Guia Lectura Cazadores de Especies PDF

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É N D I C E

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o c u rre ?
ién s e l e
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Pero ¿a q

Mary Anning

La familia de Mary Anning (1799-1847) era muy pobre y


nunca se pudo permitir unas vacaciones. Por suerte, nacie-
ron en un maravilloso pueblo costero, Lymes Regis, al sur
de Gran Bretaña. Los ingleses lo llaman la Perla de Dorset
y les encanta veranear allí, así que, de algún modo, fue
como si Mary pasara la vida entera de vacaciones en la
playa. Lymes Regis posee altísimos acantilados, que se al-
zan como murallas al pie del mar. Pero lo mejor no son las
vistas, sino lo que esconden sus entrañas: piedras, arcillas,
arena y... restos de animales fabulosos, que harían palide-
cer a los centauros y los unicornios.
Mary obtuvo su inteligencia despierta de un modo
muy parecido a como los superhéroes adquieren superpo-
deres. De recién nacida, a todo el mundo le pareció bastan-
te sosa y escuchimizada, aunque nadie se atrevía a decirlo
en voz alta. A los seis años una vecina la llevó, en compañía
de dos amigas, a ver una exhibición ecuestre. Estaban en
pleno agosto, pero también estaban en Inglaterra, así que
les pilló una tormenta torrencial por sorpresa. La vecina se
resguardó con la niña y sus amigas bajo las ramas de un
olmo, con tan mala fortuna que un rayo acertó en el árbol
y fulminó a las tres mujeres. Solo la pequeña Mary sobrevi-
Mary Anning, la intrépida cazadora de fósiles.
Pero ¿a quién se le ocurre? 133

vió. Cuando se recuperó del susto, la familia advirtió un


cambio asombroso en su carácter. El rayo la había espabi-
lado y a partir de entonces dio muestras de una curiosidad
y una inteligencia fuera de lo común.
Hace millones de años el océano cubría las playas por
las que le gustaba pasear a Mary. Por eso, gran parte de los
fósiles que encontró pertenecían a especies marinas. Mien-
tras tomaba el sol y el viento la despeinaba, podía imaginar
que caminaba sobre el fondo de un mar primitivo y que
fantásticas criaturas nadaban sobre su cabeza. Los animales
que al morir se hundieron y quedaron enterrados bajo la
arena del fondo dejaron los huesos que ella extraería más
adelante.
Cazar fósiles no es lo mismo que cazar tigres, pero aun
así en Lymes Regis era una actividad de alto riesgo. El litoral
encierra sus huesos prehistóricos como un cofre sus tesoros
y el agua es la llave para abrirlo. La mejor temporada se ex-
tiende a lo largo de los meses de invierno. El terreno de la
costa es poco firme y las lluvias abundantes lo deshacen.
Provocan corrimientos de tierra y derrumbes en las paredes
de los acantilados, que sacan a la luz las capas más profundas
del suelo. Entonces hay que apresurarse y pescar los fósiles
sobre la roca caliza recién desmoronada, antes de que caigan
más piedras encima o se los lleve el mar con un tirón de la
marea. Un nuevo desprendimiento puede no solo enterrar
los fósiles, sino también a la persona que los busca. Mary se
jugó la vida en numerosas ocasiones y en más de una estuvo
a punto de perderla.
Aprendió el oficio de cazatesoros prehistórica de su
padre Richard, un ebanista que no llegaba a fin de mes con
los armarios y escritorios que tallaba. Como era un hombre
de recursos, se sacaba un sobresueldo recogiendo fósiles.
134 Los cazadores de especies

Los limpiaba, los pulía un poco y los exponía en bo-


nitas cajas de madera que ofrecía a los turistas. La mayoría
eran conchas de moluscos muy antiguos, pero les ponía
unos nombres bárbaros, como cuernos de Amón o dedos
del diablo, y los vendía como rosquillas. Había quien decía
que curaban las infecciones de los caballos o las picaduras
de las serpientes. La pequeña Mary acompañaba a Richard
en sus excursiones a la playa, pero no se conformaba con
recoger lo primero que encontraba. Pronto la dominó la
obsesión por descubrir ejemplares que nadie hubiera visto
antes. Con solo doce años, y la ayuda del resto de la fami-
lia, desenterró el esqueleto de un ictiosaurio, una especie de
delfín contemporáneo de los dinosaurios que medía diez
metros. Su nombre significa «pez-lagarto» y tenía unos oja-
zos tremendos, engastados en hueso, para soportar la pre-
sión del agua en las profundidades.

Reconstrucción de un plesiosaurio.
Pero ¿a quién se le ocurre? 135

Su hazaña más espectacular fue el descubrimiento de un


animal totalmente desconocido hasta entonces: el plesiosau-
rio. Cuando lo vio el barón de Cuvier (el fundador de la Pa-
leontología, nada menos), se quedó de una pieza: «En verdad,
este es el animal más monstruoso que se haya encontrado ja-
más entre las ruinas de un mundo remoto. Tenía la cabeza de
un lagarto, los dientes de un cocodrilo, el tronco y la cola de
un cuadrúpedo ordinario, las costillas de un camaleón, las ale-
tas de una ballena, mientras que su cuello era de una longitud
extraordinaria, como si fuera una serpiente pegada al cuerpo».
La afición por coleccionar fósiles y esqueletos de ani-
males fabulosos se había puesto de moda entre nobles y re-
yes, que los exhibían en sus gabinetes de curiosidades. Des-
pués de llamar la atención de esta clientela adinerada, Mary
pudo abrir su propia tienda: el Almacén de Fósiles Anning.
Bien mirado, se trataba de un negocio peculiar. Mientras los
demás comerciantes del pueblo vendían los animales por su
carne, ella lo hacía solo por sus huesos o sus caparazones.
Animales que nadie había visto vivos, además. Se volvió tan
popular que dio origen a un famoso trabalenguas: She sells
seashells on the seashore. The shells she sells are seashells,
I’m sure. So if she sells seashells on the seashore. Then I’m
sure she sells seashore shells*.
Mary Anning no se limitaba a recoger cosas del suelo
para después venderlas, le gustaba observarlas con atención.
Identificó ciertas rocas como coprolitos (excrementos fosiliza-
dos). Hasta entonces se tomaban por bezoares (piedras que se
forman en el sistema digestivo de los animales a partir de

*  Ella vende conchas a la orilla del mar. Sé que las conchas que
vende son conchas de mar, así que si vende conchas a la orilla del mar,
seguro que lo que vende son conchas de mar.
136 Los cazadores de especies

materiales que no pueden digerir, como les sucede a los


gatos con el pelo que se tragan). Aunque a primera vista los
coprolitos parezcan poco glamurosos, ofrecen una infor-
mación valiosísima sobre la dieta de los animales prehistó-
ricos. Su análisis permite determinar si comían carne o
eran herbívoros, por ejemplo. Mary también se dio cuenta
de que los belemnites, los tataratataratatarabuelos de los
modernos calamares, albergaban una glándula de tinta
como ellos. Llegó a machacar sus pigmentos fosilizados y
aprovecharlos para pintar. Otro de sus triunfos fue desente-
rrar hasta el último hueso de un pterosaurio, un reptil vola-
dor que hizo que a William Buckland, un famoso geólogo y
paleontólogo, se le cayera el monóculo nada más verlo. Lo
describió como una mezcla de vampiro, perdiz, iguana y
cocodrilo que no se asemejaba «a nada que se haya contem-
plado o de lo que se haya oído hablar sobre la faz de la
Tierra, si exceptuamos los dragones de los libros de caballe-
ría y de los escudos de armas». Mary había abierto la caja de
las sorpresas y seguía dejando patidifusas a las lumbreras de
su tiempo. Se apuntó un nuevo tanto con un escualoraya,
un fascinante cruce entre raya y tiburón.
Por desgracia, en la época en la que nació los requi-
sitos para dedicarse a la ciencia no eran la curiosidad o el
talento, que le sobraban, sino algo tan peregrino como ser
hombre y además rico. Mary no asistió a ninguna clase de
Paleontología ni de Geología. No hubiera podido pagarlas,
pero, de hacerlo, le hubieran dado con la puerta del aula en
las narices. Entonces no se permitía que las mujeres estu-
diaran en la universidad, votaran o formaran parte de insti-
tuciones científicas. Sin embargo, ella tenía a su alcance el
libro de la naturaleza, que era gratis y estaba siempre abierto
ante sus ojos perspicaces.
Pero ¿a quién se le ocurre? 137

Reconstrucción de un pterosaurio.

Aprendió anatomía de los peces y se puso al día leyen-


do y copiando todos los artículos científicos que caían en sus
manos. Poseía habilidades que nadie puede enseñar: un ins-
tinto infalible para localizar fósiles y la destreza de extraerlos
intactos. Solo ella sabía distinguir una vértebra rota de ictio-
saurio de una esquirla de roca.
Algunos científicos ignoraron su trabajo y muchos co-
leccionistas que se acercaban hasta Lyme Regis para adquirir
algún espécimen nuevo y valioso, luego se atribuían su des-
cubrimiento. A Mary le sentaba fatal, pero era perseverante.
Siguió escalando las peligrosas pendientes de los acantilados,
desafiando la lluvia y los derrumbamientos, con una cesta
bajo el brazo para recoger los fósiles y un martillo en la mano,
con el que arrancaba a las rocas sus tesoros. Poco a poco, su
fama se fue extendiendo. Muchos geólogos importantes la
visitaban o le escribían cartas para conocer su opinión sobre
los problemas que trataban de resolver.
Para compensarla por lo mal que se habían portado
con ella, los paleontólogos terminaron poniendo su apelli-
do a nuevas especies, y así existe un pez del Triásico con
138 Los cazadores de especies

el nombre de Acrodus anningiae, un pequeño crustáceo


llamado Cytherelloidea anningi y un coral denominado
Tricycloseris anningi. Charles Dickens remató el relato que
hizo de la vida de Mary con estas palabras: «La hija del car-
pintero supo hacerse un nombre, con todo merecimiento».
Los descubrimientos de Mary Anning dieron un vuelco a la
imagen que se tenía de la historia de la Tierra. Los huesos
que con tanto riesgo desenterró demostraron que la vida en
el planeta era mucho más antigua y diversa de lo que se
pensaba. La mayoría daba por sentado que el mundo había
sido siempre igual, que siempre hubo ratones, elefantes y
pingüinos. Las especies nunca cambiaban, ni se desarrolla-
ban ni desaparecían. ¿Para qué iban a hacerlo? Los fósiles,
sin embargo, contaban una historia distinta. Era como si te
vendieran una casa a estrenar y el primer día encontraras
pelos en el lavabo y migas en la despensa. En el caso de la
Tierra, los antiguos inquilinos fueron los ictiosaurios y los
pterosaurios de Mary. Criaturas que nacieron, corrieron sus
aventuras y se extinguieron sin que ningún ojo humano fue-
ra testigo de ellas. No dejaron más rastro que sus huesos,
que el paso del tiempo fue convirtiendo en piedra. Su estu-
dio permitió reconstruir el larguísimo árbol familiar de los
animales y desentrañar cómo los organismos mutaron, se
adaptaron y evolucionaron, dando lugar a especies nuevas.
Y también cómo muchos de ellos se extinguieron. Mary
Anning dedicó su vida a reunir las pruebas de que habían
existido realmente.
Ciencia*

Código
rchivos de
Los a

No es nada fácil ser fósil*

Todos los científicos tienen algo de detective, pero un


paleontólogo es lo más parecido a Sherlock Holmes que te
vas a encontrar. Se pasan las horas examinando cadáveres,
de los que extraen hasta la más mínima gota de informa-
ción. Sus escenas del crimen reconstruyen muertes que
ocurrieron hace millones de años y el caso que pretenden
resolver es la historia de la vida en la Tierra.
Para ellos no hay mejor pista que un fósil. El término
procede del latín fossilis y significa «aquello que se extrajo
cavando». Fosa pertenece a la misma familia de palabras.
Si buscas en Internet fotos de paleontólogos, los descubri-
rás en el desierto del Gobi, en Tanzania o en la Antártida,
con un sombrero de ala ancha para protegerse del sol o una
capucha peluda para combatir el frío, pero siempre los ve-
rás con un pico o un martillito en la mano: cavando.
Existen fósiles muy diversos, como los insectos bañados
en ámbar o los mamuts atrapados en bloques de hielo, pero
aquí nos vamos a centrar en los que surgen de la petrificación
de los seres vivos. Recuerdan al hechizo de las brujas que con-
vierten en piedra a sus enemigos, solo que la fosilización suce-
de sin palabras mágicas y cuesta una eternidad completarla.

*  Extractos del libro de Gunnar Akerblom, Los pájaros terribles.


140 Los cazadores de especies

Para que un cuerpo se transforme en fósil se ha de


someter a un rigurosísimo proceso de selección, que la ma-
yoría de los cadáveres no supera. De entrada, la carne y las
vísceras de los animales prehistóricos rara vez llegan hasta
nosotros. ¿Por qué? Observa lo que sueles dejarte en el
plato (además de las alcachofas) cuando terminas de co-
mer: ¡los huesos! Lo mismo sucede en la naturaleza. La
carne es codiciada y devorada, ya sea por aves, leones, in-
sectos o los depredadores más diminutos, las bacterias. Un
destino parecido aguarda a las partes tiernas de las plantas,
como las hojas, las raíces y los frutos. La mayoría de los
fósiles se forma a partir de lo que nadie se quiere comer:
troncos de árboles, esqueletos o caparazones. De las anti-
guas lombrices, tan blanditas ellas, solo se conservan los
surcos fantasmales que dejaron en el barro. Así que el pri-
mer requisito para un aspirante a fósil consiste en ser resis-
tente y poco apetitoso.
También hace falta una pizca de suerte. Los huesos
no son inmunes a las bacterias y pueden ser dispersados
por animales carroñeros o sufrir, como las piedras, la ero-
sión del viento y el agua. Si le preguntas a un enterrador, te
dirá que para que un cuerpo descanse en paz no hay nada
como una fosa profunda y unas paletadas de tierra. Así que
los espacios con arena en abundancia, como los desiertos o
los fondos marinos, resultan ideales para desarrollar fósiles.
Podemos resumir así la segunda regla de oro para nuestros
candidatos diciendo: deben procurarse una sepultura digna.
Y cuanto antes lo hagan, mejor.
Un buen enterramiento puede bastar para preservar
los huesos, pero para petrificarlos necesitamos la ayuda del
agua. La que empapa el suelo marino o las corrientes sub-
terráneas que se filtran hasta los fósiles contienen gran can-
Los archivos de Código Ciencia 141

tidad de minerales disueltos. Arrastrados por el líquido, es-


tos minerales se introducen en los restos animales o
vegetales a través de sus poros. Una vez dentro, recorren la
red de conductos y cavidades que ofrece la materia orgáni-
ca a escala microscópica y se van depositando en oleadas
sucesivas. Puedes imaginar los minerales como diminutas
incrustaciones que van recubriendo la estructura de los teji-
dos. Con el paso del tiempo, el agua puede llegar a disolver
el material original y sustituir por completo un hueso, una
concha o un tronco por su réplica pétrea.

Un tatarabuelo de calamar petrificado: un belemnite.

Mientras tanto, la vida sigue en el exterior. Los vien-


tos depositan nuevas capas de tierra sobre los suelos areno-
sos y van acumulando peso sobre los restos enterrados. La
presión extrae el agua de las zonas profundas y compacta
el terreno que rodea al fósil, creando rocas sedimentarias,
como la caliza de Dorset. Así cuaja la piedra con un fósil en
su interior, igual que un bombón con su avellana dentro. Ya
solo falta un movimiento de tierra que haga aflorar lo que
142 Los cazadores de especies

estaba oculto y un paleontólogo experto, como Mary An-


ning, que desprenda la cáscara de roca que envuelve la ca-
dera de un ictiosaurio.
Los paleontólogos se han formado una imagen mu-
cho más precisa de la vida en los océanos que en tierra fir-
me. Existen infinidad de restos de crustáceos y moluscos
prehistóricos, con partes duras, como los amonites, los
nautiloides y los belemnites. Tenían a su disposición toda el
agua del mundo y muchas oportunidades de ser enterrados
por los lodos del fondo marino. Se conservan menos vesti-
gios de las especies terrestres y sus fósiles proceden con
frecuencia de animales que murieron ahogados (por la súbi-
ta crecida de un río, por ejemplo) y que después fueron se-
pultados con rapidez por un manto de barro.

El rostro secreto de los dinosaurios

Los fósiles nos cuentan la historia de un mundo que


ya no existe a partir de sus ruinas. ¿Qué podemos decir
de los organismos que no dejaron rastro? ¿Qué sabemos
de los animales terrestres que vivían lejos de la arena, los
lagos y los ríos? ¿O de los que no tenían esqueleto ni
caparazón? Los antepasados de las medusas, las anémo-
nas de mar y la mayoría de las plantas han quedado en-
vueltos en un halo de misterio. Si miras a tu alrededor,
más de la mitad de los seres vivos que identifiques no
hubieran superado el proceso de fosilización. Segura-
mente, tú tampoco.
Incluso las especies que dejaron pistas detrás supo-
nen un desafío. A la vista de un puñado de esqueletos,
¿cómo se puede determinar de qué color eran los diplo-
Los archivos de Código Ciencia 143

docus o los tiranosaurios? ¿Tenían plumas o escamas?


¿Cuánta carne rodeaba sus huesos? ¿Eran solitarios o
vivían en manadas? ¿Qué velocidad alcanzaban cuando
echaban a correr? Para contestar a estas preguntas los
paleontólogos piensan hasta que les sale humo de la ca-
beza.
Los esqueletos fósiles permiten determinar con fa-
cilidad la altura de los animales, por ejemplo, pero su
longitud ya es otro cantar. Aunque este dato figure en
cualquier información que leas sobre dinosaurios, tam-
poco te puedes fiar, porque se conservan muy pocas co-
las completas. Es cierto que la mayoría se van estrechan-
do gradualmente hasta el final, así que puedes proyectar
esa tendencia para estimar su extensión. Sin embargo
hay colas que se adelgazan poco a poco y, a partir de un
punto, mantienen la misma anchura.

Una cola de dinosaurio con final ambiguo.


144 Los cazadores de especies

Otra incógnita: ¿cuánto pesaría un dinosaurio puesto


encima de una báscula? En 2012 un equipo de científicos de
la Universidad de Manchester desarrolló un ingenioso méto-
do para estimar la masa corporal de un braquiosauro, aun-
que no tenían la menor idea de si era muy gordo o muy flaco.
Primero escanearon el esqueleto de 14 mamíferos de gran
tamaño, entre ellos un oso polar y un elefante africano, cuya
masa sí conocían. Luego, un programa de ordenador deter-
minó la cantidad mínima de piel necesaria para envolver sus
huesos. Con ella, el programa generó una versión ultradelga-
da de cada animal y calculó cuánto pesaría. Descubrieron
que los elefantes y los osos polares reales pesaban siempre
un 21 % más que los virtuales. Si esta relación se cumplía con
los mamíferos, ¿por qué no con los dinosaurios?

Dibujo del esqueleto de un tiranosaurio.


Los archivos de Código Ciencia 145

Ni cortos ni perezosos, escanearon el magnífico es-


queleto de braquiosaurio que se exhibe en la sala princi-
pal del Museo de Historia Natural de Berlín. Para verlo
bien, tienes que alejarte un poco, porque mide más de
diez metros de altura (unos cuatro pisos). El ordenador
produjo la versión ultradelgada del braquiosaurio, lo pesó
y añadió un 21 % al resultado. Al final obtuvieron un va-
lor de 23 200 kg, una cuarta parte del peso que se había
estimado mediante procedimientos tradicionales. Ahora
los científicos están ensayando su método con nuevos
animales, como aves y reptiles, para comprobar si la re-
gla del 21 % también se cumple con todos ellos. ¡Así que
los dinosaurios podrían ser mucho más ligeros de lo que
se pensaba!

Reproducción de un tiranosaurio con toda la carne.


146 Los cazadores de especies

Los colores de la Tierra

Quizá hayas oído llamar a la Tierra el planeta azul, pero lo


cierto es que no siempre tuvo océanos y, en función de la
temporada, tiñó su corteza de colores muy diversos. Pre-
párate para escuchar su historia más pintoresca, aunque
tendremos que resumirla un poco porque dura más de
4 500 millones de años.
En un principio la Tierra fue negra. El planeta se
formó a partir de los restos de una estrella gigante que
explotó. La gravedad fue reuniendo sus migajas, de hie-
rro, de oxígeno, de silicio, magnesio y otros elementos,
hasta formar una enorme pelota de minerales. En la su-
perficie, la actividad volcánica lo puso todo perdido de
lava que, al enfriarse y volverse sólida, produjo rocas de
basalto. Si alguna vez has paseado por la isla de Lanzaro-
te podrás hacerte una idea de su color: son negras como
el betún. Para pintar esta Tierra recién nacida te bastaría
con un frasco de tinta china y unas pinceladas amarillas
para el magma.
Pero, además de lava, los volcanes arrojaron otros
ingredientes cocinados en el interior de la Tierra: gases
como el dióxido de carbono y el nitrógeno, que dieron
lugar a la atmósfera. No hay que olvidar que ningún ser
humano estaba allí para contarlo, así que algunos detalles
de lo que ocurrió todavía se nos escapan. El origen del
agua, por ejemplo, resulta un tanto misterioso. Algunos
científicos piensan que también surgió del interior de la
Tierra, y que escapó entre los vapores de las erupciones.
Otros creen que la trajeron meteoritos y cometas de hielo
al estamparse contra nuestro planeta. Al margen de dón-
de viniera, la superficie terrestre, a medida que se enfria-
Los archivos de Código Ciencia 147

ba, fue dejando que el agua se acumulara sobre su corteza


sin evaporarla. Así cuajaron los mares y los paisajes se
llenaron de azul.
Con todo, el planeta mantenía un aspecto bastante
mortecino. Pasados 600 millones de años, la vida se des-
perezó al fin tímidamente, en forma de microorganismos
de una sola célula que empezaron a poblar los océanos.
Hace 2 500 millones de años una pequeña comunidad de
bacterias se sacó de la manga un procedimiento revolucio-
nario para alimentarse de la luz del sol: la fotosíntesis, que
liberó toneladas y toneladas de oxígeno a la atmósfera.
El oxígeno hace buenas migas con casi todos los ele-
mentos y puede decirse que oxidó entera la corteza terres-
tre. En particular, se asoció con el hierro del basalto, produ-
ciendo óxidos. Si buscas en Internet imágenes de minerales
compuestos por óxidos de hierro comprobarás que mu-
chos, como el oligisto y la goethita, son rojos. Entonces la
Tierra se convirtió en una hermana gemela de Marte, pero
con una atmósfera más sustanciosa y con agua.
Igual que los artistas del Renacimiento trituraban mi-
nerales y los mezclaban con otras sustancias para fabricar
sus pigmentos, la Tierra molió y combinó sus rocas para
adquirir más colores. Los basaltos que habían surgido de
los volcanes y que se habían oxidado sufrieron el desgaste
del aire y la lluvia. Se fueron desmenuzando en granos
diminutos que el azar y el viento amontonaron aquí y allá.
Se acumularon capa sobre capa, hasta que su propio peso
terminó por aplastar las más profundas, actuando como
una prensa que produjo rocas nuevas. Unas regresaron a
la superficie, otras se siguieron hundiendo a medida que
se depositaba más arena encima de ellas. Fue un auténtico
descenso a los infiernos. Tuvieron que soportar terribles
148 Los cazadores de especies

presiones y también el calor del manto terrestre, que aca-


bó por fundirlas. Así, los minerales reaccionaron entre sí
y se mezclaron, dando lugar al verde de la malaquita y el
olivino, al rojo intenso del rubí, al dorado de la pirita o a
la blancura del mármol.
Hace más de cuatrocientos millones de años, las
plantas salieron del agua y se aventuraron en los continen-
tes. Llevaban en sus células la clorofila y, allá donde fueron,
lo mancharon todo de verde. Sus hojas también vistieron la
Tierra con el amarillo, el ocre y el rojo del otoño. En el
Cretácico desarrollaron las flores con frutos, que trajeron
rosas, violetas y naranjas. Las bacterias, al descomponer la
vegetación y el plancton, destilaron el negro del carbón y el
petróleo. Los esqueletos de los primeros invertebrados
aportaron el gris ceniciento de la roca caliza.
De vez en cuando parecía como si la Tierra se abu-
rriera de sus paisajes y quisiera volver a pintarlos de nue-
vo. Entonces el frío intenso de las glaciaciones convertía
su corteza en un enorme lienzo en blanco de hielo y nieve.
Así que el planeta azul también ha sido el planeta rojo. Ha
sido blanco y ha sido negro. También verde y, desde que
la vida se diversificó, ha sabido vestirse a la vez de todos
los colores.
e n cas a
enem i g o
El

Un dinosaurio en tu mesa

¿Alguna vez te has comido una tortilla de huevo de dino-


saurio? ¿No? Los paleontólogos apostarían a que sí. Des-
pués de décadas de controversia, hoy en día la mayoría
acepta que no todos los dinosaurios se extinguieron a fi-
nales del Cretácico. Una pequeña rama de su árbol evo-
lutivo sobrevivió y siguió evolucionando hasta dar lugar
a... las aves. Y entre ellas, faltaría más, a las gallinas que
ponen los huevos que te comes.
Uno de los primeros en sospechar que se estaba
merendando un dinosaurio fue un eminente naturalista
victoriano, que se llamaba Thomas Henry Huxley. Des-
pués de pasar una intensa jornada analizando esqueletos
prehistóricos en el museo, se cepilló las patillas, se puso
elegante y acudió a una cena de gala. En aquellos tiem-
pos el pollo era un manjar tan exquisito como el caviar y
fue lo que le sirvieron en el banquete. Después de comer-
se la carne, Huxley reconoció en los huesos que habían
quedado en el plato el patrón anatómico que llevaba ho-
ras estudiando:
«Si los cuartos traseros, desde el ilion hasta la pun-
ta de los dedos, de un pollo a medio incubar se pudieran
ampliar, osificar y fosilizar tal como están, nos propor-
cionarían la última etapa en la transición entre las aves y
150 Los cazadores de especies

los reptiles; porque nada en sus rasgos nos impediría si-


tuarlos entre los dinosaurios».
La idea no resultaba descabellada. Después de
todo, basta con echar un vistazo a la arena de un parque
y comparar las huellas que dejan las palomas con las pi-
sadas que se conservan de muchos dinosaurios.

¿Por aquí pasó un pájaro o un dinosaurio? Huella de terópodo,


tomada en Valdecevillo (La Rioja).

También existían semejanzas anatómicas entre las


aves y otros reptiles. Los pájaros presentan escamas en las
patas, por ejemplo, y el tejido que da lugar a las plumas
también es muy similar al que origina las escamas.
El enemigo en casa 151

Con los fósiles que se conocían en la época de Huxley,


tuvieron más éxito las teorías que emparentaban a los po-
llos con reptiles más antiguos que los dinosaurios, entre
ellos, los antepasados de los cocodrilos.
La imaginación de los paleontólogos recurrió durante
décadas a la piel de los lagartos para vestir los fósiles de los
dinosaurios. En las viejas películas, rodadas cuando todavía
no existían efectos digitales, lagartijas e iguanas hacían de
monstruos prehistóricos. Les pegaban unos cuernos de car-
tón o una cresta de lona, y ¡listo!, ya podían interpretar el
papel de diplodocus y tiranosaurios.
La clave del parentesco entre los dinosaurios y las
aves yacía enterrada en una región rica en leyendas de
dragones: la provincia de Liaoning, al nordeste de Chi-
na. A partir de los años noventa del siglo pasado, los
campesinos de la comarca comenzaron a sacar a la luz
fósiles que volvieron locos a los paleontólogos. Pertene-
cían a pájaros antiquísimos, a dinosaurios con pico de
pato o con cuatro alas y (redoble de tambor)… ¡a dino-
saurios con plumas!
Fue un hallazgo sensacional, que trastocó por com-
pleto la imagen que hasta entonces se tenía de estos ani-
males prehistóricos.
Los fósiles chinos revelan detalles delicados, como
las trazas de plumas, que se malograron en los procesos
de fosilización de otros yacimientos. Su maravilloso esta-
do de conservación se debe a las avalanchas de barro y
cenizas volcánicas que se abatieron sobre una región cá-
lida y cubierta de lagos, donde la vida prosperaba. La
tierra húmeda y la ceniza sepultaron a cientos de anima-
les y plantas, conservando al mismo tiempo sus restos
casi intactos.
152 Los cazadores de especies

Ahora sabemos que gran parte de los rasgos propios


de las aves se cocinaron antes en un grupo de dinosaurios
particular: los terópodos. Desarrollaron plumas, huesos
huecos y la fúrcula, un hueso en forma de Y, en el que se
juntan las dos clavículas con el esternón (que tú mismo
puedes observar, como hizo Henry Huxley, en los huesos
del pollo).

¿Una gallina mutante? Ovirraptor (del latín, «ladrón de


huevos»), un dinosaurio con fama injusta.
El enemigo en casa 153

A su vez, las aves más antiguas conservaron rasgos


de dinosaurio: garras, picos con dientes y una larga cola
de hueso, que fueron perdiendo (¡también la perdimos
nosotros!).
Las lagartijas y los cocodrilos actuales no descien-
den de los dinosaurios, sino de un ancestro común, los
neodiápsidos.

Otro dinosaurio con plumas: el velocirraptor


(del latín, «ladrón veloz»).
154 Los cazadores de especies

En el árbol genealógico de los dinosaurios podrás


descubrir a algunos de los amigos que hicieron Astrid y
Gunnar durante su viaje. Reconocerás a la mayoría entre
las filas de los terópodos: el troodón, el therizinosaurio y el
tiranosaurio. En este grupo de saurisquios se han identifica-
do numerosas especies emplumadas. Esta circunstancia dis-
paró las especulaciones de los paleontólogos: los tiranosau-
rios, en lugar de los monstruosos lagartos de las películas,
¿se asemejarían a enormes avestruces?

Neodiápsidos

Arcosauromorfos Lepidosauromorfos

Arcosaurios Ictiosaurios Lepidosaurios

Serpientes Lagartos Iguanas


Ornitodiros
Crocodilotarsos

Cocodrilos Caimanes

Dinosaurios Pterosaurios

Quetzalcoatlus
Terópodos

Aves

Los antepasados de los dinosaurios. Los grupos con representantes


actuales aparecen en un recuadro gris.
El enemigo en casa 155

Se han desenterrado huesos de parientes muy


próximos con trazas de plumas, pero ningún ejemplar de
Tyrannosaurus rex propiamente dicho, así que el debate
está servido.
Hay que tener en cuenta que las aves exhiben un
amplísimo repertorio de plumas, desde el plumón deshi-
lachado de los pollitos al espectacular abanico de los pa-
vos reales, que utilizan para abrigarse, volar, sentir o in-
cluso ligar.
Por ahora, a la luz de los vestigios encontrados, no se
puede reconstruir con exactitud el aspecto de las plumas de
los dinosaurios. Es muy probable que nunca hallemos una
evidencia directa de sus colores, por ejemplo.

Dinosaurios

Saurisquios Ornistiquios

Euplocephalus
Terópodos Saurópodos

Tyrannosaurus Troodon Therizinosaurus

Árbol genealógico de los dinosaurios. Aparecen resaltados en


gris los animales que se encontraron Astrid y Gunnar.
156 Los cazadores de especies

Alosaurio (del griego, «lagarto diferente»), otro terópodo, primo


hermano del troodón, el therizinosaurio y el tiranosaurio.

En cualquier caso, cuando Richard Owen, un biólogo


y paleontólogo del siglo xix, acuñó en 1841 el término di-
nosaurio, que en griego significa «lagarto terrible», quizá se
precipitó un poco y hubiera debido llamarlos mejor dinorni-
tos o «pájaros terribles».
v e s a … ?
¿Te atre

Producir tus propios fósiles

Lo suyo es que la elaboración de un buen fósil lleve


millones de años, pero como quizá no dispongas de tan-
to tiempo, hemos procurado acelerar el proceso. Si no
tienes ningún dinosaurio a mano, recurre a una esponja
de baño. Da igual si es sintética o natural. Necesitarás
también un puñado de arena fina y un recipiente de yo-
gur bien limpio.
Corta un trozo de esponja que quepa dentro del
vaso de yogur. No debería superar los 2 cm de alto ni de
ancho. Si te sientes inspirado, puedes darle forma con
las tijeras y recortar la figura de un hueso o de una cabe-
za de tiranosaurio. Haz varios agujeritos en la base del
yogur y colócalo sobre un platillo de postre. A continua-
ción, llena el envase de arena hasta un dedo de alto, de-
posita encima tu pequeña obra de arte esponjil y cúbrela
de arena.
Acabas de enterrar a tu aspirante a fósil. Para pe-
trificarlo, necesitamos que alguien haga el trabajo de las
aguas subterráneas cargadas de minerales. Recurriremos
a una sal llamada sulfato de magnesio. La venden en las
farmacias y en los herbolarios, con el nombre de «sales
de Epson».
158 Los cazadores de especies

Disuelve en un vaso cuatro cucharadas de sales en


cuatro cucharadas de agua caliente. Remueve bien y de-
rrama el contenido sobre la arena del yogur (que no se te
olvide poner el platillo debajo).

A partir de aquí el proceso depende de tu pacien-


cia. Cuanto más dure, mejor te quedará el fósil. Puedes
regar el yogur una o dos veces al día con las aguas sub-
terráneas, a lo largo de una semana. Si quieres experi-
mentar el vértigo geológico, alarga la experiencia duran-
te un mes o hasta que se te acaben las sales. Cuando
sientas la llamada del paleontólogo que llevas dentro,
deja de bañar el fósil.
¡Ha llegado tu momento Mary Anning!
¿Te atreves a…? 159

Espera varios días, a que la arena quede bien seca.


Vuelca entonces el recipiente sobre un plato, como si
fuera un flan, y desmóldalo. Retira la arena poco a poco
con una cucharita o un palillo y extrae tu fósil. Antes de
manipularlo, comprueba que se haya secado del todo. Si
continúa húmedo, déjalo reposar un par de días más.
No te fíes de su aspecto y toca la esponja. ¿Se ha
quedado de piedra?

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