Reforma y Contrarreforma

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Reforma y Contrarreforma

Desde el punto de vista religioso, el siglo XVI en Europa es un período que


podríamos calificar de "conflictivo", en el que se rompe definitivamente la
unidad de la Cristiandad occidental. Desde 1517, año en el que el monje
alemán Martín Lutero (1483-1546) clava sus famosísimas 95 tesis sobre las
indulgencias en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg.

Con Lutero y juan Calvino (1509 - 1564) se inicia un movimiento de profunda


renovación religiosa que se conoce con el nombre de Reforma y que influye
decisivamente en el devenir histórico del Viejo Continente. En pocos años, la
Reforma se asienta con fuerza en el norte y centro de Europa a base de
denunciar la corrupción de costumbres y la perversión doctrinal en las que
había caído desde hacía tiempo la Iglesia de Roma. El mensaje antipapal y
contrario al boato eclesiástico de los Reformadores se propaga, gracias a la
imprenta, como un reguero de pólvora y cala tanto entre las clases populares
como adineradas de aquellos países, haciendo converger en la protesta otras
reclamaciones de orden político y social. Tanto es así, que a mediados de siglo
las diferencias en todos los órdenes entre "protestantes" y católicos son de tal
magnitud que se presumen ya irreconciliables.

Es difícil resumir en pocas palabras la nueva (o renovada, según se mire)


visión que del cristianismo ofreció la Reforma a ojos de sus coetáneos. Quizás
lo que más ahondaba en la ruptura con la "vieja religión" es la demoledora
crítica que sus líderes más conspicuos hicieron de la Iglesia-institución, en el
sentido de entidad jerárquica y ceremonial volcada en los intereses mundanos
y alejados de la misión espiritual que le confería su razón de ser. La Iglesia,
proclamarán en más de una ocasión los Reformadores, es el cuerpo místico de
Jesucristo, la comunidad de los creyentes ("comunión de los santos"), y bajo
ningún concepto una estructura piramidal atemorizadora sustentada no tanto
en los mandamientos divinos como en la obediencia al papa romano, a quien
los reformadores acusan de ser el Anticristo instalado fraudulentamente en el
templo del Señor. Allí donde la Reforma triunfa, el peso de la Iglesia-
institución decrece, y en estas circunstancias serán los políticos (reyes,
príncipes, señores territoriales, etc.) quienes tomen las riendas de los asuntos
eclesiásticos. En Inglaterra, por ejemplo, Enrique VIII dirige e impulsa el
cisma anglicano y el propio rey se erige en la cabeza de la Iglesia nacional
recién creada.

En los países católicos, en cambio, la Iglesia-institución reafirma su papel de


mediadora entre Dios y su pueblo. Fuera de la Iglesia de Roma no hay
salvación. El papa es el vicario de Dios en la tierra. El Concilio de
Trento (1545-47 y 1561-1563) se encargará de poner negro sobre blanco éstas
y otras muchas verdades incuestionables, galvanizando así una respuesta más
elaborada y mejor argumentada ante el empuje protestante, con el objetivo de
recuperar el terreno perdido: se incia con ello la Reforma católica o
Contrarreforma. La Compañía de Jesús, fundada por san Ignacio de
Loyola en 1534 y aprobada por la Iglesia de Roma en 1540, será la punta de
lanza de esta recuperación católica. Su voto especial de lealtad al papa y la
estricta disciplina de sus miembros hizo de los jesuitas una orden
particularmente idónea para esta misión.
En España, país católico por antonomasia y "martillo de herejes", la
Inquisición será la institución encargada de vigilar y reprimir (en su caso) las
posibles desviaciones de la doctrina oficial. De la relativa tolerancia hacia el
erasmismo y las corrientes renovadoras de la Iglesia durante el reinado
de Carlos V (1516-1556) se pasó a la más rígida intolerancia con su
hijo Felipe II (1556-1598). Los terribles y multitudinarios autos de fe en
Sevilla y Valladolid del 1559 marcaron este cambio de tendencia.
"Alumbrados", "recogidos", "luteranos", "erasmistas" o cualquiera que
propugnara una religiosidad más íntima, una relación directa con Dios a través
del Espíritu, se convertía en sospechoso y probablemente acababa siendo
denunciado ante el tribunal del Santo Oficio. En este ambiente de permanente
sospecha, no fueron pocos los religiosos, pensadores y literatos que, ellos o
sus obras, pasaron por las censoras manos de los inquisidores: Alfonso de
Valdés, B. de Torres Naharro, el Inca Garcilaso, fray Luis de Granada, fray
Luis de León, san Juan de la Cruz, Jerónimo Gracián y hasta la propia santa
Teresa de Jesús. Otros prefirieron el exilio: Juan Luis Vives, Juan de Valdés,
Antonio del Corro, Juan de Enzinas,... Siendo precavida en esto, la santa de
Ávila aceptaba la autocensura confiando con antelación sus escritos al padre
Yanguas, su confesor, quien en cierta ocasión le conminó a que quemara sus
comentarios al Cantar de los Cantares. La santa obedeció, pero por fortuna
había otras copias que pudieron salvarse y llegar hasta nosotros.

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