7 Cuentos
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7 Cuentos
Había una vez una aprendiz de hada madrina, mágica y maravillosa, la más lista y amable de las hadas. Pero era
también un hada muy fea, y por mucho que se esforzaba en mostrar sus muchas cualidades, parecía que todos
estaban empeñados en que lo más importante de un hada tenía que ser su belleza. En la escuela de hadas no le
hacían caso, y cada vez que volaba a una misión para ayudar a un niño o cualquier otra persona en apuros,
antes de poder abrir la boca, ya la estaban chillando y gritando:
Aunque pequeña, su magia era muy poderosa, y más de una vez había pensado hacer un encantamiento para
volverse bella; pero luego pensaba en lo que le contaba su mamá de pequeña:
- tu eres como eres, con cada uno de tus granos y tus arrugas; y seguro que es así por alguna razón especial...
Pero un día, las brujas del país vecino arrasaron el país, haciendo prisioneras a todas las hadas y magos.
Nuestra hada, poco antes de ser atacada, hechizó sus propios vestidos, y ayudada por su fea cara, se hizo pasar
por bruja. Así, pudo seguirlas hasta su guarida, y una vez allí, con su magia preparó una gran fiesta para todas,
adornando la cueva con murciélagos, sapos y arañas, y música de lobos aullando.
Durante la fiesta, corrió a liberar a todas las hadas y magos, que con un gran hechizo consiguieron encerrar a
todas las brujas en la montaña durante los siguientes 100 años.
Y durante esos 100 años, y muchos más, todos recordaron la valentía y la inteligencia del hada fea. Nunca más
se volvió a considerar en aquel país la fealdad una desgracia, y cada vez que nacía alguien feo, todos se
llenaban de alegría sabiendo que tendría grandes cosas por hacer.
La Princesa de Fuego
Hubo una vez una princesa increíblemente rica, bella y sabia. Cansada de pretendientes falsos que se
acercaban a ella para conseguir sus riquezas, hizo publicar que se casaría con quien le llevase el regalo más
valioso, tierno y sincero a la vez. El palacio se llenó de flores y regalos de todos los tipos y colores, de cartas de
amor incomparables y de poetas enamorados. Y entre todos aquellos regalos magníficos, descubrió una piedra;
una simple y sucia piedra. Intrigada, hizo llamar a quien se la había regalado. A pesar de su curiosidad, mostró
estar muy ofendida cuando apareció el joven, y este se explicó diciendo:
- Esa piedra representa lo más valioso que os puedo regalar, princesa: es mi corazón. Y también es sincera,
porque aún no es vuestro y es duro como una piedra. Sólo cuando se llene de amor se ablandará y será más
tierno que ningún otro.
El joven se marchó tranquilamente, dejando a la princesa sorprendida y atrapada. Quedó tan enamorada que
llevaba consigo la piedra a todas partes, y durante meses llenó al joven de regalos y atenciones, pero su
corazón seguía siendo duro como la piedra en sus manos. Desanimada, terminó por arrojar la piedra al fuego;
al momento vio cómo se deshacía la arena, y de aquella piedra tosca surgía una bella figura de oro. Entonces
comprendió que ella misma tendría que ser como el fuego, y transformar cuanto tocaba separando lo inútil de
lo importante.
Durante los meses siguientes, la princesa se propuso cambiar en el reino, y como con la piedra, dedicó su vida,
su sabiduría y sus riquezas a separar lo inútil de lo importante. Acabó con el lujo, las joyas y los excesos, y las
gentes del país tuvieron comida y libros. Cuantos trataban con la princesa salían encantados por su carácter y
cercanía, y su sola presencia transmitía tal calor humano y pasión por cuanto hacía, que comenzaron a llamarla
cariñosamente "La princesa de fuego".
Y como con la piedra, su fuego deshizo la dura corteza del corazón del joven, que tal y como había prometido,
resultó ser tan tierno y justo que hizo feliz a la princesa hasta el fin de sus días
El Árbol Mágico
Hace mucho, mucho tiempo, un niño paseaba por un prado en cuyo centro encontró un árbol con un cartel que
decía: soy un árbol encantado, si dices las palabras mágicas, lo verás.
El niño pudo llevar a todos sus amigos a aquel árbol y tener la mejor fiesta del mundo, y por eso se dice
siempre que "por favor" y "gracias", son las palabras mágicas.
El Cohete de Papel
Había una vez un niño cuya mayor ilusión era tener un cohete y dispararlo hacia la luna, pero tenía tan poco
dinero que no podía comprar ninguno. Un día, junto a la acera descubrió la caja de uno de sus cohetes
favoritos, pero al abrirla descubrió que sólo contenía un pequeño cohete de papel averiado, resultado de un
error en la fábrica
El niño se apenó mucho, pero pensando que por fin tenía un cohete, comenzó a preparar un escenario para
lanzarlo. Durante muchos días recogió papeles de todas las formas y colores, y se dedicó con toda su alma a
dibujar, recortar, pegar y colorear todas las estrellas y planetas para crear un espacio de papel. Fue un trabajo
dificilísimo, pero el resultado final fue tan magnífico que la pared de su habitación parecía una ventana abierta
al espacio sideral.
Desde entonces el niño disfrutaba cada día jugando con su cohete de papel, hasta que un compañero visitó su
habitación y al ver aquel espectacular escenario, le propuso cambiárselo por un cohete auténtico que tenía en
casa. Aquello casi le volvió loco de alegría, y aceptó el cambio encantado.
Desde entonces, cada día, al jugar con su cohete nuevo, el niño echaba de menos su cohete de papel, con su
escenario y sus planetas, porque realmente disfrutaba mucho más jugando con su viejo cohete. Entonces se
dio cuenta de que se sentía mucho mejor cuando jugaba con aquellos juguetes que él mismo había construido
con esfuerzo e ilusión.
Y así, aquel niño empezó a construir él mismo todos sus juguetes, y cuando creció, se convirtió en el mejor
juguetero del mundo.
El Elefante Fotógrafo
Había una vez un elefante que quería ser fotógrafo. Sus amigos se reían cada vez que le oían decir aquello:
- Qué tontería - decían unos- ¡no hay cámaras de fotos para elefantes!
- Qué pérdida de tiempo -decían los otros- si aquí no hay nada que fotografiar...
Pero el elefante seguía con su ilusión, y poco a poco fue reuniendo trastos y aparatos con los que fabricar una
gran cámara de fotos. Tuvo que hacerlo prácticamente todo: desde un botón que se pulsara con la trompa,
hasta un objetivo del tamaño del ojo de un elefante, y finalmente un montón de hierros para poder colgarse la
cámara sobre la cabeza.
Así que una vez acabada, pudo hacer sus primeras fotos, pero su cámara para elefantes era tan grandota y
extraña que parecía una gran y ridícula máscara, y muchos se reían tanto al verle aparecer, que el elefante
comenzó a pensar en abandonar su sueño. Para más desgracia, parecían tener razón los que decían que no
había nada que fotografiar en aquel lugar...
Pero no fue así. Resultó que la pinta del elefante con su cámara era tan divertida, que nadie podía dejar de reír
al verle, y usando un montón de buen humor, el elefante consiguió divertidísimas e increíbles fotos de todos
los animales, siempre alegres y contentos, ¡incluso del malhumorado rino!; de esta forma se convirtió en el
fotógrafo oficial de la sabana, y de todas partes acudían los animales para sacarse una sonriente foto para el
pasaporte al zoo.
Una Playa con Sorpresa
No había nadie en aquella playa que no hubiera oído hablar de Pinzaslocas, terror de pulgares, el cangrejo más
temido de este lado del mar. Cada año algún turista despistado se llevaba un buen pellizco que le quitaba las
ganas de volver. Tal era el miedo que provocaba en los bañistas, que a menudo se organizaban para intentar
cazarlo. Pero cada vez que creían que lo habían atrapado reaparecían los pellizcos unos días después,
demostrando que habían atrapado al cangrejo equivocado.
El caso es que Pinzaslocas solo era un cangrejo con muy mal carácter, pero muy habilidoso. Así que, en lugar de
esconderse y pasar desapercibido como hacían los demás cangrejos, él se ocultaba en la arena para preparar
sus ataques. Y es que Pinzaslocas era un poco rencoroso, porque de pequeño un niño le había pisado una pata
y la había perdido. Luego le había vuelto a crecer, pero como era un poco más pequeña que las demás, cada
vez que la miraba sentía muchísima rabia.
Estaba recordando las maldades de los bañistas cuando descubrió su siguiente víctima. Era un pulgar gordísimo
y brillante, y su dueño apenas se movía. ¡Qué fácil! así podría pellizcar con todas sus fuerzas. Y recordó los
pasos: asomar, avanzar, pellizcar, soltar, retroceder y ocultarse en la arena de nuevo. ¡A por él!
Pero algo falló. Pinzaslocas se atascó en el cuarto paso. No había forma de soltar el pulgar. El pellizco fue tan
fuerte que atravesó la piel y se atascó en la carne. ¿Carne? No podía ser, no había sangre. Y Pinzaslocas lo
comprendió todo: ¡había caído en una trampa!
Pero como siempre Pinzaslocas estaba exagerando. Nadie había sido tan listo como para prepararle una
trampa con un pie falso. Era el pie falso de Vera, una niña que había perdido su pierna en un accidente cuando
era pequeña. Vera no se dio cuenta de que llevaba a Pinzaslocas colgado de su dedo hasta que salió del agua y
se puso a jugar en la arena. La niña soltó al cangrejo, pero este no escapó porque estaba muerto de miedo.
Vera descubrió entonces la pata pequeñita de Pinzaslocas y sintió pena por él, así que decidió ayudarlo,
preparándole una casita estupenda con rocas y buscándole bichitos para comer.
¡Menudo festín! Aquella niña sí sabía cuidar a un cangrejo. Era alegre, divertida y, además, lo devolvió al mar
antes de irse.
- Qué niña más agradable -pensó aquella noche- me gustaría tener tan buen carácter. Si no tuviera esta patita
corta…
Fue justo entonces cuando se dio cuenta de que a Vera no le había vuelto a crecer su pierna, y eso que los
niños no son como los cangrejos y tienen solo dos. Y aun así, era un encanto. Decididamente, podía ser un
cangrejo alegre, aunque le hubieran pasado cosas malas.
El día siguiente, y todos los demás de aquel verano, Pinzaslocas atacó el pie de Vera para volver a jugar todo el
día con ella. Juntos aprendieron a cambiar los pellizcos por cosquillas y el mal carácter por buen humor. Al
final, el cangrejo de Vera se hizo muy famoso en aquella playa, aunque, eso sí, nadie sospechaba que fuera el
mismísimo Pinzaslocas. Y mejor que fuera así, porque por allí quedaban algunos que aún no habían aprendido
que no es necesario guardar rencor y tener mal carácter, por muy fuerte que un cangrejo te pellizque.
En Agujerito en la Luna
Cuenta una antigua leyenda que en una época de gran calor la gran montaña nevada perdió su manto de nieve,
y con él toda su alegría. Sus riachuelos se secaban, sus pinos se morían, y la montaña se cubrió de una triste
roca gris. La Luna, entonces siempre llena y brillante, quiso ayudar a su buena amiga. Y como tenía mucho
corazón, pero muy poco cerebro, no se le ocurrió otra cosa que hacer un agujero en su base y soplar suave,
para que una pequeña parte del mágico polvo blanco que le daba su brillo cayera sobre la montaña en forma
de nieve suave.
Una vez abierto, nadie alcanzaba a tapar ese agujero. Pero a la Luna no le importó. Siguió soplando y, tras
varias noches vaciándose, perdió todo su polvo blanco. Sin él estaba tan vacía que parecía invisible, y las
noches se volvieron completamente oscuras y tristes. La montaña, apenada, quiso devolver la nieve a su amiga.
Pero, como era imposible hacer que nevase hacia arriba, se incendió por dentro hasta convertirse en un volcán.
Su fuego transformó la nieve en un denso humo blanco que subió hasta la luna, rellenándola un poquito cada
noche, hasta que esta se volvió a ver completamente redonda y brillante. Pero cuando la nieve se acabó, y con
ella el humo, el agujero seguía abierto en la Luna, obligada de nuevo a compartir su magia hasta vaciarse por
completo.
Viajaba con la esperanza de encontrar otra montaña dispuesta a convertirse en volcán, cuando descubrió un
pueblo que necesitaba urgentemente su magia. No tuvo fuerzas para frenar su generoso corazón, y sopló sobre
ellos, llenándolos de felicidad hasta apagarse ella misma. Parecía que la Luna no volvería a brillar, pero, al igual
que la montaña, el agradecido pueblo también encontró la forma de hacer nevar hacia arriba. Igual que
hicieron los siguientes, y los siguientes, y los siguientes…
Y así, cada mes, la Luna se reparte generosamente por el mundo hasta desaparecer, sabiendo que en unos
pocos días sus amigos hallarán la forma de volver a llenarla de luz.