Derecho Penal Parte General - Marco Antonio Terragni
Derecho Penal Parte General - Marco Antonio Terragni
Derecho Penal Parte General - Marco Antonio Terragni
SUMARIO: 1-Sistema penal y control social. 1.2. Concepto y formas. 2. El Derecho Penal.
Planteamiento. 2.1- Funciones: tutela de bienes jurídicos y/o de valores ético sociales y/o de la validez de la
norma. 2.2. Fundamento antropológico. 2.2.1- Los principios fundamentales reguladores del control penal.
2.2.2. Lineamientos constitucionales y emergentes de los Pactos Internacionales como pertenecientes al
sistema. 2.3- Concepciones: de hecho y de autor; de culpabilidad y de peligrosidad; liberal y autoritario. 3. La
Pena. 3.1. Concepto. 3.2. Alternativas. 3.3. Fundamento y fin. 3.4. Su
trascendencia en orden a la concepción del Derecho penal. 3.5. Teorías. 4. Medidas de seguridad. 4.1. Su
integración al Derecho penal.
1- Sistema penal y control social. 1.1. Concepto y formas. Partiendo de la evidencia de que el
hombre es un ser social por esencia (ya que vive en grupos, interactúa con los demás individuos de su
clan y también con de otros pueblos) para esbozar una idea respecto del sistema penal, previamente es
necesario analizar el concepto, sociológico y con trascendencia hacia la Política criminal, de control
social.
El conglomerado de personas prepara al individuo para concertar los fines que él se propone y,
simultáneamente, indica qué comportamiento no son adecuados para llegar a la meta de una convivencia
armónica; prohibiéndolos. Quien incurre en estos últimos debe ser sancionado. Así, la aceptación de la
conducta adecuada y la proscripción de la que no lo es constituyen los medios para conseguir que todos los
individuos se integren al grupo y actúen como él quiere.
El control social, pues, constituye el conjunto de mecanismos que ejerce influencia, por vigilancia y
presión, con la finalidad obtener aquella adhesión.
Se ejerce a través de la familia, la educación, la religión, los partidos políticos, la ciencia, el arte, las
llamadas “organizaciones intermedias”, los medios masivos de comunicación, etc. También, y en primer lugar,
lo ejerce el Estado. De allí que cuando se habla de las diferentes formas de control social, se alude a que lo
hay difuso o institucionalizado.
1.2. Formas: Difuso o secundario: Es aquel, no formal, que crea hábitos de conducta mediante
diversas instituciones como la familia, los medios de comunicación, la moda, los prejuicios, los
comentarios, etc., que inducen a obrar de una manera que el común considera aceptable. Presenta
como nota característica la finalidad de inculcar el seguimiento de modelos de comportamiento externo,
con trascendencia en la relación entre los individuos; y lo hace sin recurrir a la imposición sanciones
coercitivas para quienes no lo adopten.
En tanto que control social institucionalizado o primario es aquel que, en la práctica opera mediante la
amenaza o la imposición de consecuencias doloras, aún cuando exhiba –o no- un discurso directamente
punitivo: Así ocurre con algunas funciones que desempeñan la escuela, la universidad, la Policía , los tribunales,
los institutos penitenciarios, etc.
También es dable clasificar al control social en formal y no formal. El primero alude a las instituciones
de las que dispone el Estado para lograr acatamiento: instituciones del Derecho penal, la Policía de
seguridad, los órganos de la administración de Justicia, el sistema penitenciario; entre otras. En tanto que al
segundo lo llevan a cabo la familia, la escuela, los cultos, los empleadores, etc.; en cuanto transmiten los
diversos contenidos de las conductas que tienen –según ellos- un valor positivo y así producen la progresiva
asimilación de las pautas deseadas de conductas por el individuo, mediante la vías educativa, moralizante e
intimidante.
El Sistema penal constituye una de las maneras de ejercer el control social. Es la forma más gravosa ya que
sus sanciones recaen sobre la vida, la libertad, el honor, el patrimonio –entre otros bienespropios de quienes no
se mantienen dentro de los moldes de la actuación permitida de cada quien. Lo deseable- es que las
limitaciones que él impone obedezcan a razones (no a la
arbitrariedad) y se ciñan a la intervención mínima necesaria para prevenir y reprimir los comportamientos
más intolerables para la vida en comunidad. Además, el Sistema penal debe contrarrestar los abusos en
que incurran la Policía , los jueces, los agentes penitenciarios y el mismo público; el último en cuanto tiene
en sus manos el poder de radicar denuncias. El Sistema penal de un Estado democrático de Derecho también
tiene como misión comprender –y compensar, lo que es lo mismo que reducir- las diferencias que existen
entre los individuos resultante de la diversa extracción social, el aislamiento de cada uno de los grupos
respecto de los otros y el desarrollo cultural dispar; diferencias que conducen a una aplicación selectiva (a
favor de unos y en contra de otros) de las consecuencias del conjunto de reglas y procedimientos punitivos.
El sistema penal es un control social institucionalizado. Sin embargo, la idea sistema penal no guarda
equivalencia con Derecho Penal, pues éste es sólo una parte del primero y resulta inadmisible que a
través de esta disciplina jurídica se opere un endurecimiento del sistema penal, olvidando así que debe ser un
instrumento del Estado de Derecho y diferenciarse nítidamente de aquel método punitivo propio de los
regímenes autoritarios. El esfuerzo más loable de los juristas tiene que estar orientado en la dirección de
impedir quede la materia se aparte de los principios de la Constitución nacional y se transforme así en un
instrumento para conculcar los derechos individuales.
2- El Derecho penal. Planteamiento. 2.1. Funciones: La expresión Derecho penal puede tener varias
acepciones. Si se la asimila a legislación penal se trata del conjunto de reglas jurídicas establecidas por el
Estado que señalan cuáles son los hechos que acarrean las sanciones más gravosas y de qué manera los
individuos que los protagonizan pueden llegar a ser castigados.
Aparte, y fundamentalmente en un Estado democrático de Derecho, protector de los derechos individuales,
un principio fundamental es está vedado imponer sanciones a conductas distintas de las previstas por la ley
como delitos. Así el Derecho penal, en sentido objetivo, es el conjunto de normas que regulan y limitan el
ejercicio del ius puniendi[1] del que es titular el Estado. En este sentido protege la libertad.
También se puede aludir al Derecho penal asignándole el significado de Ciencia, pues así tiene como
misión interpretar la ley –y por eso se la llama Dogmática- encontrando los principios fundamentales que
deben gobernar la aplicación del Derecho positivo vi gente.
Con respecto a la doctrina que se elabora a partir de las normas vigentes, existen conceptos que –
aparentemente contra puestos- deben ser a rmonizados.
Alguien puede creer que la función del Derecho penal es la tutelar bienes jurídicos y también valores ético-
sociales así como la propia validez de la norma y otro sector de la doctrina entender que esas funciones no son
acumulativas sino disyuntivas.
Nuestra respuesta comienza por advertir que la expresión bienes jurídicos es engañosa ya que los
bienes –en la material que estamos tratando- constituyen intereses dignos de protección legal. Se transforman en
jurídicos cuando, efectivamente, el legislador le asigna ese resguardo. Si el problema a dilucidar es una
cuestión previa a la sanción legislativa, entonces no es Derecho penal en el sentido de conjunto de normas
positivas vigentes, sino un debate filosófico sobre cuáles son las funciones que debería cumplir nuestra
materia conforme a la postura de quien medita sobre ello.
En nuestro caso, la guía es la Constitución nacional, que en su artículo 19 expresa que el Estado puede
intervenir solamente en los casos en que las acciones humanas ofendan el orden, la moral pública o
perjudiquen a terceros.
Consecuentemente, el Derecho penal argentino, entendiendo por tal la normativa vigente y también la
ciencia, tiene la misión de ejercer control social y puede actuar siempre y cuando exista la necesidad de
garantizar el orden público ó que no haya agresiones a la moral pública ó de proteger los intereses de
terceros. Recién en el caso de que algo de esto ocurra, el legislador debe calificar como delitos esas
acciones e incluirlas en los catálogos de normas represivas (art. 18 C .N.). No habrá entonces, ninguna duda de
que aquellos intereses sociales son, a partir de ese instante, legalmente protegidos; en otras palabras: bienes
jurídicos.
Siendo éste el mecanismo constitucional, la respuesta a aquel interrogante que nos habíamos planteado, es
que la función del Derecho penal es tutelar bienes jurídicos. En cada tipo delictivo debe poderse deducir qué
interés protege[2]. Si esto no ocurriese, la norma sería inconstitucional.
A esta altura hay que aclarar que las alternativas acerca de que no es, la que hemos dejado consignada, la
función del Derecho penal sino la custodiar valores ético-sociales o la validez de la norma, son planteadas
por sectores de la doctrina; que no compartimos, porque desconocen el principio consagrado en el art. 19 C
.N.: Los valores ético-sociales son lo que su propio nombre lo indica: morales; no jurídicos. Esa norma hace
una clara distinción entre ética y Derecho. La moral a la que se refiere es la moral pública; no la individual.
Las cuestiones éticas quedan en la esfera de la privacidad a la que se refiere la primera parte de ese precepto:
“Las acciones privadas de los hombres...quedan reservadas a Dios y exentas de la autoridad de los magistrados”.
Con respecto a la idea tutela de la validez de la norma,
también merece nuestro rechazo la doctrina que a ello se refiere, pues si se la aceptase, el Derecho penal
podría ser utilizado para reforzar el acatamiento de cualquier norma: incluso la proveniente de los
regímenes autoritarios. Y esto no es válido para nuestro Estado de Derecho en el cual la autoridad (los
Poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial) no puede interferir las acciones privadas de los hombres; tal como
lo hemos consignado precedentemente. Además, el art. 19 C
.N. está indicando que al Estado no le es dable legislar sino respecto de aquellas conductas que se traducen en
resultado; por lo que jamás podría castigar actitudes de mera desobediencia; en suma: el Derecho penal no está
destinado a imponer una ética. Está para reducir, como última barrera, al máximo posible el número de
infracciones graves a las reglas de convivencia, ya sea que las comentan los particulares como que lo hagan
los mismos funcionarios públicos.
Es cierto que las normas penales, como las de cualquier otro carácter, cumplen una función didáctica,
estimulando la realización de conductas adecuadas, pero lo que no se puede admitir es que pretenda
estabilizar cualquier regla y que se intente ejercitar a los ciudadanos en la fidelidad a todo Derecho legislado,
comprendiendo incluso el que se oponga a los principios de la Constitución nacional. Sobre todo teniendo en
cuenta que ella parte de la idea de que el Hombre es libre; por lo mismo no debe ser encasillado en un rol
del que dimanen expectativas de comportamiento estandarizadas, cuyo quebrantamiento lo constituya en
delincuente.
El ejercicio de la función punitiva del Estado como mal necesario que es, requiere que el perjuicio que se
procura evitar sea mayor que el que se causa; que la pena sea efectiva para satisfacer el afán de justicia; que
sea necesaria en el sentido que no haya una medida más económica, en términos de daño social, que sea
igualmente efectiva.
2.2. Fundamento antropológico. Esta expresión alude al requerimiento de que el sujeto que delinque sea
comprendido, para advertir el Hombre no constituye un ente perfecto y, porque no lo es, algunos de sus errores
son excusables, tal como lo reconoce el art. 34.1 del C.P. Aparte, y contemplando el mandato
constitucional de que las penas deben conducir a la resocialización, no es admisible prolongar las
consecuencias de una condena por un tiempo tan extenso que no se logre ese objetivo. En general, el
Derecho penal tiene que obrar en un sentido coincidente con las grandes pautas que están impresas en la
conciencia profunda del Hombre y que le permiten distinguir el bien del mal; así como su propia
conformación – física y mental- le imponen límites a sus posibilidades de obrar.
2.2.1. Los principios fundamentales reguladores del control social (C.N. y Pactos Internacionales):
El Estado democrático de Derecho limita su actividad punitiva. Para la República Argentina esta frontera
está trazada mediante diversos procedimientos: Los representantes del pueblo deben dictar una ley, previa al
hecho, para que el autor de éste pueda ser incriminado. A su vez, esa ley tiene que ajustarse a lo que disponen la
Constitución nacional, los pactos internacionales que le fueron incorporados con ocasión de la reforma de
1994 y a los demás tratados y convenciones que ha suscripto y ratificado el Estado nacional[3].
2.2.2. Concepciones: de hecho y de autor; de culpabilidad y de peligrosidad; liberal y autoritario.
Hay una razón histórica que explica la contraposición entre Derecho penal de hecho y Derecho penal
de autor: Y es que, en Alemania, bajo el régimen nazi hubo una corriente doctrinaria que propugnó el
rechazo al sistema penal liberal, que parte de la comisión de una conducta específica –para castigar a
quien la haya ejecutado- por la persecución y el castigo de las personas por lo que son y no por lo que
hacen. De esa manera se pretendía reprimir a quien tuviese las características de un ladrón, de un
violador y, por supuesto, de un opositor a las ideas políticas imperantes.
Por el absurdo de la propia concepción y por su impracticabilidad, no puedo llevarse a la práctica,
siquiera en aquel lugar y aquella época. Pero siempre se recuerda el intento pues, subrepticiamente, alguien
puede inclinarse a castigar por tener determinadas ideas políticas, pertenecer a ciertas razas, adoptar
algunas creencias u otras diferencias de parecida índole. Para rechazar semejantes pretensiones, hay que recordar
siempre que, por mandato constitucional (art. 18 C .N. en cuanto menciona el “hecho del proceso”) el
Derecho penal es de hecho; no de autor.
En lo que respecta a la dicotomía culpabilidad-peligrosidad también hay antecedentes históricos que
explican el por qué de la necesidad de resolver el dilema: Y es que en las últimas décadas del siglo XIX y las
primeras del XX hubo un intento proveniente del Positivismo criminológico italiano, de poner el acento no la
interioridad del hombre, para encontrar que hubiese actuado con dolo o con culpa; sino en la circunstancias
que –antes de cometer un hecho previsto por la ley como delito- o después, se tratase de un individuo del
cual emanase el riesgo de producir lesión a los intereses individuales o colectivos. La idea peligrosidad
deriva de la voz temibilidad, que fue definida por uno de los adalides de aquel Positivismo criminológico –
Garófalo- como la peligrosidad constante y activa y la cantidad de mal que es dable prever pueda ocasionar el
sujeto.
En el Derecho penal argentino, si bien el Código penal (que fue sancionado en 1921 o sea en la época de
pleno auge de aquellas ideas) usa en alguno de sus preceptos la palabra peligrosidad, el fundamento de la
pena es la culpabilidad. E incluso la magnitud de ella determina –entre otros factores- la mayor o menor
extensión de la pena, en aquellas divisibles en razón del tiempo o de la cantidad (art. 41 C .P.).
En cuanto a las características que distinguen un Derecho penal liberal de otro autoritario hay que decir que
en el primero es el pueblo, a través de los representantes elegidos por él, el que toma las decisiones acerca de lo
que debe ser tratado como delito, y lo hace respetando la dignidad humana. En tanto en el autoritario el
que manda no reconoce límites que le impidan ejercer su poder. No aspira a proteger bienes jurídicos sino
deberes de los ciudadanos para con el Estado y da prioridad a la represión que resulte conveniente para
quien gobierna.
Otra nota que, por lo general y no en todos los casos, pues puede haber regímenes liberales que acudan a
ella –pero jamás por razones de persecución política- marca las diferencias, es que el Derecho penal liberal
no admite la analogía y el autoritario sí. Así lo demostró la derogación en 1935, por el régimen nazi, del
parágrafo 2 del C.P. alemán, que en esencia era similar al precepto que marca la necesidad de ley previa en el
art. 18 C .N. argentina; y su reemplazo por una fórmula que habilitaba a acudir a lo que dispusiesen “leyes
a ná logas”.
3. La Pena. Concepto. Alternativas. Fundamento y fin. El castigo. En qué consiste la acción de castigar,
genéricamente considerada y sin asignarle connotaciones jurídicas estrictas?
Castigar es causar un dolor como respuesta a una acción anterior, a un comportamiento que provoca esa
reacción.
Hay dos sujetos: el que aplica el castigo y el que lo sufre.
El primero tiene poder; es decir, dispone de la posibilidad de hacer efectiva su voluntad sobre el otro.
Este análisis elemental nos permite fijar varios conceptos:
Hay una relación entre sujetos. En esa relación uno es poderoso y el otro débil, Esa subordinación,
originalmente considerada es de hecho: El poderoso es el padre frente al niño. El poderoso es quien ha
desarrollado sus músculos frente al desmirriado.
Hay dos comportamientos contrapuestos provenientes de estos dos sujetos: uno ha actuado
previamente, se ha comportado o simplemente es, de una manera que no satisface al dominador. Este a
su vez adopta una actitud respecto de aquél, en la que está incorporada la nota del dolor. Quiere
causarle un mal que le duela. Puede consistir en hacerle o privarle de algo, de manera que en ambos casos
sufra.
El castigo es sinónimo de sufrimiento. La pena es sinónimo de castigo. La pena es dolor. Así fue, es y
será siempre. Si una reacción del poderoso ante la actitud del débil no tiende a producirle dolor, el
padecimiento de un mal, no es pena. Salvo que deliberadamente sea cambiado el significado de la palabra y
se la emplee para identificar otra cosa (variación que no es infrecuente, porque muchas veces la sufren
vocablos cuya vida puede ser más o menos accidentada). Pero pena ha sido siempre sufrimiento. Hacia el año
950 así se incorporó la palabra a nuestra lengua, proveniente del latín, que a su vez la tomó del griego, el
que designaba de similar manera una de las formas de sufrimiento imaginada tempranamente por los
legisladores. De ella derivan adjetivos, como penal que se puede usar con distintos susta ntivos para
denotar sufrimiento:
El Derecho penal no es cualquier derecho, sino el que se ocupa de las reacciones que causan un mal al
infractor. El establecimiento penal no es cualquier instituto, sino aquél en que se hace efectiva una de las
formas de imponer el sufrimiento.
Otro adjetivo: penoso, indica aquello que es difícil de sobrellevar porque duele, agobia, sumerge, ya que
significa una carga, a veces insoportable.
Nacieron verbos como apenar que es también causa de dolor, aunque no lo quiera quien, por ejemplo,
transmite una noticia ingrata. Y despenar: terminar con los padecimientos de alguien, rematando en su caso
al que por sus heridas o enfermedad, ya no tendrá salvación.
La pena es siempre dolor: El alma en pena es propia de quien vaga por el mundo llevando a cuestas sus
pesares. El dolor es siempre personal e intransferible; ya sea el físico o el espiritual. Estamos solos con el
dolor de nuestro cuerpo, como estamos solos al perder a quien estaban destinadas algunas palpitaciones de
nuestro corazón.
La pregunta: Cómo se castiga, podría ser respondida diciendo que se lo hace produciendo un mal.
Donde? En el cuerpo o en el alma. ¿Por qué? ¿Que mueve al poderoso? Puede ser que obedezca a
reacciones instintivas, al deseo de venganza, o al simple placer de dañar, afirmando al mismo tiempo la
propia superioridad. En caso de que reaccione intelectualmente, preguntándose a sí mismo por qué lo hace,
tratando de justificar el acto ante su conciencia, ante el penado y ante terceros, nace la reflexión que procura
documentar el castigo.
Piensa entonces el sujeto que no propina mal por simple placer, sino para lograr algo que va más allá
de la acción de castigar. Generalmente se tiene el convencimiento que sirve para corregir
comportamientos que el poderoso, juzga inadecuados para la subsistencia del esquema de
dominación del que es titular. La madre castiga al niño, a quien quiere, para que aprenda a orientar su conducta
conforme a lo que ella cree conveniente, según la experiencia familiar y social que se le ha transmitido y ha
asimilado. Hay una regla que la madre impone a su hijo, regla que ella no ha creado íntegramente, pero
que le corresponde aplicar. Comprende que el castigo duele, pero está segura que es necesario, porque en
definitiva significará la obtención de un valor superior, concretado en comportamiento acorde con lo que
se espera del niño a la edad de que se trate. Aquí el castigo cumple una finalidad educativa. Dirían algunos
psicólogos que hay una introyección compulsiva, que es la fase esencial de la psicogénesis de las nociones
de derecho y deber. La capacidad de establecer reflejos condicionados entre estímulos coactivos y vivencias de
satisfacción o de sufrimiento, es lo que hace prever la conveniencia de adaptarse a las pautas que la personal
experiencia demuestra son más útiles.
Cuando la relación se sublimiza, y ambas partes aceptan que la razón prime sobre la fuerza bruta, aparece
otro componente aún no considerado aquí que es la legitimidad del uso del poder de castigar. El convencimiento
de la existencia de esa legitimidad hace más fuerte al poderoso, porque añade una dominación de tipo espiritual
que antes no tenía. La pena no es entonces una imposición lisa y llana de un mal, sino que lo es en tanto y
en cuanto quien la aplique tenga legitimidad. El niño, llegado a la edad de razonar, sabe cuándo el
padre usa ilegítimamente de su poder, sea porque el progenitor no guarda coherencia con actitudes
anteriores, sea porque abusa de su preponderancia. Si es así la autoridad se resiente y se torna débil.
La aceptación de una autoridad, que impone el deber desde afuera, marca un tránsito importante, pues
implica añadir un componente que será decisivo para el futuro comportamiento individual y social. Significa
admitir internamente la presencia de una obligación, naciendo así la moral autónoma. Esta colaborará
activamente para que los mandatos compulsivos sean pacientemente aceptados.
Si el castigo constituye, junto con la recompensa y el encauzamiento inteligente de las aptitudes
naturales, un elemento decisivo para el desarrollo individual, la misma incidencia tiene en el funcionamiento
de los conglomerados sociales. Por medio del castigo, cuya distribución el grupo organiza desde la forma más
simple a la más compleja, se procura reprimir los comportamientos que se desvían respecto de aquello
que el grupo tiene por bueno para su propia subsistencia. Por supuesto que el dominio de lo que debe
entenderse por normalidad lo tiene la jefatura, y lo impone a los demás de manera ineludible. Se logra así
una organización estable que consigue uniformidad. Esa uniformidad que a su vez tranquiliza el común
pues asegura la igualdad. La igualdad, este objetivo tan deseado, que tiene a su vez explicación: Afirmamos
que la justicia ha de ser igual para todos, cuando en realidad deberíamos proclamar que nos gusta que las
molestias y contrariedades, los sufrimientos y las frustraciones sean de la misma manera compartidos. Y
eso por qué. Pues, porque nuestro impulso de afirmación del Ser nos lleva a querer superar a los demás.
Pero si ello no es factible, sólo nos tranquiliza creer que los demás no son más que nosotros. O sea, que son
realmente nuestros semejantes, no solo en estructura biológica sino en destino vital, como enseñó Mira y
López.
Es seguro que el castigo está presente, obedeciendo a reglas, en todo grupo humano que se organiza, aunque
sea en forma elemental y transitoria.
Para evitar conflictos individuales que disgreguen a la comunidad, la autoridad impone reglas:
administra el castigo directamente o establece de qué manera se propinará por el ofendido o por sus
próximos. En este estadio, el de la sanción de medios uniformes de distribución de padecimientos,
nace el Derecho penal: Cuando se procede conforme a criterios de jerarquía, el castigo es legítimo.
Recapitulando: Hay una relación fuerte-débil. Una acción del primero frente a una actitud del otro. El
castigo es sufrimiento. Es necesario para dirigir conductas en el sentido que el dominador impone. La
aceptación generada por el convencimiento personal ayuda a que no surjan rebeldías. Tranquiliza lograr que
los demás sean nuestros semejantes. Se sancionan reglas para administrar el castigo, que lo legitiman.
¿Sobre qué recae el castigo? La idea más primitiva es la de aplicarlo sobre el cuerpo, y en lo posible
sobre la parte con la que se ha producido el hecho antisocial, mutilándola.
La amputación de las orejas y de la nariz ha querido expresar, en el antiguo derecho, la terribilidad del
castigo. Aplicaron esta pena los reyes de Persia a los prisioneros de guerra griegos.
La amputación de los labios y de la lengua fue pena especial para la blasfemia. Así en Francia el edicto
de Felipe de Valois castigó la segunda reincidencia a la blasfemia con la pena de amputación de la lengua, y
la tercera con la de los labios “por ser castigado uno en la parte con la que se ha cometido el delito”. En
la España goda se colocaba al delincuente en caso de primera reincidencia la señal de la cruz en los
labios con un hierro candente; y en caso de segunda reincidencia se le amputaba la lengua.
La ceguera es una pena muy antigua mencionada en las Sagradas Escrituras, que se aplicó
generalmente a los sublevados.
Lo mismo que la amputación de las manos ordenada por Moisés para las mujeres que habían incurrido
en adulterio. Como la mayor parte de los delitos se comete por medios de las manos, la amputación de éstas
se consideraba como la más conveniente clase de retribución.
Entre los egipcios se castigaba así a los falsificadores de moneda; entre los griegos al caso de plagio de
hombres y de mujeres. Los romanos amputaban las manos a los traidores, a los falsificadores, a los
empleados públicos que escribían un falso protocolo y especialmente al ladrón. La Carolina castigó con esta
pena varios hechos y la aplicó también en caso de no pagarse el precio de sangre.
Las penas de mutilación del cuerpò fueron unánimemente aceptadas por los antiguos jurisconsultos,
quienes las justificaban por la convicción de que el mal no puede realizarse sino por el dolor, y porque el
modo y el fondo de los distintos escarmientos debe juzgarse según su clase y las circunstancias.
Por supuesto que el ensañamiento contra el cuerpo del castigado tenía su expresión más acabada en la
muerte, pena que esencialmente se graduaba para no causarla en ciertos casos sino al final de un
padecimiento infinito.
El relato del ajusticiamiento del asesino de Guillermo de Orange es expresivo: El primer día fue
conducido a la plaza, donde encontró un caldero de agua hirviendo, en la que fue introducido el brazo con
que había asentado el golpe fatal. Al día siguiente le fue cortado este brazo, que como se desprendiera en el
acto, lo empujó con el pie haciéndolo caer junto al patíbulo. Al tercer día fue atenaceado por delante de las
tetillas y en la parte delantera del brazo. Al cuarto fue igualmente a te na c ea do por de t r á s de l
br a z o y e n la s na l ga s . Y a s í consecutivamente este hombre fue martirizado por espacio de 18
días. El último se lo sometió a la rueda. Al cabo de seis horas continuaba pidiendo agua todavía, pero no se
la dieron. Finalmente el lugarteniente en lo criminal lo hizo rematar y estrangular “con el fin de que su alma
no se despertara y se perdiera”.
Esta es una de las manifestaciones de los diabólicos medios empleados por los hombres en todas las
épocas y en todos los lugares para hacer sufrir al dominado, hasta el fin de su agonía: ahogado,
apedreado, crucificado, rotos los huesos, descuartizado, serrado en partes, arrollado por elefantes o
arrojado a las bestias feroces, echándole aceite ardiente o metales derretidos en la boca y en las orejas,
quemándolo o enterrándolo vivo...
Ante tanto esfuerzo imaginativo puesto al servicio de la crueldad luce como una perla la civilizada
Atenas en la que la pena de muerte se ejecutaba por lo general, rápida y directamente por el verdugo. Se
producen coincidencias entre esas prácticas y las actuales, por lo menos respecto de la pena de muerte
ejecutada legalmente (lo que implica dejar de lado las ejecuciones ocultas, precedidas por
perfeccionadas formas de crueldad moral y física). Así en Atenas se ajusticiaba rápidamente al
condenado quemándolo vivo. Hoy se lo mata instantáneamente afectando las partes más nobles mediante el
paso de una fortísima corriente eléctrica. O era estrangulado, como hoy se lo hace usando la horca. O era
envenenado, como hoy ocurre con el empleo de la inyección letal. Esta comparación demuestra que poco ha
cambiado, que el hombre fue, es y seguirá siendo cruel, constituyendo la crueldad uno de sus rasgos
característicos.
Existen otros métodos para atacar al cuerpo sin llegar a la mutilación o a la muerte. El más antiguo
Derecho Penal tenía en la pena de bastón, una sanción extendida a todos los pueblos y lugares. En Roma
su aplicación se identificaba con la palabra fustigatio y se ejecutaba usando azotes, correas, látigos, etc.
que recaían sobre el cuerpo “hasta sacar sangre”.
Esta pena hace tiempo ha desaparecido de la legislación del mundo civilizado, lo que no impide que se
siga ejerciendo una violencia similar, pero oculta, empleando golpes brutales para hacer entrar en razón a
los remisos a los requerimientos de confesión o delación. Prácticas deleznables cuya erradicación
empeña tantos esfuerzos de espíritus humanitarios.
La prisión, que no procura en forma directa el dolor corporal, no pasó a integrar el elenco de penas sino en
tiempos más próximos, por lo menos en cuanto a su aplicación a los hombres libres se refiere. La ley de
Partidas señalaba siete penas, cuatro mayores y tres menores. Respecto de la perpetua prisión sólo se podía
dar al siervo, porque la cárcel no era para castigo de los presos sino para guardarlos hasta que fuesen juzgados.
De todas maneras estas distinciones no tienen que haber conmovido a los gobernantes, porque desde antiguo
la institución de la pena de cárcel se generalizó. Se habilitaron numerosas prisiones, la mayoría de ellas
subterráneas. El aislamiento, el abandono más espantoso, hicieron estragos entre los prisioneros. Los
horrorosos cuadros fueron reflejados con crudeza por la Literatura , lo que hace innecesario añadir detalles,
que nunca podrían superar la descripción de los artistas.
Los legisladores imaginaron otras formas de causar dolor: sometieron a los condenados a trabajos
forzados, que se ejecutaban en galera, en las minas, en la construcción de carreteras y canales; en fin, en
todas aquellas labores de tal manera agobiantes que anunciaban un próximo e irremediable fin del recluso,
salvo respecto de individuos de una resistencia excepcional.
Quienes poseían honor (la minoría libre que gozaba de ese adorno de la personalidad) debían sufrir su
mengua en virtud de ciertos castigos, de forma tal que el condenado apareciese odioso a los ojos de la gente.
Los griegos ordenaban coronar como burla al calumniador, conduciéndole así por toda la ciudad. Según
Diodoros esta disposición de la ley llevó al Estado un provecho muy grande “porque la mayor parte de los
individuos así infamados se suicidaban, prefiriendo más dejar la vida que ser considerados en tan grande
infamia. Hizo esta ley que los calumniadores (la más peligrosa clase de hombres) escaparan de la ciudad,
librándola de tal peste y pecado y disfrutando en consecuencia de una administración feliz y honrada”.
De la misma calidad de procedimientos participaba la imposición del sambenito o en el derecho germano la
cynophoria, es decir, llevar el perro. Se obligaba al culpable a llevar un perro sobre sus espaldas, debiendo
recorrer una distancia establecida de antemano.
La pena pecuniaria impuso desde antiguo el dolor de sufrir la pérdida o disminución del patrimonio de
quienes lo tenían y gozaban de sus bienes de fortuna. Aunque las opiniones sobre esta sanción
estuvieron siempre divididas. Ante las críticas que se le formularon por los jurisconsultos de los siglos
XVI, XVII y XVIII, sus antiguos partidarios dijeron que comprendían que no debía emplearse sino en
caso de delitos procedentes de codicia, y no debía establecerse su importe, sino la porción que debía
sustraerse de los bienes del reo, de modo tal el que hubiera cometido una estafa, por ejemplo, sería
castigado con la pérdida de la tercera, cuarta o quinta parte de sus bienes, según Filangieri. Nótese la
proximidad de esta idea para individualizar mejor la sanción, con el instituto de los días-multa, que aparece
en nuestra época.
El catálogo de males inferidos a los condenados a través de la historia no se agota con los mencionados.
Se agregan el destierro, la relegación, la muerte civil, la privación de oficios y otras medidas cuya
naturaleza fue cambiando con el tiempo. Así las antiguas leyes españolas hacían una clasificación:
pena de pecho y pena de castigo. La primera era la que tenía por objeto satisfacer al perjudicado los daños
que se le hubieren ocasionado, cual era el duplo, triplo o cuádruplo en los casos de hurto y rapiña.
Mientras que la pena de castigo satisfacía la vindicta pública y reprimía los delitos con el temor del
escarmiento. Podríamos pensar que no constituye esta división otra cosa que la diferencia tan
conocida hoy entre indemnización y multa, pero uno de los tantos proyectos de reforma del Código Penal
argentino agregó a su catálogo de penas la de multa como reparación. El señalado precedente bien podría
considerarse un origen remoto de tal clase de castigo.
¿Para qué sirve la pena? Los modos de causar mal al condenado responderían a la pregunta ¿Como
castigar? Pero también interesa saber para qué hacerlo, cuáles son las finalidades de la pena.
Todo gira en torno de varias ideas, que permanecen en todas las épocas, desde la antigüedad hasta
nuestros días: La pena conminada es amenaza para evitar que los miembros de la comunidad cometan del
itos.
La pena aplicada es retributiva y sirve como escarmiento. La pena corrige al delincuente y asegura la
sociedad. Más allá de los formalismos, en nuestro régimen real estos conceptos, mezclados, están
siempre presentes. En cuanto a los textos positivos, de la Constitución Nacional se pueden extraer
varios principios cardinales referidos a la sanción penal: No puede imponerse la confiscación de bienes, ni
la pena de muerte por causas políticas. Está vedada toda especie de tormento y suprimidos los azotes, así
como las ejecuciones a la lanza y cuchillo que mencionaba el primitivo texto de 1853. A la pena privativa
de libertad se le asigna como fin la seguridad y no puede haber un castigo adicional a la mortificación que el
mismo implica. Finalmente se deriva del texto constitucional que la pena es personal e intransferible.
La ley, a su vez fija el objetivo de la ejecución de las penas privativas de libertad: La readaptación
social del condenado, concepto que había figurado en la Constitución nacional de 1949 que decía que las
cárceles serían adecuadas para la reeducación social y que ahora se repite en los Pactos internacionales
agregados a la Carta Magna en 1994.
Que exista ese sea uno de los objetivo para la ejecución; no significa que se agote en ello el fin de esa
pena. Tampoco implica, como es obvio, que se logre la resocialización. Y en la actualidad se cuestiona
hasta la legitimidad de ese propósito.
Abarcando todo el catálogo punitivo corresponde indagar cómo se realizan en el país los fines asignados a
la pena.
El sistema penal sirve para la prevención general, aunque la amenaza que su vigencia implica no impide
que se cometan delitos. Esto que es muy obvio, por lo general la comunidad lo desconoce. Se ha repetido
infinidad de veces la aseveración precedente, pero ni siquiera los legisladores (que deberían tener más
perspicacia para entenderlo) lo han asimilado. Esta ignorancia hace que, cuando aparece un fenómeno
colectivo que alarma por su violencia y reiteración, la primera respuesta a lo que se interpreta como
un clamor de la población desprotegida, consista en auspiciar un incremento de las penas. De ello se
hace eco (y amplifica sus alcances) cierta prensa. Y nunca falta un legislador que presente un proyecto
para elevar las escalas penales. Por la engañosa vía de la prevención general se deslizan aspiraciones
absurdas que, en ciertas situaciones, pueden llegar a propugnar el restablecimiento de la pena de muerte.
Aunque nadie se detiene a preguntar qué pasa en el caso de que la ola delictiva persiste no obstante el
incremento de las penas. La lógica de ese pensamiento equivocado conduciría a aumentarlas otra vez, y
así indefinidamente aunque los resultados fuesen por igual nulos.
Esta observación no impide reconocer que a la gran mayoría de los habitantes (los que procuran
vivir honradamente) la pena amenazada le produce un efecto intimidante, refrenando los atisbos de
comportamiento antisocial. Es claro que para hacer más efectiva la prevención general debería existir algún
medio de difusión masiva que explicase, en forma sencilla y por eso accesible a todos los niveles, en qué
consisten las acciones tipificadas y cuáles son las sanciones para quienes incurran en ellas. Hoy, como
siempre, la sociedad se queja por la delincuencia, y descarga sus reproches en el Estado. Este a su vez
gasta enormes sumas en sostener un sistema penal ineficaz. Pero a nadie, ni a los particulares ni al
Estado, se le ocurre encarar una campaña educativa que obre psíquicamente para conseguir
comportamientos adecuados, en el sentido querido por la ley. De qué sirve, en el aspecto preventivo,
que una ley agrave las escalas, si la sanción de esa norma ha de merecer una difusión tan utópica como
la del Boletín Oficial, o tan fugaz como una escueta información en la prensa diaria (que por ser diaria es
esencialmente perecedera). Muchos ciudadanos, de cuya seriedad no es dable dudar, acusan a la ley de ser
débil, de tratar con lenidad a los delincuentes. Adjudican como resultado de esa supuesta blandura la
existencia de delitos, sin que esos mismos opinantes sepan a ciencia cierta la magnitud de la pena
conminada. Esa actitud no es tan reprochable, sin embargo, como la que adoptan quienes cometen idéntico
error: los que deberían tener su sentido jurídico más desarrollado por la índole de sus estudios o de la actividad
que desarrollan.
El Derecho penal moderno tiene más de doscientos años, si tomamos como fecha inicial y bastante
arbitrariamente, la publicación de la obra de Beccaria. Nuestro propio Derecho Penal tiene más de cien años
si lo medimos desde los proyectos para llegar al primer Código nacional. Las consideraciones sobre los
limitados alcances de la prevención general, la inutilidad de aumentar las penas para disminuir la
delincuencia, es cosa conocida desde antiguo. Entonces ¿por qué no se ensayan otros caminos? La
respuesta es simple: es más fácil modificar una ley que actuar sobre la realidad y corregirla empleando
imaginación, inteligencia y adecuado uso de recursos humanos. No materiales (de los que siempre se
dice carecer) sino de recursos humanos, que existen y deben ser bien aprovechados.
Como una derivación del uso del esquema de la prevención general se cree que la pena debe servir
como escarmiento; es decir, que su sufrimiento proporcione ejemplo.
Aquí la evolución fue más notoria. Pasaron las épocas de las ejecuciones públicas. Lo que en su
momento era un espectáculo fue desapareciendo poco a poco. La sociedad ocultó paulatinamente al
condenado, de manera que no sufriese el escarnio popular. La Justicia fue disimulando el rigor de sus
dictámenes, con una especie de pudor muy particular y cuyo trasfondo social y psicológico no es dable
examinar ahora. A su vez el crecimiento multitudinario hizo que una comunidad más o menos grande
no pudiese ver el rostro del infractor. Hoy la avidez informativa llega a la lectura, a la observación o a
la escucha de la crónica policial, que en la mayoría de los casos diluye rápidamente el interés y en otros
permanece más, cuando la figura del autor o la de la víctima es públicamente conocida. Pero luego también
desaparece de manera que, cuando pasado un tiempo que a veces es de años, sale una pequeña columna
con la noticia de la sentencia que ha resuelto el caso, muy pocos recuerdan con precisión lo acontecido y
están en condiciones de estimar la justicia de la decisión.
Hay un generalizado descreimiento del público respecto del sistema penal. Se tiene la convicción de
que quien fue encontrado por la Policía como autor de un hecho es liberado a las pocas horas sin
problemas: que juegan influencias, dinero, blandura. El pueblo honrado de nuestra época, que es igual al
que se reunían en torno del cadalso para disfrutar la función (la única diferencia es que hoy participa a
través de la prensa) quiere una decisión rápida y expeditiva, y por supuesto de condena rigurosa. Como
el mecanismo de la justicia, tal cual funciona en gran medida en nuestro país, no permite apreciar la mayor
parte del ritual, y que la gente comprenda el porqué de la sentencia, se irrita. Por el contrario, exacerbados
los instintos primarios por una mala prensa, el público se solaza con títulos como éstos: “La policía abatió a
cinco delincuentes”. Sin reparar que, por supuesto, no alcanzaron ellos el más elemental derecho humano que
es el tener un juicio justo.
La aplicación de la pena tiene que servir como ejemplo, pero en un sentido moderno. Toda sociedad
necesita una administración de justicia eficaz, y el pueblo debe conocer que lo es y que castiga a quien ha
encontrado culpable. La cuestión radica en cómo lograr la necesaria difusión, pues las manifestaciones de ese
accionar no pueden retomar formas visibles como el sambenito, la cadena o el estigma. Debe haber una más
eficaz y seria propalación de las sentencias penales y hasta una actitud diferente por parte de algunos
magistrados. Quizás aquellos jueces, cuya imagen y palabra recoge casi a diario la prensa, podrían
aprovechar el interés que despiertan para realizar una labor docente, que cada vez se hace más
necesaria, Fundamentalmente para contrarrestar con cifras y explicaciones convincentes, el efecto
destructivo que en el cuerpo social tiene la impunidad.
La reforma penal, que siempre está siempre está siendo proyectada (y algunas veces concretada)
vuelve a poner el acento en una forma sublimizada de escarmiento. Así se ha de contemplar la posible
pena de reprimenda pública, que consistiría “en una adecuada y solemne censura oral hecha personalmente
por el juez en audiencia pública”. Por una parte el fin de esta pena sería advertir al infractor que la
sociedad no ha pasado por alto el hecho cometido; que debe reflexionar sobre él y no reincidir, porque la
acción es dañosa a los intereses del grupo, y en sí misma injusta. Pero por el otro lado al ser la admonición
pública debe servir de ejemplo a los demás, para que no incurran en actos semejantes. Faltaría ver, en caso de
aprobarse una regla semejante, de qué manera se instrumentará la aplicación práctica, para que no
quede en una simple formalidad vacía de contenido y por ello inútil. Habrá que esforzarse porque no lo
sea, para que los argentinos vayamos a los hechos y encaremos la realidad para modificarla. Que no
permanezca, especialmente nuestra intelectualidad, en una actitud de eterno escepticismo que conduce a la
inmovilidad infructuosa.
El Estado le responde afectando los propios bienes jurídicos del infractor: la libertad, el patrimonio, el
ejercicio de ciertos derechos. Esto es así: la realidad lo demuestra.
¿Es justo?
Sí. Existe un orden jurídico cuya esencia consiste en ser imperativo. Quien no adecue su conducta a los
imperativos legales debe sufrir la sanción conminada, sin lo cual no habría derecho. Los mandatos serían
simples consejos y no existiría medio de asegurar una convivencia pacífica, lo que constituye justamente la
razón de ser del ordenamiento jurídico.
Se pregona también que la pena corrige al delincuente; es decir, sirve a los fines de la prevención
especial. En este sentido las especulaciones teóricas han girado siempre en torno de las penas
privativas de libertad, lo que impone a la teoría una limitación notoria. En efecto; se advierte, por lo obvio,
que ninguna corrección se podría lograr aplicando la pena de muerte. Lo mismo es dudoso su efecto
respecto de la multa o de la inhabilitación. No es fácil concebir cómo puede mejorarse a una persona por
haberla multado, a menos de suponer que con el recuerdo del mal sufrido reflexionará y no volverá a cometer
una acción semejante. Tampoco produce efecto corrector sobre el inhabilitado, máxime cuando la ley marca
la abstención del ejercicio de ciertos derechos y no indica acciones positivas que remedien la
incompetencia que ha dado lugar, por ejemplo, a una inhabilitación especial.
En cuanto a las penas privativas de libertad, la corrección expresada legislativamente con la expresión
readaptación social es un objetivo muy difuso que a lo sumo sirve como rótulo general,
satisfaciendo una aspiración que no siempre fructifica en hechos. Se ha dicho que constituye una quimera
suponer que la prisión por sí sola reforma al hombre, cuando simplemente lo segrega. La regulación total del
tiempo, de las funciones fisiológicas y hasta del pensamiento del penado, es la omnidisciplina que quita toda
iniciativa. También cabe suponer que la resocialización se transforma en algo teórico y truncado para el
momento del egreso si las condiciones de vida del liberto resultasen poco favorables para continuar o
facilitar la readaptación pretendida o supuestamente enseñada en el establecimiento penal. El ejercicio de la
función penal no debe tener por fin transformar al recluso (lo que hasta sería jurídicamente inaceptable
desde la óptica de los derechos individuales) sino hacerle comprender la conveniencia para él y para la
socied ad de res pet ar ciertos valores soci ales fundamentales.
La aspiración de resocializar se enfrenta asimismo con un obstáculo insuperable, y es el de no poder
prever las acciones humanas; menos las que tienen un alcance social. Es que resulta imposible conocer a
los hombres y por ende lograr terapias infalibles para los comportamientos desviados. Es cierto que teniendo
noticias del hecho cometido y de sus móviles, se puede tener una idea aproximada acerca del autor y un
pronóstico sobre su comportamiento. Pero las variaciones son infinitas y por ello individuales. Así el
aislamiento y la meditación podrán obrar sobre un espíritu sensible, pero no tendrán influencia benéfica sino
todo lo contrario, en un temperamento grosero, agresivo, de impulsos brutales. Alguien dijo que no se hace
fácilmente un santo de un criminal. Aunque el objetivo sea más modesto, si sólo se pretende transformarlo
en un hombre socialmente útil, los medios para lograrlo no aseguran el resultado positivo. La instrucción
para quien carezca de ella, la creación de hábitos de trabajo para el que vivió del esfuerzo ajeno, pueden
reforzar las tendencias aprovechables que existen en todo ser humano. Pero esto no tiene relación directa
con la duración de la pena. La aparente recuperación puede ser rápida, pero no por eso la pena cesará. Las
tendencias antisociales pueden subsistir más allá del término de la sanción, lo que no acarreará su
extensión. Puede tratarse de un delincuente ocasional, del que se espera seriamente que no reincidirá,
porque su delito se produjo en circunstancias excepcionales y por ello irrepetibles; pero esa evidencia no
eliminará el encierro. Los institutos penitenciarios constituyen un muestrario humano de la comunidad
a la que sus habitantes pertenecen. El destino personal de ellos es tan incierto como el de los que están
afuera de sus murallas. La peligrosidad (sustantivo tan impreciso) puede existir o no; ser más evidente en
unos que en otros, por lo que la perspectiva de reincidencia o la caída de los que no violaron todavía la
ley, puede darse indistintamente.
Existen técnicas para el estudio de las actitudes postdelictuales, que multitud de psicólogos, psiquiatras y
expertos han elaborado en base a la observación y a la experiencia. Pero siendo la desviación de la conducta
el producto de factores individuales y ambientales, aquellos estudios llegan sólo a aproximaciones respecto de
una verdad que permanece desconocida a la apreciación de todos; incluso del mismo autor del hecho
punido.
Las conclusiones sobre profilaxis delictivas son necesariamente relativas. Así por ejemplo, siempre se
recomienda el aumento de la instrucción como factor útil en la lucha contra el delito. Pero personas de una
preparación intelectual superior delinquen y es imposible e inútil aumentar ese nivel de conocimientos en el
instituto penal.
Delincuentes por cuestiones de conciencia son a menudo sumamente inteligentes e instruidos. Los intentos
de “resocialización” no hacen efecto en ellos, que quieren justamente cambiar el marco político en el que se
desenvuelven las pautas culturales que se les pretende imponer. En otro extremo de la gama existen
multirreincidentes, en apariencia incorregibles, cuyo tratamiento para llegar a la resocialización está
condenado al fracaso. Casos como éstos muchos los juzgan perdidos, y han llevado a científicos, en su
época famosos, a propugnar intervenciones cerebrales y esterilizaciones sexuales (prácticas que
recogieron leyes de regímenes democráticos y totalitarios por igual) con total olvido del elemental derecho a
la propia personalidad, que aún en esos seres anormales debe ser protegido.
Las dificultades que presenta el logro del objetivo de la resocialización no obstan a que, aún con la
carencia de certeza de que se está en el buen camino, las actitudes que demuestran recuperación merezcan
recompensa. La Ley penitenciaria recoge el mérito de los comportamientos positivos, posibilitando el pase
del interno al período de prueba hasta la obtención de la libertad condicional.
Las prédicas de los correccionalistas (a los que Carrara en su momento atacó rudamente) no han caído en
terreno estéril, y hoy no hay quien estime que sea un agravio a la justicia la vigencia de esos institutos. En lo
que sí sigue teniendo razón Carrara es que el Estado sólo consigue y puede obtener lo que llama la
enmienda objetiva; es decir, la de aprender a moderar las inclinaciones, de suerte que el condenado no
se deje arrastrar por ellas a actos externos que le impidan obtener las ventajas del egreso anticipado. Pero
la enmienda subjetiva, la de la purificación del alma de todo vestigio de inclinaciones malvadas, el Estado no
tiene derecho a exigirla, y menos a imponerla mediante la pena. En ese sentido es correcto que hoy se
objete el adagio de que la pena tiene un fin resocializador. El Estado no puede obligar a nadie a aceptar
determinadas formas de comportamiento social por la fuerza, lo que enervaría la libertad de
conciencia. Su derecho se limita a aplicar la pena y el condenado debe cumplirla sin resignar para ello otra
cosa que la libertad ambulatoria.
Carrara formuló una pregunta que no puede tener otra respuesta que la implícita en el pensamiento
anterior: ¿De dónde deduce la sociedad el derecho de someter a un culpable a prolongados castigos, a
menoscabarle sus derechos, con el objeto de purificar su alma de las manchas del delito? Y contesta: Si se
admite en virtud del puro principio religioso, volvemos a la Inquisición y si se hace en razón de que es útil a
la sociedad civil porque aleja el temor de futuros delitos, se trata de una arbitrariedad y un egoísmo que deja de
lado los derechos individuales, porque lleva a la censura de la conciencia y destruye la libertad de ésta.
Con frases que nunca pierden actualidad añade que por tal camino la autoridad pública se convertiría en
déspota de las creencias religiosas y de las opiniones políticas de los ciudadanos, y ese despotismo
lo ejercería nada menos que por medio de la función penal. Agrega que ni siquiera puede afirmarse que la
autoridad social tiene el derecho de inducir, mediante castigos, al voluptuoso violento que aborrezca el
sexo, o al duelista a la cristiana tolerancia de las injurias, y así indefinidamente.
En el mismo orden de ideas llama la atención que una de las reformas al Código penal argentino haya
incurrido en el objetable propósito de imponer al condenado ciertas reglas de ética, que tienen que estar
reservadas a la conciencia individual. Así en el cumplimiento de instrucciones el Juez puede someter al
condenado a un plan de conducta en libertad que obligue a adoptar determinadas formas de acción como,
por ejemplo, concurrir a cursos, conferencias o reuniones en que se le proporcione información que le
permita evitar futuros conflictos, siendo que es cuestionable que el Estado tenga derecho para imponer
obligaciones de estas características.
Al respecto, y refiriéndose a las instrucciones que el tribunal imparte al condenado el Código penal de
la República Federal de Alemania dice: “Ellas no pueden constituir ningún requerimiento inexigible
sobre la conducción de la vida del condenado” (parág. 56 “c” 1).
La Constitución nacional argentina dice que las cárceles serán destinadas a la seguridad, y esto nos lleva a
analizar la pena también bajo esta óptica.
¿De qué seguridad se trata?
¿De la seguridad de la sociedad?
No puede ser así de simple. Si la sociedad persiguiera su propia seguridad con la cárcel, no debería tener
límite el encierro. Como no existe la certeza de que el condenado no cometa un nuevo delito, la seguridad de
la sociedad exigiría tener encerrado para siempre al que ha fallado una vez. Los positivistas
criminológicos, sin embargo, insistieron en que la defensa social es el fundamento de las sanciones, aunque
la afirmación luego perdió fuerza.
Al final de su carrera la Scuola sólo pudo exhibir resultados parciales, pero no por ello insignificantes.
La defensa social respecto de los dementes peligrosos es hoy una cuestión definitivamente aceptada. La
necesidad de educar a los jóvenes que cometen actos ilícitos y están desamparados, es innegable. No hay
similar y unánime aceptación cuando se trata de los habituales, pues la llamada medida eliminatoria no
es más que una pena extra, con duración indeterminada.
La seguridad a que se refiere el precepto constitucional no puede ser otra que la certeza de que el
Derecho será afirmado, que las sanciones conminadas se cumplirán, que los condenados no podrán
evadirse. Por supuesto que también la sociedad resulta defendida; pero a través del Derecho, no porque
difusas sensaciones de inseguridad se impongan y los ciudadanos honrados prefieran tener a los peligrosos
entre rejas, para que no corran riesgo la vida, los bienes o la honra de los que creen que jamás infringirán
la ley penal.
Al respecto Carrara decía que, rechazadas las falaces teorías de la expiación, del terror y de la
venganza, no puede encontrarse fundamento racional para la punición, sino buscándolo en la defensa del
Derecho. La acción con la que el hombre procede tranquilamente a despojar a otro de su vida, de su
integridad corporal, de sus haberes o de su libertad, presenta la lesión material de un derecho, y no puede
lograrse la justicia, sino se deduce la pena de una necesidad impuesta por el Derecho; esto es, de la
necesidad que tienen los derechos humanos de ser resguardados contra las pasiones perversas. No
pueden quedar indefensos, so pena de perenne, perturbación del orden. Y no pueden protegerse sin
amenazar e irrogar pena a los violadores del Derecho.
Esto supone un sistema penal eficaz, que concentre sus esfuerzos en la real aplicación de la ley, sin
subterfugios y sin discriminaciones. Sólo así los clamores sociales se apagarán y también las víctimas
verán satisfechas sus legítimas aspiraciones de justicia. No hay que olvidar, en el mismo sentido, que tan
pronto el Derecho penal deja de poder garantizar la seguridad aparece la venganza, e impuesta ella, todo el
orden social queda subvertido. En ese momento sí la disgregación es posible y la más abominable porque
borra todo vestigio de vida civilizada. Lamentablemente hoy extensas regiones del mundo están sufriendo
una involución semejante y en nuestro propio país se advierten manifestaciones de deterioro que, por
ahora, no llegan generalmente a la reacción individual, pero están en su paso previo, que es el de
búsqueda de la protección privada.
Las teorías sobre el fundamento y el fin de la pena. Es inevitable tocar aspectos históricos y filosóficos,
necesarios para encontrar una ilación entre los distintos criterios y comprobar si continúan vigentes en las
circunstancias actuales. También se tratarán cuestiones dogmáticas, referidas especialmente al derecho
argentino. Habrá una exposición de los lineamientos de la doctrina actual.
Pese a la amplitud del tema y la variedad de opiniones, las citas se reducirán en cuanto sea posible,
porque no se trata de una exposición detallada sino de un resumen personal, apoyado en el basamento que
construyeron innumerables pensadores.
La oposición de las distintas opiniones podrá parecer un debate puramente teórico; pero no es así. Todo
Derecho penal gira en torno de estas ideas, Son las que guían al legislador y al magistrado que puesto ante
la necesidad de resolver el caso concreto, tiene que considerar si (como lo dice Beristain dando el
ejemplo de un delincuente habitual) tal pena, proporcionada ciertamente para satisfacer el fin
retributivo, resultará quizás excesiva para servir como ejemplo e insuficiente, en cambio, en su misión
reeducadora. El juez se enfrenta a la necesidad de apelar a su personal manera de otorgar jerarquía a los
valores teleológicos de la pena y de la medida de seguridad. Como en general todo jurista tiene que
detenerse a reflexionar sobre si la pena es expiación o curación, venganza o defensa social, castigo o
resocialización.
Se darán por conocidas las usuales clasificaciones de teorías[4], para comenzar de lleno a tratar
acerca de los criterios que fundamentan la pena y le asignan fines.
Muchas veces es dable observar en trabajos doctrinarios el retroceso hasta un tema previo, que es el
del fundamento del sistema jurídico en general. Quienes emplean ese método se preguntan acerca de la
razón del ser del Derecho, que es como que ensayar una Teoría del Estado. Esta es una indagación
filosófica que excede el cometido de del presente ensayo. El Estado se constituye y mantiene porque
asegura un orden impuesto por la fuerza, con mayor grado de aceptación (y por ende con menos
posibilidad de conflicto) cuando esa fuerza es esencialmente moral y se traduce en ideales que guían al
mayor número de habitantes. El instrumento más importante que utiliza el Estado para garantizar la
convivencia pacífica es el Derecho. Este supone sanción; y una especie de la sanción jurídica es la pena.
Leyendo la obra de los escritores que fundaron el Derecho penal moderno, aparece patente la
preocupación por suministrar al lector una enseñanza amplia sobre el sistema penal, partiendo del ius
puniendi.
En 1761 nació Giandomenico Romagnosi en Saldo Maggiore, cerca de Placencia. En medio de
conflictos políticos, que lo tuvieron como protagonista, y enfrentamientos armados que agitaron el norte
de Italia, desempeñó cátedras universitarias al tiempo que escribió sobre temas de filosofía y derecho. En
su “Génesis del Derecho Penal” se propone subir hasta los primeros principios de las cosas, para derivar
de allí la certeza de sus reflexiones. Es así que procura “demostrar la existencia del derecho a
castigar, señalar su fundamento, establecer su origen natural o metafísico, definir su naturaleza
intrínseca, fijar sus justos límites y determinar sus proporciones exactas y verdaderas”.
Respondiendo a ideas muy propias de su época, el capítulo primero lleva como encabezamiento: “Del
derecho a la fidelidad y a la vida en el estado de independencia natural”.
Tal amplitud de propósitos no se mantuvo mucho tiempo en la doctrina penal, pues los autores
advirtieron que no se trataba de fundar la necesidad del derecho, como lo proponen estas tiradas de la obra
de Romagnosi, sino de explicar cuál es el cimiento de la pena, como forma especial de la sanción jurídica.
Seis años después nació Giovanni Carmignani, en una aldea ubicada a siete leguas de Pisa. Es el
fundador de la Escuela Ontológica. En su obra “Elementos de Derecho Criminal” encara directamente
la indagación sobre el origen y naturaleza de la pena, esbozando la conocida Teoría de las fuerzas del
delito y de la pena, que tendrá su desarrollo total en Carrara.
La doctrina posterior expone la ubicación sistemática correcta, ya anticipada por Carmignani; o sea,
como ubicación previa al desarrollo pormenorizado de las penas reguladas por los distintos ordenamientos
positivos. Los autores tratan de informar por qué y para qué el derecho utiliza este tipo de sanciones.
Igual sistema es dable observar en las exposiciones científicas de nuestros días.
La venganza: La pena es un mal que se impone al delincuente por causa de sus delitos, según el Digesto
(Libro L. tít. XVI, ley 131). Es una reacción que causa perjuicio al ofensor. El impulso instintivo que guía a
quien responde es la venganza, que produce una sensación de placer al equiparar las situaciones. El que ha
originado un mal debe sufrir un perjuicio equivalente; sólo así se tranquiliza el espíritu del ofendido, ya sea
el particular damnificado como el grupo social.
En el “Diccionario Razonado de Legislación y Jurisprudencia” de Joaquín Escriche (según la edición
aparecida en París en 1869) luego de separar la venganza del exceso, hay un interrogante: “¿Qué se debe
hacer para dar satisfacción vindicativa?”. Y la respuesta: “Lo que exige la justicia para conseguir los fines de
las demás satisfacciones. El más pequeño excedente, consagrado únicamente a este objeto, sería un mal sin
provecho. Imponed la pena que conviene, dándole sin añadir nada a su gravedad, ciertas modificaciones
análogas a la posición del ofendido y a la especie de delito, y la ofendida sacará el grado de goce que
permita su situación y de que sea susceptible su naturaleza”.
No es extraño que las pasiones den contenido a la reacción penal, como que son las pasiones humanas
el motor de muchos delitos. Empero las exposiciones teóricas actuales sobre las penas son, en general,
demasiado asépticas. Ignoran los sentimientos, como si no jugasen papel protagónico en las conductas. Antes
no existía esta especie de pudor, que lleva a no admitir que la venganza sea una de las explicaciones de por
qué el afectado, o la sociedad, reaccionan de la manera en que lo hacen. Advertían expresamente los
antiguos penalistas que la primera idea que los hombres se formaron de la pena, procede de la venganza.
Y explicaban la evolución que llevó poco a poco a suprimir el uso de la reacción privada, despojando así a
la pena de su barbarie natural y circunscribiéndola finalmente a los límites de la necesidad política.
La tarea de nuestros días será indagar si el componente de venganza ha desaparecido o, por el contrario,
permanece no obstante que la razón procure ocultarlo.
Una observación muy rápida permite apreciar que ese sentimiento subsiste en una parte
considerable de la comunidad, que sólo vería lograda su tranquilidad si el delincuente sufriese un mal
igual al que ha causado. De allí provienen las recurrentes apelaciones en favor de la implantación de la pena de
muerte. Que un sector de la población piense así no tendría necesariamente trascendencia al campo del
Derecho, sino fuese porque integra partidos políticos, que a su vez poseen representación parlamentaria.
La posibilidad de introducir cambios de ese tipo en el sistema penal resulta entonces muy concreta.
El espíritu de venganza se hace manifiesto cada vez que un grupo social se siente amenazado y para
conjurar el peligro hace jugar su poder a fin de conseguir un aumento en la represión: Exige penas más
rigurosas, que se obstaculice la excarcelación, que se dificulte la obtención de la libertad condicional,
que se castigue especialmente la reincidencia y se adopten otras medidas del mismo tipo. Quienes así
hacen valer su influencia no se detienen a sopesar los bienes jurídicos que están en juego de uno y otro
lado. Propician, y a veces consiguen, un exceso de castigo que va más allá de lo que consiente la justicia, y
que sólo se explica por la primacía del deseo de venganza. No es un paliativo que se trate de vindicta
pública, pues detrás del Estado hay quienes usan el sistema penal para sus fines y hacen prevalecer el rencor
sobre el olvido.
Tiene permanente vigencia de la venganza, y hasta se la justifica. Carrara enseñó que no puede
despertar repugnancia que los hombres se hayan visto llevados por una pasión culpable y feroz como la
venganza, a establecer un sistema de justicia que ha quedado integrando la justicia. Siendo la
venganza una pasión (uno de los “gigantes del alma” sobre los que escribió Mira y López) nunca
desaparecerá. El hombre fue creado con ella y con ella transitará hasta el fin de sus días.
Las ideas y las instituciones evolucionaron, pero ha persistido subyacente a las especulaciones la
consideración de la represalia como fundamento principal del castigo.
Durante siglos se abrió paso la fórmula de la vindicación divina, de la privada o de la pública, sin que se
advirtiese una preocupación mayor acerca de la legitimidad jurídica de las sanciones. Tan natural e incontestable
parecía el llamado derecho de vengarse - dice Carrara - que la divergencia nació sólo cuando quiso
establecerse a quién pertenecía ese derecho, y consiguientemente, en nombre de quién debía ejercitarse.
Tal se dio el proceso histórico, que no ha concluido y que no se despojó totalmente del sustrato aludido.
Refiriéndose a la pena de muerte escribió Camus: “Llamémosla por su nombre que, a falta de otra nobleza,
tenga la de la verdad, y reconozcámosla por lo que es esencialmente: una venganza. El castigo, que sanciona
sin prevenir, se denomina en efecto venganza. Es una respuesta casi matemática que da la sociedad a aquél
que quebranta la ley primordial. Esa respuesta es tan vieja como el hombre: se llama el talión. Quien me
hizo mal debe recibir mal; el que me reventó un ojo, debe quedarse tuerto; en fin, el que mató debe morir. Se
trata de un sentimiento, y particularmente violento, no de un principio. El talión es de la categoría de la
naturaleza y del instinto, no de la categoría de la ley. La ley, por definición, no puede obedecer a las mismas
reglas que la naturaleza. Si el crimen está en la naturaleza del hombre, la ley no está hecha para imitar o
reproducir esa naturaleza. Está hecha para corregirla. El talión, entonces, se limita a ratificar y a dar fuerza de
ley a un puro movimiento de naturaleza. Todos hemos conocido ese movimiento, a menudo para
nuestra verguenza, y conocemos su poder; nos viene de las selvas primitivas” (Koestler, Arthur-Camus,
Albert “La pena de muerte”).
La venganza sigue mostrando su horrible rostro debajo de los afeites que le proporcionan las variadas
teorías que procuran justificar las penas. Pero es preciso hacerla retroceder hasta un lugar en que no
pueda trabar el paso del perdón, propio de los corazones g enerosos.
La expiación: Habiendo cometido el delincuente un mal ¿puede este mal ser reparado? ¿Hay forma de
volver atrás y destruir la fuente de ese mal?
El dolor que proporciona la pena debería - según una corriente de pensamiento muy antigua y cuyos
ecos aún no se apagaron - hacer expiar y purificar la voluntad inmoral que hizo nacer el crimen. La pena
sería la forma de obligar a un acto de contrición, de determinar el arrepentimiento, de transformar el
alma. Estas metas se lograrían por distintos medios, y en el caso de la privación de la libertad, por el
aislamiento. No por nada hay una equiparación hasta en la terminología, entre penado y penitente,
cuyos cubículos en ambos casos se llaman celdas. Uno purga entre cuatro paredes su crimen y el otro
sus pecados. El primero trata de extraer de sus pensamientos en soledad los caminos para
reincorporarse al grupo social que lo ha apartado; el otro procura mediante sus oraciones acercarse a Dios.
Este criterio guió los pasos de los constructores de los primitivos sistemas penitenciarios. Según
sus propulsores el aislamiento total serviría para destruir la voluntad perversa. Los condenados debían
dedicar el tiempo exclusivamente a pensar en lo que habían hecho: única manera de lograr la reforma
moral. Mas pronto se echó de ver que la falta de contacto con otros y con la naturaleza, no conducía al
perfeccionamiento sino a la locura. Los pasos para llegar a ella eran más o menos largos, pero se cumplían
inexorablemente. De allí que concebir la pena como un medio de reparación moral, de reconstruir el
alma pervertida, no haya determinado una proposición sólida. Su base es por sí una aberración. Aunque al
margen de elucubraciones teóricas, existe en la población el convencimiento generalizado de que es
preciso hacer sufrir al infractor, para que medite sobre el daño que ha causado. Si es posible, que ese
dolor sea de la misma naturaleza. Constituye tal forma de sentir el deseo de retorno al sistema talional,
que no por nada se menciona en la Biblia , libro en que se encierra la expresión del más sabio
conocimiento del corazón del hombre.
Retribución divina: Según la concepción teológica del Estado, la pena es un medio de hacer efectiva la
voluntad de Dios, el que dio leyes a los hombres para que sean cumplidas.
Los episodios descriptos en “Exodo” resultan significativos:
Cuando Aarón, desobedeciendo el mandato dio al pueblo un becerro de oro como ídolo, la reacción de
Moisés constituye el ejemplo más nítido de esa manera de concebir el castigo. Se plantó a la puerta del
campamento y cuando los levitas se unieron a él les dijo: “Esto dice el Señor de Israel “ciña cada uno la
espada al muslo; pasad y repasad el campamento de puerta a puerta, matando aunque sea al hermano, al
compañero, al pariente, al vecino”. Los levitas cumplieron las órdenes de Moisés, y aquel día cayeron unos tres
mil hombres del pueblo. Moisés les dijo: “Hoy habéis consagrado vuestras manos al Señor, a costa del hijo o
del hermano, ganándonos hoy su bendición”.
En apariencia, esta forma de concebir la pena como que ella restablece el orden impuesto por la
divinidad, no tendría cabida en sociedades modernas, fundadas sobre principios racionales que hacen a
una convivencia civilizada. Pero la conclusión no es terminante, ya que excepcionalmente reaparecen
esas ideas en la historia de la humanidad, enancadas en regímenes a los que sostiene el fanatismo religioso.
Ejemplo elocuente es el de Savonarola, quien quiso utilizar a Dios como garante de su política. Desde
el púlpito exclamó: “Pues bien Florencia, Dios quiere contentarte y darte un jefe, un rey que te gobierne.
Este rey es Cristo”. En su nombre el monje instauró una verdadera teocracia: nada de adornos, sino ropa
sencilla y de color oscuro; ningún libro ligero (se harían con ellos autos de fe); ningún cuadro que no sea
pintado a la gloria del señor. Se cerrarían las tabernas y no se podría cantar en las calles, salvo himnos
religiosos. Instauró entonces una terrible dictadura, que pronto sería peor que la de los Medici.
Juzgar, condenar y castigar en nombre de Dios, cualquiera sea la encarnación aceptada, condujo
siempre a concretar actos de verdadero delirio, los más alejados de la justicia que, por ser tal, está
desprovista de pasión. Ejemplos mucho más recientes de fanatismo semejante revelan que las
concepciones teocráticas no están definitivamente desterradas. Ellas usan la pena para retribuir, en nombre de
Dios, infracciones puramente humanas, que se producen por rebeldía o por error, que afectan a la
sociedad y no al orden celestial.
El fundamento ético de la pena: Aún sin atadura a una fe religiosa, es posible encontrar apoyo para
sostener que la pena es necesaria para satisfacer un moral. Es decir, es posible argumentar que está
consustanciada con lo que en conciencia el hombre sabe que debe hacer, por el bien propio y el de sus
semejantes, aunque no exista coerción externa que se lo imponga. A pesar de que nadie se lo señale,
quien ha obrado mal comprende que es merecedor de sanción. El vicio lleva consigo la pena y la
legislación debe recoger este principio, si es que quiere satisfacer el sentido ético. Esto es justo, y debe
guiar todo comportamiento, tanto individual como colectivo. Según este pensamiento, no se debe buscar a
través de la pena otro objetivo que no sea el de la realización de la justicia. Lo contrario significaría utilizar
el castigo como instrumento para lograr algo que va más allá de la pena en sí, y de esa forma se lo
despojaría al hombre de su jerarquía como sujeto de derecho digno del respeto más absoluto.
Se trata de un criterio que no admite claudicación alguna, hasta el punto que si una sociedad se
desmembrase, con el consentimiento de todas las personas que la integran, antes debería ser ejecutado el
último asesino, a fin de que todos los actos hayan sido retribuidos, y no se responsabilice al pueblo por
omisión. De lo contrario, éste podía ser considerado como copartícipe de la lesión pública de la justicia
(Kant).
La teoría no tiene muchos seguidores ya que resulta absurdo que una cuestión de pura forma guíe
mecánicamente la decisión, sin tener en cuenta la conveniencia de aplicar la pena, ya sea para el común
como para el mismo autor de la infracción. Aparte, un criterio semejante no puede superar el estadio
talional.
Pero en otro orden, el pensamiento de Kant tiene plena vigencia en cuanto supone límites al ius
puniendi. Efectivamente, el penado es un individuo y debe ser castigado por el acto que ha cometido,
en la medida del injusto y de la culpabilidad. No usado como medio para que su sufrimiento sirva de
ejemplo a los demás. No puede emplearse al condenado para dar ejemplo de cómo es el escarmiento.
Nuestra Constitución nacional, protectora de los derechos de cada uno, no lo consiente. De allí el acierto
indiscutible de la reforma penal argentina que ha eliminado el agravamiento de las escalas penales por
reincidencia, consecuencia que tanto costaba explicar desde el punto de vista teórico, sin soslayar el hecho
de que el mayor rigor tenía, entre otras finalidades, la de hacer sentir a la comunidad que quienes volvían a
delinquir eran tratados con mayor rigor. Satisfacía la vindicta publica esa forma de legislar, pero dejaba de
lado el principio fundamental: que se pune por el acto cometido, no por hechos pasados y juzgados, respecto
de los cuales ya el sujeto purgó su culpa. También importaba afectar el principio de legalidad porque
reprochaba, en lugar del acto la forma genérica de conducirse en la vida.
Incluso cada vez que se agravan genéricamente las penalidades para cierto tipo de delitos, pretendiendo
absurdamente combatir por esa vía el incremento de la delincuencia, se está violando la aspiración kantiana de
no usar al hombre como medio. El legislador que así procede pretende brindar una imagen de mayor
rigor, que quizás pueda intimidar, pero seguramente no castigará más justamente, pues para hacerlo deben
guardarse las relaciones adecuadas entre ilicitud y culpabilidad. Estas son las que aseguran la armonía del
código, incuestionablemente afectada por reformas parciales inconexas. No vendría mal que quienes
introducen modificaciones producto de las circunstancias del momento, y que se juzgan intérpretes de la
opinión pública alarmada por la inseguridad a que están expuestos sus bienes, leyesen a Carrara. Los criterios
mensuradores de cada acción criminal y de la pena que le corresponde, expuestos por el ilustre profesor,
deben ser tenidos como guía. Solamente el estudio sistemático y la aplicación lógica de los grandes
principios del Derecho penal, puede concretar el ideal de justicia.
La pena como reafirmación del Derecho: Muchas veces se afirma que el delincuente viola la ley, lo
que puede constituir la forma de expresar la idea, pero no es una realidad. El autor realiza la conducta
prevista como merecedora de pena. Desoye de esa manera el mandato prohibitivo o imperativo.
Pero la ley en sí no resulta afectada, ya que rige a pesar de la conducta no adecuada a sus fines.
Precisamente esa conducta pone en movimiento el mecanismo sancionatorio, que antes de la realización del
acto era sólo amenaza. La pena es un mero instrumento que refirma el mandato, que seguirá teniendo vigencia
por más que el sujeto no lo haya seguido. Se produce, efectivamente, una especie de juego entre la
realización del delincuente y la afirmación de su imperio por parte del derecho.
La observación de que la pena refirma el derecho es exacta, aunque también es cierto que una explicación
semejante no satisface la aspiración a conocer otras facetas del instituto, con el objeto de encontrarle sentido
pleno a semejante sanción retributiva. Quizás algunas de las vertientes, que se relacionarán a
continuación, no tengan un contenido estrictamente jurídico; es posible que sean indagaciones de tipo
político, sociológico, psicológico o propias de las Ciencias de la conducta, genéricamente consideradas. Pero
resulta innegable que han influido en la diagramación formal de los sistemas penales y en sus realizaciones
prácticas, así son el sostén de las reformas que se promueven.
La pena a partir del pacto social: Radbruch señala que el problema del fundamento de la pena corresponde
a aquella época histórica en la que el individuo se enfrentaba con un Estado que le era extraño, ya que no
se fundaba en la voluntad popular ni en él participaba el individuo de un modo activo.
Si era así no resulta raro el hecho que Beccaria haya publicado su famoso opúsculo anónimamente. Así
salió la primera edición, por temor a la reacción de los déspotas ilustrados respecto de las ideas que
exponía. La precaución no estaba injustificada, ya que en el fondo la explicación del funcionamiento del
sistema penal a partir del contrato social, descartaba que el poder del soberano derivase de Dios y fuese
omnipotente. Si la necesidad constriñe a los hombres a asociarse, y si éstos ceden parte de su propia
libertad, formando el agregado de esas mínimas porciones el derecho de castigar, resulta obvio que el
consentimiento de todos es indispensable. El ius puniendi tiene así un límite infranqueable, pues no puede ir
más allá de lo cedido, que es lo estrictamente necesario para mantener la convivencia social.
Estas ideas parecen envejecidas, como que tienen más de dos siglos. Empero deben ser recordadas en
repúblicas tan políticamente inestables como la nuestra, en que frecuentemente se desconoce que es el
pueblo quien debe decidir sobre qué porción de la libertad individual está dispuesto a ceder cada uno, en
aras del bien común. Se agravia al ciudadano cuando se resuelve por él sin mandato. Sólo pueden obrar sus
representantes, los que haya elegido libremente. No resulta casual que, anulado el funcionamiento
correcto de las instituciones previstas por la Constitución , el régimen de turno haya empezado su funesta
actuación modificando el Código Penal; no para perfeccionarlo en favor de la libertad, sino para hacerlo más
represivo. Mostraba así claramente sus intenciones, como para que a nadie le quedasen dudas sobre cuál sería
la orientación del gobierno ilegal. No solamente había usurpado el poder político, sino adueñado de una
porción mayor de la libertad del ciudadano, cesión que éste no había consentido.
Cómo obra la amenaza penal: Si la anterior explicación tiene un sentido político, otras concepciones
contemporáneas o posteriores a Rousseau, Beccaria y demás contractualistas, procuran desentrañar el
mecanismo en virtud del cual el sistema penal sirve a los fines comunitarios.
Jeremías Bentham desarrolla en sus “Tratados de legislación civil y penal” las consecuencias del
principio de utilidad, según el cual el hombre se decide y actúa siempre por el placer o evitando el dolor.
Para que la pena sea eficaz, a partir de esta comprobación, es necesario que el delincuente halle en
ella un mal mayor que el bien que buscaba con el delito.
Se lo considera como uno de los teorizadores de la prevención general, lo que quizás sea excesivo pues no
expone acabadamente la idea como hoy se la conoce. Pero es cierto que de su obra puede inferirse una de
las maneras de obrar la amenaza penal sobre la población. Aparte, el mayor mérito de Bentham en
relación a estos temas, lo constituye el hecho de haber desarrollado un sistema jurídico totalmente
armónico a partir de datos de la realidad del hombre y de la sociedad. La exactitud de sus
observaciones es imposible desconocerla; y son útiles. De allí que perduren. Sobre todo son recordables
aquellas reglas elaboradas para que se conserve la proporción entre los delitos y las penas, la primera de
las cuales sintetiza su teoría: “Haz que el mal de la pena sobrepuge al provecho del delito” porque “para
estorbar el delito es necesario que el motivo que reprime sea más fuerte que el motivo que seduce; y la pena
debe hacerse temer más que el delito hacerse desear”.
Romagnosi, otro de los teorizadores de la prevención general, llega con distintas palabras a idénticas
conclusiones: “El único fin de las penas debe ser prevenir el delito y no vengarlo”. Se debe dirigir la acción
únicamente contra las causas que producen el delito. El impulso al delito (spinta) que Romagnosi
estudia con minuciosidad, debe ser contrarrestado por la fuerza repelente de la pena.
A continuación se refiere en forma expresa a la pena como medio preventivo. Dice que para ser eficaz
debe “alcanzar al hombre interior con la amenaza”. Agrega: “Esto se hace hablando a la mente, para obrar
sobre la voluntad, de manera que la fuerza repelente de la pena temida venza la fuerza impelente del delito
proyectado”. La función penal preventiva supone esencialmente y entre otras condiciones, “una
intimación por parte de la sociedad, en virtud de la cual cada uno de sus miembros vea que la pena está
ciertamente anexa a la ejecución del delito”.
En la misma corriente se ubica la obra de Feuerbach, quien afirma la necesidad de una coacción
psicológica por parte del Estado. Todas las infracciones tienen su causa en la sensibilidad, porque los apetitos
del hombre están dirigidos por el placer que encuentra en tales actos. Se pueden impedir si a cada uno se
le previene que su acción será inevitablemente seguida por un mal mayor que el placer producido por la
satisfacción de sus deseos.
Todas las exposiciones que se han hecho sobre la amenaza penal como medio de prevenir que no se
cometan delitos, aciertan en lo básico. Efectivamente, el conocimiento de la pena con cuya aplicación
se amenaza ejerce influencia sobre los espíritus. No puede ser de otra manera. Si no tuviese efecto psicológico
significaría que el pueblo no conoce la ley o que, conociéndola, no la teme. En este último caso también
se abrirían dos alternativas: será porque sabe que la amenaza no se concretará, o porque las sanciones son
tan blandas que vale la pena correr el riesgo. En ambas situaciones el sistema será eficiente.
Los gobernantes conocen el mecanismo de la prevención general, y saben que si diese resultado
ahorraría las pérdidas ocasionadas por la delincuencia, y garantizaría la tranquilidad general. Pero también
saben que históricamente nunca la advertencia de que se aplicarán sanciones hizo desaparecer el delito; en
ningún país. Lo contrario sería imposible. Por eso resulta irracional el recurso de aumentar la gravedad de
la pena conminada. Ello no puede solucionar los problemas de fondo, que hacen a la existencia de las
infracciones. Por el contrario, el aumento de la represión produce un efecto inverso al buscado, ya que al
momento de tener que aplicar una pena que consideran excesiva, los jueces utilizan subterfugios que
permiten satisfacer la aspiración de justicia.
De todas maneras, tampoco hay que minusvalorar el rol de la amenaza penal como prevención general.
Se ha dicho que sólo intimida a los buenos ciudadanos y no hace mella en el espíritu de los malvados; pero no
es totalmente así. Existen entre quienes viven al margen de la ley maneras de comunicación, formales e
informales, por medio de las cuales las noticias sobre una reforma más severa trascienden. Si algún tipo
de hechos no desaparece del todo, sin embargo su número disminuye. En cierta medida se concreta ley de la
saturación criminosa, esbozada por Ferri, según la cual pasado cierto límite en la repetición de una misma
forma delictiva, se produce un rebose. En el supuesto de la reforma penal, ella sería la expresión de que el
cuerpo social ha reaccionado, con lo que el índice de criminalidad descenderá. El grupo afina sus
mecanismos de defensa entre los cuales se encuentra, precisamente, la amenaza dirigida a todos quienes
pueden incurrir en conducta que la ley califica como delito.
La prevención especial: La amenaza dirigida a todos los miembros de la sociedad no puede ser el
fundamento de la pena; a lo sumo es la explicación lógica de una de sus funciones. No puede fundar la pena
pues, si imaginamos que tuviese eficacia plena, no habría sanción que aplicar, y por consiguiente no sería
necesario dar razón de ella. La pena necesita ser justificada cuando se amenaza con ella, cuando se impone y
cuando se ejecuta. En la búsqueda de esa justificación una corriente de pensamiento argumenta que esta
particular reacción sirve a los fines de la prevención especial. Puede hacerlo transformando al delincuente. La
Teoría correccionalista tuvo un exponente conspicuo en Roeder y seguidores en España.
Así Concepción Arenal sostenía que no hay incorregibles, sino incorregidos. Su expresión es de alborozo;
según ella en el mundo moral se haría un gran descubrimiento: ¡El delincuente puede enmendarse!
Incitó entonces a la sociedad para que recogiese esa nueva valiosa y procurase aplicarla. Dada la naturaleza
del hombre y la esencia de la pena, ésta debe ser -según el punto de vista de la escritora- necesariamente
correccional. Según ella la ciencia y la caridad habían rasgado el velo que cubría, como losa, a los infelices
condenados. El respeto a la dignidad humana debía insuflarle nuevo sentido a la vida. Perfeccionando a
los que cayeron una vez, se logrará hacerlos dignos.
Resulta innegable el mérito de este enfoque, y más lo es la generosidad de miras que supone, en cuanto
vuelca al mejoramiento de la situación de los sometidos a penas privativas de libertad, los esfuerzos de la
ciencia. Aparece visualizada de esta manera una faceta exacta del problema, y de allí que la preocupación
por el perfeccionamiento de los penados sea permanente, y se la auspicie ahora desde foros internacionales
como son los Congresos de las Naciones Unidas dedicados al tratamiento de los delincuentes. Pero como
teoría de la pena resulta insuficiente, ya que sólo atiende a la faz de la ejecución: Cuando la pena es
impuesta, ésta constituye un mal retributivo y no la ocasión para mejorar a alguien.
Como paradigma de la enmienda puede mencionarse la obra de Pedro Dorado Montero, quien aspiró a
transformar nuestra disciplina hasta el punto que su libro más renombrado lleva este título: “Un derecho
protector de los criminales”. También en “Bases para un nuevo derecho penal” vaticinaba una
transformación radical en las concepciones penales, consistente en el abono completo de la punición de los
delincuentes y en no emplear nunca con éstos sino medidas de protección tutelar. Atribuye el castigo a una
exigencia del idealismo abstracto y racional; mientras que la tendencia a la proscripción y sustitución por
un conveniente tratamiento terapéutico y profiláctico, sería un aporte del realismo filosófico. En la época en
que Dorado escribía la aceptación de tal realismo significaba el sometimiento de los fenómenos humanos y
sociales a la ley general de la causalidad natural. Las frases siguientes condensan su pensamiento: “Lo que se
pretende hacer con delincuentes, y en parte se está practicando con ellos en algunos sitios, es conducirse
respecto de los mismos de modo análogo a aquél como se obra bastante generalmente, y sin protesta apenas de
nadie, con los débiles, enfermos y necesitados de toda clase, tales como los locos, los alcohólicos, los
neurasténicos, los epilépticos, los vagos, los niños abandonados, los miserables, etc. Parte, por el notable
desarrollo que ha ido adquiriendo el sentimiento de solidaridad, y los con él estrechamente enlazados de
humanidad, de fraternidad, de hallarse simpatía; parte también y principalmente acaso, efecto de hallarse
extendida la convicción de que todos los individuos de las clases citadas se encuentran en su estado
presente, no ya por su elección libre y espontánea, sino obedeciendo a causas múltiples de que ellos son
instrumentos y víctimas. Ninguna persona de cierto desarrollo intelectual considera que haya de aplicárseles
un castigo, del cual se hayan hecho merecedores”.
Los tiempos posteriores a la aparición de los trabajos de Dorado no vieron el desarrollo completo del
Nuevo Derecho Penal imaginado por él, pero sin duda mucho se ha hecho siguiendo ese pensamiento. En la
actualidad nadie duda que el condenado debe ser tratado de manera tal que pueda luego reintegrarse a la
sociedad como un elemento útil. Lo que está en cuestión es que el fin de la pena sea exclusivamente la
corrección. No puede ser así pues la pena es siempre castigo, traducido en la privación de bienes jurídicos del
condenado; en su caso, de la libertad. Este período de restricción de la posibilidad de desplazarse sin
impedimentos, debe ser aprovechado como lo propiciaban los correccionalistas y lo recoge nuestra Ley
Penitenciaria Nacional para procurar la enmienda. Es decir, que la actuación de la pena en favor de la
prevención especial se produce en el período de la ejecución.
Las sanciones penales según la Escuela Positiva : Ni siquiera sería necesario recordar que la Escuela
Positiva constituyó un movimiento que revolucionó en su momento todas las ideas en torno de la
delincuencia y cómo la sociedad debe actuar respecto de ella. Luego el entusiasmo fue decayendo hasta
desaparecer casi por completo, cuando se advirtió que sus cultores tropezaban con una cuestión de método,
que obraba a modo de barrera infranqueable: hay una separación tajante entre las ciencias de la
naturaleza y las jurídicas, que los positivistas no tuvieron en cuenta.
Sin embargo sus aportes no fueron para nada desdeñables. Al final de su carrera Ferri hizo un balance y
señaló las siguientes contribuciones del positivismo a la legislación penal de fondo: Las penas paralelas,
las circunstancias agravantes y minorantes, los manicomios criminales, los procedimientos especiales
para menores, las medidas contra los reincidentes y la reacción contra las penas privativas de libertad de
corta duración.
Sin embargo, en la época de máximo esplendor las aspiraciones fueron mayores, hasta el punto
de pretender dar un fundamento nuevo a la responsabilidad penal. Así Ferri expuso el punto medular de la
Scuola de una forma muy gráfica: “Se me formula la terrible pregunta. Si el hombre está
determinado a delinquir por los factores que condicionan su conducta ¿por que se lo sanciona? A lo que
respondo: Porque la sociedad está determinada a defenderse. La defensa social era pues, en su concepto, la
razón de ser de la aplicación de sanciones. Prescinde así el pensamiento positivista de aquel momento
del concepto de pena como retribución a una conducta culpable, y lo reemplaza por la noción de
peligrosidad, de tan difusos contornos.
El positivismo llegó finalmente a su ocaso; declinó el impulso inicial y sus seguidores se limitaron a
repetir las ideas de quienes fundaron el movimiento, cayendo de esta manera en un dogmatismo estéril, Pero
no desaparecieron las disciplinas a las que la escuela dio origen, cuyos estudios tienen trascendencia actual en
materia penal. A través de ellos puede comprobarse de qué manera se genera la delincuencia, cuál es la
reacción de la sociedad y cuál es la forma correcta de darles a esos fenómenos una respuesta jurídica. Lo
que fracasó es el concepto teórico que los positivistas tuvieron de las sanciones, pues llegado el momento
de plasmar sus ideas en la legislación positiva, resultó ello imposible, como se advierte en el proyecto de
Código Penal de Ferri, para Italia y en el de Coll-Gómez para nuestro país.
De todas maneras no está demás dedicar unos párrafos a José Ingenieros. En su “Criminología” explicó que
el derecho debe receptar los fenómenos variables y contingentes de la sociedad, diciendo: “La evolución de
las instituciones jurídicas es la conclusión fundamental de la moderna Filosofía del Derecho. No existen
principios inmutables y absolutos, anteriores a la experiencia o independientes de las nuevas adquisiciones;
todas las ramas del derecho, y por ende el penal, deben considerarse como funciones evolutivas de
sociedades que incesantemente evolucionan”. En base a ello estudia las causas de la criminalidad, los factores
en la determinación del delito, los caracteres morfológicos y psicopatológicos de los delincuentes, la
formación natural de la personalidad social, para finalmente formular un plan general de defensa contra la
delincuencia fundado en la profilaxis y prevención de la criminalidad, la reforma y reeducación de los
delincuentes, la modificación del sistema carcelario, etc.
Concluida la Segunda Guerra Mundial nació un movimiento llamado “Nueva Defensa Social” con
modernas aportaciones criminológicas y psicológicas que analizan las razones del
comportamiento anormal, A su vez indagaciones sociológicas le inducen a actuar no sólo para castigar el
crimen pasado, sino también para prevenirlo y corregir al delincuente. Por eso la escuela propone estudiar los
mejores medios de lucha contra la criminalidad, inspirándose particularmente en los resultados de
las ciencias del hombre para reestudiar los fundamentos de las relaciones entre la persona humana y la
sociedad. La reacción penal, llámese sanción, pena o medida de seguridad, no debe quedarse en que es un
mal retributivo, sino debe llegar según la “Nueva Defensa Social”, a ser un remedio al defecto personal del autor
del delito o del ambiente.
Teoría de Carrara. Mediante sus impecables deducciones, el maestro de Pisa realizó una obra que exhibe
una coherencia total. Sobre la pena escribió largamente en su “Programa del curso de Derecho criminal”
y también en algunos de sus “Opúsculos”. Uno de ellos, en el que responde polémicamente a los
correcionalistas, tiene este título: “La enmienda del reo como único fundamento y fin de la pena”.
Cuando contesta esta afirmación expresa sus ideas principales: La pena tiene su razón de ser en el
principio de la tutela jurídica. No puede encontrarse sostén racional al derecho punitivo, sino
buscándolo en aquella, querida por la ley suprema del orden. Es un deber que el violador del derecho
repare, con mengua de sus derechos, la negación que delinquiendo él hizo de la ley. Es preciso que,
sufriendo el mal amenazado, vuelva a rendir homenaje a la libertad ajena, a la majestad de la ley
insultada. En este sentido, la potestad punitiva no ve en el delincuente sino un enemigo que hay que
subyugar.
Agrega: “El principio de la tutela jurídica exige, por necesidad lógica, la irremediabilidad, la certeza de la
pena. Porque si la pena es una necesidad de la ley jurídica, que requiere una sanción para ser ley y no mero
consejo, esa sanción debe ser una realidad efectiva en todos los casos de violación de la ley. Dicha sanción
requiere que el mal que la constituye sea una consecuencia cierta e inevitable de todo delito, y ya que su
razón de ser está en la violación del precepto, su aplicación debe ser indefectible y no depender de
eventualidades sucesivas”.
Carrara insiste en que el culpable debe ser punido, sin perjuicio de que también sea corregido. Y lo explica
así: “No exacerbar al caído con castigos enormes; no cerrarle el camino de la enmienda truncándole
la vida; no empujarlo a la perdición con penalidades corruptoras. Procurarle, con el dolor de la pena, la
corrección, como consecuencia natural del hecho o del modo. Punir benignamente y con sapiencia civil, pero
punir inflexiblemente, para que la defensa común se fortifique con doble fuerza”.
La aplicación rigurosa de esa línea de pensamiento lo llevó a negar la validez de institutos, luego
definitivamente impuestos, como el de la libertad condicional. Pero dejando de lado esos excesos, no hay
duda que las ideas de Carrara constituyen aún hoy una aceptable concepción sobre el fundamento y fin de la
pena.
La pena fue, es y seguirá siendo en esencia un mal retributivo que se traduce en la afectación de bienes
jurídicos del condenado. Así sirve al restablecimiento del orden jurídico cuando es impuesta. Cuando se
la ejecuta llena el objeto de la prevención especial al procurar que el penado adopte pautas de
comportamiento socialmente útiles.
La pena como compensación: Cuando se sostiene que la pena es retributiva la expresión indica la idea de
que a través del castigo el hombre que ha infringido la ley paga o compensa su culpa. Esta es la concepción
tradicional, la que en forma primigenia y espontánea se presenta en cualquier grupo humano. El
problema consiste en determinar de qué modo se produce esa compensación. En conglomerados
primitivos (que aún existen en diversas partes del mundo, y en sitios como minorías en países integrados a lo
que podría considerarse un nivel medio cultural propio de esta altura de los tiempos) el pago se practica
directamente a la víctima o a su grupo mediante fórmulas que procuran componer los conflictos generados
por la actuación antisocial. Mientras que en aquellos estratos en los cuales el Estado se adueñó de la
justicia y de la represión, es la autoridad pública la que ordena cuál será la el pago debido por el infractor
a la sociedad. La investigación en torno de este mecanismo, con el propósito de hacerlo más racional y
justo, lleva a concebir distintas teorías acerca de la razón de ser y la finalidad de la pena.
Capta correctamente el sentido el analista quien explica el sistema penal como una amenaza dirigida a
todos los miembros de la comunidad para que no incurran en determinados comportamientos, si no obstante
la advertencia, alguien lo hace, la pena que se le aplica luego del debido proceso legal, representa un
mal retributivo. Mediante su sufrimiento el delincuente recompensa a la sociedad por su actuación
antijurídica y culpable. Esa compensación no es moral ni material sino jurídica. No cancela el autor con
dolor físico ni psíquico (o por lo menos no debe ser así en un país civilizado). Tampoco paga el autor con
la entrega de cosas iguales a las que ha dañado, sino que compensa con la afección de valores
considerados tales por el derecho.
Muchos penalistas han buscado la forma de explicar esa relación. Pues el pensamiento ingenuo no
concibe que la muerte de un hombre, por ejemplo, equivalga a determinados años de prisión para el
homicida. Le parece que la única satisfacción, que compensa tal daño, solo puede hacerla el delincuente
con su propia vida. Empero, el sistema talional se resquebraja cuando aplicarlo con ese rigor
representa una evidente injusticia. Ya el mismo Kant se vio precisado a hacer distinciones en casos de
infanticidio, por ejemplo, en los que condenar a muerte al autor sería excesivo.
La compensación se debe realizar mediante el menoscabo de bienes jurídicos del infractor, en cuanto tal
afección guarde proporción con la magnitud del injusto cometido y la culpabilidad. La medida del injusto
explica que no puede merecer igual pena quien mata que el que roba. La incidencia de la culpabilidad
asimismo debe ser tal que la retribución no resultará igual cuando el sujeto tuvo plena comprensión
de lo que estaba haciendo, que cuando concurrieron circunstancias que permiten amenguar el reproche.
Este juego de relaciones entre bienes jurídicos afectados por el infractor y bienes jurídicos propios de
éste, hace necesaria la existencia de distintas magnitudes de pena, y aún de penas diversas, que sean
utilizables según el tipo de hecho antijurídico cometido y conforme la culpabilidad del autor. A los fines de
una correcta individualización se deben agregar a esas pautas, los aspectos referidos a las características
peculiares del sujeto que ha delinquido, como que la sanción es siempre personal.
Que la pena sea un mal. Que signifique una retribución. Que esa compensación se realice conforme al
valor de los bienes jurídicos en juego y a la personalidad del autor, implica reconocer que la pena tiene
límites. Al mismo tiempo, la aceptación de las anteriores afirmaciones supone despojar la pena de toda
nota de crueldad. Así corresponde en nuestro régimen jurídico positivo, a partir de los principios de la
Constitución Nacional.
Los bienes jurídicos del infractor que pueden ser afectados por la pena no serán todos; existen límites
infranqueables. La vida no le puede ser quitada porque es el soporte de la titularidad de todo bien. Para
quien la goza, la vida no es algo valioso que solamente le pertenezca, sino que constituye su misma
existencia. En cuanto a la libertad le puede ser coartada en alguna de sus manifestaciones, pero no en todas,
porque si fuese así desaparecería el hombre como tal.
Lo propio ocurre con el patrimonio y el disfrute todos los demás derechos, que no le pueden ser
íntegramente quitados.
La pena resulta despojada de toda crueldad, ya que la retribución representa la disminución o
afectación de bienes jurídicos del infractor, y solamente eso. La crueldad constituiría un agregado, que no
haría a ese menoscabo sino a la particular satisfacción del deseo de quien aplica la pena, propósito que nada
tiene que ver con la compensación por el bien jurídico afectado.
La imposición de pena tiene el sentido de una retribución, pero ello no quita que en el curso de su
ejecución, y fundamentalmente respecto de la pena privativa de libertad, se persigan otros fines; entre
ellos, la resocialización.
Considerar que la pena es un mal retributivo conduce a otras consecuencias de innegable importancia: Sólo
se puede castigar con menoscabo de bienes jurídicos a quien fue capaz de comprender que la acción
realizada era a su vez minorante de otros bienes jurídicos. Lo opuesto no significaría una respuesta
racional sino simplemente mecánica, desprovista de fines, que son de la esencia del Derecho.
Simultáneamente significa que nadie puede ser castigado sino en razón de un acto que haya afectado
bienes jurídicos. No puede punirse una conducta indeterminada, ni un modo de ser, ni la peligrosidad
que no se haya manifestado en hechos. No pueden siquiera calificarse como delitos actos que no tienen
potencialidad para afectar bienes jurídicos de terceros; menos cuando se trata de los propios. Así no puede
amenazarse con pena, por ejemplo, el intento de suicidio o la autolesión. No pueden castigarse hechos de
resulta de los cuales la afectación de bienes jurídicos es insignificante, porque lo contrario sería irracional, por
no resultar necesario para asegurar la paz social.
Argumentar que la pena es un mal retributivo tiene el alcance de apreciar que constituye un padecimiento
del condenado respecto de los bienes jurídicos que se le sustraen o cuyo uso se le restringe. No tiene nada
que ver con el displacer que personalmente le produzca. A alguien puede resultarle preferible vivir en la cárcel,
por la razón que fuese, pero eso no enerva el hecho de que su libertad ambulatoria desaparecerá durante el
tiempo de la condena, y eso lo sopesa el Derecho en abstracto, como menguante de un bien objetivamente
valioso.
Lo que sí es cierto es que la ley tiene que procurar una correcta proporción entre el mal del delito y
el mal de la pena. De lo contrario, el padecimiento de esta constituye una simple formalidad. Esto ocurre,
por ejemplo, en muchos casos en que se aplica la pena de multa tal como está actualmente estructurada en
el Código Penal argentino. Si volviese a la vida Lucio Veracio podría seguir su costumbre de hacerse
acompañar por un esclavo que pague el precio de las cachetadas que el patricio reparta según sus caprichos.
Tal la inocuidad de ciertas multas.
La defensa de la sociedad: La pena retribuye jurídicamente el acto dañoso y culpable. El derecho mueve
sus mecanismos para que se cumpla en concreto la amenaza que pendía sobre los integrantes del grupo. Pero
constituye un error suponer que la pena se funda en la defensa de la sociedad. Por lo menos esa defensa no
es directa. La pena sí es un instrumento del Derecho y éste a su vez es la base necesaria para una
convivencia ordenada.
Pero no es incorrecto afirmar que el sistema penal debe servir para procurar alguna forma de seguridad a
la población. Adviértase que la referencia es al sistema penal y no a las penas. Significa que si existen amplios
márgenes de impunidad, si la autoridad no tiene medios como para prevenir el crimen y castigar a sus
autores, la comunidad reacciona de una manera primitiva, impropia del grado de civilización que se supone ha
alcanzado.
Casi todo el mundo, y nuestro país en particular, hay una crisis que amenaza los cimientos de la vida
social. Ante la ausencia de la seguridad que deben proporcionarle los organismos encargados de ella,
algunos se ven en la necesidad de transformar sus hogares en verdaderas fortalezas para resistir a los
malhechores: refuerzan las puertas, contratan vigilancia privada y hasta toman lecciones de defensa
personal. De estas formas de protección para vidas y bienes, a la venganza privada hay un paso que,
confiemos, no se alcance a dar. La autoridad debe adoptar disposiciones de Política criminal coherentes
y racionales. No lo son recurrir al incremento de las escalas penales, dificultar la obtención de la
libertad condicional u otros expedientes del mismo tipo. El Derecho penal, como tal, no puede impedir
que exista delincuencia. Es una reacción. Lo que hay que obstaculizar son las acciones que dan lugar a las
respuestas.
La resocialización: El derecho positivo argentino asigna a la ejecución de la pena privativa de
libertad el objeto de readaptar socialmente al condenado. Supone que el estado aprovechará el lapso de
internación para inculcarle pautas de comportamiento que la sociedad estima exigibles.
En el fondo es otra ingerencia de la autoridad pública en la formación personal que se produce en la
búsqueda de un ciudadano ideal, elegido como patrón según la concepción política de que se trate. Así
como hace forzoso la instrucción hasta cierto nivel, así como hace obligatorio el servicio de las armas
en determinadas circunstancias, también hace imperativo seguir unas reglas de conducta en
prisión, destinadas a conseguir ese objetivo de la readaptación social. Es parte del precio de vivir en
comunidad.
No obstante el ambicioso título, el fin que la pena aplicada debe cumplir en el curso de su ejecución, es
más modesto. Se trata que el condenado no cometa nuevos delitos. ¿Cómo se logra? Antes de considerarlo
hay que hacer una advertencia, aunque sea obvia. Y es que nadie puede estar seguro, ni siquiera el propio
penado que egrese con esa convicción, de que no incurrirá en otra acción punible. No obstante, existen y
técnicas modernas orientadas a que el penado haga suyas formas de comportamiento adecuadas. Es natural,
empero, apreciar que cada caso es singular, como que se trata con personas. La reacción al tratamiento, por
lo mismo, no puede ser homogénea. Por circunstancias endógenas y exógenas que varían hasta el infinito,
unos reincidirán y otros no.
4. Las medidas de seguridad. Su integración al Derecho penal. A partir de las ideas que propugnó el
Positivismo criminológico las consecuencias jurídicas del delito se deslizan por dos andariveles: Por un
lado la pena que se aplica teniendo en cuenta que el individuo que cometió el injusto es culpable; y por el
otro la medida de seguridad, que se impone teniendo en cuenta que (en general, y con algunas
excepciones) que el sujeto que cometió el injusto es peligroso[5].
Habitualmente se menciona la clasificación de estas reacciones está dada en medidas de seguridad
curativas, educativas y eliminatorias, para lo cual tiene en consideración las disposiciones existentes en
la legislación argentina. Las primeras destinadas a quienes padecen enfermedades mentales, las segundas a
los menores (y a los que por primera vez han experimentado con drogas prohibidas) y las últimas a
los multirreincidentes.
También la doctrina menciona a las medidas de seguridad predelictuales, lo que en la República Argentina
tiene solamente la importancia de una referencia histórica y es que, a poco de sancionado el
Código penal en 1921 se presentaron al Congreso proyectos para instituirlas respecto de aquellos
individuos que, sin haber cometido delitos, de todas maneras eran considerados peligrosos; por la
posibilidad de que incurrieran en ellos dadas sus características vitales y sus formas de vida. Se
tomó como antecedente la Ley de vagos y maleantes, vigente en España en esa época. Afortunadamente
esas iniciativas no merecieron sanción. De haberla tenido hubiesen sido, con claridad,
inconstitucionales; fundamentalmente a la luz de lo que dispone el art. 18 C .N.
Siempre en orden al tiempo, puede hablarse de medidas de seguridad posdelictuales, y encasillar así la
reclusión por tiempo indeterminado que regla el art. 52 C .P. Sin embargo, ésta tiene en común con las
demás medidas de seguridad la falta de fijación del plazo, pero no se diferencia de las penas de reclusión o
de prisión en cuanto al régimen en virtud del cual se ejecutan; por lo mismo, en la práctica se trata –nada más ni
nada menos- que una prolongación del castigo luego de cumplida la última condena.
En lo que lo que respecta a la integración de las medidas de seguridad al Derecho penal es un tema
conflictivo pues algunos intérpretes podrían opinar que, sin perjuicio de la regulación que les da el Código
penal, se trata de formas de operar que también existen en otras ramas del Derecho, como el Civil o el
Administrativo. A ello hay que replicar que conviene que se mantengan ligadas a nuestra disciplina, sin
perjuicio de mejorar los controles sobre la ejecución de ellas, pues si es así, siempre estarán ligadas a la
comisión de un ilícito penal y no podrán imponerse a quien no haya incurrido en él.
El proceso de reforma integral del sistema penal argentino (que se ha intentado muchas veces pero que
no se ha concretado aún) abarca a las medidas de seguridad y, entre ellas, de manera preponderante, a la
curativa. Y es que la ley de fondo debe regular en forma más estricta la ejecución de esa consecuencia
penal, fundamentalmente porque aparecen actividades médicas que requieren un control jurisdiccional.
Causa asombro (y honda preocupación) lo que se puede hacer con la mente humana. La aplicación de
determinadas terapias y la utilización de ciertas drogas, pueden transformar totalmente la personalidad y
hacer de un sujeto agresivo un ser abúlico, desprovisto de todo impulso. Experimentos monstruosos, y por
lo tanto trágicos, se realizan con total olvido del derecho del paciente a la propia personalidad, que es su
posesión íntima, la que debe conservar, porque es el último soporte de la identidad.
La carencia de bases normativas precisas deja librado todo este espectro de situaciones a la ética
médica. Se impone introducir en el Código Penal parámetros de los cuales hoy carece. El Proyecto de la
Parte General del Código Penal argentino redactado por la Comisión creada por el Poder Ejecutivo de
acuerdo a la ley 20509 establecía, entre otras cosas, que el tratamiento en los establecimientos de
internación debía estar dirigido por un equipo de médicos psiquiatras, psicólogos, pedagogos, criminólogos y
asistentes sociales. Se requería la autorización judicial cuando pudiera derivar en un riesgo serio para la
salud del interno. Agregaba: “Están comprendidas en esta disposición las intervenciones de cirugía mayor,
el electroshock, la hipnosis y el tratamiento de psicología profunda” (art. 41 inc. 2).
El proyecto presentado en su momento por los diputados Pieri y Fappiano retomó esa iniciativa y hacía
imperativo un mayor control. El artículo 74 dice: “Cada cuatro meses el juez oirá en audiencia secreta a la
persona sometida a internación o a control y cada seis meses como máximo tendrá lugar una audiencia de
comprobación del estado de la misma. La persona participará en la audiencia en forma personal y con asistencia
letrada y perito de parte. La dirección del establecimiento o servicio facilitará al perito de parte la más amplia
información para el mejor cumplimiento de su cometido”. “Nunca podrán autorizarse intervenciones
quirúrgicas o cualquier otro procedimiento deteriorante de la persona, que tenga por fin modificar su
conducta o neutralizar su peligro. Los tratamientos de choque sólo podrán ser autorizados por el juez, previa
audiencia contradictoria, con intervención del representante de la persona, con asistencia letrada y perito de
parte”.
Finalmente, la Federación Argentina de Colegios de Abogados (F.A.C.A.), como integrante de la “Comisión
para la Elaboración del Proyecto de ley de Reforma y Actualización integral del Código Penal”, creada por el
Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación mediante Resolución 303/04, entre los artículos
propuestos para ser modificados o incorporados, respecto a las medidas de seguridad, les impone como tope la
pena que hubiera correspondido al delito que se le atribuyó al sometido a la medida. Esto tiende a
solucionar situaciones injustas que se dan cotidianamente. Y para el caso de que el sometido a una medida de
seguridad siga constituyendo un peligro para sí o para terceros deberá, cuando el juez penal pierda
jurisdicción sobre él, será encargado a la tutela del juez civil correspondiente.
Asimismo, el Proyecto de la Comisión oficial prevé en su Art. 6 que: “Las medidas de seguridad son las
de tratamiento, con o sin internación en un establecimiento asistencial especializado” . Y además agrega otras
con contenido socio-eductivo, así el Art. 7: “Las medidas de seguridad de contenido socioeducativo que se
apliquen a los menores de edad, que incurran en acciones que este Código Penal tipifica, serán las que
determine una ley especial que a tal efecto dicte el Congreso de la Nación.”
[1] Alguna doctrina sostiene que éste es un derecho subjetivo (del Estado), concepto con el que disentimos
pues el Estado constituye – solamente- la organización jurídica de una comunidad de personas y no tiene
derechos; menos subjetivos. En todo caso, el Derecho penal tiene como función fundamental reducir el poder
punitivo del Estado.
[2] La Parte especial del C.P. está dividida en títulos y en cada uno de ellos se agrupan los hechos
punibles que afectan, de una manera u otra, el mismo bien jurídico.
[3] V. cap. 4.
[4] Las teorías absolutas se llaman así porque suponen que la pena tiene un fin en sí (la retribución por el
mal causado, con lo cual se lograría el valor justicia) y las teorías relativas son calificadas de este modo pues
según ellas la pena es útil para a los fines de la prevención general , amenazando para apartar del delito a
todos quienes podrían ser autores o de la prevención especial: obrando sobre la persona que ya ha sido
condenada, para que no reincida en el delito.
La combinación de ambos criterios (absoluto y relativo) da lugar a formulación de las teorías mixtas: La
pena será legítima en la medida en que sea, a la vez, justa y útil.
[5] El C.P. argentino adopta el sistema vicariante (prevé penas o medidas de seguridad, sin acumularlas)
en tanto que la Ley de estupefacientes usa, en casos especiales, el sistema dualista o de la doble via, ya que
habilita la aplicación conjunta de penas y de medidas de seguridad.
CAPITULO 2 - La ciencia del Derecho Penal
SUMARIO: 1- El Derecho penal. Concepto. Caracteres. Contenido. Fines. Relaciones con las restantes
manifestaciones del Derecho. 2. El derecho penal subjetivo. 2.1. La potestad punitiva del Estado.
Concepto y límites. 3. El derecho penal objetivo. 3.1. Derecho penal material, procesal penal y penal
ejecutivo. 3.2. Derecho penal común y especial. 3.3. Delitos y contravenciones. 3.4. Delitos comunes,
políticos y conexos. 4. El estudio científico del fenómeno penal. 4.1. La Dogmática penal. 4.2. La
Política criminal. 4.3. La Criminología. 4.4. Objeto, contenido, método y evolución de cada una. 4.5.
Estudio de sus relaciones. Su influencia en las construcciones conceptuales modernas. 5. Las disciplinas
auxiliares.
1. El Derecho penal. Concepto. Caracteres. Contenido. Fines. Relaciones con las restantes
manifestaciones del Derecho. El Derecho penal, entendido como sistema de normas que obedecen a
principios comunes, es aquél que describe sucesos (así ocurre, por ejemplo, en la Parte Especial del
Código penal) cuya comisión acarreará las sanciones más graves de las que dispone el Estado; y a su
vez determina cuáles serán las condiciones para punir o no a los autores; como lo hace en la Parte
General del mismo Código.
La sanción de leyes penales es necesaria para encausar la convivencia para que se desarrolle en armonía;
por lo mismo, ningún grupo social ha prescindido –ni puede hacerlo- de amenazar con penas y de
aplicarlas cuando aquellas reglas no sean acatadas.
Forma parte del Derecho público y, como tal los particulares –por regla- no tienen facultades que
les permitan influir en el funcionamiento de sus instituciones; salvo excepciones como aquélla que
determina la existencia de delitos dependientes de instancia privada o de acción privada respecto de
los cuales es la voluntad del part i cul ar la que va a permi ti r poner en m ovim i en to lo s
procedimientos para juzgar a los autores. Esto no significa – obviamente- que los interesados
tengan atribuciones como para modificar la ley penal, cuyo dictado corresponde exclusivamente al
Estado: es irrefragable.
El Derecho penal, como ciencia, tiene como finalidad la de fijar las pautas para interpretar la ley,
encontrando los grandes principios, utilizando métodos que permiten ordenarlos y desarrollarlos. A esos
efectos y tratando de que la aplicación de la ley por parte de los magistrados sea predecible, se
produce una especia de reconstrucción intelectual de las normas. Por ejemplo: El art. 34 C.P. bajo el
título “Imputabilidad” establece cuáles son las hipótesis en las que no se aplicará pena: al Derecho
penal, como ciencia, le corresponde ordenarlas en causas de ausencia de acción, de tipo, de ilicitud
o de culpabilidad; para entender las normas y aplicarlas correctamente.
En cuanto respecta a los fines del Derecho penal, en general: El consignarlos de una forma u otra
depende de la orientación filosófica de los respectivos intérpretes: Para nosotros el fin del Derecho
penal es introducir justicia en una relación entre el autor, la víctima y la comunidad, generada a partir
de un hecho calificado previamente por la ley como delito; y al mismo tiempo tratar de conseguir que
sucesos semejantes no se repitan.
Por último, la doctrina ha dado en algunos casos, más que definiciones una idea de cómo
funciona el sistema: Cuando una acción humana, guiada por la voluntad, perturba el orden jurídico
fijado por la autoridad pública, aparece la necesidad de restaurarlo aplicando, en su caso, una pena. El
Derecho penal es, entonces, la ciencia que estudia el delito como fenómeno jurídico y las relaciones
que se producen entre esa infracción y la consecuencia prevista para restaurar el orden normativo.
Este quehacer supone llegar a un punto en el cual se consiga el saber del Derecho penal. Este se
diferencia del conocimiento característico de las otras ramas, por la sanción, que le es propia, particular;
que le pertenece exclusivamente, y es la pena.
En orden a los caracteres del Derecho penal se trata de una ciencia, rama del Derecho público, que
estudia las normas que relacionadas con el castigo; así como cumple –simultáneamente- la función
de garantizar los derechos de quienes delinquen, frente al poder del Estado.
Se trata de una disciplina cultural (se ocupa del deber ser) calificativo que se le asigna para
diferenciarla de las naturales (del ser). Es valorativa, pues las leyes penales están diseñadas de manera
tal que desvaloran los comportamientos antisociales y establecen categorías en orden a la mayor o
menor gravedad; calificación que se refleja luego en las clases y a la gravedad de la pena amenazada,
según sean los bienes jurídicos afectados y la manera en que sean a g red idos.
Conforme al mandato constitucional de que debe haber una ley previa al hecho para que el autor de
éste pueda ser juzgado y, en su caso, castigado (art. 18 C.N.), la normativa penal constituye un sistema
discontinuo de ilicitudes. Todas aquellas conductas que no están previstas son libres (art. 19 C.N.). De
allí la importancia que tiene la redacción de los tipos penales, ya que deben describir con precisión lo
prohibido u ordenado bajo amenaza de pena: No puede haber zonas grises, cuya existencia podría
prestarse a la analogía; procedimiento que, en nuestro país, no puede constituir una fuente de Derecho.
Se relaciona con las restantes ramas del Derecho: con el Constitucional porque la
Constitución nacional es la base de toda norma jurídica y ella da las pautas acerca de cómo debe
ser la legislación de fondo y de forma, así como las decisiones jurisdiccionales que se
adopten tomando como base la misma. Con el Derecho civil, en cuando el Código de materia regula las
grandes instituciones; como el matrimonio, la patria potestad, los contratos, los derechos reales, etc.
Por ejemplo: El art. 34.4 en cuanto declara impune al que obrare en el ejercicio legítimo de su derecho.
Es posible que la indicación acerca del actuar lícito se encuentre en algún precepto del Código
civil. Lo mismo puede señalarse en orden al Derecho administrativo: en el mismo precepto del C.P. se
habla del legítimo ejercicio de la autoridad y la regulación respectiva estar dada en aquella rama del
Derecho.
2. El Derecho penal subjetivo. La potestad punitiva del Estado. Concepto y límites. Antes hemos
anticipado nuestra forma de pensar sobre el tema: El Estado no tiene derechos subjetivos. De todas
maneras, como la tradición sostiene lo contrario, resulta útil suministrar algunas indicaciones al
respecto, sobre todo porque algún autor encuentra así la posibilidad de suministrar alguna definición
subjetiva sobre lo que es el Derecho penal; en este orden de pensamiento, la ciencia que funda y
determina el ejercicio del poder punitivo del Estado.
Hay, por ello, quienes ponen el acento en el aspecto subjetivo, como otros lo hacen en el objetivo
(conjunto de normas) y criterios mixtos, ya que ese conjunto de normas son las que indican –y así
restringen – el ejercicio del ius puniendi del Estado.
La ausencia de tipos penales asegura la carencia de legitimación de la injerencia penal, reconociendo un
ámbito de actividad privada que la intervención penal está obligada respetar y cuidar con celosía.
El Estado debe dirigir su amenaza penal únicamente para supuestos de lesión o puesta en peligro de
bienes jurídicos.
Una vez reconocidos estos límites, corresponde a la autoridad pública actuar, conforme a las reglas
procesales instituidas, pues no quedan libradas a la decisión de los particulares las consecuencias que
surgen de la conducta delictiva. Asume con supremacía soberana, dirigiéndose por medio de normas
generales al individuo en un plano de superioridad, como persona del Derecho público. Por eso el
Derecho penal es una rama del Derecho público; y a su vez puede ser dividido en Derecho penal común
y Derecho penal especial. por el Derecho penal administrativo, el Derecho penal disciplinario, El
Derecho penal militar, el Derecho penal tributario, etc. Algunos autores agregan a esta enunciación el
Derecho Penal del Trabajo, y Derecho Penal Intelectual.
3. El Derecho Penal objetivo. 3.1. Derecho penal material, procesal penal y penal ejecutivo.
Derecho penal objetivo es el conjunto de normas: la totalidad de las leyes que tienen contenido penal. A
través de ellas se hace conocer la voluntad del Estado de reprimir las conductas antisociales más graves;
también cómo lo hará; a través de qué procedimiento. Y, finalmente, como ejecutará las penas con las que
amenaza la comisión de esos hechos. Esas etapas distinguen el Derecho penal material (también llamado
material o de fondo), el procesal penal (denominado asimismo como de forma o adjetivo) y el penal
ejecutivo.
El primero describe las conductas mandadas o prohibidas y establece cuáles serán las sanciones para
quienes incurran en ellas (p.e. en la Parte especial del C.P.) ; también establece las condiciones que
tienen que concurrir para la punibilidad (Parte general del C.P.). Por su parte, el Derecho procesal
penal es el conjunto de reglas para la administración de justicia (el desarrollo del juicio penal); en
orden a esas reglas también se genera un estudio sistemático que se denomina Ciencia del
Derecho procesal penal. Conforme al particular federalismo de nuestra organización institucional, el
Código penal es sancionado por la Nación (art. 75 inc. 12 C.N.) y los códigos de procedimientos (salvo
el que organiza los juicios federales) por los estados particulares (las provincias y la Ciudad autónoma de
Buenos Aires), conforme a la reserva que hicieron las Provincias, al organizar el sistema federal, de los
poderes que no delegaron al Estado nacional (Art. 5, 121, 122 y 123 C.N.).
Por último, la sentencia de condena es, como toda sentencia que resuelve la cuestión en debate, es
declarativa. Cuando ella condena, al sistema se agregan las reglas de lo que se denomina Derecho de
ejecución penal para que se apliquen la pena o la medida de seguridad que el tribunal haya
impuesto. Cuando esa condena implica encierro, la rama específica se llama Derecho penitenciario, que
en nuestro país estudia –principalmente- la ley de ejecución de las penas privativas de la libertad.
3.2. Derecho penal común y especial.
Junto al Derecho penal común, integrado por el Derecho penal material, el formal y el de
ejecución, hay un conjunto de disciplinas especiales las que, en definitiva, se desprenden del mismo
tronco y, por tanto deben respetar los grandes principios –con base constitucional y en
algunos casos marcados por los derroteros que indica la Parte general del Código Penal- que rigen
toda la materia punitiva. Entre ellas se encuentran:
El Derecho penal militar que cuenta con un contenido legislativo particular y propio, un Código
conformado por tres partes: Organización de los Tribunales militares, Procedimiento aplicable y
finalmente figuras delictivas específicas, éste último, constitutivo del Derecho penal militar sustantivo
o de fondo. La particularidad de esta rama radica en los bienes o intereses jurídicos que tutela, como
el honor militar, la disciplina militar, la eficiencia del servicio, etc.
El Derecho penal tributario destinado a sancionar los actos que violan los intereses de la hacienda
pública. Como característica específica cuenta con la pena fiscal la que, si bien en algún aspecto
tiende a imponer la disciplina en el cumplimiento de las obligaciones de esa índole, por otro lado es
sanción retributiva, en forma de multas fijas, proporcionales o sujetas a escalas de porcentaje. Estas
persiguen, aparte de cumplir la finalidad de prevenir la comisión de hechos semejantes, la
obtención de ventajas económicas para el Estado. El régimen legal, propio de la materia, tipifica los
delitos tributarios (evasión simple, evasión agravada, apropiación indebida de tributos, etc.), los
relativos a los recursos de la seguridad social, así como regla los procedimientos administrativo y
penal destinados a juzgarlos.
En la misma línea de actividades, existe un Derecho penal financiero destinado a las infracciones que
se refieren a operaciones ilícitas en sociedades, negociaciones fraudulentas de banca,
operaciones bursátiles, simulaciones, alteraciones de balance, etc.
En cuanto al Derecho penal económico es aquel integrado por disposiciones especiales que
tienden a la prevención y represión de los hechos delictivos que afectan el desarrollo armónico de la
economía nacional.
El Derecho penal disciplinario en gran medida procura mantener el
las relaciones y sujetos de ella, sino se extiende al ejercicio profesional habilitado por el
Estado y a actividades del servicio público con independencia de los sujetos prestadores. Este Derecho
penal es especial dispone de sanciones distintas a las del Código penal y a las de las leyes penales
especiales. Ellas están relacionadas a la actividad de que se trate, y se materializan en cesantía,
inhabilitación, suspensión y otras del mismo carácter. Aparte la diferencia también está dada por la
relativa indefinición de la tipicidad de las infracciones si, por ejemplo, se castigase el mal
desempeño en el servicio, sin decir –concretamente- qué faltas están comprendidas en esa
imputación genérica.
La enunciación de Derechos penales especiales puede continuar, pero no es conveniente que se
extienda, pues se corre el riesgo de alejar esas disciplinas del tronco común, con la consiguiente
dilución de las garantías que resguardan la Constitución nacional y el propio Código penal.
Sin embargo, y no obstante que el tema está vinculado al examen que se hará en el apartado
siguiente, es preciso mencionar el Derecho penal administrativo, que asocia al incumplimiento de
algunos deberes de los particulares con la Administración pública o directamente con la sociedad, como
se verá luego, que no están previstos como delitos, con una sanción que encierra diferencia con las
propias del Derecho penal común o material.
Sin perjuicio de volver sobre el tema, adelantamos que esos hechos no están previstos como
delitos pues no revelan una gravedad extrema; tanto que a esta disciplina se la llegó a denominar
Derecho penal de bagatelas.
3.3. Delitos y contravenciones. No hay acuerdo doctrinal acerca de las diferencias entre ambos
tipos de infracciones: una corriente sigue un criterio cuantitativo; en orden a la gravedad de cada una
de ellas. Así la falta o contravención tendría idéntica naturaleza que el delito, solamente sería un delito
en miniatura.
Sin embargo, esa idea no puede conformar, y menos ser útil en nuestro Derecho teniendo en
cuenta el federalismo que ha sido adoptado. Como que la potestad de legislar sobre
contravenciones es un poder no delegado por los Estados particulares al nacional. Si la falta fuere
un delito de menor gravedad, sería suficiente que el Congreso no considerase así el hecho
contemplado por las Legislaturas locales para llevarlo al Código Penal y así apropiarse de una
facultad que no tiene.
Por lo mismo, sostenemos que la contravención, antológicamente, se diferencia del delito. Y la
distinción está en que aquella cumple una finalidad de prevención de que se cometan delitos.
Constituye una barrera para que tal cosa suceda. Se ocupa de anticiparse a que ocurran sucesos
que afectan la vida normal de una comunidad local y, si esto sucede, de castigarlos aplicando
sanciones que son diferentes a las penas que contempla el Código penal. Nunca un Código local
(llámese de Faltas, Contravencional, o de la Convivencia Social) podría contemplar la prisión, la
reclusión o la inhabilitación; sí la multa, hasta cierta entidad.
El Derecho contravencional debe observar todos los principios constitucionales, de legalidad y de
culpabilidad: también los legales recogidos por el Código Penal (la responsabilidad penal por dolo o
por culpa; nunca objetiva), así como el procedimiento que garantice los derechos del individuo
sometido a él.
3.4.Delitos comunes, políticos y conexos. Es posible enfocar la diferencia entre ellos desde tres puntos
de vista: el objetivo, el subjetivo y el mixto.
El primero pone la atención en la naturaleza del bien jurídico afectado por la acción ilícita,
considerando delitos políticos las conductas que dañan o ponen en peligro el ordenamiento
institucional del Estado o los derechos de la población, entendidos como colectivos: Con esta
inteligencia, la infracción puramente política tiene como consecuencia la destrucción o la
perturbación de la organización común.
Según el enfoque subjetivo, lo que interesa es la finalidad que persigue el autor: será político si
una tendencia de ese carácter lo g uía.
El criterio mixto une ambos extremos: El delito es político cuando su autor tiene como móvil atacar
el interés de mantener la estructura institucional que, para su gobierno, a adoptado la comunidad. No
es suficiente que la acción afecte los intereses del Estado (como ocurre con una malversación de los
caudales públicos) sino que es preciso que constituya un atentado contra las condiciones políticas de
él, sea cual fuese la finalidad última que guíe al agresor.
En cuanto a los denominados delitos conexos, aunque se trate de un hecho que podría también ser
común, lo que le da tónica política es que quien los comete no está guiado por móviles bajos,
como la codicia, la venganza, el odio; es indispensable que los motivos sean elevados (en el sentido
del posible beneficio general, como pueden serlo los propósitos de restaurar la libertad perdida por
obra de un poder despótico.
El delito común también puede considerarse conexo con el político cuando se ha cometido para
preparar el político o es una consecuencia del mismo, siempre que estén íntimamente
vinculados.
4. El estudio científico del fenómeno penal. La Dogmática penal. La Política criminal. La Criminología.
Objeto, contenido, método y evolución de cada una. Estudio de sus relaciones. Su influencia en las
construcciones conceptuales modernas.
Por ciencia se entiende un conjunto ordenado de conocimientos y para constituir una disciplina de ese
carácter, particular, debe partir de una realidad y aplicar un método propio.
Hablando del estudio científico del fenómeno penal, resulta evidente que no puede haber una ciencia
que comprenda todos sus aspectos, pues él tiene múltiples facetas y, por lo mismo, puede ser enfocado
partiendo desde cada una de ellas.
De todas maneras, y para no extender innecesariamente el análisis, es posible circunscribirlo a tres
desarrollos: Uno, con raíz en el Derecho positivo vigente, lo que da nacimiento a la Dogmática;
otro entendiendo el delito como acontecimiento natural (es decir, fáctico) que aparece en un grupo
social, perspectiva que da curso a la Criminología. Y el tercero, recogiendo el resultado de
las investigaciones de ambas áreas y procurando hacer más amigable la vida comunitaria, culmina con
la adopción de una Política criminal determinada.
De las tres maneras de visualizar el fenómeno del delito, la única que
puede llamarse, verdaderamente, ciencia, es la Dogmática pues tiene
una base firme: el Derecho positivo vigente (éste es el dogma, entendido como verdad revelada en las
creencias religiosas. Y un método que, como todo estudio científico jurídico, es deductivo, valorativo y
finalista. Esto último en el sentido de obtener un mejor conocimiento del Derecho para una exposición
ordenada y una aplicación más justa.
A su vez, es dable deducir de la Filosofía (jurídico-penal en el caso) los grandes lineamientos de lo que debe
ser una perspectiva adecuada a lo que manda una Constitución como la argentina, protectora de la libertad y
de los demás derechos individuales.
Por lo mismo, porque persigue fines, su labor no puede ser aséptica. Desnaturalizaría su condición de
ciencia si constituye una mera exposición de la ley, tal cual su texto. Por el contrario: se trata de la
reconstrucción del Derecho positivo vigente utilizando las herramientas que ella misma ha ido elaborando. La
tarea de la Dogmática no es un ejercicio de lógica pura porque lo que interesa, fundamentalmente, es examinar
los contenidos del sistema jurídico-penal, descubrir el telos de la norma, siendo el objetivo final que las
decisiones jurisdiccionales resulten predecibles.
Lo único cierto es que no realiza la crítica a los efectos de reformar la normativa, pues ésta es una labor que
corresponde a la Política criminal; tampoco debe sustituir lo que es el texto legislado por criterios
sociológicos; vicio en que incurre un sector de la doctrina contemporánea. Esta última observación crítica
viene a cuento porque, si bien interesa conocer cómo funcionan los grupos, en orden al control social,
ninguna observación al respecto, por muy acertada que sea, puede dejar de lado lo que la ley dispone.
Es el Derecho positivo vigente el objeto de estudio. A las demás disciplinas científicas que se ocupan
de los problemas de la delincuencia, corresponde la aplicación de otros métodos no dogmáticos.
La investigación de leyes naturales, de regularidades aproximativas en los fenómenos, etc., es una actividad
experimental y preferentemente inductiva. La Antropología criminal, la Sociología criminal y la
Criminalística no se deben confundir con el Derecho penal, como ciencia normativa, y de la conveniencia
de un método determinado para aquellas investigaciones no puede deducirse la adecuación del mismo
método para el Derecho penal. Pero de este aserto no se deduce que los hallazgos de estas disciplinas
deban dejarse de lado para la que constituye el objeto central de nuestro estudio.
En un momento se creyó que la labor científica debía ser la de examinar exclusivamente la ley, y
elaborar teorías que posibiliten el dictado de sentencias previsibles.
Hoy existe la convicción de que eso no es suficiente, de que la norma es sólo una parte del objeto de
estudio mientras que a la otra la constituye el propio funcionamiento del sistema, porque de no ser éste
examinado, queda sin comprobación si se realizan o no los fines que el Derecho se propone.
Esto explica la insistencia, de una parte de la doctrina contemporánea, en que la Teoría del Delito debe
reelaborarse a partir de la pena la que, al fin y al cabo, es la única realidad que da origen a esta rama del
Derecho.
De todas maneras, sean cuales fuesen los enfoques (que en distintos
momentos del siglo XX dieron lugar a absurdamente encarnizadas
”luchas de escuelas”) debe presidir las conclusiones el espíritu que
destila la Constitución Nacional Argentina, según el cual la libertad y la inocencia son la regla, en tanto que
los errores humanos merecen la tolerancia que deriva de comprender que la falibilidad es una
perspectiva propia de la especie.
En cuanto a la Política criminal ha sido considerada como una disciplina integrante de la llamada
Enciclopedia de las ciencias penales, y tiene por objeto de los medios necesarios para enfrentar con
mayores perspectivas de éxito el fenómeno de la delincuencia. Desmenuzando la denominación, tenemos
que Política es el arte de gobernar, lo que unido al adjetivo criminal representa la idea de cómo gobernar mejor
en esa área de los acontecimientos lesivos que se producen en la sociedad. Los hallazgos político-
criminales guían las decisiones que toma el poder político para proteger los bienes jurídicos
fundamentales o proporciona los argumentos para criticar esas decisiones. Cumple, por ende, una
función de guía de los senderos para un mejor actuar y de crítica de las decisiones equivocadas.
Se supone que el Estado, como organización jurídica de la comunidad, tiene que ser conducido de tal manera
que materialice determinados proyectos. Consecuentemente tiene que existir primero una idea de lo que, por
estimárselo bueno y útil, se debe hacer y luego poner los medios de que se disponga al servicio de esa
finalidad.
También es deseable que los lineamientos sean seguidos por los sucesivos gobiernos, sin perjuicio de que
cada uno de ellos adopte las modalidades que le parezcan más adecuadas para llegar a la meta.
Trasladando estas consideraciones a la Política criminal de la República Argentina, una apreciación muy
genérica demuestra, a mi juicio, lo sig u iente:
La sociedad, y quienes la representan formando parte de los órganos de conducción del Estado, responden
ante el delito con impulsos emocionales. Reaccionan ante la trasgresión de sus reglas pero no saben bien
qué hacer con los infractores.
En las dos primeras décadas del siglo XX (aunque ello haya ocurrido en muy raras ocasiones) mataba
legalmente, como que estaba vigente la pena de muerte, a los autores de los crímenes más feroces, enviaba a
la cárcel a quienes no llegaban a tal nivel de “peligrosidad” y no adoptaba ninguna medida (que por lo
menos el público pudiese percibir) para con el resto.
Salvo la supresión del castigo capital, nada cambió desde entonces y en la actualidad sigue la desorientación.
La sociedad, como siempre, reclama seguridad con relación a la delincuencia y el Estado no tiene
respuestas novedosas y –lo que es peor- no emite señales unívocas.
Las actitudes son las tradicionales: Por un lado procura intimar. La amenaza que utiliza el Poder ejecutivo
en alguna ocasión en que hechos graves conmocionan a la opinión pública, consiste en reimplantar
la pena de muerte.
La acción legislativa concreta opera, por un lado, aumentando hasta límites inconcebibles (por el absurdo a
que en la práctica conduce y por su propia irracionalidad) el número de acciones punibles. Asimismo,
en una actitud ingenua (pero ciertamente peligrosa para los derechos individuales) aumenta las escalas penales
de las figuras tradicionales creyendo que por esa vía se logrará algún efecto en el cuerpo social.
Decimos que la actitud es ingenua, porque a esta altura ya nadie –y menos un legislador- debería
desconocer que la pura forma de un texto legal no modifica la realidad. Transformar la realidad implicaría
que la mayor cantidad de delitos sean esclarecidos y sus autores juzgados. Para lograrlo se requiere un
esfuerzo mucho mayor que el que representa sancionar una simple corrección de la ley: se tienen que
aplicar recursos económicos para incrementar la eficiencia de la Política, para acelerar los trámites de la Justicia
y para transformar en lugares humanamente habitables las prisiones.
Aparte, y básico, se necesita la concurrencia de una auténtica voluntad colectiva de resolver los
problemas íntegramente, respetando los principios constitucionales, y entre ellos el de igualdad, de forma
que la ley se aplique a todos, parejamente.
Es imprescindible que exista un auténtico espíritu republicano, que se halle consustanciado con la historia y
las tradiciones argentinas, de manera tal que de ellas se nutra y no de la imitación de instituciones importadas
(“arrepentido”, “agente encubierto”, etc.) que chocan con los sabios preceptos receptados por nuestros
próceres de 1853.
La otra faceta que muestra el Estado argentino actual es de signo totalmente contrario: Suscribe convenios
internacionales (algunos incorporados ahora a la Constitución) y participa de actividades de la Organización
de las Naciones Unidas signadas claramente por la idea de humanizar el sistema penal: propugnan
desincriminar los hechos que no representan una amenaza seria para la pacífica convivencia y reducir las
sanciones a la mínima expresión que sea posible en aras a esa misma convivencia. Aparte, son elaborados
proyectos de ley (algunos lograron aprobación) que enfrentan de manera más racional la realidad cotidiana,
propiciando -entre otras cosas- alternativas a la pena de prisión, suspensión del juicio a prueba, etc.
Hay que reconocer que también deroga el Congreso (hecho inusual porque lo corriente es que sume y no
reste) algunas figuras como la del desacato, reñida absolutamente con el espíritu republicano y espada
pendiente que en cualquier momento podía caer sobre una prensa que no fuese complaciente con el régimen
de turno.
La Criminología, por su parte, es la disciplina que estudia los factores incluyen para que se genere la
delincuencia. En la época en la cual el Positivismo criminológico tuvo su auge (fines del siglo XIX y
comienzos del XX) se distinguían dos corrientes: La Antropología criminal, que inició el médico Cesare
Lombroso y Sociología criminal, cuyo máximo representante fue el jurista y sociólogo Enrico Ferri. En las
últimas décadas del siglo XX surgió otra corriente, llamada Criminología crítica que especuló en torno de la
incidencia que el propio sistema penal tiene para generar -a su vez- criminalidad.
Desde hace unas décadas, una corriente doctrinaria vuelve sobre el tema de las relaciones entre todas estas
disciplinas descubriendo la forma en que la Política criminal se proyecta hacia el saber penal, al proporcionar
el componente teológico interpretativo. Este, a su vez, está impregnado por concepciones ideológicas que
difieren, como es lógico, según el intérprete. El resultado de estas elucubraciones tiende a traducirse en
soluciones para casos concretos, que son soluciones dadas por un poder del Estado, es decir, actos de
gobierno o, lo que es lo mismo, actos de decisión política. Así la propuesta político criminológica
concreta es orientada por el saber penal, al ensayar la interpretación coherente de las decisiones político-
legislativas para proponerla en la solución de los casos concretos como proyectos de decisiones judiciales,
que no pueden evadirse de ese tipo de componente político.
CAPITULO 3 - La noticia sobre la evolución histórica de las ideas penales.
1- Breve reseña histórica del pensamiento penal. 2- La denominada “Escuela Clásica” y sus predecesores.
3- El positivismo biologista y sus manifestaciones. Principales expositores.4- El positivismo jurídico o
concepción clásica. El norm ativismo penal. El método finalista. Las tendencias funcionalistas o
preventivistas.5- Las críticas y sus vertientes criminológicas y a bol icion istas. El garantismo penal.
3- Noticias sobre la evolución histórica de las ideas penales
Lección organizada, en su primera parte, sobre la base del texto del Dr. Marco Antonio Terragni: “Temas de
Historia Penal”[1].
a. Origen, causa y fundamentos de la “Escuela Positiva”. Dieron nacimiento a esta Escuela los
siguientes hechos y circunstancias:
La ineficacia del sistema penal.
· La difusión de la doctrina positivista de Comte.
· La realización de estudios sociales.
· El nacimiento de ideologías políticas que criticaron al liberalismo.
Sus presupuestos filosóficos fueron:
· La mutabilidad del derecho.
· El determinismo, con su consecuencia, la necesidad de la defensa social por la
temibilidad del delincuente.
· La demostración de que hay causas que inciden en la criminalidad:
antropológicas, físicas y sociales.
· Produjo las siguientes consecuencias:
· El uso de un método distinto: el experimental[27].
· Consideró el delito como fenómeno natural, no como ente jurídico.
· Le asignó distinto carácter a las sanciones, introduciendo las medidas de
seguridad.
Tomó como antecedentes ideas de Roberto Ardigó, Darwin, Comte, etc. y hasta dijo fundarse en Platón y
Aristóteles
Fue en realidad la única Escuela, pues tuvo maestros y discípulos y se desarrolló como una unidad,
difundiéndose en los más diversos universos culturales del mundo. La denominación Scuola Positiva se la dio
Ferri en 1894.
b. Lombroso: La antropología criminal fue fundada por el veronés César Lombroso (1835-1909). A los
quince años escribió “Ensayos sobre la agricultura en la antigua Roma”. Estudió en la Universidad de
Padua. Publicó “El hombre blanco y el hombre de color”. En 1855 se desempeño en la Universidad de
Viena. Forma una sala para tratar a los enfermos mentales en le Hospital de Pavía. Se incorpora a su
Universidad. Escribe “Medicina legal de las alineaciones mentales”, “Genio y locura”, “El hombre de
genio”, “Acción de los astros y meteoros sobre la mente humana”.
En 1876 vio la luz el “Tratado Antropológico Experimental del hombre delincuente”, que luego se llamó “El
hombre delincuente en relación a la jurisprudencia, a la antropología y a las disciplinas carcelarias” y
luego sólo “El hombre delincuente”.
Estudió el atavismo, la degeneración y la epilepsia.
Escribió sobre variados temas: “La mujer delincuente”, “Antisemitisismo”, “Los anarquistas”. “Porqué
vencen los boers”, “La libertad de Venecia”, “El origen de la arquitectura gótica”.
Resume así Jiménez de Asúa su vida y su obra: médico hebreo de origen español. Quiso aplicar el método
experimental al Estudio de la demencia y trató de encontrar las notas diferenciales, para que fuese más fácil
el peritaje médico para distinguir entre el delincuente y el loco. Pero no encontró la distinción sino su
parecido en virtud de la semejanza con el loco moral.
En 1876 publicó “El hombre delincuente”, pequeño opúsculo que se transforma con el tiempo en una
obra de tres tomos y un atlas.
Hacia 1878 se acercó a él Enrique Ferri y luego Garófalo. Ferri dio a la escuela positiva la tendencia
sociológica que el propio Lombroso hubo de aceptar, junto a la predominante antropología en el tercer
volumen de la edición de “El hombre delincuente”.
Rafael Garófalo era juez y barón; es decir, pertenecía a la clase atacada por el positivismo
criminológico: ejercía la justicia que Lombroso y Ferri criticaban y ello fue muy significativo para la
posible síntesis que no se realizó.
Garófalo representó la contrarrevolución. Por eso su sistema penal es duro y su concepción del delito
“del delito natural”, en vez de partir de los hechos, como tenía que haberlo practicado un buen positivista,
se reduce del análisis de los sentimientos. Jiménez de Asúa estima que Garófalo pudo haber logrado la
síntesis con su concepción del delito natural y con la temibilidad, que pudo y debió ser un criterio
positivo del Derecho Penal.
Lombroso comprendió que el atavismo del delito, con la fuerza irresistible que deriva del mismo, lo
había llevado más allá de la meta que esperaba alcanzar; pues empezadas sus búsquedas para completar el
Código en vigencia, dando a los jueces y peritos un modo para distinguir los responsables de los no
responsables, acababa de ponerlos en terrible aprieto, pues concluye indiferenciándolos. Medita cómo la
sociedad puede defenderse de esos irresponsables que según el antiguo código deberían ser liberados, y
que él juzga más peligrosos que los criminales responsables.
Sobre el mismo punto Ferri dice: “Es que en realidad el factor biológico de la criminalidad
(temperamento criminal) consiste en algo específico que no ha sido todavía determinado, pero sin lo cual
no se pueden explicar estos resultados diferentes, desproporcionados por las circunstancias exteriores en las
cuales se encuentran a menudo los individuos de cualquier clase social señalados por ciertos estigmas de
anomalía orgánica o física”[28].
Se pueden distinguir en el positivismo una tendencia antropológica (iniciada por Lombroso), otra
sociológica (encabezada por Ferri) y una moderna concepción dinámica biológico-criminal que en una
última instancia constituirá como ciencia de síntesis, la Criminología.
c. Ferri: Enrique Ferri nació en Mantova en 1856 y murió en Roma en 1929. Fue el creador de la Socio logía
Criminal. Entre sus obras principales citamos: “Negación del libre albedrío y la teoría de la
imputabilidad, “Estudios sobre la criminalidad en Francia entre 1825 y 1878” ; “Nuevos horizontes del
derecho y del procedimiento penal”, obra que luego pasó a llamarse Sociología Criminal, “Los
delincuentes en el arte”, “Principios de Derecho Criminal”, “Homicidio y Suicidio”.
Fue un brillante orador, ardoroso polemista, político, periodista, sociólogo, profesor de la Universidad de
Roma, abogado. Sus maestros fueron Ardigó y Pietro Ellero (en Bolonia). Dio nuevos enfoques a las
investigaciones de Lombroso y fue un admirador de Carrara, cuyas ideas sin embargo combatió.
Sus aportes más destacables pueden sintetizarse así:
1. Descubrió que a cada face de la civilización corresponde un tipo de criminalidad.
2. Analizó los factores que conducen al delito. Habló de una ley de la saturación criminosa
según la cual en un determinado momento cierto tipo de delitos se hacen intolerables a la sociedad por
su repetición y así es “como la gota que colma el vaso” y el grupo reacciones, a partir de lo cual esa
forma de criminalidad va disminuyendo.
3. Propuso sustitutivos penales, reglas de buen gobierno para que los delitos no se cometan y no
haya necesidad de aplicar sanciones.
4. Clasificó los delincuentes en: locos, ocasionales, habituales, pasionales.
5. Sostuvo que el hombre está determinado a delinquir y la sociedad está obligada a defenderse.
6. Existe responsabilidad por el solo hecho de vivir en sociedad.
7. Propuso que las sanciones fuesen indeterminadas, para individualizarlas mejor.
8. Se manifestó contrario a la pena de muerte.
9. Propugnó la formación de colonias agrícolas con individuos que hubiesen cometido delitos.
10. Se preocupó por la situación de la víctima y para que se asegurase la reparación del daño que
se le ocasionó.
d. Garófalo: (1851-1934) La temibilidad y el delito natural fueron los temas en los que se distinguió.
Publicó los siguientes títulos: “Un criterio positivo de la criminalidad”, “Lo que debe ser un juicio
penal”, “El individuo y el organismo social”, “Algunas observaciones al proyecto de Código Penal”,
“Los reincidentes y la reincidencia” y “Criminología”, su obra más renombrada.
Fue Fiscal de Estado y abogó por la dureza de las penas y en favor de la pena de muerte.
Definió la temibilidad como “la perversidad constante y activa del delincuente y la cantidad de mal previsto
que hay que temer por parte del mismo delincuente”.
Para él “Delito social o natural en una lesión de aquella parte de la moral que consiste en los
sentimientos altruistas fundamentales de piedad y probidad según la medida en que se encuentran en las
razas humanas superiores, cuya medida es necesaria para la adaptación del individuo a la sociedad”.
e. Conclusión: