Artículos Ron Rolheiser Del 2020

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Afrontar nuestros momentos duros

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 25 de mayo de 2020

El discernimiento no es una cosa fácil. Toma este dilema: cuando nos encontramos en una
situación que nos está causando profunda angustia interior, ¿huimos, asumiendo que la
presencia del dolor es un indicio de que este no es un lugar adecuado para nosotros, que algún
elemento está fuera de control? O, como Jesús, ¿aceptamos permanecer, diciéndonos a
nosotros mismos, a nuestros seres queridos y a nuestro Dios: “¿Qué diré, líbrame de esta
hora?”
En el preciso momento en que Jesús estaba afrontando una muerte humillante por crucifixión,
el Evangelio de Juan da a entender que se le ofreció una oportunidad para escapar. Una
delegación de griegos, por medio del apóstol Felipe, ofrece a Jesús una invitación a irse con
ellos, a unirse a un grupo que le recibiría a Él y a su mensaje. Así que Jesús tiene una opción:
soportar la angustia, humillación y muerte en su propia comunidad o abandonar esa comunidad
por una que lo aceptará. ¿Qué hace? Se hace esta pregunta: “¿Qué diré, líbrame de esta
hora?”
Aunque esto se exprese como una pregunta, en realidad es una respuesta. Él escoge
permanecer, afrontar la angustia, la humillación y el dolor porque lo ve como la precisa fidelidad
a la que es llamado dentro de la propia dinámica del amor que predica. Vino a la tierra para
encarnarse y enseñar lo que es el verdadero amor; y ahora, cuando el coste de ello es la
humillación y la angustia interior, sabe y acepta que esto es lo que se le está pidiendo. El dolor
no le dice que está haciendo algo equivocado, que está en el lugar inapropiado o que su
comunidad no merece este sufrimiento. Al contrario, se entiende que el dolor lo llama a una
fidelidad más profunda en el corazón mismo de su misión y vocación. Hasta este momento,
sólo se le pedían palabras; ahora se le está pidiendo que las convierta en realidad. Necesita
asumirlo con fortaleza.
¿Qué diré, líbrame de esta hora? ¿Tenemos la sabiduría y generosidad de decir esas palabras
cuando en nuestros propios compromisos se nos desafía a soportar la estéril angustia interior?
Cuando Jesús se hace esta pregunta, lo que está afrontando es un reflejo casi perfecto de las
situaciones en las que todos nosotros nos encontraremos a veces. En cualquier compromiso
que hagamos, si somos fieles, llegará una hora en que estemos sufriendo angustia interior (y
muchas veces, también incomprensión exterior) y seremos encarados a una difícil decisión:
¿Es este dolor e incomprensión (y también mi propia inmadurez mientras permanezco en él) un
indicio de que estoy en el lugar equivocado, que debería abandonar y encontrar a alguien o
alguna otra comunidad que me quiera? O, en esta angustia interior, incomprensión exterior e
inmadurez personal, ¿soy requerido para decir: ¿Qué diré, líbrame de esta hora? ¡Esto es a lo
que soy llamado! ¡Nací para esto!
Creo que la cuestión es difícil porque, con frecuencia, el dolor angustiante puede agitar
nuestros compromisos y tentarnos a abandonarlos. Matrimonios, vocaciones religiosas

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consagradas, compromiso de trabajar por la justicia, compromiso con nuestras comunidades
eclesiales y compromisos con la familia y los amigos, pueden ser abandonados en la creencia
de que nadie es llamado a vivir con tal angustia, desolación e incomprensión. Verdaderamente,
hoy la presencia del dolor, la desolación y la incomprensión se toma generalmente como un
motivo para abandonar un compromiso y encontrar a alguien o algún otro grupo que nos
afirmará, más bien que como un indicio de que ahora, precisamente ahora, en este momento,
en este particular dolor e incomprensión, tenemos la ocasión de aportar una vivificante gracia a
este compromiso.
He visto a personas que abandonaron el matrimonio, abandonaron la familia, abandonaron el
sacerdocio, abandonaron la vida religiosa, abandonaron su comunidad eclesial, abandonaron
las amistades largamente apreciadas y abandonaron los compromisos de trabajar por la justicia
y la paz porque, en un momento, experimentaron mucho dolor e incomprensión. Y, en muchos
de esos casos, también vi que era una buena cosa. La situación en la que estaban no era dar
la vida por ellos o por otros. Necesitaban ser liberados de esa “hora”. En algunos casos, sin
embargo, lo contrario era lo verdadero. Estaban con un dolor muy agudo, pero ese dolor era
una invitación a un lugar más profundo, más vivificante en su compromiso. Se marcharon,
precisamente cuando deberían haberse quedado.
Por supuesto, el discernimiento es difícil. No siempre es por falta de generosidad por lo que la
gente abandona un compromiso. Algunas de las más generosas y desinteresadas personas
que conozco han abandonado un matrimonio o el sacerdocio o la vida religiosa o sus iglesias.
Pero escribo esto porque hoy, tan confiada literatura psicológica y espiritual no destaca
suficientemente el desafío a mantenerse, como Jesús, en el dolor agudo y la incomprensión
humillante y, en vez de marcharse con alguien o algún grupo que nos ofrece la aceptación o
comprensión que imploramos, aceptemos en su lugar que es más vivificante decir: ¿Qué diré,
líbrame de esta hora?

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Algunos secretos dignos de ser conocidos

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 20 de julio de 2020

Los monjes tienen secretos dignos de ser conocidos, y estos pueden ser inapreciables cuando
una pandemia de coronavirus está obligando a millones de nosotros a vivir como monjes.

A causa de la pandemia del Covid-19, millones de nosotros hemos sido obligados a


permanecer en casa, trabajar desde casa, practicar el distanciamiento social excepto de los de
nuestra propia casa y tener un contacto social mínimo con el exterior. De algún modo, esto nos
ha vuelto monjes a muchos de nosotros, nos guste o no. ¿Cuál es el secreto para tener éxito?

Bueno, yo no soy monje, ni experto en salud mental, así que lo que comparto aquí no es
exactamente la regla de san Benito, ni una serie de herramientas profesionales de salud
mental. Es el fruto de lo que he aprendido de los monjes y de vivir en el diálogo constante de
una comunidad religiosa durante cincuenta años.

Aquí van diez consejos para cuando estamos, efectivamente, confinados en casa, esto es,
viviendo una situación en la que no tenemos mucha privacidad, estamos obligados a hacer
mucha vida en un círculo pequeño, afrontamos largas horas en las que tenemos que luchar
para encontrar cosas que nos den energía, y nos encontramos durante largos periodos de
tiempo frustrados, aburridos, impacientes y aletargados. ¿Cómo sobrevive uno y tiene éxito en
esa situación?

1º Crea una costumbre. Esa es la clave. Es lo que hace el monje. Crea una detallada
costumbre para las horas de tu día como si fuera un presupuesto financiero. Haz esto bien
práctico: pon en una lista las cosas que necesitas hacer cada día y colócalas dentro de un
horario concreto, y luego ajústate a eso como una disciplina, aun cuando parezca rígido y
opresivo. Resiste a la tentación de ir simplemente con la corriente de tu energía y humor, o
hacerte dependiente de entretenimientos y cualquier distracción que se pueda encontrar
para pasar tus días y tus noches.
2º Lava y viste tu cuerpo cada día, como si fueras a salir al mundo y encontrarte con la
gente. Resiste a la tentación de defraudar en higiene, vestuario y maquillaje. No pases la
mañana en pijama: lávate y vístete con gusto. Cuando no haces esto, ¿qué vas a decir a tu
familia? ¿No se merecen el esfuerzo? ¿Y qué te dirás a ti mismo? ¿No me merezco el
esfuerzo? El desaliño se vuelve invariablemente apatía y dejadez.
3º Mira más allá de ti mismo y tus necesidades cada día para ver a otros y sus dolores y
frustraciones. En esto no estás solo; los otros están soportando exactamente lo que tú eres.
Nada hará tu día más duro de soportar que el excesivo autoenfoque y autocompasión.
4º Consigue un lugar para estar solo durante algún tiempo cada día y ofrece a otros esa

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misma cortesía. No te disculpes de necesitar estar ausente para estar contigo mismo. Eso
es un imperativo para la salud mental, no una reclamación egoísta. Da a otros ese espacio.
A veces necesitas estar aparte, no precisamente por ti mismo, sino a causa de los otros. Los
monjes viven una intensa vida de comunidad, pero cada uno tiene también una celda
privada a la que retirarse.
5º Ten cada día una práctica contemplativa que incluya la oración. En el programa que
organices para ti, marca al menos media hora o una hora cada día para alguna práctica
contemplativa: orar, leer la escritura, leer algo de un libro serio, escribir un diario, pintar un
retrato, pintar una valla, crear un artefacto, arreglar algo, cultivar el jardín, escribir poesía,
componer una canción, empezar una biografía, escribir una larga carta a alguien a quien no
has visto durante años, cualquier cosa; pero haz algo que libere tu alma y le haga incluir
alguna oración.
6º Practica el “Sabbath” diariamente. El Sabbath no necesita ser un día; puede ser una hora.
Date algo muy particular que anheles cada día, algo agradable y sensual: un baño caliente,
un vaso de vino, un cigarro en el patio, una nueva representación de una vieja comedia
favorita, una cabezada a la sombra en una silla de jardín, cualquier cosa: con tal de que sea
hecha puramente para el disfrute. Haz de esto una disciplina.
7º Practica el “Sabbath” semanalmente. Asegúrate de que sólo seis días de la semana
están encerrados en tu costumbre establecida. Rompe la costumbre una vez a la semana.
Aparta un día para el disfrute, un día en el que puedas desayunar hojuelas estando en
pijama.
8º Desafíate con algo nuevo. Esfuérzate intentando algo nuevo. Aprende una lengua nueva,
empieza un nuevo pasatiempo, aprende a tocar un instrumento. Esta es una oportunidad
que nunca has tenido.
9º Dialoga sobre las tensiones que surgen en tu casa, aunque con cuidado. Las tensiones
surgirán cuando estés viviendo en una pecera. Los monjes tienen reuniones de comunidad
para desechar esas tensiones. Trata con los demás las tensiones de modo imparcial, pero
con cuidado; las advertencias dañinas a veces nunca sanan por completo.
10º Cuida tu cuerpo. No somos espíritus desencarnados. Estate atento a tu cuerpo. Haz
suficiente ejercicio cada día para mantener tu cuerpo en forma. Cuida de no usar la comida
como compensación a tu monacato obligado. Los monjes cumplen su dieta, excepto los días
de fiesta.

Los monjes tienen secretos dignos de ser conocidos.

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Amistad fiel

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 1 de junio de 2020

Crecí en una familia muy unida, y una de las cosas más duras que hice en mi vida fue
abandonar el hogar y la familia a la edad de diecisiete años para entrar en el noviciado de
los Misioneros Oblatos de María Inmaculada. Ese año de noviciado no fue fácil. Echaba mucho
de menos a mis padres y hermanos, y me mantenía en contacto con ellos en tanto en cuanto
las reglas y la comunicación de entonces lo permitían. Escribía una carta a casa cada semana,
y mi madre me respondía fielmente con la misma regularidad. Aún conservo y aprecio esas
cartas. Había abandonado el hogar, pero me mantenía en contacto, como fiel miembro de la
familia.
Pero mi vida se tornó mucho más compleja y socialmente exigente después. Me trasladé a un
seminario y empecé a vivir en una comunidad con otros sesenta, con compañeros que
entraban y salían constantemente durante los siete años que estuve allí, de modo que, para
cuando había acabado mi formación en el seminario, había vivido en una comunidad interna
con más de cien compañeros diferentes. Eso trajo sus propios desafíos. Los compañeros junto
a los que había crecido abandonarían la comunidad para ser reemplazados por otros, de modo
que cada año había una nueva comunidad y nuevas amistades.
En los años siguientes al seminario, esa pauta empezó a crecer exponencialmente. Los
estudios de graduado me llevaron a otros países y trajeron a mi vida una sucesión de nuevas
personas, muchas de las cuales llegaron a ser amigos cercanos. En más de cuarenta años de
enseñanza, me he encontrado con varios miles de estudiantes y he hecho muchos amigos
entre ellos. La profesión de escritor y las conferencias públicas han traído miles de personas a
mi vida. Aunque la mayoría de ellas pasaron por ella sin ninguna conexión significativa, algunas
se convirtieron en amigos de toda la vida.
Comparto esto, no porque crea que es único, sino más bien porque es típico. Hoy eso es en
realidad la historia de todos. Más y más amigos pasan por nuestras vidas, de modo que en
algún momento surge la pregunta: ¿cómo permanecer fiel a la familia de uno, a los viejos
amigos, a los antiguos vecinos, a los antiguos compañeros de clase, a los antiguos
estudiantes, a los antiguos colegas y a los viejos conocidos? ¿Qué supone guardarles
fidelidad? ¿Visitas ocasionales? ¿Correos electrónicos, textos, llamadas? ¿Recordar
cumpleaños y aniversarios? ¿Reuniones de clase? ¿Asistir a bodas y funerales?
Obviamente, hacer estas cosas sería bueno, aunque ello también constituiría una ocupación a
tiempo completo. Algo más se nos debe pedir también aquí, a saber, una fidelidad que no sea
accidental en los correos electrónicos, textos, llamadas y visitas ocasionales. Pero ¿qué se
puede hallar más profundo que el tangible contacto humano? ¿Qué puede haber más real que
eso? La respuesta es la fidelidad, la fidelidad como el don de un alma moral compartida, la
fidelidad como el don de la confianza y la fidelidad como el hecho de permanecer auténtico al

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que eras cuando estabas en una comunidad humana tangible y al contacto con aquellas
personas que ya no forman parte de tu vida diaria. Eso es lo que significa ser fiel.
Resulta interesante ver cómo las escrituras cristianas definen la comunidad y la fidelidad. En
los Hechos de los Apóstoles leemos que, antes de Pentecostés, los que formaban la primera
comunidad cristiana estaban “encerrados en una habitación”. Y aquí, aunque físicamente
juntos, irónicamente no estaban en auténtica comunión, no eran una familia ni se sentían fieles
mutuamente. Entonces, después de recibir el Espíritu Santo, literalmente se escapan de esa
habitación y se dispersan por toda la tierra, de modo que muchos de ellos ya no vuelven a
verse más; y ahora, geográficamente distantes, irónicamente se convierten en una verdadera
familia, componen una genuina comunidad y viven en fidelidad mutua.
Al fin y al cabo, la fidelidad no consiste en la frecuencia con que conectas físicamente con
alguien, sino en vivir en un espíritu compartido. La infidelidad no es cuestión de separación por
la distancia, de olvidar un aniversario o un cumpleaños, o de no ser capaz de permanecer en
contacto con alguien a quien aprecias. La infidelidad es apartarse de la verdad y la virtud que
una vez compartiste con esa persona a la que aprecias. La infidelidad es un cambio de alma.
Somos infieles a la familia y a los amigos cuando nos volvemos una persona diferente
moralmente como para no compartir un espíritu común con ellos.
Puedes estar viviendo en la misma casa con alguien, compartir diariamente el pan y la
conversación con él o ella, y no ser un miembro fiel de la familia o el amigo; lo mismo que
puedes ser un amigo fiel y miembro de la familia y no ver a ese amigo o miembro de la familia
durante cuarenta años. Ser fiel al recordar los cumpleaños es admirable, pero la fidelidad
consiste más en recordar quién eras tú cuando ese nacimiento fue tan especial para ti. La
fidelidad consiste en mantener la afinidad moral.
Buscando la mejor de mis posibilidades, trato de permanecer en contacto con la familia, los
viejos amigos, los antiguos compañeros de clase, los antiguos estudiantes, los antiguos
colegas y los viejos conocidos. Por lo general, eso me desborda un poco. Por tanto, pongo mi
confianza en la fidelidad moral. Como mejor puedo, trato de comprometerme en guardar la
misma alma que tenía cuando dejé el hogar siendo joven, lo cual me caracterizó y definió
cuando me encontré con toda esa maravillosa gente a lo largo del camino.

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Consejos sobre la oración de parte de un viejo maestro

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 8 de junio de 2020

Aun a riesgo de ser simplista, quiero decir algo sobre la oración de una manera muy sencilla.
Mientras estaba haciendo estudios de doctorado, tuve un profesor, un anciano sacerdote
agustino, que, en su comportamiento, lenguaje y actitud, irradiaba sabiduría y madurez. Todo
acerca de él emanaba integridad. Confiabas inmediatamente en él, el sabio abuelo de los libros
de cuentos.
Un día, estando en clase, habló de su propia vida de oración. Igual que con todo lo demás que
compartía, no hubo filtros, sólo honradez y humildad. No tengo presentes sus palabras exactas,
pero recuerdo bien la esencia de lo que dijo y me ha quedado grabada pasados más de
cuarenta años desde que tuve el privilegio de asistir a su clase.
Aquí está lo que contó: la oración no es fácil, porque siempre estamos cansados, distraídos,
ocupados, aburridos y enganchados a tantas cosas que es difícil encontrar el tiempo y la
energía para centrarnos en Dios durante algunos momentos. Así pues, esto es lo que hago yo:
sin importar cómo es mi día, sin importar lo que hay en mi mente, sin importar cuáles son mis
distracciones y tentaciones, yo soy fiel a esto: Una vez al día rezo el Padrenuestro lo mejor que
puedo, desde donde estoy en ese momento. Con todo lo que está pasando en mí y alrededor
de mí en ese día, rezo el Padrenuestro, pidiendo a Dios que me oiga desde el interior de todas
las distracciones y tentaciones que me están acosando. Es lo mejor que puedo hacer. Tal vez
sea un simple mínimo, y debería hacer más e intentar concentrarme con más ahínco, pero al
menos hago eso. Y a veces, es todo lo que puedo hacer, pero lo hago cada día, lo mejor que
puedo. Es la oración que Jesús nos dijo que hiciéramos.
Sus palabras podrían sonar simplistas y minimalistas. En realidad, la iglesia nos desafía a
hacer de la Eucaristía el centro de nuestras vidas de oración, y un hábito diario de meditación y
oración privada. También, muchos escritores espirituales clásicos nos dicen que deberíamos
reservar una hora cada día para la oración privada, y muchos escritores espirituales
contemporáneos nos desafían a practicar diariamente oración centrante o alguna otra forma de
oración contemplativa. ¿Dónde coloca esto a nuestro anciano teólogo agustino y su consejo de
que recemos un sincero Padrenuestro cada día, lo mejor que podamos?
Nada de esto va contra lo que compartió tan humildemente. Él sería el primero en estar de
acuerdo en que la Eucaristía debería ser el centro de nuestras vidas de oración, y estaría
también de acuerdo, tanto con los escritores espirituales clásicos, que aconsejan una hora de
oración privada al día, como con los autores contemporáneos que nos desafían a hacer
diariamente alguna forma de oración contemplativa, o al menos habitualmente. Pero él diría
también esto: en uno de esos momentos del día (idealmente en la Eucaristía o mientras se
reza el Oficio de la Iglesia, pero al menos alguna vez durante vuestro día), cuando estáis
diciendo el Padrenuestro, rezadlo con tanta sinceridad y concentración como podáis en ese

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momento (“lo mejor que podáis”); y sabed que, sin importar vuestras distracciones es lo que
Dios os está pidiendo. Y eso basta.
Su consejo ha permanecido conmigo a lo largo de los años y, aunque digo algunos
Padrenuestros cada día, intento, al menos en uno de ellos, rezar el Padrenuestro lo mejor que
puedo, plenamente consciente de qué mal lo estoy haciendo. ¡Qué desafío y qué consuelo!
El desafío es rezar un Padrenuestro cada día lo mejor que puedo. Como sabemos, esa oración
es profundamente comunitaria. Cada petición en ella es plural -“nuestro”, “nuestras”, “nos”,
“nosotros”- sin que haya ningún “yo” en el Padrenuestro. Además, todos nosotros somos
sacerdotes desde el bautismo y parte natural en la alianza que hicimos entonces; se nos pide
diariamente rezar por otros, por el mundo. Para aquéllos que no pueden participar en la
Eucaristía diariamente y para los que no rezan el Oficio de la Iglesia, rezar el Padrenuestro es
su oración eucarística, la oración sacerdotal por otros.
Y este es el consuelo: ninguno de nosotros es divino. Todos somos incurablemente humanos,
lo cual significa que muchas veces, quizás la mayoría de las veces, cuando tratemos de rezar,
nos encontraremos acosados por todo, desde cansancio hasta aburrimiento, impaciencia,
planes de la agenda de mañana, clasificación de las heridas del día, ansiedad de con quién
estamos enfadados, trato con fantasías eróticas. Nuestra oración raramente se emite desde un
corazón puro, sino normalmente desde uno muy terreno. Pero, y ésta es la cuestión, su
verdadera terrenidad es también su verdadera honradez. Nuestro inquieto y distraído corazón
es también nuestro corazón existencial, y es el corazón existencial del mundo. Cuando oramos
desde allí, estamos (como la clásica definición de oración lo haría) levantando la mente y el
corazón a Dios.
¡Trata, cada día, de rezar un sincero Padrenuestro! ¡Lo mejor que puedas!

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Cosas más profundas bajo la superficie

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Martes, 14 de julio de 2020

Imagínate esto: Tú eres el hijo obediente, y tu madre es viuda y vive en una residencia de
ancianos. Sucede que tú vives cerca, mientras tu hermana vive por el país, a miles de millas.
Así que el peso recae sobre ti para ser el que ayude en el cuidado de ella. Tú la visitas con
piedad filial cada día. Todas las tardes, camino del trabajo a casa, paras y pasas una hora con
ella, mientras tiene tempranamente su comida principal. Y haces esto fielmente, cinco veces a
la semana, año tras año.
Mientras pasas esa hora cada día con tu madre, año tras año, ¿cuántas veces, durante el
transcurso de un año, tendrás una conversación verdaderamente estimulante y profunda con
ella? ¿Una? ¿Dos? ¿Nunca? ¿De qué habláis todos los días? Cosas triviales: el tiempo, tu
equipo favorito, lo que hacen tus hijos, el último programa de televisión, sus dolores y penas, y
los detalles mundanos de tu propia vida. Ocasionalmente, incluso podrías quedarte medio
dormido durante un momento mientras ella toma su temprana comida. En un buen año, quizás
una o dos veces, la conversación versará sobre algo en profundidad y los dos conversaréis
más detenidamente sobre algo importante; pero, excepto esa rara ocasión, simplemente
estarás ocupando el tiempo todos los días en conversaciones superficiales.
Sin embargo, y esta es la cuestión, ¿son en realidad superficiales esas visitas diarias a tu
madre, meramente funcionales, porque vuestras conversaciones no son profundas? ¿Realizas
simplemente por puro deber estos gestos de íntima relación? ¿Acontece algo en profundidad?
Bueno, compara esto con tu hermana, que (convencionalmente) vive por el país y viene a casa
una vez al año a visitar a tu madre. Cuando ella hace la visita, ambas -ella y tu madre- están
maravillosamente animadas, se abrazan efusivamente, comparten algunas lágrimas al
encontrarse y hablan, aparentemente, de cosas más importantes que el tiempo, sus equipos
favoritos y su propio cansancio. ¡Y tú las matarías! Parece que en este encuentro de una vez al
año tienen algo que tú, que la visitas diariamente, no tienes nunca. Pero, ¿es verdad esto? ¿Es
lo que pasa entre tu hermana y tu madre en realidad más profundo que lo que ocurre cada día
cuando tú visitas a tu madre?
Absolutamente no. Lo que tienen resulta, sin duda, más emotivo y más conmovedor; pero es, al
fin y al cabo, no muy profundo. Cuando tu madre muera, tú conocerás a tu madre mejor que
cualquier otro la conoce, y estarás mucho más cercano a ella que tu hermana. ¿Por qué?
Porque a través de todos esos días, cuando la visitabas y parecía que no conversabais de
nada más que el tiempo, estaban sucediendo bajo la superficie algunas cosas más profundas.
Cuando tu hermana visitaba a tu madre sucedían cosas en la superficie (aunque emotiva y
afectivamente la superficie pueda parecer admirablemente más intrigante que lo que yace
debajo de ella). Por eso las lunas de miel parecen mejores que el matrimonio.

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Lo que tu hermana tuvo con tu madre es lo que los novicios experimentan en la oración y lo
que las parejas experimentan en una luna de miel. Lo que tú tuviste con tu madre es lo que la
gente experimenta en la oración y las relaciones cuando son fieles durante un largo periodo de
tiempo. A un cierto nivel de intimidad, en todas nuestras relaciones, incluso nuestra relación
con Dios en la oración, las emociones y la afectividad (aun siendo maravillosas) serán menos
importantes, y la simple presencia, sólo estando juntos, será la principal. Previo a esto, las
cosas importantes estaban sucediendo en la superficie, y las emociones y la afectividad eran
importantes; ahora el compromiso profundo está sucediendo bajo la superficie, y las emociones
y afectividad retroceden en importancia. A una cierta profundidad de relación, sólo con estar
presente uno al lado del otro, es lo que resulta importante.
Demasiado frecuentemente, la psicología popular y la espiritualidad popular no tienen en
cuenta esto y consecuentemente confunden al novicio con el iniciado, la luna de miel con la
boda, y la superficie con la profundidad. En todas nuestras relaciones, no podemos hacer
promesas de cómo nos sentiremos siempre, pero podemos hacer promesas de ser siempre
fieles, de hacernos presentes, aun cuando estemos sólo hablando sobre el tiempo, nuestros
equipos favoritos, el último programa de televisión o nuestro propio cansancio. Y eso puede
provocar que te quedes dormido mientras estás allí; porque, como Teresa de Lisieux dijo una
vez: un niño pequeño encanta a sus padres lo mismo estando despierto que dormido,
¡dormido, probablemente más! Se juzga que eso vale también para la oración. Dios no tiene en
cuenta si ocasionalmente dormitamos mientras estamos en oración, porque estamos allí y eso
es suficiente. El gran médico del alma español Juan de la Cruz nos dice que, mientras nos
adentramos más profundamente en alguna relación, sea con Dios en la oración, en la intimidad
de unos con otros o con la comunidad por largo tiempo a su servicio, al fin la superficie será
menos emotiva y menos afectiva, y las cosas que son más profundas empezarán a suceder
bajo la superficie.

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De san Tarsicio a la revista People: nuestra evolución en admiración e imitación.

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 14 de diciembre de 2020

Cuando yo era un niño que crecía en una comunidad católica, la catequesis trataba de animar
los corazones de los jóvenes con historias de mártires, santos y otros que vivieron grandes
ideales en términos de virtud y fe. Recuerdo una historia en particular que captó mi imaginación
y me animó: la historia de un mártir cristiano del siglo tercero, san Tarsicio.
Como cuenta la leyenda (o la verdad), Tarsicio era un acólito de doce años en tiempo de las
primeras persecuciones cristianas. En ese momento, los cristianos de Roma solían celebrar la
Eucaristía secretamente en las catacumbas. Después de esas misas secretas, alguien -un
diácono o un acólito- llevaba las especies eucarísticas -el Santísimo Sacramento- a los
enfermos y los prisioneros. Un día, después de una de esas misas, el joven Tarsicio estaba
llevando el Santísimo Sacramento camino de una prisión cuando fue abordado por un grupo de
jóvenes paganos. Él se negó a entregar el Sacramento, lo protegió con su propio cuerpo y,
como resultado, fue golpeado hasta la muerte.
Siendo yo un niño de doce años, esa historia me encendió la imaginación. Quería tener ese
gran ideal en mi vida. En mi joven imaginación, Tarsicio era el mayor héroe al que quería
parecerme.
Nosotros hemos recorrido un largo camino desde entonces, tanto en nuestra cultura como en
nuestras iglesias. Ya no nos movemos románticamente por los santos de antaño, ni por los de
hoy. Sí, aún reservamos un lugar oficial para ellos en nuestras iglesias y en nuestros más altos
ideales, pero ahora nos impactan mucho más las vidas de los ricos, los famosos, los guapos,
las estrellas del pop, los atletas profesionales, los dotados físicamente e intelectualmente. Son
ellos los que ahora encienden nuestras imaginaciones, atraen nuestra admiración y a los que
más nos gusta imitar.
A comienzos del siglo diecinueve, Alban Butler, un convertido inglés, recogió historias de las
vidas de los santos y las juntó en una colección de veinte volúmenes, conocida como Butler´s
Lives of the Saints. Durante cerca de doscientos años, estos libros estimularon a los cristianos,
jóvenes y ancianos. Hoy, Butler´s Lives of the Saints ha sido reemplazado por la revista
People, Sports Illustrated, Rolling Stone, la revista Time y las otras revistas que narran las
vidas de los ricos y los famosos, y nos miran fijamente desde los quioscos y la línea de salida
de los supermercados.
Efectivamente, nos hemos movido: de san Tarsicio a Justin Bieber; de Teresa de Lisieux a
Taylor Swift; de Tomás de Aquino a Tom Brady; de santa Mónica a Meryl Streep; y del primer
santo afro-americano (san Martín de Porres) a LeBron James. Son estos los que ahora
encienden nuestra romántica imaginación.
No me entendáis mal, no es que estas personas sean malas o que haya algo malo en
admirarlas. En verdad, les debo algo de admiración porque toda belleza y talento tienen su

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origen en Dios, que es el autor de todas las cosas buenas. Desde la virtud de un santo, hasta
la belleza física de una estrella de cine, o la gracia de un atleta, hay sólo un autor en el origen
de toda esa gracia: Dios. Tomás de Aquino señaló correctamente que retener un cumplido de
alguien que lo merece es un pecado, porque estamos reteniendo la comida de alguien que la
necesita para seguir viviendo. La belleza, el talento y la gracia necesitan ser reconocidos y
expresados. La admiración no es el problema. El problema es más bien que, mientras
necesitamos admirar y reconocer los dones de los dotados de talento o la belleza, no siempre
son las vidas que debiéramos estar imitando, a no ser que también irradien virtud y santidad.
Nosotros no deberíamos identificar fácilmente la gracia humana con la virtud moral.
También, una de las debilidades de nuestras iglesias hoy es que, mientras nosotros hemos
mejorado y refinado nuestra imaginación intelectual y tenemos mejores y más sanos estudios
teológicos y bíblicos, luchamos por tocar los corazones. Luchamos por lograr que la gente se
enamore de su fe y especialmente de su iglesia. Luchamos por encender nuestra romántica
imaginación, como lo hicimos una vez recurriendo a las vidas de los santos.
¿Adónde podríamos ir con todo esto? ¿Podemos encontrar de nuevo santos para encender
nuestros ideales? ¿Puede el trabajo hecho hoy por Robert Ellsberg sobre hagiografía (vidas de
los santos y otros gigantes morales que han vivido antes que nosotros) llegar a ser el nuevo
Butler’s Lives of the Saints? ¿Pueden las biografías seculares de algunos gigantes morales de
nuestra época atraer nuestra imitación? ¿Hay un san Tarsicio que pueda estimular a los
jóvenes?
Hoy, más que nunca, necesitamos historias estimulantes sobre mujeres y hombres, jóvenes y
ancianos, que han vivido heroicamente la virtud. Sin tales ideales que emular, nosotros también
identificamos rápidamente la virtud moral con la gracia humana y nos despojamos de ideales
espirituales más elevados.

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Dejar el falso temor

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Martes, 11 de agosto de 2020

Recientemente, en una entrevista de radio, me preguntaron: “Si Vd. estuviera en el lecho de


muerte, ¿qué querría dejar tras de sí como últimas palabras?” La pregunta me pilló
momentáneamente de sorpresa. ¿Qué querría dejar yo como mis últimas palabras? No
teniendo tiempo para para reflexionar mucho, dije esto. Querría decir: “¡No tengáis miedo!
¡Vivid sin miedo! ¡No tengáis miedo a la muerte! ¡Inmensa mayoría, no tengáis miedo a Dios!”

Soy católico de cuna, nacido de padres admirables, catequizado por unos maestros muy
entregados, y he tenido el privilegio de estudiar teología en algunas de las mejores aulas del
mundo. Sin embargo, me costó cincuenta años desprenderme de algunos temores religiosos
paralizantes y darme cuenta de que Dios es la única persona a la que no debes tener miedo.
Me ha llevado la mayor parte de mi vida creer las palabras que salen de la boca de Dios más
de trescientas veces en la Escritura y son las palabras iniciales salidas de la boca de Jesús
siempre que se encuentra con alguien por primera vez después de su resurrección: ¡No tengas
miedo!

Para mí, ha resultado un viaje de cincuenta años creer eso, fiarme de ello. Durante la mayor
parte de mi vida he experimentado en un falso temor de Dios, y de muchas otras cosas.
Siendo niño pequeño, tenía un miedo particular de las tormentas con aparato eléctrico, que en
mi joven mente demostraban qué cruel y amenazante podría ser Dios. Los truenos y
relámpagos eran presagios que nos amonestaban, religiosamente, a ser temerosos. Alimenté
los mismos temores sobre la muerte, preguntándome a dónde iban las almas después de la
muerte, a veces mirando a un sombrío horizonte después de que el sol se hubiera puesto, y
reflexionando sobre si la gente que había muerto estaba fuera de allí en algún lugar, agobiada
en esa tiniebla sin fin, sufriendo aún por lo que no habían hecho bien en la vida. Yo sabía que
Dios era amor, pero ese amor mantenía una cruel, atemorizante y exigente justicia.

Aquellos temores anduvieron ocultos en parte durante mi adolescencia. Decidí entrar en la vida
religiosa a la edad de diecisiete años, y a veces me he preguntado si esa decisión fue tomada
libremente y no por falso temor. Sin embargo, mirando hacia atrás, con cincuenta años de
visión retrospectiva, sé que no fue el temor lo que me apremió, sino una genuina sensación de
ser llamado, de saber, por influencia de mis padres y las monjas Ursulinas que me
catequizaron, que mi vida no es propiedad personal, que uno es llamado a servir. Pero el temor
religioso permaneció malsanamente fuerte dentro de mí.

Así pues, ¿qué me ayudó a dejar eso? Esto no sucede en un día, ni en un año; es el efecto
acumulativo de cincuenta años de pequeñas cosas conspirando juntas. Empezó con las

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muertes de mis padres cuando yo tenía veintidós años. Después de ver morir a mi madre y a
mi padre, ya no tuve más miedo a la muerte. Fue la primera vez que no tuve miedo de un
cuerpo muerto, ya que esos cuerpos eran mi madre y mi padre, a los que no tenía miedo. Mis
temores sobre Dios se aliviaron gradualmente cada vez que intenté encontrarme con Dios
estando mi alma desnuda en oración y me percaté de que tu cabello no se vuelve blanco
cuando estás totalmente en presencia de Dios; en vez de eso, te vuelves confiado. Mis temores
disminuyeron también cuando oficiaba para otros y aprendía lo que debería ser la compasión
divina, cuando estudié y enseñé teología, cuando dos diagnósticos de cáncer me obligaron a
contemplar como real mi propia mortalidad, y cuando algunos compañeros, la familia y los
amigos fueron modelos de cómo una persona puede vivir más libremente.

Intelectualmente, algunas personas me ayudaron de modo especial: John Shea me ayudó a


darme cuenta de que Dios no es una ley que haya que obedecer, sino una energía
infinitamente empática que quiere que seamos felices; Robert Moore me ayudó a creer que
Dios siempre nos mira complacido; Charles Taylor me ayudó a entender que Dios quiere que
florezcamos; el amargo juicio crítico antirreligioso de ateos como Frederick Nietzsche me ayudó
a ver dónde mi concepto de Dios y la religión necesitaba una masiva purificación; y un viejo
hermano, un sacerdote misionero, mantuvo en cuestión mi teología con irreverentes preguntas
como: ¿qué clase de Dios querría que le tuviéramos miedo? Muchas pequeñas cosas
conspiraron juntas.

¿Qué importancia tienen las últimas palabras? Pueden significar mucho o poco. Las últimas
palabras que nos dirigió nuestro padre fueron “tened cuidado”, pero se refería a nuestro
regreso a casa desde el hospital, con nieve y hielo. Las últimas palabras no siempre intentan
dejar un mensaje; pueden estar orientadas a decir adiós o simplemente ser inaudibles suspiros
de dolor y agotamiento; pero a veces pueden ser nuestro legado.

Dada la oportunidad de dejar a la familia y a los amigos unas pocas palabras últimas, creo que,
después de intentar decir primero un oportuno adiós, yo diría esto: No tengáis miedo. No
temáis vivir ni morir. Especialmente, no tengáis miedo a Dios.

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Dejar tras nosotros la paz como nuestro regalo de despedida

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 18 de mayo de 2020

No hay nada como una buena muerte, limpia; una muerte que, aunque triste, deje detrás una
sensación de paz. He sido testigo de ello muchas veces. En ocasiones, esto es reconocido
explícitamente; otras veces, inconscientemente. Se conoce por su fruto.
Recuerdo estar sentado en compañía de un hombre que moría de cáncer a sus cincuenta años
y pico, dejando tras de sí una joven familia, el cual me dijo: “Creo que no tengo ni un enemigo
en todo el mundo; al menos, no sé si lo tengo. No tengo ningún asunto pendiente”. Oí algo
semejante de una mujer joven que igualmente estaba muriendo de cáncer y también dejaba
atrás una joven familia. Sus palabras fueron: “Pensé que había derramado todas las lágrimas
que tenía, pero ayer, cuando vi a mi hija menor, llegué a saber que tenía muchas más por
derramar. Pero estoy en paz. Es duro, pero no he dejado nada por dar”. Y he estado otras
veces junto a lechos de muerte en los que nada de esto fue articulado con palabras, pero todo
ello fue claramente dicho con esa amorosa torpeza y silencio de los que fuiste testigo alrededor
de los lechos de muerte. Hay una manera de morir que deja tras de si la paz.
En el Evangelio de Juan, Jesús da un largo discurso de despedida en la Última Cena, la noche
antes de morir. Sus discípulos, comprensiblemente, están estremecidos, temerosos y no
preparados para aceptar la brutal realidad de su inminente muerte. Él trata de calmarlos,
tranquilizarlos, proporcionarles cosas a las que agarrarse, y acaba con estas palabras: Yo me
voy, pero os dejaré un regalo final, el regalo de mi paz.
Sospecho que casi todos los que lean esto, habrán tenido la experiencia de sentir la muerte de
un ser querido: un padre, esposo, niño o amigo, y de encontrar, después de un tiempo, bajo el
dolor, una cálida sensación de paz siempre que la memoria del ser amado aparece o es
evocada. Yo perdí a mis dos padres cuando tenía veintipocos años; y, tristes como fueron sus
despedidas, cualquier recuerdo de ellos evoca ahora afecto. Su regalo de despedida fue el
regalo de la paz.
Al tratar de entender esto, es importante distinguir entre ser deseado y ser necesitado. Cuando
perdí a mis padres, aún los deseaba desesperadamente (y creía que aún los necesitaba); pero
me di cuenta, en la paz que al fin dieron en dote a nuestra familia con su partida, que nuestro
dolor estaba aún deseándolos y no los necesitábamos más. En su vida y en su muerte nos
habían dado todo. No hubo nada más que pusiéramos necesitar de ellos. Ahora sólo los
echábamos de menos; e independientemente de la tristeza por su marcha, nuestra relación fue
completa. Estuvimos en paz.
El desafío para todos nosotros ahora, por supuesto, está en el otro lado de esta ecuación, a
saber, el desafío de vivir de tal manera que la paz sea nuestro regalo de despedida para

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nuestras familias, nuestros seres queridos, nuestra comunidad de fe y nuestro mundo. ¿Cómo
hacemos eso? ¿Cómo dejamos el regalo de la paz a aquéllos que dejamos atrás?
La paz, como sabemos, es mucho más que la simple ausencia de guerra y lucha. La paz está
constituida por dos cosas: armonía e integridad. Para estar en paz, tiene que haber una
consistencia interior, de modo que todos sus movimientos estén en armonía entre sí y debe
disponer de una integridad con la que no estar sufriendo por algo que estás echando de
menos. La paz es lo contrario de la discordia interna o de la ansiedad por algo de lo que
carecemos. Cuando no estamos en paz es porque estamos experimentando el caos o sintiendo
algún asunto pendiente dentro de nosotros.
Entonces, ¿qué constituye la paz? Cuando Jesús promete la paz como regalo de despedida, la
identifica con el Espíritu Santo; y, como sabemos, eso es el espíritu de caridad, gozo, paz,
paciencia, bondad, longanimidad, fidelidad, mansedumbre y castidad.
¿Cómo dejamos estas cosas tras de nosotros cuando nos marchamos? Bueno, la muerte no es
diferente a la vida. Cuando algunas personas dejan algo (un empleo, un matrimonio, una
familia o una comunidad), dejan el caos tras de sí, un legado de desarmonía, asuntos
pendientes, ira, amargura, celotipia y división. Su recuerdo se siente siempre como un dolor
frío. No se les echa en falta, aun cuando su recuerdo perdure. Algunas personas, por otra
parte, dejan detrás de sí un legado de armonía e integridad, un espíritu de comprensión,
compasión, afirmación y unidad. A estas personas se las echa de menos, pero el dolor es de
un recuerdo cálido, enriquecedor y de feliz memoria.
Desaparecer con la muerte tiene exactamente la misma dinámica. Por la manera como
vivamos y muramos, dejaremos un espíritu que acompañe perennemente la paz de nuestros
seres queridos, o dejaremos un espíritu que traiga afecto cada vez que sea evocado nuestro
recuerdo.

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Dignidad

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano) - Jueves, 25 de junio de 2020

La película Million Dollar Baby (Niña de un millón de dólares) cuenta la historia de una joven
que llega a ser boxeadora profesional. Joven, fuerte y físicamente muy atractiva, gana tu
corazón mientras, contra todo pronóstico, al fin se encarama a lo más alto en su deporte. Pero
entonces la historia se torna trágica; es golpeada antirreglamentariamente por su contrincante y
acaba paralizada, su cuerpo roto y con él, su salud y atractivo. Y su condición física es
permanente, no hay cura. Elige acabar su vida por medio de la eutanasia.

Yo había ido a ver esta película con una joven pareja, ambos sólidamente comprometidos con
su iglesia y su fe. Aun así, ambos estaban en gran sintonía con el modo en que esta joven
eligió morir. Quizá, más que ellos, fueron sus emociones las que hablaron cuando justificaron
su manera de morir: “¡Pero era tan joven y bella! ¡No habría sido justo para ella pasar el resto
de su vida en ese terrible estado!” En su opinión, su debilitado estado la despojó de su esencial
dignidad.

¿Qué es la dignidad? ¿Cuándo y cómo se pierde?

La palabra dignidad es un término promiscuo que se alía constantemente a diferentes socios.


Es también un término traicionero. A veces ya no significa lo que solía significar y nunca es
esto más cierto que cuando el término es aplicado a la “muerte con dignidad”. ¿Qué significa la
muerte con dignidad?

Poco después de que Brittany Maynard muriera de leucemia en un caso que llamó
ampliamente la atención pública, Jessica Keating escribió un artículo en la revista América
comentando esa muerte desde diferentes puntos de vista. Aborda la cuestión de la dignidad, y
escribe: “El uso del término dignidad para describir esta muerte es muy problemático, ya que
disfraza la realidad del temor y equipara la dignidad exclusivamente con la autonomía, la
elección y la capacidad cognitiva. El resultado es una consecuencia nada sutil de que la
persona que elige la mengua y el sufrimiento tiene una muerte menos digna”. (América, 16 de
marzo de 2015).

En gran parte de nuestra reflexión sobre le muerte con dignidad, está de hecho, la implicación
nada sutil de que la persona que elige la mengua y el sufrimiento sobre la eutanasia, tiene una
muerte menos digna. Eso es difícil de negar, dado el ethos dominante de una cultura, en la que
la mengua y el sacrificio físicos son vistos como un verdadero asalto a nuestra dignidad. No
siempre ha sido este el caso; por cierto, en tiempos pasados, a veces era verdad lo contrario:

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un cuerpo envejecido y menguado físicamente era visto como algo digno y hermoso. ¿Por qué
nuestra opinión sobre la dignidad es diferente en la actualidad?

Son diferentes por cómo entendemos la dignidad y la belleza. Para nosotros, éstas tienen que
ver principalmente con la salud física, la vitalidad física y el atractivo físico del cuerpo. Para
nosotros, la estética es una casa con una sola habitación: el atractivo físico. Todo lo demás
ataca nuestra dignidad. Eso nos hace difícil ver como digno cualquier proceso que disminuya y
humille el cuerpo humano al robarle su vitalidad y el atractivo físico. Y, en cambio, así es
normalmente cómo funciona el proceso de la muerte. Si alguna vez has acompañado a alguien
que está muriendo de una enfermedad terminal y has estado junto a su lecho de muerte
cuando murió, sabes que esto no es nada hermoso. La enfermedad puede hacer al cuerpo
cosas horribles. Pero ¿destruye esto la dignidad? ¿Hace a uno menos hermoso?

Bueno, eso depende de la espiritualidad y de lo que cada uno considere como digno y
hermoso. Considera la muerte de Jesús. Según el concepto de dignidad de hoy en día, la suya
no fue una muerte muy digna. Nosotros siempre hemos “purificado” la crucifixión para
protegernos de su cruda indignidad”, pero la crucifixión fue humillante. Cuando los romanos
eligieron la crucifixión como método de pena capital, tenían en mente algo más que acabar con
la vida de alguien. A la vez, querían hacer a una persona sufrir al máximo y también querían
humillarla total y públicamente al degradar su cuerpo. De ahí que la persona estuviera
desnuda, con sus genitales expuestos; y cuando entraba en espasmos, en los momentos
previos a la muerte, sus entrañas se descargaban. ¿Qué puede haber más humillante? ¿Qué
puede ser menos hermoso?

Y en cambio, ¿quién diría que Jesús no murió con dignidad? Al contrario. Aún estamos
contemplando la belleza de su muerte y la dignidad puesta de manifiesto en ella. Pero eso está
en una estética diferente; una que nuestra cultura ya no entiende. Para nosotros la dignidad y
la belleza están intrincadamente ligadas a la salud física, al atractivo físico y a la falta de
menguas humillantes en nuestro cuerpo. En esta perspectiva no hay, aparentemente, ninguna
dignidad en la muerte de Jesús.

Yo soy el primero en admitir que el debate de la muerte con dignidad es extremadamente


complejo y promueve cuestiones legales, médicas, psicológicas, familiares, societarias, éticas y
espirituales, para las cuales no hay respuestas simples. Pero en todas estas cuestiones aún se
halla una estética: ¿qué contribuye, por fin, a la belleza? ¿Cómo, por fin, vemos la dignidad?
Una persona aún con un cuerpo físico atractivo y no menguado, que elige morir antes de que
esa belleza sea despojada por la enfermedad ¿muere más dignamente de lo que lo hizo
Jesús?

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Dios es feliz

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 28 de septiembre de 2020

Cristianismo, judaísmo e islamismo: al fin y al cabo, todos creen en el mismo Dios.


Curiosamente, a la vez, en opinión popular, también todos tienden a concebir a Dios de la
misma manera: varón, célibe y no siendo particularmente feliz.
El género de Dios no es algo que podamos conceptualizar. Dios no es ni varón ni mujer, ni una
mezcla andrógina de género. Así pues, ¿cómo podemos conceptualizar el género de Dios? No
podemos, pura y simplemente. En la tradición clásica, se ha hablado de Dios como varón, aun
cuando sabemos que esto no es exactamente verdadero, porque afirmamos, dogmáticamente,
que Dios es inefable, incapaz de ser encerrado en algún concepto. Eso resulta también cierto
para nuestra noción de Dios como célibe, como no teniendo esposa. La manera como la
masculinidad y la feminidad se relacionan recíprocamente en Dios es también inefable,
imposible de ser comprendida, pero sabemos que Dios no es simplemente un varón célibe.
Pero ¿qué hay de esa otra opinión popular, esto es, que Dios no es particularmente feliz,
especialmente con nosotros?
He aquí una respuesta clara: Dios es feliz. ¿Cómo puede Dios no serlo? Si Dios es unidad
perfecta, bondad perfecta, verdad perfecta, belleza perfecta y plenitud perfecta en todos los
aspectos, ¿cómo puede Dios no ser felicidad perfecta? Un Dios infeliz no sería Dios, porque un
tal Dios carecería del poder de hacerse (perdón por el pronombre) feliz. No es una insuficiencia
menor para Dios. Así que un Dios perfecto, es también un Dios perfectamente feliz. Pero eso
es una afirmación metafísica. No obstante, podemos preguntar: ¿Dios es feliz emocionalmente
y Dios está feliz con nosotros? ¿No debe Dios poner cara seria a veces y menear la cabeza
con aire de frustración por nuestra conducta? Ciertamente Dios no puede estar feliz con
muchas cosas que suceden en nuestro mundo. Dios no puede estar feliz ante el pecado.
Bueno, igual que en cualquier otra cosa sobre Dios, aquí hay aspectos que no podemos
comprender. Sin embargo, esto debe aclararse mucho, tanto desde lo más profundo de la
revelación de nuestras escrituras, como desde el testimonio de incontables personas buenas:
¡Dios es feliz! Dios no está habitualmente frustrado con nosotros, poniendo cara seria a
nuestras debilidades y enviando a la mayoría de nosotros al infierno. Más bien, Dios es como el
cariñoso padre de un niño pequeño, induciéndonos siempre hacia adelante, deleitándose con
nuestra energía, deseando que prosperemos, entristecido cuando actuamos de manera que
trae infelicidad a los otros y a nosotros mismos, pero siendo comprensivo con la debilidad, más
bien que enojado e infeliz.
Juliana de Norwich, la afamada mística, describe a Dios de esta forma: Dios está sentado en el
cielo, sonriendo, completamente relajado, su rostro semejando una maravillosa sinfonía.
Cuando leí por primera vez este pasaje hace algunos años, me dejó atónito, tanto por el
concepto de Dios sonriendo, como por la imagen de Dios relajado. Nunca había pensado en

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Dios “relajado”. Ciertamente con todo lo que está sucediendo en nuestro mundo y teniendo
presentes todas las traiciones, grandes y pequeñas, de nuestras vidas, Dios debe de estar
tenso, frustrado y ansioso. Es difícil, pero más fácil, figurarse a Dios sonriendo (al menos, a
veces), pero es excesivamente difícil figurarse a Dios relajado, no estando tenso por todo lo
que hay de malo en nosotros y en nuestro mundo.
He aquí mi panorama peleando a brazo partido con esto. Fui maravillosamente bendecido en
mi origen religioso. Desde mis padres y familia, a través de la comunidad parroquial en la que
crecí, a través de las monjas ursulinas que me enseñaron en la escuela, no podías haber
organizado un ambiente de fe más ideal. Experimenté que la fe y la religión eran vividas en la
vida real de un modo que le daba credibilidad y la hacía atractiva. Mi formación en el seminario
y mis estudios teológicos reforzaron fuertemente eso. Pero, durante todo ese tiempo, en el
fondo, tenía la imagen de un Dios que no era muy feliz y que sonreía solo cuando la ocasión lo
merecía, que no era muy frecuentemente. La consecuencia de eso en mi vida fue un ansioso
intento de dar siempre la talla, de ser lo suficientemente bueno, no hacer infeliz a Dios y ganar
la aprobación y el afecto de Dios. Pero, por supuesto, nunca podemos ser suficientemente
buenos, nunca dar la talla; y así, es natural creer que Dios no está nunca en realidad feliz con
nosotros y de ningún modo es realmente feliz.
En teoría, por supuesto, nosotros lo sabemos mejor. Teóricamente, tenemos tendencia a
poseer un concepto más acertado de Dios; pero no es tan fácil poner el corazón en juego. Es
costoso sentir dentro de mí mismo que Dios es feliz, feliz con nosotros, feliz conmigo. Me ha
costado setenta años darme cuenta, aceptar, consolarme y finalmente abismarme en el hecho
de que Dios es feliz. No estoy seguro de lo que puso en acción, dentro de mí, todos los
disparaderos que me ayudaron a realizar ese cambio, pero el hecho de que Dios es feliz me
viene siempre que estoy orando de todo corazón, clara y sinceramente. Es también lo que me
viene cuando miro a los santos en mi vida, esos hombres y mujeres a los que más admiro en la
fe, que reflejan para mí el rostro de Dios. Ellos están felices, relajados, y no disgustados,
poniendo siempre cara seria.

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Dios y el principio de no-contradicción

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 4 de mayo de 2020

Resulta curioso dónde son entendidas a veces las lecciones de nuestras clases.
Cursé filosofía cuando aún era un poco inmaduro para ello, un joven de diecinueve años que
estaba estudiando la metafísica de Aristóteles y Tomás de Aquino. Pero algo de un curso de
metafísica permanece indeleblemente impreso en mi mente. Aprendimos que hay cuatro
propiedades “trascendentales” en Dios: la metafísica escolástica nos dice que Dios es Uno,
Verdadero, Bueno y Bello. Mi joven mente captó entonces algo de lo que se quiere decir
con Verdadero, Bueno y Bello, dado que tenemos algunas nociones de sentido común de lo
que son; pero ¿qué es la Unidad? ¿Qué hay de divino en ser indiviso?
La respuesta a eso no me vino en una clase, ni en una discusión académica, aun cuando
frecuentemente he tratado de explicar su significado a los estudiantes en una clase. Me vino en
una tienda de ultramarinos.
Había estado comprando comestibles en la misma tienda durante doce años, cuando un
accidente trivial me ayudó a explicar la Unidad de Dios y su importancia. La tienda, un gran
supermercado, tiene una isla de fruta donde coges manzanas, naranjas, pomelos, plátanos y
demás, y luego los colocas tú mismo en bolsas de plástico que facilita la tienda. Junto a las
máquinas expendedoras de bolsas de plástico, hay pequeños recipientes que contienen
twisters de metal usados para atar la parte superior de la bolsa. Un día, cogí fruta, la puse
dentro de una bolsa, pero todos los recipientes que contenían los twisters estaban vacíos,
todos ellos. Mientras estaba en la caja, sospechando que posiblemente alguien los había
quitado, como una broma, le dije a la señorita que todos los twisters habían desaparecido. Su
respuesta me desconcertó. “¡Pero, señor, nunca los hemos tenido en esta tienda!” Pensando
que ella pudiera ser nueva en el trabajo, dije: “¡He estado viniendo aquí durante más de 10
años y siempre los han tenido! ¡Puede incluso ver sus recipientes desde aquí!” Con una
seguridad que viene de la certeza absoluta, ella replicó:” ¡He estado trabajando aquí durante
largo tiempo y le puedo asegurar que nunca los hemos tenido!”
No insistí más en la cuestión, pero, fuera de la tienda, pensé esto para mí: “¡Si ella tiene razón,
entonces yo estoy loco! ¡Si ella tiene razón, entonces estoy por completo fuera de la realidad,
lo he estado por largo tiempo y no tengo idea de lo que es sensatez!” ¡Estaba seguro de que
había visto los twisters durante diez años! Bien, habían reaparecido la siguiente vez que entré
en la tienda y hoy están allí, pero ese pequeño desafío episódico a mi sensatez me enseñó
algo. Ahora sé lo que significa que Dios es Uno y por qué es importante eso.
Que Dios es Uno (y no dividido) es la verdadera base para toda racionalidad y sensatez. Que
Dios es indiviso y consistente interiormente te garantiza que dos más dos siempre serán cuatro,
y que tú puedes asegurar tu sensatez en eso. Que Dios es indiviso te asegura que, si tú viste

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twisters en una tienda durante doce años, es que estaban allí… y no estás loco. Que Dios es
Uno es la base para nuestra sensatez. Remarca el Principio de no-contradicción: Algo es o no
es, no puede ser ambas cosas; y dos más dos nunca pueden ser cinco; y eso nos permite vivir
vidas racionales, sensatas. Porque Dios es indiviso, podemos confiar en nuestra sensatez.
La verdad de esto nunca estuvo comprometida por los grandes debates epistemológicos de la
historia. Las dudas sobre la racionalidad y sensatez no vienen de Descartes, Kant, Hegel,
Locke, Hume, Wittgenstein ni Jacques Derrida; estos filósofos arguyeron meramente sobre la
estructura de la racionalidad, nunca sobre su existencia. Lo que compromete nuestra sensatez
(y es, sin duda, la mayor amenaza moral en nuestro mundo de hoy) es la mentira, la negación
de los hechos, el cambio de los hechos y la creación de hechos falsos. Nada, absolutamente
nada, es tan peligroso y pernicioso como la mentira, la deshonra. No es accidental que el
cristianismo llame a Satanás el Príncipe de la mentira, y enseñe que la mentira está en la raíz
del imperdonable pecado contra el Espíritu Santo. Cuando los hechos ya no son hechos,
nuestra verdadera sensatez está en peligro porque la mentira corrompe la base para la
racionalidad.
¡Dios es Uno! Eso significa que no hay contradicción interna en Dios y que nos asegura que no
hay posible contradicción interna en la estructura de la realidad ni en una mente sensata. Lo
que ha sucedido, ha sucedido para siempre, y no puede ser negado. Dos más dos serán
siempre cuatro, y por eso podemos permanecer sensatos y fiarnos de la realidad lo suficiente
para vivir vidas coherentes.
La cosa más peligrosa del mundo entero es la mentira, la deshonra, la negación de los hechos.
Negar un hecho no es sólo jugar con tu propia sensatez y los verdaderos fundamentos de la
racionalidad; es también jugar con Dios, cuya consistencia remarca toda sensatez y todo
significado. Dios es uno, indiviso, consistente.

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El amor en el tiempo del COVID-19

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 30 de marzo de 2020

En 1985, García Márquez, autor que había ganado el Premio Nobel’82, publicó una novela
titulada El amor en los tiempos del cólera. Cuenta una colorida historia de cómo la vida aún
puede ser generativa a pesar de la epidemia.
Lo que está acosando ahora mismo a nuestro mundo no es el cólera, sino el coronavirus, Covid
19. Nada en el transcurso de mi vida ha afectado a todo el mundo tan radicalmente como este
virus. Países enteros han cerrado, prácticamente todas las escuelas y colegios han enviado a
sus estudiantes a casa y están ofreciendo clases en línea, nos han disuadido de salir de casa y
de invitar a otros a venir, y nos han pedido que no nos toquemos unos a otros, sino que
practiquemos el “distanciamiento social”. El tiempo ordinario se ha parado. Estamos en un
momento que ninguna generación, quizás desde la gripe de 1918, ha tenido que arrostrar.
Además, no prevemos un fin cercano a esta situación. Ninguno, ni nuestros gobernantes, ni
nuestros médicos, tienen una estrategia de salida. Nadie sabe cuándo ni cómo acabará esto.
De aquí que, como los ocupantes del Arca de Noé, estamos encerrados y no sabemos cuándo
descenderán las aguas del diluvio y nos dejarán volver a nuestras vidas.
¿Cómo deberíamos vivir en este tiempo extraordinario? Tuve un curso privado sobre esto hace
unos nueve años. En el verano de 2011, me diagnosticaron cáncer de colon, me sometí a
cirugía por una recesión y luego a 24 semanas de quimioterapia. Ante la incertidumbre de lo
que la quimioterapia estaría haciendo a mi cuerpo, estaba asustado. Además, veinticuatro
semanas son básicamente medio año; y, contemplando el largo tiempo que estaría aguantando
este “anormal” tiempo en mi vida, me encontraba también impaciente. Quería acabar con ello,
rápidamente. Así que lo afronté como afronto la mayoría de las contrariedades en mi vida,
estoicamente, con la actitud: ¡Lo superaré! ¡Lo soportaré!
Mantengo lo que eufemísticamente podría ser denominado un diario, aunque en realidad es
más una crónica que simplemente cuenta lo que hago cada día, y quién y qué entra en mi vida
en un día. Bien, cuando empecé estoicamente mi primera sesión de quimioterapia, empecé a
marcar días en mi diario: Día uno, continué el siguiente día con: Día dos. Había hecho el
cálculo y sabía que me llevaría 168 días terminar las doce sesiones de quimioterapia,
espaciadas dos semanas. Siguió así durante los primeros setenta días más o menos, conmigo
marcando un número cada día, conteniendo mi vida y mi respiración, todo en espera hasta que
al fin pude escribir: Día 168.
Hacia la mitad de las veinticuatro semanas, tuve una inspiración. No sé qué fue lo que la
disparó, una gracia de arriba, un gesto de amistad de parte de alguien, la sensación del sol
sobre mi cuerpo, la maravillosa sensación de una bebida fría, quizás todas estas cosas, pero
me desperté, me desperté al hecho de que estaba poniendo mi vida en espera, que no estaba
viviendo en realidad, sino sólo sobrellevando cada día con el fin de marcarlo y llegar a ese

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mágico día 168 en el que podría empezar a vivir de nuevo. Me di cuenta que estaba
desperdiciando una época de mi vida. Además, fui consciente de que lo que vivía era en
ocasiones rico, precisamente a causa del impacto de la quimioterapia en mi vida. Esa
conciencia permanece siendo una de las gracias especiales para mí. Mi carácter se elevó
radicalmente, aun cuando la quimioterapia continuó haciendo a mi cuerpo las mismas
brutalidades.
Empecé a dar la bienvenida a cada mañana por su frescura, su riqueza, por lo que traía a mi
vida. Ahora vuelvo la mirada atrás y veo esas tres últimas montañas (antes del día 168) como
una de las más ricas épocas de mi vida. Hice algunos amigos sólidos, aprendí lecciones de
paciencia a las que aún trato de aferrarme, y, no menos importante, aprendí unas lecciones,
largamente atrasadas, de gratitud y aprecio; de no dar la vida, la salud, la amistad y el trabajo
por supuestos. Resultó un gozo especial volver a la normalidad después de esos 168 días de
“sabático” retiro; pero esos días “sabáticos” fueron especiales también, aunque de una manera
muy diferente.
El coronavirus nos ha puesto, efectivamente, en un “sabático” receso y está sometiendo a
aquéllos que lo han contraído a su propio tipo de quimioterapia. Y el peligro es que queramos
poner nuestras vidas en espera mientras estamos en este tiempo especial, y queramos sólo
aguantar, más que permitirnos ser agraciados por lo que corresponde a esta temporada no
querida.
Sí, habrá frustración y dolor al experimentar esto, pero no es incompatible con la felicidad. Paul
Tournier, después de haber perdido a su esposa, lanzó algún profundo lamento, pero luego
integró ese pesar en una nueva vida de manera que le permitió escribir: “Puedo decir
honradamente que tengo un gran pesar y que soy un hombre feliz”. Palabras para ponderar
mientras luchamos con este coronavirus.

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El caminito

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Martes, 21 de enero de 2020

Casi todos nosotros hemos oído hablar de santa Teresa de Lisieux, una mística francesa que
murió a la edad de 24 años en 1897 y que es quizás la santa más popular de los dos últimos
siglos. Es famosa por muchas cosas, y no menos por una espiritualidad que ella denominó su
“caminito”. ¿Qué es su “caminito”?
La opinión popular ha envuelto frecuentemente a Teresa y su “caminito” en una simple piedad
que no hace justicia a la profundidad de su persona o su espiritualidad. Con demasiada
frecuencia su “caminito” es entendido como algo que me lleva a pensar que hacemos
pequeños, ocultos, humildes actos de caridad en favor de otros en nombre de Jesús, sin
esperar nada a cambio. En esta interpretación popular, lavamos la ropa, pelamos patatas y
sonreímos a la gente antipática para agradar a Jesús. De alguna manera esto es verdad; sin
embargo, su “caminito” merece un conocimiento más profundo.
Sí, eso nos pide hacer trabajos humildes y ser amables unos con otros en nombre de Jesús,
pero hay dimensiones más profundas. Su “caminito” es un itinerario a la santidad basado en
tres cosas: Pequeñez, anonimato y una motivación particular.
Pequeñez: Para Teresa, la “pequeñez” no se refiere sólo a la pequeñez del acto que estamos
haciendo, como las humildes tareas de lavar la ropa, pelar patatas o simplemente sonreír a
alguien que es antipático. Se refiere a nuestra propia pequeñez, a nuestra pobreza radical ante
Dios. Delante de Dios, somos pequeños. Aceptar y actuar así constituye la humildad. Nos
movemos hacia Dios y los otros en su “caminito” cuando hacemos pequeños actos de caridad
en favor de los demás, no más allá de nuestra fuerza y la virtud que sentimos en ese momento,
sino más bien por encima de una pobreza, impotencia y vaciedad que permita a la gracia de
Dios actuar a través de nosotros, de modo que, al hacer lo que estamos haciendo, estemos
atrayendo a los otros a Dios y no a nosotros mismos.
También, nuestra pequeñez nos hace conscientes de que, en su mayor parte, no podemos
hacer las grandes cosas que determinan la historia del mundo. Pero podemos cambiar el
mundo más humildemente, sembrando una semilla oculta, siendo un antibiótico de salud en el
alma de la humanidad y descomponiendo el átomo del amor en nosotros mismos. Y, sí,
también, el “caminito” trata de hacer cosas pequeñas, humildes, ocultas.
Anonimato. El “caminito” de Teresa se refiere a lo que está oculto, a lo que se hace en
secreto, de modo que, lo que el Padre vea en lo secreto será recompensado en secreto. Y lo
que está oculto no es nuestro acto de caridad, sino nosotros, nosotros mismos, que estamos
haciendo el acto. En el “caminito” de Teresa, nuestros pequeños actos de caridad pasarán, en
su mayor parte, inadvertidos, no tendrán en apariencia ningún verdadero impacto en la historia
del mundo y no nos traerán ningún reconocimiento. Permanecerán ocultos e inadvertidos; pero,
en el Cuerpo de Cristo, lo que está oculto, desinteresado, inadvertido, modesto y

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aparentemente insignificante y sin importancia es el vehículo más vital para la gracia a un nivel
más profundo. Jesús no nos salvó por medio de milagros sensacionales, ni obras dignas de
titulares, sino por la desinteresada obediencia a su Padre y el silencioso martirio, así también
nuestras obras pueden permanecer ocultas, de modo que nuestras muertes y el espíritu que
dejamos atrás puedan llegar a ser nuestra verdadera riqueza.
Finalmente, su “caminito” se apoya en una motivación particular. Somos invitados a actuar
más allá de nuestra pequeñez y anonimato, y hacer pequeños actos de amor y servicio a otros
por una particular razón, esto es, enjugar -metafóricamente- el rostro de Cristo doliente.
¿Cómo?
Teresa de Lisieux fue una persona extremadamente bendecida y agraciada. A pesar de vivir
grandes adversidades en su corta vida, fue amada (por su propio reconocimiento y testimonio
de otros) de una manera que fue tan pura, tan profunda y tan admirablemente afectuosa que
deja a la mayoría con envidia. Fue también una chica muy atractiva y estuvo rodeada de amor
y seguridad en el seno de una numerosa familia, en la que todas sus sonrisas y lágrimas eran
advertidas, honradas (y con frecuencia fotografiadas). Pero cuando creció en madurez, no
tardó en observar que lo que era verdad en su vida no era verdad en muchas de los otros. Sus
sonrisas y lágrimas pasaban generalmente inadvertidas y no eran honradas. Su “caminito” se
apoya, por tanto, en esta motivación particular. En sus propias palabras:
“Un Domingo, mirando un cuadro de Nuestro Señor en la Cruz, quedé impresionada por la
sangre que fluía de una de sus divinas manos. Sentí una angustia de gran dolor mientras
pensaba que esta sangre estaba cayendo en el suelo sin que nadie se apresurara a recogerla.
Decidí permanecer en espíritu al pie de la Cruz y recibir su rocío. Oh, no quiero que esta
preciosa sangre se pierda. Emplearé mi vida recogiéndola para el bien de las almas. Vivir de
amor es secar tu rostro”.
Vivir su “caminito” es observar y honrar las inadvertidas lágrimas que caen de los dolientes
rostros de los demás.

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El desvanecimiento de una ilusión

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 6 de abril de 2020

No nos gusta mucho la palabra desilusión. Normalmente la consideramos negativa, algo


peyorativa, y no algo que nos hace un favor. Y aun así, la desilusión es positiva, significa el
desvanecimiento de una ilusión; y las ilusiones, a no ser que necesitemos una como tónico
temporal, no son buenas para nosotros. Nos retraen de la verdad, de la realidad.
Hay muchas, muchas implicaciones negativas alrededor del coronavirus que está infligiendo
una mortal desolación a través del Planeta. Pero hay una positiva: contra toda forma de
resistencia que podamos mostrar, se está desvaneciendo la ilusión de que tenemos nuestras
vidas bajo control y que, por nuestros propios esfuerzos, podemos hacernos invulnerables. Esa
lección nos ha venido sin ser invitada. Este imprevisto e inoportuno virus está enseñándonos
que, a pesar de nuestra sofisticación, inteligencia, riqueza, salud o estatus, todos somos
vulnerables, todos estamos a merced de mil contingencias de las que tenemos poco control.
Ningún grado de resistencia cambiará eso.
Por supuesto, a nivel básico, siempre estamos conscientes de nuestra vulnerabilidad. Pero a
veces, después de haber caminado sobre un peligroso borde durante largo tiempo, nos
olvidamos del peligro y ya no somos conscientes de la estrechez del madero sobre el que
estamos caminando. Nuestra sensación de vulnerabilidad a cien millones de peligros es, como
nuestra sensación de mortalidad, bastante abstracta y poco real. Todos sabemos que, como
los demás, un día moriremos; pero esto no suele pesar mucho en nuestra conciencia. Al
contrario, vivimos con la sensación de que aún no vamos a morir. Nuestras propias muertes no
son de hecho reales para nosotros. No son todavía una amenaza inminente sino sólo una
realidad distante, abstracta.
Generalmente, tal es también la vaguedad de nuestra sensación de vulnerabilidad. Sí,
sabemos en teoría que somos vulnerables, pero en general nos sentimos bastante seguros.
Con todo, mientras este virus se propaga, ocupa nuestros noticiarios y para el curso de
nuestras vidas habituales, la sensación de vulnerabilidad ya no es una amenaza vaga,
abstracta. Ahora somos mucho más conscientes de que todos vivimos a merced de un millón
de contingencias, sobre muchas de las cuales tenemos escaso control.
Sin embargo, en nuestra defensa, la innata sensación de que tenemos el control y podemos
salvaguardar nuestra propia salud pública y seguridad, no debería ser juzgada muy precipitada
ni duramente. No podemos remediarlo. Es el modo como estamos hechos. Estamos
programados instintivamente para odiar nuestra debilidad, nuestra vulnerabilidad, nuestras
limitaciones y nuestra conciencia de la propia pobreza, y estamos inducidos a querer sentirnos
seguros, bajo control, independientes, invulnerables y autosuficientes. Esa es una
particularidad que nos ayuda a salvarnos del desaliento y a vivir con un (necesario) sano
orgullo. Pero es también una ilusión; quizás una que necesitamos en largos periodos de

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nuestras vidas, pero también una que, en momentos de claridad y lucidez, debemos dispersar
para reconocer ante Dios y ante nosotros mismos que somos interdependientes, no
autosuficientes ni tenemos el control absoluto. Todo acerca de este virus está trayéndonos un
momento de claridad y lucidez, incluso si esto está lejos de ser bienvenido.
Nos dieron la misma lección, efectivamente, con el derribo de las Torres Gemelas, en New
York, el 11 de septiembre de 2001. Al ser testigos de este singular incidente trágico, pasamos
de sentirnos seguros e invulnerables a saber que no somos capaces, a pesar de todo lo que
hemos conseguido, de garantizar nuestra propia seguridad y la seguridad de nuestros seres
queridos. Mucha gente reaprendió ese día lo que significaba orar. Muchos de nosotros estamos
reaprendiendo lo que significa orar, mientras permanecemos confinados en casa durante este
coronavirus.
Richard Rohr sugiere que el paso de la niñez a la adultez requiere de una iniciación en algunas
lecciones de vida. Una de estas puede ser resumida así: ¡No tienes el control! Si eso es
verdad, y lo es, entonces este coronavirus está ayudando a todos a iniciarnos en una adultez
más madura. Estamos haciéndonos más conscientes de una importante verdad. Sin embargo,
no podemos ver ningún castigo divino en esto. Toda voz fundamentalista que sugiera que Dios
nos envió una lección con este virus, está peligrosamente equivocada y es un insulto a la
verdadera fe. Sin embargo, necesitamos oír la voz de Dios en él. Dios está hablando todo el
tiempo, pero generalmente no escuchamos; esta suerte de cosas nos ayuda a atender mejor
en un mundo sordo.
Las ilusiones no son fáciles de disipar, y por buenas razones. Nos unimos a ellas por instinto, y
generalmente las necesitamos para caminar por la vida. Por esta razón, Sócrates, en su
sabiduría, una vez escribió que “no hay nada que requiera un tratamiento tan delicado como la
remoción de una ilusión”. Cualquier otra cosa que no sea delicadeza sólo nos hace más
resistentes.
Este coronavirus es cualquier cosa menos delicado. Pero, en toda su crudeza, quizás
podríamos sentir un delicado golpe que nos ayudara a disipar la ilusión de que tenemos el
control.

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El día del juicio

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 16 de marzo de 2020

Todos tenemos miedo al juicio. Tememos ser vistos con todo lo que hay dentro de nosotros,
algo de lo cual no queremos que sea expuesto a la luz. Por otra parte, tememos ser
malentendidos, no ser vistos con claridad, no ser vistos como el que somos. Y lo que más
tememos es quizás el juicio final, la suma revelación de nosotros mismos. Tanto si somos
religiosos como si no, la mayoría de nosotros tememos comparecer un día ante nuestro
Hacedor, el día del juicio. Tememos presentarnos desnudos a plena luz, donde nada se
esconde y todo lo que está en tinieblas, dentro de nosotros, es traído a la luz.
Lo curioso de estos temores es que tememos ser conocidos como lo que somos, aun cuando
tememos no ser conocidos como lo que en realidad somos. Tenemos miedo al juicio, incluso
cuando lo anhelamos. Quizás eso sea porque ya intuimos lo que será nuestro juicio final y
cómo tendrá lugar. Quizás ya intuimos que, cuando al fin nos expongamos desnudos a la luz
de Dios, también seremos finalmente entendidos, y esa reveladora luz no sólo expondrá
nuestras negligencias sino también hará visibles nuestras virtudes.
Esa intuición tiene un sentido divino en nosotros y refleja la realidad de nuestro juicio final.
Cuando todos nuestros secretos sean conocidos, nuestra secreta bondad también será
conocida. La luz pone de manifiesto todas las cosas. Por ejemplo, así es como el renombrado
poeta y escritor espiritual Wendell Berry prevé el juicio final: “Podría imaginarme a los muertos
despertándose, deslumbrados por una luz sin sombra, en la cual se conocen estando todos
juntos por primera vez. Es una luz inmisericorde hasta que aceptan su misericordia; por eso,
son al mismo tiempo condenados y redimidos. Es el infierno hasta que sea el cielo. Viéndose
en esa luz, si quieren, ven cuánto han faltado a la única justicia de amarse unos a otros. Y, aun
así, al sufrir la terrible claridad de la luz, al verse dentro de ella, ven su perdón y su belleza, y
son consolados”.
De muchas maneras, esto lo capta maravillosamente: cuando un día nos encontremos a plena
luz ante Dios, desnudos de alma, moralmente indefensos, expuesto todo lo que hemos hecho
en la vida, esa luz -sospecho yo- será verdaderamente un poco de infierno antes de tornarse
en cielo. Expondrá todo lo que haya de egoísta e impuro en nosotros y todas las maneras
como hemos hecho daño a otros con nuestro egoísmo, aunque también expondrá su contrario,
a saber, todo lo que hay de generoso y puro en nosotros. Ese juicio traerá consigo una cierta
condenación, aun cuando traiga, al mismo tiempo, una comprensión, perdón y consuelo tales
como nunca antes hemos conocido. Ese juicio será, como sugiere Berry, momentáneamente
amargo, pero al fin consolador.
El único matiz que añadiría al pensamiento de Berry es algo tomado de Karl Rahner. La
imagen que tiene Rahner del juicio que Dios hará después de la muerte, es muy similar a la de
Berry, excepto que, para Rahner, el agente de ese juicio no será tanto la luz de Dios como el

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amor de Dios. Para Rahner, no es tanto que nos expondremos ante una implacable luz que
marchita y penetra sino, más bien, que seremos abrazados por un amor tan incondicional, tan
comprensivo y tan agraciado que, conoceremos instantáneamente todo lo que hay de egoísta e
impuro en nosotros, y también conoceremos todo lo que hay de puro y generoso. Teresa de
Lisieux solía pedir perdón a Dios con estas palabras: “¡Castígame con un beso!” El día del
juicio será exactamente eso. Seremos “castigados” con un beso, al ser amados de una manera
que nos hará dolorosamente conscientes del pecado que hay en nosotros, aun cuando eso nos
deje conocer que somos buenos y dignos de ser amados.
Para aquéllos de nosotros que somos católicos romanos, esta noción del juicio es también -
creo yo- lo que queremos decir con nuestro concepto del purgatorio. El purgatorio no es un
lugar que esté separado del cielo, a donde uno va por un tiempo a hacer penitencia por los
pecados propios y a purificar su corazón. Nuestros corazones son purificados al ser abrazados
por Dios, no al ser separados de Dios por un tiempo para ser dignos de ese abrazo.
Igualmente, como Teresa de Lisieux quiere decir, el castigo por nuestro pecado está en el
abrazo mismo. El juico final tiene lugar al ser abrazado incondicionalmente por el Amor.
Cuando eso suceda, en la medida que somos pecadores y egoístas, ese abrazo de pura
bondad y amor, nos hará dolorosamente conscientes de nuestro propio pecado y eso será el
infierno hasta que sea el cielo.
Como un poema lírico de Leonard Cohen dice: Mirad las puertas de la misericordia, en espacio
arbitrario, y ninguno de nosotros está mereciendo la crueldad ni la gracia. Está en lo cierto.
Ninguno de nosotros merece ni la crueldad ni la gracia que experimentamos en este mundo. Y
sólo nuestro juicio final, el abrazo de amor incondicional, el beso de Dios, nos hará conscientes
de lo crueles que hemos sido y de lo buenos que en realidad somos.

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El príncipe de la mentira

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 26 de octubre de 2020

Contemplando nuestro mundo, lo que me espanta y altera, más que la amenaza del virus
Covid, más que la creciente desigualdad entre ricos y pobres, más que los peligros del cambio
climático e incluso más que el amargo odio que ahora nos separa a unos de otros, es nuestra
falta del sentido de la verdad, nuestra fácil negación de cualquier verdad que juzguemos ser
inconveniente y nuestros eslóganes de bulos, “hechos alternados” y conspiraciones fantasmas.
Los medios sociales, a pesar de todo el bien que han traído, han creado también una
plataforma para que cualquiera contribuya a su propia verdad, y trabaje para erosionar las
verdades que nos unen y alimentan nuestra sensatez. Vivimos en un mundo donde, con
frecuencia, dos más dos no son cuatro. Esto atenta contra nuestra misma sensatez y ha creado
una cierta locura social. Las verdades que entrelazan nuestra vida común están
desmontándose.
Esto es malo, claramente, y Jesús nos alerta de eso al decirnos que Satanás es
preeminentemente el Príncipe de la mentira. Mentir es el mayor peligro espiritual, moral y
psicológico. Se halla en la raíz de lo que Jesús llama el “imperdonable pecado contra el
Espíritu Santo”. ¿Qué es este pecado y por qué es imperdonable?
Aquí está el contexto en el que Jesús nos avisa sobre este pecado: acababa de expulsar a un
demonio. Los líderes religiosos de entonces creían, como un dogma de fe, que sólo alguien
que viniera de Dios podría expulsar a un demonio. Jesús acababa de expulsar a un demonio,
pero el odio de esos líderes hacia él, hizo de esto una verdad muy inconveniente para que ellos
la creyeran. Así que eligieron negar lo que sabían que era verdad, negar la realidad. Eligieron
mentir, afirmando (aun cuando ellos lo sabían muy bien) que Jesús lo había hecho por el poder
de Belcebú. Inicialmente, Jesús trató de señalar lo ilógico de su posición, pero ellos
persistieron. Fue entonces cuando procedió a avisarles sobre el imperdonable pecado contra el
Espíritu Santo. En ese momento, no les acusa de cometer ese pecado, pero les avisa que el
camino por el que transitan, si no es rectificado, puede llevarlos a ese pecado. En esencia, dice
esto: si decimos una mentira durante bastante tiempo, al fin la creeremos; y esto pervierte tanto
nuestra conciencia que empezamos a ver la verdad como falsedad y la falsedad como verdad.
El pecado entonces se vuelve imperdonable porque ya no queremos ser perdonados ni
aceptaremos de verdad el perdón. Dios quiere perdonar el pecado, pero nosotros rechazamos
aceptar el perdón porque vemos el pecado como bueno y la bondad como pecado. ¿Por qué
querríamos el perdón?
Es posible acabar en este estado, un estado en el que juzgamos los frutos del Espíritu Santo
(caridad, gozo, paz, paciencia, bondad, longanimidad, fidelidad, mansedumbre y castidad)
como falsos, como actuando contra la vida, como una maligna ingenuidad. Y el primer paso, al
movernos hacia esta condición, es mentir, resistirse a conocer la verdad. Los subsiguientes

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pasos son también mentir, esto es, el prolongado rechazo a aceptar la verdad, de modo que al
fin nos creamos nuestras propias mentiras y las veamos como la verdad, y la verdad como
mentira. Dicho con toda claridad, eso es lo que constituye el infierno.
El infierno no es un lugar donde uno está afligido, arrepentido y pidiendo a Dios una
oportunidad más para hacer las cosas bien. Ni tampoco es el infierno una odiosa sorpresa
esperando a una persona esencialmente honrada. Si hay alguien en el infierno, esa persona
está allí con arrogancia, teniendo lástima de la gente que está en el cielo, viendo el cielo como
si fuera el infierno, la oscuridad como la luz, la falsedad como la verdad, el mal como la
bondad, el odio como el amor, la empatía como la debilidad, la arrogancia como la fuerza, la
cordura como la insensatez y a Dios como el diablo.
Una de las lecciones centrales de los Evangelios es ésta: mentir es peligroso, el más peligroso
de todos los pecados. Y esto no sólo agota la energía, en términos de nuestra relación con
Dios y el Espíritu Santo. Cuando mentimos, no sólo estamos jugando con dos barajas con
Dios, estamos también jugando con dos barajas con nuestra propia sensatez. Nuestra
sensatez depende de lo que la clásica teología llama la “Unidad” de Dios. Lo que esto significa,
en términos sencillos, es que Dios es consistente. No hay contradicciones dentro de Dios y, a
causa de eso, se puede confiar en que la realidad sea también consistente. Nuestra sensatez
depende de esa confianza. Por ejemplo, si alguna vez llega un día en que la suma de dos más
dos ya no es igual a cuatro, entonces los puntales de nuestra sensatez desaparecerán;
estaremos literalmente desamarrados. Nuestra sensatez personal y nuestra sensatez social
dependen de la verdad, de que reconozcamos la verdad, de que digamos la verdad y de que la
suma de dos más dos sea siempre cuatro.
Martín Lutero dijo una vez: ¡Peca fuertemente! Quiso decir muchas cosas con eso, pero una
que, ciertamente quiso decir, es que el sumo peligro espiritual y moral es cubrir nuestras
debilidades con mentiras, porque ¡Satanás es el príncipe de la mentira!

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El rostro oculto del mal

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 5 de octubre de 2020

Tendemos a ser ingenuos en lo referente al mal, al menos en lo que aprendemos a ver en la


vida diaria. Nuestra estampa del mal ha sido formada falsamente por imágenes tomadas de la
mitología, cultos religiosos, y libros y películas que retratan el mal como personificado por
siniestras fuerzas espirituales. Los demonios vagan por las casas, aparecen en las sesiones de
espiritismo, son requeridos por tableros Ouija, contorsionan los cuerpos y son exorcizados por
la aspersión de agua bendita. Cualquier mal que habite en este concepto de fuerzas
demoníacas (creas en ellas o no) está infinitamente eclipsado por el ordinario rostro del mal,
que nos mira a través de los noticiarios, se manifiesta en la vida ordinaria y está patente
también en nuestro propio rostro en un determinado día.

Generalmente, estamos ciegos al oculto mal que instiga en nuestro interior, rompe
comunidades y devora a Dios y la bondad. Los Evangelios pueden ayudarnos a entender esto.

En los Evangelios, el maligno tiene dos nombres, porque el mal obra de dos maneras. A veces,
los Evangelios llaman a la fuerza del mal “el Diablo” y otras veces lo llaman “Satanás”. ¿Cuál
es la diferencia? Al fin, ambos se refieren a la misma fuerza (o persona), pero los diferentes
nombres se vinculan a los diferentes modos en que obra el mal. Diablo, en griego, significa
difamar, despedazar cosas. Irónicamente, Satanás significa casi exactamente lo contrario.
Significa unir cosas, pero de un modo enfermizo y malévolo.

Por tanto, el mal obra de dos maneras: lo diabólico obra dividiéndonos, despedazándonos y
difamándonos unos a otros, de modo que la comunidad está siempre rota a causa de los celos
y las acusaciones. Lo satánico hace lo contrario, con el mismo resultado. Lo satánico nos une
de un modo enfermizo; esto es, con las garras de la histeria mafiosa, la hipertensión social, las
ideologías egoístas, el racismo, el sexismo, la envidia, el odio y, en una miríada de otras
maneras malévolas, para inducirnos a la mafia del odio, las violaciones en pandilla,
linchamientos y crucifixiones. Fueron las fuerzas satánicas las que gestionaron la crucifixión de
Jesús.

Cuando miramos a nuestro mundo hoy, desde la política hasta los medios sociales y lo que
está aconteciendo en muchos de nuestros círculos religiosos, tendríamos que ser ciegos para
no ver los poderes del “diablo” y de “satanás” en acción (como los defináis e imaginéis
personalmente).

¿Dónde vemos lo diabólico en acción? Básicamente en todas partes. Hoy, casi por doquier,
veis a personas sembrando división, atribuyendo falsos motivos a otros, exigiéndoles ser
desconfiados y exclusivos. Verdaderamente, esto es casi el elemento dominante que vemos en
nuestra política y en nuestros medios sociales. El resultado es la ruptura de la comunidad, el

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estancamiento en nuestra política, la ruptura de la sociabilidad, la pérdida de confianza en el
significado de la verdad, el presuntuoso convencimiento de que nuestra propia narrativa
idiosincrásica funciona como verdad y la casi universal negligencia en la elemental caridad.
Hoy somos testigos de una peligrosa ruptura de la confianza y la sociabilidad, conectada con
una masiva erosión de la honradez. El diablo debe de estar sonriendo.

¿Dónde vemos lo satánico en acción? En todas partes también. Más y más nos estamos
retrayendo en tribus, pandillas, con aquellos que piensan como nosotros y tienen los mismos
intereses que proteger. Mientras esto puede ser una cosa buena, no es buena cuando nos
unimos de manera que están enraizadas en ideologías egoístas, privilegios económicos,
racismo, sexismo, falso nacionalismo, envidia y odio. Cuando sucede esto, nuestro grupo deja
de ser una comunidad y se convierte en una masa enferma que al final, cualquiera que sea su
particular eslogan idiosincrásico, acaba gritando, como hizo la multitud el Viernes Santo:
“¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!” Es significativo que, en los Evangelios, casi siempre la palabra
“multitud” es usada peyorativamente. Los comentaristas nos dicen que, casi sin excepción,
cada vez que aparece la palabra “multitud” en los Evangelios, podría estar precedida por el
adjetivo “insensata”. Las multitudes son insensatas; todavía peor, generalmente, tienen una
inclinación enfermiza hacia la crucifixión. El renombrado novelista checo Milan Kundera
destaca esto cuando nos expresa su gran temor a “la gran marcha”, la enfermiza fiebre que
generalmente infecta a la multitud y en seguida la tiene gritando: “¡Suéltanos a Barrabás!” Y, en
relación a Jesús: “¡Crucifícalo!” Este es el rostro de satanás en la vida ordinaria, el verdadero
rostro del mal.

Hoy necesitamos decir esto, cuando vemos la polarización siempre intensificada y amarga en
nuestras familias, comunidades, vecindarios, ciudades y países. El faccionalismo, la ira, la
amargura, la desconfianza, la acusación y el odio se están intensificando por casi todas partes,
incluso en nuestras propias familias, donde estamos encontrando cada vez más duro sentarnos
juntos, ser afables unos con otros y conversar a pesar de nuestras diferencias políticas,
sociales y morales. Tristemente, incluso la presencia de alguien afectado por la pandemia que
amenaza, ha conseguido dividirnos más bien que unirnos.

El mal no tiene ordinariamente el rostro y la sensación que tiene el diablo en Rosemary’s Baby
(El bebé de Rosemary–La semilla del diablo); tiene el rostro y la sensación del noticiario de
esta noche.

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El significado de la muerte de Jesús

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 13 de abril de 2020

La muerte de Jesús lo purifica todo, incluso nuestra ignorancia y pecado. Ese es el claro
mensaje del relato de Lucas sobre su muerte.
Como sabemos, tenemos cuatro Evangelios, cada uno con su propia noción sobre la pasión y
muerte de Jesús. Como sabemos también, estos relatos del Evangelio no son reportajes
periodísticos de lo que sucedió el Viernes Santo, sino, más bien, interpretaciones teológicas de
lo que sucedió entonces. Son cuadros de la muerte de Jesús, más que reportajes sobre ella; y,
como el buen arte, se toman la libertad de destacar ciertas formas, de manera que saquen a
luz la esencia. Cada evangelista tiene su propia interpretación de lo que sucedió en el Calvario.
Para Lucas, lo que sucedió en la muerte de Jesús es la revelación más clara, del increíble
alcance de la comprensión, perdón y sanación de Dios. Para él, la muerte de Jesús lo purifica
todo a través de una comprensión, perdón y sanación que desmiente toda opinión que sugiera
algo en contra. Para aclarar esto, Lucas destaca algunos elementos en su narrativa.
Primero, en su relato de la detención de Jesús en el Huerto de Getsemaní, nos dice que,
inmediatamente después de que uno de sus discípulos hiriera al criado del sumo sacerdote y le
cortara la oreja, Jesús lo curó. La curación de Dios, insinúa Lucas, alcanza todas las
situaciones, incluso situaciones de amargura, traición y violencia. La gracia de Dios sanará al
fin incluso lo que está envuelto en odio.
Luego, después que Pedro lo negó tres veces y Jesús está siendo conducido desde el
interrogatorio en el Sanedrín, Lucas nos dice que Jesús se volvió y miró fijamente a Pedro, con
una mirada que le hizo llorar amargamente. Todo lo que hay en este texto y todo lo que viene
después, sugiere que la mirada de Jesús, que causó el amargo llanto de Pedro, no fue de
desencanto ni acusación, una mirada que habría provocado que Pedro llorara de vergüenza.
No, fue más bien una mirada con tal comprensión y empatía que nunca antes había visto
Pedro, causándole el llanto en desagravio, sabiendo que él y todo lo demás estaba bien.
Y cuando Lucas relata el juicio de Jesús ante Pilato, detalla algo que no está indicado en los
otros relatos evangélicos del juicio de Jesús, a saber: Pilato enviando a Jesús a la jurisdicción
de Herodes y siendo (éste y Pilato), irreconciliables enemigos, “se hicieron amigos ese mismo
día”. Ray Brown, haciendo un comentario sobre este texto, dice, “Jesús tiene un efecto sanador
incluso sobre aquellos que lo maltratan”.
Finalmente, en la narrativa de Lucas, llegamos al lugar donde Jesús es crucificado; y, mientras
están crucificándolo, pronuncia las famosas palabras: Padre, perdónalos porque no saben lo
que hacen. Esas palabras, que los cristianos han tomado por siempre como último criterio de
cómo deberíamos tratar a nuestros enemigos y a aquéllos que nos hacen mal, encierran la
profunda revelación contenida en la muerte de Jesús. Dichas en ese contexto, cuando Dios
está a punto de ser crucificado por los seres humanos, estas palabras revelan cómo Dios ve y

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entiende incluso nuestras peores acciones: no como rencor, no como algo que al fin nos vuelve
contra Dios o a Dios contra nosotros, sino como ignorancia: simple, no culpable, invencible,
comprensible, perdonable, semejante a las acciones autodestructivas de un niño inocente.
En ese contexto también, Lucas narra el perdón que Jesús da al “buen ladrón”. Lucas quiere
destacar aquí, más allá de lo obvio, varias cosas: primero, que el hombre es perdonado no
porque no pecó, sino a pesar de su pecado; segundo, que se le da infinitamente más de lo que
en realidad pide a Jesús; y finalmente, que Jesús morirá sin ningún asunto pendiente; antes de
nada, el pecado de este hombre debe ser borrado.
Finalmente, en la narrativa de Lucas, Jesús no muere expresando abandono, sino más bien
muere expresando absoluta confianza: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu.” Lucas
quiere que veamos en estas palabras un patrón de cómo podemos afrontar nuestras propias
muertes, dada nuestra debilidad. ¿Qué lección? Leon Bloy escribió una vez que sólo hay una
verdadera tristeza en la vida: la de no ser santo. Al final de la jornada, cuando todos nosotros
afrontemos nuestra propia muerte, esto será nuestro mayor pesar: que no somos santos. Pero,
como Jesús muestra en su muerte, podemos morir (aun en siendo débiles) sabiendo que
estamos muriendo en manos seguras.
El relato de la pasión y muerte de Jesús según Lucas, a diferencia de gran parte de la tradición
cristiana, no se enfoca en el valor expiatorio de la muerte de Jesús. Lo que enfatiza, en vez de
eso, es: La muerte de Jesús lo purifica todo, a cada uno de nosotros y al mundo entero. Sana
todo, comprende todo y perdona todo, a pesar de toda ignorancia, debilidad, infidelidad y
traición por nuestra parte. En la narrativa de la pasión según Juan, el cuerpo muerto de Jesús
es atravesado con una lanza y al punto sale “sangre y agua” (vida y purificación). En el relato
según Lucas, el cuerpo de Jesús no es atravesado. No lo necesita. Para cuando da el último
aliento, ya ha perdonado a todos, y todo ha sido purificado.

36
Espiritualidad y la segunda mitad de la vida

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 12 de octubre de 2020

Una misma talla de ropa no sienta bien a todos. Esto no sólo vale para la ropa, sirve también
para la espiritualidad. Nuestros desafíos en la vida cambian conforme crecemos. La
espiritualidad no siempre ha sido del todo sensible a esto. Ciertamente, siempre hemos tenido
instrucción y actividades personalizadas para niños, jóvenes y personas que están criando a
niños, llevando un empleo y pagando una hipoteca, pero nunca hemos desarrollado una
espiritualidad para lo que sucede cuando esos años se acaban.
¿Por qué la necesitamos? Jesús aparentemente no la tuvo. No tuvo una serie de enseñanzas
para los jóvenes, otra para los de mediana edad e incluso otra para los ancianos. Él
simplemente enseñó. El Sermón de la Montaña, las parábolas y su invitación a cargar con la
cruz están proyectados de igual modo para todos, al margen de la edad. Pero oímos esas
enseñanzas en muy diferentes momentos de nuestra vida; y una cosa es oír el Sermón de la
Montaña cundo tienes siete años, otra cuando tienes veintisiete, y otra muy diferente cuando
tienes ochenta y siete. Las enseñanzas de Jesús no cambian, pero nosotros sí, y ofrecen
desafíos muy específicos en los diferentes momentos de nuestras vidas.
La espiritualidad cristiana generalmente ha tenido presente esto, con una excepción. Excepto
Jesús y algún ocasional místico, ha dejado de desarrollar una espiritualidad explícita para
nuestros postreros años, en cuanto a cómo debemos ser generativos en nuestra ancianidad y
cómo vamos a morir de un modo vivificante. Pero hay una buena razón para esta laguna. Dicho
simplemente, no se necesitaba, porque, hasta este último siglo, la mayoría de la gente nunca
llegaba a tan avanzada edad. Por ejemplo, en Palestina, en tiempos de Jesús, el promedio de
esperanza de vida era de treinta a treinta y cinco años. Hace un siglo, en los Estados Unidos,
aún era menos de cincuenta años. Cuando la mayoría de la gente en el mundo moría antes de
llegar a los cincuenta, no había verdadera necesidad de una espiritualidad del envejecimiento.
En los Evangelios sí hay tal espiritualidad. Aun cuando murió a los treinta y tres años, Jesús
nos dejó un paradigma de cómo envejecer y morir. Pero ese paradigma, mientras comunica y
refuerza la espiritualidad cristiana en general, nunca fue desarrollado como una espiritualidad
del envejecimiento (a excepción de algunos de los grandes místicos cristianos).
Después de Jesús, los padres y las madres del desierto recogieron la cuestión de cómo
envejecer y morir en el entramado general de su espiritualidad. Para ellos, la espiritualidad era
la búsqueda para “ver el rostro de Dios”; y eso, como aclara Jesús, requiere una cosa: la
pureza de corazón. Así pues, para ellos, sin importar su edad, el desafío era el mismo: intentar
lograr la pureza de corazón. Después, en la edad de las persecuciones y de los primeros
mártires cristianos, se fomentó la idea de que la manera ideal de envejecer y morir era a través
del martirio. Más tarde, cuando los cristianos ya no eran martirizados físicamente, se mantuvo
la idea de que se podía asumir un tipo voluntario de martirio al vivir los consejos evangélicos de

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pobreza, castidad y obediencia. Creían que, viviéndolos, como la búsqueda de la pureza de
corazón, te enseñaba todo lo que necesitabas saber, sin importar tu edad. Finalmente, esto
pasó a significar que cualquiera que respondiera fielmente a los deberes de su vida,
independientemente de su edad, aprendería todo lo necesario para acceder a la santidad por el
camino de la fidelidad. Como dice un antiguo aforismo: Permanece dentro de tu celda y eso te
enseñará todo lo que necesitas saber. Entendido con propiedad, hay una espiritualidad del
envejecimiento y de la muerte en estos pensamientos, pero hasta hace poco, había poca
necesidad de reconocerla más explícitamente.
Felizmente, hoy la situación está cambiando y estamos desarrollando, más y más, algunas
espiritualidades explícitas del envejecimiento y la muerte. Quizá esto refleje una población que
está envejeciendo, pero hay ahora un naciente cuerpo de literatura, religioso y secular, que
está haciendo suya la cuestión del envejecimiento y la muerte. Estos autores, demasiado
numerosos para mencionarlos, incluyen muchos nombres ya familiares para nosotros: Henri
Nouwen, Richard Rohr, Kathleen Dowling Singh, David Brooks, Cardinal Bernardin, Michael
Paul Gallagher, Joan Chittister, Parker Palmer, Marilyn Chandler McEntyre, Paul Kalanithi,
Erica Jong, Kathie Roiphe, y Wilkie y Noreen Au, entre otros. Procediendo de una variedad de
perspectivas, cada una de ellas ofrece ideas en lo que Dios y la naturaleza proyectan para
nosotros en nuestros postreros años.
En esencia, aquí está el problema: hoy, estamos viviendo más y de forma más saludable en la
edad avanzada. Hoy es común jubilarnos al comienzo de los sesenta después de haber criado
a nuestros hijos, liberados de nuestros trabajos, y haber pagado nuestras hipotecas. Así pues,
¿qué es lo siguiente, dado que probablemente tenemos por delante veinte o treinta años más
de salud y energía? ¿Para qué son estos años? ¿A qué somos llamados ahora, además de
amar a nuestros nietos? A Abrahán y Sara, en su avanzada edad, se les invitó a marchar a
una nueva tierra y concebir un hijo, mucho después de que esto ya era imposible para ellos.
Esa es nuestra llamada también. ¿A qué “Isaac” somos llamados a dar a luz en nuestros
postreros años? Necesitamos guía.

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Fiebre

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 11 de mayo de 2020


John Updike, después de recuperarse de una seria enfermedad, escribió un poema que
llamó Fiebre. Acaba de este modo: Pero es una verdad largamente conocida que algunos
secretos están ocultos a la salud.
En el fondo, ya sabemos esto; pero, como verdad personal, no es algo que nos apropiemos en
una clase, de padres o mentores, o incluso de enseñanza religiosa. Estos sólo nos dicen que
eso es verdad, pero el hecho de saberlo no proporciona en sí mismo sabiduría. La sabiduría se
adquiere, según dice Updike, por una experiencia personal de seria enfermedad, seria pérdida
o seria humillación.
El último James Hillman, escribiendo como agnóstico, llegó a la misma conclusión. Recuerdo
oyéndolo en una espléndida conferencia cuando, en un momento de su charla, desafió a su
audiencia con palabras como éstas: “Volved a pensar, honradamente y con coraje, y
preguntaos: ¿Cuáles son las experiencias de vuestra vida que os han hecho profundos, que os
han dado carácter? Casi todos, tendréis que admitir que fue en alguna humillación o abuso que
tuvisteis que soportar, alguna experiencia de impotencia, desamparo, frustración, enfermedad o
exclusión. No son las cosas que trajeron gloria o adulación a vuestra vida las que os dieron
profundidad y carácter, el tiempo en que erais el alumno brillante de vuestra clase o cuando
erais el atleta estrella. Estas cosas no os trajeron profundidad. Más bien la experiencia de
impotencia, inferioridad, es lo que os hizo sabios”.
Recuerdo también como estudiante graduado asistir a una serie de charlas del renombrado
psiquiatra polaco Kasmir Dabrowski, que había escrito algunos libros sobre un concepto que
denominó “desintegración positiva”. Su tesis esencial era que, sólo al derrumbarnos, crecemos
a niveles más altos de madurez y sabiduría. Una vez, durante una comunicación, le
preguntaron: “¿Por qué crecemos a través de las experiencias desintegradoras tales como caer
enfermos, derrumbarnos o ser humillados? ¿No sería más lógico crecer a través de las
experiencias positivas de ser amados, ser afirmados, tener éxito, estar sanos y ser admirados?
¿No debería eso encender la gratitud dentro de nosotros y, actuando con esa gratitud, llegar a
ser más generosos y sabios?
Dio esta respuesta: “Idealmente, la madurez y la sabiduría deberían tener su origen en las
experiencias de la fuerza y el éxito; y tal vez en algunos casos lo tienen. Sin embargo, como
psiquiatra, todo lo que puedo decir es que, en cuarenta años de práctica clínica, nunca lo he
visto. Sólo he visto a gente transformada a niveles más altos de madurez pasando por la
experiencia del abatimiento.
Jesús, según parece, está de acuerdo. Tomad, por ejemplo, el incidente de los Evangelios en
el que Santiago y Juan se acercan y piden si se les podría conceder los puestos a su derecha y
a su izquierda cuando Él entre en la gloria. Es significativo que tome seriamente la demanda de

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los discípulos. No les reprende (en este caso) por buscar su propia gloria; en vez de eso, lo que
hace es redefinir la gloria y la ruta hacia ella. Les pregunta: “¿Podéis beber el cáliz?” Ellos, sin
saber el alcance de lo que se les pregunta, responden: “¡Sí, podemos!” Jesús les dice algo que
aún sospechan menos. Les asegura que beberán el cáliz, ya que al fin todos lo beberán; pero
que, aun así, podría ser que no recibieran la gloria, porque sentarse en la gloria aún depende
de algo más.
¿Qué? ¿Qué es “el cáliz”? ¿Cómo es posible beberlo en ruta hacia la gloria? ¿Y por qué podrá
ser que no recibamos la gloria incluso si bebemos el cáliz?
El cáliz, como se revela más tarde, es el cáliz del sufrimiento y la humillación, el que Jesús
tiene que beber durante su pasión y muerte, el cáliz del que pide a su Padre que le aparte
cuando, estando en Getsemaní, ora en la agonía: “¡Que pase de mí este cáliz!”
En esencia, lo que Jesús dice a Santiago y a Juan es esto: No hay acceso al Domingo de
Pascua sino por el Viernes Santo. No hay acceso a la profundidad y a la sabiduría sino por el
sufrimiento y la humillación. La conexión es intrínseca, como el dolor y los gemidos de una
mujer le son necesarios cuando está dando a luz a un niño. Aún más, Jesús dice también que
el sufrimiento profundo no reportará automáticamente la sabiduría. ¿Por qué no? Porque aun
cuando hay una intrínseca conexión entre el sufrimiento profundo y una mayor hondura en
nuestras vidas, la trampa está en que el sufrimiento penetrante, puede llevarnos a una gran
amargura, ira, envidia y odio tan fácilmente como puede hacernos profundos en compasión,
perdón, empatía y sabiduría. Podemos tener el dolor, y no alcanzar la sabiduría.
¡Fiebre! El primer síntoma de estar infectado por el coronavirus, Covid-19, es una fiebre alta. La
fiebre tiene ahora cercado a nuestro mundo. La esperanza es que, después de que eleve tan
peligrosamente nuestra temperatura física y psíquica, también nos revelará algunos de los
secretos de salud que están escondidos. ¿Cuáles son? Aún no los conocemos. Sólo serán
revelados en la fiebre.

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Hablar con autoridad

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 24 de febrero de 2020

Cada vez vamos teniendo más recelo de las palabras. Por todas partes oímos decir: “¡Eso es
sólo hablar! ¡Eso no es más que palabras vacías!”
Y las palabras vacías nos acompañan siempre. Nuestro mundo está lleno de mentiras, de
falsas promesas, de brillante propaganda que engaña, de palabras nunca apoyadas por nada.
Cada vez confiamos menos en lo que oímos. Nos han mentido y traicionado demasiado a
menudo; ahora estamos recelosos de lo que creemos.
Pero la desconfianza en las palabras que oímos es sólo una razón de la debilidad de nuestra
palabra hablada. Nuestras palabras pueden ser verdaderas y aún tener poco poder. ¿Por qué?
Porque -usando palabras del Evangelio- puede ser que no estemos hablando con mucha
autoridad. Puede ocurrir que lo que decimos no tenga lo que necesita para ser apoyado. ¿Qué
se quiere decir?
Los Evangelios afirman que una de las cosas que distinguía a Jesús del resto de predicadores
religiosos de su tiempo era que hablaba con autoridad, mientras que ellos no. ¿Qué les da
autoridad a las palabras? ¿Qué les da poder transformador?
Como sabemos, hay diferentes clases de poder. Hay un poder que nace de la fuerza y energía.
Lo vemos, por ejemplo, en el cuerpo de un atleta que se mueve con autoridad. Hay poder
también en el carisma, en un orador dotado o una estrella de rock. También ellos hablan con
una cierta autoridad y poder. Pero aún hay otra clase de poder y autoridad, uno muy diferente
del muestran el atleta y la estrella de rock. Es el poder de un bebé, el paradójico poder de la
vulnerabilidad, la inocencia y la debilidad. La debilidad es a veces el verdadero poder. Si pones
a un atleta, una estrella de rock y un bebé en la misma habitación, ¿quién es entre ellos el más
poderoso? ¿Quién tiene la mayor autoridad? Cualquiera que sea el poder ostenten, el bebé
tiene más poder para cambiar los corazones.
Los textos del Evangelio afirman que Jesús hablaba con “autoridad”, nunca sugieren que
hablara con “gran energía” ni “poderoso carisma”. Al describir la autoridad de Jesús usan la
palabra “exousia”, una palabra griega para la que no tenemos una equivalente inglesa. ¿Qué
es “exousia”? Tenemos un concepto: “Exousia” podría ser descrita como la combinación de la
vulnerabilidad, inocencia y debilidad de un bebé. Su misma debilidad, inocencia y
vulnerabilidad tienen la autoridad y el poder para tocar vuestra conciencia. Con toda razón la
gente vigila su lenguaje estando en torno a un bebé. Su presencia es purificadora.
Pero hay un par de elementos que afianzan la autoridad con la que Jesús hablaba. Su
vulnerabilidad e inocencia dio a sus palabras un poder especial, sí; pero otros dos elementos
hicieron también poderosas sus palabras: se cimentaban siempre en la integridad de su vida.
También, reconoció que su autoridad no venía de sí mismo sino de algo (Alguien) superior, al

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que Él servía. Sus palabras eran poderosas porque no venían solamente de Él, venían por él
de Alguien superior a él, Alguien cuya autoridad no podía ser desafiada: Dios.
Veis este estilo de autoridad, por ejemplo, en personas como Madre Teresa y Jean Vanier. Sus
palabras tenían una autoridad especial. Madre Teresa podía encontrarse con alguien por
primera vez y pedirle ir con ella a la India a trabajar. Jean Vanier era capaz de hacer lo mismo.
Un amigo mío cuenta cómo al encontrarse con Vanier por primera vez, Vanier le invitó a
hacerse sacerdote misionero. Ese pensamiento nunca se le había cruzado por la cabeza. Hoy
es misionero.
¿Qué les da a algunas personas ese poder especial? “Exousia”, una vida generosa y el apoyo
de una autoridad que viene de arriba. Lo que veis en personas como Madre Teresa y Jean
Vanier es la debilidad de un bebé, combinado con una vida generosa cimentada en una
autoridad por encima de ellos. Cuando dichas personas hablan, sus palabras tienen verdadero
poder para calmar los corazones, curarlos, cambiarlos y, metafórica y realmente, expulsar
demonios fuera de ellos.
Pero no siempre tenemos que mirar a los gigantes espirituales como Madre Teresa y Jean
Varnier para verlo. La mayoría de nosotros no hemos sido influidos tan personalmente por
Madre Teresa ni Jean Varnier, pero nos han hablado con autoridad personas de nuestro
entorno. En mi caso, fueron mi padre y mi madre quienes me hablaron con esa clase de
autoridad. También algunas de las monjas ursulinas que me enseñaron en el colegio, y algunos
de mis tíos y tías que tuvieron el poder de pedirme el sacrificio porque hablaban con “exousia”,
y con una integridad y una fe que no podía cuestionar ni negar. Me pidieron que considerara
hacerme sacerdote, y lo hice.
Lo que mueve al mundo es frecuentemente la poderosa energía y carisma de los altamente
talentosos; pero el corazón es tocado por una diferente clase de autoridad.

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Inadecuación, daño y reconciliación

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 27 de enero de 2020

Con las mejores intenciones, aún sin malicia en nosotros, aún cuando seamos fieles, a veces
no podemos dejar de hacernos daño mutuamente. En ocasiones, nuestra situación humana es
simplemente demasiado compleja para que no nos lastimemos.
Un ejemplo: Soren Kierkegaard, que pasó toda su vida intentando ser escrupulosamente fiel a
lo que Dios le estaba pidiendo, le hizo una vez un daño notable a una mujer. De joven, se
había enamorado, Regine, la cual, a su vez, le amó hondamente. Pero, según se acercaba la
fecha de su matrimonio, Kierkegaard se vio afectado por una crisis interna, psicológica y moral,
en la que percibió que su matrimonio iba a ser, a largo plazo, la causa de una profunda
desgracia para ambos, y canceló el compromiso. Esa decisión produjo a Regine una herida
profunda y permanente. Nunca le perdonó; y él, por su parte, se obsesionó para el resto de su
vida por el hecho de que la había herido de mala manera. En un primer momento, él le escribió
algunas cartas tratando de explicar su decisión y excusándose por haberle hecho daño,
confiando en su comprensión y perdón. Al fin desistió, a pesar de que escribió página tras
página en sus diarios privados cuestionándose a sí mismo, castigándose, y luego, a la inversa,
tratando de justificarse una y otra vez en su decisión.
Casi diez años después de esa fatal decisión, con Regine casada con otro, pasó semanas
intentando dirigirle la carta adecuada: pidiéndole perdón, dándole nuevas explicaciones por lo
que había hecho y solicitando una nueva oportunidad de hablar con ella. Se esforzó por
encontrar las palabras adecuadas, algo que pudiera generar una comprensión. Finalmente lo
concretó en esta carta:
Fui cruel, es verdad. ¿Por qué? Verdaderamente, no lo sabes. He estado callado, es cierto.
Sólo Dios sabe lo que he sufrido. ¡Dios conceda que, aún ahora, no hable demasiado pronto,
después de todo!
Yo no podría casarme. Aunque tú fueras aún libre, yo no podría. Sin embargo, tú me has
amado, como yo te he amado. Yo te debo mucho; y ahora tú estás casada. Bien, te ofrezco por
segunda vez lo que puedo y me atrevo y debería ofrecerte: la reconciliación.
Hago esto al escribir con el fin de no sorprenderte ni confundirte. Quizás mi personalidad hizo
una vez tener demasiado fuerte un efecto; eso no debe suceder de nuevo. Pero por amor de
Dios que está en el cielo, por favor, considera seriamente si te atreves a volver a estar envuelta
en esto; y, si estás, si prefieres hablar conmigo cuanto antes o más bien cruzaríamos algunas
cartas primero.
Si la respuesta es ‘NO’, por favor, entonces recordarás, por el bien de un mundo mejor, que yo
di este paso también. En cualquier caso, como al principio así hasta ahora, sincera, completa
devotamente, tu S. K. (Clare Carlisle, The heart of a Philosopher, Penguin Book, c2019, 215)

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Bueno, la respuesta fue “no”. Él había incluido su carta en otra carta que envió al esposo de
ella, rogándole que decidiera si entregarla o no. Fue devuelta sin ser abierta, pero acompañada
por una furiosa nota; su oferta de reconciliación fue amargamente rechazada.
¿Qué moraleja hay aquí? Simplemente esta: nos hacemos daño unos a otros; a veces por
egoísmo, a veces por descuido, a veces por infidelidad, a veces por intención cruel; pero, otras
veces, también cuando no hay egoísmo, ni descuido, ni traición, ni intención cruel, sino sólo
crueldad por la circunstancia, inadecuación y limitación humana. En ocasiones, nos hacemos
daño unos a otros tan profundamente por ser fieles como por ser infieles, aunque de diferente
manera. Pero al margen de si hay falta moral, traición o una crueldad intencionada, hay
siempre un profundo daño, a veces tan profundo que, en este mundo, no tendrá lugar ninguna
sanación.
Ojalá fuera de otra manera. Ojalá Kierkegaard pudiera haberse explicado completamente como
para que Regine le hubiese entendido y perdonado; ojalá todos nosotros pudiéramos
explicarnos tan sinceramente que siempre fuésemos comprendidos y perdonados; y ojalá
nuestras vidas pudieran acabar como una película donde, antes de los créditos de cierre, todo
queda entendido y reconciliado.
Ese no siempre es el modo de acabar; en realidad, ni siquiera es el modo como acabó para
Jesús. Murió siendo considerado un criminal, como un blasfemo religioso, como alguien que se
había equivocado. Su oferta de reconciliación fue también devuelta sin abrir, acompañada por
una amarga nota.
Una vez, visité a un hombre que estaba muriendo de cáncer a la edad de 56 años. Postrado en
cama y cuidado en un hospital para terminales, con su mente aún clara, me comunicó esto:
“Me estoy muriendo con este consuelo: Si tengo un enemigo en este mundo, no sé quién es.
No puedo pensar en una sola persona con la que necesite reconciliarme”.
Pocos de nosotros somos tan afortunados. Casi todos estamos aun mirando sobres que han
sido devueltos sin ser abiertos.

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Invitación a la madurez – Llorando sobre Jerusalén

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Martes, 1 de diciembre de 2020

La madurez tiene varios niveles. La madurez básica se define como haber superado el
egoísmo instintivo con el que nacimos, de modo que nuestra motivación y acciones están
determinadas por las necesidades de los demás y no sólo por las nuestras. Eso es el mínimo
básico, la barra baja para la madurez. Después de eso, hay grados y niveles, dependiendo de
la medida en que nuestra motivación y acciones sean altruistas más que egoístas.
En los Evangelios, Jesús nos invita a unos grados de madurez siempre más profundos, aunque
a veces podamos perder la invitación, porque se presenta sutilmente y no explícitamente
expresada. Una invitación, así de sutil pero profunda, a un grado de madurez más elevado, se
da en el incidente en el que Jesús llora sobre Jerusalén. ¿Qué podemos observar en esta
imagen?
Aquí está la imagen y su marco. Jesús acaba de ser rechazado, como persona y en su
mensaje, y ve claramente el dolor que la gente cargará sobre sí por ese rechazo. ¿Cuál es su
reacción? ¿Reacciona de la manera en que la mayoría de nosotros lo haríamos: ¡Bueno, vete
al infierno! ¡Ojalá sufras todas las consecuencias de tu propia estupidez!? No. Él llora, como un
cariñoso padre que trata con un hijo díscolo; desea con todas las fibras de su ser poder salvar
a sus hijos de las consecuencias de sus propias malas elecciones. Siente la herida de ellos, en
vez de contemplar gozosamente su sufrimiento.
Existe un doble desafío aquí. Primero, hay uno personal: ¿nos alegramos cuando la gente que
rechaza nuestro aviso sufre por su error, o lloramos dentro de nosotros por el dolor que han
cargado sobre sí? Cuando vemos las consecuencias en las vidas de la gente por sus opciones,
sea por irresponsabilidad, por indolencia, por drogas, por sexo, por aborto, por ideología, por
actitudes antirreligiosas, o por mala voluntad, ¿nos alegramos cuando las consecuencias
empiezan a morderles viperinamente (¡Bien, lograste lo que merecías!), o lloramos por ellos,
por su desgracia?
Desde luego, es raro no alegrarse cuando alguien, que rechaza lo que representamos, está
siendo mordido con saña por su propia opción obstinada. Es la manera natural de funcionar por
parte del corazón, y así la empatía puede demandar un grado muy alto de madurez. Por
ejemplo, durante esta pandemia del Covid-19, los expertos médicos (casi sin excepción) han
estado diciendo que llevemos mascarillas para proteger a los demás y a nosotros mismos.
¿Cuál es nuestra reacción espontánea cuando alguien desafía este aviso, piensa que es más
inteligente que los médicos, no lleva mascarilla y contrae el virus? ¿Nos alegramos
secretamente en la catártica satisfacción de que contrajo lo que merecía, o, metafóricamente,
“lloramos sobre Jerusalén”?
Más allá del desafío para todos nosotros de movernos hacia un nivel más alto de madurez,
esta imagen contiene también un importante desafío pastoral para la iglesia. ¿De qué manera

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vemos nosotros, como iglesia, un mundo secularizado que ha rechazado muchas de nuestras
creencias y valores? Cuando vemos las consecuencias que el mundo está pagando por esto
¿nos alegramos o simpatizamos? ¿Vemos el mundo secularizado, con todos los problemas
que está acarreando sobre sí, por el rechazo de algunos valores del Evangelio, como un
adversario (alguien del que necesitamos protegernos), o como nuestro propio niño que sufre?
Si eres un padre o abuelo que está padeciendo por un hijo o nieto díscolo, probablemente
entiendas lo que significa “llorar sobre Jerusalén”.
Además, la lucha por “llorar sobre” nuestro mundo secularizado (o sobre alguien que rechaza lo
que representamos) está mezclada con otra dinámica que milita contra la unidad de
sentimientos. Hay una perversa propensión emocional y psicológica dentro de nosotros que
funciona de esta manera. Cuando estamos sufriendo mucho, necesitamos culpar a alguien,
necesitamos enfadarnos con alguien y necesitamos tomarla con alguien. ¿Y sabéis a quién
elegimos siempre para eso? ¡A alguien al que sentimos suficientemente seguro para hacerle
daño, porque sabemos que es lo bastante maduro para que no nos devuelva el golpe!
Hoy día, se dan muchos ataques contra la Iglesia. Por supuesto, hay muchas legítimas razones
para esto. Dadas las negligencias de la iglesia, parte de esa hostilidad está justificada; pero
algo de esa hostilidad va con frecuencia más allá de lo que está justificado. Junto con la
legítima ira, hay a veces mucha ira gratuita y libremente flotante. ¿Cuál es nuestra reacción a
esta injustificada ira e injusta acusación? ¿Reaccionamos del mismo modo? “¡Aquí estás fuera
de lugar; márchate y lleva esa ira a otra parte! O, como Jesús llorando sobre Jerusalén,
¿podemos encontrar la injusta ira y acusación con lágrimas de empatía y una oración, de modo
que un mundo que está molesto con nosotros se redima del dolor de sus propias malas
opciones?
Soren Kierkegaard escribió esta famosa frase: ¡Jesús quiere seguidores, no admiradores!
Sabias palabras. En la reacción de Jesús a su propio rechazo, su llanto sobre Jerusalén,
vemos el compendio de la madurez humana. A esto estamos llamados, personalmente y como
comunidad eclesial. Vemos también ahí que un gran corazón siente el dolor de los demás,
incluso de aquellos que te rechazan.

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Jean Vanier – Revisado

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Martes, 10 de marzo de 2020

Como otros muchos, yo me sentí profundamente apenado al conocer las recientes


revelaciones sobre Jean Vanier. Fue una persona a la que admiré mucho y sobre la que, en
numerosas ocasiones, he escrito con entusiasmo. Así que las noticias sobre él me
estremecieron profundamente. ¿Qué hay que decir sobre Jean Vanier a la luz de estas
revelaciones?
Primero, lo que hizo fue muy reprochable y profundamente ofensivo, sobre todo para las
mujeres que fueron sus víctimas. Sin saber los detalles de lo que sucedió (y sin querer
saberlos), se conoce lo suficiente para entender que esto fue un serio abuso de confianza. No
se puede envolver en una capa de justificación.
Segundo, lo que hizo no se puede asociar ni identificar con el abuso sexual del clero. Vanier no
era clérigo, ni siquiera religioso con votos canónicos. Era laico, reconocido célibe público, y la
traición a su compromiso con el celibato no puede ser identificada con el abuso sexual del
clero. Faltó contra el sexto mandamiento, pero de una manera que merece un juicio severo,
dada su talla pública y el abuso dentro de una confianza sagrada. No obstante, la ruptura de su
celibato profesado no pone en cuestión la legitimidad y fecundidad del mismo celibato con voto,
como tampoco un hombre casado que es infiel a su esposa pone en cuestión la legitimidad y
fecundidad de la vocación al matrimonio.
Tercero, las transgresiones de Vanier no niegan el buen trabajo de El Arca, ni proyectan
ninguna sombra negativa sobre la dedicación y la buena labor de las muchas mujeres y
hombres que trabajan y han trabajado allí. ¡Por sus frutos los conoceréis! Jesús enseñó eso; y
nadie, nadie, puede negar ni cuestionar la buena labor que El Arca ha hecho y continúa
haciendo en más de treinta países. El Arca es una obra de Dios, de la gracia, del Espíritu
Santo. Ahora resulta que su fundador tuvo algunos deslices. Así sea. Jesús fue el único
fundador que no tuvo ningún desliz. Verdaderamente, la buena labor llevada a cabo por El
Arca certifica también el hecho de que Vanier es y fue más grande que sus pecados. Nadie que
actúe esencialmente con doblez es capaz de dejar tras de sí un legado tan lleno de gracia.
Finalmente, el desencanto e ira que sentimos, dice tanto sobre nosotros como sobre Jean
Vanier. En el Evangelio de Lucas un joven se acerca a Jesús y le dice: “Maestro bueno, ¿qué
debo hacer para heredar la vida eterna?” (18, 18-23). Jesús inmediatamente desafía la manera
como se dirige a Él al decir: “¡No me llames bueno! Solo Dios es bueno”. Ese fue nuestro error
con Jean Vanier, exactamente como es nuestro error con otras personas a las que vestimos
con divinidad, en una idealización que se supone estar reservada para Dios sólo. Y cuando
quiera que hacemos eso -y se lo hicimos a Jean Vanier- no podemos al fin dejar de estar
decepcionados y desilusionados. Nadie, excepto Dios, hace las cosas bien; al fin, todos los
demás decepcionamos.

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Lo que Jean Vanier nos hizo fue desleal. No podemos dejar de sentirnos traicionados por esa
deslealtad. Pero a la inversa, lo que nosotros le hicimos fue también desleal. Le pedimos ser
Dios para nosotros, y eso tampoco es una petición razonable.
Cuando era un seminarista de veintiún años, buscando directores, uno de mis maestros en el
seminario volvió de un retiro de Vanier ponderando con superlativos mientras describía a
Vanier como “el hombre más santo, más maravilloso, más convencido y espiritual” con quien se
había encontrado en toda su vida. Mis facultades críticas me pusieron inmediatamente en
guardia: “¡Nadie es así de bueno!” Por tanto, no pensé deliberadamente en Vanier para
dirección. Sin embargo, en los cincuenta años siguientes, sí lo pensé para dirección. Aunque
nunca me encontré con él personalmente, leí sus libros, fui muy influido por numerosas
personas que lo consideraban como un formidable ascendiente en sus vidas (Henri Nouwen
incluido), escribí un prólogo para uno de sus últimos libros, y escribí además un encendido
tributo en los periódicos cuando él murió. Así pues, yo también estuve bastante fanatizado por
él, de modo que ahora me sentí igualmente desalentado y desilusionado cuando me enteré de
sus deslices morales.
Con todo, el desencanto es un fenómeno curioso. Después del impacto inicial, no tardas en
darte cuenta de que es una cosa positiva. Es el desvanecimiento de una ilusión, y una ilusión
está siempre en la mente de aquél que está haciendo la percepción más bien que de parte del
que está siendo percibido. Con Jean Vanier, la ilusión estuvo de nuestra parte, no de la suya.
Hubo, como ahora sabemos, una cierta falsedad en su vida, pero la hubo también de nuestra
parte.
Sí, las revelaciones sobre Jean Vanier me impactaron profundamente, pero no a mi corazón,
porque en nuestro corazón, cuando lo tocamos, sabemos que nadie, excepto Dios, es bueno,
al menos con una bondad que no tiene imperfecciones. Una vez que aceptamos eso, podemos
aceptar también que nadie es perfecto, incluso un Jean Vanier. En nuestro corazón podemos
aceptar que, a pesar de esta traición, Jean Vanier hizo mucho bien y que El Arca es claramente
una realidad agraciada.

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La experiencia mística y la gente común

Ron Rolheiser - Martes, 15 de septiembre de 2020

¿Qué tipo de cosas ayudan a inducir el misticismo en nuestras vidas? Me hicieron esa pregunta
recientemente y esta fue mi respuesta inmediata, no reflexionada: lo que te haga llorar, ya sea
en una pena genuina o en una alegría genuina; pero esa respuesta se basaba en muchas
cosas.
¿Qué es el misticismo? ¿Qué hace a la experiencia, mística?
En la mentalidad popular el misticismo no se entiende demasiado bien. Tendemos a identificar
el misticismo con lo extraordinario y paranormal, y lo vemos como algo exclusivo de una élite
espiritual. Para la mayoría de la gente, el misticismo significa tener visiones espirituales y
experiencias extáticas que te llevan fuera de la conciencia normal.
El misticismo puede ser que, en ocasiones, tenga algo de eso, pero normalmente no tiene nada
que ver con visiones, estados alterados de conciencia o estados de éxtasis. Más bien tiene que
ver con la experiencia de una claridad intensa de la mente y el corazón. Las experiencias
místicas son experiencias que nos llevan más allá de todas las cosas que normalmente nos
impiden tocar nuestro yo más profundo, y son muy poco frecuentes porque normalmente
nuestra conciencia está ajena a nuestro yo profundo, verdadero y original, por la influencia del
ego, las heridas, la historia, la presión social, la ideología, los falsos miedos, y todo aquello que
nos ponemos y nos quitamos como si de ropa se tratara. Rara vez entramos en contacto con
nuestro centro más profundo, sin filtros, directamente; pero cuando lo conseguimos, eso lo
convierte en una experiencia mística.
El misticismo, como lo define Ruth Burrows, consiste en ser tocado por Dios de una forma que
va más allá de las palabras, la imaginación y el sentimiento. Dios, como sabemos, es la
Unidad, la Verdad, la Bondad y la Belleza. Así que cada vez que experimentamos la unidad, la
verdad, la bondad o la belleza, sin nada que lo distorsione, estamos teniendo una experiencia
mística. ¿Cómo puede ser?
Ruth Burrows describe una experiencia mística que cambió radicalmente su vida cuando tenía
dieciocho años. En su último año en una escuela privada para mujeres jóvenes dirigida por una
orden de monjas, en un retiro de preparación para la graduación, y cuando aún no era una
persona madura. Ella y una de sus amigas no se estaban tomando aquel retiro muy en serio,
se pasaban notas y hacían bromas durante las conferencias. Sus travesuras fueron tan
molestas que las monjas las expulsaron del grupo y las hicieron sentarse en silencio en una
capilla, acompañadas por un profesor, mientras el resto de la clase estaba en una conferencia.
Al principio, confiesa Burrows, ellas continuaron bromeando, pero las horas eran largas y el
silencio finalmente la desgastó. Mientras estaba sentada sola, aburrida e irritada, una
experiencia mística la invadió, sin ser buscada, inesperadamente. Y no fue una visión o una
experiencia de éxtasis, sino un momento de clarividencia. Mientras estaba sentada sola, se vio

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a sí misma, con absoluta claridad, como realmente era, en su inmadurez y en toda su bondad.
Eso cambió su vida. Desde entonces supo quién era, más allá de su ego, de las heridas, de la
inmadurez, de la presión de los compañeros, la ideología y cualquier otro afecto. En ese
momento conoció su ser más profundo nítidamente (y lo único que era realmente extraordinario
era su increíble claridad).
Entonces, ¿qué tipo de cosas podrían inducir experiencias místicas en nuestras vidas? La
respuesta corta: cualquier cosa que te lleve más allá de tu ego, tus heridas, tus afectos y las
poderosas presiones sociales, dentro de las cuales respiras, es decir, cualquier cosa que te
ayude a ponerte en contacto con quien realmente eres y te lleve a querer ser una persona
mejor. Y puede ocurrir de maneras diversas. Puede ser un libro; puede ser la belleza de la
naturaleza; puede ser la vista de un bebé recién nacido, un niño llorando, un animal herido, o el
rostro de alguien que sufre; o puede ser lo que sientes en el fondo cuando recibes una
expresión de amor, bendices a alguien, expresas arrepentimiento genuino, o compartes la
impotencia. Pueden ser muchas cosas.
Hace varios años, mientras impartía un curso, asigné a los estudiantes varios libros para leer,
entre ellos el de Christopher de Vinck, “Only the Heart Knows How to Find them - Precious
Memories for Faithless Time”. Se trata de una serie de ensayos autobiográficos en los que de
Vinck simplemente comparte experiencias de su vida matrimonial, de los hijos y de su vida
familiar. Al final del semestre una joven, con el libro de de Vinck en la mano, me dijo: "Padre,
este es el mejor libro que he leído nunca. Siempre me he considerado una persona muy libre y
liberal y he vivido en varios lugares, pero ahora me doy cuenta; lo que quiero es lo que tiene
este hombre. Quiero un hogar. Quiero casarme. ¡Ahora sé lo que necesito!"
La lectura del libro de Christopher de Vinck había desencadenado una experiencia mística en
su interior, no muy distinta de la descrita por Ruth Burrows. También a mí, leer la Historia de un
Alma de Teresa de Lisieux, me ayuda a tener esa experiencia.
Así que, aquí va mi consejo: busca aquello que te ayude a experimentar esto a ti mismo/a. No
tiene que provocar lágrimas en tus ojos, ¡sólo tiene que conducirte con una nítida claridad hacia
tu casa!

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La ilusión de la invulnerabilidad

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 21 de diciembre de 2020

Cualquier cosa que no te mata te hace más fuerte. Ese es un axioma piadoso que no siempre
se cumple. A veces, llega el mal momento y no aprendemos nada. Esperamos que este mal
momento actual, el Covid-19, nos enseñará algo y nos hará más fuertes. Mi esperanza es que
el Covid-19 nos enseñará algo que las anteriores generaciones no necesitaron que les
enseñaran, sino que ya lo conocían a través de su experiencia; esto es, que no somos
invulnerables, que no estamos exentos de la amenaza de la enfermedad, desfallecimiento y
muerte. En resumen, todo lo que nuestro mundo contemporáneo puede ofrecernos en
tecnología, medicina, nutrición y todo tipo de seguridades no nos exime de la fragilidad y la
vulnerabilidad. El Covid-19 nos ha enseñado esto. Como los demás que han pisado esta tierra,
nosotros también somos vulnerables.
Tengo suficientes años para haber conocido otra generación en la que la mayoría de la gente
vivía con mucho miedo, no todo él saludable, pero sí real. La vida era frágil. Dar a luz podía
significar tu muerte. Una gripe o un virus podía matarte, y tenías poca defensa contra ello.
Podías morir joven de una enfermedad del corazón, cáncer, diabetes, mala higiene y docenas
de otras cosas. Y la naturaleza podía representar una amenaza. Tormentas, huracanes,
tornados, sequía, peste, rayo: todos ellos eran de temer, porque estábamos por lo general
indefensos. La gente vivía con la sensación de que la vida y la salud eran frágiles, que no
debían ser dadas por supuestas.
Más tarde aparecieron las vacunas, la penicilina, mejores hospitales, mejores medicinas, parto
más seguro, mejor nutrición, mejor vivienda, mejor servicio sanitario, mejores carreteras,
mejores coches y mejor sistema de seguros contra todo: desde la pérdida del trabajo, a la
sequía, las tormentas, la peste, los desastres de cualquier clase. Con ello llegó una sensación
siempre creciente, de que estamos a salvo, protegidos, seguros, mejor que en anteriores
generaciones, capaces de cuidar de nosotros mismos, no tan vulnerables como estaban las
generaciones anteriores.
Y en gran medida eso es cierto, al menos en cuanto a nuestra salud física y seguridad. De
muchas maneras, somos menos vulnerables. Pero, como el Covid-19 ha hecho evidente, esto
no es un puerto totalmente seguro. A pesar de la repulsa y protesta, hemos tenido que aceptar
que ahora vivimos como hicieron antes que nosotros, esto es, incapaces de garantizar la propia
salud y seguridad. Por las horribles cosas que el Covid-19 nos ha hecho, ha ayudado a
desvanecer una ilusión; la ilusión de nuestra propia invulnerabilidad. Somos frágiles,
vulnerables, mortales.
A primera vista, parece malo; no lo es. La desilusión es el desvanecimiento de una ilusión, y
hemos estado durante demasiado tiempo (y demasiado volublemente) viviendo una ilusión,
esto es, viviendo bajo un paño de falso hechizo que nos hacía creer que las amenazas de lo

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antiguo ya no tenían el poder de tocarnos. ¡Y qué equivocados estábamos! En el momento de
publicar este artículo, hay 70.1 millones de casos de Covid-19 reconocidos por el ancho mundo
y ha habido más de 1.6 millones de muertes por este virus. Además, las tasas más altas de
infección y muerte han estado en aquellos países que consideraríamos los más invulnerables,
países que tienen los mejores hospitales y los más altos estándares de medicina para
protegernos. Eso sería una llamada de atención. Por las cosas buenas que nuestro mundo
moderno y posmoderno pueda darnos, al final no puede protegernos de todo.
El Covid-19 ha sido un gran aviso de cambio; ha desvanecido una ilusión, la de nuestra propia
invulnerabilidad. ¿Qué hay que aprender? En resumen, que nuestra generación debe
reconocer equiparado su lugar con las otras, aceptando que no podemos dar por supuesta la
vida, la salud, la familia, el trabajo, la comunidad, el viaje, la recreación, la libertad de reunión y
la libertad de acudir a la iglesia. El Covid-19 nos ha enseñado que no somos el Señor de la
vida y que la fragilidad es aún el lote de cada uno, aun en un mundo moderno y posmoderno.
La teología y la filosofía de interpretación cristiana clásica han enseñado siempre que, como
humanos, no somos autosuficientes. Sólo Dios lo es. Sólo Dios es “ser autosuficiente” (Ipsum
esse subsistens, en la filosofía clásica). Los demás somos contingentes, dependientes,
interdependientes… y lo suficientemente mortales para temer la nueva cita con nuestro médico.
Las generaciones anteriores, porque carecían del conocimiento médico, de nuestros
hospitales, de nuestros patrones de higiene, de nuestras medicinas, de nuestras vacunas y de
nuestros antibióticos, sintieron existencialmente su contingencia. Sabían que no eran
autosuficientes, y que la vida y la salud no podían darse por supuestas. No les envidio nada del
falso temor que vino con eso, pero sí les envidio no vivir bajo un manto de falsa seguridad.
Nuestro mundo contemporáneo, por las buenas cosas que nos da, nos ha adormecido en
términos de nuestra fragilidad, vulnerabilidad y mortalidad. El Covid-19 es una llamada a
despertarnos, no sólo al hecho de que somos vulnerables, sino especialmente al hecho de que
no podemos dar por supuestos los preciados dones de los que tan ufanos nos mostramos.

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La invitación al coraje

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 31 de agosto de 2020

La Escritura nos dice que mientras Juan Bautista crecía, se hacía fuerte en espíritu. Mi
crecimiento fue algo diferente. A diferencia de Juan Bautista, mientras yo crecía, me volvía
acomodaticio en espíritu. Tuvo sus razones. Nací con lo que Ruth Burrows describiría como
“sensibilidad torturada”, una personalidad hipersensible, y nunca he sido capaz de desarrollar
una piel bien curtida. Esa no es la materia prima de la que están hechos los profetas. Cuando
eres niño, en el patio de juego te va mejor tener fuerza física bruta para desafiar una situación
injusta, o te va mejor dejar pasar las cosas para que no te perjudiquen. También te va mejor
desarrollar agudas destrezas para evitar la confrontación y en el arte de procurar la paz.
Igualmente, cuando no estás dotado de una fuerza física superior y surgen situaciones
desafiantes en el patio, en seguida aprendes a huir de la confrontación. En el patio, el cordero
sabe que es mejor no acostarse con el león ni enfrentarse a él, al margen de las visiones
escatológicas del profeta Isaías.

Y no todo eso es malo. Crecer como lo hice no contribuyó a que tuviera una piel bien curtida, ni
al coraje vivo que se supone para ser profeta, pero me dio una aguda pantalla de radar, a
saber, una sensibilidad que, en el mejor de los casos, es una genuina empatía (aunque, en el
peor de los casos, me tiene eludiendo situaciones de conflicto). De todos modos, eso no me ha
dotado particularmente de cualidades que contribuyan al coraje profético. Deseo,
habitualmente, no contrariar a la gente. Me disgusta la confrontación y quiero la paz casi a
cualquier precio, aunque trazo algunas líneas sobre arena. Sin embargo, no soy ningún Juan
Bautista, y ello me ha costado muchos años aprenderlo, admitirlo y entender por qué, a la vez
que entender que mi temperamento e historia son sólo una explicación y a veces no una
excusa para mi cobardía.

Al fin y al cabo, la virtud del coraje no depende del origen, temperamento ni tenacidad mental,
aunque estos pueden ayudar. El coraje es un don del Espíritu Santo, y por eso el
temperamento y los antecedentes de uno sólo pueden servir como explicación y no como
excusa para la falta de coraje.

Destaco esto porque la situación de hoy nos reclama coraje, el coraje para la profecía. Hoy
necesitamos desesperadamente profetas, pero escasean; y demasiados no estamos deseosos
de prestarnos a esa tarea. ¿Por qué no?

Un reciente número de la revista Commonweal presentaba un artículo de Bryan Massingale,


una fuerte voz profética sobre la cuestión del racismo. Massingale opina que, la razón de que
veamos un progreso verdadero en el tratamiento de la injusticia racial, es la ausencia de voces
proféticas donde son más necesarias, en este caso, entre los muchos blancos buenos que ven

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la injusticia social, simpatizan con los que la sufren, pero no hacen nada por mejorarla.
Massingale, que da conferencias a lo largo y ancho del país, cuenta cómo muchas veces, en
sus conferencias y en sus clases, la gente le pregunta: Pero, ¿cómo me enfrento a esto sin
contrariar a la gente. Esta pregunta expresa acertadamente nuestra reticencia; y -creo yo-
señala no sólo el problema sino también el desafío.

Como diría Shakespeare: “¡Ah, ahí está el busilis!” Para mí, esta cuestión toca un nervio moral
sensible. Si hubiera estado en una de sus clases, no habría dudado en hacerle esa pregunta:
“Pero, ¿cómo desafío al racismo sin contrariar a la gente? He aquí mi problema: Yo quiero
hablar claro proféticamente, pero no quiero contrariar a los otros; quiero desafiar el privilegio
blanco ante el que estamos ciegos tan congénitamente, pero no quiero alejarme de la gente
generosa y de buen corazón que sostiene nuestra escuela; quiero hablar claro con más firmeza
contra la injusticia en mis escritos, pero no quiero que, como resultado, muchos periódicos
dejen de publicar mi columna; quiero ser valiente y hacer frente a los demás, pero no quiero
vivir con el odio consiguiente; y quiero señalar públicamente las injusticias y señalar nombres,
pero no quiero alejarme de esa misma gente. Así que esto me deja orando y buscando el
coraje necesario para la profecía.

Hace varios años, un profesor que visitó nuestra escuela, un afroamericano, estuvo contando
en nuestra facultad algunas de las injusticias, casi diarias, que él experimenta simplemente a
causa del color de su piel. Le pregunté: “Si yo, como hombre blanco, me acercara a ti, como
Nicodemo se acercó a Jesús por la noche, y te preguntara qué debería hacer, ¿qué me dirías?”
Su respuesta: Jesús no excusó a Nicodemo fácilmente sólo porque confesó sus temores.
Nicodemo tuvo que hacer un acto público para traer su fe a la luz, tuvo que solicitar el cuerpo
muerto de Jesús. Por lo tanto, su desafío para mí: necesitas hacer un acto público.

Tenía razón; pero aún estoy orando para que el coraje profético haga eso. ¿Y no estamos
orando todos nosotros por lo mismo?

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La ley de la gravedad y el Espíritu Santo

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Martes, 17 de noviembre de 2020


Dios está cargado eróticamente y el mundo está dolorosamente apasionado; de ahí que se
abracen uno a otro en mutua atracción y filiación. El filósofo judío Martin Buber hizo esa
afirmación, y aunque parece repetir perfectamente una frase del párrafo inicial de la
autobiografía de san Agustín (“Nos has hecho para ti, Señor, y nuestros corazones están
inquietos hasta que descansen en ti”) insinúa algo más. San Agustín trataba de un dolor
insaciable dentro del corazón humano que nos mantiene inquietos y eternamente conscientes
de que todo lo que experimentamos no es suficiente, porque lo finito anhela incesantemente lo
infinito, y lo infinito atrae incesantemente a lo finito. Pero san Agustín hablaba del corazón
humano, de la inquietud y atracción hacia Dios que se siente. Martin Buber está tratando de
eso también, pero está tratando igualmente de la inquietud, una atracción incurable hacia Dios,
que está dentro de toda la naturaleza, dentro del mismo universo. No son sólo las personas
quienes están dolorosamente apasionadas; es el mundo entero, toda la naturaleza, el universo.
¿Qué quiere decir? En esencia, Buber está diciendo que lo que se siente en el corazón
humano está también presente en cada elemento de la naturaleza: en átomos, moléculas,
piedras, plantas, insectos y animales. Se da el mismo anhelo por Dios en todo lo que existe,
desde un planeta muerto hasta un agujero negro, una secuoya, nuestros mimados perros y
gatos, el corazón de un santo. Y en eso no hay distinción entre lo espiritual y lo físico. El único
Dios que hizo a ambos está atrayendo a ambos de la misma manera. Pierre Teilhard de
Chardin, que era un científico y un místico, creía que esta interacción entre la energía que
procede de un Dios cargado eróticamente y la que procede de un mundo apasionado, es la
energía que apuntala la estructura misma del universo, física y espiritual. Para Teilhard, la ley
de la gravedad, la actividad atómica, la fotosíntesis, los ecosistemas, los campos
electromagnéticos, el instinto animal, la sexualidad, la amistad humana, la reactividad y el
altruismo, todos generan y manifiestan una única y misma energía, una energía que siempre
está atrayendo a todas las cosas entre sí. Si eso es cierto, y lo es, entonces al fin la ley de la
gravedad y el Espíritu Santo son parte de una única y misma energía, una única y misma ley,
una única y misma interacción de eros y réplica. A primera vista, tal vez pueda parecer
teológicamente heterodoxo poner a las personas y la naturaleza física en el mismo plano.
Quizás también, algunos podrían encontrar ofensivo hablar de Dios como “cargado
eróticamente”. Por tanto, permitidme dar razón de estas cuestiones.
En términos de Dios en relación con la naturaleza física, la teología cristiana ortodoxa y
nuestras escrituras afirman que, la venida de Dios a nosotros en Cristo por la encarnación es
un acontecimiento, no solo para las personas, sino también para la creación física. Cuando
Jesús dice que ha venido a salvar al mundo, de hecho, está hablando del mundo, no sólo de
las personas que están en el mundo. La creación física, no menos que la humanidad, es hija de

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Dios, y Dios proyecta redimir a todos sus hijos. La teología cristiana nunca ha enseñado que el
mundo será destruido al final de los tiempos, sino más bien (como dice San Pablo) que la
creación física será transformada y entrará en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. ¿Cómo
irá el mundo físico al cielo? No lo sabemos; aunque tampoco podemos conceptualizar cómo
iremos nosotros allí. Pero sabemos esto: el Cristo que tomó nuestra forma en la encarnación,
es también el Cristo Cósmico, esto es, el Cristo por el que todas las cosas fueron hechas y el
que junta a toda la creación. De ahí que los teólogos hablen de “encarnación profunda”, a
saber, del acontecimiento de Cristo como profundizando más que solamente salvando a los
seres humanos, como salvando la creación física.
Puedo apreciar también que habrá algo de incomodidad en mi afirmación de Dios como
“erótico”, dado que hoy día identificamos esa palabra con el sexo. Pero ese no es el significado
de la palabra. Para los filósofos griegos, de los que tomamos esta palabra, eros se identificaba
con amor, y con el amor en todos sus aspectos. Eros significaba atracción sexual y obsesión
emocional, pero también significaba amistad, alegría, creatividad, sentido común y altruismo.
Eros, propiamente entendido, incluye todos esos elementos, de modo que aun cuando
identifiquemos eros con sexualidad, ni siquiera habrá malestar en aplicar esto a Dios. Estamos
hechos a imagen y semejanza de Dios, y así nuestra sexualidad refleja algo de lo que hay en la
naturaleza de Dios. Un Dios que es suficientemente generativo para crear billones de galaxias
y está creando continuamente billones de personas, claramente es sexual y fértil de maneras
que están más allá de nuestra concepción. Además, el inexorable dolor que hay dentro de cada
elemento y persona en el universo para unirse con algo que está más allá de sí mismo, tiene
una única cosa en mente: la consumación en el amor con Dios, que es Amor. Así, en realidad,
la ley de la gravedad y los dones del Espíritu Santo tienen una única y misma finalidad.

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La Navidad como haciendo trizas los recipientes de nuestras expectativas

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 28 de diciembre de 2020

Resulta curioso cómo Dios deshace los recipientes de nuestras expectativas. Tenemos cierta
idea de cómo Dios debería actuar, y Dios acaba actuando de un modo que frustra todas esas
expectativas; y, aun así, las cumple más profundamente. Eso es en esencia la verdad de lo que
sucedió en Belén en la primera Navidad.
Durante siglos, hombres y mujeres de fe, conscientes de la imposibilidad de rectificar lo que
veían mal en la vida, habían estado rogando para que Dios viniera a la tierra como Mesías,
Salvador, a limpiarla y enderezar todo lo que en ella estaba torcido. Exactamente cómo iba a
suceder esto, fue más un anhelo de justicia, una deseosa esperanza, que cualquier género de
visión clara, al menos hasta que aparecieron los grandes profetas judíos. Profetas como Isaías,
empezaron a articular una visión de lo que sucedería cuando llegara el Mesías. En estas
visiones, el Mesías anunciaría una “Era Mesiánica”, un tiempo nuevo, en el que todo se haría
bien. Habría prosperidad para los pobres, sanación para los enfermos, libertad ante todo
género de esclavitud, y justicia para todos (incluso castigo para los malvados). Los pobres y los
mansos heredarían la tierra porque el Mesías, por largo tiempo esperado, dominaría todo mal,
ahuyentaría a los desalmados de la faz de la tierra y haría las cosas bien.
Y después de todos esos siglos de espera, de anhelo, ¿qué logramos? Un niño desvalido y
desnudo, incapaz de alimentarse por sí mismo. Nadie esperaba que esa fuera la manera en
que sucediera. Habían esperado a un Súper humano, una Súper estrella, alguien cuyo
músculo, talento, estatura física, invulnerabilidad e invencibilidad achicaría sin más todos los
poderes que hubiera en el planeta, de una manera que no hubiera ningún argumento, ni
resistencia, ni oposición a su presencia.
Esa es aún, en gran parte, la manera en que fantaseamos cómo el poder de Dios debería
funcionar en nuestro mundo. Pero, como sabemos desde la primera Navidad, esa no es la
manera de actuar por parte de Dios. Lo que fue revelado en Belén es que como norma, nos
encontramos con la presencia y el poder de Dios en el mundo como un niño desvalido tendido
en la paja, vulnerable, aparentemente impotente, que nos conmueve sin pensar.
¿Por qué? ¿Por qué, el todopoderoso Creador del universo, no muestra más músculo? ¿Por
qué Dios se revela más en el cuerpo de un niño, que en el de una Súper estrella? ¿Por qué?
Porque el poder de Dios actúa para ablandar los corazones, más que para quebrarlos, y eso es
lo que la vulnerabilidad y la debilidad pueden hacer. Eso es lo que pueden hacer los niños. El
poder de Dios, al menos el poder de Dios de introducirnos en la comunicación de uno hacia el
otro, no funciona por medio de la energía, los músculos y la frialdad (invulnerabilidad).
Funciona por medio de muchas cosas, pero con especial poder, por medio de la vulnerabilidad
y la debilidad. La intimidad se afirma sobre la vulnerabilidad. Tú no puedes forzar a otra
persona para que te ame, a no ser que inclines su corazón de la manera como lo hace un niño.

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Nosotros podemos seducirnos unos a otros por medio del atractivo, despertar admiración por
nuestros talentos, e intimidarnos por la fuerza, pero ninguno de estos valores proporcionará la
base para una comunidad de vida compartida por mucho tiempo; en cambio la impotencia e
inocencia de un niño pueden proporcionar eso.
El poder de Dios, como un niño durmiendo en su cuna, se ubica en nuestro mundo como una
callada invitación, no como una amenaza u opresión. Cuando Jesús se encarnó en Belén, hace
dos mil años, y más tarde murió, aparentemente desamparado, en una cruz en Jerusalén, unos
treinta años después, esto es lo que fue revelado: el Dios que se encarna en Jesucristo
conecta con el sufrimiento humano, en vez de mantenerse ajeno a él, es solidario con nosotros,
en vez de quedarse separado, manifiesta que la ruta hacia la gloria es descendente en vez de
ascendente, se sitúa con los pobres e impotentes, en vez de estar con los ricos y poderosos,
invita en vez de coaccionar, y se revela más en un niño que en una superestrella.
Pero eso no siempre es fácil de comprender ni aceptar. Con frecuencia estamos frustrados e
impacientes con Dios, quien -como dice la Escritura- puede parecer lento en actuar. Jesús
prometió que los pobres y mansos heredarían la tierra, y esto parece desmentido para siempre
observando lo que está pasando en el mundo. Los ricos se están haciendo más ricos, y los
pobres no están heredando. ¿De qué sirve un niño desvalido a propósito de esto? ¿Dónde
vemos actuar el poder mesiánico?
De nuevo los recipientes de nuestras expectativas necesitan ser revisados. ¿Qué significa
“heredar la tierra”? ¿Ser una súper estrella? ¿Ser rico y famoso? ¿Tener poder sobre los
demás? ¿Entrar en una estancia y ser reconocido y admirado como influyente e importante?
¿Es esa la manera como “heredamos la tierra”? O bien, ¿“heredamos la tierra” cuando una
frialdad es disipada en nuestros corazones y retornamos a nuestra bondad ante la sonrisa de
un niño?

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La nueva encíclica del papa Francisco

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 19 de octubre de 2020

El 4 de octubre, fiesta de san Francisco de Asís, el papa Francisco publicó una nueva encíclica
titulada Fratelli tutti-Hermanos todos. Sobre la fraternidad y amistad social. Puede parecer que
es un texto más bien desalentador a causa de su duro realismo, aunque pone en marcha el
amplio juego de la esperanza cristiana.
Fratelli tutti muestra razones por las que hay tanta injusticia, desigualdad y ruptura de la
comunidad en nuestro mundo y cómo, en la fe y el amor, estas podrían afrontarse. No se trata
aquí de dar una sinopsis de la encíclica, sino decir que es valiente y dice la verdad al poder.
Más bien, su intento es destacar un conjunto de especiales desafíos. Primero, nos desafía a
ver a los pobres y observar lo que les están haciendo nuestros sistemas políticos, económicos
y sociales. Mirando a nuestro mundo, la encíclica expone que en muchos aspectos, es un
mundo roto y señala algunas razones: la globalización del autointerés, la globalización de la
superficialidad y el abuso de los medios sociales, entre otras cosas. Esto ha contribuido a la
supervivencia de los más preparados. Y mientras la situación empeora para todos, los pobres
acaban siendo los que más sufren. Los ricos se están haciendo más ricos, los poderosos se
están haciendo más poderosos y los pobres se están haciendo más pobres y perdiendo el poco
poder que tenían. Hay una desigualdad, siempre creciente, de riqueza y poder entre los ricos y
los pobres, y nuestro mundo se está volviendo cada vez más insensible frente a la situación de
los pobres. La desigualdad es aceptada ahora como normal y como moral, y ciertamente es
justificada, con frecuencia, en nombre de Dios y la religión. Los pobres se están volviendo
desechables: “Algunas partes de nuestra familia humana, según parece, pueden ser fácilmente
sacrificadas por causa de otros. La riqueza ha crecido, pero junto con la desigualdad”. Al hablar
de desigualdad, la encíclica destaca dos veces que esta desigualdad es una realidad en las
mujeres de todo el mundo: Es inaceptable que algunas tengan menos derechos por el hecho
de ser mujeres”.
La encíclica emplea la parábola del Buen Samaritano como su metáfora básica. Nos compara
hoy, individual y colectivamente, con el sacerdote y el escriba de esa parábola que, por
razones religiosas, sociales y políticas, pasan de largo del que es pobre y está malherido,
sangrando y necesitado de auxilio. Nuestra indiferencia y negligencia religiosa, como las del
sacerdote y el escriba de la parábola, están enraizadas en una personal ceguera moral, como
también en las características sociales y religiosas de nuestra sociedad que ayudan a
engendrar esa ceguera.
La encíclica continúa advirtiendo que, ante la globalización, debemos resistirnos a volvernos
nacionalistas y tribales cuidando lo nuestro y demonizando lo que es extranjero. Sigue diciendo
que, en un momento de amargura, odio y animosidad, tenemos que ser delicados y afables,

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hablando siempre sin miedo del amor y no del odio: “La benevolencia debería cultivarse; no es
ninguna virtud burguesa superficial”.
La encíclica reconoce qué difícil y contracultural es hoy en día sacrificar nuestra propia agenda,
confort y libertad en beneficio de la comunidad, pero nos invita a hacer ese sacrificio: “Me
gustaría mencionar especialmente la solidaridad, que es una virtud moral y una actitud social
nacida de la conversión personal”.
En un punto de la encíclica, esta ofrece un desafío muy explícito (y de considerable alcance).
Expresa inequívocamente (con rotundo peso eclesial) que los cristianos deben oponerse y
rechazar la pena capital y tomar una posición contra la guerra: “San Juan Pablo II expresó clara
y firmemente que la pena de muerte es inadecuada desde un punto de vista moral y ya no
necesaria desde el de la justicia penal. No puede haber el menor paso atrás desde esta
posición. Hoy expresamos claramente que ‘la pena de muerte es inadmisible’ y la Iglesia está
firmemente comprometida a reclamar su abolición en todo el ancho mundo. Todos los
cristianos y personas de buena voluntad están hoy llamados a trabajar no sólo por la abolición
de la pena de muerte, legal o ilegal, en todas sus formas, sino igualmente a trabajar por la
mejora de las condiciones en que están las prisiones”.
Por lo que respecta a la guerra: “Ya no podemos pensar en la guerra como una solución,
porque sus riesgos probablemente serán siempre mayores que sus supuestos beneficios. En
vista de esto, hoy día es muy difícil invocar los criterios racionales elaborados en siglos
anteriores para tratar de la posibilidad de una ´guerra justa´”.
La encíclica ha motivado fuertes críticas por parte de algunos grupos de mujeres que la
califican de “sexista”, aunque estas críticas se basan casi exclusivamente en el título de la
encíclica y en el hecho de que nunca hace referencia a autoras. Hay algo de imparcialidad -
pienso yo- en las críticas acerca de la elección del título. El título, aunque bello en un antiguo
lenguaje clásico, es al fin masculino. Eso debería ser perdonable; viví en Roma suficiente
tiempo para saber que su frecuente insensibilidad hacia el lenguaje inclusivo no es una omisión
inculpable. Pero la recaída aquí es una simple picadura de mosquito, una cosa pequeña, que
no debería disminuir el crédito a una gran cosa, a saber, una encíclica muy profética que lleva
a la justicia y a los pobres en su corazón.

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La pornografía y lo sagrado

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 24 de agosto de 2020

Los antiguos griegos tenían dioses y diosas para todo, incluso una diosa de la Vergüenza
llamada Aidos. La vergüenza, para ellos, significaba mucho más de lo que normalmente
significa para nosotros. En su mentalidad, vergüenza suponía modestia, respeto y una cierta
reticencia ante cosas que debían permanecer privadas y ocultas. La diosa de la vergüenza te
instruía sobre cuándo apartar los ojos de cosas demasiado íntimas para ser vistas. La
vergüenza, según la entendían, contenía una modestia y reverencia que se suponía
que sentías en presencia de algo sagrado o cuando recibías un regalo o hacías el amor.
Tenían un mito intrigante que aseguraba esto: Afrodita, la diosa del Amor, nace del mar; pero,
en cuanto se eleva sobre las olas con su deslumbrante belleza, su desnudez es protegida por
tres deidades: Aidos, la diosa de la vergüenza; Eros, el dios del amor; y Horai, la diosa de la
decencia. Las tres protegen su desnudo cuerpo con amor, decencia y vergüenza. Para los
antiguos griegos, esta era una verdad religiosa que enseñaba que, sin estas tres deidades de
protección, no se debería ver el cuerpo desnudo. Cuando la desnudez (de cualquier clase) no
está protegida por estas deidades, está expuesta y deshonrada injustamente.
Refiero este mito para presentar un alegato en contra de la pornografía, ya que hoy es
aceptada demasiado ingenuamente por la cultura, y su verdadero daño no está en principio
reconocido.
Permitidme empezar así. Primero, la pornografía de internet es hoy, con mucho, la mayor
adicción del mundo. Ningún analista ni crítico creíble negará eso. Como todas las adicciones,
es también mortal. Sin embargo, vemos cada vez más que la sociedad se vuelve
despreocupada e incluso indiferente a ella. La pornografía está por todas partes,
frecuentemente se considera inofensiva, y no es extraño ver que las comedias de situación
convencionales en televisión hablen de la colección pornográfica de alguien como podrían
hablar de su colección de aviones de juguete. Más aún, tenemos más gente que desafía
claramente a aquéllos que hablan contra la pornografía. Yo he tenido compañeros, teólogos
cristianos, que han dicho: “¡Por qué somos tan estrictos respecto a ver sexo! El sexo es la cosa
más bella que Dios nos dejó, ¿por qué no se puede ver?”
¿Por qué no se puede ver? Podríamos empezar con la afirmación de Carl Jung de que, una de
nuestras mayores ingenuidades, es creernos que la energía es amiga y que siempre la
podemos controlar. No lo es. La energía es imperialista, quiere dominarnos y controlarnos. Una
vez que nos atrapa, puede resultar duro liberarnos de ella. Ésa es una de las razones por las
que la pornografía es tan peligrosa. Su energía atrapa como una posesión diabólica.
Pero la pornografía no es sólo peligrosa, también está equivocada, muy equivocada. Esos que
declaran que el sexo es bello y que no debería haber nada malo en verlo, tienen, de hecho,
razón a medias; el sexo es bello… pero su energía y desnudez son tan poderosas que no

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debería ser visto, al menos no sin la asistencia de las deidades del amor, la decencia y la
vergüenza.
Como cristianos, no creemos en un panteón de dioses y diosas, creemos en un solo Dios; pero
ese Dios contiene a los demás, incluso a Afrodita, Aidos, Eros y Hora (Belleza, Vergüenza,
Amor y Decencia). Además, ese Dios está siempre defendido de nuestra mirada, cubierto,
escondido, para no acercarnos, excepto con reverencia y por una razón. Nuestra fe nos dice
que nadie puede mirar a Dios y vivir.
Por eso la pornografía está equivocada. No está equivocada porque el sexo no sea bello, sino
más bien porque el sexo es tan poderoso como para cargar algo de la auténtica energía y
poder de lo divino. Por eso también la pornografía es tan poderosamente adictiva, y tan dañina.
El sexo es bello, pero su desnuda belleza, como el desnudo cuerpo de Afrodita surgiendo del
mar, sólo puede ser contemplada cuando está decorosamente asistida por el amor y la
decencia, y protegida por la vergüenza.
Al final, todos los pecados son pecados de irreverencia, y esa irreverencia contiene siempre
algo de indecencia, desacato y desvergüenza. La pornografía es un pecado de irreverencia.
Metafóricamente, es permanecer en pie ante la zarza ardiendo, con nuestro calzado puesto,
mientras vemos a Afrodita surgir desnuda del mar sin estar acompañada por el amor y la
decencia, sin que esté la vergüenza protegiendo nuestros ojos de su desnudez.
Por eso el mundo del arte distingue entre desnudarse (being naked) y estar desnudo (being
nude), y por qué el primero es degradante mientras que el segundo es bello. ¿La diferencia?
Desnudarse es estar malsanamente expuesto, exhibido, mostrado, mirado de manera que viole
la intimidad y la dignidad. Por el contrario, estar desnudo es tener tu desnudez decorosamente
asistida por el amor y la decencia, y protegida por la vergüenza, de modo que tu misma
vulnerabilidad ayude a revelar tu belleza.
La pornografía degrada tanto a los que consienten en ella, como a los que se exponen
malsanamente a ella. Es un error no sólo desde el punto de vista humano, sino también desde
el punto de vista de la fe. Desde el punto de vista humano, el desnudo cuerpo de Afrodita
necesita tener escudos divinos. Desde el punto de vista de la fe, nosotros creemos que nadie
puede mirar el rostro de Dios y vivir.

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La última tentación

Ron Rolheiser - Lunes, 7 de septiembre de 2020

"La última tentación es la mayor traición: hacer lo correcto por la razón equivocada". T.S. Eliot
escribió esas palabras para describir lo difícil que es purgar nuestras motivaciones de
preocupaciones egoístas, hacer cosas por razones que no tienen que ver, en última instancia,
con nosotros mismos. En el libro de Eliot “Asesinato en la Catedral”, su personaje principal es
Thomas Becket, el arzobispo de Canterbury, que es martirizado por su fe. Aparentemente,
Becket es un santo, desinteresado, motivado por la fe y el amor. Pero Eliot ironiza en
"Asesinato en la Catedral", la narración exterior no cuenta la historia más profunda, no muestra
lo que está en juego en el substrato. No es que Thomas Becket no fuera un santo o que no
fuera honesto en su motivación para hacer buenas obras; sino que todavía había una "última
tentación" que necesitaba superar en el camino para convertirse en un santo completo. Bajo la
superficie de la narración siempre hay una batalla moral honda, sutil e invisible, una "última
tentación" que tiene que ser superada. ¿Cuál es esa tentación?

Es una tentación que viene disfrazada de gracia y nos tienta de esta manera: ser
desinteresados, ser fieles, hacer cosas buenas, no comprometer nunca la verdad, estar por
encima de los demás, llevar su soledad a un alto nivel, por encima de la mediocridad de la
multitud, ser esa persona de moral excepcional, aceptar el martirio si se le pide. Pero, ¿por
qué? ¿Por qué razón?

Hay muchos motivos por los que queremos ser buenos, pero el que se disfraza de gracia y es
realmente una tentación negativa es éste: ser buenos por el respeto, la admiración y el buen
nombre que se ganará, por la genuina gloria que esto conlleva. Esta es la tentación a la que se
enfrenta una buena persona. Querer un buen nombre no es malo, pero al final se trata de algo
que solo tiene que ver con nosotros mismos.

En mis momentos de mayor reflexión, esto me persigue y me deja con dudas. ¿Estoy haciendo
realmente lo que estoy haciendo por Jesús, por los demás, por el mundo, o lo estoy haciendo
por mi propio buen nombre y, ¿cómo puedo entonces sentirme bien por ello?, ¿Lo hago para
que otros puedan vivir vidas más plenas y menos temerosas o lo hago por el respeto que me
da? Cuando enseño, ¿es mi verdadera motivación hacer que otros se enamoren de Jesús o
que me admiren por mis conocimientos? Cuando escribo libros y artículos, ¿estoy realmente
tratando de comunicar sabiduría o estoy tratando de mostrar lo sabio que soy? ¿Esto es, va de
Dios, o va de mí?

Tal vez nunca podamos responder del todo a estas preguntas, ya que nuestra motivación es
siempre mixta y es imposible resolverlo con facilidad. Pero, aun así, les debemos a los demás y
a nosotros mismos cuestionarnos sobre ello en la oración, en la conciencia, en la dirección

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espiritual y en la conversación con los demás. ¿Cómo superamos esa "última tentación", para
hacer lo correcto y no hacerlo sólo por nosotros mismos?

La lucha para superar el egoísmo y motivarnos por un altruismo transparente y honesto puede
ser una batalla imposible de ganar. Clásicamente, las iglesias nos han dicho que hay siete
pecados mortales (orgullo, codicia, ira, envidia, lujuria, gula, pereza), que están ligados a
nuestra propia naturaleza y con los que lucharemos toda nuestra vida. Y el problema es que
cuanto más parezca que los superamos, más se las arreglan para disfrazarse de formas más
sutiles en nuestras vidas. Por ejemplo, abrazar el consejo de Jesús de no ser orgulloso y
adoptar el lugar más prestigioso en la mesa y luego avergonzarse de que se le pida que se
mueva a un lugar más bajo, sino más bien humildemente tomar el asiento más bajo para ser
invitado a moverse al más alto. Ese es un consejo práctico, sin duda, pero también puede ser
una receta para un orgullo, del que podamos sentirnos realmente muy satisfechos. ¡Una vez
que hemos demostrado nuestra humildad y hemos sido reconocidos públicamente por ello,
podemos sentir un orgullo muy superior por lo humildes que hemos sido! Es lo mismo para
todos los pecados mortales. A medida que logramos no ceder a las tentaciones más obvias, se
vuelven a arraigar en formas más sutiles dentro de nosotros.

Nuestras faltas se manifiestan pública y notoriamente cuando somos inmaduros, pero el hecho
es que, generalmente no desaparecen cuando ya somos personas maduras. Simplemente
adoptan formas más sutiles. Por ejemplo, cuando soy inmaduro y estoy obcecado por mi propia
vida y ambiciones, puede que no piense mucho en ayudar a los pobres. Entonces, cuando sea
mayor, más maduro y más formado teológicamente, escribiré artículos confesando
públicamente que todos deberíamos hacer más por los pobres. Bueno, retarme a mí mismo y a
otros a estar más atentos a los pobres es, de hecho, una cosa buena... y aunque eso no ayude
mucho a los pobres, sin duda me ayudará a sentirme mejor conmigo mismo.

¿Cómo podemos ir más allá de esta última tentación, de hacer lo correcto por la razón
equivocada?

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Las iglesias como hospitales de campaña

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 27 de abril de 2020

La mayoría de nosotros estamos familiarizados con el comentario del papa Francisco de que
hoy la iglesia necesita ser un hospital de campaña. ¿Qué implica esto?
Primero, que ahora mismo la iglesia no es un hospital de campaña o, al menos, no mucho.
Demasiadas iglesias, de todas las denominaciones, ven el mundo más como un oponente que
debe ser combatido, que como un campo de batalla sembrado de personas heridas a las que
se ha de atender. Las iglesias hoy, en palabras del papa Francisco, han cambiado, con
frecuencia, una imagen del Libro del Apocalipsis, donde Jesús está fuera de la puerta
llamando, tratando de entrar, por otra situación en la que Jesús está llamando a la puerta
desde dentro de la iglesia, tratando de salir.
Así, ¿cómo podrían nuestras iglesias, nuestras comunidades eclesiales, llegar a ser hospitales
de campaña?
En un artículo maravillosamente provocativo de un reciente número de América Magazine, el
escritor espiritual checo Tomas Halik, sugiere que para que nuestras comunidades eclesiales
lleguen a ser “hospitales de campaña” necesitan asumir tres papeles: Uno diagnóstico, donde
identifiquen los signos de los tiempos; uno preventivo, donde creen un sistema inmune, en un
mundo en el que los virus malignos del temor, odio, populismo y nacionalismo están
deshaciendo comunidades; y uno convaleciente, donde ayuden al mundo a superar los
traumas del pasado a través del perdón.
¿Cómo podría ser imaginado cada uno de ellos?
Nuestras iglesias necesitan ser diagnósticas; necesitan llamar al momento presente de una
manera profética. Pero eso exige un coraje que, ahora mismo, parece ausente, descarrilado
por el temor y la ideología. Los liberales y los conservadores diagnostican el momento presente
de modos radicalmente diferentes, no porque los hechos no sean los mismos para ambos, sino
porque cada uno de ellos los ve a través de su propia ideología. Ambos campos parecen
demasiado espantados para mirar de frente los problemas difíciles, temerosos de lo que
podrían ver.
Para nombrar un solo problema al que ambos parecen temerosos de mirar fijamente: nuestras
iglesias, que se vacían rápidamente, y el hecho de que tantos de nuestros jóvenes ya no van,
ni se identifican con una iglesia. Los conservadores condenan con simplicidad el secularismo,
sin querer, en realidad, debatir abiertamente las variadas críticas sobre las iglesias que vienen
de casi todas partes de la sociedad. Los liberales, por su lado, tienden a condenar
sencillamente la rigidez de los conservadores, sin estar abiertos a mirar con interés algunos de
los lugares secularizados donde la fe en un Dios trascendente y un Cristo encarnado corren
antitéticos a algunas de las características culturales e ideologías en la secularidad. Ambos

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mundos ideológicos, como es evidente, con su exagerada postura defensiva, parecen tener
miedo de mirar todas las dificultades.
¿Qué debemos hacer preventivamente para que nuestras iglesias vuelvan a ser hospitales de
campaña? La imagen que Halik propone aquí es rica, pero es inteligible sólo en una
comprensión del Cuerpo de Cristo y una aceptación de la profunda conexión que tenemos unos
con otros, dentro de la familia humana. Todos somos uno, un organismo viviente, partes de un
único cuerpo, de modo que, como con cualquier cuerpo viviente, lo que una parte hace, bien o
mal, afecta a la otra parte. Y la salud de un cuerpo está conectada con su sistema inmune, con
esas enzimas que andan vagando por todo el cuerpo y exterminan las células cancerosas. Hoy
nuestro mundo está acosado por las células cancerosas de la amargura, el odio, la mentira, el
temor autoprotector y el tribalismo de todo tipo. Nuestro mundo está mortalmente enfermo,
sufriendo de un cáncer que está destruyendo la comunidad.
De aquí que nuestras comunidades eclesiales deben llegar a ser lugares que generen las
enzimas de salud que sean necesarias para exterminar esas células cancerosas. Debemos
crear un sistema inmune suficientemente robusto para hacer esto. Y para que suceda, nosotros
mismos, debemos dejar de ser parte del cáncer del odio, la mentira, el temor, la oposición y el
tribalismo. Con frecuencia, nosotros mismos, somos las células cancerosas.
Finalmente, nuestro papel convaleciente: nuestras comunidades eclesiales necesitan ayudar al
mundo a llegar a una reconciliación más profunda frente a los traumas del pasado. Felizmente,
esta es una de nuestras fuerzas. Nuestras iglesias son santuarios de perdón. En palabras del
cardenal Francis George: “En la sociedad, todo está permitido, pero nada es perdonado; en la
iglesia, mucho está prohibido, pero todo es perdonado”. Y donde necesitamos estar más
proactivos hoy, como santuarios de perdón, es en relación a un notable número de “traumas
del pasado”. En resumen, un perdón, una curación y una reparación más profundas necesitan
tener un lugar apropiado en la historia del mundo: la colonización, la esclavitud, el puesto de
las mujeres, la tortura y la desaparición de pueblos, el maltrato de los refugiados, el incesante
apoyo de regímenes injustos y la reparación debida a la misma madre tierra. Nuestras iglesias
deben guiar este esfuerzo.
Nuestras comunidades, como hospitales de campaña, pueden ser la Galilea de hoy.

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Magnanimidad. ¿Qué significa ser de gran corazón, ser magnánimo?

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 10 de febrero de 2020

Una vez, durante un partido de béisbol en la escuela secundaria, un árbitro tomó una decisión
muy injusta contra nuestro equipo. Todos nosotros empezamos a gritar airadamente al árbitro,
maldiciéndolo, insultándolo, expresando nuestra ira a voz en grito. Uno de nuestros
compañeros de equipo no siguió la misma conducta. En vez de gritar al árbitro, trató de impedir
que el resto de nosotros hiciéramos lo mismo. “¡Dejadlo!”, estuvo diciéndonos. “¡Dejadlo, que
somos más grandes que esto!” ¿Más grandes que qué? No se estaba refiriendo a la inmadurez
del árbitro, sino a la nuestra. Y nosotros no éramos “más grandes que esto”, al menos no
entonces. Ciertamente, yo no lo era. No podía aguantar una injusticia. No era lo
suficientemente grande.
Pero algo se me quedó de ese incidente, el desafío de “ser más grande” en las cosas que nos
contrarían. No siempre lo consigo, pero soy mejor persona cuando lo hago, más grande de
corazón, mientras que soy más mezquino y pequeño de corazón cuando no lo hago.
De la misma manera que nuestro compañero de equipo nos desafió hace tantos años,
continuamos enfrentados a “ser más grandes” que la irritación momentánea. Esa invitación se
halla en el corazón mismo del desafío moral de Jesús en el Sermón de la Montaña. Allí nos
invita a tener “una virtud que sea mayor que la de los escribas y los fariseos”. Y, en esa
invitación, hay algo más escondido que lo que encontramos a primera vista, porque los
escribas y fariseos eran gente muy virtuosa. Siempre se empeñaban en ser fieles a todos los
preceptos de su fe y era gente que creía y practicaba la estricta justicia. ¡No emitían decisiones
injustas como los árbitros! Pero en toda esa bondad, aún les faltaba algo a lo que nos invita el
Sermón de la Montaña: una cierta magnanimidad, tener corazones y mentes suficientemente
grandes que puedan alzarse por encima del desprecio, para ser más grandes en un momento
determinado.
Dejadme ofrecer un ejemplo de lo que eso puede significar: Juan Pablo II fue el primer papa en
la historia que habló con claridad inequívoca contra la pena de muerte. Es importante advertir
que no dijo que la pena de muerte fuera errónea. Bíblicamente, tenemos el derecho de
practicarla. Juan Pablo admitió eso. Sin embargo, y esta es la lección, siguió diciendo que,
mientras podemos en justicia practicar la pena de muerte, no deberíamos hacerlo, porque
Jesús nos llama a algo más alto, a saber, perdonar a los pecadores y no ejecutarlos. Eso es
magnanimidad.
Tomás de Aquino, en su sagacidad moral, hace una distinción que no se oye frecuentemente,
ni en las enseñanzas de la iglesia, ni en el sentido común. Tomás dice que una determinada
cosa puede ser pecado para una persona y, en cambio, no para otra. En esencia, algo puede
ser pecado para alguien que es de gran corazón, aunque no sea pecado para alguien que es
mezquino y pequeño de corazón. He aquí un ejemplo: en un comentario maravillosamente

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desafiante, una vez Tomás escribió que es pecado retener una ayuda de alguien que lo merece
genuinamente porque, al hacerlo, estamos reteniendo a esa persona algo de la comida que
necesita para vivir. Pero al enseñar esto, Tomás aclara que es un pecado sólo para alguien
que es de gran corazón, magnánimo, y con cierto nivel de madurez. Alguien que es inmaduro,
centrado en sí mismo y mezquino de corazón no está obligado a la misma norma moral y
espiritual.
¿Cómo es posible esto: ¿no es pecado un pecado, independientemente de la persona? No
siempre. Tanto si algo es pecado o no, como también la gravedad de un pecado, dependen de
la profundidad y madurez en una relación. Imaginad esto: un hombre y su esposa tienen una
relación tan profunda, sensible, solícita, respetuosa e íntima, que las menores expresiones de
afecto o negligencia hablan en voz alta el uno al otro. Por ejemplo, cuando ellos se separan
para andar caminos diferentes cada mañana, intercambian una expresión de afecto, como un
ritual de separación. Ahora bien, si alguno de ellos descuidara esa expresión de afecto en una
mañana ordinaria, en la que no hubiera ninguna circunstancia especial, no sería una cuestión
pequeña e incidental. Algo importante se estaría señalando. Por el contrario, considerad otra
pareja cuya relación no es estrecha, en la que hay poca atención, poco afecto, poco respeto y
ninguna costumbre de expresar afecto al separarse. Tal negligencia no significaría nada.
Ninguna desatención, ningún ánimo, ninguna ofensa, ningún pecado; sólo falta de atención
como de ordinario. Sí, algunas cosas pueden ser pecado para una persona y no para otra.
Somos invitados por Jesús y por lo mejor que hay en nosotros, a llegar a ser lo bastante
grandes de corazón y mente para saber que es un pecado no dar una ayuda, saber que,
aunque bíblicamente podemos aplicar la pena de muerte, no lo deberíamos hacer, y saber que
somos mejores mujeres y hombres cuando estamos por encima de cualquier desatención que
experimentemos en un determinado momento.

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No cerrar con llave nuestras puertas

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 3 de agosto de 2020

En su libro El Secreto, Rene Fumoleau tiene un poema titulado Pecados. Fumoleau, un


sacerdote misionero que estaba con el pueblo Dene en el norte de Canadá, pidió una vez a un
grupo de ancianos que le dijeran lo que consideraban el peor pecado. Su respuesta fue: Los
diez Dene discutieron juntos; y, después de cierto tiempo, Radisca me explicó: Lo tratamos, y
todos coincidimos: “El peor pecado que un pueblo puede cometer es cerrar con llave sus
puertas”.
Quizás en el momento en el que ocurrió este hecho y en ese poblado Dene, aún podríais dejar
tranquilamente vuestras puertas sin cerrar con llave, por ello puede resultar extraño para la
mayoría de nosotros, que estamos seguros sólo cuando echamos doble cerraja y los sistemas
de seguridad electrónica aseguran nuestras puertas. Sin embargo, tienen razón estos ancianos
Dene, porque, al fin y al cabo, ellos están hablando de algo más profundo que el cerrojo de
seguridad de nuestra puerta. ¿Qué significa en realidad cerrar vuestras puertas?
Como sabemos, hay muchas clases de puertas que cerramos y abrimos para permitir a otros
entrar y salir. Jean-Paul Sartre, el afamado existencialista francés, escribió una vez: El infierno
es la otra persona. Aunque esto puede ser considerado muy cierto emocionalmente cualquier
día, es la antítesis de una verdad religiosa, particularmente de la verdad cristiana. En todas las
grandes religiones del mundo, estar con otros es el cielo; acabar eternamente sólo es el
infierno.
Esa es una verdad basada en nuestra misma naturaleza. Como personas humanas somos
constitutivamente sociales; lo cual quiere decir que estamos hechos de tal manera que, aun
siendo siempre individuales, privados e idiosincrásicos, al mismo tiempo somos siempre
sociales, comunitarios e interdependientes. Estamos programados para estar con otros, y no
hay ningún elemento superior que nos convierta en solitarios. En verdad, nos necesitamos
unos a otros simplemente para sobrevivir y permanecer cuerdos. Aún más, nos necesitamos
unos a otros para el amor y la razón de vivir, porque sin estos no hay ningún sentido. Acabar
solo es la peor clase de muerte.
Esto debe ser destacado hoy porque, en la sociedad y en nuestras iglesias, demasiados de
nosotros estamos cerrando un selecto número de puertas de unas maneras que son
destructivas y genuinamente no cristianas. ¿Cuál es nuestro problema?
Hace veinte años, Robert Putman contempló el derrumbe de la comunidad en nuestra cultura y
la denominó: Jugar a los bolos en solitario. Para Putman, nuestras familias, vecindarios y
comunidades más amplias se están derrumbando a causa de un excesivo individualismo en la
cultura. Cada vez más, estamos haciendo cosas solos, caminando por el espacio de nuestros

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propios ritmos idiosincrásicos, más bien que en el espacio de nuestros ritmos de comunidad.
Pocos impugnarían esta afirmación.
Sin embargo, aquello con lo que estamos luchando hoy, va más allá del individualismo que
Putman comenta. El excesivo individualismo que Putman describe, acabamos jugando solos a
bolos, pero principalmente, aún en la misma pista de bolos, separados unos de otros pero no
encerrados. Nuestro problema resulta más profundo. Metafóricamente, estamos cerrándonos
unos a otros fuera de nuestra común pista de bolos.
Más allá de un individualismo aislante, hoy estamos luchando en nuestras familias,
comunidades, países e iglesias con un demonio de diferente condición, esto es, con puertas
cerradas por la amargura. Políticamente, en muchos de nuestros países, estamos tan
polarizados que los diferentes bandos son incapaces de tener entre sí una conversación
respetuosa y civilizada.
El otro es “el infierno”. Esto es cierto también en nuestras familias, donde la conversación en la
cena de Acción de Gracias o la Navidad tiene que evitar cuidadosamente todas las referencias
a lo que está ocurriendo en el país, y sólo podemos relacionarnos en la misma mesa si
mantenemos nuestros puntos de vista políticos bajo llave.
Tristemente, esto se refleja ahora en nuestras iglesias, donde las diferentes opiniones de
teología, eclesiología y moralidad han conducido a una polarización de tal intensidad que cada
grupo teológico y eclesial se sitúa detrás de su puerta sólidamente cerrada. No hay ninguna
apertura a lo que es del otro, y todo diálogo sincero ha sido reemplazado por la recíproca
demonización. Esta falta de apertura es a lo que los Dene se refieren como el peor pecado de
todos, nuestras puertas cerradas con llave. El infierno, entonces, es en realidad la otra
persona. Sartre debe de estar sonriendo.
Es interesante cómo funciona el maligno. Los Evangelios nos dan dos palabras diferentes para
el maligno. Unas veces, el maligno es llamado “el diablo” (Diabolos); y otras, el maligno es
llamado “satanás” (Satanas). Ambos describen el poder maligno que opera contra Dios, la
bondad y el amor en una comunidad. El “Diablo” actúa dividiéndonos, a uno de otro,
derrumbando la comunidad por medio de celos, orgullo y falsa libertad; mientras que “Satanás”
actúa de manera inversa. Satanás nos une enfermizamente, de manera que, como grupos, nos
demonicemos unos a otros, llevemos a cabo crucifixiones y nos adhiramos febrilmente unos a
otros por medio de estilos enfermizos de histeria e ideologías que contribuyan a ser el chivo
expiatorio, el racismo, el sexismo y el odio grupal de todo género. De cualquier modo, tanto si
es satanás como si es el diablo, acabamos detrás de las puertas cerradas con llave, donde
esos, que están fuera, son vistos como el infierno.
Así pues, es verdad, “el peor pecado que podemos cometer es cerrar con llave nuestras
puertas”.

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Nuestra congénita complejidad

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 2 de marzo de 2020

La renombrada escritora espiritual Ruth Burrows empieza su autobiografía con estas palabras:
“Nací en este mundo con una torturada sensibilidad. Durante mucho tiempo he tratado de
resolver las causas de mi angustia psicológica”.
Tristemente, no empiezan demasiadas biografías así, o sea, reconociendo desde el principio la
desconcertante complejidad patológica de nuestra propia naturaleza. No somos sencillos de
corazón, de mente y de alma, ni siquiera de cuerpo. Tenemos suficiente complejidad para
escribir nuestro propio tratado sobre psicología anormal.
Y esa complejidad no sólo debe ser reconocida; necesita ser respetada y tratada santamente
porque no deriva de lo que es peor en nosotros, sino de lo que es mejor. Somos complejos
porque, lo que nos seduce dentro y nos tienta en todas direcciones no es, primeramente, la
astucia del demonio sino más bien la imagen y semejanza de Dios. Dentro de nosotros hay un
fuego divino, una grandeza, que nos da profundidad infinita, deseos insaciables y suficiente
luminosidad para desconcertar a todo psicólogo. La imagen y semejanza de Dios en nosotros -
como escribe Juan de la Cruz- hace las “cavernas” de nuestros corazones, mentes y almas
demasiado profundas para ser reemplazadas o totalmente entendidas.
Creo que la espiritualidad cristiana, al menos en su predicación popular y catequesis, no ha
tomado esto con suficiente seriedad. En resumen, se ha dado la impresión de que el
discipulado cristiano no debería ser complicado: ¡Por qué se da toda esta resistencia en ti!
¡Qué te pasa! Pero, como sabemos por nuestra propia experiencia, nuestra innata complejidad
está siempre originando dificultades y resistencias para llegar a ser santo, para “desear la única
cosa”. Además, porque nuestra complejidad no ha sido reconocida ni honrada espiritualmente,
nos sentimos con frecuencia culpables de ello: ¿Por qué soy tan complicado? ¿Por qué tengo
todas estas preguntas? ¿Por qué estoy confundido con tanta frecuencia? ¿Por qué el sexo es
un impulso tan poderoso? ¿Por qué tengo tantas tentaciones?
Una respuesta simple: porque nacemos con un fuego divino en el interior. Así, la fuente de
tantas de nuestras confusiones, tentaciones y resistencias, proviene tanto de lo mejor que
tenemos dentro como de las artimañas de Satanás y del mundo.
¿Qué deberíamos hacer ante nuestra desconcertante complejidad? Algunos consejos para el
largo recorrido:
Honra y trata santamente tu complejidad: Acepta que dentro tienes un don dado por Dios; y, al
final del día, es lo mejor que hay en ti. Es lo que te distingue de las plantas y los animales. Su
naturaleza es simple, pero tener un alma inmortal e infinita te lleva a muchas complicaciones
mientras luchas por vivir toda tu vida en la finitud que te cerca.
Nunca subestimes tu complejidad, aun cuando te resistas a darle atención: reconoce y respeta
los “demonios y ángeles” que vagan libremente en tu corazón y tu mente. Pero tampoco des

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mucho espacio a tu complejidad, imaginándote a ti mismo como el artista atormentado o como
el existencialista que está heroicamente fuera de sintonía con la vida.
Protege tu sombra: es la luminosidad que has separado. Despacio, con la precaución y
protección idóneas, empieza a afrontar las cosas internas que te espantan.
Trata santamente el poder y el lugar de tu sexualidad: eres irremediablemente sexual, y por
una razón divina. Nunca niegues ni denigres el poder de la sexualidad, aun cuando la lleves
con una castidad adecuada.
Da nombre a tus heridas, duélete por ellas, lamenta su incomunicación: Cualesquiera heridas
de las que no te duelas, al fin te darán un mordisco. Acepta y lamenta el hecho de que aquí, en
esta vida, no hay ninguna sinfonía acabada.
Nunca permitas que el “impulso trascendental” que hay dentro de ti pueda ser narcotizado ni
aprisionado. Tu complejidad continuamente te hace saber que estás hecho para mucho más
que esta vida. Nunca amortigües este impulso que hay dentro de ti. Aprende a reconocer, por
medio de tus frustraciones y fantasías, las maneras como a menudo lo aprisionas.
Trata de encontrar un “amor superior” por el que trascender el más inmediato poder de tus
instintos naturales. Todos los milagros empiezan con el enamoramiento. Trata santamente tus
espontáneos impulsos y tentaciones buscando ese amor superior y valor más alto hacia el que
está señalando. Ofrece a otros tu altruismo y tu mirada de admiración; será tan bueno y justo
que cumplirá para ti lo que de hecho estás anhelando.
Permite que tu propia complejidad te enseñe comprensión y empatía. Estando en contacto con
ella, al fin aprenderás que nada te es extraño y que lo que ves cada día en los noticiarios refleja
lo que hay dentro de ti.
Perdónate a ti mismo con frecuencia. Tu complejidad te causará algún traspié y necesitarás
perdonarte a ti mismo muchas veces. Vive, sabiendo que la misericordia de Dios es un pozo
que nunca se agota.
Vive bajo la paciencia y comprensión de Dios. Dios es tu constructor, el arquitecto que te
construyó y el que es responsable de tu complejidad. Confía en que Dios comprende. Confía
en que Dios está más ansioso por ti de lo ansioso que tú puedas estar por ti mismo. El Dios
que conoce todas las cosas sabe y aprecia también por qué luchas tú.

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Nuestras heridas, nuestros dones y nuestro poder de curar a otros

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 7 de diciembre de 2020

Hace cerca de cincuenta años, Henri Nouwen escribió un libro titulado The Wounder Healer (El
sanador herido). La acogida resaltó su reputación como mentor espiritual, y pronto llegó a ser
uno de los escritores espirituales más influyentes del pasado medio siglo. ¿Qué es lo que hizo
tan prestigiosos sus escritos? ¿Su brillantez? ¿Su don para la expresión? Estaba dotado de
talento, sí, pero también lo están otros muchos. Lo que le hizo ser distinto fue que era un
hombre profundamente herido, y desde ese turbado interior emitió palabras que fueron un
curativo bálsamo para millones de personas.
¿Cómo funciona esto? ¿Cómo nuestras heridas ayudan a curar a otros? No lo hacen. No son
nuestras heridas lo que ayuda a curar a otros. Más bien, nuestras heridas pueden colorear
nuestros dones y talentos de tal modo que no produzcan resistencia y envidia en otros, sino
que sean, en cambio, lo que Dios pretendió que fueran: dones para favorecer a los demás.
A menudo es verdad lo contrario. Nuestros dones y talentos, con frecuencia, son la razón por la
que somos aborrecidos y quizás incluso odiados. Hay aquí una curiosa dinámica. No dejamos,
ni automática ni fácilmente, que los dones de los demás nos favorezcan. Frecuentemente,
somos reacios a admitir su belleza y poder, y resistimos y envidiamos a quien los posee; y a
veces, incluso los odiamos a causa de sus dones. Esa es una de las razones por las que
encontramos complicado admirar a alguien.
Pero esta renuencia no sólo dice algo sobre nosotros. Con frecuencia dice algo también sobre
las personas que poseen esos dones. El talento es una cosa ambigua; puede ser usado para
asegurarnos a nosotros mismos, para separarnos de los demás, para sobresalir y colocarnos
por encima, más bien que como un don para ayudar a otros. Nuestros talentos pueden ser
usados simplemente para señalar lo brillantes, talentosos, guapos y exitosos que somos.
Entonces se convierten en una fuerza que intenta achicar a los demás y separarnos.
¿Cómo podemos hacer de nuestros talentos un don para los demás? ¿Cómo podemos ser
amados por nuestros talentos más bien que odiados a causa de ellos? Aquí está la diferencia:
seremos amados y admirados a causa de nuestros dones cuando nuestros dones sean
coloreados por nuestras heridas, de modo que los demás no los vean como una amenaza o
como algo que nos aparte, sino más bien como algo que les favorece en sus propias
deficiencias. Cuando son compartidos de una cierta manera, nuestros dones pueden llegar a
ser dones para todos los demás.
Así es como funciona esa álgebra: nuestros dones se nos dan no para nosotros, sino para los
demás. Pero, para ser así, necesitan estar coloreados por la compasión. Y llegamos a la
compasión al permitir que nuestras heridas favorezcan a nuestros dones. He aquí dos
ejemplos:

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Cuando la Princesa Diana murió en 1997, hubo una masiva efusión de amor por ella. Por
temperamento y como sacerdote católico, normalmente no me inclino a apenarme por las
celebrities, y en cambio sentí un profundo pesar y amor por esta mujer ¿Por qué? ¿Porque era
bella y famosa? Nada de eso. Muchas mujeres que son bellas y famosas son odiadas por
serlo. La princesa Diana era amada por tantos, porque era una persona herida, alguien cuyas
heridas coloreaban su belleza y fama de un modo que inducía al amor, no a la envidia.
Henri Nouwen, que popularizó la expresión “el sanador herido”, compartía un rasgo similar. Era
un hombre brillante, autor de más de cuarenta libros, uno de los más populares oradores
religiosos de su generación, perteneciente a Harvard y Yale, una persona con amigos por todo
el mundo; pero también un hombre profundamente herido, que -como él mismo admitió
repetidamente- sufría inquietud, ansiedad, celos y obsesiones que lo llevaron a ser ingresado
en una clínica. También, -como él mismo admitió repetidamente- en medio de este éxito y
popularidad, durante la mayor parte de su vida adulta luchó por aceptar simplemente el amor.
Sus heridas siempre se interpusieron en su camino. Y esto, su yo herido, colorea básicamente
todas las páginas de cada uno de los libros que escribió. Su brillantez estuvo siempre
coloreada por sus heridas, y por eso nunca fue autoritario sino siempre compasivo. Nadie
envidió la brillantez de Nouwen; estaba demasiado herido para ser envidiado. Por el contrario,
su brillantez nos impresionaba siempre de una manera saludable. Era un sanador herido.
Esas palabras, “herido” y “sanador”, se ordenan mutuamente. Estoy convencido de que Dios
nos llama a cada uno de nosotros a una vocación y a un trabajo especial aquí, en la tierra, más
en base a nuestras heridas, que en base a nuestros dones. Nuestros dones son reales e
importantes; pero sólo favorecen a otros cuando se ordenan en una especial forma de
compasión por la singularidad de nuestras propias heridas. Nuestras heridas pueden ayudar a
hacer de todos nosotros un único y especial sanador.
Nuestro mundo está lleno de gente brillante, dotada de talento, altamente favorecida por el
éxito y belleza. Esos dones son reales, proceden de Dios y nunca deberían ser denigrados en
el nombre de Dios. Sin embargo, nuestros dones no ayudan automáticamente a los demás;
pero pueden hacerlo si son coloreados por nuestras heridas, de modo que afloren como
compasión y no como orgullo.

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Nuestro profundo fracaso en la caridad

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 29 de junio de 2020

San Eugenio de Mazenod, fundador de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada, la


Congregación Religiosa a la que pertenezco, nos dejó con estas últimas palabras mientras
estaba muriendo: Entre vosotros, caridad, caridad, caridad. No siempre vivo eso, aunque ojalá
pudiera, especialmente hoy.

Estamos en un tiempo amargo. Por todas partes hay ira, condenación de los demás y triste
discordia; tanto que hoy somos incapaces de tener una discusión razonable sobre cualquier
acontecimiento político, moral o doctrinal. Nos demonizamos unos a otros hasta el punto de
que cualquier intento de razonar (sin hablar de llegar a un acuerdo ni compromiso)
generalmente sólo ahonda la hostilidad. Si dudáis de esto, sólo necesitáis mirar los noticiarios
cualquier noche, leer cualquier periódico o seguir la discusión sobre la mayor parte de las
cuestiones morales y religiosas.

Lo primero que resulta evidente odio que subyace en nuestra energía y cómo tendemos a
justificarlo por motivos morales y religiosos. Esta es nuestra protesta: Estamos luchando por la
verdad, la decencia, la justicia, Dios, la familia, la iglesia, la práctica honrada, Cristo mismo, de
modo que nuestra ira y odio están justificados. La ira está justificada, pero el odio es un infalible
signo de que estamos actuando de una manera contraria a la verdad, la decencia, la justicia,
Dios, la familia, la iglesia, ... Sería duro argüir que esta clase de energía surge del espíritu de
Dios y no de alguna otra parte.

Mirando a Jesús, vemos que todas sus energías estaban dirigidas hacia la unidad. Jesús
nunca predicó el odio, como se ve en el Sermón de la Montaña, como se comprueba en su
gran oración sacerdotal en favor de la unidad en el Evangelio de Juan, y como es evidente en
los frecuentes avisos que nos da para que seamos pacientes unos con otros, no nos
juzguemos y nos perdonarnos.

Pero uno podría objetar: ¿Qué hay sobre los (aparentemente) amargos juicios de Jesús? ¿Qué
sobre él hablando severamente de otros? ¿Qué sobre él perdiendo la calma y usando látigos
para expulsar del templo a los cambistas? Por cierto, ¿qué hay sobre su afirmación: He venido
a traer fuego a esta tierra?

Estas afirmaciones son malinterpretadas constantemente y usadas falsamente para buscar


excusa a nuestra falta del genuino amor cristiano. Cuando Jesús dice que ha venido a traer
fuego a esta tierra y desea que esté ya ardiendo, el fuego al que se está refiriendo no es al
fuego de la división, sino al fuego del amor. Jesús hizo un voto de amor, no de alienación. Su

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mensaje provocó odiosa oposición, pero no se autodefinió como un guerrero cultural ni eclesial.
Predicó y encarnó sólo amor, y eso encendió a veces su oposición. (y todavía la incendia). En
ocasiones, desencadenó odio en la gente, pero él nunca odió a cambio. Por el contrario, lloró
por empatía, entendiendo que, a veces, el mensaje de amor y amistad desencadena odio
dentro de los que, por cualquier razón no pueden soportar plenamente la palabra amor.
También, el incidente expulsando del templo a los cambistas, siempre citado falsamente para
justificar nuestra ira y juicio sobre los demás, tiene un énfasis y significado diferente. Su acción,
mientras el templo es purificado de la gente que estaba (legítimamente) cambiando moneda
judía por dinero extranjero, tiene que ver con él despejando un obstáculo en el camino de
acceso universal a Dios, no con la ira a algunas personas en particular.

Frecuentemente hacemos caso omiso del Evangelio. El faccionalismo, el tribalismo, el racismo,


el autointerés económico, la diferencia histórica, el privilegio histórico y el temor, causan
continuamente amarga polarización y desencadenan un odio que devora la estructura de una
comunidad; y ese odio se justifica constantemente al apelar a algún motivo moral o religioso.
Pero el Evangelio nunca permite eso. Nunca nos permite minusvalorar la caridad y nos niega el
permiso para justificar nuestra amargura por motivos morales y religiosos. Nos llama a un
amor, una empatía y un perdón que abarca a todos sin excepción, de modo que deseemos y
hagamos el bien precisamente a los que nos odian. Y eso prohíbe categóricamente racionalizar
el odio en su nombre o en el nombre de la verdad, la justicia o el dogma genuino.

El difunto Michael J. Buckley, mirando la amarga polarización de nuestras iglesias, sugiere que
nada justifica nuestra actual amargura: “El triste hecho es, sin embargo, que a menudo no
resulta difícil que hombres y mujeres se vuelvan unos contra otros por cualquier forma de
condenación. Las luchas, incluso las luchas personales, son terribles, y las peores son con
frecuencia las religiosas que se auto justifican. Para engañados o divididos bajo apariencia de
buenos, bajo la rúbrica de la ortodoxia o liberalidad, de la comunidad o de la libertad personal,
incluso de la santidad misma, facciones de hombres y mujeres pueden desintegrarse por
mezquindad o cinismo o enemistad o amargura. De este modo, la Iglesia cristiana se divide.

Necesitamos ser cuidadosos en nuestras luchas culturales y religiosas. Nunca hay una excusa
para la falta de caridad elemental.

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Orar cuando no sabemos cómo

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 6 de julio de 2020

Nos enseñó a orar aun sin saber cómo orar. Ese es un comentario hecho a veces sobre Henri
Nouwen.

Parece casi contradictorio decir eso. ¿Cómo puede alguien enseñarnos a orar cuando él mismo
no sabe cómo? Bueno, dos complejidades conspiraron juntas aquí. Henri Nouwen fue una
mezcla de debilidad, honradez, complejidad y fe. Eso también describe la oración, en esta vida.
Nouwen sencillamente compartió, de manera humilde y honrada, sus propias luchas con la
oración, y al ver sus luchas, el resto de nosotros aprendimos mucho sobre cómo la oración es
precisamente esta extraña mezcla de debilidad, honradez, complejidad y fe.

La oración, como sabemos, ha sido definida clásicamente como “la elevación de la mente y el
corazón a Dios”, y dado que nuestras mentes y corazones son patológicamente complejos, así
también será nuestra oración. Dará voz no sólo a nuestra fe, sino también a nuestra duda.
Además, en la carta a los Romanos, san Pablo nos dice que cuando no sabemos cómo orar, el
espíritu de Dios, con gemidos inenarrables, ora por medio de nosotros. Sospecho que no
siempre reconocemos todas las formas que adopta, cómo Dios ora a veces a través de
nuestros gemidos y nuestras debilidades.

El renombrado predicador Frederick Buechner habla de algo que llama “oraciones mutiladas
que están escondidas en nuestras blasfemias menores” y son expresadas con los dientes
apretados: “¡Dios me valga!”, “¡Jesucristo!”, “¡Por Dios!” ¿Son oraciones estas expresiones?
¿Por qué no? Si la oración consiste en elevar la mente y el corazón a Dios, ¿no es esto lo que
hay en nuestra mente y corazón en ese momento? ¿No hay una brutal honradez en esto?
Jaques Loew, uno de los fundadores del movimiento Cura-Obrero en Francia, cuenta cómo,
mientras trabajaba en una fábrica, a veces lo hacía con un grupo de hombres que cargaban
pesadas bolsas en un camión. De vez en cuando, a uno de los hombres se le caía una de las
bolsas, que se rompía dejando aquello hecho un desastre; y una mini blasfemia brotaba de los
labios de ese hombre. Loew, en parte seriamente y en parte bromeando, señala que, mientras
el hombre no estaba diciendo precisamente el Padrenuestro, estaba invocando el nombre de
Dios con verdadera honradez.

Así pues, ¿es esto en realidad una modalidad de oración o es tomar el nombre de Dios en
vano? ¿Es esto algo que deberíamos confesar como un pecado más bien que reclamarlo como
una oración?

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El mandamiento de no tomar el nombre de Dios en vano, tiene poco que ver con esas mini
blasfemias que se deslizan entre los dientes apretados cuando se nos cae una bolsa de
comestibles, nos machacamos dolorosamente un dedo o caemos en un frustrante
embotellamiento de tráfico. Lo que expresamos entonces puede ser estéticamente ofensivo, de
mal gusto y lo bastante irrespetuoso para otros, de modo que algún pecado se halle en él, pero
eso no es tomar el nombre de Dios en vano. En realidad, no hay nada falso al respecto. De
alguna manera, es lo contrario de lo que el mandamiento pide en esencia.

Nosotros tendemos a pensar en la oración demasiado piadosamente. Raramente resulta una


genuina oración altruista que brota de una atención concentrada que está basada en la gratitud
y en una conciencia de Dios. La mayor parte del tiempo, nuestra oración es una realidad muy
adulterada; y, por eso, lo más honrada y poderosa posible.

Por ejemplo, una de nuestras grandes luchas con la oración, es que no resulta fácil confiar en
que la oración marque la diferencia. Vemos los noticiarios de la noche, vemos la polarización,
la amargura, el odio, el autointerés y la dureza de corazón que hay aparentemente por todas
partes, y perdemos el corazón. ¿Cómo encontramos el corazón para orar a pesar de esto?
¿Qué, en nuestra oración, va a cambiar algo de esto?

Mientras es normal sentir de esta manera, necesitamos tener presente una importante
advertencia: la oración es lo más esencial y más poderoso precisamente cuando sentimos que
es lo más desesperanzado; y nosotros somos lo más indefenso.

¿Por qué es verdad? Porque es sólo cuando estamos vacíos de nosotros mismos, vacíos de
nuestros propios planes y nuestra propia fuerza es cuando estamos preparados para dejar a la
visión y fuerza de Dios fluir en el mundo a través de nosotros. Antes de sentir esta impotencia y
desesperanza, aún estamos identificando demasiado el poder de Dios con el poder de la
salud, la política y la economía que vemos en nuestro mundo; y estamos identificando la
esperanza con el optimismo que sentimos cuando las noticias parecen un poco menos graves
en una determinada noche. Si las noticias parecen buenas, tenemos esperanza; si no, ¿por
qué orar? Pero necesitamos orar porque confiamos en la fuerza y promesa de Dios, no porque
los noticiarios de una determinada noche ofrezcan alguna promesa.

En verdad, cuantas menos promesas ofrezcan nuestros noticiarios y más nos hagan
conscientes de nuestra impotencia personal, tanto más urgente y honrada es nuestra oración.
Necesitamos orar precisamente porque somos impotentes y precisamente porque eso parece
desesperado. Confundidos, podemos orar con honradez, quizás incluso con los dientes
apretados.

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Piedras enormes y puertas cerradas

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 20 de abril de 2020

Soren Kierkegaard escribió una vez que el texto del Evangelio con el que se identificaba
vivamente era el relato de los discípulos, después de la muerte de Jesús, en que se
encerraban por miedo en la habitación superior de una casa; y luego, experimentaban que
Jesús entraba, con las puertas cerradas, para infundir sobre ellos la paz. Kierkegaard quería
que Jesús hiciera eso por él: atravesar sus puertas cerradas -su resistencia- e infundirle la paz.
Esa imagen de puertas cerradas es una de las dos imágenes particularmente interesantes en
la historia de la primera Pascua. La otra es la imagen de la “enorme piedra” que sepultó al
Jesús enterrado. Estas imágenes nos recuerdan lo que con frecuencia nos separa de la gracia
de la resurrección. A veces, para que esta gracia nos encuentre, alguien tiene que “correr la
piedra” que nos sepulta y, en ocasiones, la resurrección tiene que venir a nosotros “estando las
puertas cerradas”.
Primero, a propósito de la “piedra”:
Los Evangelios nos dicen que, a primera hora de la mañana de Pascua, tres mujeres iban
camino de la tumba de Jesús con intención de embalsamar su cuerpo con aromas, pero
estaban preocupadas por cómo correrían la pesada piedra que cerraba la entrada. Se
preguntaban entre sí: “¿Quién nos correrá la piedra?”
Bueno, como sabemos, la piedra ya había sido corrida. ¿Cómo? No lo sabemos. La
resurrección de Jesús sucedió sin que hubiera nadie allí. Nadie sabe exactamente cómo fue
movida esa piedra. Pero lo que la Escritura aclara es esto: Jesús no se resucitó a sí mismo.
Dios lo levantó. Jesús no corrió la piedra, aunque eso es lo que generalmente asumimos. Sin
embargo, y por buenas razones, tanto la Escritura como la tradición cristiana afirman vivamente
que Jesús no se levantó a sí mismo de entre los muertos; su Padre lo levantó. Esto podría
parecer un detalle innecesario que subrayar; después de todo, ¿qué diferencia hay?
Marca una gran diferencia. Jesús no se resucitó a sí mismo de entre los muertos, ni nosotros
podemos hacerlo. Esa es la cuestión. Para que el poder de la resurrección entre, algo
proveniente de más allá de nosotros, tiene que rodar la enorme e inamovible roca de nuestra
resistencia. Esto no es negar que nosotros, nosotros mismos, tengamos buena voluntad y
fortaleza personal; pero estas, aunque importantes, son más una condición previa para recibir
la gracia de la resurrección, que el poder de la resurrección misma, que siempre nos viene de
más allá. ¡Nunca correremos la piedra nosotros mismos!
¿Quién puede correr la piedra? Quizá no sea una cuestión de la que estemos particularmente
ansiosos, pero deberíamos estarlo. Jesús estaba sepultado e imposibilitado de resucitarse a sí
mismo; tanto más nosotros. Como las mujeres en esa primera Pascua, necesitamos estar
ansiosos: “¿Quién nos correrá la piedra?” Nosotros no podemos abrir nuestras propias tumbas.

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Segundo, nuestras “puertas cerradas”:
Es interesante ver cómo los creyentes tuvieron en esa primera Pascua la experiencia del Cristo
resucitado en sus vidas. Los Evangelios nos dicen que estaban ocultos y llenos de temor y
paranoia tras las puertas cerradas, queriendo sólo protegerse, cuando Cristo se presentó,
estando sus puertas cerradas, (las puertas de su miedo y autoprotección), e infundió la paz en
ellos. Su ocultamiento por temor no era por malicia ni mala fe. En sus corazones deseaban
sinceramente no tener miedo, pero esa buena voluntad de ninguna manera abría sus puertas.
Cristo entró e infundió la paz en ellos, a pesar de su resistencia, su temor y sus puertas
cerradas.
Las cosas no han cambiado mucho en dos mil años. Como comunidad cristiana y como
individuos, aún estamos demasiado ocultos por temor, ansiosos por nosotros mismos,
desconfiados, sin paz, con nuestras puertas cerradas, aun cuando nuestros corazones deseen
la paz y la confianza. Quizás, como Kierkegaard, podría ser que quisiéramos privilegiar ese
pasaje de la escritura donde el Cristo resucitado se presenta estando cerradas las puertas de
nuestra resistencia humana y exhala la paz.
Además, este año, vivimos el extraordinario tiempo en que el coronavirus, Covid-19, tiene
nuestras ciudades y comunidades bloqueadas y estamos confinados en nuestras casas,
tratando con las variadas combinaciones de frustración: impaciencia, temor, pánico y hastío
que nos provoca. Ahora mismo, necesitamos algo extra para experimentar la resurrección, una
piedra necesita ser retirada de modo que la vida de la resurrección pueda venir teniendo las
puertas cerradas e infundir la paz en nosotros.
Al fin del día, estas dos imágenes - “la piedra que necesita ser corrida” y las “cerradas puertas
de nuestro temor”- contienen en nosotros mismos quizá la verdad más consoladora de toda
religión, porque revelan esto sobre la gracia de Dios: Cuando no podemos ayudarnos a
nosotros mismos, aún podemos ser ayudados; y cuando somos incapaces de alcanzar, la
gracia aún puede venir a través de las paredes de nuestra resistencia e infundir la paz en
nosotros. Necesitamos adherirnos a esto siempre que experimentamos una rotura irreparable
en nuestras vidas, cuando nos sentimos desamparados por nuestras heridas y temores,
cuando nos vemos ineptos espiritualmente y cuando nos afligimos por nuestros seres queridos
malogrados por las adicciones o el suicidio. El Cristo resucitado puede venir estando cerradas
las puertas y correr cualquier piedra que nos sepulte, sin importar lo desesperada que sea
dicha tarea para nosotros.

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¿Puede la tierra gritar?
Ron Rolheiser - Lunes, 23 de noviembre de 2020

¿La tierra siente dolor? ¿Puede gemir y gritar a Dios? ¿Puede la tierra maldecirnos por
nuestros crímenes? Parecería que sí, y no sólo porque lo dicen los ecologistas, los moralistas y
el Papa Francisco. La misma Escritura parece decirlo.
Hay algunas líneas muy reveladoras en el intercambio entre Caín y Dios, después de que Caín
asesinara a su hermano Abel. Cuando se le pregunta dónde estaba su hermano, Caín le dice
a Dios que no lo sabe y que no es responsable de su hermano. Pero Dios le dice: La sangre de
tu hermano me grita desde el suelo. Ahora serás maldito por la tierra que ha abierto su boca
para recibir la sangre de tu hermano. Cuando labres la tierra, ya no te dará su fuerza.
La sangre de tu hermano me grita desde la tierra... ¡y desde ahora la tierra te maldecirá! ¿Es
una metáfora o una verdad literal? ¿Es la tierra que pisamos, cultivamos y plantamos,
construimos autopistas y aparcamientos, y llamamos "Madre Tierra, nada más que simple
materia bruta, muda, sin vida y sin palabras, ¿totalmente inmune al sufrimiento y al dolor que
sienten los humanos y otros seres sensibles o incluso a la violencia que a veces le infligimos?
¿Puede la tierra clamar a Dios con frustración y dolor? ¿Puede maldecirnos?
Un reciente y provocativo libro de Mark L. Wallace titulado “When God was a Bird - Christianity,
Animism, and the Re-Enchantment of the Word” diría que sí, el mundo puede sentir y siente
dolor y puede maldecirnos por causar ese dolor. Para Wallace, lo que Dios le dice a Caín sobre
la tierra que grita, porque está empapada en sangre asesina, es más que una metáfora, más
que una simple enseñanza espiritual. También expresa una verdad ontológica de que hay un
vínculo causal real entre la degeneración moral y la degeneración ecológica. No somos los
únicos que cargamos con las consecuencias del pecado, también lo hace la tierra.
Así es como Wallace lo expresa: "La tierra no es una materia muda, un objeto inanimado sin
capacidad de sentir, sino un ser vivo, con alma y vulnerable, que experimenta la terrible y
catastrófica pérdida de la muerte de Abel. Su corazón está roto y su boca abierta. La Tierra
'traga', en las sorprendentes imágenes del texto, bocados de la sangre de Abel. Burbujeando
desde la tierra roja, los gritos de Abel señalan no sólo que Caín había asesinado a su hermano,
sino que también ha originado una violencia permanente, quizás irreparable, a la Tierra. ...
Ahora, herida y ensangrentada, la Tierra contraataca. La Tierra se venga. La Tierra no acepta
pasivamente los ataques de Caín y se queda mirando el sangriento desenfreno con impunidad.
Por el contrario, la Tierra toma represalias e "inflige una maldición" a Caín "reteniendo su fruto"
lejos de este asesino de granjeros que ahora debe vagar por la tierra sin protección y sin
seguridad". La tierra ahora se niega a dar su protección a Caín.
Lo que Wallace afirma se basa en dos creencias, ambas verdaderas. Primero, que todos y todo
en este planeta, con y sin sentimientos, son parte de un mismo organismo vivo supremo, dentro
del cual, cada parte afecta a las demás de una manera real. Segundo, siempre que tratamos

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mal a la Tierra (o a nosotros mismos), la Tierra toma represalias y nos niega su fuerza y su
fruto, no sólo metafóricamente sino de manera muy real.
Tal vez nadie diga esto de manera más conmovedora como John Steinbeck lo hizo hace unos
ochenta años en “Las Uvas de la Ira”. Describiendo cómo el suelo que produce nuestra comida
es ahora trabajado por enormes tractores de acero y enormes máquinas impersonales que, en
efecto, son la antítesis de una mujer o un hombre que amorosamente inducen a un jardín a
crecer, escribe: Y cuando ese cultivo creció y fue cosechado, ningún hombre había apretado un
terrón caliente con sus dedos y dejado que la tierra se tamizara más allá de las puntas de sus
dedos. Ningún hombre había tocado la semilla, o deseado su crecimiento. Y los hombres
comían cuando no habían cultivado, no tenían ninguna conexión con el pan. La tierra se
mantuvo bajo el hierro, y bajo el hierro murió gradualmente; porque no era amada ni odiada, no
tenía oraciones ni maldiciones.
Cuando Jesús dice que la medida que usemos es la medida que con la que se nos medirá, no
sólo está hablando de una cierta ley del karma en las relaciones humanas, donde la bondad se
encontrará con la bondad, la generosidad con la generosidad, la mezquindad con la
mezquindad y la violencia con la violencia. También está hablando de nuestra relación con la
Madre Tierra. Cuanto más tiempo nuestras casas, coches y fábricas continúen exhalando
monóxido de carbono, más inhalaremos el monóxido de carbono. Y cuánto más sigamos
haciendo violencia a la tierra y a los demás, más nos ocultará la tierra su bondad y su fuerza y
sentiremos la maldición de Caín en las tormentas violentas, los virus mortales y los trastornos
catastróficos.

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¿Qué tipo de casa puedes edificarme?

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 2 de noviembre de 2020

¿Qué está bien y qué está mal? Luchamos mucho por cuestiones morales, frecuentemente con
una rectitud segura de sí misma. Y, por lo general, caemos en esa misma auto rectitud cada
vez que argüimos sobre el pecado. ¿Qué constituye un pecado y qué constituye un pecado
grave? Las diferentes denominaciones cristianas y las diversas escuelas de pensamiento que
hay en ellas, se apoyan en varias clases de razonamiento bíblico y filosófico al tratar de
solucionar esto. A menudo discrepan amargamente unos de otros y provocan más ira que
consenso.
En parte, eso es de esperar, ya que las cuestiones morales deben tener en cuenta el misterio
de la libertad humana, las limitaciones inherentes a la contingencia humana y el
desconcertante número de situaciones existenciales que varían de persona a persona. No es
fácil en cualquier situación decir lo que está bien y lo que está mal. Incluso es más difícil decir
lo que es pecaminoso y lo que no.
Nuestras iglesias y pensadores de moral cristiana han expuesto clásicamente las cuestiones
morales, pero creo que hay un modo mejor de plantearlas, de manera que se tenga en cuenta
la libertad humana, las limitaciones humanas y la singular situación existencial de cada
individuo. El planteamiento no es propiamente mío, sino uno proclamado por el profeta Isaías,
quien nos ofrece esta pregunta de parte de Dios: ¿Qué tipo de casa puedes construirme?
(Isaías 66,1). Esa pregunta debería apoyar nuestro discipulado y todas nuestras opciones
morales.
¿Qué tipo de casa puedes construirme? Los hombres y mujeres de fe generalmente han
tomado esto de manera literal; y así, desde los tiempos antiguos hasta hoy mismo, han
construido espléndidos templos, santuarios, iglesias y catedrales para manifestar su fe en Dios.
Eso es admirable, pero la invitación que proclama Isaías es, primero y principalmente, sobre el
tipo de casa que debemos edificar dentro de nosotros mismos. ¿Cómo guardamos la imagen y
semejanza de Dios en nuestro cuerpo, nuestra inteligencia, nuestra afectividad, nuestras
acciones? ¿Qué tipo de “iglesia” o “catedral” es nuestra persona misma? Esa es una pregunta
más profunda en términos de vivencia moral.
Más allá de un nivel muy elemental, nuestra posición moral ya no debería ser guiada por la
pregunta del bien o del mal, ¿es esto pecaminoso o no? Más bien debería ser guiada y
motivada por una pregunta más elevada: ¿Qué tipo de casa puedes construirme? ¿A qué nivel
quiero vivir mi humanidad y mi discipulado? ¿Quiero ser más egoísta o más generoso? ¿Quiero
ser despreciable o noble? ¿Quiero ser autocompasivo o grande de corazón? ¿Quiero vivir mis
compromisos con una fidelidad totalmente honrada o me encuentro cómodo traicionando a
otros y a mí mismo a escondidas? ¿Quiero ser un santo o me encuentro bien siendo mediocre?

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A un nivel maduro de discipulado (y madurez humana) la cuestión ya no es ¿está esto bien o
mal? Eso no es tratar de amor. La cuestión de amor es más bien ¿cómo puedo profundizar? ¿A
qué nivel puedo vivir el amor, la verdad, la luz y la fidelidad en mi vida?
Permitidme un ejemplo simple y terreno para ilustrar esto. Considerad la cuestión de la castidad
sexual: ¿es la masturbación errónea y pecaminosa? Una vez oí a un profesor de moral tomar
una perspectiva sobre esto que refleja el desafío de Isaías. Aquí, en una paráfrasis, está el
modo como encuadró la cuestión: “No creo que sea útil contextualizar esta cuestión como
hicieron en la teología moral clásica, al decir que es un desorden grave y seriamente
pecaminoso. Ni creo que sea útil decir lo que nuestra cultura y la psicología contemporánea
están diciendo, que es moralmente indiferente. Yo creo que una manera más útil de tratar esto
es no mirarlo a través del prisma de si es correcto o equivocado, pecaminoso o no. Más bien,
pregúntate esto: ¿a qué nivel quiero vivir? ¿A qué nivel quiero llevar mi castidad, mi fidelidad y
mi honestidad? ¿En qué momento de mi vida quiero aceptar lo que mi discipulado y mi
humanidad me piden? ¿Qué clase de persona quiero ser? ¿Quiero ser alguien totalmente
transparente o alguien que tenga mercancías escondidas debajo del mostrador?” ¿Qué clase
de “templo” quiero ser? ¿Qué tipo de casa puedo edificar para Dios?
Esta -creo yo- es la manera ideal de cómo deberíamos afrontar las opciones morales en
nuestras vidas. Por supuesto, esta no es una espiritualidad para personas cuyo desarrollo
moral es tan débil o deteriorado que aún están luchando con las más fundamentales demandas
de los Diez Mandamientos. Tales personas necesitan ayuda recuperativa y terapéutica, pero
esa es ya una tarea diferente y necesaria.
Esta opción moral nos viene, como una invitación de Dios, no como una amenaza. Es a través
del amor y no de la amenaza como Dios nos invita a la vida y al discipulado. Y siempre nos
preguntaremos: ¿qué tipo de casa puedes edificarme?

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Sagrado permiso para sentirse humano

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 27 de julio de 2020

Es normal sentirse inquieto siendo niño, solitario siendo adolescente, y frustrado por falta de
intimidad siendo adulto; después de todo, vivimos con insaciables deseos de todo tipo, ninguno
de los cuales encontrará nunca pleno cumplimiento en esta vida.

¿De dónde vienen estos deseos? ¿Por qué son tan insaciables? ¿Cuál es su significado?

Siendo yo joven, los catecismos católicos con los que era instruido y los sermones que oía
predicar desde el púlpito respondían en realidad a esas preguntas, pero en un vocabulario
demasiado abstracto, teológico y clerical como para afectarme mucho existencialmente. Tenía
la sensación de que había una respuesta, pero no una que me sirviera de ayuda. De este
modo, sufrí en silencio la soledad y la impaciencia. Además, me atormentaba porque percibía
que era pernicioso sentir de la manera que lo sentía. Mi instrucción religiosa, aun siendo rica,
no ofrecía ninguna benevolente sonrisa por parte de Dios sobre mi inquietud e insatisfacción.
La pubertad y la consciente agitación de la sexualidad empeoraron las cosas. Entonces, no
sólo estaba inquieto e insatisfecho, sino que los crudos sentimientos y fantasías que me
acosaban eran considerados negativamente pecaminosos.

Ese era mi estado mental cuando ingresé en la vida religiosa y en el seminario inmediatamente
después de la enseñanza secundaria. Desde luego, la inquietud continuó; pero mis estudios
filosóficos y teológicos me dieron una comprensión de lo que tan implacablemente estaba
agitándome por dentro y me dieron sagrado permiso para estar conforme con eso.

Todo empezó en mi año de noviciado, un día, con la charla de un sacerdote visitante. Nosotros
éramos novicios, la mayoría en nuestros últimos años de adolescencia; y, a pesar del
compromiso con la vida religiosa, estábamos comprensiblemente inquietos, solitarios y
cargados de tensión sexual. Nuestro visitante empezó su conferencia con una pregunta:
Chavales, ¿estáis un poco inquietos? ¿Os sentís un poco encerrados aquí?” Nosotros movimos
la cabeza en señal de afirmación. Él continuó: “¡Bueno, deberíais estarlo! ¡Debéis estar
saltando fuera de vuestras pieles! ¡Toda esa joven energía, hirviendo dentro de vosotros! ¡Os
debéis de estar volviendo locos! ¡Pero está bien, eso es lo que debéis estar sintiendo si estáis
sanos! Es normal, es bueno. ¡Sois jóvenes; esto va mejor!”

Oyendo esto, algo quedó liberado dentro de mí. Por primera vez, en un lenguaje que me
hablaba genuinamente, alguien me había dado sagrado permiso para estar en casa dentro de
mi propia piel.

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Mis estudios de literatura, teología y espiritualidad continuaron dándome ese permiso incluso
cuando me ayudaron a formar una visión del por qué estos sentimientos estaban en mí, cómo
tomaban sus orígenes y significado en Dios y cómo estaban lejos de ser impuros y perniciosos.

Volviendo sobre mis estudios, algunas notables personas sobresalen al ayudarme a entender
la rudeza, insaciabilidad, significado y extrema bondad del deseo humano. El primero fue san
Agustín. La ahora famosa cita con la que empieza su libro Confesiones: Nos has hecho para ti,
Señor, y nuestros corazones están inquietos hasta que descansen en ti, me ha servido siempre
como llave para comprender. Con eso como secreto para la síntesis, encontré este axioma en
Tomás de Aquino: El objeto adecuado del entendimiento y la voluntad es todo ser como tal.
Eso podría sonar abstracto, pero incluso teniendo veinte años, comprendí su significado: En
resumen, ¿qué necesitarías experimentar para decir finalmente ‘basta’, estoy satisfecho?
Aquino responde: ¡Todo! Más tarde, en mis estudios, leí a Karl Rahner. Como Aquino, él
también puede parecer desesperadamente abstracto cuando, por ejemplo, define a la persona
humana como potencia obediencial que vive en una entidad sobrenatural. ¿Sí? Bien,
esencialmente lo que quiere decir con eso puede ser traducido en un simple consejo que
ofreció una vez a un amigo: En la angustia de la insuficiencia de todo lo accesible, aprendemos
por fin que aquí, en esta vida, no hay ninguna sinfonía acabada.

Finalmente, en mis estudios me encontré con la persona y el pensamiento de Henri Nouwen. Él


continuó enseñándome lo que significa vivir sin conseguir nunca gozar de la sinfonía acabada,
y articuló esto con su genio y en un vocabulario fresco. Leer a Nouwen es como ser presentado
a ti mismo, mientras aún permanecen dentro todas tus sombras. También ayuda a darte la
opinión de que es normal, sano, y no impuro ni culpable sentir todas esas salvajes agitaciones
con sus compañeras las tentaciones dentro de ti.

Cada uno de nosotros es un manojo de eros en gran medida sin domesticar, de deseo salvaje,
anhelo, impaciencia, soledad, insatisfacción, sexualidad e insaciabilidad. Necesitamos que nos
den sagrado permiso para saber que esto es normal y bueno porque es lo que todos nosotros
sentimos, a no ser que estemos en una depresión clínica o hayamos reprimido durante mucho
tiempo estos sentimientos, que ahora son expresados sólo negativamente de maneras
destructivas.

Todos nosotros necesitamos a alguien que venga a visitarnos en nuestro particular “noviciado”,
que nos pregunte si estamos dolorosamente inquietos; y, cuando asintamos con la cabeza,
diga: “¡Bien! ¡Se supone que sentís de esta manera! ¡Eso significa que estáis sanos! ¡Sabed
también que Dios está sonriendo con esto!”

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Sobre auto aversión y culpa

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 3 de febrero de 2020

Recientemente, en el popular programa de televisión Saturday Night Live, un cómico tuvo una
ocurrencia pintoresca respecto a una respuesta que Nancy Pelosi había dado a un periodista
que la había acusado de odiar al presidente. Pelosi había asegurado que, como católica
romana, no odiaba a nadie; y esto inspiró al cómico a expresar esta ocurrencia: “Como católica,
sé que siempre hay una persona a quien odias: a ti misma”.
Yo no soy alguien que se moleste fácilmente por los chistes religiosos. Se supone que el humor
tiene un margen, y los cómicos juegan un importante papel arquetípico aquí, el del “Bufón de la
Corte”, cuya tarea es desinflar todo lo que sea pomposo. La religión es frecuentemente un
juego limpio. Desde luego, yo aprecié la gracia de esta ocurrencia. Sin embargo, algo me
molesta de dicha pulla. Ésta se sitúa dentro de un cierto estereotipo que es, desgraciadamente,
muy común hoy entre personas de toda clase de procedencia religiosa (esto no es específico
de los católicos romanos). Acusan a su educación religiosa de las luchas que tienen con la auto
aversión y los sentimientos de culpa.
¿Qué hay de cierto en esto? ¿Es nuestra educación religiosa la causante de nuestras luchas
respecto a la auto aversión y los sentimientos de culpa?
Obviamente, nuestra educación religiosa juega algún papel aquí, pero es demasiado simplista,
y no ayuda, reprochar todo esto. Los psicólogos y los antropólogos nos aseguran que la fuente
de la auto aversión y la culpa es infinitamente más compleja, Y en especial desde que las
vemos agotando las energías en gente de cualquier clase de procedencia religiosa, como
también en personas que no tienen unos antecedentes religiosos. Las luchas contra la auto
aversión y la culpa no son particularmente un fenómeno católico romano, ni protestante, ni
judío, ni musulmán; son un fenómeno universal que se hace sentir en casi todas las personas
sensibles. Por otra parte, esa lucha no siempre es malsana.
Cualquier persona sensible, a diferencia de la que es moralmente insensible, estará
constantemente autoevaluando, con frecuencia ansiosa, en cuanto a si está siendo egoísta
más bien que buena, y se preocupará constantemente de que algunas de sus palabras y
acciones pueden haber herido a otros y perjudicado su relación con Dios. Experimentar esta
clase de ansiedad es estar precisamente luchando con los sentimientos de auto aversión y
culpa; pero, a cierto nivel, esto es de hecho sano. Cuando estamos autoevaluándonos
ansiosamente, hay mucho menos peligro de que queramos tomar a otros, tomar el don de la
vida o tomar la bondad de Dios por supuesta. La sensibilidad moral es una virtud; y, como la
sensibilidad estética, te mantiene sanamente temeroso para que, en ignorancia e
insensibilidad, no pintes un bigote a la Mona Lisa.
Algo de esto, por supuesto, es malsano. Como Freud nos enseñó, nuestra conciencia no nos
dice lo que está bien y lo que está mal, sólo nos dice cómo nos sentimos acerca de nuestras

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acciones. Y, cuando tenemos sentimientos de culpa sobre lo que acabamos de hacer o dejado
de hacer, esos sentimientos son, sin duda y con frecuencia, influidos poderosamente por las
normas sociales y morales que han sido puestos en nosotros cuando niños por nuestros
padres, nuestros maestros, nuestra cultura y nuestra educación religiosa. Nuestra educación
religiosa y moral nos deja luchando con alguna culpa falsa.
Pero, admitido eso, hay causas más profundas como la de por qué luchamos contra la auto
aversión y la culpa, y por qué nunca nos sentimos suficientemente bien.
Si pudiéramos repasar nuestras vidas en un video, veríamos las incontables ocasiones en las
que, nos dijeron que no fuimos buenos, ni correctos, ni amables, ni valorados, ni apreciados.
Veríamos las innumerables veces que nos sentimos avergonzados por nuestro entusiasmo; y
esto -pienso yo- más que cualquier otro factor, se apoya en la raíz de nuestra auto aversión,
nuestros sentimientos de culpa y el rencor que tan frecuentemente sentimos hacia otros.
Esto empieza en la silla de niño cuando, como niños pequeños, en nuestra ciega energía,
comemos demasiado ansiosamente y nos dicen que no comamos “como un cerdo”.
Igualmente, como niños pequeños, llenos de comida y satisfacción, gritamos y tiramos algo de
comida al suelo y nos dicen que no lo hagamos, que nos callemos, que nuestras energías
naturales no son sanas. Entonces, como a un preescolar, nos avergüenza aún más nuestro
entusiasmo. Al fin, las cosas pasan en el patio de recreo, en la clase y en círculos familiares…,
donde nuestra singularidad y nuestra valía con frecuencia no son suficientemente reconocidos
ni valorados, donde muchas veces somos ignorados, humillados, tratados injustamente,
intimidados, hechos conscientes de nuestras inferioridades y fracasos, y, de maneras sutiles y
no sutiles, nos dicen que no somos lo suficientemente buenos. Esto nos pasa por el rechazo
que asimilamos en nuestra adultez, por los celos que sentimos cuando las vidas de otros
parecen mucho más ricas que la nuestra, por la callada amargura que alimentamos por
nuestras propias inadecuaciones y a causa de la culpa que sentimos por nuestras traiciones.
No es principalmente por nuestra educación religiosa el hecho de que nos odiemos y nos
obsesionemos por muchas culpas flotantes. Sí, la mayoría de nosotros, los católicos, nos
odiamos. Ojalá fuera de otra manera; así fuera de otra manera también para los demás.

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Suicidio y melancolía

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Viernes, 21 de agosto de 2020

Ya no entendemos la melancolía. Hoy agrupamos juntas todas las formas de melancolía en un


solo manojo indiscriminado y lo llamamos “depresión”. Mientras los psiquiatras, los psicólogos y
la profesión médica están haciendo mucho bien en favor del tratamiento de la depresión, algo
importante se está perdiendo al mismo tiempo. La melancolía es mucho más que lo que
denominamos “depresión”. Para bien o para mal, los antiguos vieron la melancolía como un
don de Dios.

Antes de la moderna psicología y psiquiatría, la melancolía era vista como un don de lo divino.
En la mitología griega, incluso tenía su propio dios, Saturno, y era considerada como un don.
Ésta, por una parte, podía traer emociones aplastantes, tales como soledad insufrible,
obsesiones paralizantes, pena inconsolable, tristeza cósmica y desesperación suicida. Por otra
parte, podía traer profundidad, genio, creatividad, inspiración poética, compasión, visión mística
y sabiduría.

Hoy la melancolía incluso pierde su nombre y se convierte, según el analista junguiano Lyn
Cowan, “clinicalizada, patologizada y medicalizada”, de modo que, lo que siempre han tomado
los poetas, filósofos, cantantes de blues, artistas y místicos como fuente de profundidad, es
visto como una “enfermedad tratable”, no como una parte dolorosa del alma que no requiere
tratamiento. Sin embargo, necesita ser escuchada ante la insoportable pesadez de las cosas,
especialmente el tormento de la humana finitud, inadecuación y mortalidad. Para Cowan, la
preocupación de la moderna psicología respecto a los síntomas de depresión y su confianza en
las drogas para el tratamiento de la misma, muestran una “aterradora superficialidad frente al
auténtico sufrimiento humano”. Para aquélla, renunciar a reconocer la profundidad y el
significado de la melancolía es degradante para el paciente y produce violencia contra un alma
que ya está en el tormento.

Y ese es el problema cuando tratamos del suicidio. Éste es normalmente el resultado de un


alma atormentada, y, en casi todos los casos, ese tormento no es el resultado de un fracaso
moral, sino de una melancolía que abruma a la persona en un momento en que está
demasiado sensible, demasiado débil, muy herida, estresada y deteriorada bioquímicamente
para resistir su presión. El novelista ruso León Tolstoy, que murió por suicidio, había escrito
sobre las fuerzas melancólicas que a veces le amenazaban. He aquí una de las anotaciones de
su diario: “La fuerza que me arrastró de la vida era más plena, más poderosa y más general
que cualquier mero deseo. Era una fuerza equiparable a mi vieja aspiración de vivir, sólo ella
me impelía en dirección contraria. Era una aspiración de todo mi ser a quitarme la vida”.

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Aún hay mucho que no comprendemos sobre el suicidio, y esa falta de comprensión no es sólo
psicológica, es también moral. En resumen, nosotros solemos culpar a la víctima: Si tu alma
está enferma, es culpa tuya. Así es cómo se suele juzgar a los que mueren por suicidio.
Aunque públicamente hemos avanzado a favor de la comprensión del suicidio, aseguramos ser
más abiertos y menos críticos moralmente pero aun así, el estigma permanece. No vivimos de
la misma manera la enfermedad mental que el deterioro de la salud física. No tenemos las
mismas ansiedades psicológicas y morales cuando alguien muere de cáncer, ataque cerebral o
ataque cardíaco como cuando alguien muere por suicidio. Las personas que mueren por
suicidio son, en efecto, nuestros nuevos “leprosos”.

Cuando no había más solución para la lepra que aislar a la persona de los demás, la víctima
sufría doblemente: en primer lugar, por la enfermedad y después (tal vez incluso de forma más
dolorosa) por el aislamiento y el debilitante estigma. El paciente era declarado “inmundo” y
tenía que asumirlo. Pero los que sufrían de lepra aún contaban con el consuelo de no ser
juzgados psicológica ni moralmente. No eran juzgados por ser “inmundos”, eran compadecidos.

Sin embargo, nosotros sólo sentimos compasión por aquellos a los que no hemos desterrado,
psicológica y moralmente. Por eso juzgamos, en vez de sentir compasión por alguien que
muere por suicidio. La muerte por suicidio hace a las personas “inmundas” en cuanto las sitúa
fuera de lo que estimamos como moral y psicológicamente aceptable. Sus muertes no son
comentadas del mismo modo que otras muertes. Son juzgadas doblemente: psicológica (Si tu
alma está enferma, es culpa tuya) y moralmente (Tu muerte es una traición). Morir por suicidio
es peor que morir de lepra.

No estoy seguro de cómo podemos superar esto. Como dice Pascal, el corazón tiene sus
razones. También las tiene el poderoso tabú que milita en contra del suicidio. Una comprensión
más profunda de la complejidad de las fuerzas que se hallan dentro de lo que designamos
como “depresión”, podría ayudarnos a entender que, en la mayoría de los casos, el suicidio no
puede ser juzgado como un fracaso moral ni psicológico, sino como una melancolía que ha
vencido a un alma que sufre.

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Tratando santamente nuestras adversidades

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 17 de febrero de 2020

Hace treinta años, John Jungblut escribió un pequeño folleto titulado On Hallowing Our
Diminisment. Es un opúsculo que sugiere maneras cómo podríamos forjar las humillaciones y
adversidades que nos cercan por las circunstancias, la edad y los accidentes. Así, a pesar de
la humillación que traen, podremos colocarlos bajo un cierto dosel, de manera que quitemos su
vergüenza y nos devolvamos algo de la dignidad perdida.
Todos sufrimos adversidades. Ciertas cosas nos llegan por la genética, la historia, las
circunstancias, la sociedad en la que vivimos o por los deterioros del envejecimiento o los
accidentes. Éstos, vistos desde todos los ángulos, son no sólo amargamente injustos, sino que
pueden también despojarnos aparentemente de nuestra dignidad y dejarnos humillados. Por
ejemplo, ¿cómo afronta uno un defecto corporal que la sociedad juzga antiestético? ¿Cómo
afrontas el hecho de ser discriminado negativamente? ¿Cómo afronta uno un accidente que le
deja parcial o totalmente paralizado? ¿Cómo afrontar el debilitamiento que viene con la vejez?
¿Cómo afrontas el hecho de que un ser querido fue violado o matado por el color de su piel?
¿Cómo afrontas el suicidio de un ser querido? ¿Cómo colocamos estas cosas bajo algún dosel
de dignidad y sentido, de modo que lo que es una terrible injusticia no sea una permanente
fuente de indignidad y vergüenza? ¿Cómo trata santamente alguien sus adversidades?
Soren Kierkegaard ofrece este consejo: él, que, a veces fue ridiculizado públicamente en su
vida, incluso con caricaturas en el periódico que hacían mofa de su aspecto físico (sus “flacas
piernas”), nos dice: ante algo como esto, no es cuestión de negarlo, encubrirlo ni ensayar
diversas distracciones y tónicos para amortiguarlo o mantener su nitidez a raya. Más bien
debemos hacernos genuinamente conscientes de ello “trayéndolo a primer plano”. Haciendo
esto, lo tratamos santamente. Lo sacamos del dominio de la vergüenza y le damos una cierta
dignidad. ¿Cómo hacerlo?
Imaginaos este suceso como un ejemplo paradigmático: una joven está caminando sola por un
camino desierto y es apresada violentamente por un grupo de borrachos que la violan y matan,
y abandonan su cuerpo en la cuneta. Su conmocionada y horrorizada familia y comunidad
hacen como aconseja Kierkegaard. No tratan de negar lo que sucedió, ni lo encubren, ni
intentan diferentes distracciones y tónicos para amortiguar su pena. Por el contrario, lo traen a
“la completa claridad”. ¿Cómo?
Recogen su cuerpo, lo lavan, lo visten con sus mejores vestidos y entonces tienen un velatorio
de tres días que culmina en un gran funeral al que asisten cientos de personas. Y el ritual
hecho en su honor no acaba ahí. Después del funeral, se reúnen en un parque cerca de donde
vivía ella y, pasadas unas horas de testimonio que honra lo que era, cambian el nombre del
parque por el de ella.

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Lo que hacen, desde luego, no la devuelve a la vida, no borra de ninguna manera la horrible
injusticia de su muerte, no trae a sus asesinos ante la justicia, ni cambia las condiciones
sociales que ayudaron a causar su muerte violenta. Pero sí le restablece, de una importante
manera, algo de la dignidad que fue tan horriblemente arrancada. Tanto ella como su muerte
son tratadas santamente. Su nombre y su vida ahora hablarán para siempre de algo más allá
de la injusticia y la tragedia de su muerte.
Vemos ejemplos de gran nivel en la manera como el mundo ha tratado las muertes de
personas como Martin Luther King, John F. Kennedy, Bobby Kennedy, Malcolm X, Jamal
Khashoggi y otros, que fueron asesinados por odio. Hemos encontrado modos de tratarlos
santamente para que sus vidas y sus personas sean ahora recordadas de manera que eclipsen
su modo de morir. Y vemos esto también en cómo algunas comunidades tratan las muertes de
seres queridos que han muerto insensatamente baleados por miembros de una pandilla o por
la policía, de manera que su forma de morir desmiente todo lo que es bueno. Vemos que es
verdad por cómo algunas familias tratan las adversidades de sus seres queridos, muertos por
sobredosis de droga, suicidio o demencia. La indignidad de su muerte es eclipsada por la
propia claridad vertida sobre su muerte. Su memoria es redimida. En resumen, esa es la
función de cualquier velatorio y cualquier funeral. Al traer claridad a la indignidad que acontece
a alguien, restauramos su dignidad.
Esto es verdad no sólo para aquellos que mueren injustamente o de formas que dejan a sus
allegados buscando modos de devolverles algo de dignidad. Es también verdad en toda clase
de humillación e indignidad, que nosotros sufrimos en la vida, desde las heridas de nuestra
infancia. Éstas pueden perseguirnos para siempre, hasta las muchas humillaciones que
sufrimos en la adultez. No podemos cambiar lo que nos ha sucedido, pero podemos tratarlo
santamente al “traerlo a la luz” para que la indignidad sea eclipsada.

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Una expresión alternativa de amor y confianza

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Martes, 24 de marzo de 2020


Nada hay más tortuoso que el corazón humano, lejos de todo remedio: ¿Quién es capaz de
entenderlo? El profeta Jeremías escribió estas palabras hace más de 25 siglos, y todo el que
luche con las complejidades del amor y las relaciones humanas enseguida sabrá de lo que
habla.
¿Quién puede entender de verdad el corazón humano? A veces tendemos a expresar el amor
de una manera cruel. Según Nadia Bolz-Weber todos nosotros tenemos cierta propensión a
hacer daño a quien amamos al no poderlo hacer a quien nos dañó. ¡Qué cierto! Cuando nos
han hecho daño, casi todos los instintos que hay en nosotros exigen venganza; pero, la
mayoría de las veces, no es posible vengarse de las personas que nos hicieron daño. O, quizá,
ni siquiera estamos seguros de quién nos hirió. Así, con la necesidad de tomarla contra alguno,
lo hacemos contra quien nos resulta más fácil y cercano, a saber, contra aquellos en los que
confiamos que lo aceptarán. Arremetemos en ellos porque sabemos que no se vengarán. A
veces necesitamos estar enfadados de verdad contra alguno; y, como somos incapaces de
desahogar esa ira en la persona o personas responsables de ello, nos desahogamos con
alguno en quien confiamos inconscientemente que lo aceptará.
Si eres un padre cariñoso, un esposo fiel, un amigo de confianza, un consejero leal, un ministro
digno, o alguien íntegro que representa oficialmente a una agencia moral o una iglesia, te
puede ser útil conocer esto. De lo contrario, es demasiado fácil interpretar mal algo de la ira
que sientes. Cuando alguien a quien amas está airado contigo, es duro reconocer y aceptar
que tú eres probablemente el objeto de esa ira, incluso aunque no seas la causa de ella, sino
que más bien seas el único al que esta persona puede acometer sin temor a la venganza. Si no
acoges las dinámicas peculiares de amor que están en juego aquí, tomarás esto demasiado
personalmente, estarás destrozado por dentro, lamentarás su injusticia y lucharás por llevarlo
con el amor que está pidiendo inconscientemente.
Pero esto puede ser muy duro de aceptar, aun cuando entendamos por qué está sucediendo.
Este estilo de amor demanda una fortaleza casi inhumana. Como cristianos tenemos una
admiración especial por la madre de Jesús cuando nos imaginamos lo que debió haber sentido
mientras se mantuvo al pie de la cruz, viendo a su hijo, la bondad e inocencia misma, sufrir una
injusticia brutal y violenta. Estuvo allí sin ningún auxilio ante esa terrible injusticia. Sólo tuvo el
consuelo de saber que su hijo la amaba profundamente. Su dolor habría sido penosísimo,
como sería el dolor de cualquier madre en esa situación. Ella era libre de empatizar completa y
abiertamente con su hijo, sabiendo que su amor estaba permitiéndole sentir lo que sentía.
Mucha gente es la madre cariñosa, el padre amoroso, el esposo fiel o el amigo de confianza
cuyo corazón se parte, por la ira y acusación al ser dirigidas a ellos por parte de alguien a quien
han amado y al que han sido fieles. ¿Cómo pueden ellos no sentirse acusados, culpables y
responsables de la amarga crucifixión que están experimentando? Su dolor no lo sentirán

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“limpio”. En efecto, lo que están viviendo es similar a lo que Jesús sintió cuando estaba siendo
crucificado, más que lo sentido por su madre cuando fue testigo de ello. Están experimentando
aquello a lo que san Pablo se refiere en su segunda carta a los corintios, cuando escribe que
Jesús, a pesar de ser inocente, Dios lo hizo pecado en favor nuestro. Esa sola expresión, si no
se lee correctamente, puede ser de las más horribles frases de la Escritura. Aun así, entendida
en la dinámica del amor, destaca poderosamente lo que ésta significa en realidad más allá de
los cuentos de hadas. El verdadero amor es la capacidad de asimilar la injusticia con
comprensión, empatía y con lo bueno del otro en la mente.
A veces la ira dirigida a nosotros por parte de personas a quienes amamos está justificada y
habla de nuestra traición, nuestro pecado y nuestra ruptura de confianza. A veces la ira dirigida
a nosotros nos acusa de nuestro propio pecado. En ese caso, lo que se nos pide que
asimilemos tiene un significado muy distinto. Necesitamos reconocer que nosotros también
hacemos esto a otros. Cuando estamos heridos y somos incapaces de dirigir nuestra ira y
acusaciones contra los que nos hacen daño, entonces, como Nadia Bolz-Weber nos cuenta
acabamos haciendo daño a las personas que más nos aman.
El amor tiene muchas modalidades: a veces es cálido, amable y afectuoso; a veces acusador,
amargo y airado. Sí, a veces tenemos maneras extrañas y anómalas de expresar nuestro amor
y confianza. ¿Quién es capaz de entender nuestros tortuosos corazones?

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Una magnífica derrota

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Martes, 16 de junio de 2020

¿Dónde hay justicia en la vida? ¿Por qué ciertas personas son tan inmerecidamente
bendecidas en este mundo, mientras otras son aparentemente malditas? ¿Por qué la astucia,
la ambición egoísta, la explotación de los demás y la falta de honradez son, con asiduidad,
recompensadas?

En su libro The Magnificent Defeat (La magnífica derrota), el renombrado novelista y predicador
Frederick Buechner aborda esta cuestión, fijándose en el personaje bíblico de Jacob. Este,
como sabemos, engañó dos veces a su hermano, Esaú. Viéndolo hambriento y vulnerable,
Jacob le compra su primogenitura por una comida. Adopta actitudes de Esaú, engaña a su
padre y roba la bendición y la herencia que era de Esaú por derecho. Todo ello parece injusto y
exige reparación, a pesar de que la vida de Jacob expresa lo contrario. En contraste con su
hermano engañado, Jacob tiene una vida llena de abundancia y es favorecido por Dios y por
los otros. ¿Cuál es la lección? ¿Están Dios y la vida del lado de los que hacen este tipo de
cosas?

Buechner construye su respuesta al cambiar del nivel pragmático y corto, al nivel espiritual y de
largo alcance.

Desde un punto de vista pragmático, la historia de Jacob enseña su propia lección, a saber,
que, es un hecho en esta vida que, personas como Jacob, inteligentes, astutas y ambiciosas,
acaban recibiendo, con frecuencia, recompensas, de manera que, personas como Esaú, que
son más lentas en reconocer sus posibilidades, no reciben. Aun cuando este no es claramente
el mensaje del Sermón de la Montaña, en otras partes de la escritura, incluidas algunas
enseñanzas de Jesús, sí que nos desafían a ser inteligentes, a trabajar duro y, por cierto, a ser
astutos. Dios no ayuda necesariamente a los que se ayudan a sí mismos, pero parece que
Dios y la vida recompensan a aquellos que usan sus talentos. Sin embargo, aquí hay una sutil
línea moral, y Buechner la extrae brillantemente.

Pregunta él: cuando alguien hace lo que hizo Jacob y eso le trae riquezas en esta vida, ¿dónde
está la consecuencia moral? La respuesta le llega a Jacob años más tarde. Una noche está
solo, y un extraño salta sobre él. Los dos acaban luchando en silencio a lo largo de toda la
noche. Cuando levanta el día y parece que Jacob podría ganar, todo cambia. Con una fuerza
infinitamente superior, que parece haber reservado hasta ahora, el extraño toca el muslo de
Jacob y lo deja exhausto. Algo muy transformador le sucede a Jacob en esa experiencia. Ahora
que sabe que ha sido vencido, ya no quiere verse libre de la garra del extraño; al contrario, se
coge fuertemente a su enemigo, como un hombre que se está ahogando. ¿Por qué?

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Aquí está la explicación de Buechner: “La oscuridad se había desvanecido lo suficiente, de
modo que, por primera vez, él puede ver el rostro de su oponente. Y lo que ve es algo más
terrible que el rostro de la muerte: el rostro del amor. Es inmenso y fuerte, medio aplastado por
el sufrimiento y fiero con el gozo, el rostro del que un hombre escapa de toda la oscuridad de
sus días hasta que grita: ‘¡No te dejaré ir, a no ser que me bendigas!’ No una bendición que él
pueda tener ahora por la fuerza de su astucia o la eficacia de su voluntad, sino una bendición
que pueda recibir sólo como un regalo”.

La bendición por la que siempre estamos luchando, solo nos puede venir como regalo, no
como algo que podamos atrapar con astucia y fuerza. Por su ingenio y astucia, Jacob llegó a
ser un hombre rico y admirado en este mundo. Pero al luchar por esas riquezas, estuvo
peleando con una fuerza que percibió como alguien o algo que debía ser superado.
Finalmente, después de muchos años de lucha, tuvo su despertar. La luz despuntó a través de
una paralizante derrota. Y a la luz de esa derrota, vio que aquello por lo que había luchado
durante todo ese tiempo, no era alguien, ni algo que debía ser superado, sino el verdadero
amor por el que estaba peleando con todas sus fuerzas para ganar y progresar.

Para muchos de nosotros, esto será también el auténtico despertar de nuestras vidas,
descubrir el hecho de que, con nuestra ambición, y en todos los planes que trazamos para
progresar, no estamos luchando con alguien o algo que necesitemos superar por la fuerza o
ingenio; estamos luchando con la comunidad, el amor y con Dios. Y tomará sin duda la derrota
de nuestra propia fuerza (y una permanente cojera) antes de que nos demos cuenta de aquello
contra lo que estamos luchando. Entonces dejaremos de intentar ganar y, en vez de eso, nos
agarraremos, como un hombre que se está ahogando, a este rostro del amor, pidiendo su
bendición, una bendición que sólo podemos tener como regalo.

Creyendo que la bendición consiste en ganar, nos esforzamos en alejar nuestras vidas de los
demás, hasta que un día, si somos lo bastante afortunados de ser derrotados, empezaremos a
pedir a otros que se agarren a nosotros.

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Yendo más allá de los errores y las debilidades

Ron Rolheiser - Lunes, 21 de septiembre de 2020

“Lo excusable no necesita ser excusado y lo inexcusable no puede ser excusado”.


Michael Buckley escribió esas palabras que contienen un importante desafío. Siempre
intentamos excusar lo que no necesitamos excusar y siempre pretendemos excusar lo
inexcusable. Ninguna de las dos cosas es necesaria, ni útil.
Podemos aprender una lección de cómo Jesús trató a los que le traicionaron. Un ejemplo claro
es el apóstol Pedro, especialmente elegido e identificado como la roca de la comunidad
apostólica. Pedro era un hombre honesto. Tenía una sinceridad infantil, una fe profunda y el,
que más comprendió hondamente el significado de quién era Jesús, así como lo que
significaba su enseñanza. De hecho, fue él quien, en respuesta a la pregunta de Jesús:
“¿Quién dices que soy?”, contestó, "Tú eres el Cristo, el hijo del Dios vivo". Sin embargo,
minutos después de esa confesión, Jesús tuvo que corregir esta falsa concepción de Pedro de
lo que eso significaba y reprenderlo por tratar de desviarlo de su propia misión. Fue Pedro
quien, poco después de decir que él permanecería fiel a Jesús, le traicionó tres veces, y en el
momento que más le necesitaba.
Más tarde tenemos conocimiento de la conversación que Jesús tiene con Pedro con respecto a
esas traiciones. Lo más significativo es que Jesús no le pide a Pedro que se explique, no lo
excusa, ni dice cosas como: "¡No eras realmente tú mismo! ¡Puedo entender cómo alguien
puede estar muy asustado en esa situación! ¡Puedo sentir empatía, sé lo que el miedo puede
hacerte!" Nada de eso. “Lo excusable no necesita ser excusado y lo inexcusable no puede ser
excusado”. En la traición de Pedro, como en nuestras propias traiciones, hay siempre parte que
es excusable y parte que es inexcusable.
Entonces, ¿qué hace Jesús con Pedro? No le pide una explicación, no le pide una disculpa, no
le dice que está bien, no ofrece excusas para Pedro, y ni siquiera le dice que lo ama. En lugar
de eso, le pregunta: "¿Me quieres?". Pedro responde que sí, y todo sigue adelante a partir de
ahí.
Todo tiene futuro después de una confesión de amor y también una confesión honesta de amor
después de una traición. Las disculpas son necesarias (porque es hacerse cargo de la falta y la
debilidad y sacarla del alma de quien fue traicionado), pero las excusas no ayudan. Si la acción
no fue una traición, no es necesaria excusa alguna; si lo fue, ninguna excusa la absuelve. Una
excusa o un intento de excusa sirve para dos propósitos, ninguno de ellos bueno. En primer
lugar, sirve para racionalizar y justificar. En segundo lugar, debilita la disculpa y la hace menos
clara, por lo que no elimina completamente la traición del alma de quien ha sido traicionado.
Por eso, no es tan útil una expresión de amor como lo es un reconocimiento claro y honesto de
nuestra traición y una disculpa que no intenta excusarla.

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Lo que el amor nos pide cuando somos débiles es asumir de forma honesta, no racionalizada,
nuestra debilidad junto con una declaración que nace del corazón: "¡Te amo!" Las cosas
pueden avanzar a partir de ahí. El pasado y nuestra traición no se borran, ni se excusan; pero,
en el amor, podemos vivir más allá de ellos. Expurgar, excusar o racionalizar es no vivir en la
verdad. Hacerlo es injusto para el traicionado, ya que él o ella carga con las consecuencias y
las cicatrices.
Sólo el amor puede llevarnos más allá de la debilidad y la traición y este es un principio
importante, no sólo para aquellos casos en que traicionamos y herimos a un ser querido, sino
para nuestra comprensión de la vida en general. Somos humanos, no divinos y, como tales,
vivimos con debilidades e insuficiencias de todo tipo. Ninguno de nosotros, como dice San
Pablo en su Epístola a los Romanos, está a la altura. El bien que queremos hacer, terminamos
no haciéndolo, y el mal que queremos evitar, acabamos haciéndolo. Una parte es comprensible
y excusable. Otra es inexcusable, excepto por el hecho de que somos humanos y un misterio
para nosotros mismos. De cualquier manera, al final del día, no se pide ninguna justificación o
excusa. No avanzamos diciéndole a Dios o a quien hemos lastimado: "¡Tienes que entender!
En esa situación, ¿qué otra cosa podía hacer yo? No quería hacerte daño, ¡sólo que era
demasiado débil para resistirme!" Eso no ayuda, ni es necesario. Las cosas avanzan cuando,
sin excusas, admitimos la debilidad y nos disculpamos por la infidelidad. Como Pedro, cuando
Jesús le preguntó tres veces: "¿Me amas?", desde nuestros corazones tendremos que decir:
"Tú lo sabes todo, sabes que te amo".

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