Anatomia de Un Amor - Mimmi Kass
Anatomia de Un Amor - Mimmi Kass
Anatomia de Un Amor - Mimmi Kass
Rochester, Minnesota
No news, good news
Ni sí ni no, sino todo lo contrario
No soy residente
Navidad en Ranco
Año nuevo, vida nueva
El techo de cristal
Cambios en el parque móvil
Terrible febrero
Lo que no voy a aguantar
Un viejo conocido
Paris a los treinta
Olivia y Matthias
El hijo que nunca tuve
La duda
Amigos y aliados
El bebé sin nombre
Nuevas responsabilidades
Kos
Al estilo vikingo
Un despertar cualquiera
« Ni-Ni »
En tránsito
Oslo
Paternidad responsable
Doctor Erik Thoresen
Cumpleaños feliz
Buenos recuerdos
Libertad
Unas cuantas verdades
Un buen argumento
Anacronismo
Intrusa
No estoy preparada
Despacito
Disertaciones y desvaríos
Juego de ajedrez
Parecidos razonables
Por un pelo
Corazón dividido
Verdades amargas
Frentes abiertos
Extrañas motivaciones
La isla de Dubái
El fin justifica los medios
Jaque Mate
Despacio, que tengo prisa
Empezar de cero
Agradecimientos
Apéndice
Rochester, Minnesota
Otra vez aquella clínica horrible. Era todo tan aséptico que
daban ganas de tirar un papel al suelo para romper la
monotonía. Una enfermera distinta, pero igual de profesional y
antipática que la del otro día, lo condujo hasta la mesa ovalada
de una sala de reuniones. Kjerstin y Dieter ya estaban allí.
—Hola —dijo, lacónico.
Dieter hizo un gesto con la cabeza. Kjerstin no se molestó
ni siquiera a eso.
A la hora en punto apareció un sanitario de pelo rapado,
gafas de montura al aire y la bata cerrada botón a botón. Se le
antojó el investigador de un laboratorio diabólico. Reprimió
una sonrisa. Se le estaba pegando la imaginación desmesurada
de Inés.
—Aquí tienen los resultados. Procedamos a su
interpretación —dijo con solemnidad. Sacó dos folios de un
sobre y se aclaró la garganta. Dieter y Kjerstin se acomodaron
en sus asientos. Él no se atrevió ni a respirar.
—Concordancia genética entre Dieter Rohde y Christine
Rohde, veintidós por ciento de probabilidades de ser el padre
biológico de la menor. —Kjerstin abrió los ojos de par en par,
el color desapareció de la cara de su marido. Erik sintió que se
ahogaba. No. No podía ser. Aún quedaba una posibilidad de
que no fuera cierto—. Concordancia genética entre Erik
Thoresen y Christine Rohde, noventa y nueve coma nueve por
ciento. El padre es usted —dijo el hombre sin ningún
preámbulo con los ojos clavados en él—. Los dejaré a solas
para que puedan comentar el resultado.
Dieter y Kjerstin rompieron a hablar a la vez, cruzando
reproches en un tono cada vez más agresivo. Él no los
escuchaba. Recogió la hoja abandonada sobre la mesa con
manos temblorosas e intentó leer algo. Estaba lleno de jerga
genética que no alcanzaba a comprender del todo. Lo que sí
era incuestionable era la conclusión final.
«Resumen de resultados: el presunto padre no puede ser
excluido como padre biológico del menor probado. Basándose
en el listado de loci, la probabilidad de paternidad de Erik
Thoresen es de un 99,99999 %». Así, con cinco decimales.
—Quedamos otro día, veo que necesitáis hablar —se
excusó. Metió una de las copias en el sobre y con la cabeza
ida, como si su cuerpo no fuera el suyo, salió de allí.
Condujo por la circunvalación de la ciudad durante una
hora. Apretó los dientes envuelto en rabia contra sí mismo.
¿Cómo había podido ser tan estúpido de dejarla preñada
cuando él ponía tanto cuidado en cada relación sexual? ¿Y por
qué había insistido en aclarar la situación? Estaba claro que
Kjerstin solo lo había dicho para provocarlo, sin creer de
verdad que él fuera el padre. Al menos, eso deducía por su
reacción. Dieter era el padre, la prueba serviría para zanjar el
asunto y ella no lo manipularía con la duda nunca más. Y
ahora les había salido el tiro por la culata a todos. El rostro
angelical de Magnus apareció entre todos aquellos
pensamientos erráticos y dio un golpetazo al volante con la
mano. ¿Qué demonios iba a decir Inés?
Llegó a casa mucho más tarde de lo que esperaba. Había
parado en una estación de servicio a tomar un café y
despejarse. Cuando llegó, no dijo nada. Solo le tendió el sobre
a Inés. Ella negó con la cabeza y se lo devolvió con una
sonrisa.
—No, Erik. No quiero saberlo. Pase lo que pase, te apoyaré
—dijo clavándole sus ojos grises. Era imposible que no leyera
en los suyos el contenido de aquel papel—. Ahora, por el
momento, olvídate de ello. ¿Repasamos la reunión de mañana
con RENERGI?
Pudo aparcar por unas horas la idea de su recién adquirida
doble paternidad. Inés hizo un esfuerzo sobrehumano para
anclarlo a los proyectos y las investigaciones en curso, la
producción vigente y las ventas de energía de la pequeña
empresa. Después, jugar en el jardín con Magnus y su rutina
de baño y sueño lo distrajeron también.
Pero por la noche no era capaz de pegar ojo.
—Todo saldrá bien —lo consoló ella al notar que se
revolvía entre las sábanas, preso de la inquietud—. No te
preocupes.
¿Cómo decirle que la causa de su insomnio no era por la
reunión? Se giró para darle la espalda, pero ella no se rindió.
Lo rodeó con los brazos y pegó su cuerpo al de él. Cerró los
ojos con fuerza cuando percibió la boca femenina deslizarse en
línea recta por el cuello hacia su nuca. Sin poder evitarlo, su
pene se desperezó. Ahora eran los pezones los que rozaban su
piel y la redondez de sus pechos la que exigía que se diese la
vuelta. Se giró. La miró a los ojos.
—Sé que no estás de humor. Pero déjame cambiar eso —
susurró. La sensualidad en su tono de voz, el tacto de sus
manos abarcándole el trasero y la calidez al besarlo con
dedicación derribaron todas sus defensas.
Se esmeró en incitarlo con pequeños mordiscos en los
labios, en la mandíbula, en el lóbulo de la oreja. Sus manos
danzaban sobre el relieve de sus músculos, sobre los puntos
sensibles que tan bien conocía, recorriendo la geografía de su
piel con devoción.
No dejó ni un centímetro sin conquistar y ofrecía como
prueba pequeños círculos de humedad brillante. Cuando fue el
turno de su miembro hinchado, Erik se abandonó por
completo. No la merecía. Había dejado todo por él. Su
generosidad lo abrumaba, hasta estaba dispuesta a aceptar a la
hija que él nunca quiso tener. Enterró las manos en su melena
y la acarició para llamar su atención.
—Ahora quiero complacerte a ti. Quiero… —Su voz se
quebró y no continuó con palabras. Con hechos sabía hacerlo
mucho mejor.
Hacía tiempo que no la ataba y el recuerdo de tenerla
sometida enardeció su deseo. Buscó con la mirada algo que
pudiera servir y retiró con un par de tirones una de las amarras
que recogían el dosel del baldaquino. Se situó a horcajadas
sobre ella y la aprisionó entre sus muslos. Sus pupilas
dilatadas y la respiración jadeante le decían todo lo que quería
saber. Acarició la piel desde su ombligo y entre los pechos con
la borla en la que remataba el cordón y sonrió al arrancarle un
gemido. Tanteó sus pezones, rozándolos con la seda y, cuando
se fruncieron en un botón tenso, los mordió con delicadeza.
Esta vez dejó escapar un grito ahogado.
—Cuidado, liten jente. O no podremos continuar —advirtió
con una sonrisa torcida. Aunque conseguir, después de todo
aquel tiempo, aquellas reacciones en ella hacía el momento
todavía mejor.
—Por favor, no pares —suplicó ella con voz mimosa—.
Seré buena y me contendré.
—No voy a detenerme. No podría. Jamás —susurró con
fervor.
Besó el hueco entre su cuello y el hombro. También la
mordió. Inés se encogió, presa de los escalofríos. Frotaba los
muslos entre sí y su piel estaba cubierta de sudor. Hizo una
parada en sus labios mientras estiraba sus brazos sobre las
almohadas y ella unió sus palmas. Arqueaba su espalda y
extendía el cuello en una invitación tácita. Sujetó sus muñecas
y anudó el cordón en la madera del cabecero.
—Erik. Erik. Ven —suplicaba sin descanso. Escuchar su
nombre entre gemidos y jadeos le hacía muy difícil mantener
la calma. Ahora siguió la estela de besos en dirección
contraria, por la bisectriz de su cuerpo, hacia la última
fortaleza, donde lograría su rendición.
Abrió sus muslos con firmeza, sin violencia, pero con
autoridad. Sopló sobre su sexo húmedo y sonrió al verlo
palpitar. Apoyó los labios justo encima de su clítoris, apenas
rozándolo, e Inés emitió una protesta sofocada. Intentó
provocarlo con los pies, pero él inmovilizó sus rodillas
posando sobre ellas las palmas de las manos y retomó su
trabajo de libación. La mujer de su vida. La madre de su hijo.
La mejor compañera que hubiera podido soñar. Puso en juego
sus dedos en el interior mientras su boca se aplicaba por fuera
y la hizo gemir con mayor intensidad. Su cuerpo estaba tenso
y en alerta como una flecha a punto de ser lanzada. Apretó la
boca sobre el núcleo más candente de su cuerpo y la empujó al
abismo. Inés convulsionó entre sollozos.
—Erik, ven, por favor. Por favor. ¡Por favor! —En sus
sienes se deslizaban unas lágrimas. Pero aún no había acabado
con ella.
Trepó sobre su cuerpo y dejó caer su peso sobre ella. Pegó
un tirón con los antebrazos y el cabecero azotó la pared.
—Necesito abrazarte. Necesito tocarte. ¡Suéltame! —
suplicó.
Él sonrió tenuemente sobre sus labios.
—No, liten jente. Ahora no —susurró.
La besó con dulzura en los labios, recogió con la lengua los
regueros salados de su rostro para permitirle recuperar el
aliento. Cuando notó que bajaba la guardia, la penetró con
fiereza. Inés soltó un grito y le tapó la boca. En aquel
momento le daba igual que Magnus se despertara. Por él,
como si aparecía toda la guardia imperial. Salió de ella unos
centímetros, deleitándose en el fuego de su carne, y empujó
con fuerza para volver a enterrarse en ella. Una y otra vez.
Una y otra vez.
—Oh, Inés…, podría hacer esto toda la vida —murmuró,
embriagado en placer y lujuria.
No toda la vida. Inés se retorció bajo su peso y buscó
precipitar el momento. Lo aferró entre sus muslos con una
fuerza impensable para una mujer de su fragilidad. Lo
espoleaba con los talones clavados en su trasero y su
exigencia, aún atada y a su merced. Lo venció por fin. Se
abandonó a un orgasmo largo y demoledor, solo un poco antes
de que ella volviese a caer.
Exhaustos. Moribundos. Sin aliento. Tardó unos minutos
antes de desatarla y cobijarla entre sus brazos. Ojalá ahí, en su
pecho, pudiera protegerla de todo lo que estaba a punto de
ocurrir.
Tras unos días de negociar las condiciones, cerraron el trato.
Erik e Inés eran los flamantes propietarios del cuarenta y
nueve por ciento de Renergi. El otro cincuenta y uno
pertenecía al grupo de eclécticos jóvenes, desde ingenieros,
agricultores, expertos en industria alimentaria y hasta un
electricista que era un auténtico genio pese a no haber
estudiado más allá del ciclo superior. Ellos lo único que habían
hecho era inyectar la liquidez suficiente —más que suficiente,
en realidad—, para que la empresa despegara. Erik había
pedido que lo dejasen asistir a las reuniones de resumen
semanal y al final habían accedido, aunque un poco
condescendientes.
—Me fastidia que no piensen que pueda aportar algo —
dijo Erik mientras conducía de vuelta a casa de Olivia—. He
estudiado mucho sobre eficiencia energética. Cuando monté la
casa de Farellones con Corbyn, llegué a niveles de tesis
doctoral.
Ella se echó a reír ante su exageración. Acarició su nuca y
sonrió para infundirle ánimos.
—Tendrás que demostrárselo, grandullón —respondió con
un encogimiento de hombros—. No dejan de ser unos
millenials bien preparados, pero tú has puesto la pasta gansa.
Te dejarán hacer.
Aquel día tenían la comida de despedida. Se marchaban por
fin al ático. Olivia no se daba por vencida y siguió insistiendo
en que se quedasen con ella mientras disfrutaban del bacalao y
el puré de manzanas y frambuesas. Inés solo picoteó unos
bocados.
—Es absurdo, ¿para qué quiero yo una casa tan grande?
Aquí hay sitio de sobra —protestó por enésima vez. Inés
disimuló sus ojos en blanco—. ¿Es que no os he tratado bien?
Inés, ¿no te sientes a gusto aquí?
Ella sonrió sin querer mojarse demasiado.
—Claro que me siento a gusto, Olivia. Pero Erik
comenzará en la clínica la semana que viene y va a implantar
los turnos de llamada para aliviar un poco a los cirujanos de
allí —esgrimió Inés la excusa perfecta. Erik asintió en apoyo
incondicional—. Además, vendré los martes y los jueves para
que te quedes con Magnus y yo pueda ir a mis clases de ballet.
Lo tendrás en exclusiva para ti.
Le guiñó un ojo en un intento de apaciguarla, pero ella la
miró con las cejas arqueadas en un gesto incrédulo que la hizo
reír.
—Lo creeré cuando lo vea. Hasta ahora, cada vez que vas
se me hace demasiado corto y me lo arrebatas de los brazos en
cuanto llegas. —Ahora fue Erik el que elevó su mirada al
techo con disimulo—. Deberías dejarlo conmigo este fin de
semana. Ya tiene cuatro meses. ¿Cuándo vas a dejar de darle
de mamar?
Soltó una risita divertida. Le permitía la impertinencia solo
porque tenía noventa años y los había acogido en su casa. Le
dio la respuesta más diplomática que fue capaz de componer.
—Cuando él quiera dejar de hacerlo, por supuesto. —No
pudo evitar cierto tono belicista en su voz. Olivia emitió una
exclamación entrecortada llena de indignación.
Erik cortó la pequeña disputa levantándose de la mesa con
un carraspeo incómodo.
—Abuela, muchas gracias por la comida, no era necesario
—dijo con cariño. La besó en la frente y Olivia lo despachó
con un gesto nervioso, dolida—. Pero se nos hace tarde y nos
queda mucho por hacer. Vendremos a verte pronto.
Inés soltó un suspiro de alivio exagerado cuando salieron
por fin del salón.
—No lo hace con mala intención —intentó mediar Erik
mientras subían por la majestuosa escalera—. Adora a Magnus
y se siente sola. Ten un poco de paciencia.
No contestó. Al abrir la puerta de la habitación, el pequeño
tira y afloja se hizo insignificante. Aún faltaban por meter
algunas cosas en las maletas y tenían que decidir qué juguetes
se llevarían. En vez de ponerse a doblar ropa, se sentó en la
cama, subió los pies y apoyó la barbilla en las rodillas.
—¿No tienes la sensación de vivir en itinerancia de manera
perpetua? —soltó en un cambio de tema repentino.
Erik se echó a reír y se sentó a su lado. Magnus estiró los
bracitos hacia la alfombra y lo dejó en suelo con su mantita y
su mordedor. Aprovechó que quedaba liberado y la atrajo por
la nuca. Apoyó su frente en la de ella y fundieron sus labios en
un beso tranquilo.
—Inés, no es una sensación. Es la realidad. —Señaló las
dos maletas arrinconadas en una esquina de la habitación—.
Creo que, hasta que no terminemos con esas de ahí,
seguiremos sintiéndonos así.
Era más que el hecho de que su vida se resumiera en el
contenido de un par de maletas. Se sentía como un diente de
león a merced del viento. Dejó caer su mejilla en el hombro de
Erik y se reprendió a sí misma ser tan quejica. No era propio
de ella aquel egoísmo. Sacudió la cabeza y arrampló fuerzas
como pudo para componer una sonrisa. Se levantó de un salto
y alzó a Magnus, que soltó una carcajada y agitó su cuerpecito
pidiendo más.
—¿Has visto, pequeñajo? ¡Otra etapa más que dejamos
atrás!
Doctor Erik Thoresen
Los últimos días antes del viaje fueron un caos. Inés comprobó
que en dos ocasiones la fotografiaban extraños. Para Erik fue
todavía peor. La secretaria de la clínica se vio abrumada por
una ingente cantidad de llamadas pidiendo entrevistas. Erik las
rechazó todas con la esperanza de que, en algún momento, se
cansarían de hostigarlo y perseguirían a alguien con más
madera de estrella que él.
El día previo al vuelo fueron a despedirse de Olivia. Los
recibió con la casa engalanada con una maravillosa decoración
de Navidad. Al ver los juegos de luces en el jardín exterior,
con estatuas hechas de mimbre adornado de diminutos puntos
amarillos, Magnus casi convulsiona de la emoción. El más
cercano era un ciervo y Erik vadeó la gruesa capa de nieve
para llevar a su hijo hasta allí.
—¡Oh! ¡Oh! ¡Isss! ¡Isss! —repetía extasiado. Olivia reía y
daba palmadas, embutida en un aparatoso y grueso abrigo de
piel a juego con un gorro ruso—. Pappa! Mamma!
—¿Qué dice? —preguntó Inés extrañada.
—Lys —respondió Erik con una enorme sonrisa—. Yo creo
que se refiere a luz en noruego. ¡Poco a poco va diciendo
alguna palabra más!
—Vamos dentro, Olivia. Hace mucho frío y nos vamos a
congelar —dijo Inés. La anciana se apoyó en su brazo y la
condujo con cariño al interior de la casa—. Deja que te ayude
con el abrigo.
—Sí, vamos arriba. He mandado preparar un pequeño
refrigerio en la sala de juegos de Magnus, así podremos comer
algo mientras él juega tranquilo —dijo Olivia, dando órdenes
como la emperatriz de su casa que era—. Sigrid está de
vacaciones, ¡pero mejor! Así lo tendré más tiempo para mí.
Inés se echó a reír y subió con ella en el ascensor. Erik y
Magnus ya estaban arriba, e Inés soltó una exclamación de
asombro.
Olivia se había excedido. Mucho.
Toda la habitación lucía una maravillosa decoración de
Navidad. Los colores azules y cremas de alfombras, ropa de
cama y estores eran ahora rojos, verdes y blancos. Un enorme
peluche de oso polar se apoyaba en un rincón, en otro, un
cascanueces de madera, que en realidad era un rompecabezas
de colores. Los cojines en el suelo tenían distintos motivos
navideños. Y en el centro, una montaña de regalos.
—Olivia… —murmuró Inés. Erik se encogió de hombros
con expresión resignada.
—¡Lo sé! ¡Lo sé! Ayúdame a sentarme —dijo la anciana.
Inés la acomodó en la silla de madera frente a una mesa
auxiliar que habían puesto para los cuatro, llena de dulces y té
—. Déjame mimarlo. ¡Es el único bisnieto que tendré cerca! A
los de Tromsø los veo demasiado poco. Voy a echar de menos
a este bebé mientras estáis fuera.
Abrió y cerró las manos reclamándolo en su regazo y Erik
lo sostuvo para que pudiera abrazarlo y jugar con él.
—Pero, Olivia, ¡habíamos hablado de que le regalarías el
ajuar para la guardería y nada más! —dijo Inés, abrumada por
la cantidad de paquetes.
—Oh, sí. ¡No pude contenerme! —dijo la mujer, hechizada
por los hoyuelos de su bisnieto—. Erik, ¿te has fijado? ¡Tiene
tus ojos! ¡Tiene los ojos de Matthias! —La emoción la hacía
saltar de manera errática de un tema a otro—. Inés, busca ahí
tu regalo. También hay otro para Erik.
Erik la besó al abrir unos preciosos gemelos que habían
pertenecido a su abuelo. Inés recibió en un saquito de
terciopelo el reloj Omega de pulsera que ya había usado una
vez. Intentó protestar de nuevo, pero la anciana puso los ojos
en blanco y ni siquiera le permitió hablar.
—Ese reloj es mío. Y ahora yo te lo regalo a ti. Si te sirve
de consuelo, le pregunté a Jana y a Maia y no tienen ningún
interés en él —informó ella, feliz de haber acertado con sus
obsequios—. Tienes las manos delgadas y los dedos finos. Te
quedará mejor a ti.
Inés la abrazó y la besó en un gesto espontáneo, y fue a
buscar la bolsa donde guardaba el regalo para ella.
—Yo también tengo algo para ti. —Sacó el paquete
envuelto con esmero. Era pesado, del tamaño de un ordenador
portátil. Erik la miró con curiosidad—. Sin duda, no tiene el
precio del regalo que tú me has dado, pero quiero que sepas
que lo he escogido con todo cariño y pensando en ti.
Olivia sonrió y desenvolvió con manos temblorosas el
papel encerado y las cintas blancas y rojas terminadas en una
borlas doradas.
—¡Oh! ¡Mira quién está aquí! —dijo con alegría al ver la
foto de ella con Magnus y Erik detrás—. ¡Es maravilloso! Un
marco muy bien trabajado, quedará perfecto en mi mesilla.
—Eso pensé yo —coincidió Inés—. Es grande, pero he
visto que no tienes adornos en ella.
—Solo le veo un pequeño problema —observó Olivia. Inés
la miró sorprendida. La frase demoledora sellaría por siempre
el cariño y la amistad entre ellas—. En esta foto faltas tú.
Inés agradeció a Thor, Odín y todos los dioses del Valhala por
la fila prioritaria para familias, tercera edad y embarazadas en
el aeropuerto Comodoro Arturo Merino Benítez. Llegaban a
Santiago agotados. Magnus había llorado de manera
intermitente varias horas. Solo cuando optó por darle un
analgésico pudo calmarlo un poco. Tenía la espalda molida
porque la única manera de dormirlo era al pecho.
—Nos hemos hecho famosos en todo el avión —gimió al
ver las caras de circunstancias de los otros pasajeros. Erik
llevaba a Magnus en brazos. Ahora sí había caído rendido.
—Las catorce horas de vuelo son un suplicio, con ayuda de
Magnus o sin ella —dijo Erik. Abrió la boca sin poder
reprimir el bostezo. Unas ojeras grises destacaban sobre la
palidez invernal de Oslo. Los movimientos lentos y pesados
delataban que tampoco había pegado ojo—. Por fin hemos
llegado.
Loreto los esperaba vestida con un traje de falda y
americana pese a que eran casi las ocho de la tarde. Solo verla
estresaba. Hizo gestos nerviosos con la mano para
apresurarlos.
—Erik, Inés. ¡Aquí!
Besó el pelo rubio de su sobrino, dormido como un tronco
en la mochila portabebés, y les dio un abrazo rápido.
—Es oficial. Recibimos el fallo judicial del remate
mientras estabais volando —informó mientras taconeaba a
toda velocidad por la terminal hacia el aparcamiento. Inés hizo
de tripas corazón. Se habría echado a dormir en las sillas de
plástico sin dudarlo—. ¡Tenemos mucho que hacer!
Erik asintió, un poco abrumado. La celeridad de Loreto los
pillaba a contrapelo.
—Lore, para la moto —protestó Inés—. Que yo todavía
sigo en Oslo a quince grados bajo cero. ¿Puedes explicarnos a
qué viene tanta prisa?
Su hermana detuvo la carrera con gesto brusco y parpadeó
unos segundos. Todo su cuerpo pareció relajarse y se echó a
reír.
—¡Perdón! Llevo todo el día trabajando como una loca
para adelantar todo lo posible. —Los miró con los ojos
brillantes, cogió aire y lo soltó—. Felicidades. Sois los nuevos
propietarios del Hospital San Lucas.
—Sa flot! —exclamó Erik, despejado de repente y con los
puños en alto. Inés soltó una carcajada ante la mirada perpleja
de Loreto.
—Algo así como «¡de puta madre!» —tradujo entre risas.
Soltó un suspiro de alivio—. Por fin se despeja la incógnita.
¡Cuánta tensión! Me alegra que se haya acabado.
—¿Acabado? —Soltó un ronquido divertido—. Queridos
doctores, esto no ha hecho más que empezar. ¿Os hacéis una
idea de lo que nos espera? —Les echó una mirada irónica y los
señaló con un dedo amenazador—. Más vale que descanséis
esta noche. Mañana os necesito a los dos en el bufete al cien
por cien.
—Vale, está bien. ¿Cuándo podremos irnos a Ranco? —
preguntó Inés, apartando con un gesto de la mano la
preocupación de su hermana.
Loreto detuvo su marcha en seco y la fulminó con la
mirada.
—¿A Ranco? No, Inés. Mamá y papá llegan con Loki
mañana a primera hora. De hecho, vendrás a recogerlos al
aeropuerto tú. —Llegaron a la máquina del aparcamiento, sacó
el tique del bolso y pagó. Menos de veinte segundos en toda la
operación—. Pasaremos la Navidad en mi casa. Princesa, creo
que no le estás tomando el peso a todo esto —insistió,
buscando con la mirada el apoyo de Erik, que parecía seguir
dormido en el avión—. Dejarás a Magnus con papá, mamá y
sus primos en mi casa. Tú tienes que trabajar.
Inés palideció. Erik apretó su mano y asintió en silencio
con cara de circunstancias.
—De acuerdo —murmuró en un hilo de voz.
Al menos tendrían una noche de tregua. Loreto los dejó en
la amplia recepción del hotel W y Erik se dirigió directamente
al ascensor privado. Una mujer con aspecto eficiente y algo
alarmada salió de detrás del mostrador.
—¡Disculpen! Identificación, por favor —pidió con voz
nerviosa—. Ese ascensor es privado, para la zona residencial.
Erik masculló algo ininteligible y siguió su camino,
cargado con Magnus en la mochila, la bolsa del bebé al
hombro y arrastrando una maleta. Inés se detuvo y rebuscó en
su bolso.
—No se preocupe, vivimos aquí: Erik Thoresen e Inés
Morán. Aquí tiene mi cédula de identidad —dijo con voz
cansada. Mejor eso, antes de que la mujer llamase a seguridad.
Esperó con paciencia infinita a que comprobase los datos.
—¡Mil perdones! Bienvenidos a las residencias W.
Erik la abrazó con fuerza mientras en ascensor subía
vertiginoso hacia el ático.
—¿De verdad ha pasado casi un año desde que nos fuimos?
—preguntó con incredulidad—. Parece que ha sido un siglo, y
a la vez, que fue ayer.
—Es un sueño que estemos aquí—dijo ella, reconfortada
por la caricia en la espalda y el reflejo de su familia en el
espejo.
Las puertas de acero se abrieron y el aroma conocido al
aceite esencial de azahar con que Inés perfumaba el ático los
recibió. Berta, la señora que se encargaba de mantener en
orden su caos, tenía todo a punto. Los dos se descalzaron en el
baño de la entrada. ¡Qué fácil se hacía retornar a las viejas
costumbres!
—Tenemos una ensalada hecha, embutidos y salmón. Hay
que darle las gracias a Berta —dijo Erik tras abrir la nevera en
el gesto reflejo que tenía nada más entrar en aquella casa.
—Hemos pensado lo mismo —rio Inés.
Cogió y lo llevó a la terraza para darle el pecho. Sonrió con
ternura el sentir su cuerpo pequeño y transpirado desperezarse,
con las manitas algo pegajosas y los ojos azules soñolientos al
despertar. Se sentó en uno de los sofás de la terraza. Atardecía,
y la calle hervía aún con el bullicio y actividad propios de
Isidora Goyenechea. De fondo, la cordillera de Los Andes se
ribeteaba con un hilo de oro con la caída del sol.
—¡Por fin en casa! —exclamó Erik, dejando una jarra de
agua con hielos y limón con dos vasos en la mesita. Llevó los
ojos hacia donde los tenía Inés y sonrió apreciativo—. Eso sí
que son montañas de verdad. En cuanto podamos, nos
escapamos a Farellones.
—¿No echas de menos Noruega? —preguntó ella al verlo
repantigado en el sofá y dando sorbos a su bebida. Se recostó
en su hombro y Erik la besó en la frente dejando un halo frío
de humedad.
Pareció pensarlo un momento mientras acariciaba con los
dedos su pelo. Negó con la cabeza y sonrió.
—No. Ahora mismo, no. Estamos donde tenemos que estar.
—¿Preparado para todo lo que se nos viene encima?
Erik soltó una carcajada y a Inés se le encogió el estómago.
Adoraba sentirlo reír así, expansivo. Relajado. Magnus soltó el
pecho, sorprendido y con la risa de su padre contagiando su
mirada azul.
—No lo sé, liten jente. —Se levantó y tendió una mano
para conducirla al interior de la casa—. Mañana lo veremos.
Ahora, vamos a descansar.
—¿Estás nervioso?
—No.
Erik contestó, lacónico. Estaba guapísimo con aquel traje
gris claro, la camisa blanca y la corbata azul marino. Inés
reprimió una sonrisa y miró a medias acusadora y a medias
divertida la manera en que abría y cerraba las manos. Ella
estiró la tela del vestido negro de corte lápiz y escote en uve
que había escogido para la reunión.
—Todo saldrá bien. Es una mera formalidad. —Entrelazó
sus dedos en los de él y apretó. Tenía la mano fría pese al calor
del verano con que despedían aquel año en Santiago de Chile
—. ¿Tienes idea de quién estará allí?
—Se supone que estarán las jefaturas médicas, las
supervisoras de quirófanos y de hospitalización, y de los
principales servicios: laboratorio, cocina, lavandería… —
explicó Erik con voz tensa—. No tengo ni idea de si vamos a
conocer a alguien. Dan me ha contado que ha habido una
auténtica fuga de personal.
Se detuvieron un momento frente a la puerta de entrada del
San Lucas. El moderno edificio de acero y cristal seguía tan
soberbio como siempre, ajeno a que su estructura interna había
estado a punto de colapsar. Los bienes embargados a los
culpables se habían empleado en pagar los sueldos, varios
meses atrasados. El dinero del remate, para liquidar las
deudas. Emprendían el nuevo proyecto en foja cero. Con la
página en blanco. Erik aferró su mano con fuerza.
—Espero que hayamos tomado la decisión correcta —dijo
pensativo mientras alzaba la mirada hacia lo alto de la fachada.
Inés se echó a reír. Apoyó la cabeza un momento en su
brazo y emprendió la subida por la escalera de hormigón.
—Si no nos enfrentamos a ello, nunca lo sabremos.
¡Vamos!
Loreto los esperaba ya en la planta de dirección. Había
recogido el breve cuestionario que habían enviado por correo
urgente antes de Navidad. Erik frunció el ceño.
—¿Cuántos lo han entregado? Son pocos. Muy pocos.
—Algunos quieren hablar primero en persona antes de
firmar nada, es comprensible —lo tranquilizó Loreto—.
¿Quién va a dirigirse a los médicos? Hay que tener en cuenta
que el ambiente puede ser hostil —informó con cierta
preocupación—. Llevan puteados mucho tiempo, algunos han
tenido que esperar meses para cobrar, y la mayoría quiere
largarse lo más lejos posible.
—Lo haré yo. He tratado mano a mano como jefe de
Cardiocirugía de Congénitas con muchos de ellos y sé por lo
que han pasado. Yo mismo lo viví —dijo Erik con convicción
—. Espero convencerlos de que se queden y que todo esto no
se nos desmorone antes de empezar. Vamos.
Empujó la puerta con decisión. Su entrada interrumpió las
conversaciones cruzadas en tono airado y se hizo un silencio
expectante.
—Joder —exclamó alguien al verlos.
La enorme sala de juntas estaba a rebosar. Varios rostros
cariacontecidos, entre ellos el de Guarida, el de Andrea Garay,
el de Bettina y el de Marita Mardel, esperaban en torno a la
mesa ovalada. Inés reprimió una sonrisa. Le había pedido
especialmente a Loreto que hiciera lo posible para que no se
destapara el nombre de Erik como comprador. Ella le había
contestado que no se preocupara. Todo se había hecho a través
de un nuevo nombre jurídico: Norsk Klinikk S.A, y los
documentos de compraventa no eran de dominio público. La
cara de Guarida al verlos entrar por la puerta era
indescriptible.
—¡No me lo puedo creer! —dijo Marita Mardel, que soltó
una carcajada. El murmullo de los sanitarios se elevó en una
algarabía que tardaron varios minutos en acallar.
Inés permaneció junto a Erik y sonrió al ver que su antigua
tutora la miraba y negaba con la cabeza con una enorme
sonrisa y expresión de incredulidad.
—Por favor. ¡Silencio! Escuchadme un momento. —
Permaneció de pie, en la cabecera de la mesa ovalada. Su
altura y su porte le daban un aura de poder. De autoridad. Inés
sabía lo que era caer en su influjo y vio cómo, poco a poco, las
personas quedaban inmóviles y atentas a sus palabras—.
Muchos de vosotros me conocéis. Cuando me marché, el
Servicio de Cardiocirugía hacía aguas y yo tenía cosas más
importantes en las que pensar.
—¡Tuviste buen ojo clínico! —dijo el jefe de
Traumatología, con voz enojada—. Hace dos meses que no
hay quirófanos por falta de presupuesto y esta semana recién
me han pagado el sueldo de los últimos tres.
—¡Y os quejáis vosotros que sois cirujanos! —dijo otra
voz, esta vez de mujer—. Tendríais que ver cómo estamos en
Medicina Interna. Somos los últimos monos de este hospital.
Volvió a elevarse un murmullo encendido.
—Boris, lo entiendo. Entiendo la situación —dijo, pasando
a hablar a todo el grupo. Apoyó las manos en la mesa y clavó
los ojos en ellos—. No hemos apostado por el San Lucas para
empezar un guerra, no buscamos lucrarnos con la actividad
asistencial. Nosotros no somos Becker y quiero que quede
claro. —Hizo una pausa para grabar en ellos la importancia de
sus palabras—. Pero tampoco nos interesa centrarnos en los
problemas ya resueltos. No estamos aquí para censurar la
antigua gestión ni lo que ocurrió en estos años.
Un murmullo sorprendido volvió a elevarse entre ellos,
Inés retuvo el aire al ver que se miraban unos a otros con
expresiones escandalizadas. Miró de reojo a Erik y esperó.
—Queremos mirar hacia delante. Saber quiénes de verdad
quieren embarcarse con nosotros en un nuevo proyecto para
este hospital. Uno en el que lo primero sea la atención de
calidad para el paciente, la excelencia académica de sus
médicos, el prestigio de cada uno de nosotros de manera
individual, pero también como institución. —Inés sonrió. Cada
vez que mencionaba ese nosotros su corazón se llenaba aún
más. Ya tenía de nuevo a su auditorio entregado por completo.
Los rostros mostraban expresiones de curiosidad, intriga e
incluso rechazo—. Yo no soy gestor. Tampoco lo es la doctora
Morán, aquí presente y mi socia en este proyecto. —Inés alzó
la mano y sonrió ante la incredulidad manifiesta de casi todos
los presentes—. Eso lo dejaremos en manos del equipo
económico que se ocupa del resto de mis empresas. Somos
médicos. Y queremos que este hospital funcione porque
amamos nuestro trabajo, nos preocupamos por nuestros
pacientes y por el servicio al que pertenecemos. Queremos
ponernos la camiseta, pero necesitamos un equipo sólido y
para eso hemos pedido esta reunión.
Se detuvo un momento. Soltó un suspiro y acabó por
quitarse la chaqueta, colgarla del respaldo y sentarse en la
butaca frente a ellos. Se remangó la camisa y unió las manos
frente a su rostro.
—Todo el personal del San Lucas tiene que haber recibido
o recibirá una carta con el nuevo proyecto. El día 7 de enero
quiero una respuesta de cada jefatura: si se sube al barco o no
—resumió, cansado ya de tratar de transmitir lo que pensaba
—. Mi email sigue siendo el mismo. Si tenéis una respuesta
antes, estaré encantado de ir sumando aliados a la causa. Solo
puedo prometer que nunca volverá a pasar lo que ocurrió con
Becker. Y quien quiera un puesto de trabajo bien remunerado,
estable y con proyección, lo tendrá aquí.
—¿Y puedes prometer sujetar tu mal genio? —bromeó el
jefe de Anestesia, protegido entre la multitud. Unas risas de
alivio recorrieron toda la sala y Erik sonrió.
—Eso no podré hacerlo nunca, pero lo puedo intentar.
Alguien inició un aplauso y varias personas se levantaron
hacia ellos para saludarlos. Pronto Erik se vio rodeado de jefes
que querían hacerle llegar los primeros sus demandas. Inés se
retrajo de todo aquello y se reunió con Marita Mardel y con
Bettina. La enfermera la abrazó con afecto.
—Inés Morán. ¿Sabes que no me sorprende? Al veros a los
dos ahí, frente a todos, me recordó cuando creasteis juntos el
proyecto de la FUNCORP —dijo su antigua tutora con orgullo
evidente—. En ese momento pensé que hacíais un equipo
formidable. Me alegro de que ese primer conato haya fraguado
en algo tan grande como esto.
—¡Espero que salga mejor! —dijo Inés, preocupada y con
una enorme sonrisa al recordar aquella veintena de pacientes
con diagnósticos difíciles a los que pudieron ayudar—.
Fracasamos porque fuimos unos ingenuos. Queríamos ayudar,
pero no sabíamos cómo y cometimos muchos errores —
reconoció con humildad—. Ahora es diferente. Contamos con
otra escala de recursos. Estamos asesorados por expertos en
economía y gestión hospitalaria. Si todos remamos en la
misma dirección, nada puede salir mal.
—Me alegro, Inés. ¡Me alegro tanto! —Bettina soltó un
suspiro de alivio—. Hablo en nombre de toda la enfermería del
San Lucas. Hace un par de semanas no sabíamos si
conservaríamos nuestro trabajo al empezar el año. Ahora el
panorama cambia por completo y recibiremos el cambio de
página con ilusión.
—Por supuesto, Bettina. Contamos contigo para el
proyecto. Ya sabes que la Unidad no sabe sobrevivir sin ti —
dijo con una sonrisa traviesa que la hizo reír—. Solo te pido
que corras la voz, que la gente de enfermería no se vaya en
estampida a cubrir las vacaciones de otros hospitales. Las
condiciones y los contratos mejorarán. Tanto Erik como yo
tenemos muy claro su importancia en esta nueva etapa.
—Cuenta con ello. No se me escapará nadie.
Estuvieron allí más de dos horas escuchando propuestas,
desahogos e informaciones importantes. Inés captó la mirada
de Erik desde el otro extremo de la sala y le transmitió un
mensaje silencioso de desesperación. Si no comía algo,
acabaría por desmayarse. Y no sabían nada de Magnus desde
que lo habían dejado al cuidado de Berta a primera hora de la
mañana.
—Señores, tenemos que irnos. Espero las respuestas antes
del 7 de enero en mi despacho o a través de mi correo
electrónico o el de la doctora Morán —dijo Erik mientras los
dos sorteaban a los allí reunidos hasta encontrarse en la puerta
—. Nos veremos para entonces. ¡Muy feliz año nuevo para
todos!
—Un grupo de nosotros va a ir a comer aquí al lado,
¿queréis venir? —invitó Boris con una enorme sonrisa.
Él negó con la cabeza mientras Inés componía una sonrisa
culpable.
—Lo siento, tenemos que volver a casa por Magnus. Otra
vez será.
Se dieron un beso breve tras salir de la sala de juntas en el
que depositaron todo el alivio que sentían. Habían superado
aquel primer escollo. Dar la cara. Loreto, que había
permanecido en un segundo plano, se acercó a ellos para
despedirse.
—Perfecto, Erik. No podía haber salido mejor. La verdad
es que me esperaba un golpe de Estado —reconoció sin poder
esconder su satisfacción al terminar—, pero ha sido inteligente
desligarte de Becker y poner punto final a la anterior etapa. Os
espera un trabajo de titanes, pero lo lograréis.
—Gracias, Lore. ¿Te marchas ya? —dijo Inés al ver que
miraba su reloj y tenía todos sus documentos recogidos.
—Sí, me habéis dado mucho trabajo que hacer y aún tengo
que mirar los nuevos contratos. —La reina de la eficiencia.
Inés se echó a reír—. Pero nos veremos para Año Nuevo,
¿verdad?
Mientras hablaban, el personal se había dispersado poco a
poco. Solo una persona esperaba para hablar con ellos. Erik
apretó los labios en una línea fina al ver que Guarida les
lanzaba miradas inseguras. Todavía no había decidido qué
hacer con él.
—Erik, Inés…
—Hola, Hernán —lo ayudó Inés al ver que Erik lo
fulminaba con la mirada y el otro no se decidía a empezar—.
Me alegra que hayas asistido a la reunión y que sigas en el San
Lucas.
—No podría ser de otro modo. Este hospital ha sido mi
vida desde que estudié Medicina. Ver cómo se desangraba
poco a poco fue muy duro para mí —confesó rehuyendo la
mirada—. Sé que te debo una disculpa. A los dos.
—No nos debes nada —replicó Erik, incómodo por la
situación y fastidiado por la encerrona.
—Deja que se explique, Erik —dijo ella. En realidad,
estaba intrigada. El comportamiento de Guarida desde que
Erik asumió la jefatura había rozado en lo absurdo: la guerra
silenciosa, el puteo frontal. Quizá ahora entendieran el porqué
de su comportamiento.
—Pensé que eras tú —dijo en voz baja.
—¿Cómo? —Erik frunció el ceño. Le pareció haber
escuchado mal.
—Pensé que eras tú —repitió Guarida, sonrojado—. El
servicio se iba a pique y no sabía por qué. Nunca habíamos
tenido más prestigio y más casos, pero el dinero nunca era
suficiente. Cuando Becker empezó a mostrar tanta
predilección por ti, creí… creí que pasaba algo raro. Que te
compraba con regalías, con acciones, ¡yo qué sé! —reconoció
con dificultad. Le costaba articular cada palabra. Erik abrió la
boca, estupefacto. Jamás habría pensado que Guarida
sospechaba de él—. Siempre confié en la capacidad de
gerencia de Becker, pero al ver que me desplazaba del
proyecto que Abel y yo habíamos creado, creí que quería
quitarme de en medio. Que se confabulaba contigo contra mí.
En un momento, llegó a decirme que lo mejor para mí sería
prejubilarme. Y aún soy joven para retirarme como
cardiocirujano. Los celos profesionales me mataban también
—confesó bajando el tono, avergonzado de escuchar su propio
discurso—, pero lo hacía más la preocupación de pensar que tú
desviabas fondos para enriquecerte. Sabes que tengo tres hijos
en la universidad y mi mujer no trabaja. Necesito mantenerme
activo. Todo aquello me cegó. Te pido perdón.
—Está bien, Hernán. Ya hablaremos en enero. Quédate
tranquilo, no quiero desmantelar la Unidad y tú formas parte
de ella —dijo con disgusto evidente. Aunque ahora al menos
tenía claro el porqué de su animadversión—. Ha pasado más
de un año desde todo aquello y prefiero centrarme en el
presente. Tenemos mucho trabajo por delante.
Se despidieron en tensión e Inés tiró de él hasta llevarlo a la
máquina del pasillo. Sacó un par de chocolatinas y le ofreció
una. Fueron comiendo mientras caminaban hacia el edificio
del Hotel W, bajo el calor que apretaba con fuerza a esa hora
del mediodía. Inés reía al sentir en la cara la caricia de los
rayos de sol.
FIN
Agradecimientos
[XH3]?? ?? Ni idea!!!!!