El-Credo, Tercer Artículo

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3

QUE FUE CONCEBIDO POR OBRA Y GRACIA DEL


ESPIRITU SANTO,
NACIO DE SANTA MARIA VIRGEN

1. EL VERBO SE HIZO CARNE

El origen último de Jesucristo, cuyo despliegue histórico confiesa


el Credo, se hunde en Dios. Es el Hijo eterno de Dios el que se
reviste de la carne humana, entrando en el linaje de David (Rom
1,3).

Jesús «nació del Espíritu Santo y de María Virgen». Esta


profesión de fe acentúa el nacimiento humano de Jesús, de
quien antes se ha confesado que es el Hijo único de Dios. El
Símbolo es la forma original con la que la Iglesia primitiva
expresó su fe. Y la profesión de fe en el nacimiento de Jesús de
la Virgen María pertenece desde el principio a todos los
Símbolos. Es, pues, parte integral de la fe de la Iglesia:

El Verbo se hizo hombre por designio de Dios Padre, naciendo


para salvación de los creyentes y destrucción de los demonios...
Tapaos, pues, los oídos cuando alguien os hable fuera de
Jesucristo 1, descendiente del linaje de David e hijo de María; que
nació verdaderamente y comió y bebió 2.

El cristianismo es un acontecimiento y no un conjunto de ideas o


exigencias morales. Por ello, lleva en su seno, a causa de sus
raíces históricas, un escándalo insuprimible. A Dios se le
encuentra en la historia y en la existencia concreta e histórica de
Jesús. El hombre, pues, para creer en Jesús, Hijo de Dios
encarnado, debe pasar no tanto por la coherencia racional
cuanto por la locura de la cruz, por la aceptación de una
predicación, por la audición de la fe transmitida, por la debilidad
de los signos que encaminan pero no fuerzan. Pero esa debilidad
de Dios, esa necedad, esa obediencia de la fe, son fuerza de
Dios y poder salvador. La comunicación de Dios se ofrece al
hombre personalmente y no mediante principios o verdades. La
fe no se razona sino que se testifica. Lo sorprendente de los
caminos de Dios en Jesucristo no puede ser invento humano ya
que rompe todos los esquemas y contrasta, superándolas, con
todas las expectativas humanas.

De aquí que los que habían calculado el futuro y el poder de Dios


se cerraron a los inescrutables caminos de Dios y no
reconocieron a Jesús, quien se convirtió para ellos en piedra de
tropiezo y de escándalo, lo que les llevó al rechazo: «¡Dichoso el
que no se escandaliza de mi!», proclamó El mismo. Como dice
Pascal, en Jesús de Nazaret había suficiente luz y suficiente
oscuridad; suficiente luz para que vieran los que deseaban ver, y
suficiente oscuridad para que no vieran los que no querían ver.

a) Por nosotros

En forma de kerigma, de plegaria eucarística o de Credo, la


Iglesia confiesa siempre su fe en Jesucristo, en quien se han
cumplido las profecías. Con su nacimiento3 se inauguró la edad
nueva, inicio de una vida nueva, de un hombre nuevo y de un
mundo nuevo:

El Hijo de Dios, descendiendo al seno de la Virgen se revistió de


carne por obra del Espíritu Santo. Dios se unió con el hombre.
Como Mediador entre Dios y el hombre, el Verbo se revistió del
hombre para llevarlo al Padre. ¡Cristo quiso ser hombre, para que
el hombre pueda ser lo que es Cristo! Pues el Padre, con el fin de
conservarnos y darnos la vida, envió a su Hijo, para que nos
redimiese; y este Hijo quiso ser y hacerse hombre, para hacernos
hijos de Dios 4.

La humanización de Dios inauguró la divinización del hombre.


«Admirable comercio», dirá san León Magno, entre Dios y el
hombre. El nos entregó su divinidad haciéndose hombre, para
hacer a los hombres Dios. La kénosis del Hijo de Dios le llevó a
«acampar entre nosotros», siendo su cuerpo como el «nuevo
templo» (Jn 2,19-21) donde mora Dios para estar, hablar y
actuar salvíficamente entre los hombres y para los hombres.
Quienes le vieron encarnado, «vieron con sus ojos,
contemplaron, palparon con sus manos» la gloria que antes «
estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó a nosotros»
cual «gloria que recibe del Padre como Hijo único lleno de gracia
y de verdad»'.

b) Epifanía del amor de Dios

La encarnación de Cristo es la epifanía del amor de Dios al


hombre pecador. Siendo El la vida «bajó del cielo para dar vida
al mundo» (Jn 6,33-63), para hacernos partícipes de la «vida
eterna» (Jn 3,16.36; 10,10), «pasándonos de la muerte a la
vida» (Jn 5,24). El es Jesús: «Dios salva» (Mt 1,21). Por ello,
pudo decir que «había venido a llamar a los pecadores» y «a
salvar lo que estaba perdido» (Mc 2,17; Lc 19,10).

En la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de


mujer, bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la
ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva (Gál 4,4).
Nuestra condición humana en el nacer y nuestra existencia en
situación de esclavitud han sido libremente aceptadas por el Hijo
de Dios, que quiso participar de nuestra condición humana
plenamente. Se ha hecho hombre hasta el fondo, hasta la
muerte, hasta la cruz, hasta el «infierno».

Dios quiso revestirse del hombre que había caído para que
«como por un hombre entró el pecado en el mundo y por el
pecado la muerte, alcanzando a todos los hombres... Así, y
mucho más, la gracia de Dios se desbordó sobre todos por un
solo hombre: Jesucristo» (Rom 5,12.15ss). «Porque, habiendo
venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene
la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en
Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo» (1Cor
15,21-22). En un bello texto, dirá San Ambrosio:

Pues El se hizo Niño, para que tú pudieses hacerte adulto; estuvo


entre pañales, para que tú pudieses ser desligado de los lazos de
la muerte; fue puesto en un pesebre, a fin de que tú lo seas sobre
el altar; estuvo en la tierra, para poder tú estar en el cielo; no
había puesto en el mesón para El, a fin de que tú «tuvieses
muchas moradas en el cielo» (Jn 14,2). El «se hizo pobre por
causa nuestra, siendo rico, para enriquecernos con su
pobreza» (2Cor 8,9). ¡Su pobreza es, pues, mi patrimonio, la
debilidad del Señor es mi fuerza! Prefirió para sí la indigencia,
para poder ser pródigo con todos. Los llantos, que acompañaron
a los gemidos de su infancia, me purifican. ¡Mis culpas son
lavadas con sus lágrimasl Soy, pues, Señor Jesús, más deudor
tuyo por las injurias que has sufrido para redimirme, que por las
obras que has realizado al crearme. ¡De nada serviría el nacer sin
la gracia de la redención! 6.

2. CONCEBIDO POR EL ESPIRITU SANTO

a) Jesús: Hijo del Padre

En la concepción virginal de Jesús se excluye la colaboración de


varón: «Fue concebido por obra del Espíritu Santo». El Espíritu
Santo -la ruah Yavé-, sin embargo, no es el Padre de Jesús.
Jesús es engendrado «por el Padre antes de todos los siglos» y
se hace hombre, siendo engendrado en María por la acción
trascendente del Espíritu de Dios. Como el primer Adán, «figura
de aquel que había de venir» (Rom 5,14), fue plasmado por
Dios, sin tener por padre a un hombre, así «el segundo
Adán» (1Cor 15,47), que recapitulaba en sí a Adán, debía tener
la semejanza de la misma generación (S. Ireneo).

El encuentro entre Dios y el hombre, entre la trascendencia y la


historia humana, es real, pero se cumple en el Espíritu. De aquí
que sea ilusorio intentar sorprender a Dios creando, resucitando,
introduciendo a su Hijo en el mundo. La acción de Dios no se
descubre al margen de la experiencia de la fe. La Escritura, que
surgió en la Iglesia como sedimentación de su experiencia
creyente, celebrativa y misionera, sólo se comprende a través de
la vida y fe de la Iglesia:

¿Quién puede explicarlo? ¿Qué inteligencia puede comprender y


qué labios expresar no ya cómo «en el principio era el Verbo»,
sino cómo «se hizo carne», escogiendo a una Virgen para hacerla
su Madre y, haciéndola Madre, conservarla Virgen? ¿Cómo es Hijo
de Dios sin madre que lo conciba, e Hijo del Hombre sin obra del
hombre? ¿Cómo, viniendo a ella, confiere la fecundidad a una
mujer y, naciendo de ella, no le quita su integridad? ¿Quién podrá
decirlo? Pero, ¿quién puede callar? ¡Qué maravilla admirable! Ni
podemos hablar, ni nos es dado callar. ¡Pregonemos fuera lo que
dentro no podemos comprender! 7.

Ambos nacimientos -el divino y el humano- son maravillosos. Uno


es de Padre sin madre, otro de Madre sin padre; aquel fuera del
tiempo, este en el tiempo conveniente; uno eterno, temporal el
otro; el primero incorpóreo en el seno del Padre, el segundo le da
un cuerpo sin violar la virginidad de su Madre; aquel sin sexo,
éste sin unión de sexos 8.

Tened, pues, firme y fija esta idea, si queréis continuar siendo


católicos, que Dios Padre engendró a Dios Hijo sin tiempo y que
lo hizo de la Virgen María en el tiempo. Aquel nacimiento
transciende los tiempos, éste en cambio los ilumina. Sin embargo
una y otra natividad son maravillosas: aquella es sin madre, ésta
sin padre. Cuando Dios engendró al Hijo, lo engendró de SI, no de
una madre; cuando la madre engendró al Hijo, lo engendró
Virgen, no de hombre. Del Padre nació sin principio, de la madre
ha nacido hoy con un principio bien determinado. Nacido del
Padre nos creó; nacido de la madre nos recreó. Nació del Padre
para que existiéramos; nació de la madre para que no
pereciéramos 9.

b) Verdadero hombre

Este segundo artículo del Credo confiesa fundamentalmente la


realidad humana y la condición histórica de Jesús. Jesús es el
Hijo de Dios que hizo suyo desde dentro nuestro nacer y nuestro
morir. El Hijo de Dios no fingió ser hombre, no es un «dios» que
con ropaje humano se pasea por la tierra. Como niño fue débil,
lloró y rió. Dios se manifestó en un hombre que tuvo hambre y
sed, se fatigó y durmió; en un hombre que se admiraba y
enojaba, se entristecía y lloraba, padeció y murió. «En todo igual
a nosotros menos en el pecado»:

Entre todos los grandes milagros, uno nos colma de admiración,


sobrepujando toda la capacidad de nuestra mente. La fragilidad
de nuestra mente no logra comprender cómo la Potencia de Dios,
la Palabra y Sabiduría de Dios Padre, «en la que fueron creadas
todas las cosas visibles e invisibles» (Col 1,16), se encuentre
delimitada en el hombre que apareció en Judea, y cómo la
Sabiduría de Dios haya entrado en el vientre de mujer, naciendo
como un niño y gimiendo como los niños...Y no logramos
comprender cómo haya podido turbarse ante la muerte (Mt
26,38), haya sido conducido a la más ignominiosa de las muertes
humanas, aunque luego resucitó al tercer día. En El vemos
aspectos tan humanos, que no difieren de la fragilidad común a
todos los mortales, y otros tan divinos, que sólo corresponden a
Dios ...De aquí el embarazo -y admiración- de nuestra mente: Si
le cree Dios, le ve sujeto a la muerte; si le considera hombre, le
contempla volver de entre los muertos con los despojos de la
muerte derrotada ...De ahí que, con temor y reverencia, le
confesemos verdadero Dios y verdadero hombre 10.

El Hijo de Dios se hizo hombre, se encarnó, entró en la historia,


«nacido de mujer» (Gál 4,4-5), «israelita según la carne» (Rom
9,5), tomó la condición de siervo: «Trabajó con manos de
hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de
hombre, amó con corazón de hombre» (GS,n.22).

Cristo unió, así, al hombre con Dios, realizando la comunión y el


acuerdo entre Dios y el hombre, pues no habríamos podido
participar de otro modo de la incorrupción, si El no hubiese
venido a nosotros ...Y, porque implicados en la creación de Adán,
caímos en la muerte a causa de su desobediencia, era
conveniente y justo que, por la obediencia de quien por nosotros
se hizo hombre (Rom 5,12-19; Filp 2,8), fuese destruida la
muerte (Heb 2,14-15; 2 Tim 1,10); y, puesto que la muerte
reinaba sobre la carne, era justo y conveniente que, habiendo El
sufrido la destrucción de su carne (1 Cor 15,26), librase al
hombre de su opresión. El Logos se hizo carne, por tanto, a fin de
que destruidos por medio de ésta los pecados, -que por la carne
habían señoreado, invadido y dominado-, no existiesen ya en
nosotros. Por eso asumió nuestro Señor la forma corporal de la
primera criatura: ¡Para luchar por los padres y vencer -por medio
de Adán- lo que por medio de Adán nos había subyugado!... Pues
¿cómo habríamos podido participar de la filiación divina (Gál
4,5), si no hubiésemos recibido, mediante el Hijo, la comunión
con el Padre? ¿Cómo lo hubiésemos recibido si el Hijo no hubiese
entrado en comunión con nosotros haciéndose carne? ¡Por eso
pasó El por toda edad, restituyéndonos a todos la comunión con
Dios!

Cuantos dicen, pues, que el Verbo se manifestó aparentemente,


que no nació en la carne ni verdaderamente se hizo hombre, -
docetas y gnósticos-, están aún bajo la condenación antigua:
Esos defienden el pecado, pues según ellos no ha sido vencida la
muerte, pues quien debía matar al pecado y redimir al hombre, -
reo de muerte-, tenía que hacerse lo que era el hombre, -reducido
a la esclavitud por el pecado y sometido al poder de la muerte
(Rom 6,20, 21)-, a fin de que el pecado fuese matado por el
hombre y este fuese librado de la muerte (Gál 5,15; Rom 8,13;
Heb 2,14-15). ¡Lo que no ha sido asumido no ha sido curado!
¡Sólo lo que está unido a la Divinidad ha sido salvado!, dirán los
padres y repetirá la teología posterior 11.

El cristianismo no es mito sino historia; no es apariencia sino


verdad; no es símbolo sino realidad; no es idea sino
acontecimiento. El cristianismo no es monotonía cíclica sino
singularidad irrepetible; no es eternidad abstracta sino
memorial; no es provisoriedad permanente sino definitividad
comenzada; no es filosofía sino noticia; no es elocuencia
convincente sino testimonio invitante. El cristianismo no es
ofrecimiento del hombre sino llamada, envío y autoridad de
Dios; no es ascensión del hombre sino condescendencia divina;
no es sabiduría sino necedad; no es demostración sino
escándalo... El cristianismo es Jesucristo 12.

c) Dios y hombre verdadero

No es de la carne ni de la sangre, ni del deseo de varón, sino de


Dios, del agua y del Espíritu, como nacen los hijos de Dios. El
fundamento de esta palabra de salvación está en la verdad del
nacer, del morir y del resucitar de Jesús de Nazaret. Tan
«imposible» es que resuciten los muertos como que María
conciba en su seno al Hijo de Dios. Pero lo imposible para los
hombres es posible para Dios:

Por causa de nuestra salvación, descendió del Padre desde los


cielos y asumió un cuerpo semejante al nuestro. Nació del
Espíritu Santo y de la Virgen María. Permaneciendo Dios, se hizo
hombre, para poder salvar al hombre con sus signos visibles. Se
encarnó verdaderamente y no en apariencia. Pues si la
encarnación fue falsa, también lo sería la salvación humana... En
El existen ambos, el hombre visible y el Dios invisible. Comió en
cuanto hombre, y porque era Dios alimentó a cinco mil hombres
con cinco panes (Mt 14,15-21); como hombre durmió en la nave
(Mt 8,24), como Dios increpó al viento y al mar (Mt 8,26); como
hombre fue crucificado, y porque era Dios otorgó el paraíso al
ladrón que le confesó (Lc 23,43); como hombre murió y su cuerpo
fue sepultado, y porque era Dios resucitó del sepulcro a quien
yacía en él desde cuatro días (Jn 11,39-44). Se debe, pues, creer
que Cristo es Dios y Hombre, reconocido éste por sus pasiones y
manifestado aquél por sus obras divinas, las cuales atestiguan su
comunión con el Padre 13.

En una gozosa meditación, San Gregorio Nazianceno, sigue los


pasos del Jesucristo en todo el Evangelio, contemplando su
humanidad, que deja transparentar el inequívoco resplandor de
su divinidad:
Este, pues, que tú ahora desprecias, existía siempre y estaba por
encima de ti. Y, al encarnarse, permaneció lo que era y asumió lo
que no era. Nació, El, que existía sin causa, por una causa: para
que tú pudieras ser salvado. Se hizo hombre, para que yo pudiera
en Dios en el mismo grado en que El se
convertirme
hizo hombre. Nació, es verdad, mas había sido
también engendrado; de una mujer,
ciertamente, pero que era también virgen (Lc
1,26s). El primer fenómeno es humano, el
segundo divino. Por una parte no tenía padre,
pero por otra no tenía madre (Heb 7,3): ambas
cosas son manifestación de la divinidad. Fue
llevado por un seno, sin duda, pero fue
reconocido por el profeta, también todavía él en
el seno, que dio saltos ante el Verbo por el que
había recibido la vida (Lc 1,41). Fue ciertamente
envuelto en pañales (Lc 2,7), pero al resucitar
se liberó del sudario con que lo habían
sepultado (Lc 24,12). Fue colocado en un
pesebre, pero los ángeles lo glorificaron (Lc
2,7), una estrella lo anunció y unos magos lo
adoraron (Mt 2,2s). Fue exiliado, sin duda, a
Egipto (Mt 2,13s), sin embargo mandó al exilio
las falsas creencias de los egipcios. No tenía ni
hermosura ni belleza a los ojos de los hombres
(Is 53,2), pero a los de David aventajaba en
belleza a todos los hombres (Sal 44,3), sobre el
monte resplandecía de luz, se hizo más
luminoso que el sol (Mt 17,2), iniciándonos a los
misterios futuros.

Fue bautizado (Mt 3,16) ciertamente como hombre, pero borró


los pecados como Dios (Mt 9,2-6); personalmente, no tenía
necesidad de purificación, pero se sometió a ella para purificar
las aguas 14. Fue tentado como hombre (Mt 4,1-11), pero venció
como Dios, invitándonos a tener ánimo, ya que El venció al
mundo (Jn 16,33). Tuvo hambre (Mt 4,2), y no obstante nutrió a
miles de personas (Mt 14,21) y El es el pan vital y celestial (Jn
6,31ss). Tuvo sed (Jn 19,28), pero gritó: «Quien tenga sed, que
venga a mí y beba», y prometió que todos los que creyeran en El
se convertirían en fuentes que siempre manan (Jn 7,37s). Se
cansó (Jn 4,6), pero es el descanso de cuantos están cansados y
fatigados (Mt 11,28). Le pesó el sueño (Mt 8,24), pero demostró
ser ligero sobre el mar, increpó a los vientos e hizo ligero a Pedro
que se sumergía (Mt 14,25ss). Paga el tributo, pero lo toma del
pez (Mt 17,24ss) y es rey de quienes lo exigen. Es llamado
samaritano y endemoniado (Jn 8,48), pero salva a uno que
bajaba a Jerusalén y había dado con ladrones (Lc 10,30s) y le
reconocen además los demonios (Mc 1,24), los ahuyenta, ahoga
en el mar a legiones de espíritus (Mc 5,7ss) y ve como se
precipita igual que un rayo el príncipe de los demonios (Lc
10,18). Le arrojan piedras, pero no logran prenderle (Jn 8,59).
Ora (Mt 14,23...), pero escucha la oración de los demás; llora (Lc
19,41; Jn 11,35), pero enjuga el llanto (Lc 7,13; 8,52). Pregunta
dónde había sido colocado Lázaro (Jn 11, 34), en cuanto era
hombre, pero resucita a Lázaro en cuanto era Dios. Fue vendido a
muy bajo precio, ya que dieron por El treinta denarios de plata
(Mt 26,15), pero rescata el universo a un precio muy elevado
(1Pe 1,19;1Cor 6,20), dado que derrama por él su sangre. Como
una oveja es conducido al matadero (Is 53,7), pero es también
pastor que apacienta a Israel (Sal 79,2; Miq 5,3; 7,14; Mt 15,24),
y el universo entero (Jn 10,16; Heb 13,20). Es mudo como un
cordero (Is 53,7), pero es el Verbo y lo anuncia la voz de aquel
que grita en el desierto (Jn 1,23). Cayó presa de enfermedad y
sin embargo cura todo mal y
fue herido (Is 53,4s),
toda enfermedad (Mt 9,35). Lo izaron en el leño
y lo clavaron, pero nos puso de nuevo junto al
árbol de la vida (Gén 2,9; Ap 2,7; 22, 2.14. 19),
salva al ladrón que habían crucificado con El (Lc
23,43), sumerge en las tinieblas (Mt 27,45) todo
cuanto puede ser visto. Le dan a beber vinagre
y, por comida, hiel (Mt 27,48): ¿a quién? A aquel
que cambió el agua en vino (Jn 2,7ss), que
disolvió el gusto amargo (Ex 15,23ss), que es la
dulzura misma, que suscita el deseo en todo su
sentido (Ct 5,16). Ofrece su vida, pero tiene el
poder de tomarla de nuevo (Jn 10,18), el velo se
rasga (mostrando las realidades del cielo), las
rocas se parten, los muertos resucitan (Mt
27,51s). Muere, pero da la vida y con su muerte
destruye la muerte (2Tim 1,10; Heb 2,14). Es
sepultado, pero resucita. Desciende a los
infiernos, pero arranca de allí a las almas, sube
al cielo y vendrá a juzgar a los vivos y a los
muertos (He 1,9-11) 15.

3. NACIDO DE MARIA VIRGEN

María es verdadera madre de Jesús. Son muchos los pasajes del


Nuevo Testamento que así lo confiesan (Mt 1,18; 2,11.13.20;
12,46; 13,55; Jn 2,1; He 1,14). El relato del nacimiento
atestigua que lo llevó en su seno durante nueve meses y que le
dio a luz cuando le llegó la hora del alumbramiento (Lc 2,5-7).

a) Madre en la fe y en su seno

Pero no sólo es madre biológica del Señor. Pues antes de recibir


a Jesús en su seno, lo había aceptado y recibido en la fe. De ella,
no sólo se puede decir: «¡Dichoso el seno que te llevó y los
pechos que te criaron!», sino también «¡Dichosos más bien los
que escuchan la Palabra de Dios y la guardan!» (Lc 11,27-28;
Cfr. 2,19.51; 8,21). Con razón exclamará Isabel ante ella:
«¡Dichosa, tú, que has creído!» (Lc 1,45). Como dirán Tertuliano
y San Agustín:

Mediante una obra, que se oponía al diablo, recuperó Dios su


imagen y semejanza, conquistada por el diablo. Pues como la
palabra mortífera penetró en la virgen Eva, así la vivificante
Palabra de Dios debía penetrar en una Virgen, a fin de que lo
perdido fuese salvado por medio del mismo sexo:

Había creído Eva a la serpiente (Gén 3,1-7), creyó María a


Gabriel, cancelando la fe de María el pecado cometido por la
incredulidad de Eva 16.

La bienaventurada María, en efecto, concibió por su fe a Quien


por su fe dio a luz... Llena de fe concibió a Cristo en su mente
antes que en su seno, al responder: «He aquí la esclava del
Señor, hágase en mí lo que dices» (Lc 1,35), es decir, «que sin el
concurso de varón conciba yo permaneciendo virgen; que del
Espíritu Santo y de una Virgen nazca aquel, en quien la Iglesia
renacerá virgen del Espíritu Santo» (Jn 3,5); que, el «Santo»,
que nacerá de una Madre sin padre, se llame «Hijo de Dios»...
¡Creyó María y en ella se cumplió lo que creyó! ¡Creámoslo
también nosotros, para que se cumpla en nosotros 17.

Antes de habitar el Hijo de Dios en el seno de María, sin duda ya


«moraba Cristo por la fe en el corazón» (Ef 3,17) de quien, por
la fe, le «concibió antes en su mente que en su vientre virginal».
«En el alma la fe, y en el vientre Cristo». Así «María fue más
feliz por recibir la fe de Cristo que por concebir la carne de
Cristo» «ya que nada habría aprovechado la divina maternidad a
María, si no hubiese sido más feliz por llevar a Cristo en su
corazón que en su carne» 18.

b) Madre Virgen

Y esta maternidad divina es virginal: «Lo engendrado en ella es


del Espíritu Santo» (Mt 1,20). Aquí Mateo ve el cumplimiento de
la promesa de Isaías (7,14): «Ved que la virgen concebirá y dará
a luz un hijo y le pondrán por nombre Emmanuel» (Mt 22,23).
Ciertamente este misterio no es accesible a una consideración
puramente histórica. Sólo se descubre a través de una lectura de
los textos bíblicos hecha en el corazón de la Iglesia, a la luz de la
tradición eclesial, es decir, en la profesión de fe de la Iglesia 19.

San Ignacio de Antioquía habla de «tres misterios sonoros que


se cumplieron en el silencio de Dios: quedó oculta al príncipe de
este mundo la virginidad de María y el parto de ella, del mismo
modo que la muerte del Señor» (A los Efesios 19,1). Las
tinieblas del Calvario envolvieron a Jesús mientras moría, la
noche del establo de Belén ocultó el parto de María, y la soledad
de Nazaret rescató de la curiosidad la concepción virginal.

A los Padres les gusta repetir que «la profecía de Isaías preparó
la credibilidad de algo increíble, explicando lo que es un signo:
«Pues el Señor os dará un signo: He aquí que una virgen
concebirá en su seno y dará a luz un hijo» (Is 7,14). Un
signo enviado por Dios no sería tal, si no envolviese alguna
novedad extraordinaria. ¡No es un signo lo que todos los días
sucede, es decir, que una joven no virgen conciba y dé a luz!
Pero ¡sí es un signo el que una virgen sea madre!» 20.

Rufino de Aquileia dirá que para aceptar que Jesús nació de la


Virgen por obra del Espíritu Santo «se requiere un oído limpio y
un entendimiento puro»:

¡Un parto nuevo fue dado al mundo! Y no sin razón. Pues quien en
el cielo es el Hijo único, también en la tierra nace único y de
modo único. De todos conocidas y evocadas en los Evangelios (Mt
1,22ss) son, a este respecto, las palabras de los profetas,
afirmando que «una virgen concebirá y dará a luz un hijo» (Is
7,14). Pero también el profeta Ezequiel había preanunciado el
modo admirable del parto, designando simbólicamente a María
«puerta del Señor», es decir, a través de la cual el Señor entró en
el mundo: «La puerta que da al oriente estará cerrada y no se
abrirá ni nadie pasará por ella, porque el mismo Señor Dios de
Israel pasará a través de ella, y estará cerrada» (Ez 44,2). ¿Pudo
decirse algo más claro sobre la consagración de la Virgen? En ella
estuvo cerrada la puerta de la virginidad; por ella entró en el
mundo el Señor Dios de Israel y, a través de ella, salió del vientre
de la Virgen, permaneciendo asimismo cerrada la puerta de la
Virgen, pues conservó la virginidad 21.

Con la confesión de fe en la concepción virginal, la Iglesia


confiesa que Cristo, el Salvador, es puro don, irrupción gratuita
de Dios, no logro humano. Y esto para todo cristiano. La
salvación en Cristo es don y no conquista humana. Cristo es don,
que se acoge en la fe, como María Virgen.

c) Madre de Dios

El Hijo eterno de Dios fue concebido en María por el Espíritu y


nació de ella (Mt 1,20; Lc 1,31.35). El Credo pone de relieve la
verdadera maternidad de María y su maternidad virginal. El Hijo
de Dios es gestado en las entrañas de María y nace de ella: es
realmente su Hijo. No solamente pasó por ella. María es Dei
genitrix, THEOTOKOS: «Madre de Dios». Así lo confesó la
Iglesia en el concilio de Efeso (431), confesando de esta manera
que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre en una
sola persona.

Tal confesión de fe no significa, por tanto, que Jesús es mitad


Dios y mitad hombre, sino que para la fe Jesús es
completamente hombre y completamente Dios. Su divinidad no
implica disminución de la humanidad; ni la humanidad,
disminución de la divinidad. Contra Arrio y Apolinar, la fe de la
Iglesia confesó siempre la plena e indivisa humanidad y
divinidad de Jesucristo. El nacimiento de Jesús no significa que
haya nacido un nuevo Dios-hijo, sino que Dios Hijo se hace
hombre:

La Escritura no dice que el Logos se asoció la persona del


hombre, sino que «se hizo carne» (Jn 1,14). Esto significa que
comunicó con nosotros «en la carne y la sangre» (Heb 2,14).
Hizo, pues, suyo nuestro cuerpo y nació como hombre de mujer
(Gál 4,4), sin dejar por ello el ser Dios y el haber nacido de Dios
Padre: ¡En la asunción de la carne, permaneció siendo lo que era¡
Por ello los santos padres de Nicea no dudaron en llamar a la
santa Virgen Madre de Dios... Convenientfsimamente, por tanto, y
con toda razón la santa Virgen puede ser llamada Madre de Dios y
Virgen Madre, pues Jesús, nacido de ella, no era un simple
hombre. Si la Virgen es Madre de Cristo, también es ciertamente
Madre de Dios; y si no es Madre de Dios, tampoco es Madre de
Cristo... Ya que no entendemos a Cristo como mero hombre unido
a Dios.. Es, pues, Madre de Dios quien engendró al Señor. (Lc
2,11.12) 22.

d) María, hija de Sión, figura de la Iglesia

En el Antiguo Testamento nos encontramos con muchos


nacimientos ocurridos milagrosamente en los momentos
decisivos de la historia de la salvación. Además de Sara, la
madre de Isaac (Gén 11), nos encontramos con la madre de
Samuel (1Sam 1-3) y la madre de Sansón (Ju 13), que son
estériles. En los tres casos el nacimiento del hijo, que será el
salvador de Israel, tiene lugar por un acto de la graciosa
misericordia de Dios, que hace posible lo imposible (Gén 18,14;
Lc 1,37), que exalta a los humildes (1Sam 2,7; 1,11; Lc 1,52;
1,48). Con Isabel, la madre de Juan Bautista, a quien llamaban
la estéril, se continúa la misma línea (Lc 1,7-25.36). En todos
estos relatos, Dios, contra toda esperanza humana, una y otra
vez suscita una nueva vida para cumplir así su promesa. Dios
elige a los débiles e impotentes para confundir a los fuertes (1
Cor 1,27).
Con María llegamos al punto culminante de esta historia de
salvación. María es el resto de Israel, la hija de Sión a donde se
dirigen todas las miradas de la esperanza. Con ella comienza el
nuevo Israel:

El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del altísimo te


cubrirá con su sombra, y por eso el hijo engendrado será santo,
será llamado Hijo de Dios. (Lc 1,35)

El horizonte se extiende aquí hasta la creación, superando la


historia de la alianza con Israel. En la creación el Espíritu de Dios
es el poder creador de Dios. El se cernía al principio sobre las
aguas. El transformó el caos en cosmos (Gén 1,2), su soplo hace
surgir la vida (Sal 104,30). Por ello, al cubrir a María con su
sombra, tiene inicio la nueva creación. Dios, que de la nada
llamó al ser a todas las cosas, en María coloca un nuevo inicio en
medio de la humanidad: su palabra se hace carne.

La sombra del Espíritu Santo cubriendo a María alude también al


templo de Israel y a la tienda del desierto, que mostraba la
shekiná o presencia de Dios en medio del pueblo (Ex 40,3; 1Re
8,11). María, nuevo Israel, la verdadera hija de Sión, es el
templo y la tienda de la reunión, en la que se posa la nube en la
que Dios entra en la historia. María es la nueva tienda la alianza
en la que el Verbo de Dios puso su Morada entre nosotros (Jn
1,14).

El sentido de los acontecimientos es siempre el mismo: la


salvación no viene de los hombres ni de su propio poder. Es
regalo de Dios y el hombre sólo puede recibirlo como don, como
gracia. El libro de Isaías expresa solemnemente que la salvación
viene solamente del poder de Dios, cuando dice:

Alégrate, estéril, que no das a luz, rompe a cantar de júbilo, tú


que no has tenido los dolores, porque la abandonada tendrá más
hijos que la casada, dice el Señor. (Is 54,1; Gál 4,27; Rom 4,17-
22)

En Jesús ha puesto Dios en medio de la infecundidad de la


humanidad un nuevo comienzo de vida: Jesús no es fruto del
deseo ni del poder del hombre, sino concebido por el Espíritu de
Dios en el seno virginal de María. Por eso es el nuevo Adán (1
Cor 15,47); con El comienza una nueva creación. El eterno y
divino «Verbo se hizo carne» en María e inició la redención de la
carne. «Entró en este mundo» tras «haberle preparado un
cuerpo» (Heb 10,5) en el seno de María el mismo «Espíritu de
Dios», que al principio «se cernía sobre las aguas» y creó los
seres de la nada, dando de este modo comienzo a la « nueva
creación» con la generación del «Hombre nuevo».

En la virginidad de María, es decir, de la nada, comienza la


nueva creación, el hombre nuevo, Jesús, Hijo de Dios concebido
por la fuerza del Altísimo, el Espíritu Santo. Aparecen
estrechamente vinculados el nacimiento virginal y la filiación
divina de Jesús. El hijo de María no es engendrado por un padre
terreno, sino que, como Hijo de Dios, es engendrado por su
Padre Dios, mediante el Espíritu Santo. La ruah de Dios es la
fuerza creadora de Dios, que se cernía sobre las aguas
primordiales, y que al «descender sobre María», cubriéndola con
su sombra, hace presente a Dios como Padre de Jesucristo.

¿Te maravilla esto? ¡Maravíllate aún! Da a luz la Madre y Virgen,


fecunda e intacta; es engendrado sin padre, Quien hizo a la
madre; el Hacedor de todo se hace uno entre todos; es llevado en
las manos de la Madre el Rector del universo; mama el pecho,
Quien gobierna los astros; calla, quien es el Verbo 23.

El nacimiento virginal expresa con una claridad insuperable que


Jesús, como Hijo de Dios, tiene su origen única y exclusivamente
en el Padre que está en los cielos, y que todo lo que Jesús es, lo
es por El y para El (Lc 2,49). El nacimiento virginal es, pues, un
signo elocuente y luminoso de la verdadera filiación divina de
Jesús. «No tenía necesidad de la semilla del hombre «dirá
Tertuliano- quien tenía la semilla de Dios. Y como, antes de
nacer de la Virgen, pudo tener a Dios por Padre sin tener a una
mujer por madre, cuando nació de la Virgen pudo tener una
Madre humana sin tener un padre humano» 24.

Como verdadera «hija de Sión», María es la imagen de la Iglesia,


la imagen del creyente que alcanza la salvación como don del
amor, mediante la gracia de Dios. En este sentido, María es la
verdadera hija de Abraham, a la que puede decirse: «Dichosa,
tú, que has creído» (Le 1,45). En el anuncio del ángel escucha
las mismas palabras que en el Antiguo Testamento se dicen de
Israel: «¡Alégrate, María!» (Le 1,28). «¡Alégrate, hija de Sión!
¡Grita de júbilo, Israel! ¡Alégrate y gózate de todo corazón,
Jerusalén! (Sof 3,14; Joel 2,23; Zac 9,9). María es la hija de
Sión en la hora bendita del cumplimiento de la esperanza de
Israel. Es la «Madre Virgen» (S. Cirilo), o la «Virgen Madre» (S.
León Magno), es decir, «Madre de Cristo y Virgen de Cristo» (S.
Agustín).

María, Virgen de Nazaret, es « la bendita entre las mujeres»


porque «bendito es el fruto de su vientre» (Le 1,42). Por ello, la
felicitaron, la felicitan y la « felicitarán todas las
generaciones» (Le 1,27.35.42.48).

María anticipa las bienaventuranzas del Evangelio. Es


bienaventurada porque Dios ha puesto sus ojos en la humildad
de su sierva (Lc 1,47-48). María testimonia con toda su
existencia que «los últimos serán los primeros» (Me 10,31). Ella
es «la llena de gracia» (1,28), la que no es nada por sí misma
pero lo es todo por la bondad de Dios. Por elección inescrutable
de Dios halló gracia ante El. Así es figura y prototipo de la Iglesia
y de cada creyente (LG, n. 53; 63). Ella nos dice que nuestra
llamada a la vida y la fe tienen su origen en Dios, que desde
toda la eternidad puso sus ojos sobre nosotros y en un
determinado momento nos llamó por nuestro nombre propio.

e) Madre de la Iglesia

En el relato de la anunciación aparece la palabra «más


importante» (von Rad) de la historia de Abraham: «para Dios
nada es imposible» (Lc 1,37; Gén 18,14). Y la historia de
Abraham nos orienta hacia el centro de la salvación cristiana: el
nacimiento de su «descendencia, es decir Cristo» (Gál 3,16). De
las entrañas muertas de Sara nació Isaac como hijo de la
promesa; de la esterilidad de una mujer y de la ancianidad de un
hombre, y de la promesa divina, nace un hijo. Dios con su poder
llamó a la existencia a lo que no era, lo mismo que al resucitar a
Jesús abrió a los hombres las puertas de la Vida; Dios al
perdonar el pecado genera al hombre, justifica al impío (Cfr.
Rom 4). Pues bien, de la fe de María y de la sombra fecundante
de Dios nace en la historia de los hombres el Hijo del Altísimo, el
don supremo de Dios a los hombres. María creyendo el anuncio
del ángel concibió la carne del Salvador:

Como Eva por su desobediencia fue para sí y para todo el género


humano causa de muerte, así María -nueva Eva- con su
obediencia fue para sí y para nosotros causa de salvación. Por la
obediencia de María se desató el nudo de la desobediencia de
Eva: ¡Lo que por su incredulidad había atado Eva, lo soltó María
con su fe» 25. María es la primera criatura en quien se ha
realizado, ya ahora, la esperanza escatológica. En ella la Iglesia
aparece ya «resplandeciente, sin mancha ni arruga, santa e
inmaculada» (Cfr. Ef 5,27), presente con Cristo glorioso «cual
casta virgen» (2Cor 11,2). Y así, podemos dirigirla nuestra
plegaria: «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros
pecadores». De este modo «con su luz precede la peregrinación
del Pueblo de Dios como signo de esperanza cierta y de consuelo,
hasta que llegue el día del Señor»). (LG,n.68)

Con razón Pablo VI la llamó Madre de Cristo y Madre de la


Iglesia: madre de la Cabeza y del Cuerpo de Cristo. Su seno
virginal fue como «el tálamo nupcial, donde el Esposo Cristo se
hizo Cabeza de la Iglesia, uniéndose a ésta para hacerse así el
Cristo total, Cabeza y Cuerpo» (S. Agustín). Esta maternidad
eclesial de María se consumará «junto a la cruz de Jesús»,
cuando Este « consigne a su Madre por hijo al discípulo amado y
dé a éste por Madre a la suya» (Jn 19,25-27) 26.

Como madre nuestra, María, la primera creyente, nos acompaña


en nuestro peregrinar y en nuestra profesión de fe en Jesucristo,
concebido por obra y gracia del Espíritu Santo y nacido de ella,
santa María Virgen. Su última palabra recogida en el Evangelio
nos coloca ante su Hijo bendito para «hacer lo que El nos
diga» (Jn 2,5).

En nuestra vida, que sin El no es vida, pues sin El la fiesta no es


fiesta, «al faltarnos el vino», Jesús transforma nuestras
carencias diarias, nuestra cruz, en fuerza y sabiduría de Dios, en
camino de salvación. El sabe por experiencia lo que es la
fragilidad, la tentación, la angustia y hasta el abandono de Dios.
Hombre en todo, de carne y hueso, existió en una carne
semejante a la del pecado (Rom 8,3; 2Cor 5,21):

Pues, así como lo hijos participan de la sangre y de la carne, así también


participó El de las mismas, para aniquilar mediante la muerte al señor de la
muerte, es decir, al Diablo, y liberar a cuantos, por temor a la muerte, estaban
de por vida sometidos a esclavitud... Por eso
tuvo que asemejarse en
todo a sus hermanos para ser misericordioso y sumo
Sacerdote fiel... Pues habiendo sido probado en el
sufrimiento, puede ayudar a los que se ven probados (Heb
2,14-18).

Así, Jesús, entrando en la historia, ha hecho de nuestra historia


la trama de la intervención de Dios, convirtiendo cada momento
en kairós: oferta de gracia y riesgo de perdición. Jesús,
encarnándose en nuestra historia, ilumina y rescata la historia
humana con su pasado, presente y futuro. Podemos cantar con
San Basilio:

¡Dios sobre la tierra! ¡Dios entre los hombres! Y no dictando leyes


y aterrorizando a los oyentes mediante el fuego, la trompeta, el
monte humeante, la nube y la tempestad (Ex 20,16-24), sino
dialogando mansa y suavemente con los que tienen la misma
naturaleza que la suya. ¡Dios en la carne! Y no obrando a
intervalos, como en los profetas, sino uniendo a sí la humanidad
y, mediante su carne, atrayendo a sí a todos los hombres...

Dios se hizo carne, para matar la muerte oculta en ella; pues la


muerte reinó hasta la venida de Cristo (Rom 5,12-16). Pero luego
apareció la bondad salvadora de Dios (Ti 3,4), salió el sol de
justicia (Mal 3,20; Lc 1,78s) y «la muerte fue absorbida en la
victoria» (1 Cor 15,54), al no soportar la presencia de la
verdadera vida.

Dios está en la carne: para santificar esta carne maldecida,


ruborizar la carne débil, unir con Dios la carne alejada de El,
llevar al cielo la carne caída.

Y ¿cuál fue el taller de esta disposición salvífica? ¡El cuerpo de la


santa Virgen! ¿Cuáles fueron los principios de la generación? ¡El
espíritu Santo y la adumbrante Fuerza del Altísimo! (Lc 1,35; Mt
1,18).

La Virgen y la Desposada con un hombre fue hallada idónea para


el ministerio de este plan salvador, a fin de que fuese estimada la
virginidad y no se despreciase el matrimonio; fue elegida la
virginidad para la santificación; y el desposorio para dar inicio a
las nupcias cristianas... También, según un autor antiguo, fue
elegida una Virgen desposada para ocultar la virginidad de María
al «príncipe de este mundo» pues con el desposorio se dio
ocasión de dudar al «maligno», que desde la profecía mesiánica,
-«he aquí que la virgen concebirá en su seno y dará a luz un
hijo»-, observaba a las vírgenes; mediante el desposorio fue
engañado aquel «insidiador» 37.

_________________
1. Cfr. Mt 7,15; 2Jn 7,8; pues «todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido
en carne, es de Dios; y todo espíritu que no confiesa a Jesús no es de Dios; ese
es del Anticristos, dice IJn 4,1-3.

2. SAN JUSTINO, 2 Apol 5,5;SAN IGNACIO DE ANTIOQUIA, Tral. 9,1; Esm. 1,1.

3. Rom 1,1.3; 2Tim 2,8; He 1,14; 13,23; Mt 1,1.6-25; Lc 1,26-38; 2,1-7; 3,23-
38; Mc 3,31-32; 6,3; Jn 2,1.3.12;19,25-26.

4. SAN CIPRIANO, Los ídolos... 11.

5. 1Jn 1,1-3; Jn 1,14;2.11;11,40-43;17,5. I. DE LA POTTERIE, La verité dans


saint Jean, Roma 1977, p. 176-210.

6.SAN AMBROSIO, De Incarnnatione Domini Sacramento,


VI 52-61.

7. SAN AGUSTIN, Sermón 215,3.

8. IBIDEM, Sermón 214,6.

9. SAN AGUSTIN, Sermón 140,2.

10. ORIGENES, De Princ., 11,2; Contra Celso IV,19. In Ioan, II 26,21...

11. SAN IRENEO, Adversus Haereses, 111 9,2; 10,2.

12.RICARDO BLAZQUEZ, Creo en Jesús de Nazaret, nacido


de la Virgen María, en El Credo de los cristianos, p. 45-64.
13. NICETAS DE REMESIANA, Explanatio Symboli 3-4.

SAN IGNACIO DE ANTIOQUIA, Ad Ephes. 18,2, diciendo


14.
que «Jesús fue bautizado para purificar el agua con su
pasión» enseña que, en el bautismo de Jesús, imagen
anticipada de su muerte, El comunicó al agua la capacidad
purificadora propia de su pasión.

15. SAN GREGORIO NAZIANCENO, Oratio XXIX 19-20.

16. TERTULIANO, De Carne Christi 17,2-20,7.

17. SAN AGUSTIN, Sermón 215,4.

18. SAN AGUSTIN, De Sancta Virgine 4; Sermo 196,1.

19. I. DE LA POTTERIE, La Mére de Jésus et la conception virginale du Fils de


Dieu, Marianum 40 (1978) 41-90.

20.TERTULIANO, Adversus Marcion III 13,4-5; contra los


que afirman que almah significa sólo joven y no virgen.
Cfr. SAN JUSTINO, Apología 1 a 33,1; Diálogo 43,7-8;66,1-
67,2;71,3;84,1-3; SAN IRENEO, Adversus Haereses III,
21, 1-5; ORIGENES, Contra Celso I, 32-51; SAN
CRISOSTOMO, In Matheum Homilia 4,2-3...

21. RUFINO DE AQUILEIA, Expositio Symboli, 8-11.

22. SAN CIRILO DE ALEJANDRIA, Adversus nolentes


confiteri sanctam Virginem esse Deiparam 4.9.18.23.

23. SAN QUODVULTDEUS, Sermo III de Symbolo IV 1-8.

24. TERTULIANO, De Carne Christi 17,2-20-20,7.

25. SAN IRENEO, Adversus Haereses, III, 21,10-22,4.

I. DE LA POTTERIE, La verdad de Jesús, Madrid 1978, p.


26.
187-219.

27. SAN BASILIO, Homilia in sanctam Christi generationem 2-5. El autor


antiguo es S. Ignacio de Antioquía, A los Efesios, 19,1.

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