Agonía LJH

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AGONÍA

de

Luisa Josefina Hernández

“Agonía, agonía, sueño, fermento y sueño, Eso es la


vida, amigo, agonía, agonía...”

Federico García Lorca

PERSONAJES:

Romana

Agustina

Adelaida Veroni

El abuelo Evaristo

Una muchacha

ACTO ÚNICO

Es una habitación con ventana de poyo y reja. Al fondo se ve el mar y a veces se oye. Tiene
dos puertas que comunican con la entrada y la cocina, respectivamente. Los muebles son
de caoba, una cómoda con espejo, un escritorio, varias sillas mecedoras. Hay gran espacio
desocupado porque de noche se cuelgan las hamacas.

Romana, vestida de mestiza está sentada pelando chícharos, en un bote que está en el suelo
tira las cascaras y en un platón que tiene sobre las rodillas pone los chícharos pelados, los
otros están sobre su delantal. Agustina, vestida con un traje blanco que le llega a los
tobillos está frente al espejo componiéndose. Está amaneciendo.

En Campeche, 1890
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ROMANA: (Con voz baja y lenta):

Siendo niña, en vuestro prado,

hermosa rosa, te vi
dar abrigo a un alelí
entre tu seno nevado.
Al verle tan regalado empecé a sentir recelos
y en mis años pequeñuelos,

sin saber lo que era amor,

de aquella inocente flor,

antes de amor, tuve celos.

¡Pobre de mi niña Adelaida!

AGUSTINA: No sabes más versos que los de mamá.

ROMANA: Y desde hace cinco años no sé más dolor que el suyo. Ahora ni versos hace.

(Agustina termina de Arreglarse y abre la ventana)

ROMANA: Cierra la ventana. No te aproveches del viaje de mi niña Adelaida.

AGUSTINA: No me aprovecho. (Gritando). ¡Romana! ¡Allá va! ¡Allá va! ¡Y me ha dicho

adiós!

ROMANA: No le contestes, niña.

AGUSTINA: Pues ya le he contestado. ¡Lo quiero, Romana! Lo quiero a pesar de mamá y

a pesar mío...
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ROMANA: Así hablaba mi niña Adelaida.

AGUSTINA: Mientes, nana, mientes, mamá nunca ha querido a papá...

ROMANA: Eso tú no lo sabes. Cállate mejor, niña. Y cierra la ventana.

(Agustina cierra la ventana y se acerca a Romana lentamente.)

AGUSTINA: ¿Cuándo venga mamá se los dirás?

ROMANA: No, niña, pero no vuelvas a hacerlo. Después se sufre mucho.

AGUSTINA: ¿Cómo sabes? Tú nunca te casaste.

ROMANA: Porque puros indios me hacían el amor.

AGUSTINA: Pero si tú también eres india.

ROMANA: Pero yo me apellido Veroni.

AGUSTINA: Claro, porque abuelito te dio su apellido. (Con burla) El apellido de los

capitanes y los monseñores...

ROMANA: Que por siempre se conserve.

AGUSTINA: ¿De veras se sufre mucho?

ROMANA: Mucho.

AGUSTINA: ¿Es por eso que papá no vive aquí?


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ROMANA: Por eso.

AGUSTINA: Nana, hice una cosa...

ROMANA: ¿Qué? Habrás perdido el anillo de la niña...

AGUSTINA: No, otra cosa. Una cosa muy fea.

ROMANA: No estés jugando, niña, que me pones nerviosa.

AGUSTINA: Pues no te la digo, nana, no te la digo.

ROMANA: No importa.

AGUSTINA: ¿Cómo crees que será mamá cuando venga? Yo me la imagino alta. ¡Hace

tanto tiempo que no la veo levantada! Caminando deprisa, moviendo el cuerpo

como dicen que yo hago, y más bonita. Y con el traje gris que se mandó hacer y

que doblamos en la caja. ¿Te acuerdas?

ROMANA: Si es que vuelve.

AGUSTINA: No seas tonta, Romana. Claro que tiene que volver y sana. Dijo el doctor que

lo que iban a hacerle no era tan difícil.

ROMANA: No sé cómo iban a pararle ese caño de sangre.

AGUSTINA: Ellos lo saben, nana.


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ROMANA: ¡Pobre niña Adelaida! Cinco años sangrando, cinco años gritando versos y sin

poder moverse de la hamaca. (Lloriqueando). Y tan sola y tan desengañada.

¡Ella tan alegre! ¡Ella que pudo haber sido tan feliz! ¡Pobre niña Adelaida!

AGUSTINA: Me acuerdo que pasó llorando muchos días después que papá se fue.

ROMANA: La niña Adelaida ha pasado llorando casi todos los días de su vida.

AGUSTINA: Papá debió de haberse quedado a consolarla.

ROMANA: No lo sabes bien. Pero no la hubiera consolado, se agravaba tan sólo de verlo.

(Agustina se dirige a la ventana y vuelve a abrirla)

AGUSTINA: ¿Pero cómo no fue antes a curarse?

ROMANA: Porque quería morirse. Y no se murió, sólo se puso tan pálida como si se

hubiese muerto. Cuando se fue ya no le quedaba sangre.

AGUSTINA: ¡Nana! ¡Ha vuelto a pasar y se ha parado en la esquina!

ROMANA: Voy a tapiar esa ventana.

(Una muchacha se para en la ventana y se coge de las rejas)

MUCHCHA: Tu abuelo me manda.

AGUSTINA: ¿Qué pasa?


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MUCHACHA: Que el barco donde viene tu mamá llega hoy, que se ha adelantado el viaje

una semana.

AGUSTINA: ¿Ya lo oíste Romana? ¡Qué mamá llega hoy! Ya no podía soportar la

impaciencia. (Se detiene repentinamente) Ah, Romana, pero es que yo...

ROMANA: No juegues niña, no juegues y da gracias a Dios que te devuelve viva a tu

madre, y cierra la ventana, y ayúdame a acabar para que la niña no encuentre

todo revuelto. ¡Bendito sea Dios!

AGUSTINA: Dile a abuelito que muchas gracias, y gracias a ti y que te vaya bien y a ver

cuando vienes a platicar conmigo.

(Muchacha sonríe y sale corriendo)

AGUSTINA: Mamá llegará hoy... y yo... creo que mamá se va enojar mucho.

ROMANA: Ya te dije que no voy a decírselo. Tampoco a ella la acusaba, ¡la muy

picarona!

AGUSTINA: ¿Crees que papá estará ya muy viejo?

ROMANA: No pierdas el tiempo, niña. ¡Ya cierra esa ventana!

AGUSTINA: ¿Cuándo se casa uno se sufre mucho?


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ROMANA: Que no pierdas el tiempo...

(Romana se levanta llevando los chícharos en huipil en forma de bolsa y

Agustina cierra la ventana)

AGUSTINA: ¿No vamos a ir a buscarla?

ROMANA: Si viene tu abuelito. Y no dijeron a qué hora llega el barco. Llévate esa lata y

pon todo en su lugar.

(Sale Agustina con la lata y Romana detrás. La escena queda vacía. El viento abre la

ventana y se oye el mar. Se hace más intensa la luz del día. Entra Adelaida.

Viste un traje gris y un sombrero con velo.)

ADELAIDA: Ya estoy aquí. Dentro de estos muros que me vieron sufrir, junto a estos

muebles que he visto día a día y que la necedad de Romana no cambiaba nunca

de lugar. (Va hacía el espejo) ¡Y soy bella todavía!¿Qué diría ahora si en

realidad me hubiera curado? ¿Si estuviera vencida la enfermedad que por su

culpa pasó de unas sucias entrañas a las mías? Sería como antes era. Pero

quedaría la infamia, quedaría ese dolor de espíritu, ese sabor de boca. Quedaría

la ventana donde lo esperaba de rodillas, donde esperaba también al otro.

¿Cómo desde la vez primera no caí vencida? ¿Cómo no detesté el amor? Pero

mi ternura insoportable y asquerosa me llenaba la boca, mi alegría se volcaba

en versos a las flores. Ahora nada florece para mí. Y no me vengaría; querría no

verlo nunca, pero que supiera que no vivo acostada en una hamaca tirando mi

sangre a gotas. Que supiera que vivo sana, que vivo admirada, que salgo a la

calle, que visito gentes y que ya las vecinas no se asombran cuando alguien les
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dice que todavía no he muerto. Y que supiera también que he dominado todos

los recuerdos, y que hasta que me muera moriré tranquila, sin evocar las noches

en que no me movía para no despertarlo, las noches...

(Entra Agustina y se queda asombrada mirándola. Adelaida se detiene y después de dar

tiempo a que la vea bien le tiende les brazos.)

AGUSTINA: ¡Mamacita! ¡Qué linda estás! Casi no te conocía. ¡Romana! ¡Ven a ver!

(Adelaida se quita el sombrero y lo pone sobre la cómoda. Entra Romana y comienza a

llorar después de abrazarla.)

ROMANA: ¡Mi niña Adelaida! ¿sufriste mucho? ¡Yo creía que te iban a matar,

corazoncito! Agustina se ha portado y las dos te hemos extrañado. ¡Qué linda

estás! Estás como hace muchos años, cuando volviste del viaje de bodas, y yo,

ya tenía la casa lista, eras muy feliz y te duró mucho tiempo...

ADELAIDA: (Con cara endurecida repentinamente) Me duró mucho tiempo, Romana,

pero no el tiempo necesario, o tal vez ha sido la vida lo que me duró demasiado.

(Sonriendo) ¿Y te has portado bien, Agustina?

AGUSTINA: (Nerviosa) Si... (Mirando a Romana) No... yo hice una cosa, debía haberte

consultado.

ROMANA: Son tonterías, no ha hecho nada, no le hagas caso, niña.

ADELAIDA:: Si no es demasiado grave, basta con la intención de decírmelo. ¡Pobrecilla!

Ahora que he respirado el aire de la calle, que he hablado con gente, me he


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dado cuenta de lo penoso que debe haber sido para ti vivir casi encerrada. Pero

ahora cambiará: haremos visitas y te llevaré conmigo, y excursiones, y

podremos bañarnos en el mar...

(Agustina se ha distraído y está pendiente de la ventana, Romana tose, Agustina se

sobresalta y se vuelve hacía Adelaida que la mira fijamente. Romana vuelve a toser.)

ADELAIDA: ¿Se relaciona con eso lo que querías decirme?

AGUSTINA: No, mamá

ROMANA: No lo ha visto ni ha hablado con él. Como tú me lo encargaste, niña Adelaida.

ADELAIDA: Pero lo quería ver ahora.

AGUSTINA: (baja los ojos) ¿Tampoco puedo verlo?

ADELAIDA: Tampoco, Agustina, tampoco.

ROMANA: No vayas a regañarla, niña, se ha portado muy bien y me ha obedecido en

todo.

ADELAIDA: Menos en lo que no puede mandarme, ¿verdad Agustina?

AGUSTINA: En eso no. (Comenzando a llorar) ¿Por qué eres así, mamá? Él es muy

bueno.

ADELAIDA: Tanto como puede ser el más bueno de los hombres.


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AGUSTINA: ¿Lo haces para que yo no sufra? ¡Pero si así sufro más! Quiero, necesito

verlo. Te has dado cuenta de que necesitaba salir, hablar, divertirme. ¡Y de eso

no quieres darte cuenta! Y todo porque has salido a la calle, y has viajado, y te

has divertido. ¡Enamórate como yo y me darás permiso!

ADELAIDA: ¡Enamórate! ¡Qué asco! Afortunadamente no hay peligro de eso...

AGUSTINA: ¡Si hay peligro! Yo...

ROMANA: Cállate, hijita. No molestes a tu mamá, acuérdate que está enferma.

ADELAIDA: No estoy enferma. Estuve muy enferma, estuve en agonía cinco años. Ahora

estoy sana. ¡Mírenme!

(Comienza a dar vueltas hasta que se detiene cerca de una silla y se lleva una mano a la

frente. Agustina y Romana se miran.)

ROMANA: No estás fuerte todavía.

ADELAIDA: Si estoy fuerte. Todo el mundo se marea cuando da vueltas. Agustina, ¿no ha

venido abuelito a verte?

AGUSTINA: No. Dicen que está enojado porque te fuiste.

ADELAIDA: No lo dudo. Es la segunda cosa que hago en contra de su voluntad. ¡Pobre

papá! ¡Era tan fácil tener una hija moribunda! Así eran pocos los que tomaban

en cuenta que no viviera con su marido, Ahora empezarán las aclaraciones y

todos podrán comprobar lo que ya habían pensado.


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AGUSTINA: (Dudando) Y... ¿no vas avisarle a papá que ya estás bien?

ROMANA: Ay, niña, que preguntona estás.

ADELAIDA: No tiene objeto. Además no creo que le interese mi salud. En fin, puede que

sí.

AGUSTINA: Que bueno porque...

ADELAIDA: ¿Ya sabe tu abuelo que estoy aquí?

ROMANA: Él nos aviso que llegabas.

AGUSTINA: Tiene que venir a verte.

ADELAIDA: No lo creo. ¡Es tan difícil vivir para algunas gentes! No sé quien es más

culpable: él por tratar de arreglarme mi vida o yo por haberlo obedecido.

ROMANA: Sufriste mucho, niña Adelaida.

ADELAIDA: (Moviéndose) ¡Pero ya no sufro! ¡Siempre seré feliz! Podré salir a la calle

para contestar todas esas habladurías, podré mostrarles que llevo una vida

completa y que no me hace falta más que mi hija. Y que la tengo y que la hago

dichosa.

AGUSTINA: Yo no soy dichosa, mamá. No sé que siento cuando oigo la palabra felicidad

y pienso en Ermilo.

ROMANA: No digas ese nombre, que hace mucho tiempo que tu mamá no quiere oírlo.
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ADELAIDA: Deberías decir: hace mucho tiempo que tu mamá dejo de decirlo.

AGUSTINA: ¿Tú conociste algún Ermilo?

ADELAIDA: Sí.

ROMANA: Ya no le preguntes que la vas hacer recordar

AGUSTINA: Si le pregunto, Romana. ¿Es por eso que no quieres a Ermilo, mamá?

ADELAIDA: No lo quiero porque su abuelo fue un bandido, porque su padre es un patán

con aspecto de “comerciante honrado”, porque su madre es una vieja tonta y

porque él no puede ser más que el conjunto de todo eso. No lo comprendo, no

sé como pueden atraerte esos ojos oblicuos, esos pómulos salientes, esa labia de

judío. Esa cara que hereda de su padre, esa complacencia en sí mismo, esa

expresión que parece que dice: ¡Qué bueno que fui hombre! Los odio por su

seguridad, por su manera de ver. ¡Los odio porque me hacen sentir con mi

sangre y con mi alcurnia, demasiado débil, demasiado poco!

ROMANA: ¡Ay, niña Adelaida, tanto que lo querías!

AGUSTINA: Yo no sabía que los conocieras.

ADELAIDA: (Sentándose) Sí. Pero hace mucho tiempo. Todo es cuestión de eso, de

tiempo. No sé que siento, como si fuera tiempo lo que me faltara. Como si fuera

a cometer una irreparable tontería ocultándote cosas que antes no tenía fuerza

para decirte. Te he visto crecer, Agustina, y me he sentido impotente para

detenerte. He tenido miedo de no poder acompañarte, de no poder impedir que


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no te sucedan cosas. Y ahora que todo debería desaparecer, que debía tener

confianza en mí y en ti, también tengo miedo.

AGUSTINA: (Acercándose) Yo te quiero mucho, mamá. Y tampoco podía decirte muchas

cosas. Pensaba que podías morirte de un momento a otro, y me decía: ¿Para qué

mortificarla? Y hacía planes para después de tu muerte. Pensaba ir a visitar a

papá...

ADELAIDA: Puedes hacerlo cuando gustes...

AGUSTINA: No hay necesidad porque...

ROMANA: ¡Qué no vaya! Ya te conozco, niña Adelaida, que ibas a sentirlo mucho.

AGUSTINA:: ¿No te gustaría, mamá?

ADELAIDA: No, pero puedes hacerlo.

AGUSTINA: ¡Siempre me has dado así los permisos! Hazlo, pero me haces sufrir. Y como

te estabas muriendo, yo no me atrevía a hacer nada. Eso es explotar a la gente.

ROMANA: ¡No contestes así!

ADELAIDA: Que conteste como quiera. Y que haga lo que quiera, Ya no me estoy

muriendo, Agustina. Llama a ese niño que te persigue y dile que lo quieres,

llama a tu padre, ve si quieres a darle a tu abuelo la razón en mi contra. Lo que

lamento es que todo cuanto pasó habrá sido inútil. Inútil que no me dejarán

casar con el padre de Ermilo, inútil que preservaran nuestra sangre de la suya,
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inútil que me dieran otro hombre por esposo, ¡inútil que yo me enamorara de él

como una loca!

(Entra el abuelo)

ABUELO: Adelaida... ¿qué le estás diciendo a tu hija?

(Romana sale para la cocina después de haber hecho un saludo respetuoso)

AGUSTINA: ¡Abuelito!

(El abuelo abraza a Agustina y mira a Adelaida con severidad)

ABUELO: Parece que vienes de viaje de bodas. Estás elegantísima.

ADELAIDA: ¿Verdad? Lo mismo dice Romana

ABUELO: Lo malo es que fue una boda sin novio.

ADELAIDA: ¡Ojalá hubiera sido así la mía! Pero ahora no tengo más novio que la vida.

¡Quiero gritar! ¡Quiero respirar a pleno pulmón! ¡Quiero no tomar en cuenta a

usted ni a nadie!

AGUSTINA: Mamá, no hables así a abuelito.

ABUELO: Es un mundo curioso donde los hijos corrigen a los padres.

ADELAIDA: Cállate tú, Agustina. Yo sí tengo derecho a hablar. Tú espérate. Cuando te

hayas casado con ese árabe sucio, cuando hayas llorado en sus brazos de dolor

y placer, cuando hayas parido a sus hijos, y cuando te des cuenta que todo esto
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no vale nada para él, y cuando creas que va a sonreír y en vez de sonrisas haya

insultos, y cuando hayas sentido lo que se siente cuando lo veas con otra mujer,

entonces podrás hablar. Pero tú no podrás hablar. A ti nadie va a obligarte a

casarte con nadie. Y yo todavía podré decir muchas cosas: que yo no quería esa

estupidez de boda, que yo no quería para ti ninguna boda, si así lo quieres.

ABUELO: Yo no te obligué a querer a Evaristo.

ADELAIDA: No sea usted inmoral, padre. ¿Qué es entonces lo que hubiera querido? ¿Qué

es lo que quiere ahora? Que yo, como una estatua, pasara por la vida. Que no

viera, ni oyera ni sintiera. ¿Y no quería usted que fuera tan insensible que no

me llegara el contagio que él me trajo?

ABUELO: No digas eso delante de Agustina.

ADELAIDA: Lo digo porque está ella. A ella es precisamente a quien le interesa. Usted no

tiene corazón que le cause incomodidades.

ABUELO: Las cosas deben ser como son. Una mujer y un hombre. Nada más.

ADELAIDA: Pero no son ni nunca han sido. La realidad es un hombre y varias mujeres.

ABUELO: En todo caso, la mujer debe portarse como una señora.

ADELAIDA: ¿Y cómo se portan las señoras? ¿Se pudren en sus camas? Porque entonces,

yo he estado a punto de ser una señora. A punto, digo, porque según su

concepto, yo nunca podré serlo. No tengo la suficiente indiferencia. No puedo


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soportar un marido infame, ni tengo fuerza para darle a mi hija un padre

indigno.

AGUSTINA: ¡Mamá! Yo creía que papá se había ido porque a causa de tu enfermedad, tú

no querías verlo.

ABUELO: Pues no fue por eso. Tu padre se fue porque tu mamá insistió en ello, porque no

tuvo corazón para perdonar una falta que la mayoría de los hombres hemos

cometido. Porque no tuvo espíritu de sacrificio, porque no supo imponerse a un

rencor infundado.

ADELAIDA: Ustedes los hombres creen que pueden cometer toda clase de faltas. Si

hubiera sido yo quien la cometiera, me hubiera echado de mi casa, y no hubiera

sido usted quien me defendiera.

ABUELO: La mujer pertenece al marido. Además puede traer a la familia sangre extraña.

ADELAIDA: ¡Sangre! De sangre es el problema. Yo como mujer, no hubiera podido traer

sangre extraña. Y él como hombre, podía permitirse que por su culpa estuviera

cinco años tirando mi sangre gota a gota. Y si no le perdono, es porque no estoy

hueca como las muñecas de su imaginación y las mujeres de su ejemplo. No le

perdono porque tengo demasiado corazón, porque mi corazón es tan puro que

no puede aceptar una bajeza.

ABUELO: Loca. Preferiría que te hubieras muerto.


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ADELAIDA:(Con desaliento) De eso me doy cuenta ahora. De que tardó tanto mi agonía

que ya no pueden soportar que viva. Agustina también lo preferiría. Y yo

también. ¡Pero no será! Tendrán que soportarme, tendrán que renunciar a sus

planes. El mismo Evaristo debe haberlo deseado. Y ahora va a desearlo más.

Porque soy como antes era y me ha perdido para siempre.

ABUELO: Sólo vine a decirte que volvieras con él. Ahora no hay pretexto.

AGUSTINA: (que hacía rato estaba sentada en una silla con expresión de azoro) No,

abuelito. Yo también quería pero ya no.

ABUELO: Agustina necesita un padre. Ya no es la hija de una mujer enferma que necesita

protección. Ahora es la hija de una mujer sola, hambrienta de salir y divertirse.

La situación cambia para ella.

ADELAIDA: (Muy excitada y moviéndose con brusquedad) Pues no volveré. Con los

dedos prefiero arrancarme las costuras que cierran mi herida. Prefiero abrirme

el vientre y deshacerme las entrañas con mis propias manos. ¡Para qué habré

querido vivir! ¡Tan cómoda que era mi agonía! Y me había acostumbrado a

ella: con un hilo mecía mi hamaca, con un hilo abría la ventana y con un hilo de

voz gritaba de dolor. Hasta tenía la ventaja de adivinar lo que todos querían

hacer a mi muerte, y decir para mis adentros: “Seré todavía un poco mala,

viviré un año más”.

AGUSTINA: (Llorando) ¡Pobre mamá!

ADELAIDA: ¡Es que los enfermos nos volvemos tan egoístas! Pensamos en vivir nosotros
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y no se nos ocurre que los demás también quieren vivir, nos volvemos parásitos. Lo peor de

todo es que después no volvemos a ocupar nuestro lugar y estorbamos.

ABUELO: Adelaida, hablas como cuando tenías quince años.

ADELAIDA: ¿Cómo sabe usted cómo hablaba entonces si nunca se dignó a escucharme?

Usted no sabe que me estaba muriendo de amor por aquel hombre. ¿Cómo va a

hacer usted para comprender eso si no sabe más que las porquerías que se hacen

en los callejones y de los prodigios de frialdad que se cometen en los hogares?

¿Cómo ha de saber que desde los quince años comencé a agonizar? Agonía fue

fingir indiferencia cuando me hacía pedazos, agonía fue afrontar la seguridad de

Ermilo, su mirada que parecía adivinarlo todo, y asistir a su boda. Y saludar

cuando pasaba con su esposa, y ver como en el vientre de ella iba creciendo el

hijo y desear que ese hijo fuera mío...

ABUELO: Adelaida, lo que tienes de más imperdonable son las palabras, ¿Y por qué no te

entregaste a él?

ADELAIDA: Eso lo sabe usted perfectamente. Por falta de fuerza. Si no tuve rebeldía para

casarme, ¿Cómo iba yo a tenerla para eso? ¡Y no me haga esas preguntas! No

me las haga porque mi madre y usted se pasaron la vida dándonos razones para

no hacer semejantes cosas. Y si no fuera por ninguna de esas razones que no lo

hubiera hecho, de todas maneras ustedes no lo entenderían.

ABUELO: Si era un amor tan grande, no veo por qué te hizo tanto efecto el proceder de

Evaristo.
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ADELAIDA: Porque el de él fue también un amor muy grande. Y fue él quien me

conquistó. Me halagaba: ¡que pedí yo que no me diera!, ¡Que dije que no

corriera a complacerme! Y de pronto... todo acabó.

AGUSTINA: Mamá... perdona. Pero, ¿Qué tiene Ermilo que ver en todo esto?

ADELAIDA: Tiene que ver que no puedo afrontar la mirada de triunfo de su padre. El

triunfo suyo porque fui infeliz, el triunfo de su hijo y el triunfo de su sangre.

ABUELO: Sangre de ladrones.

ADELAIDA: Agustina, si no lo defiendes esta vez, nunca te lo perdonaré.

AGUSTINA: (Llorando) No puedo, mamá. Es cierto que es de ladrones.

ADELAIDA: No puedes defenderlo pero no cejas en tu intento, hija mía. Lo que tiene esa

sangre de ladrones es que es más fuerte y más sana que la tuya y que la mía.

Que si yo me hubiera casado con Ermilo, tal vez hubieran robado mis hijos,

pero hubieran vivido.

ABUELO: Desde que entré no he oído una sola palabra coherente. Estás loca, Adelaida. Y

no sólo lamento que vivas sino que seas mi hija y que delante de tu hija te

pongas a decir semejantes tonterías. Evaristo y tú deben vivir juntos. Si

Agustina insiste en casarse con ese muchacho, no me importa. Los tiempos

cambian. Agustina no tiene un solo centavo, él es rico. Además no es moral que

Agustina siga viviendo aquí. Evaristo vendrá porque ahora tampoco tendrás

fuerza para resistirme; pero no creo que sean ustedes felices y no es bueno que
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los hijos vean semejantes espectáculos. Me voy y antes de que hables dejo

dicha la última palabra. Esto es a que va a hacerse y lo que tengas que decir en

contra no me interesa. Ya estás lo suficientemente sana para que se hagan las

cosas como se deben sin andar con consideraciones. Hasta luego. Agustina, ven

a abrirme la puerta.

(Queda Adelaida muy pálida, sentada en una de las sillas y con las manos en el vientre. Se

oye la voz de romana desde la cocina. Ya es mediodía)

ROMANA:

¿No ves a la mariposa

que universas flores liba? Pues es una imagen viva

de la juventud jocosa.

Mira un joven a una hermosa, se compromete con ella,

la deja por otra bella,

y de este modo no para.

pues si de esta se separa,

es por irse con aquella.

ADELAIDA: (Haciendo un esfuerzo) Cállate, Romana. No es hora de versos.

ROMANA: (entrando) Tanto que te gusta la sopa de chícharos. Te adiviné, niña.

ADELAIDA: De pequeña me consolaba comiendo. Parece que me oigo: Romana,

dame una cosa muy buena, muy buena, que me llegue hasta el corazón.
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ROMANA: Y te llegaba, niña, te llegaba, porque enseguida te ponías contenta.

ADELAIDA: Roman, ¿Crees que valga la pena el amor?

ROMANA: Sólo para los versos... y para los cuentos.

ADELAIDA: Tú tuviste un poco la culpa.

ROMANA: ¿Cómo dices?

ADELAIDA: Me contaste demasiadas historias.

ROMANA: Si, siempre te conté cosas bonitas.

ADELAIDA: é cosas bonitas.

ADELAIDA: Y yo sola tuve que descubrir las feas

ROMANA: ¡Pobre niña Adelaida!

ADELAIDA: Pronto vas a tener que arreglar otra casa.

ROMANA: Cuando arreglé la tuya, juré que sería la última. Ya estoy cansada de ver tanta

cosa. Quisiera vivir lo que me queda de vida con los ojos y los oídos cerrados.

ADELAIDA: (retorciéndose en la silla) ¡Lo que queda de vida! Será mucho, nana.

ROMANA: Lo pasaremos juntas.

ADELAIDA: ¡Romana! Siento que ya no puedo. ¡Romana! No puedo fingir más.


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¡Romana! Siento una cosa tibia que me invade.

(Entra Agustina)

AGUSTINA: ¿Qué le pasa?

ROMANA: ¡Se está vaciando en sangre!

ADELAIDA: Agustina... que no llamen al doctor. ¡Romana, cuelga mi hamaca!

AGUSTINA: ¡Tengo que llamar al doctor! ¡Cómo vamos a dejarte así!

ADELAIDA: ¡Por favor no! Me he venido muriendo todo el camino...

ROMANA: No la contradigas. Siempre pasa lo que dice Dios...

ADELAIDA: No sé quien está tocando la puerta, y tengo miedo, como si vinieran por mí...

ROMANA: ¿Cómo te sientes, niña?

ADELAIDA: Feliz pero con miedo, un temblor extraño y mucha sed... ¡cuelga mi hamaca!

(Romana se dirige a la cómoda y saca una hamaca que encaja en el hamaquero que está

cerca de la ventana. En el momento en que la estira alza los ojos y ve a Evaristo que entra

con Agustina; entonces la pone sobre una silla y ya no intenta colgarlo.)

EVARISTO: Buenas tardes, Adelaida.

ADELAIDA: ¡Qué...! (Trata de levantarse, pero vuelve a caer)


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EVARISTO: ¿Qué pasa, Romana?

ROMANA: Se está muriendo.

ADELAIDA: ¿Quién te llamó?

AGUSTINA: fui yo, mamá. Pero siempre que quería decirle a alguien me interrumpía y...

ADELAIDA: Ya no importa, ahora. Pero yo, Evaristo, nunca te hubiera llamado.

EVARISTO: (acercándose) Ya lo sé. Pero yo hubiera terminado por venir. ¡Te quiero

tanto Adelaida!

ADELAIDA: (Con voz queda) Lo dices porque me estoy muriendo. ¡No te acerques!

EVARISTO: Yo querría besarte...

ADELAIDA: ¡No! Romana, ¡no lo dejes!

ROMANA: No, niña Adelaida.

AGUSTINA: ¡Perdóname, mamá!

ADELAIDA: Digo que ya no importa.

EVARISTO: ¡Adelaida!

ADELAIDA: Bésame después que muera...

(Muere Adelaida, él comienza a abrazarla.)


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AGUSTINA: (Se asoma a la ventana y grita) ¡Ermilo! ¡Ermilo! ¿Todavía estás allí? ¡Ven

por favor! ¡Ermilo!

ROMANA: (con voz indiferente) ¡Pobre niña Adelaida!

Cae un telón lento

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