Descubriendo A Penélope
Por James Lawless
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Descubriendo A Penélope - James Lawless
Eames.
1
––––––––
Oyó una voz grave y autoritaria como la de su padre en la arena. Presionar el botón y rechazar, esa soy yo, pensaba, Penélope Eames, así es como me siento o como él me ha hecho sentir durante años. Sí, el primer profesor de Histología y Anatomía Mórbida reconocido, con manuales y artículos a su nombre, que no pudo enseñar compasión o amor filial. El primer sol de la mañana de España la tranquiliza haciéndole sopesar las cosas, cosas que había decidido que ahora pertenecían al pasado, a otro país. La parte superior de su pecho izquierdo se estaba quemando ligeramente, el biquini rojo nuevo era más corto que su habitual traje de baño negro (debería haberlo pensado) y la piel es más sensible después de operarse. Irónicamente, fue su agente Sheila Flaherty quien le sugirió que se pusiera los implantes ―sus pechos tenían un tamaño medio. «Es bueno para tu imagen», le había dicho Sheila.
Al principio se mostró reacia, al considerar una vanidad ponerse la máscara anestésica para someterse a una carnicería innecesaria (ni siquiera se había echado nunca un tinte en el pelo, por el amor de Dios). Sheila se lo había hecho hacía un año, transformándose en la rubia rellenita que es ahora. ¿Y para qué?
Para los hombres.
Sí.
Fue entonces cuando descubrieron el bulto en su pecho izquierdo. Demasiado joven para eso, había dicho la enfermera, y Sheila trató de hacer un chiste de aquello ―«Tú tienes el bulto hacia afuera y yo hacia dentro» y la enfermera se percató de su pecho.
Oyó la voz en la arena, la hedionda ronquedad de fumador de pseudo-sabiduría; se cree el gallo del corral. «Para nada, queridas», dice la voz (claramente inglesa); «al contrario, morderse las uñas es bueno, ya sabéis, son ricas en proteínas. Si pudiera llegarme a las de los pies...». Hombres, estúpidos vejestorios, aunque quizá sea humor ―¿quién puede justificarlo por gusto? Levantó la vista tímidamente bajo su sombrero de paja para localizar de dónde provenía la voz: aquel tipo de edad avanzada, unos metros más allá, con su coleta plateada sentado en la silla de lona bajo una enorme sombrilla. No paraba de hablar con un grupo de jóvenes bellezas aduladoras ―como él. Prentendiendo aparentar juventud como un hippy renacido o algo pasado de moda, justo como él, los ojos de color azul pizarra, exactamente como su padre.
Excepto por la coleta, por supuesto.
La fina arena de color pardo resbala libremente entre sus dedos, escapando, facilitando su vida. Se está retrasando. El sol la ha hecho perezosa. Debería volver al silencio de su apartamento para trabajar en esa segunda novela reclacitrante antes de que el sol alcance su cenit. Lo sabe, y para evitar quemarse. Se escucha una carcajada. Puede distinguir a través de las olas de calor a unos jóvenes divirtiéndose (¿es ese tipo fornido y bronceado uno de los socorristas? Cree que le ha visto antes en su puesto) y a dos mujeres jugando al voleibol mientras levanta la mirada hacia el sol protegiéndose con la mano (se ha quitado el sombrero porque le molestaba en la frente). No se había dado cuenta antes de la red. Hay gritos en español «Anda» y «Olé» que subsumen las palabras del tipo mayor. Los jóvenes, en un velo de luz y calor, se ríen de una chica en monoquini que acaba de perder el balón. El menosprecio. Lo que siempre emanaba de su padre. Quería que estuviera orgulloso de ella como lo estaba de Dermot, su hermano menor, cuando comenzó sus estudios de ciencias. Oh, elogio tan molesto. Un científico en la familia. Mezclando productos químicos y pociones en los Laboratorios Quinlan. Qué correcto, qué profético era. Y ella, antes de terminar su primer libro, estaba segura de que se sentiría orgulloso. Estaba esperando la publicación de su primera novela, pero todo lo que hizo fue preguntar si se podría hacer algo al respecto, es decir, como si su estilo fuese una de las patologías que había estudiado.
Se le está durmiendo el brazo derecho al estar apoyada sobre ese costado. Se da la vuelta. El Svengali de las uñas mordidas está llamando a las chicas que están al sol. Parlotean en distintos idiomas entre ellas, creo que principalmente ruso, y en un torpe inglés con él. «Os abrasaréis ahí fuera, queridas». Ahora podía verle claramente mirando hacia allí, meneando su coleta como un péndulo. Las chicas fueron corriendo. Él se sentó en su silla como un rey en su trono, su harén en la sombra a sus pies, y la rubia fresca y descarada que había estado jugando al voleibol sin la parte de arriba. Es distinto tumbarse boca abajo recatadamente en topless, se convenció Penélope a sí misma, con la toalla preparada para cubrir cualquier movimiento que alardear de ese modo ante los jóvenes deportistas, y él hablando de uñas... ¡En serio! Las chicas ignoran las provocaciones de los muchachos del voleibol para volver y jugar, están concentradas en el hombre maduro, sumamente embobadas con él. ¿Es algún tipo rico? ¿Es eso? Van tras su dinero, o quizás es un influyente director de cine, después de todo la silla podría interpretarse como de director. Eso es, buscan papeles para hacerse famosas en su próxima película. Y el libertino de pelo cromado tira de la cuerda de la parte superior del biquini de la chica que está más cerca.
Su padre siempre llamaba a Dermot, nunca a ella, cuando quería algo, tanto si era para un anuncio como para una confidencia, estableció sus vínculos con Dermot. Dermot, el científico, el hijo del que estar orgulloso, el drogadicto ―elige al extraño. Oh sí, Papá no lo sabía. En un momento de pique y envidia celosa, que sucedió cuando le llamó, pensó en contárselo a su padre, liberar al gallo de su corral y revelarle lo que su chico de pelo cano fue capaz de hacer todos esos años de ceguera. El hábito de la cocaína comenzó tras la muerte de su madre en las fiestas de la universidad y el entorno social de la élite de Dublín (del que los menos prudentes, como Dermot, han caído ahora irónicamente a lo más bajo). La sociedad de la admiración mutua, lo llamaba ella, de todo aquel talento e inteligencia de abogados, médicos, dentistas, financieros y científicos novatos, un verdadero torbellino de genialidad en un país recientemente vibrante.
Pero le llamó a él, al primer símbolo de la caída, a ese yonki. Era como un rechazo hacia ella, un desprecio a alguien que había estado ocupándose de sus necesidades todo el tiempo.
Todas aquellas necesidades. Todo el tiempo. Todas aquellas demandas. Toda su vida. Los mejores años.
Y la última vez que vino Dermot ―Penélope le había encontrado con la ayuda de una unidad de narcóticos en un lugar de indigentes: un callejón, no recuerda su nombre ―Crow’s Lane, eso era, todo lleno de botellas, jeringuillas, excrementos y un fuerte hedor a orina atrapado en la estrecha calle saliendo de los edificios, de manera que, reflexionσ, los yonkis encontrarνan su camino a casa como los animales, siguiendo su propio olor.
A veces deseaba que ambos sintieran su dolor de aquellos años, no por negligencia de lo material ―nunca le faltó de nada en ese aspecto― sino por todos aquellos años de indiferencia. Debe de ser la más cruel de la heridas infligidas a alguien ―consideraba―, hacer algo sin ser consciente o indiferente al daño que causaría: imponer a uno el hábito de la inutilidad.
Pero ―mira hacia abajo, el movimiento de las uñas de sus pies como un coro para sus pensamientos― ella no es inútil. Es una escritora. Escribió para coser las heridas, para buscar la aseveración de otras fuentes. El gran mundo ahí fuera.
Publicó su primer relato en una revista de adolescentes. «Es muy prometedor», había dicho el editor. El relato trataba de un chica huérfana. ¿Sobre qué más podría haber sido? se da cuenta al mirar atrás, dejándose llevar por el calor del sol mediterráneo ahora en lo más alto (engatusándola para que se entretenga). Y después, varios años más tarde, su primera novela, Smelling of Roses,[1] un romance sobre el deseo insatisfecho de una mujer joven hasta que conoce a un extranjero moreno en una playa, justo como esta, alimentando lo que su padre consideraba las imaginaciones delirantes de las mujeres impresionables.
Hombres, cavila mientras las olas golpean rítmicamente (se animará a ir al agua pronto; está sudando; puede sentir las gotas serpenteando hacia su escote). Era capaz de dejar su trabajo ―su último trabajo en el que fue temporalmente guía turística en el museo de Dublín, después de una previa y desastrosa estancia en un banco y un anterior período en televentas. Había deambulado por la Licenciatura en Letras, pero no supo qué hacer después, no tenía a nadie que la guiara. «Cualquier imbécil puede licenciarse en Letras», dijo su padre, y eso fue lo último en lo que respecta a él. A diferencia de algunos compañeros de universidad a los que recuerda con las carreras planificadas por sus padres, que les adoran; se maravillaba de la sangre fría de aquellas mujeres jóvenes que perseguían sus carreras de forma decidida en los medios de comunicación o los cuerpos diplomáticos o que aparecían después en las páginas de sociedad casándose con algún abogado o dentista rico.
Ella compró un apartamento en la Costa del Sol por recomendación de Sheila («Un país tan romántico») con algunos ahorros que tenía, inducida por los derechos de autor de su primer libro y el adelanto del siguiente. Una secuela, bueno en realidad no, pero del mismo estilo, más de lo mismo, eso es lo que dijeron, no cambies un caballo ganador. Otra historia de amor, tal vez un poco más intensa esta vez, sí, eso es lo que dijeron. Se podía permitir ser más atrevida esta segunda vez ―después de todo estamos en el siglo XXI, dijo Sheila, como si Penélope no se hubiera percatado de ese hecho. No exactamente una novela rosa, no, no estamos buscando eso, sino calidad de escritura y honestidad de expresión, esas son las cosas que estamos buscando en una novela para las mujeres independientes de hoy, que no temen aventurarse a salir, etc, etc. Pero esta vez existe un problema: la mente de Penélope está intranquila. Después de todo, había terminado la primera novela antes de la muerte de su madre y de que Dermot fuera de mal en peor. Una mente necesita, si no una estabilidad, al menos la apariencia de ella para escribir. Ahora tiene treinta y tres años y tiene que pensar en su futuro. Anteriormente, debido al condicionamiento de su padre (le culpa de eso), no pensaba en lo que ella quería sino en lo que demandaban los hombres. Pero nunca más. Mejor no tener ataduras que un sufrimiento doloroso después, como había hecho su madre ―tanta acritud, y ella fue testigo de todo. Penélope Eames había recorrido toda la gama de emociones negativas antes de dejar la adolescencia y sin tener que poner un pie fuera de su entorno familiar.
Siente un pálpito mientras el Señor Uñas pliega su silla para irse. Es como si aún echara de menos, de algún modo enfermizo, a su padre que ahora está menguando, tiene que admitirlo sin importarle. Tiene miedo de soltar las cadenas. Queriendo y temiendo al mismo tiempo. ¿Cómo iba a marcharse? ¿De qué modo? Su obstinado y desafiante «Ve si tienes que hacerlo» seguido de su demente «¿A dónde te largas?». Rechazó ingresar en una buena residencia de ancianos en Booterstown que habría dispuesto. Para dejar a alguien más cuidándole, para ocupar su lugar. Pero él no quería nada de eso. Siempre ganando la batalla moral para hacer que se sienta culpable.
El Señor Uñas ha plegado su silla, la llamativa solapa de su camiseta deja ver una mata de pelo rizado de su bronceado y acanalado pecho. Se está yendo, la línea en la arena ya rellena de la marca de su silla se dispersa como su serrallo.
Ella también debe volver y renunciar al baño. Pero cómo escribir, cómo concentrarse sin saber dónde está Dermot su único hermano, el pequeño. Pensó que sería sencillo, simplemente marcharse y dejar tales preocupaciones atrás, pero no es tan fácil, ahora se da cuenta puesto que esos pensamientos también viajan y encuentran su propio amarradero. Las desapariciones de Dermot comenzaron después de la muerte de su madre; podía esfumarse durante días, y últimamente durante semanas, después reaparecía como por arte de magia con la ropa sucia y esperaba que fuera su sirvienta mientras él se relajaba, tal y como hacía ella por su padre. Penélope estaba a cargo de Dermot, aceptando al principio la manera de ser de su madre. Incluso para saber dónde está, sin importar el esfuerzo que debe realizar ―después de todo es autoimpuesto. Pero sería un alivio, su mente descansaría sólo sabiendo que estaba bien, todavía en el buen camino en el que le había intentado colocar antes de irse, porque en su interior no podía haberle abandonado cruelmente en las condiciones en las que le había encontrado en Crow’s Lane. Le llevó a la unidad de rehabilitación en Merchant’s Quay antes de que se diera cuenta de adónde iba, recuerda la repugnancia del taxista que les llevó allí. Después de unos pocos días con sus lisonjas (todavía siente la presión) y en un curso de metadona, mejoró lentamente. Le acicaló y le puso traje y corbata, le consiguió un trabajo, no el puesto de un gran científico, no, nada de eso ahora, sino un trabajo a media jornada en un Super Valu de licores. Conocía al gerente por que trabajó con ella en televentas. Todo fue deprisa y corriendo, pero al menos tenía algo que le mantenía fuera de las calles antes de que ella saliera hacia España.
El día que se iba, le dio el número de su teléfono móvil y su dirección.
«Me estás jodiendo», le dijo intentando que se sintiera mal, exactamente como había hecho su padre.
«Si quieres venir alguna vez...»
«Ja». Se burló.
«En serio, Dermot...»
Aunque ella sabía que no lo decía en serio mientras miraba el agua cristalina.
No, todavía no se ha establecido aquí, a pesar de la aparente tranquilidad del entorno: las colinas onduladas, los lenitivos atardeceres playeros, suficiente para proporcionar un bálsamo, pero no la ansiada destrucción. Pero, después de todo, sólo lleva aquí unos días; uno debe dar una oportunidad al tiempo para cobrarse sus poderes curativos. Su piel apenas ha cambiado de color, aún tiene el rostro pálido. ¿Quién solía llamarle eso? Sí, Dermot, rostro pálido, solía decir, e irónicamente siempre ha sido más pálido que ella. Pretende quedarse al menos tres meses completos, lo que Sheila le había recomendado. Y quién sabe, quizá se quede más. ¿Quién puede decirlo? Puede incluso quedarse de forma permanente; después de todo, quién quiere volver a lo que había dejado atrás. Pero necesitaba un período de gestación de tres meses enteros para hacer avances en la novela, había dicho Sheila creyendo que ése era su único motivo para mudarse a España ya que Penélope nunca le reveló las intimidades de su familia. Una vez que la incursión inicial se ha superado, le dijo Sheila, todo puede ordenarse en el sombrío y viejo Dublín durante las tardes oscuras de otoño. Y «el desapacible invierno», añadió Penélope mentalmente encontrando un consuelo masoquista en la tristeza de una canción. Y ahora mira el cielo español y le deslumbra la luz. Pero ―el pánico se apodera de ella―, no ha hecho ninguna incursión, ni siquiera la más ligera hendidura en aquel caparazón de la imaginación, y nada para componer el final feliz que es de rigor para sus editores. «Dios sabe», dijo Sheila, «hay suficiente miseria en el mundo sin tener que añadirla a nuestra imaginación. Escribe primero ese maravilloso final y después vuelve y recuenta los obstáculos».
¿Así que qué voy a hacer? Se pregunta. ¿Cuáles son los obstáculos para la felicidad?
Ahora su propia vida.
No puede estar preocupándose por Dermot. Tiene ¿cuántos? Veinticinco años en junio por el amor de Dios, un cuarto de siglo. Y aún las palabras: «Quiero dejarlo, quiero dejarlo», que no cesaba de repetir en Crow’s Lane, la están atrapando ahora, su grito rebelde, pero que le pareció sin esperanza aquella vez que le encontró tumbado en la callejuela limosa gritando al mundo que quería quitarse. ¿Recaerá de nuevo en ese estado? Ése es el temor que la está atrapando. Y, en cuanto a su madre, ¿dónde estaba durante toda aquella malformación filial? Estaba en un viaje metafísico de su propia incapacidad a través de una niebla de alcohol y autocompasión. Una mujer no amada, una mujer menospreciada, la crueldad de las palabras dirigidas a ella por su sobreelocuente esposo. ¿Cómo puede uno ser sobreelocuente? Sólo estando dotado de malas palabras, palabras mordaces, palabras que sabes que hunden. Una mujer traicionada muchas veces que mira hacia el mar y a la niña metiendo la punta carmesí de sus pies en la orilla del agua. Traicionada por los aduladores discípulos que frecuentaban la habitación del profesor con la esperanza ―a cambio de alguna transacción carnal pasajera― de lograr summa cum laude en el examen. Todo pactado y terminado detrás de puertas cerradas en aquellos días anteriores al PC. Ella misma vio a una de aquellas criaturas con sus propios ojos el día que fue a llamar a su padre cuando su madre tomó una sobredosis de analgésicos ―no la mataron, pero fueron una señal de alarma. Recuerda a la chica despeinada, pecosa de ojos azules, saliendo ruborizada arreglándose la falda. Suficientemente joven para ser su propia hija. ¡Para ser ella! Y recuerda el desprecio lacónico de su padre cuando entró «Qué, ¿qué pasa?». El