Que Es El Crecimiento - Carlos Talavera - Mexico

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QUE ES EL CRECIMIENTO

1. EL CRECIMIENTO

Para hablar de crecimiento es conveniente fijarnos en el símil de


la planta que crece. El crecimiento de la planta empieza cuando la
semilla germina y de alguna manera podemos decir que no termina
hasta que la vida finalice. La planta crece cuando tiene buena tierra,
agua, sol y abonos; pero la razón fundamental es porque tiene vida.
Los medios propician el crecimiento, pero no son la vida, la cual es lo
único que crece.

A. ¿Qué es crecer en Cristo Jesús?

Crecer en Cristo Jesús es permitir que su vida impregne todas las


áreas de nuestra vida humana. La vida de Cristo es la vida eterna y
consiste en conocer al Padre, el único Dios verdadero, y a su enviado,
Jesucristo (Jn. 17, 3). Esta vida tiene que crecer hasta que el
cristiano pueda decir: "vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive
en mí" (Gal. 2, 20), hasta que Cristo se convierta, en cierto sentido,
en sujeto de todas las acciones vitales del cristiano.
Por tanto, para que haya crecimiento se necesita que haya vida,
que haya conocimiento de Dios y una experiencia de Dios. Por esto,
la iniciación cristiana tiene que conducir a un conocimiento inicial de
Dios en el orden de la experiencia. Cuando no se tiene esta vida
inicial, no se puede dar el crecimiento, y entonces se tratará de
suplirlo con actos meramente externos: asistencia rutinaria a la
eucaristía, los sacramen tos, asambleas de oración, actos de
servicio prestados como una tarea, cursos, etc.
La importancia de esta iniciación de vida la vemos en las
palabras de Jesús a Nicodemo que enfatiza la necesidad de nacer de
nuevo, de lo alto, del agua y del Espíritu (cfr. Jn. 3, 3-5). El que
está en Cristo "es una nueva creación" (2 Cor. 5, 17). Por eso, es
indispensable primeramente una renovación de nuestro bautismo
antes de pensar en crecimiento. Esto constituye un problema
pastoral básico.

B. El inmaduro
Por otra parte, se puede tener esta vida sin el debido desarrollo y
coexistente con obras de la carne. Se puede creer en Cristo Jesús
insuficientemente, admitiendo al mismo tiempo las envidias, las
discordias, la inmadurez de juicio, el insuficiente discernimiento;
cosas, todas ellas que acusan la necesidad del cristiano de ser
alimentado todavía con leche y no con alimento sólido y acusan
también el desconocimiento de "la doctrina de la justicia" (Heb. 5,
13), que es conocimiento experiencial de la justicia de Dios revelada
por Cristo que tiene que encontrarse en un adulto en la fe. El
inmaduro es "zarandeado por cualquier viento de doctrina" (Ef. 4,
14); es tardo de entendimiento y no tiene la costumbre de ejercitar
las facultades en el discernimiento del bien y del mal (cfr. Heb.
5,11-14).

C. Crecimiento comunitario
Si en lugar de considerar la planta como un individuo la
consideramos como un conjunto de células vivas veremos que el
crecimiento de unas células favorece, apoya y sostiene el
crecimiento de otras y finalmente se hace el desarrollo y la
maduración de toda la planta.
El crecimiento del cristiano no puede considerarse aislada mente.
Jesús habla del crecimiento hasta producir frutos, con la imagen de la
vid. En esta imagen él es la vid y él es la vida. El es el que crece en
nosotros y lo único que nos pide es permanecer en él.
En la vid son necesarias la raíz, el tronco, los tallos, las hojas y
los sarmientos. Todas las partes se ayudan, se sostienen y se
alimentan unas a otras. El crecimiento de unas partes depende del
crecimiento de otras. Así, en la Iglesia todos contribuimos al bien de
los demás, todos estamos "fundados sobre el fundamento de los
apóstoles y los profetas" (Ef. 2, 20), y todos unidos formamos el
cuerpo de Cristo. Así pues, no puede haber sólo crecimiento de una
mano o un pie. Sería absurdo.

D. La meta del crecimiento


individual y comunitario

El crecimiento tiene esta meta: "que Cristo habite por la fe en


vuestros corazones... que podamos comprender con todos los santos
cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad y conocer
el amor de Cristo..., que nos vayamos llenando hasta la total plenitud
de Dios..., que lleguemos todos a la unidad de la fe y del
conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a
la madurez de plenitud de Cristo" (Ef. 3,17-19; 4,13).
Esto mismo queda expresado de otra manera así: Dios nos llama
a vivir la plenitud de su amor derramado en nuestros corazones
(Rom. 5, 5), a amar como Cristo nos ha amado hasta dar la vida,
cumplir la ley en plenitud y en total libertad y a ser consumados en la
unidad de amor de la Trinidad (Jn. 17, 26).
Este crecimiento en la vida del amor de Dios en nosotros por la fe
dura toda la vida, de tal modo que ese amor y esa vida de Dios van
penetrando y envolviendo cada vez más nuestro ser (2 Cor. 3, 18),
hasta que Dios sea todo en todos, hasta que lo veamos cara a cara
y seamos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es (1 Jn. 3,
1-2).

E. Origen del crecimiento


El crecimiento tiene su origen en Dios mismo. "Ni el que planta
es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer" (1 Cor. 3, 7).
Separados de él no podemos hacer nada, somos echados fuera, nos
secamos, se nos echa al fuego y ardemos (cfr. Jn. 15, 5-6).
El crecimiento es una gracia, y las acciones necesarias para
realizar y favorecer este crecimiento tienen su origen e iniciativa en
Dios mismo: "mi Padre es el viñador" (Jn. 15, 1). El crecimiento es,
por tanto, un misterio. Es el misterio de la vida de Dios en nosotros,
misterio que no podemos entender, pero sí podemos vivir. Es el
misterio de realizar la existencia divino-humana en la que Dios y
nosotros tenemos nuestra parte.

F. Las manifestaciones del crecimiento


Si bien no podemos entender a fondo el crecimiento, s' embargo
hay ciertos signos que nos permiten constatar el crecimiento de una
persona. De la misma manera podemos, por ciertos signos, darnos
cuenta de que necesitamos crecimiento. En líneas generales todas
las manifestaciones del pecado son signos de inmadurez. También
podemos decir que la inmadurez humana propicia y es causa de
inmadurez en el orden espiritual.
En cambio, podemos hablar de madurez en Cristo donde se ha
afinado la conciencia, donde el discernimiento del bien y del mal se
ha hecho connatural, donde las relaciones con el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo son bastante claras y continuas, donde las
bienaventuranzas van apareciendo como un modo normal de vivir.
Por tanto, se trata de personas cuyas relaciones con los demás están
normalmente basadas en Cristo ; que saben hacer frente a los
problemas de la vida en paz y serenidad, buscando ante todo la
voluntad del Padre y que tienen libre dominio de sí mismos en la paz
y en la tranquilidad.
El cristiano que crece va proporcionalmente viendo los frutos del
Espíritu en su vida. Su fe se va purificando; da a los ca-rismas el
valor de servicio que tienen y cada vez más va comprendiendo que
su camino hacia Cristo es el hombre.
Por el contrario, el cristiano inmaduro tiene mucha variabilidad en
su alegría y su amor, en su fidelidad y dominio de sí mismo;
fácilmente ve una y otra vez derribada su fe porque no cree
precisamente en el Dios revelado sino en un Dios de su fantasía y sus
sentimientos; no tiene claro sentido de las proporciones ni distingue
claramente entre los medios y los fines. Concede o un valor excesivo,
o ninguno, a los carismas, y casi ordinariamente considera lo humano
como un estorbo para llegar a Cristo; o, por el contrario, sobreexalta
lo humano, sin distinguir la verdadera dignidad del hombre que sólo
puede hallarse en Jesucristo.
G. Condiciones para el crecimiento

Así como las manifestaciones del crecimiento no son el


crecimiento pero lo demuestran, así también las condiciones para el
crecimiento no hacen el crecimiento, pero no se da sin ellas. En
términos generales, podemos decir que hay dos tipos de condiciones:
las que remueven los obstáculos y las que favorecen el crecimiento.
San Pablo exhorta a los colosenses: "Despojaos del hombre viejo con
sus obras y revestios del hombre nuevo que se va renovando hasta
alcanzar un conocimiento perfecto según la imagen de su Creador"
(Col. 3, 9-10).
Se trata de desechar "todo lo que atrae la cólera de Dios sobre
los rebeldes".

"Desechad también vosotros todo esto: cólera, ira, maldad,


maledicencia y palabras groseras, lejos de vuestras bocas. No os
mintáis unos a otros" (Col. 3, 8-9).
También aquí es necesario luchar contra todos los temores,
afanes, preocupaciones, ataduras y, en general, todo lo que apaga
la vida de Dios. "Guardaos de que no se hagan pesados vuestros
corazones por el libertinaje; por la embriaguez y por las
preocupaciones de la vida y venga aquel día de improviso sobre
vosotros, como un lazo" (Le. 21, 34).
Por otra parte es necesario también poner las condiciones que
favorecen el crecimiento. Jesús nos da una base que va a la raíz
misma del crecimiento: permanecer en él, permanecer en su palabra
y permanecer en su amor. "El que permanece en mí y yo en él, ese
da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada" (Jn.
15, 4. 7. 9).
Juntamente con esto es necesario una ascética de la verdad; no
hay crecimiento posible fuera déla verdad: "si os mantenéis en mi
palabra seréis verdaderamente mis discípulos y conoceréis la verdad
y la verdad os hará libres" (Jn. 8, 31-33). El creyente "es de la
verdad"; "todo el que es de la verdad escucha mi voz" (Jn. 3, 21);
"obra la verdad" (2 Jn. 4). Tanto para remover los obstáculos como
para favorecer el crecimiento contamos con la presencia y la acción
amorosa del Espíritu de la verdad que convence de pecado, que guía
hasta la verdad completa (Jn. 16, 8-13); y que da testimonio de
Jesús (Jn. 15, 26).

2. CRECIMIENTO HUMANO Y
CRECIMIENTO EN CRISTO

A. El crecimiento humano
El ser humano, por ser vivo, se desarrolla y tiende constan-
temente a su perfeccionamiento en todos los órdenes de su
existencia.
Una característica del ser vivo es que, siendo uno, se desarrolla
por el dinamismo interior de la vida que tiende a crecer por sí misma
y no por anexiones externas. El crecimiento, pues, no es extraño ni
exterior a la vida, sino una manifestación de ella misma.
Cualquier hombre tiene ciertas características que lo pueden
definir como una persona madura y crecida. Vamos a enumerar las
cualidades más importantes de la madurez humana, para después
analizar su relación con la madurez en Cristo:

a) Un ser consciente:
— De su individualidad; diferente, único e irrepetible.
— De su relación social: se sabe ubicar en el mundo y asume la
responsabilidad que le corresponde en el desarrollo y bienestar
de la sociedad.
— Esta ubicación concreta de su ser con otros le hace descubrir la
vocación personal y el respeto hacia la de los demás.
— Da y recibe afecto que se nutre y se comunica a través de
relaciones profundas y sinceras.
h) Aceptación de sí mismo y autenticidad:
— La aceptación de sí mismo, con sus posibilidades y limitaciones
lo abre para aceptar a los demás. Es coherente consigo mismo,
no aparentando ni más ni menos de lo que es.
— No busca su reconocimiento por lo que tiene o signos de poder
o prestigio sino por lo que él mismo es.
c) Orden:
Otra manifestación del crecimiento humano es el orden que se
manifiesta en:
— Su vida personal: en sus pensamientos, emociones, sen-
timientos y hábitos.

— Su familia: respeta y promueve el orden y las relaciones sanas


y abiertas.
— La sociedad: en el trabajo, la política y toda responsabilidad,
actuando con verdad, honestidad y a la luz.
d) Comprometido y responsable:

El hombre que va madurando no es indiferente ante el mal que


hay en el mundo y busca mejoramiento no sólo personal, sino
también social y comunitario. Se compromete con toda causa justa,
noble y verdadera. No teme a las responsabilidades ni a los
compromisos que derivan de sus convicciones. Cumple su palabra.
e) Libertad:
Un hombre maduro es el que no depende necesariamente de
nada exterior a él mismo que lo esclavice.
— Primeramente, no es esclavo de sí mismo: sus pasiones,
egoísmos o subjetivismos.
— Tampoco es dependiente del capricho de los demás, ni esclavo
del qué dirán o la complacencia a los otros.
— Por fin, es libre para amar y para vivir la verdad.
Conclusión
Todas estas características se dan en proceso y van mani-
festándose de acuerdo con las circunstancias concretas de cada
persona y el medio donde se encuentra.

B. Crecimiento en Cristo
Sin embargo, la más profunda realidad del hombre se encuentra
en que es imagen e hijo de Dios. Este es el fundamento y
culminación de su dignidad, misión y realización humana.
Por tanto, el ideal del hombre sólo puede ser realizado ple-
namente en Cristo Jesús, imagen e hijo de Dios.

Cristo es el único que le da sentido a toda la vida humana. No


sólo a los gozos y esperanzas, sino también a los temores y
fracasos. El no suprime la debilidad y el dolor, al contrario, los
asume y les da sentido y plenitud.
Así, el hombre encuentra la plenitud y realización de la vida en la
medida en que vive la vida de Jesús y vaya siendo transformado en
la imagen del Hijo por la acción del Espíritu Santo que ha sido
derramado en su corazón.
El crecimiento en Cristo es:
— El crecimiento de Cristo en nosotros, la comunicación de su
vida, de su Espíritu y del conocimiento de su Padre. Es
disminuir nosotros para tener los mismos sentimientos,
intereses y criterios de Jesús.
— Dejar que la vida de Cristo penetre y fluya en todas estas
áreas de nuestra vida hasta que llegue a ser realidad el "vivo,
mas ya no yo, es Cristo quien vive en mí" (Gal. 2, 20).
La vida de Cristo tiene especialmente las siguientes carac-
terísticas:

Vida oblativa
Jesús no vivió nunca para sí. Su vida fue una constante donación
a su Padre y a los hombres: "yo no vine a ser servido sino a servir".
El fue el pastor que dio la vida por las ovejas, el esposo que se
entregó a la esposa. Jesús no sólo dio su vida por nosotros, sino que
dio su vida a nosotros.

Vida de conocimiento de Dios


La vida de Jesús fue un continuo conocimiento del Padre.
Conocimiento basado en la unión con él, para que culminara en el
amor de uno al otro. Hasta tal punto llegaba esta unión que quien
veía a Jesús perdonando, amando y liberando podía ver en él a Dios
realizando lo mismo. "Quien me ve a mí, ve a mi Padre" (Jn. 14, 9).
Instaurar el reino de Dios
Cristo Jesús vino a instaurar el reino de Dios, realizando el plan
de Dios en la vida del hombre y en sus relaciones de unos para con
otros.
Instaurar el reino es hacer realidad la soberanía de Dios sobre
toda la creación, especialmente en los hombres que libremente
aceptan su realeza.
Hacer la voluntad de su Padre y darle gloria
"Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar
a cabo su obra" (Jn. 4, 34).
La vida de Cristo no fue otra cosa que continuamente hacer la
voluntad de su Padre, porque su voluntad estaba unida por el amor
del Espíritu Santo con la de su Padre.
Precisamente en la cruz Jesús dice": "Todo está consumado" (Jn.
19, 30). Jesús es el siervo de Dios de los cantos de Isaías que lleva a
cabo el plan de Dios.
La vida de Cristo no tenía otro fin que darle gloria a su Padre. El
que Cristo cumpla plenamente su misión es la gloria de su Padre. Por
eso dice en la última cena: "Padre, glorifica a tu Hijo para que tu Hijo
te glorifique" (Jn. 17, 1).
El crecimiento en Cristo se da en la medida en que por la fe se
vive la vida del hijo de Dios en su doble misterio de su encarnación y
su pascua.
— Encarnación: el hijo de Dios, siendo rico se hizo pobre y tomó
condición de siervo, haciéndose semejante a nosotros en todo,
menos en el pecado. Se hizo carne y habitó entre nosotros.
De la misma manera estamos llamados a integrarnos plenamente en
el mundo, aunque sin ser del mundo: compartir y sufrir las
injusticias y debilidades, frutos del pecado, para ilumi- nar
precisamente estas circunstancias con la claridad de Cristo que
irradiamos porque somos luz del mundo y sal de la tierra. — Pascua:
Para realizar el plan de Dios de salvar a los hombres, comunicando
la vida divina, Cristo Jesús murió en una cruz y luego fue resucitado
por el poder de Dios.
De igual manera, para realizar el plan de Dios hay que pasar por
nuestra muerte para vivir la vida de Cristo resucitado.
Morir a nosotros mismos, egoísmos y rencores, al individualismo
y la autosuficiencia, al deseo de poder, al placer y el poseer.
Sin embargo, no debemos olvidar que antes de subir al Calvario,
Jesús fue a la cima del Tabor para experimentar su filiación divina.
Jesús va a la cruz sólo después de haber pasado por el Jordán y el
Tabor en donde tiene experiencias de ser el Hijo amado del Padre.
Signos de la vida de Dios
De dos formas se manifiesta la vida de Dios en nosotros:
— Se viven las bienaventuranzas (Mt. 5, 1-13). El creci
miento de la vida de Cristo, lleva necesariamente al cre
yente a la experiencia de vivir las bienaventuranzas.
Dios va cambiando el corazón del hombre e identificándolo con la
vida misma de Jesús. Cumple su promesa de dar un espíritu nuevo,
el cual nos capacita para lo que antes éramos impotentes: vivir la
vida de Cristo.
La vivencia de las bienaventuranzas es un signo inequívoco de
Cristo en nosotros.
— Se experimentan los frutos del Espíritu (Gal. 5, 22-23).
Otro signo del crecimiento de Cristo en nosotros son las mapíritu:
amor, alegría, paz, fortaleza, amabilidad, bondad, fidelidad,
mansedumbre y equilibrio.
Los frutos del Espíritu confirman la presencia del Espíritu porque
no son otra cosa que diferentes manifestaciones del mismo Jesús que
está viviendo en nosotros.
La madurez y crecimiento de la vida divina están en el plan de
Dios. El no se opone a nuestro desarrollo, al contrario, lo promueve.
La misma gloria de Dios entra en juego en el desarrollo y crecimiento
del hombre, como decía san Ire-neo: Gloria Dei, homo vivens: La
gloria de Dios es el hombre viviendo plenamente su vida.
C. Relación entre ambos
Crecimiento humano y crecimiento en Cristo no están separados.
Es más, podemos decir que el auténtico crecimiento humano propicia
el crecimiento en Cristo, mientras que la madurez en la vida de
Cristo conlleva la madurez humana.
La madurez humana no es condición indispensable para
experimentar la vida de Dios y crecer en ella. Dios se manifiesta a
quien quiere y muchas veces él escoge lo más pobre e inmaduro
humanamente hablando, porque sus caminos no son nuestros
caminos. Por otra parte, hay personas que dedican toda su vida al
desarrollo personal exclusivamente en función del éxito social,
económico o político, sin crecer en absoluto en su relación con Dios.
Pero si en ocasiones hemos experimentado el misterio de Dios que
escoge al más inmaduro y se le revela, también hemos visto que
uno de los frutos del Espíritu en nuestra vida a partir de la elección
gratuita de Dios es el comenzar a madurar en cada área de nuestra
vida en la que dejemos que Jesús sea Señor. Por el contrario,
hemos visto que una vez renovados en el Espíritu de Cristo Jesús
podemos obstaculizar la obra de Dios precisamente porque no
queremos o no sabemos cómo superar algún aspecto de inmadurez
humana; por ejemplo, la no aceptación de nosotros mismos, el
desorden en nuestras emociones o en nuestras relaciones, etc.
También hemos visto que una persona muy madura, huma-
namente hablando, puede no conocer a Cristo. Pero si lo llega a
conocer y a abrir su vida a él, toda esa riqueza humana que ya tenía
se pone al servicio del reino de Dios; por ejemplo, su sentido de
responsabilidad, su compromiso con los demás. Estas cualidades
humanas seguramente sufrirán una purificación y una
transformación al revalorarse a la luz de Jesús, pero en esencia ya
estaban presentes desde antes.
Podemos ver en san Pedro un ejemplo de un hombre con
muchos rasgos de inmadurez humana que se dejó transformar por
el Espíritu de Dios hasta llegar a una vigorosa madurez en todos los
sentidos de la palabra. San Pablo ejemplifica mejor al hombre
humanamente maduro antes de conocer a Cristo, que después de su
encuentro con Jesús, se transformó radicalmente, sin perder, más
bien aprovechando, toda su capacidad humana para predicar el
evangelio.
La persona madura, tanto en el sentido humano como en la vida
de Dios, se entrega según su carisma, su estado de vida y sus
circunstancias concretas a la edificación del cuerpo de Cristo, hasta
que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno
del hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la
plenitud de Cristo" (Ef. 4, 12-13), porque sabe que crece en la vida
de Cristo en la medida en que nos comunicamos el amor de Dios
que ha sido derramado en nuestros corazones; y sabe también que
no puede haber un auténtico crecimiento si no se acepta la unión y
solidaridad con los demás hombres.

3. CRECIMIENTO Y FE
Dios da el crecimiento pero el hombre tiene que apropiár selo. El
conocimiento de Dios que es la vida eterna sólo es accesible al
hombre mediante la fe. La fe es el instrumento que Dios nos da para
entrar en contacto inicial con él y para crecer, siendo una
responsabilidad del hombre ponerla en ejercicio.
Sin embargo, este instrumento de vida espiritual no puede
pensarse como algo estático. Es algo que tiene que crecer. La fe con
que dimos nuestra primera respuesta a Dios será la misma que
deberíamos usar si Dios nos pidiera el martirio, pero entre ambos
momentos tendrá que haber crecido mucho.

A. El crecimiento de la fe
El crecimiento de la fe se hace ordinariamente mediante la
progresiva purificación de sus motivos y mediante su aplicación a
distintas áreas de nuestra vida. La purificación de los motivos de la
fe tiene que ver generalmente con el desarrollo humano y con la
imagen que nos hacemos de Dios. "Fe infantil" y "fe adolescente"
son dos nombres que se aplican a la fe de cristianos demasiado
centrados en sí mismos o demasiado interesados en el provecho
propio. Si bien esto es normal en las etapas correspondientes de la
vida humana no puede ser aceptable en un adulto de quien se
supone que es capaz de entregarse entera, libre y establemente.
Paralelamente a estas motivaciones están las figuras que nos
hacemos de Dios y nuestra manera de entenderlo. Dependiendo de
nuestras condiciones de desarrollo humano nos acomodamos
perfectamente a un Dios consolador o un Dios juez, a un Dios
ordenador ético o a un Dios que está a nuestra disposición para
realizar nuestros deseos y ambiciones, etc. El hombre adulto en la fe
es el que acepta al Dios revelado por Cristo Jesús en el evangelio.

Finalmente la fe crece en la medida en que va siendo aplicada a las


distintas áreas de nuestra vida de manera que en todas vaya
apareciendo el rostro de Cristo. El hombre que crece en la fe va
buscando la voluntad de Dios no sólo en sus pensamientos más
íntimos o en sus afectos más recónditos sino que va cumpliendo la
voluntad del Padre en sus relaciones comunitarias, familiares y de
trabajo, en su vida social y económica, en sus diversiones y en su
instrucción, en su vida cívico política y en su responsabilidad eclesial.
De aquí que crecer en la vida de Dios mediante la fe es si-
multáneamente crecer en la misma fe. Cuando crecemos en la fe
crecemos consiguientemente en lo humano. Cuando nos divinizamos
por el ejercicio de la fe simultáneamente nos humanizamos porque
nos vamos configurando a Jesús, el hombre perfecto.

B. La fe del cristiano maduro

A grandes rasgos podemos decir que el cristiano maduro vive de


la fe. "El justo vive de la fe" (Hab. 2, 4), o "vive de fe en fe" (Rom.
1, 17), guiado y conducido por el Espíritu Santo (Rom. 8, 14). El
cristiano maduro no hace nada que no proceda de la fe (cfr. Rom.
14, 23). El cristiano maduro, por tanto, realiza todos los aspectos de
su existencia con relación a Dios mediante la fe: su vida es una
experiencia continuada de fe. ¿Cuál es esta fe del cristiano maduro?
a) Fe entendida como una gracia dada por Dios en el bautismo,
aceptada libremente por el cristiano y utilizada o ejercida
también de manera libre.
b)Fe entendida como una continua conversión de corazón, como
conversión del centro de las decisiones y no como cambio
ideológico, sentimental o puramente ético.
c) Fe entendida como una relación personal, como una respuesta
realista a un llamado real del Dios vivo y verdadero, del Dios y
Padre de Jesucristo, y no como un sentimiento, romanticismo o
religión natural.

d) -Fe entendida como fidelidad, como comportamiento coherente con


lo que se acepta como verdadero; comportamiento coherente que
brota de un corazón convertido y lleno del Espíritu y que manifiesta
la vida de Dios en la carne de un hombre con necesidades y res-
ponsabilidades de orden material, cultural y social. Nada tiene que
ver esta coherencia con el moralismo de una conducta apegada al
legalismo carente de libertad.
e) Fe como certeza y seguridad en la palabra de Dios y en sus
promesas, no en las fantasías o en la falsa seguridad de alcanzar
nuestros proyectos.
f) Fe que nos capacita para la verdadera libertad con que nos libertó
Cristo (Gal. 5, 1). Fe que es liberación de todo lo que impide ser
plenamente hombre y libertad que rompe todos los límites a
nuestro amor y que nos permite amar con el Espíritu Santo, es
decir amar como Jesús ama (Jn. 15, 12).
g) Fe entendida como una realidad divina que penetra la totalidad de
la persona y que da sentido a toda la existencia, siendo fuente de
unidad en la persona. No se trata, por tanto, ni de una emoción, ni
de una separación entre aquello que se cree y aquello que se vive,
o entre quehaceres materiales y quehaceres espirituales.
h) Fe que se nos entrega en la Iglesia, se realiza en la Igle sia y
construye la Iglesia. Fe, por tanto, que es una vida de comunión
con Dios y con los hermanos en la fe. Esta comunión se manifiesta
en la proclamación de la palabra, el culto en Espíritu y en verdad
que responde a la revelación que Dios hace de sí mismo en Jesús,
y en la koinonía que hace de todos los hermanos un solo corazón y
una sola alma llevando a tener todo en común y a repartir todo
según las necesidades de cada uno (cfr. Hech. 2, 42-46).
i) Fe como una fuerza dinámica para vencer el mal tanto en el
plano personal como en el plano comunitario y social, no como
escape ni pretexto de una vida pasiva y fatalista, j) Fe como
respuesta nuestra al poder de Dios para hacer realidad en nuestra
vida personal y eclesial, las bienaventuranzas mediante las cuales
reflejamos el rostro de Cristo.

La fe, por tanto, del hombre maduro es el don de Dios con el que
nos conduce hasta la vida eterna donde Dios será todo en todos;
pero a la vez es nuestra respuesta a ese regalo de crecimiento que
Dios nos otorga.

II

COMO SE CRECE

Hemos visto que el crecimiento es un misterio y que no hay que


identificarlo con las manifestaciones o condiciones del crecimiento.
Crecer en Cristo es el desarrollo de la vida de Dios por el amor del
Espíritu Santo derramado en nuestro^ corazones. Es vivir en Cristo,
actuando con él y en él en cada circunstancia concreta de nuestra
vida. Es hacer vivir por la fe a Cristo en nuestros corazones.
Para hablar de cómo se crece se deben describir los distintos
pasos que se tienen que dar a fin de que se desarrolle la vida de
Cristo en nosotros. Sin embargo, en este punto también se deben
distinguir entre el crecimiento de la vida de Cristo en nosotros y los
medios que se tienen que utilizar para lograr dicho crecimiento.
Ciertamente no son los medíoslos que nos hacen crecer, ya que el
crecimiento lo da sólo Dios mediante la fe y el uso en la fe de los
medios que él mismo ha puesto a nuestro alcance.
Por tanto, nunca se debe buscar el crecimiento por sí mismo. Esto
sería lo más dañino para realmente conseguirlo. Sería como quien se
propone ser sencillo y humilde y hace mil cosas para lograrlo. El
crecimiento, como la sencillez y la humildad, no se alcanzan
buscándolos, sino que son el resultado de nuestra respuesta a la
acción del Espíritu Santo en nuestra vida.
Se ha hablado ya de las características de la fe del cristiano que va
creciendo. También se ha afirmado que la fe debe irse purificando
para que exista un real crecimiento del cristiano. Esta progresiva
purificación de la fe es paralela al crecimiento de la vida de Cristo
en nosotros. La fe se purifica y la vida de Dios crece en nosotros a
través de pasos concretos, mediante los cuales vamos respondiendo
a Dios de manera cada vez menos imperfecta a su iniciativa de
amor.
Dios nos ha concedido algunos medios de crecimiento, entre los
cuales contamos de manera privilegiada los sacramentos. Sin
embargo, todos los medios con los que contamos deben ser
utilizados en la fe, ya que ellos no producen el crecimiento de
manera automática sino que lo dan en la medida en que son una
respuesta fiel a la gracia de Dios. Por esto, suponemos que el
empleo de estos medios debe ser hecho en la fe.
De allí que la única manera para crecer es caminando en la fe.
Por eso vamos a tratar dos partes complementarias:
1. Cómo se da un paso en la fe.
2. Los medios de crecimiento vividos con fe.

1. COMO SE DA UN PASO EN LA FE
El modo como podemos ir siguiendo a Jesús es dando pasos en
la fe. El seguimiento de Jesús se manifiesta a través de la
aceptación de la voluntad del Padre y de esa manera llegamos a
una experiencia de Dios. A través de obras y actos concretos en fe
es como obtenemos el conocimiento experimental de Dios.
Los pasos en la fe se dan en cada circunstancia concreta en la cual
nos encontramos, con nuestros propios estados de ánimo, el
ambiente de personas y relaciones que nos rodean, dentro del
tiempo, etc. Se dan, por tanto, en la alegría y en la tristeza, en el
entusiasmo y en la aridez, frente a las tentaciones y en la oración,
en nuestra vida personal y en el servicio a los demás, etc. En fin,
toda circunstancia es un llamado a dar un paso en la fe, porque para
los que aman a Dios todas las cosas concurren para su bien
(Romanos 8, 28).
Dado que estamos llamados a vivir la vida de Dios y dado que el
crecimiento consiste en la impregnación de esa vida divina en cada
una de las áreas de nuestra existencia, el modo ordinario para ir
creciendo es dar un paso de fe precisamente en cada circunstancia
para acercarnos más y más a la plenitud de él que es todo en todos.
Sin duda que inmediatamente surge una pregunta: ¿Cómo se da
un paso en la fe en una circunstancia concreta? Esto sería como
describir cómo damos un paso con nuestros pies. Sin embargo,
vamos a intentar distinguir los diferentes elementos que constituyen
un acto de fe.

A. Descubrir la voluntad de Dios


Todo acto de fe es un acto salvífico porque produce la salvación
de Dios entre nosotros. Ciertamente no somos nosotros quienes nos
acercamos a él por nuestros propios esfuerzos. Es Dios quien toma la
iniciativa, quien se acerca más a nosotros cuando le
correspondemos. La iniciativa para que participemos de su vida
viene de él porque él nos amó primero (1 Juan. 4, 19).
Así pues, el acto de fe no es un paso a ciegas, sino una respuesta
muy específica a una persona que nos llama a una acción muy
concreta como lo hizo con Abraham, Moisés y María. Por nuestra
parte es una respuesta a su iniciativa, una respuesta a él mismo.
En cada circunstancia de nuestra vida es necesario buscar y
encontrar lo que Dios quiere de nosotros, no buscando lo que a
nosotros nos gusta o lo que es más fácil, ni siquiera lo más
razonable. Necesitamos ante todo una renovación de nuestra mente
para poder discernir cuál es la voluntad de Dios (Rom. 12, 2).

Nuestra guía en esta búsqueda tiene que ser la palabra de Dios,


la tradición y el magisterio de la Iglesia y la comunidad que nos
ayuda a discernir. Naturalmente que en cada paso no se tiene que
recurrir a cada uno de estos elementos.
Además, la práctica de discernir nos ejercitará las facultades para
irlo haciendo con naturalidad.
Para encontrar esta voluntad de Dios es igualmente necesario el
liberarnos progresivamente de los criterios y opciones anticipadas a
las que hemos estado acostumbrados antes de vivir la vida en el
Espíritu. Esta búsqueda de la voluntad de Dios es parte de nuestra
respuesta a la iniciativa divina.

B. Aceptar y querer la voluntad de Dios

Una vez que Dios ha manifestado su voluntad en concreto para


una circunstancia, se acepta plenamente. Naturalmente esto no se
logra de manera automática. A veces en preciso vencernos y en
ocasiones somos llevados hasta discutir con el Señor su voluntad,
como Moisés que alega su limitación o como Pedro que no se quería
dejar lavar los pies por Jesús.
El ir aceptando de manera continua la voluntad del Señor por fe
es un proceso a través del cual vamos muriendo a nuestros propios
planes y proyectos para aprender a caminar por los caminos del
Señor. De esta manera nos vamos identificando más y más con su
voluntad, queriendo lo mismo que él quiere.
Naturalmente que no se trata de aceptar la voluntad de Dios
porque no pudimos hacer la nuestra o porque no nos quedaba. otra
opción, sino porque en el amor a él sentimos el gusto y el deseo de
hacer lo que él nos pide.
El que acepta la voluntad de Dios simplemente porque es un
mandato, no es libre. Dios quiere que desde el fondo de nuestro
corazón nos adhiramos a su voluntad, identificándonos con ella,
porque lo amamos a él.

C. Constatar nuestra impotencia para


realizar su voluntad
Un error muy grande y extendido entre los cristianos es el pensar
que una vez conocida la voluntad de Dios tenemos el poder y la
fuerza para realizarla por nosotros mismos. Pero ya hemos aprendido
por dolorosa experiencia que su obra salvífi-ca no depende de
nuestras fuerzas o nuestras capacidades sino de su poder que actúa
vigorosamente en nosotros (cfr. 2 Cor. 4, 7). Tal fue la experiencia
de Abraham en su ancianidad (Gn. 15, 2-6); de Jeremías con su
juventud (Jer. 1, 6); de Isaías con su conciencia de pecado (Is. 6, 4-
7); y de María con su virginidad (Le. 1, 34-38). Es necesario que
experimentemos radicalmente la palabra de Jesús: "sin mí nada
podéis hacer" (Jn. 15,5).
La experiencia continuada de nuestra impotencia nos va
despojando de los criterios de autosuficiencia que nos independizan
de Dios; de la confianza en los éxitos anteriores para hacernos
depender sólo de él en cada circunstancia y nos despoja igualmente
del deseo de complacer a los hombres (Gal. 1, 10). Y sobre todo, nos
aparta de la tentación de poner la confianza en lo que nosotros
consideramos como nuestra justicia, nuestras buenas obras o
nuestra buena reputación.
La conciencia progresiva de nuestra impotencia va haciendo
crecer en nosotros la humildad, la cual hace que el Señor mire con
agrado a sus siervos para llamarlos a producir frutos de salvación,
como en María la humilde sierva del Señor.

D. Pedir y recibir el Espíritu Santo


La impotencia no nos hace caer en la desesperación, al contrario,
clamamos "Abba": Papá, pidiéndole confiadamente a nuestro Padre
Dios que nos envíe la fuerza del Espíritu que venga en ayuda de
nuestra debilidad para cada circunstancia concreta en la que
tenemos necesidad de él.

Pedimos a Dios con la certeza de que él nos lo va a conceder (Le.


11, 13). Cuando somos más débiles entonces somos más fuertes,
con la fuerza que viene de lo alto. Sólo con esta fuerza del Espíritu
somos capaces de emprender la obra que Dios nos está pidiendo.

E. Actuar en fe, produciendo obras de salvación


La fe que no se manifiesta y actúa no es fe, por tanto no salva.
Nosotros llegamos a experimentar la salvación en la medida en que
le respondemos a Dios con obras hechas en fe.
La obra de Dios no tiene su fundamento en la sabiduría y en la
fuerza de los hombres sino que es una manifestación del Espíritu y
del poder (1 Cor. 2, 4-6; 1 Tes. 1, 4-5).
Es necesario entonces creer en la palabra del Señor que nos
asegura que hemos recibido lo que le hemos pedido y nos lancemos a
caminar sobre las aguas sostenidos sólo por su fuerza, seguros de
que todo lo podemos en aquél que nos conforta (Flp. 4, 13).
La fe nos lleva a actuar conforme a lo que creemos. Por eso, el
actuar en fe no es tener un sentimiento de seguridad que muchas
veces no es otra cosa que búsqueda de apoyo humano. Tampoco es
la garantía de que Dios nos va a ayudar a que todo salga como
nosotros lo hemos planeado, ya que esto es estar buscándonos a
nosotros mismos. Actuar en fe significa principalmente poner en
práctica la voluntad del Señor porque la obra es suya y nosotros sólo
somos colaboradores de él.
El cumplir la voluntad de Dios con el poder del Espíritu Santo que
él nos ha concedido nos lleva a tener sucesivas experiencias de la
salvación de Dios y de esa manera nos permite entrar en el misterio
de la actividad divino-humana que Dios ha querido realizar por la fe.
Es la experiencia de quien se siente haciendo algo para lo cual es
incapaz. Es la experiencia de ver resultados que superan las fuerzas
y conocimientos humanos.

Es la experiencia de la salvación divina en los hombres y a través de


los hombres.
Esta experiencia de fe nada tiene que ver con la actitud del que se
cree capaz de presentarse ante Dios "con las cuentas en regla",
porque ha sido capaz de cumplir con todo lo que Dios le pedía.
Tampoco es la actitud del que cree que todo depende de Dios, que
Dios lo hace todo y nosotros tenemos que esperar pasivamente.
Si hemos captado ya la voluntad de Dios, constatando nuestra
impotencia para ponerla en práctica y hecho oración para pedir y
recibir su Santo Espíritu nada nos puede detener a realizar la obra de
Dios. Si Dios lo quiere, entonces todo es posible con su poder y
nuestra cooperación. No nos admire por tanto ver las
transformaciones de la vida familiar, la destrucción de los rencores y
resentimientos, el que caigan los muros de injusticias y de la
opresión, el que cambien las estructuras sociales de las empresas y
las regiones, que desaparezcan las desigualdades entre los hombres y
el que podamos comenzar a vivir poco a poco y paso a paso cada una
y todas las bienaventuranzas mediante las cuales vamos reflejando el
rostro de Cristo.

F. Conocimiento de Dios y acción de gracias

La fe es lo que nos hace conocer a Dios; pero no sólo ni


principalmente el conocimiento intelectual sino ante todo la
experiencia de Dios vivo que actúa en nosotros realizando la
salvación. "¿No te he dicho que si creyeres verás la gloria de Dios?"
(Jn. 11, 39). Precisamente la gloria de Dios que es su manifestación
salvífica se realiza en nosotros cuando creemos. No hay paso en la fe
en el que Dios no se manifieste y en el que no construya su vida en
nosotros. Por eso mismo, no hay acto de fe en el cual no podamos
tener la experiencia de Dios que salva.

La experiencia continua de actos de fe, de pasos en la fe, nos va


aumentando el conocimiento de Dios; y esto es la vida eterna. Este
conocimiento progresivo es lo que nos hace creer en Cristo. Estos
pasos en la fe son la base del crecimiento. Dios quiere darnos un
conocimiento de su misterio mucho más allá de lo que nosotros
podemos pedir o imaginar mediante el ejercicio de la fe.
Naturalmente esta experiencia de la acción salvífica de Dios nos
conduce a un canto de alabanza al impulso del Espíritu Santo, a un
himno de acción de gracias para la gloria de Dios que en Cristo
Jesús nos ha dado la salvación.
María nos da el modelo de un paso perfecto de fe cuando el
Espíritu Santo realiza en ella la encarnación del Verbo eterno:
— La iniciativa divina se le da a conocer por el ángel.
— Ella acepta, quiere hacer la voluntad de Dios, pero no puede.
— Recibe entonces la fuerza del Espíritu Santo.
— Dice: "Hágase en mí según tu palabra", y actúa yendo a casa
de su prima Isabel.
— Finalmente canta: "Mi alma alaba al Señor y mi espíritu se
alegra en Dios mi salvador".
Para que verdaderamente haya un crecimiento armónico deben
coexistir los seis puntos descritos. Cuando excluimos alguno o
absolutizamos otro, es como si a una persona le creciera sólo la
pierna derecha y no la izquierda, o que le creciera mucho el corazón
pero que sus venas y arterias permanecieran pequeñas. Los seis
puntos van íntimamente unidos y dependientes uno de los otros.
Se ha descrito hasta aquí lo que es un paso en la fe. Evidentemente
un paso nos acerca a la meta, pero no por eso ya llegamos a ella. Se
necesitan repetir los pasos, tener nuevas experiencias, conocer más
a Dios bajo nuevos aspectos y que él vaya invadiendo todas las áreas
de nuestra vida para que nos vaya llenando de su salvación por la
vida de Jesús en nosotros.
Cuando vivimos la fe, en nuestra vida se comienza a dar un
testimonio poderoso y convincente de la salvación. Entonces ya no se
necesitan poses de testimonio, ya que los frutos del Espíritu se
manifiestan de manera permanente. Entonces el amor, que es la vida
de Dios, empieza a ser connatural a nuestra vida, aparece la justicia
de Dios en nuestras relaciones y se va desprendiendo de las cosas
materiales, se participan libremente los propios bienes y se va
contribuyendo eficazmente a la construcción de la Iglesia de Cristo.
2. LOS MEDIOS DE CRECIMIENTO VIVIDOS
CON FE
Los medios de crecimiento que a continuación vamos a describir
son igualmente lugares o ambientes concretos donde se puede hacer
vivir y crecer la fe. Pero al mismo tiempo debe quedar perfectamente
claro que sólo se trata de medios; los cuales, siendo bien utilizados
nos hacen vivir la fe; pero mal utilizados o tomándolos como fin en sí
mismos, en vez de hacer crecer la vida de Dios nos pueden hasta
dañar.
Algunos de estos medios están sintetizados en Hechos 2, 42,
donde se nos habla del crecimiento de la comunidad primitiva:
"Perseveraban en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en
la fracción del pan y en las oraciones". Aquí trataremos esto de una
manera más general.

A. La oración

La oración hecha en fe es un medio extraordinario para crecer en


la vida de Dios porque nos va identificando con Cristo Jesús y nos va
transformando en su misma imagen. La verdadera oración va
cambiando nuestra vida para que podamos vivir la vida de Dios.
Por otro lado, si la oración no es hecha en fe de nada sirve, porque el
medio primordial para comunicarnos con Dios y ser conformados en
Jesús no es la oración sino la fe.
Por ejemplo, la oración de los dos ladrones crucificados junto a
Jesús.
— Uno de ellos no conocía ni aceptaba el plan de Dios. Por otro
lado, quería aprovecharse de Jesús: "Bájate de la cruz y bájanos a
nosotros" (Le. 23, 39).
— El otro oraba con fe, seguro de que Jesús crucificado,
escándalo para los judíos y locura para los gentiles, era rey y seguía
siendo el rey: "Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu reino" (Le.
23, 42).
B. La enseñanza

El ministerio de la palabra es fundamental en el plan de Dios. Por


la predicación de esta palabra se engendra y crece la fe (Rom. 10,
17). Jesús, los apóstoles y la Iglesia tienen por misión anunciar el
evangelio a toda criatura y llevarla hasta el perfecto conocimiento de
Dios (cfr. Col. 1, 10). La enseñanza transmitida en fe no sólo revela
las leyes o las cosas de Dios, sino que debe ser un conocimiento vivo
y experimental que culmine en una relación de amor.
Sin embargo, no se debe identificar enseñanza, ni menos
enseñanza de tipo meramente intelectual, con crecimiento. El
crecimiento no es una serie de cursos ni actividades. Esto servirá
para el crecimiento en la medida en que lo vivamos en la fe. La
ciencia sola, aun la de Dios, infla; sólo la caridad edifica (cfr. 1 Cor.
8, 1).

a) La Biblia
La enseñanza y el estudio de la Biblia son un medio privilegiado para
conocer a Dios y su manera de actuar a través de la historia de la
salvación, ya que en la Sagrada Escritura es Dios mismo quien
habla y se revela a los hombres por medio de una Palabra que es
Espíritu y vida (Jn. 6,63).
Sin embargo, este mismo estudio puede hacerse en la carne y
entonces sólo producirá frutos de carne.
b) La catequesis
Los cursos de enseñanza doctrinal, moral y teológica son
necesarios, pero tampoco son el crecimiento mismo. No por tomar
cursos, aunque se llamen de "crecimiento", se crece necesariamente.
La instrucción, siendo buena y necesaria, no es lo que nos hace
crecer, sino sólo la fe que actúa por la caridad (Gal. 5, 6).
Así, para que el ministerio de la palabra nos sirva para un
auténtico crecimiento de la vida de Dios, cada enseñanza o curso
debe:
— Revelarnos la voluntad de Dios.
— Convencernos de nuestra situación de pecadores, mani-
festándonos nuestra impotencia y debilidad.
— Aumentar nuestra necesidad de Espíritu Santo y abrirnos a
recibirlo para que nuestro corazón sea cambiado.
— Lanzarnos a actuar en fe, seguros de que la obra es de Dios y
de él dependen los resultados.
— Conocer y experimentar al Dios salvador.
— Agradecerle con un himno de alabanza.
Naturalmente que a veces se acentuará más un aspecto que otro,
mas, para que en verdad exista un crecimiento armónico, se tendrán
que dar de alguna manera todos esos elementos, ya que todos están
concatenados y dependientes unos de los otros.
C. Los sacramentos

Los sacramentos en el plan de Dios son signos que realizan su


presencia salvífica en medio de los hombres.
- Sin embargo, no se puede medir matemáticamente el creci-
miento personal o comunitario de acuerdo con el número de
bautizados, comuniones o parejas que reciban el matrimonio. Esto
no necesariamente es crecimiento.
El crecimiento de la vida de Dios a través de los sacramentos se
da en la medida en que el poder sacramental se recibe y se vive en
la fe del hijo de Dios, aprovechándose para edificar el cuerpo del
Señor.
Hay un poder en los sacramentos, pero ese poder es como un río
caudaloso que puede ser aprovechado o malgastado. Si el río
caudaloso se encauza, se puede formar una termoeléctrica que sea
luz del mundo. Pero si el mismo río no se encauza y se desborda,
entonces puede inundar el campo de Dios que somos nosotros.
Sacramentos sin vida de fe es lo que se llama "sacramen-
talismo". En este sentido hay miles de bautizados y confirmados que
no viven la vida de Dios. Hay otros que van a misa diariamente,
pero que no se les nota el crecimiento de la vida de Dios en ellos.
La recepción de los sacramentos, la vivencia o renovación de los
que ya recibimos, son medios maravillosos para dar un paso en fe.

D. Los dones del Espíritu

La apertura al ejercicio de los dones carismáticos en una


comunidad es un medio a través del cual el Señor edifica su Iglesia y
hace crecer el cuerpo de su Hijo. A través de otros dones nos
manifiesta su amor, nos participa su sabiduría y experimentamos su
poder.
Sin embargo, los dones no son un fin en sí mismo, sino formas
como Dios edifica nuestra fe, ya que en el ejercicio de estos dones
podemos vivir de una manera privilegiada la vida de la fe. En el
ejercicio de los dones podemos vivir de manera extraordinaria los
seis pasos que anteriormente hemos descrito.
Los dones, usados dentro del plan de Dios, llegan a ser medios
propicios para el crecimiento de la fe.
Sin embargo, siendo los dones buenos y para nuestro bien,
pueden ser mal utilizados, como en Corinto, donde se ejercían en la
carne y en vez de edificar el cuerpo de Cristo, lo estaban dividiendo.
E. La comunidad

Una comunidad donde se vive la fe es el ambiente más propicio


para crecer en la vida de Dios, porque en ella está plantada la
actividad salvífica del Señor Jesús, allí se vive la vida de la Trinidad y
se experimenta la unidad del único Espíritu.
La comunidad no es una estructura, sino un ambiente donde la fe
en Jesús da unidad a los hermanos para instaurar el reino de Dios.
Ciertamente nuestra vocación es un llamado a la comunidad, pero el
modo y estilo de la vida comunitaria debe ser buscado y vivido en la
fe y no calcado en modelos prefabricados.
La comunidad es sólo un medio de crecimiento de la vida de Dios.
Lo que hace crecer esta vida es la presencia de Dios en nosotros. Así
pues, la comunidad no es lo que nos hace crecer, sino la fe vivida en
comunidad, o mejor dicho, la fe vivida en su dimensión no sólo
personal, sino comunitaria.
La comunidad en sí no es ningún diploma de crecimiento de la
vida de Dios en nosotros, menos si por comunidad entendemos una
estructura determinada con tales características y actividades.
La experiencia de comunidad, para que instaure la vida de Dios y
se instrumentalice ella misma, debe:
— Ser una manifestación de la Trinidad y de su voluntad.
— Llevarnos a aceptar esa misma voluntad a todos juntos.
— Crear conciencia de nuestro, pecado original y personal por el
cual somos impotentes para cumplir la voluntad del Señor.

— Hacer un llamado, como en el cenáculo, para que el Espíritu


Santo venga sobre nosotros en cada momento y para cada
circunstancia.
— Lanzarnos a una acción comunitaria en la fe.
— Llevarnos a la experiencia y conocimiento del Dios vivo que
salva a través de Jesucristo, y por él, a través de los instrumentos
humanos.
F. La comunicación cristiana de bienes

La comunicación cristiana de bienes, aunque no es un crecimiento


en sí mismo, sí es un signo de crecimiento, pues tanto la persona
como la comunidad que va madurando en su fe no permanece
cerrada buscando exclusivamente su propio crecimiento, sino que la
existencia de una mayor experiencia salvífica de la vida de Jesús en
ellos la lleva a abrirse cada vez más a otros para comunicarles esos
mismos bienes.
Bienes que no deben verse exclusivamente en el plano espiritual,
sino también en las formas concretas que encarna la salvación a
través de los bienes materiales y culturales sometidos al señorío de
Cristo.
El punto de partida y la base permanente para una comunicación
cristiana de bienes espirituales y materiales, así como el de un
crecimiento verdadero es el que exista una conversión personal y
comunitaria profunda al señorío de Jesús. Sin ella no puede existir "la
comunicación de los bienes", puesto que éstos siguen existiendo
como propiedad personal o comunitaria y no como pertenecientes al
Señor. Sin el señorío de Jesús no puede existir una palabra
evangélica auténtica, un desprendimiento real y una administración
cristiana de los bienes que tenemos en propiedad como una hipoteca
social.
La conversión que todo esto supone no sólo implica un
desprendimiento en dar y darnos, sino también una disposición y
una actitud en saber recibir aquello que Dios nos comunica a través
de nuestros hermanos.
La comunicación cristiana de bienes, como todos los medios
anteriormente explicados, nos debe llevar a vivir en la fe cada uno
de los seis puntos ya mencionados.
Por todo lo expuesto se debe colegir que lo que nos hace crecer
en la vida de Dios no es ni la oración, ni los cursos, ni los retiros, ni
los sacramentos, ni la comunidad con la participación de bienes. Todo
esto, lleno de fe, nos llevará a tener nuevas y más profundas
experiencias de la vida de Dios en nosotros. Pero sin fe no servirán
para nada.
Lo que nace de la carne es carne y la carne no sirve para nada.
Sólo lo que nace del Espíritu es Espíritu y sólo el Espíritu es el que
puede producir vida en nosotros (Jn. 3, 6. 63).
El que crece en la vida de Dios lo logra, no porque quiera crecer,
sino porque confía, cree y espera que la semilla de la vida divina
plantada por el sembrador en su corazón, va a crecer por sí misma,
porque está unida a la vid verdadera, sin la cual no se puede hacer
nada. El se sabe semilla, semilla que debe morir, ser regada por el
agua viva del Espíritu Santo y después dará un fruto y un fruto que
permanezca.
Es la fe y sólo la fe que actúa por la caridad lo que hace que la
vida de Dios se desarrolle en el creyente. Por lo tanto, se crece en
esta vida no buscando los medios de crecimiento, ni buscando el
crecer, sino centrándose en el autor de todo crecimiento, y por la fe
en él, usando los medios que él mismo ha puesto a nuestro alcance
para que viviendo la fe en cada uno de ellos, él se manifieste en
nuestra vida más y más...
La vida de Dios crece en nosotros en la medida en que le pedimos
a Jesús. Se crece sólo en la medida en que damos pasos en la fe, los
cuales nos llevan a experimentar a Dios y contemplar su obra
salvífica entre los hombres. Es contemplación y compromiso de fe
combinados de manera maravillosa.
Todo trabajo, actividad, estado de vida, política y las relaciones
con las cosas de este mundo son lugares o ambientes donde nuestra
fe puede crecer. Por otro lado, de no actuar en fe en cada
circunstancia, ¿no estaremos entonces robusteciendo las fuerzas del
mal, ya que según la Escritura "todo lo que no proviene de la fe es
pecado"? (Rom. 14, 23).
III
COMO AYUDAR A CRECER

Al hablar de qué es crecer hemos dicho que se trata de la vida


misma de Dios en nosotros que va creciendo. Por tanto, en el fondo,
el crecimiento consiste en dejarnos invadir por esa vida divina hasta
que llegue a todas las áreas de nuestra existencia.
En el capítulo segundo abordamos el tema de cómo crecer y
descubrimos que lo más importante en este proceso es la per-
manencia en Jesús (Jn. 15). Permanecemos en Jesús viviendo y
caminando en su vida por medio de la fe. Esto nos llevó a una
pregunta: ¿cómo crecer en la fe? Maduramos en la fe cuando
respondemos a la iniciativa de Dios y recibimos el poder de su
Espíritu para actuar. Este caminar en la fe es "el pan nuestro de cada
día" del discípulo de Jesús. Normalmente no se trata de hacer pasos
gigantescos, sino más bien muchos pasitos, aunque ciertamente
estos pasos pequeños, dados con paciencia y perseverancia, nos
llevan a una vida de unión cada vez más íntima con Jesús
promoviendo su reino en cada situación concreta y dando gloria al
Padre en cada uno de nuestros actos. El ejercitar la fe en cada
situación y circunstancia concreta nos lleva al camino del hombre,
que es precisamente el camino de la Iglesia, como nos ha recordado
su santidad Juan Pablo II.
En este tercer capítulo vamos a hablar de cómo ayudar a los
demás a crecer. Esta ha sido una inquietud constante de muchos
líderes en la renovación carismática en los últimos años y por eso fue
elegido como el tema de reflexión en el sexto encuentro nacional de
Líderes de la Renovación.

Desde la creación del mundo Dios ha querido que el ser humano


participe en su obra. Le ha dado una responsabilidad de cuidar del
mundo y de las demás personas como hermanos (Gn. 2, 15; 4, 9).
Al no creer el hombre en la palabra de Dios y aceptar la mentira
(Gn. 3, 1-6) entra el pecado en el mundo (Rom. 5, 12), afectando
las relaciones entre los hombres con el mundo y con Dios mismo
(Gn. 3).
Dios no abandonó a su criatura en su pecado, sino que le
prometió un Salvador, y en la plenitud de los tiempos nos envió a su
Hijo Jesús como propiciación por nuestros pecados, a fin de que
nosotros vivamos por él: ésta es la prueba suprema de su amor a
nosotros (1 Jn. 4, 9-14).
Jesús, el enviado de Dios por excelencia, vino a anunciar "la
buena nueva a los pobres, a proclamar la liberación a los cautivos y
dar la vista a los ciegos, dar libertad a los oprimidos y proclamar un
año de gracia del Señor" (Le. 4, 18-19). Todos los aspectos de su
misterio, desde la misma encarnación, los milagros, las enseñanzas,
la convocación de sus discípulos, el envío de los doce, la cruz y la
resurrección, su permanencia en medio de los suyos, forman parte
de su actividad evangelizadora (Evangelii nuntiandi 6). Todo esto lo
hace porque lo único que desea es hacer la voluntad del Padre que lo
ha enviado: realizar su obra: "la obra de Dios es que creáis en quien
él ha enviado" (Jn. 6, 28-29). "He venido para que tengan vida y la
tengan en abundancia" (Jn. 10, 10).
La misión de Jesús se prolonga con la misión de sus propios
enviados. Desde el principio de su vida pública quiso Jesús
multiplicar su presencia y prolongar su mensaje por medio de
hombres que fueran como él: llama a sus primeros discípulos para
que sean pescadores de hombres; escoge doce para que estén con
él y para que, como él y con su autoridad, anuncien el evangelio,
curen a los enfermos y expulsen a los demonios.
"Como el Padre me envió, así yo os envío; recibid el Espíritu
Santo" (Jn. 20, 21). "Id por todo el mundo y haced discípulos a
todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y
del Espíritu Santo y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he
mandado, y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el
fin del mundo" (Mt. 28, 18-20). La misión del Hijo alcanzará
efectivamente a toda la humanidad por la misión de sus apóstoles y
de su Iglesia.
Su santidad Pablo VI reafirmó esta vocación universal de los
bautizados cuando escribió:
Quienes acogen con sinceridad la buena nueva, mediante tal
acogida y la participación en la fe, se reúnen en el nombre de
Jesús para buscar juntos el reino, construirlo y vivirlo. Ellos
constituyen una comunidad que es a la vez evangelizadora. La
orden dada a los doce: 'Id y proclamad la buena nueva', vale
también, aunque de manera diversa, para todos los cristianos.
Así, la tarea de la evangelización de todos los hombres
constituye la misión esencial de la Iglesia, su vocación, su
identidad más profunda (Evangelii nuntiandi 13-14).
Esta vocación, este envío a ser Jesús en el mundo, que es de
todo cristiano, le toca de manera especial a los que tienen un
ministerio específico de servir a sus hermanos en el crecimiento de
su fe. Nunca hay que perder de vista que este ministerio es una
vocación, un llamado de Dios: la iniciativa es suya. Uno no escoge
ser pastor o guía de sus hermanos en la fe como escoge un auto
nuevo o una carrera universitaria, según sus preferencias y sus
intereses. Se trata más bien de responder activa y
responsablemente a un don de Dios para poder construir la
comunidad.
Por nuestro bautismo todos hemos sido llamados a evange lizar, a
colaborar en la obra de salvación; y dentro de esta vocación universal
algunos están llamados de manera especial a fomentar la vida de
Jesús en sus hermanos, su crecimiento en la fe, hasta dejar
sembrada la vida de Jesús en toda la comunidad cristiana. En este
sentido podemos hablar de un carisma de pastoreo, que es un
ministerio estable en la Iglesia. Este don es por excelencia el carisma
del obispo, cuyo modelo es Cristo, el buen pastor. Los sacerdotes y
diáconos por su ordenación sacerdotal, son los colaboradores
especiales del obispo. Y el laico, por su bautismo, y en algunos casos,
por un carisma especial, está llamado a colaborar con su obispo y sus
sacerdotes, para que crezca la vida de Jesús en la comunidad y
produzca los frutos del Espíritu Santo.
Hace falta valorar el carisma del pastoreo en el obispo, el
sacerdote, el diácono y el laico. Hay otros carismas que llaman la
atención mucho más, como son la curación, la profecía, etc. Como es
más evidente la intervención directa de Dios en el caso de una
curación, tendemos a decir, "esto sí que es un carisma, ... pero el
pastoreo... pues, es una cierta facilidad que tengo, o es una tarea
que me han dado" ... y se nos olvida que es tan carisma como los
que nos llaman mucho la atención. Para ser fieles a este carisma, a
este ministerio, debemos tener muy presente la vocación que hemos
recibido de Dios, el llamado que nos ha hecho a colaborar con su hijo
Jesús. Tenemos que tener muy presente nuestra responsabilidad,
nuestra respuesta activa, nuestra fidelidad, para que este ministerio
dé los frutos que el Espíritu Santo quiere manifestar.
Dios es el que da la vida y el que fomenta la vida. Nosotros no
somos la semilla, ni siquiera llegamos a ser el sol, sino que podemos
ser como el agua o el abono que ayuden al crecimiento. Nuestro
llamado no es a hacer cosas, no es una vocación a realizar muchas
actividades, aunque en muchas ocasiones tendremos que hacer cosas
y realizar actividades. Pero esto no es la esencia de nuestro
ministerio. La esencia del carisma del pas-

toreo es el servir a nuestros hermanos, acompañarlos en su caminar


en la fe y ayudar a que esa fe crezca.
Las actividades, los quehaceres administrativos son necesarios en
la medida en que fomenten esa vida de fe. Pero, a veces no sabemos
cómo ayudar a caminar en la fe a nuestro hermano, y por tanto nos
dedicamos a organizar actividades, pensando que esto es el cuidado
en la fe.
San Pablo nos da un ejemplo precioso de lo que es tener
conciencia de nuestra vocación. Prácticamente todas sus cartas
comienzan con: "Pablo, siervo de Cristo Jesús y apóstol por un
llamado de Dios, escogido para proclamar el evangelio de Dios"
(Rom. 1, 1).
Y con la misma conciencia, Pablo sabía que el que está llamado a
ser ministro del Señor y estar al servicio del crecimiento de la fe de
sus hermanos va a sufrir muchos dolores como los de una madre que
da a luz a un hijo. Sin embargo, aunque Pablo tenía esto muy
presente no se centraba en sus propios sufrimientos. Tenía
conciencia, por experiencia propia, de lo que es sufrir para completar
lo que falta a la pasión de Cristo; pero, más importante aún, tenía
conciencia muy clara de que el misterio de la vida de Dios no es
misterio que nosotros manejamos a nuestro gusto ni tampoco lo
controlamos nosotros, sino que es la obra de Dios. Los capítulos tres
y cuatro de la segunda epístola a los corintios tienen un contenido
especialmente rico en este sentido. Nos dice:
Por eso todos nosotros andamos con el rostro descubierto,
reflejando como un espejo la gloria del Señor, y nos vamos
transformando en imagen suya más y más resplandeciente, por
la acción del Señor que es Espíritu. Ese es nuestro ministerio. Lo
tenemos por pura misericordia de Dios y por eso no nos
desanimamos (2 Cor. 3, 18— 4,1).

El que transforma es el Espíritu, lo que reflejamos es la gloria de


Dios, la vida es la vida de Jesús en nosotros, por eso no
desfallecemos. Más adelante continúa:
No nos predicamos a nosotros mismos, sino que anunciamos a
Cristo Jesús como Señor: pues nosotros somo servidores de
ustedes por causa de Jesús. Ahora bien, Dios que dijo: "Brille la
luz en medio de las tinieblas", es el que se hizo luz en nuestros
corazones, para que en nosotros se irradie la gloria de Dios,
como brilla en el rostro de Cristo. Con todo, llevamos este tesoro
en vasos de barro para que todos reconozcan la fuerza soberana
de Dios y no parezca cosa nuestra (2 Cor. 4, 5-7).
Estas palabras de san Pablo nos dan la clave de las dos actitudes
fundamentales de todo discípulo de Jesús, y de manera especial,
para quienes ejercen el ministerio del pastoreo. La obra es de Dios,
por eso podemos tener la más absoluta confianza en él para su
realización. Esa obra suya y esa gloria suya la llevamos nosotros en
vasos de barro, y de allí debe brotar una actitud de profunda
humildad. Porque la obra es suya, nunca debemos desfallecer...
cansarnos sí, pero nunca desfallecer; y porque la llevamos en vasos
de barro nunca debemos engreírnos. Con estas dos actitudes
fundamentales, podemos participar de manera vigorosa y eficaz en el
crecimiento de la vida de Dios en nuestros hermanos.
2: Cómo ayudar a las personas a caminar en la fe
Ya hemos hablado de la importancia de la madurez humana en
relación con la madurez en Cristo. Aquí podemos sacar una
conclusión obvia. El ayudar a una persona a tomar pasos firmes en
su vida de fe va a implicar que le ayudemos también en su proceso
de maduración humana. El que ejerce el ministerio del pastoreo no
sólo debe crecer continuamente en este terreno, sino que debe
ayudar a su hermano a hacer lo mismo para promoverlo a descubrir
sus verdaderas motivaciones al actuar; ayudarlo a ir integrando su
personalidad y así permitir que la vida de Jesús penetre en todas las
áreas de su vida. Impulsarlo a tomar decisiones libres y
responsables, aceptando las consecuencias de las mismas.
Las personas inmaduras tienden, con mucha frecuencia, a actuar
de una manera aparentemente muy positiva por razones bastante
negativas: para "quedar bien" con alguien; para hacer sentir al otro
que está obligado con uno; para darle gusto al otro y sacarle lo que
uno quiere; y todas las formas de chantaje moral tan comunes en
nuestra vida diaria. Al caminar en la fe con una persona vamos a
ayudarla a descubrir sus motivaciones más profundas y a progresar
con la gracia de Dios hacia una pureza de corazón cada vez más
radical.
Otro paso en la madurez humana que sirve de base para la
madurez en la fe es la integración de la personalidad. Una persona
que humanamente está muy dispersa y suele ser de una manera en
su familia, de otra manera muy diferente en su trabajo, de otra
manera con sus amigos, y aun de otra manera con las personas en
su grupo de oración, parroquia, etc., con mucha facilidad puede
aceptar a Jesús como "Señor" de su oración, y sin embargo, en su
trabajo, en sus gastos y en sus relaciones tener criterios hasta
anticristianos. Un aspecto muy importante del proceso de
maduración en la fe es el ir dejando que la vida de Jesús entre en
todas las áreas de la vida y que sus criterios se conviertan en los
nuestros en todos los terrenos. El verdadero pastor acompaña a las
personas en este proceso y sirve de guía más por su ejemplo que
por sus palabras.
La madurez humana sirve de apoyo muy fuerte para la madurez
en la fe: la capacidad de tomar decisiones libres y responsables y
aceptar las consecuencias de las mismas. Nuestro mundo y nuestra
Iglesia están urgidos de personas con esta capacidad, y sin
embargo, nuestra manera de ejercer el liderazgo y la dirección de
los demás con frecuencia es paternalista y mantiene a los adultos en
la inmadurez.
Es una tentación de casi toda persona en una posición de
autoridad tomar decisiones por los demás. Como el líder con
frecuencia sabe más, cree que debe decir todo para que las cosas
salgan lo mejor posible. En estos casos sacrificamos el proceso de
maduración del grupo para lograr una solución eficaz del momento.
Por otra parte, con frecuencia el líder apoya su autoridad en la
inmadurez del grupo. Cuando esto sucede, lo más natural es querer
mantener al grupo en su inmadurez, porque si el grupo comienza a
tomar decisiones responsables a lo mejor va a llegar a superar al
líder y hacerlo a un lado. Los líderes son los que más se quejan de la
falta de madurez en los grupos, y sin embargo, muchas veces ellos
son directamente responsables de esta situación. En esto se percibe
la íntima y urgente relación entre el proceso de maduración que
necesita el líder y su capacidad de ayudar a crecer en la fe a los
demás.
El auténtico líder ayuda continuamente al otro a tomar sus
propias decisiones y aceptar sus consecuencias porque sólo así
adquirirá la responsabilidad. Esto se ve en la dirección espiritual. El
buen director espiritual no decide por la persona a quien está
guiando, sino que la acompaña en el proceso de discernimiento de la
voluntad de Dios en cada situación concreta. Se ve en la dirección de
grupos, en la relación entre padres e hijos, entre maestros y
alumnos. Hay pocos regalos de Dios tan grandes como el haber sido
guiado por una persona que ha fomentado nuestro crecimiento, y nos
ha enseñado a tomar decisiones y responder por esas decisiones.
Fomentar la responsabilidad en los demás implica correr riesgos. Lo
más probable es que nosotros podríamos haber hecho las cosas
mejor, pero es indispensable dar la oportunidad a los demás a actuar
en situaciones concretas. No se puede aprender a nadar por
correspondencia. Por correspondencia se podría explicar todo,
demostrar los pasos, pero si alguien va a aprender a nadar, tarde o
temprano tiene que meterse al agua. Lo pueden detener en el agua
por unos momentos, pero en un momento dado se lo tiene que
soltar. Como líderes tenemos la tentación de sostener a las personas
demasiado, de crear dependencias innecesarias. Para no caer en esta
tentación necesitamos una gran confianza en Dios para decir a
nuestro hermano: "Con la ayuda de Dios tú puedes", y quitar las
manos, dejando al otro sostenerse en el agua sin nosotros. El que ha
sido padre de familia, maestro o pastor sabe lo difícil y lo necesario
que es esto.
El ayudar a las personas en su proceso de maduración humana,
sobre todo en estos puntos que hemos mencionado, puede ser un
proceso simultáneo con el caminar en la fe, si nosotros realmente
queremos guiar a nuestros hermanos a la madurez en Cristo.
En el capítulo segundo se ha hablado de cómo caminar en la fe.
Ciertamente ese caminar en la fe es un proceso continuo que puede
y debe darse en cada situación concreta. Diariamente estamos
llamados a responder al Señor en la fe en cada circunstancia, desde
nuestra conversación en el desayuno, hasta las oportunidades de
vivir la justicia en el trabajo y nuestras relaciones interpersonales. En
cada momento y en cada ambiente podemos buscar la voluntad de
Dios, descubrirla, pedir el Espíritu Santo, y con su poder, actuar.
El que participe en el ministerio de cuidar el crecimiento espiritual
de sus hermanos está llamado a acompañarlos en este mismo
proceso por su ejemplo y su palabra. Se trata de buscar juntos la
voluntad de Dios en las decisiones comunitarias, familiares, de
trabajo, sociales, económicas, etc., pedir juntos el Espíritu Santo,
animar al otro a actuar de acuerdo con las luces que ha recibido.
Ciertamente habrá que corregir los errores sobre la marcha, y
podemos estar seguros de que va a haber errores, sobre todo al
principio. El meollo del pastoreo está en acompañar; no cargar, no
llevar en brazos, no correr veinte pasos adelante y voltear para
atrás y decir, "mira, aquí estoy adelante, quizás me puedes
alcanzar".
3. Actitudes básicas para ayudar a crecer
Hay ciertas actitudes o características básicas que debe tener la
persona que va a ayudar a los demás a caminar en la fe. Aquí no
nos referimos tanto a talentos humanos cuanto a virtudes o dones
que Dios da como equipaje al que va a ejercer este ministerio.
Necesitamos pedir estos dones a Dios y cultivarlos en nuestras vidas
por medio de la oración la pureza de corazón y el ejercicio
disciplinado.
El discernimiento: para pastorear a los demás es indispensable el
discernimiento: capacidad de descubrir en cada situación concreta
cuál es la voluntad de Dios, cuáles son impulsos puramente carnales
y cuáles las manifestaciones de la influencia del mal. El don del
discernimiento no es simplemente el sentido común, o la intuición
femenina, o la virtud natural de la prudencia. El don del
discernimiento viene de nuestra intimidad con Dios. El que ha
intimado con Dios en su palabra, en la oración personal y
comunitaria, llega a saber distinguir sus rasgos en cada situación, a
la vez que descubrir la pobreza y mezquindad del corazón humano.
Con respecto al discernimiento hay que decir lo mismo: no se
trata de hacernos los expertos, los únicos capaces de discernir para
la comunidad, sino de profundizar en este don en nuestras propias
vidas y de ayudar a los demás a crecer en el discernimiento. Ay de
nosotros si tratamos de acaparar el discernimiento y, además, ay de
nosotros si tratamos de discernir con puros criterios humanos sin
estar en una actitud continua de apertura al Espíritu de Dios.
La verdad: Al promover el discernimiento en el grupo nos acercamos
cada vez más a la verdad. El descubrir la verdad nos lleva a otro
aspecto esencial en el ministerio del pastoreo de los demás: el
hablar con la verdad. Podemos hablar inclusive de una ascética de la
verdad, porque requiere de una disciplina y un esfuerzo continuo. A
veces es más fácil hablar con verdades a medias, ser muy políticos,
con pretexto de no lastimar a la persona. Pero al acompañar a las
personas en la fe, el Señor pide que no callemos su verdad. A esto
se refiere san Pablo cuando nos dice:
Por esto, misteriosamente investidos de este ministerio, no
desfallecemos. Antes bien, hemos repudiado el callar por
vergüenza, no procediendo con astucia, ni falseando la palabra
de Dios: al contrario, mediante la manifestación de la verdad nos
recomendamos a nosotros mismos a toda conciencia humana
delante de Dios (2 Cor. 4, 1-3).
Jesús, por su parte, nos dice:
Si os mantenéis fieles a mi palabra seréis verdaderamente mis
discípulos y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres (Jn.
8, 31-32).

Si nuestros hermanos que quieren crecer en la fe y ser ver-


daderos discípulos de Jesús no pueden esperar la verdad de no-
sotros, ¿de quién la podrán recibir?
Hablar con la verdad puede ser muy doloroso. Nos lleva al tema
tan delicado de la corrección fraterna. La capacidad de corregir
fraternalmente con espíritu evangélico es uno de los signos más
claros de la madurez en la fe. No es corrección fraterna en sentido
evangélico cuando "le decimos sus verdades" a las personas porque
nos caen mal, nos estorban, o porque nos queremos vengar, etc.
La corrección fraterna auténtica tiene dos cualidades que la
distingue de lo anterior: se da siempre en la verdad, de la forma
más completa posible en una situación concreta y se da con amor.
Decir las cosas con amor no quiere decir necesariamente que las
digamos con mucha dulzura y sentimiento. Esto varía mucho según
la personalidad de cada uno. Decir la verdad con amor es decirla
para el bien de la persona, porque queremos que crezca la vida de
Dios en ella. Las personas saben distinguir perfectamente cuándo
las corregimos por su bien y cuándo lo nacemos porque nos están
molestando. Para esto también se necesita la madurez y la pureza
de corazón.
Una tercera actitud fundamental al acompañar en la fe a
nuestros hermanos es la de recordar siempre que la obra es de
Dios. No se trata aquí de un presupuesto teológico en nuestras
vidas, sino de una actitud concreta en cada circunstancia. Esto
requiere mucha humildad. Con frecuencia queremos sacar las cosas
adelante según nuestros propios criterios y esfuerzos que pueden
ser muy buenos, pero no son lo que Dios pide en esa situación.
A veces tenemos una idea en nuestra mente de cómo debe ser
una persona. Dedicamos mucho tiempo a acompañarla en su
crecimiento, pero no estamos haciendo discípulos de Jesús, sino que
estamos queriendo que Fulano llegue a conformarse a la idea
nuestra. Esto sucede mucho entre esposos. El marido tiene una idea
de lo que él piensa que debe ser su esposa; y ella, a su vez, tiene
una idea muy fija de lo que debe llegar a ser su marido. En estos
casos no se acompañan para que cada uno llegue a transformarse
en Jesús, sino que más bien se van manipulando mutuamente para
hacer que el otro llegue a conformarse a su ideal. Esto no es
reconocer que la obra es de Dios, sino tratar de ser creadores
nosotros mismos. Los padres lo hacen con los hijos, los maestros
con sus alumnos, y los líderes con las personas a quienes guían.
Dios no nos pide que seamos creadores; él es el autor de la .
vida; pero sí nos pide queseamos creativos en buscar formas de
propiciar su vida en nuestros hermanos para que el rostro de Cristo
se refleje en ellos cada vez con mayor resplandor.

Para esto nuestra meta debe ser que las personas a quienes
estamos acompañando en la fe nos lleguen a superar. Esto nos
cuesta mucho trabajo, y va directamente en contra de la tendencia
que mencionamos al principio, de hacer que nuestra autoridad
descanse en la inmadurez de los demás. Si por una parte las
personas a quienes servimos están muy limitadas por nuestros
defectos, por otra están llamadas a llegar a ser mucho más de lo que
nosotros podemos darles. A veces nos ponemos como el prototipo y
queremos que nuestros hermanos en la fe lleguen a ser muy buenos
para poder presumir de ellos, y decir "tengo la mejor asamblea de la
ciudad" o "los de mi grupo son los más comprometidos de todos".
Estas actitudes no son las de un buen pastor. Al contrario, las
actitudes que nos caractericen deben ser la de querer y trabajar
porque crezcan en la vida de Dios para construir el reino, no para
vanagloria nuestra. Como Juan el Bautista, nuestra meta tiene que
ser que Jesús crezca y nosotros disminuyamos.

4. Pastoreo de mis hermanos


Una de las maneras más eficaces para lograr lo anterior está en
fomentar la diversidad de las manifestaciones del Espíritu en nuestras
asambleas y en las personas a quienes estamos acompañando en la
fe. Aunque en teoría sabemos que hay una diversidad de dones para
la construcción del reino, a veces en la práctica pensamos así: "Yo
soy el líder y por tanto yo debo ser el experto en todos los dones. Si
va a haber una profecía, yo la debo tener, si vamos a orar por
curación, soy yo quien debe estar en primera fila imponiendo las
manos, para la enseñanza yo tengo que dar crecimiento 1, 2, 3 y 4.
Si queremos acaparar los carismas vamos a detener y obstaculizar el
crecimiento de las personas y de las comunidades.
Para esto hay que saber discernir los carismas cuando empiezan
a brotar, porque los carismas aparentes, que no lo son, pueden hacer
mucho daño en una comunidad; pero, por otra parte, el carisma que
apenas comienza a brotar, puede ser muy débil y pobre en su
expresión, sin embargo, auténtico. Si no sabemos discernir,
corremos el riesgo de dar alas a falsos caris-mas en algunos casos y
apagar el Espíritu en otros.
Al empezar a discernir un auténtico carisma, tenemos la
responsabilidad de ayudar a la persona a madurar en su uso. Se
trata de ayudarlas a saber cuándo están siendo impulsadas por el
Espíritu de Dios y cuándo es simplemente un espíritu humano, o
inclusive un espíritu malo. Tienen que aprender a pedir ayuda para
discernir hasta adquirir la capacidad de distinguir por sí solas.
Necesitan descubrir cuándo y cómo ejercer su carisma; saber que los
carismas son dones de Dios para la comunidad y deben estar
sometidos a la comunidad. Para poder ayudar a los demás en este
delicado terreno, tenemos que estar muy abiertos al Espíritu de
Dios. Sólo entonces tendremos la sensibilidad necesaria para saber
cuándo un carisma ayuda tanto a la persona que lo tiene, como a
toda la comunidad a abrirse más a Dios y a los demás. Esta es la
piedra de toque para discernir todo carisma.
Si es importante la tarea de ayudar a los demás a madurar en el
ejercicio de los carismas del Espíritu, lo es no por los carismas en sí,
pues, a fin de cuentas los mismos carismas son medios en función
del reino. El Señor nos da sus dones, no como adornos bonitos, sino
como herramientas para la construcción de su reino de justicia y paz,
amor y verdad. Nos hace pastores para hacer discípulos de Jesús, no
para hacer discípulos nuestros. En este punto se sintetiza todo lo
demás, y se ve la radical diferencia que debe existir siempre entre
nuestros criterios y los criterios del mundo. La visión cristiana se
puede resumir así: el liderazgo y el pastoreo cristiano son un servicio
a la comunidad cuya meta es la de hacer discípulos de Jesús y cons-
truir el reino. Los carismas son instrumentos privilegiados para
realizar esta tarea. Una visión mundana de la misma realidad
religiosa podría ser: el liderazgo y el pastoreo cristiano son una
buena oportunidad de ejercer el poder, y de tener prestigio en una
comunidad. La meta es tener éxito en la formación de las personas
para que los demás se den cuenta de mis cualidades. Los carismas
son las señales más convincentes de mi superioridad.
Es relativamente fácil cobijar motivos egoístas o de inseguridad
psicológica debajo de un lenguaje y una actividad religiosa. No es
raro encontrar a personas que no han podido triunfar en el mundo de
los negocios o en ciertos círculos sociales, buscando sobresalir en un
ambiente religioso.
Toda persona que ejerce el liderazgo en alguna forma, y el
pastoreo en particular, hará bien en revisar sus motivos periódi-
camente, y pedir al Señor continuamente la pureza de corazón.
Todo lo que se ha dicho sobre el pastoreo y acompañar a caminar
en la fe a nuestros hermanos, se puede aplicar a diferentes niveles: a
nivel individual, hermano con hermano, esposo con esposa, padre
con hijos, maestro con alumno, entre compañeros de trabajo. A este
nivel la renovación puede aportar servicios en la Iglesia en la línea de
la dirección espiritual.
Asimismo la renovación también está en la posibilidad de renovar
una antigua tradición de nuestra Iglesia en este momento actual en
el que escasean sacerdotes: la de la dirección espiritual de parte de
mujeres con una sólida formación en la fe, para sus hermanas.
¿Quién mejor para acompañar en la fe a una mujer que otra mujer
que comparte toda su realidad femenina? La dirección espiritual no
es tarea exclusiva de los hombres. Si la renovación responde con
generosidad y madurez a este llamado de Dios será una gran riqueza
para la Iglesia.
El pastoreo también se ejerce a nivel pequeño grupo, a nivel
comunidad y a nivel asamblea grande. Los líderes laicos y los
sacerdotes que han tenido experiencia pastoral en la renovación
comentan con frecuencia que después de una etapa de euforia inicial
en sus comunidades y asambleas, cuando la mano de Dios se
palpaba sensiblemente, entraron en una segunda etapa en la que ya
no se experimentaba sensiblemente la presencia de Dios. En este
segundo momento viene la tentación de actuar como si todo fuera
igual que antes, y estar en continua espera de que regrese la euforia.
Es ahora cuando con frecuencia empiezan los líderes a manipular a
sus comunidades y asambleas, en un esfuerzo por producir con
medios humanos, como la explotación de los sentimientos, la
psicología de masas, etc.
El pastor que hace esto normalmente no actúa por mala voluntad
sino por falta de madurez en la fe, y desconocimiento de los caminos
de Dios. Su manera de pensar va algo así: antes estábamos felices y
sentíamos a Dios... ahora, ya no. Parece que Dios ya no está, o por
lo menos no está tan cerca. Hay que actuar exteriormente como
actuábamos antes en nuestra asamblea, puede ser que así regrese.
En esta etapa de la vida del grupo caben diferentes reacciones:
algunos de los que asistían porque "se sentían tan bien", dejan de
asistir; otros siguen asistiendo y se esfuerzan por recobrar la
emoción del principio. Estos últimos probablemente experimentan
una sensación de frustración creciente al no lograr recrear la
experiencia inicial.
En esta situación el pastor maduro con cierta experiencia en los
caminos del Señor, sabe que la meta de la asamblea no es sentirse
bien, sino crecer en la vida de Dios. Sabe también que en la historia
de todos los que han crecido en la vida de Dios ha habido momentos
de intensa alegría al experimentar la presencia de Dios; pero todos,
sin excepción, comenzando con el mismo Jesús en su vida terrenal,
han pasado por momentos de sequedad, de soledad y de
purificación. El pastor maduro, sabe discernir cuándo nuestra
sequedad tiene sus causas en nuestra falta de conversión, y cuándo
es una purificación de parte de Dios para hacernos más capaces de
amarlo en verdad y servir a nuestros hermanos hasta la muerte. El
pastar maduro sabe guiar al rebaño y enseñarle a escuchar a Dios en
las etapas de maduración, sin manipulaciones, sin añorar las cebollas
de Egipto.

5. Cómo prepararnos en este ministerio

Si hasta ahora en este capítulo hemos visto qué debe hacer el


verdadero discípulo de Cristo que ha sido llamado a ayudar a
pastorear al pueblo de Dios, nos queda una última pregunta: ¿Qué
hacer para prepararnos a ejercer este ministerio tan importante y
para mantenernos abiertos continuamente al Espíritu en su ejercicio
diario?
Vamos a concluir con tres puntos para responder a esta pregunta
clave:
En primer lugar, necesitamos de alguien que nos acompañe en la
fe a nosotros. Los pastores, entre sí, necesitan cuidar la fe los unos
de los otros. No hay que ponernos en el pináculo de la pirámide, ni
tratar de ayudar a todos los demás a caminar en la vida de Dios, sin
tener quien discierna con nosotros sobre nuestro propio camino. La
soledad en el pastoreo muchas veces es la causa de nuestro
desaliento, nuestro cansancio, nuestro agobio y la tendencia a
fijarnos más en las tinieblas que en la luz. Si no lo tenemos cerca hay
que ir en búsqueda de un hermano que nos puede acompañar en la
fe.
Esto nos lleva al segundo punto: la importancia de las relaciones
entre los líderes. Para que crezca la comunidad en la vida de Dios es
indispensable que los líderes trabajemos unidos, laicos y sacerdotes.
Qué doloroso es escuchar a los sacerdotes decir, "no tengo laicos
maduros y comprometidos. No puedo contar con ellos". "Todo lo
tengo que hacer yo". Por otra parte, y a veces en el mismo lugar, se
oye a los laicos decir "el párroco no nos entiende" o "no se interesa"
o "cree que no somos capaces de hacer nada". Qué cómodo es justi-
ficar nuestra falta de cooperación, echando la culpa al otro. Dios nos
llama a buscar la unidad allí donde él nos ha puesto;
y para hallarla tenemos que morir muchas veces a nosotros mismos,
a nuestra manera tan particular de hacer las cosas, o de acaparar
todo. Hay que trabajar con lo que tenemos, así como Jesús fundó su
Iglesia con ese grupo de apóstoles tan inadecuados. Esto no nos lleva
a "resignarnos a lo que Dios quiere" sino a darle gracias, aceptar
plenamente, y producir mucho fruto allá donde él quiere,
encontrando su voluntad en cada circunstancia concreta.
El último punto resume todos los demás. Se trata de promover y
purificar en nuestras propias vidas todos los medios de crecimiento
que ya hemos señalado anteriormente; ante todo, permanecer en
Jesús, el enviado del Padre, para que tengamos vida y la tengamos
en abundancia. Si hemos sido llamados a colaborar con nuestros
obispos y sacerdotes en el pastoreo de la grey, nuestro ministerio
consiste sobre todo el fomentar el crecimiento de esa vida abundante
que es el don del Padre.

APLICACIONES CONCRETAS

Antes de terminar hace falta buscar unas pistas de acción


concreta acerca de ¿qué es crecer?, ¿cómo crecer? y ¿cómo ayudar a
crecer? en los diversos aspectos de nuestra vida. Hemos hablado de
"caminar en la fe" en cada situación concreta. Esto nos lleva a la vida
familiar, cultural, económica, política, etc. Nos preguntamos a veces
¿será posible caminar en la fe en estos ambientes que suelen ser tan
hostiles o por lo menos indiferentes a Dios?
Si vamos a vivir una fe madura que comienza a producir brotes
del reino desde aquí, nuestra respuesta a esta pregunta tiene que ser
sí. Y, ¿cómo se hace? A partir de un cambio continuo de corazón. El
secreto del crecimiento en la vida de Dios no está simplemente en
recordar nuestra primera conversión, sino en convertirnos de nuevo
cada día. Así como nuestra primera experiencia de conversión nos
llevó a un cambio de vida, vienen invitaciones repetidas de parte de
Dios a cambiar nuestro corazón precisamente allí donde él todavía no
es centro de nuestra vida. Decir sí a cada uno de estos llamados es
caminar en la fe en lo concreto, y por lo mismo, crecer. Decir no a
cualquiera de ellos es ponernos en la situación del joven rico que se
fue muy triste porque no quería pagar el precio de seguir a Jesús. O
peor aún, nos falta la sinceridad del joven rico, y no nos vamos, sino
que tratamos de seguir a Jesús a medias, anhelando su vida sin
querer dejar la nuestra antigua. Esta es una de las causas principales
del estancamiento y de la tibieza en la vida de fe.

Cuando sí se da el cambio de corazón en un área específica, nos


lleva a un cambio de valores, comenzamos a apreciar valores que
antes no nos importaban; y, a la vez, otras cosas u ocupaciones
empiezan a palidecer y perder importancia. Esto puede suceder casi
sin percibirse, hasta que de repente decimos: "Ya no me interesa
este tipo de fiesta" o "ya no me gusta relacionarme con caretas", etc.
El cambio de valores lleva a un cambio de nuestra forma de
relacionarnos con Dios, con las personas y con las cosas. A partir de
los cambios en nuestras relaciones podemos lograr los cambios de
estructuras, porque una estructura, básicamente, es un modo estable
de relaciones entre las personas o con las cosas. El cambio de
estructuras que se produce como fruto de conversión, facilita a su
vez la posibilidad de vivir los nuevos valores y relaciones.
Veamos un ejemplo: si un padre de familia decide responder al
llamado de Dios en su vida familiar, con la gracia de Dios irá
redescubriendo el valor de su esposa y sus hijos. Esto lo llevará a
querer convivir más con ellos, compartir su fe, etc., y él buscará la
manera de cambiar sus relaciones familiares. Esto llevará a su vez a
cambios en la estructura familiar; se modificará la hora de la comida
para que todos puedan estar presentes, se buscarán tiempos y
maneras de convivir y recrearse juntos, se apagará la televisión a
ciertas horas para poder dialogar, se propiciarán tiempos de oración
familiar, inclusive podrá llegar a cambiar de trabajo para bien de su
familia. La nueva estructura de vida familiar a su vez promoverá las
relaciones de amor y de fe entre padres e hijos y fomentará los va-
lores de una familia cristiana.
Por ser un ejemplo lo hemos expuesto de manera muy sencilla;
pero en forma mucho más compleja se puede hablar del mismo
proceso en todos los ámbitos de la vida.
Hay algunas líneas generales que nos pueden servir como puntos de
partida para toda aplicación concreta. Al tratar eltema de la madurez
humana se tocó el punto de la importancia del orden en nuestra vida
y relaciones. Hay tres relaciones básicas que si están en orden,
ordenan todo lo demás y facilitan el caminar en la fe en la situación
que sea: nuestra relación con Dios, con las personas y con las cosas.
Para crecer en la vida de Dios en los ambientes más concretos de la
vida es indispensable estar muy conscientes y sólidamente apoyados
en nuestra relación con Dios como Padre y Creador. Sólo partiendo
de la realidad de ser hijos muy amados del Padre cobra sentido
nuestra relación con las personas como hermanos en Jesús e hijos
del mismo Padre. Entonces sí, las cosas ocupan el lugar que les
corresponde: el de estar al servicio de toda la humanidad para
satisfacer sus necesidades y poder vivir dignamente como hijos de
Dios.
Cuando se trastornan estas tres relaciones, los resultados son
nefastos: el hombre se cree dios, y a la vez hace ídolos de las cosas.
En esta situación los demás hombres se convierten en medios u
objetos para ayudarlo a conseguir cada vez más cosas; y así
satisfacer ya no sólo sus necesidades, sino sus deseos y caprichos.
Esto sucede cuando el ser humano pierde su relación con Dios. Hay
múltiples formas de dejar a Dios a un lado. Existen los ateísmos
declarados; pero más común en nuestra sociedad es el ateísmo
práctico del que excluye a Dios de las decisiones de la vida diaria.
Nuestra manera de relacionarnos con Dios, con los demás y con
las cosas manifiesta y condiciona nuestra manera de vivir la fe y
crecer en ella en todos los campos de la vida.

La familia

Con frecuencia es en este ambiente donde más trabajo nos


cuesta vivir la fe. ¿Será porque nadie nos conoce tanto como nuestra
familia, y por lo mismo, difícilmente acepta nuestra conversión y
deseo sincero de cambiar? Sin embargo, la fami-
lia es o debe ser, sujeto y objeto de evangelización, centro
evangelizador de comunión y participación.
La mejor manera de hacer que nuestra familia sea un verdadero
centro de evangelización consiste en volver a su origen: el
sacramento del matrimonio. Los esposos, para hacer a Jesús Señor
de su familia, deben volver con él al principio, a la alianza hecha
entre los dos en presencia de Dios y de la comunidad de fe, al
compromiso de vivir el amor conyugal como signo del amor que
Jesús tiene para su Iglesia. Hace falta redescubrir, o tal vez descubrir
por primera vez, la riqueza de la vocación a la que hemos sido
llamados y a la cual hemos respondido con este sacramento. El
sacramento del matrimonio no es simplemente un rito social de
"casarse por la Iglesia" como decimos comúnmente. Se trata de
recibir la gracia de Dios para vivir este estado de vida día tras día. El
sacramento del matrimonio nos da la fuerza del Espíritu Santo
precisamente para vivir nuestra vocación de esposos y padres de
familia. Por tanto, el primer paso para crecer y ayudar a crecer en la
familia está en renovar y abrimos a todas las gracias del sacramento
del matrimonio. Si ya hemos tenido la maravillosa experiencia de
renovar los sacramentos del bautismo y la confirmación y hemos
visto sus frutos en la vida diaria, ¿qué esperamos para hacer lo
mismo con el sacramento de la familia cristiana?
De aquí surgen una serie de pasos que son consecuencia de lo
anterior. Cuando los padres asumen su vocación al amor, cuando
aceptan vivir esta vocación como una decisión duradera y no
reducirla a un sentimiento pasajero, todas las relaciones familiares se
ordenan. La pareja que vive el sacramento de amor, considera las
relaciones sexuales como una manifestación privilegiada de ese
amor, manifestación que puede controlarse para bien de la propia
familia. Desde aquí comienza la paternidad responsable. La moral
sexual cristiana es exigente.. Cuando tratamos de vivirla sin el amor,
se nos hace imposible, una carga insoportable, una ley muerta. Sólo
se entiende y sepuede vivir con alegría como fruto del Espíritu que
nos ha sido dado desde nuestro bautismo, y se ha fortalecido en el
sacramento del matrimonio.
La pareja que vive este amor es capaz de asumir su misión de
formar personas y de educar en la fe a sus hijos. Esto la llevará a
reordenar la vida familiar en muchos aspectos. El padre de familia
tendrá que asumir su papel de guía espiritual de su familia y de
autoridad en la formación de los hijos. ¿Cuántos padres de familia
consideran que su papel es el de proveer exclusivamente al bienestar
material de su esposa y sus hijos? Con qué frecuencia se oye el
comentario: "¿Cómo es posible que mis hijos hayan salido tan
malos?". "Si nunca les faltó nada en la casa". Posiblemente les ha
faltado lo más importante: el apoyo, la comunicación de la vida de
Dios, y el ejemplo.
La madre de familia tendrá que asumir su responsabilidad como
colaboradora con el padre en esta formación. No debe sustituirlo ni
competir, sino compartir su tarea con él. La mujer puede hacer
mucho para ayudar a su esposo a tomar su lugar como "pastor" de la
pequeña grey familiar.
Si el esposo o la esposa está solo en la vivencia de su fe, la
situación es más difícil. Sin embargo, aun en esta circunstancia, es
posible crecer y dar frutos. Básicamente el camino es el mismo: vivir
la riqueza del sacramento del matrimonio que es una fuente continua
de gracia. Esto lo llevará a una vida de mayor amor y servicio en su
familia. Dios sabe mejor que nosotros el momento de conversión del
esposo o hijos. Debemos confiar en él, y no dedicarnos a "predicar"
constantemente en casa, ni despreciar las actividades "mundanas",
como puede ser un partido de fútbol de nuestros familiares, ni
descuidar las responsabilidades familiares para asistir a nuestro
grupo de oración. La renovación, si la vivimos con autenticidad,
siempre nos llevará a ser mejores miembros de nuestras familias,
porque por el amor, la fe y el servicio daremos testimonio del poder
de Dios en nuestras vidas.
Los hijos que han comenzado a crecer en la vida de Dios también
pueden evangelizar en su familia. En este caso también el ejemplo
es el mejor testimonio. Muchos padres de familia han encontrado a
Dios a través de sus hijos cuando han visto en ellos el testimonio de
una vida cambiada.
Nuestra vida de fe y de oración nunca debe ser un escape, una
salida para poder olvidar nuestros problemas familiares. Nuestras
asambleas, grupos de oración o retiros no deben ser pretextos para
estar el mayor tiempo posible fuera de casa. Si no hay quien
comparta nuestra fe en la familia, necesitamos buscar hermanos en
la fe fuera de ella para ayudarnos a caminar, y si su ayuda es eficaz,
nos darán fuerza para volver y vivir esa fe en el seno de la familia.
En síntesis, para crecer en la vida de Dios en la familia, lo
primero que debemos hacer es renovar el sacramento del ma-
trimonio con todo su rico contenido y aprovechar la gracia que Dios
nos quiere dar momento a momento en cada situación concreta en
la vida de la familia. A partir de aquí, reordenar todas nuestras
relaciones familiares en un espíritu de amor y de servicio.

La vida cultural
Al entrar de lleno en esta reordenación de nuestra vida familiar,
será indispensable revisar nuestra manera de vivir los valores
culturales. Una serie de preguntas nos pueden hacer ver la íntima
relación entre estos dos campos de nuestra vida. ¿Qué idea cultural
tengo yo del matrimonio? ¿Creo que la mujer es la única encargada
de transmitir y ayudar a crecer la fe de los hijos? ¿Creo que el amor
es un sentimiento bonito, y si se acaba este sentimiento se puede o
se debe acabar el matrimonio? ¿Creo que la fidelidad en el
matrimonio es para las mujeres, mas no para los hombres? Nuestras
respuestas á estas preguntas nos indican hasta que punto estamos
condicionados por una visión cultural u otra.

Por otra parte, nuestra forma de divertirnos está íntimamente


relacionada con la situación familiar. En muchas familias cada
miembro busca su propia diversión fuera de la casa: el papá se va al
deporte, la mamá juega canasta, el hijo se dedica a dar la vuelta con
sus amigos, y la hija quiere pasar el rato con el novio. Cuando están
juntos en casa lo más seguro es que estén viendo la televisión o con
el tocadiscos a todo volumen. El hecho es que nunca hay una
verdadera convivencia familiar que permita a cada miembro conocer
mejor a los demás y apreciarlos más.
En el área de la cultura hace falta también que descubramos los
valores de nuestra propia cultura y veamos cómo pueden enriquecer
nuestra vida de fe. Algunos de estos valores son la comunidad, la
intimidad, la creatividad, la fiesta, etc.
La televisión, el cine, los anuncios, etc., nos abren constan-
temente a una imposición cultural que tiende a hacernos apreciar
más lo que viene de afuera que lo propio y por tanto vivir de
imitación en vez de desarrollar lo que tenemos de herencia cultural.
Con facilidad adoptamos los valores de una sociedad de consumo;
nos convencemos que tenemos cada vez más necesidades que
satisfacer; es más, queremos adquirir ciertos productos, no porque
satisfagan alguna necesidad, sino porque son símbolos de prestigio.
Lograr tener éxito en los campos del dinero, del sexo y del poder se
convierten en las metas de la vida.
No son compatibles estos valores con nuestra vida de fe. Si
queremos que Jesús sea Señor de nuestra vida, tarde o temprano
vamos a tener que dejarlo entrar en el ámbito cultural. En la medida
en que él sea Señor buscaremos diversiones que nos recreen de
verdad, que renueven nuestro espíritu y nuestro cuerpo,
aprenderemos a discernir lo que hay de bueno y verdadero en lo que
leemos, escuchamos y vemos a través de los medios de
comunicación y nos quedaremos con lo bueno para nosotros mismos
y para nuestra familia. Si jamás se nos ocurriría dejar que nuestros
hijos comieran comida envenenada, ¿cómo es posible que con tanta
facilidad dejemos que se envenene su espíritu? Aprenderemos a
juzgar nuestra cultura a la luz del evangelio, aprovechar sus grandes
valores y rechazar la imposición cultural por razones comerciales. Y
como laicos en el corazón del mundo evangelizaremos nuestra
cultura en vez de dejarnos invadir y absorber por ella.

La vida económica
Como lazos en una cadena se relacionan las diferentes áreas de
la vida. La realidad económica en gran parte dicta las leyes para
nuestra vida cultural. ¿Qué debemos comprar? ¿En qué debemos
gastar? No nos podemos convertir en un aspecto de la vida sin sentir
sus repercusiones en los demás.
Veamos cómo el principio general de orden en las relaciones nos
afecta en este nivel. Si hemos llegado a vivir la realidad de ser hijos
muy amados del Padre, y si esta fuente de todas las demás
relaciones nos ha llevado a vivir el sacramento del matrimonio como
una alianza entre dos personas para vivir ese amor en la familia
cristiana, nuestras relaciones como esposos y como padres serán
relaciones de hermanos en la fe cuya responsabilidad principal es la
de formar a personas maduras en la fe, conscientes y capaces de
comprometerse con el cambio del mundo de acuerdo con el
evangelio. En este contexto, la vida económica cobra su verdadero
sentido: se necesita trabajar y ganar la vida para satisfacer las
necesidades de la familia, para permitirle vivir decentemente,
desarrollar sus capacidades y servir a los demás. Pero lo económico
no es lo más importante; no se debe sacrificar la unión familiar con
tal de ganar más y poder darles a los hijos todos los lujos o, por lo
menos, todo lo que tienen los vecinos. Las cosas están al servicio de
las personas y de Dios, no al revés.
No sólo debe estar la vida económica al servicio de las relaciones
familiares, sino que además, la vida económica debe estar bajo
nuestra responsabilidad moral en todos sus aspectos. La frase
popular "los negocios son negocios" actualmente sirve para justificar
cualquier injusticia en el campo económico: entregar mercancía de
poca calidad a precios altos, pagar sueldos infrahumanos para
aumentar la ganancia, hacer el esfuerzo mínimo en el trabajo a la
vez que exigimos el sueldo máximo. Estos ejemplos y todos los
demás casos de corrupción en la vida económica son incompatibles
con una vida madura en la fe.
Si Jesús va a ser Señor también de nuestra vida económica y de
nuestra vida de trabajo, tendremos que abandonar el refrán "los
negocios son los negocios" y en su lugar vivir de acuerdo con el
mensaje evangélico: "busca primero el reino de Dios y su justicia, y
todo lo demás se te dará por añadidura". En todo lo que tiene que
ver con el trabajo y el dinero, el cristiano que quiere crecer en la fe, y
ayudar a los demás a crecer, tiene que tomar la decisión de valorar a
las personas por encima de las cosas, de vivir con criterios de
honestidad y rectitud, de fomentar siempre la dignidad de las
personas que trabajan con él.
Es aquí en donde se atoran muchos cristianos en su crecimiento.
Quieren que Jesús sea Señor de su vida de oración, más no de su
bolsa. Dios nos pide que seamos buenos administradores de los
bienes de la tierra, para que todos los hombres puedan satisfacer sus
necesidades.
Las grandes disparidades que existen en nuestro mundo entre
ricos y pobres nos desmienten como cristianos. En el relato
evangélico de Lázaro y el rico (Le. 16, 19-31), el evangelista nos
hace ver que la riqueza es antievangélico no sólo cuando se consigue
por medios injustos, sino por la misma distancia que crea entre ricos
y pobres. El abismo que separa a Lázaro y el rico después de la
muerte fue creado en esta vida. El cristiano que quiere crecer en la fe
en el área económica, se esforzará en su trabajo, en su uso del
dinero, y en toda su forma de comportarse en lo económico por
cerrar la distancia entre ricos y pobres, y crear el reino de justicia,
paz y gozo en el Señor desde esta tierra. Compartirá sus bienes, no
sólo espirituales y culturales, sino también económicos con sus
hermanos los hombres.
La política
Si caminar en la fe en lo económico se nos hace difícil, para
algunos tratar de vivir la fe en el campo de la política se les hace
imposible. Sin embargo el cristiano no puede ignorar este importante
campo si quiere lograr crecer integralmente, en la fe. La forma de
gobernar, de colaborar para el bien común, la posibilidad de
participar activa y responsablemente en la realización de nuestro
futuro y el futuro de nuestros hijos, la garantía de los derechos
humanos fundamentales son realidades que deben interesar a todo
cristiano maduro.
Lo primero que hay que hacer para crecer en la fe en este campo
es cobrar conciencia que forma parte de nuestra realidad y que tanto
la ignorancia como la apatía son actitudes inaceptables para un
cristiano. Debemos formarnos e informarnos bien para poder actuar
de manera verdaderamente cristiana y eficaz. Si no, seremos fácil
presa de los demagogos, haremos un esfuerzo inútil, o inclusive
colaboraremos inconscientemente con el mal.
Para lograr esta formación, la doctrina social de la Iglesia nos
proporciona principios generales basados en la Sagrada Escritura y la
tradición de la Iglesia. El Documento de Puebla que redactaron los
obispos reunidos en la Tercera Conferencia Episcopal
Latinoamericana, Celam III, en febrero de 1979, considera la
realidad actual de Latinoamérica y hace un llamado a todos los
cristianos a asumir nuestra responsabilidad de evangelizar a esta
realidad compleja y problemática, pero a la vez llena de riqueza. Una
y otra vez los obispos insisten que esta evangelización debe llevar a
todos a la comunión y la participación. Un estudio serio de este
documento será una ayuda insustituible para aprender a crecer en la
fe en el campo de la política. También tenemos que conocer la
realidad que nos rodea, empaparnos de ella e ir discerniendo cuál es
la voluntad de Dios en cada situación concreta. Hay acciones políticas
en sentido amplio que todos realizamos todos los días, y acciones
políticas en sentido estricto, como es militar activamente en un
partido. Sea cual fuere el ámbito de nuestra acción, podemos
comenzar desde hoy a no propiciar ni encubrir la corrupción en la
pequeña o grande escala en la que estamos involucrados.

Conclusión

El tema de este capítulo final podría llenar varios volúmenes.


Vivirlo es tarea de toda una vida. Aquí sólo hemos querido dar unas
pistas, con el deseo de despertar la creatividad de cada uno en la
búsqueda de formas concretas de dejar que la vida de Jesús, la vid
verdadera, invada todos los sarmientos de la vida.
Al paso que crecemos en cáela área de la vida podremos
compartir nuestra experiencia vivida con los demás para ayudarlos
en su crecimiento, compartir la vida de Dios que fluye en las
relaciones familiares, culturales, económicas, políticas, etc. No es un
proceso fácil ni rápido, pero es el camino del que quiere seguir a
Jesús, es el camino del que da su vida por sus hermanos para la
construcción del reino.
Jesús es el Señor.
INDICE
Introducción

I QUE ES ELCRECIMIENTO
1 El crecimiento
2. Crecimiento humano y crecimiento en Cristo
3 Crecimiento en la fe

II COMO SE CRECE
1. COMO SE DA UN PASO EN LA FE
2. Los medios de crecimiento vividos con fe.

III COMO AYUDAR ACRECER

1. El llamado de Dios a colaborar en su obra


2. Como ayudar a las personas a caminar en la fe
3. Actitudes básicas para ayudar acrecer
4. Pastoreo de mis hermanos
5 Como preñarnos en este ministerio

IV APLICACIONES CONCRETAS.
En la vida espiritual
todo tiene un tiempo
escomo una planta.

A la semilla
recién enterrada
no se le puede pedir
que dé flores.

Esta maduración
en la fe
no está dada
por conocimientos
adquiridos,
sino por un encuentro
personal y único
con Dios,
que se transforma
en servicio al hermano.
lia es o debe ser, sujeto y objeto de evangelización, centro
evangelizador de comunión y participación.
La mejor manera de hacer que nuestra familia sea un verdadero
centro de evangelización consiste en volver a su origen: el
sacramento del matrimonio. Los esposos, para hacer a Jesús Señor
de su familia, deben volver con él al principio, a la alianza hecha
entre los dos en presencia de Dios y de la comunidad de fe, al
compromiso de vivir el amor conyugal como signo del amor que
Jesús tiene para su Iglesia. Hace falta redescubrir, o tal vez descubrir
por primera vez, la riqueza de la vocación a la que hemos sido
llamados y a la cual hemos respondido con este sacramento. El
sacramento del matrimonio no es simplemente un rito social de
"casarse por la Iglesia" como decimos comúnmente. Se trata de
recibir la gracia de Dios para vivir este estado de vida día tras día. El
sacramento del matrimonio nos da la fuerza del Espíritu Santo
precisamente para vivir nuestra vocación de esposos y padres de
familia. Por tanto, el primer paso para crecer y ayudar a crecer en la
familia está en renovar y abrirnos a todas las gracias del sacramento
del matrimonio. Si ya hemos tenido la maravillosa experiencia de
renovar los sacramentos del bautismo y la confirmación y hemos
visto sus frutos en la vida diaria, ¿qué esperamos para hacer lo
mismo con el sacramento de la familia cristiana?
De aquí surgen una serie de pasos que son consecuencia de lo
anterior. Cuando los padres asumen su vocación al amor, cuando
aceptan vivir esta vocación como una decisión duradera y no
reducirla a un sentimiento pasajero, todas las relaciones familiares se
ordenan. La pareja que vive el sacramento de amor, considera las
relaciones sexuales como una manifestación privilegiada de ese
amor, manifestación que puede controlarse para bien de la propia
familia. Desde aquí comienza la paternidad responsable. La moral
sexual cristiana es exigente.. Cuando tratamos de vivirla sin el amor,
se nos hace imposible, una carga insoportable, una ley muerta. Sólo
se entiende y se

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