El Tábano de Atenas
El Tábano de Atenas
El Tábano de Atenas
Presentación.................................................................................................................................................. 4
El Sócrates de Barros..................................................................................................................................... 4
Paladión......................................................................................................................................................... 6
I Lineamientos exegéticos............................................................................................................................. 8
II El tábano de Atenas.................................................................................................................................. 15
VI La locura de Sócrates.............................................................................................................................. 34
IX El dios de Sócrates..................................................................................................................................46
X La reducción al absurdo........................................................................................................................... 55
XI Atacar y defenderse................................................................................................................................ 58
XV Sócrates y Melito.................................................................................................................................... 81
XVI La inducción socrática..........................................................................................................................86
Bibliografía................................................................................................................................................. 136
PRESENTACIÓ N
EL SÓ CRATES DE BARROS
Cualquier investigación sobre Sócrates como “aquel que no escribe” está llena de prejuicios
y viene conducida a partir de la civilización de la escritura que, por un lado, absorbe todo
en sí misma y, por otro, se entroniza como la negación manifiesta y la alienación secreta de
la preexistente cultura de la oralidad. ¿Qué interpretación cabe hacer de esto?
Es verdad que Sócrates, en cuanto pensador ágrafo, no posee una propia y autónoma
independencia respecto de la pluma de Platón y, sin embargo, parece inevitable que para
comprender a Platón sea necesario conocer a Sócrates. Más de 2.400 años de esfuerzos
exegéticos han sido insuficientes para romper la paradoja hermenéutica conformada por la
fusión filosófica de Sócrates y Platón: no se puede entender a este sin haber asimilado a
aquel, quien a su vez no subsiste más que en la forma dialogal organizada, interpretada y
convertida en texto escrito por Platón.
El tábano de Atenas es el Sócrates que Barros nos oferta a propósito de su lectura personal
del diálogo Apología y de otros libros de la misma o heteróclita fuente, con los cuales se las
arregla para pincelar al pensador de Alopece como un ser insincero, delirante,
megalomaníaco, abusivo, intransigente, odioso, agorero y sofístico. Atributos que no
desdibujan el superior perfil intelectual del pensador que conocemos, pero que, con fuerza,
nos anonadan al mostrar rasgos deletéreos de su personalidad –morales y psicológicos–
apenas sugeridos por autores no muy afines al idolatrado maestro de todos los platónicos
que en el mundo han sido.
Biografías y argumentaciones clásicas sobre Sócrates se han realizado por millares, como
las de Sócrates, 2009, Bogotá, de Hernán A. Ortiz Rivas; Sócrates furioso, 2004, Buenos
Aires, de Rafael del Águila; Sócrates, 1999, Bogotá, de Anthony Gottelieb; La vida
pública y privada de Sócrates, 1965, Buenos Aires, de René Kraus; El juicio de Sócrates,
1999, Barcelona, de J. F. Stone; Sócrates: solo sé de amor, 2002, Madrid, de Ricardo Óscar
Moscone; Essays on the Philosophy of Sócrates, 1992, de H. Benson; Vida de Sócrates,
1999, Madrid, de Antonio Tovar; Sócrates, 1970, México, de Robert Silverberg; Sócrates,
1976, UNAM, de Rodolfo Mondolfo; y Sócrates, 2008, Madrid, de Benigno Morilla.
El tábano de Atenas (la buena nueva desde el Caribe colombiano) se diferencia de los
“Sócrates” antedichos –y además del mismo género tradicional– porque no es, en
particular, una reflexión filosófica con patente doctrinaria o matrícula de escuela sobre los
consabidos ítems del legado socrático, sino un estudio heterodoxo y atractivo, amén de
riguroso, sobre las circunstancias puntuales que hicieron del comportamiento social de
Sócrates la causa de cierta malquerencia generalizada hacia su persona y el motivo más
cabal de su condena a beber la cicuta.
Cuando se ocupa de los argumentos desplegados en la Audiencia por sus acusadores para
imputarle los delitos de impiedad y corrupción de la juventud, o cuando en otros diálogos
muestra su animadversión hacia los sofistas por la profesión de escépticos y relativistas que
les era tan propia, Sócrates no tiene escrúpulos en recurrir a falacias, sofismas y
estratagemas con tal de salir bien librado de cualesquiera calzas prietas que pusiesen en
peligro la causa defendida por él en las confrontaciones dialécticas. Mérito de Barros es
sabernos mostrar con idoneidad y método, lo que para él es el lado astuto, malicioso y
protervo de este venerado santón de la filosofía universal.
El tábano de Atenas, del profesor Nelson Barros Cantillo, nos invita a no tragar entero, a no
hacerle pleitesías gratuitas a la Apología y demás investigaciones que divinizan a Sócrates,
a hacer de la epojé un instrumento para poner entre paréntesis el milenario ascendiente de
los platónicos –hasta donde la paradoja hermenéutica lo permite– y poder mirar con ojos
más críticos al legendario sabio de Alopece.
Empeño y obsesión del autor ha sido querer mostrar, por lo contrario, que tal sería
verdaderamente el caso respecto de Sócrates, asociado a ciertas situaciones biográficas
concretas en las que procurarse ventajas por medio de artimañas y estratagemas, evadirse
sagazmente por las ramas del discurso o desmentir las imputaciones con sofismas, no son
argumentos, comportamientos o métodos, compatibles con la excelsa investidura de un
filósofo mayor o con la empinada condición ética del sabio.
Sócrates se hace impopular y odioso por pluralidad de motivos, entre los que se cuentan: la
sospechosa manera de alcanzar el veredicto consagratorio del Oráculo de Delfos; su
arrogancia en autoproclamarse el ungido de Apolo y fiscal supremo de la moralidad ática;
el abuso de acorralar y humillar con interrogantes capciosas a los más insignes varones de
la polis ateniense; su petulante y desfachatado desprecio hacia los sofistas y otros
pensadores que no coincidieron con la extravagancia de su ontología de los dos mundos; la
abyecta ambivalencia doctrinaria que mostraba por un lado el perfil del filósofo rijoso y por
el otro al profeta de la superchería apolínea; y su enseñanza deletérea que convirtió a una
elite de la juventud de Atenas en traidora política de la patria, tal y como llegó a probarse
con los que habiendo sido sus discípulos en los años mozos, fungieron de cabecillas en el
gobierno proespartano de los Treinta Tiranos al final de la guerra del Peloponeso.
La investigación que precedió a la hechura de este libro hubo de trasegar algunos meandros
inesperados que, partiendo de la Apología, incursionó en otras fuentes históricas dadoras de
información acerca del comportamiento privado y público de Sócrates. No de otro modo
podría haberse llegado a barruntar la imagen heterodoxa del Sócrates aquí presentado.
Se trata este ensayo, por supuesto, de glosas críticas e inferencias razonables, que quedan
expuestas a los ataques parciales o totales de que son presa los juicios de naturaleza
estocástica juntamente con sus conjeturas o teorías de mediana y alta probabilidad.
Tenemos aquí, los esquemas de una “lectura” filosófica, jurídica, histórica y axiológica que
desata una conjetura personal acerca de algunos temas espigados del diálogo Apología,
escrito por Platón para registrar la defensa forense que de sí mismo hiciera Sócrates con
ocasión del proceso penal incoado en contra suya por los supuestos delitos de “impiedad” y
“corrupción de la juventud ateniense”. El libro de Jenofonte, con el mismo título y sobre el
mismo tema1, ha sido glosado alternamente para espigar puntales epistemológicos con qué
avalar los conceptos desarrollados sobre el antedicho diálogo de Platón. También para
contar con la inevitable síntesis de identidades, desemejanzas y contradicciones entre las
dos obras, buscando realizar un fértil estudio comparativo de resultados e ideas
convergentes con los lineamientos metodológicos de la investigación emprendida.
Las fuentes seguras permiten trazar las líneas gruesas y medianas de la hipótesis principal.
1
Jenofonte y Platón escribieron libros homónimos sobre el proceso que el poder jurisdiccional de la Ciudad-Estado de
Atenas adelantó contra el ciudadano Sócrates de Alopece, en el 399, a.n.e., por los supuestos delitos de “Impiedad y
corrupción de la juventud”. Jenofonte regala a sus lectores con el retrato de un Sócrates más práctico y mundano, más de
“carne y hueso”, más cotidiano y vulnerable, que el delineado por Platón, que es, por contraste con aquel, mucho menos
anecdótico, personal, circunstancial y biográfico. El de Platón, es el Sócrates filósofo y retórico del que Jenofonte no rinde
muchas cuentas debido probablemente a su formación intelectual que daba más para historiar los hechos llanamente, que
para elevarse a filosofar sobre ellos. Libros de data posterior y heterogéneo talante, como los muy bien ponderados de
Diógenes Laercio y otros autores versados en la Antigüedad griega, así como los de data reciente (Kraus, Mondolfo, Ortiz,
Silverberg, Abbagnano y Taylor, entre otros), han surtido a sus lectores de exégesis clásicas y puntos de vista eruditos –en
ocasiones estereotipados– sobre el temario de la autodefensa de Sócrates, los enigmas y paradojas que contiene su
discurso “litigioso” y, en general, las hipótesis propuestas para intentar resolverlos.
El método comparativo de sus respectivos contenidos funciona hasta cierto punto para
verificar lo que dice cada obra sobre el mismo hecho narrado por las otras. La información
ambivalente está constituida por palabras y juicios que forman parte de los textos originales
pero que no son unívocas en cuanto al sentido que puede derivarse de ellas. La hipótesis
creadora es el complemento obligado con que el investigador, mediante inferencias y
conjeturas, suple las falencias representadas por las expresiones oscuras y los baches de
ausencia de información.
Una técnica de no poca heterodoxia, pero de grande utilidad funcional fue la de sesgar la
percepción del mayor número de datos negativos obtenibles sobre el comportamiento social
e individual de Sócrates hasta alcanzar un perfil de personalidad decididamente grotesco.
Una vez hipertrofiado ficticiamente el personaje, el procedimiento consistió en ir
desbastando la pieza resultante (como si de pulir una escultura se tratase), prescindiendo de
cada ítem –atributo, característica o rasgo– que no se ajustara a las exigencias de
comprobación histórica inmediatamente disponibles o no se compadeciera con las
conjeturas más razonables dado el contexto. De este modo se evitaba caer en el despilfarro
de inferencias privadas de soporte empírico, que son tan propias de la novela histórica y de
las biografías noveladas.
Con todo, para ser capaces de aplicar el saber lógico a la vida real, hace falta
la teoría del método que lo justifique y la receta de las técnicas que lo hagan viable. El
sabio descubre el método de la inducción verbal o de la persuasión progresiva, y pergeña el
de la definición universal por el género próximo y la diferencia específica, así como
inventa, aplica, teoriza o enseña las técnicas dialogales y erísticas de la mayéutica o de los
argumentos por medio de la ironía, la reducción al absurdo y la petición de principio.
Bajo ciertas restricciones o premuras, una teoría defectuosa puede ser ignorada para hacer
valer el método que, ad hoc, y laxamente, fijará los axiomas, definirá las categorías de
búsqueda y prueba, moldeará su estructura sintáctica y surtirá las opciones de criterios de
verdad. Los métodos, por consiguiente, no son simples colecciones de reglas que prestan
servicios varios al quehacer cognoscitivo. Una vez aplicados a un dominio, dirigen los
actos inteligentes y ayudan a generar resultados. Un método no es algo “bueno” o “malo”
en sí mismo considerado, aunque su aplicación produzca efectos que se suelen calificar de
lo uno o de lo otro. Sócrates ufanaba el privilegio de detentar la mayéutica, técnica por
excelencia del método que conducía al conocimiento de sí mismo: concepto clave para
acceder a la sabiduría que se mostraba en la virtud moral y la “inmunidad espiritual” frente
a la tentación de cometer injusticias.
Bajo la lupa del análisis lógico, los enunciados “Conócete a ti mismo” y “Solo
sé que nada sé” evidencian la estructura sintáctica de dos o más niveles de lenguaje, que es
una propiedad invariable del conocimiento autorreferente. Esta clase de información sobre
las reglas de la meta lógica es imprescindible para adelantar correctamente el análisis
lógico del pensamiento de Sócrates vertido en el diálogo que nos ocupa y en todos los
demás de Platón que se denominan “socráticos”. Los cálculos de la lógica borrosa y las
preceptivas del pensamiento no monotónico son “herramientas” modernas de variada
utilidad teórica y práctica cuya correcta aplicación ayuda a desembrollar el género de
problemas que se gesta en los principios autorreferentes de la reflexión socrática.
El tratamiento hermenéutico que reciben en esta obra las respectivas “apologías” escritas
por Platón y Jenofonte, ensambla la crítica comedida que reconoce y trata con deferencia la
admirable “estatura” del genio, pero que no se arredra ni paraliza llegado el momento de
identificar errores lógicos, localizar falacias o denunciar delitos morales, en las
argumentaciones litigiosas del maestro. Por el contrario, son precisamente la lógica y la
retórica del discurso, el punto de mira desde el cual se analizan las estructuras sintácticas y
se pondera la pertinencia semántica de los parlamentos dialogales “jurídicos” sometidos a
examen. La moral a tener en cuenta es la de los preceptos generales de la eticidad jurídica,
vigente a lo largo de la historia como reglas morales del “sentido común justiciero”, o como
desarrollos argumentativos muy amplios de la filosofía ética.
3
Esa es una diferencia de fondo entre las críticas a Sócrates relacionadas con el “viraje” que a partir de él experimenta la
filosofía al cambiar la lira del poeta filosofante por la dura prosa de la lógica entronizada como reina del discurso y acoger
la ética, valorada como digno objeto de la reflexión del sabio. La lógica, a su vez, que es garantía de la moralidad del
genio, ha visto comprometido su pulquérrimo talante debido a comportamientos del sabio que se perciben en esta
investigación como “indelicados”, “ventajosos”, “engañadores”, “dolosos”, “abusivos”, “petulantes” y “soberbios”. No
son delitos juzgados por la Justicia, ni pecado “grave” sancionado por la religión. Son faltas contra el precepto moral que
tutela la integridad y escolta la dignidad de la investidura que distingue a una persona que ha llegado a ser respetada como
ejemplo de virtud y modelo de sabiduría.
II EL TÁ BANO DE ATENAS
En la Apología hay un denso despliegue verbal de metodología mayéutica 4
cuyo análisis revela interesantes pormenores acerca de la clase de argumentación recurrida
por Sócrates como abogado de sí mismo en el juicio criminal incoado en el 399, antes de
nuestra era, bajo los cargos de corrupción de la juventud ateniense y desobedecimiento de
las preceptivas religiosas oficiales en la modalidad de patrocinar el culto de otros dioses.
Sócrates no quiso poner en otras manos la refutación de los cargos impetrados en su contra.
Rechazó la oferta de un servicio experto de orador litigante y se dispuso sin rodeos a
defenderse él mismo. Su desempeño forense, sin embargo, no muestra la excelencia
discursiva que era, con creces, de esperarse. A Sócrates le interesaba mucho más poner
filosóficamente a salvo su pulquérrimo prestigio de sabio y maestro de la polis áticas, que
desvirtuar procesalmente unas acusaciones tenidas por él como infames, ambiguas y
mendaces.
4
Para más de un historiador contemporáneo, la mayéutica no es mucho más que un fósil conceptual de la paleo-ontología
filosófica. Tal como fuera aplicado en la antigüedad helénica, dicen sus detractores, no era un recurso práctico que
represente algún valor efectivo para la investigación moderna, sino una pieza de la arqueología metodológica que fue
encontrando en los textos y enciclopedias de la historia antigua, el nicho preciso que reclamaba su peculiar manera de
existir. Pero hay opiniones en contrario que llevan a cuestas la carga probatoria de la legitimidad del método mayéutico.
Entre otras, las de la informática y de la inteligencia artificial, disciplinas que han incorporado versiones neomayéuticas
en la base de datos de algunos software expertos, diseñados para asesorar como “tutores” a usuarios de distinta formación
profesional.
5
El vocablo complejo “Sócrates-Platón” es un recurso ad hoc empleado para denotar que una determinada idea, juicio o
teoría, presente en los diálogos “socráticos” de Platón, es ambiguo(a) en cuanto a su autoría: uno de los dos pensadores
originó el concepto, o los dos, si se infiere la complementación del primero por el segundo.
Como complemento efectivo de lo dicho, el lenguaje del procesado, tanto discursivo como
“gestual” (según testimonios y comentarios, aludidos por Jenofonte) era provocador,
irritante y mordaz. Sócrates parecía no tomarse en serio como “advocatus” y, de paso, no
tomar en serio la investidura de los quinientos sesenta jurados que encarnaban la majestad
del alto tribunal ateniense. Ridiculiza al orador de la contraparte hasta el extremo del
escarnio, e irrespeta a los jueces con bromas e ironías inoportunas en torno a los premios
que por sus servicios a la ciudad merecía recibir, en lugar de los castigos que por cargos
calumniosos y malvados se le querían imponer. Sócrates, de la condición procesal de
acusado, pasó astutamente a ejercer el rol de acusador.
El punto de vista de Sócrates sobre el valor de la prueba y la naturaleza del objeto que debe
servir de referente al ejercicio de ella, es aproximadamente el siguiente:
Dos. De aquí se sigue que el filósofo vuelve el derecho procesal penal “cabeza abajo y
patas arriba”, al modificar el orden y la axiología de las pruebas e inferencias decisorias. En
vez de probar que el hecho imputado no satisface las exigencias de la norma general y
abstracta enfrentada al caso debatido, procede a redactar un principio universal desde el
cual “demuestra” que la sindicación en examen y cualquiera otra inculpación de cualquier
género, son inconducentes y absurdas. El sabio es “éticamente inmune” a cualquier cosa
que lo incite a cometer falta contra la moral o delito contra las leyes. Solo el ignorante es
capaz de delinquir; quien atesora el verdadero conocimiento está incapacitado para hacer el
mal.
Tres. Es elemental suponer que una propuesta tan poco jurídica no pudo ser
de buen recibo en aquel recinto de la justicia ática. Sócrates cambiaba por momentos las
reglas básicas del esquema procesal y privaba su discurso de los rasgos jurídicos que
justificaban su uso litigioso más común y corriente, más provechoso para su defensa.
Cinco. Ya fuera por inexperiencia forense, por pedantería intelectual o por una inextricable
asociación de estas, el filósofo, empecina su voluntad de tábano y su energía de torpedo
dialéctico, en la tarea de ignorar absolutamente el discurso y la metodología jurídicos,
reconociendo el predominio omnipresente de la prosa filosófica y la aplicación puntual de
los métodos exploratorios y probáticos inventados por él mismo.
De este modo, la naturaleza de la prueba jurídica, que ya debía exigir para cierto género de
casos la máxima concreción e individuación posibles, se desvirtúa esencialmente cuando el
“improvisado” litigante y defensor “espontáneo” de sí mismo, resuelve de modo inconsulto
transformar su discurso concreto –que trataba de los hechos singulares, materia del
proceso– en discurso abstracto y deductivo (que se desenvuelve con los géneros o especies
que subsumen esos mismos hechos singulares), y por medio del cual pretende valerse, a
mansalva, de sus contundentes e invencibles “reducciones al absurdo”.6
No parece razonable opinar que esa manera de practicar el derecho procesal penal fuese un
estilo válido y exitoso en la Atenas de entonces. Más bien podría tratarse de un
aprovechamiento del escenario judicial, por parte de Sócrates, para defender a cabalidad su
honra y poner en alto su nombre, con método filosófico, en vez de entretenerse, acaso
“vergonzosamente” con despreciables bagatelas legales en el conato erístico 7 de intentar
“refutar” cualquier especie calumniosa de inveterada o novedosa procedencia.
No hay que descartar, por otra parte, que lo supuestamente indolente, ofensivo y, en
general, reprochable de ese comportamiento del sabio, frente a una circunstancia
sociojurídica tradicionalmente “solemne” y frecuentemente “aspaventosa”, no fuera en el
fondo sino su método personal, despectivo y mordaz, de mostrar, desobedeciendo las reglas
vigentes del procedimiento judicial, la repugnancia invencible que le suscitaba la sola
presencia de aquellos acusadores mendaces y de estos funcionarios intelectualmente
ímprobos.
Hay dos temas que se pueden considerar capitales en la improvisación del método que
permitió realizar las evaluaciones axiológicas sobre determinados ítems de esta
investigación. El primero de ellos, versa sobre el enigma del dictamen del Oráculo de
Delfos en cuanto a la legitimidad de la investidura de Sócrates como sabio mayor, filósofo
excelso
y ungido del dios para exhortar en Su nombre al conocimiento verdadero del sí mismo, de
6
Los defectos de la concepción socrático-platónica del método surgen del adulterino amalgamiento de la lógica con la
ontología en el discurso de Sócrates: se tratan los entes lógicos como seres ontológicos y viceversa, se
definen los individuos como si fueran especies y las especies son organizadas como si se tratara de individuos, o se
infieren fenómenos del mundo real a partir de premisas formales, etc. Aristóteles evitó incurrir en estos “pecados
infantiles” de la filosofía, con el procedimiento de “desontologizar” la lógica y “deslogizar” la ontología. No logró
resolver del todo este problema (vigente aún) pero descubrió su etiología e ideó las primeras herramientas para
confrontarlo.
7
“Erística” se emplea como “arte de la refutación”. La mitología nos muestra su origen en el nombre “Eris”, diosa de la
discordia y de la pelea; hermana de Ares, deidad griega de la guerra. La “mayéutica” era el saber y la técnica de las
comadronas. Sócrates adopta y adapta el término para que signifique: arte de sonsacar la verdad por medio de la inducción
verbal y la definición universal. La mayéutica, bajo ciertas circunstancias discursivas, puede ser aplicada como una
herramienta de la erística.
cara al progresivo mejoramiento personal, cívico y moral del ciudadano ateniense.
El segundo tema, trata de la estratagema dialéctica8 de que se habría servido Sócrates para
hacer incurrir al orador de la contraparte en inconsistencia grave frente al texto original de
la denuncia. Parece que Sócrates necesitaba de esta falencia del acusador para intentar salir,
por la puerta falsa, de la dificultad representada en su fracaso al desvirtuar las evidencias
acerca de haber reconocido otra deidad cada vez que se refirió al dios que le susurraba
consejos al oído.
El filósofo-reo no pudo zafarse del entuerto probatorio que consistía en no poder desvirtuar
el sentido unívoco de sus propias palabras al hablar de la presencia del dios o demonio
consejero, que era un tema bastante concreto. De conformidad con esto, Sócrates habría
pensado en otras alternativas de defensa: realiza una digresión hacia lo abstracto que le
permite formular una pregunta bastante “traída de los cabellos” para buscar que el orador
rival se contradiga con el texto de la denuncia. Como en efecto lo hizo Melito, dando
muestra de una ingenuidad personal y de una torpeza jurídica tan enorme, que el episodio
no parece un relato genuino, sacado de aquella realidad histórica, sino un arriesgado
recurso de Platón a la fantasía, para poder “salvar las apariencias”
8
La palabra “dialéctica” se emplea en este libro para denotar “confrontación discursiva” entre oradores y no en el sentido
hegeliano o marxista.
III EL PODER EFECTIVO DEL ORÁ CULO
El filósofo Sócrates divide en dos partes su discurso autoapologético. El primer dicótomo lo
consagró a historiar los orígenes de la antipatía y de la envidia que su trayectoria personal
de filósofo habría suscitado en un buen número de coterráneos suyos. El segundo, a
invalidar las supuestas razones que habrían tenido sus acusadores para endilgarle los delitos
de impiedad y corrupción de la juventud de Atenas.
No es el hecho en sí de haber sido Sócrates reconocido por el oráculo apolíneo como “más
sabio”, lo que habría dado lugar al extendido descontento ciudadano en cuanto a su
persona. Lo que molestaba y ofendía a la gente era su indeclinable empeño en “persuadir” –
más bien obligar o constreñir– a sus conciudadanos a aceptar que el dios le había ungido
con el designio pedagógico de hacerlos mejores y más justos mediante el esforzado
conocimiento de sí mismos. Lo cual significaba someterse a un intenso e insoportable
interrogatorio que culminaba con el “convencimiento” de estar la víctima sumida en la más
completa ignorancia, condición que la compelía a someterse al método “mayéutico” o “arte
de ayudar a parir el conocimiento”, que aplicaba el maestro en calidad de inusitado obstetra
de la verdad.
Si, para el ciudadano ateniense, era, de seguro, bastante odiosa la sola pose de “ungido de
Apolo” ostentada por el “más sabio de todos”, insoportable a morir debió parecerle sufrir y
ver sufrir a muchos varones prestantes de la polis el acoso verbal y las humillaciones
retóricas perpetradas por este orate “iluminado” del dios-sol. La “insistencia del tábano” y
la “descarga del torpedo marino” son propiedades zoológicas que las reglas de la analogía y
el abuso de la retórica permitían atribuir, respectivamente al fenómeno del acosamiento
incansable y a la retórica lapidaria y demoledora de Sócrates de Alopece.
9
Las “pitias” o “pitonisas” eran servidoras del Oráculo de Delfos, que ejercían la función de “transmitir” el mensaje de
Apolo en el acto de resolver alguna interrogante formulada al oráculo. La palabra “pitia” se deriva de “pitón”, nombre de
una deidad serpentomorfa que tal vez fuera tótem protector en tiempos remotos. Un hecho que apuntalaría esta conjetura
es que la Ciudad-Estado de Delfos, se llamó previamente “Pito”. Por otra parte, “pitón” es un término que se usa para
designar el brote de un cuerno o el cuerno mismo, como sucede con los toros de lidia. En las serpientes más viejas del
género aquí aludido, hay brotes de cuernos que rematan sus impresionantes testas.
La sentencia del oráculo, que le dio renombre, no legitimaba el cariz impositivo de su
enseñanza, ni autorizaba sus indelicadezas con las personas que desconocieron su rango de
“maestro del dios”. Pero las “verdades” a que se refería, predicaba o imponía Sócrates, no
eran las “auténticas” del dios, en la liturgia, sino las suyas propias, imaginadas, lucubradas
y desovadas en medio de paroxismos megalomaníacos y estremecimientos epileptoides,
que le inducían a percibir la voz inhibitoria de un demonio consejero, espíritu o diablo
personal, que le impedía hacer cosas o tomar decisiones desventajosas, pero que no lo
detuvo, por cierto, en la práctica de conductas “indeseables” y posturas abusivas que le
ganarían, gradualmente, la general animadversión de la polis.
Existen diversas conjeturas sobre las causas probables de la inquina profesada en Atenas
contra Sócrates. Una de ellas está relacionada con el supuesto componente vengativo de su
personalidad. Habiendo sido víctima de la incredulidad popular y objeto de desprecio por
parte de los señores de la polis, que no tragaron entero el aludido juicio del oráculo, el
filósofo se dispuso a desquitarse de ellos por el procedimiento de ridiculizar en público la
actitud ampulosa de posar sus detractores como sabios sin serlo de verdad. Sócrates se
habría empeñado con sevicia en perseguirlos, acosarlos, refutarlos y exponerlos a la burla
del pueblo. Las víctimas de estos acontecimientos, humilladas y resentidas, comenzaron a
sentir la necesidad creciente de retaliar por cualquier medio contra el odioso e insufrible
personaje.
Aquellos hombres, damnificados de las picaduras del tábano de Atenas, querían desfogar de
alguna manera, al coste que fuese, el odio intenso que les consumía interiormente sin
descanso. Finalmente, la oportunidad de desquitarse llegaría; primero, como pieza de
teatrino cómico (Las nubes (“Nephelai”) de Aristófanes) que hacía del personaje principal,
Sócrates –actuado por una especie de sátiro ventrudo, sucio, feo, chato y descalzo –, un
dechado de charlatanería filosófica llevada a los extremos más risibles 10. Más tarde, la
venganza se consolidaría como sentencia de muerte proferida por los tribunales del Estado.
El propio Sócrates rememoró en el foro de la audiencia que lo juzgaba, que ese odio
largamente acumulado en contra suya y aquella envidia usurera que no dejó de crecer con
el paso de los años, eran la causa remota de la malquerencia que animó a los acusadores allí
presentes, a formularle los cargos criminales por los pretendidos delitos de asebeia
(impiedad) y corrupción de la juventud.11
Muchos y serios son los indicios que apuntalan la teoría de que en la polis ateniense no fue
de universal aceptación la alegada legitimidad del dictamen del dios en el oráculo, acerca
de la superior sabiduría de Sócrates. Se descreía y disputaba en todas partes el asunto.
Incluso su propia concubina, la agria y deleznada Jantipa, pregonaba a los cuatro vientos su
10
Aristófanes. Las nubes: “Filosofar” es “andarse uno como por las nubes”. El actor que representa a Sócrates en la
parodia es colocado a bordo de una canasta levadiza desde la cual ora toda clase de disparates a una multitud de efebos
boquiabiertos, mientras es lanzado hacia las alturas de la máxima sabiduría con el artificio de una polea oculta tras
bambalinas. Las avispas, también de Aristófanes, es otra obra de obligada consulta para
ayudarse –lector– a reconstruir mentalmente el entorno cultural que contextualizó la vida cotidiana de Sócrates.
11
Cfr. Platón, Apología de Sócrates.
descreencia en el dictamen revelado por la pitia délfica. Atenas, en general, estaba
impedida de poner en tela de juicio los legendarios augurios y maravillosos portentos del
solar Apolo, a la sazón, vigentes todavía. Lo que despertaba suspicacias y sembraba la duda
sobre el particular en los varones ciudadanos de diferente pedigrí social, político o
filosófico –y en el propio pueblo– era el hecho de buscar o aceptar Sócrates un aval de su
“superior sabiduría” en el recurso supersticioso de una praxis sagrada –el oráculo de
Delfos– cuya teoría era un credo religioso muy poco afín con la filosofía monoteísta que a
buen seguro profesaba. ¿Por qué no imaginar, entonces, que aquella saga del Oráculo no
era sino un fraude concebido con protervas intenciones?
El feligrés era el auténtico destinatario del mensaje del oráculo. Si el dios hablaba en
enigmas o “confusamente” era penitencia del creyente desambiguar el texto o acatar como
castigo el hecho de no poderlo hacer. Las pitias y los amanuenses eran instrumentos
pasivos para “traspasar” la voluntad epistolar del dios, mas no exegetas de su palabra. Las
transgresiones a las reglas del oráculo se castigaban duramente. A las pitias se les cortaba la
lengua y a los amanuenses una o las dos manos.
Otra versión de lo mismo12 hace del mensaje del oráculo de Delfos parte de una
conspiración fraguada por la clase sacerdotal de la metrópolis. Temeroso de la “perniciosa
influencia” de los sofistas en la formación personal –ética y política– de los jóvenes
atenienses, que a corto y mediano plazo gobernarían los destinos políticos y sociales de la
gran urbe ática, el alto mando jerárquico del clero oficial se propuso buscarle soluciones
inmediatas y definitivas al problema. Los sofistas –proclamaban alarmados los funcionarios
del culto heliolístico de Apolo y de la Palas virginal– con sus enseñanzas relativistas y
agnósticas, minaban letalmente la fe de los adolescentes en los principios teocráticos que
versaban sobre el origen divino del poder político y el fundamento primo de las
instituciones oficiales del estado.
El joven Sócrates parecía hecho a la exacta medida del plan: disentía de los oradores
sofistas tanto por la forma como por el contenido de la enseñanza y se había enfrentado a
ellos en distintas oportunidades combatiéndolos en tinglados propios y escenarios ajenos,
con las mismas de ellos o con diferentes armas discursivas. Pero aquel joven formidable,
llamativo expositor y aguerrido gladiador de la palabra, no escalafonaba todavía como
12
Cfr. Kraus, René. La vida privada y pública de Sócrates.
sujeto digno de los merecimientos que prestigiaban el hombre de los oradores filosóficos
mejor cotizados de la Grecia de entonces.
Los responsables del plan, encabezados por Diopeites –poderoso jerarca del culto–
conocían muy bien por experiencia en asuntos de parejo género, que
un varón de los quilates intelectuales y soportes éticos de Sócrates no podría
ser objeto de intimidaciones, sobornos o constreñimientos de ninguna especie para hacerlo
parte voluntaria de la conspiración. Era preciso, pues, valerse con astucia de medios
indirectos y acciones encubiertas para motivar al oriundo de Alopece a seguir batallando en
las plazas y lugares concurridos contra los sofistas y sus acólitos de la política. Por otro
lado, habría que fortalecer poco a poco su prestigio de filósofo e ir consolidando en todas
partes su fama de dialéctico. Se requería de mucho tacto, discreción y paciencia para no
abortar el proyecto en cualquiera de sus fases prematuras.
La fama creciente del imberbe Sócrates se echó a volar por toda la ciudad y,
casi sin darse cuenta, batió las alas allende sus muros. Sócrates, a la sazón bastante mozo,
estaba cabalmente abismado y por entero extrañado frente al fenómeno inexplicable de su
creciente y acicalado prestigio. Era cierto que dominaba eficazmente las técnicas claves del
combate dialéctico y que no había orador, en el concepto de los entendidos en la materia,
capaz de vencerle en las contiendas callejeras a las que era muy afecto o en los torneos
organizados por las autoridades cívicas y culturales. Pero todo ello, analizado en sus partes
componentes o revisado en conjunto, no constituía, en su parecer personal, justificación
suficiente, ni contenía las razones atendibles para responder a la imagen de dialéctico
superior que las gentes de todas partes, tan de improviso, se habían formado de él.
El remate de oro para afianzar aquel prestigio semiimpostado fue la saga engañosa
interpretada por Querefón –un entrañable amigo de Sócrates– como feligrés del Oráculo de
Apolo en Delfos. Los sacerdotes del culto apolíneo de Atenas convinieron con sus colegas
en Delfos lo importante que sería para los destinos de la doctrina y el gobierno de ambas
polis, establecer por diferentes medios, que Sócrates fuera “el más sabio de los hombres” y
el adalid verbal de la ciudad para neutralizar la influencia corrosiva de los sofistas. El
simple de Querefón, mediante argucias éticas, soborno económico o seducción carnal,
habría sido utilizado por los subversivos “apolíneos” para cumplir con la parte del plan que
le fuera reservada.
Siguiendo los lineamientos de la misma hipótesis (cabe barajar otras de parecida catadura)
habríamos tenido que imaginar a un Sócrates impávido y desconcertado, que incapaz de
entender cabalmente el fenómeno de su propia fama en crecimiento acelerado, terminaba
por aceptar, o por lo menos por no oponerse abiertamente, al título de “sabio” y al mandato
de “evangelista” que, por boca de las pitias, virtualmente le “cayeron del cielo”. La
estrategia de los sacerdotes consistía en servirse de Sócrates para contrarrestar el influjo de
los
sofistas tanto tiempo como fuera necesario. El propio Sócrates, por sus rasgos de
personalidad e independencia de opinión, se proyectaba como un peligro potencial para
ellos mismos. Habría que irse preparando para librarse de él más tarde, llegado que fuere el
caso.
Ahora comprende lo que quiso significar el dios con la respuesta délfica. Apolo lo ha
escogido para que ayude a los varones de la polis a encontrar el camino de cada uno hacia
el conocimiento de sí propio. Solo resta salir a la caza de ciudadanos que necesiten
reconocer como más valioso que acumular riquezas materiales, el perfeccionar las virtudes
13
Sin advertencia previa, Sócrates desafiaba al ciudadano elegible para el diálogo con él a que mostrara delante de todos,
su pretendida sabiduría. Si declinaba el reto, ganaría la mala reputación de “cobarde” y se pondría en duda el acervo de
sus conocimientos. Pero si lo aceptaba, muy seguramente resultaría “desmentido” y “damnificado” en su prestigio
personal.
14
Es inconsistente afirmar por parte de quien nada sabe, que otros “no saben nada”. Para superar esta dificultad, Platón
inserta puntualmente el sentido de la “ironía socrática”, que no resuelve el problema desde el punto de vista lógico, sino
que lo remite a sus dimensiones retóricas. Los términos “saber” y “nada” carecen de unicidad semántica en el contexto.
Esta treta retórica era de las predilectas de Sócrates-Platón, según puede verificarse con la atenta lectura de los Diálogos.
15
Anamnesis es recordación que tiene el alma de su tránsito por el locus de los arquetipos eternos antes de encarnarse.
Para Sócrates, el conocimiento de sí mismo estaba articulado a la experiencia anamnésica. La epistemología platónica es
retardataria en esta etapa de su evolución intelectual porque no versa sobre este mundo ni tiene puesto el objetivo en el
futuro de la ciencia; su ideal es un universo imaginario formado por entidades absolutas y su objetivo consiste en
rememorar el alma sus vivencias primordiales.
del alma. También vendrán el desasosiego y las desilusiones, los rechazos y la burla, la
negra envidia y la retaliación cosecharán su fruto de muerte. Con un expediente tan
paranoico para justificar su exégesis del mensaje délfico, Sócrates no muestra el perfil del
filósofo entregado a las tareas cognoscitivas y axiológicas que le son más caras, sino que
retrata el semblante de un teólogo demente obsesionado en volver reales sus delirios de
grandeza.
La ciudad padeció con estoicismo ejemplar los inconvenientes y abusos generados por la
compulsión teo-megalomaníaca de este alucinado de dios. Se acumularon los odios de cada
uno para fomentar el odio monolítico de la polis hacia él. Por fin, le acusaron de cometer
delito mayor contra la majestad del dios en cuyo nombre impartía las directrices morales
que preservaban al hombre de incurrir en esa misma falta. Vale decir: “Sócrates, cumples
tan bien los preceptos filosóficos que enseñas para no ofender la majestad del dios, que te
sindicamos de ofender la majestad del dios por incumplir esos mismos preceptos”.
Sócrates, el maestro y sabio, no practicaba su propia enseñanza. La “ironía”, que tantas
veces aplicó cuando fuera “tábano” y “torpedo” para fustigar a los adversarios dialécticos,
ahora lo estremecía y se ensañaba con él.
16
En sus glosas y comentarios a la Apología o Defensa ante el jurado de Jenofonte, escribe Agustín García Calvo que:
“los intentos modernos de dar cuenta “racionalmente” de este oráculo, de cuya historicidad no cabe dudar, por otra parte,
y dado en un momento en que la fama de Sócrates ni mucho menos había rebasado los límites locales, son
reconocidamente vanos” (Jenofonte. Recuerdos de Sócrates. España: Salvat editores, 1971, p. 163).
No es consistente afirmar por parte de alguien que dice no saber nada, que otra persona
“nada sabe”, pues el primero carece del saber que justifica opinar acerca del saber del
segundo. De modo equiparable, está incurso en falta de consistencia el mismo aforismo
porque su estructura auto-referente no puede serlo de carencias cognoscitivas sino de
juicios de existencia. Lo que evita el desastre de la ignominiosa inconsistencia es el
argumento de la ironía, que saca al aforismo del exigente espacio de la lógica y lo remite al
flexible dominio de la sofística, donde palabras decisivas para el análisis del aforismo,
como “nada” y “saber” son exoneradas de la obligación de ser unívocas en el contexto.
Ya fuese por venganza o por el prurito megalomaníaco de ser “el ungido del
dios” con el encargo de mejorar moralmente a los varones atenienses, Sócrates ejerce su
fantasioso magisterio con la soberbia inapelable de quien se siente en posesión de la verdad
absoluta, encontrándose investido del deber de imponerla. Por eso, salvo ocasiones
especiales, no tenemos en él a un investigador legítimo, que sale al mundo de las cosas
naturales y de las relaciones humanas en procura de conocimientos que aún no atesora, sino
una especie de santón alucinado y confundente que finge desconocer pero que de antemano
“sabe” –según definiciones de su propia autoría– qué son las verdades últimas y cuáles los
métodos para encontrarlas.
En el trato del sabio con otras personas se echaba de ver con frecuencia una autosuficiencia
pedante que rayaba en el menosprecio o colindaba con la ofensa. Cada nueva vez que el
filósofo acechaba, acosaba, abordaba y sometía públicamente a un ciudadano y señor de la
17
Cfr. Platón. Apología de Sócrates.
polis (víctima de turno) a los constreñimientos retóricos de su mayéutica para imponerle su
punto de vista, daba por descontado que el otro carecía de puntos de vista. La única opción
para alcanzar alguien el conocimiento cierto y mejorar su alma, era someterse a las
preceptivas metodológicas por él inventadas, que eran de su personal y exclusivo dominio.
La intromisión de Sócrates en las creencias y opiniones ajenas era además de abusiva,
enteramente injustificada, porque su propia concepción filosófica, en general, era arbitraria,
subjetiva y vulnerable debido a su enorme carencia probatoria.
La mayéutica aquí aludida es la técnica clásica más antigua del método dialogal inductivo,
que mediante premisas convenidas o alcanzadas por inducción de pujos verbales y series
coordinadas de inferencias plausibles, obligaba al orador rival a admitir que la tesis
defendida por él, de ser aceptada como verdadera, conducía en el contexto del debate, a
inconsistencias insuperables. Hay diferentes opciones deductivas aplicables desde antaño
para lograr este efecto refutatorio, reconocido tradicionalmente como argumentación por
reducción al absurdo20, que era la más frecuente de las estrategias erísticas implementadas
por Sócrates, habida cuenta del testimonio, mantenido por fehaciente, que se consagra en la
palabra ilustre de Platón.
Una vez acorralada, la víctima (el orador inducido) encaraba el dilema, luego de admitir su
error, de reconocer la validez del punto de vista de su rival (el inductor) o de no
reconocerlo, alegando, por ejemplo, que el hecho de demostrarse la invalidez de una tesis,
18
Sócrates aseguraba que su misión no era transmitir o enseñar el conocimiento, sino la de ayudar al interlocutor a
descubrirlo, mayéutica de por medio, en su propia interioridad espiritual. Desde ese punto de mira, los
juicios verdaderos no se pueden extraer del mundo imperfecto y perecedero en que existimos, sino de la memoria del
alma, que antes de encarnarse en un cuerpo corruptible, contempló fugazmente el arquetipo absoluto de la verdad misma.
Es debido a esa extraña creencia, de órfico parentesco, que Sócrates y Platón aseveraban muy categóricamente que
“conocer significa recordar”. Entre los muchos defectos que maculan esta teoría filosófica, llamada “de los dos mundos” o
“de las ideas” o “arquetipos”, figura el muy ostensible y recurrente de la “petición de principio”.
19
Hay noticia (A. E. Taylor. El pensamiento de Sócrates. México: Fondo de Cultura Económica, 1966) de que Fenarete,
la madre de Sócrates, no fue partera de profesión –que era un “arte” a la sazón ejercido por mujeres de la clase social
paupérrima– sino una especie de “voluntaria” (como se la denominaría en este tiempo) que conocía bien el oficio y lo
desempeñaba idóneamente, especialmente en el núcleo de su familia y dentro del círculo de sus amistades.
20
El argumento de refutación por el absurdo es la variedad erística más frecuentemente aplicada por Sócrates en los
debates dialécticos, según lo consigna su discípulo magno en los diálogos que exaltan la memoria del superior filósofo y
maestro de la polis ateniense.
no necesariamente implica que la validez de la tesis rival resulte demostrada. 21 Sócrates, por
consiguiente, remataba la tarea con otros argumentos o ponía fin a la discordia con una
contundente descarga de torpedo disfrazada de ironía. Las más de las veces, sin embargo, a
Platón le era suficiente consignar la encerrona dialéctica de que eran objeto los rivales de
Sócrates, pues con ello creía dejar suficientemente establecido que nada sabían aquellos
que se ufanaban de ser conocedores de mucho.
Por otra parte, el propósito de aplicar la mayéutica clásica no siempre era confutatorio.
Platón se sirvió por igual de este procedimiento como instrumento pedagógico para
desplegar discursivamente los componentes lógicos de su teoría de los dos mundos. La
búsqueda dialogal inductiva de entidades absolutas como la belleza perfecta, el valor
inmarcesible o la verdad imperecedera, desembocaba en el punto lógico de admitir el
inducido que los entes perfectísimos no forman parte del ajuar de este mundo defectuoso,
sino de otro, cuya magnificencia inconmensurable es el modelo perfecto de todos los
modelos de mundos contingentes y perecederos.
La búsqueda dialogal inductiva de lo absoluto partía del presupuesto acordado de que tales
entes realmente existen, por lo que era preciso al filósofo ubicar el locus que los hospedaba.
El siguiente paso consistía en salir a buscar imaginariamente esos seres (entes, cualidades,
acciones, valores) por los diversos espacios y tiempos de este mundo. El procedimiento de
búsqueda, que era enteramente verbal, se limitaba a una especie de inducción negativa que
iba descartando una a una las opciones candidatas a satisfacer la definición del ente
perfecto –la blancura absoluta, verbigracia– que era objeto de la susodicha exploración.22
Puesto que el esfuerzo inductivo de establecer plenamente una tesis resultaba fallido –como
cabía sensatamente esperarlo de la misma definición del método– el inductor, dejando de
lado los rigores de la lógica, se procuraba la tarea de argumentar plausiblemente que
aquella perfección no hallada en este mundo, tenía que estar necesariamente en aquel otro,
necesario y eterno. Se forzaban las consecuencias esperadas, es decir, se “alcanzaban”, pero
no por la vía regia de la demostración impecable, sino por el atajo seductor de los artilugios
persuasivos. De esta manera complementaria, heterodoxa y fláccida –vigente y respetable
todavía hoy– la mayéutica cumplía con su función obstétrica de acompañar al parturiente
boquiabierto y quejumbroso, a pujar el expediente neonato (impostado, inculcado,
inducido, exhortado) de sus certezas personales.
El examen analítico de esta lógica de la mayéutica clásica, da lugar, por lo menos, a las
siguientes consideraciones críticas:
21
Se trata de una propiedad formal de los enunciados recíprocamente contrapuestos que están gobernados por la relación
de contrariedad. A diferencia de los juicios contradictorios, que no pueden ser a la vez ambos verdaderos ni ambos falsos,
los contrarios resultan ambos falsos, o uno verdadero y falso el otro, pero nunca verdaderos los dos.
22
Sócrates aplica esta modalidad inductiva a horcajadas de un recurso revestido de ironía cuando constriñe al acusador a
aceptar que el texto de denuncia es premisa que conduce a sostener que el inculpado es el único ciudadano incapaz de
hacer mejores a los jóvenes de Atenas. De este modo, “el más sabio” según el dios del Oráculo, vendría a ser “el menos
sabio”, según Melito.
Primero. Que los contenidos preposicionales primarios a que apunta el método aplicado son
nociones infundadas que, de suyo, necesitan de respaldo comprobatorio. Las cosas no son
relativas en sí mismas, sino respecto a otras cosas con las cuales guardan relaciones de
comparación. Si afirmo que toda cosa es imperfecta, implico el concepto de “lo perfecto”,
que se define como ausencia total de imperfecciones. Pero esa “ausencia radical de
imperfecciones” no es una cosa real, una entidad del espacio-tiempo objetivo. Es una idea,
un ente que no se descubre, sino que se inventa, un juicio que no describe lo real, pero que
define lo fantástico.
Segundo. Sócrates intenta objetar con el argumento de que lo absoluto reside como idea
difusa o recuerdo nebuloso en el espíritu de cada persona, porque cada alma antes de
encarnarse en un cuerpo, presenció directa, aunque fugazmente, la ilimitada perfección del
bien, de la verdad, la belleza, la blancura o el amor en cuanto tales, o sea, sin restricciones
de modo, época o lugar. Lo que el análisis echa de ver en este punto, es que, con esta
argumentación, Platón apuntala la evasión a la petición de principio sobre la existencia de
verdades absolutas, con una nueva petición de principio acerca del origen de la idea de la
“verdad absoluta”, para él, innatamente propia de cada ser humano. Pero no se prueba que
las entidades absolutas existan in re, solo porque tengamos “ideas” o intuiciones sobre
ellas. Lo cual, además, es tan falaz como inexacto, porque Platón –por error o por dolo–
maneja los entes reales de la ontología como si fueran conceptos formales consignados en
el dominio de la lógica y emplea los conceptos formales de la lógica, como si se tratase de
los entes reales de la ontología.
Cuarto. Todo ello, por supuesto, sin dirigir el análisis al entorno científico contemporáneo
de la física óptica y la fisiología de las sensaciones cromáticas, en donde la idea de “la
blancura” no forma parte de una concepción realista ingenua, como lo es la platónica, sino
que es ingrediente teórico-crítico de un fenómeno mental que se origina en el anudamiento
complejo de las leyes de la física óptica con las de la fisiología de las percepciones
visuales.
Quinto. Si luego de visitar idealmente, sin éxito, todos los nichos ontológicos
factibles de este mundo en que pudiera, acaso, residir la blancura absoluta,
paso a concluir que este ente absoluto tiene que hospedarse en el mundo inmarcesible del
23
Este argumento es usado por el filósofo cuando alega que la sindicación de ateísmo es incompatible con la de adorador
de dioses espurios, pues estos son hijos de los dioses superiores y no puede darse que se admita la existencia de hijos sin
admitir la existencia de progenitores.
Topus Uranus, no cabe duda que tuve que haber incurrido en serios errores tanto lógicos
como epistemológicos.
Lo absoluto se congració con los entes matemáticos y espirituales, que eran “perfectos e
incorruptibles”; lo relativo, se asoció con el ajuar del mundo objetivo: todo lo que es lo
imperfecto y perecedero. Se creyó que el conocimiento verdadero tenía que ser absoluto y
que el relativo no era más que doxa u opinión común. En esto creyeron Sócrates y Platón.
No solo receptaron el prejuicio de la superioridad de lo absoluto sobre lo relativo, sino que
le inventaron al primero un lugar de infinito privilegio, su residencia en otro mundo
perfectísimo, que es donde mora desde entonces el arquetipo eterno de la idea de lo
absoluto.
Otro género de error se deja ver en la manipulación del itinerario lógico de la inducción
negativa para desembocar en una inferencia de cualidad afirmativa correspondiente a otro
contexto ontológico. Si busco la cualidad A en a, b, c, d..., hasta completar
infructuosamente la pesquisa en todas las opciones del dominio X, me corresponde
certificar que A está ausente en todas y cada una de dichas opciones en ese dominio. Pero
no puedo aventurar el despropósito de asegurar que A, por el hecho de no estar en X, existe
en un dominio Y contextualmente distinto, cual es el de las perfecciones absolutas. Ni me
puedo arrogar la facultad legisladora para “organizar” por cuenta propia la existencia en
dos mundos desiguales pero comparables entre sí. Magnificente uno y deplorable el otro.
Creador, absoluto y eterno el primero; creado, relativo y contingente el segundo.
Si, verbigracia, los higos que se cosechan en el mundo de las sombras son invariablemente
calificados de “defectuosos” o “imperfectos” porque no satisfacen las exigencias extremas
de algún criterio atolondrado o caprichosamente perfeccionista, no hay lugar válido para
“deducir” que en otra dimensión –inmarcesible y oculta– del espacio-tiempo, existe un
higo absoluto, que es el modelo, idea o arquetipo perfecto de todos los higos posibles.
24
Es admirable la superior capacidad de Platón para lidiar exitosamente –salvo ciertas excepciones notables– con la
amenaza de la inconsistencia lógica a todo lo largo de los discursos socráticos que vertebran su obra de corte dialogal.
Esto que aquí se dice como un elogio, está referido a la sintaxis de las obras, sin importar que los juicios sueltos o los que
derivan de inferencias, sean verdaderos o falsos.
VI LA LOCURA DE SÓ CRATES
No ha sido aclamada con entusiasmo, pero tampoco merecería ser denostada por absurda, la
hipótesis que clasifica la personalidad de Sócrates en el cartabón de las perturbaciones
mentales en donde predominan los delirios de grandeza (creerse el más sabio y escogido del
dios), las conductas obsesivo-compulsivas de especie paranoica (acosar, importunar y
hastiar a sus congéneres para imponer su doctrina), el temperamento ciclotímico de corte
maníaco depresivo (cambian de continuo sus estados de ánimo y cada cierto tiempo se
sume en estados de hondo paroxismo), las alucinaciones visuales o auditivas características
del sujeto esquizofrénico (oye la voz de un demonio personal), la pérdida del sentido de
responsabilidad social (incumple sus deberes familiares) y la negligencia respecto de su
apariencia física (usa una misma túnica, sucia y raída, huele mal, exhibe una gran panza y
detesta calzarse).
Lo que sesga la opinión del analista a favor de la tesis de la anomalía mental de Sócrates, es
el compendio de sus patrones de praxis pedagógica, que, ideados por él “para hacer más
justo al señor de la polis”, terminaron por convertirse en ejercicios hostigadores, abusivos,
ultrajantes y deshonrosos, que constreñían al ciudadano a reconocer públicamente que nada
sabía de nada y lo conminaban a someterse a su método, inquisidor e “infalible”, para
hacerse sabio y virtuoso, alcanzado que fuera el imaginario “conocimiento de sí mismo”.
Que ha sido el dios el que me ha encomendado esta misión para con vosotros es fácil
inferirlo por lo que voy a decir. Hay un no sé qué de sobrehumano en el hecho de haber
abandonado yo durante tantos años mis propios negocios por consagrarme a los vuestros,
dirigiéndome a cada uno de vosotros en particular, como un padre o un hermano mayor
puede hacerlo y exhortándoos sin cesar a que practiquéis la virtud.26
El argumento es flojo porque insinúa una explicación causal que no llega a fraguarse nunca.
El sacrificio del propio bienestar en aras del bienestar ajeno no permite inferir
legítimamente, en absoluto, esa o ninguna otra clase de relación con dios. Pero lo que
interesa en el contexto no es la validez del argumento, sino el hecho del aparente
convencimiento total del filósofo de estar su vida ligada a los designios del dios-sol. La
insania de Sócrates levanta el vuelo hacia el Olimpo.
La pluma de Platón nos da un ejemplo, en la misma Apología, de lo lejos que había llevado
Sócrates su desfachatez de imaginarse autorizado para asaltar verbalmente a sus
conciudadanos en el empeño de pedirles cuentas acerca del cuidado del alma, al que
estaban obligados llevando una vida virtuosa. Y si alguno me niega que se halla en este
estado (de la vida virtuosa) y sostiene que tiene cuidado de su alma, no se lo negaré al
pronto, pero lo interrogaré, lo examinaré, lo refutaré, y si encuentro que no es virtuoso, pero
que aparenta serlo, le echaré en cara que prefiere cosas tan abyectas y tan perecibles a las
que son de un precio inestimable.27
26
Cfr. Platón. Apología. México: Fondo de Cultura Económica, 1966.
27
Ibídem.
información respecto de los síntomas como para pergeñar algunas clasificaciones de basta
catadura, pero el conocimiento de base sobre el origen de las dolencias y la naturaleza de
los tratamientos, salvo excepciones, como las directrices hipocráticas sobre pacientes
maniáticos, estaba muy lejos de los primeros estadios de desarrollo científico. Ahora bien,
si en gracia de discusión imaginamos y aceptamos que Sócrates estaba loco, entonces
debemos aceptar también que era un loco llevado a juicio que asumía la defensa de sí
mismo, en medio de un contexto judicial que no contaba con una legislación apropiada para
abordar la resolución de incidencias procesales de semejante envergadura.
La perturbación mental de Sócrates, si tal hubiese sido el caso, no es un valor funcional que
pueda medirse para disminuir o agigantar la calidad filosófica (o de otra índole) de su
pensamiento portentoso y feraz. Tampoco se puede aducir su estado psíquico como motivo
para “justificar” algún entuerto suyo entrañado como rencor en la conducta o echado a
volar maliciosamente en alas de palabras contundentes. La “locura de Sócrates” es una
hipótesis que acaso surta el beneficio de explicar etiológicamente algunas peculiaridades de
su filosofía y ciertos rasgos conductuales de su personalidad.
Andar descalzo y miserablemente vestido pudo no ser una muestra o síntoma de locura,
sino la cosificación de un valor ético-social que buscaba en la áspera manera de ejercer las
costumbres, el rasero ideal para medir los grados de la vida feliz. La simplicidad en el vivir
practicada por Sócrates, sirvió de ejemplo mayor a los cínicos y a otras escuelas de
pensamiento para extremar esa austeridad en el sujeto moral y exacerbar la renuncia estoica
de los deleites del mundo.29
28
Lo que Sócrates calificaba de “irónico” era su método de simular ignorancia y admitir las proposiciones adversativas
de su interlocutor para demostrarle a continuación, de forma dialogada, y por el método de reducción al absurdo, su
falsedad o inconsistencia. El término ironía ha devenido en la historia con la connotación despectiva o burlesca de
expresar más o menos sutilmente lo contrario de lo que se piensa o cree, dado el contexto. Hay, por supuesto, grados de
ser sutil; pero no puede darse la expresión irónica en medio de la ausencia total de sutileza. Los griegos conocieron unos
seis grados de ironía, el más acre de los cuales era el sarcástico, que es, por cierto, el más aplicado en nuestros días. Por
otra parte, la ironía es empleada habilidosamente por Platón para in tentar rescatar a Sócrates de situaciones lógicamente
embarazosas en las
que resulta atrapado por el complicado tenor de sus metáforas o el desmedido rango semántico de sus ideaciones retóricas.
Cuando el sabio dice que su interlocutor “no sabe nada” y predica otro tanto de sí mismo, Platón “salva las apariencias”
dejando ver con grande ingenio, que la inconsistencia emergente en la hermenéutica de aquello, forma parte de una ironía
implícita que le devuelve la lógica al contexto.
29
La austeridad extrema de Sócrates en el modo de vivir no evidenciaba en él la práctica de una doctrina moral fundada
VII UN ARGUMENTO DE AUTORIDAD
Una de las versiones más difundidas en la Atenas de entonces sobre el enigma
de Sócrates y su relación con el Oráculo délfico, refiere que este hombre de
inteligencia desbordada y discurso arrollador, anhelaba llegar a ser reconocido “el más
sabio de los hombres” y convertirse en supremo fiscal moral de la ciudad. El filósofo –
decían en los corrillos del ágora– no se anduvo por las ramas en ese propósito de hacerse a
la fama y buscó consolidar su argumento con el más seguro de los avales imaginables: el
juicio del mismísimo Apolo. Para lograr semejante espaldarazo, persuadió a su entrañable
amigo Querefón, de peregrinar a Delfos con el encargo de alcanzar del Oráculo el
testimonio divino de no haber ninguno más sabio que él.30
Aunque a la sazón todavía bastante joven, gozaba ya de cierto prestigio local como
excogitador y dialéctico en los foros, tanto como de persuasivo expositor libre, filósofo
original e impostado maestro de moral en el Gimnasio, el Ágora, el Pritaneo, el Partenón y
las calles de la polis. Así, pues, el filósofo, con el aval de su creciente prestigio y el
favoritismo de las pitias alentado por Querefón, podía apostar con optimismo a lo favorable
de la respuesta sagrada. En el evento –poco probable– de producirse un resultado adverso,
la total discreción de las pitias, de los sacerdotes y los escribientes, debía estar garantizada
de antemano.
El ciudadano Querefón corrió de vuelta a la metrópolis para esparcir a viva voz, alborozado
y bullicioso, la “buena nueva” decretada por el dios. Las pitonisas, ebrias de vino seco, y
ahítas de pócimas sagradas, zumos espirituosos y vapores tóxicos, habían canturreado la
favorable opinión y los sacerdotes ordenaron esculpirla en tablilla de cera a cambio del
dinero tarifado y encimadas las generosas primicias del creyente. Sócrates había sido
proclamado sabio entre los sabios por el dios. La estrategia, funcionaba hasta allí, a la
perfección. Ninguna autoridad del Estado era mayor que la de sus dioses emblemáticos.
Descreer de la empinada sabiduría de Sócrates por lo menos teóricamente, significaba
desconocer la veracidad del juicio divino. Imposible encontrar un garante mejor que este,
dadas las circunstancias culturales de aquel segmento magno de la historia antigua.
El argumento de autoridad había sido diseñado con esmero y funcionaba de mil amores.
Sócrates es “el más sabio” porque así lo ha dispuesto Apolo. No hay jerarquía más alta en
la ciudad que la del dios. Su dictamen era infalible y por eso, también, inapelable. La lógica
de estas operaciones dialogales es la demostración que se llamaría “euclidiana”. Nada es
demostrable sino a partir de axiomas. Un axioma sirve para demostrar, pero no requiere de
en la renuncia estoica de los placeres que la vida ofrece. Sócrates participaba a plenitud, como un hedonista cirenaico, de
los goces de la buena mesa, la exquisitez del vino añejo o los deleites del amor carnal, llegada la ocasión que así lo
ameritase. Hay, además, testimonio histórico fehaciente de que lavaba su cuerpo, cambiaba de túnica y calzaba sus pies
cuando decidía formar parte de algún ágape o festín.
30
El argumento de autoridad es la estrategia retórica que propone aceptar como verdadero el juicio proferido por algún
personaje ilustre en torno a un punto acerca del cual hay diferencias de opinión. La polémica se resuelve citando al
experto, cuya idoneidad, en ningún caso, habrá de ser cuestionada.
demostración él mismo. La palabra del dios no necesita ser probada; ella es la prueba
fundamental de todo lo que se dice acerca de todo lo que hay. La palabra del dios, para el
ateniense común del siglo IV, antes de nuestro tiempo, debía de ser el axioma supremo de
todos los axiomas posibles.31
Pese a ello, los más suspicaces, entre los atenienses, dejaron oír su voz inconforme. Las
pitias y los mismos sacerdotes del santuario no siempre fueron inmunes a la tentación de
prevaricar a cambio de un soborno pecuniariamente substancioso. ¿Quién garantizaba que
el amigo Querefón, aleccionado de antemano por Sócrates, no hubiese hecho pactos
soterrados con la clerecía o las pitonisas délficas para contar por seguro con la respuesta
favorable del dios? Ahora bien, si todo esto parecía exagerado, truculento y hasta poco
creíble, quedaba por dilucidar otro asunto de importancia: ¿quiso el dios implicar algo
cuando dijo lo que se dice que dijo sobre la superior sabiduría de Sócrates? El filósofo no
deseaba enfrentar la alternativa de que el dictamen délfico se redujera a la literalidad de su
enunciado. Por eso, procede a cambiar la interrogante “¿quiso el dios implicar algo con su
respuesta?”, por esta otra: “¿qué quiso el dios implicar con su respuesta?”. La oración
“ninguno es más sabio que Sócrates” es categórica e inteligible si hay consenso respecto de
lo que el término “sabio” significa. Se la puede emplear gramaticalmente sin parar mientes
en sus potenciales implicaciones, aunque tarde o temprano “implicará” otras cosas de
conformidad con los contextos emergentes.
La lectura que Sócrates hace de la respuesta del oráculo está amañada a los intereses que
persigue. No hay forma de probar que la suya es la única interpretación correcta. Acudir a
la voluntad del dios no vale como prueba, porque dicha voluntad se contiene en la oración
cuya interpretación se desea establecer como correcta. El maestro propone, imposta o
induce su versión que es el deber que la deidad le impuso de hacer más virtuosos a los
varones de la polis. De manera permanente Sócrates itera que su trabajo de inducir a sus
pares a la vida virtuosa, encuentra su fundamento en la voluntad del dios, que se mostró en
el oráculo. Lo cual no es así. Platón quiere pasar por alto que la voluntad del dios expresada
en el oráculo se reduce a la sentencia “ninguno es más sabio que Sócrates”. El “deber” de
inducir la virtud en otros, es una tarea que se auto-impone el sabio como resultado de su
personal exégesis del texto comentado. Se nota cierta desesperación en todo esto por
consolidar la legitimidad de su investidura de elegido del dios. En esa certeza rebuscada
quiso consolidar su argumento matricial, su verdad inconmovible, a veces axiológica o
también de autoridad.32
31
Otro tanto ocurre con la “infalibilidad” del papa en materia doctrinaria. El papa tiene que ser infalible para que la
jerarquía ante las cuales se apelan las verdades de la fe, alcancen un tope metodológicamente funcional. Caso contrario, se
produciría una estéril e incómoda regresión al infinito o un monótono y autorepetitivo “circulo vicioso”. La Carta
Constitucional de los Estados Unidos es un “tope” jerárquico de semejante naturaleza lógica al del argumento axiomático.
No se puede admitir que haya una ley superior a la “ley superior” de un Estado, porque ello entrañaría la opción lógica de
encontrarle una ley superior a la “ley superior de la ley superior”, etc.
32
La conexión del dictamen del oráculo con la pretensión de fiscalizar y entrometerse Sócrates en la vida de los
ciudadanos atenienses no parece ser otra que la de proveer una justificación inobjetable de dicha conducta: si el dios así lo
dispuso, no hay autoridad mayor en que apoyar el desacuerdo. La voluntad de dios es non plus ultra, llana y
sencillamente. El argumento, con todo, es defectuoso; pues si la prueba de la sabiduría de Sócrates residía en el dictamen
del oráculo, ¿qué prueba había de que el dictamen del oráculo expresara la voluntad de Apolo? Aquí aparece un bache
La sentencia autoritaria “ninguno es más sabio que Sócrates” cabía ser asunto de varias
“lecturas” frente al contexto; la exégesis platónica de ella no es, por fuerza, la más
aceptable de las versiones que a la sazón pudieron concebirse. Donde la hermenéutica del
sabio infería el deber, impuesto por el dios, de consagrarse a la tarea de volver más sabios y
virtuosos a los varones atenienses, la glosa de otros hombres apostaba a encontrar, en la
sencillez extrema de sus hábitos y la pobreza franca de su pecunia, la muestra perfecta de
su sabiduría ejemplar.
conceptual que debe ser cubierto por medio de la creencia religiosa. Es decir, el vicio de la petición de principio socava el
raciocinio y debilita la efectividad del argumento.
VIII EL LEGADO SOCRÁ TICO
El de Delfos, como los demás oráculos griegos, era un lugar sagrado en donde
el dios respectivo realizaba el portento de absolver las interrogantes de los feligreses y
viajeros que llegaban de paso, obsedidos por sucesos que no lograban comprender en el
presente o necesitaban desvelar escudriñando en el pretérito o auscultando el porvenir. Los
oráculos eran administrados por sacerdotes de cada culto que cobraban tarifa y diezmos por
el servicio de comunicarse con el dios para aplacar la curiosidad del solicitante –o
desasosegar su angustia– con la respuesta más adecuada a cada quien. En el empeño de
hacer contacto con el empíreo de los dioses, los sacerdotes se valían de las pitias, –unas
psíquicas o “mentalistas”–, que en estado de excitación nerviosa, extravío mental e
intoxicación narcótica, elevaban cánticos paganos a la divinidad heliolística y receptaban
mensajes polivalentes, que la credulidad de los feligreses y el dogma de la doctrina hacían
descender desde las cumbres mismas del Olimpo.
Entonces, cabe preguntar, si sería decente de parte del sabio tener por confiable un
procedimiento de tan poca asepsia epistemológica, que parece más propio de la basta
superstición del populacho, que afín a los superiores quehaceres de la lucubración
metafísica de los filósofos. Sócrates enseñaba de continuo a buscar las razones en que se
sustentaban las creencias y a encontrar las creencias que servían de respaldo a las razones.
Sus doctrinas filosóficas querían afianzarse en principios irrefragables, y apuntalarse con
argumentos “imbatibles”. Por eso no era extraño que en medio del discurso que parecía
impecable al neófito o cautivador al ignorante, lo asaltara la duda sobre la indiscutible o
falible verdad de alguna idea y lo paralizara la desconfianza en torno a la fortaleza empírica
de sus premisas o a la validez formal de sus inferencias.33
El episodio que vincula a Sócrates con el Oráculo de Delfos cobra una relativa importancia
en el espacio histórico de sus quehaceres dialécticos como abogado en causa propia, toda
vez que el dictamen del Dios en boca de la pitonisa era la prueba invencible de la superior
sabiduría de Sócrates. El más sabio de los hombres estaba impedido de cometer injusto; los
sabios no delinquen. En la historia universal de la filosofía, Sócrates es un caso peculiar de
pensador eventualmente asaltado por una especie de escepticismo repentino y fortuito, que
pone en entredicho sus verdades con el argumento de unas interrogantes
gnoseológicamente sediciosas o con la formulación de algún problema lógico sin solución a
la vista. No converge este fenómeno con la expresión espiritual de un modelo doctrinario y
abstracto, identificable con nombre propio por sus propensiones relativistas o lineamientos
agnósticos. Lo que aquí se ventila es el hecho extraordinario de la desconfianza total en la
verdad supuesta, de la duda que emerge de improviso a la conciencia reflexiva como una
corazonada de pánico que obliga a dejar inacabado una y otra vez, el proyecto teórico de
33
El escepticismo no doctrinario es uno de los aportes más interesantes de Sócrates a la filosofía. No se trata de un
escepticismo en el método –que también lo intuye y aplica– sino de una duda que lo asalta de improviso y que le obliga a
cambiar, sobre la marcha, el derrotero del discurso. Se necesitaba del genio de Platón para haber captado una singularidad
como esa, que no es, de hecho, perceptible para todos los lectores.
demostrar las leyes que modelan la realidad objetiva en conexión con las reglas que
inducen al cabal conocimiento de uno mismo como garantía superior de la vida virtuosa. La
duda insatisfecha criba los soportes de la confianza en el conocimiento que se aprende y se
traspasa. Sócrates fue paciente incurable, ciclotímico y recurrente de la “enfermedad
iterativa” de la duda. Cuando llegaba a los picos más altos de la desconfianza en su verdad,
tenía lugar la exacerbación del escepticismo en el lenguaje o el advenimiento del mutismo
autista que aísla en severa cuarentena la humana facultad de razonar. Jenofonte, mejor que
Platón, retrata lo que aquí conjeturamos como bipolaridades conductuales y axiológicas del
maestro.
El filósofo Sócrates, que puso en duda tantas cosas, ¿por qué no se avino a dudar de los
poderes del oráculo, una superstición tan salvaje como la de los horóscopos paganos, la
quiromancia oriental persa, el mentalismo adivinatorio de los santones babilonios y otros
atavismos residuales de las ágrafas eras del “tótem” y el “tabú”? 34 Sócrates conocía al por
menor de todo ello y mostraba erudición sobre mitos y héroes citando de continuo a
Homero y a los rapsodas ágrafos cuyo canto épico perduraba en las tradiciones orales de la
polis. ¿Cómo pudo, entonces, aceptar como incontrovertible: a) que Apolo se comunicara
realmente con sus creyentes, b) que las pitias fueran el instrumento preciso para establecer
contactos con el dios, y c) que todo aquello no fuese más que una creencia falsa e
inmemorial, provechosamente administrada por los sacerdotes apolíneos? ¿Por qué no
sometió el filósofo a los servidores oficiales del oráculo, a las devastaciones de su
mayéutica implacable? ¿Por qué no intentó descubrir –como lo hizo con otros tantas
veces–, acosándolos como un tábano y paralizándolos como el torpedo, para determinar si
de veras sabían de aquello misterioso acerca de lo cual versaba su agorero oficio?
Además, si descreer notoriamente de las supersticiones oficiales, como las que eran propias
de los oráculos, constituía delito de impiedad punido severamente por las leyes, entonces el
filósofo no estaba moralmente constreñido a condenar a viva voz esas creencias y prácticas
rituales, pero tampoco justificado a loarlas y “legitimarlas”, sobre todo si lo hacía con el fin
innoble de sacar provecho personal de ellas. ¿Cómo se congracia el concepto de lo
absolutamente perfecto asociado a la idea filosófica de Dios en Sócrates, con la grotesca
colección de supercherías que ligaban al feligrés con el Oráculo de Apolo?
Las demostraciones exigen un punto de partida para no caer en el abismo de las regresiones
infinitas. Sócrates requiere de un axioma inconmovible para tener por absolutamente cierto
el juicio que certifica la superior condición de su sabiduría. La palabra del dios es ese
seguro punto de partida. Ninguno pondrá en duda su sabiduría sin dudar al mismo tiempo
de la palabra del dios. Con todo, se podía desconfiar de lo que Sócrates entendía por ser “el
más sabio”, sin tener que entrar a dudar de haber sido el dios quien lo dijera por boca de la
pitia. De hecho, sin dar paso a la polémica acerca del significado de la respuesta divina, se
procedió a cuestionar la propia legitimidad de esta. ¿Tuvo lugar realmente la respuesta del
dios en el oráculo o todo fue una patraña orquestada por Sócrates con la ayuda de su amigo
Querefón y la complicidad aleve de alguna pitonisa del santuario?
Dejando atrás ese modo primitivo de entender el concepto de lo axiomático, la lógica y las
metodologías contemporáneas definen como “convenciones” los axiomas y postulados
desde los cuales se constituye un saber o se afianza un trozo de operaciones deductivas para
descubrir, inventar o comprobar alguna cosa. Ya no hay verdades “evidentes por sí
mismas”, ni sostenes últimos constituidos por la voluntad de un dios solar que habla por
boca de las ebrias pitonisas de un santuario pagano. En todo caso y evitando caer en el error
de ignorar el contexto cultural propio de aquel segmento de la historia griega, parece
bastante justificable calificar de innoble y condenar por disoluta la estratagema de servirse
Sócrates de una doctrina supersticiosa, que consagraba el culto a una deidad groseramente
antropomorfa –de la cual por razones obvias descreía– para configurar con ella el axioma
que avalaba la demostración imbatible de ser “el más sabio de los hombres”.
Se tenía por cierto en los círculos intelectuales de la ciudad de Atenas que Sócrates se había
servido de su viejo amigo Querefón35 para habilitar la respuesta favorable del Oráculo; que
los motivos para ello se relacionaban de alguna manera con su delirante obsesión de creerse
superior a todo el mundo; que en el sustrato básico de la filosofía socrática no había cabida
lógica para los dioses del Olimpo; que Sócrates era insincero citando a su favor la voluntad
de un dios menor, como el flameante Apolo, en el que no creía; y “otrosí” bastante extenso.
Sócrates no puede soltarse abiertamente del dilema sin revelar que sirve arteramente a dos
señores. Por eso habla en voz alta de su ministerio y de su misión, mientras reserva su
teoría de los dos mundos para las calvas oportunidades en que puede desplegar sus
fundamentos con discursos portentosos pero ambiguos o no concluyentes. De hecho,
Sócrates no contaba con una filosofía completamente elaborada, ni había escrito lecciones
que constituyesen un tratado de moral, ni comunicaba su pensamiento en el orden propio de
la enseñanza formalizada según lo harían más tarde Platón en la Academia y, mejor que
nadie, Aristóteles en el Liceo. La prueba de esa carencia de sistematicidad está expuesta en
los Diálogos de Platón.
Sócrates es un pensador mayor por sus contribuciones conceptuales que obligaron a forzar
el giro epistemológico de media circunferencia que hizo posible el tránsito desde el filósofo
naturalista y observador que volcaba su interés en aprehender la estructura del mundo, hasta
el pensador introspectivo, a veces gnoseológicamente autista, que ensimismado en desvelar
su propia esencia, encontró en la moralidad humana –de todos y de cada uno– el espacio en
que prosperan filosóficamente las nociones asociadas al bien, la justicia, la verdad, la
amistad, la virtud, el altruismo, el conocimiento verdadero y los exclusivos métodos para
alcanzarlo.
La filosofía platónica, heredera de Sócrates, es inmensa sin que importe admitir lo falso o
inconsistente de sus teorías cosmológicas, políticas y éticas, porque la filosofía no es una
más entre las ciencias particulares ni tiene la misión de competir con ellas. Lo que vale del
pensamiento de Sócrates y Platón es la enseñanza de los modos de hacer filosofía, de
aplicar el método y operar las técnicas en la dinámica misma del discurso. La modalidad
dialogal socrática, lógicamente ensamblada, es el acto pedagógico mayor de la enseñanza
de la filosofía a lo largo de su historia. Valiéndose de la interacción dialéctica que
caracteriza al
diálogo, Platón no solo nos presenta el enunciado de las tesis que avalan el punto de vista
de los oradores en un debate, sino que nos muestra vivamente, en el escenario mismo de la
confrontación doctrinaria, el modo en que se manejan las herramientas de la lógica y se
aprovechan los recursos de la retórica en el conato de alcanzar los cometidos pertinentes.
El diálogo platónico es la lección por excelencia para entender los mecanismos sintácticos
que hacen funcionar de diferentes formas las estructuras del lenguaje polémico. También es
la oportunidad de ver en el detalle, el empleo de los utensilios conceptuales más a propósito
para emprender la adusta faena de desambiguar las expresiones cuya patología semántica
dificulta la coherente prosecución de los temas del debate. Lo importante de la alegoría de
la caverna, por ejemplo, no es el sentido de la metáfora para facilitarnos entender
puntualmente la teoría de los dos mundos, sino la propuesta del empleo de la alegoría como
método filosófico eficaz para diseñar o interpretar teorías de diferente índole sirviéndonos
de metáforas de ese mismo género.
Sócrates recababa de continuo y por doquier, el haber sido el Oráculo del santuario
apolíneo quien lo exaltó como sabio sin par entre los hombres. Dignidad inmensa aquella y
honor sin paralelo, que el maestro “interpretó” sesgadamente como voluntad divina de
imponerle la misión de hacer de los ciudadanos atenienses, varones más sabios y virtuosos.
A continuación de “descifrar el enigma” atesorado en la respuesta de las pitias, Sócrates se
propuso probar que solo el dios es quien, de verdad, sabe. Y que los ufanos de saber
mucho, nada saben. Tampoco él, por cierto, pero sabía por lo menos que nada sabía.
De todas las maneras, según parece, a Sócrates le tuvo sin cuidado la hostilidad del clero, y
en la propia audiencia mostró una vez más la medida de su empecinamiento paranoide:
Atenienses, os respeto y os amo; pero obedeceré a Dios antes que a vosotros y, mientras yo
viva, no cesaré de filosofar, dándoos siempre consejos, volviendo a mi vida ordinaria y
diciendo a cada uno de vosotros cuando os encuentre: Buen hombre, ¿cómo siendo
ateniense y ciudadano de la más grande ciudad del mundo por su sabiduría y su valor, cómo
no te avergüenzas de no haber pensado más que en amontonar riquezas, en adquirir crédito
y honores, en despreciar los tesoros de la verdad y de la sabiduría y de no trabajar para
hacer de tu alma tan buena como pueda serlo?37
Ningún ciudadano, incluidos los filósofos, que sintiera aprecio por su vida y suficiente
estima por los derechos y privilegios anexos a la condición de varón ateniense, se atrevía a
decir o escribir algo desobligante, irrespetuoso o ambiguo, que pudiera tomarse como
abierto o velado desacato de la ley que punía la conducta irreverente o la palabra incrédula
respecto de las supremas majestades de Palas Atenea y Apolo-Sol. El debate sobre el tema
de la existencia de Dios, sobre todo desde Sócrates en adelante, no es una controversia
acerca de si existe o no el ente divino como sujeto que “es” algo o que “está” en alguna
parte, sino que consiste en la formulación de un argumento que “demuestra” que Dios
necesariamente tiene que existir y en otro que establece la invalidez de dicha demostración.
La litis teológica, en consecuencia, hace tránsito desde el espacio efectivo de los seres
37
Cfr. Platón. Obras completas. Ediciones Aguilar.
reales hacia el dominio axiológico del “deber ser”.
En la tragedia Edipo rey, de Sófocles, representada por vez primera en 430 a.n.e. (treinta y
un años antes del juicio a Sócrates), hay evidencia –aunque dramatizada– que sugiere lo
importante que debió haber sido para el griego de aquellos días contar con las
oportunidades de constatar o refutar directamente las conjeturas que constituían el epicentro
de los debates políticos o la justificación de las alegaciones jurídicas. La propia obra es un
dechado de exigencia probatoria de carácter empírico, honesta y consistentemente
encaminado a descartar las conjeturas exculpatorias de la doble responsabilidad criminal
que pesaba sobre la conciencia de Edipo como una duda insoportable. Edipo rey quiere
saberse inocente de la horrenda sospecha de haber matado a su padre y compartido los
goces del lecho marital con su madre. La sospecha de ser el regicida y parricida que es
hermano de sus mismos hijos. Entonces, se impone la agenda de reconstruir con
testimonios verosímiles los trozos de historia que él mismo imaginaba como segmentos
sueltos de un todo coherente que lo incriminaba sin piedad. A diferencia de Sócrates, quien
fue, en la realidad histórica, abogado de sí mismo, Edipo, en el drama, es su propio
acusador.
Como se sabe, Edipo llegó a ser rey de Tebas y consorte de Yocasta, la reina, cuando
queriendo escapar del hórrido futuro predicho por el oráculo, huyó de Corinto con dirección
a Tebas. No imaginó el inevitable monarca de los pies deformes que intentando evadirlo,
sellaba definitivamente su destino. En el camino, mata a un desconocido que le cerraba el
paso y antes de su llegada a la polis legendaria, absuelve el enigma propuesto por una
esfinge que devoraba al viajero incapaz de resolverlo. La solución del enigma acarreaba la
muerte del monstruo asolador. En agradecimiento, los tebanos le ofrecen el trono vacante
del rey ha poco asesinado por un desconocido y el privilegio de desposar a la reina viuda.
Después de dieciocho años de felicidad conyugal y estabilidad política, los reyes enfrentan
una calamidad social inesperada y espantosa: la peste hace presa de la ciudad, diezma la
población y propicia el comportamiento anárquico. Edipo consulta el oráculo una vez más.
Ahora quiere saber por qué la polis está siendo castigada tan inmisericorde y cruelmente
por el hado. El Dios responde que una doble ignominia pesa sobre la ciudad: la impunidad
en el asesinato de Layo y el segundo matrimonio de Yocasta. A partir de ese momento,
Edipo se consagra a buscar por todos los medios al asesino del anterior monarca y a
desentrañar qué maldición pesa sobre su unión matrimonial con la soberana de Tebas.
Edipo hace comparecer ante sí a cada uno de los hombres que acompañaban o escoltaban al
rey Layo en el momento del lance fatal con el desconocido. Pide que reconstruyan
minuciosamente el episodio desventurado y le describan al forastero en el detalle.
Comienza a verse espejado en esos retratos de memoria y la sospecha de ser él mismo
asesino de su padre, consorte de su madre y hermano de sus hijos, se ensaña con él por vez
primera. Entonces compara, recuerda, asocia, induce, categoriza, propone, infiere o explica,
una y otra vez, obsesiva y compulsivamente, los datos con que reconstruye sus muchas
conjeturas del suceso. Hace traer a un adivino que le revela el nombre de sus verdaderos
padres, el presagio del oráculo y la progenitora decisión de asesinarlo. Con ayuda de la
reina encuentra al siervo –ya anciano– que tuvo compasión de él y lo regaló a un pastor de
la comarca. También localizan y llevan a ese pastor ante ellos para que certifique su parte
de la historia. La criatura que se salvó de morir –recordó el siervo– tenía los pies hinchados
y deformes por razón de un clavo que los atravesaba y una cuerda que los ataba. El rey
Edipo tenía los
pies deformes y además sabía que “Edipo” significa “el de los pies hinchados”. Luego, el
desenlace que conocemos.
El sentido de rememorar aquí la tragedia Edipo rey no es otro que plantear el acentuado
contraste que tiene lugar entre las pruebas alegadas por Sócrates en su audiencia y las
acudidas por el personaje de Sófocles para desentrañar su identidad en la tragedia. Las
“pruebas” de Sócrates son abstractas y generales; procuran eludir el detalle contingente
para centrarse en las categorías universales del “deber ser”. Las de Sófocles son concretas y
particulares; no desea contaminar la evidencia empírica con el lenguaje ambiguo de la
metafísica. Aunque dispares los métodos respectivos de Sócrates y de Sófocles en torno al
valor de la prueba teniendo en cuenta la especificidad o generalidad de los enunciados
correspondientes, parece razonable suponer que fue el de Sófocles, por lo directo y
“natural”, lo que debió de haber predominado en el recinto de la justicia ateneica de
aquellos arduos tiempos de la historia antigua.
Pero Sócrates se obstinó en “demostrar” por lo abstracto, antes que puntualizar por lo
concreto. Si el jurado aceptaba como prueba de impiedad el reconocimiento que Sócrates
mismo había hecho de su relación con el daimón consejero, la sentencia condenatoria se
deduciría “silogísticamente” de las premisas. Sócrates pensaba que, para salir bien librado
de aquel infame predicamento, debía aplicarse con esmero en demostrar que esa “relación”
con la “voz” no era parte de un culto religioso, ni mucho menos un acto de
desconocimiento del solar Apolo y la virginal Palas, deidades tutelares de la urbe.
Jenofonte nos pone al tanto de esos afanes del maestro.
Y luego, lo que es divinidades nuevas, ¿cómo podría yo introducirlas con aquello de decir
que la voz de un dios me señalaba lo que se debe hacer? Pues también los que se valen de
gritos de los pájaros y de palabras casuales de la gente, en testimonio de voces se apoyan, al
fin y al cabo38.
El argumento es falaz a la vez de poco persuasivo. Alega Sócrates que valerse del canto de
los pájaros o de las palabras que se dicen sin querer, para hacer adivinanzas o formular
presagios, no es otra cosa que apoyar los agüeros en el testimonio de voces que se
escuchan. Otro tanto acontece con la voz que él oye cuando esta le surte de consejos. La
solitaria diferencia consiste -aduce el sabio- en que los adivinos dan nombre de “pájaros” y
“palabras” a las voces que, respectivamente, oyen e interpretan; en tanto que él llama a lo
suyo, “genio” y “espíritu divino”.
Sócrates pretendía sentar la premisa de que los gritos de los pájaros, las palabras fortuitas
de la gente y el susurro de su demonio, eran sucesos de naturaleza equiparable por el solo
hecho de ser voces. De esta manera, tomaba lo adjetivo por principal, confiriéndole al
planteamiento del problema un giro epistemológico de media circunferencia. En efecto, la
acusación de “impiedad” no se refería al hecho de escuchar Sócrates una voz a la que dio el
nombre de “deidad” o “demonio familiar”. Lo que el cargo implicaba, en vez, era que el
filósofo reconocía la existencia de una deidad extraña a la religión estatal y que ese “su
dios” o “demonio personal” –que así optó por llamarle– era una “voz” que le musitaba
consejos.
Por supuesto, “pájaros” no es el nombre común que se confiere al canto de ciertas aves,
sino a esas aves mismas, que se dejan oír por medio de cantos. Sócrates intenta poner la
sintaxis de este aserto “de cabeza abajo” y sacar provecho pingüe de la ambigüedad
resultante, cuando afirma, según Jenofonte, que los adivinos dan nombre de “pájaros” a las
voces de las aves que inculcan el presagio o desenredan los misterios. A contrario sensu,
“demonio familiar” no es el nombre de una voz que aconseja, sino la identificación de una
38
Las religiones de nuestro tiempo promueven y sustentan la idea del dios antropomorfo de modo equiparable a los cultos
paganos antiguos. No se perciben progresos en el nivel de abstracción con que se describe al dios de cada doctrina. Parece
que el feligrés corriente es incapaz de venerar algo que no tenga figura humana o, por lo menos, voluntad y poder, aunque
“sobrehumanos”, para favorecer y castigar.
deidad consejera que manifiesta la presencia por medio de su voz. El agorero no dice que el
pájaro, desde cuyo trino se descifra el augurio, no existe. Sócrates, en cambio porfió en
dotar a la voz que lo guiaba, de cualidades que se dicen comúnmente de los sujetos reales,
mientras omitía la mención o esquivaba la alusión a la necesaria justificación ontológica de
ella. Era, pues, una voz existente en sí misma y por sí misma. Sin la apoyadura ontológica
de un sujeto que se ocupara de emitirla. La metafísica hace valer aquí su disparate. La
verdad es solo una mentira bien contada. El sujeto fonador no existe si decidimos ignorarlo.
El discurso fabrica la realidad objetiva. El fonador se desdibujó del contexto, pero la voz
permanece, con ganas de “seguir una vida independiente”. La “voz que el sabio escucha,
por consiguiente, es algo así como la sonrisa del gato evanescente de Lewis Carroll: una
sonrisa residual de gato, pero sin gato, en el ilógico país de las maravillas.
El filósofo de Alopece no emuló el arrojo del viejo Jenófanes de Colofón, quien denunciara
la naturaleza antropomorfa de los dioses del Olimpo, maculada de las pasiones y surcada
por los mismos defectos que hacen punible la conducta perdularia de los hombres. Sócrates
sabía que un dios pagano existía como un principio milenario del culto, que no se
compadecía en absoluto con el concepto del Dios que hace tránsito inefable desde los
universales de la lógica, en el diálogo, hasta el espacio de los arquetipos perfectos, en que
fulguran como summum de la Verdad, la Justicia y la Belleza.
X LA REDUCCIÓ N AL ABSURDO
El análisis lógico y la implementación pragmática de algunas heurísticas arqueológicas
destinadas a la interpretación plausible de textos cifrados, incompletos o ambiguos,
aplicados a la exégesis del diálogo Apología de Sócrates, han privilegiado la ocasión de
comprender mejor el concepto de “balance epistemológico” entre el valor semántico del
argumento socrático “por reducción al absurdo” y los rangos de su aplicación práctica en el
contexto.
Cuando el sabio sentencia que todos los lirios son blancos, quiere dar por aceptada la
absoluta “verdad” de esa ficción. Platón sabía –y sus lectores críticos también–, que es
imposible certificar de uno en uno la blancura de los lirios del mundo. Los problemas que
emergen del intento de satisfacer la exigencia de completitud antedicha, están asociados a
las limitaciones propias del método inductivo, que no puede dar de sí consecuencias
universalmente válidas y lógicamente necesarias40. Pero Sócrates se atreve a postular el
juicio universalmente y lo hace de modo categórico, que no estocástico, según era de rigor.
La lógica, entonces, desborda sus límites y el orador pierde el pudor radicado en la
costumbre de pensar honestamente.
De esta manera, si bien el argumento por el absurdo sirve de guía confiable y constituye un
punto de referencia continuo para el quehacer mayéutico del sabio, su alocución, desde el
lado lógico-jurídico de ver el tema, no satisface a plenitud la exigencia de las
demostraciones de este género. Los enunciados “universales”, producto de generalizaciones
espurias, no deben ser acogidos como premisas válidas de silogismos jurídicos. Ni es
decente enmascararlos como “verdaderos” para urdir deshonestamente una confutación
cifrada en el engaño. No hay que olvidar que el debate forense no se limitaba a la
confrontación de los ideales doctrinarios; en él se ponían a riesgo los derechos de las
personas, su patrimonio, su libertad individual y hasta la propia vida.
La siguiente es una simplificación del caso más evidente de refutación por el absurdo
consignado en la Apología:
40
El ideal socrático de la perfecta reducción al absurdo no puede cumplirse cuando es a través de la inducción estándar
que se infieren los enunciados universales que entran en contradicción con las proposiciones de la teoría impugnada.
ateísmo y si es ateo, no cree en dioses espurios ni en grandes dioses.
f) No se le puede acusar de ateísmo porque se le acusó de creer en dioses espurios y,
por ende, en grandes dioses.
El procedimiento mismo de confundir al orador rival no era, sin embargo, un delito contra
la administración de justicia, ni una falta contra la moral profesional vigente. Se trataba de
una estratagema oratoria o muestra de prestidigitación retórica que inducía al oponente a
optar por una alternativa que parecía más ventajosa que la anterior, pero que potenciaba
todo lo contrario, una especie de “misa en escena” que velaba una estrategia refutatoria del
orador; una conducta propia de litigantes duchos o curtidos sofistas del foro judicial. En
Sócrates, por el contrario, esta era una postura indecorosa que manchaba su noble
investidura de sabio y de filósofo. No es propio de un pensador insigne apelar a trapisondas
y añagazas para sacar adelante un argumento. La fuerza de la razón y el ejercicio de la
inteligencia, que son supremos en el genio, han de ser los únicos garantes del cometido
dialéctico de impulsar la verdad y refutar los infundios. Hay una ética en la aplicación de la
lógica al debate, que el “abogado” Sócrates desatiende de manera reiterada. Lo que él
quiere es retaliar con fuerza contra sus querellantes, hundirlos en el ridículo público de las
peores inconsistencias. Al precio que fuera.41
41
Los estereotipos guardan relaciones de parentesco lógico con las inferencias espurias derivadas de inducciones
injustificadas. Se trata de argumentos fundados en estadísticas de números pequeños que tienen la propiedad de reiterarse
constantemente. La persistencia del fenómeno opera en la psicología del colectivo social como factor de ambigüedad y
estímulo de generalizaciones indebidas.
XI ATACAR Y DEFENDERSE
Una vez terminado el introito y la primera parte de su discurso, Sócrates pasó a increpar
retóricamente al acusador Melito, quien había asumido la tarea jurídica de orar
litigiosamente en el proceso. Era la gran oportunidad procesal para que Sócrates retara y
conminara al orador de la contraparte a desambiguar el sentido de sus palabras
sindicadoras, y transparentar su versión de los “hechos delictuosos” mencionados en el
papiro acusador con vocablo universal, pero no pormenorizados debidamente por medio de
proposiciones querellosas.42 Sócrates se ocupa, en primer lugar, de examinar la imputación
de “corruptor de la juventud”. Pero su plan de acción no es, como cabría esperarlo en una
audiencia penal, un análisis puntual de alcance refutatorio en cuanto al supuesto
comportamiento punible, la modalidad de su ejecución, las circunstancias en que habría
tenido lugar la infracción, la identificación de las víctimas del reato o el grueso del acervo
probatorio conectado con su responsabilidad en el hecho denunciado. No es que el discurso
apologético del sabio se disocie por completo de la pertinencia procesal referida a las
operaciones listadas en el párrafo anterior; lo que ocurre es que predomina en su alocución
la categoría abstracta sobre el vocablo concreto y el concepto de género o especie sobre el
de individuo. O tiene lugar concederle primacía a la inferencia probable acerca del hecho
concreto, que al hecho concreto mismo que podría servir de prueba de la inferencia
probable.
Puede alegarse que se estaría exigiendo aquí, del filósofo, un comportamiento afín al del
abogado moderno, sin tener en cuenta la distancia de veinticuatro siglos que separan
aquella cultura jurídica de la nuestra. Pero esa objeción pierde fuerza cuando se echa de ver
que no son nociones jurídicas de estos días las que se querrían imponer a ese pasado remoto
del derecho criminal.
Las invocadas o aludidas, son ideas elementales del sentido común jurídico consagradas en
la historia de civilizaciones precedentes que Sócrates glosaba veladamente confiriendo a su
discurso los matices que le parecían más a propósito para alcanzar un fin que no fue, a la
postre, enteramente jurídico.
En cualquier caso, no hay que engañarse respecto del nivel teórico y la habilidad práctica
de los abogados atenienses para atacar y defenderse en el escenario forense. No solo había
una tradición jurídica consagrada en los códigos y manifiesta en la costumbre litigiosa –
apuntalada además por la contribución de los profesores sofistas–, también existía un
encomiable legado del saber oratorio y de su praxis, que había laureado a la ciudad mil
veces con galardones conquistados en las más exigentes justas y legendarios torneos. Esas
hazañas de la palabra imbatiblemente argumentada y hermosamente dicha, atrapadas en
relatos históricos y biografías de tribunos célebres, constituyen el alfa y el omega de los
tesoros discursivos más insignes de la antigüedad greco-romana.
De esta guisa, también, el saber jurídico, que en sus albores receptó la impronta fecunda de
los neologismos filosóficos griegos –y más tarde latinos– para iniciar la empresa de
teorizar la omnipotencia inapelable del Estado y la obligatoriedad estricta del gobernado en
el cumplimiento de la ley, fue ideando en paralelo los sincretismos de su propia filosofía o
jusfilosofía, su lógica y su epistemología con qué justificar sus cometidos y hacer frente a
los fantasmas de las paradojas, desovados por sus propias inconsistencias metalógicas.
Asunto lamentable como el que más, fue el estilo desconsiderado de disentir Sócrates del
discurso y la enseñanza de los profesores sofistas. No concierne la alusión al desacuerdo
teórico del maestro con las doctrinas y métodos enseñados por ellos, sino al talante
irrespetuoso y desmesurado que imprimía a las locuciones que portaban sus puntos de vista
sobre la sofística y los sofistas, en general, o sobre algún sofista o sofisma, en particular.
No se contentaba el sabio con “demostrar” los errores y falacias del discurso, sino que
parecía refocilarse en mancillar con algún oprobio a la persona misma del oponente. La
probable causa de esa animadversión desbordada habría sido el alto poder competitivo
representado en la enseñanza de los sofistas, cuya teoría y método, por contraste, se
asimilaban con facilidad en el aprendizaje del discente y se llevaban a la praxis profesional
con grande desparpajo y éxito rotundo. Mientras Sócrates buscaba desentrañar la auténtica
esencia del conocimiento acudiendo a una forzada simbiosis de la lógica con la ontología,
tan ininteligible como inaplicable, los sofistas enseñaban el uso diestro de la retórica,
inteligentemente adosada a los lenguajes relativos del saber particular, al universo teórico y
práctico del derecho y a las artes cuyo conocimiento versaba sobre compartimientos
estancos diversos del mundo fenoménico.
Es pertinente aclarar que una cosa es el alto nivel de la retórica y de la excelencia oratoria
alcanzado por los abogados atenienses, y otra, el grado de desarrollo conceptual y
operatorio del sistema judicial mismo, bastante inferior, guardadas las distancias
contextúales, a su equivalente romano de algunos siglos más tarde. El solo hecho de ser la
justicia administrada por un cuerpo colegiado de quinientas sesenta personas no entrenadas
profesionalmente para ello, amén de elegidas por un tiempo relativamente corto para
ejercer sus funciones, constituía uno de los defectos mayores del sistema. Los ciudadanos
varones de la polis ateniense, seleccionados “a dedo” para representar como jueces las
circunscripciones políticas en que a la sazón se dividía el territorio de la polis e investidos
transitoriamente por la ley constitucional democrática de amplios poderes jurisdiccionales,
no se desempeñaban en las audiencias públicas como jueces propiamente tales debido, en
parte, a su craso desconocimiento del derecho, sino que fungían más bien a la manera de
fugaces jurados de conciencia, en el sentido moderno del término.
No operaba, pues, en la Atenas del año 399 a.n.e., la figura del juez como individuo
administrador de justicia, salvo excepciones perentorias, y la carrera judicial, por lo tanto,
resultaba impracticable bajo semejantes imposiciones. El factor determinante de este atraso
institucional era el muy generalizado prejuicio de pensar y obrar “democráticamente”, una
aberración ideológica que había parasitado y retardado la legislación y la operatividad de
ella, hasta llevarla a extremos ridículos y patéticos. Sócrates opinaba mal de la democracia
así entendida, porque una multitud de ignorantes no puede suplir la eficiencia del individuo
experto que conoce a cabalidad su oficio.45
De esta manera –acaso petulante y soberbia– Sócrates cambiaba a discreción las reglas del
juego procesal y desconocía allí mismo, de hecho y de frente, ante aquella audiencia por
momentos estupefacta y catatónica, la legitimidad de la justicia ateniense para encausar y
condenar al más sabio de los hombres, predilecto de Apolo y multiplicador de su verdad.
Sócrates se sometió a las leyes dando muestra de obediencia en el cumplimiento de su
deber, pero se dolió de lo que consideró “injusta aplicación” de ellas en el juicio que lo tuvo
como reo. Sócrates no buscaba un triunfo jurídico en su autodefensa, tanto como deseaba
mostrar la “iniquidad de los falsarios” que le habían arrastrado hasta los tribunales del
Areópago como si de un malhechor cualquiera se tratase. El sabio salió a defender su honor
de hombre prestante y ciudadano recto, antes que a exculparse de la “infamia” que lo
enlodaba por fuera sin mancharlo esencialmente.
Pero Sócrates no declara que enseña a ser virtuosos a los varones atenienses en aras de su
libérrima condición de filósofo, sino por mandato del dios Apolo. Sócrates es un
mensajero, un enviado, un apóstol, un escogido del dios-sol. Lo cual no parece demasiado
filosófico, por cierto. En conexión con ello, el delito de impiedad que se le imputa, no es su
identificación de la divinidad con la idea arquetípica del Bien en su filosofía de los dos
mundos. Sino el haber reconocido la existencia de un demonio o dios familiar cuya voz le
hablaba para prodigarle consejos. ¡Qué pobre jerarquía intelectual la que hay en este cargo!
Los enemigos del filósofo habrían sido tan maliciosos como injuriosos en la atribución del
delito cometido. No se le acusa de ser el gran filósofo que niega a los dioses de la polis para
ubicar en su lugar el arquetipo del Bien. ¡Se le denuncia por profesar una superchería digna
de la plebe o propia de los desviados mentales! En el fondo, sin embargo, su condena a
muerte es debida, mayormente, a los efectos sociales deletéreos que dejaba, convertido en
rencor comunitario, la odiosa costumbre de perseguir, acorralar, refutar, ofender y humillar
públicamente a los ciudadanos que resultaban damnificados de su insania teo-
megalomaníaca. Sócrates no es condenado a muerte por su amor a la filosofía, sino por el
odio que despertó en Atenas su acoso de tábano insufrible y su fuetazo verbal paralizante,
como “descarga de torpedo marino”.
Platón espera disimular tamaña deshonra al poner gratuitamente en boca del reo una
pregunta y una respuesta que no clasifican procesalmente como válidas ni oportunas. Se
trata de una conjetura de mucha fuerza retórica que se dice con la esperanza de
promocionar a Sócrates como “mártir” de una causa que parece filosófica, pero que no lo
es: Si me propusieseis salvar mi vida a cambio de no volver a insistir en la prioridad de
acosar y obligar al ciudadano a ser cada vez más virtuoso, respondería que prefiero morir
antes que desobedecer al dios. Este reconocimiento de obediencia al dios para justificar su
asedio de tábano dialéctico, estraga por completo el argumento: es de lo menos filosófico
que se puede espigar en ese pasaje de la obra de Platón.
Los jueces no le propusieron al sindicado la citada alternativa porque los cargos formulados
en su disfavor concernían a su relación impía con una deidad personal y al hecho de
corromper a la juventud. A estos temas estaba circunscrito en la audiencia el perímetro
jurisdiccional de la acción-reacción litigiosa. Sin embargo, Sócrates (o Platón) recurre a la
estratagema de rematar su discurso con un argumento hipotético, deslizado de contrabando,
que le facilite mostrar cuán valeroso, sacrificado y sabio sería este hombre controvertible al
preferir la muerte a tener que renunciar a “su verdad”.
Qué patético resulta para el investigador suspicaz y para los lectores críticos descubrir en
Sócrates los defectos de la impudencia, la pusilanimidad, la insinceridad, la ambición y la
soberbia, complejamente entreverados en una tipología conductual que desova los
comportamientos más inesperados del maestro, como la indignidad de servirse de la
religión oficial para ganar estatus y usufructuar ventajas de diferente especie, no siendo un
credo supersticioso y populachero como aquel, de ningún modo compatible con lo que
debía constituir su encumbrada concepción filosófica de Dios.
XII ALGUNOS PORMENORES DEL LITIGIO
La Apología de Sócrates concierne a la “defensa” forense que Sócrates hiciera de su propia
causa. A pesar de lo mucho que se ha escrito sobre las supuestas virtudes de su desempeño
dialéctico en el foro de la Audiencia que lo juzgaba, el filósofo-abogado, visto en una
perspectiva jurídica más severa, no cumplió a cabalidad con la función de litigar su caso
según las conjeturables exigencias de la ley procesal vigente. En vez de infirmar las
acusaciones con los recursos probatorios señalados por la norma. 46 Sócrates prefiere
“demostrar abstractamente”, por medio del absurdo, que el sabio es incapaz de incurrir en
faltas contra la moral o en conductas delictuosas. Desde la perspectiva del derecho penal,
dado el contexto histórico, la actuación forense de Sócrates, que se mostró mucho más
filosófica que jurídica, y más estereotipada que espontánea, es sencillamente “atípica”, para
intentar definirla por fuera de los extremos polares de “lo bueno” y de “lo malo” que
califican –con axiología bivalente, y hasta maniquea– el conocimiento acerca de algo o la
habilidad de alguien para ejecutar alguna tarea en particular.
El filósofo-abogado, oró sobre tópicos ajenos a su caso litigioso, como cuando cuestionó el
miedo del hombre ante la muerte: si no sabemos nada, ni bueno ni malo, acerca de lo que
46
El contenido de la normativa que establecía el procedimiento preciso en la intervención litigiosa de los abogados, no
está consignado en las obras que tratan del juicio seguido contra Sócrates, pero se puede reconstruir plausiblemente en lo
principal a partir del estudio comparativo con otros procesos de la justicia ateniense y con el examen de legislaciones
griegas de la misma época. La historia del derecho penal antiguo aporta interesantes luces sobre el particular.
47
Cfr. Jenofonte. Recuerdos de Sócrates.
48
El texto de la acusación, según lo atestiguan Platón y Jenofonte en sus respectivas apologías, es el mismo de que da
cuenta Diógenes Laertio (Libro II, capítulo 40), citando al platónico Favorino. Se sostiene que ha habido prueba
documentaria de que el texto precitado se conservaba, cinco siglos después del proceso a Sócrates, en el 399 a.n.e., en la
biblioteca del templo de Cibeles.
ella nos depara al separarnos de este mundo –decía– entonces es enteramente necio temerle,
pues podría ser un bien en lugar de un mal lo que nos aguarda en la ultratumba. 49 Pero no
pudo o no quiso él mismo ocultar sus propias dudas sobre el futuro del alma después de la
vida. Sócrates era presa de un agnosticismo recurrente que lo estragaba moral y
psicológicamente, y que no se compadecía desde el punto de vista ideológico con su
investidura de apóstol y escogido del dios ni con su condición de filósofo pionero de la
teoría platónica de los dos mundos.
Cabría alegar que el acusado pudo haberse defendido jurídicamente mucho mejor sin
prescindir de su argumentación filosófica. Pero todo indica que Sócrates ponderaba con
mucho esta última por encima de aquella. Por otro lado, la ley penal ateniense había
limitado a una solitaria jornada la actuación procesal de los abogados en delitos de tal
género (impiedad y corrupción de jóvenes). Sócrates, obviamente, eligió defender con su
mejor recurso lo más valioso que, para él, no era su vida, escueta y simple, sino el prestigio
de esa misma vida consagrada enteramente a la “honesta investigación de la verdad”. El
maestro Sócrates –escribe Platón– se lamenta de que Atenas, a diferencia de otras polis, no
haya estatuido varias jornadas para dirimir negocios penales como el suyo. Lo cual parece
indicar, desde otra perspectiva gnoseológica, que no le era indiferente, después de todo, la
expectativa de salir legalmente bien librado de tan injustificado y embarazoso
predicamento. Sobre todo, para sacar en limpio su honra, puesta en duda, y restituir el alto
atributo de su fama de sabio, salpicada de ignominia.
Pero esas razones impecables y esos alegatos lógicamente invencibles del maestro de
Alopece, debido a su abstracta naturaleza lógica e indirecto asocio probático con las
acusaciones presentadas en disfavor suyo, no lo redimían legalmente de la responsabilidad
penal que supuestamente le comprometía en los reatos de marras contra el régimen político-
eclesiástico ateniense, suceso jurisdiccional y político que aquí se evoca como trozo
importante de la historia de la filosofía y del derecho criminal de la antigüedad.
49
Este argumento, de que es necio temer a la muerte porque morir podría representar un bien póstumo antes que un mal
necesario, no parece retóricamente muy sólido si se tiene en mente que involucra la experiencia innata del miedo fóbico a
lo desconocido, que es común a todas las culturas a lo largo de la historia, y cuya razón de ser está anclada en las
incógnitas anexas a su propia incertidumbre. El “instinto de conservación de la vida” es otra variable que milita en
disfavor de calificar de “necio” el temer a la muerte.
En este punto del diálogo de Platón, emerge un “bache” narrativo de suma importancia.
Platón no da cuenta –tampoco Jenofonte– del procedimiento que hubo de haberse efectuado
para conferir concreción empírica a las imputaciones de los acusadores. El texto de la
denuncia no expone en concreto los detalles de la modalidad delictuosa en que habría
incurrido el sujeto activo del reato, ni aporta los nombres o identificaciones de las víctimas,
fechas, lugares y demás circunstancias que pudieron haber servido de referentes para la
práctica de las probanzas respectivas. Para colmo de males, los autores referidos no
reproducen los discursos de los acusadores, que de seguro contenían los datos y detalles
que faltaban en el papiro querelloso. Esta peculiar indolencia o tal vez voluntaria renuencia
de los narradores de esta saga, demerita notablemente el valor histórico de sus respectivas
obras. Pese a todo, del discurso defensivo de Sócrates se colige cuáles fueron los hechos
concretos que merecieron ser calificados de “delictuosos” por parte de sus tres acusadores.
Uno de tales hechos es su extraña experiencia, bastante divulgada por él mismo, con la voz
de un dios menor o demonio familiar que le susurraba consejos. Los acusadores alegaban
que reconocer la existencia de esa entidad espuria y ajena al culto oficial, constituía una
ofensa de deslealtad mayor contra las majestades supremas de los dioses protectores de
Atenas, a la vez que sentaba un precedente licencioso que abría las puertas a la intromisión
de otras sectas religiosas e ideologías teológicas, por lo general asociadas peligrosamente a
ideas comprometidas con el concepto y la praxis de la subversión política. Otro de los
hechos ilícitos imputados al maestro era el de corromper a los jóvenes cambiándoles la
valoración política, moral y filosófica del mundo en que existían y la de ellos mismos como
sujetos a la vez que objetos del acto política de conocer y ser conocido socialmente. La
prueba concreta de esa perversión estaba representada en la vida perdularia y los actos de
traición a la patria, perpetrados por ciertos hombres corruptos, asesinos y malvados que
alguna vez, siendo muy jóvenes, discipularon de la embrujadora enseñanza del maestro.
Platón inicia el diálogo con la réplica formal del sindicado a las palabras del acusador. Pero
no recuenta ni resume el discurso de este, deparando así, a sus lectores, el sentimiento de
vacío relativo, de conciencia trunca, que es tan propio y característico de las verdades
mutiladas. ¿Qué de dificultades probatorias no eludía Platón o qué de vergonzosos hechos
no escondía, mediante su inocultable sobreprotección del sabio? Son interrogantes que el
lector frustrado tiene el perfecto derecho de formularse frente al injustificado silencio de los
autores en el contexto de la referencia. Sócrates y Platón son genios paralelos y simbióticos.
Platón es real hechura de Sócrates y este es, en parte, retroalimentación exegética de aquel.
Cuando Platón sobreprotege a Sócrates con eufemismos, falacias y silencios, por
consiguiente, ¿no está protegiéndose a sí mismo?
El secretario del tribunal leyó con voz monótona y casi ininteligible la querella y réplica de la
defensa. El arconte Basileo emplazó a acusador y acusado. Ambos juraron decir la verdad, pidiendo
que, de no decirla, los dioses les castigarán terriblemente, en unión de sus familias.
-Odio a Sócrates. Mi padre le odió. Mis hijos le odiarán. Así, con ese toque de clarín, comenzó Melito
su ataque. (Esta manifestación de odio personal era indispensable para que el acusador público no se
expusiera a la sospecha de haber sido pagado para proceder contra el acusado).
-Sócrates corrompe a la juventud, corrompe a la ciudad. Falsifica la religión. No cree en los dioses de
Atenas. En su lugar, coloca a su demonio. Dice que también este es una divinidad.
-No, yo digo que ese demonio no es un dios. Si lo fuese, yo debería saberlo. Soy un poeta por
profesión; es mi oficio conocer el mundo de los dioses. Pero nunca oí nada de tal demonio hasta que
Sócrates lo anunció a tambor batiente en la plaza del mercado.
50
Kraus, René. La vida privada y pública de Sócrates. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1965.
Kraus comparte la opinión acerca de la impopularidad de Sócrates entre sus conciudadanos.
El sabio dice y hace cosas que chocan y fastidian a la gente del común. Y también a las
personas distinguidas. Se muestra desdeñoso y burlón con el adversario. Mientras hablaba
Melito, Sócrates miraba hacia el techo con una sonrisa denegatoria en el rostro. El
“descubridor del hombre” –comenta Kraus– no tiene la menor noción de psicología de las
muchedumbres. No buscar el apoyo del auditorio significaba despreciarlo. No era la mejor
ocasión para ostentar autosuficiente superioridad sobre todos los allí presentes.
El apoyo de las “barras”, en casos impredecibles como el suyo, era una variable a veces
influyente en la toma de decisiones por parte de los jueces. Había que dar por descontado,
por supuesto, que el sindicado despertara sentimientos de solidaridad y emociones de
simpatía en el sector más plebeyo de la concurrencia. Por el contrario, lo que la
muchedumbre percibía al mirar a Sócrates en calidad de reo, no era la figura amable del
anciano portentoso que supo ganarse el respeto y el cariño de la ciudad con su gestión
educadora y su palabra ilustre. Lo que la plebe veía –o lo que él proyectaba– como imagen
suya sobre la conciencia ajena, tanto social como individual, era la estampa de un hombre
viejo, feo, desaliñado, altanero y mordaz, que pese a su inteligencia proverbial y su ya
provecta edad, no había sido capaz de aprender los rudimentos mínimos del arte de convivir
amablemente en sociedad.
René Kraus remata esta consideración sobre la impopularidad de Sócrates, afirmando que
“las muchedumbres piensan con imágenes y están viendo la imagen de un anciano de
aspecto aburrido. No tienen motivos para ayudarle. Tal vez no esté dispuesto a dejarse
ayudar”. Como en efecto no lo estaba. Indicio de ello es el rechazo temprano de un
defensor experto que le fuera ofrecido para abogar por él en la audiencia y su negativa
posterior a escapar de la prisión. Pero más que todo lo es la arrogancia en la actitud y la
mordacidad en el estilo, con que asumió el ejercicio de defenderse a sí mismo en aquel
histórico proceso.51
René Kraus improvisa para sus lectores el summun del probable discurso de Licón, segundo
en el orden oratorio de la acusación:
Alcibíades era el discípulo predilecto de Sócrates, ¿verdad? Recordaréis que fue Alcibíades quien nos
llevó a la catástrofe de la expedición a Sicilia. Este es el gran estadista que formó el maestro.52
52
Cfr. Kraus, René. Ibídem.
formal, ni de hecho, en el ontológico como efecto de una relación causal. El orador Licón
se vale de una ironía que no fortalece el punto de vista de la acusación, porque parece más
una invectiva acerca de la capacidad estratégica y política de Alcibíades que una condena
anticipada de Sócrates por haber hecho de él, supuestamente, la criatura díscola, corrupta,
libertina, desleal y malvada que es el estereotipo con que lo describe la historia.
La alusión a los delitos políticos de Alcibíades no podía ser más que una breve digresión.
La amnistía vigente53 prohibía retaliar sobre sucesos de esta índole y el discurso de Licón
tenía, por fuerza, que omitirlos. Este es un dato de cierta importancia hermenéutica y
contextual, pues en ausencia de evidencia documentaria directa acerca de los ítems que no
podían ser materia de juzgamiento y condena, como el relativo a las personas amparadas
bajo la amnistía aludida, hay en cambio la prueba documentaria efectiva de la amnistía
misma en cuanto suceso a buen punto registrado por la historia.
Cabe pensar que cualquiera de los sofistas instruidos en el oficio de abogar frente a los
tribunales del Estado, habría realizado un mejor desempeño litigioso que el mostrado por
Sócrates para representarse legalmente a sí mismo. Lo que nos daría a entender Platón,
entre líneas, es que, en opinión de Sócrates, la metodología del discurso filosófico era
preferible a cualquiera otra para dirimir los problemas teóricos del género que fuese. En tal
caso, la aplicación de ese método abstracto al horizonte particular de la litis, impidió tener
como objetivo capital del discurso la relación que debe darse entre la norma, los hechos
imputados y las probanzas concretas de la comisión de ellos por parte del incriminado, e
impidió, a la postre, la deslegitimación de la supuesta verdad de las imputaciones. Producto
de la vanidad filosófica habría sido, pues, está equivocada aplicación del método. Otro
punto de mira interesante nos llevaría a suponer que Sócrates buscó ser condenado a muerte
para rematar su vida de sabio con el lauro de “mártir de la filosofía”; en cuyo caso, no se
podría decir que fue un mal defensor de su propia causa, sin implicar que litigó con la
debida destreza para lograr su condena.
Sócrates dejó ver como calumniadores y falsarios a quienes relacionaban con su enseñanza
los desmanes y crímenes de algunos ciudadanos que de jóvenes habían sido afectos al
filosófico perfil de sus discursos y al persuasivo efecto de su dialéctica inductiva. A esa
53
Es la amnistía que subsiguió al derrocamiento del gobierno de los Treinta Tiranos, cuando volvió la democracia a
gobernar en Atenas y se habían desvanecido las últimas esperanzas de recuperar la grandeza cultural, económica y política
que se perdió en las nefastas guerras del Peloponeso.
acusación, antepuso un argumento fundado en el ejemplo. Recordó su convicción de
independencia personal frente a los retos del poder político. En plena vigencia de la
democracia, votó en contra del ajusticiamiento de los generales sindicados por el pueblo y
por los acuciantes políticos, de abandonar a sus muertos en el campo de batalla. Durante el
gobierno de los Treinta Tiranos, se le ordenó formar parte de una cuadrilla represiva que
tenía por una de sus misiones despojar, capturar y asesinar al demócrata León de Salamina.
Sócrates, en abierto desafío a la jefatura del gobierno, se negó rotundamente a ello. Este
recuento de su coraje e independencia frente al poder político del Estado, sin embargo, nada
aportaba a la causa personal que defendía, como no fuera un listado de los méritos que se
tendrían en mente como atenuantes a la hora de precisar la especie o dosimetría del castigo.
Pero fue una excepción feliz a su estrategia de alegar abstractamente sus puntos de vista.
Sócrates, hablando con términos concretos, también era arrasador y contundente.
Otras digresiones son de parecido talante y, no siendo invectivas contra los acusadores, ni
desarrollos filosóficos o morales de alto vuelo, deberían ser tenidas como muestra de la
inexperiencia del sabio o de la falta de información del escritor en materia de derecho
punitivo. Hay, por lo demás, demasiada jerga religiosa en el discurso de la autodefensa.
Una sobreabundancia de alusiones al dios Apolo que mueven al lector a rasurar
imaginariamente ciertos excesos místicos con la muy afilada barbera de Guillermo de
Occam.
Inventariando los defectos de información del diálogo desde la perspectiva del derecho
criminal, no se puede discurrir a plenitud sobre el tema de la presunción de inocencia y el
de la carga de la prueba, no importa si en estado embrionario todavía, como principios
garantistas de la legislación penal ateniense en ese punto preciso de su historia. En su
diatriba dialéctica, Sócrates apenas barrunta los perfiles más gruesos de estas categorías
protectoras del inculpado a lo largo del proceso: reduce al absurdo los argumentos de sus
acusadores y clama por el testimonio de quienes tuviesen algo de importancia que aportar al
expediente, buscando en ambos casos desdibujar la pertinencia de los cargos.
El sabio se duele, además, de la brevedad de los términos para evacuar los actos procesales,
entre los cuales figuraban las oportunidades del acusado o de su apoderado para allegar
nuevas evidencias o perfeccionar sus alegatos de defensa. La vista pública del juicio, en
casos como el suyo, debía llevarse a efecto en el transcurso de un solo día. Lo cual era una
limitación legal del tiempo para abogar con que contaba el defensor, a diferencia de otras
ciudades-estados cuya legislación penal, para juicios de la misma índole, permitía unos
términos más laxos y la extensión de la audiencia a varias jornadas.
Sócrates mostró conocer la distinción jurídica entre los actos punibles dolosos y los
culposos o de naturaleza involuntaria. Luego de demostrar por vía mayéutica que era
lógicamente absurdo predicar de él la abierta voluntad de delinquir, no quedaba otra
explicación, en el evento improbable de haber incumplido un mandato, que clasificar su
comportamiento en el género taxonómico de los delitos cometidos sin ánimo de violentar la
ley. En estos casos, el procedimiento imponía reconvenir al acusado ante el tribunal para
amonestarlo e imponerle una pena leve, garantía que le fuera supuestamente desconocida al
filósofo cuando le llevaron a juicio como si se tratara de un desalmado criminal.
Tú eres joven y yo anciano, ¿es posible que tu sabiduría supere tanto a la mía que, sabiendo tú que el
roce con los malos causa mal y el roce con los buenos causa bien, me supongas tan ignorante que no
sepa que si convierto en malos a los que me rodean me expongo a recibir mal y que, a pesar de esto,
insista y persista, queriéndolo y sabiéndolo?54
Aquí Sócrates se vale de una ironía urticante y devastadora asociada a una variante espuria
de la refutación por el absurdo. El procesado pasa a “demostrar” cuán necia es la pretensión
de los acusadores al cargarle con transgresiones a la normativa penal del Estado. Melito es
tan “sabio” que ignora que el hombre peca o delinque por ignorancia de las preceptivas que
le condicionan para ser bueno y le separan de la ocasión de hacer el mal. Desconoce,
también, dada la “hondura de su sapiencia”, que ese criterio de verdad fundado en la
conciencia inhibitoria en torno al daño que produce el delito tanto en la víctima como en el
victimario, es una de las piedras angulares sobre las que se apoya la doctrina de la
moralidad socrática.
La perfecta definición platónica de “sabio” excluye del sujeto así calificado la atribución de
la maldad como motor de la conducta. Pero Sócrates no aprehende la idea universal de
“sabio” a partir de series inductivas que saltan de lo particular a lo genérico, sino que define
54
Cfr. Jenofonte. Recuerdos de Sócrates. Aguilar.
el concepto genérico y luego busca en lo particular sus correlativas semblanzas. Aquí hay
demasiadas ambivalencias temáticas y, sobre todo, predomina en el discurso el grave
defecto lógico y retórico conocido como “petición de principio”. Ningún tribunal seglar en
el mundo acepta como prueba de algo, un elemento que a su vez necesita de la prueba de su
idoneidad probatoria. Mucho menos si la prueba de esa prueba es de naturaleza religiosa o
expresión de alguna superchería procesalmente inadmisible. La autodefensa de Sócrates,
debido a que entrevera abusivamente lo jurídico con lo metafísico y lo religioso, desatiende
las reglas del juego procesal e incurre de continuo en la falacia antedicha.
En este punto Melito, yo no te creo ni pienso que haya en el mundo quien pueda creerte. Una de dos:
o yo no corrompo a los jóvenes o si los corrompo, lo hago sin saberlo y a pesar mío, y de cualquier
manera que sea eres un calumniador.55
Este argumento es flojo porque se apoya directamente en una petición de principio que
consiste en postular que el sabio no puede corromper a nadie, y en sostener que él mismo es
sabio; de hecho, el que lo es en demasía. Es para descartar esta dura objeción contra su
pretendida investidura de “sabio mayor”, que Sócrates busca el aval de Apolo, mediante el
dictamen del Oráculo de Delfos.56
Para ofenderlo, algunos le endilgaban la condición de “sofista”, que era, por cierto, uno de
los atributos más detestados por el sabio:
¿Crees que un sofista se diferencia tanto de una cortesana? Quizá tan solo en el hecho de que uno y
otra intentan persuadir por distintas vías, ya que el objetivo común a ambas es conseguir ganancias
(...) Además nosotras no educamos a los jóvenes de peor manera que ellos. Anda, compara, si lo crees
conveniente, entre Aspasia, la cortesana, y Sócrates, el sofista. Decide cuál de los dos fue mejor
educador. Verás que Pericles (demócrata) fue discípulo de ella, Critias (que perteneció al gobierno de
los Treinta Tiranos), en cambio, de él (Analogía entre las cortesanas y los sofistas según
Alcifón. Cartas IV, 7).
55
Cfr. Platón. Apología de Sócrates. UNAM.
56
En el dictamen del Oráculo acerca de su sabiduría, Sócrates radica el axioma a partir del cual procede a demostrar la
legitimidad que le asiste para urgir a los atenienses a ser hombres más virtuosos.
No es solo la voluntad de ofenderlo lo que transparentaba el trozo referenciado; era la
creencia, convertida extensamente en vox populi, de que Sócrates, de manera real y
efectiva, corrompía a los jóvenes de Atenas. Es probable y verosímil que la traición de
Critias a la patria ateniense, haya sido entendida como efecto de la pedagogía de Sócrates
en lo filosófico, lo político y lo moral.
Para ella, un “holgazán improductivo” –como él lo era– que pasaba los días de sol a sol sin
hacer nada de provecho, descalzo y mugre como un mendigo loco, pronunciando discursos
incomprensibles, urdiendo disparates para asombrar a sus alumnos jovencitos, oyendo de
cuando en vez las palabras de un demonio, y mortificando u ofendiendo a los ciudadanos
prestantes de la polis con sus acosos retóricos compulsivos, constituía la imagen
contrapuesta de lo que debía ser un verdadero sabio: amoroso, comprensivo, erudito y
servicial. Haciendo memoria del dictamen “favorable” del Oráculo délfico, alguna vez
inquirido por Querefón, acerca de si había un hombre más sabio que Sócrates, Jantipa
masculló las siguientes palabras de piedra: “Borracho estaría el idiota de Chereifón cuando
creyó oír a la pitonisa lo que no hay pitonisa alguna que sea capaz de decir”.59
57
En el dialecto ático del siglo IV, a.n.e., “Jantipa” significaba “la rubia” o “la amarilla”, acaso por el color del cabello.
Durante muchos siglos fue reconocida en la historia como esposa de Sócrates, pero evidencias documentarias de segura
procedencia arqueológica, han venido a destronarla de esa jerarquía para colocar en su lugar a Mirto, hija de Arístides “el
Justo”, de cuyo matrimonio con Sócrates sí hay constancia de casamiento. De este modo y después de más de dos mil
trescientos años, Jantipa es la concubina de Sócrates, la mujer recordada por lo insoportable y refunfuñona, la más
“denostada” de las mujeres griegas a lo largo de la historia. Cfr. Calero Secall I. Jantipa. Madrid: Ediciones del Orto,
2003. Diógenes Laertio cita a Aristóteles, quien escribió que Sócrates tuvo dos mujeres: la primera, Jantipa, de la cual
hubo a Lamprocles; la segunda, Mirto, de la cual tuvo a Sofronisco y Menexeno.
58
Cfr. Juan de Bergúa. Diálogos de Platón, II.
59
Cfr. Juan de Bergúa. Ibídem.
inmedible de su misión de obstetra de verdades, que recabó al final de su “alegato” forense
que no aceptaría seguir viviendo a cambio de cesar de acuciar a los atenienses a ser
hombres más virtuosos y mejores ciudadanos.
La voluntad del dios que se deja oír en el cántico sagrado de las pitias del
oráculo, es el argumento axiológico y de autoridad en que se apoyaba la demostración (más
bien pretensión) de Sócrates de ser el más sabio de todos y el escogido de Apolo para hacer
mejores a sus conciudadanos atenienses. El dictamen del dios-sol en el oráculo, no estaba
sujeto a jerarquías más altas y por eso era inapelable y absoluto. Pero los intelectuales de la
polis, y el pueblo mismo, descalificaron el argumento al desconocer la legitimidad del
propio axioma, que se quería imponer como la voluntad divina comunicada por el canturreo
de la pitonisa. No se cuestionaba –por tradición y temor– el poder sobrenatural del oráculo
para comunicar al creyente el mensaje del dios. Se impugnaba la autenticidad del mensaje
aquel portado por Querefón, que se sospechaba fruto de alguna componenda inaceptable.
XIV SÓ CRATES: EL ENCANTADOR Y EL OGRO
El encanto de Sócrates reside mayormente en el portento de su inteligencia y en el estilo
personal de hacer y decir la filosofía. Hubo seguidores tan devotos que creyeron seguir su
ejemplo imitándolo hasta el extremo de no ser más ellos mismos, sino réplicas
estereotipadas del sabio. Emergieron la Academia y las escuelas socráticas “menores”
cuyos escolarcas acusaron con beneplácito la influencia de Sócrates, sin dejar por ello de
mostrar ingenio y talento en áreas de diferente incumbencia cognoscitiva.60
Esa admiración de los discípulos por Sócrates, no era sentimiento compartido por la
mayoría de los atenienses. El filósofo-reo no contaba con demasiadas simpatías entre los
ciudadanos que conformaban el colegio de los quinientos sesenta y tantos jueces, elegidos
para el evento, que decidirían su suerte aquella tarde, ni entre las gentes del común que
constituían el grueso de las barras entretenidas en aplaudir o rechiflar el desempeño de los
oradores. A fortiori, no gozaba de beneplácito entre los aristócratas, muchos de los cuales
eran damnificados de humillaciones públicas infligidas por el inculpado. Entre las variables
que alimentaban ese desafecto compartido hacia el maestro, que parecía plasmarse
confusamente en los cargos de la denuncia, cabe destacar:
Su resuelta pretensión de haber sido escogido por el dios Apolo como “el más sabio”, en
medio de circunstancias sospechosas de fraude o manipulación, que generaron el rechazo
de la ciudad, la burla de la plebe, y el sarcasmo de la elite cultural en la forma de comedias,
panfletos, mofas y estribillos. La insolencia de interpretar el mensaje del oráculo a su antojo
y el propósito de querer imponer esa versión “unívoca” del mismo como verdad absoluta.
El abuso de su superioridad dialéctica para maltratar a sus contendientes, exponiéndolos a
la burla general y deteriorando el prestigio personal de estos ante la familia y la polis. La
soberbia sardónica de escoger como “punición”, en el proceso, el privilegio vitalicio de ser
alimentado por la ciudad en el Pritaneo, como se hacía con los héroes de guerra y los
laureados en los Juegos Olímpicos 61. La actitud poco recomendable de desafiar a los jueces
porfiando en que no desistiría de acosar a los ciudadanos en el intento de hacerlos más
éticos cada vez como varones probos y servidores de la polis. La argucia contenida en el
desafío aludido para convertirse en mártir de la filosofía. El talante soberbio de definir las
nociones predicadas por él como verdades únicas e irrebatibles y de ponderar su método
como el exclusivo y único camino para alcanzarlas.
60
Las escuelas de filosofía, denominadas “socráticas menores” por su afinidad inicial con ciertos rasgos de la
personalidad y pruritos del estilo de practicar Sócrates la filosofía, pronto ganan independencia respecto del maestro y
desarrollan sus propias versiones doctrinarias y metodológicas, que van madurando a lo largo de los tiempos.
61
Los cargos penales atribuidos a Sócrates no son asociables a su concepto filosófico propiamente dicho. Sócrates no es
un mártir de la filosofía porque él mismo admite que su ejercicio fiscal de la moralidad ciudadana pone de presente su
obediencia incondicionada a los mandatos del Olimpo.
“Cumplir con la misión del dios” significaba con frecuencia perseguir, acosar, interrogar,
inducir, reducir, refutar y ofender a sus víctimas para obligarlas a recibir la “palabra del
dios”. Como “voluntad del dios” había que aceptar lo que el maestro entendía o definía por
tal cosa. Que no era más que un parapeto “respetable” y una máscara de veneraciones
fingidas, implementadas con particular ingenio en el esfuerzo de “salvar las apariencias”.
Para colmo de semejantes agravios, el tábano dialéctico se reprodujo y dio de sí una nutrida
sobada de larvas repugnantes que pululaban por doquier ocasionando molestias y
contratiempos a los señores atenienses: “Por otra parte, muchos jóvenes de las más ricas
familias, en sus ocios, se unen a mí de buen grado y tienen tanto placer en ver de qué
manera pongo a prueba a todos los hombres, que quieren imitarme con aquellos que
encuentran; y no hay que dudar que encuentran una buena cosecha, porque son muchos los
que creen saberlo todo, aunque no sepan nada o casi nada”.63
No era solo el tormento de sufrir al propio Sócrates, lo que constituía una molestia y un
desagrado muy grande para la ciudad. Era que el tábano se había multiplicado y su
descendencia, formada por mozalbetes boquirrotos, irrespetuosos y obstinados, se
entregaba a la inadmisible diversión de interrogar, ofender y ridiculizar a los ciudadanos
más prestantes, “probándoles” en público “que no sabían nada”. El maestro, según se sigue
del párrafo citado, no llamó al orden a sus inmaduros émulos, sino que proyectaba el
sentimiento perverso
de estar complacido con aquella iniciativa.
62
La teoría de los arquetipos o de los dos mundos era incompatible con el apostolado apolíneo que Sócrates se impuso a
sí mismo.
63
Platón. Apología de Sócrates. En: Obras completas. UNAM, 1976.
Sócrates admite, en el mismo trozo dialogal examinado, que el hecho de acosar y probarle a
un hombre su ignorancia no era asunto privado y discreto, sino un espectáculo público e
injurioso, grotesco y circense. Con ello divertía a los jovencitos que tanto apetecía. Estos
experimentaban “mucho placer al ver de qué manera pongo a prueba a todos los hombres”.
Es decir, que nada de solemne o sagrado había en aquella conducta que supuestamente era
un deber ineludible impuesto por el dios. Sócrates, seductor y atractivo para algunos, era,
en el sentir de mucha gente, un adefesio de sabio, un loco insufrible, un impostor indecente,
que se había granjeado con creces el odio de Atenas. El filósofo Sócrates, menospreciaba
de continuo el daño individual y colectivo que infligía a sus conciudadanos con su
monotemático proceder de evangelista alucinado, porque, según lo parecía, estaba
convencido de que los beneficios resultantes de su medicina espiritual, por amarga que
fuera, compensarían con muchas creces los sacrificios, los cuales era preciso asumir en el
desarrollo de aquella actividad dialogal, inductiva, mayéutica y “sanatoria”.
64
Un ciudadano de Atenas que aborreció intensamente a Sócrates fue Anito, el promotor de la insidia, transfigurada en
acusación criminal, que arrastró al filósofo ante el Tribunal de la polis. El motivo de esa enemistad predadora remite a los
años mozos de ambos, desde el momento mismo de entender que estaban prendados del mismo hombre: el atractivo,
carismático, sensual, inteligente, iconoclasta y pervertido Alcibíades, a la sazón amante de Anito. Tal parece que Sócrates,
valiéndose del embrujo de su palabra, porque con otros atractivos no contaba, le “robó” el novio a Anito. Aquella
deslealtad del amigo y aquel abandono del amante, sumieron por completo al ofendido en un luto amargo de despechos y
nostalgias, a la par que incubaron en su espíritu la invencible obsesión de la venganza.
XV SÓ CRATES Y MELITO
Llegado el momento procesal denominado “careo”, en que las partes o actores del juicio se
contra-preguntan y contradicen recíprocamente, Sócrates demanda de su acusador decir
quiénes son los varones probos que pueden mejorar la condición moral de los jóvenes
atenienses.65 Puesto que habiendo Melito –al lado de Anito y de Licón– denunciado a quien
a los jóvenes corrompía con su enseñanza y desvariaba con su mal ejemplo el sentido del
respeto debido a las tradiciones y valores más caros de la polis, muy aventajado debía estar
el propio acusador en el conocimiento: 1) de las personas capacitadas para orientar a
los jóvenes necesitados de formación moral, 2) de las artes que se ocupaban de descubrir
las causas de los desmanes o desvíos doctrinarios por parte de quienes se desempeñaban
como docentes y 3) de los procedimientos remediales precisos para contrarrestar el mal
causado por la enseñanza aberrada.
Platón revive de memoria aquel episodio litigioso que acaró públicamente a Sócrates, el
reo, con Melito, el orador principal de la acusación. La temática a debatir era el contenido
de los discursos recién orados por ellos como alegatos de denuncia y defensa,
respectivamente. Sin embargo, según se ha dicho repetidamente y para infortunio de la
historia, Platón y Jenofonte narraron tan solo apartes del discurso de réplica de Sócrates,
privando a la posteridad de lectores e investigadores, de los datos y detalles aportados por
la contraparte. Con todo, no hay que resignarse a trabajar tan solo con los pedazos de
verdad que se organizaron de cierto modo para reivindicar el recuerdo del maestro. Hay
heurísticas y técnicas arqueológicas de reconstrucción de sucesos y monumentos pretéritos,
que ayudan a esquivar el sesgo malicioso con que a veces se pretende corromper el relato
de la historia.
En todo caso, el careo entre acusador y acusado hubo de llevarse a efecto, y es en los
siguientes términos de un segmento dialogal, que Platón nos lo trae de memoria:
Sócrates. –Ven acá, Melito; dime, ¿no ha habido nada que te haya preocupa-
do más que el hacer a los Jóvenes lo más virtuosos posible?
Sócrates. –Pues, bien, di a los jueces cuál será el hombre que mejorará la
condición de los jóvenes. Tú debes saberlo por haber denunciado a quien
los corrompe.
65
La genialidad de Platón como escritor incomparable y dialéctico habilísimo, induce en el lector común la idea
equivocada de que, al enfrentar a Melito en el asunto de precisar quiénes son aptos para educar moralmente a los jóvenes
atenienses, el sabio recurre a un modelo de inducción verbal exhaustivo y completo. Pero no es así. La inducción socrática
no es exhaustiva ni completa; está cribada de defectos y transida de ilegitimidad epistemológica, dado el contexto que le
fuera propio.
Melito. –Las leyes.
Sócrates. – ¡Cómo, Melito! ¿Estos jueces son capaces de instruir a los jóvenes y hacerlos mejores?
Sócrates. –¿Pero son todos estos jueces o hay entre ellos unos que pueden y
otros que no pueden?
Melito. –Pueden.
Sócrates. –Pero mi querido Melito, todos los que vienen a las asambleas del
pueblo ¿corrompen igualmente o son capaces de hacerlos mejores?
Sócrates. –Se sigue de ahí que todos los atenienses pueden hacer a los jóvenes mejores, menos yo; yo
solo los corrompo; ¿no es esto lo que dices?
Ante el foro de la Audiencia, Sócrates deja ver algunos asomos de su mordacidad dialéctica
al fingir admiración por las palabras con que Melito calificaba a la totalidad de los
quinientos sesenta jueces como maestros competentes para adiestrar moralmente a la
juventud de Atenas. Ya el filósofo había explicado y reiterado muchas veces que la
ignorancia de una masa de necios nada puede contra la sabiduría de un solo hombre. No es
en la multitud que opina, sino en la minoría que sabe, en donde debe residir la
responsabilidad de gobernar y administrar todo lo que reclame pericia y requiera de
conocimiento. Sócrates denunciaba otra vez –sin decirlo abiertamente– los defectos
infantiles del régimen democrático. Su propio juicio era un ejemplo mayor de esas
falencias.
Melito es indagado por el acusado acerca de la clase de varones cuya excelencia moral
66
Platón. Apología de Sócrates. En: Obras completas. UNAM, 1975.
impide hacerlos reos de los cargos penales que a él le fueran imputados formalmente.
Valiéndose de su metodología inductiva y de las técnicas erísticas complementarias, el
filósofo se apoya en el argumento por el ridículo para provocar patéticas inconsistencias
entre el punto de vista implícito en el texto de la acusación y las respuestas a las
interrogantes que Melito es obligado a deponer. De conformidad con la “increíble”
incongruencia resultante, todos los ciudadanos, con excepción de Sócrates, eran capaces de
mejorar la condición moral de los adolescentes. Vale decir que, el hombre más sabio de
todos, en el encumbrado dictamen del Oráculo délfico, era también el más indocto, según
Melito, para enseñar la virtud a los muchachos atenienses.67
Es probable que Melito desatendiera, por razones de metodología procesal esa coyuntura
dialéctica, infértil y embarazosa de los argumentos demostrativos generales y abstractos
para concentrarse en lo más concreto y efectivo del texto acusatorio. No se conservan
registros escritos de los alegatos de las partes ni acta del itinerario procedimental del juicio
(salvo algunos segmentos del alegato defensivo, reconstruidos de memoria por Platón y
Jenofonte), pero no se puede menos que suponer el haber hecho Melito recurso de una
prosa suficientemente idónea en describir de qué manera aquel anciano ventrudo,
desaliñado, recursivo y petulante, pervertía a los muchachos que atendían a su evangelio
callejero, con una doctrina teogónica sobre la estructura del mundo, deducida del eleatismo
metafísico y del pitagorismo orfista. Así como también les desorientaba con el frecuente
testimonio suyo relativo a la compañía de un demonio que lo escoltaba y susurraba
consejos en los momentos previos a tomar decisiones de importancia.
67
Lo que Sócrates persigue en este punto con el procedimiento de acorralar inductivamente a su opositor, es provocar la
inconsistencia lógica entre el dictamen del Oráculo de Delfos, que lo reconoció como “el más sabio” y la consecuencia
forzada de Melito, que lo califica de “inepto” para formar a la juventud de la polis. De donde emerge el absurdo de que
Sócrates es sabio, pero no lo es.
La imputación de haber reconocido públicamente la existencia de una deidad menor que le
susurraba consejos cada cierto tiempo y el hecho innegable de haber sido maestro y amante
del corrupto y traidor Alcibíades, son los casos concretos más recurribles como evidencias
perceptibles y contrastables con la redacción del documento acusatorio. El hecho de haber
sido Sócrates preceptor y amante del controvertido, seductor y rebelde doncel, son dos
condiciones pedagógicas que supuestamente dejaron marcas imborrables en la psique de
aquel jovencito sometido a su férula personal los mejores años de su adolescencia. ¿No fue
acaso por su influencia que llegó Alcibíades luego a convertirse en paradigma de la
depravación ambisexual, modelo de la irreligiosidad iconoclasta, traidor de la patria a favor
de los espartanos, traidor de Esparta en pro del Imperio de los persas, traidor de Persia con
una coalición política de varios Estados helenos, “marido de todas las atenienses y mujer de
todos los varones”?
Sócrates. –Dinos, Melito ¿de qué manera dices que pervierto a los jóvenes? ¿O no es evidente según
la acusación que has redactado, que los pervierto enseñándoles a no creer en los dioses en quienes
cree la ciudad, sino en otros demonios nuevos?
Sócrates. –Pues por estos mismos dioses, cuyo nombre hemos toma do en nuestros labios, di más
claramente, ¿afirmas que enseño a creer que existen ciertos dioses, aunque no crea en los mismos en
que cree la ciudad, o bien afirmas que no creo en dios alguno y que esto es lo que enseño a otros?
68
La falta comentada no concierne a la moralidad jurídica como tal, pues ya las celadas retóricas formaban parte de las
estrategias y tácticas admisibles de la profesión forense. El reato lo era contra la augusta y encumbrada investidura de
“filósofo insigne y sabio sin par”.
Melito. –Esto es precisamente lo que digo: que no crees de ninguna manera en dioses.69
Según parece, Melito pensó que había cambiado el texto de la denuncia original, que
sindicaba a Sócrates de enseñar a creer en otros dioses que los de Atenas, por aquel otro,
que lo acusaba de no creer en dios alguno. Ocurre, entonces, que Sócrates, ostentando la
fina orfebrería de su destreza lógica, desarrolla una exégesis del cargo de ateísmo como
contenido de una acusación enteramente separada de la primera. De un momento a otro, no
hay una sino dos acusaciones contra Sócrates, que lejos de complementarse, se excluyen
entre sí desde la textura de sus correlativas inconsistencias metalógicas: Sócrates no puede
ser procesado bajo el cargo de venerar otros dioses porque está acusado de ateísmo, y no
puede ser procesado bajo el cargo de ateísmo porque está sindicado de venerar otros dioses.
Todo lo cual constituye una hermosa lección de lógica y retórica aplicadas en el tratamiento
de problemas asociados a las controversias filosóficas, forenses, políticas o de parecido
cariz. Aunque no lo sea, en igual sentido, con la ética de por medio. Los abogados, los
políticos y los doctrinantes dialécticos, en general, estaban permitidos, por influencia de las
costumbres que reglaban los certámenes oratorios, a la interposición de estratagemas y
martingalas destinadas a confundir al contrincante y sacar algún dividendo del suceso.
Cuesta mucho aceptar, sin embargo, que un hombre de la alzada intelectual y moral de
Sócrates, se hubiese avenido a hacer de una triquiñuela retórica, el fundamento de sus
estrategias principales de defensa litigiosa. Sócrates no deviene ventajosamente a partir de
un error incurrido por su rival, sino que induce al hombre a cometerlo para facilitar el
planteamiento y desarrollo de su argucia. El sabio se desentiende de desmentir directamente
la acusación concreta que lo inculpa, para pasar a “demostrar” la paradoja del “imposible”,
que se contiene en ella.
Nada había, a la sazón, de ilícito o censurable en ello, sino, por lo contrario, de plausible y
loable cuando era notoria la ingeniosidad de la tramoya. Pero Sócrates no era un orador
cualquiera, ni un dialéctico del montón: era el sabio mayor de Atenas y el filósofo más
notable del momento. De él no cabía esperar la insinceridad de sentimientos o el engaño en
las acciones o palabras por mínimos que estos fuesen. La falta de Sócrates al servirse de
celadas litigiosas es el irrespeto a la alta investidura moral que él mismo representaba y el
mal enorme que su ejemplo dejaba en los acólitos de su enseñanza.
69
Platón. Apología de Sócrates. En: Obras completas. UNAM, 1975.
medida, según ellos, era una manera indirecta, aunque objetiva de inducir a los jóvenes
discípulos a creer en otro dios, aún sin contar con su expresa voluntad de proselitar la idea.
XVI LA INDUCCIÓ N SOCRÁ TICA
Una técnica lógica empleada por Sócrates en trozos dialogales de variada importancia, es la
inducción verbal erística que, aplicada con cierta tendenciosidad, conduce a conclusiones
inaceptables por lo insólito o patético de ellas. El procedimiento parece retóricamente
plausible, solo que su aparente validez sintáctica es parte de la estratagema misma con que
se desea debilitar o fortalecer alguna posición litigiosa.
La inducción socrática no examina los individuos de una serie en atención a las propiedades
que hacen de ellos una clase homogénea, para luego intentar la formulación de la regla que
explica la perseverante analogía. Lo que hace Sócrates es tomar clases incompletas de
objetos como si se tratara de individuos, e identificándolas unas con otras por la tenencia en
común de algún rasgo o propiedad, pasa a afirmar que cada individuo perteneciente a esas
clases, ostenta esa misma característica. Para concederle alguna aparente “legitimidad” a
ese abuso metodológico, Sócrates induce al contrincante a aceptar o tolerar el manejo de las
especies como si se tratara de individuos.71
Esta permisividad y laxitud en los desarrollos inductivos del discurso, es muy común en el
espacio de las alocuciones expositivas que resumen, por ejemplo, un temario jusfilosófico y
político tradicional o replantean una problemática pedagógica o socio-estética ya vigente.
Pero de ninguna manera puede serlo de un proyecto exploratorio frente a un panorama
prácticamente desconocido, cuyos individuos, especies y géneros, están indeterminados
todavía, y sus taxonomías en “obra negra”, a la espera de las primeras clasificaciones
“confiables”.
71
La palabra “inducción” referida a su empleo por parte de Sócrates, tiene por lo menos dos sentidos principales. Primero,
como el proceso dialectico que aproximadamente discurre desde el análisis de los particulares homogéneos de una
especie, hasta el concepto del universal genérico que los contiene y explica. Segundo, como el acto de “conducir”,
convencer o persuadir a alguien respecto de acoger un punto de vista que se sostiene como “valido”, “verosímil” o
“razonable”.
venir dialogal de ideas que se examinan, conceptos que se intercambian, conclusiones que
se contrastan o proposiciones que se deducen, definen, explican, se aglutinan
armoniosamente o impactan unas con otras en choques verbales estrepitosos.
De esta suerte lo que el método da por supuesto es simplemente que la verdad es un sistema
coherente, y que no hay nada que pueda ser verdadero si está en conflicto con un principio
verdadero.73
Taylor puntualiza que la hipótesis aludida no es una suposición cualquiera, sino algo que
Sócrates estima “verdadero” porque tal es el consenso de quienes pueden opinar con
autoridad al respecto, o es una idea, propiedad o relación que los interlocutores acuerdan
elegir como punto de partida de alguna operación lógica. Esta manera de entender Sócrates
los conceptos de “hipótesis” y “verdad”, representará, siglos más tarde, una coincidencia
importante con el desarrollo de la metodología de la investigación forense, al lado de la
inducción y de la definición universal por el género próximo y la diferencia específica.
72
Taylor, A. E. El pensamiento de Sócrates. México: Fondo de Cultura Económica.
73
La inducción socrática está cargada de defectos, el primero de los cuales consiste en pretenderse “completa” no
siéndolo de ninguna manera. Esa falsa completitud del método propiciada por Platón y alcahueteada por los lectores es el
punto de partida de una serie de errores de sintaxis que ilegitiman gran parte de la teoría socrático-platónica del
conocimiento.
Caro, A. La retórica como eseidad y modo de ser de la filosofía. Barranquilla: Uniatlántico, Publicaciones, 2009.
moralmente aptos para hacer mejores a los jóvenes, con la sola excepción del acusado.
La dinámica inductiva a que hubo lugar, obedece, grosso modo, al siguiente esquema. Los
varones atenienses son divididos por el sabio en clases lógicas homogéneas de conformidad
con el arte o profesión que ejercen. Melito es inducido a responder si clase por clase los
individuos que las componen, están éticamente capacitados para mejorar la calidad moral
de sus jóvenes conciudadanos. La respuesta es que sí lo están, hombre por hombre, de cada
una de las clases, sin excusar a ninguno. Sócrates no cuenta en la operación sino como
referente de lo que significa no estar capacitado para mejorar a los jóvenes, razón por la
cual había sido inculpado y estaba siendo procesado ante la majestad de la justicia
ateniense.
La inducción que nos ocupa es espuria por diferentes razones: 1) porque se le concede el
tratamiento de inducción completa o por simple enumeración, no siendo tal el caso, 2)
porque se intenta persuadir al lector de que es correcto manejar inductivamente las especies
de un género sin contar con la información exigible acerca de los individuos que
constituyen dichas especies, 3) por que se apresuran juicios universales –reglas y leyes– a
partir de series inductivas insuficientes, 4) porque la inducción socrática, que es
incompleta pese a los artilugios sofísticos de Sócrates o Platón, solo permite aventurar
predicciones de probabilidad.74
Pero los efectos del impacto psicológico que produce la ironía de Sócrates en el ánimo de la
concurrencia, no necesitan de salvoconductos refrendados por la lógica para unisonar los
fuertes aplausos de aprobación y júbilo, o para practicar con ahínco el inmemorial deporte
de la mandíbula batiente. La perfecta ironía consiste en verse Melito obligado a admitir que
“el más sabio” es el más ignorante de todos los atenienses, con lo cual de una vez mostraba
ser él mismo, por obra y gracia de la dialéctica, más ignorante que el más ignorante de los
varones de la polis. Valiéndose de la inducción verbal y el acorralamiento mayéutico, el
sabio “obliga” dialécticamente a su acusador a exagerar las implicaciones de su propia
acusación hasta el punto de tener este que “reconocer” que todos los atenienses están
moralmente capacitados para enseñar a la juventud con la sola excepción del inculpado.
Pero la acusación de marras no surte los datos con la información que justificaba descartar
al factor discriminado. Melito es obligado a conceder que todos los ciudadanos aludidos por
Sócrates son varones aptos para educar a los jóvenes, pero no esclarece argumentativa ni
probatoriamente, por qué el acusado no lo es. Además, no resultaba lógicamente válido
predicar su ineptitud moral alegando que ella residía en la calidad de “corruptor de jóvenes”
que le era atribuida en la denuncia, porque esa cualidad deletérea era, precisamente, el
asunto que se trataba de establecer probatoriamente en el proceso.
Una vez superado el impacto de la belleza del estilo conque Platón expone el argumento
refutatorio –vertido en una prosa persuasiva, diáfana y directa– y después imaginar la
soledad del viejo Sócrates, discriminado como un discapacitado moral porque “no educa
sino que corrompe” a los jóvenes, el lector atento puede concentrarse en el esquema formal
que arma la sintaxis de la argumentación inductiva, razonada por el “abogado defensor de
sí mismo” para desvirtuar las acusaciones presentadas en su contra. El argumento inductivo
por acumulación, esgrimido por Sócrates para desarticular la pertinencia de las ignominias
denunciadas en su disfavor por los acusadores, no es, ni mucho menos, contundente; y no lo
es, en parte, porque las razones que se aducen para extrañar a alguien de un contexto, son
las mismas que se recurren para incluirlo en ese mismo universo del discurso. Y tampoco lo
es porque toda inferencia inductiva, que no se tenga por “completa”, es, sin excepción, un
razonamiento estocástico de variada y controvertible probabilidad.
En este punto cabe alguna reflexión mínima en derredor del carácter retórico de la filosofía,
noción combatida intensamente en sus escritos por Platón. La filosofía no es ciencia, ni le
cabe, por lo universal y extenso de su lenguaje, la pretensión de competir con ella
legislando principios generales sobre la naturaleza y evolución del mundo. Sócrates y
Platón despotricaban contra el relativismo, el subjetivismo y el escepticismo de los sofistas,
debido a que implicaban una renuncia a buscar el conocimiento absoluto. Pero ellos
mismos mostraron incompetencia a la hora de probar la legitimidad de sus conceptos
“absolutos”, lo cual abrió el compás en Sócrates, al sentimiento de inseguridad
gnoseológica que es inevitable caldo de cultivo de la duda que conduce al escepticismo.75
Los ensayos de hacer ciencia concreta con el lenguaje de la filosofía, son tan inútiles como
los de proyectar hacer filosofía pura con el lenguaje de la ciencia. La filosofía de Platón,
como la cartesiana y la de Hegel, son aleccionadoras en este sentido. No hay que buscar
peras científicas en el frondoso olmo de la metafísica. La filosofía de la ciencia es el arte de
discutir con arresto filosófico los problemas lógicos y epistemológicos de las ciencias; es
un puente ontológico tendido entre estas y aquella. La filosofía es retórica y persuasiva,
ambigua y estocástica, reflexión sobre el mundo y lucubración en torno al conocimiento del
mundo. No es un compendio de reglas inquebrantables ni una teoría del Universo, no es la
criada de la teología, ni el calco etéreo de los modelos científicos o políticos.
75
Caro, A. La retórica como eseidad y modo de ser de la filosofía. Barranquilla: Uniatlántico, Publicaciones, 2009.
conocimiento que transmite, o por falencias en la aplicación de sus métodos y técnicas.
Todo lo contrario: implícitamente le endilgan el defecto de saber demasiado.
El acusador Melito excluye a Sócrates del conjunto de los varones moralmente aptos para
formar a la juventud de Atenas, por lo “sedicioso, perturbador e incomprensible” que para
muchos –como para él mismo, a buen seguro– constituía el acervo “esotérico” (inaccesible
o ininteligible) de su sabiduría filosófica. Lo estigmatizaron por el miedo vergonzante que
padecían hacia lo que no podían comprender y por el odio que le profesa el insulso a la
persona que le desconcierta, anonada, ridiculiza y avasalla cuando intenta confrontar sus
pocas luces discursivas con la contundencia arrasadora de la inteligencia superior.
Nadie más preparado que Sócrates, entonces, para fungir de sedicioso perfecto, ninguno
mejor dotado que él para adoctrinar con refinada persuasión los secretos y las liturgias de
cualquier ideología o credo foráneo, ancestral o novedoso, pietista o iconoclasta. Así como
no habría otro hombre con mayores capacidades persuasivas –si se lo hubiese propuesto–
para enseñar a desaprender los valores tradicionales de la Ciudad-Estado sin traumar el
corazón del ciudadano leal o lastimar los sentimientos del creyente sincero. Aunque no sea
está más que una conjetura apenas verosímil, que no un “metrón” protagórico exacto para
someter a prueba la estatura de su inteligencia o la hondura de su talante moral.
Pero el acusador Melito no estaba obligado por la ley procesal a decir ni probar quiénes
entre los ciudadanos de Atenas estaban o no moralmente capacitados para mejorar a los
jóvenes de la polis. Lo que aquella audiencia ventilaba, entre otras cosas, era establecer por
medio de evidencias y alegatos forenses, si Sócrates mismo era éticamente apto para
realizar esa tarea pedagógica o no lo era. No se prueba que algo no es la excepción de la
regla con el recurso de contrastar inductivamente todos los casos que la verifican con el
único que no lo hace, como si lo extraño, lo insólito, lo inconcebible o lo patético del
suceso “anómalo” fuese la prueba de su propia inexistencia. Es decir, paradójicamente
expuesto, la prueba de que la excepción es imposible vendría a ser la existencia de la
misma excepción.
Ni más ni menos procede Sócrates cuando intenta “demostrar” lo insólito de sostener que
todos los varones de la polis son éticamente probos para mejorar a los jóvenes, con la
solitaria excepción constituida por él mismo. El oráculo había certificado que ninguno era
más sabio que Sócrates. Melito es conminado a admitir que Sócrates es el menos sabio de
todos: el único descalificado para instruir y formar moralmente a la juventud de Atenas. He
aquí la inconsistencia que conlleva a la refutación por medio del absurdo.
De modo convergente, ¿no es ser alguien “el más sabio de los hombres”, una condición
verdaderamente excepcional que no guarda diferencias lógicas de fondo con las del ejemplo
anterior? Si la excepción del primer ejemplo no se invalida de ninguna manera por los
efectos negativos que suscita su enunciado en el ánimo de las personas que la examinan, la
excepción del segundo ejemplo no se ratifica de ningún modo por sus efectos favorables en
idéntico contexto.
De este modo, ninguna pertinencia inmediata guardaba aludir a la moralidad del resto de
los varones ciudadanos para el fin antedicho. Lo que buscaba Sócrates, de preferencia, era
golpear duramente a Melito retorciéndole los argumentos, ridiculizándolo en público,
burlándose de su escasa habilidad para derivar ventajas judiciales y ganancias psicológicas
de ese escarnio, pero sobre todo para retaliar con la fuerza de la inteligencia, la infame
ofensa de haber sido enjuiciado por motivos “calumniosos” y por la inicua manera en que
procedieron a hacerlo.
Por supuesto que aquello parecía absurdo, aunque no lo fuera. De hecho, el filósofo era el
único incapaz de mejorar a los jóvenes porque era el único enteramente capaz de
corromperlos. Lo que a la mente inexperta le parece inaceptable es que miles de varones
atenienses que eran, con creces, mucho menos instruidos y capaces que Sócrates, fuesen
clasificados, a diferencia de él, como aptos para formar y mejorar a los jóvenes. Pero el
analista bisoño desatiende una variable de grande interés. Lo que hace inepto al filósofo
para educar a sus imberbes discentes no es su falta de información, sino el exceso de ella,
su heterogeneidad, su cantidad y cualidad. Pero, sobre todo, el método para replantear los
datos disponibles, en procura de reorganizar o replantear también la imagen de la estructura
del mundo.
Sin tener mucho en cuenta lo apabullado y disminuido que habría resultado Melito a raíz de
su desigual pugilato dialógico con Sócrates en el segmento procesal alusivo al tema de la
ineptitud de este para mejorar a los jóvenes, es pertinente aclarar que no se demostró con
ello la invalidez del cargo de corruptor que contextualizaba el documento de la denuncia.
No tiene validez lógica ni alcance probatorio el argumento refutatorio de Sócrates, que se
acaba de invocar. No hay que asimilar la soberbia triunfal de Sócrates con la verdad que se
busca establecer en el litigio, ni la abatida y humillada semblanza de Melito, con la derrota
de sus argumentos acusatorios.
Ante los ojos de la ignorante plebe que conformaba las barras de la audiencia, Sócrates hizo
añicos a Melito. Pero su discurso “triunfador” es apariencia de victoria que no desvirtuó el
tenor de las acusaciones incoadas. Con el solo expediente retórico de la ironía y la
reducción al absurdo no se infirman los cargos de alcance experiencial. El derecho –de hoy
y el de aquel entonces– no se puede reducir a un certamen de habilidades discursivas.
Aunque con cierta frecuencia, por desgracia, tal era precisamente el caso.
XVII LA ARTIMAÑ A DEL SABIO
En el acontecer de la actuación procesal, el filósofo Sócrates pide a Melito desambiguar la
afirmación que lo acusa de cometer delito de impiedad. Pero no formula la interrogante sin
más. Por ejemplo, no pregunta sin segundas intenciones ¿qué quieres significar con el
concepto de “introducir otros dioses”? o ¿qué significa exactamente la expresión
“desconocer las deidades de la ciudad”? ¿“qué cosas hago o digo para merecer la carga de
esas faltas”?
Sócrates, en cambio, con voluntad aleve y palabra premeditada, interroga al acusador
Melito sobre un particular que no concierne directamente a la imputación penal que se
debate. La propia morfología de esa interrogante, su semántica indolente, su perfil de
emboscada, es un eufemismo bien logrado, el ardid que espera ansiosamente un “sí”, como
respuesta, para consolidar una inconsistencia pétrea en el dominio lógico del texto
acusatorio: “¿Afirmas que enseño a creer que existen ciertos dioses, aunque no crea en los
mismos en que cree la ciudad o afirmas que descreo en todos los dioses sin excepción?”.
El cargo penal dice claramente que Sócrates comete delito de impiedad porque introduce
nuevos dioses. No menciona que el sindicado enseñe o difunda el ateísmo o que haya
instruido a sus discentes en la consigna de apostatar del credo oficial de Palas y de Apolo.
No hay cabos sueltos en la vida intelectual de este hombre que lo asocien por vía de
doctrina, con los agnósticos, relativistas y ateos del Ática o de otras latitudes de la Hélade
donde emergía y prosperaba la cultura de la incredulidad en materia religiosa. Sócrates,
además, había sido ungido por la palabra del dios en el santuario délfico. ¿Por qué habría,
entonces,
de solicitar semejante aclaración sobre algo que era transparente y obvio?
¿Por qué habría Melito de poner en Sócrates un atributo tan fácilmente refutable? ¿Por qué
no formuló la acusación de ateísmo en la denuncia? ¿A qué razón acudiría para justificar
ante sus pares acusadores la inconsistencia radical en que incurrió de cara al texto de la
acusación?76
Ni filosófica ni jurídicamente se puede justificar un error tan pueril sobre un asunto tan
delicado. Sindicar tardíamente a Sócrates de “ateísmo”, en el proceso, significaba hacerse
inconsistente con el texto de la acusación original. Melito, un poeta galardonado, un orador
jurídico experimentado y un defensor acusador público medianamente exitoso, ¿se dejó
engañar infantilmente con una interrogante bifronte que ofrece la obvia carnada de una
76
La debida comprensión de la Apología escrita por Platón, requiere de lectores pertrechados de un aceptable acervo de
conocimientos lógicos y retóricos. No se puede ir al encuentro con la lógica de Sócrates sin saber, por ejemplo, de qué se
trata el argumento de reducción al absurdo, o en qué consisten la definición por medio de universales y la inducción
verbal de clase mayéutica. De ahí la necesidad y la urgencia de implementar en las universidades y cursos de extensión,
programas de lógica y retórica tanto formales como extracurriculares, para iniciar o perfeccionar en estas disciplinas a los
discentes y demás interesados en “leer” a cabalidad la Apología y demás libros del filósofo “divino”.
acusación mayor? ¿Hay un ejemplo mejor para ilustrar la estrategia que se oculta en el
argumento de la pregunta compleja como simple? Cualquier actor regular de los tinglados
forenses griegos de aquellos días tenía que haber sabido, por la fuerza de la praxis litigiosa,
que la acusación de mayor compromiso vinculante, en cuanto a la responsabilidad penal del
acusado, no era siempre, de hecho, la más grave en la definición de la norma, sino que lo
era la mejor dotada de reales opciones probatorias. El procedimiento judicial ateniense, por
otra parte, era reacio a aceptar rectificaciones no fundadas en enunciados comprobados.
Platón habría querido legar a sus lectores el perfil de un Sócrates mucho más batallador y
contundente de lo que pudo haber sido en la realidad como orador legal en aquella lejana
tarde de su audiencia. Al sopesar los quilates retóricos de esta tesis, no debe soslayarse el
hecho llamativo de no haber querido Platón escribir el diálogo Apología como una
auténtica crónica de aquel emérito acontecimiento de la historia judicial antigua. El escritor
omite las ponencias y alegatos de los acusadores, así como la voz rectora del augusto
Arconte Basileo, quien presidía las actuaciones procesales.
77
El consenso de los expertos en el área de la religión, la mitología y las creencias populares en la antigua Grecia, apunta
a caracterizar el término “demonio” como equivalente de “deidad menor”, que era hijo espurio de algún dios, pero carente
de su grandeza y privado de sus poderes. El demonio “familiar” de Sócrates tal vez se asemeje al “ángel de la guarda”
cristiano. De otro lado, podría ser una metáfora de la “voz de la conciencia” o una alucinación auditiva anexa a alguna
especie de perturbación mental.
78
El especialista en “Sócrates” A. E. Taylor escribe que Platón no podía tomarse libertades como escritor respecto de los
personajes y hechos históricos que narra en sus diálogos. Uno de sus argumentos establece que para los años en que
Platón escribió sus libros, muchos testigos de esos relatos estaban vivos y no habrían vacilado en denunciar las falsedades
y errores consignados en los diálogos. Para consulta: Taylor, A. El pensamiento de Sócrates, Fondo de Cultura
Económica. Breviarios, 1969.
Hay, además de todo, baches discursivos y frecuentes soluciones de continuidad en los
itinerarios del procedimiento. El libro semeja la reconstrucción sesgada de un suceso
histórico real, efectuada con parches de recuerdos y pegamentos de leyenda. Parece, en
términos figurados, una construcción abandonada o la obra negra de un proyecto mayor
hermosamente delineado. Luego, no es descabellado conjeturar que la aparente anomalía
jurídica surgida del contubernio de la “idiocia” de Melito con la “mala fe” de Sócrates,
pudo no haber sido un hecho genuino de la saga que se narra, sino una deslealtad narrativa
del autor, perpetuada por escrito en las páginas del diálogo que recapitula aquel lejano trozo
de la historia.
Una vez “aceptada por Melito” la conveniencia de inculpar a Sócrates por el delito de
ateísmo, contradiciéndose así con el texto original de la denuncia, sobreviene, como era
apenas lógico esperarlo, la retahíla de objeciones y refutaciones lucubradas y espetadas por
Sócrates. El viejo zorro de la dialéctica (“torpedo” y “tábano”, también) manipula los textos
de las dos clases de imputaciones, no como ampliación de la primera por medio de la
segunda, sino a la manera de dos acusaciones independientes entre sí. De esta suerte, si le
sindican de introducir nuevos dioses, replica que eso es imposible porque un ateo no cree
en dios alguno; y si le acusan de ser ateo, se defiende diciendo que ello no le es factible
serlo porque lo han incriminado de creer en nuevas deidades.
79
Para avanzar más en este punto hay que acopiar más información jurídica, no solo respecto de la normatividad positiva,
sino también acerca de los usos y costumbres de carácter litigioso. Un tema que se debería desambiguar es el concerniente
al poder de los discursos y alegatos en cuanto retórica de las pruebas frente al valor de las pruebas mismas como factores
privilegiados de la decisión jurisdiccional. Sobre este particular, Jenofonte, Apología, rememora las palabras de
Hermógenes, advirtiendo a Sócrates sobre lo importante que es ir bien preparado como advocatus para enfrentar
idóneamente los diferentes momentos procesales de la audiencia: “¿No sería con todo, Sócrates, conveniente examinar
también lo que vas a decir en tu defensa? ... ¿No ves cómo muchas veces los tribunales de los atenienses han llevado a
quienes nada malo hacían a la muerte, seducidos por un discurso, y cómo en cambio, en muchas ocasiones han absuelto a
malhechores, ya fuera compadecidos de sus palabras o porque hablaron de un modo adulador?”.
personaje llamado “Sócrates” en sus diálogos sea meramente el portavoz de sus propias
opiniones. Platón, además de ser un filósofo, es un escritor imaginativo de gran ingenio y
encanto. Nadie supone, y él mismo no pretende seriamente, que las conversaciones de sus
diálogos ocurrieran como él las registra”.80
Es muy conveniente recordar que las falacias y demás modos “impuros” de la lógica formal
estándar, son, a la vez, herramientas mentales y aplicaciones metodológicas de gran utilidad
80
Russell, Bertrand. Obras completas, Tomo I, Historia de la filosofía. Bilbao, España: Aguilar, 1973, p. 90.
81
A. E. Taylor verifica una “lectura” del episodio procesal en que Melito, inducido por Sócrates, se contradice oralmente
con el texto escrito de la denuncia, alegando que se trata tan solo de una broma de Sócrates para burlarse de su
contrincante. Taylor aleja de ese comportamiento del filósofo cualquier asocio con intenciones protervas y prácticas
engañosas. Ni siquiera ve en ello un argumento idóneo para restarle credibilidad a la denuncia mediante el descrédito
público de quien la formula, que no sabe “probarle” al acusado ¡de qué demonios está hablando! Pero no se anima el
experto en “socratismos” a formular la conjetura iconoclasta que le pone interrogantes verosímiles al “pulquérrimo”
talante del prestigio socrático.
Sócrates es “intocable”, porque en ese estado de “gracia filosófica” lo encontró Occidente en la obra de Platón.
Y así ha permanecido su imagen de pensador durante veinticuatro siglos. Hay académicos e investigadores
independientes que denuncian la talanquera mental y el daño pedagógico representados por la enseñanza implícita del
dogma de la “superioridad” de Platón. El problema no consiste en enseñar y divulgar directamente el dogma, sino en
priorizarlo a la hora de estructurar la temática y establecer las intensidades temporales de la asignatura. El culto a Platón y
otras idioteces filosóficas es el título de un libro cuyo tema es el mismo que en este instante nos secuestra la atención
en el espacio de las investigaciones científicas, jurídicas y tecnológicas. Una fórmula lógica
de alcances veritativos probables o difusos, bajo determinadas circunstancias de
incertidumbre cognoscitiva, puede ser de mayor utilidad puntual para el investigador, que
su contrapartida lógica “bien formada”. La explicación de este fenómeno, tildado
equivocadamente de “paradójico”, tiene que ver con la “naturaleza demostrativa” de las
fórmulas bien formadas (f.b.f.) o leyes de la lógica, y con el carácter de inferencia probable
o incierta propio de las fórmulas espurias.
En estos casos, los modos formalmente defectuosos, como lo son las falacias de la
recíproca y de la contraria, son aplicados como heurísticas de probabilidad, encaminadas a
resolver problemas en situaciones de variada precariedad informativa. El ideal del
conocimiento perfecto, que era paradigmático de muchas corrientes filosóficas y teorías
científicas, ha sido remontado por los conceptos de lo perfectible, lo estocástico, lo difuso y
lo argumentativo, que hoy profesan las ciencias fácticas y los sistemas expertos
desarrollados por las teorías informáticas de la inteligencia artificial.
Los lectores no quieren leer a Platón razonando en lugar de Sócrates; quisieran oír y “ver” a
Sócrates mismo, prescindiendo de Platón. La magna tarea literaria, histórica y filosófica de
Platón en la Apología es precisamente esa: ser veraz respecto de los hechos que dieron
lugar a la palabra acusatoria, y honesto en cuanto a la solvencia moral de los medios
recurridos para “socavar” la versión de la denuncia.
La lectura del diálogo presupone que: 1) Sócrates no es Platón como suplantación efectiva
del pensamiento de aquel por el de este, 2) el libro Apología de Sócrates no es una crónica
del juicio, mas sí un resumen del discurso de Sócrates y 3) el autor no reprodujo las actas
del proceso, ni tuvo en cuenta documento alguno como fuente, sino que escribió de
memoria los contenidos de la obra.82
Un viejo problema hermenéutico radica en encontrar la técnica para determinar qué cuota
de platonismo hay en los parlamentos de Sócrates desarrollados en los diálogos. Lo que se
deja de ver al examinar el tema, es la enorme admiración hacia la persona y la enseñanza de
Sócrates, prodigada en la sublime prosa de los diálogos. Platón, dicen los expertos, es el
más grande y auténtico de los filósofos socráticos, el consecuente exegeta de su mensaje
ético y el más autorizado expositor de sus doctrinas metafísicas. Es plausible suponer,
entonces, que siendo el escritor un filósofo transido de socratismo, todo lo que podía
proyectar sobre su propia obra era el producto, socrático también, de su metabolismo
mental de ideas y métodos aprendidos del maestro. Vale decir, por consiguiente, que la
cuota de platonismo que supuestamente adultera el discurso de Sócrates en los Diálogos
homónimos, no habría existido nunca si se da por supuesto que el joven Platón, autor de las
obras mencionadas, era en aquel momento de su vida intelectual, un socrático “a morir”.83
82
Los juicios de ponderación sobre el desempeño lógico y retórico de Sócrates-Platón en los diálogos “juveniles”, deben
ser cuidadosamente contextualizados para evitar el error hermenéutico de calificar con parámetros y criterios
contemporáneos, lo que corresponde al estado de incipiente desarrollo de esas herramientas discursivas hace poco menos
de veintitrés siglos.
83
Este enigma ha perdurado lo que las obras de Platón tienen en años de haber sido publicadas por vez primera. La
explicación que parece más plausible para entender este fenómeno milenario de fracasos y frustraciones hermenéuticos, es
la falta de puntos de referencia asociativos no objetables, desde los cuales y hacia los cuales se pueda desglosar las
diferencias y acumular las similitudes que “acercan” o “alejan” sendamente, sus respectivos perfiles intelectuales. La tarea
interdisciplinaria de los glosadores, traductores, lingüistas, filólogos, historiadores, epistemólogos y demás especialistas
convocados para darse al ejercicio magno de desambiguar los textos referenciados en lo que respecta a discernir cuándo
excogita Platón y cuándo Sócrates en un trozo dialogal cualquiera, enfrenta grandes dificultades, como la de no poderse
contar con la comparación de los estilos literarios, que es prueba muy valiosa de la arqueología documentaria. El método
que podría rendir aceptables dividendos si se satisfacen algunos requerimientos previos o requisitos de base, es el de
cotejar a Platón consigo mismo. Es decir, aplicar hermenéuticas comparativas para establecer los cambios graduales que
experimenta Platón desde la juventud a la senectud, pasando por los estadios intermedios de la madurez, en cuanto a la
pérdida de la influencia socrática en su obra. La estrategia consistiría en el estudio comparativo de los diálogos socráticos
“plenos”, con los que no lo son en medida semejante, siguiendo la cronología de las publicaciones. La estrategia es el
conjunto de heurísticas que harían factible alcanzar el objetivo propuesto.
Más preocupante que el improbable cálculo del investigador acerca del nivel de “invasión
platónica” en los argumentos, juicios y conceptos de Sócrates, es, en la Apología, el factible
ocultamiento por parte del escritor, de las opiniones que sobre los hechos de la acusación,
profesaban mayoritariamente las gentes de la polis. Según se sabe, Sócrates no encarnaba
de ninguna manera el ideal doméstico del sabio anciano: amigo seguro y bondadoso
consejero, capaz de despertar sentimientos de ternura y emociones filiales en sus
conciudadanos. Algunos comportamientos y opiniones de Sócrates no se compadecerían
con el empinado juicio que lo pinta como “varón moralmente pulquérrimo”. Si aceptamos
su falibilidad moral, entonces convendríamos en que los Diálogos de Platón consignan
ciertas faltas de orden ético, pero rubricadas bajo otras taxonomías de la conducta humana
o, sencillamente, “pasadas por alto” para “salvar las apariencias”. Lo que en este punto más
interesa es preguntarse desprejuiciadamente a quién deberían ser atribuidas tales faltas: ¿a
Sócrates, quien las habría cometido o a Platón, quien tal vez las inventó?
En cualquiera de los dos casos supuestos, el efecto es deletéreo para el prestigio histórico
de uno de los dos filósofos, pues si no fue Platón el autor del desaguisado por medio de su
escrito, entonces lo fue Sócrates con su comportamiento real, historiado luego fielmente por
Platón. Por ejemplo, cuando Melito es maliciosamente inducido por el sindicado a
contradecirse con el texto de la denuncia, algún lector podría opinar que aquello es
éticamente aceptable en cuanto estrategia de Sócrates para facilitarse la defensa. O
encontrará, de pronto, que un comportamiento de esta guisa (hacerlo o inventarlo) no puede
ser predicable de un hombre tan superior como lo fuera Sócrates o de otro tan grandioso
como lo fue Platón.
He aquí la paradoja resultante: dado que ningún hombre éticamente superior es capaz de
falta moral semejante y puesto que es preciso determinar la autoría de un comportamiento
moralmente censurable atribuido a Sócrates en un diálogo de Platón, entonces, o bien el
texto es el relato veraz de esa falta o es una impostura del escritor. Si se afirma que fue
hechura de Sócrates la falta, ello no es posible de aceptar por tratarse el acusado de un
hombre moralmente “superior”, luego fue autoría fantasiosa de Platón. Pero ello es
imposible, dado que Platón también es un hombre moralmente superior. Luego...
La lógica, en cualquier tiempo y lugar, es un arma de dos o más filos. De modo análogo a la
trampa lógica que Sócrates le tiende a Melito para salir inmune del proceso a tenor del texto
acusatorio, a Sócrates se le puede encerrar en una disyunción dilemática que viene a ser,
casi punto por punto, la contrapartida lógica de la paradoja antedicha:
Sócrates desconoce los mandamientos de la religión del Estado y es reo del delito de impiedad, tanto
si predica doctrinas de dioses espurios por ser creyente, como si promueve la praxis de no adorar a
dios alguno, por ser ateo.84
84
Barros, Nelson. La nueva mayéutica (inédita).
Los términos empleados en este dilema guardan mayor afinidad con el texto original de la
denuncia, que los del argumento defensivo de Platón para escamotear la acusación que en
ella se contiene. En efecto, Platón se vale de la prolijidad de su prosa para presentar
diferentes modos de decir las cosas, de tal suerte que el lector –tanto el ingenuo, cada vez,
como con frecuencia, el avezado– desapercibe los cambios en el significado de ciertas
palabras y giros de expresión, tomándolos por otros que se les parecen mucho, pero que no
dicen lo mismo exactamente.
No es fácil asimilarlas inconsistencias cuando detrás del formato lógico en que se encarnan
las oraciones deletéreas que las expresan, hay un fondo ético descompuesto que es tan
moralmente repugnante como la intención mendaz que le sirve de sostén a la metáfora.
Sócrates rehusó escapar de la prisión en que aguardaba su postrer momento, porque –
alegó– no quería ofender a las leyes evadiendo su mandato. ¿De qué manera es esa actitud
de sometimiento total al imperio de la norma, compatible con el patético escamoteo que de
ella hace en el más encumbrado recinto de la Justicia ateniense? ¿No habrían resentido las
leyes personalizadas, mucho más que el reato de evadir la prisión, el dialéctico esfuerzo de
Sócrates en burlar con sofismas la aplicación de ellas? ¿No es más truculento el dolo de
engañar que la cobardía de evadirse?85 Por otro lado, si hay leyes tanto justas como injustas,
en sí mismas o en su aplicación, ¿qué tan censurable es el esfuerzo de escamotear a las
segundas su protervo castigo?
Humillado –según Platón– por dejarse cambiar tan puerilmente el texto de la denuncia y
desesperado por no saber escapar de los laberintos verbales en los que Sócrates lo encerraba
de continuo, Melito se reduce a contestar con monosílabos insuficientes y frases
conceptualmente apocopadas, los “letales” cuestionarios que Sócrates formulaba de
improviso, dando muestras fehacientes de sobrado talento retórico, sobre la marcha
itinerante de aquel acontecimiento procesal.
Platón expresó ese drama –casi melopea eleática o parodia de la envidia civil– de la
siguiente manera:
85
El manejo ocasional de estratagemas sofísticas, no permite por sí solo definir a Sócrates como “sofista”. Se requiere,
para merecer ese calificativo, profesar los lineamientos primordiales de la doctrina filosófica que justifica la teoría y avala
la praxis.
en cuanto no reconoce dioses (acusación de ateísmo) y en cuanto los reconoce (acusación de adorar
otras deidades).
-Dices Melito cosas increíbles ni estás tampoco de acuerdo contigo mismo. A mi entender parece,
atenienses, que Melito es un insolente, que no ha intentado esta acusación sino para insultarme con
toda la audacia de un imberbe, porque justamente solo ha venido aquí para tentarme y proponerme
un enigma, diciéndose a sí mismo: Veamos si Sócrates, este hombre que pasa por tan sabio, reconoce
que me burlo y que digo cosas que se contradicen, o si consigo engañar no solo a él, sino a todos los
presentes.86
Platón nos ilustra aquí sobre el uso amalgamado de dos argumentos. El de misericordia,
para solicitar benevolencia anticipada al auditorio por la supuesta mala calidad discursiva
de sus intervenciones y el de ironía, que implica lo contrario de lo que efectivamente
manifiestan las palabras acabadas de decir. De este modo, Sócrates no se excusa
verdaderamente ante el auditorio por la supuesta “mala calidad” de su oratoria, sino que se
finge incapaz de confrontar “sus flacos méritos” con el “óptimo desempeño” de los
acusadores. Sin embargo, todos por anticipado reconocen su destreza verbal y saben con
creces de su superioridad dialéctica. Luego el sabio estaba siendo irónico, pero sobre todo
mordaz, en aquel momento inicial de su discurso. Es decir, que rebajándose a sí mismo,
Sócrates indirectamente se exaltaba y exaltando a los otros oradores, los rebajaba.
La ironía de Sócrates es de heteróclita factura. Puede mostrarse como una palabra, una
oración o una conjetura; en el ingenio de la definición o la idiosincrasia de los procesos
inductivos; para atacar o para defenderse, con auxilio de la lógica, pero sobre todo con la
permisividad de la retórica. La ironía socrática puede estar movida interiormente por la
desazón que genera la incertidumbre acerca del “conocimiento del sí mismo”; impulsada
por el ciclo valetudinario de la propensión bipolar del cognoscente; o seleccionada como
86
Platón. Apología de Sócrates. En: Obras completas. UNAM, 1976.
recurso retórico para “vadear” el compromiso de tener que concluir alguna lucubración
improvisada con un juicio categórico de cuestionable veracidad. La ironía es el pretexto por
excelencia de Sócrates y Platón para salvar las apariencias. Sócrates incurre en la
inconsistencia lógica de afirmar que él, que “solo sabe que nada sabe”, sabe, sin embargo,
que su interlocutor “no sabe nada”. La “justificación” de esta impudicia formal alude a que
esa conciencia de la propia ignorancia es lo que abonaría como prueba principal del
dictamen del Oráculo sobre su condición de “sabio superior entre los hombres”.
Hay, en ese argumento, demasiados flancos expuestos al ataque. Unos pocos de ellos se
pueden reseñar con laconismo. Si Sócrates se auto-implica como dueño exclusivo del
concepto de “conocimiento verdadero” y de las técnicas para alcanzarlo, ¿no era una
desfachatez colosal calificar a otros de ignorantes por desconocer aquello que él se había
dado a la solitaria faena de inventar? Si alguien dice que nada sabe, ¿cómo puede saber que
otro sujeto no sabe nada? ¿Cómo se hace para sostener válidamente que el más sabio es
quien, no sabiendo nada, reconoce que solo sabe que nada sabe, si se tiene en cuenta que la
ausencia total de conocimiento es privación radical de la conciencia de todo cuanto es o
existe, incluyéndose ella misma? La expresión “yo no sé nada” carece de sentido si no
pertenece a uno o más contextos. “Nada” significa “algo” que no es o no está, dada una
circunstancia o condición. Pero no puede significar “nada de nada” en un discurso que no
clasifica la expresión en algún catálogo ontológico imaginable, por fantasioso e imposible
que parezca. Dado que Sócrates sabía alcanzar conceptualmente la verdadera esencia de las
cosas contingentes mediante los métodos lógicos y procedimientos plausibles de la
inducción, la definición universal, la mayéutica y la anamnesis, por él mismo descubiertos,
y supuesto, también, su dominio pleno y efectivo de las preceptivas que inducen al
conocimiento del sí mismo, que él se ufanaba de atesorar y se empeñaba en inculcar a los
varones de la polis, ¿qué sentido tenía predicar de sí propio la absoluta ignorancia? Si
acosaba a los ciudadanos con el empecinamiento inapelable del tábano hematófago o los
aturdía, como el torpedo marino lo hace con su presa, mediante la descarga fulminante de
las refutaciones por el absurdo, en el altruista empeño de inculcarles la urgencia de hacerse
más virtuosos, ¿cómo es que por otro lado aparece diciendo que él mismo nada sabe?
Es elemental verdad de Perogrullo decir que aquel que nada sabe, está impedido de opinar
en torno a si otra persona sabe o no sabe alguna cosa. Planteado en esos términos, el
aforismo en estudio se deja leer como proposición inconsistente consigo misma o como una
auténtica “contradicción en los términos”. Para escapar de tan autofágico predicamento,
Platón repliega el estilo erístico de la lanza en ristre, que Sócrates aplica con redoblada
contundencia discursiva, para que la estrategia defensiva a veces en exceso intransigente, se
suelte de
la ruda tenaza de la lógica y se transforme suavemente en admirable y caprichoso (aunque
no por ello inofensivo) retozo de ironía.
El divino Platón, por las mismas razones, se previene cuanto mejor puede de las inminentes
paradojas y mutantes aporías de su discurso, propiciadas por los vicios estragantes de la
sintaxis lógica. El filósofo pone en cuarentena los bacilos lógicos de sus probables falacias
con el método poco ortodoxo de hibridar el lenguaje reflexivo de la filosofía o el más
conciso y directo de las ciencias, con la ambivalencia, ambigüedad, oscuridad o confusión
de los mitos y leyendas de que se sirve con frecuencia. El recurso tiene cara de ardid, pero
no lo es porque el filósofo no está impedido de saltar del lenguaje cósico que quiere retratar
el mundo con palabras, al universo de las figuras retóricas, donde los vocablos y las cosas
semejan intercambiar los valores semánticos que los identifican y separan normalmente. Lo
que no puede hacer es tomar lo uno por lo otro ignorando las preceptivas de la lógica de
identidad.
Debido a ello, “Solo sé que nada sé”, en la versión clásica, no es más que una sarta de
palabras sin sentido que parecen profundas y venerables por haber sido oradas por Sócrates
y escritas por Platón. Pero he aquí, sin embargo, que los defectos estructurales y semánticos
del aforismo en estudio, atesoran sus propias enseñanzas y esconden sus propios enigmas
que han sido motivo fértil de investigaciones metalógicas y pretexto consuetudinario de
incesantes polémicas, consagrando una historia doctrinaria fecunda y doblemente
milenaria.
Ha de tenerse presente al cavilar sobre los argumentos de la defensa que, sin la argucia
retórica o estratagema retórica de cambiar el texto acusatorio, anteriormente descrito,
Sócrates no hubiera podido desplegar su mayéutica destructiva y su erística contundente
para demostrar, por el método del absurdo, lo disconforme consigo misma que llegó a ser la
posición contenciosa del acusador Melito. El filósofo desatendía, por otro lado, el hecho de
la inocuidad probatoria de ese procedimiento:
Sócrates. -Si los demonios son hijos de dioses, ¿qué hombre pensará darse hijos de dioses y no darse
dioses? Absurdo semejante a como si alguien pensara que se dan hijos de caballos y de asnos, los
mulos, y no creyera que se diesen ni caballos ni asnos... Porque a nadie que tenga sentido común
puedes persuadir jamás de que el hombre que cree que hay cosas concernientes a los dioses y a los
demonios pueda creer, sin embargo, que no hay demonios, ni dioses, ni héroes; pero esto es
absolutamente imposible. Así que Melito, no hay escapatoria...87
El argumento platónico de la defensa, por otra parte, no reclamaba que la imputación de los
cargos susodichos fuese infundada o tendenciosa por el motivo de no haberse allegado al
sumario (o su equivalente procesal histórico) pruebas fehacientes de los comportamientos
pedagógicos, irreverentes o iconoclastas con que el acusado habría desconocido
públicamente, o en ágape privado, la legitimidad suprema de los dioses tutelares del Estado
ateniense o, acaso, de los dioses todos. En cambio, lo que voceaba con insistencia el
grandilocuente reo, o dejaba al desnudo indirectamente con su palabra erística, era que el
acusador se contradecía a sí propio en materia grave, al modificar substancialmente el texto
original de la querella.
Sócrates (o Platón) procede como el orador de los torneos dialécticos que se ponía por meta
reducir al oponente a su mínima expresión competitiva. El discurso de la defensa no estaba
jurídicamente bien contextualizado. Sócrates no tuvo asesoría experta porque fue lo
suficientemente soberbio para rechazarla. En la Apología no hay registro de actuaciones
procedimentales tocantes al suceso aludido como modificación del texto de la denuncia. La
Audiencia continuó impertérrita hasta agotar sus momentos procesales, como si ninguno de
los presentes hubiese comprendido la dimensión forense de lo que se implicaba con el
cambio en las correlaciones lógicas de los textos confrontados.
87
Ibídem.
XIX AVALANCHA DE ARGUMENTOS
Otros argumentos de protagonismo en la audiencia, se reseñan a continuación. Una
modalidad del auto-elogio o selección favorable de observaciones tiene lugar cuando
Sócrates, para infirmar la imputación de simpatizante político del gobierno de los Treinta
Tiranos, hace memoria de su expedita desobediencia a una orden gubernamental perentoria
de asesinar a un demócrata ateniense.88
89
Desafortunadamente, tanto Platón como Jenofonte, en sus respectivos libros acerca de la defensa de Sócrates, se
conformaron con reproducir o reconstruir lo más destacado de los alegatos socráticos, mientras descuidaban por completo
legar a la historia los argumentos que animaron el discurso de los acusadores, así como otros ítems de la regularidad
Sócrates se sirve varias veces de una estrategia retórica que hoy se reconoce como
argumento de las consecuencias adversas. El orador advierte al auditorio que si decide
verificar tal o cual proceder (aceptar o rechazar una propuesta), deberá atenerse a los
indeseables efectos que sobrevendrán de ello:
Se me figura que soy yo el que Dios ha escogido para excitaros, para punzaros, para predicaros todos
los días sin abandonaros un solo instante. Bajo mi palabra, atenienses, difícil será que encontréis otro
hombre que llene esta misión como yo; si queréis creerme, me salvaréis la vida.90
No pudo Platón ser más claro al poner el argumento en la palabra de Sócrates. Pero un
argumento no es más o menos persuasivo por sus propios caracteres retóricos, sino que
precisa contar con la clase de auditorio que recepta el contenido del mensaje. Si se tiene
presente la variable de la generalizada animadversión y suspicacia que suscitaba el filósofo
en un crecido número de ciudadanos atenienses, el argumento parece poco persuasivo por
motivo de esa misma antipatía y porque conlleva la insolencia o la incomparable ironía de
advertirles que si le condenan a muerte, se castigarán a sí mismos al no poder encontrar
otro hombre tan insufrible y detestable como él, “para hacerles virtuosos”.
Encima de todo, había la tendencia bastante generalizada a creer que en los debates librados
por los mejores filósofos y oradores no solo se dirimía quién era el mejor en el manejo
discursivo de los temas, sino que se establecía allí mismo, por medio de la razón discursiva,
cuál de las tesis propuestas era la verdadera. Sobre todo, en materia de moral, cuyos temas
son reacios a los cánones probatorios de la experiencia. Los términos medios y las
probabilidades quedaban muchas veces descartadas por no corresponder al conocimiento
nacido de la razón o certificado por ella.
90
Platón. Apología de Sócrates. En: Obras completas. UNAM, 1976.
llevado la lógica al núcleo de las discusiones filosóficas y jurídicas. Pero cargan con la
especie de haber orientado tendenciosamente su empleo para robustecer el germen del
dogmatismo gnoseológico.
Epicuro de Samos enseñaba que la filosofía tenía como función erradicar las emociones
perturbadoras del estado de felicidad perfecto que consiste en vencer el miedo de la muerte
y erradicar la sensación de angustia que genera la expectativa del dolor. Escribió que las
explicaciones racionales son antídoto efectivo contra el pánico que causan los fenómenos
de la naturaleza en el hombre del común. No hay que conturbarse por los truenos y
centellas que provienen de lo alto con ocasión de tempestades. No se trata de dioses o
espíritus enojados con nosotros, sino de movimientos del aire que se mete entre las nubes
formando torbellinos y ocasionando luces y fuertes estampidos. Epicuro ofreció tres o
cuatro conjeturas creíbles sobre el fenómeno de los truenos para que sus lectores y
discípulos se descargaran de la superstición que les restaba sosiego a sus espíritus. No
importaba la implícita verdad o falsedad de las explicaciones. El filósofo tal vez intuía que
la verdad de aquello estaba relacionada con la experiencia. Pero no había aún la forma
expedita de metodizar probáticamente su teoría para lograr resultados aceptables.
Descubrimos en este segmento del proceso una muestra de desdén filosófico hacia la
evidencia legal de especie empírica. Sócrates no se interesa demasiado por la factible
verdad resultante de los testimonios de quienes departían o debatían con él a diario en el
Ágora, frente al Partenón, a la salida del Gimnasio, en las inmediaciones de la Academia o
en cualquier nicho o calle de la populosa Atenas. No se vale de la verdad semántica como
método comprobatorio y por ello no la exige procesalmente según era pertinente haberlo
hecho. No presenta testigos dentro de las formalidades vigentes, sino que se limita a llamar
al estrado a los espontáneos que pudieran dar fe, en contrario, de su misión pedagógica por
mandato del dios.
Es probable que Platón, tuviera por cosa de rufianes la prueba de los testimonios, que,
intereses de por medio, fallas de la memoria o crudo sesgo voluntario, falseaban con
frecuencia las versiones de los hechos, “olvidaban” ciertos detalles comprometedores del
asunto en litigio, inventaban sucesos no acontecidos, listaban nombres ficticios de personas
inexistentes o vendían su versión testimonial al mejor de los postores. Las probanzas de
alcance empírico adolecían de las imperfecciones propias de los seres que son y no son,
plagados de defectos y cundidos de taras. Las pruebas por reducción al absurdo y otras
refutaciones semejantes, por el contrario, eran demostrativas y formales, impecables y
necesarias, dentro del contexto, en última instancia contingente, que le sirve de marco
ontológico a su peculiar manera de existir los entes formales.
La Apología, por consiguiente, como todo lo que tocara el genio de Platón, sin ser la mejor
de todas, es una obra filosófica superior, mas no un paradigma de perfección jurídica. A
Sócrates le habría resultado de mayor provecho litigioso haber aceptado el ofrecimiento que
se le hizo de una representación profesional para encarar las vicisitudes del juicio. Pero no
le plugo aceptar esa opción porque el defensor era maestro de sofística y sobre todo, debido
a que, al parecer, su intención no era tanto la de defenderse de los cargos como la de poner
al descubierto la pervertida fe de sus acusadores, la ignorancia de quienes guardaban contra
él viejos rencores, y la injusticia de haberse incoado un proceso criminal contra un hombre
probo como él lo era: un varón justo que habiendo servido a la ciudad a lo largo de su vida,
en la guerra y en la paz, era merecedor puntual no de castigos y vejaciones, sino de
privilegios y hasta de manutención vitalicia, financiados por el Estado.91
91
Sócrates es un icono inmarcesible de la filosofía occidental, una especie de adalid y mártir de la Verdad, cuya grandeza
de pensamiento o quilates de moralidad muy pocos hombres, muy pocas veces, en el trayecto de casi dos milenios y
medio, se han atrevido a cuestionar. Este respeto exacerbado por el sabio de Alopece, que tiene cara de “miedo
reverencial”, no merece ser disculpado por mucho que se le haya querido justificar. Refiriéndose al pensamiento de
Sócrates como tabú ancestral, genésico, axiomático y todavía funcional de la filosofía y de su historia, Jacques Beuverage,
atribuye al “endiosamiento” de la obra de Platón, muchos de los defectos connaturales (vicios) que corrompen el carácter
y deforman la semblanza del quehacer filosófico. La filosofía no debe intentar justificar lo que no merece ser disculpado.
El título de la obra de Beuverage habla por sí solo sobre el tratamiento que concede a la temática que nos arresta la
atención: El culto a Platón y otras idioteces filosóficas.
92
Se trata de un dilema constructivo simple, conocido también en el glosario lógico como silogismo disyuntivo unívoco
del modus ponens: A o B, si A, entonces C, si B, entonces C, luego C.
XX SÓ CRATES: CORRUPTOR DE LA JUVENTUD
“Corromper” significa “alterar, descomponer, cambiar la naturaleza de una cosa
volviéndola mala”.93 Tratándose de la conducta moral de las personas, es el acto (acción,
enseñanza, ejemplo) por medio del cual se estropea, pervierte o damnifica el modo de ser
ético de un individuo, de un grupo social, o de toda una colectividad. “Corromper”, cuando
es una trasgresión de la ley o de la costumbre moral, es un concepto que se particulariza en
conductas típicamente culpables descritas por la norma. El trasgresor “hace” en la realidad
de lo particular, lo que el mandato dice o define en la formalidad del códice. “Probar” la
ilicitud de una conducta es saber encajar el comportamiento denunciado como ilícito, en el
isomorfismo taxonómico prefijado por el legislador.94
Debería ser indiscutible la tesis que postula a Sócrates como corruptor de la juventud de
Atenas, si por ello se entiende la subversión espiritual de que es presa toda persona que
registra a profundidad el impacto formidable de la cavilación filosófica. La filosofía tiene
numerosos modos de expresarse y por ello, sendos nombres adjetivos con que identificar
los matices doctrinarios desde los cuales se podría fraguar y perfeccionar la acción, o
enseñanza “corruptora”. Con frecuencia, lo que filosóficamente mejor “seduce” y
mayormente “corrompe” al adolescente impresionable e inteligente, es el encanto de sentirse
“atrapado”, cada vez más, en la heterodoxia insolente de los juicios iconoclastas y en el
vértigo dichoso de las doctrinas metafísicas que sobredimensionan los modos exóticamente
pedantes de teorizar el universo.
La filosofía “pervierte” o “seduce” debido, en gran medida, a la “eseidad” sin par que la
redefine sin descanso, porque siendo ella, en apariencia, más pensamiento que acción, no
hay acción tenida por importante que no se cumpla como efectiva realización de su
pensamiento. La filosofía seduce con variada intensidad y de múltiples formas, aunque no
se avenga la “víctima” de su influjo con la doctrina de nombre propio que intenta
implantarle el proselitista que la divulga. El propio proselitista está atrapado en la misma
red que tiende a su víctima. Un pitagórico que hubiese proselitado el pitagorismo
cosmogónico, seduciría a su auditor o contertulio con los encantos y enigmas del
misticismo numérico que lo fascinaron a él.
93
Moliner, María. Diccionario de uso del español. Madrid: Editorial Gredos, 1997.
94
“Probar”, en la Atenas del siglo IV a.n.e., es un término cuyas connotaciones de significado no permiten equiparlo con
las que le son propias en nuestro día. No había, por entonces, una metodología de la praxis forense que conllevara el
artificio de poder aislar algún segmento de la realidad para practicar sobre él observaciones y experimentaciones tales que
cumplieran el propósito de contribuir a establecer la responsabilidad de un imputado en la comisión de un delito. El escaso
desarrollo de las teorías científicas y técnicas en el orden de las observaciones puntuales y experimentos prácticos, no
inducía a imaginar todavía la institución de las peritaciones o experticias. Probar era, en general, asunto de sentido común.
Pero casos había en que el juicio del maestro en un arte u oficio, era tenido en cuenta como evidencia o parte de una
prueba.
Pero la “víctima”, que no dejaría de maravillarse con la oferta filosófica de la matemática
encantada, puede encarar otras opciones discursivas y preferir otras retóricas para
cuadricular gnoseológicamente su conocimiento del mundo y definir apológicamente su
posición moral frente a la polis. Su escogencia parece libre, pero no lo es, porque cada
opción doctrinaria es una red que te atrapa a su manera y te adoctrina con los propios
dogmas, que, fatalmente, terminan por ser “las únicas verdades”. No hay, por otra parte,
una sola filosofía, sino pluralidad de ellas, legión de “verdades únicas” peleándose a las
trompadas retóricas unas con otras sobre el espinazo de los muchos siglos y el devenir de
las civilizaciones.
Esta prodigalidad uterina de la filosofía, como universal genérico capaz de desovar tan
variado número de especies doctrinantes, pone en evidencia la inevitable confrontación de
los puntos de vista incompatibles entre sí. La ausencia de criterios veritativos
incuestionables, marca la emergencia de las escuelas relativistas, pragmáticas, subjetivistas
y eclécticas. El conocimiento se hace inseguro, ambiguo, azaroso o probable. Ser “bueno” o
ser “malo” son calificaciones riesgosas de conductas humanas de alcance ético tomadas de
algún código de comportamiento moral que puede contradecirse con otros códigos morales
de distinto o parecido talante filosófico.
De semejante modo, “corromper” es dañar moralmente a otro teniendo como referencia una
normatividad ético-jurídica en vigencia apta para describir el hecho a que el término se
refiere. Cabe decir, en consecuencia, que el hecho o la conducta calificados de “corruptos”
podrían no serlo desde la perspectiva filosófica de otras disciplinas doctrinarias. Lo que es
más, un mismo comportamiento podía ser defendido como “bueno” y a continuación,
vituperado de “malo”, mediante desarrollos lógicos y retóricos inscritos en la pragmática de
las gnoseologías subjetivas o relativistas.
Sin embargo, en el contexto social y jurídico en que tienen lugar los hechos antecedentes y
concomitantes del juicio criminal adelantado por el Estado ateniense en contra del
ciudadano Sócrates, en el 399 a.n.e., el concepto de “corrupción de la juventud” tenía un
significado preciso y un alcance inapelable que sería conveniente intentar dilucidar en sus
componentes principales.
Tercero. Lo mismo que cualquier norma de alcance universal, en su contexto, las reglas
constitucionales de Atenas eran generales, abstractas y fijas, pero había lugar al manejo
hermenéutico y sesgado en la interpretación de ellas frente a los casos concretos, tanto para
acusar como para defenderse.
Cuarto. Hay que suponer que los cargos endilgados a una persona, no eran una mera
repetición o aproximado calco de los términos universales redactados por los legisladores al
crear las disposiciones respectivas. La oración “Sócrates introduce nuevos dioses y
corrompe a la juventud” difícilmente puede ser caracterizarla como una denuncia
cabalmente concebida y procesalmente aceptable, ni en aquel tiempo ni en ningún otro de
la historia del derecho.95 Jenofonte y Diógenes Laertio se refieren a esta anomalía jurídica
en distintas oportunidades.
Séptimo. Leyendo los argumentos empleados por Sócrates para defenderse, pueden
colegirse, contrapuestamente, las razones de los denunciantes para atacarlo. Pero este
método es demasiado tosco e indirecto para tenerlo como fuente confiable o medianamente
95
La evidencia documental y consuetudinaria de la enseñanza retórico-legal impartida por los sofistas en la Atenas del
siglo IV a.n.e., es razón suficiente para colegir el avanzado grado de complejidad conceptual que debió de verse
cumplidamente representado en la praxis dialéctica de las alegaciones y en el texto jurisdiccional de las decisiones
procesales. No es, pues, entendible, la incongruencia desatada por el contraste entre los notables defectos formales y de
fondo que militan en el texto de la denuncia contra Sócrates, y el nivel de desarrollo jurídico que, a la sazón, debía de
haber alcanzado Atenas con motivo del auge pedagógico de la influencia sofística, en lo normativo, pero especialmente en
lo hermenéutico y lo retórico.
fidedigna. Lo usual es que un acusado se proteja a sí propio sesgando su discurso y
alterando la semántica de las expresiones de la contraparte o, simplemente, omitiendo
referirse a lo que le puede resultar desventajoso.
Octavo. Los casos de los traidores Alcibíades y Critias, alegados como prueba de la
enseñanza moralmente disolvente prodigada por Sócrates a los jóvenes que escuchaban su
palabra, constituía un viejo rumor cargado de exageraciones y traspasado de ambigüedades.
Nada parecido a una certeza con respaldos probatorios. Sócrates se defendió de aquella
especie “calumniosa” alegando que era imposible de parte suya corromper a alguien,
porque él jamás fue maestro de ninguno. En su opinión, no cabía desligar el acto por medio
del cual se corrompe a una persona, de la acción pedagógica que transmite una información
ponderada de “malsana” en el contexto.96
Robert Silverberg perfecciona una paráfrasis del argumento socrático escrito por Platón,
respecto a la acusación de que Alcibíades y Critias, traidores de la patria, habían sido sus
discípulos en sus años mozos. Falso, dijo Sócrates:
Nunca fui maestro de nadie, así que nadie fue mi discípulo. Estoy dispuesto a hacer preguntas a ricos
y pobres por igual, y cualquiera que desea responderme y luego escuchar lo que tengo que decir,
puede hacerlo. Y si hay entre ellos algunos que se hayan hecho hombres de bien o picaros, no hay que
alabarme o reprenderme por ello, puesto que jamás he prometido enseñarles nada y, en realidad,
nada les he enseñado.
El argumento adolece de defectos tanto lógicos como retóricos. Sus falencias principales
residen en el tratamiento ambiguo que se concede a los términos “nada” y “enseñar”, el
primero de los cuales está tan descontextualizado cuan indefinido lo está el segundo y
borrosa es la relación que los asocia al uno con el otro. ¿Por qué el modo de descubrir el
conocimiento no es en sí mismo un conocimiento que se descubre y se puede enseñar? Los
métodos de la filosofía, aun cuando sus esquemas puedan aplicarse en otros espacios del
saber, no se desarraigan de su matriz original, con la cual configuran un todo indiviso. La
filosofía de Hegel no tiene un método dialéctico, sino que es dialéctica en el modo esencial
96
Mediante argumentos lógicos y argucias retóricas, Sócrates consiguió debilitar el texto de la acusación y colapsar su
implícito argumento. Luego de confundir al orador de la contraparte, le indujo por vía mayéutica a contradecirse con los
términos de la denuncia, provocando así la inevitable inconsistencia lógica de esta. Con esa operación, el sabio,
supuestamente, debía resultar inmune a cualquier conato de prueba en contra suya: si no era posible probar la inculpación
o si esta era autocontradictoria, el acusado, de inmediato, debía ser exonerado de los cargos. Sin embargo, como sucede
todavía, una inconsistencia lógica por sí sola, no suele ser, en general, un argumento suficientemente idóneo para derrotar
la “tozudez” de las evidencias reales o la contundencia de los prejuicios comunitarios.
de ser, devenir y comunicarse.
No hay que ignorar que Sócrates reconocía pocos méritos a la democracia, dejando entrever
algunas veces cierta preferencia intelectual por los regímenes aristocráticos. Su modelo
personal de gobierno era una especie de aristocracia de la inteligencia regentada por
filósofos. Platón, de ancestral familia de aristócratas, quiso llevar a la praxis, en la isla de
Siracusa, las ideas políticas de Sócrates, pero fracasó lamentablemente en las dos ocasiones
que lo intentó. Jenofonte, Critias y Alcibíades, asiduos de su compañía y formados
97
En las fronteras operacionales del tema, está clasificado el argumento por la ignorancia: “lo que no se puede probar no
existe” y “la no existencia de algo debe ser probada para ser aceptada”, que encontró cabida y entusiasta aceptación en el
escenario de las probanzas jurídicas antes que en el de la filosofía o las ciencias. En el derecho, el argumento es
bienvenido porque converge con el principio de favorabilidad del acusado. No así en otros ámbitos donde la imperiosa
necesidad de establecer la verdad parece obedecer al aforismo: la ausencia de prueba no es prueba de ausencia.
moralmente por el sabio, cada cual a su manera traicionó a la polis ateniense.
Los antagonistas y enemigos de Sócrates, los políticos, el clero hostil y el pueblo raso,
tejieron socialmente las distintas versiones de conformidad con las cuales los actos de
traición a la patria perpetrados por los varones antedichos y otros ciudadanos sin
importancia histórica, eran el efecto de la influencia moral y políticamente malsana
prodigada por Sócrates a la muchachada que se desvivía por ver y escuchar al maestro de la
oratoria razonada y al paladín de la contraofensiva erística. Tal era el entusiasmo de los
jovencitos, alentados por el ingenio verbal de Sócrates para retenerlos, que algunos
decidieron convertirse en “tábanos y torpedos”, para disgusto y desazón de muchos señores
importunados por ellos.
Esta situación histórica de rabia y dolor padecida por los damnificados de la tiranía frente a
98
La acusación de “corruptor de jóvenes” impetrada contra Sócrates, ha sido con frecuencia asociada, por los
desconocedores de estos capítulos de la historia antigua, con actos indecorosos y enseñanzas impúdicas de naturaleza
sexual, sobre todo teniendo en cuenta la, para algunos, “vergonzosa” e “inaceptable” condición ambisexual del sabio. Pero
muy distante de la verdad se ubica ese concepto porque, en primer lugar, la conducta era lícita y hasta respetable bajo
ciertas circunstancias, como la guerra, en que los amantes combatían en defensa de la patria formando pareja aguerrida y
hasta heroica. En segundo lugar, se trataba de un privilegio concedido al señor de la polis, del cual debía rendir cuentas y
esperar severos castigos en los casos de trasgresión de la norma. El ambisexual seguía siendo un varón que debía respetar
esa condición. Un varón podía ser homosexual en la intimidad, pero jamás afeminado en público. Le estaba vedado
hablar, caminar o gesticular como mujer, vestirse de fémina, maquillar su rostro o realizar cualquier otra conducta que
significara ofensa contra la dignidad de su género y el honor de la polis. En Atenas, era más conveniente para un señor de
la polis, comportarse virilmente en público, aunque realmente no lo fuera, que ser de veras muy viril y no saberlo mostrar
en su momento.
la impunidad formalmente estatuida por el Estado, es la premisa psico-social de la teoría
del “chivo expiatorio” como condicionante de la denuncia, procesamiento y condena a
muerte de Sócrates. El concepto, de probable origen hebreo, no ostentaba la misma
denominación entre los griegos, pero cabe suponer que existía con sus peculiaridades de
tiempo, lugar y contexto cultural. El odio hacia los traidores intocables, se redirigió y
concentró en la persona del sabio. El filósofo “que enseñó a los jóvenes a odiar la
democracia”, debía pagar ese crimen con su vida. Para muchas mentes ofuscadas por la
necesidad de retaliar, Sócrates encarnaba al traidor elegido para morir en nombre y
representación de todos los demás traidores de la patria ateniense. Las palabras del
incomparable Esquines rematan esta idea con diáfana precisión:
“¿Acaso no condenaron a muerte a Sócrates, el sofista, compañeros ciudadanos, porque se demostró
que había educado a Critias, uno de los 30 tiranos que derribaron la democracia?”.99
Esta, por supuesto, es otra “lectura” de los datos históricos “que se dejan manipular” para
reconstruir con otra óptica aquel desdibujado segmento del pasado. No parece que una sola
versión hermenéutica sea suficiente para atar todos los cabos que se necesitan en el
propósito de poder hacer de esta saga histórica un cuento relativamente bien contado.
99
Esquines. Discursos, testimonios y cartas. Madrid: Gredos, 2002. Al lado de Critias (tío de Platón), figuran los nombres
de Critón, Aristóbulo y Apolodoro (discípulos y amigos de Sócrates) como cabecillas de la insurgencia proespartana y
antidemocrática que se conoció como “Gobierno de los Treinta Tiranos”.
XXI LA OVEJA NEGRA
El interés más bien hiperbóreo de Platón por el derecho litigioso contrastaba con el que
denotaban con entusiasmo los sofistas, cuya doctrina filosófica estaba más libre de enredos
metafísicos y contaba con una visión más a propósito para metodizar líneas de acción
aplicables al desarrollo mismo de los debates judiciales. A Sócrates le interesaba mucho
más determinar la esencia del derecho y la naturaleza de la justicia, que, verbigracia,
conocer los intríngulis normativos de los procesos legales para defender o acusar a los
infractores de la ley.100
El énfasis de la enseñanza del sofista, en cambio, gravitaba sobre las categorías matrices del
ejercicio profesional, coordinadas con un sistema de reglas lógicas y argumentos retóricos
que se aplicaban oportunamente como estrategias para neutralizar el conato de ataque del
oponente o a guisa de tácticas para rematar un movimiento ofensivo de importancia
procesal. El relativismo y el escepticismo filosóficos eran, por supuesto, las principales
guías doctrinarias y metódicas, tanto en el ciclo de aprendizaje como en el campo de batalla
forense. La originalidad del litigante preparado por los maestros sofistas, no estaba, en
consecuencia, reducida al manejo pragmático de la ley positiva, sino orientada, así mismo,
a la manipulación experta de sus conexiones lógicas y al dominio retórico del discurso
forense, que enmarcados en una idea relativista y subjetiva de la teoría y el quehacer
jurídicos, habilitaban al practicante legal para ejercer con mucha efectividad y donosura,
tanto la defensa como el ataque de la posición jurídica controvertible, cualquiera que esta
fuese.
101
Los sofistas más afamados no eran propiamente originarios de las Ciudades-Estados de la Grecia continental, sino
nativos de colonias –principalmente en la Magna Grecia y el Asia Menor– que habían sido fundadas en territorios
conquistados a raíz de campañas militares o por cuenta de migraciones de diferente etiología histórica. La propia filosofía
griega comparte ese origen exógeno.
Los sofistas brillaron con luz intelectual propia en el proceso de transferir la información
abstracta de sus filosofemas a la teoría más liviana de la pedagogía, con destino final a
enseñar al alumno los fundamentos, técnicas y secretos del discurso aplicables en el espacio
funcional de la profesión elegida por el aprendiz. No se obsedieron los profesores sofistas,
por ejemplo, en proselitar sus ideales doctrinarios como dogmas de verdades eternas,
porque, en primer lugar, estaban advertidos de la paradoja que desata la oración que predica
la verdad absoluta respecto de aquel otro enunciado que enseña que toda verdad es relativa.
Por eso, no extralimitaron con esa clase de reflexiones jusfilosóficas e indagaciones
metalógicas, las estrictas fronteras del alegato jurídico, el discurso político y el despliegue
oratorio de cuño gnoseológico o moral.
Aquel ascenso creciente del prestigio intelectual y profesional de los sofistas, no fue, de
ningún modo, noticia grata para Sócrates y Platón, quienes no emplearon palabra amable
alguna para referirse a ellos en el plano de la filosofía pura al intentar refutarlos, o en los
espacios de la praxis pedagógica, buscando los pretextos para desprestigiarlos. 102 Los
sofistas parecían rivales tan peligrosos en la filosofía como en la pedagogía. En aquella,
porque Sócrates y Platón, eran filosóficamente menos llamativos para muchos jóvenes
debido a lo “más abstracto” y también “confuso” e “inaplicable” de sus concepciones y
doctrinas. En cambio, receptaban con beneplácito las directrices prácticas ofertadas por los
sofistas, que enseñaban filosofía a la vez que capacitaban en el arte de desenvolverse
discursivamente el discípulo según las reglas de la lógica, pero también por medio de
artilugios, sofismas y falacias cuando fuere ganancioso hacerlo.
Y en esta –en la pedagogía– eran “peligrosos” los sofistas, porque, analizando la situación
de modo comparativo, la mayoritaria clientela de la “competencia” no solo aprendía las
técnicas retóricas como arte de saber atacar y defenderse en los debates y discursos, sino
que las “incorporaba” a sus hábitos mentales desde donde “hacían tránsito” al
comportamiento moral, político y social del joven educando. La docencia de los sofistas
102
La intensa animadversión de Sócrates y Platón hacia los sofistas es proverbial en los escritos de historiadores y
doxógrafos, así como bastante recurrente en la propia obra de Platón. Esta antipatía visceral, que era mucho menos roñosa
y hostil de parte de los sofistas, llegó a transmitirse, viajando por doquier sobre el lomo de los siglos, a las generaciones
sucesivas de lectores, investigadores y críticos de los diálogos platónicos, a la manera de un prurito de autosuficiente
menosprecio hacia los pensadores y maestros protagóricos –injustificado y ruin – que hizo bastante daño a la memoria y
merecido reconocimiento de filósofos, retóricos y pedagogos, que intuían el modo de conocer el mundo con un punto de
vista heterodoxo, desconcertante e innovador, de frente a la intolerancia biliosa del engreído dueto de progenitores del
saber filosófico occidental.
proyectaba un adoctrinamiento “involuntario”, radical y efectivo, que enseñaba a
“desaprender” algunos hábitos de hablar y de pensar, sin decirlo o anunciarlo
expresamente. Bastaba para generar esos efectos con inculcar las reglas y ejecutar los
ejercicios de asimilar los hábitos sustitutos y de radicar en el muchacho el mayor interés
posible en perfeccionar día tras día, y momento tras momento, su capacidad oratoria, lógica
y retórica, como factores garantes principales de su éxito profesional.
Esa manera de entender los sofistas la enseñanza del derecho como transmisión de
habilidades discursivas, lógicas y retóricas, puestas al servicio de un concepto relativista y
subjetivista de los valores sociales, ha resultado históricamente mucho más compatible con
el real espíritu del ejercicio profesional moderno y contemporáneo del derecho, que el
rígido patrón metafísico del concepto platónico de la verdad absoluta, en ocasiones
enfrentado con la idea de la certeza jurídica cuando esta es manipulada por jueces y
litigantes con una soltura que se aparta de cualquier ortodoxia doctrinaria un poco más de la
cuenta. La mayéutica clásica no era entonces, como tampoco lo es ahora, una panacea
jurídica para abordar exitosamente la resolución de todas las problemáticas de género
litigioso. Primero que todo, porque el alegato forense de aquel entonces tanto como el de
hoy en día, no era una sarta de oraciones ligadas entre sí a la manera de rígidos esquemas
demostrativos, como lo deseaba Platón –sin ser, él mismo, de hecho, demasiado fiel a esa
exigencia–, sino
un tejido complejo de inferencias lógicas y argumentos persuasivos, plausiblemente
concebido y finamente ejecutado para alcanzar los oradores forenses, mediante sus
estrategias y tácticas, los objetivos procesales requeridos.
En segundo lugar, porque la técnica mayéutica, tal y como Platón da cuenta de ella en los
diálogos socráticos, no era un ejercicio equilibrado de pareceres contrapuestos que
permitiera a los dialogantes asumir indistintamente los roles respectivos de partero y
parturiente –dado el contexto de la metáfora del comadrón de hombres– sino que era un
género de interrogatorio sui generis en el cual Sócrates era siempre el partero, siendo su
interlocutor, el parturiente y la criatura que se daba a la luz, luego de muchos pujos y
quejumbres, la verdad aproximada a las preferencias metafísicas del obstetra.
En el Protágoras, Sócrates dialoga con su amigo Hipócrates (que nada tiene en común, que
no sea el nombre, con el afamado médico de Cos) intentando persuadirle por medios
mayéuticos de que es falsa la sabiduría impartida por los sofistas; que resulta, por
consiguiente, mala inversión la representada en los emolumentos que deben serles
cancelados a quienes como maestros, “nada verdadero” enseñan; y que es urgente apartarse
del peligro que corre su alma al resultar expuesta a una influencia doctrinaria tan deletérea
y perniciosa como lo es la de los malhadados profesores de la retórica relativista, el
descreimiento teológico y otras “perversiones del saber sofístico”:
Sócrates. -Hipócrates, vas a casa de Protágoras a ofrecerle dinero para que te enseñe alguna cosa;
¿qué hombre piensas que es, y qué hombre quieres que te haga? Si fueses a casa de Hipócrates, ese
gran médico de Cos, y alguno te preguntase: ¿a qué clase de hombre pretendes dar ese dinero?
Hipócrates. -A un médico.
Sócrates. - ¿Y qué es lo que querrías hacerte dando ese dinero?
Hipócrates. -Médico.
Sócrates. - ¿Y si fueses a casa de Polideto de Argos o a casa de Fidias de Atenas, y les dieses dinero
para aprender de ellos lo que saben y te pidieran decir qué es lo que saben?
Hipócrates. -Saben esculpir. Son escultores.
Sócrates. - ¿Y para qué te pondrías en manos de ellos?
Hipócrates. -Para hacerme escultor.103
Sentadas estas premisas, Sócrates le pide a su interlocutor que diga, puesto que se dirige a
casa del sofista para ser instruido por este, qué clase de hombre es y qué enseña. “Es un
103
Platón. Gorgias. En: Obras completas.
sofista y enseña el arte de la elocuencia”. A continuación, Sócrates, valiéndose de la misma
metodología, pasa a “demostrar” que el sofista es un sabio aparente que enseña una
sabiduría también aparente:
Es comprensible que una importante mayoría de jóvenes atenienses y de otras polis, frente
al dilema de seguir a Sócrates o decidirse por los sofistas, prefirieran a estos, que ofertaban
un extenso menú de técnicas operativas y reglas prácticas, sin descuidar el frente filosófico.
No era seductora la alternativa de un discurso abstracto que hablaba metafóricamente de la
existencia de otro mundo, y que no ofrecía instrucción profesional puntual acerca del arte
de la retórica aplicada al ejercicio del derecho, la política o la administración pública.
Contar con el saber y la guía de un buen enseñador del arte de razonar bien y bellamente,
podía representar para un joven griego de “buena familia” y futuro promisorio, la diferencia
exacta entre empantanarse en la mediocridad del entorno popular o alzar el vuelo hacia las
cumbres del éxito político y social. La competencia por los cargos públicos y dignidades
oficiales era reñida y hasta feroz. De ahí el interés cada vez mayor de prepararse bien los
jóvenes áticos para enfrentar con solvencia los retos de la cosa pública. De ahí la urgencia
de contratar profesores de reconocida solvencia filosófica y didáctica; la necesidad personal
de tener la preceptiva de un profesor sofista.
Luego Sócrates no tenía legitimidad gnoseológica –ni moral– en el concepto que privaba a
las formas lógicas y componentes retóricos del discurso, de la condición de fuente de
información útil que merecía ser tenida como objeto válido de investigación y estudio. Las
variables formales y constantes gramaticales de un trozo literario cualquiera, desglosado o
fijo en el contexto, por ejemplo, no forman parte de los contenidos de su prosa, pero son el
“continente” que los encierra, limita y organiza de conformidad con sus propias reglas. Es
falaz, por consiguiente, doloso y de mala fe, por parte de Sócrates y Platón, pregonar a los
cuatro vientos que los sofistas nada enseñaban porque su “saber” no correspondía a ningún
contenido; como si las preceptivas que le conceden forma, consistencia, decidibilidad y
autonomía a los contenidos de la prosa, no fuesen merecedoras de la atención que su
evidente importancia reclamaba. Quedaba por dilucidar el saldo de la falacia: el disparate
de sostener que los sofistas “nada” comunicaban porque “nulo” era el contenido de su
“aparente enseñanza”. Poco decoroso, encima de todo, fue el intento de disuadir Sócrates a
Hipócrates, para que no invirtiera su dinero en retribuir al sofista por una enseñanza “que
no lo era verdaderamente” y que –para colmo de calamidades– ponía en grave riesgo “la
salud de su alma”.
Pero de algo mejor que lo dicho por Sócrates sobre ellos se trataba la enseñanza de los
sofistas. Lo que los jóvenes aprendían de ellos no consistía en el escueto contenido de las
normas de cara a los procedimientos novedosos para aplicarlas, sino en el prontuario de las
diferentes maneras relativistas y escépticas de efectuar sesgadamente las “lecturas”
hermenéuticas de la ley, los procedimientos heterodoxos para encerrar al adversario en
dilemas insolubles, la capacidad persuasiva de inducir a ver lo malo como bueno y
viceversa, el arrollador talento oratorio para atacar o defenderse, el carisma para promover
la aprobación o la condena de algún proyecto magno, o la habilidad histriónica requerida
para provocar el beneplácito o desatar la ira del auditorio. Y así de esta consecuente
manera.104
104
Los discípulos de los sofistas, que aprendieron de ellos el arte de ejercer retóricamente la abogacía, eran muy
requeridos como profesionales en Atenas y otras Ciudades-Estados debido a la excelencia de su desempeño en las justas
forenses. Se trataba de hombres bien instruidos en su oficio, a la par de capacitados discursiva y lógicamente, para
convertir en “mala” una causa estimada como “buena” y en “buena” una tenida por “mala”. Sócrates despotricaba con
vehemencia de los sofistas, pero sus propias argucias en el juicio adelantado en contra suya, permiten descubrir algo más
Los sofistas eran pensadores tan importantes y llamativos como para merecer la atención
que Sócrates (también Platón y luego Aristóteles) ocupara en elaborar estratagemas para
deslucirlos y razones para refutarlos. La de Sócrates es una lógica en pie de guerra que se
desarrolló en paralelo a la necesidad de alcanzar contundencia contra los argumentos
sofísticos. Para el sabio, la sofística era inaceptable porque predicaba y ejercía el engañoso
arte de saber defender o atacar una misma tesis. Lo cual era corolario obligado del principio
gnoseológico según el cual la verdad ofrece tantos matices aceptables cuantos puntos de
vista verosímiles puedan ser presentados por los polemistas de un debate.105
La idea de la verdad de los sofistas, según Platón, que estaba lógicamente fundada en los
cánones del subjetivismo y el relativismo, conducía, fatalmente al despeñadero del
escepticismo nihilista. El profesor Estanislao Zuleta destacó repetidamente la dimensión del
problema. En una disertación sobre este particular, dijo lo siguiente:
105
El fenómeno gnoseológico de coincidencia o concurso de verdades contrapuestas hace presencia todavía hoy –o si se
quiere, ahora más que nunca antes– en los espacios del derecho, las ideologías y ciertos renglones de la ciencia.
106
Zuleta, Estanislao. Lógica y crítica. Cali: Editorial Universidad del Valle, 1996, p. 223.
XXII EL VALOR LITIGIOSO DE LA RETÓ RICA
Algunos historiadores de la filosofía antigua cometen el error –o incurren en la ligereza– de
aseverar que Sócrates y Platón eran tan “sofistas” como los filósofos que en su día fueron
reconocidos mediante ese calificativo. El criterio para fundar ese juicio quisquilloso tiene
que ver, probablemente, con el manejo a veces irregular, ambiguo o confuso del discurso
socrático y con la desatención, por error o con dolo, de las reglas de la sintaxis lógica o de
los preceptos que gobiernan el manejo de la semántica, dado el contexto correspondiente.
Pero la diferencia entre “usar” sofismas y “ser” un sofista integral radicaba en una posición
de principio doctrinario. Para Sócrates, el verdadero conocimiento no es ambiguo ni
relativo, sino unívoco y absoluto. La verdad ha de ser universal e inextinguible y no una
opinión contingente y fugaz. Para los sofistas, en cambio, no hay una sola verdad
inmarcesible, sino multitud de verdades relativas y cambiantes. El arte de la retórica
forense consiste parcialmente en saber persuadir el sofista al auditorio que la conducta
sindicada de “mala” puede llegar a ser “demostrada” como “buena” y viceversa. Para
Sócrates, el conocimiento verdadero es el que define la verdad cognoscible como ente real
y perfectísimo. Para el sofista, las verdades son opiniones o juicios lucubrados por el sujeto
cognoscente. La verdad y el conocimiento de ella, según Platón, no son asunto de este
mundo imperfecto, como sí lo son, respectivamente, según la axiología de los sofistas.107
El empleo alevoso de las aporías y las paradojas es otro fenómeno de parecida catadura,
pues no siendo estas “dificultades” de la lógica, sofismas en sí mismos, pueden alcanzar esa
condición de modo transitorio o eventual, de conformidad con su aplicación en el contexto.
Por contraste, hay sofistas doctrinarios que dan muestras de tan singular dominio y sin igual
107
El relativismo de los sofistas es asociado con frecuencia a estratagemas de que se sirve un orador para confundir o
refutar al adversario. De hecho, así ha sido en el decurso de los tiempos. Pero el relativismo también es una posición
filosófica sobre el tema del valor del conocimiento, que se afianza en la idea de “lo relativo” como un rasgo propio del
mundo real que hace tránsito a las categorías gnoseológicas del saber humano. El sujeto cognoscente “descubre” los
relativismos cuando relaciona de cierta manera unos fenómenos con otros; pero también los “inventa” cuando decreta que
cierta especie de entes deban ser clasificados de conformidad con alguna escala de valores.
erudición en los temas debatidos, que pueden prescindir a voluntad de muchos de los
argumentos sofísticos –que no de sus principios filosóficos– a lo largo y ancho del discurso.
Los “megáricos”, verbigracia, proyectan un reto interesante para el análisis hermenéutico,
pues su discurso configura una amalgama apretada y simbiótica entre el eleatismo y la
sofística.
Por otra parte, los relatos de Platón y Jenofonte sobre la autodefensa de Sócrates, acusan el
defecto de omitir, tal vez tendenciosamente, las intervenciones de la contraparte y el
itinerario secuencial de los actos procesales. Una manera de intentar reconstruir idealmente
lo que pudo haber sido la clase de argumento desplegado por la contraparte acusatoria,
consiste en examinar atentamente la cara opuesta de la moneda, que es la réplica de
Sócrates. Lo que al analista interesa principalmente al estudiar la refutación del sabio a las
acusaciones de marras, es descubrir el nexo metalógico que supuestamente existe entre lo
refutatorio y lo refutado. A la especie de argumento defensivo contrapuesto por Sócrates en
su alegato, debía corresponder, aproximadamente, el género de argumentación acusatoria
propuesta por Melito, incluidas sus especies más probables en el caso de marras.
Una de esas obras aprovechables en tal sentido es el diálogo Protágoras, cosecha de Platón.
La parte central de la obra es una diatriba dialogada contra Protágoras mismo, uno de los
mejores pensadores y oradores de su tiempo, quien es rebajado por obra y gracia de la
pluma del “divino”, a la escueta condición del interlocutor corriente de su época, incapaz de
neutralizar con su palabra escéptica y relativista la trampa mortal de las demostraciones por
el absurdo. Sócrates “obliga” al sofista de Àbdera a que intente demostrar que la virtud
puede ser enseñada, sosteniendo él, por el contrario, que no puede serlo, para proceder a
arrinconarlo retóricamente, después, como era su costumbre, y rematarlo con el puntillazo
de probar sus inconsistencias discursivas.
Lo que el lector avezado naturalmente espera, no es oír al sofista razonando con el mismo
paradigma lógico de Sócrates, sino esgrimiendo las muy aguzadas armas de su retórica
relativista y escéptica: la virtud no es un concepto absoluto ni un modo de ser definitivo,
sino algo probable, un valor mutante, una idea de la axiología que cambia con el tiempo o
se diversifica con las circunstancias de los diferentes horizontes humanos en que hace
presencia. De ahí que Platón, reconociendo la desventaja en que situaría al héroe de su
novela filosófica (o filosofía novelada), se cuida muy bien de no meterlo en calzas tan
prietas.
Emplea, entonces, su técnica de partero de hombres para probar que la retórica, contrastada
con las demás expresiones del saber auténtico, no es un conocimiento que se corresponda
con un arte o ciencia determinados, y que quien la enseña o se sirve profesionalmente de
ella, ni enseña verdaderamente algo, ni presta un servicio que derive de un verdadero saber.
La falacia de Platón, en este punto, consiste en procurar confundir el resultado de la
actividad de enseñar una ciencia o arte, con el efecto de enseñar un procedimiento que
puede ser aplicado exitosamente en innúmeras especies de un mismo género o en géneros
diversos de una clase mayor. Tal y como acontece con la lógica y las matemáticas puras
que no cuentan con un objeto exclusivo en particular para desarrollar sus cálculos e
inferencias, pero que pueden ser aplicados idóneamente a todos los renglones del
conocimiento, la retórica no privilegia un sector de la ciencia humana, sino que ella misma
es privilegio argumentativo de todos los lenguajes del saber.
La retórica, en general, no versa sobre las cosas del mundo de que tratan las palabras, sino
sobre las palabras que tratan de las cosas del mundo. La retórica es un saber que atañe a los
modos posibles en que las palabras pueden ser organizadas, interpretadas y argumentadas
para que hablen de cierta forma sobre el “orden” que rige la denominada “realidad
objetiva”. Es, por tanto, el arte de reacomodación incesante de las palabras para que surtan
la función persuasora de reacomodar de cierta manera el mundo que nos rodea.
108
El relativismo, por razones obvias, se compenetra con el escepticismo. Si el relativismo conduce a callejones
dialécticos sin salida, esa aporía dialéctica del argumento relativista remata en el estado dubitativo. No se puede conocer
verdaderamente aquello que da lugar a las muchas opiniones o juicios doxáticos. La carencia de pruebas induce al acuerdo
o convención. La imposibilidad de este desemboca en la suspensión del juicio.
Gorgias. -Sin duda.109
109
Platón. Gorgias. En: Obras completas. UNAM, 1976.
110
“Justicia” es un ideal moral que cada civilización importante define de conformidad con los lineamientos filosóficos
que vertebran su cultura. Hay tantas definiciones de la justicia como intereses doctrinarios, teológicos y políticos, puedan
contabilizarse en la demente carrera de los imperios por consolidarse como dueños del mundo. El intento de imponer cada
imperio su ideal de justicia ha sido fuente de horrendas “injusticias”. La guerra es el principal espejo histórico en que se
miran las utopías de la justicia llevadas al extremo.
unánimemente los humanos, ni localizarla en parte alguna de este mundo “contingente y
defectuoso” en que vivimos, es un ente perfectísimo que mora en un espacio separado del
nuestro, acompañado de otros entes tan “necesarios” y “absolutos” como lo es él mismo.
Por un fenómeno de “participación” esencial, este mundo es una copia o sombra de aquel,
aunque imperfecta en todos los respectos. Así también la Justicia.
Platón no echa mano de este mito de los dos mundos en la Apología porque una abstracción
de esa especie no tiene cabida –ni es de buen recibo– en un contexto como el jurídico-
penal, que hace de la prueba efectiva la razón de ser de la acusación y la garantía segura de
la exculpación del sujeto inexactamente sindicado de violentar la ley del Estado. Flaco
favor le habría hecho al alegato de la defensa el presentar un aval teórico tan desconectado
de la realidad concreta que habría podido tenerse, para mayor infortunio del acusado, como
propiciatorio de la supuesta conducta irregular, sobre todo si el mito mismo se prestaba en
alguna de sus lecturas, a ser considerado como indicio verosímil del secreto desprecio del
viejo filósofo hacia las antropomorfas deidades protectoras de la polis.
Platón no hace un listado de casos demasiado extenso, sino que, valiéndose del argumento
de “selección de observaciones”, escoge ladinamente los ejemplos que le son favorables en
el contexto, e ignora astutamente los que no lo son. Platón asume el riesgo de incurrir en un
error tan garrafal como el que acaba de comentarse, porque de la aceptación de la respuesta
a la pregunta sobre el nombre que merece el que se ocupa de lo justo, por parte del
vituperado
Gorgias, dependía o no hacerlo incurso en una inconsistencia que se traducía en la
consabida reducción al absurdo. El talentoso, portentoso, aclamado e invencible Gorgias,
en manos del hábil y tendencioso Sócrates, no es más que un mozuelo inerme –vaya usted a
creerlo– ante la soberbia metafísica del sabio, descrita por el divino Aristocles de Atenas
(nombre auténtico de Platón), príncipe de los nobles Codros y pariente cercano de Zeus.
Puesto en otras palabras, la retórica, enseñada en sus lineamientos generales, era aplicable a
todos los lenguajes del conocimiento, particularmente al conjunto de los profesados por los
señores de la polis, dependiendo del interés del alumno el especializarse en uno o varios de
ellos: gramática, historia, retórica, ética, política o derecho. Un argumento de autoridad, de
reducción al absurdo o de petición de principio, podía ser instrumentado por un político, un
teólogo, un naviero, un escolarca, un comerciante o un comandante militar, de parecida
manera a como se aplican las reglas de la composición musical, que valen tanto para idear
una sinfonía como para crear un motete, o para escribir un concierto para piano y otro para
castañuelas y orquesta. Con todo, los sofistas no eran ajenos a la ciencia, el arte, la política,
la ética o la filosofía de su tiempo, de lo que hay fehaciente testimonio en escritos de su
época (de ellos o sobre ellos) y de calendas posteriores. Algunos de los mejores sofistas
fueron gramáticos eminentes, abogados prestigiosos y maestros superiores de encumbrado
verbo y deslumbrante erudición. En cualquier caso, los sofistas eran expertos en el arte de
“salvar las apariencias”, tema que fue de la preocupación de Platón y de la especial
incumbencia de Aristóteles, quien escribió reiteradamente sobre el particular.
Un defecto grave del argumento socrático que discrimina al sofista por aparentar ser dueño
de un conocimiento que se finge como si lo fuera de algo, pero que no es realmente
conocimiento de nada, consiste en manipular la definición de “sofista” como si se tratara de
alguien que es “nada” si le privamos de esa, su condición de tal, que también es “nada”
porque nada contiene como conocimiento. De este modo se incurre en un nihilismo o
“nadaísmo” que hace del sofista un ser que es, aunque por definición “no existe”. El error o
la falacia se localizan en la operación lógica que abstrae del hombre-sofista todo lo que el
individuo es: física, biológica, psicológica, emotiva, cultural y mentalmente, hasta quedarse
111
Esto es un error. Un experto en astronomía podría ser, perfectamente, un sofista doctrinario, o un científico proclive a
incurrir en posiciones sofísticas debido a lo “arrojado” de sus conceptos y teorías.
112
Este punto se asocia con el concepto de “sesgo” que es de capital importancia en las lides de naturaleza jurídica.
con el solo carácter o propiedad de ser un sofista, merecedor de desprecios y objeto de
vilipendios.
Pero un sofista era mucho más que su condición de tal. Podía ser, ante todo, un profesor de
oratoria, un gramático insigne, un traductor del persa, un maestro de caligrafía jónica, un
matemático pitagórico, un político deliberante o un hermeneuta del oscuro Heráclito.
Aunque también, un auriga y domador de bestias, un arconte basileo, un astrónomo sin
telescopio, un médico esclavo, un escultor de niños muertos, un arquitecto de la Magna
Grecia, un fabricante de clepsidras, un estratega castrense, un músico citarista, un poeta
andariego, un navegante de cabotaje o el dueño de una heredad de inconmensurables
extensiones. Es decir, se podía ser “sofista” en diferentes grados e intensidades, desde el
más doctrinario y profesional, propio de las grandes figuras, hasta el menos docto y
eventual del hombre interesado en el saber dialéctico, pero consagrado por arte u oficio, a
menesteres poco filosóficos y retóricos.
Prolijos fueron los sofistas en sus enseñanzas sobre el manejo de las argumentaciones, el
buen uso de la gramática, el donaire de la caligrafía, el arte de proponer y luego refutar una
tesis, los conceptos humanísticos sobre la esclavitud, sus ideas originales sobre el
relativismo de las costumbres, el valor cambiante de la política y los orígenes de los
gobiernos y las instituciones del Estado, así como fueron pioneros de la enseñanza como un
oficio respetable y útil, merecedor de emolumentos monetarios y remuneraciones en
especie.
El culto a Platón y otras idioteces filosóficas, título también, por cierto, de una obra
iconofóbica de nuestros días, atajó durante siglos el reconocimiento que la cultura
occidental estaba en mora de tributar a los sofistas, pioneros insignes de la docencia como
profesión remunerable y adalides del pensamiento relativista como canon de alternativas
disidentes y modelo matricial de subversiones teóricas.
XXIII MUERTE DE SÓ CRATES
La muerte de Sócrates, desde el punto de mira de este ensayo, no es, en particular, una
reflexión filosófica en torno al significado de su enseñanza o una alegación jurídica acerca
de las implicaciones morales de su condena a beber la cicuta. Lo que aquí se pretende, en
cambio, es listar y comentar brevemente, teniendo presente el contexto histórico, las causas
y los motivos sociales y jurídicos que pudieron incidir aisladamente –o asociarse unos con
otros– para dar lugar al histórico juicio y rememorada audiencia que ha servido de fuente
matricial de esta micro-investigación y de pretexto mínimo para escribir el presente libro.
La opinión adversa que el mundo adoptó acerca del proceso, condena y ejecución de
Sócrates, repercutió negativamente sobre el prestigio histórico de la metrópolis ateniense.
La ciudad todavía está manchada con el recuerdo de esa “infamia”; una memoria triste a lo
mejor magnificada por el poderoso ascendiente que la versión sesgada de Platón sobre los
acontecimientos judiciales y extrajudiciales del proceso incoado contra el sabio de Alopece,
ha ejercido amplia y continuamente sobre la conciencia filosófica de Occidente desde la
publicación del diálogo Apología de Sócrates en el siglo IV a.n.e., hasta nuestros días.
Atenas ha sido condenada por la historia escrita por Platón. Y no ha contado con una buena
oportunidad de defenderse.
Uno de los principales defectos de este diálogo “socrático” de Platón, consiste en que omite
los alegatos de la parte acusatoria y pretermite los argumentos de los jueces para proferir la
sentencia respectiva. Platón –lo mismo que Jenofonte– no escribe una crónica equilibrada
del evento para que el lector, respetando el contexto histórico, pudiese ponderar los
discursos contrapuestos, desarrollando su propia exégesis y alcanzando sus propias
conclusiones. Lo que trae consigo la obra, en cambio, es una verdad a medias que no deja
ver claramente el punto de vista penal de los denunciantes, las pruebas a que estos hicieron
alusión para sostener los cargos y los argumentos de que se valieron para hacer razonable la
solicitud de la pena capital como modalidad punitiva.113
La condena de Sócrates puede ser conjeturada teniendo en cuenta factores tanto legales
como extraprocesales. Algunos de los motivos y circunstancias que pudieron contribuir a la
condena del filósofo, se pueden aludir de la siguiente manera:
El motivo religioso. La alta clerecía del culto oficial ateniense resintió la pretensión
desfachatada de creerse Sócrates emisario de Apolo, su fiscal moral y vigilante Argos de la
eticidad de los varones ciudadanos. El sabio ático era una pieza suelta que no encajaba en el
organigrama funcional de la iglesia apolínea, un intruso y un usurpador. La casta
sacerdotal, a no dudarlo, era un enemigo poderoso y un conspirador letal. No se sabe sin el
componente de la duda, sirviéndose de qué medios la clerecía apolínea hizo valer su
ascendiente autoritario o hasta qué punto lo utilizó protervamente, para incoar exitosamente
el juicio contra el sabio y para que la sentencia de los jueces no pudiese ser otra que la pena
capital.
El motivo ideológico. Muchos atenienses sabían –o lo intuían– que el credo de Apolo era
una máscara que Sócrates usaba para evitarse la acusación de impiedad. Su verdadera
doctrina filosófica era la teoría órfica “de los dos mundos” y su abstracto concepto de dios
no exhibía el grosero perfil antropomorfo del pagano Apolo. Sócrates era un filósofo
superior que fungía de apologeta de un credo primitivo y supersticioso. En esa medida,
proyectaba el perfil de un hombre insincero con sus seguidores y deshonesto consigo
mismo: un sector de la opinión ciudadana lo definía como un orate místico o como un
farsante embozado tras la arlequina investidura del sabio.114
El motivo axiológico. Preferible es morir que claudicar. Este argumento no lo funda tanto
el filósofo en la aspiración a inmortalizar su nombre, como en la reflexión pragmática
acerca de lo ruin y vergonzoso que sería el espectáculo de pedir clemencia o realizar
transacciones afrentosas a cambio del perdón de los jurados. Sócrates no se imaginaba a sí
mismo como un exiliado abrumado por la vergüenza del veredicto infame y obligado a
arrastrar en otra patria el resto de su provecta existencia.
Con todo, Sócrates es un falso mártir de la filosofía. No fue condenado a muerte por haber
filosofado en disfavor de las leyes de Atenas ni por declarar que preferiría morir a dejar de
hacer el bien con su palabra. Platón quiso hacer de Sócrates un héroe impostado por medio
de una situación hipotética de acuerdo con la cual los jueces le absolverían a cambio de su
promesa de no volver a acosar y asaltar dialécticamente a los ciudadanos de la polis. La
respuesta imaginaria de Sócrates suena contundente y airosa. Una vida sin investigación no
merece ser vivida.115 Platón lleva a buen término un esfuerzo persuasivo y estilístico de
gran envergadura para que la situación hipotética aludida, parezca real y el lector se quede
con la impresión de que, ciertamente, Sócrates rechazó la oferta de vivir a cambio de no
filosofar.
Si Sócrates se hizo matar para aspirar a subir al podio de los mártires del pensamiento
reflexivo, habría sido porque confiaba que el argumento que contenía la hipótesis sobre su
determinación de no canjear su vida por el compromiso de no acosar a los varones áticos
para hacerlos más justos, era lo suficientemente persuasivo hasta el punto de llegar a ser
tomado como asunto presente, real y verdadero. El “divino” Platón, con la magnificencia
incomparable de su pluma es cómplice de la inmortalidad de Sócrates: ayuda al sabio a
subir –con mañas de escalador avezado– al pedestal insigne que se le tenía reservado en el
Olimpo de la razón abstracta. Para consagrar la gloria del maestro en algún recodo de la
historia, Jenofonte, en tono sostenido menor, hace algo semejante.
Lo patético de todo esto tal vez haya sido que Sócrates no habría muerto por defender el
derecho del ciudadano a buscar por sí mismo la idea de la verdad o la verdad misma, sino
por haber intentado abusivamente imponer la suya propia a todo el mundo. Contribuyó a su
condena, según esta conjetura, el haber sido desconsiderado, grotesco e indolente su modo
de enfrentar el duelo dialéctico, rematar al adversario forense ya vencido o desbordar al
inerme varón que aventuró alguna expresión desobligante.
Hay hombres notables que alcanzaron el lauro de la gloria por obra y gracia de algún
asesino empecinado o mediante la ejecución sentenciada por los poderes jurisdiccionales
del Estado. La muerte del mártir agiganta su obra, tanto por lo que hizo como por lo que le
115
Sócrates proclamaba que una vida sin investigación no merece ser vivida. Pero no debe llamarse a engaño el lector al
suponer que la “investigación” de que hablaba Sócrates era la de especie científica o que se trataba de alguna lucubración
en torno a ella. Por el contrario, “investigar” significaba “retro-visar” la esencia, meterse uno en los recuerdos del alma
para vislumbrar un poco la eseidad de los arquetipos absolutos. Lo cual se desenvolvía como retratos de memoria
sonsacados mayéuticamente de la “memoria pre-encarnada”.
impidieron hacer. Platón muestra falazmente la apariencia de martirio en la muerte de
Sócrates valiéndose del embrujo de su estilo y de la potencia de su lógica. La muerte
“injusta”, sin duda, contribuye a delinear el estereotipo filosófico del sabio y “mártir” de
Alopece. Pero Sócrates claramente dice que preferiría morir antes que desobedecer a
Apolo. No dijo
que moriría por no acceder a renunciar a su doctrina filosófica. En cualquier caso, los
jueces no hicieron a Sócrates tal propuesta.
Independientemente de todo esto, Sócrates merece, con creces, la gloria que lo enaltece
desde su encumbrado pedestal en la historia del pensamiento abstracto. Le cabe al sabio
insigne, el mérito inmenso de haber inducido en el sujeto de conocimiento, la forma de
buscar e idear categorías para entender filosóficamente el mundo, pero ante todo, por
enseñarle el método de discurrir dialogalmente los problemas concernientes al
conocimiento de sí mismo. Lo mismo que ocurre con la enseñanza impartida por los
sofistas, la de Sócrates vale no por los contenidos asociados a la teoría de los dos mundos,
sino por los procedimientos lógicos y recursos hermenéuticos y retóricos que hicieron
factible poder ensayar una interpretación filosófica novedosa acerca de la estructura de la
realidad.
116
En consecuencia, para Sócrates-Platón, “conocer” verdaderamente significa “recordar” el alma los instantes inefables
en que fugazmente pasó por el Topus Uranus antes de encarnarse en un mortal. En la medida en que más y detalladamente
vio los entes perfectísimos, mejores son los recuerdos que el alma atesora. El válido conocimiento de sí mismo que cada
hombre debía alcanzar consistía en develar esa clase de memorias (anamnesis).
BIBLIOGRAFÍA
ARISTÓFANES. Obras. Comedias. Las nubes. Madrid: Ediciones Clásicas,
1993·
ATIENZA, Manuel. Derecho y argumentación. Universidad Externado de
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