El Pensamiento Humanista en Simón Bolívar
El Pensamiento Humanista en Simón Bolívar
El Pensamiento Humanista en Simón Bolívar
El Humanismo es un termino que se utiliza comúnmente para indicar toda tendencia de pensamiento que
afirme la centralidad, el valor, la dignidad del ser humano, o que muestre una preocupación o interés primario
por la vida y la posicion del ser humano en el mundo. El humanismo plantea transformar la practica de la
representatividad, dando la mayor importancia a la consulta popular, el plebiscito y la elección directa de los
candidatos.
El humanismo Bolivariano es socialista por que plantea una ruptura epistemológica con toda expresión de las
sociedades basadas en la explotación y promueve la instauración de un sistema libre de toda forma de
alienación y desigualdad social.
El socialismo es el sistema que coloca lo humano por encima del capital; es, según el Amauta peruano José
Carlos Mariategui, “la realización de un inmenso ideal humano”. Es humanista por cuanto su preocupación y
razón de ser es el hombre y su desarrollo integral con equidad, participación democrática y realización
personal. Abre una variedad de temas de fundamental importancia como: Reivindicación del papel del
hombre, del indigenismo, de las mayorías nacionales como sujeto fundamental del proceso revolucionario,
para que este importante conglomerado social, pueda alcanzar sus derechos humanos, respeto político, social
y constitucional. Lo cual incluye respeto a sus costumbres, lengua, territorio, memoria histórica, ajuste de
cuenta con la injusticia y un importante paso hacia la integración nacional. También incluye el humanismo
bolivariano la reivindicación de la mujer, niños, adolescentes y ancianos abandonados por la lógica
inclemente del capital. La democratización de la comunicación mediante las radios comunitarias alternativas
y la prensa alternativa, es parte importante de esta humanización y abre una mayor posibilidad de
conocimiento y comprensión de lo político-social para el hombre común.
El análisis del pensamiento de Bolívar nos conduce a comprender, que es la herramienta elemental para la
liberación definitiva de los pueblos latinoamericanos, ya que representa una expresión formada al calor de los
magnos principios éticos y morales que el Libertador fue construyendo en cada una de sus experiencias, que
en los diferentes conflictos y escenarios pudo enfrentar dentro de la realidad continental, que hoy se perfila
como una inminente solución a los gravísimos males causados por el capitalismo salvaje que avasalla a los
pueblos más pobres del mundo, expoliando sus riquezas y alienando sus culturas. Hoy más que nunca este
pensamiento libertario y humanista, representa para los venezolanos y latinoamericanos el verdadero
estandarte, de la liberación de los explotados y oprimidos y, la dignidad de los pueblos, que debemos
enarbolar y hacer tremolar con orgullo y abnegación sublime, en los aires del ambiente de la revolución que
nos conduce hacia el socialismo, en la que el pueblo ha sido protagonista y que debe seguir protagonizando
con patriótico sentimiento hasta lograr la victoria final.
Es importante resaltar que el contexto, social, cultural, político, económico, ideológico y humanista que le
correspondió accionar a Simón Rodríguez, era sin duda alguna adversa a un pensamiento liberador, al
concepto de igualdad, educación general, al pensamiento crítico, creador. Le correspondió vivir en sociedades
que pretendían ser estáticas.
Rodríguez quería que la educación, en Venezuela y América, se impartiera con calidad, en torno al desarrollo
personal de los individuos, su capacidad de comprender y analizar la sociedad en la que viven, su desarrollo
humano y personal en el contexto del desarrollo social y comunitario inspirado en principios y valores como
la igualdad, la equidad, libertad, emancipación social y humana. Una educación que permita a cada uno
desarrollar a plenitud sus talentos y construirse como persona y ciudadano solidario y productivo. Que le
enseñe a ser, a convivir, a aprender y a trabajar. En fin, una educación que le enseñe a cada individuo crecer y
desarrollarse como persona y a preocuparse por su entorno social, que le enseñe los valores y principios de su
sociedad. Formar individuos que enfrenten al mundo valiéndose de sus destrezas y habilidades. Formar
personas pensantes que no se valgan solo de la memoria y por último que se les enseñe a trabajar y a valorar
su trabajo. Es partidario de combinar la educación con el trabajo, promoviendo la creación de escuelas
técnicas y agrícolas, que posibiliten formar recursos humanos que sean capaces de “colonizar el continente
con sus propios habitantes” para evitar así la emigración indiscriminada del exterior, especialmente de
Europa.
Su humanismo “natural” es, simultáneamente, un humanismo “a lo divino”. Este humanismo es el que está en
el Evangelio. La humanidad de Dios se llama Jesucristo. Por eso Martí dijo ser “pura y simplemente
cristiano”, entendiendo por ello el sufrimiento redentor: dar su sangre “por la sangre de los demás”. Pero
tiene también una visión humanista de la naturaleza física, porque desde temprano (antes de leer a Emerson,
ya desde su periodismo mexicano) percibió la analogía entre los hechos físicos y los que llamó “hechos del
espíritu”, y porque, como se verifica en sus últimos Diarios, la naturaleza patria que lo recibía en el combate
redentor, llegó a ser para él un libro tan abierto, sabio y elocuente como piadoso.
Volviendo a lo que podemos llamar el humanismo europeo de Martí, en cuanto a incorporación y disfrute, se
pone de manifiesto en textos como su elogio de Cecilio Acosta, donde revela un enciclopedismo a la altura del
prócer venezolano. En años de helenismos ornamentales, a propósito de la poesía de Francisco Sellén, puso el
acento en lo griego esencial; y si repasamos su olvidada traducción juvenil de Anacreonte sentiremos el sabor
de un vino que no supieron destilar en español, respetando el zumo primigenio, ni Meléndez Valdés ni…
Quevedo. Del tránsito de la Edad Media al Renacimiento su figura tutelar fue Dante, que ilumina sus Versos
libres y todo lo secretamente auroral de su prosa mayor, desde el “Prólogo a El poema del Niágara” de Juan
Antonio Pérez Bonalde. Lo que él retiene de la herencia humanística europea es lo que puede continuar y
crecer en América: el Eros universal, la integración de lo dionisíaco y lo apolíneo, las semillas de libertad. Lo
que rechaza es la retórica, la preceptiva, el neoclasicismo.
Durante toda su vida Martí libró una tenaz batalla íntima y pública contra el odio. Como todas sus
convicciones, esta de la necesidad de combatir el odio se movió en dos planos conexos: el de la espiritualidad
de la conducta y el de la eficacia política. Su primera y definitiva victoria sobre el odio la obtuvo en el
presidio político, donde descubrió que la “reacción” del odio, por legítimo que sea, es una forma profunda de
esclavitud, una ganancia del enemigo, un lastre para la verdadera “acción” revolucionaria, que debe partir de
una raíz de libertad interior. Allí comprendió que también los flageladores de las canteras de San Lázaro, en
cuantas víctimas inconscientes de un sistema embrutecedor, merecían piedad. Comparando a aquellos esbirros
con sus propios padres y con las virtudes del “sobrio y espiritual pueblo de España”, distinguió nítidamente
entre el régimen colonial y el pueblo español. De ahí surgió la concepción de la guerra sin odio, porque,
además, el odio “no construye”, su obra es siempre “reaccionaria”, los que odian “son la ralea”, hay que
aprender a “domar el odio”. Dos hechos le daban la razón en la historia inmediata: el odio a España, la
hispanofobia, había nutrido subjetivamente el anexionismo, en la isla y en la emigración; las animadversiones
internas entre los regionalismos, entre militaristas y civilistas, entre los jefes, entre aldamistas y quesadistas,
habían minado desde adentro la guerra del 68. Pero lo que Martí llamó la “fórmula del amor triunfante”, va
mucho más allá de una rectificación o superación política. Se trata de un amor cognoscitivo (“el amor es
quien ve”) y del amor como sol de la vida, el que hay que conquistar, no solo políticamente, “con todos, y
para el bien de todos”.
La aspiración a una cultura o una religión que las integre todas resulta evidente en Martí, pero sin nada que
ver con la globalización sin rostro que hoy nos amenaza. Ni siquiera en la estrategia política de la América del
Sur frente a la del Norte, y aunque ello implicara disentir de una tesis bolivariana, fue partidario Martí de
sacrificar el “ansia del gobierno local y con la gente de la casa propia”. Perder la individualidad de las
culturas sería perder la cultura misma. En “La Exposición de París” vio algo más que un espectáculo vistoso,
sintió y nos hace sentir una visión profética de la fraternidad, de la armonía de los pueblos del mundo, cada
uno con sus modos nacidos de sí propio. No la globalización sino la coralidad de las culturas. En cuanto a lo
que muchas veces llamó “la religión venidera”, partiendo del hecho de que todas las religiones, por reveladas
que sean para sus fieles, se manifiestan y actúan en la historia, la concibió como aquel punto futuro en que el
hombre llegue a ser capaz de ir a lo esencial e innato de su apetencia trascendente. Esa religión venidera, sin
perder la pluralidad de sus manifestaciones culturales, saldaría sus deudas con la razón y con la libertad: una
“razón nueva”, tan rigurosa como abierta a lo desconocido, negada a convertirse en el renovado fanatismo de
una ciencia dogmática y amoral; una libertad cuyos límites estuvieran únicamente en el respeto a “la dignidad
plena del hombre”. No presenta Martí estas ideas como utopías, ni siquiera como esperanzas realizables, sino
como resultado de las leyes del espíritu y la historia. Su inspiración, diríamos hoy, tercermundista, está limpia
del resentimiento del colonizado o del perteneciente a un mundo “periférico”. No podía desconocer esa
situación quien llevaba en el cuerpo las marcas de la esclavitud. Su obra y su vida, sin embargo, fueron una
dádiva libre a todos los hombres.