuzca.
—¿No es tuerto? ¿No lleva su nombre tatuado en azul? Roma está llena de
esclavos idénticos. Por tu descripción, podría ser cualquiera entre un millón.
—Podría ser —replicó Anácrites—, pero no es así. Yo era jefe de espías,
recuerda. Lo he seguido hasta su casa.
Sorprendido ante tal iniciativa, fingí que no me impresionaba.
—Has hecho lo que debías, ni más ni menos. Y bien, ¿dónde te ha llevado esa
misteriosa pista, sabueso?
Mi socio me dedicó una mirada de inteligencia.
—Directamente aquí otra vez —fue su respuesta.
XV
Nos incorporamos al unísono y salimos a investigar el establecimiento.
Encontramos muchos esclavos, la may oría olían a establo, pero Anácrites
consiguió identificar a uno.
—¿Quieres que exijamos su entrega a Calíopo, Falco?
—Ya no eres un torturador de palacio, Anácrites. Déjalo. El tipo dirá que
ninguno de sus esclavos encaja con la descripción que le proporcionemos e
insinuará que eres un fabulador.
Anácrites puso expresión de ofendido. Era algo típico en un espía. Nosotros,
los informadores, podemos ser criticados por cualquiera pero, por lo menos,
tenemos las narices de reconocer que nuestra mala fama es terrible. Algunos
incluso admitimos, en ocasiones, que la profesión lo exige.
—¿Cuánto tiempo esperaste fuera desde que el hombre entró? —le pregunté.
—¿Esperar? —Anácrites parecía desconcertado.
—Olvídalo. —En efecto, era el espía típico. Un absoluto aficionado.
El mensajero no procedía de allí. De todos modos, si se había acercado por el
lugar para ponerse en contacto con alguien, quizá volviera.
—¿Y ahora, qué, Falco? Es preciso que interroguemos a ese Rúmex.
—Lamento mostrarme tan racional pero, para hablar con él, primero
tenemos que encontrarlo.
—¿Te inquieta que perdamos la pista?
—Alguien da por supuesto que conocemos su identidad. Así pues, si seguimos
comportándonos con toda normalidad es probable que nuestro hombre salga de
debajo de su piedra armando jaleo. En cualquier caso, fuiste tú quien dijo que
nadie nos apartaría de nuestro camino. No es preciso que nos ciñamos a ello
como corderitos, si alguien intenta darnos otra cosa en qué pensar. Volvamos al
despacho y concentrémonos en nuestro informe.
Cuando nos dimos la vuelta para hacerlo, topamos con el bestiario llamado
Idíbal.
—¿Quién es tu fabulosa admiradora? —le pregunté.
El joven cabronazo me miró a los ojos y afirmó que la mujer era su tía. Yo
también lo miré fijamente, como lo haría un informante que supusiera que aquel
cuento era más antiguo que las guerras Púnicas.
—¿Conoces a alguien llamado Rúmex? —le preguntó Anácrites acto seguido,
como por casualidad.
—¿Por qué? ¿Quién es? ¿El rascador de espaldas de tu casa de baños?
Idíbal soltó una risotada y continuó su camino.
Aprecié el cambio que se había producido en el bestiario. Parecía más duro,
como si albergase una nueva vena de amargura. Mientras el hombre se alejaba
en dirección al campo de entrenamiento, Calíopo salió de una dependencia
auxiliar y le dijo algo en un tono de voz muy agudo. Tal vez aquello lo explicaba
todo. Tal vez Calíopo había preparado a Idíbal para el asunto con su presunta tía.
Esperamos a que Calíopo se uniera a nosotros y le preguntamos por Rúmex.
—No es ninguno de mis chicos —fue su respuesta, como si pensara que nos
referíamos a un gladiador. Calíopo sabía sin duda alguna que estábamos al
corriente de que no era un miembro de su grupo; de lo contrario, el nombre de
aquel tipo aparecería en la lista de personal que el dueño nos había proporcionado
(si es que la versión que había dado a los censores se ajustaba a la verdad). Tras
su declaración, Calíopo llenó los pulmones para emprender lo que parecía un
discurso preparado—. Respecto a Leónidas, no es preciso que sigáis indagando.
He investigado lo sucedido. Algunos de los chicos estaban entrenando esa noche
y sacaron al león de la jaula por hacer una pequeña travesura. El animal creó
problemas y tuvieron que abatirlo. Como es lógico, nadie quería hacerse
responsable de ello. Sabían que me pondría furioso. Eso es todo. Es un asunto
interno. Idíbal era el cabecilla del asunto y me propongo librarme de él.
Anácrites lo miró. Por una vez, imaginé lo que se sentiría, en tiempos de
Nerón, al ser interrogado por la guardia pretoriana en las entrañas de palacio, con
la asistencia de los terribles Cuestionarios y de su imaginativa colección de
instrumentos de tortura.
—¿Un asunto interno? ¡Qué raro! —comentó Anácrites con tono gélido.
Hemos recibido más información acerca de la muerte de Leónidas y no encaja
con lo que dices. Al parecer, acabó con él ese tipo, ese tal Rúmex, ¡pero ahora
nos dices que éste no es ninguno de tus muchachos!
—Ahórrale que nos tengamos que librar de él como tú proy ectas hacerlo de
Idíbal —apunté. Plantear un destino dudoso para Rúmex fue, según se vio más
tarde, un augurio sumamente preciso.
El lanista refunfuñó y resopló unas cuantas veces; después pensó en algún
asunto urgente que requiriese su atención y su presencia.
Anácrites esperó a que estuviéramos de vuelta en el despacho y tuviéramos
la estancia para nosotros solos.
—Ahí lo tienes, Falco. Aunque no hay amos oído todo el relato, la muerte del
león y a no debe preocuparnos más.
—Como tú quieras —respondí con la sonrisa que reservo a los carniceros que
venden por frescos los filetes de la semana pasada—. De todos modos, has sido
muy amable al defender mi punto de vista mientras Calíopo mentía
descaradamente.
—Los socios deben ir juntos —me aseguró Anácrites con rapidez y soltura—.
Y ahora, terminemos de levantar la liebre de sus delitos financieros, ¿de acuerdo?
Como buen chico no levanté la vista del informe de la auditoría hasta la hora
de comer. Tan pronto como mi socio hincó el diente a uno de los guisos caseros
de mi madre y se encontró ocupado en limpiarse de salsa pringosa la delantera
de la túnica, solté una maldición y fingí que Helena se había olvidado de
ponerme un poco de pescado en escabeche para acompañar mi salchicha fría.
Opté por levantarme e ir a pedir un poco a alguien… Si Anácrites era la mitad de
espía de lo que decía, adivinaría que la mía era una excusa para quitármelo de
encima y poder interrogar a alguien más sobre el asunto del león.
Yo tenía el sincero propósito de volver a concentrarme en la auditoría más
tarde. Por desgracia, se interpusieron en el camino un par de aventurillas.
XVI
Mi cuñado Famia trabajaba —si puede decirse tal cosa— en los establos de los
caballos de tiro que utilizaba el equipo Verde. Famia y y o no teníamos nada en
común. Yo era partidario de los Azules. Una vez, muchos años atrás, Famia había
tomado una de sus pocas decisiones sensatas: la de casarse con May a. Era la
mejor de mis hermanas; su única aberración fue establecer una alianza
matrimonial con aquel tipo. Sólo Júpiter sabe cómo lograría convencerla. Famia
había convertido a May a en una trabajadora infatigable, le había engendrado
cuatro hijos sólo para demostrar que sabía para qué servía y, a continuación,
había abandonado cualquier resistencia y se había convertido en blanco fácil de
una muerte temprana a causa de la bebida. Ya debía de estar muy cerca de ese
objetivo.
Era un tipo bajo, grueso, de ojos entrecerrados y rostro florido, un zángano
malévolo, cuy o oficio consistía en administrar linimento a los caballos de
carreras. La clase de desastre en el que tenían que confiar los Verdes. Hasta los
jamelgos patizambos que tiraban de los carruajes desvencijados sabían evitar los
cuidados de Famia. Cuando lo veían acercarse, soltaban tales coces que mi
cuñado tenía suerte de no terminar castrado con su propia cuchilla de castrar
equinos. Cuando di con él, un caballo tordo de aspecto amenazador se encabritó
levantando las manos con furia salvaje en respuesta a un dulce de sésamo que
Famia insistía en darle; sin duda, el dulce estaba empapado en una dosis de
estimulante —procedente de un siniestro frasco negro de cerámica que y a había
caído al suelo de una coz en plena refriega.
Cuando me vio, Famia se apresuró a darse por vencido. El caballo lanzó un
relincho que sonó a burla.
—¿Precisas ay uda?
—¡Aparta, Falco!
Aquello me salvó de un buen mordisco en los dedos en mi pretensión de
susurrar bobadas a la oreja del semental. En cualquier caso, daba igual intentar
fingir ante Famia. Aunque consiguiera que el caballo tordo tomara su medicina,
mi cuñado se atribuiría todo el mérito.
—Quiero cierta información, Famia.
—Y y o quiero una copa. —Yo iba dispuesto a sobornarlo—. ¡Vay a, Marco,
gracias!
—Tienes que beber menos.
—Lo haré… después de este trago.
Hablar con Famia era como intentar limpiarse las orejas con una esponja.
Uno se decía que el procedimiento podía funcionar pero podía perder horas
hurgando sin conseguir penetrar apenas en el conducto auditivo.
—Parece que oigo a Petronio —dije, ceñudo.
—Buen tipo. Siempre le gusta echar otro trago.
—Pero él sabe cuándo parar.
—Quizá sepa, Falco… Pero, por lo que me han dicho, últimamente no lo
hace.
—Bien, su esposa lo dejó y se llevó a sus hijos y él estuvo a punto de perder
su empleo.
—Además, ahora vive en tu viejo apartamento, tan poco agradable; su
enamorada ha vuelto con su esposo y sus perspectivas de promoción son una
broma —dijo mi cuñado con un tono de voz irónico; sus ojos como rendijas se
hicieron casi invisibles—. Y tú eres su mejor amigo. Tienes razón. Pobre tipo, ¡no
me extraña que quiera olvidar!
—¿Has terminado, Famia?
—Ni siquiera he empezado.
—Buena retórica. —Estaba obligado a fingirme tolerante—. Escucha, tú eres
la fuente de conocimiento sobre el mundo del espectáculo. ¿Me concedes eso? —
Famia estaba demasiado ocupado en darle a la garrafa como para decir que no
—. ¿Qué se comenta de una bronca entre los importadores de fieras? Alguien me
ha dicho que todos los lanistas están muertos de impaciencia; esperan que el
nuevo anfiteatro del Foro sea una riada de oro para enfriar el vino en las mesillas
auxiliares.
—Lo único que conocen es la codicia. —Viniendo de él, su comentario era
una broma.
—¿Su rivalidad se ha agudizado? ¿Estamos en vísperas de una guerra de
preparadores?
—Siempre están así, Falco. —El vino había calentado ciertos atisbos de
inteligencia en mi cuñado. En aquel momento, casi era capaz de mantener una
conversación provechosa—. Pero sí, todos ellos calculan que el nuevo anfiteatro
significará la puesta en marcha de grandes espectáculos, y eso es cierto. La
inauguración es una buena noticia para todos. Aunque todavía no ha corrido la
menor indicación de cómo se organizará.
—¿Qué opinas tú?
No se me había escapado que Famia reventaba por contar su teoría favorita.
—Supongo que los malditos lanistas con sus fuentes de aprovisionamiento de
animales salvajes celosamente guardadas y sus grupos privados de luchadores se
van a llevar una gran sorpresa. Si quieres saber mi opinión… ¡Ah, sí, claro que
quieres…!
—Déjate de chanzas.
—Pues bien, y o apuesto a que todo será organizado y dirigido por el Estado.
—Vespasiano es un buen organizador —asentí—. Ofrece el Anfiteatro Flavio
como regalo al pueblo: el emperador magnánimo que saluda con afecto al
Senado y al pueblo de Roma, SPQR. Todos sabemos lo que supone eso. Esas
siglas significan una catástrofe oficial. Esclavos públicos, comités, control
consular…
—Vespasiano tiene dos hijos, los dos jóvenes —dijo Famia, y cortó el aire
con el pulgar para hacer hincapié en sus palabras—. Es el primer emperador de
que se tiene memoria que posee tal ventaja: viene equipado con su propio comité
de los Juegos. Ofrecerá un espectáculo espléndido al mundo… y recuerda bien lo
que te digo: todo este asunto será dirigido desde un despacho de la Casa Dorada,
bajo las órdenes de Tito y de Domiciano.
« Un proy ecto de Palacio» , me dije a mí mismo que, hasta aquel momento,
nadie había expuesto semejante plan. Quizá me resultara favorable sugerírselo a
Vespasiano. Mejor aún, se lo sugeriría a Tito César para que éste tuviera ocasión
de plantearlo de forma oficial, adelantándose a su hermano menor antes de que
Domiciano se enterase de lo que sucedía. Tito era el heredero, el sucesor. Me
gustaba la idea de granjearme su gratitud.
—Quizá tengas razón, Famia.
—Ya sé que la tengo. Van a arrebatárselo a los lanistas privados con la excusa
de que el nuevo anfiteatro es demasiado importante como para dejarlo en manos
de la empresa privada sin intervención oficial.
—¿Y supones que, una vez que se hay a instalado la organización estatal, será
permanente?
—Rotundamente, sí. —La idea de Famia de lo que debía ser un comentario
político tendía a seguir senderos trillados. Las cuatro facciones de aurigas eran
financiadas por patrocinadores privados, pero siempre se comentaba que las
gestionaba el Estado; quizá no fuera así, pero Famia y todos sus colegas habían
desarrollado prejuicios muy firmes al respecto.
—Control imperial: fieras atrapadas por las legiones y traídas a bordo de la
flota nacional; gladiadores entrenados en cuarteles al estilo militar; funcionarios
de palacio encargados de la dirección. Toda la gloria al emperador. Y todo
pagado con fondos de la cámara del tesoro de Saturno. —Musité tontamente:
—Es decir, con la plata que con duro esfuerzo he proporcionado recaudando
impuestos con el jodido censo.
Afortunadamente, Famia todavía no estaba al corriente de mi actual empleo.
Mi cuñado estaba llegando al punto de querer confiarme los problemas de su vida
privada. Supuse que eran todos culpa suy a; en cualquier caso, y o estaba del lado
de mi hermana. Interrumpí sus gemidos y le pedí si podía decirme algo de
Calíopo o, mejor aún, de Saturnino, el rival que parecía tener un papel tan
importante en la vida comercial de mi sospechoso. Famia respondió que los
importadores de animales y los preparadores de gladiadores eran desconocidos
en su ambiente, más refinado, de las carreras de caballos. A duras penas
conseguí no atragantarme de la risa.
Por casualidad, mencioné la conexión tripolitana. En esta ocasión, Famia
demostró cierto interés. Al parecer, alguno de los mejores caballos procedía de
África.
—Numidia, Libia…, todos proceden de allí, ¿verdad?
—Casi todos. Pero y o creía que los buenos caballos venían de Hispania,
Famia…
—En realidad, los mejores vienen de tierras de los malditos partos. Ese
enorme ejemplar de ahí —señaló el caballo tordo que había rechazado su
medicina— procede de Capadocia; debe de tener sangre parta o meda en su
ascendencia. Eso le convierte en un ejemplar con la potencia necesaria para tirar
de un carro incluso en las curvas y desde la parte externa del grupo. Eres el
mejor, ¿verdad, muchacho? —El caballo tordo enseñó los dientes encabritándose.
Famia decidió no darle una palmadita. Aquello le había sucedido por ser bueno
con los animales—. Después de los partos, los de Hispania y los de África están a
la misma altura, más o menos. Los caballos libios son famosos por su resistencia,
lo cual es bueno en una carrera. Nadie quiere un tronco de caballos que se coma
la barrera de salida pero que sólo aguante un breve sprint. Se necesita un equipo
que resista sin problemas siete vueltas a la pista.
—Exacto. —Conseguí no burlarme de él con un comentario del estilo de « ¿Te
refieres a uno como el que tenemos los Azules?» —. Supongo que los
importadores de caballos son la misma gente que trae los grandes felinos y
demás animales exóticos para la venatio, ¿no?
—Supones bien, Falco. Lo cual significa que conozco a un suministrador que
puede decirte lo que quieres averiguar. Sea lo que sea.
Le toleré una risita maliciosa. Era lo que uno podía esperar de la familia.
Como de costumbre, y o tampoco estaba muy seguro de qué andaba buscando en
concreto, pero le oculté a Famia mi incertidumbre y me limité a agradecerle el
ofrecimiento de presentarme a su colega. Probablemente se olvidaría de todo al
momento, de modo que no me molesté en mostrarme demasiado efusivo.
—Por cierto, ¿has oído hablar alguna vez de un tal Rúmex?
Famia me miró como si estuviese loco.
—¿Dónde has estado, Falco?
Era evidente que sabía más cosas que y o pero, antes de que pudiera
contármelas, lo detuvo a media frase un esclavo que, con los ojos casi fuera de
las órbitas, entró apresuradamente en los establos, vio a Famia y se puso a gritar:
—¡Tienes que venir conmigo enseguida! ¡Y trae una cuerda!
—¿Qué sucede?
—¡Se ha escapado un leopardo y está en el tejado de la Saepta Julia!
XVII
Famia no se molestó en buscar la cuerda. Como a la may oría de bebedores, el
vino ingerido apenas le había afectado. Estaba lo bastante sereno como para
saber que aquello no era lo mismo que cuidar caballos. Para atrapar un leopardo
se precisaría algo más que aproximarse sigilosamente con una zanahoria en la
mano y un bozal a la espalda. Los dos corrimos hacia la Saepta, pero no
necesitaba preguntar nada para saber que Famia sólo acudía para que lo vieran
allí. Esto me hizo preguntarme quién se consideraría adecuado en Roma para
afrontar aquella situación. Yo, desde luego, no. De eso estaba seguro. Yo también
iba a contemplar el espectáculo.
Cuando llegamos y vi el tamaño y la ferocidad de la fiera —un leopardo
hembra, para ser más exactos— me reafirmé en el deseo de no verme
involucrado en aquella aventura. El animal estaba tumbado en el tejado con la
gruesa cola colgando como una épsilon griega. De vez en cuando, si la multitud
que abarrotaba la calle le molestaba, daba un rugido tal que temblaba todo el
mundo. Siguiendo los hábitos típicos de las turbas romanas, aquello era
precisamente lo que la gente intentaba conseguir. Olvidándose de los leopardos
que habían visto en el circo, abriendo a dentelladas cuellos humanos y
desgarrando la carne como si tal cosa, los presentes agitaban la mano, lanzaban
gritos, permitían que sus hijos corriesen por las inmediaciones haciendo muecas
e incluso ofrecían palos de escoba intentando con los más largos azuzar a la fiera.
Alguien iba a resultar muerto. Una mirada a los ojos entrecerrados del
leopardo hembra me confirmó que la fiera estaba decidida a no ser ella.
Era un animal hermoso. A veces, el largo viaje por mar a través del Mare
Nostrum, por no hablar del estrés de la cautividad, provocaba que los felinos del
circo tuvieran un aspecto horrible. Este ejemplar estaba muy sano y en perfectas
condiciones. Tenía un pelaje moteado muy tupido y el tono muscular gozaba de
su mejor momento. Era ágil, robusto y poderoso. Cuando Famia y y o llegamos
al exterior de la Saepta, la fiera estaba tumbada e inmóvil. Levantó la cabeza y
observó a la gente como si fueran potenciales presas en la sabana. No se le
escapaba un solo movimiento, un solo respiro.
Lo más seguro era dejar a la fiera en paz, a la vista de todos. El recinto de la
Saepta Julia sólo tenía dos plantas de altura. No importaba cómo había subido, el
animal podía volver a bajar y escapar con facilidad. Todo el mundo debería
mantenerse a distancia, en silencio, hasta que acudiera algún entendido, algún
bestiario con el equipo adecuado.
En su lugar, se hizo cargo del asunto el cuerpo de vigiles, en vez de estar
limpiando las calles y contener a la gente, pero en cambio se comportaban como
un grupo de muchachos que hubieran encontrado una serpiente enroscada bajo
un pórtico y se preguntaran qué podían hacer con ella. Ante mi mirada
horrorizada, acercaron su máquina sifón y se dispusieron a administrar una
ducha fría al leopardo para asustarlo y hacerle bajar. Aquellos idiotas
pertenecían a la Séptima Cohorte, cuy a misión era patrullar el Trastévere,
siempre abarrotado de extranjeros y gente de paso. Lo único que sabían hacer
era dar palizas a los emigrantes asustados, muchos de los cuales ni siquiera sabían
latín, y que salían corriendo en lugar de quedarse a hablar de la vida y del destino
con los vigiles. La Séptima no había aprendido nunca a pensar.
El centurión que iba al mando era un patán ridículo incapaz de entender que,
si el animal se veía obligado a saltar al suelo, todos correrían a la desbandada y
estarían en grave peligro. El leopardo podía ponerse furioso. Peor aún, podía
estar perdido algunos días entre los grandes templos, los teatros y los pórticos
artísticos del Campo de Marte. La zona estaba demasiado poblada como para
darle caza y, al mismo tiempo, era demasiado abierta como para tener muchas
esperanzas de arrinconarla. Había gente por todas partes; muchos ni siquiera
sabían en el incidente que se habían metido.
Sin tiempo para discutir aquellas ideas razonables, los desgreñados miembros
de la Séptima empezaron a entretenerse con su juguete.
—Estúpidos gilipollas —masculló Famia.
La máquina antiincendios era un enorme tanque de agua transportada en un
carro. Disponía de dos pistones cilíndricos que funcionaban mediante un brazo
móvil. Cuando los vigiles accionaban el brazo —algo que hacían con energía
cuando los observaba la multitud— los pistones hacían subir un chorro de agua
que salía expedido por una boquilla central, la cual estaba dotada de una
articulación flexible que la hacía girar hasta trescientos sesenta grados.
Con más gracia de la que aplicaban a los incendios de viviendas o de
graneros, la Séptima proy ectó el chorro de agua directamente hacia la fiera. Ésta
cay ó de costado, derribada más por la sorpresa que por el chorro. Irritado, el
animal empezó a resbalar, pero se recuperó y pugnó por agarrarse a las tejas
con las zarpas bien abiertas. La Séptima siguió sus movimientos con el fino arco
del chorro de agua.
—¡Yo me largo de aquí! —murmuró Famia. Gran parte de los presentes se
acobardaron también y se dispersaron en diversas direcciones. Encima de
nosotros, el temible leopardo intentaba avanzar por el caballete del tejado. Los
vigiles dirigieron el chorro hacia allí para interceptar su avance. La fiera decidió
escapar hacia abajo y descendió un par de pasos por las tejas, con cautela, por el
lado del tejado que daba a la calle en lugar de hacerlo por el que caía al recinto
interior de la Saepta. La Séptima tardó unos segundos en ajustar el chorro a la
nueva dirección; cuando por fin acertaron de nuevo en su lomo, el animal se
decidió a saltar.
El resto de la gente que allí quedaba, se dispersó. Yo también debería haber
escapado pero, en lugar de hacerlo, agarré un taburete abandonado en la calle
por una florista, saqué el puñal de la bota y avancé hacia el lugar donde se
disponía a saltar la fiera. Se proponía alcanzar la calleja que llevaba al Panteón
de Agripa.
—¡Lárgate de aquí! —gritó el centurión, tomándome a mí como un héroe
que podía dejarlo a él con las vergüenzas al aire.
—¡Cállate y haz algo útil! —le respondí y o en el mismo tono violento—.
Distribuy e a tus hombres. Forma una barrera. Cuando la fiera salte, intentaremos
conducirla al interior de la Saepta. Si cerramos todas las puertas, al menos estará
reducida; luego se puede llamar a un especialista…
El leopardo dio un salto. Yo estaba a diez pasos de él y los espectadores más
próximos buscaron refugio entre gritos y carreras. Los vendedores callejeros
salieron huy endo con sus tenderetes, los padres cogieron en brazos a sus hijos, los
jóvenes treparon por las estatuas. La fiera miró a su alrededor y se hizo una idea
de la situación.
—¡Que todo el mundo se quede quieto! —gritó el centurión, bañado en sudor
—. Dejádnoslo a nosotros. Todo está controlado…
El animal decidió que aquel tipo le molestaba y se agazapó, pegado al suelo,
y fijó en él sus ojos oscuros, amenazadores.
—¡Ah, por todos los dioses! —murmuró en voz baja uno de los vigiles—. ¡Se
ha fijado en Piperita!
Uno de sus compañeros soltó una risita burlona y, con tono de voz nada
colaborador, le aconsejó:
—¡Es mejor que se quede quieto, señor!
Noté una sonrisa involuntaria en mis labios: de nuevo, encontraba a un
subordinado que, como todos, esperaba que su oficial saliera incólume de un
apuro. Ahora, el centurión tenía sus propios problemas, de modo que me hice
cargo de todo personalmente.
—Evite los movimientos bruscos, Piperita… Probablemente está más
asustada que nosotros… —La mentira de siempre—. Famia —añadí sin alzar la
voz—, da un rodeo por detrás y entra en la Saepta. Diles a todos que cierren las
demás puertas y se encierren en sus palcos. Que un grupo de vigiles rodee el
Panteón y se coloque al otro lado y allí forme una falange para conducir a esa
fiera al interior…
La Séptima reaccionó al instante. Estaban tan poco acostumbrados a
obedecer a un líder que nunca habían desarrollado una sana rebeldía contra él.
La silenciosa leopardo seguía observando al centurión como si éste fuera la
presa más interesante que hubiera visto en varias semanas. Acertado o no,
Piperita intentó alejarse de allí centímetro a centímetro sin que, al parecer,
hubiese reacción del animal. Aquello despertó aún más los instintos cazadores de
la fiera. De pronto pudimos ver cómo se ponía al acecho.
Un grupito de vigiles apareció por detrás de los Baños de Agripa, al otro lado
del animal, que, en una muestra de sensatez, se protegían con esteras de esparto
que, si bien no ofrecían una gran protección por sí mismas, producían la
impresión de una barrera sólida en mitad de la calle que podía ay udarlos a
conducir a la fiera hacia donde ellos quisieran. Lo mejor era llevarla hacia donde
nos hallábamos nosotros, y o y los demás vigiles, pero tendríamos que afrontar el
peligro. Dije a los hombres que se encontraban a mi lado que se quitaran el
manto y lo usaran para formar una barrera parecida a la de las esteras. No eran
muchos los que lo llevaban; incluso en pleno diciembre, lujos como un manto no
formaban parte de su uniforme. Por otra parte, todos los vigiles iban desarmados.
Un par de ellos, más nerviosos que el resto, se refugiaron detrás del carro de la
bomba de agua. Con el taburete frente a mí, conduje a los demás hacia adelante,
avanzando muy despacio.
Todo iba bien. Había sido una buena idea. El leopardo nos vio avanzar e hizo
un amago de carrera hacia nuestro grupo, pero todos empezamos a pisar con
fuerza y a hacer gestos desaforados: el animal nos dio la espalda. Piperita escapó
de nuestro grupo y se ocultó de la vista de la fiera. Ésta, sintiéndose acorralada,
buscaba una vía de escape. Ahora teníamos dos filas de hombres que avanzaban
hacia ella, cercándola con una especie de embudo junto al lateral del Panteón. El
cerco le dejaba un buen espacio al otro lado, en una invitación al animal a
retroceder hasta una de las grandes entradas laterales a la Saepta. Oí que Famia
gritaba desde uno de los pisos altos; era la confirmación de que las demás puertas
estaban y a cerradas. El plan empezaba a dar resultado.
Entonces se produjo el desastre. En el mismo instante en que la fiera se
acercaba al umbral abierto, una voz familiar resonó en el interior:
—¡Marco!, ¿qué sucede ahí fuera, Marco? ¿A qué diablos estás jugando?
De pronto me encontré frente a una pesadilla que me resultó casi increíble:
La silueta baja y rechoncha de mi padre apareció desafiante en la puerta de la
Saepta, cara a cara con el felino, se quedó completamente inmóvil en el umbral.
Sus rizos canosos, sus ojos castaños prominentes, su aire ceñudo de delincuente…
Su presencia allí no tenía sentido. Famia debía de haberle dicho que se pusiera a
cubierto, pero el muy estúpido, he de decirlo, había decidido salir a la puerta para
ver a qué se debía la orden.
Seguramente, primero pensó en salir huy endo y después, en una reacción
típica de mi padre, empezó a batir palmas enérgicamente, como si estuviera
conduciendo reses.
—¡Eh! ¡Eh! ¡Largo de aquí, gatito!
Brillante.
El leopardo le dedicó una mirada asesina, pero decidió que Gémino era
demasiado alarmante como para ir tras él e intentó ganar la libertad lanzándose a
todo correr contra la hilera de hombres indefensos que cerraban el otro lado del
embudo.
Los vigiles se mantuvieron firmes, aterrorizados, hasta qué al final se
apartaron precipitadamente. El gran felino escapó por el hueco libre; la
musculatura del lomo del animal vibraba intensamente, las patas pisaban con
firmeza y la cola alzada en el aire, paralela al suelo, le proporcionaba la típica
silueta de los leopardos.
—¡Se larga!
Había escapado, sí, pero no podía haber ido muy lejos. En línea recta, se
dirigía hacia lo que debía de parecerle un buen lugar para ocultarse: los Baños de
Agripa.
—¡Vamos!
Emprendí la marcha en pos de la fiera e insté a los vigiles a que me siguieran.
Cuando pasé junto a mi padre, lo fulminé con la mirada.
—¿No estarás pensando en matarme, verdad, muchacho? —fue su saludo. A
la sazón, y o era un romano demasiado virtuoso como para decirle a mi padre
que se tirara a una ciénaga sin planchas ni cuerdas. O, mejor, no tenía tiempo
para expresarlo con suficiente rudeza—. Iré a buscar a Petronio —le oí decir
cuando lo dejé atrás—. ¡Le gustan los gatos!
Aquél, seguro que no le gustaba. En cualquier caso, el animal merodeaba por
un territorio que era jurisdicción de la Séptima; no era asunto de Petro. Yo, en
cambio, me había involucrado sin que nadie me hubiese llamado. Así pues,
¿quién era el estúpido?
Intentamos por todos los medios indicar a los ay udantes que cerraran las
puertas cuando acabáramos de entrar nosotros. No sirvió de nada. Había
demasiada gente que salía corriendo por la monumental entrada y los ay udantes
decidieron, simplemente, huir con el resto. Todo el mundo chillaba de pánico.
Cuando irrumpimos en el interior, el leopardo había desaparecido. El ruido se
apagó tras el primer éxodo de hombres desnudos. Empezamos una batida por el
lugar.
Yo inspeccioné el apoditerio y agité las ropas colgadas de las perchas para
comprobar que el felino no se ocultaba entre las togas y los mantos. Los Baños de
Agripa se habían planificado para impresionar; formaban junto con el Panteón
un complejo de edificios espectaculares que reflejaban la gran actividad del
emprendedor y erno de Augusto. Era su monumento visible una vez que se dio
cuenta de que, a pesar de décadas de servicio, nunca conseguiría alcanzar el
trono. Aquellos baños habían sido públicos y gratuitos desde la muerte de Agripa,
según una generosa cláusula de su testamento. Las termas eran elegantes,
refinadas, cubiertas de losas de mármol y extraordinariamente funcionales. Cada
vez que abríamos una puerta para pasar a la cámara siguiente, nos golpeaba un
verdadero muro de aire cada vez más cálido y más cargado de vapor. Cada paso
que dábamos se hacía más resbaladizo y peligroso.
El recinto, situado en pleno Campo de Marte, le quedaba lejos a la may oría
de los habituales pero, aun así, por lo general estaba bastante concurrido. La
presencia del leopardo lo había dejado vacío. Los primeros en largarse fueron los
descuideros y los vendedores de bocadillos. Las cuidadoras de la ropa, que
además suministraban el equipo para el baño a los bañistas, gordas donde las
hay a, nos apartaban a empujones en su huida a lugar seguro. Un esclavo solitario
se había acurrucado en la sala de ungüentos, incapaz de escapar de puro miedo.
Por una vez, la espartana sala de calor seco y el tepidario lleno de vapor estaban
fantasmagóricamente desiertos. Continué la marcha acompañado por alguno de
los vigiles. Nuestras botas claveteadas se deslizaban pesadamente y arañaban las
baldosas del suelo. Cuando atravesamos con no poco esfuerzo la pesada puerta —
que se cerraba sola— que daba a las termas, la ropa se nos pegó al cuerpo al
instante. Como no nos habíamos preparado con los procedimientos normales de
calentamiento progresivo, el calor húmedo nos resultó sofocante. Los cabellos
chorreaban. El corazón nos latía de forma nada natural. A través de las nubes de
vapor, distinguimos formas desnudas y la piel sonrosada y brillante de algunos
bañistas envueltos en sopor a quienes, al parecer, el caos del exterior apenas
perturbaba; de hecho, parecían completamente ajenos a ello. Aquellos hombres
no habían sido inspeccionados por ningún leopardo, últimamente.
—¡Imposible que viniera por este lado! —murmuré. La gran puerta de
entrada le habría detenido. Estaba construida de modo que cedía fácilmente al
contacto, pero la fiera la percibiría como un obstáculo insalvable.
Hicimos un alto con alivio. Varios bañistas curiosos intentaron seguirnos.
—Quedaos dentro. ¡Mantened cerrada la puerta!
Era uno de los vigiles. Lo que decía era razonable, pero perdía el tiempo con
aquel consejo. Sudaba tanto que había perdido toda autoridad. Los bañistas
querían saber qué sucedía. Teníamos que localizar al animal y sólo entonces
podríamos organizar un cordón de seguridad adecuado en torno a la zona donde
se hallara.
Aquellas termas no me resultaban familiares. Por todas partes se abrían
pasillos que conducían a piscinas privadas, letrinas, cubículos, cuartos de los
empleados… Me vino a la cabeza un pensamiento:
—¡Ah, por Júpiter! Tenemos que asegurarnos de que no se meta en el
hipocausto.
Uno de los vigiles soltó un juramento. Bajo los suelos suspendidos de los baños
estaban las cámaras de calentamiento, alimentadas por hornos enormes. El
hombre comprendió, como me había sucedido a mí, que avanzar a rastras entre
los pilares de ladrillo de aquel cocedero subterráneo en busca del leopardo
resultaría espantoso. No sólo el espacio era apenas suficiente para arrastrarse por
él, sino que el calor allí era insoportable. También sería altamente peligroso
respirar los vapores. Un ay udante entró por una puerta lateral con un puñado de
toallas, lienzos finos tan pequeños que casi habría resultado difícil sonarse la nariz
en ellos. Piperita asió por el brazo al ay udante, le hizo soltar de las manos el
paquete de toallas y lo forzó a bajar, a empujones, una de las escaleras de
acceso, custodiado por un vigil de buena planta.
—Mirad detrás de todas las columnas. Si veis que algo se mueve, gritad…
El hombre de guardia me dirigió una mueca mientras Piperita daba las
órdenes; incluso él parecía algo desconsolado:
—Bueno, es un primer paso…
—Pronto se derrumbará —respondí, lacónico. Era una estupidez. Un gran
felino que buscara refugio podía deslizarse a duras penas entre los pilares
calientes bajo el suelo, pero para un hombre no era asunto para tomarlo a broma.
—Si lo hace, enviaré a otro a rescatarlo.
Sin más comentarios, retrocedí apresuradamente hacia la sala fría. Allí
encontré a otro ay udante, a quien envié corriendo para que avisara al encargado
de las calderas.
—¿Dónde puedo encontrar al gerente de los baños?
—Estará almorzando, probablemente.
Típica respuesta.
Por fortuna, los vigiles habían traído de algún puesto de comidas a uno de los
subgerentes. El hombre venía dando cuenta de un bocadillo pero no tuvo
inconveniente en abandonarlo, pues el queso parecía demasiado pasado. Lo
convencimos para que organizara a su gente en una búsqueda metódica. Cada
vez que comprobábamos una estancia, dejábamos en ella a un hombre para que
nos advirtiese a gritos si la fiera aparecía por allí más tarde. Los esclavos
empezaron a convencer al resto del público para que saliera de forma ordenada.
Salieron a regañadientes.
El calor y el vapor resultaban asfixiantes. Completamente vestidos, éramos
presa de la temperatura y estábamos perdiendo nuestra voluntad de continuar. Se
sucedían los falsos rumores de avistamientos. Cuando el edificio se vació por fin,
el eco de las carreras y los gritos de los vigiles hicieron aún más tensa la
atmósfera. Me pasé el brazo por la frente para que no me goteara el sudor. Un
vigil sobrado de peso emergía de un conducto del hipocausto, pero se había
quedado atascado. Sus compañeros, entre bromas y risas le secaban el rostro con
toallas mientras el hombre jadeaba entre juramentos y disparates.
—Alguien dijo que habían visto al animal aquí abajo. Me he metido a echar
un vistazo, pero es inútil. El hueco sólo tiene un metro de altura y hay un bosque
de columnas. Si uno se encuentra a la fiera cara a cara, puede darse por muerto.
—Con un último esfuerzo, consiguió escurrir el cuerpo por la boca de acceso—.
¡Puaj! ¡Ahí abajo hace calor y el aire apesta!
Fuera de combate por el momento, se quedó recostado cuan largo era contra
la pared del pasadizo, donde se recuperó de los efectos de la humedad y de los
vahos.
—Es mejor sellar la zona bajo el suelo —apunté—. Si la fiera está ahí abajo,
una de dos: o se muere, o sale dentro de un rato por propia iniciativa. Podemos
ocuparnos de esto cuando tengamos la certeza de que no está en ninguna otra
parte.
Dejamos al hombre y el resto reemprendimos la búsqueda de mala gana.
Pronto sacamos la conclusión de que habíamos buscado por todas partes. El
animal quizás estaba y a fuera de los baños y causaba el pánico en algún otro
lugar mientras nosotros perdíamos el tiempo allí. Los vigiles estaban dispuestos a
darse por vencidos.
Yo también estaba agotado, pero decidí hacer una última inspección del
edificio. Todos los demás habían salido y a. Cuando me vi solo, eché un vistazo a
la sala de vapor caliente a través de una puerta abierta, calzada con una cuña.
Gran parte del calor se había escapado y a de la estancia. Avancé hasta el gran
cuenco de mármol de agua y me incliné sobre él para humedecerme el rostro y
refrescarme. El agua estaba tibia y no me produjo ningún efecto. Cuando me
incorporé, oí algo que me erizó todo el vello de la nuca.
El enorme establecimiento se hallaba en silencio prácticamente, pero había
captado el ruido de unas zarpas contra el mármol muy cerca de mí.
XVIII
Me obligué a darme la vuelta muy despacio. El leopardo no dejaba de mirarme.
Se había detenido en uno de los bancos de la pared y estaba sentado como un
bañista en el cuarto de vapor, entre la puerta y y o.
—Sé buena chica…
La fiera emitió un gruñido. Resultó aterrador y muy claro. Yo nunca había
tenido mucha suerte entre el género femenino.
Guardé silencio. No tenía salida. El puñal era la única arma de que disponía.
Incluso mi manto se me había caído en el asiento de mármol, más allá del
leopardo. El suelo estaba resbaladizo, con una gran mancha de aceite de baño
derramado que contribuía a empeorar las cosas. El perfume era de flor de vid, el
que más me desagrada, pues me resulta más soso que festivo. Entre el aceite se
veían desparramados también los fragmentos, afilados como agujas, de una
pieza rota de alabastro.
Noté enseguida que algo iba mal. Y esperar lo peor hace que suceda. Ojalá el
éxito fuera así de sencillo.
Me sentía exhausto debido a la humedad. Aquello no era para mí. Yo nunca
había sido cazador. Con todo, sabía que nadie con experiencia y armado sólo con
un puñal pequeño, intentaría enfrentarse a un leopardo grande y en buena forma.
El felino moteado se lamió los bigotes. Se le veía completamente relajado.
Unos ruidos me sorprendieron: por el pasillo exterior se oían unas voces y
unas pisadas apresuradas que se acercaban. El leopardo sacudió las orejas y
lanzó un gruñido amenazador. Noté la garganta demasiado seca como para pedir
ay uda a gritos; de todos modos, no era buena idea. Muy despacio, me agazapé
con la esperanza de que el animal hubiese aprendido a reconocer aquella postura
amenazadora de los humanos. La suela de una bota patinó sobre el suelo aceitoso.
El olor nauseabundo del oenanthium derramado me puso al borde de la asfixia. El
leopardo al moverse también resbaló, y endo a quedar colgando del asiento una
de sus grandes zarpas. Con gesto de dolor, volvió a colocarla con cuidado, al
tiempo que emitía un grave y ronco rugido. En ese momento nos miramos,
mutuamente, aunque y o intentaba fingir desinterés y que no le presentaba el
menor desafío. La fiera seguía teniendo espacio suficiente para escapar. Podía
saltar, dar media vuelta y marcharse. Al menos podía oír las voces que se
acercaban poco a poco. Los dos supimos con certeza que el animal iba a ser
atrapado.
La cámara donde nos hallábamos era un lugar espacioso, de paredes altas y
techo abovedado. Había espacio suficiente para que un grupo de augures
procedente del templo de Minerva en la Saepta, tomara una sesión de vapor sin
rozarse. Para un hombre solo allí encerrado con un gran felino carnívoro,
resultaba un lugar angosto.
Las voces se oían y a en la misma puerta.
—¡Que no entre nadie! —grité. Pero los recién llegados entraron, pese a mi
aviso.
El leopardo comprendió que en aquel momento unos humanos detrás de ella
significaban un peligro. Yo debía de haberle parecido completamente inofensivo.
Se incorporó y avanzó por el banco de mármol en mi dirección, pendiente del
alboroto pero más aún concentrado en mí. Retrocedí hasta dar con el cuenco de
piedra; después, empecé a protegerme tras la pila. El sólido y pesado objeto
ornamental me llegaba por el hombro y quizá me ofreciera cierta protección. No
llegué a averiguarlo. Fuese porque decidió saltar hacia la pila o porque me
convertí en su objeto de deseo, la cosa es que se me echó encima de un salto.
Lancé un grito y levanté el puñal, aunque no tenía la menor oportunidad.
Enseguida, al enredársele una de sus zarpas en una tapa de alcantarilla, una
de aquellas pequeñas rejillas cuadradas con diseños en forma de flor que
permitían que el vapor condensado se recogiera allí y se eliminara, el animal
trató de equilibrarse, abriendo para ello las patas. Fuera con la reja o con un trozo
del alabastro roto, el caso es que el animal se había lastimado. Con evidentes
signos de irritación, se mordía una zarpa de la que manaba un reguero de sangre.
Yo continué gritando y lanzando alaridos, en un vano intento de ahuy entarla.
Alguien se abrió paso entre el grupo de hombres congregado en el umbral de
la entrada. Una silueta de algo negruzco revoloteó en el aire, se abrió paso
brevemente como una vela y, de inmediato, se cerró en torno al leopardo. La
fiera terminó enredada y agitándose entre babas y resoplidos, retenida en los
pliegues de una red que alguien le había arrojado encima. No era suficiente. Una
pata moteada quedó libre y lanzó desesperados zarpazos. El amasijo de piel y
garras seguía intentando darme alcance.
Levanté el brazo tratando de protegerme el cuello, pero fui derribado al suelo.
La masa poderosa, toda ella pelaje húmedo, dientes y colmillos, me derribó de
costado, golpeándome contra la pared. Olía a animal carnívoro y jadeé. Debí de
estrellarme con uno de los tubos de la caldera, pues al principio no me di cuenta,
pero luego noté que me había hecho una rozadura en el brazo desnudo, desde la
muñeca hasta el dobladillo de la manga.
Varias siluetas se abalanzaron contra el leopardo; eran figuras apresuradas
que resbalaban sobre el piso húmedo. Una segunda red trazó un arco en el aire,
se abrió y cay ó. Varios hombres inmovilizaron al animal con largas pértigas
forradas de acero. Las órdenes se sucedían, seguidas de unos ruidos
tranquilizadores dirigidos al animal. Más tarde unos hombres entraron en la
estancia una jaula, que situaron rápidamente junto al enfurecido leopardo. La
fiera seguía furiosa y aterrorizada, pero se daba cuenta de que aquellos humanos
sabían lo que se hacían. Yo también lo advertí con alivio.
—¡Sal de ahí, Falco! —me ordenó la voz áspera de la mujer, alta y esbelta,
que había arrojado la primera red, con la que, sin duda, me había salvado la vida.
No era la suy a una voz con la que se pudiera discutir. Ni ella una mujer a la que
contradecir. Yo había tenido algún trato con ella, aunque tenía la impresión de que
había pasado un siglo desde la última vez que la vi allá por tierras sirias. Se
llamaba Talía—. Deja espacio para los expertos… —me gritó.
Luego me agarró por el brazo lesionado y lancé un grito involuntario de dolor.
Me soltó pero volvió a cogerme con más fuerza y procurando tirar fuerte de la
túnica. Dejé que me sacaran de la sala de vapor como un beodo al que
expulsaran de una taberna a la que fuera especialmente aficionado. Luego, me
quedé apoy ado en la pared del pasillo, sudando y con el brazo derecho separado
del cuerpo para ahorrarme rozaduras. Me daba la impresión de que nunca más
volvería a respirar con normalidad.
Mi rescatadora se volvió para comprobar que el leopardo quedaba encerrado
como era debido.
—Ya está dentro. Podrías haber esperado un poco, querido. ¡Desde luego,
eres un tipo impetuoso que quiere hacerlo todo a su manera!
La insinuación tenía un tono seductor. Parecía mejor aceptar la crítica, fuera
como tópico o como alusión sexual. Talía siempre me hacía comentarios
atrevidos, pero y o fingía no oírlos. Me dije que estaba a salvo gracias a su
amistad con Helena. Si le hubiese dado por empezar a sobarme, no habría estado
en condiciones de resistirme.
Conocía a Talía desde hacía bastantes años. Se suponía que éramos amigos y
la trataba con nervioso respeto. Trabajaba en el circo; por lo general, en un
número con serpientes. Era una mujer a la que cabía comparar con una
estatua… pero no precisamente con una escultura de una ninfa delicada de tierna
sonrisa y aires virginales. Para colmo, tenía un carácter a juego con su presencia
física. Me parece que me caía bien.
Como de costumbre, Talía lucía una mínima indumentaria teatral diseñada ex
profeso para ofender a los puritanos. Para aumentar el efecto provocador llevaba
unas botas de plataforma que la hacían tambalearse y unos brazaletes como
cadenas del ancla de un barco. Se recogía el abundoso cabello en un tocado
altísimo que debía de llevar varias semanas sin deshacerlo. Os juro que vi por un
instante una alondra disecada entre la masa de peinetas y de alfileres de cabeza.
Talía tiró de mi arrastrándome hasta el frigidarium, me obligó a arrodillarme
junto a la piscina y metió mi brazo herido en el agua, hasta el hombro, con lo que
apagó parte del ardor que sentía.
—Quédate quieto.
—Supongo que eso les dices a todos los hombres a los que pones la mano
encima…
Era un pensamiento insinuante. Talía lo sabía.
—Sigue mi consejo o mañana tendrás fiebre y te quedará una marca de por
vida. Te daré un ungüento, Falco.
—Prefiero que me des conversación.
—Te daré lo que te conviene.
—Lo que tú digas, princesa.
Por fin, consintió que me levantara. Mientras me conducía amistosamente
por las termas, encontramos a un hombre que llevaba en las manos un látigo y un
taburete de patas cortas.
—¡Oh, mira! —exclamó Talía en tono sarcástico—. ¡Aquí tenemos a un
muchachito que quiere ser domador de leones, cuando sea may or!
El individuo puso cara de desconcierto.
Talía acababa de burlarse de un hombre alto, corpulento, de atezada piel, de
nariz rota y rizados cabellos, en fin, la constitución física de un luchador, aunque
sorprendentemente bien vestido. Llevaba una túnica con ricos galones unos azules
y otros dorados, se cubría con un manto de lana fina con adornos celtas de plata
y se ceñía con un cinturón caro con hebilla digna del propio Aquiles para llevar
en alguna de sus fiestas. Lo seguían por el pasadizo un grupo de hombres, sus
esclavos sin duda, algunos cargados con cuerdas y largas estacas ganchudas.
—Lo he capturado para ti —insistió Talía por encima del hombro cuando
nuestros pasos se cruzaron. Al parecer, aquél era el dueño de la fiera—. Cuando
la tengas a buen recaudo, ven a verme y hablaremos de cuánto te costará el
rescate.
El hombre le dirigió una débil sonrisa e intentó convencerse de que Talía no
hablaba en serio. A mí me parecía que sí. Y a él también.
Talía continuó caminando y y o la seguía, cojeando.
—¿Quién era?
—Un idiota llamado Saturnino.
—¡Saturnino! ¿Lo conoces, Talía?
—Estamos en el mismo negocio, digamos.
—Vay a, qué suerte —comenté. Puso cara de sorpresa. Después tuve que
prometer que le dejaría embadurnarme el brazo con el ungüento si me contaba
lo que sabía de los hombres que importaban fieras para la venatio.
—¿Sobre Saturnino, en concreto?
—Sobre Saturnino y sobre Calíopo, claro.
—¿Calíopo? —Talía entornó los ojos. Probablemente había oído que éste era
objeto de una auditoría para el censo—. ¡Oh, no me jodas Falco! ¡No me digas
que tú eres el gilipollas que se dedica a inspeccionar la vida de los demás!
Supongo que y o seré la siguiente, ¿no?
—Talía, te prometo que estás totalmente a salvo, no importa qué mentiras
hay as decidido contar a los censores. Nunca me atrevería a investigar tus
finanzas… y mucho menos tu vida.
XIX
Talía solía rondar por las afueras de la ciudad, cerca del Circo de Nerón. Cuando
la conocí era una bailarina exótica del montón. Ahora se había convertido en
representante de bailarinas de banquetes furtivos, de encantadores borricos
capaces de realizar grandes demostraciones de memoria, de músicos
sumamente caros, de echadoras de la buenaventura que habían nacido con pico
de águila y de enanos que sostenían sobre la cabeza una pila de diez ánforas en
vertical. Su actuación personal tenía como punto fuerte un contacto cercano con
una pitón, una combinación eléctrica con la clase de número pornográfico que
normalmente no se ve fuera de los peores burdeles soñados por villanos de la alta
sociedad.
Se había hecho con el negocio de un empresario, del que hablaba con
desprecio, como de la may oría de los hombres, y pese a haber tenido un
encuentro fatal con una pantera (de lo cual ella parecía aún bastante satisfecha),
el negocio bajo la nueva y férrea dirección de Talía parecía ir viento en popa,
aunque ella vivía en una tienda hecha jirones. Ah, eso sí, en el interior había
cojines de seda y trabajos de metalistería orientales, luchando por hacerse sitio
con viejas cestas desvencijadas, de las cuales alguna acogería probablemente,
como y o bien sabía, más de una serpiente de poco fiar.
—Aquí tienes a Jasón. Salúdalo, Falco. —Jasón no andaba nunca metido en
una cesta, no era su pareja de baile, lo tenía como un animal de compañía más
pequeño. Se trataba de una pitón en rápido crecimiento de la cual Talía intentaba
convencerme de que era un animal tierno al que le gustaba mucho mi compañía.
Talía sabía que el bicho me despreciaba y que a mí estos bichos me producen un
pavor letal. Con eso sólo conseguía que el animal redoblase sus intentos por
acercarnos; típico de una organizadora de combates—. Ahora mismo lo está
pasando mal y se siente deprimido. Estás cambiando de piel ¿verdad, querido?
—Será mejor que lo dejes tranquilo —repliqué, y me sentí débil por decirlo
—. ¿Cuánto hace que has vuelto a Roma, Talía?
—Estoy aquí desde el verano. —Me ofreció un vaso de agua y esperó a que
la bebiera. Sabía ser un buen paciente si la enfermera me obligaba a ello—.
Pregunté por ti. Tú y Helena estabais en Hispania. ¿Más espionaje de inocentes
comerciantes?
—Viaje familiar. —Nunca me ha gustado hacer alarde de los trabajos que
realizo para el emperador. Apuré el vaso. Cuando lo dejé sobre una bandeja de
marfil, Jasón se arrastraba hasta ella y lamía los restos—. ¿Qué tal van las cosas,
Talía? ¿Davos sigue contigo?
—Sí, está ahí, en alguna parte.
Davos era un actor al que Talía había sacado de su vida apacible en la que
representaba dioses y a apolillados de la vieja escena y le había convencido para
que revitalizase su número circense unido a ella. Probablemente tenían
relaciones personales, aunque evité preguntárselo. Davos era un hombre
reservado y eso me merecía respeto. Talía, en cambio, podía hacerme sacar los
colores con detalles procaces y comparaciones forzadas.
La vi ocupada en revolver un baúl de madera tallada, del cual extrajo una
bolsita de cuero en la que guardaba medicamentos. En cierta ocasión le salvó la
vida a Helena con un exquisito brebaje parto, denominado Mithridatios antidotus.
Nuestras miradas se encontraron y los dos recordamos. Yo le debía mucho, no
era preciso mencionarlo. Talía no sería auditada por Falco y Socio bajo ninguna
circunstancia y, si alguien la molestaba, se las tendría que ver conmigo.
—¿Llegaste a devolver a casa a la chica del órgano de agua y a su novio?
—Oculté al muchacho de ojos de gamo. —Talía encontró lo que buscaba y
me aplicó en el brazo en que había sufrido la erosión una buena dosis de un
ungüento cerúleo, de olor penetrante.
—Estaba seguro de que lo harías… ¡Ay !
—Sofrona está aquí. Toca de maravilla y tiene buen aspecto. Es una joy a
para el negocio, pero también es un poco tonta, algo apocada, que sueña con
hombres que no le convienen en lugar de pensar en su carrera.
—Me debes un porcentaje como descubridor. —Era broma.
—Entonces será mejor que me mandes una factura. —Aquello era aún más
frívolo.
—¿Y sigues importando animales exóticos?
Talía no respondió. Se limitó a mirarme. Si consideraba que la pregunta era
oficial, nuestra amistad quedaría rota allí mismo. Sólo tendría importancia, en
realidad, lo que conviniese para el negocio. Había llevado una vida demasiado
dura, sin respiro para bajar la guardia; nunca se volvería blanda.
—Talía, no tengo cuentas contigo. Me aseguraré de que el censo no se
interesa por tu empresa si me cuentas algo de los hombres que tengo en la lista de
gente a investigar.
Ella asintió al instante:
—Date prisa. —Se relajó, tapó el bote de pomada y se limpió los dedos en los
escasos centímetros de su falda adornada con borlas—. No querrás que se
presente Saturnino mientras lo estamos poniendo verde.
—¿Vendrá? No parecía muy contento cuando le hablaste de una tarifa por el
rescate.
—Vendrá, seguro. Sabe lo que le conviene. ¿Qué tal la herida?
Moví el brazo y le dije:
—Se va calmando, gracias.
Saturnino y a me había visto con Talía pero, si podía marcharme antes de que
apareciese, quizá ni se acordara. Aún no había decidido qué hacer para pillarlo y
prefería que Saturnino ignorase que tenía amigos en el circo.
Unas cuantas preguntas bastaron para cerciorarme de lo que pensaba, aunque
los contactos comerciales de Talía estaban sobre todo en el este. Aquello me
permitió excluirla de mi exposición sobre temas geográficos.
—No te preocupes. Falco y Socio son unos héroes con el ábaco, pero no
podemos hacerlo todo. Estamos trabajando en la Tripolitania…
—Bien. ¡Tú machaca a esos cerdos a ver si me dejan un poco de sitio!
—¿Rivalidades? Pensaba que tu campo eran las actuaciones especiales, y no
la venatio…
—¿Por qué he de quedarme atrás en época de vacas gordas?
Así que allí tenía a otra empresaria que veía la apertura del nuevo Anfiteatro
Flavio como una cita con el destino. Bien, y o prefería que Talía, más que
cualquier otro, hiciese fortuna de aquel modo. Era una mujer con corazón y un
personaje inquieto. Ofreciera lo que ofreciese a la gente, siempre sería de buena
calidad.
Le dirigí una sonrisa.
—Supongo que tú no andas metida en esos negocios raros que tanto irritan a
algunos empresarios, ¿verdad? —Talía me dedicó otra mirada guasona, con los
ojos desorbitados. Si se lo tomaba a broma, no lo dijo. No esperaba que lo
hiciera. De hecho, prefería no saberlo—. Aun así, ¿sabes si existe algún problema
serio entre los lanistas?
—Muchos. Fíjate en lo sucedido hoy, Falco.
—¿Hoy ?
—Sí, juraría que hace un rato te encontré mientras entretenías a un leopardo
en los Baños de Agripa, Marco Didio. ¿Haces cosas así todos los días?
—Imaginé que la fiera acababa de escapar.
—Tal vez lo hizo. —Talía hizo una mueca—. Quizá la ay udaron. No habrá
modo de demostrar nada, pero vi a un buen puñado de bestiarios de Calíopo junto
al Pórtico de Octavia; allí, apoy ados en las estatuas, se desternillaban de risa
mientras Saturnino daba vueltas en busca del animal perdido.
—¿Bestiarios? ¿No estaban entrenándose? ¿Cómo pudieron enterarse de que
había un alboroto aquí? El establecimiento de Calíopo esta bastante lejos del
Trastévere…
—Me pareció raro —Talía se encogió de hombros—, lo cual no significa que
me sorprendiera. Lo malo es que Saturnino también los vio. Si cree que Calíopo
ha soltado al leopardo para crearle problemas, seguro que hace algo para
devolverle la jugada.
—¿Una guerra de trucos sucios? ¿Hace mucho que dura eso?
—Nunca había sido nada serio…
—Pero se han creado resentimientos, ¿no? ¿Quieres hablarme de ello?
—Compiten por los mismos contratos —comentó Talía sin darle importancia
—. Tanto si se trata de combates entre gladiadores como de representaciones de
cacerías. Y claro, no se puede esperar de ellos que sean civilizados. En cierta
ocasión oí contar que proceden de poblaciones rivales con conflictos seculares.
—¿En la Tripolitania?
—Donde sea.
—Calíopo es de Oea. ¿Y Saturnino?
—¿Existe una ciudad llamada Leptis?
—Creo que sí.
—Bien, y a sabes cómo son esas ciudades pequeñas de provincias, Falco.
Cualquier excusa es buena para una pelea anual con un par de muertos si puede
ser. Eso les da motivo a todos para continuar la disputa. Y si pueden relacionarla
con alguna festividad religiosa, pueden añadir a la pelea el componente sagrado
y hacer responsables a los dioses…
—¿Hablas en serio?
—Es lo que suele suceder.
Le pregunté si sabía algo de la época en que, según los registros que había
consultado, Calíopo y Saturnino habían formado sociedad durante un breve
período.
—Sí, intentaban formar una sociedad y exprimir a los demás tripolitanos.
Aquello no llegó a funcionar, porque el otro actor principal era Anóbalo, un pez
demasiado gordo como para poder con él. —Talía opinaba como y o: asociarse
dos hombres como ellos en un negocio era condenarse a terminar en pelea—. Tú
deberías saber a qué me refiero, Falco. He oído que has estado metido en un
desastroso juego de soldados con ese compinche tuy o…
Intenté tomarme a broma el comentario.
—Petro sólo pasaba una mala racha en su vida personal…
—Y los dos os entusiasmasteis con la idea de que os encantaría trabajar
juntos. Supongo que comprobar que aquello desembocaba en un rotundo fracaso
os cogió por sorpresa, ¿no?
—Casi.
Talía soltó una carcajada.
—Reflexiona, Falco. Así han muerto más amistades que idiotas he tenido en
mi cama. Tienes suerte de que Petronio no sedujera a tus mejores clientes y se
apropiase de todos tus fondos. ¡Habrías tenido más posibilidades de éxito si
hubieras trabajado con un enemigo declarado!
—Es lo que intento ahora… —confesé, deslizando una sonrisa resuelta y
valiente.
Talía se tranquilizó:
—Nunca sabes cuándo es momento de darte por vencido.
—La insistencia es parte de mi encanto.
—Eso quizá se lo parezca a Helena.
—Helena me considera maravilloso.
—¡Por el Olimpo! ¿Cómo lo consigues? No puede ir detrás de tu dinero, desde
luego. Debes de ser un auténtico artista… en alguna cosa, ¿verdad, Jasón?
Adopté un aire de severidad y decidí marcharme. Por desgracia, eso
significaba pasar por encima de la pitón. A Jasón le gustaba enroscarse en la
entrada misma de la tienda, donde podía inspeccionar las faldas de las túnicas de
la gente. Ni siquiera fingía dormitar. Me miraba directamente, retándome a
acercarme.
—Helena Justina es una buena jueza; y o, un poeta sensible y un padre tierno,
que además sabe cocinar un alón de pollo pasablemente.
—¡Ah, eso lo explica todo! —concluy ó Talía con una sonrisa tonta.
Di una zancada, nervioso. A horcajadas sobre Jasón, recordé algo.
—Esa disputa entre Saturnino y Calíopo… y a se ha calentado bastante ¿no te
parece? Porque Calíopo tenía un león…
—Uno nuevo, libio; un animal grande al que llamaban Draco —asintió Talía,
impertérrita—. Yo también iba tras él, pero Calíopo me lo birló: viajó a Puteoli y
se lo quedó tan pronto como lo desembarcaron. He oído que también es dueño de
otro, entrenado para matar.
—Lo era. Leónidas. Saturnino se lo había vendido con engaños.
—¡Vay a caradura!
—Peor aún. Leónidas acaba de aparecer muerto en circunstancias muy
sospechosas.
—¡Por Júpiter! —La muerte del león despertó los sentimientos más íntimos
de Talía. Otros animales salvajes eran conducidos a Roma sólo para ser cazados
en el circo, pero Leónidas había trabajado en la arena y ella lo tenía en la misma
consideración que sus propios animales y que sus reptiles: lo consideraba un
profesional—. Eso es terrible. ¿Quién haría algo así? ¿Y por qué, Falco?
—Supongo que tenía enemigos, aunque todo el mundo afirma que era el león
más encantador que uno pueda encontrar. Al parecer, era un benefactor, incluso,
de los condenados, a los que despedazaba y devoraba en menos que canta un
gallo. Trabajo sobre las teorías habituales para un caso de asesinato: que el
difunto se pasaba el día durmiendo, que había cumulado grandes deudas, que
provocaba peleas cuando estaba bebido, que tenía un esclavo que se quejaba de
su trato, que era desagradable y brusco con su madre, o que se le había oído
maldecir al emperador. El autor del hecho siempre resulta ser alguien así…
Finalmente, reuní el valor necesario para terminar de pasar sobre la pitón.
—En cualquier caso —dijo Talía—, Calíopo y ese jodido Saturnino pueden
hacer todo el ruido que quieran, pero no son los únicos que intentan conseguir los
contratos de los animales salvajes.
—Has mencionado a otro gran suministrador. ¿También es de la Tripolitania?
—Sí, Anóbalo. Está convencido de que barrerá en las adjudicaciones.
—¿Algún nombre más?
—¡Oh, Falco, vamos! ¡No me digas que no tienes y a una buena lista en un
buen documento oficial!
—Puedo hacer mi propia lista. Cuéntame de ese otro magnate tripolitano, ese
Anóbalo.
—No te pierdes gran cosa, Falco.
—Tenemos a uno de Oea, a otro de Leptis… y supongo que tenía que haber
un tercer hombre de otra ciudad.
—Exacto. —Talía asintió sin darle más importancia al comentario, como si
considerase que nada relacionado con el sexo del varón era nunca limpio.
—Sabrata, ¿no es eso? Un tipo muy púnico, me han dicho.
—Pues quien te lo hay a dicho debe retirar sus palabras.
La opinión de Talía también me interesaba. Yo era romano. Como decía el
poeta, mi misión era llevar aspiraciones civilizadoras al mundo bárbaro. Frente a
una resistencia tenaz, y o creía que los romanos debían dar un golpe rápido,
establecer impuestos, absorber a la población, ganársela, y prohibir los sacrificios
humanos, vestirla con togas y disuadirla de insultar abiertamente a Roma. Hecho
esto, se ponía al frente a un gobernador y se dejaba que los indígenas se
acostumbraran a la situación.
Habíamos vencido a Aníbal, ¿verdad? Habíamos arrasado la ciudad de
Cartago y habíamos sembrado de sal sus campos. No teníamos que demostrar
nada. Aquello explicaba que se me erizara el vello del cogote ante la mera
mención de cualquier cosa relacionada con los cartagineses.
—Ese hombre, ese Sabrata o como se llame, ¿es púnico, Talía?
—No tengo idea. ¿A quién vas a cargarle el asunto del pobre león?
—Según mis fuentes, a un tal Rúmex.
Talía movió la cabeza con gesto compungido.
—Ese tipo es un idiota. Calíopo lo arreglará bien.
—Calíopo intenta tapar el asunto.
—Que no salga de la familia…
—Incluso dice no haber conocido nunca a Rúmex.
—Miente.
Talía debió darse cuenta, finalmente, de que y o no tenía idea de quién era ese
tal Rúmex y de que esperaba que ella pudiera proporcionarme alguna
información al respecto. Me mostré abochornado y ella lanzó otra risotada
burlona, pero luego, mientras y o me agitaba apurado, Talía me contó quién era el
gran Rúmex.
Yo debía de ser el único hombre en Roma que no había oído hablar de él.
Bueno, y o y Anácrites, lo cual no hace sino empeorar las cosas.
XX
Cuando uno se fijaba, reconocía las pruebas en cualquier pared de la ciudad:
SIEMPRE APOSTAMOS POR RÚMEX: LOS CURTIDORES DE LA CALLE
PROCIÓN
RÚMEX, NUESTRO HÉROE: GALA Y HERMIONE
RÚMEX, APOLONIA TE ESPERA CUANDO TU QUIERAS
RÚMEX ES FABULOSO
RÚMEX ES HÉRCULES
RÚMEX ES MÁS FUERTE QUE HÉRCULES Y SU [Dibujo explicativo]
TAMBIÉN ES MÁS GRANDE
Incluso distinguí en una columna de un templo, en letras bastante pequeñas,
casi tímidas, una queja apasionada:
¡RÚMEX APESTA!
Ahora sabía muy bien de quién se trataba. El hombre al que había acusado de
dar muerte a Leónidas era el gladiador más glorificado de los Juegos de aquel
año. Era un luchador samnita, uno de esos que, normalmente, no gozan de gran
popularidad. Pero Rúmex era un auténtico favorito. Debía de llevar años en el
circo y probablemente era un tipo despreciable, pero a aquellas alturas había
alcanzado una fama a la que sólo llegaban unos cuantos. Si era cierta la mitad de
lo que contaba su fama, era hombre con el que resultaba preferible no meterse
en líos.
Había pintadas referidas a él en tahonas y termas, y un poema clavado en un
busto de madera en un cruce de calles. Frente a la escuela de gladiadores de
Saturnino, un grupo de jóvenes admiradoras, reducido pero obviamente
permanente, esperaba la oportunidad de expresar con chillidos su admiración por
Rúmex si éste aparecía. Un esclavo salió del edificio con una bolsa y, para
mantener la voz en buen estado, las admiradoras le gritaron a él también. El
hombre, acostumbrado a sus vítores, se acercó a las jóvenes y probó suerte
deteniéndose a charlar con ellas. Las chicas estaban tan locas por Rúmex que, en
su ausencia, eran presa fácil para cualquier atrevido.
Dentro del establecimiento acechaba un portero, dedicado a reunir su pensión
de jubilado a base de sobornos por introducir regalos para Rúmex: cartas, flores,
anillos de sello, dulces griegos, direcciones y prendas intimas femeninas. Aquello
estaba mal. Para cualquier varón civilizado, resultaba decididamente perturbador.
Para que no existieran dudas de que unas mujeres que tenían que ser más
juiciosas estaban echándose en brazos de aquel tipejo hiperdesarrollado, dos
damas refinadas y elegantes se acercaban a la verja de la entrada en el
momento en que y o llegaba. Acababan de apearse de una silla de mano
compartida, donde habían mostrado con descaro atisbos de piel desnuda por las
aberturas laterales de sus recatados vestidos. Tenían el cabello rizado y lucían sin
recato un montón de joy as que proclamaban su pertenencia a buenas familias,
de hogares supuestamente respetables. Pero no había duda de la razón que las
llevó allí aquel día después de soltar una propina al portero para que las dejara
entrar. Con una maldición, reconocí a las dos visitantes.
Iba a perderlas a las dos a menos que hiciera algo por evitarlo. Corrí hacia el
establecimiento con cara de pocos amigos. Las dos mujeres se mostraron
sorprendidas. Aquel par de descaradas que merodeaban a la espera de un
aparente encuentro fortuito eran Helena Justina, mi compañera supuestamente
casta, y mi irresponsable hermana pequeña, May a. Esta murmuró algo que
entendí, por el movimiento de sus labios, como una obscenidad.
—¡Ah, Marco! —exclamó Helena sin el menor pestañeo. Advertí que los
párpados le brillaban por el exceso de pasta de antimonio—. Por fin nos has
alcanzado. Llévame la cesta, cariño.
Y diciendo esto, me puso la canasta en la mano.
Enseguida me di cuenta de que estaban fingiendo, de que me hacían pasar
por un esclavo doméstico. No estaba dispuesto a tolerarlo.
—Querría hablar un momento con vosotras…
—« ¡Querría hablar con vosotras…!» —masculló May a con auténtica cólera
—. Me he enterado de que le has hecho beber a mi marido… ¡Si vuelve a
suceder, mandaré que te azoten!
—Íbamos a entrar aquí —anunció Helena con el perentorio desdén de clase
alta que una vez me había llevado a enamorarme de ella—. Deseamos ver a
cierta persona. Tú puedes acompañarnos, o esperarnos aquí fuera.
Al parecer, la propina que habían dado era cuantiosa. El portero no sólo les
franqueó la entrada, sino que hizo tal reverencia que estuvo a punto de restregar
las narices por el suelo. Luego, les indicó dónde debían dirigirse. Las dos mujeres
pasaron ante mi sin hacer caso a mis miradas furiosas. Tan pronto como su
presencia fue detectada por la chusma del interior del establecimiento, se
escucharon unos silbidos procaces. Me tragué, pues, la indignación y corrí tras
ellas.
Las instalaciones de Saturnino se elevaban a la categoría de excelentes si las
comparamos con las miserables chozas del local de Calíopo. Pasamos ante una
forja situada junto a una armería y luego dejamos atrás toda un ala de oficinas.
Los tabiques de madera eran consistentes, las contraventanas estaban pintadas y
los pasillos, limpios y barridos. Todos los esclavos que rondaban por el lugar
llevaban uniforme. Uno de los grandes patios sólo era para admirar: una arena
dorada perfectamente extendida y limpia, con frías estatuas blancas de hoplitas
griegos desnudos situadas ostentosamente entre bien regadas macetas de piedra
de plantas decorativas verde oscuro. Había suficientes obras de arte al aire libre
como para adornar el pórtico de un edificio público. Los macizos de boj estaban
recortados en forma de pavos reales y obeliscos.
Más allá estaba la palestra, grande y bien cuidada. La paz del primer patio
daba paso a un bullicio sumamente organizado. Se oían allí más voces de
preparadores que en el establecimiento de Calíopo, más golpes y empujones
contra sacos de entrenamiento, más pesas y más espadas de madera que se
abatían sobre los maniquíes. En un rincón se alzaba el tejado en arco distintivo de
unos baños privados.
Mis dos familiares se detuvieron, pero no fue, como y o esperaba, para
disculparse, sino para exhibir todavía más sus escotes. Mientras se colgaban la
estola sobre los hombros con un contoneo insinuante y echaban hacia atrás el
velo que debía cubrir su rostro, hice un último intento por razonar con ellas.
—Estoy horrorizado. Esto es escandaloso.
—Calla —dijo May a.
Me volví a Helena.
—¿Y puedo preguntar dónde está nuestra hija, mientras tú te pones en
evidencia en una escuela de asesinos?
—Cay o cuida de Julia en mi casa —intervino May a.
Helena condescendió en dar rápidas explicaciones:
—Tu madre nos ha contado lo de la nota que ha recibido Anácrites. Estamos
aquí por propia iniciativa. Ahora, por favor, no te interfieras en nuestro asunto.
—¿Y para eso vienes a visitar a un maldito gladiador? ¿A plena luz del día, a la
vista de todos? ¿Habéis venido las dos sin una acompañante, sin una dama de
compañía… y sin decírmelo antes?
—Sólo tenemos intención de hablar con ese hombre —dijo Helena, con tono
tranquilizador.
—¿Y para eso necesitáis cuatro brazaletes cada una y los collares de las
Saturnales? Ese hombre sin duda ha matado al león.
—¡Oh, magnífico! —dijo May a con pose afectada—. Pues a nosotras no
querrá matarnos. Sólo somos dos admiradoras que quieren desmay arse en sus
brazos y palpar la longitud de su espada…
—Eres odiosa.
—Ese es el efecto que nos proponíamos —me aseguró Helena con toda la
calma.
Me di cuenta de que estaban divirtiéndose de lo lindo. Debían de haber
dedicado horas enteras a planificarlo. Habían rebuscado en sus joy eros en busca
de piezas que llamaran la atención; después, se lo habían puesto todo. Vestidas
como chicas fáciles con demasiado dinero, se habían lanzado al asunto. Empecé
a sentir verdadero pánico. Aparte del peligro que pudieran correr en aquella
situación ridícula, tenía la terrible sensación de que mi sensible hermana y mi
escrupulosa prometida podían convertirse rápidamente en unas busconas si tenían
ocasión y dinero para ello. Pensándolo bien, Helena tenía su propio dinero.
May a, casada con un bebedor empedernido que nunca se molestaba en saber
cómo se las arreglaba, podía perfectamente decidirse a aprovechar la
oportunidad.
Rúmex era atendido por cuatro esclavos aburridos de la vida. Como él
también era un esclavo, no podía considerarse amo de sus servidores, pero
Saturnino se había asegurado de que su luchador estrella fuese mimado por un
generoso equipo de sirvientes. Quizá pagaban todo aquello algunas admiradoras
femeninas.
—Está descansando. Nadie puede verlo.
El sirviente no añadió de qué descansaba. Imaginé varias posibilidades poco
agradables.
—Sólo queríamos decirle cuánto lo adoramos. —May a dirigió una sonrisa
radiante a los esclavos. El portavoz de Rúmex la miró de arriba abajo. May a
siempre había sido atractiva. Pese a sus cuatro hijos, conservaba todavía su
belleza. Sus rizos negros y apretados enmarcaban delicadamente su rostro
redondo y tenía unos ojos inteligentes, alegres y aventureros.
No presionó a los esclavos. Sabía conseguir lo que quería y esto era casi
siempre un poco diferente. Mi hermana menor, a veces, era incapaz de seguir las
normas. Todavía tenía esperanzas. No le gustaba el compromiso. May a me
preocupaba.
—Dejad lo que hay áis traído. Me ocuparé de que lo reciba.
Era una respuesta inaceptable.
Helena se ajustó al cuello la gargantilla de oro; se hacía la nerviosa, como si
temiera que su nombre apareciese en la columna de escándalos de la Gaceta
Diaria.
—¡Así no sabrá quién se lo envía!
« Ni le importará saberlo» , pensé para mí.
—Yo se lo diré. —El tipo había despedido a muchas mujeres antes que a
ellas.
Helena Justina le sonrió. Era una sonrisa que quería decir que ellas no eran
como las otras. Si el hombre decidía creerla, el mensaje podía resultar peligroso.
Y no sólo para Helena y para May a. Yo también estaba a punto de sufrir un
riesgo innecesario.
—Está bien —aseguró Helena al hombre, con toda la confianza de una hija
de senador que no se proponía nada bueno. Su acento refinado anunciaba que
Rúmex había encontrado una admiradora distinguida—. No esperábamos un trato
especial. Debe de haber montones de gente desesperada por conocerlo. Es tan
famoso… Sería un gran privilegio. —Me di cuenta de que los sirvientes la
tomaban realmente por inocente. Y y o me preguntaba cómo me había podido
atar a una novia que era mucho menos inocente, en realidad, que las toscas
acróbatas de la cuerda floja que había rondado al principio—. Debe de ser un
trabajo difícil, el tuy o —se compadeció—. Tratar con tantas personas que no
tienen ninguna consideración con su intimidad. ¿Se ponen histéricas?
—¡Hay tantas anécdotas! —El sirviente que hacía de portavoz de Rúmex se
permitió meter baza en una pequeña charla.
—La gente se arroja sobre él… —May a soltó una risita despectiva, con aire
de complicidad—. Lo detesto. Es repulsivo, ¿no te parece?
—No está mal, si te sucede a ti —se rió uno de los esclavos.
—Pero hay que mantener un sentido del decoro. Mi amiga y y o… —Ella y
Helena cruzaron las miradas con la expresión arrebatada de seguidoras
acérrimas que hablaran de su héroe—: Seguimos todos sus combates.
Conocemos todo su historial. —Lo enumeró—: Diecisiete victorias, tres nulos; dos
veces perdedor, pero el público le salvó la y ugular y lo hizo volver a la arena. El
encuentro con el tracio de la primavera pasada nos tuvo con el corazón en un
puño. Ahí le robaron el combate…
—¡El árbitro! —Helena se inclinó hacia delante y agitó el índice con gesto
irritado. Al parecer, se trataba de una antigua pendencia.
—Rúmex resbaló. —Yo estaba impresionado ante la investigación que habían
realizado—. Estaba ganando sin discusión alguna, pero lo traicionó la bota. Había
conseguido tres puntos, entre ellos ése tan espectacular, cuando hizo la rueda y
cogió a su rival por debajo de los brazos. ¡Deberían haberle concedido el
combate!
—Sí, pero los accidentes no cuentan —intervino uno de los esclavos.
—El viejo emperador Claudio, ese bastardo, hacía que les rebanaran la
garganta si resbalaban por accidente —apuntó otro.
—Eso se hace para evitar que se amañen los combates —apuntó Helena.
—Imposible. La gente se daría cuenta.
—El público sólo ve lo que quiere ver —comentó May a, cuy o interés
apasionado parecía auténtico. Dio la impresión de que durante las tres horas
siguientes se discutiría hasta el último detalle la derrota de Rúmex frente al tracio.
Aquello era peor que escuchar una discusión entre dos barqueros medio
borrachos una noche de paga.
Mi hermana calló y dirigió una sonrisa radiante a los sirvientes, como si
estuviera complacida de haber compartido con ellos sus conocimientos y su
experiencia.
—¿No puedes dejarnos entrar sólo unos momentos?
—En condiciones normales…, —expuso el portavoz, midiendo sus palabras—
en condiciones normales no habría problema, chicas.
¿Y qué tenía de especial aquel momento?
—Tenemos dinero… —planteó Helena sin más rodeos—. Queremos hacerle
un regalo, pero hemos pensado que sería mejor si lo viéramos y le
preguntáramos qué desea realmente.
El hombre movió la cabeza.
Helena se llevó la mano a la boca.
—No estará enfermo, ¿verdad?
Excesos, pensé. Me pareció mejor no preguntarme demasiado en qué.
—¿Se ha lesionado en los entrenamientos? —exclamó May a con auténtica
zozobra.
—Está descansando —dijo el portavoz por segunda vez.
Me di a especulaciones. Todo el mundo sabía cómo eran los gladiadores de
renombre. Imaginé la escena que se desarrollaría en el interior. Un matón sin
educación, rodeado de un lujo indecente, dedicado a devorar cochinillo asado,
empapado en salsa barata de escabeche de pescado, embadurnado en cremas de
repugnante pestilencia, embriagado de vino de Falerno sin mezclas, que bebía
como si fuese agua para luego dejar las ánforas semivacías sin tapar, a merced
de las moscas del vino; dedicado a jugar inacabables y repetitivas partidas de
latrunculi con sus aduladores acompañantes, que sólo interrumpía para dedicarse
a orgías de « tres en una cama» con acólitas adolescentes aún más necias que las
dos mujeres descaradas que se rebajaban a la puerta de sus aposentos en aquel
momento…
—¡Está descansando! —dijo May a a Helena.
—Descansando —asintió Helena. A continuación, se volvió al grupo de
sirvientes y exclamó, con inocente falta de tacto—: Es un alivio saberlo.
Temíamos que hubiera sufrido algún percance… después de lo que cuenta la
gente sobre el león.
Se produjo una breve pausa.
—¿Qué león? —inquirió el portavoz de Rúmex en tono contemporizador. Se
levantó y él y los otros adoptaron una técnica en la que tenían mucha práctica—.
No sabemos nada de ningún león, señoras. Y ahora perdonad, pero tendré que
pediros que os marchéis. Rúmex es muy estricto con su régimen de
entrenamiento. Tiene que estar rodeado de absoluta tranquilidad. Lo lamento
pero no puedo permitir que ronde por aquí ningún miembro del público si eso
significa riesgo de perturbar su tranquilidad…
—Entonces, no sabes nada del asunto, ¿no es eso? —insistió Helena—. Es que
por el Foro corre el rumor terrible de que Rúmex ha matado un león, propiedad
de Calíopo. El animal se llamaba Leónidas. Toda Roma habla del asunto…
—Y y o soy un grifo de tres patas —asintió el jefe de los sirvientes y, sin
miramientos, expulsó a Helena y a mi hermana del establecimiento.
Ya en la calle, May a soltó un juramento.
Yo guardé silencio. Sabía cuándo era momento de llevar una cesta con la
cabeza gacha. Anduve detrás de ellas mientras se alejaban de la verja de entrada
y me aseguré de ofrecer el aspecto de un esclavo personal particularmente dócil
y sumiso.
—Ya puedes dejar de hacerte el sabelotodo —me dijo May a en tono burlón,
pero con expresión ceñuda—. ¿Merecía la pena probar?
Me erguí para replicar:
—Estoy asombrado de tus conocimientos enciclopédicos sobre los Juegos.
Las dos parecíais auténticas aficionadas al circo. ¿Quién os ha puesto al corriente
del mundillo de los gladiadores?
—Petronio Longo. Pero hemos malgastado el tiempo en eso para nada.
Helena Justina siempre había dado muestras de agudeza.
—No, no. Está bien así —le dijo a mi hermana con voz satisfecha—. No
hemos conseguido ver a Rúmex, pero las prisas que se han dado esos hombres
para ponernos de patitas en la calle cuando mencionamos a Leónidas lo dice
todo. Supongo que Rúmex ha sido retirado de la circulación a propósito. No sé
qué sucedería cuando mataron al león, pero, en cualquier caso, está claro que
Rúmex tuvo que ver con ello.
XXI
Yo estaba decidido a hacer el papel de paterfamilias autoritario y a reprenderlas
con energía.
—Si lo hubiéramos probado en serio, habríamos entrado —me interrumpió
May a.
—¿Pero a qué precio?
Mi hermana me dedicó una sonrisa irónica.
Cometí el error de comentar que me alegraba de que Helena hubiera
encontrado una amiga en la familia Didia, pero que no esperaba que May a
terminase por arrastrarla con tanto descaro. Las dos emitieron sendos gemidos y
alzaron los ojos al cielo. Entonces caí en la cuenta de que ese aire de fingida
neutralidad de Helena significaba que la idea de visitar al gladiador había sido
suy a.
Por fortuna para tan descaradas bribonas, en ese momento apareció, de
regreso a casa, el lanista Saturnino con su camarilla de cuidadores de animales,
arrastrando el carromato donde traían el leopardo huido. Les había llevado
tiempo llegar a casa porque la prohibición de circular con vehículos de ruedas los
había obligado a tirar de la jaula y de la fiera a fuerza de brazos. El esfuerzo les
había hecho sudar, pero era evidente que deseaban encerrar otra vez al felino en
las dependencias donde se guardaba a los animales, antes de que hubiese más
accidentes.
Obligué a mis descaradas parientes a meterse en su vehículo, del cual
asomaron la cabeza con terquedad.
—Vosotras, par de Mesalinas, será mejor que volváis a casa y os dediquéis a
tejer medias para botas como buenas matronas romanas, como perfectas
esposas a quienes Famia y y o no tengamos reparo en mencionar en nuestras
lápidas mortuorias, algún día. —May a y Helena soltaron una carcajada. La risa
sonaba como si las dos tuvieran intención de sobrevivirnos a Famia y a mí y, tras
nuestra muerte, tomar sendos amantes y dilapidar la herencia de sus hijos en
algún balneario de placer de baja estofa—. Os daría escolta pero tengo asuntos
urgentes que atender. Yo —añadí con altivez— entraré e intentaré ver a Rúmex.
Aunque vosotras, encanto de criaturas, me habéis estropeado la oportunidad.
El portero no me reconoció. Sin mi cesta y sin las mandonas de mis mujeres,
y o era un ciudadano más; los esclavos, por supuesto, como si no existieran. Era
un truco que y a había utilizado en otras ocasiones, cuando quería mantener el
anonimato.
Pedí ver a Saturnino. El portero me contestó que su amo no estaba en casa.
Le repliqué que acababa de verlo entrar y el muy ladino me contestó que, fuera
quien fuese, no importaba lo que hubiera visto: Saturnino no estaba en casa para
mí.
Habría podido recurrir al encanto o a la simple insistencia, pero, con Helena
y May a observándome, saqué mi pase oficial de auditor del palacio imperial y lo
sostuve a dos dedos de la cara del portero. A continuación, proclamé como un
novel estudiante de oratoria que sería mejor que el escurridizo Saturnino me
recibiese enseguida si no quería que lo denunciara por obstrucción al censo.
Enseguida el portero llamó a un esclavo para que me enseñara el camino.
Antes de que se cerrara la puerta tras el esclavo que iba a trasmitir mi
mensaje a Saturnino, el jefe de los cuidadores de Rúmex salió de la estancia. Me
quedé de pie, en silencio y con la mirada fija en el suelo. El hombre desapareció
sin dar muestras de haberme reconocido como el « esclavo» que había llegado a
la casa con Helena y May a (de cuy o interés por Leónidas debía de haber
informado, con toda seguridad). A continuación fui invitado a pasar. No hubo
ninguna protesta al respecto.
Encontré al lanista de pie en medio de una salita, donde un esclavo vertía algo
—agua, me pareció— en una jarra que Saturnino sostenía en sus manos. Otro
esclavo, agachado a sus pies, le quitaba las botas de calle. Saturnino sostuvo mi
mirada sin asomo de hostilidad ni de especial curiosidad, aunque lo noté
ligeramente ceñudo, como si se preguntara dónde me había visto antes. Dejé que
se estrujase el cerebro tratando de ubicarme.
Aproveché aquellos momentos de turbación para observarlo con
detenimiento. Él también debía de haber sido luchador en sus buenos tiempos.
Era un hombre de mediana edad, recio y fortachón, cuy os músculos de brazos y
piernas hablaban por sí solos. Si mi primera presa, Calíopo, tenía más aspecto de
vendedor de cojines que de tratante de gladiadores, Saturnino, en cambio,
respondía hasta el menor detalle al prototipo de estos últimos, todavía mostrando
las cicatrices y el porte de su pasado como luchador. Parecía perfectamente
capaz de romper a golpes las patas de la mesa si no le gustaba la cena… y, a
continuación, hacer lo mismo con las piernas del cocinero. Se me pasó por la
cabeza la imagen de aquel tipo azuzando a sus hombres en la arena del circo.
Como preparador de gladiadores, conocía el trabajo por experiencia personal.
Había lanistas que, cuando acompañaban a sus luchadores, los animaban con tal
entusiasmo que gastaban más energías ellos mismos que sus mirmillones y
reciarios. No sé por qué me imaginé que Saturnino era de los tranquilos, de los
que asisten a los combates con calma y se limitan a animar con palabras a los
suy os en el momento oportuno.
Se había rodeado de símbolos de su vil oficio. Armas y cascos de ceremonias
colgaban de una serie de perchas en su oficina, reducida y funcional. En un
rincón, guardaba en un baúl una serie de garrotes de los que los lanistas llevan al
circo. En una estantería de madera se exhibía un peto delicadamente laqueado.
También había varias coronas de vencedor y bolsas forradas, tal vez las mismas
que había obtenido en su época de gladiador.
Saturnino tenía una mirada inteligente, lo cual encajaba bien con sus triunfos
en la arena del circo. Ningún luchador alcanzaba la libertad sin una aguda
inteligencia. Yo esperaba encontrarlo receloso, pero se mostró tranquilo, amistoso
—sospechosamente amigable, tal vez— y nada perturbado por mi visita.
Le expliqué quién era, lo que estaba haciendo para Vespasiano y que la
auditoría a Calíopo era el primer paso de una revisión más amplia del mundo del
circo. Saturnino no esbozó un solo comentario. Ciertamente la noticia había
corrido con la velocidad del ray o. No insinué que él sería mi siguiente víctima,
aunque debió deducirlo.
—Según mis indagaciones, hay un cabo suelto que quisiera atar. A Calíopo le
han secuestrado, ¿te parece que lo llamemos así?, y matado un león. He recibido
informaciones de que el responsable es uno de tu camarilla y me gustaría
entrevistar a Rúmex, si me haces el favor.
—Gracias —respondió Saturnino— por hablar conmigo previamente.
—Es una cortesía lógica.
—Aprecio tu cortesía.
Sus esclavos nos habían dejado solos un rato antes. Saturnino se acercó a la
puerta y habló con alguien que aguardaba fuera. No había duda de que estaba a
punto de contarme algún cuento, una historia que pudiera encajar con lo que ellos
pretendían hasta que y o descifrase sus intenciones y pudiese presionar donde
dolía. Desde luego, y o no tenía la intención de agarrar por los pliegues de la
túnica a un gladiador laureado y ponerlo contra la pared con la idea de
sonsacarle la verdad a golpes. Esto requería una may or sutileza.
Me afané por contemplar los trofeos y armaduras. Saturnino no se alejó de
mi lado y me explicó qué significaba cada uno. Cuando describía una vieja
batalla, era un buen teórico. También sabía contar anécdotas interesantes. El
tiempo de espera pasó sin novedad.
Luego, tras una suave llamada a la puerta, un esclavo la abrió y franqueó el
paso a Rúmex. Tan pronto lo vi, me di cuenta de que no tenía que haberme
preocupado.
Probablemente Rúmex y a era estúpido antes de que los combates
maltratasen su cerebro. Era un hombre alto, de pies ligeros, cuerpo
perfectamente tallado, facciones que daban espanto y duro de mollera como el
pilar de un muelle. Probablemente sería capaz de enlazar un par de palabras en
una conversación, siempre que fueran, « ¿Cuál es el mío?» , « Piérdete» o
« Matarlo» . Hasta ahí llegaba, no más. Entró en la sala de su amo como si
temiese tropezar con el mobiliario, pero aún conservaba el juego de piernas que
debía de haberlo convertido en la envidia de sus oponentes. Era muy joven y
poderoso y daba la impresión de ser también intrépido.
En el borde de la túnica llevaba una cinta un tanto ridícula y en el cuello una
gargantilla de oro que tuvo que costarle una fortuna aunque su diseño era de una
vulgaridad espantosa. Los joy eros de la Saepta Julia las confeccionaban
especialmente para hombres de ese tipo. Los eslabones de oro se unían a una
placa cuadrada con su nombre. Aquello debía de ay udarlo cuando olvidaba
cómo se llamaba.
—Saludos, Rúmex. Me siento honrado de conocerte. Me llamo Falco y deseo
hacerte unas cuantas preguntas.
—Me parece bien.
Me miró con tal aire de honradez que supe al momento que lo habían
aleccionado. Además, accedió a colaborar gustosamente. A la may oría de los
inocentes les desconcierta que uno se fije en ellos, pero allí no era necesaria tal
cosa. Rúmex sabía de qué iba el asunto. Y también conocía las respuestas: tanto
las que y o buscaba como las mentiras que le habían dicho que contara.
—Estoy investigando la sospechosa muerte de Leónidas, el león devorador de
hombres. ¿Sabes algo al respecto?
—No, señor.
—Lo sacaron de su barracón, lo atravesaron con una lanza y lo devolvieron
misteriosamente a su lugar.
—No, señor —repitió él, aunque mi última observación había sido una
afirmación, y no una pregunta. Si Rúmex hubiera sido tan lento de reacciones en
el circo, no habría pasado de la primera pelea.
—Me han dicho que fuiste tú quien mató a Leónidas. ¿Es cierto eso?
—No, señor.
—¿Lo habías visto en alguna ocasión?
—No, señor.
—¿Recuerdas dónde estabas y qué hacías anteanoche?
Rúmex quería mantenerse en su respuesta habitual, pero se dio cuenta de que
hacerlo lo convertiría en sospechoso. Sus ojos intentaron volverse a su preparador
en busca de consejo, pero consiguió mantener la mirada fija en mí con aquel
aire de « sinceridad» .
—Yo puedo responderte a eso, Falco —intervino Saturnino. Rúmex hizo una
mueca de agradecimiento—. Rúmex estuvo conmigo toda la noche. —Me
pareció que aquello sorprendía a su hombre; así pues, tal vez fuera verdad—. Lo
llevé a un banquete a casa de un antiguo pretor.
Si lo decía con el propósito de impresionarme con el rango, no lo consiguió.
—¿Lo exhibías? —pregunté, dando a entender que Saturnino era demasiado
delicado como para decirlo.
Mi interlocutor aceptó, con una sonrisa, que los dos éramos hombres de
mundo.
—Todo el mundo está siempre encantado de conocer a Rúmex.
Me volví hacia éste, que se debió considerar a salvo de nuevas preguntas:
—¿Y le ofreciste al viejo pretor una demostración privada de tus fabulosas
capacidades?
Yo sólo hablaba por hablar, pero, esta vez, Rúmex se mostró horrorizado. Su
entrenador intervino rápidamente:
—Unas cuantas presas de lucha y unas fintas con una espada de
entrenamiento siempre quedan bien.
Los miré alternativamente. Era evidente que había tocado un punto delicado
y asumí las consecuencias que eso podía acarrearme. ¿Era posible que a
Leónidas lo hubieran matado en casa de un magistrado principal? ¿Estaba
presente Saturnino cuando se produjo el hecho?
—Lo siento, Saturnino, pero debo insistir en que me facilites el nombre del
anfitrión de esa velada.
—Por supuesto, Falco. Pero me gustaría hacérselo saber al interesado antes
de mencionar su nombre a un desconocido. Mera cortesía.
Era muy lógico.
—Y y o debo insistir en que no lo pongas en antecedentes.
—Seguro que no habrá objeciones, tratándose de un hombre de su rango…
Saturnino y a estaba haciendo uno de sus viajecitos a la puerta para murmurar
unas órdenes a un corredor.
Dejé que él se saliera con la suy a. No confiaba en poder afrontar una queja
formal de un pretor por acoso. Vespasiano le daría la razón a él aunque y o
tuviese pruebas en su contra… y ni siquiera las tenía. Por lo menos, todavía no.
Su rango me traía sin cuidado, pero primero tenía que asegurarme.
Era un progreso interesante. Tan pronto me daba por comprobar confusos
libros de contabilidad entre gente de baja estofa como, un rato después, insistía en
ver el diario social de un prohombre que sólo estaba un peldaño por debajo del
cónsul. Y lo más sorprendente era que, estaba seguro, el individuo y a había sido
puesto al corriente de mi interés por él.
—¿Quién más estaba presente en la cena con ese misterioso prohombre? —
pregunté como quien no quiere la cosa.
El lanista respondió en el mismo tono:
—Ah, fue un encuentro muy informal.
—¿Con amigos?
Noté que se resistía a decírmelo, aunque tenía suficiente habilidad para ceder
en su negativa si veía que no había alternativa.
—Mi mujer y y o, el pretor y una dama amiga suy a. Nadie más
Las cenas en casa de los personajes importantes solían acercarse más al
número clásico de nueve comensales. Un cuarteto era un grupito bastante curioso
e inhabitual, en caso de ser cierto.
—Te desenvuelves en un círculo envidiable. Me muero por preguntarte cómo
lo haces.
—Por asunto de negocios. —Saturnino sabía hacer que todas sus respuestas
parecieran espontáneas y lógicas.
Yo me fingí más crédulo de lo que en realidad soy :
—Creía que los senadores tenían más limitaciones en su libertad para
dedicarse al comercio…
En realidad, el comercio era una actividad que tenían prohibida. De todos
modos, solían valerse de sus libertos como intermediarios e incluso muchos la
desempeñaban ellos mismos.
—No se trataba de cuestiones comerciales —se apresuró a responder
Saturnino—. Nos conocimos cuando mi anfitrión organizaba los Juegos.
Ésta era una responsabilidad formal de los pretores durante su año como
magistrados. Terminar el año vinculado por amistad con un lanista en concreto
podía parecer un abuso de poder, pero algunos miembros del gobierno daban por
hecho que el objetivo final de disfrutar de un alto cargo era abusar de su posición.
Sería casi imposible demostrar que el dinero había cambiado de manos
ilegalmente y, aunque descubriese que así había sido, la may oría de los pretores
no acabaría de entender mi denuncia.
—Es magnífico pensar que habéis mantenido tan buena relación después de
su periodo de mandato —comenté. Saturnino me dedicó una sonrisa
condescendiente—. Así pues, tu mensajero y a habrá tenido tiempo de trasmitirle
tus noticias. ¿Podrías revelarme el nombre de ese pretor?
—Pomponio Urtica —respondió Saturnino como si estuviese realmente
encantado de colaborar. Tomé buena nota de buscar una tablilla y registrar aquel
dato. Sin que y o se lo pidiera, repitió el nombre. Con la misma calma, y o insistí
en que me facilitara la dirección privada del viejo pretor.
Quedó claro que había llegado al final de la entrevista. Sin consultarme, el
lanista despidió a Rúmex. El enorme gladiador se escabulló.
—Gracias por la ay uda —dije a Saturnino. Todo aquello era zalamería.
—Me ha encantado hablar contigo —respondió él como si todo hubiera sido
una disputada partida de damas. A continuación, para sorpresa mía, añadió—:
Pareces un personaje interesante. Mi esposa es muy aficionada a organizar
veladas sociales. ¿Qué me dirías de una invitación a cenar con nosotros?
Acompañado de tu persona de preferencia… —añadió en un tono muy civilizado
que dejaba a mi elección acudir con mi esposa, con una prostituta o con algún
muchacho de ojos saltones, de esos que trabajan de masajistas en los baños.
Para un auditor del Estado era una estupidez y un riesgo confraternizar con
los sujetos de la investigación que tenía en marcha. Naturalmente, acepté la
propuesta.
XXII
Pomponio Urtica vivía en el Pinciano. Su mansión se extendía en un terreno
elevado al este de la vía Flaminia, más allá del mausoleo de Augusto. Un buen
barrio. Espacios abiertos propios de patricios, con vistas panorámicas
interrumpidas sólo por altos pinos de anchos troncos donde se arrullan las tórtolas.
Hermosos atardeceres sobre el Tíber, a varias millas del alboroto del Foro. Aire
limpio, atmósfera apacible, fincas magníficas, vecinos agradables; en resumen,
un lugar magnífico para la reducida elite que habitaba aquella zona elegante… y
un barrio terriblemente inconveniente para los que acudíamos allí de visita.
Urtica era de los que lo tenían fácil. Cuando precisaba bajar a la ciudad para
resolver algún asunto público, se hacía transportar en una litera que acarreaba
con paso firme un grupo de esclavos bien aparejados y de buen carácter. El
pretor no tenía nunca que ensuciarse las botas de polvo, fango ni excrementos y,
durante la hora que duraba el tray ecto en cada sentido, podía dedicarse un rato a
alguna lectura ligera, reclinado en cojines de plumón. Incluso podía llevar
consigo una cantimplora y un paquete de tostadas dulces. Y para ir más
entretenido todavía, más de una vez, haría subir a la litera a alguna atractiva
flautista de redondos pechos.
Yo subí andando. No tenía nada ni nadie me ay udaba. El invierno había
convertido en barro el polvo de la calle y los excrementos de asno se mezclaban
con el barro, transformados en masas sueltas entre el fango como la polenta a
medio revolver de alguna taberna que los ediles se disponían a clausurar.
Por fin encontré la lujosa residencia del pretor. Tardé un rato en hacerlo
porque todas aquellas ostentosas residencias del Pinciano eran idénticas y todas
estaban situadas al final de largas calzadas. El portero de la casa de Urtica me
comunicó que su amo no estaba en casa. El anuncio no me sorprendió. Lo que no
dijo el esclavo, aunque no tardé en deducirlo de su tono, fue que incluso de haber
estado (lo cual era perfectamente posible) no me habría permitido entrar. Mi fina
intuición de informante dedujo que existía una orden estricta de negar el acceso a
cualquier tipejo cansado que se identificara como un tal Didio Falco. Preferí no
armar revuelo ante aquella elegante mansión presentando mi autorización del
palacio imperial. La jornada y a había sido suficientemente larga y me ahorré la
embarazosa situación.
Hice a pie todo el camino de regreso al centro. Compré una torta y un vaso
de vino aromatizado, pero me resultó difícil encontrar compañía aquella
desapacible tarde invernal. Y daba la impresión de que todas las flautistas
insinuantes estaban en Ostia, visitando a sus parientes.
XXIII
Bien, una vez de vuelta a la realidad, acudí a los baños, entré en calor de nuevo,
recibí los insultos de mi preparador físico, encontré a un amigo y me lo llevé a
casa a tomar un bocado.
Ya se sabe lo que sucede cuando uno se traslada a un piso nuevo e invita a una
persona importante a visitarlo. Si uno no posee un esclavo al que enviar por
delante, llega a casa y hace alarde de amabilidad con la esperanza de no
encontrarse con alguna escena embarazosa. Aquella tarde llevé a casa a un
senador. Un hecho poco frecuente, debo reconocerlo. Y naturalmente, tan pronto
entramos nos hallamos con algo tremendamente embarazoso: mi esposa, como
ahora me obligaba a llamarla, estaba dando una mano de pintura a una puerta.
—¡Hola! —exclamó el senador—. ¿Qué sucede aquí, Falco?
—Que Helena Justina, hija del ilustre Camilo, se dedica a pintar una puerta —
respondí.
Mi acompañante me dirigió una mirada de soslay o.
—Eso será porque no puedes permitirte pagar a un pintor —murmuró con
inquietud—. ¿O tal vez porque a ella le gusta dedicarse a eso?
La segunda insinuación parecía aún peor que la primera.
—Le gusta —asentí. Helena Justina continuó pintando como si ninguno de los
dos estuviese presente.
—¿Por qué toleras algo así, Falco?
—Verá, senador, todavía no he encontrado el modo de disuadir a Helena de
algo si ella desea hacerlo. Además —añadí con orgullo—, lo hace mejor que
cualquier pintor que pudiera contratar.
Por eso Helena no nos había dirigido la palabra. Cuando pintaba una puerta,
se aplicaba a ello con gran concentración. Sentada en el suelo con las piernas
cruzadas y un pequeño cuenco de pintura ocre, aplicaba la brocha despacio, con
movimientos relajados y regulares que dejaban un acabado perfecto.
Contemplar aquello era uno de los grandes placeres de mi vida; así se lo expliqué
al senador y, cuando cogí un taburete, él me imitó.
—Fijese, senador —murmuré—, que empieza por abajo. La may oría de los
pintores comienzan por arriba y, media hora después de acabar, la pintura que
sobra cae hacia el suelo y forma una línea de gotas pegajosas a lo largo del
borde inferior. Las gotas se endurecen antes de que uno lo advierta y y a no hay
modo de librarse de ellas nunca más. Helena Justina, en cambio, no deja ningún
churrete que gotee.
En realidad, no era así como lo habría hecho y o, pero Helena demostró la
eficacia de su método y el senador parecía impresionado.
—Pero ¿qué opina tu gente, Falco?
—Está horrorizada, por supuesto. Helena es una chica respetable de muy
buena familia. Mi madre, sobre todo, está perpleja. Piensa que Helena y a ha
sufrido suficiente compartiendo su vida conmigo. —Helena, que acababa de
ponerse de rodillas para seguir su trabajo hacia arriba, hizo una pausa en el
momento de empapar de nuevo la brocha y se volvió a mirarme con aire
pensativo—. Pero mi esposa tiene mi permiso para decirle a la gente que y o la
obligo a hacerlo.
—¿Y qué dices tú?
—Digo que es responsabilidad de la gente que la educó.
Helena abrió la boca por fin:
—Hola, padre —dijo.
Como el plomo de la pintura afectaba a Helena, la obligó a sorber
ruidosamente por la nariz. Le dirigí un guiño, pues sabía que, cuando se dedicaba
a pintar, se secaba la moquita restregando la nariz en la manga de la ropa.
El senador Camilo Vero, mi invitado y padre de Helena, se ofreció
cortésmente:
—Si andas corto de fondos, y o podría pagaros un pintor, Marco.
Trasladé la propuesta a mi esposa. Yo era un romano cabal. Bien, al menos
sabía qué me convenía.
—No malgastes el dinero, papá querido. —Helena había llegado al nivel del
tirador de la puerta que y o, previamente, le había ay udado a desmontar; llegada
a este punto, abandonó su postura y se incorporó para continuar el trabajo en la
mitad superior de la puerta. Camilo y y o apartamos ligeramente los taburetes
para dejarle espacio—. Gracias —nos dijo.
—Lo hace muy bien, es cierto —me comentó el padre. Daba la impresión de
que le incomodaba hablarle directamente a la terca de su hija—. Yo le enseñé —
añadió. Helena me dirigió una mirada.
—Y y o le insistí en que me enseñara, por supuesto —fue su réplica. El padre
volvió la mirada hacia ella. Si y o había decidido que era signo de buena
educación aparentar suficiencia, Helena continuó en aquel tono, sin prestarle
atención.
—¿Qué hay de comer para nuestro invitado, Marco? —preguntó mi esposa.
El padre me acusó rotundamente.
—Bueno, supongo que ahora la obligarás a preparar la cena.
—No —respondí con calma—. En esta casa, el cocinero soy y o.
Cuando terminó de pintar la parte superior de la puerta, Helena retrocedió un
paso y consintió en besar a su padre, aunque de forma bastante rápida porque
seguía inspeccionando la puerta en busca de alguna imperfección. La luz era
demasiado escasa. Diciembre no es el mes más apropiado para ese tipo de
trabajo, pero es preciso poner la casa en condiciones cuando hay ánimo para
ello. Helena, enfurruñada, pasó la brocha otra vez sobre unas minúsculas
burbujas cerca del borde superior. Yo sonreí. Al cabo de un momento, también lo
hizo su padre. Ella se volvió a mirarnos. Los dos seguíamos sentados en los
taburetes y nos reíamos porque nos encantaba verla feliz. Ella, en cambio, se
tomó las sonrisas con suspicacia y, de repente, nos dedicó toda su atención con
una mueca desafiante.
—Helena detesta limpiar la brocha —dije a su noble padre—, de modo que
de eso me ocupo y o. —La cogí de manos de Helena y deposité un beso en sus
dedos (evitando las manchas de pintura)—. La limpieza es una de las tareas
menores de las que también me ocupo. —Miré a los ojos a Helena—. A cambio
de los muchos detalles generosos que ella tiene conmigo.
Habría sido un descaro añadir que, en ocasiones, cuando su padre no está
presente, encontraba un placer voluptuoso en limpiar también a la pintora. El
único defecto de Helena era ser propensa a mancharse de pintura por todas
partes.
Por fortuna, no era difícil distraer al senador; lo enviamos a otra estancia para
que jugara un rato con su nieta y nos dejara solos para divertirnos un rato.
Más tarde, cuando acabé de dar de comer a todo el mundo, nuestro ilustre
visitante me confió la razón de que hubiera aceptado tan deprisa la invitación a
conocer nuestro minúsculo pisito, cuando habría podido cenar mucho mejor en la
comodidad de su propia casa. Llevábamos algún tiempo sin recorrer el Aventino
hasta la mansión algo destartalada de Camilo, cerca de la Puerta Capena, para
visitar a la familia de Helena. Nunca se nos había impedido hacerlo
formalmente, pero desde que Justino se fugó con la chica a la que ambos
habíamos presentado como una novia conveniente (es decir, rica) para su
hermano may or, el ambiente se había enfriado. Nadie culpaba a Helena de los
problemas familiares. En cambio, y o constituía un buen partido. El novio
plantado, Eliano, se había mostrado especialmente procaz.
—¿Qué es esto? —preguntó el senador. Acababa de encontrar un pergamino
en el que había dibujado una planta grande, parecida a una cebolla.
—Un esbozo botánico de una planta de silphium —respondí con indiferencia.
Helena, que acababa de darle de comer a la niña, me la puso en los brazos.
Aquello significaba que podía ocupar mi atención en dar palmaditas en la espalda
de la pequeña hasta que eructase. Helena mantenía la mirada gacha y se
arreglaba los prendedores del vestido.
—¡De modo que también tenéis noticia de mi hijo!
Camilo nos repasó de arriba abajo. Era capaz de interpretar los presagios de
una bandada de cuervos.
Mientras reconocíamos que sí con aire evasivo y declarábamos que, por
supuesto, teníamos intención de informarle, el senador dejó a un lado mi dibujo y
sacó un plano. Me di cuenta de que el encuentro con él en los Baños de Glauco no
había sido casual; el senador y a venía preparado. Seguramente llevaba tiempo
tratando de hablar con nosotros sobre la pareja fugada. Aunque y o pensaba que
su relación con su esposa, Julia Justa, era tan abierta y confiada como tenía que
ser por tradición, cruzó por mi mente el pensamiento desleal de que Décimo
Camilo quizá no le había dicho aún que Justino había escrito a casa. Julia Justa se
había tomado muy mal el rapto. Para empezar, los ancianos abuelos de la
muchacha desaparecida habían llegado a Roma procedentes de Hispania apenas
un par de días después, con la intención de celebrar el compromiso y el
casamiento de Claudia. Julia Justa había tenido que soportar un período delicado
en la casa, con la anciana pareja como furiosos invitados hasta que se
despidieron entre quejas y maldiciones.
—Ha puesto distancia hasta la misma Cartago. —Décimo extendió el mapa
de pergamino que tenía en la biblioteca de la casa—. Está claro que no tiene idea
de geografía.
—Supongo que huy eron en el primer barco que zarpaba con rumbo sur —el
papel de apaciguador nunca se me ha dado bien—. Cartago está a tiro de piedra
de Sicilia.
—Pues ahora y a debe de saber —comentó Décimo, al tiempo que plantaba
un índice en Cartago y el otro en Cirene, a prácticamente un brazo de distancia—
que se ha equivocado de provincia y que existe todo un cementerio de barcos
entre él y el puerto al que pretende dirigirse.
Sí, allí estaba Cartago, la enemiga ancestral de Roma, al oeste de Sicilia, en el
vértice del sector proconsular de la provincia del África romana. Más allá del
doble seno de las peligrosas Sirtes, al este, pasada la Tripolitania y antes de entrar
en la Cirenaica, casi en Egipto en realidad, estaba la ciudad de Cirene que una
vez había sido el esplendoroso centro comercial del buscado silphium. Las aguas
turbulentas de los grandes golfos de Sirte Menor y Sirte May or, que debería
atravesar nuestro viajero en su loca empresa, habían hundido buena cantidad de
embarcaciones.
—¿No podría viajar por tierra? —preguntó Helena en un tono de voz
inusualmente tímido.
—Son unas mil millas —apunté. Ella sabía bien qué significaba aquello.
—Gran parte de ellas, desierto. Pregúntaselo a Salusto —replicó su padre con
rotundidad—. Salusto sabe mucho del viento ardiente que se alza en el desierto y
de las tormentas de arena que te ciegan los ojos y te llenan la boca de polvo.
—Entonces, necesitamos un buen plan para que no se mueva de Cartago —
apuntó Helena.
—¡Yo lo quiero en casa! —soltó el padre—. ¿Te contó qué hacen para tener
dinero?
Helena carraspeó:
—Creo que habrán vendido parte de las joy as de Claudia.
Claudia Rufina era una heredera de distinguida familia y poseía una gran
cantidad de joy as. Por eso creíamos que era un buen apaño para el hijo may or
de la familia. Eliano esperaba fortalecer su candidatura a las elecciones del
Senado con aquel matrimonio, económicamente favorable. En lugar de este
resultado, avergonzado por el escándalo, se había retirado de las listas y
haraganeaba por casa, sin oficio ni beneficio desde hacía un año. Mientras tanto,
su hermano gastaba la dote de Claudia en pagar la hospitalidad cartaginesa.
—Bien, así no tendrán que venderse como esclavos dedicándose a
camelleros.
—Me temo que tengan que hacerlo, señor —reconocí—. Justino me ha
contado que se dejaron el cofre con las mejores piezas.
—¡En la agitación del momento, sin duda! —Camilo me dirigió una mirada
severa—. Así pues, Marco, tú eres el experto en horticultura… —Me abstuve de
protestar ante tal calificativo, porque mi única relación con el campo era un
abuelo que tenía un puesto de verduras en el que, a veces, pasé ratos cuando era
un crío—. Me han contado la estúpida historia de la búsqueda de silphium. ¿Qué
posibilidades tiene Justino de redescubrir la hierba mágica?
—Muy pocas, señor.
—Eso imaginaba. Supongo que absolutamente toda fue erradicada hace años.
Supongo que los pastores que dejaron que los rebaños devorasen la hierba
acogerán mal la propuesta de reclamar sus pastos para convertirlos otra vez en
un gran huerto de plantas herbáceas… Supongo que no te apetecerá cruzar el
Mare Nostrum, ¿verdad?
Lo miré desconsolado:
—Me temo que estoy demasiado ocupado y atado por mi trabajo en el censo.
Como sabe, es muy importante que lo haga bien y me establezca.
El senador sostuvo mi mirada más tiempo del que y o hubiera deseado, pero
su expresión cambió a otra más indulgente. Volvió a enrollar el pergamino con
gesto enérgico.
—¡Bien, espero que eso pueda resolverse!
—Deja el mapa —propuso Helena—. Haré una copia y se lo enviaré a
Quinto cuando le escribamos. Por lo menos, así sabrá dónde se encuentra en ese
momento.
—Sabe muy bien dónde está —replicó su padre con acritud—. Metido en
graves problemas. No puedo ay udarlo, pues eso sería insultante para su hermano.
Quizá debería enviar a mi jardinero a cuidar de él. Cuando se acaben las
esmeraldas de Claudia, tendrá que darse prisa en la búsqueda de esquejes de esa
preciada planta.
Por cambiar de tema, introduje en la conversación el asunto de Leónidas.
Helena quería saber si había conseguido ver a Rúmex después de que ella y
May a fueran rechazadas.
—¿Rechazadas? —repitió su padre.
Me apresuré a contarle cómo había conocido a Saturnino y a su luchador
estrella, con la esperanza de evitar al senador la preocupación de pensar en el
escándalo de que su hija intentara ver a un gladiador.
—Rúmex es el típico gigantón de cuerpo perfecto y cerebro de buey, pero
habla despacio y cuida sus palabras, como si se considerara un filósofo. El
preparador, Saturnino, es un personaje más interesante… —Decidí no mencionar
que Helena y y o cenaríamos con el lanista al día siguiente—. Por cierto, señor,
Saturnino ha facilitado una coartada a Rúmex al decir que a Leónidas lo mataron
mientras ellos dos estaban juntos en casa de un antiguo pretor llamado Pomponio
Urtica. ¿Conoce a ese hombre?
—Su nombre es noticia estos días —apuntó Décimo con una sonrisa.
—¿Por algo que debería saber?
—Ha sido nombrado organizador de la apertura del nuevo anfiteatro.
Se me escapó un silbido.
—Muy oportuno —murmuré.
—Pero es impropio de él favorecer a un lanista en concreto.
—¿Cuándo se ha reprimido un pretor de hacer algo porque resultara
impropio? ¿Qué clase de persona es Urtica, senador?
—Es un aficionado a los Juegos —apuntó Décimo y, con su habitual
sequedad, añadió—: ¡Dentro de unos límites respetables, por supuesto! En el año
que estuvo en el cargo no hubo quejas acerca de su magistratura ni sobre cómo
llevaba los espectáculos que organizaba. Su vida privada sólo tiene ligeras
manchas —continuó, como si diera por sentado que la vida de la may oría de los
senadores era famosa por su libertinaje desenfrenado—. Se ha casado un par de
veces, creo; hace bastante tiempo, porque sus hijos y a son may ores. En la
actualidad lleva vida de soltero.
—¿Qué significa eso? ¿Mujeres? ¿Chicos?
—Bien, otra de las razones de que su nombre suene públicamente es que
recientemente se ha comprometido con una chica que tiene fama de licenciosa.
—¡Eres un demonio para los chismes, papá! —se asombró Helena.
Su padre dio muestras de estar sumamente complacido consigo mismo.
—Incluso puedo decirte que se llama Scilla.
—¿Y qué forma concreta adopta la extravagancia de esa Scilla?
Esta vez Décimo se sonrojó un poco.
—La que se lleva hoy día, sin duda. Me temo que llevo una vida demasiado
tranquila como para saberlo.
Era un hombre encantador.
Cuando su padre se marchó, Helena Justina extendió de nuevo el mapa.
—¡Mira! —exclamó, y señaló un punto de la costa de la Tripolitania, a medio
camino entre Cartago y Cirene—. Aquí está Oea y ahí, Lepsis Magna. —Se
volvió a mirarme con disimulo—. ¿No son las dos ciudades de las que proceden
Saturnino y Calíopo?
—Es una suerte —comenté— que ninguno de los dos siga viviendo allí. De
este modo, puedo seguir mis investigaciones aquí mismo, en Roma, con toda
tranquilidad.
XXIV
A la mañana siguiente había que ocuparse de dos problemas: encontrar una
túnica limpia y no demasiado apolillada para la cena a la que estábamos
invitados y responder a los lamentos de mi querido socio comercial, Anácrites,
respecto a los líos en que me había metido el día anterior. Los dos problemas
tenían un grado parejo de dificultad.
Pensaba llevar mi túnica favorita, la vieja de color verde, hasta que la sostuve
por los hombros y la repasé con ojo crítico. Ni era de lanilla tan gruesa, ni se
hallaba en tan buen estado. Estaba muy rozada en el cuello, donde siempre ceden
los hilos cuando uno lleva una vida activa. Y era de una talla adecuada para un
hombre más joven y más delgado. No había alternativa: tendría que recurrir a la
nueva prenda que Helena llevaba un tiempo tratando de introducir en mi
guardarropa. Era de color bermejo. Detesto ese color. La túnica era cálida, bien
cortada y de buena tela, tenía la longitud precisa e iba adornada con dos largas
tiras de trencilla. ¡Dioses, cómo la aborrecía!
—Muy bonita —mentí.
—Pues y a has escogido —dijo ella.
Conseguí dejarla caer al suelo, donde Nux pudiera utilizarla todo el día como
cubil. Aquello le imprimiría cierto carácter.
Nux olisqueó la prenda y se apartó con desagrado. La perra no pensaba
quedarse en casa con aquello y salió conmigo.
Más tiempo llevó apaciguar a Anácrites. Estábamos en el despacho de
Calíopo, en el piso superior del cuartel.
—Falco, ¿dónde habías ido a…?
—Cállate y te lo diré.
—¿La perra es tuy a?
—Sí. —Nux, que era muy capaz de determinar quién estaba al mismo nivel
que las ardillas o que los gatos, gruñó como si se dispusiera a lanzarse sobre
Anácrites enseñando los dientes—. Eso es que se muestra amistosa —le aseguré
no convencido.
Le hice el honor de contarle toda mi aventura de la víspera. La teoría de
Famia, el leopardo huido, la teoría de Talía, lo de Saturnino y lo de Rúmex.
Me callé lo de Urtica y su ninfa, Scilla. Anácrites era un espía palaciego. A
menos que lo mantuviera muy a ray a, era capaz de acudir corriendo al grito de
« ¡traición!» a una serie de escribientes que tenían el tintero lleno de veneno. No
tenía objeto difamar a un ex pretor por triplicado hasta que estuviera seguro de
que lo merecía. Tampoco tenía por qué confundir a mi socio contándole
demasiado, aunque fuera verdad.
—Nada de eso te lleva a ninguna parte —decidió Anácrites—. Si preguntas a
un gladiador dónde estaba cierta noche, no te contestará, porque es incapaz de
recordar dónde estuvo; ¿qué tiene eso de raro? Algunos lanistas no se caen bien
entre sí; bueno, eso es algo que cabía esperar. Una rivalidad honrada no es mala;
la competencia estimula la calidad.
—Si continúas así, pronto te oiré decir que Leónidas sólo es una trágica
víctima de las circunstancias, que estaba en la jaula que no debía en el momento
más inoportuno y que, en los negocios, tienes que aceptar ciertas pérdidas
sostenibles.
—Muy cierto —asintió.
—Anácrites, un tipo como tú al que y a han abierto la cabeza una vez debería
aprender a no irritar a la gente… —Me di por vencido—. ¿Y tú, has encontrado
algo más en la contabilidad de Calíopo? Por cierto, ¿dónde está ese gilipollas?
Normalmente siempre anda tras nosotros para oír lo que hablamos.
Calíopo no había hecho acto de presencia en todo el día. Anácrites, que había
llegado antes que y o y había preguntado por él, respondió piadosamente:
—Corren rumores de que está en su casa, en plena pelea con su esposa.
—Así pues, acertamos al sospechar que tenía una amante…
—Sacanna —replicó Anácrites—. Se lo saqué a ese cuidador, a ese Buxo.
Parece que la mujer tiene su salón en una posada llamada El Pulpo, en la calle
Boreal. No tendremos dificultades para averiguar quién consta como
arrendatario del local. Ya lo encontraremos. Pero teníamos razón al pensar que
nuestro hombre oculta algo más que esa amante, Falco. —Sacó un documento de
la bolsa que llevaba al cinto. Era la lista de discrepancias entre lo que Calíopo
había declarado a los censores y las propiedades no registradas que habíamos
identificado—. Está bien jodido —añadió con placer mal disimulado. Anácrites
seguía siendo el investigador imparcial de siempre—. Lo único que tenemos que
comprobar antes de ir por él es si existe ese presunto hermano en Tripolitania. Si
no es así, y si la sucursal familiar del negocio en Oea pertenece al propio
Calíopo, y o calculo que nos quedará una suma de cinco cifras.
Eché una ojeada a las cuentas. El asunto parecía ilegal incluso sin el elemento
de Oea, pero, si se podía añadir éste, sería un golpe de primera magnitud.
Podíamos estar muy orgullosos de nosotros mismos.
—Tengo una idea de cómo podríamos llevar a cabo una comprobación —
dije, pensativo—. En este momento tengo un contacto en Cartago. Me dispongo a
escribirle. Merecería la pena que invirtiéramos en él y le garantizáramos el
pasaje para que investigue la propiedad de la sucursal en Oea.
—¿Quién es? ¿Podemos fiarnos de él? —Anácrites parecía saber qué clase de
contactos solía tener.
—Es una joy a —tranquilicé a mi socio—. Y aún más importante: su palabra
pesará en la opinión de Vespasiano.
—Entonces, adelante.
Cabía asegurar en favor de Anácrites que, desde que la herida en la cabeza lo
hacía comportarse imprevisiblemente, mi socio era capaz de tomar, sin
pestañear, la decisión de gastar grandes sumas del dinero que aún no habíamos
ganado. Por supuesto, aquel mismo comportamiento errático podía llevarlo a
cambiar de idea; pero, para entonces, y o habría enviado una carta de pago a
Justino y y a sería demasiado tarde para volverse atrás.
—Claro que podría ir a Oea y o mismo… —apuntó Anácrites, siempre abierto
a cualquier posibilidad que torciese mis planes secretos.
—Buena idea. —A mí me encantaba decepcionarlo cuando se ponía en aquel
plan—. Pero estamos en diciembre, de modo que no será fácil viajar hasta allí.
Tendrás que hacer pequeñas travesías marítimas. De Ostia a Puteoli, de Puteoli a
Buxentum y Regio, y de Regio a Sicilia, para empezar. No deberías tener
problemas para encontrar transporte desde Siracusa a la isla de Melita, pero
desde allí el viaje se complica…
—Está bien, Falco.
—No, no; te agradezco el ofrecimiento.
Dejamos el asunto en el aire, aunque me proponía escribir a Justino de todos
modos.
Hablamos sobre qué hacer a continuación. Podíamos dejar a un lado los
documentos sobre Calíopo hasta que terminásemos los asuntos relativos a la casa
de la amante y las propiedades en el exterior. Era preciso que pasáramos a otra
víctima, y a fuera Saturnino, y a alguno de los demás lanistas. Lamenté que
aquello requiriese abandonar las instalaciones sin respuesta a los interrogantes
sobre Leónidas, pero no teníamos elección. Estaba previsto que el censo
terminara a los doce meses de su inicio. En teoría, podíamos prolongar las
disputas durante años, si queríamos, pero Vespasiano necesitaba con urgencia
ingresos para el Estado y nosotros esperábamos con ansia nuestros honorarios.
Comenté que aquella noche cenaría con Saturnino. Añadí que intentaría
medir si era un buen candidato a una auditoría. Anácrites se mostró muy de
acuerdo en que confraternizáramos. Si el asunto resultaba provechoso,
compartiría el mérito conmigo; si salía mal, podría denunciarme a Vespasiano
por prácticas corruptas. Era encantador tener un socio en quien poder confiar.
—Es aceptable…, siempre que no me lo pase bien —bromeé.
—Cuida que no hay a veneno en la comida —me advirtió él con voz amistosa,
como si se propusiera suministrar acónito de la mejor calidad a mi anfitrión. Lo
que me preocupaba a mí era el veneno que existía en nuestra relación de socios.
Me sentía en baja forma. Como si hubiera pillado un resfriado durante mis
hazañas en los Baños de Agripa el día anterior.
Inquieto, salí al balcón desde el que se divisaba toda aquella parte del cuartel.
Nux dedicó un último gruñido a Anácrites y vino a tumbarse a mis pies. Mientras
intentaba aclararme la garganta dolorida, allí de pie, advertí la presencia de
Buxo, el guardián encargado de la exhibición de fieras. El hombre salía del
edificio situado frente por frente a donde estaban los animales y llevaba consigo
uno de los avestruces. Yo lo había visto hacerlo en otras ocasiones; transportaba a
los animales de la manera más curiosa, cogiéndolos en brazos y sujetándoles las
alas bajo el codo al tiempo que esquivaba el largo cuello y el poderoso pico.
Pero aquel ejemplar era otra cosa. La gran ave había perdido toda su
movilidad. Le colgaban las patas, mantenía las alas quietas y el cuello le caía
bajo de forma que la cabeza casi tocaba el suelo.
Un vistazo me bastó para saber que el animal estaba muerto.
—¿Qué le pasa, Buxo? —pregunté desde el balcón.
Daba la impresión de que el cuidador, con su habitual ternura, estaba
lloriqueando.
—Algo le ha sentado mal.
Nux percibió el cadáver y corrió escaleras abajo a investigar. Le ordené que
volviera y la perra se detuvo y se volvió a mirarme, sorprendida de que le
estropeara la diversión. Fui tras ella y bajé al patio.
Algunos de los bestiarios que estaban entrenándose con pesas se acercaron a
ver qué sucedía. Todos contemplamos al ave muerta. Observé que se trataba del
macho más imponente, el que alcanzaba casi ocho pies de altura. Hacía poco,
era un ejemplar espléndido con un magnífico plumaje blanco y negro; ahora, en
cambio, estaba reducido a una selección de plumas para bailarina de
espectáculo.
—Pobre bicho —murmuré—. Esas aves son una molestia si consiguen pillarte
y te hacen trizas la túnica, pero da pena verlas muertas. ¿Estás seguro de que no
ha sido cosa del tiempo? Quizás el invierno de Roma sienta mal a los avestruces.
—Hace una hora estaba bien —dijo Buxo entre lamentos. Dejó su carga en el
suelo desnudo del patio de instrucción y se quedó en cuclillas con la cabeza entre
las manos. Agarré a Nux por el collar para evitar que se lanzara sobre el ave y la
destrozara—. ¿Cuál será el siguiente? —gimió el cuidador con gran agitación—.
Todo esto y a es demasiado…
Los bestiarios se miraron unos a otros. Unos se alejaron discretamente, pues
no querían saber nada del asunto. Otros dieron unas firmes palmaditas en el
hombro a Buxo, como compadeciéndose de sus lamentos. Con Nux cogida bajo
el brazo, hinqué una rodilla para examinar al avestruz. Desde luego, había dejado
de respirar, pero no soy ornitólogo; para mí, no era sino un pollo enorme y
fláccido.
—¿Qué ha sucedido exactamente? —pregunté con voz calmada.
Buxo había captado la insinuación de los demás presentes y su respuesta no
nos sacó de dudas, como cuando intentó despachar mi interés por Leónidas.
—Se quedó quieto y, de pronto, fue como si se doblase. Cay ó al suelo como
un fardo y apoy ó la cabeza en tierra como si durmiese.
Noté la presencia de alguien a mi espalda. Me di media vuelta y vi a Calíopo.
Debía de haber llegado para pasar el día. Aún cubierto con el manto de calle, me
apartó de un empujón, levantó la cabeza del animal, la dejó caer y masculló un
juramento. Buxo mantuvo la mirada gacha, con aire cohibido.
—¡Ese desgraciado! —Calíopo debía de referirse a Saturnino. Furioso, dio la
impresión de que no le importaba que le oy ese. Entró en la sala de exhibición de
las fieras; inmediatamente, Buxo se incorporó de un brinco y fue tras él. Los
bestiarios se mantuvieron a distancia pero y o eché a andar apresuradamente tras
los pasos del cuidador.
—Es el grano, creo —le oí decir a Buxo en voz baja—. La nueva remesa. Fue
allí donde vi al animal mientras comía. Cuando conseguí ahuy entarle al muy
estúpido, y a era tarde. El saco se rompió cuando lo entregaron y …
Calíopo lo apartó de un empujón, pasó ante las jaulas hecho una furia y
avanzó hasta la segunda zona. Borago, el oso, gruñó ante el alboroto y lo mismo
hizo Draco, el nuevo león que ocupaba la jaula en la que había muerto su
predecesor. El felino recorría la jaula de punta a punta, pero parecía más
tranquilo, calmado sin duda con unos cuantos cortes escogidos de Leónidas.
La segunda sala con la piscina del león marino y la percha del águila estaba
vacía, ahora que Draco había sido trasladado a las jaulas principales. Más allá se
abría un corto pasillo que conducía a un almacén, donde había un modesto
recipiente de grano con una tapa de madera y delante de él, en el suelo, un saco
de cáñamo. Una de las costuras se había reventado y se había derramado el
grano por el suelo. Calíopo echó una ojeada a la escena y agarró un cazo. Cogió
una buena cantidad de grano del saco roto y pasó de nuevo ante nosotros,
abriéndose paso. Buxo y y o salimos a paso ligero detrás de él, como niños que
jugaran al escondite. Ya en el patio, Calíopo extendió el grano en un rincón;
luego, silbó con un silbido suave y prolongado.
—¡Fijaos en las palomas! —ordenó. Sin dirigir una palabra más a Buxo, se
encaminó a su oficina. Era como si y o fuese invisible.
Buxo alzó la mirada al tejado, donde siempre se posaba un molesto grupito de
palomas entecas. Luego, se puso en cuclillas a la sombra del edificio para ver si
algún ejemplar de aquella plaga voladora descendía y se suicidaba. Me acerqué
a él sin soltar a Nux, por su propia seguridad.
—¿Cuándo se entregó el saco?
Hacía más bien poco tiempo. Aquel lugar estaba bien llevado. Normalmente,
el grano desparramado habría sido recogido al poco de suceder el desaguisado.
—Esta mañana —consintió en informarme Buxo con voz doliente.
A mi llegada, había visto que descargaban un carro.
—¿Hace media hora? —inquirí. Él asintió—. Entonces, no hay muchas
probabilidades de que se manipulara el grano aquí, ¿verdad? ¿De dónde procede
el suministro?
Buxo se mostró reticente.
—De eso no sé nada. Tendrás que preguntar al jefe.
—¿Pero tenéis un acuerdo regular? —Buxo seguía precavido, pero dijo que sí
—. ¿Y con qué frecuencia se producen las entregas?
—Cada semana.
Allí, en cuclillas y con la cabeza entre las manos, Buxo era un buen ejemplo
del hombre deprimido o un indicio clarísimo de que y o siguiera adelante.
Volví al cobertizo de las fieras y eché otra ojeada al saco de grano. Del punto
donde había reventado colgaban dos largos cabos del cordel con que venía atado.
Las puntas parecían cortadas con un corte limpio, no por efecto del roce. Aquello
era obra de alguien, evidentemente. Levanté una punta del saco y miré la parte
inferior. Las abreviaturas del sello revelaban que procedía del Proconsulado
Áfricano, que era desde hacía algún tiempo el granero del imperio. Me disponía
a dejar las cosas así pero, por suerte, se me ocurrió levantar la otra punta
también. Llevaba marcado en rojo la ley enda Horrea Galbana, que debía de ser
el almacén donde se había guardado en Roma, junto a un extraño sello que decía
ARX: ANS. Nux luchaba por alcanzar el grano derramado, de modo que la sujeté
con más fuerza y le permití lamerme el cuello mientras intentaba descifrar la
nota abreviada. Parecía una dirección, y no era la de aquel lugar.
De regreso a la oficina, no hacía más que rondarme por la cabeza a qué
podía deberse todo aquello.
—Calíopo, ¿acierto al suponer que sospechas que el grano ha sido envenenado
por Saturnino como parte de vuestra disputa?
—No tengo nada que responder —dijo Calíopo con frialdad.
—Pues deberías tenerlo —comentó Anácrites. Por lo menos podría confiar
en que mi socio me respaldaría si me veía obligado a molestar a alguien más.
—¿Quién te suministra el grano? —inquirí con un graznido, pues mi garganta
dolorida se quebró.
—Pues… uno de los grandes graneros. Tendré que mirar la lista de pedidos y
proveedores…
—No te molestes —lo interrumpí con voz ronca—. Creo que descubrirás que
procede del granero de los Galba.
A juzgar por su gesto ceñudo, había conseguido molestar al propio Calíopo. Y
si aquel ARX: ANS significaba lo que sospechaba, sabía exactamente por qué.
Advertí de ello a Anácrites. Para sorpresa mía, no dijo nada y se limitó a
levantarse del taburete, recoger el equipo y decirle a Calíopo que y a habíamos
terminado y que recibiría noticias, bien nuestras o bien de la oficina de los
censores, en su debido momento. Mientras descendíamos apresuradamente la
escalinata exterior, esta vez con Nux retozando feliz delante de nosotros, dos
palomas hicieron un débil intento de remontar el vuelo del cebo de grano
desparramado en el patio, pero cay eron como bultos grises andrajosos con el
pico en tierra. Llamé a la perra a mi lado. Cuando cruzamos la verja de salida,
unas cuantas moscas inspeccionaban y a el avestruz muerto.
XXV
Cuándo llegamos a la calle, Anácrites esperaba que le contase lo que me bailaba
por la cabeza y empezó a acosarme con sus habituales preguntas. Le dije que
podía hacer algo útil: investigar la casa que Calíopo había comprado para su
querida. Nos encontraríamos más tarde, en nuestra oficina de la Saepta. Yo no
perdería nada si antes hacía una visita al granero de los Galba. Sólo tenía que
cruzar el Tíber.
Anácrites me miró con suspicacia, pensando que no volvería a verme. No se
le había pasado por alto que el susodicho granero estaba detrás del mercado y del
Pórtico Emilio, debajo de la Puerta Lavernal. Desde allí sólo había una subida
corta y empinada hasta la cumbre del Aventino… y un largo almuerzo en casa
con Helena. Se tranquilizó cuando le dije que, como saldría a cenar, no
necesitaba almuerzo. Con cierta malicia, hice que mis palabras sonaran lo menos
convincentes posible.
Los Horrea Galbana era todo un palacio del comercio. Cuando me abrí paso
en el embarcadero del río, entre la barahúnda de estibadores y porteadores que
descargaban barcazas y botes con destino al mercado, y a no estaba de humor
como para sentirme ni remotamente impresionado. Irritaba entrar en aquel
monstruoso establecimiento, construido por una familia rica como atajo a una
riqueza aún may or. La capacidad de alquiler siempre había sido enorme, aunque
los Sulpicio Galba no tenían, probablemente, el menor interés en bajar allí para
discutir precios de granos. La familia había gozado de una preeminente posición
desde los tiempos de la República y uno de sus miembros había llegado a
emperador. Sólo permaneció en el trono seis meses, pero el plazo debía de haber
sido más que suficiente para poner el granero bajo el control del Estado.
Tuve que reconocer que el lugar era asombroso. Contaba con varios patios de
grandes dimensiones, cada uno rodeado de cientos de estancias en más de un
piso, dirigidos manu militari por cohortes de personal. Por lo menos, eso me
brindó la oportunidad de descubrir lo que andaba buscando. Allí iba a haber
documentación para todos los gustos, si encontraba al escribiente oportuno antes
de que se largara a la taberna más cercana. Anácrites tenía razón; era media
mañana y se acercaba peligrosamente el momento en que los escribanos salían a
almorzar.
Allí no se almacenaba y vendía grano solamente. También se alquilaba
espacio para toda clase de productos, desde bodegas hasta bóvedas de seguridad.
Algunos de los puestos se cedían a comerciantes de tejidos, de piedra de
construcción de elevado coste e incluso de pescado, pero la may oría de los
edificios eran trojes destinados especialmente para cereales. Los distintos
espacios estaban enlucidos con y eso y sólo tenían un tragaluz con celosía al
fondo, para que entrara la luz. Los grandes cuadriláteros de los patios centrales
estaban rodeados de hileras de depósitos frescos y en penumbra, sellados con
puertas firmes resistentes a la humedad, a los mohos y al robo, los tres grandes
enemigos del cereal almacenado. La may oría de las escaleras se convertían, a
los pocos peldaños, en rampas que facilitaban el trabajo a los porteadores que
trabajaban en el almacenaje cargados con pesados sacos a la espalda. Muchos
de los obreros tenían la columna encorvada permanentemente y eran
patizambos. Como contramedida para ratas y ratones, se permitía a los gatos
merodear libremente por todas partes. A intervalos había cubos de agua
dispuestos previsoramente contra posibles incendios. Quizás era cosa del
resfriado, pero aquel día, para mí, el aire parecía cargado de molesto polvo.
No me costó dar con la oficina de administración. Una hora más tarde, me
hallaba en la cola y tenía delante un empleado atildado de largas pestañas. Tarde
o temprano, el hombre dejaría de intercambiar chistes soeces con su vecino, el
escriba de los alquileres, y y o estaría en condiciones de ver los documentos que
precisaba estudiar. Cuando por fin me miró, se pulió las uñas en la hombrera de
la túnica y se dispuso a desanimar mis intentos.
Tuvimos una larga disputa sobre si estaba autorizado para dejarme ver
detalles de los despachos, seguida de otra agria discusión cuando el tipo afirmó
que no había ningún cliente llamado Calíopo.
Pedí prestada una tablilla al escriba de los alquileres, que hasta aquel
momento había observado mis problemas con una mueca irónica. En la tablilla
escribí claramente: ARX: ANS.
—¿Significa algo?
—¡Ah, eso! —exclamó el lindo rey de los documentos—. Pero ése no es
ningún cliente privado.
—¿Es público entonces? ¿De quién se trata?
—Es confidencial. —Ya me lo imaginaba—. SPQR.
Lo pisé, le aplasté el pie y forcé que las hebillas de mis botas presionaran las
tiras de sus sandalias; al mismo tiempo, lo agarré por la túnica inmaculada y lo
empujé hasta que quedó inclinado hacia atrás dando chillidos.
—No me vengas con contraseñas secretas —mascullé con un gruñido—.
Puede que seas el escribiente más guapito del granero más exclusivo de los
muelles, pero cualquier tarugo con una onza de sesos en el cráneo puede
descifrar esa ley enda si junta las palabras « grano» y « una vez a la semana» .
Añadir ese SPQR sólo demuestra que uno sabe parte del alfabeto. Y ahora,
escúchame bien, petimetre. El grano que has suministrado esta semana esta
envenenando aves. Piensa en ello con mucho cuidado. Después, piensa qué
explicación darás al Senado y al pueblo de Roma por haberte resistido a
colaborar conmigo en el descubrimiento de quién ha manipulado indebidamente
el grano.
Aflojé la fuerza con que lo asía por la túnica.
—Va dirigido al Arx, o Ciudadela, en el Capitolio —confesó el escriba en un
susurro aterrorizado.
—Y el resto significa « Ansari Sacri» —añadí, aunque él lo sabía muy bien.
El hombre tenía razón en estar nervioso. El saco de grano que había
envenenado al avestruz iba destinado a los famosos gansos del Capitolio.
XXVI
—¡Abajo, Nux!
Durante unos instantes dio la impresión de que mi perra tenía buenas
posibilidades de terminar encerrada por molestar a los patos. Un sacerdote del
templo de Juno Moneta asomó la cabeza del sanctum con expresión recelosa. Allí
arriba no se acogía con gusto a los visitantes casuales; la ciudadela no era sitio
para llevar a pasear el perro.
En la antigüedad, Juno Moneta se responsabilizaba de la acuñación de
moneda y del comercio de Roma, en un primer ejemplo de cómo el sexo
femenino se había encargado de la economía doméstica. Júpiter podía ser el
mejor y el más grande, pero su esposa celestial se había quedado el dinero. Me
producía lástima. Con todo, como decía Helena con tanta sensatez, era útil que
alguien controlase el presupuesto familiar.
—¡Oh, por favor, no los alarmes! —El custodio de las aves sagradas de Juno
parecía contento y relajado. Si Nux capturaba para mi cazuela uno de los
animales que tenía a su cargo, el asunto no haría más que plantear problemas
burocráticos—. Si deciden lanzar un graznido, tendré que llamar a los
pretorianos… por no hablar del consiguiente papeleo: tendré que llenar un
informe del incidente, largo como tu brazo. Espero que no seas un galo
merodeador…
—No lo soy, puedes estar tranquilo. Incluso mi perra tiene la ciudadanía
romana.
—Es un alivio.
Desde la ocasión en que un monstruoso ejército de celtas arrasó Italia y llegó
a saquear la propia Roma, se había otorgado un estatus privilegiado a una
manada de gansos en la ciudadela capitolina, en honor de sus antepasados
emplumados que habían dado la alarma y habían salvado el Capitolio. Yo
imaginaba que las grandes aves blancas llevaban una vida regalada pero, a decir
verdad, aquella bandada tenía un aspecto algo apolillado.
Los gansos empezaban a mostrar un interés agresivo por Nux. La perra ladró
y se encogió contra mis piernas. Yo no confiaba demasiado en poder salvar a
aquella cobarde. Cuando me incliné para darle unas palmaditas tranquilizadoras,
advertí que había pisado una de las resbaladizas deposiciones verdes que
salpicaban toda la ladera de la colina desde lo alto de los peldaños, más allá de la
cárcel Mamertina.
En la hondonada del Capitolio, entre el doble pico de la ciudadela, empezaba
a erigirse lentamente el restaurado templo de Júpiter, destruido por un voraz
incendio al final de la guerra civil que había llevado a Vespasiano al poder. El
templo estaba siendo reconstruido con la debida magnificencia como signo del
triunfo de los emperadores Flavios sobre sus rivales. O, según lo expresaban ellos,
como gesto de devoción y de la renovación de Roma. El viento trajo hacia
nosotros un fino polvo blanco mezclado con la lluvia, mezclada con el ruido de los
canteros que trabajaban el mármol; éstos, por supuesto, estaban convencidos de
que el impuesto sobre propiedades del censo revalorizaría el precio de los
materiales y el trabajo. Cuando terminaran de construir el nuevo templo de
Júpiter Capitolino, ganarían un buen dinero con diversas obras en el anfiteatro de
Flavio, el nuevo escenario para el teatro de Marcelo, la restauración del templo
del divino Claudio y, por último, con la creación del Foro de Vespasiano, que
tendría dos bibliotecas y un templo de la Paz.
Una zona próxima al altar exterior dedicado a Juno se había convertido en un
pequeño jardín para los gansos sagrados. Éstos tenían una buena vista del Foro,
por encima del tejado de la cárcel Mamertina, aunque el recinto en que se
hallaban era bastante rocoso e inhóspito.
El custodio era un esclavo público, un anciano de barba afilada y patizambo
que, evidentemente, no había sido elegido por su amor a las criaturas aladas.
Cada vez que un ganso se acercaba demasiado, él exclamaba: « ¡Zorras!
¡Zorras!» .
—Es un lugar terrible para ellos —confirmó al advertir mi cortés
preocupación. Se cobijó en una choza al pie de un pino enano. Para ser un
hombre con fácil acceso a las tortillas de huevos de ganso, por no hablar del
esporádico muslo asado, andaba extrañamente escaso de peso. Sin embargo, en
eso igualaba a sus delgados protegidos—. Deberían tener una charca o un río y
hierbas que arrancar. Yo bajo y las reúno con el bastón… —dijo, y lo agitó sin
fuerza. Era un palo astillado que y o no arrojaría a mi perra—. A veces vuelven
con unas cuantas plumas de menos pero, por lo general, nadie los molesta.
—¿Por respeto a su carácter sagrado?
—No. Porque te pueden dar un picotazo de mucho cuidado.
Me di cuenta de que, pese a que había granos esparcidos en una amplia zona
de terreno, los gansos se alimentaban de un montón de matojos de hierba
amarillenta. Interesante. Limpió la bota en parte de la hierba que se le había
pegado.
—Tengo que hablarte de tu suministro de grano.
—¡No tengo nada que ver con eso! —refunfuñó el custodio.
—¿No sabes nada de los sacos de grano semanales?
—No hago más que decirles que no queremos tanto.
—¿A quién se lo dices?
—A los carreteros.
—¿Y qué hacen ellos?
—Se lo llevan de vuelta al granero, supongo.
—¿Los gansos no comen grano?
—Bueno, si se lo echo, lo prueban. Pero prefieren la hierba.
—¿Y de dónde traen esa hierba?
—De los jardines del César; me traen la que cortan. Alivia la carga, porque
tienen que llevar los desechos fuera de la ciudad. Y algunos de los herbolarios
que tienen tenderetes en el mercado me traen lo que queda sin vender cuando
empieza a pasarse, en lugar de llevárselo de vuelta a casa.
Era un ejemplo clásico de burocracia. Algún funcionario creía que los gansos
sagrados requerían un abundante suministro de grano porque sus predecesores les
habían dejado una nota de que así era, y nadie había consultado nunca con el
custodio de las aves para confirmar cuánto se necesitaba. Probablemente, el
hombre se quejaba a los carreteros, pero éstos no sabían qué hacer. No tenían
ocasión de trasmitir el mensaje a los suministradores del granero de los Galba. A
los suministradores los pagaba la Tesorería del Estado, de modo que seguían
enviando los sacos. Si se hubiera dado con el funcionario que dio la primera
orden, el asunto podría remediarse, pero nunca se le había ocurrido a nadie
buscarlo.
—¿Cuál es, pues, la razón de darles grano?
—Si se puede repartir grano a los pobres, también lo pueden recibir los gansos
de Juno. Ellos salvaron a Roma. La ciudad demuestra su gratitud.
—¿Cómo? ¿Cien mil pelagatos reciben certificado para recibir cereales
gratis… y uno de los envíos se libra regularmente a los sagrados graznadores? Y
supongo que deben de ser del mejor trigo, candeal, ¿no es cierto?
—No, no —me tranquilizó el anciano cuidador, que era lento en apreciar la
ironía.
—¿Y esto se ha mantenido durante quinientos años?
—Toda mi vida —asintió el custodio con aire santurrón.
—¿Es posible que los carreteros se lleven los sacos que tú rechazas y vendan
su contenido a bajo precio? —pregunté con cautela, porque el resfriado me
estaba dejando y a sin fuerzas.
—¡Oh, dioses! A mí no me preguntes —replicó el custodio—. Yo estoy aquí
metido todo el día, hablando con esas aves.
Le dije que no quería preocuparlo, pero que tenía que tomarse en serio el
asunto porque los sacos de aquel día podían haber sido manipulados. Podían
haber terminado con un montón de plumas de almohadón. Cuando mencioné el
avestruz muerto, el hombre reaccionó finalmente.
—¡Avestruces! —Aquello le provocó un acceso de cólera—. Esos pajarracos
comerían cualquier cosa, ¿sabes? Les gusta tragar piedras.
En aquel momento, por comparación, el hombre parecía apreciar a sus
gansos.
—Los avestruces no rechazan el grano y parece que también lo reciben —
dije brevemente—. Mira, esto es serio. Primero, será mejor recoger lo que les
has echado hoy y, a continuación, no vuelvas a dárselo a los gansos a menos que
hay as probado el saco con alguna otra ave que no sea sagrada.
Costó un poco convencerlo, pero la amenaza de perder su cargo dio resultado
al final. Até a Nux a un árbol, al que acudieron los gansos con intención de
molestarla, y el custodio y y o dedicamos media hora a recoger con cuidado, de
rodillas, todos los granos de trigo que vimos.
—¿Y qué significa esto? —me preguntó cuando, por fin, nos incorporamos y
enderezamos las espaldas doloridas.
—Es parte de una guerra a muerte entre los dueños de los negocios que
suministran animales salvajes al circo. Si su estupidez los ha llevado tan cerca de
los gansos sagrados, es preciso poner fin a esto ahora mismo. Tengo que
averiguar cómo y cuándo dejó el carro del granero ese saco que acabó con el
avestruz…
—¡Ah, eso te lo puedo contar y o!
—¿Y eso?
—Los carreteros se detienen siempre en la taberna que hay al pie de la colina
y echan un trago para calentarse antes de seguir su camino. En invierno, toman
ese trago en el interior. Cualquiera que conozca sus costumbres podría entrar y
preguntar discretamente si sobraba algún saco en el carro. Por supuesto, sería
arriesgado; los sacos van marcados, y allí dice bien claro que son para los gansos.
Lo que acaba de ocurrir debe haber sido un suceso aislado.
—¿Eso supones?
Para mí que los avestruces de Calíopo llevaban alimentándose barato con el
grano sagrado desde hacía más tiempo de lo que el custodio quería hacerme
pensar. Era posible (de hecho, era la solución más plausible) que aquel anciano
parlanchín se llevara una buena tajada en el asunto del saco de grano.
Probablemente era una gabela tradicional del cargo. Si informaba de ello podía
ponerlo en un grave apuro… pero no tenía intención de acosarlo.
—Gracias por tu colaboración.
—Tendré que presentar un informe y decir que los gansos han estado a punto
de ser envenenados hoy.
—No lo hagas o todos tendremos que perder muchísimo tiempo con el asunto.
—¿Y tú cómo te llamas? —insistió el anciano.
—Didio Falco. Trabajo para el emperador. Yo me encargaré de todo, confía
en mí. Me propongo interrogar al hombre que está tras el envenenamiento. No
debería volver a pasar, pero permíteme un consejo: si no quieres todos los sacos,
pide a tus superiores que reduzcan el envío oficial. De lo contrario, algún día, un
auditor entremetido con modales menos educados que los míos armará un
escándalo.
Los envíos de grano indeseados al Capitolio debían de venir produciéndose
desde que había registros. Tal vez se descubriera una de las organizaciones de
suministros clandestinos más históricas del imperio. Vespasiano estaría orgulloso
de mí. Por otra parte, los avestruces para el entretenimiento del público iban a
estar bastante flacos. Nuestro nuevo emperador quería ser popular; quizá
preferiría que y o pasara por alto los sacos robados y mantuviese a las aves
exóticas bien alimentadas y en buena forma.
Cogí a Nux por su propia seguridad. Cuando me marché, el custodio seguía
murmurando de su deber de informar a diversos funcionarios de que los
preciados gansos se habían librado del desastre. Imaginé que lo hacía por quedar
bien. El hombre y a debía de entender que era mejor guardar silencio.
Cuando se dio cuenta de que había dejado de prestarle atención, el hombre
volvió a sus tareas normales. Mientras caminaba colina abajo hacia la esquina
del Foro, lo oí burlarse de las aves sagradas con una afectuosa exclamación:
« ¡Asados en salsa verde!» .
Fue entonces cuando me di cuenta de que, mientras la perdía de vista unos
instantes, Nux había aprovechado para revolcarse en los desagradables
excrementos de ganso.
XXVII
Helena Justina me puso en la frente una mano deliciosamente fría y me dijo que,
desde luego, no iba a salir otra vez. Llevó a la niña a otra habitación y se dispuso
a cuidar de mí. Aquello podía ser divertido. Me había visto vapuleado por
malhechores en muchas ocasiones, pero en los tres años transcurridos desde
nuestro primer encuentro no había sufrido, probablemente, un catarro como
aquél.
—Te dije que te secaras el pelo como es debido antes de salir de los baños.
—No tiene nada que ver con el pelo mojado.
—Y esa rozadura horrible en el brazo… Es probable que tengas fiebre.
—Entonces, necesitaré atenciones —sugerí con un tono de esperanza.
—¿Descanso en cama? —preguntó Helena con aire bastante burlón. Sus ojos
tenían el brillo de una muchacha que sabe que su amado está rindiéndose y a
punto de caer en su poder.
—¿Y masaje? —supliqué.
—Demasiado suave. Te prepararé algo más fuerte: una buena purga de áloe.
Sólo estaba bromeando. Helena podía ver que y o no fingía. Con ternura, me
preparó el almuerzo y me puso los bocados más deliciosos. Me calentó vino y
me quitó las botas para reemplazarlas por unas zapatillas. Después me preparó un
cuenco humeante de esencia de pino para inhalar sus vapores bajo un lienzo.
Envió un mensaje a la Saepta informando a Anácrites de que me había retirado,
enfermo, y que estaba en casa. Enseguida, como un chiquillo que tuviera un
inesperado día libre en la escuela, me sentí mejor.
—No podrás salir a cenar esta noche.
—Tengo que ir.
Mientras me comportaba como un paciente dócil bajo el lienzo, le conté a
Helena el asunto del avestruz muerto y de los gansos sagrados.
—¡Eso es terrible! Imagina el revuelo que se organizaría si los envenenados
hubieran sido los gansos. Marco, si algo no necesita Vespasiano en este momento
es que la imaginación del pueblo se soliviante por un mal presagio.
Por lo que había llegado a mis oídos, el propio Vespasiano era bastante
supersticioso. Tenía que ver con que había nacido en el campo. Asomé la cabeza
y fui obligado a seguir inhalando bajo el lienzo.
—No te preocupes —dije entre toses cuando me envolvió el calor aromático
—. He advertido al custodio de los gansos que mantenga la boca cerrada.
—Sigue respirando.
« ¡Gracias, querida!» , pensé.
—No es preciso que Vespasiano se entere.
—Pero alguien debería enfrentarse a Saturnino. —Helena lo dijo con tono
enérgico—. Seguro que detrás del envenenamiento de los sacos de grano está él,
como venganza porque Calíopo ha soltado al leopardo.
—Matar los gansos de Juno no sirve a los intereses de nadie.
—Es cierto. Por eso la amenaza de una atención imperial indeseada podría
ay udar a enfriar la disputa. Esta noche iré a cenar con Saturnino y lo pondré
sobre aviso.
—O vamos los dos… o rompemos nuestra relación —repliqué.
—De acuerdo, pero hablo y o. —Durante mi vida eran las mujeres las que
decían saber lo que me convenía hacer y ahora Helena me salía con éstas.
Me acomodé lo mejor que pude a la postura en que me hallaba, encorvado
sobre la palangana. Por una vez agradecí no tener que llevar y o este control.
Podía confiar en que Helena diría lo correcto y haría las preguntas adecuadas.
Aburrido, asomé la cabeza para tomar aire fresco y enseguida deseé
ocultarme otra vez. Teníamos un visitante; Esmaracto estaba allí pendiente de si
volvía a casa para el almuerzo. El que me hubiera concedido el tiempo suficiente
para comer y para relajarme era un aviso de que su misión debía de ser seria.
—Aquí hay un olor raro, ¿verdad, Falco?
A Esmaracto y a se le había subido a la nariz un tufillo a excrementos de
ganso en los que Nux se había revolcado.
—Pues sí. Apesta a algo que el casero debería ocuparse de eliminar… o es el
olor del propio casero. ¿Qué quieres, Esmaracto? Sé breve, te lo ruego; estoy
enfermo.
—Dicen que tienes algo que ver en la apertura del nuevo anfiteatro.
Me soné la nariz y guardé silencio.
Esmaracto se inclinó con ganas de congraciarse conmigo. Esta vez sí que me
sentí a punto de vomitar.
—Me pregunto si habría alguna posibilidad de que hicieras algún comentario
favorable sobre mí, Falco…
—¡Por el Olimpo! Debo de estar delirando.
—No, lo has oído muy bien.
Me disponía a responder a Esmaracto que, por mí, podía saltar al Tíber
calzado con botas de suelas de plomo, pero se impuso la lealtad a Lenia. O, al
menos, el deseo de quitármela de encima.
—Sería un placer. —Por fortuna, sonó como si mi voz vacilara debido a la
irritación de garganta y no a la resistencia a pronunciar palabras tan amables—.
Hagamos un trato, Esmaracto. Firma la devolución de la dote, divórciate de
Lenia y veremos qué puedo hacer. De lo contrario, y a sabes cuál es mi postura:
como viejo amigo de Lenia, he prometido ay udarla a resolver sus asuntos. Si
hiciera más por ti que por ella, Lenia no me lo perdonaría nunca.
—¡Antes la veré en el Hades! —Esmaracto estaba furioso.
—Te dibujaré un mapa de cómo encontrar la laguna Estigia. La decisión está
en tus manos. Tu empresa apenas cuenta en la lista de proveedores para la
ceremonia de apertura. Tu escuela de gladiadores se debate en…
—¡Sólo lucha por expandirse, Falco!
—Entonces, ten en cuenta mis condiciones. Cuando se inaugure el anfiteatro
habrá unos beneficios fabulosos. Pero un hombre debe guiarse por sus
principios…
Esmaracto no reconocería un principio aunque anduviera a seis patas y le
picara la punta de la nariz.
Metí la cabeza bajo el paño y me perdí en el vapor reconfortante. Escuché un
gruñido, pero no lo investigué. Lenia no tardaría en decirme si el hombre había
hecho algo, útil o no.
Varios visitantes más intentaron perturbar mi descanso aquella tarde; pero,
para entonces, y a me hallaba metido en cama; la perra me calentaba los pies y
la puerta de la habitación permanecía bien cerrada. En sueños llegó hasta mí
vagamente la voz de Helena que despedía a los intrusos. Me pareció que uno de
estos era Anácrites. Después oí la voz de Gay o, mi sobrino, sobornado sin duda
para que cuidara de Julia aquella noche mientras estábamos fuera. Otra voz que
me pareció oír, y que lamenté más no poder atender, fue la de mi antiguo
colega, Petronio, a quien Helena también despidió. Más tarde averigüé que me
había traído un poco de vino, su remedio favorito para los mareos… como lo era
para cualquier otra cosa. Había médicos que estaban de acuerdo con él. Pero,
claro, hay médicos que están de acuerdo con cualquier cosa. Muchos pacientes
y a fallecidos podrían decir algo.
Finalmente, cuando y a empezaba a conformarme con seguir donde estaba el
resto de la semana, Helena me obligó a incorporarme y me trajo un cuenco con
agua caliente, una esponja y un peine. Me lavé, me peiné, hice un pequeño
esfuerzo para levantarme, me puse varias camisas y, por último, me cubrí con la
prenda nueva de paño rústico. La ropa estaba tan inmaculada que parecía
esperar a que se le cay era encima un buen cuenco de salsa púrpura. Era
demasiado abultada y las mangas eran incómodas —para mover los brazos. Si
mi vieja túnica verde se había ajustado a mí como una segunda piel, con la que
llevaba en aquel momento me sentía consciente de la aspereza de la tela y de las
arrugas, que no esperaba encontrar. Además, el aire olía a productos químicos de
batán.
Helena Justina hizo oídos sordos a mis continuas murmuraciones. Cuando
estuve listo (todo lo acicalado que estaba dispuesto a estar), me tumbé en la cama
y la contemplé con displicencia mientras se peinaba calmosamente. Antes de
abandonar la casa de su padre para vivir conmigo, unas doncellas habrían
retocado sus largos y suaves rizos con unas tenacillas calientes, pero ahora tenía
que peinar, rizar y retocarse el pelo ella misma. Se había hecho experta en el
manejo de los finos alfileres de cabeza y no profirió la menor queja. Después se
contempló en un borroso espejo de mano, de bronce, e intentó aplicarse rojo de
hollejo de uva y polvo de semilla de lupino a la luz mortecina de una lámpara de
aceite. En aquel punto empezó a murmurar para sí. Diciembre era mal mes para
embellecerse el rostro. El fino maquillaje de ojos con colores sacados de
frasquitos de cristal verde con espátulas de plata requería inclinarse sobre el
espejo rectangular encajado en su joy ero e incluso era causa de sus rabietas. Me
incliné hacia delante y rellené de aceite la lámpara para que tuviera suficiente
luz, aunque no pareció que sirviera de mucho. Al parecer, y o no hacía sino
estorbar.
Según Helena, en realidad no le preocupaba gran cosa su aspecto. Por eso
pasó más de una hora dedicada a acicalarse.
Cuando y a me había puesto cómodo y empezaba a dormitar otra vez, Helena
declaró que y a estaba a punto para acompañarme a la cena. Se había adornado
con buen gusto y llevaba un vestido verde pálido, con el collar de ámbar y las
zapatillas de suela de madera, que completaba con un grueso echarpe de invierno
que le colgaba de manera seductora. Helena hacía un elegante contraste con mi
túnica de color bermejo intenso.
—Estás muy atractivo, Marco —me dijo. Yo suspiré—. He pedido prestada la
litera de mis padres para que no tengas que exponerte a las inclemencias del
tiempo. Hace una tarde fría, aunque… —¡Como si la túnica nueva no fuera
suficiente molestia! Y a continuación, me puso en el apuro definitivo—: ¡Podrías
llevar tu capa gala!
La había comprado en la Germania Inferior en un momento de locura, era
una prenda recia, informe y cálida al tacto. Tenía cosidas unas mangas anchas
que salían del cuerpo en ángulo recto y una capucha ridículamente puntiaguda.
Estaba hecha como impermeable y no había que tener en cuenta el aspecto
estético. Yo había jurado que nunca me verían en mi ciudad envuelto en una
prenda tan tosca, pero esa tarde debía de estar enfermo de verdad porque, pese a
todas mis protestas, Helena consiguió enfundarme la capa gala y abrocharme los
botones hasta el cuello, como si fuera un crío de tres años.
Me di cuenta de que debería haberme quedado en cama. Había pensado en
abrumar a Saturnino con mi refinamiento y, en lugar de esto, llegaba a su
elegante mansión hecho un fardo en una litera prestada, con la nariz goteando, los
ojos febriles y el aspecto de un jorobado dios celta de los bosques. Lo que me
enfureció más fue ver que Helena Justina se reía de mí.
XXVIII
Saturnino y su esposa vivían cerca de la colina del Quirinal. Todas las estancias
de la casa habían sido pintadas tres meses antes por artistas de frescos. La pareja
poseía muchos muebles con incrustaciones de plata, repartidos por los rincones y
ornados de vistosos cojines. Las patas bien torneadas de los triclinios y de las
mesillas se hundían en lujosas alfombras de pieles, algunas de las cuales aún
lucían la cabeza del animal. Estuve a punto de meter el pie izquierdo en las
fauces de una pantera disecada.
Mientras me conducían al interior y me liberaba de mis prendas de calle,
averigüé que la esposa se llamaba Eufrasia. Ella y su marido salieron a
recibirnos educadamente tan pronto como llegamos. Era una mujer sumamente
guapa, de unos treinta años, de tez más oscura que la de él, boca generosa y unos
espléndidos ojos de mirada dulce.
Eufrasia nos condujo a un cálido comedor decorado con ricas telas, unas
rojas, otras negras. Las puertas plegables conducían a un jardín con columnas
que, según Saturnino, usaban como comedor de verano. Nos enseñó el jardín:
había una gruta iluminada, con el fondo de cristales de colores y conchas
marinas. Con amables expresiones de preocupación por mi salud, nos condujo de
nuevo al interior de la casa y me ofreció un lugar cerca del brasero.
Éramos los únicos invitados. Al parecer, la idea de entretenimiento de aquella
pareja era celebrar fiestas en la may or intimidad. Bien, aquello encajaba con lo
que me habían contado sobre la noche que cenaron con el ex pretor Urtica.
Procuré recordar que estaba allí para trabajar aunque, de hecho, la casa era
tan cómoda y mis invitados tan campechanos que me di cuenta de que empezaba
a olvidarlo. La intuición me hacía desconfiar de Saturnino pero, en cuestión de
media hora, me quedé sin argumentos.
Afortunadamente Helena se mantuvo alerta. La conversación fue de un tema
a otro mientras dábamos cuenta de diferentes platos en porciones generosas,
cargadas de especias; y o intentaba frenar el goteo de mi nariz después de las
especias cuando la oí ir al grano:
—Bien, cuéntame cuál es tu procedencia. ¿Cómo llegaste a Roma?
Saturnino extendió su corpulento armazón en el triclinio que ocupaba. Su
actitud relajada parecía típica en él. Llevaba una túnica gris casi tan nueva como
la mía, unos brazaletes por encima del codo y unos gruesos sellos de oro que
brillaban en sus dedos.
—Procedo de la Tripolitania y llegué hace… hace unos veinte años. Soy
ciudadano con derechos desde que nací y la vida ha sido generosa conmigo.
Pertenezco a una familia acomodada y culta perteneciente a los dirigentes de la
comunidad local. Tenemos tierras, aunque no las suficientes, como la may oría…
—¿Dónde están? ¿Cuál es tu patria chica?
Helena consideraba que la may oría de la gente estaba excesivamente
impaciente por contar su vida y, por lo general, procuraba no preguntar nada.
Pero cuando lo hacía era imposible detenerla.
—Leptis Magna.
—Es una de las tres ciudades de las que toma su nombre la provincia, ¿no?
—Exacto. Las otras son Oea y Sabrata. Yo, naturalmente, siempre mantendré
que Leptis es la más importante…
—Naturalmente… —Helena empleaba un tono de voz chispeante e inquisitivo
como si todo fuera una mera charla intrascendente, iniciada por una invitada
bastante entrometida. El lanista hablaba con tranquilidad y confianza. Yo creí su
afirmación de que su familia en Leptis era gente de posibles, pero esto dejaba
abierto un gran interrogante. Helena sonrió—: No quiero ser impertinente, pero,
si un hombre con buenos orígenes termina como lanista, debe de haber una
buena historia detrás…
Saturnino reflexionó al oír estas palabras. Advertí que Eufrasia lo observaba.
Parecía que la pareja se llevaba bien pero, como tantas esposas, la mujer
observaba a su compañero con un leve velo de divertido interés, como si a ella no
la engañara. Yo también me dije que aquellos ojos de mirada suave podían
resultar engañosos.
El marido se encogió de hombros. Si había luchado en el circo, era porque
había fundamentado su vida en afrontar desafíos. Supuse que sabía que Helena
no era presa fácil y que quizá lo que le atraía de ella fuera el riesgo de revelarle
demasiado.
—Abandoné mi casa con la promesa de que un día sería importante en
Roma.
—Y luego, el orgullo te impidió regresar antes de haberte labrado un nombre,
¿no es eso? —Helena y el hombre parecían dos viejos amigos que se reían
juntos, con aire desenvuelto, de las faltas de uno de ellos. Saturnino fingía ser
sincero; Helena aparentaba creérselo.
—Roma resultó toda una conmoción —reconoció Saturnino—. Yo tenía
dinero y educación. En este aspecto podía rivalizar con cualquier joven de mi
edad perteneciente a las grandes familias senatoriales, pero era un provinciano y
tenía cerradas las puertas de la vida política a alto nivel. Podría haberme
dedicado al comercio de importaciones y exportaciones, pero no iba conmigo;
para trabajar en eso, podría haberme quedado en Leptis. La alternativa era
convertirme en una especie de poeta tedioso, una especie de hispano mendigando
favores en la corte… —Eufrasia soltó un resoplido ante tal insinuación y Helena
sonrió. Saturnino asintió a ambas—. Y no acababa de ver cómo se admitía en el
Senado, con todos los honores, a esos greñudos bebedores de cerveza de las tribus
galas, y en cambio, no se consideraba merecedores del mismo trato distinguido a
los tripolitanos.
—Pronto se lo darán —le aseguré. Vespasiano había sido gobernador de
África; sin duda ampliaría el cupo senatorial tan pronto como pensara en ello.
Anteriores emperadores lo habían hecho con las provincias que ellos conocían
bien; de ahí la presencia de senadores galos de largas barbas a los que tanto
despreciaba Saturnino, patrocinados por el viejo y chiflado Claudio. De hecho, si
Vespasiano no había tenido aún la idea de hacer algo por África, y o podría
despertar su interés con un informe. Lo que fuera, con tal de parecer útil al
gobierno. Y a Vespasiano le gustaría, pues es una medida barata.
—¡Es demasiado tarde para mí!
Saturnino tenía razón: era demasiado viejo… y se dedicaba a una profesión
mal considerada.
—De modo que decidiste vencer al sistema… —intervino Helena con calma.
—Era joven y precipitado. Naturalmente, era de esos que tienen que
enfrentarse al mundo de la manera más dura posible.
—Y te hiciste gladiador.
—De los buenos —dijo con orgullosa satisfacción.
—Creo que los luchadores voluntarios tienen una posición superior; ¿no es así?
—Pero uno tiene que ganar los combates, pese a quien pese. De lo contrario,
la única posición que alcanza es la de cadáver arrastrado fuera de la arena con
ganchos.
Helena bajó la vista a su cuenco de confitura.
—Cuando conseguí la espada de madera, me produjo una especie de amargo
placer convertirme en lanista —continuó Saturnino tras un momento de silencio
—. Los senadores tenían autorización para mantener grupos de gladiadores; para
ellos era un pasatiempo excéntrico más. Yo me metí a fondo en mi profesión. Y
dio resultado; al final, he conseguido cuanto deseaba.
Aquel hombre era una curiosa mezcla de ambición y cinismo. Seguía
teniendo el mismo aspecto de gladiador que cualquier esclavo vendido para
llevar esa vida, pero disfrutaba de sus lujos actuales con gran naturalidad. Antes
de entrar en el negocio del circo, había crecido en la Tripolitania habituado a que
unos criados respetuosos le sirvieran la comida y a tomarla en una vajilla
elegante. Eufrasia, su esposa, ordenó que sirvieran cada plato de la cena con un
gesto imperioso; ella también estaba perfectamente habituada a aquel estilo de
vida. Lucía un enorme collar con hileras de alambres trenzados y discos de
cobre, realzado con rubíes de un rojo intenso; parecía a la vez exótico y antiguo y
quizás era heredado.
—Una típica historia romana —comenté—. Las normas dicen que uno es del
lugar donde lo coloca su dinero. Pero a menos que te llames Cornelio o Claudio y
que tu familia tenga una casa al pie del Palatino y dentro de las murallas de
Rómulo, tienes que abrirte camino como puedas para encontrar un puesto
decente. Los recién llegados necesitan empujar con fuerza para conseguir ser
aceptados. Pero se puede conseguir.
—Y no te ofendas, Saturnino —intervino Helena—, pero no tiene que ver sólo
con venir de provincias. Alguien como Marco también tiene que librar una
batalla tan dura como la tuy a.
Me encogí de hombros.
—Quizás el Senado sea inaccesible para muchos de nosotros, pero ¿y qué?
¿Quién necesita al Senado? Para ser sinceros, ¿quién desea apechugar con esa
carga? Cualquiera puede trasladarse donde guste, si tiene capacidad de aguante.
Tú eres una muestra de ello, Saturnino. Te has abierto camino literalmente
luchando. Y ahora cenas con magistrados de la ciudad… —El lanista no mostró
la menor reacción cuando aludí a Pomponio Urtica—. No te falta nada ni en lujo
ni en posición social… —decidí no mencionar el poder; aunque Saturnino
también tenía algo de eso—, aunque tu ocupación sea sórdida…
Saturnino me dedicó una mueca burlona.
—La más baja de todas: compuesta, a la vez, de chulos y carniceros.
Procuramos hombres, pero como carne de matadero.
—¿Es así como lo ves?
Me había parecido que su ánimo era sombrío, pero Saturnino estaba
disfrutando a fondo de la conversación.
—¿Qué quieres que diga, Falco? ¿Quieres que finja que suministro hombres
como una especie de devoción piadosa? ¿Sacrificios humanos como prenda
sangrienta para aplacar a los dioses?
—Los sacrificios humanos siempre han sido ilícitos entre los romanos.
—Pues así fue como empezó todo —murmuró Helena—. Parejas de
gladiadores se enfrentaban durante los juegos funerarios que celebraban las
grandes familias. Era un rito dedicado tal vez a proporcionar la inmortalidad a los
difuntos mediante el derramamiento de sangre. Aunque los gladiadores luchaban
en el foro del Mercado de ganado, el combate seguía entendiéndose como una
ceremonia privada.
—¡Y en eso es en donde todo ha cambiado hoy día! —Saturnino se inclinó
hacia delante y sacudió el índice—. Ahora no se permiten los combates en
privado.
El lanista tenía razón: el motivo de que lo dijera me hizo sospechar. Me
pregunté si aquello tendría especial relevancia. ¿Había habido alguna velada de
gladiadores en privado últimamente?, ¿alguien había intentado organizar una por
lo menos?
—Ese es el elemento político —indiqué—. Hoy, los combates se celebran
para sobornar al pueblo durante las elecciones, o para glorificar al emperador.
Los pretores echan un vistazo una vez al año, en diciembre, pero salvo eso, sólo el
emperador puede ofrecer juegos circenses al público. Un espectáculo financiado
por bolsillos privados sería considerado una excentricidad, casi una traición. El
emperador, desde luego, consideraría hostil a cualquier hombre que los
encargara.
Saturnino sabía escuchar con expresión absolutamente impasible, pero noté
que me acercaba a alguna oculta verdad. ¿Todavía estábamos hablando de
Pomponio Urtica, tal vez?
—Sin un ceremonial, seria sólo por el regodeo en la sangre —intervino
Helena.
—¿Cómo es eso? —Eufrasia, la esposa elegante, hizo una de sus escasas
contribuciones a la conversación—. ¿Es más cruel derramar sangre en un
ambiente privado que ante una multitud?
—El circo constituy e un rito nacional —dijo Helena—. A mí me parece
cruel, en efecto, y no soy la única. Pero los juegos de gladiadores establecen el
ritmo de la vida en Roma, junto con las carreras de carros, las naumaquias y las
representaciones dramáticas.
—Y muchos combates son un castigo formal para delincuentes —apunté.
Helena torció el gesto:
—Ese es el arte más cruel, cuando un preso lucha, desnudo y sin protección,
sabiendo que si vence al oponente sólo conseguirá continuar en la arena para
enfrentarse a otro tan desesperado como él y más descansado.
Helena y y o y a habíamos discutido el tema en otras ocasiones.
—Pero tú ni siquiera disfrutas contemplando a los profesionales, cuy o arte
con la espada es un asunto de habilidad —apunté.
—No. Aunque eso no es tan terrible como lo que les sucede a los
delincuentes.
—Se supone que eso los redime. Su culpa es denunciada por la multitud, las
estatuas de los dioses están cubiertas con velos para que no vean la proclamación
de los delitos del condenado, y con ello se da cumplimiento a la justicia.
Helena no dejó de mover la cabeza con gesto negativo.
—La multitud debería sentirse avergonzada de participar en esos juegos.
—¿No quieres que los criminales reciban su castigo?
—Parece que todo se lleva a cabo de forma demasiado rutinaria; por eso me
disgusta.
—Es por el bien público —repliqué en claro desacuerdo.
—Por lo menos, se ocupan de que reciban un castigo —terció Eufrasia.
—Si no te parece humano —continué la discusión con Helena—, ¿qué opinas
que deberíamos hacer con un monstruo como Turio? Ha hecho pasar por
experiencias horribles a un gran número de mujeres, las ha matado y las ha
descuartizado. Ponerle una simple multa o enviarlo al exilio sería intolerable. Y, a
diferencia de un ciudadano privado, no se le puede ordenar que se deje caer
sobre su espada cuando es detenido y acusado. Turio no está en condiciones de
hacer algo así… y, en cualquier caso, es un esclavo; no se le permite empuñar
una espada a menos que lo haga confinado en el circo y que el combate sea su
castigo.
Helena sacudió la cabeza.
—Sé que la condena a un preso a morir en público tiene el propósito de
escarmentar a otros. Sé que es una muestra de ejemplarización dirigida al
público. Simplemente, no me gusta asistir.
Saturnino se inclinó hacia ella. Mientras discutíamos, había permanecido
atento y en silencio.
—Si el Estado ordena una ejecución, ¿no debería llevarla a cabo
abiertamente?
—Quizás —asintió Helena—. Pero el circo utiliza el castigo como forma de
diversión. Eso es ponerse al nivel de los delincuentes.
—Hay cierta diferencia —explicó el lanista—. Acabar con una vida humana
en la arena, por efecto de la zarpa de un león o por la espada, debe ser rápido y
bastante eficaz. Tú lo has llamado « rutinario» pero, para mí, eso es lo que lo
hace tolerable. Es un asunto neutro, desapasionado. No es lo mismo que la
tortura; no es como lo que hacía ese criminal de Turio: infligir deliberadamente
un daño prolongado a su víctima y disfrutar con sus sufrimientos.
La esposa de Saturnino le pidió que callara con un grácil gesto de la mano.
—Ahora vas a alabar la nobleza de la muerte de un gladiador.
El hombre replicó con brusquedad:
—No. Eso es un revés económico; una muerte así cuesta dinero; cada vez que
tengo que asistir a una me siento enfermo. Y si el muerto es uno de los míos, me
enfurezco.
—Ahora hablas de tus profesionales, caros de entrenar y de mantener. Y no
de hombres condenados. —Le dediqué una sonrisa—: ¿Te gustaría, entonces, ver
combates en los que todo el mundo saliera ileso? ¿Simples exhibiciones de
habilidad?
—¡La habilidad no tiene nada de malo! —fue su réplica—. Pero a mí, Marco
Didio, me gusta lo que le gusta al público.
—Siempre tan pragmático…
—Siempre tan comerciante. Existe una demanda y y o proporciono lo
necesario. Si y o no hiciera el trabajo, lo haría otro.
¡La excusa tradicional de los suministradores de vicio! Por eso a los lanistas
los llamaban « chulos» . Como había comido a su mesa, me reprimí de hacer
este comentario en voz alta. Yo también estaba mediatizado.
Al parecer; a Eufrasia le gustaba agitar las cosas. Hacía unos comentarios
provocadores: « Me parece que nuestros invitados mantienen un amplio
desacuerdo sobre la crueldad y el comportamiento de la humanidad…» .
Helena y y o vivíamos como marido y mujer; por definición, nuestros
desacuerdos nunca eran muy complicados.
A Helena, probablemente, le sentaba mal que una desconocida hiciese
comentarios sobre nuestra relación.
—Marco y y o estamos de acuerdo en que una acusación de crueldad es el
peor insulto que puedes lanzarle a nadie. Los emperadores crueles están malditos
en el recuerdo público y borrados de la memoria de la gente. Y, por supuesto,
« humanidad» es un término latino, un invento romano.
Para tratarse de una mujer sin ínfulas, era capaz de adoptar un aire de
superioridad como la miel sobre un pastel de canela.
—¿Y cómo definen los romanos su maravillosa humanidad? —preguntó
Eufrasia en tono satírico.
—Como « amabilidad» —apunté—, comedimiento, educación. Una actitud
civilizada hacia todo el mundo.
—¿Esclavos, inclusive?
—Incluso lanistas —repliqué secamente.
—¡Ah, esos! —con aire torvo, Eufrasia envió una mirada de reojo a su
esposo.
—Yo quiero que los criminales violentos sean castigados —declaré—.
Contemplar el castigo no me produce una satisfacción personal, pero parece
acertado actuar como testigo. No creo que me falte humanidad, aunque
reconozco que me alegra vivir con una chica que anda sobrada de ella.
Eufrasia continuó insistiendo:
—¿Y por eso estás impaciente por ver a Turio devorado por un león?
—Desde luego. —Me volví para mirar directamente al marido—. Y eso nos
lleva de cabeza a ese león en particular que estaba previsto que hiciera el trabajo.
Durante unos instantes, nuestro anfitrión bajó la guardia y dejó entrever su
incomodidad. Era evidente que Saturnino no deseaba hablar de lo sucedido a
Leónidas.
XXIX
Eufrasia sabía que había dicho algo inconveniente; lo de Leónidas era un caso
cerrado, aunque tal vez a la mujer no le habían explicado por qué. Sin pestañear;
hizo un gesto a los criados para que se llevaran el postre. Cuatro o cinco discretos
camareros entraron con pisadas silenciosas para quitar las mesas, con la vajilla
usada y la cubertería incluidas. Los esclavos pasaron delante de nuestros
triclinios, lo cual resultó muy conveniente porque provocó un alto en la
conversación que aprovechó Saturnino para recuperar el aplomo. El gesto
ceñudo de la frente del lanista se relajó.
De todos modos, no resultaría fácil si se sintiera arrinconado.
—¿Y qué dice Calíopo de lo sucedido? —me preguntó sin tapujos ni
componendas.
Saturnino era demasiado listo como para no darse cuenta de por dónde iban
los tiros.
—Según parece, algunos de sus bestiarios liberaron a Leónidas durante una
juerga en el patio. El león se entregó al juego y terminó la noche con una lanzada
en el costado. Se supone que el cabecilla de la jarana fue un tal Idíbal.
—¿Idíbal? —la sorpresa de Saturnino parecía sincera.
—Un joven bestiario de Calíopo. Esto no es nada especial, aunque quizás está
volviéndose loco. Tiene a cierta mujer que lo persigue abiertamente.
Saturnino guardó silencio durante un segundo. ¿Era porque sabía que Idíbal no
había tenido nada que ver con el incidente de Leónidas? Por fin, como si diera el
tema por cerrado, o eso pretendiese, declaró:
—Calíopo tiene que saber lo que sucede en su propio patio, Falco.
—Bueno, supongo que está al corriente…
—Por tu modo de hablar, parece como si sospecharas que ha sucedido algo
más, Falco —intervino Eufrasia. Su marido la miró con rabia mal contenida. La
mujer tenía un carácter voluble; en un momento dado era todo tacto y, al
siguiente, se volvía contra él con obstinación.
Carraspeé. Empezaba a sentirme cansado y habría preferido aplazar el
encuentro. Helena alargó la mano, tomó la mía y la apretó.
—Marco Didio es un informador: ¡por supuesto que cree todo lo que le dicen!
Eufrasia se echó a reír; más tal vez de lo que pedía la ironía.
—¿Es cierto que tú y Calíopo sois serios rivales?
—Somos los mejores amigos —mintió él valientemente.
—He oído comentar que os peleasteis cuando formasteis una sociedad.
—Bueno, hemos tenido alguna pelotera. Calíopo es un típico oeano. Un bufón
taimado y falso. Aunque él, probablemente, respondería a eso con un: « ¿Cómo
no va a insultarme uno de Leptis?» .
—¿Está casado? —preguntó Helena a Eufrasia.
—Con Artemisa.
—La mujer me parece casi esclavizada. —Me recuperé un poco y me sumé
otra vez a la conversación—. Mi socio y y o descubrimos indicios de que Calíopo
tiene una amante… y se supone que su esposa le arma una bronca sobre lo que
hace fuera del trabajo.
—Artemisa es una mujer agradable —declaró Eufrasia con firmeza.
—¡Pobrecilla! —Helena frunció el entrecejo—. ¿La conoces bien, Eufrasia?
—Bien, no —la mujer de Saturnino le sonrió entre dientes—. Después de
todo, ella también es de Oea y y o soy una buena ciudadana de Leptis. La veo en
los baños a veces. Hoy no estaba; alguien me ha dicho que se había marchado a
la villa que tienen en Sorrento.
—¿Para las Saturnales? —Helena arqueó las finas cejas con expresión de
perplejidad. Sorrento tenía las mejores vistas de Italia y en verano era delicioso.
El mes de diciembre, en cambio, es terrible en cualquier promontorio junto al
mar. Tuve la secreta esperanza de que no hubiera sido la labor de Falco y Socio
lo que hubiera causado el exilio de la pobre mujer.
—Su marido piensa que Artemisa necesita el aire marino —dijo Eufrasia en
tono burlón; Helena, con gesto irritado, se lamentó de la falta de tacto de los
hombres.
Saturnino y y o intercambiamos unas varoniles miradas de inocencia.
—¿Y esas peloteras con tu antiguo socio —le pregunté bruscamente—
incluy en el incidente con tu leopardo, ay er, en la Saepta? He oído decir que
varios hombres de Calíopo estuvieron en el lugar de los hechos.
—¡Ah! Él estaba detrás del asunto —asintió Saturnino. Pero, claro, no iba a
esperar que lo negara.
—¿Tienes alguna prueba que lo demuestre?
—Por supuesto que no.
—¿Y qué puedes decirme de un saco de grano que esta mañana alguien ha
desviado de su destino en la ciudadela y ha resultado estar envenenado?
—No sé de qué me hablas, ni puedo decirte nada al respecto, Falco.
Esperaba una respuesta así. Por eso repliqué:
—Me alegro de que no te atribuy as el mérito. Si los gansos sagrados de Juno
hubieran engullido ese grano envenenado, Roma se enfrentaría a una crisis
nacional.
—Eso es terrible —dijo él, impasible.
—Calíopo parece ser el destinatario habitual de los sacos que « se caen» del
carro…
Saturnino no se sorprendió lo más mínimo al oír esta afirmación.
—Los ladrones de caminos hurtan cosas cuando los carros aminoran la
marcha en los cruces, Falco.
—Sí, es un viejo truco que se ha extendido mucho, últimamente. Y como
explicación suena mejor que eso de que el suministrador permitía a los
propietarios de negocios de fieras un chanchullo continuado y regular.
—Nosotros no tenemos nada que ver con eso. Nosotros adquirimos la comida
al precio marcado, a través de los canales regulares.
—Bueno, desde luego te recomiendo que sigas haciéndolo así durante los
próximos meses. ¿Y entre esos « canales regulares» está el granero de los
Galba?
—Creo que tenemos mejores tratos con el de los Lolio.
—Muy astuto. Por cierto, Calíopo ha perdido un buen ejemplar de avestruz
macho que comió del grano envenenado.
—No sabes cuánto lo siento por él.
Helena había notado que y o empezaba a decaer otra vez e intervino en este
punto:
—Desde luego, parece que Calíopo tiene bastante mala suerte con sus fieras.
O tal vez no. Piensa en el león que perdió primero: ese cuento de una bronca en
el patio de entrenamiento es falso, evidentemente. Hay pruebas que demuestran
que Leónidas fue sacado de su jaula y trasladado a otra parte. O Calíopo es tan
estúpido como para creer lo que dicen que hizo Idíbal, o conoce la auténtica
verdad y todo es un intento ridículo por desviar la atención de Marco Didio.
—¿Por qué haría Calíopo una cosa así? —preguntó Eufrasia con los ojos muy
abiertos y una risita delatora.
—La respuesta más fácil, lo que quieren que creamos, es que Calíopo ha
decidido tomarse la justicia por su mano por la muerte del león y no quiere
interferencias.
—¿Y el asunto tiene una solución complicada, Helena?
Yo estaba observando a hurtadillas a Saturnino, pero éste consiguió dar a su
expresión un aire de mera cortesía.
—Una explicación —sentenció Helena— sería que Calíopo estaba
perfectamente al corriente de lo que se planeaba para esa noche.
Por el interés que demostraba, se diría que Saturnino estaba escuchando el
resumen de una novela griega recién aparecida en el mercado de Roma.
—¿Y por qué querría que le mataran ese león? —Eufrasia expresó su
incredulidad con un resoplido.
—Imagino que no lo tenía previsto. No sé qué turbio asunto se llevará entre
manos, pero lo más probable es que Leónidas muriese por accidente.
—Cuando Calíopo vio el cuerpo, sus reacciones me parecieron sinceras —
asentí para confirmarlo. De hecho, la rabia y la sorpresa del lanista habían sido
los únicos signos claros que había visto en toda la jornada—. Pero estoy
convencido de que sabía desde el primer momento que iban a llevarse a
Leónidas en plena noche.
Me fijé en Saturnino. Su manera de fijar la mirada en las uñas de sus dedos
señalaba un cambio de actitud. ¿Qué era lo que le había perturbado? ¿Que
Calíopo conociese el plan? No; aquello se lo había oído decir a Helena sin
pestañear siquiera. ¿Que iban a llevarse a Leónidas a media noche…? ¿Era
Leónidas la palabra clave? Recordé un par de hechos sorprendentes que había
visto en el departamento de las fieras: el rótulo con el nombre de Leónidas
guardado en otra parte del edificio y el tráfago con el segundo león, primero
escondido en otra parte y luego trasladado de nuevo al corredor principal, como
si ése fuera su lugar habitual.
—Mi opinión —apunté con tono seco— es que Leónidas era un sustituto.
—¿Un sustituto? —Incluso Helena se quedó sorprendida.
—Calíopo tiene un segundo león, uno nuevo recién importado. Y creo que
este otro animal, Draco, era el destinado a desaparecer en esa enigmática
movida nocturna.
Saturnino guardó silencio. Todo aquello no tenía nada que ver con él. O quizás
el lanista estaba en el ojo del huracán.
—Para mí que Calíopo —apunté—, por alguna razón que no alcanzo a
comprender, hizo cambiar a Leónidas por Draco, en secreto.
Saturnino levantó la mirada, y muy despacio, comentó:
—Sería muy peligroso, si alguien esperaba encontrarse con un animal salvaje
recién capturado, y la realidad era enfrentarse a un león entrenado en devorar
hombres.
Sostuve su mirada resueltamente.
—¿Los receptores estarían alerta y reconocerían el comportamiento
impropio del animal? —El lanista no respondió—. Puede que los encargados del
asunto no supieran tratar adecuadamente al devorador de hombres. Imaginad la
escena: Leónidas había sido acostumbrado a hacer desplazamientos en una
pequeña jaula de transporte y sabía qué le esperaba al final del tray ecto: la
arena… y unos hombres a los que devorar. Esa noche estaba hambriento; su
cuidador me lo dijo. Pero cuando los desconocidos lo sacaron de la jaula, quizás
hicieron sin advertirlo algún gesto o alguna señal que provocó que el animal
reaccionara como estaba entrenado a hacer. Por lo general, se mostraba
tranquilo e incluso amistoso, pero si creía haber recibido la orden de atacar, se
lanzaría sobre el primer hombre que viera… y mataría incluso a quien se le
pusiera por delante.
—Y cuando empezó a atacar, todo el mundo se dejaría llevar por el pánico
—apuntó Helena.
—Todo el que empuñase un arma —continué—, debió de intentar matar a la
fiera. Un gladiador, por ejemplo.
Saturnino hizo un leve gesto con la mano. El movimiento sólo decía que mi
sugerencia era verosímil. No decía que hubiera presenciado nada parecido. Eso
nunca lo confesaría.
Aún no sabía con certeza la razón de que alguien hubiera sacado a Leónidas
de su jaula esa noche, dónde lo había llevado o quién lo acompañaba en ese
tray ecto y en su trágico final, pero estaba convencido de que acababa de
averiguar cómo se había producido la muerte.
XXX
¿Tenía importancia?
Jugueteé con un puñado de rabos de pasas que se habían caído al florido
cobertor con flecos del triclinio en el que había cenado. ¿Era acaso un excéntrico
de cuidado? ¿Era insana e inútil mi obsesión por Leónidas? ¿O tenía razón y el
destino de la noble fiera era tan importante para un hombre civilizado, como
cualquier muerte inexplicable de un ser humano?
Cuando Saturnino dijo que era peligroso enviar a un devorador de hombres en
lugar de mandar a un león sin entrenar, durante un instante fue incapaz de
mantener serena la voz. ¿Acaso estaba recordando la muerte? Y si había estado
presente, ¿era en algún modo responsable de aquella siniestra farsa? Ya había
declarado que él y Eufrasia habían cenado esa noche con el ex pretor Urtica.
Calculé que era de esa clase de hombres que saben que las mejores mentiras son
las que están más cerca de la verdad; la verdad no podía ser que Saturnino
tuviese una coartada respetable, sino algo mucho peor: que el pobre Leónidas
también había sido invitado del pretor.
Pomponio Urtica tenía una novia nueva, « salvaje» ; quizá quería
impresionarla. El pretor se interesaba por el circo y tenía amistad con los lanistas.
Saturnino, por su parte, consideraba a Urtica un buen contacto con unas
influencias que podían resultarle útiles. Sin embargo, la posición del antiguo
pretor podía estar a punto de evaporarse. Si había utilizado su casa para una
velada circense privada, podía ser objeto de chantaje. Si llegaba a saberse que
había organizado un espectáculo de muerte para su entretenimiento doméstico,
Urtica quedaría destruido políticamente.
Por supuesto, Saturnino le serviría de tapadera. Las cosas podían haber sido
así: en primer lugar, Saturnino había halagado al pretor preparando en secreto un
combate de alguna clase. Después, al torcerse las cosas durante la velada, el
lanista sacaría el may or provecho posible de la situación con una decisión
arriesgada. Si salvaba la reputación del magistrado, tendría a un cliente en deuda
permanente con él.
Empezaba a entender lo sucedido. Un aspecto que adiviné inmediatamente
fue que cualquiera que amenazase con delatar a las personas involucradas
correría un claro peligro. Urtica era un hombre poderoso en el aspecto político.
Saturnino mantenía un grupo de asesinos entrenados. Él mismo había sido
gladiador; todavía producía la impresión de ser perfectamente capaz de vengarse
de cualquiera si lo irritaban.
En el espacio donde un rato antes estaban las mesas se veía ahora una
extensión de baldosas de mosaico con formas geométricas, recién barridas.
Helena Justina me había observado mientras permanecía pensativo. Sostuvo mi
mirada hasta que mi ánimo se alegró un poco y, al verlo, me sonrió con una
suave sonrisa enternecedora. Yo notaba la tensión de sobreponerme al resfriado.
Habría querido que me llevaran a casa pero todavía era demasiado temprano
para retirarse. La hospitalidad nos retuvo en su puño inexorable.
Saturnino llevaba unos momentos con la atención concentrada en un cuenco
de nueces. De pronto, levantó la cabeza y, como se suele hacer cuando uno
quiere que lo dejen a solas con sus cosas, insistió en hacerme compartir su
vivacidad.
—¡Bien, Falco! ¡Corre la voz de que estás apretando a mi antiguo socio,
Calíopo!
Aquél era el tema que menos quería tratar. Ensay é la socorrida sonrisa de
discreción.
—Ésa es información privilegiada.
—Seguro que estaba ocultando algo grande al censor.
—Ha contratado a un contable muy brillante.
—Pero tú les aprietas las tuercas, ¿verdad?
Me costó trabajo dominar la irritación.
—Saturnino, eres demasiado inteligente para pensar que por una invitación a
cenar voy a revelarte secretos.
Sabía que no hablaría de mi informe con nadie, ni siquiera con el propio
Calíopo. Por lo que conocía de la burocracia, era perfectamente posible que
Falco y Socio presentaran pruebas de un fraude de un millón de sestercios y, a
pesar de todo, toparan con algún asqueroso burócrata de posición elevada que
decidiese que había razones políticas, precedentes antiguos o cuestiones que
afectaban a su propia pensión, que le hicieran aconsejar a su gran amo imperial
que arrinconase la denuncia.
Saturnino era de los que nunca se daban por vencidos.
—En el Foro corre el rumor de que Calíopo tiene un aspecto abatido…
—Eso —interrumpió Helena Justina con calma— será porque su esposa ha
descubierto lo de la amante. —Alisó la funda del cojín en el que estaba recostada
y continuó—: Debe temer que Artemisa le insista en que vay a con ella a
Sorrento en esta horrible época del año.
—¿Es eso lo que tú habrías hecho, Helena? —preguntó Eufrasia al tiempo que
me fulminaba con la mirada.
—No —dijo Helena—. Si y o me marchara de Roma porque mi marido me
hubiese ofendido, le dejaría la demanda de divorcio apoy ada en su cuenco de
comer… o lo tendría a mi lado en el carruaje, conmigo, para poder decirle lo
que pienso.
Saturnino puso cara de asombro.
—Tú harías lo que dijera tu esposo.
—Lo dudo —replicó Helena.
Durante unos momentos, Saturnino puso cara de ofendido, como si no
estuviera acostumbrado a que una mujer se mostrara en desacuerdo con él…
aunque, a juzgar por nuestras observaciones de aquella velada, estaba tan
habituado a ello como cualquiera. Después decidió evitar el asunto recurriendo a
preguntas más entremetidas.
—¡En fin! ¡Ahora Calíopo tiene que esperar el resultado de tus
averiguaciones!
Lo miré directamente a los ojos.
—Para mí y para mi socio no hay descanso. Llevamos a cabo una auditoría
minuciosa, no unas meras comprobaciones al azar.
—¿Qué significa eso? —preguntó él con una sonrisa.
Yo padecía un resfriado terrible, pero no iba a ser un triste pelele en manos de
nadie. Lo dije con palabras moderadas, y a que estábamos cenando en su casa:
—Significa que tú eres el siguiente.
El resto de la velada lo dedicamos a hablar de dónde comprar guirnaldas en
diciembre, de religión, de pimienta y de las ramificaciones más libres de la
poesía épica. Todo muy agradable. Dejé que Helena se encargara de ello,
porque la habían educado para que brillase en sociedad. Un hombre con la
cabeza llena de grillos, hasta el punto de que únicamente puede respirar entre
dientes, tiene derecho a repantigarse en su triclinio, fruncir el entrecejo y fingirse
un patán del Aventino sin educación.
—Helena Justina posee una erudición admirable —me felicitó Saturnino—.
¡Y habla de pimienta como si fuera propietaria de todo un almacén!
Lo era. Me pregunté si el lanista lo habría descubierto de algún modo. Si no
era así, no tenía la menor intención de revelar la riqueza privada de mi
compañera.
Había imaginado que Helena querría preguntar a Saturnino y a Eufrasia qué
sabían del silphium, pues procedían del mismo continente y del mismo hábitat
geográfico que la planta, pero no era Saturnino la clase de hombre en cuy as
manos dejaría Helena a su hermano menor. Justino no era un inocente, que
digamos; pero era un fugitivo y, por tanto, resultaba vulnerable. Era improbable
que Camilo Justino pensara en sumarse al cetus de gladiadores, aunque no era
inaudito que el hijo de un senador adoptara ese oficio cuando andaba
desesperado por ganar dinero o buscaba una nueva vida comprometida y
desafiante. La idea de que nuestro joven fugitivo llamara la atención del lanista
era terriblemente sugerente. Saturnino era un empresario, un tratante en
hombres. Sin duda, contrataría o adquiriría, con el propósito que fuera, a
cualquiera que le pareciese útil. Por eso estábamos allí esa noche.
De haber necesitado alguna prueba, habría llegado cuando y a nos
marchábamos. En el curso de lo que parecía una inocente charla sobre cómo los
poetas profesionales de Roma tenían que realizar su labor creativa a través del
mecenazgo si no querían morirse de hambre, había dejado escapar como quien
no quiere la cosa que y o también escribía versos para relajarme. Un comentario
así es siempre un error. La gente quiere saber si lo que uno escribe lo han copiado
y a los libreros, o si has pronunciado conferencias en reuniones sociales. Decir
que no reduce el prestigio del autor; decir que sí hace que las miradas se tornen
borrosas, que se pongan a la defensiva. Aunque he mencionado que en ocasiones
acariciaba la idea de contratar una sala para ofrecer una velada de lectura de
mis poemas de amor y de mis sátiras, lo he dicho con falsa añoranza. Todo el
mundo, y y o con ellos, estaba convencido de que mi aspiración era un sueño.
Lo he dicho desde la clara suposición de que el respeto hacia mí mismo me
impedía adular a ningún ricachón haciéndome su cliente. Nunca consentiría ser
un mero adorno ni soy de los que disfrutan mostrándose agradecidos. Saturnino
vivía en un mundo distinto y no parecía darse cuenta de mi actitud:
—¡Una idea atractiva, Falco! Siempre he aspirado a ampliar mis actividades
a algo más culto… Con placer invertiré en tu proy ecto.
Dejé que sus palabras pasaran de largo ante mí como si estuviera demasiado
febril para responder. La velada se alargaba demasiado; y a era hora de
marcharse. Necesitaba estar de vuelta en nuestro palanquín, sanos y salvos, antes
de perder la compostura. Nuestro anfitrión era un empresario, de acuerdo, pero
el muy cerdo intentaba abiertamente reclutarme en sus filas.
XXXI
Pasé indispuesto toda la noche. Eso me hizo entrar en sospechas. Helena me
confirmó que las casas que mostraban al visitante un aspecto externo
resplandeciente a menudo guardaban las cacerolas con restos de salsa incrustada.
Cuanto más refinada fuera la velada, más seguros podíamos estar de que había
ratas bajo los fogones de la cocina. En resumidas cuentas, algo me había
descompuesto la barriga.
—¡Veneno!
—¡Oh, Marco, no exageres!
—El avestruz, los gansos sagrados de Juno…, y ahora y o.
—Tú tenías un fuerte resfriado y esta noche has comido cosas raras.
—En circunstancias en las que la indigestión era inevitable.
Volví a meterme en la cama y, una vez allí, Helena me tomó entre sus brazos,
acariciándome la frente sudorosa.
—Nuestros anfitriones me han parecido francamente encantadores —dijo,
intentando no bostezar demasiado—. Bueno y ahora, ¿vas a contarme qué te puso
tan irascible?
—¿Fui brusco?
—Eres un informador.
—¿Quieres decir que fui muy brusco?
—Tal vez un poco suspicaz y quisquilloso —Helena se reía.
—Eso es porque las únicas personas que nos invitan a cenar fuera son de una
clase aún más baja que la nuestra y, aun así, sólo lo hacen cuando quieren algo a
cambio.
—Saturnino fue muy claro —convino Helena—. En cambio, interrogarlo a él
fue como querer hacer un agujero en una barra de hierro con el tallo de una flor.
—Pues creo que he conseguido sacarle algo. —Conté a Helena mi teoría de
que la muerte de Leónidas había ocurrido en casa de Urtica.
Me escuchó en silencio y reflexionó sobre las implicaciones de lo que
acababa de contarle.
—Entonces, ¿fue Saturnino quien mató a Leónidas?
—Yo diría que no. Siempre ha admitido que llevó a Rúmex consigo…
Además, el mensaje anónimo que recibió Anácrites acusaba concretamente a
Rúmex.
—En el caso de que Rúmex matase al pobre animal, Saturnino tiene que
asumir la responsabilidad de esa muerte. Fue él quien organizó la fiesta. ¿Quién
crees que mandó el mensaje?
—Pudo ser Calíopo, pero y o creo que quiere que no se hable más del asunto.
Eso le da poder sobre Saturnino… y éste también quiere poder. Es un buen
material para hacer chantaje. El pretor de los animales se verá metido en un
buen lío si se sabe que en su casa actuó un gladiador, por no decir que causó la
muerte a un devorador de hombres del circo que, probablemente, fue robado.
—Pero me dijiste que Calíopo estaba avisado de antemano de esa fuga.
—Sí, pero quiso fingir que no se había enterado.
Exhausto, me tumbé boca arriba con las manos en la nuca mientras Helena
comentaba:
—Si se hace público lo ocurrido, Calíopo declarará que él no ha tenido nada
que ver en el asunto. —Su aliento me hacía cosquillas en la frente. Maravilloso—.
No puede estar directamente implicado. La muerte del león lo desconcertó tanto
como al cuidador.
—Sí. Ni Calíopo ni Buxo supieron que Leónidas había muerto hasta que, al día
siguiente, lo encontraron sin vida en la jaula.
—Por consiguiente, también podemos descartar que Calíopo hay a asistido a
esa desagradable fiesta en casa del ex pretor. Lo extraño, Marco, es que el
cuidador no oy era que se llevaban y devolvían a la fiera. Tal vez Saturnino
sobornara a Buxo para que le dejase sacar a un animal. Draco, supuestamente.
Pero, tal vez Buxo se mantuvo leal a Calíopo, le contó el plan y trabajaron juntos
para causar problemas.
Fingí que me adormilaba para dar motivo de terminar la charla. No quería
que Helena se contagiase de mi propio miedo: que si Saturnino pensaba que me
había contado demasiadas cosas, decidiese que y o era peligroso. Yo no sabía
cómo un lanista se enfrentaba a enemigos humanos, pero había visto lo que le
había hecho al avestruz de Buxo. No quería que me encontrasen con la cabeza
colgando y las piernas fláccidas.
A la mañana siguiente, Helena tampoco me dejó salir de casa. Más tarde me
llevó a los baños. Glauco, mi preparador, se echó a reír a mandíbula batiente
cuando me vio escoltado por una mujer.
—¿Qué te pasa, Falco? ¿Ya no sabes sonarte los mocos tú solo? Y, ¡por todos
los dioses!, ¿dónde te has metido? He oído decir que trabajas con la gente del
circo. Esperaba que entrases corriendo, diciendo: « Estoy trabajando en una
importante misión secreta, y quiero aprender a luchar para enfrentarme a los
gladiadores» .
—Ya me conoces, soy demasiado sensato, Glauco. En realidad, trabajar de
ese modo en una misión confidencial podría ser una buena idea, pero la verdad
es que preferiría ver a otra persona en la arena: a mi querido socio Anácrites.
Glauco soltó una carcajada que no me molestó.
—Corre un rumor mucho más desagradable, Falco: que estás trabajando para
los censores, pero no quiero oír que te excusas por eso.
Farfullé unas palabras y me fui a su barbero, un individuo acicalado que me
afeitó la barba de dos días con la misma expresión que si estuviera limpiando un
desagüe. Su experiencia con la navaja hispana era la envidia de todo el Foro, y el
precio que Glauco cobraba por sus servicios estaba a la altura de sus habilidades.
Helena pagó sin perder la calma. El barbero cogió el dinero con desgana como si
para él fuera una ofensa ver a un hombre presa de las garras femeninas.
Esbozaba una sonrisa que no era más alentadora que la carcajada que había
soltado su patrón. Hice todo lo posible por estornudarle en la cara.
Regresamos a casa. Me entró una tiritona impresionante y me metí en la
cama por voluntad propia. Dormí profundamente durante varias horas y me
desperté como nuevo. La niña dormía o estaba absorta en su pequeño mundo. La
perra también dormía. Cuando Helena vino a echarme un vistazo, me encontró
despierto y se acurrucó a mi lado por aquello de ser sociable.
Era una tarde tranquila; en la calle hacía demasiado frío para que hubiera
actividad. La may or parte del tiempo no se oían voces ni ruidos de cascos en el
patio de la Fuente. Nuestro dormitorio daba a la parte interior y desde él no se
oían los ruidos de fuera. El cestero de la tienda de abajo había cerrado unos días
por vacaciones y se había ido al campo a pasar las Saturnales. De todas formas,
Enniano y sus clientes nunca hacían demasiado ruido.
Estar tumbado en la cama era relajante, aunque y a había dormido suficiente
todavía no quería empezar a pensar en el trabajo pero sí quería pensar en algo.
Aquellos breves momentos de tranquilidad con Helena suponían un agradable
reto. Al cabo de un rato, había conseguido con sus continuas risitas ponerme
nervioso, y me dispuse a demostrarle que las partes de mi cuerpo no afectadas
por el resfriado estaban más vivas que de costumbre.
El invierno tiene sus ventajas.
Una hora más tarde, dormía y o de nuevo y el mundo se puso en marcha. La
luz era cada vez más tenue y toda la gentuza del Aventino salía de sus casas
dando un portazo, dispuesta a hacer daño. Chicos jóvenes que tendrían que
haberse quedado en casa jugando a la pelota contra una pared con toda la fuerza
de una artillería de sitio. Los perros ladraban. Las sartenes chocaban con el metal
de los fogones. De las casas superpobladas que nos rodeaban llegaba el olor
familiar del aceite recalentado muchas veces con dientes de ajo requemados.
Nuestra hija se echó a llorar como si crey ese que la habíamos abandonado
para siempre. Me revolví en la cama. Helena me dejó y fue por Julia en el
momento preciso en que llegaba una visita. Helena consiguió impedirle la
entrada unos instantes pero luego abrió un poco la puerta y asomó la cabeza.
Tenía un peine en la mano e intentaba arreglarse y desenredarse su larga
cabellera.
—Marco, si te sientes bien, podrías salir a recibir a Anácrites —dijo.
Ella sabía que incluso cuando me encontraba bien, nunca me apetecía ver a
Anácrites. Su tono de voz contenido me indicó que ocurría algo. Aún adormilado
después de nuestro encuentro amoroso, le dije « eres guapísima» para disfrutar
de la sensación de ser sugerente sin que Anácrites pudiera verme. Helena no lo
dejaba pasar de la puerta, como si el desordenado escenario de nuestra pasión
tuviera que seguir siendo algo privado. Asentí con la cabeza para indicarle que
me vestiría y saldría.
Entonces Helena dijo en voz baja:
—Anácrites trae noticias. Han encontrado muerto a Rúmex el gladiador.
XXXII
Habíamos desperdiciado la mejor parte del día.
—¡Por Júpiter! —se quejó Anácrites mientras y o tiraba de él ante el templo
de Ceres, bajando del Aventino—. ¿Qué tiene de especial la muerte de un
gladiador, Falco?
—No finjas que no lo entiendes. ¿Por qué te has molestado en contármelo si
crees que es un suceso absolutamente natural? Rúmex era un gran luchador que
estaba en plena forma. Era fuerte como una muralla.
—Tal vez cogió el mismo resfriado que tú.
—Rúmex lo hubiera asustado enseguida. —Yo mismo estaba dispuesto a
olvidarme del catarro. La tráquea me ardía, pero intentaba contener la tos
mientras corría. Helena me había echado por encima mi capa gala y un
sombrero. Sobreviviría, a diferencia del favorito de los circos—. Esta fiebre no es
mortal, Anácrites, por más que te guste pensar que, en mi caso, sí lo es.
—No seas injusto. —Tropezó con el bordillo de la acera, lo cual me provocó
una sonrisa de satisfacción. Se había dado un golpe tan fuerte en el dedo gordo
del pie que se le pondría negro. Salté las Escaleras Intermedias de tres en tres y
él me siguió como pudo.
Una gran multitud se había congregado en los barracones. A ambos lados de
la puerta, en hermosas urnas de piedra, habían colocado dos altos cipreses,
perfectamente iguales. Allí un portero ceremonioso recibía pequeños tributos con
un agradecimiento que parecía sincero, moviéndose con discreta eficiencia de un
donante a otro. La multitud estaba formada básicamente por mujeres silenciosas,
aunque ocasionalmente se oían sus llantos lastimeros.
El tiempo que y o guardé cama, lo aprovechó Anácrites para empezar la
auditoría del imperio de Saturnino. Por el camino hasta los barracones me había
contado que nuestro trabajo no estaba allí, sino en la oficina de un contable
sospechosamente amable cuy o emplazamiento se encontraba en la otra punta de
la ciudad. Eso no me sorprendió. Saturnino sabía todos los trucos sutiles
necesarios para dificultarnos el trabajo. Sin embargo, la auditoría nos había dado
derecho a entrar en cualquiera de sus propiedades. Por eso, cuando ordenamos
que nos dejaran entrar en los barracones, nadie se atrevió a impedirlo.
Al otro lado de la puerta, en una mesa que desde la calle no se veía, unos
gladiadores abrían los regalos de las mujeres. Los objetos de valor eran
guardados cuidadosamente y lo que no servía se tiraba a un cubo.
Llevé a Anácrites por unos cuantos patios de entrenamiento hasta llegar a la
celda en la que había vivido Rúmex. Los criados que habían coqueteado con
May a y Helena habían desaparecido. En su lugar encontramos a dos gigantones
compañeros del muerto que montaban guardia ante una puerta cerrada a cal y
canto.
—Lo siento mucho… —Adopté una expresión de duda, como si lo sucedido
hubiera sido una inconveniencia para todos—. Estoy seguro de que no tiene nada
que ver con nosotros, pero si, mientras realizamos una auditoría para el censo
ocurre algo así, tenemos que registrar el escenario del…
Era mentira, claro.
Los individuos de anchas espaldas lucían taparrabos de cuero y no estaban
acostumbrados a tratar con funcionarios perversos. De hecho, sólo los entrenaban
para hacer lo que les mandasen. Llamaron a un chico para que fuera por el
hombre que tenía la llave. Éste pensó que era Saturnino quien quería verlo y
apareció enseguida con aire compungido. Los reunidos intercambiaron miradas
de sorpresa, pero les pareció más fácil dejarnos hacer lo que queríamos y luego
cerrar de nuevo y fingir que no había ocurrido nada.
Así que, gracias a nuestra cara dura y a su ineficacia, conseguimos entrar en
la habitación del muerto. Era fácil, incluso después de un asesinato. Me pregunté
si la noche anterior alguien habría utilizado tácticas similares.
Cuando entramos, quedamos sorprendidos al ver que el cadáver de Rúmex
estaba aún allí.
En esta situación, había más posibilidades de lo normal para que nuestra
sociedad funcionara. Ambos éramos profesionales y ambos reconocíamos una
emergencia. Teníamos que actuar como si fuéramos una sola persona. Si
Saturnino estaba en las instalaciones, tan pronto como se enterara de que
estábamos allí vendría corriendo a fisgonear nuestra labor. Por eso miré a
Anácrites y entramos a la vez. Teníamos que registrar rápidamente el lugar en
busca de pistas, tomar notas y cada uno ser testigo de lo que el otro encontraba.
Sólo teníamos una oportunidad para hacerlo y no podíamos cometer errores.
No entramos en una celda con un lecho de paja, que era lo que la may oría de
los gladiadores poseía, sino en una habitación amplia y de altos techos. Las
paredes, que debían de haber sido blancas, estaban pintadas de un elegante
granate oscuro y totalmente cubiertas de grafitos y escenas circenses.
Gladiadores blandiendo las espadas, persiguiéndose y clavándoselas, uno en el
suelo, el otro de pie, y mirándose horrorizados el uno al otro. En la parte alta del
friso se veían luchas muy realistas. Los tracios colgaban sus cabezas y morían
sobre el dado; los mirmillones eran arrastrados exánimes, mientras que
Radamanto, rey de los infiernos, supervisaba la escena con su máscara de
pájaro, acompañado por Hermes y sus serpientes.
Rúmex había sido dueño de muchos objetos. La armadura y las armas debía
de guardarlas su amo, pero tenía la habitación llena de regalos. Una vistosa
alfombra egipcia, que por decirlo así todo el mundo la hubiese colgado de la
pared como un tapiz, se veía gastada por el continuo pisoteo. Aparte de la cama,
el mobiliario estaba formado por inmensos arcones, dos de ellos abiertos, en los
que se veían túnicas, mantos y adornos que, probablemente, eran regalos de sus
admiradoras. Sobre una peana había un pequeño cofre del que asomaban
cadenas de oro, brazaletes y collares. En bandejas de bruñido latón había tazones
de exquisita artesanía y aunque algunos eran de un mal gusto espantoso, todos
tenían gemas incrustadas. Como Saturnino tenía que haberse quedado con el
porcentaje más grande de los objetos regalados a su héroe, el lote original debía
de haber sido enorme. (Una atractiva perspectiva para ambos como auditores,
y a que de todo ello no aparecía nada en las cuentas presentadas por el lanista).
Los dos centinelas y el hombre de la llave nos miraban fijamente y cada vez
estaban más nerviosos. Anácrites sacó una tablilla de tomar notas y pese a su
expresión de aburrimiento, su punzón se movió a gran velocidad. Hizo una lista de
los objetos de la estancia. Yo asentí y me acerqué a la cama, como si fuera un
turista curioso.
Rúmex y acía boca arriba como si estuviera dormido. Sólo llevaba una túnica
blanca y corta, probablemente una prenda de ropa interior. Un brazo, el que se
encontraba más cercano a mí, estaba ligeramente doblado como si hubiera
estado apoy ado en el hombro y hubiese caído hacia atrás al morir. Tenía la cara
vuelta hacia mi, junto a la mesilla de noche. Bajo su cuerpo había una colcha
como las que las princesas imperiales utilizaban para acurrucarse, abrazadas a
sus amantes. Su costosa lanilla debía de hacerle cosquillas en su gran cogote.
Fue el cuello lo que me llamó la atención. En torno a él había una gruesa
cadena de oro. Le quedaba muy ajustada en la garganta pero suelta por la nuca
y, si el gladiador no hubiese llevado la cabeza completamente afeitada, se le
hubiera prendido en los cabellos. Esa extraña disposición de la cadena me intrigó.
O alguien había querido quitársela o el propio Rúmex había intentado sacársela,
pasándosela por la cabeza.
Pero no fue eso lo que me hizo contener un grito de sorpresa. Un pequeño
reguero de sangre manchaba la lujosa colcha, debajo de la mejilla del muerto. A
Rúmex lo habían apuñalado en la garganta.
XXXIII
Guiñé un ojo a Anácrites. Se acercó y le oí gruñir enfurruñado. Con el índice
intentó aflojar la cadena de oro, pero no se movió, aprisionada por el peso de la
cabeza del gladiador.
Tanto Anácrites como y o debíamos de estar pensando lo mismo: que lo
habían acuchillado mientras se encontraba tumbado en la cama tranquilamente.
Aquello resultaba un tanto desconcertante. Con la cadena de oro había pasado
algo, pero el asesino había decidido no robársela. Tal vez fuera presa del horror,
quizá la escena lo había perturbado, tal vez el precio de la cadena le pareció una
buena inversión pero desistió de robarla cuando vio que el gladiador había
muerto.
El cuchillo no estaba. Por el tamaño de la herida, tenía que tratarse de un
arma corta y delgada. Por ejemplo, una navaja, que puede esconderse
fácilmente. En una ciudad donde estaba prohibido ir armado, siempre podías
decir a los vigiles que era tu cuchillo de pelar la fruta. Incluso una cosita pequeña
que podía pertenecer a una mujer, aunque, quienquiera que lo hubiese clavado,
había utilizado velocidad, fuerza y sorpresa masculinas. Y tal vez también
experiencia.
Anácrites retrocedió. Yo hice lo propio. Habíamos abierto un espacio y los
centinelas vieron el cadáver. Por sus expresiones de tristeza nos dimos cuenta de
que era la primera vez que lo veían.
Conocían la muerte. Habían visto morir compañeros en el circo. Aun así,
aquella engañosa escena, con Rúmex tan claramente relajado en el momento de
su muerte, los había afectado profundamente. En el fondo, eran hombres.
Horrorizados, entristecidos, poco expresivos pero afectados. Como nosotros.
Mi boca estaba seca y un sabor amargo me bajaba por la garganta. La
misma terrible depresión al ver una vida malgastada por algún móvil apenas
creíble y seguramente por algún personaje malvado que creía que nadie lo
descubriría. La misma indignación y la misma ira. Y luego las mismas preguntas
que formular: ¿Quién fue el último que lo vio con vida? ¿Cómo pasó la última
noche? ¿Quiénes eran sus acompañantes?
¿Cuándo había dicho y o eso? Sí, al ver a Leónidas muerto.
Los abordé con todo el cuidado posible.
—Pobre hombre. ¿Sabéis quien fue el primero en descubrirlo?
Uno de los centinelas seguía mudo de estupor. El otro consiguió decir:
—Sus criados, esta mañana. —Era un tipo sin cuello, con una cara rojiza, de
barbilla ancha, que en otras circunstancias debía de resultar muy vital. Era un
tanto obeso, con el pecho y los brazos mucho más gruesos de lo que se
consideraba ideal. Lo catalogué de superviviente jubilado, envejecido.
—¿Qué ha ocurrido con los criados?
—El jefe se los ha llevado a alguna parte.
—¿Se los llevó el propio Saturnino?
—Sí.
Bien, todo aquello tenía una explicación perfecta. Primero, Calíopo había
perdido a su león y había intentado disfrazar las circunstancias de esa muerte.
Ahora Saturnino perdía a su mejor luchador y parecía que allí también habían
camuflado las cosas inmediatamente.
—¿Estaba enfadado con ellos porque habían dejado que alguien matase a
Rúmex? —Los dos sirvientes nuevos intercambiaron una mirada y tuve la
sensación de que los anteriores se habían llevado una buena paliza. Esa paliza
servía como castigo y para asegurarse de que mantendrían la boca cerrada.
—Lo oí decir en el Foro —murmuró Anácrites, mirando el cadáver.
Consiguió decirlo como si realmente estuviera sorprendido por la asombrosa
noticia. Aunque carecía de personalidad, era un buen espía y podía disolverse
como una fina niebla borrando los contornos de un estrecho valle celta—. Todo el
mundo hablaba de ellos, aunque nadie comprendía lo ocurrido. Circulaban
rumores de todo tipo. Si alguien nos pregunta, ¿qué tenemos que decir?
—Se murió mientras dormía —dijo el primer centinela. Sonreí con ironía.
Típico de Saturnino: absolutamente cierto pero no aclaraba nada.
—Debíais de ser amigos de Rúmex. ¿Quién creéis que lo hizo? —pregunté.
Con un crujido de cuero, el centinela encogió sus grandes hombros con
impotencia—. ¿Tuvo visitas anoche?
—Rúmex siempre tenía visitas. Nadie llevaba la cuenta.
—Mujeres, seguramente. ¿Sus sirvientes no sabrían quién estuvo aquí?
Los dos gladiadores intercambiaron sonrisas picaronas. No supe si se debían
al número de admiradoras femeninas que el gladiador recibía en su cuarto, a la
inutilidad de los esclavos que lo rodeaban o a alguna cuestión mucho más
misteriosa. Lo que estaba claro era que no querían que y o me enterase.
—¿Y Saturnino no ha querido saber si alguna mujer lo visitó anoche?
—El jefe no quiere saber nada de Rúmex y sus mujeres. —De nuevo
expresaron su picardía con una hilaridad solapada. Me había contestado de una
manera torticera.
Anácrites sacó una colcha limpia de uno de los rebosantes arcones y la tendió
sobre el cadáver con un gesto de respeto. Justo antes de taparle el rostro,
preguntó:
—¿Es nueva esta cadena?
—No la había visto nunca. —Anácrites preguntó por qué el cuerpo seguía allí
y nos contaron que la funeraria llegaría más tarde. El funeral sería más que
decente, pagado por el propio club de seguidoras del gladiador, al que Rúmex, en
vida, había contribuido tan generosamente. Nadie sabía por qué Saturnino había
cerrado el cuerpo bajo llave en vez de haber llamado más temprano a la
funeraria.
Me pregunté si tendría asuntos más urgentes que resolver que le impedían
ocuparse de aquellas formalidades. Pregunté dónde estaba. Se había marchado a
casa, muy triste. Al menos aquello nos daba tiempo para poder movernos.
—Decidme —pregunté en voz baja—, ¿qué sabéis de lo ocurrido anteanoche,
cuando Rúmex tuvo que matar al león? —Los dos amigos intercambiaron
miradas furtivas—. Ahora, eso y a no importa —añadí.
—Al jefe no le gustará que hablemos.
—No se lo pienso decir.
—Pero tiene maneras de saberlo.
—De acuerdo, no te presionaré. Pero fuera lo que fuese lo ocurrido, para
Rúmex se ha terminado todo.
En ese momento miraron hacia la puerta con ansiedad. Anácrites la cerró sin
hacer ruido.
—Fue ese magistrado —dijo el primer gladiador en voz baja—. Se pasaba la
vida importunando al jefe para que montase un espectáculo en su casa. Saturnino
se ofreció a llevar el leopardo, pero el magistrado quería un león.
—¿Saturnino no tiene leones? —intervino Anácrites a bocajarro.
—Los suy os se utilizaron y murieron en los últimos Juegos. Está esperando
que le llegue la nueva remesa. Hace unos meses intentó comprar uno, pero
Calíopo fue a Puteoli y le tomó la delantera.
—¿Draco? —pregunté.
—Exacto.
—He visto a Draco. Es un animal magnífico y tiene fiereza y majestad a la
vez; y o conozco otras personas a las que les hubiese gustado comprarlo. —Talía
me había dicho que lo quería para su espectáculo—. Así que Saturnino perdió,
pero consiguió sobornar a un empleado de Calíopo para que le prestase a Draco
por una noche. ¿Lo sabíais?
—Los nuestros fueron allí y crey eron haber elegido bien. Luego advertimos
que no era el león adecuado. Pero sólo vieron uno, el otro debía de estar
escondido.
—¿Y qué planes tenía Saturnino para el animal?
—Un espectáculo con el león inmovilizado en un arnés. Sin sangre real, sólo
ruido y teatro. No es tan terrorífico como parece. Nuestros cuidadores lo
controlarían, mientras Rúmex saldría con su equipo de gladiador y fingiría luchar
contra él. Sólo una parodia para que la novia del magistrado se pusiera caliente.
—¿Esa zorra? Scilla, ¿no? Así que el magistrado quería que se pusiera
caliente.
—Sí —convino nuestro informante. Su compañero rio con lascivia.
—Te sigo. Entonces, ¿qué fue lo que pasó esa noche en casa de Urtica? ¿Salió
el espectáculo como estaba planeado?
—No llegó a empezar. Nuestros cuidadores abrieron la jaula y cuando
intentaron poner el arnés al león…
—Tiene que ser difícil.
—Están acostumbrados a hacerlo. Le ponen un trozo de carne como cebo.
—Seguro que están más acostumbrados que y o y lo hacen más deprisa. Pero
¿y si el león o el leopardo decide que no quiere la carne del gato de la taberna y
que esa noche cenará brazo humano?
—Pues nos quedamos con un cuidador manco —respondió con una sonrisa el
segundo gladiador, que apenas hablaba. Era el más sensible y culto de ambos.
—¡Qué bonito! ¿Y Rúmex era utilizado para la lucha contra animales? Pero
no era un bestiario, ¿verdad? Yo pensaba que hacía de samnita y que tenía una
pareja de lucha convencional.
—Exacto. Él no quería ese trabajo, es cierto. El jefe dependía de él.
—¿Por qué?
—¡Quién sabe! —Una vez más, los dos gladiadores intercambiaron una
mirada furtiva. Ellos sabían por qué. La vieja frase « nosotros no tenemos nada
que ver con eso, legado» no se pronunció en ningún momento, aunque la que
solía seguirle, « pero podríamos contarle cosas» quedó en el aire. Habían
pactado tácitamente no contarme nada. Si y o les presionaba, pondría en peligro
toda la conversación.
—Entonces tendremos que preguntárselo al jefe —dijo Anácrites. No
hicieron comentario alguno, pero seguro que estaban preguntándose si nos
atreveríamos.
—Volvamos a la casa del pretor —sugerí—. Abrieron la jaula del león y ¿qué
pasó?
—Los cuidadores querían prepararlo todo tranquilamente, pero apareció el
maldito magistrado, babeando de excitación. Cogió uno de esos hombres de paja
que se utilizan para excitar a las fieras y empezó a moverlo ante el león. El
animal rugió, pasó como una exhalación ante los cuidadores y saltó sobre el
magistrado.
—¡Por todos los dioses! —exclamó Anácrites—. ¿Y le hizo daño?
Los dos hombres callaron. No cabe duda de que le había hecho daño. Ya lo
averiguaríamos. Aquella tarde, cuando intenté verlo en su mansión del Pinciano,
Pomponio Urtica estaba en sus habitaciones gimiendo y recuperándose de las
heridas. Al menos y a sabía lo que le había ocurrido al hombre de paja que
encontré en los almacenes del establecimiento de Calíopo.
—Debió de ser una escena terrible —intervino de nuevo Anácrites.
—Urtica por los suelos, la novia llorando y sin que ninguno de los nuestros
pudiera hacer nada…
—¡Ah, claro, y Rúmex cogió la lanza e hizo lo que pudo!
Los dos amigos permanecieron callados. Sus actitudes parecían diferentes.
Uno había dicho su parte del guión y el otro esperaba con expresión ligeramente
sarcástica. Era posible que el segundo no aprobase lo que había dicho el primero,
o que nos diera otra versión. Tal vez no estaba de acuerdo en la manera en que se
había contado lo ocurrido.
—¿Y tuvieron que decidir qué hacer con el león? —preguntó Anácrites.
Callaron de nuevo.
—Bueno —intervine—, lo que no puede hacerse es tirar un león de circo
detrás de unos matorrales en los jardines del César y esperar que lo encuentren
los jardineros cuando corten el césped.
—Entonces, ¿lo devolvieron a su lugar de origen?
—Era lo mejor que podían hacer.
Anácrites y y o seguíamos hablando porque era evidente que los amigos de
Rúmex no estaban dispuestos a contarnos nada más. Me arriesgué a hacer otra
pregunta.
—¿Qué cosa motivó la primera disputa entre Saturnino y Calíopo?
Parecía una cuestión desapasionada, un cambio de tema y nada más, por eso
decidieron hablar de nuevo.
—Me han contado que se pelearon por una remesa de animales en la sparsio
—le dijo uno al otro. La sparsio consistía en lanzar certificados para premios y
regalos a la arena como gratificación.
—Eso fue en los viejos tiempos. —El segundo gladiador estaba menos
reticente.
—Nerón avivó la polémica a propósito —espeté—. Le gustaba ver a la gente
peleándose por esos certificados. Corría mucha sangre y había muchos brazos
rotos, tanto en las gradas como en la arena.
—Calíopo y Saturnino eran socios, ¿verdad? —preguntó Anácrites—. ¿Veían
juntos los Juegos? ¿Se pelearon por uno de esos certificados?
—Saturnino lo cogió primero, pero Calíopo le saltó encima y se lo arrebató.
Esa lotería siempre había causado estragos en la arena. Nerón disfrutaba
alentando hermosos valores humanos como la avaricia, el odio y el sufrimiento.
Además, la gente solía apostar sobre la posibilidad de ganar un premio, y si no
lograba coger el certificado, lo perdía todo. Cuando los ay udantes lanzaban esos
papeles, o cuando lo hacía una máquina que los escupía, se producía un caos
impresionante. Hacerse con un certificado era el primer paso, pero que el que
cogieras tuviera algún valor, eso sí que era suerte. Podías ganar tres pulgas, diez
calabazas o un barco de vela listo para navegar. El único inconveniente era que si
te hacías con el premio máximo de aquel día, estabas obligado a entrevistarte con
el emperador.
—¿Y cuál era el premio por el que Saturnino y Calíopo discutieron? —
pregunté.
—El gordo.
—¿En efectivo?
—Mejor aún.
—¿El galeón?
—La villa.
—¡Acabáramos! —Por eso Calíopo tenía esa maravillosa villa en el
acantilado de Sorrento.
—No es de extrañar que se pelearan —dijo Anácrites—. Saturnino tuvo que
sentirse muy desgraciado al perderla. —Siempre un maestro de las banalidades.
Él y y o sabíamos cuál era exactamente el valor de esa villa. A Saturnino lo había
jodido perderla, y aquello aportaba una nueva perspectiva al interés sarcástico de
Eufrasia al comentar que Calíopo acababa de mandar allí a su esposa Artemisa.
—Llevan enemistados desde entonces —dijo el gladiador obeso—. Se odian a
muerte.
—Una lección para todos los que trabajan en aparcería —murmuré, con la
idea de preocupar a Anácrites.
El gladiador, ajeno a nuestras corrientes submarinas, prosiguió:
—Si pudieran, se matarían el uno al otro.
Dediqué una sonrisa a Anácrites. Aquello estaba y endo demasiado lejos. Yo
nunca lo mataría a él. Ni siquiera sabiendo que, en una ocasión, quiso que
resultase mortal un accidente que y o había tenido.
Ahora éramos socios. Compañeros de veras.
Había llegado el momento de marcharse.
Cuando todos empezábamos a desfilar, Anácrites se inclinó hacia delante
como llevado por un impulso, aunque todo lo que hacía tenía siempre ese aire de
malvada premeditación, y retiró la colcha que cubría la cara de Rúmex. Lo miró
de nuevo con aire sombrío. Como si esperase una última revelación, fingió sentir
una fascinación morbosa por aquel cuerpo cada vez más rígido.
El teatro nunca había sido mi gran pasión y salí de la habitación en silencio.
Anácrites me alcanzó sin hacer comentario alguno, seguido por los dos
amigos del muerto, que presentí que velarían su cuerpo con un estado de ánimo
especialmente triste. Fuera cual fuese el sucio negocio que se agitaba en el
mundo del circo, Rúmex y a estaba fuera de todas las presiones y peligros. A sus
compañeros tal vez no les ocurría lo mismo.
Nos despedimos de ellos, mostrando ambos una pesadumbre sincera. Los dos
gladiadores nos saludaron con dignidad. Antes de salir, volví la vista atrás y
descubrí que la escena del muerto los había afectado mucho más de lo que nos
habían demostrado. El obeso estaba apoy ado en la pared, con las manos en el
rostro, llorando. El otro estaba vuelto de espaldas, con el rostro de color verde,
vomitando.
Estaban entrenados para aceptar las masacres sangrientas en el circo, pero
que un hombre fuese apuñalado mientras dormía tranquilamente en la cama los
había impactado profundamente.
A mí también se me había revuelto el estómago. Añadida a la ira que me
embargaba por la muerte de Leónidas, había en mí una férrea determinación por
descubrir aquel sórdido negocio que acababa de causar otra muerte.
XXXIV
Yo sabía lo que quería hacer, pero no estaba seguro de lo que Anácrites deseaba.
Tenía que haber recordado que, aunque a menudo los espías causaban muertes
de manera indirecta y otras veces las ordenaban directamente, rara vez miraban
frente a frente los resultados. Así pues, me sorprendió. Fuera y a de los
barracones hice una pausa, dispuesto a decirle que se perdiera mientras y o
proseguía con los interrogatorios.
Me miró a la cara. Aquellos ojos abultados y vidriosos se cruzaron con los
míos. Su expresión era ceñuda.
—¿Uno cada uno? —preguntó.
Saqué una moneda y la lancé al aire. A él le tocó Calíopo y a mí Saturnino.
Sin intercambiar opiniones, nos separamos para interrogar por separado a los
tripolitanos rivales. Yo contaba con mis métodos habituales, lo que no estaba tan
claro era cómo se las apañaría Anácrites en un forcejeo real, sin el banco de
torturas y sin ay udantes perversamente inventivos. De todas formas, confié en él.
Era incluso posible que él confiara en mi.
Esa noche nos encontramos de nuevo en la plaza de la Fuente. Era muy tarde.
Cenamos antes de pasar a las comparaciones. Yo había frito unas salchichas y las
había añadido a un potaje de lentejas con puerros, ligeramente aromatizado con
comino, que Helena había preparado. Con aire burlón aceptó mi sugerencia de
que sirviera un tazón a Anácrites. Mientras ponía mechas a un par de lámparas
de aceite, vi que la conmovía el placer que experimentaba Anácrites al ser
invitado por primera vez a compartir nuestra vida doméstica.
Di un respingo. Ese hijo de puta quería ser de la familia. Anhelaba ser
aceptado, tanto en casa como en el trabajo. ¡Qué gilipollas!
Una vez nos informamos de los resultados respectivos, vimos que seguían una
pauta muy definida. Acusaciones paralelas y falta de cooperación sincronizadas.
Saturnino había culpado a Calíopo de la muerte de Rúmex, un acto de venganza
por la muerte de su león. Calíopo lo negó rotundamente. Según él, Saturnino tenía
buenas razones para matar a su gladiador más valioso: Rúmex tenía una aventura
amorosa con Eufrasia.
—¿Con Eufrasia? ¿Rúmex se acostaba con la esposa de su propio lanista?
—Un fácil acceso a la despensa casera —recalcó Anácrites, insidioso.
Estas conclusiones nos llevaban de nuevo a lo que nos habían dicho los dos
gladiadores sobre Saturnino, que no quería saber demasiado de las admiradoras
femeninas de Rúmex. Calíopo había puesto un auténtico toque morboso en su
relato al contarle a Anácrites que en el breve tiempo durante el cual fueron
socios, la esposa de Saturnino se le había ofrecido abiertamente. Había dicho de
ella que era una ramera y que, por culpa de eso, Saturnino andaba amargado,
presto a la venganza e inclinado a la violencia.
Helena tenía una expresión de malhumor. Ella y y o habíamos presenciado
ese carácter adúltero en su propia casa, dejando plantado a su marido y
desafiando los deseos de éste cada vez que le apetecía. Helena hubiera dicho que
lo único que ocurría era que la mujer tenía un talante independiente.
—¡Así que estamos ante una tigresa ardiente que se acuesta con musculosos
gladiadores para saciar su placer! ¿O será que la hermosa, amable y perfecta
Eufrasia ha sido calumniada injustamente?
—Yo misma se lo preguntaré —anunció Helena Justina con contundencia.
Anácrites y y o intercambiamos miradas de complicidad.
Por mi parte, y o expliqué que Saturnino había contado las cosas de manera
muy diferente comentando que Calíopo era una persona inestable que albergaba
celos ridículos. A partir de ahí sacó unas disparatadas conclusiones. Calíopo había
recurrido a unos extravagantes planes de venganza cuando, en realidad, nadie le
había hecho nada. Sus barracones eran un hervidero y él se negaba a admitirlo y,
si teníamos que creer a Saturnino, que lo explicaba de la manera más razonable,
Calíopo había perdido todo contacto con la realidad. Él también era, por supuesto,
capaz de cometer un asesinato.
Yo le pregunté a Saturnino por qué había ordenado retirar a los antiguos
sirvientes de Rúmex y ocultar el cadáver. Me soltó el plausible cuento de que
tenía que mantener cerrada la habitación del héroe para evitar que sus
admiradores y los cazadores de trofeos la saquearan y que había interrogado y
castigado a los sirvientes por su falta de capacidad. Le pedí que me permitiera
interrogarlos y me contestó que estaban tan abatidos, agotados y tristes que
hablar con ellos me serviría de muy poco.
Entonces le sugerí que avisara a los vigiles, y a que se trataba de un caso de
muerte no natural. Asintió vagamente. Cuando le dije que, si no lo hacía, lo haría
y o mismo, respondió inmediatamente enviando un mensajero al cuartel más
cercano. Como era habitual, resultaba imposible desconcertar a ese hombre.
Mientras discutía todo esto con Anácrites me sentí deprimido. Fui presa de un
profundo pesimismo. En aquel caso y a había malos augurios. Los tripolitanos
enfrentados nos darían móviles del contrario hasta que nos quedáramos
completamente calvos. Lo que decía el uno del otro podía ser completamente
cierto o totalmente falso. La rivalidad de sus ciudades de origen y sus respectivos
fracasos en los negocios eran motivo de odio mortal por ambas partes. Aun
cuando ninguno de los dos estuviera implicado en la muerte de Rúmex, las
acusaciones y las contraacusaciones no cesarían.
También había algunas incoherencias. Calíopo siempre nos había parecido un
tipo demasiado bien organizado para caer en acciones impetuosas. Además,
aunque su negocio era más pequeño que el de su rival, sabíamos que no tenía
problemas económicos. En cuanto a sus celos, en mi opinión, Saturnino
controlaba por completo su vida doméstica, con una esposa de su misma ciudad
natal. Si tenían alguna diferencia, era más probable que llegara a un acuerdo con
Eufrasia que pelearse con ella por culpa de una aventura, aunque fuese con un
esclavo.
Esa noche y a sabía y o cómo terminaría todo aquel jaleo. Los vigiles no
descubrirían nada que vinculase a ninguno de los dos hombres con el crimen y no
encontraríamos a nadie más a quien poder implicar en el asesinato.
Helena visitó a Eufrasia. Para sorpresa nuestra, la mujer admitió haber
dormido con Rúmex aunque añadió que ella no era la única que lo hacía.
Consideraba que tener preferencia en la elección de los hombres de su marido
era uno de los atributos que le brindaba su rango. Dijo que a Saturnino no le
gustaba, aunque por más que lo afectara, no tenía ninguna necesidad de
acuchillar al gladiador. Podía haber liquidado a Rúmex en el circo en una lucha a
muerte y haber ganado dinero con ello. Además, como él también había sido
gladiador, su arma no era la fina hoja que había matado a Rúmex sino una
espada corta, el gladium.
—Sí, de esas que se clavan en el cuello —comentó Anácrites.
Los dos lanistas tenían buenas coartadas. Calíopo podía demostrar que había
ido al teatro con su amante (en ausencia de su esposa Artemisa, que se
encontraba en la villa veraniega de Sorrento). Saturnino había declarado que
había salido a cenar con Eufrasia, lo cual también descartaba a la mujer. Muy
galante por su parte. Y meticulosamente oportuno, como era de esperar.
Las coartadas se referían a ellos individualmente, pero ambos poseían grupos
de matones experimentados. Los dos conocían a asesinos que, fuera de sus
campos de entrenamiento, podían ser obligados a cometer una mala acción y los
dos podían pagar con sustanciosas cifras en metálico.
En concreto, había un sospechoso al que debíamos interrogar. Era Idíbal, el
taimado bestiario de Calíopo. Fui a interrogarlo. Me dijeron que lo había
comprado una mujer rica y se había marchado de Roma.
Eso sonaba a sospechoso. Yo lo había visto en compañía de su « tía» , por eso
sabía que existía; pero, como gladiador, Idíbal era un esclavo. Al parecer,
originariamente había sido un voluntario libre, pero al enrolarse como gladiador,
su estatus había cambiado por completo. Desde ese momento, juró acatar la
sumisión completa al látigo, al hierro ardiendo y a la muerte. No había
posibilidad de volverse atrás. Ningún lanista le permitiría siquiera soñar en una
huida. Los gladiadores permanecían leales a su sangrienta actividad porque
sabían que su única salida era la muerte: la propia o la de esos hombres y
animales a los que se enfrentaban para complacer a las masas. Una vez dentro
de ese círculo, la única salida era la acumulación de victorias. No cabía la
posibilidad de que fueran comprados.
Cuando interrogué a Calíopo en este punto, Anácrites estaba de mi parte. Le
dijimos que podían echarlo del gremio de lanistas por permitir algo impensable.
Se revolvió nervioso y dijo que la mujer había insistido mucho, que su oferta
económica era muy atractiva y que, de todas formas, a Idíbal siempre se le
había tenido por un tipo problemático, inestable e impopular. Calíopo afirmó
incluso que Idíbal no veía bien.
Aquello era absurdo. Recordé que al principio de nuestra investigación había
visto a Idíbal arrojando jabalinas junto a sus compañeros con muy buen humor y
mejor puntería. También recordaba que uno de los cuidadores había dicho que
« Idíbal y los demás» habían abatido en la arena al cocodrilo que se había
comido a un cuidador. Eso suponía tanto como decir que estaba en ese grupo de
privilegiados, si es que no era realmente el líder. Calíopo lo negó y nosotros
pensamos que mentía. Nos encontrábamos de nuevo en un callejón sin salida.
Conseguimos recomponer los movimientos de Idíbal la noche de la muerte de
Rúmex. Había salido, con su supuesta « tía» y el sirviente de ésta, y juntos
habían ido a Ostia. Podíamos haberlos encontrado allí, pero el grupo había salido
en barca hacia el sur en diciembre, ¡un verdadero suicidio! No entendíamos
cómo habían convencido al capitán para navegar en esa época del año. La mujer
que se había llevado a Idíbal de los barracones debía ser riquísima. Ese enigma lo
resolvió Anácrites: tenía barco propio. Mucho más intrigante…
Decidimos que Idíbal había huido de una familia rica y que ésta acababa de
rescatarlo. Tal vez esa mujer era su tía de verdad. Lo cierto era que se había
largado de Roma para siempre, tanto si había regresado a casa de su madre
como si se había fugado con una viuda de sangre ardiente que lo había comprado
como semental.
—Qué sórdido es todo esto —dijo Anácrites que, pese a ser espía, era un
puritano.
Además, quedaba otro cabo suelto: el ex pretor Urtica, según Camilo Vero,
llevaba tiempo sin aparecer por la Curia. Incluso se habían acallado los rumores
sensacionalistas sobre su desenfrenada vida amorosa. Los magistrados podían
retirarse de la política, pero sus instintos lascivos solían perdurar. Era posible que
Pomponio Urtica se hubiera escondido para salvar su reputación, pero la teoría
de que estuviera herido parecía más plausible.
Una vez más, me acerqué al Pinciano, decidido a entrar aunque tuviera que
esperar un día entero. En esa ocasión me dijeron la verdad: que Pomponio Urtica
estaba en casa pero que se hallaba muy enfermo. Dije que hablaría con él pese a
sus gemidos y conseguí llegar a la antesala del dormitorio del gran hombre.
Mientras los sirvientes hablaban con el doctor que lo atendía, vi que había
gran cantidad de material médico y quirúrgico; destacaba un pedestal de bronce
con la alentadora forma de un esqueleto con tres ramificaciones para cortar
vasos sanguíneos. Éstas se usaban en muchas enfermedades y también para
cortar el flujo sanguíneo por encima de una herida. Vi además muchas vendas
enrolladas y la estancia olía a betún, que se utilizaba para coser cortes en la piel.
También encontré frascos de distintos remedios en polvo. Cogí un pellizco de uno
que estaba prácticamente vacío y más tarde le pregunté a Talía, experta en
medicinas exóticas, qué era aquello.
—Yo diría que es opobálsamo, procedente de Arabia. Cuesta una fortuna.
—El paciente puede permitírselo. ¿Para que se utiliza el opobálsamo, Talía?
—Para las heridas, principalmente.
—¿Y qué hace?
—Te da una calidez reconfortante y piensas que, si es tan caro, seguro que va
bien.
—¿Es un remedio eficaz?
—A mí dame esencia de tomillo. ¿Dónde tiene las heridas?
No pude decírselo porque no llegué a verlo. El médico salió de estampida del
dormitorio, muy molesto de que y o hubiese llegado hasta allí. Habló de fiebres
intermitentes pero no quiso decirme si sufría de gota. Llamó a los sirvientes para
que me escoltasen hasta la puerta de la casa de un modo que distaba poco de ser
un asalto remunerado.
Luego intenté ver a Scilla, la supuesta novia del pretor. Siempre me había
gustado interrogar a mujeres con sucios pasados. Ese trabajo solía ser un reto en
sí mismo, pero éste no fue el caso de Scilla. Vivía en casa del pretor y no salía de
ella. Como estilo de vida femenino era altamente sospechoso, aunque cuando
volví a casa y lo dije, Helena me acusó de sinvergüenza.
Frustrados todos nuestros movimientos, Anácrites y y o volvimos a las
investigaciones rutinarias. Eso significaba hacer preguntas a todas las personas de
las que se supiese que habían estado en los barracones la noche en que mataron a
Rúmex, con la esperanza de que alguien recordase haber visto algo inusual. Los
vigiles investigaban el caso a la vez que nosotros, aunque no habían descubierto
nada positivo. Finalmente, archivaron el caso en su fichero de « no resueltos» y
poco después nosotros hicimos lo mismo.
Bueno, no me echéis la culpa a mi.
A veces no hay ninguna pista que seguir. La vida no es una fábula, en la que
unos personajes de ficción se enardecen con unas emociones imposibles, en la
que unas escenas de ficción se describen con un lenguaje atray ente y cada
muerte misteriosa va seguida en progresión regular de cuatro pistas (una falsa),
tres hombres con coartadas indemostrables, dos mujeres con móviles
inexplicables y una confesión que aclara todos los pormenores de los
acontecimientos acusando a la persona supuestamente menos sospechosa, un tipo
sin escrúpulos al que cualquier investigador sagaz hubiera desenmascarado. En la
vida real, cuando un caso llega a un punto muerto, no se puede esperar que
alguien llame fortuitamente a la puerta y traiga al testigo deseado, con una
confirmación de detalles que nuestro inteligente héroe y a había deducido y
almacenado en su memoria mastodóntica. Cuando las investigaciones llegan a un
punto muerto es porque el caso se ha enfriado. Preguntadle a cualquier vigil: una
vez enfriado el caso, y a te puedes ir a trasquilar ovejas.
O mejor aún, a echarte un trago en la taberna. Es posible que allí entables
conversación con un hombre al que hacía veinte años que no veías y te cuente la
increíble historia de un misterio que quiere que resuelvas.
No te preocupes: su mujer está muerta y enterrada bajo la cama de acanto;
el zorro torturado con ojos de poseso que te gorrea el agua de sentina de aquella
lamentable manera es el hijo de puta que la puso ahí debajo. Os lo puedo
asegurar aunque nunca he llegado a conocerlo. Es sólo una corazonada. Una
corazonada llamada experiencia.
La gente miente. Los buenos lo hacen con tanta finura que por más que los
presiones nunca llegas a descubrirlos. Eso presupone que incluso sabes a qué
mentirosos hay que presionar. Es realmente difícil porque en la vida real todo el
mundo miente más que habla y miente muy bien.
Los testigos son falibles. Hasta los raros especímenes humanos que quieren
ay udar honradamente no consiguen ver la escena que tiene lugar bajo sus
propias narices o malinterpretan su significado. La may or parte olvidan lo que
han visto.
Las cartas de los chantajistas no aparecen ¿Para qué querría alguien guardar
una nota diciendo « dame dinero o verás lo que te ocurre» ?
Si encuentras huellas de pisadas en un campo de espárragos recién sembrado,
nunca pertenecen a alguien con una cojera fácilmente identificable.
Las esposas largo tiempo engañadas no ponen en práctica planes de diabólica
perversidad y luego tropiezan con cualquier pequeño detalle. Se limitan a estallar
de ira y cogen la herramienta casera más pesada. Los celosos sexuales se
vengan de una manera igualmente aparatosa. A veces, gracias a una cierta
habilidad, los codiciosos escapan a toda auditoría financiera, pero lo más
frecuente es que se larguen con el dinero, utilizando una nueva identidad, mucho
antes de que hay as empezado a investigarlos.
A veces, los asesinos consiguen abordar a sus víctimas cuando nadie los está
mirando. Matan en silencio o cuando nadie oy e los golpes ni el gorgoteo de la
sangre y se marchan pasando inadvertidos del escenario del crimen. Luego se
quedan quietos y callados mucho tiempo.
La verdad es que muchos asesinos consiguen no ser descubiertos.
Supongo que los más crédulos de vosotros todavía esperáis que diga que
Anácrites y y o nos retiramos del caso pero que después, por pura casualidad, nos
tropezamos con una pista.
Pues no, lo siento. Volved al principio de este capítulo y leedlo de nuevo.
XXXVI
Hola, ¿todavía esperáis un giro inesperado de los acontecimientos?
Pues no ha habido ninguno. Suele pasar eso con frecuencia. En realidad, es lo
que siempre pasa.
XXXVII
Como Falco y Socio fuimos incapaces de descubrir quién había matado a
Rúmex, volvimos a nuestro trabajo para el censo. No éramos de ese tipo de
personas que se obsesionan con las cosas. Yo, Marco Didio Falco, ex explorador
del ejército, llevaba ocho años con categoría de informador: un profesional.
Incluso mi socio, que era un idiota, podía advertir cuándo un caso entraba en un
callejón sin salida. Nos sentíamos frustrados pero lo superamos. Al fin y al cabo,
teníamos que ganarnos la vida. Eso siempre ay uda a mantener una actitud
racional.
A finales de diciembre se celebraban las Saturnales, las primeras de la vida
de mi hija. Con ocho meses, Julia Junila era demasiado joven para comprender
lo que ocurría a su alrededor. Lejos de clamar para ser Reina por un día, nuestra
señorita primogénita apenas se enteró del acontecimiento, pero Helena y y o nos
engañamos a nosotros mismos y preparamos regalos, comida y diversión. Julia
lo soportó con seriedad y lo que sí advirtió fue que sus padres estábamos locos de
atar. Como no teníamos esclavos, quisimos que Nux hiciera el papel de esclavo al
que tratábamos con despotismo, pero la perra aprendió enseguida lo que era la
insubordinación.
Saturnino y Calíopo se habían marchado de Roma, aprovechando las fiestas.
Cuando, transcurridas varias semanas, ninguno de los dos se atrevió a regresar,
investigué y descubrí que los dos habían ido a África con sus mujeres. De caza,
se decía. Escondidos, pensamos nosotros. Pregunté en palacio si podíamos ir tras
ellos, pero como era de esperar, al no haber pruebas contra ninguno en el caso de
Rúmex, Vespasiano ordenó que nos limitáramos a nuestro trabajo del censo.
—¡Uf! —se quejó Anácrites cuando se lo comuniqué.
Durante tres o cuatro meses trabajamos más duro de lo que nunca lo
habíamos hecho en nuestra vida. Sabíamos que esas investigaciones eran una
mina de oro. Estaba previsto que el censo durase un año y sería difícil ampliarlo
más allá de esa fecha a menos que tuviéramos auditorías prometedoras que
hacer. Acabábamos de redactar un informe con las pruebas que teníamos y se le
dijo al acusado que soltara la mosca. Era un trabajo en el que las meras
sospechas y a bastaban. Vespasiano quería cobrar los impuestos. Si nuestra
víctima era importante, lo mejor era que justificara nuestras acusaciones, pero
en el mundo del circo, « importante» era un término contradictorio. Así que
sugerimos cifras y los censores presentaban sus demandas y casi ninguno se
molestó en preguntar si podía apelar. En realidad, la elegancia con la que
aceptaban nuestros hallazgos nos hacían pensar que, tal vez subestimábamos el
alcance del fraude. Por eso, teníamos la conciencia tranquila.
Recibí una carta de Camilo Justino, que había llegado a la ciudad de Oea
gracias al dinero que y o le había mandado. Después de una rápida exploración,
confirmaba que Calíopo no tenía ningún « hermano» pero sí era dueño de un
floreciente negocio para proveer de animales y gladiadores para los juegos
locales y también para la exportación. En la Tripolitania, el circo era muy
popular. Horriblemente cartaginés. Un rito religioso que sustituía al sacrificio
humano, en honor del duro Saturno púnico, un dios con el que era mejor no
enredarse.
Justino nos proporcionó detalles suficientes de las tierras del lanista tripolitano
para que pudiéramos inflar con un certero golpe nuestras estimaciones de
impuestos impagados. A cambio de esa ay uda, envié al fugitivo mi dibujo del
silphium, pero más dinero, no. Si Justino quería hacer el gilipollas por la
Cirenaica, nadie podía culparme de ello.
Al día siguiente de mandar la carta apareció mi madre. Mientras lo
curioseaba todo con su habitual intrepidez, vio el bosquejo de la planta.
—Ahí te equivocas. Esto parece un cebollino mustio. Tendría que parecer un
hinojo gigante.
—¿Cómo lo sabes, madre? —Me sorprendió que alguien de las callejas del
Aventino supiera algo del silphium.
—La gente utilizaba el tallo cortado como si fuera ajo. Es una verdura. Y el
jugo era medicinal. Tu generación piensa que los de la mía somos idiotas.
—Bueno, y o sé qué es el silphium. Scaro intentó cultivarlo.
Mi tío abuelo Scaro, muerto mientras trataba de inventar la dentadura postiza
perfecta, había sido un individuo noble, lo cual le suponía, en realidad, una gran
desventaja. Yo quería muchísimo a aquel loco experimentador científico, pero
como ocurría con todos los familiares de mi madre de la Campiña romana, sus
ideas eran ridículas. Yo creía que y a había visto las peores de todas ellas hasta
que supe que había querido entrar en el bien protegido negocio del silphium. Los
mercaderes de la Cirenaica querían recuperar su antiguo monopolio; pero, al
parecer, querían hacerlo sin mi familia.
—Si se hubiese espabilado, se habría hecho rico.
—Rico y bobo —dijo mi madre.
—¿Consiguió semillas?
—No, cogió un esqueje en algún sitio.
—¿Estuvo en la Cirenaica? Primera noticia.
—Todos pensamos que tenía una novia en Tolemaida. Él nunca lo ha
admitido.
—Vay a con el viejo… Pero seguro que no esperaba de veras una buena
cosecha.
—Bueno, tu abuelo y sus hermanos siempre andaban cazando mitos —dijo
mi madre, como si el abuelo fuera el responsable de algunos aspectos de mi
carácter.
—¿Nadie les dijo que el silphium sólo crecía silvestre y no se podía cultivar?
—Supongo que sí, pero debieron de pensar que merecía la pena intentarlo.
—Así que el tío Scaro, obeso y medio sordo, se embarcó como un argonauta.
¿En busca del Jardín de las Hespérides? Pero si el silphium crece en las montañas,
nuestra granja de Cirene está en el llano… ¿Crees que llegó a reproducir las
condiciones necesarias para su cultivo?
—¿A ti que te parece? —me espetó mi madre.
Cambió de tema y entonces la tomó conmigo por haber alquilado una oficina
en la Saepta Julia, tan cerca de las malas influencias de papá. Era obvio que
Anácrites le había hecho creer que había sido idea mía. Era un mentiroso
descarado. Intenté contárselo a mi madre y ésta me acusó de querer denigrar a
su « apreciadísimo» Anácrites.
No había demasiado peligro de que mi padre subvirtiese mi lealtad. Yo casi
nunca lo veía y eso me sentaba bien. Anácrites y y o trabajábamos mucho y en
los meses que siguieron al Año Nuevo apenas estuvimos en la cocina. En casa
tampoco estaba mucho. Era duro. Las largas horas de trabajo nos pasaban
factura, y también se la pasaban a Helena. Cuando la veía, estaba tan cansado
que casi no podía ni hablar ni hacer gran cosa, ni siquiera en la cama. A veces
me quedaba dormido cenando. Sólo hicimos el amor una vez. Una sola, en serio.
Como cualquier joven pareja que intenta establecerse, no cesábamos de
decirnos que esos esfuerzos merecerían la pena por más que temiéramos que no
sería así. Creíamos que nunca lograríamos escapar de los trabajos pesados.
Nuestra relación se veía sometida a unas fuertes tensiones en el momento en que
tendríamos que disfrutar de ella de la manera más dulce. Me volví
malhumorado. Helena estaba fatigada, la niña lloraba todo el día. Hasta la perra
me daba su opinión: cuando y o me encontraba en casa, se metía debajo de la
mesa y no salía para nada.
—Gracias, Nux.
El animal gimió con tristeza.
Entonces las cosas se complicaron de veras. Anácrites y y o mandamos
nuestra primera factura al palacio imperial y nos la devolvieron impagada. No
estaban de acuerdo con el porcentaje que les habíamos cargado.
Llevé los pergaminos al Palatino y pedí entrevistarme con Laeta, el
funcionario que nos había dado el empleo. Cuando lo vi, me dijo que la cantidad
que pretendíamos cobrar era inaceptable. Le recordé que él mismo la había
aprobado. Miré fijamente a aquel hijo de puta aunque sabía que Anácrites y y o
no teníamos ningún contrato que nos apoy ase. Mi oferta original existía, me
refiero al presupuesto que y o había presentado con tanto orgullo, pero Laeta no lo
había confirmado por escrito. Pensé que no importaba pero en esos momentos
advertí que sí.
Si nos basábamos en ese presupuesto, nosotros teníamos razón, pero eso no
importaba en absoluto.
Para dar más fuerza a nuestro argumento, les recordé que el trabajo había
sido concertado por primera vez con Antonia Caenis, la dama de Vespasiano,
dando a entender con ello de una manera delicada que era su protegido. Confiaba
en ella y estaba seguro de que sentía simpatía por Helena.
Claudio Laeta consiguió disimular el alivio que le embargaba y adoptó una
expresión compungida.
—Lamento mucho comunicarte que Antonia Caenis ha fallecido hace unos
días.
¡Qué desastre!
Por un momento me pregunté si estaría mintiendo. Los burócratas
experimentados eran muy propensos a dar informaciones falsas a los suplicantes
inoportunos. Pero ni siquiera Laeta, una serpiente donde las hubiera, arriesgaría
su estatus profesional con una mentira tan fácil de comprobar. Tenía que ser
verdad.
Conseguí permanecer impasible. Entre Laeta y y o había una vieja historia y
y o estaba decidido a no demostrarle lo afectado que me sentía.
De hecho, pareció más apaciguado, seguro de que su idea primera era
pagarme menos de lo que le pedía y, sin embargo, se le veía atemorizado por el
daño personal que me había hecho. Tenía razones para ello: si alguna vez quería
utilizarle en el futuro para algún trabajo oficial, este golpe bajo me lanzaría a una
nueva escalada retórica en la que le diría que se fuese a tomar por culo y que se
olvidase de mí.
Como un burócrata verdadero, mantenía abiertas las opciones. Hasta me
propuso que presentase una petición formal para entrevistarme con Vespasiano.
Le dije que sí, que gracias. Entonces Laeta admitió que el anciano y a no recibía
a nadie. Era probable que fuese Tito quien me atendiese. Tenía fama de
simpático y de querer favorecerme. El nombre de Domiciano no se mencionó.
Laeta sabía lo que y o sentía por él y era posible que compartiese mis opiniones.
Se trataba de un amable político anciano que consideraría poco profesional el
espíritu de venganza del joven príncipe.
Sacudí la cabeza. Sólo me entrevistaría con Vespasiano. Sin embargo,
acababa de morir la que había sido su compañera sentimental durante cuarenta
años. No podía entremeterme. Sabía cómo me sentiría si perdiese a Helena
Justina. No creía que el abatido emperador estuviese de humor para aprobar unos
pagos extraordinarios a unos informadores (a los cuales utilizaba aunque los
despreciaba abiertamente), por más que esos pagos estuvieran acordados de
antemano. Yo no sabía si Antonia Caenis le había hablado alguna vez de mí.
Fuera como fuese, aquel no era el momento apropiado para recordarle el interés
que la dama se había tomado por mi caso.
—Puedo hacerte un pago a cuenta —dijo Laeta—, mientras se realiza una
clarificación formal de tus honorarios.
Yo sabía qué significaba eso. Los pagos a cuenta se hacían para que te
callaras. Un soborno. Los aceptas de buen grado si sabes que es todo lo que vas a
sacar. En cambio, si rechazas la oferta, vuelves a casa sin nada.
Acepté un pago parcial con la elegancia necesaria, cogí el pagaré para
convertirlo en efectivo y me dispuse a marcharme.
—¡Oh, por cierto, Falco! —A Laeta todavía le faltaba clavarme la puntilla—.
Sé que has estado trabajando con Anácrites. ¿Harás el favor de decirle que su
sueldo como agente de inteligencia en baja por enfermedad tendrá que ser
deducido de lo que os pagamos por vuestro trabajo para el censo?
¡Por todos los dioses!
Pero al hijo de puta todavía le quedaban maneras de fastidiarnos.
—A propósito, Falco, tenemos que comprobar que todo se haga a la
perfección. Supongo que debo preguntarte si y a has presentado tu declaración de
renta al censo.
Me marché sin decir palabra.
Mientras salía enfurecido de la oficina de Laeta, un funcionario corrió tras de
mi.
—¿Eres Didio Falco? Tengo un mensaje del Departamento de Pajarracos.
—¿Qué?
—¡Es una broma! Es el departamento en el que Laeta da pensiones a los
incompetentes. Es un departamento miserable, no hacen nada en todo el día:
tienen unas responsabilidades especiales en el augurio tradicional… Los pollos
sagrados y todas esas cosas.
—¿Y qué quieren de mí?
—Unas investigaciones sobre gansos.
Le di las gracias por haberse tomado la molestia de decírmelo y seguí
caminando.
Por una vez, me alejé del Criptopórtico, el camino que solía tomar siempre
para bajar al Foro. En cambio, crucé el conjunto de grandiosos edificios antiguos
que se hallaban en lo alto del Palatino, pasé ante los templos de Apolo, Victoria y
Cibeles, hasta la supuestamente discreta Casa de Augusto, ese palacio en
miniatura con todas las comodidades en el que nuestro primer emperador fingía
que era un hombre como todos los demás. Abatido por el golpe que había
supuesto el encuentro con Laeta, me detuve en lo alto de la colina, dominando el
Circo Máximo y miré hacia el otro lado del valle, el Aventino, mi casa. Tenía que
prepararme. Decirle a Helena Justina que había estado trabajando de aquella
manera por un simple saco de heno sería muy duro. Escuchar los gemidos y el
llanto de Anácrites sería aún peor.
Sonreí con amargura, enseñando los dientes. Sabía lo que había hecho y era
una enorme ironía. Falco y Asociado se habían pasado cuatro meses
regocijándose de los poderes draconianos de auditoría que podían ejercer sobre
sus pobres víctimas: las decisiones del censo, contra las cuales no se podía apelar.
A nosotros nos habían tratado de la misma manera.
XXXVIII
Para animarme, Helena intentó distraerme gastando su propio dinero en alquilar
una sala de lectura para dar el recital de poesía con el que llevaba soñando desde
que la conocí. Me pasé mucho tiempo preparando los mejores poemas que había
escrito, practiqué recitándolos y preparé ingeniosas introducciones a cada uno de
ellos. Además de anunciar el acto en el Foro, invité a todos mis familiares y
amigos.
No vino nadie.
XXXIX
Esa primavera, un perro entremetido llamado Aneto, propiedad de Talía, hizo
todo lo posible por animarme. Era un animal grande, viejo y feo que ponía los
ojos en blanco como un psicópata; en su día fue adiestrado para actuar en
pantomimas y sabía fingir que estaba muerto. Un truco muy útil para todo el
mundo.
Aneto haría su debut como telonero en las Megalesias, los juegos dedicados a
Cibeles. Esta celebración era un acontecimiento esperado, y a que abría la
temporada de teatro en abril, cuando empieza el buen tiempo, y era precedida de
una serie prolongada de osados y curiosos ritos frigios. Como era habitual, todo
empezaba a mediados de marzo con una procesión de personas que llevaban
cañas, consagradas a Atis, el adorado de la Gran Madre; porque él las descubrió
por primera vez cuando se escondió en un lecho de papiros. (Un acto
perfectamente comprensible si hubiese tenido la más leve sospecha de que su
futuro rol sería el de castrarse con un tiesto en medio de un desventurado
frenesí).
Una semana más tarde, el pino sagrado de Atis, cortado al filo del amanecer,
se levantaba en el templo de Cibeles en el Palatino adornado con lana y coronas
de violetas mientras la sangre de los animales sacrificados salpicaba el lugar. Si
tenías un pino sagrado, era normal que quisieras que fuese tratado con
reverencia. A esto le seguía una procesión por las calles de los sacerdotes de
Marte, que saltaban al son de las trompetas y atraían miradas de nuestros serios
ciudadanos, aunque repitieran el espectáculo año tras año.
Entonces, en honor de las heridas que Atis se había causado a sí mismo, el
sumo sacerdote se cortaba un brazo con un cuchillo. Dada la naturaleza de lo que
Atis había tenido que soportar, el brazo del sacerdote siempre me había dado risa.
Luego, alrededor del pino sagrado se ejecutaba una desenfrenada danza. Para no
desanimarse ni un instante, el sumo sacerdote se flagelaba a sí mismo y a sus
seguidores con un azote. Las mutilaciones del sacerdote se convertían después en
tatuajes permanentes como señal de su disciplina. Los devotos gritaban, chillaban
y se desmay aban debido al ay uno y a aquella histérica danza.
Para los que todavía tenían aguante, aquel día se celebraban más ritos
sangrientos y solemnes ceremonias rituales seguidos de un día de júbilo y el
auténtico inicio del gran festival. La recompensa por haber soportado la sangre y
la violencia era un carnaval impresionante. Ciudadanos de todos los rangos lucían
máscaras y disfraces impensables. Libres de ser reconocidos, se permitían
también conductas impensables. Realmente chocante, los sacerdotes del culto,
que normalmente estaban encerrados en el Palatino porque eran extranjeros y
desvariaban, salían de su encierro claustral durante un día de fiesta. Por las
calles, flautas, trompetas y tambores tocaban una extraña música oriental de
enervantes ritmos. La imagen sagrada de la diosa, una estatua de plata, cuy a
cabeza estaba simbólicamente representada por una piedra negra de Pesinunte,
era llevada hasta el Tíber y bañada en sus aguas. También se lavaban los
utensilios de los sacrificios, y luego eran devueltos al templo bajo una lluvia de
pétalos de rosa.
Además de las procesiones se celebraba una orgía secreta de mujeres,
famosa por sus bacanales. Estas mujeres, que tendrían que estar por encima de
tales comportamientos, revivían las viejas tradiciones, aunque en el nuevo
modelo de respetabilidad de los Flavios, tuviesen las de perder. Helena me había
asegurado muy seria que, cuando todas las puertas se cerraban a los hombres, lo
único que hacían las mujeres era tomar té y dedicarse al chismorreo. Luego
comentó que los rumores de frenesí orgiástico era sólo un truco para preocupar
al sexo masculino y y o, como es natural, la creí.
Los Juegos empezaban tres días después de las calendas de abril. Una vez
más, sacaban en procesión la sagrada imagen montada en un carro y la
paseaban por las calles mientras los sacerdotes del culto cantaban himnos griegos
y recogían las monedas que les arrojaba el populacho. (Eso siempre servía para
que la gente se deshiciese de las monedas extranjeras y de las que estaban fuera
de circulación). El sumo sacerdote asumía el papel de protagonista. Se suponía
que era un eunuco, algo que se deducía del hecho de que llevase un hábito de
color púrpura, un velo, una larga melena bajo un turbante exótico terminado en
punta, aros en las orejas, collares en el cuello y una imagen de la diosa en el
pecho. Llevaba en una mano una cesta de fruta que simbolizaba la abundancia,
más unos cuantos címbalos y flautas. Las caracolas sonaban con una fuerza
estridente. Era todo aquello terriblemente exótico y se trataba de un culto que
probablemente tendría que ser expulsado de la ciudad; pero para aquellos que
creían que el troy ano Eneas había fundado Roma, que el monte Ida era donde
Eneas había cortado la madera para construir sus barcos y la Gran Madre Ideana
era la madre mítica de nuestra raza, Cibeles estaba en Roma para quedarse. Era
una explicación mucho más respetable que la que decía que todos éramos
descendientes de un par de gemelos asesinos a los que había amamantado una
loba.
Una vez iniciados los Juegos, soportábamos varios días la representación de
dramas y tragedias en los teatros. Luego, en el Circo Máximo se celebraban las
carreras de cuadrigas, con la estatua de Cibeles entronizada en la spina, el muro
bajo que dividía la arena del circo, junto al obelisco central. Había llegado allí
llevada en solemne procesión en una silla de mano colocada sobre un carro
tirado por leones domados. Aquello me habría deprimido porque me hacía
recordar a Leónidas.
Cuando empezaron las carreras, me sentía muy distante. Los exóticos rituales
de las Megalesias habían contribuido a ello. Yo, que normalmente evitaba
aquellos festivales, me encontraba participando como público sorprendido,
aunque estaba verdaderamente malhumorado. Así era Roma. Junto con los
misterios arcaicos de la religión, todavía florecían tradiciones mucho más
siniestras: el mecenazgo injusto, el esnobismo arrollador de los miembros de las
instituciones, y el severo culto a frustrar las aspiraciones del hombre de la calle.
Nada iba a cambiar.
Fue un alivio que comenzaran las carreras y las exhibiciones de los
gladiadores. Después de iniciado ese ceremonial, con el presidente de los juegos
ataviado con el uniforme triunfal dando paso a los participantes por la puerta
principal del Circo Máximo era mucho más vital que cualquier otro de los
acontecimientos que le sucederían a lo largo del verano. Presagiaba un nuevo
amanecer. El invierno había terminado. La procesión discurría sobre una
alfombra de flores primaverales. Los teatros y los circos al aire libre bullirían de
entusiasmo una vez más. Las calles estarían llenas de vida día y noche. Las
discusiones públicas estarían dominadas por los argumentos competitivos. Las
actividades de los bajos fondos, como la venta de serpientes, las apuestas ilegales
y la prostitución, florecerían. Y siempre cabía la posibilidad de que los Azules
echaran a los Verdes de la carrera y se proclamasen vencedores.
En realidad, el único acontecimiento brillante de mi vida era que en abril mi
equipo ganase. Siempre traía el beneficio secundario de que cualquier
desconcierto de los Verdes, sus rivales de siempre, entristecía a mi cuñado
Famia. Aquella primavera los Verdes tenían unos jugadores muy malos: incluso
los hombres de la Capadocia, a quienes Famia tan ruidosamente había alabado el
día en que se escapó el leopardo, quedaron fuera de combate a las primeras de
cambio. Mientras ahogaba sus penas, Famia seguía intentando convencer a su
equipo de que se lanzase a una nueva estrategia y, entre tanto, los Azules los
derrotaban una y otra vez y y o me reía socarronamente.
El trabajo escaseaba. Los encargos del censo disminuían, como y a sabíamos
que ocurriría. Anácrites, para intentar olvidar lo que Laeta le había hecho con la
paga de su baja, se ocupó en finalizar informes que y a eran satisfactorios. Le
dejé que refunfuñase e hiciera sus chapuzas. En cambio, una mañana en que
toda Roma debía de sentirse optimista, me comprometí con Talía a presentar a su
perro adiestrado en su primera actuación pública. Era impensable, por supuesto,
que un ciudadano respetable apareciese en un escenario, pero y o me sentía
taciturno y con ganas de bulla. Me apetecía transgredir las normas, pero lo hice
dentro de unos límites: lo único que tenía que hacer era vigilar al perro cuando no
estuviera en escena.
La pantomima se representaría en el teatro de Marcelo, a última hora de la
mañana, antes de que todo el mundo se fuera al Circo Máximo para ver las
carreras y los espectáculos con gladiadores, que empezaban después del
almuerzo. Aquello era una medida temporal: el gran anfiteatro de Estatilio Tauro,
donde los gladiadores solían actuar, quedó destruido diez años antes en el incendio
de Nerón. Su sustituto y a se había planificado, la extravagante nueva creación de
los flavios en el extremo del Foro, pero mientras se construía, el Circo Máximo se
quedó allí. Como su forma no era la adecuada, no gozaba de demasiado éxito,
por lo que aquel día tuvimos allí más horas de teatro.
Para ese mismo día por la tarde, había una espléndida programación en el
circo: gladiadores, una venatio formal y, para abrir boca, una ejecución de
prisioneros. Uno de ellos era Turio, el asesino en serie de los acueductos.
Turio, en quien y o había depositado todo mi interés, sería devorado por un
león nuevo, propiedad de un importador llamado Anóbalo, quien tenía una
peculiar historia: aunque era más rico que todos los demás lanistas a los que
habíamos investigado, nos habíamos visto obligados a admitir que su declaración
al censo era impecable.
Lo único que se sabía de él era que había nacido en Sabrata. Por lo que
nosotros veíamos, no había contado a los censores otra cosa que no fuera la pura
verdad, con una insolencia que parecía indicar que los negocios le iban viento en
popa y por tanto no cabía el engaño. Nunca llegamos a verlo; en sus libros de
contabilidad no encontramos nada por lo que tuviéramos que interrogarlo
personalmente. Sentía un completo desdén por el fraude o, como Saturnino,
Calíopo y todos los demás individuos a los que habíamos investigado, por los
puntos más sutiles de la contabilidad. Ese hombre había pagado una enorme cifra
en concepto de impuestos con la naturalidad del que da una propina en una
taberna. También se sabía que su león era de primera categoría.
Con la mente puesta en la ejecución, resultaba difícil darle al perro de Talía el
mérito debido. Sin embargo, habíamos planeado que, si su espectáculo se
convertía en un éxito, y o también sacaría provecho del negocio. Se trataba de
una comedia con un largo elenco de personajes en la que la orquesta circense de
Talía ponía música a sus desenfrenadas escenas, un buen montaje que incluía los
tonos estridentes de las largas trompetas, los cuernos circulares y la dulce y
hermosa Sofrona, que tocaba el órgano de agua. Mientras el órgano atacaba un
vibrante crescendo, el perro salía trotando, con el pelaje bruñido y la cola hacia
arriba. El público caía enseguida rendido ante las gracias de la atractiva
personalidad de Aneto. Era encantador y lo sabía. Como todos los tenorios desde
la antigüedad, era un auténtico desvergonzado. La multitud lo sabía pero se
regocijaba con ello.
Al principio sólo se precisaba que el perro prestara atención a la acción y se
comportase de forma adecuada. Sus reacciones eran buenas, sobre todo porque
la ridícula trama era tan difícil de seguir que la may or parte de espectadores
miraban a su alrededor en busca de vendedores de bebidas. En un momento
determinado, por razones que y o mismo no me molesté en averiguar, uno de los
pay asos del escenario decidió matar a un enemigo y envenenó una hogaza de
pan. El animal se la comió, tragándosela con glotonería. Luego, empezó a
temblar, a trastabillar y a asentir de forma soñolienta, como si estuviera drogado.
Finalmente, cay ó desplomado al suelo.
Mientras se hacía el muerto, el animal fue arrastrado por todo el escenario y
siguió sin moverse, como si realmente lo hubieran matado, un asqueroso
sacrificio al gusto popular en el teatro. Entonces, tras una señal, se levantó
despacio y sacudió su cabezota como si acabase de despertar de un largo y
profundo sueño. Miró a su alrededor, y corrió hacia un actor, al que lisonjeó con
alborozo perruno.
Era muy buen actor. Su resurrección había tenido un aire misterioso y el
público estaba extrañamente conmovido. Entre él se encontraba el presidente de
los juegos. Como Talía y y o sabíamos, el presidente de aquel día no era un pretor
medio lisiado, sino el propio emperador, resplandeciente en su túnica triunfal de
palmas bordadas.
Cuando la obra terminó (un auténtico alivio, francamente), nos dijeron que
Vespasiano quería recibir al adiestrador del perro. Talía se negó y me encontré
tirando de la correa de Aneto en dirección al emperador.
—¿Un nuevo empleo, Falco? —Tan pronto como Vespasiano habló, me di
cuenta de que y o no llegaría a ningún sitio. Se agachó para dar unas palmadas al
perro actor, se enderezó y me dedicó una de sus largas y frías miradas,
frunciendo el ceño.
—Al menos, pasear a un perro tiene las ventajas de trabajar al aire libre y de
hacer ejercicio. Es mejor que trabajar con los censores, señor.
Mientras hacían cola para salir del teatro y caminar hacia el circo, los
espectadores vociferaban como energúmenos. A nadie le interesaba lo que
ocurría entre el emperador y los actores de una comedia. Mis esperanzas de
lograr una vida decente se estaban desvaneciendo. Sin embargo, no había
conseguido llamar la atención del público y mucho menos ganarme las simpatías
de Vespasiano.
—¿Has tenido problemas? ¿Por qué no has presentado una petición formal?
—Sé lo que ocurre con las peticiones, señor. —Vespasiano debía de saber que
eran desviadas por los mismos funcionarios que me obstaculizaban. El
emperador sabía todo lo que ocurría en las secretarías de palacio, pero tampoco
tenía contacto con la gente que insultaba a su personal.
Vi a Claudio Laeta que se escondía entre la comitiva de Vespasiano. El hijo de
puta vestía su mejor toga y comía dátiles como si no ocurriese nada. Fingió no
verme.
—¿Cuál es el problema, Falco?
—Una diferencia sobre nuestras retribuciones.
—Soluciónalo con el departamento que te contrató.
El emperador me dio la espalda. Sólo hizo una pausa para indicar a un
esclavo que cogiera una bolsa y se la entregase a Talía como recompensa por la
gracia y la astucia del animal adiestrado. Se volvió de nuevo para saludarla
mientras ésta le hacía una reverencia, y el emperador parpadeó un poco al ver el
revoloteo de su indecente falda. Entonces, sin él quererlo, nuestras miradas se
cruzaron. Parecía gruñir entre dientes.
—Helena Justina y y o queremos darle nuestro más profundo pésame por la
gran pérdida sufrida, señor.
Supuse que si Antonia Caenis le había hablado de mi caso, Vespasiano se
acordaría. No dije nada más. Tenía que ser de ese modo. Había aprovechado
esta última oportunidad pero y a no lo presionaría más. De ese modo le ahorraría
molestias y y o me ahorraría perder los nervios ante la comitiva imperial y las
burlas de ésta.
Después de darle las gracias a Talía, me dirigí al Circo Máximo, donde me
encontré con Helena en nuestros asientos de los palcos superiores. Abajo estaban
entrando y a los letreros en los que se leían los horribles delitos cometidos por los
hombres que iban a ser ejecutados. En el estadio, unos esclavos allanaban la
arena a fin de dejarla a punto para los leones y los criminales. Unos empleados
ponían velos a las estatuas para que las divinas efigies no se sintieran ofendidas
por la vergüenza de los convictos y confesos y el horrible espectáculo de las
ejecuciones. Las estacas a las que serían atados los criminales condenados y a
estaban clavadas en el suelo.
Los criminales también habían llegado, encadenados unos a otros por el
cuello. Estaban amontonados junto a una entrada y un guardián con armadura los
estaba desnudando. Hoscos desertores del ejército, larguiruchos esclavos
pescados in fraganti por sus nobles amas y un famoso asesino en serie: aquel día
había un buen cartel. No intenté identificar a Turio. Enseguida él y todos los
demás serían sacados a rastras y atados a una estaca. Entonces soltarían a las
fieras, de las que y a se oían los rugidos, para que hicieran su trabajo.
Helena Justina me esperaba, pálida, con la espalda erguida. Sabía que había
ido aquel día al circo por mi necesidad personal de ver morir a Turio.
Consideraba un deber acompañarme aunque y o no le había pedido que lo
hiciera. Apoy arme, incluso cuando no soportaba lo que estaba a punto de ocurrir,
era una tarea que Helena no rehuía. Me apretaría la mano… y cerraría los ojos.
De repente, me sentí invadido por todas las frustraciones que habían
oscurecido mi vida hasta ese día. Sacudí la cabeza.
—Vamos —dije.
—¿Marco?
—Vámonos a casa.
Las trompetas sonaban y a para anunciar la voracidad de la muerte. En esos
momentos sacaban a Turio para que fuese devorado por el nuevo león de
Sabrata, pero nosotros no contemplaríamos el espectáculo. Helena y y o nos
marchábamos del circo. Y luego nos marcharíamos de Roma.
SEGUNDA PARTE

CIRENAICA
Abril del año 74 d. C.
XL
Cirenaica.
Para ser precisos, puerto de Berenice. Hércules llegó a esta tierra en el
antiguo puerto de mar de Euhespérides, que se había cegado de tanta arena desde
los tiempos míticos. En cambio, en Berenice todavía se respiraba una atmósfera
ultraterrena. Lo primero que vimos fue a un hombre que caminaba por la orilla
sacando a pacer a una sola oveja.
—¡Por todos los dioses! —exclamé cuando Helena y y o contemplábamos
absortos para asegurarnos de lo que veíamos—. ¿Es excepcionalmente amable
con los animales o es que quiere engordarla para una celebración?
—Tal vez es su amante.
—¡Muy propio de los griegos!
Berenice era una de las cinco ciudades importantes: mientras a Tripolitania el
nombre le venía de tener tres ciudades, la Cirenaica se vanagloriaba de ser una
pentápolis. A los griegos les gustaba formar parte de una Liga.
Unida a Creta por motivos administrativos, se trataba de una provincia
helénica sucia, como se echaba de ver enseguida. En vez de tener un foro, tenía
un ágora, lo cual siempre era un mal comienzo. Mientras estábamos en el muelle
contemplando distraídos las murallas de la ciudad y el faro en su pequeño
promontorio, de repente la idea de pasar unas vacaciones en un lugar tan oriental
nos pareció una mala idea.
—Es tradicional sentirse deprimido cuando llegas al punto de destino de un
viaje de recreo —comentó Helena—. Ya te animarás.
—Y también es tradicional que tus preocupaciones resulten ciertas.
—Entonces, ¿por qué has venido?
—Estaba harto de Roma.
—Bueno, y ahora, además, estás mareado por culpa del barco.
Formábamos un grupo optimista, con Nux que saltaba alrededor de nuestros
pies, contándonos como si fuera un perro ovejero. Habíamos dejado atrás la
casa, el duro trabajo, las decepciones y, lo que más me alegraba de todo,
habíamos dejado a Anácrites. Con el sol primaveral calentándonos el rostro, el
suave murmullo del mar azul a nuestras espaldas y los pies en tierra firme,
esperábamos relajarnos.
El grupo lo formábamos Helena y y o y la niña, un hecho que había causado
alboroto en casa. Mi madre estaba convencida de que los cartagineses
capturarían a la pequeña Julia y ésta sería víctima de un sacrificio infantil. Por
suerte, contábamos con mi sobrino Gay o para protegerla. Los padres de Gay o,
mi buena hermana Gala y su siempre ausente marido Lolio, le habían prohibido
hacer el viaje, por lo que se escapó de casa y nos siguió. Yo le había dado unos
cuantos indicios acerca de dónde nos alojaríamos en Ostia para que pudiera
encontrarnos sin problemas.
También venía mi cuñado Famia. En otras circunstancias, y o hubiese corrido
los estadios que hubiera hecho falta correr con todo el equipamiento de un
ejército antes que acceder a compartir con él unas semanas en el mar; pero, si
todo salía bien, sería Famia el que nos pagaría el viaje de regreso a casa: había
conseguido convencer a los Verdes de que, como los caballos de sus cuadrigas
habían tenido un rendimiento tan malo, les interesaba mandarlo a él a buscar
nuevos caballos libios comprados directamente a sus criadores. Bien, era cierto
que los Verdes necesitaban reforzar el equipo, como y o no dejaba de recordarle.
Para el viaje de ida, habíamos adquirido pasajes en un barco que iba a
Apolonia. Eso le permitió a Famia ahorrar dinero o, para decirlo de otro modo,
estafar a su equipo. Le habían dicho que fuese a Ostia, eligiese un buen barco
latino y comprara billetes de ida y vuelta. En cambio, había comprado billetes
sólo de ida. El marido de May a no era especialmente deshonesto, pero ésta se
había asegurado de que no tuviera dinero para gastar y él lo necesitaba para
beber. May a no había querido acompañarnos. Mi madre me había contado a
escondidas que May a estaba harta de intentar mantener unida a la familia y que
y a había decidido desistir. Llevarme a su marido al extranjero era el mejor favor
que podía hacer a mi hermana.
Enseguida quedó claro que la verdadera razón del viaje, por lo que a Famia
se refería, era alejarse de su preocupada esposa para poder emborracharse hasta
caer redondo cada vez que tuviera la oportunidad de hacerlo. Bueno, en todos los
grupos que van juntos de vacaciones hay un pesado al que todos los demás
quieren evitar.
Desembarcamos en aquel puerto con más esperanzas que empeño.
Intentábamos encontrarnos con Camilo Justino y Claudia Rufina. Habíamos
llegado a un acuerdo de que tal vez iríamos a verlos. Un acuerdo
extremadamente vago. En invierno, cuando le permití a Helena mencionar esa
posibilidad en una carta que les escribimos a Cartago, lo había hecho porque
suponía que mi trabajo para el censo me impediría permitirme esas vacaciones.
Ya estábamos allí, pero no teníamos ni idea de en qué lugar de la costa norte de
aquel inmenso continente podían encontrarse los dos fugitivos.
Lo último que habíamos sabido de ellos, hacía dos meses, era que pensaban
dirigirse a Leptis en la Cirenaica y que querían ir allí porque Claudia deseaba
visitar el mítico jardín de las Hespérides. ¡Qué romántico! Helena traía consigo
varias cartas de los abandonados parientes, las cuales era muy probable que
sacasen a los enamorados de ese sueño heroico. Los ricos pierden siempre los
nervios con sus herederos de una manera terrible. No me extrañaba que Quinto y
Claudia estuvieran escondidos.
Como y o era un informador, cuando llegaba a una ciudad nueva que pudiera
ser hostil, lo primero que me tocaba a mí era averiguarlo. Estaba muy
acostumbrado a que me tirasen huevos.
Me informé en el templo local. Para mi sorpresa, el hermano de Helena
había dejado un mensaje diciendo que habían estado allí y que habían ido a
Tocra. Su nota estaba fechada hacía un mes. Su eficacia militar no disipaba mis
temores de que estábamos a punto de empezar una persecución inútil por toda la
pentápolis. Una vez fuera de Berenice, las posibilidades de establecer contacto
con la pareja disminuían en gran manera. Me vi dando frecuentes emolumentos
a los sacerdotes de los templos.
Nuestro barco aún estaba en el puerto. El capitán había tenido la amabilidad
de atracarlo allí para facilitar nuestras investigaciones y, una vez hubo cargado
agua y provisiones, hizo lo propio con nuestros equipajes mientras nosotros
buscábamos a Famia, que y a estaba en una taberna barata, y embarcamos de
nuevo.
El barco estaba prácticamente vacío. En realidad, toda la situación era de lo
más curioso. Por motivos económicos, casi todos los barcos llevaban carga en las
dos direcciones, así que fuera lo que fuese lo que cargase en la Cirenaica debía
de ser muy lucrativo, y a que no había necesidad de comerciar en los dos
sentidos.
El dueño del barco había estado a bordo de éste desde la salida de Roma. Era
un hombre fornido, de piel negra y cabello encrespado. Iba bien vestido y su
porte era distinguido. Si hablaba latín o griego no lo sabíamos, porque nunca nos
dirigió más palabras que un « buenos días» y, cuando lo hacía con la tripulación,
usaba una lengua exótica que Helena pensó que era la lengua púnica. Era muy
poco comunicativo. Ni el capitán ni la tripulación parecían deseosos de hablar de
él o de sus negocios y eso, a nosotros, nos iba bien. El hombre nos había hecho el
favor de darnos pasaje a unos precios muy razonables incluso antes de la
amabilidad de atracar en Berenice, y nosotros no quisimos causarle molestias.
Básicamente eso significaba una cosa: tendríamos que ocultarle a Famia que
nuestro anfitrión tenía un leve aroma cartaginés. Por lo general, los romanos eran
tolerantes con las otras razas, pero algunos albergaban unos prejuicios muy
arraigados que se remontaban al tiempo de Aníbal. Famia tenía esos prejuicios
por partida doble. No tenía razón para ello: su familia era gente de clase baja del
Aventino, que nunca había estado en el ejército ni había visto de cerca a un
elefante, pero Famia estaba convencido de que todos los cartagineses eran unos
monstruos devoradores de niños, cuy o único objetivo en la vida era todavía la
destrucción de Roma, del comercio romano y de todos los romanos, Famia
incluido. Era probable que el borrachín de mi cuñado gritara insultos racistas a
pleno pulmón si algo claramente púnico se cruzaba en su camino.
Mantenerlo alejado del dueño de nuestro barco me hizo olvidar lo mareado
que me sentía.
Tocra se encontraba a unas cuarenta millas romanas más al este. En esos
momentos empecé a lamentar haber desoído el consejo de mi padre: que
viajásemos en un transporte rápido hasta Egipto, en uno de los barcos gigantes
que transportaban cereales y luego retrocediéramos desde Alejandría. Recorrer
Oriente en pequeñas etapas podía ser terrible. En realidad, y o y a había decidido
que aquel viaje era por completo inútil.
—No, no lo es. Aunque no consigamos encontrar a mi hermano y a Claudia,
en casa todo el mundo estará contento de que lo hay amos intentado —me
consoló Helena—. Y además, se suponía que veníamos a disfrutar.
Le dije que el mar y y o éramos incompatibles y que y o no podía disfrutar
embarcado.
—Pronto llegaremos a tierra. Quinto y Claudia necesitan que los
encontremos. Seguramente estará a punto de terminárseles el dinero. Además, si
son felices, no creo que importe que no los llevemos de vuelta a casa.
—Lo que importa es que tu padre ha contribuido a nuestro viaje y, si pierde a
su hijo y a la prometida de su otro hijo, y pierde el dinero y a que nos habrá
financiado una misión fracasada, mi nombre quedará tan manchado en la casa
de los ilustres Camilos en la Puerta Capena que es posible que y o no pueda
regresar nunca a Roma.
—Tal vez Quinto hay a encontrado el silphium.
—Una posibilidad alentadora.
En Tocra el mar estaba mucho más agitado. Decidí que tanto si encontraba a
los fugitivos como si no los encontraba, y o no volvía a embarcarme. Bajamos a
tierra y nos despedimos. El silencioso propietario del barco salió a despedirnos
con un apretón de manos.
Tocra se extendía entre el mar y las montañas, en un lugar donde la llanura
costera se estrechaba tanto que las colinas, que no habíamos visto hasta entonces,
llegaban casi hasta el mar. La ciudad era una polis griega muy grande y
terriblemente próspera. Su élite urbana vivía en casas palaciegas con peristilos
construidos con la blanda piedra caliza local, que enseguida se deterioraba por el
salitre de la brisa marina. El viento azotaba las crines de los caballos blancos que
pacían cerca de la bahía, las flores y las higueras que se hallaban tras los altos
muros de los jardines y hacía que las ovejas balasen y las cabras berreasen
alarmadas.
Encontramos un nuevo mensaje. En esta ocasión nos llevó a los barrios bajos
de la ciudad, porque incluso las florecientes ciudades portuarias de origen griego
tenían sus zonas para los marineros de paso y las rameras que los atendían.
Encontramos a Claudia Rufina en una miserable habitación de una bulliciosa
posada.
—Yo me he quedado aquí por si veníais.
Como nunca habíamos asegurado del todo que iríamos, aquello me pareció
algo extraño.
Claudia era una chica alta, de poco más de veinte años, y la encontré mucho
más delgada y solemne de lo que la recordaba. Había adquirido un intenso
bronceado que estaría mal visto en la buena sociedad. Nos recibió melosamente
y parecía triste y pensativa. Cuando la conocimos en su casa, en la provincia de
la Bética; y en Roma, iba bien vestida, llevaba la manicura perfilada, unos
peinados muy caros y abundantes pulseras y collares. En estos instantes vestía
una sencilla túnica marrón y una estola, y llevaba el pelo recogido en la nuca. En
ella quedaba poco de la criatura nerviosa y un tanto seca que llegara a Roma
para casarse con Eliano o de la coqueta descarada que enseguida aprendió a reír
con el hermano pequeño, mucho más expansivo y sociable que Eliano, y decidió
echar una cana al aire y correr una aventura. Todo aquello parecía haber
palidecido.
Sin mediar palabra, pagamos a su mugrienta posadera y nos llevamos a la
chica a las habitaciones que habíamos alquilado en un albergue mejor. Claudia
cogió a Julia Junila de los brazos de mi sobrino Gay o y se concentró por
completo en la niña. Gay o me miró enfadado y se marchó con la perra. Le grité
que buscase a Famia, que había desaparecido de nuevo.
—¿Y dónde está Quinto? —le preguntó Helena a Claudia con curiosidad.
—Ha ido hasta Tolemaida, a continuar su búsqueda.
—¿No ha habido suerte hasta ahora? —le pregunté con una sonrisa.
—No —respondió Claudia, sin devolverme ni el más ligero asomo de una
sonrisa.
Helena y y o intercambiamos una mirada discreta y luego se llevó a la chica
a los baños locales con abundantes provisiones de aceites, esencias y jabón para
el cabello con la esperanza de que aquellos cuidados le devolvieran el buen
humor. Regresaron horas más tarde, apestando a bálsamo. Claudia siguió
comportándose con una fría cortesía, pero se mostró muy poco comunicativa.
Le dimos las cartas de los Camilos y de sus abuelos en Hispania. Cogió los
pergaminos para leerlos a solas y, cuando reapareció, preguntó con voz tensa:
—¿Y cómo está Camilo Eliano?
—¿Y cómo quieres que esté? —Tener respeto por una mujer que se escapa
unas semanas antes de su compromiso formal no era mi estilo—. Es muy
amable por tu parte querer saber de él, pero perdió a su novia de una forma muy
repentina. Primero pensamos que habías sido secuestrada por un asesino y
aquello le produjo una gran conmoción. Y lo peor de todo es que perdió tu
atractiva fortuna. No es feliz. Ha sido muy brusco conmigo, aunque Helena
todavía piensa que tengo que ser amable con él.
—¿Y tú qué opinas, Marco Didio?
—Como de costumbre, acepto todas las culpas con una sonrisa tolerante.
—Me parece que he oído mal —terció Helena.
—Yo no quería hacerle daño —dijo Claudia con pesar.
—¿No? Entonces, ¿sólo querías humillarlo? —Si mi tono de voz sonó airado
fue porque me descubrí defendiendo a Eliano, al cual odiaba—. Como no puede
casarse de una manera respetable, este año no se presentará a las elecciones del
Senado. Va un año por detrás que sus coetáneos. En el futuro, cada vez que miren
con lupa su carrera política, tendrá que dar cuenta de esto. Le sobran motivos
para recordarte, Claudia.
—Dudo que ese matrimonio hubiese funcionado —intervino Helena mirando
a la chica con suspicacia—. No te culpes de lo ocurrido, Claudia —añadió. La
chica, como era de esperar, no reaccionó.
Por unos instantes me pregunté si podríamos devolverla a su prometido y
fingir que la aventura con Justino no había existido. No, y o no podía ser tan cruel
con ninguno. Si se casaba con Eliano, éste jamás olvidaría lo que le había hecho.
El escándalo público acabaría por acallarse, pero ese tipo era de los que solían
albergar profundos resentimientos. Cada vez que quisieran discutir, sólo tendrían
que recurrir al pasado, mientras que Claudia habría perdido la santurronería que
le permitiría soportar haberse casado con un hijo de puta como Eliano. Claudia
había cruzado el puente y estaba en terreno enemigo, siendo imposible la
retirada. Los bárbaros estaban a punto de caer sobre ella.
Cambiamos de tema y planificamos el viaje a Tolemaida para encontrarnos
con Quinto. Si no era estrictamente necesario, y o no estaba dispuesto a
embarcarme de nuevo. Tolemaida estaba a unas veinticinco millas bordeando la
costa hacia el este, así que alquilamos un par de carros, aunque Claudia había
sugerido débilmente ir por mar, pero la hice callar al instante.
—Si nos ponemos en camino temprano y nos lo proponemos, podemos hacer
el tray ecto en una jornada —le aseguré—. Lo único que se necesita es suerte y
disciplina militar. —Su aire seguía siendo triste—. Confía en mí —le grité. Era
evidente que la pobre chica necesitaba que la animasen—. Todas tus
preocupaciones han terminado, Claudia. Ahora me encargo y o de todo.
Entonces me pareció que Claudia Rufina, entre dientes, se decía a sí misma.
« ¡Oh, no, por Juno, otro no!» .
XLI
Las cosas iban cada vez peor. En Tolemaida soplaba el viento con más violencia;
todo tenía una apariencia aún más griega. Si Tocra estaba situada en un cabo que
se adentraba en el Mediterráneo, Tolemaida, en cambio, tenía el mar por dos de
sus lados. Su puerto estaba más protegido; gracias a eso, cuando nos acercamos
hacia él procedentes del oeste, no se hacía notar en exceso el oleaje furioso y el
viento que llevaba arena del desierto. El viaje nos llevó dos días y eso que y o
había presionado al dueño de los carros para que fuéramos lo más rápido posible.
La carretera de la costa era deprimente. No encontramos ninguna posada y nos
vimos obligados a dormir al aire libre. Advertí que Claudia se encogía de
hombros y no decía nada, como si y a hubiera pasado antes por situaciones
parecidas.
Las onduladas colinas verdes y marrones del jebel se extendían hasta la
población, apretujada entre el mar y las montañas. Se trataba de un ramal de
Cirene, todavía más al este. La ciudad estaba vinculada históricamente con la
Tolemaida egipcia, de la que tomaba el nombre y en cuy as tierras todavía
pastaba el ganado. Allí engordaban sus rebaños los egipcios ricos, por carecer en
su tierra de dehesas para sus animales.
No se comprendía por qué habían edificado la ciudad en un sitio tan seco. El
suministro de agua llegaba a través de un acueducto y se almacenaba en cinco
grandes cisternas que se encontraban bajo el foro. Milagrosamente, sin embargo,
Justino había dejado otro mensaje, por lo que después de haber entrado en el
centro de la ciudad, después de encontrar el templo correcto y hablar con el
sacerdote encargado de los mensajes para extranjeros, sólo tardamos una hora
en convencer a unos desinteresados ciudadanos que sólo hablaban griego de que
nos dieran la dirección del lugar donde se encontraba. Como era de esperar, todo
esto no sucedió entre las lujosas casas de los magnates locales de la lana y la
miel sino en un barrio que olía a pescado en escabeche, en el que los callejones
eran sórdidos y estrechos, soplando el furibundo viento en nuestros oídos al doblar
las esquinas. Y como también era de esperar, cuando encontramos su
alojamiento, Justino se había marchado.
Le dejamos una nota y nos fuimos a nuestro albergue a esperar que el héroe
se pusiera en contacto con nosotros. Para animarnos, gasté un poco más del
dinero del padre de Helena en una buena cena a base de pescado. Todos
estábamos cansados y desanimados y comimos con ánimo deprimido. Yo sabía
que me había tocado desempeñar el papel de líder del grupo, el que irrita a todo
el mundo y no complace a nadie cuando intenta organizar algo.
—Y bien, Claudia, ¿has llegado a ver el maravilloso jardín de las Hespérides?
—No —respondió Claudia.
—¿A qué se debe? —intervino Helena para echarle una mano.
—No lo encontramos.
—Pensaba que habíais estado cerca de Berenice.
—Eso parecía.
La permanente pose de indiferencia de Claudia había desaparecido durante
unos instantes y tras ella vimos un verdadero rencor. Helena abordó a la chica
abiertamente.
—Se te ve muy deprimida. ¿Algo va mal?
—No, en absoluto —confesó Claudia, dejando en el suelo su salmonete a
medio comer para que Nux se lo terminara. ¡Por todos los dioses! Nunca había
soportado a las chicas melindrosas que jugueteaban con la comida y no se la
terminaban, sobre todo si era y o quien pagaba una fortuna por ella. Tampoco me
gustaban las mujeres incapaces de pasarlo bien. En el caso de Claudia, era aún
peor: había protagonizado un escándalo y parecía arrepentida. ¡Qué terrible
desperdicio!
Bueno, sólo tuvimos que esperar diez días en la elegante Tolemaida a que
llegase un mensaje de Justino para Claudia en el que decía que estaba viviendo
en Cirene, por lo que todavía quedaba otra ciudad griega esperando
menospreciarnos si decidíamos ir a visitarla.
En esta ocasión, sin embargo, creímos que merecía la pena hacer los
equipajes y viajar hasta allí. Famia estaba muy excitado porque pensaba que
Cirene era un buen lugar para encontrar caballos y Helena y y o queríamos ver a
los fugitivos juntos de nuevo para descubrir qué iba mal entre ellos. Además, la
nota de Justino terminaba con un garabato que desciframos como: « ¡Es posible
que hay a encontrado lo que andaba buscando!» .
Tuvimos una discusión satírica acerca de si se había vuelto tan intelectual que
esa frase se refería a los secretos del universo; pero, aún sin saber que y o estaba
en la provincia Áfricana, le pedía a Claudia que me mandara llamar. Como todo
el mundo estuvo de acuerdo con que mi presencia no era en absoluto necesaria
en un simposio de filosofía, supusieron que Justino me necesitaba para que
identificara formalmente una rama de silphium.
XLII
Encontrar a Camilo Justino fue un gran alivio. Al menos, tenía el mismo aspecto
de siempre: figura alta y delgada, cabello corto, ojos oscuros y una
impresionante sonrisa. Conseguía mezclar un aire aparentemente retraído y el
indicio de una gran fuerza interior. Yo sabía que era un tipo confiado, un lingüista,
una persona valiente y extrovertida en los momentos de crisis. Con veintidós
años, tendría que haber estado empezando a asumir responsabilidades de adulto:
casarse, tener hijos y consolidar su carrera como patricio, que tan prometedora
se le ofrecía. En cambio, se había marchado al fin del mundo en una
descabellada misión, con la esperanza truncada tras robar la novia a su hermano,
ofender a su familia, a la de ella y al emperador, y todo eso, empezábamos a
sospechar, a cambio ¿de qué? De nada.
El alcance de la infelicidad de Claudia se hizo patente cuando los vimos
juntos. Helena y y o habíamos alquilado una casa en Apolonia, junto al mar.
Cuando apareció el legendario Quinto, los saludos que nos dedicó a su hermana y
a mí fueron mucho más alborozados que la contenida sonrisa que le dirigió a
Claudia.
Antes de nuestra llegada habían vivido juntos cuatro meses. Compartían, eso
era evidente, una visible rutina doméstica que hubiera bastado para engañar a
más de uno. Ella sabía cuáles eran sus platos favoritos, él le tomaba el pelo, a
menudo hablaban en voz baja de sus asuntos privados y cuando Helena los puso
en el mismo dormitorio no opusieron resistencia, pero al asomar la cabeza por la
puerta, vio que habían hecho dos camas. Parecían sólo amigos, pero no estaban
enamorados en absoluto.
Claudia permaneció inexpresiva. Comía con nosotros, iba a los baños, venía al
teatro, jugaba con la niña, todo como si viviera en un mundo que sólo le
perteneciera a ella. Decidí hablar a solas con Justino.
—Creo entender que has cometido un gran error —le dije—. De ser así,
podemos afrontarlo y solucionarlo, Quinto. De hecho, debemos hacerlo…
Me miró como si no supiera de qué le hablaba. Luego, con toda cortesía me
advirtió que no le gustaba que otros se metieran en su vida. Helena también
intentó sondear a Claudia y obtuvo la misma reacción.
Lo descubrimos todo casi por casualidad. Famia, que seguía vinculado a
nosotros, se había marchado al interior en busca de caballos, como se suponía
que tenía que hacer, por lo que nos habíamos quitado un peso de encima. Podría
beber todo lo que quisiera y a que no sufriría mi presión de intentar evitarlo por el
bien de mi hermana y de sus hijos.
Empecé a imaginar qué vida llevaba mi hermana May a en Roma. Famia
estaba siempre ausente o, si aparecía, estaba cansado; y la dejaba sin dinero
porque lo necesitaba para beber. Famia intentaba que otros compartieran su
adicción o los tachaba de puritanos si intentaban sacarlo de aquel infierno. May a
viviría mejor sin él, pero era el padre de sus hijos y no renunciaría a ellos.
Mi sobrino Gay o se había marchado solo a dar una vuelta. Siempre había
manifestado poseer un espíritu libre y, aunque formar parte de un grupo como el
nuestro le sentaba bien, fruncía el ceño con hostilidad si se sentía demasiado
vigilado. Helena pensaba que necesitaba amor materno; Gay o era un chaval que
opinaba de otro modo. Yo prefería no controlarlo demasiado. Nos habíamos
instalado en Apolonia, él se había familiarizado con la zona y y a volvería a casa
cuando le apeteciese. Había dejado a Julia en casa. La niña jugaba feliz con un
taburete que había aprendido a arrastrar por el suelo y a golpearlo contra los
otros muebles.
Finalmente se presentó la oportunidad de hablar del silphium en privado. Las
perspectivas de hacer dinero eran muchas si Justino había redescubierto la planta
realmente y sacamos a relucir el tema de una manera indirecta, un delicado
reconocimiento de los sueños que podían volverse realidad para todos nosotros.
Sin embargo, y como es habitual en las familias, este enfoque indirecto sólo llevó
a la acalorada discusión de un asunto totalmente distinto.
Helena, Claudia, Quinto y y o habíamos compartido un almuerzo sencillo. La
conversación nos llevó a nuestra llegada a Berenice y, aunque tanto Helena como
y o pasamos por alto la frustración de Claudia por no haber visitado el jardín de
las Hespérides, al hablar de nuestro viaje en barco, les preguntamos si la travesía
desde Oea les había resultado muy dura. Fue entonces cuando Justino hizo este
sorprendente comentario:
—Pero si no fuimos en barco. Viajamos por tierra.
Nos costó unos segundos asimilarlo. Las sospechas de su hermana habían
resultado ciertas: mientras y o me quitaba pedazos de garbanzos de la barbilla con
una servilleta, Helena abordó la cuestión de la manera más concisa posible.
—No querrás decir todo el tray ecto, ¿verdad?
—Por supuesto que sí —dijo fingiendo sorprenderse de que se lo hubiese
preguntado.
Miré a su compañera de viaje. Claudia Rufina arrancaba uvas de un gajo y
las comía despacio, de una en una, sacando las semillas con sus dientes
delanteros con unos modales exquisitos y las dejaba ordenadas en el borde del
plato, dejándolas siempre a la misma distancia una de otra.
—Cuéntanoslo —le sugerí.
Justino tuvo la elegancia de sonreír.
—Por una parte, nos habíamos quedado sin dinero, Marco Didio. —Me
encogí de hombros aceptando su ligera insinuación de falta de generosidad por
mi parte. Como todo patricio, no tenía ni idea de las estrecheces de nuestra
economía—. Y por otro lado —prosiguió—, quería emular a Catón.
—¿Catón? —preguntó Helena en un tono glacial. Yo me pregunté si sería el
mismo Catón que siempre volvía del Senado a casa a tiempo de ver bañar a su
hijo pequeño. O tal vez era ese niño, y a crecido. En cualquier caso, mi amada
había dejado de aprobarlo como modelo.
—En las guerras entre César y Pompey o, Catón entró por tierra con su
ejército en la bahía de Sirtes y sorprendió al enemigo. —Justino hacía una
demostración de su cultura. Yo me negué a dejarme impresionar. La cultura no
es tan importante como el sentido común.
—¡Qué asombroso! —dije—. Al verlos llegar, debieron de quedarse
pasmados. Todo el camino es desierto y, si no me equivoco, no hay ningún
camino bueno que siga la costa.
—Por supuesto que no —exclamó Justino, de lo más animado—. Catón tardó
treinta días en hacer el recorrido a pie. Nosotros teníamos un par de mulas y aún
tardamos más. Fue todo un viaje.
—Me lo imagino.
—Hay, por supuesto, un camino costero que utilizan los locales y sabíamos
que ése era el que Catón había seguido. Pensé que sería una gran aventura hacer
lo mismo en dirección contraria, claro.
—Claro.
—Tiene que haber sido muy duro —sugirió Helena en voz baja.
—No fue fácil —confesó su hermano pequeño—. Necesitamos mucha
dedicación y unos métodos al estilo militar. —Él los tenía pero Claudia era de
buena familia, una chica mimada. La educación básica para las herederas
consistía sólo en cuatro lecturas de otras tantas novelas griegas y un pequeño
curso de conversación. Aún encendido por el entusiasmo, Justino prosiguió—:
Fueron quinientas millas de un desierto terriblemente aburrido que parecía no
tener fin. Sólo desierto, semana tras semana.
—¿Había alojamientos? —le pregunté en tono confidencial.
—No siempre. Teníamos que llevar agua para varios días, a veces había
pozos o cisternas, pero nunca podíamos saberlo por anticipado. A menudo
dormimos al raso. Las pequeñas poblaciones de colonos estaban muy lejos del
camino.
—¿Y bandidos?
—No lo sabemos seguro. A nosotros no nos atacaron.
—Menos mal.
—Sí. Pero teníamos que seguir adelante, siempre esperando lo peor. De un
lado, el distante destello del azul del mar a la izquierda, y del otro, el horizonte a
la derecha. Tierra seca, tierra baldía, con unos pocos matojos por toda
vegetación. Después de Marcomedes, el terreno empezó a ondularse un poco,
pero el desierto seguía y seguía. A veces el camino se alejaba unos kilómetros de
la costa pero y o sabía que, mientras viéramos la franja azul del mar a la
izquierda, íbamos en la dirección correcta. Vimos una llanura de sal…
—Eso debió de ser muy excitante —cortó Helena con firmeza. Claudia tomó
otra uva sin atisbo de sonrisa en sus labios. La llanura de sal tenía que resultarle
un recuerdo horrible pero fingía no sentir dolor—. Intento imaginar lo terrible que
tuvo que ser para Claudia —siguió diciendo Helena a su hermano—. Ella
esperaba un romance a bordo de un barco y la felicidad a la luz de la luna. En
cambio, se encontró en medio de un interminable desierto, temiendo por su vida
a mil millas de una peluquería y con zapatos de ciudad.
Se hizo un breve silencio. Helena y y o estábamos asombrados de lo que aquel
majara había contado. Tal vez Justino captó cierta atmósfera hostil. Rebañó el
plato con un trozo de pan.
—¿Cuánto tiempo tardasteis? —me atreví a preguntar, manteniendo el tono de
voz lo más posible.
—Más de dos meses —respondió Quinto, tras aclararse la garganta.
—¿Y Claudia Rufina soportó todo eso a tu lado?
—Claudia ha sido muy valiente.
Claudia no contestó.
—A medida que avanzas hacia el este —prosiguió el chico—, empiezan a
aparecer palmeras datileras. Al final, hay rebaños de cabras, de ovejas, incluso
ves algunas vacas, caballos o camellos. Poco antes de Berenice, el terreno
empieza a elevarse. Nunca olvidaré esa experiencia: el cielo, el mar, los colores
grises del desierto al anochecer…
Muy poético. Claudia no se había conmovido en absoluto. El peso muerto de
su silencio hablaba de una tristeza descomunal. Justino no había dicho nada de la
sed, ni del miedo, ni de las incomodidades, ni de la posibilidad de ser atacados por
los salteadores de caminos, del miedo ante lo desconocido, por no hablar de su
relación personal, que se desmoronaba.
—Pero lo conseguimos y eso es lo importante. —Para él lo era y se notaba.
Para Claudia, su vida podía haberse frustrado para siempre—. Como y a he
dicho, no teníamos dinero para el barco. Si no hubiera sido por mi firmeza para
seguir adelante, todavía estaríamos por ahí, en cualquier lugar, probablemente
muertos.
Sin mediar palabra, Claudia Rufina se puso de pie y salió de la habitación. En
realidad, salió de casa. Oímos el portazo. Arriba, un postigo golpeó con tanta
fuerza que se le saltaron los goznes. Justino dio un respingo pero no se movió. Yo
no estaba dispuesto a que una joven de mi grupo vagara desconsolada por una
ciudad desconocida y me puse de pie para seguir a la chica.
Dejé a Helena Justina empezando a explicarle al que había sido su hermano
favorito que la gente lo consideraría culpable de una estúpida crueldad, por no
hablar de un egoísmo exagerado.
XLIII
La ciudad de Apolonia se encuentra en el otro extremo de una inmensa meseta
que se desliza hasta el mar rodeada de tierras altas en las que se levanta la
población más refinada de Cirene. Abajo, en la fértil llanura de tierra roja, el
puerto, situado en un paraje de gran belleza, carece de las vistas panorámicas
que se disfrutan desde las tierras altas de la región.
Apolonia es una gran población, tan cercana al mar que el oleaje realmente
duro azota los elegantes templos de la play a. Las hermosas casas con peristilos de
los comerciantes y terratenientes helenistas están tierra adentro. Sin embargo, las
construcciones más elegantes se apiñan tanto en el lado interior como en el
exterior de los muelles. En ellos fondean distintos tipos de barcos, que abarrotan
los astilleros en todas las épocas del año. El comercio es la vida de Apolonia.
Lleva siglos siendo un puerto muy próspero, situado a poca distancia de Creta, de
Grecia, de Egipto y del Oriente y es el punto de partida hacia Roma, hacia
Cartago y hacia los mercados del oeste del Mediterráneo. Incluso sin el silphium,
el olor del dinero se mezcla con el del salitre del mar.
Aquella tarde radiante, Claudia Rufina pasó deprisa ante las espaciosas y
soleadas villas, tan grandes que parecían palacios oficiales. Pero como la
Cirenaica era administrada desde Creta, se trataba de casas particulares,
ostentosas e inmensas. Como solía ocurrir en los sitios habitados por ricos
vulgares, apenas había señales de vida. De vez en cuando, un guardaespaldas con
aire aburrido abrillantaba los cromados de un carruaje aparcado, o una pulcra
criada salía a un recado. De los ricos propietarios no vimos nada: o dormían
pesadas siestas o vivían en otro lugar.
Finalmente, en el extremo oriental de la costa, más allá del muelle exterior y
de la propia ciudad, Claudia se encontró con un camino en zigzag que,
obviamente, debía de llevar a algún sitio y lo siguió. Yo iba detrás de ella, a poca
distancia, y si hubiese mirado hacia atrás me habría visto, pero no lo hizo.
Era un camino polvoriento y tranquilo que seguía las sinuosidades de la costa.
Pese a sus sandalias de niña, Claudia llevaba un buen paso, aunque el terreno era
cada vez más accidentado y empezaba a ascender. Llegó a un altozano desde el
que se divisaba la panorámica de la ciudad y allí se abría otro camino. Se ciñó la
estola al cuello y sin dudarlo un momento, empezó a subirlo y desapareció tras
un recodo. Aceleré el paso y, casi desde el suelo, un chorlito alzó el vuelo
asustado.
Empecé a subir la cuesta, gozando del aire fresco y diáfano; a mi izquierda el
mar era de un asombroso color azul, con unos islotes rocosos cerca de la costa.
Las olas rompían en una hermosa cala y de repente me encontré ante un abrupto
desnivel. Me detuve para recuperar el aliento.
Cortado en un acantilado redondo que daba a una hermosa y protegida play a
se encontraba el anfiteatro mejor situado del mundo. Su estado era lamentable y
pedía a gritos que algún benefactor público de espíritu artístico estuviera dispuesto
a ofrecer su mecenazgo y se decidiera a restaurarlo. El camino que partía de la
ciudad nos había llevado a sus gradas superiores. Yo me quedé en lo alto, como
una estatua encima de un templo, mientras Claudia bajaba por las precarias
gradas. Finalmente se detuvo, se sentó con los codos en las rodillas y la cabeza
entre las manos y empezó a sollozar desconsolada.
Dejé que aireara sus problemas sola un buen rato. Tenía que pensar cómo
abordarla. Su estúpido amante la había tratado horriblemente, por lo que debía de
apetecerle lanzarse a los brazos de cualquier hombre más maduro y
comprensivo que quisiera ay udarla. La situación podía resultar peligrosa.
Me quedé quieto, con el viento alborotándome el cabello y los pies separados
para mantener el equilibrio. Desde allí arriba, el horizonte marino parecía
extenderse en semicírculo. La belleza y soledad del lugar eran emocionantes. Si
la vida te iba bien encontrarte allí, bajo el sol y alborozado por el largo paseo por
aquel terreno rocoso, te alegraría el ánimo de satisfacción, pero si tu alma estaba
apenada por alguna razón desesperante, el toque melancólico del mar y del cielo
resultarían insoportables. Para la pobre chica temblorosa y abrumada, sentada
allí abajo sola, en vez de estar rodeada de una multitud bulliciosa y bronceada,
aquel teatro era un desolado escenario, ideal para meditar acerca de todo lo que
había perdido.
Cuando pareció calmarse, me acerqué a ella. Hice bastante ruido para
avisarla de mi presencia y luego me senté a su lado en la antigua grada de
piedra. Noté que el sudor se me pegaba a la túnica. Claudia debía de haberse
sonado la nariz y secado los ojos, porque su rostro estaba aún brillante por las
lágrimas mientras miraba al escenario tras el cual rompían las olas en la blanca
arena de la cala. Ella era natural de Córdoba, una ciudad asentada a orillas de un
río caudaloso pero muy de tierra adentro. Tal vez por eso el mar tenía para ella
aquel influjo exótico.
—El ruido de las olas tiene que suponer un auténtico reto para los actores y
las actrices —dije sin emoción alguna. Deseé que hubiera sido Helena y no y o
quien hablase de aquel modo con Claudia.
Adopté una postura informal, con los brazos doblados y las piernas estiradas.
Suspiré pensativo. Claudia seguía inexpresiva. Consolar a mujeres jóvenes que
sufren suele ser un trabajo difícil. Yo también clavé la vista en el horizonte.
—Anímate. Las cosas sólo pueden mejorar.
Hizo caso omiso de mis palabras y noté que lloraba de nuevo.
—Por terrible que te parezca todo ahora mismo, no has arruinado tu vida.
Nadie ha hablado de que vuelvas con Eliano, pero puedes casarte con otro
hombre, en Roma o en la Bética. ¿Y tus abuelos? ¿Qué te sugieren que hagas? —
Por lo que me habían contado en Roma antes de partir, sus abuelos le habían
escrito una carta para decirle que la perdonaban. Claudia podía pedir dinero para
lo que necesitase. Los abuelos no tenían a nadie más—. Eres una heredera,
Claudia. Puedes permitirte el lujo de cometer más errores que el resto de la
gente. Algunos hombres admirarán tu iniciativa. —O sus cofres llenos de
riquezas.
Claudia siguió sin responder. Cuando y o era joven, eso hubiese supuesto un
reto para mí, pero ahora me gustaba que las mujeres tuviesen carácter. Si
respondían, resultaba más divertido.
—Mira, creo que debes hablar con Quinto. Una vez, Helena y y o tuvimos una
pelea terrible. En parte se debió a que para ella era obvio que lo que había
motivado su enfado era como ella decía. Yo, por el contrario, lo achacaba a que
ella no me quería, que me había dejado. En fin, que si es a Quinto a quien
quieres, eso puede arreglarse.
Finalmente, se volvió y me miró.
—Él no lo sabe —proseguí alegremente—. No comprende lo horrible que fue
el viaje para ti. Piensa que lo importante es que hay áis compartido una
experiencia excitante y que hay áis sobrevivido…
—Quinto sabe cómo me siento —dijo Claudia de repente, como si lo
defendiera. Su tono, sin embargo, era demasiado seco—. Hablamos largo y
tendido de ello. —Su tono contenido sugería lo acalorada que tenía que haber sido
esa discusión.
—Lo que ocurre con Quinto —me aventuré a decir un tanto precavido— es
que tal vez no sabe aún lo que quiere de la vida.
—¡Pues a mí sí me dijo lo que quiere! —replicó Claudia, enojada. Sus ojos
grises se encendieron cuando anunció—: Según él, mientras estaba contigo en los
bosques de la Germania Libera, tuvo un encuentro con una hermosa y misteriosa
profetisa rebelde, a la que se vio obligado a dejar; pero ella lo embrujó para toda
la vida.
Yo me había esforzado mucho por no sacar a colación esa historia en interés
del propio Quinto tras nuestro regreso a Roma y él se la había contado a la única
persona a la que nunca tendría que haberlo hecho.
Claudia se puso de pie. Estaba mucho más enfadada de lo que y o me
imaginaba.
—Eso es una tontería, por supuesto —dijo con voz airada—. ¿Con quién tuvo
una aventura? Espero que no fuera con una ramera de taberna, podría haber
cogido una enfermedad. ¿Con la esposa de algún tribuno?
En Roma todo el mundo daba por sentado que Justino tenía un romance con
una actriz desde su vuelta a la ciudad. Al parecer, Claudia no había oído ese
rumor. Me aclaré la garganta nervioso. Pensé que lo mejor era fingir que Camilo
Justino nunca me había confiado sus asuntos personales.
—¿Puedo hacer algo para que todo esto te resulte más fácil, Claudia?
—No creo. De todos modos, gracias por tus consejos. —Su tono de voz era
frío. Entonces se volvió y empezó a subir las gradas del anfiteatro para volver a
casa, todavía furiosa, todavía desconsolada, pero sorprendentemente segura de sí
misma.
Muy bien, Falco, y a habías vuelto a meter la pata. Mientras y o me había
preocupado por consolar a la atribulada muchacha, ella sólo se había sentido
aconsejada. No agradecía mi intrusión llena de buenas intenciones y pensaba que
podría apañárselas sola.
Yo conocía bien a Helena y tenía que haber previsto algo así: hay mujeres
tristes que no se te echan a los brazos sino que te dan un puñetazo en un ojo.
Después de unos instantes de sonreír, bajé hasta el mar y me dediqué a
explorar el teatro. En la play a encontré a Gay o y a Nux, que tomaban el sol. Me
uní a ellos y me tranquilicé. Tiramos piedras al mar y recogimos conchas un
buen rato. Luego, como buenos chavales, meamos contra la pared del escenario
para marcar nuestro territorio y volvimos a casa porque llevábamos varias horas
sin comer.
Al llegar, se palpaba en el aire que Helena Justina había tenido una acalorada
discusión con su hermano y que éste se había marchado hecho una furia. Helena
estaba sentada a la sombra, apoy ada en la pared de la casa y acunaba a la niña.
Tenía los labios apretados y representaba a la perfección el papel de la persona
que quiere que la dejen en paz, por lo que me acerqué e hice notar mi presencia.
Que una mujer me hubiera rechazado no me desanimaba a abordar a la
siguiente que me encontrase. Al menos Helena me permitió abrazarla, tanto si le
apetecía como si no.
Famia había llegado borracho y dormía, roncando ruidosamente. Claudia
también había regresado y, con aire de mártir, preparaba la cena para todos los
demás, como si fuera la única persona sensata del grupo.
Tal vez fuese cierto, aunque si se aferraba a esa sensatez, su futuro
probablemente sería solitario, triste y amargo. Yo sabía que Helena pensaba que
en ella había un brillo que la hacía merecedora de una vida mejor. Parte de ese
brillo y la única esperanza de salvación eran las ganas que la propia chica tenía
de superar el dolor.
La conclusión de todo aquello fue que, aun cuando Quinto regresó a casa
aquella noche, aplazamos la charla sobre el silphium; pero, al día siguiente,
cuando la atmósfera se tranquilizó, el chico me contó que creía haber encontrado
una de esas plantas en un aislado paraje a muchas millas de distancia. Para ir a
verlo, nos veríamos obligados a dejar a las mujeres en casa y a que sólo se podía
llegar hasta allí a caballo. Eso a él le venía de maravilla. Y y o obtuve permiso
para alejarme de Helena y a que ésta creía que si pasaba unos días a solas con él,
lo ay udaría a poner en claro su vida amorosa.
Yo no entendía cómo, en mi opinión, para aclarar la vida amorosa de un
hombre es necesario que, al menos, esté presente una mujer. No obstante, y o era
un perfeccionista.
XLIV
Era un hermoso día de finales de abril cuando Justino y y o nos acercamos por fin
al escenario de su posible hallazgo. Íbamos a caballo, un hecho que y o lamentaba
gravemente porque, después de cuatro días de viaje, apenas habíamos recorrido
unas cien millas romanas. Habría sido más apropiado calcular la distancia en
parasangas griegas, y a que nos encontrábamos en la Cirenaica; pero, para qué
molestarse, el dolor del trasero no me lo quitaría nadie.
Quinto me había llevado a un paraje de colinas no muy lejos de la costa, en
el saliente oriental de la provincia, cerca del desvío a la izquierda que iba hacia
Egipto. Sé que es una descripción vaga, pero si crees que voy a ser más preciso
acerca del posible emplazamiento de un producto de precio incalculable que sólo
conocíamos y o y un socio muy íntimo, estás muy equivocado.
Fue todo un alivio alejarnos de la conflictiva atmósfera de Apolonia. De
hecho, hasta Helena y Claudia habían decidido que necesitaban un cambio de
paisaje e iban a marcharse a otro lugar. Animadas por la descripción que había
hecho Quinto de la refinada ciudad de Cirene, partían hacia allí. Quinto y y o
habíamos cometido el error de cuestionarnos los posibles gastos de ese traslado
y a que las dos independientes damas nos dijeron que ambas tenían dinero propio
y que, como las dejábamos solas con Gay o y la niña por tiempo indefinido,
harían lo que les viniera en gana y nos agradecían nuestro interés.
Prometimos volver lo antes posible y rescatarlas de cualquier problema en el
que se hubiesen metido. Ellas nos describieron el caldero en el que cocinarían
nuestras cabezas.
Antes de ponernos en camino, masqué el trozo mohoso de hoja que Justino
me había dado como muestra. Si hubiese podido elegir, habría preferido explorar
las delicias de Cirene en vez de galopar rumbo a lo desconocido. El supuesto
silphium tenía un sabor asqueroso. No obstante, nadie come ajo crudo y y o
detestaba las trufas. Nuestro objetivo era hacernos con el monopolio mundial del
silphium. Los productos lujosos no tenían por qué ser buenos, sólo tenían que ser
escasos. El disfrute estaba en pensar que poseías algo que los demás no podían
permitirse comprar. Como Vespasiano le había dicho a Tito acerca de su
lucrativo impuesto sobre la orina, « nunca desprecies la pasta, por más que
apeste» .
Y en ésas me hallaba y o. Dudaba de que Justino y y o estuviéramos
realmente galopando hacia incontables cofres llenos de monedas.
—Dime, Quinto, ¿cómo es que te has decidido a buscar esa hierba mágica?
—Bueno, tenía tu dibujo.
—Me parece que estaba mal. Según mi madre, tenía que asemejarse más a
un hinojo gigante.
—¿Y cómo es el hinojo? —preguntó Quinto, muy serio.
Lo miré, pensativo, mientras él seguía avanzando. Montaba muy bien y
dominaba el medio de transporte menos apreciado en Roma con la gracia natural
que aplicaba a todo lo que hacía. Con la cabeza descubierta aunque llevando un
trozo de tela alrededor del cuello para enrollárselo sobre el cabello cuando el sol
calentase más, se adaptaba a aquel entorno del mismo modo que lo había visto
integrarse en Germania. Su familia estaba loca si pensaba que podrían atarlo a la
aburrida rutina del Senado y a su pomposidad. Era demasiado agudo para
tragarse las discusiones anodinas que se daban en los debates. No soportaría tanta
hipocresía. Le gustaba demasiado la acción para aguantar la eterna ronda de
cenas con aquellos viejos pelmazos que se manchaban las togas de vino, y a los
que se suponía que debía halagar; protectores inútiles que tendrían celos de su
talento y de su ingenio.
Miró hacia atrás con aquella osada sonrisa.
—Ha sido como una cacería, Marco Didio. Organicé mi misión del mismo
modo que tú organizas la busca de una persona desaparecida. Fui al entorno
adecuado, estudié el terreno, intenté ganarme la confianza de los nativos y
finalmente empecé a hacer preguntas discretas: quién era el último que había
visto la planta, cuáles eran sus costumbres, por qué la gente creía que había
desaparecido, etcétera.
—No me digas que la han secuestrado y piden rescate por ella.
—Ojalá. Si fuera así, podríamos infiltrarnos y recuperarla.
—Con las personas desaparecidas, uno de los móviles principales suele ser el
sexo.
—Soy demasiado joven para saber de esas cosas.
—Pero no eres tan inocente…
Tal vez notó que estaba a punto de preguntarle por su relación con Claudia y
el muy ladino farfulló:
—Una de las cosas que tuve que aceptar fue que la gente tal vez no quisiera
responder a mis preguntas.
—Eso no me gusta nada.
—Yo veo dos dificultades. Primera: si es cierto que el terreno donde crece el
silphium es ahora tierra de pastoreo, los propietarios de esos rebaños querrán
seguir alimentándolos sin que nadie los moleste. Me han contado que los pastores
nómadas lo arrancan de raíz para eliminarlo.
—O sea, que no les gustará nada vernos aparecer.
—Segunda: la tierra donde crece es propiedad hereditaria de las tribus
autóctonas que siempre han vivido en ella. Supongo que les molestará que se
presenten unos extranjeros y se tomen interés por esa planta. Si ese negocio tiene
que explotarse de nuevo, es posible que quieran controlarlo ellos.
—Así que crees que esta búsqueda puede resultar peligrosa…
—Sólo si la gente nos ve buscando, Marco Didio.
—Realmente sabes tranquilizarme, muchacho.
—Imagina que encontramos de nuevo la planta. La gente tendrá que darse
cuenta de la inversión que representa. Antaño, toda la economía de Cirene
dependía del silphium. Tendríamos que llegar a un acuerdo con los propietarios de
las tierras.
—O llevarnos un poco y plantarlo en tierras que sean nuestras. —Pensaba en
mi tío abuelo Scaro. Siempre según mi madre, claro, sus pequeñas plantas
murieron. Y también según mi madre, claro, el miembro de la familia al que
más me parecía era a mi desafortunado tío abuelo.
—¿Podriamos cultivarlo en Italia? —preguntó Justino.
—Ya lo han intentado. Mucha gente lo ha probado desde hace siglos, siempre
y cuando ha podido acceder a él, lo cual los astutos cirenaicos han tratado
siempre de impedir. Un pariente mío intentó plantar esquejes pero no consiguió
nada. Es posible que las semillas vay an mejor; pero aun así, tendremos que
adivinar si plantarlas cuando estén secas o mientras estén verdes. Debes tener
presente una cosa: si el silphium era tan escaso, se debía a que sólo crecía en las
condiciones particulares de esta zona. Las posibilidades de trasplantarlo o
cultivarlo en otra parte no son nada claras.
—A mí no me importaría comprar tierra aquí. —Justino parecía algo más que
un pionero, tenía el aire triste de un joven completamente decidido a dar la
espalda a todo lo que había dejado atrás.
—Mira, Quinto, el problema está en que ni siquiera los nativos tienen
suficientes suelos fértiles para ellos. —Yo había investigado un poco. Desde los
tiempos de Tiberio, los esfuerzos romanos por administrar esta provincia se
dedicaban básicamente a enviar agrimensores para que hicieran de jueces en las
disputas sobre las tierras.
—Por cierto, ¿y por qué no dices que mi lugar es Roma y que debo volver
allí? —me preguntó Justino con expresión desafiante.
—Porque eso es algo que debes decidir tú solo.
Pasamos entre matorrales, que provocaban respingos en el jamelgo que y o
había alquilado. Lo único bueno que tenía era que resultaba más fácil de
tranquilizar que la gente estrafalaria de la que me había rodeado en aquel viaje.
Si el caballo tenía una vida amorosa desordenada, lo disimulaba muy bien. Sin
embargo, cuando intenté ponerle en marcha se negó tercamente como habían
hecho todos los demás. En aquel viaje, mis reservas de compasión se estaban
agotando.
El día que supuestamente debíamos de llegar al lugar de la planta todo se
animó inesperadamente. Mientras trotábamos en nuestros pencos, intentando
confundirnos con el paisaje para no tener que inventar excusas sobre nuestra
presencia en aquellas tierras, unos gritos alteraron nuestra paz. Hicimos caso
omiso hasta que se convirtieron en agudos silbidos, relinchos de caballos y,
finalmente, fuertes ruidos de cascos.
—No corráis.
—No corremos.
—¿Qué vamos a decirles?
—Eso es cosa tuy a, Marco Didio.
—¡Oh, gracias!
Nos rodearon cinco o seis nativos montados en veloces corceles. Blandían
unas largas lanzas y tiramos de las riendas de los nuestros, intentando mostrarnos
comprensivos y cooperar. No teníamos otra opción.
La comunicación fue mínima. Probamos con el griego, luego con el latín.
Quinto recurrió a una amable sonrisa y luego hasta habló en celta. Tenía
experiencia suficiente para comprar tartas calientes de damascenas, para seducir
mujeres y para detener guerras, pero todo aquello no le servía de nada. Nuestros
secuestradores estaban cada vez más enfadados. Yo sonreí como si crey era que
la Pax Romana había llegado a todos los rincones del Imperio, aunque en
realidad maldecía en varias lenguas que había aprendido en un momento bajo de
mi carrera.
—¿Qué crees que pasa, Quinto? —pregunté con aire inocente, apoy ándome
en el cuello de mi jamelgo.
—No lo sé —respondió entre dientes—, pero tengo la impresión de que estos
tipos son los representantes de los guerreros garamantes.
—¿Los famosos y fieros garamantes cuy a principal diversión tradicional es
salir al desierto a saquear a todo el que se cruza en su camino?
—Sí. ¿No hemos librado una guerra contra ellos hace poco?
—Me parece que sí. ¿Recuerdas si ganamos?
—Creo que un comandante llamado Festo los ahuy entó de nuevo hacia el
desierto, allí los interceptó con mucha audacia y los machacó.
—¡Qué bien! Entonces, si estos forzudos individuos eran de ese grupo y han
sobrevivido a la matanza, y a sabrán que a nosotros no se nos puede venir con
tonterías.
—O eso o están locos por vengarse —convino el flemático Camilo— y
nosotros pagaremos el pato.
Mantuvimos nuestras sonrisas radiantes.
Ampliamos nuestro repertorio encogiéndonos de hombros como si no
entendiéramos lo que querían. Estaba muy claro: nos hacían cabalgar en la
dirección que ellos querían y teníamos que obedecerlos de inmediato. Pensamos
que nos atracarían y nos tirarían a un barranco, pero no nos quedó otra opción
que hacer lo que nos indicaban. Llevábamos espadas pero estaban en las
mochilas porque no contábamos con este encuentro tan divertido. Mientras los
hombres nos empujaban sin dejar de soltar unos gritos que para nosotros no
significaban nada, intentamos mantener una actitud fría por más que
estuviéramos cada vez más alarmados.
—Los garamantes estaban en Tripolitania —aseguró Quinto.
—¿No serán éstos, entonces, los hospitalarios nasamones? ¿Les gusta Roma,
Quinto Camilo?
—Estoy seguro de que sí, Marco Didio.
—¡Qué bien!
Fueran quienes fuesen, no tuvimos que soportar su animada compañía mucho
rato. De repente, nos encontramos con un grupo más numeroso y aquella extraña
escena se aclaró: nos habíamos metido sin querer en una cacería de leones. En
vez de capturarnos, nuestros nuevos amigos nos estaban salvando de que alguien
nos clavara una lanza o de que un león nos devorase vivos. Les dedicamos nuevas
sonrisas y ellos reían contentos.
Era una escena de actividad de masas cuy a organización debía de haber
costado semanas de preparación y mucho dinero. Quinto y y o comprendimos lo
inoportuno que tenía que haberles resultado que dos extranjeros se metieran en
medio de su terreno de caza. Allí había todo un ejército de hombres. Incluso el
campamento semipermanente al que nos llevaron tenía una comitiva de
sirvientes y cocineros que asaban carne de caza para el almuerzo en unas
inmensas hogueras situadas detrás de las tiendas de campaña cuidadosamente
alineadas. Aun cuando no las veíamos todas, intuimos que había muchísimas.
Contemplamos la escena desde un altozano próximo. En unos corrales
especiales encontramos ovejas e incluso vacas que se ponían como cebo. Los
corrales estaban al final de una especie de túnel construido con redes, maleza y
árboles arrancados, reforzado por hileras de escudos superpuestos. Hacia aquella
sofisticada trampa avanzaban los cazadores, montados a caballo y a pie. Debían
de haberse reunido mucho antes, a muchas millas de distancia, y en aquellos
momentos se hallaban en el clímax de su largo recorrido, cada vez acorralando a
las fieras y al mismo tiempo obligándolas a entrar en la trampa. Hacia nosotros
corrieron todo tipo de criaturas: pequeñas manadas de gacelas, avestruces de
largas patas, un león grande y majestuoso y varios leopardos.
Nos ofrecieron lanzas pero preferimos mirar. Que lo que allí estaba
ocurriendo era algo ordinario en el norte de África quedaba de manifiesto por los
hombres que ocupaban las tiendas de campaña, que apenas se movieron ni
dejaron de comer en pleno desarrollo de la cacería. Sus compañeros les
clavaban las lanzas a los animales si las cosas se ponían feas, aunque siempre que
era posible montaban jaulas y los capturaban vivos. Los cazadores trabajaban
duro y deprisa y se notaba que tenían mucha práctica. Parecía que el grupo
llevaba allí semanas acampado y que la cacería todavía iba a prolongarse. Por la
gran cantidad de piezas cobradas, su mercado sólo podía ser uno: el anfiteatro de
Roma.
De repente, sentí un extraño estremecimiento: lo que hasta entonces me había
parecido un interludio bucólico y privado me había recordado el trabajo que
había dejado en Roma.
Al cabo de una hora la cacería se tranquilizó, aunque los espeluznantes
rugidos de las fieras recién enjauladas y los balidos asustados de los rebaños de
los corrales seguían llenando el aire. Acalorados y sudorosos, los cazadores
regresaron al campamento, unos manchados de sangre, todos exhaustos por el
cansancio. Dejaron sus largas lanzas y sus escudos ovalados y los sirvientes
corrían a atar a sus caballos. Los sedientos cazadores trasegaban a sus estómagos
grandes cantidades de bebida y alardeaban de sus proezas. Justino y y o
comíamos grandes pedazos de carne, y en éstas llegó el jefe de aquella
montería.
Bajó de una carreta de altas ruedas tirada por dos mulas que, como
remolque, llevaba una jaula reforzada. De ella nos llegaron los rugidos
inconfundibles de un fiero león libio. El animal intentaba salir de su prisión
lanzándose contra las paredes de la jaula y la carreta entera se tambaleó. El jefe,
de fuerza descomunal y gran envergadura, se apeó rápidamente del vehículo,
pero la jaula resistió. Los sirvientes se echaron a reír y él se rio con ellos,
absolutamente tranquilo. Echaron unas mantas sobre la jaula para que el animal
se calmase con la oscuridad y la reforzaron con más cuerdas. El hombre se
volvió para observarnos y advirtió, al mismo tiempo que y o, que y a nos
conocíamos. Era el dueño del barco que nos había llevado a África desde Ostia.
—Hola —lo saludé con una sonrisa, pese a que por la experiencia que había
tenido con él, no esperaba entablar conversación—. Quinto, ¿sabes hablar púnico?
—Quinto era especialista en chapurrear cualquier idioma. Yo sabía que algo
habría aprendido en sus visitas a Leptis y a Cartago—. ¿Te importaría saludar a
este individuo y decirle que estoy encantado de poder renovar nuestra amistad y
que, finalmente, nos hemos encontrado?
Quinto y el púnico intercambiaron algunos comentarios y, luego, el chico se
volvió hacia mí un tanto nervioso, mientras el hombre de piel oscura observaba
mi reacción con una atención propia de haber insultado a mi abuela o de haber
contado un chiste terrible.
—Quiere que te pregunte —dijo Quinto— qué ha pasado con el borracho que
iba contigo en el barco y que odiaba tanto a los cartagineses.
XLV
Deplorar los horribles hábitos de Famia nos tuvo entretenidos un par de horas.
Conseguimos pasar tranquilos el resto del día y asistir a un festín nocturno con
abundante comida y bebida sin que nos obligaran a explicar con demasiada
exactitud qué hacíamos recorriendo aquella zona deshabitada de la Cirenaica.
Quinto habló todo el rato y, por suerte, el vino se le subió a la cabeza antes que a
mí y se durmió cuando todavía controlábamos la situación. Había conseguido
evitar indiscreciones sobre nuestra búsqueda del silphium. El fornido cartaginés
era un empresario. Era un hombre enérgico y demostraba tener una gran
ambición. No le dejamos enterarse de nuestra historia y que decidiera que
cultivar plantas sería más fácil que capturar fieras para el circo.
Tal como fueron las cosas, no tuvimos que preocuparnos de disimular
nuestras intenciones. Al día siguiente, cuando montamos en nuestros caballos,
casi incapaces de mantenernos erguidos, el jefe, que y a se había hecho muy
amigo nuestro, salió a despedirnos y a intercambiar unas cuantas frases más con
Quinto. Mientras hablaban, Quinto se echó a reír mirando en mi dirección.
Después de unos cordiales saludos, nos marchamos con mucha cautela.
—¿De qué os reíais? —le pregunté a Quinto mientras salíamos del
campamento—. Era como si nuestro amigo cartaginés anunciara que iba a
venderme a su hija, a la fea.
—Mucho peor que eso —suspiró Quinto. Esperó unos instantes a que le
explicara a mi caballo que un pequeño matojo que habíamos encontrado no era
un leopardo porque todos los leopardos de la zona estaban en las jaulas de los
cazadores y comentó—: Ya sé, querido Marco, por qué no nos ha preguntado qué
hacíamos aquí.
—¿Por qué?
—Porque cree que y a lo sabe.
—Y entonces, ¿cuál es nuestro secreto?
—Tu secreto, Falco. Eres el auditor del censo del emperador.
—¿Ha oído hablar de mí?
—Tu fama cruza los mares.
—Y él es un importador de fieras. Tenía que haber pensado en eso.
—Hanno cree que estás espiando a alguien que está a punto de defraudar al
fisco.
—¿Hanno?
—Nuestro anfitrión, el cazador de leones.
—Te contaré algo más —dije sonriendo unos instantes—. Anóbalo es el
nombre romanizado de un magnate de Sabrata que dirige un inmenso negocio de
importación de animales para los Juegos de Roma. Tiene que tratarse del mismo
hombre. Mira, Quinto, nuestro anfitrión de anoche en el campamento y a ha sido
objeto de una intensa investigación por parte de Falco y Asociado.
Quinto se puso aún más pálido de lo que y a estaba debido a la resaca.
—¡Por todos los dioses! ¿Y y a has descubierto sus fraudes?
—No, es un magnifico contable. Tuve que olvidarme de él.
—¡Qué suerte hemos tenido! —Quinto había recuperado rápidamente la
facultad de pensar con lógica pese a lo mucho que le dolía la cabeza—. Si le
hubieras puesto multas, anoche nos hubiese podido servir como cena a sus leones.
—Y esperemos que crea que nuestro encuentro ha sido una coincidencia.
Tiene un ejército de hombres armados hasta los dientes.
—Y tú y y o sólo somos dos inocentes cazadores de plantas.
—Por cierto, hablando de plantas: todavía no me has enseñado tu mítico trozo
de silphium.
Ese mismo día, antes de llegar a Antipirgos, o tal vez y a lo habíamos pasado,
Quinto Camilo Justino, el desacreditado hijo del nobilísimo Camilo Vero, me
mostró el brote de la planta, que no era tan pequeño, pues le llegaba casi a la
altura de la cabeza.
—¡Por Júpiter! ¡Desde que lo encontré ha crecido! —exclamó maravillado al
llegar junto al montecillo de hierbas.
Incliné la cabeza hacia atrás, me protegí los ojos del sol con la mano y
admiré su tesoro. Cuanto más grande, mejor. Estaba un poco ladeado pero
parecía sano.
—No es precisamente bonito. ¿Cómo demonios ha podido perderse algo de
este tamaño?
—Ahora que lo hemos encontrado de nuevo, podríamos protegerlo con un
dragón como hicieron con los manzanos de las Hespérides, aunque esta planta tal
vez se comería al dragón.
—Parece incluso que se nos pueda comer a nosotros.
—Y bien, Marco, ¿es esto?
—Sí.
Era un silphium, si. Sólo había uno, la planta más grande que y o había visto
jamás. No era precisamente una planta para cultivar en el balcón en una maceta.
El gigante verde medía unos dos metros. De aspecto áspero, bulboso y feo, con
unas hojas finas que se unían en un grueso tallo central. En el centro de éste
crecía una gran esfera de flores amarillas, un globo de brillantes capullos
individuales, con unos racimos más pequeños que colgaban de unos largos y
delgados pedúnculos, los cuales nacían en las uniones de las hojas en la parte
baja de la planta.
Mi caballo, al que tanto le habían asustado los otros matorrales, decidió oler el
silphium con abierto interés. Tragamos saliva y corrimos a atarlo lejos de la
planta. Tomamos nota de ello: a los animales les gustaba aquel preciado vegetal.
Justino y y o hicimos lo único que podían hacer dos hombres que acaban de
encontrarse una fortuna creciendo en el desierto. Nos sentamos, sacamos la
cantimplora que llevábamos con ése propósito y bebimos un frugal trago a la
salud del destino.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó Quinto después de haber brindado por nosotros,
por nuestro futuro, por el silphium y hasta por los caballos que nos habían llevado
hasta él.
—Si tuviéramos un poco de vinagre, podríamos hacer un buen bote de adobo
de silphium para las lentejas.
—La próxima vez lo traeré.
—Y un poco de harina de habas para estabilizar la sabia. Podríamos sangrar
la raíz para obtener resina. Podríamos cortar unas ramitas y ponerlas en un
asado.
—Podríamos comerlo a rodajas con queso.
—Si necesitáramos medicinas, tendríamos un maravilloso remedio.
—Si los caballos necesitasen medicinas, podríamos dárselo.
—Tiene muchísimos usos.
—¡Y lo venderemos caro!
Riendo, empezamos a dar vueltas alrededor de la planta, alborozados. Muy
pronto, todos los boticarios que comerciaran con aquel tesoro llenarían de
beneficios nuestras cuentas bancarias.
Hanno, nuestro amigo cazador de Sabrata, nos había invitado a una cena
decente la noche anterior, pero no había llegado al punto de darnos unas
brochetas de pájaros para que nos las lleváramos como picnic. Lo único que
teníamos para comer era galleta dura como la del ejército. Eramos unos chicos
duros y viajábamos sin comodidades de ningún tipo para demostrarlo.
Corté un trozo pequeño de hoja de silphium y me lo llevé a la boca para ver si
el sabor que tanto asco me había dado en Apolonia podía mejorarse. En realidad,
el silphium fresco me pareció peor que la versión seca que y a había probado.
Olía a estiércol. Su sabor era tan repugnante como presagiaba su olor.
—Tiene que haber algún error —dijo Quinto, descorazonado—. Yo esperaba
ambrosía.
—Tú eres un romántico. Según mi madre, cuando se cocina, el mal sabor
desaparece… casi por completo. Y después de comerlo, el aliento te huele de
una manera aceptable, pero me comentó que provocaba muchos gases.
—A la gente que pueda permitirse comprarlo no le importa dónde se tira los
pedos, Marco —dijo Quinto, y a recuperado.
—Exacto. Los ricos se hacen sus propias normas sociales.
Nosotros nos tiramos unos pedos por principio. Como romanos, el amable y
meticuloso emperador Claudio nos había otorgado este privilegio. Estábamos al
aire libre y, además, íbamos a ser ricos. A partir de entonces, podríamos
comportarnos de una manera censurable cuando quisiéramos y donde
quisiéramos. La libertad para expeler flatulencias sin suscitar comentarios
siempre me había parecido la principal ventaja de ser rico.
—Nuestra planta está floreciendo —observó Quinto. Su historial como tribuno
del ejército era impecable. Su enfoque de los problemas logísticos era siempre
incisivo. Siempre podía presentarte un orden del día razonable, incluso cuando
estaba extático o un poco borracho—. Estamos en abril. ¿Cuándo echará las
semillas?
—No lo sé. Tal vez tengamos que quedarnos aquí unos cuantos meses hasta
que se formen y maduren. Si ves pasar abejas puedes incitarlas a que se
acerquen a las flores. Mañana, cuando sea de día, podemos acercarnos al jebel y
buscar una pluma. Luego puedo intentar hacerle cosquillas a nuestra planta. —A
aquella criatura nuestra le esperaban grandes mimos hortícolas.
—Lo que tú digas, Marco Didio.
Nos enrollamos en nuestras mantas y nos dispusimos a pasar nuestra última
noche al raso. En aquellos momentos, brindé por Helena. La echaba de menos.
Me habría gustado que viera nuestra planta, creciendo tan robusta en su hábitat
natural. Quería que supiese que no le habíamos fallado y que pronto podría
disfrutar de todas las comodidades que merecía. Incluso quería oír sus cáusticos
comentarios acerca de aquel burdo y feo vegetal que se suponía que haría ricos a
su amante y a su hermano pequeño.
Todavía esperaba que Quinto honrase a Claudia con una cortesía similar
cuando me cansé de tener los ojos abiertos y me dormí.
XLVI
El tintineo de los cencerros de las cabras me despertó.
Hacía una mañana espléndida. Los dos dormimos hasta avanzado el día, pese
a estar sobre el suelo desnudo. Bien, habíamos hecho una etapa de cien millas,
habíamos tenido una larga noche de grandes celebraciones con una rica partida
de caza, habíamos disfrutado de una gran animación allí, en secreto, y habíamos
bebido demasiado. Además, con la perspectiva de unos ingresos enormes, todos
los problemas de nuestra existencia estaban resueltos.
Tal vez deberíamos haber dado cuenta de una parte de nuestras raciones la
noche anterior, mientras, sentados, soñábamos con las villas palaciegas que un
día poseeríamos, con nuestras flotas de embarcaciones, con las joy as con que se
adornarían nuestras adorables mujeres y con las enormes herencias que
dejaríamos a nuestros educadísimos hijos (siempre que se rebajaran lo suficiente
cuando empezáramos a declinar y entrásemos en una vejez bien atendida).
Me dolía la cabeza como si una tropa de elefantes bailones remodelara mi
peinado. Quinto tenía la tez grisácea. Cuando vi el resplandor del sol reflejado en
las rocas, preferí seguir tendido, con los ojos cerrados. Quinto fue el pobre diablo
que se incorporó hasta quedar sentado y miró a nuestro alrededor.
Le oí soltar un gemido torturado. Después lanzó un grito. A continuación debió
de ponerse en pie de un salto y echar la cabeza hacia atrás al tiempo que emitía
un alarido con todas sus fuerzas.
Para entonces y o también me había incorporado hasta quedar sentado. Una
parte de mi y a sabía qué debía de haber sucedido, porque Camilo Justino era hijo
de un senador, de modo que había sido educado para mostrar una impasibilidad
típica de los nobles. Incluso si el carromato de un vinatero le pasaba por encima
del pie, la reacción de Quinto tenía que ser la de hacer caso omiso del crujido de
sus huesos, concentrarse en llevar la toga en pulcros pliegues como sus
antepasados y cuidar sus palabras para pedir al carretero que hiciera el favor de
seguir avanzando. Soltar un grito al cielo como acababa de hacer sólo podía ser
indicación de una catástrofe.
Era muy sencillo. Mientras la noche estrellada del desierto daba paso al alba,
cuando los dos dormíamos como troncos, debía de haber pasado junto a nosotros
un grupo de nómadas que se había llevado uno de nuestros caballos (el mío lo
habían despreciado, o quizá nos habían dejado los medios para salir con vida por
algún peculiar sentido ético arraigado entre las gentes del desierto). También nos
habían robado el frasco aunque, como nosotros, habían rechazado la galleta.
A continuación, sus rebaños de ovejas y cabras famélicas habían devorado la
vegetación de los alrededores. Antes de desaparecer otra vez en su ancestral
viaje a ninguna parte, irritados a la vista de nuestro silphium, los nómadas nos
habían arrebatado los escasos restos que de la planta nos quedaban.
Nuestra oportunidad de hacer una fortuna se había esfumado. No quedaba
prácticamente nada.
Mientras contemplábamos la escena con ánimo abatido, una solitaria cabra
parda saltó de una roca y se dedicó a mascar los últimos restos de raíz bañados
por el sol.
XLVII
Para los griegos, Cirene era un rincón sagrado de los cielos que había caído a la
tierra para que ellos lo colonizaran. Pero su fundación era casi tan antigua como
Roma y la sierra elevada en la que se levantaba la ciudad se parecía tanto a la de
la propia Grecia que la gente de Tera que, acosada por la sequía y guiada por el
oráculo de Delfos, fue conducida hasta allí por los libios, debió de pensar que se
había quedado dormida y que, de algún modo, sus naves habían variado el rumbo
y la habían devuelto a casa. Desde las montañas grises cubiertas de matorrales
donde abundaban las codornices, había una panorámica espectacular de la
llanura que se extendía hasta el mar rutilante y el puerto, siempre activo, de
Apolonia.
Los hondos valles arbolados entre los elevados montes eran tan apacibles y
misteriosos como la propia Delfos. Y todo estaba impregnado en el perfume del
tomillo silvestre, del eneldo, del espliego, del laurel y de la menta.
Aquel lugar tan aromático no era, con franqueza, buen lugar para dos
hombres desanimados que acababan de fracasar en su búsqueda de una planta
perdida.
Justino y y o ascendimos lenta y sombríamente hacia la ciudad una mañana
soleada, entre el aroma de los pinos, hasta llegar a la vía de las Tumbas; ésta nos
condujo a través de una sobrecogedora necrópolis de antiguas casas funerarias
grises, algunas de ellas erguidas ante la ladera de la montaña, otras talladas en la
propia roca del lugar; una parte de ellas aún estaba cuidada y atendida, pero otras
habían quedado olvidadas hacía mucho tiempo, de forma que las entradas
rectangulares con motivos arquitectónicos gastados se abrían ahora como bocas
y ofrecían refugio a mortíferas víboras cornudas de mordedura venenosa, a las
cuales gustaba acechar en la oscuridad.
Hicimos una pausa.
—La alternativa está entre seguir buscando o…
—O ser sensatos —asintió Quinto con tristeza. Los dos teníamos que
reflexionar a fondo. El buen juicio nos atraía tanto como una prostituta tuerta en
un garito de borrachos, mientras los dos intentábamos apartar la mirada con
recato.
—La alternativa es cosa exclusivamente tuy a. Yo debo tener en cuenta a
Helena y a nuestra hija.
—Y y a tienes una profesión en Roma.
—Llámalo un oficio. El trabajo de informante carece de la importancia de
una « carrera» : prestigio, perspectivas, seguridad, reputación, recompensas en
efectivo.
—¿Has ganado dinero trabajando para los censores?
—No tanto como me prometieron, pero más del que estoy acostumbrado a
ver.
—¿Suficiente?
—Suficiente como para aficionarme a él.
—¿Así, seguirás asociado con Anácrites?
—No, si puedo reemplazarlo por alguien que me caiga mejor.
—¿Qué hace ahora?
—Se preguntará a dónde me he esfumado, probablemente.
—¿No le dijiste que venías aquí?
—No me lo preguntó —respondí con una sonrisa.
—¿Continuarás como informador privado, cuando regreses?
—Lo tradicional es responder que « es la única vida que conozco» . También
sé que apesta, por supuesto, pero la estupidez es un talento con el que los
informadores sueñan. En cualquier caso, necesito trabajar. Cuando conocí a tu
hermana me puse el extravagante objetivo de convertirme en una persona
respetable.
—Me ha parecido entender que y a dispones del dinero necesario para aspirar
a entrar en el rango medio. ¿Te lo ha dado tu padre?
Estudié al hermano de Helena con aire pensativo. Había supuesto que la
conversación giraría en torno a su futuro y era y o quien se veía sometido al
interrogatorio.
—Me lo prestó. Cuando Domiciano rechazó mi candidatura al ascenso social,
se lo devolví.
—¿Tu padre te pidió que lo hicieras?
—No.
—¿Te lo prestaría otra vez?
—No se lo pediría.
—¿Hay problemas entre vosotros?
—Para empezar, el que le devolviera el dinero, cuando él lo que quería era
mostrarse magnánimo, nos causó un conflicto aún may or del que había supuesto
pedirle ay uda.
Esta vez le tocó a Camilo el turno de esbozar una sonrisa.
—¿Quieres decir que tampoco le has dicho a tu padre que venías aquí?
—Empiezas a hacerte una idea de las felices relaciones existentes entre los
Didio.
—Vuestras relaciones chirrían, ¿no es eso? —Mientras y o asentía al
comentario, Justino echó una ojeada al valle que teníamos a nuestros pies y a la
lejana llanura, envuelta en la leve bruma que se alzaba donde la tierra se juntaba
con el mar. El joven estaba preparado para los enfrentamientos que le esperaban
en su propia familia—. Tengo que volver a casa y dar explicaciones. ¿Cuál crees
que será ahora la reacción de mi padre?
—Quizá dependa de si tu madre está presente en el encuentro.
—Y desde luego, será muy distinta si Eliano es testigo del mismo.
—Cierto. El senador te quiere mucho y estoy seguro de que tu madre
también. Pero tu hermano may or te odia a muerte y nadie puede recriminárselo.
Tus padres tampoco pueden hacer caso omiso a sus quejas.
—¿De modo que me espera un castigo?
—Bueno, no creo que vay an a venderte como esclavo aunque nuestro
querido Eliano lo proponga. Sin duda, te encontrarán algún puesto administrativo
en algún destino anónimo donde el clima sea horrible y a las mujeres les huela el
aliento. ¿Cuáles son esos tres puntos perdidos en el mapa, donde nunca sucede
nada? ¡Ah, sí: la minúscula triple provincia de los Alpes Marítimos! Apenas un
par de valles nevados cada zona… y un viejo jefe tribal al que escogen en un
sistema rotatorio…
Justino refunfuñó, pero y o le dejé que se fuera haciendo a la idea poco a
poco. Por su expresión y por el modo en que abordó el asunto, era evidente que
le había dado muchas vueltas al tema en privado.
—¿Qué te parece esto? —apuntó con cierta timidez. Debía de estar a punto de
proponerme una gran solución—. Si lo consideras adecuado, podría volver a
Roma y trabajar para ti hasta la próxima primavera.
Casi esperaba estas palabras, incluido el condicional. La primavera siguiente
Justino tendría planes para volver a buscar más silphium; quizás aquel sueño
irrealizable se desvanecería finalmente, aunque vi a Justino perseguirlo durante
años, junto con su perdida profetisa del bosque.
—¿Trabajar para mí? ¿Ser mi socio?
—Ser tu aprendiz, y o diría más bien. Tengo demasiado que aprender, eso y a
lo sé.
—Me gusta tu modestia. —El joven era capaz de arrastrarse, si era preciso.
Pero era demasiado esperar que fuese capaz de vivir de aquella manera
permanentemente y y o, por entonces, buscaba esa permanencia—. La idea
resulta atractiva, dentro de ciertos límites.
—¿Puedo preguntar cuáles son esos límites?
—¿Cuáles crees tú que son?
Justino afrontó la verdad con su habitual brusquedad:
—Que no soy capaz de llevar una vida dura. Que no sé hablar con la gente
adecuada. Que no tengo experiencia para valorar las situaciones, ni autoridad…
De hecho, ni esperanza siquiera.
—¡Empieza por el principio! —exclamé con una carcajada.
—Pero también tengo algún talento que ofrecer —se rió él, a su vez—. Como
sabes, sé interpretar un mapa aunque no sea muy preciso, hablo cartaginés y sé
tañer una trompeta militar.
—« Joven limpio, de buenos modales y con sentido del humor busca empleo
en importante empresa…» . No puedo ofrecerte alojamiento en mi casa, pero ¿te
parecería bien vivir en un apartamento de soltero incómodo y falto de todo?
Calculo que, para cuando volvamos a casa, mi viejo amigo Petronio estará
viviendo con otra mujer, de modo que podrías quedarte en la plaza de la Fuente.
—¿Ahí es donde vivías antes? —Justino lo preguntó con tono tan nervioso, que
era buena prueba de que debía de haber oído lo destartalado que estaba mi
antiguo piso.
—Mira, si de verdad quieres asociarte conmigo, abandona la sociedad
patricia. No puedo tener por socio a un dandi que por el hecho de ser mi
ay udante no haga más que salir corriendo a casa de su madre a buscar una
túnica limpia cada cinco minutos.
—Eso y a lo sé.
—Pues ahora, escucha: estoy dispuesto a aceptarte por compañero si tú
también lo estás a vivir con estrecheces y a trabajar a cambio de nada, salvo
alguna esporádica paliza para aliviar un poco el tedio.
—Gracias.
—Bien. Si quieres que te haga una prueba, empieza por esto: mantengo la
teoría de que cuando uno anuncia una catástrofe a las mujeres de su familia,
tenga en reserva otra noticia bomba. Así, cuando empiecen a lamentarse por el
silphium perdido, recibirán el anuncio de que vamos a formar una sociedad; de
este modo, el primer problema no parecerá tan malo…
—¿Y qué vas a contarles a Helena y a Claudia del silphium?
—Yo, nada —respondí—. Se lo dirás tú. Si quieres trabajar para mí, así
funcionan las cosas: el principiante interviene y las hace llorar; entonces me
presento y o, me muestro viril y merecedor de confianza y ellas enjugan sus
lágrimas.
Lo decía en broma. Imaginaba que Helena y Claudia nos habían tomado por
locos por intentar la búsqueda del silphium y que ninguna de las dos se
sorprendería lo más mínimo si volvíamos con las manos vacías.
Nos llevó un buen rato encontrarlas. La hermosa ciudad griega de Cirene se
extendía en una amplia llanura, con tres zonas centrales distintas. La del nordeste
con el santuario de Apolo, donde un manantial sagrado caía por una pared de
roca hasta una hoy a rodeada de laureles; al noroeste con el poderoso templo de
Zeus; al sudeste con la acrópolis y el ágora, más otros edificios característicos de
una zona helenista a la que se habían añadido todos los atributos de un gran centro
romano. Era una gran ciudad con no pocas pretensiones, algunas de las cuales
respondían a la realidad.
Recorrimos juntos el centro urbano. Había un gran foro, muy artístico,
cerrado por una columnata dórica tapiada y en el centro, en lugar de esos
monumentos imperiales de estilo Augusto, tan pretenciosos y solemnes, que
abundan en las ciudades romanas, había un atrevido templo de Baco (cuy os
sacerdotes no tenían ningún mensaje para nosotros). Ni los griegos ni los libios
nativos que se apiñaban felices y contentos en la basílica habían oído hablar de
Helena ni de Claudia y supuse que debía sentirme agradecido por ello. Salimos a
la calle de Bato, el nombre del rey fundador de la ciudad, y pasamos junto a un
minúsculo teatro romano. Nos detuvimos para observar un par de caracoles de
listas rojas que copulaban en la acera, ajenos a todo, y echamos un vistazo al
teatro griego con sus asientos fríos y anchos para dar acomodo a las grandes
posaderas de la oronda élite urbana.
Pasamos al ágora. Tampoco allí daban señales de vida nuestras chicas, pero
tuvimos tiempo de admirar un monumento naval compuesto de proas de
embarcaciones y de encantadores delfines, rematado por una Victoria radiante,
con su tradicional clámide al viento. Después seguimos hasta una tumba real
donde encontramos un sistema de cuencos y sumideros especialmente complejo
para recoger la sangre de los sacrificios que se hacían ante un refinado pórtico
circular. En las tiendas una hilera de perfumistas impregnaban el aire con el
famoso aroma de la esencia de rosas de Cirene. Estupendo, si uno tenía una
mujer bien dispuesta a quien comprársela. Empezaba a pensar que toda la gente
que habíamos traído con nosotros a la Cirenaica se había vuelto a casa. Menos
Famia, sin duda, quien debía de estar durmiendo la borrachera en alguna cuneta.
El halo exótico nos deprimía. Sin duda era una ciudad griega hasta la médula,
con columnas dóricas, de color rojo, achatadas y muy redondeadas en la parte
media —por el contrario, nosotros estábamos acostumbrados a verlas más altas,
más rectas y más grises, de mármol travertino y de estilo jónico o corintio—, y
con austeras metopas y triglifos bajo frisos sencillos donde esperábamos
encontrar una recargada colección de estatuas. Había demasiados gimnasios
pero escaseaban los baños. La población, heterogénea y relajada, nos resultaba
absolutamente extraña. Incluso quedaban rastros de la época de los Tolomeos,
que en su día habían considerado Cirene un puesto avanzado de Egipto. Todo el
mundo hablaba en griego, lo cual no era óbice para entendernos, aunque suponía
un esfuerzo para unos viajeros cansados. Todas las inscripciones empleaban el
griego como primera —o única— lengua. Las influencias de la antigüedad nos
hacían sentirnos hombres nuevos advenedizos.
Teníamos que dividirnos. Justino miraría en el santuario de Apolo, en la
ciudad baja, y y o me dirigiría al templo de Zeus.
Por una vez había elegido el palillo largo. Mientras caminaba bajo el aire
despejado de los pinares al este de la explanada en la que se levantaba la ciudad,
mi ánimo se regocijó. No tardé en llegar al templo. Entre todas las
magnificencias de la ciudad, dotada de obras de arte, el templo de Zeus gozaba
de especial interés, situado en un lugar privilegiado apartado del bullicio, solemne
y majestuoso exhibiendo una copia de una estatua muy celebrada: la del Zeus
Olímpico de Fidias. Me gustaba la idea de echar una ojeada a aquella réplica
cirenaica, por si no tenía ocasión de visitar el santuario de Olimpia, considerado
como una de las siete maravillas del mundo. Sabía que la legendaria estatua tenía
cuarenta pies de altura y mostraba a un Zeus henchido de majestad en un trono
de madera de cedro y mármol negro, con el cuerpo de marfil y ropajes
esmaltados, barba de oro macizo y cabellos también de oro. Toda una maravilla.
Pero allí, en Cirene, un espectáculo aún más atray ente que un famoso Fidias
distrajo mi atención.
El templo era un lugar apacible (aunque plagado de molestas moscas). Las
columnas dóricas achaparradas que sostenían el arquitrabe y el friso hablaban de
la antigüedad del templo. En la escalinata principal, entre las imponentes
columnas, después de renovar tal vez el mensaje que había dejado para mí,
descendía los peldaños una mujer joven, alta, con un vaporoso vestido blanco,
que abandonó sus aires de superioridad y excitadísima dio un grito tan pronto
como me vio.
Estupendo. Dejando a un lado todo miramiento, bajó a escape desde el podio
hasta mis brazos. Discúlpame, Zeus. Quien ha seducido a tantísimas mujeres
tiene que comprender…
Helena no tuvo que preguntar qué había sucedido. Aquello ahorró una larga
explicación y dejé de sentirme deprimido.
Me condujo a la tranquila vivienda que Claudia y ella habían alquilado, me
hizo tomar asiento en una silla griega con la niña en brazos, envió a Gay o a
buscar a su hermano, mandó de compras a Claudia y, por último, hizo oídos
sordos a la historia conmovedora de nuestra desastrosa experiencia y se dedicó a
divertirme con lo que me había perdido.
—Famia está en Apolonia, muy inquieto; ha comprado una cuadra de
caballos, muy buena, o eso dice él, y quiere embarcar y volver a casa.
—Ya estoy dispuesto.
—Te necesita para que le ay udes a fletar un barco. Hemos recibido varias
cartas de Roma. Las tuy as las he abierto por si se trataba de alguna
emergencia…
—Tienes toda mi confianza, querida.
—Sí, estoy segura de ello. Entre estas cartas había una de Petronio. Cuenta
que ha decidido volver a trabajar con los Vigiles; su esposa no se ha reconciliado
con él y ahora tiene un novio que a Petro le cae mal. La mujer no le permite ver
a los niños y dice que lamenta no haber asistido a tu exhibición como rapsoda.
—¡Lo lamenta mucho, estoy seguro!
—Lenia amenaza con matarte porque prometiste a Esmaracto ay udarlo a
conseguir un contrato en la apertura del nuevo anfiteatro…
—Fue para que Esmaracto accediera al divorcio.
—Pues todavía no ha firmado los documentos. Petro debe de haber visto a
May a; tu hermana está mucho más feliz, sin Famia. Tu madre está bien, pero
disgustada por tu manera de abandonar a Anácrites; éste se dedicó a rondar por
ahí preguntando por ti, pero Petro no lo ha visto desde hace algún tiempo y se
rumorea que ha dejado la ciudad…
—Los chismorreos de costumbre. ¿Que Anácrites se ha marchado de la
ciudad? ¿Y dónde va a ir? Me encanta marcharme de vacaciones. De este modo
me entero de muchas más cosas.
—Y Petronio afirma que no dejan de enviarte mensajes urgentes del
Gabinete de Magistrados del Palatino…
No pude evitar una sonrisa burlona. Mis pies pisaban elegantes mosaicos
ajedrezados blancos y negros, y una fuente salpicaba su chorro refrescante en el
fresco atrio abierto. Julia Junila me había recordado lo suficiente como para
golpearme en la oreja con la manita y reclamar a gritos que la bajara al suelo
para jugar con su sonajero.
—Los gansos sagrados otra vez, ¿no? ¡Qué fastidio! —Eché la cabeza hacia
atrás con una sonrisa. Tenía la sensación de que aquello no era todo—. ¿Algo
más?
—Sólo una carta del emperador. —¿El viejo? Bien, aquello podía ser
importante. Dejé que Helena decidiese si me lo contaba o no. Sus ojos oscuros
miraban melifluos mientras disfrutaba del instante—: Se ha revisado tu tarifa y se
te pagará lo que pedías.
Me incorporé y solté un silbido.
—¡Vay a! ¿Todo?
—El porcentaje que querías.
—Así pues, soy un ciudadano de fortuna… —Las consecuencias eran
demasiado notorias como para asimilarlas todas a la vez—. ¿Y qué quiere, si se
puede saber?
—Hay una nota de su puño y letra que dice que Vespasiano te invita a una
audiencia formal para saber de lo sucedido con los gansos del Capitolio.
¡Ya está bien! ¡Así que tendré que dar explicaciones del asunto! Empezaba a
fastidiarme tanta insistencia.
—Te quiero —murmuré, y la atraje hacia mí. El vestido blanco que llevaba
la hacía sumamente atractiva, pero lo mejor era que tenía los pliegues de las
mangas lo bastante anchos como para admitir unas manos exploradoras y, para
colmo, se desabrocharon los botones de sus ojales…
—Me querrás aún más —musitó Helena con una sonrisa seductora— cuando
te diga que incluso tienes un nuevo cliente.
XLVIII
La reacción normal de un visitante al santuario de Apolo era admirar sus
alrededores, al final de la vía procesional, con maravillosas vistas sobre el valle
exuberante donde manaba una fuente de sagradas aguas. Luego el visitante
entregaba parte de su dinero a los astutos acólitos de la capilla excesivamente
rica, a cambio de una ramita del sagrado laurel y de unos sorbos de agua
desagradable en vasos que necesitaban una buena limpieza. En el santuario se
apiñaban hermosos edificios, donados por los griegos acaudalados y piadosos de
la ciudad, más inclinados a situar sus generosos proy ectos de edificios en los
mejores emplazamientos que en planificar el efecto que producirían en el
conjunto. Cualquiera que decidiese erigir un templo se hacía sitio, sin más, entre
lo que y a estaba construido. Lo principal era asegurarse de que la inscripción con
su nombre sería suficientemente grande.
Me dije con pesar que si Justino y y o hubiéramos podido explotar el silphium
de Cirene, algún día también nosotros, como grandes potentados de la ciudad,
habríamos financiado una nueva obra importante en aquel lugar. Aun así,
siempre había sido de la opinión de que « Falco» en griego se veía ridículo.
Después de dejar atrás los Propileos griegos, con un arco de entrada
monumental a la zona principal del templo, encontramos a nuestra izquierda las
aguas sagradas, dirigidas cuidadosamente mediante canales tallados en diagonal
en el acantilado a fin de que el agua descendiera a una hoy a que quedaba fuera
del alcance del público. Aquello impedía a los tacaños conseguirla gratis.
El acceso a la fuente ocupaba un saliente poco profundo, bajo el cual se
extendían los templos. Si se miraba hacia abajo podía admirarse los edificios
apiñados, pero nosotros preferimos seguir caminando. Más allá de la ermita
había un sendero tapizado de flores silvestres que conducía a un promontorio
elevado desde el cual se dominaba la vista de la gran planicie junto al mar. El
panorama era impresionante. Algún brillante arquitecto había tenido la buena
idea de situar un anfiteatro en el borde de aquel promontorio. La pista donde
tenían lugar los juegos colgaba precariamente sobre una vista fabulosa. En mi
opinión, sólo era cuestión de tiempo y la construcción caería al vacío.
Llegamos allí y nos sentamos en fila en el centro, lo más lejos posible del
borde. Estábamos Helena, Claudia, Justino, Gay o, la niña y y o, e incluso Nux,
que reposaba a mi lado en el banco de piedra a la espera de que sucediese algo
en la orchaestra que teníamos a nuestros pies. Salvo nosotros, nadie más ocupaba
el lugar; pero esperábamos reunirnos con una persona. Esta era la razón personal
de haber acudido allí. El agua de la fuente me tenía sin cuidado: lo que de verdad
me había llevado allí era una cita con un nuevo cliente.
Al parecer, quien quería contratarme era una persona tímida. Toda una
novedad. Era una mujer, presuntamente respetable, que se mostró reacia a
facilitarle su dirección. Muy exquisita.
Enseguida caí en la cuenta de que la dirección debía de ser provisional, como
la nuestra, puesto que la mujer no era cirenea. También sabía que el truco de « la
mujer misteriosa» solía significar que el único misterio era cómo conseguir
librarse de la cárcel una mujer tan escandalosa. Sin embargo, Helena me había
advertido que la tratase con respeto.
La clienta estaba tan impresionada con mi reputación que me había seguido
desde Roma. Aquello debía significar que tenía más dinero que juicio. Ninguna
mujer que se preocupe de atenerse a un presupuesto cruzaría el Mediterráneo
para ver a un informador, y mucho menos lo haría sin asegurarse primero de
que el hombre estuviera dispuesto a trabajar para ella. Ningún informante
merecía tal esfuerzo, aunque me reservé esta última reflexión.
Helena estaba segura de que aceptaría el caso. Que era una conclusión
inevitable. Pero Helena, naturalmente, sabía quién era la clienta.
—Deberías contármelo —le insistí. Me pregunté si Helena se mostraría tan
reservada porque la clienta era una mujer despampanante, pero llegué a la
conclusión de que, en este caso, Helena le habría dicho que se olvidara de mí.
—Quiero ver qué cara pones.
—Tu clienta no se presentará.
—Me parece que sí —aseguró Helena.
El sol bañaba el teatro vacío. Aquél era otro lugar impregnado de aromas,
que también formaba parte del paradisíaco jardín botánico de la Cirenaica. Me
dediqué a masticar semillas de eneldo silvestre. Tenían un sabor tostado,
ligeramente amargo, que armonizaba con mi estado de ánimo.
Nos íbamos a casa. La decisión y a se había tomado, entre la mezcla de
sentimientos de mi grupo. Gay o, que en Roma pasaba la may or parte del tiempo
evitando a su familia, se mostraba ahora perversamente influido de una añoranza
de su presencia. Éramos demasiado buena gente para él. Necesitaba alguien a
quien aborrecer. Helena y y o habíamos disfrutado de nuestra estancia pero
estábamos dispuestos a un cambio de escena; también me atraía la importante
suma de dinero que me aguardaba en casa, ahora que Vespasiano había accedido
a pagarme. Justino tenía que vérselas con su familia. Claudia quería reconciliarse
con la suy a y había anunciado sin más que se proponía regresar a Hispania junto
a sus abuelos. Y, al parecer, sin Quinto.
Dicho esto, he de confesar que hasta la noche anterior no me había dado
cuenta de que Claudia y Quinto escogían el mismo banco a la hora de la cena. En
determinado momento, los brazos desnudos de los jóvenes se apoy aron el uno
junto al otro sobre la mesa, rozándose apenas. La corriente de atracción entre
ellos resultaba más que evidente. Al menos, el silencio de la chica anunciaba la
intensidad de esa corriente que ella sentía. La reacción del muchacho, en
cambio, fuera la que fuese, quedó disimulada. Una sabia decisión.
Ya había quedado atrás el mediodía. Llevábamos una hora sentados en el
teatro. Suficiente espera para una clienta cuy os motivos me resultaban dudosos,
cuando tenía otros planes apremiantes; tenía que volver a Apolonia, rescatar al
agitado Famia y ay udarle a encontrar un transporte caballar decente para los
Verdes. Decidí emprender el regreso a nuestro alojamiento, aunque lo apacible
del lugar me disuadía de abandonarlo inmediatamente.
Poco a poco, la inquietud se apoderó también del resto del grupo y nadie
volvió a comentar nada, pero la may oría habíamos llegado a la conclusión de
que la clienta no se presentaría. Si abandonábamos este asunto, cuando
volviéramos a la casa no nos quedaría nada pendiente salvo hacer el equipaje. La
aventura había terminado para todos nosotros.
Camilo Justino se volvió hacia mí de improviso y dijo con su voz grave y
exageradamente modesta:
—Si navegamos hacia el oeste y tenemos control sobre nuestra embarcación,
Marco, te pediré que me desembarques otra vez en Berenice, si es posible.
Enarqué las cejas.
—¿Abandonas la idea de trabajar en Roma?
—No. Es sólo que deseo hacer antes una cosa.
Helena me dio un codazo en las costillas. Junté las manos, obediente, con la
mirada fija todavía en el teatro, como si asistiera a una actuación realmente
arrebatadora a cargo de una compañía de actores de primera clase. No dije
nada. Nadie se movió. Justino continuó entonces:
—Claudia Rufina y y o teníamos un plan que no hemos llegado a completar.
Sigo empeñado en buscar el jardín de las Hespérides.
Claudia exhaló un suspiro que le brotó del alma. Aquel sueño dorado había
sido su idea fija. Y ahora parecía que Justino hablaba de ir él solo, mientras ella
regresaba a Hispania como una fugitiva a cuestas con su fracaso y su ignominia,
para recuperarse de su pena interior.
—Tal vez quieras acompañarme —propuso nuestro héroe a su furiosa
compañera. Al fin y al cabo, llevarla era una idea encantadora; por eso deseé
que se me hubiera ocurrido a mí la sugerencia. Con todo, Quinto daba la
impresión de ser perfectamente capaz de tomar la iniciativa cuando decidía
molestarse. Se volvió hacia ella y le habló con un tono de voz tranquilo y tierno
que resultó bastante efectivo—. Los dos hemos pasado una notable aventura
juntos. Nunca lo olvidaremos, ¿sabes? Y sería una verdadera lástima que en el
futuro tuviéramos que recordarlo en silencio, cuando estuviésemos con otras
personas.
Claudia lo miró.
—Te necesito, Claudia —declaró él. Tuve ganas de vitorearlo. Justino sabía
muy bien lo que se hacía. ¡Vay a con el muchacho! Guapo, encantador, de
absoluta confianza (tenía que serlo, y a que no disponía, de hecho, de un solo
óbolo). La muchacha estaba desesperadamente enamorada de él y Justino la
había rescatado en el último minuto.
—Gracias, Quinto. —La chica se puso de pie. Era alta, de constitución
atlética, con unas facciones fuertes y una expresión seria. Rara vez la había visto
reír, excepto en Roma, cuando conoció a Justino; ahora tampoco se reía—.
Dadas las circunstancias —continuó con aire complacido—, creo que es lo
mínimo que puedes ofrecerme.
Helena cruzó una mirada conmigo y frunció el entrecejo.
La voz de Claudia se hizo más dura:
—¿De modo que me necesitas? —Lo que necesitaba Justino era su fortuna, y
de pronto tuve la perversa sensación de que Claudia también lo intuía así—.
¿Sabes una cosa? ¡Nadie, en toda mi vida, se ha molestado nunca en tener en
cuenta lo que necesito y o! Discúlpame, Quinto; entiendo que todos los demás
piensen que has hecho algo maravilloso, pero y o prefiero vivir con uno que me
quiera de verdad.
Antes de que nadie pudiera detenerla, Claudia se abrió paso hasta el pasillo
más próximo y comenzó a bajar los peldaños de la grada. Yo y a conocía su
tendencia a entrar y salir sola precipitadamente de los anfiteatros. Me puse de pie
al instante antes de que lo hiciera Quinto, que todavía tenía una expresión de
perplejidad. ¡Por Júpiter! parecía decirse; él había hecho cuanto había podido y
ahora estaba terriblemente perturbado. ¡Cómo las mujeres podían ser tan
insensibles…!
Nux saltó del asiento y corrió tras la chica con un ladrido excitado. Helena y
y o la llamamos al mismo tiempo. Cuando Claudia tomó el pasadizo hacia una
salida pública cubierta, una dama que había conseguido acceder a la arena se
encaminó hacia el centro y se encaramó a una posición dominante en el
escenario oval.
Era una mujer de mediana altura y de porte altivo: cuello largo, barbilla
angulosa, una mata de cabellos castaños como espuma y unos ojos vigilantes que
siguieron a Claudia con curiosidad mientras la muchacha corría pasillo abajo
hacia ella y, de pronto, se detenía. La mujer llevaba unas ropas finas de tonos
suaves, con un brillo de seda en la urdimbre. El manto ligero estaba sujeto a los
hombros mediante unos broches a juego, unidos mediante una pesada cadena de
oro. Otras piezas de oro brillaban en su cuello y en los dedos, y colgaban de sus
pálidas orejas unos pendientes largos y elegantes.
Su voz serena, aristocrática (y latina) llegó sin problemas desde el escenario.
—¿Quién de vosotros es Didio Falco?
Si había traído criados, estarían esperando en otra parte. Su aparición en
solitario estaba calculada para sorprendernos. Levanté el brazo, inquieto todavía.
En cualquier caso, siempre era perfectamente capaz de insultar a cualquiera que
viniera a pedir.
—¡Dioses del Olimpo! ¿La elite cirenaica permite que luchen en su circo
mujeres gladiadoras?
—¡Qué cosa más intolerable! —Resplandeciente con su refinada ropa de
calle, la mujer me inspeccionó con frialdad. Efectuó una ligera pausa como se
suele hacer cuando uno sabe el efecto que va a causar y añadió—: Me llamo
Scilla.
A mi lado, Helena Justina sonrió beatíficamente. Le di la razón: iba a aceptar
a aquella clienta.
IL
—¿Cómo me has encontrado?
Avanzábamos entre las sombras de un camino cálido que conducía al
santuario. Helena, mi discreta dama de compañía, caminaba en silencio a mi
lado, me tomaba de la mano y alzaba el rostro al sol como absorta en la belleza
del panorama. Gay o había cogido a la niña y a Nux y había apresurado la
marcha hacia casa, adelantándose a nosotros. Los jóvenes amantes, o lo que
resultaran ser, se habían retrasado para declararse mutuamente rotundos que no
había nada más que decir.
—Di contigo por mediación de tu amigo Petronio. Antes hablé con un hombre
llamado Anácrites. Dijo que era tu socio. No le presté mucha atención.
Scilla era franca e iba al grano. Era una mujer que hacía sus propios juicios y
actuaba de acuerdo con ellos.
Dejé que la posible clienta se llevara una buena impresión de mí y expliqué,
mientras avanzábamos despacio:
—Durante un tiempo trabajé con Petronio, en quien tenía depositada toda mi
confianza. —Como conocía a Petro, me pregunté por un instante qué habría
pensado de la nueva clienta cuando ésta lo abordara. A mi amigo le iban los tipos
más frágiles. Scilla era esbelta, tenía unos brazos nervudos y unos andares firmes
—. Por desgracia, Petro ha reemprendido su carrera en los vigiles. Ahora, en
efecto, trabajo con Anácrites, en quien no confío en absoluto. Desconfío de él
hasta el punto de que hay una cosa segura: a mi nunca me defraudará.
Enfrentada con la tradicional sagacidad de la cofradía de los informantes,
Scilla se limitó a reaccionar con una mueca de irritación. También aquello
resultaba tradicional.
—Has hecho un viaje muy largo. ¿Por qué y o? —le pregunté con amabilidad.
—Porque y a te has involucrado en lo que necesitaba que hicieras por mí.
Acudiste a la casa.
—¿A ver a Pomponio Urtica? —Por un instante me vi transportado a la lujosa
villa del ex pretor en el Pinciano, en el mes de diciembre anterior, en aquel par
de ocasiones frustradas en que me había propuesto entrevistarlo después de que
el león de Calíopo lo magullase. ¿Estaba Scilla en la casa en aquella ocasión, o le
habían hablado de mí posteriormente? En cualquier caso, y a sabía que la joven
vivía con él y era un miembro íntimo del círculo doméstico del pretor—. Quería
hablar a Pomponio de aquel accidente…
Su voz me pareció ronca y profunda:
—¡Un accidente que no debería haber sucedido! —dijo.
—Ésa fue mi deducción. ¿Y qué tal Pomponio?
—Ha muerto. —Scilla se paró en seco. Tenía las facciones pálidas—. Duró
hasta últimos de marzo. Su final fue prolongado y terriblemente doloroso. —
Helena y y o nos detuvimos también, a la sombra de un pino de frondosas ramas.
Parte de lo que Scilla relataba y a debía de haber llegado a oídos de Helena, pero
la muy tunanta había dejado que y o lo escuchara de pe a pa. Scilla fue al grano
sin perder detalle—: Ya debes de imaginar, Falco, que quiero que me ay udes a
tratar con la gente responsable.
Ya lo había imaginado.
Para lo que no me consideraba preparado era para tratar con aquella mujer
culta, rica y educada. Según los comentarios que corrían por Roma, era una
muchacha alegre y despreocupada, pero de baja cuna; una esclava liberta,
probablemente. Aunque Pomponio le hubiera legado millones de sestercios,
habría sido imposible que una persona vulgar como ella se transformara en unas
semanas en una imagen fiel de una sacerdotisa de Vesta.
Scilla notó mi mirada, que no había hecho el menor esfuerzo en ocultar.
—¿Y bien?
—Estoy intentando estudiarte. He oído que tienes una reputación de mujer
« fatal» .
—¿Y qué significa eso? —me desafió.
—Si quieres que sea sincero, esperaba una buscona de pocos años con
pruebas evidentes de una vida aventurera.
Scilla mantuvo la calma aunque se hizo evidente su rechinar de dientes.
—Soy hija de un importador de mármoles, un caballero de la clase
intermedia, que también desempeñó importantes cargos en el servicio fiscal. Mis
hermanos dirigen un floreciente negocio de complementos arquitectónicos y uno
de ellos es sacerdote del culto imperial. Así pues, mis orígenes son respetables y
crecí entre lujos y comodidades, con todas las ventajas que ello representa.
—Entonces, ¿de dónde viene esa fama?
—Tengo un pasatiempo insólito, que nada importa para tu investigación.
Mi mente se disparó, lujuriosa. Aquel misterioso pasatiempo tenía que ser de
índole sexual.
La mujer reemprendió la marcha. Helena la tomó del brazo y las dos
echaron a andar juntas mientras y o me abría paso entre los arbustos de eneldo.
Helena retomó la conversación como si fuera más apropiado que a la hija de un
caballero la interrogase otra mujer. Personalmente, me parecía que Scilla no
necesitaba tales concesiones.
—Bien, háblanos del pretor y tú. ¿Estabais enamorados?
—Íbamos a casarnos.
Helena sonrió e hizo como si esto respondiese a la pregunta, aunque sabía que
no era así.
—¿Tu primera boda?
—Sí.
—¿Habías vivido con tu familia hasta entonces?
—Sí, claro.
La pregunta de Helena había sido un modo sutil de sondear si Scilla había
tenido amantes importantes con anterioridad, pero la muchacha era demasiado
astuta como para revelarlo.
—¿Y qué hay de la noche en que Pomponio hizo llevar el león a su casa? ¿Era
una especie de regalo adecuado para ti?
En los ojos avellana de Scilla apareció una expresión que denotaba tristeza y
distanciamiento.
—A veces, los hombres tienen una idea muy rara de lo que es « adecuado» .
—Tienes razón. A algunos les falta imaginación —asintió Helena,
comprensiva—. Otros, por supuesto, saben que están cometiendo una torpeza y
siguen adelante, a pesar de todo. ¿Estabas tú presente cuando Pomponio resultó
herido? Debió de ser una experiencia terrible.
Scilla continuó caminando unos instantes, en silencio. Tenía un paso elegante
y controlado, en nada se parecía a los andares torpes de la may oría de las damas
de alta cuna, que sólo salían de casa transportadas en un palanquín. Como
Helena, la muchacha daba la impresión de ser de esas que rondan media docena
de mercados, que gastan con mesura y que transportan la compra a casa ellas
mismas.
—Pomponio cometió una estupidez —declaró sin el menor tono de rencor o
de recriminación.
—El león se liberó y saltó sobre él. La fiera sorprendió a los guardianes,
aunque ahora y a sabemos por qué se comportó así. Hubo que acabar con él.
Arrugué el ceño. Alguien me había contado que la chica tuvo una reacción
histérica; tal comportamiento habría sido comprensible, pero, en aquel momento,
Scilla parecía tan mesurada que me resultaba inimaginable. Volví la cabeza para
mirar a Helena y declaré:
—Creo que Pomponio estuvo moviendo un muñeco de paja. El león se lanzó
por el muñeco, hirió al pretor y provocó el caos… ¿Qué sucedió a continuación?
—Di un grito con todas mis fuerzas y eché a correr hacia adelante para
asustar al león y ahuy entarlo.
—Se necesita valor para hacer algo así…
—¿Y dio resultado? —preguntó Helena, perpleja, aunque y a volvía a
dominarse.
—El león cesó en su ataque y huy ó al jardín.
—Rúmex, el gladiador, fue tras él e hizo lo que tenía que hacer, ¿no es eso?
Me pareció que una sombra cruzaba el rostro de Scilla.
—Rúmex fue tras el león —asintió en voz baja.
La muchacha parecía impaciente por poner fin a la conversación, lo cual me
pareció natural. Al cabo de un rato, Helena apuntó:
—Estuve a punto de conocer a Rúmex en cierta ocasión, poco después del
accidente, cuando todavía estaba aislado del contacto con el público.
—No te perdiste gran cosa —le dijo Scilla con inesperada vehemencia—. Era
una vieja gloria. Todos sus combates estaban amañados.
Me sentí obligado a defender al pobre Rúmex, capaz de lancear a un león
acorralado y furioso sin ay uda de nadie.
La opinión de Scilla era información privilegiada. Me pregunté cómo habría
adquirido Scilla los conocimientos necesarios para juzgar de manera tan rotunda
la actuación de un gladiador.
De Pomponio, tal vez.
Habíamos llegado a la zona principal del santuario. Scilla nos condujo hasta
unos peldaños y los descendió. Yo ofrecí la mano a Helena, galantemente, pero
Scilla parecía muy capaz de mantener el equilibrio sin ay uda de nadie.
Salimos a un pequeño recinto entre un puñado de templos apretados, entre los
cuales se encontraba la gran capilla dórica a Apolo, con su espectacular altar al
aire libre en el exterior. Muchos de los otros templos, viejos y pequeños, se
apretujaban en torno a la plaza abierta. Los dioses helenistas solían ser menos
distantes que sus equivalentes romanos.
—Y bien, Falco, ¿piensas ay udarme? —preguntó Scilla.
—¿A hacer qué?
—Quiero que se pida cuentas a Saturnino y a Calíopo como causantes de la
muerte de Pomponio.
Guardé silencio.
—Quizá no sea tan sencillo —comentó Helena—. Tendrías que probar que
conocían con antelación lo que podía suceder aquella noche, ¿te das cuenta?
—Los dos son expertos en animales salvajes —respondió Scilla con aire
despectivo—. Decididamente, Saturnino no debería haber organizado un
espectáculo privado. Perder una fiera en un entorno doméstico es una estupidez.
Y Calíopo tenía que saber que, cambiando los leones, firmaba una sentencia de
muerte contra Pomponio.
Helena Justina, hija de senador, propuso la solución de la clase alta:
—La familia del pretor y tú haríais mejor presentando una demanda civil por
la pérdida de Pomponio. Tal vez necesitéis un buen abogado.
Scilla sacudió la cabeza con impaciencia.
—La compensación no es suficiente. ¡Y tampoco es el tema! —Consiguió
dominar la voz; después, inició lo que parecía un discurso preparado—:
Pomponio se portó bien conmigo y no quiero que no hay a nadie que abogue por
él. Son muchos los hombres que muestran interés por una chica que se ha labrado
una reputación…, pero y a podéis suponer cuál es ese interés. Pomponio estaba
dispuesto a casarse conmigo. Era un hombre decente.
—Entonces, perdóname —dijo Helena muy serena—. Comprendo tu
irritación, pero otros pueden pensar que sólo tienes motivos rastreros para
defenderlo. Por ejemplo, ¿su muerte significa que has perdido la esperanza de
disfrutar de su fortuna?
Scilla adoptó un ademán altivo y, una vez más, continuamos como si hubiera
dedicado mucho tiempo a reflexionar sobre su pérdida y hubiera ensay ado el
modo de defenderse de su cólera:
—Pomponio y a había estado casado anteriormente y sus hijos son los
principales herederos. Lo que he perdido ha sido la oportunidad de hacer una
buena boda con un hombre de posición elevada. Un ex pretor era un buen
consorte para la hija de un miembro de la clase ecuestre. Tuvo la generosidad de
pedir mi mano y y o lo tengo en alta consideración por eso.
—Tienes razones para llorarlo, en efecto, pero todavía eres muy joven… —
Scilla tendría unos veinticinco años, calculo y o.
—No dejes que esta desgracia afecte al resto de tu vida —le aconsejó
Helena.
—Pero y o tengo la carga suplementaria —respondió Scilla con sequedad—
de haber perdido en circunstancias escandalosas al hombre con el que se suponía
que iba a casarme. ¿Quién va a quererme ahora?
—Sí, y a veo. —Helena la contempló con aire como ausente—. ¿Y para qué
se supone que quieres a Falco?
—Para que me ay ude a obligar a esos hombres a reconocer su delito.
—¿Qué has hecho al respecto, hasta el momento? —pregunté.
—Los responsables de lo sucedido han huido de Roma. Tras la muerte de
Pomponio, me corresponde a mí continuar con el asunto. Llevaba tanto tiempo
sufriendo que su familia no quiso saber nada más al respecto. Primero, consulté
con los vigiles, que se mostraron comprensivos.
—Los vigiles son famosos por el buen trato que dan a las chicas impetuosas
—asentí—. Lo cierto es que algunos vigiles se comen a chicas impetuosas como
tú como postre en el almuerzo.
Scilla encajó la broma con buen ánimo. No le prestó la menor atención.
—Por desgracia, los sospechosos son gente de fuera de Roma y, por tanto, el
caso está fuera de la jurisdicción de los vigiles. Por eso he apelado al emperador.
—¿Y éste te ha negado su ay uda? —inquirió Helena con indignación.
—No; precisamente no. Mis hermanos actuaron de abogados de mi petición,
por supuesto, aunque noté perfectamente que la situación les daba apuro. A pesar
de ello, expusieron mi caso de la mejor manera que sabían y el emperador los
escuchó hasta el final. La muerte de un hombre de rango tan elevado tenía que
tomarse en serio, pero la respuesta de Vespasiano fue que el propio Pomponio
había sido el responsable por haber encargado un espectáculo privado.
Helena le dirigió una mirada comprensiva.
—Vespasiano se propondría evitar los chismorreos…
—En efecto. Y como los dos hombres estaban en paradero desconocido, todo
el asunto quedó en suspenso, en la esperanza de que el interés público por la
cuestión disminuy ese. Lo único que prometió el emperador fue que, si Saturnino
y Calíopo regresaban a Roma, volvería a examinar el caso.
—Sabiendo eso, ninguno de los dos querrá volver —dijo Helena con tono
irónico.
—Exacto. Se ocultan en Leptis y en Oea, sus ciudades natales. Podría
envejecer y encanecer esperando a que ese par de insectos reaparecieran.
—¡Pero no pueden escapar a la justicia, mientras sigan dentro del territorio
del imperio!
Scilla movió la cabeza:
—Podría apelar al gobernador de la Tripolitania, pero éste no emprendería
acciones más enérgicas de las que ha tomado el emperador. Saturnino y Calíopo
son figuras notables, mientras que y o no tengo la menor influencia. ¡Los
gobernadores no responden bien a lo que Falco ha denominado « chicas
impetuosas» !
—Entonces, ¿qué quieres de Falco?
—Yo no puedo acercarme a esos hombres. Y ellos no aceptarán
representantes míos, no querrán hablar con nadie que y o envíe. Tengo que ir tras
ellos; tengo que ir a la Tripolitania en persona. Pero son gente violenta,
perteneciente a una parte de la sociedad embrutecida y brutal. Además, están
rodeados de luchadores profesionales…
—¿Tienes miedo, Scilla? —preguntó Helena.
—Sí, lo reconozco. Ya han amenazado a mis esclavos. Si voy …, y creo que
debo hacerlo, me sentiré vulnerable en territorio enemigo. Tener la justicia de mi
parte no será ningún consuelo si me hacen daño… o algo peor.
—Marco… —Helena apeló a mí. Yo había guardado silencio mientras me
preguntaba por qué me sentiría tan escéptico.
—Puedo escoltarte —dije a Scilla—, ¿pero qué sucederá entonces?
—Búscalos, por favor, y tráemelos para que pueda echarles en cara su
crimen.
—Parece una petición razonable —comentó Helena.
—No te recomiendo que armes grandes escándalos —me sentí obligado a
advertir a la mujer—. Nunca se ha demostrado (por lo menos, en un tribunal)
que alguno de los dos hombres hay a cometido un delito.
—¿Estás diciéndome que no puedo plantear una demanda civil, como sugería
Helena Justina? —preguntó Scilla quedamente. Su pregunta parecía inocua.
Demasiado inofensiva, viniendo de quien venía.
—No digo eso. Estoy seguro de que en Leptis y en Oea podremos encontrar
algún abogado dispuesto a plantear que Saturnino y Calíopo te recompensen
financieramente por la pérdida de tu futuro esposo a causa de su negligencia.
—Eso es todo lo que quiero —asintió Scilla.
—Muy bien. En ese caso, puedo dar con ellos y citarlos ante un tribunal. El
coste será bastante asequible, sentirás que te has puesto en acción y quizá tendrás
la oportunidad de ganar el caso. —Tripolitania era una provincia famosa por su
tendencia a litigar. A pesar de ello, no me parecía que el asunto fuera a llegar a
los tribunales necesariamente. Saturnino y Calíopo podían darle un pago para
asegurarse de que la mujer abandonaba la ciudad. Las acusaciones, en mi
opinión, no les harían mucho daño, pero podían resultar un inconveniente. Si los
lanistas atendían la queja y la muchacha recibía una indemnización, podrían
volver a Roma sin problemas—. Una cuestión más, sin embargo. Ha quedado
una muerte por resolver, relacionada con todo esto. A Pomponio lo mató el león
y a éste, Rúmex. A su vez, Rúmex también murió y su asesino sigue sin ser
descubierto. Tengo que preguntarte una cosa: ¿Has tenido tú alguna relación con
este asunto?
Scilla me dirigió una mirada gélida. Me sentí como el maestro de música de
una joven que, sin darse cuenta, falla una nota después de que ella hubiera
completado sus escalas a la perfección.
—Si las circunstancias lo piden, sería capaz de matar a un hombre —
respondió con calma—. Pero no lo he hecho nunca, te lo aseguro.
Claro que no. Scilla era hija de un caballero y era absolutamente respetable.
—Bien. —Me sentí ligeramente perplejo.
Era evidente que tendría que aceptar el trabajo. Concertamos, pues, diversos
acuerdos sobre financiación, puntos de contacto, etcétera. A continuación, Scilla
dijo que se disponía a hacer una ofrenda en un templo y Helena y y o nos
despedimos de ella con toda educación. Pero tuve ocasión de ver que el templo al
que se encaminaba era el más adecuado para una mujer con el corazón sediento
de venganza, aunque fuera una venganza obtenida en los tribunales; era el
dedicado a Hécate, la diosa de la noche y de los muertos.
—Se la identifica con Diana —comentó Helena. A ella tampoco se le había
escapado a dónde se dirigía mi nueva clienta.
—¿La luna?
—Diosa de la caza más bien, es lo que estaba pensando.
Helena y y o nos quedamos junto al altar de Apolo; aquel refugio de cultura
estaba más animado. Capté un leve aroma a carne asada que me estimuló el
apetito.
—¿Y bien? ¿Qué opinas?
Una arruga surcó la ancha frente de Helena.
—Hay algo que no cuadra del todo.
—Me alegro de que lo digas. —Scilla me había producido una intensa
sensación de desagrado. Estaba demasiado segura de sí misma.
—Quizá sea tanta franqueza —apuntó Helena con su habitual suavidad—.
Scilla se quedó frustrada cuando intentó apelar a los vigiles y al emperador.
Considera que cometió una injusticia, pero ¿qué remedio existe? La gente que
pierde algo en una tragedia se enfurece mucho y se mueve de un sitio para otro
buscando una manera de aliviar su impotencia.
—Me parece bien, si acude a mí y me contrata.
—¿Estás seguro de que quieres hacerlo?
—Sí, seguro.
Cuando Scilla se refería a la noche en que su amante quiso impresionarla con
el espectáculo, y o le había recordado el león muerto y, más tarde, al gladiador
muerto cuy o asesinato ni siquiera se había empezado a investigar. Aquello me
había despertado sentimientos que había dejado atrás cuando salí de aquel
interludio de descanso blanqueado por el sol. Dedicarme a Justino —a su alocada
carrera en pos de una fortuna y a las tristes pruebas de su vida amorosa— me
había alejado de los días invernales dedicados a auditar los establecimientos de
fieras para el circo. Pero el problema no había dejado de perturbarme. Y ahora
estábamos allí, en la antigua Cirene griega, enfrentados con las mismas oscuras
corrientes ocultas.
—Así pues —comentó Helena, y me dedicó una extraña mirada—, ¿viajarás
a Tripolitania?
—Sí. Pero no es necesario que me acompañes.
—¡Claro que te acompañaré! —dijo en tono bastante enérgico—. No he
olvidado que la primera vez que nos vimos, Marco Didio, tenías fama de pasar el
tiempo con ciertas acróbatas tripolitanas de notoria flexibilidad.
Solté una carcajada. No era la reacción adecuada.
¡Vay a con Helena Justina! Habían pasado tres años desde nuestro primer
encuentro y en todo ese tiempo no había vuelto a pensar en la juncal bailarina
con la que había salido antes de conocerla a ella. Ni siquiera recordaba cómo se
llamaba la muchacha. Pero Helena, que no había llegado a conocer a la
bailarina, todavía albergaba algunos recelos.
La besé. Tampoco era lo adecuado, pero cualquier otra cosa habría sido peor.
—Sí, será mejor que estés ahí para ahuy entarlas —respondí muy
acaramelado. Helena alzó el mentón, desafiante, y y o le guiñé un ojo. Hacía
mucho tiempo que no lo hacía. Era uno de esos descarados ritos de cortejo que se
olvidan cuando uno se siente seguro de alguien.
Demasiado seguro, tal vez. Helena todavía podía producirme la sensación de
que mantenía abiertas sus opciones por si decidía que y o no era una buena baza.
Crucé con ella el recinto del templo hasta un punto espectacular donde el
agua del manantial de Apolo había sido desviada del nivel superior a una fuente
clásica. Sobre el plinto de un esbelto obelisco, inclinado en un ángulo bastante
extraño, había un torso masculino desnudo, de pequeñas proporciones. El obelisco
estaba instalado sobre un estanque escalonado del que fluía el agua del manantial
formando láminas. Helena miró de reojo la columna solitaria, cuy o significado
dio la impresión de que se lo tomaba con suspicacia.
—Algún escultor que representaba sus sueños —dijo en son de burla—.
Apuesto a que hace reír a su novia.
Debajo del obelisco había un elegante podio semicircular, escoltado por dos
magníficos leones de piedra. Las fieras, vueltas la una hacia la otra con sendas
muecas amenazadoras y feroces, eran largas de cuerpo y bastante recias de
tronco y de patas, con unas cabezas anchas, unos bigotes atractivos y unas
melenas rizadas, esculpidas minuciosamente.
Me quedé allí un rato, contemplando a las fieras guardianas, mientras
pensaba en Leónidas.
TERCERA PARTE

TRIPOLITANIA
Mayo del año 74 d. C.
L
Tripolitania.
De todas las provincias del imperio, la Tripolitania destacaba con mucho
sobre las demás por su nobleza. Las tres ciudades de la región tenían una historia
de lucha por la independencia que resultaba realmente asombrosa. En mi
opinión, lo único que tenían a su favor, aunque fuese remotamente, era el hecho
de que sus habitantes no eran griegos.
Tampoco habían sido nunca cartagineses de pura cepa. Esto explicaba su
terca actitud; cuando Cartago fue derrotada, ellos prorrumpieron en llanto.
Ciertamente, las ciudades fueron fundadas por los fenicios y es posible que
fueran recolonizadas en varias ocasiones posteriores desde la propia Cartago;
pero, a pesar de todo, las grandes ciudades costeras habían conservado casi
intacto su estatus de independencia. Cuando Roma aplastó el poder de Cartago,
los de Cirene estuvieron en condiciones de proclamar que habían sido autónomos
de Cartago, evitar represalias y sufrir ser arrasadas sus ciudades como lo había
sido Cartago. Cartago, en efecto, vio su población convertida en esclava, su
religión prohibida, sus campos, sembrados de sal y su aristocracia, confinada al
olvido; en cambio, las tres ciudades se declararon inocentes y pidieron
inmunidad. La Tripolitania nunca llegó a rendirse formalmente. Nunca fue zona
militar. No la había colonizado ningún veterano del ejército. Aunque recibía
visitas periódicas de legisladores, carecía de una presencia administrativa regular
por parte de la oficina del gobernador del África Proconsular, bajo cuy a
jurisdicción estaba, en teoría, aquella región.
La Tripolitania, de momento, era púnica y se iba haciendo romana poco a
poco. Sus gentes se entregaban, con claros indicios de hacerlo sinceramente, a
planificar la ciudad al modo romano, con inscripciones romanas y nombres de
calles que pretendían ser romanos. A las tres ciudades las conocía todo el mundo
como el conjunto de « los Emporios» y el término dejaba bien clara su
definición: centros de comercio internacionales. De ello se deduce que estaban
abarrotadas de millonarios de muchas etnias, prósperos y bien vestidos.
Mi grupo era pulcro y civilizado; pero, cuando arribamos a Sabrata, nos
sentimos como mendigos harapientos que no pintábamos nada allí.
Debo mencionar dos hechos. El primero, que Sabrata es la única de las tres
ciudades que no dispone de puerto. Por eso, cuando digo que « arribamos» me
refiero a que nuestra embarcación varó en la play a inesperadamente a bastante
distancia y con gran violencia, con acompañamiento de un espantoso crujido de
tablas y maderos. El capitán, que se había hecho muy amigo de mi cuñado
Famia, no estaba sobrio ni un solo instante, según descubrimos después de la
brusca maniobra.
El segundo hecho que quiero resaltar es que si bien tocamos tierra en Sabrata,
y o había dado al capitán órdenes muy precisas de poner rumbo a otra parte.
Me pareció más que evidente que me correspondía a mí tomar las oportunas
decisiones. El grupo estaba a mi cargo. Más aún, era y o quien había encontrado
el barco en Apolonia, quien lo había armado y fletado y quien había negociado la
carga de los espléndidos caballos libios que Famia, de algún modo, había
conseguido adquirir para los Verdes. Dado que y o era partidario de los Azules, se
trataba de un acto de evidente magnanimidad. Era cierto que Famia había
pagado el transporte y que al final, en el capítulo crucial de conseguir la
confianza del capitán, habían sido las ánforas de Famia las que habían inclinado
la balanza a su favor. Una dura negociación sobre los caballos le permitieron
disponer de suficientes fondos de los Verdes y adquirir un número discreto de
ánforas.
Famia quería ir a Sabrata porque pensaba que las tribus nómadas llevaban
caballos a esta ciudad desde los oasis del desierto.
Había vaciado la Cirenaica, pero seguía comprando. Los Verdes siempre se
mostraron derrochadores y, cuantos más caballos compraba mi cuñado, más
órdenes de pago transformaba en dinero en metálico, lo cual le dejaba bastante
margen para vino.
La tribu más importante del interior era la de los garamantes, cuy a derrota a
manos del comandante romano Valerio Festo y a habíamos tratado Quinto y y o
cuando creímos que nos habían capturado. En vista de lo recentísimo de esta
derrota, era probable que hubieran dejado de comerciar, al menos
temporalmente. Con todo, las caravanas todavía pasaban por el gran oasis de
Cidame camino de Sabrata, cargadas de oro, rubíes, marfil, paños, pieles, tintes,
mármoles, maderas preciosas y esclavos, por no hablar de los animales exóticos.
El emblema comercial de la ciudad era un elefante.
Yo iba detrás de unos hombres que comerciaban con animales salvajes, pero
entre éstos no se contaban los elefantes, gracias a los dioses.
—Famia —le había dicho y o en Apolonia, hablándole despacio y
apaciblemente, para no ofender ni confundir al bastardo borracho de mi cuñado
—. Tengo que ir a Oea y a Leptis. Cualquiera de las dos me sirve, para empezar;
aunque primero me gustaría tocar tierra en Leptis. Sabrata es el lugar que nos
podemos saltar.
—Muy bien, Marco —había replicado Famia, sonriendo con esa mueca
irritante que emplean los borrachos cuando van a olvidar todo lo que uno les ha
dicho. Tan pronto como le volví la espalda, el evasivo y descarriado comprador
de caballos había empezado a confraternizar con el capitán, un cerdo que resultó
ser tan despreciable como mi cuñado.
Cuando la embarcación varó en la arena de Sabrata y noté una fuerte
sacudida, asomé la cabeza por la cubierta inferior; donde había permanecido
hecho una piltrafa debido al mareo. Tuve que agarrarme las manos para
reprimir el impulso de cerrarlas en torno al cuello de mi cuñado. Finalmente,
pude saber por qué el viaje me había parecido interminable. La travesía tenía
que haber terminado días antes.
Cualquier intento de protestar era absolutamente inútil. Para entonces y a me
había dado cuenta de que Famia flotaba en un estado de ebriedad incurable y que
nunca llegaba a estar totalmente sobrio. Su ingestión diaria lo impulsaba al
desenfreno o a la depresión, pero nunca llegaba a estar del todo en el mundo real.
Si y o le daba de beber hasta que perdiera el sentido, como deseaba hacer,
cuando regresáramos a Roma Famia me acusaría ante mi hermana y May a
acabaría por aborrecerme.
Me sentí impotente. Además, también había perdido a algunos de mis
partidarios naturales. Como él mismo había pedido, dejamos a Justino en
Berenice y, cuando nos separamos, todo lo que había entre él y Claudia parecía
estar a punto para la tragedia. Después, cuando descargó su reducido equipaje y
se despidió del resto del grupo en el embarcadero, se dirigió a la muchacha.
—Será mejor que me digas adiós con un beso —oímos que le decía en voz
baja. Claudia se lo pensó dos veces y, por fin, alcanzó con sus labios la mejilla de
Justino y los apartó rápidamente.
Con su entrenamiento militar para reaccionar con premura, Camilo Justino
aprovechó la ventaja que le daba el haberse puesto sobre aviso y pasó un brazo
en torno a su talle.
—No, así no. Dame un buen beso, como es debido…
La firmeza en el tono de voz de Justino presionó tanto a Claudia que ésta se
vio en la obligación de hacer lo que le decía. Esta vez, el joven prolongó el beso
largo rato y retuvo a Claudia lo más cerca posible sin que pudieran acusarlo de
comportamiento inadecuado. Tuvo la sensatez necesaria para contenerse hasta
que ella dejó de resistirse y rompió en llanto. Quinto la consoló, y la dejó que
llorara en su hombro; hizo ademanes de que se proponía conservarla a su lado y,
con gestos, nos indicó que recogiéramos las pertenencias de Claudia. Después
empezó a hablar con ella en voz baja:
—¡Por Júpiter, acabo de ver lo que sucede cuando Quinto tiene una charla
con una chica que, secretamente, lo considera maravilloso!
Mientras se encaminaba a recoger el equipaje de Claudia, Helena hizo una
pausa y me taladró con la mirada. No pude recordar si le había contado alguna
vez a Helena lo de la desaparición de su hermano en la torre de los bosques
germanos con la profetisa que, más adelante, lo abandonaría y lo dejaría herido
de amor. Yo lo vi bajar de la torre más tarde, visiblemente alterado. No era difícil
adivinar la razón.
—Tal vez está disculpándose —apuntó Helena, cáustica y mordaz.
Lejos de mantenerse pasiva pese a que lloraba a moco tendido, Claudia
interrumpió a Justino con una larga y enfurecida diatriba, cuy o tema central no
llegué a determinar. Él le respondió y ella intentó desasirse de su abrazo
lanzándole furiosos golpes al pecho con la palma de la mano hasta que Quinto se
vio obligado a retroceder palmo a palmo hasta llegar al borde del muelle. Pero
ella no se atrevería a empujarlo al agua y los dos lo sabían.
Quinto dejó que Claudia le gritara una y otra vez hasta que la muchacha
quedó callada. Entonces hizo una pregunta. Ella asintió. Todavía en precario
equilibrio al borde del embarcadero, se rodearon con los brazos. Advertí que
ofrecía las facciones muy pálidas, como si supiera que estaba condenándose
pero pensando, quizá, que era preferible el problema que y a conocía a cualquier
otro que pudiera surgir.
Contuve una sonrisa al pensar en la fortuna que Justino acababa de conseguir.
Gay o, mi sobrino, fingió un violento ataque de vómito en el muelle ante la
turbulenta escena que acababa de presenciar. Helena fue a sentarse en la proa de
la nave, sorprendida de ver que su hermano menor tenía su propia vida.
Los demás volvimos a bordo y zarpamos. Justino declaró una vez más que
intentarían alcanzarnos antes de que dejáramos Leptis.
Yo seguía pensando que la pareja estaba destinada al fracaso, pero la gente
había dicho lo mismo de Helena y de mí. Y aquello nos había dado una buena
razón para seguir juntos. Los buenos presagios no se cumplen. Los malos le dan a
uno motivos contra qué luchar.
—Sabrata parece una ciudad muy atractiva —dijo Helena intentando
apaciguarme mientras asimilaba la confusión de Famia respecto a nuestro
destino. Eso fue antes de que mi amada descubriera la existencia de un santuario
dedicado a Tanit, lo cual le incitó a tener más cuidado en vigilar a la pequeña y a
mi sobrino Gay o.
—Estoy seguro de que los rumores de sacrificios de niños —apunté— sólo
van dirigidos a proporcionar a Tanit un halo de notoriedad y a incrementar su
autoridad.
—Sí, claro —respondió Helena en tono burlón. Los rumores sobre ritos
religiosos repugnantes pueden inquietar incluso a las chicas menos sensibles.
—Sin duda, la razón de que hay a aquí tantos sarcófagos de pequeño tamaño
es que quienes veneran a los dioses púnicos también aman profundamente a los
niños.
—Y tienen la mala fortuna de perder a muchos de ellos a una edad muy
temprana… ¡Qué le vamos a hacer, Marco!
Helena estaba perdiendo su presencia de ánimo. Los viajeros siempre pasan
por momentos bajos. Soportar una larga travesía para, en el preciso momento en
que uno cree que ha llegado, descubrir que está en realidad a doscientas millas de
su destino (y que tiene que desandar el camino) puede provocar desesperación
en el espíritu más animoso.
—Esperemos que a Scilla no le importe que me presente con una semana de
retraso. —Scilla había insistido en viajar a Leptis Magna por su cuenta, otro claro
ejemplo de su actitud caprichosa, que me hacía recelar de ella como clienta—.
Podemos intentar convencer a Famia de que no saque a flote el barco, o de que
lo deje aquí, pendiente de la dentadura de los caballos con la esperanza de que
alguno de ellos le dé un buen mordisco, y fletar otra embarcación por nuestra
cuenta. Y mientras estamos aquí, podríamos hacer un poco de turismo —
propuse. Me correspondía a mí ofrecer a mi familia una perspectiva de la rica
diversidad de experiencias culturales del imperio.
—¡Oh, no! ¡Otro apestoso foro extranjero, no! —murmuró Gay o—. Y puedo
pasarme sin visitar ningún curioso templo más, muchas gracias.
Como decente paterfamilias, presté oídos sordos a las protestas del chico. Sus
padres cortaban las discusiones con él a bofetadas; y o quería representar para él
un ejemplo de tolerancia y afabilidad. Gay o aún no parecía darse demasiada
cuenta de ello, pero y o era un hombre paciente.
Como la may oría de ciudades de la estrecha franja de tierra ocupada del
norte de África, Sabrata tenía un emplazamiento soberbio junto a la orilla del
mar, del que venía un intenso olor a pescado. Casas, tiendas y baños casi se
fundían con el mar, azul y profundo. Los edificios de menos categoría estaban
construidos con piedra desnuda de la localidad; se trataba de una piedra caliza de
color rojizo de la clase más porosa, salpicada de agujeros. Todo el centro de
actividad urbana jugaba con las vistas del mar. El foro espacioso y abierto no sólo
despedía ese aire extranjero, como temía Gay o, sino que su centro principal
(dedicado a Liber Pater, una deidad púnica que no le inspiraba confianza) había
quedado malparado tras un reciente terremoto y aún no había sido reconstruido.
Procuramos no pensar en terremotos. Ya teníamos suficientes problemas.
Deambulamos por las calles como almas en pena. En un extremo del foro se
alzaban la Curia, el Capitolio y el templo de Serapis.
—¡Oh, mira eso, Gay o! Otra curiosa capilla extranjera.
Nos encaramamos a la base y nos sentamos allí, cansados y desanimados.
Gay o se divirtió haciendo un ruido de mal gusto.
—Tío Marco, seguro que no estás dispuesto a tolerar que Famia, ese gordo
fastidioso, te frustre los planes, ¿verdad?
—De ninguna manera —mentí, y me pregunté dónde podría encontrar un
buen guiso de carne con especias y si la comida, en aquella nueva ciudad, me
produciría algún nuevo dolor de estómago. Distinguí un puesto y compré
pastelillos de pescado para todos. Dimos buena cuenta de ellos como turistas
despreocupados y la experiencia me dejó inequívocas señales de aceite por todas
partes.
—Siempre consigues echarte por encima más comida que Nux —comentó
Helena. Me limpié los labios con todo cuidado antes de besarla; era un acto de
cortesía que siempre la hacía responder con una risilla. Se apoy ó en mí con aire
cansado—. Supongo que te has sentado aquí a esperar, por si aparece alguna
acróbata escasa de ropas.
—Si te refieres a alguna de mis antiguas amigas tripolitanas, hoy tendrán casi
cien años y andarán con muletas.
—Eso suena a una de esas viejas exageraciones tripolitanas… Pero hay una
cosa que si podrías hacer por mí —apuntó Helena.
—¿Cuál? ¿Echar una ojeada a esta ciudad espléndida, impregnada de olor a
sal, con sus animados comerciantes, fletadores y terratenientes, absolutamente
desinteresados de mis problemas, y luego rajarme la garganta?
Helena me dio unas palmaditas en la rodilla.
—Hanno procede de Sabrata. Ya que estamos aquí, ¿por qué no averiguamos
dónde vive?
—Hanno no forma parte de mi misión para la nueva clienta —respondí.
No obstante, todos nos pusimos en marcha e iniciamos las averiguaciones
pertinentes.
LI
A diferencia de los estirados griegos de Cirene, los campechanos millonarios de
Sabrata dependían del extremo occidental del Mar Interior para la obtención de
sus ganancias, las cuales eran sin duda fabulosas. La gente de la ciudad mantenía
un comercio totalmente moderno con Sicilia, Hispania, la Galia y, por supuesto,
Italia; sus productos más apreciados eran no sólo los exóticos traídos del desierto
en caravanas, sino también el aceite de oliva local, el pescado en salmuera y la
alfarería. Las calles de la hermosa ciudad se habían convertido en vías para el
comercio, abarrotadas de gentes de muchas nacionalidades. Estaba claro que la
ciudad antigua junto al mar y a no satisfacía a los potentados; quienes no
proy ectaban la expansión hacia otra zona más espaciosa empezarían a pedir
barrios más cuidados en un futuro cercano. Era una de esas ciudades que, en un
par de generaciones, se haría irreconocible.
Sin embargo, de momento, quienes podían permitirse lo mejor vivían al este
del foro. En Sabrata, lo mejor eran las residencias palaciegas. Hanno tenía una
mansión ostentosa de planta helenística dotada de excelente decoración romana.
Desde la puerta de la calle cruzamos un pequeño pasillo hasta un patio interior
rodeado de columnas. Una gran sala se extendía al otro lado del patio, donde los
enlucidores remodelaban, desde un andamio, un fresco descolorido de las Cuatro
Estaciones y lo convertían en la Valerosa Cacería de Nuestro Amo: leones libios,
panteras desproporcionadas y una serpiente moteada un tanto sorprendida (con
un friso de tórtolas en una fuente y unos gazapillos que mordisqueaban unos
arbustos). Unos cortinajes de colores subidos engalanaban las entradas a las
habitaciones laterales. El buen gusto de Hanno para el mármol era extraordinario
y la mesa baja donde los visitantes dejaban sus sombreros era una gran plancha
de madera noble tan pulida que uno podía contemplar el deterioro que habían
sufrido durante el día los granos del rostro mientras esperaba a que el esclavo
informase de su llegada.
El esclavo no nos anunció a Hanno en persona; Hanno estaba ausente de la
ciudad. De caza todavía, sin duda. La visita de personas notables como nosotros
se le comunicó a su hermana. Y no cabía esperar que ésta hiciera acto de
presencia. Sin embargo, se dignó recibirnos.
La hermana de Hanno era una mujer de tez oscura, aire majestuoso y gesto
firme y seguro, de unos cuarenta y bastantes años, vestida con una túnica de
color turquesa. Su andar era lento y avanzaba con la cabeza muy erguida. Un
collar de oro granulado que debía ser largo como un hipódromo reposaba sobre
un escote formado por la naturaleza para hacer de plataforma donde exponer el
contenido de un cofrecillo de joy as muy selectas. Una columna de brazaletes
con incrustaciones de gemas cubría su brazo izquierdo; el derecho lo llevaba
envuelto en un chal multicolor que hacía ondear al moverse. Nos recibió con una
efusividad sorprendente, aunque no supimos qué decía porque, como su
hermano, la mujer sólo hablaba en lengua púnica.
Más práctica y comprensiva que Hanno, tan pronto como se dio cuenta del
problema nos dirigió una amplia sonrisa y mandó llamar a su intérprete. Este era
un esclavo menudo, delgado, de color verde oliva y patillas prominentes; era, sin
duda, de procedencia oriental, y vestía una túnica más bien blancuzca; calzaba
unas sandalias grandes como abarcas en unos pies de tamaño mediano. Las
piernas firmes, unos ojos vivaces y acerados y unos modales algo refunfuñones
completaban la descripción del hombre. Era evidente que se trataba de un
esclavo de la familia, cuy os murmullos eran tolerados por su dueña con un gesto
grácil de la mano.
Los criados trajeron un refrigerio. Mis acompañantes se lanzaron sobre él y
pedí disculpas, sobre todo en nombre del joven Gay o. La hermana de Hanno, de
nombre Mirra, hizo cosquillas a Gay o bajo la barbilla (algo que y o no me habría
arriesgado a hacer nunca), soltó una carcajada y dijo que conocía bien a los
chiquillos; ella también tenía un sobrino.
Bromeé sobre mi visita forzada a aquel lugar y aludí a que tenía asuntos
pendientes en Leptis y en Oea. Todos nos reímos. El esclavo transmitió mis
elogiosos comentarios sobre Hanno y mi pesar por no haberlo encontrado en
casa. A continuación, el hombre nos tradujo varias corteses respuestas de Mirra a
nuestras palabras. Todo resultó deliciosamente cortés y diplomático. Se me
ocurrían mejores maneras de pasar la tarde.
Cuando se hizo un silencio bastante forzado, al cabo de un rato, Helena buscó
mi mirada para decirme que debíamos marcharnos. La escultural Mirra se
percató de ello, seguramente, puesto que se puso en pie al instante. Lejos de
agradecer a los severos dioses de aquella tierra que la liberasen de un grupo de
forasteros indeseables, nos comunicó que Hanno estaría en Leptis Magna por
razones comerciales: algo acerca de los resultados de un peritaje de tierras. Ella,
Mirra, se disponía a zarpar en su propio barco por la costa para reunirse con su
hermano y estaría encantada de llevarnos.
Consulté con Helena. El intérprete, que parecía hacer lo que le venía en gana,
pensó que no merecía la pena traducir aquellas palabras y, mientras nosotros
murmurábamos en voz baja, se lanzó a lo que Gay o había dejado en la fuente
del refrigerio. Mirra, que tenía el aspecto de ser partidaria de una disciplina
estricta, lanzó una recriminación al esclavo, quien se limitó a devolverle la
mirada, desafiante.
En las profundidades de mi cerebro, agotado por el calor y por el viaje, se
agitó un recuerdo. Tenía la sensación de que aquella mujer de gran porte y de
espalda recta me resultaba familiar. De pronto, me acordé. La había visto
anteriormente, en una ocasión en que la oí proclamar, con formidable energía,
sus rotundas opiniones en una conversación. La mención a que poseía su propio
medio de transporte marítimo también avivó mis recuerdos.
La última vez que la vi fue en Roma. Para ser exacto, en el patio de
entrenamiento del establecimiento de Calíopo en la calle de los Portuenses. En
aquella ocasión, también estaba en plena discusión con un atractivo muchacho
que y o había tomado por su amante. Pero la hermana de Hanno debía de ser
también la mujer que poco después pagó a Calíopo por la liberación de ese
gladiador; el joven bestiario de Sabrata al que Calíopo había acusado de la
muerte de Leónidas.
Me volví hacia el esclavo.
—El sobrino de que Mirra habla… ¿cómo se llama?
—Idíbal —me respondió, mientras la mujer de la que en una ocasión me
había negado a creer que fuese la tía de Idíbal seguía mirándome y sonreía.
—¿Y es hijo de Hanno?
—Sí, claro.
Comenté que, en vista de que su padre había tenido tantos detalles amables
conmigo, me encantaría conocer en alguna ocasión al hijo de Hanno, y su tía
respondió por su despreocupado intérprete que si navegábamos a Leptis con ella
tendríamos ocasión de hacerlo, porque Idíbal y a se había encaminado hacia allí
para reunirse con su padre.
LII
El barco de Mirra era una nave de transporte tan grande como antigua que, según
nos enteramos, fue utilizada tiempo atrás para el traslado de animales salvajes a
Roma. Igual que su hermano y, a veces, en sociedad con él, Mirra participaba en
la exportación de animales para el anfiteatro… Pero, según ella misma, no era
más que una tímida provinciana que nunca dejaba Sabrata. Debido a la barrera
del idioma, las conversaciones entre nosotros eran escasas y, en una ocasión en
que casualmente teníamos a mano al intérprete, le pregunté si el circo era una
ocupación familiar y si su sobrino también ay udaba a Hanno en el negocio de los
animales salvajes.
Su respuesta fue afirmativa. Idíbal tenía veintitantos años, era un gran cazador
y trabajaba en el negocio familiar.
—Entonces, ¿no pensáis enviarlo a Roma para que se pula? —inquirí con una
sonrisa.
Su tía Mirra mintió rotundamente y dijo que no; que Idíbal era un chico
casero, a lo que todos sonreímos y comentamos lo maravilloso que resultaba que,
en nuestros agitados días, un joven estuviera satisfecho con su herencia.
Todo resultaba sumamente amistoso, aunque temí que no durase mucho. Al
llegar a Leptis, Mirra empezaría a hablar con Hanno e Idíbal, y todos
descubrirían mi calidad de agente censal y caerían en la cuenta de que y o sabía
que Idíbal había trabajado para Calíopo. La única explicación posible era que lo
hubieran infiltrado de incógnito en el establecimiento de su rival… y que
estuviera allí para causar problemas. Una vez que hubiera charlado con ellos, la
poderosa familia comprendería que y o conocía más de lo que les gustaría a ellos
haber revelado acerca de sus actividades comerciales secretas. Probablemente
Mirra se enfurecería y Hanno, pensé, resultaría sumamente peligroso.
Decidí relajarme mientras navegábamos a bordo de la nave de Mirra.
Cuando desembarcáramos, volvería a moverme libremente y por mi cuenta. Al
zarpar de Sabrata obligué a Famia a que me prometiera que, tan pronto se
cansara de comprar caballos, volvería a Leptis a recogernos. De todos modos,
aunque no apareciese, una vez que y o hubiera resuelto el asunto que Scilla me
había encargado, Helena y y o estaríamos en condiciones de pagarnos nuestro
pasaje de vuelta a casa.
La resolución del encargo de Scilla había adquirido de pronto una nueva
dimensión. Era preciso tener en cuenta la influencia de Hanno (sobre todo si,
como había dicho Calíopo, Idíbal estaba involucrado en lo que había sucedido a
Leónidas), pero, en cualquier caso, me consideré capaz de manejar la situación.
Partí de la base de que Calíopo no supo en ningún momento que Idíbal era
hijo de uno de sus rivales. De lo contrario, Idíbal no habría salido vivo del
establecimiento del lanista. En vista de lo sucedido, empecé a sospechar que el
joven quizás hubiera sido enviado a Roma por su familia con el objeto concreto
de fomentar una guerra entre Calíopo y Saturnino. Un enfrentamiento público
entre los dos les crearía una mala reputación y, cuando se invitara a presentar
ofertas para abastecer el nuevo anfiteatro, Hanno tendría ocasión de quedarse
con el grueso de las licitaciones. Aunque Pomponio Urtica hubiera seguido con
vida y hubiera estado dispuesto a respaldar a Saturnino con su patrocinio especial,
la guerra de artimañas lo habría disuadido. Pomponio no habría estado dispuesto
a manchar su propia reputación relacionándose con tales sucesos.
Enviar a su hijo a causar provocaciones habría sido un buen plan por parte de
Hanno, aunque para Idíbal en persona habría resultado arriesgado. Además de
tener que participar en las cacerías bufas de las venationes, ser descubierto lo
dejaría a merced de Calíopo. Y una vez firmado el contrato, estaba atado de pies
y manos, atrapado de por vida a menos que alguien pagara su rescate. Tan pronto
como hubiera provocado suficientes celos entre los dos rivales (suscitando
incidentes como la fuga del leopardo o el envenenamiento del avestruz, si no algo
peor) su padre querría sacarlo de allí lo antes posible. Pero, en teoría, tal cosa no
tenía ni pies ni cabeza.
Idíbal habría podido escapar, sin más. Se habría podido arreglar, con ay uda
del exterior. Anácrites y y o habíamos demostrado que su tía, en Roma, llevaba
con ella dinero y un esclavo, por lo menos (el mismo que ahora le servía de
intérprete, supuse), además de tener una embarcación rapidísima preparada en
la costa. Pero dado que Idíbal se había hecho gladiador, también era un esclavo.
Ésta era una situación legal a la que uno podía acceder; pero de la cual, después,
no podía aspirar a salir. Solamente Calíopo podía liberarlo. Si huía, Idíbal sería un
proscrito toda su vida.
Su tía debía de resultarle desconocida a Calíopo (ella misma me había dicho
que no era amante de los viajes), mientras que a Hanno, sin duda, lo conocería
perfectamente. Así pues, Mirra se había ofrecido para ir a Roma a ay udar al
joven. La cuestión, sobre todo a la vista de que, sin duda, tendría que pagar un ojo
de la cara por aquella liberación tan poco ortodoxa, era cuánto creía su familia
que Idíbal había conseguido hasta el momento.
Yo no tenía la menor duda de que Hanno deseaba que los otros dos lanistas se
hicieran trizas mutuamente mientras él observaba desde la barrera y terminaba
apoderándose de sus restos. Así pues, contra todo lo que cabía esperar, mi viaje
forzoso a Sabrata me había proporcionado una buena pista. Fuera lo que fuese lo
sucedido en Roma el invierno anterior, deduje que la maniobra de agitación de
Hanno explicaba en parte cómo había estallado todo.
Aquello me decidió a interrogar al joven Idíbal.
LIII
Por la seguridad de mi familia, decidí que debía esconder a Mirra y distanciarme
de Hanno lo antes posible. La ocasión de hacerlo se presentó inesperadamente;
una fuerte marejada nos obligó a buscar refugio en el puerto de Oea y a esperar
allí medio día.
Aquel retraso me proporcionaba la posibilidad de ver a Calíopo. Me dirigí a
toda prisa a la ciudad y, tras horas de búsqueda, encontré su casa, pero allí me
dijeron que también andaba lejos. Los exportadores de fieras tripolitanos pasaban
mucho tiempo de viaje, al parecer.
—Un romano llevó al amo bordeando la costa por motivo de un negocio —
explicó un esclavo.
—¿Está la dueña? Se llama Artemisa, ¿verdad?
—Ha ido con él.
—¿Dónde han ido?
—A Leptis.
Magnífico. Scilla me pagaba para que le concertara citas con Calíopo y con
Saturnino. Esperábamos tratar con cada uno por separado, pero Calíopo me
facilitaba las cosas por propia iniciativa. Si estaba en Leptis, trataríamos con
ambos a la vez. Ojalá todos los trabajos fueran tan fáciles. (Por otra parte, si
Scilla se encontraba con ellos en Leptis antes de que y o llegara, lo más seguro es
que me quedara sin cobrar).
—¿Quién es ese hombre con el que se ha marchado tu amo?
—No lo sé.
—Tendrá un nombre, digo y o.
—Romano.
De acuerdo. No había sacado nada más en claro, salvo sentirme más irritado.
—¿Qué dijo?
—El antiguo socio de mi amo tiene que responder de una acusación ante un
tribunal; mi amo va a declarar.
Aquello resultaba sospechosamente parecido a lo que y o tenía que arreglar.
Cruzó por mi mente la idea aventurada de que « Romano» podía ser la propia
Scilla, disfrazada de hombre. Valor no le faltaba para ello, desde luego, pero
también le gustaba declararse una mujer respetable.
—¿Cómo, Calíopo también está acusado?
—Sólo es testigo. —Claro que podía tratarse de una treta para conducirlo allí.
—¿De la acusación o de la defensa?
El esclavo torció el gesto malhumorado.
—¡De la acusación, claro! Se detestan mutuamente. De lo contrario, mi amo
no habría ido bajo ningún pretexto.
« Qué maravilloso escenario» , me dije. Si buscaba una manera de reunir a
los dos hombres, aquella era la trama perfecta: decirle a Calíopo que podía
ay udarle a condenar en juicio a Saturnino. Ojalá se me hubiera ocurrido a mí.
Entonces, ¿a quién? ¿Quién era aquel personaje misterioso de las citaciones y
cuál era su interés, si tenía alguno?
Volví al pueblo. Ya había oscurecido. El viento que nos había empujado a la
costa acariciaba mi rostro, fresco, pero y a empezaba a amainar. Necesitaba
reflexionar sobre mi repentina sensación de incertidumbre. El puerto tenía un
malecón largo y atractivo; di un paseo por él. En dirección contraria,
acercándose a mí, apareció un hombre con evidente porte de romano. Igual que
y o, paseaba pensativo y ocioso junto al mar con aire concentrado.
No había nadie más en las inmediaciones. Los dos estábamos en condiciones
de saber que nuestros pensamientos privados no nos conducían a ninguna parte.
Los dos nos detuvimos. Él me miró. Yo lo miré. Tenía un porte erguido, un leve
exceso de carnes, un corte de pelo severo, un afeitado apurado y un aire de
soldado, curtido en cien batallas aunque con demasiados años fuera de acción
como para ser profesional de la milicia.
—Buenas tardes —me saludó.
Hablaba con inconfundible acento de la basílica Julia. Por el mero saludo
comprendí que era un hombre libre, patricio, educado con tutores, con formación
militar, protegido imperial y el porte de una estatua. La riqueza, los antepasados
y la confianza en sí mismo propia de un senador se manifestaban en él
claramente.
—Buenas tardes, señor. —Hice un discreto saludo legionario.
Éramos dos romanos lejos de nuestra ciudad; el protocolo nos permitía
aprovechar aquella oportunidad de intercambiar noticias de casa.
Eran de rigor las presentaciones.
—Discúlpeme, señor. Parece usted el proverbial « uno de nosotros» … ¿Su
nombre no será Romano, por casualidad?
—Soy Rutilio Gálico. —Parecía alarmado. Debía tener cuidado; los títulos son
una cuestión delicada. Acababa de acusar a un patricio de clase alta de ser una
rata de alcantarilla con un único nombre. Con todo, el patricio había salido a
pasear por un puerto sin sus escoltas o sus lacay os. Siempre podía alegar que él
se lo había buscado.
—Yo, Didio Falco —respondí. Acto seguido, me apresuré a confirmarle que
sabía reconocer en él a un hombre de alto rango—. ¿Está usted relacionado con
el gobernador provincial de algún modo, señor?
—Tengo el rango de enviado especial. Superviso los límites entre los
territorios —añadió con una sonrisa, como si estuviera impaciente por
deslumbrarme—. He oído hablar de ti. —El corazón me dio un vuelco—. Tengo
un mensaje de Vespasiano. Se trata, evidentemente, de un asunto de gran
importancia nacional; si te encontraba aquí, Didio Falco, debía darte instrucciones
de regresar a Roma para una entrevista acerca de los gansos sagrados.
Cuando acabé de reírme, tuve que explicarle punto por punto para que
entendiera el lío administrativo en que me había visto involucrado. Lo encajó
bien. Era un administrador sensato, práctico, y eso debía de haber motivado que
algún funcionario vengativo lo hubiese enviado allí con la ridícula misión de
separar a los rebeldes terratenientes de Leptis y Oea.
—Acabo de estar en Oea para recibir a representantes de los dirigentes de la
ciudad —bajó la voz—. Es inútil. Tengo que marcharme de aquí muy deprisa,
mañana mismo, antes de que se den cuenta de que me inclino a favor de Leptis.
Proy ecto anunciar mi dictamen en Leptis, donde los ganadores, felices, se
asegurarán de que no me sucede nada.
—¿Qué se discute?
—Las ciudades se alzaron en armas durante la guerra civil. Nada que ver con
el ascenso al trono de Vespasiano; simplemente, aprovecharon el caos general
para librar su batalla privada por el territorio. Oea pidió ay uda a los garamantes
y Leptis sufrió un asedio. No hay duda de que Oea provocó el problema y,
cuando trace las nuevas lindes oficiales, se llevará la peor parte.
—¿Leptis sacará provecho?
—Tiene que ser una ciudad o la otra y Leptis tiene el derecho moral.
—¡Es hora de huir de Oea! —asentí—. ¿Cómo lo hará, señor?
—Con mi barco —respondió Rutilio Gálico—. Si te diriges a Leptis, puedo
llevarte.
Raramente uno encuentra un funcionario que sirve para algo. Algunos incluso
colaboran sin tener que untarles la mano por anticipado.
Conseguí sacar a mi grupo, con el equipaje, del viejo barco de Mirra
mientras ésta y su gente disfrutaba de una buena cena. Cuando todo estuvo
dispuesto, le dije al intérprete que me había encontrado con un funcionario al que
conocía y que me había detenido a charlar con él. Rutilio Gálico tenía un barco
rápido que no tardaría en dejar atrás el casco pesado y abollado de la nave de
Mirra. Y, para ponernos las cosas más fáciles, el intrépido capitán de ese barco
izaría el ancla y zarparía durante la noche.
—Yo sé bien por qué escapo. ¿Qué prisa tienes tú, Falco? —me preguntó
Rutilio con curiosidad. Le conté algunas cosas de la guerra que se llevaban entre
manos los lanistas. Él captó el meollo del asunto inmediatamente—. Una lucha
por la hegemonía. Todo esto sucede en paralelo a los problemas que he venido a
resolver… —Rutilio se disponía a dar una conferencia. Y no era que me
molestara la idea. Me hallaba en el mar y me había concentrado en evitar el
mareo. Por mí, podía hablar toda la noche, mientras me mantuviera distraído.
Estábamos en cubierta, recibiendo el viento suave de la brisa marina inclinados
sobre la borda—. Ninguna de las tres ciudades tiene acceso a una tierra fértil
suficiente. Ocupan esta franja costera, con una montaña alta que las protege del
desierto. El clima es bueno… en fin, mucho mejor que el del árido interior, pero
se encuentran encajados entre las montañas y el mar, más las zonas que puedan
irrigar en el interior.
—¿Y su economía, señor? Yo pensaba que se basaban en el comercio…
—Bien, tienen que producir comida, pero, además, Leptis y Oea pretenden
fomentar una industria olivarera. Toda el África Proconsular es un gran cesto de
grano, como sin duda sabrás. He oído que, según los cálculos, África provee de
un tercio del trigo que necesitamos en Roma. Esta zona no es tan adecuada para
la producción de cereales, pero los olivos se dan bien y requieren poco esfuerzo.
Veo una época en que la Tripolitania superará a las mejores provincias
tradicionales: Grecia, Italia, la Betica…
—¿Y dónde están esos olivos?
—En el interior muchos de ellos. Los naturales tienen un sistema de irrigación
muy refinado y he calculado en un millar o más las fincas totalmente dedicadas
a la producción de aceite; casi no hay viviendas, sólo enormes instalaciones de
prensado. Pero, como digo, no hay suficiente tierra, incluso con la cuidadosa
gestión de recursos. De ahí la guerra.
—Oea y Leptis se pelearon en su día y Oea recurrió a las tribus, dice… ¿Fue
eso lo que llevó a Valerio Festo a perseguir a los garamantes hasta el desierto?
—Un movimiento muy útil. Así sabrán quién manda en el imperio. No
queremos tener que instalar una presencia militar demasiado al sur, puramente
para controlar a los nómadas de las dunas de arena. Inmoviliza demasiadas
tropas. Es una pérdida de dinero y un esfuerzo inútil.
—Desde luego.
—Respecto a tus comerciantes de animales salvajes, su problema tiene que
ver, probablemente, con la hambruna. Las familias que tienen poco terreno para
producir lo que ambicionan se dedican a cazar animales para complementar sus
ingresos.
—Creo que les gusta la caza y son muy hábiles en ella. Lo que los impulsa
ahora mismo es la oportunidad de conseguir unos beneficios enormes cuando se
abra el nuevo anfiteatro.
—Exacto —asintió Rutilio—. Pero es un asunto a largo plazo. El anfiteatro
Flavio tiene un plazo de construcción de… ¿cuánto?, ¿diez años? He visto los
planos y los dibujos. Si se acaba, será una maravilla, pero la preparación y
colocación del empedrado de la vía Tiburtina llevará tiempo.
—Han tenido que construir toda una nueva carretera que resista el peso de los
carromatos que traen el mármol.
—Ésta es la cuestión. Una de las nuevas maravillas del mundo no se
construy e de la noche a la mañana. Aunque los suministradores de fieras esperan
hacer una fortuna, su negocio es muy caro de mantener y, dado que la arena del
Estatilio Tauro se incendió, ésta es una de las pocas perspectivas prometedoras.
Capturar los animales, mantenerlos, embarcarlos… Todo es difícil y
tremendamente caro. Quieren mantener en pleno funcionamiento sus
organizaciones porque el año que se inaugure el nuevo anfiteatro se trabajará sin
parar. Pero te aseguro que todos tus compañeros están empeñados hasta las cejas
y no tienen la mínima esperanza de equilibrar su presupuesto en mucho tiempo.
—¡Pues no les va demasiado mal! —Rutilio ignoraba que y o había visto sus
declaraciones de Hacienda—. ¿Sabe usted a qué hombres me refiero, señor?
—Creo que sí. Seguro que he conocido y saludado a toda la gente importante
de la provincia.
—Por no hablar de todos los peces chicos que se creen grandes…
—Está claro que sabes cómo funciona el gobierno.
—Es un hecho conocido que Vespasiano me utiliza como diplomático
eventual.
—Lo sé —respondió Rutilio tras una pausa. Así pues, lo habían puesto al
corriente de quién era y o. Resultaba curioso.
—Y he trabajado en el censo —añadí.
Él fingió que tragaba saliva.
—¡Ah, eres ese Falco, entonces! —Yo estaba seguro de que y a lo sabía—.
Espero que no estés aquí para investigarme…
—¿Por qué? —le respondí—. ¿Tiene algo en su conciencia, señor?
Rutilio dejó sin contestación una pregunta tan personal, dando a entender que
era inocente.
—¿Es así cómo trabajabas, ofreciendo a la gente la oportunidad de quedar
limpio, a cambio de un buen trato?
—En último término. Tuvimos que apretar las tuercas a unos cuantos sujetos
pero, una vez corrió la voz, la may oría prefirió negociar un acuerdo antes incluso
de empezar. Estos importadores de animales tripolitanos formaron nuestro primer
grupo de casos.
—¿A quién más te refieres con ese « nuestro» ?
—Trabajaba con un socio.
No dije más y reflexioné sobre lo agradable que resultaba no tener que
pensar en Anácrites.
Entonces, Rutilio, cuy os conocimientos y a me habían sorprendido, dijo algo
aún más curioso:
—Alguien más me ha preguntado por los importadores de fieras,
recientemente.
—¿Quién?
—Supongo que lo conoces, y a que lo has mencionado.
—Me he perdido…
—La primera vez que hablamos, me preguntaste si me llamaba Romano.
—Alguien de Oea mencionó el nombre. ¿Ha conocido usted a esa persona?
—Una vez. Me pidió una entrevista.
—¿Quién es? ¿Qué aspecto tiene?
Rutilio frunció el entrecejo:
—En realidad no se explicó y no supe muy bien qué pensar de él.
—¿Y qué cuenta ese hombre?
—Bueno, ahí está lo más extraño. Cuando me fui, me di cuenta de que, en
realidad, no llegó a exponerme de qué se trataba. Se presentó en mi despacho
con un aire autoritario; y sólo quería saber qué podía decirle de un grupo de
lanistas que despertaba interés.
—¿Interés por parte de quién?
—No llegó a decírmelo. Tuve la sensación de que el hombre era una especie
de informador comercial.
—Entonces, ¿sus preguntas eran concretas?
—No. De hecho, no acabé de entender por qué me había tomado la molestia
de hablar con él. Al final, le di un par de direcciones y me lo quité de encima.
—¿Qué direcciones fueron ésas?
—Dado que en ese momento estábamos en Leptis, una de ellas era la de tu
colega, Saturnino.
Todo aquello sonaba sospechosamente a la actuación de algún agente de
Hanno. Podía explicar perfectamente por qué Hanno había acudido a Leptis
« por negocios» , como había dicho Mirra. La mujer había mencionado la
determinación de las lindes, pero Hanno quizá quería explorar a aquel nuevo
provocador. Si suponía que Hanno había trazado el plan para atraer a Calíopo a
Leptis mediante alguna excusa legal inventada, ¿lo hacía para intentar un arreglo
de cuentas definitivo con ambos rivales?
Fuera cual fuese la verdad, el deseo de Scilla de reunirse a la vez con los dos
hombres se cumpliría ahora… y el propio Hanno estaría también a mano.
Ciertamente, parecía que Leptis iba a ser el centro de la acción.
—¿Y ha vuelto a ver a ese Romano? —pregunté a Rutilio.
—No. Aunque me gustaría, debido a la misión que traigo de Vespasiano.
Cuando se marchó, uno de mis escribientes me dijo que el hombre había
preguntado si sabían algo de ti.
LIV
Leptis Magna tenía un buen puerto. Cuando atracamos en él en nuestro viaje
desde Oea, pasamos junto al promontorio que se levanta cerca del bello
emplazamiento del centro cívico; después habíamos virado hacia un estadio que
pudimos distinguir casi al borde del agua, para retroceder luego ligeramente
hacia el puerto en una limpia maniobra. La bocana del puerto parecía un poco
angosta; pero, una vez que maniobramos debidamente, nos encontramos en una
laguna, en la desembocadura de un río estacional, protegida por diversas islas
rocosas. Algún día, alguien con mucho dinero se decidiría a proveerlo de
espigones protectores, muelles y, quizás, un faro, aunque sería un proy ecto de
gran envergadura y costará imaginar qué clase de chiflado influy ente
considerará que merece la pena embarcarse en tan ardua empresa.
Las cosas no podían presentarse mejor: quería entrevistar a Idíbal y, como
éste esperaba la llegada de su padre, lo encontré en el embarcadero, donde se
hallaba pendiente de las naves que arribaban. Me habían dicho que estaba en
Leptis, aunque él no me esperaba. Bajé la escalerilla y conseguí llevarlo a una
taberna sin darle tiempo siquiera a recordar quién era y o.
Rutilio Gálico llevaría a Helena y al resto de mi grupo a la magnífica casa en
la que vivía. Aquélla era una de las grandes ventajas de tener una novia cuy o
padre era senador; cada vez que conocíamos a otro senador fuera de Roma, éste
se sentía obligado a mostrarse cortés por si Camilo Vero era un personaje con el
que había que estar a bien. El padre de Helena, ciertamente, conocía a
Vespasiano y hacer referencia a este detalle siempre resultaba útil si
necesitábamos ay uda, sobre todo en una ciudad extraña en la que temía vernos
involucrados en una situación peligrosa.
—En vista de tu relación con los gansos sagrados, me siento encantado de
ofrecerte hospitalidad y protección.
Rutilio debía de estar de broma; sonreí como si supiera perfectamente a qué
se refería con lo de las aves del Capitolio y, a continuación, le dejé que dispusiera
el transporte de nuestro equipaje mientras y o trataba con el bestiario.
Idíbal era tal como lo recordaba, fuerte, joven, bien proporcionado, aunque,
por supuesto, no llevaba el torso descubierto ni los correajes de gladiador; en su
lugar lucía una túnica de mangas largas y colores brillantes, de estilo Áfricano, y
un casquete redondo. Ahora que era un hombre libre, se había adornado con
brazaletes y otros adornos. Tenía aspecto de estar muy sano. Mostró una ligera
inquietud ante nuestro nuevo encuentro, aunque no tanta como debería y mucha
menos de la que iba a experimentar cuando lo abordara.
—Falco —le recordé cortésmente. Sabía que, a diferencia de su padre y de
su tía, el muchacho entendía y hablaba latín; la siguiente generación, los hijos de
Idíbal, y a viviría en Roma probablemente. Bien, lo harían a menos que el padre
terminase con una sentencia a la pena capital como consecuencia de lo que
íbamos a hablar a continuación—. He visto a tu padre un par de veces, desde que
tú y y o nos vimos en Roma. Y a tu tía, también.
Sobre esta base, fingimos ser dos despreocupados conocidos de encuentros
fortuitos. Lo invité a una copa, una sola; y o estaba metido en mi papel de
informador. Tomamos asiento fuera y contemplamos el espectáculo del mar
azul. Idíbal debía de haber percibido que estaba metido en problemas; dejó
intacta su jarra y se limitó a hacerla girar sobre la mesa con gesto nervioso.
Contuvo el impulso de preguntarme qué quería de él y lo dejé en la duda durante
largo rato.
—Podemos hacer esto por las buenas —le dije de repente—, o puedo ordenar
que te detengan.
Al joven le pasó por la cabeza levantarse de un salto e intentar la huida.
Permanecí inmóvil. Idíbal sería sensato. No tenía dónde ir. Su padre estaba
ausente, pues había tenido que quedarse en Leptis. Yo dudaba de que el joven
conociera bien la ciudad. ¿Dónde iba a esconderse? Además, no tenía idea de
cuál era la acusación que le hacía. Por lo que podía deducir, todo aquello era un
error incomprensible y tenía que tomárselo a broma.
—¿Bajo qué acusación? —se decidió a gruñir.
—Rúmex fue asesinado la noche antes de que huy eras con la amable ay uda
de tu tía.
Idíbal reaccionó al instante con una risita sofocada, casi para sí. Puso cara de
alivio.
—¿Rúmex? Sí, he oído hablar mucho de él; era famoso. No llegué a
conocerlo personalmente.
—Los dos trabajabais en el circo.
—Para diferentes lanistas… y en diferentes especialidades. Los cazadores de
las venationes y los gladiadores no se relacionan entre ellos.
Me miró. Le devolví la mirada con una actitud serena en la que quería
transmitir que tenía una mentalidad muy abierta.
—Calíopo viene a Leptis, ¿lo sabías?
Para Idíbal era la primera noticia.
—¿Quién es Romano? —pregunté.
—No he oído hablar de él. —Parecía sincero. Si ese tal Romano trabajaba
para su padre, Hanno debería de haberse reservado para sí los planes que hubiera
urdido.
—En esta ciudad no estás seguro —le advertí. Por excelente que fuera Idíbal
con la lanza de caza, corría un grave riesgo de verse rodeado por sus enemigos
en su propia tierra. Es de suponer que Saturnino tenía tan buenas razones como
Calíopo para volverse contra él—. Idíbal —le dije—, sé que estabas en Roma
para provocar follones entre los rivales de tu padre. Imagino que ninguno de ellos
se dio cuenta de lo que hacías. Apuesto a que ni siquiera saben que eres hijo de
Hanno, o que éste está destruy éndolos silenciosamente mientras ellos luchan
entre sí.
—¿Piensas informarles? —inquirió Idíbal con ademán desafiante.
—Sólo quiero averiguar lo sucedido. Tengo un cliente con un interés especial
en el asunto, aunque tal vez no tanto en lo que tú hicieras. Así pues, dime hasta
dónde llega tu participación.
—Hasta ninguna parte; y o no sé nada.
—Estúpido. —Apuré mi copa con ademán brusco y dejé la jarra dando un
fuerte golpe sobre la mesa.
La brusquedad de mi actitud lo inquietó.
—¿Qué quieres saber?
El joven era duro, en ciertos aspectos, pero inexperto en pasar un
interrogatorio. Los tipos con padres conocidos y muy ricos no tenían que soportar
que la guardia local los detuviera y los registrase. En el Aventino no habría
durado una hora. No había aprendido a echar faroles y mucho menos a mentir.
—¿Provocaste a Calíopo a cometer varios actos de sabotaje? Supongo que a
Saturnino no era preciso que lo adoctrinases; se limitaría a responder a la
estupidez del otro. ¿Cuándo empezó todo?
—Tan pronto como firmé el contrato. Unos seis meses antes de que tú y y o
nos conociéramos.
—¿Cómo lo hiciste?
—Cuando Calíopo refunfuñaba contra Saturnino, lo cual hacía a menudo, le
sugería la manera de devolverle las afrentas. Emborrachar a sus hombres
justamente antes de los combates, por ejemplo, enviar regalos a sus gladiadores,
presuntamente remitidos por mujeres… y luego informar de que los objetos
habían sido robados. Los vigiles registraban los locales de Saturnino; después, nos
retiramos y no quedaba nadie que mantuviera los cargos. La maniobra no
producía ningún daño; sólo causaba inconvenientes.
—¡Sobre todo a los vigiles!
—¡Ah, eso! ¿Y a quién le importan los vigiles?
—A ti deberían importarte si eres un hombre honrado.
Mi comentario había sido excesivamente piadoso, pero causó la preocupación
de Idíbal.
—¿Qué más? —le presioné.
—Cuando las cosas fueron a may ores, un grupo de nosotros un día nos
acercamos a las jaulas de Saturnino y soltamos el leopardo…
—Y, en respuesta, envenenaron el avestruz, después de lo cual se produjo el
asesinato de Rúmex. Un golpe para Saturnino, otro para Calíopo… Y si uno tiene
presentes todos los demás incidentes —continué—, el dedo de la sospecha te
apunta también como autor de la muerte de Rúmex. Pero el verdadero problema
empezó con la muerte del león. ¿Estás implicado en lo que sucedió con Leónidas?
—No.
—Calíopo siempre ha dicho que sí.
—No.
—Será mejor que me cuentes qué sucedió.
—Buxo le contó a Calíopo que Saturnino había intentado pedir prestado un
león. Calíopo, por su parte, pensó en darle el cambiazo. A todos se nos indicó que
nos retirásemos temprano y que no nos moviéramos de nuestras celdas.
—¡Apuesto a que todos echasteis un vistazo! ¿Qué sucedió esa noche,
exactamente?
Idíbal, con una sonrisa, confesó:
—Buxo tenía que fingir que no había oído nada. Sobornado por Saturnino
debía seguir acostado. Buxo y Calíopo se repartieron el dinero, según dicen.
Saturnino, por su parte, envió a sus hombres, que sabían dónde encontrar la llave
de acceso a la casa de fieras.
—¿Bajo el sombrero de Mercurio?
Idíbal enarcó las cejas.
—¿Cómo sabes eso?
—No importa. Los que venían a llevarse al león crey eron que tomaban
prestado a Draco, la fiera salvaje, pero en su jaula se encontraron con Leónidas.
Así, todo salió mal y el león resultó muerto. ¿Lo comprobaste después, cuando
devolvieron el cuerpo muerto de la fiera?
—En absoluto. Lo oí cuando lo hacían, horas más tarde, cuando y o y a estaba
en cama. De hecho, me despertaron. Los hombres de Saturnino eran torpes y
hacían demasiado ruido. Si no hubiéramos sabido y a lo que sucedía, se habría
dado la alarma. Al día siguiente, al saber que el león había muerto y que aquella
gente se había dejado llevar por el pánico, entendimos su torpeza. En aquel
momento, todos nos reímos en secreto de su ineptitud, dimos media vuelta y
continuamos durmiendo.
—Supongo que Saturnino y su gente no tendrían mucho descanso —comenté.
—Calíopo pensó que Saturnino había matado a Leónidas deliberadamente,
¿verdad? —preguntó Idíbal.
—Casi seguro que no… Aunque supongo que no le importó mucho que los
hechos sucedieran así. Su principal preocupación era qué le pasaría si corría la
voz de que había preparado un espectáculo privado. Tenía que silenciar el asunto,
sobre todo en vistas de que un pretor había resultado herido. Y Pomponio estaba
muy malherido. De hecho, ha muerto.
—Entonces, ¿estás aquí para investigar el asunto oficialmente? —preguntó
Idíbal con gesto preocupado. Sin duda se daba cuenta de que la muerte del ex
pretor no pasaría desapercibida.
—Personas cercanas al pretor han apelado al emperador. Quieren una
compensación. Quien sea declarado responsable podría enfrentarse a una severa
pena económica. —Esto hizo que Idíbal torciera el gesto—. ¿Por qué Calíopo
siguió acusándote más tarde? —añadí.
—Era una trama —respondió con un encogimiento de hombros.
—¿Cómo?
—En parte, para dar la impresión de que era un asunto interno, cuando
insistías en meter las narices en el tema.
—Prueba otra excusa… y que sea mejor.
—También, para explicar a los demás por qué había permitido que mi tía me
manumitiera.
—¿Y por qué accedió a esto?
Idíbal se agitó, molesto. O era un actor extraordinario, o la reacción era
auténtica.
—Mi tía pagó una suma elevadísima. ¿Por qué accedería, si no?
Indiqué a un camarero que nos trajera más vino. Idíbal estuvo de acuerdo en
tomar el primer trago; era evidente que creía necesitarlo. Cuando el camarero
desapareció, pregunté en voz baja:
—¿Por qué no me dices la verdad de una vez por todas? Que Calíopo quería
aumentar la escalada de la guerra con Saturnino y que te pidió que mataras a
Rúmex.
—Sí, me lo pidió.
Me asombró que lo reconociese.
—Continúa.
—Me negué. No estoy loco.
Me incliné a creerle. Si hubiera aceptado el trabajo y hubiera llevado a cabo
el asesinato del gladiador, Idíbal no me habría confesado ni siquiera que se lo
habían propuesto.
—Alguien lo hizo…
—Yo, no.
—Tendrás que demostrarlo, Idíbal.
—¿Cómo? No tenía idea de que Rúmex hubiera muerto hasta que tú me lo has
referido hace un instante. ¿Dices que fue la noche antes de que y o me marchara
de Roma? Estuve en el establecimiento toda la tarde, hasta que llegó mi tía con la
manumisión; inmediatamente, me encaminé con apremio a Ostia, en compañía
de Mirra. A toda prisa —explicó con tono insistente—, por si había alguna
reticencia por parte de Calíopo. Hasta que se presentó mi tía, y o hacía allí cosas
normales, nada que llamara la atención. Me verían allí otras personas, pero todas
trabajaban para Calíopo. Si ahora empiezas a remover las cosas y mi ex amo se
entera de que y o trabajaba para mi padre, se pondrá hecho una furia; por
consiguiente, nadie de su personal me proporcionará una coartada.
El pánico lo atenazaba, pero, como era inteligente, Idíbal empezó al instante a
elaborar una defensa.
—¿Puedes demostrar que fui y o? Claro que no. No pudo verme nadie porque
no fui y o quien lo mató. ¿Puede haber alguna otra prueba? ¿Qué arma se utilizó?
—Un puñal.
—¿Un cuchillo de caza?
—Debo decir que no, realmente.
—¿No lo tienes?
—Cuando vi el cadáver, faltaba el puñal. —Era posible que Saturnino lo
hubiera hecho desaparecer, aunque no había razón alguna patente para hacerlo.
Anácrites y y o lo habíamos interrogado y Saturnino nos había asegurado que el
arma no aparecería nunca. No vimos ninguna razón para no creerle—. La
opinión general es que el asesino se llevó el puñal.
—¿Alguna prueba más? —Idíbal iba animándose.
—No.
—Entonces, estoy libre de sospechas.
—No. Sigues siendo sospechoso. Estabas trabajando de incógnito y reconoces
que lo hacías con la intención de causar problemas. Abandonaste Roma a toda
prisa después del asesinato. Acabas de contarme que Calíopo, en efecto, te pidió
que mataras a Rúmex. Desde luego, todo eso es más que suficiente como para
qué te entregue a un juez instructor.
Idíbal hizo una profunda inspiración.
—Esto tiene mal aspecto —murmuró. Me gustó su franqueza—. ¿Vas a
detenerme?
—Todavía no.
—Quiero hablar con mi padre.
—Me han comentado que esperan su llegada. ¿Para qué viene?
—Para una reunión.
—¿Con quién?
—Con Saturnino, principalmente.
—¿Sobre qué tema?
—Un mero intercambio de comentarios. Charlan y y a esta.
—¿Lo hacen con regularidad?
—No muy a menudo.
—¿Saturnino es muy sociable?
—Le gusta tener en marcha un montón de tratos con un montón de gente.
—¿Es capaz de mantener buenas relaciones con sus rivales?
—Es capaz de vivir con cualquiera.
—¿A diferencia de Calíopo?
—Exacto. Calíopo prefiere quedarse en un rincón y darle vueltas a las cosas
en la cabeza.
—¡Si descubre quién eres, sus cavilaciones no serán muy apacibles!
—Se supone que no debe descubrirlo.
—Si hubieras sabido que Calíopo vendría…
—… no estaría aquí.
—¿Y ahora, qué?
—Cuando llegue el barco de mi padre, subiré a bordo a escondidas y no me
dejaré ver hasta que zarpemos.
—¿De vuelta a Sabrata?
—Ahí es dónde vivimos.
—No te pases de listo conmigo. ¿Cuánto pagó tu tía para liberarte de la
esclavitud?
—Desconozco la cantidad. Ella me dijo que había sido un precio muy alto y
no la molesté pidiéndole explicaciones. Me sentía responsable.
—¿Por qué? ¿El plan había sido idea tuy a?
—No. Todos estábamos en el ajo. Según el primer plan, y o debía asumir una
identidad falsa, pero al final preferí que me compraran como es debido. Y no
puedo ser un fugitivo, porque ello me convertiría en proscrito para el resto de mi
vida.
—¿Por qué Calíopo te escogió a ti para matar a Rúmex?
—Fue una especie de soborno. Mi tía y a había acudido a verlo y Calíopo
sabía que deseaba marcharme. Me dijo que, si mataba a Rúmex, quizá me
concediera la manumisión. —Idíbal parecía algo apurado—. Tengo que
reconocer que incluso mi tía opinaba que debía hacerlo. Está claro que eso le
ahorraba un buen montón de dinero.
—¡Eso, dando por supuesto que no te cogieran! Mientras auditaba a Calíopo,
una noche, os vi a ti y a Mirra en plena discusión. ¿Tenía algo que ver con lo de
matar a Rúmex?
—Sí.
—Así pues, tu tía te pidió que hicieras lo que quería Calíopo y, según tu
versión, te negaste a ello.
Idíbal intentó una protesta, pero al final se dio cuenta de que sólo estaba
acosándolo como a una pieza de caza. Y la caza era una actividad que el joven
conocía bien.
—Sí, me negué —reiteró con parsimonia, sin perder la frialdad.
—Luego, la encantadora tía Mirra accedió, a pesar de todo, a buscar el dinero
y encontró tanto que Calíopo te liberó sin más. ¿Esta situación te ha creado
problemas con la familia desde que volviste a casa?
—No. Mi tía y mi padre se han portado muy bien en este aspecto. Somos una
familia unida y feliz. —Idíbal bajó la vista. De pronto, se sentía cohibido—. Ojalá
no me hubiera metido nunca en todo esto.
—En algún momento te parecería una aventura brillante.
—Es cierto.
—¿No te dabas cuenta de lo complicada y oscura que se haría una aventura
de esa clase?
—Aciertas de nuevo.
El muchacho me caía muy bien. No sabía si podía fiarme de él pero no se le
veía marrullero ni fingía indignación cuando le hacía preguntas directas. Y no
había intentado escapar.
Por supuesto, salir huy endo no era el estilo de Idíbal. Habíamos determinado
que prefería que pagasen su rescate. Sin duda, si alguna vez encontraba motivos
y pruebas para conducirlo ante un magistrado, la familia unida y feliz se pondría
en acción otra vez y lo sacaría del nuevo enredo, a base de dinero. Tuve la
sensación implacable de que perdía el tiempo intentando seguir actuando contra
aquellos tipos.
Le conté a Idíbal que me alojaba en casa del enviado especial que se
encargaba de la medición de fincas. Aquello me envolvía en un acogedor halo de
oficialidad. Dirigí una prolongada y severa mirada al joven y, a continuación, le
hice la habitual advertencia maravillosa de que no abandonara la ciudad sin
decírmelo.
Idíbal era lo bastante joven como para asegurarme de buena fe que no lo
haría, por supuesto. Y era lo bastante inocente como para aparentar que lo decía
en serio realmente.
LV
El aire era cálido y seco. Me dirigí a pie a la costa norte y subí al foro. Si en la
Cirenaica los principales materiales de construcción tenían tonos rojizos, las
ciudades de la Tripolitania las piedras eran doradas y grises. Leptis Magna estaba
tan pegada a la costa que, cuando entré en el foro, aún podía oír a mi espalda el
batir de las olas contra las dunas de arena, blancas y onduladas. El bullicio del
foro debería sofocar el ruido del mar, pero el lugar estaba desierto.
El centro cívico dataría de los primerísimos tiempos del imperio, puesto que
el templo principal estaba dedicado a Roma y a Augusto. El edificio se alzaba
encajado entre los templos de Liber Pater y de Hércules, formando un conjunto
anticuado y muy provinciano para ocupar un emplazamiento tan destacado.
Aunque tal vez aquél no era el auténtico corazón de Leptis, el foro parecía haber
sido ubicado en un lugar donde quienes conocieran la ciudad pudieran esquivarlo.
Miré al otro lado de la plaza enlosada y contemplé la Basílica y la Curia. No
pasaba nada. Para tratarse de uno de los may ores puertos comerciales del
mundo, aquel lugar era un rincón soñoliento. A continuación, crucé el espacio
abierto, bañado por el sol, y pregunté en la Basílica si tenía algún caso reciente en
el que estuviese involucrado Saturnino. La respuesta fue que no. ¿Y Calíopo, de
Oea? Tampoco. ¿Conocían allí a un agente judicial llamado Romano? De nuevo,
una negativa.
El templo principal, que quedaba enfrente según se sale del foro, me resultó
tranquilizador y familiar a un tiempo, con unas columnas jónicas lisas, aunque les
habían añadido unos extraños ramitos florales entre las volutas. Avancé hasta el
edificio y pregunté si había algún mensaje para mí. La respuesta fue que no.
Dejé dicho dónde me alojaba, por si aparecían Scilla o Justino. También quería
dejar un mensaje para otra persona, pero no allí precisamente.
Volví sobre mis pasos por la silenciosa callejuela entre templos y edificios
públicos y tomé el camino de la ciudad. Allí había más animación. Caminé entre
sombras, por el lado izquierdo del camino que hacía una ligera subida desde la
costa, y avancé acompañado de varias mulas cargadas hasta los topes y de unos
chiquillos revoltosos que empujaban unas carretillas con mercancías muy
voluminosas. Tiendas cerradas y viviendas modestas bordeaban las calles, que se
extendían en una cuadrícula bastante proporcionada. Cuanto más caminaba, más
actividad encontré por las calles. Finalmente llegué al teatro y, en sus
proximidades, la zona de mercado donde, por fin, reinaba el bullicio que había
esperado encontrar en una de las grandes ciudades de los emporios.
El mercado central de abastos tenía dos elegantes pabellones llenos a rebosar,
uno redondo, en forma de tambor con arcos, el otro octogonal con una columnata
corintia, construidos probablemente por diferentes benefactores con conceptos
diferentes del urbanismo. Sin embargo, en una pedante inscripción, un tal Tapepio
Rufo reclamaba la responsabilidad del edificio entero. Quizá se había peleado
con su arquitecto, antes de acabar el trabajo.
Bajo los toldos de los quioscos se llevaba a cabo toda clase de ventas sobre
mesas de piedra planas; el comercio principal era la venta de productos
domésticos. Guisantes, lentejas y demás legumbres apilados en grandes
montones; higos y dátiles expuestos en los puestos de fruta y en otros tenderetes,
al alcance de la mano, tentadores, almendras y pasteles, pescado y cereales. No
era época de uva, pero encontré hojas de parra; las había y a rellenas o solas, en
salmuera, para llevar a casa y rellenarlas como uno quisiera. Los carniceros, que
se anunciaban con toscos dibujos de vacas, cerdos, camellos y cabras, afilaban
los cuchillos en un banco de patas de león en la esquina donde se levantaba el
edificio de pesas y medidas, mientras los inspectores estiraban el cuello para
seguir una disputada partida de damas que tenía lugar en el suelo.
A dos calles de distancia, otro millonario de Leptis había construido un recinto
comercial dedicado a la Venus de Calcis, donde parecía que negociadores
perversos, desdentados y de piel coriácea que no tenían tiempo para comer ni
gusto por el afeitado, organizaban grandes contratos de exportación. Sin duda,
aquella era la lonja de los grandes negocios: aceite de oliva, salazones de
pescado, alfarería y animales salvajes, más los productos exóticos que llegaban
de los nómadas: pesados fardos de marfiles, esclavos negros, gemas, aves y otros
animales salvajes.
Encontré un banquero que aceptaba mi carta de presentación. Tan pronto tuve
fondos en mis manos, un tipo al acecho intentó venderme un elefante.
A la vista de un hombre solitario de origen extranjero, varias personas me
preguntaron con ademán servicial si precisaba de algún burdel. Con una sonrisa,
dije que no. Al oírme, alguno de mis interlocutores llegó al extremo de
recomendarme a su propia hermana como una chica limpia, bien dispuesta y
accesible.
Volví al mercado central. Allí encontré un pilar con un espacio libre entre
garabatos y escribí, rascando la piedra:
ROMANO: BUSCA A FALCO EN CASA DE RUTILIO
Cuando uno finge que conoce a alguien, a veces resulta creíble. Además,
para entonces tenía la desconcertante sensación de que Romano sería, en
realidad, un viejo conocido. De estar en lo cierto, era una mala noticia.
Acudí a una casa de baños para hacerme una idea de la atmósfera que
reinaba en la ciudad. Dejé que me afeitaran, lo cual hicieron igual de mal que en
cualquier otro lugar del imperio. El teatro era otra donación de Tapepio Rufo, de
estilo elegante, erigido con vistas espléndidas a la costa y al mar. Eché un vistazo
a la programación; no había gran cosa de interés. No importaba, y a que la gran
atracción en Leptis eran los inminentes juegos del fin de la recolección, fuera de
la ciudad. Los juegos anunciaban que el programa, tan apreciado por el pueblo,
se concretaría « en fecha próxima» , aunque me fijé en que los presidiría mi
anfitrión, Rutilio Gálico, el dignatario romano que visitaba la ciudad. Me pregunté
si y a se lo habría comunicado alguien al interesado.
Para ser mi primera exploración del lugar, y a era suficiente. Así que
reanudaría el contacto con mi familia antes de que se hartara de mostrarse cortés
con el enviado. Mientras, y o me entretenía fuera.
Seguí las indicaciones que me había dado Rutilio para llegar a la lujosa villa
junto al mar que algún personaje local había puesto a su disposición (con la
esperanza, sin duda, de ganar popularidad para Leptis mientras el inspector
adjudicaba las tierras). La situación parecía asegurada. Se había adjudicado a
Rutilio un destacamento de guardaespaldas legionarios, por si había problemas
respecto al informe. El inspector tenía también su reducido grupo de criados
domésticos. Lo único que necesitaba para completar su comodidad era un
puñado de invitados políticamente neutrales con los que hablar, nosotros le
servíamos para ese papel.
Le dije que tendría que ocuparse del pañuelo blanco en los juegos y él
respondió refunfuñando.
Durante los días siguientes dediqué mis horas de trabajo a la búsqueda de los
tres lanistas a los que estaba investigando. Saturnino resultó el más sencillo de
localizar. Al fin y al cabo, él vivía allí. Rutilio me facilitó la dirección y vigilé la
casa. El primer día que monté guardia frente a ella, apareció el propio Saturnino
en persona. Para mí, fue todo un golpe el hecho de haber cruzado el
Mediterráneo lleno de delfines para encontrarme tras los pasos de un sospechoso
con el que y a me había topado meses antes en Roma.
Tenía el mismo aspecto de entonces, aunque esta vez llevaba ropas nómadas
más holgadas y brillantes, en una muestra de elegancia y de estilo acorde con su
provincia natal. Era un hombre de corta estatura, musculoso, nariz chata, medio
calvo, confiado y educado. Adornado de anillos hasta el punto de que, como
austero romano, me producía desconfianza. Sin embargo, siempre me había
mantenido a distancia de su actitud emprendedora. No era mi tipo, pero eso no lo
convertía necesariamente en criminal.
Pasó ante mi sin reparar en mi presencia. Yo estaba sentado en la acera con
un sombrero caído sobre los ojos al lado de un pollino con albarda y arreos, del
cual fingía estar a cargo. Había hecho cuanto podía por no dormirme, aunque el
sopor se adueñaba poco a poco de mi. Por lo menos, ahora que mi hombre había
hecho su movimiento, me veía obligado a desperezarme y a seguirlo.
Saturnino fue de acá para allá. Estuvo en el foro (por poco tiempo), en el
mercado (más rato), en los baños (más todavía) y en su establecimiento de
gladiadores local (un tiempo interminable). Cada vez que entraba en un lugar
público se relacionaba con personas importantes. Se mezclaba con ellos, reía y
charlaba. Se agachaba a hablar con chiquillos que habían salido con sus padres.
Jugaba a los dados y coqueteaba ásperamente con las camareras. Se sentaba en
las tabernas a ver pasar a la gente, de modo que el mundo que discurría por la
calle lo reconociese y lo saludase como un familiar que ha llegado con regalos
para repartir.
Cabía presumir que en su establecimiento entrenara combatientes como
había hecho en Roma, aunque a una escala más limitada. Los festivales locales
no eran comparables con los grandes acontecimientos imperiales, pero sus
hombres aparecerían en los siguientes juegos de Leptis y éstos quizá mereciesen
la pena.
Más tiempo me llevó localizar a Calíopo. Fue Helena quien dio con él,
después de oír un día que llamaban por su nombre a su mujer en los baños
públicos. Artemisa no conocía a mi novia, así que mal podía saber quién era;
Helena aprovechó que no se fijaba en ella para seguirla hasta la casa.
—Es muy joven, delgada y absolutamente hermosa.
—La descripción me recuerda a una de mis antiguas novias —murmuré. Fue
un comentario de lo más estúpido.
Más tarde (de hecho, mucho más tarde, puesto que antes tuve que atender a
ciertos menesteres domésticos) acudí a vigilar el apartamento de alquiler que
Helena había identificado y vi salir del edificio a Calíopo, camino de sus
abluciones vespertinas. Otro viejo rostro conocido: nariz ancha, orejas de soplillo,
cabellos finos, ondulados y bien cuidados.
Su esposa y él llevaban una vida mucho más tranquila que la familia de
Saturnino, probablemente porque no conocían a nadie en Leptis. Se sentaban a
tomar el sol, salían a comer a las posadas locales e iban de compras con
discreción. Era como si esperaran pacientemente algo o a alguien. Me dio la
impresión de que Calíopo parecía preocupado, pero el hombre siempre había
sido de esas personas altas y delgadas que se muerden las uñas por cosas que a
otros no les alterarían un músculo siquiera.
La joven esposa era muy hermosa, aunque desesperadamente callada.
Había enviado a Gay o al puerto para vigilar la llegada de Hanno, así que
cuando el barco echó el ancla junto al de su hermana, Mirra, entre el tráfago de
buques mercantes de la laguna vio a Idíbal a bordo, por breve espacio de tiempo.
Hanno y Mirra hacían esporádicas expediciones al mercado, al frente de un
colorista cortejo de servidores. Los acompañaba el insubordinado intérprete que
había hablado en mi favor.
Hanno hacia muchos negocios en la Calcídica. Daba la impresión de que era
duro en el regateo. En las negociaciones, a veces se cruzaban palabras ásperas,
aunque normalmente todo terminaba de forma amigable y se cerraba el trato
con unas palmadas en el hombro, por lo que supuse que Hanno no era popular.
Así pues, allí estaban todos. Y parecía que ninguno de los tres hombres hacia
el menor intento por encontrarse con el resto.
Teníamos juntos a Saturnino y a Calíopo, como deseaba Scilla, y también
podía ofrecer a mi clienta la presencia de Hanno, y por lo mismo la noticia de
que sus maquinaciones habían atizado la rivalidad, causa de la muerte de
Pomponio. Sólo quedaba un problema: que quien no aparecía era la propia Scilla.
Había insistido en llegar a Leptis por su cuenta y a su paso. Tras mi largo desvío a
Sabrata, gracias a Famia, suponía que mi clienta habría llegado antes que y o.
Sería así, pero no encontré ni rastro de ella.
Era una situación delicada. No podía garantizar que ninguna de las partes
siguiera allí mucho tiempo. Sospechaba que Hanno y Calíopo, en vista de su
interés profesional, sólo estaban allí en razón de los juegos. Yo me resistía a
establecer contacto con ninguno de ellos de parte de Scilla hasta que ella no
apareciese. Desde luego, no iniciaría el proceso judicial del cual había hablado
mi clienta, pues conocía suficientes procesos como para tener en cuenta que
Scilla podía colocarme en una situación difícil y, a continuación, desaparecer sin
dejar rastro. Y sin pagarme, por supuesto.
No se me había olvidado que, en mi calidad de auditor del censo, había
obligado a Calíopo y a Saturnino a pagar cantidades muy elevadas como
impuestos pendientes de liquidación. Sin duda, los dos me aborrecían. No estaba
en absoluto interesado en meter las narices en su provincia natal; sólo esperaba
que supieran de mi presencia, que recordaran el dolor financiero que les había
causado y decidieran enviar a alguien a darme una paliza.
Famia no se había molestado en seguirnos hasta Leptis, como le había pedido.
¡Vay a sorpresa!
—Ya tengo suficiente con todo esto —le dije a Helena—. Si Scilla no se
presenta antes de que acaben los juegos, hacemos el equipaje y nos volvemos a
casa. Tú y y o tenemos que seguir nuestra vida…
—Además —añadió ella con una sonrisa—, te han llamado de Roma para
declarar sobre esos dichosos gansos.
—Al carajo con los malditos pajarracos. Vespasiano ha accedido a pagarme
una cantidad suculenta por el trabajo del censo y quiero empezar a disfrutar del
dinero.
—Tendrás que vértelas con Anácrites.
—No hay problema. El también habrá sacado su buena tajada; no debería
quejarse. En cualquier caso, y a estará recuperado; podrá volver a ocupar su
antiguo cargo.
—¡Ah, pero Anácrites está encantado de trabajar contigo, Marco! Hacerlo ha
sido un punto culminante en su vida.
—Te burlas de mí —refunfuñé—. No quiero de ninguna manera seguir con
él.
—¿De veras piensas dejar que mi hermano trabaje contigo, si vuelve a
Roma?
—Será un privilegio. Quinto siempre me ha caído bien.
—Me alegro. Tengo una idea, Marco. La he comentado con Claudia mientras
esperábamos a que regresarais de la búsqueda del silphium, pero entonces las
cosas estaban muy tensas entre ella y Quinto. Por eso no la he mencionado
nunca…
Helena dejó la frase sin acabar, lo cual era impropio de ella.
—¿Qué idea es ésa? —pregunté con suspicacia.
—Si Quinto y Claudia se casan algún día, Claudia y y o deberíamos comprar
una casa donde viviéramos todos juntos.
—Voy a tener suficiente dinero como para que tú y y o vivamos más
cómodos —repliqué ceremoniosamente.
—Quinto, no.
—Es culpa suy a.
Helena exhaló un suspiro.
—Compartir sólo lleva a discusiones —añadí.
—Yo pensaba —expuso Helena— en una casa lo bastante grande como para
que diese la impresión de diferentes propiedades. Alas separadas, pero con zonas
comunes donde Claudia y y o pudiéramos sentarnos a charlar cuando Quinto y tú
no estuvierais.
—¡Si quieres quejarte de mí, querida, tendrás las estancias que necesites para
hacerlo!
—Y bien, ¿qué te parece la idea?
—Me parece… —De golpe, me vino la inspiración—: Me parece que será
mejor que no me comprometa a nada hasta que descubra a qué viene ese
revuelo de gansos en el Capitolio.
—¡Pajarracos! —se mofó Helena.
La situación podría haberse vuelto muy embarazosa pero, en aquel mismo
instante, uno de los esclavos de nuestro anfitrión anunció con nerviosismo —todos
los esclavos se mostraban cohibidos ante nuestro grupo— que Helena tenía una
visita. Nervioso, debido a las razones que he perfilado, pregunté con voz tensa de
quién se trataba. El esclavo dio por sentado que y o era un severo cabeza de
familia a quien le correspondía supervisar hasta el menor movimiento de su
pobre esposa (¡qué risa!) y me dijo con gran timidez que era una mujer; una tal
Eufrasia, esposa de Saturnino y figura importante en la vida social de Leptis.
Helena Justina apoy ó los pies limpiamente en el rodapié de un taburete, cruzó los
brazos a la altura de la cintura y me dirigió una mirada mansa e inquisitiva. Con
gesto grave, le di permiso para que aceptara la visita. Helena agradeció mi
benevolencia con voz suave, mientras sus enormes ojos pardos emitían un
destello de auténtica perversidad.
Abandoné la estancia en la que Helena estaba sentada y me oculté donde
pudiera oír la conversación sin que me vieran.
LVI
—¡Qué alegría, querida amiga!
—¡Vay a inesperado privilegio!
—¡Qué sorpresa verte por aquí!
—Y tú, ¿cómo has sabido de mi estancia en la ciudad?
—Mi marido vio un mensaje garabateado en el mercado. En él se leía que
Falco se alojaba en esta casa. ¿Sabías que mi marido y y o vivimos en esta
ciudad?
—Bueno, debería haberlo sabido… ¡Qué maravilla! Hemos tenido un viaje
terrible. Falco me ha arrastrado de un lugar a otro de África.
—¿Asuntos oficiales?
—¡Oh, Eufrasia, y o no hago preguntas!
Carraspeé mientras Helena insistía en fingirse una esposa oprimida, cansada
y excluida. Si Eufrasia recordaba la cena a la que habíamos asistido, no podía
llevarse a engaño.
—¿Tiene que ver con su trabajo en el censo?
La mujer insistía en aquel punto, por mucho desinterés que mostrase Helena.
Miré a hurtadillas por una rendija. Helena estaba de espaldas a mí, lo cual era
una suerte porque así evitábamos el riesgo de que a alguno de los dos se nos
escapara la risa. Eufrasia, que estaba espléndida con un vestido de brillantes
franjas escarlata y púrpura (un ejemplo portentoso de trabajo con los ricos tintes
sacados del molusco múrice), ocupaba una gran silla de caña. Tenía un aspecto
relajado, aunque en sus hermosos ojos había una mirada penetrante que dejaba
traslucir una tensión interior que me intrigaba. Me pregunté si la habría enviado
Saturnino o si el bueno de su marido ignoraba que se había presentado en mi
casa.
Helena mandó servir un refrigerio. Después ordenó que trajeran a la niña.
Julia Junila se dejó pasar de mano en mano, se dejó besar, pellizcar y hacer
cosquillas y estuvo encantada de que le enderezaran la pequeña túnica y que le
despeinaran los finos mechones de cabello. Luego, cuando la dejaron en una
alfombra en el suelo, hizo una demostración de valentía y energía y se dedicó a
gatear y a jugar con sus muñecas. En lugar de berrear de disgusto, se limitó a
emitir unos hipidos graciosísimos. Mi hija era un encanto. Y no lo digo y o.
—¡Qué encanto! ¿Cuánto tiempo tiene? —preguntó entre curiosa y zalamera
Eufrasia.
—Todavía no ha cumplido un año. —Sólo faltaban diez días para el
cumpleaños de Julia; otra razón para intentar volver a casa lo antes posible y
aplacar a sus dos abuelas, a las cuales se les caía la baba con la pequeña.
—Es una muñeca… ¡Y tan inteligente…!
—En esto sale a su padre —dijo Helena, quien debía de saber que y o estaría
escuchando. Casi esperaba que seguiría con unos cuantos insultos en broma, pero
probablemente estaba ocupada en averiguar la razón de la visita de Eufrasia.
—¿Y qué tal está nuestro querido Falco?
—Los pocos momentos en que llego a verlo, parece estar como siempre:
enfrascado en sus casos y en sus planes. ¡Como de costumbre, chica! —Incluso
desde mi escondite me pareció ver que Eufrasia entrecerraba los ojos. Helena
estaba lo bastante cerca como para que, más tarde, pudiera confirmarme este
extremo—. ¿Y cómo estáis tu marido y tú, Eufrasia?
—¡Oh!, aquí, mucho más felices. Ya sabes que tuvimos que escapar de
Roma. Tanta competencia y tanta doblez empezaban a atosigarnos. —Aquel
comentario debía de referirse también, sin duda, a los efectos secundarios
domésticos del lío de Eufrasia con Rúmex—. La atmósfera de las provincias es
mucho más agradable; ahora podemos quedarnos aquí permanentemente…
Helena estaba sentada cómodamente en una silla parecida a la de su visitante.
Distinguí uno de sus brazos desnudos, que colgaba relajado del reposabrazos. La
visión de sus suaves curvas, que me resultaban tan familiares, me erizó el vello
de la nuca mientras y o pensaba en recorrer su piel con la y ema del dedo de
aquella manera que la hacía estremecerse y …
—¿Y tu esposo puede ocuparse del negocio desde la Tripolitania?
—Sí, desde luego. Aunque, de todos modos, y o querría que se jubilase. —Las
mujeres siempre dicen lo mismo, aunque no muchas están dispuestas a soportar
limitaciones en el gobierno de la casa—. Ya ha hecho suficiente. Así pues, ¿qué
trae a Falco a Leptis Magna?
Helena, finalmente, se apiadó de ella:
—Trabaja para un cliente privado.
—¿Alguien que y o conozca?
—Bah, no es nada emocionante. Un mero encargo de una mujer que necesita
ay uda para presentar una querella, creo.
—Pues habéis hecho un largo viaje para tan poca cosa.
—Ya estábamos aquí por razones familiares —replicó Helena con tono
tranquilizador. Pero Eufrasia hizo caso omiso del comentario.
—Estoy fascinada… ¿Y cómo ha encontrado tu marido a esa clienta, en una
provincia que no es la suy a? ¿Acaso ha puesto anuncios?
—En absoluto. —Helena mantuvo una calma absoluta, en marcado contraste
con la manifiesta inquietud de la otra mujer—. Estábamos de vacaciones y fue la
mujer quien nos encontró. Al parecer; había oído hablar de Falco durante una
estancia en Roma.
Eufrasia no pudo soportar por más tiempo el suspense y formuló su pregunta
sin ambages:
—No estará trabajando para esa mujer con la que se había liado Pomponio
Urtica, ¿verdad?
—¿Te refieres a Scilla? —preguntó Helena con aire inocente.
—Sé de buena tinta que esa Scilla quiere causar problemas —respondió
Eufrasia. Se echó ligeramente hacia atrás en el asiento y adoptó de nuevo una
actitud un poco más relajada—. Ha estado acosando a mi marido y supongo que
ha hecho otro tanto con Calíopo. Sabemos que éste se encuentra en Leptis —
continuó, esta vez con un deje amargo en la voz—. Su esposa, tengo entendido,
tiene mucho de qué responder.
—¿Por qué dices eso? —preguntó Helena con perplejidad contenida. Hasta
donde sabíamos, lo único que había hecho Artemisa era consentir en casarse con
Calíopo, un hombre que consideraba que ser rico significaba poseer un lote
completo de cada cosa, incluida una amante llamada Sacarina que vivía en la
calle Boreal. El tono acusador de Eufrasia parecía fuera de lugar. Pero, claro,
Helena y y o y a sabíamos que Artemisa era joven y hermosa, lo cual resulta
imperdonable para muchas mujeres.
—¡Bah, no te preocupes por ella! —exclamó Eufrasia con un gesto
despectivo—. Si Artemisa se atreve a cualquier cosa, mira lo que te digo: Calíopo
la meterá en vereda a base de golpes, puedes estar segura… —Se inclinó hacia
delante y añadió con gesto hosco—: La que intenta provocar problemas serios es
Scilla. Ella es el mal bicho que se debe vigilar.
—Pues a mí me cay ó muy bien —comentó Helena, resistiéndose a condenar
a la novia del pretor muerto.
—Eres demasiado tolerante. Scilla pretende forzar una confrontación con mi
marido y con Calíopo, y estamos seguros de que ha convencido a ese hombre tan
desagradable de Hanno, para que la apoy e.
—Pasó por una experiencia terrible cuando el león atacó a su amante —
replicó Helena con calma—. Estoy segura de que no fue culpa de ella, ni creo
que fuera idea suy a el que se celebrara una sesión de circo privada en su honor.
Parece que fue idea de su novio; ella estaba en contra. El hombre cometió un
error de cálculo, un típico fallo masculino. Para Scilla resulta muy triste que
Pomponio muriese de aquella manera.
—Parece que sabes mucho de ella, ¿no? —inquirió Eufrasia con suspicacia
mal disimulada.
—Ella me abordó a mi primero. Falco estaba ausente, de viaje con mi
hermano; así que, de algún modo, y o le hice el primer examen. Como digo, me
compadecí de ella. Es justo que ahora tenga una compensación por su pérdida.
Se produjo un corto silencio. Luego, Eufrasia exclamó con voz ronca y tensa:
—¡Yo también estaba allí, por supuesto!
—¿Dónde, Eufrasia?
Helena no captó de pronto a qué se refería, pero advertí que mi novia no
tardaba en recordar lo que Secundino me había dicho: que los cuatro comensales
de la cena en la que iba a tener lugar el espectáculo privado habían sido
Pomponio, Scilla, el propio lanista… y su esposa. Ya era hora de pedir a Eufrasia
que nos ofreciera su versión de lo sucedido.
—En casa de Pomponio. Cuando el león se escapó.
—¿Viste lo que sucedió? —preguntó Helena como quien no quiere la cosa.
—Sí. Pero no debo decir nada más; mi marido se pondría hecho una furia.
Nos comprometimos a no contar nada. Así lo quiso Pomponio.
—No lo entiendo.
—Para protegerla a ella, naturalmente. A Scilla, me refiero. Pomponio era
leal, eso hay que reconocérselo. Cuando comprendió que estaba muriéndose,
insistió más que nunca. ¡Scilla y a tenía suficiente fama en Roma sin que toda la
ciudad supiera del incidente del león!
—Bueno, Pomponio y a ha muerto…
—¡El muy estúpido! —soltó Eufrasia—. No me preguntes más al respecto —
repitió—. Pero Scilla podría contártelo. Antes de que empieces a sentir lástima
por esa mujerzuela, Helena Justina, deberías hacerle reconocer la verdad.
¡Pregúntale quién realmente mató al león!
La mujer se puso de pie. Al hacerlo, sobresaltó a un pequeño bicho dorado
que se alejó a toda prisa, a lo largo de un zócalo próximo, hacia donde la niña
estaba sentada, en el suelo, examinándose sus piececitos rosados.
—¿Qué es eso? ¿Un ratón? —exclamó Helena.
—No; un escorpión.
Entré en la estancia como si fuera un marido que volvía a casa después de
pasar una mañana en el muelle. Siguiendo con la pantomima, dejé que mi rostro
expresase diversas emociones: sorpresa al ver a Eufrasia, alarma ante la palidez
de las facciones de Helena y una rápida reacción a la emergencia.
Recogí del suelo a la pequeña y la puse en manos de su madre; después,
aparté a mi mujer, pasé ante Eufrasia, cogí un jarrón y lo dejé caer sobre el
alacrán. Helena, rígida del susto, había cerrado los ojos.
—En cierta ocasión Helena sufrió una picadura terrible de uno de esos bichos
—expliqué secamente.
Conduje a las mujeres fuera de la estancia y volví dentro para enfrentarme a
la escurridiza criatura. Cuando terminé de hacer pedazos al alacrán, tomándome
la venganza por mi mano por lo que hizo otro congénere suy o a mi adorada
compañera, me quedé en cuclillas un momento, a solas, recordando la ocasión
en que Helena estuvo a punto de morir.
Salí en su busca. Mientras las abrazaba a ella y a la niña, acariciándolas y
tranquilizándolas, y o temblaba como una hoja.
—Ya estoy bien, Marco.
—Nos vamos a casa.
—No, no; y a ha pasado.
Cuando nos tranquilizamos, caímos en la cuenta de que Eufrasia había
aprovechado el momento de pánico para evitar preguntas embarazosas y se
había marchado.
No pudimos preguntar a mi clienta a qué se había referido Eufrasia, porque
Scilla seguía sin aparecer todavía.
Y entonces, al día siguiente, como caída del cielo, me llegó una nota de la
escurridiza Scilla. La carta apareció por la mañana ante la puerta de la mansión,
de modo que no había ningún mensajero a quien interrogar. Al parecer, Scilla se
hallaba ahora en Leptis, aunque, como de costumbre, se mostró reacia a facilitar
su dirección.
En la nota confesaba sin tapujos que a su llegada a la ciudad (de esto y a debía
de hacer algún tiempo), como no me encontró por ninguna parte, contrató a otro.
No se refería concretamente a Romano, pero supuse que se trataba de él. El
nuevo intermediario se las había arreglado para contactar con los dos lanistas en
nombre de la clienta y y a había algunos planes para establecer un acuerdo. Scilla
me decía que podía enviar a la casa de Pomponio Urtica, en Roma, la minuta
para cubrir los gastos que hubiese tenido hasta el momento. Mis servicios y a no
eran necesarios.
Pagado y despedido, ¿eh?
Yo, no, Scilla. Mis clientes siempre andaban arrepintiéndose y echándose
atrás de sus compromisos; eran los achaques de la profesión. El fango que
removían solía sorprenderlos y hacía que se lo pensaran mejor. Y una vez que
habían perdido el ímpetu inicial, no merecía la pena en insistir y presionarlos.
De igual modo, una vez que un caso atraía mi interés, nunca me permitía
abandonarlo a medias. Dejaría de trabajar cuando y o quisiera. Es decir, cuando
hubiera satisfecho mi curiosidad.
LVII
La noche antes de los juegos, Rutilio y y o dimos un tranquilo paseo hasta el
anfiteatro.
Cruzamos el río por el puerto y luego recorrimos la play a, combinando la
escalada del acantilado y el fatigoso avance por la arena blanda en la que se
hundían los pies.
—Un terreno difícil —se quejó Rutilio mientras se daba masajes en los
músculos de las pantorrillas—. Dispondré el transporte para mañana. ¿Helena
querrá venir?
Recogí del suelo un fragmento de una pluma de sepia.
—Sí, señor. Dice que tiene miedo de que termine en la arena del circo, como
luchador.
—¿Y cabe esa posibilidad? —preguntó Rutilio con perplejidad.
—No soy tan estúpido. —Jugar a gladiadores significaba un oprobio
permanente; incluso estaba penado legalmente.
Se preveía que los tres lanistas asistieran a los juegos. Yo, por mi parte,
esperaba un arreglo de cuentas de alguna clase. Helena Justina conocía mis
expectativas. No tenía objeto intentar ocultárselas, pues era demasiado sensible
como para no darse cuenta. Estaba preparado para cualquier emergencia. Y
Helena, también.
—El trabajo en que estás ocupado, ¿puede ser peligroso? —preguntó Rutilio
—. Si es así, ¿puedo preguntar qué puede esperarnos mañana?
—No lo sé, señor. Nada, quizá.
Quizá. Pero no era el único en sospechar que se preparaba una crisis; aquel
paseo para reconocer la disposición del puerto había sido idea suy a. Aparentaba
tranquilidad pero supuse que Rutilio Gálico, enviado especial de Vespasiano,
estaba tan tenso como y o.
Y tenía sus propias razones. Había establecido las lindes entre las tierras de
Leptis y las de Oea y se disponía a anunciar los resultados.
—Sólo soy el último de una larga tradición de estúpidos —me dijo mientras
nos acercábamos al estadio, que era el primer edificio con el que topamos—. Las
fronteras han sido objeto de agrias disputas durante largo tiempo. Hubo un caso
famoso en el que se enfrentaban Cartago y la Cirenaica. Se pactó que dos
parejas de hermanos emprendieran simultáneamente sendas carreras desde
Leptis y desde Cirene. Allí donde se encontraran, se trazaría la nueva frontera;
por desgracia, los griegos de Cirene acusaron a los dos hermanos de haber hecho
trampas. Para demostrar su inocencia, éstos pidieron ser enterrados vivos.
—¡Por el Olimpo! ¿Eso sucedió de verdad?
—Sí. Hoy día todavía existe un viejo arco conmemorativo sobre la carretera.
También y o, Falco, he sentido que ese mismo destino fatal me tendía una
emboscada.
—Roma, señor, aplaudirá vuestro sacrificio.
—¡Ah, bien! Esto hará que merezca la pena…
Rutilio me caía bien. Los hombres que escogía Vespasiano para establecer
orden en el imperio tenían un carácter serio, práctico y realista. Se dedicaban a
su trabajo con justicia y rapidez y no se dejaban llevar por su incipiente
impopularidad.
—Es una buena provincia —dijo—. No soy el primero que viaja al África
Proconsular y se queda encantado de ella. Este lugar atrae una profunda lealtad.
—Es el Mediterráneo. Gente cálida, abierta y alegre. Una tierra exótica pero
que, al mismo tiempo, evoca la propia.
—Necesita un buen gobierno —exclamó Rutilio.
—Helena está recopilando una serie de recomendaciones que desea
presentar al emperador.
—¿De veras? ¿Él te pidió que lo hicieras? —De nuevo Rutilio se mostró
sorprendido ante aquella sugerencia.
—No me lo pidió —respondí con una sonrisa forzada—. Pero eso no va a
impedir a Helena Justina asegurar que sí lo hizo. Helena se dedica a inspeccionar
la Cirenaica, donde hemos estado al principio. Lo ha catalogado todo, desde la
restauración del anfiteatro de Apolonia hasta la reconstrucción del templo del
foro de Sabrata que resultó afectado por un temblor de tierra. A Helena le gusta
ser minuciosa. También ha seguido de cerca el negocio del circo y los
luchadores. Helena considera que, cuando el nuevo anfiteatro Flavio abra las
puertas, todo deberá quedar bajo el control del Estado: desde el entrenamiento de
gladiadores hasta la importación de las fieras. Las legiones deberían supervisar la
captura de los animales salvajes en la provincia, de cuy o control se ocuparían
agentes imperiales.
Casualmente sabía que Helena había tenido la maravillosa idea de sugerir que
sería conveniente nombrar a Anácrites para presentar los documentos en los que
se planteara la nueva política. Sería un trabajo que le llevaría diez años y que,
desde luego, lo mantendría alejado de mi.
—¿Es eso todo? —preguntó Rutilio, amable y respetuoso.
—No, señor. Para rematar el cuadro, recomienda que se admitan en el
Senado a los jefes de África, como y a ha sucedido con los de otras provincias.
—¡Por los venerables dioses! Todo lo que dices está muy bien, ¿pero en serio
esperas que Vespasiano acepte la propuesta de una mujer?
—No, señor; y o firmaré ese informe y el emperador supondrá que es mío.
—Para un hombre como Rutilio, aquello no mejoraba un ápice el asunto. Yo
formaba parte del populacho del Aventino, un material difícilmente homologable
para el gabinete interior del emperador.
—¿Haces sugerencias de este tipo cada vez que viajas lejos de Roma?
—Cuando parece recomendable hacerlo.
—¿Y siempre se lleva a cabo lo que sugieres?
—¡Oh, no! —me eché a reír y lo tranquilicé bromeando que el mundo que
conocía no se había vuelto del revés—. Ya sabe lo que sucede en el Palatino,
señor: el rollo, sencillamente, se extravía. Pero tal vez dentro de veinte años
alguno de los asuntos que Helena considera importantes aparecerá en cabeza de
la agenda de algún secretariado escaso de trabajo.
Rutilio movió la cabeza con incredulidad.
Habíamos llegado al estadio. Se extendía paralelo a la costa, barrido por una
fresca brisa marina, y ocupaba uno de los mejores emplazamientos deseables.
Parecía una buena pista y, claramente, era muy utilizada.
Cruzamos la pista a paso lento. En aquel momento, el sol del atardecer y el
rumor de las olas a nuestra espalda proporcionaban un aire tranquilizador al
lugar, aunque cuando toda la ciudad acudía allí y llenaba las hileras de asientos,
la atmósfera era completamente distinta.
—Mañana, en el anfiteatro, en ese espectáculo que debo supervisar… —
Rutilio hizo una pausa.
—El espectáculo que se te ha adjudicado —apunté con una sonrisa irónica.
—¡Y que tendré el honor de presidir! —añadió él con un suspiro—. La cosa
es que, bajo mis auspicios, se presenta un programa de gladiadores por parejas.
Por lo que he podido ver, nada excepcional. El espectáculo irá precedido de la
ejecución de un criminal, un blasfemo medio tonto que encontrará su merecido
al ser arrojado a las fieras.
—¿Una pena capital? Algo así precisaría de la aprobación del gobernador, ¿no
es así, señor?
—El caso provocó cierta crisis. Me encargaron la investigación y no es
preciso comentar que ejerzo la representación del gobernador mientras me
encuentre aquí. Todo ha estallado esta mañana y, junto a la determinación de las
lindes, ha estado a punto de causar una revuelta. Ya tenemos demasiadas
personas de ciudades rivales en nuestras calles en este momento y las cosas
podrían ponerse feas mañana.
—¿Y cuál es el delito que se ha cometido?
—Algo totalmente inaceptable. Un tipo que estaba de paso se emborrachó
hasta caer dormido y, al despertar en el foro, se puso a insultar a los dioses
locales. Algo terriblemente embarazoso. Hubo intentos de acallarlo pero entonces
empezó a maldecir a Aníbal y a todos sus descendientes a voz en grito. Lo
golpearon en la cabeza, fue rescatado de manos de la plebe y lo condujeron a
rastras ante el agente de la autoridad más próximo… y así me he encontrado en
ese desafortunado papel. Era una prueba, desde luego: se discutía la actitud de
Roma frente al elemento púnico. Me dije que no tenía elección. Por eso, mañana
habrá cena para los leones.
—¿Le han proporcionado y a algún animal?
—Casualmente Saturnino tiene uno —respondió Rutilio.
—Será mejor que prevenga a Helena.
—¿No te gusta? A mí, tampoco. Pídele a Helena que cierre los ojos y
aguante, si quiere. Estará sentada entre mi gente, a vista de todo el público; las
cosas tienen que hacerse como es debido. Dicen que, si el animal es feroz, el
asunto es rápido.
Habíamos llegado a un pórtico cubierto que unía el estadio y el circo.
Empezaba a oscurecer pero nos arriesgamos a cruzar a buen paso un pasadizo de
altos arcos. Probablemente estaba pensado para uso exclusivo de peatones,
aunque ofrecía posibilidades para acuerdos y arreglos comerciales utilizando
intermediarios. El alcance y el emplazamiento de aquellas transacciones sugería
que la gente de Leptis tenía un amor sofisticado por el espectáculo y que exigía
un alto nivel en el mismo.
Cuando salimos al anfiteatro, una grácil elipse tallada en la ladera de la
colina, encontramos obreros empeñados en su trabajo de consolidar y nivelar la
arena blanca de la pista. Al día siguiente, los prístinos resultados de sus atentos
cuidados serían violentamente borrados y empapados en sangre. Tras echar una
mirada, consulté a Rutilio; luego, empezamos a subir las filas de asientos y desde
lo alto de las gradas, alguien mencionó mi nombre:
—¿Quién es ése, Falco?
—¡Maravilloso! Es Camilo Justino, el hermano menor de Helena. Ha estado
buscando el jardín de las Hespérides para impresionar a su amada… Esperaba
que pudiera alcanzarnos a tiempo.
—He oído hablar de él —apuntó Rutilio con un resoplido, mientras
apresurábamos la ascensión—. ¿No te había causado problemas su fuga con una
joven?
—Quizá se le habría tolerado que raptara a la chica, señor, pero huy ó con el
dinero de ella, además. Y tenía mucho. Ahora, me lo llevo a Roma para que le
den unos buenos azotes.
—Excelente.
Tras haber adoptado una actitud ceremoniosa propicia, el enviado de Roma
me acompañó, muy amistoso, a recibir a Justino.
Encontramos un camino que nos devolvía a la ciudad a lo largo de la cresta
de las dunas, para evitar la play a. Las primeras estrellas Áfricanas desconocidas
para mí titilaban sobre nuestras cabezas mientras avanzábamos, intercambiando
noticias.
—¿Va todo bien con Claudia?
—¿Por qué iba a ser de otro modo? —Quinto tuvo la amabilidad de sonreír—.
Hoy he visto en la laguna el transporte de caballos de Famia, pero ni rastro de él.
—Estará en alguna taberna. Bueno, parece que estamos todos a punto para
zarpar rumbo a casa…
Acaricié por un instante la idea de olvidar los juegos, encontrar a Famia y
largarnos inmediatamente. Estaba impaciente por ver Roma otra vez. El primer
aniversario de Julia debía celebrarse en casa. Y, de todos modos, ¿por qué
teníamos que quedarnos? Ya no tenía ninguna cliente que me pagara.
La respuesta la proporcionó Justino:
—¿Habéis oído el rumor que corre de boca en boca? Se ha programado un
combate a tres en los juegos de mañana. Saturnino, Calíopo y Hanno han
convenido en celebrar un encuentro especial a tres bandas.
—¿Qué? ¿Y cómo es eso?
—Los preparativos son bastante misteriosos, pero he oído que cada uno
presentará un gladiador para una lucha a muerte. Será el último número y es
algo que hará que los grupos rivales de las diferentes ciudades se partan de risa.
El hormigueo que había sentido todo el día aumentó.
—¡Por el Hades! Parece como si eso pudiera degenerar en una de esas
ocasiones en que el anfiteatro estalla.
—Pues no has oído lo mejor. La parte que te interesará, Marco, es que este
combate a tres bandas ha de resolver una reclamación legal. Y existe una
cláusula especial: el lanista propietario del último hombre que quede con vida se
compromete a pagar una indemnización a una tal Scilla por una querella que la
mujer tiene planteada contra todos ellos.
—Por todos los… Eso significa que todos querrán perder, ¿no?
Justino soltó una carcajada.
—Se supone que los tres van a presentar a los más ineptos, de modo que el
asunto se transformará en una comedia. Los combatientes no querrán morir,
pero, por una vez, sus lanistas intentarán convencerlos para que se rindan.
—¡Oh, muy pintoresco!
—Por lo que he oído en el mercado, existe un curioso interés por los
condenados a morir.
—¿Sabes cómo se llaman? —Rutilio se me adelantó con la pregunta.
—No he oído ningún nombre. Por la ciudad corren todo tipo de rumores;
entre ellos, el favorito es el que habla de monstruos con dos cabezas cada uno.
Fascinante, ¿no?
—Parece suficiente para despertar el interés —respondí.
—Lo despierta, y mucho —confirmó Justino—. Se cruzan grandes apuestas,
abiertamente.
—Entonces, y a está —asentí. No se lo dije a nadie en particular, aunque mis
dos acompañantes debían de saber a qué me refería.
Esa noche, en algún lugar de Leptis, los cuidadores de las fieras para el circo
tendrían en ay unas a un león.
En algún lugar de la ciudad, gladiadores de diversas categorías disfrutarían de
la tradicional cena opípara de la víspera del combate. Era su privilegio… y podía
ser su perdición. A menudo resultaba decisivo cuando amanecía el día siguiente;
los futuros combatientes se sentían tentados de disfrutar todo lo que pudieran,
puesto que podía ser su última oportunidad. Pero si se dejaban llevar por esa
excusa, el efecto era contraproducente en el momento del combate.
De regreso a casa, mientras cruzábamos la ciudad, Justino y y o hicimos un
débil intento de entrar en la escuela preparatoria local —la cantera de luchadores
de Saturnino—, con vistas a inspeccionar a los hombres en plena fiesta. El público
en general tenía prohibida la entrada. Consideramos que era más conveniente no
protestar. En cualquier caso, era de imaginar que los combatientes especiales
estarían encerrados aparte, en algún lugar especial.
Pasé la noche inquieto. Para ahorrarle preocupaciones a Helena, fingí que
dormía perfectamente tranquilo. Pero en ningún momento cesaban de darme
vueltas en la cabeza numerosas ideas. Estaba muy seguro de que, no importaba
lo que hubiese sucedido, aquel número especial preparado por los tres lanistas no
iba a ser limpio. Cada uno de ellos participaría con sus propios planes perversos.
Desde el palco de la presidencia sería imposible intervenir en ninguna
emergencia. Justino y y o nos habíamos estrujado el cerebro tratando de
encontrar el modo de salvar tal obstáculo. El único lugar desde el cual podíamos
intervenir era desde la propia arena, pero y o le había prometido a Helena que
bajo ninguna circunstancia saldría a combatir.
LVIII
Un sol cegador bañaba la arena del circo desde primera hora. Poco a poco, los
asientos de piedra y la brillante arena blanca del terreno dedicado a los combates
empezaron a calentarse. Cuando empezó a congregarse el público, dejó de oírse
el rumor de las olas, aunque aún podíamos oler su proximidad en el aire salado
que acariciaba nuestro rostro y dejaba mis cabellos lacios y rebeldes.
Justino y y o acudimos temprano. Rutilio llegaría más tarde y haría su entrada
con mucha ceremonia. Creíamos que estaríamos solos, pero y a se nos habían
adelantado algunos espectadores, aunque la atmósfera se mantenía relajada. Sin
embargo, incluso en aquellos momentos, el ambiente festivo se veía quebrado
por un elemento extra de tensión causado por la presencia de grupos procedentes
de Oea y de Sabrata.
La entrada era gratuita, pero los taquilleros estaban en sus casetas, dispuestos
a repartir las fichas que asignaban lugares en los diversos palcos y filas de
asientos. Las almohadillas para los asientos de las primeras filas eran
descargadas de una recua de mulas. En la play a se alzaban perezosas columnas
de humo de las hogueras en las que los vendedores de comida preparaban sus
viandas. También se habían descargado ánforas y odres de vino en grandes
cantidades. Los vendedores de aperitivos esperaban tener un día lucrativo.
Los campesinos de la zona, atraídos por el espectáculo y por la posibilidad de
vender sus productos comestibles y de artesanía, habían acudido a caballo —
alguno incluso en camello— y habían colocado su puesto de venta en la play a.
Algunos, incluso, habían montado sus grandes tiendas del desierto. Cuando
llegamos, los curiosos de la ciudad y a deambulaban junto a la orilla del mar y
recorrían otros caminos, buscando amigos a quienes saludar o apostadores con
los que jugar. Aparecieron programas; conseguimos uno de ellos pero, aparte de
los luchadores profesionales, de los cuales constaba el nombre y el estilo de
combate, el número especial sólo venía descrito como « un combate entre tres
novatos» .
Después de la llegada de los primeros espectadores, alguno de los cuales aún
tenía el desay uno en la boca, la afluencia de gente aumentó alarmantemente y la
atmósfera del recinto empezó a vibrar. Los ciudadanos de Leptis acudían ahora
en gran número, algunos vestidos de blanco según el estilo formal de Roma
(como nosotros) y otros envueltos en ropas de brillantes colores. Mujeres con sus
mejores atuendos, enjoy adas, peinadas con tocados vistosísimos, cubiertas con
atractivos velos, lanzando miradas por debajo de sus parasoles, trasladadas hasta
las puertas mismas en litera u obligadas a caminar por sus frugales maridos,
llenaban las entradas. Los niños correteaban a su aire o permanecían pegados a
sus padres tímidos y acobardados. Los hombres iban y venían por las gradas y
realizaban contactos, en ocasiones con otros comerciantes a quienes conocían y,
a veces, incluso con mujeres atrevidas que no tenían que ser accesibles. Por fin,
aparecieron los acomodadores (demasiado tarde como para que su presencia se
notara mucho, aunque a nadie parecía importarle).
Las filas de asientos se llenaron deprisa. Mejillas, frentes y cabezas calvas
brillaban y a y empezaban a enrojecerse a los ray os del sol, y las bellezas de
brazos desnudos parecían langostas. Un anciano fue retirado en una camilla,
perdido el conocimiento, antes incluso de que empezara el espectáculo. Un
perceptible olor a ungüentos, sudor, calamar frito y ajos asaltó con suavidad
nuestro olfato.
El murmullo y el ruido subieron de tono; después, todo se acalló y reinó un
silencio expectante. Rutilio Gálico efectuó su entrada.
Envuelto en su cándida toga y tocado con la corona a la que tenía derecho
oficialmente, ocupó su asiento entre calurosos aplausos de recibimiento. Los
ciudadanos de Leptis sabían perfectamente que aquel hombre les había
concedido la preferencia territorial sobre Sabrata y, en especial, sobre Oea. Hubo
unas cuantas manifestaciones de repulsa —motivadas por los visitantes,
probablemente—, que fueron acalladas al instante por una nueva demostración
de aprecio de los victoriosos leptianos.
Justino y y o nos deslizamos a nuestros asientos acompañados de Claudia y
Helena. Disfrutábamos de la mejor vista del anfiteatro. Rutilio había tenido
también el detalle, como invitados de su casa, de permitirnos compartir su palco.
Aquello nos situó en una posición privilegiada (con almohadillas las tres primeras
filas, ocupadas por miembros de la aristocracia, sacerdotes y dignatarios
entronizados en sus amplios asientos de mármol). Detrás de nosotros, la multitud
apretujada estiraba el cuello desde los bancos de piedra, que les producirían dolor
de espalda y entumecimiento de glúteos al final de la jornada.
Distinguí a Eufrasia entre los consejeros de la ciudad elegantemente
ataviados y sus esposas. La mujer lucía unos adornos riquísimos: un gran juego
de piezas de oro y vestía ropas añil intenso. Para mi sorpresa, tenía a su izquierda
a Artemisa, la joven y bella esposa de Calíopo, y a su derecha la opulenta figura
de Mirra, la hermana de Hanno. Cualquier exhibición pública de íntima afinidad
solía enmascarar una intención oculta, de modo que aquel hecho era una buena
noticia. Presumiblemente los tres lanistas estarían preparando a sus gladiadores.
Me pregunté dónde se encontraría Scilla. No podía creer que no estuviera
observando la actividad del día; sobre todo, porque el combate era muy
importante para su reclamación de compensaciones.
Rutilio tuvo que abandonar su asiento otra vez. Un desfile de estatuas de dioses
locales, toscamente disfrazados bajo el nombre de otras divinidades romanas,
anunció unas cuantas formalidades religiosas que se cumplimentaron con
rapidez. Rutilio participó con la debida seriedad y abrió el gallo para que los
arúspices inspeccionaran las entrañas. A continuación, con porte sereno y suma
eficacia, proclamó que los auspicios eran favorables y que los rituales se habían
cumplido debidamente. Con esto, los juegos podían empezar.
Rápidamente se aceleraron los preparativos para la ejecución del individuo
detenido el día anterior, cuando blasfemaba contra los dioses. Ahora, un velo
envolvía discretamente las estatuas sincretistas de Júpiter Amón, de Astarté y de
Sadrapa, antiguas deidades orientales que, al parecer, se hacían pasar por
variantes púnicas de Hércules, de Liber Pater y de Baco. Un enorme coro de
abucheos se levantó entre el público cuando apareció el criminal, arrastrado por
unos guardias. Proclamaron delitos cometidos por aquel infeliz, aunque sin la
dignidad de mencionar el nombre de quien los había cometido. Se daba por
sentado que nadie se molestaría en averiguar quién era aquel forastero blasfemo.
El hombre, muy sucio, tenía la cabeza afeitada. La última noche en prisión había
recibido una paliza, sin duda alguna, pues se dejaba llevar a rastras en brazos de
sus captores, inconsciente a consecuencia de la paliza o borracho todavía. Quizás
ambas cosas a la vez.
—El tipo no se entera de lo que sucede. Es un alivio.
Sin apenas fijarme en la figura encogida sobre sí misma, me volví hacia
Helena para decirle algo. Mi compañera estaba sentada con los labios apretados,
las manos juntas en el regazo y la mirada baja. Escuché el ruido traqueteante de
una plataforma con ruedas bajas que era empujada al interior de la pista. La
víctima, desnuda, estaba siendo atada a una estaca situada en la plataforma, con
una protección hasta la altura de la espinilla en forma de frontal de carro de
caballos. Cada movimiento provocaba una nueva oleada de abucheos irritados
por parte de la multitud. Con un gesto tranquilizador, posé una mano sobre los
puños apretados de Helena.
—Pronto habrá pasado todo —murmuró Rutilio, tranquilizándola como un
cirujano al tiempo que mantenía la sonrisa de cara a la multitud.
Los ay udantes empujaron la plataforma al centro de la pista mediante largas
varas. Salido nadie sabe de dónde, apareció en la pista un león. La fiera no
necesitó que la azuzaran para correr hacia el hombre de la estaca. Helena cerró
los ojos. De pronto, dio la impresión de que el animal titubeaba. Ante el rugido de
la multitud, el prisionero volvió en sí, se espabiló, levantó la cabeza, vio al león y
dio un grito. La voz histérica captó mi atención. Me sonaba asombrosamente
familiar.
Una ráfaga de viento levantó el velo que cubría una de las estatuas e hizo que
saliera volando. Los asistentes empujaron la carretilla más cerca del león y éste
prestó más interés. Uno de los guardianes restalló el látigo. El preso alzó la vista a
la estatua de Sadrapa y gritó en tono desafiante:
—¡Que os den por ahí, dioses cartagineses… y que le den también por ahí a
ese jodido Aníbal, el Tuerto!
El león saltó sobre él.
Me puse de pie. Acababa de reconocer su voz, su entonación del Aventino, la
forma de su cabeza, su estupidez, sus delirantes prejuicios, todo… sin poder hacer
nada por él. No habría podido alcanzarlo a tiempo, de todos modos. Estaba
demasiado lejos. No había forma de llegar hasta él. Una barrera de mármol de
cuatro metros de altura, con las paredes lisas, impedía que los animales salvajes
invadieran las gradas y que los espectadores pudieran saltar a la arena. Todo el
público se puso de pie y prorrumpió en una cerrada ovación, proclamando a
gritos su indignación contra el blasfemo y aprobando su condena. Segundos más
tarde, el león despedazaba al infeliz mientras y o me hundía en mi asiento, con la
cabeza entre las manos.
—¡Oh, santos dioses…! ¡Oh, no, no…!
—¿Falco?
—Es mi cuñado…
Famia acababa de morir.
LIX
Una sensación de culpabilidad y un temor invencible se adueñaron de mí
inexorablemente mientras me abría paso hacia el espacio interior entre
bastidores. Habían recuperado lo que quedaba del cadáver ensangrentado de
Famia colgando todavía de la estaca, junto con la carretilla. El león, saciado de
carne humana, había sido retirado con la eficacia habitual: mostrando las fauces
rojas todavía, merodeando en su jaula, a punto para ser retirado a través del
túnel. Después de una ejecución, las fieras eran retiradas de la vista del público a
toda prisa. Oí que alguien se reía. El personal del anfiteatro estaba de buen
humor.
Jadeante, presenté la petición familiar para hacerme cargo del cuerpo,
aunque poco quedaría para su cremación en un funeral.
Rutilio me había advertido que fuera cuidadoso con lo que decía. Su cautela
era innecesaria. El grito exacerbado de Famia todavía resonaba en mis oídos y
haría lo que estaba obligado a hacer por los míos en casa, aunque era probable
que nadie me lo agradeciera. No tenía ganas de agravar aún más el deshonor que
y a había sufrido en aquel lugar.
¿Cómo podía explicar lo sucedido a May a, mi hermana favorita, y a sus
agradables y bien educados hijos: a Mario, que quería ser maestro de retórica; a
Anco, el de las orejas grandes y la sonrisa tímida; a Rea, la niña divertida y
bonita, y a la pequeña Cloelia, que nunca había visto a su padre tal como era y
que le profesaba verdadera adoración? Ya sabía qué pensarían: lo mismo que y o.
Que su padre había viajado hasta allí conmigo. Y que, sin mí, jamás habría
dejado Roma. Aquello era culpa mía.
—Marco… —Camilo Justino estaba a mi lado en aquel momento—. ¿Puedo
hacer algo?
—No mirar.
—Bien. —Sumamente sensible, como la may or parte de su familia, Justino
me asió del brazo y me alejó del lugar donde me había quedado clavado. Le oí
hablar en voz baja con el encargado de aquel tinglado. Unas monedas cambiaron
de mano. Helena o Claudia seguro que le habían dado una bolsa. Todo quedó
arreglado. Los restos se enviarían a un encargado de pompas fúnebres y se haría
lo que fuera preciso.
Lo que era preciso hacer se hubiera debido hacer mucho tiempo atrás.
Alguien tenía que haber callado a Famia. Ni su esposa ni y o habíamos tenido
tiempo ni ganas de hacerlo. May a había dejado de intentarlo hacía mucho
tiempo.
Ahora, aquella carga había dejado de existir, pero me quedaba la certeza de
que la tragedia apenas acababa de empezar.
Quería marcharme.
Tenía que sacar de allí a Helena, pero abandonar los asientos de la
presidencia era un gesto de descortesía. Dos de nosotros habíamos abandonado
y a a Rutilio de forma ostensible. De conocer las circunstancias, el agrimensor
oficial quizá no se sintiera demasiado disgustado, pero la plebe, sí. En Roma,
mostrar desinterés por el costoso espectáculo sangriento de la arena provocaba la
clase de impopularidad que incluso el emperador temía.
—Tenemos que volver, Marco. —Justino me habló con calma, sin alzar la
voz, tal como se supone que hay que hacerlo a un hombre en pleno shock—. No
es preciso que nos busquemos la crucifixión, si no es por cumplir nuestro deber
diplomático…
—No necesito que me cuides.
—Ni me atrevería a sugerirlo. Pero le debemos a Rutilio cierto respeto por las
apariencias.
—Rutilio lo condenó.
—Rutilio no tenía elección.
—Es verdad… —Yo sabía ser justo. Mi cuñado acababa de morir ante mis
propios ojos, pero y o conocía las reglas del espectáculo: lanzar sonoros vítores y
decir que él se lo había buscado. Aunque Rutilio hubiera sabido que el tipo estaba
emparentado conmigo, insultar a Aníbal en su provincia natal era intolerable.
Blasfemar contra los dioses como había hecho él le habría valido una condena a
recibir latigazos incluso en Roma—. No te preocupes. Volveré con cara de
circunstancias, como quien ha tenido que salir corriendo por una urgencia.
—Tacto —asintió Quinto, y me acompañó con brazo firme hasta mi asiento
—. Un rasgo maravilloso de la vida civil. ¡Dioses amados, ahora no permitáis que
nadie se muestre amistoso y nos ofrezca probar sus hieles con miel…!
Aunque nos disponíamos a hacer lo que debíamos, nuestra reincorporación a
la feliz multitud se retrasó. Cuando pasamos el final del túnel más próximo al
anfiteatro, nos dimos cuenta de que había empezado la siguiente fase de los
juegos. Limpia la arena ensangrentada y alisadas las roderas que había dejado el
carro al ser arrastrado fuera de escena, se abrieron las enormes puertas y el
desfile de gladiadores efectuó su entrada en la arena. Pasaron por delante de
nosotros y nos sentimos atraídos a seguirlos hasta la gran entrada a través de la
cual marchaban todos jubilosos.
Como siempre, era un espectáculo que combinaba el esplendor y el mal
gusto. Bien alimentados, preparados y en un estado de forma envidiable, el grupo
de hombretones que se dedicaban al combate como profesionales salió a escena
y fue recibido con un tremendo rugido. Trompetas y cuernos llenaban con su
estruendo el anfiteatro. Los combatientes llevaban la indumentaria ceremonial y
todos lucían la capa militar griega, de color púrpura y bordados de oro.
Embadurnados de aceite y luciendo los abultados músculos avanzaron según el
orden del programa. Sus nombres fueron vitoreados por la multitud; ellos lo
agradecían con arrogancia, levantando los brazos y volviéndose a un lado y a
otro, animados por una efusión de júbilo.
Dieron una vuelta majestuosa para exhibirse ante todos los sectores del
público. Los ay udaban sus lanistas, todos vestidos con túnicas blancas onduladas
que lucían estrechas trenzas de colores en los hombros y empuñaban largos
bastones. Entre ellos distinguí a Saturnino, que desfilaba entre los rugidos de los
espectadores locales. Llegaron más ay udantes transportando bandejas en las que
exhibían grandes bolsas con los jugosos premios en metálico. Los esclavos que
barrían e igualaban la arena intentaron un desgarbado paso de la oca formando
una fila mal compuesta, con sus herramientas al hombro como lanzas
ceremoniales; otros guiaban los caballos que se emplearían en los combates
montados, con las crines bien peinadas y los arneses relucientes con discos
esmaltados. Finalmente, entró una figura espectral que representaba a
Radamanto, el místico juez de los infiernos, ataviado con una ceñida túnica
sombría, largas botas flexibles y una siniestra máscara de ave; a éste seguía su
compañero de corazón duro, Hermes Psicopompo, el mensajero negro del
caduceo serpenteante calentado al rojo, el hierro de marcar con el que azuzaba a
los caídos para descubrir si estaban muertos de verdad, simplemente
inconscientes o fingían.
Apelotonados en la entrada con un grupo de empleados del anfiteatro, Justino
y y o vimos a Rutilio de pie, supervisando el sorteo de los grupos. Se enfrentaría a
los combatientes de pareja experiencia, pero aún quedaba ajustar los
enfrentamientos a cada nivel; era lo que se realizaba en aquel momento. Algún
emparejamiento era muy popular y levantó vítores de entusiasmo; otros
produjeron gruñidos ensordecedores. Finalmente, quedó establecido el programa
y se presentaron al presidente las armas que se iban a utilizar formalmente.
Rutilio se tomó su tiempo en inspeccionar las espadas. Esto mejoró aún más el
ánimo de la multitud, pues era demostración de que el hombre sabía lo que se
hacía. Rutilio, incluso, rechazó un par de ellas después de probar el filo.
Mientras se producían estas formalidades, los combatientes seguían
exhibiéndose en la arena. Su calentamiento consistía en ejercicios musculares
acompañados de numerosos gruñidos y flexiones de rodillas, junto a
demostraciones de equilibrio y trucos de habilidad con jabalinas. Un par de ellos
lanzaba el escudo a lo alto y lo recogía con gestos espectaculares. Todos hacían
grandes aspavientos simulando fintas y contragolpes con armas de
entrenamiento, algunos sumidos en una concentración total y otros fingiéndose
mutuos ataques, representando enemistades reales o imaginarias. Unos cuantos
aficionados ególatras de entre la multitud saltaron a la arena y se unieron a ellos
con el deseo de sentirse importantes.
Una vez aprobadas las armas, los ay udantes las bajaron del palco de la
presidencia para ser distribuidas. El calentamiento terminó. Sonaron de nuevo las
trompetas. La comitiva se formó otra vez y todos los que no participaban en la
primera serie se retiraron. Los gladiadores dieron la vuelta a la elipse entera una
vez más y, en esta ocasión, ensordecieron al presidente con el grito tradicional:
« ¡Los que van a morir te saludan!» .
Rutilio los saludó. Parecía cansado.
La may oría de los gladiadores volvió a salir por la gran entrada y nos
apartamos del paso a toda prisa. Aquellos eran hombres recios, de brazos
musculosos, con los que era preferible no tener conflictos. Detrás de ellos,
alguien lanzó el grito de llamada formal a la primera pareja:
—¡Acercaos!
El murmullo se fue apagando. Un tracio y un mirmillón con un casco galo se
pusieron a dar vueltas en torno al rival con gesto precavido. La larga jornada de
carnicería entre profesionales había empezado.
Justino y y o nos volvimos, todavía con la intención de recuperar nuestros
asientos. Después, vimos a un hombre joven que corría a toda prisa para salir del
túnel.
—Es el hijo de Hanno. Idíbal.
Me puse en acción como movido por un resorte y fui el primero en abordarlo
y preguntarle qué sucedía. Idíbal parecía histérico.
—¡Es la tía Mirra! La han atacado…
El corazón me dio un vuelco. Empezaban a suceder cosas desagradables.
—¡Enséñanos! —le ordené. Y Justino y y o lo agarramos cada uno de un
brazo y lo arrastramos hasta el lugar donde había encontrado herida a su tía.
LX
Pedimos a gritos la presencia de un médico pero, tan pronto como la
examinamos, nos dimos cuenta de que Mirra estaba herida de muerte. Justino
cruzó la mirada conmigo y sacudió discretamente la cabeza. Con el pretexto de
dejar espacio al equipo médico, apartamos a Idíbal a un lado del túnel.
—¿Qué hacía aquí tu tía?
No recordaba haber visto a Mirra abandonar su asiento. La última vez que me
fijé en ella estaba con Eufrasia y ofrecía el aspecto de cualquier matrona de
clase elevada que tuviera que pasar allí el día, con un paquete de dátiles en la
mano repleta de anillos y un gran pañuelo blanco cubriéndole el cabello lleno de
pasadores y de rizos.
Volví la cabeza hacia donde y acía Mirra e Idíbal se echó a temblar.
Habíamos encontrado a la mujer apoy ada contra la pared del túnel cerca de la
otra boca, en el extremo del estadio. No había emitido el menor quejido desde
que llegamos hasta ella. La sangre empapaba sus ropas y se desparramaba ahora
por el suelo cubierto de arena. Alguien le había rajado la garganta; Mirra
advertiría el ataque e intentaría esquivarlo, pues también tenía las manos y los
brazos llenos de cortes. Incluso mostraba la marca de una cuchillada en la
mejilla. A juzgar por el largo reguero de sangre, había avanzado tambaleándose
desde el estadio hasta allí, envolviendo el cuello herido con la estola azul marino
en un intento de detener la hemorragia.
La mujer se iba rápidamente, aunque Idíbal se negara a aceptarlo. Tuve la
certeza de que Mirra no recuperaría nunca la conciencia.
—¿Por qué estaba aquí? —le pregunté por segunda vez.
—Nuestro luchador novel está siendo armado en el estadio.
—¿Por qué en el estadio?
—Para mantener el secreto.
Justino me tocó el brazo y fue a echar un vistazo.
—¿Cuál es tu luchador? —Ahora, el asustado muchacho se apoy aba en mí
como un peso muerto—. ¿Cuál? ¿Idíbal?
—Es un simple esclavo.
—¿Un esclavo? ¿De quién?
—Uno de Mirra, al que ésta había cogido manía. Nadie, en realidad.
Simplemente, nadie.
Ay udé a Idíbal a incorporarse más y lo empujé de espaldas contra la pared.
Después, para parecer más amistoso, aflojé la presión con que lo sujetaba. Iba
vestido informal, aún más colorista que la última vez que lo vi, con una larga
túnica de tonos verdes y azafrán. Un cinturón ancho en torno a sí. Un par de
anillos en los dedos y una cadena de oro era cuanto llevaba.
—Bonita cadena, Idíbal —comenté. La manufactura me resultó familiar—.
¿Tienes más en casa?
Sorprendido y preocupado, el joven respondió, pasmado:
—No es mi favorita. Mi favorita la perdí cuando empezó todo esto…
—¿Cuándo y cómo?
—En Roma.
—¿Dónde, Idíbal?
—Dejé mis mejores ropas en casa de mi tía cuando firmé el contrato con
Calíopo… —Idíbal estiraba el cuello para mirar más allá de mi posición, donde
un médico se había agachado junto a su tía—. Después de la manumisión,
descubrí que la cadena había desaparecido.
—¿Qué dijo tu tía?
—Tuvo que aceptar que alguien se la había robado. De hecho, el esclavo que
presentamos hoy era el único sospechoso; así nos lo dijo tía Mirra a mi padre y a
mí cuando, anoche, sugirió que hiciéramos ese número especial…
—Sí, el robo parece una buena razón para librarse de él. —Seguro que Mirra
tenía otro motivo. Tuve una sensación horrible acerca del presunto robo y de lo
que sabía Mirra de la cadena de su sobrino. Di un tirón a la que Idíbal llevaba en
aquel momento—. Era del mismo estilo que ésta, ¿no? La que perdiste en Roma,
me refiero.
—Parecida.
—Quizá la he visto una vez.
Al oír aquello, Idíbal reaccionó. Debía de haber interpretado correctamente
mi tono ominoso.
—¿Quién la llevaba?
—Alguien se la dio a Rúmex la noche en que lo mataron.
—¿Cómo puede ser? —Idíbal puso cara de asombro.
El médico que asistía a Mirra se puso de pie.
—Ha muerto —proclamó. Idíbal me abandonó y corrió hacia el cadáver. El
médico sostenía en la mano un objeto que había encontrado entre las ropas de
Mirra y, como el sobrino estaba abrumado por la pena, me lo entregó a mí. Era
un puñal pequeño, de mango de hueso y hoja recta como el que emplearía un
esclavo doméstico para afilar los punzones de escribir.
—¿Has visto esto alguna vez, Idíbal?
—No lo sé. No me importa… ¡Por todos los dioses, Falco…! ¡Déjame en
paz!
Justino regresó.
—Marco… —Se acercó a mí para decirme algo en privado—. Tienen una
zona donde ocultan de la vista del público a su novato. He insistido en que me
dejaran verlo y no es cosa del otro jueves. Lo encontré, sentado tranquilamente
dentro de una pequeña tienda, con la coraza puesta.
—¿Solo?
—Sí. Pero Mirra entró hace poco para hablar con él. Los esclavos están
fuera, jugando a los dados, y no han mostrado ninguna reacción; aparentemente,
el hombre es esclavo de Mirra. Después vieron salir a la mujer, que se dirigía a
toda prisa hacia el túnel con la cabeza cubierta, y no volvieron a pensar más en el
asunto.
—¿Has dicho que Mirra estaba herida?
—No.
—¿Cómo se llama su gladiador?
—Fidel lo llaman.
—¡Imaginaba que sería él!
Idíbal levantó la vista. Bañado en lágrimas y demacrado, pero no aturdido, se
incorporó de su posición arrodillada junto a la figura y acente de su tía.
—Ese puñal es suy o —me dijo tras observar el arma—. Fidel era su
intérprete.
Mi voz debió de parecerle grave y cálida:
—Un hombre que utiliza ese nombre hace encargos como mensajero en
Roma. Tengo la sospecha de que después tu tía lo utilizó para algo muy serio.
Mira, Idíbal: esto no te va a gustar, pero tendrás que afrontarlo: no creo que Mirra
pagara una sola moneda para conseguir que Calíopo te liberase.
—¿Qué?
—Cuando se enteró por ti de que Calíopo quería ver muerto a Rúmex, ella se
ofreció a llevar a cabo el trabajo que tú habías rechazado. Creo que empleó a
Fidel. Éste llevó tu cadena, la que perdiste, al establecimiento de Saturnino para
ofrecerlo como supuesto regalo. Rúmex dejó que se acercara y, entonces,
mientras se probaba el adorno, Fidel le rebanó el gaznate. A diferencia de Mirra,
que debía de estar en guardia cuando sufrió el ataque, Rúmex fue sorprendido
desprevenido. En esa ocasión el esclavo pudo llevar a cabo el asesinato con
limpieza y llevarse el arma a casa.
—No me lo creo —dijo Idíbal. Siempre sucede así. Pero luego han de
pensarse mejor las cosas.
—Mirra debía de pensar que Fidel sabía demasiado —Justino se sumó a la
conversación con disimulo—. Así pues, proy ectó hacerlo matar en la arena aquel
mismo día, para callarlo.
—Quizás ese Fidel se volvió demasiado engreído —sugerí, recordando su
actitud cuando lo conocimos en Sabrata.
—Por alguna razón estúpida, Mirra se permitió visitarlo. Quizá fue para
disculparse. —Justino era un buen chico. Yo consideraba más probable que Mirra
hubiese acudido a burlarse del esclavo condenado—. Fidel la apuñaló y ella se
quedó tan sorprendida que fue incapaz de pedir…
—No podía hacerlo de ningún modo —apunté—. Ella había trazado el plan
para que su esclavo matara a Rúmex y, por lo tanto, era tan culpable de asesinato
como Fidel. Mirra precisaba guardar aquel secreto.
Así, con una herida mortal aunque sin darse cuenta, quizá, de la gravedad de
su estado, Mirra se marchó orgullosamente hasta que se derrumbó en el suelo. Y
ahora estaba muerta.
Yo estaba decidido a visitar a Fidel para interrogarlo, pero el muy
desgraciado callaría. En realidad, no tenía nada que decirme; ahora estaba
seguro de saber qué había hecho exactamente, y cómo se le haría pagar por los
fieles servicios que había prestado a Mirra. Por la descripción que Justino hizo de
él, daba la impresión de que el propio Fidel entendía que se había descubierto el
pastel y que estaba resignado a su destino. Era un esclavo. Si moría en la arena,
no haría sino adelantarse a la decisión de un juez, que lo mandaría allí de todos
modos.
Me quedaba algo más en qué pensar. Alguien salió, vino hacia nosotros y se
detuvo al ver el cadáver. Una voz femenina exclamó con tono de voz
envalentonado y agresivo:
—¿Cómo? ¿Mirra, muerta? ¡Dioses santos, parece que vamos a tener una
jornada sangrienta…! ¡Qué divertido!
Tras esto, Scilla, mi ex clienta, se dignó reconocerme.
—Querría hablar un momento contigo, Falco. ¿Qué le has hecho a mi agente?
—Estaba seguro de que lo era…
Scilla se encogió de hombros bajo un manto púrpura de cuerpo entero.
—Como no aparecías, encontré a otro que me hiciera el trabajo.
—¿Romano?
—Eso sólo es un alias.
—¡Ya me parecía a mí…! Entonces, ¿quién es?
Ella pestañeó y evitó decírmelo.
—El asunto es saber dónde está. Lo envié anoche a ver a Calíopo y luego se
esfumo.
—Será mejor que le preguntes a Calíopo.
Scilla me dedicó una sonrisa, demasiado tímida y reservada para mi gusto:
—Quizá lo haga más tarde.
A continuación Scilla se volvió sobre los talones y se encaminó hacia el
anfiteatro. Aquel día llevaba sus abundantes cabellos recogidos en una apretada
trenza. El manto con el que se envolvía cubría el resto de su indumentaria, pero,
cuando se alejó de nosotros, abrió la mano con la que lo apretaba en torno a sí y
dejó que el viento lo hinchara de forma espectacular. Cuando el manto se abrió y
dejó ver lo que había debajo, observé que llevaba las piernas al aire y que
calzaba botas.
LXI
Ordené a los esclavos de la arena que retiraran el cadáver de Mirra con la
máxima discreción posible. Justino y y o regresamos despacio a nuestras
localidades y llevamos a Idíbal con nosotros.
—Dime, Idíbal, ¿quién ha organizado ese misterioso combate especial que
prepara tu padre con los otros dos para más tarde? ¿Ha sido Scilla?
—Sí. Se encontró con mi padre mientras estaba de cacería en la Cirenaica.
Estaba interesada por su pleito con los otros lanistas.
—¡Apuesto a que sí! ¿Sabe Scilla que tu padre se ha dedicado activamente en
Roma a provocar enemistades entre Saturnino y Calíopo?
—¿Y cómo quieres que lo sepa?
—Las maquinaciones de tu padre son muy discretas, pero Scilla tiene un
agente informador que trabaja para ella.
—No, no sé quien es. —Bueno, eso era lo que debía decirse.
Scilla se llevaba algo entre manos y, planeaba un nuevo acto perverso. Idíbal
pensaba lo mismo y como quizás estaba preocupado por la relación entre ella y
su padre, decidió advertirme.
—Scilla ha convencido a Saturnino y a Calíopo de que este combate sirva
para llegar a un acuerdo acerca de su demanda legal, pero mi padre está
convencido de que es una excusa, un subterfugio. Espera aprovechar la
oportunidad para atacarlos de una manera más espectacular.
Habíamos llegado de nuevo a la arena. En los últimos minutos, Saturnino y
sus hombres habían montado una cerca. Como Hanno con Fidel en el estadio,
había hecho poner unos biombos para que el público no pudiera ver a sus
gladiadores. A su alrededor había un gran grupo de hombres suy os, todos de
aspecto desagradable, algo normal y a que eran tipos zarrapastrosos. Vimos a
Saturnino, que se escondía tras uno de los biombos, con Scilla a su lado.
—¡Caramba! —murmuré.
—¿Es ella? —preguntó Quinto, aunque tenía que haber reparado en sus botas
unos minutos antes.
—Tiene fama de mujer fatal y de tener una conducta dudosa.
—¿Y nosotros acabamos de descubrir cuál es?
—Scilla es una chica que le gusta jugar a ser chico. ¿Tú que crees, Idíbal?
El joven se sentía profesionalmente ofendido.
—Hay mujeres a las que les gusta provocar a la sociedad asistiendo a una
palestra de entreno. Si va a participar como uno de los gladiadores principiantes,
eso es una forma muy mala de…
—Y hace que su pretensión de que este encuentro es un truco legal parezca
un absurdo.
—¡Es una lucha a muerte! ¡Morirá!
Me pregunté quién pensaba Scilla que moriría con ella.
Una vez más, se abrieron las grandes puertas. Se oy eron los atronadores
gritos de la multitud, luego avanzó hacia nosotros un caballo que tiraba del cuerpo
de un hombre atado con una cuerda y un gancho. Radamanto escoltaba al
gladiador muerto fuera de la arena; Hermes debía de haberlo tocado con el
caduceo ardiente porque tenía una marca de color rojo intenso en el antebrazo.
El señor de los infiernos se despojó de su picuda máscara y soltó maldiciones
en un latín que tenía un marcado acento púnico. Alguien le tendió una copita de
vino. Hermes se rascó la pierna como si estuviese drogado. Cerca de ellos había
un par de rústicos patanes. Por el aspecto y el olor que emanaba de ellos, debían
ser mariscadores.
—Justo —dijo Hermes, al advertir nuestro interés. Hizo un ademán con la
cabeza hacia el tracio muerto al que estaban desenganchando. Su pequeña rodela
salió volando del cuadrilátero, seguida de una curvada cimitarra. De una patada,
Radamanto la lanzó junto al escudo.
—Pobre desgraciado. —Uno de los esclavos que rastrillaban la arena decidió
que necesitábamos un comentario. Siempre hay idiotas que quieren contarte lo
que pasa por más que tú mismo lo veas—. No tenía clase. Sólo resistió un par de
golpes. Una pérdida de tiempo para todo el mundo.
Tuve una idea. Me volví hacia el hombre que llevaba la máscara de pájaro.
—¿Quieres un descanso? ¿Relajarte y disfrutar de tu copa?
—Para el rey de los muertos no hay descanso —rio Radamanto.
—Podrías hacer entrar a un actor suplente. Ven conmigo al túnel y nos
cambiamos de ropa. Déjame tu maza el resto de la mañana y te recompensaré.
—No te conviene este trabajo —me advirtió Radamanto, que, sinceramente,
quería ahorrarme aquella aburrida experiencia. Blandió la maza con la que
reclamaba a los muertos—. Nadie te quiere, nadie te da ánimos y, con este traje,
te mueres de calor.
Justino pensó que y o era un estúpido y se acercó para intervenir.
—Helena ha dicho que no luches.
—¿Quién? ¿Yo? Yo no. Sólo seré ese alegre individuo que cuenta los muertos.
Tenía el presentimiento de que pronto habría muchos más.
—No me gusta lo que te propones, Marco.
—Pues y a te acostumbrarás. Falco y Asociado trabajamos metiéndonos en
líos. A ver qué te parece esto, Radamanto. Imagina que tú y el poderoso Hermes
os sentáis con la botella en las manos durante un asalto concreto y dejáis que mi
socio y y o os suplantemos.
—¿Y no habrá ningún problema?
—¿Por qué tendría que haberlo?
Primero volvimos a nuestros asientos, llevándonos a Idíbal. De ese modo
evitaríamos que le contase a su padre lo que Fidel había hecho. El esclavo estaba
condenado por un asesinato o por el otro. Quería ver lo que le tenían preparado
en el cuadrilátero.
Tuvimos que sentarnos entre los luchadores profesionales que quedaban.
Había más de los que y o pensaba, aunque no todos terminaban de manera fatal.
Mi mente pensaba a toda marcha. No prestaba atención a las luchas. En Leptis
Magna se libraban todas las especialidades, pero y o había perdido el poco
entusiasmo que siempre me habían producido.
Con sus taparrabos rojos y sus anchos cinturones, los gladiadores entraban y
salían del cuadrilátero. Los mirmillones llevaban cascos con un pez esculpido a
modo de penacho y verdaderos ejércitos galos se enfrentaban a ejércitos tracios.
Los secutores corrían con calzado ligero tras unos reciarios sin escudo ni casco,
blandiendo sus tridentes de finas puntas, no más grandes que unas pinzas de
cocina, pero capaces de infligir heridas terribles a un hombre cuy a espada
hubiera quedado enredada en una malla tendida. Los gladiadores luchaban con
las dos manos a la vez, con una espada en cada una y los atacaban desde las
cuádrigas, los atacaban jinetes a caballo armados con lanzas de caza, intentaban
incluso inmovilizarlos con lazos. Un hoplómaco, el gladiador armado con todas
las piezas, era abucheado porque permanecía demasiado estático y sus regulares
manotazos aburrían al público. Los espectadores preferían las acciones rápidas,
aunque los propios luchadores sabían que era mejor conservar la máxima fuerza
posible. El calor y el cansancio podían vencerlos tanto como sus rivales. Como la
sangre y el sudor los hacía resbalar o los cegaba, tenían que seguir luchando con
la única esperanza de que su oponente fuera tan desafortunado como ellos y que
fueran relevados de inmediato.
Casi todos sobrevivían. Eran demasiado caros para dejarlos morir. Los
lanistas que mariposeaban a su alrededor y les daban gritos de aliento también
vigilaban atentamente que nadie resultase innecesariamente herido. Aquellos
movimientos propios de coreografía se convirtieron en una elaborada broma, en
la que la multitud gritaba sarcásticamente, consciente de que estaba viendo el
proverbial « amaño» de las peleas. Los únicos que podían perder con aquello
eran los corredores de apuestas, que casi siempre sabían cómo evitar la
bancarrota.
Finalmente, presenciamos la lucha bufa entre dos hombres que llevaban
cascos totalmente cerrados. Este sería el último emparejamiento profesional.
Mientras se atacaban a ciegas, dando manotazos ineficaces, Justino y y o nos
levantamos otra vez de nuestros asientos.
—¿Qué vas a hacer, cariño?
—Nada, amor mío.
Era Quinto, engañando a Claudia. Helena se limitó a mirarme furiosa. Era lo
bastante lista para no preguntar.
Mientras esperaba que Justino se moviera primero, se me ocurrió mirar hacia
donde estaba sentada Eufrasia con Artemisa, la atractiva y joven esposa de
Calíopo. El contraste entre ambas era muy extraño. Eufrasia, vestida con una
diáfana y centelleante túnica, daba la imagen de la mujer que tuviera un
romance con un gladiador, en su caso con Rúmex. En cambio, la joven Artemisa
iba tapada hasta el cuello y hasta llevaba velo, como si su marido quisiera
esconderla. No había muchas chicas bonitas dispuestas a soportar esas cosas.
Me volví hacia Idíbal, que estaba sentado junto a Helena con los hombros
encogidos y sin apenas fijarse en lo que ocurría a su alrededor.
—Idíbal, ¿por qué Calíopo estaba tan decidido a liquidar a Rúmex? Seguro que
no era sólo por esa guerra sucia con el otro lanista.
—No, Calíopo odiaba a Rúmex, eso es todo —respondió el hombre,
sacudiendo la cabeza.
Me pregunté si, en diciembre, mandaron a Artemisa a la villa de Sorrento
sólo para que dejase de importunar a su marido porque tenía una amante, o si
también fue como castigo. Helena me ley ó el pensamiento. Ella también debía
de recordar que Eufrasia le había contado que la mujer de Calíopo tenía muchas
cosas de qué responder y seguramente éste la pegaba.
—Calíopo es un celoso desesperado, un depresivo, un manipulador, un tipo
realmente implacable —dijo Helena en voz baja—. ¿Es posible que Artemisa
fuera una de las mujeres que visitaban a Rúmex?
—Tenían un lío —confirmó Idíbal, tras encogerse levemente de hombros,
como si aquello lo supiera todo el mundo—. Calíopo iba tras él por asuntos
puramente personales. No tenía nada que ver con los negocios.
Helena y y o intercambiamos una mirada y ambos suspiramos: un crimen
pasional, al fin y al cabo.
Miré de nuevo hacia donde Artemisa estaba sentada, tan callada y apagada
como una romana maltratada por su marido. Tal vez por eso llevaba manga larga
y el escote cerrado: para que no se vieran los morados. Su rostro y su figura eran
impresionantes, pero en sus ojos había una expresión vacía. Me pregunté si
siempre habría sido así o si le habrían matado el ánimo a base de golpes. Por más
problemas que hubiera causado, en aquellos momentos Artemisa era,
indudablemente, una de las víctimas.
Justino y y o fuimos de nuevo a la entrada principal del anfiteatro y
esperamos que salieran nuestros compinches para realizar el intercambio de
trajes.
En el cuadrilátero, los dos gladiadores con los cascos cerrados seguían
describiendo lentos círculos. Totalmente protegidos por unas armaduras de cota
de malla, los combatientes ciegos habían sido entrenados para moverse como
pescadores de esponjas sumergiéndose en aguas muy profundas, y daban cada
paso y hacían cada movimiento con sumo cuidado, al tiempo que prestaban
atención a cualquier sonido que pudiera indicar la situación del rival. Sólo podían
derrotarlo si lo atacaban por los orificios de la cota de malla, algo muy difícil de
conseguir incluso con los ojos abiertos. Yo siempre esperaba que sobrevivieran
sin heridas, pero casi siempre ganaba uno tras romper los trozos de metal de la
cota, a lo que seguía cortar una extremidad al rival o perforarle un órgano.
Fue lo que ocurrió ese día. Los gladiadores ciegos habían sido elegidos por sus
movimientos rápidos y su destreza, pero eran demasiado fuertes. El golpe resonó
en toda la arena y se oy ó incluso en los asientos más altos desde los que los
gladiadores se veían como pequeños muñecos. Tan pronto como encontró su
objetivo, siguió pegando una y otra vez. De ese modo, Radamanto tuvo que
entrar enseguida en escena con su maza, y un nuevo cadáver salió despedido del
coso.
En un abrir y cerrar de ojos, nos cambiamos la ropa con Radamanto y
Hermes.
—Camina arrastrando los pies —le dije a Quinto—; si no, enseguida
advertirán que somos unos impostores. —Pronto me hice cargo de la maza
etrusca de largo mango y él cogió con solemnidad el caduceo, en el que se veía
grabado un pequeño Eros que sostenía un brasero con el que calentaba una vara
en forma de serpiente.
Una vaharada de calor procedente de la arena nos sacudió el rostro mientras
esperábamos que los esclavos que la rastrillaban terminasen de hacerlo antes de
nuestra aparición. Yo llevaba unas finas botas que apenas se pegaban al suelo. La
máscara picuda me impedía la visión lateral y tuve que acostumbrarme a volver
la cabeza por completo si quería mirar a la izquierda o a la derecha. Helena y
Claudia nos verían enseguida. Hermes no llevaba máscara, por lo que, de
inmediato, reconocerían a Quinto.
Antes del acontecimiento especial se produjo un breve intervalo. Quinto y y o
caminamos nerviosos por el cuadrilátero, acostumbrándonos a aquel espacio y al
ambiente. Nadie nos molestó ni reparó en nosotros.
Unas vigorosas trompetas anunciaron el número siguiente. Un heraldo
proclamó los términos del combate:
—Tres, luchando individualmente y sin prórroga.
La multitud gritó exultante. No se mencionó que el lanista del vencedor tenía
que pagar la demanda a Scilla, aunque todo el mundo lo sabía. Lo que tal vez
nadie conocía era que la propia Scilla había decidido luchar, pero en un
programa tan apretado y exótico como aquél, esa confrontación tenía un toque
especial. Como los tres lanistas eran originarios de tres ciudades distintas de la
Tripolitania, se levantó un murmullo de expectación y el griterío atronaba el aire
cargado de rivalidad.
Justino y y o nos hicimos a un lado mientras los combatientes desfilaban y,
finalmente, se anunciaban sus nombres.
Primero, el contingente de Sabrata. En él no hubo sorpresas. Hanno presentó
a Fidel. Se trataba del diminuto y repulsivo esclavo al que había visto en casa de
Mirra, aunque iba vestido de reciario. Para un hombre sin entrenamiento era un
papel mortal y, por su expresión, vi que lo sabía. Llevaba el taparrabos rojo
sujeto a su delgada cintura con un pesado cinturón. Iba totalmente desarmado a
excepción de una manga de cuero reforzada con pequeñas placas de metal en el
brazo izquierdo, terminada en unas altas y sólidas hombreras, cuy o peso
amenazaba con doblarlo. Calzaba las mismas sandalias anchas que y o utilizaba
siempre. Llevaba la red con aire desmañado, como si supiera que no le serviría
de nada, y agarraba el tridente con tanta fuerza que sus nudillos se volvieron
blancos.
El segundo grupo representaba a Oea. Calíopo, alto, delgado y encendido
presentó a su hombre.
—¡Romano! —gritó el heraldo. Aquello produjo sorpresa.
Miré al individuo con atención. Edad indeterminada, estatura normal, piernas
medianas, nada de pecho. Iba a luchar como secutor. Al menos llevaba algunas
protecciones: una espinillera en la pierna izquierda, una manga de cuero y un
largo escudo rectangular, decorado con toscos círculos y estrellas. Su arma era
una espada corta, que sostenía como si tuviera muy bien aprendido qué hacer
con ella y el casco tradicional en forma de cresta, con los orificios para los ojos
y el resto de la cara misteriosamente oculta.
Scilla había dicho que había enviado a su agente a ver a Calíopo. ¿Habría
apresado éste al hombre y lo habría obligado a luchar? Romano caminó
despacio. Parecía con ganas de luchar. Si era un agente, ¿qué hacía allí en medio?
Finalmente Saturnino, el lanista local, un personaje obviamente famoso.
Antes incluso del anuncio del heraldo, la multitud ahogó un grito. El campeón que
presentaba sería considerado un ultraje: se trataba de una mujer.
—¡Scilla!
Al escoltarla, Saturnino hizo un gesto de burla de si mismo, como si quisiera
decir que ella lo había presionado para que le permitiera defender su causa por sí
misma. Como respuesta, se oy eron carcajadas de cinismo. La multitud miraba
con malicia, mientras los pequeños contingentes de Oea y Sabrata se burlaban
del campeón de Leptis.
Por decoro, la mujer vestía una túnica corta y el cinto con la espada atado a
la cintura. Botas. Dos espinilleras. Una hebilla redonda y una espada curva en
forma de hoz. Desempeñaba el papel de tracio. Su casco, probablemente hecho a
medida, se veía ligero pero fuerte, con una rejilla que la mujer había abierto
para que el público le viera la cara mientras desfilaba con orgullo.
Su gran momento había llegado. Era casi seguro que aquélla era la primera
vez que salía a la arena, aunque las luchas entre mujeres no eran raras. Fueron
saludados con una mezcla de desdén y lascivia. En Roma, las mujeres que iban a
un gimnasio para hacer ejercicio estaban mal vistas. No era de extrañar que, tras
la muerte de Leónidas, Pomponio hubiese querido mantener en secreto cualquier
indicio de conducta inadecuada por parte de su amante. Habría tenido que buscar
formas de excusar la pasión de la chica por una afición descarriada, aun cuando
había querido impresionarla organizando aquel espectáculo mortal en su propia
casa. Al menos, empezaba a adquirir sentido uno de los aspectos de aquel brutal
embrollo.
Cuando las mujeres luchaban en la arena, siempre lo hacían contra otras
mujeres. Para la mentalidad romana, aquello y a estaba bastante mal. A nadie se
le ocurría pensar en una mujer enfrentándose a hombres. Sin embargo, aquel
día, uno de los oponentes de Scilla al menos era un esclavo y « Romano» debía
de ser de orígenes muy humildes para ir a acabar en aquello. Pero la mujer se
había condenado a sí misma: aun cuando sobreviviese a la lucha, socialmente
sería una descastada. Y en cuanto al mundo de los gladiadores se refería, todos
los hombres presentes sabían que Scilla no tenía ninguna opción.
De repente corrieron unos preocupantes flancos de ejércitos. No tuve tiempo
de proseguir el pensamiento que tenía en la mente. La lucha estaba a punto de
empezar.
—¡Adelante!
Los tres gladiadores ocuparon al principio los tres ángulos de un triángulo.
Aquello era lucha individual, es decir, sin parejas predeterminadas. A menos que
sus respectivos lanistas permitieran que dos de ellos se unieran para derrotar al
tercero, eso solía significar que uno se mantenía apartado mientras los otros dos
luchaban entre sí.
Aquel enfrentamiento estaba planteado de ese modo. Yo llevaba un rato
paseando nervioso mientras los tres esperaban ser el tercero en discordia para
ahorrar fuerzas. En cambio, la mujer eligió su objetivo y empezó enseguida.
Cerró de golpe la visera de su casco y atacó a Fidel.
Él asumía siempre el papel de víctima y era probable que los otros dos
cargaran en su contra desde el principio. Desarmado, no tenía otra alternativa
que correr. Primero huy ó al otro extremo de la arena. Scilla lo persiguió pero se
frenó: estaba jugando con el esclavo. Condenado por Mirra, nadie le había dado
ningún consejo. No sabía cómo utilizar el equipo de reciario. Le habían sido
negadas cruelmente las peligrosas habilidades que hubieran convertido tal
combate en una lucha igualada.
Sin embargo, no quería morir; pero, como debía hacerlo, decidió que fuese
con una floritura. Blandió la red ante Scilla y consiguió un golpe bueno. Pero
había lanzado sobre uno de sus hombros, lamentablemente el incorrecto. En vez
del brazo con la espada, le había trabado el costado izquierdo, enredándose en el
escudo. Scilla lo dejó caer. La coraza tenía peso suficiente para poder
desenganchar de ella la red. En una ocasión se le enganchó en el cinturón, pero
ella dio una brusca sacudida y la soltó. Fidel perdió el control de la cuerda y la
red se le cay ó. Ella afrontó a Fidel sin escudo y el tridente del esclavo era más
largo que su espada. Aun así, no demostraba ningún miedo. Scilla se deslizó
rápidamente hacia atrás, riendo. Jugaba con él. La confianza que tenía en sí
misma era asombrosa.
Él avanzó con una torpe y desmañada carrerilla. Scilla continuó su retirada,
venía hacia nosotros. Sus pasos eran diestros, él era un desastre. Le lanzó el
tridente y falló por una buena distancia. La mujer lo desvió con la espada, pero
Fidel consiguió agarrarlo de nuevo. Ella siguió caminando hacia atrás unos
cuantos pasos y se detuvo bruscamente. Corriendo, Fidel se había acercado
demasiado. La punta del tridente rozó a Scilla sin dañarla. Con la mano izquierda,
Scilla, intrépida, le clavó la espada de un certero golpe. El esclavo se desplomó al
momento.
La mujer retrocedió con la hoja de su espada manchada de sangre.
Era obvio que Fidel aún estaba vivo. Hanno y Saturnino, que habían
permanecido en las bandas, sin acercarse a animar a sus luchadores como solían
hacer todos los lanistas, se acercaron a examinar la herida del esclavo. Fidel
levantaba el brazo con un dedo alzado. Era la solicitud habitual de clemencia. En
una lucha sin cuartel, aquello ni tenía que permitirse.
Parte del ruidoso público empezó a patear y a levantar el pulgar para pedir al
presidente que permitiera al esclavo seguir viviendo.
Rutilio se puso de pie. Debió de pensar muy deprisa. Con una seña indicó que
cedía la decisión a Hanno, y a que el hombre que estaba en el suelo le pertenecía.
Con crueldad, Hanno movió el brazo hacia abajo indicando « muerte» .
Con una frialdad que dejó atónito al público, Scilla dio un paso al frente y le
dio un golpe mortal en la base de la nuca. Fidel nunca había entrenado como los
gladiadores de verdad, que aguantaban el dolor sin vacilaciones, pero no tuvo
tiempo de compadecerse a sí mismo. Entre la multitud corrió un murmullo de
auténtica conmoción.
Scilla y Saturnino intercambiaron una rápida mirada de pesar. Según el
programa secreto de este combate, Fidel estaba predestinado a morir. Por su
intimidad con la amante de Pomponio, Saturnino probablemente sabía que Scilla
tenía preparación para luchar. Lo que no debía esperar era que la mujer fuera
tan eficaz o tan despiadada. ¿O sí lo esperaba?
« Pregunta a Scilla quién mató realmente a ese león» , le había dicho Eufrasia
a Helena, ¡Por todos los dioses! Saturnino y a sabía lo que y o acababa de
descubrir, claro que sí.
La propia Scilla había dicho que Rúmex estaba caduco, que todos sus
combates estaban amañados. Ese hombre no se hubiera atrevido a enfrentarse a
una fiera cuando Leónidas se soltó. Mientras devoraba a su amante, Scilla le
habría gritado a Rúmex que hiciera que el león soltase su presa. Entonces, y o y a
no tenía ninguna duda de ello, la propia Scilla cogió una lanza, siguió al león hasta
el jardín y se la clavó.
LXII
Un breve toque de trompetas anunció a los presentes que iban a comenzar los
ritos de la muerte. Quinto y y o caminamos nerviosos por la arena junto al cuerpo
del esclavo.
Fidel estaba muerto. Quinto lo tocó ligeramente con el caduceó, consciente de
que esa pequeña quemadura era innecesaria. Yo le golpeé sonoramente con el
martillo, pidiendo su alma para el Hades. Seguimos a los esclavos cuando lo
sacaron de la arena. Al parecer, como estos tres luchadores no eran
profesionales, se les daba un trato más benigno que a los anteriores, a los que
habían sacado a rastras. Sentí un secreto orgullo porque, bajo mis auspicios como
juez de los infiernos, las cosas se hacían de una manera más civilizada.
Tan pronto como vimos desaparecer el cuerpo, volvimos la vista a la arena.
Yo tenía un sabor amargo en la boca, intensificado por la conducta despiadada
que Scilla había demostrado. Eso era más que una venganza; aquella mujer no
tenía sentido de la medida ni de la vergüenza.
Con una seña, Justino indicó a los protagonistas que comenzaran de nuevo.
Scilla y a estaba sufriendo un ataque. Mientras se estaba acicalando para el
público, Romano, quienquiera que fuese, tuvo la inteligencia de interponerse para
que no se acercara a recoger su escudo que todavía estaba enredado en la red. Vi
que le daba una rápida patada para alejarlo aún más en dirección a la barrera.
Estaba en guardia, bien situado, con la cabeza erguida, los ojos indudablemente
alerta bajo la rejilla del casco, la punta de la espada a la altura correcta y la gran
coraza cubriéndole el cuerpo. Una postura de libro de texto. O al menos
intentándolo de veras.
Scilla encogió los hombros y se agachó. Esta nueva situación le planteaba un
desafío mucho más grande del que había supuesto Fidel, pero se la veía
impaciente y en absoluto asustada.
Como su campeón había muerto, Hanno se retiró ligeramente. Me pregunté
qué estaría pensando. ¿Sabía y a lo que Scilla había planeado? Calíopo se había
adelantado para animar a Romano, que hacía caso omiso del lanista.
Entre el público, el ambiente se caldeó poco a poco. Se oy eron cánticos de
seguidores de uno y otro bando y mucha gente se puso de pie, enloquecida al ver
el espectáculo de un hombre luchando contra una mujer. El muro de ruido era
casi físico.
Los dos gladiadores intercambiaron unas cuantas fintas. Todo muy
programado: parecían dos aprendices en su primera lección, practicando a las
órdenes del entrenador. La espada de Scilla se movía rápida y llegó a golpear
varias veces el escudo de su contrincante. Él paraba los golpes con eficacia,
manteniendo su terreno. De repente, Scilla se abalanzó contra él y ejecutó un
asombroso salto mortal. Con su peso de mujer y una armadura tan liviana podía
hacer unas acrobacias que no solían verse entre los gladiadores. Tocó tierra más
allá de Romano y recuperó su escudo, tirando de él con una mano para
desengancharlo de la red en que Fidel lo había prendido.
Se volvió rápida como el ray o y persiguió a Romano con el clásico estilo
tracio, sosteniendo horizontalmente el pequeño escudo a la altura de la barbilla, y
la espada en forma de hoz al lado de la cadera. Avanzaba, se movía hacia
adelante y hacia atrás. Intentaba desconcertar a su enemigo con las sacudidas de
su coraza. Saturnino demostraba, de verdad o con fingimiento, un verdadero
orgullo y entusiasmo por ser su lanista y gritaba excitado. La multitud voceaba
enloquecida.
Romano se defendió con cierta habilidad, aunque y o no tenía muchas
esperanzas puestas en él. La chica seguía un impulso fiero y no sólo estaba
deseosa de vengar la muerte de Pomponio, sino que lo que quería era hacer una
demostración de su valentía como mujer. No me parecía que hubiera quedado
satisfecha con la muerte de Fidel, que era esclavo de otra persona. Me pregunté
si en su enfrentamiento con Romano había también algún motivo personal.
¿Quién era ese tal Romano? ¿Lo conocía Scilla? Si era su agente, el que había
atraído a Calíopo hasta allí desde Oea, ¿cómo entender que hubiese terminado
siendo el sacrificado de éste? ¿Se vengaba Calíopo de él por el asunto de las
citaciones judiciales para denunciar a Saturnino? ¿Había encarcelado al
mensajero y había utilizado amenazas para que combatiese en la arena ese día?
Tuve la desagradable sensación de que sabía por qué « Romano» estaba allí
luchando. Sentí incluso que debía encontrar una manera de sacarlo de ese apuro,
pero no tenía ninguna.
El combate duraba mucho más de lo que y o había previsto. Scilla tenía una
herida en la pantorrilla. Sangraba abundantemente. También debía de dolerle
mucho, pero ella aparentaba no sentirlo. En esos instantes Romano se sentía
crecido. No era posible ver su expresión, oculta tras la sólida protección del
casco, pero se la veía moverse más deprisa. Scilla parecía tener una energía sin
límites. Él llevaba más peso en los brazos y el calor debía afectarle mucho. En un
momento determinado se separaron y Romano recuperó el aliento. Vi que
sacudía la cabeza, como un nadador al que le hubiera entrado agua en las orejas.
Si dentro del casco la frente se le llenaba de sudor, éste lo cegaría.
En él había algo que me parecía cada vez más familiar.
Reanudaron el combate, un duro y furioso intercambio de golpes. Romano
demostraba una gran fortaleza pero no se le veía capaz de mantenerla mucho
rato. Scilla tenía más técnica y experiencia. El público calló, atenazado por el
terror. De repente, Romano se tambaleó. Había resbalado y cay ó de espaldas.
Debió haberse torcido la pierna, y a que no podía incorporarse. Consiguió por fin
apoy arse con una sola mano y el codo doblado. Scilla soltó un agudo grito de
triunfo. Se acercó, le puso un pie encima y se volvió hacia la multitud con los
brazos levantados y la espada preparada. Estaba a punto de asestar otro golpe
mortal.
El público rugía. Calíopo corrió hacia su hombre. Scilla tenía los ojos clavados
en las gradas, donde una multitud enardecida gritaba a pleno pulmón. Con un
golpe furioso, la mujer clavó la espada. Sin mirar dónde, o al menos eso pareció.
Un hombre dio un grito y exhaló su espíritu, pero no era Romano, era Calíopo.
Como cuando mató a Fidel, Scilla saltó hacia atrás, alzando la espada en señal
de victoria. Le daba lo mismo haber matado a uno que a otro. Vi que Saturnino se
movía. Sabía que él sería su próximo objetivo.
—¡Esto ha sido deliberado! —me dijo Justino, atónito.
Los gritos del público eran ensordecedores. Mientras la mujer se alejaba
triunfante, Romano nos asombró a todos. En un abrir y cerrar de ojos, se puso de
pie.
Había hecho un movimiento que y o conocía. Glauco lo llamaba « el engaño
del entrenador» . Lo hizo una vez con un alumno engreído que estaba seguro de
haberlo ganado en un combate de entrenamiento. Glauco esperó a que el
discípulo se hubiera alejado y luego saltó sobre él, le pasó un brazo por el cuello
y le puso la punta de la espada en la garganta.
Eso fue exactamente lo que hizo Romano. La única diferencia fue que éste no
llevaba una espada de madera. Clavó la suy a profundamente y casi le cortó el
cuello.
LXIII
Romano la dejó en el suelo y luego retrocedió. Había sangre por todas partes.
Avancé por la arena a grandes pasos con Quinto pisándome los talones. Con
frialdad médica, reclamamos a Calíopo para el Hades y luego repetimos el
procedimiento con la chica.
Tenía que haber terminado todo. Con Scilla muerta, su petición de
compensación dejaba de tener sentido; pero, pese al implacable espectáculo de
muertes que se les había ofrecido, los asistentes querían más. Por un lado, las
grandes apuestas del día debían estar todas a favor de los tres principiantes que
habían muerto; por otro, la rivalidad entre aficionados de las tres ciudades se
había convertido en gritos de insulto. El ruido era terrible y ensordecedor.
Saturnino, el ceñudo lanista profesional, no dudó ni un instante: levantó un
brazo con la mano extendida. La multitud empezó a patear y a gritar al unísono.
Saturnino cogió la larga estaca que había utilizado en su rol profesional, la blandió
y luego la rompió. Después, se pasó por la cabeza la túnica blanca de uniforme
que todos los lanistas llevaban en la arena. Luego hizo una seña a Romano como
para decirle que no se moviese de donde estaba. Fue un gesto sencillo, iba a
ponerse manos a la obra: Saturnino quería enfrentarse a Romano y ofrecer al
público una última emoción.
Al oír un aplauso renovado y más entusiasta, Saturnino fue por las armas. De
los tres lanistas, era el que tenía una experiencia más directa, era un ex gladiador
profesional que había sobrevivido para ganarse la libertad. Allí, además, era el
héroe local, el favorito de la may or parte de espectadores. Romano no tenía
ninguna opción.
El público volvió a sentarse en medio de un fuerte murmullo de aprobación.
Mientras Saturnino cogía las armas, tenía que producirse un breve interludio no
programado. Justino y y o nos dimos un paseo por la arena mientras se llevaban
los últimos cadáveres.
—Limpiad el suelo —grité, llamando a los esclavos que rastrillaban la arena.
Esto no era competencia del picudo Radamanto, pero, como siempre, una orden
dada con autoridad obtuvo buenos resultados.
Los oficiales habían rodeado a Romano y le daban una cantimplora con agua.
Primero me acerqué a Hanno, seguido por Quinto. Hanno se encontraba
alejado, y a que no se requería su presencia activa en el espectáculo, porque Fidel
había muerto, aunque formalmente todavía formaba parte de él.
—Soy Didio Falco. Me pareció que Hanno reconocía mi voz pese a la
máscara de pájaro, aunque no se le alteró un músculo del rostro. Luego me dirigí
a Quinto y le dije: Hazme de traductor, Hermes. Dile que sé que se confabuló
con Scilla para amañar este combate. Si ahora Romano mata a Saturnino, los
deseos de su corazón se verán cumplidos.
Mientras Quinto le hablaba, Hanno puso cara de preocupación; pero
respondió y el chico me tradujo lo que decía:
—Lo único que he hecho ha sido poner en práctica una idea, aquí y allí.
—Sí, claro. Nada ilegal.
—Si otra gente hace el trabajo, allá cada uno con su conciencia.
—Te ha llegado la hora de aprender latín. De ahora en adelante irás a Roma
con mucha más frecuencia.
—¿Por qué piensas eso?
—Cuando se inaugure el nuevo anfiteatro.
—Sí —convino Hanno con una sonrisa—. Es muy posible.
Me molestó su complacencia. Quinto seguía traduciendo puntualmente, pero
y o cambié de táctica.
—¿Sabes por qué tu hermana quería ver muerto a Fidel?
—Porque me robó a mi hijo.
—No. Díselo, Quinto. Mirra hizo que Fidel matara a Rúmex. Lo que está muy
claro es que antes de que lo trajeran aquí para matarlo, Fidel también se cargó a
Mirra.
Quinto tradujo mis palabras al cartaginés y luego no fue necesario que
tradujera la reacción de Hanno. Se había quedado verdaderamente atónito. Miró
a Quinto como para saber si lo que había dicho era creíble y luego se marchó de
la arena.
Sí, pensé. Cuando se inaugurara el nuevo anfiteatro, el comerciante de
Sabrata todavía estaría limpio financieramente hablando, pero aquel día su
carrera se había detenido un momento. Eso sólo podía ser beneficioso para él y
su hijo.
Se oy ó un murmullo de expectación. Saturnino debía estar regresando a la
arena.
El tiempo se agotaba. Romano se encontraba solo y, cuando me acerqué,
gritó con voz desesperada:
—Falco, soy y o. —Era una voz salida de mis pesadillas—. ¡Soy y o, Falco!
—Hijo de puta —respondí sin sorprenderme—. ¿Cómo conseguiste que
Glauco te aceptara en el gimnasio? Si hay una persona a la que no quiero ver en
mis baños es a ti, Anácrites.
El hombre que barría las últimas marcas de la arena se movió a nuestro
alrededor. Tras los ojos de búho de su casco vi los ojos grises de Anácrites.
—¿No vas a preguntarme qué estoy haciendo aquí?
—Me lo imagino —respondí furioso—. Cuando me marché de Roma,
decidiste que querías resolver mi caso, es decir, el caso que íbamos a abandonar.
Scilla se puso en contacto contigo. Supongo que, de entrada, tú le dijiste que no y
por eso vino a Cirene a contratarme a mí. Viniste a la Tripolitania por voluntad
propia.
—Falco, tú y y o somos socios.
—A mí y a me había contratado esa mujer y tú intentaste competir conmigo
—dije, asqueado—. Volviste a encontrarte con Scilla en Leptis, la ay udaste a
traer aquí a Calíopo y ahora la has matado. Eso no ha sido nada sensato, no podrá
pagarte la factura. Y aun así, has terminado luchando, imbécil.
—Calíopo me reconoció pese al disfraz. Me tendió una trampa y me encerró.
Dijo que podía matarme directamente y tirarme a una alcantarilla o que podía
luchar hoy y tener una última oportunidad. ¿Cómo voy a salir de ésta, Falco?
—Es demasiado tarde, idiota. Cuando te trajeron a la arena, tenías que haber
apelado a Rutilio. Eres un hombre libre, arrojado al circo en contra de tu
voluntad. ¿Por qué lo aceptaste?
—Scilla me había dicho que iba a luchar por Saturnino. Pensé que quería
matarlo y que también quería cargarse a Calíopo. Creí que, si y o estaba aquí, tal
vez podría intervenir, Falco —dijo Anácrites en tono quejumbroso—. Pensé que
eso era lo que habrías hecho tu.
¡Por todos los dioses! Aquel demente quería ponerse en mi lugar.
La multitud ardía en ganas de ver el último combate. Yo no tenía manera de
rescatar a Anácrites aunque quisiera.
—No puedo ay udarte —le dije—. Eres tú contra Saturnino y, si intentas
retirarte, en Leptis Magna habrá un gran alboroto.
—Bueno. He disfrutado mucho trabajando como socio tuy o —replicó el hijo
de puta con valentía.
—Tendrías que confiar en el viejo dicho: todos los combates están amañados
—le dije en tono de guasa.
—Y el árbitro es ciego.
Empecé a alejarme de él. Quinto me siguió. Di dos pasos y luego me volví y
le dije:
—Si te hieren, haz lo mismo que el perro amaestrado de Talía: quédate quieto
y finge que estás muerto.
Quedé horrorizado al ver que Anácrites me tendía la mano. Al cabo de unos
minutos lo matarían y y o no podía hacer nada para impedirlo. Le estreché la
mano como si le deseara suerte, aunque sabía que no había ninguna suerte en el
mundo capaz de ay udarlo.
Saturnino se había preparado con la eficiencia de un profesional. Sobre su
taparrabos bordado llevaba un ancho cinturón de campeón. Lucía una espinillera,
un protector en el brazo y un cóncavo escudo rectangular. El casco era idéntico al
que llevaba Anácrites. Su torso desnudo y sus piernas brillaban relucientes con la
capa de aceite. Caminó a grandes pasos por la arena, visiblemente reanimado.
Era un experto, era el ídolo local. Invencible.
Miré las caras del público. Más de veinticinco filas atestadas de gente. La
multitud gritaba enfervorizada. De pronto calló.
Yo esperaba que fuese un combate corto y resultó tan corto que mucha gente
se lo perdió. Saturnino levantó su guardia. Anácrites estaba frente a él, pero
todavía no estaba concentrado. Con un sonoro grito, un fuerte paso al frente y un
poderoso golpe con la espada, Saturnino hizo caer la de Anácrites, dejándolo
desarmado.
Anácrites se abalanzó contra él. Hasta Saturnino debió de sorprenderse. Mi
socio se precipitó hacia adelante y empujó a su oponente, escudo contra escudo.
Un buen intento. Fue casi un movimiento de soldado bien curtido. Era probable
que Saturnino no se lo esperase, pero alargó el brazo e intentó clavarle la espada.
Anácrites se hizo a un lado para esquivar el arma, pero sin alejarse demasiado.
Llevados por el impulso y todavía entrelazados, continuaron empujándose uno a
otro describiendo un círculo enloquecido mientras Saturnino seguía dando golpes
con la espada. Anácrites se había manchado de la sangre de Scilla, pero también
tenía algunas heridas propias. Yo apenas podía mirar.
Anácrites cay ó y levantó el dedo suplicando clemencia. Saturnino retrocedió
con aire despectivo. Vi algunos pulgares alzados entre la multitud y muchos
pañuelos blancos llenando el aire. No me atreví a mirar a Rutilio. Saturnino tomó
su propia decisión: en un movimiento tradicional, se inclinó para alzar el casco de
su oponente por la barbilla, dejando al descubierto su garganta. Estaba a punto de
asestar el golpe mortal a Anácrites.
De repente, Saturnino retrocedió. Su espada cay ó al suelo. Se había separado
de Anácrites y se doblaba hacia adelante, con la mano en el estómago. Entre sus
dedos corría la sangre. Yo no veía el arma pero reconocí la acción, conocida por
todos los que habían visto una pelea en una taberna. Le había clavado un cuchillo
en el vientre.
Anácrites era el jefe del Servicio Secreto. De él no podía esperarse que
jugase limpio.
Saturnino hizo un esfuerzo desesperado. Se tambaleó hacia adelante, recuperó
la espada y se lanzó sobre Anácrites. Pareció que el arma se clavaba, pero el
cuchillo también encontró otro objetivo. Ambos quedaron tendidos en el suelo.
Los espectadores rugieron como un solo hombre, pero incluso el público y a
había visto demasiado. Justino y y o caminamos hacia los cadáveres haciendo
todo lo posible por mantenernos serenos. No había señales de vida. Encontré el
cuchillo que había utilizado Anácrites y me lo metí en la manga para que nadie lo
viera. Fingimos realizar una inspección formal, luego golpeé ambos cadáveres
con la maza e hice una seña a los porteadores. Saturnino tuvo el honor de ser
llevado en camilla. « Romano» era un extranjero y se lo llevaron a rastras
cogido por los pies, con la parte trasera del casco dejando marcas en la
ensangrentada arena. De la única manera que podía salir de allí era como
cadáver. De haber vencido a Saturnino, la multitud lo habría despedazado.
LXIV
Después de los saludos de rigor al presidente, me dirigí hacia la puerta principal,
seguido de Quinto. Mientras salíamos, la multitud seguía gritando.
Examinamos la lamentable hilera de cuerpos ensangrentados. Me despojé de
la máscara de pájaro y noté que las piernas me temblaban.
Quinto me miró con aire sombrío.
—Tu sociedad ha terminado de una manera muy desagradable, no ha podido
ser peor.
—Él se lo ha buscado. Consulta siempre a tu socio, éste te disuadirá de
cometer estupideces.
Me obligué a acercarme a la hilera de cadáveres. Gimiendo por el esfuerzo,
me arrodillé. Con más ternura de la esperada, le quité el casco a Anácrites y lo
deposité en el suelo. Su cara estaba tan pálida como cuando lo encontré con la
cabeza partida, muy cerca de la muerte y, sin embargo, sobrevivió.
—Tendré que contarle todo esto a mi madre. Debemos asegurarnos de que
esta vez ha muerto de verdad, Hermes. —Quinto dio un paso con el caduceo en
la mano—. Exacto, dale un toque con ese caduceo ardiente.
Anácrites abrió unos ojos como platos. Mientras Quinto se arrodillaba para
tocar el « cadáver» , un espeluznante grito de horror se elevó en el cielo de la
Tripolitania.
Sonreí con resignación. Anácrites aún estaba vivo.
LINDSEY DAVIS. Nació en Birmingham en 1949 y estudió Literatura Inglesa en
la Universidad de Oxford. Después de escribir con seudónimo algunas novelas
románticas, saltó a la fama como autora de originales novelas históricas en las
que la fiel reproducción de la vida cotidiana en la Roma imperial se combinaba
con un agudo sentido del humor y unas perfectas tramas detectivescas. Su más
célebre creación, el investigador privado Marco Didio Falco, la ha convertido en
la más popular, leída y admirada cultivadora de novela histórica, al tiempo que le
ha granjeado el respeto de los lectores de novela negra. La veintena de títulos de
la serie han convertido a Falco en un personaje entrañable para miles de lectores
en todo el mundo y le han valido a la autora la Ellis Peters Historical Dagger
1998, el Premio Author's Club First Novel Award en 1989, el Premio Sherlock
1999 y el Premio de Novela Histórica Ciudad de Zaragoza 2009, entre otros
galardones.

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