1era Lectura DESARROLLO AFECTIVO-SOCIAL
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1era Lectura DESARROLLO AFECTIVO-SOCIAL
1 DESARROLLO
AFECTIVO-SOCIAL
OBJETIVOS
Descubrir cómo se relacionan los niños con los adultos y otros niños para ayudarle a
desarrollar la expresión de sus sentimientos y emociones, así como la aceptación y el
respeto a las emociones y sentimientos de los demás.
Conocer las pautas de comportamiento del niño en las actividades de juego, rutinas,...
para ayudarle a establecer vínculos fluidos de relación con los adultos y con sus
iguales que le sirvan para el desarrollo de las capacidades de relación interpersonal y
de la inserción social.
DESARROLLO AFECTIVO-SOCIAL
Un primer presupuesto debe tenerse en cuenta al tratar del desarrollo afectivo: la continua
interacción entre éste y el desarrollo cognitivo. Ambos constituyen una verdadera unidad
funcional, que se expresa en la gran variedad de repertorios conductuales de cada individuo.
Una misma conducta puede ser explicada a partir del funcionamiento cognitivo y emocional, al
mismo tiempo, y esta constante podría generalizarse a todas las conductas y aprendizajes, no
sólo de los primeros años, sino de toda la vida. El inicio del lenguaje, por ejemplo, supone,
desde el punto de vista cognitivo que se dé el desarrollo de la función simbólica; pero esa
condición no es suficiente para que el niño aprenda a hablar. Es necesario un interlocutor
humano válido que se motive a comunicarse; en aquel momento, el interlocutor válido será
sin duda la persona con quien el niño se siente vinculado afectivamente.
En una edad mucho más avanzada, por ejemplo, alrededor de los 5 o 6 años, momento en
que el niño se inicia en el aprendizaje de la lectura, se ve que aunque en proporción distinta,
siguen teniendo valor explicativo las mismas variables(interacción aspectos cognitivo y
afectivo); o sea que, en esta situación, el aprendizaje será posible, impedido o interferido
según el nivel de desarrollo cognitivo y según la interrelación entre el niño y el educador, o
simplemente según el estado de ánimo del niño.
No sólo por comodidad teórica aparecen generalmente separadas las descripciones referentes
a los aspectos cognitivos y a los afectivos. En efecto, ambos aspectos se rigen por sistemas
de organización y de evolución que no son idénticos. De ahí la dificultad, no superada dentro
de la psicología evolutiva, que surge al tratar de encontrar coincidencias entre modelos
teóricos que explican el desarrollo cognitivo y los que explican el desarrollo emocional, o al
intentar relacionar las etapas evolutivas descritas por uno y otro modelo. Tal es el caso de las
teorías piagetiana y psicoanalítica, entre las cuales se han intentado múltiples conexiones.
Al principio se mencionaba la interacción entre los esquemas cognitivos y afectivos, pero esta
afirmación debe tener en cuenta que interacción no supone identidad, sino más bien relación
entre realidades o categorías distintas. Tal es el caso de las realidades cognitiva y afectiva,
que se han de tratar salvando sus peculiaridades y evitando cualquier reduccionismo.
Desde el punto de vista de la progresión evolutiva, aparece una primera distinción entre
ambos desarrollos. Mientras que las estructuras cognitivas evolucionan en un sentido
progresivo –la aparición de los estadios sigue una sucesión genética fija-, el desarrollo afectivo
no sigue un proceso tan lineal. En este terreno, son mucho más frecuentes los movimientos de
progresión y regresión, que coexisten a su vez en un mismo estadio cognitivo. No resulta
extraño observar reacciones emocionales típicas de los primeros años en edades más
avanzadas.
Por ejemplo, la conducta oposicionista, más propia de los 2 años, puede reaparecer fácilmente
en edades posteriores como reacción ante una frustración. Los temores a estar solo o a los
animales, que serían normales en los primeros años, pueden constituirse a cualquier edad en
conductas estables (síntomas), las cuales coexisten con funcionamientos personales y
cognitivos propios de la edad cronológica del sujeto.
El proceso de maduración significa una integración cada vez más funcional entre ambas
estructuras. Cuando se accede a la representación mental y más especialmente al
pensamiento verbal, las emociones quedan articuladas a estas capacidades y poseen, por
tanto, un correlato cognitivo.
Si se imagina, a título de ejemplo, el primer día de escolarización de
un niño de 3 años, no sorprenderá su reacción desconsolada ante la
separación de su madre. No entiende la situación y su falta de
orientación espacio-temporal no le permite comprender que la
separación será sólo transitoria. Le falta, pues, el encuadre cognitivo para comprender la
experiencia. Si se plantea una situación parecida, por ejemplo el primer día de colonias de
verano para un niño de 8 años, éste podrá hacer frente a la separación con mucha mayor
probabilidad. Permitirá que sus padres se vayan y entenderá perfectamente el periodo de
tiempo que va a transcurrir hasta su reencuentro. No se trata de que el temor haya
desaparecido, el niño puede sentirse intranquilo, incluso angustiado, pero estos estados
emocionales serán mejor contenidos por sus recursos cognitivos, que le facilitan un mayor
análisis y comprensión de los hechos y le permiten recurrir a sus experiencias personales
previas de separación y reencuentro.
El registro, en términos de pensamiento verbal de su propia vivencia de temor, le puede
permitir, posteriormente, explicarlo a su madre, aunque sea en tono de queja. La capacidad
para “traducir” las experiencias emocionales en pensamiento conlleva la posibilidad de mayor
control y contención, y supone una mayor integración y articulación entre emociones,
pensamiento y experiencias. En esto consiste el reto de la maduración personal.
Aunque nadie discute que el individuo es un ser social por naturaleza, sí ha resultado cuando
menos discutible la misma idea de socialización. Encontramos estudiosos relevantes del
campo evolutivo que manifiestan que en el recién nacido existe un máximo de socialización,
siguiendo la misma un progreso regresivo. Por el contrario otros manifiestan que el proceso de
socialización es progresivo y que la misma se adquiere ya a una edad avanzada. Entre los
primeros encontramos a Buhler, que señala el recién nacido como ser profundamente social,
mostrando sus primeros llantos como gritos de llamada que poco a poco van diferenciándose
y sirviendo para establecer contactos con quienes les rodean, asimismo, la sonrisa es para
ella una clara muestra de contacto social.
Otros autores, como Piaget, manifiestan que el niño inicialmente sólo se conoce a sí mismo,
encerrado en su caparazón autista, evolucionando con posterioridad hacia un egocentrismo
que tendrá cada vez más influencias del exterior, no ignorando lo que le rodea –aunque él siga
siendo el centro-. Más adelante aprenderá a descubrir a los otros, no como seres dispuestos a
satisfacer sus deseos, sino como semejantes que lo consideran uno más.
Wallon no cree que el concepto social aparezca en el niño en una determinada edad. Explica
que el niño inicialmente se encuentra en un individualismo feroz, y aunque algunos crean que
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el niño cuando nace no es un ser social, Wallon sí cree que está plenamente volcado hacia
ella.
Desde que un niño nace da muestras de necesitar de los demás, aunque sólo sea
a través de la búsqueda de alimento que pueda garantizar su
supervivencia, pasando posteriormente por conductas de apego que
implican repertorios comunicativos elementales, para dar lugar más
adelante a conocerse así mismo a través del conocimiento de los otros y desembocando,
finalmente, en un proceso de adaptación que implica vivir con los demás. Solamente podemos
concebir al ser humano como ser social si es capaz de dar satisfacción a esa necesidad de
comunicación, independientemente de que su objetivo sea la supervivencia, la manifestación
de su Yo como diferente al de los demás o el simple placer de enriquecer y enriquecerse de
las experiencias del otro.
La socialización es un componente esencial, sobre todo en los primeros momentos de vida,
por cuanto la dependencia que se crea en un niño que es capaz de aprender y que está
orientado a la búsqueda de estímulos sociales va a condicionar la personalidad futura y las
interacciones sociales del individuo. Dos vínculos afectivos básicos son la conducta de apego
y la amistad.
El concepto de apego.
Parece claro que los primeros lazos afectivos que se gestan entre el niño y sus cuidadores
(generalmente padres) sirven de prototipo a la hora de establecer relaciones afectivas en
edades posteriores e influyen de forma decisiva en la eficacia con que, más tarde, padres e
hijos logran influirse mutuamente y mostrar conductas sociales adaptativas.
El concepto de apego adquiere así una relevancia especial. Se denomina apego al conjunto
de conductas que se observan fundamentalmente a lo largo del primer año de vida y que lleva
al niño a buscar y mantener contacto directo con los adultos y recibir de ellos gratificación
emocional. Se consideran indicadores de la existencia de apego conductas observables, tales
como: el llanto al separarse de la madre, la búsqueda de contacto físico, la reducción del
malestar o ansiedad en presencia de la madre, las sonrisas y las miradas de ésta, etc.
Históricamente, el apego del niño a la madre ha sido considerado como una condición
necesaria para un desarrollo emocional sano, que puede afectar a la conducta, incluso, en la
edad adulta. Más recientemente, se ha puesto una gran atención en el apego como un
proceso transaccional, en el que el vínculo de la madre al niño puede influir en la capacidad de
éste para establecer un apego con la madre.
La importancia de la relación entre el niño y la madre ha sido tradicionalmente tratada desde la
perspectiva de la teoría psicoanalítica Freud y sus seguidores indicaron que una relación
afectuosa, de aceptación y gratificación de las necesidades entre el niño y la madre era
necesaria para un desarrollo emocional sano en los niños. Relacionado con ello, Spitz y
colaboradores, estudiaron el denominado “síndrome del hospitalismo”, que aparecía vinculado
con la privación de la relación material.
Bowlby, psiquiatra inglés, se interesó en especial por los problemas de los niños que están
separados temporal o permanentemente de sus madres. Considera el apego como el
establecimiento y el mantenimiento de la proximidad entre el niño y la madre. De acuerdo con
Bowlby, el desarrollo del apego está mediado por tres formas de conducta que dan lugar a tres
fases diferenciadas:
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la vocalización, regulan la cantidad de tiempo que la madre permanece con el niño. En
esta fase el niño no diferencia de un modo claro unas personas de otras.
Conductas de señalamiento. El niño comienza a discriminar la figura de la
madre y dirige las conductas de orientación y de señalamiento más a menudo hacia la
madre que hacia otras personas. Esta fase, según Bowlby, generalmente dura hasta
que el niño tiene 6 o 7 meses.
Conductas de acercamiento. El niño incorpora la
locomoción en las estrategias que utilizó previamente para
permanecer cerca de la madre. Además de seguir a ésta
cuando se marcha, el niño muestra conductas de recibimiento cuando
vuelve y comienza a utilizarla como una base para las incursiones en el ambiente,
volviendo a ella cuando se asusta. Esta fase dura desde los 6 meses hasta los 3 años.
Sin embargo, cuando el niño tiene más experiencia con otras personas, decrecen
estas reacciones de miedo ante los extraños. Durante esta tercera fase queda
completamente establecido el “sistema de conductas corregidas hacia una meta”, a
través del cual el niño puede ajustar sus respuestas al poder buscar o mantener la
proximidad con la madre de acuerdo a sus respuestas. Bowlby, considera este
sistema o patrón global de comportamiento como la más alta forma de apego.
Mientras Bowlby puede ser considerado como un teórico en el área del apego. Ainsworth y
sus colegas han proporcionado suficiente información empírica para sostener la teoría de
Bowlby, Ainsworth y Wittig (1969) resumieron sus hallazgos de lo que parece ser necesario
para facilitar un buen apego entre el niño y la madre. Estos autores consideraron que el
contacto físico juega un papel importante, especialmente cuando la madre podía utilizar el
contacto físico para aliviar la angustia del niño. El grado de sensibilidad de la madre a las
señales del niño es también considerado como un elemento fundamental para el
establecimiento de un apego sano. Esto implica la capacidad de la madre de sincronizar su
conducta con la del niño.
La provisión de un ambiente predecible y controlado para el niño es otro ingrediente
importante de la relación de apego entre la madre y el niño. Parece que la posibilidad de que
el niño tenga oportunidad de explorar significa mayor adaptación.
Schaffer, psicólogo inglés, estudió la relación entre lo que denomina la figura de apego
principal y la formación de apegos en torno a otra gente. Frente a lo que en principio podría
suponer contradicción, en el sentido de que la primacía de un apego principal podía oscurecer
loa presencia de otros al mismo nivel, se ha encontrado la presencia de varios apegos
principales, por ejemplo, hacia los padres, cuidadores, o maestros. Parece, incluso, que en
realidad, en los primeros meses de apego, cuanto mayor es el número de agentes con los que
el niño ha adquirido este vínculo, más fuerte es el apego a la madre.
La mayoría de las madres experimentan sentimientos positivos hacia sus hijos, pero, en
realidad, existen pocos casos en que se haya investigado el apego en relación con dicho
afecto de la madre. Klaus y Kenwell (1976) están interesados en los efectos de la separación
forzosa del niño y la madre inmediatamente después del nacimiento, que ocurre en la mayoría
de los casos en los hospitales. Los resultados sugieren que los contactos sirven para ensalzar
una relación recíproca más estrecha entre la madre y el niño, cuyos efectos permanecen
durante tiempo. Pero también ha de señalarse que un apego extremado puede producir
alteraciones o estancamientos en el desarrollo y distintos desórdenes emocionales en el niño.
Se han realizado estudios sobre el modo de relacionarse los padres con sus hijos desde una
perspectiva diferencial. Encontrándose que, al contrario de lo que la costumbre podía hacer
pensar, los padres son completamente activos en sus interacciones con los niños recién
nacidos. En función de estos datos puede afirmarse que padres y madres son bastante activos
y similares en sus conductas, en el modo de relacionarse con sus hijos, durante los primeros
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años de la vida del niño. Asimismo, puede afirmarse que los padres no son necesariamente
menos competentes que las madres en el cuidado de los niños.
La amistad.
Es una característica universal de la sociedad humana. Tener
amigos se considera como una adquisición social importante, un
índice de competencia social y una señal de salud mental. La
amistad entre compañeros es algo deferente de la popularidad. La
amistad es siempre una relación entre dos personas que implica
mantener contacto, compartir el afecto, las preocupaciones y los intereses, y que está
gobernada por reglas diferentes de otras relaciones sociales.
Hasta los dos años no aparecen preferencias mutuas o estables por un compañero de juego.
Incluso a esa edad algunas relaciones de amistad pueden ser atípicas, indicando más un
proceso de diferenciación entre figuras familiares y no familiares que entre amigos y otros
compañeros de juego. Al mismo tiempo esa discriminación es un prerrequisito para el
establecimiento de la amistad. Los amigos del niño preescolar son los vecinos y compañeros
de clase que le agradan y con quienes se junta frecuentemente.
La amistad se centra en torno a actividades lúdicas compartidas. Los niños se enrolan más en
interacciones reforzantes y neutras con sus amigos que con otros compañeros del centro. Sin
embargo, a esta edad los niños no tienen un concepto real de la mistad más allá de estos
intercambios.
Incluso la amistad puede cambiarse por bienes materiales (ejemplo: “será tu amigo si me das
eso”). Por consiguiente, las amistades son inestables y pueden cambiar de un día a otro.
Independientemente de su duración estas amistades preescolares son importantes para el
desarrollo social del niño.
En un amplio trabajo desarrollado por Gottman y Parkhusrt (1980) con niños de tres y seis
años, se encontró con que la amistad desarrollado por los niños más pequeños se
caracterizaba por la fantasía de los intercambios verbales, más solidaridad y más intolerancia
del desacuerdo entre ambos. La amistad de los más pequeños se caracterizaba por crear un
“clima de acuerdo”, mientras que los mayores eran más tolerantes con el desacuerdo. Es más
difícil establecer un patrón de amistad en los niños con más de cinco años. Esto puede
deberse a que ya han adquirido una forma adulta de relacionarse con los extraños. Los niños
pequeños parece que actúan como si debiesen ser buenos con los amigos e intentan hacer
nuevos amigos de los extraños. Los niños mayores se mantienen en posiciones intermedias,
usan menos fantasías y hablan más, tanto con amigos como con extraños.
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todos sus recursos, lo que pone a prueba, hasta cierto punto, los resultados evolutivos
conseguidos hasta el momento.
Al final de esta etapa, el niño ya es un individuo fundamentalmente socializado; puede tolerar
una distancia muy considerable respecto al grupo familiar protector; está integrado a nuevos
ambientes: no sólo la escuela, sino también grupos recreativos, deportivos, etc., pueden ser
de su interés.
En las siguientes páginas se tratará la evolución emocional del niño desde cuatro puntos de
vista:
1. El concepto de sí mismo.
2. La familia.
3. La escuela.
4. Los compañeros.
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Las preguntas sobre su origen y el de las cosas, que aparecen insistentemente a esta edad,
son del estilo “de dónde vienen los niños”, “dónde estaba él antes”. Con posterioridad,
aparecen las cuestiones acerca del “cómo se hizo el niño dentro de la mamá” o “cómo” salió
de ella. La respuesta del adulto debería llegar donde llega la pregunta del niño, sin extenderse
en explicaciones demasiado detalladas que no son asimilables en aquel momento. Las
preguntas sobre el origen propio y de las cosas se van repitiendo durante esta etapa, de forma
cada vez más elaborada, exigiendo también respuestas más completas. Ante la pregunta de
dónde salen los niños, a los 6 años ya no se conformará, como a los 4, con que se le diga que
salen de la barriga de mamá. Indagará el cómo y de qué manera, además de pedir
explicaciones sobre el papel del padre.
Todas estas preguntas, que van a la par con el progreso cognitivo y general del niño, con un
claro indicio del aumento de conciencia de sí mismo. Representan los primeros
cuestionamientos explícitos y reflexivos acerca de la propia identidad y volverán a retomarse
en la adolescencia a un nivel mucho más elaborado.
El progreso adquirido en la capacidad de reconocerse y preguntarse no significa que la
autopercepción del niño de 4 años sea del todo objetiva. La evaluación de sus capacidades,
limitaciones y conductas, así como la evaluación de los otros, es altamente subjetiva y, por
tanto, distorsionada. Un cierto sentimiento de omnipotencia coexiste con una gran
dependencia del adulto, al que idealizan y al que acuden para resolver situaciones
elementales. A estas edades, a los 4, 5 y 6 años aproximadamente, es frecuente, sobre todo
en el caso de los varones que se identifiquen con personajes de gran poder o valor como
Superman, y que esa identificación sea tan completa que, en determinados momentos,
pueden confundirse con tales personajes. Suelen hacer declaraciones contundentes y
desmesuradas acerca de su propio saber, posesiones y capacidades de todo tipo. Si se
sienten cuestionados por la incredulidad de su interlocutor, desplazarán tales
atribuciones fabulosas a sus padres u a otra persona que merezca admiración.
Al momento siguiente, se sentirán desvalidos frente a una tarea sencilla como, por
ejemplo, atarse los zapatos, o se echarán a llorar desconsoladamente si la mamá
se retrasa unos minutos en recogerlos a la salida del colegio.
Tal incongruencia responde a la incapacidad para relacionar datos que
corresponden a categorías distintas o de distinto orden temporal, así como a la incapacidad
para cumplir el principio lógico de “no contradicción”. Su razonamiento se centra en lo
inmediato sin poder generalizar y jerarquizar los enunciados en sistemas lógicos más amplios;
no establece la suficiente diferencia entre fantasía y realidad, y los rasgos mágicos y
omnipotentes invaden el proceso de pensamiento, todo ello explica el tono fabulatorio que a
veces tienen las explicaciones a estas edades, lo cual es distinto de lo que se pueda
considerar una mentira. La mentira, a diferencia de la fabulación propia de esta etapa, supone
una mayor capacidad de análisis de los datos, al extremo que la construcción engañosa
conserva una coherencia y una lógica que la hacen posible y creíble. La capacidad para
mentir, desde el punto de vista evolutivo, indica unas ciertas capacidades de discriminación y
de independencia de los propios intereses frente a los de otro. Pero cuando la mentira se
instaura como conducta compulsiva, puede ser un indicio claramente sintomático.
El paso de la fabulación a la mentira –a partir de los 4 o 5 años- puede servir como un nuevo
indicador del aumento de la conciencia de sí mismo. En este tránsito, conviene tratar el
sentimiento de culpabilidad, distinto del sentimiento de vergüenza, más precoz y claramente
observable en el segundo año. La conciencia de culpabilidad supone un mayor grado de
elaboración, en el sentido de que el niño se ha hecho ya consciente de una conducta contraria
a unas normas externas, que a su vez ha interiorizado.
El proceso de interiorización de estas normas se explica de forma distinta según el modelo
teórico adoptado. Los modelos basados en las teorías del aprendizaje consideran que se
adoptan las conductas “reforzadas positivamente”, es decir, valoradas o premiadas. En tal
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caso, evitar el castigo y buscar la recompensa serían los móviles que determinarían la
interiorización y el seguimiento de determinadas pautas. Las teorías del aprendizaje o
modelado social enfatizan la imitación e identificación de los roles y conductas de los padres.
Las teorías cognitivistas hablan de las etapas del desarrollo del pensamiento como
determinantes para la comprensión de las normas y la valoración moral de los actos. En las
primeras fases de esta etapa –4, 5 años-, la valoración de las conductas propia y ajena está
sometida a la opinión de las figuras de autoridad. La orden del adulto es ley e imperativo
moral. Hacia el final de la etapa –7, 8 años-, las normas morales son concebidas como un
criterio más independiente de la voluntad; el niño empieza a relativizar e incluso a cuestionar
la figura de autoridad, apelando a las normas establecidas. Puede denunciar un trato
considerado injusto, protestar frente a un castigo que considera inmerecido y argumentar
acerca de su intencionalidad para justificar así sus actos.
El modelo psicoanalítico explica el sentimiento de culpabilidad como producto de la
interiorización de las figuras paternas, que adquieren una entidad propia dentro del niño en
forma de instancia psíquica, denominada superyo. El proceso de construcción de esta
instancia se realiza a lo largo de los primeros años. En ella se van sobreponiendo
percepciones muy diversas que el niño ha vivido con relación a sus progenitores, así como
pulsiones innatas, que determinan también la forma en que se viven las experiencias. Entre
éstas, se encuentran las versiones más primitivas que el niño ha captado de los padres.
Estas primeras percepciones son altamente distorsionadas y extremas: percepciones de
bondad idealizada, que corresponden a las gratificaciones máximas, y de crueldad
desproporcionada, que corresponden a la forma que tiene el niño de vivir las frustraciones. Ni
unas ni otras corresponden a la realidad objetiva, sino a la subjetividad egocéntrica del niño,
incapaz de juzgar ponderadamente la realidad.
El superyo se transforma con la edad y si el proceso evolutivo es adecuado, toma cada vez
una versión más moderada, resultando menos acusatorio y temible, conservándose como
instancia ordenadora interna y como conciencia moral.
Los mismos procesos definidos por cada una de las teorías citadas (aprendizaje, imitación de
roles, evolución de las estructuras cognitivas e identificación con las figuras paternas), que
han servido para explicar la noción de culpa, normativa moral y conciencia de sí mismo, sirven
para explicar el proceso de adquisición de identidad en sus diversas facetas.
Por ejemplo, el juego de la niña con su muñeca puede explicarse como la
consecución del aprendizaje de la conducta que se espera y se
valora de ella (modelo de aprendizaje); como la imitación de un rol
observado en el progenitor de su sexo (según el modelo del
aprendizaje social); o como la identificación con la madre después de
resolver el conflicto de ambivalencia hacia ella, generado por el deseo de la niña de
desplazarla y ocupar el lugar de preferencia junto a su padre.
A la edad de 7-8 años, periodo final de esta etapa la identidad personal y social se ha
consolidado y objetivizado notablemente desde el punto de vista del propio niño. Sabe
definirse desde su perspectiva y ha iniciado la autodefinición desde la perspectiva ajena. Sabe
quién es, qué hace, qué desea y qué piensa; da gran importancia a la opinión de los otros
acerca de su persona. La comparación con sus padres y los sentimientos de inferioridad
toman entidad en este momento, todo esto es correlativo a la conciencia de una interioridad
propia, es decir, se esboza el concepto de intimidad, que alcanzará su pleno desarrollo en la
adolescencia.
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DIRECTRICES PARA UNA CORRECTA INTERVENCIÓN
EDUCATIVA
Dentro de la escuela se producen innumerables situaciones que contribuyen al desarrollo
socio-afectivo del individuo; es necesario insistir en que explícitamente se asume esta función,
cuyo objetivo ha de ser promover el desarrollo armónico e integral de los alumnos. Para ello,
partimos de un marco teórico en el que basamos la interpretación del desarrollo socio-afectivo.
Algunos de estos aspectos teóricos son los siguientes:
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Doble meta en el desarrollo socio-afectivo. Aparentemente, el
proceso de socialización se asienta sobre una paradoja. Dos son
sus funciones principales: por un lado, la de socialización o
integración cuyo fin último es conseguir que el individuo sea
un miembro adaptado a las demandas de la sociedad (por
ejemplo, que sea hábil a la hora de establecer y mantener
relaciones con los otros, que sepa regular su comportamiento de acuerdo con los
códigos y estándares de la sociedad, etc.); por otro lado, la función de diferenciación e
individualización tiene como meta principal la consecución de un ser individual, el
llegar a ser una persona con características propias que nos diferencien de las demás
(por ejemplo, llegar a ser conscientes las propias características, necesidades y
aspiraciones, del lugar que se ocupa dentro del orden social, etc.). Esta paradoja que
acabamos de presentar es sólo aparente, puesto que, aunque en un principio estas
dos funciones se nos presentan como antónimas, es evidente que son dos caras de la
misma moneda, son dos aspectos diferentes del proceso de socialización que el
individuo debe estar dispuesto a conquistar en cualquier momento de su vida. Pues
bien, cualquiera de los contextos en los que los niños se desenvuelven –la familia, la
escuela, los compañeros- actúan sobre él a este doble nivel; en la escuela, por
ejemplo, el niño encuentra el contexto propicio para aprender destrezas sociales con
los iguales, para regular su conducta en función de la del resto, debe adaptarse a un
conjunto de normas y valores nuevos, etc.; pero también, a través de la experiencia
que dentro de ella tiene, el niño va construyendo una determinada imagen de sí
mismo, va tomando conciencia de una serie de características personales
diferenciadoras que le facilitan el proceso de autoconocimiento del individuo.
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