El Tábano de Atenas

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Contenido

Presentación.................................................................................................................................................. 4

El Sócrates de Barros..................................................................................................................................... 4

Paladión......................................................................................................................................................... 6

I Lineamientos exegéticos............................................................................................................................. 8

II El tábano de Atenas.................................................................................................................................. 15

III El poder efectivo del Oráculo.................................................................................................................20

IV El falso mandatario de Apolo.................................................................................................................25

V La lógica del quehacer mayéutico............................................................................................................ 29

VI La locura de Sócrates.............................................................................................................................. 34

VII Un argumento de autoridad..................................................................................................................38

VIII El legado socrático................................................................................................................................41

IX El dios de Sócrates..................................................................................................................................46

X La reducción al absurdo........................................................................................................................... 55

XI Atacar y defenderse................................................................................................................................ 58

XII Algunos pormenores del litigio............................................................................................................. 65

XIII La axiomática y la ética........................................................................................................................ 74

XIV Sócrates: el encantador y el ogro..........................................................................................................78

XV Sócrates y Melito.................................................................................................................................... 81
XVI La inducción socrática..........................................................................................................................86

XVII La artimaña del sabio..........................................................................................................................93

XVIII La dinámica de los argumentos.........................................................................................................98

XIX Avalancha de argumentos.................................................................................................................. 105

XX Sócrates: corruptor de la juventud.......................................................................................................110

XXI La oveja negra..................................................................................................................................... 117

XXII El valor litigioso de la retórica..........................................................................................................124

XXIII Muerte de Sócrates........................................................................................................................... 131

Bibliografía................................................................................................................................................. 136
PRESENTACIÓ N
EL SÓ CRATES DE BARROS
Cualquier investigación sobre Sócrates como “aquel que no escribe” está llena de prejuicios
y viene conducida a partir de la civilización de la escritura que, por un lado, absorbe todo
en sí misma y, por otro, se entroniza como la negación manifiesta y la alienación secreta de
la preexistente cultura de la oralidad. ¿Qué interpretación cabe hacer de esto?

Es verdad que Sócrates, en cuanto pensador ágrafo, no posee una propia y autónoma
independencia respecto de la pluma de Platón y, sin embargo, parece inevitable que para
comprender a Platón sea necesario conocer a Sócrates. Más de 2.400 años de esfuerzos
exegéticos han sido insuficientes para romper la paradoja hermenéutica conformada por la
fusión filosófica de Sócrates y Platón: no se puede entender a este sin haber asimilado a
aquel, quien a su vez no subsiste más que en la forma dialogal organizada, interpretada y
convertida en texto escrito por Platón.

El tábano de Atenas es el Sócrates que Barros nos oferta a propósito de su lectura personal
del diálogo Apología y de otros libros de la misma o heteróclita fuente, con los cuales se las
arregla para pincelar al pensador de Alopece como un ser insincero, delirante,
megalomaníaco, abusivo, intransigente, odioso, agorero y sofístico. Atributos que no
desdibujan el superior perfil intelectual del pensador que conocemos, pero que, con fuerza,
nos anonadan al mostrar rasgos deletéreos de su personalidad –morales y psicológicos–
apenas sugeridos por autores no muy afines al idolatrado maestro de todos los platónicos
que en el mundo han sido.

Biografías y argumentaciones clásicas sobre Sócrates se han realizado por millares, como
las de Sócrates, 2009, Bogotá, de Hernán A. Ortiz Rivas; Sócrates furioso, 2004, Buenos
Aires, de Rafael del Águila; Sócrates, 1999, Bogotá, de Anthony Gottelieb; La vida
pública y privada de Sócrates, 1965, Buenos Aires, de René Kraus; El juicio de Sócrates,
1999, Barcelona, de J. F. Stone; Sócrates: solo sé de amor, 2002, Madrid, de Ricardo Óscar
Moscone; Essays on the Philosophy of Sócrates, 1992, de H. Benson; Vida de Sócrates,
1999, Madrid, de Antonio Tovar; Sócrates, 1970, México, de Robert Silverberg; Sócrates,
1976, UNAM, de Rodolfo Mondolfo; y Sócrates, 2008, Madrid, de Benigno Morilla.

El tábano de Atenas (la buena nueva desde el Caribe colombiano) se diferencia de los
“Sócrates” antedichos –y además del mismo género tradicional– porque no es, en
particular, una reflexión filosófica con patente doctrinaria o matrícula de escuela sobre los
consabidos ítems del legado socrático, sino un estudio heterodoxo y atractivo, amén de
riguroso, sobre las circunstancias puntuales que hicieron del comportamiento social de
Sócrates la causa de cierta malquerencia generalizada hacia su persona y el motivo más
cabal de su condena a beber la cicuta.
Cuando se ocupa de los argumentos desplegados en la Audiencia por sus acusadores para
imputarle los delitos de impiedad y corrupción de la juventud, o cuando en otros diálogos
muestra su animadversión hacia los sofistas por la profesión de escépticos y relativistas que
les era tan propia, Sócrates no tiene escrúpulos en recurrir a falacias, sofismas y
estratagemas con tal de salir bien librado de cualesquiera calzas prietas que pusiesen en
peligro la causa defendida por él en las confrontaciones dialécticas. Mérito de Barros es
sabernos mostrar con idoneidad y método, lo que para él es el lado astuto, malicioso y
protervo de este venerado santón de la filosofía universal.

El tábano de Atenas, del profesor Nelson Barros Cantillo, nos invita a no tragar entero, a no
hacerle pleitesías gratuitas a la Apología y demás investigaciones que divinizan a Sócrates,
a hacer de la epojé un instrumento para poner entre paréntesis el milenario ascendiente de
los platónicos –hasta donde la paradoja hermenéutica lo permite– y poder mirar con ojos
más críticos al legendario sabio de Alopece.

Numas Armando Gil Olivera


Profesor de Filosofía
Universidad del Atlántico
Grupo de Investigación Cronotopías
Correo: [email protected]
PALADIÓ N
El Sócrates a que se abocan los lectores de esta obra es resueltamente heterodoxo y
sorpresivamente inverosímil. Son dramáticos sus fuertes contrastes con las versiones
“clásicas”, particularmente platónicas, sobre la vida y obra del gran maestro de Alopece.
Un Sócrates insincero, delirante, megalomaníaco, abusivo, intransigente, odioso, agorero y
sofístico, entre otros defectos de actitud y personalidad, es un concepto de muy difícil
asimilación tanto académica como personal, sobre todo si se tiene en cuenta que su
legendario nombre ha representado un icono de honestidad moral y un paradigma de
entereza intelectual a lo largo de casi veinticuatro siglos de historia occidental.

Empeño y obsesión del autor ha sido querer mostrar, por lo contrario, que tal sería
verdaderamente el caso respecto de Sócrates, asociado a ciertas situaciones biográficas
concretas en las que procurarse ventajas por medio de artimañas y estratagemas, evadirse
sagazmente por las ramas del discurso o desmentir las imputaciones con sofismas, no son
argumentos, comportamientos o métodos, compatibles con la excelsa investidura de un
filósofo mayor o con la empinada condición ética del sabio.

Sócrates se hace impopular y odioso por pluralidad de motivos, entre los que se cuentan: la
sospechosa manera de alcanzar el veredicto consagratorio del Oráculo de Delfos; su
arrogancia en autoproclamarse el ungido de Apolo y fiscal supremo de la moralidad ática;
el abuso de acorralar y humillar con interrogantes capciosas a los más insignes varones de
la polis ateniense; su petulante y desfachatado desprecio hacia los sofistas y otros
pensadores que no coincidieron con la extravagancia de su ontología de los dos mundos; la
abyecta ambivalencia doctrinaria que mostraba por un lado el perfil del filósofo rijoso y por
el otro al profeta de la superchería apolínea; y su enseñanza deletérea que convirtió a una
elite de la juventud de Atenas en traidora política de la patria, tal y como llegó a probarse
con los que habiendo sido sus discípulos en los años mozos, fungieron de cabecillas en el
gobierno proespartano de los Treinta Tiranos al final de la guerra del Peloponeso.

Acarando las imputaciones penales de impiedad y corrupción de jóvenes en el


juicio incoado contra él hacia el año de 399 a.n.e., Sócrates asume formalmente la defensa
de sí mismo. Ha descartado los servicios del mejor abogado que pudieron ofrecerle sus
discípulos y amigos, porque lo que quiere alcanzar ante los jueces y el pueblo de Atenas no
es el descargo de las acusaciones grabadas en el papiro de la denuncia, sino la demostración
incontrovertible de que el auténtico sabio es incapaz de violentar la ley. Es por ello que su
apología tiene mucho más de filosófica que de jurídica, de abstracta que de concreta, de
evasiva que de comprobatoria. Sócrates desacata la ley procesal del Estado y, con el poder
confundente de su retórica sin par impone sus propias reglas de juego.

Cuando enfrenta a los oradores de la acusación, el filósofo no muestra escrúpulos en


demeritar con argucias los argumentos adversos ni en reducir al ridículo a quienes los
sustentan. No le basta con desarticular los alegatos de ellos mediante recursos transidos de
inconfundible sofistería, sino que busca punir la ofensa de haber sido acusado, valiéndose
de una ofensa todavía mayor. Y no es que el prurito de abusar de cualquier oponente con el
sello de su genialidad retórica haya emergido con magna ferocidad durante el curso de la
audiencia. Por el contrario, Sócrates era mucho más pendenciero, agresivo e insufrible en la
cotidianeidad de su vida como ciudadano de la polis de lo que nos muestra Platón.
Evidencia de ello son los sobrenombres con que la heteróclita ciudad tuvo a bien
rebautizarlo: “El tábano de Atenas” (por comparación con el díptero hematófago que no
ceja en mortificar, asediar y acosar a su presa) y “El torpedo de mar” (toda vez que, cual
anguila eléctrica, Sócrates, mutatis mutandi, paralizaba al contendiente con el fuetazo de su
palabra erística).

La investigación que precedió a la hechura de este libro hubo de trasegar algunos meandros
inesperados que, partiendo de la Apología, incursionó en otras fuentes históricas dadoras de
información acerca del comportamiento privado y público de Sócrates. No de otro modo
podría haberse llegado a barruntar la imagen heterodoxa del Sócrates aquí presentado.

Se trata este ensayo, por supuesto, de glosas críticas e inferencias razonables, que quedan
expuestas a los ataques parciales o totales de que son presa los juicios de naturaleza
estocástica juntamente con sus conjeturas o teorías de mediana y alta probabilidad.

Nelson Barros Cantillo


Docente de Lógica y Retórica
Universidad del Atlántico
Barranquilla, Colombia, año de MMXIII
I LINEAMIENTOS EXEGÉ TICOS
Este libro es el resumen de una investigación microhistórica de corte hermenéutico, que se
propuso la faena de incursionar y escudriñar en el lado indeseable –hostil, falaz, soberbio y
pendenciero– de la personalidad de Sócrates; un tema tabú que el temor reverencial de
escritores y maestros de filosofía no ha permitido ventilar cómodamente en veinticuatro
siglos de púdico silencio. La historia registra otros repudios antisocráticos, pero son
distintos los motivos que los incubaron y diferentes los argumentos invocados para
sustentarlos.

Tenemos aquí, los esquemas de una “lectura” filosófica, jurídica, histórica y axiológica que
desata una conjetura personal acerca de algunos temas espigados del diálogo Apología,
escrito por Platón para registrar la defensa forense que de sí mismo hiciera Sócrates con
ocasión del proceso penal incoado en contra suya por los supuestos delitos de “impiedad” y
“corrupción de la juventud ateniense”. El libro de Jenofonte, con el mismo título y sobre el
mismo tema1, ha sido glosado alternamente para espigar puntales epistemológicos con qué
avalar los conceptos desarrollados sobre el antedicho diálogo de Platón. También para
contar con la inevitable síntesis de identidades, desemejanzas y contradicciones entre las
dos obras, buscando realizar un fértil estudio comparativo de resultados e ideas
convergentes con los lineamientos metodológicos de la investigación emprendida.

La presente obra, por lo básico, es un trabajo hermenéutico que se apuntala con


informaciones históricas de confiable condición. Platón, Jenofonte, Aristófanes y Diógenes
Laertio, verbigracia, son fuentes obligadas para forjar trasfondos de credibilidad en torno a
la verosimilitud de las narraciones consultadas. Sin embargo, no son pocas las soluciones
de continuidad que entorpecen la fluidez de la dinámica exploratoria. La saga del juicio a
Sócrates está surcada de vacíos y ambivalencias; por doquier emergen sucesos
inexplicados, conceptos implícitos, conductas ambiguas y palabras agoreras. De ahí que,
para entender esta historia como un todo, hay que saberla reconstruir a partir de tres
factores principales: las fuentes seguras, la información ambivalente y la hipótesis creadora.

Las fuentes seguras permiten trazar las líneas gruesas y medianas de la hipótesis principal.
1
Jenofonte y Platón escribieron libros homónimos sobre el proceso que el poder jurisdiccional de la Ciudad-Estado de
Atenas adelantó contra el ciudadano Sócrates de Alopece, en el 399, a.n.e., por los supuestos delitos de “Impiedad y
corrupción de la juventud”. Jenofonte regala a sus lectores con el retrato de un Sócrates más práctico y mundano, más de
“carne y hueso”, más cotidiano y vulnerable, que el delineado por Platón, que es, por contraste con aquel, mucho menos
anecdótico, personal, circunstancial y biográfico. El de Platón, es el Sócrates filósofo y retórico del que Jenofonte no rinde
muchas cuentas debido probablemente a su formación intelectual que daba más para historiar los hechos llanamente, que
para elevarse a filosofar sobre ellos. Libros de data posterior y heterogéneo talante, como los muy bien ponderados de
Diógenes Laercio y otros autores versados en la Antigüedad griega, así como los de data reciente (Kraus, Mondolfo, Ortiz,
Silverberg, Abbagnano y Taylor, entre otros), han surtido a sus lectores de exégesis clásicas y puntos de vista eruditos –en
ocasiones estereotipados– sobre el temario de la autodefensa de Sócrates, los enigmas y paradojas que contiene su
discurso “litigioso” y, en general, las hipótesis propuestas para intentar resolverlos.
El método comparativo de sus respectivos contenidos funciona hasta cierto punto para
verificar lo que dice cada obra sobre el mismo hecho narrado por las otras. La información
ambivalente está constituida por palabras y juicios que forman parte de los textos originales
pero que no son unívocas en cuanto al sentido que puede derivarse de ellas. La hipótesis
creadora es el complemento obligado con que el investigador, mediante inferencias y
conjeturas, suple las falencias representadas por las expresiones oscuras y los baches de
ausencia de información.

Una técnica de no poca heterodoxia, pero de grande utilidad funcional fue la de sesgar la
percepción del mayor número de datos negativos obtenibles sobre el comportamiento social
e individual de Sócrates hasta alcanzar un perfil de personalidad decididamente grotesco.
Una vez hipertrofiado ficticiamente el personaje, el procedimiento consistió en ir
desbastando la pieza resultante (como si de pulir una escultura se tratase), prescindiendo de
cada ítem –atributo, característica o rasgo– que no se ajustara a las exigencias de
comprobación histórica inmediatamente disponibles o no se compadeciera con las
conjeturas más razonables dado el contexto. De este modo se evitaba caer en el despilfarro
de inferencias privadas de soporte empírico, que son tan propias de la novela histórica y de
las biografías noveladas.

La mayoría de los vacíos o soluciones de continuidad informativa que afecten el trabajo de


investigar y la tarea de leer las Apologías, tienen su origen en la renuencia o displicencia
tanto de Platón como de Jenofonte, en el sentido de omitir en sus libros respectivos los
alegatos orados por los acusadores de Sócrates. Sin duda, esta es una omisión muy grave,
que rebaja con mucho la calidad histórica y filosófica de esas obras. Debido a ello, el
material hermenéutico se reduce a fragmentos aislados de lo que Sócrates dijo para
contrarrestar el tenor de las inculpaciones ventiladas en la audiencia. Algo parecido a
deducir la estructura de la dentadura que mordió una manzana a partir de la huella que dejó
la mordida en el cuerpo de la fruta. Otro elemento generador de confusiones radica en la
indisolubilidad de la dupla funcional Sócrates-Platón: no sabemos, con frecuencia, en la
lectura de los Diálogos, cuándo Platón cita textualmente a su maestro y cuándo perfecciona
desarrollos neosocráticos de su propia cosecha.

Otros hechos que causan perplejidad e impulsan al diseño de explicaciones


verosímiles son: el factible fraude relativo a la respuesta del Oráculo de Delfos
en el sentido de sentenciar el dios que ninguno era más sabio que Sócrates; la
interpretación que el filósofo hizo de esas palabras para autonombrarse vocero de Apolo y
fiscal de la moralidad ateniense; la presencia de un supuesto daimón que le escoltaba y
aconsejaba; la verdadera naturaleza de su concepto teológico y de su creencia en Dios; la
inconsistencia de venerar a Apolo (un dios antropomorfo y populachero) paralela a su
prédica del monoteísmo eleático y orfista; la influencia corruptora de su enseñanza en
discípulos que llegaron a ser enemigos de la democracia y traidores de la Ciudad de
Atenas2.
2
Sócrates no era oriundo de la Ciudad-Estado de Atenas, propiamente tal, sino de un villorrio extramuros, llamado
Alopece, que era de la jurisdicción geopolítica de la metrópolis. Por eso, ostentaba la condición y gozaba de los
privilegios del ciudadano ateniense.
Desde el punto de vista de la lógica y la retórica aplicadas al derecho, cabe
destacar la inmensa superioridad de Sócrates para atacar y defenderse en el curso de la
audiencia. Emplea, por momentos, el método inductivo, la técnica mayéutica, la petición de
principio y la demostración por el absurdo para confundir y apabullar a sus contradictores
dialécticos, incurriendo él mismo en falacias y sofismas que no son fruto de la insipiencia
de
los métodos y teorías de la todavía inmadura lógica formal, sino estrategias torvamente
concebidas para salir triunfante en aquella lid al precio que fuese.

Lo que se tacha de “falta contra su propia investidura de sabio”, por lo “innoble” en lo


forense o “indelicado” en lo moral, no son propiamente delitos contra la administración de
la justicia (sobornos, perjurio, falsedad documentaria, prevaricato o cohecho), sino
“picardías”, cosas de picaros o pillastres (astucias, engaños y estratagemas), que aun siendo
fenómeno frecuente y permisible como comportamiento corriente de los abogados de
entonces –y casi que de cualquier época– no pueden serlo parejamente si provienen de un
varón tan insigne como Sócrates; mayéutico supremo de la filosofía moral, según la
indisoluble convergencia con los Diálogos de Platón, y “sabio mayor entre los hombres”,
por dictamen textual del Oráculo de Delfos.

La historia no siempre consiste en una sola interpretación o versión sacra del


asunto examinado, que el lector deba acoger ciegamente para sí como artículo
de fe. La mayoría de historias de la filosofía apenas se ocupan del juicio a Sócrates y de la
calificación de su autodefensa procesal: no disienten las unas de las otras en lo vertebral de
sus argumentos o en lo esencial de sus reflexiones y corolarios. Lo que hacen es plegarse
por pareja obediencia o subconsciente acatamiento, a la versión platónica o clásica del
famoso suceso judicial y filosófico, convertida por el paso de los siglos en estereotipo del
facilismo exegético y en patrón de las rutinas mentales conservadoras que desalientan y
damnifican la propuesta conceptualmente sediciosa de realizar otras “lecturas” para
entender lo mismo de modo diferente.

Otra parte de la metodología ensayada en la investigación cuya apretada sinopsis se


compendia en los límites textuales de este libro, consiste en el examen analítico de los
argumentos empleados por Sócrates en la Audiencia de marras para defenderse de sus
acusadores forenses o arremeter dialécticamente contra ellos y en la propuesta de un punto
de vista novedoso para calificar el comportamiento exhibido por el filósofo a lo largo de su
actuación en el proceso penal como defensor oficioso de su propia causa jurisdiccional.
En casi todas las eventualidades retrodictivas más importantes a que hubo lugar en el
desenvolvimiento de los planes de búsqueda y prueba sobre los textos examinados, se optó
por una lectura “libre” y “elástica”, adelantada desde la glosa abierta de la retórica
persuasiva, pero escoltada por una hermenéutica lógica estándar, si bien menos “opresiva”
y “exigente” de lo que es “normal” en ella como “cancerbero” por excelencia de la
pulcritud discursiva. Contando con el recurso de una simbiosis hermenéutica de especie tan
peculiar –retórica y lógica– se hizo factible y hasta expedito el trabajo de definir y proponer
el nuevo punto de vista que condiciona poder ver y entender al maestro bajo cuadrículas
taxonómicas menos tradicionales y reverentes.

La tesis que aquí se postula y sustenta, no se refiere en particular a sofismas,


falacias y otros rompecabezas lógicos, en cuanto tales, por el solo hecho de
emerger o hacer presencia en el discurso del maestro. De lo que trata efectivamente el
problema es de la inferencia referente a la voluntad, intención o dolo, de parte del filósofo,
en el sentido de ejecutar maniobras, preparar trucos, valerse de estratagemas o de otros
comportamientos sofísticos, “innobles” en el contexto, para alcanzar con ello determinados
dividendos personales y ventajas procesales.

Un mismo texto puede ser objeto de diferentes lecturas y cómplice potencial


de todas estas. O de ninguna. La lectura tradicional del diálogo nos oculta exprofeso los
rasgos “indeseables” de comportamiento del sabio, los soslaya, los ignora, los trata como si
no hubiesen sido propios de él. La lectura subversiva del diálogo Apología escrito por
Platón, asume la responsabilidad de explicar la conjetura de lo que entiende por “rasgo
conductual indeseable en el comportamiento de Sócrates”, el punto de vista para
determinarlo y el método escogido para comprobarlo.

El concepto de método es una categoría matriz de la teoría socrática. La lógica, en Sócrates,


no es una jerarquía de preceptos formales sacados del contacto con el mundo circundante
para organizar correctamente el pensamiento. Más bien define el concepto de un
pensamiento lógicamente organizado que impone al mundo que lo circunda la jerarquía de
sus preceptos formales. La lógica no es un mero agregado de preceptos o atributo nocional
complementario de la intelectualidad de Sócrates; es la esencia misma de su alta condición
de sabio y de su empinada investidura de filósofo mayor.

Con todo, para ser capaces de aplicar el saber lógico a la vida real, hace falta
la teoría del método que lo justifique y la receta de las técnicas que lo hagan viable. El
sabio descubre el método de la inducción verbal o de la persuasión progresiva, y pergeña el
de la definición universal por el género próximo y la diferencia específica, así como
inventa, aplica, teoriza o enseña las técnicas dialogales y erísticas de la mayéutica o de los
argumentos por medio de la ironía, la reducción al absurdo y la petición de principio.

Bajo ciertas restricciones o premuras, una teoría defectuosa puede ser ignorada para hacer
valer el método que, ad hoc, y laxamente, fijará los axiomas, definirá las categorías de
búsqueda y prueba, moldeará su estructura sintáctica y surtirá las opciones de criterios de
verdad. Los métodos, por consiguiente, no son simples colecciones de reglas que prestan
servicios varios al quehacer cognoscitivo. Una vez aplicados a un dominio, dirigen los
actos inteligentes y ayudan a generar resultados. Un método no es algo “bueno” o “malo”
en sí mismo considerado, aunque su aplicación produzca efectos que se suelen calificar de
lo uno o de lo otro. Sócrates ufanaba el privilegio de detentar la mayéutica, técnica por
excelencia del método que conducía al conocimiento de sí mismo: concepto clave para
acceder a la sabiduría que se mostraba en la virtud moral y la “inmunidad espiritual” frente
a la tentación de cometer injusticias.

Bajo la lupa del análisis lógico, los enunciados “Conócete a ti mismo” y “Solo
sé que nada sé” evidencian la estructura sintáctica de dos o más niveles de lenguaje, que es
una propiedad invariable del conocimiento autorreferente. Esta clase de información sobre
las reglas de la meta lógica es imprescindible para adelantar correctamente el análisis
lógico del pensamiento de Sócrates vertido en el diálogo que nos ocupa y en todos los
demás de Platón que se denominan “socráticos”. Los cálculos de la lógica borrosa y las
preceptivas del pensamiento no monotónico son “herramientas” modernas de variada
utilidad teórica y práctica cuya correcta aplicación ayuda a desembrollar el género de
problemas que se gesta en los principios autorreferentes de la reflexión socrática.

El objetivo principal de la investigación –luego también de la obra– cual fuera el de ofrecer


una interpretación heterodoxa y profana del Sócrates “defensor de sí mismo”, no podía
lograrse a través de la glosa directa y consecutiva de los párrafos examinados
ordenadamente línea por línea y página tras página. Era preciso, para obtenerlo
decorosamente, darse a la cuidadosa tarea de desglosar conceptos matrices, leer entre líneas
lo que no se quiso “sacar del tintero”, descubrir microconexiones lógicas para inferir datos
escondidos, consultar otros diálogos para espigar inconsistencias, intuir intenciones
protervas a partir de ciertas estrategias y tácticas “tramperas” e improvisar construcciones
holísticas para imaginar una o más macrovisiones de conjunto.

El método analítico, apuntalándose con las técnicas lógicas de la analogía y la


síntesis, desbrozó los atajos que facilitaron el tránsito hacia la finalidad pro-
puesta. La analogía se aplicó en sus dos modalidades mayores: como simple
comparación de cosas o sucesos, y como inferencia contingente, de conformidad con las
preceptivas que la gobiernan. La síntesis permitió amalgamar hipotéticamente conjuntos de
datos disociados entre sí –como los provenientes de las obras consultadas y los que aludían
a los borradores de las hermenéuticas aplicadas en la resolución de problemas– hasta
convertirlos en rubros autónomos que pudieran fungir de premisas en cierto género de
inferencias.

El empleo de la metodología y la aplicación de las técnicas en el tratamiento


de los temas de esta obra, se revelan al ojo experto de modo explícito, algunas
veces, y de manera implícita, otras. La exposición o discusión crítica de las
ideas principales, no queda amarrada a uniformidades ordinales o resguardos metalógicos
severos, porque no se trata de un libro didáctico destinado a enseñar a los neófitos los
rudimentos de la lógica erística y las peculiaridades de la retórica socrática, sino de un
ensayo jusfilosófico y hermenéutico de cierta densidad conceptual acerca de cuya calidad
no hay sonrojo de parte nuestra al suponer que amerita con unas cuantas creces la
bienvenida por parte de los “pares” más justos, que son, en primer lugar, los lectores
críticos, los observadores analíticos y los historiadores independientes.

El tratamiento hermenéutico que reciben en esta obra las respectivas “apologías” escritas
por Platón y Jenofonte, ensambla la crítica comedida que reconoce y trata con deferencia la
admirable “estatura” del genio, pero que no se arredra ni paraliza llegado el momento de
identificar errores lógicos, localizar falacias o denunciar delitos morales, en las
argumentaciones litigiosas del maestro. Por el contrario, son precisamente la lógica y la
retórica del discurso, el punto de mira desde el cual se analizan las estructuras sintácticas y
se pondera la pertinencia semántica de los parlamentos dialogales “jurídicos” sometidos a
examen. La moral a tener en cuenta es la de los preceptos generales de la eticidad jurídica,
vigente a lo largo de la historia como reglas morales del “sentido común justiciero”, o como
desarrollos argumentativos muy amplios de la filosofía ética.

La investigación estuvo en parte consagrada a la ideación de argumentos verosímiles, dados


los respectivos contextos, para lucubrar con holgura acerca de lo que aquí se identifica
como “carácter moralmente reprochable” de algunas actuaciones litigiosas de Sócrates en el
transcurso de su audiencia. El término “verosímil”, puesto como función predicativa de
“argumento”, quiere dejar en claro a los lectores, que la versión socioética que aquí se
sustenta sobre la moralidad de comportamiento del filósofo, es una “lectura” o “glosa
hermenéutica”, entre otras posibles, de los libros que sobre el particular de aquella
apología, escribieran Platón y Jenofonte y glosaran multitud de exegetas a lo largo de la
historia.

Los investigadores científicos saben que la historia no se reduce al nudo recuento


behaviorista de los hechos que constituyeron un episodio o segmento del pasado. Entre un
hecho y otro, yacen un “por qué” y un “cómo”. Pero los hechos no forman, unos con otros,
sartas ordenadas e inmóviles de sucesos y conductas, sino que constituyen complejas
asociaciones y enmarañadas sociedades de cosas cambiantes. Muchas veces, el episodio de
la historia que se desea “rehacer” acoge diferentes maneras o métodos de ordenar sus
componentes, de acomodar sus “cómos” y sus “por qué” en los nichos taxonómicos más
sugestivos que puedan llegarse a descubrir.

Uno de los supuestos profilácticos mejor aplicados en la exploración histórica y hechura de


este libro fue el de no tomar como “verdades indiscutibles” las opiniones y juicios
atribuibles a Platón y Jenofonte, que sin embargo son las fuentes más confiables. La
precaución estaba bien justificada si se tiene en mente que el portentoso Platón –mucho
más filósofo y mejor escritor que Jenofonte, su coetáneo antagonista– ha ocupado durante
casi dos milenios y
medio, la jerarquía más encumbrada que pensador alguno, en materia de autoridad
filosófica, haya podido alcanzar. Es por ello que disentir de Platón, en el concepto de
muchos historiadores, es, además del consabido sacrilegio doctrinario, una imperdonable
muestra de estulticia.
El vetusto culto a la autoridad intelectual de este hombre superior, apodado “el Divino” por
su alcurnia nobilísima, no encontró demasiadas oposiciones sistemáticas en el curso de la
historia. Algún filósofo iconoclasta hizo valer sus delirios dinamiteros poniéndole
explosivos báquicos al método logicista de los diálogos. Popper se alzó en rebelión
ideológica contra el historicismo metafísico de todas las calañas, comenzando por Platón, y
Jacques Bouverase escribió en francés una novedosa “carga de caballería” o tonada de
clarín antiplatónico cuyo título es tan gracioso como persuasivo: El culto a Platón y otras
idioteces filosóficas, que es, para muchos jóvenes intelectuales de Europa, una especie de
abecé espontáneo de la antifilosofía contemporánea.

Un factor de robustas bases y oportuno apuntalamiento de la tesis que denuncia las


“fechorías” éticas de Sócrates en el proceso judicial, es el asocio que se cumple entre la
comisión de falacias o sofismas en su discurso y las consecuencias favorables y
desfavorables que de ello se desprendían, respectivamente, para el orador tramposo y para
su víctima. No se trata de la involuntaria, casual y ciega concomitancia entre los dos
sucesos, según podría colegirse, sino de una bien entendida, aunque “simple”, relación de
causalidad.

El desarrollo ordenado de los temas explorados trajo consigo interrogantes axiológicas


mucho más graves que las formuladas al principio sobre ciertas extralimitaciones formales
del filósofo en el curso de su autodefensa jurídica. Atando ciertos cabos que han
permanecido sueltos por más de veinte siglos, se alcanza a vislumbrar que Sócrates no solo
era capaz de perfilar estratagemas para inducir en el error al orador adversativo en el
desarrollo de un proceso judicial, sino que, en la vida corriente, había carecido de
escrúpulos en servirse de la superchería pagana de un oráculo para consolidar su condición
de “más sabio” y justificar su misión espuria de apóstol del dios-sol.3

La investigación, por consiguiente, amplió el panorama de su objetivo y con interrogantes


audaces y respuestas bien pensadas, se propuso brindar a sus factibles lectores el perfil de
un Sócrates mendaz, tramposo, aleve, soberbio y pendenciero; una imagen del sabio,
contraria a la clásica o tradicional, o que fungiese de concepto contestatario de la
representación ortodoxa que la historia ha conservado del filósofo desde que fuera
originariamente pincelada por el incomparable verbo de Platón.

3
Esa es una diferencia de fondo entre las críticas a Sócrates relacionadas con el “viraje” que a partir de él experimenta la
filosofía al cambiar la lira del poeta filosofante por la dura prosa de la lógica entronizada como reina del discurso y acoger
la ética, valorada como digno objeto de la reflexión del sabio. La lógica, a su vez, que es garantía de la moralidad del
genio, ha visto comprometido su pulquérrimo talante debido a comportamientos del sabio que se perciben en esta
investigación como “indelicados”, “ventajosos”, “engañadores”, “dolosos”, “abusivos”, “petulantes” y “soberbios”. No
son delitos juzgados por la Justicia, ni pecado “grave” sancionado por la religión. Son faltas contra el precepto moral que
tutela la integridad y escolta la dignidad de la investidura que distingue a una persona que ha llegado a ser respetada como
ejemplo de virtud y modelo de sabiduría.
II EL TÁ BANO DE ATENAS
En la Apología hay un denso despliegue verbal de metodología mayéutica 4
cuyo análisis revela interesantes pormenores acerca de la clase de argumentación recurrida
por Sócrates como abogado de sí mismo en el juicio criminal incoado en el 399, antes de
nuestra era, bajo los cargos de corrupción de la juventud ateniense y desobedecimiento de
las preceptivas religiosas oficiales en la modalidad de patrocinar el culto de otros dioses.

Sócrates no quiso poner en otras manos la refutación de los cargos impetrados en su contra.
Rechazó la oferta de un servicio experto de orador litigante y se dispuso sin rodeos a
defenderse él mismo. Su desempeño forense, sin embargo, no muestra la excelencia
discursiva que era, con creces, de esperarse. A Sócrates le interesaba mucho más poner
filosóficamente a salvo su pulquérrimo prestigio de sabio y maestro de la polis áticas, que
desvirtuar procesalmente unas acusaciones tenidas por él como infames, ambiguas y
mendaces.

No quiere esto significar que no se ocupara de aquellas “injurias y calumnias”,


sino que lo hizo heterodoxamente, por medio de la demostración abstracta, ignorando a
menudo la “cosidad” de las imputaciones o evadiéndolas por medio de frecuentes enredos,
sofismas y falacias. Los factores probatorios del juicio –casi siempre decisivos para la
suerte procesal del inculpado– fueron desatendidos o subutilizados por Sócrates-Platón 5,
unas veces, tal vez, por desconocimiento de la normatividad vigente, y otras para ampliar la
oportunidad de refutar por el absurdo las tesis adversarias.

4
Para más de un historiador contemporáneo, la mayéutica no es mucho más que un fósil conceptual de la paleo-ontología
filosófica. Tal como fuera aplicado en la antigüedad helénica, dicen sus detractores, no era un recurso práctico que
represente algún valor efectivo para la investigación moderna, sino una pieza de la arqueología metodológica que fue
encontrando en los textos y enciclopedias de la historia antigua, el nicho preciso que reclamaba su peculiar manera de
existir. Pero hay opiniones en contrario que llevan a cuestas la carga probatoria de la legitimidad del método mayéutico.
Entre otras, las de la informática y de la inteligencia artificial, disciplinas que han incorporado versiones neomayéuticas
en la base de datos de algunos software expertos, diseñados para asesorar como “tutores” a usuarios de distinta formación
profesional.

5
El vocablo complejo “Sócrates-Platón” es un recurso ad hoc empleado para denotar que una determinada idea, juicio o
teoría, presente en los diálogos “socráticos” de Platón, es ambiguo(a) en cuanto a su autoría: uno de los dos pensadores
originó el concepto, o los dos, si se infiere la complementación del primero por el segundo.
Como complemento efectivo de lo dicho, el lenguaje del procesado, tanto discursivo como
“gestual” (según testimonios y comentarios, aludidos por Jenofonte) era provocador,
irritante y mordaz. Sócrates parecía no tomarse en serio como “advocatus” y, de paso, no
tomar en serio la investidura de los quinientos sesenta jurados que encarnaban la majestad
del alto tribunal ateniense. Ridiculiza al orador de la contraparte hasta el extremo del
escarnio, e irrespeta a los jueces con bromas e ironías inoportunas en torno a los premios
que por sus servicios a la ciudad merecía recibir, en lugar de los castigos que por cargos
calumniosos y malvados se le querían imponer. Sócrates, de la condición procesal de
acusado, pasó astutamente a ejercer el rol de acusador.

En su discurso de “abogado”, el sabio apela a estrategias lógicas, y tácticas confundentes


para contrarrestar el punto de vista de los denunciantes e inducir una desfavorable
impresión de ellos en el ánimo de la concurrencia. El lenguaje que usa no está limpio de
ambigüedades; ni su lógica, libre de falacias. Le dedica demasiado esfuerzo a la
demostración abstracta de su inmunidad moral frente a la ocasión de cometer delitos, pero
no exige la práctica de pruebas empíricas que le hubieran tal vez representado enorme
utilidad procesal. Como era apenas natural esperarlo, Sócrates no fue un sindicado como
cualquier otro dispuesto a someterse al canon normativo que regía el orden y naturaleza de
los actos procesales. Tampoco fue un abogado ortodoxo en el manejo de las ideas o
valoración de las evidencias, ni un aceptable cumplidor de las rutinas litigiosas.

En la defensa de sí mismo, el sabio despliega algunas modalidades de ataque y defensa


sacadas de su nutrido repertorio de argumentaciones y tácticas. Destacan la “reducción al
absurdo”, la “petición de principio”, el “argumento de autoridad”, el “recurso a la ironía”,
la “inducción verbal” y la “técnica mayéutica”. El manejo de su lógica en la exposición de
los argumentos forenses no es de lo más regio que uno podría esperar. Sus inferencias,
frecuentemente son cojas y las premisas, manejadas con algo de desfachatez. Podría decirse
que fue por motivo de la novedad de orar como abogado o porque la acusación de impiedad
lo conturbaba hondamente, que no fue capaz de prodigarse con la excelsitud dialéctica que
lo había enaltecido en otros momentos. O que era cosa de su edad, septuagenaria ya, que al
fin y al cabo evidenciaba un poco de este modo, sus inevitables estragos. En cualquier caso,
este Sócrates de la Apología, aunque disputador superior, parece mucho menos arrollador y
contundente que el que encontramos en el Gorgias, en El sofista, o en el diálogo
Protágoras.

No debe, por supuesto, descartarse en esta crítica, la conjetura de los posibles


estados de ánimo imperantes en el autor del libro –que no lo fue el propio Sócrates, sino
Platón–, su tristeza y su duelo por la muerte del sabio, su encono contra los acusadores y
jueces, y su factible desprecio hacia la justicia impartida por el estado ateniense. Que sin
duda son variables psicológicas y morales muy a propósito para incidir desfavorablemente
en el estilo de cualquier escritor por grande que este sea. Sobre todo, cuando constreñido a
ser creíble en el relato histórico, restringe el impulso de echar a volar la fantasía creadora.

La estrategia defensiva de Sócrates se traduce en movimientos retóricos de su


erística refutatoria. No busca en la experiencia común la ocasión de infirmar
los cargos de la denuncia; no se quiere referir a los hechos mismos, sino a los
argumentos en que estos caben como componentes de un género, presentados por medio de
lenguaje retórico. Sócrates no se “ajusta” temperamentalmente al método de la prueba
empírica para establecer que “tal fue” o “no fue realmente el caso” sobre un punto
examinado; prefiere “demostrar” con las reglas de la lógica, a veces no muy pulcramente
operadas, “que es o no es en absoluto posible que tal hubiese sido el caso” sobre el tema
debatido. No quiere declarantes (aunque aludió pasajeramente al recurso testimonial) que
certifiquen sobre el modo de ejercer su pedagogía para mejorar a los atenienses o acerca de
la clase de expresiones que empleaba cuando sentía la presencia de su demonio personal; lo
que hace, en cambio, es desarrollar un razonamiento cuasi-lógico que supuestamente
“constriñe” al auditorio a acoger como indiscutiblemente “verdadera” la proposición
categórica que postula la imposibilidad de que un verdadero sabio, como lo fuera él mismo,
pueda cometer injusto.

El punto de vista de Sócrates sobre el valor de la prueba y la naturaleza del objeto que debe
servir de referente al ejercicio de ella, es aproximadamente el siguiente:

Uno. No se interesa en probar por medio de la experiencia no haber incurrido en aquellas


faltas que se le imputaron. Lo que se propone es demostrar por medios lógicos la
imposibilidad del sabio para obrar injustamente. El sabio no delinque nunca porque no está
en su condición de tal poderlo hacer. Esa condición deviene del hondo “conocimiento de sí
mismo”.

Dos. De aquí se sigue que el filósofo vuelve el derecho procesal penal “cabeza abajo y
patas arriba”, al modificar el orden y la axiología de las pruebas e inferencias decisorias. En
vez de probar que el hecho imputado no satisface las exigencias de la norma general y
abstracta enfrentada al caso debatido, procede a redactar un principio universal desde el
cual “demuestra” que la sindicación en examen y cualquiera otra inculpación de cualquier
género, son inconducentes y absurdas. El sabio es “éticamente inmune” a cualquier cosa
que lo incite a cometer falta contra la moral o delito contra las leyes. Solo el ignorante es
capaz de delinquir; quien atesora el verdadero conocimiento está incapacitado para hacer el
mal.

Tres. Es elemental suponer que una propuesta tan poco jurídica no pudo ser
de buen recibo en aquel recinto de la justicia ática. Sócrates cambiaba por momentos las
reglas básicas del esquema procesal y privaba su discurso de los rasgos jurídicos que
justificaban su uso litigioso más común y corriente, más provechoso para su defensa.

Cuatro. En general, Sócrates procede a infirmar los cargos en su contra combinando el


método inductivo con la demostración lógica por el absurdo. Con la inducción alcanza la
regla, que luego pone en relación de oposición con algún enunciado del desarrollo
inferencial, ocasionando la inconsistencia y evidenciando el absurdo.

Cinco. Ya fuera por inexperiencia forense, por pedantería intelectual o por una inextricable
asociación de estas, el filósofo, empecina su voluntad de tábano y su energía de torpedo
dialéctico, en la tarea de ignorar absolutamente el discurso y la metodología jurídicos,
reconociendo el predominio omnipresente de la prosa filosófica y la aplicación puntual de
los métodos exploratorios y probáticos inventados por él mismo.

De este modo, la naturaleza de la prueba jurídica, que ya debía exigir para cierto género de
casos la máxima concreción e individuación posibles, se desvirtúa esencialmente cuando el
“improvisado” litigante y defensor “espontáneo” de sí mismo, resuelve de modo inconsulto
transformar su discurso concreto –que trataba de los hechos singulares, materia del
proceso– en discurso abstracto y deductivo (que se desenvuelve con los géneros o especies
que subsumen esos mismos hechos singulares), y por medio del cual pretende valerse, a
mansalva, de sus contundentes e invencibles “reducciones al absurdo”.6

No parece razonable opinar que esa manera de practicar el derecho procesal penal fuese un
estilo válido y exitoso en la Atenas de entonces. Más bien podría tratarse de un
aprovechamiento del escenario judicial, por parte de Sócrates, para defender a cabalidad su
honra y poner en alto su nombre, con método filosófico, en vez de entretenerse, acaso
“vergonzosamente” con despreciables bagatelas legales en el conato erístico 7 de intentar
“refutar” cualquier especie calumniosa de inveterada o novedosa procedencia.

No hay que descartar, por otra parte, que lo supuestamente indolente, ofensivo y, en
general, reprochable de ese comportamiento del sabio, frente a una circunstancia
sociojurídica tradicionalmente “solemne” y frecuentemente “aspaventosa”, no fuera en el
fondo sino su método personal, despectivo y mordaz, de mostrar, desobedeciendo las reglas
vigentes del procedimiento judicial, la repugnancia invencible que le suscitaba la sola
presencia de aquellos acusadores mendaces y de estos funcionarios intelectualmente
ímprobos.

Hay dos temas que se pueden considerar capitales en la improvisación del método que
permitió realizar las evaluaciones axiológicas sobre determinados ítems de esta
investigación. El primero de ellos, versa sobre el enigma del dictamen del Oráculo de
Delfos en cuanto a la legitimidad de la investidura de Sócrates como sabio mayor, filósofo
excelso
y ungido del dios para exhortar en Su nombre al conocimiento verdadero del sí mismo, de
6
Los defectos de la concepción socrático-platónica del método surgen del adulterino amalgamiento de la lógica con la
ontología en el discurso de Sócrates: se tratan los entes lógicos como seres ontológicos y viceversa, se
definen los individuos como si fueran especies y las especies son organizadas como si se tratara de individuos, o se
infieren fenómenos del mundo real a partir de premisas formales, etc. Aristóteles evitó incurrir en estos “pecados
infantiles” de la filosofía, con el procedimiento de “desontologizar” la lógica y “deslogizar” la ontología. No logró
resolver del todo este problema (vigente aún) pero descubrió su etiología e ideó las primeras herramientas para
confrontarlo.

7
“Erística” se emplea como “arte de la refutación”. La mitología nos muestra su origen en el nombre “Eris”, diosa de la
discordia y de la pelea; hermana de Ares, deidad griega de la guerra. La “mayéutica” era el saber y la técnica de las
comadronas. Sócrates adopta y adapta el término para que signifique: arte de sonsacar la verdad por medio de la inducción
verbal y la definición universal. La mayéutica, bajo ciertas circunstancias discursivas, puede ser aplicada como una
herramienta de la erística.
cara al progresivo mejoramiento personal, cívico y moral del ciudadano ateniense.

El segundo tema, trata de la estratagema dialéctica8 de que se habría servido Sócrates para
hacer incurrir al orador de la contraparte en inconsistencia grave frente al texto original de
la denuncia. Parece que Sócrates necesitaba de esta falencia del acusador para intentar salir,
por la puerta falsa, de la dificultad representada en su fracaso al desvirtuar las evidencias
acerca de haber reconocido otra deidad cada vez que se refirió al dios que le susurraba
consejos al oído.

El filósofo-reo no pudo zafarse del entuerto probatorio que consistía en no poder desvirtuar
el sentido unívoco de sus propias palabras al hablar de la presencia del dios o demonio
consejero, que era un tema bastante concreto. De conformidad con esto, Sócrates habría
pensado en otras alternativas de defensa: realiza una digresión hacia lo abstracto que le
permite formular una pregunta bastante “traída de los cabellos” para buscar que el orador
rival se contradiga con el texto de la denuncia. Como en efecto lo hizo Melito, dando
muestra de una ingenuidad personal y de una torpeza jurídica tan enorme, que el episodio
no parece un relato genuino, sacado de aquella realidad histórica, sino un arriesgado
recurso de Platón a la fantasía, para poder “salvar las apariencias”

8
La palabra “dialéctica” se emplea en este libro para denotar “confrontación discursiva” entre oradores y no en el sentido
hegeliano o marxista.
III EL PODER EFECTIVO DEL ORÁ CULO
El filósofo Sócrates divide en dos partes su discurso autoapologético. El primer dicótomo lo
consagró a historiar los orígenes de la antipatía y de la envidia que su trayectoria personal
de filósofo habría suscitado en un buen número de coterráneos suyos. El segundo, a
invalidar las supuestas razones que habrían tenido sus acusadores para endilgarle los delitos
de impiedad y corrupción de la juventud de Atenas.

En importante medida, aquellos sentimientos de animadversión colectiva en contra del


filósofo estaban relacionados con un juicio de autoridad proferido por las pitonisas 9 del
Oráculo de Delfos: “ninguno es más sabio que Sócrates” y con los desplantes de soberbia
autosuficiencia, asumidos por este luego de haber sido objeto de tan encumbrado
reconocimiento. Las palabras de las “pitias”, para los creyentes, hablaban con verdad: era la
voluntad manifiesta de Apolo, dios protector de Atenas en cuyo nombre se había erigido en
Delfos aquel santuario.

No es el hecho en sí de haber sido Sócrates reconocido por el oráculo apolíneo como “más
sabio”, lo que habría dado lugar al extendido descontento ciudadano en cuanto a su
persona. Lo que molestaba y ofendía a la gente era su indeclinable empeño en “persuadir” –
más bien obligar o constreñir– a sus conciudadanos a aceptar que el dios le había ungido
con el designio pedagógico de hacerlos mejores y más justos mediante el esforzado
conocimiento de sí mismos. Lo cual significaba someterse a un intenso e insoportable
interrogatorio que culminaba con el “convencimiento” de estar la víctima sumida en la más
completa ignorancia, condición que la compelía a someterse al método “mayéutico” o “arte
de ayudar a parir el conocimiento”, que aplicaba el maestro en calidad de inusitado obstetra
de la verdad.

Si, para el ciudadano ateniense, era, de seguro, bastante odiosa la sola pose de “ungido de
Apolo” ostentada por el “más sabio de todos”, insoportable a morir debió parecerle sufrir y
ver sufrir a muchos varones prestantes de la polis el acoso verbal y las humillaciones
retóricas perpetradas por este orate “iluminado” del dios-sol. La “insistencia del tábano” y
la “descarga del torpedo marino” son propiedades zoológicas que las reglas de la analogía y
el abuso de la retórica permitían atribuir, respectivamente al fenómeno del acosamiento
incansable y a la retórica lapidaria y demoledora de Sócrates de Alopece.

Sócrates no contaba con “justificaciones” aceptables para proceder de semejante manera.

9
Las “pitias” o “pitonisas” eran servidoras del Oráculo de Delfos, que ejercían la función de “transmitir” el mensaje de
Apolo en el acto de resolver alguna interrogante formulada al oráculo. La palabra “pitia” se deriva de “pitón”, nombre de
una deidad serpentomorfa que tal vez fuera tótem protector en tiempos remotos. Un hecho que apuntalaría esta conjetura
es que la Ciudad-Estado de Delfos, se llamó previamente “Pito”. Por otra parte, “pitón” es un término que se usa para
designar el brote de un cuerno o el cuerno mismo, como sucede con los toros de lidia. En las serpientes más viejas del
género aquí aludido, hay brotes de cuernos que rematan sus impresionantes testas.
La sentencia del oráculo, que le dio renombre, no legitimaba el cariz impositivo de su
enseñanza, ni autorizaba sus indelicadezas con las personas que desconocieron su rango de
“maestro del dios”. Pero las “verdades” a que se refería, predicaba o imponía Sócrates, no
eran las “auténticas” del dios, en la liturgia, sino las suyas propias, imaginadas, lucubradas
y desovadas en medio de paroxismos megalomaníacos y estremecimientos epileptoides,
que le inducían a percibir la voz inhibitoria de un demonio consejero, espíritu o diablo
personal, que le impedía hacer cosas o tomar decisiones desventajosas, pero que no lo
detuvo, por cierto, en la práctica de conductas “indeseables” y posturas abusivas que le
ganarían, gradualmente, la general animadversión de la polis.

Existen diversas conjeturas sobre las causas probables de la inquina profesada en Atenas
contra Sócrates. Una de ellas está relacionada con el supuesto componente vengativo de su
personalidad. Habiendo sido víctima de la incredulidad popular y objeto de desprecio por
parte de los señores de la polis, que no tragaron entero el aludido juicio del oráculo, el
filósofo se dispuso a desquitarse de ellos por el procedimiento de ridiculizar en público la
actitud ampulosa de posar sus detractores como sabios sin serlo de verdad. Sócrates se
habría empeñado con sevicia en perseguirlos, acosarlos, refutarlos y exponerlos a la burla
del pueblo. Las víctimas de estos acontecimientos, humilladas y resentidas, comenzaron a
sentir la necesidad creciente de retaliar por cualquier medio contra el odioso e insufrible
personaje.

Aquellos hombres, damnificados de las picaduras del tábano de Atenas, querían desfogar de
alguna manera, al coste que fuese, el odio intenso que les consumía interiormente sin
descanso. Finalmente, la oportunidad de desquitarse llegaría; primero, como pieza de
teatrino cómico (Las nubes (“Nephelai”) de Aristófanes) que hacía del personaje principal,
Sócrates –actuado por una especie de sátiro ventrudo, sucio, feo, chato y descalzo –, un
dechado de charlatanería filosófica llevada a los extremos más risibles 10. Más tarde, la
venganza se consolidaría como sentencia de muerte proferida por los tribunales del Estado.
El propio Sócrates rememoró en el foro de la audiencia que lo juzgaba, que ese odio
largamente acumulado en contra suya y aquella envidia usurera que no dejó de crecer con
el paso de los años, eran la causa remota de la malquerencia que animó a los acusadores allí
presentes, a formularle los cargos criminales por los pretendidos delitos de asebeia
(impiedad) y corrupción de la juventud.11

Muchos y serios son los indicios que apuntalan la teoría de que en la polis ateniense no fue
de universal aceptación la alegada legitimidad del dictamen del dios en el oráculo, acerca
de la superior sabiduría de Sócrates. Se descreía y disputaba en todas partes el asunto.
Incluso su propia concubina, la agria y deleznada Jantipa, pregonaba a los cuatro vientos su

10
Aristófanes. Las nubes: “Filosofar” es “andarse uno como por las nubes”. El actor que representa a Sócrates en la
parodia es colocado a bordo de una canasta levadiza desde la cual ora toda clase de disparates a una multitud de efebos
boquiabiertos, mientras es lanzado hacia las alturas de la máxima sabiduría con el artificio de una polea oculta tras
bambalinas. Las avispas, también de Aristófanes, es otra obra de obligada consulta para
ayudarse –lector– a reconstruir mentalmente el entorno cultural que contextualizó la vida cotidiana de Sócrates.

11
Cfr. Platón, Apología de Sócrates.
descreencia en el dictamen revelado por la pitia délfica. Atenas, en general, estaba
impedida de poner en tela de juicio los legendarios augurios y maravillosos portentos del
solar Apolo, a la sazón, vigentes todavía. Lo que despertaba suspicacias y sembraba la duda
sobre el particular en los varones ciudadanos de diferente pedigrí social, político o
filosófico –y en el propio pueblo– era el hecho de buscar o aceptar Sócrates un aval de su
“superior sabiduría” en el recurso supersticioso de una praxis sagrada –el oráculo de
Delfos– cuya teoría era un credo religioso muy poco afín con la filosofía monoteísta que a
buen seguro profesaba. ¿Por qué no imaginar, entonces, que aquella saga del Oráculo no
era sino un fraude concebido con protervas intenciones?

El feligrés era el auténtico destinatario del mensaje del oráculo. Si el dios hablaba en
enigmas o “confusamente” era penitencia del creyente desambiguar el texto o acatar como
castigo el hecho de no poderlo hacer. Las pitias y los amanuenses eran instrumentos
pasivos para “traspasar” la voluntad epistolar del dios, mas no exegetas de su palabra. Las
transgresiones a las reglas del oráculo se castigaban duramente. A las pitias se les cortaba la
lengua y a los amanuenses una o las dos manos.

Otra versión de lo mismo12 hace del mensaje del oráculo de Delfos parte de una
conspiración fraguada por la clase sacerdotal de la metrópolis. Temeroso de la “perniciosa
influencia” de los sofistas en la formación personal –ética y política– de los jóvenes
atenienses, que a corto y mediano plazo gobernarían los destinos políticos y sociales de la
gran urbe ática, el alto mando jerárquico del clero oficial se propuso buscarle soluciones
inmediatas y definitivas al problema. Los sofistas –proclamaban alarmados los funcionarios
del culto heliolístico de Apolo y de la Palas virginal– con sus enseñanzas relativistas y
agnósticas, minaban letalmente la fe de los adolescentes en los principios teocráticos que
versaban sobre el origen divino del poder político y el fundamento primo de las
instituciones oficiales del estado.

La solución convenida por los teólogos apolíneos consistió en la conjetura de


enfrentar a los sofistas con un rival dialéctico arrollador, que fuera a la vez un
filósofo destacado, un orador magnético, un erístico contundente y un persuasor exitoso,
cuyas doctrinas se opusiesen a las enseñanzas deletéreas susodichas sin ser incompatibles, a
la vez, con los axiomas fundantes de la religión ateneica. Tal hombre, de hecho existía y era
varón inflexible, servidor de la polis, desocupado habitual y dialéctico pendenciero, de
nombre Sócrates y oriundo de Alopece, un orador magnético que hibridaba las calidades
del
filósofo y el místico.

El joven Sócrates parecía hecho a la exacta medida del plan: disentía de los oradores
sofistas tanto por la forma como por el contenido de la enseñanza y se había enfrentado a
ellos en distintas oportunidades combatiéndolos en tinglados propios y escenarios ajenos,
con las mismas de ellos o con diferentes armas discursivas. Pero aquel joven formidable,
llamativo expositor y aguerrido gladiador de la palabra, no escalafonaba todavía como

12
Cfr. Kraus, René. La vida privada y pública de Sócrates.
sujeto digno de los merecimientos que prestigiaban el hombre de los oradores filosóficos
mejor cotizados de la Grecia de entonces.

Los responsables del plan, encabezados por Diopeites –poderoso jerarca del culto–
conocían muy bien por experiencia en asuntos de parejo género, que
un varón de los quilates intelectuales y soportes éticos de Sócrates no podría
ser objeto de intimidaciones, sobornos o constreñimientos de ninguna especie para hacerlo
parte voluntaria de la conspiración. Era preciso, pues, valerse con astucia de medios
indirectos y acciones encubiertas para motivar al oriundo de Alopece a seguir batallando en
las plazas y lugares concurridos contra los sofistas y sus acólitos de la política. Por otro
lado, habría que fortalecer poco a poco su prestigio de filósofo e ir consolidando en todas
partes su fama de dialéctico. Se requería de mucho tacto, discreción y paciencia para no
abortar el proyecto en cualquiera de sus fases prematuras.

Valiéndose la clerecía ateneica de su fuerte ascendiente en los diversos estratos


poblacionales de toda la Hélade, hicieron circular la voz de que un joven portentoso,
conocido como Sócrates de Alopece, era más sagaz, recursivo, profundo, memorioso e
inteligente que los afamados profesores de sofística que pululaban en las ciudades
principales. Era mejor orador y disputador que ellos y docto, con creces, en muchas facetas
del conocimiento humano. Además, enseñaba desinteresadamente en cuanto a lo
pecuniario, sin esperar recompensas ni favores o pactar estipendios por su quehacer
docente.

La fama creciente del imberbe Sócrates se echó a volar por toda la ciudad y,
casi sin darse cuenta, batió las alas allende sus muros. Sócrates, a la sazón bastante mozo,
estaba cabalmente abismado y por entero extrañado frente al fenómeno inexplicable de su
creciente y acicalado prestigio. Era cierto que dominaba eficazmente las técnicas claves del
combate dialéctico y que no había orador, en el concepto de los entendidos en la materia,
capaz de vencerle en las contiendas callejeras a las que era muy afecto o en los torneos
organizados por las autoridades cívicas y culturales. Pero todo ello, analizado en sus partes
componentes o revisado en conjunto, no constituía, en su parecer personal, justificación
suficiente, ni contenía las razones atendibles para responder a la imagen de dialéctico
superior que las gentes de todas partes, tan de improviso, se habían formado de él.

El remate de oro para afianzar aquel prestigio semiimpostado fue la saga engañosa
interpretada por Querefón –un entrañable amigo de Sócrates– como feligrés del Oráculo de
Apolo en Delfos. Los sacerdotes del culto apolíneo de Atenas convinieron con sus colegas
en Delfos lo importante que sería para los destinos de la doctrina y el gobierno de ambas
polis, establecer por diferentes medios, que Sócrates fuera “el más sabio de los hombres” y
el adalid verbal de la ciudad para neutralizar la influencia corrosiva de los sofistas. El
simple de Querefón, mediante argucias éticas, soborno económico o seducción carnal,
habría sido utilizado por los subversivos “apolíneos” para cumplir con la parte del plan que
le fuera reservada.

Siguiendo los lineamientos de la misma hipótesis (cabe barajar otras de parecida catadura)
habríamos tenido que imaginar a un Sócrates impávido y desconcertado, que incapaz de
entender cabalmente el fenómeno de su propia fama en crecimiento acelerado, terminaba
por aceptar, o por lo menos por no oponerse abiertamente, al título de “sabio” y al mandato
de “evangelista” que, por boca de las pitias, virtualmente le “cayeron del cielo”. La
estrategia de los sacerdotes consistía en servirse de Sócrates para contrarrestar el influjo de
los
sofistas tanto tiempo como fuera necesario. El propio Sócrates, por sus rasgos de
personalidad e independencia de opinión, se proyectaba como un peligro potencial para
ellos mismos. Habría que irse preparando para librarse de él más tarde, llegado que fuere el
caso.

Dejando de lado la hipótesis antedicha, Sócrates, en cuanto filósofo suspicaz y


razonador analítico, debía descreer del poder del Oráculo, pero se servía deshonrosamente
de él para revestirse de autoridad sagrada e inmunidad política. La palabra del Oráculo era
la voluntad de Apolo y el dios había dictaminado que no había hombre más sabio que él. El
dicho de Apolo era definitivo: inapelable e insuperable. Es el axioma o primer principio en
que descansa el juicio que habla con verdad sobre la sabiduría del filósofo. Tal era la
idiosincrasia perversamente pragmática de la moral de Sócrates.

Pero, ¿cómo es que no representaba un delito de impiedad someter al vilipendio público la


figura de un hombre designado por el mismo Apolo para encarrilar moralmente a los
ciudadanos enseñándoles el catecismo de su ver dad moral? Y, ¿por qué o cuál razón no era
una afrenta mayúscula contra la religión del Estado acusar, procesar, encarcelar y condenar
a muerte al hombre que “hablaba y obraba en representación del inconmensurable Apolo”?

Se burlaron de él y lo enjuiciaron porque Sócrates no estaba revestido de ninguna


inmunidad concedida formalmente por la religión oficial de la polis; porque no creyeron
que el dios Apolo se hubiese ocupado de él para designarlo sabio mayor y vocero de Su ley;
porque resultaba sospechoso que se tratase de Querefón, su amigo de la infancia, quien
formulara la pregunta aquella, y que fuera el de Delfos, consagrado a Apolo –el mismo dios
de Atenas– y no otro entre muchos más de otras provincias, el oráculo que lo “bendijera”
con su augurio. Y, además, porque no solo no era aceptado por el pueblo y las elites como
un agente o portavoz espiritual del solar patrono de la polis, sino percibido como un
hombre superior pero enigmático, talentoso pero asfixiante, erudito pero pendenciero, que
al parecer habría delinquido, precisamente, desconociendo la regencia totémica suprema del
hermoso Apolo y de la casta Palas Atenea.

Sócrates, “favorito de Apolo”, fue procesado y condenado por falta enorme


contra la majestad del dios. Sus acusadores, alevosos y protervos, le imputaron el crimen
mayúsculo de acatar la palabra orientadora de un demonio forastero. El sabio de Alopece
habría pecado contra el dios de la patria, el mismo que supuestamente le reconoció la
encumbrada calidad de sabio y respecto del cual, cada día, ejercía la “misionera” función de
hacer de los atenienses, varones más virtuosos y ciudadanos más éticos. El odio contra
Sócrates, encontró en esa paradoja terrible el motivo perfecto para golpear
demoledoramente al “ladrón” del prestigio personal de muchos varones atenienses. El
Oráculo sentenció que ninguno era más sabio que Sócrates, pero no ordenó expresamente a
este, ejercer el rol de vigilante de la moralidad pública. Sócrates mismo se arrogó ese
privilegio mediante su desbordante exégesis de las palabras proferidas por la Pitia.
IV EL FALSO MANDATARIO DE APOLO
El hecho de reconocerse Sócrates “ungido de Apolo” para “cumplir el encargo” de hacer
mejores a los atenienses, no tenía otro fundamento que su interpretación particular de la
respuesta del Oráculo de Delfos cuando dictaminó que ninguno era más sabio que él. ¿Qué
había querido decir el dios con ello? Él mismo –según lo dijo en la Audiencia– no se
consideraba un dechado de sabiduría y razonaba que verdaderamente sabio solo es el dios.

Un mandamiento de Apolo, transformado en legendario aforismo de la cultura griega, era la


sentencia: “Conócete a ti mismo” cuyo cumplimiento “garantizaba” la adquisición de la
sabiduría y el estado de excelsitud virtuosa. La gran dificultad para cumplir con el
mandamiento divino era el desconocimiento del método idóneo para llevarlo a efecto. Ante
todo, no había consensos en cuanto al significado exacto del aforismo en mención. Esta
ambigüedad en el mandato aforístico del dios, propició la proliferación de métodos y
técnicas, ninguno de los cuales colmó las expectativas de la población creyente de Atenas.

Sócrates descubre mediante diálogos inquisitivos ideados por él mismo que


ninguno de los hombres atenienses afamados de saber mucho, sabía más que él. 13 En
realidad, nada sabían. Él es más sabio que ellos porque reconoce, al menos que no conoce
nada.14 Entonces imagina haber vislumbrado la solución al enigma del aforismo apolíneo.
Ha descubierto la fórmula encantada para alcanzar el conocimiento del sí mismo. En su
mito del origen del alma está atesorada la respuesta. Conocer es recordar el paso del alma
por el universo de las perfecciones. Pero desaletargar la memoria del alma es tarea de
grandes fatigas intelectuales. Él “sabe cómo hacerlo” y por eso se dio a la tarea de inventar
el método inductivo, la definición universal, la mayéutica y la anamnesis.15

Ahora comprende lo que quiso significar el dios con la respuesta délfica. Apolo lo ha
escogido para que ayude a los varones de la polis a encontrar el camino de cada uno hacia
el conocimiento de sí propio. Solo resta salir a la caza de ciudadanos que necesiten
reconocer como más valioso que acumular riquezas materiales, el perfeccionar las virtudes
13
Sin advertencia previa, Sócrates desafiaba al ciudadano elegible para el diálogo con él a que mostrara delante de todos,
su pretendida sabiduría. Si declinaba el reto, ganaría la mala reputación de “cobarde” y se pondría en duda el acervo de
sus conocimientos. Pero si lo aceptaba, muy seguramente resultaría “desmentido” y “damnificado” en su prestigio
personal.

14
Es inconsistente afirmar por parte de quien nada sabe, que otros “no saben nada”. Para superar esta dificultad, Platón
inserta puntualmente el sentido de la “ironía socrática”, que no resuelve el problema desde el punto de vista lógico, sino
que lo remite a sus dimensiones retóricas. Los términos “saber” y “nada” carecen de unicidad semántica en el contexto.
Esta treta retórica era de las predilectas de Sócrates-Platón, según puede verificarse con la atenta lectura de los Diálogos.

15
Anamnesis es recordación que tiene el alma de su tránsito por el locus de los arquetipos eternos antes de encarnarse.
Para Sócrates, el conocimiento de sí mismo estaba articulado a la experiencia anamnésica. La epistemología platónica es
retardataria en esta etapa de su evolución intelectual porque no versa sobre este mundo ni tiene puesto el objetivo en el
futuro de la ciencia; su ideal es un universo imaginario formado por entidades absolutas y su objetivo consiste en
rememorar el alma sus vivencias primordiales.
del alma. También vendrán el desasosiego y las desilusiones, los rechazos y la burla, la
negra envidia y la retaliación cosecharán su fruto de muerte. Con un expediente tan
paranoico para justificar su exégesis del mensaje délfico, Sócrates no muestra el perfil del
filósofo entregado a las tareas cognoscitivas y axiológicas que le son más caras, sino que
retrata el semblante de un teólogo demente obsesionado en volver reales sus delirios de
grandeza.

La ciudad padeció con estoicismo ejemplar los inconvenientes y abusos generados por la
compulsión teo-megalomaníaca de este alucinado de dios. Se acumularon los odios de cada
uno para fomentar el odio monolítico de la polis hacia él. Por fin, le acusaron de cometer
delito mayor contra la majestad del dios en cuyo nombre impartía las directrices morales
que preservaban al hombre de incurrir en esa misma falta. Vale decir: “Sócrates, cumples
tan bien los preceptos filosóficos que enseñas para no ofender la majestad del dios, que te
sindicamos de ofender la majestad del dios por incumplir esos mismos preceptos”.
Sócrates, el maestro y sabio, no practicaba su propia enseñanza. La “ironía”, que tantas
veces aplicó cuando fuera “tábano” y “torpedo” para fustigar a los adversarios dialécticos,
ahora lo estremecía y se ensañaba con él.

No se justificaba, entonces, el contenido del discurso moral o el objetivo de la búsqueda


inductiva, porque no eran componentes, partes, sombras o huellas de la verdad divina, sino
conceptos lucubrados por el mismo sabio. Platón es confundente cuando entrecruza
variadamente en la palabra de Sócrates la misión encomendada por Apolo, que es un dios
de la religión popular, con el concepto de la “Divinidad”, que es el arquetipo de todas las
perfecciones en el mundo de las formas absolutas. El episodio del Oráculo y el mito de la
caverna son conceptuaciones socráticas ontológicamente trastrocadas. El Oráculo es real,
pero habla con palabra ficticia; la caverna es ficticia, pero se retransmite con vocablo real.16

Platón supera la incongruencia dejando que Sócrates reconozca la vigencia de


los dioses olímpicos. La “superación” del obstáculo salta a la vista. Apolo y sus
congéneres hesiódicos son dioses menores y el Dios mayor es la inmarcesible
idea del Bien. La religión y la filosofía no se tocan en el papiro para que el filósofo no corra
la suerte de Anaxágoras, desterrado por haber dicho que el sol no es un dios, sino una
piedra encendida, o la de Protágoras, obligado a escapar y quemados sus libros en mitad del
Ágora, por haber inscrito en el papiro su perplejidad sobre la existencia de los dioses. De la
cicuta tenemos primera noticia por la muerte de Sócrates. Pero forman legión los que
apuraron su extracto, y los que condenados a beberla por haber pensado libremente, se
dieron a la fuga como opción radical de vida ante la inminencia de la muerte. Tal, el caso
de Aristóteles, sindicado de impiedad (o de espiar para Alejandro, enemigo de Atenas):
“Me voy para que Atenas no vuelva a pecar contra la filosofía”.

16
En sus glosas y comentarios a la Apología o Defensa ante el jurado de Jenofonte, escribe Agustín García Calvo que:
“los intentos modernos de dar cuenta “racionalmente” de este oráculo, de cuya historicidad no cabe dudar, por otra parte,
y dado en un momento en que la fama de Sócrates ni mucho menos había rebasado los límites locales, son
reconocidamente vanos” (Jenofonte. Recuerdos de Sócrates. España: Salvat editores, 1971, p. 163).
No es consistente afirmar por parte de alguien que dice no saber nada, que otra persona
“nada sabe”, pues el primero carece del saber que justifica opinar acerca del saber del
segundo. De modo equiparable, está incurso en falta de consistencia el mismo aforismo
porque su estructura auto-referente no puede serlo de carencias cognoscitivas sino de
juicios de existencia. Lo que evita el desastre de la ignominiosa inconsistencia es el
argumento de la ironía, que saca al aforismo del exigente espacio de la lógica y lo remite al
flexible dominio de la sofística, donde palabras decisivas para el análisis del aforismo,
como “nada” y “saber” son exoneradas de la obligación de ser unívocas en el contexto.

Ya fuese por venganza o por el prurito megalomaníaco de ser “el ungido del
dios” con el encargo de mejorar moralmente a los varones atenienses, Sócrates ejerce su
fantasioso magisterio con la soberbia inapelable de quien se siente en posesión de la verdad
absoluta, encontrándose investido del deber de imponerla. Por eso, salvo ocasiones
especiales, no tenemos en él a un investigador legítimo, que sale al mundo de las cosas
naturales y de las relaciones humanas en procura de conocimientos que aún no atesora, sino
una especie de santón alucinado y confundente que finge desconocer pero que de antemano
“sabe” –según definiciones de su propia autoría– qué son las verdades últimas y cuáles los
métodos para encontrarlas.

La grandeza de un filósofo no reside en formular teorías válidas o juicios ver-


daderos que versen directamente sobre el mundo calificado de “objetivo”, sino en
desarrollar reflexiones interesantes en torno a los corolarios de los lenguajes competentes
que proponen explicaciones verosímiles sobre la estructura de las realidades cognoscibles.
Suponer que el filósofo cuenta con el poder inusual de promulgar o descubrir leyes acerca
de la constitución y desarrollo del universo, es uno de los errores infantiles de la filosofía
que más se ha resistido a aceptar la literalidad histórica de su certificado de defunción.
Sócrates y Platón, por supuesto, profesaban y promovían con intensidad ese contaminante
error parvulario y buscaban con su doctrina de perfiles parmenídeos y consolidaciones
órficas, el acceso al espacio-tiempo en donde moraban inefablemente sus imaginarias
“verdades absolutas”.

En el cumplimiento de sus obligaciones pedagógicas o en medio de las contiendas


dialécticas, Sócrates, con frecuencia, era desconsiderado con sus interlocutores en la
exigencia de precisiones en las respuestas y en el reclamo de sinceridad tocante a admitir la
carencia total de conocimientos. Así lo reconoce él mismo cuando pide a sus jueces, en las
postrimerías de la Audiencia, no tener compasión con sus hijos huérfanos en el propósito de
hacerlos mejores hombres cada vez, acudiendo al acoso incesante para apartarlos de
concepciones y comportamientos censurables.17 Tal y como él lo había hecho sin respiro,
año tras año, día tras día, obsesiva, temeraria y maniáticamente, con los hijos de la polis.

En el trato del sabio con otras personas se echaba de ver con frecuencia una autosuficiencia
pedante que rayaba en el menosprecio o colindaba con la ofensa. Cada nueva vez que el
filósofo acechaba, acosaba, abordaba y sometía públicamente a un ciudadano y señor de la

17
Cfr. Platón. Apología de Sócrates.
polis (víctima de turno) a los constreñimientos retóricos de su mayéutica para imponerle su
punto de vista, daba por descontado que el otro carecía de puntos de vista. La única opción
para alcanzar alguien el conocimiento cierto y mejorar su alma, era someterse a las
preceptivas metodológicas por él inventadas, que eran de su personal y exclusivo dominio.
La intromisión de Sócrates en las creencias y opiniones ajenas era además de abusiva,
enteramente injustificada, porque su propia concepción filosófica, en general, era arbitraria,
subjetiva y vulnerable debido a su enorme carencia probatoria.

El verbo portentoso de Platón no pudo –o no quiso– entregarse a la faena, supuestamente


poco amable, de armonizar la actitud intelectualmente pendenciera y personalmente
desconsiderada del filósofo descalzo, con la mansedumbre espiritual aneja al sabio, de la
cual solo dio muestras en ciertas y muy contadas ocasiones. La tolerancia bondadosa y la
intransigencia irrespetuosa son comportamientos, per se, mutuamente excluyentes y
recíprocamente autofágicos, endilgados a Sócrates por parejo y como de contrabando
contextual.
V LA LÓ GICA DEL QUEHACER MAYÉ UTICO
La mayéutica, en sentido clásico-antiguo, es el arte socrático de enseñar que
consiste en alumbrar el maestro en el discípulo nociones que este poseía sin haber llegado a
formulárselas.18 Sócrates, el sabio del oráculo délfico, asimilaba esa técnica de género
inductivo al oficio de su madre Fenarete, quien era a la sazón obstetra o comadrona de
profesión.19 El filósofo se autonombraba “partero”, como ella, pero no de mujeres, sino de
hombres y lo que estos daban a la luz no eran crías humanas, sino “verdades”.

Precisar los puntos básicos de este método es de particular importancia si se aspira a


conocer “por dentro” la lógica que gobierna el desarrollo discursivo del diálogo socrático.
En el opúsculo Apología de Sócrates, la estrategia para adelantar la diligencia de careo con
el orador de la parte acusadora, proyecta la aplicación de los preceptos mayéuticos a los
casos particulares de la praxis legal. La prosa de Platón es estética en el estilo, moral en los
contenidos, y “formal” es el carácter de sus enlaces sintácticos.

La mayéutica aquí aludida es la técnica clásica más antigua del método dialogal inductivo,
que mediante premisas convenidas o alcanzadas por inducción de pujos verbales y series
coordinadas de inferencias plausibles, obligaba al orador rival a admitir que la tesis
defendida por él, de ser aceptada como verdadera, conducía en el contexto del debate, a
inconsistencias insuperables. Hay diferentes opciones deductivas aplicables desde antaño
para lograr este efecto refutatorio, reconocido tradicionalmente como argumentación por
reducción al absurdo20, que era la más frecuente de las estrategias erísticas implementadas
por Sócrates, habida cuenta del testimonio, mantenido por fehaciente, que se consagra en la
palabra ilustre de Platón.

Una vez acorralada, la víctima (el orador inducido) encaraba el dilema, luego de admitir su
error, de reconocer la validez del punto de vista de su rival (el inductor) o de no
reconocerlo, alegando, por ejemplo, que el hecho de demostrarse la invalidez de una tesis,

18
Sócrates aseguraba que su misión no era transmitir o enseñar el conocimiento, sino la de ayudar al interlocutor a
descubrirlo, mayéutica de por medio, en su propia interioridad espiritual. Desde ese punto de mira, los
juicios verdaderos no se pueden extraer del mundo imperfecto y perecedero en que existimos, sino de la memoria del
alma, que antes de encarnarse en un cuerpo corruptible, contempló fugazmente el arquetipo absoluto de la verdad misma.
Es debido a esa extraña creencia, de órfico parentesco, que Sócrates y Platón aseveraban muy categóricamente que
“conocer significa recordar”. Entre los muchos defectos que maculan esta teoría filosófica, llamada “de los dos mundos” o
“de las ideas” o “arquetipos”, figura el muy ostensible y recurrente de la “petición de principio”.
19
Hay noticia (A. E. Taylor. El pensamiento de Sócrates. México: Fondo de Cultura Económica, 1966) de que Fenarete,
la madre de Sócrates, no fue partera de profesión –que era un “arte” a la sazón ejercido por mujeres de la clase social
paupérrima– sino una especie de “voluntaria” (como se la denominaría en este tiempo) que conocía bien el oficio y lo
desempeñaba idóneamente, especialmente en el núcleo de su familia y dentro del círculo de sus amistades.
20
El argumento de refutación por el absurdo es la variedad erística más frecuentemente aplicada por Sócrates en los
debates dialécticos, según lo consigna su discípulo magno en los diálogos que exaltan la memoria del superior filósofo y
maestro de la polis ateniense.
no necesariamente implica que la validez de la tesis rival resulte demostrada. 21 Sócrates, por
consiguiente, remataba la tarea con otros argumentos o ponía fin a la discordia con una
contundente descarga de torpedo disfrazada de ironía. Las más de las veces, sin embargo, a
Platón le era suficiente consignar la encerrona dialéctica de que eran objeto los rivales de
Sócrates, pues con ello creía dejar suficientemente establecido que nada sabían aquellos
que se ufanaban de ser conocedores de mucho.

Por otra parte, el propósito de aplicar la mayéutica clásica no siempre era confutatorio.
Platón se sirvió por igual de este procedimiento como instrumento pedagógico para
desplegar discursivamente los componentes lógicos de su teoría de los dos mundos. La
búsqueda dialogal inductiva de entidades absolutas como la belleza perfecta, el valor
inmarcesible o la verdad imperecedera, desembocaba en el punto lógico de admitir el
inducido que los entes perfectísimos no forman parte del ajuar de este mundo defectuoso,
sino de otro, cuya magnificencia inconmensurable es el modelo perfecto de todos los
modelos de mundos contingentes y perecederos.

La búsqueda dialogal inductiva de lo absoluto partía del presupuesto acordado de que tales
entes realmente existen, por lo que era preciso al filósofo ubicar el locus que los hospedaba.
El siguiente paso consistía en salir a buscar imaginariamente esos seres (entes, cualidades,
acciones, valores) por los diversos espacios y tiempos de este mundo. El procedimiento de
búsqueda, que era enteramente verbal, se limitaba a una especie de inducción negativa que
iba descartando una a una las opciones candidatas a satisfacer la definición del ente
perfecto –la blancura absoluta, verbigracia– que era objeto de la susodicha exploración.22

Puesto que el esfuerzo inductivo de establecer plenamente una tesis resultaba fallido –como
cabía sensatamente esperarlo de la misma definición del método– el inductor, dejando de
lado los rigores de la lógica, se procuraba la tarea de argumentar plausiblemente que
aquella perfección no hallada en este mundo, tenía que estar necesariamente en aquel otro,
necesario y eterno. Se forzaban las consecuencias esperadas, es decir, se “alcanzaban”, pero
no por la vía regia de la demostración impecable, sino por el atajo seductor de los artilugios
persuasivos. De esta manera complementaria, heterodoxa y fláccida –vigente y respetable
todavía hoy– la mayéutica cumplía con su función obstétrica de acompañar al parturiente
boquiabierto y quejumbroso, a pujar el expediente neonato (impostado, inculcado,
inducido, exhortado) de sus certezas personales.

El examen analítico de esta lógica de la mayéutica clásica, da lugar, por lo menos, a las
siguientes consideraciones críticas:
21
Se trata de una propiedad formal de los enunciados recíprocamente contrapuestos que están gobernados por la relación
de contrariedad. A diferencia de los juicios contradictorios, que no pueden ser a la vez ambos verdaderos ni ambos falsos,
los contrarios resultan ambos falsos, o uno verdadero y falso el otro, pero nunca verdaderos los dos.

22
Sócrates aplica esta modalidad inductiva a horcajadas de un recurso revestido de ironía cuando constriñe al acusador a
aceptar que el texto de denuncia es premisa que conduce a sostener que el inculpado es el único ciudadano incapaz de
hacer mejores a los jóvenes de Atenas. De este modo, “el más sabio” según el dios del Oráculo, vendría a ser “el menos
sabio”, según Melito.
Primero. Que los contenidos preposicionales primarios a que apunta el método aplicado son
nociones infundadas que, de suyo, necesitan de respaldo comprobatorio. Las cosas no son
relativas en sí mismas, sino respecto a otras cosas con las cuales guardan relaciones de
comparación. Si afirmo que toda cosa es imperfecta, implico el concepto de “lo perfecto”,
que se define como ausencia total de imperfecciones. Pero esa “ausencia radical de
imperfecciones” no es una cosa real, una entidad del espacio-tiempo objetivo. Es una idea,
un ente que no se descubre, sino que se inventa, un juicio que no describe lo real, pero que
define lo fantástico.

Segundo. Sócrates intenta objetar con el argumento de que lo absoluto reside como idea
difusa o recuerdo nebuloso en el espíritu de cada persona, porque cada alma antes de
encarnarse en un cuerpo, presenció directa, aunque fugazmente, la ilimitada perfección del
bien, de la verdad, la belleza, la blancura o el amor en cuanto tales, o sea, sin restricciones
de modo, época o lugar. Lo que el análisis echa de ver en este punto, es que, con esta
argumentación, Platón apuntala la evasión a la petición de principio sobre la existencia de
verdades absolutas, con una nueva petición de principio acerca del origen de la idea de la
“verdad absoluta”, para él, innatamente propia de cada ser humano. Pero no se prueba que
las entidades absolutas existan in re, solo porque tengamos “ideas” o intuiciones sobre
ellas. Lo cual, además, es tan falaz como inexacto, porque Platón –por error o por dolo–
maneja los entes reales de la ontología como si fueran conceptos formales consignados en
el dominio de la lógica y emplea los conceptos formales de la lógica, como si se tratase de
los entes reales de la ontología.

Tercero. La “blancura perfecta” no es una idea representable en la mente humana; es un


concepto metafísico cuya existencia no va más allá de las palabras que lo constituyen. No
hay algo que se llame “blancura” sin ser blancura de algo. No se busca desprender la
blancura como tal, de las cosas que son blancas, tanto como no se intenta separar la cosa
blanca del albo color que la distingue. 23 No hay colores que no pinten las cosas reales, así
como no hay cosas reales que no estén dotadas de color.

Cuarto. Todo ello, por supuesto, sin dirigir el análisis al entorno científico contemporáneo
de la física óptica y la fisiología de las sensaciones cromáticas, en donde la idea de “la
blancura” no forma parte de una concepción realista ingenua, como lo es la platónica, sino
que es ingrediente teórico-crítico de un fenómeno mental que se origina en el anudamiento
complejo de las leyes de la física óptica con las de la fisiología de las percepciones
visuales.

Quinto. Si luego de visitar idealmente, sin éxito, todos los nichos ontológicos
factibles de este mundo en que pudiera, acaso, residir la blancura absoluta,
paso a concluir que este ente absoluto tiene que hospedarse en el mundo inmarcesible del
23
Este argumento es usado por el filósofo cuando alega que la sindicación de ateísmo es incompatible con la de adorador
de dioses espurios, pues estos son hijos de los dioses superiores y no puede darse que se admita la existencia de hijos sin
admitir la existencia de progenitores.
Topus Uranus, no cabe duda que tuve que haber incurrido en serios errores tanto lógicos
como epistemológicos.

Uno de esos errores es el entrevero ilegítimo de lo lógico con lo ontológico. En el


desarrollo del discurso, Sócrates discurre los conceptos de la lógica con las leyes de la
ontología y los entes de la ontología con las reglas de la lógica. No es gnoseológicamente
lícito practicar las inducciones puramente verbales como si se tratara de inducciones de
referencia empírica. La lógica no garantiza la verdad ontológica de las proposiciones que
llenan de contenido las estructuras de una demostración; ni la ontología goza de patente de
corso para imponerle cánones inferenciales a la lógica formal. Una inferencia cualquiera
puede ser válida en su sintaxis, aunque falsa en las proposiciones de alcance empírico que
constituyen sus premisas y su conclusión.

Un milenario error de la filosofía ha sido el de cosificar las ideas de lo relativo y lo absoluto


a la manera de cualidades que son propias de los entes reales. Cualquier cosa era, pues, o
absoluta o relativa. Puesto que todo ente puede ser “absoluto” en una relación y “relativo”
en otra, si se da un contexto, entonces, no hay “absolutos verdaderos” en este mundo. Por
esa razón, lo “absoluto” pleno y sin más, no es posible para Sócrates-Platón como criatura
de este universo sino de otro donde los relativos no existen; tal y como acá hay relativos,
pero no absolutos. Sin embargo, existe una conexión creadora entre este mundo de lo
relativo y aquel de lo absoluto. Somos (los hombres, la naturaleza, las cosas) lo relativo de
aquel mundo perfecto. Existimos porque participamos de su esencia, somos su sombra o su
copia imperfecta.

Lo absoluto se congració con los entes matemáticos y espirituales, que eran “perfectos e
incorruptibles”; lo relativo, se asoció con el ajuar del mundo objetivo: todo lo que es lo
imperfecto y perecedero. Se creyó que el conocimiento verdadero tenía que ser absoluto y
que el relativo no era más que doxa u opinión común. En esto creyeron Sócrates y Platón.
No solo receptaron el prejuicio de la superioridad de lo absoluto sobre lo relativo, sino que
le inventaron al primero un lugar de infinito privilegio, su residencia en otro mundo
perfectísimo, que es donde mora desde entonces el arquetipo eterno de la idea de lo
absoluto.

Otro género de error se deja ver en la manipulación del itinerario lógico de la inducción
negativa para desembocar en una inferencia de cualidad afirmativa correspondiente a otro
contexto ontológico. Si busco la cualidad A en a, b, c, d..., hasta completar
infructuosamente la pesquisa en todas las opciones del dominio X, me corresponde
certificar que A está ausente en todas y cada una de dichas opciones en ese dominio. Pero
no puedo aventurar el despropósito de asegurar que A, por el hecho de no estar en X, existe
en un dominio Y contextualmente distinto, cual es el de las perfecciones absolutas. Ni me
puedo arrogar la facultad legisladora para “organizar” por cuenta propia la existencia en
dos mundos desiguales pero comparables entre sí. Magnificente uno y deplorable el otro.
Creador, absoluto y eterno el primero; creado, relativo y contingente el segundo.

Si, verbigracia, los higos que se cosechan en el mundo de las sombras son invariablemente
calificados de “defectuosos” o “imperfectos” porque no satisfacen las exigencias extremas
de algún criterio atolondrado o caprichosamente perfeccionista, no hay lugar válido para
“deducir” que en otra dimensión –inmarcesible y oculta– del espacio-tiempo, existe un
higo absoluto, que es el modelo, idea o arquetipo perfecto de todos los higos posibles.

La lógica formal platónica, entonces, colapsa en el momento crítico y se repliega sobre sí


misma para ceder la función de argumentar a la flaccidez orgánica de la retórica
confundente. Sócrates y Platón no desaprovechan el rico menú de sofismas y falacias de
que a la sazón se sirven los más afamados retóricos de su tiempo. Pero lo hacen diestra y
cuidadosamente, procurando salvar las apariencias con eufemismos soterrados e imposturas
de talante casi imperceptible. Es así que, el uno orando y escribiendo el otro, se hacen a la
variedad que mejor les facilita manipular los componentes sintácticos y las variables
semánticas del discurso en aras a imponer finalmente las conclusiones perseguidas.24

24
Es admirable la superior capacidad de Platón para lidiar exitosamente –salvo ciertas excepciones notables– con la
amenaza de la inconsistencia lógica a todo lo largo de los discursos socráticos que vertebran su obra de corte dialogal.
Esto que aquí se dice como un elogio, está referido a la sintaxis de las obras, sin importar que los juicios sueltos o los que
derivan de inferencias, sean verdaderos o falsos.
VI LA LOCURA DE SÓ CRATES
No ha sido aclamada con entusiasmo, pero tampoco merecería ser denostada por absurda, la
hipótesis que clasifica la personalidad de Sócrates en el cartabón de las perturbaciones
mentales en donde predominan los delirios de grandeza (creerse el más sabio y escogido del
dios), las conductas obsesivo-compulsivas de especie paranoica (acosar, importunar y
hastiar a sus congéneres para imponer su doctrina), el temperamento ciclotímico de corte
maníaco depresivo (cambian de continuo sus estados de ánimo y cada cierto tiempo se
sume en estados de hondo paroxismo), las alucinaciones visuales o auditivas características
del sujeto esquizofrénico (oye la voz de un demonio personal), la pérdida del sentido de
responsabilidad social (incumple sus deberes familiares) y la negligencia respecto de su
apariencia física (usa una misma túnica, sucia y raída, huele mal, exhibe una gran panza y
detesta calzarse).

Es notoria la no inclusión de los contenidos de su metafísica como síntoma atendible de la


supuesta enajenación mental de Sócrates. Los filósofos de todas las épocas han tenido
siempre patente de corso para inventar y enseñar extravagancias. Con tal de que puedan
razonarlas de algún modo, no se las califica de “locuras”, ni de “locos” a ellos por haberlas
concebido. Así, si alguien silogiza, mientras se desplaza caminando de un punto a otro, que
el movimiento es imposible, tal aseveración se estima como fruto de la lucubración
superior; pero si Don Quijote es puesto a decir que los molinos de viento son gigantes
legendarios, esa sí que es una locura de este tamaño. Se excluyen, por borrosas, las terceras
opciones que hibridan la enfermedad mental con la filosofía. Diogenes de Sínope es un
ejemplo de este género de dificultades. Todavía no hay acuerdo para dar respuesta a las
interrogantes siguientes: ¿Era Diógenes un filósofo que se volvió loco o se trataba de un
loco que se dio a filosofar?

Lo que sesga la opinión del analista a favor de la tesis de la anomalía mental de Sócrates, es
el compendio de sus patrones de praxis pedagógica, que, ideados por él “para hacer más
justo al señor de la polis”, terminaron por convertirse en ejercicios hostigadores, abusivos,
ultrajantes y deshonrosos, que constreñían al ciudadano a reconocer públicamente que nada
sabía de nada y lo conminaban a someterse a su método, inquisidor e “infalible”, para
hacerse sabio y virtuoso, alcanzado que fuera el imaginario “conocimiento de sí mismo”.

Para justificar un despliegue de autosuficiencia tan estrafalario, Sócrates no alegaba tener el


derecho de mejorar moralmente a sus compatriotas, sino el “deber” de hacerlo, impuesto
por el dios de la Ciudad. La forma de comunicarle Apolo su voluntad de reclutarlo para esa
misión, fue mediante el dictamen del Oráculo en Delfos: “ninguno es más sabio que
Sócrates”. Lo que el Dios “quiso decir con ello” es que siendo Sócrates el más sabio, su
interpretación de las palabras del Oráculo sería necesariamente la más exacta, justa y
conveniente. El delirio de ser el mejor busca los avales más excelsos. Sócrates se muestra
en toda la plenitud de su teo-megalomanía o ilusión mórbida de creerse un dios, un pariente
de dios, o un profeta y enviado de dios.25

En la Apología, escrita por Platón, encontramos con machacona insistencia al viejo


Sócrates empecinado en recordar que él es un instrumento del dios, un misionero suyo,
encargado de hacer buenos a los varones atenienses.

Que ha sido el dios el que me ha encomendado esta misión para con vosotros es fácil
inferirlo por lo que voy a decir. Hay un no sé qué de sobrehumano en el hecho de haber
abandonado yo durante tantos años mis propios negocios por consagrarme a los vuestros,
dirigiéndome a cada uno de vosotros en particular, como un padre o un hermano mayor
puede hacerlo y exhortándoos sin cesar a que practiquéis la virtud.26

El argumento es flojo porque insinúa una explicación causal que no llega a fraguarse nunca.
El sacrificio del propio bienestar en aras del bienestar ajeno no permite inferir
legítimamente, en absoluto, esa o ninguna otra clase de relación con dios. Pero lo que
interesa en el contexto no es la validez del argumento, sino el hecho del aparente
convencimiento total del filósofo de estar su vida ligada a los designios del dios-sol. La
insania de Sócrates levanta el vuelo hacia el Olimpo.

La pluma de Platón nos da un ejemplo, en la misma Apología, de lo lejos que había llevado
Sócrates su desfachatez de imaginarse autorizado para asaltar verbalmente a sus
conciudadanos en el empeño de pedirles cuentas acerca del cuidado del alma, al que
estaban obligados llevando una vida virtuosa. Y si alguno me niega que se halla en este
estado (de la vida virtuosa) y sostiene que tiene cuidado de su alma, no se lo negaré al
pronto, pero lo interrogaré, lo examinaré, lo refutaré, y si encuentro que no es virtuoso, pero
que aparenta serlo, le echaré en cara que prefiere cosas tan abyectas y tan perecibles a las
que son de un precio inestimable.27

Conducta estrafalaria, desmesurada, atrevida y chocante, esta de Sócrates, que desconoce


las directrices más elementales de respeto por el derecho de cada persona a llevar la vida
que le plazca y que violentaba los principios básicos de la convivencia social ecuánime en
cualquier tiempo, lugar y circunstancia. ¿Quién, que no sea un paranoico místico, inspirado
en sus exacerbados complejos de grandeza, es capaz de un comportamiento tan contumaz,
odioso y aberrado?

Las anomalías mentales, en la antigüedad griega (siglos V, IV, a.n.e.) fueron


irregularmente registradas por historiadores, cronistas y doxógrafos. Se contaba con alguna
25
De Cristo se ha predicado también la dolencia teo-megalomaníaca: se cree hijo de Dios; habla con lenguaje profético y
sentencioso; experimenta alucinaciones visuales, auditivas, táctiles, aeroplánicas y kinestésicas; hace creer que derrotó a
Satanás en el desierto y que es capaz de levitar sobre las aguas; así como pregona su condición de redentor universal.

26
Cfr. Platón. Apología. México: Fondo de Cultura Económica, 1966.

27
Ibídem.
información respecto de los síntomas como para pergeñar algunas clasificaciones de basta
catadura, pero el conocimiento de base sobre el origen de las dolencias y la naturaleza de
los tratamientos, salvo excepciones, como las directrices hipocráticas sobre pacientes
maniáticos, estaba muy lejos de los primeros estadios de desarrollo científico. Ahora bien,
si en gracia de discusión imaginamos y aceptamos que Sócrates estaba loco, entonces
debemos aceptar también que era un loco llevado a juicio que asumía la defensa de sí
mismo, en medio de un contexto judicial que no contaba con una legislación apropiada para
abordar la resolución de incidencias procesales de semejante envergadura.

La perturbación mental de Sócrates, si tal hubiese sido el caso, no es un valor funcional que
pueda medirse para disminuir o agigantar la calidad filosófica (o de otra índole) de su
pensamiento portentoso y feraz. Tampoco se puede aducir su estado psíquico como motivo
para “justificar” algún entuerto suyo entrañado como rencor en la conducta o echado a
volar maliciosamente en alas de palabras contundentes. La “locura de Sócrates” es una
hipótesis que acaso surta el beneficio de explicar etiológicamente algunas peculiaridades de
su filosofía y ciertos rasgos conductuales de su personalidad.

En atención a lo mismo, pero contrapuestamente, muy atendible y razonable es la versión


que define lo estrafalario del modo de ser, de vivir y de pensar del sabio, como
incorporación esencial de la filosofía en su persona y como eyección filosófica de su
personalidad hacia el mundo circundante. La devoción por Apolo y la creencia en el
Oráculo formarían parte de su ironía:28 una burla soterrada de los valores de la moral
vigente y una forma simulada de sobrevivir en medio de la superchería religiosa y la
quisquillosidad represiva de las doctrinas políticas. La filosofía tenía otro precio, otro
escenario y otros protagonistas. Apolo no estaba invitado a participar en las gestas de la
razón abstracta.

Andar descalzo y miserablemente vestido pudo no ser una muestra o síntoma de locura,
sino la cosificación de un valor ético-social que buscaba en la áspera manera de ejercer las
costumbres, el rasero ideal para medir los grados de la vida feliz. La simplicidad en el vivir
practicada por Sócrates, sirvió de ejemplo mayor a los cínicos y a otras escuelas de
pensamiento para extremar esa austeridad en el sujeto moral y exacerbar la renuncia estoica
de los deleites del mundo.29

28
Lo que Sócrates calificaba de “irónico” era su método de simular ignorancia y admitir las proposiciones adversativas
de su interlocutor para demostrarle a continuación, de forma dialogada, y por el método de reducción al absurdo, su
falsedad o inconsistencia. El término ironía ha devenido en la historia con la connotación despectiva o burlesca de
expresar más o menos sutilmente lo contrario de lo que se piensa o cree, dado el contexto. Hay, por supuesto, grados de
ser sutil; pero no puede darse la expresión irónica en medio de la ausencia total de sutileza. Los griegos conocieron unos
seis grados de ironía, el más acre de los cuales era el sarcástico, que es, por cierto, el más aplicado en nuestros días. Por
otra parte, la ironía es empleada habilidosamente por Platón para in tentar rescatar a Sócrates de situaciones lógicamente
embarazosas en las
que resulta atrapado por el complicado tenor de sus metáforas o el desmedido rango semántico de sus ideaciones retóricas.
Cuando el sabio dice que su interlocutor “no sabe nada” y predica otro tanto de sí mismo, Platón “salva las apariencias”
dejando ver con grande ingenio, que la inconsistencia emergente en la hermenéutica de aquello, forma parte de una ironía
implícita que le devuelve la lógica al contexto.

29
La austeridad extrema de Sócrates en el modo de vivir no evidenciaba en él la práctica de una doctrina moral fundada
VII UN ARGUMENTO DE AUTORIDAD
Una de las versiones más difundidas en la Atenas de entonces sobre el enigma
de Sócrates y su relación con el Oráculo délfico, refiere que este hombre de
inteligencia desbordada y discurso arrollador, anhelaba llegar a ser reconocido “el más
sabio de los hombres” y convertirse en supremo fiscal moral de la ciudad. El filósofo –
decían en los corrillos del ágora– no se anduvo por las ramas en ese propósito de hacerse a
la fama y buscó consolidar su argumento con el más seguro de los avales imaginables: el
juicio del mismísimo Apolo. Para lograr semejante espaldarazo, persuadió a su entrañable
amigo Querefón, de peregrinar a Delfos con el encargo de alcanzar del Oráculo el
testimonio divino de no haber ninguno más sabio que él.30

Aunque a la sazón todavía bastante joven, gozaba ya de cierto prestigio local como
excogitador y dialéctico en los foros, tanto como de persuasivo expositor libre, filósofo
original e impostado maestro de moral en el Gimnasio, el Ágora, el Pritaneo, el Partenón y
las calles de la polis. Así, pues, el filósofo, con el aval de su creciente prestigio y el
favoritismo de las pitias alentado por Querefón, podía apostar con optimismo a lo favorable
de la respuesta sagrada. En el evento –poco probable– de producirse un resultado adverso,
la total discreción de las pitias, de los sacerdotes y los escribientes, debía estar garantizada
de antemano.

El ciudadano Querefón corrió de vuelta a la metrópolis para esparcir a viva voz, alborozado
y bullicioso, la “buena nueva” decretada por el dios. Las pitonisas, ebrias de vino seco, y
ahítas de pócimas sagradas, zumos espirituosos y vapores tóxicos, habían canturreado la
favorable opinión y los sacerdotes ordenaron esculpirla en tablilla de cera a cambio del
dinero tarifado y encimadas las generosas primicias del creyente. Sócrates había sido
proclamado sabio entre los sabios por el dios. La estrategia, funcionaba hasta allí, a la
perfección. Ninguna autoridad del Estado era mayor que la de sus dioses emblemáticos.
Descreer de la empinada sabiduría de Sócrates por lo menos teóricamente, significaba
desconocer la veracidad del juicio divino. Imposible encontrar un garante mejor que este,
dadas las circunstancias culturales de aquel segmento magno de la historia antigua.

El argumento de autoridad había sido diseñado con esmero y funcionaba de mil amores.
Sócrates es “el más sabio” porque así lo ha dispuesto Apolo. No hay jerarquía más alta en
la ciudad que la del dios. Su dictamen era infalible y por eso, también, inapelable. La lógica
de estas operaciones dialogales es la demostración que se llamaría “euclidiana”. Nada es
demostrable sino a partir de axiomas. Un axioma sirve para demostrar, pero no requiere de
en la renuncia estoica de los placeres que la vida ofrece. Sócrates participaba a plenitud, como un hedonista cirenaico, de
los goces de la buena mesa, la exquisitez del vino añejo o los deleites del amor carnal, llegada la ocasión que así lo
ameritase. Hay, además, testimonio histórico fehaciente de que lavaba su cuerpo, cambiaba de túnica y calzaba sus pies
cuando decidía formar parte de algún ágape o festín.
30
El argumento de autoridad es la estrategia retórica que propone aceptar como verdadero el juicio proferido por algún
personaje ilustre en torno a un punto acerca del cual hay diferencias de opinión. La polémica se resuelve citando al
experto, cuya idoneidad, en ningún caso, habrá de ser cuestionada.
demostración él mismo. La palabra del dios no necesita ser probada; ella es la prueba
fundamental de todo lo que se dice acerca de todo lo que hay. La palabra del dios, para el
ateniense común del siglo IV, antes de nuestro tiempo, debía de ser el axioma supremo de
todos los axiomas posibles.31

Pese a ello, los más suspicaces, entre los atenienses, dejaron oír su voz inconforme. Las
pitias y los mismos sacerdotes del santuario no siempre fueron inmunes a la tentación de
prevaricar a cambio de un soborno pecuniariamente substancioso. ¿Quién garantizaba que
el amigo Querefón, aleccionado de antemano por Sócrates, no hubiese hecho pactos
soterrados con la clerecía o las pitonisas délficas para contar por seguro con la respuesta
favorable del dios? Ahora bien, si todo esto parecía exagerado, truculento y hasta poco
creíble, quedaba por dilucidar otro asunto de importancia: ¿quiso el dios implicar algo
cuando dijo lo que se dice que dijo sobre la superior sabiduría de Sócrates? El filósofo no
deseaba enfrentar la alternativa de que el dictamen délfico se redujera a la literalidad de su
enunciado. Por eso, procede a cambiar la interrogante “¿quiso el dios implicar algo con su
respuesta?”, por esta otra: “¿qué quiso el dios implicar con su respuesta?”. La oración
“ninguno es más sabio que Sócrates” es categórica e inteligible si hay consenso respecto de
lo que el término “sabio” significa. Se la puede emplear gramaticalmente sin parar mientes
en sus potenciales implicaciones, aunque tarde o temprano “implicará” otras cosas de
conformidad con los contextos emergentes.

La lectura que Sócrates hace de la respuesta del oráculo está amañada a los intereses que
persigue. No hay forma de probar que la suya es la única interpretación correcta. Acudir a
la voluntad del dios no vale como prueba, porque dicha voluntad se contiene en la oración
cuya interpretación se desea establecer como correcta. El maestro propone, imposta o
induce su versión que es el deber que la deidad le impuso de hacer más virtuosos a los
varones de la polis. De manera permanente Sócrates itera que su trabajo de inducir a sus
pares a la vida virtuosa, encuentra su fundamento en la voluntad del dios, que se mostró en
el oráculo. Lo cual no es así. Platón quiere pasar por alto que la voluntad del dios expresada
en el oráculo se reduce a la sentencia “ninguno es más sabio que Sócrates”. El “deber” de
inducir la virtud en otros, es una tarea que se auto-impone el sabio como resultado de su
personal exégesis del texto comentado. Se nota cierta desesperación en todo esto por
consolidar la legitimidad de su investidura de elegido del dios. En esa certeza rebuscada
quiso consolidar su argumento matricial, su verdad inconmovible, a veces axiológica o
también de autoridad.32
31
Otro tanto ocurre con la “infalibilidad” del papa en materia doctrinaria. El papa tiene que ser infalible para que la
jerarquía ante las cuales se apelan las verdades de la fe, alcancen un tope metodológicamente funcional. Caso contrario, se
produciría una estéril e incómoda regresión al infinito o un monótono y autorepetitivo “circulo vicioso”. La Carta
Constitucional de los Estados Unidos es un “tope” jerárquico de semejante naturaleza lógica al del argumento axiomático.
No se puede admitir que haya una ley superior a la “ley superior” de un Estado, porque ello entrañaría la opción lógica de
encontrarle una ley superior a la “ley superior de la ley superior”, etc.

32
La conexión del dictamen del oráculo con la pretensión de fiscalizar y entrometerse Sócrates en la vida de los
ciudadanos atenienses no parece ser otra que la de proveer una justificación inobjetable de dicha conducta: si el dios así lo
dispuso, no hay autoridad mayor en que apoyar el desacuerdo. La voluntad de dios es non plus ultra, llana y
sencillamente. El argumento, con todo, es defectuoso; pues si la prueba de la sabiduría de Sócrates residía en el dictamen
del oráculo, ¿qué prueba había de que el dictamen del oráculo expresara la voluntad de Apolo? Aquí aparece un bache
La sentencia autoritaria “ninguno es más sabio que Sócrates” cabía ser asunto de varias
“lecturas” frente al contexto; la exégesis platónica de ella no es, por fuerza, la más
aceptable de las versiones que a la sazón pudieron concebirse. Donde la hermenéutica del
sabio infería el deber, impuesto por el dios, de consagrarse a la tarea de volver más sabios y
virtuosos a los varones atenienses, la glosa de otros hombres apostaba a encontrar, en la
sencillez extrema de sus hábitos y la pobreza franca de su pecunia, la muestra perfecta de
su sabiduría ejemplar.

conceptual que debe ser cubierto por medio de la creencia religiosa. Es decir, el vicio de la petición de principio socava el
raciocinio y debilita la efectividad del argumento.
VIII EL LEGADO SOCRÁ TICO
El de Delfos, como los demás oráculos griegos, era un lugar sagrado en donde
el dios respectivo realizaba el portento de absolver las interrogantes de los feligreses y
viajeros que llegaban de paso, obsedidos por sucesos que no lograban comprender en el
presente o necesitaban desvelar escudriñando en el pretérito o auscultando el porvenir. Los
oráculos eran administrados por sacerdotes de cada culto que cobraban tarifa y diezmos por
el servicio de comunicarse con el dios para aplacar la curiosidad del solicitante –o
desasosegar su angustia– con la respuesta más adecuada a cada quien. En el empeño de
hacer contacto con el empíreo de los dioses, los sacerdotes se valían de las pitias, –unas
psíquicas o “mentalistas”–, que en estado de excitación nerviosa, extravío mental e
intoxicación narcótica, elevaban cánticos paganos a la divinidad heliolística y receptaban
mensajes polivalentes, que la credulidad de los feligreses y el dogma de la doctrina hacían
descender desde las cumbres mismas del Olimpo.

Entonces, cabe preguntar, si sería decente de parte del sabio tener por confiable un
procedimiento de tan poca asepsia epistemológica, que parece más propio de la basta
superstición del populacho, que afín a los superiores quehaceres de la lucubración
metafísica de los filósofos. Sócrates enseñaba de continuo a buscar las razones en que se
sustentaban las creencias y a encontrar las creencias que servían de respaldo a las razones.
Sus doctrinas filosóficas querían afianzarse en principios irrefragables, y apuntalarse con
argumentos “imbatibles”. Por eso no era extraño que en medio del discurso que parecía
impecable al neófito o cautivador al ignorante, lo asaltara la duda sobre la indiscutible o
falible verdad de alguna idea y lo paralizara la desconfianza en torno a la fortaleza empírica
de sus premisas o a la validez formal de sus inferencias.33

El episodio que vincula a Sócrates con el Oráculo de Delfos cobra una relativa importancia
en el espacio histórico de sus quehaceres dialécticos como abogado en causa propia, toda
vez que el dictamen del Dios en boca de la pitonisa era la prueba invencible de la superior
sabiduría de Sócrates. El más sabio de los hombres estaba impedido de cometer injusto; los
sabios no delinquen. En la historia universal de la filosofía, Sócrates es un caso peculiar de
pensador eventualmente asaltado por una especie de escepticismo repentino y fortuito, que
pone en entredicho sus verdades con el argumento de unas interrogantes
gnoseológicamente sediciosas o con la formulación de algún problema lógico sin solución a
la vista. No converge este fenómeno con la expresión espiritual de un modelo doctrinario y
abstracto, identificable con nombre propio por sus propensiones relativistas o lineamientos
agnósticos. Lo que aquí se ventila es el hecho extraordinario de la desconfianza total en la
verdad supuesta, de la duda que emerge de improviso a la conciencia reflexiva como una
corazonada de pánico que obliga a dejar inacabado una y otra vez, el proyecto teórico de
33
El escepticismo no doctrinario es uno de los aportes más interesantes de Sócrates a la filosofía. No se trata de un
escepticismo en el método –que también lo intuye y aplica– sino de una duda que lo asalta de improviso y que le obliga a
cambiar, sobre la marcha, el derrotero del discurso. Se necesitaba del genio de Platón para haber captado una singularidad
como esa, que no es, de hecho, perceptible para todos los lectores.
demostrar las leyes que modelan la realidad objetiva en conexión con las reglas que
inducen al cabal conocimiento de uno mismo como garantía superior de la vida virtuosa. La
duda insatisfecha criba los soportes de la confianza en el conocimiento que se aprende y se
traspasa. Sócrates fue paciente incurable, ciclotímico y recurrente de la “enfermedad
iterativa” de la duda. Cuando llegaba a los picos más altos de la desconfianza en su verdad,
tenía lugar la exacerbación del escepticismo en el lenguaje o el advenimiento del mutismo
autista que aísla en severa cuarentena la humana facultad de razonar. Jenofonte, mejor que
Platón, retrata lo que aquí conjeturamos como bipolaridades conductuales y axiológicas del
maestro.

El filósofo Sócrates, que puso en duda tantas cosas, ¿por qué no se avino a dudar de los
poderes del oráculo, una superstición tan salvaje como la de los horóscopos paganos, la
quiromancia oriental persa, el mentalismo adivinatorio de los santones babilonios y otros
atavismos residuales de las ágrafas eras del “tótem” y el “tabú”? 34 Sócrates conocía al por
menor de todo ello y mostraba erudición sobre mitos y héroes citando de continuo a
Homero y a los rapsodas ágrafos cuyo canto épico perduraba en las tradiciones orales de la
polis. ¿Cómo pudo, entonces, aceptar como incontrovertible: a) que Apolo se comunicara
realmente con sus creyentes, b) que las pitias fueran el instrumento preciso para establecer
contactos con el dios, y c) que todo aquello no fuese más que una creencia falsa e
inmemorial, provechosamente administrada por los sacerdotes apolíneos? ¿Por qué no
sometió el filósofo a los servidores oficiales del oráculo, a las devastaciones de su
mayéutica implacable? ¿Por qué no intentó descubrir –como lo hizo con otros tantas
veces–, acosándolos como un tábano y paralizándolos como el torpedo, para determinar si
de veras sabían de aquello misterioso acerca de lo cual versaba su agorero oficio?

Además, si descreer notoriamente de las supersticiones oficiales, como las que eran propias
de los oráculos, constituía delito de impiedad punido severamente por las leyes, entonces el
filósofo no estaba moralmente constreñido a condenar a viva voz esas creencias y prácticas
rituales, pero tampoco justificado a loarlas y “legitimarlas”, sobre todo si lo hacía con el fin
innoble de sacar provecho personal de ellas. ¿Cómo se congracia el concepto de lo
absolutamente perfecto asociado a la idea filosófica de Dios en Sócrates, con la grotesca
colección de supercherías que ligaban al feligrés con el Oráculo de Apolo?

Las respuestas son desconsoladoras en el sentido de inducir la hipótesis de que la


“legitimidad” de la misión pedagógica de Sócrates, su tarea de metodizar racionalmente el
acceso del hombre al conocimiento de sí mismo, descansaba sobre unos supuestos
mendaces y una lógica truculenta. En la desesperación de fundar su investidura de sabio en
terreno seguro, Sócrates ve en el dicto de Apolo, el axioma inconmovible de su derecho a
ser llamado “el más sabio” y “el ungido de Dios” con la misión de inculcar en los
conciudadanos la necesidad moral de hacerse cada vez mejores. La palabra de Apolo
consagra la fortaleza del argumento de autoridad: Sócrates es el más sabio de los hombres:
34
El animismo hizo presa de sabios de siglos pretéritos, como Tales milesio, y la memoria del tótem se metió en los
nombres de las cosas. Aristóteles fundó escuela en un paraje otrora consagrado al culto licantrópico del Apolo primitivo,
“matador de lobos”. De esa remota etimología lobuna del término surgió el totémico nombre de “Liceo”.
lo dijo el dios.

Las demostraciones exigen un punto de partida para no caer en el abismo de las regresiones
infinitas. Sócrates requiere de un axioma inconmovible para tener por absolutamente cierto
el juicio que certifica la superior condición de su sabiduría. La palabra del dios es ese
seguro punto de partida. Ninguno pondrá en duda su sabiduría sin dudar al mismo tiempo
de la palabra del dios. Con todo, se podía desconfiar de lo que Sócrates entendía por ser “el
más sabio”, sin tener que entrar a dudar de haber sido el dios quien lo dijera por boca de la
pitia. De hecho, sin dar paso a la polémica acerca del significado de la respuesta divina, se
procedió a cuestionar la propia legitimidad de esta. ¿Tuvo lugar realmente la respuesta del
dios en el oráculo o todo fue una patraña orquestada por Sócrates con la ayuda de su amigo
Querefón y la complicidad aleve de alguna pitonisa del santuario?

Dejando atrás ese modo primitivo de entender el concepto de lo axiomático, la lógica y las
metodologías contemporáneas definen como “convenciones” los axiomas y postulados
desde los cuales se constituye un saber o se afianza un trozo de operaciones deductivas para
descubrir, inventar o comprobar alguna cosa. Ya no hay verdades “evidentes por sí
mismas”, ni sostenes últimos constituidos por la voluntad de un dios solar que habla por
boca de las ebrias pitonisas de un santuario pagano. En todo caso y evitando caer en el error
de ignorar el contexto cultural propio de aquel segmento de la historia griega, parece
bastante justificable calificar de innoble y condenar por disoluta la estratagema de servirse
Sócrates de una doctrina supersticiosa, que consagraba el culto a una deidad groseramente
antropomorfa –de la cual por razones obvias descreía– para configurar con ella el axioma
que avalaba la demostración imbatible de ser “el más sabio de los hombres”.

Se tenía por cierto en los círculos intelectuales de la ciudad de Atenas que Sócrates se había
servido de su viejo amigo Querefón35 para habilitar la respuesta favorable del Oráculo; que
los motivos para ello se relacionaban de alguna manera con su delirante obsesión de creerse
superior a todo el mundo; que en el sustrato básico de la filosofía socrática no había cabida
lógica para los dioses del Olimpo; que Sócrates era insincero citando a su favor la voluntad
de un dios menor, como el flameante Apolo, en el que no creía; y “otrosí” bastante extenso.

No es cosa de filósofos magnos ni de sabios ejemplares, el comportamiento de buscar o


aceptar honores públicos por medios alevosos o procedimientos ruines. El impostado y
fraudulento “honor” así alcanzado, tarde o temprano deshonra y macula para siempre al
hombre que magnificó indebidamente con él su prestigio personal y salpica a los secuaces
que con malicia y dolo premeditado acolitaron la vileza o se ampararon provechosamente
bajo la sombra de su ignominia. ¿Estaba Sócrates lejos de satisfacer las caracterizaciones de
“impostor y fingido feligrés del dios-sol”? ¿No lo condena su ambivalencia de
gran filósofo y supremo evangelista de Apolo? De conformidad con su primera condición,
35
La suspicacia en torno a la legitimidad del dictamen del oráculo se asociaba a la supuesta complicidad de Querefón,
amigo entrañable de Sócrates. De Querefón se sabe más bien poco. Aristófanes le hizo el dudoso favor de apodarlo
“murciélago” porque solo se dejaba ver de noche. Era delgado en extremo, pálido, ojeroso y cejijunto, como un muerto-
vivo salido del sepulcro.
debe condenar el culto supersticioso de aquel dios solar, totémico, pasional y antropomorfo;
en armonía con la segunda, es el escogido de ese dios para limpiar el alma de las
influencias ideológicas disolventes, adversarias de la fe apolínea.

Sócrates no puede soltarse abiertamente del dilema sin revelar que sirve arteramente a dos
señores. Por eso habla en voz alta de su ministerio y de su misión, mientras reserva su
teoría de los dos mundos para las calvas oportunidades en que puede desplegar sus
fundamentos con discursos portentosos pero ambiguos o no concluyentes. De hecho,
Sócrates no contaba con una filosofía completamente elaborada, ni había escrito lecciones
que constituyesen un tratado de moral, ni comunicaba su pensamiento en el orden propio de
la enseñanza formalizada según lo harían más tarde Platón en la Academia y, mejor que
nadie, Aristóteles en el Liceo. La prueba de esa carencia de sistematicidad está expuesta en
los Diálogos de Platón.

Sócrates es un pensador mayor por sus contribuciones conceptuales que obligaron a forzar
el giro epistemológico de media circunferencia que hizo posible el tránsito desde el filósofo
naturalista y observador que volcaba su interés en aprehender la estructura del mundo, hasta
el pensador introspectivo, a veces gnoseológicamente autista, que ensimismado en desvelar
su propia esencia, encontró en la moralidad humana –de todos y de cada uno– el espacio en
que prosperan filosóficamente las nociones asociadas al bien, la justicia, la verdad, la
amistad, la virtud, el altruismo, el conocimiento verdadero y los exclusivos métodos para
alcanzarlo.

El hecho de su insinceridad personal y de haberse equivocado en sus juicios categóricos no


le quita galardones a su condición de filósofo emérito, porque, entre otras razones, la
filosofía habla con un lenguaje universal, fruto de abstracciones y generalizaciones muy
amplias, que no es el apropiado para aprehender lo real directamente, ni para impostarse
como conjunto de leyes cósmicas que rigen el destino de todo lo existente. Sócrates y
Platón pensaban que el discurso filosófico ideal debía proceder por demostraciones
impecables, que partían de una verdad auto-evidente y culminaban en proposiciones
incuestionables. Pero la filosofía no es una camisa de lona con herrajes para inmovilizar
maniáticos, sino una prenda elástica, suave y holgada, que se acomoda por parejo a
cualquiera de las tallas convenidas por los confeccionistas de ideas.

La filosofía platónica, heredera de Sócrates, es inmensa sin que importe admitir lo falso o
inconsistente de sus teorías cosmológicas, políticas y éticas, porque la filosofía no es una
más entre las ciencias particulares ni tiene la misión de competir con ellas. Lo que vale del
pensamiento de Sócrates y Platón es la enseñanza de los modos de hacer filosofía, de
aplicar el método y operar las técnicas en la dinámica misma del discurso. La modalidad
dialogal socrática, lógicamente ensamblada, es el acto pedagógico mayor de la enseñanza
de la filosofía a lo largo de su historia. Valiéndose de la interacción dialéctica que
caracteriza al
diálogo, Platón no solo nos presenta el enunciado de las tesis que avalan el punto de vista
de los oradores en un debate, sino que nos muestra vivamente, en el escenario mismo de la
confrontación doctrinaria, el modo en que se manejan las herramientas de la lógica y se
aprovechan los recursos de la retórica en el conato de alcanzar los cometidos pertinentes.

El diálogo platónico es la lección por excelencia para entender los mecanismos sintácticos
que hacen funcionar de diferentes formas las estructuras del lenguaje polémico. También es
la oportunidad de ver en el detalle, el empleo de los utensilios conceptuales más a propósito
para emprender la adusta faena de desambiguar las expresiones cuya patología semántica
dificulta la coherente prosecución de los temas del debate. Lo importante de la alegoría de
la caverna, por ejemplo, no es el sentido de la metáfora para facilitarnos entender
puntualmente la teoría de los dos mundos, sino la propuesta del empleo de la alegoría como
método filosófico eficaz para diseñar o interpretar teorías de diferente índole sirviéndonos
de metáforas de ese mismo género.

No interesa, para los efectos de la aplicación de la alegoría cavernaria a casos concretos,


cuán equivocada o inmadura nos parezca la teoría platónica de las ideas o arquetipos
absolutos. Lo que verdaderamente incumbe al investigador no es la teoría, que de todos
modos es falsa. Lo que tiene que interesarle es el método para demostrarla y las categorías
ontológicas y enlaces lógicos para construirla. La ponderación entusiasta de las virtudes
pedagógicas del diálogo, nos pone en sintonía con la tesis cibernética que define la filosofía
como un saber reflexivo en torno al conocimiento del mundo, en vez de persistir en la
fatigada noción que la propone como una especie sui generis de conocimiento directo del
entorno. En tiempos de Sócrates encontramos ambos rasgos gnoseológicos en las temáticas
discurridas, porque era de su época creer que el filósofo estaba comprometido a ofrecer
explicaciones valederas sobre la totalidad de lo existente. El sabio impuso la modalidad de
filosofar primordialmente sobre la problemática ético-social del hombre, pero no pudo
renunciar a la cosmología cuando cayó en la cuenta de que requería de un locus especial, en
otro espacio-tiempo, donde ubicar, por ejemplo, el arquetipo del Bien, que es el modelo
absoluto de todos los entes calificados de “buenos.

La filosofía de Sócrates-Platón trazó en buena medida el rumbo doctrinario que habría de


tomar este saber fundamental en los siglos venideros al pasar por las manos bibliófilas de
muchas y contrapuestas culturas. Todavía en esta era de espontánea iconofobia, ese
pensamiento antiguo goza de vigencia como paradigma clásico y referente obligado de los
principales modos históricos de hacer filosofía. Hoy se puede decir holgadamente, después
de más de veintitrés siglos de historia de la filosofía y reinventando tal vez una idea muy
obvia: que en cualquier parte del universo cultural donde haga presencia la influencia de
Platón, pervive el espíritu de Sócrates. La viceversa es bastante obvia.
IX EL DIOS DE SÓ CRATES
Ni Platón ni Jenofonte ofrecen en sus libros un perfil unívoco de Sócrates respecto de la
sinceridad de sus creencias religiosas. No existe información suficiente acerca de la
autenticidad de su fervor apolíneo ni en cuanto a su manejo filosófico del concepto de
“Dios”. 36En ocasiones, Sócrates habla de modo muy abstracto de “la divinidad”, que
identifica con los arquetipos perfectos de la Verdad o el Bien, en armonía con la axiología
metafísica de la teoría de “los dos mundos”. Las más de las veces se vale del término “el
dios”, para hablar de su demonio personal, o para referirse a Apolo, una de las principales
deidades del Olimpo y patrono tutelar, al lado de la virginal Palas, de la polis ateniense.

Es del caso destacar, complementariamente, la importancia de su agnosticismo episódico,


como del que da muestras, con cierto exacerbamiento, en las calendas que precedieron a la
ejecución de su sentencia de muerte. El escepticismo de Sócrates no es una posición de
principio, sino un estado de ánimo repentino traspasado por la duda. Sócrates no profesa la
doctrina escéptica, ni la duda es el eje de su método comprobatorio; pero no puede remediar
convertirse eventualmente en presa de un estado de pánico dubitativo que lo impulsa a
desconfiar de sus convicciones mejor fundadas.

Los sucesores de Platón en la dirección de la Academia, desertaron de las doctrinas del


“divino” y se propusieron filosofar sobre el mundo real en que existían. Sin embargo, al
descartar el universo de los prototipos eternos como modelo genésico de este mundo, los
platónicos no adoptaron el realismo naturalista como teoría del conocimiento, sino que
tomaron de Sócrates su escepticismo coyuntural y lo transformaron en factor principal de la
doctrina. Los platónicos se hicieron escépticos por vía de doctrina y relativistas por
urgencia metodológica. El título de “académicos”, que fue sinónimo de “incrédulos”, se
empleó para designarlos por antonomasia durante el largo tiempo que pervivió la escuela.
Los escolarcas de la Academia subsiguiente y sus continuadores, adoptaron una lógica sin
tercero excluso: en vez de opciones polares, excluyentes y absolutas, había terceras
alternativas, así como grados de una escala y matices de lo verdadero, lo bello y lo justo.
Había que inventar un lenguaje que apresara los claroscuros y evidenciara los matices, un
lenguaje probable y una lógica estocástica: “creo que nada sé a ciencia cierta” –pudo haber
sido su consigna–, que no es un pensamiento autofágico si se le impone un contexto.

El concepto metafísico de Dios o de los dioses, y la creencia misma en la eseidad de lo


36
Del análisis del diálogo Banquete surgen dos ideas claras sustentadas por Sócrates en cuanto a Dios y acerca del amor:
el amor no es un dios y Dios es incapaz de amar. La perfecta eseidad de lo divino entraña la completitud más perfecta. El
amor es el esfuerzo psico-físico de completar a otro y de completarse con el otro; es complementación respectiva del uno
con el otro, asocio de los que se gustan porque se necesitan y se aparean para transmitirse los excesos y remediar las
carencias. Dios no necesita amar ni puede hacerlo porque no necesita nada fuera de sí mismo. Esta idea la desarrollará
Aristóteles espléndidamente y también Espinosa, mucho tiempo después. Nietzsche recabaría mordazmente sobre el tema
afirmando que el infierno de Dios sería su amor por el hombre.
divino, por lo tanto, en el espacio abstracto de la filosofía de los académicos, quedaron
atrapados en los meandros de un lenguaje amordazado, ontofóbico y autofágico,
forzosamente impedido de comunicar la humana servidumbre del creyente a la
consuetudinaria deidad de los santuarios, que la lógica de aquellos herederos directos de
Platón había convertido en una variable más del cálculo que define la naturaleza
contingente de las inferencias probables.

El tema de la creencia de Sócrates en Dios o en los dioses, es de interés en esta reflexión: 1)


porque está en el núcleo del principal argumento refutatorio del abogado defensor, 2)
porque su pretendida “unción” de vocero de Apolo, se asocia estrechamente con su
enseñanza moral, calificada de impía, a una juventud elitista de Atenas que se desvivió por
escuchar su palabra, y 3) porque la sindicación de ateísmo, llevada al tinglado judicial del
caso que nos concierne, da lugar a un fenómeno de grave inconsistencia lógica en el
argumento de los acusadores. Durante la alocución forense de su autodefensa, el filósofo
empleó de continuo expresiones pías y construyó con frecuencia oraciones que parecían
transparentar su convicción total de ser el sabio mayor entre todos los hombres y el
consagrado misionero y elegido portavoz del heliolístico y magnifícente Apolo. Pero este
es un argumento potencialmente peligroso que le había rentado otra malquerencia en el
pasado –la de la clerecía oficial del culto– no aludida por el filósofo-reo cuando inventarió
las circunstancias y los motivos que dieron lugar a la denuncia y proceso en contra suya.

Sócrates recababa de continuo y por doquier, el haber sido el Oráculo del santuario
apolíneo quien lo exaltó como sabio sin par entre los hombres. Dignidad inmensa aquella y
honor sin paralelo, que el maestro “interpretó” sesgadamente como voluntad divina de
imponerle la misión de hacer de los ciudadanos atenienses, varones más sabios y virtuosos.
A continuación de “descifrar el enigma” atesorado en la respuesta de las pitias, Sócrates se
propuso probar que solo el dios es quien, de verdad, sabe. Y que los ufanos de saber
mucho, nada saben. Tampoco él, por cierto, pero sabía por lo menos que nada sabía.

Atenas presencia, soporta y sufre el comportamiento desconsiderado y asfixiante de un


holgazán alucinado, feo, sucio, maloliente, panzudo y descalzo, llamado Sócrates de
Alopece, quien alegaba haber recibido del mismo Apolo el encargo de hacer moralmente
mejores a los hombres de la polis. Acudiendo a un símil de indudable ingenio analógico, el
filósofo-reo se conduce como el tábano que circunda sin descanso el objeto de su
hematofagia hasta lograr satisfacer su instinto y como el torpedo de mar que aturde y
paraliza al contrincante con el fuetazo de su descarga contundente. Sócrates obliga a los
ciudadanos que le parecen propicios para ejercer su apostolado, a someterse al método que
revelará el grado de su ignorancia como condición previa al tratamiento mayéutico que los
inducirá a la condición de parturientes de verdades. La treta para evitar la renuencia de su
víctima a participar en el estrafalario procedimiento, consiste en comprometerlo en su
orgullo de varón delante de la heteróclita turba que le acompañaba. Lo coloca ante el
dilema de poner a prueba el acervo de su sabiduría o negarse a hacerlo porque finge ser
sabio o por llana y vergonzosa cobardía. Pero un cabal ciudadano de la polis no puede ser
inferior a la dignidad de su investidura. Acepta el reto y Sócrates se sale con la suya.
El rechazo de la gente a esta arbitraria imposición doctrinaria no tarda en manifestarse de
diferentes maneras y a través de diversos conductos. No solo emerge y se propaga ese
sentimiento de animadversión hacia el sabio entre la población común, también las
autoridades eclesiásticas están molestas y alarmadas, tanto por los sucesos mismos como
por sus graves implicaciones doctrinarias. Sócrates, pese a lo harapiento y desgreñado, no
es un loco místico que no sabe lo que dice o hace, no es un pordiosero que podría ser
ignorado o ahuyentado a palos como un perro. Es un hombre superior, un filósofo mayor,
un razonador bien dotado y un disputador dialéctico virtualmente invencible, que cuenta
entre sus contertulios y contradictores a los mejores exponentes de la retórica antigua y de
la filosofía de su tiempo.

He aquí, pues, la gravedad del problema. Sócrates se ha convertido, de hecho, en un


antagonista de la clerecía oficial de la Iglesia apolínea. No puede evitar serlo; aun cuando
no espete palabra desobligante alguna contra ella, o jamás aluda a la doctrina con vocablo
despectivo o nunca deje oír en público algún juicio propio cargado de incredulidad atea.
Los sacerdotes estaban impedidos de irse en contra suya, porque él alegaba obrar en
obediencia del mandato del Oráculo, que era la voluntad del mismo dios protector de la
ciudad de Atenas.
No se le podía acusar de asumir comportamientos inusuales en nombre de Apolo, porque
ello significaría desconocer la palabra del oráculo, que era, para el pueblo, la plena
voluntad del dios. Sócrates hizo de la revelación del oráculo una llave abracadábrica para
abrir muchas puertas en beneficio propio.

El filósofo sabía anteladamente que la camarilla sacerdotal de Atenas no aprobaría una


interpretación tan desmedida como la suya propia, a partir del texto de la respuesta negativa
del Oráculo a la pregunta: ¿hay alguien más sabio que Sócrates? El dictamen de las
pitonisas produjo reacciones de diferente talante. Para unos cuantos, era solo un enigma
moral enviado por Apolo a la comunidad en su conjunto. Para la mayoría, se trataba de una
estratagema lucubrada por el alopecita para obtener beneficios eventuales. La queja de
Diopeites, jerarca mayor de la iglesia, sentaba que Sócrates retaba la investidura sacerdotal
y faltaba gravemente a la verdad cada vez que empecinaba el juicio hermenéutico de estar
cumpliendo una tarea sagrada a él encomendada por el propio Apolo. Era dogma y
tradición que el dios, solo a través del clero, comunicaba su voluntad a la feligresía. Lo de
Sócrates era doxa u opinión común: una forma, entre otras, de interpretar las palabras de la
pitia.

Sócrates se granjeó de este modo un enemigo incalculablemente poderoso, cuya probable


complicidad en la conspiración para condenarle a muerte, constituye una conjetura
atractiva, pero carente, por desdicha, de los avales probatorios suficientes para empezar a
tenerla en cuenta como hipótesis creíble. En cambio, lo que alcanzaría a deducirse con
bastante seguridad es que las relaciones de Sócrates con Diopeites, el poderoso pope, no
fueron nunca cordiales desde el evento del Oráculo en adelante. La casta sacerdotal no
podía reconocer en Sócrates a un evangelista y sabio favorito de Apolo, sin rebajar de ese
modo y allí mismo, el escalafón de su propia investidura clerical. El ministerio sacerdotal
de Atenas evidenció el tamaño de su inquina y la hondura de su odio hacia el maestro, al no
salir a defender al “mensajero de Apolo”, cuando fue acusado de impío y de corruptor de
juventudes. La iglesia de Apolo enmudeció, como en señal de factible asentimiento y
probable complicidad, la fecha en que se formularon los cargos criminales y se anunció
oficialmente que el reo asumiría –en solitario y personalmente– su autodefensa en el
proceso. Tampoco se pronunció aquel clero ensimismado y malicioso al cundir la voz de la
condena a muerte, ni, cuarenta lunas después, con ocasión de la puntual ejecución de esta.

De todas las maneras, según parece, a Sócrates le tuvo sin cuidado la hostilidad del clero, y
en la propia audiencia mostró una vez más la medida de su empecinamiento paranoide:
Atenienses, os respeto y os amo; pero obedeceré a Dios antes que a vosotros y, mientras yo
viva, no cesaré de filosofar, dándoos siempre consejos, volviendo a mi vida ordinaria y
diciendo a cada uno de vosotros cuando os encuentre: Buen hombre, ¿cómo siendo
ateniense y ciudadano de la más grande ciudad del mundo por su sabiduría y su valor, cómo
no te avergüenzas de no haber pensado más que en amontonar riquezas, en adquirir crédito
y honores, en despreciar los tesoros de la verdad y de la sabiduría y de no trabajar para
hacer de tu alma tan buena como pueda serlo?37

Todo lo cual, aparentemente, de conformidad con la personal manera de definir el filósofo


los términos con que discrecionalmente ensamblaba sus argumentos éticos. Sócrates
proyectaba en el pueblo la imagen de una especie de santón advenedizo que comunicaba la
preceptiva moral a su antojo, obsesiva y desconsideradamente, sin título eclesiástico de
aval, ni galardones oficiales de legitimidad social.

De hecho, la enseñanza y opiniones del maestro no eran aplicaciones estrictas de la


normatividad moral apolínea, sino amplias generalizaciones metafísicas o consejos
prácticos prodigados in situ. Se trataba de principios espigados de su propia doctrina ética
asociados a la teoría de los dos mundos, de tal modo redactados y con tal cuidado
divulgados, que las lecciones o discursos salidos de su boca, no reñían, grosso modo, con
las preceptivas del código sagrado que administraban los sacerdotes supremos de la polis. Y
había poderosas razones prácticas en respaldo de esa prevención y de aquel esmero
formalista.

Ningún ciudadano, incluidos los filósofos, que sintiera aprecio por su vida y suficiente
estima por los derechos y privilegios anexos a la condición de varón ateniense, se atrevía a
decir o escribir algo desobligante, irrespetuoso o ambiguo, que pudiera tomarse como
abierto o velado desacato de la ley que punía la conducta irreverente o la palabra incrédula
respecto de las supremas majestades de Palas Atenea y Apolo-Sol. El debate sobre el tema
de la existencia de Dios, sobre todo desde Sócrates en adelante, no es una controversia
acerca de si existe o no el ente divino como sujeto que “es” algo o que “está” en alguna
parte, sino que consiste en la formulación de un argumento que “demuestra” que Dios
necesariamente tiene que existir y en otro que establece la invalidez de dicha demostración.
La litis teológica, en consecuencia, hace tránsito desde el espacio efectivo de los seres

37
Cfr. Platón. Obras completas. Ediciones Aguilar.
reales hacia el dominio axiológico del “deber ser”.

En el curso de la Audiencia, Sócrates quiere desconocer que el debate no versa sobre


pruebas de nociones abstractas y generales, donde la universalidad de la demostración
prima sobre la pobreza numeraria de la casuística, sino que la Audiencia que lo juzga
remite a sucesos muy concretos y singulares que consisten en haber o no dicho o hecho el
acusado alguna cosa acerca de algo también singular y bastante concreto. Sócrates no se
molesta en infirmar el cargo de haber reconocido la compañía de un dios consejero o
demonio familiar por
el método de negar de plano la ocurrencia del suceso, pedir un testigo que lo encare en el
detalle o concederle una interpretación metafórica a sus palabras. Lo que lleva a efecto, en
cambio, es “demostrar” que la naturaleza del sabio lo hace impermeable a todo influjo que
represente el mínimo impulso a transgredir la ley o la moralidad vigentes. En cuanto a este
punto, y por contraposición a la tesis antedicha, Jenofonte asegura que Sócrates sí intentó
desmentir la acusación de impiedad –en lo que tocaba a reconocer una deidad forastera o
demonio personal– alegando que sus palabras para referirse a ello, fueron dichas en sentido
figurado y comparándose con los adivinos que se sirven del trino de los pájaros para
augurar el porvenir. Platón, por su lado, al parecer, prefirió omitir el episodio.

Calificar de “exabrupto jurídico” el intento de “demostrar” Sócrates abstractamente –para


efectos probatorios– que no le era dado cometer ilícitos debido a su alta condición de sabio,
no es una especie de intromisión injustificada de la epistemología jurídica actual en el
derecho procesal penal de aquel entonces. La exigencia de exhibir directamente, del modo
más concreto y unívoco, la justificación del castigo impuesto o la razón de ser de la
absolución decretada, formaba parte de las reglas democráticas más antiguas de la
convivencia social entre los hombres. Pero que ello fuera posible dependía de la interacción
inteligible entre las acusaciones y los descargos, cuyos conceptos y proposiciones debían
ser claros y directos, concretos y comprobables. Es decir, todo lo contrario de lo que
Sócrates proponía para llevar a efecto sus demostraciones por el absurdo.

En la tragedia Edipo rey, de Sófocles, representada por vez primera en 430 a.n.e. (treinta y
un años antes del juicio a Sócrates), hay evidencia –aunque dramatizada– que sugiere lo
importante que debió haber sido para el griego de aquellos días contar con las
oportunidades de constatar o refutar directamente las conjeturas que constituían el epicentro
de los debates políticos o la justificación de las alegaciones jurídicas. La propia obra es un
dechado de exigencia probatoria de carácter empírico, honesta y consistentemente
encaminado a descartar las conjeturas exculpatorias de la doble responsabilidad criminal
que pesaba sobre la conciencia de Edipo como una duda insoportable. Edipo rey quiere
saberse inocente de la horrenda sospecha de haber matado a su padre y compartido los
goces del lecho marital con su madre. La sospecha de ser el regicida y parricida que es
hermano de sus mismos hijos. Entonces, se impone la agenda de reconstruir con
testimonios verosímiles los trozos de historia que él mismo imaginaba como segmentos
sueltos de un todo coherente que lo incriminaba sin piedad. A diferencia de Sócrates, quien
fue, en la realidad histórica, abogado de sí mismo, Edipo, en el drama, es su propio
acusador.
Como se sabe, Edipo llegó a ser rey de Tebas y consorte de Yocasta, la reina, cuando
queriendo escapar del hórrido futuro predicho por el oráculo, huyó de Corinto con dirección
a Tebas. No imaginó el inevitable monarca de los pies deformes que intentando evadirlo,
sellaba definitivamente su destino. En el camino, mata a un desconocido que le cerraba el
paso y antes de su llegada a la polis legendaria, absuelve el enigma propuesto por una
esfinge que devoraba al viajero incapaz de resolverlo. La solución del enigma acarreaba la
muerte del monstruo asolador. En agradecimiento, los tebanos le ofrecen el trono vacante
del rey ha poco asesinado por un desconocido y el privilegio de desposar a la reina viuda.
Después de dieciocho años de felicidad conyugal y estabilidad política, los reyes enfrentan
una calamidad social inesperada y espantosa: la peste hace presa de la ciudad, diezma la
población y propicia el comportamiento anárquico. Edipo consulta el oráculo una vez más.
Ahora quiere saber por qué la polis está siendo castigada tan inmisericorde y cruelmente
por el hado. El Dios responde que una doble ignominia pesa sobre la ciudad: la impunidad
en el asesinato de Layo y el segundo matrimonio de Yocasta. A partir de ese momento,
Edipo se consagra a buscar por todos los medios al asesino del anterior monarca y a
desentrañar qué maldición pesa sobre su unión matrimonial con la soberana de Tebas.

Edipo hace comparecer ante sí a cada uno de los hombres que acompañaban o escoltaban al
rey Layo en el momento del lance fatal con el desconocido. Pide que reconstruyan
minuciosamente el episodio desventurado y le describan al forastero en el detalle.
Comienza a verse espejado en esos retratos de memoria y la sospecha de ser él mismo
asesino de su padre, consorte de su madre y hermano de sus hijos, se ensaña con él por vez
primera. Entonces compara, recuerda, asocia, induce, categoriza, propone, infiere o explica,
una y otra vez, obsesiva y compulsivamente, los datos con que reconstruye sus muchas
conjeturas del suceso. Hace traer a un adivino que le revela el nombre de sus verdaderos
padres, el presagio del oráculo y la progenitora decisión de asesinarlo. Con ayuda de la
reina encuentra al siervo –ya anciano– que tuvo compasión de él y lo regaló a un pastor de
la comarca. También localizan y llevan a ese pastor ante ellos para que certifique su parte
de la historia. La criatura que se salvó de morir –recordó el siervo– tenía los pies hinchados
y deformes por razón de un clavo que los atravesaba y una cuerda que los ataba. El rey
Edipo tenía los
pies deformes y además sabía que “Edipo” significa “el de los pies hinchados”. Luego, el
desenlace que conocemos.

El sentido de rememorar aquí la tragedia Edipo rey no es otro que plantear el acentuado
contraste que tiene lugar entre las pruebas alegadas por Sócrates en su audiencia y las
acudidas por el personaje de Sófocles para desentrañar su identidad en la tragedia. Las
“pruebas” de Sócrates son abstractas y generales; procuran eludir el detalle contingente
para centrarse en las categorías universales del “deber ser”. Las de Sófocles son concretas y
particulares; no desea contaminar la evidencia empírica con el lenguaje ambiguo de la
metafísica. Aunque dispares los métodos respectivos de Sócrates y de Sófocles en torno al
valor de la prueba teniendo en cuenta la especificidad o generalidad de los enunciados
correspondientes, parece razonable suponer que fue el de Sófocles, por lo directo y
“natural”, lo que debió de haber predominado en el recinto de la justicia ateneica de
aquellos arduos tiempos de la historia antigua.

Pero Sócrates se obstinó en “demostrar” por lo abstracto, antes que puntualizar por lo
concreto. Si el jurado aceptaba como prueba de impiedad el reconocimiento que Sócrates
mismo había hecho de su relación con el daimón consejero, la sentencia condenatoria se
deduciría “silogísticamente” de las premisas. Sócrates pensaba que, para salir bien librado
de aquel infame predicamento, debía aplicarse con esmero en demostrar que esa “relación”
con la “voz” no era parte de un culto religioso, ni mucho menos un acto de
desconocimiento del solar Apolo y la virginal Palas, deidades tutelares de la urbe.
Jenofonte nos pone al tanto de esos afanes del maestro.

Y luego, lo que es divinidades nuevas, ¿cómo podría yo introducirlas con aquello de decir
que la voz de un dios me señalaba lo que se debe hacer? Pues también los que se valen de
gritos de los pájaros y de palabras casuales de la gente, en testimonio de voces se apoyan, al
fin y al cabo38.

El argumento es falaz a la vez de poco persuasivo. Alega Sócrates que valerse del canto de
los pájaros o de las palabras que se dicen sin querer, para hacer adivinanzas o formular
presagios, no es otra cosa que apoyar los agüeros en el testimonio de voces que se
escuchan. Otro tanto acontece con la voz que él oye cuando esta le surte de consejos. La
solitaria diferencia consiste -aduce el sabio- en que los adivinos dan nombre de “pájaros” y
“palabras” a las voces que, respectivamente, oyen e interpretan; en tanto que él llama a lo
suyo, “genio” y “espíritu divino”.

Sócrates pretendía sentar la premisa de que los gritos de los pájaros, las palabras fortuitas
de la gente y el susurro de su demonio, eran sucesos de naturaleza equiparable por el solo
hecho de ser voces. De esta manera, tomaba lo adjetivo por principal, confiriéndole al
planteamiento del problema un giro epistemológico de media circunferencia. En efecto, la
acusación de “impiedad” no se refería al hecho de escuchar Sócrates una voz a la que dio el
nombre de “deidad” o “demonio familiar”. Lo que el cargo implicaba, en vez, era que el
filósofo reconocía la existencia de una deidad extraña a la religión estatal y que ese “su
dios” o “demonio personal” –que así optó por llamarle– era una “voz” que le musitaba
consejos.

Por supuesto, “pájaros” no es el nombre común que se confiere al canto de ciertas aves,
sino a esas aves mismas, que se dejan oír por medio de cantos. Sócrates intenta poner la
sintaxis de este aserto “de cabeza abajo” y sacar provecho pingüe de la ambigüedad
resultante, cuando afirma, según Jenofonte, que los adivinos dan nombre de “pájaros” a las
voces de las aves que inculcan el presagio o desenredan los misterios. A contrario sensu,
“demonio familiar” no es el nombre de una voz que aconseja, sino la identificación de una
38
Las religiones de nuestro tiempo promueven y sustentan la idea del dios antropomorfo de modo equiparable a los cultos
paganos antiguos. No se perciben progresos en el nivel de abstracción con que se describe al dios de cada doctrina. Parece
que el feligrés corriente es incapaz de venerar algo que no tenga figura humana o, por lo menos, voluntad y poder, aunque
“sobrehumanos”, para favorecer y castigar.
deidad consejera que manifiesta la presencia por medio de su voz. El agorero no dice que el
pájaro, desde cuyo trino se descifra el augurio, no existe. Sócrates, en cambio porfió en
dotar a la voz que lo guiaba, de cualidades que se dicen comúnmente de los sujetos reales,
mientras omitía la mención o esquivaba la alusión a la necesaria justificación ontológica de
ella. Era, pues, una voz existente en sí misma y por sí misma. Sin la apoyadura ontológica
de un sujeto que se ocupara de emitirla. La metafísica hace valer aquí su disparate. La
verdad es solo una mentira bien contada. El sujeto fonador no existe si decidimos ignorarlo.
El discurso fabrica la realidad objetiva. El fonador se desdibujó del contexto, pero la voz
permanece, con ganas de “seguir una vida independiente”. La “voz que el sabio escucha,
por consiguiente, es algo así como la sonrisa del gato evanescente de Lewis Carroll: una
sonrisa residual de gato, pero sin gato, en el ilógico país de las maravillas.

De conformidad con el análisis previo, el panorama procesal de Sócrates no daba lugar al


advenimiento de buenas nuevas. Si el acusado no se pertrechaba de mejores razones para
infirmar el cargo de impiedad, la sentencia sería condenatoria a buen seguro. Las argucias
empleadas para privar de sustantividad ontológica al “demonio consejero,” no fueron, al
parecer, de ninguna manera “salvadoras”, ni los alegatos forenses discurridos al respecto,
resultaron piezas oratorias suficientemente persuasivas. Se trataba de un mal argumento (el
de Sócrates) para contrarrestar un problema aparentemente trivial, pero que encerraba
peligros serios, de llegar a ser manejado diestra y astutamente por la contraparte. Entonces,
consciente el maestro pendenciero de hallarse en calzas muy prietas, le restó importancia al
tema de la voz fantasmal, buscando conferirla mayor colorido retórico al suceso de “hacer
caer” en inconsistencias al orador de la contraparte respecto del texto del cargo de
impiedad. A Sócrates le pareció puntualmente más ganancioso meter en contradicciones a
Melito, que atenerse al argumento de analogía, arriba barruntado, según el cual, relacionaba
ásperamente los trinos de los pájaros agoreros con la voz del enigmático daimón.

Uno de los presupuestos culturales básicos de la Grecia Antigua era la creencia


generalizada en la eternidad de la materia. El mundo había existido desde siempre. Pensar
que hubo “nada” antes de comenzar a existir el universo, era impensable, simplemente
absurdo. No era lógico sostener que primero fue “la nada”, porque “la nada” no es una cosa
o entidad que pueda estar antes o después de “algo”. Es una palabra que se usa, pero que no
designa cosa alguna, lo cual le otorga precisamente su sentido. El mundo para los helenos,
por lo tanto, era necesariamente eterno: nunca inexistió y jamás dejará de existir. La creatio
ex nihilo, siglos después, fue un infortunado invento judío, adoptado por el cristianismo.

El presupuesto de la eternidad de la materia no se relacionaba incompatiblemente con la fe


en los dioses, ni era factor determinante en la emergencia de la incredulidad atea. En la
mitología, la teogonía, la teología y la filosofía griegas, los dioses mitológicos del océano,
de los bosques, de los volcanes, del cielo, de la guerra, de la amistad o del amor,
testimonian en sus mitos y leyendas la monumental, pavorosa y telúrica creación del mundo
perceptible, con sus horrores y encantos, perversiones y virtudes, con el completo ajuar de
sus fenómenos, procesos y criaturas, a partir de la materia primigenia, eterna,
indiferenciada y caótica.
Sócrates acude a una estrategia semejante cuando intenta explicar cómo participa este
mundo defectuoso, de aquel otro de la perfección absoluta propia de los arquetipos
inmortales. Este ítem conecta variadamente sus constructos con el tema “El dios de
Sócrates”. Una vez más el filósofo quiere superar dificultades gnoseológicas graves con el
recurso de la intervención de un dios, al que denominan “demiurgo”, porque cumple la
tarea de convertir la materia desorganizada e informe, en el espacio-tiempo relativamente
coherente en que existimos. Platón retrata en este diálogo a un Sócrates insincero e
inconsistente respecto de la creencia en Dios y la cabal definición de su concepto. El sabio
pregona haber sido ungido por Apolo con el encargo de hacer mejores y más virtuosos a los
varones de la polis, objetivo que se alcanza cuando cada cual sea capaz de conocerse a sí
mismo en plenitud. “Conocerse a sí mismo” es una antigua consigna de la religión de
Apolo. Sócrates la adopta, la glosa y la aplica a su manera –sin consultar a los teólogos del
templo– espontánea y arbitrariamente. Pero lo que Sócrates hace cuando ejerce el mandato
del dios-sol, no consiste en citar los papiros sagrados del culto para adecuar una línea de
conducta más virtuosa, ni nada semejante. Aprovecha la coyuntura para perfeccionar sus
métodos y técnicas dialogales, que son las herramientas precisas para trabajar su propia
filosofía. De este modo, utiliza un dios como pretexto para buscar otro como objetivo.

El filósofo de Alopece no emuló el arrojo del viejo Jenófanes de Colofón, quien denunciara
la naturaleza antropomorfa de los dioses del Olimpo, maculada de las pasiones y surcada
por los mismos defectos que hacen punible la conducta perdularia de los hombres. Sócrates
sabía que un dios pagano existía como un principio milenario del culto, que no se
compadecía en absoluto con el concepto del Dios que hace tránsito inefable desde los
universales de la lógica, en el diálogo, hasta el espacio de los arquetipos perfectos, en que
fulguran como summum de la Verdad, la Justicia y la Belleza.
X LA REDUCCIÓ N AL ABSURDO
El análisis lógico y la implementación pragmática de algunas heurísticas arqueológicas
destinadas a la interpretación plausible de textos cifrados, incompletos o ambiguos,
aplicados a la exégesis del diálogo Apología de Sócrates, han privilegiado la ocasión de
comprender mejor el concepto de “balance epistemológico” entre el valor semántico del
argumento socrático “por reducción al absurdo” y los rangos de su aplicación práctica en el
contexto.

El procedimiento “por reducción al absurdo”, que constituía la estrategia favorita del


“filósofo-reo” en sus debates dialécticos, fue recurrido por él en la Audiencia para
defenderse de las imputaciones que lo vinculaban penalmente con reatos perpetrados en
deshonra de la religión del Estado y en desacato de la catequesis moral tradicional, legada
por los mayores a la juventud cuya elite discipulaba con creciente fervor la enseñanza
filosófica prodigada por el sabio. Como bien ha de saberlo el lector medianamente
entrenado en el manejo práctico de las preceptivas lógicas, la reducción al absurdo, en su
modalidad estricta, es una especie de demostración indirecta que consiste en admitir como
válida la tesis rival de aquella que se ha tenido como legítima en un contexto discursivo
dado, para pasar a deducir seguidamente que dicha propuesta antagónica genera
inconsistencias lógicas frente a ciertos enunciados del cálculo. De donde se sigue
rectamente la no admisibilidad de la oración alternativa en el sistema lógico en medio del
cual transcurre normalmente el debate o tiene lugar el fenómeno recurrente de las
confrontaciones litigiosas y de otras emboscadas o escaramuzas dialécticas.

Desempeñándose en el proceso público como defensor de sí mismo, Sócrates de Alopece


sometió a Melito, uno de sus inculpadores y orador oficial de la Acusación, al asedio de su
mayéutica incesante y al efecto de sus corolarios inapelables. Mediante un diálogo
constrictivo de preguntas y respuestas puntuales que fundaban el argumento por reducción
al absurdo en las inconsistencias generadas por las respuestas forzadas del oponente,
Sócrates buscaba desarticular inductivamente la lógica del alegato acusatorio, al tiempo que
debilitaba la seriedad probática de las imputaciones y minaba el prestigio forense del propio
acusador ante la majestad de los quinientos cincuenta y seis jueces y la opinión rasera del
numeroso auditorio popular.

El discurso erístico de Sócrates se inscribe en el modo lógico antedicho, aunque su


desarrollo efectivo es más laxo de lo que aparentemente entendía él por “demostración”
cabal de un argumento. Sócrates recurre a la heterodoxia de la inducción incompleta 39 para
39
La “inducción” empleada por Sócrates, generalmente procede por vía de unos cuantos ejemplos que ostentan alguna
característica en común. El interlocutor del filósofo en el diálogo –también el lector– es persuadido de aceptar como
“completas” las series inductivas que, de suyo, no lo son. El defecto capital de este procedimiento reside en el ilegítimo
salto lógico que proviene de una serie corta de casos homogéneos y culmina en una proposición que arbitrariamente se
refiere a la totalidad del conjunto. Falencia tan grave, y a veces peor que la anterior, la constituye el procedimiento
formalmente espurio de servirse el orador (por error o por dolo) de la proposición universal ilegítimamente derivada de
una inducción incompleta, para insertarla a continuación como premisa válida de algún argumento o para impostarla como
ley en el universo del discurso que corresponda.
encadenar progresivamente los juicios particulares que la destreza estilística de Platón, y la
condescendencia cómplice de los lectores, convierten en generalizaciones universales. De
hecho, el maestro no trabaja discursivamente su inducción verbal con entidades singulares,
porque “cisne”, “nieve”, “nube”, “espuma” o “lirio”, por ejemplo, convenidos como
imaginarios sujetos del predicado “blanco”, no son palabras singulares o de individuo, sino
vocablos de clase. Son los universales lógicos: los géneros y las especies.

Cuando el sabio sentencia que todos los lirios son blancos, quiere dar por aceptada la
absoluta “verdad” de esa ficción. Platón sabía –y sus lectores críticos también–, que es
imposible certificar de uno en uno la blancura de los lirios del mundo. Los problemas que
emergen del intento de satisfacer la exigencia de completitud antedicha, están asociados a
las limitaciones propias del método inductivo, que no puede dar de sí consecuencias
universalmente válidas y lógicamente necesarias40. Pero Sócrates se atreve a postular el
juicio universalmente y lo hace de modo categórico, que no estocástico, según era de rigor.
La lógica, entonces, desborda sus límites y el orador pierde el pudor radicado en la
costumbre de pensar honestamente.

De esta manera, si bien el argumento por el absurdo sirve de guía confiable y constituye un
punto de referencia continuo para el quehacer mayéutico del sabio, su alocución, desde el
lado lógico-jurídico de ver el tema, no satisface a plenitud la exigencia de las
demostraciones de este género. Los enunciados “universales”, producto de generalizaciones
espurias, no deben ser acogidos como premisas válidas de silogismos jurídicos. Ni es
decente enmascararlos como “verdaderos” para urdir deshonestamente una confutación
cifrada en el engaño. No hay que olvidar que el debate forense no se limitaba a la
confrontación de los ideales doctrinarios; en él se ponían a riesgo los derechos de las
personas, su patrimonio, su libertad individual y hasta la propia vida.

La siguiente es una simplificación del caso más evidente de refutación por el absurdo
consignado en la Apología:

Sócrates es acusado de creer en un dios espurio.

a) La creencia en dioses espurios es delito de impiedad.


b) Sócrates merece la pena de muerte.

Sócrates es acusado de no creer en dios alguno.

c) Los dioses espurios son hijos de los grandes dioses.


d) No se puede creer que haya dioses-hijos sin reconocer la existencia de dioses-
progenitores.
e) No se le puede acusar de creer en dioses espurios porque también le sindicaron de

40
El ideal socrático de la perfecta reducción al absurdo no puede cumplirse cuando es a través de la inducción estándar
que se infieren los enunciados universales que entran en contradicción con las proposiciones de la teoría impugnada.
ateísmo y si es ateo, no cree en dioses espurios ni en grandes dioses.
f) No se le puede acusar de ateísmo porque se le acusó de creer en dioses espurios y,
por ende, en grandes dioses.

Los enunciados en cursiva condensan el contenido de la acusación de “impiedad”. El texto


original se referencia con los literales a y b. La “modificación” del mismo tuvo ocurrencia
durante la diligencia de careo: Sócrates envolvió al acusador Melito en su retórica
multivalente para inducirle a manifestar que el sindicado del reato (el propio Sócrates) no
solo descreía de Apolo y de Palas Atenea, sino que descreía, en general, de todos los
dioses; era un delito de ateísmo.

Los ítems desde c hasta f, concentran la argumentación defensiva socrática. La movida


retórica que engendra la inconsistencia examinada es una pregunta que Sócrates dirige a
Melito en medio de la diligencia de careo entre acusador y acusado, como si fuera otra de
las varias interrogantes que este se encuentra comprometido a absolver. ¿Opinas que
descreo solo de algunos dioses o de todos ellos? Sócrates necesita que Melito opte por la
segunda opción para que emerja la inconsistencia con el texto original de la denuncia (que
lo acusaba de creer en dioses espurios) y pueda llevar a efecto la refutación por el absurdo.
La pregunta misma es un señuelo, un ardid, una carnada, una invitación aparente a hacer
más gravoso el cargo de impiedad. ¡Es una trampa mortal!

El procedimiento mismo de confundir al orador rival no era, sin embargo, un delito contra
la administración de justicia, ni una falta contra la moral profesional vigente. Se trataba de
una estratagema oratoria o muestra de prestidigitación retórica que inducía al oponente a
optar por una alternativa que parecía más ventajosa que la anterior, pero que potenciaba
todo lo contrario, una especie de “misa en escena” que velaba una estrategia refutatoria del
orador; una conducta propia de litigantes duchos o curtidos sofistas del foro judicial. En
Sócrates, por el contrario, esta era una postura indecorosa que manchaba su noble
investidura de sabio y de filósofo. No es propio de un pensador insigne apelar a trapisondas
y añagazas para sacar adelante un argumento. La fuerza de la razón y el ejercicio de la
inteligencia, que son supremos en el genio, han de ser los únicos garantes del cometido
dialéctico de impulsar la verdad y refutar los infundios. Hay una ética en la aplicación de la
lógica al debate, que el “abogado” Sócrates desatiende de manera reiterada. Lo que él
quiere es retaliar con fuerza contra sus querellantes, hundirlos en el ridículo público de las
peores inconsistencias. Al precio que fuera.41

41
Los estereotipos guardan relaciones de parentesco lógico con las inferencias espurias derivadas de inducciones
injustificadas. Se trata de argumentos fundados en estadísticas de números pequeños que tienen la propiedad de reiterarse
constantemente. La persistencia del fenómeno opera en la psicología del colectivo social como factor de ambigüedad y
estímulo de generalizaciones indebidas.
XI ATACAR Y DEFENDERSE
Una vez terminado el introito y la primera parte de su discurso, Sócrates pasó a increpar
retóricamente al acusador Melito, quien había asumido la tarea jurídica de orar
litigiosamente en el proceso. Era la gran oportunidad procesal para que Sócrates retara y
conminara al orador de la contraparte a desambiguar el sentido de sus palabras
sindicadoras, y transparentar su versión de los “hechos delictuosos” mencionados en el
papiro acusador con vocablo universal, pero no pormenorizados debidamente por medio de
proposiciones querellosas.42 Sócrates se ocupa, en primer lugar, de examinar la imputación
de “corruptor de la juventud”. Pero su plan de acción no es, como cabría esperarlo en una
audiencia penal, un análisis puntual de alcance refutatorio en cuanto al supuesto
comportamiento punible, la modalidad de su ejecución, las circunstancias en que habría
tenido lugar la infracción, la identificación de las víctimas del reato o el grueso del acervo
probatorio conectado con su responsabilidad en el hecho denunciado. No es que el discurso
apologético del sabio se disocie por completo de la pertinencia procesal referida a las
operaciones listadas en el párrafo anterior; lo que ocurre es que predomina en su alocución
la categoría abstracta sobre el vocablo concreto y el concepto de género o especie sobre el
de individuo. O tiene lugar concederle primacía a la inferencia probable acerca del hecho
concreto, que al hecho concreto mismo que podría servir de prueba de la inferencia
probable.

Sócrates no maneja jurídicamente la prueba testimonial. No presenta formalmente a la


audiencia testigos presenciales que pudieran haber dado fe de lo que les constaba, por
conocimiento directo, acerca de las acusaciones impetradas contra él. Prefiere citar de
memoria, por sus nombres de pila, a varios ciudadanos allí presentes, que eran progenitores
o hermanos mayores de discípulos suyos, para que se acercaran a certificar lo que fuera de
su conocimiento, en cuanto a la clase de efectos deletéreos que su enseñanza operaba en la
formación de los jóvenes. Se trata de una variedad del argumento hoy conocido como
“selección de observaciones”43 que Sócrates aplica de la siguiente manera: cita los nombres
de ciertos familiares de discípulos suyos, allí presentes, que él reconoce partidarios de su
causa y les pide que testimonien lo que sepan sobre sus “enseñanzas perdularias” a la
juventud de Atenas.44 Ninguno de ellos, por supuesto, alzará su voz para acusarle. Lo cual
42
Refiriéndose a los defectos de imprecisión, notables a primera vista en el texto de la denuncia tantas veces referenciada,
Jenofonte escribió lo siguiente: “Más de una vez me he preguntado con qué especie de argumentos pudieron persuadir a
los atenienses los acusadores de Sócrates de que era reo de muerte ante el Estado”. Jenofonte. Recuerdos de Sócrates.
Libro Primero, Capítulo I.1, Navarra: Salvat Editores, 1971, p. 13. Es decir, con unas sindicaciones tan imprecisas como
aquellas contra Sócrates ¿cómo pudo tener éxito el alegato que requería la sentencia a la pena capital? No sobra repetir
que la determinación de los autores que escribieron sobre la defensa del sabio, en el sentido de no transcribir ni comentar
las intervenciones de los demás actores procesales, carga con la culpa de toda la perplejidad y la frustración que tiene
lugar en el ánimo de los lectores e investigadores del tema.
43
Esta variedad del argumento parece querer probar la validez de una tesis por un medio parecido al del “pupitrazo”
colegiado, que no busca la mayoría relativa sino la unanimidad absoluta.
44
El biógrafo de Sócrates, A. E. Taylor, sostiene que “los testigos no eran examinados ni careados por el tribunal; el
testimonio consistía en registros escritos de lo declarado en las diligencias preliminares y no se podía añadir ningún
material nuevo. Sin embargo, a cada una de las partes se le permitía hacer preguntas al contrario, que tenían que ser
sería, por sustracción de materia, “refutación” de las imputaciones aludidas. Por desgracia
para el acusado, esta clase de argumento pierde gran parte de su poder persuasivo
cuando se esgrime el contraejemplo preciso, que en este caso estaría representado en los
nombres de los discípulos del sabio que se convirtieron en enemigos de la democracia y en
traidores de la patria.

La estrategia no era, teóricamente, ni mucho menos, un mal recurso retórico de apoyo y


fortalecimiento discursivo. Salvo que no mejor recurso ni más pertinente alternativa que el
alegato que pudo haber exigido la práctica de las probanzas pertinentes y precisas con las
cuales poder infirmar jurídicamente las acusaciones que le tenían como reo vergonzante de
aquel juicio criminal. No da lo mismo desde la perspectiva procesal una admisión de
desconocimiento de un delito implícita en la no concurrencia de alguien al estrado de los
declarantes, que el testimonio activamente depuesto sobre los hechos investigados y sus
circunstancias puntuales de modalidad, tiempo y lugar.

Puede alegarse que se estaría exigiendo aquí, del filósofo, un comportamiento afín al del
abogado moderno, sin tener en cuenta la distancia de veinticuatro siglos que separan
aquella cultura jurídica de la nuestra. Pero esa objeción pierde fuerza cuando se echa de ver
que no son nociones jurídicas de estos días las que se querrían imponer a ese pasado remoto
del derecho criminal.

Las invocadas o aludidas, son ideas elementales del sentido común jurídico consagradas en
la historia de civilizaciones precedentes que Sócrates glosaba veladamente confiriendo a su
discurso los matices que le parecían más a propósito para alcanzar un fin que no fue, a la
postre, enteramente jurídico.

En cualquier caso, no hay que engañarse respecto del nivel teórico y la habilidad práctica
de los abogados atenienses para atacar y defenderse en el escenario forense. No solo había
una tradición jurídica consagrada en los códigos y manifiesta en la costumbre litigiosa –
apuntalada además por la contribución de los profesores sofistas–, también existía un
encomiable legado del saber oratorio y de su praxis, que había laureado a la ciudad mil
veces con galardones conquistados en las más exigentes justas y legendarios torneos. Esas
hazañas de la palabra imbatiblemente argumentada y hermosamente dicha, atrapadas en
relatos históricos y biografías de tribunos célebres, constituyen el alfa y el omega de los
tesoros discursivos más insignes de la antigüedad greco-romana.

Al lado de lo dicho, conviene rememorar la contribución de la filosofía de aquellos tiempos


a la evolución temprana del lenguaje del derecho. La filosofía se inventaba a sí misma en la
medida en que acuñaba las palabras cada vez más precisas para ejercer su oficio. Nuevos
vocablos emergieron para designar filosóficamente la actividad de quien conoce, la
receptividad de lo que se conoce y el efecto de intentar amancebar metodológicamente lo
uno con lo otro. Al forjar su propio vocabulario, que era general y abstracto, la filosofía
contestadas” (El pensamiento de Sócrates. México; Breviarios del Fondo de Cultura Económica, 1961, p. 87).
enriqueció el prontuario de las ciencias y artes que, en estado embrionario, parecía
demasiado concreto. Otro tanto vino a acontecer con el derecho. La filosofía no es solo
tributaria importante del derecho en el proceso temprano de su consolidación teórica, sino
que ha sido fuente permanente de renovación en los espacios plurivalentes del uso y
aplicación del lenguaje jurídico, desde Aristóteles hasta la robótica, la cibernética y la
inteligencia artificial.

De esta guisa, también, el saber jurídico, que en sus albores receptó la impronta fecunda de
los neologismos filosóficos griegos –y más tarde latinos– para iniciar la empresa de
teorizar la omnipotencia inapelable del Estado y la obligatoriedad estricta del gobernado en
el cumplimiento de la ley, fue ideando en paralelo los sincretismos de su propia filosofía o
jusfilosofía, su lógica y su epistemología con qué justificar sus cometidos y hacer frente a
los fantasmas de las paradojas, desovados por sus propias inconsistencias metalógicas.

La filosofía griega apadrinó la evolución temprana del derecho occidental no solo en el


sentido de troquelar los términos universales de la ciencia jurídica y de co-inventar los
núcleos axiológicos de la jusfilosofía naciente, sino también en la dinámica de ayudar a
formar la jerga de los abogados litigantes. En todo ello tuvo que ver el aporte de los
profesores sofistas, cuyos discípulos y protegidos oraban exitosamente en el foro como
funcionarios y litigantes, equipados de una jeringonza mucho más vivaz, directa y eficiente
que las fórmulas estáticas en que obligadamente se petrifica lo positivo de la ley.

Asunto lamentable como el que más, fue el estilo desconsiderado de disentir Sócrates del
discurso y la enseñanza de los profesores sofistas. No concierne la alusión al desacuerdo
teórico del maestro con las doctrinas y métodos enseñados por ellos, sino al talante
irrespetuoso y desmesurado que imprimía a las locuciones que portaban sus puntos de vista
sobre la sofística y los sofistas, en general, o sobre algún sofista o sofisma, en particular.
No se contentaba el sabio con “demostrar” los errores y falacias del discurso, sino que
parecía refocilarse en mancillar con algún oprobio a la persona misma del oponente. La
probable causa de esa animadversión desbordada habría sido el alto poder competitivo
representado en la enseñanza de los sofistas, cuya teoría y método, por contraste, se
asimilaban con facilidad en el aprendizaje del discente y se llevaban a la praxis profesional
con grande desparpajo y éxito rotundo. Mientras Sócrates buscaba desentrañar la auténtica
esencia del conocimiento acudiendo a una forzada simbiosis de la lógica con la ontología,
tan ininteligible como inaplicable, los sofistas enseñaban el uso diestro de la retórica,
inteligentemente adosada a los lenguajes relativos del saber particular, al universo teórico y
práctico del derecho y a las artes cuyo conocimiento versaba sobre compartimientos
estancos diversos del mundo fenoménico.

Es pertinente aclarar que una cosa es el alto nivel de la retórica y de la excelencia oratoria
alcanzado por los abogados atenienses, y otra, el grado de desarrollo conceptual y
operatorio del sistema judicial mismo, bastante inferior, guardadas las distancias
contextúales, a su equivalente romano de algunos siglos más tarde. El solo hecho de ser la
justicia administrada por un cuerpo colegiado de quinientas sesenta personas no entrenadas
profesionalmente para ello, amén de elegidas por un tiempo relativamente corto para
ejercer sus funciones, constituía uno de los defectos mayores del sistema. Los ciudadanos
varones de la polis ateniense, seleccionados “a dedo” para representar como jueces las
circunscripciones políticas en que a la sazón se dividía el territorio de la polis e investidos
transitoriamente por la ley constitucional democrática de amplios poderes jurisdiccionales,
no se desempeñaban en las audiencias públicas como jueces propiamente tales debido, en
parte, a su craso desconocimiento del derecho, sino que fungían más bien a la manera de
fugaces jurados de conciencia, en el sentido moderno del término.

No operaba, pues, en la Atenas del año 399 a.n.e., la figura del juez como individuo
administrador de justicia, salvo excepciones perentorias, y la carrera judicial, por lo tanto,
resultaba impracticable bajo semejantes imposiciones. El factor determinante de este atraso
institucional era el muy generalizado prejuicio de pensar y obrar “democráticamente”, una
aberración ideológica que había parasitado y retardado la legislación y la operatividad de
ella, hasta llevarla a extremos ridículos y patéticos. Sócrates opinaba mal de la democracia
así entendida, porque una multitud de ignorantes no puede suplir la eficiencia del individuo
experto que conoce a cabalidad su oficio.45

El filósofo no buscaba probar directamente la no comisión de las conductas que se le


endilgaban ni ofrecer una interpretación exculpativa de ellas mediante la apelación al
discurso manipulable de la retórica. Él se empeñó en “demostrar” que su acrisolada
condición de sabio era la garantía incuestionable de la pulcritud moral que le impedía
comportarse injustamente. Sócrates no cometió las faltas que se le imputaron –alegaba–
porque era imposible que pudiera cometerlas. Así de simple era su argumento, de
tautológico, subjetivo y doctrinariamente dogmático. Aunque no dejó de referirse
puntualmente a los cargos en concreto, el procedimiento de su preferencia consistía en
reducir al absurdo el argumento del opositor forense. Parecía más un asunto de preceptivas
lógicas que de lucubración moral y jurídico talante.

De esta manera –acaso petulante y soberbia– Sócrates cambiaba a discreción las reglas del
juego procesal y desconocía allí mismo, de hecho y de frente, ante aquella audiencia por
momentos estupefacta y catatónica, la legitimidad de la justicia ateniense para encausar y
condenar al más sabio de los hombres, predilecto de Apolo y multiplicador de su verdad.
Sócrates se sometió a las leyes dando muestra de obediencia en el cumplimiento de su
deber, pero se dolió de lo que consideró “injusta aplicación” de ellas en el juicio que lo tuvo
como reo. Sócrates no buscaba un triunfo jurídico en su autodefensa, tanto como deseaba
mostrar la “iniquidad de los falsarios” que le habían arrastrado hasta los tribunales del
Areópago como si de un malhechor cualquiera se tratase. El sabio salió a defender su honor
de hombre prestante y ciudadano recto, antes que a exculparse de la “infamia” que lo
enlodaba por fuera sin mancharlo esencialmente.

Sócrates se defiende como filósofo. No quiere bajarle demasiado al nivel de abstracción y


universalidad de su discurso. No desea enredarse con las palabras que describen con
torpeza mostrenca el universo de las cosas contingentes. No olvida que es el teorizante
45
Sócrates y Platón no eran partidarios de la democracia. Su ideal de régimen político, sin embargo, no era la aristocracia,
sino la “noocracia”, una especie de gobierno ejercido por los más sabios, es decir, los filósofos.
mayor del mundo de los arquetipos absolutos y “el hombre más sabio de todos” por
dictamen del dios en el oráculo. Lo que él entiende por “Justicia verdadera”, desde luego,
no es el esperpento legal que allí se administra como sentencia de los jueces o se lee en los
papiros legislativos como normatividad oficial de la voluntad inapelable de la Constitución
Política en la Ciudad-Estado. La justicia, para el pensador de Alopece, es “algo”
infinitamente más perfecto de lo que se entiende por tal cosa en este mundo precario de las
sombras. Pese a ello, el filósofo-reo no pierde la sindéresis discursiva frente al contexto
procesal que lo incrimina y en todo momento da a entender que sabe perfectamente cuáles
son –dicho en términos modernos– las coordenadas de espacio y tiempo que cuadriculan su
condición de procesado ante las leyes penales de la Ciudad-Estado.

El portentoso y megalegórico Sócrates, con su oratoria habilidosa y su lógica contundente,


cambia, por momentos, el orden “natural” de la estructura procesal haciendo del juicio
normativo-penal, incoado en contra suya, un pretexto para convertirse en juzgador moral de
sus juzgadores jurídicos y en contradictor ético de sus acusadores procesales. A Sócrates le
interesaba mucho más conservar limpios su prestigio de sabio y su lustroso renombre de
filósofo magno en la por entonces “capital del mundo”, que preservar la vida, llegado el
caso, pactando silencios elocuentes o acordando transacciones deshonrosas.

Sócrates asevera que no aceptaría la condición de salvar su vida a cambio de colocarle


mordaza de oprobio a sus palabras de filósofo. Esto lo diría para darle fuerza de convicción
a sus argumentos principales y lo escribió Platón para dejar en el lector la impresión
engañosa del mártir que escoge morir antes que apostatar de sus principios. Pero los jueces
no le conminaron a sujetarse a esa condición y no parece jurídico que lo hubiesen hecho,
porque los cargos, según sabemos por boca del propio Sócrates al referirse a ellos, no
consistían en el acto filosófico de enseñar la virtud a sus conciudadanos, sino en haber
reconocido su relación personal con una deidad menor ajena al culto oficial de Atenas y
ejercido supuesto ascendiente moral directo en la formación de algunos jóvenes, seguidores
o amigos suyos, que pasaron a ser más tarde piedra de escándalo moral y motivo de
vergüenza social por su conducta perdularia y desvergonzada, así como paradigma de
deshonor político por sus felonías antidemocráticas y reatos de traición a la patria.

El maestro epiloga imaginariamente que la condena a muerte es la coronación sublime de


su vida de sabio. De ahí sus raptus de insolencia frente a los jueces y sus palabras de
irónico despego ante el factible e instintivo “llamado de la vida”. ¿Buscó el sabio acaso la
condena a la pena capital para inmortalizarse? Lo cual, de ser así, sin embargo, no
equivaldría a tener que aceptar por válidas las razones que lo impulsaron a ello. Platón, por
momentos, con el hechizo insoportable de su estilo, induce con engaño a sus lectores a
compartir la tesis que postula a Sócrates como venerable mártir de la filosofía. En cualquier
punto del itinerario procesal, o a lo mejor mucho antes del juicio, Sócrates pudo haber
intuido los notables efectos históricos que sucederían a la ejecución de su condena a la pena
de muerte. Sin mucha tardanza, sus discípulos y amigos, lo elevarían a la estatura del mártir
universal que prefirió el martirio antes que dejar de cumplir con el deber de enseñar la
virtud moral a los demás. Acaso, de repente, advirtió que estaba corriendo el riesgo de no
ser condenado a morir.
Entonces, el abogado de sí mismo, se hace cómplice sutil de sus acusadores y su discurso
de defensa se va por las ramas de lo no probático mucho más de lo debido. Sócrates no se
defiende idóneamente en el proceso porque sabe que, para él, la condena judicial es la
mejor de todas las defensas. Su muerte personal, a la postre, significará y entrañará la
inmortalidad de su nombre en las páginas de la historia No son pocos los tratadistas que
comparten esta interpretación sesgada de la muerte voluntariamente buscada por el sabio.

Una inquietud que conduce al planteamiento de un problema exegético serio, emerge


cuando el analista se pregunta seriamente ¿en aras de qué preciso ideal padeció Sócrates su
enjuiciamiento y muerte? O si no hubo ideal alguno de por medio que justificara el pretexto
de convertirlo en mártir. El consenso universal sobre este asunto, desde Platón hasta
nuestros días, dice que Sócrates fue condenado a beber la cicuta debido a lo “disolvente” de
su enseñanza filosófica respecto de las tradiciones religiosas o políticas de la polis y por lo
ejemplar de su posición doctrinaria y coraje personal, cuando afirmó que, llevado a
extremos, escogería morir antes que renunciar a su tarea filosófica de enseñar a los hombres
a ser libres y virtuosos. Es decir, que, de conformidad con esta tesis amañada, Sócrates
sería el primer gran mártir de la filosofía.

Pero Sócrates no declara que enseña a ser virtuosos a los varones atenienses en aras de su
libérrima condición de filósofo, sino por mandato del dios Apolo. Sócrates es un
mensajero, un enviado, un apóstol, un escogido del dios-sol. Lo cual no parece demasiado
filosófico, por cierto. En conexión con ello, el delito de impiedad que se le imputa, no es su
identificación de la divinidad con la idea arquetípica del Bien en su filosofía de los dos
mundos. Sino el haber reconocido la existencia de un demonio o dios familiar cuya voz le
hablaba para prodigarle consejos. ¡Qué pobre jerarquía intelectual la que hay en este cargo!
Los enemigos del filósofo habrían sido tan maliciosos como injuriosos en la atribución del
delito cometido. No se le acusa de ser el gran filósofo que niega a los dioses de la polis para
ubicar en su lugar el arquetipo del Bien. ¡Se le denuncia por profesar una superchería digna
de la plebe o propia de los desviados mentales! En el fondo, sin embargo, su condena a
muerte es debida, mayormente, a los efectos sociales deletéreos que dejaba, convertido en
rencor comunitario, la odiosa costumbre de perseguir, acorralar, refutar, ofender y humillar
públicamente a los ciudadanos que resultaban damnificados de su insania teo-
megalomaníaca. Sócrates no es condenado a muerte por su amor a la filosofía, sino por el
odio que despertó en Atenas su acoso de tábano insufrible y su fuetazo verbal paralizante,
como “descarga de torpedo marino”.

Platón espera disimular tamaña deshonra al poner gratuitamente en boca del reo una
pregunta y una respuesta que no clasifican procesalmente como válidas ni oportunas. Se
trata de una conjetura de mucha fuerza retórica que se dice con la esperanza de
promocionar a Sócrates como “mártir” de una causa que parece filosófica, pero que no lo
es: Si me propusieseis salvar mi vida a cambio de no volver a insistir en la prioridad de
acosar y obligar al ciudadano a ser cada vez más virtuoso, respondería que prefiero morir
antes que desobedecer al dios. Este reconocimiento de obediencia al dios para justificar su
asedio de tábano dialéctico, estraga por completo el argumento: es de lo menos filosófico
que se puede espigar en ese pasaje de la obra de Platón.

Los jueces no le propusieron al sindicado la citada alternativa porque los cargos formulados
en su disfavor concernían a su relación impía con una deidad personal y al hecho de
corromper a la juventud. A estos temas estaba circunscrito en la audiencia el perímetro
jurisdiccional de la acción-reacción litigiosa. Sin embargo, Sócrates (o Platón) recurre a la
estratagema de rematar su discurso con un argumento hipotético, deslizado de contrabando,
que le facilite mostrar cuán valeroso, sacrificado y sabio sería este hombre controvertible al
preferir la muerte a tener que renunciar a “su verdad”.

Qué patético resulta para el investigador suspicaz y para los lectores críticos descubrir en
Sócrates los defectos de la impudencia, la pusilanimidad, la insinceridad, la ambición y la
soberbia, complejamente entreverados en una tipología conductual que desova los
comportamientos más inesperados del maestro, como la indignidad de servirse de la
religión oficial para ganar estatus y usufructuar ventajas de diferente especie, no siendo un
credo supersticioso y populachero como aquel, de ningún modo compatible con lo que
debía constituir su encumbrada concepción filosófica de Dios.
XII ALGUNOS PORMENORES DEL LITIGIO
La Apología de Sócrates concierne a la “defensa” forense que Sócrates hiciera de su propia
causa. A pesar de lo mucho que se ha escrito sobre las supuestas virtudes de su desempeño
dialéctico en el foro de la Audiencia que lo juzgaba, el filósofo-abogado, visto en una
perspectiva jurídica más severa, no cumplió a cabalidad con la función de litigar su caso
según las conjeturables exigencias de la ley procesal vigente. En vez de infirmar las
acusaciones con los recursos probatorios señalados por la norma. 46 Sócrates prefiere
“demostrar abstractamente”, por medio del absurdo, que el sabio es incapaz de incurrir en
faltas contra la moral o en conductas delictuosas. Desde la perspectiva del derecho penal,
dado el contexto histórico, la actuación forense de Sócrates, que se mostró mucho más
filosófica que jurídica, y más estereotipada que espontánea, es sencillamente “atípica”, para
intentar definirla por fuera de los extremos polares de “lo bueno” y de “lo malo” que
califican –con axiología bivalente, y hasta maniquea– el conocimiento acerca de algo o la
habilidad de alguien para ejecutar alguna tarea en particular.

En el curso de la Audiencia, Sócrates mostraba, además de un desempeño poco jurídico,


una actitud displicente que exasperaba a los acusadores, irritaba a los jurados y
desmotivaba a la “plebe ilustrada”, que había llegado a presenciar enconados
enfrentamientos oratorios. Era el de Sócrates, además, un lenguaje corporal despectivo que
quizá proyectaba el poco entusiasmo que le merecía la alternativa de seguir viviendo bajo el
estigma de una condena judicial que encimaría a la punición prevista por la ley, la pérdida
de su investidura moral de sabio al servicio de Apolo. Cuenta Jenofonte 47 que habiéndosele
preguntado en la víspera de la audiencia si se había ocupado de preparar su autodefensa,
repuso que si no parecía suficiente preparación el ejercicio de haber practicado la virtud a
lo largo de su vida. Lo cual entraña un eufemismo para expresar lo poco que le preocupaba
defenderse de los cargos y lo mucho que despreciaba aquella precaria manifestación de la
“justicia”.48

El filósofo-abogado, oró sobre tópicos ajenos a su caso litigioso, como cuando cuestionó el
miedo del hombre ante la muerte: si no sabemos nada, ni bueno ni malo, acerca de lo que
46
El contenido de la normativa que establecía el procedimiento preciso en la intervención litigiosa de los abogados, no
está consignado en las obras que tratan del juicio seguido contra Sócrates, pero se puede reconstruir plausiblemente en lo
principal a partir del estudio comparativo con otros procesos de la justicia ateniense y con el examen de legislaciones
griegas de la misma época. La historia del derecho penal antiguo aporta interesantes luces sobre el particular.

47
Cfr. Jenofonte. Recuerdos de Sócrates.

48
El texto de la acusación, según lo atestiguan Platón y Jenofonte en sus respectivas apologías, es el mismo de que da
cuenta Diógenes Laertio (Libro II, capítulo 40), citando al platónico Favorino. Se sostiene que ha habido prueba
documentaria de que el texto precitado se conservaba, cinco siglos después del proceso a Sócrates, en el 399 a.n.e., en la
biblioteca del templo de Cibeles.
ella nos depara al separarnos de este mundo –decía– entonces es enteramente necio temerle,
pues podría ser un bien en lugar de un mal lo que nos aguarda en la ultratumba. 49 Pero no
pudo o no quiso él mismo ocultar sus propias dudas sobre el futuro del alma después de la
vida. Sócrates era presa de un agnosticismo recurrente que lo estragaba moral y
psicológicamente, y que no se compadecía desde el punto de vista ideológico con su
investidura de apóstol y escogido del dios ni con su condición de filósofo pionero de la
teoría platónica de los dos mundos.

Cabría alegar que el acusado pudo haberse defendido jurídicamente mucho mejor sin
prescindir de su argumentación filosófica. Pero todo indica que Sócrates ponderaba con
mucho esta última por encima de aquella. Por otro lado, la ley penal ateniense había
limitado a una solitaria jornada la actuación procesal de los abogados en delitos de tal
género (impiedad y corrupción de jóvenes). Sócrates, obviamente, eligió defender con su
mejor recurso lo más valioso que, para él, no era su vida, escueta y simple, sino el prestigio
de esa misma vida consagrada enteramente a la “honesta investigación de la verdad”. El
maestro Sócrates –escribe Platón– se lamenta de que Atenas, a diferencia de otras polis, no
haya estatuido varias jornadas para dirimir negocios penales como el suyo. Lo cual parece
indicar, desde otra perspectiva gnoseológica, que no le era indiferente, después de todo, la
expectativa de salir legalmente bien librado de tan injustificado y embarazoso
predicamento. Sobre todo, para sacar en limpio su honra, puesta en duda, y restituir el alto
atributo de su fama de sabio, salpicada de ignominia.

En determinados segmentos procesales, Sócrates procedía a montar un interrogatorio


erístico implacable, de corte mayéutico-inductivo, cuyas proposiciones resultantes eran
asociadas con algún cuerpo de teoría bien establecido para provocar refutaciones por el
método del absurdo. De esas arremetidas erísticas, como era de esperarse, no saldría ileso el
vocero de la acusación. Este orador de la contraparte fue acorralado y vapuleado de manera
intensa e inmisericorde por el “tábano” y “torpedo” de los tinglados oratorios, ante la
presencia de los quinientos sesenta jueces, el inestable auditorio regular, el grupo de sus
seguidores y los curiosos de variado pedigrí colmando el recinto de la Audiencia o
“atrincherados” en sus inmediaciones.

Pero esas razones impecables y esos alegatos lógicamente invencibles del maestro de
Alopece, debido a su abstracta naturaleza lógica e indirecto asocio probático con las
acusaciones presentadas en disfavor suyo, no lo redimían legalmente de la responsabilidad
penal que supuestamente le comprometía en los reatos de marras contra el régimen político-
eclesiástico ateniense, suceso jurisdiccional y político que aquí se evoca como trozo
importante de la historia de la filosofía y del derecho criminal de la antigüedad.

49
Este argumento, de que es necio temer a la muerte porque morir podría representar un bien póstumo antes que un mal
necesario, no parece retóricamente muy sólido si se tiene en mente que involucra la experiencia innata del miedo fóbico a
lo desconocido, que es común a todas las culturas a lo largo de la historia, y cuya razón de ser está anclada en las
incógnitas anexas a su propia incertidumbre. El “instinto de conservación de la vida” es otra variable que milita en
disfavor de calificar de “necio” el temer a la muerte.
En este punto del diálogo de Platón, emerge un “bache” narrativo de suma importancia.
Platón no da cuenta –tampoco Jenofonte– del procedimiento que hubo de haberse efectuado
para conferir concreción empírica a las imputaciones de los acusadores. El texto de la
denuncia no expone en concreto los detalles de la modalidad delictuosa en que habría
incurrido el sujeto activo del reato, ni aporta los nombres o identificaciones de las víctimas,
fechas, lugares y demás circunstancias que pudieron haber servido de referentes para la
práctica de las probanzas respectivas. Para colmo de males, los autores referidos no
reproducen los discursos de los acusadores, que de seguro contenían los datos y detalles
que faltaban en el papiro querelloso. Esta peculiar indolencia o tal vez voluntaria renuencia
de los narradores de esta saga, demerita notablemente el valor histórico de sus respectivas
obras. Pese a todo, del discurso defensivo de Sócrates se colige cuáles fueron los hechos
concretos que merecieron ser calificados de “delictuosos” por parte de sus tres acusadores.

Uno de tales hechos es su extraña experiencia, bastante divulgada por él mismo, con la voz
de un dios menor o demonio familiar que le susurraba consejos. Los acusadores alegaban
que reconocer la existencia de esa entidad espuria y ajena al culto oficial, constituía una
ofensa de deslealtad mayor contra las majestades supremas de los dioses protectores de
Atenas, a la vez que sentaba un precedente licencioso que abría las puertas a la intromisión
de otras sectas religiosas e ideologías teológicas, por lo general asociadas peligrosamente a
ideas comprometidas con el concepto y la praxis de la subversión política. Otro de los
hechos ilícitos imputados al maestro era el de corromper a los jóvenes cambiándoles la
valoración política, moral y filosófica del mundo en que existían y la de ellos mismos como
sujetos a la vez que objetos del acto política de conocer y ser conocido socialmente. La
prueba concreta de esa perversión estaba representada en la vida perdularia y los actos de
traición a la patria, perpetrados por ciertos hombres corruptos, asesinos y malvados que
alguna vez, siendo muy jóvenes, discipularon de la embrujadora enseñanza del maestro.

Mucho de lo que se decía en disfavor del filósofo-reo eran estereotipos que el


paso de los años fue convirtiendo en verdades de “a puño”, hechos inconmovibles, vox
populi, que toda la ciudad sabía, sin que a ninguno le hubiese importado intentar comprobar
su veracidad o falsedad. Sócrates no impartía consignas contra la democracia, pero los
cabecillas pro-espartanos del gobierno genocida de los Treinta Tiranos, habían sido en el
pasado sus discípulos y amigos; no predicó activamente los principios de otros credos
religiosos, pero enseñó que la deidad suprema es el más perfecto dechado de fusión del
Bien con la Verdad; no agenció la creencia en dioses menores, pero aseguraba contar
personalmente con un demonio consejero; no inculcó expresamente en Alcibíades los
vicios, perversiones, sacrilegios y traiciones que le dieran fama perdularia, pero este, desde
muy joven, recibió su impronta personal como amigo asiduo, pareja militar, discípulo y
amante.

Los cargos eran filosóficamente debatibles y jurídicamente impugnables por su supuesta


falta de concreción probática, pero la conciencia social y política de Atenas cargaba con el
peso de esa certeza improbada que la acusación había transferido formalmente a la voluntad
decisoria de los quinientos y más jueces. El problema ético fundamental de la polis era
saber a Sócrates “culpable” sin poderlo probar directamente. Fenómeno recurrente en la
historia del derecho criminal.

El filósofo-reo parecía más proclive a inducir al opositor forense en inconsistencias lógicas


para hacer de ello un escarnio público, que a reclamar con mayor énfasis en aquel delicado
momento procesal, las evidencias irrecusables de su responsabilidad o las pruebas
exculpatorias que reafirmarían su condición intransferible e inalienable de ciudadano y
hombre libre. Sócrates a buen seguro sabía que aquella acusación de “impío” y “corruptor
de adolescentes” no buscaba, en particular, proteger a la ciudad de su “nefasto influjo”
filosófico, sino que entrañaba la cara ocasión de “desquitarse”, los muchos damnificados de
su erística, de los ultrajes padecidos públicamente por obra y gracia del tábano y torpedo de
Alopece.

La Apología es un resumen del alegato de Sócrates y un recuento sucinto de algunos actos


procedimentales asociados a las votaciones de los jueces, las propuestas sobre la especie de
punición que habría de aplicarse y la sentencia definitiva de los magistrados. Pero no es una
crónica completa y equilibrada de lo actuado. Los discursos de la parte acusadora no fueron
reproducidos, como tampoco lo fue la palabra jerárquica de los funcionarios de la
jurisdicción ateniense para organizar y dirigir y rematar el procedimiento. No poder contar
con las ponencias de los acusadores contra Sócrates en el juicio referenciado, representa
una verdadera calamidad hermenéutica para el investigador. Es bastante verosímil que, en
aquellos papiros ignorados por los relatores de esta saga, estuviesen contenidos los
argumentos que mejor apuntalaban el punto de vista acusatorio. Al rehusar incluirlos en sus
obras, Platón y Jenofonte privaron al mundo jurídico y filosófico, de la oportunidad de
conocer directamente, de labios de sus protagonistas, su versión razonada de este episodio
de la historia griega.

Platón inicia el diálogo con la réplica formal del sindicado a las palabras del acusador. Pero
no recuenta ni resume el discurso de este, deparando así, a sus lectores, el sentimiento de
vacío relativo, de conciencia trunca, que es tan propio y característico de las verdades
mutiladas. ¿Qué de dificultades probatorias no eludía Platón o qué de vergonzosos hechos
no escondía, mediante su inocultable sobreprotección del sabio? Son interrogantes que el
lector frustrado tiene el perfecto derecho de formularse frente al injustificado silencio de los
autores en el contexto de la referencia. Sócrates y Platón son genios paralelos y simbióticos.
Platón es real hechura de Sócrates y este es, en parte, retroalimentación exegética de aquel.
Cuando Platón sobreprotege a Sócrates con eufemismos, falacias y silencios, por
consiguiente, ¿no está protegiéndose a sí mismo?

Semejante obstáculo hermenéutico –el silencio de los autores– obliga al historiador a


“deducir” o “reconstruir” los hechos o episodios faltantes, lo cual no deja de ser, pese al
esmero de evitarlo, una arbitrariedad que juega a los dados en la apuesta de ser rebautizada
como “ilegítima interpretación estocástica”, “heurística para ocupar al azar espacios vacíos
que obstaculizan el curso de una investigación”, “logaritmo de soluciones difusas” y otras
incómodas denominaciones de parecido género epistemológico o retórico. De hecho, la
historia universal toda es reconstrucción presente de momentos pretéritos. Pero
cuando el momento pretérito adolece de demasiados “baches” irremediables, la
reconstrucción se convierte en conjetura que tiene que valerse, para lograr un cometido
razonable y verosímil, de los salvoconductos de la documentación indirecta y de los
constructos de la analogía histórica y la imaginación plausible. Acudir a los contextos
socio-políticos como referentes supletorios en cada caso y frente a toda coyuntura, para
rellenar huecos históricos con hipótesis razonables, es una hermenéutica de aproximación
epistemológica que ha probado su eficacia relativa con suficientes creces.

Adolecidos de esta carencia documentaria que muchas veces lo es también de falencias


probatorias, los historiadores, biógrafos, arqueólogos y, en general, quienes tienen por
oficio el estudio sistemático del pasado, acostumbran “reconstruir provisionalmente” el
segmento de pretérito que ha resultado inmanejable por sus muchas o decisivas soluciones
de continuidad contextual. Así lo hizo René Kraus al escribir, con su calculada cuota de
imaginación por delante, la escena forense en que los acusadores de Sócrates hacen uso de
su derecho a la palabra:

El secretario del tribunal leyó con voz monótona y casi ininteligible la querella y réplica de la
defensa. El arconte Basileo emplazó a acusador y acusado. Ambos juraron decir la verdad, pidiendo
que, de no decirla, los dioses les castigarán terriblemente, en unión de sus familias.

-Odio a Sócrates. Mi padre le odió. Mis hijos le odiarán. Así, con ese toque de clarín, comenzó Melito
su ataque. (Esta manifestación de odio personal era indispensable para que el acusador público no se
expusiera a la sospecha de haber sido pagado para proceder contra el acusado).

-Sócrates corrompe a la juventud, corrompe a la ciudad. Falsifica la religión. No cree en los dioses de
Atenas. En su lugar, coloca a su demonio. Dice que también este es una divinidad.

-No, yo digo que ese demonio no es un dios. Si lo fuese, yo debería saberlo. Soy un poeta por
profesión; es mi oficio conocer el mundo de los dioses. Pero nunca oí nada de tal demonio hasta que
Sócrates lo anunció a tambor batiente en la plaza del mercado.

-Todos los poetas odian a Sócrates. Se burla de nosotros de la misma


manera que de vosotros. Pero se burla también de los dioses y este es un pecado que no tiene perdón.
¡Mirad como se ríe ahora ante vosotros mismos, delante de vuestros mismos ojos, varones de Atenas!

¡La muerte para Sócrates de Alopece, la cicuta para el enemigo de


Apolo y de Palas Atenea!50

La conjetura es plausible en cuanto al orden lineal acostumbrado en el desarrollo de las


actuaciones forenses. Lo que Kraus consigna como verosímil palabra acusadora de Melito
en su alegato, estaría confirmado en gran medida por la palabra defensora del “abogado de
sí mismo”. En el contraataque, el sabio nombra, identifica y describe al atacante, en una
relación semejante a la que tiene lugar entre “mentir” y “desmentir”. Quien desmiente
alude, de manera inevitable, a los componentes de la mentira y, por ende, a la mentira
misma. Pero no se equipará esa información inferida y obtusa, con el vivido testimonio
representado por el discurso que es objeto de discusión o estudio.

50
Kraus, René. La vida privada y pública de Sócrates. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1965.
Kraus comparte la opinión acerca de la impopularidad de Sócrates entre sus conciudadanos.
El sabio dice y hace cosas que chocan y fastidian a la gente del común. Y también a las
personas distinguidas. Se muestra desdeñoso y burlón con el adversario. Mientras hablaba
Melito, Sócrates miraba hacia el techo con una sonrisa denegatoria en el rostro. El
“descubridor del hombre” –comenta Kraus– no tiene la menor noción de psicología de las
muchedumbres. No buscar el apoyo del auditorio significaba despreciarlo. No era la mejor
ocasión para ostentar autosuficiente superioridad sobre todos los allí presentes.

El apoyo de las “barras”, en casos impredecibles como el suyo, era una variable a veces
influyente en la toma de decisiones por parte de los jueces. Había que dar por descontado,
por supuesto, que el sindicado despertara sentimientos de solidaridad y emociones de
simpatía en el sector más plebeyo de la concurrencia. Por el contrario, lo que la
muchedumbre percibía al mirar a Sócrates en calidad de reo, no era la figura amable del
anciano portentoso que supo ganarse el respeto y el cariño de la ciudad con su gestión
educadora y su palabra ilustre. Lo que la plebe veía –o lo que él proyectaba– como imagen
suya sobre la conciencia ajena, tanto social como individual, era la estampa de un hombre
viejo, feo, desaliñado, altanero y mordaz, que pese a su inteligencia proverbial y su ya
provecta edad, no había sido capaz de aprender los rudimentos mínimos del arte de convivir
amablemente en sociedad.

René Kraus remata esta consideración sobre la impopularidad de Sócrates, afirmando que
“las muchedumbres piensan con imágenes y están viendo la imagen de un anciano de
aspecto aburrido. No tienen motivos para ayudarle. Tal vez no esté dispuesto a dejarse
ayudar”. Como en efecto no lo estaba. Indicio de ello es el rechazo temprano de un
defensor experto que le fuera ofrecido para abogar por él en la audiencia y su negativa
posterior a escapar de la prisión. Pero más que todo lo es la arrogancia en la actitud y la
mordacidad en el estilo, con que asumió el ejercicio de defenderse a sí mismo en aquel
histórico proceso.51

René Kraus improvisa para sus lectores el summun del probable discurso de Licón, segundo
en el orden oratorio de la acusación:

Alcibíades era el discípulo predilecto de Sócrates, ¿verdad? Recordaréis que fue Alcibíades quien nos
llevó a la catástrofe de la expedición a Sicilia. Este es el gran estadista que formó el maestro.52

Licón quiere derivar una consecuencia razonable a partir de premisas verdaderas. La


primera de esas “premisas” establece que Alcibíades era el predilecto de Sócrates; la
segunda, que el mismo Alcibíades es responsable del colapso ateniense en la expedición a
Sicilia. La tercera proposición no se sigue de las dos primeras en el plano de la lógica
51
Jenofonte escribe en su Apología o Defensa ante el jurado que varios de los presentes que se ocuparon luego de
comentar acerca del comportamiento de Sócrates en la Audiencia, coincidieron en la notoria “arrogancia en el lenguaje”
con que se dirigió a los concurrentes. Arrogancia aquella que mostrara no solo como expresión de censura para con los
acusadores, sino también al dirigirse a los jurados, un tanto desdeñosamente.

52
Cfr. Kraus, René. Ibídem.
formal, ni de hecho, en el ontológico como efecto de una relación causal. El orador Licón
se vale de una ironía que no fortalece el punto de vista de la acusación, porque parece más
una invectiva acerca de la capacidad estratégica y política de Alcibíades que una condena
anticipada de Sócrates por haber hecho de él, supuestamente, la criatura díscola, corrupta,
libertina, desleal y malvada que es el estereotipo con que lo describe la historia.

La alusión a los delitos políticos de Alcibíades no podía ser más que una breve digresión.
La amnistía vigente53 prohibía retaliar sobre sucesos de esta índole y el discurso de Licón
tenía, por fuerza, que omitirlos. Este es un dato de cierta importancia hermenéutica y
contextual, pues en ausencia de evidencia documentaria directa acerca de los ítems que no
podían ser materia de juzgamiento y condena, como el relativo a las personas amparadas
bajo la amnistía aludida, hay en cambio la prueba documentaria efectiva de la amnistía
misma en cuanto suceso a buen punto registrado por la historia.

Platón no mostró el propósito de convertirse en cronista judicial de aquel evento. Según lo


sugiere la lectura de su obra, le habría parecido suficiente presentar la apología retórica que
el filósofo inculpado adelantó sobre sí mismo frente al Tribunal de sus muchos jueces, y en
presencia de las bancadas de los ciudadanos prestantes y las barras de curiosos de la plebe
que allí hicieron tumultuosa presencia. Incluidos los fragmentos de los alegatos defensivos
orados en su oportunidad procesal y de una serie irregular de confrontaciones dialogales del
imputado con el orador de la contraparte, no hay en la autodefensa de Sócrates nada que
merezca especial reconocimiento como ejemplo de actuación forense destacada o como
aportación conceptual o metodológica directa a la gestante ciencia del derecho.

Cabe pensar que cualquiera de los sofistas instruidos en el oficio de abogar frente a los
tribunales del Estado, habría realizado un mejor desempeño litigioso que el mostrado por
Sócrates para representarse legalmente a sí mismo. Lo que nos daría a entender Platón,
entre líneas, es que, en opinión de Sócrates, la metodología del discurso filosófico era
preferible a cualquiera otra para dirimir los problemas teóricos del género que fuese. En tal
caso, la aplicación de ese método abstracto al horizonte particular de la litis, impidió tener
como objetivo capital del discurso la relación que debe darse entre la norma, los hechos
imputados y las probanzas concretas de la comisión de ellos por parte del incriminado, e
impidió, a la postre, la deslegitimación de la supuesta verdad de las imputaciones. Producto
de la vanidad filosófica habría sido, pues, está equivocada aplicación del método. Otro
punto de mira interesante nos llevaría a suponer que Sócrates buscó ser condenado a muerte
para rematar su vida de sabio con el lauro de “mártir de la filosofía”; en cuyo caso, no se
podría decir que fue un mal defensor de su propia causa, sin implicar que litigó con la
debida destreza para lograr su condena.

Sócrates dejó ver como calumniadores y falsarios a quienes relacionaban con su enseñanza
los desmanes y crímenes de algunos ciudadanos que de jóvenes habían sido afectos al
filosófico perfil de sus discursos y al persuasivo efecto de su dialéctica inductiva. A esa
53
Es la amnistía que subsiguió al derrocamiento del gobierno de los Treinta Tiranos, cuando volvió la democracia a
gobernar en Atenas y se habían desvanecido las últimas esperanzas de recuperar la grandeza cultural, económica y política
que se perdió en las nefastas guerras del Peloponeso.
acusación, antepuso un argumento fundado en el ejemplo. Recordó su convicción de
independencia personal frente a los retos del poder político. En plena vigencia de la
democracia, votó en contra del ajusticiamiento de los generales sindicados por el pueblo y
por los acuciantes políticos, de abandonar a sus muertos en el campo de batalla. Durante el
gobierno de los Treinta Tiranos, se le ordenó formar parte de una cuadrilla represiva que
tenía por una de sus misiones despojar, capturar y asesinar al demócrata León de Salamina.
Sócrates, en abierto desafío a la jefatura del gobierno, se negó rotundamente a ello. Este
recuento de su coraje e independencia frente al poder político del Estado, sin embargo, nada
aportaba a la causa personal que defendía, como no fuera un listado de los méritos que se
tendrían en mente como atenuantes a la hora de precisar la especie o dosimetría del castigo.
Pero fue una excepción feliz a su estrategia de alegar abstractamente sus puntos de vista.
Sócrates, hablando con términos concretos, también era arrasador y contundente.

Otras digresiones son de parecido talante y, no siendo invectivas contra los acusadores, ni
desarrollos filosóficos o morales de alto vuelo, deberían ser tenidas como muestra de la
inexperiencia del sabio o de la falta de información del escritor en materia de derecho
punitivo. Hay, por lo demás, demasiada jerga religiosa en el discurso de la autodefensa.
Una sobreabundancia de alusiones al dios Apolo que mueven al lector a rasurar
imaginariamente ciertos excesos místicos con la muy afilada barbera de Guillermo de
Occam.

Inventariando los defectos de información del diálogo desde la perspectiva del derecho
criminal, no se puede discurrir a plenitud sobre el tema de la presunción de inocencia y el
de la carga de la prueba, no importa si en estado embrionario todavía, como principios
garantistas de la legislación penal ateniense en ese punto preciso de su historia. En su
diatriba dialéctica, Sócrates apenas barrunta los perfiles más gruesos de estas categorías
protectoras del inculpado a lo largo del proceso: reduce al absurdo los argumentos de sus
acusadores y clama por el testimonio de quienes tuviesen algo de importancia que aportar al
expediente, buscando en ambos casos desdibujar la pertinencia de los cargos.

El sabio se duele, además, de la brevedad de los términos para evacuar los actos procesales,
entre los cuales figuraban las oportunidades del acusado o de su apoderado para allegar
nuevas evidencias o perfeccionar sus alegatos de defensa. La vista pública del juicio, en
casos como el suyo, debía llevarse a efecto en el transcurso de un solo día. Lo cual era una
limitación legal del tiempo para abogar con que contaba el defensor, a diferencia de otras
ciudades-estados cuya legislación penal, para juicios de la misma índole, permitía unos
términos más laxos y la extensión de la audiencia a varias jornadas.

Sócrates mostró conocer la distinción jurídica entre los actos punibles dolosos y los
culposos o de naturaleza involuntaria. Luego de demostrar por vía mayéutica que era
lógicamente absurdo predicar de él la abierta voluntad de delinquir, no quedaba otra
explicación, en el evento improbable de haber incumplido un mandato, que clasificar su
comportamiento en el género taxonómico de los delitos cometidos sin ánimo de violentar la
ley. En estos casos, el procedimiento imponía reconvenir al acusado ante el tribunal para
amonestarlo e imponerle una pena leve, garantía que le fuera supuestamente desconocida al
filósofo cuando le llevaron a juicio como si se tratara de un desalmado criminal.

El hecho es que la auto-proclamación de “sabio” como hombre “incapaz de delinquir”


conlleva una petición de principio que le impide servir de premisa para deducir: primero,
que
no podía en absoluto incurrir en las conductas dolosas que le fueron imputadas y segundo,
que de haber incurrido en falta no debía de haber en ello ánimo alguno de quebrantar la ley.
Es decir, que una vez establecida su “inmunidad” frente a la ocasión de delinquir, cualquier
cosa dicha o hecha por él, de ser comprobada como adversa a la normativa imperante,
tendría que ser juzgada como fruto del descuido, la desatención o cualquier otra variable
inserta en el concepto exculpatorio de la buena fe. Pero no se prueba o infirma el dolo o la
culpa en el comportamiento punible de un sindicado mediante la demostración en abstracto
de su sabiduría o necedad. Lo que competía, entonces, no era filosofar, sino verificar en
concreto, con las probanzas pertinentes, que se trataba de lo uno o de lo otro.
XIII LA AXIOMÁ TICA Y LA É TICA
El acusado Sócrates de Alopece desarrolla otros argumentos retóricos para recabar en el
tema de la disertación acusatoria de Melito, un poeta de medianos lauros resuelto a
enfrentarlo y pedir su condena capital ante el tribunal de las causas criminales:

Tú eres joven y yo anciano, ¿es posible que tu sabiduría supere tanto a la mía que, sabiendo tú que el
roce con los malos causa mal y el roce con los buenos causa bien, me supongas tan ignorante que no
sepa que si convierto en malos a los que me rodean me expongo a recibir mal y que, a pesar de esto,
insista y persista, queriéndolo y sabiéndolo?54

Aquí Sócrates se vale de una ironía urticante y devastadora asociada a una variante espuria
de la refutación por el absurdo. El procesado pasa a “demostrar” cuán necia es la pretensión
de los acusadores al cargarle con transgresiones a la normativa penal del Estado. Melito es
tan “sabio” que ignora que el hombre peca o delinque por ignorancia de las preceptivas que
le condicionan para ser bueno y le separan de la ocasión de hacer el mal. Desconoce,
también, dada la “hondura de su sapiencia”, que ese criterio de verdad fundado en la
conciencia inhibitoria en torno al daño que produce el delito tanto en la víctima como en el
victimario, es una de las piedras angulares sobre las que se apoya la doctrina de la
moralidad socrática.

Sócrates se deja ver en la palabra primorosa de Platón: sus conceptos de lo “bueno y lo


malo” son “absolutos”, pues no es de su talante filosófico ni predicado de su doctrina de los
arquetipos perfectos, manejar la eticidad del “deber ser” con categorías de una lógica
incierta o mediante aproximaciones inseguras del razonamiento probable. Lo “ambiguo” y
lo “estocástico”, no se compadecen con lo claro y lo necesario, que son predicados
indeclinables de la verdad ‘“sin tacha”. Pero el argumento del sabio amenaza de continuo
con volverse “autoreferente” –tautológico o circular–: “Sócrates no ha delinquido,
sencillamente, porque no le es dado hacerlo: los sabios no pueden delinquir”. La sabiduría
verdadera, que consiste en el cabal conocimiento de uno mismo, es el antígeno que
inmuniza al justo contra el reclamo seductor de lo prohibido. Este argumento es el más
osado de todos. Sócrates quiere “demostrar” que es incapaz de hacer el mal,
“demostrando”, a la vez, que todo sabio, tal y como lo es él mismo, está incapacitado de
poderlo hacer. El filósofo, en este punto, no necesita demostrar o certificar su propia
sabiduría. El Oráculo la reconoció expresamente y Atenas –tanto como Delfos– debe ser su
testigo.

La perfecta definición platónica de “sabio” excluye del sujeto así calificado la atribución de
la maldad como motor de la conducta. Pero Sócrates no aprehende la idea universal de
“sabio” a partir de series inductivas que saltan de lo particular a lo genérico, sino que define
54
Cfr. Jenofonte. Recuerdos de Sócrates. Aguilar.
el concepto genérico y luego busca en lo particular sus correlativas semblanzas. Aquí hay
demasiadas ambivalencias temáticas y, sobre todo, predomina en el discurso el grave
defecto lógico y retórico conocido como “petición de principio”. Ningún tribunal seglar en
el mundo acepta como prueba de algo, un elemento que a su vez necesita de la prueba de su
idoneidad probatoria. Mucho menos si la prueba de esa prueba es de naturaleza religiosa o
expresión de alguna superchería procesalmente inadmisible. La autodefensa de Sócrates,
debido a que entrevera abusivamente lo jurídico con lo metafísico y lo religioso, desatiende
las reglas del juego procesal e incurre de continuo en la falacia antedicha.

Sócrates prosigue su reflexión sobre el mismo punto deteniéndose a desarrollar las


refutaciones a lo dicho o implicado por Melito:

En este punto Melito, yo no te creo ni pienso que haya en el mundo quien pueda creerte. Una de dos:
o yo no corrompo a los jóvenes o si los corrompo, lo hago sin saberlo y a pesar mío, y de cualquier
manera que sea eres un calumniador.55

Este argumento es flojo porque se apoya directamente en una petición de principio que
consiste en postular que el sabio no puede corromper a nadie, y en sostener que él mismo es
sabio; de hecho, el que lo es en demasía. Es para descartar esta dura objeción contra su
pretendida investidura de “sabio mayor”, que Sócrates busca el aval de Apolo, mediante el
dictamen del Oráculo de Delfos.56

La condición de “sabio mayor”, predicada de Sócrates, no fue una virtud ampliamente


respetada por las gentes de la polis. Muchos descreyeron de la interpretación del dictamen
del Oráculo hecha por Sócrates, hicieron mofa de ello y lo ridiculizaron en bromas,
comedias y burlescos. El propio Sócrates reconoció en los prolegómenos de la Audiencia
que lo procesó, el espíritu adversativo que se incubó en contra suya, luego de la respuesta
del oráculo, en diferentes círculos sociales y políticos de la ciudad. Fue un sentimiento de
odio asociado a la envidia o al resentimiento, que representó el antecedente más cabal de la
inquina que lo arrastró finalmente hasta los tribunales como reo de delito grave.

Para ofenderlo, algunos le endilgaban la condición de “sofista”, que era, por cierto, uno de
los atributos más detestados por el sabio:

¿Crees que un sofista se diferencia tanto de una cortesana? Quizá tan solo en el hecho de que uno y
otra intentan persuadir por distintas vías, ya que el objetivo común a ambas es conseguir ganancias
(...) Además nosotras no educamos a los jóvenes de peor manera que ellos. Anda, compara, si lo crees
conveniente, entre Aspasia, la cortesana, y Sócrates, el sofista. Decide cuál de los dos fue mejor
educador. Verás que Pericles (demócrata) fue discípulo de ella, Critias (que perteneció al gobierno de
los Treinta Tiranos), en cambio, de él (Analogía entre las cortesanas y los sofistas según
Alcifón. Cartas IV, 7).
55
Cfr. Platón. Apología de Sócrates. UNAM.

56
En el dictamen del Oráculo acerca de su sabiduría, Sócrates radica el axioma a partir del cual procede a demostrar la
legitimidad que le asiste para urgir a los atenienses a ser hombres más virtuosos.
No es solo la voluntad de ofenderlo lo que transparentaba el trozo referenciado; era la
creencia, convertida extensamente en vox populi, de que Sócrates, de manera real y
efectiva, corrompía a los jóvenes de Atenas. Es probable y verosímil que la traición de
Critias a la patria ateniense, haya sido entendida como efecto de la pedagogía de Sócrates
en lo filosófico, lo político y lo moral.

La desconfianza sobre la autenticidad del juicio apolíneo acerca de la inequiparable


sabiduría de Sócrates, también prendió con sevicia en el seno de su propio hogar, en
Alopece. Su concubina Jantipa57 conocida por su talante agresivo y sus invectivas públicas
contra su marido, parecía profesar por este un sentimiento negativo que hibridaba
complejamente el desprecio con la ira. Escribe Juan de Bergúa 58 que en medio de una de las
tantas reyertas con el filósofo y luego de calificarlo de “irresponsable”, por eludir el
cumplimiento de sus obligaciones familiares como padre y marido, y de llamarlo “idiota”,
por regalar el fruto de su esfuerzo de maestro, pasó Jantipa a proferir ofensa en torno a la
pretendida sabiduría superior de Sócrates.

Para ella, un “holgazán improductivo” –como él lo era– que pasaba los días de sol a sol sin
hacer nada de provecho, descalzo y mugre como un mendigo loco, pronunciando discursos
incomprensibles, urdiendo disparates para asombrar a sus alumnos jovencitos, oyendo de
cuando en vez las palabras de un demonio, y mortificando u ofendiendo a los ciudadanos
prestantes de la polis con sus acosos retóricos compulsivos, constituía la imagen
contrapuesta de lo que debía ser un verdadero sabio: amoroso, comprensivo, erudito y
servicial. Haciendo memoria del dictamen “favorable” del Oráculo délfico, alguna vez
inquirido por Querefón, acerca de si había un hombre más sabio que Sócrates, Jantipa
masculló las siguientes palabras de piedra: “Borracho estaría el idiota de Chereifón cuando
creyó oír a la pitonisa lo que no hay pitonisa alguna que sea capaz de decir”.59

Su propia concubina descreía de la autenticidad del dictamen aludido. Querefón era un


idiota y un adicto a la bebida, un amigo de la infancia de su marido, un holgazán
improductivo como él, pero sin talentos o habilidades de ninguna índole, que cumplió al pie
de la letra las instrucciones del filósofo para alcanzar en Delfos el añorado objetivo
propuesto de antemano.

Tan convencido (o mentalmente perturbado) parecía estar Sócrates de la importancia

57
En el dialecto ático del siglo IV, a.n.e., “Jantipa” significaba “la rubia” o “la amarilla”, acaso por el color del cabello.
Durante muchos siglos fue reconocida en la historia como esposa de Sócrates, pero evidencias documentarias de segura
procedencia arqueológica, han venido a destronarla de esa jerarquía para colocar en su lugar a Mirto, hija de Arístides “el
Justo”, de cuyo matrimonio con Sócrates sí hay constancia de casamiento. De este modo y después de más de dos mil
trescientos años, Jantipa es la concubina de Sócrates, la mujer recordada por lo insoportable y refunfuñona, la más
“denostada” de las mujeres griegas a lo largo de la historia. Cfr. Calero Secall I. Jantipa. Madrid: Ediciones del Orto,
2003. Diógenes Laertio cita a Aristóteles, quien escribió que Sócrates tuvo dos mujeres: la primera, Jantipa, de la cual
hubo a Lamprocles; la segunda, Mirto, de la cual tuvo a Sofronisco y Menexeno.

58
Cfr. Juan de Bergúa. Diálogos de Platón, II.
59
Cfr. Juan de Bergúa. Ibídem.
inmedible de su misión de obstetra de verdades, que recabó al final de su “alegato” forense
que no aceptaría seguir viviendo a cambio de cesar de acuciar a los atenienses a ser
hombres más virtuosos y mejores ciudadanos.

En cualquiera de las conjeturas aquí presentadas y en las que no se relacionaron por


motivos de espacio o de método, Sócrates se maneja inequívocamente como el sabio
mayor, ungido por el dios con la encomienda suprema de hacer de los conciudadanos,
hombres éticamente más probos y mejores servidores de la polis. Es decir, desempeña el rol
del sabio orientador dando siempre por sentado, implícita e inequívocamente, que aquello
era una tarea sagrada de forzoso cumplimiento, que le fuera asignada por el dios tutelar de
Atenas.

La voluntad del dios que se deja oír en el cántico sagrado de las pitias del
oráculo, es el argumento axiológico y de autoridad en que se apoyaba la demostración (más
bien pretensión) de Sócrates de ser el más sabio de todos y el escogido de Apolo para hacer
mejores a sus conciudadanos atenienses. El dictamen del dios-sol en el oráculo, no estaba
sujeto a jerarquías más altas y por eso era inapelable y absoluto. Pero los intelectuales de la
polis, y el pueblo mismo, descalificaron el argumento al desconocer la legitimidad del
propio axioma, que se quería imponer como la voluntad divina comunicada por el canturreo
de la pitonisa. No se cuestionaba –por tradición y temor– el poder sobrenatural del oráculo
para comunicar al creyente el mensaje del dios. Se impugnaba la autenticidad del mensaje
aquel portado por Querefón, que se sospechaba fruto de alguna componenda inaceptable.
XIV SÓ CRATES: EL ENCANTADOR Y EL OGRO
El encanto de Sócrates reside mayormente en el portento de su inteligencia y en el estilo
personal de hacer y decir la filosofía. Hubo seguidores tan devotos que creyeron seguir su
ejemplo imitándolo hasta el extremo de no ser más ellos mismos, sino réplicas
estereotipadas del sabio. Emergieron la Academia y las escuelas socráticas “menores”
cuyos escolarcas acusaron con beneplácito la influencia de Sócrates, sin dejar por ello de
mostrar ingenio y talento en áreas de diferente incumbencia cognoscitiva.60

Esa admiración de los discípulos por Sócrates, no era sentimiento compartido por la
mayoría de los atenienses. El filósofo-reo no contaba con demasiadas simpatías entre los
ciudadanos que conformaban el colegio de los quinientos sesenta y tantos jueces, elegidos
para el evento, que decidirían su suerte aquella tarde, ni entre las gentes del común que
constituían el grueso de las barras entretenidas en aplaudir o rechiflar el desempeño de los
oradores. A fortiori, no gozaba de beneplácito entre los aristócratas, muchos de los cuales
eran damnificados de humillaciones públicas infligidas por el inculpado. Entre las variables
que alimentaban ese desafecto compartido hacia el maestro, que parecía plasmarse
confusamente en los cargos de la denuncia, cabe destacar:

Su resuelta pretensión de haber sido escogido por el dios Apolo como “el más sabio”, en
medio de circunstancias sospechosas de fraude o manipulación, que generaron el rechazo
de la ciudad, la burla de la plebe, y el sarcasmo de la elite cultural en la forma de comedias,
panfletos, mofas y estribillos. La insolencia de interpretar el mensaje del oráculo a su antojo
y el propósito de querer imponer esa versión “unívoca” del mismo como verdad absoluta.
El abuso de su superioridad dialéctica para maltratar a sus contendientes, exponiéndolos a
la burla general y deteriorando el prestigio personal de estos ante la familia y la polis. La
soberbia sardónica de escoger como “punición”, en el proceso, el privilegio vitalicio de ser
alimentado por la ciudad en el Pritaneo, como se hacía con los héroes de guerra y los
laureados en los Juegos Olímpicos 61. La actitud poco recomendable de desafiar a los jueces
porfiando en que no desistiría de acosar a los ciudadanos en el intento de hacerlos más
éticos cada vez como varones probos y servidores de la polis. La argucia contenida en el
desafío aludido para convertirse en mártir de la filosofía. El talante soberbio de definir las
nociones predicadas por él como verdades únicas e irrebatibles y de ponderar su método
como el exclusivo y único camino para alcanzarlas.

60
Las escuelas de filosofía, denominadas “socráticas menores” por su afinidad inicial con ciertos rasgos de la
personalidad y pruritos del estilo de practicar Sócrates la filosofía, pronto ganan independencia respecto del maestro y
desarrollan sus propias versiones doctrinarias y metodológicas, que van madurando a lo largo de los tiempos.

61
Los cargos penales atribuidos a Sócrates no son asociables a su concepto filosófico propiamente dicho. Sócrates no es
un mártir de la filosofía porque él mismo admite que su ejercicio fiscal de la moralidad ciudadana pone de presente su
obediencia incondicionada a los mandatos del Olimpo.
“Cumplir con la misión del dios” significaba con frecuencia perseguir, acosar, interrogar,
inducir, reducir, refutar y ofender a sus víctimas para obligarlas a recibir la “palabra del
dios”. Como “voluntad del dios” había que aceptar lo que el maestro entendía o definía por
tal cosa. Que no era más que un parapeto “respetable” y una máscara de veneraciones
fingidas, implementadas con particular ingenio en el esfuerzo de “salvar las apariencias”.

Detrás de toda esa parafernalia sofística y ambivalente, se ocultaba el portentoso talante de


su doctrina filosófica. La teoría de los dos mundos, el mito del origen del alma, la leyenda
de las trasmigraciones post-mortem y el método para alcanzar el conocimiento de sí mismo,
nacieron y se robustecieron bajo el amparo putativo del dios de la ciudad. Sócrates alegaba
acatar la voluntad divina haciendo mejores a sus compatriotas por medio del llamado a
fortalecer las virtudes del espíritu. Pero lo que lucubraba y enseñaba realmente, cuando no
se entretenía masacrando discursivamente a su víctima, no eran preceptivas espigadas de la
“Biblia” apolínea o glosas de los himnos consagrados al dios-sol (el mismo Apolo), sino
conceptuaciones abstractas y arbitrarias –consagratorias de su teoría de los arquetipos
impolutos– que por necesidad lógica, debían de ser, a la postre, incompatibles con, y
antagónicas de, toda religión62.

Del esfuerzo “pedagógico” de Sócrates hubo legión de damnificados en el prestigio social y


en la honra individual, respecto de haber sido sometidos a los acorralamientos humillantes
del “tábano” y a los latigazos refutatorios del “torpedo erístico” de Atenas. En lugar de
alcanzar un verdadero conocimiento de “sí mismos”, muchos ciudadanos resultaron
afectados con un deterioro permanente de la autoestima del “sí propio” y con un descalabro
de la imagen social ante la polis.

Para colmo de semejantes agravios, el tábano dialéctico se reprodujo y dio de sí una nutrida
sobada de larvas repugnantes que pululaban por doquier ocasionando molestias y
contratiempos a los señores atenienses: “Por otra parte, muchos jóvenes de las más ricas
familias, en sus ocios, se unen a mí de buen grado y tienen tanto placer en ver de qué
manera pongo a prueba a todos los hombres, que quieren imitarme con aquellos que
encuentran; y no hay que dudar que encuentran una buena cosecha, porque son muchos los
que creen saberlo todo, aunque no sepan nada o casi nada”.63

No era solo el tormento de sufrir al propio Sócrates, lo que constituía una molestia y un
desagrado muy grande para la ciudad. Era que el tábano se había multiplicado y su
descendencia, formada por mozalbetes boquirrotos, irrespetuosos y obstinados, se
entregaba a la inadmisible diversión de interrogar, ofender y ridiculizar a los ciudadanos
más prestantes, “probándoles” en público “que no sabían nada”. El maestro, según se sigue
del párrafo citado, no llamó al orden a sus inmaduros émulos, sino que proyectaba el
sentimiento perverso
de estar complacido con aquella iniciativa.
62
La teoría de los arquetipos o de los dos mundos era incompatible con el apostolado apolíneo que Sócrates se impuso a
sí mismo.

63
Platón. Apología de Sócrates. En: Obras completas. UNAM, 1976.
Sócrates admite, en el mismo trozo dialogal examinado, que el hecho de acosar y probarle a
un hombre su ignorancia no era asunto privado y discreto, sino un espectáculo público e
injurioso, grotesco y circense. Con ello divertía a los jovencitos que tanto apetecía. Estos
experimentaban “mucho placer al ver de qué manera pongo a prueba a todos los hombres”.
Es decir, que nada de solemne o sagrado había en aquella conducta que supuestamente era
un deber ineludible impuesto por el dios. Sócrates, seductor y atractivo para algunos, era,
en el sentir de mucha gente, un adefesio de sabio, un loco insufrible, un impostor indecente,
que se había granjeado con creces el odio de Atenas. El filósofo Sócrates, menospreciaba
de continuo el daño individual y colectivo que infligía a sus conciudadanos con su
monotemático proceder de evangelista alucinado, porque, según lo parecía, estaba
convencido de que los beneficios resultantes de su medicina espiritual, por amarga que
fuera, compensarían con muchas creces los sacrificios, los cuales era preciso asumir en el
desarrollo de aquella actividad dialogal, inductiva, mayéutica y “sanatoria”.

Con frecuencia, Sócrates proyecta la imagen de un hombre profundamente dividido contra


sí mismo. Habla de la obediencia al dios, pero enseña a pensar con independencia rayana en
el escepticismo. Se alza contra el dogma irracional en el discurso, pero deja ver su propio
dogmatismo en el estilo de imponer sus juicios. Ora como un filósofo escéptico sobre el
misterio de la muerte, pero recuerda, a punto de beber la cicuta, que debe ofrendarse un
gallo al dios Esculapio. Es una figura inmensa, admirada y temida –Alcibíades lo
comparaba con el fauno que encantaba con las tonadas de su flauta –, Sócrates era objeto de
respeto por su genio, pero también motivo de rechazo e incoada animadversión.64

En la opinión de algunos biógrafos y estudiosos de su gesta intelectual, Sócrates no fue del


todo un ser incomprendido, sino un hombre que no supo comprender a los demás. Enseñar
como “absolutas” las “verdades personales” propias equivalía a suponer que los otros
sujetos, necesariamente, carecían de verdades personales. En esa altivez desfachatada hay
un fenómeno de solipsismo arrogante que busca interlocutor para desovar poco a poco, con
palabras sibilantes, la insania de lo absoluto que lo consumía por dentro.

64
Un ciudadano de Atenas que aborreció intensamente a Sócrates fue Anito, el promotor de la insidia, transfigurada en
acusación criminal, que arrastró al filósofo ante el Tribunal de la polis. El motivo de esa enemistad predadora remite a los
años mozos de ambos, desde el momento mismo de entender que estaban prendados del mismo hombre: el atractivo,
carismático, sensual, inteligente, iconoclasta y pervertido Alcibíades, a la sazón amante de Anito. Tal parece que Sócrates,
valiéndose del embrujo de su palabra, porque con otros atractivos no contaba, le “robó” el novio a Anito. Aquella
deslealtad del amigo y aquel abandono del amante, sumieron por completo al ofendido en un luto amargo de despechos y
nostalgias, a la par que incubaron en su espíritu la invencible obsesión de la venganza.
XV SÓ CRATES Y MELITO
Llegado el momento procesal denominado “careo”, en que las partes o actores del juicio se
contra-preguntan y contradicen recíprocamente, Sócrates demanda de su acusador decir
quiénes son los varones probos que pueden mejorar la condición moral de los jóvenes
atenienses.65 Puesto que habiendo Melito –al lado de Anito y de Licón– denunciado a quien
a los jóvenes corrompía con su enseñanza y desvariaba con su mal ejemplo el sentido del
respeto debido a las tradiciones y valores más caros de la polis, muy aventajado debía estar
el propio acusador en el conocimiento: 1) de las personas capacitadas para orientar a
los jóvenes necesitados de formación moral, 2) de las artes que se ocupaban de descubrir
las causas de los desmanes o desvíos doctrinarios por parte de quienes se desempeñaban
como docentes y 3) de los procedimientos remediales precisos para contrarrestar el mal
causado por la enseñanza aberrada.

Platón revive de memoria aquel episodio litigioso que acaró públicamente a Sócrates, el
reo, con Melito, el orador principal de la acusación. La temática a debatir era el contenido
de los discursos recién orados por ellos como alegatos de denuncia y defensa,
respectivamente. Sin embargo, según se ha dicho repetidamente y para infortunio de la
historia, Platón y Jenofonte narraron tan solo apartes del discurso de réplica de Sócrates,
privando a la posteridad de lectores e investigadores, de los datos y detalles aportados por
la contraparte. Con todo, no hay que resignarse a trabajar tan solo con los pedazos de
verdad que se organizaron de cierto modo para reivindicar el recuerdo del maestro. Hay
heurísticas y técnicas arqueológicas de reconstrucción de sucesos y monumentos pretéritos,
que ayudan a esquivar el sesgo malicioso con que a veces se pretende corromper el relato
de la historia.

En todo caso, el careo entre acusador y acusado hubo de llevarse a efecto, y es en los
siguientes términos de un segmento dialogal, que Platón nos lo trae de memoria:

Sócrates. –Ven acá, Melito; dime, ¿no ha habido nada que te haya preocupa-
do más que el hacer a los Jóvenes lo más virtuosos posible?

Melito. –Nada, indudablemente.

Sócrates. –Pues, bien, di a los jueces cuál será el hombre que mejorará la
condición de los jóvenes. Tú debes saberlo por haber denunciado a quien
los corrompe.

65
La genialidad de Platón como escritor incomparable y dialéctico habilísimo, induce en el lector común la idea
equivocada de que, al enfrentar a Melito en el asunto de precisar quiénes son aptos para educar moralmente a los jóvenes
atenienses, el sabio recurre a un modelo de inducción verbal exhaustivo y completo. Pero no es así. La inducción socrática
no es exhaustiva ni completa; está cribada de defectos y transida de ilegitimidad epistemológica, dado el contexto que le
fuera propio.
Melito. –Las leyes.

Sócrates. –Melito, no es eso lo que pregunto, sino quién es el hombre.

Melito. –Son, Sócrates, los hombres aquí reunidos.

Sócrates. – ¡Cómo, Melito! ¿Estos jueces son capaces de instruir a los jóvenes y hacerlos mejores?

Melito. –Sí; ciertamente.

Sócrates. –¿Pero son todos estos jueces o hay entre ellos unos que pueden y
otros que no pueden?

Melito. –Todos pueden.

Sócrates. –Perfectamente, ¡por Hera!; nos has dado un buen número de


buenos preceptores. Pero pasemos adelante. Estos jóvenes que nos escuchan ¿pueden también hacer a
los jóvenes mejores o no pueden?

Melito. –Pueden.

Sócrates. –¿Y los senadores?

Melito. –Los senadores lo mismo.

Sócrates. –Pero mi querido Melito, todos los que vienen a las asambleas del
pueblo ¿corrompen igualmente o son capaces de hacerlos mejores?

Melito. –Todos son capaces.

Sócrates. –Se sigue de ahí que todos los atenienses pueden hacer a los jóvenes mejores, menos yo; yo
solo los corrompo; ¿no es esto lo que dices?

Melito. –Lo mismo.66

Ante el foro de la Audiencia, Sócrates deja ver algunos asomos de su mordacidad dialéctica
al fingir admiración por las palabras con que Melito calificaba a la totalidad de los
quinientos sesenta jueces como maestros competentes para adiestrar moralmente a la
juventud de Atenas. Ya el filósofo había explicado y reiterado muchas veces que la
ignorancia de una masa de necios nada puede contra la sabiduría de un solo hombre. No es
en la multitud que opina, sino en la minoría que sabe, en donde debe residir la
responsabilidad de gobernar y administrar todo lo que reclame pericia y requiera de
conocimiento. Sócrates denunciaba otra vez –sin decirlo abiertamente– los defectos
infantiles del régimen democrático. Su propio juicio era un ejemplo mayor de esas
falencias.

Melito es indagado por el acusado acerca de la clase de varones cuya excelencia moral
66
Platón. Apología de Sócrates. En: Obras completas. UNAM, 1975.
impide hacerlos reos de los cargos penales que a él le fueran imputados formalmente.
Valiéndose de su metodología inductiva y de las técnicas erísticas complementarias, el
filósofo se apoya en el argumento por el ridículo para provocar patéticas inconsistencias
entre el punto de vista implícito en el texto de la acusación y las respuestas a las
interrogantes que Melito es obligado a deponer. De conformidad con la “increíble”
incongruencia resultante, todos los ciudadanos, con excepción de Sócrates, eran capaces de
mejorar la condición moral de los adolescentes. Vale decir que, el hombre más sabio de
todos, en el encumbrado dictamen del Oráculo délfico, era también el más indocto, según
Melito, para enseñar la virtud a los muchachos atenienses.67

El filósofo, complementariamente, acude al concepto favorable del Oráculo acerca de su


personal condición de sabio sin par, con el fin de perfeccionar un contundente argumento
de autoridad, que tiene la virtud tanto de exaltar sus muchos méritos intelectuales y morales
como de inducir al auditorio a imaginar analogías y establecer pertinentes relaciones de
comparación entre la siempre justa e inmarcesible palabra del augusto dios Apolo y la
opinión contingente, maliciosa y falible del orador Melito, vocero litigante de la acusación.
Sin embargo, aquel monumental despliegue de argumentación refutatoria no concierne a los
cargos de la denuncia propiamente tales, sino que es una sarta de demostraciones en que se
intenta establecer la indudable condición de sabio del filósofo y, por consiguiente, la
completa imposibilidad moral de que alguna vez pudiera incurrir en ilícito contra la moral o
en incumplimiento de la ley del Estado. Sin duda, el maestro Sócrates puso en evidencia
pública el inferior conocimiento lógico y la ruda impericia discursiva del rival forense
comparados con los suyos propios. Pero la intrepidez genial del esfuerzo y la saña del
ataque
contra la persona del orador rival, no hicieron mella ninguna en la fisonomía de los cargos
acusatorios mismos, que de modo pertinaz continuaban apuntando en dirección al reo.

Es probable que Melito desatendiera, por razones de metodología procesal esa coyuntura
dialéctica, infértil y embarazosa de los argumentos demostrativos generales y abstractos
para concentrarse en lo más concreto y efectivo del texto acusatorio. No se conservan
registros escritos de los alegatos de las partes ni acta del itinerario procedimental del juicio
(salvo algunos segmentos del alegato defensivo, reconstruidos de memoria por Platón y
Jenofonte), pero no se puede menos que suponer el haber hecho Melito recurso de una
prosa suficientemente idónea en describir de qué manera aquel anciano ventrudo,
desaliñado, recursivo y petulante, pervertía a los muchachos que atendían a su evangelio
callejero, con una doctrina teogónica sobre la estructura del mundo, deducida del eleatismo
metafísico y del pitagorismo orfista. Así como también les desorientaba con el frecuente
testimonio suyo relativo a la compañía de un demonio que lo escoltaba y susurraba
consejos en los momentos previos a tomar decisiones de importancia.

67
Lo que Sócrates persigue en este punto con el procedimiento de acorralar inductivamente a su opositor, es provocar la
inconsistencia lógica entre el dictamen del Oráculo de Delfos, que lo reconoció como “el más sabio” y la consecuencia
forzada de Melito, que lo califica de “inepto” para formar a la juventud de la polis. De donde emerge el absurdo de que
Sócrates es sabio, pero no lo es.
La imputación de haber reconocido públicamente la existencia de una deidad menor que le
susurraba consejos cada cierto tiempo y el hecho innegable de haber sido maestro y amante
del corrupto y traidor Alcibíades, son los casos concretos más recurribles como evidencias
perceptibles y contrastables con la redacción del documento acusatorio. El hecho de haber
sido Sócrates preceptor y amante del controvertido, seductor y rebelde doncel, son dos
condiciones pedagógicas que supuestamente dejaron marcas imborrables en la psique de
aquel jovencito sometido a su férula personal los mejores años de su adolescencia. ¿No fue
acaso por su influencia que llegó Alcibíades luego a convertirse en paradigma de la
depravación ambisexual, modelo de la irreligiosidad iconoclasta, traidor de la patria a favor
de los espartanos, traidor de Esparta en pro del Imperio de los persas, traidor de Persia con
una coalición política de varios Estados helenos, “marido de todas las atenienses y mujer de
todos los varones”?

Ninguna demostración abstracta desmentía la concreción representada en el hecho de haber


Sócrates reconocido la existencia de una deidad que se manifestaba por voz propia, ni
debilitaba la evidencia de su estrecha relación con Alcibíades. El filósofo quedaba obligado
a persuadir al auditorio que “reconocer” la existencia del daimón no era lo mismo que
tributarle pleitesía. Los acusadores tenían que probar que tal había sido el caso, que
contaban con testigos del proselitismo de Sócrates: de la exhibición del ritual y de la
efectividad de la enseñanza. O, de no, atenerse al mero hecho de reconocer el inculpado la
existencia de esa deidad extraña. Respecto de Alcibíades ocurría otro tanto. Probar era en
extremo difícil; más que todo, asunto de interpretación. Según registros, jamás confesó el
maestro ser el súcubo de aquel engendro invisible y parlante. Lo cual se opone a la idea de
imaginarlo huésped intangible en algún resquicio oculto de su extensión corpórea. ¿No es
acaso verosímil, que aquella “deidad menor” o “daimón amistoso” fuese solo una metáfora
de su conciencia moral? ¿O que se justificara a sí misma como la alucinación auditiva de un
estado mental esquizoide, o de especie paranormal y mística?

Sócrates sacó ventaja de la cortedad retórica de Melito, aprovechándose no de un error de la


propia cosecha discursiva de este, sino induciéndolo a cometerlo mediante la estratagema
de mostrar como “ventajoso” lo que a la postre, en el contexto, no lo habría de ser:68

Sócrates. –Dinos, Melito ¿de qué manera dices que pervierto a los jóvenes? ¿O no es evidente según
la acusación que has redactado, que los pervierto enseñándoles a no creer en los dioses en quienes
cree la ciudad, sino en otros demonios nuevos?

Melito. –Eso es lo que digo en firme.

Sócrates. –Pues por estos mismos dioses, cuyo nombre hemos toma do en nuestros labios, di más
claramente, ¿afirmas que enseño a creer que existen ciertos dioses, aunque no crea en los mismos en
que cree la ciudad, o bien afirmas que no creo en dios alguno y que esto es lo que enseño a otros?

68
La falta comentada no concierne a la moralidad jurídica como tal, pues ya las celadas retóricas formaban parte de las
estrategias y tácticas admisibles de la profesión forense. El reato lo era contra la augusta y encumbrada investidura de
“filósofo insigne y sabio sin par”.
Melito. –Esto es precisamente lo que digo: que no crees de ninguna manera en dioses.69

Según parece, Melito pensó que había cambiado el texto de la denuncia original, que
sindicaba a Sócrates de enseñar a creer en otros dioses que los de Atenas, por aquel otro,
que lo acusaba de no creer en dios alguno. Ocurre, entonces, que Sócrates, ostentando la
fina orfebrería de su destreza lógica, desarrolla una exégesis del cargo de ateísmo como
contenido de una acusación enteramente separada de la primera. De un momento a otro, no
hay una sino dos acusaciones contra Sócrates, que lejos de complementarse, se excluyen
entre sí desde la textura de sus correlativas inconsistencias metalógicas: Sócrates no puede
ser procesado bajo el cargo de venerar otros dioses porque está acusado de ateísmo, y no
puede ser procesado bajo el cargo de ateísmo porque está sindicado de venerar otros dioses.

Todo lo cual constituye una hermosa lección de lógica y retórica aplicadas en el tratamiento
de problemas asociados a las controversias filosóficas, forenses, políticas o de parecido
cariz. Aunque no lo sea, en igual sentido, con la ética de por medio. Los abogados, los
políticos y los doctrinantes dialécticos, en general, estaban permitidos, por influencia de las
costumbres que reglaban los certámenes oratorios, a la interposición de estratagemas y
martingalas destinadas a confundir al contrincante y sacar algún dividendo del suceso.

Cuesta mucho aceptar, sin embargo, que un hombre de la alzada intelectual y moral de
Sócrates, se hubiese avenido a hacer de una triquiñuela retórica, el fundamento de sus
estrategias principales de defensa litigiosa. Sócrates no deviene ventajosamente a partir de
un error incurrido por su rival, sino que induce al hombre a cometerlo para facilitar el
planteamiento y desarrollo de su argucia. El sabio se desentiende de desmentir directamente
la acusación concreta que lo inculpa, para pasar a “demostrar” la paradoja del “imposible”,
que se contiene en ella.

Nada había, a la sazón, de ilícito o censurable en ello, sino, por lo contrario, de plausible y
loable cuando era notoria la ingeniosidad de la tramoya. Pero Sócrates no era un orador
cualquiera, ni un dialéctico del montón: era el sabio mayor de Atenas y el filósofo más
notable del momento. De él no cabía esperar la insinceridad de sentimientos o el engaño en
las acciones o palabras por mínimos que estos fuesen. La falta de Sócrates al servirse de
celadas litigiosas es el irrespeto a la alta investidura moral que él mismo representaba y el
mal enorme que su ejemplo dejaba en los acólitos de su enseñanza.

Melíto se desempeñaba litigiosamente como orador de la parte acusatoria, aunque también,


sin previo acuerdo, representaba el sentir de muchos hombres áticos de principios
conservadores y espíritu dogmático. El solo hecho de manifestar Sócrates –habría alegado
Melito– que un demonio personal, ajeno al catecismo y la liturgia de la religión oficial, le
impartía consejos en momentos difíciles, representaba un acto de pedagogía impía,
cabalmente idóneo; a la vez que implicaba, de su parte, un reconocimiento público acerca
de la existencia de otros dioses o demonios foráneos y sus correlativos cultos. En cierta

69
Platón. Apología de Sócrates. En: Obras completas. UNAM, 1975.
medida, según ellos, era una manera indirecta, aunque objetiva de inducir a los jóvenes
discípulos a creer en otro dios, aún sin contar con su expresa voluntad de proselitar la idea.
XVI LA INDUCCIÓ N SOCRÁ TICA
Una técnica lógica empleada por Sócrates en trozos dialogales de variada importancia, es la
inducción verbal erística que, aplicada con cierta tendenciosidad, conduce a conclusiones
inaceptables por lo insólito o patético de ellas. El procedimiento parece retóricamente
plausible, solo que su aparente validez sintáctica es parte de la estratagema misma con que
se desea debilitar o fortalecer alguna posición litigiosa.

El análisis lógico trae a recuento que el procedimiento inductivo no conduce a resultados


seguros, excepto en las inducciones llamadas “completas”, lo cual no es aquí el caso,
aunque la palabra prodigiosa de Platón se esmere por hacerlo parecer así. Sócrates no lista
la totalidad de los atenienses que pueden hacer mejores a los jóvenes; tarea demasiado
compleja, tanto por el número cuanto por la ambigüedad en establecer qué es un hombre
justo, en general, y quiénes lo son individualmente por sometimiento a la regla.70

La inducción socrática no examina los individuos de una serie en atención a las propiedades
que hacen de ellos una clase homogénea, para luego intentar la formulación de la regla que
explica la perseverante analogía. Lo que hace Sócrates es tomar clases incompletas de
objetos como si se tratara de individuos, e identificándolas unas con otras por la tenencia en
común de algún rasgo o propiedad, pasa a afirmar que cada individuo perteneciente a esas
clases, ostenta esa misma característica. Para concederle alguna aparente “legitimidad” a
ese abuso metodológico, Sócrates induce al contrincante a aceptar o tolerar el manejo de las
especies como si se tratara de individuos.71

Esta permisividad y laxitud en los desarrollos inductivos del discurso, es muy común en el
espacio de las alocuciones expositivas que resumen, por ejemplo, un temario jusfilosófico y
político tradicional o replantean una problemática pedagógica o socio-estética ya vigente.
Pero de ninguna manera puede serlo de un proyecto exploratorio frente a un panorama
prácticamente desconocido, cuyos individuos, especies y géneros, están indeterminados
todavía, y sus taxonomías en “obra negra”, a la espera de las primeras clasificaciones
“confiables”.

El diálogo Fedón muestra la constante preocupación puntual de Platón por llegar


convincentemente a sus lectores. La obra está dedicada a tratar dialogalmente el problema
del método para acceder al conocimiento, en medio de las dificultades que representa el ir y
70
Aristóteles fue el primero en reconocer expresamente los aportes de Sócrates a la filosofía: la inducción verbal y la
definición universal. Con ello, el Estagirita se limitó a listar dos novedades metodológicas mayores, pero dejó por fuera
otras contribuciones que están amalgamadas o refundidas en los textos escritos por Platón.

71
La palabra “inducción” referida a su empleo por parte de Sócrates, tiene por lo menos dos sentidos principales. Primero,
como el proceso dialectico que aproximadamente discurre desde el análisis de los particulares homogéneos de una
especie, hasta el concepto del universal genérico que los contiene y explica. Segundo, como el acto de “conducir”,
convencer o persuadir a alguien respecto de acoger un punto de vista que se sostiene como “valido”, “verosímil” o
“razonable”.
venir dialogal de ideas que se examinan, conceptos que se intercambian, conclusiones que
se contrastan o proposiciones que se deducen, definen, explican, se aglutinan
armoniosamente o impactan unas con otras en choques verbales estrepitosos.

El profesor A. E. Taylor, doctor en filosofía socrática y autor de interesantes libros sobre la


vida y el pensamiento del sabio, escribió un estupendo resumen del procedimiento
mencionado, en su libro El pensamiento de Sócrates: “El Fedón nos da una descripción
sumamente detallada de la naturaleza de ese procedimiento. Consiste el método en que
Sócrates empieza por alguna proposición que, por cualquier razón, parece verdadera. La
llama su hipótesis inicial, y pasa a preguntarse a sí mismo “qué debe seguirse si esto se
admite”; es decir, pasa a deducir sus consecuencias. Siendo por ahora indiscutible la verdad
de la hipótesis inicial, todo cuanto se deduzca de ella se acepta asimismo como verdad, y
todo cuanto entre en conflicto con ella como falso”.72

De esta suerte lo que el método da por supuesto es simplemente que la verdad es un sistema
coherente, y que no hay nada que pueda ser verdadero si está en conflicto con un principio
verdadero.73

Taylor puntualiza que la hipótesis aludida no es una suposición cualquiera, sino algo que
Sócrates estima “verdadero” porque tal es el consenso de quienes pueden opinar con
autoridad al respecto, o es una idea, propiedad o relación que los interlocutores acuerdan
elegir como punto de partida de alguna operación lógica. Esta manera de entender Sócrates
los conceptos de “hipótesis” y “verdad”, representará, siglos más tarde, una coincidencia
importante con el desarrollo de la metodología de la investigación forense, al lado de la
inducción y de la definición universal por el género próximo y la diferencia específica.

Los sistemas expertos son programas inteligentes diseñados para contribuir al


planteamiento o resolución de cierta clase de problemas, con la autonomía y eficiencia de
un experto humano, aumentadas n número de veces. “La base de datos” y “el motor de
inferencias” del software funcionan con un principio axiomático denominado “de
mantenimiento de la verdad”, que es, básicamente, el mismo concepto de Sócrates, del cual
da cuenta Platón en el diálogo Fedón. El principio antes citado, aunque se vale del método
deductivo, no apareja una demostración formal estricta en el sentido lógico del término;
más bien se trata de un movimiento retórico que construye sus premias de manera
seudoinductiva, las califica de “verdades fijas” por consenso y deduce de ellas las
correspondientes consecuencias. En el escenario procesal, Sócrates “obliga” a Melito a
tener que admitir, constreñido por la tenaza de la mayéutica, que todos los atenienses son

72
Taylor, A. E. El pensamiento de Sócrates. México: Fondo de Cultura Económica.

73
La inducción socrática está cargada de defectos, el primero de los cuales consiste en pretenderse “completa” no
siéndolo de ninguna manera. Esa falsa completitud del método propiciada por Platón y alcahueteada por los lectores es el
punto de partida de una serie de errores de sintaxis que ilegitiman gran parte de la teoría socrático-platónica del
conocimiento.
Caro, A. La retórica como eseidad y modo de ser de la filosofía. Barranquilla: Uniatlántico, Publicaciones, 2009.
moralmente aptos para hacer mejores a los jóvenes, con la sola excepción del acusado.

La dinámica inductiva a que hubo lugar, obedece, grosso modo, al siguiente esquema. Los
varones atenienses son divididos por el sabio en clases lógicas homogéneas de conformidad
con el arte o profesión que ejercen. Melito es inducido a responder si clase por clase los
individuos que las componen, están éticamente capacitados para mejorar la calidad moral
de sus jóvenes conciudadanos. La respuesta es que sí lo están, hombre por hombre, de cada
una de las clases, sin excusar a ninguno. Sócrates no cuenta en la operación sino como
referente de lo que significa no estar capacitado para mejorar a los jóvenes, razón por la
cual había sido inculpado y estaba siendo procesado ante la majestad de la justicia
ateniense.

La inducción que nos ocupa es espuria por diferentes razones: 1) porque se le concede el
tratamiento de inducción completa o por simple enumeración, no siendo tal el caso, 2)
porque se intenta persuadir al lector de que es correcto manejar inductivamente las especies
de un género sin contar con la información exigible acerca de los individuos que
constituyen dichas especies, 3) por que se apresuran juicios universales –reglas y leyes– a
partir de series inductivas insuficientes, 4) porque la inducción socrática, que es
incompleta pese a los artilugios sofísticos de Sócrates o Platón, solo permite aventurar
predicciones de probabilidad.74

Debido a los defectos que la envilecen argumentativamente de principio a fin, la estrategia


de Sócrates para buscar el colapso de los alegatos acusatorios mediante los procedimientos
antedichos, no es de ninguna manera válida, aunque lo parezca al entendimiento del
hombre del común, no enterado de las propedéuticas lógicas, por carencias en la teoría, o
no habilitado para aplicarlas a los casos concretos, por deficiencias en la praxis.

Pero los efectos del impacto psicológico que produce la ironía de Sócrates en el ánimo de la
concurrencia, no necesitan de salvoconductos refrendados por la lógica para unisonar los
fuertes aplausos de aprobación y júbilo, o para practicar con ahínco el inmemorial deporte
de la mandíbula batiente. La perfecta ironía consiste en verse Melito obligado a admitir que
“el más sabio” es el más ignorante de todos los atenienses, con lo cual de una vez mostraba
ser él mismo, por obra y gracia de la dialéctica, más ignorante que el más ignorante de los
varones de la polis. Valiéndose de la inducción verbal y el acorralamiento mayéutico, el
sabio “obliga” dialécticamente a su acusador a exagerar las implicaciones de su propia
acusación hasta el punto de tener este que “reconocer” que todos los atenienses están
moralmente capacitados para enseñar a la juventud con la sola excepción del inculpado.

Irónico, es también el hecho de suscitar el sabio aplausos, carcajadas y expresiones de


júbilo en el auditorio de la audiencia, cada vez que blandía el garrote de su erística para
74
La inducción socrática está cargada de defectos, el primero de los cuales consiste en pretenderse “completa” no
siéndolo de ninguna manera. Esa falsa completitud del método propiciada por Platón y alcahueteada por los lectores es el
punto de partida de una serie de errores de sintaxis que ilegitiman gran parte de la teoría socrático-platónica del
conocimiento.
propinar golpes formidables a su disminuido contendiente. El público, cargado de
animadversión contra Sócrates, no aplaudía tanto para premiar sus habilidades retóricas,
como para mostrar complacencia por las humillaciones sufridas por Melito, quien no era,
por cierto, objeto de muchas simpatías. La gente deseaba ver doblegada la cerviz del
insoportable tábano y paralizante torpedo dialéctico. Pero ello no obstaba para gozar y
divertirse a costas de la incalculable tunda que el acusador recibía de labios del hombre
cuya probidad moral y lealtad ciudadana él había puesto en entredicho.

La especie de inducción ad hoc arriba considerada, tal como la emplea precipitadamente


Sócrates para confutar a Melito, procede acumulando suficientes factores homogéneos de
un conjunto en examen como para poder contar hipotéticamente con la totalidad de ellos:
(1, 3, 5, 7, 9,11,13, 17… hasta n). Excepción hecha, primero, de aquel factor que se desea
aislar por expectativas empíricas o propósitos formales –el número 15 del ejemplo– y
segundo, de todos los demás que no se registran por la propia imposibilidad de hacerlo,
pero que graciosamente se asumen como si lo hubiesen sido.

Pero la acusación de marras no surte los datos con la información que justificaba descartar
al factor discriminado. Melito es obligado a conceder que todos los ciudadanos aludidos por
Sócrates son varones aptos para educar a los jóvenes, pero no esclarece argumentativa ni
probatoriamente, por qué el acusado no lo es. Además, no resultaba lógicamente válido
predicar su ineptitud moral alegando que ella residía en la calidad de “corruptor de jóvenes”
que le era atribuida en la denuncia, porque esa cualidad deletérea era, precisamente, el
asunto que se trataba de establecer probatoriamente en el proceso.

El procedimiento también puede verificarse por eliminación de ítems: se desechan o


descartan uno a uno los elementos del conjunto dado, hasta encontrar aquel que se requiere
para la finalidad prevista. Se trata, en realidad, de dos variedades de un mismo tipo de
inducción. Los sabuesos de la policía de hoy echan mano de ellas, para buscar evidencias o
identificar sospechosos cuando necesitan “acumular” o “descartar” elementos indiciarios.
Estas, de clase inductiva, son algunas de las heurísticas que despejan la ruta hacia los
objetivos criminalísticos y criminológicos propuestos. La efectividad de estos métodos se
potencia con el recurso de los sistemas expertos, que ya cuentan con varias generaciones de
software “mejorados” con implementaciones inteligentes de las lógicas no monotónicas y
con aplicaciones prácticas de los cálculos paraconsistentes.

Una vez superado el impacto de la belleza del estilo conque Platón expone el argumento
refutatorio –vertido en una prosa persuasiva, diáfana y directa– y después imaginar la
soledad del viejo Sócrates, discriminado como un discapacitado moral porque “no educa
sino que corrompe” a los jóvenes, el lector atento puede concentrarse en el esquema formal
que arma la sintaxis de la argumentación inductiva, razonada por el “abogado defensor de
sí mismo” para desvirtuar las acusaciones presentadas en su contra. El argumento inductivo
por acumulación, esgrimido por Sócrates para desarticular la pertinencia de las ignominias
denunciadas en su disfavor por los acusadores, no es, ni mucho menos, contundente; y no lo
es, en parte, porque las razones que se aducen para extrañar a alguien de un contexto, son
las mismas que se recurren para incluirlo en ese mismo universo del discurso. Y tampoco lo
es porque toda inferencia inductiva, que no se tenga por “completa”, es, sin excepción, un
razonamiento estocástico de variada y controvertible probabilidad.

En este punto cabe alguna reflexión mínima en derredor del carácter retórico de la filosofía,
noción combatida intensamente en sus escritos por Platón. La filosofía no es ciencia, ni le
cabe, por lo universal y extenso de su lenguaje, la pretensión de competir con ella
legislando principios generales sobre la naturaleza y evolución del mundo. Sócrates y
Platón despotricaban contra el relativismo, el subjetivismo y el escepticismo de los sofistas,
debido a que implicaban una renuncia a buscar el conocimiento absoluto. Pero ellos
mismos mostraron incompetencia a la hora de probar la legitimidad de sus conceptos
“absolutos”, lo cual abrió el compás en Sócrates, al sentimiento de inseguridad
gnoseológica que es inevitable caldo de cultivo de la duda que conduce al escepticismo.75

Los ensayos de hacer ciencia concreta con el lenguaje de la filosofía, son tan inútiles como
los de proyectar hacer filosofía pura con el lenguaje de la ciencia. La filosofía de Platón,
como la cartesiana y la de Hegel, son aleccionadoras en este sentido. No hay que buscar
peras científicas en el frondoso olmo de la metafísica. La filosofía de la ciencia es el arte de
discutir con arresto filosófico los problemas lógicos y epistemológicos de las ciencias; es
un puente ontológico tendido entre estas y aquella. La filosofía es retórica y persuasiva,
ambigua y estocástica, reflexión sobre el mundo y lucubración en torno al conocimiento del
mundo. No es un compendio de reglas inquebrantables ni una teoría del Universo, no es la
criada de la teología, ni el calco etéreo de los modelos científicos o políticos.

La filosofía ha de ser profunda y extensamente inquisitiva y analítica, pero de ninguna


manera conclusiva, ni siquiera ligeramente categórica en materia de eventos probables. En
la época de Sócrates, estas distinciones –que todavía no son de buen recibo de parte de
ciertos filósofos contemporáneos– estaban apenas comenzando a ser incorporadas en los
variados usos del lenguaje filosófico. Los filósofos de entonces creían que hacer filosofía
equivalía a urdir teorías sobre la naturaleza de las cosas, especialmente cuando la ciencia no
ocupaba todavía sus casilleros taxonómicos en lo que llegaría a ser el organigrama
relativamente estable del conocimiento fáctico.

De conformidad con el estereotipo que los atenienses habían trazado de la personalidad de


Sócrates: subyugante, genial, superior, maravilloso, pendenciero, mordaz, implacable,
insoportable y fatuo, no había candidato con mejores opciones que él para imaginarlo como
el corruptor perfecto no solo de la juventud de Atenas, sino de toda la Hélade. Sócrates
quiere sacar provecho forense de lo “patético” y “risible” de ser, él mismo, esa excepción
del ejemplo que dialoga inductivamente con Melito: discriminado, incomprendido,
vilipendiado y cómicamente solo. Pero, de hecho, esa exclusión no tiene nada de insólita.
Por el contrario, es de lo más razonable y de lo más creíble. En el ejemplo, Sócrates es
descalificado para enseñar a los jóvenes de Atenas a ser más virtuosos y mejores servidores
de la polis; pero no es objetado por ignorancia de los contenidos o deficiencias lógicas en el

75
Caro, A. La retórica como eseidad y modo de ser de la filosofía. Barranquilla: Uniatlántico, Publicaciones, 2009.
conocimiento que transmite, o por falencias en la aplicación de sus métodos y técnicas.
Todo lo contrario: implícitamente le endilgan el defecto de saber demasiado.

El acusador Melito excluye a Sócrates del conjunto de los varones moralmente aptos para
formar a la juventud de Atenas, por lo “sedicioso, perturbador e incomprensible” que para
muchos –como para él mismo, a buen seguro– constituía el acervo “esotérico” (inaccesible
o ininteligible) de su sabiduría filosófica. Lo estigmatizaron por el miedo vergonzante que
padecían hacia lo que no podían comprender y por el odio que le profesa el insulso a la
persona que le desconcierta, anonada, ridiculiza y avasalla cuando intenta confrontar sus
pocas luces discursivas con la contundencia arrasadora de la inteligencia superior.

Nadie más preparado que Sócrates, entonces, para fungir de sedicioso perfecto, ninguno
mejor dotado que él para adoctrinar con refinada persuasión los secretos y las liturgias de
cualquier ideología o credo foráneo, ancestral o novedoso, pietista o iconoclasta. Así como
no habría otro hombre con mayores capacidades persuasivas –si se lo hubiese propuesto–
para enseñar a desaprender los valores tradicionales de la Ciudad-Estado sin traumar el
corazón del ciudadano leal o lastimar los sentimientos del creyente sincero. Aunque no sea
está más que una conjetura apenas verosímil, que no un “metrón” protagórico exacto para
someter a prueba la estatura de su inteligencia o la hondura de su talante moral.

Pero el acusador Melito no estaba obligado por la ley procesal a decir ni probar quiénes
entre los ciudadanos de Atenas estaban o no moralmente capacitados para mejorar a los
jóvenes de la polis. Lo que aquella audiencia ventilaba, entre otras cosas, era establecer por
medio de evidencias y alegatos forenses, si Sócrates mismo era éticamente apto para
realizar esa tarea pedagógica o no lo era. No se prueba que algo no es la excepción de la
regla con el recurso de contrastar inductivamente todos los casos que la verifican con el
único que no lo hace, como si lo extraño, lo insólito, lo inconcebible o lo patético del
suceso “anómalo” fuese la prueba de su propia inexistencia. Es decir, paradójicamente
expuesto, la prueba de que la excepción es imposible vendría a ser la existencia de la
misma excepción.

Ni más ni menos procede Sócrates cuando intenta “demostrar” lo insólito de sostener que
todos los varones de la polis son éticamente probos para mejorar a los jóvenes, con la
solitaria excepción constituida por él mismo. El oráculo había certificado que ninguno era
más sabio que Sócrates. Melito es conminado a admitir que Sócrates es el menos sabio de
todos: el único descalificado para instruir y formar moralmente a la juventud de Atenas. He
aquí la inconsistencia que conlleva a la refutación por medio del absurdo.

De modo convergente, ¿no es ser alguien “el más sabio de los hombres”, una condición
verdaderamente excepcional que no guarda diferencias lógicas de fondo con las del ejemplo
anterior? Si la excepción del primer ejemplo no se invalida de ninguna manera por los
efectos negativos que suscita su enunciado en el ánimo de las personas que la examinan, la
excepción del segundo ejemplo no se ratifica de ningún modo por sus efectos favorables en
idéntico contexto.
De este modo, ninguna pertinencia inmediata guardaba aludir a la moralidad del resto de
los varones ciudadanos para el fin antedicho. Lo que buscaba Sócrates, de preferencia, era
golpear duramente a Melito retorciéndole los argumentos, ridiculizándolo en público,
burlándose de su escasa habilidad para derivar ventajas judiciales y ganancias psicológicas
de ese escarnio, pero sobre todo para retaliar con la fuerza de la inteligencia, la infame
ofensa de haber sido enjuiciado por motivos “calumniosos” y por la inicua manera en que
procedieron a hacerlo.

Por supuesto que aquello parecía absurdo, aunque no lo fuera. De hecho, el filósofo era el
único incapaz de mejorar a los jóvenes porque era el único enteramente capaz de
corromperlos. Lo que a la mente inexperta le parece inaceptable es que miles de varones
atenienses que eran, con creces, mucho menos instruidos y capaces que Sócrates, fuesen
clasificados, a diferencia de él, como aptos para formar y mejorar a los jóvenes. Pero el
analista bisoño desatiende una variable de grande interés. Lo que hace inepto al filósofo
para educar a sus imberbes discentes no es su falta de información, sino el exceso de ella,
su heterogeneidad, su cantidad y cualidad. Pero, sobre todo, el método para replantear los
datos disponibles, en procura de reorganizar o replantear también la imagen de la estructura
del mundo.

Sin tener mucho en cuenta lo apabullado y disminuido que habría resultado Melito a raíz de
su desigual pugilato dialógico con Sócrates en el segmento procesal alusivo al tema de la
ineptitud de este para mejorar a los jóvenes, es pertinente aclarar que no se demostró con
ello la invalidez del cargo de corruptor que contextualizaba el documento de la denuncia.
No tiene validez lógica ni alcance probatorio el argumento refutatorio de Sócrates, que se
acaba de invocar. No hay que asimilar la soberbia triunfal de Sócrates con la verdad que se
busca establecer en el litigio, ni la abatida y humillada semblanza de Melito, con la derrota
de sus argumentos acusatorios.

Ante los ojos de la ignorante plebe que conformaba las barras de la audiencia, Sócrates hizo
añicos a Melito. Pero su discurso “triunfador” es apariencia de victoria que no desvirtuó el
tenor de las acusaciones incoadas. Con el solo expediente retórico de la ironía y la
reducción al absurdo no se infirman los cargos de alcance experiencial. El derecho –de hoy
y el de aquel entonces– no se puede reducir a un certamen de habilidades discursivas.
Aunque con cierta frecuencia, por desgracia, tal era precisamente el caso.
XVII LA ARTIMAÑ A DEL SABIO
En el acontecer de la actuación procesal, el filósofo Sócrates pide a Melito desambiguar la
afirmación que lo acusa de cometer delito de impiedad. Pero no formula la interrogante sin
más. Por ejemplo, no pregunta sin segundas intenciones ¿qué quieres significar con el
concepto de “introducir otros dioses”? o ¿qué significa exactamente la expresión
“desconocer las deidades de la ciudad”? ¿“qué cosas hago o digo para merecer la carga de
esas faltas”?
Sócrates, en cambio, con voluntad aleve y palabra premeditada, interroga al acusador
Melito sobre un particular que no concierne directamente a la imputación penal que se
debate. La propia morfología de esa interrogante, su semántica indolente, su perfil de
emboscada, es un eufemismo bien logrado, el ardid que espera ansiosamente un “sí”, como
respuesta, para consolidar una inconsistencia pétrea en el dominio lógico del texto
acusatorio: “¿Afirmas que enseño a creer que existen ciertos dioses, aunque no crea en los
mismos en que cree la ciudad o afirmas que descreo en todos los dioses sin excepción?”.

El cargo penal dice claramente que Sócrates comete delito de impiedad porque introduce
nuevos dioses. No menciona que el sindicado enseñe o difunda el ateísmo o que haya
instruido a sus discentes en la consigna de apostatar del credo oficial de Palas y de Apolo.
No hay cabos sueltos en la vida intelectual de este hombre que lo asocien por vía de
doctrina, con los agnósticos, relativistas y ateos del Ática o de otras latitudes de la Hélade
donde emergía y prosperaba la cultura de la incredulidad en materia religiosa. Sócrates,
además, había sido ungido por la palabra del dios en el santuario délfico. ¿Por qué habría,
entonces,
de solicitar semejante aclaración sobre algo que era transparente y obvio?
¿Por qué habría Melito de poner en Sócrates un atributo tan fácilmente refutable? ¿Por qué
no formuló la acusación de ateísmo en la denuncia? ¿A qué razón acudiría para justificar
ante sus pares acusadores la inconsistencia radical en que incurrió de cara al texto de la
acusación?76

Ni filosófica ni jurídicamente se puede justificar un error tan pueril sobre un asunto tan
delicado. Sindicar tardíamente a Sócrates de “ateísmo”, en el proceso, significaba hacerse
inconsistente con el texto de la acusación original. Melito, un poeta galardonado, un orador
jurídico experimentado y un defensor acusador público medianamente exitoso, ¿se dejó
engañar infantilmente con una interrogante bifronte que ofrece la obvia carnada de una

76
La debida comprensión de la Apología escrita por Platón, requiere de lectores pertrechados de un aceptable acervo de
conocimientos lógicos y retóricos. No se puede ir al encuentro con la lógica de Sócrates sin saber, por ejemplo, de qué se
trata el argumento de reducción al absurdo, o en qué consisten la definición por medio de universales y la inducción
verbal de clase mayéutica. De ahí la necesidad y la urgencia de implementar en las universidades y cursos de extensión,
programas de lógica y retórica tanto formales como extracurriculares, para iniciar o perfeccionar en estas disciplinas a los
discentes y demás interesados en “leer” a cabalidad la Apología y demás libros del filósofo “divino”.
acusación mayor? ¿Hay un ejemplo mejor para ilustrar la estrategia que se oculta en el
argumento de la pregunta compleja como simple? Cualquier actor regular de los tinglados
forenses griegos de aquellos días tenía que haber sabido, por la fuerza de la praxis litigiosa,
que la acusación de mayor compromiso vinculante, en cuanto a la responsabilidad penal del
acusado, no era siempre, de hecho, la más grave en la definición de la norma, sino que lo
era la mejor dotada de reales opciones probatorias. El procedimiento judicial ateniense, por
otra parte, era reacio a aceptar rectificaciones no fundadas en enunciados comprobados.

Si se avistaba como ardua la tarea de judicializar a Sócrates por palabras ambiguamente


asociadas a la existencia de un daimón77 que lo aconsejaba en ciertos momentos y bajo
determinadas circunstancias de su vida, con el complemento de no haberse referido jamás
públicamente el sabio a esa criatura para teorizar sobre su naturaleza o escudriñar acerca de
su procedencia y destino, a fortiori constituiría un calvario en laberintos imitantes, intentar
establecer en demostraciones o probar por cualquier medio tarifado, un ítem tan escurridizo
y evanescente como el supuesto ateísmo del maestro.

El caso arriba citado acerca de la inconsistencia de la denuncia de marras frente al


contenido de la otra pieza procesal acusatoria induce a manejar otras conjeturas como
alternativas “creíbles”, distintas de la versión platónica. Una de ellas postularía que la
incongruencia lógica del acusador, asociada al tema de la credulidad religiosa de Sócrates,
no es producto de un error litigioso efectivamente acontecido, sino adulteración del dato
histórico llevada a cabo por el escritor del diálogo, quien se habría servido de este recurso
bastardo para favorecer el recuerdo de Sócrates en el juicio, como “advocatus” en causa
propia, con un punto de apoyo retórico más sólido que aquel que le deparaba debatirse
dialécticamente contra el texto original de la denuncia.78

Platón habría querido legar a sus lectores el perfil de un Sócrates mucho más batallador y
contundente de lo que pudo haber sido en la realidad como orador legal en aquella lejana
tarde de su audiencia. Al sopesar los quilates retóricos de esta tesis, no debe soslayarse el
hecho llamativo de no haber querido Platón escribir el diálogo Apología como una
auténtica crónica de aquel emérito acontecimiento de la historia judicial antigua. El escritor
omite las ponencias y alegatos de los acusadores, así como la voz rectora del augusto
Arconte Basileo, quien presidía las actuaciones procesales.

77
El consenso de los expertos en el área de la religión, la mitología y las creencias populares en la antigua Grecia, apunta
a caracterizar el término “demonio” como equivalente de “deidad menor”, que era hijo espurio de algún dios, pero carente
de su grandeza y privado de sus poderes. El demonio “familiar” de Sócrates tal vez se asemeje al “ángel de la guarda”
cristiano. De otro lado, podría ser una metáfora de la “voz de la conciencia” o una alucinación auditiva anexa a alguna
especie de perturbación mental.

78
El especialista en “Sócrates” A. E. Taylor escribe que Platón no podía tomarse libertades como escritor respecto de los
personajes y hechos históricos que narra en sus diálogos. Uno de sus argumentos establece que para los años en que
Platón escribió sus libros, muchos testigos de esos relatos estaban vivos y no habrían vacilado en denunciar las falsedades
y errores consignados en los diálogos. Para consulta: Taylor, A. El pensamiento de Sócrates, Fondo de Cultura
Económica. Breviarios, 1969.
Hay, además de todo, baches discursivos y frecuentes soluciones de continuidad en los
itinerarios del procedimiento. El libro semeja la reconstrucción sesgada de un suceso
histórico real, efectuada con parches de recuerdos y pegamentos de leyenda. Parece, en
términos figurados, una construcción abandonada o la obra negra de un proyecto mayor
hermosamente delineado. Luego, no es descabellado conjeturar que la aparente anomalía
jurídica surgida del contubernio de la “idiocia” de Melito con la “mala fe” de Sócrates,
pudo no haber sido un hecho genuino de la saga que se narra, sino una deslealtad narrativa
del autor, perpetuada por escrito en las páginas del diálogo que recapitula aquel lejano trozo
de la historia.

Una vez “aceptada por Melito” la conveniencia de inculpar a Sócrates por el delito de
ateísmo, contradiciéndose así con el texto original de la denuncia, sobreviene, como era
apenas lógico esperarlo, la retahíla de objeciones y refutaciones lucubradas y espetadas por
Sócrates. El viejo zorro de la dialéctica (“torpedo” y “tábano”, también) manipula los textos
de las dos clases de imputaciones, no como ampliación de la primera por medio de la
segunda, sino a la manera de dos acusaciones independientes entre sí. De esta suerte, si le
sindican de introducir nuevos dioses, replica que eso es imposible porque un ateo no cree
en dios alguno; y si le acusan de ser ateo, se defiende diciendo que ello no le es factible
serlo porque lo han incriminado de creer en nuevas deidades.

El episodio examinado, supuesto fruto vergonzante de una estratagema sofística, no parece,


por supuesto, ni muy ético ni muy estético. “Patético” podría ser el vocablo que mejor le
siente. Es difícil aceptar la imagen de un pensador de la talla moral de Sócrates,
defendiéndose de una imputación injusta, con trampas, sofismas y paradojas. Tampoco es
fácil aceptar la hipótesis que rotula a Platón como mendaz y deshonesto cronista de su
tiempo. De todos modos, aun dando por descontado la veracidad del relato de Platón,
Sócrates perdería, a juicio propio, unos cuantos ápices en estatura moral como sabio y
como filósofo mayor.79

Para el lector amante de la filosofía es incómodo encontrarse obligado a admitir que


Sócrates se valió perversamente de un señuelo retórico para provocar una inconsistencia
lógica que luego hábilmente tradujo a los términos de la refutación por el absurdo, o que el
suceso no tuvo lugar de esa manera, sino que es un relato mendaz nacido de la
deshonestidad del escritor. Se está frente a un dilema tan indeseable como invencible.
Bertrand Russell encaró el mismo problema hermenéutico: “... es muy difícil juzgar hasta
qué punto procura Platón retratar al Sócrates histórico, y en qué medida intenta que el

79
Para avanzar más en este punto hay que acopiar más información jurídica, no solo respecto de la normatividad positiva,
sino también acerca de los usos y costumbres de carácter litigioso. Un tema que se debería desambiguar es el concerniente
al poder de los discursos y alegatos en cuanto retórica de las pruebas frente al valor de las pruebas mismas como factores
privilegiados de la decisión jurisdiccional. Sobre este particular, Jenofonte, Apología, rememora las palabras de
Hermógenes, advirtiendo a Sócrates sobre lo importante que es ir bien preparado como advocatus para enfrentar
idóneamente los diferentes momentos procesales de la audiencia: “¿No sería con todo, Sócrates, conveniente examinar
también lo que vas a decir en tu defensa? ... ¿No ves cómo muchas veces los tribunales de los atenienses han llevado a
quienes nada malo hacían a la muerte, seducidos por un discurso, y cómo en cambio, en muchas ocasiones han absuelto a
malhechores, ya fuera compadecidos de sus palabras o porque hablaron de un modo adulador?”.
personaje llamado “Sócrates” en sus diálogos sea meramente el portavoz de sus propias
opiniones. Platón, además de ser un filósofo, es un escritor imaginativo de gran ingenio y
encanto. Nadie supone, y él mismo no pretende seriamente, que las conversaciones de sus
diálogos ocurrieran como él las registra”.80

La estratagema de Sócrates para atrapar a Melito en grave inconsistencia lógica, no solo es


un acto moralmente deplorable de parte de un filósofo moralista y sabio predicador de la
voluntad del dios de Atenas, sino que es un atropello a la decencia y al buen gusto oratorio,
propios de los pensadores superiores en el despliegue estético de sus argumentaciones. 81 La
argucia de Sócrates es justificable y en ocasiones hasta plausible en las actuaciones
litigiosas de los abogados –y de los políticos también–, porque el oficio lo reclama y la ley
lo tolera, pero no en el comportamiento del empinado filósofo que se reputa mensajero del
dios y más sabio que todos. Sócrates, el filósofo y maestro de la polis, no debió asumir su
propia defensa como abogado si ello le representaba tener que acudir personalmente a
procedimientos que debió haber anticipado como censurables o bochornosos.

El lector analítico habrá colegido que la exigencia de pulcritud moral en el


manejo de las herramientas conceptuales del discurso, parece barruntar la incipiente figura
de una “ética de la praxis lógica” o “ética de la aplicación de los recursos lógicos” al
contexto discursivo que corresponda. Lo cual no significa que haya una “lógica ética” o que
el concepto de “lógica” conlleve fijamente el de alguna especie de moral. El reato contra la
moral no consiste en el recurso lógico como tal, es decir, en cuanto fórmula o
procedimiento que entraña una falacia aplicada al discurso por error o desconocimiento,
sino en la voluntad de aplicar torcidamente dicho recurso para desglosar un provecho
indebido. En este sentido, ser falaz y ser mendaz son comportamientos equivalentes en la
dolosa voluntad de engañar o confundir al contendiente jurídico o ideológico.

Es muy conveniente recordar que las falacias y demás modos “impuros” de la lógica formal
estándar, son, a la vez, herramientas mentales y aplicaciones metodológicas de gran utilidad

80
Russell, Bertrand. Obras completas, Tomo I, Historia de la filosofía. Bilbao, España: Aguilar, 1973, p. 90.

81
A. E. Taylor verifica una “lectura” del episodio procesal en que Melito, inducido por Sócrates, se contradice oralmente
con el texto escrito de la denuncia, alegando que se trata tan solo de una broma de Sócrates para burlarse de su
contrincante. Taylor aleja de ese comportamiento del filósofo cualquier asocio con intenciones protervas y prácticas
engañosas. Ni siquiera ve en ello un argumento idóneo para restarle credibilidad a la denuncia mediante el descrédito
público de quien la formula, que no sabe “probarle” al acusado ¡de qué demonios está hablando! Pero no se anima el
experto en “socratismos” a formular la conjetura iconoclasta que le pone interrogantes verosímiles al “pulquérrimo”
talante del prestigio socrático.

Sócrates es “intocable”, porque en ese estado de “gracia filosófica” lo encontró Occidente en la obra de Platón.
Y así ha permanecido su imagen de pensador durante veinticuatro siglos. Hay académicos e investigadores
independientes que denuncian la talanquera mental y el daño pedagógico representados por la enseñanza implícita del
dogma de la “superioridad” de Platón. El problema no consiste en enseñar y divulgar directamente el dogma, sino en
priorizarlo a la hora de estructurar la temática y establecer las intensidades temporales de la asignatura. El culto a Platón y
otras idioteces filosóficas es el título de un libro cuyo tema es el mismo que en este instante nos secuestra la atención
en el espacio de las investigaciones científicas, jurídicas y tecnológicas. Una fórmula lógica
de alcances veritativos probables o difusos, bajo determinadas circunstancias de
incertidumbre cognoscitiva, puede ser de mayor utilidad puntual para el investigador, que
su contrapartida lógica “bien formada”. La explicación de este fenómeno, tildado
equivocadamente de “paradójico”, tiene que ver con la “naturaleza demostrativa” de las
fórmulas bien formadas (f.b.f.) o leyes de la lógica, y con el carácter de inferencia probable
o incierta propio de las fórmulas espurias.

En estos casos, los modos formalmente defectuosos, como lo son las falacias de la
recíproca y de la contraria, son aplicados como heurísticas de probabilidad, encaminadas a
resolver problemas en situaciones de variada precariedad informativa. El ideal del
conocimiento perfecto, que era paradigmático de muchas corrientes filosóficas y teorías
científicas, ha sido remontado por los conceptos de lo perfectible, lo estocástico, lo difuso y
lo argumentativo, que hoy profesan las ciencias fácticas y los sistemas expertos
desarrollados por las teorías informáticas de la inteligencia artificial.

Sócrates y Platón fueron adalides mayores en la búsqueda filosófica del conocimiento


absoluto. Razón por la cual, el abogado Sócrates no recurrió a la prueba individual y
concreta (que es contingente y relativa) para descargarse de las imputaciones aseveradas en
su contra, sino que prefirió asumir el rodeo discursivo y más abstracto de las
demostraciones por el absurdo, que son, en lógica pura, universalmente válidas y
lógicamente necesarias. Pero no se puede infirmar una acusación concerniente a la
comisión de un ilícito cualquiera con la demostración de la falta de consistencia sintáctica
exhibida por el orador rival en su discurso. Lo que había que probar en contrario era el
enunciado pugnaz que describía el hecho tenido por delito, sin tener que entrar a
relacionarlo formalmente con su especie o con su género.

Además de ridiculizar al acusador por su incompetencia retórica y demostrar que la vía de


contradecirse Melito con la denuncia original conducía fatalmente al colapso de su punto de
vista, Sócrates no sacaba con ello nada en limpio respecto de infirmar las acusaciones que
pesaban contra él. Ensañarse con ironías y burlas a costas de aquel orador tal vez
desconcertado e inerme, era poner en juego, improductivamente, una especie de
argumentación contra la persona. Exhibiendo públicamente la torpeza del rival, quería
vender la idea de la obligada insuficiencia o invalidez de su denuncia. Pero no hay
correlación invariable entre lo uno y lo otro, aunque fuese verdad incuestionable, alguna
que otra vez, tanto lo uno como lo otro.

El alegato de Sócrates en la Apología parece una sarta de fragmentos discursivos, que


sueltos y dispersos al principio, fueron cosidos después en un contexto advenedizo con los
hilos del recuerdo. El libro nos cautiva de repente, por el primor pagano del estilo y el
encanto provocador de sus ausencias: aquello que no se dijo nunca para que lo pudiéramos
imaginar más tarde, o que se escribió en el papiro con palabras inseguras, sin sospechar el
autor que en el desaliento de los siglos, el manoseo de las muchas culturas de glosadores
conspicuos, traductores discrepantes y hermeneutas ensimismados, las haría significar
tantas y tan variadas cosas, que terminarían por no significar ninguna.
XVIII LA DINÁ MICA DE LOS ARGUMENTOS

Los lectores no quieren leer a Platón razonando en lugar de Sócrates; quisieran oír y “ver” a
Sócrates mismo, prescindiendo de Platón. La magna tarea literaria, histórica y filosófica de
Platón en la Apología es precisamente esa: ser veraz respecto de los hechos que dieron
lugar a la palabra acusatoria, y honesto en cuanto a la solvencia moral de los medios
recurridos para “socavar” la versión de la denuncia.

La lectura del diálogo presupone que: 1) Sócrates no es Platón como suplantación efectiva
del pensamiento de aquel por el de este, 2) el libro Apología de Sócrates no es una crónica
del juicio, mas sí un resumen del discurso de Sócrates y 3) el autor no reprodujo las actas
del proceso, ni tuvo en cuenta documento alguno como fuente, sino que escribió de
memoria los contenidos de la obra.82

Un viejo problema hermenéutico radica en encontrar la técnica para determinar qué cuota
de platonismo hay en los parlamentos de Sócrates desarrollados en los diálogos. Lo que se
deja de ver al examinar el tema, es la enorme admiración hacia la persona y la enseñanza de
Sócrates, prodigada en la sublime prosa de los diálogos. Platón, dicen los expertos, es el
más grande y auténtico de los filósofos socráticos, el consecuente exegeta de su mensaje
ético y el más autorizado expositor de sus doctrinas metafísicas. Es plausible suponer,
entonces, que siendo el escritor un filósofo transido de socratismo, todo lo que podía
proyectar sobre su propia obra era el producto, socrático también, de su metabolismo
mental de ideas y métodos aprendidos del maestro. Vale decir, por consiguiente, que la
cuota de platonismo que supuestamente adultera el discurso de Sócrates en los Diálogos
homónimos, no habría existido nunca si se da por supuesto que el joven Platón, autor de las
obras mencionadas, era en aquel momento de su vida intelectual, un socrático “a morir”.83
82
Los juicios de ponderación sobre el desempeño lógico y retórico de Sócrates-Platón en los diálogos “juveniles”, deben
ser cuidadosamente contextualizados para evitar el error hermenéutico de calificar con parámetros y criterios
contemporáneos, lo que corresponde al estado de incipiente desarrollo de esas herramientas discursivas hace poco menos
de veintitrés siglos.

83
Este enigma ha perdurado lo que las obras de Platón tienen en años de haber sido publicadas por vez primera. La
explicación que parece más plausible para entender este fenómeno milenario de fracasos y frustraciones hermenéuticos, es
la falta de puntos de referencia asociativos no objetables, desde los cuales y hacia los cuales se pueda desglosar las
diferencias y acumular las similitudes que “acercan” o “alejan” sendamente, sus respectivos perfiles intelectuales. La tarea
interdisciplinaria de los glosadores, traductores, lingüistas, filólogos, historiadores, epistemólogos y demás especialistas
convocados para darse al ejercicio magno de desambiguar los textos referenciados en lo que respecta a discernir cuándo
excogita Platón y cuándo Sócrates en un trozo dialogal cualquiera, enfrenta grandes dificultades, como la de no poderse
contar con la comparación de los estilos literarios, que es prueba muy valiosa de la arqueología documentaria. El método
que podría rendir aceptables dividendos si se satisfacen algunos requerimientos previos o requisitos de base, es el de
cotejar a Platón consigo mismo. Es decir, aplicar hermenéuticas comparativas para establecer los cambios graduales que
experimenta Platón desde la juventud a la senectud, pasando por los estadios intermedios de la madurez, en cuanto a la
pérdida de la influencia socrática en su obra. La estrategia consistiría en el estudio comparativo de los diálogos socráticos
“plenos”, con los que no lo son en medida semejante, siguiendo la cronología de las publicaciones. La estrategia es el
conjunto de heurísticas que harían factible alcanzar el objetivo propuesto.
Más preocupante que el improbable cálculo del investigador acerca del nivel de “invasión
platónica” en los argumentos, juicios y conceptos de Sócrates, es, en la Apología, el factible
ocultamiento por parte del escritor, de las opiniones que sobre los hechos de la acusación,
profesaban mayoritariamente las gentes de la polis. Según se sabe, Sócrates no encarnaba
de ninguna manera el ideal doméstico del sabio anciano: amigo seguro y bondadoso
consejero, capaz de despertar sentimientos de ternura y emociones filiales en sus
conciudadanos. Algunos comportamientos y opiniones de Sócrates no se compadecerían
con el empinado juicio que lo pinta como “varón moralmente pulquérrimo”. Si aceptamos
su falibilidad moral, entonces convendríamos en que los Diálogos de Platón consignan
ciertas faltas de orden ético, pero rubricadas bajo otras taxonomías de la conducta humana
o, sencillamente, “pasadas por alto” para “salvar las apariencias”. Lo que en este punto más
interesa es preguntarse desprejuiciadamente a quién deberían ser atribuidas tales faltas: ¿a
Sócrates, quien las habría cometido o a Platón, quien tal vez las inventó?

En cualquiera de los dos casos supuestos, el efecto es deletéreo para el prestigio histórico
de uno de los dos filósofos, pues si no fue Platón el autor del desaguisado por medio de su
escrito, entonces lo fue Sócrates con su comportamiento real, historiado luego fielmente por
Platón. Por ejemplo, cuando Melito es maliciosamente inducido por el sindicado a
contradecirse con el texto de la denuncia, algún lector podría opinar que aquello es
éticamente aceptable en cuanto estrategia de Sócrates para facilitarse la defensa. O
encontrará, de pronto, que un comportamiento de esta guisa (hacerlo o inventarlo) no puede
ser predicable de un hombre tan superior como lo fuera Sócrates o de otro tan grandioso
como lo fue Platón.

He aquí la paradoja resultante: dado que ningún hombre éticamente superior es capaz de
falta moral semejante y puesto que es preciso determinar la autoría de un comportamiento
moralmente censurable atribuido a Sócrates en un diálogo de Platón, entonces, o bien el
texto es el relato veraz de esa falta o es una impostura del escritor. Si se afirma que fue
hechura de Sócrates la falta, ello no es posible de aceptar por tratarse el acusado de un
hombre moralmente “superior”, luego fue autoría fantasiosa de Platón. Pero ello es
imposible, dado que Platón también es un hombre moralmente superior. Luego...

La lógica, en cualquier tiempo y lugar, es un arma de dos o más filos. De modo análogo a la
trampa lógica que Sócrates le tiende a Melito para salir inmune del proceso a tenor del texto
acusatorio, a Sócrates se le puede encerrar en una disyunción dilemática que viene a ser,
casi punto por punto, la contrapartida lógica de la paradoja antedicha:

Sócrates desconoce los mandamientos de la religión del Estado y es reo del delito de impiedad, tanto
si predica doctrinas de dioses espurios por ser creyente, como si promueve la praxis de no adorar a
dios alguno, por ser ateo.84

84
Barros, Nelson. La nueva mayéutica (inédita).
Los términos empleados en este dilema guardan mayor afinidad con el texto original de la
denuncia, que los del argumento defensivo de Platón para escamotear la acusación que en
ella se contiene. En efecto, Platón se vale de la prolijidad de su prosa para presentar
diferentes modos de decir las cosas, de tal suerte que el lector –tanto el ingenuo, cada vez,
como con frecuencia, el avezado– desapercibe los cambios en el significado de ciertas
palabras y giros de expresión, tomándolos por otros que se les parecen mucho, pero que no
dicen lo mismo exactamente.

No es fácil asimilarlas inconsistencias cuando detrás del formato lógico en que se encarnan
las oraciones deletéreas que las expresan, hay un fondo ético descompuesto que es tan
moralmente repugnante como la intención mendaz que le sirve de sostén a la metáfora.
Sócrates rehusó escapar de la prisión en que aguardaba su postrer momento, porque –
alegó– no quería ofender a las leyes evadiendo su mandato. ¿De qué manera es esa actitud
de sometimiento total al imperio de la norma, compatible con el patético escamoteo que de
ella hace en el más encumbrado recinto de la Justicia ateniense? ¿No habrían resentido las
leyes personalizadas, mucho más que el reato de evadir la prisión, el dialéctico esfuerzo de
Sócrates en burlar con sofismas la aplicación de ellas? ¿No es más truculento el dolo de
engañar que la cobardía de evadirse?85 Por otro lado, si hay leyes tanto justas como injustas,
en sí mismas o en su aplicación, ¿qué tan censurable es el esfuerzo de escamotear a las
segundas su protervo castigo?

Humillado –según Platón– por dejarse cambiar tan puerilmente el texto de la denuncia y
desesperado por no saber escapar de los laberintos verbales en los que Sócrates lo encerraba
de continuo, Melito se reduce a contestar con monosílabos insuficientes y frases
conceptualmente apocopadas, los “letales” cuestionarios que Sócrates formulaba de
improviso, dando muestras fehacientes de sobrado talento retórico, sobre la marcha
itinerante de aquel acontecimiento procesal.

Sócrates no se defendió como un abogado corriente de su época. En lugar de insistir en la


falta de pruebas concretas o idóneas respecto de los cargos impetrados en su contra, optó
por ridiculizar al orador de la contraparte y dirigirse a los jueces con la mordacidad
implícita –a veces insolente– de quien es experto en manejar los diferentes grados y
alcances que entretejen la variada complejidad de la ironía. El “más sabio de los hombres”,
convirtió la semántica de la acusación en un laberinto de palabras disconformes entre sí, y
al acusador de oficio, en el seguro hazmerreír de sus pares, tanto en el atril sofocante de la
política ática, como sobre el rudo entablado de las batallas forenses.

Platón expresó ese drama –casi melopea eleática o parodia de la envidia civil– de la
siguiente manera:

Efectivamente, Melito se contradice en su acusación, porque es como si dijera: Sócrates es culpable

85
El manejo ocasional de estratagemas sofísticas, no permite por sí solo definir a Sócrates como “sofista”. Se requiere,
para merecer ese calificativo, profesar los lineamientos primordiales de la doctrina filosófica que justifica la teoría y avala
la praxis.
en cuanto no reconoce dioses (acusación de ateísmo) y en cuanto los reconoce (acusación de adorar
otras deidades).

-Dices Melito cosas increíbles ni estás tampoco de acuerdo contigo mismo. A mi entender parece,
atenienses, que Melito es un insolente, que no ha intentado esta acusación sino para insultarme con
toda la audacia de un imberbe, porque justamente solo ha venido aquí para tentarme y proponerme
un enigma, diciéndose a sí mismo: Veamos si Sócrates, este hombre que pasa por tan sabio, reconoce
que me burlo y que digo cosas que se contradicen, o si consigo engañar no solo a él, sino a todos los
presentes.86

A capricho de su pluma prodigiosa, Platón se solaza –y nos solaza– en el recuento del


contraataque socrático a las argumentaciones de los acusadores. El argumento irónico hace
presencia en el escenario forense siguiendo el libreto que define esta figura como una sarta
de palabras que dicen audaz e ingeniosamente lo contrario de lo que corresponde predicar
con verdad del objeto consecuente de ella. El sindicado Sócrates, de conformidad con la
circunstancia del momento litigioso, procede a endilgarle tan excelentes atributos de
ingeniosidad retórica a su contendiente, que al punto de enunciarlos se revelan
allí mismo como contrapartidas mordaces de los que le son propios.

Justo al comenzar su alocución litigiosa como abogado de su propia causa,


Sócrates se sirve de la ironía para definirse a sí mismo como orador de escasas dotes
retóricas, especialmente en lo que respecta al manejo conceptual de las categorías jurídicas
y al uso discursivo de la terminología legal. Se excusa formalmente ante los jueces y la
audiencia de no poder mostrar la excelsitud oratoria y perfección temática de los tribunos
que le precedieron en el uso de la palabra y, en consecuencia, de verse obligado a trajinar
oratoriamente con los términos comunes y corrientes del lenguaje coloquial.

Platón nos ilustra aquí sobre el uso amalgamado de dos argumentos. El de misericordia,
para solicitar benevolencia anticipada al auditorio por la supuesta mala calidad discursiva
de sus intervenciones y el de ironía, que implica lo contrario de lo que efectivamente
manifiestan las palabras acabadas de decir. De este modo, Sócrates no se excusa
verdaderamente ante el auditorio por la supuesta “mala calidad” de su oratoria, sino que se
finge incapaz de confrontar “sus flacos méritos” con el “óptimo desempeño” de los
acusadores. Sin embargo, todos por anticipado reconocen su destreza verbal y saben con
creces de su superioridad dialéctica. Luego el sabio estaba siendo irónico, pero sobre todo
mordaz, en aquel momento inicial de su discurso. Es decir, que rebajándose a sí mismo,
Sócrates indirectamente se exaltaba y exaltando a los otros oradores, los rebajaba.

La ironía de Sócrates es de heteróclita factura. Puede mostrarse como una palabra, una
oración o una conjetura; en el ingenio de la definición o la idiosincrasia de los procesos
inductivos; para atacar o para defenderse, con auxilio de la lógica, pero sobre todo con la
permisividad de la retórica. La ironía socrática puede estar movida interiormente por la
desazón que genera la incertidumbre acerca del “conocimiento del sí mismo”; impulsada
por el ciclo valetudinario de la propensión bipolar del cognoscente; o seleccionada como
86
Platón. Apología de Sócrates. En: Obras completas. UNAM, 1976.
recurso retórico para “vadear” el compromiso de tener que concluir alguna lucubración
improvisada con un juicio categórico de cuestionable veracidad. La ironía es el pretexto por
excelencia de Sócrates y Platón para salvar las apariencias. Sócrates incurre en la
inconsistencia lógica de afirmar que él, que “solo sabe que nada sabe”, sabe, sin embargo,
que su interlocutor “no sabe nada”. La “justificación” de esta impudicia formal alude a que
esa conciencia de la propia ignorancia es lo que abonaría como prueba principal del
dictamen del Oráculo sobre su condición de “sabio superior entre los hombres”.

El argumento analizado se desarticula en los siguientes componentes preposicionales. Uno,


quien verdaderamente sabe es el dios. Dos, hay hombres que creen saber que saben mucho
y se ufanan de su sabiduría. Tres, tales hombres presumidos, en verdad, no saben nada.
Cuatro, la prueba de esa ignorancia es la incapacidad para absolver certeramente las
interrogantes de un cuestionario ideado por Sócrates. Cinco, la verdadera sabiduría reside
en el “conocimiento de sí mismo” según la doctrina socrática. Seis, el método y las técnicas
para buscar y acceder a ese conocimiento son los descubiertos e implementados por
Sócrates. Siete, tener verdadero conocimiento sobre las artes o ciencias que se ejercen
profesionalmente o manejan por el lado teórico, no es otra cosa que aprehender idealmente
su esencia por medio de la lógica. Ocho, la aprehensión ideal de la esencia de una cosa se
lleva a efecto en el contenido del concepto con ayuda de la inducción verbal, la técnica
mayéutica y la definición por el género próximo y la diferencia específica. Nueve, ninguno
sabe dar cuenta de la esencia del saber que imagina dominar. Diez, Sócrates concluye que
los hombres examinados no saben nada. Once, él mismo Sócrates confiesa que tampoco
sabe nada, pero por lo menos cuenta con el conocimiento de su propio desconocimiento.
Doce, Sócrates es el más sabio de los hombres porque “solo sabe que nada sabe”.

Hay, en ese argumento, demasiados flancos expuestos al ataque. Unos pocos de ellos se
pueden reseñar con laconismo. Si Sócrates se auto-implica como dueño exclusivo del
concepto de “conocimiento verdadero” y de las técnicas para alcanzarlo, ¿no era una
desfachatez colosal calificar a otros de ignorantes por desconocer aquello que él se había
dado a la solitaria faena de inventar? Si alguien dice que nada sabe, ¿cómo puede saber que
otro sujeto no sabe nada? ¿Cómo se hace para sostener válidamente que el más sabio es
quien, no sabiendo nada, reconoce que solo sabe que nada sabe, si se tiene en cuenta que la
ausencia total de conocimiento es privación radical de la conciencia de todo cuanto es o
existe, incluyéndose ella misma? La expresión “yo no sé nada” carece de sentido si no
pertenece a uno o más contextos. “Nada” significa “algo” que no es o no está, dada una
circunstancia o condición. Pero no puede significar “nada de nada” en un discurso que no
clasifica la expresión en algún catálogo ontológico imaginable, por fantasioso e imposible
que parezca. Dado que Sócrates sabía alcanzar conceptualmente la verdadera esencia de las
cosas contingentes mediante los métodos lógicos y procedimientos plausibles de la
inducción, la definición universal, la mayéutica y la anamnesis, por él mismo descubiertos,
y supuesto, también, su dominio pleno y efectivo de las preceptivas que inducen al
conocimiento del sí mismo, que él se ufanaba de atesorar y se empeñaba en inculcar a los
varones de la polis, ¿qué sentido tenía predicar de sí propio la absoluta ignorancia? Si
acosaba a los ciudadanos con el empecinamiento inapelable del tábano hematófago o los
aturdía, como el torpedo marino lo hace con su presa, mediante la descarga fulminante de
las refutaciones por el absurdo, en el altruista empeño de inculcarles la urgencia de hacerse
más virtuosos, ¿cómo es que por otro lado aparece diciendo que él mismo nada sabe?

Es elemental verdad de Perogrullo decir que aquel que nada sabe, está impedido de opinar
en torno a si otra persona sabe o no sabe alguna cosa. Planteado en esos términos, el
aforismo en estudio se deja leer como proposición inconsistente consigo misma o como una
auténtica “contradicción en los términos”. Para escapar de tan autofágico predicamento,
Platón repliega el estilo erístico de la lanza en ristre, que Sócrates aplica con redoblada
contundencia discursiva, para que la estrategia defensiva a veces en exceso intransigente, se
suelte de
la ruda tenaza de la lógica y se transforme suavemente en admirable y caprichoso (aunque
no por ello inofensivo) retozo de ironía.

El divino Platón, por las mismas razones, se previene cuanto mejor puede de las inminentes
paradojas y mutantes aporías de su discurso, propiciadas por los vicios estragantes de la
sintaxis lógica. El filósofo pone en cuarentena los bacilos lógicos de sus probables falacias
con el método poco ortodoxo de hibridar el lenguaje reflexivo de la filosofía o el más
conciso y directo de las ciencias, con la ambivalencia, ambigüedad, oscuridad o confusión
de los mitos y leyendas de que se sirve con frecuencia. El recurso tiene cara de ardid, pero
no lo es porque el filósofo no está impedido de saltar del lenguaje cósico que quiere retratar
el mundo con palabras, al universo de las figuras retóricas, donde los vocablos y las cosas
semejan intercambiar los valores semánticos que los identifican y separan normalmente. Lo
que no puede hacer es tomar lo uno por lo otro ignorando las preceptivas de la lógica de
identidad.

El aforismo en examen adolece de varias falencias, una de significativa importancia es la


falta de contextos básicos en el enunciado mismo y la ambigüedad perseverante de los
términos matriciales que lo conforman. Por ejemplo, “nada” es un vocablo que solo
significa “algo” dentro de ciertos límites. Si afirmo que no he visto nada al ser interrogado
sobre la ocurrencia de cierto hecho que es asunto de investigación judicial, “nada” es
palabra que denota ausencia relativa de información respecto a ciertas y determinadas
cosas. Si una persona examina mis conocimientos en derecho penal, dictaminando que yo
no sé nada sobre el particular, lo que debo entender es que “nada” es una hipérbole que el
examinador emplea para exagerar su juicio sobre el escaso conocimiento de mi parte.

Debido a ello, “Solo sé que nada sé”, en la versión clásica, no es más que una sarta de
palabras sin sentido que parecen profundas y venerables por haber sido oradas por Sócrates
y escritas por Platón. Pero he aquí, sin embargo, que los defectos estructurales y semánticos
del aforismo en estudio, atesoran sus propias enseñanzas y esconden sus propios enigmas
que han sido motivo fértil de investigaciones metalógicas y pretexto consuetudinario de
incesantes polémicas, consagrando una historia doctrinaria fecunda y doblemente
milenaria.

Ha de tenerse presente al cavilar sobre los argumentos de la defensa que, sin la argucia
retórica o estratagema retórica de cambiar el texto acusatorio, anteriormente descrito,
Sócrates no hubiera podido desplegar su mayéutica destructiva y su erística contundente
para demostrar, por el método del absurdo, lo disconforme consigo misma que llegó a ser la
posición contenciosa del acusador Melito. El filósofo desatendía, por otro lado, el hecho de
la inocuidad probatoria de ese procedimiento:

Sócrates. -Si los demonios son hijos de dioses, ¿qué hombre pensará darse hijos de dioses y no darse
dioses? Absurdo semejante a como si alguien pensara que se dan hijos de caballos y de asnos, los
mulos, y no creyera que se diesen ni caballos ni asnos... Porque a nadie que tenga sentido común
puedes persuadir jamás de que el hombre que cree que hay cosas concernientes a los dioses y a los
demonios pueda creer, sin embargo, que no hay demonios, ni dioses, ni héroes; pero esto es
absolutamente imposible. Así que Melito, no hay escapatoria...87

Platón se percató –o acaso el propio Sócrates, que la acusación de impiedad, redactada


como estaba originalmente– no habría espacios lógicos para procurarse un desempeño de
buen mérito por medio del argumento de reducción al absurdo. En torno a este particular, la
duda puede adueñarse del lector perspicaz tan pronto nota algo de “forzoso” o como de
“trampa improvisada” sobre la marcha de los acontecimientos, en la forma por demás
ingenua o torpe en que Melito se deja “inducir” por Sócrates a cambiar el texto de la
acusación en el cargo que reza que “Sócrates cree en dioses o demonios de cultos
bastardos”, para reemplazarlo por este otro: “Sócrates descree de todos los dioses”.

El argumento platónico de la defensa, por otra parte, no reclamaba que la imputación de los
cargos susodichos fuese infundada o tendenciosa por el motivo de no haberse allegado al
sumario (o su equivalente procesal histórico) pruebas fehacientes de los comportamientos
pedagógicos, irreverentes o iconoclastas con que el acusado habría desconocido
públicamente, o en ágape privado, la legitimidad suprema de los dioses tutelares del Estado
ateniense o, acaso, de los dioses todos. En cambio, lo que voceaba con insistencia el
grandilocuente reo, o dejaba al desnudo indirectamente con su palabra erística, era que el
acusador se contradecía a sí propio en materia grave, al modificar substancialmente el texto
original de la querella.

Sócrates (o Platón) procede como el orador de los torneos dialécticos que se ponía por meta
reducir al oponente a su mínima expresión competitiva. El discurso de la defensa no estaba
jurídicamente bien contextualizado. Sócrates no tuvo asesoría experta porque fue lo
suficientemente soberbio para rechazarla. En la Apología no hay registro de actuaciones
procedimentales tocantes al suceso aludido como modificación del texto de la denuncia. La
Audiencia continuó impertérrita hasta agotar sus momentos procesales, como si ninguno de
los presentes hubiese comprendido la dimensión forense de lo que se implicaba con el
cambio en las correlaciones lógicas de los textos confrontados.

87
Ibídem.
XIX AVALANCHA DE ARGUMENTOS
Otros argumentos de protagonismo en la audiencia, se reseñan a continuación. Una
modalidad del auto-elogio o selección favorable de observaciones tiene lugar cuando
Sócrates, para infirmar la imputación de simpatizante político del gobierno de los Treinta
Tiranos, hace memoria de su expedita desobediencia a una orden gubernamental perentoria
de asesinar a un demócrata ateniense.88

Se ha escrito con cierta insistencia que Sócrates, en su alocución defensiva, recurre al


argumento de misericordia mediante el ingenio de decir que no lo recurrirá. Cuando
asegura que no traerá ante los jueces el cuadro patético de su mujer y sus tres hijos, quienes
quedarán, respectivamente, en la viudez y la orfandad tras la ejecución de su sentencia de
muerte, lo que en realidad hace, apelando a las palabras precisas, es mostrar a la
imaginación vivamente lo que los ojos no habrán de ver ni los oídos escuchar. De esta
guisa, el sabio “salva las apariencias”, pues habría resultado inconsistente y mal visto que
un acusado tan incisivo, indolente, agresivo y burlón en sus intervenciones como abogado
de sí mismo, abordara al expediente de despertar compasión en las barras y sentimientos de
desazón o complejos de culpa en los jurados.

Por otra parte, la presencia física de Jantipa en el estrado de la Audiencia, constituía un


factor desventajoso para el acusado, si se considera la opinión adversa que los atenienses
profesaban de ella. Su mal carácter y groseros modales no tenían en Sócrates a la solitaria
víctima de sus excesos, sino que se prodigaban a menudo en otras personas. Especialmente
adverso era el concepto de los señores de la polis, que no toleraban conductas ofensivas y
desafiantes hacia los varones, de parte de las mujeres, definidas por la ley y la costumbre
como humanos de menor rango personal, político y social. Insultado y maltratado por
Jantipa, en su mansa actitud de tolerancia doméstica, Sócrates era un mal ejemplo para la
juventud de Atenas. Tan en mal puesto social estaba la mujer ateniense de esos días que el
varón homosexual que fungiese de mujer en público aventuraba el albur de ser castigado
severamente, perdiendo sus derechos hasta el extremo de llegar a ser reducido a la
esclavitud. Un verdadero hombre podía amar a otro hombre, pero le estaba vedado ofender
y degradar su alta calidad de varón y ciudadano de la polis, imitando, en sus vestimentas,
ornatos, expresiones verbales y lenguaje corporal, a un ser tan “inferior”.89
88
Platón y Jenofonte coinciden en ofrecer el recuerdo de un Sócrates “político”, que sabía distinguir y separar las virtudes
o ventajas de los distintos géneros de gobierno, respecto de sus característicos vicios o defectos. Sócrates vivió bajo el
régimen democrático ateniense al que sirvió decorosamente como ciudadano y como soldado. Ejerció con valentía su
derecho a disentir cuando se opuso a la condena de los generales en el juicio asociado a la batalla de las Arginusas.
Aunque se le quiso acusar de profesar simpatías y guardar afinidades ideológicas con el mandato proespartano de los
Treinta Tiranos, el sabio desmintió la insidia al atreverse a desobedecer la orden que le imponía participar en la captura y
asesinato del demócrata León de Salamina. El ideal socrático-platónico de régimen gubernamental era la “noocracia” o
“gobierno de la sabiduría”. Los enemigos del sabio, sin embargo, contabilizaron suficientes razones para hacer ver a
Sócrates como decidido enemigo de la democracia y sutil teorizante de un régimen político de corte totalitario ( La
República).

89
Desafortunadamente, tanto Platón como Jenofonte, en sus respectivos libros acerca de la defensa de Sócrates, se
conformaron con reproducir o reconstruir lo más destacado de los alegatos socráticos, mientras descuidaban por completo
legar a la historia los argumentos que animaron el discurso de los acusadores, así como otros ítems de la regularidad
Sócrates se sirve varias veces de una estrategia retórica que hoy se reconoce como
argumento de las consecuencias adversas. El orador advierte al auditorio que si decide
verificar tal o cual proceder (aceptar o rechazar una propuesta), deberá atenerse a los
indeseables efectos que sobrevendrán de ello:

Se me figura que soy yo el que Dios ha escogido para excitaros, para punzaros, para predicaros todos
los días sin abandonaros un solo instante. Bajo mi palabra, atenienses, difícil será que encontréis otro
hombre que llene esta misión como yo; si queréis creerme, me salvaréis la vida.90

No pudo Platón ser más claro al poner el argumento en la palabra de Sócrates. Pero un
argumento no es más o menos persuasivo por sus propios caracteres retóricos, sino que
precisa contar con la clase de auditorio que recepta el contenido del mensaje. Si se tiene
presente la variable de la generalizada animadversión y suspicacia que suscitaba el filósofo
en un crecido número de ciudadanos atenienses, el argumento parece poco persuasivo por
motivo de esa misma antipatía y porque conlleva la insolencia o la incomparable ironía de
advertirles que si le condenan a muerte, se castigarán a sí mismos al no poder encontrar
otro hombre tan insufrible y detestable como él, “para hacerles virtuosos”.

Lo más probable en cuanto a la reacción del auditorio, es que compartiera la opinión de


tener como la consecuencia más adversa de todas, la de continuar sufriendo su abusiva y
machacona intromisión en las creencias personales y valores subjetivos de las gentes
atenienses y la de padecer el despectivo y ofensivo modo de tratar a quienes no sufragaban
a favor de su evangelio esquizofrénico o descreían de su ya desgastado galardón de “más
sabio de los hombres”.

Encima de todo, había la tendencia bastante generalizada a creer que en los debates librados
por los mejores filósofos y oradores no solo se dirimía quién era el mejor en el manejo
discursivo de los temas, sino que se establecía allí mismo, por medio de la razón discursiva,
cuál de las tesis propuestas era la verdadera. Sobre todo, en materia de moral, cuyos temas
son reacios a los cánones probatorios de la experiencia. Los términos medios y las
probabilidades quedaban muchas veces descartadas por no corresponder al conocimiento
nacido de la razón o certificado por ella.

Estas reflexiones y digresiones ayudan a entender un poco más el carácter aparentemente


arbitrario y poco atinente de los argumentos socráticos en la Audiencia, pero sobre todo
enseñan a justipreciar la marcada preferencia por la lógica como instrumento discursivo de
ataque o defensa, y el valor secundario que le concedían los filósofos al testimonio y demás
medios probatorios de carácter empírico. Sócrates y Platón tienen el mérito de haber
procesal. No suena muy extraño ni muy irreverente, que algún lector inconforme llegue a decir que las obras de Platón y
Jenofonte, arriba citadas, compendian una “verdad a medias” sobre lo acontecido en los estrados de la Audiencia aquella.
El lector crítico se siente frustrado y ofendido. No puede, luego de leer y analizar la obra, sentarse a pensar
equilibradamente, su personal manera de juzgar a Sócrates.

90
Platón. Apología de Sócrates. En: Obras completas. UNAM, 1976.
llevado la lógica al núcleo de las discusiones filosóficas y jurídicas. Pero cargan con la
especie de haber orientado tendenciosamente su empleo para robustecer el germen del
dogmatismo gnoseológico.

Es bastante comprensible el hecho histórico de haber preferido los filósofos antiguos, en


general, la “demostración” argüida de una teoría en vez de la prueba experiencial de ella;
esta no garantizaba la total idoneidad del resultado, en tanto que aquella, en sus principios o
fundamentos, era universal y necesaria. La diferencia entre los métodos, gravitaba sobre
dos peculiaridades, una histórica y la otra cultural. La primera radica en que los métodos de
la razón se habían desarrollado notoriamente, sobre todo en el seno de las filosofías
emergentes, en tanto que los de la experiencia no contaban todavía con el amparo teórico de
la ciencia y la tecnología. De este modo, todos los que lucubraban explicaciones, inventos,
razones, conjeturas, dogmas o predicciones, ya fuesen creyentes o ateos, si querían hacer
valer (“prestigiar”) la “verdad” de sus conceptos, juicios o teorías, estaban presionados por
la costumbre a diseñar argumentaciones que aunque tuvieran por objeto de referencia
determinado segmento del mundo real, no fuera la experiencia, mediante sus observaciones
y experimentos, lo que “midiera” la verdad de las conjeturas y doctrinas, sino que ese rol le
fuera reservado a las demostraciones impecables que se pudieran organizar en el contexto.

Epicuro de Samos enseñaba que la filosofía tenía como función erradicar las emociones
perturbadoras del estado de felicidad perfecto que consiste en vencer el miedo de la muerte
y erradicar la sensación de angustia que genera la expectativa del dolor. Escribió que las
explicaciones racionales son antídoto efectivo contra el pánico que causan los fenómenos
de la naturaleza en el hombre del común. No hay que conturbarse por los truenos y
centellas que provienen de lo alto con ocasión de tempestades. No se trata de dioses o
espíritus enojados con nosotros, sino de movimientos del aire que se mete entre las nubes
formando torbellinos y ocasionando luces y fuertes estampidos. Epicuro ofreció tres o
cuatro conjeturas creíbles sobre el fenómeno de los truenos para que sus lectores y
discípulos se descargaran de la superstición que les restaba sosiego a sus espíritus. No
importaba la implícita verdad o falsedad de las explicaciones. El filósofo tal vez intuía que
la verdad de aquello estaba relacionada con la experiencia. Pero no había aún la forma
expedita de metodizar probáticamente su teoría para lograr resultados aceptables.

La segunda de las peculiaridades aludidas corresponde al concepto de la perfección como


garante de lo verdadero. Una esfera era más perfecta que un círculo incompleto; los
movimientos de los astros debían de ser circulares y uniformes; una trayectoria planetaria
elíptica era un absurdo impensable; el verdadero mundo es el espacio de los arquetipos
absolutos de todo cuanto existe; etcétera. Las ciencias comenzaban su periplo con buenos
augurios debido a los inventos y descubrimientos que hicieron célebres a sus pioneros
investigadores. Pero no bastaba aquello para conferirle fundamento experimental
inconfutable a las filosofías que sesgaban sus puntos de mira hacia el atractivo de los
empirismos y relativismos en la concepción filosófica del mundo. La verdad no podía ser
una sarta de acontecimientos probables o relativos convertidos en sofismas de la razón
precaria.
Sócrates no se siente culpable de los cargos que, sin el aval de las probanzas pertinentes, le
han convertido en reo de un crimen supuesto contra el Estado. Pero el filósofo conoce que
la ley distingue entre los delitos que se cometen a sabiendas del perjuicio que ocasionan y
los que son fruto del error y la ignorancia acompañados de la buena fe. Los primeros
acreditan juzgamiento; los segundos, amonestación e instrucción. Sócrates supone que no
es sujeto activo de ninguna de las dos variantes delictuosas aludidas y resiente el
tratamiento que recibe de parte de sus acusadores. Se le ha dado el trato reservado al
delincuente que obra con el propósito deliberado de causar un daño.

Descubrimos en este segmento del proceso una muestra de desdén filosófico hacia la
evidencia legal de especie empírica. Sócrates no se interesa demasiado por la factible
verdad resultante de los testimonios de quienes departían o debatían con él a diario en el
Ágora, frente al Partenón, a la salida del Gimnasio, en las inmediaciones de la Academia o
en cualquier nicho o calle de la populosa Atenas. No se vale de la verdad semántica como
método comprobatorio y por ello no la exige procesalmente según era pertinente haberlo
hecho. No presenta testigos dentro de las formalidades vigentes, sino que se limita a llamar
al estrado a los espontáneos que pudieran dar fe, en contrario, de su misión pedagógica por
mandato del dios.

Es probable que Platón, tuviera por cosa de rufianes la prueba de los testimonios, que,
intereses de por medio, fallas de la memoria o crudo sesgo voluntario, falseaban con
frecuencia las versiones de los hechos, “olvidaban” ciertos detalles comprometedores del
asunto en litigio, inventaban sucesos no acontecidos, listaban nombres ficticios de personas
inexistentes o vendían su versión testimonial al mejor de los postores. Las probanzas de
alcance empírico adolecían de las imperfecciones propias de los seres que son y no son,
plagados de defectos y cundidos de taras. Las pruebas por reducción al absurdo y otras
refutaciones semejantes, por el contrario, eran demostrativas y formales, impecables y
necesarias, dentro del contexto, en última instancia contingente, que le sirve de marco
ontológico a su peculiar manera de existir los entes formales.

Esas “pruebas impecables”, sin embargo, en la palabra de Sócrates y el papiro de Platón,


nunca “probaron” plenamente lo que enseñaron en doctrina; ni mucho menos fue
“impecable” el método para intentarlo. La Academia de Platón no fue terreno abonado para
la continuidad generacional del platonismo filosófico por parte de los escolarcas que
sucedieron al maestro, luego de su muerte, en la dirección de la Escuela. La Academia
“apostató” de la teoría de los arquetipos y descreyó de los mitos sobre el origen del alma y
el conocimiento de lo absoluto. En su lugar, los platónicos posteriores se instalaron en el
escepticismo y llegaron a perfeccionarlo con cierta agudeza epistemológica. El escolarca
platónico, Carnèades, por ejemplo, desarrolló una interesante teoría del conocimiento
probable cuyo método es afín al implementado por la Inteligencia Artificial en el diseño de
cierto género de “sistemas expertos”. La continuidad del platonismo clásico fue obra de los
neoplatónicos, tanto paganos (Plotino, Porfirio, Anmonio Saccas), como cristianos (San
Agustín y la filosofía católica de su tiempo).

La Apología, por consiguiente, como todo lo que tocara el genio de Platón, sin ser la mejor
de todas, es una obra filosófica superior, mas no un paradigma de perfección jurídica. A
Sócrates le habría resultado de mayor provecho litigioso haber aceptado el ofrecimiento que
se le hizo de una representación profesional para encarar las vicisitudes del juicio. Pero no
le plugo aceptar esa opción porque el defensor era maestro de sofística y sobre todo, debido
a que, al parecer, su intención no era tanto la de defenderse de los cargos como la de poner
al descubierto la pervertida fe de sus acusadores, la ignorancia de quienes guardaban contra
él viejos rencores, y la injusticia de haberse incoado un proceso criminal contra un hombre
probo como él lo era: un varón justo que habiendo servido a la ciudad a lo largo de su vida,
en la guerra y en la paz, era merecedor puntual no de castigos y vejaciones, sino de
privilegios y hasta de manutención vitalicia, financiados por el Estado.91

En la Apología no hay enseñanzas jurídicas extraordinarias: el contradictor es acosado


progresivamente hasta quedar inmovilizado por la contundencia de la lógica erística
desplegada en disfavor suyo.92 “No hay escapatoria”, son las palabras sentenciosas y
mordaces con que el acusado Sócrates remata, en alarde retórico de virtual triunfalismo, la
tarea de golpear sin contemplaciones, aunque sin resultados legales, las razones acusatorias
de su enemigo forense.

91
Sócrates es un icono inmarcesible de la filosofía occidental, una especie de adalid y mártir de la Verdad, cuya grandeza
de pensamiento o quilates de moralidad muy pocos hombres, muy pocas veces, en el trayecto de casi dos milenios y
medio, se han atrevido a cuestionar. Este respeto exacerbado por el sabio de Alopece, que tiene cara de “miedo
reverencial”, no merece ser disculpado por mucho que se le haya querido justificar. Refiriéndose al pensamiento de
Sócrates como tabú ancestral, genésico, axiomático y todavía funcional de la filosofía y de su historia, Jacques Beuverage,
atribuye al “endiosamiento” de la obra de Platón, muchos de los defectos connaturales (vicios) que corrompen el carácter
y deforman la semblanza del quehacer filosófico. La filosofía no debe intentar justificar lo que no merece ser disculpado.
El título de la obra de Beuverage habla por sí solo sobre el tratamiento que concede a la temática que nos arresta la
atención: El culto a Platón y otras idioteces filosóficas.

92
Se trata de un dilema constructivo simple, conocido también en el glosario lógico como silogismo disyuntivo unívoco
del modus ponens: A o B, si A, entonces C, si B, entonces C, luego C.
XX SÓ CRATES: CORRUPTOR DE LA JUVENTUD
“Corromper” significa “alterar, descomponer, cambiar la naturaleza de una cosa
volviéndola mala”.93 Tratándose de la conducta moral de las personas, es el acto (acción,
enseñanza, ejemplo) por medio del cual se estropea, pervierte o damnifica el modo de ser
ético de un individuo, de un grupo social, o de toda una colectividad. “Corromper”, cuando
es una trasgresión de la ley o de la costumbre moral, es un concepto que se particulariza en
conductas típicamente culpables descritas por la norma. El trasgresor “hace” en la realidad
de lo particular, lo que el mandato dice o define en la formalidad del códice. “Probar” la
ilicitud de una conducta es saber encajar el comportamiento denunciado como ilícito, en el
isomorfismo taxonómico prefijado por el legislador.94

Debería ser indiscutible la tesis que postula a Sócrates como corruptor de la juventud de
Atenas, si por ello se entiende la subversión espiritual de que es presa toda persona que
registra a profundidad el impacto formidable de la cavilación filosófica. La filosofía tiene
numerosos modos de expresarse y por ello, sendos nombres adjetivos con que identificar
los matices doctrinarios desde los cuales se podría fraguar y perfeccionar la acción, o
enseñanza “corruptora”. Con frecuencia, lo que filosóficamente mejor “seduce” y
mayormente “corrompe” al adolescente impresionable e inteligente, es el encanto de sentirse
“atrapado”, cada vez más, en la heterodoxia insolente de los juicios iconoclastas y en el
vértigo dichoso de las doctrinas metafísicas que sobredimensionan los modos exóticamente
pedantes de teorizar el universo.

La filosofía “pervierte” o “seduce” debido, en gran medida, a la “eseidad” sin par que la
redefine sin descanso, porque siendo ella, en apariencia, más pensamiento que acción, no
hay acción tenida por importante que no se cumpla como efectiva realización de su
pensamiento. La filosofía seduce con variada intensidad y de múltiples formas, aunque no
se avenga la “víctima” de su influjo con la doctrina de nombre propio que intenta
implantarle el proselitista que la divulga. El propio proselitista está atrapado en la misma
red que tiende a su víctima. Un pitagórico que hubiese proselitado el pitagorismo
cosmogónico, seduciría a su auditor o contertulio con los encantos y enigmas del
misticismo numérico que lo fascinaron a él.

93
Moliner, María. Diccionario de uso del español. Madrid: Editorial Gredos, 1997.

94
“Probar”, en la Atenas del siglo IV a.n.e., es un término cuyas connotaciones de significado no permiten equiparlo con
las que le son propias en nuestro día. No había, por entonces, una metodología de la praxis forense que conllevara el
artificio de poder aislar algún segmento de la realidad para practicar sobre él observaciones y experimentaciones tales que
cumplieran el propósito de contribuir a establecer la responsabilidad de un imputado en la comisión de un delito. El escaso
desarrollo de las teorías científicas y técnicas en el orden de las observaciones puntuales y experimentos prácticos, no
inducía a imaginar todavía la institución de las peritaciones o experticias. Probar era, en general, asunto de sentido común.
Pero casos había en que el juicio del maestro en un arte u oficio, era tenido en cuenta como evidencia o parte de una
prueba.
Pero la “víctima”, que no dejaría de maravillarse con la oferta filosófica de la matemática
encantada, puede encarar otras opciones discursivas y preferir otras retóricas para
cuadricular gnoseológicamente su conocimiento del mundo y definir apológicamente su
posición moral frente a la polis. Su escogencia parece libre, pero no lo es, porque cada
opción doctrinaria es una red que te atrapa a su manera y te adoctrina con los propios
dogmas, que, fatalmente, terminan por ser “las únicas verdades”. No hay, por otra parte,
una sola filosofía, sino pluralidad de ellas, legión de “verdades únicas” peleándose a las
trompadas retóricas unas con otras sobre el espinazo de los muchos siglos y el devenir de
las civilizaciones.

Esta prodigalidad uterina de la filosofía, como universal genérico capaz de desovar tan
variado número de especies doctrinantes, pone en evidencia la inevitable confrontación de
los puntos de vista incompatibles entre sí. La ausencia de criterios veritativos
incuestionables, marca la emergencia de las escuelas relativistas, pragmáticas, subjetivistas
y eclécticas. El conocimiento se hace inseguro, ambiguo, azaroso o probable. Ser “bueno” o
ser “malo” son calificaciones riesgosas de conductas humanas de alcance ético tomadas de
algún código de comportamiento moral que puede contradecirse con otros códigos morales
de distinto o parecido talante filosófico.

De semejante modo, “corromper” es dañar moralmente a otro teniendo como referencia una
normatividad ético-jurídica en vigencia apta para describir el hecho a que el término se
refiere. Cabe decir, en consecuencia, que el hecho o la conducta calificados de “corruptos”
podrían no serlo desde la perspectiva filosófica de otras disciplinas doctrinarias. Lo que es
más, un mismo comportamiento podía ser defendido como “bueno” y a continuación,
vituperado de “malo”, mediante desarrollos lógicos y retóricos inscritos en la pragmática de
las gnoseologías subjetivas o relativistas.

Los cambios personales resultantes de la sedición filosófica en el modo de comprender y


practicar la vida, asumir posturas doctrinantes y ponderar con nuevo enfoque universal los
valores morales y políticos del entorno, varían de un individuo a otro en los detalles, pero
se equiparan por entero en el hecho incuestionable de haber sido todos y cada uno de ellos,
virtualmente subvertidos o transformados (“perfeccionados” o “corrompidos”) por obra y
gracia de su palabra abstracta, que por esencia es seductora, iconoclasta, incrédula,
contestataria, creadora, reflexiva, universal y profunda. Tanto más cuando, al lado del
“canto de sirena” que ella en sí misma entraña y representa, se alza la figura de un seductor
tan formidable como lo fuera el incomparable filósofo y dialéctico Sócrates de Alopece.

Sin embargo, en el contexto social y jurídico en que tienen lugar los hechos antecedentes y
concomitantes del juicio criminal adelantado por el Estado ateniense en contra del
ciudadano Sócrates, en el 399 a.n.e., el concepto de “corrupción de la juventud” tenía un
significado preciso y un alcance inapelable que sería conveniente intentar dilucidar en sus
componentes principales.

Primero. Se trataba de un delito mayor contra la ética oficial de la Ciudad-Estado, a la


sazón un sistema de moral social fundamentalista que se amamantó históricamente del
dogma y ritualidades ancestrales asociados a los cultos consagrados a Palas Atenea y
Apolo, deidades patronales de la polis ateniense.

Segundo. La norma trasgredida era de jerarquía constitucional y de sagrada alcurnia


religiosa, por lo tanto, no sujeta en sí misma a los vaivenes retóricos del relativismo
dialéctico.

Tercero. Lo mismo que cualquier norma de alcance universal, en su contexto, las reglas
constitucionales de Atenas eran generales, abstractas y fijas, pero había lugar al manejo
hermenéutico y sesgado en la interpretación de ellas frente a los casos concretos, tanto para
acusar como para defenderse.

Cuarto. Hay que suponer que los cargos endilgados a una persona, no eran una mera
repetición o aproximado calco de los términos universales redactados por los legisladores al
crear las disposiciones respectivas. La oración “Sócrates introduce nuevos dioses y
corrompe a la juventud” difícilmente puede ser caracterizarla como una denuncia
cabalmente concebida y procesalmente aceptable, ni en aquel tiempo ni en ningún otro de
la historia del derecho.95 Jenofonte y Diógenes Laertio se refieren a esta anomalía jurídica
en distintas oportunidades.

Quinto. No sabemos si el orador-acusador, en su intervención inicial, aportó los datos


pertinentes de tiempo, lugar, identidad, modalidad y frecuencia de las conductas delictivas
que de hecho faltaban en el escrito acusatorio contra Sócrates. Y no lo sabemos, porque
Platón y Jenofonte, según parece, fueron lo suficientemente fatuos y soberbios –amén de
despectivos e intolerantes con los denunciantes–, como para resolver ignorarlos plenamente
no registrando sus intervenciones forenses en la medida de lo posible. Fue así, por
consiguiente, que nos habríamos visto absurdamente privados de esa información tan
particularmente valiosa, con la cual se hubiese podido urdir un panorama jusfilosófico
mucho más cercano a la realidad de los sucesos comentados.

Sexto. Estas injustificables omisiones socavan la importancia histórica de las Apologías de


Platón y Jenofonte. Silenciando a Melito de esa forma, no exaltaron el alegato defensivo del
filósofo-reo, sino que legaron a la incalculable posteridad de juristas y filósofos, la triste
herencia de una verdad a medias.

Séptimo. Leyendo los argumentos empleados por Sócrates para defenderse, pueden
colegirse, contrapuestamente, las razones de los denunciantes para atacarlo. Pero este
método es demasiado tosco e indirecto para tenerlo como fuente confiable o medianamente
95
La evidencia documental y consuetudinaria de la enseñanza retórico-legal impartida por los sofistas en la Atenas del
siglo IV a.n.e., es razón suficiente para colegir el avanzado grado de complejidad conceptual que debió de verse
cumplidamente representado en la praxis dialéctica de las alegaciones y en el texto jurisdiccional de las decisiones
procesales. No es, pues, entendible, la incongruencia desatada por el contraste entre los notables defectos formales y de
fondo que militan en el texto de la denuncia contra Sócrates, y el nivel de desarrollo jurídico que, a la sazón, debía de
haber alcanzado Atenas con motivo del auge pedagógico de la influencia sofística, en lo normativo, pero especialmente en
lo hermenéutico y lo retórico.
fidedigna. Lo usual es que un acusado se proteja a sí propio sesgando su discurso y
alterando la semántica de las expresiones de la contraparte o, simplemente, omitiendo
referirse a lo que le puede resultar desventajoso.

Octavo. Los casos de los traidores Alcibíades y Critias, alegados como prueba de la
enseñanza moralmente disolvente prodigada por Sócrates a los jóvenes que escuchaban su
palabra, constituía un viejo rumor cargado de exageraciones y traspasado de ambigüedades.
Nada parecido a una certeza con respaldos probatorios. Sócrates se defendió de aquella
especie “calumniosa” alegando que era imposible de parte suya corromper a alguien,
porque él jamás fue maestro de ninguno. En su opinión, no cabía desligar el acto por medio
del cual se corrompe a una persona, de la acción pedagógica que transmite una información
ponderada de “malsana” en el contexto.96

Pero él –alegaba el sabio– no transfería información previamente elaborada a sus


contertulios o dialogantes, sino que les ayudaba a encontrar el camino que conducía al
hallazgo del conocimiento verdadero. Por eso no se autodenominaba “maestro” o
“preceptor”; prefería ser definido como “obstetra” o “comadrón”, que asistía no a mujeres,
sino a varones, a parir verdades y no infantes. En otras palabras, Sócrates no decía
directamente lo que una cosa “es”, sino que proporcionaba el método para que cada cual
pudiera descubrir su esencia plasmada en el concepto.

Robert Silverberg perfecciona una paráfrasis del argumento socrático escrito por Platón,
respecto a la acusación de que Alcibíades y Critias, traidores de la patria, habían sido sus
discípulos en sus años mozos. Falso, dijo Sócrates:

Nunca fui maestro de nadie, así que nadie fue mi discípulo. Estoy dispuesto a hacer preguntas a ricos
y pobres por igual, y cualquiera que desea responderme y luego escuchar lo que tengo que decir,
puede hacerlo. Y si hay entre ellos algunos que se hayan hecho hombres de bien o picaros, no hay que
alabarme o reprenderme por ello, puesto que jamás he prometido enseñarles nada y, en realidad,
nada les he enseñado.

El argumento adolece de defectos tanto lógicos como retóricos. Sus falencias principales
residen en el tratamiento ambiguo que se concede a los términos “nada” y “enseñar”, el
primero de los cuales está tan descontextualizado cuan indefinido lo está el segundo y
borrosa es la relación que los asocia al uno con el otro. ¿Por qué el modo de descubrir el
conocimiento no es en sí mismo un conocimiento que se descubre y se puede enseñar? Los
métodos de la filosofía, aun cuando sus esquemas puedan aplicarse en otros espacios del
saber, no se desarraigan de su matriz original, con la cual configuran un todo indiviso. La
filosofía de Hegel no tiene un método dialéctico, sino que es dialéctica en el modo esencial
96
Mediante argumentos lógicos y argucias retóricas, Sócrates consiguió debilitar el texto de la acusación y colapsar su
implícito argumento. Luego de confundir al orador de la contraparte, le indujo por vía mayéutica a contradecirse con los
términos de la denuncia, provocando así la inevitable inconsistencia lógica de esta. Con esa operación, el sabio,
supuestamente, debía resultar inmune a cualquier conato de prueba en contra suya: si no era posible probar la inculpación
o si esta era autocontradictoria, el acusado, de inmediato, debía ser exonerado de los cargos. Sin embargo, como sucede
todavía, una inconsistencia lógica por sí sola, no suele ser, en general, un argumento suficientemente idóneo para derrotar
la “tozudez” de las evidencias reales o la contundencia de los prejuicios comunitarios.
de ser, devenir y comunicarse.

No es factible emplear procedimientos dialécticos hegelianos para inducir a alguien a


descubrir algún género de conocimiento, sin haberle enseñado concomitantemente y en
alguna medida, elementos básicos de esa doctrina filosófica. Otro tanto acontece, mutatis
mutandi, con la fatua pretensión de Sócrates de poder guiar mayéuticamente al educando
hasta el encuentro con la verdad, sin haberle enseñado nada en absoluto. Esta idea, que está
lógicamente emparentada con el absurdo de decir, aunque uno nada sepa, que los demás no
saben nada, es inconsistente con su pretensión mesiánica de inculcar la virtud y hacer
moralmente mejores a los varones atenienses. Para escapar de tan incómodo predicamento,
el divino Platón, pluma en mano, salva las apariencias con el manido recurso de la ironía.
Algunas veces Sócrates da a pensar cosas muy en serio sin haberlas dicho demasiado en
serio. O las ha dicho en serio, pero no lo parece del todo.

Noveno. La sindicación más comprometedora fue la referida a la existencia real de su


daimón (demonio) o deidad personal. Según relato de Jenofonte, el sabio enfrentó mucha
dificultad en el intento (se diría que esfuerzo fallido) de infirmar la acusación de haber
reconocido pública y reiteradamente la presencia de un dios menor, ajeno al santoral de las
deidades oficiales, que le prodigaba consejos a la hora de tomar decisiones importantes.

Décimo. No poder refutar la imputación de haber admitido reiteradamente la compañía de


una deidad no oficial (delito de impiedad), agravaba la responsabilidad penal del maestro
en cuanto a su condición alegada de “corruptor de jóvenes”, toda vez que aquello cabía ser
interpretado como una invitación implícita o figurada a aceptar otros iconos, profesar otros
cultos y acoger otros valores religiosos.

De Sócrates cabría predicar la condición procesal anglosajona de “non guilty”, que no


significa “inocente”, sin más, sino que quiere decir “no culpable” en el sentido de no
habérsele probado debidamente al sindicado responsabilidad penal en el cargo que se le
imputaba. Todo lo cual se conjetura teniendo por delante el impasse representado por la
ausencia de información procesal atribuible a la negativa de los escritores a consignar con
imparcialidad histórica, la crónica completa de aquella audiencia magna.97

No hay que ignorar que Sócrates reconocía pocos méritos a la democracia, dejando entrever
algunas veces cierta preferencia intelectual por los regímenes aristocráticos. Su modelo
personal de gobierno era una especie de aristocracia de la inteligencia regentada por
filósofos. Platón, de ancestral familia de aristócratas, quiso llevar a la praxis, en la isla de
Siracusa, las ideas políticas de Sócrates, pero fracasó lamentablemente en las dos ocasiones
que lo intentó. Jenofonte, Critias y Alcibíades, asiduos de su compañía y formados

97
En las fronteras operacionales del tema, está clasificado el argumento por la ignorancia: “lo que no se puede probar no
existe” y “la no existencia de algo debe ser probada para ser aceptada”, que encontró cabida y entusiasta aceptación en el
escenario de las probanzas jurídicas antes que en el de la filosofía o las ciencias. En el derecho, el argumento es
bienvenido porque converge con el principio de favorabilidad del acusado. No así en otros ámbitos donde la imperiosa
necesidad de establecer la verdad parece obedecer al aforismo: la ausencia de prueba no es prueba de ausencia.
moralmente por el sabio, cada cual a su manera traicionó a la polis ateniense.

Muchos jovencitos admiradores de Sócrates provenían de familias aristocráticas


distinguidas en cuyo seno no se albergaban los mejores sentimientos democráticos ni se
enseñaban las mejores ideas sobre ese particular. Invirtiendo el punto de vista gnoseológico
que toma al Sócrates maestro como referencia; podría conjeturarse que al círculo de
Sócrates llegaban adolescentes aristócratas con ideas antidemocráticas, en vez de aceptar
que del círculo aludido salían adolescentes enseñados a profesar la aristocracia filosófica y
combatir la ideología democrática. Tal vez hubo la convergencia de los dos factores. De
hecho, Platón, Jenofonte, Critias y Alcibíades eran de rango nobiliario, de la más pura cepa
ancestral. ¡La familia materna de Platón –los Codros– estaba emparentada con los dioses
del Olimpo!98

Los antagonistas y enemigos de Sócrates, los políticos, el clero hostil y el pueblo raso,
tejieron socialmente las distintas versiones de conformidad con las cuales los actos de
traición a la patria perpetrados por los varones antedichos y otros ciudadanos sin
importancia histórica, eran el efecto de la influencia moral y políticamente malsana
prodigada por Sócrates a la muchachada que se desvivía por ver y escuchar al maestro de la
oratoria razonada y al paladín de la contraofensiva erística. Tal era el entusiasmo de los
jovencitos, alentados por el ingenio verbal de Sócrates para retenerlos, que algunos
decidieron convertirse en “tábanos y torpedos”, para disgusto y desazón de muchos señores
importunados por ellos.

A continuación del derrocamiento del gobierno antidemocrático, genocida y traidor,


conformado por el Concejo de los Treinta Tiranos, las partes en conflicto acordaron una
amnistía que, decretada por el Estado de Atenas, impedía retaliar contra los vencidos. Hubo
mucha frustración, protestas y turbas que pedían el castigo capital para los traidores. Fueron
perseguidos, localizados y asesinados, por iniciativa particular, muchos colaboradores del
régimen de los Treinta, que habían sido esbirros, torturadores y verdugos de miles de
demócratas sacrificados. Pero los políticos, los militares, los hacendados, navieros y demás
sectores de la clase acaudalada, que había sido cómplice directa de la tiranía proespartana,
procuraron tempranamente “poner sus barbas en remojo”.

Esta situación histórica de rabia y dolor padecida por los damnificados de la tiranía frente a
98
La acusación de “corruptor de jóvenes” impetrada contra Sócrates, ha sido con frecuencia asociada, por los
desconocedores de estos capítulos de la historia antigua, con actos indecorosos y enseñanzas impúdicas de naturaleza
sexual, sobre todo teniendo en cuenta la, para algunos, “vergonzosa” e “inaceptable” condición ambisexual del sabio. Pero
muy distante de la verdad se ubica ese concepto porque, en primer lugar, la conducta era lícita y hasta respetable bajo
ciertas circunstancias, como la guerra, en que los amantes combatían en defensa de la patria formando pareja aguerrida y
hasta heroica. En segundo lugar, se trataba de un privilegio concedido al señor de la polis, del cual debía rendir cuentas y
esperar severos castigos en los casos de trasgresión de la norma. El ambisexual seguía siendo un varón que debía respetar
esa condición. Un varón podía ser homosexual en la intimidad, pero jamás afeminado en público. Le estaba vedado
hablar, caminar o gesticular como mujer, vestirse de fémina, maquillar su rostro o realizar cualquier otra conducta que
significara ofensa contra la dignidad de su género y el honor de la polis. En Atenas, era más conveniente para un señor de
la polis, comportarse virilmente en público, aunque realmente no lo fuera, que ser de veras muy viril y no saberlo mostrar
en su momento.
la impunidad formalmente estatuida por el Estado, es la premisa psico-social de la teoría
del “chivo expiatorio” como condicionante de la denuncia, procesamiento y condena a
muerte de Sócrates. El concepto, de probable origen hebreo, no ostentaba la misma
denominación entre los griegos, pero cabe suponer que existía con sus peculiaridades de
tiempo, lugar y contexto cultural. El odio hacia los traidores intocables, se redirigió y
concentró en la persona del sabio. El filósofo “que enseñó a los jóvenes a odiar la
democracia”, debía pagar ese crimen con su vida. Para muchas mentes ofuscadas por la
necesidad de retaliar, Sócrates encarnaba al traidor elegido para morir en nombre y
representación de todos los demás traidores de la patria ateniense. Las palabras del
incomparable Esquines rematan esta idea con diáfana precisión:
“¿Acaso no condenaron a muerte a Sócrates, el sofista, compañeros ciudadanos, porque se demostró
que había educado a Critias, uno de los 30 tiranos que derribaron la democracia?”.99

Esta, por supuesto, es otra “lectura” de los datos históricos “que se dejan manipular” para
reconstruir con otra óptica aquel desdibujado segmento del pasado. No parece que una sola
versión hermenéutica sea suficiente para atar todos los cabos que se necesitan en el
propósito de poder hacer de esta saga histórica un cuento relativamente bien contado.

99
Esquines. Discursos, testimonios y cartas. Madrid: Gredos, 2002. Al lado de Critias (tío de Platón), figuran los nombres
de Critón, Aristóbulo y Apolodoro (discípulos y amigos de Sócrates) como cabecillas de la insurgencia proespartana y
antidemocrática que se conoció como “Gobierno de los Treinta Tiranos”.
XXI LA OVEJA NEGRA
El interés más bien hiperbóreo de Platón por el derecho litigioso contrastaba con el que
denotaban con entusiasmo los sofistas, cuya doctrina filosófica estaba más libre de enredos
metafísicos y contaba con una visión más a propósito para metodizar líneas de acción
aplicables al desarrollo mismo de los debates judiciales. A Sócrates le interesaba mucho
más determinar la esencia del derecho y la naturaleza de la justicia, que, verbigracia,
conocer los intríngulis normativos de los procesos legales para defender o acusar a los
infractores de la ley.100

El énfasis de la enseñanza del sofista, en cambio, gravitaba sobre las categorías matrices del
ejercicio profesional, coordinadas con un sistema de reglas lógicas y argumentos retóricos
que se aplicaban oportunamente como estrategias para neutralizar el conato de ataque del
oponente o a guisa de tácticas para rematar un movimiento ofensivo de importancia
procesal. El relativismo y el escepticismo filosóficos eran, por supuesto, las principales
guías doctrinarias y metódicas, tanto en el ciclo de aprendizaje como en el campo de batalla
forense. La originalidad del litigante preparado por los maestros sofistas, no estaba, en
consecuencia, reducida al manejo pragmático de la ley positiva, sino orientada, así mismo,
a la manipulación experta de sus conexiones lógicas y al dominio retórico del discurso
forense, que enmarcados en una idea relativista y subjetiva de la teoría y el quehacer
jurídicos, habilitaban al practicante legal para ejercer con mucha efectividad y donosura,
tanto la defensa como el ataque de la posición jurídica controvertible, cualquiera que esta
fuese.

Bien preparados para el ejercicio de las dignidades gubernamentales y la praxis de la


profesión del derecho como funcionarios de la polis, o defensores litigantes ante los
tribunales de la jurisdicción oficial, estaban los discípulos de los profesores sofistas en las
principales Ciudades-Estados. Estos filósofos y educadores, viniendo de menos a más en el
número de discentes y la superior calidad de la preparación personal de ellos para el
ejercicio de los distintos oficios políticos, jurídicos y administrativos, alcanzaron la cúspide
de su prestigio en la “Atenas del siglo de oro” debido a lo exitoso de sus gestiones
didácticas y
101
lo espectacular de sus desempeños retóricos.
100
En Atenas, la ley jurídica penal estaba hecha para regular las relaciones de infracción legal de los ciudadanos frente al
Estado y las que se desarrollaban anémicamente entre los ciudadanos unos con otros. Las alegaciones de la parte
acusatoria, las de la defensa, y los autos y sentencias de los jueces, debían estar debidamente sustentados y pulcramente
escritos para facilitar el desempeño de los actores del proceso. Cada ítem acusatorio debía ser probado en el detalle y
fijada la circunstancia de tiempo y lugar. Sócrates se evadió de ese deber procedimental y se dedicó a “probar” (refutar)
por medio de demostraciones por el absurdo.

101
Los sofistas más afamados no eran propiamente originarios de las Ciudades-Estados de la Grecia continental, sino
nativos de colonias –principalmente en la Magna Grecia y el Asia Menor– que habían sido fundadas en territorios
conquistados a raíz de campañas militares o por cuenta de migraciones de diferente etiología histórica. La propia filosofía
griega comparte ese origen exógeno.
Los sofistas brillaron con luz intelectual propia en el proceso de transferir la información
abstracta de sus filosofemas a la teoría más liviana de la pedagogía, con destino final a
enseñar al alumno los fundamentos, técnicas y secretos del discurso aplicables en el espacio
funcional de la profesión elegida por el aprendiz. No se obsedieron los profesores sofistas,
por ejemplo, en proselitar sus ideales doctrinarios como dogmas de verdades eternas,
porque, en primer lugar, estaban advertidos de la paradoja que desata la oración que predica
la verdad absoluta respecto de aquel otro enunciado que enseña que toda verdad es relativa.
Por eso, no extralimitaron con esa clase de reflexiones jusfilosóficas e indagaciones
metalógicas, las estrictas fronteras del alegato jurídico, el discurso político y el despliegue
oratorio de cuño gnoseológico o moral.

En contextos normativos, ciertos y determinados, la aplicación del relativismo como


método no engendraba problemas de inconsistencia axiomática, o de otra índole estructural,
que pudieran llegar a paralizar o entorpecer el curso efectivo de los procesos judiciales. La
verdad es un punto de vista cambiante. Hay verdades de todos y verdades de cada uno. El
hombre marca sus puntos de vista con valores métricos y con ellos mide toda clase de cosas
en el mundo. También se mide a sí mismo tal y como intenta medir el universo.

Aquel ascenso creciente del prestigio intelectual y profesional de los sofistas, no fue, de
ningún modo, noticia grata para Sócrates y Platón, quienes no emplearon palabra amable
alguna para referirse a ellos en el plano de la filosofía pura al intentar refutarlos, o en los
espacios de la praxis pedagógica, buscando los pretextos para desprestigiarlos. 102 Los
sofistas parecían rivales tan peligrosos en la filosofía como en la pedagogía. En aquella,
porque Sócrates y Platón, eran filosóficamente menos llamativos para muchos jóvenes
debido a lo “más abstracto” y también “confuso” e “inaplicable” de sus concepciones y
doctrinas. En cambio, receptaban con beneplácito las directrices prácticas ofertadas por los
sofistas, que enseñaban filosofía a la vez que capacitaban en el arte de desenvolverse
discursivamente el discípulo según las reglas de la lógica, pero también por medio de
artilugios, sofismas y falacias cuando fuere ganancioso hacerlo.

Y en esta –en la pedagogía– eran “peligrosos” los sofistas, porque, analizando la situación
de modo comparativo, la mayoritaria clientela de la “competencia” no solo aprendía las
técnicas retóricas como arte de saber atacar y defenderse en los debates y discursos, sino
que las “incorporaba” a sus hábitos mentales desde donde “hacían tránsito” al
comportamiento moral, político y social del joven educando. La docencia de los sofistas

102
La intensa animadversión de Sócrates y Platón hacia los sofistas es proverbial en los escritos de historiadores y
doxógrafos, así como bastante recurrente en la propia obra de Platón. Esta antipatía visceral, que era mucho menos roñosa
y hostil de parte de los sofistas, llegó a transmitirse, viajando por doquier sobre el lomo de los siglos, a las generaciones
sucesivas de lectores, investigadores y críticos de los diálogos platónicos, a la manera de un prurito de autosuficiente
menosprecio hacia los pensadores y maestros protagóricos –injustificado y ruin – que hizo bastante daño a la memoria y
merecido reconocimiento de filósofos, retóricos y pedagogos, que intuían el modo de conocer el mundo con un punto de
vista heterodoxo, desconcertante e innovador, de frente a la intolerancia biliosa del engreído dueto de progenitores del
saber filosófico occidental.
proyectaba un adoctrinamiento “involuntario”, radical y efectivo, que enseñaba a
“desaprender” algunos hábitos de hablar y de pensar, sin decirlo o anunciarlo
expresamente. Bastaba para generar esos efectos con inculcar las reglas y ejecutar los
ejercicios de asimilar los hábitos sustitutos y de radicar en el muchacho el mayor interés
posible en perfeccionar día tras día, y momento tras momento, su capacidad oratoria, lógica
y retórica, como factores garantes principales de su éxito profesional.

El método de enseñanza y la enseñanza misma impartida por Sócrates y Platón, de una


parte, y por los sofistas respecto de lo mismo, por otra, eran por entero, en sendos ítems,
disímiles e incompatibles entre sí. Es innegable el superior talante filosófico de los
primeros, pero el objeto hacia el que apuntaba su teoría y el referente preciso de su praxis
eran entidades “absolutas” y “necesarias” que de algún modo “existían” o “estaban” en otra
inimaginable dimensión del espacio y del tiempo. Una tarea de la filosofía consistía en
descubrir el proceso en virtud del cual este mundo imperfecto en que vivimos “participa”
bi-unívocamente del mundo inmarcesible de los arquetipos absolutos.

El escepticismo utilitario y el relativismo y subjetivismo filosóficos de los sofistas, se


ajustaban perfectamente al tenor semántico de las disposiciones legales y al tráfago
ordinario de los quehaceres litigiosos. Las verdades son relativas, el hombre es “medida de
todo”, “lo bueno” y “lo malo” son puntos de vista intercambiables, el derecho no es “ley
divina” sino “convención” humana, la moral tiene fundamentos arbitrarios, de los dioses
“no sabemos si existen o no”, la esclavitud es el poder ilimitado de unos hombres sobre
otros, etcétera.

Las citadas arriba son breviarios de oraciones y aforismos desglosados de discursos o


enseñanzas sueltas de los principales maestros sofistas, que ponen muy de presente su
enorme incompatibilidad con las doctrinas socráticas y de la Primera Academia, dirigida
por Platón. De ahí, en parte, la inquina y hasta el odio proverbial de Sócrates y de Platón
contra los “chicos malos” de la sofística, sin duda, sus más potentes y dañinos rivales, a la
vez de obligados e inevitables colegas.

Esa manera de entender los sofistas la enseñanza del derecho como transmisión de
habilidades discursivas, lógicas y retóricas, puestas al servicio de un concepto relativista y
subjetivista de los valores sociales, ha resultado históricamente mucho más compatible con
el real espíritu del ejercicio profesional moderno y contemporáneo del derecho, que el
rígido patrón metafísico del concepto platónico de la verdad absoluta, en ocasiones
enfrentado con la idea de la certeza jurídica cuando esta es manipulada por jueces y
litigantes con una soltura que se aparta de cualquier ortodoxia doctrinaria un poco más de la
cuenta. La mayéutica clásica no era entonces, como tampoco lo es ahora, una panacea
jurídica para abordar exitosamente la resolución de todas las problemáticas de género
litigioso. Primero que todo, porque el alegato forense de aquel entonces tanto como el de
hoy en día, no era una sarta de oraciones ligadas entre sí a la manera de rígidos esquemas
demostrativos, como lo deseaba Platón –sin ser, él mismo, de hecho, demasiado fiel a esa
exigencia–, sino
un tejido complejo de inferencias lógicas y argumentos persuasivos, plausiblemente
concebido y finamente ejecutado para alcanzar los oradores forenses, mediante sus
estrategias y tácticas, los objetivos procesales requeridos.

En segundo lugar, porque la técnica mayéutica, tal y como Platón da cuenta de ella en los
diálogos socráticos, no era un ejercicio equilibrado de pareceres contrapuestos que
permitiera a los dialogantes asumir indistintamente los roles respectivos de partero y
parturiente –dado el contexto de la metáfora del comadrón de hombres– sino que era un
género de interrogatorio sui generis en el cual Sócrates era siempre el partero, siendo su
interlocutor, el parturiente y la criatura que se daba a la luz, luego de muchos pujos y
quejumbres, la verdad aproximada a las preferencias metafísicas del obstetra.

En el diálogo Protágoras hay largas parrafadas argumentativas y cortos diálogos puntuales


que se entreveran continuamente para dotar a la obra de los contrastes, énfasis y claroscuros
que atrapan gradualmente la atención del lector y le imprimen al texto una dinámica
discursiva compatible con los objetivos perseguidos por el autor. Es en la especificidad de
los diálogos hechos de preguntas directas y respuestas concisas, donde se transparenta casi
a la perfección la técnica mayéutica del ágrafo filósofo de las narices platirrinas y la figura
ventruda. Leyendo y analizando el Protágoras y el Gorgias, aprendemos a asimilar un poco
mejor la Apología.

En el Protágoras, Sócrates dialoga con su amigo Hipócrates (que nada tiene en común, que
no sea el nombre, con el afamado médico de Cos) intentando persuadirle por medios
mayéuticos de que es falsa la sabiduría impartida por los sofistas; que resulta, por
consiguiente, mala inversión la representada en los emolumentos que deben serles
cancelados a quienes como maestros, “nada verdadero” enseñan; y que es urgente apartarse
del peligro que corre su alma al resultar expuesta a una influencia doctrinaria tan deletérea
y perniciosa como lo es la de los malhadados profesores de la retórica relativista, el
descreimiento teológico y otras “perversiones del saber sofístico”:

Sócrates. -Hipócrates, vas a casa de Protágoras a ofrecerle dinero para que te enseñe alguna cosa;
¿qué hombre piensas que es, y qué hombre quieres que te haga? Si fueses a casa de Hipócrates, ese
gran médico de Cos, y alguno te preguntase: ¿a qué clase de hombre pretendes dar ese dinero?
Hipócrates. -A un médico.
Sócrates. - ¿Y qué es lo que querrías hacerte dando ese dinero?
Hipócrates. -Médico.
Sócrates. - ¿Y si fueses a casa de Polideto de Argos o a casa de Fidias de Atenas, y les dieses dinero
para aprender de ellos lo que saben y te pidieran decir qué es lo que saben?
Hipócrates. -Saben esculpir. Son escultores.
Sócrates. - ¿Y para qué te pondrías en manos de ellos?
Hipócrates. -Para hacerme escultor.103

Sentadas estas premisas, Sócrates le pide a su interlocutor que diga, puesto que se dirige a
casa del sofista para ser instruido por este, qué clase de hombre es y qué enseña. “Es un
103
Platón. Gorgias. En: Obras completas.
sofista y enseña el arte de la elocuencia”. A continuación, Sócrates, valiéndose de la misma
metodología, pasa a “demostrar” que el sofista es un sabio aparente que enseña una
sabiduría también aparente:

Sócrates. -Dime, pues, lo que es un sofista.


Hipócrates. -Un sofista, como su mismo nombre lo demuestra, es un hombre hábil que sabe muchas y
buenas cosas.
Sócrates. -Lo mismo se puede decir de un pintor o de un arquitecto. Son gentes hábiles en el arte de
pintar cuadros y construir edificios; personas que saben muy buenas cosas.
Hipócrates. -Así es Sócrates.
Sócrates. -Pero si se nos preguntase en qué es hábil un sofista, ¿qué responderíamos?
Hipócrates. -Diríamos, Sócrates, que su profesión es hacer hombres elocuentes.
Sócrates. -Quizá diríamos la verdad y esto ya es algo; pero no es todo, y tu respuesta reclama otra
pregunta.
Hipócrates. -Veamos de qué se trata.
Sócrates. - ¿Sobre qué materias hace un sofista a uno elocuente? Porque un tocador de lira hace a su
discípulo elocuente en lo que corresponde al manejo de la lira.
Hipócrates. -Eso es claro.
Sócrates. -En lo que el sofista hace a otro elocuente, ¿no es en lo que sabe?
Hipócrates. -Sin duda.
Sócrates. - ¿Qué es lo que sabe y qué es lo que enseña a los demás?
Hipócrates. -En verdad, Sócrates, no sabría decírtelo.

Este, de hecho, es un excelente ejemplo de la técnica mayéutica instrumentada para


inmovilizar los argumentos potencialmente utilizables del interlocutor dialogal. Lo cual no
significa que realmente se habría logrado el efecto perseguido si Sócrates, con idéntico
argumento, hubiese enfrentado a alguien menos ingenuo y despistado que su amigo y
discípulo Hipócrates. O si el pasaje dialogal hubiese sido escrito por otro relator menos
sesgado y tendencioso que Platón.

En la versión de Platón sobre el diálogo antedicho, Sócrates separa falazmente el contenido


del discurso retóricamente expuesto, de la forma retórica que lo contiene, habilitándose con
ello para decir que el sofista, que no enseña el contenido del discurso, nada enseña, porque
un discurso sin contenido no es más que un disparate, un auténtico imposible. Es
interesante descubrir que el filósofo, como por “olvido”, omite reconocer que la forma
retórica reviste el contenido del discurso y lo estructura para cumplir con una serie de
propósitos locutorios y enfrentar un conjunto de situaciones de orden comunicacional. Es,
pues, un componente de la alocución tan importante como lo es el contenido, y tan
necesario que no se puede prescindir de él. El “contenido” de una idea no nace a la vida del
lenguaje sin una, entre incontables formas posibles, que el sujeto fonador o el escritor
“aplica” para darse a entender a su auditorio. Un contenido “amorfo” en el discurso es un
cabal disparate; toda comunicación es una forma de comunicar un mensaje. En cambio, las
formas subsisten sin contenidos reales y llegan a organizarse, principalmente, como
lenguajes de la lógica abstracta y de las matemáticas puras.

Es comprensible que una importante mayoría de jóvenes atenienses y de otras polis, frente
al dilema de seguir a Sócrates o decidirse por los sofistas, prefirieran a estos, que ofertaban
un extenso menú de técnicas operativas y reglas prácticas, sin descuidar el frente filosófico.
No era seductora la alternativa de un discurso abstracto que hablaba metafóricamente de la
existencia de otro mundo, y que no ofrecía instrucción profesional puntual acerca del arte
de la retórica aplicada al ejercicio del derecho, la política o la administración pública.

Contar con el saber y la guía de un buen enseñador del arte de razonar bien y bellamente,
podía representar para un joven griego de “buena familia” y futuro promisorio, la diferencia
exacta entre empantanarse en la mediocridad del entorno popular o alzar el vuelo hacia las
cumbres del éxito político y social. La competencia por los cargos públicos y dignidades
oficiales era reñida y hasta feroz. De ahí el interés cada vez mayor de prepararse bien los
jóvenes áticos para enfrentar con solvencia los retos de la cosa pública. De ahí la urgencia
de contratar profesores de reconocida solvencia filosófica y didáctica; la necesidad personal
de tener la preceptiva de un profesor sofista.

Luego Sócrates no tenía legitimidad gnoseológica –ni moral– en el concepto que privaba a
las formas lógicas y componentes retóricos del discurso, de la condición de fuente de
información útil que merecía ser tenida como objeto válido de investigación y estudio. Las
variables formales y constantes gramaticales de un trozo literario cualquiera, desglosado o
fijo en el contexto, por ejemplo, no forman parte de los contenidos de su prosa, pero son el
“continente” que los encierra, limita y organiza de conformidad con sus propias reglas. Es
falaz, por consiguiente, doloso y de mala fe, por parte de Sócrates y Platón, pregonar a los
cuatro vientos que los sofistas nada enseñaban porque su “saber” no correspondía a ningún
contenido; como si las preceptivas que le conceden forma, consistencia, decidibilidad y
autonomía a los contenidos de la prosa, no fuesen merecedoras de la atención que su
evidente importancia reclamaba. Quedaba por dilucidar el saldo de la falacia: el disparate
de sostener que los sofistas “nada” comunicaban porque “nulo” era el contenido de su
“aparente enseñanza”. Poco decoroso, encima de todo, fue el intento de disuadir Sócrates a
Hipócrates, para que no invirtiera su dinero en retribuir al sofista por una enseñanza “que
no lo era verdaderamente” y que –para colmo de calamidades– ponía en grave riesgo “la
salud de su alma”.

Pero de algo mejor que lo dicho por Sócrates sobre ellos se trataba la enseñanza de los
sofistas. Lo que los jóvenes aprendían de ellos no consistía en el escueto contenido de las
normas de cara a los procedimientos novedosos para aplicarlas, sino en el prontuario de las
diferentes maneras relativistas y escépticas de efectuar sesgadamente las “lecturas”
hermenéuticas de la ley, los procedimientos heterodoxos para encerrar al adversario en
dilemas insolubles, la capacidad persuasiva de inducir a ver lo malo como bueno y
viceversa, el arrollador talento oratorio para atacar o defenderse, el carisma para promover
la aprobación o la condena de algún proyecto magno, o la habilidad histriónica requerida
para provocar el beneplácito o desatar la ira del auditorio. Y así de esta consecuente
manera.104
104
Los discípulos de los sofistas, que aprendieron de ellos el arte de ejercer retóricamente la abogacía, eran muy
requeridos como profesionales en Atenas y otras Ciudades-Estados debido a la excelencia de su desempeño en las justas
forenses. Se trataba de hombres bien instruidos en su oficio, a la par de capacitados discursiva y lógicamente, para
convertir en “mala” una causa estimada como “buena” y en “buena” una tenida por “mala”. Sócrates despotricaba con
vehemencia de los sofistas, pero sus propias argucias en el juicio adelantado en contra suya, permiten descubrir algo más
Los sofistas eran pensadores tan importantes y llamativos como para merecer la atención
que Sócrates (también Platón y luego Aristóteles) ocupara en elaborar estratagemas para
deslucirlos y razones para refutarlos. La de Sócrates es una lógica en pie de guerra que se
desarrolló en paralelo a la necesidad de alcanzar contundencia contra los argumentos
sofísticos. Para el sabio, la sofística era inaceptable porque predicaba y ejercía el engañoso
arte de saber defender o atacar una misma tesis. Lo cual era corolario obligado del principio
gnoseológico según el cual la verdad ofrece tantos matices aceptables cuantos puntos de
vista verosímiles puedan ser presentados por los polemistas de un debate.105

La idea de la verdad de los sofistas, según Platón, que estaba lógicamente fundada en los
cánones del subjetivismo y el relativismo, conducía, fatalmente al despeñadero del
escepticismo nihilista. El profesor Estanislao Zuleta destacó repetidamente la dimensión del
problema. En una disertación sobre este particular, dijo lo siguiente:

El desarrollo inicial de la lógica en Grecia en el pensamiento de Sócrates, Platón y Aristóteles


depende en gran parte de la necesidad histórica de refutar la sofística. El trabajo de estos tres
filósofos, sobre todo el de Sócrates, fue una permanente lucha contra los sofistas, que tenían en efecto
gran importancia en la época.106

La refutación de la sofística, cuando tal es supuestamente el caso, de parte de estos y otros


filósofos, no ha llegado a significar la demostración o comprobación de sus respectivas
concepciones filosóficas sobre los temas controvertidos, pues infirmar la tesis del
adversario no conlleva de suyo y por necesidad lógica, la corroboración del punto de vista
propio.

que unas cuantas afinidades con ellos.

105
El fenómeno gnoseológico de coincidencia o concurso de verdades contrapuestas hace presencia todavía hoy –o si se
quiere, ahora más que nunca antes– en los espacios del derecho, las ideologías y ciertos renglones de la ciencia.

106
Zuleta, Estanislao. Lógica y crítica. Cali: Editorial Universidad del Valle, 1996, p. 223.
XXII EL VALOR LITIGIOSO DE LA RETÓ RICA
Algunos historiadores de la filosofía antigua cometen el error –o incurren en la ligereza– de
aseverar que Sócrates y Platón eran tan “sofistas” como los filósofos que en su día fueron
reconocidos mediante ese calificativo. El criterio para fundar ese juicio quisquilloso tiene
que ver, probablemente, con el manejo a veces irregular, ambiguo o confuso del discurso
socrático y con la desatención, por error o con dolo, de las reglas de la sintaxis lógica o de
los preceptos que gobiernan el manejo de la semántica, dado el contexto correspondiente.

Pero la diferencia entre “usar” sofismas y “ser” un sofista integral radicaba en una posición
de principio doctrinario. Para Sócrates, el verdadero conocimiento no es ambiguo ni
relativo, sino unívoco y absoluto. La verdad ha de ser universal e inextinguible y no una
opinión contingente y fugaz. Para los sofistas, en cambio, no hay una sola verdad
inmarcesible, sino multitud de verdades relativas y cambiantes. El arte de la retórica
forense consiste parcialmente en saber persuadir el sofista al auditorio que la conducta
sindicada de “mala” puede llegar a ser “demostrada” como “buena” y viceversa. Para
Sócrates, el conocimiento verdadero es el que define la verdad cognoscible como ente real
y perfectísimo. Para el sofista, las verdades son opiniones o juicios lucubrados por el sujeto
cognoscente. La verdad y el conocimiento de ella, según Platón, no son asunto de este
mundo imperfecto, como sí lo son, respectivamente, según la axiología de los sofistas.107

Antes que un “sofista”, por el hecho de usar sofismas, Sócrates es un filósofo


eventualmente “sofístico”, lo cual significa que incurre o se vale de tal género de artimañas
retóricas en ciertos y determinados momentos de su ejercicio dialógico. En general podría
afirmarse que no hay filósofo alguno del cual no pueda predicarse el haber sido “sofístico”
en algún punto expositivo de su trayectoria intelectual (2). Por lo tanto, cabe incurrir
cualquier orador eventualmente en sofismas, sin tener por ello que ser un “sofista” en
sentido doctrinario (3). En términos de categorías taxonómicas, todos los sofistas son
sofísticos, pero no todos los que se valen de sofismas son sofistas. Hay, claro está,
pensadores de otras procedencias doctrinarias que hacen de los sofismas un recurso tan
permanente que difícilmente no se les clasificaría de “sofistas”.

El empleo alevoso de las aporías y las paradojas es otro fenómeno de parecida catadura,
pues no siendo estas “dificultades” de la lógica, sofismas en sí mismos, pueden alcanzar esa
condición de modo transitorio o eventual, de conformidad con su aplicación en el contexto.
Por contraste, hay sofistas doctrinarios que dan muestras de tan singular dominio y sin igual

107
El relativismo de los sofistas es asociado con frecuencia a estratagemas de que se sirve un orador para confundir o
refutar al adversario. De hecho, así ha sido en el decurso de los tiempos. Pero el relativismo también es una posición
filosófica sobre el tema del valor del conocimiento, que se afianza en la idea de “lo relativo” como un rasgo propio del
mundo real que hace tránsito a las categorías gnoseológicas del saber humano. El sujeto cognoscente “descubre” los
relativismos cuando relaciona de cierta manera unos fenómenos con otros; pero también los “inventa” cuando decreta que
cierta especie de entes deban ser clasificados de conformidad con alguna escala de valores.
erudición en los temas debatidos, que pueden prescindir a voluntad de muchos de los
argumentos sofísticos –que no de sus principios filosóficos– a lo largo y ancho del discurso.
Los “megáricos”, verbigracia, proyectan un reto interesante para el análisis hermenéutico,
pues su discurso configura una amalgama apretada y simbiótica entre el eleatismo y la
sofística.

Por otra parte, los relatos de Platón y Jenofonte sobre la autodefensa de Sócrates, acusan el
defecto de omitir, tal vez tendenciosamente, las intervenciones de la contraparte y el
itinerario secuencial de los actos procesales. Una manera de intentar reconstruir idealmente
lo que pudo haber sido la clase de argumento desplegado por la contraparte acusatoria,
consiste en examinar atentamente la cara opuesta de la moneda, que es la réplica de
Sócrates. Lo que al analista interesa principalmente al estudiar la refutación del sabio a las
acusaciones de marras, es descubrir el nexo metalógico que supuestamente existe entre lo
refutatorio y lo refutado. A la especie de argumento defensivo contrapuesto por Sócrates en
su alegato, debía corresponder, aproximadamente, el género de argumentación acusatoria
propuesta por Melito, incluidas sus especies más probables en el caso de marras.

La lectura selectiva de otros diálogos socráticos trasluce un puñado limitado de


“constantes” de estilo y gramática, razonamiento y moralidad, que, transportado
heurísticamente a la Apología, permitiría, mutatis mutandi, efectivizar algunas analogías
provechosas.

Una de esas obras aprovechables en tal sentido es el diálogo Protágoras, cosecha de Platón.
La parte central de la obra es una diatriba dialogada contra Protágoras mismo, uno de los
mejores pensadores y oradores de su tiempo, quien es rebajado por obra y gracia de la
pluma del “divino”, a la escueta condición del interlocutor corriente de su época, incapaz de
neutralizar con su palabra escéptica y relativista la trampa mortal de las demostraciones por
el absurdo. Sócrates “obliga” al sofista de Àbdera a que intente demostrar que la virtud
puede ser enseñada, sosteniendo él, por el contrario, que no puede serlo, para proceder a
arrinconarlo retóricamente, después, como era su costumbre, y rematarlo con el puntillazo
de probar sus inconsistencias discursivas.

Lo que el lector avezado naturalmente espera, no es oír al sofista razonando con el mismo
paradigma lógico de Sócrates, sino esgrimiendo las muy aguzadas armas de su retórica
relativista y escéptica: la virtud no es un concepto absoluto ni un modo de ser definitivo,
sino algo probable, un valor mutante, una idea de la axiología que cambia con el tiempo o
se diversifica con las circunstancias de los diferentes horizontes humanos en que hace
presencia. De ahí que Platón, reconociendo la desventaja en que situaría al héroe de su
novela filosófica (o filosofía novelada), se cuida muy bien de no meterlo en calzas tan
prietas.

En Gorgias o de la Retórica, Sócrates es azuzado por Platón (valga la fiereza de la


metáfora) para que arremeta mayéuticamente contra Gorgias, el gigante de la retórica y más
alto exponente de la erudición sofística de su tiempo, a la sazón de paso por la culta y
hospitalaria Atenas. El cometido de Platón es hacer que Sócrates ataque el núcleo de la
sabiduría de Gorgias, representado en lo que este caracterizaba variadamente como “arte o
ciencia de la retórica”. Lo capital del argumento refutatorio de Sócrates se condensa en una
secuencia de preguntas y respuestas que despliega el procedimiento de la inducción verbal
y la aplicación de la técnica mayéutica. Por medio de su especial modo de concebir la
inducción, Sócrates va forzando a Gorgias a definir diferentes géneros de profesiones u
oficios, así como a la denominación correspondiente que se endilga a quienes las practican
o ejercen.108

Emplea, entonces, su técnica de partero de hombres para probar que la retórica, contrastada
con las demás expresiones del saber auténtico, no es un conocimiento que se corresponda
con un arte o ciencia determinados, y que quien la enseña o se sirve profesionalmente de
ella, ni enseña verdaderamente algo, ni presta un servicio que derive de un verdadero saber.
La falacia de Platón, en este punto, consiste en procurar confundir el resultado de la
actividad de enseñar una ciencia o arte, con el efecto de enseñar un procedimiento que
puede ser aplicado exitosamente en innúmeras especies de un mismo género o en géneros
diversos de una clase mayor. Tal y como acontece con la lógica y las matemáticas puras
que no cuentan con un objeto exclusivo en particular para desarrollar sus cálculos e
inferencias, pero que pueden ser aplicados idóneamente a todos los renglones del
conocimiento, la retórica no privilegia un sector de la ciencia humana, sino que ella misma
es privilegio argumentativo de todos los lenguajes del saber.

La retórica, en general, no versa sobre las cosas del mundo de que tratan las palabras, sino
sobre las palabras que tratan de las cosas del mundo. La retórica es un saber que atañe a los
modos posibles en que las palabras pueden ser organizadas, interpretadas y argumentadas
para que hablen de cierta forma sobre el “orden” que rige la denominada “realidad
objetiva”. Es, por tanto, el arte de reacomodación incesante de las palabras para que surtan
la función persuasora de reacomodar de cierta manera el mundo que nos rodea.

En el Gorgias encontramos un excelente ejemplo de lo confundente y sesgada que ha sido


la retórica socrática:

Sócrates. -El que ha aprendido el oficio de carpintero, ¿es o no un carpintero?


Gorgias. -Sin duda.
Sócrates. -Y cuando se ha aprendido la música, ¿no es uno músico?
Gorgias. -Sí.
Sócrates. -Y cuando se ha aprendido la medicina, ¿no es uno médico? En una palabra, con relación a
todas las demás artes, cuando se ha aprendido lo que a cada una corresponde, ¿no es uno tal y como
debe ser el discípulo de cada una de ellas?
Gorgias. -Convengo en ello.
Sócrates. -Por la misma razón, el que ha aprendido lo que pertenece a la justicia, es justo.

108
El relativismo, por razones obvias, se compenetra con el escepticismo. Si el relativismo conduce a callejones
dialécticos sin salida, esa aporía dialéctica del argumento relativista remata en el estado dubitativo. No se puede conocer
verdaderamente aquello que da lugar a las muchas opiniones o juicios doxáticos. La carencia de pruebas induce al acuerdo
o convención. La imposibilidad de este desemboca en la suspensión del juicio.
Gorgias. -Sin duda.109

Si se examina en detalle la secuencia inductiva y mayéutica arriba consignada, es notorio


que el último ítem, asociado al concepto de “justicia”, no es de la misma clase que el de los
otros casos inductivamente ordenados. Aprender lo que pertenece a la justicia no hace de
alguien una persona justa en el mismo sentido en que aprender lo que concierne a la
panadería hace del aprendiz de este oficio, un panadero. En primer lugar, porque la justicia
no es una profesión u oficio que se pueda estudiar para ejercerla. Lo que se estudia de
profesión respecto de ella, no es la justicia misma, sino las ciencias o disciplinas que tratan
de la aplicación de su concepto como preceptivas de comportamiento y juzgamiento moral
o jurídico de la conducta humana.

Quienes ejercen profesiones u oficios que se relacionan con la categoría axiológica de la


justicia, no se llaman “justos” por ese simple hecho, sino magistrados, abogados,
sacerdotes, filósofos o maestros de moral. Pese a ello, podrían perfectamente ser individuos
“injustos” frente a uno o más sistemas de moral, sin que ese “defecto” ético les prive, por
fuerza, de la investidura que oficiosamente ostentan. Lo que se define como “justo” en un
sistema de moral, podría no serlo para otra doctrina.

La pluralidad de entes teóricos que intenta ocuparse no de la ciencia de la justicia, sino de


la “justicia misma”, encuentra que no hay un objeto cierto, una cosa determinada que se
pueda identificar con ese nombre.110 Lo que hallan son obras, conductas, pareceres, teorías,
susceptibles de ser calificadas de “justas” o “injustas”. Pero, de nuevo, ¿qué hace de una
conducta algo “bueno” o “malo”, “justo”, o “injusto”? “¿Es buena una conducta porque ha
sido bendecida por los dioses o ha sido bendecida por los dioses porque es buena?” No hay
un referente unánimemente convenido o experiencialmente comprobable que sirva de
patrón universal para ese complejo cometido.

En consecuencia, hay tantos pareceres, juicios y cavilaciones sobre la justicia como


doctrinas éticas y jusfilosóficas puedan ser acudidas cada vez que se efectúan los estudios,
paneles o mesas redondas sobre la materia. Aun cuando a la ciencia se le dé por el prurito
de ocuparse seriamente del problema, la doctrina ética resultante brillará por el método y la
conceptuación teórica, pero seguirá siendo opaca por el lado de los fundamentos y las
probanzas.

Platón y Sócrates elaboran su propia “solución” al hasta ahora inabordable problema de la


naturaleza y locus de la justicia. Para ellos, “la Justicia”, que no podemos definir

109
Platón. Gorgias. En: Obras completas. UNAM, 1976.

110
“Justicia” es un ideal moral que cada civilización importante define de conformidad con los lineamientos filosóficos
que vertebran su cultura. Hay tantas definiciones de la justicia como intereses doctrinarios, teológicos y políticos, puedan
contabilizarse en la demente carrera de los imperios por consolidarse como dueños del mundo. El intento de imponer cada
imperio su ideal de justicia ha sido fuente de horrendas “injusticias”. La guerra es el principal espejo histórico en que se
miran las utopías de la justicia llevadas al extremo.
unánimemente los humanos, ni localizarla en parte alguna de este mundo “contingente y
defectuoso” en que vivimos, es un ente perfectísimo que mora en un espacio separado del
nuestro, acompañado de otros entes tan “necesarios” y “absolutos” como lo es él mismo.
Por un fenómeno de “participación” esencial, este mundo es una copia o sombra de aquel,
aunque imperfecta en todos los respectos. Así también la Justicia.

Platón no echa mano de este mito de los dos mundos en la Apología porque una abstracción
de esa especie no tiene cabida –ni es de buen recibo– en un contexto como el jurídico-
penal, que hace de la prueba efectiva la razón de ser de la acusación y la garantía segura de
la exculpación del sujeto inexactamente sindicado de violentar la ley del Estado. Flaco
favor le habría hecho al alegato de la defensa el presentar un aval teórico tan desconectado
de la realidad concreta que habría podido tenerse, para mayor infortunio del acusado, como
propiciatorio de la supuesta conducta irregular, sobre todo si el mito mismo se prestaba en
alguna de sus lecturas, a ser considerado como indicio verosímil del secreto desprecio del
viejo filósofo hacia las antropomorfas deidades protectoras de la polis.

Si fuese correcto lo que Sócrates alega sobre la justicia y la denominación de “justo” a


quien se interese en conocerla, entonces habría legítima razón en llamar “prostituto” al que
investiga la prostitución, “sodomita”, al que indaga las causas de la sodomía, “halitósico”,
al que se esfuerza en determinar el origen de la halitosis o “pendenciero” a quien hace de la
pendencia un objeto de investigación. En eventualidades como esta,

Platón no hace un listado de casos demasiado extenso, sino que, valiéndose del argumento
de “selección de observaciones”, escoge ladinamente los ejemplos que le son favorables en
el contexto, e ignora astutamente los que no lo son. Platón asume el riesgo de incurrir en un
error tan garrafal como el que acaba de comentarse, porque de la aceptación de la respuesta
a la pregunta sobre el nombre que merece el que se ocupa de lo justo, por parte del
vituperado
Gorgias, dependía o no hacerlo incurso en una inconsistencia que se traducía en la
consabida reducción al absurdo. El talentoso, portentoso, aclamado e invencible Gorgias,
en manos del hábil y tendencioso Sócrates, no es más que un mozuelo inerme –vaya usted a
creerlo– ante la soberbia metafísica del sabio, descrita por el divino Aristocles de Atenas
(nombre auténtico de Platón), príncipe de los nobles Codros y pariente cercano de Zeus.

Otro cuestionable argumento de Sócrates para “demostrar” que la retórica es vacua


palabrería o discurso sin bagaje, es el que concierne a la inanidad del saber retórico frente a
la contundencia del que profesa un saber verdadero. Si se trata de construir un puente o
prescribir un tratamiento curativo, no se acudirá al retórico, pues carece de los
conocimientos relativos a tales incumbencias, sino que se reclamará el ponderoso juicio del
arquitecto y el atendible concepto del galeno. Continuando con esta misma línea
argumentativa, Sócrates aplica el método de la inducción verbal, preguntando si lo mismo
que con el arquitecto y el médico, no sucede con cada una de las restantes artes, profesiones
u oficios, es decir, no se recurre al sofista cuando se cuenta con el experto y, cuando se
recurre al experto, este nunca es un sofista. 111 Nos enteramos así que el sofista, en el juicio
de Platón, no es conocedor de
nada, porque a “nada” se reduce mayéuticamente el conocimiento que dice profesar. La
respuesta es invariablemente lo que Sócrates buscaba. Cada experto domina su área porque
conoce sus intríngulis. El sofista, en esta perspectiva discriminatoria y excluyente, “no
domina nada, porque nada conoce”.

Los sofistas, antes que comunicadores de contenidos o formas cognoscitivas, eran


enseñadores de técnicas lógicas y retóricas especialmente diseñadas para manipular
precisamente tales contenidos y formas. Lo que el sofista enseñaba, en parte, no es de qué
se trata o en qué consiste tal o cual cosa, sino cómo manipular ventajosamente lo que se
dice que esa cosa es o no es, dado un contexto.112 Para ello, sin duda, convenía contar con el
conocimiento de base acerca del objeto en examen, si bien lo que era materia de su
enseñanza, como es el caso de las matemáticas puras en la actualidad, resultaba aplicable a
muchos géneros y especies de entidades, tanto semejantes unas con otras como enteramente
desemejantes entre sí.

Puesto en otras palabras, la retórica, enseñada en sus lineamientos generales, era aplicable a
todos los lenguajes del conocimiento, particularmente al conjunto de los profesados por los
señores de la polis, dependiendo del interés del alumno el especializarse en uno o varios de
ellos: gramática, historia, retórica, ética, política o derecho. Un argumento de autoridad, de
reducción al absurdo o de petición de principio, podía ser instrumentado por un político, un
teólogo, un naviero, un escolarca, un comerciante o un comandante militar, de parecida
manera a como se aplican las reglas de la composición musical, que valen tanto para idear
una sinfonía como para crear un motete, o para escribir un concierto para piano y otro para
castañuelas y orquesta. Con todo, los sofistas no eran ajenos a la ciencia, el arte, la política,
la ética o la filosofía de su tiempo, de lo que hay fehaciente testimonio en escritos de su
época (de ellos o sobre ellos) y de calendas posteriores. Algunos de los mejores sofistas
fueron gramáticos eminentes, abogados prestigiosos y maestros superiores de encumbrado
verbo y deslumbrante erudición. En cualquier caso, los sofistas eran expertos en el arte de
“salvar las apariencias”, tema que fue de la preocupación de Platón y de la especial
incumbencia de Aristóteles, quien escribió reiteradamente sobre el particular.

Un defecto grave del argumento socrático que discrimina al sofista por aparentar ser dueño
de un conocimiento que se finge como si lo fuera de algo, pero que no es realmente
conocimiento de nada, consiste en manipular la definición de “sofista” como si se tratara de
alguien que es “nada” si le privamos de esa, su condición de tal, que también es “nada”
porque nada contiene como conocimiento. De este modo se incurre en un nihilismo o
“nadaísmo” que hace del sofista un ser que es, aunque por definición “no existe”. El error o
la falacia se localizan en la operación lógica que abstrae del hombre-sofista todo lo que el
individuo es: física, biológica, psicológica, emotiva, cultural y mentalmente, hasta quedarse
111
Esto es un error. Un experto en astronomía podría ser, perfectamente, un sofista doctrinario, o un científico proclive a
incurrir en posiciones sofísticas debido a lo “arrojado” de sus conceptos y teorías.

112
Este punto se asocia con el concepto de “sesgo” que es de capital importancia en las lides de naturaleza jurídica.
con el solo carácter o propiedad de ser un sofista, merecedor de desprecios y objeto de
vilipendios.

Pero un sofista era mucho más que su condición de tal. Podía ser, ante todo, un profesor de
oratoria, un gramático insigne, un traductor del persa, un maestro de caligrafía jónica, un
matemático pitagórico, un político deliberante o un hermeneuta del oscuro Heráclito.
Aunque también, un auriga y domador de bestias, un arconte basileo, un astrónomo sin
telescopio, un médico esclavo, un escultor de niños muertos, un arquitecto de la Magna
Grecia, un fabricante de clepsidras, un estratega castrense, un músico citarista, un poeta
andariego, un navegante de cabotaje o el dueño de una heredad de inconmensurables
extensiones. Es decir, se podía ser “sofista” en diferentes grados e intensidades, desde el
más doctrinario y profesional, propio de las grandes figuras, hasta el menos docto y
eventual del hombre interesado en el saber dialéctico, pero consagrado por arte u oficio, a
menesteres poco filosóficos y retóricos.

Prolijos fueron los sofistas en sus enseñanzas sobre el manejo de las argumentaciones, el
buen uso de la gramática, el donaire de la caligrafía, el arte de proponer y luego refutar una
tesis, los conceptos humanísticos sobre la esclavitud, sus ideas originales sobre el
relativismo de las costumbres, el valor cambiante de la política y los orígenes de los
gobiernos y las instituciones del Estado, así como fueron pioneros de la enseñanza como un
oficio respetable y útil, merecedor de emolumentos monetarios y remuneraciones en
especie.

Es penoso reconocer que el esfuerzo de Platón por minimizar el protagonismo de los


sofistas en la cultura griega, no fuera, después de todo, una empresa fallida. El reinado de la
filosofía de Platón, durante casi dos milenios y trescientos años, contribuyó grandemente al
desprestigio histórico de los sofistas. Lo cual es un patético testimonio del talante
filosóficamente intransigente y políticamente reaccionario que hubo de caracterizar al
mayor impulsador de la metafísica en la historia entera de la filosofía.

El culto a Platón y otras idioteces filosóficas, título también, por cierto, de una obra
iconofóbica de nuestros días, atajó durante siglos el reconocimiento que la cultura
occidental estaba en mora de tributar a los sofistas, pioneros insignes de la docencia como
profesión remunerable y adalides del pensamiento relativista como canon de alternativas
disidentes y modelo matricial de subversiones teóricas.
XXIII MUERTE DE SÓ CRATES
La muerte de Sócrates, desde el punto de mira de este ensayo, no es, en particular, una
reflexión filosófica en torno al significado de su enseñanza o una alegación jurídica acerca
de las implicaciones morales de su condena a beber la cicuta. Lo que aquí se pretende, en
cambio, es listar y comentar brevemente, teniendo presente el contexto histórico, las causas
y los motivos sociales y jurídicos que pudieron incidir aisladamente –o asociarse unos con
otros– para dar lugar al histórico juicio y rememorada audiencia que ha servido de fuente
matricial de esta micro-investigación y de pretexto mínimo para escribir el presente libro.

La opinión adversa que el mundo adoptó acerca del proceso, condena y ejecución de
Sócrates, repercutió negativamente sobre el prestigio histórico de la metrópolis ateniense.
La ciudad todavía está manchada con el recuerdo de esa “infamia”; una memoria triste a lo
mejor magnificada por el poderoso ascendiente que la versión sesgada de Platón sobre los
acontecimientos judiciales y extrajudiciales del proceso incoado contra el sabio de Alopece,
ha ejercido amplia y continuamente sobre la conciencia filosófica de Occidente desde la
publicación del diálogo Apología de Sócrates en el siglo IV a.n.e., hasta nuestros días.
Atenas ha sido condenada por la historia escrita por Platón. Y no ha contado con una buena
oportunidad de defenderse.

Uno de los principales defectos de este diálogo “socrático” de Platón, consiste en que omite
los alegatos de la parte acusatoria y pretermite los argumentos de los jueces para proferir la
sentencia respectiva. Platón –lo mismo que Jenofonte– no escribe una crónica equilibrada
del evento para que el lector, respetando el contexto histórico, pudiese ponderar los
discursos contrapuestos, desarrollando su propia exégesis y alcanzando sus propias
conclusiones. Lo que trae consigo la obra, en cambio, es una verdad a medias que no deja
ver claramente el punto de vista penal de los denunciantes, las pruebas a que estos hicieron
alusión para sostener los cargos y los argumentos de que se valieron para hacer razonable la
solicitud de la pena capital como modalidad punitiva.113

La condena de Sócrates puede ser conjeturada teniendo en cuenta factores tanto legales
como extraprocesales. Algunos de los motivos y circunstancias que pudieron contribuir a la
condena del filósofo, se pueden aludir de la siguiente manera:

El motivo de la retaliación personal. Sócrates pagó con su vida el injusto de haber


demeritado en público la honra individual y el prestigio social de muchos varones que ya
no fueron ellos mismos frente a sus hijos y progenitores, pares y desiguales, propios y
113
No hay, pues, debido a las omisiones antedichas, bases firmes para opinar cuán ajustado a derecho o sesgadamente
arbitrario fue el juicio seguido contra Sócrates o qué tan justa o desproporcionada la sentencia respecto de las probanzas
aportadas por los querellantes. En esto, como en todo lo demás asociado con Sócrates, emerge la sombra inconfundible de
la exégesis platónica.
extraños, desde el momento exacto en que un hombre de verbo descomunal y apariencia de
mendigo, vociferó a los cuatro vientos, luego de examinar sus conocimientos según la
técnica de las definiciones esenciales y la inducción verbal, lo muy ignorantes y ampulosos
que ellos eran, ufanándose de saber mucho sin saber nada.

El motivo político. Debido a su condición de maestro de jóvenes aristócratas como Platón,


Critias y Alcibíades, el filósofo era recelado como enemigo de la democracia y
simpatizante de la guerrera Esparta. El diálogo La República, de su alumno Platón, es una
utopía reaccionaria inspirada en el sistema socio político espartano, que alude a la figura de
Sócrates en el aparte que contiene la alegoría de la caverna. Aunque resultaba poco menos
que imposible relacionarlo causalmente con la idiosincrasia antidemocrática de algunos de
sus más asiduos seguidores, lo cierto fue que un puñado selecto de ellos formó parte del
gobierno de los Treinta Tiranos, aliado de Esparta, asesino de cientos de demócratas y
traidor de la patria en grado sumo. Las aventuras sediciosas de Platón en Siracusa habrían
estado inspiradas en el ideal socrático de la política y del Estado regido por filósofos. El
motivo político subsume la teoría del chivo expiatorio ya elucidada.

El motivo religioso. La alta clerecía del culto oficial ateniense resintió la pretensión
desfachatada de creerse Sócrates emisario de Apolo, su fiscal moral y vigilante Argos de la
eticidad de los varones ciudadanos. El sabio ático era una pieza suelta que no encajaba en el
organigrama funcional de la iglesia apolínea, un intruso y un usurpador. La casta
sacerdotal, a no dudarlo, era un enemigo poderoso y un conspirador letal. No se sabe sin el
componente de la duda, sirviéndose de qué medios la clerecía apolínea hizo valer su
ascendiente autoritario o hasta qué punto lo utilizó protervamente, para incoar exitosamente
el juicio contra el sabio y para que la sentencia de los jueces no pudiese ser otra que la pena
capital.

El motivo ideológico. Muchos atenienses sabían –o lo intuían– que el credo de Apolo era
una máscara que Sócrates usaba para evitarse la acusación de impiedad. Su verdadera
doctrina filosófica era la teoría órfica “de los dos mundos” y su abstracto concepto de dios
no exhibía el grosero perfil antropomorfo del pagano Apolo. Sócrates era un filósofo
superior que fungía de apologeta de un credo primitivo y supersticioso. En esa medida,
proyectaba el perfil de un hombre insincero con sus seguidores y deshonesto consigo
mismo: un sector de la opinión ciudadana lo definía como un orate místico o como un
farsante embozado tras la arlequina investidura del sabio.114

El motivo pasional. En la juventud, Sócrates sedujo a Alcibíades y lo convirtió en amante


suyo. Esa seducción arrebató al cautivante doncel de brazos de su novio, a la sazón el
ciudadano Anito, quien sufrió honda y terriblemente la pública humillación del abandono y
el dolor de la traición amorosa. Anito no pudo superar jamás aquella afrenta que se fue
114
Sócrates asumió compromisos de suyo recíprocamente incompatibles, que, además, dividían profundamente su
personalidad contra sí misma. No era coherente reconocerse como “agente” de la voluntad de Apolo y al mismo tiempo
afamarse como descubridor de la teoría de “los dos mundos”; no era sensato creer en Apolo y creer simultáneamente en el
arquetipo del Bien absoluto y en el demonio familiar que le musitaba consejos de “no hacer”.
transformando con el paso de los años en invencible sentimiento de venganza. Por eso
conspiró contra Sócrates y, junto con Melito y Licón, suscribió el texto de la célebre
denuncia, que conllevaba la petición de la pena capital.

El motivo de la conducta “impía”. Sócrates hablaba con frecuencia de un dios personal o


daimón que le acompañaba desde la niñez y hacía presencia con su voz para prodigarle
consejos. Pero ese espíritu o deidad espuria no formaba parte del santoral apolíneo ni del
correspondiente al culto de la virgen Palas, patronos ambos de la Atenas imperial. El suyo,
era un dios personal, un dios intruso, un demonio advenedizo, un “alien” o íncubo, un
espíritu foráneo. Luego –susurraban sus detractores– Sócrates reconocía la existencia de un
dios extranjero y hablaba con desparpajo de los poderes adivinatorios que le habilitaban
para aconsejarle no tomar, llegado el caso, la decisión equivocada.

Enfrentado a la factible condena a muerte, el daimón le aconseja no seguir peleando por su


vida. En otros términos: no se opone a la postrera decisión de facilitar procesalmente su
propia sentencia a la pena capital. Sócrates manifiesta a viva voz lo que su deidad personal,
guardando silencio, le quiere dar a entender como consejo, alcanzando de ese modo dos
objetivos cardinales: corroborar la denuncia de impiedad vigente en contra suya, y burlarse
del auditorio en pleno. Sócrates apuraba, por anticipado, la pócima letal de la cicuta.

El motivo megalomaníaco. Se asocia con la hipótesis de su delirio paranoico de grandeza.


La condena a muerte, en medio de la incertidumbre acerca del valor probatorio de las
acusaciones, era el camino más expedito para coronarse como “mártir” de su verdad. El
método consistiría en facilitarle las cosas al orador rival para que alcanzara el objetivo de
mantener los cargos imputados y exigir como sentencia la pena de muerte. El
comportamiento insolente y mordaz para con los jueces exigiendo manutención de por vida
en el Pritaneo como un héroe de la polis, en lugar de injusto castigo, y en agradecimiento
de su labor educadora de tantos años, puede ser entendido también bajo el alero
conceptual de esta misma hipótesis.

El motivo personal. Escribe Jenofonte que el maestro había escuchado a su


deidad personal aconsejarle varias veces no alegar a favor de su absolución
en el proceso. Es decir, procurar que las actuaciones procesales, de parte suya, alcanzaran el
extremo de la insolencia y la ironía, como forma de irritar a los magistrados y de obligarlos
a proferir en su contra la sentencia de muerte. Corolario de esta tesis es el concepto de que
vale más morir por una “causa noble” que seguir viviendo un poco más, acuciado por la
malicia de sus detractores y agobiado por los achaques de la edad provecta.

El motivo axiológico. Preferible es morir que claudicar. Este argumento no lo funda tanto
el filósofo en la aspiración a inmortalizar su nombre, como en la reflexión pragmática
acerca de lo ruin y vergonzoso que sería el espectáculo de pedir clemencia o realizar
transacciones afrentosas a cambio del perdón de los jurados. Sócrates no se imaginaba a sí
mismo como un exiliado abrumado por la vergüenza del veredicto infame y obligado a
arrastrar en otra patria el resto de su provecta existencia.
Con todo, Sócrates es un falso mártir de la filosofía. No fue condenado a muerte por haber
filosofado en disfavor de las leyes de Atenas ni por declarar que preferiría morir a dejar de
hacer el bien con su palabra. Platón quiso hacer de Sócrates un héroe impostado por medio
de una situación hipotética de acuerdo con la cual los jueces le absolverían a cambio de su
promesa de no volver a acosar y asaltar dialécticamente a los ciudadanos de la polis. La
respuesta imaginaria de Sócrates suena contundente y airosa. Una vida sin investigación no
merece ser vivida.115 Platón lleva a buen término un esfuerzo persuasivo y estilístico de
gran envergadura para que la situación hipotética aludida, parezca real y el lector se quede
con la impresión de que, ciertamente, Sócrates rechazó la oferta de vivir a cambio de no
filosofar.

Si Sócrates se hizo matar para aspirar a subir al podio de los mártires del pensamiento
reflexivo, habría sido porque confiaba que el argumento que contenía la hipótesis sobre su
determinación de no canjear su vida por el compromiso de no acosar a los varones áticos
para hacerlos más justos, era lo suficientemente persuasivo hasta el punto de llegar a ser
tomado como asunto presente, real y verdadero. El “divino” Platón, con la magnificencia
incomparable de su pluma es cómplice de la inmortalidad de Sócrates: ayuda al sabio a
subir –con mañas de escalador avezado– al pedestal insigne que se le tenía reservado en el
Olimpo de la razón abstracta. Para consagrar la gloria del maestro en algún recodo de la
historia, Jenofonte, en tono sostenido menor, hace algo semejante.

Lo patético de todo esto tal vez haya sido que Sócrates no habría muerto por defender el
derecho del ciudadano a buscar por sí mismo la idea de la verdad o la verdad misma, sino
por haber intentado abusivamente imponer la suya propia a todo el mundo. Contribuyó a su
condena, según esta conjetura, el haber sido desconsiderado, grotesco e indolente su modo
de enfrentar el duelo dialéctico, rematar al adversario forense ya vencido o desbordar al
inerme varón que aventuró alguna expresión desobligante.

Se ha preferido, al llegar a este punto, emplear el concepto de “motivo” al de “causa”, para


dar cuenta de los factibles “por qué” de la muerte de Sócrates, buscando una perspectiva
gnoseológica interior que facilitara entender el fenómeno en estudio, más como una clase
de “pretextos” examinados por el sabio para apoyar en ellos su serena y aleccionadora
despedida de este mundo, que como relación imaginada de leyes y propensiones objetivas,
o voluntad cósmica del destino, cuyo hado marca ineludiblemente la fecha y el instante del
viaje final de cada humano, sin boleto de regreso.

Hay hombres notables que alcanzaron el lauro de la gloria por obra y gracia de algún
asesino empecinado o mediante la ejecución sentenciada por los poderes jurisdiccionales
del Estado. La muerte del mártir agiganta su obra, tanto por lo que hizo como por lo que le

115
Sócrates proclamaba que una vida sin investigación no merece ser vivida. Pero no debe llamarse a engaño el lector al
suponer que la “investigación” de que hablaba Sócrates era la de especie científica o que se trataba de alguna lucubración
en torno a ella. Por el contrario, “investigar” significaba “retro-visar” la esencia, meterse uno en los recuerdos del alma
para vislumbrar un poco la eseidad de los arquetipos absolutos. Lo cual se desenvolvía como retratos de memoria
sonsacados mayéuticamente de la “memoria pre-encarnada”.
impidieron hacer. Platón muestra falazmente la apariencia de martirio en la muerte de
Sócrates valiéndose del embrujo de su estilo y de la potencia de su lógica. La muerte
“injusta”, sin duda, contribuye a delinear el estereotipo filosófico del sabio y “mártir” de
Alopece. Pero Sócrates claramente dice que preferiría morir antes que desobedecer a
Apolo. No dijo
que moriría por no acceder a renunciar a su doctrina filosófica. En cualquier caso, los
jueces no hicieron a Sócrates tal propuesta.

Independientemente de todo esto, Sócrates merece, con creces, la gloria que lo enaltece
desde su encumbrado pedestal en la historia del pensamiento abstracto. Le cabe al sabio
insigne, el mérito inmenso de haber inducido en el sujeto de conocimiento, la forma de
buscar e idear categorías para entender filosóficamente el mundo, pero ante todo, por
enseñarle el método de discurrir dialogalmente los problemas concernientes al
conocimiento de sí mismo. Lo mismo que ocurre con la enseñanza impartida por los
sofistas, la de Sócrates vale no por los contenidos asociados a la teoría de los dos mundos,
sino por los procedimientos lógicos y recursos hermenéuticos y retóricos que hicieron
factible poder ensayar una interpretación filosófica novedosa acerca de la estructura de la
realidad.

No es demasiado riesgoso imaginar, o proponer en términos hipotéticos, que al lado de la


vergüenza social de algunos atenienses, a propósito de la condena a muerte del maestro,
emergió un sentimiento colectivo de alivio, que soterrado pero vivaz, permitió percibir de
nuevo los contornos y nichos de la ciudad más despejados y acogedores que nunca y a las
gentes más vivaces y contentas por no tener que padecer en el momento menos esperado la
aciaga picadura del “tábano” ventrudo o el potente choque dialéctico del “torpedo” ático,
llevando a la práctica su extravagante teoría de la verdad.116

116
En consecuencia, para Sócrates-Platón, “conocer” verdaderamente significa “recordar” el alma los instantes inefables
en que fugazmente pasó por el Topus Uranus antes de encarnarse en un mortal. En la medida en que más y detalladamente
vio los entes perfectísimos, mejores son los recuerdos que el alma atesora. El válido conocimiento de sí mismo que cada
hombre debía alcanzar consistía en develar esa clase de memorias (anamnesis).
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