Caso Del Marinero
Caso Del Marinero
Caso Del Marinero
aspecto saludable, bien parecido. Alegre, cordial, afable, una persona simpática, muy
dispuesta a hablar y a contestar cualquier pregunta que le hiciesen. Me dijo su nombre, su
fecha de nacimiento y el nombre del pueblecito de Connecticut donde había nacido. Lo
describió con amoroso detalle, llegó incluso a dibujarme un plano. Habló de las casas
donde había vivido su familia... aún recordaba sus números de teléfono. Habló de la escuela
y de su época de escolar, de los amigos que había tenido y de su especial afición a las
matemáticas y a la ciencia. Habló con entusiasmo de su época en la Marina, tenía 17 años,
acababa de terminar el bachiller, cuando lo reclutaron en 1943. Dado su talento para la
ingeniería era un candidato «natural» para la radiofonía y la electrónica, y después de un
curso intensivo en Texas pasó a ocupar el puesto de operador de radio suplente en un
submarino. Recordaba los nombres de varios submarinos en los que había servido, sus
misiones, dónde estaban estacionados, los nombres de sus camaradas de tripulación.
Recordaba el código Morse y aún era capaz de manejarlo y de mecanografiar al tacto con
fluidez. Una primera parte de la vida plena e interesante, recordada con viveza, con detalle,
con cariño. Pero sus recuerdos, por alguna razón, se paraban ahí. Recordaba, y casi revivía,
sus tiempos de guerra y de servicio militar, el final de la guerra, y sus proyectos para el
futuro. Había llegado a gustarle mucho la Marina, pensó que podría seguir en ella. Pero con
la legislación de ayuda a los licenciados y el apoyo que podía obtener consideró que le
interesaba más ir a la Universidad. Hablo de su hermano mayor el cual estaba en una
escuela de contabilidad y tenía relaciones con una chica, una «auténtica belleza», de
Oregón. (se puede notar que la relación de jimmie con su hermano era buena ya que al
momento de verlo fue una grande emoción y a la vez impresionante por el cambio que
había tenido él). Al recordar, al revivir, Jimmie se mostraba lleno de entusiasmo; no
parecía hablar del pasado sino del presente, y a mí me sorprendió mucho el cambio de
tiempo verbal en sus recuerdos cuando pasó de sus días escolares a su período en la Marina.
Había estado utilizando el tiempo pasado, pero luego utilizaba el presente... y (a mí me
parecía) no sólo el tiempo presente formal o ficticio del recuerdo, sino el tiempo presente
real de la experiencia inmediata.
Después de haber escuchado al paciente el doctor le hace unas preguntas las cuales son:
—¿En qué año estamos, señor G.? —pregunté, ocultando mi perplejidad con una actitud
despreocupada.
—En cuál vamos a estar, en el cuarenta y cinco. ¿Por qué me lo pregunta? —Luego
continuó—: Hemos ganado la guerra, Roosevelt ha muerto, Truman está al timón. Nos
aguarda un gran futuro.
—Y usted, Jimmie ¿qué edad tiene?
Su actitud era extraña, insegura, vaciló un instante. Parecía estar haciendo cálculos.
—Bueno, creo que diecinueve, doctor. Los próximos que cumpla serán veinte.
Al mirar a aquel hombre de pelo canoso que tenía ante mí, tuve un impulso que nunca me
he perdonado... era, o habría sido, el colmo de la crueldad si hubiese habido alguna
posibilidad de que Jimmie recordase.
—Miré —dije, y empujé hacia él un espejo—. Mírese al espejo y dígame lo que ve. ¿Es ese
que lo mira desde el espejo un muchacho de diecinueve años?
Palideció de pronto, se aferró a los lados de la silla.
—Dios Santo —cuchicheó—. Dios mío, ¿qué es lo que pasa? ¿Qué me ha sucedido? ¿Será
una pesadilla? ¿Estoy loco? ¿Es una broma? Parecía frenético, aterrado.
—No se preocupe, Jimmie —dije tranquilizándolo—. Es sólo un error. No hay por qué
preocuparse. ¡Venga! Lo llevé junto a la ventana.
—Verdad que es un maravilloso día de primavera —le dije—. ¿Ve aquellos chicos que hay
allí jugando al béisbol? Recuperó el color y empezó a sonreír y yo me escabullí
llevándome aquel espejo odioso. Volví dos minutos después. Jimmie aún seguía junto a la
ventana, mirando muy contento a los chicos que jugaban al béisbol abajo. Se volvió cuando
abrí la puerta y su expresión era alegre.
—¡Hola, doctor! —dijo— ¡Bonita mañana! Quiere usted hablar. ¿Me siento en esta
silla?
No había indicio alguno de reconocimiento en su expresión franca y abierta.
—¿No nos hemos visto antes, señor G.? —pregunté despreocupadamente.
—No, que yo sepa. Menuda barba que tiene. ¡A usted no lo olvidaría, doctor!
—¿Por qué me llama doctor?
—Bueno, lo es usted, ¿no?
—Sí, pero si no nos hemos visto antes, ¿cómo sabe que lo soy?
—Es que usted habla como un médico. Se ve que es un médico.
—Bueno, tiene usted razón, lo soy. Soy el neurólogo de aquí.
—¿Neurólogo? Vaya, ¿tengo algún problema nervioso? Y dice usted «aquí» ... ¿dónde
estamos? ¿qué es este lugar?
—Precisamente iba a preguntárselo yo... ¿dónde cree usted que está?
—Veo esas camas y esos pacientes por todas partes. A mí me parece que esto es una
especie de hospital. Pero, qué demonios, qué podría estar haciendo yo en un hospital... y
con tanta gente mayor, mucho más vieja que yo. Yo me encuentro bien, estoy fuerte como
un toro. A lo mejor trabajo aquí... ¿Trabajo aquí? ¿Cuál es mi trabajo?... No, mueve usted
la cabeza, veo en sus ojos que no trabajo aquí. Si no trabajo aquí me han metido aquí. ¿Soy
un paciente y estoy enfermo y no lo sé, doctor? Es una locura, da miedo... ¿Es una broma
en realidad?
—¿No sabe usted lo que pasa? ¿No lo sabe usted de veras? ¿Se acuerda de que me habló de
su infancia, de que se crio en Connecticut, de que trabajó como radiotelegrafista en
submarinos? ¿No recuerda que me explicó que su hermano tiene relaciones con una chica
de Oregón?
—Sí, sí, tiene usted razón en lo que dice. Pero eso no se lo conté yo, no le había visto a
usted en mi vida. Debe haber leído cosas de mí en mi ficha.
—Está bien —dije—. Le contaré una historia. Un individuo fue a ver a su médico
quejándose de que tenía fallos de memoria. El médico le hizo unas cuantas preguntas de
rutina y luego le dijo: «Y esos fallos de la memoria, ¿qué me dice de ellos?» «¿Qué
fallos?», contestó el paciente.
—Así que ése es mi problema —dijo Jimmie, echándose a reír—. Ya me parecía a mí. A
veces se me olvidan cosas, de vez en cuando... cosas que acaban de pasar. Sin embargo, el
pasado lo recuerdo claramente.
—¿Me permitirá usted que le examine, que le haga unas pruebas?
—Pues claro —dijo afablemente—. Lo que usted quiera.
El resultado fue excelente en la prueba de inteligencia Era de ingenio vivo, observador, de
mentalidad lógica y no tenía dificultades para resolver rompecabezas y problemas
complejos... no tenía dificultades, claro está, si se podían hacer de prisa. Si exigían mucho
tiempo, se olvidaba de lo que estaba haciendo. Era rápido y bueno al tres en raya; a las
damas, astuto y agresivo: me ganó fácilmente. Pero con el ajedrez se perdía... los
movimientos eran demasiado lentos. Al examinar su memoria me encontré con una pérdida
extrema y sorprendente del recuerdo reciente, hasta el punto de que cualquier cosa que se le
dijese o se le mostrase se le olvidaba al cabo de unos segundos [ CITATION Sac \l 9226 ]. (en la
parte cognitiva se destacó que él paciente tenia falencias en algunas de las actividades que
le colocaba el doctor en ese momento y se le hacía difícil recordar algunas cosas que
pasaban en ese instante, cuando no era capaz de recordar o de hacer algo. Se notaba
cansado, irritable y nervioso, bajo la presión constante de lo anómalo y lo contradictorio, y sus
implicaciones aterradoras, que no podía eludir del todo.)
Bibliografía
Sacks, O. (s.f.). Obtenido de file:///F:/Users/Steven/Pictures/el-marinero-perdido%20Oliver
%20Sacks.pdf