Anatomia de Un Amor - Mimmi Kass

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Índice

Rochester, Minnesota
No news, good news
Ni sí ni no, sino todo lo contrario
No soy residente
Navidad en Ranco
Año nuevo, vida nueva
El techo de cristal
Cambios en el parque móvil
Terrible febrero
Lo que no voy a aguantar
Un viejo conocido
Paris a los treinta
Olivia y Matthias
El hijo que nunca tuve
La duda
Amigos y aliados
El bebé sin nombre
Nuevas responsabilidades
Kos
Al estilo vikingo
Un despertar cualquiera
« Ni-Ni »
En tránsito
Oslo
Paternidad responsable
Doctor Erik Thoresen
Cumpleaños feliz
Buenos recuerdos
Libertad
Unas cuantas verdades
Un buen argumento
Anacronismo
Intrusa
No estoy preparada
Despacito
Disertaciones y desvaríos
Juego de ajedrez
Parecidos razonables
Por un pelo
Corazón dividido
Verdades amargas
Frentes abiertos
Extrañas motivaciones
La isla de Dubái
El fin justifica los medios
Jaque Mate
Despacio, que tengo prisa
Empezar de cero
Agradecimientos
Apéndice
Rochester, Minnesota

Inés se frotó las manos, aterida de frío. «Ríete tú del invierno


de Noruega», pensó al entrar con paso rápido en la terminal de
llegadas del Aeropuerto Internacional de Rochester. Las
montañas de nieve acumulada a ambos lados de la autopista
confirmaban que la ciudad pasaba la peor ola de frío en los
últimos cincuenta años.
Era demasiado temprano. El panel informativo anunciaba
que el vuelo de Erik desde Atlanta aterrizaría dentro de
cuarenta minutos. Incapaz de permanecer en la cama por más
tiempo, porque llevaba dando vueltas desde las seis de la
mañana, había preferido esperarlo en el aeropuerto. Mala
decisión. Ahora se subía por las paredes.
Una intensa nostalgia por los dos meses de separación la
golpeó. Había sido duro. Lo echaba tanto de menos que le
dolía el cuerpo. Sobre todo, por las noches. Cuando
desaparecía el ajetreo del hospital y se metía en la cama, sola.
Aunque ya jamás estaría sola. Sonrió.
—Ya viene papá —murmuró mientras se acariciaba el
vientre en un gesto involuntario que ya era un hábito—.
¿Tienes ganas de ver a papá?
No podía parar de hablarle al pececito. En especial ahora,
cuando el abultamiento de su vientre comenzaba a tomar
proporciones importantes, era más consciente aún del nuevo
ser.
Recorrió el edificio diáfano, amplio, con esa funcionalidad
grandiosa que definía todo lo americano y que a veces se le
hacía tan fría. Echaba de menos la calidez de los pequeños
espacios en Tromsø y el caos de Santiago de Chile. Se
consideraba capaz de vivir en cualquier parte del mundo y
adaptarse, pero solo le quedaba un mes para regresar a casa y
se le estaba haciendo eterno.
Media hora. Chasqueó la lengua con fastidio. El reloj
tardaba el doble de lo habitual en avanzar.
Echó un vistazo al pequeño rincón del Glen Edith Coffee,
pero estaba demasiado nerviosa para tomar nada y ya había
copado su cuota diaria de cafeína con la taza de la mañana.
Otra de las cosas que se le hacía cuesta arriba con el
embarazo: rehabilitarse de su adicción al café.
Acabó por sentarse en una de las butacas de acero y
plástico de la fila más cercana al letrero de ARRIVALS e
intentó leer algo en el teléfono. Un burbujeo en su interior la
dejó inmóvil y alerta. Desde hacía algunos días era más bien
un pataleo, intenso y persistente, y a veces más tímido, como
si su pececito llamase a la puerta temiendo molestar. Llevó las
manos a su abdomen por debajo del jersey y la camiseta
térmica y le pareció percibirlo también con las manos. ¿Era
demasiado pronto para sentirlo desde fuera? Le faltaban unos
pocos días para completar las veinte semanas. Cerró los ojos
unos segundos y dio gracias a Dios porque todo iba bien.
Un cuarto de hora. Menuda tortura.
Esperaba que esos días con ella relajasen un poco a Erik.
Que le sirvieran para olvidarse de todos los problemas que lo
acorralaban en el hospital. No le contaba demasiado, siempre
se mostraba reacio a hablar de ello, pero leía en las arrugas de
su frente y en su ceño adusto a través de las videollamadas que
trabajaba en tensión. Repasó los planes para la semana escasa
que estarían juntos: la ecografía de las veinte semanas,
enseñarle la clínica y dónde trabajaba, y la pequeña escapada a
Silver Lake.
El avión había aterrizado. Se levantó de la silla con la
adrenalina inundando su torrente sanguíneo y se apresuró
hacia las puertas correderas de cristal por donde salían los
pasajeros. Miró el WhatsApp. Su corazón dio un vuelco y
comenzó a latir a toda velocidad.
«Ya estoy aquí. Tengo ganas de verte. E.».
Casi se le cayó el móvil de las manos. No podía parar de
moverse. Se situó frente a la barandilla de acero y flexionó la
rodilla derecha a toda velocidad. Una oleada de viajeros salió
de manera ordenada por el pasillo, pero Erik no estaba entre
ellos. Estiró el cuello en un intento de divisar su cabeza rubia
entre la gente que esperaba en torno a la cinta de equipajes.
¿Era él? No. Demasiado gordo. Se aferró a la barra,
reprimiendo las ganas de encaramarse a ella para ver mejor.
«¿Por qué tardas tanto? ¡Estoy desesperada!», tecleó Inés
con rapidez. Le faltaba poco para arrollar al segurata junto a la
puerta corredera, que parecía adivinar sus intenciones porque
la miraba con cara de muy pocos amigos.
«Voy a tardar un ratito, pequeño inconveniente con el
equipaje. Paciencia».
Inés soltó un gruñido, ganándose miradas sonrientes y
sorprendidas a su alrededor. Seguro que era porque la maleta
venía etiquetada desde Santiago de Chile.
La cantidad de pasajeros que salía disminuyó y se quedó
sola frente a la barrera de acero. Aflojó las manos al darse
cuenta de que se hacía daño de tanto apretar. Vamos. ¡Vamos!
—Sal ya, Erik —murmuró entre dientes—. Me va a dar
algo.
Y entonces lo vio.
Sus ojos azules cansados, ojerosos. El tenue bronceado
algo grisáceo por la paliza del avión. La sonrisa devastadora al
divisarla, que ascendió hasta iluminar su mirada. Su rostro se
inundó de lágrimas y un nudo de congoja se instaló en su
garganta. Sus manos viajaron hasta su vientre. Dos meses
separados en los que ni mil llamadas, Skype o mensajes
suplirían la enorme necesidad que tenía de su piel.
—Liten jente —suspiró Erik con alivio al franquear las
puertas empujando un carro con una única maleta.
Inés no esperó a que saliera, pasó entre las barras de acero
con agilidad y corrió hacia él. Se dejó caer en su pecho y entre
sus brazos. Cerró los ojos y dejó que el aroma de su piel cálida
y la traza de su perfume la inundaran, que el tacto conocido de
la palma de sus manos recorriera su melena y la estrechase
contra su cuerpo. Sollozó sin poder evitarlo.
—Por fin. Por fin. ¡Por fin! —murmuró con el rostro
enterrado en el jersey azul marino de lana gruesa que ya le
había visto en alguna otra ocasión. Metió las manos bajo la
prenda y se aferró a su espalda. Las lágrimas escaparon de sus
ojos y se concentró en el calor que percibían sus dedos a través
de la camiseta de algodón—. ¿Por qué has tardado tanto?
—Lo siento, kjaereste —susurró él con una sonrisa
culpable. Sus ojos también brillaban de la emoción—. Pero no
ha sido culpa mía. La culpa la tiene este bicho, que te ha
echado de menos tanto como yo.
Inés soltó una carcajada sorprendida cuando se vio rodeada
por una correa negra de cuero que la estrechó aún más contra
Erik y que casi la hizo caer.
—¿Te has traído a Loki? ¿Estás loco? —El cachorro estaba
enorme y muy contento de verla. Se alzó sobre las patas
traseras y se unió a la alegría del reencuentro con unos cuantos
aullidos, ladridos y lametones. Inés no podía parar de reír—.
¡Qué sorpresa tan maravillosa! Ahora mismo no podría ser
más feliz.
—Me alegro. Ven aquí —dijo Erik, reclamando de nuevo
su atención. Envolvió su rostro entre las manos y se inclinó
para grabar aquel momento en su memoria.
Se besaron en los labios con ternura. Tan solo un roce. El
impacto de la mirada de mil matices de azul de Erik en aquella
distancia tan corta fue brutal para Inés, que no cerró los ojos
para dejarse caer en el contacto; en la manera entregada que
tenía de besar, poniendo en juego todo su cuerpo. Un calor
ardiente ascendió por sus venas e Inés gimió. ¿Cómo había
soportado pasar tanto tiempo separados?
—¿Nos vamos? Si seguimos así, nos detendrán por
escándalo público —rio Erik sobre sus labios. Inés negó con la
cabeza y lo reclamó de nuevo sobre su boca. No quería
ternura, quería lujuria y pasión. Llevaba semanas más caliente
que una central térmica y las náuseas y malestares del primer
trimestre del embarazo habían dado paso a una explosión de su
libido en toda gloria y majestad. Contoneó sus caderas,
buscando el bulto de su entrepierna, y sonrió.
—Vamos. No puedo esperar más.
Caminaron abrazados hacia el coche mientras Erik le
contaba detalles del vuelo, Loki se encogió al salir al exterior,
en el que la nieve se levantaba en pequeños remolinos por el
viento.
—Svarte Helvete! ¡Qué frío! —dijo Erik, apretándose más
contra ella—. ¿Cómo lo aguantas, con lo poco que te gusta?
Inés se echó a reír y señaló su atuendo: parka de plumas
hasta las rodillas, botas técnicas de nieve, bufanda, gorro y
guantes.
—Forrada de cabeza a los pies y con estoicismo. Además,
ahora llevo una estufita portátil de serie —respondió entre
risas, con las manos sobre su abdomen—. Creo que el pececito
añade al menos un grado a mi temperatura corporal.
Erik la estudió con curiosidad, con ojo crítico. La frenó en
medio de la ventolera y bajó la mirada hacia donde tenía los
dedos enguantados rodeando el pequeño melón.
—No se te nota nada. Vamos por la mitad del embarazo y
estás casi igual. Las fotos que me mandas cada semana tienen
pocos cambios. —Frunció el ceño y sus ojos azules se
vistieron de interrogantes—. ¿Va todo bien? ¿Crece bien?
Inés soltó una carcajada y lo arrastró hacia el coche.
—Espera a verme desnuda, ya verás si se me nota o no.
Semana a semana es más difícil verlo. Y me encanta hacerme
las fotos para ti, aunque es un poco inquietante —respondió
divertida. Erik le había dado instrucciones de tomarse un selfi
de frente y otro de perfil cada semana para vigilar la
progresión de su barriguita—. Y va todo bien. El lunes tengo
la ecografía de las veinte semanas. Iremos juntos.
La sonrisa satisfecha de Erik era todo lo que necesitaba
para que su día se iluminara todavía más.
Condujo el Ford Explorer de renting que había escogido
para aquellos tres meses por la autopista de cuatro carriles
hacia el centro de Rochester. Era una ciudad pequeña, no
mucho mayor que Tromsø y, desde luego, minúscula al lado de
la monstruosidad de los casi cinco millones de habitantes de
Santiago de Chile. Pero la modernidad de sus edificios, la
eficiencia de su trazado cuadricular y las calles repletas de
vehículos la hacían impersonal, un poco fría al margen de la
temperatura de sus inviernos. Lo compensaban unos parques
perfectos para una buena carrera y un par de centros
comerciales que hacían olvidar que fuera hacían veinte grados
bajo cero.
Llegaron a la calle de casas adosadas de dos pisos, con
árboles ya desnudos por el otoño invernal de aquel año.
Aparcó algo lejos de su entrada y reprimió una sonrisa al ver
que su vikingo estudiaba todo con curiosidad. Loki recorría la
calle arriba y abajo, incorporando nuevos olores misteriosos y
volvía a ellos para recibir alguna caricia. Inés tuvo la
seguridad de que podrían marcharse al fin del mundo, que
daría igual. Su hogar estaría donde ellos estuviesen, fuera en
Chile, en Noruega, en España o allí.
Entraron al piso e Inés agradeció el ambiente caldeado. Se
quitó las prendas de abrigo junto a Erik. Una languidez suave
comenzó a invadirla a medida que recuperaban sus dinámicas
sincronizadas. Sonrió al ver la camiseta gris de manga larga
que él llevaba bajo el jersey. Sin poder resistirse, lo abrazó de
nuevo y se refugió en la calidez de su pecho.
—¿Quieres comer algo? ¿Te preparo un café? —preguntó
solícita.
Erik negó con la cabeza y su mirada le indicó con exactitud
lo que quería en ese momento.
—No. ¿Dónde está la cocina? Dejemos a Loki allí.
Todo desapareció excepto la promesa de lo que iba a pasar.
A medida que lo dirigía escalera arriba de la mano, Inés cerró
los ojos durante unos segundos. Notaba su cuerpo pesado,
inundado por la sensualidad; el deseo afloraba por sus venas y
erizaba su piel. La superficie suave del lateral de sus dedos
aumentó su sensibilidad y fue más consciente de las asperezas
de la mano de Erik, siempre con estigmas de su trabajo con la
madera y la tierra.
—¿Qué tal está nuestro Tromsø particular? —dijo Inés,
mientras lo despojaba de la camiseta a tirones—. Echo de
menos las montañas.
—Todo bien. Han terminado las obras de la piscina y ya no
vamos a usar más productos nocivos para el medio ambiente.
—En realidad, no lo escuchaba. Hundió el rostro entre sus
pectorales. Cerró los ojos e inspiró con deleite el aroma
masculino. Besó cada una de las letras de su nombre tatuado
sobre el pezón izquierdo y después jugó con la barra de acero
que lo perforaba. Él vaciló en su discurso—. Uhm, liten jente.
Eso se siente bien. He puesto una depuradora para toda la casa
que funciona con paneles solares. Dentro de poco, seremos
cien por cien independientes energéticamente.
—Ajá. Muy interesante —murmuró Inés. Rodeó su cintura
y deslizó los dedos por los resaltes de los músculos de su
espalda. Su hambre se acentuó—. Sigue. Tú sigue
contándome.
—Uhm. Se hace difícil con tus manos en mi culo —dijo
con tono divertido. La apartó un poco por los hombros e Inés
subió la mirada de mala gana—. ¿Sabes lo difícil que han sido
estos dos meses sin ti? Y no, no estoy hablando del sexo, que
también —reconoció con una sonrisa torcida—. Hacía mucho
tiempo que no me sentía tan solo.
Inés se derritió. Las ganas de sexo se transformaron en
desesperación al percibir el amor y la devoción que sentía por
ella. Lo abrazó con fuerza y la prominencia de su vientre
chocó con la pelvis masculina. Los dos rompieron a reír.
—Pero ¿qué es esto? ¡Déjame ver!
Erik se arrodilló frente a ella y levantó su camiseta. Bajó la
tira elástica de sus pantalones premamá hasta descubrir la
curvatura en su cuerpo y soltó una exclamación.
—Fy faen! Esto antes no estaba aquí, desde luego. —
Recorrió la línea blanca y algo engrosada de su cicatriz, que
describía una concavidad perfecta justo bajo su abdomen—.
Esto en las fotos no se ve, y no está nada mal.
Inés suspiró al sentir el tacto cálido de sus manos enormes
cubrir la redondez por completo. Enterró los dedos entre su
pelo rubio y presionó su cuero cabelludo, impaciente. Erik
gruñó.
—Espera, dame un momento. Esto requiere su tiempo —
murmuró. Depositó un beso justo en la depresión de su
ombligo y la tanteó con la punta de la lengua—. Tu cuerpo ha
cambiado. Quiero ver más. Quítate los pantalones.
—Vas a volverme loca, ya lo estoy viendo —se quejó. La
prenda se deslizó por sus piernas y aceleró su respiración—.
¿Has terminado?
—No.
Las palmas se posaron con firmeza sobre sus caderas y
siguieron por los muslos; después, volvieron a ascender hasta
su cintura y la apretaron. Inés se encogió y soltó una risita por
las cosquillas.
—Ya está bien. Vamos a la cama. —Tiró de él y lo obligó a
incorporarse. Se abrazaron de nuevo y Erik la besó, esta vez
con mayor dedicación. Soltó un gemido ahogado—. Dios,
como echaba de menos tus labios.
—Tu boca también está distinta. Más jugosa. Más suave.
Más dulce —enumeró, beso tras beso húmedo. Ella se dejó
hacer mientras terminaba de desnudarla—. No quiero ni
imaginar cómo estarán otros rincones de tu cuerpo.
—Muy pronto lo descubrirás. Ahora, cállate.
Exigió un mayor contacto. Lo aferró por la nuca y tiró de él
para profundizar la conexión. Sus lenguas se engarzaron,
siempre de menos a más. Notó la humedad empapar sus bragas
y soltó un quejido de protesta.
—Otra diferencia. Otra estupenda diferencia —murmuró él
sobre sus labios. Abarcaba los pechos cubiertos de encaje y los
mesaba, sopesándolos, mientras tentaba con los pulgares las
protuberancias violáceas de los pezones—. Tus tetas son
magníficas, pero ahora están maravillosas. ¿Te he dicho ya
cuánto te he echado de menos?
Desabrochó el sujetador con un solo movimiento de sus
dedos y se inclinó para abarcar una de ellas con la boca
abierta, hambrienta. Inés cerró los ojos esperando aquella
caricia que elevaba a la estratosfera los límites de su
excitación. Aquellos besos suaves, el deslizar de la lengua,
saboreándola. Los pequeños mordiscos que mezclaban a la
perfección el dolor y el placer, para terminar con una larga
succión que apretaba en un nudo de lujuria su interior. Exhaló
un gemido y apretó su cabeza contra el valle entre sus pechos,
incapaz de absorber todas las sensaciones que él desataba en
su cuerpo.
—Erik, yo también te he echado de menos. Y no sabes lo
que ha sido estar como una bomba a presión por la falta de
sexo. Esto del embarazo tiene efectos secundarios que no
esperaba —reconoció al tiempo que desabrochaba la hebilla de
su cinturón y después atacaba los botones metálicos de sus
vaqueros. Arrancó un gruñido ronco de su garganta cuando
aferró con fuerza su erección—. Me he masturbado como una
enferma pensando en ti.
Él elevó las cejas y los ojos azules brillaron traviesos.
—¿Más todavía que con nuestras sesiones de Skype? Creo
que he sobrevivido gracias a ellas —dijo con una sonrisa
torcida. Sus manos apartaron la melena de sus hombros para
despejarle la cara—. Verte, aunque fuese en pantalla, era lo
mejor del día.
—Las videollamadas me hacían mal. En serio —confesó
ella en un arranque de sinceridad. Tironeó de su bóxer y
arrastró la ropa hasta sus tobillos, arrodillándose. Alzó la
mirada y Erik sonrió—. Me quedaba fatal. Caliente como una
chimenea y, pese a los orgasmos… frustrada. Necesitaba esto
dentro de mí —añadió, agarrando con fuerza su polla. Él
volvió a gruñir cuando empezó un vaivén lento que recorría
toda su envergadura—. Te necesito dentro. Ahora. Ya.
Erik no la hizo esperar más.
La levantó del suelo en brazos y ella soltó un grito. La
tendió sobre la cama regodeándose en la visión de su cuerpo
redondeado. Las aristas óseas sobre sus hombros, en sus
caderas, incluso en sus pómulos, se habían suavizado en
aquellos dos meses. Abrió sus rodillas y rozó la piel pálida del
interior, tentándola, mientras ascendía hacia el encaje de sus
bragas blancas. Hundió la cara hasta sentir el sabor de su sexo
tras la tela y soltó un gemido de pura satisfacción.
—¡Quítamelas! —Inés exigía sin remilgos, apremiaba con
impaciencia—. No puedo esperar ni un segundo más.
Deslizó la prenda por sus largas piernas e inspiró el aroma
que emanaba de ellas. Su erección se enardeció sin control y
volvió al cobijo entre sus muslos. El sollozo agónico de Inés lo
hizo esmerarse de manera especial. Se sorprendió al sentir su
sexo mullido, más cálido y terso al recorrerlo con la lengua y
los labios. Saboreó su esencia más dulce e intensa. Para
comprobar sus impresiones, enterró dos dedos en ella y el
abrazo firme de su interior lo fascinó. Libó su sexo con
dedicación, al tiempo que la penetraba con los dedos. La
sujetaba con fuerza contra la cama con su mano libre, porque
se retorcía entre jadeos, por completo fuera de control. La
explosión del orgasmo se materializó en un llanto de alivio y
Erik tensó los músculos para no sucumbir también, aunque
ella no lo había tocado. Tal era el poder que ejercía sobre él.
En vez de eso, ascendió hasta ponerse a su altura en la
cama, la estrechó contra su costado y apoyó la cara sobre el
codo para estudiarla más de cerca.
—Tu cara cambia cuando te corres, ¿te lo había dicho
alguna vez?
Ella se cubrió el rostro con las manos y soltó una queja.
—¿A qué te refieres?
—A una especie de transfiguración. Una paz absoluta y una
belleza extraña —dijo Erik, sin saber cómo explicárselo mejor
—. Me pone mucho mirarte mientras te corres y me lo he
perdido, pero ha sido muy… instructivo comprobar otros
cambios de tu cuerpo. Estás deliciosa, como nunca, kjaereste.
Se besaron y Erik paladeó de nuevo sobre sus labios el
sabor dulzón e intenso de Inés. No se cansaría jamás.
—¿Tú no necesitas correrte? —lo provocó ella. Sus labios
entreabiertos, perlados de lubricación, y sus ojos grises lo
llamaban a gritos en silencio.
—Estoy estudiando mis opciones. No puedo ponerme
encima, porque tengo miedo de aplastarte, pero quiero follarte
duro. Tampoco te quiero sobre mí, de momento, porque quiero
dominar yo. Quizá te ponga a cuatro patas y te folle desde
atrás, pero quiero verte la cara cuando te corras de nuevo. —
Buscó la curva tras su rodilla y la atrajo de lado hacia él hasta
quedar frente a frente. Sonrió al notar que la respiración de
Inés se aceleraba de nuevo y lo escuchaba con plena atención
—. Poco a poco. ¿Qué prisa hay?
—Tú no tendrás prisa, yo estoy que muero por sentirte
dentro de mí —dijo ella sin atisbo de timidez. Y cómo le
gustaba escucharla hablar con esa seguridad, esa exigencia.
¿Quería dominar? Lo llevaba claro.
—Entonces, ¿qué propones? —dijo al fin con una sonrisa
torcida. Esperaba que ella tuviera la solución—. Soy todo
oídos.
Inés se giró boca abajo. Con expresión juguetona, dobló las
rodillas bajo su cuerpo y alzó su trasero, contoneándose sin
compasión.
—Me quedo con tu última opción. Ya me giraré yo cuando
llegue el momento para que puedas verme la cara —dijo con
total desvergüenza, frotando su erección entre las nalgas
redondas y suaves—. Tienes mi permiso para follarme todo lo
duro que quieras. Si te contienes, lo sabré.
—Tus deseos son órdenes para mí.
Se incorporó con rapidez para situarse tras ella. Le dio un
azote para que elevara el culo e Inés gimió.
—Eso. Eso es lo que quiero.
Apretó el rostro contra la almohada y abrió las rodillas para
ofrecerse. Erik deslizó la mano abierta por su espalda y la giró
para pasar el canto entre sus nalgas. Cerró los ojos con fuerza.
Iba a necesitar apelar a todo su autocontrol. Había pasado
demasiado tiempo.
La cubrió con su cuerpo desde atrás. Equilibrándose sobre
una mano, apartó la melena salvaje de su cara y ella lo miró,
acusadora.
—No esperes más. ¡Fóllame, Erik! —demandó con voz
ronca.
¿Cómo explicarle lo preciosa que estaba? ¿Cómo hacerle
saber que no necesitaba que lo espoleara?
Aferró su erección y la apoyó justo en la entrada de su
sexo. Se enterró en ella centímetro a centímetro, saboreando el
tacto esponjoso y húmedo de su interior. Ella lo acogía con
avidez, haciéndolo todavía más excelso.
—Mas, Erik. ¡Necesito más! —suplicó.
Salió de ella, fascinado por la manera perfecta en que sus
cuerpos encajaban. Volvió a penetrarla, esta vez sujeto a sus
caderas y la llevó hacia atrás con un golpe seco que catapultó
su excitación. Inés respondió tensándose con un gemido que lo
volvió loco.
—¿Así, liten jente?
—Sí. Sí. ¡Sí! —gritó con cada embestida, con un filo
desesperado en su tono de voz y su cuerpo vibrando de placer
—. ¡Erik!
Se volvió y lo taladró con su mirada salvaje. No hacía falta
que se lo dijera, podía sentir que iba a correrse en segundos en
cada músculo contraído al máximo, en cada centímetro de su
piel. Se inclinó sobre ella y la aferró del pelo con violencia.
Ella siseó y gritó al dejarse caer rendida en el orgasmo.
—Dime que jamás pasaremos tanto tiempo separados.
Dime que esta es la última vez que te irás lejos de mí —soltó
él entre gruñidos entrecortados, liberándose sin control y entre
espasmos en su interior—. ¿Has visto lo que me haces?
Se desplomó sobre ella, agotado, y rodó tan solo un poco
para quedar abrazados de lado sobre la cama. De manera
inconsciente, protegía al bebé.
Inés suspiró, exhausta y satisfecha, y se pegó a su cuerpo
con una sonrisa lánguida y ya presa de la modorra.
—Jamás. Nunca más. Yo estaré donde tú estés, y tú estarás
donde esté yo —aseguró con voz soñolienta—. Es algo que sé
hace tiempo. Da igual el momento o el lugar, siempre que
estemos juntos.
No news, good news

Erik despertó descansado. Tranquilo. Como nuevo. Llevaba


todo el fin de semana haciendo una auténtica cura de sueño. Se
frotó la cara en un intento de despejarse y comprobó que había
dormido más de diez horas. Todo un récord.
Sonrió al sentir a Inés apretada contra su cuerpo, enterrada
entre las sábanas y las mantas, con la melena castaña
desordenada sobre las almohadas. Se acopló a su espalda y
posó las manos en su vientre. Un golpe sobre su mano lo
sorprendió, y la apartó, extrañado. ¿Eso había sido el bebé?
Volvió a colocarlas de nuevo y esperó. Otra. Y luego otra. Un
pataleo casi imperceptible lo hizo soltar una exclamación
sorprendida.
—Creo que va a ser batería —dijo en un susurro, al ver que
Inés despertaba poco a poco—. Menudo concierto matutino.
Ella se desperezó, desnuda, y ronroneó. Se estrechó aún
más contra su cuerpo y sonrió todavía atrapada en el sueño.
—No para de moverse, es una sensación especial. Creo que
tiene hambre. —Un rugido de tripas los hizo reír—. Y yo
también.
Erik se incorporó con movimientos pausados y cogió el
móvil de la mesilla.
—¿Qué te apetece desayunar? Eh, Erik…
—Un segundo.
Se había desconectado por completo de la conversación.
Miraba el móvil con el ceño fruncido y los ojos preocupados.
—Eh, grandullón. ¿Qué pasa? —dijo Inés, deslizando el
índice por su frente surcada de arrugas—. ¿Quieres que
desayunemos en casa, o tomamos algo en la cafetería antes de
la consulta?
—No es nada. Sí. No. Vamos a comer algo aquí, en casa.
Hizo el amago de levantarse de la cama, pero Inés lo retuvo
entre sus brazos y no lo soltó.
—¿Qué ocurre?
Se giró para mirarla. Los ojos grises e inquisitivos parecían
perforar su alma. Gruñó de nuevo, sin ganas de contestar.
Tenían muy pocos días para estar juntos y su idea no era
perderlos en las teorías conspiranoicas que rondaban su cabeza
últimamente.
—Mejor vamos a desayunar, no quiero hablar del hospital.
Pero Inés era Inés, y no iba a dejarlo pasar.
—Erik, tu humor ha dado un vuelco de ciento ochenta
grados en treinta segundos. ¿Qué decían esos mensajes? —
insistió con suavidad, pero también con firmeza—. Me has
contado muy poco de cómo está todo en el San Lucas. Y
siempre he pensado que No news, good news, pero ya veo que
en este caso no es así.
Soltó un Svarte Helvete, envuelto en puro fastidio. Inés
tenía razón.
—No es que te oculte nada, kjaereste. Las cosas siguen
tensas entre Guarida y yo, y Becker intenta mediar para que
las aguas no se agiten demasiado —dijo Erik, cruzando las
manos tras la cabeza y fijando la mirada en techo—. El
mensaje es de Dan. Guarida no ha tardado ni veinticuatro
horas en desmantelar el calendario de guardias que había
planificado para que las cosas no se descontrolaran en mi
ausencia. Lo hace de vez en cuando. Espera a que yo me vaya
de saliente o esté en una cirugía larga, y modifica las órdenes
que he dado a la enfermería o en quirófanos.
—¿Está saboteando tu trabajo? —preguntó sorprendida.
—Básicamente.
—Pero ¿por qué? —Inés se incorporó y la melena barrió su
hombro al ladear la cabeza. Le había crecido el pelo y Erik lo
apartó de su rostro y lo colocó tras la oreja. Siguió por la línea
de su clavícula y hacia su pecho, pero ella retuvo sus dedos,
atrapándolos en su mano—. ¿Qué está pasando, Erik?
—Guarida me está puteando. Y lo peor es que no sé
exactamente por qué.

Después de un buen desayuno americano, caminaron por el


parque de Sunset Boulevard con Loki, disfrutando del
mediodía apacible y despejado. Seguía haciendo un frío de
muerte, pero al menos lucía el sol. Inés lo llevó hasta el
exterior del magnífico edificio de la Mayo Clinic; le relataba
su día a día en el hospital mientras se dirigían a Obstetricia.
El ginecólogo los recibió con una sonrisa afable y un
montón de papeles del seguro y de exención de
responsabilidades que firmó con resignación mientras Inés se
preparaba.
—Muy bien, señora Morán —dijo el médico tras
preguntarle por molestias habituales—. Vamos a ver a su bebé.
Esta ecografía es la más importante de todo el embarazo,
porque confirma que todo está normal antes de que se ponga
demasiado grande como para ver todas las estructuras con
claridad. ¿Ve su corazón? Late sano y fuerte.
Inés miró a Erik y sonrió. Él le devolvió una expresión de
alivio. Ninguno de los dos le dijo al médico que eran colegas.
Lo preferían así. El obstetra fue señalando en la pantalla su
cerebro en formación, cada uno de sus órganos, su carita…
Puso durante unos minutos el software en cuatro
dimensiones y los dos emitieron una exclamación de sorpresa
al ver la imagen de un rostro de nariz respingona y labios
carnosos. Pero faltaba algo importante.
—Vaya. Vuestro bebé es un poco tímido —dijo el hombre,
que parecía forcejear con el transductor—. Es imposible
visualizar los genitales.
—¿Ningún indicio de si es niño o niña? —preguntó Erik,
algo desilusionado.
—Imposible. ¿Veis estas burbujas en línea? Es el cordón
umbilical y lo tiene todo entre las piernas. —Negó con la
cabeza y se encogió de hombros con una sonrisa resignada—.
Lo único que podemos hacer es repetir la ecografía la semana
que viene, a ver si lo pillamos en otra posición. Ahora no
puedo dedicaros más tiempo, la próxima paciente espera —
dijo con tono afable, pero señalando el escritorio para darles el
informe.
Inés salió de allí flotando en una nube.
No saber el sexo de su pececito le importaba un pimiento
mientras todo estuviera bien. Desde que había descubierto el
positivo en Mallorca había tomado una decisión para mantener
la cordura: dejar que todo fluyese y siguiera su curso. Que
fuera lo que tenía que ser. Se cuidaba como nunca: comía
sano, dormía ocho horas diarias, hacía ejercicio y cumplía a
rajatabla con el yodo, el ácido fólico y el hierro. Pero quería
disfrutar de su estado. Ya lo había pasado lo suficientemente
mal con los dos abortos anteriores como para sufrir ahora que
todo iba bien.
—Un millón de coronas por tus pensamientos —dijo Erik
mientras conducía de vuelta a casa. Inés lo miró, sorprendida
—. Llevas casi media hora sin decir nada. ¿Estás bien?
Acarició su mano sobre la palanca de cambios. Era un
gustazo ser la copiloto otra vez.
—Estoy bien. Pensaba en que estoy disfrutando cada
segundo de este embarazo y cada vez que me confirman que
todo marcha bien, es como si me quitasen un peso de encima
—confesó con una sonrisa algo triste—. Sé que es probable
que esta sea la única vez que esté embarazada, así que quiero
beberme cada momento, cada cambio. Me alegro mucho de
que hayas estado aquí para esta revisión.
—No tiene por qué ser el único, kjaereste.
—Bueno, ya sabes lo que hay —dijo ella, evasiva. Ignoró
el gruñido impaciente de Erik—. Un solo ovario, una
endometriosis severa y un ectópico que casi me lleva por
delante. Prefiero no hacerme ilusiones y agradecer la
oportunidad que estoy teniendo. ¿En qué estabas pensando tú?
—dijo para cambiar de tema y apartar sus pensamientos
oscuros.
Erik le lanzó una mirada de soslayo y sonrió avergonzado.
—Te vas a reír, pero me moría de ganas por saber el sexo
del bebé —confesó con aire culpable—. Tengo un proyecto en
mente.
Inés se volvió hacia él en el asiento con expectación.
—¿Qué proyecto? ¡Cuéntame!
—No es nada importante —se apresuró a decir él—.
Quiero tatuarme su nombre.
Inés soltó una carcajada explosiva y algo incrédula.
—¡Pero si ni siquiera hemos hablado de nombres!
—Quizá sea un buen momento para escogerlo, ¿no te
parece?
Pasaron el resto del viaje barajando distintas posibilidades.
Ninguno terminaba de convencerlos, pero sí coincidieron en
no repetir ni Erik ni Inés.
—¿Y Magnus? Es un nombre muy potente —aventuró ella,
intrigada porque no lo hubiese propuesto él—. Sería bonito
recordar a tu padre si es niño.
Erik apretó los labios y endureció la mirada. Lo había
pensado, pero los catorce años que había pasado alejado de su
padre todavía escocían pese a la reconciliación al final.
—No lo sé, Inés. No estoy seguro. ¿Y si es niña? ¿Qué te
parece Jana?
Ella se echó a reír y negó con la cabeza.
—Imposible. No podemos ponerle Jana, porque mi madre
nos perseguiría hasta el más allá por no llamarla Victoria.
—¿Y Jana Victoria?
—¡No! —rio Inés, sofocada con la idea—. Nada de
nombres compuestos.
—Estamos de acuerdo —coincidió él.
—¡Oh, sí!, Magnus Erik —dijo Inés con toda la mala
intención que pudo imprimir a su mirada divertida y su sonrisa
burlona.
—No te pases, María Inés.
Era bueno volver a reír a carcajadas. Inés era a veces
irritante, exasperante incluso, pero tenía la capacidad
innegable de hacerlo reír. Se acordó de su hermana Maia y de
algo que le había hecho notar alguna que otra vez: «Erik,
jamás te he visto reír antes como te ríes con Inés».
—Mi abuela paterna se llamaba Martina y me gusta mucho
el nombre —aventuró Inés tras unos minutos de silencio—.
Teníamos una relación preciosa y me encantaría recordarla.
Podría ser una opción si es una niña.
—Martina Thoresen Morán. Magnus Thoresen Morán —
dijo Erik despacio, paladeando las palabras—. Suena bien.
Suena muy bien. Démosle un par de vueltas más adelante y
decidimos cuando sepamos el sexo. ¿De acuerdo?
El rostro de Inés se iluminó y él sintió un cosquilleo cálido
que ya había empezado a asociar con la felicidad.

—Muy bien, doctora Morán —alabó su tutora tras revisar el


informe de la última paciente de aquel día—. Esta valoración
está perfecta.
Ella asintió con una sonrisa satisfecha. Llevaba ya dos
meses en la consulta de Ecocardio fetal de la Mayo Clinic y
sentía que había nacido para ello. Hasta las arritmias, que
siempre se le habían atragantado, eran mucho más interesantes
en el corazón en desarrollo.
A veces se hacía raro. Su embarazo marchaba bien, y a la
vez atendía a madres cuyos bebés tenían diagnósticos muy
complejos. Algunos no sobrevivirían. Aquello la hacía sentir
culpable, a la vez aliviada, y con un temor latente. Era difícil
separar esos sentimientos. Ahora todo lo comparaba y se
medía desde una perspectiva distinta, todo giraba en torno a su
pececito.
La vibración de su móvil y el mensaje de Erik anunciando
que la esperaba ya frente a la puerta la hicieron volver a la
realidad. Cogió su bolso, se despidió de la obstetra y se
marchó de allí con la sensación de que lo tenía todo: un
hombre al que amaba con locura, un trabajo apasionante y del
que pronto tendría pleno control y, si todo salía bien, la certeza
de que cumpliría uno de sus sueños más deseados: ser madre.
No podía estar más feliz.

Entre las mañanas refugiado del frío en el pequeño


apartamento, los paseos con Loki por el bulevar y el sexo
desenfrenado con Inés, la semana de vacaciones pasó volando.
Una semana de desconexión casi total, porque Inés le había
pedido a Dan que no lo informase de nada. Le habían venido
bien esos días de alejarse del San Lucas, aunque eso
significara que se acercaba el momento de decirse adiós.
Una angustia lejana comenzó a anidar en su estómago y
deslizó la mano sobre el muslo de Inés. Aquel fin de semana
en una cabaña perdida en Silver Lake había sido la despedida
perfecta.
—No quiero volver —gruñó después de un largo rato en
silencio mientras se acariciaban entre las sábanas—. No, si tú
no vas a estar. La casa se me cae encima, Loki anda como un
alma en pena buscándote por las esquinas y a mí no hay quien
me aguante en el hospital.
Inés parpadeó, sorprendida de la sinceridad de sus palabras.
Atrapó sus dedos y los estrechó entre los suyos. El calor
conocido de la palma de su mano la confortó. Recorrió el
trayecto tortuoso de las venas prominentes, acarició las yemas
ásperas y la piel suave del interior. Una sensación de
pertenencia, de seguridad infinita, de amor incondicional por
Erik y el bebé que esperaban la inundó en una ráfaga
incontenible. Sus ojos se anegaron con lágrimas de emoción y
se echó a reír.
—Son las hormonas. Me ponen más intensa de lo habitual
—explicó ante la expresión alarmada de Erik. Entrelazó su
mano con la de él y apretó con fuerza—. Yo tampoco quiero
que te vayas, estos días han sido un sueño. Pero queda solo un
mes para que vuelva a casa y todo sea como antes. Solo son
cuatro semanas de nada, y estaremos riéndonos de todo esto en
Farellones, metidos en la piscina y tomando el sol.
Hicieron uno y mil planes mientras fuera de la cabaña de
madera nevaba sin compasión, cubriendo el lago helado y los
pinos que lo circundaban.
Erik se comprometió a montar la cuna en sidecar que
compraron por internet para instalar en la casa. Escogieron
también el modelo del carrito, a instancias de Maia, que quería
regalárselo por el nacimiento del bebé. Pero la noche en que
hicieron el amor como despedida en la enorme cama con
edredón de plumas y mantas con dibujos nativos, Inés se
preocupó de verdad.
Erik la penetró con una dedicación infinita, recorrió su
cuerpo como si fuera la última vez que se entregarían al placer.
No permitió que le regalase más que unas pocas caricias,
porque quería ostentar por completo el control. Tras el
orgasmo, Inés luchó contra el sopor y lo abrazó, preocupada.
—Erik, no estás bien. No me gusta verte así, derrotado.
Dime qué está pasando —rogó, con la voz todavía
entrecortada por el esfuerzo brutal del sexo compartido. Él aún
seguía en su interior —. Quiero que me digas la verdad.
—Después. Ahora solo quiero abrazarte, sentirte cerca,
grabarme el aroma nuevo de tu piel —susurró él, dibujando
con el índice el camino de sus vértebras—. Ya te lo contaré en
otro momento. Ahora solo quiero refugiarme en ti.
Inés dejó pasar un rato antes de volver a la carga. Estaba
demasiado preocupada para dejarlo pasar.
—Te he escuchado discutir con Bettina. Pensé que ella
estaba en tu barco cuando la propusiste como supervisora del
quirófano cardiaco.
—Eres demasiado inteligente para tu propio bien, Inés —se
quejó Erik. No quería hablar del tema, pero ¿qué iba a hacer?
Soltó un gruñido fastidiado—. Bettina me apoya, pero no le
queda más remedio que cumplir órdenes. Y Guarida es mi
superior, por mucho que me pese. Me pregunto si Becker no
deja que todo esto pase como castigo por negarme a su
petición.
—¿Te refieres a que rechazaste ser el jefe de toda la Unidad
por deferencia a Guarida?
Erik asintió. Se quedó en silencio unos minutos mientras
Loki se acercaba con timidez hacia la cama. Palmeó a sus pies
para que se tumbara junto a ellos.
—No lo entiendo —murmuró Inés. Se incorporó y lo
observó—. Si es tu lealtad a Guarida lo que provoca todo esto,
¿por qué te putea? Entendería que lo hiciera Becker, pero
¿Hernán? No tiene sentido.
Erik se encogió de hombros.
—No lo sé, Inés. Todo esto me tiene un poco
desconcertado. Cuando volvimos de las vacaciones en
Mallorca pensé que era porque me marché un mes entero y mi
falta en el servicio los perjudicó bastante —reconoció,
preocupado. Inés asintió, sabía lo que significaba: la Unidad se
había sumido en un caos. Lo sujetó de las manos y lo animó a
seguir. Erik suspiró—. Pero después desbarató toda la
planificación del último trimestre aduciendo que había sido
injusto en el reparto. Y no es cierto. Si hay alguien
sobrecargado de trabajo y de guardias, ese soy yo. Lo modificó
todo. Para peor. Me costó semanas reorganizarlo.
—¿Y Becker qué dice?
—Dice que tiene las manos atadas, que tengo que aguantar
el chaparrón hasta que a Guarida se le pase el cabreo —se
desahogó Erik con fastidio evidente—. Y en esas estoy. Al
menos, Dan y Mario me apoyan en todo lo que pueden.
Se abrazaron sobre la cama en silencio. No eran buenas
noticias.
—¿Crees que habrá problemas con mi contrato? —
preguntó ella en un susurro.
Erik alzó las cejas, dubitativo. A Inés se le encogió el
estómago con ansiedad. Le quedaban tan solo un par de meses
para acabar la subespecialidad y contaba con quedarse en el
San Lucas.
—No creo. Los contratos dependen de Becker, no debería
de haber problemas.
—Eso espero —murmuró Inés.
No volvieron a hablar del tema. Ni al llegar al pequeño
apartamento, ni cuando empacó las pocas cosas que había
comprado mientras estaba allí. Tampoco cuando Inés lo llevó
al aeropuerto.
Fue doloroso despedirse en la terminal. Loki lo tiñó todo de
angustia con aullidos desgarradores de pena y Erik tuvo que
arrastrarlo de la correa y después cogerlo en brazos, porque no
quería separarse de Inés. Toda su piel gritaba con ansiedad tras
el abrazo afligido y el beso apretado y duro, en tensión, con
los que se despidieron. Cometió el error de mirar atrás cuando
ya había superado el control de pasaportes. Las lágrimas se
deslizaban en gruesos goterones por las mejillas sonrosadas de
Inés.

Llegaba diciembre a Santiago de Chile y el calor lo golpeó con


fuerza al bajarse del avión. Estaba agotado, triste y
encabronado, y eso era siempre una pésima combinación.
Aguantó con estoicismo la burocracia interminable para sacar
a Loki del control de aduanas y pagó las tasas sin rechistar. No
tenía ni idea de por qué había de pagar nada, pero no estaba
para discutir. Cuando salió del aeropuerto, se dio cuenta de
que no recordaba dónde demonios había dejado el tique del
aparcamiento y revolvió todas sus pertenencias con
desesperación.
—Svarte Helvete…
Era Inés la que se ocupaba de esas cosas. Tras perder un
buen cuarto de hora, se le encendió una bombilla en el cerebro,
recordó que lo había metido en el bolsillo de la cazadora y
tuvo que abrir la maleta también. Por eso odiaba viajar con
equipaje; cuantas menos cosas, mejor.
Cuando por fin enfiló por Américo Vespucio pudo relajarse
un poco. Sonaba Home, de Depeche Mode. Loki asomaba sus
orejas peludas por la ventanilla del coche y parecía sonreír con
la lengua al viento. Ya estaban en casa y, de pronto, comenzó a
sentirse mejor.
No duró mucho.
La vuelta al San Lucas al día siguiente fue una bofetada de
realidad. Nada más encender el ordenador y repasar los partes
de las cirugías que se habían llevado a cabo en su ausencia, su
escaso buen humor se esfumó. Entró al despacho de su jefe
con ganas de emprenderla a golpes con el mobiliario.
—¿Por qué habéis operado a Esperanza? Es mi paciente y
la cirugía estaba planificada para enero —dijo con tono glacial
y ejerciendo todo su poder de autocontrol—. Lo mínimo
habría sido avisarme, no solo porque soy el jefe de
Cardiopatías Congénitas, sino por pura cortesía profesional. —
A la mierda la mano izquierda, las medias tintas y las verdades
endulzadas para que Guarida no se sintiera mal. Aquello había
sido descarado—. Y la técnica que habéis empleado no es la
que discutimos en la sesión quirúrgica. ¿Por qué?
Clavó las uñas en las palmas, su cabeza era una olla a
presión. Decir que lo veía todo rojo era un mero eufemismo.
Estaba furioso. Y la impasibilidad de Guarida ante su
requerimiento lo cabreó todavía más.
—Yo lo decidí así. En enero, la mitad del staff está de
vacaciones y el personal de enfermería no es el habitual. Me
pareció lo más seguro —se desentendió Hernán, que no se
dignó ni a mirarlo. Cada vez que hablaban, se vestía con un
aura de superioridad y petulancia que Erik aborrecía con todas
sus fuerzas—. No tengo que darte explicaciones: tú eres el jefe
de congénitas, pero yo soy el jefe de toda la Unidad.
Salió del despacho con ganas de reventar la puerta, pero se
contuvo y analizó la situación con sangre fría.
Aquello comenzaba a tomar un cariz personal. Si no hacía
algo por remediarlo, el año nuevo empezaría igual de mal que
estaba terminando el actual y no podía permitirlo. Esa misma
tarde se reuniría con Becker.
Comió solo, en la salita de juntas, sin ganas de socializar y
cabreado por el sándwich insípido que había comprado en la
máquina. La puerta de cristal se abrió y el soltó un gruñido de
fastidio. El rostro atractivo de Bettina mostró su sorpresa por
el adusto recibimiento.
—Erik, ¿tienes un momento? Creo que es importante.
Asintió con la boca llena y señaló el asiento frente a él con
ademán impaciente.
—¿Qué pasa ahora, Bettina?
La enfermera puso frente a él dos papeles distintos. Una
factura de un proveedor y el resumen mensual de los gastos
del quirófano cardiaco. La miró sin entender y ella le señaló
unas cifras.
—Fíjate. Esto es lo que ha cobrado la casa comercial de los
líquidos de la circulación extracorpórea por el suministro. —
Sacó un subrayador de color amarillo y destacó el número.
Muy elevado, por cierto—. Y aquí, el mismo producto, con el
mismo número de referencia… y una cifra que no tiene nada
que ver.
Erik se atragantó bebiendo la Coca-Cola. Tosió un par de
veces y meneó la cabeza con incredulidad.
—Tiene que ser un error. Se les ha ido un cero, no puede
ser. —Estaban hablando de un millón de pesos de diferencia,
más de mil dólares. Buscó los ojos verdes de Bettina y
encontró una mirada grave. Preocupada—. ¿Estás segura de
esto?
Ella asintió.
—Las cifras están ahí. He encontrado alguna otra
incongruencia, pero solo he mirado los últimos meses —se
disculpó con expresión contrita—. Desde que empecé como
supervisora en quirófano.
—No es tu trabajo, Bettina —dijo Erik, endureciendo el
tono de voz—. Lo que no entiendo es cómo se le ha pasado
esto a Yenny Salgado. Hace dos años hizo una revisión
exhaustiva en la auditoria.
La enfermera hizo un gesto vago de disculpa y recogió los
papeles. Los archivó en una gruesa carpeta de anillas y la dejó
de nuevo frente a él.
—No puedo responderte a eso, Erik. Pero he buscado las
compras del último año y los resúmenes para que los revises
—dijo, ignorando la expresión exasperada de Erik al ver un
nuevo documento sobre los que ya abarrotaban su mesa—. Yo
no tengo tiempo de ver esto factura por factura, pero hay que
hacerlo. Dáselo a Luisa. O contrata una secretaria para la
Unidad de una maldita vez.
Se marchó de allí algo enfadada. Y con toda razón. Era una
buena enfermera, se implicaba con todo lo que hacía, pero
últimamente no daba más. Le dio un par de vueltas a la nueva
información de la que disponía. Ya pensaría en algo. Quizá
dárselo a su contable, que comenzaba a tener mucho más
trabajo del que podía manejar.
Apuró los últimos tragos de la lata, tiró el plástico con la
mitad del sándwich incomible que había dejado y guardó la
carpeta bajo llave en su despacho. Ahora no podía prestarle
más atención. Tenía una reunión más que necesaria con
Becker.

El gerente lo hizo pasar con una familiaridad que a Erik se le


antojó excesiva; ya tenía preparado un café para él. Odiaba el
corporativismo del que hacía gala. Contuvo las ganas de
recordarle que no eran iguales: él se implicaba con los
pacientes cada día. Becker no.
—¿Qué tal las vacaciones, Erik? ¿Cómo está Inés?
¿Cuándo la tenemos de vuelta?
Le estrechó la mano con fuerza y palmeó su hombro en un
gesto amistoso que lo hizo fruncir el ceño.
—Bien —respondió a regañadientes. Sabía que Pablo era
muy amigo de andarse por las ramas cuando era conveniente
para él, pero no le siguió el juego—. Quiero saber qué coño
está pasando con Guarida, está fuera de control por completo.
Becker alzó las cejas en un gesto de sorpresa e, impasible,
sorbió su expreso para ganar tiempo.
—¿A qué te refiere exactamente?
Erik rechinó los dientes.
—Puedo tolerar que modifique mis programaciones de
quirófano, pero no voy a consentir que se meta en los casos de
mis pacientes. La niña de…
—Lo siento, Erik. Él es el jefe de la Unidad. —Becker ni
siquiera lo dejó terminar—. No puedo hacer nada. Y esto es, al
menos en parte, responsabilidad tuya.
Lo fulminó con la mirada. Apretó los puños a ambos lados
del cuerpo y contó lentamente hasta diez.
—¿Qué quieres decir?
Becker exhaló un suspiro cansado. Se dejó caer en la
butaca de cuero y negó con reprobación.
—Te ofrecí el puesto. Yo quería que tú estuvieses en su
lugar, en la jefatura de toda la Unidad del Corazón. —Erik
apretó los labios para no contestarle como se merecía, ¿ahora
era su culpa?—. Si hubieras accedido cuando te lo pedí,
Hernán lo habría encajado en poco tiempo, un par de meses
quizá, y todos estos problemas no existirían.
—¡Gracias a Guarida estoy aquí y tengo un trabajo! —
estalló Erik, incapaz de seguir impasible ante tanta hipocresía
—. Si no fuera por él, ni siquiera tendría la oportunidad de
entrar en un quirófano cardiaco. Te recuerdo que en Noruega
me acababan de inhabilitar.
El gerente se encogió de hombros y abrió las manos en un
gesto que decía con toda claridad que se desentendía de sus
rencillas.
—Tienes una lealtad mal entendida, Erik. Y te va a pasar
factura. Pon a Guarida en su sitio —aconsejó mientras se
levantaba y lo acompañaba hacia la puerta. Su próxima cita lo
esperaba—. Hazte valer, o aguanta hasta que se canse de
convertir todo en un pulso. Sea como sea, él es tu superior y
tiene todas las de ganar. Y lo sabe. No te dejes llevar.
Erik salió de allí envuelto en pura frustración. Reprimió las
ganas de llamar a Inés y desahogarse, pero sabía que estaría
trabajando también. Joder, cómo la echaba de menos. Acabó
por enviar un mensaje por WhatsApp.
«No veo el momento en que tengas que volver».
Ni sí ni no, sino todo lo contrario

El impulso del ascensor al elevarse hacia el ático generó el


instinto primitivo de proteger su barriga con las manos. Inés se
miró al espejo y sonrió, apocada. Las ojeras tocaban sus
pómulos, su rostro exhibía una palidez preocupante y le dolía
la espalda después de la paliza de diez horas en avión.
Pero eso no era nada comparado con la decepción de no
encontrar a Erik en el aeropuerto. Hizo un esfuerzo y apartó el
rencor que comenzaba a brotar entre el alivio por llega al fin a
casa.
—¡Hola, Loki! Al menos, tú sí te alegras de verme —dijo
cuando el perro la saludó dando vueltas en torno a sus piernas,
batiendo la cola con entusiasmo. Alborotó sus orejas y se
agachó con dificultad para abrazarlo. Ahora su barriga tenía el
tamaño de una pequeña sandía—. ¿Me has echado de menos?
¿Vamos a dar un paseo?
Miró al techo durante unos segundos al ver la taza de café
vacía sobre la encimera y los restos de unas galletas de avena
mordisqueadas sobre un plato. Eso casaba a la perfección con
el mensaje que la esperaba en su móvil tras aterrizar en
Santiago.
«Liten jente, tengo quirófano de emergencia y no sé cuándo
voy a salir. Sabes que quería estar ahí cuando llegaras. E».
Vaya palo.
Lo entendía. O al menos hacía el esfuerzo por entenderlo.
Su mente racional lo explicaba una y otra vez con toda
claridad: no podía soslayar sus obligaciones. Era
cardiocirujano. Su vida era así desde el minuto cero en que
empezaron a compartirla. Pero algo en su interior agitaba un
encabronamiento de lo más irracional, mezclado con tristeza,
decepción, ganas de asesinar a alguien y de echarse al suelo a
llorar. Las hormonas. Claro.
Tomó posesión de su hogar de nuevo. Con resignación,
hizo la cama antes de deshacer su maleta y abrió los amplios
ventanales para ventilar. El calor sofocante de diciembre la
hizo añorar con nostalgia la casa de Farellones.
Se desplomó en el sofá, agotada, tras darle una vuelta a
toda la casa. Hacía semanas ya que se cansaba bastante y sus
tobillos comenzaban a desaparecer. Resopló y acabó por
tumbarse con las piernas en alto. Cogió el móvil para revisar
los mensajes.
—¡Estás de coña! —barbotó, cabreada. Loki dio un salto y
se situó junto a ella con expresión alerta—. ¡No pienso
quedarme en casa!
«Lo siento. LO SIENTO. Entro a quirófano otra vez. E».
Cogió su bolso, la correa del perro y un sombrero. Marcó el
número de Nacha en el móvil y bajó al garaje hecha una furia.
Conducir hasta Pirque suavizó un poco sus nervios. Los
acordes dulces de Ed Sheeran y su Perfect la calmaron justo
antes de aparcar frente a la cerca de arizónicas que rodeaba la
casa. En cuanto se abrió la puerta de entrada, Loki salió
disparado a husmear los secretos del jardín y encontrarse con
los perros de su amiga.
Se fundieron en un abrazo terrible, necesitado, mezclando
mechones de sus melenas, lágrimas de alegría y besos.
—Inés, ¡esto no puede seguir así! —lloriqueó Nacha,
aferrada a su espalda y dejando caer besos duros por todo su
rostro—. No puede ser que mi mejor amiga se ausente en los
momentos más importantes de mi vida. ¡Adriana ya tiene un
mes y tú por ahí haciendo no sé qué! ¡Y mira cómo tienes la
barriga!
Inés soltó una risa-llanto nerviosa y cubrió las manos de
Nacha con las suyas sobre su vientre abultado. La vida que
llevaba en su interior se unió a la algarabía con un pataleo
entusiasta y las dos soltaron una carcajada.
—No sabes cómo te he echado de menos —dijo,
emocionada. Se secó el rostro empapado con los dedos y se
dejó arrastrar por su amiga hacia la casa—. Y ahora,
¡preséntame a esa bebita preciosa!
Entraron a la habitación de colores vivos e inundada de
peluches. Un aroma limpio a agua de colonia impregnaba el
ambiente. Nacha se inclinó sobre un moisés de paja trenzada
con patas de madera. Un dosel blanco cubría a la recién nacida
con pequeñas margaritas amarillas.
Ninguna de las dos emitió ni una sola palabra. Inés asistió
impresionada a la transformación del rostro de su mejor amiga
al contemplar a su hija. El amor que desprendía la abrumó y se
abrazó a sí misma con la convicción de que ella sentía lo
mismo por la criatura sin nombre que crecía en su interior.
—Es preciosa —dijo con la voz atenazada por la emoción.
Extendió los dedos para acariciar el rostro angelical de
Adriana, pero se contuvo para no interrumpir la placidez de su
sueño.
Nacha puso el índice sobre sus labios y abrió sus ojos
castaños y enormes para que guardara silencio; hizo un gesto
con la cabeza hacia la puerta, que entornó una vez salieron del
cuarto infantil.
—Ven. Vamos a tomar una limonada y nos ponemos al día.
Tenemos mucho de qué hablar.
Caminaron abrazadas hacia la cocina y la ayudó
exprimiendo los limones mientras ella preparaba algo para
picar en una bandeja.
—¡Cómo cambian las cosas! —reflexionó Inés con una
sonrisa ante el cambio de menú—. ¿Dónde quedaron los
vinitos y las cervezas?
Nacha soltó una carcajada, pero no estaba interesada en
filosofar sobre la vida.
—Bueno, ¿qué tal el reencuentro con Erik? —preguntó con
picardía. Se desplazaron al salón y se acomodaron en los sofás
mullidos. Inés se echó a reír cuando las dos estiraron las
piernas encima de la mesita auxiliar en un gesto coordinado y
casi idéntico. Nacha señaló su barriga—. Porque yo en esta
época del embarazo estaba más caliente que una locomotora.
¿Cómo has aguantado tantas semanas sin sexo?
—Tú siempre al grano, ¿eh? —Se echó a reír y miró al
techo un segundo para ordenar sus sentimientos encontrados
con Erik—. Lo del sexo en solitario se me da genial, ya lo
sabes. ¡Le doy muy buen uso a tus regalitos!
—No me digas que te los has llevado de viaje hasta
Rochester —dijo Nacha impresionada.
—Por supuesto. ¿Cómo te crees que he sobrevivido estos
tres meses? En cuanto a Erik… —Hizo una pausa y se encogió
de hombros al percibir la mirada preocupada de su amiga—.
Aún no nos hemos visto. Llegué esta mañana a primera hora y
tenía un mensaje en el móvil: cirugía urgente. Seguida de otra.
La vida del cirujano en su más pura esencia —resumió con
resignación, y rechazó con un gesto de la mano la compasión
que irradiaba de Nacha—. A estas alturas debería estar
acostumbrada.
—Inés, sabes que las cosas tienen que cambiar cuando
nazca, ¿verdad? — Nacha señaló con la barbilla hacia su
abdomen—. ¿Lo tiene claro Erik? Un bebé pone tu mundo
patas arriba por completo. Nosotros no teníamos ni idea de en
qué nos estábamos metiendo. Es maravilloso, pero también
es…
Un llanto agudo, primitivo y desgarrador interrumpió a su
amiga y provocó en ella la necesidad imperiosa de correr a
consolarlo. Nacha se levantó como un resorte a atender a su
pequeña. Inés no la siguió.
Les dio vueltas a sus palabras. Como siempre, certeras y
punzantes. ¿Lo tenía claro Erik? Pensó en el entusiasmo que
mostraba con cada cambio, en los libros que leía con avidez,
en sus largas conversaciones sobre la educación y la crianza.
Pero cuando se trataba de la cardiocirugía… Prefería no pensar
demasiado en ello.
Adriana emitía unos sollozos más calmados mientras su
madre derramaba sobre ella palabras tiernas que la hicieron
sonreír. Nunca había escuchado ese tono dulce y aniñado en
Nacha. Ser madre la había cambiado. ¿Cambiaría Erik al tener
a su hijo entre los brazos? El fantasma de las diferentes
prioridades sobrevoló su felicidad y acecharon los malos
recuerdos. Las frases lapidarias. Las reacciones inesperadas.
El pánico que decía sentir ante la idea de ser padre. El miedo
que tenía de hacerlo mal. Inés agitó la cabeza y se puso de pie
para alejar los nubarrones.
Confiaba en él.
Tenía fe absoluta en el amor que se profesaban, en el
proyecto de vida que estaban forjando, en el futuro que
querían compartir. Pero también sabía con absoluta certeza que
tendrían que trabajar en ello. Muy duro.

Erik llevaba varias horas en el quirófano. Un sudor frío


descendió por su espalda y flexionó el cuello hacia un lado y
al otro, incómodo. El aire acondicionado y la hipotermia que
protegían las funciones cerebrales de aquella mujer generaban
una temperatura gélida. En contraste, la adrenalina en su
torrente sanguíneo ante aquel traumatismo torácico lo hacía
olvidar cualquier molestia. La tensión en sus hombros por la
inmovilidad. Los dientes apretados al abordar un punto crítico.
El ambiente hostil del quirófano.
Nada importaba frente al poder intoxicante y la
responsabilidad abrumadora de saber que tenías la vida de una
madre de familia entre tus manos. Desconocía su nombre, su
edad exacta, los motivos que la habían llevado hasta su mesa
de operaciones. Solo sabía que algún idiota se había saltado un
semáforo y ahora los tres ocupantes del coche pagaban las
consecuencias.
—Doctor Thoresen, el doctor Gómez pregunta si necesita
ayuda por aquí, le falta solo cerrar la piel en el otro pabellón
—anunció una enfermera asomada por la puerta entreabierta
de acero y cristal—. El marido está estable dentro de la
gravedad y las lesiones torácicas no eran importantes.
—No. Que empiece con Guarida los quirófanos
programados de la mañana, o no cumpliremos con el horario
—dijo Erik con la voz firme y acerada. No quería
interrupciones—. Nosotros tenemos aún para un par de horas.
No quiero que me molesten. Si necesito ayuda, la pediré.
No se le escapó la mirada irónica que la enfermera le lanzó
antes de marcharse. Tampoco el brillo divertido de Dan,
operando frente a él.
—El doctor Thoresen en su más pura esencia —dijo su
antiguo pupilo, ahora colega. Erik ignoró el comentario y
siguió avanzando a través de las estructuras torácicas para
llegar a la zona lesionada.
—Es bueno volver a trabajar juntos. Has crecido en este
año sin mí —reconoció con algunas reticencias tras unos
minutos de trabajo intenso. A veces, parecía que bastaba un
elogio para que volviese a cagarla o experimentar una
regresión a su comportamiento infantil—. ¿Cómo abordarías
tú esta laceración en la aorta?
Tenía claro qué hacer, pero le gustaba ponerlo a prueba.
Asintió con una sonrisa oculta por la mascarilla cuando Dan
no se amilanó ante la presión. Con dedos expertos, buscó el
punto sangrante.
—Aspiración, por favor. Despejen el área para trabajar y
amplíen el campo quirúrgico —indicó a la enfermera y los
internos que los acompañaban en la cirugía—. Es una herida
limpia, sin irregularidades, no hay desgarro. Una sutura directa
con puntos individuales.
—Perfecto. Vamos a ello. Doctora Wenger —preguntó Erik
a la anestesista, que se afanaba en remontar la tensión arterial
de la paciente—. ¿Podemos continuar ya?
—Necesito más concentrados de hematíes, está perdiendo
mucha sangre. Suero fisiológico a chorro por la vía central
mientras llega. —La anestesista estaba acostumbrada a
trabajar con él en los casos más complejos y Erik confiaba
plenamente en su competencia—. Seguid o no terminaremos
nunca. No va a estar mejor que ahora.
Un auxiliar salió del quirófano provocando una corriente de
aire que insufló nuevas energías a todo el equipo. Se
inclinaron con fuerzas renovadas sobre el tórax abierto de la
paciente.
—Vamos, Dan. Cosamos ese maldito agujero —gruñó al
ver que la hemorragia se recrudecía.
No fueron dos horas. La cirugía se complicó al iniciarse
nuevos puntos sangrantes y reconstruir la arteria más
importante del cuerpo humano les llevó casi cuatro. Dan se
quedó a terminar junto a los internos mientras él, después de
informar a una pareja anciana y muy preocupada del resultado
favorable de la intervención de su hija, solo tenía una idea en
la cabeza. Inés.
—No. Ahora no —interrumpió con crudeza a uno de los
internos en el gesto de abrir la boca. Seguro que estaba
interesado en participar en la operación siguiente, pero tendría
que esperar.
Cerró la puerta de su despacho y se desplomó en la silla.
Sacó el móvil del bolsillo y un gruñido de fastidio brotó de su
garganta al ver las llamadas perdidas de Becker, ¿Ese hombre
no tenía nada mejor que hacer? Ignoró el wasap que esperaba
contestación en su teléfono.
«Erik, necesito tu respuesta. El equipo audiovisual viene la
próxima semana para hacer las fotos corporativas del San
Lucas y cuento contigo».
Ya tenía su respuesta: un «NO» rotundo y categórico. Pero
Becker tenía la maldita fijación de no aceptar una negativa por
respuesta. ¿Qué pintaba él haciendo de modelo sonriente para
vender un hospital que distaba mucho de funcionar como
debería? Estaba harto. Cansado de las peleas con Guarida, de
la hipocresía de Becker, de la falta de personal y de recursos, y
de tener que posponer día sí y otro también su vida más allá
del hospital.
Buscó el contacto de Inés. Un emoticono con cara de pena
lo esperaba junto a un «No te preocupes. Pececito y yo hemos
llegado bien y nos hacemos compañía».
Y luego otro mensaje más, unas horas después, para
avisarlo de que estaba en casa de Nacha. El busca sonó justo
cuando se disponía a pulsar el número de su móvil para
escuchar su voz.
—Thoresen —respondió con más brusquedad de la que la
enfermera de quirófanos merecía.
—Doctor, el próximo paciente está listo en el quirófano
tres. ¿Va a tardar mucho?
Erik sujetó el puente de su nariz y apretó los párpados con
fuerza ante el tono temeroso de la pregunta. Suavizó sus
palabras e intentó sujetar los demonios que pugnaban por
escaparse de su boca.
—Avise al doctor Suárez y que comience con los internos.
Estaré allí dentro de quince minutos.
Pero colgó sin esperar contestación.
—Svarte Helvete…
Lo hizo de manera automática, sin mala intención real. Su
carácter de mierda le jugaba malas pasadas una y otra vez. La
influencia balsámica que Inés ejercía sobre él llevaba
demasiado tiempo lejos y se notaba. Y aquellos tres últimos
meses habían sido un infierno en el hospital.
El móvil silenciado vibró en su mano y respondió al
instante con una enorme sonrisa.
—Liten jente, ¿todo bien?
La risa cristalina de Inés se derramó en sus oídos con un
efecto calmante. Una ansiedad desconocida y abrumadora
tiraba de él para correr a su encuentro.
—Estamos genial. He venido a comer con Nacha y Loki
corretea por el jardín. ¡Adriana está preciosa! —Unos ruidos
de interferencias lo obligaron a separar el teléfono de su oreja.
—¡Oye, Erik! ¿Qué es eso de dejar plantada a Inés en el
aeropuerto? ¡Ha tenido que tomar un taxi para volver a casa!
—La voz enfadada que al principio lo desconcertó era de
Nacha. Como siempre, a la yugular y sin contemplaciones—.
¡Tienes que arrimar el hombro! ¿Qué piensas hacer cuando
nazca…
Erik apretó los labios en una línea fina. Contuvo el impulso
de decirle cuatro cosas a Nacha. Más que nada, porque tenía
toda la razón.
—No le hagas caso —dijo Inés, otra vez al teléfono, con un
tono resignado que no le gustó—. Ya le he explicado a esta
loca que nuestro trabajo es así y que no podemos hacer nada
para evitarlo. ¿Qué tal las urgencias?
—Gracias, kjaereste. La primera fue un bypass sin
complicaciones. La segunda cirugía fue una reparación aórtica
larga, pero la paciente está fuera de peligro. —Contárselo a
Inés hacía que parte de la carga se evaporase—. Ahora tengo
que entrar ya para empezar el parte de hoy.
—¿Tienes pensado regresar a casa en el algún momento del
día? —dijo ella con un tono en el que se advertía cierta
impaciencia. Erik soltó un suspiro.
—Si nada se complica, espero que acabemos alrededor de
las seis. ¿Quieres que vaya a buscarte a casa de Nacha?
—No, no hace falta que vengas, ¿qué pintamos con dos
coches aquí? Alrededor de las seis y media estaré de vuelta en
casa con Loki. Si sales antes, ¿me avisas? Te echo de menos
tanto que duele —dijo Inés bajando un poco la voz.
—Yo también, Inés. No sabes cuánto. Te llamo en cuanto
salga del hospital.

Erik llegó a casa más allá de las ocho. Un aroma fresco lo


recibió. En la mesa, había una ensalada y un poco de paté
untado en unas tostadas. La taza de su café de la mañana y el
plato estaban lavados en el escurridor y se dio cuenta de que
todo estaba limpio. Joder. Podría haberse esforzado en tener la
casa más presentable.
—¿Inés? —la llamó, sorprendido de no encontrarla allí.
Loki tampoco estaba.
Caminó hacia el salón, también impecable. La vio a través
del cristal, apoyada en la barandilla de la terraza. Descalza. La
melena sobre la espalda. Las largas piernas desnudas bajo un
vestido blanco de verano. Parecía una niña.
La necesidad de abrazarla desgarró sus entrañas. Apretó los
puños, insultándose por haber tardado tanto. Aunque no
estuviera en su mano cambiar las cosas. ¿Qué iba a hacer?
¿Dejar aquellos pacientes sin quirófano? Guarida no le había
concedido el día libre que pidió. Y había tenido mala suerte. El
avión de Inés llegaba a las siete de la mañana. Si no hubiera
sido por aquel accidente de coche, habría tenido tiempo de
sobra para ir a buscarla y llegar a la primera cirugía
programada.
—Inés.
Ella se dio la vuelta en un gesto brusco. La expresión de
sorpresa tornó en alivio. Lanzó sus brazos al cuello y se
abrazaron con fuerza. El vientre abultado entre ellos lo hizo
sonreír y acarició su redondez mientras dejaba caer un torrente
de besos sobre su rostro. Aumentó la exigencia de sus labios y
buscó una mayor entrega, pero percibió la ambivalencia de su
contacto.
—Por fin estás en casa. Bienvenido —dijo con una sonrisa
radiante que no alcanzaba a iluminar del todo sus ojos de plata
—. ¿Quieres cenar? He preparado algo rico.
No. No quería cenar. Quería hacerle el amor. Enterrarse en
ella y descubrir las novedades de su cuerpo. Hundir el rostro
entre sus pechos, embriagarse con su aroma, escucharla gemir.
Ella se deshizo con suavidad de su agarre y se dirigió con su
paso de bailarina hasta la mesa.
Erik cerró los ojos. Bien. Podía esperar.
—¿Y Loki? —preguntó, extrañado por su ausencia.
—Nacha me ofreció quedárselo un par de días. Estaba
como loco en la finca, feliz de estar con otros perros— explicó
ella mientras ponía en la mesa una fuente con rosbif. Señaló su
silla habitual y acabó por sentarse. ¿Qué iba a hacer?
—Estos días sale menos de lo habitual —se disculpó él,
consciente de que vivir en un piso no era lo mejor para un
animal—. Me alegra que pueda tener unos días de vacaciones.
—Sí, es verdad.
Vaya. Mierda.
Se hizo un silencio incómodo que Inés ocupó en picotear la
comida de su plato. Él hizo lo mismo de mala gana. Acabó por
dejar los cubiertos a un lado tras unos bocados.
—Inés. Para. Ven aquí.
—¡Tengo hambre! —contestó ella sin mirarlo—. Tengo
que comer.
—Estás desmenuzando la carne. Eso no es comer. Ven.
Ella no se movió. Muy bien. Le tocaba lidiar con la Inés
pasiva-agresiva que tan difícil se le hacía de enfrentar. Pero ya
llevaban juntos unos años y algo había aprendido, pese a sus
incompetencias emocionales. Apartó la silla y se levantó. Si la
montaña no va a Mahoma… Le quitó con suavidad los
cubiertos de las manos y la levantó de las muñecas.
—Erik —dijo con la voz ya no tan dulce. Estaba tensa y
sus ojos se clavaron en él—. Suéltame.
—No. ¡Déjame hablar! —exigió al ver que ella tomaba aire
con expresión airada. Al menos conseguía una reacción real—.
Sé que estás cabreada.
—Tú no sabes lo que es que yo esté cabreada —dijo ella
entre dientes—. Suéltame.
Él la envolvió entre sus brazos y la contuvo con fuerza.
Inés permanecía rígida, con los brazos estirados a ambos lados
de su cuerpo, sin corresponder a su contacto.
—Svarte Helvete, Kjaereste… —masculló entre dientes—.
No voy a soltarte. No voy a rendirme. ¿Crees realmente que no
quería estar allí cuando llegaras? —atrapó su barbilla en la
concavidad de la mano y elevó su rostro hacia él—. ¿Crees
que no me jode, y me duele, haberte dejado sola durante todo
el día?
—Soy mayorcita, Erik. He pasado el día perfectamente.
Nacha y Juan te mandan saludos —replicó en un tono neutro y
desprovisto de cualquier emoción. Lo que era peor que
cualquier escándalo al estilo Vivanco—. Adriana es una niña
precio…
Selló sus labios con un beso. Ella intentó apartarse, pero su
rostro seguía inmovilizado entre sus dedos. Sus músculos se
ablandaron un mínimo y Erik sabía lo que eso significaba, que
su voluntad comenzaba a tambalearse. Perseveró en hacerla
caer. Devoró la boca femenina con dedicación, con todo su
cuerpo en juego, volcando en las caricias de su lengua lo que
sentía por ella. No fue fácil, se resistía. Pero ahora ya no lo
rechazaba. Sus manos delgadas tantearon inseguras bajo la tela
de su camisa y buscaron piel. Hasta que al fin capituló.
—No es justo —gimió ella sobre su boca. Mordió sus
labios. Los lamió. Volvieron a engarzarse en un beso ávido.
—Lo sé, liten jente.
Presionarla así era su último recurso. No le gustaba tantear
el límite de su resistencia imponiéndose. Pero había
conseguido borrar la indiferencia de su rostro y su
comportamiento hostil. No buscaba someterla, solo que
enfrentara el problema. Sabía que, si lo dilataban, sería mucho
peor.
—Me estoy comportando como una niña pequeña —dijo
ella con el rostro hundido en su pecho y las manos perdidas en
los relieves de su espalda.
—Tienes todo el derecho, Inés.
El consuelo de su abrazo no tardó en convertirse en calidez.
Las caricias pronto transformaron la calidez en deseo. En ese
momento exacto, Erik la soltó. Inés cerró los ojos unos
segundos y dejó escapar un jadeo.
—Vamos a la cama —murmuró con los ojos brillantes por
la excitación. Él volvió a encerrarla entre sus brazos y la besó
en la frente.
—No. Primero vamos a hablar. —Alzó las cejas y la miró,
divertido—. Parece mentira que sea yo el que diga esto. Ven.
Vamos al sofá.
La giró y la condujo desde atrás sin apartarse de ella. Se
sentó y la reclamó sobre su regazo. Inés no se defendió.
Escondió el rostro en su cuello e inspiró con avidez el aroma
que emanaba.
—No estoy cabreada.
—¿No? —dijo él con tono incrédulo.
—No. Estoy dolida. Por tu ausencia. Por las palabras de
Nacha. Porque no me importa que me pospongas a mí —dijo
sobre su piel, aún aferrada a sus hombros. No quería mirarlo
—, pero no sé si podré soportar que, cuando llegue el
momento, lo pospongas a él.
—¿A quién, Inés?
—A nuestro bebé.
Erik la apartó unos centímetros y buscó sus ojos. Así que
era eso. Un dolor inesperado atravesó su pecho y lo obligó a
cerrar los ojos.
—No lo haré, Inés —afirmó con decisión. Era tan cierto
como el amor que sentía por ella y no dudó ni un instante de sí
mismo al hacerlo—. Jamás.
—Lo haces conmigo. ¡Y lo entiendo! Pero yo sé de qué va
esto —dijo cobijándose de nuevo en su pecho—. Ser médico
es una mierda, a veces. Como trabajo es maravilloso, pero
como forma de vida, hay que pagar un alto precio personal.
Eso un niño no lo sabe.
—No lo haré —repitió, enfadado consigo mismo por no ser
capaz de convencerla. Claro. Había pasado un buen tiempo
defendiendo lo contrario. Que no le interesaban las relaciones
estables. Que no quería ser padre. Que su prioridad era la
cardiocirugía. Soltó una risotada amarga. La primera y única
vez en su vida que estaba completamente seguro de querer
todo aquello de lo que siempre había renegado, y lo
cuestionaban.
—Confío en ti, Erik. Tengo plena fe. Pero tienes que dejar
de permitir que lo que ocurre en el hospital interfiera en
nuestras vidas —dijo en una súplica enardecida—. Tú me
dijiste una vez que sabías separar a la perfección el trabajo de
tu vida personal. Este es un buen momento para demostrarlo.
Erik asintió. Tenía razón. Los tres meses sin ella había ido
cada vez más a la deriva, pasando más y más horas en el
hospital, llevándose a casa un trabajo que acababa por
envenenar su escaso tiempo libre. Debía reaccionar.
—Tienes razón, Inés. Dame un poco de tiempo para
reajustarme. Lo conseguiré.
No soy residente

Inés empujó con decisión la puerta de cristal de la Unidad.


Regresaba a sus dominios. Se alegraba de ver de nuevo a
todos, pero no se entretuvo demasiado en saludos y detalles
sobre su embarazo, quería ponerse en marcha cuanto antes.
—Inés, ¡qué bien tenerte de nuevo aquí! Estás radiante —
dijo con admiración Marita tras abrazarla, al ver su vientre
sobresalir entre los faldones de la bata—. El embarazo te
sienta bien.
—Gracias, Marita. La verdad es que me encuentro
fenomenal. No tengo ninguna molestia ahora que he superado
el ecuador —respondió Inés. Le encantaba charlar con Mardel,
pero ver a Luisa corretear de aquí para allá mientras encendía
los ecógrafos, supervisaba el material de cada consulta y
pasaba lista a los primeros pacientes, la ponía nerviosa—.
Deseando terminar esta última etapa.
—¡Estupendo! Coronas está de vacaciones y me he tomado
la libertad de asignarte su listado. ¿Te parece bien? Felipe
subirá al quirófano a hacer las ecografías intraoperatorias.
Le llevó un par de segundos recordar que Felipe era su
residente pequeño. Genial. Él se encargaría de hacer de
anfitrión para internos y alumnos. Ella ya jugaba en otra liga.
Encendió el ordenador y lanzó una mirada circular
sopesando las posibilidades. Coronas se jubilaría mientras ella
estuviera de baja maternal. ¿Sería aquel su despacho cuando
empezara como adjunta? No estaba mal. Tenía buenas vistas a
la cordillera y una mesa enorme. Cambiaría la vieja silla de
cuero por una más ergonómica. Se tomó unos minutos para
diseñar la oficina de sus sueños hasta que la enfermera hizo
pasar al primer paciente, acompañado de sus padres.
Cuando posó el fonendoscopio sobre su pecho para
auscultarlo no le quedó ninguna duda: ahí era donde tenía que
estar.
A media mañana ella y Marita se tomaron un pequeño
descanso con el café. La sorprendió ver a su residente pequeño
sentado con toda tranquilidad en el sofá. Mario también estaba
allí, disfrutando del corto rato que podía relajarse un poco
entre cirugías.
—Felipe, ¿qué haces aquí? El doctor Thoresen te va a
llamar en cualquier momento —dijo señalando el busca
abandonado sobre la mesa con expresión seria—. Ni siquiera
te has cambiado.
Seguía con ropa de calle y bata, y así no podía entrar al
quirófano. Inés recordó con una sonrisa cómo ella misma
había caído en aquel error. Los viejos tiempos en que Erik y
ella no podían cruzar un par de frases sin enzarzarse en una
pelea en la que ella salía más que escaldada.
—Uff, sí. Tienes razón. Erik el Terrible —dijo con voz
burlona. Se levantó con desgana y colgó la bata en el perchero
—. Más vale que no llegue tarde o Thor descargará los rayos y
truenos de su furia sobre mí.
Inés reprimió una carcajada al escuchar dos de los apodos
con los que internos y residentes hablaban de Erik a sus
espaldas. No pudo dejarlo pasar.
—¿Cómo dices? —preguntó con toda la seriedad que pudo
reunir, considerando que le dolía la cara por contener la risa.
Felipe abrió unos ojos enormes y rojo como un tomate,
interrumpió su discurso. Comenzó a tartamudear.
—Quiero decir…esto… que es muy exigente, que nos hace
trabajar mucho —intentó excusarse con palabras atropelladas
—. Es un crac, pero tiene muy mala baba.
—Chico, lo estás arreglando —intervino Mario entre gestos
de negación. Inés a duras penas aguantaba las carcajadas, pero
se dio cuenta de que le estaba cortando el rollo a base de bien.
No la veía como su residente mayor, la veía ya como una
adjunta. En un mes pasaba al lado oscuro.
—Conozco perfectamente al doctor Thoresen, Felipe.
Todos hemos sufrido sus exigencias, lo he vivido en carne
propia —dijo al fin para echarle un cable con una sonrisa.
Supuso que conocería las historias de sus inicios, eran de
dominio público de todo el San Lucas—. De todas maneras,
estoy pendiente de firmar contrato y tengo idea de
incorporarme en enero. Me tendréis de vuestra parte, lo
prometo. Aunque sea su mujer —añadió con un guiño
travieso.
Felipe le lanzó una mirada rápida y se largó de allí sin
responder a su guiño de complicidad. Vaya. Un silencio
incómodo se cernió sobre ellos mientras acababan el café hasta
que todos se pusieron en marcha. Mario la retuvo del brazo un
par de segundos cuando se disponía a regresar a la consulta.
—Inés, espero que no te moleste lo que te voy a decir. Pero
eso es parte del problema. Erik y tú —dijo con cara de
circunstancias. Se notaba a la legua que era incómodo para él
decirle aquello—. Me refiero a que vayas a trabajar aquí
siendo su mujer. Es una mierda, lo sé. Pero ya sabes: este
hospital es un maldito corrillo de viejas.
—Vaya. —Menudo palo. ¿Ahora era la mujercita
enchufada del jefe? Se tragó la bola desagradable de hiel—. Te
agradezco que me lo hayas dicho.
La rumorología de pasillo hospitalario era uno de los
cauces de comunicación más eficientes y dañinos que conocía.
Y los meses de ausencia habían servido para dejarlos deflagrar
como la pólvora y campar a sus anchas.

Erik tuvo que regresar al quirófano, se había dejado el busca


en la mesa de anestesia. Andaba distraído, lo tenía muy claro.
Tenía que andarse con cuidado. Al menos, el trabajo en
Cirugía había aflojado un poco su intensidad habitual. Se
acercaba la Navidad y, con ella, el pistoletazo de salida para
las vacaciones de verano de gran parte del personal. A cambio,
eso significaba sobrecarga de trabajo para los que quedaban.
Los de siempre: Mario, Dan y él.
Miró el reloj con irritación. Odiaba llegar tarde. Entró en el
despacho de Guarida con la sensación de catástrofe que se
cernía sobre él cada vez que tenían una reunión. Tocaba dar el
visto bueno a los peores meses del año: enero y febrero.
Verano. Deseó estar en el paisaje nevado de Tromsø, muy,
muy lejos del San Lucas.
La suspicacia lo embargó al ver que Becker también estaba
allí. Reprimió un gruñido. En las últimas reuniones el gerente
parecía planear sobre ellos con actitud vigilante. Por no decir
que metía las narices en todo. Inspiró con lentitud antes de
saludar.
—Hola.
—Erik, buenas tardes —dijo Pablo con cordialidad, al
contrario del saludo seco de Guarida, que seguía utilizando un
trato cortés pero distante con él—. Tenemos aquí la
planificación de este año y nos gustaría que le echases un
vistazo.
—La conozco. La he hecho yo —replicó desabrido.
—Lo sé, lo sé —dijo con un gesto para quitarle
importancia—. Pero Hernán ha realizado algunos cambios que
necesitan de tu aprobación.
Erik se inclinó sobre la planilla expuesta en la pantalla del
ordenador. Una bocanada de indignación se apoderó de él al
ver que tenía guardia de llamada el 31 de diciembre y el 1 de
enero. Le dinamitaban Fin de Año.
—Este verano hago más guardias que nadie, tanto de
presencia como de llamada. La condición era que tendría los
festivos de diciembre y enero libres —dijo, contenido. Tenía
los puños apretados a ambos lados del cuerpo y luchaba por
mantener un tono de voz controlado.
—Es cierto. —Guarida tomó la palabra y evitó mirarlo a
los ojos—. Pero el año pasado tampoco hiciste ningún festivo
de Navidad. El resto del equipo se ha quejado de que utilizas
tu cargo para librarte de las guardias de especial penosidad.
—¿Cómo? —Soltó una carcajada ácida ante la injusticia—.
Y los dos años anteriores, en los que sí trabajé Navidad y Fin
de Año, ¿supongo que no cuentan? Porque nadie parece
recordarlo.
Su jefe se encogió de hombros.
—Sabes cómo son estas cosas. Los otros candidatos a la
jefatura te guardan rencor y se agarran a un clavo ardiendo. —
Hernán utilizó un tono que lo hizo fruncir el ceño con recelo
—. Y, en cierto modo, tienen razón.
Se preguntó si de verdad ese supuesto rencor venía de sus
compañeros. Sospechaba que procedía del propio Guarida.
Prefirió no darle más pábulo al tema, ni dar la impresión de
que se justificaba. Al menos, tenía libre la semana de Navidad.
—De acuerdo. Reorganizaré mi tiempo. ¿Siguiente tema?
—Por el momento no podemos justificar la incorporación
de un nuevo cirujano. La junta económica insiste en ajustar el
presupuesto. —Esta vez fue Becker el que respondió con cara
de circunstancias—. Este año el San Lucas ha perdido
beneficios, tendremos que dejarlo para el año que viene.
Erik puso los ojos en blanco. Se apoyó con las manos
abiertas sobre la mesa. La misma cantinela de siempre.
—El año que viene es dentro de un par de semanas. Al
menos, ¿hay candidatos? —Becker y Guarida intercambiaron
una mirada rápida, pero dieron una respuesta vaga.
—Alguno hay, pero no tiene sentido entrevistarlos si no
podemos ofrecer nada por el momento —dijo Guarida, a todas
luces con ganas de cambiar rápido de tema—. No he querido
hacerte perder el tiempo con ello.
Por una vez, estaban de acuerdo.
Repasaron algunos temas de menor importancia y Erik
pudo marcharse al quirófano. Tomó el relevo a Mario, que ya
había accedido a la cavidad torácica junto al otro residente, y
cerró los ojos un par de segundos.
—¿Todo bien?
—Bien —respondió, sin dar detalles pese a la mirada
expectante de su pupilo—. Procedamos.
Lo cierto era que se sentía agotado. Aquellas reuniones
eran peor que diez cirugías seguidas. Solo cuando tuvo el
corazón de aquel pequeño latiendo entre las manos, todo el
malestar desapareció.

Inés se quitó la bata y dejó sus cosas en la taquilla mientras el


ordenador se apagaba. Cogió la carpeta con su currículo, al
que había añadido la magnífica carta de recomendación y la
evaluación de su rotación en la Clínica Mayo, y se dirigió al
despacho de Guarida. Por fin se despejaría su situación.
Odiaba estar en el limbo a un par de semanas de acabar la
residencia.
—Buenas tardes, Inés. Siéntate. ¿Qué tal va tu embarazo?
—preguntó el jefe mientras señalaba la butaca frente a él. Inés
le tendió el dosier con una sonrisa que le duraba desde la
primera consulta y se sentó.
—Bien, Hernán, gracias por preguntar. Te he traído mi
currículo actualizado. En él tienes la evaluación de la pasantía
en Rochester y una carta de la doctora Gardner. —Esperó a
que abriese la carpeta, pero él la apartó a un lado y centró su
atención en ella. Incómoda al ver que no decía nada, optó por
escoger la vía directa—. ¿Hay alguna novedad en cuanto a mi
contrato?
Guarida se recostó en la butaca y asintió. No lo pillaba de
sorpresa.
—Bueno, Inés. En tu ausencia ha habido algunos cambios,
espero que sean de tu agrado. —Ella sonrió, el panorama era
alentador—. Lo primero es que tienes que recuperar el mes
que perdiste a principios de año.
Un momento. ¿QUÉ?
Se revolvió en la silla, hecha un atado de nervios. No era
eso lo que esperaba escuchar. No dijo nada y el jefe continuó
con toda tranquilidad lanzando sus bombas.
—Es necesario que recuperes el tiempo perdido. Es por tu
bien. —Guarida se deshizo en explicaciones que, en realidad,
no necesitaba—. Espero que lo entiendas.
—Claro, lo entiendo. Al fin y al cabo, fueron casi cinco
semanas de baja, más el mes de vacaciones y luego la rotación
fuera —enumeró ella en un intento de ser razonable. Recordó
las palabras de Mario y endureció el tono de voz—. Además,
prefiero que no me den un trato de favor.
—¿Trato de favor? —Guarida parpadeó desconcertado.
—Por ser la mujer del doctor Thoresen. Sé lo que se
comenta por los pasillos, aunque haya estado fuera tres meses
—dijo Inés con asertividad. Aprovechó que tenía las riendas
de la conversación para reconducir el tema—. ¿Has revisado la
copia que firmé del precontrato que me diste? Añadí un par de
puntos a los que estaban expuestos.
El jefe la miró con intensidad, sin sonreír. Pasaron unos
segundos incómodos y, finalmente, hizo un gesto quitándole
importancia. Sonó el teléfono e Inés esperó con paciencia a
que terminara la llamada. La estaba ninguneando. En cualquier
otro momento, habría cortado la llamada o contestado que
llamasen en otro momento.
—Sí, lo he recibido. No habrá problema, pero ¿te parece
que lo hablemos después de las vacaciones de Navidad? Ahora
mismo todo es una locura, y aún tenemos más de un mes para
ultimar los detalles. —Se levantó de la silla y la acompañó
fuera del despacho. ¿La estaba echando? Parecía que sí—.
Todo está en regla, y solo queda ultimar algunos detalles.
¿Cogerás días por vacaciones?
A Inés le extrañó su pregunta. Guarida sabía perfectamente
que iría a Ranco a pasar las Navidades con su familia.
—Sí, estaré fuera del 20 de diciembre al 5 de enero.
Inclusive —aclaró con el calendario de su móvil en la mano.
Dudó antes de añadir—: ¿Hay algún problema?
—No pasa nada. Me preguntaba por las guardias—dijo con
una sonrisa cómplice que se le antojó falsa—, pero imagino
que al ser residente de segundo año tendrás algunos
privilegios.
—Y ya he pasado el ecuador del embarazo, no estoy
obligada a hacerlas. —Se arrepintió en el momento de haberlo
soltado al ver la miradita condescendiente que le dedicó—.
Aunque mantengo las guardias de llamada de cardio.
—Así me gusta —aprobó Guarida antes de despedirse.
Sin saber por qué, aquella afirmación tan tajante no le
gustó. Le daba la sensación de que pensaba que no trabajaba lo
suficiente. Desconcertada, Inés salió del San Lucas con un
sentimiento ambivalente. Una vibración le recordó que tenía el
móvil en silencio y aprovechó para leer el wasap de Erik.
«Ya estoy en casa. Te espero con novedades».
Agitó la cabeza para apartar las nubes grises que
amenazaban su seguridad. Cerró un momento los ojos y sonrió
al recibir los rayos de sol en el rostro. Pronto llegaría el
verano. No pintaba tan mal. Al menos Guarida no había puesto
peros a sus puntualizaciones al contrato: trabajar un día a la
semana en la consulta de Ecocardiografía Fetal y aportar unas
horas de voluntariado en el Sótero del Río.
Le vino bien el paseo a pie hasta el edificio W. Despejó la
mente y llegó contenta porque todo, salvo pequeños detalles,
iba bien. Tenía que centrarse en eso. El embarazo, su relación
con Erik, terminar la residencia. ¡Y pronto sería Navidad!
Se descalzó con un suspiro de alivio al llegar al ático.
Acarició a Loki, que la saludó batiendo la cola a toda
velocidad. Se acercó hasta la cocina y besó a Erik, que
esperaba con un zumo de naranja con hielo recién hecho y un
plato de fruta cortada.
Inés lo abrazó con fuerza. Se entregó a sus labios con
devoción. Apretó los pechos contra su torso y escondió el
rostro entre sus pectorales. La tensión del hospital se
desvaneció. Inspiró y se dejó inundar por el aroma a limpio de
la camiseta, la frescura de su perfume y la calidez de su piel.
Alzó de nuevo el rostro y, por un momento, se olvidó de
todo. Los labios expertos de Erik acariciaban su boca con
maestría, sin prisas.
—¿Quieres ir arriba antes de merendar? —preguntó con la
voz enronquecida por el deseo. Le vendría bien que Erik
terminara de eliminar sus preocupaciones a base de orgasmos.
Pero su ceño fruncido y los labios apretados no auguraban
nada bueno.
—Después, liten jente. Tengo malas noticias —dijo
apartándose de ella. La cogió de la mano y la condujo hasta el
sofá.
Inés soltó un gemido de decepción y se dejó caer a su lado.
Loki subió junto a ella y posó la cabeza en su regazo, atento a
cada palabra.
—¿Y ahora qué pasa? No me asustes, que hoy ya he tenido
bastante.
—Tengo que modificar mis vacaciones. Me toca trabajar en
Fin de Año, guardia de llamada el 31 y el 1. Tengo que
volverme el día antes a más tardar —anunció con tono
culpable—. Espero que tu madre no me crucifique por ello.
Se quedó quieta, intentando relativizar la rabia que sentía.
La voz le salió tensa y más cortante de lo que pretendía, pero
no era capaz de esconder su decepción.
—No te preocupes. Lo entenderán. Volveremos juntos a
Santiago.
—No hace falta —insistió él con firmeza. Inés intentó
alejarse, pero él la retuvo a su lado—. Quédate con ellos. No
quiero que tus padres me echen en cara que te rapto otra vez.
—No es por eso. Quiero estar contigo, pero yo también
tengo novedades: el 2 de enero me reincorporo a trabajar. —
Inés compuso una mueca resignada. El rostro de Erik se
iluminó y se apresuró a aclarar la situación—. No. No es lo
que piensas. Tengo que recuperar el mes de residencia que
perdí cuando estuve de baja.
—No lo perdiste. Estuviste enferma —dijo él con
indignación. Se separó de ella y alzó las cejas, alertado por la
nueva información—. Ni que te hubieras ido de vacaciones.
Inés se encogió de hombros, también cabreada.
—Ya. Pero prefiero cumplir con todo a rajatabla. Ya
bastante malo es saber que se rumorea que tengo enchufe por
ser tu mujer. —La cara de Erik no tenía desperdicio. Un
caleidoscopio de indignación, cabreo y sorpresa modificó su
expresión—. Vamos, ¿de qué te sorprendes? Esto era
inevitable. Menos mal que tengo un buen historial.
—El mejor historial —puntualizó él, enfadado. Se llevó la
mano a la frente y hundió los dedos entre su melena rubia.
Clavó los ojos azules en ella—. ¿Algo que yo pueda hacer?
—¡Ni se te ocurra! No hagas nada—dijo Inés con el índice
levantado en gesto de advertencia—. Ya sabes cómo se va a
interpretar cualquier movimiento de tu parte para echarme un
cable
—Vaya día de mierda —gruñó Erik.
Inés asintió en silencio. Estaban juntos, el embarazo iba
bien, pronto sería adjunta. Claro. Pero las pequeñas miserias
del trabajo en el hospital se hacían más presentes que nunca en
su vida. Y no era mucho lo que podían hacer.
Navidad en Ranco

El siseo del carrete al lanzar el anzuelo emplumado cortó el


murmullo del río. Erik comenzaba a cogerle el truco a aquel
sedal interminable que remataba en un gancho engalanado de
plumas y pelos de colores que simulaban una mosca. Pescar lo
relajaba. Atrás quedaban las semanas de mierda en el hospital,
las preocupaciones por el Servicio y por la situación de Inés.
Cuando Gerardo supo que le gustaba pescar, se mostró
entusiasmado por contar con un compañero de fatigas. Dos
relucientes salmones y una trucha arcoíris reposaban ya en la
nasa de mimbre y cuero sobre la arena del lago.
El padre de Inés era un hombre tranquilo, de pocas palabras
y siempre bien escogidas. Se sentía a gusto con él. Si las cosas
hubieran sido diferentes, ¿la relación con Magnus habría sido
parecida a la que ahora mantenía con su suegro? Algunas
pullas humorísticas, un puñado de conversaciones cortas,
aunque trascendentales, y largos silencios que confortaban el
alma.
Erik notó el tirón en la línea y los dos se pusieron alerta.
Giró el molinillo con suavidad y comenzó el tira y afloja para
asegurar la captura.
—Una trucha, ¡y de buen tamaño! —dijo Gerardo con
entusiasmo. Sonrió y señaló al pez, que se debatía furioso en el
agua—. ¡No dejes que se escape!
Animado por la perspectiva de una nueva presa, Erik alzó
la punta de la caña demasiado pronto y el pez plateado se
escabulló entre las rocas.
—Svarte Helvete… —juró entre dientes. No era el primero
que conseguía librarse de la sartén aquella mañana.
—Error de novato. ¡Lástima! Ya picará otro. —Su suegro
recuperaba a unos pocos metros de distancia un lustroso
salmón con el salabre y una sonrisa ufana—. El primero que
llegue a tres tiene derecho a una siesta.
Ahora estaban empatados: dos piezas por cabeza. El límite
que permitía la licencia de pesca estaba en tres. Si pescaban
más, debían devolverlas al lago.
Erik se alejó río arriba en busca de un rápido en la
corriente. Sus pensamientos vagaban mientras el cuerpo
repetía los movimientos una y otra vez de manera casi
inconsciente: lanzar el anzuelo, ondearlo en el aire, soltar el
sedal y recogerlo sin prisas para que la mosca de colores se
deslizase, tentadora, sobre la superficie del agua. En realidad,
no tenía el espíritu competitivo de Gerardo y no prestaba
demasiada atención. Su mente estaba muy lejos de allí.
Evocó el olor salado del mar, las ráfagas de aire sobre la
cara, el agua densa en la que flotaban témpanos errantes del
Ártico. Se dejó llevar por la memoria hasta aquella
conversación con su hermano, la más sincera en décadas,
mientras vadeaba el río con el agua hasta las caderas. Sus
recuerdos lo trasladaron justo un año atrás, a bordo del
Drakkar con Kurt, a casi quince mil kilómetros de distancia en
Noruega.

«—A papá le habría gustado estar aquí, con nosotros —dijo


Kurt. Su rostro castigado por la intemperie mostraba una
expresión evocadora. La barba, más cana que rubia a sus
cincuenta años, estaba decorada con pequeños cristales de
hielo que se pulverizaban al respirar—. Dando órdenes, sin
soltar el timón y con una canción en los labios junto al pitillo.
—Le encantaban los Beatles —añadió Erik con una sonrisa
vacilante y le tendió a su hermano la botella de Akvavite para
que echara un trago—. Aunque no estoy demasiado seguro de
que le gustase que yo estuviera aquí. «Here comes the sun,
durururu…» —tarareó en su honor la conocida melodía.
Su hermano lo miró en silencio unos segundos, bebió a
morro un buen lingotazo y siguió con la tarea de recoger los
cabos en ordenadas espirales sobre la cubierta. Erik soltó un
gruñido exasperado.
—No hagas eso. Di lo que piensas —dijo fastidiado.
Comenzaron a trabajar codo con codo para recoger el foque.
Hacía demasiado viento para tener desplegada tanta vela.
—No es asunto mío. —Kurt se encogió de hombros.
Evitaba mirarlo a los ojos.
—Sé que no te gusta meterte donde no te llaman, hermano.
Pero ahora quiero tu opinión. —Erik posó la mano sobre su
antebrazo para que prestara atención—. ¿Qué pasa?
Kurt emitió un carraspeo incómodo y él reprimió las ganas
de reír. Aquello era culpa de Inés, lo había latinizado.
¿Expresar sentimientos? ¿Molestar a otro a sabiendas de que
lo ponías en un aprieto? Definitivamente, había dejado hace
mucho de ser un noruego de pura cepa.
—¿Por qué esa inquina contra el viejo? ¿Por qué ese odio?
Nunca te lo he preguntado —soltó el gigante rubio y cano, que
lo taladró con sus ojos claros.
—También le encantaba esquiar —murmuró Erik.
Agradeció que Kurt no insistiera y los dos continuaron por
aquella vía de escape.
—Era el mejor —aseguró Kurt. Una ráfaga de viento
gélido los empujó a moverse para entrar en calor y volvieron a
la faena—. Aguantaba como ninguno las rutas de esquí de
fondo. ¿Te acuerdas de cuando participó en aquella carrera
nocturna para ejecutivos?
Erik soltó una carcajada al recordar a su padre llegar a la
meta en tercer lugar, rojo como un tomate y resoplando, con
una enorme sonrisa de felicidad.
—Imposible olvidarlo, ¡estuvo alardeando durante
semanas! Aún guardo el trofeo en casa. —Kurt se unió a las
risas mientras los dos trabajaban de manera sincronizada como
marineros curtidos en alta mar.
—Creo que las únicas veces que lo vi fardar de algo fue
con los logros deportivos. ¡Qué competitivo! —resopló Erik, e
hinchó el pecho con orgullo en un gesto que imitaba a su
padre.
—Y con los logros de sus hijos. —La atmósfera ligera que
se había creado desapareció con la mirada dura que su
hermano le dedicó—. No has contestado a mi pregunta.
Erik apoyó los antebrazos en la borda y se tomó unos
segundos para responder. La tristeza y la rabia de aquellos días
se apoderaron de él al rememorar el pasado. Negó con la
cabeza y abrió las manos en un gesto de impotencia.
—No lo sé. Fue un cúmulo de cosas. Para mí era
importante lo que él pensara. Quería que estuviera orgulloso
de mí y siempre los minimizaba. —Kurt sacó un paquete de
cigarrillos y le ofreció. Él declinó la oferta, sorprendido—.
¿Ahora fumas?
—A escondidas, y cuando Maria y Astrid no me ven. Con
el bebé en casa, no puedo encender un pitillo a cien kilómetros
a la redonda —dijo Kurt con resignación—. Vuelves a evitar
darme una respuesta.
—No es mi intención. Solo necesito poner en orden los
recuerdos —se defendió él ante la implacabilidad de su
hermano—. Cuando decidí ser médico, lo primero que hizo el
viejo fue tratar de disuadirme. Que no era lo mío. Que no sería
capaz. Que me dedicara a la carpintería porque era muy bueno
con las manos, pero no tanto con la cabeza. No daba ni un ore
por mí.
—Erik, ninguno de nosotros daba un ore por ti. Hasta
entonces eras un maldito desastre en los estudios. Aprobabas
por los pelos, siempre metido en líos… —dijo Kurt con una
sonrisa condescendiente—. Yo creo que papá te estaba
protegiendo contra un más que posible fracaso.
—¿Fracaso? ¡Y una mierda! —replicó él con
resentimiento. Cogió el pitillo de las manos de su hermano e
inspiró una calada. Tosió como un maldito adolescente, pero,
en cierto modo, se calmó—. Tú no viviste aquel momento en
el lago. Cuando vi que Anders resucitaba gracias a los médicos
de emergencias, me cambió la vida. ¿Sabes lo que es
presenciar la muerte de tu mejor amigo atrapado por el hielo,
sacarlo del agua morado y sin respirar, laxo como una muñeca
de trapo, comprobar que su corazón no late? —Dejó escapar
toda la frustración y la rabia acumuladas durante décadas. La
tristeza y la pérdida también se apoderaron de él—. Estaba
muerto, Kurt. ¡Muerto! Y aquellos hombres sabían lo que
hacían y, tras veinte minutos agónicos, mi mejor amigo estaba
tosiendo, más acojonado que el día que pensó que su novia
estaba embarazada y temblando de frío como un bebé. Aquello
le dio de pronto un sentido a mi vida. Un objetivo.
Su hermano lo observó mientras asimilaba todo aquello con
expresión de no entenderlo del todo.
—Hasta entonces solo estaba dando bandazos. Estaba
perdido. Me gustaba la carpintería y la pesca porque a papá le
gustaban, me perdían las chicas porque en esa época no
pensaba nada más que en follar, y en casa lo teníamos todo. —
Erik tenía la necesidad de explicarse mejor y Kurt asintió con
una sonrisa que lo alentaba a seguir—. De pronto, todo aquello
fue secundario. Quería ser médico y lo iba a conseguir.
—Maduraste de golpe. Te centraste.
—Quizá.
Durante un buen rato, volvieron a centrarse en las olas que
azotaban el casco del Drakkar y recogieron más paño. El
viento se levantaba en ráfagas cada vez más intensas.
—Y lo conseguiste —añadió Kurt.
Erik abrió y cerró los puños, encerrados en guantes de piel
vuelta, en un gesto retador.
—Quería cerraros la boca a todos. A papá, a mamá, a ti…
—Desvió la mirada al confesar lo que sentía—. Quería que
estuvieseis orgullosos. Pero fue como si, al triunfar en mi
propósito, no cuadrara con la imagen que Magnus tenía de mí.
—Eso no es cierto —dijo Kurt, conciliador—. Seguía tus
pasos con mucha atención.
—Pero esperando a que fallase. Cada vez que fracasaba en
un examen, parecía regodearse con mi desesperación.
—No es así, solo quería espolearte, picar tu amor propio,
que te levantases y siguieras la lucha. ¡Se preocupaba por ti!
Erik se sorprendió de la agresividad de su hermano. Solía
ser cauto y contenido, nunca quería molestar, y ahora le
hablaba a gritos. Su reacción lo cabreó.
—¿Y tú qué demonios sabes? —soltó con rabia y rencor.
No era tan corpulento como Kurt, pero sí más alto. Cerró los
puños sabiendo que estaban muy cerca de ir más allá de las
palabras—. ¿Acaso estabas ahí para ver cómo el viejo me
humillaba, me decía que no lo conseguiría, que no hacía lo
suficiente y que mejor me dedicase a pescar?
—Claro que estaba allí, Erik. Tú tenías dieciocho años
cuando entraste en la facultad, yo tenía casi treinta. Las
conversaciones de papá y mamá sobre tu futuro me incluían a
mí —dijo Kurt, más sereno—. Recuerdo charlas hasta las dos
de la mañana cuando volvías a casa frustrado porque habías
suspendido Cálculo y despotricabas sobre qué demonios tenía
eso que ver con la Medicina.
Se echó a reír sin remedio al recordar sus dificultades con
las putas matemáticas. Casi tuvo que repetir primero de carrera
por culpa de las integrales, porque en el colegio no había dado
palo al agua.
—Supongo que no aguanté la presión —admitió Erik al fin
—. La carrera era muy exigente, papá y mamá me daban caña
en casa y yo no estaba acostumbrado a rendir cuentas.
—Fue más fácil para ti marcharte.
Él asintió. Había solicitado la beca de Erasmus en tercer
año a España exactamente por ese motivo.
—Sí, poner distancia facilitó las cosas y mejoró la relación.
Así no chocábamos todos los malditos días.
—Hasta que decidiste ser cardiocirujano y papá se lo tomó
como una traición.
Erik contempló a su hermano en silencio. Así era como se
lo había tomado Magnus, como una ofensa personal.
—Justo cuando sentía que por fin estaba orgulloso de mí.
Todavía no termino de entenderlo. ¿Por qué esa rabia contra el
abuelo?
—¿No podías escoger cualquier otra especialidad? —
preguntó Kurt. Erik entendió que sin malicia, pero le escoció
—. ¿Lo hiciste por llevarle la contraria a Magnus? ¿Por
fastidiar?
—No, hermano. Nada más lejos de la realidad. Tú no lo
entiendes. —Levantó las manos como si protegiera un corazón
entre ellas—. En el quirófano, cuando sostienes la vida de un
paciente entre tus manos, el poder y el terror que te embargan
son indescriptibles. Te sientes un dios y, a la vez, el último
gusano de la tierra. Sabes que de ti dependen su futuro, sus
proyectos, sus anhelos. Tienes que hacerlo bien o repercutirá
en él y en todo su mundo: la familia, los amigos, su trabajo…
Es una enorme responsabilidad. —Kurt lo miraba con
fascinación, sin interrumpir su discurso encendido—. Y, por
otro lado, tu mente trabaja, tus manos responden, la adrenalina
te mantiene durante horas concentrado en lo que tienes que
hacer. Y yo lo hago bien, Kurt. Soy muy bueno en mi trabajo.
—Te creo.
—No fue por llevar la contraria. Simplemente, me enamoré
de la Cardiocirugía como nunca había amado nada antes. —
Sonrió cuando el rostro de pómulos altos y ojos grises
apareció con una sonrisa en sus pensamientos—. Solo Inés ha
superado ese sentimiento. Esa…sensación de que, si no está en
tu vida, te falta algo que te empuje a levantarte por las
mañanas. Que te permita respirar.
Kurt lo sorprendió soltando una carcajada que retumbó en
el aire congelado.
—¡Pues espera a cuando seas padre! ¡Vas a alucinar!
Los dos estallaron en risas fraternales y se fundieron en un
abrazo espontáneo. Para desviar el momento incómodo, Kurt
agarró el borde de su gorro de lana y lo bajó hasta la nariz.
—Eres igual a papá. Igual de intenso y pasional. Por eso
chocabais tanto —dijo al fin. Él pensó que con ello daba por
zanjada la conversación, pero Kurt no había terminado—. Sé
que se arrepentía, Erik. Cuando mamá o Maia contaban que
tenían noticias tuyas, fingía no prestar atención, pero siempre
dejaba de hacer lo que fuera que se trajese entre manos y
escuchaba intentando disimular. —Erik deseó que no se
detuviera jamás. Que desgranase cada detalle. Que le contara
todo aquello que se había perdido—. Una vez lo pillé viendo
unas fotos que le habías mandado a mamá al móvil. Cuando se
lo hice ver, respondió que solo buscaba un número de teléfono,
pero se te veía a ti en Chile, en la nieve, con la tabla de
snowboard.
—Gracias por contármelo.
—Gracias por contestar a mi pregunta.
Quedaban aún tantas cosas en el aire… Pero el momento de
las confidencias había pasado.
—Tenemos que volver, ya casi no queda luz.
Erik asintió en silencio y tomó el timón del barco. Tocaba
dejarse llevar por el viento hacia el canal del puerto de
Tromsø. Adoraba aquel velero de dos palos. Recordaba las
largas jornadas cepillando las tablas del casco junto a su padre
y su hermano. Las risas compartidas, las cervezas enterradas
en la nieve, la complicidad y las confidencias. Lo embargó una
intensa sensación de pérdida. Jamás recuperaría aquellos
catorce años de mala relación con Magnus.
—¿Cómo es ser padre? —La pregunta escapó de sus labios
antes de saber lo que decía. Notó que se ponía rojo como un
tomate—. Lo siento. Es una pregunta muy personal y sé que
no te gustan estas cosas.
Kurt soltó una carcajada atronadora y se encogió de
hombros.
—¿Hoy es el día de las charlas trascendentales, o qué? —
bromeó, palmeando su espalda con fuerza. Pareció meditar un
momento y sonrió—. Es como dijiste antes, lo de la cirugía y
lo que sentías por Inés.
—¿Tener una razón para vivir?
—Muy poético. Pero sí. Eso es. —Erik reprimió una
sonrisa al ver a su hermano, con su metro ochenta y su aspecto
de vikingo feroz, explicar aquellos sentimientos con esfuerzo
—. Recuerdo que, cuando Astrid nació, me levantaba por las
noches para comprobar que seguía respirando. Podía mirarla
durante horas. Y ahora, con la pequeña Olga, dan igual las
noches en vela, la falta de sueño y los llantos interminables.
Tus prioridades cambian, el centro de tu vida orbita hacia otro
eje. Te transformas. Es inevitable. Y es genial.
Contempló la felicidad de su hermano con envidia. Con la
certeza de estar perdiéndose algo grande. ¿Cómo sería sostener
entre sus brazos un bebé con los ojos grises de Inés? Lo
inundó una oleada de emoción y pánico y cerró los ojos con
fuerza. Durante unos segundos dejó de respirar.
—Eh. Enano. ¿Estás bien? —preguntó Kurt, preocupado.
—Inés tuvo un aborto este verano. Y yo me cagué de
miedo. No estuve a la altura. No estaba con ella cuando
ocurrió y, al saberlo, lo primero que hice fue decir que era lo
mejor que podía haberle pasado —soltó de golpe, espoleado
por la culpa y el sufrimiento penetrante que le generaba saber
que la había perdido—. Y ella… fue valiente, quería ese bebé.
Kurt…, lo tenía todo y lo he perdido por mi cobardía y mi
estupidez. Y ahora… la he perdido.
Un dolor intenso atravesó su pecho. Tangible. Real.
Asfixiante. Abrumado, la realidad caló con fuerza en su
entendimiento. Inés estaba a quince mil kilómetros de
distancia y había preferido estar sin él.
Boqueó e ignoró la mirada preocupada que le lanzó Kurt.
Se frotó la cara con las manos, presa de la desesperación.
Recordó sus últimas palabras, el ofrecimiento de quedarse con
ella y la respuesta de Inés, dulce pero fría y racional. «No,
Erik. Los dos necesitamos tiempo para reflexionar».
—Erik. Me preocupas. —La mano grande y pesada de su
hermano lo remeció del hombro y lo sacó del trance.
—La he perdido. Soy un imbécil. Soy un maldito imbécil.
—Balbuceaba. La claridad de todo lo que había pasado lo
aturdió. Y la certeza de lo que tenía que hacer abrió un
precipicio de esperanza aterradora y llena de futuro.
Su hermano solo sonrió.
—Entonces, ¿qué demonios haces aquí todavía?».
Erik emergió poco a poco de la nebulosa de sus recuerdos. De
pronto, el paisaje entrañable de su infancia y adolescencia,
vestido de blanco y hielo, se tornó en verdes, dorados y
vegetación frondosa. Parpadeó desconcertado durante unos
segundos. Notó que el sedal se tensaba y tiró en un acto
reflejo.
—¡Eh, eh! Erik, deja la caña tranquila y espera a que
deshaga este lío —gruñó Gerardo con una maraña de sedal
entre las manos. Los anzuelos de ambos estaban enredados—.
¿Es que no me oyes? ¡Quieto!
Unas ganas irrefrenables de correr hasta la casa y abrazar a
Inés lo embargaron. Esa necesidad física, esa sed insaciable
que lo atacaba a veces, de sentir su piel.
—Creo que hemos tenido pesca suficiente por hoy —dijo
con una sonrisa culpable. Seguro que él era el causante del
estropicio—. ¿Volvemos?
Su suegro echó un vistazo al reloj clásico que lucía en su
muñeca y asintió.
—Sí, volvamos. O nos quedaremos sin cena de Navidad.

Inés pelaba nueces para añadir al puré de manzana, Loreto


colocaba el embutido en una fuente de greda y Victoria
emborrachaba la carne rosada y tierna de un enorme pavo con
coñac en una jeringuilla antes de darle el último golpe de calor
en el horno.
Las tres se recogían el pelo con las pañoletas bordadas con el
logo de Casa Morán. Toda la cocina estaba sumergida en una
actividad frenética. Debido a los villancicos a todo volumen y
las ollas burbujeantes sobre los fogones, la conversación que
sostenían era casi a gritos. Entre patatas doradas, pimientos
rellenos y dulces navideños, Inés les había contado las últimas
novedades en el hospital. Y no le gustaban nada ni la cara de
póquer de su madre ni la expresión suspicaz de su hermana.
—Inés, ¿tú qué crees que va a pasar? —preguntó al fin su
hermana.
Cortó una manzana con furia mientras intentaba componer
una respuesta. Se metió un trozo en la boca y lo masticó antes
de contestar. No quería exponer su situación peor de lo que
era, pero tampoco pecar de ingenua.
—Yo creo que van a contratarme después del examen,
cuando acabe enero. Mientras, recupero el mes de baja —
explicó, aunque sabía que no era lo habitual. Otros
compañeros habían estado enfermos o ausentes, incluso por
más tiempo, y jamás se les exigió compensar—. No tengo
prisa. Es más, yo creo que esto me ayuda a ganar tiempo y
pensar bien en todas mis opciones.
Loreto agitó la cabeza con un gesto incrédulo. Sus ojos
castaños moteados en verde y dorado se clavaron en ella sin
piedad.
—Pues yo lo que creo es que se están aprovechando de ti.
Se ahorran la sustitución de las vacaciones de un adjunto y te
siguen pagando sueldo de residente —dijo en su más puro
estilo de abogada cabrona—. Y en febrero vas a estar de…,
¿cuánto? ¿Treinta semanas?
—Treinta y dos —corrigió Inés en voz baja. Comenzaba a
entrever a dónde quería llegar su hermana. Y su madre
permanecía sumida en un mutismo obstinado, pero la delataba
una mirada de profunda preocupación.
—Y te vas en marzo a Noruega.
—A finales de febrero, en realidad —corrigió con la boca
pequeña.
—¿Y de verdad crees que van a hacerte un contrato
indefinido para que trabajes quince días? ¡Haz las cuentas,
Inés! —insistió Loreto con toda la pinta de estar a punto de
perder la paciencia—. Seis semanas de prenatal y seis meses
de posnatal. Son casi ocho meses de baja.
—Pero está apalabrado —protestó sin fuerzas.
—Entonces, ¿por qué no has firmado ya? Tendrías que
haber terminado tu contrato de residente antes de Navidades,
¿es que no lo ves?
No respondió. Loreto tenía toda la razón y ella no era más
que una pardilla. Vaya. Acababa de recibir una buena bofetada
de realidad.
—Y con lo que nos ha contado Erik sobre las dificultades
económicas del San Lucas, les vienes de perlas. —Soltó una
risotada irónica que fulminó el poco espíritu navideño que le
quedaba—. Se escudan en que tienes que recuperar el tiempo
de tu hospitalización y les proporcionas mano de obra barata y
muy cualificada. Jugada redonda. ¡Despierta, Inés!
Se cerró en banda ante la posibilidad. No. No podía creerlo.
Se negaba a pensar tan mal de Guarida y Becker. En el San
Lucas tenía que haber sitio para ella. ¡Con todo lo que había
luchado por ser cardióloga infantil! Le quitó importancia con
una sonrisa valiente.
—Todavía hay tiempo, Loreto. Estoy segura de que no van
a echarse atrás. Primero acabaré la residencia —dijo con
bastante más convencimiento del que sentía—. Después se
despejarán todas las dudas. Ya lo veréis.
La puerta se abrió con estruendo y la estancia pareció
empequeñecer cuando Erik y Gerardo entraron a la cocina
cargando las nasas. Victoria señaló una palangana de acero
sobre el fregadero y lanzó a su marido una mirada de
advertencia.
—¡No vengan a revolver a mi cocina! Dejen el pescado
ahí, vayan a lavarse y después se ocupan de prepararlo —dijo,
sin dejar lugar a dudas quién era la jefa allí—. ¡Y apúrense! La
cena va a estar lista en breve y hay que ayudar.
Erik se acercó a Inés por la espalda. Apoyó los labios en el
encuentro entre el hombro y el cuello, y frotó su barba de tres
días en la piel suave. Ella se encogió y alzó su rostro para
recibir un beso.
—Uhm. Sabes a manzana —murmuró sobre su boca—.
Esto me trae buenos recuerdos.
La chispa en los ojos de Inés delató que también recordaba
la jornada de sexo salvaje de la primera noche que pasaron
juntos en su ático.
—Y tú hueles a pescado que tiras para atrás —dijo ella con
una sonrisa. Lo besó de nuevo y le dio un pequeño empujón
con la cadera—. Vamos, ve a la ducha y a cambiarte. Y vuelve
para ayudar.

Inés se recostó en la silla y sostuvo su barriga entre las manos


para hacer una pausa. Soltó un suspiro de satisfacción. Su
madre se había lucido con el menú y todos comían con apetito,
regándolo con vino del país. Se respiraba el ambiente festivo
que recordaba desde que era una niña, pero también se dio
cuenta de que Erik estaba bastante callado. Las conversaciones
cruzadas por encima de la mesa no alcanzaban a esconder que
él no participaba. Sonreía y agradecía cuando probaba un plato
nuevo y contestaba cuando le preguntaban, pero estaba muy
lejos de allí. Con los postres, la velada alcanzó un tono más
sosegado y su ánimo ausente se notó aún más.
—¿Echas de menos a tu familia? —Se inclinó hacia él para
abrazarlo. Él la rodeó por los hombros y la besó en la sien.
—Un poco. Por estas fechas todos nos ponemos algo
nostálgicos. Tú estás muy callada, ¿todo bien? —Posó su
mano grande y cálida sobre su vientre, y la observó con
atención—. ¿Necesitas descansar?
Ella tampoco era el alma de la fiesta aquella noche; la
conversación con Loreto y su madre la había dejado más
tocada de lo que pensaba. Sacudió la cabeza y sonrió para
alejar las preocupaciones.
—No, estoy bien. ¿Por qué no llamamos a tu madre y a tus
hermanos? Aquí ya casi son las doce —dijo Inés, que rescató
su teléfono móvil entre las fuentes de bombones de coco y
chocolate, bolitas de galleta, manjar y nuez, y otros postres
para rematar la cena.
—Nosotros tenemos que llamar a Miguel. También a los
niños —dijo Gerardo. Loreto se levantó para coger el suyo
también.
Se arremolinaron frente al fuego de la chimenea, que
chisporroteaba alegre pese a estar ya en verano. Inés conectó
la videollamada y el clan Thoresen al completo se turnó para
desearles una feliz Navidad. El rostro de Erik se iluminó
cuando aparecieron las cabezas rubias de distintos matices de
su madre, sus sobrinos y hermanos. Después les tocó el turno a
los niños de Loreto. Inés no pudo evitar un nudo en la garganta
al comprobar la entereza y alegría fingida de su hermana, que
a duras penas reprimía las lágrimas al hablar con sus hijos en
las primeras Navidades que pasaba sin ellos. Luego, hasta Erik
y Gerardo bromearon y rieron a carcajadas con las ocurrencias
de Miguel, perdido en alguna playa del sudeste asiático.
Después llegó el turno de los regalos. Como los niños no
estaban, habían acordado hacer un «amigo invisible» y limitar
la avalancha que se generaba cada Navidad. Inés estaba muy
intrigada por saber a quién tenía que regalarle Erik.
—¿Empezamos? —dijo Loreto, incapaz de esconder las
ganas de desenvolver los misteriosos paquetes bajo el árbol de
luces. Rebuscó hasta dar con una pequeña cajita—. Yo
primero. Papá, ¡feliz Navidad!
Se abrazaron y Gerardo arrancó el papel y abrió la caja.
Intrigado, sostuvo una llave de aspecto tecnológico entre los
dedos.
—Uhm…, gracias, pero ¿qué es?
Inés se echó a reír y esperó a que Loreto desvelara la
sorpresa. La llave abría una cava de vinos refrigerada, de acero
y cristal, que ya habían instalado en su despacho.
—Me toca. Inés, mi pequeña. Confieso que he pedido
ayuda a tu madre —dijo con timidez Gerardo. Depositó entre
sus brazos un enorme paquete, muy blandito y que no pesaba
demasiado—. Espero que te sirva. A ti y a tu bebé.
Inés abrazó a su padre, presa de la emoción. Envueltas con
cuidado había dos parkas de invierno, la suya de un color rosa
claro. La pequeña, de un precioso verde menta.
—Es una buena marca de ropa técnica —observó Erik al
ver las especificaciones en la etiqueta de la prenda—. Te
vendrá muy bien para Tromsø.
Se la puso por encima del vestido premamá que llevaba y
soltó una carcajada al comprobar que a duras penas podía
cerrar la cremallera. Nadie la convencería de quitársela pese al
calor.
—Ahora es mi turno. Para mí ha sido muy fácil —dijo con
una sonrisa de suficiencia—. Erik, esto es para ti. Te quiero y
quiero que sepas que siempre tendrás un hogar en Chile,
aunque quieras que el pececito nazca en Noruega. Ábrelo con
cuidado, es delicado.
—Sí, eso me ha dolido —gruñó Gerardo, solo a medias en
broma—. Mi próximo nieto, ¡un vikingo!
—¡O vikinga! —protestó Inés—. ¿Por qué creéis todos que
va a ser un niño?
Erik abrió con cuidado la enorme caja rectangular. Sus ojos
azules brillaron y emitió una exclamación de sorpresa al ver
un telescopio dobsoniano de cincuenta aumentos y doble lente.
Abrió la boca y negó con la cabeza.
—¿Cómo lo has sabido, liten jente?
Inés no pudo ocultar su sonrisa satisfecha.
—Por las noches que hemos pasado en Farellones
intentando descifrar lo que veíamos en las estrellas.
—¡Qué romántico! —interrumpió Loreto batiendo sus
pestañas a toda velocidad y tono burlón.
—… y por el historial de tu ordenador, que me enseñó
exactamente lo que estabas buscando —confesó al fin para
restarle dramatismo al momento. Victoria emitió un «¡Oh!»
desilusionado, pero Erik estaba ya como un niño pequeño
comprobando piezas y leyendo las instrucciones de montaje—.
Erik, mi amor, ¡es tu turno!
Él salió de su trance y abandonó su regalo a regañadientes.
Cogió un sobre apoyado en la base del árbol y se lo tendió a
Victoria, rojo como un tomate. Ella lo miró con extrañeza y
quiso dejarlo para después, provocando las quejas airadas de
toda la familia. Tras un instante de regodeo, lo abrió y sacó las
cartulinas inconfundibles de unas tarjetas de embarque. Un
pasaje de ida y vuelta a Noruega.
—Para cuando nazca el bebé —se apresuró a explicar Erik
ante la mirada estupefacta de su suegra—. Está abierto, así que
puedes organizarlo cuando tú quieras. Sé que para Gerardo es
más difícil alejarse de la finca, sobre todo en esas fechas —
dijo con cierta tristeza—. Pero jamás me perdonaría que no
estuvieras con nosotros en ese momento. Sobre todo, por Inés.
Victoria lo miró con solemnidad. Las lágrimas anegaron
sus ojos y estrechó a Erik en un abrazo espontáneo que lo
sonrojó todavía más. Inés tampoco pudo evitar emocionarse.
Su madre estaría con ella. Casi no prestó atención cuando le
tocó el turno a Loreto de recibir su regalo, un conjunto de
collar y pendientes que había pertenecido a su abuela y que
siempre había querido tener.
Tras la entrega de regalos, con las emociones a flor de piel,
se retiraron a descansar. Erik se quedó atrás a propósito y tiró
de Inés para que se quedara también.
—Quiero estrenar tu regalo. Acompáñame.
Salieron juntos al jardín. Loki apareció a saludarlos lleno
de barro y rodeado de los pastores alemanes de su padre. Erik
palmeó su cabeza y el perro desapareció entre la vegetación.
—Está en su salsa. Me alegra que se quede aquí con tus
padres mientras estamos en Noruega. Con el invierno lo habría
pasado mal —dijo Erik al verlo alejarse con sus nuevos
compañeros de fatigas entre los arbustos y las flores del jardín
—. Lo echaré de menos.
Ella asintió. Se alejaron un poco de las luces de la casa para
obtener una visión mejor y Erik extendió el cartón del
embalaje en el suelo para proteger la base del telescopio. Una
brisa tibia perfumaba la noche sin luna. La Vía Láctea partía el
cielo negro en dos.

—¿Qué te ha parecido la Navidad Morán Vivanco? —


preguntó Inés con curiosidad, mientras le pasaba las piezas
que Erik iba pidiendo, los dos atentos a las instrucciones de
montaje.
—Tu familia es genial, kjaereste. Me siento a gusto con
todos, en especial con tu padre —dijo con sinceridad. Inés
adoraba observarlo cuando trabajaba concentrado en algo. La
intensidad de su mirada, sus movimientos certeros, la pasión
que ponía en todo lo que hacía—. Y aunque tu madre y Loreto
a veces no me lo ponen fácil, las aprecio mucho también.
Mira, ya está. Sa flot! ¡Es perfecto!
Inés se inclinó y cerró un ojo para mirar por el telescopio.
Era alucinante. Erik había enfocado una zona al azar y la
belleza del remolino de colores de una galaxia desconocida le
cortó la respiración por unos segundos. Tuvo que apartarse
para volver a la realidad unos segundos y volver a mirar.
—Es precioso, Erik. Me alegro de haber acertado.
—Yo también tengo algo para ti —dijo él, esperando con
paciencia a que se despegara de la lente. Inés lo miró con
curiosidad.
—Pero si habíamos acordado que solo compraríamos
regalos para el amigo invisible —protestó ella, que se alejó a
regañadientes para que Erik disfrutara de la noche también,
pero él no se movió—. No tenías por qué hacerlo.
—Lo sé. Pero es algo que quería hacer hace tiempo y que
creo que te gustará. Toma. —Abrió un saquito de terciopelo de
color rojo que a Inés le resultó familiar—. No he sido muy
original. Extiende la mano.
Dejó caer una alianza, idéntica a la que él llevaba en su
anular izquierdo, en la palma de Inés. En silencio, sin decir
una palabra, la cogió con cuidado y la deslizó en el dedo
delgado y grácil.
—Jeg elsker deg, liten jente. Y quiero que sepas que estar
contigo es la mejor decisión que he tomado en toda mi vida —
dijo con los ojos azules clavados en ella y sus manos
encerradas entre las de él—. Más que ser cardiocirujano, más
que venir a vivir a Chile. Más que cualquier otra cosa en la
que pueda pensar.
Se abrazaron con ternura, con cuidado de no golpear el
vientre que quedaba entre ellos. Inés buscó refugio entre los
brazos fuertes y cerró los ojos. En momentos como aquel,
todas las preocupaciones desaparecían. Daban igual el
hospital, el futuro, el lugar donde estuvieran. Mientras Erik y
ella permanecieran juntos, no habría obstáculo que no
pudieran superar.
Año nuevo, vida nueva

Inés alzó la mirada hacia el edificio principal del San Lucas.


Comenzaba a aborrecer la luz del letrero luminoso de
Urgencias, la puerta de entrada para gran parte del personal.
Suspiró. Al menos, Erik y ella estaban juntos y no cada uno en
un extremo del mundo.
Recorrió los pasillos sin el ajetreo habitual, deseando un
feliz Año Nuevo cuando se cruzaba con alguien. No había
mucha gente, suponía que el staff estaba ya preparándose para
cenar. Esperaba que los táperes que llevaba con algo de
comida no se hubieran revuelto demasiado con el paseo.
Entró en la Unidad del Corazón y sonrió al ver que el único
despacho con luz era el de Erik.
—Al final le diste la noche libre a Dan. Lo sabía —dijo
Inés al ver que estaba solo, leyendo un artículo en la pantalla
de su portátil. Se inclinó hacia él y lo besó en la frente y en los
labios. Él correspondió, añadió otro en su vientre y dejó
reposar la mejilla por un momento en el bulto cálido que sería
su bebé.
—Yo tenía que estar aquí sí o sí, no me importa tener
también el busca de llamadas. Así puede pasar tiempo con
Alma y su hijo. Todos estamos a mil —respondió con
resignación. Cerró el ordenador y curioseó en la bolsa de tela
que Inés había dejado sobre su escritorio—. ¿Qué me has
traído?
Inés sonrió con picardía y sacó los recipientes de plástico.
Salmón, patatas y aguacate con langostinos. Erik se relamió.
—¿Quieres que comamos aquí o vamos mejor a la
cafetería? —Era tradición que todo el personal de guardia se
reuniese allí para la cuenta atrás y recibir, aunque fuese entre
colegas y no en familia, el nuevo año.
—Prefiero que cenemos solos —gruñó Erik, que destapó el
salmón marinado y cogió un trozo con los dedos ante la
mirada reprobadora de Inés—. No quiero encontrarme con
internos quejicas, reivindicaciones de enfermería, ni que me
pidan cambios de última hora. Estoy harto.
—Prerrogativas de ser jefe —dijo Inés. Abrió un paquete
de pan de centeno para acompañar el pescado—. ¿Hay alguna
novedad?
—Ninguna. Toda la directiva está de vacaciones. Supongo
que esta semana todo echará de nuevo a andar. Con ritmo de
verano, claro. ¿Has traído algo de beber? —El primer plato ya
había desaparecido. Erik comía como un titán—. Si no, puedo
ir a buscar agua a la sala de juntas.
Inés hizo aparecer una botella de acero y una lata.
—Aquí tengo agua fresca y un Red Bull por si te hace falta.
¿Qué tal la guardia?
Continuaron con el segundo plato mientras Erik se
desahogaba sobre los excesos cometidos por los enfermos de
corazón durante las fiestas navideñas, que habían llevado a su
quirófano a dos pacientes infartados para un bypass coronario
de urgencia.
—A veces siento que no vale la pena —terminó el relato
con tono amargo—. Deberíamos estar en casa, con nuestros
amigos y la familia.
Inés alzó las cejas en un gesto de sorpresa. Comenzaba a
percibir un cambio en el discurso de Erik y eso sí que era una
novedad.
—¿Todo esto es porque estás quemado o realmente lo
sientes así?
Él pareció pensarlo durante un momento mientras
masticaba con aire ausente. Inés reprimió una sonrisa. Hasta
comiendo no paraba de destilar sensualidad. Deseó estar muy
lejos de allí. En su cama. Desnudos. A horcajadas sobre él, a
ser posible. Su contestación la trajo de vuelta a la realidad.
—No lo sé, Inés. Creo que me pesan los cuarenta. Antes,
una guardia significaba nuevos desafíos. Acción. Ahora estoy
satisfecho si la noche ha sido buena, o si los pacientes de la
UCI están estables —confesó con aire culpable—. Adoro el
quirófano, pero comienzo a apreciar la tranquilidad. Sobre
todo, después de haber probado la buena vida sin guardias.
Inés asintió. Gran parte del año que terminaba había sido
muy dulce para los dos. Ella, por ser residente de segundo año
y disminuir la carga de trabajo. Erik, por estar en la jefatura y
conseguir que sus guardias de presencia física pasaran a Dan.
—Y ahora parece que volvemos a la vida de peones —
ironizó Inés, al pensar en su propia situación.
—Todo se arreglará, kjaereste —dijo él, que atrapó su
mano sobre el escritorio y acarició los anillos que portaba en el
anular izquierdo. Primero el de pedida, que le quedaba un
poco más holgado, después la alianza, un poco más estrecha a
causa del embarazo.
—Hay que aguantar el tirón de las vacaciones. Qué
remedio.
Erik echó un vistazo al reloj en su muñeca y se levantó.
—Vamos. Pronto darán las doce y nos perderemos la
cuenta atrás.
El bullicio de la cafetería se sentía desde los ascensores.
Habían puesto música de fiesta y las voces y risas estimularon
a Inés a que apretara el paso. Arrastró a Erik, más reacio, y se
unieron a los demás. En un segundo tuvieron una copa de
ponche sin alcohol en la mano, una guirnalda de plástico en el
cuello y un gorrito picudo que Erik rechazó. Poco a poco, el
ambiente festivo los contagió y comenzaron a mezclarse con el
resto de compañeros. Alguien subió el volumen de la pantalla
de televisión y, en una cuenta atrás sincronizada y teñida de
entusiasmo, alegría y anhelos, recibieron la llegada del nuevo
año.
Erik envolvió a Inés entre sus brazos y, en un gesto muy
poco propio de él, la besó con pasión desinhibida. Nadie les
prestaba atención. Se perdieron en el momento, ignorando los
gritos y las felicitaciones. Solo existían ellos dos y la promesa
de su bebé.
—Todo irá bien, estoy seguro —dijo Erik con fervor. Tenía
confianza en que las cosas cambiarían—. Este año marcará un
antes y un después.
En aquel momento no lo supo, pero sus palabras fueron
mucho más que proféticas. Se convertirían en realidad.

Las dos primeras semanas de enero fueron un infierno.


Más que nada, porque hacía un calor de mil demonios. Una
ola tropical azotaba Santiago y las temperaturas se elevaban
por encima de los treinta y cinco grados. Y lo peor era la
humedad. En el hospital se hacía más llevadero porque el aire
acondicionado funcionaba a toda potencia, pero en casa, pese a
tener todas las ventanas abiertas durante la noche y cerradas a
cal y canto durante el día, Inés no podía dormir. Ni tampoco
estudiar para el examen de fin de subespecialidad.
Se suponía que era un mero trámite, con una parte de
selección múltiple que debería ser accesible y otra oral que
más bien consistía en un cambio de impresiones con el
tribunal examinador. Pero no quería correr riesgos. La
promesa de su contrato seguía en el aire y no quería insistir
hasta tener oficialmente la titulación. Con una «Distinción
máxima» acompañando su nombre, a ser posible.
Erik estaba desaparecido. Entre las guardias de presencia
física, las de llamada, los problemas generados por el personal
de sustitución —poco preparado para enfrentar los quirófanos
cardiotorácicos— y la mitad del staff de vacaciones, casi no se
habían visto. Y lo echaba de menos. Inés suspiró, acabó por
quedarse en bragas y sujetador en la penumbra, e intentó
concentrarse en sus apuntes sobre arritmias en el paciente
postoperado. Una lata.
Despertó con los folios desparramados en el suelo y el
rostro de su vikingo muy cerca.
—Me gusta este recibimiento. —Deslizó los labios por el
valle entre sus pechos y buscó un pezón bajo la tela de seda de
color turquesa—. ¿Mucho calor?
—Ni he bajado a la piscina esta tarde, he preferido
quedarme en casa. Ni siquiera Loki ha querido salir —dijo
Inés, intentando incorporarse sobre el sofá—. Tenemos que
instalar un aparato de aire acondicionado.
—Sí, lo he visto en el baño de la entrada, estirado sobre los
azulejos. Es listo —replicó él. La empujó con la palma de la
mano apoyada entre sus clavículas hasta tumbarla de nuevo—.
Es el lugar más fresco de la casa. ¿Quieres que te traiga algo
de beber?
Inés sonrió y se repantingó en el sofá. Estaba bien eso de
que te atendieran.
—Agua, por favor. Estoy muerta de sed.
Mientras Erik llenaba una jarra y preparaba una bandeja
con vasos, se pusieron al día de sus jornadas en el hospital.
Una sucesión de trabajo y rutina enervante.
—¿Cómo llevas el examen? —dijo él al tiempo que recogía
sus apuntes y los dejaba ordenados sobre la mesa. Después
sirvió dos vasos grandes de agua con hielo.
—Espero que bien. No estoy nerviosa, pero quiero acabar
de una vez por todas —respondió Inés. Intentó incorporarse de
nuevo para alcanzar uno de los vasos, pero él volvió a
impedírselo. Esta vez, sujetándola del cuello contra los
almohadones—. Erik, de verdad necesito hidratarme.
—Túmbate, liten jente. Yo me encargo de todo.
Él se acomodó en el sofá e Inés estiró las piernas sobre su
regazo. Estaba en la gloria. Recibió de su mano el agua helada
y soltó un exagerado suspiro de satisfacción tras bebérsela de
unos pocos tragos. Siguió un desgarrado gemido de placer
cuando comenzó a masajear sus pies, hinchados por el calor y
el embarazo.
—¿Cansada? —preguntó Erik con una sonrisa torcida. En
sus ojos azules brilló un destello de picardía.
—No especialmente, pero este calor me tiene planchada y
me siento pesada y lenta.
—Estás en el tercer trimestre, es normal que estés cansada.
En cuanto al calor… Creo que puedo hacer algo.
Inés reconoció esa mirada y su respiración se aceleró. Se
humedeció los labios con expectación al saber que algo se
fraguaba en la mente de su vikingo. Algo creativo, sensual y
lleno de placer.
—Ah, ¿sí? Cuéntame en qué estás pensando. —Su voz
sonó grave, atenazada por la excitación. Vio cómo Erik
alcanzaba el vaso vacío de encima de la mesa y cogía un
cubito de hielo entre los dedos.
—Nada demasiado novedoso —reconoció él. Llevó el hielo
hasta los labios femeninos y lo deslizó desde una comisura a la
otra—. Pero los clásicos nunca fallan.
Inés permaneció inmóvil, recostada sobre los cojines,
mientras el agua derretida goteaba lentamente por su mentón.
El contraste entre el fuego que emitía su cuerpo y el hielo cada
vez más pequeño era una mezcla perfecta de placer y dolor.
—No estoy segura de que cumpla con el propósito de
enfriarme —susurró. Erik aprovechó para meter los dedos en
el interior de su boca y ella los succionó hasta hacer
desaparecer el pequeño cristal.
—Haré todo lo posible.
Se deshizo de la camiseta blanca con movimientos lentos y
una sonrisa torcida. Su cuerpo era adictivo e Inés sabía lo
mucho que le gustaba que lo adorase. Apoyó el pie entre sus
pectorales y jugueteó con uno de sus pezones perforados con
los dedos. Erik no permitía que se incorporase, pero no por eso
iba a dejar de provocarlo. La mano masculina apresó su tobillo
y llevó la planta hasta su hombro. La besó en el empeine y mil
alfileres de placer recorrieron su piel por el roce áspero de la
sombra de su barba. Inés estiró la pierna con delicadeza y
cuando él cogió otro cubito de hielo y lo deslizó por la
pantorrilla, no pudo evitar un gemido. Avanzó por el interior
de los muslos dejando una estela húmeda y luego sopló sobre
su piel. Inés tembló ante el contraste de sensaciones.
—Esto no funciona. Cada vez estoy más caliente —dijo
con la voz ronca por la lujuria.
—Voy a comprobarlo. —Sin previo aviso, Erik apartó la
entrepierna de sus bragas e insinuó el hielo en su sexo. El
impacto del frío en aquella zona tan sensible la tensó como un
arco—. Quieta, Inés. ¿No querías refrescarte?
—Oh. Oh —jadeó ella. Erik comenzó a dibujar círculos,
penetrando cada vez más en ella, hasta que el hielo se fundió
—. Más. Necesito más. ¡No, no muevas la mano de ahí!
Él se echó a reír y mantuvo el ritmo en el interior mullido y
tenso. Inés se retorcía con las manos crispadas sobre el cuero
suave del sofá.
—Eres una caprichosa.
—Estoy embarazada. Tengo derechos… Oh… Más.
—Debería decir más bien exigente.
—¡Erik, para! —suplicó Inés. Sus piernas temblaron sin
control, al borde del abismo. Los pezones le ardían, la boca se
le hacía agua. La sensualidad que inundaba su cuerpo se
desbordó en un manantial de placer cuando, con un roce
experto, él presionó el núcleo más candente de su ser. Se
corrió sin remedio, con un sollozo.
—Dios, ¡cómo echo de menos sentir tu peso sobre mí! —
barbotó en una confesión espontánea.
—Eso lo tenemos un poco difícil —dijo Erik, que aún lucía
esa sonrisa traviesa y arrogante que le decía lo sencillo que
había sido para él rendirla—. Por ahora, tendré que ser yo el
que disfrute de tenerte encima. Ven.
Se puso de pie y tiró de sus manos para que ella se
incorporase también. Inés sufrió un pequeño mareo; las
piernas aún no le respondían y el movimiento brusco la hizo
perder el equilibrio por un segundo. Erik la atrapó entre los
brazos y la estrechó contra su pecho.
—Inés, ¿estás bien?
Ella lo miró con languidez, aún perdida en el sopor del
orgasmo, y mordió con suavidad su mentón.
—Estaré mejor cuando te quites esos malditos pantalones y
te tumbes en el sofá de una vez.
—Tirana —bromeó él, pero se bajó los pantalanes y el
bóxer hasta los tobillos, y terminó de deshacerse de las
prendas a patadas.
—Eso está mejor. Ahora quítame las bragas.
Erik reprimió una sonrisa y no dijo nada. Deslizó los
índices por el encaje sobre sus caderas y tiró hacia abajo en un
movimiento lento y provocador. El aroma dulzón del sexo de
Inés, más intenso por el embarazo y por el calor, generó una
corriente abrumadora de deseo. Agradeció cuando ella, con un
chasquido de fastidio, se quitó el sujetador sin ayuda y lo
empujó para que se sentara en el sofá.
—Vas demasiado lento. ¡Déjame a mí! —protestó, mientras
se sentaba a horcajadas sobre su erección férrea. Los dos
emitieron un suspiro coordinado de satisfacción—. ¡Oh!
Ahora sí.
Comenzó un movimiento lánguido y sensual, envolviendo
el pene entre los pliegues de su vulva.
—Déjame entrar, kjaereste. Esto es una tortura —gruñó
Erik, intentando dirigirla con ambas manos apoyadas en sus
caderas.
—No. Aún no. Espera un momento —susurró ella, perdida
en el placer de masturbarlo y masturbarse a la vez. Arqueó la
espalda y los pechos se irguieron ante él en una tentación
ineludible.
—¿Quién va demasiado lento ahora? —Aprovechó la
ofrenda ante él y atrapó uno de los pezones entre los labios.
Rodeó con sus manos las redondeces, suaves y pesadas a la
vez, de sus pechos. Disfrutó alternando besos, succiones y
pequeños mordiscos sobre ellos. Si era así, no le importaba
esperar.
Pero aquello precipitó la cadencia de sus movimientos.
—Mírame, Erik. Necesito tu boca.
Elevó los ojos, desconcertado, y ella encerró su rostro entre
las manos y fundió sus labios con los de él. Lo besó con
hambre y con sed infinitas, sus lenguas batallaron en una lucha
sensual. No solía gustarle demasiado ceder el control, pero era
imposible resistir la fuerza arrolladora con la que Inés follaba.
Se incorporó un poco sobre las rodillas y buscó con la mano su
polla, dirigiéndolo hacia su interior. Volvieron a gemir en un
duelo armonizado cuando comenzó el vaivén.
—Uhm, kjaereste. No sabes lo que me gusta enterrarme en
ti —murmuró, solo a medias consciente de lo que decía. Inés
lo engullía con avidez, lo constreñía entre sus muslos
controlando la profundidad de la penetración—. Soy un
hombre con suerte.
Ella no contestó. El ritmo se aceleró, aderezado por el
sudor y los jadeos. El aroma del sexo impregnaba el sudor que
perlaba su piel. Erik gruñó al sentir que perdía el control. Inés
soltó una carcajada triunfante al conseguir que él alcanzara el
clímax primero, pero se rindió al sentir un mordisco posesivo
en el hombro y se dejó caer también. Se desplomó sobre su
pecho, pero el abdomen abultado se interpuso entre ellos y los
dos se echaron a reír, resoplando antes de restablecer una
respiración normal.
—A veces me olvido de que está ahí —dijo ella, rodando a
su lado para cobijarse en su pecho. Erik la rodeó con un brazo
y depositó un beso sobre la frente perlada en sudor. Quedaron
en silencio unos minutos para recobrar el aliento—. Creo que
va a ser un bebé muy afortunado.
—¿Lo dices por las endorfinas del orgasmo? —preguntó él
con ingenuidad.
—Vaya, eso no lo había pensado. Me refería a que va a
nacer en un hogar lleno de amor, pero me imagino que el chute
le vendrá genial.
Erik soltó una de sus escasas carcajadas, exuberantes,
desinhibidas, e Inés recorrió sus labios, bebiéndose la imagen
de su felicidad. Lanzó una última mirada hacia las hojas
amontonadas de sus apuntes.
—A la mierda el estudio. Estoy harta de las arritmias.
¿Vamos a la cama y seguimos?
Por toda respuesta, él se incorporó y tiró de ella escaleras
arriba hacia la enorme cama de su habitación.

Inés enfrentó su examen como una seda.


Solo necesitó levantarse al baño una vez porque contestó
las preguntas de selección múltiple en poco más de una hora.
Lanzó una mirada circular para ver cómo le iba al resto de sus
compañeros y vio que no era la única que iba a entregar las
hojas grapadas.
—Doctora Morán, ¿se encuentra bien? —preguntó la jefa
de docencia al ver que tenía que retorcerse para salir de la
incómoda silla con plataforma.
—Perfectamente. ¿Puedo proceder con el examen ante
comisión?
Sonrió al ver el gesto de asentimiento de la mujer y se
dirigió a la Unidad. El interrogatorio sería en la sala de juntas.
Guarida, Mardel y Coronas ya estaban allí. Felipe, Dan y
Mario sonrieron desde el sofá de la zona del café para
trasmitirle apoyo.
—Inés, ponte cómoda. —Guarida señaló una silla frente a
ellos y ella se sentó. Era un alivio tener un asiento acolchado
después de una hora larga sobre una tabla—. ¿Qué tal ha ido la
parte escrita?
—Bien —contestó ella sin vacilación—. Me han gustado
los casos clínicos con perspectivas médicas y quirúrgicas a la
vez. ¿Puede ser que el doctor Thoresen haya tenido algo que
ver?
—Pregúntaselo tú misma. Viene de camino —dijo Mardel.
Le dio un vuelco el corazón. Tuvo que disimular su cara de
susto. ¿Erik iba a asistir a su examen? ¡Maldito cabrón! Se
sintió más nerviosa que ante el caso más difícil de la
evaluación.
—Mientras llega, ¿qué resumen haces de estos dos años?
¿Qué cosas te han gustado? ¿Cuáles serían susceptibles de
mejorar? —preguntó Guarida. Hasta tenía una estilográfica y
una pequeña libreta para tomar apuntes. Aquello le pareció
prometedor, su opinión tenía valor para él.
Ya llevaba un rato con la disección de su paso por las
distintas rotaciones cuando Erik llegó. Vestido con el uniforme
verde de quirófano, la mascarilla colgada del cuello y el gorro
quirúrgico aún en la cabeza. Saludó a todos con un gesto
rápido y se sentó frente a Inés.
Ay.
—Buenos días, doctora Morán.
Socorro.
Retorció las manos sobre su regazo, ocultas bajo la mesa.
Sus palmas comenzaron a sudar. Intentó leer sus intenciones
en el rostro, pero los ojos azules mostraban un brillo
implacable.
—Buenos días, doctor Thoresen —dijo en un susurro.
Tragó saliva.
—¿Qué nos estaba contando?
Inés retomó el discurso donde lo había dejado, pero él la
interrumpió.
—Sus impresiones son muy interesantes, pero ¿qué haría
ante un paciente de tres meses con insuficiencia cardiaca,
estancamiento ponderal y una comunicación interventricular
de tamaño medio?
Inés lo fulminó con la mirada. No lo podía creer. Erik
esperó con una sonrisa ladeada y un brillo de orgullo en los
ojos. Y entonces lo entendió. «Lúcete. Demuéstrales lo que
vales», decía a las claras su expresión. Le estaba dando una
oportunidad de oro para defender sus posibilidades.
Y la aprovechó. Vaya si la aprovechó.
Echó mano de todos sus conocimientos, peleó con uñas y
dientes un abordaje médico antes de una intervención, pese a
la presión de Erik y Guarida, y desató un debate entre los
cardiólogos ante su propuesta de medicación. Aguantó los
ataques de Erik, que complicaba el caso cada vez más, con
templanza y sin perder los nervios. El examen se transformó
en una reunión clínica en la que Inés se batía de igual a igual
con los demás.
—Bien, doctora Morán —dijo Erik al fin, zanjando una
discusión de más de una hora—. Le ha salvado la vida al
paciente y le ha evitado una operación. —Compuso una
sonrisa de oreja a oreja y, sin esconder el orgullo que sentía,
abandonó su pose formal—. Buen examen, Inés.
—¡Ha hecho un examen increíble! —saltó Dan desde el
sofá.
Las felicitaciones del staff cayeron sobre ella como un
bálsamo, pero solo las escuchaba a medias. Saboreó el
sentimiento de euforia. Había acabado. Ya tenía su título de
especialista en Cardiología Pediátrica. Toda la Unidad se unió
a la improvisada celebración. Esbozó una sonrisa algo trémula
y notó que las fuerzas la abandonaban después de tanta
tensión. Se apoyó en Erik, que la miró preocupado.
—¿Estás bien?
—Necesito un helado de triple chocolate. Y un zumo de
naranja —susurró, aferrada a su brazo. Pese a la pesadez del
embarazo, sentía que saldría volando si soplaba el viento—.
No puedo más.
—Vámonos de aquí.
El techo de cristal

Dejó pasar una semana completa antes de solicitar una reunión


con Guarida. Necesitaba una respuesta sobre su futuro. Ya.
Ahora contaba con la certificación como subespecialista y
estaba a punto de terminar la compensación de su baja.
Los tacones apretaban sus pies y el vestido le quedaba un
poco estrecho, pero buscaba un aspecto sobrio y profesional y
aquella prenda era perfecta. Con un corte recto y de color
coral, disimulaba su embarazo y estilizaba su figura.
Dio unos toquecitos nerviosos a la puerta y entró cuando el
jefe la hizo pasar.
—Hola, Inés. Siéntate, por favor. ¿Qué tal todo?
—Todo bien, gracias. Hernán —dijo sin detenerse en
prolegómenos, no tenía ninguna intención de llevar la reunión
hacia el terreno personal—, sé que no dispones de mucho
tiempo y no quiero entretenerte. Solo quiero saber si seguís
contando conmigo en la Unidad.
El orondo cardiocirujano la miró con calidez e hizo un
gesto de obviedad.
—Por supuesto que contamos contigo —dijo con una
sonrisa afable. Inés soltó el aire que retenía sin darse cuenta—.
Después de que disfrutes de los primeros meses de tu bebé lo
cerramos todo.
Vaya.
Recibió el golpe con entereza. Se tomó unos segundos para
reconducir su estrategia y, sin saber por qué, recordó a su
hermana. Loreto era una abogada cojonuda y había tenido más
visión de fondo que ella. Tenía que llamarla para decirle que,
como tantas otras veces, tenía razón. Sacó el borrador algo
traqueteado del contrato y se lo alargó por encima del
escritorio.
—Entiendo que estas eran las condiciones que habíamos
apalabrado, junto con hacer un día de consulta de
ecocardiografía fetal. En aquel momento, todos teníais
conocimiento de mi estado. —Hizo un esfuerzo para que su
voz no temblara—. En el contrato dice claramente que se
iniciaría justo después de terminar la subespecialidad.
Hernán se echó a reír con tono condescendiente. Inés notó
el regusto a bilis en su boca al comprobar que no solo los
residentes sufrían la injusticia de un superior.
—Inés, casi no llegas al ecógrafo de lo avanzado que tienes
el embarazo. Verte por la consulta trabajando nos hace sufrir a
todos. Te mereces un descanso —dijo con un paternalismo que
odió—. Descansa el poco tiempo que te queda para parir,
disfruta de tu bebé y, cuando estés recuperada, digamos en
unos seis meses, volvemos a hablar.
—Preferiría ser yo la que escogiese el momento de dejar de
trabajar. Estoy perfectamente —rebatió Inés. No pudo evitar
cierta hostilidad ante la actitud machista de Guarida—. Me
encuentro bien y el permiso prenatal no empieza hasta las 36
semanas.
El cirujano pareció reflexionar durante un instante. Cerró la
estilográfica que tenía entre las manos y la dejó con un gesto
seco sobre el escritorio. Inés sostuvo su mirada, llena de
reprobación.
—Con todo lo que te pasó el año pasado, no sé qué haces
aquí todavía. Sabes el alto riesgo que comporta el trabajo en
un hospital —dijo Guarida, que parecía medir cada una de sus
palabras e imprimirles un tono de advertencia—. Creo que es
irresponsable por tu parte no cuidar de ti misma y de tu bebé.
Inés abrió la boca. No podía creer lo que acababa de
escuchar.
—Hernán, ¡fuiste tú quien insistió en que debía recuperar el
tiempo de baja! Si no fuera por esto, habría terminado la
residencia antes de Navidad y ahora mismo estaría trabajando
como adjunta. —Su voz sonó caustica. Letal. Cualquier atisbo
de sonrisa desapareció de su rostro—. Propuse acreditar las
horas de voluntariado en el Sótero del Río para suplir las
semanas de baja, pero no se me permitió.
—Voluntariado, doctora Morán —recalcó él, pasando a
tratarla con mayor formalidad—. Eso quiere decir
extracurricular. Y bastantes problemas me trajeron sus
actividades fuera del San Lucas. De usted y del doctor
Thoresen por extensión.
Tenía ante sí a alguien que no conocía. Un hombre frío,
calculador y cruel. Cuando Erik le contaba sobre su cambio de
actitud, nunca acabó de comprenderlo. Pero ahora no tenía
dudas de que Hernán utilizaba el tema de su contrato para
joderlo a él.
—Entiendo.
—Inés, el borrador de un contrato no es un documento
vinculante. Ni siquiera tiene fecha ni nombre; podría ser el de
cualquier miembro del staff —prosiguió Guarida aflojando un
poco su actitud agresiva, pero con un tono que la hacía sentirse
estúpida. Una niña pequeña—. ¿Entiendo que tú y Erik os
marcháis a Noruega a finales de febrero?
No tenía palabras. Solo le quedaron fuerzas para asentir.
—Entonces disfruta de tu estancia allí, ten con tranquilidad
a tu bebé, recupérate y descansa. —Se puso de pie y ella lo
imitó de manera automática. Se dejó llevar del brazo hasta la
puerta de salida. No solo de su despacho. Guarida
prácticamente la sacó de la Unidad—. En unos seis meses,
volvemos a hablar.
Caminó como un autómata por el largo pasillo. Sus tacones
resonaron sobre el mármol blanco y elegante, pero el sonido le
llegaba amortiguado a los oídos. Como si ella en realidad no
estuviera en ese lugar. El sol apacible de la tarde la golpeó sin
piedad y tuvo que sentarse en las escaleras de la entrada. No
había hecho otra cosa que negar la realidad, y ahora le caía
como un jarro de agua fría.
Ya era cardióloga infantil. El título que había mandado
enmarcar con toda ilusión así lo atestiguaba.
Pero era totalmente inútil.
Acarició su vientre con un orgullo revestido de cierta
amargura. Iba a ser madre. Ya era subespecialista. Pero aquel
trozo de papel con su título no significaba nada. Era la primera
vez en su vida que chocaba de manera tan violenta contra el
techo de cristal.
No pudo evitarlo.
En cuanto llegó a casa se echó a llorar en brazos de un
sorprendido Erik, que, por primera vez en semanas, libraba
una guardia y se había quedado a descansar. No. No eran las
hormonas. Era la frustración, la injusticia y la rabia por su
propia ingenuidad.
—Lo arreglaremos, kjaereste. Todo saldrá bien. Sé que no
quieres que hable con Guarida, pero no pierdo nada con
sondear a Becker. —Inés se apartó de él y negó con efusividad
—. ¡No seas terca!
—No es eso, Erik —dijo, sorbiendo por la nariz. Tenía los
ojos grises claros y brillantes por las lágrimas, pero una
expresión de profunda determinación—. No puedo utilizar tu
influencia. Hablaré con Calvo y con un par de hospitales
donde también entregué mi currículo.
—Mañana mismo iremos a verlo—dijo él, categórico, pero
ella volvió a negarse.
—No, Erik. Este fin de semana es tu cumpleaños y tenemos
mil cosas que hacer todavía —dijo Inés con una sonrisa, pese a
todo—. La semana que viene empezaré a moverme. Quizá sí
te pida que hables con Calvo a mi favor.
Juntos trazaron un plan de acción. Estrecharon filas ante lo
que les parecía una injusticia. Pero Erik tardó en quedarse
dormido aquella noche. No podía quitarse de la cabeza que
quizá la estuviera perjudicando. Que, por su culpa, se hubiera
transformado sin quererlo en un daño colateral de sus rencillas
con Guarida. Pese a la insistente negativa de Inés, decidió
concertar una reunión para arreglarlo.
Cambios en el parque móvil

Erik estudió con ojo crítico su imagen en el espejo del baño.


Inés dormía aún sobre las sábanas revueltas y sonrió al
recordar la noche compartida. El embarazo traía novedades
magníficas en forma de una verdadera explosión de libido en
ella y, desde luego, no iba a quejarse. Qué gran medicina era el
sexo. Curaba todos los males y, al menos a él, lo dejaba nuevo.
Con un suspiro, comprobó que los años se cobraban factura
en su rostro. Las tensiones de las últimas semanas en el
hospital no ayudaban. Sonrió. Ahora todo eso daba igual. Lo
que lo mantenía centrado era la idea de que pronto sostendría a
su hijo entre sus brazos y que la mujer de su vida caminaba
junto a él.
Pasó los dedos entre las guedejas rubias y advirtió que sus
sienes estaban cada vez más pobladas de canas. Unas líneas de
expresión enmarcaban sus ojos. Quizá no tenía el mentón tan
marcado como a los treinta. Contempló su torso y abdomen y
se le escapó una sonrisa torcida. Todavía era un buen ejemplar,
pero no podía ignorar que su cintura estaba un poco más ancha
y los abdominales, algo menos definidos. Prefería no seguir
mirando hacia abajo. ¿No decían que el mismo efecto de la
gravedad sobre los pechos de las mujeres se manifestaba en
los testículos de los hombres? Aquel pensamiento lo deprimió.
Cuarenta años. Soltó un gruñido de fastidio.
—Estás para chuparse los dedos —dijo Inés, abrazándolo
por detrás. Sus ojos grises lo observaban por encima del
hombro y destilaban deseo. Recibió un beso donde sabía que
estaba el corazón de su tatuaje y se estremeció. Todo su cuerpo
entró en estado de alerta.
—Estoy viejo. Y estoy cansado.
—¿Demasiado cansado para follar? —Inés compuso un
mohín de decepción y frunció los labios con tal tristeza que se
echó a reír.
—Tendré noventa años y seguiré refugiándome entre tus
piernas, liten jente. Eso dalo por seguro.
—Demuéstramelo. Vamos.
La exigencia de su voz, la sensualidad que desprendían
aquellas palabras, la seguridad que exudaba por cada uno de
los poros de su piel lo volvían loco. Cualquier vestigio de
preocupación desapareció. Esbozó una sonrisa perversa como
respuesta y la hizo girar hasta atraparla entre su cuerpo y el
lavabo.
—¿Alguna petición especial? —Lo preguntaba por
cortesía, porque tenía muy claro lo que quería hacer. Cuando
tenía a Inés a su merced, la creatividad se disparaba hasta
alcanzar cotas increíbles. La miró a los ojos y vio cómo su
autoridad comenzaba a tambalearse. Tardó unos segundos en
contestar mientras se perdía en sus ojos. Sus labios se
entreabrieron y reprimió el impulso de sumergirse en ellos. Era
mejor esperar.
—Sorpréndeme.
Su sonrisa se ensanchó. Vía libre. Primero aprovechó la
ofrenda de su boca. Despacio, se inclinó sobre ella hasta
percibir en su rostro el aliento entrecortado. Cerró los ojos e
inspiró para saborear su aroma dulzón.
—Me gusta tu olor. Me pone a mil —murmuró sobre la piel
suave. La humedad de sus besos lo llevó a anhelar otra parte
femenina que también había cambiado—. ¿Sabes de dónde
viene?
—No —susurró Inés. Su respiración se aceleraba.
La sentó con delicadeza sobre la encimera de mármol y
deslizó las manos desde la cintura engrosada hasta sus rodillas.
Ella opuso resistencia, pero la orden implícita en su mirada la
hizo ceder y abrió sus muslos para exponer la entrepierna de
su pantalón corto de seda.
—¿Ves? Si durmieras desnuda como yo, no me darías tanto
trabajo —dijo, apartando la tela líquida de color crema. Inés
jadeó y arqueó la espalda, pero la haría esperar un poco más.
No la tocó.
—Como si eso fuera un problema para ti —replicó ella.
La observó durante un segundo. Llevaba un batín a juego
que parecía derramarse sobre sus hombros y una camiseta con
una delicada tira de tul que escondía su escote. Pero no quería
desviarse de su destino.
—No lo es. Siempre encuentro una manera de solucionarlo.
—Con un movimiento brusco, apretó la palma de la mano
sobre su sexo con firmeza. La humedad tibia de su entrada
femenina endulzó sus dedos y comenzó un vaivén lento y
castigador—. Nada en este mundo me impediría llegar hasta ti.
—Erik —gimió con esa voz suplicante que conseguía que
hiciera cualquier cosa por ella. Se miraron a los ojos, a la
distancia justa para percibir cada detalle de su rostro
entregado. Se aferró al borde de la encimera y abrió aún más
las piernas—. Te necesito dentro, mi amor.
¿Le daría lo que quería? Decidió que no. Si la penetraba
ahora, no duraría mucho. A cambio, insinuó la yema de su
dedo medio entre los pliegues suaves y profundizó la caricia.
La reacción de su propio cuerpo lo sorprendió. Inés también se
dio cuenta y aferró su erección vibrante en un puño. Gruñó.
Cerró los ojos con fuerza para controlarse. Tan solo un toque y
hacía saltar por los aires su contención. Él replicó hundiendo
dos dedos en su interior tenso y acogedor. Ella gimió.
Se masturbaron el uno al otro con las miradas engarzadas,
en una cadencia que los llevó a límite. Era un reto, una
competición para ver quién le daba más placer al otro. Quién
conseguía el premio de un orgasmo robado. Hizo acopio de
todo su autocontrol y siguió trabajándola con los dedos,
buscando el cambio de textura que delataba el botón de
ignición en su interior. Apoyó el talón de la mano sobre el
monte de Venus y percibió el núcleo candente de su clítoris.
No hizo falta mucho.
Inés sollozó. Soltó su polla y se aferró a sus brazos para
sostenerse cuando al fin se quebró. Arqueó la espalda y dejó
escapar un gemido desgarrado. Sus uñas se clavaron en sus
bíceps y dejó caer la cabeza hacia atrás. Las contracciones
rítmicas de su sexo le atraparon los dedos en su interior y tuvo
que hacer un esfuerzo mayor para no correrse. Todo su cuerpo
estaba en llamas. Se derrumbó entre sus brazos y la sostuvo
durante unos segundos, maravillado de la vida que llevaba en
su interior. De la energía abrumadora que emanaba de su
cuerpo. Así, embarazada, la sentía más fuerte que nunca.
Tendrían un hijo. Su hijo. Una oleada de emoción lo abrumó.
—Liten jente…
Ella seguía perdida en la nebulosa de su orgasmo. No
contestó.
—Inés. Necesito entrar. Ahora —ordenó.
Abrió los ojos grises volviendo del nirvana a regañadientes.
—Dame un segundo.
—No.
No podía esperar. La seda había resbalado por sus hombros
e hizo caer los tirantes de su camiseta también. Sus pezones se
endurecieron aún más al contacto con el aire y el pijama quedó
cubriendo su vientre abultado.
—Quiero tocarte. Quítate esto. —Tiró de la tela, pero no lo
consiguió. Forcejearon entre risas, pero solo pudo liberar sus
brazos—. A la mierda —murmuró. Dejó la prenda arrugada
entre su abdomen y los pechos, y la abrazó piel contra piel.
Quiso saborear el momento en que la corona hinchada de
su pene se introdujo en su lava candente e intentó ralentizar el
ritmo de su unión. Pero ella lo aferró de las nalgas y lo empujó
sin piedad a sus profundidades. Sintió que podría desaparecer
en el interior de Inés. Olvidarse del mundo y vivir para
siempre en su sexo. Cobijarse entre sus brazos y evadirse de la
realidad. Sus bocas se fundieron en un beso lascivo y se
aferraron el uno al otro con desesperación, conteniendo entre
ellos su tesoro más valioso, el ser que habían creado. Una
familia. Su propia familia. La intensidad del sentimiento lo
azotó. Los gemidos de Inés lo guiaron hacia el orgasmo,
acompañados de sus propios gruñidos y jadeos. Con un grito
de alivio, se dejó caer. Ahora fue ella quien lo sostuvo entre
sus brazos.
Cómo habían cambiado las cosas.
Erik echó un vistazo a los coches aparcados frente a la
entrada. Los modelos todoterreno y familiares sustituían a los
deportivos, y en el vestíbulo había cuatro sillitas infantiles
componiendo un parque móvil intimidante. Observó con
curiosidad las diferencias entre ellos: seguro que ese antiguo
de color crema pertenecía a Nacha y a Juan. Otro, de un verde
flúor, muy moderno y llamativo, tenía que ser de Alma y Dan.
Uno negro, traqueteado y con restos de comida, de Hugo y
Greta y sus tres diablillas. El carro gemelar era de las hijas de
Mario.
—Tenemos que hacernos con uno de estos —dijo al ver
que Inés llevaba una fuente con ensalada de patatas con
mayonesa. Intentó quitársela de las manos, pero ella negó con
la cabeza.
—Tú ve por las bebidas, que yo no puedo con el cubo de
hielo. Y trae Coca-Cola sin cafeína, que las he puesto en el
congelador a enfriar.
Inés evitaba contestar su pregunta. Y sabía por qué. Habían
retrasado la compra de cualquier cosa hasta estar seguros de
que todo iría bien. Cogió el recipiente de sus manos y lo dejó
sobre la mesa del vestíbulo.
—Liten jente, si naciese ahora sería un poco prematuro,
pero saldría adelante sin problema —dijo envolviéndola entre
sus brazos. Apoyó los dedos en su barbilla para mirarla a los
ojos. No le gustó ver en ellos cierto temor—. Tenemos que
empezar a equiparnos.
—Todavía hay muchas cosas que pueden salir mal —
murmuró ella con aprensión. Se escabulló de sus brazos, cogió
la ensaladera y salió hacia la piscina, desde donde se
escuchaba la música estimulante mezclada con gritos y risas
infantiles.
El dolor y el miedo de Inés lo golpearon con fuerza. La
felicidad que parecía protegerla de la incertidumbre laboral y
los problemas que habían surgido en el San Lucas se le antojó
frágil. Efímera. Reprimió el deseo de correr tras ella, abrazarla
y protegerla, a ella y a su hijo, de cualquier adversidad. Sonrió.
Arrebatos como ese eran cada vez más frecuentes. Él. El
doctor Thoresen, depredador y cúspide de la pirámide
alimenticia, desarmado por amor.
Cumplió con el encargo y acarreó el enorme balde con
hielo y bebidas hasta la terraza. Hugo se había apropiado del
mando frente a la barbacoa y los hombres se arremolinaban a
su alrededor, ya hambrientos. Echó a andar hacia las
tumbonas, pero la cercanía con la que hablaban Inés y Nacha y
sus expresiones cómplices lo contuvieron. Ojalá su amiga
lograra disipar el temor.
—Inés, ¿estás segura de que es tan malo? —preguntó
Nacha. Adriana y ella se parecían como dos gotas de agua y
reían con idénticas sonrisas contagiosas.
Las observó mientras pensaba en la respuesta. ¿Era tan
malo? Le había contado en su día lo que Loreto había
vaticinado, y ahora la ponía al día de su conversación con
Guarida. Le venía bien tener una visión diferente.
—No lo sé. Supongo que no, pero ¿por qué no puedo dejar
atado mi contrato? Eso me generaría seguridad. Con fecha del
próximo año, cuando ellos quieran que me incorpore, no me
importa el dinero —explicó ella, en un intento de poner sus
ideas en orden—. Pero ahora siento que los doce años que
llevo sacrificándome no sirven para nada, que tengo que
posponer todo por la maternidad. No es justo.
Nacha se echó a reír sin contemplaciones.
—Eres una ingenua, Inés. Pero creo que te entiendo, has
invertido mucho en tu formación y ahora quieres rédito. —
Intentaba empatizar con sus razones, Inés veía el esfuerzo que
hacía por comprender, aunque la duda seguía reflejada en su
rostro—. ¿Son tan importantes unos pocos meses más?
—No, unos meses no son tan importantes, Nacha. Pero es
como si todo mi esfuerzo diese igual. Las publicaciones en
revistas científicas, las rotaciones en el extranjero —se
lamentó, y acarició su abdomen bronceado en un gesto que
repetía infinitas veces a lo largo del día—. Es como si la gente
solo viera de mí la barriga de embarazada.
—Oh, cómo te entiendo —gruñó su amiga.
—Y además de tomarse la libertad de sobármela, aunque
sean completos desconocidos, también se creen con el derecho
de decidir por mí —se quejó con amargura. Ahora que se abría
la veda, no le venía mal desahogar—. Asumen que no quiero
trabajar y que me dedicaré a la vida contemplativa con mi
bebé.
Nacha se echó a reír. Había pedido una reducción de
jornada para cuidar de su hija y, si su economía se lo hubiese
permitido, habría dejado de trabajar.
—Inés, de verdad que no es tan malo. Yo acabo de empezar
y te aseguro que el primer día que dejé a Adriana en la
guardería se me caían las lágrimas mientras iba conduciendo
hacia el banco. Fue terrible. ¡Sentía que la estaba
abandonando!
—¿En serio?
—No podía evitar pensar que la dejaba en manos de unas
completas desconocidas. Sí, muy preparadas, muy
profesionales y muy caras, pero después de casi cinco meses
sin despegarme de ella, me rompía el corazón —confesó ella
en un arranque espontáneo. Abrazó a su pequeña con fuerza,
que protestó ante la efusividad de su madre—. Aún me cuesta.
Y mucho. Así que, si tienes la oportunidad de disfrutar de esos
meses que pasan tan rápido, ¿por qué no hacerlo? Erik puede
sosteneros a los tres. No te lo tomes todo tan a la tremenda.
No supo que decir.
Durante un largo rato se quedó dándole vueltas a lo que
había dicho. ¿Estaba exagerando? ¿Valía la pena emprender
una cruzada justo ahora, a dos meses de dar a luz? No quería
tirar por la borda más de doce años de su vida dedicados a la
medicina… Pero ¿acaso aquello no chocaba con lo mucho que
deseaba ser madre y lo mucho que le había costado lidiar con
la mera idea de no poder cumplir ese sueño?
La llegada de Erik y Juan la sacó de sus contemplaciones.
Los dos traían bebidas para ellas, e Inés se echó a reír al ver
cómo su amigo cogía a Adriana en brazos, estiraba un paño de
gasa de color rosa sobre su hombro y colocaba a la bebé sobre
él para quitarle los gases mientras Nacha bebía una limonada
con hielo con deleite.
—¿Qué llevas en la mano, grandullón? ¿Un libro? —Se
incorporó con curiosidad, olvidando por un momento su cacao
mental. Erik lo cerró y le dio la vuelta para que viera la
portada, con cuidado de poner el dedo en la página que leía
para no perderla.
—Tu hijo, doctor Benjamin Spock. ¿Y esto? —preguntó
sorprendida.
—Es el regalo que Nacha y Juan me han hecho. Tiene un
montón de información interesante. Escucha esto. —Se aclaró
la voz y leyó en voz alta—: «La lactancia materna es el mejor
alimento que puede y debe recibir el recién nacido. No es
necesario ofrecerle ningún otro alimento hasta la edad de seis
meses. De manera excepcional, si su pediatra así lo indica,
podrá comenzar un poco con ciertos cereales y frutas».
—Erik, soy pediatra. —Inés se echó a reír y negó con la
cabeza—. ¿De verdad crees que no sé eso? De hecho, está
obsoleto en muchos temas. ¡Es un libro escrito en los años
cincuenta!
—Inés, ¡no escupas al cielo! Muchas de sus
recomendaciones son muy prácticas y valen su peso en oro —
dijo Nacha. Creyó leer en ella cierta superioridad. Además,
intercambió una mirada muy significativa con Juan. Una de
esas que decía: « Todavía no tienen hijos, no saben lo que les
espera » —. Cuando seas madre, ¡ya me contarás!
Dejó el libro sobre la tumbona y terminó su bebida sin
decir nada. ¡Traidora! Ahora su mejor amiga se unía al bando
de las madres aleccionadoras.
—¿Vamos al agua? Las hijas de Hugo y Greta están abajo
en el jardín jugando a la pelota, y han dejado la piscina libre
—dijo Erik.
Sonrió al mirarlo desde abajo, bronceado por el sol,
desnudo salvo por el bañador negro y suelto que pendía de sus
caderas, y esa mirada entre demandante y tierna que la volvía
loca. Cualquier malestar desapareció.
Dejó la copa en el suelo y se alejó con él hacia el agua de
color celeste. Escuchó el comentario de Nacha con claridad y
prefirió ignorarlo. Lo que les quedaba por aguantar.
—Estos dos… ¡qué batacazo se van a pegar!
Terrible febrero

Las fachadas de cristal y acero del San Lucas refulgían bajo el


sol de la mañana. La radio había anunciado que sobrepasarían
los treinta y dos grados para aquel día. No era de extrañar que
Inés estuviera desesperada con el calor y que no hubiese salido
de la piscina en todo el fin de semana en Farellones. Casi
agradeció el impacto del frío del aire acondicionado al entrar
en la Unidad.
Aquel lunes sería tranquilo. La transición entre los dos
meses más fuertes de vacaciones se hacía notar. Faltaban dos
días para que empezase febrero y sabía que los que llegasen
estarían desorientados y a medio gas durante un tiempo, y se
unirían a la falta de los que acabaran de marcharse. Entró en la
sala de juntas. Guarida y un par de residentes ya estaban allí.
Dan, como siempre, sería el último en llegar.
—Hola, Hernán. ¿Repasamos la distribución del mes? No
quiero que se nos pase nada –dijo Erik al ver que su jefe
entraba con un café en una mano—. ¿No ha llegado el nuevo
cirujano? Pensé que empezaba hoy, para ir aclimatándose.
Guarida echó un vistazo por encima al horario de los
quirófanos e hizo un gesto despreocupado. Su cuerpo redondo
estaba allí, pero su mente ya estaba de vacaciones.
—El nuevo empezará el día quince, cuando yo me vaya de
vacaciones. Es lo máximo que Becker y yo hemos podido
conseguir —dijo sin darle demasiada importancia.
—¿Dan y yo estaremos solos trabajando esta quincena? —
Respiró hondo. Abrió y cerró los puños varias veces. Moderó
el tono de voz—. Sabes que eso es inviable.
—Erik, no exageres. Todos los veranos son así, ya lo sabes
—replicó Guarida sin hacerle demasiado caso—. Te recuerdo
que el año pasado tú libraste todas las Navidades y casi todo el
mes de enero. Y que te tomaste varias semanas libres por la
hospitalización de Inés. —Dejó la taza de café sobre la mesa y
le lanzó una mirada significativa—. Ahora te toca a ti
cubrirnos a los demás.
—Ya os cubrí cuando no me fui de vacaciones los dos años
anteriores y vosotros sí. —Le hervía la sangre, pero logró
contenerse—. De hecho, sigues debiéndome varias semanas.
—Eso es tu problema, Erik. —Lo soltó así, sin ningún
reparo. Con un encogimiento de hombros y ni un milígramo de
gratitud—. Nadie te ha obligado nunca a quedarte aquí.
Apretó los dientes y los puños. Los oídos le silbaban y
notaba el latido del corazón en el cuello, pero jamás le daría la
satisfacción de quejarse delante de los residentes, que seguían
la escena con demasiado interés. Ya lo hablarían en privado.
Pero había algunas cosas que no podía dejar pasar.
—¿Y las guardias de la UCI quirúrgica? Si seguimos
cubriendo esos cupos, esto va a ser un infierno.
Un silencio helado se cernió sobre ellos en la sala de juntas.
Mario y una chica de aspecto resuelto se miraron incómodos.
Erik hizo un esfuerzo por mantener la serenidad.
—Hay que tener en cuenta de que uno de los quirófanos
estará cerrado la mitad de la quincena por mis vacaciones —
dijo Guarida tras unos segundos de estupor—. No habrá
demasiados pacientes críticos. Entre tú y Suárez cubriréis el
resto del tiempo. Mario podría, de manera excepcional, cubrir
la posición de un adjunto.
El residente trazó una enorme sonrisa e hizo el amago de
ponerse de pie para unirse a la conversación, pero Erik lo
fulminó con la mirada.
—Hernán, la labor de los residentes es de aprendizaje, no
es asistencial.
Guarida descartó su alegato con un gesto impaciente.
Necesitaba vacaciones. Hacía semanas que parecía sucumbir
bajo el peso de los problemas y el estrés. Había perdido peso y
su rostro se veía demacrado.
—Esto es por una situación especial. Además, tú no tienes
voz en esto. Soy el jefe de la Unidad —recalcó de modo
desagradable. Erik se mordió la lengua para no replicar—.
Tengo muy claro que tú ya no haces guardias en la UCI
quirúrgica, Erik, pero en vacaciones tienes que arrimar el
hombro.
¿Cuánto más iba a tener que aguantar? ¿Sería bueno ir a
hablar otra vez con Becker? No quería dar la sensación de
andar quejándose cada vez que tenía un encontronazo con
Hernán, pero aquello comenzaba a escapar de su control. Y era
cierto que Guarida ponía cuidado en no inmiscuirse demasiado
en su labor como jefe de Cardiopatías congénitas, pero
decisiones como esa tenían una injerencia directa en el equipo
pediátrico. Su deber era consultar.
Salió de la sala de juntas sin ganas de hablar, pero no
contaba con el entusiasmo de Mario.
—Erik, sabes que estoy preparado. ¡Puedo hacerlo! —
Corrió hasta él con ese trotecillo enérgico que lo caracterizaba
—. Parece que Guarida confía más en mí que tú.
—Mario, durante todo el año pasado estuvimos mano a
mano en el quirófano de congénitas. Sé de lo que eres capaz y
sé que lo harás bien —dijo Erik en un intento de ser
conciliador—. Pero los adultos son diferentes, lo verás este
año con Guarida. Son pacientes frágiles, que llegan en malas
condiciones al quirófano y tienen un postoperatorio muy
complicado.
Mario pareció desinflarse. Su aspecto pequeño y
redondeado conseguía sorprenderlo en contraste con su
capacidad de trabajo y su eficacia.
—Svarte Helvete! —Se detuvo a medio camino del
quirófano y dio los primeros pasos para volver.
Había olvidado abordar el otro tema que lo traía de cabeza:
las cifras que bailaban entre las facturas de compra de insumos
y lo presentado en los gastos finales del año, pero tenía la
mente ya fija en la primera cirugía de la mañana y llegaba
tarde ya.
Cuando volvió a la Unidad al terminar la jornada, se
desplomó sin ganas en la butaca de su despacho. Se arrancó la
mascarilla que llevaba colgada del cuello y miró con aversión
las carpetas pendientes. Si no aceleraba, llegaría tarde a su
paseo vespertino con Loki e Inés.
Rescató el informe con la documentación recopilada por
Bettina y golpeó la puerta del despacho de Guarida antes de
entrar.
—¿Qué quieres, Erik? —dijo con tono hastiado.
—Solo que eches un vistazo a estos números. —Ignoró el
recibimiento. Todos estaban muy tensos, él el primero. No
podía actuar como un toro ante el paño rojo ante la menos
provocación.
—¿Números? ¿De qué se trata? —se extrañó. Cogió la
carpeta entre las manos y se puso las gafas de presbicia—.
Erik, esto son insumos de quirófano. Llévaselo a la enfermera
Maier. Ya bastantes problemas tengo.
No cogió la carpeta que quería devolverle, así que Guarida
la abandonó sobre la mesa con ademán impaciente.
—Es ella quien me ha facilitado la información. Algunas
de las partidas no coinciden. Hay agujeros de varios miles de
dólares —dijo Erik, preocupado. Quizá debió decírselo en
cuanto tuvo las cifras—. Es solo un mes, pero Bettina está
recopilando los datos anteriores y, en cuanto los tenga…
—Me encargaré después de vacaciones. Me marcho, Erik.
—Hernán, es importante.
—Todo para ti es importante. Aprende a priorizar.
Salió tras él fuera de su despacho dándole explicaciones
con una sensación de frustración creciente. Estaba claro que
Guarida tenía una sola cosa en su cabeza: marcharse muy lejos
del hospital. Cuando quedó hablando solo tras la puerta de
cristal de la Unidad se dio cuenta de que aquello no era un
problema para él. Volvió al suyo, ¿qué más podía hacer?
—Faen…
Abrió la ventana para respirar un poco de aire que no fuera
hospitalario y una corriente inesperada desparramó los papeles
y planificaciones en el suelo. Se agachó a recogerlos.
Ordenarlos le llevó un buen rato. Cuando se levantó para
marcharse, eran casi las ocho de la tarde.
Cuando llegó a casa comprobó que Inés no lo había
esperado. La casa vacía se le echó encima. Comprobó los
wasaps en su móvil. Una foto de ella con expresión de
absoluta tristeza junto al rostro perruno de Loki lo hizo sonreír.
Hacía más de dos horas que se lo había mandado.
«¿Vas a tardar mucho?».
Después había otra con una carita sonriente dibujada con
pintalabios sobre su enorme barriga, con su ombligo como
nariz y dos ojos en forma de corazón. Soltó una carcajada.
Amaba eso de ella. La facilidad con la que lo hacía reír.
«Estamos en el Bicentenario, no aguantábamos más.
Llámame si te unes, volveremos sobre las nueve».
Reprimió las ganas de coger el coche y reunirse con ellos.
No tenía sentido. Eran pasadas las ocho y media, no tardarían
en llegar. En vez de eso, prepararía la cena. Reunió los víveres
en la encimera y se puso a cocinar. Una llamada de teléfono
interrumpió su inspiración mientras revolvía las verduras y el
pollo.
—Thoresen —contestó cortante el móvil corporativo del
hospital.
—Erik, perdona que te llame tan tarde. Soy Becker. Estoy
en casa dándole vueltas a algunas cosas y me he acordado de
un tema que aún no hemos cerrado.
—Hola, Pablo.
Erik dio un repaso mental de todos los frentes que tenían
abiertos. No tenía ni idea de por dónde iba a salir. Cerró los
ojos unos segundos y sujetó el puente de su nariz entre los
dedos. Comenzaba a latir en su sien derecha un molesto dolor
de cabeza.
—Ilumíname —pidió sin evitar cierta sorna en el tono de
voz—. ¿El quirófano? ¿La falta de personal? ¿Los ajustes
presupuestarios?
—¿Cuándo tenéis planeado el viaje a Noruega? ¿Cuándo
sale de cuentas Inés?
Se quedó callado. Vaya. Eso no se lo esperaba. ¿No había
quedado todo claro? Echó un vistazo al calendario sujeto por
un imán de Tromsø en la nevera y buscó con el dedo la fecha
en que se encontraban. Últimamente no sabía ni en qué día
vivían.
—Inés está de 30 semanas, teníamos pensado marcharnos a
finales de mes. Cogeré la baja paternal y la uniré a los dos
meses que se me deben de vacaciones. —Pasó las páginas
hasta llegar al círculo rojo que señalaba la posible fecha de
retorno—. Volveremos a principios de junio al hospital. Y la
idea es que nos incorporemos los dos.
Imprimió en ese « los dos » toda la intención del mundo,
pero Becker lo ignoró.
—Erik, aquí en Chile el permiso de paternidad es de solo
una semana, y te recuerdo que ya has disfrutado de siete días
de vacaciones por Navidad —respondió Pablo con voz de
circunstancias—. Mis cuentas suman un mes en total. Tendrías
que volver a tu puesto a principios de abril.
Erik lo escuchó, desconcertado. Un acceso de rabia
relampagueó en su frente y cerró el puño. Intentó serenarse.
Cabía la posibilidad de que no supiera nada.
—No. No es así. El hospital me debe más de dos meses de
vacaciones. —Odió escuchar el suspiro condescendiente de
Pablo—. Si tienes dudas, acláralo con Guarida.
Un vacío desagradable se apoderó de su estómago,
acompañado de una sensación de catástrofe inminente.
—Erik, conoces perfectamente la situación del servicio, así
que no te la voy a recordar —replicó con rotundidad y el tono
de voz endurecido—. No puedes marcharte tanto tiempo. Es
una obviedad.
—Esos días me corresponden. ¡La fecha probable de parto
de Inés es a mediados de abril! —Ahora Becker esgrimía
exactamente los mismos argumentos de Guarida. Sospechó
que se habían puesto de acuerdo para ponerlo entre la espada y
la pared.
—Pero has sido tú quien ha escogido no disfrutarlas.
Podrás disfrutarlas cuando la situación lo permita, no antes.
Primero van las necesidades del servicio —insistió Becker, sin
permitir que explicase sus razones. Su voz había perdido el
tono obsequioso y destilaba frialdad—. ¿O acaso vas a utilizar
tu posición de superioridad como jefe para conseguir un trato
de favor para ti y para tu mujer?
Se tomó unos segundos para contestar y reprimió las ganas
de estrellar el móvil contra la encimera de mármol.
Cuando Inés entró en el apartamento se encontró con un
Erik furioso llamando de todo a Becker y a Guarida. En varios
idiomas. Tapaba el altavoz del teléfono con la mano mientras
se desahogaba. Hacía tiempo que no lo veía perder los papeles
así. Asomó la cabeza por encima de la barra de la cocina y lo
miró con preocupación. Loki lo saludó con un ladrido de alerta
y serpenteó entre sus piernas.
—¿Qué pasa? —preguntó Inés en un susurro para no
interrumpir. Erik le hizo un gesto para que esperase un par de
minutos.
—No, Pablo. No es justo lo que estás haciendo. Entiendo
que como jefe tengo obligaciones, pero estos son mis
derechos. —Intentaba ser razonable, pero se lo estaba
poniendo muy difícil. Moderó el tono—. No estoy pidiendo
que me regales nada. Solo que cumplas con lo que me
corresponde.
Colgó la llamada y, en vez de convertirlo en chatarra, acabó
por dejar el móvil a un lado sobre la encimera. Clavó los ojos
en Inés.
—Pero ¿qué ha pasado? —dijo ella sorprendida.
Se acercó a él. Lo abrazó y lo besó. Erik percibió cómo la
ira abandonaba poco a poco sus venas. El consuelo que
encontraba entre sus brazos era infinito. Inés ejercía sobre él
un efecto calmante y hacía desaparecer los problemas tan solo
con su contacto. Sentir el bulto de su abdomen lo hizo sonreír
y buscó en la curva abultada el pataleo divertido con el que su
bebé parecía reconocerlo.
—No te preocupes, kjaereste. Más problemas con Becker y
Guarida. —Inés puso los ojos en blanco y él recordó lo mucho
que lo cabreaba ese gesto cuando se conocieron—. Nada
nuevo.
—¿Qué es eso de los derechos? —Por supuesto, no iba a
dejarlo pasar. Erik soltó un suspiro resignado.
—Me ha preguntado los tiempos de nuestro viaje a
Noruega y me acaba de anunciar que no estoy autorizado a
ausentarme más allá de un mes. —Lo dijo deprisa, sin tomar
aire entre las frases—. Tengo que estar de vuelta a principios
de abril.
Se apartó unos centímetros de ella y esperó su reacción.
Y no quedó decepcionado.
Inés montó en cólera. Se desprendió de su abrazo y levantó
las manos en un gesto de incomprensión.
—No puede ser verdad. ¡Llevamos planificando esto desde
hace meses! Les entregamos un calendario detallado y no
pusieron ni un maldito problema —dijo con rabia en la voz. El
mundo se le vino encima—. ¿Por qué te vienen con esas
ahora?
Se trasformó una diosa enfurecida, las hormonas le daban
un toque de mamma italiana en el que su carácter, ya
explosivo, se transformaba en pura dinamita. Si el tema no
fuera tan importante, se habría echado a reír.
—Ya sabes —replicó en un intento de rebajar la tensión del
momento—. El hecho de que no haya disfrutado mis
vacaciones es problema mío, nadie me ha obligado, la
situación del servicio blablablá. Y como soy jefe tengo que dar
ejemplo y arrimar el hombro en estos tiempos de necesidad,
blablablá…
—¡No tiene gracia, Erik! —No. Esta vez no iban a
sublimar la tensión con bromas y risas—. Después de todo lo
que has hecho por el maldito hospital, ¡está claro que, aunque
te rompas los cuernos, nadie te agradece nada! ¡Mi fecha
probable de parto es el quince de abril! Ya me dirás cómo
pretendes que tu hijo nazca en Noruega si vamos a volvernos a
principios de mes.
Inés despotricó y se despachó a gusto, pero pronto su
carácter conciliador pugnó por buscar soluciones. Lo condujo
de la mano hasta el salón y se desplomaron sobre los cojines
de colores claros.
—Bueno, si no puedes ausentarte tres meses, nos
marcharemos todo el tiempo que podamos. Un mes no es
mucho —dijo en un intento de asimilarlo, de racionalizar la
nueva realidad—, pero el pececito al menos podrá pasar unas
semanas con tu familia y me habré recuperado del parto.
—Kjaereste, no adelantemos acontecimientos. Aún falta
para que llegue el momento de marcharnos —dijo Erik,
obstinado en dejar una puerta abierta a otra solución—.
Esperemos que Guarida y Becker entren en razón cuando
termine el verano.
Lo que no voy a aguantar

Inés deslizó los dedos por el algodón de color amarillo pastel.


Los puños de aquella camiseta eran diminutos, apenas cabían
un par de dedos. Terminó de doblar la ropa del bebé, recién
lavada y con las etiquetas cortadas, y la guardó en la maleta.
Todavía no podía creerse que en menos de un mes estaría en
Noruega.
—Vas a tener un buen ajuar, pececito —murmuró mientras
se acariciaba el vientre.
Ordenar las cajoneras, preparar las maletas y esa dulce
espera de la que siempre se hablaba le generaban una
serenidad extraña. La situación del hospital se amortiguaba
con una capa de algodón y ternura que la hacía menos
importante. Más llevadero. Aunque no la hacía desaparecer.
—Inés, tiene acá el resto de la ropa limpia. ¿Quiere que se
la planche? —Berta entró en la habitación con un cesto del que
emanaba un delicioso aroma a detergente para bebés. Le
gustaba tanto el olor que ahora lavaba todo con ese jabón.
—Solo la ropa de Erik y algunas de mis cosas, las del bebé
no hace falta —dijo Inés con una sonrisa. Berta era
maravillosa. Mantenía el caos de los Thoresen Morán a raya y
adoraba a Loki. Tenía suerte de que quisiera seguir trabajando
con ellos pese a su marcha inminente—. Déjemela aquí y yo
se la separo. Gracias.
—No se preocupe —dijo la mujer, que aferró el canasto
con fuerza y no permitió que se lo llevara—. Yo puedo
hacerlo. Usted descanse, que en nada tiene que marcharse a la
consulta. Déjeme a mí.
Inés echó un vistazo al reloj de pulsera y sonrió. Le
encantaba ver a la doctora Kaplan, era una obstetra de una
calidez especial y disipaba todas sus dudas y miedos sobre el
bebé. Recordar que, justo después, tenía una reunión con
Calvo para conocer sus opciones en la Clínica Alemana
empañó el momento con cierta aprensión. Estaba enorme.
Ahora ya no resultaba fácil disimular su redondez. Pero sentir
el pataleo fuerte en su vientre le infundía ánimos.
Aparcó en la parte de atrás de la clínica y apretó el paso
para llegar a la entrada, donde se encontraría con Erik. La
noche anterior, cuando repasaron los horarios de la ecografía y
la cita con Calvo, él había considerado volver a casa más
temprano e ir juntos desde allí. Inés lo convenció de que fuera
directamente desde el San Lucas. Tenía una programación
apretada en el quirófano y eso lo daba un poco más de margen.
Llegaba un poco tarde y soltó un suspiro de alivio cuando vio
que él no estaba.
Paseó durante varios minutos justo frente a la puerta de
cristal con el logo verde, pero hacía tanto calor que optó por
esperarlo dentro, al amparo del aire acondicionado empeñado
en erigir el reino de Frozen.
Vaya. Erik se retrasaba. Caminó hacia el interior del
vestíbulo y buscó una butaca vacía. Un hombre, de pelo
canoso y mirada serena, se levantó para cederle el sitio.
—Mil gracias —dijo con una enorme sonrisa y roja como
un tomate—. Creo que es la primera vez en mi vida que me
pasa esto.
—Su estado es obvio, señora. ¡Siéntese, por favor!
Lo de señora, pese a la educada y alegre manera del
desconocido, picó un poco su orgullo. Señora. «Señora»,
paladeó con incredulidad. Era cierto. Iba a cumplir treinta años
en breve, tenía un embarazo en el trecho final. Por un par de
segundos, dejó de respirar. Había madurado de golpe. ¿Dónde
estaba la niña que jugaba a ser médico y mamá?
Volvió a mirar el reloj. Erik no llegaba. Se levantó para
dirigirse a la consulta de Obstetricia. Seguro que la estaba
esperando allí, aunque echó un vistazo rápido al móvil y no
tenía mensajes.
No. Tampoco estaba allí.
«Erik, te espero en la puerta 8A de Obstetricia. Date prisa,
me van a llamar en cualquier momento».
Tecleó con cierta rabia. Lo habían hablado la noche
anterior, seguro que algo lo retenía en el hospital. Hasta ahora
siempre habían ido a las consultas los dos. Inés necesitaba la
fortaleza de Erik en esos momentos. Los minutos de pánico en
los que Violeta hacía la ecografía, analizaba lo que estaba
viendo, y no decía nada. Esos instantes eternos en los que
estaba convencida de que algo saldría mal.
—María Inés Morán Vivanco, puerta 8A. Inés Morán, 8A
—sonó la voz metálica e impersonal de una mujer por el
altavoz.
Cogió el bolso y lanzó una última mirada circular antes de
entrar en la consulta. Violeta la saludó con calidez e intentó
armarse de valor. Esta vez, le tocaba enfrentar las noticias,
fueras las que fueran, a ella sola.
—Buenos días, Inés. ¿Erik no viene contigo hoy? —
preguntó con voz dulce la obstetra—. Veo que estás radiante
en tus 30 semanas. ¿Qué tal os va a ti y al bebé?
—Estamos perfectos —dijo con una enorme sonrisa. Miró
de reojo el wasap sin contestación. Nada. Encerró en una
cápsula mental el hecho de que Erik no estuviese allí y la
pateó al fondo de su cerebro. Pero sentía cómo el cabreo
comenzaba a cocinarse a fuego lento—. Me encuentro un poco
pesada con el calor y últimamente no duermo demasiado bien,
nada más.
Respondió las preguntas sobre su estado mientras notaba
que la aprensión que aparecía siempre justo antes de la
ecografía se apoderaba de ella. ¿Dónde estaba Erik? Ahora
eran las hormonas las que la abrumaban y notó que las
lágrimas acudían sin permiso a sus ojos.
—Inés, vamos con la ecografía. Todo irá bien —dijo
Violeta con voz dulce. Sabía perfectamente lo que ocurría y
ella se lo agradeció—. Terminaremos enseguida. Ya lo verás.
—Lo sé —replicó con convicción. Pero no pudo evitar el
temblor en su voz.
El latido era fuerte. El estudio vascular, normal. Estaba
enorme de peso y talla, ya pasaba de los dos kilos. Si nacía,
tendría bastante fuerza para no tener que ingresar en la UCI
Neonatal.
—Nada. En la vida me había pasado algo igual —dijo
Violeta, frustrada. La hizo ponerse de lado y también tomar un
bombón de chocolate. Tras unos minutos de descanso volvió a
intentarlo—. ¡No puedo creer que todavía no sepamos el sexo!
¿Ves el cordón umbilical? Lo tiene todo engurruñado entre las
piernas.
Inés se echó a reír pese a la angustia. El enojo divertido de
la obstetra era real. Movía su barriga de un lado a otro,
empujando al bebé desde fuera mientras modificaba la imagen
de la pantalla una y otra vez. Lo único que consiguió fue que
se girase y les enseñara el trasero.
—No me importa. De verdad que no me importa —repitió
ella por enésima vez—. Mientras todo esté en orden, el sexo
me da igual. Además, justo hoy Erik no ha venido. —No pudo
evitar cierta amargura en sus palabras—. Le hacía mucha
ilusión conocer el sexo del bebé.
La enfermera la pesó y le tomó la tensión mientras Violeta
tecleaba el informe en el ordenador. Tragó saliva. Tenía que
cuidarse, había ganado ya diez kilos. Se despidieron hasta la
siguiente consulta e Inés se concentró en su próximo destino:
el despacho del doctor Calvo. Erik y ella habían planeado ir
juntos. El fuego de su cabreo se acercaba al punto de
ebullición.
Pues ahora tendría que ir sola; aunque algo al entrar le dijo
que habría sido mejor no ir. Le pareció estar viviendo un déjà
vu.
Fue una réplica muy fiel de lo que le había dicho Guarida:
una respuesta poco concreta, que no podía interpretarse como
una negativa, pero tampoco encerraba ninguna confirmación.
Hizo un esfuerzo para desviar la conversación de su embarazo
y centrarla en lo que la llevaba allí, pero el cirujano no parecía
interesado ni en su currículo, ni en la rotación en la Clínica
Mayo, ni en que ya tenía su título como cardióloga pediátrica
con distinción máxima de manera oficial.
—Cuando vuelvas de tu descanso por maternidad, pásate
por aquí y vemos qué opciones tienes. Ahora no tiene mucho
sentido que te incorpores a trabajar —concluyó con un
doloroso y certero resumen de la situación.
Inés tuvo que hacer un esfuerzo para sonreír, charlar un
rato de banalidades sobre el trabajo de Erik y de la Unidad,
para después estrechar su mano y salir de la clínica sin ponerse
a gritar de la rabia. Y Erik no estaba por ninguna parte, ni
tampoco daba señales de vida. Cogió el teléfono con la idea de
descargar toda su frustración y tristeza en una llamada, pero se
lo pensó mejor.
No sacaba nada con montar un numerito por muchas ganas
que tuviera. En vez de eso, llamó a Loreto.
—¿Tienes tiempo para comer conmigo? Acabo de salir de
la Alemana y no tengo nada que hacer —dijo cuando su
hermana contestó la llamada.
—Tengo una hora, ¿vamos al Tiramisú?
Perfecto. No tardaría nada en llegar.
Loreto la esperaba con un Aperol Spritz y una cesta de pan
de ajo y aceitunas. Se dieron un beso rápido en la mejilla y
entraron de lleno en la conversación. No necesitaban
introducciones y las dos tenían ganas de hablar.
—¿Qué tal en la consulta? ¿Ya sabéis el sexo del bebé? —
preguntó su hermana con expectación—. Tienes a toda la
familia en ascuas.
Inés negó con la cabeza y se echó a reír. Toda la familia de
Chile y Noruega seguía en vilo las noticias de su pececito.
—No. Aún no. Imagino que será una niña, porque de otro
modo se habría visto algo colgando por ahí —bromeó,
agenciándose uno de los panes de ajo mientras hacía un gesto
para llamar la atención del camarero—. La obstetra está
desesperada, ¡dice que lo hace a propósito para tomarnos a
todos el pelo!
—¿Erik se ha marchado ya al hospital?
Zas. Directa en la frente. A veces odiaba a Loreto con todo
el amor de su corazón.
—Esta vez no ha podido venir. Pero, por favor, no te
centres en el grado de involucramiento de Erik en el embarazo
ahora. Es la primera vez que no puede acudir y estoy segura de
que tiene una buena razón para ello. —Ignoró su mirada
acusadora y entró en modo desahogo—. Loreto, estoy harta.
De verdad. Harta de que lo único que se vea de mí sea la
barriga de embarazada.
—¿Qué ha pasado?
Se detuvo unos segundos antes de contestar. De pronto, se
sentía como una fracasada.
—Tampoco me ofrecen nada en la Alemana. Y sé a ciencia
cierta que les vendría bien un par de manos más en la consulta
—se lamentó entre aceituna y aceituna mientras llegaba la
ensalada capresse y la pizza vegetariana—. Estoy aburrida
como una ostra y echo de menos la consulta. ¡Necesito
trabajar! Y me siento culpable.
—¿Culpable? —Loreto la observó con estupor—. ¿Por
qué?
Soltó un suspiro y esperó a que el camarero dejase el
primer plato antes de seguir.
—Porque todo el mundo a mi alrededor parece dar por
sentado que quiero quedarme en casa y disfrutar del embarazo.
Que no hay ninguna prisa por trabajar —explicó mientras
cortaba la mozarela, el tomate y el aguacate. Le encantaba
aquella ensalada—. Nacha me dice que ella habría dado oro
por estar así de relajada y sin ninguna presión. Incluso Guarida
me ha llegado a decir que le llama la atención, después de todo
lo que me pasó el año pasado, que no me cuide más. ¡Me
parece increíble! —Era indignante el solo pensarlo. Loreto la
escuchaba con atención—. ¿Es tan terrible que me preocupe
mi futuro laboral? Llevo doce años quemándome las pestañas,
voy a cumplir treinta años, ¡y termino en casa sin trabajar!
—Yo te entiendo —la apoyó su hermana. Las dos
picotearon de su plato antes de continuar la conversación—. Y
está claro que disfrutar del embarazo y de la maternidad está
muy bien, pero todo tiene consecuencias. Te pasará factura.
Más vale que lo sepas.
Inés la miró en silencio. Dejó los cubiertos sobre el plato y
se preparó. Estaba bien escuchar una versión distinta de todo
aquello. Estaba un poco harta de la nube rosa.
—Cuando me quedé embarazada de Julio, mantuve el
ritmo de trabajo casi hasta el final. Me encontraba bien, de
hecho, ¡estaba pletórica! —dijo con una sonrisa que contagió a
Inés—. Preferí no disfrutar del permiso prenatal y dejar todo el
tiempo para cuando naciera el bebé. Estuve siete meses, entre
el permiso y vacaciones, sin ningún contacto con el bufete.
—¿Y qué pasó? —preguntó Inés al ver que ella detenía el
relato. En aquel tiempo, ella estaba inmersa en la carrera, casi
vivía en el hospital en la época del internado, y Loreto y ella
se habían alejado bastante.
—Cuando volví, además de que se me habían olvidado
todas las claves para acceder al ordenador y las aplicaciones
en la oficina, me esperaba casi todo el trabajo pendiente —dijo
con enojo—. Todavía me arde la sangre de solo pensarlo. Mis
compañeros no habían movido ni un solo dedo por mí y, por
supuesto, nadie había cubierto mi baja por maternidad. Una
fiesta.
—¿Y Julio? Ya estabais juntos en el bufete, ¿no?
—Julio tenía que atender sus propios casos y en ese
momento no lo interpreté como algo malo, porque todos mis
compañeros hicieron igual —contestó su hermana con un
encogimiento de hombros—. Hoy te diría que fue un egoísta y
un cabrón malnacido, pero claro, una vez divorciados, ya no
tienes por qué excusar a tu pareja de sus errores de
apreciación.
Inés se echó a reír ante el humor ácido de su hermana.
Esperó sin decir nada y Loreto retomó el hilo de la
conversación.
—Era como si, por haber tenido un bebé, mis opiniones
contasen menos y mis pequeños retrasos o faltas se
magnificasen. Todo el mundo examinaba con lupa cualquier
movimiento. Parecían estar esperando a que cometiese un
error —resumió. Se notaba que todo aquello aún le pasaba
factura. Inés percibía con claridad la rabia en su tono de voz
—. Fue una mierda. Tenía que trabajar el doble para que
contase la mitad.
—Ser la única mujer en tu lugar de trabajo tiene que ser
horrible —coincidió ella—. Nadie con quien puedas tener un
poco de complicidad.
—No te creas —dijo Loreto, sorprendiéndola—. Trabajar
con hombres tiene sus ventajas: cada uno va a lo suyo, no les
importa que seas competitiva y funcionan bien en equipo una
vez encuentran su lugar. El problema era otro.
—¿La imagen distorsionada que tenían de ti como madre?
—No, Inés —aclaró Loreto con una sonrisa triste—. La
imagen distorsionada que tenían de mí como mujer. Ya no era
la Loreto abogada. Era la Loreto mamá.
—¿Y cómo lo solucionaste? —Inés tenía auténtica
curiosidad. No tenía ni idea de lo difícil que habían sido las
cosas para su hermana.
—Peleando mi posición con uñas y dientes. No cediendo ni
un milímetro de espacio. —Loreto la señaló con el tenedor y
se diría que le marcaba el camino a seguir—. Y contratando
una chica interna hasta que Elena cumplió dos años, ya comía
sola y le quité el pañal.
—¿Y en la segunda baja maternal?
Loreto negó con la cabeza para que esperase mientras
masticaba con fruición. La pizza vegetariana estaba deliciosa y
tardó en contestar.
—A las dieciséis semanas estaba en mi puesto de trabajo
como un clavo. No esperé ni un minuto más. Y nunca llegué a
desconectarme del todo —confesó con aire culpable—.
Revisaba el correo dos veces al día y, si había algo que pudiera
resolver desde casa, prefería hacerlo yo.
—Vaya.
Inés comió en silencio durante unos minutos. No recordaba
que hubiera sido tan duro para su hermana incorporarse al
trabajo. Desde luego, le había dado una buena dosis de
realidad, y en cierto modo su opinión se alineaba mejor con lo
que sentía. Las de Nacha y de Alma, con sus respectivos bebés
en brazos, le ofrecían un punto de vista. Loreto, siempre
agresiva en su faceta de abogada, le había dado otra manera de
verlo. Quizá más anclado a la vida real.
Pero ¿qué sacaba ahora con obsesionarse? Ni siquiera
contaba con un trabajo que defender. Se enfocó en la idea de
que todo iba bien con el pececito y, cuando llegó a casa, dio un
largo paseo con Loki que la despejó y mejoró un poco, solo un
poco, su mal humor.
¿Por qué no podía tenerlo todo? ¿Por qué todos asumían
que no quería trabajar?
Al volver del paseo, Erik estaba repantingado en el sofá
con una cerveza en la mano y la neurona enchufada a Netflix.
Respiró hondo. Contó hasta diez. Tenía el ordenador
encendido y un montón de papeles desparramados, o sea que
llevaba un buen rato allí. Contó hasta veinte. Loki la delató al
correr a saludarla con su alegría perruna incondicional.
—¡Hola, liten jente! ¿Dónde te habías metido? Hoy he
llegado temprano a casa. Me ha sorprendido no encontrarte
aquí.
Se levantó del sofá. Sonreía, contento de verla. Contó hasta
treinta. Se le había olvidado. No había tenido una cirugía de
emergencia a última hora, o una reunión tocapelotas. No. Se le
había borrado de la mente que tenía la ecografía y la reunión
con Calvo. Intentó contar hasta cincuenta, pero no llegó.
Erik se inclinó para besarla. Ella se alejó.
—¿Y eso? ¿Ahora me haces la cobra, o es el calor? —
bromeó. La sostuvo de la cintura e intentó estrecharla contra
su cuerpo. Inés apoyó las manos en su pecho y lo apartó. Esta
vez no flaqueó, pese a las vistas tentadoras. El cabreo estaba
en pleno apogeo.
—Vamos a ver. Repasemos —dijo burlona. Erik debió
notar que no estaba para bromitas y dejó de sonreír—. ¿Qué
tenía que hacer el doctor Thoresen esta tarde?
—Tenía la tarde libre. Por un milagro, después de todas
estas semanas —replicó claramente mosqueado por su tono
mordaz—. En cuanto he acabado, he volado a casa. Y no
estabas aquí.
—Oh. ¿Y dónde estaría Inés? —ironizó sin piedad. Volvió
a apartar las manos que buscaban abrazarla—. ¿De compras?
¿Dedicada a la vida contemplativa? Claro, como ella no tiene
que trabajar, da igual.
—Inés, no tengo ni idea de qué demonios me estás
hablando —dijo Erik, ya cabreado por su actitud—. ¿Acaso
me dedico a controlar lo que haces o dejas de hacer?
Craso error.
—¡Estaba en la puta ecografía de las treinta semanas! —
explotó como una hidra sin control—. ¡Habíamos quedado a
las cuatro en la Clínica Alemana! ¡Por eso tenías la tarde libre!
Erik la miraba con la boca abierta. Su expresión pasó del
enfado a la certeza de que la había cagado. A lo grande.
—Svarte Helvete…Inés…lo siento. Joder, se me pasó
totalmente. —Intentó acercarse a ella una vez más, pero Inés
no estaba dispuesta a ceder su posición ni un milímetro.
—Erik, llevas disperso desde que volví de Estados Unidos.
¡Hablamos de esto anoche! —dijo en un crescendo de rabia y
dolor—. Te recuerdo que ni siquiera fuiste al aeropuerto por
mí. Pero esto va cada vez peor, solo te importa la Unidad, las
cirugías, la jefatura, el trabajo, el trabajo y el trabajo. Te
importa una mierda todo lo demás. —Buscaba hacer daño con
sus palabras. Que se diera cuenta de su metedura de pata y que
lo lamentase con amargura. Que lo pasara mal. Tan mal como
ella lo había pasado, sola, frente a esos minutos de
incertidumbre y frente a Calvo diciéndole que tampoco allí
podría trabajar—. Contaba contigo para la ecografía, ¡sabes lo
difícil que es para mí hacerlo sola! Y, por supuesto, también
fui sola a hablar con Calvo. Preguntó por ti, por cierto. No te
preocupes, ya le dije que estarías ocupado en algo más
importante.
Tras el desahogo a gritos, las lágrimas salieron de sus ojos
como un surtidor. Se dio la vuelta, buscando un lugar donde
refugiarse. Habría dado oro por huir a su piso y no ver a Erik
en un par de días. Ahora no podía escapar. Acabó por
encerrarse en la única habitación que tenía puerta con pestillo.
El cuarto de baño de la entrada.
Se sentó en la taza del váter a llorar. Lloró por todo. Por el
plantón de Erik, por su desliz, que no quería interpretar como
falta de compromiso, pero cuyo significado le daba pánico.
Porque quería trabajar y no podía. Porque quería a su bebé por
nacer más que a nada en el mundo y se sentía culpable. Porque
era una maldita olla a presión de hormonas y estrés.
—Inés, abre la puerta —dijo Erik al otro lado. Accionó el
picaporte repetidas veces con impaciencia—. Hablemos de
esto. Sé que la he cagado. Abre, por favor.
Intentó mantener un tono razonable, aunque lo que en
realidad quería era echar la puta puerta abajo. Escuchar a Inés
llorar al otro lado lo ponía frenético.
—No, Erik. Necesito estar sola. Déjame en paz —replicó
con voz temblorosa.
Soltó un gruñido exasperado, apretó los puños y tuvo que
contenerse para no aporrear la puerta con ellos. Apoyó la
frente en la madera y cerró los ojos.
—Inés, liten jente. Sé que esto es imperdonable, no tengo
excusa —intentó con un tono conciliador. Sabía que, si se
dejaba llevar por la ira, Inés era capaz de pasar la noche allí—.
Estos días tengo la cabeza en otra parte. Me he dejado el móvil
en el despacho. Pierdo el busca cada dos por tres, los
problemas no me dejan pensar.
—¡Esto era importante, no un puñetero móvil! —gritó ella
al otro lado de la puerta—. Dijiste que no lo pospondrías. Que
sería tu prioridad.
Él maldijo la elección de sus palabras. Dijera lo que dijese,
a Inés le parecería mal. Ahora mismo no pensaba con claridad.
—Lo sé, ¡lo sé! Por favor, sabes que en estas situaciones
soy un maldito incompetente emocional —confesó sin más.
No le quedaba otra—. Dime que puedo hacer para
compensarte. Qué hago para que me perdones. Sé que
prometer que no volverá a ocurrir no sirve de nada…
—¡Claro! ¡Porque sabes que es mentira! —lo interrumpió
sin piedad.
De acuerdo. Joder. Se frotó el rostro con las manos e
intentó ordenar sus pensamientos.
—Es cierto. No puedo jurar que no volveré a olvidarme.
No puedo prometerte que no volveré a cagarla. A meter la pata
una y otra vez —aceptó, tragándose el orgullo que peleaba con
aquella afirmación—. Pero jamás pienses que tú y el bebé no
sois lo más importante de mi vida. Que cada cosa que digo,
que cada paso que doy, no lo hago por ti y por mi hijo. Vivo
por ti y por él. Estoy al límite, Inés. Siento que camino por una
cuerda floja. —Expresar con palabras la angustia que lo
embargaba las últimas semanas constituyó una auténtica
liberación—. Siento que, si tiran un poco más de mí, me voy a
romper. No sé cuánto tiempo más voy a aguantar así. Me
preocupa tu situación. Me preocupa que no podamos seguir
nuestros planes para cuando nazca el bebé. El San Lucas se
está desmoronando y yo no puedo hacer nada. —Soltó un
suspiro cargado de frustración. Apoyó los antebrazos en la
puerta, derrotado, y sostuvo la cabeza entre las manos—. Por
favor, no me des la espalda. Sin tu apoyo, si me quedo sin ti en
mi bando, no puedo con todo esto. Abre la puerta, kjaereste.
Abre y cuéntame cómo ha ido la ecografía. Qué te ha dicho
Calvo. Por favor.
Se sentó en el suelo. Ya no sabía que más decir. Había
expuesto su corazón y su alma y se había desnudado de
manera descarnada. Odiaba sentirse así frente a ella.
Reconocer la impotencia y la incapacidad de mantener el
control sobre las situaciones. Era un maldito imbécil.
La puerta se abrió. Inés lo miró desde arriba con los ojos
enrojecidos y el rostro hinchado. Erik no dijo nada. Ya no le
quedaba nada más que decir. Solo cargó en su mirada el ruego
de que lo perdonase.
—La ecografía ha ido bien —dijo ella en un susurro.
Todavía tenía la voz atenazada por el llanto. Se sentó junto a él
en el suelo con dificultad.
—¿Sabemos ya el sexo del bebé? —se atrevió a peguntar
tras unos segundos de silencio tenso.
Inés negó con la cabeza. Estaba sentada en el suelo a su
lado, pero no se tocaban. Los dos miraban al frente.
—Violeta hizo de todo por intentarlo, pero no lo consiguió.
Solo nos enseñaba en trasero. —No pudo evitar que se le
escapara un resoplido divertido—. El resto está todo bien.
Erik posó su mano sobre la de Inés, que reposaba en el
suelo frío de mármol. Ella no se apartó. La apretó con
suavidad.
—Bien. ¿Y Calvo? ¿No hay sitio para ti en la Alemana?
—Lo que me dijo es una copia del discurso de Guarida.
Sospecho que han hablado de esto, si no, no es normal —dijo
Inés. Pareció rendirse y apoyó la cabeza en su hombro. Erik
reprimió el deseo inmenso de abrazarla, pero sabía que todavía
no era el momento—. Que lo hablaríamos después de seis
meses. Que ahora tenía que centrarme en mi bebé.
—Lo arreglaremos, Inés. Tienes un currículo impecable.
Eres una de las mejores residentes con las que me he cruzado
en mi vida como cirujano —la alentó. Sus ojos volvieron a
llenarse de lágrimas y la encerró entre sus brazos—. No
tendrás problema en conseguir un trabajo. Sea en la Alemana,
en el San Lucas o en cualquier hospital.
Se abrazaron allí, en el suelo, hasta que el disgusto se
diluyó entre besos y caricias. Inés reía entre lágrimas y le
pedía perdón por el arrebato de loca embarazada. Él estaba
aliviado por haber soltado un poco la tensión. Pero estaba
claro que no podían seguir así.
Un viejo conocido

Habían superado el bache. Inés perdonó a Erik su olvido y


entendió que ella también había reaccionado de manera
desproporcionada. Pero no podían evitarlo. La situación en el
hospital empeoraba día a día y ambos estaban tensos y
distantes. Erik volvía a casa con un humor de perros por los
problemas que se acumulaban y los horarios de mierda. Y ella
tampoco era precisamente la dulzura personificada; pasar tanto
tiempo en casa sin hacer nada aumentaba un grado más cada
día su irritabilidad.
Aquella mañana fue ella quien hizo el café. Erik se
demoraba en la ducha e iba a llegar tarde a una reunión. Una
importante. Una en la que quizá se aclarase por cuánto tiempo
podrían marcharse a Noruega. Llevaba días con esa
negociación. Respecto a su contrato… ya no esperaba nada.
Había apalabrado las consultas de ecografía fetal con Andrea
Garay a la vuelta de su viaje a Noruega y, por el momento,
tendría que bastar.
Subió hasta la habitación con una taza humeante y
deliciosa en la mano y se la tendió a su vikingo gruñón.
—Vamos, grandullón. Tienes que darte prisa.
—Estoy harto. Esto va a retrasar todas las cirugías del día
—dijo Erik sin esconder su fastidio mientras se ponía una
camisa blanca—. Me reuní con Guarida y con Becker hace dos
días, ¿qué van a decirme que no me hayan dicho ya?
—Quizá acepten prolongar tu ausencia un mes más, aunque
está claro que van a intentar sacarle el mayor provecho posible
—aventuró esperanzada Inés. Recibió una mirada de cejas
enarcadas y llena de sarcasmo. No se rindió—. Y vas a
conocer al cirujano que te sustituirá mientras estamos en
Noruega.
—Como si viene el emperador de la China. Me da igual.
Inés suspiró e intentó hacer acopio de paciencia. Le tocaba
a ella templar los ánimos, aunque no fuese precisamente lo que
más le apetecía.
—Yo también tengo ganas de mandarlo todo a la mierda,
pero tú no puedes. Siguen siendo tus superiores y tú sigues
siendo el jefe de Cardiopatías Congénitas. Tienes que ir —
insistió mientras masajeaba su espalda en un intento de
confortarlo—. Piensa en que solo nos queda una semana para
marcharnos. Solo tenemos que aguantar una semana. Repite
conmigo.
—Solo una semana —murmuró Erik, algo más calmado.
—Eso es. Vamos, dame un beso.
Inés alzó la mirada y sonrió para ofrecerle los labios.
Apoyó las palmas sobre sus pectorales y Erik la enlazó entre
sus brazos. Sus bocas se tocaron en un roce casi imperceptible,
pero suficiente para aplacar el mal humor y que sus ojos se
serenasen. Jugueteó con los botones de la prenda mientras se
los abrochaba. ¿Alguna vez se cansaría de sentir su piel?
—¿Estás segura de que quieres que me vaya? —Una
erección prometedora comenzó a desperezarse entre ellos y
Erik le regaló una mirada lasciva—. Aún es temprano.
—Vamos, vete. Te espero a las siete para marcharnos a
Farellones. ¡No llegues tarde! —Se apartó de él con desgana y
se cerró la bata de seda en torno al abdomen abultado. Estaba
descalza y solo la cubría esa prenda delicada—. Llámame para
saber cómo te va.
—¿Tú qué vas a hacer? ¿Iras a algún otro hospital a ver si
te dan una respuesta?
Inés miró al suelo con pesar durante unos segundos, pero le
devolvió una expresión resuelta mientras negaba con la
cabeza.
—No. No quiero mendigar nada. Todos me dijeron que ya
me llamarían. —Se acarició el vientre y pareció tomar una
determinación—. Está claro que me dan la callada por
respuesta y no tengo porqué humillarme. Todo tiene un límite.
Si les interesa que trabaje en su clínica, me llamarán.
—Sabes que te apoyo en esto. —La miró con seriedad. Le
colocó la melena detrás de las orejas y encerró su rostro entre
las manos—. Todo saldrá bien, ya verás.
Volvieron a abrazarse con toda la fuerza que la
circunferencia del abdomen de Inés permitía y se besaron con
fervor. Pese a todo, una nube de preocupación lo acompañó
durante todo el trayecto hasta el hospital.
Fue caminando hasta allí. Una costumbre que había
adquirido desde que vivía con Inés y que cada vez le gustaba
más. La mañana aún era fresca y la ciudad despertaba sin
prisas al viernes. Lo único que quería era enfilar hacia la
cordillera y vegetar en la piscina. El agotamiento acumulado
de la semana, las tensiones por la situación de Inés y del San
Lucas en general y las últimas peleas de poder con Guarida lo
tenían enfermo. ¿Qué querría ahora? No creía que en dos días
hubiese encontrado la solución a ninguno de los asuntos
urgentes que habían abordado.
Golpeó con los nudillos y empujó la puerta del despacho de
su jefe sin esperar contestación. Una tercera persona esperaba
de pie junto a Guarida y Becker.
Tardó un par de segundos en reconocer la silueta que le
daba la espalda. Sintió un golpe físico en su abdomen y la bilis
ascendió por su garganta.
Una persona que provocó una oleada de malos recuerdos
que se agolparon en tropel.
Una persona a la que jamás pensó que tendría que volver a
enfrentar en su lugar de trabajo.
—No —dijo Erik con un filo letal en el tono de voz.
—Doctor Thoresen, sé que no es de su gusto que el doctor
Portales esté aquí. —Becker se aclaró la voz con un carraspeo
incómodo antes de seguir—, pero las necesidades del servicio
deben anteponerse a los problemas personales y espero que
todos estemos a la altura de lo que la situación precisa.
—No —repitió, sin recuperar aún la capacidad de reacción.
Mejor. Porque sabía con certeza en lo que consistiría. Cerró
los puños con fuerza. Un sentimiento que hacía más de un año
que no lo embargaba se apoderó de sus venas y las inflamó.
Ira. Furia. Rabia. Lo veía todo rojo y se volvió hacia el hombre
que había provocado una de las etapas más dolorosas de su
vida.
—Erik, sé que no quieres verme aquí —dijo Portales en un
intento de ser conciliador. Había ganado peso. Se le veía
saludable. Ahora llevaba una barba bien recortada y su mirada
carecía de aquel brillo enfermizo secundario a la cocaína—. Sé
que la última vez que nos vimos fue frente a un abogado, pero
las cosas han cambiado mucho desde entonces.
—¡Cállate! ¿Cómo tienes los huevos de aparecer por aquí?
—Arrastró los pies, tensó todos los músculos del cuerpo y se
acercó poco a poco a él—. Te lo dejé bien claro, si te veía
cerca de mí o de Inés, tendrías que atenerte a las
consecuencias.
Estaba demasiado furioso. En cualquier momento perdería
el control. Y aquel hombre ya le había arruinado la vida una
vez. Intentó enfocar su atención en Inés, en el bebé que llevaba
en su vientre. Luchó con desesperación para canalizar la ira.
Clavó las uñas en la palma de sus manos y apretó los
dientes. Reprimió un acceso de náuseas al recordar a aquel
hombre manoseando y agrediendo a Inés. Al rememorar los
golpes que intercambiaron. El verse empujado a un coche
patrulla de carabineros esposado y sangrando. La negra
pesadilla del momento en que Inés lo abandonó tras la pelea y
los meses de desesperación que le siguieron.
—No —dijo por tercera vez, con la sílaba ahogada por un
gruñido. Quedaban pocos centímetros para que Portales
quedara al alcance de sus puños.
—Erik, ¡no hay ningún otro cirujano que pueda sustituirnos
en vacaciones! ¡Que permita que te marches a Noruega el
tiempo que necesites! —dijo Guarida en un intento
desesperado de calmar la situación—. ¿Crees que no hemos
buscado hasta debajo de las piedras?
—No es excusa. Esto es imperdonable, Hernán. Y no tengo
por qué aguantarlo.
No escuchaba el intento diplomático de Becker. Ni la
diatriba de Guarida apelando a las necesidades del servicio.
—Erik, no soy el mismo que hace un año. He pasado tres
meses en una clínica de desintoxicación, y llevo en terapia
desde entonces —dijo Portales, que buscaba calmarlo con las
manos abiertas en señal de paz—. He acordado controles
aleatorios de tóxicos en orina, y mi contrato se hará mes a mes
durante un año hasta comprobar que estoy limpio de verdad.
Estaré bajo la supervisión permanente de Guarida. No me
verás en los quirófanos, lo prometo. Y me mantendré lejos de
la doctora Morán.
—¡No te atrevas ni a mentar a Inés! —amenazó acercando
su rostro desencajado al de él. Sus frentes se rozaron. Unas
gotas de saliva cayeron en su cara, pero él se quedó inmóvil
por el pánico y pareció empequeñecer. Guarida y Becker lo
aferraron cada uno de un brazo e intentaron apartarlo de
Portales. No lo movieron ni un milímetro.
Luchó por deshacerse del agarre de los dos hombres. La
furia aciaga que lo envolvía amenazaba con ganar la batalla y
cerró los ojos con fuerza durante unos segundos. No podía
dejarse llevar. Había demasiadas cosas importantes en juego.
Ahora tenía a Inés. Y a su hijo.
Al otro lado de la balanza, todos y cada uno de los
pacientes, cada una de las guardias que no le correspondían,
cada sacrificio que nadie agradecía, cada una de las
concesiones que había hecho durante aquellos años en el San
Lucas.
No podría sostener la hipocresía de trabajar con Portales en
la Unidad.
¿Cómo había dicho Inés? Era incapaz de componer un
discurso más elaborado, así que acudió a sus palabras, que
tanto sentido tenían para él. Relajó el cuerpo.
—Podéis soltarme. No voy a hacer ninguna tontería —dijo
entre dientes. Guarida y Becker respiraron con alivio. Portales
forzó una sonrisa acojonada.
—Erik, sabía que estarías a la altura —lo felicitó Guarida,
poniendo una mano en su hombro con un compañerismo que
se le antojó vacío. Se la quitó de encima de un manotazo—.
No es momento de anteponer lo personal.
—En eso te equivocas, Hernán. Este es exactamente el
momento en que voy a anteponer lo personal. Todo tiene un
límite —dijo con una voz mecánica que no parecía la suya.
Sabía que era producto del esfuerzo titánico por seguir
ejerciendo su autocontrol—. No tengo por qué humillarme. —
Se dirigió a Franco y dibujó una sonrisa letal—. Felicidades
por su nueva incorporación al San Lucas, Doctor Portales. Le
auguro una larga carrera aquí. Porque lo que es yo, me voy.
—¡Doctor Thoresen! —alcanzó a escuchar cuando se dio la
vuelta como un autómata y salió por la puerta. Cuando Becker
lo retuvo para intentar detener su marcha, el ademán brusco
que casi le arrancó el brazo les dejó claro que quería que lo
dejaran en paz.
No esperó a hablarlo con Inés. No pensaba regresar.
Acudió directamente a Personal y firmó la renuncia a su
contrato. No le pagarían el sueldo de febrero, pero le daba lo
mismo. No volvió la vista atrás cuando salió del hospital.
Paris a los treinta

La renuncia de Erik precipitó toda su planificación. Los padres


de Inés viajaron a Santiago e hicieron una cena de despedida
en casa de Loreto. Disfrutaron de estar juntos, pero no parecía
un adiós. Pasaban tanto tiempo lejos unos de otros que la
tristeza y el duelo por separarse casi quince mil kilómetros de
distancia no era distinto a cualquier despedida.
Recibieron algunos regalos para el bebé y la promesa de
verse cuando la fecha del parto se acercara. Gerardo sí se
emocionó un poco cuando al fin se marcharon de vuelta a
Ranco, Victoria los abrazó con su frase que Inés siempre
esperaba y que esta vez incluía a Erik: «Estaréis bien». Loki
regresaría con ellos en el avión.
Ya no tenía sentido esperar, así que adelantaron los billetes
de avión y volaron a Oslo una semana antes de lo previsto.
—No puedo creerlo, esto está pasando de verdad —dijo
Inés, tumbada en la butaca de primera clase de Air France, la
aerolínea que más permisiva se mostraba con las embarazadas
—. Hubo un momento en que pensé que no lo lograríamos.
Erik sonrió junto a ella. Llevaba entre las manos un libro,
Los primeros meses de tu bebé. Tenía las piernas estiradas y
una manta sobre ellas. Reclinó el respaldo un poco más.
—Me alegra dejar atrás estos días de locura. Ahora no
tengo ninguna intención de preocuparme por nada. Tú deberías
hacer lo mismo, Inés —recomendó con las cejas alzadas en un
gesto de advertencia—. Esta semana de adelantar el viaje nos
vendrá bien.
Inés correspondió a su beso, y se recostó también en su
butaca.
—Estoy deseando llegar a Paris. ¿Nos dará tiempo de ir al
Louvre? —preguntó esperanzada—. O al museo de Orsay. Sé
que son solo dos días, pero me parece un delito no aprovechar
al máximo y subir a la torre Eiffel.
—Inés, se supone que hacemos una parada estratégica para
que descanses después de las catorce horas de vuelo, no para
hacer una maratón —dijo Erik con tono resignado. Lo estaba
viendo. Inés iba a arrastrarlo por toda la ciudad—. Y para
celebrar tu cumpleaños. Treinta años. Gammel kvinne…
—¡Oye!, viejo lo serás tú, que tienes cuarenta —exclamó
riendo ella. Hundió los dedos en sus costillas como venganza
—. Yo estoy en la flor de la juventud. Y van a ser unos treinta
especiales: embarazada, a punto de empezar una buena vida.
Lo único que falta es el trabajo.
La alegría de su voz se debilitó un poco y Erik apretó su
mano por encima de la manta.
—Si te sirve de consuelo, yo tampoco tengo trabajo y me
da exactamente igual —dijo con una sonrisa. Se inclinó sobre
ella y la besó en la frente—. Ya se arreglará, Kjaereste.
—¿Estás seguro de tu decisión? —preguntó Inés por
enésima vez en aquellos últimos días. Se giró hacia él y
estudió su reacción—. ¿No te arrepientes de haberlo dejado?
Ahora ninguno de los dos tiene ninguna perspectiva, ¿de
verdad no te preocupa?
Erik la miró, inexpresivo. Su rostro no dejaba leer ninguna
emoción, pero a ella ya no la engañaba. Había aprendido a
encontrar en sus ojos las respuestas que él prefería no
verbalizar, y en el azul acerado solo veía determinación y
serenidad.
—Estoy seguro, liten jente. Todo tiene un límite, y el mío
está en Portales —dijo, acomodándose la almohada tras la
cabeza. Estiró las largas piernas con un suspiro de resignación.
Parecía no darle demasiada importancia a lo ocurrido—.
Después de todo lo que pasó, no podría trabajar mano a mano
con él. Menos en un quirófano. Y jamás después de lo que te
hizo a ti.
Inés no pudo evitar que la embargase cierta aprensión, y
agarró sus dedos con fuerza.
—Erik, mírame. No quiero que la decisión tenga que ver
conmigo, piénsalo fríamente, ¡aún estás a tiempo! Yo ni
siquiera trabajo ya en el San Lucas y sé lo importante que es
para ti la cirugía. ¿No vamos a arrepentirnos de todo esto?
Su conversación se interrumpió por unas turbulencias
inesperadas. Inés protegió su vientre de manera instintiva y
Erik posó su enorme mano sobre las de ella. Su tacto era
reconfortante, tranquilizador.
—Kjaereste, claro que me preocupa mi futuro laboral, pero
el San Lucas no es el último hospital del planeta. Tengo ya un
recorrido y un prestigio —aseguró con cierta arrogancia. Inés
reprimió una sonrisa al ver el destello déspota tan conocido en
su mirada azul—. Pero ahora quiero centrarme en nuestro
bebé, quiero vivir cada momento. Quiero hacerlo bien. No voy
a repetir lo que me pasó con mi padre. Todo lo demás puede
esperar.
Inés no necesitaba más.

Tras unas horas de oscuridad y sueño inquieto pese a la


comodidad de la primera clase, se encendieron las luces
fluorescentes. La claridad hacía daño a la vista. Comenzaba el
trasiego de los sobrecargos mientras los pasajeros se
desperezaban. Tomaron un desayuno frugal, a Inés no le
entraba nada en el cuerpo. Pasaban del calor sofocante del
verano de Santiago al invierno continental de París.
Al final, Inés se había salido con la suya. Él habría
preferido un hotel apartado y tranquilo. Ella, estar en el centro
mismo de la ciudad. Cuando llegaron a La Réserve, justo en
los Campos Elíseos, estaba entusiasmada como una niña
pequeña. Los hicieron pasar a un salón que tenía el punto justo
de barroco para resultar lujoso sin ser excesivo.
—Bienvenue, madame Moran. Monsieur Thoresen. Es
inusual que un escandinavo se aloje aquí, si me permite
decirlo. —El gobernante lo dijo con una mezcla tal de picardía
y educación que a Erik no le quedó otra que echarse a reír. Eso
era un check-in y lo demás, tonterías.
—Es cosa de Inés, se empeñó en que nos quedáramos en el
centro —contestó sorprendido por lo acogedor de aquel
recibimiento en contraste con las maneras mecánicas con las
que solían recibirte en un hotel—. Y ella siempre se sale con la
suya.
Inés se volvió con una expresión traviesa. Llevaba un
vestido de lana de color gris que se ceñía a sus curvas, la
melena castaña suelta sobre los hombros, una bufanda negra
de cachemira en el cuello de la que se deshacía en ese preciso
momento. Reprimió el impulso de levantarse a atraparla entre
sus brazos, quitarle ese vestido, sentir la calidez de su piel.
—Ah, el amor…muchas felicidades por su próxima
paternidad. La mamá está radiante —prosiguió el hombre.
Hizo aparecer de la nada un Tablet y deslizó el dedo por la
pantalla con rapidez—. Permítame obsequiarla con un masaje
en el Hamman. Después de tan largo viaje, necesita descanso.
Solo llamen al número que encontrarán en la habitación y
reserven cuando lo deseen.
Erik hizo una mueca apreciativa. Aquel hotel le gustaba
cada vez más.
—Se lo diré. Gracias.
—¿Entiendo que cenarán en Le Gabriel esta noche?
—Así es.
No todos los días tienes la oportunidad de comer en un dos
estrellas Michelin. No es que fuera muy fan de la nouvelle
cuisine, pero era una experiencia que no podía perderse.
Sus maletas desaparecieron por arte de magia. Inés caminó
unos pasos hacia el interior del vestíbulo. Ahora dudaba entre
subir a la suite, quedarse en los salones acogedores y
suntuosos que se abrían a un amplio pasillo, o visitar la ciudad.
—Esto va más allá de la extravagancia —comentó Erik a
su lado—. ¿Te apetece desayunar de verdad o subimos a la
habitación?
—¿Y si desayunamos en la habitación? —dijo Inés. Se
relamió los labios en un gesto cargado de sensualidad.
—Monsieur! —llamó Erik. Apretó el paso hasta alcanzar al
hombre que ya se alejaba hacia la entrada del hotel. Inés
reprimió una risita al ver cómo se daba la vuelta, sorprendido
por el arranque de su vikingo—. Por favor, ¿pueden llevarnos
a la habitación un desayuno continental?
—Por supuesto. En una hora lo tendrán.
Inés reprimió una exclamación al abrir las cortinas de
brocado color crema con tiradores dorados. La suite Eiffel
recibía su nombre por las espectaculares vistas de la torre y el
Trocadero. Toda la habitación estaba decorada de manera
suntuosa sin llegar a ser recargada. Los espejos, colocados de
manera estratégica, daban una sensación de amplitud aún
mayor.
Erik se acomodó en uno de los butacones tapizados frente
al balcón se hizo con el iPad para ajustar las luces, la
temperatura del climatizador y el hilo musical, en el que
sonaba la voz melodiosa de Carla Bruni y su L´amour.
—¡Erik! ¡Ven a ver!
Se acercó hasta el cuarto de baño y sonrió al ver a Inés
sentada al borde de la enorme bañera de hidromasaje. El
mármol de las superficies era de los mismos tonos cremosos y
beis de la habitación, los cromados dorados y mates daban
toques de luz en sitios estratégicos, y una infinidad de frascos
ofrecían diferentes experiencias de aromas y texturas.
—Ya tenemos plan para después de desayunar —dijo él
con una sonrisa depredadora.
El desayuno no tardó en llegar. Tres maîtres uniformados
de manera impecable retiraron el arreglo de flores de
bienvenida y la cesta de frutas sobre la mesa para el despliegue
pantagruélico de dulces, tostadas, fruta, zumo y café.
—Estos franceses sí que saben cocinar —observó Erik tras
devorar un delicioso cruasán con mermelada—. ¿Más café?
Inés asintió. Había movido la butaca hasta la ventana del
balcón. Fuera llovía a cántaros, y el tono blanco grisáceo del
cielo le daba un fondo perfecto a la estructura más conocida de
Paris. Se acercó a ella y rellenó su taza con la elegante tetera
de plata. Depositó un beso breve en sus labios y volvió a
dedicarse a la cestita de mimbre cubierta con una servilleta de
lino bordado en oro que escondía aquellos diminutos y
crujientes bollos. Ella parecía pensativa, con los pies sobre la
butaca, rodeando sus rodillas con un brazo y la taza de
porcelana en la otra.
—Un millón de coronas por tus pensamientos.
Ella alzó la mirada y sonrió con ternura.
—Pienso en que nuestro pececito tiene mucha suerte. Yo
tengo mucha suerte —recalcó el pronombre con una expresión
maravillada—. Estoy en una de mis ciudades favoritas del
mundo, con el hombre de mi vida, y a punto de tener un bebé.
Siento mi mal humor de estas últimas semanas. Ahora mismo
—sonrió mientras describía un arco con la mano que incluía
toda la habitación—, todo me parece una tontería.
—Ven aquí.
Inés se levantó. Llevaba un camisón de seda de color
blanco con un estampado en rosa palo y un batín de lana tan
suave que parecía líquida. Dejó la taza sobre la mesa y se
acomodó en el regazo de Erik.
—Creo que si me preguntaran qué prenda te define más,
dudaría en escoger entre el uniforme del quirófano y estas
camisetas grises y ajustadas —murmuró con los labios
rozando su cuello y las manos deslizándose por su torso—. Me
encantan.
—Son cálidas y muy cómodas. Pero me gustan más cuando
te las pones tú —dijo él. Se apartó para quitársela—. Si me
preguntaran qué prenda te definen más de ti, dudaría en
escoger entre los vestidos cruzados con lazada o la lencería. —
Deslizó la mano por su hombro y retiró las prendas que lo
cubrían—. Pero te prefiero desnuda, sin nada sobre la piel.
Inés se deshizo del batín y lo condujo hasta la enorme
cama. Un rocío de pétalos de rosa cubría la superficie y
salieron volando hacia todas partes cuando Erik se tumbó boca
arriba sobre el nórdico blanco sin demasiadas
contemplaciones.
—Se han confundido. No celebramos San Valentín. Feliz
cumpleaños, liten jente.
Inés lo cabalgó a horcajadas y se inclinó sobre él, barriendo
con su melena el tórax masculino.
—Es mañana.
—Carpe diem —dijo Erik, que ya lo sabía—. ¿Por qué no
empezamos a celebrarlo hoy?
Los dos estaban agotados por el viaje, pero el cuerpo de
Inés tenía memoria y ante el tacto experto de las manos de su
marido, reaccionó sin hacerse esperar. Su boca se hizo agua y
dio a Erik de beber. Cada fibra de su ser clamaba por su
contacto. Lo acogió en el interior de su sexo sin apresurarse.
Cerró los ojos y dejó caer hacia atrás la cabeza, empapándose
de las sensaciones. No había prisa. Tenían por delante toda la
vida.
No dejaron que el deseo los empujara, disfrutaron de cada
roce, cada aroma, cada centímetro de piel. Llegaron al
orgasmo como llega el deshielo, sin saber cómo el invierno
abre la mano, la cascada se quiebra y el agua mana de nuevo
con estruendo. Durmieron a pierna suelta toda la tarde.
—Es tarde para hacer nada y sigue lloviendo —dijo Inés,
con la voz aún velada con retazos del sopor.
—No pienso moverme. Me quedaría aquí toda la vida —
murmuró Erik, pegado a su espalda. En la concavidad de sus
cuerpos cobijaban el abdomen abultado de Inés. Se acariciaron
en silencio.
El timbre del teléfono móvil de Erik rompió la calma del
momento y estuvo tentado en no cogerlo.
—No creo que sea del hospital —bromeó Inés. Se
desperezó entre las sábanas, presa aún de la languidez por el
sueño y el sexo compartido. Lo observó caminar desnudo por
la habitación mientras hablaba en noruego con su madre.
Sonrió. Aún saciada, el deseo volvía a agitarse en su interior.
—Espera, mamá. Te pongo en manos libres y paso a
hablarte en inglés, para que Inés te entienda mejor. —Erik se
sentó a su lado con algunos surcos de preocupación en la
frente—. ¿Qué pasa con el abuelo?
—Hola, Inés. Bienvenida a Europa, ¡más de un año para
teneros de nuevo aquí! —dijo Jana con su franqueza habitual.
Inés se echó a reír. No habían llegado a su destino y ya
empezaba el pulso de las familias por atraerlos a sus núcleos
—. Le decía a Erik si no os importaría parar un par de días en
Oslo. Sé que tenéis ganas de llegar, pero mi padre está
bastante enfermo y sé que tanto él como mi madre están
deseando verlo. ¡Y tienen que conocerte, Inés!
Erik alzó las cejas con mirada interrogante. Dejaba que ella
tomase la decisión. Lo pensó durante unos segundos y sonrió.
—Claro, Jana. No tenemos ninguna prisa. No hay
problema.
—Perfecto. Os esperamos en Tromsø en unos días,
entonces. ¡Buen viaje y disfrutad de Oslo y de París! —se
despidió Jana tras acordar algunos detalles con Erik[XH1].

Valió la pena emerger de entre las sábanas y almohadones de


la enorme cama y arreglarse para cenar en Le Gabriel. El
maître escogió para ellos una mesa con vistas al jardín,
adornado con diminutas luces, y junto a la chimenea.
Aceptaron la recomendación del chef y se embarcaron en la
experiencia de un menú de degustación.
—Ahora entiendo por qué son quince platos —dijo Erik al
ver la minúscula porción de lubina a la sal con canónigos y
confitura de higos—. Como todos sean así, moriré de
inanición.
Inés se echó a reír. No era la comida, que estaba deliciosa.
Era la experiencia. El color y la disposición de los
ingredientes, el maridaje de los sabores, el ambiente en el que
estaban sentados, dignos de cualquier palacio de la corte del
Rey Sol. Cada detalle sumaba al valor añadido. El chef se
acercó cuando disfrutaban del postre, una selección de
chocolates y crema chantilly y Erik no pudo evitar la broma.
—Muy buenos los aperitivos. ¿Y la comida de verdad?
El chef soltó una carcajada al ver que Inés le daba una
palmada en el pectoral y le llamaba la atención por ser tan
vikingo.
—No le haga caso, todo estaba delicioso. Debo reconocer
que no puedo decidir cuál me ha gustado más —dijo Inés con
una sonrisa satisfecha—. Creo que me quedo con el postre.
¡Estos chocolates son sensacionales!
—Muy buena elección, madame —respondió el chef.
Sirvió agua en su copa al ver que estaba mediada y a Erik más
vino—. ¿A usted, monsieur?
—Sin duda, el steak tartar de buey —dijo él, ahora en serio.
Inés sabía que su queja era en broma. Era una de las cosas que
más le gustaba de él. Se desenvolvía con la misma soltura
comiéndose un bocadillo en la montaña, que en aquel
restaurante francés—. No le niego que me he quedado con
ganas de más, pero el plato es espectacular. Felicidades a su
cocina.
—Muchas gracias. Excelente elección también, monsieur
El chef les lanzó una mirada apreciativa antes de alejarse.
—Vamos a tener que volver —dijo Erik
Seguía lloviendo a mares. Inés se sentía culpable por tener
tan cerca varios de sus lugares favoritos de la ciudad, pero
volvieron a dormir hasta tarde, tuvo su masaje corporal
especial para embarazadas y solo tomaron un brunch. En el
coche de cortesía que los llevó de vuelta al Charles de Gaulle,
se despidió mentalmente de Paris prometiendo volver. Había
sido un cumpleaños perfecto, y ahora enfrentaban la última
etapa antes de llegar a Tromsø descansados y con energía.
—Segundo avión. ¿Todo bien? —preguntó Erik cuando se
acomodaron para las dos siguientes horas hasta Oslo.
Inés sonrió e hizo un gesto afirmativo.
—Todo perfecto. Au-revoir, Paris!
Olivia y Matthias

—Ya casi estamos, Inés —Erik se daba cuenta de su cansancio


y la rodeó por la cintura para ayudarla a caminar—. Mi abuela
ha mandado a alguien a buscarnos, no tendremos que esperar.
—¡Eh! ¡Avísame cuando pares! —protestó Inés por el tirón
cuando Erik se detuvo bruscamente frente a las puertas
correderas de Llegadas.
—Mormor! —dijo Erik, de pronto embargado por la
emoción. Miró a Inés con una amplia sonrisa—. Es mi abuela,
Olivia. Ha venido personalmente. Está deseando conocerte. Su
inglés no es muy perfecto, pero te entenderás con ella. Ya lo
verás.
Inés permaneció en un discreto segundo plano mientras
abuela y nieto se abrazaban. Se emocionó un poco al ver al
gigantón vikingo estrechar con delicadeza a la anciana. Una
mirada verde, algo velada por la edad, y que reconoció igual a
la de Maia y la de Jana, centelleó un par de segundos sobre el
brazo de Erik, estudiándola con curiosidad. Inés ensanchó su
sonrisa y se acercó. Recibió un abrazo un poco más estirado,
pero su sonrisa era amable.
—Velkommen, Inés! Jeg haper du foler deg komfortabel I
Oslo.
Palideció. La única palabra que entendió fue
«komfortabel», que suponía era « cómoda » , como en inglés.
Lanzó una mirada de socorro a Erik, que soltó una carcajada.
—«Bienvenida, Inés. Espero que te sientas a gusto en
Oslo» —tradujo para ella. Olivia asentía con su rostro
aristocrático surcado de mil arrugas, su moño blanco y
estirado, y su delgada figura vestida con un traje de lana de
color morado—. La abuela dice que tienes que aprender lo
antes posible, así que te hablará en noruego.
—Vaya, ¡qué bien! —ironizó Inés con una mueca forzada.
No era precisamente un recibimiento muy acogedor, pero
Olivia contaba con noventa años y suponía que, a esas alturas
de su vida, haría lo que le diese la gana.
Sintió cómo la observaba, evaluándola, y se irguió de
manera involuntaria. La miró a los ojos y le preguntó algo que
no entendió, pero detuvo una mano temblorosa y cubierta de
anillos algo ostentosos cerca de su barriga. Sin tocarla. Vaya.
Al menos tenía la deferencia de preguntar.
—Ja, visst! — «¡Sí, claro!», contestó con una sonrisa.
Olivia la miró con cierta sorpresa y acarició con reservas,
pero con una ilusión evidente en la mirada, su abultado vientre
de embarazada. En otro momento la hubiese molestado, estaba
hasta el moño de que le toqueteasen la barriga, pero la
fascinación de la mujer la cautivó. Murmuró algo ininteligible
mientras le daba unas palmaditas casi imperceptibles y le hizo
una pregunta a Erik. De nuevo se sintió un poco excluida y se
armó de paciencia. Tendría que ponerse las pilas con el idioma
en cuanto llegara a Tromsø.
—Dice que va a vivir lo suficiente para conocer a su último
biznieto, y quiere saber su nombre —dijo Erik, mientras
sostenía a su abuela de un brazo y a ella del otro, caminando
lentamente en consideración a la anciana. Comprobó que un
hombre de unos cincuenta años y de rostro bondadoso, vestido
con un uniforme un algo anticuado, empujaba el carrito de las
maletas y los adelantaba con celeridad—. Ya le he dicho que
aún no sabemos el sexo del bebé. Ella apuesta porque sea una
niña.
Salieron de la terminal y un Mercedes Maybach clase S, de
color azul marino y negro, ya los esperaba con el motor
encendido y las puertas abiertas.
—Vaya cochazo —dijo Inés, admirada.
—Espera a ver el Rolls —murmuró Erik.
Comenzaba a tomar conciencia de lo que significaba que la
abuela de Erik fuese la única propietaria de unos importantes
astilleros.
Mientras el chófer ayudaba con deferencia a acomodarse a
Olivia en el asiento trasero, Inés se tomó unos segundos para
procesar lo que estaba viviendo. El frío de febrero azotó su
rostro. En el Charles de Gaulle no le había dado tiempo a
asimilar que se adentraban en lo más crudo del invierno
escandinavo, pero no pudo evitar una exclamación ante la
belleza del paisaje nevado y salpicado de edificaciones
aeronáuticas y de gran modernidad. El aire era gélido pero
vivificante, y sonrió, ilusionada. Comenzaban una nueva
etapa, en un país distinto, con un futuro incierto, sí, pero
prometedor.
Abuela y nieto se enfrascaron en una conversación en el
amplio asiento trasero de la berlina. Entendía alguna palabra
suelta que no le permitía seguir el hilo de la conversación. Inés
era cada vez más consciente de que el idioma le iba a suponer
un obstáculo mayor a lo que había previsto en un primer
momento.
Ensimismada, contempló el paisaje nevado a ambos lados
de la moderna autopista de cuatro carriles por sentido.
Reprimió una sonrisa al pensar que, si la tuviesen en Chile, los
conductores jamás respetarían la señal que prohibía circular a
más de cien kilómetros por hora.
Antes de que pudiera impacientarse, el paisaje cambió y
comenzaron a aparecer construcciones bajas de aspecto
dieciochesco y amplios jardines. Frøgner. La zona ricachona
de Oslo, Erik ya se lo había explicado.
Ascendieron por una loma suave y el coche se detuvo ante
una imponente cancela de hierro forjado. Un guardia de
seguridad se tocó la gorra dentro de la caseta y las puertas se
abrieron con lentitud gracias a un mecanismo eléctrico.
—Hemos llegado —dijo Erik, que le apretó el hombro con
suavidad desde atrás. El coche se desplazó por un camino de
piedra bordeado de setos recortados—. La abuela me ha
contado… —Inés lo miró con atención. Erik parecía incómodo
—. Me ha contado que Matthias está muy enfermo. Hace
semanas que está postrado por el enfisema y la insuficiencia
respiratoria, y eso lo hace estar un poco gruñón.
«Vaya, un vejete cascarrabias», pensó Inés.
—No te preocupes, lo entiendo —respondió con una
sonrisa comprensiva. Pero él no correspondió.
—También me ha dicho que se le va mucho la cabeza.
Últimamente se está deteriorando mucho. —Erik la miró con
un ruego implícito en los ojos azules—. Vamos a tener que
armarnos de paciencia y no hacer demasiado caso de las cosas
que suelte.
—Tampoco voy a entender demasiado —ironizó Inés. Se
encogió un poco en el asiento de cuero suave del Mercedes, el
panorama no era muy prometedor.
Inés cerró la boca. Se dio cuenta de que no era capaz de
ocultar su sorpresa cuando un palacete precioso, de estilo
neoclásico, apareció entre los abedules desnudos. El tejado de
pizarra azulona tenía algunos sombreros de nieve sobre los
ventanales y la piedra gris perlada brillaba lustrosa. Una
escalinata de estilo Versalles se abría para recibirlos, pero
Olivia los condujo hacia una puerta lateral.
—Ahora entran y salen por la puerta de servicio para evitar
los escalones —explicó Erik mientras ayudaba a su abuela a
subir el único peldaño de acceso a una moderna cocina—. La
abuela no quiere usar el bastón, dice que aún no está tan vieja
como para eso.
—¿Cuántos años tiene? —preguntó Inés con curiosidad.
—Hace poco cumplió noventa. Mi abuelo tiene noventa y
seis. Casi dos siglos entre los dos. —Se detuvo para ayudarla a
quitarse el abrigo. A Inés le encantó ver lo considerado que era
con su abuela y la paciencia que demostraba. Había escuchado
alguna vez que quien tiene buena mano con los ancianos
también la tendría con los niños. Sonrió.
Subieron en un pequeño y muy moderno ascensor hasta el
vestíbulo. Un revuelo de personal se arremolinó en torno a
ellos, pero nadie se molestó en presentarla y ella tampoco se
atrevió a tomar la iniciativa. Definitivamente, tenía que
mejorar su noruego. Lanzó una mirada circular ante la
suntuosidad de la decoración, con grandes arañas de cristal,
espejos con marco de pan de oro y una preciosa escalera de
mármol con barandilla de madera torneada.
De pronto, Olivia se volvió hacia ella y encadenó tres
preguntas seguidas, acompañadas de unas palmaditas
amistosas en su antebrazo. No entendió ni una sola palabra y
compuso una llamada de socorro en la expresión de su rostro.
—Pregunta si no prefieres descansar mientras manda que
preparen algo para comer.
—¿Y tu abuelo?
—Está durmiendo y aún tardará en despertar.
Inés exhaló un suspiro de alivio evidente y Olivia la
observó con curiosidad.
—Entonces vamos a la habitación, necesito poner las
piernas en alto.
—Te acompaño.
Erik la condujo escaleras arriba y se tomó unos segundos
para contemplar la entrada desde la balconada interior.
—Solo me falta el vestido de princesa y la tiara —bromeó,
extendiendo los brazos sobre la barandilla de caoba—. ¡Sí que
les va bien a tus abuelos con los astilleros! No me lo había
imaginado así.
Su vikingo se volvió hacia ella, intrigado.
—¿Y cómo te lo imaginabas?
—No sé. Más como el estilo de la casa de Jana en Tromsø.
Mas moderna, más funcional y menos… —Titubeo y esbozó
una sonrisa culpable.
—Menos pomposa —completó Erik la frase. Atrapó su
mano y la llevó por un largo pasillo de parqué tapizado con
alfombras de motivos campestres—. Es cierto, pero acabas por
acostumbrarte. ¿Sabes que viví aquí varios años, mientras
estudiaba Medicina?
—¿Un postadolescente lleno de piercings en el castillo de
la Bella Durmiente? —No pudo esconder la malicia en su voz
—. ¿De verdad aguantaste aquí años?
Erik se echó a reír y accionó el pesado picaporte de bronce
para entrar en la habitación.
Inés tuvo la sensación de dar un salto en el tiempo. No solo
por la cama con dosel, enmarcada por un baldaquino de
madera con motivos vikingos y ropajes de color burdeos.
También porque la habitación parecía el santuario de un
hombre veinte años atrás.
—La tontería me duró poco. A medida que se endurecía la
carrera y aumentaba el tiempo que pasábamos con los
pacientes, tuve que moderar mi aspecto. —Erik abrió los
pesados cortinajes y dejó entrar la luz mortecina del anochecer
precoz. No eran ni las cuatro de la tarde.
—¡Te vencieron los convencionalismos sociales! —rio
Inés, ya sentada en la cama. Intentó alcanzar con dificultad sus
botines para descalzarse—. ¡No me lo puedo creer! —soltó
una carcajada y acarició el mentón de Erik, que se arrodilló a
sus pies y le quitó los zapatos.
—Mucho más simple que eso. Mi abuelo me dejó entrar
una primera vez en el quirófano cardiaco, sabiendo que caería
en el hechizo —explicó mientras masajeaba los arcos
plantares. Inés soltó un gemido de alivio y placer—. Pero tuve
que pasar por el aro para poder volver. Era sencillo: si no
cumplía sus cánones, no entraba con él a operar. Y no todos
los alumnos de primero pueden asistir a una cirugía a corazón
abierto.
—Chico listo —murmuró Inés, que se tendió en la cama
para disfrutar de la deliciosa sensación de las manos de Erik
sobre sus pies. El masaje comenzó a despertar otras
sensaciones entre sus piernas. Ronroneó—. ¿Por qué no te
acuestas a mi lado y descansas conmigo un ratito?
—Muy tentador, liten jente —dijo Erik. Abandonó las
caricias e Inés soltó un gemido de decepción. Le dio un beso
en la frente y se incorporó—. Pero mi abuela me espera,
tenemos muchas cosas de qué hablar. ¿Quieres venir o
quedarte a descansar?
Intentó con todas sus fuerzas no enfurruñarse. Era lógico,
hacía años que no veía a su abuela, pero no le apetecía nada
quedarse sola en aquel mausoleo en forma de habitación.
Compuso un mohín infantil de tristeza.
—¿Un ratito pequeño?
Él negó con la cabeza y se alejó hasta alcanzar un par de
cuadernos de gran formato forrados en cuero negro.
—Toma. Para que te rías tanto como lo hice yo cuando vi
tus álbumes de la universidad —dijo él con una sonrisa
cómplice. Inés se abalanzó sobre ellos, se puso de lado en la
enorme cama y abrió el primero—. Vendré cuando esté lista la
comida.
—¡Mírate, con bata blanca, fonendoscopio y tupé con raya
al lado! —exclamó entusiasmada al leer en el pie de foto «3º
año de universidad».
—Espero no arrepentirme de haberte dado este material —
dijo Erik a medias en broma y a medias en serio. Le dio un
beso en la frente y otro en la barriga, y la dejó entre risas,
perdida en imágenes de más de dos décadas atrás.
Al volver hacia el salón, se detuvo delante de la puerta
cerrada de la habitación de su abuelo. Aunque comunicados,
cada uno tenía sus aposentos; Matthias se quedaba leyendo y
estudiando hasta altas horas de la noche y Olivia acabó por
perder la paciencia y mudarse a su propio cuarto, amplio, en
suite y con un enorme vestidor. También tenía una salita para
tomar el té. Dudó de si entrar ya a saludarlo, pero se contuvo.
Su abuela le había dejado claro que necesitaba descansar. Se
pregunto cuán deteriorado estaba. Tanta advertencia lo había
dejado un poco preocupado.
—¿Abuela? —preguntó al llegar al salón. La descubrió
dormitando, sentada en una butaca junto a la ventana que daba
al jardín de flores. Se sentó frente a ella y posó la mano con
delicadeza sobre los dedos nudosos y elegantes—. ¿Estás
bien? ¿Quieres ir a dormir en tu habitación?
—No, no —dijo ella, como si despertara de un largo sueño.
Esbozó una sonrisa débil y recolocó la manta sobre su regazo
—. Últimamente me quedo dormida en cualquier parte, ¡por
mucho té que tome!, supongo que es la edad.
Erik no se dejó llevar por su ánimo divertido. Se sentó
junto a ella y la miró a los ojos.
—Abuela, ¿cómo está el abuelo? Dime la verdad.
Olivia suspiró y apartó la mirada hacia los senderos
rastrillados y limpios de nieve. A Erik le pareció leer en sus
ojos verdes, velados por un tul gris de ancianidad, cierta
resignación cansada.
—Siempre ha sido un hombre difícil. Pero ahora está
imposible —se desahogó con su voz cascada y a la vez
enérgica—. Las enfermeras no nos duran más que un par de
meses. No se deja asear ni alimentar si no lo hago yo, y yo no
tengo fuerzas para moverlo. Está acostumbrado a hacer las
cosas a su manera y está aún lo bastante lúcido como para
darse cuenta de sus limitaciones. Eso lo llena de frustración. Y
carga siempre con las personas que tiene a su lado. Ya sabes
cómo es.
Erik asintió. Su abuelo tenía un genio de mil demonios.
Aunque lo adoraba, lo sabía de primera mano. Había vivido en
aquella casa y había presenciado la ira del doctor Jensen tanto
con el servicio como con sus subordinados en el hospital.
—¿Sabe que voy a tener un hijo?
—Sabe que te has casado y no has contado con su opinión.
No le gustó mucho que escogieras una sudamericana —dijo
Olivia con tono reprobador—. Quería para ti una buena chica
noruega. Siempre pensamos que aquella chica del hospital,
¿cómo se llamaba? Kjerstin y tú acabaríais juntos.
Puso los ojos en blanco sin poder evitarlo, pero no dijo
nada. A estas alturas, sus abuelos no iban a cambiar.
—Mormor, Inés es una mujer maravillosa. Solo tenéis que
daros la oportunidad de conocerla —replicó Erik con
paciencia.
—Es muy bonita. A su manera. Y está claro que te quiere,
porque te ha seguido hasta aquí —razonó su abuela en voz
alta. De pronto parecía haber olvidado que él estaba allí—. Y
nuestro último biznieto va a ser noruego. Como tiene que ser.
—Claro, mormor. —Erik le siguió la corriente, no tenía
ninguna intención de ponerse a discutir sobre la conveniencia
de uno u otro origen.
—Siempre has sido un rebelde. Eso tu abuelo lo sabe. No
entiendo por qué pensaba que en este tema sería distinto —
añadió Olivia, sin hacer caso de su intervención.
—¿Te refieres a haberme casado con Inés? —preguntó
Erik, algo perdido con sus divagaciones.
—No, no. Me refiero a la herencia. ¿No te lo he dicho? Tu
abuelo quiere repartir todo antes de morir, porque no se fía de
que se cumpla su voluntad y sabe que el final está cerca. —
Olivia lo taladró con sus ojos verdes y penetrantes y Erik tragó
saliva. Su abuela no tenía ni una sola gota de senilidad, pese a
que su discurso no fuera demasiado hilado—. Ya hablaremos
de esto más adelante. ¿Quieres ir a saludarlo? Ya es la hora de
que termine su siesta y tome su batido de la tarde.
—Sí, vamos. Tengo muchas ganas de verlo y hablar con él
—dijo Erik, aún desconcertado por el último giro que había
tomado la conversación.
Subieron de nuevo al ascensor para llegar al piso de arriba.
Su abuela se apoyaba en él para caminar y la notó cansada.
—Abuela, no debiste ir a recogernos al aeropuerto. Hace
mucho frío y tienes que descansar.
—¡Tonterías! —dijo ella, categórica—. Llegaba mi nieto
favorito y mi futuro biznieto. Tenía que ir.
—E Inés.
—¿Cómo?
—También llegaba la mujer de tu nieto y madre de tu
biznieto —aclaró Erik, no con tanta suavidad. Pero su abuela
no pareció darse por aludida.
—Ah, sí, sí. Claro. Inés es bienvenida. Ya me
acostumbraré.
No supo muy bien cómo tomarse las últimas palabras, pero
no le dio tiempo a procesarlo demasiado. Nadie lo había
preparado para lo que estaba a punto de ver.
El hijo que nunca tuve

El sonido electrónico y repetitivo de un monitor de frecuencia


cardiaca y el olor inconfundible de antisépticos mezclado con
el de enfermedad le generaron la sensación ilusoria de estar en
un hospital. La habitación estaba casi vacía de muebles y el
enorme tálamo matrimonial de sus abuelos ya no estaba. En su
lugar había una moderna cama articulada, rodeada de varias
torres con bombas de medicación y asistencia respiratoria,
donde su abuelo parecía enterrado entre almohadas mullidas.
—Bestefar, Matthias —murmuró al llegar a su lado.
El pijama blanco con finas rayas azules era al menos dos
tallas más de lo que le correspondía. Estaba muy delgado.
Demacrado. La piel se pegaba a las facciones angulosas de su
rostro y le daba un aspecto descarnado. El poco pelo, canoso y
ya muy ralo, estaba rapado al uno. Le costó reconocer al
arrogante cardiocirujano en aquellas mejillas hundidas y los
ojos perdidos.
—A su abuelo le cuesta un poco volver del país de los
sueños, pero se alegrará mucho de verlo —dijo la enfermera
sentada al otro lado de la cama, que leía un libro de Jo Nesbø.
Lo cerró y lo dejó sobre la silla—. Iré a ver cómo está su
abuela. Si ocurre cualquier cosa, presione este botón rojo y
vendré de inmediato.
Erik se fijó en un dispositivo que colgaba de su cuello con
un pequeño altavoz.
—Gracias, así lo haré.
Su abuelo emergió de una nebulosa de confusión y fijó los
ojos, idénticos a los suyos, en él. Erik dio un paso atrás,
sorprendido de la agresividad de su mirada.
—¡Magnus! ¿Qué haces aquí? ¿Cómo te atreves a entrar en
esta casa?
Intentó incorporarse, pero un acceso de tos herrumbrosa lo
tumbó de nuevo en la cama. Entre estertores ahogados,
farfullaba imprecaciones que no lograba entender.
Desconcertado, Erik se inclinó sobre el caudalímetro y
aumentó el aporte de oxígeno al ver que la saturación
descendía en picado en el monitor y las alarmas se disparaban.
Estuvo tentado en apretar el botón que llamaba a la enfermera,
pero algo que dijo su abuelo lo hizo entender la situación. No
paraba de llamarlo Magnus.
—Abuelo, soy Erik. Tu nieto. El hijo mediano de Jana —
aclaró. Mejor no mencionar a su padre por el momento.
—¿Erik? —La incredulidad vistió su rostro y lo miró con
atención—. Acércate.
Se inclinó sobre su abuelo y no pudo evitar un acceso de
tristeza. Sabía que el enfisema crónico había fulminado sus
pulmones gracias a medio siglo de tabaco fumado sin
arrepentimientos, pero la reacción senil lo pillaba por sorpresa.
Matthias posó los dedos delgados sobre su rostro y lo palpó
como lo habría hecho un ciego. De pronto, se echó a llorar.
—Sí eres mi nieto. Mi mayor orgullo. Gracias a Dios que
he podido verte de nuevo antes de morir —dijo entre lágrimas.
Erik lo abrazó con delicadeza, horrorizado. Jamás había visto a
su abuelo así. Sus últimos años lo estaban tratando sin piedad
—. Mi nieto cardiocirujano. El hijo que nunca tuve.
Lo meció como lo hubiese hecho con un niño pequeño
hasta que notó que su crispación desaparecía y se quedaba
dormido entre sus brazos. El oxígeno burbujeaba con fuerza y
bajó los litros hasta lo que estaba indicado en un inicio; el
murmullo se hizo menos molesto.
—Se deteriora por momentos. Cada día es un poco más
difícil para él. Y para todos los que vivimos a su alrededor —
dijo Olivia, que los contemplaba apoyada en el quicio de la
puerta. La enfermera, discreta, esperaba detrás—. Estoy muy
feliz de que hayas venido, Erik. No creo que a tu abuelo le
quede mucho tiempo.
Tragó saliva. Se sintió un ingrato. Después de que sus
abuelos lo acogieran cuando decidió estudiar Medicina y
poner tierra de por medio entre él y su padre, debió ser más
agradecido. Había estado varías veces en Tromsø en el último
año, pero no había parado en Oslo para visitarlos más que de
manera puntual. Ellos tampoco habían asistido al entierro de
Magnus. Lo entendía. Matthias y su padre habían llegado a un
equilibrio precario de tolerarse mutuamente con una cortesía
fría, pero su abuelo no era tan desalmado como para no haber
asistido por aquello. Simplemente, estaba demasiado enfermo
para moverse fuera de aquella habitación.
—¿Tan mal está?
Su abuela se acercó para sentarse a su lado y tomó entre sus
manos delgadas los dedos huesudos de su marido.
—El médico dice que el enfisema lo matará antes que el
cáncer. Pero lo peor es la demencia. —La voz de su abuela se
quebró, los ojos verdes se velaron con lágrimas, pero volvió a
recomponerse de inmediato—. Ahora pasa cada vez más
tiempo desorientado. No reconoce al personal médico, ni al
servicio…, a veces ni a mí. No ocurre mucho —se apresuró a
aclarar, como si tuviera que excusarlo por aquellas pérdidas de
memoria—, pero se hace difícil. Muy difícil.
—Lo siento mucho, abuela. Debiste decirme algo,
mandarme noticias con mi madre. Ella me cuenta muy poco.
—Estaba sorprendido y también dolido. Jana era reservada,
pero aquello le parecía hasta mal—. Habría venido antes.
—No queríamos molestarte, mi niño. ¡Se te veía tan feliz
en las fotos! Tu madre nos trajo un álbum con fotos de tu vida
en Chile, de tu boda en Mallorca y de Inés —comentó Olivia,
más entusiasmada—. No tenía sentido preocuparte mientras
estabas tan lejos. No importa. Ahora estás aquí.
—Erik, muchacho. ¿Es verdad que te has casado? ¿Dónde
está esa chica para darle nuestra bendición?
Incluso con las gafas de oxígeno, sus palabras se revestían
de autoridad. La voz clara de su abuelo los sorprendió a los
dos. Parecía perfectamente orientado y dueño de sus
emociones. Miró de reojo a su abuela, que negó con la cabeza.
—No nos ha escuchado, no te preocupes. Anda —dijo
Olivia, con una sonrisa alentadora—. Ve a buscar a Inés.
Tardaron un poco más de lo previsto. Inés se había puesto
el pijama y dormía a pierna suelta cuando entró en la
habitación. Tuvo que esperar con paciencia a que, según sus
cánones, se pusiera presentable.
Casi veinte minutos después llegaban junto a sus abuelos
de la mano. Inés sonrió con dulzura al contemplar la escena
ante ellos. Matthias parecía dormitar de nuevo y Olivia
acariciaba su rostro mientras conversaba en voz baja con la
enfermera.
—Siento la tardanza —dijo en inglés. Olivia compuso un
gesto de extrañeza e Inés hizo un esfuerzo por sacar de su
mente de placenta las palabras adecuadas—. Beklager, jeg sov!
«Perdón, yo dormida». Era lo máximo a lo que podía
aspirar. Pero la mujer asintió y sonrió aprobadora. Bien. Iba
por el buen camino. Repasaría las frases más útiles con Erik en
cuanto tuvieran ocasión.
—Olivia, dile a Magnus que se marche. No quiero verlos
aquí —interrumpió la voz glacial de Matthias—. Y a Jana
también. Es una vergüenza para esta familia.
Inés lo miró, desconcertada. Volvió los ojos a Erik, que
sonrió con resignación.
—Cree que soy mi padre. Está un poco desorientado y hay
que tener paciencia. Ven —dijo rodeándole los hombros con
un brazo para acercarla junto a su abuelo—. Abuelo, soy Erik;
y esta es Inés. Mi mujer. Y madre de mi bebé.
Al menos eso entendió ella. El anciano la miró con
curiosidad. Era increíble. Su mirada tenía los mismos matices
vívidos y atormentados de Erik, tan solo un poco más
apagados por la edad. En el color eran idénticos, pero no en la
forma. Los de Erik tenían una forma almendrada, herencia de
su padre y sus orígenes sami. Los de Matthias eran pequeños,
afilados y penetrantes. Se hacía difícil mirarlo a los ojos. La
escrutaba con la misma atención que ella depositaba en él.
—Tú no eres Jana. Tú no eres mi hija. —Inés no entendió
ni una sola palabra, pero Erik tradujo de manera casi
simultánea y solo pudo sonreír algo forzada para corroborar lo
evidente. Por un momento pareció que la voz del anciano se
quebraba, pero se repuso al momento—. Tienes aspecto de
judía. ¿Eres judía?
Erik tardó uno segundos en traducir aquellas dos últimas
frases y la miró con expresión culpable. Inés parpadeó
desconcertada y clavó los ojos en él.
—¿Tu abuelo tiene algo contra los judíos?
—Luego hablamos, Inés. ¿Qué le digo?
Miró al anciano, que tan frágil y vulnerable le había
parecido tendido sobre la cama, pero ahora veía en su mirada
prejuicios y crueldad.
—No soy judía. Me considero católica, aunque no muy
devota —contestó sin poder evitar cierta dureza en su
respuesta. Prefirió ceñirse a contestar de manera literal.
Extendió la mano hacia él y, al ver que no hacía nada por
corresponder a su saludo, optó por apretar sus dedos durante
unos segundos ella misma sobre la colcha—. Encantada de
conocerlo, doctor Jensen.
Eso pareció gustarle. Al escuchar su cargo y apellido, se
irguió un poco sobre los almohadones y sonrió al fin. La miró
de arriba abajo y le dijo algo a Erik, que no tradujo.
—¿Qué ha dicho?
—Eh…, que tienes una belleza particular.
Soltó un ronquido incrédulo. ¿En serio? ¿Y eso qué
significaba? Su paciencia comenzaba a agotarse. No tenía por
qué aguantar comentarios maliciosos. Una tos que estremeció
el cuerpo de Matthias de la cabeza a los pies hizo desaparecer
su enfado y la enfermera se levantó para ayudarlo a
incorporarse.
—Necesita descansar —tradujo Erik sus palabras. Ofreció
el brazo a su abuela y rodeó a Inés por los hombros. Los tres
salieron de la habitación.
Por la noche, Erik besó en el cuello a Inés y buscó el calor
entre sus piernas. Tenían una enorme cama para descansar,
pero sus pensamientos distaban mucho de dormir. Inés no
correspondió a sus caricias, solo se aferró a él como un koala.
—¿Qué pasa, Inés?
—No ha sido un recibimiento muy cálido, que digamos —
dijo ella sin esconder el abatimiento en su voz.
—No se lo tengas en cuenta. —Erik la abrazo y besó sus
labios con ternura—. Es un viejo cascarrabias demasiado
acostumbrado a salirse con la suya. Está anclado en algún
momento de los años setenta y sus recuerdos van y vienen.
—Ya. ¿Y lo de los judíos?
Se armó de paciencia. Era de esas cosas incómodas que
Inés no perdonaba. Se acomodó en las almohadas y la estrechó
contra su costado.
—Mi abuelo tiene algunos prejuicios y casi cien años, no le
des más importancia de la que tiene. —Inés tenía razón, pero
prefería no ahondar en el tema, quería que ella se sintiese
acogida, que estuviera a gusto entre los suyos—. ¿Qué te
parece la casa?
—La casa es preciosa. ¿Qué dijo en realidad con lo de
«belleza peculiar»?
Erik soltó un gruñido que fastidió todavía más a Inés.
Estaba claro que tampoco iba a dejarlo pasar. Ella se
incorporó, apartándose de él.
—¿Sabes? Si lo escondes es peor. Haces que parezca peor
de lo que realmente es.
—Inés…
—No pasa nada. Lo entiendo. Soy la extranjera que les va a
robar a su nieto para siempre —dijo con una sonrisa traviesa.
Pero Erik sabía que estaba dolida—. Solo espero que se den la
oportunidad de conocerme. Y tengo que aprender noruego a
toda máquina.
—Te adorarán igual que lo hago yo, liten jente. Ya lo verás.
Mis abuelos son… muy noruegos. Cerrados. Tienes que darles
un poco de tiempo —explicó mientras tiraba de ella para que
volviese a su lado—. En cuanto te conozcan, las cosas
cambiaran. Y no todo el mundo es así. Las cosas mejorarán
cuando vayamos al Hospital Universitario y te presente a mis
antiguos compañeros.
—¿Cuándo tienes pensado ir?
—Mañana nos acercaremos hasta allí. Te gustará.
Inés se acurrucó y cerró los ojos con un ronroneo de
satisfacción al entregarse al fin al calor de la piel de Erik.
Sí, en un ambiente más neutral las cosas irían mejor.

Caminaron por el inmenso pasillo abovedado en cristal y con


altas palmeras naturales. Inés se dio cuenta de que hacía más
de un mes que no pisaba un hospital. No había estado fuera de
la dinámica médica desde que tenía dieciocho años. Ahora, la
esperaba un año en que todo aquello se vería pospuesto.
Acarició su vientre y sonrió al sentir el pataleo de su pececito.
Por una buena causa. La mejor.
—Mira, ahí está Coby, mi corresidente cuando hice la
especialidad. —Apretó el paso y estrechó su mano con
cordialidad. Inés se echó a reír. Si ella se hubiese reencontrado
con alguna de sus compañeras, habrían dado un grito de
alegría y habrían corrido a abrazarse—. Ven, Inés. Este
hombre es un cirujano extraordinario, además de un excelente
amigo. Vivimos unas cuantas aventuras encerrados en este
hospital —dijo en inglés.
El hombre, con pinta de ratón de biblioteca, era tan alto
como Erik, pero mucho más delgado. Recolocó las gafas sobre
el puente de su nariz y sonrió con timidez.
—Hola, Inés. Tenía muchas ganas de conocerte. —
Estrechó su mano un par de segundos, como si no quisiera
molestar. Le cayó bien de inmediato—. Tienes que ser una
mujer especial para haber seguido a Erik hasta aquí.
Ella se amarró a su brazo, lo miró con complicidad y se
encogió de hombros.
—Lo amo, ¡qué le voy a hacer!
Caminaron por el amplio pasillo hacia los quirófanos y
Erik no podía esconder sus ansias de obtener información.
—¿Qué novedades hay en el frente? Hace más de tres años
que me marché —preguntó mientras observaba todo con
detenimiento, registrando cada novedad—. ¿Cómo está el
servicio? ¿Quién está de jefe?
Coby lanzó una mirada circular y se inclinó hacia adelante,
con expresión conspiradora.
—Estamos mejor que nunca. Han inaugurado por fin el
Centro de Investigación Cardiológica y tenemos un servicio
nuevo. Estamos en proceso de expansión, ¿has pensado en
reincorporarte a tu plaza? —Coby sonrió ante su sorpresa—.
Nos vendrían bien un par de manos expertas y ya ha acabado
tu periodo de suspensión, ¿verdad?
Erik asintió. No se lo había planteado. Ahora estaba
centrado en el próximo nacimiento de su bebé y siempre pensó
que sería en Tromsø donde buscaría desempeñarse como
profesional.
—No sé, Coby. Han pasado demasiadas cosas y la gente no
olvida con facilidad.
—Lo sé. Pero ahora el jefe es un cardiocirujano que viene
de Nidaros, que no sabe lo que pasó y estos tres años las cosas
se han calmado. Muchas de las personas que estaban en
aquella época ni siquiera están ya.
—¿Dieter sigue aquí?
—Sí. Está adscrito a cardiocirugía de adultos.
—¿Y Kjerstin?
—También. Ahora está en vascular. Les va bien.
—¿Quién es Kjerstin? —preguntó Inés con tono inocente.
No se le escapaba una. Erik se había puesto un poco nervioso
solo con preguntar.
—Una antigua pareja de Erik —contestó Coby, al ver que
él no decía nada—. Ellos dos siguen aquí, es cierto, pero las
cosas han cambiado. Ahora están casados y tienen una hija.
Están más tranquilos. Más sosegados. Ya no son tan
competitivos.
Erik asintió. Tanto Dieter como Kjerstin convertían todo en
una carrera y lo más importante era ver quién tenía más horas
de quirófano, más publicaciones, más ponencias… Él mismo
había caído en esa dinámica cuando estaba en el hospital. Para
él también habían cambiado mucho las prioridades. Quién lo
diría.
Charlaron de algunas otras personas que ella no conocía y
comenzó a aburrirse como una ostra.
—¿Vamos a dar una vuelta al nuevo edificio? Así saludas
al resto y conoces los nuevos quirófanos —dijo Coby. Inés
notó que Erik se levantaba reacio y no parecía muy
convencido.
—¡Sí, me encantaría! —dijo ella con entusiasmo. Coby le
devolvió una sonrisa sorprendida. Tenía que sosegarse un poco
o acabaría asustando a medio hospital con su efusividad.
Coby los condujo hasta un edificio espectacular, de aspecto
moderno y tecnológico. A la vez, detalles como los árboles
interiores y las superficies de madera le daban calidez y lo
hacían más acogedor.
Inés perdió la cuenta del personal de enfermería, auxiliares
y médicos que Erik y Coby le presentaron. Los nombres y
apellidos eran muy parecidos; todos eran Ulrik, Erika, Monika,
algo acabado en -sen. Un hombre se acercó a ver qué armaba
tanto revuelo y Erik se envaró. Se puso alerta. Inés advirtió
cómo sus ojos centelleaban en una décima de segundo con la
rabia y el peligro. Después compuso una sonrisa algo tensa.
—Hola, Dieter.
Un hombre pelirrojo, pecoso, de agudos ojos celestes y
vestido con uniforme azul marino de quirófano se acercó hasta
ellos. Así que aquel era el famoso Dieter. El que, en pocas
palabras, le había robado la novia a Erik y recibido una paliza
que lo llevó al hospital tres años atrás. Habría dado oro por
haber contemplado aquella pelea.
Erik extendió la mano y el hombre la miró sin moverse
durante unos largos segundos. Acabó por estrechársela en un
fuerte apretón.
—Hola, Erik. Cuánto tiempo.
Inés pensaba en sacar las palomitas. La tensión que se
respiraba en el ambiente lo hacía inaguantable. Ambos
hombres se sostenían la mirada y calibraban hacia dónde se
dirigía aquel gesto.
—Lo que hice fue una estupidez. Sin rencores. Sé que tú y
Kjerstin os habéis casado. Enhorabuena.
Dieter sonrió sin poder evitarlo.
—Sí, tenemos una niña. Ya era hora de que nos
asentáramos.
—Me alegro por vosotros. De verdad. Yo también me casé
el año pasado. —Abrazó a Inés con ademán posesivo y posó
su enorme mano sobre el vientre—. Y también tendremos un
bebé. Aún no sabemos el sexo, pero nacerá a mediados de
abril.
—Felicidades —dijo Dieter mirándola con curiosidad
educada.
Se generó un momento incómodo y el sonido de un busca,
reconocible en cualquier parte del mundo, los sobresaltó. Inés
sintió verdadero alivio al darse cuenta de que no era para ella.
—Debo marcharme, pero ha sido bueno verte. ¿Vendrás
más a menudo por aquí? —preguntó sin acabar de alejarse de
allí.
Erik se encogió de hombros y negó con la cabeza.
—Aún no lo sé. Pero no lo descarto.
El hombre asintió y acabó por marcharse.
—Vaya. Eso ha sido una amenaza en toda regla —murmuró
Inés, divertida—. ¿Rayando la cancha?
—Nunca se sabe— dijo Erik con una sonrisa torcida—. Es
mejor no mostrar debilidad ni duda. Y menos con Dieter.
—No me ha parecido tan malo —opinó Inés, intentando ser
objetiva.
—No lo es… hasta que te clava la puñalada. Espero que de
verdad haya cambiado.
Inés no contestó. Estaba claro que en todos los servicios se
cocían habas. Y en todas partes, el guiso tenía el mismo sabor.
La duda

Coby les propuso visitar los quirófanos, pero Inés prefirió


quedarse en la cafetería. No tenía ninguna gana de andar
cambiándose al pijama hospitalario con su barriga de ocho
meses de embarazo.
Esperó a que Erik y Coby desaparecieran tras la puerta
corredera de cristal y dedicó su atención al yogur con fruta y al
zumo de naranja de tamaño gigante. En cuanto comenzó a
comer, el pececito se revolvió pataleando e Inés sonrió.
—También tenías hambre, ¿verdad?
El zumo estaba delicioso e hizo una seña al chico tras la
barra para que le trajese otro. Cuchareó el yogur mientras
estudiaba a su alrededor. No existía el bullicio de voces y el
ruido de platos entrechocando de cualquier cafetería en Chile o
en España. El hilo musical era agradable, moderno, pero
insulso. Las conversaciones que llegaban a ella desde las
mesas aledañas eran tan solo un murmullo. El tono de la gente
era bastante más bajo y reposado del que ella estaba
acostumbrada a escuchar.
Eran raros. Los noruegos eran raros. Se sentaban muy
separados unos de otros. Nadie saludaba a nadie. En el San
Lucas a veces ni siquiera podías mantener una conversación
sin tener que gritar para hacerte oír por encima del resto. Un
golpe de nostalgia inesperada la hizo sonreír y se preguntó qué
sería de sus compañeros. ¿Las guardias habrían empeorado ya
con el inicio del colegio? Suspiró. Quizá podía enviarle un
mensaje a Erik para averiguar cuándo volvería, pero se
contuvo. No hacía ni media hora que se había marchado.
Ensimismada, dio un respingo cuando una mujer, vestida
con ropa de quirófano, se sentó frente a ella con una sonrisa
fuera de lugar. Desentonaba por completo con la
circunspección y reserva que veía en todas partes.
—Hola, ¿eres la mujer de Erik? —Estiró la mano por
encima de la mesa e Inés se la estrechó, desconcertada—. Soy
Kjerstin. Imagino que te ha hablado de mí alguna vez.
Tardó unos segundos en contestar, pese a que había hablado
en inglés y no en noruego. Sí, Sabía perfectamente quién era.
La estudió con ciertas reservas, pero el tono afable y la mirada
de curiosidad parecían sinceros. No le cuadraban con la
información que tenía de ella.
—Hola. Sí, soy Inés. Encantada de conocerte, Kjerstin. —
Volvió a generarse un silencio incómodo, no sabía qué decir
—. Eres cardiocirujana en este hospital, ¿verdad?
Ceñirse al ámbito profesional siempre era seguro, y la
mujer sonrió.
—Sí, Erik y yo fuimos colegas durante algunos años. ¿Tú
eres enfermera? ¿Auxiliar? —preguntó con expresión
inquisitiva. Inés creyó percibir cierta superioridad en sus
palabras—. Creo que alguien me dijo que también trabajabais
juntos.
Carraspeó. Ella, ¿tema de conversación en Oslo? Sonrió
con cierta incomodidad.
—Soy cardióloga pediátrica y sí, trabajamos…
trabajábamos en el mismo hospital —dijo Inés, algo molesta
por el tono condescendiente. ¿Por qué algunos médicos, en
especial los cirujanos, daban a entender que pertenecían a una
élite superior? Lo odiaba—. Ahora no estoy trabajando por mi
embarazo.
Se acarició el vientre abultado y alejó la sensación de
malestar que aquella mujer le generaba. La sonrisa de sus
labios no llegaba a su mirada, que le pareció indescifrable.
Aunque tenía que reconocer que era amable. Incluso
simpática.
—¡Ya lo veo! ¿De cuánto estás? Yo también tengo una
niña. Tiene tres años. —Su tono se dulcificó y por fin vio un
destello de ternura en sus ojos—. Tu bebé, ¿es niño o niña?
—La verdad es que todavía no lo sabemos.
—¡Pues eso sí que es una complicación! ¿Cómo vais a
elegir el nombre? ¡Y para comprar la ropa!
Su reacción espontánea la hizo reír. Kjerstin pidió un café y
se enfrascaron en una conversación sobre bebés, pañales,
lactancia y experiencias propias y ajenas sobre la maternidad y
el embarazo. Inés se sentía a gusto y bajó la guardia.
—Estoy segura de que Erik será un padre magnífico —
añadió Kjerstin tras enseñarle una foto de su niña—. ¿Verdad
que se le parece un poco? Siempre tuve muchas dudas de
quién era realmente el padre. Cuando me quedé embarazada,
me acostaba tanto con Dieter como con él.
Vaya.
Inés se quedó sin habla.
Un nudo apretado y doloroso le impidió coger aire por
algunos segundos. Protegió su abdomen de manera instintiva y
la miró de hito en hito.
—¿Qué quieres decir con eso? —dijo controlando el tono
de voz.
—¡Oh!, no tiene ninguna importancia. Dieter es ahora su
padre. Es solo que nunca lo supe con seguridad.
—Disculpa, ¿por qué me cuentas esto a mí? —La realidad
de sus palabras había cristalizado en su entendimiento, pero
seguía bloqueada, sin querer aceptar su significado.
—Nada en especial. No tienes de qué preocuparte, es solo
que me pareció importante que lo supierais —dijo con la
misma sonrisa que se había tragado como sincera y que ahora
se le antojó la de una hiena—. Encantada de conocerte, Inés.
Supongo que nos veremos. Saludos a Erik.
Soltó unas palabras ininteligibles de despedida cuando ya
se alejaba de la mesa. Estaba demasiado desconcertada para
articular algo ni medio normal. Erik, ¿padre de una niña de
tres años? Gimió.
Por un momento, refugiarse con la mente en blanco, sin
pensar en nada y con electroencefalograma plano, le pareció la
mejor opción. No era capaz de asimilarlo.
—¡Inés! Estás pálida. ¿Todo bien? —El rostro preocupado
de Erik, muy cerca de ella, la sacó de su trance—. Te decía que
ya he acabado. Coby nos ha invitado a comer en un restaurante
aquí al lado, ¿te apetece?
—Claro —dijo por inercia.
Casi no comió. Erik charlaba entusiasmado con su amigo,
pero le lanzaba miradas de extrañeza de vez en cuando. Ella
intentaba mantener el tipo mientras decidía qué demonios
hacer con aquella información. ¿Nada? ¿Soltárselo a Erik?
¿Consultarlo con la almohada y posponer la conversación
hasta que fuese capaz de enfrentarla?
—Inés, ¿no te apetece el codillo? Está bueno —dijo Coby
con una sonrisa amable—. Si quieres podemos pedir otra cosa.
El salmón con verduras está muy rico también.
—No, no —se apresuró a contestar. Forzó una sonrisa y
negó con la cabeza—. Me he tomado un buen desayuno tardío
y no tengo demasiada hambre, ¡gracias!
Picoteó la carne y las patatas para que ninguno de los dos
insistiese. No tenía ni idea de qué iba a hacer. ¿Se lo diría a
Erik? Sabía que, si no lo soltaba, el tema acabaría en una
explosión más o menos dramática más temprano que tarde. Se
abrazó a sí misma en un gesto protector. Se sentía amenazada.
Y por primera vez experimentó en su propia piel lo que
significaba que amenazasen a su hijo.

—Un millón de coronas por tus pensamientos —dijo Erik, ya


en el coche, cuando conducían hacia la casa de Matthias y
Olivia—. Estás muy callada.
Inés tardó en responder. Seguía dándole vueltas y vueltas a
las palabras de Kjerstin. Había sido una indirecta más que
directa, pero no una afirmación rotunda. Se mordió los labios,
pero por dentro iba a explotar.
—He conocido a alguien más en el hospital mientras
estabas con Coby —acabó por decir, intentando controlar el
temblor de su voz.
—¿Sí? —Erik la miró con curiosidad—. ¿Quién?
—Una antigua novia tuya.
Tuvo que morderse la lengua para no soltar una carcajada
ante la expresión de pánico que se dibujó su rostro. También
tragó saliva.
—¿Quién? —repitió, esta vez no tan entusiasmado.
—Vaya. No pensé que tendría que especificar. ¿Es que han
sido muchas? —Inés ya se arrepentía de haber tocado el tema.
Pero había aprendido que las cápsulas mentales que solía
mandar al fondo de su cerebro acababan por emerger cargadas
de problemas y explotar llenándolo todo de mierda. Decidió
ignorar el gruñido exasperado de Erik y comportarse como una
adulta—. Es Kjerstin. Tu antigua compañera en cardiocirugía.
—Oh.
Su expresión cuajó en una perfecta cara de póquer y los
ojos azules se aceraron, letales. Si no fuera por la dureza de su
mirada, no habría advertido ni la más mínima reacción. Pero lo
estaba. Estaba afectado. Esperó un par de segundos, pero él no
añadió nada más. ¿Quién se comportaba ahora como un niño?
—Me dijo un par de cosas bastante interesantes.
Erik se echó a reír, desarmado. Pero Inés lo leía como un
libro abierto. Su aparente despreocupación estaba revestida de
unas evidentes luces de neón que decían «alarma».
—¿No quieres saber qué me ha dicho? —tanteó con una
sonrisa divertida. Pese a que se desangraba por dentro y el
nudo en la garganta no se disolvía por mucho que lo intentara.
De nuevo, silencio. Ni siquiera la música en la radio y el
diálogo cada vez más ininteligible de los locutores suavizaban
su brutalidad. Inés cerró los ojos por un instante y tomó aire
para decírselo, pero Erik la interrumpió con un suspiro
resignado.
—No. No, Inés. Nada bueno puede venir de ella —dijo con
aspecto derrotado. Cubrió su mano con los dedos cálidos y
firmes, y se la apretó—. Te habrá dicho que era trabajólico,
que solo pensaba en la cardiocirugía, que era incapaz de
mantenerme fuera de la cama de otras mujeres y que se lo
decía abiertamente, como excusa para no comprometerme con
ella. —Inés estiró los labios en una sonrisa involuntaria y la
tibieza de su mano la consoló tanto o más que sus palabras—.
Que era soberbio, arrogante, impulsivo y que me dejaba
provocar por cualquiera. No digo que sea mentira —admitió a
regañadientes y evitando sus ojos—, solo digo que, en aquella
época, no era más que un cretino inmaduro y ahora soy un
hombre mejor. Porque estoy contigo.
La miró de reojo y trazó en sus labios una sonrisa culpable.
Inés, con barriga y todo, se lanzó por encima de la consola
central para abrazarlo.
—No tiene ninguna importancia, Erik —murmuró en su
cuello, embebida de su aroma masculino y las ganas de
fundirse entre sus brazos en cuanto subieran a su habitación—.
Ya hablaremos de eso en otro momento.

Llegaron al palacete e Inés se preguntó cuándo desaparecerían


las ganas de buscar una taquilla y comprar una entrada. La
majestuosa puerta de entrada de madera y bronce sobre la
escalinata de mármol era digna de un museo. El abuelo de Erik
estaba sedado después de una mala mañana y Olivia se había
retirado a descansar, así que estarían solos. No pudo evitar
sentir alivio al posponer un poco más el reencuentro. Soltó una
risita. Igual que una vez que tenía un examen para el que no
había estudiado y que se suspendió porque el profesor tuvo un
imprevisto.
—Erik, ¿cuándo nos vamos a Tromsø? —dijo en cuanto
llegaron a la habitación y se pusieron cómodos—. No es que
esté mal aquí, pero echo de menos a Jana, a Maia y a los
demás. Y tengo ganas de ponerme con las cosas que faltan en
nuestra casita.
Erik acarició su hombro con gesto sugerente y asintió.
Después la besó sobre la clavícula.
—Sí. No tenemos mucho más que hacer aquí. ¿Te parece
que miremos los vuelos después?
—¿Podemos mirarlos ahora? ¿Por favor? —Aquel «por
favor» le había quedado más plañidero de lo que pretendía—.
Necesito marcharme de aquí.
De acuerdo. Aquello había sonado fatal. Erik abandonó sus
pretensiones y clavó sus ojos azules y anhelantes en ella.
—Inés, ¿qué pasa? Estoy preocupado. ¿Estamos bien?
Percibió su ansiedad y su aprensión. Notó sus dedos
apretándole con demasiada fuerza la mano. Acarició con los
ojos la piel que aún conservaba el dorado del verano chileno y
saboreó la corriente de deseo que la inundó con su mera
visión. No iba a caer en la trampa de posponerlo de nuevo.
—Estamos bien. Mejor que nunca, Erik. Te siento cerca y
estoy segura e ilusionada con esta nueva etapa —dijo con
convicción. Sonrió al ver que sus hombros se relajaban un
poco—. El problema es que tus abuelos son un poco fríos y…
—Son noruegos, ¡claro que son fríos! —la interrumpió con
una sonrisa divertida.
—Y creo que aún están en proceso de asimilar que una
extranjera sudamericana es tu mujer y madre de tu hijo —
prosiguió, sin hacer caso a la obviedad que había soltado—.
Creo que Olivia acabará por aceptarme, de Matthias no estoy
tan segura. Si es que me recuerda una vez que he salido de la
habitación.
—Ya, tienes razón —murmuró Erik, sin más ganas de
bromear. Inés lo miró a los ojos y se armó de valor.
—Te pido perdón si no estoy con el ánimo muy festivo. La
llegada a Noruega no ha sido exactamente como la había
imaginado —soltó al fin con una sonrisa forzada y toda la
entereza de la que fue capaz—. Kjerstin me ha insinuado esta
mañana que existía la posibilidad de que tú fueses el padre de
su hija.
Al final de la frase le tembló la voz.
— Svarte Helvete! —farfulló Erik fuera de combate. Se
incorporó de golpe en la cama y su rostro palideció—. ¿Qué?
—Lo que oyes. —Inés le trasladó la conversación lo más
literalmente que pudo recordar. A medida que completaba el
relato, más absurda le parecía la idea de que pudiese ser
verdad, pero Erik se había puesto blanco y en sus ojos se leía
un auténtico pavor—. ¿Piensas que es posible? Por favor, no
trates de maquillarlo.
Erik se recostó sobre las almohadas, puso las manos tras la
cabeza y clavó la mirada en el techo durante unos segundos.
Después la reclamó a su lado y la abrazó.
—No. No puede ser. Me inclino a pensar que no es más que
veneno. Kjerstin es… una persona muy tóxica, solo busca
hacernos daño —dijo, asqueado y sin poder creer todavía lo
que acababa de escuchar—. Ya te dije que nada bueno puede
salir de ella salvo buenas suturas vasculares. Si yo era un
cretino inmaduro en aquella época, no sé cómo describírtela a
ella, porque era mucho peor.
—Dijo que, por la época en que se quedó embarazada, se
acostaba tanto contigo como con Dieter y otros hombros. Y
que tú hacías lo mismo. —De perdidos al río. Ya no le
quedaba ningún cartucho más que explotar.
—¡Joder, Inés! —Erik elevó la voz, exasperado—. ¿Alguna
información más que quieras compartir sobre esta mañana?
Ella lo miró acusadora, herida por su reacción.
—Oye —lo atajó, al ver que su enfado comenzaba a
desbocarse—. No la pagues conmigo. ¿Cómo crees que me
sentí yo? Por si no lo has notado, ¡estoy embarazada de ocho
meses y el padre sí que eres tú!
Y, claro, las lágrimas dramáticas, producto de la situación y
del cóctel hormonal en el que se había transformado desde el
positivo del test, irrumpieron en toda su gloria y majestad.
—Lo siento, kjaereste. Lo siento —murmuró él. La besó
repetidas veces en la frente y en el pelo. Trató de borrar sus
lágrimas con los pulgares. La abrazó hasta que dejó de temblar
—. No llores. Arreglaremos esto. Déjame pensar. Pero no
llores.
—¡No es culpa mía! —se quejó Inés, incapaz de detener
aquel maldito surtidor—. ¡Estoy más sensible de lo normal!
No es el gen Vivanco, ¡es el embarazo!
Y se echó a reír, escondiendo su rostro en el torso amplio y
poderoso de Erik. Juntaron sus labios entre la humedad salada
y se recostaron sobre la cama, sosteniéndose el uno al otro.
—Arreglaremos esto, liten jente. No te preocupes. Ya lo
verás.

Volaron a Tromsø la tarde siguiente. Matthias no dio ningún


indicio de reconocerla cuando se despidieron, pero Olivia le
había entregado una enorme bolsa de Chanel de aspecto
imponente justo en la puerta, junto a la frase: « Lo
necesitarás», y aunque su abrazo fue un poco tieso, había un
brillo de emoción en sus ojos verdes. Erik la miró con
curiosidad cuando se sentó junto a ella en la butaca del avión.
—¿Qué es? —preguntó al ver que no la ponía en el
portaequipajes.
—No tengo ni idea. La tarjeta dice que me hará falta. —
Tampoco se había animado a abrirla en el coche, con el chófer
vigilándolos por el espejo retrovisor. Desató la cinta negra de
seda y rompió con cuidado el papel satinado que escondía su
regalo—. ¡Vaya!
Sacó un precioso bolso de cuero negro, modelo Gabrielle,
que la dejó sin respiración. Era bastante grande. Alzó los ojos
para mirar a Erik, que la contemplaba con una sonrisa
divertida.
—Creo que tiene algo dentro —insinuó con una sonrisa y
un gesto que la animaba a abrirlo.
Inés tiró de la pequeña correa de cuero con el logo de las
dos ces doradas para abrir la cremallera. Dentro había un
monedero a juego y unos guantes también de cuero con un
reborde de piel.
—¡Tú lo sabías! —exclamó al ver la expresión satisfecha
de Erik. Su sonrisa se amplió todavía más—. ¿Por qué no me
has dicho nada?
—Porque Olivia quería que fuese una sorpresa. Tenía
muchas ganas de hacerte un regalo y no sabía qué hacer. Yo,
en realidad, había escogido un modelo tipo mochila —dijo
Erik, encogiéndose de hombros con expresión divertida—,
pero ella dijo que ni hablar. Que eres muy femenina y que
estaba segura de que algo más clásico te iría mejor.
—Pero ¿cuándo? —preguntó desconcertada.
—Coby me sirvió de coartada. ¿De verdad pensaste que te
iba a dejar sola y meterme a un quirófano a operar? Me
comentó el caso del paciente mientras íbamos a un centro
comercial cerca del hospital —confesó Erik, feliz de relatarle
el plan de su abuela—. Le sugerí a Olivia que nos regalara
algo para el bebé, pero también se negó. Que ya habría tiempo
de malcriarlo a él, pero que ahora quería regalarte algo
personal a ti.
—Vaya. —Inés se quedó sin habla. Revisó todos y cada
uno de los compartimentos, los acabados impecables y el
cuero suave y acolchado típico de la marca. También se puso
los guantes—. En cuanto aterricemos, la llamaré para darle las
gracias.
—No la llames. Escríbele una carta —sugirió Erik—. Le
gustará más.
—Lo haré.
No esperó para estrenarlo. Le quitó las etiquetas y trasladó
los imprescindibles de su bolso, junto con el nuevo monedero
y los guantes, a su interior. Se echó a reír. Le quedaba sitio
para cualquier cosa que tuviese que llevar del bebé. Olivia
había tenido un ojo magnífico con el regalo y se dio cuenta de
que quizá su frialdad era engañosa.
Amigos y aliados

Otro aeropuerto. Más caos de maletas, abrazos cariñosos,


lágrimas de emoción y risas de alivio. Llegaban a su destino
definitivo. Maia, Jana y Astrid formaban un colorido comité
de bienvenida embutidas en su ropa técnica de invierno.
El frío polar del Ártico los golpeó con fuerza al salir de la
protección del edificio, pero a Erik no le cabía la sonrisa en la
cara e Inés se dejó inundar por la corriente de felicidad que
emergía de nuevo tras permanecer soterrada durante los días
pasados en Oslo.
—¡Estás enorme! ¡Y estás preciosa! —dijo Maia sin parar
de estudiar su enorme barriga y los kilos más que evidentes
que recargaban sus curvas—. ¿Qué tal el viaje? ¿Cómo están
todos en tu casa?
Inés intentó contener la verborrea de Maia entregándole el
último reporte de los Morán Vivanco mientras Erik hablaba
con su madre a toda velocidad. En noruego, por cierto. Intentó
captar alguna idea, pero con el caos de las conversaciones
cruzadas se hacía imposible.
—Maia, ¡no sabes lo mucho que te he echado de menos! —
confesó tras un rato de ponerse al día—. En Oslo la gente es
un poco… reservada.
La hermana de Erik soltó una carcajada desinhibida y le
apretó la rodilla en un gesto cariñoso. Inés le dio un abrazo
espontáneo y con todas sus ganas.
—Di más bien que son unos estirados insufribles, fríos
como el hielo y bastante maleducados. Menos mal que a Erik
se le ha pasado un poco —ironizó mientras revolvía el pelo
rubio y liso del vikingo—. Aquí en el norte somos más
acogedores y simpáticos.
—Ya te digo —murmuró Inés.
—¿Qué ha pasado? —Maia la contemplaba con atención
—. ¿Una mala experiencia con los capitalinos?
—No es nada —dijo ella con un gesto de disculpa, pero los
ojos verdes de su amiga no dejaban de estudiarla—. De
verdad, Maia.
—Inés ha conocido a Kjerstin y a Dieter, entre otra gente
del staff de Oslo —intervino Erik de mala gana—. Y no han
sido precisamente agradables.
—Argh, detesto a esa mujer —añadió Jana. Sus manos se
crisparon sobre la mochila que llevaba en el regazo—. ¿Por
qué tenías que volver allí, Erik? ¿Hay algo que te una a esas
personas? No han hecho otra cosa más que perjudicarte.
—Mamá, esas personas fueron mis compañeros durante
años y me apetecía saber de Coby, del jefe y otros del equipo
de cardiocirugía —dijo él, algo enfadado. Aferró el volante de
cuero del Volvo de su hermana y frunció el ceño—. Y prefiero
tener a Dieter en una posición neutral. Después de haberlo
mandado de una paliza al hospital, no puedo esperar más. Y a
Kjerstin sabes que hay que tenerla vigilada.
—¿Por qué? ¿Habéis tenido problemas con ella?
Inés se dio cuenta de que la mirada que ella y Erik
intercambiaron no pasaba desapercibida para ninguna de las
personas de aquel automóvil, pero nadie dijo nada durante los
segundos de tiempo incómodo y la conversación por fin se
desvió.
—Para aquí, Erik. Os quedaréis en casa de mamá —avisó
Maia al ver que el coche llegaba frente al enorme chalé de
madera de color amarillo y blanco.
—¿No vamos a nuestra casa?
—No, todavía no está lista. Cuando Kurt mandó levantar el
tejado se encontró con un auténtico desastre, hay que renovar
toda la impermeabilización. —El gruñido de Erik hizo reír a
Maia con sarcasmo—. ¿Qué esperabas? La tuviste tirada
durante más de diez años. Da gracias a que sigue en pie.
—Bienvenida, Inés —dijo Jana mientras se bajaba del
asiento del copiloto para ignorar la pequeña pelea entre
hermanos—. Espero que estéis a gusto, yo me siento feliz de
tener compañía de nuevo. Desde que Maia y Corbyn se
marcharon con los niños, la casa se hace demasiado grande
para mí.
—Mil gracias por tu generosidad, Jana. Estoy segura de
que estaremos de lujo. —Inés la abrazó y la besó en la mejilla,
contenta de ser espontánea de nuevo con sus muestras de
afecto—. Así yo tampoco me sentiré sola cuando Erik no esté.
Se acomodaron en la enorme habitación con ventanal que
había ocupado la familia de su hermana hasta hacía pocas
semanas mientras en la cocina preparaban un desayuno tardío
para todos. Erik se desplomó sobre la cama durante unos
minutos.
—Endelig hjemme! Por fin en casa —tradujo para Inés.
Palmeó la manta de lana gruesa junto a él. Ella se acostó de
lado y cerró los ojos al sentir los brazos masculinos estrecharla
con fuerza. La calidez de su cuerpo confortó su espalda—.
¿Estás bien?
—Podría quedarme aquí para siempre. ¿Descansamos un
ratito? —rogó Inés. Llevaba varios días retraída y preocupada,
pero llegar a Tromsø le había sentado bien. Estaba entre
amigos y aliados. No como en Oslo. Prefirió no contestar a su
pregunta, porque no lo tenía claro. Él no insistió y
permanecieron abrazados sobre el nórdico.
Unos golpecitos en la puerta la sacaron del sopor y Erik
cerró los ojos con fastidio.
—Vat?? —contestó de mala manera. Maia asomó su
cabeza rubia por la puerta entreabierta y le lanzó un beso por
el aire. Cualquiera diría que tenían la edad que tenían.
—Parejita, mamá tiene el desayuno listo para todos y yo no
tengo mucho tiempo antes de marcharme a trabajar —aclaró
con la sonrisa picarona de siempre—. ¿Bajáis o le digo que os
vais a poner a follar como conejos?
—¡Maia! —protestó Inés, levantándose con rapidez de la
cama. Ella desapareció escaleras abajo entre risas y quiso
seguirla, pero Erik la retuvo de la muñeca.
—Espera, kjaereste. Eres consciente de que esto va a ser la
tónica general, ¿verdad? Que no vamos a tener demasiada
intimidad —dijo con expresión seria. Tiró de ella hasta
sentarla sobre su regazo y ambos rodearon a su bebé con las
manos. Inés se recostó sobre su pecho—. Si prefieres que
vayamos a otro sitio, que alquilemos un piso en el centro
mientras terminan las obras…
Inés apoyó las palmas en las mejillas cubiertas de la
sombra dorada de una barba y lo besó en los labios con
ternura.
—No. No hace falta. Estoy a gusto con tu madre y sé que
Jana cuidará bien de los tres. Me siento arropada con ella. Otra
cosa es que a ti no te haga demasiada gracia. —Estudió sus
ojos con atención para leer sus intenciones. No le gustó
demasiado ver cierta duda en la mirada azul—. Erik. ¿Qué
opinas tú de esto? ¿Estás de acuerdo?
—Dentro de un par de semanas te lo digo —contestó. Le
dio una palmada en el muslo y la hizo levantarse—. Vamos.
Me muero de hambre.
Planificaron el día en torno a café, fruta, muesli y los
infaltables bollos de canela. El aroma a azúcar caliente le trajo
buenos recuerdos del año anterior, de su reconciliación bajo la
aurora boreal, de ese Jeg elsker deg que no tenía ni idea de qué
significaba, pero que había intuido desde siempre.
—¿Qué ocurre, liten jente? —Erik la observaba intrigado y
con una sonrisa tenue esbozada en los labios.
—Nada. Buenos recuerdos. Maia, ¿ya te marchas? —
añadió con tono decepcionado al verla apurar su taza de café.
Hizo un gesto de despedida general mientras se ponía la
parka de color amarillo chillón y se calaba el gorro de lana
forrado con piel hasta las cejas.
—Venid a cenar esta noche, ¡los mellizos se mueren por
veros! Y Emma no tengo claro si se da cuenta de que habéis
llegado —dijo antes de desaparecer por la puerta—. ¡Os
espero a las seis!
—¿A las seis? ¿Esa no es hora de merendar?
Erik se echó a reír con la boca llena y Jana contestó en su
lugar.
—Inés, en Noruega cenamos a horas normales. No como
en Mallorca, que lo hacíamos a las diez de la noche —dijo con
reprobación—. ¡Jamás me acostumbraré al horario español!
No se levantaron de la mesa hasta que dejaron los platos
vacíos. Erik se encargó de enjuagarlos mientras Inés los
colocaba en el lavavajillas y su madre organizaba el resto de la
cocina. Cuando terminaron, Jana anunció que salía a hacer un
recado.
—¿La acompañamos y salimos a dar una vuelta? —
propuso Erik al ver que su madre volvía a abrigarse para
enfrentar el mediodía ártico.
Inés lo abrazó y negó con la cabeza. Compuso un mohín
infantil y batió las pestañas.
—¿Por qué no nos quedamos un ratito? Me encanta nuestra
nueva habitación. La cama tiene pinta de ser muy cómoda —
dijo con aire inocente, pero con la mirada revestida de lujuria.
La madre de Erik se echó a reír, ¿no se suponía que no
entendía el castellano?
Esperaron a que la puerta de entrada se cerrara.
No hizo falta más. Erik correspondió con una sonrisa
depredadora y le tendió la mano para conducirla al piso de
arriba. La habitación era amplia, diáfana. Pocos muebles, pero
muy funcionales, y un enorme ventanal con vistas a un bosque
desnudo sobre la nieve. Inés se sorprendió de ver a varios
esquiadores desafiando el frío gris de las pocas horas de luz
que tenía el día. Se estremeció.
—Sí que sois deportistas, los noruegos.
La abrazó por detrás y la besó en el encuentro del cuello y
el hombro. Inés perdió el interés en el paisaje bucólico y
nevado para prestar plena atención a sus palabras. Y a sus
caricias.
—Ya lo sabes. Pero a mí me interesa un ejercicio mucho
más agradable. —Erik masajeó su entrepierna sobre los
pantalones de pana. Los pezones se endurecieron bajo la tela
del sujetador y una ansiedad desesperada por desnudarse la
invadió.
Buscó el borde de su jersey y tiró de él para quitárselo. Inés
se regodeó en el tacto de la lana suave y caliente al deslizarse
sobre su rostro y con las manos masculinas sobre sus pechos
abultados.
—Uhm. Y con la ventaja de no pasar frío —dijo ella,
apretándose contra la erección que notaba en la base de su
espalda.
—Date la vuelta. Quiero verte desnuda.
—¡Me verán desde fuera! —protestó cuando Erik le quitó
la camiseta térmica negra y deslizó los tirantes del sujetador
por sus brazos hasta liberarle los pechos—. Pervertido.
—Lo dudo —respondió él mientras trazaba una hilera de
besos sobre la nuca—. Pero si lo hacen, seguro que no se
quejan. Quítate esto, vamos.
Bajó la cintura flexible del pantalón premamá y lo dejó
caer hasta los tobillos. Inés dio un pequeño paso para salir de
ellos. Odió la tela suave de sus bragas y la más dura del
pantalón de Erik, que la separaban de su piel. Se dio la vuelta
y tironeó de su camiseta, impaciente.
—No te hagas de rogar. Vamos. Necesito sentirte dentro de
mí.
No hacía falta que lo alentara. Erik se deshizo de toda la
ropa con un par de ademanes y patadas e Inés se regodeó en su
desnudez. En las líneas definidas de su torso, en la visión
conocida de los pezones perforados, en el tatuaje con su
nombre, «Inés», justo encima de su corazón.
—¿Te gusta lo que ves?
—Sabes que sí.
Los dos se contemplaron con ojos hambrientos.
—Dios, liten jente…, estás preciosa —murmuró él. Su
mirada delataba la devoción y el amor que sentía—. No, no te
escondas —dijo al ver que Inés sonreía con timidez y se cubría
los pechos hinchados con las manos—. Ven aquí.
La envolvió entre sus brazos y la besó en el pelo. En la
frente. En la punta de la nariz. Sobre los labios y encima de
ellos. Quiso seguir hacia el mentón, pero Inés lo atrapó entre
su boca y su lengua.
—No te alejes —susurró Inés. No pudo evitar cierta
ansiedad en su tono de voz.
Erik obedeció y se abandonó en aquel beso. Cerró los ojos
y percibió con nitidez el vientre de Inés contra su cuerpo, los
pechos grandes sobre su torso, los brazos delgados y
sorprendentemente fuertes ceñidos a su espalda. Una emoción
incontenible lo golpeó, una mezcla de amor y posesividad, un
poderoso instinto de protección por ella y su hijo. La abrazó
con más fuerza, arrancándole un gemido.
—No me iré nunca. Tú eres mi hogar.
Le costó renunciar a sus labios, pero continuó la línea
vertical en descenso y tiró con suavidad de su pelo para que
extendiera el cuello. Más gemidos. Respiración entrecortada y
manos ávidas. Recordó fugazmente la escena de El paciente
inglés cuando lamía el Bósforo de Almasy y hundió el rostro
entre los pechos.
—Podría morir aquí mismo, kjaereste. —Abrió la boca y
abarcó cuanto pudo de la redondez suave de uno de ellos.
Mordió y succionó con suavidad el pezón. Inés enterró los
dedos en su cuero cabelludo y él gruñó, espoleado por su
exigencia—. Despacio. Por fin estamos tranquilos y te noto
relajada. No tenemos ningún sitio al que llegar ni ningún plazo
que cumplir.
—¿Despacio? No sabes lo que pides. Estoy en combustión
espontánea.
Él continuó su camino. Dibujó una estela de círculos
húmedos sobre la línea oscurecida que partía en dos su vientre,
y empujó con el dedo el relieve divertido de su ombligo.
—Esto es nuevo —dijo tras besarla una y otra vez,
escondiendo la pequeña hernia.
—Pececito es más bien un cachalote, ¡estoy a punto de
estallar y todavía queda un montón! —se quejó Inés entre
risas, sin parar de revolver la melena rubia y desordenada—.
Si no nace pronto, voy a volverme loca.
—No tengas tanta prisa. —Erik estaba arrodillado frente a
ella y deslizó los dedos hasta situarlos bajo las tiras laterales
de sus bragas. Cubrió las nalgas con las manos y apretó—. Me
encanta hacerte el amor en este estado.
—Pues yo echo de menos sentir tu peso encima —suspiró
Inés mientras él le quitaba la ropa interior de algodón y encaje
rosado—. Y que me folles fuerte, como tú sabes, porque sé
que ahora te contienes.
Se echó a reír, desarmado. Era incorregible. Y tenía la
capacidad de sorprenderlo en los momentos más inesperados.
Le quitó la diminuta prenda y se bebió su aroma, amarrado a
sus caderas.
—Yo también lo echo de menos, créeme —aseguró al
tiempo que la conducía de la mano hasta la enorme cama. Se
tumbó boca arriba y la reclamó sobre él. Inés se montó a
horcajadas sobre su cuerpo—. Pero me encanta sentir el tuyo
sobre mí.
Se tomó unos segundos para contemplarla. Estaba
resplandeciente. Su melena había crecido y lucía sana y
brillante. Su rostro anguloso se había suavizado. Los pechos
más grandes y suaves tenían un aroma nuevo, salvaje,
primitivo, y los pezones se perlaban con algunas gotas de
leche. Su vientre abultado, exuberante y tenso, completaba el
cuadro perfecto. Inés destilaba vida por todos los poros de su
piel. Un latigazo de dolor fugaz atravesó su mente al
recordarla tendida y derrotada en la cama de la UCI. Ahora
todos aquellos recuerdos aviesos se desvanecía en la felicidad
que compartían.
Erik gruñó y la erección atrapada bajo su sexo latió
enardecida. Inés le regaló una sonrisa insinuante y una mirada
exigente. Se elevó sobre las rodillas y la aferró con fuerza para
conducirlo a su interior.
—Inés. Oh, Inés —murmuró en una plegaria suplicante.
Ella se dejó caer y lo enterró con un gemido desgarrado—.
Muévete despacio. Haz que dure. No quiero terminar jamás.
Ella se echó a reír y dejó caer la cabeza hacia atrás,
arqueando su espalda. Entrelazaron las manos y se aferraron el
uno al otro. La sincronía de sus movimientos era perfecta.
—Necesitaba esto. Necesitaba sentirte dentro de mí —
susurró Inés, abandonada por completo a la cadencia creciente
con la que se mecía sobre él—. Mientras te tenga a ti, todo lo
demás sobra. No importa lo que pase.
Erik emergió por un instante de la lujuria, sorprendido por
su tono ansioso, que iba más allá del deseo. Traslucía
desasosiego. La llegada a Noruega había sido, cuando menos,
ambivalente.
—Siempre me tendrás, Inés. No tengas miedo. Todo saldrá
bien.
—Lo sé —afirmó ella, aumentando el balanceo de sus
caderas—. Lo sé.
Quiso prolongar la agonía. Hacer durar el momento hasta la
eternidad. Pero ella era exigente y reclamaba más y más de él
hasta empujarlo hacia el orgasmo. Erik se liberó con un
gemido ahogado, clavando las yemas de los dedos en la carne
tierna de sus muslos. Sabía que dejaría marcas en su piel. Ella
gritó. Se desplomó sobre las manos y con los brazos estirados.
Cada movimiento protegía de manera inconsciente a su hijo.
—Ven. Déjame abrazarte —ordenó Erik con la voz aún
entrecortada por el esfuerzo.
Se tumbó de lado, con Inés acomodada en la concavidad de
su cuerpo, y los dedos acariciando su redondez. Ella se
durmió, apaciguada aquella angustia. Pero él tardó un largo
tiempo en caer en un sueño inquieto.
¿Y si era cierto?
¿Y si tenía una hija?
El bienestar adquirido se difuminó para dar paso a la
ansiedad. Era injusto. Para él, para aquella niña, para Kjerstin.
Pero, sobre todo, era injusto para Inés y para el bebé. Para el
proyecto que habían iniciado.
Algo tenía que hacer.
El bebé sin nombre

La senda de ladrillo hasta la entrada de la casa de Maia y


Corbyn estaba despejada de nieve. Inés estudiaba con detalle
el pequeño parque infantil de madera en el jardín, los trineos
arramplados contra la puerta del garaje y la piscina cubierta
con una lona de color azul. Aquellos metros de parcela
delataban vida en cada rincón. No se dio cuenta de que había
charcos de hielo y aterrizó con el trasero tras un buen resbalón.
—¡Inés! ¿Estás bien? ¿Cómo está el bebé? —La expresión
de la cara de Erik rozaba el infarto. La ayudó a levantarse y
ella se aferró con fuerza a sus brazos.
—Estoy bien, ¡estoy bien! —lo tranquilizó con una sonrisa,
pese a que su corazón latía a mil por hora y el pánico hacía
temblar su voz—. Voy tan abrigada que las capas de ropa han
amortiguado el golpe. Vamos, que llegamos tarde.
—Voy a comprarte unos crampones para que lleves en las
botas hasta que te acostumbres a andar por aquí —dijo él, sin
soltarla hasta que entraron a la casa—. Lo mejor será que no
salgas sola mientras no deje de nevar.
Ella asintió. Dios mío, que susto se había llevado.
Le encantó el interior de la casa de Maia. La distribución
era muy similar a la de Jana, pero la decoración delataba los
gustos eclécticos, incluso excéntricos, de sus dueños. Una
mesa de cristal cuyas patas eran la raíz de un árbol barnizado
servía para dejar las llaves, móviles y gafas a la entrada. Una
enorme cesta de mimbre crudo colgada del techo hacía las
veces de lámpara.
En el recibidor, dejaron las botas alineadas junto a la larga
fila de calzado de todos los tamaños. Justo encima, la hilera de
parkas, abrigos y monos de esquiar constituía un mosaico de
color y vivencias.
Sonrió al ver un elegante chaquetón de lana tipo austriaco
junto a la chaqueta técnica de un amarillo flúor de su cuñada.
De Corbyn, seguro. Notaba el calor de la tarima radiante bajo
sus pies. Había una diferencia de cuarenta grados entre el
exterior y el interior, y comenzó a deshacerse de las múltiples
prendas que llevaba encima.
—¿Solo traes la cazadora y una camiseta? —preguntó
admirada al ver a Erik con una de sus eternas prendas de
algodón gris—. ¡Fuera hay menos veinte grados!
Él se encogió de hombros y le dio un beso en los labios.
—La cazadora es buena y no hemos caminado mucho. No
me ha dado tiempo a sentir frío. ¿Seguro que estás bien?
—Estoy perfectamente. ¡Ay! —añadió al sentir una
puntada intensa en el bajo abdomen. El dolor la dobló en dos y
tuvo que sujetarse de su brazo—. Espera un momento. Espera.
Se apoyó en él y respiró hondo. ¿Aquello era una
contracción? Loreto las había descrito como el peor dolor que
existía, pero, aunque era molesto, cedió en unos pocos
segundos.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —Erik la rodeó entre sus brazos y en
sus ojos azules se delató una profunda preocupación—. ¿Estás
bien? ¿Es por el golpe?
—No, no es nada. A veces me dan como unos pinchazos,
pero se me pasa enseguida —lo tranquilizó al notar que el
dolor cedía. Juntos caminaron hacia el interior de la casa,
donde los demás ya habían hecho posesión de la cocina y
ayudaban a los anfitriones.
—Serán las contracciones de Braxton-Hicks —dijo Erik
aliviado. Posó sus manos sobre el vientre duro y redondo y
sonrió satisfecho al percibir el movimiento del bebé—. He
leído que hacia el final del embarazo se hacen cada vez más
frecuentes.
Inés lo miró, sorprendida y orgullosa.
—¡Es cierto! Lo había olvidado. El cerebro de placenta me
juega malas pasadas. —No pudo evitar reírse un poco de él—.
¿Lo has leído en el libro del Dr. Spock?
Erik la pellizcó en el trasero y dio un grito divertido de
protesta.
—Ríete lo que quieras —respondió Erik en inglés para que
todos lo entendieran, ya en la cocina—, pero gracias a estos
libros estoy aprendiendo un montón de datos interesantes
sobre el embarazo y el recién nacido. ¿Sabías que un bebé
puede llegar a llorar de media unas cuatro horas al día? —
Compuso tal expresión de pánico que Inés soltó otra carcajada.
—Desde mi vasta experiencia como madre de tres hijos, te
aseguro que ese dato se queda corto. ¡Por mucho! —rio Maia
al tiempo que ponía en sus manos una fuente con brunost, el
queso dulce noruego—. ¿Te acuerdas, Corbyn?
—Me acuerdo. Claro que me acuerdo —dijo él con su
rostro sonrosado y risueño de siempre—. Creo que todavía
tengo pesadillas al recordarlo. Y Emma todavía nos regala
alguna pataleta épica de vez en cuando.
—Sí, hace un par de semanas no la dejé ir al colegio con el
vestido de Frozen que le trajo el Julenissen por Navidad. —
Maia bajó la voz y adoptó un tono dramático—. Casi cuatro
años de edad y estuvo gritando una hora y cuarto. ¡Una hora y
cuarto!
Inés reprimió a duras penas la risa. La cara de Erik era un
poema.
—Te estás quedando conmigo. Emma no llora tanto. No es
cierto —aseguró para defender a su sobrina—. Yo la he
cuidado incluso estando enferma y tampoco es para tanto.
Inés se aclaró la voz. Aquello no era demasiado exacto.
—Dirás más bien que yo la cuidé cuando estuvo enferma.
¡No tienes ni idea de niños! ¿Acaso no me llamaste pidiendo
socorro porque no sabías qué le pasaba? —dijo con cierta
malicia. El recuerdo fugaz de su separación más dolorosa
ensombreció su sonrisa durante un instante. Erik y ella
intercambiaron una mirada tensa—. Menos mal que acudí a
salvarte la vida.
Intentó darle un toque de humor, pero el malestar quedó
palpable en el ambiente para todos. Erik apretó los labios en
una línea fina y murmuró una contestación que no se entendió.
Odiaba recordar aquellos días, pero no se había disgustado
por eso. La conversación sacó a flote en su mente que quizá
tendría que saber de niños mucho más y antes de lo que creía.
Se dio cuenta de que, si era suya, la hija de Kjerstin tenía casi
la misma edad de Emma.
El ambiente ligero y festivo de la comida junto a su familia
no lo confortó. No era capaz de quitárselo de la cabeza. Inés le
lanzó alguna que otra mirada preocupada, pero ella era el
centro de atención de todas las preguntas de la familia,
incluidos los niños, y no pudieron hablar.
Fue Maia la que lo acorraló en el cuarto de baño y cerró la
puerta tras de sí.
—Maia, tengo cuarenta años. No necesito ayuda para ir a
mear —bromeó mientras se desabrochaba la hebilla del
cinturón.
—Ya. Pero tú a mí no me engañas. ¿A qué viene la cara de
acelga? —Su hermana no tenía piedad. Puso las manos tras la
espalda y agarró la manija de la puerta. Quedaba claro que no
iba a dejarlo escapar—. Deberías estar feliz: estás con tu
mujer, con tu familia, has vuelto a casa. ¿Es por el hospital?
¿Qué demonios ha pasado en Oslo?
Se le quitaron de golpe las ganas de orinar. Estuvo tentado
de utilizar la excusa del trabajo para quitársela de encima, pero
necesitaba hablar con alguien. El problema era que Maia sería,
como siempre, demasiado franca, demasiado certera y
demasiado cruel.
—¿Puedo contarte algo y que quede entre nosotros? —Ella
soltó un resoplido indignado y clavó sus ojos verdes en él. Le
costó un buen puñado de segundos articular las palabras. Se
sentó en la taza del váter y escondió el rostro entre las manos
—. Puede que tenga una hija.
—¿Cómo?
La expresión de Maia era tan desencajada, que, si no fuese
por la gravedad del asunto, se habría echado a reír. En vez de
eso, asintió con seriedad.
—Lo que oyes. Kjerstin…
—¡Kjerstin! —Su hermana escupió la palabra—. No digas
más. ¿Qué te ha dicho esa malnacida?
Había olvidado lo visceral que se ponía su hermana cuando
mencionaba a aquella mujer. Durante mucho tiempo, había
representado todo lo malo de su vida: alejarse de su familia,
poner en peligro su profesión y abandonar el país que lo había
visto nacer. Cogió aire y lo exhaló muy despacio.
—Ella le ha insinuado a Inés que yo podría ser el padre de
su hija.
Maia abrió sus enormes ojos verdes con incredulidad. Dejó
la boca abierta varios segundos.
—Erik, no. ¿No pensarás…?
Era incapaz de un discurso coherente y la frase quedó
suspendida de sus labios.
—No. No lo sé. Por las fechas podría ser, todavía estaba
con ella en esa época. Siempre tuve cuidado, pero la
posibilidad está ahí. Podría ser tan hija mía como de Dieter No
lo sé. ¡No lo sé! —añadió, desesperado. Intentó recordar sus
encuentros con ella, enterrados bajo nuevas vivencias. Solo
rescató imágenes borrosas—. Cuando me marché a Chile,
ellos anunciaron a bombo y platillo su embarazo. Parecían
restregarme su felicidad. Jamás me planteé que fuera mía. Te
aseguro que un hijo no entraba en mis planes y que ponía buen
cuidado en no tener ningún desliz.
Lo sorprendió la espontaneidad y la fuerza con que su
hermana lo abrazó. Nadie en su familia era demasiado dado a
los despliegues de afecto entre adultos, y a él mismo le
chocaba lo desinhibida que era en ese aspecto Inés. Inés. Cerró
los párpados con fuerza y un dolor agudo atravesó su pecho al
escuchar sus palabras.
—Es mentira. Tiene que serlo. ¿A qué viene decir eso
ahora, casi cuatro años después? —Maia puso su cerebro a
funcionar a toda velocidad. Erik la observó hacer cuentas con
los dedos y fruncir el ceño por el esfuerzo de sus conjeturas—.
Tienes que pedir una prueba de paternidad. Ya.
—Sí. Ya lo había pensado. Espero que Kjerstin no ponga
pegas.
Supo antes de que dijera nada, por la expresión alerta y
temerosa en su rostro, lo que Maia iba a decir.
—¿Y qué pasa con Inés?
No quería contestar. Pero su hermana clavaba en él
aquellos ojos verdes y autoritarios que era imposible eludir.
Soltó un suspiro agotado.
—Inés parece tomárselo bien. Demasiado bien, en realidad.
Creo que no me dice lo que en realidad siente —confesó con
abatimiento. Se sentó de nuevo en el váter y se agarró la
cabeza entre las manos—. Joder, si yo estuviera en su lugar
estaría cabreado y triste. No. Furioso y hundido.
Maia se encogió de hombros y se sentó junto a él en el
borde de la bañera.
—Inés es más fuerte de lo que crees, Erik. Y bastante más
resiliente que tú. Habla con ella —dijo demoledora—. Y
pídele a Kjerstin una maldita prueba de paternidad, o todo esto
te traerá problemas. Ya lo verás.
Asintió y esperó un instante antes de seguirla a la cocina,
donde todos se habían reunido. La casa de Maia era el único
lugar que conocía en el que la cocina ganaba mucho más
protagonismo que cualquier otra habitación. Era enorme. Una
isleta, en la que Corbyn se afanaba en cortar vegetales con la
peligrosa ayuda de sus hijos, dominaba el escalón superior,
mientras que, en el de abajo, se apiñaba el clan Thoresen al
completo en torno a una cena práctica y variada.
Inés se sentó junto a Maria tras los abrazos y besos de
bienvenida. Dejó que Erik les contara las últimas novedades y
se dedicó a admirar la serenidad y belleza que trasmitía la
mujer de Kurt amamantando a su bebé. Pero no era capaz de
disfrutarlo. Desde que se había caído, sentía una presión
desagradable en la pelvis y algunos pinchazos. Se lo tomaría
con calma. Hizo lo posible por ignorar la sensación. Era
demasiado pronto.
—Es preciosa —susurró mientras acariciaba la mejilla
sonrosada y regordeta de la niña—. Vakker jente —repitió en
noruego al ver la expresión interrogante de su madre.
Maria no hablaba ni una gota de español y su inglés era
más bien precario. Aun así, intentaron comunicarse por medio
de señas y frases cortas lo bien que iba el embarazo y las
muchas ganas que tenía de tener por fin a su bebé en brazos,
igual que ella.
Se levantó para ayudarla a cambiarle el pañal y tuvo que
detenerse mientras caminaba de vuelta a la cocina porque los
pinchazos se habían intensificado. Pinchazos dolorosos que
tenían cierto ritmo.
—Erik, creo que tengo contracciones —susurró sobre su
hombro, preocupada. No. Aterrorizada. Él se volvió con los
ojos azules abiertos en temor.
—¿Ahora? ¿Estás segura? —Apoyó la enorme mano sobre
su vientre con expresión preocupada y toda la mesa quedó en
silencio—. Tienes la barriga más dura.
Jana se volvió de inmediato hacia ellos.
—Inés, ¿ocurre algo? —Ella le relató los síntomas con
rapidez y la voz muy aguda—. Uhm. ¿Cada cuántos minutos?
—Cada cinco minutos, creo. Pero no paran.
—Será mejor que vayamos al hospital —dijo Erik, que se
puso de pie y cogió las llaves del coche de Maia—. Hermanita,
tú conduces. Yo voy atrás con Inés.

El Hospital de Tromsø era una mezcla ecléctica de veteranía y


modernidad. Varios edificios de ladrillo, acero y cristal
dominaban la ciudad desde una de sus múltiples colinas en una
construcción que obedecía a las necesidades crecientes de la
ciudad a través de las décadas. Inés se apoyó en la puerta del
coche y respiró con dificultad un par de veces antes de
caminar hacia la entrada de urgencias, cogida del brazo de
Erik y escoltada por Maia y Jana.
—Vamos, entremos —dijo Erik muy serio. Inés no pudo
evitar sonreír. Escondía los nervios, pero lo delataban la voz
forzada y el temblor de sus manos—. ¿Estás bien?
—Erik, me has preguntado eso al menos veinte veces en
los últimos veinte minutos. Estoy bien. Solo un poco dolorida.
—Caminó valientemente hacia la puerta corredera de cristal y
de inmediato se acercó una mujer de pelo corto y rubio, y
sonrisa amable, con una silla de ruedas.
Se sentó y prefirió dejarle a Erik el peso de la conversación
en noruego mientras daban los datos. Había avanzado mucho
con el idioma, pero no se sentía segura a la hora de trasmitir
información importante. Él tenía los informes del San Lucas
que había traducido, la cartilla de embarazo y la epicrisis de su
hospitalización. Ella solo podía agarrarse con fuerza a los
reposabrazos de la silla y resoplar.
—¡Jana Jensen! —exclamó una mujer con entusiasmo.
Vestía un uniforme de color rosa pálido y lucía una bonita
melena rubia salpicada de canas—. ¡Cuánto tiempo! Me alegra
verte por aquí. ¿Otro nieto? Pero si la niña de Kurt no tiene ni
dos años, vaya marcha que llevas.
—Elsa, me alegro de verte. Ellos son Erik e Inés, mi hijo
mediano y su mujer. Creemos que está de parto, aunque es un
poco pronto —informó Jana a la matrona que se acercó hasta
ellos en Urgencias de Obstetricia. La rodeó por los hombros y
sonrió—. Elsa es hija de mi mejor amiga y también matrona,
Charlotte Ingeborg. Lotte. Tú la conoces, Erik.
—Claro que sí. Hola, Elsa. Inés está de treinta y tres
semanas y tiene pinchazos cada cinco minutos. Su barriga se
ha puesto bastante dura —informó él con seriedad y sin
detenerse en socializar. Estilo vikingo. Inés entendía todo a la
perfección, pero no se animaba a participar más allá de una
sonrisa—. ¿Puedes llamar a la ginecóloga de guardia?
—¡No! —exclamó Inés en español—. Erik, las matronas lo
harán bien. —Él puso mala cara, pero no tenía ninguna
intención de ceder en eso. Quizá sería la única oportunidad
que tendría de vivir la experiencia de dar a luz. Le agarró la
mano y se la apretó con cariño—. Deja que hagan su trabajo.
Si lo necesitamos, ellas serán las primeras en llamar.
Elsa los miraba alternativamente, sin entender. Erik cedió
al final e Inés se levantó con cuidado de la silla para tenderse
en la camilla obstétrica.
—Te pondremos el monitor —dijo la matrona, rodeando su
barriga con unas cintas que portaban una caja electrónic sin
cables—. Es inalámbrico, así que puedes levantarte y pasear si
lo prefieres.
Inés negó con la cabeza. Estaba demasiado nerviosa. Erik
se situó a su lado y la rodeó con los brazos.
—Inés, voy a hacerte un tacto. Ahora mismo el monitor no
muestra contracciones importantes, pero comprobaré que no
tengas ninguna modificación. —Elsa era cariñosa y suave. Los
informaba en todo momento de lo que iba a hacer. Inés respiró
hondo y se preparó para la inevitable molestia—. Uhm. Tu
cuello está largo y cerrado, Inés. No estás de parto.
—¿Y este dolor? —preguntó, dividida entre el alivio y la
decepción—. Todavía siento estos pinchazos molestos. ¿Habrá
sido por el batacazo que me he dado?
—Fíjate en el registro. No tienes contracciones. Y el bebé
está fenomenal —dijo mientras extendía la larga tira del papel
ante ellos dos—. Tendrás contracciones cada vez más fuertes y
frecuentes a medida que se acerque el momento, pero si no se
sostienen en el tiempo es mejor esperar. Ahora voy a hacerte
una ecografía rápida para ver que el líquido amniótico y el
latido del bebé estén bien.
Inés se sintió algo tonta mientras la matrona ponía gel en su
vientre, pero Erik sonrió con arrogancia.
—¿Ves? Ya lo decía yo. Contracciones de Braxton-Hicks.
Inés se echó a reír y lo atrajo hacia sí para darle un beso en
los labios.
—Tenías razón. ¡No te acostumbres!
—El líquido amniótico es normal, fijaos en la fuerza del
latido. —Realizó una serie de medidas mientras los dos
contemplaban embobados la pantalla—. Pesa ya tres kilos,
¡está muy grande!
—¿Podemos saber el sexo? Todavía no nos lo han dicho.
Inés contuvo la respiración y notó el apretón que Erik le
dio en la mano.
—Claro. Es un niño. ¿Veis? —señaló en la pantalla la
imagen más que evidente de sus genitales—. Sin ninguna
duda.
—Un niño —dijo Inés con una sonrisa radiante e
ilusionada. La de Erik podía competir con el sol.
—Magnus. ¡Por fin!
Sonaba muy bien. Ahora ya podía decirle a Peta que tatuara
el nombre de su hijo en el antebrazo. Salieron a la sala de
espera con sonrisas que no cabían en sus caras. Maia y Jana se
levantaron esperanzadas.
—Falsa alarma —anunció Inés, avergonzada por haber
movilizado a toda la familia para nada.
—¡Es un niño! —anunció Erik, incapaz de aguantar la
noticia por más tiempo. Abrazó a Inés desde atrás y rodeó a su
hijo con las manos—. Magnus. Se llamará Magnus.
Maia negó con la cabeza y miró a su madre.
—Mira, mamá. Por fin se cumple tu deseo. —Erik miró a
su hermana con rostro interrogante—. Mamá lleva desde el
nacimiento de Astrid deseando que alguno de nosotros le
ponga a su hijo el nombre de papá, pero aparte de los mellizos,
¡solo nacían niñas!
Jana no dijo nada, pero unas lágrimas furtivas
humedecieron sus ojos.
—¿Estás seguro, hijo? —preguntó Jana, emocionada.
—Estamos decididos. Magnus Thoresen Morán —paladeó
Erik cada palabra, haciéndolas resonar en su cabeza.
Nuevas responsabilidades

Los días pasaban envueltos en una paz expectante que Inés


disfrutaba con paciencia. Al principio, con el susto del golpe,
le costó salir de la casa. Ahora asistía puntual cada día a sus
clases de noruego en la biblioteca en el centro y al yoga para
embarazadas.
Erik se unía a ella para las clases preparto y supervisaba
cada día las obras que, lentamente a causa del viento y la
nieve, avanzaban en su casa. Cumplió su promesa de añadir un
poco más de tinta a su piel y se tatuó el nombre de su hijo en
el antebrazo.
Jana disfrutaba de su compañía, los acogía con calidez y
sin invadir sus espacios. Juntos establecieron una rutina
apacible y protectora.
Las horas de luz poco a poco desplazaron la noche y llegó
la primavera por fin, aunque el blanco fuese todavía el color
predominante en el paisaje. Pronto alcanzaría las treinta y siete
semanas y el embarazo llegaría a término, pero Inés
comenzaba a pensar que Magnus no saldría jamás del interior
de su cuerpo. A finales de marzo llegó al fin una noticia
esperada: el estado de Matthias empeoraba en Oslo y quería
ver de nuevo a su nieto predilecto antes de morir.
Erik entró en el salón con el móvil pegado en la oreja,
hablando con tono preocupado y el rostro velado de aprensión.
Inés y Jana, que doblaban ropa limpia en el salón, esperaron en
silencio a que terminara la llamada.
—Era Olivia. El abuelo ha empeorado. Mucho —anunció
con los ojos fijos en su madre. Su expresión era neutra, pero
los ojos azules destilaban ansiedad—. Quiere que vayas para
despedirte. Y quiere que vaya yo también. He sacado billetes
para esta misma tarde, pero…
Desplazó la mirada hasta ella, llena de dudas. Inés se tragó
el nudo de angustia que apareció en su garganta.
—Por supuesto, Erik. Tienes que acompañar a tu madre.
—No quiero marcharme ahora, ya estás de treinta y siete
semanas —dijo, preocupado. Se sentó junto a ella en el sofá y
encerró sus dedos en la enorme mano. Las líneas de su frente
se acentuaron—. ¿Y si te pones de parto?
—Iré a preparar la maleta y avisar a tus hermanos —
anunció Jana, levantándose con la cesta de la ropa entre las
manos. Inés agradeció que les dejase espacio para tomar la
decisión con libertad.
Se abrazaron con ademanes cansados. Todo parecía
juntarse en aquellos días. Después de unas semanas de calma,
se abrían varios frentes distintos de golpe.
—Erik, yo estoy bien. En unos días llega mi madre de
Chile. Maia y Kurt están aquí —lo tranquilizó, aunque tenía
que controlar la voz para que no temblase—. Y ya sabes lo que
me dijo la matrona en la última falsa alarma: estoy más verde
que una lechuga.
Subieron a la habitación y Erik comenzó a meter en una
mochila lo imprescindible para pasar unos días fuera.
—Estoy seguro de que, en cuanto me suba a ese avión, te
pondrás de parto y nacerá Magnus —dijo en un gruñido—.
Preferiría no tener que ir.
Inés descartó la idea con un gesto de la mano. Habían ido
tres veces a Maternidad en aquellas dos últimas semanas; y las
tres veces la matrona fue categórica. Ni estaba de parto, ni
cerca de estarlo. Elsa, la especialista que vigilaba su embarazo,
había vaticinado que sobrepasaría las cuarenta semanas con
toda tranquilidad.
—Ve tranquilo. Y si empiezo, tampoco será algo
inmediato, ¡seguro que te da tiempo a volver! —lo apaciguó
Inés. Se sentía enorme e hinchada. Las ojeras se le habían
pronunciado porque comenzaba a dormir mal y la palidez por
el invierno de Noruega llegaba a niveles espectrales. Hacía
días que no salía de casa por el mal tiempo—. De hecho, estoy
segura de que Magnus no va a nacer jamás —añadió con un
gemido.
Erik se echó a reír y cerró su mochila deportiva. La besó en
la frente y asintió.
—De acuerdo. Acompañaré a mi madre a Oslo, estaré allí
unos días y regresaré antes de que pase nada.

Ya en el aeropuerto, se despidieron e intercambiaron un beso


revestido de ansiedad. Desde que aterrizaron en Noruega no
habían pasado ni un solo día separados. La mera idea de estar
lejos de Inés y Magnus lo llenaba de aprensión. Pero sus
abuelos lo habían convocado a él, y solo a él, junto a su madre.
No podía soslayar su responsabilidad.
Las dos horas de vuelo pasaron casi en silencio. Erik no
quiso molestar a su madre, triste e introspectiva, con la mirada
fija en los fiordos y las montañas. Los dos sabían que a
Matthias le quedaba poco tiempo.
El panorama al llegar junto a su abuelo no fue fácil.
Respiraba entre estertores y se debatía entre toses, con los ojos
azules fieros y obstinados, aferrado a la escasa vida que aún le
quedaba. Sostuvo a su madre con cuidado del brazo al notar
que le fallaban las fuerzas.
—Tengo poco tiempo, Olivia —repetía a cada momento sin
fuerzas—. Quiero que estés junto a mí. ¿Dónde está Jana?
—Estoy aquí, papá —respondió ella, temblorosa. Se sentó
a su lado y aferró la mano nonagenaria con fuerza.
Erik leía en su rostro el conflicto de acompañar a su padre
en aquellos momentos. Se quedó en un segundo plano, con el
corazón dividido entre la admiración y el amor que sentía por
su abuelo y la faceta oscura que había descubierto de él.
Hicieron guardia a su lado toda la noche. El silencio solo se
interrumpía por el pitido rítmico de los monitores y la
enfermera que acudía a ponerle medicación. En un momento
en el que Erik se levantó a comer algo, Olivia lo abordó al
salir de la habitación.
—Tu abuelo se muere, Erik —sentenció con voz afectada.
Se acercó a ella y la abrazó con delicadeza. Tenía más de
noventa años, una fragilidad evidente y una inteligencia que ya
quisiera él para sí.
—Lo sé, mormor. Y me parte el corazón verlo así.
—Ven, acompáñame un momento. Necesito hablar contigo.
La ayudó a sentarse sobre la butaca junto al ventanal de la
habitación y se acomodó frente a ella. A veces, el discurso de
su abuela era inconexo, disperso. Pero en aquel momento
mantuvo una increíble lucidez.
—Dime, abuela. Si puedo ayudarte en algo, sabes que lo
haré.
—Sí puedes. Ya sabes que no tenemos más familia que la
que nos ha regalado Jana, por ser hija única —comenzó en un
tanteo que atrajo de inmediato su atención—. Yo misma soy
hija única y los hermanos de tu abuelo hace tiempo que no
viven ya.
—Lo sé.
—La familia por parte de tu abuelo… —Erik reprimió una
sonrisa pese a las circunstancias. Olivia intentaba por todos los
medios mantenerse en la línea de lo políticamente correcto—.
No nos trajo más que problemas.
—Conozco la historia. Lo único que hacían era pediros
dinero al abuelo y a ti. —Erik le facilitó las cosas al ver que
luchaba por seguir adelante con la conversación.
—Eso es. Nunca tuvimos una buena relación, si es que
hubo alguna —se lamentó Olivia, que parecía recordar con
cierto dolor el pasado—. La única familia que tenemos sois
vosotros. Jana. Sus hijos. Y los hijos de sus hijos, nuestros
nietos y bisnietos.
—Sí, abuela. Estamos aquí para ti —aseguró él. ¿A dónde
quería parar con todo aquello? Conocía la preocupación, que
rayaba casi en lo obsesivo, que tenían sus abuelos por la
familia y las tradiciones—. No te preocupes por nada.
—Quiero que tú y tus hermanos os hagáis cargo del
patrimonio. Yo pronto seguiré a tu abuelo y no tengo cabeza
para preocuparme de ello: los astilleros, las casas, las acciones,
los negocios —enumeró con un rictus de dolor, sobrepasada
por el peso de lo que había heredado de su familia y lo labrado
en toda una vida—. He hablado con tu madre, porque todo
esto le pertenece a ella, pero no quiere saber nada. Dice que
también está vieja. Que es a vosotros a quienes corresponde
lidiar con el futuro. Y tiene razón.
La contempló boquiabierto. ¿Dar la herencia en vida? Se
sintió incómodo. Fuera de lugar. Él ya tenía una profesión que
amaba y le permitía vivir con holgura.
—Mormor, esta conversación tendría que ocurrir con mi
madre y mis hermanos presentes. No entiendo por qué me
dices esto solo a mí —dijo Erik, algo incómodo. Era casi como
estar engañando a Maia y a Kurt—. ¿Podemos llamar a mamá?
Su abuela se encogió de hombros y fijó sus ojos verdosos y
desdibujados en él.
—Llámala, si eso te hace estar más tranquilo, pero esta
conversación ya la he tenido con ellos. No te olvides —le
recordó con cierta inquina— de que eres tú quien ha pasado
fuera más de tres años. Casi nos has abandonado. El resto de la
familia ha seguido su vida aquí y ha estado siempre pendiente
de mí y de tu abuelo.
Encajó el reproche con cierta sorpresa. No replicó. El
primer año en Chile, aún enterrado en el rencor por todo lo
ocurrido, ni siquiera viajó a su casa. Se repitió una y otra vez
que fue por necesidades del hospital, pero lo cierto era que no
quería encontrarse con la realidad. Después, solo se había
dejado caer en visitas fugaces. Tenía toda la razón.
—Pese a que te hayas marchado, eres el nieto que más
tiempo nos ha dedicado, el que ha compartido más con
nosotros. Al que Matthias quiso siempre por encima de los
demás —prosiguió Olivia. Lo cogió de la mano y Erik no
pudo evitar sonreír al ver sus enormes dedos aprisionados
entre las manos delgadas y nudosas—. Tu abuelo va a dejarte
su clínica de Majorstuen, Erik. Y quiere que todos sus bienes
los heredes tú.
Necesitó un par de segundos para asimilar la información.
—Abuela, sabes que eso no puede ser. Maia y Kurt tienen
el mismo derecho que yo —balbuceó en un intento de
componer una respuesta.
—¡Tonterías! —se indignó Olivia. Lo señaló con un dedo
delgado y huesudo, anillado con un enorme zafiro rodeado de
pequeños brillantes y una alianza de oro viejo y desgastado—.
Matthias puede hacer con su dinero lo que se le antoje. Ha
trabajado muy duro toda su vida para llegar donde llegó. No lo
subestimes, Erik. Tu abuelo, con sus luces y sus sombras, es y
siempre ha sido un hombre bueno. —Él apretó los dientes ante
la lealtad de su abuela. Amaba a su marido sin reservas, de
manera incondicional—. Muchas veces ha estado equivocado
en su modo de ver las cosas, en especial a lo que concierne a
tu madre, pero nunca lo hizo con maldad.
La intensidad de su discurso tembló en sus últimas
palabras. Erik se dio cuenta de que Olivia, aunque enérgica y
temperamental, era frágil y tampoco le quedaba mucho
tiempo. No se merecía que le llevase la contraria en algo tan
importante.
Intentó desviar la conversación hacia el embarazo de Inés,
pero no hubo manera.
—Ahora vivís en Noruega. Y vuestro futuro en Chile es
incierto, Erik. ¿No ves que esto es lo mejor? —insistió Olivia.
Señaló sobre la mesita redonda auxiliar junto a ellos una
carpeta de cuero llena de papeles—. Así te aseguras un
porvenir, para ti y para tu familia.
—Mormor, lo veremos cuando llegue el momento —
intentó zanjar el asunto, incómodo y preocupado al recordar de
pronto lo que Inés y él dejaban atrás—. ¿Necesitas salir de
casa? ¿Quieres que te lleve al centro con mamá?
La anciana negó con la cabeza. Miró hacia la puerta
cerrada donde yacía su abuelo y echó un vistazo al Omega de
oro en su muñeca.
—No. No quiero abandonarlo ni un segundo. De hecho,
voy a relevar a tu madre. —Se levantó y la llevó del brazo de
vuelta a la habitación convertida en una UCI de hospital—. Tú
descansa unas horas, no has dormido nada en toda la noche y
ya ha amanecido. Si tu abuelo pregunta por ti, te mandaré
llamar.

Dejó a su madre descansando. Pero él, aunque muerto de


sueño y con un molesto dolor de cabeza, tenía algo que hacer.
Le pidió a su abuela las llaves de su viejo Volvo y se dirigió al
Centro de Investigación de Cardiopatías Congénitas de Oslo.
Era temprano. Si tenía un poco de suerte, pillaría a Kjerstin
antes de entrar a quirófano.
Sintonizó en la radio del coche la ICPRM y aferró con
fuerza el volante al escuchar Blank page, de Klangstof. El rock
holandés le insufló fuerzas. Tenía miedo de su reacción. De
ella, claro, pero también de la de Dieter. Si algo había
aprendido en todos los años que trabajaron juntos, era que no
podía confiar en ellos.
Recorrió los amplios pasillos con sentimientos
encontrados. Había vivido mucho y bueno entre aquellas
paredes, pese a todo. Recordaba las diferencias entre el
modesto servicio de cardiocirugía en Tromsø y las
posibilidades que se abrieron para él al llegar allí. El espíritu
competitivo, en vez de familiar. La investigación, la excelencia
académica, los desafíos de los casos más complejos. Sonrió.
Comenzaba a echar de menos entrar al quirófano.
—¡Hola, Coby! ¿Sales de guardia? —Se alegró de
encontrarse con una cara amiga al llegar a la zona de
despachos. Chocaron los puños en un saludo breve que le trajo
buenos recuerdos.
—Sí, me voy a casa, pero tengo tiempo para un café. ¿Y
esta visita tan temprana? —Caminó hacia la cafetería
esperando que él lo siguiera, pero se quedó frente a la puerta y
sonrió culpable.
—Dejamos el café para otro día. Necesito hablar con
Kjerstin o Dieter. Uhm, es personal —aclaró al ver su gesto de
extrañeza. No profundizó en los motivos y él tampoco insistió.
Agradeció mentalmente la prudencia y reserva tan
características de su país de origen—. ¿Sabes dónde puedo
encontrarlos?
Su amigo se encogió de hombros. Erik sabía que tampoco
él guardaba una buena relación con la pareja. Pese haber
compartido toda la carrera y la especialidad con ellos en Oslo,
prefirió alinearse con el recién llegado. Aquello le valió algún
que otro roce al inicio, hasta que Erik demostró que no era un
advenedizo enchufado por su abuelo. Si volvía alguna vez a
operar en Oslo, sabía que tenía en Coby un aliado
incondicional.
—Dieter estará por entrar al quirófano, pero Kjerstin
supongo que seguirá en su despacho. Puedes preguntarle a la
enfermera, ella lo sabrá.
Se despidieron, prometiendo verse pronto, y Erik entró con
decisión al área de despachos médicos. Localizó el de su
expareja por la placa de acero y letras negras. Jefa de sección.
Vaya. Ella también había avanzado en su carrera. Desde luego,
sabía cómo aprovechar sus puntos fuertes, eso no podía
negárselo.
—Hola, Kjerstin, ¿tienes un momento? —dijo tras llamar a
la puerta y escuchar su voz en el interior.
—Oh, ¡Erik! Qué estupenda sorpresa. Ven. Siéntate —dijo
con una sonrisa radiante que parecía sincera. No bajó la
guardia. Tenía todas las alarmas en alerta nuclear—. ¿O
prefieres que vayamos a tomar un café?
Lo pensó un momento y asintió.
—Sí, sería genial. Pero no en el hospital. Supongo que te
imaginas por qué estoy aquí. —Kjerstin no movió ni un solo
músculo al escucharlo, solo su mirada celeste y fría se
endureció un punto más—. Vamos al Parole.
Erik esperó a que se pusiera un abrigo sobre el pijama del
quirófano y salieron del edificio sin intercambiar ni una sola
palabra. Mejor. Así podía repasar el discurso que traía
ensayado. Más o menos. Esperaba no tener que hacer una
labor de persuasión.
Pidieron dos expresos. Erik recordó los rituales mañaneros
que lo acompañaron durante un largo año junto a ella. Café
solo, de pie, en la entrada del cómodo apartamento que
compartían, y un repaso rápido de la orden del día. No habían
sido nunca una pareja. Eran colegas con derecho a sexo y
techo.
—Tengo que volver al quirófano a las nueve —se excusó
ella con un vistazo al reloj deportivo de su muñeca—. ¿De qué
se trata, Erik?
Muy bien. Tomó aire y crispó los dedos en torno a la
pequeña taza de cristal.
—Inés me ha dicho que piensas que tu niña… eh… —Ni
siquiera sabía cómo se llamaba.
—Christine. Como mi madre —aclaró ella con sequedad.
—Christine —repitió él. ¿Podría ser el padre de una niña
de la que, hasta aquel momento, ni siquiera sabía el nombre?
—. Que piensas que Christine podría ser hija mía o de Dieter.
Yo…
Se detuvo, inseguro de por dónde tirar. Kjerstin tenía acero
y hielo en la mirada. Su boca generosa y pintada de un rosa
suave se endureció.
—No, Erik. Tanto como Dieter, no. Él ha estado junto a
nosotras de manera incondicional durante estos años —aclaró
cáustica. Sus palabras eran ácido puro—. Tú desapareciste del
mapa sin dar señales de vida. ¿Por qué crees que puedes tener
ahora un lugar en su vida? ¿Por qué vienes ahora a cuestionar
o reclamar lo que no te incumbe?
Mierda. Empezaba a volver las tornas. Cuidado. Kjerstin
era una mujer sagaz e inteligente. Se movía en terreno
pantanoso. Decidió enfrentarla de manera directa y no vacilar.
—Yo no cuestiono ni reclamo nada. Eres tú quien ha
planteado la duda al decirle eso a Inés, y tú no haces nada sin
un motivo concreto. —Controló el tono de voz y lo mantuvo
en un registro razonable. Ella exhibía una media sonrisa
irónica que sacaba lo peor de él—. De hecho, quiero zanjar
cualquier incertidumbre lo antes posible. Con todas las
consecuencias.
—¿Y cómo pretendes conseguirlo?
—Con una prueba de paternidad. Hablaré con Dieter. Yo
proporcionaré una muestra también, y las cruzaremos con otra
muestra de Christine —dijo abriendo una mano en gesto de
obviedad—. Si resulta que… —Volvió a tragar saliva—. Si
resulta que Christine es hija mía, resolveremos cualquier
cuestión legal al respecto.
Una carcajada rutilante, esta vez sí sincera y con un toque
divertido, se escapó de los labios de Kjerstin. Negó con la
cabeza, haciendo girar a un lado y a otro la coleta rubia y larga
que pendía de su nuca.
—No te niego que alguna vez me lo planteé en el pasado,
Erik. Despejar la incógnita y ponerte en el aprieto de hacerte
cargo. Pero no te preocupes. Dieter es, a todos los efectos, el
padre de Chris —aclaró con voz dulce. Se encogió de hombros
y se levantó de la mesa tras apurar el café—. No tienes
ninguna obligación, ni conmigo ni con la niña, independiente
de si los genes son tuyos o no. No sufras por ello.
Lo sabía. No podía ser tan fácil. Y la aparente suavidad de
Kjerstin solo escondía su negativa a aclarar el asunto y dejarlo
como una espada de Damocles pendiendo sobre su cabeza.
Rechinó los dientes y lo intentó una vez más.
—No quiero desplazar a Dieter como padre, solo quiero
cumplir con las obligaciones que me correspondan ante la ley
—dijo con tono conciliador—. ¿No es mejor aclarar las cosas
lo antes posible?
Kjerstin ya se había puesto el abrigo y se detuvo en el
quicio de la puerta ya abierta de la cafetería.
—Erik Thoresen. Nunca da más de lo estrictamente
necesario. Me abruma tu generosidad —replicó con tono
burlón—. No, Erik. No tengo por qué facilitar que limpies tu
conciencia. No molestaré a mi hija ni a mi marido con pruebas
y preocupaciones. Tendrás que vivir con la duda. Tú y tu
mujer.
Salió por la puerta sin decir adiós.
Erik apoyó los codos en la mesa y sujetó su cabeza entre
las manos.
Mierda.
¿Qué demonios iba a decirle a Inés?

Volvió a casa de sus abuelos desanimado y enfadado. Había


sido un ingenuo al pensar que contaría con la colaboración de
Kjerstin. Subió las escaleras sin hacer ruido para no romper el
silencio ominoso que invadía la casa. Añadió el cabreo al
crisol de emociones. Solo habían pasado un par de días, pero
sentía auténtico síndrome de abstinencia por Inés.
Cogió el móvil y pulsó la última llamada.
La pregunta nerviosa y acelerada de Inés lo hizo sonreír
pese a todo.
—¿Qué tal está todo? ¿Ha habido algún cambio? ¿Y tu
madre? —bombardeó con ansiedad. Notó que se quedaba sin
aire al soltarlo todo sin respirar—. Te echo de menos. Y
Magnus también.
—Y yo también —gruñó fastidiado. Más de lo que quería
reconocer—. Mi abuelo sigue grave pero estable. La visita de
Jana le ha sentado bien, está menos agitado. Pero es cuestión
de semanas.
Su madre salió de la habitación con rostro soñoliento y se
dio cuenta de que no había estado más que un par de horas
fuera. Eran poco más de las diez. Abrió el brazo libre y la
estrechó con cuidado contra su pecho.
—Es Inés —aclaró, escuchando a medias la protesta al otro
lado del teléfono pidiendo más detalles—. No tengo mucho
más que decirte por ahora, lo demás lo hablaremos cuando
llegue de vuelta en unos días.
—¿Cuándo vais a volver? Mi madre te manda un beso
enorme y a Jana también. La tengo aquí a mi lado. —Mierda.
Había borrado de su mente la llegada de Victoria. Una
vocecita subterránea le decía que el no tener trabajo lo hacía
desorientarse y mezclar unos días con otros. La silenció—. Y
dice que no me hagas caso y que os toméis el tiempo que haga
falta.
Su madre emergió de su abrazo y susurró un saludo
afectuoso.
—Jana dice que hola y que Victoria se apodere de la casa a
sus anchas. —Sonrió al escuchar a las dos Morán reír—.
Tengo que resolver aún un par de cosas, pero no creo que nos
quedemos más de un par de días. En cuanto sepa algo, te
aviso.
—De acuerdo. Hablamos por la noche. Si hay cualquier
novedad con Magnus, te aviso yo también. Te quiero.
—Lo sé.
Un vacío denso se apoderó de él al colgar y abrazó un poco
más a su madre.
—Para, Erik. Me vas a romper las costillas —dijo Jana
apartándolo un poco—. ¿Has descansado algo? ¿De dónde
vienes? —preguntó al ver que tenía aún el chaquetón puesto.
Erik suspiró. Necesitaba comer. Y dormir. Y a Inés y a su
hijo. La seguridad y comodidad de Tromsø. Huir muy lejos de
allí.
—Vengo del hospital. Mamá, ¿tienes un momento?
Necesito hablar contigo —dijo al fin, derrotado. Necesitaba
aliados en su causa y prefería no lidiar con Maia en su versión
guerrillera.
—Pensaba desayunar algo, ¿me acompañas? —Asintió. Le
chirriaban las tripas—. Voy a ver si la abuela necesita algo y
bajamos.
Entraron los dos a la habitación. Ya se había acostumbrado
al olor a desinfectante sobre el tufillo inconfundible a
enfermedad. Olivia dormitaba en un butacón junto a la enorme
cama articulada. Se sintió violento al ver cómo su abuelo
acariciaba la mano de su mujer, pero Matthias los descubrió
antes de que pudieran darse la vuelta.
—Erik. Hijo. —Lo llamó con una voz menos pastosa y
agotada de lo habitual. Sus ojos azules, en los que se reconocía
porque eran idénticos a los suyos, estaban enfocados y lúcidos
—. Acércate un momento. Jana, ven tú también.
—Farfar —dijo él a modo de saludo. Se sentó en el borde
de la cama y lo besó en la frente—. Aquí estoy. Te veo mejor,
más descansado.
—¿Dónde está… la niña? ¿Tu mujer? —preguntó, mirando
alrededor. Forcejeó con su mente, pero acabó por desistir—.
No recuerdo su nombre.
—Inés, farfar. Se llama Inés. No ha venido. En cualquier
momento dará a luz —explicó con paciencia. Le había
preguntado ya un par de veces por ella, pero no fijaba los
nuevos recuerdos. Su memoria a corto plazo se había agotado
—. Te manda su cariño.
—Vas a tener un hijo. Es una enorme responsabilidad. Y
será noruego, como corresponde —dijo con tono satisfecho.
Erik reprimió una sonrisa. Era como volver veinte años atrás
—. Aquí tiene su hogar y sus raíces. Y su familia.
No lo contradijo. ¿Qué sentido tenía explicarle sobre el
origen de Inés, su familia de Chile y que eran igual de
importantes?
—Sí, farfar. Aquí tiene su familia noruega.
—Voy a morir, Erik. No creáis que no lo sé. Pronto. —Su
voz tembló. Sus ojos se humedecieron, pero se rehízo con
rapidez—. No tanto como cree mi médico, ese vampiro
chupóptero, pero pronto. Quiero dejar todo atado antes y poder
irme en paz. Sí. Quiero paz.
—Papá, no te agites. No llores —dijo Jana, consternada al
ver que las lágrimas volvían a aflorar en sus ojos—. Vamos,
descansa. Ya hablarás con Erik en otro momento.
—No, pequeña. Sé que respetas la memoria de Magnus al
renunciar a tu herencia. No creas que me engañas, lo sé. —
Erik se mantuvo en un segundo plano y no le pasó
desapercibido el latigazo de dolor que atravesó la mirada de su
madre—. Pero quiero arreglarlo de algún modo. Yo… me
equivoqué. Me equivoqué con Magnus. No os ayudé cuando
más lo necesitabais —sollozó. Erik se sorprendió de ver a su
abuelo tan roto. Confesándose de manera tan descarnada.
Fuera de su porte déspota y arrogante, casi cruel—. Pero Erik
será mi redención. Será el depositario de mi legado. De toda
mi vida.
—Abuelo —protestó él. Pero Olivia sujetó su mano con
firmeza, conminándolo a callarse—. Yo…
—Erik, no sabes lo que fue tenerte en casa todos esos años.
Sentir que podía ayudar a Jana, aunque fuese de manera
indirecta. Fuiste ese hijo que nunca tuve, el que perdí cuando
tu madre se marchó —relató con los ojos fijos en un punto
lejano—. Que fueras médico me llenó de orgullo, y que te
marcharas para no herir a tu padre y no romper la familia en
dos me hizo saber que eras generoso y leal. Tomé esta decisión
hace mucho tiempo, cuando te hiciste cardiocirujano y
seguiste mis pasos. Aunque fuera en Tromsø y no en Oslo,
donde yo lo hubiera querido. Pero supe que lo que te había
enseñado había calado en ti. —Erik asintió. Se habría quedado
sin dudarlo en Oslo, aprendiendo de su abuelo y en un hospital
más grande y mejor, pero su madre jamás se lo habría
perdonado—. Por eso, todo lo mío será tuyo. Para que
construyas un hogar junto a tu mujer y a tu hijo en Noruega.
Junto a los tuyos. Que es donde debes estar.
Se abrazaron, emocionados. Erik prometió encargarse de
todo, ¿qué más iba a hacer? Repasó con resignación los
papeles junto al abogado los días siguientes y por fin sus
abuelos quedaron conformes y en paz. Solo le quedaba aclarar
algunos temas con sus hermanos. Pero no quería pensar en
ello. Ahora, no.
Ya en el avión de vuelta, Jana le recordó que tenían una
conversación pendiente.
—¿Qué es lo que querías contarme? Ha sido imposible que
charlásemos tranquilos un rato —dijo Jana, inquieta por el
semblante taciturno de su hijo—. Parecías preocupado.
Se desahogó durante gran parte del viaje confesándole a su
madre su posible paternidad y la negativa de Kjerstin a hacer
las pruebas. Jana añadió un bulto más a la ya pesada carga que
llevaba a la espalda.
—No es una situación fácil, Erik. Pero tienes que despejar
la duda o esa mujer la esgrimirá contra ti en cualquier
momento. Hazlo por esa niña y por ti mismo. Pero, por encima
de todo, hazlo por tu hijo y por Inés.
Kos

Inés se aferró al brazo de su madre mientras caminaban por el


paseo junto al mar. Reprimió una sonrisa al ver que, aunque
todavía acusaba los efectos del jetlag en su rostro, no podía
esconder la admiración y el asombro. El paisaje era
sobrecogedor. Ni siquiera ella, más acostumbrada a la belleza
salvaje de la mezcla de mar, montaña, bosque y nieve, dejaba
de sorprenderse cada día.
Victoria ralentizó el paso hasta llegar a una zona soleada y
sin árboles. Se apoyó en la cerca de madera que delimitaba el
camino y la miró. Inés se acercó a ella. Quedaron la una junto
a la otra bajo el sol hasta que su madre pasó un brazo por
encima de sus hombros y la estrechó contra sí.
—Es impresionante —dijo en tono casual. Describió un
amplio arco con la mano, abarcando el paisaje—. No me
extraña que Erik eche tanto de menos a los suyos y su casa. Le
va a ser muy difícil volver a Chile.
Le molestó un poco su comentario, pero no replicó. ¿Cómo
explicarle que daba igual dónde vivieran? Mientras estuvieran
juntos, y ahora con Magnus, ahí estaría su hogar.
—Si, pero a veces me resulta extraño. —Inés se escapó por
la tangente. No le apetecía engancharse con su madre en un
debate sobre su futuro cuando llevaba poco más de un mes en
Noruega y todavía no terminaba de asentarse—. La mezcla de
nieve y mar, ¿sabes? Es raro. Y los días eternos sin noche, y
las noches interminables sin luz.
Siguieron el camino serpenteante y limpio de nieve gracias
a la gravilla, pero su madre volvió a la carga una vez más.
—¿Y a ti, Inés? ¿Te va a resultar difícil regresar a casa?
¿Cuándo tenéis pensado volver?
Vaya. Victoria le había dado una tregua de unos pocos días
antes de empezar con las preguntas difíciles. Soltó un suspiro
resignado.
—Ay, mamá… volver. —Toda su alegría se esfumó en un
segundo. Metió las manos enguantadas en los bolsillos del
anorak y se tomó un momento antes de contestar—. No sé si
tenemos mucha perspectiva en Chile. Aquí todo parece más
fácil.
Victoria la estudió durante unos segundos. Odiaba cuando
se ponía en plan desnudadora de almas, pero en cierto modo,
se esperaba la pregunta que le soltó.
—Inés, ¿eres feliz aquí?
—¡Claro! Erik y yo…
—No. No te estoy preguntando si eres feliz con Erik. Eso
es obvio —la interrumpió con una sonrisa cálida—. Me refiero
al margen de Erik. La vida no es solo la pareja, Inés. Ya sé que
ahora todo gira en torno a él y a Magnus, pero tu bebé nacerá
pronto y los niños crecen muy rápido. Y después, ¿qué?
—Me encanta Tromsø —dijo tras un momento, al entender
a lo que se refería—. Es una ciudad con mucha vida. Hay un
montón de lugares para tomar un café, tiendas, la biblioteca es
preciosa, ¡tengo que llevarte a visitarla! —Su madre seguía en
silencio. Se esforzó un poco más—. Este año no he podido
disfrutarlo por el embarazo, pero podemos esquiar y hacer
deportes de montaña…
Su labor de persuasión comenzaba a parecerse a un folleto
de propaganda turística y Victoria le lanzó una mirada cargada
de dudas. La hizo sentir que traicionaba el lugar que la había
acogido.
—La familia de Erik es maravillosa, mamá. ¡De verdad! —
insistió al ver que elevaba una ceja incrédula—. Maia es aquí
mi mejor amiga y hablamos de todo y nada. Siempre puedo
contar con ella para desahogarme y charlar. Maria, la mujer de
Kurt, es un poco más cerrada, y no habla demasiado bien
inglés, y aun así es un cielo.
—Uhm, ya —respondió su madre.
Se diría que le daba el beneficio de la duda. Desesperada,
buscó algunas razones más para convencerla de que estaba
bien en Noruega, de que era el lugar donde quería estar. Pero
¿por qué se sentía como si estuviera justificándose? Aquella
había sido su elección. Estaba plenamente convencida.
—Y como país, ¡nada que ver con Chile! Incluso con
España —Se entusiasmó al encontrar aquella veta. En ese
sentido, a su madre no le quedaría otra que darle la razón—.
La baja maternal es de hasta dos años, y se puede compartir
con el padre sin problemas. Hay un montón de prestaciones
sociales a las que te puedes acoger. ¡Hasta mi curso de
noruego es proporcionado por el estado!
—Curso de noruego. Muy útil, hija.
Inés sintió ganas de zarandearla y meter a la fuerza en su
sesera que su vida allí era una buena oportunidad.
—Los noruegos tienen una filosofía de vida de la que todos
deberíamos aprender, mamá. ¿Has escuchado hablar del Kos?
—Inés esperó a que su madre se encogiera de hombros para
continuar su explicación—. Es un concepto que, como muchas
de sus palabras, no tiene una traducción literal. Es el disfrutar
de los pequeños placeres de la vida, desde una conversación
entre amigos en torno al fuego, a admirar las auroras boreales.
Tomar un café y hacer de ello una experiencia que valga la
pena. Disfrutar de las cosas sencillas. ¡Vivirlas con intensidad!
Victoria frenó en seco su entusiasmo. Se giró y la sujetó
con fuerza de los hombros.
—No. No me convences. Quiero escuchar la verdad, Inés.
¿Por qué quieres pintármelo todo tan ideal? —preguntó sin
sonreír y con los ojos negros y penetrantes escarbando en su
interior—. Entiendo todo lo que dices, pero dame una visión
más real.
Inés tomó aire. El aroma intenso de las coníferas, el salitre
del mar y la tierra mojada picaba en la nariz. Hacía frío pese al
sol en lo alto del cielo. Decidió ser sincera. ¿Con quién mejor
que con su madre desahogarse un poco? No tenía que
demostrar nada. Se echó a reír, rendida a su insistencia.
—Bueno…no es que sea ideal, mamá. Es todo tan
sumamente perfecto, limpio, impecable y ordenado, que a
veces me dan ganas de ponerme a cantar en medio de la calle y
tirar confeti para darle un poco de vida y caos al personal —
soltó entre risas con un tonillo de burla divertida. Por primera
vez, su madre esbozó algo parecido a una sonrisa—. Llego a
un sitio y ya no saludo. Antes, llegaba y decía: Hey på det!,
que es como decir «¿qué tal estás?», pero todos me miraban
como si estuviera loca. Una vez, dije «buenos días» al
sentarme en la biblioteca y una pobre chica que ya estaba allí
me preguntó que por qué la saludaba si no nos conocíamos de
nada.
—¿En serio? ¿Y qué más? —Victoria soltó una carcajada,
pero sus ojos no sonreían—. ¿Qué hay de ti?
—A veces me siento un poco sola —confesó Inés. Ahora
ya no le parecían tan divertidas las diferencias culturales que
había advertido desde su llegada. Echaba de menos a Erik en
tan solo tres días que llevaba fuera, y abrazarse a su pececito
no llenaba ese vacío, por mucho amor que sintiera por él—.
Erik tiene siempre cosas que hacer, lugares a dónde ir. Yo vivo
un poco colgada de él, siguiendo su estela. Sus amigos han
pasado a ser mis amigos, y su ambiente es el mío, pero aquí no
tengo nada propio. Nada que sea solo mío.
—Vives de prestado —concluyó Victoria.
—Algo así —concedió ella.
Retomaron el camino de vuelta a casa de Jana en silencio.
Inés se sentía inmersa en un intenso malestar. Dos días con su
madre la habían hecho bajar de la nube rosa en la que estaba
sumida y enfrentar la realidad de que tendría que buscar su
sitio en aquella nueva vida. Al ver que el coche de Erik estaba
en la entrada, toda incomodidad desapareció.
—¡Erik! —gritó al entrar en la cocina. Se lanzó a sus
brazos al verlo y casi lo tira al suelo con su efusividad—. ¡Por
fin estáis aquí!
—El avión se atrasó un poco por mal tiempo en Oslo. Te
llamé, pero no respondiste —explicó mientras la acogía entre
sus brazos y la besaba una y mil veces en el rostro—. Te he
echado de menos, liten jente.
—Vaya. Debí de dejarme el móvil en casa mientras
dábamos un paseo. ¡Lo siento!
Atrapó entre sus labios la boca masculina. Le daba igual
que sus respectivas madres los mirasen con condescendencia o
incluso con cierta desaprobación. Lo retuvo un poco más
cuando él ya se apartaba; la conversación con su madre seguía
dando coletazos en sus pensamientos y necesitaba reafirmarse.
Sentirlo cerca. Que la razón de marcharse a Noruega era solo
una y no necesitaba más: su amor por él. Lo soltó al ver que la
miraba intrigado. Ya hablarían cuando estuvieran solos.
—Hola, Victoria. Me alegro de verte —dijo Erik ya libre;
la abrazó también, y su madre sonrió al abarcar entre sus
brazos la enorme espalda de su vikingo—. Bienvenida a los
parajes de los Thoresen. ¿Qué tal el viaje?
—Todo bien, Erik.
—Victoria, ¿estás cómoda? ¿Te has instalado bien? —
añadió Jana en inglés. Las dos mujeres se abrazaron también,
pero Inés advirtió que se medían con la mirada.
Esperaba que no se enredaran en su papel de madres
protectoras. Se relajó cuando comenzaron a hablar
entusiasmadas de la llegada de su nieto y se iban agarradas del
brazo al salón.
—¿Qué tal te ha ido en Oslo? ¿Cómo están tus abuelos? —
Dejó para el final la pregunta más dolorosa. Tomó aire y forzó
una sonrisa—. ¿Hablaste con Kjerstin?
La cara de fastidio de Erik le dijo todo lo que quería saber.
Preparó la cafetera y la puso a calentar. Sacó también unas
galletas para una merienda improvisada.
—Mi abuelo está mal. Mi abuela está…sobrepasada por
todo. No creo que su fallecimiento sea tan inmediato como
piensan —dijo Erik mientras sacaba las tazas y los platos para
poner la mesa—. Tiene momentos. A veces parece que no va a
llegar al día siguiente, y otras parece que se va a levantar para
salir de paseo o a operar. ¿Qué tal tu madre? ¿Se ha adaptado
bien?
Inés se dio la vuelta y lo fulminó con la mirada, pero
decidió no echarle la caballería encima por eludir la pregunta.
Por el momento.
—Mi madre, bien. Alucinada con el paisaje y el mal
tiempo. Dale las gracias por los regalos que nos ha traído para
Magnus —contestó con toda la amabilidad que fue capaz de
reunir teniendo en cuenta que quería arrancarle la cabeza.
Respiró un par de veces—. ¿Hablaste con Kjerstin?
Erik cogió la cafetera y se sirvió un café. Fuerte. Casi hasta
el borde del tazón.
—¿Quieres? Sé que no tomas más que la taza de la mañana
por el embarazo, pero te vendrá bien —ofreció con el ceño
fruncido y los ojos azules preocupados.
—Mierda —murmuró Inés. Se sentó junto a él y esperó lo
peor.
—Hablé con Kjerstin. No está muy segura de querer
autorizar la prueba de paternidad. Pero, por otro lado, no para
de repetirme que yo puedo ser el padre con la misma
probabilidad de Dieter. Es como si quisiera dejarnos a
propósito con la duda —dijo Erik tras darle un largo sorbo al
café. Relató la conversación que habían tenido y se encogió de
hombros al terminar—. No sé muy bien cómo seguir. Sé que
esto no va a acabarse aquí. Me ha mandado un wasap diciendo
que se lo pensará, pero me da largas. Utilizará el tema para
hacernos daño, de eso estoy seguro. Por eso tenemos que
aclararlo.
Inés puso los ojos en blanco. Como el maldito perro del
hortelano. Ni come ni deja comer.
—Pero si dice que no quiere nada de ti y que Dieter es el
padre de la niña a todos los efectos, ¿por qué no dejarlo así?
—preguntó Inés, esperanzada. El tema le resultaba más
doloroso de lo que quería admitir y quizá fuese la manera de
olvidarse de aquella pesadilla—. Esperemos a que nazca
Magnus y, si quieres, vuelve a intentarlo. Entiendo… —tragó
saliva y una bola de pinchos de dolor—, entiendo que quieras
saber si es o no tu hija, pero ahora no es el momento.
Erik alargó la mano hasta su vientre y se lo acarició con
ternura, pero negó con la cabeza y su frente se arrugó aún más.
—No kjaereste. No podemos dejarlo pasar. Kjerstin es una
persona complicada, retorcida —dijo con expresión de
disgusto, escupiendo las palabras—. No lo sé. Hasta he
pensado que lo hace para sacar dinero. Quizá sabe que mi
abuelo está a punto de morir y que piensa dejarme a mí todos
sus bienes. En Oslo este tipo de cosas son la comidilla de las
viejas y no descarto que a Olivia se le haya escapado en
alguna de sus reuniones.
—¿Cómo? —preguntó estupefacta—. ¿Que tú abuelo va a
hacer qué?
En los siguientes veinte minutos, Erik la puso al día de las
intenciones de Matthias y Olivia. De que heredaría su piso en
Oslo, el edificio de la clínica y la responsabilidad de todo el
patrimonio.
Vaya.
No solo tenía la oportunidad de ejercer como
cardiocirujano con sus antiguos compañeros. Ahora heredaría
todo un imperio quirúrgico gracias a su abuelo y dinero más
que suficiente para no tener que preocuparse del tema
económico en varias vidas.
La idea de volver a Chile se alejó todavía más.
Al estilo vikingo

Inés se estiró sobre la cama, amodorrada. Se habría quedado


durmiendo sin pensarlo, pero estaba decidida a ayudar a
Magnus a salir de su cuerpo a cualquier precio. Incluso
renunciando a disfrutar unos minutos más pegada a la piel
caliente de Erik. Por la noche habían follado de manera
frenética. Bien. Primer paso cumplido. Ahora estaba dispuesta
a caminar los seis kilómetros hasta el Folkeparken a buen paso
y sin parar.
—¡Buenos días! —dijo con entusiasmo al ver que abría los
ojos a la claridad de la mañana—. ¿Me acompañas a dar un
paseo? Necesito moverme. Magnus va a nacer hoy. Lo sé.
Erik se echó a reír y se desperezó a su lado.
—No es eso lo que opina la matrona. Ayer fue la cuarta vez
que te dijo que no estabas ni cerca de estar de parto. —La
estrechó contra su costado en la enorme cama y le dio un beso
en los labios como consuelo ante su gemido decepcionado—.
Tengo el partido de hockey en el lago con los chicos del
instituto a medio día, eso puedo cancelarlo —añadió revisando
el calendario de su móvil—. Pero primero está la reunión con
mis hermanos en el banco, y a esa sí que no puedo faltar.
—No, no es necesario. Me acompañará mi madre, como los
días que estuviste en Oslo —lo tranquilizó Inés. Lo abrazó y
se pegó aún más a su cuerpo. Le encantaba saber que fuera
hacían aún varios grados bajo cero pese a que ya había llegado
abril, y que ellos podían dormir desnudos bajo el nórdico—.
Solo ten cuidado y no te abras la cabeza, ¿vale?
Se levantó con dificultad y se estiró frente a él sin pudor.
Erik no contestó inmediatamente. La atrajo entre sus muslos
abiertos, sentado al borde de la cama, y hundió el rostro entre
sus pechos. Después besó la enorme circunferencia de su
abdomen, justo donde el ombligo había dado de sí.
Inés correspondió con languidez a sus caricias. Ignoró las
contracciones preparatorias que parecían haber empeorado
aquella mañana. Últimamente tenía tantas, que ya había
aprendido a convivir con ellas y a relativizar el dolor.
—Tienes la barriga más baja —dijo él con ojo clínico.
Desplazó las manos desde su cintura hasta las nalgas desnudas
y apretó—. ¿Crees que anoche conseguimos algo?
—¡Eso espero! No será porque no le hemos puesto empeño
—respondió revolviendo su melena rubia y despeinada. Sonrió
al descubrir que el dorado se mezclaba con algunas canas y
apoyó los labios en la parte alta de su cabeza. Cerró los ojos e
inspiró—. Uhm. Me encanta cómo hueles por las mañanas.
Se besaron con calma y humedad. Inés notó la tensión en
su sexo y apoyó una rodilla sobre la cama. Erik se encorvó
para dejar paso a su abdomen y sonrió.
—Estás decidida a que llegue tarde, ¿verdad? —soltó una
carcajada, y dejó de lado su preocupación por la reunión con
sus hermanos. Era un trámite por el que había que pasar y
prefería solventarlo cuanto antes. Pero todo podía esperar.
La mirada de Inés cambió. Sus ojos grises se tornaron más
acuosos, más brillantes. Una sonrisa invitadora se deslizó de
su boca al tiempo que se apretaba contra él. Rodeó su polla
con la mano y lo acarició con un vaivén firme y suave.
—¿Te apetece un servicio especial? —dijo con voz traviesa
—. Verás lo mucho que puedo ser capaz de retrasarte.
Erik aferró su melena con la mano y tiró de ella hacia
abajo. Aquello no necesitaba contestación. La mirada lasciva
no admitía un no por respuesta e Inés se reclinó frente a él.
Daba igual su estado, no importaba la dureza de las tablas de
madera. Acogió entre los labios su erección y emitió un
gemido de deleite. Erik era el único hombre con el que había
sentido placer al darlo. El único con el que la lujuria propia se
alimentaba al satisfacerlo a él.
—Oh, kjaereste…eres buena con esto. Muy buena. ¿Te lo
he dicho alguna vez?
Ella sonrió haciendo avanzar el miembro henchido más y
más profundo en su boca. No hacía falta que lo dijera. Con
solo verle la cara, sabía lo que pensaba. Lo que sentía. Lo tenía
por completo a su merced.
No duró mucho. Inés acariciaba sus testículos al tiempo
que lo acogía en su boca al adentrarse en ella y succionaba con
deleite al salir. Con una mirada desafiante, apretó con
delicadeza el glande con los dientes y Erik se rindió. Soltó un
gruñido ronco, involuntario, y se apoyó sobre sus hombros.
Cerró los ojos durante un instante y paladeó el bienestar, el
relax absoluto. Inés recibió su semen cremoso con una sonrisa
de triunfo. Le dio un momento para recuperarse, pero la
postura forzada comenzaba a ser demasiado incómoda.
—Erik…ayuda. Necesito levantarme —dijo ella con
dulzura, sacándolo de su estado de trance—. No puedo hacerlo
sola.
Miró hacia abajo y tendió la mano para ayudarla a
incorporarse. A veces no podía creer en su suerte. Lo tenía
todo. No solo el amor incondicional que Inés le profesaba. Su
entrega y generosidad eran el complemento perfecto para el
nivel de exigencia que él demandaba.
—¿Estás bien? Tienes las rodillas rojas. —Pasó la mano
sobre la piel enrojecida y ascendió por los muslos y su cintura.
Masajeó sus pechos redondos e hinchados. Inés ronroneó—.
Echaré de menos esto cuando Magnus nazca.
—¡Pues yo no! ¡Necesito recuperarme! —se quejó con
fastidio. Había tenido un embarazo estupendo, había
disfrutado cada segundo, pero en aquellas últimas semanas
comenzaba a rozar la desesperación—. No puedo dormir, no
me caben los zapatos y me siento supertorpe. Quiero que salga
ya. ¡Ya!
—Paciencia, kjaereste. ¿Quieres que te ayude a hacer la
espera más corta?
Inés se acostó de nuevo en la cama y se dejó hacer. Erik
estaba muy a favor de la reciprocidad. El tacto de sus manos
siempre calmaba su espíritu y excitaba sus sentidos. Separó las
piernas un poco para despejar el camino hacia su sexo y se
aferró a sus hombros cuando él la acarició con delicadeza. Una
corriente de deseo y lujuria azotó su cuerpo. Cuando dejó caer
su boca húmeda sobre ella, creyó enloquecer. Cerró los ojos y
se retorció sobre las sábanas desordenadas. No tardó mucho en
alcanzar el orgasmo y levitar unos minutos envuelta en placer.
—Aunque debo reconocer que se me está haciendo largo
—dijo Erik emergiendo entre sus muslos. Se situó sobre ella a
cuatro patas y la miró desde arriba—. No sabes las ganas que
tengo de atraparte bajo mi cuerpo y que no te puedas mover de
ahí.
Inés soltó una carcajada y le dio una palmada en pecho.
—¿Que a ti se te está haciendo largo? ¡Soy yo la que he
llevado un bebé durante nueve meses! —dijo indignada solo a
medias en broma—. Venga, pongámonos en marcha o llegarás
tarde de verdad.
Se acercó hasta el amplio vestidor que compartían y se
puso un vestido de lana gruesa, unos leggins térmicos y las
botas de Helly Hansen de Maia, que le permitían caminar por
el hielo y la nieve sin riesgo de acabar en el suelo. Ahora no le
cabía ni un solo par de sus zapatos, y la talla cuarenta de su
cuñada le parecía una bendición.
—Casi he terminado y tú todavía estás en calzoncillos,
¿qué pasa, grandullón? —Tenía la camiseta de hockey con su
nombre en una mano y un forro polar en la otra. Enseguida
comprendió—. Erik, ve al partido, ¡te mueres de ganas! No te
preocupes por nosotros, estaremos bien. Mi madre estará
conmigo y hace un día de sol radiante.
—¿Seguro?
—Seguro.
—¿No prefieres…?
—¡No! —soltó con impaciencia—. Me va a venir muy bien
perderte un ratito de vista. Venga, bajemos a desayunar.
—Hija, no vayas tan rápido —resopló Victoria, que intentaba a
duras penas seguir su ritmo por el camino junto a la costa—.
¿Por qué tanta prisa? ¿Tienes algún sitio al que llegar?
—No, mamá. Es solo que quiero ponerme de parto. Ya.
Ahora mismo —dijo sin esconder su impaciencia—. Voy a
cumplir las treinta y nueve semanas de embarazo, ¡estoy
enorme! No puedo dormir por las noches, me mata la acidez y
me siento como una auténtica ballena.
Su madre se echó a reír con ganas y retomó el ejercicio con
mayor entusiasmo.
—Muy bien, caminemos. A ver si convencemos a ese
pequeño vikingo de que tiene que salir al mundo. Por cierto,
¿Erik no nos acompaña hoy? —Desde que había vuelto de
Oslo, no había faltado ni un solo día a su paseo matutino—.
¿Está en las obras de la casa?
Inés le contó sobre su partido de hockey y resumió a
grandes rasgos las últimas novedades económicas de su
familia política. Su madre, prudente, no hizo ningún
comentario. Se lo agradeció. Aún no era capaz de dimensionar
el patrimonio que Erik heredaría y cómo impactaría en su
futuro.
—Además, en cierto modo es un alivio quitármelo de
encima un rato. ¡Está demasiado pendiente de mí! —concluyó
entre risas.
—¿No te molesta? —dijo su madre de pronto, cuando ya
habían asentado el ritmo de la caminata. Inés compuso un
gesto de extrañeza—. Erik es muy dominante. Yo diría que
casi controlador. Con lo independiente que tú eres, ¿no te
molesta?
Le dio un par de vueltas antes de contestar. Erik y ella se
conocían hacía más de dos años, habían vivido muchas cosas.
Sabía a lo que se refería. Y ella misma se lo había preguntado
más de una vez.
—Mamá, yo necesito dejarme caer. Necesito unos brazos
fuertes que me contengan cuando se descomponen mis
pedazos. Una presencia firme a mi lado que me permita ser
quien soy, pero que me ayude a lograrlo. —Se detuvo y la
agarró del brazo para conseguir su plena atención—. Erik me
hace contrapeso. Cuando estoy hundida, me levanta. Cuando
me da por estar en las nubes, me ancla al planeta Tierra —rio
al darse cuenta de lo paradójico que era aquello si tenía en
cuenta el carácter a veces irascible de su marido—. Es el
elemento catalizador perfecto para mi vida.
—Además de que te mueres por sus huesos —dijo Victoria
para quitarle hierro a la conversación. Inés soltó una carcajada.
—Sí, no voy a negarlo. Me derrito con solo una mirada.
Pero es mucho más que eso. —Repasó los momentos
importantes, las experiencias significativas que la habían
marcado como mujer—. Erik me ha permitido conocerme más
mí misma, experimentar, ha respetado siempre mis tiempos,
aunque no fueran los suyos, e incluso ha tenido paciencia para
esperar a que yo viviese…algunas cosas. —No tenía ninguna
intención de darle detalles a su madre sobre aquellas
vacaciones tórridas en casa de Álex y Philip, entre otros
momentos estelares—. Incluso cuando él ya venía de vuelta de
todo aquello. Es el primer hombre que me ha mirado como a
una igual, mamá. No solo como mujer, sino también como
médico. Y sabiendo lo grande, el enorme profesional que es,
¡hace que me valore más todavía a mí misma!
—Hija, ¿no estarás un poquito encandilada? Creo que
exageras —respondió su madre con un punto de ironía en el
tono—. Aquí está hablando el amor. Después de todo, eres tú
la que ha dejado atrás su familia, su país y su futuro por
seguirlo a él.
Vaya. Victoria Vivanco volvía a la carga. No había bastado
con la conversación anterior. Dejaba caer un obús, como
siempre, sin previo aviso, y el bienestar adquirido por el paseo
al aire libre y el paisaje bucólico de Tromsø se esfumaron ante
la demoledora afirmación.
—Mamá, yo no lo veo así. Estoy enamorada de mi marido,
¡claro que sí! —dijo con un gesto de obviedad—, pero ¿no es
así como tiene que ser? ¡Vamos a tener un hijo, joder! Erik
tiene sus sombras. Es terco como una mula, siempre quiere
salirse con la suya, su arrogancia no tiene límites y sufre una
tendencia maligna a pensar que todo lo suyo es mucho más
importante que lo de los demás. Además de que tiene un
carácter de mierda —enumeró para dejarle claro a Victoria que
sabía muy bien quién era el hombre con quien compartía su
vida—. Pero me hace sentir. Me valora. Me anima a ser mejor
a la vez que me acompaña cuando me derrumbo y lo hace sin
condiciones. Con él me siento más yo que nunca, mamá. Y
hago cosas y llego a lugares a los que jamás me habría
atrevido si no fuera porque él está ahí, para sostenerme. Para
darme seguridad.
—Inés…
No la dejó hablar. Comenzaba a cansarse de aquella
inquina que su madre demostraba por su nueva vida. De que
cuestionase su felicidad y los motivos que la empujaban a
escoger su propio camino.
—Entiendo que a papá y a ti os duela que me haya
marchado, pero te aseguro que este no era el plan inicial de
Erik. —Aceleró la marcha, cada vez más enfadada—.
¡Renunció a su trabajo en el San Lucas por mí! ¡Y te recuerdo
que era yo la que no conseguía ni un contrato de media
jornada en todo Santiago! Por ahora, me quedaré aquí. En
Noruega tenemos un futuro. En Chile solo nos espera
inseguridad.
Su madre no insistió y se lo agradecía. Llevaba ya una
semana en casa y a veces su presencia llenaba el ambiente de
tensión. Comentarios sobre lo mucho que la echaban de
menos, lo difícil que se hacía para su padre y para ella tenerla
lejos… Al principio la había enternecido su preocupación.
Ahora le resultaba cansina y repetitiva.
Erik le había preguntado varias veces si se arrepentía de su
decisión. Ella le había dicho que dejara de hacerlo. Estaban
juntos. Pronto serían tres. Y eso era lo importante.
—Espera, no vayas tan rápido. No era mi intención
enfadarte —dijo conciliadora, apretando el paso para ponerse
junto a ella—. Solo quiero protegerte. Eres mi hija y me
preocupas. Además —añadió con una sonrisa triste que licuó
un poco el cabreo de Inés—, ¿cómo no voy a cuestionar que
mi nieto crezca tan lejos de nosotros? Ya sabes que, aunque
estemos todos desparramados y vivamos separados, soy una
mamá gallina que necesita a sus polluelos para ser feliz.
—¡Ay, mamá! —se rindió ella. Detuvo su caminar brusco y
la abrazó con fuerza. Con ganas. Con esos abrazos en los que
quieres fundir los corazones y demostrar cariño y amor—.
Magnus no crecerá lejos de Chile, no te preocupes. Yo me
encargaré de eso. Ya lo verás.
Siguieron el paseo con temas más ligeros de conversación.
Después de haber desnudado sus almas, tenían ganas de hablar
de cosas más triviales. Hacía años que no compartían tanto
tiempo juntas. Sin las prisas y la rutina de trabajo. Entendía el
concepto de dulce espera, por mucho que los últimos días la
impaciencia le impedía un poco disfrutar. Se cruzaron con un
corredor solitario que se había aventurado a hacer deporte
aquel día gélido de abril e Inés lo saludó con la mano.
Junto al camino apareció una cerca de madera tras la que
unas ovejas lanudas escarbaban en la nieve. Inés se acercó a
ellas y apoyó los codos en el travesaño. Inspiró el aroma
vivificante que mezclaba salitre y pino. El viento azotó los
mechones de su pelo contra las mejillas. ¿Cómo no estar
enamorada de aquella tierra salvaje y, a la vez, tan civilizada?
Soltó el aire, se notó cansada. Ahora que se habían detenido,
sentía una presión muy incómoda en la pelvis y un dolor sordo
en la parte baja de la espalda.
—Mamá, llevamos más de una hora caminando,
¿volvemos? —dijo al echar un vistazo a su reloj. La miró
sorprendida. Con tanto palique el tiempo había pasado
volando.
—Sí, vámonos. —Victoria echó a andar con fuerzas
renovadas después del pequeño descanso—. Llegaremos tarde
a comer.
Inés se apartó de la cerca y se giró bruscamente hacia el
camino. Algo se quebró en su interior y un calor extraño
inundó sus muslos. Se quedó paralizada. El mundo se detuvo.
Lo supo con una certeza inevitable.
—¡Mamá! ¡Ven aquí, corre! —gritó con una mezcla de
alegría y terror indescriptibles—. He…—Detuvo su llamada
de auxilio con un gemido ahogado. Su respiración se cortó en
seco. Un dolor primitivo atravesó su bajo vientre y la obligó a
doblarse en dos —. Creo que he roto aguas.

—¡Bien, Thoresen! Los cuarenta años no te han hecho perder


el toque —bromeó Anders golpeándole el casco con el palo de
hockey al terminar el partido—. Ha sido una buena idea
pasarte a defensa junto con Kurt. Los dos formáis una barrera
inexpugnable.
Erik se echó a reír y se acercó a su amigo de la infancia,
frotándose un hombro algo magullado por los placajes y las
caídas contra el hielo. Había sudado como un cerdo. Recogió
el material deportivo mientras comentaba con los compañeros
las mejores jugadas.
—¿Vienes a tomar unas cervezas con nosotros?
Miró la hora en su reloj y dudó. Aún era temprano, pero le
vendría bien volver a casa para darse una ducha.
—Vamos, no te hagas de rogar. Inés seguirá ahí cuando
acabemos. ¡En marcha!
La cervecería Ølhallen no estaba muy lejos del Riso, el
restaurante donde habían reservado para comer. Acabó por
unirse a la algarabía de hombres que creían tener de nuevo
dieciséis años. Además, Inés siempre llegaba tarde a todas
partes. No pasaba nada si, por una vez, era ella quien esperaba.
Entraron en tropel al ya ruidoso local y Erik sonrió al
inspirar el aroma caliente de la cebada fermentada mezclado
con el del aceite y la carne sobre la plancha. De ella, un
cocinero gordo y rubicundo sacaba salchichas tan poco
saludables como deliciosas a gran velocidad. La nave
abovedada amplificaba las risas roncas y los gritos. Se alegró
de haber ido. Los últimos días, la casa era una olla a presión:
su madre, su suegra, Inés a punto de reventar…se merecía un
respiro.
—¿Otra caña, Erik? —ofreció Anders, con la camiseta
arremangada hasta los codos y el rostro congestionado por el
calor, el esfuerzo y el alcohol. Él sonrió con suficiencia.
—¿Una caña? ¡Una pinta!, ¿con quién crees que estás
hablando?

Inés caminó sin mayor dificultad los primeros cientos de


metros. Si considerabas «sin dificultad» hacerlo como un
pato, con las piernas abiertas y jadeando entre contracción y
contracción.
—Hija, ¿no puedes acelerar un poco? —preguntó Victoria
preocupada. Inés se apoyó en ella para resoplar y la miró con
ansiedad—. Llevamos veinte minutos para recorrer…casi
nada.
Uff. Bien. La contracción había parado. Sentía que sujetaba
una sandía gigante entre las piernas, solo que la sandía daba
patadas de luchador profesional.
—Sí. Vale. Vamos.
En pocos minutos vendría la siguiente, así que no esperó a
recuperarse y tomó impulso por la suave loma junto a la
rompiente de rocas. El camino de hierba con gravilla era
perfecto para una caminata, sí. Siempre y cuando no estuvieras
de parto. Echó a andar contra la pendiente suave, solo que
ahora le parecía estar escalando el Everest. Se detuvo a los
pocos cientos de metros, sin aire.
—Inés, vamos. ¡Tenemos que llegar a casa!
Ella negó con la cabeza. Lo que iba a decir quedó prendido
de sus labios y un gruñido ronco salió en su lugar. Trituró el
brazo de su madre y rompió a sudar cuando la siguiente
contracción la clavó al suelo. Cerró los ojos. Intentó controlar
el dolor. Oh, Dios. Sí que era el peor dolor del mundo.
Resopló. Resopló. Resopló. Tuvo la necesidad acuciante de
desprenderse de algo de ropa y con un gesto bruco, se abrió el
anorak.
—Mamá. Mamá. Cógeme esto. —Se quitó a tirones la
prenda y se la lanzó a su madre. Victoria recibió el tejido
acolchado de color rosa entre sus manos con expresión de
sorpresa.
—Inés, ¡no! Te vas a congelar, no hay más de dos o tres
grados de temperatura —dijo alarmada.
Ella la miró con el rostro congestionado y empapado en
sudor. Se señaló la inmensa barriga e intentó sonreír.
—Llevo una estufa portátil. Vamos. Ya pasó. Estoy mejor.
Caminemos un poco más.

—Venga, Erik, ¡una más! —Anders arengó a todo el grupo y


comenzaron a corear el himno del instituto abrazados por los
hombros con las jarras en alto.
Erik vació la última pinta, se secó los labios con la mano y
sonrió.
—Lo siento, chicos. El próximo fin de semana prometo
quedarme, pero ahora tengo una cita —dijo con un guiño
travieso. Ignoró los insultos y las pullas, pagó la última ronda
y se marchó.
Arrugó la nariz al notar un olor extraño. Se agarró el cuello
del forro polar y olisqueó. Puso mala cara. Entre el sudor por
el esfuerzo, la fritanga del Olhallen y los vapores de la
fermentación de la cerveza, apestaba. Era casi la hora, pero
estaba seguro de que Inés no estaría allí. Seguramente la
pillaría en casa. Cogió el teléfono y llamó para asegurarse.
«El teléfono al que llama se encuentra apagado o fuera del
área de cobertura».
Soltó un gruñido exasperado. ¡Cómo no! Echó a andar
hacia la casa a buen paso. Hacía un día precioso, muy frío y
con viento, pero con una luz intensa que prometía una
primavera de sol. No sabía por qué, pero pese al buen tiempo
notó un escalofrío. Aceleró. No le gustaba llegar tarde,
imaginaba que era por eso.
Sacudió sus pies en la entrada y se quitó las botas. Dejó el
equipo de hockey arrimado contra la pared, ya lo recogería
después. Entró en la cocina, era raro que estuviese vacía, y
puso a cargar el móvil para que no le pasara lo mismo que a
Inés.
—Kjaereste? —llamó algo preocupado.
La puerta se abrió, pero no era ella. Asomó el rostro
sorprendido de su madre.
—Hola, Erik. Inés no está aquí, salió hace un par de horas a
dar un paseo con su madre. ¿No ibais a encontraros en el Riso?
—Sí, pero pensé que pasaría por casa a arreglarse, ya sabes
cómo es. Me doy una ducha y voy para allá, ¿tú no vienes? —
Su madre no se había animado, la situación de Matthias la
tenía muy deprimida y costaba sacarla de casa—. ¡Anímate!
—No, no. Prefiero quedarme. Venga, sube a ducharte. Yo
recogeré tus cosas. ¡Qué buenos recuerdos! —ironizó al ver
los patines, el palo y el casco de hockey desparramados en la
entrada—. Nunca cambiarás.
Erik seguía con esa sensación de alerta en su interior e
intentó relajarse bajo el agua caliente. Después de afeitarse y
ponerse ropa limpia, se sentía mucho mejor.
—¡Mamá! —gritó al ver que Jana ya no estaba en la
cocina. ¿No se le olvidaba algo? Cogió la billetera de su bolsa
de deporte y se puso la cazadora—. ¡Me voy!

Inés se apoyó en la cerca de madera que circundaba el paseo.


Las lágrimas rodaban por su rostro. Las contracciones eran ya
tan frecuentes que no era capaz de recuperarse entre una y
otra. No podía caminar más que unos pocos pasos y ya tenía
que detenerse sin aliento.
—Vamos, Inesita. ¡Sé que duele muchísimo! Pero tú eres
fuerte y podrás con esto y con más —intentó insuflarle ánimos
su madre. Tiró de ella con suavidad hacia el camino, pero no
podía seguir andando—. No podemos quedarnos aquí.
¿Estamos muy lejos de la carretera? Llamaré a Erik para que
venga a buscarnos.
—No…no…no tengo ni idea —resopló Inés. Su móvil
estaba en el bolsillo del anorak que llevaba su madre, así que
la dejó hacer—. Creo que no muy lejos. Tampoco la casa. No
puede…estar muy lejos.
—Erik no contesta al móvil. Lo intentaré después. Inés,
llevamos una hora para recorrer menos de la mitad del camino
de vuelta. —Victoria intentaba hacerle ver que era importante
que se movieran, ¡y lo entendía! Pero el dolor era
indescriptible, implacable. Se echó de nuevo a llorar—. Sé que
parece que no podrás con ello, ¡que no terminará nunca! Pero
piensa que dentro de poco tendrás a Magnus en brazos.
¡Vamos!
Asintió. Inspira. Exhala. Inspira. Exhala. De acuerdo. Se
tomó unos segundos para serenarse. Reprimió el impulso de
quitarse las botas que oprimían sus pies y caminó de nuevo,
resuelta a conseguirlo.
No duró más que unos pocos pasos y tuvo que detenerse
otra vez. No. No iba a lograrlo.
—Mamá —dijo con toda la calma que fue capaz de reunir
—. Llama a Jana. No puedo dar ni un solo paso más. Noto ahí
abajo como si tuviera una bombona de butano. Tenemos que ir
al hospital.

Un teléfono sonó en la cocina. Jana lo ignoró, no era el suyo.


Siguió enfrascada en su lectura, la última de Jo Nesbø.
Adoraba la novela negra escandinava y Nesbø era el mejor. Al
poco rato el sonido del móvil volvió a interrumpirla. Con
fastidio, se levantó a contestar.
—¡Erik! ¡Teléfono! —gritó sin ganas de moverse hasta el
piso de arriba. ¿O tal vez se había marchado ya? No sería raro
que se hubiera dejado el móvil, últimamente tenía la cabeza en
la luna.
Volvía al salón cuando otro móvil, esta vez el suyo,
comenzó a sonar. Uhm. Victoria. ¿Qué querría? Se acordó que
debía contestar en inglés.
—¿Hola? ¿Victoria? —Las palabras se atropellaron al otro
lado del teléfono en una mezcla de inglés y castellano,
provocando en ella un aluvión de angustia. Alcanzaba a
escuchar a Inés de fondo. Palideció—. ¡¿Qué dices?! ¿Inés
está de parto?
—Estamos aquí, en medio del paseo, a una media hora de
tu casa —explicaba Victoria a toda velocidad—. Inés rompió
aguas hace más o menos una hora, y emprendimos el camino
de vuelta, pero ahora no es capaz de andar.
Muy bien. Era primeriza. Acababa de romper aguas. Sus
contracciones habían empezado hacía una hora tan solo. Tras
un instante de pánico, se serenó e hizo imponerse el sentido
común.
—De acuerdo, no pasa nada. ¿Sois capaces de caminar
hasta el cruce con el paseo peatonal que va a la ciudad? —
Esperó a que Victoria consultase con Inés, el bisbiseo en
español la puso frenética, no entendía ni una sola palabra.
Preocupada, escuchó la respiración jadeante de Inés—.
Llamaré una ambulancia y le diré que llegue hasta allí.
—Vamos a intentarlo —respondió Victoria. En su tono
adivinó que nada convencida.
—Voy para allá.
No dijo nada de que el teléfono de Erik permanecía
conectado en su cargador en la cocina.

El Riso estaba a rebosar. Erik buscó por encima de las cabezas


agolpadas en el comedor para encontrar a Inés y a Victoria,
pero no veía nada desde la entrada. Sorteó las mesas: allí no
estaban. Más de una hora tarde. Gruñó. Había hecho bien en
darse una ducha y ponerse presentable. Un camarero se acercó
con cara de interrogación.
—Soy Erik Thoresen. Tenemos…teníamos —corrigió tras
un carraspeo—, una reserva para las doce y media. Puede que
esté a nombre de Inés Morán —añadió al ver que el chico con
barba, piercings y tatuajes old school ponía cara de extrañeza.
—¡Ah, sí! Lo siento, habéis tardado mucho y hemos tenido
que ocupar vuestra mesa —dijo con expresión culpable. Erik
reprimió otro gruñido—. Pero si esperáis un poco, preparo la
primera que se desocupe. ¿Tres personas?
Asintió y volvió hacia la barra de madera. Le chirriaban las
tripas de hambre pese a haber comido algo en el Olhallen;
acabó por pedir un agua fría y una ensalada, un poco culpable
por no esperar.
Se acabó la ensalada. Juró en todos los idiomas posibles.
¿Dónde demonios estaban? Se llevó la mano al bolsillo del
forro polar.
—Svarte helvete!
Su teléfono estaba cargando en la cocina. Intentó recordar
algún número: el de Kurt, de Maia, de su madre… Solo se
acordaba del de Inés y ya sabía que estaba sin batería. Acabó
por pagar la cuenta y marcharse. Era más rápido volver a casa,
recoger el móvil y, de paso, si estaban allí, echarles la bronca
del siglo a Victoria y a Inés.

Inés distinguió un árbol algo alejado del sendero y caminó


como pudo hasta allí. Tenía las raíces dispuestas de modo
perfecto para sentarse. Porque necesitaba sentarse. Llevaba
casi dos horas intentando avanzar y se sentía agotada. Las
contracciones seguían a su ritmo, cada tres minutos. Estaba
más que de parto.
—Inés, ¿dónde vas? Según el Google maps todavía falta un
kilómetro para el cruce —dijo Victoria consternada al ver que
se desviaba del camino.
—Mamá. Mamá…, necesito sentarme. Necesito parar un
momento. Por favor —suplicó. Algo en su tono de voz pareció
preocuparla, porque la sujetó del brazo y la ayudó a llegar
hasta el árbol—. Dame la cazadora.
Inés extendió la prenda en la depresión cubierta de musgo
entre dos fuertes raíces, que formaban un trono ideal. Se dejó
caer con cuidado, agarrada de los brazos de su madre, y soltó
un suspiro de alivio. Tener soporte en la espalda era una
bendición. Magnus pareció agradecerlo también, porque
pataleaba con fuerza. Las contracciones se espaciaron un poco
al dejar de andar.
—Come algo. Bebe —dijo su madre rebuscando en el
bolso de su hija. Inés dio un buen trago a la botella de agua.
Pero el chocolate, que comió a toda prisa, aceleró de nuevo el
proceso, porque le dio una contracción aún más potente y larga
que las demás.
Un grito agudo desgarró su garganta.
—¡Hija! ¿Estás bien? Tenemos que seguir.
Inés miró a los ojos de su madre y apretó los dientes,
desencajada. ¿Un kilómetro? Como si fueran mil. No podía.
No podía moverse. La pelvis se le iba a descoyuntar. Al menos
podía respirar con mayor facilidad. Oh. Un momento. Eso
ocurría porque la cabeza del bebé se encajaba en el canal de
parto. No pudo esconder el pánico.
—Mamá, Magnus va a nacer. Lo noto. Ahí abajo —dijo en
estacato—. Va a nacer. ¡Va a nacer!
Su madre la miraba como si fuese una aparición. Inés le
devolvió una expresión de pánico, el dolor no la dejaba pensar.
Victoria sacó el móvil del bolsillo y pareció recuperar el
aplomo.
—Llamaré a Jana. Ella sabrá qué hacer.

Jana cerró la pequeña cancela que cerraba la parte de atrás del


jardín y se apresuró hasta la senda que llevaba al paseo. Era la
hora de comer. Y era día de semana. No se cruzó con ningún
corredor ni ciclista. El cruce estaba a un par de kilómetros de
allí y ella no tenía precisamente veinte años. De camino, llamó
a la ambulancia. La tomaron por loca. ¿Una embarazada de
casi treinta y nueve semanas en el paseo de la playa, en abril?
Se sintió un poco culpable, ella había sido la primera en
alentar a Inés para que se mantuviese en forma.
¿Y Erik? Maldijo los despistes de su hijo. Sí, muy
cardiocirujano y muy brillante, pero en lo que concernía al día
a día, parecía cojo sin Inés.
Llegó al cruce, sin aliento, media hora después. Y allí no
había nadie. Ni Victoria ni Inés. Ni, por supuesto, ninguna
ambulancia. Tenía que seguir. Se ciñó el cuello de la cazadora
y se puso el gorro de lana, pese a que odiaba aplastarse el pelo.
Comenzaba a faltarle el aire. Debería hacer más ejercicio,
Maia se lo decía continuamente, pero ella prefería los paseos
suaves y sin exigencias. Y quedarse en casa, por supuesto. Eso
era lo mejor.
Caminó otra media hora sin encontrarlas. Cogió el teléfono,
mejor volvería a llamar.
—¡Jana! ¡¡JANA!! ¡Aquí! —escuchó un poco más lejos. Se
giró en dirección de la voz de Victoria.
En un principio no las vio. ¿Qué demonios hacían ahí en el
suelo? ¡Se iban a congelar! Trotó hasta ellas, Inés sentada con
las piernas estiradas y abiertas, con las rodillas desnudas y
descalza, ¡descalza!, con la espalda apoyada en el tronco
centenario.
—Svarte Helvete! —se le escapó al más puro estilo
vikingo. Magnus estaría orgulloso—. ¿Se puede saber qué
estáis haciendo? ¡Poneos ahora mismo de pie!
Inés miró a Jana como si fuera una visión celestial. Cerró
los ojos durante unos segundos para dar gracias al universo y
después gruñó al sentir una nueva contracción. Escuchaba a
medias lo que ella y su madre hablaban, solo tenía fuerzas para
enfocarse en el dolor.
—Inés, ¿cuándo empezaron las contracciones? —Palpó su
vientre por encima del vestido de lana con manos expertas. El
tacto de sus dedos la calmó. Su voz dulce y tranquila también.
—Desde…desde que rompí aguas —respondió intentando
fijar la mirada en ella. Jana negó con la cabeza.
—No, no me refiero a este tipo de contracciones. ¿Cuándo
empezaste a notar que tenían cierta cadencia? —intentó
explicarse en inglés lo mejor posible. Y volvió a acordarse de
Magnus, obsesionado con que sus hijos aprendiesen idiomas, y
reprochándole a ella que no practicase más—. ¿Anoche? Sentí
bastante movimiento en vuestra habitación.
Tuvo fuerzas aún para ponerse roja como un tomate.
Bastante movimiento, sí. Una manera elegante de decir que
habían follado como locos porque ella se había tomado al pie
de la letra los trucos para acelerar el parto: amar y andar.
—No. Sí. Esta mañana. Pero no eran mucho más fuertes.
Que las de últimamente. —Chasqueó la lengua, lo que decía
no tenía ningún sentido. Hablar entre contracción y
contracción no era nada fácil—. Quiero decir… que pensé que
eran…más contracciones de Braxton-Hicks. Aunque…es
verdad que me notaba…la barriga más baja. Erik me lo dijo —
recordó de pronto. ¿Y si llevaba de parto desde esta mañana?
No. No podía ser.
Las tres mujeres permanecieron en silencio mientras Jana
cronometraba el ritmo con que se tensaba su barriga con el
reloj de pulsera. La miró con ojos verdes y preocupados.
—Inés, ¡estás de parto! Tienes contracciones cada dos
minutos.
Ella asintió entre jadeos. No era capaz de hablar, pero
intentó explicarse como pudo.
—Hace… una media hora… que estoy así. Uff. Antes
podía caminar. Ahora no puedo. —Señaló entre sus piernas y
trató de esconder su cara de pánico—. Tengo la cabeza de
Magnus ahí abajo, encajada. Siento que me voy a partir en
dos.
Las dos mujeres, ambas madres de tres hijos, se echaron a
reír con su exageración, pero a ella no le hacía ninguna gracia.
Además, ahora lo que le faltaba. De pronto le entraron ganas
de hacer caca. Menudo momento. Soltó un gemido de fastidio,
pero Jana al teléfono consiguió desviar su atención.
—Erik, ¡Erik! —llamó a su hijo con voz enojada. Se notaba
a todas luces que quería echarle una buena bronca—. ¿Dónde
demonios estás? ¡Necesito tu ayuda! Inés está de parto. ¡No,
no vayas al hospital! —gritó interrumpiendo lo que fuese que
le había dicho—. Estamos en el paseo marítimo. No. ¡En la
ciudad, no! En el paseo del Folkeparken. ¡Ni se te ocurra
empezar a gritar! —lo cortó furibunda. La voz consternada de
Erik se escuchaba a través del móvil—. Estamos a un
kilómetro del cruce. Ven. Corre. Y llama a la ambulancia de
camino hacia aquí.
A Inés le habría gustado hablar con él, pero Jana cortó la
llamada y se arrodilló de nuevo junto a ella. Saber que venía la
tranquilizó un poco, al menos. Intentó sonreír para templar los
ánimos y se encogió de dolor con una nueva contracción.
—Mierda. ¡Mierda! —masculló incómoda, de nuevo con
esa molesta sensación de querer evacuar. Momentazo. Que te
entren ganas de cagar cuando estás a punto de dar a luz—. Oh.
¡Oh! ¡Se me va a escapar!
Su madre la miró alarmada al ver que volvía al español y se
acercó aún más a ella. Agradeció que secara el sudor de la cara
con la bufanda de forro polar.
—¿Qué pasa, Inés?
—Tengo ganas…Ehm…tengo muchas ganas de ir al baño.
—¿Número uno o número dos? —preguntó Victoria. Inés
soltó una carcajada histérica al escuchar la pregunta que su
madre les hacía cuando eran pequeños. Cuando iban de viaje
en el coche y pedían parar.
—Número dos, ¡número dos! —gritó de nuevo ante otra
contracción. Jana puso cara de interrogación y Victoria le
explicó lo que pasaba. En vez de reír, Jana la miró con
seriedad.
—Inés, lo más probable es que tengas ganas de empujar.
—¿Empujar? —dijo en un hilo de voz—. ¿Cómo que
empujar?
—El bebé pide salir, por eso tienes esa necesidad. Puedo…
¿Puedo palparte? —preguntó con precaución—. Sería bueno
saber cómo estás de dilatación.
Inés dudó. No le parecía precisamente muy higiénico. Por
otro lado, estaba de parto en mitad de la campiña noruega, con
una temperatura cercana a cero grados y entre las raíces de un
árbol. No estaba para muchos remilgos.
—¿Crees que es necesario? ¿Es… seguro?
Jana sonrió tranquilizadora.
—Entiendo tus reparos, Inés. Hagamos una cosa —dijo
levantándole el borde del vestido hasta dejar al aire sus bragas
empapadas y que no se había animado a quitarse—. ¿Por qué
no te palpas tú? Te conoces mejor que nadie. Métete los dedos
y dime qué notas.
Inés la observó, boquiabierta. ¿Lo decía en serio? Lo decía
en serio. Lo supo al ver cómo la animaba con gestos
apresurados. Ella y su madre tuvieron que ayudarla a quitarse
las bragas, y después esperó a que pasara la siguiente
contracción. Miró a Jana, que asintió con una sonrisa.
—Mete tus dedos medio e índice. Tócate. Sin miedo.
¿Cómo lo ves?
Se miró la mano derecha. Parecía limpia. La azotó otra
contracción y le dio igual. Resoplando, tocó el interior
hirviente de su sexo. Cuando creía que no encontraría nada, las
yemas de sus dedos chocaron bruscamente con una superficie
dura y peluda.
Abrió los ojos de pura fascinación y sonrió entre
resoplidos.
—¡Es su cabecita! ¡Es su cabecita! —Le entró una mezcla
de risa y llanto y su respiración se descontroló. El dolor volvió
a apoderarse de ella y gritó, desencajada en la siguiente
contracción—. ¡Es mi bebé!
—¡No puede ser! —razonó Victoria. No era matrona como
Jana, pero había tenido tres hijos y la experiencia era un grado
—. ¡Es primeriza! Es imposible que haya dilatado tan rápido.
¡No han pasado cuatro horas desde que salimos de casa! ¡Y
mira dónde estamos, por Dios!
Inés se bajó de golpe de la nube rosa con las palabras de su
madre. Miró a Jana, aterrorizada. No estaban en el hospital.
No había ginecólogo. Ni epidural. Ni pediatra. Ni
Neonatología para atender a Magnus si algo se complicaba.
Todo podía salir muy mal.
—Si las contracciones empezaron anoche, puede ser
perfectamente. Lleva de parto más de diez horas y el
movimiento siempre acelera la dilatación —explicó la madre
de Erik, que pareció tomar una decisión. Se acomodó entre sus
piernas y se quitó los guantes térmicos—. Inés, déjame
palparte y ver en qué plano estás. Si Magnus va a nacer, tendré
que ayudarte.
—Jana. No. ¡No puede nacer aquí! —soltó en un sollozo
entrecortado. El dolor volvía a ser distinto. Quemaba. Era un
hierro candente, un aro de fuego que se apoderaba de su sexo y
que hacía arder su interior—. ¡Tengo miedo!
Lo verbalizó así, gritándolo a los cuatro vientos, con los
ojos llenos de lágrimas, la cara hinchada y el cuerpo doblado
en dos por el dolor. Jadeaba como si hubiese corrido una
maratón. Victoria la rodeó entre sus brazos y la besó en la
frente.
—Todo irá bien. Mamá está aquí. Jana está aquí —la
apaciguó con palabras de consuelo. Ahora era su niña
pequeña, atemorizada por los monstruos bajo su cama—.
Magnus necesita que seas fuerte y lo ayudes. Vamos Inés.
Ni Jana ni ella le dijeron que entre sus piernas comenzaba a
manar un pequeño reguero de sangre.
—Vale. Sí. Vale —asintió para dar su autorización.
Jana se vistió con su aura de matrona experta. Sabía que en
sus manos guardaba los tesoros más preciados de su hijo y, por
un momento, la responsabilidad la abrumó. Cerró los ojos
durante unos segundos, controló su respiración y recordó sus
años en el Hospital Sant Jakob, en su clínica privada, en los
domicilios en el rural donde no tenían más material que unas
mantas y unas palanganas con agua. Palpó el interior de Inés y
notó la cabeza de su nieto en cuarto plano. Casi estaba.
—¡Inés! Ya casi está, ¿no tienes ganas de empujar ahora?
—dijo entusiasmada.
Ella negó con la cabeza. El miedo parecía haber frenado el
proceso y tardó en aparecer la siguiente contracción.
Esperaron un par de minutos. Jana masajeó en redondo su
vientre y lo pellizcó con firmeza hasta que su útero se activó
de nuevo—. ¡Empuja ahora, Inés!

El sonido de las pisadas sobre la gravilla, el latido de su


corazón en el pecho a punto de estallar, el paisaje bucólico que
lo rodeaba, pero al que no prestaba ninguna atención. Cada
detalle de aquel día quedó grabado a fuego en los recuerdos de
Erik. Nunca había corrido tanto en toda su vida. Y los pocos
kilómetros que lo separaban del lugar donde tendría que
encontrarse con Inés le parecieron eternos, a millones de años
luz. Desfiló ante sus ojos la primera vez que la vio arrodillada
reanimando a aquel hombre en la boca del metro, la primera
vez que hicieron el amor, las discusiones a voz en grito, las
largas charlas en el sofá frente a la chimenea en Farellones, su
cuerpo inerte sobre la cama de la UCI…Lanzó una plegaria
indefinida al cielo. No. Esto no podía salir mal.
Llegó al sitio indicado por su madre y se desplomó sobre
las rodillas en un intento de recuperar el aire. Se secó el sudor
de la cara y miró en rededor. Allí no había nadie. Ni
ambulancia. Su móvil sonó en ese preciso instante de un
número desconocido.
—Thoresen —contestó con la esperanza de que fuese desde
el hospital.
—¿Ha pedido usted una ambulancia para el sendero del
Floya? ¡Aquí no hay nadie! —respondió una voz bastante
cabreada—. ¿Sabe cuál es la multa para los que movilizan la
asistencia medicalizada sin razón?
—¿Sendero del Floya? —barbotó Erik, entendiendo de
pronto lo que había pasado—. ¡No es ahí, joder! Es en el
sendero del Folkeparken, cerca del cruce con el camino que
lleva de vuelta a la ciudad. —Escuchó un juramento al otro
lado del teléfono y cómo se encendía el motor del vehículo—.
¡Dense prisa!
Esprintó hacia el mar. ¿Dónde estaban? Durante unos
minutos zigzagueó por la zona como un pollo sin cabeza.
—¡Inés! —gritó desesperado. Hacía mucho frío. Una
ráfaga de viento le cortó la cara y echó un vistazo al cielo. Las
pocas horas de sol de abril aún aguantaban, pero el tiempo
voluble del norte traía ahora nubes de tormenta que oscurecían
el paisaje y unas gotas de lluvia se suspendían en el aire. El
olor a ozono lo hizo arrugar la nariz.
Un enorme abeto a lo lejos llamó su atención. Tenía colores
chillones en su base. Aguzó la mirada intrigado y soltó un
bufido. ¿Cómo se les había ocurrido alejarse tanto del camino?
Echó a correr con alivio y un grito lo detuvo en seco.
Jamás había escuchado gritar así a nadie. Un grito
desgarrado, de una potencia estremecedora, que encerraba una
fuerza brutal. Llegó y se encontró con un buen panorama.
—¡Erik! Por fin estás aquí —murmuró Inés entre
resoplidos. Se arrodilló junto a ella y besó mil veces su rostro
sudoroso, recostada sobre el tronco del árbol, con el vestido de
lana enrollado en su pecho y con la enorme barriga, tensa
como un tambor, a la intemperie. Casi todo su cuerpo estaba
desnudo.
—¡Te vas a congelar! ¿Cómo estás así? —Se quitó la
cazadora e intentó arroparla, pero ella lo apartó con un gesto
desmayado. Su rostro estaba cubierto de sudor—. ¡Mamá! Hay
que llevarla al hospital —dijo consternado, pero ninguna de
las tres mujeres le hicieron caso. Inés apretó los dientes, agarró
sus dedos y a la orden inevitable de empujar que soltó Jana,
volvió a tensarse, pegó la barbilla al pecho y empujó. Todo su
cuerpo vibraba por el esfuerzo. Erik soltó un quejido de
sorpresa por la desesperación con la que aferró su mano.
—Inés, pero… ¿ya viene? ¿No es muy pronto? La matrona
dijo que aún no pasaría. ¡Tenemos que ir al hospital! —soltó
en frases inconexas.
—Erik, así no ayudas. Ven aquí. Mira —dijo Jana con
serenidad. Inés ni siquiera contestó, envuelta en ese momento
visceral en que la mujer se transforma en vida, en savia, en
origen y final—. ¿Ves eso? Es la cabeza de tu hijo. Necesita
que lo ayudemos a salir.
Gimió. Se sintió un completo inútil. Apretó los puños,
arrodillado frente a una Inés que era la Madre Tierra
encarnada, exudando una fuerza interior que parecía
reverberar con un aura etérea. ¿Qué podía hacer él?
Un escalofrío lo recorrió de arriba abajo cuando Inés volvió
a gritar. Su madre y Victoria susurraban palabras de aliento. Él
tenía ganas de cogerla en brazos y echar a correr hacia la
ciudad. Y entonces ocurrió el milagro. Con un esfuerzo
sobrehumano y un grito aterrador, la cabeza de Magnus
emergió junto a un torrente de agua clara que manó del interior
de su mujer. El calor se desvaneció en forma de volutas
blancas de vaho.
—¡Erik, tápale la cabecita con tus manos y ayúdame! —
dijo Jana preocupada—. Si no, se va a congelar.
Hasta él, que era cirujano, sabía lo importante que era que
conservase el calor.
Se quitó los guantes. Protegió la cabeza de su hijo, cubierta
de aquella pelusilla rubia y mojada, en la concavidad entre sus
manos. Percibió su calor y su vida. Por un instante, se quedó
sobrecogido por la solemnidad del momento.
—¡No empujes, Inés! Ahora saldrá solo, aguanta. Tranquila
—guio Jana con todos sus años de experiencia imprimidos en
el tono de voz—. Ya está aquí. ¡Ya está aquí Magnus! Dios
mío, ¡qué grande es!
Un berrido agudo, enojado e indignado por el golpe de frío
ártico sobre el cuerpo desnudo detuvo el tiempo. Inés rompió a
reír en un manantial de alegría y alivio. Erik actuó por instinto.
Cogió al recién nacido entre sus manos y lo puso bajo el
vestido de lana de Inés, justo sobre su corazón.
—Mira. Es precioso. ¡Mira sus ojos! —Una mirada azul
plateada, aún furiosa por el ultraje que había sufrido, y que
destacaba aún más por el rojo encendido de su piel, los miraba
desde la cueva caliente entre los pechos de su madre—. Es
perfecto. ¡Bienvenido, Magnus!
Erik cerró los ojos e intercambió una mirada de profundo
agradecimiento con su madre. Rodeó a Inés con su cazadora y
la abrazó.
Las horas siguientes transcurrieron en una nebulosa.
Los sanitarios de la ambulancia llegaron en algún momento
hasta ellos. Lo mejor fue cuando pusieron a Magnus a hacer
piel con piel con él, dentro de su camiseta y con la parka
térmica cerrada, mientras acomodaban a Inés en la camilla. Le
daba pánico que se le escurriera, casi no lo sentía desde fuera
con tantas capas de ropa, aunque era perfectamente consciente
del cuerpecillo cálido y resbaladizo, que parecía reptar
buscando salir del refugio, y de los sonidos que emitía, como
balidos de un corderito.
Cuando llegaron al hospital el revuelo fue mayúsculo, e
Inés montó un pequeño escándalo cuando le pidieron llevarse
a Magnus para una valoración pediátrica al haber sido un parto
extramuros. Al final, consintió en que lo examinasen junto a
ella en la enorme cama articulada.
Erik asistió, fascinado, a cómo el médico auscultaba, movía
y comprobaba cada sistema vital de su hijo. Magnus berreaba
con una fuerza imposible para unos pulmones con tan pocas
horas, y solo se calmó cuando volvió a engancharse al pecho a
mamar.
—¿Te das cuenta? —dijo una Inés radiante. Triunfante.
Todavía con musgo y hojitas prendidas en su melena castaña
—. Lo hemos conseguido, Erik. ¡Lo hemos conseguido!
No fue capaz de responder a eso. Abrazó a Inés,
envolviéndola a ella y a su hijo entre sus brazos, sabiendo que
nada en su vida volvería a ser igual.
Un despertar cualquiera

Inés se levantó de la cama de un salto, aterrorizada. Un berrido


agudo y de una fuerza inexplicable para un bebé de tan solo
cuatro semanas de vida le heló la sangre en las venas. Erik
encendió la luz y se acercó a ella a toda prisa. Ambos se
asomaron al borde de la cuna. Magnus lloraba a grito pelado,
rojo como la grana y con los puñitos apretados con rabia.
—Voy a darle el pecho otra vez —dijo resuelta. Lo levantó
con cuidado y lo meció entre sus brazos para que se calmara
un poco antes de amamantarlo.
—Es imposible —respondió Erik, desconcertado.
Disminuyó la intensidad de la luz y bajó también el tono de
voz de manera instintiva, al ver que el pequeñajo comenzaba a
calmarse—. ¡Pero si le has dado de comer hace menos de una
hora!
Inés lo miró, desesperada, y se encogió de hombros.
—¿Tienes una idea mejor?
El negó con la cabeza y le lanzó una mirada cargada de
angustia. No. No podía esperar ayuda por ahí. Desabrochó el
tirante de su sujetador y acercó el pezón hasta la boca de
Magnus. Rezongó un momento, indignado por la tardanza,
pero en cuanto sintió el calor de la leche en sus labios, se
enganchó como un koala y succionó.
Los dos suspiraron, aliviados. Inés se recostó en los
almohadones y Erik acomodó en torno a su cintura el cojín de
lactancia. Se inclinó sobre ella y la besó en los labios. Después
besó a su hijo en la frente.
—¿Crees que en algún momento dormirá más de media
hora seguida? —En su tono de voz había cierta desesperación.
Se pasó la mano por la melena rubia y larga—. Llevamos
semanas sin pegar ojo.
—Ssshhh… —susurró Inés al ver que Magnus se agitaba
entre sus brazos. Cuando mamaba, a aquel pequeño tiranillo
no se lo podía interrumpir. Parecía molestarle hasta que
hablasen. Lo bueno fue que sus párpados se cerraron por fin y
soltó el pecho con un reguero de leche deslizándose por la
comisura de sus labios.
—Menudo glotón —dijo Erik en un murmullo casi
imperceptible—. ¿Quieres que lo ponga en la cuna yo?
Inés asintió. Los dos se levantaban una media de diez veces
cada uno por la noche para atender a Magnus, que parecía
haber heredado el carácter de su padre y pasaba de cero a cien
en una décima de segundo. ¿Dónde quedaban los bebés
apacibles y sonrientes como la niña de Nacha o el hijo de
Dan? Contempló a Erik acunar entre sus enormes manos el
cuerpecito laxo y lleno de leche de su hijo y una marea de
ternura la inundó. La delicadeza y dedicación con las que
cuidaba a Magnus la emocionaban. No podía existir un padre
mejor.
Lo depositó con cuidado sobre la cuna, pero en cuanto
Magnus sintió el colchón bajo su espalda, comenzó a llorar
desconsolado y a toda potencia de nuevo.
—Svarte Helvete! —juró Erik, alzándolo de nuevo para
devolvérselo a Inés—. Es como si tuviera la cuna llena de
pinchos. ¿Será que es incómodo el colchón?
Inés lo acomodó sobre su regazo mientras lo contemplaba
llorar a moco tendido y con furia. Otra pregunta que se añadía
a los miles de preguntas que se habían hecho de por qué no
conseguían que descansara, aunque fuese unas pocas horas, en
la preciosa, moderna y carísima cuna que habían instalado
junto a su cama.
¿Sería el colchón? Ya lo habían cambiado una vez. ¿Serían
las sábanas muy frías? Ahora tenía ropa de cama de franela
gruesa. ¿La tela del pijamita? Imposible. Algodón orgánico de
primera calidad. ¿Hambre? Inés le daba el pecho cada hora, ¡o
antes!, si era necesario. ¿Quizá le pasaba algo malo? ¿Era
reflujo? ¿Intolerancia a las proteínas de leche de vaca? ¿Algún
dolor secundario al parto? No. Claro que no. Las dos primeras
semanas nada había importado. Se encerraron en un mundo
donde solo existían ellos tres y nadaban en el caldero del
arcoíris. La tercera semana comenzaron a pensar que algo
podía no ir del todo bien.
La pediatra, una mujer muy razonable y con experiencia,
les había explicado a los dos con suma paciencia que Magnus
estaba como un toro, que engordaba y crecía estupendamente,
y que lo único que necesitaba era un poco de tiempo para
madurar. Que quizá se enfrentaban a un bebé de alta demanda
y debían tener paciencia.
Todo su ser racional, los siete años de Medicina, los tres de
especialista de Pediatría y los dos de Cardiología Infantil le
decían a Inés que su hijo estaba perfectamente.
Pero, entonces…
¿Por qué no paraba de llorar?
Las lágrimas comenzaron a fluir también en sus ojos sin
control. Cada sollozo enfurecido le generaba un dolor
angustioso que le impedía respirar, y, además, provocaba que
sus pechos desbordaran leche por el reflejo de eyección. De
pronto, notó la mano cálida de Erik en su espalda, dándole
apoyo y solaz.
—Liten jente, no llores. Por favor, no llores tú también —
suplicó. La besó en la boca y recogió en sus labios los
goterones que recorrían sus mejillas—. Si no dejas de llorar,
acabaré llorando yo también.
Inés no pudo evitar reírse entre lágrimas. Adoraba cuando
Erik desviaba los momentos tensos con una gota de humor.
Sorbió por la nariz y asintió con entereza.
—Es desesperante, kjaereste. ¿Qué podemos hacer?
Los dos miraron a aquel paquetito rabioso que lloraba y
lloraba y no paraba de gritar.
—No lo sé, Erik. ¡Y soy pediatra, joder! —soltó enfadada.
Se limpió la cara con las manos e hizo el amago de volver a
abrir su sujetador—. Debería saber qué demonios le pasa a mi
hijo, pero soy incapaz de calmarlo. ¡No sé qué hacer!
Hizo un gesto de impotencia con las manos. Erik se levantó
de nuevo y paseó con Magnus en brazos por la habitación. La
luz tenue de la mañana se colaba por la ventana y bañó su
espalda desnuda. Magnus, poco a poco, se relajó. Dejó caer la
carita en el hombro fornido de su padre, que caminaba en
torno a la cama de matrimonio con una mirada de triunfo hacia
Inés.
Sonrió. Sostenía al bebé del trasero con una mano y con la
otra acariciaba su espalda, protegiendo también la pequeña
nuca con los dedos. Magnus hizo el amago de echarse a llorar
otra vez, y Erik se puso a cantar.
Nå i ro slumre inn,
lille hjertevenn’min.
Når du legger deg ned,
vil til drømmenes sted
dine tanker fly hen
til du vekkes igjen,
dine tanker fly hen,
til du vekkes igjen.

Ahora duérmete en paz,


pequeño de mi corazón.
Cuando te duermas,
a la ciudad de los soñadores
tus pensamientos viajarán
hasta que te despiertes,
tus pensamientos viajarán
hasta que te despiertes

Momentos como aquel barrían cualquier mal rato. Los lloros,


las dudas, la incertidumbre. Ser padres no estaba resultando
como habían pensado. Ni ella, envuelta en la seguridad de su
título de pediatra. Ni Erik, armado de libros y ensayos de
expertos infantiles. ¡Qué ingenuos y prepotentes habían sido!
La voz grave y vibrante de Erik, en un tono suave y
acariciador, acabó por rendir por fin al pequeño guerrero.
Paseó por la habitación repitiendo la nana una y otra vez. Inés
no podía apartar los ojos de él. De la pericia con la que sus
manos sostenían el cuerpecito frágil de Magnus. De sus labios
generosos acariciar la pelusilla rubia, igual en tono a la de su
pelo, que cubría la cabecita redonda. De los músculos de la
espalda ondularse con el movimiento. De los pantalones
sueltos del pijama pendiendo de sus caderas y marcando un
trasero macizo y bien perfilado.
—Ven a la cama —llamó trémula. Sentía que iba a estallar
por el deseo y la lujuria. Faltaba poco para acabar la
cuarentena y sucumbió a la necesidad de sentirlo de nuevo en
su interior.
Él la miró con sorpresa y deleite. Sin movimientos bruscos,
pero con premura, dejó a Magnus sobre la cuna. Los dos
respiraron con alivio al ver que seguía durmiendo con placidez
y sin protestar.
—¿Estás segura? Podemos esperar a.…
Inés estiró los brazos con avidez hacia él y lo miró
impaciente, anhelante.
—No. No podemos esperar. Yo no puedo esperar.
Erik se deslizó entre las sábanas que ella abrió para
cobijarlo y se apretó contra el cuerpo tibio de Inés. Se
abrazaron con hambre. Con deleite. Se besaron con sed. Inés
clavó las puntas de los dedos en su espalda, atrayéndolo con
más fuerza. Erik buscó con la mano entre sus piernas y le quitó
las bragas sin vacilar. Alzó su camisón suave de algodón y
quiso quitarle también el sujetador.
—No. Mejor no —susurro Inés con la voz ronca por el
deseo—. Si no, te voy a bañar en leche.
—Me da igual —repuso Erik, desabrochando la prenda con
habilidad.
Hundió el rostro entre los pechos hinchados. Succionó un
pezón con lascivia y a la vez curiosidad. Percibió el sabor
sorprendente y dulce de la leche en su lengua, pero Magnus
acababa de mamar y no brotó más. Inés gimió y lo estrechó
aún más contra su cuerpo. Arqueó la espalda y abrió las
piernas para recibirlo en su interior. Los gemidos aumentaron
en intensidad, las caricias se hicieron más audaces y buscaron
refugio en su sexo.
—Por fin. Por fin, kjaereste —gruñó Erik, penetrándola
centímetro a centímetro. Inés se aferró a sus hombros y soltó
un sollozo ahogado de alivio.
—No sabes lo mucho que necesitaba sentir tu peso sobre
mí —gimió al tiempo que rodeaba su cintura con los muslos y
lo empujaba más profundamente hacia su interior.
—Y yo lo mucho que echaba de menos tenerte bajo mi
cuerpo —añadió él, apartando el pelo desordenado sobre su
rostro para besar sus labios con devoción.
Se movieron desesperados, sin sincronía, intentando
mantenerse en silencio. Inés lanzaba de vez en cuando alguna
mirada preocupada hacia la cuna, pero Erik le rodeó el cuello
con la mano y apretó.
—No, Inés. Quiero tu atención total. Te quiero mía y solo
mía en estos momentos —ordenó, con un matiz agresivo en su
tono de voz—. Sé que tengo que compartirte con este pequeño
tirano, pero cuando hagamos el amor… —Dejó la frase en el
aire como si de una amenaza se tratara—. Cuando hagamos el
amor te quiero solo para mí.
Ella asintió, incapaz de articular palabra alguna. Erik
mantenía los dedos cerrados en torno a su cuello y la otra
mano en torno a sus muñecas, limitando el rango de sus
movimientos sin piedad. Sus caderas se movían sin ningún
reparo entre sus muslos, fustigándola en la carrera hacia el
clímax. Alimentaba con furia la corriente de deseo hasta el
punto de hacerla sentir que su mente se desconectaba de su
cuerpo y, por primera vez en mucho tiempo, se rindió sin
reservas a su autoridad. Con un grito, que él amortiguó con la
palma de la mano, se dejó caer en el abismo con los ojos en
blanco y las piernas convulsionando en puro delirio. Lo
abrazó, sin fuerzas, cuando él se tensó con un gruñido al
liberarse y se dejó caer, aplastándola contra la cama.
—Ah, liten jente —soltó en un suspiro ahogado—. Por fin,
¡por fin!
Inés sonrió extenuada. Lo retuvo unos segundos más sobre
su cuerpo, disfrutando del peso inerte y compacto, de la piel
húmeda por el sudor, de su aroma almizclado y cálido.
—Por fin —repitió ella, envuelta en pura felicidad. Erik
rodó a su lado y la reclamó bajo su brazo. Inés se recostó en el
hueco de su hombro y besó su nombre sobre el pectoral.
Dormitaron en silencio unos minutos de gloriosa calma,
desnudos y saciados. Inés pensó en ese momento que no había
en el mundo nada mejor que el sexo. Flotaba en una nube de
paz.
Y entonces Magnus se puso de nuevo a llorar.
—Fy faen, Svarte Helvete! —juró Erik. Abrió las sábanas
con brusquedad y se levantó.
Inés se echó a reír. Estaba demasiado feliz como para
echarse a llorar, que era lo que en realidad habría ocurrido si
no estuviese flotando en oxitocina y endorfinas.
—Lo pondremos a dormir entre nosotros. Aquí, en nuestra
cama —dijo Erik con Magnus, muy enfadado, entre los
brazos. Inés se puso de lado para darle de nuevo de mamar—.
Si así podemos conseguir unas horas de sueño, pues sea.
—Pero ¡lo vamos a malacostumbrar! —replicó ella,
preocupada. Si se rendían y metían a Magnus en la cama con
tan solo un mes de vida, ya podían olvidarse de dormir solos
—. ¡Es mejor que duerma en su cuna!
—Inés —dijo él con una seriedad que rayaba en lo cómico.
Rodeó su cara entre las manos y la miró a los ojos—. Si tengo
que elegir entre dormir con Magnus o volverme loco por la
falta de sueño, escojo dormir.
Ella asintió y Erik se acomodó de lado junto a ella, frente a
frente. Magnus tan solo se alimentó unos minutos y al sentir el
calor de sus padres arropándolo, pareció quedarse conforme y
se durmió.
Inés contempló los mofletes gorditos y sonrosados de su
hijo, los labios entreabiertos y las pestañas rubias que
coronaban los párpados cerrados. Acarició los puñitos a ambos
lados de su rostro y sonrió. Por fin se había rendido. Erik
sonrió, satisfecho, al comprobar que su hijo dormía entre ellos
con serenidad.
—Hemos ganado —dijo en un susurro. Inés se sorprendió
al descubrir que Erik también lo contemplaba embobado—.
Está dormido. Míralo.
—Sí, está dormido —aceptó ella, con los ojos entornados a
punto de caer rendida pese a la claridad que entraba por la
ventana y que ya era hora de levantarse—. Pero eso de que
hemos ganado, no sé yo.

Erik se levantó sintiéndose un hombre nuevo. Le dio un beso a


Inés, desmadejada sobre las almohadas y con Magne pegado a
su cuerpo, los dos rendidos al sueño, y se metió en la ducha.
Bajó a la cocina eufórico. Después de tomarse el café, podría
comerse el mundo.
Se encontró con Maia junto a su madre y frunció el ceño.
Algo en su mirada irónica le decía que estaba allí por él.
—¡Hola, hermanito! Habéis retomado el sexo,
¡enhorabuena! —exclamó con descaro.
La mandíbula de Erik se desencajó por la sorpresa. Se
quedó de pie, inmóvil, con la mano sobre el respaldo de una
silla.
—¿Cómo? ¿Cómo lo has sabido?
Las dos mujeres rieron con complicidad e intercambiaron
una mirada divertida.
—¿Nos has oído, mamá? —Aquello era el colmo. Tenían
que marcharse a su casa. Mañana mismo. No. Hoy.
—Hijo, con el escándalo de Magne llorando no había quién
pegase ojo. Y con el escándalo de después, ¡tampoco! —dijo
Jana entre risas.
Le sirvió un café y Erik agarró la taza mientras su rostro
recuperaba el color normal. Inés y él carecían por completo de
la más mínima intimidad. Ya estaban en mayo y el buen
tiempo comenzaba a afianzarse. Lo hablaría con Inés.
—¿Qué haces aquí? —preguntó a Maia, que devoraba un
bol de granola con fruta—. ¿No tienes que trabajar?
—Erik, hoy es sábado. ¿Tienes idea del día en que vives?
—Obviamente, no —respondió algo desabrido. Era cierto.
Entre las noches en blanco sin poder dormir, y los días
atontado por la falta de sueño y la nube rosa de estar con
Magnus e Inés, el calendario se había convertido en una
entidad borrosa—. Sé que estamos en mayo porque Magnus va
a cumplir un mes.
—Es hora de que despiertes a la realidad, hermanito —
advirtió su hermana con expresión preocupada. Lo miraba
desde el borde de la taza con los ojos verdes esperando a que
tomara una determinación. Se sentó junto a ella y soltó un
gruñido exasperado—. ¿Cuándo vas a volver a trabajar?
—Tienes razón. Tengo que arreglar eso. Y, además, lo
necesito. Si sigo así, me va a dar algo. —Se detuvo un
momento a hacer memoria y abrió los ojos, sorprendido—.
Hace más de dos meses que no entro en quirófano. Helvete!
—Tienes la clínica del abuelo esperándote en Oslo, ¿qué
vas a hacer? —preguntó Maia con precaución, sabedora de
que no era un tema que le gustase demasiado tocar—. En
algún momento vas a tener que tomar una decisión.
—Lo sé, ¡lo sé! No tengo ni idea. La verdad, no lo he
pensado aún. —Se pasó la mano por el pelo en un gesto
impaciente y sintió, por primera vez en aquellas semanas de
felicidad, que había pospuesto demasiado tiempo una faceta de
su vida que era esencial—. El abuelo aún vive, no me parece
bien hacer nada hasta que pase lo que tenga que pasar. En ese
momento tendré que decidir.
—Bien. Cuando vayas, espero que también retomes el tema
de Kjerstin y tu posible paternidad —soltó su hermana justo
antes de meterse en la boca medio gofre de tamaño
descomunal.
—Joder, Maia. ¿Puedes dejar que me tome el café
tranquilo? —estalló, sin querer darle la razón que obviamente
tenía.
—¿Qué ocurre? —Inés entró a la cocina con Magnus
envuelto en el fular, dormido, y con solo la cabeza, cubierta
con un gorrito de algodón de color gris claro, visible entre la
tela—. ¿Por qué discutís?
—Inés, ¿tú que piensas de que Erik todavía no se haya
hecho la prueba de paternidad por la hija de Kjerstin? ¿No es
algo que te gustaría resolver? —preguntó Maia, insidiosa.
Inés, acostumbrada ya a hacer todas las cosas de lado por
tener a su hijo en el portabebés, se sirvió el café y permaneció
de pie con un plato sobre su cabeza para no llenarlo de migas.
Erik rehuyó su mirada, así que prefirió contestar.
—Claro que sí. Llevo dándole vueltas al tema desde que
Erik me dijo que ella daba largas para aportar la muestra —
dijo resuelta. Se sentía fuerte. Había dormido. Había follado.
Dios, ¡estaba como nueva! Tenían que afrontar la realidad—.
Pero no le veo mucha solución si no colabora. Salvo abordar al
marido y preguntarle qué le parece. A Peter.
—A Dieter —corrigió Erik con el ceño fruncido. Todos sus
engranajes mentales comenzaron a rodar. No era una mala
idea.
—Como se llame —replicó Inés.
Magnus se despertó y comenzó a emitir gorgoritos, y Maia
alargó los brazos reclamando a su sobrino. Lo sacó del fular y
su tía comenzó a hacerle carantoñas y hablarle en noruego.
Como toda la familia le hablaba en bokmål, ella solo le
hablaba en castellano. Esperaba que el pobre se enterase de
algo en aquel galimatías idiomático. De ahí pasó a los brazos
de Jana. ¿Había un niño más querido que él?
—Inés, hay otra cosa importante que quiero hablar contigo
—cambió de tercio Erik. Ella suspiró fastidiada y se ganó una
mirada reprobadora por parte de su vikingo—. Las
reparaciones de la casa están casi terminadas, ¿te parece bien
que nos mudemos? ¿Este fin de semana?
Inés abrió los ojos y retuvo el aire unos segundos,
ilusionada. Por fin. ¡Por fin!
—¡Sí! —soltó en un grito espontáneo. Esta vez fue su
suegra quien la miró algo dolida, y se puso roja como un
tomate—. Estoy muy a gusto en tu casa, Jana. Pero llevamos
invadiendo tu espacio desde hace meses. Y debes de estar
igual que nosotros, sin descansar.
—Además, estamos aquí al lado —apostilló Erik. Inés
sonrió al ver que se levantaba y se ponía a su lado para
establecer un frente común—. Llamaré al jefe de obra para
confirmar que podemos mudarnos.
La sonrisa de Inés podía competir con el sol.
« Ni-Ni »

Disfrutaron de su nuevo hogar bebiéndose cada momento. Su


pequeño núcleo familiar se afianzó todavía más. En casa, no
había minuto que no compartieran los tres juntos. Maia
bromeaba con que vivían aislados de todos. Lo cierto era que
en aquellos momentos en los que tan solo se miraban,
tumbados en la penumbra de la noche en la enorme cama, no
necesitaban nada ni a nadie más.
Inés entró en una vorágine de actividad en la que llevaba la
casa, cuidaba de Magnus, estudiaba noruego y saltaba de una
actividad a otra con un ritmo infernal. Clases de yoga con
bebés, clases de cocina con bebés, círculos de lectura con
bebés… Se había apoderado de la ciudad de una manera que
sorprendía a todos. Llevaba a su hijo en la mochila o en el
carrito de un lado otro y derrochaba una energía contagiosa allí
donde iba.
Él se había transformado en un «Ni-Ni». Quién lo iba a
decir. En realidad, la baja paternal en Noruega duraba catorce
semanas y muchas parejas repartían mitad y mitad las cuarenta
y dos semanas de baja maternal. Pese a las obras de la casa, la
ayuda que prestaba a Kurt en Viking Verktoy y el tiempo que
disfrutaba con su hijo, notaba la necesidad de volver a un
quirófano.
Cuando lo llamaron del Hospital Universitario de Tromsø
para sustituir al cardiocirujano de guardia en una emergencia,
disfrutó cada minuto de la operación. Las felicitaciones por el
buen trabajo en una situación tan complicada eran
reconfortantes, sí, pero lo era más sentir que se desenvolvía de
nuevo en su medio. Dejó atado que lo llamasen para cualquier
cosa que necesitaran, cualquier urgencia, cirugía, reparación,
en adultos, en niños… lo que fuera. Volvió a casa eufórico.
—No tengo que preguntarte qué tal te ha ido —dijo Inés
nada más verlo. Estaba tirada en el suelo con Magnus boca
abajo trabajando el prono, que no le gustaba nada. Intentaba
alcanzar los juguetes frente a él y se frustraba, furioso, al no
conseguirlo. En cuanto se despistaban, se daba la vuelta sobre
sí mismo para quedar panza arriba otra vez.
—Ha sido genial, kjaereste. No sabía cuánto lo necesitaba
hasta que he abierto el tórax de aquel hombre, con una
laceración ventricular. —Le explicó el procedimiento con todo
detalle mientras ponía en la posición correcta a su hijo cada
vez que se daba la vuelta, hasta que se puso a llorar—. Vamos,
pequeñajo. Ven con papá.
Inés no dijo ni una sola palabra, aunque el eterno «te lo
dije» pugnaba por salir de sus labios. Lo necesitaba tanto
como a ella y a su hijo, y llevaba posponiéndolo demasiado
tiempo.
—¿Te has planteado volver de cirujano aquí en Tromsø?
¿Has averiguado si tienes alguna posibilidad? —preguntó al
fin. Magnus cogía ya un mordedor de madera con la mano y se
lo llevaba a la boca. Inés sonrió. Era un bebé muy precoz—.
Magnus ya tiene casi dos meses, yo no necesito tanta ayuda en
casa y sé que tú quieres volver a trabajar.
—Solo guardias —dijo Erik con cara de circunstancias—.
El hospital de aquí no es muy grande y tienen un equipo joven
y bien consolidado. Y a guardias, al menos ahora, no quiero
trabajar.
—Magnus y yo sobreviviremos, aunque pases alguna
noche fuera de casa —bromeó ella con una sonrisa.
—Vosotros sí, pero yo no.
Abrazó a su hijo, que protestó al sentirse apretujado. Soltó
una de esas carcajadas llenas de gorgoritos cuando lo alzó
hacia arriba y el rostro de Erik se derritió. Desde aquellas
primeras horas en que lo había tenido en brazos bajo la
tormenta, su vínculo había sido especial.
—¿Y Oslo? —dijo Inés tras un momento de dejarlo
disfrutar. No es que tuviera mucho interés en hacer la
pregunta, pero sentía que era su deber—. ¿Es una buena
opción?
Erik se tendió sobre la alfombra y puso a Magnus de nuevo
boca abajo. Hizo serpentear su mordedor favorito frente a él.
—Ya lo veremos cuando lleguemos allí.

No pasó mucho tiempo antes de tener que enfrentar la


situación. Matthias falleció a mediados de junio y toda la
familia de Tromsø se desplazó a la capital a acompañar a
Olivia en aquellos momentos tan difíciles.
La catedral católica se alzaba majestuosa en el centro de la
ciudad. Inés se sorprendió de la enorme cantidad de gente que
acudió al sepelio. Erik saludaba a amigos y conocidos junto a
su madre y su abuela, mientras sus hermanos se mantenían en
un segundo plano. Claro. Había compartido muchos años con
su abuelo dentro y fuera del hospital.
El sacerdote repasó la larga trayectoria profesional y la
implicación de Matthias en la comunidad de Oslo, pero se le
antojo un discurso un poco frío. Casi la lectura de un currículo.
Magnus comenzó a hacer gorgoritos y a dar gritos al descubrir
que causaba las risas de los presentes. Inés se lo pasó a Erik y
miró hacia la salida, pero él negó con la cabeza y señaló hacia
el altar. La misa estaba a punto de acabar.
—Podéis ir en paz.
—Demos gracias a Dios.
La despedida dio paso a la melodía solemne del órgano y
Olivia rompió en un llanto silencioso, impecable en un traje de
un púrpura muy oscuro, casi negro, mientras Jana la sostenía
del brazo para que se despidiese de los asistentes.
—Ahora sí, vamos fuera. Necesito respirar —gruñó Erik.
Magnus pareció distinguir su ánimo oscuro y alzó las manitas
hacia su rostro.
Inés asintió. Recogió su bolso del suelo y empujó el carrito
hacia la entrada de la iglesia.
Fuera los recibió un medio día luminoso y con calor. Junio
había llegado con días eternos en los que no se ponía el sol. La
ciudad en verano se vestía con sus mejores galas: un cielo azul
celeste que parecía más inalcanzable que en ningún otra parte
del mundo, el verde de los árboles en los parques y los
edificios majestuosos de piedra. No era un mal sitio para vivir.
Maia y Corbyn, seguidos de sus tres retoños, los
adelantaron en dirección a su coche. Kurt se acercó a ellos con
Maria y sus hijas.
—¿Podéis llevar a Astrid? Nosotros llevaremos a Olivia y a
mamá
—Claro —respondió Inés. Le pasó el carrito a Astrid para
que la ayudase y la adolescente se apresuró a hacerse cargo
con una sonrisa.
Condujeron en caravana hasta la casa de Olivia, donde se
ofrecería un refrigerio, como mandaba la tradición.
—¿Estás bien? —preguntó Inés. Erik conducía el Tesla con
el ceño fruncido y más callado que de costumbre. Le acarició
el muslo para llamar su atención.
—Ha sido una ceremonia muy bonita —opinó Astrid desde
el asiento de atrás, haciendo lo posible para que Magnus
permaneciera quieto en la silla a contramarcha.
—Sí —respondió Erik al fin. Estaba más afectado por la
muerte de su abuelo de lo que quería aparentar. Inés se daba
cuenta—. Solo quiero que todo esto acabe.
La recepción se ciñó a unas pocas decenas de personas.
Jana había insistido en que solo asistieran amigos cercanos y
familiares, por lo que Inés se sorprendió al ver a Dieter en un
extremo de la enorme mesa ovalada del comedor. Buscó con la
mirada a Kjerstin, pero no estaba allí. Era el momento
perfecto. Respiró hondo un par de veces y se decidió.
—Astrid, ¿puedes cuidar un momento de Magnus?
La chiquilla cogió al bebé entre sus brazos, resuelta, y
comenzó a jugar con él.
Inés se dirigió hacia el pequeño corrillo donde el antiguo
compañero de Erik se encontraba. Reconoció el porte
arrogante, las miradas de superioridad y la manera cerrada en
que hablaban entre ellos como si pertenecieran a una orden
secreta y superior. ¡Cirujanos!
—Hola a todos. Hola, Dieter, muchas gracias por venir —
dijo para dejar clara su posición. Ella era de la familia. Ellos
no—. ¿Puedo hablar contigo?
Agradeció una vez más esa virtud noruega de no meterse
en los asuntos de nadie y lo guio hacia uno de los ventanales
más apartados. Abrió un poco más las cortinas y sonrió al ver
el mar.
—Inés, dime —dijo Dieter, visiblemente incómodo.
Lanzaba miradas rápidas hacia la puerta o hacia el grupo de
colegas—. Te acompaño en el sentimiento.
Inés correspondió con una sonrisa, pero no se detuvo en
fórmulas corteses.
—Dieter, necesito tu ayuda.
Si le hubiera dicho que se desnudara y bailara una polca
encima de la mesa, su expresión no habría sido más gráfica.
—¿Mi ayuda? ¿Yo? —tartamudeó, pero pudo su buena
educación—. Claro, ¿en qué puedo ayudarte?
Inés lo evaluó con la mirada, ¿cuánto sabría del problema
en realidad? Decidió arriesgarse, había pasado demasiado
tiempo y Erik tenía muchas cosas en las que pensar. Ella había
decidido tomar las riendas en el asunto y no iba a echarse
atrás.
—No te robaré mucho tiempo.
—Sí, gracias. Tengo que irme en un rato
« Ya, claro », pensó Inés al contemplar su expresión de
pánico.
—Kjerstin me contó que tenéis una hija en común.
Christine, ¿verdad? —Él asintió y se mantuvo expectante—.
Hace cuatro años, tanto tú como Erik fuisteis pareja sexual de
Kjerstin. —Utilizó el término más frío que se le ocurrió. El
brillo de entendimiento en los ojos de Dieter la avisó de que
iba por el buen camino.
—Sé lo que me vas a contar —respondió él con tono
glacial.
—Si lo sabes, entenderás lo importante que es para
nosotros aclarar todo este asunto —se apresuró a decir Inés.
—Para mí más que nadie —replicó el hombre con mala
cara—. Yo soy su padre. Pero eso se hace imposible si Erik se
niega a hacer una prueba de paternidad.
Inés se detuvo un instante, sorprendida.
—¿Es eso lo que Kjerstin te ha dicho? —bufó sin poder
evitarlo. ¡Maldita zorra! Cerró los ojos y contó hasta diez. Por
muchas ganas que tuviera de correr a arrancarle los ojos donde
quiera que estuviese, no era el momento de perder los papeles
—. Porque te aseguro que no es así. Erik está dispuesto a
cruzar una muestra suya, una tuya y una de la niña para zanjar
todo este asunto. Y todavía lo está.
Dieter se echó a reír, negó con la cabeza y miró al cielo.
—¡Oh, Kjerstin! Debí imaginarlo —murmuró para sí. Inés
captó en sus labios el amago de una sonrisa triste—. A mí me
dijo que ella no tenía ningún reparo en autorizarla, y que era
Erik el que se desentendía de saberlo, que no tenía ninguna
necesidad de aclararlo y que no era su responsabilidad —
explicó con amargura—. Ahora veo que ha tergiversado las
cosas. Es ella quien no quiere terminar con todo esto.
Inés no respondió. Su posición tampoco era fácil. Al menos
ella y Erik pertenecían al mismo bando.
—Es una mujer complicada, tiene sus propias motivaciones
y no siempre las comparte conmigo. El padre de Christine soy
yo —intentó excusarla. Inés no lo compró. Era una maldita
bruja—. Pero estoy harto de que utilice la incertidumbre para
hacerme daño en alguna pelea o en un momento tenso. Sabe
que Erik es un punto de gatillo para mí y ella es un poco
vengativa.
Inés captó la mirada preocupada de Erik, y en esa
comunicación silenciosa que habían perfeccionado a lo largo
de su relación, le transmitió sin palabras que esperase.
—Entonces tienes todo el derecho de autorizar tú el estudio
—espetó ella, abriendo las manos en gesto de obviedad—.
Resolvamos esto. Tienes que desearlo tanto como nosotros. Y
hagámoslo ahora, estos días que Erik y yo todavía estamos en
Oslo.
Un relámpago de dolor cruzó en los ojos claros del hombre.
Inés esperó, respetando su conflicto. Sonrió al ver que Erik se
acercaba a ellos por fin con Magnus en brazos y pinta de no
estar demasiado contento.
—Hola, Dieter —saludó con tanta educación como
frialdad. Acto seguido lo ignoró—. Inés, Magnus necesita
comer. He intentado entretenerlo, pero…
El pequeñajo esbozó un puchero al verla y comenzó a
gimotear para darle la razón a su padre.
—Sí, sí. Ven aquí, chiquitito. —Pasó de manera
inconsciente al castellano, era incapaz de hablarle en otro
idioma—. Dieter, espero que lo pienses y nos transmitas una
decisión antes de que nos vayamos el próximo domingo.
—Claro. Erik, me pondré en contacto contigo a través de
Coby. No te prometo nada, pero hablaré con Kjerstin —
prosiguió, esta vez dirigiéndose a Inés—. Llamaré para daros
una respuesta.
Esbozó una sonrisa hacia el pequeño Magnus y se alejó a
paso rápido hacia la salida. Inés suspiró.
—Ahora la pelota está en su tejado.

Después de despedir a todos, se retiraron a su habitación,


agotados. Erik no pudo descansar demasiado, el timbre del
móvil lo sacó de la duermevela que lo había atrapado junto a
Inés y Magnus. Descolgó con rapidez al ver que era Maia y
salió sin hacer ruido para no despertarlos.
—¿Qué pasa? —susurró, aunque ya estaba en el pasillo y
había cerrado la puerta.
—Son las cinco de la tarde, Erik. Te estamos esperando —
dijo su hermana con fastidio evidente.
Se detuvo justo antes de la escalera, sin entender.
—¿Esperándome? ¿Dónde?
Maia salió con el teléfono aún en la oreja de la Sala del
Fuego, llamada así por sus abuelos porque contenía una
enorme chimenea. Hizo un ademán para que acudiera con
rapidez.
—¡La reunión con la abuela y mamá! Solo faltas tú —dijo
con tono acusador—. Últimamente no hay quien te aguante,
¡vives en la inopia!
—Svarte Helvete… —Bajó las escaleras a toda prisa y se
frotó los ojos. Intentó poner en orden su pelo revuelto.
—Estás hecho una mierda —dijo Maia antes de entrar
juntos al salón.
—Dime algo que no sepa —dijo divertido. Su hijo había
descubierto que podía reírse solo y que eso provocaba aún más
atención a su alrededor—. Magnus aún nos regala noches en
vela. Al menos, ahora no llora.
—Bien, ya estamos todos —dijo Jana al verlo entrar. Olivia
y Kurt se sentaban junto a ella en uno de los enormes sofás.
Frente a él, dos enormes butacones de cuero viejo encerraban
el espacio justo para una alfombra de lana y una mesita baja.
En ella, varios documentos que parecían importantes—. Erik,
Maia, sentaos allí.
—Me alegra teneros a todos aquí, aunque sea en estas
circunstancias. Me hacéis sentir muy arropada —comenzó
Olivia, con la voz temblorosa y los ojos brillantes. Su
presencia revestía el momento de solemnidad—. Estoy segura
de que Matthias sonríe en el cielo al ver a toda la familia
reunida. Como debe ser. Jana, ¿puede tú contarles cómo queda
el testamento?
De manera que de eso se trataba. Erik miró de reojo a sus
hermanos. ¿Cuánto sabían de las intenciones de sus abuelos?
—Hijos, ya sabéis que la abuela quiere dar la herencia en
vida y vuestro abuelo lo quería así también —dijo Jana a modo
introductorio. Miró de reojo a Olivia, que la escuchaba con
atención—. Mañana se hará la lectura del testamento frente al
abogado, pero nos gustaría que hablásemos de ello hoy.
—Mamá, yo ya te he dicho que tengo más que suficiente
con llevar la empresa de papá —dijo Kurt, con toda la pinta de
estar tan incómodo como él con el tema—. Viking Verktoy va
mejor que nunca y tengo el 40% de la participación. No puedo
asumir más.
Erik alzó las cejas en un gesto de sorpresa, aunque no dijo
nada. Siempre pensó que él y sus hermanos habrían heredado
por igual.
—¿No lo sabías? —susurró Maia a su lado, mientras su
madre seguía repasando las últimas voluntades de su abuelo—.
Mamá, tú y yo tenemos cada uno un veinte por ciento. Kurt
tiene el doble, con la condición de llevar las riendas.
—Me parece más que justo —susurró Erik.
Su madre había mencionado su nombre y volvió a prestar
atención. Ahora leía fechas y nombres de todos, incluso los
biznietos tenían cabida, pero de nuevo se desconectó. Era más
que justo. Él nunca se interesó por los entresijos de la empresa
una vez se enfocó en la medicina y le constaba que a Maia le
importaba un pepino el imperio ferretero de su padre. Aun así,
disfrutaban de su parte en forma de un ingreso más que
suculento cada mes.
—Exceptuando estos pequeños bienes que mi padre quiso
repartir de manera personal —concluyó Jana tras enumerar la
serie de regalos hechos por Matthias—, yo soy la depositaria,
por la cesión en vida que ha hecho Olivia, de todo lo demás.
—Heredera universal, ¡menudo buen partido, mamá! —
bromeó Maia para aligerar el ambiente. Erik no pudo evitar
sonreír.
—Sí, hija. Pero yo no tengo ni la edad ni las ganas de
administrar un patrimonio que no entiendo —dijo sin dejarse
llevar por su ánimo travieso—. Es por eso por lo que todo se
os va a traspasar a vosotros.
Los tres hermanos observaron a su madre en silencio.
—Erik, no participarás de la herencia del astillero por
decisión de tu abuela —dijo Jana. Él permaneció en silencio,
imaginando por qué—. El motivo es muy sencillo: el abuelo te
deja su clínica en Majorstuen, y todo lo derivado de su
actividad como cardiocirujano.
Jana le tendió una carpeta. Erik la abrió y miró los
documentos. Tragó saliva. No era solo la clínica, era el
edificio completo. Una construcción del siglo XIX, situada en
pleno distrito de Frøgner y reformada en su totalidad, donde se
alquilaban consultas a otros colegas, y que ahora era un
prestigioso centro médico equipado con la última tecnología.
Las acciones, los coches, la casa de Mallorca. Todo.
—Lo que decidáis tú y la abuela estará bien. Yo no sé nada
de astilleros —dijo, aún descolocado por la sorpresa.
—Espera un momento, Erik —interrumpió Jana, un poco
enfadada con tanta interrupción—. Tú y yo cederemos nuestra
parte de Viking Verktoy a Kurt, y Maia heredará los astilleros
en la misma proporción, ochenta por ciento para ella y veinte
por ciento para Kurt. Tú quedarás liberado, porque aún no
sabemos si te vas a marchar o te vas a quedar en Noruega. El
resto del patrimonio diversificado se ha liquidado, las
acciones, propiedades y empresas satélite. Ese dinero se
repartirá de manera equitativa entre los tres.
—¿Sabéis a cuánto asciende el total? —preguntó Kurt
agitando una de las carpetas en la mano y la mirada incrédula.
Maia y Erik negaron con la cabeza. Ninguno tenía ni la más
remota idea—. Son más de cinco mil millones.
—¿De coronas? —preguntó él con ingenuidad.
—De euros.
Se miraron unos a otros. El dinero jamás había sido un
problema. Salvo la etapa universitaria rebelde de Erik, en la
que se había empeñado en no recibir ni un ore ni de sus padres
ni de sus abuelos, jamás había pasado estrecheces. Pero
aquello era otra galaxia.
—Guau —murmuró Maia.
Erik ni siquiera abrió la boca. Dos mil millones de euros en
herencia y una empresa para gestionar.
Kurt fue el primero en expresar lo que pensaba. Se
desplomó en el sillón, abrumado por el peso de aquella
responsabilidad, y miró a su madre con expresión ceñuda.
—Es una locura, mamá. ¿Qué vamos a hacer con todo ese
dinero?
Jana se encogió de hombros, ya no era su problema.
—Puedes invertir tu parte en Viking Verktoy y dar el salto
internacional —propuso Erik, pensando en las posibilidades
—. ¿No es lo que tú y papá queríais? Ahora tendrás el capital.
La mirada de su hermano se iluminó y Erik sonrió,
satisfecho de ayudarlo.
—Pero yo no quiero los astilleros —dijo Maia con aire
culpable. Se notaba que le costaba un mundo pronunciar
aquellas palabras—. Mi mundo es la arquitectura y el diseño,
¡no tengo ni idea de cómo gestionar algo así!
—Pero alguien tiene que encargarse —objetó Jana. Olivia
hacía rato que se había quedado dormida, recostada en el sofá
—. No quiero dejarlo en manos de una gestora.
—Podría hacerlo Erik —soltó Maia como si hubiera
descubierto la solución ideal—. No estás haciendo nada,
hermano. Magnus va a cumplir tres meses y tú sigues sin
trabajar.
El rostro de Kurt se iluminó.
—¡Buena idea! —dijo, incorporándose un poco y
mirándolo con alegría—. Así queda todo en familia como
quiere mamá y te ocupas de algo provechoso. Además, tienes
buena cabeza para el mundo empresarial.
—Un momento. Yo soy cardiocirujano y voy a heredar del
abuelo —rebatió Erik al ver lo que le caía encima.
—Es lo más sencillo —presionó Maia. Miró a su madre,
cogió lápiz y papel y trazó el nuevo plan—. Se reparten las
empresas entre los tres, mantenemos los porcentajes de Viking
Verktoy como hasta ahora, Erik se hace cargo de astilleros
Christensen y recibe la herencia del abuelo. El resto queda
como han dicho la abuela y mamá.
—¡Pero es injusto para vosotros! —exclamó Erik, no era
difícil hacer un cálculo rápido—. El más beneficiado soy yo.
—Si te quedas más tranquilo, cédenos un ático del edificio
del abuelo —negoció Maia con inteligencia. Erik rio entre
dientes, estaba claro quién era la más lista de la familia—. Así
tendremos una residencia en Oslo, que no nos vendrá nada
mal.
—Todo vuestro —se apresuró a contestar él.
Miró a su madre, que sonrió, aprobadora. Solo quedaba la
lectura del testamento oficial, pero la conversación importante
había sido esa.
Cuando Erik volvió del notario al día siguiente, corrió a
abrazar a Inés y a su hijo. Nunca se había separado tantas
horas de ellos, les había llevado toda la mañana la lectura de
los documentos y aún quedaban temas por resolver.
Inés alzó la mirada al verlo llegar al jardín, donde tomaba
el sol junto a Magnus.
—¿Qué tal ha ido? Traes cara de susto —dijo tras
intercambiar un beso. Erik la sostuvo entre sus brazos y cerró
los ojos para disfrutar de la calidez de su cuerpo junto al suyo
uno vez más.
—Traigo cara de haber heredado de golpe un patrimonio de
más de dos mil millones de euros y una enorme
responsabilidad.
Inés tragó saliva. Ahora estaba todavía más claro. No iban
a volver.
En tránsito

Se detuvieron juntos frente a la cancela de madera blanca y


miraron hacia la casa. Inés tragó saliva. No quería marcharse
de Tromsø. Dejaban atrás una de las etapas más felices de sus
vidas: los primeros meses de su hijo, la intimidad compartida
en su nueva casa, tomar las riendas de la ciudad, de la
idiosincrasia, del idioma. Y ahora volvían a estar en tránsito.
—Lo sé, liten jente —murmuró Erik. La abrazó por los
hombros y la estrechó contra su costado. Inés cerró los ojos al
percibir el roce de sus labios en la sien—. Estaremos bien en
Oslo y volveremos pronto. Cuando pongamos en orden las
cosas allí, dentro de unas semanas, vendremos a pasar unos
días. ¡Lo haremos siempre que quieras! Son dos horas de
avión —se deshacía en explicaciones en un intento de
consolarla—. De hecho, podemos venir a pasar todos los fines
de semana.
Asintió. Mejor no intentar hablar. Volvió los ojos hacia
Magnus, que aprovechaba hasta el último minuto de sol
tumbado en el césped, pasando las manitas por la hierba con
fascinación. Sus ojos azules, iguales a los de Erik, brillaban
con el fulgor de esa alegría inocente, esa curiosidad que se
maravillaba por todo: una mariquita en su dedo regordete, una
flor, una pequeña piedra. Había que tener cuidado, ahora había
aprendido a llevarse las cosas a la boca.
—Se nos hace tarde —dijo Erik en un susurro.
—Déjalo un poquito más —suplicó ella.
Se sentó en el suelo junto a su hijo. Los parterres de flores
que había plantado llenaban el jardín de color. ¿Quién iba a
cuidarlos ahora? Su vida sería tan efímera como el tiempo que
habían pasado allí. En cuanto volviera el frío, si no las
protegían, morirían heladas. Se despidió en silencio de la casa.
De cada habitación, en la que había imprimido su sello: los
muebles eran nórdicos, funcionales, sencillos y de colores
claros, pero ella había pintado cuadros alegres y luminosos,
escogido alfombras cálidas, cojines mullidos y muchas,
muchas fotos que recordaban a seres y lugares queridos. Sí,
volverían. Pero ya no vivirían allí.
Magnus interrumpió su melancolía con un sonoro bostezo
que la hizo sonreír. Era tan expansivo como su padre.
—Aprovechemos que tiene sueño para coger carretera —
dijo Erik. Hizo amago de levantarlo de la hierba, pero Inés lo
detuvo.
—Cámbiale el pañal antes, tiene un olor sospechoso. Yo
voy al baño antes de salir —dijo Inés entre risas, dejándole la
misión a él.
—¡Cobarde! —la insultó Erik mientras sacaba del coche la
bolsa con los pañales.
—Totalmente —reconoció mientras desaparecía en el
interior de la casa.
Ya estaba cerrada, con las persianas a medio bajar para que
las plantas interiores recibieran algo de luz. Dio una vuelta
final, se sentó en el sofá durante unos segundos, una
superstición heredada de su madre y que buscaba no olvidar
nada por las prisas, y salió de nuevo al jardín.
Se detuvo en el quicio de la puerta y reprimió una sonrisa
al ver a Erik arrodillado ante su hijo. Le hablaba en noruego,
explicándole con todo detalle lo que iba haciendo, como si así
fuese a conseguir su colaboración. El problema era que a
Magnus le encantaba darse la vuelta en cuanto tenía
oportunidad y no tenía consideración alguna con las reglas
sociales. Cuando estaba desnudo, pataleaba feliz y se hacía
imposible ponerle el pañal y la ropa. En especial si hacía sol y
calor. Cerró los ojos un segundo al ver el desastre que se
avecinaba.
—¡Maldita sea! ¡Te has puesto perdido! —exclamó Erik
consternado. Cogió tres o cuatro toallitas y comenzó a limpiar
a su hijo, todo embadurnado. Fue peor. Magnus se movía
como una anguila y a todas luces pensaba que era un juego—.
Magne. Magne, por favor —intentó persuadirlo de que se
estuviera quieto.
Inés acudió en su ayuda pese a que se lo estaba pasando en
grande.
—Debería ponerme guantes quirúrgicos para esto —dijo
Erik con cara de asco. La hizo soltar una carcajada.
—Deja que lo lleve dentro, es mejor bañarlo. Tiene caca
hasta la nuca —respondió Inés, muerta de risa. Se inclinó
junto a ellos y alzó a su bebé en brazos—. Basta que tengas
prisa para que pase esto, ¡no falla!
—No lo levantes hacia ti, porque…
Demasiado tarde. ¿Cómo había caído en ese error de
principiante? En cuanto Magne se vio con el culete al aire y
libre de pañales y toallitas, la regó con pis por aspersión.
—¡Magnus! —protestó. Ahora era Erik el que se reía a
carcajadas. El chorro había empapado su camiseta de tirantes
recién estrenada.
—¡Te lo dije! —exclamó Erik, eufórico y muerto de la risa.
Acabaron por entrar los tres en la casa. Erik tuvo que
lavarse las manos hasta los codos. Inés metió a Magnus en la
bañera y lo limpió de arriba abajo. Mientras Erik lo vestía, ella
subió a su habitación a cambiarse la camiseta. Salieron una
hora más tarde de lo previsto.
—¿Nos vamos? —preguntó Erik al volante.
Inés se cercioró una vez más de que su hijo iba bien
asegurado, con su mantita y su mordedor favorito a mano, y de
que tenía todo lo que necesitaba para atenderlo en el asiento de
atrás. Se sentó en el lugar del copiloto y programó
Chainsmokers en el sistema de sonido. Metió un par de
tabletas de chocolate en la guantera y entonces, confirmó.
—Nos vamos.

Recorrieron los casi dos mil kilómetros de carretera hasta la


capital noruega sin prisas, disfrutando de la belleza del paisaje
ártico. Sin escatimar en paradas para estirar las piernas,
recorrer algún mirador especial o porque Magnus necesitaba
comer. En la pequeña ciudad de Narvik, Inés aprendió a
disfrutar de los arenques por fin, aunque al principio arrugase
la nariz cuando Erik se los presentó en un enorme bocadillo.
Se tomaron un par de días para recorrer las islas Lofoten. Si
ya el paisaje la había dejado sin aliento, aquel ramillete de
pueblitos costeros, con sus casas rojas de madera erigidas
sobre el mar a modo de palafitos, la enamoraron. Le costó
marcharse de allí. La calidez de los noruegos en los lugares
pequeños era distinta. Más abiertos y acogedores; hasta
tomaron café con un pescador junto a la playa, en una cafetera
que colgaba de un trípode sobre las llamas de una hoguera,
escuchando fascinados las anécdotas de sus vivencias en el
mar. Erik prometió que volverían en invierno para ver las
auroras boreales, que también eran muy especiales allí. Aquel
invierno habían visto muchas, pero Inés guardaba celosamente
el recuerdo de aquella bajo la que Erik le pidió que
compartiese su vida con él.
Saludaron desde la carretera un grupo de ballenas yubartas,
persiguieron frailecillos para deleite de Magnus, que estiraba
sus manitas al verlos volar. Por la noche, se alojaron en una
pensión sencilla que el pescador les recomendó e Inés se dejó
abrazar por las pieles de reno que cubrían la cama y el aroma a
guiso de salmón que se percibía desde la cocina. Cada segundo
destilaba el elixir extraño de la felicidad.
Inés despertó de madrugada al no sentir a Erik en la cama.
Se incorporó y sonrió soñolienta al verlo con Magnus en
brazos, completamente dormido, susurrando palabras de
cariño.
—¿No vienes? —dijo en voz baja, acariciando el sitio
vacío a su lado.
Él negó con la cabeza y besó a su hijo en el pelo. Inés
sonrió. Lo acunaba porque añoraba su contacto, no porque se
hubiera echado a llorar, o ella misma se habría despertado.
—No. No puedo dormir —confesó. Señaló la claridad
dorada que penetraba por la ventana sin cortinas, ni persianas
ni contras, pese a que eran las cuatro de la mañana—. Este
maldito sol de medianoche me desvela. No recordaba que
tuviese tantos problemas antes. Ahora, en cuanto noto un poco
de luz, se acaba el descanso. Echo de menos los días y noches
diferenciados de Chile.
Inés contuvo el aliento unos segundos. Era la primera vez
desde que vivían en Noruega que Erik expresaba nostalgia por
su vida anterior.
—Parece increíble que exista una cosa que te moleste de
aquí. A mí me resulta difícil encontrar algo que no me
maraville o me enamore —confesó Inés. Era cierto. Jamás
pensó, en un primer momento y con unos inicios tan
accidentados, que se desenvolvería con tanta soltura en un país
como aquel—. ¿Echas algo más de menos?
Erik depositó a Magnus en la cuna tosca de madera y lo
contempló dormir durante unos segundos. Parecía pensar. Inés
no lo interrumpió. Adoraba observarlo así, prendado de su
pequeño. Con los colores de su padre en la piel, en los ojos y
el rostro. Una pequeña fotocopia de él.
—Echo de menos muchas cosas, kjaereste. La casa de
Farellones… —Inés soltó un gemido ahogado, aquello era un
golpe bajo—, mi trabajo de cirujano, los amigos que dejamos
allí. Y tenemos que traernos a Loki en cuanto nos asentemos
por fin.
Los recuerdos acudieron a ella en tropel. Reprimió las
lágrimas, no quería cohibir el arranque sincero de Erik. Sonrió
con valentía, instándolo a seguir.
—Hace años que tengo esta sensación de que no
pertenezco a ninguna parte. No soy noruego, no soy chileno,
tampoco español —enumeró los países donde había pasado
temporadas significativas de su vida, asomado a la ventana. La
luz dorada acariciaba su piel y matizaba con calidez el color de
sus ojos—. A la vez, me siento un poco de todos esos lugares.
Inés se levantó de la cama y lo abrazó desde atrás. Rodeó
su cintura con fuerza y aplastó los pechos contra él. Apoyó la
mejilla en la espalda fornida y besó con suavidad los tatuajes
que la adornaban. Cerró los ojos e inspiró; adoraba el aroma
almizclado y cálido que su piel emanaba.
—Sí que perteneces a algo. Me perteneces a mí. Perteneces
a Magnus —susurró Inés. Abrió los dedos y posó las palmas
de las manos en sus pectorales, estrechando el contacto—.
Hace mucho tiempo que lo sé. Da igual dónde estemos.
Nosotros somos tu hogar.
Se lo demostró sin palabras. En silencio, lo condujo hasta
la cama. Él, como siempre, ya estaba desnudo, pero ella se
quitó el camisón de seda de color crema frente a su mirada
encendida, y descubrió su cuerpo. Esbozó una sonrisa torcida.
—El embarazo se ha cobrado su peaje —dijo acariciándose
las estrías de su bajo vientre. No eran demasiadas, pero
Magnus había sido un bebé de casi cuatro kilos—. Y no quiero
ni pensar cómo van a quedar estas después de la lactancia.
Llevó las manos a sus pechos. Sus gestos, en apariencia
inocentes, lograron su cometido. Erik se acercó a ella con un
filo de lascivia amenazadora en la mirada.
—Son marcas de guerra, kjaereste. En mi cultura, te dan
todavía más valor. —La aferró de las muñecas y la tendió
sobre la cama—. Eres fiera, experimentada. Una guerrera.
Inés recibió el peso de su cuerpo sobre ella con un gemido
de deleite.
—Con esta decoración de madera tallada y entre estas
pieles, me siento una auténtica vikinga —susurró abriendo los
muslos para permitir el paso hacia su sexo—. O una mujer de
una tribu extraña, invadida por los monstruos fieros de ojos
azules y armas brillantes.
—Tendrás que rendirte a mí si quieres salvar a tu hijo,
extranjera —continuó él su juego provocador, placándola
sobre la cama con rudeza—. Si no te rindes, te someteré
igualmente. Es tu decisión.
Inés forcejeó para salir bajo el cepo de sus brazos y él la
inmovilizó sobre la cama.
—¿Te resistes? Eres indómita y salvaje. —Inés hizo un
esfuerzo para no reír, pero se imaginó a la perfección aquella
misma conversación, mil doscientos años atrás, y a Erik como
un vikingo conquistador.
Hizo el amago de rechazar su boca al caer sobre ella con
brusquedad, pero su cuerpo tenía memoria y se rendía en
cuanto comenzaba el contacto. Lo abrazó con las piernas y
metió la mano entre sus cuerpos febriles para dirigir su
erección. Erik se enterró en ella sin piedad, aunque ambos
intentaban ser silenciosos. No solo porque Magnus dormía a
pocos metros en la cuna, sino porque aquellas paredes de
tablilla eran casi papel.
Aumentó el ritmo, se aceleraron los jadeos y gemidos. Lo
empujó del hombro para que rodase y fue ella quien lo cabalgó
a él.
—Esto es históricamente incorrecto —gruñó Erik entre
risas al ver que era Inés quien sostenía sus muñecas por
encima de su cabeza y contoneaba la pelvis con violencia,
rebotando contra él.
—Te equivocas. Los gallegos resistieron los ataques
vikingos en el norte de España hace mil años —rebatió
inclinándose hasta rozar sus labios con los de él—. Y no
fueron capaces de doblegarlos.
Y la historia se repitió. Fue Inés quien lo condujo, con la
experiencia de conocer su cuerpo y sus preferencias como la
palma de su mano, hasta un orgasmo demoledor. Lo estrechó
en su interior con fuerza, se esmeró con besos húmedos que
rindieron su boca. Lo tentó una y otra vez con la suavidad de
sus pechos. Extendió el cuello y cerró los ojos en puro delirio
cuando ella misma se abandonó a las oleadas de placer.
Buscó cobijo en su pecho para recuperar el aliento y sonrió
triunfante al darse cuenta de que roncaba con suavidad. Y
Magnus no se había despertado. Disfrutó del momento de paz.
Y reconoció que las palabras de Erik sobre Chile, en cierto
modo, le habían quitado un peso de encima sin saber con
exactitud el porqué.
Oslo

Inés alzó la mirada hasta el último piso del edificio de finales


del siglo XIX en pleno distrito ricachón de la ciudad. Frøgner.
La fachada de piedra era maravillosa. Los amplios ventanales
de madera restaurada le daban un aspecto liviano, grácil. Cada
planta se diferenciaba de otra por capiteles de estilo
neoclásico, sostenidos por columnas de medio punto. En lo
alto destacaba una cubierta de hierro y cristal similar a la de la
estación de Atocha de Madrid.
—Espera a verlo por dentro —dijo Erik, entusiasmado.
Marcó la clave del magnífico portal de bronce y madera, y
entraron al vestíbulo de mármol rosado. El impacto de las
placas de acero con los nombres de las distintas especialidades
médicas y los profesionales adscritos la hizo parpadear. El
contraste era inmenso—. Te va a encantar.
Las cuatro primeras plantas pertenecían a la clínica, tanto
quirófanos como consultas. No se detuvieron en ellas, ya que
estaban sumergidas en la actividad frenética propia de un
hospital. Subieron en el moderno ascensor acristalado, que
permitía una vista panorámica de cada piso, hasta la última.
Era solamente residencial y encerraba tres áticos.
—El más grande es el nuestro. —Dio varias vueltas a la
llave en la pesada cerradura de seguridad. Inés empujó la
puerta blindada y un espacio amplio y lleno de luz la envolvió.
Se situó en el centro de la enorme estancia y dio una vuelta
sobre sí misma. Sonrió. En su cabeza, comenzó a decorarlo.
Erik había mandado retirar los antiguos muebles, solo
conservaron las librerías de haya clara. Una salva de
estornudos por el polvo del ambiente la sacó de su afán
creativo.
—Es perfecto, Erik. ¿Cuándo podremos mudarnos? —
Olivia era una magnífica anfitriona, pero se sentía incómoda
en aquella casona tan señorial. Además, estaba un poco lejos
del centro—. Los muebles no pueden tardar en llegar.
—La semana que viene estarán aquí, kjaereste. Ten un
poco de paciencia —pidió con una sonrisa resignada en sus
labios—. Sé que la abuela es a veces difícil de llevar, pero la
hace muy feliz que estemos con ella.
Inés no contestó. Casi habría preferido marcharse a un
hotel. Le molestaba la insistencia de la anciana en quedarse
con Magnus cada vez que ellos salían a hacer un recado, pero
había acabado por ceder porque Erik no veía razonable
someterlo a tanto ajetreo cuando podía quedarse en una
enorme habitación llena de juguetes y con una cuidadora
especialmente escogida por su bisabuela para él. Cosa que no
le había gustado ni un pelo, porque ni siquiera les había
consultado.
—Es tarde, tengo que darle el pecho a Magnus —dijo al
comprobar que ya habían pasado más de dos horas y que
tardarían aún un buen rato en llegar—. ¿Me llevo yo el coche
y sigues tú con lo que tengas que hacer?
Erik echó un vistazo al móvil y puso cara de circunstancias.
Ella asintió. Habían pasado un par de días ocupados en
instalarse y se acumulaban los pendientes.
Entre ellos, la entrega de la muestra de ADN para hacer la
prueba de paternidad.
Kjerstin había accedido al fin, presionada por su marido, y
fue la que escogió el lugar para realizarla: un laboratorio
privado a las afueras de Oslo, donde nadie conocido tuviera
acceso a los resultados y así evitar transformarse en la
comidilla de todo el hospital. Erik estuvo de acuerdo. Terreno
neutral. Prefirió ir solo, pese a que Inés insistió en que la
llevase como apoyo estratégico. Quería mantenerlos a ella y su
hijo lo más lejos posible de la influencia tóxica de Kjerstin.
Tuvo que esperar un buen rato en una sala vacía y
desangelada. No se sentó. Recorrió de un extremo a otro como
un león enjaulado la habitación hasta que una enfermera entró
con guantes y mascarilla unos veinte minutos después.
—Abra la boca. Espere. —Erik aguantó con paciencia con
la boca abierta, ahí mismo, de pie, mientras pasaba un hisopo
por el interior de su mejilla—. Muy bien. Puede marcharse.
Los resultados se entregarán el próximo lunes.
—¿Las muestras de Dieter y Christine Rohde ya han sido
recogidas?
La mujer no cambió ni un milímetro la expresión de su
rostro.
—La ley de protección del paciente me impide darle esa
información.
Salió de allí sintiéndose un auténtico idiota. ¿Quién
aseguraba que ellos habían cumplido con su parte? Se
esperaba un encuentro desagradable, incluso dramático, y ni
siquiera estaban allí.
Cuando llegó a casa de su abuela, Inés y Magnus habían
salido. Aquello lo fastidió un poco.
—Hola, abuela. —Se inclinó para darle un beso en la
mejilla y se sentó en la butaca junto a ella en el cenador del
jardín. Sobre la alfombra de un césped perfecto, reposaba una
manta de colores y había al menos una veintena de juguetes
desparramados—. Lo mimas demasiado.
—¡Déjame disfrutar un poco! —protestó ella, e hizo un
gesto impaciente con la mano—. Es el último biznieto que
conoceré y hacía mucho tiempo que no tenía un bebé conmigo.
Aunque cuesta mucho que Inés lo suelte —dijo con cierta
malicia.
—Por cierto, ¿dónde está ella? —Impuso a su voz un tono
casual. Había retenido la pregunta tan solo por educación, pero
notaba la ansiedad por la separación desde que había entrado
por la puerta.
—Ha averiguado que hay un estudio de yoga y danza cerca
de aquí, y ha ido a preguntar con Magnus —informó Olivia,
cruzando las manos sobre su regazo—. Le he ofrecido
quedarme con él, pero ha preferido llevárselo y dar un paseo.
¡Como si aquí no le diera el aire!
No pudo evitar el sentimiento de fastidio. Era increíble la
manera en que Inés se ponía en marcha y tomaba las riendas
de la situación. ¿Se mudaban a una ciudad nueva? Ahí iba ella,
planificando su conquista. Se aprendía el mapa de memoria,
averiguaba por internet las actividades que le gustaría hacer y
llenaba sus horas sin permitirse un minuto de aburrimiento. A
veces resultaba agotador.
Acompañó a su abuela a dar una vuelta por el jardín.
Enseguida movilizó al servicio, pese a sus protestas, para
prepararle algo de comer y de beber, aun cuando insistió en
que tenía dos manos y podía hacerlo solo; pero Olivia tenía la
maligna costumbre de llevarse la mano al pecho y fingir, o no,
no lo tenía muy claro, que le faltaba el aire para conseguir lo
que quería. Y ahí estaba. Rabiando por estar con Inés y su hijo
frente a una ensalada César y un zumo de arándanos.
—Esta niña… —reflexionó Olivia en voz alta. Hizo un
gesto de reprobación con la cabeza—. ¿De qué huye,
corriendo siempre de un lado para otro, siempre en la
búsqueda de algo que hacer? No es natural. ¿Oyes lo que te
digo, hijo? No es natural.
Erik no respondió.
Eso era. Inés llenaba un vacío.
¿Cómo había sido tan tonto?
—Abuela, perdona. Te dejo un momento —dijo, con la
ensalada a medias. Se bebió el zumo de golpe y se limpió los
labios con el antebrazo ante su mirada escandalizada—.
Necesito hablar por teléfono.
—¡Pero si no has acabado de comer!
—Vuelvo en un momento. Voy a hablar con Maia. Le
mandaré saludos de tu parte a ella y a mamá.

Inés caminó sin prisas por la avenida flanqueada de castaños


de Indias en flor. Admiró extasiada las casas, más bien
palacios, a ambos lados de la calle. El paso de un colorido
tranvía llamó la atención de Magnus, que elevó en una octava
la intensidad de sus gorgoritos. Miró de nuevo la dirección en
su móvil con extrañeza. Sí, era allí. Nada indicaba en la puerta
de hierro forjado que aquello era un estudio de danza, pero
timbró de todas maneras. Se abrió gracias a un mecanismo
automático y caminó intrigada por el jardín lleno de flores.
—¡Buenas tardes! Bienvenida. —La hizo pasar una mujer
de unos cincuenta años, de rostro afable y enfundada en unas
mallas y un maillot negros. El porte era inconfundible. Cuello
largo y torneado, piernas fuertes y cuerpo delgado y fibroso. El
de una bailarina. El de una atleta—. Inés, ¿verdad? Ven,
estaremos más cómodas en mi despacho y allí te explicaré las
disciplinas que practicamos y los horarios en los que se
imparten las clases.
Hizo un esfuerzo por no perderse nada de su explicación.
Hablaba un poco rápido y su acento oslense era bastante
cerrado. En el norte hablaban de manera más pausada. Ella
parecía contagiada del ritmo frenético de la ciudad.
—Gracias —respondió mientras la seguía por un corredor
estrecho para conocer las instalaciones.
Sonrió y su corazón latió más deprisa. A un lado del
pasillo, puertas cerradas. Pero al otro, unas cristaleras dejaban
ver una enorme sala con suelo de parqué pulido en cuyo
extremo reposaba en silencio un piano de cola. La barra, que
atravesaba la pared opuesta de un lado a otro, parecía estar
más alta de lo habitual. Justo al medio de la clase, otra barra,
esa vez portátil, tenía colgados varios pares de zapatillas. Un
deseo irrefrenable de volver a alzarse sobre las puntas la
abrumó. Habían pasado ya dos años desde que Cecilia la
echara sin contemplaciones de su pequeño grupo de bailarinas.
Al salir de la casona, llevaba el folleto con el horario. Una
hora a la semana iría con Magnus a clases de Baby Yoga.
Otros dos, volvería al ballet.
Cuando llegó a casa, Erik estaba enterrado en papeles. Su
cara de alivio al verla la hizo reír.
—¡Cómo os he echado de menos! —Cogió a Magnus de
sus brazos con ansiedad. Se enterneció al ver cómo se
iluminaba el rostro del niño al descubrir a su padre. Eran dos
gotas de agua.
Inés lo besó en los labios y lo miró a los ojos, preocupada.
—¿Todo bien con la prueba?
—Sí. Un mero trámite. El lunes nos darán los resultados —
respondió apresurado, con ganas de dejar el tema atrás—.
¿Qué tal te ha ido en la escuela de danza? Olivia me ha
contado que estabas allí.
—¡Genial! —Le mostró el folleto con las horas marcadas
en fluorescente, entusiasmada—. Empezamos pasado mañana
con el yoga, a Magnus le encantaba en Tromsø. Los martes y
jueves tengo danza. Dos horitas. —Erik le lanzó una mirada
extraña, pero no dijo nada—. Dejaré a Magnus con Olivia,
seguro que le encantará quedarse con él. ¿Te parece mal?
La expresión de Erik era tensa y preocupada y lo
contempló boquiabierta. Él negó con energía y la abrazó. La
besó y deslizó los dedos por su mejilla.
—No, liten jente. ¿Cómo me va a parecer mal? Es solo que
ando un poco estresado con todo esto. —Señaló los papeles
encima del escritorio y soltó un gruñido de hartazgo—. Mi
contable me ha advertido que tengo que invertir si no quiero
que Hacienda me dé el sablazo del siglo con todo este dinero
en el banco. Y no me decido a qué apostar.
Inés se sentó en la enorme butaca de cuero. Subió los pies
envueltos en calcetines y frunció el ceño en gesto de
concentración. Erik se tumbó sobre la cama a jugar con
Magnus mientras ella estudiaba los dosieres. Un equipo
deportivo local que buscaba inversores para dar el salto a la
liga profesional… No. Una cadena de locales nocturnos donde
se hacían bailes eróticos…
—¡Ni hablar! —resopló, indignada. Erik soltó una
carcajada.
—Sabía que no te iba a gustar.
Otra cadena, esta vez de comida mediterránea. Abrió el
dosier y lo leyó por encima, pero se notaba la poca experiencia
del equipo, con buena voluntad y muy pocas luces, y lo dejó
sin terminar. Miró por encima dos o tres carpetas.
—¿Es que el contable no te podía ayudar con esto? —se
lamentó, con ganas de dejar aquello e ir a jugar a las cosquillas
con ellos. Todavía le costaba leer en noruego y todo aquello
era un tostón.
—Esos proyectos ya están filtrados. El banco me ofreció
más de cien.
Inés tragó saliva y volvió a la tarea. El logo de un enorme
girasol, sencillo, pero de un llamativo color naranja sobre el
blanco de la carpeta, llamó su atención.
—¿Qué significa «RENERGI»? —preguntó, aunque se
hacía una idea de qué podía ser.
—Ren energi, imagino. Una contracción entre Ren, limpia
y Energi, energía. Energía limpia. —Aquello llamó su
atención de inmediato—. ¿Qué has encontrado?
—Fíjate. Es una empresa pequeñita de renovables: solar,
eólica, geotérmica… ¿Esto qué significa? —Señaló una
palabra que no conocía y Erik se levantó de la cama con
Magnus en brazos.
—Mareomotriz —respondió con interés.
Juntos estudiaron la carpeta al revés y al derecho. Era
arriesgado, estaban empezando, pero su objetivo era perfecto:
proteger el planeta, fomentar el consumo responsable y hacer
investigación en energías renovables. Erik lucía una sonrisa de
oreja a oreja.
—Inés, no sé por qué no te he pedido ayuda antes con esto.
¡Es perfecto! —dijo, abrazándola—. Yo la había descartado
sin siquiera abrirla. No sé por qué, pero el logo me pareció un
poco infantil. El lunes sin falta concertaré una cita con la
directiva.
Su expresión pasó de estar radiante a exhibir surcos
profundos de preocupación.
—El lunes os dan los resultados de las pruebas, ¿verdad?
—dijo Inés, cazando al vuelo su cambio de humor—. Erik,
sabes que no tienes por qué preocuparte. Sea lo que sea que
salga, no cambiará nada para nosotros. Acogeremos a la niña
cuando sea necesario si hay que hacerlo. No hay más.
—Ojalá fuese tan fácil, kjaereste —respondió él.
Paternidad responsable

Otra vez aquella clínica horrible. Era todo tan aséptico que
daban ganas de tirar un papel al suelo para romper la
monotonía. Una enfermera distinta, pero igual de profesional y
antipática que la del otro día, lo condujo hasta la mesa ovalada
de una sala de reuniones. Kjerstin y Dieter ya estaban allí.
—Hola —dijo, lacónico.
Dieter hizo un gesto con la cabeza. Kjerstin no se molestó
ni siquiera a eso.
A la hora en punto apareció un sanitario de pelo rapado,
gafas de montura al aire y la bata cerrada botón a botón. Se le
antojó el investigador de un laboratorio diabólico. Reprimió
una sonrisa. Se le estaba pegando la imaginación desmesurada
de Inés.
—Aquí tienen los resultados. Procedamos a su
interpretación —dijo con solemnidad. Sacó dos folios de un
sobre y se aclaró la garganta. Dieter y Kjerstin se acomodaron
en sus asientos. Él no se atrevió ni a respirar.
—Concordancia genética entre Dieter Rohde y Christine
Rohde, veintidós por ciento de probabilidades de ser el padre
biológico de la menor. —Kjerstin abrió los ojos de par en par,
el color desapareció de la cara de su marido. Erik sintió que se
ahogaba. No. No podía ser. Aún quedaba una posibilidad de
que no fuera cierto—. Concordancia genética entre Erik
Thoresen y Christine Rohde, noventa y nueve coma nueve por
ciento. El padre es usted —dijo el hombre sin ningún
preámbulo con los ojos clavados en él—. Los dejaré a solas
para que puedan comentar el resultado.
Dieter y Kjerstin rompieron a hablar a la vez, cruzando
reproches en un tono cada vez más agresivo. Él no los
escuchaba. Recogió la hoja abandonada sobre la mesa con
manos temblorosas e intentó leer algo. Estaba lleno de jerga
genética que no alcanzaba a comprender del todo. Lo que sí
era incuestionable era la conclusión final.
«Resumen de resultados: el presunto padre no puede ser
excluido como padre biológico del menor probado. Basándose
en el listado de loci, la probabilidad de paternidad de Erik
Thoresen es de un 99,99999 %». Así, con cinco decimales.
—Quedamos otro día, veo que necesitáis hablar —se
excusó. Metió una de las copias en el sobre y con la cabeza
ida, como si su cuerpo no fuera el suyo, salió de allí.
Condujo por la circunvalación de la ciudad durante una
hora. Apretó los dientes envuelto en rabia contra sí mismo.
¿Cómo había podido ser tan estúpido de dejarla preñada
cuando él ponía tanto cuidado en cada relación sexual? ¿Y por
qué había insistido en aclarar la situación? Estaba claro que
Kjerstin solo lo había dicho para provocarlo, sin creer de
verdad que él fuera el padre. Al menos, eso deducía por su
reacción. Dieter era el padre, la prueba serviría para zanjar el
asunto y ella no lo manipularía con la duda nunca más. Y
ahora les había salido el tiro por la culata a todos. El rostro
angelical de Magnus apareció entre todos aquellos
pensamientos erráticos y dio un golpetazo al volante con la
mano. ¿Qué demonios iba a decir Inés?
Llegó a casa mucho más tarde de lo que esperaba. Había
parado en una estación de servicio a tomar un café y
despejarse. Cuando llegó, no dijo nada. Solo le tendió el sobre
a Inés. Ella negó con la cabeza y se lo devolvió con una
sonrisa.
—No, Erik. No quiero saberlo. Pase lo que pase, te apoyaré
—dijo clavándole sus ojos grises. Era imposible que no leyera
en los suyos el contenido de aquel papel—. Ahora, por el
momento, olvídate de ello. ¿Repasamos la reunión de mañana
con RENERGI?
Pudo aparcar por unas horas la idea de su recién adquirida
doble paternidad. Inés hizo un esfuerzo sobrehumano para
anclarlo a los proyectos y las investigaciones en curso, la
producción vigente y las ventas de energía de la pequeña
empresa. Después, jugar en el jardín con Magnus y su rutina
de baño y sueño lo distrajeron también.
Pero por la noche no era capaz de pegar ojo.
—Todo saldrá bien —lo consoló ella al notar que se
revolvía entre las sábanas, preso de la inquietud—. No te
preocupes.
¿Cómo decirle que la causa de su insomnio no era por la
reunión? Se giró para darle la espalda, pero ella no se rindió.
Lo rodeó con los brazos y pegó su cuerpo al de él. Cerró los
ojos con fuerza cuando percibió la boca femenina deslizarse en
línea recta por el cuello hacia su nuca. Sin poder evitarlo, su
pene se desperezó. Ahora eran los pezones los que rozaban su
piel y la redondez de sus pechos la que exigía que se diese la
vuelta. Se giró. La miró a los ojos.
—Sé que no estás de humor. Pero déjame cambiar eso —
susurró. La sensualidad en su tono de voz, el tacto de sus
manos abarcándole el trasero y la calidez al besarlo con
dedicación derribaron todas sus defensas.
Se esmeró en incitarlo con pequeños mordiscos en los
labios, en la mandíbula, en el lóbulo de la oreja. Sus manos
danzaban sobre el relieve de sus músculos, sobre los puntos
sensibles que tan bien conocía, recorriendo la geografía de su
piel con devoción.
No dejó ni un centímetro sin conquistar y ofrecía como
prueba pequeños círculos de humedad brillante. Cuando fue el
turno de su miembro hinchado, Erik se abandonó por
completo. No la merecía. Había dejado todo por él. Su
generosidad lo abrumaba, hasta estaba dispuesta a aceptar a la
hija que él nunca quiso tener. Enterró las manos en su melena
y la acarició para llamar su atención.
—Ahora quiero complacerte a ti. Quiero… —Su voz se
quebró y no continuó con palabras. Con hechos sabía hacerlo
mucho mejor.
Hacía tiempo que no la ataba y el recuerdo de tenerla
sometida enardeció su deseo. Buscó con la mirada algo que
pudiera servir y retiró con un par de tirones una de las amarras
que recogían el dosel del baldaquino. Se situó a horcajadas
sobre ella y la aprisionó entre sus muslos. Sus pupilas
dilatadas y la respiración jadeante le decían todo lo que quería
saber. Acarició la piel desde su ombligo y entre los pechos con
la borla en la que remataba el cordón y sonrió al arrancarle un
gemido. Tanteó sus pezones, rozándolos con la seda y, cuando
se fruncieron en un botón tenso, los mordió con delicadeza.
Esta vez dejó escapar un grito ahogado.
—Cuidado, liten jente. O no podremos continuar —advirtió
con una sonrisa torcida. Aunque conseguir, después de todo
aquel tiempo, aquellas reacciones en ella hacía el momento
todavía mejor.
—Por favor, no pares —suplicó ella con voz mimosa—.
Seré buena y me contendré.
—No voy a detenerme. No podría. Jamás —susurró con
fervor.
Besó el hueco entre su cuello y el hombro. También la
mordió. Inés se encogió, presa de los escalofríos. Frotaba los
muslos entre sí y su piel estaba cubierta de sudor. Hizo una
parada en sus labios mientras estiraba sus brazos sobre las
almohadas y ella unió sus palmas. Arqueaba su espalda y
extendía el cuello en una invitación tácita. Sujetó sus muñecas
y anudó el cordón en la madera del cabecero.
—Erik. Erik. Ven —suplicaba sin descanso. Escuchar su
nombre entre gemidos y jadeos le hacía muy difícil mantener
la calma. Ahora siguió la estela de besos en dirección
contraria, por la bisectriz de su cuerpo, hacia la última
fortaleza, donde lograría su rendición.
Abrió sus muslos con firmeza, sin violencia, pero con
autoridad. Sopló sobre su sexo húmedo y sonrió al verlo
palpitar. Apoyó los labios justo encima de su clítoris, apenas
rozándolo, e Inés emitió una protesta sofocada. Intentó
provocarlo con los pies, pero él inmovilizó sus rodillas
posando sobre ellas las palmas de las manos y retomó su
trabajo de libación. La mujer de su vida. La madre de su hijo.
La mejor compañera que hubiera podido soñar. Puso en juego
sus dedos en el interior mientras su boca se aplicaba por fuera
y la hizo gemir con mayor intensidad. Su cuerpo estaba tenso
y en alerta como una flecha a punto de ser lanzada. Apretó la
boca sobre el núcleo más candente de su cuerpo y la empujó al
abismo. Inés convulsionó entre sollozos.
—Erik, ven, por favor. Por favor. ¡Por favor! —En sus
sienes se deslizaban unas lágrimas. Pero aún no había acabado
con ella.
Trepó sobre su cuerpo y dejó caer su peso sobre ella. Pegó
un tirón con los antebrazos y el cabecero azotó la pared.
—Necesito abrazarte. Necesito tocarte. ¡Suéltame! —
suplicó.
Él sonrió tenuemente sobre sus labios.
—No, liten jente. Ahora no —susurró.
La besó con dulzura en los labios, recogió con la lengua los
regueros salados de su rostro para permitirle recuperar el
aliento. Cuando notó que bajaba la guardia, la penetró con
fiereza. Inés soltó un grito y le tapó la boca. En aquel
momento le daba igual que Magnus se despertara. Por él,
como si aparecía toda la guardia imperial. Salió de ella unos
centímetros, deleitándose en el fuego de su carne, y empujó
con fuerza para volver a enterrarse en ella. Una y otra vez.
Una y otra vez.
—Oh, Inés…, podría hacer esto toda la vida —murmuró,
embriagado en placer y lujuria.
No toda la vida. Inés se retorció bajo su peso y buscó
precipitar el momento. Lo aferró entre sus muslos con una
fuerza impensable para una mujer de su fragilidad. Lo
espoleaba con los talones clavados en su trasero y su
exigencia, aún atada y a su merced. Lo venció por fin. Se
abandonó a un orgasmo largo y demoledor, solo un poco antes
de que ella volviese a caer.
Exhaustos. Moribundos. Sin aliento. Tardó unos minutos
antes de desatarla y cobijarla entre sus brazos. Ojalá ahí, en su
pecho, pudiera protegerla de todo lo que estaba a punto de
ocurrir.
Tras unos días de negociar las condiciones, cerraron el trato.
Erik e Inés eran los flamantes propietarios del cuarenta y
nueve por ciento de Renergi. El otro cincuenta y uno
pertenecía al grupo de eclécticos jóvenes, desde ingenieros,
agricultores, expertos en industria alimentaria y hasta un
electricista que era un auténtico genio pese a no haber
estudiado más allá del ciclo superior. Ellos lo único que habían
hecho era inyectar la liquidez suficiente —más que suficiente,
en realidad—, para que la empresa despegara. Erik había
pedido que lo dejasen asistir a las reuniones de resumen
semanal y al final habían accedido, aunque un poco
condescendientes.
—Me fastidia que no piensen que pueda aportar algo —
dijo Erik mientras conducía de vuelta a casa de Olivia—. He
estudiado mucho sobre eficiencia energética. Cuando monté la
casa de Farellones con Corbyn, llegué a niveles de tesis
doctoral.
Ella se echó a reír ante su exageración. Acarició su nuca y
sonrió para infundirle ánimos.
—Tendrás que demostrárselo, grandullón —respondió con
un encogimiento de hombros—. No dejan de ser unos
millenials bien preparados, pero tú has puesto la pasta gansa.
Te dejarán hacer.
Aquel día tenían la comida de despedida. Se marchaban por
fin al ático. Olivia no se daba por vencida y siguió insistiendo
en que se quedasen con ella mientras disfrutaban del bacalao y
el puré de manzanas y frambuesas. Inés solo picoteó unos
bocados.
—Es absurdo, ¿para qué quiero yo una casa tan grande?
Aquí hay sitio de sobra —protestó por enésima vez. Inés
disimuló sus ojos en blanco—. ¿Es que no os he tratado bien?
Inés, ¿no te sientes a gusto aquí?
Ella sonrió sin querer mojarse demasiado.
—Claro que me siento a gusto, Olivia. Pero Erik
comenzará en la clínica la semana que viene y va a implantar
los turnos de llamada para aliviar un poco a los cirujanos de
allí —esgrimió Inés la excusa perfecta. Erik asintió en apoyo
incondicional—. Además, vendré los martes y los jueves para
que te quedes con Magnus y yo pueda ir a mis clases de ballet.
Lo tendrás en exclusiva para ti.
Le guiñó un ojo en un intento de apaciguarla, pero ella la
miró con las cejas arqueadas en un gesto incrédulo que la hizo
reír.
—Lo creeré cuando lo vea. Hasta ahora, cada vez que vas
se me hace demasiado corto y me lo arrebatas de los brazos en
cuanto llegas. —Ahora fue Erik el que elevó su mirada al
techo con disimulo—. Deberías dejarlo conmigo este fin de
semana. Ya tiene cuatro meses. ¿Cuándo vas a dejar de darle
de mamar?
Soltó una risita divertida. Le permitía la impertinencia solo
porque tenía noventa años y los había acogido en su casa. Le
dio la respuesta más diplomática que fue capaz de componer.
—Cuando él quiera dejar de hacerlo, por supuesto. —No
pudo evitar cierto tono belicista en su voz. Olivia emitió una
exclamación entrecortada llena de indignación.
Erik cortó la pequeña disputa levantándose de la mesa con
un carraspeo incómodo.
—Abuela, muchas gracias por la comida, no era necesario
—dijo con cariño. La besó en la frente y Olivia lo despachó
con un gesto nervioso, dolida—. Pero se nos hace tarde y nos
queda mucho por hacer. Vendremos a verte pronto.
Inés soltó un suspiro de alivio exagerado cuando salieron
por fin del salón.
—No lo hace con mala intención —intentó mediar Erik
mientras subían por la majestuosa escalera—. Adora a Magnus
y se siente sola. Ten un poco de paciencia.
No contestó. Al abrir la puerta de la habitación, el pequeño
tira y afloja se hizo insignificante. Aún faltaban por meter
algunas cosas en las maletas y tenían que decidir qué juguetes
se llevarían. En vez de ponerse a doblar ropa, se sentó en la
cama, subió los pies y apoyó la barbilla en las rodillas.
—¿No tienes la sensación de vivir en itinerancia de manera
perpetua? —soltó en un cambio de tema repentino.
Erik se echó a reír y se sentó a su lado. Magnus estiró los
bracitos hacia la alfombra y lo dejó en suelo con su mantita y
su mordedor. Aprovechó que quedaba liberado y la atrajo por
la nuca. Apoyó su frente en la de ella y fundieron sus labios en
un beso tranquilo.
—Inés, no es una sensación. Es la realidad. —Señaló las
dos maletas arrinconadas en una esquina de la habitación—.
Creo que, hasta que no terminemos con esas de ahí,
seguiremos sintiéndonos así.
Era más que el hecho de que su vida se resumiera en el
contenido de un par de maletas. Se sentía como un diente de
león a merced del viento. Dejó caer su mejilla en el hombro de
Erik y se reprendió a sí misma ser tan quejica. No era propio
de ella aquel egoísmo. Sacudió la cabeza y arrampló fuerzas
como pudo para componer una sonrisa. Se levantó de un salto
y alzó a Magnus, que soltó una carcajada y agitó su cuerpecito
pidiendo más.
—¿Has visto, pequeñajo? ¡Otra etapa más que dejamos
atrás!
Doctor Erik Thoresen

La cocina del ático le encantaba. Era enorme como un salón.


Tener una isleta en el centro donde podía explayarse en sus
experimentos culinarios era una gozada. Ahora, se aplicaba en
un quiche de verduras. Ya tenía los vegetales en la olla a fuego
lento, y despedían un aroma delicioso. Tocaba amasar la base
y hacer la bechamel.
Magnus jugaba a sus pies, reptando hacia atrás y frustrado
porque todavía no conseguía avanzar hacia adelante. Inés
había puesto algunos juguetes fuera de su alcance para
animarlo, pero él acababa por llegar a ellos haciendo un
semicírculo marcha atrás.
—¿Lo intentamos otra vez? ¿O te dejo tranquilo? —Lo
alzó en brazos y se sorprendió de lo enorme que estaba.
¿Cuánto pesaría ya? Aquello le recordó que tenía que buscar
pediatra en Oslo, pese a que ella lo monitorizaba cada mes y
seguía con atención el calendario de vacunas.
Pediatra. ¿De qué le sonaba? Llevaba ya seis meses sin
ejercer.
Desechó de inmediato los pensamientos intrusivos que a
veces la acosaban. «Has renunciado a tu carrera. Eres una
mujer florero. Te has casado con un millonario y has esperado
a tener un hijo para dejar de trabajar». Bromeaba sobre ello
con Loreto cuando hablaban por videollamada. Solo que se le
estaban quitando cada vez más las ganas de bromear.
Además, Magnus aún no cumplía los cinco meses. Si
estuviera en Chile, aún le quedaría un mes entero de baja
maternal. Solo que no estaba allí. Y no había movido un dedo
para convalidar su título médico. Ni el de pediatra. Ni el de
cardiología infantil. Por hacer, ni había tocado la carpeta con
todo el papeleo que necesitaba para hacer los interminables
trámites burocráticos. Eso sí lo sabía. No todo en su país de
acogida funcionaba con modernidad. Y, aunque ya hablaba
noruego de manera bastante fluida, necesitaba validarlo con
unos cursos. Y hacer los exámenes. Soltó un gemido al
recordar todo lo que se le venía encima.
Igual hacer de mujer florero no era tan malo.
El timbre del móvil la salvó de caer en el agujero en el que
se perdía de vez en cuando y respondió con rapidez, sin mirar
el remitente.
—Hola, ¿Inés Morán?
—Sí, soy yo. Dígame —contestó sorprendida por la voz
femenina que no reconoció.
—Soy Kjerstin. Kjerstin Rohde.
—Sí, sé quién eres —contestó, desabrida. Esperó a que
siguiera hablando sin decir nada.
—Llamo a este número porque Erik no contesta al suyo —
explicó con un entusiasmo que se le antojó fingido—. Es para
avisar de que este fin de semana celebramos el cumpleaños de
su hija y sería un buen momento para hablar de cómo van a ser
las cosas en el futuro.
Si hubiese postulado en la ceremonia de los Óscar, su
interpretación se habría llevado la estatuilla de mejor actriz,
mejor guion original y mejores efectos especiales.
—¡Oh, muchas felicidades para Christine! —exclamó con
la mezcla perfecta de cortesía y delicadeza. Ni Audrey
Hepburn—. Erik está en quirófano, por eso no te habrá
contestado. ¿Necesitas que coja el dato de hora y dirección?
—No, ya mandaré un mensaje con los datos. Es en el Club
de Campo de Frøgner. —Dejaba caer la información de
pasada, pero Inés no era tonta. Uno de los lugares más
exclusivos de Oslo. Muy cerca de allí, de hecho—. El código
de vestimenta es informal. Tú puedes ir, si quieres.
—Muchas gracias —contestó con muy poca sinceridad—.
¿Qué podemos llevarle de regalo? Cumple cuatro años,
¿verdad?
—Sí. Cuatro años —confirmó Kjerstin, que pareció
quedarse un poco cortada con su amabilidad. Punto para Inés
—. Le gusta mucho Frozen, pero estoy segura de que Erik
pensará en algo especial.
—Seguro que sí. —Menos mal que no podía escucharse a
través de la llamada cómo le ardía la cabeza y rechinaban los
dientes—. ¡Gracias por avisar! Nos vemos el fin de semana.
Soltó un grito solo medio amortiguado por la frustración.
Magnus se asustó y dio un respingo. Se apresuró a agacharse
junto él y lo abrazó.
—No pasa nada, chiquitito. Mamá está un poco enfadada.
Garabateó el mensaje de Kjerstin en una nota y la estampó
en el refrigerador. No estaba enfadada. Estaba furiosa. Se
adecentó un poco, aseguró a Magnus en el carro, y bajó a la
calle. Necesitaba pensar. Dejó a propósito el móvil en casa
porque sabía cuál sería la reacción de Erik al leerla.
¿Había sido infantil? Quizá. ¿Era totalmente injusto con él?
Probablemente. ¿Podría haberlo manejado mejor? Con toda
seguridad. Pero la cordura y el aplomo para dominar la
situación solo le habían durado para su actuación en la
llamada. ¿Por qué demonios no quiso saber el resultado de la
prueba cuando Erik se lo ofreció? Todo esto era culpa de ella.
Tuvo que reconocer que, en aquel momento, lo que él
interpretó como un acto de generosidad infinita no había sido
más que cobardía. Sus ojos preocupados se lo decían. Su
expresión corporal derrotada lo gritaba, pero ella en realidad
no quería saberlo. Tenía pánico a saber la verdad. Pero había
quedado muy bonito y heroico devolverle el sobre sin mirar su
contenido. ¡Qué estúpida había sido!
El parque Vigeland estaba muy cerca de allí y todavía no
había tenido la oportunidad de visitarlo. Perfecto. Las
extensiones de césped inmaculado, los árboles en flor y las
espectaculares y a veces inquietantes esculturas no la
confortaron. Empujó el carrito con decisión por los senderos
sin prestarles atención. Quizá, si aceleraba un poco más el
paso, podría dejar atrás aquella sensación indefinida de
angustia que la devoraba por dentro. ¿Eran celos? No. ¿Era
rabia? Algo. ¿Pena? También. Analizó con microscopio
electrónico sus sentimientos y tuvo que rendirse a lo evidente.
Lo que le había generado aquella llamada sí era algo definido.
Y muy simple: se llamaba inseguridad.

Dr. Erik Thoresen


Hjertekirurg

Así rezaba la placa de acero con letras negras en la entrada


de su despacho. Los uniformes de la clínica eran azul marino y
llevaban su nombre bordado en el bolsillo izquierdo de la
casaca. La loneta de algodón era de buena calidad. A su abuelo
le gustaban las cosas bien hechas.
Los primeros días no había entrado en quirófano. Se dedicó
a observar. Aprendió al detalle los nombres y recorridos
profesionales de enfermeras, médicos y auxiliares, y grabó en
su memoria las peculiaridades tecnológicas de cada sala. Solo
cuando sintió que dominaba la situación, programó junto al
cirujano que le transmitía mayor confianza, y que era además
el jefe del servicio de Cirugía, la reparación de una
comunicación ventricular en un niño de cinco años, por lo
demás sano.
—No te preocupes, Erik. Yo he estado de baja paternal dos
veces y esto es como montar en bicicleta —bromeó mientras
se lavaban las manos en el antequirófano en el ritual
acostumbrado y que era igual en todas las partes del mundo—.
Sé que esta cirugía no supondrá ningún reto para ti, pero
entiendo que la hayas escogido para empezar.
—Primero quiero comprobar que la falta de sueño no le ha
pasado factura a mis neuronas —gruñó él, con la mezcla
conocida de adrenalina y expectación ya apoderándose de sus
venas—. Si no me quedo dormido en la toracotomía al
empezar, sabré que soy inmune al insomnio.
El hombre se echó a reír. Ole Kolberg era un excelente
cirujano y una mejor persona. Se había formado en el hospital
de Trondheim y era amigo íntimo del jefe de cardiocirugía del
Centro de Cardiopatías Congénitas de Oslo, lo que permitía
una relación estrecha con lo que ocurría en aquel hospital y
ofrecer las manos de sus cirujanos cuando era necesario sin
formar parte de su plantilla. Erik encontró la jugada muy
inteligente. Cuando puso a su disposición su cargo de jefe,
Erik lo rechazó casi con horror. Prefería mantenerse como uno
más y dejarle las riendas a él. Al menos, por el momento. Más
adelante, cuando pasaran algunos meses, volverían a evaluar la
situación.
¡Cómo cambiaban las cosas! En la conversación, durante
las tres horas que duró la intervención, los temas giraron en
torno a los bebés, sus mujeres, los coches familiares que
ambos habían escogido… Erik se hizo una idea aproximada de
cómo estaba la educación de los niños en Noruega en el
momento actual y recibió varias recomendaciones para
matricular a Magnus en un buen Barnehage.
—Excelente, Erik. Esto ha ido como una seda —dijo Ole,
impresionado por la pericia con la que enfrentó la reparación
ventricular—. ¿Te importa que formemos equipo? Los otros
dos cirujanos llevan operando juntos varios años.
—Claro —aceptó Erik, desechando con un gesto de su
mano los elogios con una enorme sonrisa—. Dios, ¡cómo lo
echaba de menos! —reconoció ante su colega.
Los dos echaron a andar hacia la pequeña cafetería de la
clínica, un lugar moderno y acogedor donde solo podía
acceder el personal.
—Es lo nuestro —dijo Ole con sencillez.
Tomaron un café que le generó tan buenas sensaciones
como la cirugía. Pidieron un segundo, alargando la
conversación y labrando el terreno para forjar una posible
amistad. Erik llegó a casa eufórico, pero se desinfló un poco al
ver que Inés no estaba.
—Svarte Helvete! —bramó al ver la notita amarilla del
refrigerador.
«Ha llamado Kjerstin. Dice que este fin de semana es el
cumpleaños de tu hija, y que sería un buen momento para
hablar de cómo van a ser las cosas en el futuro».
Se llevó la mano de manera automática al bolsillo para coger
el móvil, pero descubrió que el de Inés estaba allí, encima de
la isleta de la cocina. Y sabía lo que significaba. No quería
hablar con él.
No tenía ni idea de a dónde podría haber ido. Llamó por
teléfono a su abuela, fingiendo que se había despistado de día
y que pensaba que era uno de los de ballet. No. Inés no había
estado allí y no le había dejado a Magnus. Detuvo su retahíla
de quejas en cuanto empezó, sin demasiada consideración.
Tampoco estaría en clase de noruego. No tenía amigos ni
familiares donde cobijarse. Un nudo se apoderó de su garganta
al darse cuenta de lo sola que estaba Inés allí.
Se suponía que volverían a Tromsø enseguida, y había
pasado un mes desde su llegada. También se suponía que iban
a planificar una escapada a Mallorca para disfrutar del mar y el
sol español. Con todo el entusiasmo de retomar la cirugía y
trabajar en la nueva empresa, no solo se había refugiado del
tema de Kjerstin y su paternidad. También había dejado de
lado las necesidades de Inés.
¡Pero ella nunca parecía necesitar nada! Se adaptaba a lo
que fuese con una sonrisa y sin quejas. Recordó la
conversación que había tenido con Maia al llegar a Oslo,
porque sospechaba que Inés se dejaba arrastrar en una huida
hacia adelante, y el consejo que su hermana le había dado:
«Habla con ella, Erik. Aclara las cosas. Si no, te vas a
arrepentir».
Soltó un gruñido. Se quitó el traje con el que iba a trabajar
y se quedó en bóxer y camiseta. Puso música, Home de
Depeche Mode, a ver si lograba relajarse. Abrió el portátil y lo
cerró de nuevo, lleno de dudas. ¿Escoger las fechas y cerrar el
viaje sin contar con ella? Volvió a abrirlo y sacó dos billetes en
primera clase a Palma. Nada más acabar de comprarlos, se dio
cuenta de que no había incluido a Magnus y le costó más de
una hora de llamada telefónica con Norwegian Airlines que lo
incluyesen en el viaje. Últimamente todo le salía mal.
Hasta que escuchó la cerradura de seguridad girar en la
puerta blindada no pudo respirar sin aquella sensación de
opresión en el pecho.
Inés venía sudorosa, algo despeinada, con Magnus dormido
como un tronco en la silla.
—Hola —dijo con aire algo culpable. Erik cerró los ojos
con fuerza. Allí el único culpable que había era él—. Perdona
por el retraso.
—No pasa nada, kjaereste —murmuró. No quería despertar
a su hijo. Ni quería agitar la tempestad que se cerniría sobre
ellos a continuación—. Estaba un poco preocupado.
Se arrepintió al instante. No quería reprocharle nada. Ella
soltó un suspiro de abatimiento.
—Lo sé. Ha sido una tontería no llevarme el móvil. Pero
necesitaba pensar —dijo con franqueza. Al más puro estilo
Inés—. ¿Te ocupas de Magnus si se despierta? Necesito una
ducha.
Él asintió.
Inés desapareció hacia su habitación y él se quedó
arrastrando los pies junto al carro de Magnus. También se veía
acalorado. Dudó entre seguir a Inés y abordarla como mejor
sabía hacer, desnudo y con sus armas físicas, o sacar a su hijo
de allí.
Acabó por dejarle a Inés su espacio y levantar a Magnus. El
chispazo de deseo al pensar en ella bajo el agua caliente no
pudo evitarlo, pese a todo. ¿Dónde habrían estado? Tenía las
mejillas de un saludable color sonrosado y el pelo rubio
humedecido por el calor. Sonrió al ver las rodillas regordetas
machadas de verde. Refrescó su rostro y lo limpió con una
gasa, le cambió la ropa y el pañal. Solo obtuvo unos pocos
gemidos de protesta. Lo acostó en la cuna pegada a la enorme
cama de matrimonio.
—Le di el pecho justo antes de subir. Pasamos el día en el
parque Vigeland, es muy bonito —informó Inés. Le dolió que
emplease un tono como si nada hubiera pasado—. Nos
tumbamos en la hierba y practicamos el estilo « comando »
—dijo con entusiasmo. Traía una toalla envuelta en su cuerpo
que le llegaba a los muslos y con otra secaba con energía su
melena—. Dentro de muy poco empezará a gatear.
Se desplazó por la habitación con el paso elástico y lleno
de sensualidad de siempre. Abrió un cajón y sacó unas bragas
de encaje negro y una camiseta de tirantes que dejó caer en la
cama. Luego volvió un momento al baño y salió desnuda,
cepillándose el pelo. Erik la contemplaba sentado sin decir ni
una sola palabra. Sin moverse ni un centímetro. Al menos, no
de manera voluntaria.
Pero los ojos grises estaban opacos y aquello la delataba.
Se puso las bragas, y la redondez de sus nalgas, cortada en
diagonal por el encaje barroco, lo distrajo por un momento de
lo que tenía que hacer. Ignoró también sus pechos turgentes
bajo la camiseta blanca ceñida. Esta vez, no iba a hacer
desaparecer el problema a base de orgasmos porque sabía que
no era más que posponerlo.
—Para, Inés. Me estás poniendo frenético —dijo,
sujetándola por el antebrazo. Ella se detuvo en el gesto de
llevar el cepillo a su melena mojada—. Tenemos que aclarar
esto.
—¿Aclarar? —Ella parpadeó sin entender—. No hay que
aclarar nada, Erik. Christine es tu hija. Claro, no. Cristalino.
—Se desasió de su agarre sin brusquedad, pero sin dejar dudas
de que prefería que mantuviese las distancias—. Sí, por
supuesto que me hubiese encantado que no fuera así, pero ya
hace mucho tiempo que asumí que tienes un pasado. Uno que
no puedo cambiar y que estaba ahí antes que yo.
—Inés, yo tampoco quería esto. ¿Crees de verdad que me
lo esperaba? ¡Kjerstin se acostaba con Dieter hacía meses
cuando se quedó embarazada! Y quién sabe con cuántos más.
Teníamos una relación abierta, pero yo le dejé bien claro que
él era una línea roja —explicó con un tono a medias irónico y
a medias desesperado—. Me daba igual con quién follase,
mientras no fuese él. Es complicado. Dieter se medía conmigo
en todo, desde las cirugías hasta en el afecto que le profesaba a
mi abuelo y el lugar que ocupaba a su lado. Él era intocable y
ella lo sabía. Pero Kjerstin no fue capaz de cumplir.
—Así que era eso. No entendía por qué, si habías pactado
una relación abierta, lo de Dieter te había molestado hasta el
punto de mandarlo al hospital —dijo, manifestando alguna
emoción desde que había salido de la ducha. Sorpresa. Y cierta
incredulidad—. ¡Qué mala suerte, entonces! Podría haber sido
Dieter o podría haber sido cualquiera de los hombres
involucrados con ella. Y la dejaste embarazada tú.
—¿Ahora es culpa mía? —preguntó Erik, anonadado.
—No, Erik. No es culpa tuya —dijo ella, negando con la
cabeza y una sonrisa triste en los labios—. Sé que es un poco
infantil, pero, ahora mismo, no eres mi persona favorita de este
mundo. Deja que se me pase. Lo superaré —aseguró.
No podía creerlo. No era culpa suya, pero Inés se
comportaba como si en verdad lo fuera.
Toda aquella semana dio gracias por tener un lugar donde
refugiarse en el hospital. Comenzó a llegar más tarde porque,
si llegaba a casa a la hora acostumbrada, ni Inés ni Magnus
estaban allí. Recibió el wasap de Kjerstin en el que le daba le
dirección del Club de Campo de Frøgner y la hora. Doce del
mediodía. Soltó un ronquido exasperado. Justo lo que más le
apetecía hacer un sábado por la mañana.
No volvieron a hablar de ello. De hecho, estuvieron toda la
semana casi sin hablarse. Magnus, la casa, las cirugías, las
clases de noruego, el ballet. Ni un milímetro fuera de sus
zonas de confort. Se saludaban y despedían con un beso en los
labios, los dos fingiendo que no pasaba nada. Pero dormían
dándose la espalda en la enorme cama.
Cumpleaños feliz

Cuando Erik se levantó el sábado, Inés se despertó también


con movimientos lentos y un enorme bostezo. Ninguno de los
dos había dormido demasiado bien y ya no podían echarle la
culpa a Magnus. La miró sorprendido.
—¿No te quedas un poco más en cama?
—Prefiero que no se me haga tarde. Es a las doce, ¿no?
Son casi las diez. —Se estiró con languidez sobre las sábanas
—. ¿Preparas tú el café? Quiero ir primero a la ducha para
tener tiempo y arreglarme.
Erik la miró como si fuera un regalo. Abrió los ojos de par
en par y una sonrisa como no lucía en días atravesó su cara.
—¿Me vas a acompañar?
—¡Pues claro! —dijo ella con tono de sorpresa.
Desapareció de golpe la losa de cinco toneladas que llevaba
cargada a la espalda. Le dio igual que hubiesen estado
distanciados aquellos días, que Inés lo tratase con frialdad. Se
encaramó a la cama junto a ella y la abrazó con fuerza.
—Gracias, kjaereste. Gracias por no rendirte conmigo —
dijo con fervor, imprimiendo sentimiento a cada una de sus
palabras—. No sé qué haría sin ti.
Inés soltó una risita divertida y acabó por abrazarlo
también. Cerró los ojos e inspiró el aroma de la melena rubia y
la piel caliente. Notó el deseo concentrarse en el interior de su
sexo.
—Han pasado muchos días —susurró en su cuello. Lo besó
en el lóbulo de la oreja y le dio un mordisco tierno. No
necesitó más.
—Dímelo a mí.
Le quitó a tirones el camisón de seda. Quitó la goma con la
que recogía su pelo y soltó un gruñido cuando ella sacudió la
melena y un aroma dulce impregnó el ambiente. Se enroscaron
el uno en el otro con fuerza y se besaron con hambre. Erik la
aferró por las caderas y la giró sin previo aviso hasta ponerla
boca abajo.
Inés protestó.
—Quiero sentir tu peso encima, ya sabes cuánto me gusta
—dijo en un murmullo ahogado.
—No, liten jente. Esta vez elijo yo, y quiero follarte desde
atrás.
Se tomó unos minutos para complacerla, aunque fuese de
un modo distinto. Despejó su nuca y apoyó los labios en ella.
Recorrió su silueta con los dedos, delineando sus costillas, su
cintura, las caderas. A horcajadas sobre sus muslos, las nalgas
se redondeaban, apetitosas, y las acogió en la concavidad de
sus manos. Apretó y las separó con suavidad, descubriendo sus
orificios femeninos.
—Erik…
—Sabes lo mucho que me gusta, Inés —dijo él con voz
ronca. Era cierto. Adoraba el sexo anal con su mujer. Dotaba a
la unión de un sentimiento de posesión distinto, de pertenencia
exclusiva. Saber que él y solo él era y había sido el único
privilegiado de obtenerlo.
—Ve despacio —suplicó ella en un gemido.
Él sonrió. Antes de penetrarla, se tendió sobre ella y cobijó
su erección férrea entre las nalgas firmes. Soltó un murmullo
de placer. Inés se quejaba de que ya tenía treinta años, que
desde que había sido madre su cuerpo no era el mismo. Era
una tontería. En aquel momento, en que ella se contoneaba
para excitarlo aún más, apretando su miembro entre aquellos
glúteos de bailarina, creyó morir de placer. Cerró los ojos y se
balanceó sobre ella en una cadencia cada vez más acelerada. Si
seguía así, se iba a correr.
—No… No te vayas —lo llamó cuando él se incorporó.
—No me voy a ninguna parte, kjaereste. Ven aquí.
Tiró de ella, aferrándola de las caderas y la instó a doblar
las rodillas bajo su cuerpo. La cubrió apoyándose sobre una
mano mientras con la otra comprobaba la miel de su interior.
—Estoy a punto de caramelo —susurró ella con voz lasciva
—. No me hagas esperar.
Erik lubricó su ano con delicadeza, arrancándole un
gemido. Llevó la punta de su miembro hinchado hasta su sexo
y la tanteó en los primeros centímetros, en los que el placer se
transformaba en agonía. Apoyó la palma estirada de la mano
en su clítoris y sonrió al sentir el pequeño botón enardecido y
caliente.
—Lo sé, Inés. Yo también.
Todo su cuerpo reverberaba en tensión. No sucumbió al
deseo primitivo de horadarla, de enterrarse en su carne, de
dejarse caer y perder el control. Todavía no.
Esperó hasta sentir que su sexo lo envolvía y lo
aprisionaba, que su interior comenzaba a temblar y contraerse.
Cuando percibió las contracciones rítmicas del preorgasmo,
salió de ella.
—¡No! ¡Cabrón! —lo insultó con rabia. Él soltó una
risotada y volvió a separar sus nalgas con una mano.
—Perdóname, liten jente. ¿Mejor así?
Su miembro empapado se abrió paso en el ano pequeño y
prieto de Inés. Primero con delicadeza. Después, sin piedad.
La sometió a sus envites mientras ella se deshacía en mil
pedazos y entre gritos en un orgasmo brutal. Notó los
espasmos en sus piernas y la sujetó cuando sus brazos
perdieron fuerza y su cuerpo se derrumbó con laxitud. Él
apretó los dientes y soltó un gruñido, queriendo prolongar un
poco más la excelsa sensación de poseerla de aquella manera
tan salvaje. Pero Inés se retorció bajo su cuerpo, buscando
provocarlo y apretándolo en su interior. Era increíble lo que le
hacía sentir. Con un gemido ronco, soltó los últimos hilos de
su contención y se corrió, amortiguando sus propios gritos con
un mordisco en la piel tierna de la base del cuello.
Dejaron pasar unos minutos para recuperarse, Erik aún
desplomado encima del cuerpo de su mujer.
—Eres un bruto —dijo Inés riendo, sofocada y con la
respiración jadeante.
—Y tú una provocadora —acuso él, besando la piel
enrojecida. Buscó refugio sobre su hombro, inspirando el
aroma de su pelo.
De pronto, ella se tensó y se movió para apartarlo. Se
incorporó sobre la cama y lo mandó callar.
—¡Ssshhh!
—¿Qué? —preguntó él, algo molesto.
—¿Qué ha sido eso?
Erik frunció el ceño con extrañeza. ¿Qué era ese ruido?
—Brrrrrrr… Brrrrrr…
—¡Es Magne! —dijo Inés, y chascó la lengua en un gesto
culpable.
Se asomaron a la cuna. Su hijo estaba despierto.
Perfectamente despierto. Agarrado a sus piececitos y haciendo
pompas de saliva con cara de felicidad. Al verlos, agitó manos
y piernas como loco de la alegría y regándolo todo con babas.
—¿Cuánto tiempo llevará despierto? —Inés lo alzó en
brazos y le dio un beso en la frente. Él entrecerró los ojos
azules y enseñó los dos dientecillos inferiores en una sonrisa
feliz.
Erik se pasó las manos por el pelo y se echó a reír.
—Al menos nos ha dejado acabar. Si se pone a berrear hace
un cuarto de hora… —fingió una cara de psicópata bastante
bien conseguida e Inés le dio una palmada en el pectoral—.
¿Café?
—Café y bollos de canela. Me muero de hambre —dijo
Inés.
Por supuesto, llegaron tarde. No demasiado, pero sí lo
suficiente para que su entrada fuese catalogada de triunfal. Los
niños corrían como locos en la explanada de césped junto a los
columpios, todo decorado con motivos de Frozen.
—Hasta hay un castillo hinchable igual al palacio de Elsa
—dijo Inés con admiración.
—¿Quieres subirte a saltar? —preguntó Erik, tomándole el
pelo en un intento de rebajar la tensión. Al menos diez parejas,
casi todas desconocidas, clavaron sus miradas curiosas en ellos
tres.
—No me tientes —dijo Inés entre dientes. Sonrió en una
mueca bastante falsa mientras se acercaban a la enorme mesa
llena de dulces—. ¿No se suponía que era una fiesta informal?
Erik la miró, preocupado. Ralentizó su paso y alcanzó a
susurrar una frase antes de sonreír y empezar a saludar.
—Ten cuidado con Kjerstin, Inés.
Qué asco.
Todos rubios. Todos guapos. Todos impecablemente
vestidos. La mujer más baja le sacaba al menos cinco
centímetros pese a que llevaba unas sandalias de cuña. Y ella
pensaba que se había arreglado demasiado al ponerse la blusa
de seda blanca sin mangas y el pantalón pitillo de color beis.
Porque la muy puta había dicho informal, pero se había
vestido como para ir a una recepción. La saludó a ella y a
Dieter con un abrazo tieso al ver que ellos lo hicieron así con
Erik, pero habría preferido mantenerse en el plano de estrechar
la mano como hizo con los demás. Pronto se hizo un lío y ya
no sabía quién era quién, ni cuáles eran pareja. Erik le trajo
una cerveza, y ella se negó.
—¿Es sin alcohol? —Él hizo un gesto de contrariedad—.
Acuérdate de que no puedo por la lactancia.
—Lo sé, lo sé —gruñó con fastidio—. Te buscaré otra cosa.
Inés aguantó estoicamente y con una sonrisa las miradas de
arriba abajo. Maia le había explicado que los noruegos
adoraban arreglarse y ponerse de punta en blanco hasta para
las ocasiones más insignificantes. Especialmente en la capital.
En Tromsø, como hacía siempre tanto frío, era un poco más
complicado. Pero, joder, aquello era un cumpleaños infantil. Y
ahí había más stilettos y más kilates que el día de la boda de su
hermana, estaban totalmente fuera de lugar. Contuvo una risita
al ver a más de una perder el equilibrio cuando sus taconazos
se hundían en la hierba.
—¡Hola! Yo soy Monika —dijo una mujer rubia muy
despacio, marcando cada sílaba como si le hablase a un niño
pequeño. Su sonrisa parecía sincera—. ¿Cuánto tiempo hace
que vives en Noruega?
—Hace ya seis meses. Magnus nació en Tromsø y llegué
un par de meses antes de dar a luz —respondió Inés en
perfecto bokmål—. A Oslo nos mudamos hace poco.
Monika se echó a reír con ganas. Tenía unos bonitos ojos
color miel y unas pecas divertidas sobre su nariz respingona.
—Lo siento, no sabía que hablabas tan bien —dijo con un
ritmo normal en sus frases—. Cuando yo llegué aquí desde
Alemania, tardé años en adquirir cierta soltura. ¡Tú lo hablas
genial!
Inés se relajó. Dos extranjeras frente a tanto vikingo
estirado. Eso estaba bien.
—No he tenido mucho más que hacer durante mi baja
maternal. —Monika se inclinó sobre Magnus, que le regaló
una sonrisa llena de hoyuelos y ojos azules almendrados—.
¿Tú tienes niños?
—Tengo dos. Una niña de cuatro años, que va al
Barnehage con Christine, y otro de siete que está ahora mismo
en un campamento de fútbol. —Sacó su móvil y mostró
orgullosa a un chaval corpulento, con sus mismas pecas y con
varios huecos dentales en su sonrisa—. Ya he salido del túnel
—dijo con una sonrisa divertida.
—¿Del túnel?
—Ya sabes: noches sin dormir, pañales, teta, llantos… ¡No
te preocupes! —Le guiñó un ojo con complicidad—. En algún
momento se sale, ¡ánimo!
Inés soltó una carcajada y ambas se echaron a reír.
Hablaron de todo y de nada. Ella trabajaba en una farmacia
a media jornada. Conocía a Dieter y a Christine porque su
marido, Joakim, era anestesista del quirófano cardiaco. Para el
momento en que intercambiaron sus números de teléfono,
llevaban casi una hora hablando y conocían varios detalles de
sus vidas.
La música con el Let it go de Frozen se elevó y una manada
de niños y niñas disfrazados con faldas de tul azul y purpurina
plateada, corrieron a sentarse a la mesa de la merienda.
Inés tuvo que reconocer que se lo habían montado bien:
una fuente de chocolate donde podían mojarse frutas, nubes y
galletas, cruasanes rellenos de mermelada y una tarta acorde a
la temática del cumpleaños. Los padres se arremolinaron en
torno a sus retoños para conseguir que comieran algo y, por
primera vez en la mañana, pudo pasar un rato junto a Erik.
—¿Ya ha sido la presentación oficial? —Magnus pidió
cambiar de brazos y Erik lo estrechó contra su pecho un
segundo. Estaba nervioso. Lo leía en la tensión de su
mandíbula y los surcos de su frente, además de la mirada
preocupada en sus ojos.
—No. No lo haría sin ti a mí lado —dijo él. La besó en el
pelo y rodeó su cintura en ademán posesivo con su brazo libre
—. Lo haremos después de la entrega de los regalos. Al final.
—¿Y eso?
—La idea es presentarme simplemente como un amigo de
sus padres para no generarle confusión, pero decirle que soy
una persona especial —contestó él a disgusto. Señaló la cesta
de la sillita de Magnus—. Ahí le daré la pulserita que
compraste para ella. Espero que le guste.
—Le encantará, Erik —lo tranquilizó ella. Era un modelo
de plata con pequeños colgantes lacados con motivos de la
película—. Emma tiene una parecida y la adora con locura.
—Me preocupa que no le guste a su madre. No tengo nada
en contra de la niña, y supongo que llegaré a quererla, pero…
—Bajó la voz y a Inés se le encogió el corazón. Odiaba verlo
así, derrotado—. Todo esto me genera bastante rechazo.
Frotó su espalda en un masaje circular que buscó calmarlo
un poco. Apoyó la sien en su brazo y lo besó.
—No te sientas culpable, Erik. Lo estás haciendo bien. —
Sonrió para reafirmarlo y saludó a la bruja en cuestión, que se
acercaba a ellos. Forzó un gesto amable—. Hola, Kjerstin. Una
fiesta preciosa. Muchas gracias por invitarme.
Muy alta, muy rubia, muy recauchutada. O, al menos, eso
quiso creer. Iba demasiado maquillada para un cumpleaños al
aire libre y llevaba joyas demasiado ostentosas. Ella recibió el
mismo escrutinio y los labios pintados de un coral anaranjado
se curvaron con desdén. ¿Se reía de ella? Inés la miró a los
ojos y correspondió con una sonrisa radiante.
—Erik, la entrega de los regalos va a ser dentro de un
momento. Acércate.
—Voy cuando acabe —dijo él con tono educado, pero
bastante frío. Los dos esperaron a que se alejara. A Inés le
gustó que no obedeciera al instante como un perrito faldero. Se
agachó y cogió la preciosa cajita en forma de joyero—.
¿Vienes conmigo?
—Claro que sí.
Puso a Magnus en la sillita, pero pronto se puso a reclamar.
Le dio un poco el pecho para calmarlo y lo acostó a dormir.
Pero era imposible con los gritos y los llantos nerviosos de la
veintena de niños mientras la homenajeada abría sus regalos.
Magnus quería su parte y agitaba con furia sus brazos y
piernas desde la silla, lanzando su mordedor para llamar la
atención.
—¿Por qué no pruebas a darle una galleta? —sugirió
Monika entre toda la algarabía.
Inés dudó. Nunca le había dado nada que no fuese su leche.
—Mira, allí hay una mesa especial para bebés. Coge una
galleta sin gluten, seguro que le gustará.
Dejó a Magnus a cargo de Monika, encantada de jugar de
nuevo con un bebé, y se acercó a la mesita de color celeste y
rosa pastel. Buscó el letrerito de «Glutenfri cookies» y puso en
una servilleta dos o tres de las más sencillas que encontró. Al
volver, pilló su nombre al aire y se detuvo, fingiendo
entretenerse con el bufé de zumos naturales. Más le habría
valido tomarse un cubata o un gin-tonic.
—Es un retaco. No creo que pase del metro sesenta —decía
Kjerstin en voz baja. ¿Había oído mal? Al escuchar la
respuesta envenenada de su interlocutora le quedó claro que
no.
—¿Y a quién se le ocurre ponerse esa camisa tan escotada?
Ya no es una adolescente, debería saber elegir su ropa mejor.
Se tapa con esos collares indígenas, pero sus tetas no dejan
nada a la imaginación.
Inés se rio entre dientes. Collares indígenas. Llevaba un
precioso collar de cuero y plata de una diseñadora chilena de
fama internacional. Iba a tener que pedir ese cubata, pero para
tirárselo encima a aquellas arpías.
—El niño es una fotocopia de Erik, no veo nada de ella en
él —añadió Kjerstin. Inés se tensó. Si decían algo malo de
Magnus o de Erik, no sería capaz de aguantarse sin decir nada.
—La verdad es que es un bebé precioso. ¡Y no se parece
nada a Christine!
Las mujeres siguieron criticando a otras personas y ella
llevaba allí demasiado tiempo. Sin saber por qué, aquella frase
le dejó un regusto desagradable en la boca del estómago. ¿Por
qué tendrían que parecerse? Resopló. Pues porque eran
hermanastros. Observó a la niña desde la distancia y una
certeza comenzó a afianzarse en su entrañas.
—¿Todo bien? —preguntó Monika con amabilidad. Inés
forzó una sonrisa y asintió—. Mira, Erik le va a entregar su
regalo a Christine. Es raro que sea un adulto quien entrega el
regalo, pero supongo que Magnus es muy pequeño aún.
Erik levantó la mirada y le indicó con la mano que se
acercase ante la mirada asesina de Kjerstin. Por supuesto, se
colocó junto a él y buscó su mano para transmitirle apoyo.
Presenció a su lado, con el corazón envuelto en una garra de
hielo, cómo Erik se arrodillaba junto a la niña y, con una
sonrisa cálida ante su evidente timidez, le entregaba el regalo.
Christine lo abrió y su rostro se iluminó en pura felicidad.
Abrazó a Erik del cuello y se giró hacia su madre, plantada
junto a ellos como si no quisiera ceder un ápice de terreno. En
cuanto tuvo la pulsera puesta, salió corriendo a enseñársela a
sus amigas.
Kjerstin agarró a Erik del brazo y buscó sus ojos intentando
fraguar un momento de complicidad. Él sonrió, tenso, se
disculpó desasiéndose de ella, y volvieron juntos hacia la
sillita de Magnus, al cuidado de Monika.
—Bien hecho, grandullón —susurró Inés. Intercambiaron
un beso cálido, más largo de lo aceptable en los cánones
escandinavos y más sensual de lo recomendable en horario
infantil, pero le importaba una mierda. Se quedaron un rato
conversando con Joakim y Monika cuando una manita infantil
tiró de la camisa de Erik reclamando atención.
—¿Juegas con nosotros en el castillo de Frozen? —dijo la
pequeña cumpleañera mirando de reojo a su madre, que la
animaba con ademanes hacia él.
Él no se dejó camelar. Era obvio que aquella idea no había
salido de la niña. Negó con la cabeza y puso cara de
circunstancias.
—Me duele mucho la barriga, he comido demasiados
dulces —dijo con un gesto de auténtico dolor.
—¡Oh! ¡A mí también me pasa eso! —exclamó Christine,
sorprendida.
Inés sonrió. Erik se anotaba otro tanto. Y era hora de que
ella también lo hiciese.
—Yo sí que quiero ir contigo a saltar —dijo en una frase
estudiada. Monika soltó una carcajada y Erik la miró,
boquiabierto—. ¿Cuidas tú de Magnus?
—Yo esto no me lo pierdo —dijo Joakim, el marido de
Monika. Los cuatro se acercaron al enorme castillo hinchable.
Inés se ganó a toda la caterva de preescolares en cuanto se
sentó en el suelo a quitarse las sandalias. Comprobó la tensión.
¡Perfecto! Era firme y de plástico de calidad. Saltó como una
niña pequeña más, riendo a carcajadas exuberantes. Erik la
contemplaba con una sonrisa de oreja a oreja y negando con la
cabeza con los ojos brillantes de diversión. Las risas de Inés se
mezclaban con las de los niños, felices de que un adulto jugara
con ellos y les hiciera caso.
Erik lanzó una mirada circular. Y entonces lo entendió. El
gesto aparentemente espontáneo de Inés quizá no lo fuera
tanto. No podía ser casualidad que Kjerstin pareciera vibrar de
pura rabia. Las mujeres la contemplaban con admiración. Y
los hombres también lo hacían, apreciativos. Se rio por lo bajo
al ver más de una boca abierta.
Volvió los ojos a ella. La melena castaña, tan inusual en
Noruega. Los ojos grises y brillantes. Los labios sensuales en
una sonrisa abierta y sincera. Sus curvas en movimiento, con
toda la inocencia de aquella actividad llena de niños, pero
interpretadas con la mirada de un adulto. Tragó saliva. Intuía
que habría más de una erección además de la propia.
No fueron más de diez minutos. Inés volvió agotada,
irradiando felicidad y descalza por el césped.
—¡Hacía tiempo que no me lo pasaba tan bien! ¡Mil
gracias! —exclamó dirigiéndose a Dieter y a Kjerstin.
A partir de ahí, se convirtieron en el centro de la fiesta.
Todo el mundo quería conocer más a fondo a Inés. Magnus se
llevó parte del protagonismo. Él permaneció en un segundo
plano para disfrutar de la cara de Kjerstin, que parecía haber
chupado un limón.
Cuando se marcharon de allí, agotados, Erik no pudo
evitarlo.
—Inés, si alguna vez he dudado de que eres la mujer más
inteligente con la que me he topado en toda mi vida —dijo
mientras caminaban de vuelta hacia su ático, a pocas calles de
allí—, hoy me lo has dejado más que claro.
—¿Sí? —preguntó ella con la mirada brillante, el pelo aún
algo desordenado por las acrobacias y la piel tostada por
efecto del sol—. Pues espera a escuchar esto.
Erik la contempló con cierto miedo. Se detuvo en medio de
la calle. Magnus puso una expresión suspicaz tan parecida a la
de su padre, que Inés se echó a reír.
—¿Con qué me vas a salir ahora?
—Estoy casi segura de que Christine no es tu hija.
Buenos recuerdos

Tuvieron una buena pelotera al respecto. Inés tenía una


corazonada: Christine no podía ser su hija porque no
compartían ningún parecido.
Él esgrimía los resultados de la prueba genética.
Ella decía que no se fiaba de Kjerstin.
Él le hizo ver con toda la calma posible que solo creía lo que
quería creer.
No llegaron a un acuerdo y prefirieron no tocar más el tema
por el momento. Pero nadie iba a sacarle de la cabeza que ella
tenía razón.
El viaje a Mallorca supuso dejar todo en suspenso hasta la
vuelta. Dos semanas. Inés lo necesitaba, y mucho. Él habría
preferido quedarse en Oslo y seguir con las manos metidas en
sangre hasta los codos, pero entendía la situación. Además,
guardaba una enorme sorpresa para Inés.
Cuando llegaron a la casa, Loreto y sus hijos estaban allí.
Los gritos de alegría de las dos hermanas, abrazadas y
dando saltos como dos locas confirmaron que volvía a acertar.
—Te quiero. ¡Otra vez me la has colado! —dijo Inés,
colgada de su cuello con los ojos llenos de lágrimas y el rostro
radiante de felicidad. Volvió a abrazar a Loreto—. ¡No puedo
creerlo! ¡Hermanita!
Esta vez no estaban tan hacinados en la casa. Kurt había
estado allí con su familia en julio, Corbyn ya se había
marchado de vuelta a Tromsø. Estaban Jana, Loreto con sus
dos hijos, Maia con los tres suyos, y él con Magnus e Inés.
—¿Este es mi sobrino? —Loreto alzó a Magnus en brazos
y lo miró con ojo crítico. Él ladeó la cabeza, le dedicó su
sonrisa de hoyuelos y ojos azules entrecerrados y emitió unos
gorgoritos llenos de emoción—. Felicidades, doctor Thoresen
—dijo, fingiendo una voz solemne mientras se dirigía a Erik
impresionada—. Ha tenido usted una fotocopia.
Inés bufó indignada, pero con una sonrisa orgullosa que no
le cabía en el rostro.
—Yo soy su madre y he hecho todo el trabajo duro, y
¿quién se lleva el crédito? ¡El padre!
Él se echó a reír, halagado.
—Luego os enseño fotos de cuando Erik era pequeño, ¡no
vais a distinguir quién es quién! —dijo Jana para confirmar.
Se sumergieron con facilidad en la dinámica familiar. Con
la presencia de cinco niños más mayores, en especial las niñas,
que se lo disputaban a veces con demasiado ímpetu, Magnus,
de por sí un bebé muy precoz, comenzó a mantenerse solo
sentado en la trona, se interesaba en comer lo que comían los
otros niños —los adultos tenían que andar con ojo para evitar
experimentos— y, lo que era aún mejor, entre la playa, la
piscina, y la actividad, suprimió la toma de leche nocturna y
dormía como un tronco. Inés y Erik pudieron descansar al fin
de verdad.
Las tomas de pecho también se espaciaron durante el día.
Se decidió a dejar que Erik diera un paseo con él y sus
sobrinos mientras ella disfrutaba con Loreto en una tarde de
hermanas por Can Picafort.
Inés se sentía rara. Era la primera vez que usaba el
extractor de leche y le ardían los pezones, pero nada podía
estropear esas horas. Bajo las instrucciones de Jana, consiguió
una más que satisfactoria cantidad.
—¡Por fin solas! —exclamó Loreto al ver que Erik, Jana y
Maia se alejaban con los seis niños con promesas de dulces y
regalos si se portaban bien.
—Es la primera vez que voy a estar separada de él tanto
tiempo —dijo Inés sin dejar de mirar una y otra vez en la
dirección en que se habían marchado.
—Inés, Magne ya tiene cuatro meses. Si estuvieras aquí, en
España, se habría acabado tu baja maternal y estarías
trabajando —dijo Loreto sin contemplaciones. Tiró de ella
hacia una preciosa tienda de estilo ibicenco y sacó la percha de
un vestido blanco—. ¡Mira! ¿Te gusta? ¿Crees que me quedará
bien?
—¡Pruébatelo!
Entraron a curiosear. Inés se enamoró de un enorme
capacho de lentejuelas doradas.
—¿Qué tal con Julio? ¿Han mejorado algo las cosas?
Su hermana se encogió de hombros. Escogió un par de
prendas más para entrar en los vestidores y contestó desde
dentro.
—En su línea. Civilizado. Paga la pensión a tiempo y no
hay demasiados conflictos. Su pareja es bastante cuidadosa
con los niños. Ahora la ropa llega lavada y planchada, y no
hecha un desastre como cuando estaba solo —explicó Loreto.
Salió del probador y dio una vuelta sobre sí misma—. ¿Qué
tal?
—Necesitas una talla menos, te queda demasiado holgado
—opinó Inés. Ella se puso por encima del pecho un top de
ganchillo—. ¿Sí?
Loreto asintió con entusiasmo.
—A Erik le gustará. Vamos. ¿Te llevas también el capacho?
Yo me llevo el vestido en la talla pequeña.
Caminaron por el paseo peatonal poniéndose al día de los
detalles que no habían compartido a través de las
videollamadas. Cuando veían algo que llamaba su atención,
entraban en la tienda y la mayoría de las veces, pecaban.
Loreto renovó su ropa veraniega e Inés compró algunas cosas
que había olvidado traer de Noruega, como toallas de tamaño
decente para ir a la playa y una sombrilla para proteger a
Magnus del sol.
Pararon en una cafetería a tomar algo y huir un poco del
calor de agosto en Mallorca.
—¿Y? ¿Se resolvió el misterio? —preguntó Loreto dando
vuelta con la pajita a su daiquiri de fresa con aire conspirador
—. ¿Erik es o no es padre de la niña de Oslo?
—Se supone que sí, pero… yo tengo la corazonada de que
no lo es, Loreto. ¿Has visto los genes Thoresen? ¡Son muy
potentes! —dijo Inés hablando en voz baja sin saber muy bien
por qué—. Las hijas de Kurt son vikingas como él, hasta la
médula. No se parecen nada a Maria.
—No lo sé, porque no conozco a su mujer —dijo Loreto no
demasiado convencida—. Pero es cierto que Astrid es igualita
a él.
—¿Y qué me dices de los niños de Maia? Lo único que han
sacado de su padre es el rubio rojizo de su pelo, ¡pero son
calcados a su madre! —insistió Inés. No quería agarrarse a un
clavo ardiendo, pero algo en su interior, se llamase tripas,
corazón, intuición femenina, ¡lo que fuera!, le gritaba muy
fuerte que algo no encajaba—. Y tú misma lo has dicho de
Erik y Magne. Dos gotas de agua.
Loreto no contestó, pero alzó sus cejas en un gesto
involuntario mientras sorbía por la pajita y evitaba mirarla a
los ojos.
—Loreto, por favor, no me mires así. ¡Necesito que me
apoyes en esto!
—Te apoyo en lo que quieras, hermanita. Pero… —Lo dijo
con delicadeza extrema. Aun así, le sentó como si la
atropellase un camión—. ¿No será que quieres
autoconvencerte porque la realidad es más difícil de asumir?
¿No será un típico caso tuyo de huida de avestruz?
Inés soltó un gruñido fastidiado. No contestó. Bebió unos
sorbos del batido de naranja, mango y papaya que antes le
había parecido delicioso y que ahora se le atragantaba.
—Eso es lo que dice Erik —aceptó al fin. Cerró los ojos y
soltó un suspiro de fastidio—. Que solo creo lo que quiero
creer. Me ha enseñado la prueba, pero para mí eso es solo un
papel.
—¿Y si pedís una confirmación? Erik tiene que cuidar sus
intereses. Y velar por los tuyos y los de Magne. —Inés entornó
los ojos sin entender y su hermana la miró con cara de querer
abofetearla—. ¡Erik tiene un patrimonio de muchísimo dinero!
¿No crees que esa arpía puede estar buscando algún beneficio
económico?
Inés desechó la idea con un gesto displicente.
—No creo. Kjerstin planteó el tema varios meses antes de
que el abuelo de Erik falleciese —reflexionó mientras le daba
vueltas al batido con una caña de bambú que remataba en un
vistoso adorno de colores—. Es retorcida, pero no creo que
planificara la movida para acceder a un dinero que ella no
podría tocar. Y me consta que tanto a ella como al marido les
va más que bien económicamente. No sé, Loreto. —Se
levantaron y dejaron una buena propina; pese al mal trago del
tema, las bebidas estaban espectaculares—. Quizá tenéis razón
y solo tengo que asumir la verdad y dejar de darle vueltas.
—¿Volvemos a casa? Llevamos fuera más de tres horas —
dijo Loreto, señalando el reloj digital de la calle.
Inés se llevó las manos a los pechos y los apretó con
disimulo. Empezaban a darle pinchazos por la necesidad de
vaciarlos, pero aún podía aguantar.
—Sí, pero vamos primero al supermercado. Jana dijo que
faltaban algunas cosas: leche para el desayuno, magdalenas,
cacao en polvo para los niños y huevos para la dieta
hiperproteica de Erik. —Enumeró varios productos más con la
esperanza de que su hermana la ayudase a acordarse de todo
—. Nos queda de camino.
Caminaron abrazadas por la cintura mientras compartían
confidencias. Eran de nuevo dos adolescentes disfrutando del
verano y el sol.
—¿Y qué tal llevas lo de ser noruega de adopción?
Inés miró al cielo en busca de paciencia. Frenó en seco en
mitad de la acera y los turistas tuvieron que sortearlas para
poder pasar.
—Oye, ¿no empezarás tú también con el sermón de que he
dejado mi vida atrás, que estoy lejos de mi familia y todo el
dramón lacrimógeno de mamá?
Loreto soltó una carcajada y la agarró del brazo para entrar
en el súper.
—No, Inés. Entiendo que las circunstancias te han
empujado adonde estás y que no es un mal destino. Para nada
—dijo con su pragmatismo de siempre—. Solo tengo
curiosidad. No sé cómo será vivir con un clan Thoresen
versión país, la verdad.
Esta vez fue Inés la que rio con ganas. La complicidad con
su hermana le daba vía libre para desahogarse un poco y no
pudo evitar cierta malicia.
—La familia de Erik es maravillosa, Loreto. Los adoro. A
todos. Hasta a la estirada de su abuela —reconoció con
nostalgia hacia los que no estaban allí—. ¿Sabes que puedo ir
tres veces a la semana a la escuela de danza gracias a que ella
se queda con Magnus?
—¿Y Erik? —preguntó con extrañeza.
—Le pilla justo a la hora de salida de su trabajo. Los
horarios de los cardiocirujanos son tan malos en Noruega
como en Chile —explicó Inés. Creyó entrever que la mirada
de su hermana se endurecía, pero Loreto la instó a seguir—.
Además, no me importa. Así doy un paseo andando con
Magnus hasta la casa, lo dejo con Olivia, voy a mis dos horitas
de ballet y volvemos otra vez andando. Al menos, ahora que
hace buen tiempo. —Vaya. Ahora que caía, no tenía muy claro
si podría hacer aquello en pleno invierno escandinavo—.
Bueno, cuando empiece a nevar, ya pensaré qué hacer.
—¿Has hecho amigos? ¿Tienes tu propio círculo además de
la escuela de danza? —Se movían por los estantes llenando el
carrito de la compra y no se dieron cuenta de que alguien
seguía su conversación unos metros por detrás con mucho
interés—. A veces da la sensación de que estás muy sola.
Inés se encogió de hombros. Cogió dos marcas de cacao y
comparó los ingredientes para ver cuál tenía menos azúcar y
era más natural.
—Es cierto, pero no hace demasiado que nos mudamos a
Oslo. Tengo a mis compañeros de noruego, aunque yo asisto a
las clases por videollamada. —Tuvo que pensar para reunir a
alguien más—. ¡Y Monika! Monika y Joakim. Son un amor. Él
es anestesista en el antiguo hospital de Erik y ella es alemana,
así que comprende muchas cosas de lo que significa ser
expatriado en vikingolandia.
Loreto se echó a reír con su ocurrencia. Inés escogió el
cacao ecológico. Desde que era madre, cuidaba de la
alimentación de todos mucho más.
—¿Dónde la conociste? Tiene pinta de que puede salir algo
bueno de ahí.
—Oh, esto te va a encantar. ¿Te acuerdas de que te conté
que Kjerstin me invitó al cumpleaños de su hija y que le
presentó a Erik como un amigo especial? Pues a mí también
me invitó.
No se reservó ningún detalle.
Ni el recibimiento gélido, ni las críticas envenenadas que
recibió, ni el momento castillo hinchable, ni cómo le había
hervido la sangre cuando «la zorra» intentó hacer manitas con
su marido. Tampoco escondió ninguna de las emociones que
había sentido: rabia al ver cómo la despreciaban, tristeza al
pensar en su hijo y la hermanastra aparecida por arte de magia,
frustración al saber que no podía poner en su sitio a las arpías
que se burlaban de ella, superioridad al saberse deseada por
todos aquellos hombres estirados y casados con mujeres
artificiales por dentro y por fuera… No se guardó nada. Era
Loreto. Era seguro desahogarse con ella.
—Inés, sé que eres resiliente y que aguantas lo que te
echen, pero ¿no crees que todo tiene un límite? —preguntó
Loreto con un temblor en la voz.
La enterneció mucho saber que su hermana empatizaba así
con lo que le había pasado. La abrazó con fuerza y la besó en
la mejilla.
—¡Ay, hermanita! ¿Te sorprende que te diga que sí? He
estado muy cerca de ese límite, pero no por eso. —Tomó aire
y miró a su hermana a los ojos—. Hace unas semanas estuve
ocupada con el papeleo para que me convalidasen mis títulos.
¿Sabes cuánto tarda el de médico general? Un mínimo de seis
meses, y eso sin contar con que debes manejar a la perfección
el idioma. ¿El de pediatra? Uno o dos años. Y tienes que hacer
prácticas clínicas en sus hospitales. —Soltó una risita que
hasta a ella le sonó un poco amarga—. Y te confieso que el de
la subespecialidad en cardio pediátrica ni siquiera me he
molestado en averiguarlo. Parece que mi baja maternal va a ser
mucho más larga de lo esperado.
—Joder, Inés —soltó Loreto, consternada—. ¡Con todo lo
que has luchado por llegar adonde estás? ¿No hay ninguna otra
alternativa?
—Voluntariado. Comenzar con prácticas gratuitas —dijo
Inés con tono resignado. Bajó la vista al suelo y se miró las
uñas de los pies, pintadas de un bonito color menta—. En eso
Erik puede echarme una mano y firmarme las horas. Pero no
quiero que me pase lo que me pasó en Chile.
—¿No conseguir trabajo porque estabas embarazada?
—No conseguir trabajo porque me consideraban una
enchufada en el servicio donde mi marido era jefe. Estando
embarazada —puntualizó Inés. Agarró la barra del carro y
echó a andar de nuevo. Las tetas la estaban matando.
Necesitaba darle de mamar a Magnus y con la conversación se
había quedado en medio del pasillo y les quedaba aún la mitad
de la lista—. Pero tengo claro que adoro Noruega, adoro mi
vida allí y, por encima de todo, adoro a Magnus y a Erik. No
voy a ir a ningún lado sin ellos —dijo con pleno
convencimiento. Imprimió a su mirada gris una determinación
inamovible—. Ya me las apañaré.
Tardaron un rato en acabar de reunir todos los recados.
Salieron cargadas como mulas porque, por supuesto,
adquirieron más de lo que necesitaban y llevaban las bolsas de
sus compras en el pueblo. No se fijaron en que una silueta alta,
de mujer y muy vikinga, las contemplaba alejarse con los ojos
llenos de lágrimas.
Libertad

Aquella tarde marcó un antes y un después. Inés llegó a casa


desesperada, con la pechera del vestido empapada en leche y
llamando a gritos a Erik para que le bajase a Magnus al jardín.
Jana salió de la casa con un trapo entre las manos y asustada
por sus berridos.
—¡Necesito a mi bebé! —sollozó Inés. Tenía los pechos a
punto de explotar—. ¡Han pasado más de cuatro horas!
—Erik y los niños venían detrás de mí, yo he vuelto un
poco antes— dijo Jana. La palpó con cuidado y ella emitió un
siseo de dolor—. Ven, tienes que sacarte un poco de leche.
En la cocina, bajo la mirada atónita de su hermana, que
jamás había visto un extractor de leche, y los cuidados de Jana,
pudo vaciar un poco sus pechos. Aunque seguían goteando sin
parar.
—Pareces un surtidor —opinó Maia, que había llegado en
el momento crítico en que se había conectado a la máquina.
—No te rías. Una vaca es lo que parezco —dijo Inés, con el
rostro contraído en dolor—. ¡Duele un montonazo!
—Lo sé. Ni te cuento cómo se te ponen las tetas cuando
tienes mellizos —la consoló. De hecho, pasó los brazos por su
cuello y la abrazó con fuerza.
No es que Maia fuese fría, de hecho, era la más cariñosa y
de piel de la familia, pero aquella muestra de afecto la
sorprendió. Sobre todo, porque tenía las tetas al aire,
conectadas a unas copas infernales que succionaban con un
ruido diabólico: chup-chup-chup-chup.
—Voy a lavar unas hojas de col, ya verás cómo disminuyen
la inflamación —dijo Jana. Abrió la nevera y puso manos a la
obra.
Cuando Erik llegó, entre gritos y carreras de sus sobrinos,
se encontró con un panorama cuando menos peculiar. Abrió la
boca, desconcertado.
—Pero ¿qué ha pasado aquí?
Inés sorbió por la nariz. Tenía los ojos hinchados de haber
llorado. Y tenía las tetas envueltas en una especie de sujetador
de acelgas.
—Svarte Helvete! ¿Se puede saber qué demonios es eso?
—Las dichas y desdichas de la lactancia materna —explicó
Maia. Erik desplazó la mirada desde su hermana a su madre y,
por último, hacia Inés.
—¿Estás bien, kjaereste? Siento haber tardado tanto.
Emma… se me escapó un poco en el paseo peatonal —dijo,
mirando de reojo a Maia.
—Necesito a Magnus. Hace cinco horas que no le doy de
mamar.
Él la miró con expresión culpable.
—Acabo de darle el biberón de tu leche. Hace una media
hora. Como los niños se pusieron a jugar en la playa y se puso
a protestar… —Lo despertó igualmente al ver la mirada
asesina que le lanzó Inés mientras se quitaba las acelgas o lo
que fuera que tenía encima—. Vamos, pequeñajo. ¿Quieres
comer un poco más?
Inés se acomodó los ocho kilos de bebé vikingo en el
muslo y le ofreció el pezón. Magnus pareció despertar de
golpe, agarró el pecho entre las dos manos regordetas y se
puso a mamar como loco.
El otro pecho, también al aire, emitió un enorme chorro de
leche que llegó hasta la mesa describiendo un arco blanco.
Erik abrió la boca, fascinado.
—¡Eh, pervertido! —dijo Maia entre risas. Le dio un golpe
en el estómago, pero no podía dejar de mirar a Inés.
Tenía los pechos como dos balones de fútbol,
completamente en tensión. Los pezones, de un color
habitualmente entre rosado y violáceo, exhibían un rojo
frambuesa.
—¡Que no se desaproveche! —dijo Jana con su espíritu de
matrona siempre alerta. Puso un cacito de plástico bajo el
pezón y rescató el reflejo lácteo—. Esto es una bendición,
Inés.
—Me recuerda cuando daba el pecho a los mellizos, tenía
leche para alimentar a un regimiento —contó Maia con
nostalgia. Las cuatro comenzaron a compartir anécdotas sobre
sus lactancias y Erik, con una sonrisa, las dejó allí tras grabar
en sus retinas la escena familiar con las mujeres más
importantes de su vida reunidas en aquella intimidad tan
estrecha.
Se encargó de duchar, poner el pijama y lavar los dientes a
todos sus sobrinos entre gritos vikingos dando instrucciones y
alguno que otro más enfadado. Los reunió a todos en la amplia
cama de matrimonio de su hermana. Ya se encargaría de
acarrearlos a sus respectivas habitaciones después.
Cuando Maia llegó, estaba dormido como un tronco con los
cinco niños amontonados en torno a él.
—Si me llegan a decir hace cuatro años que te vería así
algún día, habría soltado la carcajada del siglo —dijo en un
susurro, apoyada en el quicio de la puerta y con los brazos
cruzados—. A veces todavía me cuesta creer lo mucho que has
cambiado.
Erik se incorporó con Emma en brazos y le dedicó una
sonrisa soñolienta.
—Soy el mismo, Maia. Son mis prioridades las que han
cambiado. ¿No fuiste tú la que me dijo que los hijos son el
revulsivo vital más brutal que existe? —Dejaron a Emma
sobre la cama, que compartía con su madre, y juntos llevaron a
Julio y a Elena, y después a los mellizos, a la habitación
infantil—. En mi caso no sé si ha sido tener a Magnus, pero si
hay algo que tengo claro, es que Inés y él son mi absoluta
prioridad.
Su hermana lo contempló con las cejas arqueadas en un
gesto mordaz. Cerró la puerta y se apoyó en la pared del
pasillo, a oscuras. Cruzó los brazos y clavó la mirada en él.
—Ah, ¿sí? Pues a mí no me lo parece tanto.
Erik la miró con extrañeza, ¿a qué venía tanta
animadversión?
—Qué mala leche tienes, hermanita. ¿A qué te refieres?
Inés salió de la habitación en ese momento, vestida con un
camisón sexi de tul negro transparente y una bata a juego que
lo hizo perder el hilo de lo que estaban hablando.
—Erik, ¿no vienes a la cama? Magnus ha caído como una
piedra y es tarde.
Volvió a meterse en la habitación y Erik echó a andar hacia
ella como si una cuerda invisible lo atase a ella.
—Eh, Casanova —dijo su hermana, sujetándolo por la
camiseta para detener su marcha hacia los brazos de Inés—.
Tenemos una conversación pendiente. Tienes que saber lo que
está pasando, Erik. Hoy he escuchado algo de lo más
interesante en el supermercado.
—Mañana me lo cuentas —dijo él con un guiño travieso.
Cerró la puerta tras él y se olvidó de todo. Inés estaba sobre
la cama, desnuda. Era una suerte que Magnus fuera tan glotón
y hubiese cenado ración doble. Se quitó la ropa a toda prisa y
se estiró en la cama junto a su mujer. Sonrieron con
complicidad. Ya podía pasar una manada de rinocerontes por
la habitación, su hijo no despertaría. Y lo iban a aprovechar.

Como en el año anterior, los días en Mallorca se solapaban


unos con otros en una marea continua de felicidad. Celebraron
los cuatro meses de Magnus con regalos para todos los niños,
volvieron a Palma a visitar el acuario y parque acuático, y esta
vez fue Inés quien quiso sorprender a Erik para una fecha más
que esperada.
—¿Sabes qué día es hoy? —dijo una mañana en la que
entraba la luz clara del Mediterráneo. Él emergió del sueño
profundo en el que estaba y la abrazó con languidez.
—¿El día de follarte a tu marido? —murmuró esperanzado.
Ella se echó a reír. Se recostó sobre él, apoyó las manos en
el centro de su pecho y lo miró, esperando una respuesta. Lo
sorprendió ver que Magnus no estaba en la habitación y que
ella estaba vestida.
—Ese día son todos los días, tendrás tú queja. No. Prueba
otra vez.
—¿El día de dejar que tu marido te folle?
—¡No! —dijo tras soltar un gruñido enojado.
Erik no pudo fingir mucho tiempo que no sabía de lo que se
trataba. Esperó hasta que Inés frunciera los labios en un mohín
de tristeza.
—¿En serio crees que me voy al olvidar del día en el que
por fin uní mi vida a ti de manera oficial? —Se estiró hacia la
mesilla e hizo aparecer una cajita entre sus dedos.
—Eres malvado —dijo Inés, dándole una palmada con
fuerza en el trasero. Se sentó junto a él en la cama con las
piernas cruzadas y abrió la cajita roja de Cartier—. Esto
comienza a tomar visos de tradición.
Sacó de la bolsa de terciopelo al anillo Trinity, una de las
joyas emblemáticas de la casa. Tres argollas articuladas. En la
de oro blanco, el nombre de Magnus. En la de oro amarillo, el
de Erik, y en la de oro rosa, el de Inés.
—No soy muy original —reconoció encogiendo los
hombros—. ¿Te gusta?
—¡Es perfecta! —Tuvo que forcejear un poco para
ponérsela en el anular de la mano que llevaba desnuda. En la
izquierda, jamás se sacaba el de pedida y la alianza. Estiró
ambas manos y luego encerró entre ellas el rostro de Erik—.
Así os llevaré siempre conmigo. Gracias.
Se inclinó hacia ella para profundizar el contacto, pero Inés
apoyó una mano en su pecho y lo detuvo.
—Si no nos damos prisa, llegaremos tarde a la entrega de
tu regalo.
—¿Mi regalo? —dijo Erik, intrigado. Remoloneó aún más
sobre la cama. Lo único que le apetecía era repetir el sexo
suculento de la noche anterior.
—Magnus se queda con su abuela y con sus tías. He ido
juntando biberones de leche materna para que pasemos el día
fuera. Esa es una parte del regalo. —Inés sacó del armario una
camiseta, unos vaqueros y ropa interior para él. Señaló hacia la
ducha—. Hemos quedado a las once. ¡Espabila!
Inés lo condujo hasta un taller mecánico un poco
desordenado, pero decorado de piezas de coches de los años
cincuenta. Tenía estilo. Erik estudió el local con curiosidad
mientras sorteaban varios motores a medio desmontar. Un
Cadillac descapotable de color crema yacía elevado sobre las
llantas y dos chicos trabajaban en los neumáticos. Lo dejó
babeando ante los cromados y los asientos de cuero, y
continuó hasta llegar a la pequeña oficina. Un hombre de unos
cuarenta años, que podría haber pertenecido a la pandilla de
Erik —tatuado, con un piercing discreto en la oreja, y muy
bronceado— trabajaba frente a una mesa llena de papeles.
—Buen día —saludó tras golpear con suavidad la puerta
para llamar su atención.
—Hola, tú debes ser Inés, ¿verdad? Kurt me dijo que
vendríais hoy. —El hombre sonrió, se puso el lapicero con el
que escribía en la oreja y se remangó la camisa hasta los codos
—. Vamos. Está todo a punto.
Inés asintió con una sonrisa apreciativa. ¿Cómo era eso de
«casada, pero no muerta»? Se quedó un poco atrás para
admirar la retaguardia. Con cierto orgullo, comprobó que lo
que tenía en casa ganaba por goleada. Erik alzó la mirada y se
acercó a ellos con cara de interrogación. Se estrecharon la
mano con firmeza.
—He de decirte que eres un tipo con suerte. Te llevas una
auténtica joya.
—¿Qué es? —preguntó Erik mientras el hombre abría la
puerta corredera de un garaje interior.
—Espera y verás —dijo Inés.
Parpadeó una enorme luz fluorescente y Erik se convirtió
en un niño pequeño, con los ojos como platos y la boca
abierta.
—Svarte Helvete!
Una moto. Pero no cualquier moto. Una BMW R69S.
Negra. Con cromados en plata reluciente. Los asientos de
cuero como nuevos. Posó una mano en el manillar y giró la
cabeza hacia ella. Inés asintió.
—Feliz aniversario, grandullón. ¡Vamos a probarla!
Erik estaba como loco. La arrancó mientras escuchaba solo
a medias las indicaciones del mecánico e Inés aprovechó para
cambiar el casco de Erik por una talla más grande.
—¡Si tienes cualquier problema, ven por aquí! —gritó el
hombre cuando salieron a la calle principal. Inés agitó la mano
entre risas. Erik aceleró por la carretera general e Inés se
aferró a su cintura, feliz porque él era feliz.
—¿Dónde vamos? —preguntó por el intercomunicador.
—Lo primero, a echar gasolina. Después…, ya veremos.
Erik programó algo de música en el móvil, Something Just
Like This de Coldplay comenzó a sonar en el altavoz del casco
y aceleró hacia la salida.
Inés apoyó la cabeza en su espalda, cerró los ojos y se dejó
llevar.
Erik cargó combustible y ella se aprovisionó con un
pequeño picnic. Se alejaron de Can Picafort por un camino
rural entre campos de cereales y olivos. A ella las motos le
daban un poco de miedo, pero él conducía seguro, sin
demasiada velocidad. No era una moto de carreras, era una
moto para disfrutar.
Al principio, charlaban a través del intercomunicador, pero
pronto se sumieron en un silencio cómodo. Fue relajándose
con los kilómetros. Los chalés de la playa dieron paso a las
masías de colores ocres y piedra oscura. Entendió por qué
gustaban tanto las motos, la sensación de velocidad, la
potencia del motor entre las piernas, la manera en que te
fundías con el entorno y formabas parte del paisaje.
Enfilaron una recta interminable, sonaba Sweet Heart de
Jack Savoretti, y tomaron más velocidad. Ella abrió los brazos,
primero con miedo, luego con soltura. Cerró los ojos y dejó
caer la cabeza hacia atrás. La caricia del viento en las manos la
hizo reír. Erik aceleró un poco más e Inés soltó un aullido
lobuno, arrancándole una carcajada. Paladeó la sensación de
libertad. Unos minutos de no pensar en nada. De olvidar
responsabilidades, de dejar problemas atrás.
Se detuvieron en una senda interior a saludar a un grupo de
caballos. Inés recordó con nostalgia su casa en Ranco. Inspiró
el aire de secano, con aroma a pasto seco, a tierra árida y
caliente. El de sus recuerdos infantiles era a hierba verde, a
humus fértil y a humedad.
—¿Quieres probar? —ofreció Erik, sentado en el asiento de
atrás. Inés arrugó la nariz un poco reacia. Él palmeó en el sitio
del conductor—. Prueba a llevarla. Yo te ayudaré con las
marchas.
—Me da un poco de miedo —confesó, pero se encaramó
delante de él y aferró el manillar con fuerza.
—No te preocupes. Después no la querrás soltar.
Aprendió unas nociones básicas: mano derecha en el
acelerador, mano izquierda en el embrague y pie izquierdo en
las marchas. Erik encendió el motor. Muy lentamente, giró la
muñeca para acelerar. Él mantenía la moto en pie.
—No, no. Si accionas el embrague, no puedes acelerar a la
vez. Primero mete la marcha —indicó él con paciencia. Inés se
mordió la lengua. Qué torpe. Se lo acababa de explicar. Hizo
lo que le decía—. Ahora, acelera al tiempo que sueltas el
embrague. Igual que en el coche. ¡Despacio! —exclamó entre
risas cuando la moto paró en seco.
Se le caló un par de veces y estuvo a punto de desistir, pero
cuando lo consiguió por primera vez, entendió el mecanismo y
echaron a rodar.
—¡Lo he conseguido! —dijo Inés, eufórica.
Aceleró un poco más. Forzó un poco el motor, se notaba en
el ruido y en la sensación de que la moto iba frenada. Erik le
indicó que subiera la marcha y percibió cómo al pasar a
segunda, y luego a tercera, se deslizaban con suavidad.
—Svarte Helvete! —dijo Erik, abrazándola desde atrás—.
Ahora tendré que compartir mis motos contigo.
Buscaron un lugar que no estuviera cercado de alambre de
púas y se sentaron a comer, pero Inés ya se había envenenado
y continuaron al poco tiempo. Cuando llegaron a la carretera,
volvieron a cambiar posiciones, prefería no tentar a la suerte.
Habían recorrido más kilómetros de lo que pensaban y
tardaron más de tres horas en regresar. Inés notaba la tensión
incómoda en sus pechos y la ansiedad por volver junto a
Magnus empañó un poco la sensación idílica que se había
apoderado de ella.
—¿Aguantas un poco más? Se va a poner el sol —dijo
Erik, señalando hacia la playa. Ella asintió.
Se detuvieron en una cala solitaria. Había unas pocas nubes
perfiladas con un halo dorado mientras el disco rojizo vibraba
al descender. Aquella cerveza sin alcohol y ya bastante
caliente sabía a felicidad. Inés apoyó la cabeza en el hombro
de Erik y sonrió al sentir los brazos protectores rodeándola.
Observaron en silencio cómo el cielo se teñía de rosados y
naranjas hasta que cayó poco a poco el telón de color índigo
tachonado de estrellas.
—Quieres marcharte ya, ¿verdad? —dijo Erik.
Inés llevaba ya unos minutos inquieta, presa de la
dicotomía entre quedarse para disfrutar un poco más de
haberse bajado del mundo, y la necesidad acuciante de volver
junto a su hijo. Asintió.
—Yo también lo echo de menos, pero estas horas me han
sabido a gloria —reconoció él mientras se sacudía la arena.
Recogieron los botellines y echaron a andar hacia la moto—.
Prométeme que nos tomaremos un tiempo de vez en cuando
para nosotros, al menos una vez a la semana.
Inés se echó a reír.
—Claro que sí. No sé si a la semana, pero tenemos que
instaurarlo. Nos ha hecho bien.
—Y montar en moto también es muy terapéutico. Quizá
tenga que comprarme otra para Oslo —aventuró Erik, ya sobre
la moto y con el casco entre las manos.
Estaba guapísimo. El pelo rubio desordenado. Los ojos
azules destilando picardía. La camiseta blanca se ceñía a su
torso como un guante y la postura a horcajadas torneaba sus
piernas bajo los vaqueros desgastados. Ya tenía cuarenta años,
pero la hacía sentir como si tuviesen dieciséis. Notó cómo
tiraba de ella la cuerda invisible del deseo y dio unos pasos
hacia él de manera involuntaria. Rodeó su cuello con los
brazos.
—Ya veremos. No tientes tu suerte —rio. Erik la besó en
los labios y en el cuello—. Volvamos a casa.

Magnus estaba tirado en el suelo del salón con sus primos.


Habían arramplado muebles y alfombras para dejar el espacio
libre, se arrastraban con él hacia atrás, muertos de la risa, e
intentaban que avanzara hacia adelante tentándolo con
juguetes y galletas un poco manoseadas. Los gritos y las
carcajadas hicieron que se quedaran un rato en la puerta.
—Vaya. No parece que nos haya echado mucho de menos.
—¡Qué ingrato! —dijo Erik sonriendo. Los niños ni
siquiera se habían dado cuenta de que estaban allí—. ¿Vamos a
la cocina y comemos algo?
Inés dudó, pero tenía los pechos hinchados de leche y ver a
su hijo tan cerca le generaba una sensación de vacío en el
estómago que comenzó a ser insoportable. Negó con la cabeza
y se abrió paso entre los niños para rescatar a su bebé. En
cuanto Magnus la vio, esbozó un puchero, sorbió un par de
veces y rompió a llorar con una mezcla desgarradora de pena e
indignación.
—¡Ven aquí, mi chiquitito! —dijo Inés, ignorando las
vocecitas decepcionadas de sus primos mientras se lo llevaba
en brazos de allí. Los ojos se le llenaron de lágrimas y notó
cómo se empapaba su sujetador con leche—. Ven con mamá.
Cubrió su cabecita con aroma a galletas dulces de besos y
palabras tiernas. No dejó ni que Erik lo saludara. Tampoco se
acercó a agradecerle a Jana, Maia y Loreto que cuidasen de él.
Se fugó a la habitación casi corriendo.
Cuando Magne se prendió a su pecho al fin, después de
unos cuantos topetazos ansiosos, pudo respirar aliviada.
Erik entró sin hacer ruido. Inés estaba aún despeinada del
casco, tenía la cara congestionada y los ojos hinchados por
aguantar el llanto; la camiseta abierta de cualquier manera
sobre el pecho y los pies descalzos. Por un momento, pensó en
bromear y reírse un poco de ella. Se detuvo a tiempo. Una
lágrima rodó por su mejilla.
—Había pensado que pasáramos la noche en el Drakkar, e
incluso salir a navegar unas horas —dijo ella con la voz
temblorosa—. Para terminar de celebrar, pero…
Él suspiró y se sentó junto a ella. Deslizó el pulgar por la
frente de su hijo y la besó en los labios.
—Poco a poco, kjaereste. No te niego que me encantaría
seguir con el día de hoy. Me he sentido liberado —confesó con
una sonrisa canalla. Se frotó la cara con las manos asumiendo
el cambio en las tornas—. Sé que para ti es un poco diferente y
lo entiendo. —Se encogió de hombros e intentó limpiar de su
tono de voz cualquier reproche, por mucho que le pareciese
que exageraba—. Sigo pensando que esto nos viene bien. Yo
también he echado muchísimo de menos a Magne, pero lo
hemos dejado en buenas manos.
Ella no respondió. Acabó por dejarla tranquila y fue a darse
una ducha. Cuando volvió, Inés seguía con el bebé al pecho,
tumbados de lado en la cama. Se tendió junto a ellos.
Se había montado la película de follar como locos en la
habitación de un hotel, solos, sin niños, ni hermanas
metomentodo, ni abuela bienintencionada, pero a veces
demasiado invasiva. Se acopló a Inés por detrás, la rodeó con
un brazo por la cintura y la besó en el cuello a modo de
tentativa. Ella se encogió y sonrió, pero su cuerpo estaba
completamente entregado a la maternidad.
Tendría que empezar a acostumbrarse a esa desagradable
sensación que aparecía, de vez en cuando, de sentirse
desplazado. De que Magne y ella compartían un vínculo
secreto y mágico que se alimentaba de una conexión especial
que él no lograba comprender.
Unas cuantas verdades

Amanecieron los tres en la cama grande. El sol entraba por las


rendijas de la persiana entreabierta cortando con haces de luz
naranja la oscuridad de la habitación. Erik se incorporó y los
observó en silencio mientras dormían, invadido por aquel
sentimiento de protección y temor latente a que algo malo les
ocurriese. Todavía no se acostumbraba a lidiar con ello.
Retiró los mechones desordenados del rostro de Inés y besó
a su hijo en la mejilla. Una punzada de culpabilidad le recordó
sus ansias de libertad de la noche anterior. ¿Estaba siendo un
poco egoísta? Pero no podía evitarlo. A veces Inés parecía
construir un mundo aparte que solo incluía a ella y a Magnus.
Y que lo excluía por completo a él.
La casa estaba sumida en un silencio inusitado, sin voces
de niños, ni agua salpicando o sonido de platos chocando entre
sí. Bajó las escaleras sin hacer ruido, se agenció un café y unas
magdalenas en la cocina, y salió al jardín.
—Buenos días —gruñó.
Maia leía un libro electrónico en el porche, dinamitando
sus esperanzas de un desayuno tranquilo. Se apoltronó en la
butaca y entrecerró los ojos para defenderse de la claridad de
la mañana. El Mediterráneo lo saludaba con un intenso aroma
a salitre y sol.
—Buenos días. Menudo tonito. ¿No has dormido bien? —
Ni siquiera despegó la mirada de la pantalla. Quizá tendría
suerte y ya no se acordaba de que tenían una conversación
pendiente.
La muy cabrona esperó a que se terminara el café.
—Erik, ¿qué tal ves a Inés?
Ahí estaba. Se echó hacia atrás en la silla de mimbre y
clavó una mirada expectante en ella.
—¿A qué te refieres exactamente? Porque no creo que sea
a lo guapa que está. —Maia ni siquiera pestañeó. Él levantó
las manos en un gesto de impotencia—. ¿Qué quieres que te
diga? Yo la veo bien. Feliz. A veces pienso que se toma
demasiado en serio el ser madre, pero, en términos generales,
la veo bien. Muy bien.
—¿Qué tal en Oslo? ¿Se ha acostumbrado ya a la vida pija
de la capital? Creo que ha conocido a tu antiguo círculo de
amigos —dijo con una sonrisa irónica.
Maia aborrecía a Kjerstin por encima de todo, pero los
demás tampoco le caían mucho mejor. Recordó un par de
fiascos al intentar incluirla junto a Corbyn en alguna cena o
evento. Fracaso total.
—Sí. Se desenvuelve bien. —No profundizó demasiado en
ello. Para él ese tema estaba superado—. Ya sabes cómo es. Ya
está apuntada a noruego, a ballet, a yoga con bebés, da paseos
todos los días en el Vigeland, y ha cambiado los óleos, que
huelen fatal, por las acuarelas para pintar. —El rostro cada vez
más sardónico de su hermana lo hizo soltar un bufido—. ¿A
qué viene esa cara, Maia? Si tienes algo que decirme, ¡dímelo!
—Eh. Segunda vez que te lo digo. Ese tono. ¿También le
hablas así a Inés?
Soltó un rugido exasperado, pero ella no le dio tregua.
—Te voy a contar algo que no tenía pensado contarte. Mi
primer impulso cuando lo escuché fue soltártelo todo, sin
filtro. Como no tuvimos oportunidad de hablar, me lo pensé un
poco más —dijo ella, ignorando su cabreo. Erik cerró la boca
y se sentó. Maia no solía dar importancia a las cosas banales.
Y sabía por experiencia que valía la pena escucharla si tenía
algo que decir—. Me jode, porque siento que estoy
traicionando un poco a Inés con esto, pero te veo tan perdido y
tan… en la inopia con el tema, que voy a contártelo igual.
Erik parpadeó un par de veces, un poco desconcertado. Se
devanó los sesos, pero no tenía ni idea de adónde quería llegar.
Ella apretó los labios en un gesto de reprobación.
—¿Qué tema, Maia? Odio cuando hablas en clave. No
tenemos ocho años —dijo desabrido y más molesto de lo que
quería reconocer—. Suéltalo de una puta vez.
—Inés pretende que todo va bien, pero las cosas no son, ni
de cerca, como tú crees. Incluso como ella cree. Y no es así —
soltó sin anestesia. Erik rechinó los dientes e hizo un esfuerzo
por escuchar—. Ya te expliqué una vez que toda esa actividad
frenética solo busca llenar un vacío. Echa de menos a su
familia, a sus amigos, ¡hasta a su perro! Y…
—¿Tú crees que yo no echo de menos todo aquello?
¡También he dejado una vida allí! —interrumpió Erik,
enfadado. A veces le daban ganas de ponerle una mordaza.
—¡No seas autorreferente! No todo se trata de ti —se burló
de él con sarcasmo—. ¡Es ella la que lo ha dejado todo atrás!
Tú aquí tienes una vida. ¿Sabes cuánto tiempo va a tardar en
convalidar sus títulos?
Él la miró con sorpresa. Lo habían hablado y no le había
parecido tan terrible.
—De tres a seis meses el de Medicina. Y tiene que
presentarse a unos exámenes de noruego. —Tuvo que hacer
memoria durante un buen rato—. Empezó los trámites hace no
mucho. Estaba tan embobada con Magne que yo creo que se
despistó y no lo hizo antes.
—¡Ja! —soltó Maia de manera despectiva—. Eso el título
de Medicina general. ¿Sabes cuánto tarda el de Pediatría? ¿El
de la subespecialidad?
Erik negó con la cabeza, un poco culpable. No tenía ni
idea. Su hermana chascó la lengua, envuelta en indignación.
—Tú tienes una maldita clínica a tu entera disposición. No
has acabado la baja paternal, ¡y ya estás operando! La
maternidad es importante para las mujeres, Erik. ¡Pero no lo es
todo! —dijo, indignada. Casi gritó—. Inés va a tardar en
ejercer, después de doce años quemándose las pestañas,
palabras textuales de ella, al menos tres o cuatro años —
añadió sin esconder lo cabreada y dolida que estaba con
él[SB2][XH3]—. ¡Cuatro años, Erik! Voy a hacerme otro café.
Se levantó de la silla con ademanes bruscos y desapareció
hacia el interior de la casa dejando en el aire su rabia y
frustración.
No contestó. Hizo una búsqueda rápida en el móvil en un
foro de expatriados y tragó saliva. Para los europeos, la
homologación de títulos era un poco más fácil. Para los
latinoamericanos, no tanto. Algunos no lo conseguían.
—No lo sabía —murmuró cuando su hermana se sentó
junto a él. Agradeció sin decir nada la taza humeante que le
trajo y le dio unos tragos antes de seguir—. No sé, Maia.
Ella… parece feliz. La veo desenvolverse en Oslo y alucino
con la facilidad con la que se mete en el bolsillo a todo el
mundo. ¿Te conté que me acompañó el día que conocí a
Christine? —Todavía no era capaz de hablar de ella como su
hija. No le nacía. Maia lo miró con expectación—. No sé
cómo, pero acabó en el castillo hinchable saltando y con todos
los niños colgados de su cuello, llamándola por el parque.
«¡Inésssss, Inésssss!» —imitó con voz aguda y haciendo el
gesto de corretear con los dedos—. Con todos los asistentes
pendientes de ella, en especial los hombres. En un par de
horas, se había hecho una amiga y hablaban como si se
conociesen toda la vida. ¡En serio! —insistió al ver su
expresión de incredulidad.
—No. No es así como lo vivió ella. Nada que ver con la
realidad. —Más calmada, le hizo un resumen de lo que había
escuchado en la conversación con Loreto. El sentirse
desplazada y tratada con inferioridad. Cuando pilló a Kjerstin
poniéndola verde por su modo de vestir. Lo mucho que le
dolía el tema de Christine y lo preocupada que estaba por
Magnus—. Inés pelea con uñas y dientes su sitio, y no dudo de
que lo consiga. Es una tía fuerte. Probablemente mucho más
que tú y que yo en su situación. Pero eso está muy lejos de la
idea de felicidad perpetua que tú tienes de lo que ocurre en
Oslo, Erik.
Se rindió a la evidencia. Se derrumbó sobre la mesa,
escondiendo la cabeza entre los brazos. Era cierto. O, al
menos, sabía que parte de lo que decía era cierto.
—Lo de Christine…, sí. Está siendo difícil para ella.
Todavía no lo asume —confesó, abatido. Cerró los ojos al
pensar lo que se les venía encima al volver a Oslo—. Dice que
tiene la corazonada de que no es hija mía, de que hay algún
error. Y no le he contado que ahora Kjerstin reclama visitas
parentales con dos fines de semana al mes y un día entre
semana, además de una compensación económica por estos
cuatro años y una pensión de manutención. —Había recibido
un correo electrónico muy educado y detallado, de una
abogada de Oslo. Pero Inés estaba disfrutando tanto aquellos
días, que no había querido pincharle el globo—. Y lo que pide
es absurdo. Hace un cálculo incluyendo los gastos del
embarazo y el parto, ¿puedes creerlo?
—De esa tipa me creo cualquier cosa. De todas maneras,
no creo que a Inés le importe mucho el tema económico —dijo
Maia, que se levantó a recoger las tazas. Lanzó una última
advertencia antes de dar por terminada la conversación—.
Habla con ella, Erik. Arregla esto. Inés se merece ser feliz.

Los quince días de vacaciones pasaron volando. Esta vez


fueron ellos los que se marcharon primero y dejaron a Loreto y
los niños con Maia y Jana para disfrutar el resto del mes. Inés
se despidió de su hermana con un nudo en el pecho y la
sensación de que no se verían en mucho tiempo, por mucho
que ella le juró y perjuró que iría a verla a Noruega, aunque
fuese sola.
—¿Todo bien? Estás muy callada —dijo Erik cuando ya
llevaban una hora de vuelo hacia Oslo. Magnus pareció
entender la importancia de la pregunta, porque se soltó del
pecho de su madre y los observó con atención casi cómica.
Ella lo miró sorprendida. Limpió el reguero de leche de la
comisura de los labios de su hijo mientras pensaba una
respuesta. Sonrió con calidez e hizo un gesto dulce de
negación.
—Estoy bien. Aunque reconozco que voy a echar mucho
de menos Mallorca. Estar allí es como rodear todo de una
burbuja y dejar los problemas atrás —explicó mientras se
soltaba la coleta, sacudía su melena y volvía a amarrarla en un
gesto nervioso. Como siempre que no decía la verdad, al
menos del todo—. Ha sido genial volver a ver a Loreto y a los
niños. ¡Y a Maia y tu madre! Parece mentira que hayamos
tenido que viajar a España para vernos otra vez.
Erik la abrazó en silencio y la besó en la frente.
Habría sido tan fácil sacar el tema.
Preguntarle si no estaba a gusto en Oslo, si prefería volver
a Chile, si había algo que él pudiera hacer para que se sintiese
mejor. La oportunidad se convirtió en una libélula efímera que
se alejó dejando una estela de preocupación en sus
pensamientos.

Septiembre llegó a Oslo con una bajada ostensible de


temperaturas, una luz grisácea y sin fuerzas y una lluvia
pertinaz. Inés no se arredró frente al cambio de clima, pese a
que el contraste con el verano radiante de Mallorca se hacía
todavía más evidente. Cada vez había menos horas de sol
—Quizá tengas que pensar en comprarte un coche —dijo
Erik una mañana en que el chispeo se había convertido en un
aguacero torrencial—. Sé que no te gusta coger el Tesla, pero
uno más pequeño para movernos por la ciudad con Magne no
nos vendría mal.
—Tu coche es demasiado tecnológico para mí, ¡y no me
hace falta! —Iba de una lado a otro en la cocina mientras
preparaba el café, cortaba fruta y exprimía las naranjas en una
coreografía rápida—. Me manejo bien en el metro y a Magnus
le encanta ir en tranvía. Me he sacado la Oslo Pass.
—Te has adueñado perfectamente de la ciudad —dijo Erik,
admirado. Vislumbró otra oportunidad y lo intentó—. Inés,
hay… ¿Hay algo que necesites? La casa es muy grande.
¿seguro que no quieres que contratemos a alguien que nos
eche una mano?
Ella se detuvo un momento y lo miró, con cara de no estar
muy segura.
—Podría ser. Para ayudarnos con la limpieza y la plancha y
quizá quedarse con Magnus para ir de manera presencial a las
clases de noruego —dijo, de pronto preocupada. Su ceño se
frunció—. Me vendría bien, ahora es imposible con él estar
pendiente de las videollamadas y se acerca la fecha del
examen de noruego.
—Me encargaré de ello.
—Gracias. —Lo besó en los labios, sonrió con gratitud y
siguió con el desayuno. Peló una manzana, la cortó por la
mitad y le dio un trozo a él y otro a su hijo, que comenzó a
chupetearla con entusiasmo. Erik hizo un esfuerzo y la apretó
un poco más.
—¿Cuándo quieres incorporarte a trabajar?
La estudió con atención, atento a cualquier gesto. Ella
seguía danzando a lo largo y ancho de la cocina, fascinada con
el deleite con que Magnus devoraba la manzana. No le dio
ninguna importancia.
—Cuando Magnus empiece el Barnehage. —Se echó a reír
al entender que eso no era ninguna contestación—. Había
pensado dejar que pase el invierno y buscar una plaza de
médico general para empezar a acumular horas de prácticas —
dijo mientras se sentaba junto a él en un taburete y por fin se
tomaba su café—. Si tengo suerte, podré ver solo niños.
—Inés, en esta clínica hay un montón de consultas… —
dejó la frase incompleta a modo de tanteo, pero ella lo
interrumpió.
—Oh, no. ¡No! ¡Ni hablar! Aquí la sanidad pública es una
pasada y quiero conocer bien el sistema. Iré al Hospital
Universitario a dejar el currículo —informó, categórica. Erik
sabía que era una batalla perdida, así que no insistió—. O en
algún centro de atención primaria. Tengo tiempo.
—Podrías hacer aquí las prácticas, aunque sea al principio
—ofreció de nuevo. Solo quería facilitarle un poco las cosas
—. Y empezar en cuanto quieras.
—No antes de que pase el invierno. Quiero que Magne
pase el primer invierno sin ir a la guardería. ¡Los niños se
contagian todo el primer año! En primavera, cuando mejore el
tiempo, es mucho mejor —informó entre bocados a una de las
galletas de avena recién hechas que dejaron en el aire un
intenso aroma a chocolate—. Te parece bien, ¿verdad?
La miró con admiración. Lo tenía todo bien pensado.
—Me parece perfecto. Inés —la llamó, porque ella ya se
había levantado para recoger los platos sucios. No paraba
quieta ni un solo segundo. Esperó a que se diese la vuelta y lo
mirase con atención—. Que sea lo que tú quieras. Lo que
necesites. Lo que a ti te venga bien.
Ella sonrió agradecida y le lanzó un beso por el aire
mientras se marchaba. Él no se sintió mejor.

Cuando entró a la clínica comprobó, desanimado, que aquel


día no tenía cirugías programadas. Lo cierto era que nunca
tenía más de tres o cuatro cirugías a la semana. La consulta se
llevaba la mayor carga asistencial. Tuvo que reconocer que
echaba un poco de menos el ritmo frenético del San Lucas.
—Eres demasiado eficaz —le dijo a Ole en su despacho,
tras confirmar que tampoco tenía pacientes citados para
revisión postoperatoria—. ¿Me vas a decir que no tengo nada
que hacer?
Él se echó a reír con su afabilidad de siempre. Sacó de la
estantería una carpeta llena de papeles y la puso frente a él
sobre la mesa.
—Somos una clínica pequeña, no nos podemos quejar. Hoy
te toca labor de investigación. Tengo aquí un par de
presupuestos que quiero que revises. No me decido por
ninguno de los productos para la circulación extracorpórea. —
Aclaró cuando él frunció el ceño al empezar a estudiar el
dosier—. Así me ayudas a tomar la decisión. Te envío el
archivo completo y unos vídeos sobre el funcionamiento por
correo electrónico.
Eso le pasaba por abrir la boca.
Sacó una botella de agua Voss gasificada de la nevera,
indicó a la secretaria del servicio que estaba disponible en su
despacho para lo que fuera y encendió su ordenador.
Pretendía resolver el encargo de Ole esa misma mañana,
pero un email de unos días atrás llamó su atención. Un correo
corporativo de un banco, pero no era el de Nacha —que ahora
llevaba sus cuentas en Chile, además de la de Inés—. Lo abrió
con curiosidad. Jimena Zapata Grüel. Ese nombre le sonaba.
Comenzó a leer el cuerpo del correo y cayó en la cuenta de
quién era. La contable que le había recomendado Bettina. No
se acordaba de ella desde que escribió pidiéndole ayuda. Pasó
por encima de la jerga económica hasta que llegó a un párrafo
hacia el final.
«En resumen, tras revisar de manera exhaustiva el material
facilitado por la enfermera Maier, hemos encontrado una
diferencia entre el dinero gastado por la Unidad del Corazón
Infantil del Hospital San Lucas y la factura real de los
proveedores de insumos y servicio de mil ochocientos
millones de pesos, es decir, de casi dos millones de dólares, en
los últimos cinco años».
Tuvo que leer dos veces el contenido para entender la
realidad de lo que estaba leyendo. Hizo una conversión rápida
a coronas, que era la moneda con la que estaba más
familiarizado ahora, y pegó un silbido. Cerca de un millón de
desfalco al mes.
«Es una lástima, porque si se hicieran bien las cosas, el
hospital sería más que solvente. Si no fuera así, no habría
aguantado semejante sangría de dinero. La directiva tendrá que
rendir cuentas de estas incongruencias y las encontradas en
otros servicios al consorcio americano que inyectó el capital y
que, por supuesto, va a retirar toda la inversión si no se
depuran responsabilidades».
Se detuvo un momento tras masticar esa parte del correo.
La auditoría que él había liderado hacía ya dos años era
exclusivamente clínica, pero sí era cierto que se habían
revisado partidas presupuestarias. Una idea desagradable, y
que intentó desechar en cuanto se materializó en sus
pensamientos, lo persiguió en segundo plano mientras cumplía
el encargo de Kolberg. ¿Debió haber profundizado más en
ello? No pudo evitar sentirse un poco culpable.
—Es mejor lo que ofrece la casa de Boëhringer: menos tasa
de complicaciones en población pediátrica y nos ofrecen el
fungible de la máquina a un precio más competitivo —dijo
Erik al acabar la jornada de mañana mientras compartían un
café y unas galletas de avena de Inés en su despacho—. Es
cierto que es más barato el otro producto, pero, en este caso, si
es utilizado tanto en el quirófano de adultos como en infantil,
ahorraremos al tenerlo unificado.
—Perfecto. Me pondré en contacto con el proveedor —
respondió Ole. Sin rodeos. Sin procrastinar en otras chorradas.
Cogió la carpeta y se puso a ello en el ordenador—. ¿Te vas ya
a casa?
Erik dudó. Como no tenía pacientes, se iría a casa a comer
y quedaría localizado en el busca. Acabó por negar con la
cabeza. Mierda. ¿Por qué demonios no lo dejaba pasar?
—No. Aún no. Me queda una cosa por hacer.
Volvió a su despacho y miró el barrio de Majorstuen a sus
pies. El ajetreo de bicicletas, peatones, buses y tranvías pese a
que llovía a cántaros. Los árboles perderían las pocas flores de
verano que les quedaban. Lo pensó un buen rato. ¿Valía la
pena involucrarse en todo aquello, ahora que ya no tenía nada
que ver con el San Lucas?
—Soy idiota —dijo en alto.
Se sentó de nuevo frente al portátil y escribió un correo a
Bettina, con la contable en copia.
«Bettina:
Yenny Salgado, la anterior supervisora de quirófano,
manejó varios de estos datos durante la auditoría que hicimos
hace un par de años. No tenía que ver con temas económicos,
pero sí revisó sueldos y horas extra con tanta dedicación que
me extraña que no le haya echado un ojo a esto. Pregúntale a
ver qué opina. Ya me contaréis.
Thoresen».
Cuando llegó a casa todavía traía cara de asombro. Inés lo
abordó en cuanto entró por la puerta.
—¿Qué pasa? ¿Por qué traes esa cara?
—No te vas a creer lo que ha pasado en el San Lucas.
Un buen argumento

Había convencido a Monika para que se apuntara a clases de


ballet con ella. Aún no sabía cómo, pero había sido capaz de
despegarla de sus dos hijos y sacarla de su casa.
—Hasta yo, que le doy el pecho todavía a Magnus, intento
tener un ratito propio, al menos unas horas a la semana —dijo
mientras la arrastraba calle arriba tras dejar a su hijo con
Olivia. Después irían a tomar algo en una cafetería-librería
cerca de allí—. Ya verás. ¡Te va a encantar!
—Pero ¿tú me has visto? Peso al menos veinte kilos más
que tú y la única gimnasia que hago desde que soy madre es
correr detrás de mis hijos —rezongó Monika, que parecía feliz
de salir con ella, pero reacia a probar—. ¡He venido con unas
mallas de correr y una camiseta de propaganda!
—Estás perfecta —dijo Inés, empujando con decisión la
puerta de la academia.
Ella bailaba en un nivel más avanzado, pero para
acompañarla en su primer día, se coló en el básico. No solo su
amiga disfrutó como una enana. Repasó algunas nociones
elementales que tenía olvidadas y se relajó en el ambiente más
distendido de la clase. Salieron de allí radiantes.
—Venga, vamos a reponer las calorías que hemos gastado.
Monika soltó una carcajada, se colgó de su brazo y
caminaron hasta el local, desde donde se percibía un delicioso
olor a masas al horno y café.
Hablaron de sus respectivas vacaciones, que coincidieron
en el tiempo. Ella había ido a visitar a su familia en Heidelberg
y le mostró fotos de una ciudad dinámica y llena de vida, con
un precioso castillo medieval. Inés le habló de Mallorca, de la
guardería que habían escogido para Magnus y le dio la receta
de los bollos de canela de Jana. Llevaban un rato de silencio
cuando su amiga se aclaró la garganta para decir algo, pero no
arrancaba.
—¿Qué pasa, Monika? Tienes cara de querer preguntarme
algo —dijo Inés con una sonrisa traviesa—. Yo no soy
noruega, no me va a molestar que quieras saber algo personal
de mí.
Ella se relajó al fin. Dejó la taza en la mesa y le lanzó una
mirada un poco culpable.
—Lo sé. Lo siento. Se me está pegando eso de ser tan
respetuosa que parece que no tengas empatía. Yo creo que
aquí, si te ven tirada en el suelo desnuda, no se acercarían a
saber qué te ha pasado por no molestar —replicó con malicia.
Inés soltó una carcajada con su exageración—. No es sobre ti.
No exactamente. Joakim ha escuchado un rumor en el hospital,
pero no se lo cree. Yo le he dicho que, antes de dar alas a
murmuraciones, que os lo preguntaríamos a vosotros.
Inés soltó una carcajada ácida. ¿Ahora eran la comidilla del
Centro de Investigaciones? Genial. Sintió un poco de pena por
Erik, no se merecía aquello. Estaba segura de que Kjerstin se
encargaría de tergiversarlo todo para dejarlo a la altura del
betún.
—No me digas más. Te refieres a que Christine es hija de
Erik. —Alzó las cejas esperando la confirmación de Monika,
que asintió con expresión intrigada—. Pues sí. Se supone que
es verdad.
Le resumió toda la historia, desde que Kjerstin plantó la
duda en ella cuando se conocieron, pasando por las trabas que
puso para hacer las pruebas y terminando en el resultado del
laboratorio que lo confirmaba—. Pero ¿sabes qué? No me
preguntes cómo, ni por qué: sé que no es así. Erik no es el
padre de esa niña. Lo sé.
Se les hacía tarde. Se despidieron y quedaron en volver
juntas para la clase siguiente. Monika cogió el tranvía para
regresar a su casa e Inés se pidió otro descafeinado para darle
vueltas a todo el asunto. ¿Por qué tenía esa sensación tan rara?
¿Era solo el deseo ferviente de que no fuera verdad? Arrugó la
nariz y se comió el bombón que acompañaba el café. Menos
mal que había vuelto a danza. Sonrió al acordarse de Nacha y
comprobó que fuese una hora decente. ¿Eran cuatro o seis
horas menos? Nunca lo recordaba. La llamó igualmente.
—¡Hola, Inesita!
Verla a través de videollamada siempre le encogía un poco
las tripas. Estaba muy abrigada, en el jardín de su casa.
Adriana caminaba en precario equilibrio sobre la hierba.
—¡Ya camina! —exclamó entusiasmada. Se le olvidó el
motivo real de la llamada. Nacha enfocó a su pequeña durante
un buen trecho, en que la animaba a seguir. Adriana se paraba
en cada flor, en cada piedrecita y acabó por sentarse sobre el
trasero acolchado por el pañal y la ropa de invierno, sin querer
exhibir sus dotes atléticas ante la exasperación de su madre—.
Qué mayor está…
—¿Y Magne? ¡Yo también quiero ver lo grande que está tu
gordito!
Inés negó con la cabeza y le mostró la coqueta cafetería,
llena de libros, en la que podías sentarte a leer y después
comprar si te gustaban. Nacha soltó un silbido admirado.
—¡Ya ves! Estoy tomándome un café yo sola, después da
salir de clase de danza —dijo Inés. Se sintió orgullosa de sí
misma. Magne había cumplido cinco meses y todavía le
costaba trabajo alejarse de él—. Es descafeinado y, en
realidad, Magnus está a dos manzanas de aquí, pero ¿a qué es
un avance?
Nacha la felicitó entre carcajadas.
—Solo espero que de verdad sea descafeinado, o ese
minivikingo va a acabar aprendiendo a volar.
Inés dedicó unos minutos a contarle las últimas hazañas de
su retoño. Cuando su amiga comenzó a fingir un bostezo
disimulado, volvió al tema que quería tocar.
—Nacha, vas a pensar que estoy loca. Nunca he sido muy
esotérica, pero ¿qué haces tú cuando tienes una corazonada, de
esas que podrías apostar algo gordo, no sé, cortarte una mano,
a que tienes razón? —preguntó sin saber expresarse mejor. Al
decirlo en voz alta, le pareció una estupidez como un piano—.
Estoy segura de que Christine no es hija de Erik. Lo siento en
las tripas. Y no sé qué hacer para deshacerme de la sensación.
Lo hablaba con ella porque sabía que no se burlaría, no le
restregaría los resultados de la prueba ya hecha por la cara ni
la tomaría por loca por una cosa así.
—Uff. No sé, Inés. Mis corazonadas son del estilo de que
va a ocurrir algo y ocurre en la trama de una película. Esto es
más serio. —Se tomó un momento para pensar—. Yo creo que
da igual que sea una corazonada. El tema es que con ese
resultado no te quedas tranquila. Es como cuando lo del
embarazo. Sale positivo, pero tú te haces cinco pruebas más
porque quieres estar segura, aunque en el fondo sabes que es
verdad.
Inés soltó una carcajada.
—Nacha, ¡eso solo lo haces tú! —Se acordó de la carrera
desde la fiesta hasta su casa para buscar las pruebas el día de la
boda; de la alegría efímera, sí, pero enorme, al saber que
estarían embarazadas al mismo tiempo. Una congoja difícil de
manejar atenazó su garganta y perdió el hilo de lo que le decía.
Tuvo que controlar las lágrimas. ¡Cómo la echaba de menos!
—Tienes que decirle a Erik que lo confirme. Que haga
otras pruebas. ¡No puede ser tan difícil! —concluyó Nacha,
que ahora caminaba detrás de su hija, sujetándola de la
capucha de la cazadora para ayudarla a mantener el equilibrio
—. Pinchazo de él, de la niña y del otro. ¡Listo!
—Ni siquiera es un pinchazo. Con una muestra de saliva es
suficiente —dijo ella en voz baja. ¿Se daría por satisfecha si
de nuevo salía el resultado que no le gustaba? —. En un par de
días te dan el resultado.
—¡Con mayor razón! —Se escuchó la voz de Juan
llamándolas a almorzar—. ¿Hablamos después? Me tomaré a
tu salud un buen plato de cazuela de ave.
—¡Buen provecho! Hablamos después.
Suspiró y se tomó un par de minutos para gestionar la
sensación de vacío. Se dio cuenta de que Monika se había
marchado hacía ya más de media hora. Al menos Olivia iba a
estar feliz por pasar más tiempo con su bisnieto.
Cuando llegó a la habitación de Magnus se contuvo y lo
miró jugar desde el quicio de la puerta. Ya se sostenía sentado
perfectamente, apoyándose en el suelo con una manita.
Cuando quería un juguete, se tumbaba boca abajo y, resignado
a su suerte, llegaba hasta él reptando hacia atrás y después se
daba la vuelta. La chica que ayudaba a Olivia a cuidarlo,
Sigrid, era una experta en crianza Montessori, le ponía retos y
no dudaba sentarse junto a él en el suelo para jugar y
estimularlo.
Inés abrió la boca sorprendida cuando vio que su hijo
reptaba en la dirección correcta, hacia adelante por primera
vez, como si un mecanismo secreto se hubiera activado de
repente en su cuerpo.
—¡Magne! Pero ¿cómo lo has hecho? ¡Muy bien! —dijo,
delatando su posición.
Al escuchar su voz, hizo un giro sobre la barriga arqueando
el cuerpo en un movimiento brusco y casi cómico, y se acercó
hacia ella a toda velocidad y con su enorme y jugosa sonrisa
en la cara. Se agachó y lo cogió en brazos.
—¡Papapapapapapá! —exclamó todo contento. Se derretía
cada vez que su rostro se arrugaba en aquel conjuro de
hoyuelos, dientecillos y ojos azules iguales a los de Erik.
—Pequeño traidor, ¡soy mamá! Ma-má —lo acusó ante las
risas de Olivia y Sigrid—. Perdonad el retraso, he ido a tomar
un café con una amiga y se me pasó un poco la hora.
—No te preocupes. Ya sabes que no puedo ser más feliz
que cuando Magnus está aquí —dijo Olivia en un tono tierno
que solo le había escuchado cuando se refería o hablaba con su
bisnieto—. Inés, antes de que te marches, ¿podemos hablar un
momento?
Intentó disimular la sorpresa. Más allá de los reproches y
los dramas por el poco tiempo que le dedicaban a su
divinísima persona, Olivia no hablaba mucho con ella. Y
menos si Erik no estaba. Sus visitas eran un poco trámite:
llegaba, dejaba a Magnus con Sigrid, se iba a sus clases y lo
recogía después. Asintió y la siguió hasta su dormitorio.
Nunca había entrado allí. La sorprendió el aroma fresco y
sensual del Chanel nº5, reconocible en cualquier parte del
mundo, y una decoración bastante más funcional que el resto
de la casa. Tonos blancos y beis, unos pocos muebles nórdicos
de haya muy clara y una cama sin cabecero que reinaba
majestuosa en el centro de la habitación.
—¿No te lo esperabas? —dijo Olivia con cierta picardía en
su voz ajada—. Era Matthias el de la decoración rimbombante.
A mí me gusta el estilo más práctico, aunque ahora no vale la
pena que cambie nada. Ya lo harán Jana y sus hijos cuando
hereden.
Señaló la mesita de té con dos butacas frente al ventanal.
Inés se sintió un poco incómoda. ¡Con lo fácil que habría sido
decirle que tenía prisa! Ahora no tenía escapatoria.
—Me parece preciosa. Luminosa y muy funcional. —La
ayudó a sentarse, aunque ella solo se apoyó en su antebrazo un
momento. Después se acomodó frente a ella.
—Así debe ser. Yo ya estoy muy vieja y me sobran todos
esos adornos. Además, tanta cosa empeora mi asma. Así que
hace unos años mandé sacar la cama con dosel, el gobelino,
los cojines y las alfombras —explicó, señalando el lugar
donde Inés supuso que estarían todas aquellas cosas—. Y
luego Maia y Corbyn me asesoraron para que quedase como
yo quería.
Inés sonrió. Por eso le había resultado tan familiar y
acogedor.
—Pero no te he retenido aquí para hablarte de decoración
—dijo, volviendo con brusquedad de su divagación. Hasta los
ojos verdes parecieron enfocarse; su mirada se aclaró—.
Quiero que hables con Erik de algo importante. A mí no quiere
escucharme. A ti te escuchará.
—Claro, Olivia. ¿Qué necesitas? —Durante un largo
instante se le pasaron por la cabeza las ideas más absurdas
sobre lo que podría querer de ella. Desde blanqueo de dinero
hasta el traslado de su residencia de manera permanente con
ellos a su piso de Majorstuen. Tragó saliva.
—No creo ni una sola palabra de lo que dice esa mujer,
Karin, sobre que Erik es el padre de su hija —soltó la bomba
de golpe y con toda lucidez.
—Kjerstin —corrigió Inés en un susurro ahogado.
—Como si se llama Sonja de Noruega. No lo creo.
Conozco a mi nieto. Jamás se habría desentendido si cupiese la
más mínima duda de que él la hubiera engendrado —dijo la
anciana, casi escupiendo las palabras—. Me parece muy
sospechoso. No. Me parece que huele a podrido que justo haya
aparecido esta mujer cuando Matthias se ha ido.
—Olivia… —Intentó explicarle que el tema había salido
varios meses antes de la muerte de su esposo, pero ella la frenó
con una mano nudosa y delgada, cubierta de anillos, y acabó
por confesar—. Yo tampoco creo que Erik sea el padre.
No le explicó sus razones. En todo caso, se alegraba
muchísimo de tener otra defensora de su causa. Aunque fuese
precisamente ella. Casi le dio por echarse a reír.
—Bien. En algo estamos de acuerdo, al fin. —No pudo
evitarlo. Un pequeño ronquido sí se le escapó. Aquel
encuentro comenzaba a tomar visos surrealistas—. Lo que
quiero es que se repitan las pruebas. Sí. Pero ante notario.
Como deben hacerse las cosas. Con todas las garantías. —El
tono de su voz se convirtió en un susurro conspirador y se
inclinó hacia ella pese a que estaban solas—. Yo puedo
organizarlo todo para que se haga de manera discreta, en esta
misma casa si es necesario, aunque ya lo sabe medio Oslo. Por
cierto, me dio un buen disgusto no enterarme por él. Sí.
Puedes decirle eso también.
Joder con Olivia. Noventa años y ejerciendo de Corleone.
Si le hubiera dicho que haría desaparecer a Kjerstin sin dejar
rastro, no se habría sorprendido más.
Quedó en comentárselo a Erik en la primera ocasión que se
le presentase y le dio el pecho a Magnus antes de volver a casa
en el enorme Mercedes de Olivia, cuyo chofer ya esperaba con
el coche en marcha y la puerta abierta. Esta vez, haciendo una
excepción en honor a su inesperada alianza, agradeció el
detalle y se subió al vehículo sin protestar.
Por una vez, se alegró de que Erik no estuviera en casa.
Necesitaba pensar. Tenía un wasap avisándola de que tenía su
primera cirugía de llamada y que avisaría nada más salir.
Se dejó llevar por la rutina amable de la cena y el baño de
Magnus mientras su cabeza buscaba una forma de satisfacer la
petición de Olivia y, a la vez, no cabrear a Erik más de lo que
estaba con el tema.
Sujetó a su hijo, que manoteaba la espuma sobre el agua
chapurreando sus sílabas secretas, mientras intentaba averiguar
la mejor manera de abordarlo sin ser demasiado frontal.
Ella lo había mencionado varias veces, y Erik siempre
esgrimía el resultado de la prueba como algo irrebatible. La
última vez se había enfadado de verdad e Inés, a falta de
argumentos sólidos, lo dejó aparcado por un tiempo.
Por otro lado, la teoría conspiranoica de que Kjerstin iba
detrás del dinero de Matthias le parecía un poco inverosímil.
¿Cuánto tiempo había pasado desde que se lo insinuó cuando
se conocieron y el abuelo de Erik murió? ¿Tres, cuatro meses?
Magnus quedaba fuera de combate después de chapotear en
la bañera. Le dio el pecho, lo durmió en brazos y lo dejó en su
cuna. Lo contempló derrengado, con las manos relajadas y los
labios entreabiertos, feliz de haber superado aquellos dos
primeros meses infernales en que lloraba desconsolado y no
sabían qué hacer.
Recorrió la habitación y ordenó la ropa desperdigada, algún
vaso abandonado donde no correspondía y encendió la
televisión a bajo volumen en el salón. El tema económico
quedaba descartado. Con Erik no iba a colar. Una bombilla se
encendió en el fondo de su cerebro y empezó a brillar con
intensidad.
¿Y el emocional?
Olivia era muy dramática y manipuladora. Erik se mostraba
bastante indulgente con ella, incluso en lo referente a ella y a
Magnus. Esbozó una sonrisa maligna. Ahora, toda aquella
buena disposición de Erik para darle en el gusto a su abuela la
ayudarían. Conseguiría la dichosa prueba por fin.
Anacronismo

Inés perdió el hilo de la exposición en la pantalla. Magnus


había llegado hasta ella reptando e intentaba incorporarse
agarrado a la pata de la silla. Hasta ahora había podido asistir
por videollamada a las clases de noruego, pero Mallorca había
supuesto un antes y un después para su bebé, que parecía
querer crecer demasiado rápido. Y todavía no habían
encontrado a nadie que los convenciera a ella y a Erik para
ayudarlos en casa y que cuidara de él.
—Mamamamáaaa… —lloriqueó, porque solo estiró la
mano para sujetarlo mientras intentaba no perder detalle de lo
que el profesor les decía. Acabó por sentarlo en su regazo.
—Mil disculpas. Es imposible dejarlo solo. —Un
murmullo de tierna apreciación se escuchó a través del altavoz
del portátil. Sus compañeros se levantaron y se agolparon unos
minutos para conocer a Magnus, hasta que el profesor los
dispersó entre risas—. ¿Tenemos que hacer un trabajo,
entonces?
—Sí. Hasta ahora nos hemos centrado en practicar,
conversar y escuchar. Hay que perfeccionar el lenguaje escrito
—dijo el profesor. Magnus manoteó el teclado retroiluminado,
feliz de ayudar, y la pantalla desapareció. Inés le dio un
rotulador para entretenerlo y se apresuró a reestablecer la
imagen—. Quiero que escojáis un tema actual sobre Noruega,
algo que os sirva de ensayo general para el examen del
Bergenstest.
Un nudo de ansiedad se instaló en su pecho. El temido
examen que necesitaba aprobar para trabajar como médico.
Escuchar su nombre la aterrizó de nuevo en la clase.
—Inés, tú también estás en condiciones de presentarte.
Recordad rellenar la ficha que enviaré por correo electrónico y
pagar las tasas. —Asintió obediente, aunque tenía muchas
dudas. Se sentía halagada por la confianza que el profesor
depositaba en ella, pero aún hacía reír a Monika y a Erik con
sus meteduras de pata—. Tenéis dos semanas para entregar el
trabajo. Me mandáis el texto de cuatro páginas, y después
haréis en clase una exposición de quince minutos.
El resto de los alumnos se quedó conversando tras acabar la
clase, pero ella y la otra chica que también asistía por
videollamada se desconectaron. Las dos madres, las dos al
menos cinco años mayores que la media de edad. Volvía a la
época de estudiante, de entregar trabajos y preparar exámenes.
Por un momento, se sintió fuera de lugar. No era más que un
anacronismo.
Cerró el ordenador y echó un vistazo a la hora. Erik no
tardaría en llegar y alzó a Magnus en brazos. Soltó una
exclamación ahogada al ver su rostro risueño pintarrajeado de
verde.
—Pero ¡Magne! ¿Qué has hecho?
Le quitó el rotulador fluorescente de la boca y lo dejó lejos
de su alcance. Se había pintado toda la cara y tenía la lengua
llena de tinta. Se lo llevó en volandas hasta el cuarto de baño
mientras él pataleaba, indignado por el trato recibido. Le lavó
todo lo que pudo la lengua, el interior de las mejillas y los
labios. Genial. Ahora tenía un bonito tinte verdoso en toda la
carita. Acabó por limpiarlo con toallitas desmaquillantes.
Obviamente, él se defendía llorando a grito pelado.
—Ni que lo estuvieras desollando —dijo una voz divertida
desde la puerta del cuarto de baño—. ¿Qué ha hecho esta vez?
Inés suspiró aliviada. Por fin, refuerzos. Secó el rostro de
su hijo y lo llevó hasta los brazos de su padre.
—Necesito el relevo. Ha abierto, ¡no sé cómo!, un
rotulador que le he dado un momento mientras terminaba la
clase de noruego —dijo Inés, agotada. Alzó los labios para
darle un beso, pero, de pronto, algo alarmante cruzó sus
pensamientos—. ¡Un momento!
Salió disparada de vuelta a su escritorio, dejando a Erik con
los labios en forma de beso y tres palmos de narices. Magnus
gorjeaba grititos de contento al ver a su padre.
—¡Inés! —dijo, enfadado al ver que ella ni lo saludaba.
—¡Un momento! —Volvió con el rotulador entre los dedos,
con el ceño fruncido y los ojos entornados—. Solo quiero
comprobar que no sea tóxico, pero no entiendo bien lo que
dice, solo está en noruego. Aquí, en inglés… Non toxic.
Perfecto. Ahora sí.
Erik reprimió una sonrisa. La acogió en un abrazo que
incluía también a Magnus y los retuvo unos minutos contra su
pecho, besando la cabeza rubia de su hijo con su olor a bollitos
de leche y los labios suaves de Inés.
—¿Qué pasa, Erik?
Ella se separó un poco y escrutó su rostro. ¿Así de fácil era
leer su preocupación?
—Nada importante. Supongo que tarde o temprano tenía
que ocurrir. Kjerstin quiere que Christine pase una tarde
conmigo para ir estrechando lazos. —La tristeza relampagueó
en la mirada de Inés y él se odió por provocarle dolor con
aquel tema—. No he concretado nada, quería hablarlo primero
contigo.
—No sé, Erik. ¿No se suponía que Dieter era su padre a
todos los efectos y que quería que te mantuvieses al margen?
—Inés se contenía. Podía verlo en la manera crispada en que
retorcía el borde de su camiseta y sus labios se tensaban al
hablar. Cualquier rastro de calidez había desaparecido—. No
entiendo el cambio. Puedo entender lo del día de su
cumpleaños, pero han pasado casi dos meses desde aquello.
¿Por qué ahora?
Erik negó con la cabeza e hizo un gesto de impotencia con
las manos.
—No tengo ni idea, Inés. Pero se supone que es mi hija,
¿puedo desentenderme de ella? ¿Puedo mantenerme al
margen, en realidad? Créeme que me gustaría, pero no soy
capaz —confesó, abatido. Se sentó en el sofá con Magnus en
brazos, que agarró con fuerza su nariz—. ¡Ay! Es increíble la
fuerza que tiene en las manos. ¡Espera! ¡Magne!
Detuvo la conversación y liberó de entre los dedos
regordetes varios mechones de pelo. Inés acabó por soltar una
carcajada que aligeró la tensión del momento y se levantó para
socorrerlo. Apoyó a Magnus en su cadera y se acercó hasta la
cocina. Volvió con un enorme babero y unos trozos de
zanahoria que su hijo comenzó a rallar con sus pequeños
incisivos.
—Así tendremos un poco de paz. Erik, ¿qué está pasando?
No sabemos nada de Kjerstin y la niña en meses, ¿y de repente
quiere que pase una tarde entera contigo?
De acuerdo. Eso sí era culpa suya. Apretó los labios en una
línea fina y le lanzó una mirada contrita.
—Yo sí he sabido de ella. ¡Solo hemos intercambiado algún
mail! —se defendió al ver la expresión de extrañeza y enfado
que se dibujó en la cara de Inés—. Me contactó en Mallorca y
le dije que estábamos de vacaciones. Al regresar, le
comuniqué que estaba operativo y volvió a escribirme para
tantear algunas condiciones, una especie de convenio
regulador.
Inés cerró la boca de golpe. Se mordió los labios desde
dentro para no soltar lo que quería decir. Cerró los ojos unos
segundos y pareció tomar una determinación.
—Vale. De acuerdo. No es asunto mío. —El tono
monocorde, frío y desprovisto de cualquier sentimiento lo
estremeció—. Supongo que no tengo ningún derecho a
meterme en este tema, pero ¿convenio regulador?
—Inés, tienes todo el derecho del mundo. Esto tiene que
ver con nosotros, con los tres, ¡con toda la familia! —se
apresuró a aclarar. La abrazó sobre el sofá, pero ella estaba
rígida—. No te lo he dicho porque no quería preocuparte.
—No me preocupa que tu ex te contacte para que veas a tu
hija, de hecho, me parece lo normal. Ahora me cuadra un poco
más todo esto, mucho más que si hubiera salido de la nada —
dijo ella, desconcertada. Se apartó de él y lo miró con esos
ojos grises y acusadores—. Lo que me preocupa es que no me
cuentes las cosas. ¿Qué decía ese email?
—No es nada. Hablaba de visitas, de pernoctas, del pago
del colegio… Es tan solo un tanteo, todavía no hemos cerrado
nada. —No siguió hablando. Inés ya no escondía su cabreo. Su
rostro era la viva imagen de la indignación—. Sabía que esto
iba a volverse contra nosotros.
Ella lo ignoró.
—¿Por qué no me lo has contado antes?
—¡Te lo estoy contando ahora! —gritó Erik. Se levantó del
sofá y la señaló desde arriba—. No lo he hecho antes por
protegerte, por no agobiarte. ¡Sé que el tema de Christine te
duele! Y Kjerstin…
—¡Kjerstin tiene el poder sobre mí que tú le das! —replicó
Inés, que también se puso de pie. Hacía tiempo que no la veía
tan furiosa. Magnus dejó de comer y se puso a llorar al notar la
tensión en el ambiente, pero esta vez su madre lo ignoró—.
¿Piensas que necesito que me protejas de ella? Estás muy
equivocado. No es más que una víbora y la veo venir de lejos.
Pero si tú me escondes información, me pones en desventaja.
—Erik tragó saliva. No lo había considerado desde ese punto
de vista. Cerró la boca, sin argumentos para replicar—. Que te
quede claro: no es por mí. Es porque tú no quieres pasar un
mal rato, o porque te sientes culpable, o porque no sabes cómo
manejarla. Yo sí.
Se arrodilló junto a Magne y lo calmó con palabas dulces
que no acabó de escuchar. Se había quedado clavado en el sitio
con sus razones. «Kjerstin tiene el poder sobre mí que tú le
das». ¿Era cierto? ¿Estaba subestimando a Inés?
—Kjaereste, por favor. Espera…
—No. Necesito pensar. Necesito salir de aquí —dijo ella,
que se alejó hacia la puerta de entrada. Él la siguió con
Magnus en brazos—. Voy a tomar un café, llamaré a Monika,
a ver si está libre. Ya hablaremos.
—Inés…, liten jente… —No sabía qué decirle, pero no
podía dejarla irse así. Ya se había calzado las botas de goma y
rebuscó entre los abrigos colgados en el armario hasta
encontrar el impermeable forrado—. Fuera llueve a chuzos.
Quédate y lo solucionamos.
—No, Erik. Necesito pensar.

Monika no podía quedar. No tenía a nadie más a quien acudir.


Pensó en llamar a Maia, pero era tan incondicional de su
hermano que sabía que le daría una visión sesgada. No le
apetecía llamar a Loreto, no quería sermones. Nacha no le
cogió el teléfono.
—¡Qué mierda! —soltó en voz alta mientras el paraguas
aguantaba el aguanieve del otoño oslense. Se detuvo frente a
una cafetería enorme, con bastante movimiento en su interior.
Perfecto. Así pasaría desapercibida.
Se acomodó en la mesa de una esquina e hizo algo que
llevaba evitando desde que habían llegado de vuelta de
vacaciones: llamar a su madre.
—Hola, mamita —dijo en un hilo de voz cuando la voz de
Victoria contestó al otro lado de la llamada.
—¡Inés, mi niña! —Bastaron esas dos palabras para que su
madre supiera que algo iba mal. Por eso la dejaba como el
último recurso. Ante ella, aunque fuese por teléfono, no podía
esconderse. Unas lágrimas rodaron por sus mejillas, llevando
en ellas concentradas la rabia, la pena y la frustración—. ¿Qué
pasa?
—Mamá, a veces se me hace cuesta arriba estar tan lejos —
confesó sin fuerzas para fingir una alegría que en aquel
momento no sentía en absoluto—. No sabes lo mucho que me
haces falta. Y papá. Y Loreto. ¡Hasta Miguel!
—Inés, ¿ha pasado algo? En Mallorca cuando hablamos
estabas feliz, ¿es por Erik? Ustedes dos están bien, ¿verdad?
—preguntó, preocupada.
Inés suspiró y volvió a relativizar, una vez más, todo lo que
le pasaba.
—Estamos bien. O eso creo. Es el tema de la niña, de
Christine, nos hace discutir —dijo mientras le hacía una seña a
la camarera que pasaba a toda prisa junto a su mesa—. En
kaffe med melk, vær så snill. Takk skal du ha! —pidió un café
con leche, por favor y gracias, antes de que se escapara—. Se
me ha olvidado decir que descafeinado. A la mierda. Por lo
menos no he tenido que traducirlo en mi cabeza, me ha salido
del tirón.
—¿Dónde estás? —preguntó su madre con tono de
extrañeza.
—En una cafetería a dos manzanas de casa. He discutido
con Erik porque… —lo sopesó una vez más. ¿Estaba
exagerando? Ella creía que no—. Ha estado en contacto con la
madre de la niña sin decirme nada. Y este fin de semana, no sé
muy bien cómo, tenemos que pasar unas horas todos juntos.
Su madre se tomó un momento al otro lado del teléfono. La
cafetería era muy bonita, con la decoración escandinava
siempre moderna y a la vez acogedora, y un mostrador
acristalado con cientos de delicias de chocolate. La camarera
puso su café a la pasada y se alegró al ver dos pequeños
bombones de acompañamiento.
—Hija, es un mal trago. No te lo voy a negar. Deberías
estar disfrutando de los primeros meses de Magnus sin
preocupaciones, de fraguar el núcleo de vuestra familia —dijo
Victoria con precaución. Inés hizo un sonido de aquiescencia
con la boca—. No te va a quedar otra que manejar el tema con
inteligencia y sin dejarte llevar por las emociones. Aunque sea
difícil.
—Mamá, lo intento. Créeme que lo intento. Pero si Erik me
oculta información, no me deja margen de maniobra —se
quejó con amargura. Dio vueltas al brebaje oscuro con un
palito de canela—. Si hubiera sabido antes que teníamos que
encontrarnos, podría llevarla a mi terreno, a un lugar que nos
viniera bien a nosotros. Rayar la cancha y establecer límites
para que ella sepa que Erik no es solo él, que viene con
nosotros en un lote indivisible.
—Es una buena idea, Inés. No cedas terreno nunca ante una
mujer así. ¿Sigues pensando que no es hija suya? —Su madre
lo preguntó un poco culpable e Inés imaginó de dónde venía
esa información—. Loreto me comentó lo que pensabas.
—Sigo pensándolo. Y también tengo una estrategia al
respecto, porque Erik no quiere ni oír hablar del tema —
confesó Inés, de nuevo abatida. Le contó a grandes rasgos su
alianza con Olivia—. Pero ¿por qué tengo que estar urdiendo
estratagemas y pensando en movimientos de ajedrez? La vida
debería fluir con naturalidad junto a las personas que amamos.
Su madre se echó a reír al otro lado del teléfono y soltó un
largo suspiro cargado con el peso de la experiencia de sus
sesenta años de edad.
—No, Inés. La vida necesita de tácticas y estrategia, no
puedes enfrentar los problemas a golpe de corazón. No te digo
que no hagas caso de tu intuición —advirtió su madre,
suavizando el tono admonitorio—, pero no puedes dejarte
llevar por la inercia. ¡Utiliza las armas que tienes! Acompaña
las tripas con tu seso y tu mano izquierda. Si eres capaz de
pararte a respirar antes de dar el salto, estarás bien.
La conversación se diluyó en Magnus, en su padre, en
Loki, en la familia de Tromsø. Trivialidades y pequeños
detalles que se hacían ahora indispensables para mantener el
hilo de unión en la distancia. Pero Inés siguió rumiando las
palabras de su madre bastante tiempo después de colgar.
Erik la llamó al móvil. Pensó seriamente en ignorarlo. Al
ver la hora en la pantalla, se dio cuenta de que habían pasado
más de dos horas y contestó.
—Inés. No quiero molestarte —dijo con la voz tensa. Él
también estaba dolido y enfadado, se notaba a la legua—. Solo
quiero saber si vas a volver a tiempo para darle la toma de la
cena a Magnus o caliento un biberón.
Caminó por la calle mojada. No eran las siete de la tarde y
ya estaba oscuro. Sintió un anhelo intenso por volver a casa,
olvidarlo todo con un buen polvo y reiniciar aquella
conversación.
—Estoy llegando al portal. Espérame.
Inés dejó el paraguas, el bolso y el impermeable en el baño
de la entrada y contempló con una sonrisa el panorama de sus
dos chicos. Magnus estaba ya bañado y tenía puesto un
conjunto de algodón amarillo de los que usaba para dormir.
Jugaba en su mantita, muy tranquilo. La televisión emitía un
documental sobre animales a bajo volumen y Erik había
atenuado las luces regulables del salón. Sobre la mesa auxiliar,
una cerveza a medio beber que él parecía haber olvidado
mientras se recostaba en el sofá con los ojos cerrados. Parecía
dormitar.
—Hola —saludó en un susurro. No quería romper el
remanso de paz.
En cuanto escuchó su voz, Magne se lanzó de barriga al
suelo emitiendo sus gorgoritos de bienvenida y reptó hacia ella
a toda velocidad. Lo cogió en brazos y lo estrechó contra su
pecho. Erik emergió de su duermevela y esbozó una sonrisa
soñolienta. Todo estaba bien.
—¿Has podido…? —Dudó al escoger las palabras—.
¿Estar un poco tranquila?
Se levantó del sofá y se acercó a ella sin saber muy bien
cómo abordarla. Inés dio el primer paso y estiró el brazo libre
para reclamarlo a su lado.
—Ven. Abrázame —exigió como un ruego. Él no se hizo
esperar.
Se abrazaron reparando heridas, llenando vacíos, dejando
que su piel hablara por ellos una vez más. Magnus protestó al
verse atrapado y se echaron a reír. Mezclaron las risas y las
caricias y reconstruyeron la intimidad.
Más tarde, ya en la cama, después de pasar revista a lo
importante del día siguiente y apagar la luz, Inés se sintió con
fuerzas para abordar el tema.
—Erik, el sábado va a llover, ¿verdad?
Él asintió, distraído en ordenar las guedejas de su melena
sobre su torso.
—Sí, lloverá todo el fin de semana.
—Tengo una idea, ¿por qué no quedamos con Kjerstin y
Christine en casa de Olivia? —Movía el primer peón de la
partida. Se preguntó si quizá la jugada era demasiado
arriesgada para empezar—. Sé que tiene curiosidad por
conocerla y así mantenemos la privacidad de nuestra casa. Por
el momento, no quiero a Kjerstin aquí.
Erik se incorporó en la oscuridad, animado con la
perspectiva.
—No se me había ocurrido. Los niños tendrán la sala de
juegos, podremos visitar a mi abuela y todos estaremos en
terreno neutral. —Le dio un beso en los labios y otro en la
frente, deteniéndose sobre su piel más tiempo del necesario—.
Es una buenísima idea, kjaereste. Llamaré a la abuela mañana
por la mañana.
Inés le devolvió el beso y se refugió de nuevo en su pecho
sobre la cama. Sonrió al acordarse de su madre. De terreno
neutral, nada. Tendría a Kjerstin justo donde tenía que estar.
Intrusa

Se levantó temprano, preparó un café y se sentó frente al


ordenador, decidida a avanzar en el trabajo de noruego. Había
tardado un par de días en decidir el tema, la época del
descubrimiento del petróleo, y otro par más en reunir
información a través de llamadas a Jana. Hablaba con bastante
soltura y entendía todo, pero la expresión escrita era otra cosa.
Abrió el Google Translate, dejó a mano el diccionario
noruego-español, e intentó concentrarse. Las seis de la
mañana. Tenía al menos un par de horas por delante antes de
que Magnus y Erik despertaran. Escribió las primeras frases,
una introducción que pretendía mostrar el país antes del
bombazo: agricultura, ganadería y pesca, nivel educativo
menos que mediocre y una industria muy precaria. Al final,
habían quedado después de comer en casa de Olivia. Cuando
Erik le contó el plan, su abuela entendió de inmediato de qué
iba la cosa. Llamó a Inés nada más colgar con su nieto.
« Me parece bien conocer a la niña. Si realmente es hija de
Erik, yo lo sabré —había dicho con convencimiento. Inés
envidió la rotundidad de sus palabras—. Y quiero conocer a la
madre. He preguntado a mis amigas y creo que tengo una idea
de quién es su familia. Pero en el cara a cara es donde sabes a
qué atenerte con una persona. Vendrán las dos sobre las cuatro
y, cuando se marchen, Erik tendrá que escucharme » .
El cursor llevaba un buen rato parpadeando y se obligó a
prestar atención a su labor. Escribió un par de párrafos, pero
no lograba cuajar la historia. Estaba demasiado dispersa. ¿Qué
te pones para ir a un encuentro con tu probable hijastra y su
madre, en casa de tu abuela política, en una especie de
encerrona? Golpeó la mesa repetidas veces con el extremo del
bolígrafo y miró por la ventana. Lluvia, lluvia y más lluvia. Y
frío. Y todavía estaban en septiembre. Según Erik, en invierno
las cosas mejoraban, porque cambiaban el agua por nieve. Una
nostalgia intensa por el sol radiante de Mallorca, el cielo
mediterráneo y la vida sin complicaciones la abrumó.
Programó Song of Distance, de Maika Makovski. Quizá la
música la ayudaría a concentrarse.
Logró avanzar hasta el primer salto de página y aquello la
estimuló a seguir un poco más. Jana le había dado material
para escribir un libro. Mejor levantarse a por otro café.
En vez de volver a la tarea, se sentó en el alfeizar de la
ventana con la taza humeante entre las manos. No estaba mal
disfrutar de un poco de paz. ¿Qué iban a hacer con Magne? Si
con cinco meses era semejante terremoto, no quería ni pensar
cuando echase a andar. No era que lo necesitase, porque se
desplazaba reptando por el suelo, apoyado sobre un pie como
si fuese un soldado malherido. A lo mejor Erik tenía razón y
debería empezar antes en el Barnehage. Pero cuando lo tenía
en brazos y le daba el pecho, seguía siendo el recién nacido
desvalido y demandante que no podía despegarse de ellos ni
un instante.
Volvió al ordenador. Ya eran las ocho, ¡qué manera de
perder el tiempo! Se obligó a escribir un poco más, aunque
fuese un punteo telegráfico sobre el que trabajar después.
Estaba pensando seriamente en dejarlo pendiente y volver a la
cama junto a Erik, cuando notó el calor de su cuerpo pegado a
la espalda. Un beso lento en el cuello la hizo cerrar los ojos.
Lo retuvo de la nuca para moverse hacia sus labios y él
correspondió abarcando sus pechos con las manos.
—Uhmmm —ronroneó al sentir los pulgares acariciar sus
pezones bajo la tela satinada del pijama—. Buenos días.
Él sonrió y robó su taza de encima de la mesa. Le dio un
par de tragos al café, ya templado, mientras leía lo que había
escrito con aire crítico.
—¿Qué te parece? No estoy muy inspirada —dijo ella.
Reclamó la taza y bebió también mientras él la levantaba de la
silla un momento para sentarse y acomodarla después sobre su
regazo.
—Bien. Muy bien. Me suenan estas historias —dijo en su
estilo clínico de doctor Thoresen. Inés se echó a reír al sentir
durante un segundo cierta ansiedad al ser evaluada por un juez
tan severo—. ¿Te las ha contado mi madre?
Inés asintió. Colocó los mechones que escapaban de su
moño desordenado tras la oreja y lo miró con aprensión.
—Necesito rellenar cuatro páginas, pero me está costando
hilar la redacción.
—Déjame ver.
—Preparo más café —dijo, aliviada por tener un poco de
ayuda.
Entró un momento para vigilar a Magnus. Dormía como un
tronco, con las manos abiertas como estrellas de mar a ambos
lados de su carita relajada. No. Era muy pronto para la
guardería. Y el invierno era una mala época para empezar. En
primavera, mejor.
Escuchó el silbido de la cafetera italiana y el aroma del
café inundó la casa. Volvió a la cocina y puso en una bandeja
algo de fruta, zumo de naranja y unos panecillos. Erik
trabajaba en su ordenador con expresión concentrada. Inés
soltó un gemido al ver las correcciones en rojo sobre su
trabajo.
—¿Está muy mal? —preguntó, angustiada. Se cerró el
jersey ligero de lana sobre el pecho y se inclinó por detrás de
Erik para mirar la pantalla del portátil.
—No, liten jente. Es increíble lo que has aprendido en estos
meses. ¿Cuándo tienes el examen?
—Dentro de un mes. —Un nudo de angustia hizo vacilar su
voz—. Este trabajo es como un simulacro, tengo que
entregarlo el próximo viernes.
—¿Y cómo lo llevas? ¿Necesitas ayuda?
Inés le dio la espalda y escondió el miedo que sentía.
Miedo a no aprobar. A no hacerlo bien. Aún no se sentía
segura con el idioma, sobre todo en la parte escrita. Si
suspendía el examen, se retrasaría todo un año más y no podía
lidiar con eso. Comenzaba a sentir una auténtica angustia por
volver a ejercer.
—Estoy a tope con las clases, pero se hace cada vez más
difícil atender por videollamada con Magnus rondando por
aquí —dijo mientras se acomodaba en su regazo y retiraba el
flequillo de su frente. Encerró su rostro entre las manos y puso
un ruego en su mirada—. Si quieres ayudarme, ¿podrías llegar
un par de horas más temprano para asistir de manera
presencial? Solo mientras encontramos a alguien que se quede
con Magne y nos eche una mano en casa.
Erik soltó un gruñido de fastidio y la abrazó.
—¿Por qué no me lo has dicho antes? Hablaré con Kolberg,
no creo que haya problema. Casi toda la carga de trabajo está
por la mañana. Estoy seguro de que algo se puede hacer.
—Genial. Te lo agradezco, estoy bastante nerviosa con el
examen y me vendrá bien poder concentrarme —confesó,
aliviada. Lo abrazó con fuerza y recostó la cabeza en su
hombro—. En cuanto a la redacción, ahora no soy capaz de
pensar en ello. Supongo que el lunes podré retomarlo. O tal
vez mañana.
—¿Y eso? —preguntó Erik, extrañado.
—Bueno…, por lo de esta tarde. A ver qué tal resulta el
encuentro con Kjerstin y Christine —dijo, insegura. Erik no
parecía afectado por el tema. Lo tomaba como un trámite,
resignado a su suerte—. No paro de darle vueltas a todo el
asunto.
Él se puso rígido en la silla y le lanzó una mirada de
advertencia. Inés se echó a reír. No iba a forzar nada. Erik
estaba demasiado a la defensiva con el tema y cualquier cosa
que dijera sería contraproducente. Esperaría a que Olivia
moviese ficha en su lugar.
—Tranquilo, grandullón. No voy a insistir. Pero me llama
la atención el interés repentino de Kjerstin en construir una
pseudofamilia feliz —explicó, abriendo las manos para
mostrarle que no tenía una explicación—. Aunque te advierto
que no creo que tu abuela se lo ponga fácil.
—¿A la niña? —preguntó Erik con curiosidad—. No creo
que sea tan mezquina.
—A su madre. Ya veremos.
Se desentendió de su expresión interrogante e intentó
trabajar un poco más en su tarea. Misión imposible, porque
Magnus se despertó reclamando el desayuno y toda la familia
se dejó llevar por la rutina de la mañana.
Y todavía no sabía qué demonios ponerse.
Al final, se decantó por la comodidad. Sencilla, pero con
un toque elegante. Al fin y al cabo, era una merienda con
niños. Se imaginaba a Kjerstin entaconada y embutida en un
vestido, pero no le apetecía lo más mínimo emperifollarse para
acabar jugando en el suelo con Magnus. Y con Christine.
Suspiró. Tendría que acostumbrarse. Pasar por el aro. Dejar de
lado sus fantasías de que todo era un error.
Escogió unos vaqueros ajustados, un jersey largo y suelto
de color gris perla, y las botas planas de cuero con interior de
borrego que tanto le gustaban. Envolvió su cuello en una
bufanda ancha de Burberry y se dejó el pelo suelo con un
maquillaje suave. No. Se lo recogió en una coleta. Volvió a
soltarlo. Mierda.
Erik la esperaba con Magnus en la silla, taciturno y callado
pese a que su hijo buscaba su rostro con sonrisas y
movimientos desde la sillita.
—Sí te afecta —dijo Inés, algo triste. No podía creer que
fuese tan frío como para ignorar lo que significaba para él,
para toda la familia.
Él la miró con un destello de irritación, pero acabó por
rendirse y asentir.
—Claro que me afecta, kjaereste. Quiero hacer las cosas
bien, eso es todo. Vamos. —Acomodó el bolso acolchado
donde llevaban los imprescindibles de Magnus y empujó la
sillita hacia el ascensor—. Cuanto antes enfrentemos esto,
mucho mejor.
Condujo en silencio e Inés respetó su necesidad de espacio.
Claro que le afectaba. Y, como en todo, se sobreexigía para dar
lo mejor de sí mismo. Y, como siempre que se involucraban
los sentimientos, le costaba manejarlos. El vikingo en esencia.
Ya había un coche aparcado en la rotonda floreada frente a
la escalera que conducía a la puerta de entrada. Inés miró con
curiosidad el Audi enorme de color rojo con la silla infantil en
el asiento de atrás. Erik aparcó detrás y, mientras sacaban los
bártulos, Olivia se asomó sobre el baluarte de piedra.
—Llegáis a tiempo. Yo no sé en qué estaba pensando esta
mujer, pero ya le he explicado que es de tan mala educación
llegar antes de la hora como ser impuntual —dijo Olivia con
su voz aguda y quebrada. Inés se aguantó las ganas de reír. En
algún momento había temido que Kjerstin fuera capaz de
engatusarla, pero la anciana tenía buen ojo. Casi sintió pena
por ella. Casi—. Ha llegado media hora antes, ¡a quién se le
ocurre! Todavía me estaba arreglando. Venid, pasad. Están
arriba, en la habitación de Magnus.
Dejó que Erik se adelantara por las escaleras. Ella subió
con Magnus en brazos, acompañando a Olivia en el pequeño y
tecnológico ascensor que facilitaba los trayectos entre los tres
pisos del palacete. Esperaba que esos pocos segundos le
permitieran ubicarse y tomar el control de la situación. Al
llegar, Erik se apoyaba en el marco de la puerta frente a una
Kjerstin visiblemente enfadada.
—Debiste decírmelo. ¿Qué pintan en este encuentro
Magnus e Inés? Se suponía que era para estrechar lazos con tu
hija —decía entre dientes, para que la pequeña, que leía un
cuento junto a Sigrid en el otro extremo de la habitación, no la
escuchase—. Accedí a venir aquí porque pensé que ellos se
quedarían en casa, que esa era la razón por la que me citabas
en un lugar distinto.
Inés se parapetó tras la espalda masculina. Kjerstin no
tardaría en verla. Le hizo un gesto con el dedo a Magnus para
que permaneciera callado. Pareció entenderla o quizá percibió
el momento de tensión, porque se quedó muy quieto en sus
brazos.
—Kjerstin, Inés y Magnus son mi mujer y mi hijo. Son mi
familia. Si Christine va a formar parte de mi vida, pasan a
formar parte de la suya también —dijo sin inmutarse. Sabía
que estaban allí, lo leyó en la manera en que sus hombros se
relajaban—. No tiene sentido pretender encuentros con ella a
solas. Es mejor hacer las cosas con la mayor naturalidad
posible.
En ese momento, Magnus decidió que era un buen
momento para delatar su posición y comenzó a dar grititos
para llamar la atención de su padre.
—¡Papapapá! ¡Pá! ¡Papapapá!
La niña alzó la cabeza con interés al verlos entrar y sonrió
ampliamente.
—¡Un bebé! Mamá, mira, hay un bebé —dijo,
entusiasmada.
Inés saludó con educación a Kjerstin y se arrodilló junto a
la niña.
—Este es Magnus. Y esta es Christine. ¿Quieres jugar un
ratito con él? —Ella asintió, encantada. Puso a su alcance unas
piezas de madera y Magnus las lanzó una a una al otro por el
aire, haciéndola reír—. Ya ves que nada de agobio. Se la ve
bastante feliz —opinó Inés, poniéndose de pie.
—No te metas, yo conozco a mi hija. No es asunto tuyo —
escupió Kjerstin. Inés abrió los ojos, sorprendida por su
agresividad. No solía ser tan obvia, se notaba que aquello la
había sacado por completo de sus casillas—. Será mejor que
me vaya. La que parece sobrar aquí soy yo. Aprovecharé para
hacer unas compras y volveré dentro de un par de horas.
¿Sobrar? Inés se mordió los labios para no decir lo que le
venía a la mente. Que no pintaba nada en sus vidas. ¿Por qué
aquella mujer sacaba lo peor de ella? Le dieron ganas de
agarrarla de los pelos y sacarla a rastras. En vez de eso, sonrió
con diplomacia.
—Como quieras, Kjerstin. Tú querías que pasáramos la
tarde juntos, pero si no te viene bien, lo entiendo —dijo Erik,
encogiéndose de hombros. Hizo un gesto de despedida y se
sentó con ella junto a Magnus y Christine. Punto para él—.
Vete tranquila. Tengo tu número. Si pasa cualquier cosa, te
llamo.
—¿Hay alguna hora específica a la que tenga que comer?
—preguntó Inés.
—Debería ocuparse Erik —dijo Christine, a duras penas
escondiendo su rabia—. No te metas. Te lo vuelvo a repetir.
—Yo soy la que suele ocuparse de las comidas. Es solo
logística, Kjerstin. Además, si yo preparo la merienda, ellos
tendrán más tiempo para estar juntos —dijo Inés sin
inmutarse. Sí, le sacaría los ojos, pero se negaba a ponerse a su
altura y empezar una pelea de gatas—. ¿Le gusta la fruta? Le
prepararé manzana, plátano y naranja con cereal de avena. A
Magnus se lo muelo, imagino que ella comerá bien los trozos.
—No le gusta la fruta. Bueno, el plátano sí. Dale un yogur
con galletas —replicó Kjerstin, cada vez más nerviosa.
Cambiaba el peso de un tacón a otro y lanzaba miradas
aprensivas hacia la niña—. Y chocolate. Le gusta el chocolate.
—No te preocupes, ya pensaré en algo. —Inés la miró
intrigada. Kjerstin parecía reacia a dejar a la niña con ellos,
pero tampoco quería quedarse allí. En ese momento, llegó
Olivia y precipitó la situación.
—Ah, muy bien. Ya os habéis encontrado. Kjerstin, me
gustaría hablar en privado contigo —soltó, altiva como una
emperatriz. Erik las miró alternativamente, primero a su
abuela, luego a ella. Inés se hizo la tonta. Ya se enteraría
cuando tuviese que enterarse de las intenciones de su abuela
—. Solo será un momento, no te entretendré.
Kjerstin esbozó una sonrisa forzada y se movió hacia la
puerta de la habitación. Huida precipitada. Le dieron ganas de
soltar una carcajada. No pudo evitar sentirse un poco
identificada.
—Lo siento muchísimo, señora Jensen. Acabo de
explicarle a Erik que me ha surgido un imprevisto y debo
ausentarme un par de horas —dijo con tono desabrido. Le
lanzó un beso a su hija, que ni se dio cuenta, entretenida en
enlazar eslabones de plástico en una larga cadena de colores
—. Adiós, Christine. Quédate con tu… con… quédate con
Erik mientras mamá va a hacer unos recados.
—A la vuelta, entonces —presionó Olivia, plantada en la
puerta, sin ninguna intención de que se marchara sin darle una
respuesta.
—Claro. A la vuelta.
Nadie la acompaño a la salida. Inés estaba tumbada en el
suelo con los niños y Sigrid salió de la estancia con una excusa
ininteligible. Pobre. Se notaba que quería alejarse de la zona
cero del conflicto familiar. Erik esperó a escuchar el coche
rodar por el camino de grava antes de enfrentar a su abuela.
—¿Qué ha sido eso? ¿Qué es lo que tienes que hablar con
Kjerstin? —preguntó Erik con voz demandante, algo
enfadado. Olivia se comportaba como si él no estuviese allí.
—No es de tu incumbencia, Erik. Te recuerdo que estás en
mi casa —respondió la anciana, indignada por su tono
perentorio—. Pero si realmente quieres saberlo, me interesa
tener un poco más de información.
—¿Información? —Erik la miró, desconcertado. Inés fingía
estar entretenida en hacer construcciones con Magnus y
Christine, tirada en la alfombra.
—Sí. Para mí esta mujer es una intrusa. Quiero saber quién
es su familia, su marido, qué trabajo tiene, y cuál es su interés
real en ti —soltó al más puro estilo «El Padrino». Inés tenía
que reconocer que, pese a todo, se lo estaba pasando en grande
—. No me creo ni una sola palabra de que esta niña sea tu hija.
Quiero saber lo que hay detrás.
Así. Sin anestesia. Ay. Casi escuchó los dientes de Erik
rechinar. Se volvió lentamente y clavó los ojos azules y
glaciales en ella.
—¿Esto es cosa tuya? ¿Qué ideas le has metido a mi abuela
en la cabeza? —dijo, soltando las palabras muy poco a poco.
Abría y cerraba los puños a ambos lados del cuerpo—. Inés, ya
hemos hablado de esto.
Inés abrió la boca ardiendo en pura indignación. ¿Qué se
había creído? Pero Olivia la interrumpió cuando iba a soltarle
cuatro cosas. Mejor.
—Erik, hijo mío. Sé que soy una vieja senil y decrépita,
pero aún conservo cierta autonomía —replicó con su estilo
más dramático. Estaba perfecta en el papel de soberana
ofendida—. Matthias te ha legado el trabajo de toda una vida.
¿No puedo acaso preocuparme de tu futuro? ¿Del futuro de
Magnus? ¿Del de toda tu familia? Tener un patrimonio como
el que tu abuelo quiso que tuvieras conlleva una
responsabilidad.
Inés permaneció sentada en el suelo, pero ya no fingía
jugar con los niños. Notaba a Erik reverberar de la rabia.
Porque, aunque ella no interviniese en el alegato encendido de
Olivia, sí había dejado clara su posición: Christine no era su
hija. ¿Quería él un motivo plausible más allá de una
corazonada? Ahí lo tenía. Zas.
Erik se levantó de la alfombra mullida y se sacudió los
vaqueros. Ahora ya sabía por qué su abuela había accedido a
abrir su casa a unas desconocidas.
Cerró los ojos y contó hasta diez. Hasta veinte. No era
cuestión de gritarle a Olivia para ponerla en su sitio. Tomó aire
y se armó de paciencia. Le ofreció el brazo y la sacó de allí. Le
lanzó una mirada suspicaz a Inés, que hacía volar un avioncito
de juguete para entretener a Magnus.
—Abuela, ¿de qué estás hablando? Tengo unas pruebas de
laboratorio que no solo dicen que la niña es mi hija, ¡también
descartan al que se suponía era su padre biológico! —Hacía
tiempo que no le costaba tanto ejercer su autocontrol. Sobre
todo, porque sabía que con ella sería inútil cabrearse—. ¿Y
qué quieres decir con lo del patrimonio del abuelo?
Bajaron hasta el salón. Odiaba aquella estancia, le parecía
un mausoleo, con las arañas de cristal, los muebles de madera
torneada y las largas velas sobre los candelabros de plata.
Ayudó a acomodarse a su abuela en uno de los butacones de
terciopelo y se sentó frente a ella en el pomposo sofá de
capitoné con cojines de plumas.
—Erik, sé que eres un hombre inteligente. Me parece muy
sospechoso que esta mujer haya aparecido justo cuando has
heredado —dijo con tono acusador. Él no pudo evitar mirar al
techo en busca de paciencia—. Además, si eres su padre,
tendrás obligaciones económicas que no podrás soslayar, y
serán en detrimento de tu familia.
Se ganó una mirada reprobatoria con el enorme suspiro que
soltó. Comenzaba a estar harto. ¿Qué demonios era aquello?
¿Falcon Crest?
—Abuela, este tema viene persiguiéndome desde hace
tiempo. ¡Desde antes de que Magnus naciera! —explicó con la
voz tensa. No quería elevar el tono, pero se lo estaba poniendo
difícil. Le dolía que su abuela creyese que no se preocupaba
por el futuro de Magnus o el de Inés, pero no podía permitir
delirios persecutorios a estas alturas—. Varios meses antes de
que el abuelo falleciera, de hecho. No creo que Kjerstin
estuviera al día de sus finanzas, y menos de sus intenciones
respecto a mí. El día que nos comunicaron los resultados, la
primera sorprendida fue ella, ¡créeme! Por muchas ganas que
tenga de que todo esto no sea cierto, ¡lo es! Christine es mi
hija. Y si tengo que cumplir con ella, lo haré.
En algún momento se había levantado del sofá y hablaba en
un tono enfurecido. Esperaba que aquello cortara el asunto de
raíz. Su abuela se mantuvo en silencio. Bien. Se desplomó en
el sofá, agotado. Olivia seguía sin decir nada. La miró de
reojo. Mierda.
—Mormor, vamos…, ¿qué te pasa?
Estaba temblando. Apoyaba las dos manos en el bastón,
con los nudillos blancos por la tensión. Sus labios pintados de
un tono morado se apretaban en una línea fina. Sus ojos verdes
brillaban trémulos.
—Abuela, perdóname. Soy un tonto. —Se apresuró a
arrodillarse junto a ella, pero se detuvo al ver que alzaba la
mano para detener su acercamiento—. No te disgustes por
esto. No vale la pena.
—No, Erik. Tienes razón. No soy más que una vieja loca
—replicó con la voz quebrada—. Es solo que me preocupo por
ti y por Magnus, ¡incluso por Inés! Ella no lo dice, pero se ve
que hace un esfuerzo por encajar todo este asunto.
—No estás loca, no digas eso —rezongó al ver que unas
pequeñas lágrimas se deslizaban por sus mejillas—. Es solo
que lo que dices me parece muy improbable.
—Improbable, pero no imposible —insistió Olivia, que
pareció recuperar el control de sus emociones por un
momento. No duró—. ¿Acaso es mucho pedir para una
anciana como yo que se confirme semejante resultado con un
análisis independiente? ¿Es mucho pedir que quiera velar por
el patrimonio que tanto sacrificio le costó a tu abuelo? ¿Es
mucho pedir que cedas en esto y solicites una prueba de
ratificación? Sabes que no me queda mucho tiempo…
Erik soltó un gruñido de fastidio y se frotó la cara con las
manos. ¿Vieja senil? Y un cuerno. Su abuela tenía una
tendencia enconada a lograr salirse con la suya. La prueba
estaba en que pasaba al menos dos tardes con Magnus en su
casa, haciendo pasar por el aro a la mismísima Inés.
—No, abuela. No es mucho pedir. En cierto modo, tienes
razón —cedió al fin. Inés iba a alegrarse de esto. El
pensamiento aligeró un poco su mal humor—. Es lo
suficientemente importante para pedir un contraanálisis. A
cambio, ¿te puedo pedir un favor?
Si iba a ser extorsionado, al menos sacar un rédito de ello.
Juntó las manos en un gesto de súplica.
—Dime, hijo. Lo que quieras.
—Deja a Kjerstin al margen. Lo que sea que quieras hablar
con ella, déjalo hasta que hagamos las pruebas de nuevo. —
Casi se lo rogó. Olivia podía ser incisiva en extremo y
necesitaba una Kjerstin colaboradora, no en pie de guerra—.
Lo que quieras saber puedo decírtelo yo.
Ella se lo pensó un buen rato. Era un hueso duro de roer.
—Uhm, no me gusta nada ir a ciegas. Prefiero recabar la
información por mí misma —concluyó, levantándose con
dificultad de la butaca, apoyada sobre el bastón—. No te
preocupes, tengo mis fuentes. Oslo es una ciudad
rematadamente pequeña para algunas cosas. Si quiero algo de
ti, te lo haré saber.
La audiencia había terminado. No pudo evitar cierta
admiración por su abuela. Desde luego, sabía conseguir lo que
quería.
—De acuerdo, mormor.
—Erik, no dejes pasar mucho tiempo. Si necesitas ayuda
con un notario o un abogado, puedo asesorarte. Y que todo se
haga con discreción. Es importante.
Muy bien. Ahora la admiración se tornaba en miedo.
¿Hasta dónde llegaban los tentáculos del apellido Jensen?
Recordó la historia de sus padres y reprimió un escalofrío.
Quién diría que estaban en pleno siglo XXI.
—No lo haré, abuela. Dame un par de semanas. En cuanto
estén los resultados, te avisaré.

La velada no había sido tan mala, después de todo. Inés se


recostó en el asiento del copiloto y repasó la tarde. Sonrió al
recordar la cara de Kjerstin al ver que Magnus y ella también
estaban allí. ¿Qué se había creído? Soltó un bufido indignado.
—¿Todo bien, liten jente? —Erik la miró de reojo un
momento y volvió a concentrarse en la conducción. Llevaba
muy callado desde su conversación con Olivia, pero prefería
no atosigarlo. Cuando quisiera contárselo, ella estaría ahí para
escuchar.
—Todo bien.
Acarició su muslo para reafirmarlo, pero ella también se
refugió en sus pensamientos. Magnus dormía agotado en la
silla a contramarcha. Había disfrutado mucho de estar con
niños otra vez. Christine era una niña dulce y muy tímida. Le
había costado soltarse y participar en los juegos. Le llamó la
atención lo poco que sonreía en contraste con Magnus, que no
paraba de parlotear en su lenguaje de bebé y reír. Se notaba
que iba bien aleccionada, porque no tocaba nada ni comía nada
sin preguntar y no se movía de donde le indicaban. Pobrecilla.
Parecía un robot. Pero cuando entró en confianza, se animó y
se lo pasó genial. Al menos, eso fue lo que le soltó a su madre
nada más llegar.
Erik casi no había estado con ellos. De hecho, fueron ella y
Sigrid las que pasaron la tarde entre juegos, meriendas, baños
y demás. Inés hizo examen de conciencia. ¿Sería capaz de
quererla? No de apreciarla como a cualquier niño, que eran su
debilidad. Por eso era pediatra. ¿Podía llegar a amar a aquella
niña como si fuera su propia hija? Una punzada de
culpabilidad atenazó su pecho. No lo sabía. Pero lo iba a
intentar.
No estoy preparada

Jamás pensó que le haría tanta ilusión volver a asistir a clases


presenciales. En ballet, la concentración y la intensidad física
no permitían demasiadas charlas y casi siempre salía disparada
para recoger a Magnus. Salvo algún café con Monika de vez
en cuando, se limitaba a bailar sin acabar de encajar en el
elenco de bailarinas del nivel superior. Lo mismo le pasaba
con el yoga.
En el Instituto Rosenhof se respiraba el ambiente
universitario que necesitaba para desconectar. Dejaba de lado a
la Inés mamá y esposa, y se convertía en la estudiante,
preocupada por aprobar, con los plazos de los trabajos en los
talones y los cafés entre clase y clase con los compañeros.
Veinte alumnos de nueve nacionalidades distintas, cada uno
con sus historias y su bagaje personal. Algunas, como la de
Intisar, eran historias duras. Una emigrante hindú cuya familia
lo había perdido todo en la guerra de Kargil con Pakistán por
la disputa de los territorios de Cachemira, y que había llegado
a Noruega en busca de una vida mejor. Otros, como ella,
habían llegado al país escandinavo por amor. Al escuchar la
historia de aquella mujer, todos sus problemas se minimizaron.
Tenía mucha suerte.
El profesor se llamaba Arne y era un sesentón atractivo y
muy dinámico. Permanecía de pie casi toda la clase y se movía
de un lado a otro. Los animó a sentarse en un semicírculo de
sillas en torno a la pizarra y sonrió al verla allí también. Se
sentía como en el primer día de instituto, solo que con treinta
años.
—¡Muy bien, Inés! Bienvenida a nuestro espacio de
aprendizaje. ¿Es puntual, o vas a quedarte con nosotros el
resto de las clases? —Inés imaginó que preguntaba porque el
precio del curso no tenía nada que ver si era online o
presencial. Se echó a reír.
—Me quedaré todo el mes, hasta terminar con el examen.
Me vendrá bien aprendiendo noruego en persona estos días —
dijo con seguridad.
—«Me vendrá bien aprender noruego», debes utilizar el
infinitivo y no el gerundio para la construcción de la frase,
pero ¡muy bien! —Primero corregir y luego motivar; era una
buena estrategia, pensó ella. Apuntó mentalmente el dato—.
¿Cómo van esas redacciones? Este viernes tenéis que
entregármela, no lo olvidéis. Es importante para que tengamos
tiempo de hacer la exposición antes del examen. Somos
muchos.
Ella levantó la mano, insegura. ¿Se hacía así en estos
cursos también?
—Cuéntanos, Inés. No hace falta levantar la mano, puedes
interrumpir siempre que quieras.
—Me gustaría ser la primera en exponer, ¿es posible?
Arne asintió con entusiasmo. Ella se puso roja sin saber por
qué. Toda la clase la estaba mirando. Qué bien. Ahora era la
empollona.
—Claro que sí, agradezco que alguien rompa el hielo.
¿Entregarás tu trabajo el viernes? —Ella asintió y el profesor
sonrió, aprobador—. Entonces el lunes podrás exponer ante
todos nosotros. ¿Alguien más para el lunes? ¿No? Bueno, el
miércoles volveré a preguntar. Ahora, vamos a ver algunas
preguntas que caen siempre en el examen oral. ¿Quién puede
explicarme la diferencia entre el nynorsk y el bokmål?
¿Nadie? ¡Oh, vamos!
Inés volvió a levantar la mano. Se sentía como Hermione
Grainger en Harry Potter. Un compañero le tiró en broma una
bolita de papel y todos se echaron a reír.
—El nynorsk es el nuevo noruego hablado, en algunas
zonas del sur y del oeste. Y el bokmål es la lengua de los
libros, que se habla en el norte y en el este, principalmente, y
el que se supone que tenemos que aprender para poder trabajar
—soltó de corrido y trabándose un poco la lengua—. Aunque
no existe un estándar oficial para el noruego conversado, se
acepta que el más extendido es el bokmål.
—Perfecto, Inés. Solo dos correcciones: lengua literaria
mejor que lengua de los libros y noruego hablado en vez de
noruego conversado —corrigió, escribiendo en la pizarra las
frases. Todos se apresuraron en anotar aquellos matices que
valían oro a la hora de pulir su expresión oral—. Recordad: si
tenéis dudas, escoged siempre la frase más sencilla.
Las dos horas pasaron volando. Tomaron algo en la
pequeña cafetería de la escuela e Inés apuntó recursos, trucos y
enlaces para trabajar en casa. Se había perdido mucho al no
participar con ellos. La videollamada era demasiado
impersonal, un mero trámite. Estar allí y compartir
experiencias, era verdadero aprendizaje.
Cuando llegó a casa estaba eufórica por contarle a Erik su
tarde. Entró como una exhalación, colgó su abrigo empapado
en la ducha y se quitó los zapatos. Estaba todo en penumbra y
no se escuchaba ni un solo ruido. Qué raro. Era la hora del
baño y Magnus solía armar un buen jaleo. Cuando entró a la
habitación, Erik se inclinaba sobre la cuna con expresión
preocupada.
—Hola, ¿va todo bien? ¿Ya se ha dormido? —preguntó en
un susurro.
Erik asintió con el índice apoyado sobre los labios. Le dio
un beso y la instó a salir de la habitación, conduciéndola con la
mano sobre la parte baja de la espalda. Entornó la puerta e
hizo un gesto de impotencia.
—No ha parado de lloriquear. No ha querido merendar ni
cenar. Lleva sin comer nada desde que le diste la toma de
pecho antes de marcharte —dijo, preocupado. Inés lo abrazó y
alisó con el pulgar las arrugas de su frente—. No he podido
hacer la cena. Lo he tenido toda la tarde en brazos hasta que se
ha dormido de puro agotamiento.
—No te preocupes. ¿Tú has comido algo? Tienes cara de
cansado. —Lo estudió con atención. Estaba ojeroso, llevaba
días sin dormir demasiado bien y, para llegar temprano a casa,
se levantaba a las cinco y media de la mañana y estaba en
quirófano antes de las siete—. Ven. Te prepararé algo rápido.
¿Vas a contarme qué ocurre?
—No sé qué le pasa a Magne, nunca lo había visto tan
decaído —dijo él, con la cabeza en otra parte.
—Seguro que está bien. Erik, llevo desde el sábado
esperando a que me cuentes qué te pasa. Tu plazo de cuarenta
y ocho horas ha expirado —insistió Inés con una sonrisa
mientras batía huevos para hacer una tortilla francesa—. No
quería presionarte, pero empiezo a estar preocupada.
—¿Qué tal tu clase? ¿Ha ido bien?
Menudo maestro de la sutileza. Se mordió la lengua para
no reír por el cambio de tema. Puso el sartén en la placa de
inducción y cortó jamón y queso.
—¡Genial! He aprovechado mucho —dijo con sinceridad.
Era cierto. Abrió una cerveza para él y se sirvió un vaso de
agua—. Es diferente estar ahí, aprendes mucho más y es
interesante conocer los recorridos vitales de la gente.
Le hizo un pequeño resumen mientras cuajaba la tortilla.
—¿No me vas a acompañar? —preguntó al ver que ella no
comía nada.
—He tomado un café y un bollo de canela en la cafetería.
¿No me vas a contar lo que te pasa? —subió los pies al asiento
del taburete, se abrazó las rodillas y apoyó la barbilla en ellas,
esperando. Conocía esa expresión. La manera en que apretaba
los labios, enfurruñado, justo antes de rendirse. La mirada
intensa de los ojos azules. La caída de los hombros al relajarse
por fin.
—Olivia quiere una confirmación de la prueba de
paternidad. Cree que Christine no es hija mía y que a Kjerstin
la mueven intereses económicos —soltó sin más preámbulos.
Inés permaneció en silencio. Había hecho bien al presionar. El
tono de Erik se había aligerado y lucía una sonrisa de alivio—.
Le he explicado que eso es menos que improbable, pero ella
insiste.
—¿Has accedido a repetir las pruebas? —Inés cruzó los
dedos mentalmente y retuvo el aire durante unos segundos.
—Sí. Aunque no sé cuándo lo haremos. Ha sido
convincente —reconoció. Parecía sorprendido de su propia
decisión. Inés aplaudió en su fuero interno la inteligencia de
Olivia—. Ha utilizado argumentos que calzan con el modus
operandi de Kjerstin. Nunca da puntada sin hilo. ¿Tú sabías
algo de esto?
Ahora le tocó a ella irse por las ramas. No quería decir que
sí, no podía decir que no.
—Algo me había comentado. Yo le hice ver que era muy
difícil que la motivación fuese el dinero, sé que a ella y a
Dieter les va más que bien. —Se decantó por la verdad,
aunque prefirió no confesar lo mucho que la había ayudado
saber que tenía una aliada—. Pero también le dije que estaba
de acuerdo con ella, aunque no tenía argumentos más allá de
mi intuición.
Erik soltó un gruñido, fastidiado. Acabó la tortilla de un par
de bocados y bebió un trago de cerveza.
—No debiste darles pábulo a sus teorías conspiranoicas,
Inés. ¿Sabes lo difícil que fue conseguir que Kjerstin accediese
a hacer las pruebas?
—Lo sé perfectamente. Te recuerdo que fui yo la que hablé
con Dieter el día del funeral de Matthias —dijo, algo dolida.
Empezaba a pensar que Erik le tenía miedo a esa mujer—. Y
yo no doy pábulo a nada. Tu abuela es una mujer inteligente y
ha sacado sus propias conclusiones. Aunque debo reconocer
que me cabrea que vayas a hacerlo por ella y no te haya
bastado con que te lo pidiera yo.
Se levantó a recoger los platos con el rostro demudado y
serio.
Touché.
Salió tras ella y la abrazó desde atrás mientras se afanaba
lavando los platos.
—Inés, kjaereste… —No había pensado en que le
molestaría. A veces no era más que un maldito patán—. Tienes
razón. Debí escucharte. Debí atender a tu necesidad de saber,
de confirmar el resultado. Me enroqué de manera absurda solo
porque no quiero que pasemos otra vez por el mal trago de
asumir la realidad.
—No pasa nada. Gracias a Olivia, tendré lo que quería —
dijo, haciendo una finta y zafándose de su abrazo—. Voy a ver
a Magnus.
Erik suspiró. Se había comportado como un idiota y,
además, era un iluso por pensar que Inés se alegraría sin más
por la decisión. Era cierto, obtenía lo que ella quería, pero no
por los motivos correctos. Últimamente tenía la sensación de
que lo hacía todo mal.
Inés posó el dorso de los dedos sobre la frente de su hijo y
se inclinó, preocupada, para escucharlo respirar. En cuanto el
pequeño olió el aroma de su madre, se despertó y se puso a
llorar.
—Está un poco afónico —observó Inés. Lo cogió en brazos
y lo llevó a la cama. Erik se sentó junto a ellos, aliviado al ver
que se prendía al pecho y mamaba medio dormido. Al menos
comería bien—. Y tiene fiebre. ¿Puedes traerme el
termómetro?
Todos los problemas y preocupaciones se barrieron de un
plumazo al ver la temperatura del aparato digital apoyado en el
oído diminuto.
—Treinta y nueve con ocho. ¡Pobre bebé! —murmuró Inés,
besando la frente ardiendo de su hijo. Comenzó a desnudarlo
con cuidado para no interrumpir la lactancia—. ¿Sabes dónde
está el paracetamol infantil?
Erik fue al armario del cuarto de baño de la habitación y le
trajo el jarabe. Se maldijo por no haber pensado en el
termómetro. ¡Era básico, joder!
—¿Crees que tenemos que llevarlo a Urgencias? ¿Cuarenta
grados no es mucho?
Inés negó con la cabeza y esbozó una sonrisa triste.
—No, mira la fuerza con la que mama. Y el llanto es
enérgico. El pañal tiene pis. —Buscaba las señales de buen
estado general con pericia—. Mañana bajaré a la clínica y lo
exploraré a fondo. Seguro que es un cuadro vírico.
Probablemente se lo ha pasado Christine.
Pasaron una noche de mierda.
Inés insistió en que él durmiera algo, pero no fue capaz. La
observaba velar como una centinela junto a la cuna de su hijo,
vigilando el descenso de temperatura y ajustando la ropa sobre
su cuerpo. Con paciencia, lo consolaba al pecho con palabras
dulces cuando se quejaba. Tres, cuatro, cinco veces.
Infatigable. Inflexible. Veía en su rostro macilento y las ojeras
crecientes que estaba agotada. ¿Por qué no cuidaba mejor de
ella? ¿Por qué había mantenido la postura absurda de no hacer
caso de sus dudas? Ella se desvivía por él y por Magnus, y lo
hacía de manera natural, sin pedir jamás nada a cambio.
Durmió un par de horas; tenía una cirugía a las ocho de la
mañana y en esas condiciones no podía operar. Cuando
despertó, Inés seguía con Magnus en brazos.
—Ya le ha bajado la fiebre. Ahora descansará un poco
mejor —habló lento y pausado. Así, despeinada y desvalida,
con el camisón abierto y desbocado, con el rostro grisáceo por
no descansar, se dio cuenta de lo mucho que la amaba.
—Te traigo un café.
Volvió al poco rato con la taza, pero Inés se había tendido
de lado con Magnus entre los brazos, rendida al agotamiento al
fin. Una oleada de impotencia lo inundó. Maia tenía razón.
Inés peleaba con uñas y dientes por hacerse su sitio, por
determinar su lugar en aquella nueva realidad, por conseguir
su espacio.
Resolvió no dejar pasar el asunto de la prueba más allá de
esa semana. Pero sabía que era mucho más que eso. Tenían
pendiente una conversación a la que llevaba dando largas
desde hacía meses. Sobre su futuro. Sobre su felicidad. Ahora
Magnus estaba enfermo e Inés no podría pensar en nada más
que en su recuperación, pero lo anotó como primer pendiente
de la lista. Tenía que saber con total y absoluta seguridad si
Inés era feliz en Oslo con él.
Se le había olvidado lo lujosa que era la clínica Jensen. Ahora
que Erik era el dueño, ¿cambiaría el nombre a clínica
Thoresen? Se echó a reír con la idea. Después de unas horas de
sueño y ver que Magnus respondía bien al antitérmico,
recuperó su espíritu de pediatra y vio las cosas como eran:
probablemente un cuadro vírico sin importancia.
—Buenos días, señora Thoresen. El doctor Kolberg ha
dispuesto esta consulta para ver al pequeño —dijo una
secretaria muy eficiente, de unos cincuenta años, vestida con
el uniforme de color celeste del hospital—. ¿Necesita la ayuda
de una enfermera? ¿De una auxiliar?
—No, gracias. No por el momento. Si se hace necesario,
avisaré por teléfono —dijo con una sonrisa. Empujó el carrito
y cerró la puerta tras ella, prefería estar sola—. Vamos a ver
qué ocurre, pequeñajo.
Magnus estaba despierto y tranquilo. Rompía el corazón
verlo tan quieto y serio cuando siempre lucía una sonrisa y se
movía como un vendaval. Lo cogió en brazos y se acercó a la
ventana. Lluvia, lluvia y más lluvia. ¿Sería así todo el otoño?
Le daba a Magnus religiosamente la vitamina D para evitar el
raquitismo y se alegraba de que en Mallorca hubiese adquirido
un dorado precioso, aunque un poco censurable para un bebé.
No verían el sol en meses.
Lo desnudó sobre la camilla y lo dejó en pañales. Cogió el
fonendoscopio pediátrico y sonrió al ver que, al menos,
estiraba sus manitas para intentar agarrarlo y fruncía el ceño
con curiosidad. La auscultación cardiaca era perfecta. La
pulmonar también.
Era la primera vez que usaba un fonendoscopio desde hacía
ocho meses.
Un sentimiento de intensa pérdida la inundó. Si estuviera
en Chile, ya se habría incorporado a trabajar. Dejó el
instrumento abandonado sobre la mesa, ahora no podía pensar
en ello.
Palpó con cuidado su barriga. Examinó de arriba abajo su
piel. Tuvo que luchar un poco con él para ver bien sus oídos.
Nada. Todo perfecto. Sujetó con firmeza su frente para
examinar la faringe y se echó a reír ante su grito agudo de
indignación al utilizar el palo depresor. Ahí estaba el
problema.
—Tienes la garganta roja como un pimiento y llena de
vesículas. Y eso te duele, ¿verdad? Vamos a cambiar el
paracetamol por ibuprofeno, ya verás que bien.
La primera dosis permitió que comiera algo de papilla de
cereales y frutas. Ayudó a controlar la fiebre mejor. Cuando
Erik llegó a medio día después de la cirugía, Inés estaba
durmiendo desmadejada sobre el sofá y Magnus descansaba
con la respiración pausada y tranquila.
Había leído los wasaps de Inés con alivio.
«Es una herpangina. En dos o tres días estará bien».
Por supuesto, buscó toda la información referente al
diagnóstico en sus recursos en línea. No era grave, pero sí muy
molesto. A veces, tanto que impedía la ingesta y los niños
tenían que ingresar en el hospital. La lactancia materna
disminuía la probabilidad de ingreso. Recordó que Inés había
dicho que el foco de contagio seguramente había sido
Christine. En un arrebato, llamó a Kjerstin por teléfono. No
pudo evitarlo.
—Hola, Erik. ¡Qué sorpresa! ¿Qué tal estás?
Odiaba el tono obsequioso y seductor que empleaba con él.
Le ponía la piel de gallina y, además, estaba totalmente fuera
de lugar.
—Hola. No te quito mucho tiempo. ¿Estuvo Christine
enferma la semana pasada o la anterior? —soltó a bocajarro.
—¡Qué considerado de tu parte! Sí, hace unos diez días.
Algo de la garganta —explicó sin darle demasiada importancia
—. Estuvo un par de días con fiebre y otros más sin mucho
apetito, pero ahora ya está bien.
—Magnus ha pasado la noche con cuarenta de fiebre. Casi
no ha querido comer. Si no fuera por Inés, lo habría llevado a
Urgencias —informó, contenido. Hizo crujir el teléfono móvil
en la mano y aflojó un poco la presión—. En lo sucesivo, te
agradezco que nos avises si Christine está o ha estado enferma.
Un silencio de unos segundos le hizo saber que Kjerstin no
se esperaba aquello.
—Lo siento. Lo siento mucho, Erik. Jamás pensé que
podría contagiar al bebé.
Parecía sincera, pero no se molestaría en esperar a
averiguarlo.
—Eso es todo, Kjerstin. Hablaremos para ver a la niña en
dos semanas —interrumpió con frialdad.
—¿Te veré en la fiesta del Colegio Médico?
—Adiós, Kjerstin.
Colgó sin más. Pensaba que la llamada le serviría para
aplacar un poco la frustración que sentía, pero lo hizo sentir
peor. La aborrecía con todas sus fuerzas. Aunque solo fuese
porque quizá existía una mínima posibilidad de sacarla de su
vida para siempre, aceleraría el proceso de repetir las pruebas.

Magnus pasó un par de malas noches más. Inés se negó a


asistir a la clase de noruego del miércoles, todavía tenía fiebre
y prefería el pecho al resto de alimentación. Erik insistió para
que no faltase, hasta que acabó escaldado porque enfadó a
Inés. Trabajaba en la redacción los ratitos que lograba arañar
mientras atendía a su hijo. Pudo enviarla dentro de plazo y
satisfecha de lo conseguido.
El jueves ya era el de siempre, comió doble ración de
papilla de avena y manzana y tiró el mantel con toda la vajilla
puesta de su comida, organizando un estropicio en el suelo.
Pese a que estaba más delgado, parecía haber crecido al menos
un par de centímetros. Cuando lo bañaron juntos por la noche,
se atrevió a sacar el tema de la fiesta del sábado.
—¿Quieres que avise a la organización de que no
asistiremos? Si quieres, podemos ir solo a la cena y volver al
acabar —la tanteó, sabiendo que aquella semana no se había
despegado de su hijo. Ni siquiera había asistido a las clases de
ballet—. No hace falta que nos quedemos al baile de después.
Inés lo miró como si se hubiera vuelto loco.
—¿Y perderme lo mejor? ¡De eso nada! Ya he hablado con
Sigrid, se quedará con Magnus aquí, en casa. No quiero que
Olivia se contagie, está muy frágil de salud —dijo,
convencida. Erik hizo un gesto de triunfo con las manos que la
hizo reír—. Sé que este evento es importante para ti y llevo
toda la semana encerrada en casa. Nos vendrá bien pasar un
ratito de tiempo a solas.
—Perfecto. Entonces voy a llamar para confirmar.
Despacito

Se miró en el espejo durante unos largos minutos. El vestido


negro de Donna Karan era maravilloso. Envolvía sus curvas
como un guante, la tela negra tenía una caída casi líquida. El
escote recto, con un hombro al descubierto y el otro con un
drapeado que descendía por su espalda desnuda y acababa en
una pequeña cola, era muy favorecedor. La falda era amplia,
con un corte que, en un principio, la había sonrojado, pero la
dueña de la tienda la había convencido. Si no podía llevarlo
ella, con sus piernas de bailarina, ¿quién podría? Pero había
algo que no terminaba de cuadrar en su atuendo.
—¿Estás lista? Llevas un buen rato ahí dentro —dijo Erik
al otro lado de la puerta con tono preocupado—. ¿Necesitas
ayuda con la cremallera?
—No, no. Salgo ahora.
¿Era el pelo? Llevaba un recogido sencillo y favorecedor.
¿Se le había pasado la mano con el maquillaje? No. Ella
misma se había arreglado, dando protagonismo a sus ojos
grises, dejando los labios en segundo plano con un tono nude y
mate. Pero algo fallaba. Al ver el broche de platino y
diamantes que llevaba entre sus pechos supo lo que no le
cuadraba. Eran las joyas. Olivia sabía que la cena anual del
Colegio de Médicos era de gala y un evento importante para
lucirse en sociedad. Le había mandado aquel ostentoso
conjunto de broche, pendientes, anillo y prendedores para el
pelo que la había dejado sin respiración. Era perfecto para el
vestido, pero, ahora que lo tenía puesto, se sentía otra persona.
Probablemente todas las mujeres de la fiesta lucirían sus
mejores galas, pero tomó una decisión. Necesitaba sentirse
segura y para eso prefería ser ella misma. Se desprendió de
todas las joyas salvo los prendedores del pelo y volvió a la
habitación.
Erik se volvió, sorprendido de su entrada apresurada. Su
sonrisa apreciativa le dijo lo que quería saber.
—Estás preciosa, kjaereste. Dios, ese vestido es indecente
—dijo acercándose con intenciones más que claras. Apartó la
tela hasta descubrir la abertura y deslizó la palma por el muslo
—. Aunque muy práctico.
—Aparta tus manos de mí, que ya nos conocemos —
respondió Inés. Pero en vez de alejarse, se estrechó contra su
cuerpo—. Tú también estás guapísimo. Se me había olvidado
lo bien que te queda el esmoquin. A la vuelta, recuérdame que
te lo quite muy despacio para grabármelo bien.
Aprovechó para abrazarlo por la cintura y apretar las
manos contra su espalda. Su mirada azul se tornó agresiva por
la lujuria y se apartó con dificultad.
—Tenemos que irnos. Odio que lleguemos tarde a todas
partes y hoy no tenemos a Magnus de excusa. ¿Ya ha llegado
Sigrid? —preguntó Inés mientras buscaba en su cómoda los
pendientes que Erik le había regalado.
—Sí, ya lo está bañando. Más bien, inundando el baño.
¿Estás lista?
—Un minuto… —Se puso la alianza y el anillo de pedida
en la mano derecha y el Trinity en la mano izquierda. Algo
faltaba. Echó un vistazo al joyero de terciopelo de Olivia y se
decantó por un reloj Omega de platino tipo pulsera—.
Perfecto. Vamos.
La fiesta no la decepcionó. Los noruegos sabían hacer las
cosas bien.
Compartieron la mesa con Ole Kolberg y su mujer,
Kumiko, a quien no conocía. Resultó ser una preciosa belleza
indoeuropea, con esa mezcla de razas que a veces se veía en el
país. Tercera generación en Noruega, nieta de emigrantes
chinos. Era delicioso ver al cirujano regordete y calvo al lado
de aquel junco delicado. También estaban Monika y Joakim,
así que la mesa se dividió en dos, con otras tres parejas con las
que casi no hablaron. Cosas de vikingos.
Entrantes variados. Salmón con patatas y arándanos. El
inevitable codillo, que Inés solo picoteó. No dejó pasar el
postre, una tarta de queso con frambuesas. Se permitió una
copa de vino, la primera en año y medio, y brindó con Monika
y Kumiko entre risas. Erik y Ole aunaban esfuerzos para fichar
a Joakim para su equipo de anestesia. La cena pasó en un
suspiro y había ganado otra amiga. Solo por ello, la noche ya
había valido la pena.
—Inés, ¿una copa? —la tentó Erik cuando las luces se
atenuaron y subieron el volumen de la música, invitando a los
asistentes a la pista de baile—. ¿Un gin-tonic suave?
Acabó por ceder. Ya se sacaría la leche al llegar a casa y la
desecharía. Necesitaba soltarse un poco y pasárselo bien.
Kumiko y Monika ya tenían sus combinados en la mano y
movían los hombros sentadas en la silla, con obvias ganas de
bailar. La pista estaba vacía.
Ella misma se encontró moviendo la cintura y estudió el
lugar. Las mesas rodeaban en semicírculo la pista, no
demasiado grande. Al fondo, una barra de bar con la estética
universal de botellas vistosas en la pared de espejos, un par de
camareros trajeados y unos taburetes que empezaban a llenarse
de cuerpos masculinos. En una esquina, la moderna cabina de
un pinchadiscos.
Erik seguía en su trabajo de persuasión con Joakim. Inés
sabía que necesitaban un anestesista especializado para el
quirófano cardiaco y estaba convencido de robárselo para su
clínica. Ole cubría su retaguardia. Monika miraba su móvil y
Kumiko empezaba a aburrirse.
—Chicas, esta música es un muermazo. Voy a ver si lo
arreglo.
Se levantó de la mesa y ellas la acompañaron. Erik, Ole y
Joakim se levantaron en un movimiento coordinado para
apartarles las sillas. Erik se inclinó sobre su cuello y la besó
antes de retenerla por la cintura.
—Conozco esa mirada. ¿Qué tramas? —preguntó en un
susurro que cosquilleó su oreja y la hizo encogerse con una
risita coqueta.
—Vamos a prenderle fuego a esta fiesta —dijo Inés con
voz traviesa. No se le escapó el destello de pánico de Erik,
pero lo calmó con un beso en los labios—. Solo voy a ver si
podemos animar un poco la música. Esto es demasiado
noruego como para bailar.
Atravesaron la pista, lo que les daba una visión general de
las mesas. Monika la detuvo un momento del brazo y señaló
con disimulo hacia un extremo del salón.
—Mira, ahí tienes a Kjerstin y a Dieter. Como siempre, en
la mesa del presidente del Colegio Médico, el director del
hospital y el jefe de Cardiocirugía —susurró con malicia
evidente—. No sé cómo lo hacen.
Inés lanzó una mirada rápida hacia donde su amiga
señalaba. Ella no la vio. Estaba enfrascada en una animada
conversación con los hombres, con ese modo agresivo de
imponer su persona a todo el mundo. Dieter la miraba con
adoración. Pobre. Estaba colado por ella. Siguió de largo hacia
su objetivo y golpearon levemente el metacrilato que separaba
al pinchadiscos de la fiesta. Se notaba que escuchaba otra
cosa, porque bailaba dentro de la cabina, ajeno al pop nacional
suave que sonaba en la pista.
—¡Hola! ¡Hola! —saludaron desde fuera con enormes
sonrisas. El chico, un mulato con barbita y ojos de color ámbar
que provocó evidentes intercambios de miradas de apreciación
entre ellas, pareció fastidiado por su interrupción—. ¿Aceptas
peticiones?
Él se quitó de una oreja los auriculares de cancelación de
ruido y repitieron la pregunta. Inés reprimió una carcajada.
Parecían tres adolescentes rogando que pincharan su canción
favorita. Él asintió con extrañeza, echando un vistazo a la pista
vacía, y les pasó una libretita con un bolígrafo. Ellas juntaron
cabezas y montaron un pequeño conciliábulo.
—¿Qué os parece Metallica? —lanzó Kumiko con voz
traviesa.
—¿Para bailar? ¡No! —-respondió Monika riendo—.
Mejor David Guetta, Avicii, Martin Garrix —enumeró con
soltura. Inés la miró impresionada—. Algo que obligue a la
gente a salir de las sillas.
Llenaron la primera hojita con las recomendaciones de
Monika y se la pasaron al D.J. Una enorme sonrisa se dibujó
en su rostro y los ojos se le iluminaron. Al poco tiempo,
empezó a sonar Summer con un par de puntos de volumen
más. Un par de parejas se animaron a la pista. Perfecto.
—Sia, Dua Lipa, Camilla Cabello —añadió Kumiko, que
era profesora de secundaria y también estaba muy al día—.
Rosalía, Sean Paul.
—¡Genial, Kumiko! —se entusiasmó Inés. Se apropió del
bolígrafo y le dio un toque de latino a la lista—. Yo aporto
Shakira, Jennifer López, Billie Eilish, Kesha, Lady Gaga…
Aquello ya tenía más pinta de fiesta. Mientras ellas
componían la banda sonora de aquella noche, la pista se había
ido poblando un poco más. Las copas también ayudaban. Mira
que les gustaba beber a los noruegos. La barra a su lado ya
estaba plagada de vasos de tubo.
El D.J. ya estaba esperando en la puerta de la cabina sus
próximas peticiones. Llenaron cuatro hojitas garabateadas con
artistas y títulos. Le dieron las gracias y el chico las despidió
con los dos pulgares arriba y una enorme sonrisa.
Comenzó a sonar el Despacito de Luis Fonsi e Inés se
quedó impresionada. Un griterío entusiasmado emergió de
entre las mesas y las parejas inundaron la pista en tropel. Pero
¿qué les pasaba a los noruegos con aquella canción? Soltó una
carcajada divertida.
—¡Somos las únicas sin pareja! —dijo Monika, buscando a
sus maridos con la mirada.
—¡Qué más da! —dijo Inés. Se hizo un hueco y empezó a
bailar al ritmo de la inevitable canción. Soltó una carcajada al
escuchar el español macarrónico de sus amigas coreando la
letra—. Esta no estaba en la lista, pero creo que nos ha pillado
el punto.
El conjunto de luces comenzó a destellar al compás de la
música. Ya eran más de las doce de la noche y el ambiente se
caldeaba. El latido de los cuerpos bailando, el alcohol de la
copa de vino y del gin-tonic, la compañía de sus amigas, todo
la intoxicaba. Alzó los brazos, cerró los ojos y se dejó llevar.
Erik la miraba desde la mesa. Hacía rato que había perdido
el hilo de la conversación con Ole y Joakim. Solo tenía ojos
para Inés. Se movía al ritmo de la música con movimientos
elegantes, sensuales. Destacaba entre las mujeres por su
sencillez y naturalidad. Bailaba como si todo le importara un
comino, riendo a carcajadas junto a Monika y Kumiko, que
parecían felices por soltarse también. Inés tenía ese efecto,
contagiar su alegría, sus ganas de vivir. Dudó en acercarse o
dejarla a su aire. Empezó a sonar Shape of you de Ed Sheram y
la temperatura de la pista volvió a subir. Ella lo descubrió e
hizo un gesto de invitación. ¿Cómo resistirse?
—Me reclaman —dijo a sus amigos, que seguían
enfrascados en la charla médica.
Movió los hombros en un gesto juguetón mientras ella lo
atraía sujeto por una cuerda invisible. Llegó hasta ella y rodeó
su cintura con las manos.
—La que has liado —susurró sobre sus labios. Ella negó
con la cabeza y fingió no saber de qué hablaba.
—De eso nada. Ha sido culpa de Monika y de Kumiko. Yo
solo he ido a hacerle una petición al pincha.
—Ya, ya. Ven aquí.
Lady, de Modjo, los hizo engarzarse en un baile abrazados,
contoneándose con suavidad y ajenos al resto de bailarines.
Siempre le pasaba lo mismo. Comenzaba bastante tieso, pero
Inés lo guiaba con soltura y picardía, animándolo a moverse
un poco más. La música comenzó a infiltrarse en sus nervios y
tomó el relevo de dirigir el baile. La hizo girar sobre sí misma
de su mano, luciendo su figura y aquel vestido vaporoso, y la
atrajo de nuevo hasta su pecho.
—¿Sabes que todos te miran? Creo que voy a empezar a
ponerme celoso —murmuró junto a su oído. Aprovechó para
atrapar el lóbulo entre sus labios y tirar con suavidad.
—Es al revés. Son las mujeres quienes te están desnudando
ahora mismo con la mirada —susurró Inés con los labios
acariciando su cuello, estrechándose contra él y buscando con
un movimiento de caderas el bulto de su entrepierna—.
Observan cómo te mueves y piensan si serás igual en la cama
que en la pista de baile. Si eres igual de dominante. Si utilizas
la misma fuerza para someter en el sexo. —Erik se dio cuenta
de que la tenía pegada a su cuerpo, sujeta por la nuca y el
trasero sin ninguna inhibición—. Si tu boca sabe tan bien
como yo la disfruto en tus besos.
Se entregaron a la música y bailaron ajenos al resto. Con
sus palabras se había excitado aún más. Buscó la humedad de
su boca y rozó sus labios con la lengua. Aumentaron la
intensidad de su contacto. Solo existían ellos. Sonaba una
canción rápida con percusión que retumbaba en sus oídos,
pero ellos se movían sinuosos. Lánguidos. A su aire.
Anticipando lo que ocurriría un poco más adelante. Se
separaron solo unos milímetros y respiraron el aliento del otro.
—Nos vamos —dijo Erik sin dejar espacio a la réplica.
No se despidió de sus amigos, bastante borrachos. Ella
alcanzó a hacer un gesto con la mano a Monika y Kumiko, que
seguían desatadas en la pista. Recogieron sus abrigos en la
salida y una voz que había aprendido a odiar los saludó con
tono obsequioso y falso. ¿Por qué cada vez que la veía sentía
unas ganas terribles de sacarle los ojos con las uñas? Nunca
nadie le había generado un odio tan visceral.
—Hola, Erik. Inés —dijo como si acabara de registrar su
existencia. Ella solo sonrió. Kjerstin no le había quitado ojo de
encima durante todo su despliegue en la pista—. Sabéis que
los preliminares se hacen en privado, en la intimidad de tu
casa, ¿verdad?
Inspiró para replicar, pero Erik apretó su mano en una
orden tácita. Se tragó las ganas de decirle que era muy poco
imaginativa en el sexo para lo retorcida que era para otras
cosas.
Además, les guiñó un ojo buscando una complicidad que
no conseguiría jamás. Ella apretó los labios en una sonrisa
culpable y Erik hizo un gesto de despedida con la cabeza.
—Saludos a Dieter. Disfruta de la fiesta.
No pudo evitarlo. Inés desvió la mirada hacia donde estaba
su marido. Como varios más, Dieter estaba medio derrumbado
sobre la mesa. Era inexplicable por qué los noruegos eran
incapaces de divertirse sin acabar como cubas. Alzó las cejas
en un gesto de circunstancias. Erik tiró de ella hacia la salida y
acabó por agitar la mano con desgana.
—Adiós, Kjerstin.

Llegaron a casa a las cuatro de la mañana. Erik se encargó de


recibir el informe de Sigrid sobre Magnus y de pagarle. Ella se
extrajo la leche de la toma y la desechó. Odiaba aquel
ordeñador del demonio, pero esta vez había valido la pena. Se
quitó las joyas y el vestido, soltó su melena y la cepilló para
librarla de la laca. Se dejó puesto el conjunto de lencería de
encaje y tul negro con liguero. Erik llevó las manos hasta la
pajarita para empezar a desnudarse, pero ella lo retuvo.
—No. Déjame a mí. Quiero hacerlo yo.
Hizo un esfuerzo por ignorar las manos que recorrían sus
hombros mientras ella deshacía el nudo. Dejó colgando los
extremos y comenzó a desabotonar la camisa. Se tomó su
tiempo. Cuando descubrió sus pectorales, hundió el rostro
entre ellos mientras sacaba los minúsculos botones nacarados
hacia su cintura.
—Echaba de menos esto —susurró Erik sobre su pelo.
Posaba los labios allí y no los movía, dificultando la labor de
despojarlo de la ropa. Las manos masculinas dibujaban su
cuerpo provocando corrientes de calor y deseo—. Echaba de
menos tenerte para mí.
—Me tienes siempre —dijo Inés, aún refugiada en su
pecho. Tiró de los faldones de la camisa y la abrió por
completo. Lamió sus pezones perforados, recorrió con la
lengua las letras de su nombre, jugueteó con las barras de
acero hasta arrancarle gruñidos de placer.
—Demuéstramelo —la retó, con los ojos azules y exigentes
clavados en ella.
Ella asintió. Retiró el fajín satinado y lo dejó sobre la cama.
Desabrochó los pantalones tentando con los nudillos la
erección férrea bajo el bóxer, tenso pese a la tela elástica. Dejó
caer los pantalones por sus caderas y se arrodilló para quitarle
los zapatos y los calcetines. Acarició sus muslos de coloso e
hizo el amago de incorporarse, pero Erik la retuvo de los
hombros y dejó caer una sonrisa torcida. No necesitaba decirle
nada.
Apoyó la mejilla en el bulto palpitante, aún cubierto.
Apretó sus nalgas de mármol y terminó de desnudarlo,
regodeándose con la visión del cuerpo masculino a su merced.
Deslizó la mano por la piel sensible del interior de sus muslos
y aferró la base de su polla. Él inspiró con fuerza ante la
brusquedad del movimiento, expectante. Inés lamió su
envergadura con dedicación, lo acogió en el interior de su boca
esmerándose en excitarlo, en complacerlo, en arrancar de su
garganta los gemidos roncos que le decían que iba por el
camino correcto hacia su rendición. Masajeó la base de sus
testículos, pesados y tensos, y redobló sus esfuerzos,
haciéndolo caer más profundo en su boca, sabiendo que le
gustaba así, exigente, intenso. Adoraba rendirlo así. Estar a sus
pies, pero someterlo.
Los dedos aferraron su melena y soltó una exclamación en
noruego. Inés sonrió con su polla en la boca, ahora entendía
perfectamente lo que murmuraba. Y tenía que reconocer que
se ponía a cien con aquel lenguaje obsceno y violento.
—¡Joder, espera! No quiero correrme en tu boca, quiero
follarte y llenar tu coño con mi semen —dijo con ese matiz
agresivo en el tono que la excitaba hasta el punto de perder el
control—. Levántate, Inés.
Se apoyó en su mano extendida. Todo su cuerpo temblaba
por el esfuerzo y el deseo. El anhelo de sentirlo dentro, el
vacío que quemaba entre sus piernas, el hambre de su boca al
verse privada de él, la abrumaron. Erik la cobijó entre sus
brazos y la estrechó con fuerza.
—Vamos a la cama —murmuró ella entre besos y pequeños
mordiscos a sus bíceps, a su tórax, allí donde su boca rozaba la
piel. Él retiraba de su cuerpo las últimas barreras de tul y
encaje hasta dejarla desnuda.
—No, liten jente. Demasiado lejos —respondió Erik,
tirando de ella hacia abajo mientras se arrodillaba. Ignoró la
mirada de Inés hacia la confortable torre de almohadas y
cojines—. Aquí, en el suelo.
La placó sobre la alfombra, rodeó sus muñecas con una
mano y con la otra abrió sus muslos, recorriendo con dedos
expertos la entrada de su sexo. Ella se estremeció, atenta al
tacto sobre la arcilla caliente entre sus piernas, a la penetración
de los dedos en su interior, al juego de caricias sobre las alas
de su clítoris a la vez que evitaba el núcleo más candente. Se
retorció bajo su peso, impaciente por sentirlo dentro.
—Erik… —llamó en un ruego ahogado.
Él la ignoró, castigándola con el baile de sus manos. La
humedad del sudor fundía sus cuerpos, las bocas batallaban
con avidez, las lenguas no se saciaban jamás. Inés sollozó,
incapaz de sujetar por más tiempo el orgasmo que la torturaba,
y él se enterró por fin en ella. Sin piedad, sin aviso previo, con
un gruñido gutural que revelaba lo primitivo de sus
movimientos. El instinto que lo empujaba a esconderse en el
interior de su mujer, en horadar el terreno ya conquistado y
dejar su marca para siempre. Los gritos de Inés se abrieron
paso en el delirio de su propio placer y precipitaron la caída al
orgasmo. Se desplomó sobre ella, agotado, sin resuello,
drenado después de darle una vez más todo lo que tenía.
Dormitaron abrazados sobre el suelo unos minutos en los que
se detuvo el tiempo.
Se movió para liberarla de su peso, pero Inés lo retuvo
entre sus brazos.
—No. No te vayas —dijo en un susurro—. Sabes que adoro
sentir el peso de tu cuerpo sobre mí.
Se mantuvo sobre ella; solo se alzó sobre los antebrazos
para estudiar su rostro. Apartó los mechones empapados y la
besó en la frente, en la nariz, en los labios, en la barbilla, con
tanta delicadeza ahora como fuerza había empleado antes. Una
sonrisa casi imperceptible se perfiló en sus labios entregados.
Las manos lánguidas viajaron por su espalda, y se acariciaron
hasta que la superficie sobre la que estaban se hizo
insoportable. La mañana clareaba ya por los ventanales de la
habitación.
Inés no recordaba cómo había llegado a la cama. Se
revolvió entre las sábanas bajo el nórdico y remoloneó hasta
sentir el aroma del café muy cerca. Erik traía a Magnus en un
brazo y la taza sobre su cabeza para que las manos
investigadoras de su hijo no provocaran un accidente.
—Ha tirado por el suelo todas las galletas. Me he
descuidado un segundo mientras preparaba el desayuno —dijo
entre risas. Inés cogió el café e inspiró el olor acogedor y que
identificaba siempre con Erik—. Tienes zumo de naranja
recién hecho en la cocina.
Inés sopló un poco la superficie y tomó un sorbo. Estaba
caliente y reponedor. Erik parecía preso de una energía
incomprensible para haberse acostado a las seis de la mañana.
Se movía a un lado y otro de la habitación, recogiendo ropa,
ordenando libros.
—¿Cuál es el plan para hoy? Tiene toda la pinta de que
algo te ronda por la cabeza.
Él se sentó junto a ella. Apoyó la mano en su muslo y la
miró a los ojos.
—Kjaereste, mañana voy a reunirme con un abogado
experto en convenios reguladores para casos como el mío —
anunció antes de que pasar más tiempo y aquel maldito tema
les generase más motivos de conflicto—. Tengo que revisar
algunos números y reunir papeles. Mientras, hablaré con ella
de nuevo para repetir las pruebas. Según el abogado, es más
que razonable querer confirmar el resultado si nos vamos a
meter en el tema económico.
Inés asintió con seriedad. Ahora sí que sí. Dio las gracias
mentalmente a Olivia. Le debía una tarde entera sin
interrupciones con Magnus.
—De acuerdo. Está lloviendo, ¡para variar!, y yo tengo que
practicar para mi exposición de mañana. ¿Te importa que haga
un ensayo general contigo? —No había tenido mucho tiempo
para prepararlo durante la semana, a duras penas fue capaz de
terminar la redacción a tiempo para el viernes con Magnus
enfermo—. Me ayudarías un montón.
—Claro que sí. Dejemos a Magnus dormir un poco más, a
ver si así podemos trabajar.
Pasaron el día entre papeles y ordenadores. Erik reunió la
información que el abogado le había pedido, quería solucionar
aquello lo más rápido posible. Le había llamado la atención
que no le sorprendiese en lo más mínimo la teoría
conspiranoica de su abuela. «Espera lo malo y acertarás. Eso
no es nada». Le había relatado algunas historias para poner los
pelos de punta. No creía que fuera el caso, pero si aquello
servía para dejar a Inés conforme y un poco más tranquila,
estaba dispuesto a todo. Incluso a pagarle a Kjerstin con la
misma moneda. Después de todo, había sido ella quien había
utilizado primero a una abogada para comunicarse con él.
Inés recitaba una y otra vez, corrigiéndose y mezclando
exclamaciones airadas en español cuando se equivocaba con
algo, y con Magnus como espectador entregado. Ella se
encargó de darle una vuelta a la casa. Erik preparó una cena
rápida y bañó y acostó a Magnus.
—Vamos, liten jente. No me he olvidado. —Cambió al
noruego y ella frunció la nariz en un gesto de disgusto que lo
hizo reír—. No te quejas tanto cuando te hablo así mientras
follamos.
Inés se echó a reír con ganas, feliz de soltar un poco de
vapor y liberar los nervios que la embargaban.
—De acuerdo. —Se aclaró la voz y sonrió—. Hoy voy a
hablar sobre la transición de Noruega con el descubrimiento
del petróleo. Me he documentado con mi suegra, que, junto a
su marido, vivió todos los sucesos de primera mano —
comenzó insegura, pero a medida que profundizaba en la
disertación, adquiría soltura. Erik solo la detuvo un par de
veces para corregir algún error más grave, y dejó pasar
pequeños fallos que revisaron al final—. ¿Qué tal lo he hecho?
Él la abrazó con fuerza. Era una alumna aplicada. No. Era
una mujer que ponía corazón y coraje en todo lo que hacía.
—Bien. Lo harás bien. Ahora, vamos a descansar. Mañana
nos espera un día importante.
Disertaciones y desvaríos

Abogados. Los aborrecía. Había aprendido a apreciar a Loreto


porque era hermana de Inés, pero cualquier otra cosa que
sonara a leguleyos la prefería muy lejos de él. Recordó al
reptil arrastrado que había defendido a Portales en el arbitraje
por la pelea. El hombre que tenía delante no parecía muy
diferente. Trajeado, sonrisa perfecta y mirada un poco turbia.
—Buenos días, señor Thoresen. ¿Ha preparado la
documentación que le pedí?
Bien. Un tipo práctico. Al menos, no estaba enamorado de
su propia voz. Le alargó la carpeta por encima de la mesa y se
sentó en la silla al otro lado del escritorio. El hombre echó un
vistazo rápido y sacó el folio con la impresión de los
resultados de la prueba de paternidad. Dibujó en su rostro una
expresión preocupada.
—No nos sirve. Esto es una fotocopia y falta la firma de un
médico. ¿No conserva el original?
Erik frunció el ceño con extrañeza. No se había detenido a
examinar la hoja. El abogado se la devolvió, estudió la tinta
algo débil en las esquinas y observó que el contenido no estaba
bien centrado en el folio.
—No, solo tengo esto. Es lo que me dieron en la clínica.
¿Tengo que solicitar un original?
—No importa. Yo me encargaré de ello —dijo, resolutivo.
Hojeó con rapidez el resto de los documentos y asintió—.
Tengo que estudiar todo esto con un poco más de calma, pero
ya me he comunicado con la abogada de la señora Rohde. Al
parecer, la madre de la niña se muestra reticente a colaborar
para la realización de una nueva prueba —dijo el hombre con
cara de circunstancias. Erik emitió un gruñido de fastidio—,
pero espero convencerla de su necesidad. Estamos hablando de
proteger intereses económicos. Tanto de usted como de la
niña. La prueba despejará cualquier duda y sentará las bases
sobre las que podremos trabajar.
Erik asintió. Le gustaba aquel tipo. Tenía que agradecer el
espíritu noruego de facilitar los malos tragos y no andarse por
las ramas.
—Sí, me lo esperaba. Ya para la primera vez hubo
problemas —explicó al leer la interrogación en el rostro del
abogado—. Todo empezó con una duda lanzada al aire con la
intención de hacer daño a alguien. —Pensó en Inés y en su
llegada a Oslo. Menudo recibimiento—. Al intentar despejarla,
nos salió el tiro por la culata y Kjerstin, la señora Rohde, echó
a rodar todo el asunto de los derechos de la niña.
—Si es su padre, ¿entiende que tendrá los mismos derechos
ante la ley que su hijo… —revisó unas notas que tenía en una
agenda de cuero negro sobre la mesa— Magnus? Sé que es
complicado de digerir, pero las leyes noruegas no distinguen
entre hijos dentro y fuera del matrimonio.
—Lo entiendo perfectamente y cumpliré a rajatabla. Esto
no es económico —confesó él. Necesitaba que el abogado lo
supiese para no generar más conflicto con la otra parte
implicada—. Es más bien personal. Algunos miembros de mi
familia no asumen la realidad. Solo quiero facilitarles el mal
trago con una evidencia más fuerte y asimilar el resultado,
cuanto antes mejor.
—Es una buena estrategia. Por el momento, no necesito
nada más de usted —dijo mientras se levantaba de la silla y lo
conducía hacia la puerta. Estrecharon las manos en gesto de
despedida—. Si necesita cualquier cosa, no dude en llamarme.
Lo avisaré cuando tenga novedades sobre la prueba.
Erik asintió y guardó la tarjeta que le dio, pese a que ya
tenía guardado su contacto en el móvil. Estaba contento. Valía
la pena la millonada que pagaba por hora porque al menos
sentía que no estaba perdiendo el tiempo. Recordó el horror de
los tiempos muertos esperando en el bufete, las parrafadas
repetitivas del abogado y las peleas dialécticas callejeras entre
Edwards y Loreto en su conflicto con Portales. ¿Qué sería de
él? Encontrárselo en el San Lucas había sido una bofetada,
jamás se esperó una traición semejante por parte de Guarida.
Revisó sus correos en el móvil. Nada. No tenía más
noticias de Bettina o de la contable por los problemas
económicos del San Lucas. Aún era temprano para volver al
hospital, la reunión había sido mucho más expeditiva de lo que
pensaba. Abandonó el edificio, muy parecido al de la clínica,
del bufete Andersen&Bache-Wiig y caminó por el centro de
Oslo. La lluvia daba una tregua, así que buscó una cafetería
con terraza y se arriesgó. En Chile serían las seis y media de la
mañana, pero estaba seguro de que Dan estaría despierto.
—Suárez. ¿Quién es? —contestó una voz suspicaz al otro
lado del teléfono.
Erik se echó a reír al ver que había llamado al teléfono que
utilizaba para el hospital en vez de utilizar el personal.
—¡Hola, Dan! Soy Erik, desde Oslo. Espero no haberte
despertado. Si es así, que sepas que llegas tarde a la revisión
de los quirófanos de la mañana —le tomó el pelo en honor a
los viejos tiempos. Una nostalgia intensa por los años
compartidos junto a él lo sorprendió—. ¿Cómo va todo por
allí?
—¡Joder! Erik Thoresen, ¡qué sorpresa! —El cambio de
humor al escuchar su voz fue más que evidente—. Me alegro
un montón de saber de ti. Hace meses que no hablábamos.
—Es cierto. Soy un desagradecido —reconoció, algo
culpable. Nada más llegar a Noruega había mantenido con
todo su círculo de Chile una comunicación más o menos
fluida, pero al final, la inercia y las nuevas rutinas habían
espaciado cada vez más las llamadas—. Ya sabes cómo es.
Con Magnus hemos estado abducidos en casa y ahora toca
equilibrar también la vuelta al trabajo.
—¿Ya estás operando? ¡Qué bueno! La vuelta al quirófano
es un alivio, confiésalo —presionó Dan con tono cómplice—.
Trabajar fuera de casa tras la baja paternal te salva la vida, no
sé cómo Alma aguantó un año entero.
—¿Qué tal está Manuel, sigue siendo igual de terremoto?
Apuesto a que haría buenas migas con Magnus —dijo Erik al
recordar el torbellino que era el pequeño de Alma y Dan—. Y
Alma, ¿bien en su trabajo?
—Manu se ha calmado bastante al empezar en la guardería,
supongo que al cumplir el año ha madurado un poco —
respondió Dan, feliz de hablar de su familia—. Alma está en
una clínica de fisioterapia a media jornada, así que está
contenta. Mientras yo siga con este ritmo de mierda, ella lo
prefiere así o a nuestro hijo lo criarán los extraños.
—¿Te meten mucha caña en el San Lucas? ¿Cómo va la
cosa por allí? —No adelantó lo que ya sabía a través de
Bettina, prefería escuchar la información de primera mano y
sin sesgos.
—El San Lucas hace aguas, Erik. Al parecer, hay un
agujero de varios millones de dólares y Becker está lidiando
con los inversores americanos para intentar no caer en
concurso de acreedores —explicó Dan, que no podía esconder
el tono preocupado de su voz—. Ha habido algún despido,
creo que eso ya estaba en marcha cuando renunciaste, pero,
sobre todo, las plantillas se han reducido por la estampida de
la gente al conocer la situación. Guarida está desesperado.
Portales, él y yo sostenemos ahora mismo el servicio de
Cardiocirugía. Poco después de que te marchases, Arca
también presentó su renuncia y se marchó a la Clínica
Alemana. Fue una enorme pérdida para Cirugía de adultos.
Gómez, el residente de último año, está haciendo el trabajo de
un adjunto y ya sabes que no tenemos recambio generacional
este año. Una puta mierda.
—¿Y tú? ¿Qué vas a hacer? —El panorama estaba peor de
lo que pensaba. Bettina le había contado sobre las dificultades
económicas, pero nada sobre el impacto que ello tenía en los
médicos y los pacientes—. No pinta bien.
—No. No pinta bien. —Se echó a reír con cierta
resignación, como si le costase reconocerlo—. Hemos tenido
que cerrar filas y apoyar a Guarida. Si uno de nosotros se va,
se acabó la Cardiocirugía del San Lucas. Es curioso cómo
cambian las cosas. Hace nada estábamos ganando premios en
los congresos, llevando a cabo cirugías pioneras en el mundo,
y ahora…
—Habla con Calvo, que te haga un hueco en la Clínica
Alemana. No es el momento de ponerse nostálgico. Y ten
cuidado con Guarida, te aseguro que la lealtad no tiene ningún
valor para él —dijo con más amargura de la que inicialmente
pretendía. Todavía escocía. No. Todavía dolía lo que había
pasado, por mucho que ahora hubiese recuperado su ejercicio
como cardiocirujano en Oslo—. Abandona el barco antes de
que te hundas con él, Dan.
—¿Tienes lugar para mí en tu superclínica privada? —
preguntó él a medias en broma y a medias en serio—. Guarida
te echa de menos, Erik. Aunque no lo creas. Te menciona al
menos dos o tres veces al día: « esto Thoresen lo habría
resuelto, esto con Thoresen no pasaría, recuerda cómo Erik
hacía las cosas » . Tiene a Portales frito. ¡Qué demonios! ¡Me
tiene frito a mí también!
Se echó a reír con ganas, pero su antiguo jefe no le dio
ninguna pena. Se lo tenía merecido. Si hubiera mantenido su
palabra, si su ego desmedido no se hubiera interpuesto entre
ellos y, sobre todo, si hubiese contratado a cualquier otro
cardiocirujano que no fuese Portales, él jamás se habría
marchado. Ahora el tiempo ponía las cosas en su sitio y le
daba la razón.
—El karma es una mierda, amigo mío —dijo sin piedad.
Tanto él como Inés habían pasado unos meses infernales por
culpa de su cabezonería—. Espero que de verdad se solucione,
pero sé de tu tendencia a ser confiado y no adelantarte a los
acontecimientos. Recuerda lo que pasó con tu contrato y lo
inseguro que te sentías al no tener otra opción cuando
terminaste la residencia. —Pasó por alto su gruñido de
fastidio, ahora no era su pupilo como para andar
reprendiéndolo por faltas de respeto—. Sé previsor y búscate
la vida. Y, si no encuentras nada, siempre tendrás un sitio aquí.
—Debería seguir tu consejo. ¿Sabes que Alma está
embarazada otra vez? Acabamos de enterarnos —lo anunció
con menos alegría de lo que una noticia así ameritaba. No
podía esconder su preocupación—. Esperamos nuevo bebé en
la familia para mayo del año que viene. Eres el primero al que
se lo digo, porque aún es muy pronto, pero así te puedes hacer
una idea del panorama que tengo por aquí.
—Vaya. Felicidades —dijo Erik sin saber muy bien si era
mejor consolarlo o darle el pésame—. Inés va a fibrilar cuando
se lo cuente.
—¿Qué tal está ella? Tengo que llamarla, hace mucho que
no hablamos —confesó con tono culpable. Erik se sorprendió
al saberlo, pensaba que con la amistad tan estrecha que
guardaban, habrían mantenido el contacto—. Ya sabes, el día a
día, la situación en el hospital, llegar a casa y echar una mano
a Alma. A veces siento que un río me arrastra.
—Al menos ten el consuelo de que no eres el único. Y es
muy difícil bajarse de un tren en marcha que va a toda
velocidad —dijo Erik al sentirse identificado. Echó un vistazo
al reloj, se le hacía tarde y tenía que volver a la clínica—.
Hazme caso. Estudia tus opciones. Tiene toda la pinta de que
el hospital no va a salir de esta.
Trabajó durante toda la jornada con el asunto del San Lucas
dándole vueltas. Cuando llegó a casa, intentó dejar en la puerta
todo lo referente a la medicina y centrarse en disfrutar de estar
con Magnus. Inés se había arreglado más de lo habitual y soltó
un silbido apreciativo al verla.
—Hace tiempo que no te ponías uno de esos —dijo con
una sonrisa torcida. Esos vestidos cruzados y atados en el
lateral de la cintura les habían traído muy buenos momentos.
Llevó los dedos hasta la lazada y la atrajo hacia su cuerpo—.
¿Tenemos tiempo de que te desenvuelva como si fueras mi
regalo de no cumpleaños?
Inés se echó a reír pese al nerviosismo evidente que la
embargaba. Rodeó su cuello con los brazos y apretó los pechos
contra su torso. Se besaron con dedicación, con el anhelo de
no haberse visto en todo el día. Pasarían los años y seguiría
dejándose caer en esos besos entregados. La cobijó entre sus
brazos unos minutos antes de enfrentar la realidad.
—¿Tienes un rato antes de irte? Traigo novedades. De Dan
y del San Lucas. Y del abogado —la tentó al ver que ella se
dirigía hacia la entrada y rebuscaba en el armario—. Sé que
tienes la presentación de noruego, pero es pronto.
Ella abrió los ojos y compuso un mohín de disgusto.
—Me tientas y mucho. Pero quiero llegar temprano. Ya
sabes lo mucho que me agobia andar con prisas —dijo
mientras se ponía el abrigo y cogía un paraguas—. Magnus ha
comido un buen puré de verduras con carne y ha quedado
fuera de combate; todavía no ha despertado de la siesta. Tienes
un biberón de leche materna en la nevera, te queda preparar la
papilla de fruta y cereales para la merienda, ¡aunque es
imposible que se la tome después de lo que se ha metido entre
pecho y espalda! Me pregunto a quién saldrá.
Erik se echó a reír. Aliviaba saber que Magnus estaba
completamente recuperado.
—De acuerdo, hablamos cuando vuelvas a casa. Prepararé
algo para celebrarlo.
—¡Confías demasiado en mí! —escuchó que decía
mientras la puerta se cerraba.

Lo clavó. Lo hizo como si estuviera enfrentándose a los


examinadores del Bergenstest y no en aquella especie de
ensayo general.
Todo su esfuerzo tuvo como recompensa las felicitaciones
del profesor y de sus compañeros. Había hecho bien en
prepararse las respuestas a posibles preguntas que podrían
hacerle. Se sentó en su pupitre con una enorme sonrisa y
dispuesta a ver cómo sufrían los demás mientras ella trataba de
aprender de sus meteduras de pata. Aquel día hubo dos
exposiciones más. Una de ellas versaba sobre la historia del 17
de mayo, el día nacional de Noruega, que no le aportó
demasiado. La otra había sido el complemento perfecto a su
propio trabajo: las energías renovables en la Noruega actual.
El chico estudiaba Ingeniaría ambiental, gestión y eficiencia
energética en la universidad de Oslo. Al final de la clase, se
acercó a él para felicitarlo.
Solo sabía que se llamaba Leandro y que venía de Uruguay.
Era agradable volver a hablar en español con alguien que no
fuese Erik o a través de un teléfono móvil.
—Ha sido impresionante. ¡Me ha encantado tu
presentación! A mi marido le habría gustado escucharte —dijo
con admiración sincera—. Ha aprendido más sobre energía
renovable que en toda mi vida.
—¿Tu marido trabaja en renovables? ¡Dile que me acepte
como becario! —dijo el chico, riendo.
Inés negó con expresión contrita.
—No, mi marido es cardiocirujano, pero por casualidades
de la vida está involucrado en una empresa pequeña de
energías renovables, Renergi —comentó de pasada. No se
esperaba su reacción sorprendida y no pudo evitar preguntar
—. ¿La conoces?
—¿Qué si la conozco? ¡Es una de las empresas en las que
he postulado para hacer las prácticas! —Juntó las manos en
gesto de ruego y la miró con adoración—. ¿Podrías hablar con
tu marido y echarme un cable? Al ser una empresa pequeña,
solo escogen a uno o dos estudiantes de último año. Prometo
aportar en todo lo que pueda. Convertirme en su esclavo. ¡Lo
que sea!
Inés soltó una carcajada. Aquel chaval tenía empuje y era
ambicioso. Y si hacía el resto de las cosas igual que había
preparado la exposición de aquella tarde, estaba segura de que
era una buena opción.
—Vamos a hacer una cosa. Primero, ¿cuál es tu nombre
completo? —Inés reconoció que no lo recordaba—. ¿Y qué os
suelen pedir para la postulación a esas rotaciones?
—Soy Leandro Pessego, empecé la carrera en Uruguay,
pero a través de un convenio de Erasmus conseguí una beca
para estudiar el último año aquí en Noruega, que es la cuna de
la investigación en renovables —explicó, apresurado y con
mucho entusiasmo—. Me encantaría quedarme al menos un
par de años más. Para las rotaciones en las empresas, suelen
pedir un currículo y un proyecto o idea que pueda aportar algo
novedoso.
—¡Perfecto! Tráeme el próximo día tu currículo y el
proyecto, y veré qué puedo hacer.
De camino a casa, se detuvo en el supermercado y compró
una botella de sidra de manzana y frutas del bosque. Tenía
muy poca graduación alcohólica y podía permitirse una copa
para celebrar junto a Erik.
—¡Prueba superada! —gritó al abrir la puerta. Sonrió al ver
que sobre la encimera de la cocina había una ensalada de
gambas y salmón, pan negro recién sacado del horno y frutos
secos para acompañar—. ¿Dónde estáis?
—¡Estamos en el baño grande! ¡Vente! —respondió Erik.
El sonido musical de la risa infantil de Magnus mezclada con
la grave y estentórea de él la hizo apretar el paso hasta la
habitación.
—Pero ¡qué habéis hecho! ¡Está todo el baño inundado! —
exclamó Inés al ver a Erik metido dentro de la enorme bañera
con su hijo.
Los dos estaban cubiertos de espuma y el nivel del agua
llegaba peligrosamente cerca del borde. Cuando Erik se
movía, rebosaba y caía en el suelo completamente encharcado.
—No seas aguafiestas, mamá —dijo Erik con un brillo
travieso en los ojos azules—. Únete a nosotros y cuéntame
cómo te ha ido en la presentación.
No tardó ni dos minutos en deshacerse de las medias
térmicas, la camiseta interior, el vestido y la lencería. Se
recogió el pelo en un moño y se metió en la bañera. El
volumen de agua desplazado terminó por provocar un pequeño
tsunami en el suelo del cuarto de baño.
—Luego lo limpiamos. ¿Qué? Te fue bien, ¿verdad?
Se tomó un instante para disfrutar del abrazo del agua
caliente, hundida hasta los hombros, y dibujó una enorme
sonrisa de triunfo.
—¡Me fue genial! Si lo hago igual de bien en el examen,
Arne dice que aprobaré de sobra. —Le contó todos los
detalles, las preguntas, las felicitaciones. Estaba eufórica. Casi
se olvidó del pobre Leandro—. Por cierto, hay un chico
uruguayo que está interesado en hacer las prácticas en Renergi,
está acabando Ingeniería ambiental. ¿Podrías echarle un cable?
Erik la miró con curiosidad mientras Magnus estiraba los
bracitos hacia su madre. Inés lo recibió en su pecho envuelto
en una bruma de espuma con aroma a colonia de bebé. Le dio
un abrazo resbaladizo y un beso lleno de jabón y babas.
—Sí, claro. En unos días me reuniré con la directiva para
ver cómo van las cosas. Yo ya sabía que te iría bien —dijo con
un deje de orgullo en el tono. La besó por encima de la
cabecita rubia de su hijo—. ¿Sabes con quién he estado
hablando hoy?
—Anda, ¡suéltalo! Te mueres de ganas y yo tengo las
neuronas fundidas —dijo Inés, rindiéndose sin siquiera hacer
un intento. Magnus descubrió uno de los pechos desnudos, lo
apretó entre sus manitas y cogió el pezón entre los labios. Puso
tal cara de asco que Inés y Erik soltaron una carcajada—.
¡Claro, pequeñajo! Estoy llena de jabón. Tienes que esperar a
que salgamos del baño.
Le dio un patito de goma para distraerlo y centró de nuevo
su atención en las novedades. Erik alzó las cejas en un gesto
que buscaba generar expectación.
—Con Dan.
—¡Con Dan! ¡Hace mil años que no hablamos! ¿Qué tal
está Alma? ¿Y Manu? ¡Qué ganas tengo de verlos! —
ametralló entusiasmada.
—Ellos están bien, pero las cosas en el San Lucas están
peor de lo que pensaba. Becker está entre la espada y la pared
por las deudas y las explicaciones que tiene que darles a los
americanos. Con todo esto, está habiendo una fuga de personal
hacia otros hospitales. —Le contó con todo detalle lo que
sabía, incluido lo mucho que lo echaba de menos Guarida—.
Parece mentira que fuésemos un hospital puntero en
Sudamérica hace dos años, jamás pensé, después del resultado
de la auditoría, que las cosas llegaran a este punto.
—¿Te da pena? Quiero decir… Después de todo lo que
pasó, tal y como lo cuentas, parece que lo lamentas de verdad
—observó al ver su rostro abatido.
Erik no contestó. Los engranajes de su cerebro giraban a
toda velocidad. Ella quitó el tapón de la bañera y abrió la
ducha para enjuagar el jabón de los tres. Entre secar la
inundación, el masaje con aceite de almendras de Magnus,
ponerle el pijama y darle la toma antes de dormir, pasó más de
una hora.
Cenaban sobre la isleta de la cocina la ensalada de gambas
cuando él por fin soltó lo que venía barruntando desde que
había llegado a casa.
—Lo siento. Claro que lo siento. Y me jode —confesó a
regañadientes. Masticó un bocado y dio un trago largo al vaso
de agua fría—. Trabajé muy duro durante tres años en aquel
hospital, Inés. Tú no sabes cómo estaba el servicio cuando
llegue a trabajar al San Lucas.
—Yo pensaba que Guarida lo tenía todo bajo control —dijo
ella mientras abría la nevera para sacar la sidra que había
comprado y servía dos copas—. En aquella época, Abel Hoyos
se desvivía por darle vida la Unidad. Cuando yo acabé la
residencia de Pediatría, se había doblado el número de
pacientes.
Erik asintió con la boca llena y tragó con fruición.
—Sí, eso fue parte del problema. El efecto llamada. Hoyos
era un maldito crack, y sus maneras de abuelito hacían del
boca a boca la mejor tarjeta de presentación de la Unidad.
Venían niños para valoración quirúrgica de todo Chile —
rememoró con cierta nostalgia en sus palabras. Inés sonreía
mientras lo escuchaba hablar—. Guarida y Arca no daban
abasto y yo llegué en el momento justo. Llevaba varios meses
sin operar, cuando mi jefe en Oslo le habló de mí—Se detuvo
un segundo y negó con incredulidad. Aún no terminaba de
asimilar lo que estaba pasando—. Claro que me jode. Han
truncado un proyecto precioso por pura especulación y un robo
repugnante.
La fuerza de sus palabras indicaba que estaba indignado,
que le dolía la situación. Erik se había dejado la piel en el San
Lucas, y no solo en la auditoría. Daba lo mejor de sí mismo en
cada cirugía, con cada paciente, en todas y cada una de las
situaciones, y estimulaba a quien estaba cerca a ser también
mejor. Inés se mordió el labio inferior y le lanzó una mirada
insegura.
—¿Volverías? No me refiero al San Lucas —se apresuró
aclarar al ver sus cejas alzadas con sarcasmo. Se reacomodó en
el sofá, presa de la tensión. Intentó esconder la expectación
que su respuesta le generaba—. Me refiero a Chile, a Santiago.
Si, por ejemplo, Calvo te ofreciera un puesto de cardiocirujano
en la Clínica Alemana, ¿volverías?
—¿Tal y como están las cosas ahora? No. No lo sé.
Quizá… —Frunció el ceño y apretó los labios en un gesto
pensativo. Inés se desinfló. En algún rincón de su corazón
había esperado al menos el destello de un sí—. Estoy cómodo
aquí. Preferiría vivir en Tromsø, pero dudo mucho de que
pudiera ejercer de cardiocirujano a tiempo completo y sabes
que lo necesito como respirar —aclaró, dejando ver el balance
que hacía en su cabeza. Suspiró y se tomó un momento. Inés
permaneció muy quieta, con el corazón latiendo a toda prisa.
—¿Pero…?
—Pero, por otro lado, hay muchas cosas que echo de
menos de Chile. El clima. La casa de Farellones. La calidez de
la gente. Echo de menos las estaciones bien diferenciadas, que
en verano haga calor, que en invierno haga frío y que no llueva
noventa y cinco días seguidos —dijo de corrido. Parecía
hablar más para sí mismo que para Inés, que lo escuchaba
boquiabierta al descubrir que sí tenía razones para extrañar su
antigua vida—. En verano ya viste lo que me pasaba, ¡no era
capaz de dormir! El sol de medianoche es precioso, pero
¡joder!, prefiero que la noche sea noche y el día sea día. Tú
aún no lo has vivido y sé que no te va a gustar: en diciembre y
enero no tenemos más de seis horas de luz solar. Y en Tromsø
es aún peor, ¡sale el sol a las once de la mañana y se pone a las
doce y media! Creo que pasaba tantas horas en el hospital por
eso, al menos los fluorescentes te daban la falsa sensación de
que había luz.
Inés se echó a reír ante su exageración. Escucharlo
resultaba reconfortante. Saber que no era solo ella quien
anhelaba en algunos momentos su vida en Santiago. Se
consolaron el uno en brazos del otro sobre el sofá, en silencio.
Erik acariciaba su melena suelta y ella había metido las manos
bajo la tela de la camiseta y delineaba su torso con
movimientos perezosos.
—¿Qué hay de ti, Inés? Sé que echas de menos Chile,
¿tienes ganas de volver?
Se incorporó en el sofá y se giró hasta quedar frente a
frente. Sus ojos azules y demandantes se clavaron en ella. El
tono de su voz había sido autoritario, duro. Casi como una
acusación. Inés se sintió desnuda ante la pregunta, pero no
tenía miedo de darle una respuesta porque había pensado en
ello desde el momento mismo en que puso un pie en Noruega.
Se encogió de hombros y sonrió.
—Claro que tengo ganas de volver. En Chile está mi
familia, mis amigos, mi pasado y mis vivencias desde que
tengo diecisiete años. —Apartó la mirada de él y la fijó en las
pelusitas de la punta de sus calcetines de lana. Comenzó a
quitarlas como si fuera una misión vital—. Siempre he
pensado en Chile como en mi país, pese a que soy española de
nacimiento. ¿Sabes que, en los primeros años de la carrera, lo
único que quería era volver? Hasta averigüé que el convenio
Andrés Bello permitía intercambios entre Chile y España
durante uno o dos cursos. Postulé a una beca Erasmus por si
sonaba la flauta, pero la carrera comenzó a ponerse difícil en
tercero y era cada vez más complicado desandar el camino.
—No lo sabía. Siempre pensé que el tiempo que viviste en
España quedaba en recuerdos de infancia y nada más —
observó Erik, aprovechando que ella hacía una pausa para
poner en orden sus pensamientos—. Cuéntame más.
—Ya sabes cómo es. Después viene el amor, te enganchas,
rompes, te enamoras otra vez…, el internado de Medicina, en
el que todo queda en suspenso para casi vivir en el hospital, la
residencia… —Enumeró con una tenue sonrisa, con los
recuerdos acudiendo en tropel. Él habría dado un millón de
coronas por conocer esos pensamientos, abrir el telón de
aquellas vivencias que le eran ajenas por completo—. Irme a
Estados Unidos con el rabo entre las piernas al no conseguir
quedarme en el San Lucas para hacer Cardio Infantil fue como
el equivalente a unos meses sabáticos. Un año para parar,
reencontrarme y decidir qué hacer con mi futuro. Y se suponía
que lo tenía claro: ser cardióloga infantil, trabajar, encontrar
un hombre con el que caminar juntos en la vida, y ser madre.
Alzó la mirada y sus ojos brillaban.
Erik se sobrecogió al percibir el amor que Inés sentía por
él. Se preguntó si era digno de recibirlo y generoso a la hora
de corresponderlo
—¿Y ahora?
Ella se encogió de hombros con una sonrisa resignada.
—Supongo que me está vedado tenerlo todo. Cuando las
cosas iban bien en el hospital y mi futuro en el San Lucas
parecía seguro, casi me lleva por delante un aborto. Ahora
estoy contigo, tenemos a Magnus, pero no tengo ninguna
perspectiva a corto plazo en el plano laboral. —Alzó el mentó
en un gesto cargado de resolución y asintió como si buscara
reafirmarse—. Pero es mi elección, Erik. Yo he decidido estar
aquí. Tú me lo dijiste una vez y se quedó grabado a fuego en
mi alma: «El amor es la voluntad consciente de querer
permanecer junto a una persona». Y yo estaré siempre donde
tú estés, porque así lo quiero y lo he decidido. Porque te
quiero. Porque tú eres mi hogar.
Unas lágrimas rodaron por sus pómulos elevados y él las
recogió con los labios en silencio. La abrazó con fuerza, la
besó infinitas veces en el rostro con profunda gratitud. Ella se
dejó hacer con una sonrisa trémula y las manos exigiendo más
bajo su ropa. Él no sonreía.
Si llegara a darse el caso contrario, ¿sería capaz de
corresponder con el mismo grado de compromiso y entrega
con que lo hacía Inés?
Juego de ajedrez

Lo primero que hizo Leandro al verla sentarse junto a él en


clase fue darle los documentos que le debía. Inés se olvidó de
ellos mientras escuchaba las exposiciones de sus compañeros
y tomaba notas de las correcciones y trucos que Arne iba
desgranando a lo largo de las horas. Quedaban quince días
para el examen y el profesor los apretaba cada vez más. De
hecho, ella tenía un martilleo latente en el fondo de su cerebro
que le recordaba de manera continua el maldito Bergenstest.
Mientras iba en el autobús hacia Majorstuen, atrapada en el
tráfico por una nevada otoñal inesperada, sacó los documentos
para echarles un vistazo. Sonrió al ver el rostro juvenil y
repeinado de Leandro, vestido de traje y corbata, e hizo una
lectura en diagonal de sus méritos. No tenía ni idea de qué se
esperaba de un ingeniero ambiental de último año, así que
acabó por guardar el currículo en la carpeta y abrir el proyecto
con el que quería abrirse un hueco en Renergi.
Parecía interesante. Hablaba de energía eólica como eje
central por lo ventoso que era el país. Las fotos que incluía
eran impresionantes. Un apartado en relación a propuestas
llamó su atención: en su universidad se había publicitado un
anuncio de inversiones estatales a las empresas con proyección
en el campo de las renovables. Sacó un fluorescente, lo
subrayó, esperando no meter la pata si era una chorrada, y lo
guardó en una cápsula en el fondo de su cerebro para decírselo
a Erik después.
Al llegar a casa, las voces y risas conocidas de Erik y
Magnus se mezclaban con una femenina y prestó atención,
intrigada. Echó a correr al reconocer de quién era.
—¡Hola, Maia! —saludó, abriendo las manos para
abarcarla en un abrazo imaginario a través de la pantalla del
ordenador—. ¡Qué bien escucharte!
Repartió besos para su hijo y su vikingo, pero se centró en
la imagen full HD que exhibía el portátil de Erik.
—¡Inés! ¡Por fin estás aquí! Le estaba diciendo a Erik que
el domingo que viene es el cumpleaños de los mellizos y nos
encantaría que vinieseis —soltó a bocajarro. Sus hijos llegaron
corriendo y chocaron con ella, sacándola de la pantalla durante
unos segundos—. Esta semana, no, ¡la siguiente! —aclaró al
ver la cara de pánico de Inés—. Lo celebraremos el sábado en
una fiesta en casa. Cumplen siete años y han empezado la
primaria. ¡Es todo un hito en sus vidas!
—Allí estaremos —se adelantó Erik con una enorme
sonrisa—. Mira, Magnus echa de menos a sus primos. —El
pequeñajo manoteaba la pantalla y reía y lloraba a la vez.
—Espera, Erik. El viernes tengo el examen. Cuatro horas
de escrito por la mañana y una hora de oral por la tarde —dijo
ella, preocupada. Si la celebración era el sábado, no llegarían a
tiempo—. No podemos ir el sábado para volver el domingo.
Maia soltó un dramático gemido de decepción y compuso
un mohín de tristeza.
—Podemos hacerlo. Son solo dos horas de avión, Inés. De
todas maneras, ¿por qué volvernos el domingo? —Magnus
gateaba a toda velocidad por encima de la cama y alcanzó a
agarrarlo de un tobillo antes de que se precipitara por el borde.
Lo atrajo por el pie y lo sujetó con firmeza entre los brazos. Él
se las arregló para cerrar de un manotazo la tapa del portátil—.
Magne, vaer stille! ¡Estate quieto! Sí, seguimos aquí. Inés,
llévatelo o el ordenador acabará en el suelo.
—¡Que ganas de abrazarlo! ¡Está enorme! ¿Cuánto pesa
ya? —preguntó Maia, haciéndole carantoñas al otro lado de la
pantalla.
—Pesa once kilos, ¡está hecho un toro! —dijo Inés,
orgullosa, estirándolo para que lo viera frente a la cámara.
Magnus soltó una patada al Mac, intentando alcanzarlo con el
pie.
—Svarte Helvete!, ¡te vas a cargar mi portátil! —exclamó
mientras lo protegía con los brazos. Maia reía a carcajadas al
otro lado de la llamada—. Decía, si me escucháis un momento
—retomó la conversación con aire digno y una enorme sonrisa
—, que no tenemos por qué volvernos el domingo. ¿Qué te
parecería pasar unos días de vacaciones en Tromsø, liten
jente? Te lo mereces. Has trabajado mucho para preparar el
examen y yo no creo que tenga problemas de pedir unos días
en la clínica. Kolberg me cubrirá.
—¡Genial! Entonces cuento con vosotros. No le diré nada a
mamá, será una sorpresa. Sé que está deseando ver de nuevo a
Magnus —dijo Maia mientras anotaba algo en su móvil—. ¿Te
das cuenta de que no venís desde que os marchasteis en junio?
Encenderé la calefacción de vuestra casa el viernes para que la
tengáis caldeada y mandaré a alguien a darle una limpieza
general.
Se despidieron prometiendo avisar cuándo llegaba su
vuelo.
El plan de viajar a Tromsø la entusiasmó. Era una
buenísima perspectiva para pasar un fin de semana. No como
el que se les venía encima. Esta vez, Kjerstin quería quedar en
terreno neutral de verdad, en un centro comercial. Inés había
asistido impotente a los esfuerzos de Erik por no estrellar el
teléfono contra el suelo cuando ella exigió que no fueran ni
Magnus ni ella. Él se mantuvo firme. Su hijo e Inés estarían
allí.
—Sé que te gustaría quedarte en casa, pero prefiero marcar
las pautas desde el primer momento —se disculpó Erik al ver
la cara de póquer de Inés cuando colgó la llamada—. Si cedo
ahora en esto, a saber qué será lo próximo que se le pase por la
cabeza.
—No te preocupes, lo entiendo. Aunque no me hace
ninguna gracia tener que aguantarla. Oye —dijo en un ataque
súbito de inspiración. Hacía semanas que Monika y ella
querían cuadrar una cena con Kumiko—. ¿Por qué no
organizamos una cena de parejas? Que venga ella con Dieter e
invitamos a Joakim y Monika, y a Kumiko y Ole. Aquí, en
casa, en nuestro terreno. Que vengan ellos también con los
niños.
Erik lo ponderó unos minutos y acabó por sonreír.
—Joakim ha aceptado trabajar con nosotros en la clínica
como anestesista y teníamos ganas de celebrarlo de alguna
manera. ¿Avisas tú a Monika? Yo me encargaré de hablar con
Ole —organizó Erik con rapidez. Inés daba palmaditas de
contenta como una niña pequeña—. Quizá no puedan, hoy es
jueves y estamos avisando solo con cuarenta y ocho horas de
antelación, pero no perdemos nada con intentarlo. ¿Crees que
Kjerstin pondrá trabas?
—No. Estoy segura de que no lo hará —dijo Inés con
malicia—. Está deseando meter las narices en nuestra casa,
saber cómo vivimos y dónde. Ya verás. No faltará.
Al final, llegaron a un acuerdo intermedio. Kjerstin y
Dieter aceptaron la invitación, pero no se quedarían a cenar.
Alegaron que era muy tarde para la niña, que estaba siempre
en la cama a las ocho de la noche. Mejor, pensó Inés. Kumiko
y su marido tenían otro compromiso, pero Monika y Joakim
estaban encantados de hacer un plan con niños. Por lo que a
ella respectaba, no tenía nada que objetar.
El sábado llegó casi sin darse cuenta. Estaba tan absorta
preparando el examen que se encontró por la mañana con la
casa patas arriba y todo sin hacer. Reclutó a Erik para un
zafarrancho de limpieza y dejaron la casa como una patena.
Era una cena informal, de amigos. Monika traería una
ensalada templada de marisco y ahumados y ella se encargaría
de aperitivos y postres. Por si acaso, hizo empanadas de pino
para poner un toque chileno a la velada. Para los niños, sus
tallarines a la boloñesa, que no fallaban nunca.
Lo que no sabía era qué iba a pasar era entre las tres y las
siete con Kjerstin y compañía.
—¿Alguna idea de qué vamos a hacer esta tarde? —
preguntó Inés. No quería presionar, pero estaba en blanco.
Fuera no llovía—. Quizá fuese mejor la idea de Kjerstin y salir
de casa.
—Ahora es tarde, kjaereste. Improvisaremos sobre la
marcha. Estamos juntos, ¿no? —Le dio un beso en la frente,
otro en la nariz y un mordisco en los labios. Un timbrazo breve
los hizo ponerse en movimiento—. Si tú y yo cerramos filas,
somos imbatibles. Todo saldrá bien.
Erik saludó con un apretón de manos a la pareja y un
abrazo en el que se reconocía un esfuerzo auténtico por ser
amoroso con Christine. Inés disimuló una sonrisa
condescendiente. Kjerstin le había copiado el look y había que
reconocer que le quedaba bien el estilo informal: jersey largo,
vaqueros y botas. De tacón, eso sí. No protestó cuando les
pidió que se quitaran el calzado y las cambiasen por unas
zapatillas de andar por casa. Qué cotilla. Aprovechó de
escanear el baño de la entrada como si llevara por ojos una
tomografía axial computarizada, menos mal que habían
limpiado bien. Dieter la saludó con una sonrisa tensa y
desapareció con Erik hacia el salón.
—Ven, Christine. Quítate tú también las botas. —La niña
se sentó en el suelo a descalzarse y Kjerstin aprovechó de
registrar cada detalle del vestíbulo. Inés carraspeó con
educación—. ¿Tienes zapatillas para niños?
Inés esta vez sonrió sin esconderse. Lo preguntaba como si
la fuese a pillar en un renuncio. Suerte que Monika se lo había
recordado.
—Claro. —Abrió solo un poco el segundo cajón del
chifonier de la entrada, solo para darse el gusto de comprobar
que Kjerstin se inclinaba para intentar ojear el interior. Lo
cerró con delicadeza y se agachó junto a la niña—. Aquí
tienes, Christine. ¡Calcetines antideslizantes de Frozen! ¿Te
gustan?
—¡Sí! —respondió la niña con entusiasmo. Se lanzó a darle
un abrazo espontáneo e Inés perdió el equilibrio y cayó sobre
su trasero—. ¡Muchas gracias!
Vaya. No pudo evitar sentir una inmensa ternura ante la
muestra de cariño. Estaba convencida de que su madre haría
un auténtico lavado de cerebro para que no creara lazos con
ella. Había sido muy injusta.
O no.
—No tienes que esforzarte tanto, ¿sabes? —dijo la Kjerstin
con una sonrisa de plástico y el tono de voz controlado—. No
hace falta que la compres con regalos o comida. Los niños son
ingenuos y confiados por naturaleza. Hagas lo que hagas,
acabará por apreciarte igual.
Inés se levantó con el monstruo de la ira ardiendo en las
entrañas. Casi le dolían los dedos por la necesidad de
arrancarle la piel a tiras. «Estrategia. Objetivos a largo plazo,
Inés», recordó a tiempo. Necesitaba una táctica para aquel
momento. Se tragó como pudo la rabia y compuso, sin saber
cómo, una sonrisa dulce.
—Puede quedárselos si quiere, ¡claro que sí! Aunque, en
realidad, son de Emma, la sobrina de Erik. Tiene más o menos
la misma edad de Christine —aclaró en un momento de
inspiración magnífico—. Ya compraré otro par.
Le quitó importancia con un gesto y se dirigió a la cocina.
Erik aguantó el tipo al cruzarse con ella para coger un par de
cervezas, porque se llevó los dedos a la boca y fingió una
arcada, aprovechando que le daba la espalda.
No tenía hambre, pero la comida era una buena barrera de
contención social. Ofreció unas empanaditas de queso y
camarones que le quedaron de escándalo y unos bollos de
canela. Agua para todos, que era lo que se llevaba en Noruega.
Por si les apetecía otra cosa, dejó sobre una bandeja latas de
bebidas, una hielera y vasos.
—¿Te apetece algo de comer o beber? —ofreció.
—Perdona, ¿qué dices? No te entiendo.
Cogió aire y lo soltó muy despacio. «Con clase, Inés», se
arengó.
—Perdona mi noruego, aún me falta pulirlo. Te preguntaba
si quieres algo.
Ella cogió una cucharita con mango de madera tallada que
había comprado en una tienda de antigüedades y la examinó.
Inés cogió aire y lo soltó. «Señor juez, entiéndame. Tuve que
estrangularla, pero fue en defensa propia. De mi salud
mental», fantaseó con esa sonrisa que ya había aprendido a
dejar impresa en su cara. Esperaba no tener demasiada pinta de
psicópata.
—No, gracias. Ya tomaré algo después. ¿Y los niños? —
Dejó la cucharilla junto a las otras. Y era cirujana. ¿Acaso no
sabía que los cubiertos se sostenían del mango?
Dieter y Erik eran unos malditos cobardes. Las dejaban a
su suerte. Bien. Si acababan sacándose los ojos, no sería
porque ella perdiese los nervios. Y su madre la mataría si se
enteraba de que se comportaba como una mala anfitriona.
—Estarán en la habitación de juegos. Es por aquí.
La condujo por el amplio pasillo hacia la zona de
dormitorios. El piso era enorme, así que, además de una
habitación para Magnus, habían acondicionado una para los
juguetes.
Kjerstin seguía analizándolo todo con microscopio
electrónico. Cuando llegaron a la sala de juegos, se le escapó
una exclamación admirada. No era para menos. La habitación
era una de las más luminosas del piso, tan grande como el
salón de un apartamento normal. Tres enormes ventanales
tenían vistas hacia el parque Vigeland. Dentro de la habitación
había una casita de madera donde Christine se entretenía con
unos peluches mientras Magnus la miraba con adoración.
—Es demasiado —observó Kjerstin, acompañando su
sentencia con gestos reprobatorios de negación—. ¿Cómo
puede tener tantos juguetes un niño? Y no son necesarias dos
habitaciones, ¿a quién se le ocurre? —soltó una risita dulce
que parecía inofensiva, pero Inés había aprendido lo que
significaban sus maneras educadas. Y bloqueaba sus
puñaladas antes de que tuviera tiempo de lanzarlas.
—En lo de los juguetes te doy la razón, ¡es cosa de sus
abuelas y su bisabuela! —dijo, riendo con sinceridad. Olivia
mandaría un camión de juguetes y ropa semanal si se lo
permitieran—. En el caso de la habitación de juegos, nos
hemos guiado por una experta en educación Montessori. Sigrid
Svalbard. Quizá te suene. —Tenía que sonarle, era más que
codiciada para la educación de los pequeños pijos oslenses, y
ahora Olivia la había acaparado para su bisnieto—. La idea es
que los niños aprendan a relacionar los lugares de la casa con
una acción concreta y así ayudarlos en la adquisición de sus
rutinas: dormir en su habitación, jugar en la de juegos, comer
en la cocina… A Erik y a mí nos preocupa mucho el desarrollo
neurológico de Magnus, así que intentamos informarnos y
darle lo mejor.
Casi pudo oír cómo se saltaban los empastes de los dientes
de Kjerstin. Había valido la pena soltarle el discurso. Por
supuesto, omitió decirle que en casa tenían unos horarios
totalmente erráticos, que Magnus aún dormía parte de la noche
con ellos en la cama y que ponían en cuarentena las
indicaciones de Sigrid si les parecían demasiado estrictas. Pero
eso ella no tenía por qué saberlo.
Deambuló por la habitación viendo fotos con momentos
familiares que Erik había colgado por todas las paredes,
mezcladas con cuadros con acuarelas de colores vivos que ella
misma había pintado. Cogió un peluche de la estantería que le
llamó la atención y se puso a mirar la etiqueta. Inés acabó por
ignorarla y se acercó a jugar con los niños. Estuvo tentada de
ofrecerle la lista de las tiendas donde ella y Olivia solían
comprar.
—¿Quién quiere merendar? —preguntó Erik, entrando en
calcetines a la habitación. Inés soltó un suspiro aliviado que
esperaba no se hubiese notado mucho.
Se le encogió el corazón y sus ovarios explotaron. Ahí
mismo. En la alfombra de elefantitos. Con Kjerstin y Dieter
mirando y los niños jugando por ahí. Magnus escuchó el
vozarrón de su padre, soltó un grito agudo y gateó hacia él a
toda velocidad. Con una facilidad pasmosa, se puso de pie
trepando por su pierna y reclamando brazos.
Erik se agachó y lo levantó de golpe. A Inés le daba pánico
cuando era más pequeño. Lo lanzaba al aire y ella solo se
preocupaba de si era demasiado pronto para menearlo tanto, de
si el sostén cefálico aún era inmaduro, pero Magnus reía a
carcajadas y disfrutaba de lo lindo con las acrobacias que le
hacía hacer su padre. Y verlo así, con él en brazos, con
aquellos antebrazos torneados que remataban esas manos que
tantas cosas la hacían sentir, ajeno a las miradas y con los ojos
azules y fieros apaciguados por el amor…
—¡Inés! —la arrancó Kjerstin del momento de adoración
por su hombre y su hijo. No era la primera vez que la llamaba,
porque la miraba con ojos de asesina—. ¿Dón-de es-tá el ba-
ño? —repitió muy despacio y marcando las sílabas como si le
hablara a un niño pequeño.
Se lo estaba poniendo muy, muy difícil. Y aún quedaban
más de dos horas por delante.
—Perdona, Kjerstin. No te había entendido. Es por aquí,
ven. —En vez de llevarla de vuelta al aseo funcional de la
entrada, que ya conocía perfectamente y al que no se había
molestado en acudir, la condujo a un rincón de la casa que
adoraba. El cuarto de baño con la bañera de hidromasaje—.
Adelante. ¡Oh! Me he olvidado de poner una toalla. —Fue
muy satisfactorio verla pasar los dedos por los gresites
perlados y mirarse desde todos los ángulos en inmenso espejo
de pared a pared. No debería haberlo hecho, pero no pudo
evitarlo—. ¿Verdad que es precioso? Y, además,
multifuncional —dijo con tono travieso. Guiñó un ojo y sonrió
con picardía.
Kjerstin la miraba como si acabara de salir de un huevo de
dinosaurio.
—Ah, ¿sí? ¿A qué te refieres con multifuncional?
—Oh, bueno…, ya sabes. Los espejos dan mucho juego. Y
la bañera es enorme —dijo arrastrando las palabras. Se mordió
la lengua al escuchar cómo ella resoplaba por la nariz envuelta
en indignación—. Y Erik, es… le gusta… innovar. Es muy
creativo —añadió con toda la intención que fue capaz de
imprimirle a la palabra teniendo en cuenta que el noruego aún
se le resistía.
—Sé perfectamente como es Erik. No te olvides que estuve
con él mucho antes que tú —la frenó, cortante y glacial.
—Claro, claro. Te dejo sola para que hagas lo que tengas
que hacer —la apaciguó Inés.
Salió del cuarto de baño, cerró la puerta y se apoyó unos
segundos sobre la madera blanca. ¿Eso computaba como
pasivo-agresivo, o como agresivo-agresivo? Más valía tener
cuidado, intuía que Kjerstin acabaría por devolvérsela de algún
modo. Al menos, ya habían pasado las dos primeras horas.
Ecuador superado.
Solo tenía que aguantar una hora más. Había conspirado
con Monika, que se presentaría con Joakim y los niños una
hora antes de lo acordado para darle apoyo moral y diluir un
poco el momento tenso. Echó un vistazo a la habitación de
juegos y vio que Erik y Dieter conversaban en voz baja junto a
uno de los ventanales y que los niños jugaban tranquilos, así
que siguió hasta el salón. Se sirvió una Coca-Cola, aunque le
hubiese venido bien una copa de vino. Mejor un copazo. Quizá
podría hacer una segunda excepción y beberse un gin-tonic. O
echárselo a la cara a Kjerstin. Aquella mujer le ponía los
nervios de punta.
Cuando volvió a la habitación de juegos, ella ya estaba allí.
Sentada en el suelo con los niños, pero incómoda y tiesa como
si se hubiera tragado un palo de escoba. Inés sabía que era otra
de sus artimañas, desplazar a los demás de sus espacios. Pero
ella no iba a ceder ni un solo milímetro del suyo.
Se tumbó en la alfombra cuan larga era y Magnus gateó
hacia ella con un «mamamama» triunfante, sabiendo que
aquello significaba juerga. Trepó por su barriga e Inés lo alzó.
—¡Pero cómo pesas, pequeñajo!
Se centró en disfrutar. Olvidó que Kjerstin estaba allí,
mirándola con ojos acuchilladores. Puso a Magnus en el suelo
y se dedicó a hacerle cosquillas. Las carcajadas de bebé eran el
sonido más contagioso del mundo y todos en la habitación
acabaron por soltarse y reír con ellos. Christine se acercó
también a hacerle cosquillas a Magnus y partirse también de la
risa.
Solo un detalle no le hizo ninguna gracia a Inés.
Con la alegría compartida, Kjerstin se pegó a Erik. Lo
cogió del brazo y apoyó la cabeza en su hombro durante unos
segundos con complicidad. Después lo soltó. Él ni se dio
cuenta, pero tampoco hizo ningún gesto para apartarla,
embobado como estaba con su hijo. Fue solo un momento,
pero a Inés le dolió durante toda la tarde. Así de fuerte jugaba,
y por eso había que tener cuidado.
Parecidos razonables

Monika y Joakim llegaron con sus dos hijos y la dinámica de


la tarde cambió. La casa se transformó en un auténtico caos.
Christine descubrió a Eve, compañera del Barnehage, y se
aislaron en un rincón en su mundo privado de niñas. El hijo
mayor de Monika, Konrad, era ya un chico de siete años y,
aunque miró a Magnus con curiosidad, aquel mundo de
peluches y juegos de bebés le venía un poco desfasado. Inés se
apiadó de él, le preguntó primero a su madre, y le puso una
película en la habitación donde Erik había instalado un
pequeño cine.
Abrazó a su amiga con ganas una vez terminaron los
saludos.
—¿Qué tal lo llevas? Kjerstin tiene cara de haber chupado
un limón —comentó Monika con cierta malicia—. A Dieter se
lo ve más suelto.
Inés se encogió de hombros y le pidió ayuda para preparar
el picoteo y llevarlo al salón. Como siempre, intentó
relativizarlo. Magnus perdió el interés en las niñas, que no le
hacían ningún caso y reclamó los brazos de su madre. Monika
le tomó el relevo poniendo los aperitivos en una enorme
bandeja de mimbre forrada con lino. Ante la petición de su
amiga, Inés añadió unos frutos secos para Joakim.
—A Kjerstin le gustan las cosas a su manera y pretendía
que en las visitas de Christine no estuviéramos ni Magnus ni
yo —resumió todo en aquella frase que ella creía definía el
fondo del problema—. Pero Erik le ha dejado claro que, si
Christine es su hija, pasa a formar parte de esta familia. De
todos. Supongo que es lo mejor.
—Lo estás haciendo bien, Inés. Kjerstin te respeta.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó con extrañeza. Dejó de
doblar servilletas y ponerlas en el servilletero.
—Porque ha dejado de hablar mal de ti. —Inés pasó por
alto el hecho de que antes sí lo hiciera para escuchar lo que
Monika tenía que contarle—. Has pasado de ser la
sudamericana que ha dado el campanazo de su vida al casarse
con un Jensen, a ser la mujer de Erik sin más.
—Es un enorme avance —dijo Inés riendo. Ya no podía
abrir más frentes por el momento. Aquella cena pretendía ser
un momento de relax y esparcimiento antes de meterle el
último apretón al examen, así que lo dejó estar.
Equilibró a Magnus sobre una cadera y se encargó de la
cesta con los distintos tipos de tostadas mientras Monika
llevaba lo demás. Kjerstin, como siempre, se incluía en el
círculo masculino. Esta vez, junto a Dieter, con la mano de
dedos largos y uñas cortas abierta en una garra posesiva sobre
uno de sus muslos, y discutiendo agresivamente algo del
quirófano cardiaco.
Erik la dejó con la palabra en la boca y se levantó a
ayudarlas. Cogió a Magnus, que empezaba a estar harto de
tanta fiesta y no paraba de gimotear. Cortó un trozo de pan y
se lo dio. Él comenzó a babearlo y mordisquearlo, todo
contento, e Inés sonrió, agradecida. Aún tardaría un ratito en
calentar el puré de la cena para él.
—¿Le dais trozos tan grandes? Inés, tú eres pediatra.
¿Cómo puedes poner en riesgo a tu hijo así? —la reprendió
Kjerstin con una condescendencia que le entraron ganas de
cruzarle la cara tensa de bótox con una bofetada. Menos mal
que tenía la boca llena de tostada con foie y arándanos.
Ahora la que rechinó los dientes fue ella, pero Monika salió
al rescate.
—¿No conoces la técnica de introducción alimentaria
dirigida por el bebé? —preguntó como si fuera la obviedad
más básica de la crianza infantil. Kjerstin negó de manera casi
imperceptible—. Consiste en ofrecer al bebé trozos grandes
que pueda moler con las encías y los dientes de leche para ir
habituando la masticación. La saliva inicia el proceso de
digestión y reblandece los trocitos que van arrancando, así que
no hay riesgo de ahogamiento. El bebé solo come lo que puede
manejar.
Inés tragó con fruición. El próximo día pagaba ella el café
y los gofres después del ballet, le debía una a Monika.
—Eso es. Magnus tiene ya siete meses y se maneja
perfectamente con los alimentos así. —Echó un vistazo a
Christine, que se había apoderado de un bol y devoraba
cacahuetes a puñados—. No así los frutos secos. ¿Sabes que
no están recomendados en los menores de cinco años por
riesgo de atragantamiento? Será mejor que los quite de aquí, se
suponía que eran para los mayores.
Kjerstin la miró en silencio durante unos segundos. Inés no
bajó los ojos. La respaldaban doce años de carrera y toda la
evidencia que situaba a los malditos cacahuetes en más de dos
tercios de las causas de obstrucción de vía aérea por cuerpo
extraño.
—Eres madre hace menos de un año y ya crees que lo
sabes todo —acabó por reírse con esa manera suave y sinuosa
de ofidio—. No te preocupes. Sé perfectamente lo que puede y
no puede comer mi niña, que para eso soy su madre.
Cogió aire para replicar, pero cazó de soslayo la mirada de
advertencia de Erik y el «NO» con letras de neón que le
enviaban sus ojos. Había madurado mucho en los últimos dos
años. Tal vez los cartuchos de su pólvora se habían deflagrado
en la UCI cuando estuvo intubada al borde de la muerte o ser
madre le había dado dosis extra de serenidad. Logró mitigar el
vapor que salía porque le hervía la sangre, y agachó el moño.
—Tienes razón, Kjerstin. Tú sabrás. Disculpa.
Aquella palabra fue el pistoletazo de salida para disipar la
tensión y la conversación se retomó donde la habían dejado.
Ella tuvo fuerzas para mantener el tipo alrededor de diez
minutos y aprovechó que Magnus lloriqueaba en brazos de su
padre para levantarse.
—Tengo que darle la cena, enseguida vuelvo.
Era la excusa perfecta para desaparecer durante un rato. Ya
eran pasadas las ocho, pero estaba claro que no iban a
marcharse todavía.
Magnus devoró las verduras con carne. Tantas emociones
le habían abierto el apetito. Caminó por el pasillo en penumbra
y lo llevó a su habitación, donde dormía la siesta y ahora
también algunas noches. Entornó la puerta y entraron a un
reino exclusivamente suyo. Tenía una mecedora blanca con
cojines de plumas de oca que le encantaba. Esta vez se
saltaron el baño, aunque no le habría venido mal, y le puso un
pijama cómodo. Magnus ya comenzaba a dormitar.
El suspiro de alivio que emitió al abrirse la camisa la hizo
reír. Lo puso al pecho, que agarró entre sus dos manos, y
engarzó su mirada gris con la azul de mil matices de su hijo. A
veces descubría los mismos destellos atormentados de Erik en
ellos y se preguntaba qué podría preocupar a un bebé.
Esperó a que la ansiedad de las primeras succiones, que
parecían arrancar de su cuerpo un elixir vital en vez de leche,
se calmara un poco y comenzó a balancearse con suavidad en
la silla. Eran momentos de comunión especial, donde nadie
podía invadir su nexo, ni siquiera su padre. Solo existían ellos
dos en el mundo. Susurraba palabras de amor eterno y
canciones de cuna ancestrales, le describía las montañas de
Los Andes, la casa de Ranco de sus abuelos, que tenía un
hermano perruno…
Dormitaba también ella cuando un grito agudo le heló la
sangre.
—Inés, vaer sa snill! —bramó la voz potente de Erik.
Magnus soltó el pecho, sorprendido, pero se quedó
dormido en el acto. Lo dejó en la cuna y salió disparada hacia
el salón al tiempo que se recomponía la ropa. Ahogó una
exclamación de sorpresa al ver el panorama en el salón.
Kjerstin y Dieter estaban en el suelo, arrodillados junto a su
hija, dándole golpes en la espalda, mientras la niña se agarraba
el cuello emitiendo unos sonidos desarticulados y se ponía
cada vez más cianótica. No había rastro de los otros niños y
los adultos se agolpaban alrededor con los rostros congelados
en horror e impotencia.
Inés no pensó, actuó.
—¡Erik, necesito que despejes a todos de aquí!
Pese a hablar en español, Joakim y Monika se apartaron de
inmediato. Intentó agarrar a Kjerstin y hacerla a un lado, pero
ella lanzó un improperio en noruego entre chillidos
desesperados y no quería dejarla pasar. Acabó por abrirse
espacio a codazos. Dieter sujetó a su mujer, desquiciada, entre
los brazos.
Inés alzó a la niña, que comenzaba a perder las fuerzas, y la
puso delante de ella. Los golpes no funcionaban y Christine
era bastante corpulenta. Su cara estaba ya completamente azul.
Rodeó su pequeño tórax entre los brazos. Apoyó un puño justo
bajo su apéndice xifoides y lo cubrió con la otra mano.
«Maniobra de Heimlich. Un apretón seco, sin miedo de
romper las costillas. Vamos». Realizó la primera compresión y
la niña intentó toser sin éxito. Inés reacomodó las manos para
controlar mejor el movimiento y realizó tres compresiones
más. Cada una generaba un ruido sordo, vacío, hasta que al
cuarto intento un cacahuete perfecto y redondo salió disparado
y rebotó en la mesa auxiliar de cristal. Christine tosió, tosió,
tosió y tosió. Pataleó cada vez con más fuerza y su rostro se
tiñó de un saludable y furioso color rojo. Después rompió a
llorar y sus padres la abrazaron, aterrorizados.
—Joder, Inés. Menos mal que estabas aquí —susurró
Monika a su lado.
—Gracias, Inés —murmuró Erik, con el rostro aún
demudado por el pánico. Colocó los mechones desordenados
que caían sobre su cara y la ayudó a abrocharse el sujetador de
lactancia y la camisa.
Ella se sentó, aún respirando acelerada por la adrenalina.
Pero su trabajo no había acabado. Tenía que examinarla,
auscultar su corazón y sus pulmones, ver que sus funciones
neurológicas no habían sido afectadas por la falta de oxígeno.
Intentó acercarse a Christine, que seguía estremecida por los
sollozos entre los brazos de sus padres, pero Kjerstin le ladró
una advertencia.
—¡Aléjate de mi hija!
Inés retrocedió ante el latigazo y alzó las manos en son de
paz.
—Kjerstin, déjame hacerle un chequeo rápido.
—¡No la toques! —chilló, enajenada. No se daba cuenta de
que abrazaba a Christine y la apretaba con fuerza excesiva,
tenía que dejarla respirar.
Estaba claro que no iba a obtener ninguna colaboración por
ahí. Se volvió hacia Dieter, que seguía pálido, pero al menos
había recuperado el sentido común.
—Hay que llevarla a Urgencias, deberían dejarla unas
horas en observación, ha faltado muy poco para que perdiera
por completo la consciencia —explicó del modo más clínico
que pudo. ¡Los dos eran médicos, joder! Entendía que se
hubieran quedado bloqueados porque era su hija en el
momento del atragantamiento, pero ahora había que pensar
con sangre fría—. Yo puedo hacer un reconocimiento si
bajamos la niña a alguna de las consultas pediátricas —
ofreció.
Christine se había calmado y ahora parecía somnolienta.
—¡No te duermas, cariño! —rogaba Kjerstin mientras daba
golpecitos suaves en la mejilla de la niña—. ¡Despierta! Soy
mamá. Estoy aquí.
—Os llevo a Urgencias al Hospital Pediátrico —dijo Erik,
tomando las riendas de la situación. Hizo un amago para
acercarse a la puerta de entrada.
—¡No! —rugió de nuevo Kjerstin. Erik frenó en seco—.
Yo soy su madre. Yo decidiré lo que hacer o no. Dieter,
vámonos. La llevaremos nosotros. —No se despidió. Llevó a
la niña hasta la entrada y le quitó los calcetines de Frozen a
tirones. Los dejó tirados en la entrada—. Coge las chaquetas y
los zapatos.
—Kjerstin, si se supone que yo soy su padre, ¡tendré algo
que decir en todo esto! —dijo Erik con autoridad. Se plantó
frente a ella, impidiéndole la salida y buscó el apoyo de Dieter
con la mirada—. Deja que Inés la examine, tenemos una
consulta de pediatría perfectamente equipada unos pisos más
abajo. ¿Vas a asumir el riesgo de meter a tu hija en el coche sin
saber si está del todo bien?
Kjerstin le lanzó una mirada indescifrable.
—Tú nunca has sido ni serás su padre. Dieter, ¡vámonos de
aquí!
Vaya. Puta. Mierda.
Ellos se marcharon y los demás se sentaron alrededor de la
mesa de cristal. El maldito cacahuete yacía ahí, en un
charquito de saliva, ajeno a la hecatombe que había
organizado. Monika cogió unas servilletas y lo limpió. Se
levantó para dejarlo en el fregadero y volvió a sentarse.
Ninguno había dicho ni una sola palabra.
—¿Alguien puede explicarme qué demonios ha pasado
aquí? —preguntó Inés al fin.
Todos se movieron al ralentí, despertando de un mal sueño.
Joakim sirvió agua de la jarra con rodajitas de pepino y limón,
y repartió los vasos. Erik bebió un par de tragos antes de
contestar.
—Los niños estaban cansados y, como habían comido de
los aperitivos, no querían los tallarines. Me los llevé a ver una
película a la salita, pero Christine quiso quedarse con nosotros.
—Miró a Monika y Joakim para que completaran el resto de la
historia—. Cuando yo llegué, Kjerstin le daba palmadas en la
espalda a su hija, que se agarraba el cuello con las manos.
—No nos dimos cuenta de cómo pasó, la niña llevaba un
buen rato comiendo de todo, no solo frutos secos —se
disculpó Monika. Bebió un par de tragos también. Beber agua
era un gesto prosaico, que los devolvía a la normalidad—.
Joakim charlaba de algo médico con Kjerstin y Dieter, y yo me
desconecté un poco. Ahí fue cuando vi que la niña hacia
aspavientos con las manos e intentaba toser sin conseguirlo.
Le dije a Kjerstin que a su hija la pasaba algo y la zarandearon
para hacerla reaccionar. Yo creo que eso fue peor. Empezó a
ponerse azul y comenzaron a darle golpes en la espalda.
—Genial —gruñó Inés.
—En ese momento llegué yo y te llamé —interrumpió
Erik. Aún no se creía lo que acababa de pasar y negaba con un
movimiento casi imperceptible de la cabeza—. No hice nada
porque pensé que estaba convulsionando.
—Supongo que cuando son nuestros hijos perdemos por
completo el norte, yo no sé si sabría reaccionar si le pasara
Eve o a Kon —confesó Monika. La conversación comenzaba a
recuperarse, aunque Erik miraba el móvil de vez en cuando en
espera de noticias—. ¡Y eso que vosotros sois médicos! Hasta
que Inés llegó y se hizo cargo, pensé que la niña iba a morir.
—Se estremeció e intercambió una mirada con su marido. Inés
supo que estaban pensando lo mismo—. Espero no verme en
la situación de que algo así le pase a uno de mis hijos.
—Yo solo tengo a Magnus, pero si llegara a pasarle algo…
—Erik dejó la frase suspendida en el ambiente enrarecido de
aquel encuentro que no había resultado como ninguno de ellos
esperaban—, creo que me volvería loco.
—Tienes a Christine —dijo Inés en un hilo de voz.
—¿Cómo dices?
—Que no tienes solo a Magnus. También tienes a Christine
—insistió con cierta inquina. Se había enfrentado a Kjerstin
reivindicando su posición como padre, pero en detalles como
aquel se hacía evidente que no la consideraba su hija.
Monika y Joakim apartaron la mirada con visible
incomodidad, y Erik sonrió, resignado.
—A estas alturas dudo que no lo sepáis ya. Christine es hija
mía, no de Dieter. Prefiero que daros yo mismo la
confirmación —dijo Erik, de frente. Odiaba los rumores y
estaba seguro de que en el hospital los pasillos ardían con las
especulaciones—. Dieter, la niña y yo hicimos pruebas
genéticas y su padre biológico soy yo.
—No te preocupes, no somos de los que dan alas a los
rumores. Se lo pregunté a Inés y ella me lo confirmó. —Inés
asintió con una sonrisa forzada. Que más y más personas lo
supieran lo hacía más tangible, más real—. No tienes que
darnos ninguna explicación.
Inés se dio cuenta de que Joakim se revolvía inquieto en el
sofá y que se moría por decir algo. Tenía la misma cara de «no
quiero meterme en tus asuntos, pero si no lo digo, reviento»
que lucía su mujer el día que hablaron del tema.
—Kim, no hay nada de lo que digas que nos sorprenda a
estas alturas —dijo para darle un marco seguro en el que
expresar lo que pensaba.
—No, no. No es nada importante —aseguró él con una
sonrisa cortés. Monika soltó un chasquido de fastidio a su
lado.
—Él es demasiado noruego para meterse en vuestros
asuntos. Os lo diré yo —dijo Monika. Inés intercambió una
mirada de extrañeza con Erik, pero ninguno de los dos dijo
nada—. Es verdad que no damos alas a los rumores, pero sí
hemos especulado un poco entre nosotros. ¿Sabéis que Kim,
además de anestesista, es un genetista experto?
Erik enarcó las cejas con gesto de sorpresa y lo miró con
admiración.
—No lo sabía, ¿has estudiado también la especialidad?
Joakim negó con la cabeza y sonrió algo cohibido. Inés se
dio cuenta de que, al menos en ese sentido, era iguala Erik.
Odiaba los halagos y no quería exhibiciones de currículo.
—¡Que va! Solo es un hobby.
—¡Y una mierda! —exclamó Monika, orgullosa de su
marido—. Hizo el doctorado sobre susceptibilidad a la
anestesia en ciertos grupos genéticos y tiene un máster de dos
años.
—Enhorabuena —lo felicitó Inés, pero se sentía un poco
perdida—. ¿Y qué tiene que ver la paternidad de Erik sobre
Christine con todo esto?
—¡Díselo, Kim! —arengó Monika a su marido, claramente
reacio a decir lo que se le pasaba por la cabeza—. Si no lo
sueltas tú, se lo diré yo.
—De acuerdo, de acuerdo. Se trata de porcentajes. Es un
poco burdo, un cálculo grosero —dijo al fin. Erik e Inés se
quedaron mirándolo con cara de interrogación y él se echó a
reír—. ¿Conocéis la genética mendeliana?
—¡Sí! —contestó Inés, contenta de reengancharse en una
conversación en la que llevaba un buen rato sintiéndose
marciana—. ¿Alelos dominantes y alelos recesivos?
—¡Exacto! —Cogió una servilleta y palpó la pechera de su
camisa para sacar un bolígrafo—. Si una enfermedad o un
rasgo es dominante en un progenitor, tiene un 75% de
probabilidades de herencia en su descendencia, aunque el otro
progenitor no lo tenga.
—Sí, de acuerdo. Pero no sé qué tiene eso que ver con
nosotros —se impacientó Erik también.
—Al ver a Magnus y las fotos de tus sobrinos me parece
todavía más evidente. ¿De verdad no sabéis de lo que hablo?
—Esperó con expresión misteriosa, Inés y Erik se miraron y
volvieron a negar—. Todos tienen hoyuelo en la barbilla. Tu
hoyuelo es exacto al de tu hijo. Y apuesto a que tu padre o tu
madre también lo tenían.
Una lucecita muy débil comenzó a iluminar el fondo de su
cerebro.
—Jana lo tiene, aunque no muy pronunciado, y el padre de
Erik también lo tenía. Y lo tiene su hermana Maia, y también
su hermano Kurt —informó Inés. La luz comenzaba a crecer y
con ella el óvalo rosado de una esperanza—. Y mis sobrinos.
Todos.
—Eso es porque el hoyuelo en la barbilla es un rasgo
autosómico dominante. Si tú y Erik tenéis cuatro hijos, lo más
probable es que solo uno saldría sin hoyuelo porque tú no lo
tienes, pero en el caso de Kjerstin… —dejó la frase sin
terminar e Inés le tomó la palabra.
—Kjerstin tiene hoyuelo. Si Christine fuera hija de Erik,
¡debería tener hoyuelo también! —concluyó triunfante.
Arrebató de las manos la servilleta y el bolígrafo a Joakim y
dibujó todas las combinaciones posibles—. Y aun siendo los
dos heterocigotos, solo existiría un veinticinco por ciento de
probabilidades de que no tuviese hoyuelo. ¿Te acuerdas de
cómo eran los padres de Kjerstin? —preguntó esperanzada.
Estaban a punto de tener una cuasiconfirmación de paternidad.
Erik resopló, abrumado por la cantidad de nueva
información, y la velocidad del cerebro de Inés para entender
todo aquel galimatías. Pero comenzaba a vislumbrar lo que su
amigo quería demostrarle
—No lo recuerdo, pero sí sé lo evidente: que Dieter nunca
ha tenido hoyuelo y es el otro candidato a padre biológico de
Christine.
Por un pelo

Lunes. Esprint final antes del examen. Inés claudicó y acabó


por contratar a Sigrid por las mañanas y se enclaustró en la
biblioteca cada minuto libre. El edificio de la antigua
biblioteca universitaria era desde hacía algunas décadas la
Biblioteca Nacional de Noruega. Una construcción imponente
del siglo XIX restaurada hacía pocos años, con amplias salas
que se hacían acogedoras por la omnipresencia de los libros y
que contaba con internet 5G libre.
No fue a yoga ni a ballet. Machacó a Erik, a Monika, a
Sigrid, a Kumiko y hasta Olivia para llevar su disertación bien
pulida, y los obligó a hacerle cientos de preguntas. Hizo los
test de selección múltiple y los exámenes de expresión escrita
una y otra vez.
Estaba tan alterada que la noche anterior no pudo
estudiar nada. Esta vez, las promesas de Erik de borrar su
nerviosismo con un buen polvo fueron arrancadas de raíz por
Magnus, que debía notar la tensión en el ambiente y estaba
más demandante e inquieto de lo que era habitual.
—Lo harás bien. Llevas preparándote semanas —intentaba
consolarla Erik. Estaba segura de que con toda su buena
intención, pero no la ayudaba en absoluto—. Tienes que comer
algo y descansar. Yo me ocuparé de Magnus.
Solo picoteó un poco la ensalada y dio mil vueltas por la
noche, sin pegar ojo.
Por la mañana, estaba en un estado tal de nervios que acabó
por derramar la cafetera hirviendo sobre el mesado de la isleta.
Quiso echarse a llorar. Erik la abrazó con tanta fuerza que la
dejó sin respiración durante unos segundos.
—Inés, ¡para! —demandó, enfadado. No la soltó hasta que
notó que su cuerpo se relajaba y dejaba de luchar—. Es un
maldito examen, no es el fin del mundo. Sé lo que significa
para ti y lo que te juegas —dijo, impidiendo que lo
interrumpiera. Aflojó la tenaza de sus brazos y la besó con
dulzura en el pelo—, pero tendrás más oportunidades. No
puedes someterte a semejante nivel de exigencia, llevas menos
de un año estudiando noruego. ¡Yo lo llevo hablando toda mi
vida y todavía tengo faltas de ortografía y a veces confundo el
Nynorsk y el Bokmål!
Inés se echó a reír ante su confesión espontánea y se giró
para abrazarlo también.
—Tienes razón. Daré lo mejor de mí e intentaré no dejarme
llevar por los nervios. Pero me he esforzado mucho
preparando el examen y quiero sacarlo a la primera —aceptó
arrepentida de sus arrebatos de aquella semana. Se serenó y
pudo tomarse un café y un yogur. Le dio una toma de pecho a
Magnus y grabó el color zafiro de sus ojos para que le diese
suerte.
—Suerte, liten jente. Lo harás bien.
Sufrió en el examen escrito.
Dejó un par de preguntas en blanco sobre gramática porque
no tenía ni la más mínima idea de qué contestar, y fue
demasiado creativa en una de las redacciones, en la que le
pedían un relato de su vecindario en su país de origen y acabó
por describir todo Santiago de Chile.
Salió de allí con sentimientos encontrados. No podía
comunicarse con Erik porque los móviles estaban prohibidos,
así que aprovechó para comerse una chocolatina mientras
esperaba su turno para la última parte. No coincidió con sus
compañeros. Solo seis se presentaban al examen y allí había al
menos cien personas. Era increíble la cantidad de extranjeros
que querían probar suerte en Noruega.
El examen oral lo disfrutó. Al saber que era médico y que
su idea era homologar el título, la examinadora llevó la
conversación hacia los hospitales y la comparativa del sistema
sanitario chileno con el noruego. Lo habían ensayado en clase
y se lo esperaba, pero aprovechó una pequeña rendija al
mencionar el petróleo, para utilizar el viejo truco de meter, un
poco con calzador, su trabajo sobre su descubrimiento y los
cambios que supuso en la sociedad. La mujer, que debió de
vivir todo aquello porque no era mucho más joven que Jana, se
enganchó a las anécdotas y estuvieron hablando más de media
hora.
Salió de allí exultante.
—Creo que ha ido bien. ¡Creo que ha ido genial! —gritó a
través del móvil mientras daba saltitos como loca de camino a
la parada del autobús. Le contó todos los detalles mientras
avanzaban a trompicones por la Bygdøy Ale en el pico de
tráfico de la ciudad. Llevaban más de media hora al teléfono,
cuando Inés se rindió—. Erik, voy a bajar unas paradas antes,
hay un atasco imposible. Calculo que llegaré en unos veinte
minutos. ¡Prepárame algo rico de cena!
Aprovechó la caminata hasta Majorstuen para despejarse y
volver con la atención plenamente enfocada en sus chicos.
Una nevada suave pero intensa la pilló por sorpresa a los
pocos metros de echar a andar. Los copos caían y quedaban
suspendidos en el ambiente como motas de algodón, reacios a
morir en el asfalto. La iluminación estudiada del barrio de
Frøgner le daba a la noche un aspecto onírico. Inés se detuvo
un momento a disfrutar de la sensación de volar en un cielo
estrellado. Sonrió al escuchar el crujido de las botas sobre la
nieve ya cuajada. En vez de veinte minutos, tardó casi una
hora.
—Vienes helada, ven aquí —dijo Erik al verla llegar
cubierta de nieve y con los labios morados de frío. Inés se
quitó el calzado y dejó parka, guantes, gorro y bufanda tirados
en la entrada para zambullirse en el abrazo cálido de su
vikingo—. Estaba preocupado, ¿ha pasado algo?
—No. Es solo que está nevando. Una nevada como las de
Tromsø, de las de verdad. La ciudad está preciosa —dijo Inés.
Se encaramó al cuerpo masculino. En momentos como aquel
adoraba sentirse menuda y frágil. Fundirse en su torso amplio.
Rodear su cintura con las piernas y aferrarse a su cuello como
un koala para dejarse llevar sin que él se inmutara por su peso.
Erik la sostuvo por el trasero y cerró la puerta de la entrada—.
¿Magnus está dormido?
—Está dormido. Baño, cena, biberón y K.O. técnico. ¿Me
echas de menos, liten jente? —preguntó con un matiz
arrogante en el tono al percibir que Inés se contoneaba para
estrechar el contacto.
—Sé que os tengo abandonados, a ti y a Magnus, pero
prometo que os compensaré. Por fin se ha acabado esta
pesadilla —susurró Inés sobre su cuello. Necesitaba que él
tomara las riendas y no pensar en nada. Dejar su mente en
blanco y el cuerpo a su merced.
—Lo sé, me alegro de que te haya ido bien. Luego lo
celebramos, ahora ven. Quiero enseñarte algo.
—Llévame —pidió mimosa. Él soltó una risa suave y
gutural que retumbó en su pecho y despertó una corriente de
deseo en su piel.
La cargó escaleras arriba, pero no entraron a su dormitorio.
Erik continuó hacia la terraza acristalada donde hacía semanas
que no entraba. Más que nada, porque la deprimía la lluvia
repiqueteando sobre la superficie transparente. Soltó un
murmullo de admiración al ver que, con la nevada, el
espectáculo era muy distinto. Reapareció la sensación de estar
suspendida en un cielo estrellado, pero, esta vez, en la cabina
aislada de una nave espacial.
—Qué maravilla —dijo Inés, aún abrazada al cuello de
Erik, incapaz de apartar sus ojos del espectáculo de los
cristales de hielo danzando sobre sus cabezas. Chocaban
contra el vidrio y desaparecían por el calor.
Aún no habían terminado de decorar aquel espacio, tan solo
había una alfombra mullida y un sofá con chaise longue.
Tampoco necesitaba mucho más, la estructura de acero que
sostenía los paneles estaba forrada de madera clara de haya y
hacía de la terraza un ambiente sencillo y acogedor.
Erik se tendió en el sofá e Inés se estiró sobre su cuerpo,
cerrando los ojos durante un momento para deleitarse del
aroma masculino, el tacto de su piel bajo la camiseta y los
brazos cobijándola en un escondrijo donde sabía que nada le
sucedería. Después volvió a admirar la coreografía de los
puntos blanco brillante sobre el fondo azul marino casi negro.
—Me molesta la hebilla del cinturón —murmuró Erik,
rompiendo la quietud del momento—. Dame un minuto, voy a
quitarme esto.
Inés se apartó de su calor a regañadientes. A cambio, Erik
se desnudó para ella de manera no premeditada y, por ello,
elegante y revestida de sensualidad. Intentó abstraerse de la
adoración que sentía por él y lo estudió de un modo más
clínico. Sonrió. Sin la urgencia de la lujuria, era tan metódico
y ordenado como en el quirófano. Se quitó la braga térmica
que llevaba al cuello y se retiró el flequillo desordenado de la
frente. La visión de sus dedos entre los mechones rubios
provocó que sus pezones se tensaran con el recuerdo de sus
caricias, pero reprimió el deseo. Quería grabarse una vez más
las líneas curvas y rectas que conformaban el croquis de su
anatomía.
Ahora, el turno de la camiseta gris de manga larga. La
sobriedad con la que vestía destacaba la elegancia natural de
sus movimientos y la belleza de su cuerpo.
—Podrías modelar para un escultor —observó con ojo
crítico. Él arrugó la camiseta entre las manos y se echó a reír.
Sus brazos se tornaron más definidos con la flexión de los
músculos y los pectorales se juntaron un poco al abultarse—.
Lo digo en serio. Tienes un cuerpo para perderse en él.
—Ya me tienes muy visto —dijo él un poco sorprendido de
la afirmación contundente y a la vez, casi fría—. ¿No te cansas
de este viejo cuarentón?
Inés dejó de lado su inspección. La invitación de su mirada
era irresistible. Llevó las manos a la causa de todo aquello y
desabrochó el cinturón y después los pantalones. Los dejó caer
al suelo y tanteó el elástico ancho del bóxer para incursionar
hasta su trasero.
—No me canso. Ya te lo he dicho, eres adictivo. Creo que
no me cansaré nunca, no solo por lo que eres, sino por lo que
me haces sentir —confesó Inés. A estas alturas, no creía estar
desvelando nada nuevo. Amasó sus nalgas en movimientos
lentos y circulares y sonrió al sentir su erección sobre el
abdomen, engrosándose y latiendo—. ¿Y tú? ¿Te has cansado
de esta treintañera llena de marcas de guerra?
—¿Qué marcas? No puedo verlas.
Inés se dejó hacer mientras él la despojaba del jersey, los
pantalones y la ropa térmica. Dejó caer también el sujetador de
lactancia, pero le atrapó las manos cuando ya comenzaban a
deslizar sus bragas.
—No, Inés. Quiero verte. Sin barreras. No creas que no me
he dado cuenta —dijo, clavando los ojos azules y fieros en ella
—. Desde que nació Magnus, te escondes. Te tapas más,
cubres tu vientre, tus piernas, tus pechos… Eso se acabó. —
Tuvo que emplear algo de fuerza para vencer sus reticencias.
Ella protestó al saber que no tenía ninguna posibilidad ante su
superioridad física.
—Necesito tiempo para habituarme a las novedades —
explicó ella con voz trémula mientras él le llevaba las manos a
la espalda y le indicaba con un apretón que no las moviese de
allí—. El embarazo, el parto, la lactancia… me han pasado
factura.
—Sí. Claro. ¿Y qué?
La rodeó en círculos, rozando su piel con los dedos. La
estudiaba con el mismo ojo clínico que ella había empleado
antes y se sintió incómoda.
—Y qué, y qué… —dijo, mirando hacia los copos de nieve
que bailaban sobre sus cabezas—. Es injusto. Nosotras nos
llevamos la peor parte. Estrías, kilos de más, el suelo pélvico
hecho puré, la piel del abdomen colgando… —Enumeró y
soltó un largo suspiro—. ¡Y las tetas! Los primeros meses el
hechizo del bebé no te deja ver nada, pero en cuanto bajas de
la nube rosa, te encuentras con los restos del naufragio y el
cuerpo a medio reconstruir.
Erik se acercó a ella desde atrás. Apoyó la erección en la
base de su espalda y recogió sus pechos en la concavidad de
las manos. Apretó con suavidad y deslizó la yema del pulgar
por ambos pezones. Inés jadeó.
—¿Qué les pasa a tus tetas? Son magníficas. Es una de las
primeras paradas que hicieron mis ojos cuando te conocí. —
Mantenía la presión justa sobre las pesadas redondeces y no
dejaba de frotar los botones violáceos con los pulgares—. En
el despacho de Guarida, cuando nos encontramos tras la
reanimación del señor Ballena. Con tu bata blanca nuclear, el
moño un poco maltrecho y sin medias.
—¿Te fijaste en ese detalle?
—Recuerdo haber fantaseado preguntándome si llevarías
bragas también.
—Eres un pervertido.
—Eras la viva imagen de Lolita en versión médica, pero
con el punto de cocción justa.
Inés soltó una carcajada y presionó con las manos sobre las
suyas para que acabase la tortura suave. Necesitaba más.
—¿El punto de cocción justa?
—Exacto. El momento en que encuentras una mujer que
conserva cierto aire angelical, pero con cuerpo de saber ya lo
que quiere —dijo Erik, envolviéndola desde atrás. Se estrechó
contra su espalda y aprisionó con fuerza sus pechos—. Ahora
conoces aún mejor lo que quieres y ya no eres tan angelical —
reconoció mientras una de sus manos reptaba hacia abajo hasta
esconder los dedos entre sus muslos—. Pero a cambio eres
mucho más segura y más… —Frotó la entrada de su sexo con
un movimiento firme y circular. A Inés le temblaron las
piernas.
—¿Y más…?
—Más mujer.
Inés se rindió. Su cuerpo se tornó arcilla ante la caricia y
Erik la sostuvo con un brazo sobre sus pechos y el otro
cruzando en diagonal sobre su abdomen. Las manos no
dejaron de tentarla. Pellizcos en el pezón. Intensos. Deliciosos.
En ese punto perfecto en el que el dolor cristaliza en placer.
Los dedos penetraron en su interior y juguetearon hasta
transformarla en lava caliente.
—Eso es, kjaereste. ¿Por qué esconderte? ¿Por qué luchar?
Sabes que voy a ganar —dijo con esa arrogancia que Inés
odiaba y a la vez excitaba sus sentidos hasta hacerla perder la
cabeza—. Tu cuerpo ha ganado una guerra, has salido
victoriosa, eres madre. Ahora tienes que disfrutar del
banquete. Y eso significa entregármelo a mí.
Inés no contestó. Erik había hundido sus labios en el hueco
que une hombro y cuello y terminó de someterla. La obligó a
arrodillarse y la tendió boca abajo sobre la alfombra. Enterró
su erección férrea entre las nalgas y le arrancó un gemido.
—Sabes lo que quiero —susurró él junto a su oído—.
Déjame entrar.
Inés tragó saliva para liberarse de la sed y anheló sus besos
en la boca, la humedad de su lengua, pero apartó la necesidad
que sentía. Quería complacer sus deseos. Recogió las piernas
bajo su cuerpo, llevó la frente al suelo y abrió las rodillas,
ofreciendo sus orificios para el placer. Abrió las manos sobre
la alfombra y enterró los dedos en la lana. Muy despacio,
porque sabía dónde tenía atrapada su mirada, alzó su trasero.
—Ah, kjaereste. ¡Qué bien me conoces! —Erik deslizó la
mano desde la nuca hasta el final de su espalda y presionó
entre sus glúteos con el borde de la mano, abarcando su sexo y
su ano también—. Un poco más arriba.
La guio, sujetándola de las caderas, y gateó hasta cubrirla
con su cuerpo. Inés respiraba en estacato, y se mantenía
inmóvil como una presa que se prepara para lo inevitable.
Cerró los ojos al sentir los dedos masculinos recoger su
melena y la punta lubricada y tensa de su polla tantear en la
diana de su sexo.
—Grita mi nombre.
—¡Erik!
Así lo hizo cuando él la penetró con pericia y de una sola
estocada hasta los testículos. Inés contuvo la fuerza de sus
acometidas haciendo contrapeso sobre sus brazos, a la vez que
él la sostenía del pelo, aferrado en un manojo desordenado en
la nuca. Cada embestida la sometía como jamás nadie lo había
hecho. Se entregó con dulzura a su exigencia, se rindió entre
sollozos a la manera que horadaba su carne y se abría paso en
ella. Incapaz de soportarlo, con cada latido fustigando más y
más el placer, se quebró como una luz blanca en un haz de mil
colores y su consciencia abandonó su cuerpo durante unos
segundos eternos. Volvió a la realidad con el bramido ronco y
salvaje de Erik al correrse, y se desplomó hacia adelante,
incapaz de sostener el peso masculino también rendido al
orgasmo. Sudorosos, agotados, intoxicados por el aroma
cálido del sexo, yacieron sobre el suelo sin querer abandonar
aquel momento que solo les pertenecía a ellos.
Tras una hora larga perdida en el abrazo de Erik, la realidad
se impuso.
—En unas horas volamos a Tromsø. Y Magnus lleva solo
ahí abajo mucho tiempo —murmuró Inés emergiendo entre
capas de bienestar y languidez—. ¿Bajamos?
Erik dejó caer una sonrisa resignada y asintió. Se despegó
de ella, adherida a su piel, casi con dolor. Ella protestó al sentir
el frío de la habitación donde estaban. Recogieron la ropa
tirada entre risas y bajaron a la habitación de Magnus.
Lo contemplaron asomados sobre la cuna. Casi siete meses
ya, con la somatometría de un niño de un año, se veía
desvalido y frágil como cuando tenía solo unos pocos días.
Dormía boca arriba, con los labios entreabiertos, las pestañas
de un dorado oscuro sobre las mejillas rosadas y las manos
abiertas como estrellas a ambos lados de su rostro. Inés estiró
los dedos para acariciarlo, pero Erik la retuvo.
—Déjalo dormir. Mañana le espera un día duro. Vamos a la
cama. —Tiró de ella hacia la puerta, pero se resistió para
quedarse a contemplarlo un poco más—. Nosotros también
tenemos que descansar.
Subieron por fin a su dormitorio. Eran más de las dos de la
mañana. Erik emitió un murmullo de placer al meterse entre
las sábanas limpias. Inés se aseguró de que escuchaba a
Magnus respirar por el intercomunicador antes de tumbarse
junto a él.
—Erik.
—Uhmmm…
—Te quiero.
—Lo sé.
Corazón dividido

El abrazo con el que Maia la recibió en el aeropuerto de


Tromsø casi le rompió las costillas. A partir de ahí, todo el
protagonismo se lo llevó Magnus.
—¡Está enorme! Erik, es imperdonable que hayáis tardado
tanto en volver. ¡No nos vemos desde Mallorca! Y sus primos
lo han echado de menos, ¡siempre me preguntan por el vikingo
bebé! —No dejó que ninguno de los dos se lo quitara de los
brazos y Erik e Inés acabaron por arrastrar el equipaje por el
aparcamiento nevado con resignación—. He puesto en el
coche la antigua silla de Emma. También he dejado en vuestra
casa algunas cosas que necesitaréis estos días. ¡Vamos!
Corbyn estará ya subiéndose por las paredes.
Fueron directamente a casa de Maia, donde el cumpleaños
de los mellizos comenzaba a tomar las proporciones de una
concentración deportiva. Se escuchaba desde el jardín anterior
a los niños jugar y chillar por encima de una música infantil en
noruego. Jana abrió la puerta y, cuando vio a su último nieto,
sus ojos se llenaron de lágrimas.
—¡Oh, el pequeño Magnus! —dijo, alzándolo para
disfrutar de los hoyuelos, la sonrisa risueña y la manera en que
sus ojos azules le decían que era hijo de su propio hijo. No
hubo manera de apartarlo de sus brazos—. ¿De verdad no
queréis quedaros en mi casa? Es mucho más cómoda y yo
puedo cuidar de él.
Inés se echó a reír y abrazó a su suegra. No caería en la
tentación, habían quedado con Erik en que irían a su casa y
disfrutarían de los suyos conservando esa pequeña parcela de
intimidad.
—Mil gracias, Jana. Sabes que pasaremos el día todos
juntos entre comidas, cenas y encuentros —dijo Inés para
aplacarla un poco. La mujer la miró con las cejas enarcadas,
suponía que sabiendo los verdaderos motivos—. Por la noche
preferimos estar en casa y respetar un poco las rutinas de
Magnus.
Erik tuvo tiempo de darle un beso en los labios y
desapareció en el jardín, donde los mellizos lideraban una
pelea de bolas de nieve. Ellas se unieron al resto de adultos,
pero después de algunas presentaciones, Maia se las arregló
para arrinconarla en la terraza con dos tazas de café con leche
que sirvió de un enorme termo.
—¿Qué tal estás? ¿Cómo va lo de Kjerstin?
Frontal. Sin rodeos. Directa al meollo. Inés soltó un largo
suspiro. Erik se rebozaba en la nieve con sus sobrinos y otros
niños pasándolo en grande.
—Un abogado se está encargando de manejarlo. Fue ella
quien quiso externalizarlo, porque contrató a una para negociar
una especie de convenio regulador —explicó Inés ante su
expresión desconcertada—. Supongo que así es mejor, no
quiero a esa mujer cerca de Erik.
Maia rio entre dientes y le dio un sorbo a su café humeante.
—Haces muy bien en mantenerte alerta con Kjerstin. Es
una mala persona. Entonces, ¿ha accedido a repetir las
pruebas?
Inés le contó la estrategia que había urdido con Olivia, y
cómo ella se había encargado de presionar a Erik.
—Pero no sé cuándo lo van a hacer. El fin de semana
pasado vinieron a cenar a casa…
—¿Quiénes?
—Kjerstin, su marido, la niña y otra pareja con sus hijos —
dijo Inés. ¿Por qué Maia la hacía sentir como si estuviera
haciendo algo malo? La sorprendió su brusquedad al preguntar
—. Maia, ya sé que eres muy visceral con este tema, pero ¿qué
quieres que haga? La niña forma parte de la vida de Erik y, por
lo tanto, de la mía. Por extensión, no me queda más remedio
que aguantar a la arpía de su madre y al soso de su padre.
—Ya. Y os dedicáis a jugar a las casitas y a la feliz familia
moderna, cuando yo sé que este tema te mata por dentro —
soltó ella con acidez. Auch. Aquello dolió. Inés la miró,
acusadora, y buscó a Jana para estar un rato con Magnus, pero
Maia la retuvo del brazo—. Creo que no estáis manejando bien
este tema.
—Habla con tu hermano. Yo ya no puedo hacer más.
Menudo. Recibimiento. De mierda.
Tenía la cara helada, sueño por no haber dormido mucho y
un agujero en el estómago que le advertía de que había tomado
demasiado café. Al no ver a Jana en el jardín, supuso que
estaría dentro. Hacía un frío que cortaba la piel y aprovechó
que Maia llamaba a gritos a los niños a merendar en la mesa
colorida del porche, para escaparse al interior de la casa
también.
—Magnus está precioso, Inés. No puede pasar tanto tiempo
sin que vengáis a vernos —dijo su suegra con voz dulce y
exenta de cualquier acusación—. Sé que tenéis muchos frentes
abiertos, pero son dos horas de vuelo.
—Jana, hay la misma distancia de Oslo a Tromsø, que de
Tromsø a Oslo. —Estaba un poco harta del clan Thoresen. No
llevaban ni dos horas allí y ya se ponían a cobrar sentimiento
—. En casa tenemos sitio de sobra para recibirte con
comodidad si prefieres no quedarte con Olivia —ofreció al
darse cuenta de que así facilitaría mucho la logística de ir y
venir—. Ven a vernos. Así podré retribuir tu hospitalidad y el
habernos acogido en tu casa tanto tiempo.
Ella negó con la cabeza. Tenía en la mano un juguete de
madera de colores que no conocía, supuso que sería otro
regalo más. Magnus, curioso como siempre, hacía rodar las
piezas de distintas formas y texturas.
—Yo ya estoy vieja para viajes y salir de mi entorno, y aquí
tiene a sus tíos y a sus primos —le hizo ver Jana. Posó su
mano sobre la de Inés y la apretó en gesto de cariño—. Y sé
que a ti te gusta estar aquí.
Erik se levantó entre risas, cubierto de nieve. Se sacudió los
cristales blanco azulados y recuperó el aliento después de los
rounds de lucha libre infantil. Maia se acercó a él con una
sonrisa y aceptó agradecido la taza de café y el bollo de
canela. Los mellizos no le habían dado tiempo ni a ponerse los
guantes y tenía los dedos ateridos.
—Ah, ¡qué gusto! —exclamó, abrazando el recipiente
caliente entre las manos enrojecidas—. Gracias por invitarnos,
hermanita. A Inés le hacía mucha falta venir.
—No entiendo por qué habéis tardado tanto, ¡os echamos
de menos! Hasta Emma pregunta por Magnus.
Se echó a reír. Estar en Tromsø lo relajaba. Lo asociaba con
esquiar, caminar por la nieve, disfrutar con la familia.
—Tienes razón. A todos nos hacía falta. Me preocupa la
falta de aire libre para Magnus en invierno, no es lo mismo en
Oslo que aquí —confesó al ver cómo los niños disfrutaban
entre gritos de la merienda y los juegos—. Y está bien dejar
atrás por unos días los problemas.
Maia enarcó las cejas en el gesto Thoresen más universal.
Lo observó inmóvil durante unos segundos. A Erik se le cayó
el alma a los pies.
—¡Venga ya! Dame un respiro, ¡que acabo de llegar! —se
quejó, fastidiado. Le dieron ganas de tirarle el bollo a la cara
—. Sé lo que significa esa mirada.
—Genial. Así nos evitamos preliminares. ¿Cómo está el
tema de Kjerstin? —exigió sin rodeos. Erik soltó una risotada
—. Inés me dice que ahora lo llevan abogados mientras
vosotros os dedicáis a hacer vida social. ¿Y la prueba?
Erik necesitaba sentarse. Habría dado oro por cambiar
aquel café por un whisky o un trago de Akvavite. Atravesó el
jardín hasta llegar a la cerca de madera que rodeaba las casas
de aquella zona. Se sentó sobre el tablón e invitó a Maia a que
lo acompañara.
—Al menos, en eso he hecho avances. Inés no sabe nada,
porque aún no sé si saldrá bien, y no quiero generarle
expectativas y que después se vaya todo a la mierda —dijo él
con tono confidencial. Bajó un poco la voz y echó un vistazo
hacia la puerta—. El día de la cena estuve hablando con
Dieter. La otra vez fue Inés quien lo abordó y dio resultado.
—¿Qué te dijo exactamente? —preguntó Maia.
Erik rememoró la tensa e incómoda conversación en su
casa mientras Inés y Kjerstin mantenían su pulso de
voluntades y cuidaban de los niños.
«—¿Qué tal va todo en el hospital? —Ceñirse al trabajo
siempre era seguro y Erik decidió romper el hielo sin salir de
la zona de confort.
Dieter le lanzó una mirada insegura y forzó una sonrisa.
—Bien. No me quejo. Tengo un buen volumen de cirugías
y, a la vez, puedo pasar tiempo en casa con Christine por las
tardes. —Erik lo estudió con atención. Miraba a la niña con
una adoración más que evidente y, al hablar de ella, su tono se
suavizaba y bajaba la guardia—. La conciliación es importante
y ahora mismo, es perfecto.
—Ya pasó la época de prostituirse a guardias y pelear por
ser el cirujano principal. Sé a qué te refieres. Me pasa lo
mismo en la clínica —confesó, sorprendido de encontrar
puntos de encuentro con un hombre al que había odiado
durante los últimos cinco años de su vida—. Antes, la
cardiocirugía era mi prioridad indiscutible. Ahora, salgo del
último quirófano rabiando por reunirme con Magnus y con
Inés.
Dieter soltó frente a él la primera carcajada sincera y
espontánea desde que se habían reencontrado en Oslo.
—El gran Erik Thoresen convertido en un padrazo. Cómo
nos cambia la vida.
—Dímelo a mí.
Quedaron en silencio unos minutos, abrumados por el peso
de lo que aquello significaba. Magnus gateaba hacia el interior
de la casita de madera sobre la alfombra, y Christine le abrió la
puerta con cuidado de no pillar sus dedos con la bisagra.
—Es una niña estupenda —dijo Erik.
—Es mi vida —aceptó sin ambages Dieter. Mantenía los
ojos fijos en su hija y evitaba mirar a Erik—. Es el cemento
que nos mantiene unidos a Kjerstin y a mí. Si no fuera por ella,
hace tiempo que nos habríamos separado.
—Vaya —dijo Erik, sorprendido por su sinceridad. Por un
momento, fue capaz de ver aquel asunto desde la perspectiva
de Dieter—. Tiene que ser difícil. Todo esto… —intentó
explicarse con un gesto que abarcaba a los niños y a él—.
Quiero que sepas que jamás me interpondré en la relación que
tienes con Christine. Tengo que confesarte que no entiendo las
ganas de Kjerstin de que ella y yo seamos más cercanos.
—Hace mucho tiempo que renuncié a entender sus
motivaciones. Cuando aquel medicucho leyó los resultados de
la prueba —dijo mientras negaba con incredulidad y sin ser
capaz de contener el dolor que se filtraba en sus palabras—,
pensé que mi mundo se desmoronaba. Pero lo he asumido.
Ahora solo es cuestión de tiempo que las heridas sanen.
Erik permaneció en silencio durante unos minutos. Los
niños llenaban el espacio con risas y gritos, generando un
quiebre brutal con el ánimo oscuro que se cernía sobre ambos.
—Si te sirve de consuelo, Inés también lo está pasando
mal. En ese sentido estás tú mejor que ella —confesó con la
necesidad acuciante de confortarlo de algún modo. Tenía ante
sí un hombre derrotado—. Sigue pensando que es mentira.
Que Christine no es mi hija. Que ha habido un error, un cruce
de nombres, un cambio en las muestras o incluso una
conspiración. —Sonrió al ver el gesto sorprendido de Dieter
—. Ya ves. Lleva desde que salió el resultado de las pruebas
pidiéndome una confirmación en otro laboratorio. Todavía no
lo ha asumido y cree solo lo que quiere creer. Sé que hacerlo la
ayudaría a pasar página, pero dudo mucho que Kjerstin acceda
a algo así.
Dieter frunció los labios y se mantuvo callado. Dudaba.
Erik le dio el espacio que necesitaba y fue en busca de un par
de cervezas a la cocina. Necesitaba respirar unos minutos
también. Aprovechó para mover los hombros y flexionar el
cuello a uno y otro lado. Lo estaba matando la tensión.
—Gracias. Puedo intentarlo —dijo Dieter cuando le tendió
el botellín helado. Erik lo miró sin entender—. Puedo hablar
con Kjerstin. No te niego que también he fantaseado con esa
posibilidad, pero me resultaba más fácil asumirlo y tratar de
encajarte en la vida de mi hija cuanto antes. Pensar en ello me
destrozaba. No te prometo nada, pero lo intentaré ».
Erik apretó los labios y clavó los ojos en su hermana.
Ahora dudaba si habría hecho bien al contarle aquella
conversación.
—Maia, no quiero que le digas nada a Inés. No quiero que
se haga ilusiones —insistió de nuevo. Esperaba transmitirle la
importancia de mantener la boca cerrada, en especial ahora
que Inés parecía un poco más tranquila con el tema—. Cuando
lo tenga atado, hablaré con ella. Antes no.
Su hermana se encogió de hombros y puso cara de
circunstancias.
—De acuerdo. Pero creo que te equivocas. —Bajó de un
salto del cercado y sus botas se hundieron hasta los tobillos en
la nieve crujiente—. Vamos. Llevamos aquí un buen rato y no
veo a Corbyn. Dentro de poco los niños empezarán a
marcharse y tengo que despedirme. Os quedáis a cenar,
¿verdad? Vienen Kurt y Maria con las niñas.
Erik asintió, aunque solo fuera por callarla. La siguió de
mala gana por el jardín hacia el porche y compuso un gesto de
prisa, señalando hacia el interior, para evitar la charla
insustancial con desconocidos que era improbable que
volviese a ver. En el salón, Jana observaba con adoración a
Magnus, prendido del pecho de Inés. Se quedó un rato,
apoyado en el quicio de la puerta, disfrutando de la quietud
que emanaba la escena.
—¿Me hacéis un hueco? Vengo congelado.
Inés apartó la mano de la espalda de su hijo y palmeó a su
lado en el sofá con una sonrisa. No se resistió a besarla en los
labios. Sí. Inés merecía que las dudas se despejaran. Pasar
página. Ser feliz, pero no a sorbos, sino a borbotones.
Todo el clan Thoresen al completo estaba reunido en torno a la
mesa del comedor. Inés resopló, a veces era demasiado. El
estruendo de las carcajadas de Kurt y Erik, las parrafadas
agudas de Maia, el caos ensordecedor de los niños. Había
escogido bien su lugar en un extremo de la mesa, entre Jana y
Maria, un verdadero remanso de paz. En el medio, los mellizos
exaltados al máximo tras el exitazo de su cumpleaños, Emma
buscando la atención de Astrid, la copia adolescente y
femenina de Kurt, y los tres hermanos Thoresen en el otro
extremo, bajando una cerveza tras otra a un ritmo trepidante,
con Corbyn en medio, intentando seguirles el ritmo. Magnus y
Olga, los dos bebés de la familia, dormían ya.
Se volvió hacia Maria. Era una mujer suave, de maneras
pausadas, tímida hasta el extremo de sonrojarse cuando le
hablaba. Erik le había contado que era una auténtica sami, y
que Kurt viajaba todos los años a cazar ballenas con su
familia. Era de una belleza exótica y serena, que mezclaba
rasgos asiáticos y europeos en la proporción perfecta.
—¿Cómo aguantas? ¡Son agotadores! —Alzó las manos en
un gesto exasperado y Maria le regaló su sonrisa tenue de
manantial—. Creo que cuando se juntan, son todavía peores.
—Hago lo que puedo. Y es cierto que juntos se potencian.
Pero se los ve felices de reunirse de nuevo —dijo Maria
mirando a su marido con adoración.
—Sí. Estar juntos es importante. Por cierto. —Jana
carraspeó y consiguió la misión imposible de que todos en la
mesa permanecieran callados—. Aprovechando que estamos
todos, tenemos que pensar cómo nos vamos a organizar en
Navidad. Erik, Inés, cuento con vosotros para este año.
¿Tenéis una idea de cuándo podréis llegar?
Ay.
Inés le lanzó una mirada de pánico a Erik. No lo habían
hablado. ¿No era muy pronto para andar planificando
Navidades? Bendita comunicación sin palabras.
—Mamá, acabamos de llegar. ¡Danos un respiro! —dijo él
en tono jocoso y sin darle demasiada importancia—. Es muy
pronto para pensar en ello. Ya lo veremos más adelante.
—¡Eso! —rugió Kurt. Levantó su cerveza y la chocó con la
de su hermano. Un derrame de espuma provocó las carcajadas
de todos.
Excepto las de Jana.
—No. No es nada pronto. Y los que más tiempo necesitáis
para organizaros sois vosotros. —Estaba seria, incluso
enojada. Sus ojos verdes brillaban ofendidos por la poca
colaboración de sus hijos—. Este año me gustaría organizar la
cena de Navidad en mi casa, dado que Inés y Erik van a estar
aquí.
—Mamá, sabes que no me importa hacerlo en la mía —
intervino Maia. Todos rompieron a hablar a la vez—. El año
pasado resultó genial y tengo sitio para tres más sin problema.
—Pero no es justo que te des tú el trabajo todos los años —
rebatió Maria. Kurt soltó un gruñido para darle la razón a su
mujer—. Ahora Olga ya no es tan pequeña, puedo ofrecer
también nuestra casa, hace años que no organizamos nada
familiar.
—Nosotros nos amoldamos a lo que queráis. —Erik
parecía abrumado con la generosidad de su familia y se vio
forzado a decir algo—. No ofrezco hacer de anfitriones porque
Magnus es aún muy pequeño y no sé exactamente cuándo
podremos venir.
Inés se mantenía en silencio en medio de toda aquella
algarabía. Finalmente acordaron que lo harían en casa de Jana.
Ya estaban discutiendo el menú. Y se estaban poniendo de
acuerdo con que los regalos serían solo para los niños. Una
angustia insoportable la invadió y quiso correr lejos. Muy lejos
de allí.
—Yo quiero pasar las Navidades con mi familia en Chile
—murmuró de manera casi imperceptible. Nadie pareció
escucharla—. Yo quiero pasar las Navidades en Chile —dijo
de nuevo, esta vez con más decisión. Sus palabras se abrieron
paso entre la algarabía y las charlas cruzadas y se hizo un
silencio incómodo—. Hace diez meses que no veo a mi padre.
Erik la miró con una tristeza que la cabreó. No necesitaba
que se compadecieran de ella. Le parecía muy razonable
querer volver a su casa por vacaciones de Navidad. De hecho,
le parecía que era lo que tenía que hacer.
—Inés, Magnus es muy pequeño para someterlo a
semejante viaje —intervino Jana, consternada—. Me parece
una locura.
—Mamá, Magnus lleva viajando en avión desde antes de
nacer —la interrumpió Erik. Bien. Un punto para él. Inés tomó
aire y se armó de paciencia y argumentos.
—Mi padre y mi hermano todavía no conocen a Magnus.
Mi madre no lo ve desde que nació —explicó Inés, intentando
despojar su voz de cualquier tono despectivo o mordaz. Es que
era obvio.
—Inés, el año pasado pasasteis las Navidades con tus
padres. También el Año Nuevo lo celebrasteis en Chile —
insistió Jana, sin querer dar su brazo a torcer. Inés adoraba a su
suegra, pero en aquel momento la aborreció con toda su alma
—. Este año toca en Noruega, ¡ya iréis a Chile en otro
momento!
Y despachó el tema así, como si la decisión ya estuviera
tomada.
—Mamá, ya te he dicho que es pronto para tomar una
decisión y tengo que hablarlo primero con Inés. —Erik ya no
fue tan jocoso. Sus ojos azules y glaciales llevaban escrita una
advertencia y Jana por fin cedió—. Cuando tengamos pensado
lo que vamos a hacer, serás la primera en saberlo. Por el
momento, déjalo estar.
LA conversación la dejó con mal sabor de boca. Jana
estuvo más fría con ella de lo que era habitual y Maia le
lanzaba de vez en cuando miradas acusadoras. Solo Maria
parecía entenderla y estuvo junto a ella el resto de la velada,
dándole apoyo moral.
—Sé cómo te sientes. En mi casa, esta conversación
horrible ocurre todos los años. No le des más importancia —
dijo en un momento en que pudieron alejarse un poco del clan
y charlar a solas—. Jana es así, como una gran matriarca
vikinga. Le gusta tener a todos los suyos alrededor.
Inés la abrazó con ganas. Tenía razón. Pero ella no
necesitaba a nadie que le dijese lo que tenía que hacer.

—Llamaré a Maia para darle las gracias —dijo al abrir la


puerta de entrada de su casa y percibir el aroma a limpio.
Hasta la calefacción estaba en su punto justo de calidez—.
También por prestarnos el coche, hace un frío brutal.
—Y a Kurt por despejarnos la nieve de la entrada. No
podríamos aparcar en el garaje si no fuera por él —añadió Erik
al ver los montones blancos apilados a cada lado de las
rodaderas de piedra—. ¿Lo llevas tú a la cama mientras yo
descargo los bártulos?
Inés asintió. No tenía ganas de hablar demasiado. Sacó a
Magnus del coche y lo envolvió como pudo en la manta de
lana gruesa. Eran solo unos pocos metros, pero el viento ártico
podía tirarte al suelo si no tenías cuidado y lanzaba agujas de
hielo que podían hacer sangrar la piel.
Disfrutó de recorrer los espacios entrañables, evocando los
recuerdos de los primeros meses con su hijo. El sopor dulce y
a la vez desconcertante de tener aquel soplo de vida que
parecía tan frágil, y que a la vez los destrozaba con noches
completas de llanto en blanco, empapados en angustia por no
saber qué le pasaba, y sumidos en desconcierto por entender
que ser padre no era el ideal que se leía en los libros, sino algo
mucho más desgarrador y maravilloso. El revulsivo vital más
feroz con el que habían lidiado. Una reordenación brutal en la
escala de prioridades.
Sonrió al ver la cunita de viaje junto a su cama, y después
de ponerle un pijama un poco más ligero, le ofreció el pecho
unos minutos y lo acostó a dormir. No bajó inmediatamente,
aunque sabía que a Erik le vendría bien que le echase una
mano. Se tendió en la cama donde tantas noches se habían
quedado de charla entre susurros, confortándose en siestas
breves que Magnus interrumpía sin contemplaciones. Suspiró.
Jana los había pillado por sorpresa con lo de las Navidades y
ellos ni siquiera habían hablado de ello. Demasiadas cosas en
qué pensar.
Una nostalgia inmensa se apoderó de su pecho. Por
supuesto que era importante que su padre y su hermano
conocieran a Magnus, claro que echaba de menos a su madre.
Pero era mucho más que eso. Necesitaba volver. Lo necesitaba
como respirar. Vivir un auténtico verano y no el símil
templado de Oslo. Abrazar a sus amigas. Charlar hasta las
tantas con Loreto. No era capricho. Era eso, necesidad.
Entonces, ¿por qué se sentía como una maldita ingrata que
no apreciaba todo lo que Jana, Maia y Kurt habían hecho por
ella?
Escuchó las pisadas ágiles de Erik por la escalera y
consideró hacerse la dormida. No tenía fuerzas de abrir otro
frente más. Entró cargado con maletas y trastos de Magnus. Se
levantó de la cama con esfuerzo.
—Perdona, debí bajar a ayudarte. Estas van a la habitación
pequeña, yo las llevaré.
—Estoy muerto —dijo él con un gruñido.
Cuando volvió, dormitaba con los pies apoyados en el
suelo, tendido cuan largo era en la cama. Sonrió, adoraba verlo
así. Un guerrero agotado. Lo desnudó con paciencia, él se dejó
hacer. Mientras ella se quitaba la ropa, Erik levantó el cobertor
y se metió entre las sábanas emitiendo un murmullo de
satisfacción.
—No. No te pongas el pijama. Quiero sentir tu piel.
Inés dejó el camisón a los pies de la cama y gateó hacia el
cobijo de sus brazos. Cerró los ojos y se apoyó en su pecho,
buscando extraer fuerzas de su calidez.
—Inés, respecto a Navidad…
—Ssshhh. Ahora no. Por favor. —Quería evadirse durante
unas horas más, solo disfrutar de la sensación de estar solos en
su pequeño mundo—. Mañana.

Era lo malo que tenían las cápsulas mentales. O su tendencia a


enfrentar los problemas a través del método del avestruz. Que
seguían allí el día después y te abofeteaban en la cara. En
especial, si compartías tu vida con un adicto a las soluciones
eficaces y al asumir las cosas de manera frontal.
Se levantaron tarde, remolonearon hasta que Magnus
comenzó a manifestar síntomas de encierro en forma de
llamarlos a grito pelado y gatear por toda la casa como un
diablo de Tasmania. Inés lo agarró de los tirantes de su
pantalón acolchado de invierno justo cuando se disponía a
explorar escaleras arriba.
—¡Casi no puedo con él! —rio divertida al ver que
pataleaba y manoteaba indignado al interrumpir su peligrosa
expedición—. Tenemos que comprar un par de barreras para
cortarle el paso.
Erik cogió a su hijo con una sonrisa de orgullo arrogante.
Recibió un beso amoroso lleno de babas y lo dejó de nuevo en
el suelo al ver que estiraba sus bracitos pidiendo bajar. Por
supuesto, enfiló hacia la escalera como una locomotora. Inés
se plantó con las piernas abiertas en el primer escalón.
—Kjaereste, ¿qué le decimos a mi madre? Sabes que
volverá a la carga —dijo Erik con cara de llevar rumiando el
asunto desde que habían hablado la noche anterior—. Solo
quiero que nos pongamos de acuerdo. Si los dos la
enfrentamos con el mismo discurso, acabará por rendirse.
Magnus intentaba pasar entre las piernas de Inés y ella lo
sostuvo entre sus pantorrillas por la cintura. Perdió el
equilibrio y tuvo que agarrarse a la barandilla. Erik se acercó a
rescatarla. Cogió a Magnus en brazos y lo dejó en la silla sin
demasiadas contemplaciones. Lo miró con los ojos azules
serios y autoritarios cuando empezó a protestar
Inés suspiró. Era demasiado pedir darle la espalda a la
realidad, aunque fuese un rato. Pero el tiempo y los hechos le
habían demostrado que era mejor tomar una decisión en
común y presentar un frente unido.
—Tienes razón. Me pilló por sorpresa, no sabía que lo
organizabais con tantísima antelación.
—En mi familia, las Navidades son importantes. Mucho.
Más que los cumpleaños —explicó Erik mientras movía la
cara a un lado y otro para esquivar las manos de su hijo en
busca de su nariz o sus orejas. Tenía una querencia malsana a
pellizcarlo con sus dedos regordetes—. Hubo una época en la
que estábamos muy desperdigados: yo estaba en España, Maia
en Inglaterra, Kurt abriendo la empresa en toda Noruega.
Navidad es la única fecha que conseguía reunirnos en casa y
mi madre insiste en que se conserve la tradición.
—Lo entiendo. En mi familia pasa lo mismo.
Los dos quedaron en silencio. Inés sopesaba las
posibilidades. Erik hacía lo mismo.
—¿Y si pasamos Navidad en tu casa y celebramos el Fin de
Año aquí? O al revés. Lo que nos venga mejor —dijo él
mientras cogía las cazadoras del perchero de la entrada—.
Parece razonable. Una de las fechas importantes con cada una
de las familias. No se pueden quejar.
Inés hizo una mueca disconforme.
—Pero ¿cuánto tiempo nos vamos a quedar en Chile? Yo
había pensado mínimo un mes. —Hizo un pequeño cálculo
mental y se sentó en la escalera para calzarse las botas de
nieve—. Una semana para estar en Santiago, visitar a los
amigos. Tenemos que pasar unos días con Nacha, o rescindirá
su amistad conmigo para siempre. Después, al menos una
semana en Ranco, que supongo que tendría que ser desde antes
de Navidad hasta justo después de Año Nuevo. —Comenzó a
emocionarse con la perspectiva de volver a los rincones de su
adolescencia, a llevar a Magnus a ver los caballos y los
terneros recién nacidos, de caminar por el borde del lago—. Y
una semana en Farellones, ¡por supuesto! Y al menos otra para
arreglar nuestros papeleos y averiguar la situación de los
hospitales…
Erik tragó saliva. Inés hablaba entusiasmada, con los ojos
brillantes de la emoción. Gesticulaba dibujando
planificaciones, rutas, lugares, aviones. Y no con intenciones
turísticas. Quería volver a Chile. Necesitaba regresar. Ahora
era él quien no tenía demasiadas ganas de enfrentar la
situación. Además, se les hacía tarde.
—Tenemos que irnos. Ya es la hora del desayuno familiar.
—Se puso la chaqueta y echó un vistazo por la ventana—.
Está nevando bastante, mejor no llevar la silla. ¿Tienes la
mochila?
—La tengo aquí —respondió Inés, también aliviada por
cambiar de tema. Rebuscó en el bolso que colgaba del carrito
y sacó el portabebés. Rescató a Magnus de la máquina de
tortura con ruedas mientras su padre se la ataba a la cintura.
Con su hijo asegurado a la espalda, bien abrigados, salieron
a la claridad pálida del ártico. Inés notó la ausencia de luz casi
como si le faltara el aire. El paisaje de las casas de colores con
los tejados redondeados por el manto de nieve era bucólico,
pero echaba de menos los rayos de sol.
—Dentro de unas horas lucirá un poco más intenso.
Aprovecharemos para dar un paseo —dijo Erik al ver que Inés
se volvía hacia el astro debilitado como un girasol ávido de
energía. Estudió a Inés con atención. Le pareció que estaba
decaída. Se había arreglado con esmero, dentro de lo que se
puede uno arreglar cuando estás diez grados bajo cero, pero,
pese al maquillaje ligero, tenía unas ojeras translúcidas y un
color blanco malsano en la piel —. Sé que te hace falta.
—Es esta época. Noviembre siempre me deprime —
confesó ella, estrechándose contra su brazo. Apoyó la cabeza
en el hombro mientras caminaban por la acera sorteando los
charcos de hielo—. Y que haga tanto frío y haya tan poca luz
no ayuda.
Jana se había esmerado para el desayuno: bollos de canela,
gofres caseros, tortitas, fruta cortada… hasta tenía el muesli
que a él le gustaba, zumo de naranja recién exprimido y una
papilla de avena y manzana para Magnus. Inés recibió la taza
de café con un gemido agradecido.
—Gracias, mamá. Esto es perfecto. —Le chirriaban las
tripas de hambre y se abalanzó sobre la panera cubierta con un
paño de lino que emanaba un aroma casi erótico a azúcar
caliente y canela.
—Tenlo en cuenta para apoyar mi candidatura a anfitriona
estas Navidades —replicó Jana con un guiño cómplice—.
Pienso poner toda la carne en el asador.
—Mamá… —se exasperó al ver la cara de póquer de Inés,
parapetada tras la taza de café mirando el móvil y sin decir
palabra—, sabes que no es ese el problema.
—Yo solo lo dejo caer.
—Tengamos el desayuno en paz —gruñó, fastidiado. Se
sentó junto a la trona de Magnus, que se ponía perdido del
engrudo de avena y manzana con cara de felicidad. Su madre
le había agriado el desayuno.
El sol había salido a las ocho y cuarto de la mañana y se
pondría poco después de las dos y media de la tarde. Se
quedaron un rato de sobremesa con Jana y la ayudaron a
recoger los restos de la batalla alimentaria, pero a las once,
Erik se levantó de la mesa y señaló por la ventana.
—Vamos. El sol llegará pronto a lo más alto. Tenemos un
par de horas para pasear.
Esta vez, atiborrado de papilla y con el chupito de teta que
nunca perdonaba, Magnus se dejó amarrar a la silla de paseo.
En cuanto rodaron por el sendero hacia la playa, Inés bajó el
respaldo, se había quedado dormido.
—Por fin un poco de paz. Está inaguantable —se quejó
Erik mientras caminaban junto a las olas tranquilas que lamían
la estrecha franja de arena y rocas—. Es cierto que es muy
divertido, pero también es agotador.
—Está creciendo muy rápido. ¿Has visto cómo quiere
ponerse ya de pie? —dijo Inés, orgullosa de su retoño—. Sería
mejor que gatease un tiempo más, pero pienso que caminará
pronto. Tiene mucha fuerza.
Era agradable pasear así. Hablaron de las hazañas de su
hijo, planificaron el inicio en el Barnehage para cuando
cumpliese un año. Recordaron los viejos tiempos en que
lloraba por las noches a grito pelado y bromearon con que
ellos también habían tenido ganas de llorar.
Erik se dio cuenta de que los dos esquivaban de manera
consciente el tema de las Navidades y el silencio, que solía ser
cómodo y acompañador entre ellos, se tornó denso y palpable.
Inés se detuvo bruscamente y le pegó un tirón en el brazo sin
avisar.
—¡Mira! ¡Es aquí! —dijo en un tono casi ceremonioso.
Erik sonrió al reconocer el lugar al que habían llegado. Se
salieron de la senda y caminaron sobre la nieve con dificultad,
llevando a Magnus en brazos. Un enorme abeto ártico se
alzaba majestuoso y espolvoreado de blanco.
—¿Has visto qué sitio más increíble para nacer? —dijo
mientras cogía a su hijo y lo levantaba hacia las ramas más
bajas—. Lo que es increíble es que todo haya salido bien.
Inés se echó a reír, rememorando las horas más delirantes
de su vida. Jamás se le olvidaría la alarma con la que todo su
cuerpo reaccionó cuando rompió aguas en mitad del paseo, el
dolor que la partía en dos con cada contracción al tiempo que
caminaba buscando acortar hacia el lugar donde sí podía llegar
la ambulancia.
—Elsa me dijo que, si me hubiese quedado en reposo,
sentada en un banco, o incluso de pie sin moverme, las
contracciones se hubieran estacionado —dijo Inés con una
risita divertida. Lo que hacían los nervios del momento—. Al
forzarme a caminar, el movimiento aceleró las contracciones y
la dilatación.
—En mi vida he corrido tanto para llegar a un sitio —
confesó Erik. Ahora, con la distancia que daba analizar lo
ocurrido tras siete meses del parto, con Inés y Magnus fuera de
peligro, se daba cuenta de todo lo que pudo salir mal—.
Cuando el técnico de ambulancias me dijo que si les
estábamos tomando el pelo, creo que me dio un amago de
infarto. Mi madre les dio indicaciones no muy precisas y
habían ido ya dos veces a otro sendero muy concurrido al otro
lado de la ciudad.
—¿En serio? —Inés lo miró con ojos desorbitados, sin
parar de reír—. ¡Qué mala suerte! Cuando llegué al hospital lo
único que quería era marcharme a casa. Me sentía con una
energía brutal. Todopoderosa. Capaz de comerme el mundo.
—Sí, sí —se burló con cariño Erik—. Y no querías ni que
te revisara la matrona, ni que el pediatra tocara a Magnus ni
que entrara nadie a vernos. Menuda paciente.
Hacía frío pese a que el sol alcanzaba su zenit y se pusieron
en movimiento. Inés volvió varias veces los ojos hacia donde
había dado a luz. El trono natural formado por las raíces
sobreelevadas había desaparecido. Solo se veía un manto de
nieve mancillado por sus pisadas. Se alejaron hacia el mirador
que les daba unas vistas privilegiadas del canal, recorrido por
el tráfico habitual de barcos, y la ciudad invernal de fondo.
—Son muchas cosas las que me unen a Noruega, pero el
nacimiento de Magnus y el amor que te tengo es lo que hacen
que ese vínculo sea eterno —dijo Inés ensimismada.
Ahora fue Erik quien se detuvo con brusquedad.
—Y, sin embargo, quieres volver a Chile.
Vale. Inés hizo de tripas corazón. Hora de enfrentar el
tema. Se había pasado media noche dándole vueltas para tener
claro lo que quería. Y tenía la ligera sospecha de que no le iba
a gustar.
—No es eso, Erik.
—¿No quieres volver? —La miró con las cejas enarcadas y
los ojos azules sarcásticos. Comenzó a mover la sillita de
paseo en un balanceo que buscaba aplacar a Magnus, que daba
indicios de estar harto de tanta parada. Si tenían suerte,
volvería a caer dormido por el meneo.
—Claro que quiero volver. Pero no es solo eso. —Muy
bien. Tomó aire y se armó de valor. Erik se merecía que le
dijera lo que de verdad sentía, que fuese sincera, aunque, por
una vez, sus deseos y aspiraciones no corrieran en paralelo—.
Necesito volver. Y me gustaría que no fuera por un mes o un
par de semanas. Me gustaría quedarme hasta que Magnus
tuviera que empezar el Barnehage.
Lo vio. El destello de desilusión en los ojos azules. La
manera en que cuadraba los hombros y alzaba el mentón. Aun
así, intentaba comprenderla. Lo amó aún más por ello.
—Inés, un mes podría ser, pero yo no puedo ausentarme
tanto tiempo. ¡Ni tú tampoco! —replicó, desconcertado. Abrió
las manos con gesto de no entender nada—. Se supone que
empezarías las prácticas para ir acumulando horas. Cuanto
antes lo hagas, antes podrás homologar el título.
—Había pensado en que tú te quedases todo lo que puedas
y viajaras a Noruega antes —explicó Inés. Un abismo negro
comenzó a abrirse en su estómago. La mera idea de pasar
aunque fuese un corto periodo de tiempo separados le
desgarraba las entrañas—. Yo me quedaría un par de meses
más allí para estar con mis padres.
Erik parpadeó, desconcertado. Intentaba asimilar lo que
Inés le decía, pero ¿un par de meses lejos de ella y de
Magnus? Negó con la cabeza de manera imperceptible.
—Inés, dime la verdad. ¿Quieres volverte a Chile? Y no me
refiero por unos meses, me refiero a asentar nuestro hogar allí
de manera definitiva.
Ella se mordió el labio inferior. Se miró los pies con
expresión culpable durante unos segundos agónicos, pero alzó
después su rostro con una sonrisa resignada.
—No, Erik. Seguirte hasta aquí ha sido mi decisión. Mi
hogar está donde tú estés, ya te lo he dicho —aseguró con
firmeza, desde el fondo de su alma—. Es solo que necesito
recargar pilas. Que Magnus conozca a su familia chilena, que
comparta con los hijos de Loreto, que escuche y pueda
aprender mejor el castellano. Quiero reunir fuerzas durante
unos meses para todo lo que se me viene encima. —Se detuvo
en su discurso encendido y sus ojos brillaron húmedos. Alzó la
mirada con entereza hacia Erik—. Arne, el profesor de
noruego, me ha mandado un mensaje. He suspendido el
Bergenstest.
La voz le tembló al decirlo. Joder. ¡Estaba tan
decepcionada! Tendría que haberse esforzado más. Estudiado
más. Haberle dado mucha más importancia.
—Svarte Helvete! ¡No puedo creerlo, kjaereste! —exclamó
Erik, envuelto en indignación. La abrazó con fuerza y la besó
en el pelo, en la frente, en los párpados empapados una y mil
veces entre gruñidos y murmuraciones contra la burocracia
noruega—. ¡Pero si hiciste una exposición brillante!
Se escondió entre sus brazos y pudo llorar al fin con la
tranquilidad de saberse consolada. De dejarse caer y que él
recogiese sus pedazos. Se sintió aún peor al pedirle ese tiempo
de sanación con los suyos, pero ahora mismo sentía que el
mundo se le venía encima. Que no podría encarar otro año más
sin ejercer, aunque fuese de médico viendo viejecitos, de
renunciar a esa faceta tan importante de su vida y por la que
había sacrificado tanto. Que, al haber suspendido el examen se
retrasaba todo un año más.
Necesitaba huir durante un tiempo de Noruega para volver
a tomar las riendas de su vida después de un reseteado general.
Y sospechaba que eso iba a requerir más de un par de
semanas.
—Liten jente, ¿por qué no me lo dijiste antes? —la
reprendió con suavidad.
Inés sorbió por la nariz y esbozó una sonrisa tenue.
—Me enteré mientras desayunábamos en casa de tu madre.
Tuve que mantener el tipo hasta ahora, me daba vergüenza
admitir que no lo he conseguido —reconoció con tono
culpable. Volvió a hundir el rostro en la parka de plumas de
Erik y soltó un gruñido de frustración—. Casi un año
desperdiciado. Hay otra convocatoria en abril y puedo volver a
intentarlo, pero si te digo la verdad, ahora solo quiero un lugar
donde tirarme al sol, bañarme en el mar, sentir la sal en la piel
y olvidarme de todo.
—Lo arreglaremos, Inés. Ya pensaremos en algo.
Erik la abrazó de nuevo. Un poco desamparado, porque no
tenía ni idea de qué hacer.
Verdades amargas

La semana en Tromsø supuso una inyección energética para


todos. Magnus estaba más despierto y activo que nunca,
comenzaba a soltar su lengua de trapo en algunas sílabas más,
y había incorporado una novedad que la traían por el camino
de la amargura.
—¡BAAAA!! Bababababababa. ¡BA! —gritaba mientras se
escapaba de ella gateando a toda velocidad para que no le
pusiera el pañal. Inés esprintó tras él para evitar un derrame. Si
había algo en este mundo que parecía gustarle, era estar en
pelota picada.
—¡Ven aquí, pequeño exhibicionista! —Lo cogió en
volandas y volvió a placarlo contra el cambiador—. ¡Magnus!
Tenemos que vestirnos, ¡colabora un poco!
Miró el móvil sobre la mesilla.
—A la mierda —sucumbió a la tentación a la que había
dicho que jamás caería—. Mira. ¡Peppa Pig!
Al escuchar la cancioncita del inicio, se quedó embobado
mirando los dibujos. Sintiéndose una pésima madre por
chantajear a su bebé de siete meses con pantallas, agradeció
que se quedara quieto al fin para ponerle el pañal y vestirlo.
Tenían una cita con Kjerstin y Christine en la cafetería de un
centro comercial. Después de lo ocurrido con el maldito
cacahuete, Inés y Erik no querían la responsabilidad de tener a
la niña en casa, y Kjerstin parecía reacia a ofrecer su propio
lugar. Así que terreno neutral. A Inés le pareció perfecto.
El puerto de Akker Brygge tenía un paseo marítimo que
valía la pena. Se aventuraron a ir caminando desde Majorstuen
al tener un parte meteorológico favorable. Media hora de
caminata hacia el centro, con el Slottsparken a medio camino
para amenizar aún más el paseo. La ciudad estaba cubierta de
nieve, pero el ajetreo de coches y viandantes la había barrido
del asfalto. Al llegar al parque, Inés contuvo la respiración
ante la visión imponente del Palacio Real y las extensiones de
césped ahora convertidas en un manto blanco. Reconoció que
era fácil entender por qué era para muchos el edificio más
bonito de Oslo. Su construcción neoclásica con pórtico de
columnas dóricas y el color vainilla suave de las fachadas con
grandes ventanales equilibraba de manera perfecta la elegancia
y la sobriedad tan característica de la ciudad.
Aunque para ella, su rincón favorito seguía siendo el
parque Frøgner, con las esculturas de Gustav Vigeland. Antes
de nacer Magnus podía apreciar su belleza, pero ahora que era
madre, interpretaba cada escultura tierna, apasionada o incluso
inquietante de otra manera.
Al llegar a Akker Brygge pensó que el lugar podía
competir por la primera posición. Era espectacular. Además
del entorno natural del puerto, con el mar azul oscuro sobre el
que se mecían veleros y barcazas bien cuidadas, el barrio
ofrecía un perfil arquitectónico que chocaba. Los edificios
modernos de cristal, madera y acero se mezclaban con
enormes naves de ladrillo con aspecto industrial, salpicados de
pequeñas cafeterías y tiendas a sus pies que le daban mucho
color y vida.
—Esto no es muy para niños —gruñó Erik al ver la
actividad frenética en las terrazas, con grupos de jóvenes
bebiendo cerveza y parejas enamoradas frente a una copa de
vino.
—¡No seas aguafiestas! ¡Es genial! —dijo Inés mientras
empujaba el carrito de Magnus por el paseo de tablones de
madera, embebida de la energía que desprendía el barrio. La
próxima quedada con Monika y Kumiko sería allí—. ¡Vamos!
Es un milagro que lleguemos a tiempo.
La cafetería donde Kjerstin los había citado pertenecía al
enorme edificio de un centro comercial, pero tenía una terraza
con vistas hacia el puerto, salpicada de setas de calor. Inés
escaneó entre los clientes. No las divisó.
—¿Ya las has visto? ¿Dónde están?
Erik señaló una de las mesas en un extremo y compuso un
gesto de extrañeza.
—Ahí está Dieter, pero Kjerstin y Christine no están —dijo
con el semblante ensombrecido de repente. Inés le lanzó una
mirada preocupada.
—Bueno, ya llegarán. A mí me apetece un chocolate
caliente después de la caminata —replicó ella, contenta de
haber llegado antes por una vez—. ¡Venga, no te quedes ahí!
Erik la siguió de mala gana.
Los días en Tromsø fueron como un paréntesis de
irrealidad. Había pospuesto todos los temas pendientes con la
idea de que quizá desaparecieran. Pero la bandeja de correo
electrónico al volver le recordó con amargura que seguían allí,
a la espera de que hiciese algo para solucionarlos. Sonrió,
aparcando por un momento sus pensamientos ominosos al ver
el desconcierto del hombre ante el beso en la mejilla que le
regaló Inés.
—Hola, Dieter. —Se estrecharon la mano con un apretón
algo más afectuoso de lo habitual—. ¿Y Kjerstin y Christine?
Algo iba mal. Algo iba muy mal. Se lo decían a gritos sus
ojos claros y su expresión abatida. Tenía ante sí a un hombre
vencido.
—No van a venir.
Inés miró de uno a otro en un gesto de desconcierto tan
cómico que, si no fuera porque Dieter tenía cara de funeral, se
habría echado a reír.
—¿Por qué? ¿Christine está enferma? —soltó Inés la
pregunta en una explosión.
Él negó con la cabeza y rehuyó sus miradas. Señaló la mesa
de madera, decorada con unas velas que emitían un tenue
aroma a lavanda y hacían el rincón todavía más acogedor.
—Por favor. Sentaos. —Erik e Inés intercambiaron una
mirada preocupada y se acomodaron frente a él. Magnus
parecía palpar la tensión de la situación, porque se quedó
tranquilo en la sillita, con el mordedor en la boca y gesto serio.
—Dieter, ¿hay alguna novedad? —Sabía que se arriesgaba
a un buen cabreo de Inés por no haberle dicho lo hablado con
él, pero estaba demasiado preocupado para pensar en eso
ahora. Estaba seguro de que Kjerstin se había negado. Que se
había cerrado en banda a repetir las pruebas y que ahora lo
pagaba con ellos, tanto con él como con Dieter por insistir.
—Christine no es tu hija.
Las voces en varios idiomas entrelazadas en
conversaciones alegres, el batir de las olas sobre los cascos de
los veleros en el puerto, el graznido lejano de las gaviotas se
fundieron en un sonido amorfo y monocorde. Inés sentía los
oídos acorchados. Su visión se ennegreció hasta dejar en su
mente dos puntos luminosos y volvió a abrirse poco a poco
hasta devolverle el panorama con los colores exacerbados, más
agudos. Se volvió hacia Erik, incapaz de articular una sola
palabra.
—¿Cómo dices? —farfulló él con dificultad. Su mandíbula
quedó descolgada y los ojos azules destilaban incredulidad.
—No es tu hija. Es hija mía. Comprobado en dos
ocasiones. Con dos laboratorios distintos.
—¡Joder! —barbotó Inés en español. Sus labios temblaron.
No era su hija. ¡No era su hija! Hizo el amago de levantarse
para abrazar a Erik empujada por el enorme alivio que la
inundaba, pero él aferró su antebrazo y la obligó a permanecer
sentada. Apretaba con tanta fuerza que hacía daño.
—Dieter, por favor… —rogó de manera tácita una
explicación que aplacara de algún modo su desconcierto, su
incredulidad, la esperanza que comenzaba a brotar en su pecho
y que sabía no podría contener ahora que había empezado.
—Kjerstin se negó. En redondo. Daba igual que yo se lo
pidiera por mí, que alegase que Inés le había salvado la vida a
Christine, que los abogados la presionaran para que accediera
—explicó el hombre con abatimiento—. Esgrimía argumentos
como que querías desentenderte de tus obligaciones o que Inés
tramaba algo para amañar los resultados. Fue imposible
hacerla entrar en razón.
—¿Y entonces? —preguntó Inés, desconcertada. ¿Kjerstin
utilizaba sus propios argumentos para volverlos contra ella?
No podía creerlo.
—Fui yo. Yo llevé a Christine al Hospital de Oslo y pedí
pruebas cruzadas de mi material genético y el de ella. No fue
difícil obtener el de Kjerstin y pedí que lo cotejaran también.
Con un cien por cien de posibilidades, Christine es hija mía y
de Kjerstin —confesó con aire culpable. Inés lo observó con
atención. No era un hombre aliviado ni contento por tener la
razón. Tampoco parecía disfrutar del hecho de demostrar que
la paternidad de la niña le pertenecía. Estaba destrozado—.
Cuando me dieron el resultado a los dos días, no podía creerlo.
Y no podía decirle nada a Kjerstin. Te llamé para saber si
podías acercarte a un tercer laboratorio, pero me dijiste que
estabas en Tromsø y yo no podía esperar. Repetí las pruebas de
todos modos, en el Instituto de Genética de Oslo. Y lo
confirmé: no hay lugar a ninguna duda.
—Erik, ¡oh, Erik! —dijo Inés, acongojada. No entendía por
qué permanecía frío, glacial como el hielo, sin hacer
aspavientos ni demostrar ninguna emoción—. ¿No te das
cuenta? Mi amor, ¡la pesadilla ha terminado!
No tendrían que verla nunca más. Por fin Erik se alejaría de
su influencia perniciosa, de su presencia tóxica, de aquella
parte tan mal gestionada de su pasado. No entendía su actitud,
ella se sentía eufórica. Exultante. No fue aún más efusiva por
respeto a Dieter, pero se lanzó a sus brazos y lo besó con
fiereza.
Él la acogió como siempre en su pecho, correspondió con
labios tiernos durante unos segundos, pero la apartó con
firmeza y la miró a los ojos con gravedad. Inés tragó saliva.
Algo ocurría. Reconocía en su estómago esa sensación de
catástrofe inminente.
—Me temo que esto no ha acabado, liten jente —murmuró
Erik con los ojos clavados en Dieter. Parecía relajado, con la
espalda reclinada en la cómoda silla cubierta con una piel de
reno, y el tobillo apoyado sobre la otra rodilla, pero Inés podía
ver la tensión en sus hombros y en rictus de su boca—. Dudo
mucho que Kjerstin se quede de brazos cruzados frente a esto.
—Kjerstin me ha echado de casa. Dice que he traicionado
su confianza, y con razón —dijo Dieter encorvado y con el
rostro crispado por el dolor—. Yo pensé que se alegraría. Que
estaría feliz de saber que yo era el padre y que podíamos
sacarte de modo definitivo de nuestras vidas. —Su voz se
quebró en un sollozó. Los intentos por controlarse lo hacían
parecer desencajado, con los nervios destrozados. Inés no
pudo evitar una oleada de compasión—. No me deja ver a mi
hija. Llevo diez días sin saber nada de ella y no quiere
comunicarse conmigo. Ha cogido un permiso por cuidado de
hijos y se ha borrado del mapa. Supongo que está en Göteborg
con su madre, pero no logro contactar. Hace unos días puse en
marcha la comunicación a través de abogados. No he tenido
respuesta hasta hoy.
Erik llevó el puño a su boca y dio pequeños golpes sobre
los labios. Inés permanecía inmóvil, horrorizada, junto a él.
—Dieter, lo siento. Siento mucho que hayas sido el
perjudicado en toda esta historia. Creo sinceramente que
Kjerstin está dolida y que busca hacerte daño —dijo con
precaución, no quería meterse donde no lo llamaban, pero
Dieter necesitaba un salvavidas, algo que arrojara sobre su
desesperación un poco de luz—. Tú mejor que nadie sabes que
es capaz de cualquier cosa cuando está cabreada. Dale un poco
de tiempo. Por mi parte —añadió, levantándose para apoyar la
mano en su hombro en gesto de apoyo y consuelo—, no puedo
hacer otra cosa que darte las gracias. Y sé que hablo también
por Inés cuando te digo que puedes contar con nosotros para lo
que necesites. Sería muy fácil para mí desligarme de todo este
asunto, ahora que ya está resuelto, pero si me necesitas para
algo, lo que sea, ahí estaré.
—Sí puedes. Devuélveme el favor que yo te hice, y
terminemos de una vez por todas este circo —rogó Dieter con
angustia—. Kjerstin no para de aferrarse a la primera prueba
que hicimos y está claro que el resultado es un error. Necesito
una muestra de tu ADN.
Erik lo miró con frialdad.
Ya no era su problema. Christine no era hija suya. Por fin
podría perderlos de vista a todos para siempre. Pero sabía que
no podía hacerlo. Ayudaría a Dieter. Tendría que hablar de
nuevo con el abogado, pero un plan comenzó a perfilarse en su
mente para acabar con todo aquello de una vez por todas.
—Lo haré, cuenta con ello. Lo haremos los dos. —Recordó
las palabras de Olivia y las del abogado—. Pero esta vez lo
haremos bien.
Frentes abiertos

Volvieron a casa en taxi. Nevaba de nuevo con fuerza y no


tenían ánimos para caminar. Se mantuvieron en silencio, tan
solo interrumpido por los balbuceos y gorgoritos de Magnus,
encantado de montar en coche. Erik paladeaba el alivio de
saber que Kjerstin desaparecería de su vida para siempre. No
le costaba nada colaborar para que Dieter y ella solucionaran
lo suyo, si es que tenía realmente solución.
—No puedo creerlo —dijo Inés tras quitarse las botas y
colgar el anorak en la entrada—. Pobre Dieter. ¿En qué estará
pensando esa… mujer?
Erik se encogió de hombros. Ahora los dos veían las cosas
desde otra perspectiva, no era un problema de ellos. Sacó a
Magnus de la sillita y lo dejó gatear sus anchas. No pudo
evitar sonreír al escuchar su gritito de alegría. Había pasado
varias horas en la silla o en brazos, sin poder moverse con
libertad.
—No lo sé, kjaereste. No sé muy bien que pensar. —Se
sentó en uno de los taburetes de la cocina mientras ella reunía
víveres para comer algo. Al final no habían tomado nada más
que un café y estaban muertos de hambre—. Pero tengo claro
que ahora Christine no es mi responsabilidad. Como tampoco
lo son las arremetidas de Kjerstin. Resolveremos esto como
debimos hacerlo desde un principio. Con una prueba ante
notario.
—Creo que habría podido llegar a quererla, ¿sabes? Como
si fuera mi hija de verdad —confesó Inés mientras cortaba los
tomates en rodajas. Esparció un poco de albahaca sobre ellos y
añadió unas lonchas de mozzarella—. Al principio, verla junto
a Magnus me generaba casi dolor físico. No podía ni respirar
—dijo riendo con tristeza. Erik la miró con seriedad—. Pero
después me di cuenta de que ella no tenía la culpa de nada y
que es una niña muy dulce.
—La niña es otro daño colateral de la maldad de Kjerstin.
No puedo creer que le haga eso a su propia hija —gruñó Erik
con el tenedor en ristre, dispuesto a devorar la ensalada—.
¿Me pasas pan? Me muero de hambre. Si tú me impidieras
estar con Magnus, creo que me volvería loco. Ahora entiendo
tanto a mi padre y cómo sufrió cuando mi madre lo
abandonó…
Inés se acercó a él para llevarle el pan y lo abrazó por el
cuello.
—Lo sé. Por eso he decidido que pasaremos las Navidades
en Chile, como habíamos acordado, pero volveremos juntos.
—La expresión de felicidad incrédula de Erik hacía que aquel
pequeño sacrificio valiese la pena. Recibió su gratitud en
forma de un beso apasionado que la reafirmó en su decisión—.
No me quedaré allí sola con Magnus. ¡Y no te dejaré solo a ti
por nada del mundo! —bromeó con la frente apoyada en la
suya, nariz con nariz, y una complicidad férrea.
La conversación se diluyó por otros cauces y Erik disfrutó
de eliminar esa preocupación soterrada de tener a Inés y a
Magnus lejos. De confirmar que no era el padre de Christine.
Pero cuando se metieron en la cama, agotados por todo lo que
había pasado, cuando Inés cayó en un sueño profundo, él no
era capaz de dormir.
La generosidad de la mujer que dormía a su lado no tenía
límites. Renunciaba una y otra vez a sus deseos, incluso a sus
necesidades, para consentir los de él. Una vez más, se
preguntó si sería capaz de retribuir su entrega con la misma
intensidad. Ella lo había sorprendido con su decisión. Quizá
era su turno de demostrar que él también era capaz de alguna
renuncia.

No tardaron en tener noticias de la abogada de Kjerstin. Inés le


recomendó que la ignorase olímpicamente, pero él sabía lo que
tenía que hacer. Escribió un correo electrónico con la más
exquisita educación y la mandó a la mierda, que era lo más
parecido a decir que la mandó a tratar directamente con su
abogado y que, en lo sucesivo, ni ella ni su cliente volvieran a
dirigirse a él o a su mujer.
No podía decir que estaba cerrado de manera definitiva,
pero al menos sí había sido capaz de desviar aquel frente hacia
su solución. O al menos eso esperaba.
El siguiente correo electrónico lo hizo soltar una
imprecación. Se había olvidado por completo del alumno de
ingeniería ambiental que había recomendado a los chicos de
Renergi. Leyó el cuerpo del correo y sonrió. Bien. A Inés le
iba a gustar que su protegido fuera aceptado por sus propios
medios. Se extrañó ante la petición de Karl Bauer, el director
de finanzas, de que lo llamase por teléfono cuanto antes.
—Hola, Erik —contestó el ingeniero al otro lado de la
línea. El estruendo de lo que parecía una ráfaga de aire
dificultaba la comunicación—. Te llamo por lo subrayado.
—¡No te entiendo nada! —se exasperó desde su oficina.
Apartó el móvil de su cara unos centímetros con disgusto—.
¿Qué dices de un subrayado? ¡Yo no he subrayado nada!
—En el dosier del proyecto hay unos párrafos subrayados y
pones a bolígrafo algo así como que parece una idea muy
interesante, al menos para tener en cuenta —dijo a gritos Karl.
De repente, se escuchó un portazo y el horrible ruido de fondo
desapareció—. Ahora sí. Me he metido en el coche. Estoy
revisando el nuevo parque eólico, que, por cierto, va genial.
Hemos investigado un poco más y nos parece más que viable.
Hemos realizado todos los trámites para participar y quería
avisarte de que estamos admitidos al concurso.
Erik se devanó los sesos tratando de localizar en algún
rincón de su mente lo que Karl le decía. Una luz iluminó su
cerebro y le dio la respuesta. Inés.
—¡Ya lo recuerdo! Es cosa de mi mujer, de Inés. Ella
revisó los documentos y le pareció que valía la pena echarle un
vistazo —dijo Erik, al darse cuenta de que hablaban sobre un
concurso estatal al que tenían que presentarse empresas de
renovables. El objetivo era dar servicio a los particulares y
negocios que aprovecharan las subvenciones y cambiar
energías fósiles por placas solares, energía eólica o geotérmica
—. ¿Cuándo darán los resultados?
—Erik, quiero que tengas en cuenta que somos muy
pequeños. Hay empresas aquí que son auténticos monstruos de
las renovables —advirtió Karl antes su entusiasmo desmedido
—. Casi no cumplimos los requisitos. Si no fuera por la
inyección de capital que nos dio tu parte, seguiríamos
poniendo placas solares en los chalés privados. Hemos podido
dar el salto a las grandes extensiones y avanzar mucho en
investigación, pero aquí estamos hablando de miles de
millones de coronas.
—No perdemos nada con presentarnos a este tipo de
concursos. Creo que tenemos calidad de sobra para competir
con las grandes y confío plenamente en vuestro trabajo. —
Karl se echó a reír con modestia al otro lado del teléfono—.
Cuéntame cómo nos va cuando salgan los resultados.
—De acuerdo. Dentro de unas semanas, te llamaré.
Colgó la llamada con la sensación de que ponía su gotita de
agua en la lucha contra el cambio climático. En disminuir su
huella de carbono, pese a la asiduidad con la que se montaba
en un avión. Cuando entró en el quirófano, Kolberg ya estaba
concentrado en el lavado de manos. Se ató la mascarilla sobre
el gorro y comenzó también el ritual.
—Te veo de buen humor, Thoresen. ¿Aún te dura el
espíritu vacacional? —bromeó Arne mientras escobillaba con
fuerza sus uñas con el jabón yodado.
—Aunque te parezca mentira, estoy de buen humor —
reconoció él. Abrió la esponja con cepillo y dejó correr el agua
desde la punta de sus dedos hasta sus codos—. Estoy pensando
en las Navidades. ¿Cómo soléis organizaros? —preguntó con
curiosidad.
—Es bueno que lo preguntes. Tu abuelo era muy estricto
con las tradiciones familiares y cerraba la clínica siempre para
Navidad. —Se echó a reír al ver la reacción de Erik, que lo
miró, incrédulo—. Dependiendo de cómo caiga, tenemos las
últimas cirugías el día 22 o el 23 y abrimos la primera semana
de enero. Es la ventaja de trabajar en la privada, Erik. Por eso
nunca quiso montar un servicio de Urgencias. Solo quirófanos
y consultas, solo actividad programada y preferente.
Erik rumió sus palabras. Si la clínica permanecía cerrada
durante quince días, no parecía descabellado que pudiesen
prescindir de él durante un mes. Quizá, más.
—Es el colmo, pero reconozco que me viene bien —
reconoció Erik, frotando con fuerza sus antebrazos para
cubrirlos bien de espuma—. Inés quiere pasar un tiempo con
su familia en Chile y no es un viaje para hacer por un par de
semanas. ¿Habría problema de que me marchase durante…
digamos un mes?
Kolberg soltó una carcajada franca y divertida y negó con
la cabeza. Levantó las manos con los dedos abiertos, con
cuidado de no tocar nada para no contaminarse.
—Erik, por lo que a mi concierne, tú eres el jefe aquí.
Puedes hacer lo que te dé la gana —dijo con tono jocoso
mientras el agua escurría por sus codos y mojaba el suelo—.
Reconozco que los días que no estás echo de menos operar
contigo. Tienes unas manos envidiables. Pero no te preocupes,
podemos sobrevivir sin ti.
Guiñó un ojo travieso por encima de la mascarilla y abrió
la puerta del quirófano con el trasero. Erik no tardó en
seguirlo. Quizá exageraba y sí podían pasar el verano en Chile.
Se relamió al pensar en la piscina de Farellones, en las
excursiones por la cordillera y en comer fruta que tuviera
sabor a fruta y no la mierda refrigerada que comían ahora.
Durante toda aquella mañana de cirugías, entretuvo a Ole con
historias del San Lucas y su vida allí.

A Inés no le quedó más remedio que coger el coche de Erik.


Caía tal nevada sobre la ciudad, que el transporte público era
un caos al recibir a la gente que normalmente se movía en
bicicleta o a pie. Estuvo tentada de saltarse la clase de ballet,
pero la responsabilidad férrea que le había inculcado Cecilia,
su antigua y muy exigente profesora, y las clases perdidas en
Tromsø, acabaron por vencer sus reticencias. Además, tenía
una misión muy importante: informar a Olivia de las últimas
novedades sobre Christine.
Se detuvo frente a la verja de hierro forjado montada sobre
pilares de piedra y, por arte de magia, el mecanismo
automático se abrió. Alzó la mirada hacia la cámara de aspecto
tecnológico que pivotaba sobre uno de los pilares, que
apuntaba hacia su coche. En algún lugar de la casa, no visible,
sabía que trabajaban dos vigilantes de seguridad. Olivia le
había dicho una vez que en la casa trabajaban seis personas.
Ella se había sorprendido porque jamás había visto más de
tres. Por supuesto, Olivia le aclaró muy digna que eran muy
discretos, y por eso trabajaban para ella. Saludó a la cámara
para agradecer el no bajarse con la que estaba cayendo.
—¡Mi niño precioso! ¡Mi bebé vikingo! —dijo Olivia nada
más verlos entrar. Inés ya no se enfadaba por el hecho de que
apenas reparase en su presencia. Se sorprendió al notarla más
delgada y frágil, caminando con ayuda del bastón—. Toma,
Inés. ¡Ven aquí!
Sujetó la vara negra con pomo de marfil con resignación,
pero Olivia se tambaleó por el peso de Magnus y volvió a
coger a su hijo.
—Soy una vieja, ¡qué desgracia! —dijo con su dramatismo
habitual—. Tomemos un té antes de que te vayas.
Dejaron a Magnus con Sigrid. Inés sonrió al ver que su
bebé se lanzaba a los brazos de la mujer loco de contento y
siguió a Olivia hasta el saloncito de su habitación.
—Abre un poco más los estores, a ver si entra un poco de
luz. Creo que tienes mucho que contarme —dijo con tono
conspirador.
En la habitación había cinco ventanales de al menos dos
metros; tiró del primer hilo de bolitas de aluminio y clavó la
mirada en ella.
—Confirmado. Christine no es hija de Erik.
—¡Aleluya! —exclamó, elevando los brazos al cielo en un
gesto que le recordó a Jana—. ¡Lo sabía! Mi instinto no me
falla —añadió con malicia.
—Me alegra saber que el mío tampoco. —Terminó de subir
los estores. Seguía nevando y la luz de la tarde era mortecina
—. Encenderé la luz, mejor.
—Acompaña a esta vieja con un té. Dime, ¿dónde vais a
pasar las Navidades?
Pero ¿qué obsesión tenía la familia de Erik con las
puñeteras Navidades? Tomó aire y no se enfadó. Bien.
—Iremos a Chile, Olivia. Mi padre aún no conoce a
Magnus y me gustaría pasar parte del invierno noruego allí —
explicó con toda la dulzura que fue capaz de reunir, teniendo
en cuenta que le rechinaban los dientes—. Un par de semanas,
al menos.
La mujer asintió. Echó tres terrones de azúcar a su taza de
porcelana y revolvió con la cucharilla de plata más reluciente
que Inés había visto en su vida.
—Lo entiendo. La familia es lo más importante y tú tienes
tu corazón dividido en dos. Solo dime qué quieres de regalo
para Magnus y dame alguna pista para el de Erik —dijo con
pragmatismo supino. Inés tuvo que cerrar la boca que se le
había quedado abierta. Qué mujer—. Para ti es más fácil y lo
tengo más o menos claro.
—Oh. Gracias, Olivia —balbuceó ella. La persona que más
difícil y espinosa le había parecido en el trato cuando llegó a
Noruega se transformaba en la amiga y aliada más
incondicional—. ¿Puedo pensarlo unos días? En cuanto
indague un poco, te daré ideas para el de Erik. Para Magnus,
había pensado en un pequeño ajuar para el Barnehage. Ya
sabes. Mochilita, bolsa de la merienda, baberos…
El rostro de la anciana se iluminó.
—¡Sí! Con su nombre bordado y todo a juego. Uhm. Sé a
quién encargárselo —comenzó a urdir en su mente y dejó de
prestarle atención. Inés aprovechó de beberse el té, ya tibio—.
Llegarás tarde a tu clase. Gracias, Inés. Has hecho a esta vieja
muy feliz.
Erik llegó a casa temprano, pero allí no había nadie. Con un
gruñido exasperado, leyó la nota de Inés sobre la nevera: «Me
voy a ballet, llegaré sobre las ocho». Se había olvidado por
completo. Echó un vistazo por la ventana. Al tener el trabajo
en el mismo edificio que la casa, había días que no salía de
allí. Pensó en ir a correr, pero la nevada arreciaba. Esperaba
que Inés no tuviese problemas con el coche. Menos mal que le
había cambiado los neumáticos a los tachonados con clavos de
acero antes de ir a Tromsø.
Tenía varios pendientes parpadeando en su correo
electrónico y pensó en bajar de nuevo a su despacho. En vez
de eso, se puso un pantalón corto y una camiseta y dedicó una
hora a entrenar. Aquel pequeño gimnasio había sido idea de
Inés y lo agradecía. Ella podía mantenerse en forma teniendo a
Magnus cerca y él tenía poco tiempo entre una cosa y otra. El
colmo de la comodidad.
Acabó por sentarse frente al ordenador tras darse una ducha
y puso música en el Spotify. Había dos correos que lo
preocupaban y por fin tenía tiempo para estudiarlos.
Uno era de su abogado.
El otro, de Bettina Maier y la contable. Asunto: El San
Lucas a remate.
Respiró hondo y clicó sobre el del abogado.
« Buenos días, señor Thoresen:
Tal y como quedamos, he esperado a tener alguna
información concreta que transmitirle antes de comunicarme
con usted.
He hablado con la abogada de la señora Rohde y ha
accedido a la realización de un arbitraje judicial. La idea es
hacer las pruebas de paternidad bajo cadena de custodia para
zanjar el asunto sin ningún tipo de dudas. De este modo, los
resultados hablarán por sí solos sin necesidad de mayor gasto
en dinero y tiempo».
—Bien. —Se sobresaltó al escuchar su propia voz. Ahora
hablaba solo, signo inequívoco de que se estaba volviendo
loco. Se forzó a continuar la lectura. Terminó de leer la
despedida breve en espera de instrucciones y contestó sin
pensarlo demasiado.
«Su estrategia me parece correcta. Agilice el asunto todo lo
posible para resolverlo este mismo mes.
Atentamente,
Dr. Magnus Erik Thoresen».
Dudaba mucho que pudiera arreglarse todo antes de que
terminara noviembre, pero se conformaba si quedaba zanjado
antes de su viaje a Chile. Después de hablar con Kolberg,
estaba cada vez más convencido de pasar allí todo el verano.
Dependería del arbitraje.
Echó un vistazo al reloj, Inés no tardaría en llegar. Le
tocaba hacer la cena, pero estaba agotado después del día de
cirugías y consultas y no le apetecía cocinar. La sorprendería
con comida tailandesa. Pedirían juntos los platos que más les
gustaban: Pad Thai, los rollitos frescos, el pollo en leche de
coco y el arroz con mango. Las tripas le chirriaron. Quizá
fuese mejor pedir ahora y que la comida estuviese allí cuando
llegaran.
No pudo evitarlo. El correo de Bettina destacado en negrita
en la segunda línea de la bandeja era demasiado importante
para ignorarlo. Soltó una maldición entre dientes y lo abrió.
«Hola, Erik. Espero que todos estéis bien.
Te escribo para contarte las últimas novedades. Los
americanos no van a inyectar más capital y el San Lucas está
en quiebra. La auditoría urgente que se encargó de revisar las
cuentas ha comprobado que lo que descubrimos en Cirugía
ocurría en todos los servicios. Un agujero de más de cien
millones de dólares en los últimos cinco años.
El culpable ya lo imaginaras: Pablo Becker y su pandilla de
advenedizos. Además de su mansión en La Dehesa, tiene una
casa en Pucón y otra en Petrohué, se han descubierto cuentas
en Panamá y Suiza y un parque móvil con doce automóviles
de lujo. Imagínate. Le han embargado todo lo que han podido,
pero, aun así, el hospital no se salva. Ese dinero ha alcanzado
para pagar las nóminas que se debían, pero el juez ha
decretado remate judicial. Los americanos cierran el
chiringuito y nos vamos todos a la calle.
Solo puedo decirte que tuviste olfato al marcharte, ¡ojalá te
hubiera hecho caso cuando me advertiste de que todo tenía
pinta de explotar!
En fin. Solo quería contarte el final de todo este asunto.
Transmítele todo mi cariño a Inés y a tu bebé. ¡A ver si
mandas una foto para que podamos conocerlo!
Un abrazo enorme desde la otra punta del mundo,
Bettina».
—Svarte Helvete…
Se recostó en el sofá con la sensación de que quizá podría
haber hecho algo. Darse cuenta en la auditoría de lo que
pasaba delante de sus narices, escuchar más cuando las
enfermeras se quejaban de la falta de material en los
quirófanos. Deslizó los dedos sobre las distintas texturas de los
cojines e intentó pensar en algo que pudiera confortarla un
poco. Marcó el comando de «responder», pero dejó el cursor
parpadeando. ¿Qué podía decirle?
Cualquier cosa que escribiera serían palabras vacías para
ella. Iba a perder su trabajo de más de veinte años. Pensó en su
hijo, un chaval educado y agradable. Y era una buena
enfermera. No. Era una enfermera formidable. Quizá podría
convencerla de trabajar para él en Noruega. Rio entre dientes
ante su ocurrencia. Bettina era una institución en los
quirófanos del San Lucas, no podía imaginarla en otro lugar.
¿Qué pasaría con Dan? ¿Con Mario, que terminaba en
diciembre el último año de residencia? ¿Con Guarida? Hizo un
repaso de todo el personal de quirófanos: enfermería,
auxiliares, celadores. Eran gente buena. Con sus más y sus
menos, pero no se merecían acabar así.
—No es mi puto problema —dijo mientras cerraba la tapa
del portátil con un manotazo.
Extrañas motivaciones

Magnus estaba insoportable. Rabiando por salir a la calle.


Llevaban una semana bajo el peor temporal de nieve que se
recordaba en Oslo desde los años cincuenta. Hasta Erik,
acostumbrado al clima polar ártico de Tromsø, alucinaba con
la crudeza de aquel otoño. Inés se había rendido a la
comodidad del coche para sus idas y venidas, pero también
evitaba salir sin motivo. Los tres se recluyeron en casa e
intentaban matar los tiempos muertos con juegos en familia,
alguna que otra siesta y un abuso poco saludable de Netflix e
internet.
El burbujeo seguido de la melodía pegadiza de las llamadas
por Skype los sacó de la duermevela en la que estaban en el
sofá. Los dos se miraron, sin moverse.
—¿Quién va?
—¡Seguro que es para ti! A mí no me llama nadie a estas
horas —rezongó Inés sin querer levantarse.
Erik soltó un gruñido, retiró la manta con un gesto brusco y
se levantó a comprobar el portátil sobre la mesa. El avatar de
un hombre con cara de nerd y unas gafas que podían haber
sido de Olivia lo hicieron reír.
—¡Inés! Es para ti. Arne, tu profesor de noruego.
Qué raro. Se suponía que tras el Bergenstest quedaban
liberados de más clases. Recordó que había suspendido y se le
vino el mundo abajo. Qué mierda.
—¡Hola, Arne! ¿Sobrevives al mal tiempo?
El hombretón se echó a reír al otro lado de la pantalla.
—Nosotros, los vikingos, no sabemos lo que es el frío. —
Inés reprimió una carcajada. Era un cincuentón afable con
pinta de ratón de biblioteca que no encajaba en el papel de
Ragnar Lothbrok—. ¿Te han llegado ya los resultados por
correo del Bergenstest?
—Sí, tengo el sobre por aquí. —Echó un vistazo rápido a la
nevera, donde lo había crucificado con un par de imanes de las
islas Lofoten—. Ni siquiera lo he abierto.
El profesor hizo un aspaviento impaciente al otro lado de la
pantalla.
—¡Ábrelo! ¡Vamos!
Se levantó con un gran suspiro. Intentó ignorar la expresión
de felicidad de su profesor mientras rasgaba el papel y sacaba
el folio.
—Escrito: suspendido. Oral: aprobado con méritos. —Se
encogió de hombros y lo puso de manera que pudiera verlo a
través de la cámara—. Tengo que repetir el escrito igual —dijo
abatida. Si no hablaba de ello era capaz de mantener el tema
en una cápsula al fondo de su cerebro, pero cada vez que lo
mencionaban sentía las mismas ganas de llorar y la frustración
por todo el esfuerzo invertido que cuando se lo anunció la
primera vez.
—¡No hace falta, Inés! Con el oral ya puedes homologar tu
título. Los sanitarios necesitan aprobar la parte de
conversación y expresión hablada por su trabajo, y tú lo has
hecho con méritos —anunció feliz y orgulloso—.
¡Enhorabuena!
Inés se rascó la punta de la nariz en un gesto nervioso en un
intento de comprender.
—Pero ¿qué pasa con el escrito? Es un suspenso como una
casa —reconoció al ver los porcentajes. No había estado ni
cerca.
—Deberías intentarlo en la próxima convocatoria, ¡y no
dejar nunca una pregunta en blanco! —dijo con un dedo índice
aleccionador—. Sé que necesitas un descanso, pero en enero
deberías volver a clases para preparar el examen. ¿Cuento
contigo?
Inés sonrió, feliz. Alzó la mirada hacia Erik, que tenía en su
rostro una sonrisa casi imperceptible y los ojos brillantes. No
hizo ningún aspaviento, pero sabía que estaba orgulloso, que
se alegraba por ella. Le dio un beso en la frente y desapareció
hacia el piso de arriba, suponía que a comprobar que Magnus
estuviera bien.
—Cuenta conmigo. No sé exactamente cuándo volveré de
pasar las vacaciones con mi familia, pero, a más tardar, a
mediados de enero, allí estaré.
Cortó la llamada, cerró el portátil y se quedó inmóvil
durante un instante en el sofá.
Había aprobado. No pudo evitar una sonrisa que se
ensanchó más y más.
¡Había aprobado!
—¡He aprobado! —gritó al fin con los brazos al aire. Se
dejó caer de espaldas en el sofá con los ojos cerrados,
saboreando el momento.
—Enhorabuena, liten jente. Merecías sacarlo, así que… —
Se acercó con una botella de Moët Chandon con el cristal
verde perlado de hielo y un par de copas estilizadas—. Vamos
a celebrarlo como te mereces. Encima de la mesa de la cocina
hay algo para comer, ve a buscarlo mientras abro el champán.
Inés salió disparada con un gritito de triunfo hacia la cocina
y sonrió al ver la caja de bombones belgas. Ya casi era hora de
cenar, de modo que los puso en una bandeja, lavó unas
frambuesas y unos arándanos, puso unas servilletas y dos
platitos, y volvió al salón.
Erik la recibió con la copa burbujeante casi hasta el filo.
—Enhorabuena, noruego parlante. —Brindaron con un
toque musical del cristal y bebieron un buen sorbo. Sabía a
celebración, a lujo y elegancia—. Y ahora, ¿cuál es el plan?
Se sentaron de nuevo en el sofá e Inés frunció el ceño
mientras revisaba el calendario en el móvil. Mediaba
noviembre, que pese a tener solo treinta días, siempre se le
hacía eterno.
—Odio el otoño —dijo con convencimiento. Erik se echó a
reír ante la rotundidad de su sentencia—. ¡Qué ganas tengo de
que sea Navidad! Había pensado en que nos marchásemos en
cuanto pase el arbitraje. —No pudo evitar estremecerse y por
un momento la euforia del momento se desvaneció—. Y
volver después del día de Reyes, el seis de enero. ¿Te parece
bien?
Erik hizo un gesto despreocupado con la mano. Cogió un
bombón y se le metió en la boca.
—No hay prisa, liten jente. Me refería ahora que has
aprobado el examen.
—Acabo de decirle a Arne que intentaré reincorporarme a
las clases en enero, pero la prioridad está en hacer las
prácticas. —Soltó una carcajada divertida—. Treinta años y
volver a ser interna. Vaya panorama. Pero no importa. Con tal
de ver pacientes y ayudar, como si tengo que ver viejecitos
pluripatológicos. Me conformo con usar el fonendoscopio.
Erik la estudió mientras hablaba. Lo echaba de menos. Con
la misma intensidad que él necesitaba entrar a quirófano y
tener un corazón entre las manos. Volvió a sentir que no estaba
a la altura del amor que Inés sentía por él. De los sacrificios
que había hecho, de todo lo que aún estaba dispuesta a hacer.
La dejó desvariar sobre posibilidades en urgencias, en
medicina ambulatoria o en una consulta. Doce años eran
mucho tiempo para renunciar a ellos así como así. Tenía que
hacer algo. Solo que no tenía ni idea de qué.

Antes de lo que esperaban, teniendo en cuenta las trabas que


Kjerstin ponía para llegar al más mínimo entendimiento, llegó
el día del arbitraje. Erik agradeció que lo hicieran antes de
diciembre. Llevaba días dándole vueltas una y mil veces a lo
que ocurriría en ese juzgado. Inés se arreglaba a su lado, con
Magnus gateando entre ellos en busca de un poco de atención.
Se había empecinado en acompañarlo.
—Kjaereste, no hace falta que me acompañes. ¿De verdad
crees que es el mejor sitio para llevar a Magnus? —preguntó
por enésima vez desde que conocieron la fecha de la citación
—. No sé cuánto tiempo nos va a llevar esto, es mejor que os
quedéis aquí.
Inés negó con vehemencia. Vestía un pantalón gris de tartán
con rayas finas negras y blancas, y tenía en las manos un
jersey negro y otro blanco, sin acabar de decidirse por
ninguno.
—Ni hablar. Yo tengo que estar ahí. Quiero escuchar en
persona lo que dice la abogada de Kjerstin y los argumentos
que usan —dijo Inés sin dejar espacio a la discusión—. Creo
que me pondré el negro, es de cuello de cisne e iré más
abrigada.
Terminó de ponerse la prenda y Erik sonrió al verla
mientras adornaba sus orejas con sus pequeños brillantes.
—Está bien, Inés. Solo lo decía por evitarte un mal rato. Y
Magnus se va a aburrir con toda seguridad —dijo, preocupado,
mientras ella lo ponía en la silla de paseo—. Espero que no
arme ningún escándalo.
Ella se quedó inmóvil por unos segundos y le lanzó una
mirada suspicaz.
—Erik, parece que no quieras que vaya. Si es así, prefiero
que me lo digas de frente. —Inés lo taladraba con esos ojos
grises e implacables que parecían ver a través de él—. No
quiero molestarte ni que estés nervioso.
Erik hizo un gesto de fastidio.
—No es eso, no me molestas en absoluto. Es solo que… —
Se tomó un momento para destilar bien lo que pensaba—, no
quiero que Kjerstin te haga daño. No quiero que lo que ocurra
allí te toque. Ya lo has pasado suficientemente mal.
Inés bajó la guardia y toda tensión entre ellos se disipó. Lo
abrazó y lo atrajo hacia sus labios sujetándolo por la nuca. Lo
besó con decisión para poner punto final a la pequeña disputa
y empujó la silla hacia la puerta de entrada.
—No te preocupes por mí. En este tiempo he aprendido a
manejar sus ataques. Nada de lo que haga conseguirá
sorprenderme —dijo Inés con pleno convencimiento—. Tengo
que estar contigo y apoyarte. Es lo mínimo que puedo hacer.
Estar ahí.
El Palacio de Justicia, el Oslo Tinghus, era una mole de
granito gris de diseño postmodernista que otorgaba severidad
al centro de la ciudad.
—Parece un edificio de la Rusia comunista, pero con las
ventanas un poco más grandes —murmuró Inés, alzando la
vista hacia la estructura rectangular que partía en dos el
edificio—. Le viene al pelo ser la sede de los juzgados. Uhm.
Huele a rollos de canela.
Erik asintió, notaba que el vacío instalado en su estómago
se hacía más profundo e intentó serenarse. Según su abogado,
sería un mero trámite. No había nada que temer.
—Hay una cafetería Stockfleths a la vuelta de la esquina,
después de que acabe esto, tomaremos algo allí.
Su impresión cambió por completo al ver la amplitud del
interior. El techo de la zona central del vestíbulo se alzaba
hasta la parte más alta del edificio, y las líneas sencillas y
diáfanas de las puertas y escaleras hacían resaltar la belleza de
la mezcla de maderas, acero y cristal.
Subieron en el ascensor hasta la segunda planta y buscaron
la sala adjudicada. Su abogado ya estaba allí, con una tableta
electrónica sobre la mesa y trajeado de manera impecable. Se
estrecharon las manos y Erik presentó a Inés y a Magnus en
unas pocas palabras.
—Tienes que sentarte aquí, en la mesa frente al estrado.
Hemos tenido suerte, la jueza que arbitra nuestro caso es una
mujer inteligente —informó en voz baja a Erik, que se movió
hasta colocarse a su lado. Inés lo confortó con una mirada de
apoyo y se sentó en el primero de los bancos corridos de atrás
—. Vendrán algunos observadores y mis procuradores y
becados de la firma. De la otra parte imagino que harán igual.
Kjerstin y su abogada entraron en ese momento, entre las
personas que se acomodaban a uno y otro lado de la sala. Inés
le hizo un gesto neutro de saludo con la cabeza, ella no
respondió. Sí se acercó a Erik e intercambiaron apretones de
mano formales y más bien fríos. Una mujer uniformada entró
desde una puerta casi imperceptible en el entarimado de
madera de las paredes y anunció a la jueza. Todos se pusieron
de pie.
—Buenos días. Siéntense —dijo la mujer con un gesto
nervioso de la mano. Con cara de fastidio y un rictus duro en
sus labios, abrió el dosier sobre su mesa elevada—. Estamos
aquí para el arbitraje entre la señora Kjerstin Rohde y el señor
Erik Thoresen en relación a la paternidad biológica de la niña
Christine Rohde. —Alzó la mirada hacia los abogados con las
cejas delineadas enarcadas en dos arcos perfecto—. ¿Alguna
pregunta o duda hasta aquí?
—No, señoría —se apresuró a contestar la abogada
mientras se ponía de pie al tiempo que blandía un folio
impreso—. Queremos dejar constancia los motivos por los que
se plantea este arbitraje y aportar como prueba el documento
que acredita que el señor Thoresen es el padre.
Inés percibió cómo Erik cuadraba los hombros. Las venas
de su cuello se dilataron. Su cuerpo irradiaba una hostilidad
manifiesta, pero ella posó con disimulo una mano en su
hombro desde atrás. Apretó los dedos con suavidad. Quería
trasmitirle calma. El abogado se puso de pie con parsimonia y
utilizó un tono reposado y grave en contraste con la estridencia
aguda de su contrincante.
—Señoría, no presentaremos pruebas. Esperaremos a su
requerimiento.
La jueza lo miró sin moverse durante unos segundos, como
si esperara a que añadiese algo más, pero el hombre se sentó.
Inés notó una punzada de preocupación. ¿No estaría dejándose
apabullar por la estrategia de la abogada de Kjerstin? No
entendía por qué no presentaba las dos pruebas de paternidad
que confirmaban a Dieter como el verdadero padre.
—Muy bien. No quiero más declaraciones por ninguna de
las partes —dijo al fin la mujer cerrando la carpeta con gesto
decidido—. Esto tiene muy fácil solución. Se citará a los
implicados, incluido el otro candidato a padre de la criatura,
para una extracción de ADN con cadena de custodia en el
Laboratorio Forense. Los resultados se leerán en esta misma
sala. ¿Algo que objetar?
—Mi cliente quiere hacer una petición —dijo el abogado
de Erik en el mismo tono calmado. La jueza hizo un gesto de
impaciencia con la mano—. Dada la cercanía de las fechas de
Navidad, y las consecuencias sensibles del resultado sobre las
familias implicadas —explicó con suma precaución. La mujer
parecía cabrearse con cada palabra—, ruega que las pruebas se
realicen lo antes posible, así como la entrega de resultados.
—Muy bien, muy bien. Intentaremos resolver todo este…
dilema antes del 15 de diciembre. —Se inclinó sobre la mujer
uniformada y le dio unas órdenes ininteligibles junto con la
carpeta—. ¿Algo más que objetar?
—No, señoría —contestaron al unísono los dos letrados.
Esta vez, la pregunta había sido un latigazo.
—Se levanta la sesión.

Nada de martillazo dramático, nada de salida efectista de la


jueza. De hecho, la jueza se quedó allí revisando otros papeles
mientras la policía abría la puerta de salida e instaba a todos a
salir. Erik e Inés, junto con Magnus en la silla, que no había
dicho ni pío y se entretenía mordiendo un trozo de pan,
rodearon al abogado en el pasillo.
—¿Esto es todo? Tenemos que esperar a que nos citen a dar
el ADN, ¿y ya está? —dijo Erik, sorprendido de la celeridad
con que todo se había desarrollado. No habían estado en la
sala ni media hora.
—Sí. La jueza tendrá casos más importantes entre manos y
querrá resolver esto lo antes posible —informó el abogado,
que estrechó sus manos para despedirse según hablaban—.
Señor Thoresen, esté atento por si la citación llega a su
domicilio en vez de a mi despacho. Avíseme lo antes posible si
es así. Yo haré lo mismo en caso contrario. Nos vemos pronto.
—¡Un momento! —lo detuvo Inés. Necesitaba resolver la
duda—. ¿Por qué no se han presentado las pruebas de
paternidad de Dieter? Pensaba que el resultado jugaría a
nuestro favor.
El abogado despachó la afirmación con un gesto de
desagrado.
—Esas pruebas se han realizado sin el consentimiento de la
madre, no conviene involucrarnos en el problema que ella y su
marido tengan por ese motivo —explicó el abogado como si
fuera lo más obvio del mundo—. Pero nos sirven para
enfrentar con seguridad el arbitraje. No se preocupen. La jueza
fallará a su favor —explicó con una sonrisa enigmática. Y se
marchó con prisas, sorteando a las personas que transitaban
por el pasillo.
—Qué hombre tan aséptico. Todavía no sé si la vista ha ido
bien o ha ido mal —dijo Inés, riendo. Erik empujó la silla de
Magnus, que comenzaba a impacientarse por la inmovilidad.
En cualquier momento empezaría la batalla de gritos—. Es
temprano, ¿qué hacemos?
—Vamos por ese rollo de canela. Y necesito un café. Esta
mañana no me entraba nada.
Salieron a la calle. Había dejado de nevar. Un sol grisáceo
intentaba calentar el mediodía efímero escandinavo e Inés se
estremeció de frío. Pese a llevar un anorak hasta las rodillas
acolchado con material técnico y plumas, el contraste entre la
calidez del interior de los juzgados y el frío cortante de fuera
era brutal. Se refugiaron a toda prisa en el local.
—Cómo echo de menos la primavera chilena, ¿te acuerdas
de lo bonito que se ponía todo en Farellones? —dijo Inés con
un suspiro mientras se despojaba de las prendas de abrigo.
Erik hacía lo mismo con Magnus—. La nieve todavía no se
habrá derretido en la cordillera, pero nuestros frutales ya
estarán en flor. ¿Habrán sobrevivido las manzanas este año? El
pasado tuvimos una buena cosecha. Todavía nos queda
mermelada.
Erik estaba con la cabeza en otra parte. Si no sabían
exactamente cuándo sería la citación, no podían reservar los
vuelos para pasar la Navidad en Chile. Por otro lado, Inés
había cambiado de opinión y quería volver a clases de noruego
en enero para presentarse al examen en abril. Quería avanzar
en las cirugías pendientes para no sobrecargar a Kolberg en la
clínica, pero necesitaba días libres para acudir al juzgado.
Empezaba a sentir que no tenía control sobre ningún aspecto
de su vida.
El sonido estridente de su teléfono móvil lo sacó de su
ensimismamiento. No sabía cómo, pero sobre la mesa había
dos bollos de canela y dos cafés. Inés partió un trocito y se lo
ofreció a Magnus.
—Thoresen.
—Erik, ¡llevo llamándote toda la mañana! ¡Qué hombre
más difícil de pillar al teléfono! —dijo una voz entusiasmada
entre la algarabía de lo que parecía una celebración—. Tienes
que venir a la empresa. Ahora. No tardes. Tráete a Magnus y a
Inés.
Erik frunció el ceño y miró un segundo la pantalla de su
móvil, era Karl, el director adjunto de Renergi. Una sensación
de vértigo expectante se apoderó de él y su corazón comenzó a
latir a toda velocidad.
—¿Ya han salido los resultados del concurso estatal?
—No voy a decirte nada. ¡Tienes que venir!
Y colgó. Erik se quedó con cara de gilipollas. Inés tuvo que
darle golpecitos con el índice en el antebrazo para que volviera
en sí.
—Eh, grandullón. Que te estoy hablando hace rato. ¿Se
puede saber qué ha pasado para que pongas esa cara? —dijo
Inés a medias divertida y enfadada—. Estás en la luna desde
que te levantaste esta mañana.
Se metió el rollo de canela a la fuerza en la boca. Masticó a
toda velocidad y se escaldó el esófago porque no le había dado
tiempo a que se templase el café. Inés lo miraba alucinada
mientras picoteaba del dulce y le iba dando trocitos a un
Magnus que se relamía esperando cada bocado. Ni siquiera
había empezado su cappuccino.
—Tenemos que irnos. Ha pasado algo importante en
Renergi. —No. No era posible que hubiesen ganado. Eran
muy pequeños en comparación con las grandes
multinacionales de renovables que seguramente habían hecho
también la solicitud—. Soy el otro director adjunto, así que
vamos. Llévate el bollo para el camino y pide que te pongan el
café para llevar. Nos vamos.
Inés no conocía la sede de la Renergi. Energía limpia, era
un buen nombre para una empresa de renovables. Estaban
ubicados en la primera planta de un edificio moderno en las
afueras del este de Oslo, en la zona denominada Vulkan.
Contempló alucinada la mezcla de edificios industriales y
viviendas, con zonas verde extensas y abiertas, en la ribera del
río Akerselva.
—Mira. ¿Ves eso? —señaló mientras conducía por un
viaducto que mostraba un panorama envidiable del barrio—.
Es un centro de energía con pozos geotermales. La empresa
que los gestiona es una de nuestras competidoras.
Una especie de domos acristalados de color cobre que
emitía un sutil vapor de agua destacaba en una plaza rodeada
de construcciones modernas. Entraron en el aparcamiento del
edificio y Erik aprovechó para conectar el coche al enchufe
eléctrico mientras Inés preparaba a Magnus.
—Menuda juerga tienen montada —dijo Erik al llegar.
Abrió la puerta de cristal para que Inés pasara y la música de
Queen, We are the Champions lo hizo pensar que habían dado
el campanazo.
La oficina, un enorme espacio central con mesas con
ordenadores de última generación, grandes tablones con
máquinas de diseño industrial y aparatos cuya función
desconocía, estaba de bote en bote. Hombres y mujeres
jóvenes, algunos con bata, otros vestidos de manera informal,
se servían bebidas en vasos blancos de papel y pasaban
bandejas con pequeños sándwiches de mano en mano.
Distinguieron a Karl entre ellos y Erik le hizo un gesto para
llamar su atención. Inés contemplaba todo como si
perteneciera a otro planeta. ¿Qué estaba pasando?
—¡Hola, hola! Erik, Inés. —Los abrazó a ambos con fuerza
y parecía un poco achispado. Inés reprimió una carcajada. En
los casi diez meses que llevaba en Noruega, jamás había visto
semejante efusividad—. Vamos a mi despacho, estaremos más
tranquilos. ¡Esto es una locura!
Erik intercambió una mirada rápida con ella, también
divertido por toda la situación. Magnus agitó sus bracitos y se
giró hacia la fiesta, protestando por perderse el jaleo, pero
entraron en una de las oficinas de los laterales y se amortiguó
un poco la algarabía.
—¿Entiendo que hemos ganado el concurso? —dijo Erik
con expresión escéptica. Se sentó en las sillas modernas y muy
cómodas, pero el hombre permanecía de pie, moviéndose
como una peonza—. Me dijiste que sería muy difícil
conseguirlo.
—Pues sí. Los primeros. ¡Los primeros de la lista! —
respondió el ingeniero como si le hubiera tocado el
Euromillón, con el tono estridente, casi chillando, y sin parar
de gesticular—. Nos ha beneficiado ser una empresa cien por
cien noruega, sin capital extranjero y situada aquí. ¿Te das
cuenta?
Inés no pudo evitar soltar una risita. Erik enarcó las cejas y
se cruzó de brazos.
—Enhorabuena. Supongo que esto le irá bien a la empresa.
Karl lo miró como si tuviese delante un extraterrestre. Se
paró frente a él, posó las manos sobre sus hombros y exhaló un
enorme suspiro.
—Erik, ¿por qué no estás más contento? Ahora mismo,
puedes tener la seguridad de que te vas a convertir en uno de
los hombres más ricos de Europa —dijo lentamente, como si
le hablase a un niño pequeño—. Arriesgaste tu capital al
apoyar una empresa pequeña y que estaba empezando, y
ahora… ¡tienes tu recompensa!
—Veamos, pero si esto acaba de salir. Imagino que será
rentable, pero en un largo plazo. Medio, si me apuras —
replicó Erik, sin alcanzar de entender. Echó un vistazo a Inés,
pero ella se encogió de hombros con cara de estar entendiendo
la mitad de la conversación—. Tendremos que ir con pies de
plomo, valorar bien cada proyecto…
—¡La resolución del concurso y el nombramiento vienen
acompañados de más de doscientos proyectos! —Lo zarandeó
para que por fin entendiera. Inés pensó por un momento que
Erik le soltaría un puñetazo, porque no le hizo nada de gracia
—. ¡Doscientos proyectos por los que nos pagan un adelanto
de veinte mil millones de coronas! ¡Y tú tienes la mitad de la
participación! ¿Es que no te das cuenta?
Magnus empezó a elevar la intensidad de sus quejas. Inés
se retrajo de aquella conversación, en las que los millones de
coronas y los megaproyectos se mencionaban como si fueran
habichuelas, y se agachó junto a su hijo. Un aroma más que
sospechoso la hizo arrugar la nariz.
—¿Dónde hay una cuarto de baño con cambiador? —dijo
Inés, interrumpiendo con cara de circunstancias y en español
el intercambio entre ellos.
—Tienes baños en la entrada y al final del pasillo. ¿Quieres
que vaya yo?
Ella rechazó su ofrecimiento y condujo la sillita fuera del
despacho.
Karl seguía saltando a su alrededor como si fuera un
monito de feria. Se estaba poniendo frenético. No paraba de
hablarle de ampliar las oficinas, de comprar el edificio entero,
de abrir sedes en Trondheim, en Tromsø…
—¡Para, para, para, para! —Tuvo que repetirlo varias veces
hasta que el hombre por fin se serenó—. Siéntate, déjame ver
el documento y explícamelo por partes.
A medida que el ingeniero desgranaba las implicaciones de
haber ganado aquel concurso, Erik notaba que una intensa
sensación de vértigo se apoderaba de él. Era mucho dinero. No
dinero obsceno para gastar en un coche de lujo, o una mansión
en Las Bahamas o un viaje para dar la vuelta al mundo. Dinero
que suponía una enorme responsabilidad. Él había invertido la
herencia de sus abuelos pensando que así estaría seguro, haría
algo bueno por el planeta y lo dejaría en manos de
profesionales. Ahora, ese patrimonio se transformaba en un
capital infinitamente mayor. Tuvo que concentrarse en respirar
durante algunos minutos.
—En resumen —dijo Karl para aterrizarlo de nuevo a la
realidad—. El 49% de las ganancias es tuyo. El resto, se
reinvertirá en Renergi. Eso tras sufragar los gastos de los
proyectos, claro. Ya sabes cómo va. Aun así, es una tremenda,
enorme, monumental cantidad de dinero. Para comprarte una
isla entera en Dubái si te da la gana.
Las ideas que realmente cambian el mundo son
confluencias de muchos pensamientos. Necesidad,
oportunidad, una pizca de suerte y la capacidad de atrapar al
vuelo un destello fugaz que puede modificar el curso del
futuro y de la propia historia. Se echó a reír con la ocurrencia
de Karl. Apoyó los codos en la mesa, cruzó las manos y clavó
los ojos azules en él.
—No. Una isla no me interesa. ¿Qué hay de un hospital?
La isla de Dubái

Erik acudió a los pocos días a la Clínica Forense para facilitar


las muestras de ADN. Un mero trámite frente a un policía que
raspó su mucosa yugal de manera bastante desagradable, selló
los hisopos en unos tubos de plástico y los precintó en un
sobre negro. No coincidió con Dieter. Tampoco con Kjerstin,
que suponía acompañaría a Christine para la extracción.
Aunque alcanzó a ver dos sobres, uno azul y otro rojo, iguales
al suyo, en una caja de poliespán.
Pero aún no tenían noticia de cuándo leería la jueza los
resultados, y los nervios de Inés aumentaban por momentos.
Los últimos días le costaba descansar por las noches y se había
quedado dormida una tarde que le tocaba clase de danza.
Olivia la había despertado con una llamada telefónica, bastante
ofendida, porque no la había avisado y tenía muchas ganas de
ver a Magnus. Pensó en llevarlo de todos modos, pero prefirió
quedarse en casa porque además hacía de nuevo un tiempo
infernal.
Abrió la tapa del portátil y buscó el contacto de su madre
en Skype. Activó la videollamada, pero no contestó. Hizo lo
mismo con Loreto, pese a que su estatus decía «no
disponible». Nacha tampoco. Ni Alma. Ni Dan. Ninguno de
sus contactos. Vaya.
Miró la hora, hizo el cálculo y se dio cuenta de que en
Chile no serían más de las siete de la mañana. Estarían
levantándose y en lo que menos estarían pensando es en
consolarla por el mal día que estaba teniendo.
Acabó por llamar a Maia por WhatsApp. Necesitaba
escuchar una voz amiga. Erik había ido a jugar al hockey y
estaría sola hasta la hora de la cena. El rostro atractivo y
rodeado de una orla de piel, atravesando una tormenta de
nieve, apareció en la pantalla.
—¡Hola, Maia! —dijo con alegría y alivio. Se estaba
transformando en una ermitaña que sufría síndrome de
privación por socializar de manera normal—. ¿Cómo va todo?
—¡Hola, Inés! —Casi no se escuchaba por la ventolera.
Caminaba por la calle, y de pronto se hizo silencio—. Acabo
de entrar en el despacho. ¡Cuánto tiempo! ¿Cómo van las
cosas por Oslo?
Se sintió un poco culpable. Había evitado llamarla tanto a
ella como a Jana para que no siguieran presionándola con el
tema « Navidad » .
—Todo bien. Supongo que Erik te mantiene al día del
arbitraje con Kjerstin. Ya han recogido las pruebas y estamos
en espera de que nos llamen por los resultados, pero aún no
sabemos nada —dijo Inés a la carrera, contagiada de la
celeridad e ímpetu de su cuñada—. Yo estoy bien, intentando
estudiar un poco, pero sin ninguna gana. Fuera hace un tiempo
horrible y no me apetece nada salir.
Maia soltó una carcajada al otro lado del teléfono. Se había
quitado la cazadora mientras hablaban y ahora lucía un jersey
de angora de color rosa palo y se fijó en que estaba
maquillada. Ofrecía una imagen muy profesional. Ella seguía
con los leggins y la camiseta manga larga de Erik que se había
puesto tras levantarse de la cama.
—Inés, ¡no puedes dejar que el mal tiempo te deje clavada
en casa! ¡Tienes que moverte! Sé que cuesta, pero si esperas a
que lleguen los días de sol, te pasarás de septiembre a mayo
sin salir de casa. —Ella asintió. Sabía que tenía razón y su
parte más racional repetía una y otra vez que debía sacar a
Magnus, aunque fuera ir a dar un pequeño paseo al parque
Frøgner—. ¿Dónde está el vikingo bebé? ¡Me muero por
verlo!
Magnus pareció escuchar a su tía, porque en cuanto Inés se
acercó a la cuna donde dormía, abrió sus enormes ojos azules
y sonrió soñoliento con ese sortilegio de hoyuelos y mofletes
que hechizaba a quien lo miraba.
—¡Hola, pequeño! ¡Hola, bebé! ¡Qué grande estás!
Inés enfoco a Magnus en la pantalla y se desconectó
mientras Maia le ponía caritas y hasta le cantaba canciones, y
Magne respondía en su lenguaje misterioso de sílabas y
gorjeos. Miró al exterior y el gris oscuro casi negro de la tarde
estaba tachonado de copos de nieve gruesos como cerezas. Un
enorme bostezo abrió su boca de par en par y sintió
tentaciones de echarse de nuevo a dormir.
Al final Maia se despidió porque tenía la última reunión
con un cliente, y se tiró todo lo larga que era sobre la cama con
Magnus a su lado. Debería subir a la sala de juegos y coger
alguno de los juguetes educativos que ayudarían al desarrollo
de su bebé, pero lo único que quería hacer era envolverse en la
manta de lana y dormir una semana. Magnus intentaba llamar
su atención gateando sobre ella y con golpes de sus pequeñas
manitas.
Acabó por levantarse. Tenía que hacer algo. Se estaba
transformando en un zombi.
Abandonó la habitación con Magnus con idea de ir a la
sala, pero la puerta del cuarto de baño con bañera de
hidromasaje estaba entreabierta y cambió de idea. Quizá era
eso lo que necesitaba. Su ritual intensivo de belleza.
Cuando Erik llegó, se sentía como si flotara en una nube de
algodón, envuelta en un pijama de pantalón y chaqueta de seda
de corte masculino.
—Uhm. Hueles genial. Hueles a verano. Hueles a como
solías oler antes. —Hundió la nariz en la base de su cuello y
luego en su pelo con los ojos cerrados e inspiró con fruición
—. Me gusta este olor.
Inés se encogió presa del deseo que nació por su contacto y
las cosquillas, y lo apartó entre risas.
—¡Pues tú hueles a tigre! Veo que has sudado en el partido
—dijo al ver el pelo revuelto y aún húmedo de Erik—. Date
una ducha, prepararé algo de cenar.
Aquel contacto breve la había excitado. Mucho. Preparó la
cena de Magnus un poco antes de lo habitual y también le dio
el pecho. Sí. Lo estaba embutiendo adrede. Esperaba que se
quedara dormido pronto. En las últimas semanas, podían
contar con que las primeras tres o cuatro horas de sueño les
regalasen una tregua casi asegurada, después tenía su primer
despertar y lo trasladaban de su habitación a la cama.
Solían hacer el amor casi todos los días, pero con la
amenaza de que se despertara pendiente sobre sus cabezas. En
realidad, era ella a quien le costaba desconectar y miraba el
intercomunicador del vigilabebés cada dos por tres, hasta que
Erik lograba que se olvidase hasta de su nombre.
Hoy quería ser ella quien lograra quitarle los surcos
preocupados de su frente, borrar a golpe de besos y sexo sus
preocupaciones y sorprenderlo. Llevar las riendas y someterlo.
Sonrió. Al menos, podía intentarlo.
Aprovechó que estaba en la ducha y se quitó el pijama
largo. En vez de eso, se puso unas braguitas de tul blanco
transparente y una camiseta de tirantes. Sin sujetador. Se
masajeó los pechos, preocupada por un posible baño de leche,
pero Magnus acababa de hacer la toma y ya estaba mucho más
regulado. Si respetaba los horarios, sus tetas eran como un
reloj.
Pasó olímpicamente de cocinar, ya picarían algo. Además,
sabía que Erik habría ido a tomar unas cervezas con los
compañeros, de manera que la comida podía esperar. Aquello
era más importante. Buscó a Rihanna en Spotify y programó
Love on the brain.
—¡Cómo me gusta esta canción! —dijo cuando Erik,
sorprendido por el volumen de la música, salió por la puerta
del baño. Las gotas de agua todavía se deslizaban por su piel,
tenía el pelo revuelto y la toalla en torno a sus caderas—. And
you got me like oh!… What you want from me? —Bailó
contoneándose al ritmo de la música sensual y le rodeó el
cuello con los antebrazos—. And I Tried to buy your pretty
heart, but the price too high.
Erik le siguió el juego. La sujetó por la cintura, posó sus
labios sobre lo alto de su frente y se dejó llevar. Inés sonrió. La
toalla comenzaba a delatar un bulto que rozaba su abdomen.
—Baby you got me like, oh! You love when I fall apart —
Tiró con suavidad de la toalla y la dejó caer. La erección se
alzaba entre ellos ya con rabia. Erik le cogió la mano y cerró
sus dedos en torno a ella con fuerza. La sintió pulsar en la
palma—. So, you can put me together, and throw me against
the wall…
Para él fue suficiente.
—Se acabó el bailecito —dijo con la voz ronca. La cogió
del culo y la levantó. Inés rodeó su cintura con las piernas y
frotó los pechos contra su torso. Selló con la boca húmeda sus
labios ávidos y sus lenguas se buscaron a tientas. Le arrancó
un gruñido y la placó sobre la cama.
—Espera, me toca a mí. Déjame a mí —protestó Inés.
Lo obligó a tumbarse boca arriba y se sentó a horcajadas
sobre su pene enardecido. El posó las palmas abiertas sobre los
muslos, esperando con el ceño fruncido, dándole el beneficio
de la duda, pero listo para hacerse con el mando en cuanto
viera la mínima señal de debilidad.
Inés cogió el borde de la camiseta y la deslizó muy
despacio por encima de sus pechos. Jugueteó con los pezones,
rozándolos con la tela, y cerró los ojos cuando los dedos de
Erik tomaron el relevo de las caricias. Echó la cabeza hacia
atrás, dejándose caer en el contacto. Esas manos de cirujano.
Eran demasiado. Rodeaban la protuberancia con la yema
aplicando la firmeza perfecta. Cuando menos se lo esperaba,
las atrapaba entre dos de sus dedos y apretaba, con la fuerza
justa para hacerla gemir y añorar sus manos entre las piernas.
Rihanna seguía sonando en bucle. Era perfecto.
No se quejó cuando se incorporó y añadió la pericia de su
boca a ecuación. Soltó un gemido de gratitud.
—Uhm. Sí. Bésame.
No solo la besó. Lamió los pezones con dedicación, los
rodeó una y otra vez con la lengua, intercaló unos pequeños
mordiscos que empaparon sus bragas y provocaron que su
sexo se contrajese hasta el dolor. Hasta ese punto en que ya no
era suficiente sentir el roce desde fuera. Necesitaba su polla
dentro, completándola. Que se hundiera en su carne hasta
hacerla gritar
Ella seguía bailando sobre el bulto de su erección al
compás del ritmo lánguido de la canción, perfecto para follar
así. Lento, entregado, sucio. Ni siquiera se había quitado la
camiseta, seguía con ella enrollada sobre los pechos mientras
Erik parecía no saciarse de devorarle el cuello, la mandíbula,
la boca, las tetas… en un recorrido errático donde no se sabía
dónde la iba a rendir por fin. Una de sus manos hurgó por
dentro de sus bragas mientras la otra la agarraba por los
glúteos.
—Oh, sí. Mi amor —murmuró Inés al sentir que la
penetraba con dos dedos sin compasión. Tuvo que controlarse
para no caer en el orgasmo, sujetar el placer tal y como él le
había enseñado, retrasar la gratificación porque así la
recompensa sería aún mejor.
—Inés…
No necesitó añadir nada más. Sabía lo que necesitaba y no
iba a escatimárselo. Se alzó sobre las rodillas y no se molestó
en quitarse las bragas. Apartó la tela de la entrepierna con los
dedos y, con la otra mano, dirigió la erección férrea a su
interior. Se dejó caer, abrazándolo con su carne centímetro a
centímetro mientras los dos gemían de alivio al unísono en un
coro de agudos y graves. Lo acogió hasta la raíz, hasta que
sintió que se desgarraba por dentro, hasta que su interior se
licuaba y humeaba como un hielo lanzado sobre el fuego. La
canción seguía. « Don´t stop loving me… Don´t quit loving
me… Please, start loving me… ».
Tenía el tempo perfecto para cimbrear sus caderas, subir y
bajar sobre las rodillas para acunarlo en su interior,
apretándose para incitarlo, para provocarlo, para rendirlo y a la
vez precipitar su propia rendición.
Se tocaron a ciegas, con los dedos, redescubriéndose,
haciendo de aquel ritmo lascivo su canción. Inés apretó los
dientes y clavó las uñas en su espalda. Ya no tenía fuerzas para
seguir aguantando. Lo constriñó dentro de su sexo y sonrió
triunfante al notar las contracciones espasmódicas tras su
gruñido desgarrado. Y liberó las compuertas de su excitación,
que se derramó en oleadas lentas y abrumadoras que no
querían terminarse jamás.
Erik la sostuvo entre sus brazos mientras ella se corría en
un orgasmo largo y esperado, con todas las fibras de su cuerpo
en tensión. Tuvo que apoyar la frente en su hombro. Se
abrazaron exhaustos, sentados cara a cara, aún engarzados por
sus sexos, y los brazos y piernas entrelazados. Se miraron y
sonrieron en silencio. Ya no había surcos en la frente de Erik
ni ella se sentía sola. Se besaron mientras recuperaban fuerzas
para empezar otra vez.
Hicieron el amor tres veces aquella noche. Inés recordó
aquella primera vez en que por fin se rindió al deseo cuando se
conocían hacía tan solo un par de meses y prefirió mantenerse
lejos de él tras un polvo frenético y unos cuantos
encontronazos en el hospital. Ahora sabía que jamás podría
estar alejada de él más de lo que duraba una guardia.
—No quiero quedarme en Chile si tú no estás —dijo con
voz trémula, cuando él ya estaba medio dormido, con los
cuerpos aún empapados en sudor y exhaustos bajo las sábanas.
—No hay prisa, kjaereste. Esperemos a que todo se aclare
un poco, que nos den el resultado de las pruebas. —Le costaba
esfuerzo articular las palabras—. Duerme. Duerme aquí,
conmigo.
—Pero quiero reservar los billetes mañana. Si viajamos el
22, tenemos tiempo de llegar el 23 a Osorno y pasar Navidad
en casa de mis padres —protestó Inés en un murmullo,
también agotada y casi sin despegar los labios—. Con la vuelta
a mediados de enero, ¿te parece? Así es algo menos de un
mes, pero aprovechamos parte del verano.
Erik se despejó de pronto. Era el momento. Un proyecto
que se había formado poco a poco en la trastienda de su
cerebro antes de que él mismo lo supiera de manera
consciente. Se sentó sobre la cama y se volvió hacia ella,
perdida aún en el sopor.
—Inés, hay algo que quiero proponerte. Un proyecto
ambicioso. Algo que no sé si saldrá bien —reconoció,
enfrentándose a todos los miedos que habían aflorado desde
aquella pregunta al aire, «¿Qué hay de un hospital?»—. Algo
que, si tú no estás de acuerdo o no quieres ser partícipe, no
tendría ningún sentido porque sé que no puedo hacerlo solo.
Ella se sacudió la modorra y se incorporó también. Lo
estudió con extrañeza. ¿Cómo era posible que un hombre que
follaba con semejante seguridad ahora pareciese atenazado por
el temor?
—¿Qué pasa, Erik? ¿De qué se trata?
Eran casi las dos de la mañana, pero él se levantó y fue a
buscar algo al piso de abajo. Inés acabó de despejarse por
completo. Se puso la camiseta, aún desconcertada, y colocó
sus bragas. Aprovechó para beber agua en el baño y volvió a
sentarse en la cama. Encendió la lamparita indirecta de su
mesilla.
Erik volvió, desnudo y entusiasmado como un adolescente,
con el portátil encendido en una mano y unos papeles en la
otra. Le tendió los folios y puso el ordenador frente a ella. Inés
leyó el encabezado y el corazón se saltó un par de latidos.
—«Contrato de compraventa de instalaciones hospitalarias
mediante transacción económica por el remate judicial del
Hospital San Lucas S.A, consorcio American Health Care
Buildings» —leyó sin entender del todo. Una idea comenzó a
tomar forma en su cerebro, pero casi no se atrevía a decirla en
voz alta—. ¿Vas a comprar el San Lucas?
—Vamos a comprar el San Lucas —corrigió Erik clavando
los ojos azules en ella—. Esto no puede ir adelante si no lo
hacemos los dos juntos, Inés. Ya te lo he dicho, yo no puedo
hacerlo solo. Tendrás que ayudarme, como médico y como
gestora. Has demostrado tener olfato. Después de todo, no lo
habríamos conseguido si no hubiera sido por ti.
Inés hizo un gesto lleno de incredulidad y negó con la
cabeza.
—¿Por mí?
—Claro —dijo Erik con esa sonrisa que conseguiría que lo
acompañase al fin del mundo—. Tú recomendaste aquel
becario que estudiaba la carrera de renovables, te molestaste
en leer la documentación que aportó y en subrayar en su
currículo la existencia del concurso.
—Pero fuiste tú el que insistió a Karl que postularan. Ni
siquiera se lo habían planteado —replicó Inés. Le temblaban
las manos—. ¿Es con ese dinero que podremos hacer frente a
la compra?
Erik asintió. La cogió de las manos. Apoyó su frente en la
de ella, en ese gesto que sabía que buscaba su aprobación, su
complicidad, su apoyo.
—Espero que sí —rogó, cerrando los ojos un instante—.
Inés, esto puede ser un proyecto precioso que nos permita
salvar cientos de empleos de personas que valen la pena. La
contable dice que es un hospital solvente, que de hecho genera
beneficios, que solamente la mala gestión lo ha arruinado. —
Ella asintió. Había leído los correos de Bettina y los había
comentado con Erik con una profunda pena, solo que jamás
habría soñado con hacer algo así—. Hacer una medicina de
excelencia. Como de verdad se merecen los pacientes. Con los
recursos que los médicos necesitamos. ¿Te imaginas?
Inés se quedó sin habla. Lo observó mientras hablaba,
apasionado, esbozando con las manos las ideas que ya
rondaban su cabeza. Con los ojos brillantes por el entusiasmo
de hacer algo bueno. Algo grande. Podría, como Karl había
dicho, comprar una isla de lujo en Dubái, alquilarla a
ricachones y olvidarse de trabajar y preocuparse por temas
económicos por el resto de sus vidas. En vez de eso, pensaba
en las personas. En el personal del San Lucas que se quedaba
sin trabajo. En los pacientes que perderían la oportunidad de
un tratamiento de excelencia. Pero, por encima de todo, y lo
sabía con una certeza irrefutable, sabía que lo hacía por ella.
Se lanzó a sus brazos y lo estrechó con fuerza. Los folios
salieron disparados y el portátil cayó a plomo en el suelo. Él la
recibió, sorprendido de su gesto espontáneo.
—Erik, yo estoy en tu barco. Te apoyo en lo que me pidas.
Y la idea del San Lucas me parece increíble.
—No sé si seremos los únicos en presentar una propuesta
de compra. Mañana mismo pondré al equipo económico que
contraté para la negociación con Renergi para tantear el
panorama, Loreto y Nacha nos ayudarán —dijo, ahora con
miedo. Inés encerró su rostro preocupado entre las manos y lo
besó—. Pujaremos con un precio razonable y ojalá que no
haya demasiada competencia.
—Todo saldrá bien, grandullón. Ya lo verás. Sé que esto es
importante para ti —lo confortó Inés con seguridad—, y tienes
todos los recursos para lograrlo.
—Tenemos. Los dos. Tenemos todos los recursos —
insistió. Inés se echó a reír. Aún no se acostumbraba al hecho
de que, al ser marido y mujer y no tener separación de bienes,
ella pasaba a poseer la mitad de su capital.
—Tenemos. Los dos —repitió Inés. Se quedaron inmóviles
unos segundos, sobre la cama, en la oscuridad solo atenuada
por la luz de la pantalla del ordenador despatarrado en el
suelo. Sin poder controlarse, se echaron a reír—. ¿Crees que
podremos pegar ojo esta noche?
No pudo responder. Un llanto agudo y enfadado disparó las
luces del intercomunicador, anunciando que Magnus se había
despertado y reclamaba que sus padres fueran a atenderlo de
inmediato.
—Ve tú —dijo Inés, aún con la risa bailando en sus labios y
sus ojos—. Yo recogeré este desastre y veré si ha sobrevivido
el ordenador.
Magnus no tenía sueño. Al haberlo acostado más temprano,
lo que tenía eran ganas de juerga y reía y balbuceaba
moviendo sus manitas y exhibiendo su última novedad: lanzar
besos con la mano.
Ellos tampoco podían dormir. Colocaron a Magnus entre
ellos. Jugaron a las cosquillas, cantaron canciones, lanzaron
besos, los dieron con devoción a su hijo y recibieron a cambio
otros apasionados y llenos de babas. La madrugada avanzó y
el amanecer los encontró dormidos, envueltos en endorfinas,
oxitocina, serotonina y dopamina, el cóctel explosivo de la
felicidad.
El fin justifica los medios

A los pocos días, el equipo económico de Thoresen S.A, el


nombre bajo el cual se reunían todas las empresas de los
hermanos y que Erik había contratado con la aprobación de
Maia y Kurt, les presentó la propuesta del San Lucas.
Tenían que darse prisa, el remate estaba anunciado desde
hacía meses y quedaba poco más de una semana para su
resolución. Después de firmarlo, lo enviarían por correo
urgente al bufete de Loreto, encargado de entregar la propuesta
al juez instructor del caso. Inés revisó los documentos junto a
Erik y dieron su visto bueno. Al ver la cantidad de dinero que
significaba, casi le dio un infarto, pero él se echó a reír.
—Inés, si esto sale mal tampoco es el fin del mundo.
Piensa que aún tenemos Renergi, el astillero, la clínica y
nuestras facultades como médicos. No nos vamos a arruinar —
dijo, divertido al ver que se tapaba los ojos con una mano y
miraba hacia otro lado mientras firmaba el documento—.
Además, no sabemos si tendremos suerte. Por lo que me han
dicho los contables, un hospital siempre es un buen negocio.
Habrá más competidores.
—Me siento un poco mal comprándolo por el 55% de su
precio real —confesó Inés. Cuando Erik le explicó cómo
funcionaban los remates judiciales, le pareció casi obsceno—.
Sé que así impediremos que los empleados del San Lucas se
queden sin trabajo, pero reconozco que soy muy mala para
especular.
En eso Erik era más frío, y sus asesores se lo habían dejado
claro: lo habitual era que los interesados ofrecieran entre el
veinte y el cuarenta por ciento del valor real. Su oferta era más
que generosa y tenía muchas posibilidades.
—Piensa que probablemente tengamos que hacer una
inversión fuerte después para lavarle la cara y recuperar el
prestigio. —Cogió la pluma de la mano de Inés y rubricó el
documento sin darle importancia—. Nos espera un trabajo de
titanes.
—¿Cuándo sabremos si lo hemos conseguido?
—En el mismo momento del remate, cuando el juez abra
los sobres y anuncie al mejor postor. Loreto y su equipo
estarán allí. Toma, tienes que llevárselo al abogado a esta
dirección. —Le dio a Inés la dirección del abogado de
Andersen&Bache-Wiig, ella se encargaría de asegurarse que
llegaba directamente a sus manos—. ¿Quedamos para comer?
—A lo mejor quedo con Monika y Kumiko, mejor te llamo
cuando acabe y veo si has salido del quirófano.
Se despidieron con un beso e Inés terminó de preparar a
Magnus mientras Erik recogía sus cosas y bajaba a la clínica.
No tuvo problemas para encontrar el edificio. Erik le había
explicado cómo era en detalle y la placa, aunque discreta, se
veía sin dificultad en el portal. El hombre que a Inés le parecía
tan sumamente neutro, sonrió al verla y hasta le hizo unas
gracietas a Magnus. Vaya. Quizá todavía podía conservar la fe
en la humanidad.
—Buenos días. Tengo aquí los documentos que nos solicitó
para la oferta del hospital en Chile. Hemos firmado en todas y
cada una de las hojas, como nos explicó —dijo Inés, dispuesta
a dejarle el sobre y salir de allí.
—Un momento, señora Thoresen —dijo el abogado con
corrección. A Inés casi le dio un ataque de urticaria al
preguntarse qué diría su padre ante semejante usurpación de su
apellido—. Tengo que comprobar que todo esté correcto. Sí.
Todas las hojas. Antes de que se vaya… —Buscó otro sobre y
se lo dio—. Sabía que vendrían a dejar la documentación, así
que no los he molestado. Llegó esta mañana a primera hora.
Inés lo cogió y le echó un vistazo, intrigada. Tragó saliva.
Joder. La citación para los resultados de la prueba de
paternidad. Con toda la emoción del proyecto del San Lucas,
casi habían olvidado que les quedaba ese asunto pendiente.
—El viernes a las nueve de la mañana se leerán los
resultado de las pruebas. Misma sala, misma jueza. Sean
puntuales —dijo sin acritud, parecía que formara parte de su
trabajo recordar las obviedades—. Nos veremos allí en un par
de días.
Todos parecían tener prisa para resolver los asuntos antes
de Navidad. Desde que empezó diciembre, no habían parado.
Olvidaron celebrar el día del octavo mes de Magnus,
arrastrados por la velocidad de los últimos acontecimientos. A
veces sentía que corrían en una carrera contrarreloj.
Y ahora, el último frente iba a cerrarse de manera
definitiva. Llamó a Erik para tomar un café de media mañana,
pero seguía en quirófano. Pensó acercarse hasta la farmacia de
Monika o contactar con Kumiko y se dio cuenta de que
necesitaba estar sola y pensar.
Caminó por el barrio de Bygdøy y buscó una cafetería
tranquila. Pidió un rollo de canela y un café y le dio un buen
trozo a Magnus, que ya era tan fanático de ellos como su
padre. Le dio vueltas y vueltas al líquido dentro de la taza sin
acabar de deshacerse de la inquietud que sentía. Fuera nevaba,
pero en copos espaciados y como plumitas casi imperceptibles.
Ahora le parecía que aquello era una minucia al lado de otros
que había visto caer, del tamaño de puños. Soltó una risita. Se
estaba haciendo una auténtica vikinga.
Tomó un segundo café. Magnus dormía con la cara llena de
azúcar y lo limpió con cuidado. Cuando vio que Erik la
llamaba en la pantalla del móvil, cerró los ojos y sonrió.
—He terminado. Tengo la tarde libre. ¿Comemos juntos y
damos un paseo?

La tarde se esperaba fría pero apacible, y había dejado de


nevar. Erik sufría el encierro por el mal tiempo más que ella, y
decidieron salir fuera a comer. Inés esperó a la sobremesa para
entregarle el sobre de la citación. No quería fastidiarle la paz
conseguida tras el menú delicioso y el café, pero lo mejor era
enfrentarlo cuanto antes.
—El abogado me ha dado esto. La jueza leerá los
resultados de las pruebas el viernes.
—Por fin —masculló él tras abrirlo y leer la información
en silencio—. Dentro de dos días cerraremos este tema. ¿Por
qué no reservamos los billetes?
—¿No es muy arriesgado? —Inés frunció la nariz en signo
de angustia. Erik se encogió de hombros.
—Lo peor que nos puede pasar es que tengamos que
retrasarlo.
Quedaron en viajar el veinte de diciembre. Inés deseaba
con todas sus fuerzas que no ocurriera nada de última hora que
les jodiera el viaje. Aquellas dos semanas se le harían eternas.
Emplearon el resto de la tarde de comprar los regalos de
Navidad para la familia. Al principio, Erik se mostró feliz de
ayudar, pero pronto se hartó del afán generoso de Inés, que
pretendía comprar un detalle para cada miembro de la familia.
—Kjaereste, todo esto está muy bien, pero ¿no podrías
comprarlo por Amazon? —gruñó al detenerse en el enésimo
puesto del mercadillo de Navidad en Karl Johan Gata—.
Necesito un descanso.
Inés soltó una carcajada al verlo con los brazos llenos de
bolsas mientras empujaba el carro de Magnus, del que
colgaban otras tantas.
—De acuerdo, vamos a tomar algo.
Pasearon sin prisa por la calle principal de Oslo. Había que
reconocer que la ciudad estaba preciosa. Las luces navideñas
entrelazadas con guirnaldas que imitaban ramas de acebo y
enormes lazos rojos. Los abetos decorados con gusto y el
ambiente amenizado con coros en vivo. El trasiego propio de
la gente comprando, de paseo o tomando un café, le daban una
vida especial pese a que la temperatura marcaba un par de
grados bajo cero. Buscaron una cafetería con terraza
calefactada y se sentaron a disfrutar del ambiente. Un letrero
sobre la mesa anunciaba que tenían que pedir en el interior.
—¿Quieres una cerveza? —preguntó Inés mientras sacaba
un plátano para Magnus. Nada de dulces, primero la fruta y ya
verían después.
—Un zumo de naranja y un gofre —dijo Erik mientras se
deshacía entre juramentos de los paquetes con cintas y borlas,
papel pinocho, bolas rojas y doradas y sonrientes Papá Noel—.
Y un café doble bien caliente. Creo que, mientras tú terminas
las compras, yo me quedo con Magnus aquí. Estoy harto de
tiendas y de la gente. No estamos ni a diez de diciembre y yo
ya estoy saturado de Navidad.
Inés le dio un beso y entró a pedir. Salió al poco tiempo con
el zumo de naranja.
—El café y el gofre vienen en camino, ¡no le des a Magnus
mucha cantidad! —advirtió Inés. Limpió las manos de su hijo,
le dio la mitad de un plátano y los besó a los dos—. Vengo en
un ratito, solo me falta el regalo de Olivia. Si te aburres,
llámame por teléfono y nos vamos.
—¿Aburrirme? —Sacó a Magnus de la silla y lo sentó en
su regazo. Inés dejó escapar una exclamación cuando su hijo
casi volcó el zumo al tratar de cogerlo—. Me aburro de
compras. Magne y yo vamos a pasar una tarde de chicos.
Genial. Un ratito de soledad para ella. Saboreaba esos
escasos momentos con deleite. Adoraba estar con Erik y
Magnus, pero últimamente necesitaba recuperar esos espacios
propios donde podía ser Inés sin etiquetas: ni mamá, ni esposa,
ni médico. Estar a solas con sus pensamientos, hacer balance,
examinar los aciertos y errores que la habían llevado hasta
donde estaba y concluir con una sonrisa que era exactamente
donde quería estar.
Compró un bollo en un puesto de la calle. Estaba caliente y
el aroma intenso de la canela, el azúcar y el cardamomo picaba
en la nariz. Examinó los escaparates de las tiendas sin
encontrar nada para Olivia. ¿Qué le regalas a una mujer que
tiene y ha tenido todo en una vida de noventa años?
Ante ella apareció un mercadillo de antigüedades y recorrió
con calma los puestos. Un marco de fotos maravilloso,
repujado en plata, pero a la vez sencillo y sobrio, de un tamaño
considerable, llamó su atención.
A una mujer como Olivia se le regalaban recuerdos que
pudiera atesorar y maneras de hacerlos palpables.
Tenía la foto perfecta de ella con Magnus en brazos. Se
detuvo un momento a buscarla en su móvil. Sí. Con un Erik
sonriente que rodeaba a ambos entre sus brazos, lo que la
hacía todavía mejor. Compró el marco de fotos por un precio
que le pareció obscenamente caro, pero, aunque quiso
regatear, el dueño de la tienda se ofendió mucho y casi no
quiso vendérselo. Soltó una risita mientras se alejaba del
puesto. Estaba claro que aquello no era Rabat. Buscó una
tienda de fotografía donde hicieran impresiones y sacó la
imagen en alta calidad. Solo tardó unos minutos. La foto
quedó perfecta y la envolvió en el mismo papel vintage que el
tendero le había dado. Misión cumplida.
Cuando volvió a la cafetería, Erik seguía con Magnus en
brazos y jugaba a elevarlo sobre su cabeza. Aunque él solo
tenía ojos para su hijo y estaban en la mesa de una de las
esquinas, tenía a todos los clientes pendientes de sus risas. A
Inés se le derritió el corazón al escuchar la mezcla de la
estentórea de Erik con las campanillas musicales de Magnus.
Idénticas sonrisas. Idéntica mirada azul. No podía ser más
afortunada. En un impulso, dio gracias a Dios.
—Hola, chicos. Hora de volver a casa —dijo Inés, con
retazos de sus pensamientos colándose en su tono de voz. Erik
la miró con extrañeza.
—¿Todo bien? Tienes los ojos llorosos.
Inés tragó saliva y esbozó una sonrisa trémula. Debían de
ser los nervios por la citación del viernes. Últimamente tenía
las emociones a flor de piel.
—Todo bien. Es solo que tengo frío. ¡Vamos a casa ya!
Jaque Mate

A solo veinticuatro horas del arbitraje ninguno tenía ánimos


para salir. Erik no estaba preocupado por el resultado de la
prueba, pero algo le decía que, en el último momento, Kjerstin
se sacaría de la manga cualquier subterfugio y toda aquella
pesadilla volvería a empezar.
Salió temprano a la clínica y volvió para comer. No
comentaron con detalle lo que habían hecho esa mañana, los
dos tenían un ánimo introspectivo y Magnus parecía
contagiado, porque tampoco mostraba su alegría habitual. Y la
pasta a la boloñesa que había preparado Inés estaba para
chuparse los dedos. Daba gusto ver a su hijo apretar entre los
dedos los fideos embadurnados y llevárselos a la boca. Y el
deleite cuando descubría una bolita de carne.
—¿No has decorado el árbol de Navidad? —dijo Erik al
ver el pequeño abeto de imitación con las cajas de adorno en el
salón—. Seguro que a Magnus le encanta.
—Quiero que lo hagamos los tres —dijo Inés tras masticar
y tragar una enorme cucharada de pasta—. Lo haremos este fin
de semana. Si es que estamos de humor.
La observó comer en silencio. Estuvo a punto de decirle
algo al ver que se servía un segundo plato tan enorme como el
primero, pero no podía culparla. Él también llevaba días con
ansiedad. Lo bueno de la panzada de hidratos de carbono fue
que durmieron una siesta tremenda, los tres a pierna suelta, y
se acortó un poco la tarde. Se despertó antes que Inés, se llevó
a Magnus al gimnasio y lo subió a un pequeño columpio que
habían montado para él. Era la única manera de hacer algo sin
temer un accidente, porque, ahora que se ponía de pie,
alcanzaba casi cualquier cosa.
Cuando volvió, Inés seguía durmiendo. Casi empalmó la
siesta con la hora de irse a dormir. En cierto modo, agradeció
ocuparse él solo de la rutina de cena y baño de Magnus. Con
Inés era todo mucho más fácil, pero así evitaba pensar.
Quizá las pruebas de Dieter estaban amañadas porque él
deseaba con fervor ser el padre de la niña.
O Kjerstin hallaría el modo de seguir amargándoles la
existencia, apelando a una instancia superior o como fuese que
funcionara todo aquel follón judicial.
—Un millón de coronas por tus pensamientos —lo
sorprendió Inés.
—Hola, bella durmiente. Por fin has despertado —dijo Erik
con una sonrisa. Se besaron en los labios. La retuvo un
momento entre sus brazos, la calidez de su piel era acogedora,
lo sanaba—. Magnus está en su cuna, a punto de caer. Le he
dado un biberón después de la cena porque me pareció que
tenía hambre, pero si quieres darle el pecho, creo que aún no
se ha dormido.
—Muy bien, señor padrazo. Pero no me cambies de tema
—dijo Inés. Se sentó en su regazo y rodeó su cuello con las
manos. Erik inspiró el aroma dulzón de su cuerpo en descanso
y quiso perderse en él—. Eh. Nada de sexo hasta que me digas
por qué la cara de funeral.
—Pienso en mañana. Ningún panorama resulta muy
esperanzador, sea cual sea el resultado. —Hundió la cara en el
hueco entre el hombro y el cuello y suspiró—. Pienso que
Kjerstin encontrará la manera de complicarnos la vida.
Inés miró al techo en busca de paciencia. No arremetió
contra Erik, que era lo que en realidad le nacía hacer. Se tomó
un instante para pensar lo que iba a decir.
—Erik, creo que le das a Kjerstin más poder del que tiene.
—Él se disponía a replicar, pero no se lo permitió. Posó los
dedos sobre su boca y lo acalló—. Tu mismo me dijiste que
cuando estamos unidos formamos un frente indestructible. Y
yo estoy contigo en esto. Incluso cuando pensabas que no era
así, porque opinaba de manera diferente. Sea cual sea el
resultado, lo enfrentaremos juntos. Porque te quiero —Inés
cerró los ojos unos segundos y retuvo su rostro entre las manos
—. Te quiero con todas las consecuencias. Con todo lo que
conlleva. Con todos tus claroscuros, tus incongruencias y tus
pequeños fallos. Con tus millones y sin ellos. Con tu
vehemencia vikinga y tu contención en el quirófano. Con tu
manera de ignorarme cuando te conviene y la manera
entregada en que me haces el amor. Algunas facetas puede que
tarde un poco más en asumirlas, pero lo hago. Y lo haré
siempre. ¿Te queda claro?
El dibujó un puchero que acabó quebrándose en una
sonrisa. Lo besó en los labios y se abrazaron, confortándose.
Se quedaron perdidos en los brazos del otro hasta que Inés
dejó escapar un enorme bostezo y sus párpados se entornaban
sin querer.
—Pero ¿todavía tienes sueño con todo lo que has dormido?
—preguntó divertido.
Inés volvió a bostezar y acabó por meterse en la cama.
—Estoy agotada. Mejor tener sueño y que pase rápido la
noche.
—¿No vamos a follar? —preguntó, esperanzado. Al ver la
expresión de Inés, ya tapada con las mantas hasta la barbilla,
compuso un mohín disconforme—. Antes dijiste que me
querías —dijo, solo a medias en broma.
—Lo consultaré con la almohada. Venga. Vamos a dormir.

El ánimo festivo con el que habían bromeado por la noche no


los acompañó por la mañana. Erik había recuperado los surcos
profundos de su frente e Inés, acelerada, preparaba a Magnus.
Se tomaron un café de pie en la isleta de la cocina mientras su
hijo devoraba trozos de fruta y galletas de avena. Fuera nevaba
como si se acercara la sexta glaciación.
—Si quieres, puedes quedarte en cas…
—Calla, anda. —Inés no lo dejó terminar.
Estaban listos para salir cuando ella lo retuvo del brazo.
—¿Qué ocurre?
—Así no. No me gusta que salgamos de casa como si
fuéramos a un entierro y enfadados. —Lo abrazó y lo besó con
ganas hasta que él se relajó—. Ahora sí.
—Me gusta ese concepto —dijo Erik dejando caer una
sonrisa de sus labios.
Esta vez no dedicó ni un minuto a estudiar el edificio. En la
escalinata de la entrada, un chico joven esperaba con una
enorme cámara de fotos y los flasheó en la cara. Erik dio un
respingo y siguió su camino con prisas. Inés pensó que lo
había imaginado, pero lo vio de nuevo en la sala donde
volvían a comparecer.
Kjerstin y su abogada ya estaban allí. Dieter se sentaba
detrás, pero no parecían hablarse. La niña debió de quedarse
con algún familiar. Solo intercambiaron un breve gesto de
saludo con la cabeza.
—Buenos días. Pueden sentarse —dijo la jueza que
presidía el arbitraje tras ser anunciada y que el secretario
leyese los antecedentes del caso. Inés reprimió una sonrisa.
Levantarse. Sentarse. Aquello parecía un colegio de los años
cincuenta—. Aquí tengo los sobres con los resultados de las
pruebas obtenidas bajo custodia policial. Ahora voy a proceder
a su lectura. ¿Alguna objeción?
Silencio en la sala.
—Muy bien. Terminemos esto. El primer sobre pertenece
al señor Erik Thoresen. —Lo rasgó. Inés quiso darle alguna
muestra de apoyo. Solo se le ocurrió buscar su mano desde
atrás y apretarle los dedos. Los tenía fríos y algo rígidos—.
Correspondencia del veintidós por ciento con Christine Rohde.
Cero por ciento de probabilidades de ser el padre biológico.
—Bien —murmuró el abogado, que cerró un puño sobre el
mesado.
Erik se dio la vuelta. No dijo nada. Solo sonrió e
intercambiaron un beso breve mientras un murmullo se
elevaba en la sala. La abogada se inclinó sobre Kjerstin y
murmuró unas palabras. Ella solo asintió.
—Silencio. Aún no he terminado. Segundo sobre,
pertenece al señor Dieter Rohde, entiendo que aquí presente.
¿Está el tercer implicado aquí? —dijo la jueza buscando entre
los asistentes. Dieter alzó un brazo y se levantó de mala gana.
—Estoy aquí.
—Perfecto. Procedamos con la lectura del segundo sobre.
Correspondencia del noventa y nueve por ciento con Christine.
Noventa y nueve coma nueve por ciento de probabilidades de
ser el padre biológico. Felicidades, señor Rohde. Es usted el
padre.
El suspiro de alivio de Dieter, aún de pie, fue audible para
toda la sala. Inés sintió que una tonelada de cemento
desaparecía de pronto de su espalda. Abrazó a Erik desde
atrás.
—Ya está. Se ha acabado. —Lo besó en la mejilla, pero él
seguía tenso. Asimilando lo que había ocurrido—. Erik, se
acabó.
—Listo para laudo el arbitraje entre Kjerstin Rohde y…
—¡Un momento, señoría! —interrumpió la abogada, que se
inclinó una última vez sobre su cliente.
Inés alcanzó a escuchar: «¿Estás segura de que quieres
hacer esto?». La respuesta de Kjerstin fue sí.
—¿Qué quiere, letrada? —preguntó la jueza con signos
claros de impaciencia—. No hay ninguna duda con las
pruebas, les recuerdo que en un arbitraje no existe posibilidad
de apelación, ¿acaso buscan ir a juicio?
—No, señoría. Es solo que traemos un testimonio que
quizá aporte algo a la resolución del caso —dijo la abogada
con sangre fría. Inés no podía creerlo. ¿Un testimonio?
Intercambió una mirada de pánico con Erik. El abogado a su
lado no movió ni un solo músculo —. Se trata del técnico del
laboratorio de la primera prueba, el señor Johan Dacher.
La jueza puso los ojos en blanco. Si no hubiera sido tan
grave el momento, Inés se habría echado a reír.
—¿Admite la otra parte el testimonio? —preguntó con voz
cansada.
Erik iba a hablar, pero el abogado puso una mano sobre su
brazo. Inés tiró de su jersey por detrás. Los dos intentaban
contenerlo y Erik se puso rojo de furia, pero se quedó callado.
Tendría que hablarle de los juegos de ajedrez. Toda la
contención de la que hacía gala en el quirófano se esfumaba a
veces producto de la rabia. «Estrategia, Erik. No la cagues
ahora», pensó Inés.
—Escuchemos ese testimonio. Abogada, condúzcalo al
estrado —señaló la jueza.
Tras unos momentos de confusión, en los que parecía que
el hombre no quería subir a la silla sobre la tarima y tras una
barrera de madera, el señor Dacher cedió.
—Proceda. Vamos, que no tengo todo el día.
El hombre se puso rojo y comenzó a sudar. Inés contó al
menos veinte veces que se pasaba un pañuelo por la calva
mientras hablaba.
—Bueno. Yo no tengo mucho que decir. —Comenzó a
balbucear mientras lanzaba miradas a Kjerstin desde el estrado
—. Solo que la prueba que se hizo en el laboratorio donde
trabajo, en GENOMAR, es quizá tan válida como la que
ustedes presentan hoy.
—¿Qué quiere decir? —se desesperó la jueza—. ¿«Quizá»
sea válida? Letrada —dijo girándose hacia la abogada—, haga
el favor de conducir el testimonio de este hombre, porque no
me acabo de enterar.
—Señor Dacher, piense muy bien en lo que va a decir. —El
hombre se quedó inmóvil, pero no miraba a la abogada. No le
quitaba los ojos de encima a Kjerstin—. ¿Tienen las pruebas
un valor irrefutable?
—Sí. Sí. Claro que sí —dijo el hombre, aliviado.
—Eso no tiene ningún sentido —interrumpió el abogado de
Erik.
—¡Protesto! —soltó la abogada.
—Letrada, le recuerdo por última vez que esto no es un
juicio. Está jugando peligrosamente con mi paciencia. Si he
permitido este circo, es porque quiero que el fin de este
arbitraje no pase de hoy —advirtió la jueza con una mirada de
acero tras los anteojos impertinentes—. Puede intervenir,
abogado. Pida el turno para que esto no se transforme en un
gallinero la próxima vez.
—Disculpe, señoría. Quiero señalar que una prueba que no
fue obtenida ni procesada bajo custodia no tiene ninguna
garantía —dijo, ya recuperado el control. Inés rio por lo bajo.
Hasta el señor aséptico perdía los estribos con Kjerstin—.
¿Acaso no es posible, por ejemplo, que se hubieran
intercambiado las etiquetas y eso llevara a error?
—Bueno, claro. Es posible. Ocurre con alguna frecuencia.
—El hombre arrastraba las palabras—. Poco, es verdad.
Somos muy cuidadosos.
—¿Y qué suele hacerse en esos casos? —preguntó la jueza,
esta vez con curiosidad.
—Se repiten las pruebas, claro está —explicó el hombre,
cada vez más nervioso. Abrillantamiento de calva número
ochenta—. Si sale un resultado distinto, se realiza una tercera
vez.
—¿Entonces? ¿Me pueden explicar a qué viene este
testimonio? Ya tenemos el resultado definitivo con las pruebas
obtenidas bajo custodia —insistió la jueza, que comenzaba a
lanzar rayos láser por los ojos—. ¿Qué es lo que quiere
demostrar, letrada?
La mujer vaciló. Miró a Kjerstin, que le hizo un gesto
afirmativo con la cabeza, arengándola.
—Solo queremos dejar constancia de que las primeras
pruebas son tan válidas como estas, señoría. A petición de mi
clienta —añadió la abogada casi a regañadientes.
Inés miró a Kjerstin con atención. ¿A petición de su
clienta? ¿Qué buscaba? ¿La realización de una tercera prueba?
¡Eso retrasaría todo a después de Navidad!
El abogado levantó una mano y esperó un momento su
turno. ¡Por fin hacía algo! Inés y Erik apretaron las manos que
tenían unidas con aprensión. La jueza acabó por darle paso por
puro aburrimiento. El técnico se enredaba en circunloquios
que no llevaban a ninguna parte.
—Señoría, ¿me permite hacerle al señor Dacher unas
preguntas?
—El señor Dacher no es un acusado —saltó la abogada
como un resorte—. ¡No pueden interrogarlo como si fuera un
criminal!
Esta vez, la jueza no fue tan magnánima. Indicó al
secretario judicial que incluyera una amonestación.
—Letrada, ha sido usted quien ha sentado en el estrado a
este hombre para que dé un testimonio. Ni él tiene un discurso
coherente, ni usted es capaz de extraérselo —dijo con tono
cáustico. Le hizo un gesto con la mano al abogado de Erik—.
Inténtelo usted, a ver si es capaz de obtener algo más que
balbuceos.
—Gracias, señoría. Señor Dacher, ha explicado usted con
detalle el procedimiento de obtención de muestras —dijo a
modo de introducción—. ¿De manera completa?
—Correcto —replicó el hombre, satisfecho de poder dar
una respuesta con decisión.
—¿No es necesario que la realice un médico o, al menos,
esté presente en la validación de los resultados? ¿Según el
protocolo de su clínica, al que antes se refería?
El hombre volvió a ponerse rojo y a sudar. El pañuelo
estaba empapado y arrugado en su mano. Aun así, lo frotó por
la calva.
—Bueno, sí. ¿Tiene usted el protocolo? —se extrañó. El
abogado emitió una sonrisa irónica durante un microsegundo,
pero no dijo ni que sí ni que no. Fue suficiente para que el
hombre se echase a temblar—. Sí. Correcto.
—¿Es esta su firma? —El abogado se acercó al estrado y le
mostró el papel con el resultado de la prueba.
—Sí.
—¿Cuál es su cargo?
—Soy técnico de laboratorio.
—Aquí solo veo su firma. ¿Dónde está la del médico?
El hombre vaciló unos segundos antes de contestar.
—No la hay.
—Señoría, soy consciente de que esto no es un juicio, pero
me gustaría que echase un vistazo a este documento —dijo el
abogado, alzando el folio. La jueza, ya resignada, lo mandó
acercarse con un gesto de la mano—. Como ve, aquí está la
firma del señor Dacher. En este espacio, a la misma altura y a
la izquierda, suele ir la firma del médico. Puede compararla
con los documentos que usted misma tiene a su disposición.
De este modo, la prueba realizada en GENOMAR queda
invalidada.
Inés alucinó con el abogado. ¡Por eso estaba tan tranquilo!
De hecho, comenzó a guardar los documentos que tenía sobre
la mesa y le susurró a Erik que el caso estaba cerrado con una
sonrisa de suficiencia.
Estaban listos para irse, pero la mujer levantó ambos folios
y los estudió con el ceño tan fruncido que entre sus cejas se
dibujó una mesa.
—Señor Dacher, ¿cómo explica esto? Un informe tiene
valor judicial y esto es muy irregular. ¿Por qué falta la firma
del médico? —presionó la jueza, que ahora no parecía tener
tanta prisa.
—Le recuerdo a su señoría que no estamos juzgando al
señor Dacher.
—Oh, letrada. ¡Cállese de una vez! —se exasperó la jueza
—. ¡Conteste!
—Bueno…, era una excepción. Ella me dijo…
—¡Cállate! —saltó Kjerstin en un tono de voz que
sobresaltó a todos los que presenciaban el arbitraje.
—Letrada, ¡controle a su clienta! Señor Dacher. Solo voy a
decírselo una vez —dijo la jueza con calma, dirigiéndose al
hombre—. Ha cometido usted al menos dos delitos.
Cualquiera de los implicados, el señor Thoresen o el señor
Rohde, podría querellarse contra usted por manipulación de
pruebas. ¿Se da cuenta de que está en juego su puesto de
trabajo?
—Fue ella. Ella me dijo que lo hiciera —El hombre ya no
atinaba a usar el pañuelo y el sudor caía en goterones sobre su
rostro, su voz era mecánica, contenida. Inés abrió la boca ante
su afirmación—. Dijo que me pagaría si cambiaba los nombres
en el resultado. Ella me dijo qué debía poner en cada informe,
quién tenía que ser el padre y quién no. ¡Ni siquiera gastamos
el reactivo de las pruebas! Los hisopos terminaron en la
basura, lo único que hice fue coger la plantilla, rellenarla con
los nombres que ella me había dicho y borrar el nombre del
médico, porque era lo único que no me atrevía a falsificar.
Luego imprimí las hojas, les puse el selló de la clínica y las
firmé. ¡Nada más!
La abogada de Kjerstin tenía la mandíbula descolgada. Ella
se mantenía inmóvil, solo sus labios temblaban. La jueza hizo
un gesto a una mujer uniformada y señaló hacia la puerta.
—El arbitraje se acaba aquí. Se archiva el arbitraje con la
conclusión definitiva e inamovible de que el señor Dieter
Rohde es el padre biológico de la menor Christine Rohde y
que el señor Thoresen no tiene obligación legal alguna para
con ella —disparó la jueza en frases rápidas y cortantes—.
Letrada, señora Rohde, acérquense al estrado. Los demás,
pueden irse. ¡Desalojen la sala!
Se armó un poco de caos mientras la policía los conminaba
a salir. Todos se apelotonaron en torno a la puerta. Inés lanzó
una última mirada hacia el estrado. La abogada intentaba
apaciguar a Kjerstin que se había enzarzado en una discusión
con el técnico. El chico de la cámara se hinchaba a hacer fotos.
—Enhorabuena, señor Thoresen —dijo el abogado con una
palmada en el hombro, ya en el pasillo de fuera. Exhibía una
enorme sonrisa de triunfo—. ¿Quiere denunciar al técnico o a
la mujer? Cuente conmigo para ello.
—No. Haga lo que tenga que hacer para que todo esto
quede bien cerrado. —Erik negó con la cabeza. Pese a la
gravedad de lo que había hecho Kjerstin, él sonreía, ajeno a
todo. Abrazó a Inés con fuerza.
—Tenías razón. Desde el principio —aceptó sin ambages,
reconociendo su error. El abogado se despidió con prisas y se
marchó—. Recuérdame hacerte caso si vuelves a tener una
corazonada. —Se dieron un beso rápido y el fogonazo de un
flash volvió a deslumbrarlos. Magnus comenzó a llorar,
nervioso por la cantidad de gente que abarrotaba el pasillo—.
Vámonos de aquí.
—¡Señor Thoresen! ¡Unas preguntas, por favor! —Erik
buscó el propietario de aquella voz entre las personas que
abarrotaban el pasillo sin encontrarlo—. ¿Qué siente al
resolver por fin el enigma de su supuesta paternidad? —De
pronto se encontró con un móvil frente a la boca y se echó
atrás.
—¿Quién demonios es usted?
—Aftonposten, prensa nacional —aclaró el hombre con un
poco menos de ansiedad y un poco más de educación—.
¿Tiene alguna declaración que hacer?
Inés lo rescató después de unos segundos de quedarse tan
patidifusa como Erik. ¿La prensa? ¿No tenían nada mejor que
hacer? Intentó hacerse sitio entre la gente. Sí, todo muy
moderno y de diseño, pero no pensaban en pasillos amplios
donde no se formaran atascos. El periodista insistía, pegado a
sus talones, con el brazo por encima de su hombro y agitando
el móvil frente a su cara. Tenía que hacer algo. Los puños de
Erik se abrieron y cerraron varias veces junto a sus caderas.
Inés se volvió hacia el periodista y compuso una sonrisa de
circunstancias.
—Ahí tiene al abogado del señor Thoresen, él responderá a
cualquier pregunta.
El hombre abrió mucho los ojos y, al ver que allí no
obtendría nada, se dio la vuelta y caminó a grandes zancadas
hacia donde ella había señalado. Erik reprimió una sonrisa al
escuchar la respuesta cortante del abogado. Brillante.
—Sin comentarios —repitió hasta que se hartaron de
escucharlo. Para entonces, ellos ya estaban muy lejos de allí.
Salieron a la calle. Seguía nevando como si llegara el fin
del mundo. Inés resopló. Adoraba la nieve, sí, pero cuando
estaba frente a una chimenea y podía disfrutar del paisaje a
través de un ventanal climatizado. O esquiando. El día a día,
luchar contra las celliscas mientras empujabas la silla de un
bebé que pesaba doce kilos, cuyas ruedas se atascaban en los
montones acumulados en las aceras, era una pesadilla.
—¿Un café?
Erik no contestó. Se había quitado el gorro de lana y
miraba al cielo con los ojos cerrados y una sonrisa. Los
pequeños copos de nieve se derretían al tocar su cara. Era tal la
paz y calma que trasmitía que Inés se acercó a él casi sin darse
cuenta. El magnetismo que ejercía sobre ella era así,
inexplicable. Buscó el hueco bajo su brazo y rodeó su cintura.
—Se ha acabado. Ahora sí se ha acabado —decía Erik con
un alivio casi doloroso de ver—. Voy a llamar a mamá. Y a
Maia. Tú llama a Olivia, le gustará conocer la noticia por ti.
Erik enseguida conectó con Maia y comenzó a pasear
arriba y abajo de la acera frente a la puerta mientras la nieve
caía ajena a su alegría al hablar. Inés rebuscaba en el fondo de
su enorme bolso el maldito móvil. Unos toques poco
amigables en el hombro la hicieron volverse, sorprendida.
Vaya.
—Hola, Kjerstin.
Erik cortó la llamada y se acercó a ellas a paso rápido. Inés
sonrió brevemente al sentirlo junto a ella.
—Déjate de cortesías, solo quería decirte que, aunque te
hayas salido con la tuya, la duda sobre la paternidad de Erik
siempre penderá sobre vosotros, sobre vuestra relación. Cada
vez que abracéis a vuestro hijo —dijo con esa sonrisita
educada que parecía dulce, pero que encerraba maldad—.
Nunca sabrás si la influencia de Erik, si su dinero o los
tentáculos de su familia compraron el resultado. ¿Tú tienes la
más mínima idea de quién es la familia Jensen en esta ciudad?
Jamás iban a permitir un escándalo así. —Dejó caer las
pestañas en un falso gesto de sufrimiento y resignación—.
Viviréis siempre con la duda. Y os acordaréis siempre de mí.
Inés la miró debatiéndose entre la conmiseración y las
ganas de sacarle los ojos. Estrategia, estrategia… Erik abrió la
boca para decir algo, pero ella posó la mano en su brazo y
tomó la palabra.
—Mira, Kjerstin. No sabes perder. Porque eso es lo que ha
pasado: has perdido. Has perdido en tu absurda reivindicación,
has perdido a un hombre que de verdad te quiere —dijo Inés,
implacable. Al mencionara a Dieter, en sus ojos se atravesó un
destello de duda—, y tienes que entender, después de casi
cinco años, que también has perdido a Erik. Para siempre. Si
es que en algún momento fue tuyo, que tampoco lo creo.
—Oh, dulce niña… ¡Qué ingenua eres! —replicó ella con
el tono ya no tan suave, y con los dientes rechinando mientras
hablaba—. ¿Crees que él va a conformarse contigo después de
tenerlo todo? ¿Crees que va a permanecer para siempre a tu
lado?
Inés levantó la mano enguantada y desechó con un gesto
indolente sus palabras. Kjerstin comenzaba a perder el control.
Notaba a Erik vibrar de la rabia. Ella no podía dejarse llevar.
—¿Sabes lo que mantiene a un hombre a tu lado? Deberías
sacar lápiz y papel y apuntar la receta, igual te sirve en la vida
—prosiguió, ya cansada de todo aquel sinsentido—. Además
de chupársela de miedo y follármelo hasta que se le olvida su
nombre, le doy ESTABILIDAD —recalcó, adelantando el
rostro y abriendo los ojos en gesto de obviedad—. No busco
mantenerlo a mi lado con mentiras ni manipulaciones. Camino
a su lado y apoyo sus objetivos, sus deseos, sus sueños, sin
intervenir si no me lo pide. Le hago contrapeso cuando se pasa
de la raya. Lo animo a seguir cuando quiere rendirse. Lo
consuelo cuando se deja caer. Soy un hogar para él. Un
refugio. ¿Quién demonios eres tú para tu marido y para tu
hija? —añadió al ver que Dieter salía del juzgado y se detenía
un momento a hablar con el periodista—. Te da igual que sean
daños colaterales. Por hacerle daño a Erik, por hacérmelo a mí,
pones a prueba su amor una y otra vez. Con Christine tienes
suerte, todavía es pequeña y su amor es aún incondicional.
Pero crecerá y, si no cambias, se hartará de que le hagas daño.
Con Dieter… Es increíble, pero parece que aún te quiere. Te
recomiendo que recojas los pedazos de tu relación con él y
trates de arreglarla.
Kjerstin le enseñaba los dientes rodeados de una línea
informe de labios rojos, contraídos por la rabia. Sus ojos claros
destilaban odio. Respiraba a toda velocidad mientras parecía
buscar en su mente una réplica que no terminaba de componer.
—Mira, Kjerstin. Erik no quiere querellarse por los delitos,
sí, delitos, que has cometido —dijo tras esperar unos segundos
para que hablara. Esta vez fue ella quien apretó un puño, con
la mano en un guante de cuero negro de Chanel, sí, pero en un
gesto reconocible y universal—. Pero para mí sería muy fácil
convencerlo de que lo haga y destrozar la poca credibilidad
que te quede después de lo que ha pasado hoy. —Sí. Había
llegado el momento de las amenazas—. No te acerques a Erik.
No te acerque a mí. Te quiero lejos de mi familia. ¿Lo has
entendido?
Se sentía una matona de los Latin Kings, pero quería
asegurarse de que no volvían a cruzarse con ella en toda su
vida. Jaque Mate. Fin de partida.
—Yo tampoco quiero volver a verte —dijo, desinflada en
un último intento de estar a la altura. Se volvió hacia Dieter
con ansiedad.
—Sí, más vale que vayas a hablar con él. ¿Ves a ese
hombre joven con gafas que lleva el móvil en la mano? Es un
periodista —advirtió Inés. Aquella mujer casi le daba pena.
Casi—. Asegúrate de que no le diga la verdad sobre quién
eres.
No supo la razón exacta, si por la amenaza o el temor a que
su marido hablase demasiado, pero caminó presurosa a
encontrarse con ellos.
—Vaya, vaya, vaya —soltó Erik con tono de reverencia y
admiración—. Me parece que ha sido Kjerstin la que te ha
subestimado a ti. —Sus ojos expresaban sorpresa y gratitud.
La rodeó entre sus brazos bajo la intensa nevada—. Inés, yo…
¡te debo tanto! Gracias por no rendirte. Por luchar. Por
permanecer junto a mí.
Ella sonrió y le guiñó un ojo con picardía.
—Lo sé, grandullón. Créeme que, en este caso —dijo con
un tono de voz impregnado en un profundo alivio—, me ha
encantado dar el jaque mate de la partida de ajedrez.
Despacio, que tengo prisa

Pese al estrés por los preparativos del viaje a Chile, Inés se


sentía liberada. Su única preocupación ahora consistía en
empaquetar los regalos y escribir pequeñas notas
personalizadas para cada miembro de la familia. Los dejarían
en un saco de felpa de color rojo con reborde blanco, como si
los trajese el mismísimo Papá Noel. Sonrió. A los niños les iba
a encantar. El timbre estridente del móvil de Erik irrumpió
entre los villancicos de Frank Sinatra que tenían de fondo.
—¡Erik! ¡Teléfono! —gritó, haciéndose escuchar por
encima de la música. Él se levantó con un gruñido de fastidio
de donde trabajaba frente al ordenador y fue a la cocina por su
móvil.
—Thoresen —respondió, cortante.
—¡Buenos días, hermanito! ¿Qué tal sienta ser una estrella
mediática? —dijo Maia con tono divertido.
—¿Cómo dices?
—Erik, ¿no has leído la prensa esta mañana? Reconozco
que el Aftonposten no es precisamente lectura ligera y, en
general, prefiero ver las noticias online —rio su hermana ante
su desconcierto—, pero Corbyn recibe en casa todos los días el
periódico, y ¿adivina quién aparece en las páginas sociales, en
fotos a color y con un reportaje de media plana?
—Me estás tomando el pelo —gruñó él.
—Nop. Nada de bromas. Un momento —Escuchó a Maia
teclear algo al otro lado del teléfono—. Pues en la edición
online también salís. Tú e Inés, a Magnus le han pixelado la
cara. Con un hombre que supongo que será tu abogado. En
otra más pequeña aparecen Dieter y Kjerstin.
—Inés, ven a ver —llamó. Algo debió ver ella en su
mirada, porque pese a estar enterrada entre pliegos de papel
brillante y cintas de colores, se levantó al momento—. Estoy
frente al ordenador. No me lo puedo creer—dijo mientras
Maia le leía la noticia. Inés soltó una exclamación de sorpresa
y él tragó saliva al ver su rostro serio en la foto junto a Inés,
con cara de agobio tras la sillita de Magnus, y al abogado con
la boca abierta diciendo algo en el pasillo exterior.
— « El magnate », ¡magnate! —siguió su hermana entre
risas— « de empresas Thoresen acude al Oslo Tinghus para
resolver una supuesta paternidad. En el arbitraje queda
demostrado sin ningún tipo de duda que Erik Thoresen no es el
padre de la niña de cuatro años. Pese a la insistencia de
Kjerstin Rohde (expareja del cirujano cardíaco) en airear el
caso a la prensa, las pruebas realizadas y procesadas bajo
custodia judicial así lo confirman » .
—Joder —murmuró Inés. Intercambiaron una mirada
rápida y los ojos de los dos buscaron a Magnus.
— « Erik Thoresen es nieto del eminente cardiocirujano,
fallecido hace seis meses, Matthias Jensen, y de Olivia
Christensen, dueña de los astilleros del mismo nombre » .
Joder, ¡pues sí que han hecho bien su trabajo! —dijo Maia, ya
no tan divertida—. « Los tres hermanos Thoresen comparten
un imperio industrial con empresas por toda Escandinavia y
han expandido recientemente sus proyectos al campo de las
energías renovables con la compra de una prometedora
compañía… ».
—Fy faen —repitió Erik.
—Es una zorra. Es una maldita zorra. ¿Te das cuenta de
que ahora la prensa te tiene fichado? —dijo Maia con un
cabreo que podía sentir pese a estar a casi dos mil kilómetros
distancia—. Lo ha hecho a propósito. Ahora no te dejarán en
paz.
—Lo siento, enana —dijo Erik. Inés frotaba su espalda en
un gesto de intentar confortarlo y apoyó la frente en el hueco
de su cuello—. Esto sí que no lo vi venir. Siento que todo esto
os haya expuesto a ti y a Kurt.
—Erik, nosotros estamos en Tromsø. Aquí, como mucho,
sale Kurt en el periódico local cuando dona para los proyectos
sociales del Ayuntamiento o para apoyar al equipo de hockey,
a nadie le importa lo que hagamos —lo tranquilizó su
hermana. La había puesto en manos libres para que Inés
también escuchara—. Pero vosotros en Oslo, ya sabes. Los
pijos se aburren y necesitan leer cosas así. Solo espero que no
os den mucho la lata.
—Eso espero yo también —gruñó.
—Oye, otro tema. ¿Cuándo os vais a Chile al fin? ¿Cuándo
volvéis? Tengo aquí el regalo de Magnus y no pienso
mandarlo por correo, ¡tenéis que venir a buscarlo! —ametralló
Maia a toda velocidad. Inés se echó a reír—. ¿No os da tiempo
a venir a Tromsø?
—No, sabes que no —dijo Inés, tomando las riendas de la
conversación. Magnus decidió que ya no le interesaban más
los papeles de colores y se marchó a investigar debajo de la
mesa—. Nos vamos en un par de días, falta una semana para
Navidad. Yo tengo unas cositas para vosotros, os las dejaré en
casa de Olivia. Pasaréis las Navidades allí, ¿verdad?
—Sí, esta vez nos movemos nosotros. Está demasiado
frágil para viajar. ¡No nos cruzaremos por unos días! —se
lamentó Maia con tristeza—. Inés, no va a ser lo mismo sin
vosotros.
—¡Lo sé! Es horrible tener el corazón dividido, Maia —
confesó de manera espontánea—. Esta vez, las pasaremos en
Chile, pero estaremos aquí a mediados de enero y espero que
me lleves a esquiar, que el invierno pasado con el embarazo no
pude, ¡y tengo muchísimo mono!
—Prometido. Entonces hablaremos por videollamada, ¡qué
remedio! Un abrazo y muchos besos para mi vikingo bebé y
unos pocos para vosotros.
Inés cortó la llamada y ella y Erik se miraron durante un
largo rato.
—Vaya.
—Vaya.
—¿Tú crees que de verdad los periodistas te van a
perseguir en plan paparazzi? —preguntó Inés con
incredulidad. Se sentó en el sofá, flexionó las rodillas, las
abrazó con las manos y apoyó el mentón en ellas—. Magnate
de las industrias Thoresen. Suena a villano de novela negra.
Erik se echó a reír. Gateó debajo de la mesa del salón y
sacó de allí a Magnus, que acababa de darse un cabezazo con
el travesaño de acero. Solo en el momento en que vio que su
padre lo miraba, se echó a llorar desconsolado.
—Ven aquí, pequeñajo —dijo, rescatándolo entre las sillas.
Magnus se revolvió para soltarse y fue a contarle las penas a
su madre —. Esta mesa es preciosa, pero tenemos que proteger
las esquinas.
Inés cogió a su hijo en brazos, cubrió de besos su cabecita
rubia y se levantó la camiseta cuando reclamó el pecho para su
consuelo.
—Erik. ¿Sabes que eres pésimo para cambiar de tema? —
dijo con cierta malicia.
Él se echó a reír, derrotado. Se acercó de nuevo a ellos y
disfrutó la serenidad idílica que Inés y Magnus desprendían.
—No lo sé, liten jente. Quiero creer que no. ¿A quién
demonios le va a interesar lo que hagamos?

Los últimos días antes del viaje fueron un caos. Inés comprobó
que en dos ocasiones la fotografiaban extraños. Para Erik fue
todavía peor. La secretaria de la clínica se vio abrumada por
una ingente cantidad de llamadas pidiendo entrevistas. Erik las
rechazó todas con la esperanza de que, en algún momento, se
cansarían de hostigarlo y perseguirían a alguien con más
madera de estrella que él.
El día previo al vuelo fueron a despedirse de Olivia. Los
recibió con la casa engalanada con una maravillosa decoración
de Navidad. Al ver los juegos de luces en el jardín exterior,
con estatuas hechas de mimbre adornado de diminutos puntos
amarillos, Magnus casi convulsiona de la emoción. El más
cercano era un ciervo y Erik vadeó la gruesa capa de nieve
para llevar a su hijo hasta allí.
—¡Oh! ¡Oh! ¡Isss! ¡Isss! —repetía extasiado. Olivia reía y
daba palmadas, embutida en un aparatoso y grueso abrigo de
piel a juego con un gorro ruso—. Pappa! Mamma!
—¿Qué dice? —preguntó Inés extrañada.
—Lys —respondió Erik con una enorme sonrisa—. Yo creo
que se refiere a luz en noruego. ¡Poco a poco va diciendo
alguna palabra más!
—Vamos dentro, Olivia. Hace mucho frío y nos vamos a
congelar —dijo Inés. La anciana se apoyó en su brazo y la
condujo con cariño al interior de la casa—. Deja que te ayude
con el abrigo.
—Sí, vamos arriba. He mandado preparar un pequeño
refrigerio en la sala de juegos de Magnus, así podremos comer
algo mientras él juega tranquilo —dijo Olivia, dando órdenes
como la emperatriz de su casa que era—. Sigrid está de
vacaciones, ¡pero mejor! Así lo tendré más tiempo para mí.
Inés se echó a reír y subió con ella en el ascensor. Erik y
Magnus ya estaban arriba, e Inés soltó una exclamación de
asombro.
Olivia se había excedido. Mucho.
Toda la habitación lucía una maravillosa decoración de
Navidad. Los colores azules y cremas de alfombras, ropa de
cama y estores eran ahora rojos, verdes y blancos. Un enorme
peluche de oso polar se apoyaba en un rincón, en otro, un
cascanueces de madera, que en realidad era un rompecabezas
de colores. Los cojines en el suelo tenían distintos motivos
navideños. Y en el centro, una montaña de regalos.
—Olivia… —murmuró Inés. Erik se encogió de hombros
con expresión resignada.
—¡Lo sé! ¡Lo sé! Ayúdame a sentarme —dijo la anciana.
Inés la acomodó en la silla de madera frente a una mesa
auxiliar que habían puesto para los cuatro, llena de dulces y té
—. Déjame mimarlo. ¡Es el único bisnieto que tendré cerca! A
los de Tromsø los veo demasiado poco. Voy a echar de menos
a este bebé mientras estáis fuera.
Abrió y cerró las manos reclamándolo en su regazo y Erik
lo sostuvo para que pudiera abrazarlo y jugar con él.
—Pero, Olivia, ¡habíamos hablado de que le regalarías el
ajuar para la guardería y nada más! —dijo Inés, abrumada por
la cantidad de paquetes.
—Oh, sí. ¡No pude contenerme! —dijo la mujer, hechizada
por los hoyuelos de su bisnieto—. Erik, ¿te has fijado? ¡Tiene
tus ojos! ¡Tiene los ojos de Matthias! —La emoción la hacía
saltar de manera errática de un tema a otro—. Inés, busca ahí
tu regalo. También hay otro para Erik.
Erik la besó al abrir unos preciosos gemelos que habían
pertenecido a su abuelo. Inés recibió en un saquito de
terciopelo el reloj Omega de pulsera que ya había usado una
vez. Intentó protestar de nuevo, pero la anciana puso los ojos
en blanco y ni siquiera le permitió hablar.
—Ese reloj es mío. Y ahora yo te lo regalo a ti. Si te sirve
de consuelo, le pregunté a Jana y a Maia y no tienen ningún
interés en él —informó ella, feliz de haber acertado con sus
obsequios—. Tienes las manos delgadas y los dedos finos. Te
quedará mejor a ti.
Inés la abrazó y la besó en un gesto espontáneo, y fue a
buscar la bolsa donde guardaba el regalo para ella.
—Yo también tengo algo para ti. —Sacó el paquete
envuelto con esmero. Era pesado, del tamaño de un ordenador
portátil. Erik la miró con curiosidad—. Sin duda, no tiene el
precio del regalo que tú me has dado, pero quiero que sepas
que lo he escogido con todo cariño y pensando en ti.
Olivia sonrió y desenvolvió con manos temblorosas el
papel encerado y las cintas blancas y rojas terminadas en una
borlas doradas.
—¡Oh! ¡Mira quién está aquí! —dijo con alegría al ver la
foto de ella con Magnus y Erik detrás—. ¡Es maravilloso! Un
marco muy bien trabajado, quedará perfecto en mi mesilla.
—Eso pensé yo —coincidió Inés—. Es grande, pero he
visto que no tienes adornos en ella.
—Solo le veo un pequeño problema —observó Olivia. Inés
la miró sorprendida. La frase demoledora sellaría por siempre
el cariño y la amistad entre ellas—. En esta foto faltas tú.

Inés agradeció a Thor, Odín y todos los dioses del Valhala por
la fila prioritaria para familias, tercera edad y embarazadas en
el aeropuerto Comodoro Arturo Merino Benítez. Llegaban a
Santiago agotados. Magnus había llorado de manera
intermitente varias horas. Solo cuando optó por darle un
analgésico pudo calmarlo un poco. Tenía la espalda molida
porque la única manera de dormirlo era al pecho.
—Nos hemos hecho famosos en todo el avión —gimió al
ver las caras de circunstancias de los otros pasajeros. Erik
llevaba a Magnus en brazos. Ahora sí había caído rendido.
—Las catorce horas de vuelo son un suplicio, con ayuda de
Magnus o sin ella —dijo Erik. Abrió la boca sin poder
reprimir el bostezo. Unas ojeras grises destacaban sobre la
palidez invernal de Oslo. Los movimientos lentos y pesados
delataban que tampoco había pegado ojo—. Por fin hemos
llegado.
Loreto los esperaba vestida con un traje de falda y
americana pese a que eran casi las ocho de la tarde. Solo verla
estresaba. Hizo gestos nerviosos con la mano para
apresurarlos.
—Erik, Inés. ¡Aquí!
Besó el pelo rubio de su sobrino, dormido como un tronco
en la mochila portabebés, y les dio un abrazo rápido.
—Es oficial. Recibimos el fallo judicial del remate
mientras estabais volando —informó mientras taconeaba a
toda velocidad por la terminal hacia el aparcamiento. Inés hizo
de tripas corazón. Se habría echado a dormir en las sillas de
plástico sin dudarlo—. ¡Tenemos mucho que hacer!
Erik asintió, un poco abrumado. La celeridad de Loreto los
pillaba a contrapelo.
—Lore, para la moto —protestó Inés—. Que yo todavía
sigo en Oslo a quince grados bajo cero. ¿Puedes explicarnos a
qué viene tanta prisa?
Su hermana detuvo la carrera con gesto brusco y parpadeó
unos segundos. Todo su cuerpo pareció relajarse y se echó a
reír.
—¡Perdón! Llevo todo el día trabajando como una loca
para adelantar todo lo posible. —Los miró con los ojos
brillantes, cogió aire y lo soltó—. Felicidades. Sois los nuevos
propietarios del Hospital San Lucas.
—Sa flot! —exclamó Erik, despejado de repente y con los
puños en alto. Inés soltó una carcajada ante la mirada perpleja
de Loreto.
—Algo así como «¡de puta madre!» —tradujo entre risas.
Soltó un suspiro de alivio—. Por fin se despeja la incógnita.
¡Cuánta tensión! Me alegra que se haya acabado.
—¿Acabado? —Soltó un ronquido divertido—. Queridos
doctores, esto no ha hecho más que empezar. ¿Os hacéis una
idea de lo que nos espera? —Les echó una mirada irónica y los
señaló con un dedo amenazador—. Más vale que descanséis
esta noche. Mañana os necesito a los dos en el bufete al cien
por cien.
—Vale, está bien. ¿Cuándo podremos irnos a Ranco? —
preguntó Inés, apartando con un gesto de la mano la
preocupación de su hermana.
Loreto detuvo su marcha en seco y la fulminó con la
mirada.
—¿A Ranco? No, Inés. Mamá y papá llegan con Loki
mañana a primera hora. De hecho, vendrás a recogerlos al
aeropuerto tú. —Llegaron a la máquina del aparcamiento, sacó
el tique del bolso y pagó. Menos de veinte segundos en toda la
operación—. Pasaremos la Navidad en mi casa. Princesa, creo
que no le estás tomando el peso a todo esto —insistió,
buscando con la mirada el apoyo de Erik, que parecía seguir
dormido en el avión—. Dejarás a Magnus con papá, mamá y
sus primos en mi casa. Tú tienes que trabajar.
Inés palideció. Erik apretó su mano y asintió en silencio
con cara de circunstancias.
—De acuerdo —murmuró en un hilo de voz.
Al menos tendrían una noche de tregua. Loreto los dejó en
la amplia recepción del hotel W y Erik se dirigió directamente
al ascensor privado. Una mujer con aspecto eficiente y algo
alarmada salió de detrás del mostrador.
—¡Disculpen! Identificación, por favor —pidió con voz
nerviosa—. Ese ascensor es privado, para la zona residencial.
Erik masculló algo ininteligible y siguió su camino,
cargado con Magnus en la mochila, la bolsa del bebé al
hombro y arrastrando una maleta. Inés se detuvo y rebuscó en
su bolso.
—No se preocupe, vivimos aquí: Erik Thoresen e Inés
Morán. Aquí tiene mi cédula de identidad —dijo con voz
cansada. Mejor eso, antes de que la mujer llamase a seguridad.
Esperó con paciencia infinita a que comprobase los datos.
—¡Mil perdones! Bienvenidos a las residencias W.
Erik la abrazó con fuerza mientras en ascensor subía
vertiginoso hacia el ático.
—¿De verdad ha pasado casi un año desde que nos fuimos?
—preguntó con incredulidad—. Parece que ha sido un siglo, y
a la vez, que fue ayer.
—Es un sueño que estemos aquí—dijo ella, reconfortada
por la caricia en la espalda y el reflejo de su familia en el
espejo.
Las puertas de acero se abrieron y el aroma conocido al
aceite esencial de azahar con que Inés perfumaba el ático los
recibió. Berta, la señora que se encargaba de mantener en
orden su caos, tenía todo a punto. Los dos se descalzaron en el
baño de la entrada. ¡Qué fácil se hacía retornar a las viejas
costumbres!
—Tenemos una ensalada hecha, embutidos y salmón. Hay
que darle las gracias a Berta —dijo Erik tras abrir la nevera en
el gesto reflejo que tenía nada más entrar en aquella casa.
—Hemos pensado lo mismo —rio Inés.
Cogió y lo llevó a la terraza para darle el pecho. Sonrió con
ternura el sentir su cuerpo pequeño y transpirado desperezarse,
con las manitas algo pegajosas y los ojos azules soñolientos al
despertar. Se sentó en uno de los sofás de la terraza. Atardecía,
y la calle hervía aún con el bullicio y actividad propios de
Isidora Goyenechea. De fondo, la cordillera de Los Andes se
ribeteaba con un hilo de oro con la caída del sol.
—¡Por fin en casa! —exclamó Erik, dejando una jarra de
agua con hielos y limón con dos vasos en la mesita. Llevó los
ojos hacia donde los tenía Inés y sonrió apreciativo—. Eso sí
que son montañas de verdad. En cuanto podamos, nos
escapamos a Farellones.
—¿No echas de menos Noruega? —preguntó ella al verlo
repantigado en el sofá y dando sorbos a su bebida. Se recostó
en su hombro y Erik la besó en la frente dejando un halo frío
de humedad.
Pareció pensarlo un momento mientras acariciaba con los
dedos su pelo. Negó con la cabeza y sonrió.
—No. Ahora mismo, no. Estamos donde tenemos que estar.
—¿Preparado para todo lo que se nos viene encima?
Erik soltó una carcajada y a Inés se le encogió el estómago.
Adoraba sentirlo reír así, expansivo. Relajado. Magnus soltó el
pecho, sorprendido y con la risa de su padre contagiando su
mirada azul.
—No lo sé, liten jente. —Se levantó y tendió una mano
para conducirla al interior de la casa—. Mañana lo veremos.
Ahora, vamos a descansar.

Por primera vez, Gerardo ignoró a su hija para centrar su


atención en el rostro ladeado de pelo rubio y ojos azules que lo
miraban con curiosidad. Ella abrazó a su madre y acarició la
cabeza peluda de Loki. Todas las preocupaciones y desvelos
por el viaje y la situación del San Lucas desaparecieron en el
momento en que vio a Magnus en brazos de su abuelo.
—Soy tu Tata —dijo solemne.
—Tata —repitió Magnus con seriedad.
Desde ese momento supo que comenzaba una preciosa
historia de amor.
Acomodó a sus padres en casa de Loreto, y ante la
insistencia de su hermana, que la había llamado ya dos veces,
dejó a Magnus con sus abuelos junto a un millón de
indicaciones. Victoria acabó por perder un poco la paciencia.
—Inés, te recuerdo que hemos criado con éxito a tres hijos.
—La despachó sin miramientos hacia el coche—. Vete ya. No
hagas esperar a tu hermana, que lleva días estresada.
¿Estrés? Ya. El eufemismo del siglo.
La cantidad de papeles que debían revisar y firmar era tal
que Erik y Loreto se habían trasladado a la sala de reuniones.
Inés los observó a través del cristal un segundos. Su
vikingo trabajaba concentrado, poniendo todo su ser en lo que
hacía, como siempre, con las líneas de su frente marcadas y los
ojos azules llenos de determinación. Alzó la mirada y la
descubrió. Su rostro se iluminó con una sonrisa de alivio, pero
Loreto la conminó a ponerse en marcha sin demasiadas
contemplaciones.
—Inés, aquí está lo que Erik ya ha repasado y tienes que
firmar tú —dijo sin detenerse más que a saludarla con un beso
duro en la mejilla—. Vamos con retraso. A las cuatro tenemos
la reunión con el equipo de Noruega, nosotros haremos de
enlace con los contables de aquí.
Entendió la mitad, pero asintió con decisión. Era mejor
dejarse llevar por la Loreto supersónica que atreverse siquiera
a intentar pararla. Besó a Erik en los labios y lo miró con cara
de pánico.
—¡Ánimo! —susurró él.
Aquellos tres días fueron una locura. Erik quería dejar claro
antes de que acabase el año que los puestos de trabajo en el
San Lucas no peligraban y que habría un lugar seguro y con
proyección para todo el que quisiera quedarse. Eso no les daba
demasiado margen. Habían enviado una carta a todos los jefes
de los servicios clínicos y a los supervisores de área para hace
llegar la información a todos los trabajadores implicados en el
hospital. El 30 de diciembre tendrían una reunión con ellos, y
aún quedaba mucho por hacer.
Solo contaron con el respiro de Navidad, que aquel año
caía en fin de semana. La casa de su hermana los acogía a
todos, con su jardín de césped recortado y la piscina a punto.
A Inés le encantaba la construcción moderna e imponente de
hormigón a la vista y con amplios ventanales. La casa decía
«Loreto» hasta en el último rincón.
—Se me hace raro estar aquí en vez de en Ranco —confesó
Victoria mientras tomaban un vermú en la terraza del jardín.
Inés sonrió ante la afirmación de su madre y cerró los ojos
mientras se dejaba inundar por el aroma de los jazmines que se
enredaban en el cenador.
—A cambio tenemos sol y calor —dijo Loreto, siempre
pragmática—. Mira a papá. No parece echarlo demasiado de
menos.
Las tres mujeres miraron hacia la piscina. Los gritos y las
risas infantiles se mezclaban con las carcajadas estentóreas de
Erik, que lanzaba a Julio y a Elena por turnos a la parte
profunda del agua. Gerardo, con toda la paciencia y amor que
solo un abuelo puede brindar, empujaba a Magnus en un
flotador redondo de colores. Inés sonrió mientras acariciaba el
pelaje dorado de Loki. Pese a la vorágine de aquellos días, se
sentía llena de paz.
Cenaron en esa misma terraza un menú ligero y veraniego.
Por una vez, Victoria dejó el mando de la cocina a sus hijas y
se dedicó a disfrutar de sus nietos.
—¡Que diferente es la Navidad con niños! —exclamó
Loreto en una confidencia espontánea.
Erik había programado cada pocos minutos en su móvil el
sonido de las campanillas de un trineo y los niños estaban
como locos tratando de averiguar su procedencia. Él y Gerardo
aprovecharon una de sus estampidas para colocar los regalos
bajo el árbol del salón. Julio y Elena volvieron arrastrando los
pies y expresión decepcionada.
—No ha venido. Este año no va a venir —dijo Elena con
desaliento.
Erik abrió la boca con extrañeza, los paquetes estaban ahí
mismo, pero Inés lo frenó con la mano sobre el muslo. Aquello
era la magia de la Navidad.
—¡Id a ver al jardín! ¡Seguro que están allí! —Señaló
emocionada hacia afuera. La mirada de los niños se iluminó y
salieron corriendo con esperanzas renovadas.
Inés se puso de pie y tiró de Loreto hacia el árbol.
—Ven. Ayúdame.
Recogió con rapidez una guirnalda de luces que adornaba
el mueble del salón y entre la dos recargaron el abeto de luces
blancas. Su hermana sonrió al ver el efecto.
—Espera. Creo que tengo otro juego por aquí. No lo puse
porque me parecía demasiado.
—Las luces de Navidad nunca son demasiado para Inés —
dijo Erik divertido al ver cómo las colocaban sobre los regalos
de manera estratégica. Apagó la lámpara del salón y los puntos
luminosos de colores titilaron creando un ambiente
extraordinario.
—¡Niños! ¡Venid un momento! —llamó Victoria con
autoridad mientras sostenía a Magnus, embobado con las
luces, entre sus brazos.
Inés vio el árbol como lo vieron ellos. Con la mirada llena
de admiración y sorpresa inocente. Con la emoción de lo
nuevo, las ganas de descubrir los secretos que encerraban
aquellos papeles y cintas relucientes, con esa fe incorruptible
que los hacía creer en las hadas, los unicornios y Papá Noel.
Gerardo comenzó la ceremoniosa entrega de los regalos e Inés
se sentó junto a Erik con un largo suspiro.
—No digas nada. Ya sé que es demasiado. —Los gritos de
los niños ante cada sorpresa y el rostro abrumado del pobre
Magnus con el bombardeo de sensaciones la hicieron reír—.
Pero mis padres no volverán a tener una Navidad con todos
sus nietos hasta dentro de dos años. Dejemos que disfruten.
—Yo no digo nada —soltó Erik, resignado. La besó en el
hombro desnudo y sonrió. Inés recordó algo de pronto y se
puso nerviosa.
—Yo también tengo un regalo para ti, pero…
—Espera —la interrumpió Erik, de pronto muy serio—. Yo
también tengo un regalo para ti, pero no puedo dártelo hasta
mañana. ¿Puedes esperar?
Inés se mordió los labios y lo miró de reojo. Acabó por
asentir.
—De acuerdo. Mañana.

Le costó levantarse al día siguiente. Habían vuelto a casa más


allá de las dos, pero Erik no tuvo demasiadas contemplaciones
para hacerlos madrugar. Magnus roncaba suavemente en la
silla a contramarcha, abrazado a su orca y a una nueva
adquisición: un caballito de peluche que Inés sospechaba que
había sido idea de su abuelo. Ella se estiró sin pudor en el
asiento del copiloto
—¿No es muy temprano para ir a casa de Loreto? —
preguntó, tapando un bostezo con los dedos. Erik conducía
hacia La Dehesa con la música de Simple Minds en el altavoz.
—Primero tenemos que ir a un sitio —dijo él concentrado
en la carretera. Ella entornó los ojos con suspicacia, pero no
añadió nada más.
La ciudad estaba desierta por la resaca de Nochebuena y
pronto dejaron atrás los edificios altos y las casas de las zonas
más residenciales. Ante ellos se abrió el paisaje más rural y
apacible de la comuna de Lo Barnechea, a las afueras de
Santiago. Inés sonrió al pasar junto a una parcela donde
pastaban unos caballos.
Casi a las faldas de la cordillera, pero no muy lejos de la
arteria principal que los conectaba con el centro, Erik redujo la
velocidad y giró por un camino de tierra. Tras unos pocos
cientos de metros, detuvo el coche y lo apagó.
—Vamos. Quiero enseñarte algo.
Inés lo miró intrigada, pero él solo trazó su sonrisa más
arrogante y se bajó del coche para sacar a Magnus. Lo siguió.
Una línea de álamos temblones centenarios los saludó con su
sombra bienvenida. Ante ellos se abría una amplia extensión
de pasto verde salpicado de flores silvestres. Erik se detuvo
justo en el medio y rodeó sus hombros con un brazo.
—Mi regalo es en realidad una propuesta —dijo con los
ojos brillantes—. Otro proyecto de los dos. Quiero que
construyamos una casa.
—¿Aquí? ¿Una casa? —preguntó Inés abrumada.
—No está tan lejos del San Lucas. Está bien comunicado y
muy cerca de la subida a Farellones. —Erik parecía buscar
razones para convencerla—. Loreto vive a diez minutos de
aquí.
—Erik, ¡es maravilloso! —dijo Inés con reverencia. El
murmullo rutilante de un manantial llegaba hasta ellos, los
pájaros ofrecían un concierto idílico. Los árboles y las
montañas eran el marco ideal. Dio unos pasos hacia la
cordillera nevada—. Pero ¿no es demasiado caro? ¿Y los pisos
de Santiago? Y ¿qué pasa con Noruega? ¿La casa de Tromsø?
¿El ático de Oslo? Hemos dejado la mitad de nuestra vida allí
—dijo Inés con una sensación de vértigo apoderándose de su
abdomen.
Él se encogió de hombros y sonrió.
—Inés, tienes que acostumbrarte a ser una Thoresen —
advirtió él, deteniéndose para atrapar su rostro entre las manos
—. Eso tiene ventajas e inconvenientes, ya lo sabes. Y vivir
con el corazón repartido en varias partes del mundo. Una vida
en primavera y verano perpetuos pasando la mitad del año
aquí y la otra mitad allí no suena mal, ¿verdad?
Inés se rindió. Relajó el cuerpo y asintió ante el magnífico
plan de futuro que se abría ante ellos.
—No. No suena nada mal. Es solo que, a veces… —Negó
con la cabeza, intentando asimilar la propuesta de Erik.
«Primavera y verano perpetuos»—. Me cuesta acostumbrarme
a tu manera de pensar respecto al dinero. Me acuerdo cuando
te pregunté si pertenecías a una mafia noruega de
narcotraficantes cuando te compraste el Porsche.
Erik miró hacia el cielo, se echó a reír y volvió a abrazarla
con fuerza, incluyendo a Magnus.
—Inés, quiero que dejes de preocuparte por el dinero.
Olvídate del precio y piensa en el valor —dijo en un discurso
encendido, apasionado—. Si te sientes más tranquila,
alquilaremos tu piso y el ático, aunque yo conservaría al
menos uno por precaución. No quiero que Magnus se crie
encerrado. Quiero que tenga sitio para correr y jugar con Loki,
para crecer en libertad. Sabes que no es lo mismo. Si no es este
sitio, en otro. Aunque, para mí, este lugar es perfecto.
La miró con expectación. Inés se mordió los labios. Sus
ojos brillaban reflejando todo lo que sentía.
—Es perfecto. Y las razones para hacerlo lo son aún más
—dijo con una sonrisa traviesa. La voz le salió algo ahogada
—. Además, nos va a venir bien tener más espacio.
Erik la contempló intrigado.
—Inés. Estás temblando. ¿Qué pasa?
—¿No quieres saber cuál es tu regalo? —Él asintió, muy
despacio y alerta—. Estoy embarazada. Vamos a ser padres
otra vez.
La cara de Erik se quebró en un caleidoscopio de sorpresa,
alegría, algo de miedo y amor. Su sonrisa no le cabía en la
cara. Soltó una carcajada divertida y la besó en la frente.
—Kjaereste, ¿puedes creerme si te digo que lo sospechaba?
—La estrechó entre sus brazos y la besó de nuevo con
devoción. Magnus protestó al verse encerrado entre ellos y
manoteó indignado para hacerse espacio—. Comías como una
vikinga, dormías más. Al hacer el amor notaba tu interior
diferente. Igual que cuando estabas embarazada de Magnus.
Como no decías nada, no quise presionarte.
—He esperado a estar segura. Casi no tengo leche, y en
cuanto noté los otros síntomas bajé a la clínica y busqué una
ginecóloga. Todavía no me ha bajado la regla por la lactancia
y no estaba segura de cuándo podía ser. Creo que lo
encargamos en Tromsø —dijo con una sonrisa tímida. Loki se
unió a la celebración y echaron a andar hacia la alameda.
—Es una noticia maravillosa, Inés.
Erik buscó su mano y la apretó con fuerza. Otro bebé. Su
segundo hijo. Sonrió y volvió a besarla. Con cada roce de sus
labios sellaban el nuevo pacto que acababan de contraer.
Empezar de cero

—¿Estás nervioso?
—No.
Erik contestó, lacónico. Estaba guapísimo con aquel traje
gris claro, la camisa blanca y la corbata azul marino. Inés
reprimió una sonrisa y miró a medias acusadora y a medias
divertida la manera en que abría y cerraba las manos. Ella
estiró la tela del vestido negro de corte lápiz y escote en uve
que había escogido para la reunión.
—Todo saldrá bien. Es una mera formalidad. —Entrelazó
sus dedos en los de él y apretó. Tenía la mano fría pese al calor
del verano con que despedían aquel año en Santiago de Chile
—. ¿Tienes idea de quién estará allí?
—Se supone que estarán las jefaturas médicas, las
supervisoras de quirófanos y de hospitalización, y de los
principales servicios: laboratorio, cocina, lavandería… —
explicó Erik con voz tensa—. No tengo ni idea de si vamos a
conocer a alguien. Dan me ha contado que ha habido una
auténtica fuga de personal.
Se detuvieron un momento frente a la puerta de entrada del
San Lucas. El moderno edificio de acero y cristal seguía tan
soberbio como siempre, ajeno a que su estructura interna había
estado a punto de colapsar. Los bienes embargados a los
culpables se habían empleado en pagar los sueldos, varios
meses atrasados. El dinero del remate, para liquidar las
deudas. Emprendían el nuevo proyecto en foja cero. Con la
página en blanco. Erik aferró su mano con fuerza.
—Espero que hayamos tomado la decisión correcta —dijo
pensativo mientras alzaba la mirada hacia lo alto de la fachada.
Inés se echó a reír. Apoyó la cabeza un momento en su
brazo y emprendió la subida por la escalera de hormigón.
—Si no nos enfrentamos a ello, nunca lo sabremos.
¡Vamos!
Loreto los esperaba ya en la planta de dirección. Había
recogido el breve cuestionario que habían enviado por correo
urgente antes de Navidad. Erik frunció el ceño.
—¿Cuántos lo han entregado? Son pocos. Muy pocos.
—Algunos quieren hablar primero en persona antes de
firmar nada, es comprensible —lo tranquilizó Loreto—.
¿Quién va a dirigirse a los médicos? Hay que tener en cuenta
que el ambiente puede ser hostil —informó con cierta
preocupación—. Llevan puteados mucho tiempo, algunos han
tenido que esperar meses para cobrar, y la mayoría quiere
largarse lo más lejos posible.
—Lo haré yo. He tratado mano a mano como jefe de
Cardiocirugía de Congénitas con muchos de ellos y sé por lo
que han pasado. Yo mismo lo viví —dijo Erik con convicción
—. Espero convencerlos de que se queden y que todo esto no
se nos desmorone antes de empezar. Vamos.
Empujó la puerta con decisión. Su entrada interrumpió las
conversaciones cruzadas en tono airado y se hizo un silencio
expectante.
—Joder —exclamó alguien al verlos.
La enorme sala de juntas estaba a rebosar. Varios rostros
cariacontecidos, entre ellos el de Guarida, el de Andrea Garay,
el de Bettina y el de Marita Mardel, esperaban en torno a la
mesa ovalada. Inés reprimió una sonrisa. Le había pedido
especialmente a Loreto que hiciera lo posible para que no se
destapara el nombre de Erik como comprador. Ella le había
contestado que no se preocupara. Todo se había hecho a través
de un nuevo nombre jurídico: Norsk Klinikk S.A, y los
documentos de compraventa no eran de dominio público. La
cara de Guarida al verlos entrar por la puerta era
indescriptible.
—¡No me lo puedo creer! —dijo Marita Mardel, que soltó
una carcajada. El murmullo de los sanitarios se elevó en una
algarabía que tardaron varios minutos en acallar.
Inés permaneció junto a Erik y sonrió al ver que su antigua
tutora la miraba y negaba con la cabeza con una enorme
sonrisa y expresión de incredulidad.
—Por favor. ¡Silencio! Escuchadme un momento. —
Permaneció de pie, en la cabecera de la mesa ovalada. Su
altura y su porte le daban un aura de poder. De autoridad. Inés
sabía lo que era caer en su influjo y vio cómo, poco a poco, las
personas quedaban inmóviles y atentas a sus palabras—.
Muchos de vosotros me conocéis. Cuando me marché, el
Servicio de Cardiocirugía hacía aguas y yo tenía cosas más
importantes en las que pensar.
—¡Tuviste buen ojo clínico! —dijo el jefe de
Traumatología, con voz enojada—. Hace dos meses que no
hay quirófanos por falta de presupuesto y esta semana recién
me han pagado el sueldo de los últimos tres.
—¡Y os quejáis vosotros que sois cirujanos! —dijo otra
voz, esta vez de mujer—. Tendríais que ver cómo estamos en
Medicina Interna. Somos los últimos monos de este hospital.
Volvió a elevarse un murmullo encendido.
—Boris, lo entiendo. Entiendo la situación —dijo, pasando
a hablar a todo el grupo. Apoyó las manos en la mesa y clavó
los ojos en ellos—. No hemos apostado por el San Lucas para
empezar un guerra, no buscamos lucrarnos con la actividad
asistencial. Nosotros no somos Becker y quiero que quede
claro. —Hizo una pausa para grabar en ellos la importancia de
sus palabras—. Pero tampoco nos interesa centrarnos en los
problemas ya resueltos. No estamos aquí para censurar la
antigua gestión ni lo que ocurrió en estos años.
Un murmullo sorprendido volvió a elevarse entre ellos,
Inés retuvo el aire al ver que se miraban unos a otros con
expresiones escandalizadas. Miró de reojo a Erik y esperó.
—Queremos mirar hacia delante. Saber quiénes de verdad
quieren embarcarse con nosotros en un nuevo proyecto para
este hospital. Uno en el que lo primero sea la atención de
calidad para el paciente, la excelencia académica de sus
médicos, el prestigio de cada uno de nosotros de manera
individual, pero también como institución. —Inés sonrió. Cada
vez que mencionaba ese nosotros su corazón se llenaba aún
más. Ya tenía de nuevo a su auditorio entregado por completo.
Los rostros mostraban expresiones de curiosidad, intriga e
incluso rechazo—. Yo no soy gestor. Tampoco lo es la doctora
Morán, aquí presente y mi socia en este proyecto. —Inés alzó
la mano y sonrió ante la incredulidad manifiesta de casi todos
los presentes—. Eso lo dejaremos en manos del equipo
económico que se ocupa del resto de mis empresas. Somos
médicos. Y queremos que este hospital funcione porque
amamos nuestro trabajo, nos preocupamos por nuestros
pacientes y por el servicio al que pertenecemos. Queremos
ponernos la camiseta, pero necesitamos un equipo sólido y
para eso hemos pedido esta reunión.
Se detuvo un momento. Soltó un suspiro y acabó por
quitarse la chaqueta, colgarla del respaldo y sentarse en la
butaca frente a ellos. Se remangó la camisa y unió las manos
frente a su rostro.
—Todo el personal del San Lucas tiene que haber recibido
o recibirá una carta con el nuevo proyecto. El día 7 de enero
quiero una respuesta de cada jefatura: si se sube al barco o no
—resumió, cansado ya de tratar de transmitir lo que pensaba
—. Mi email sigue siendo el mismo. Si tenéis una respuesta
antes, estaré encantado de ir sumando aliados a la causa. Solo
puedo prometer que nunca volverá a pasar lo que ocurrió con
Becker. Y quien quiera un puesto de trabajo bien remunerado,
estable y con proyección, lo tendrá aquí.
—¿Y puedes prometer sujetar tu mal genio? —bromeó el
jefe de Anestesia, protegido entre la multitud. Unas risas de
alivio recorrieron toda la sala y Erik sonrió.
—Eso no podré hacerlo nunca, pero lo puedo intentar.
Alguien inició un aplauso y varias personas se levantaron
hacia ellos para saludarlos. Pronto Erik se vio rodeado de jefes
que querían hacerle llegar los primeros sus demandas. Inés se
retrajo de todo aquello y se reunió con Marita Mardel y con
Bettina. La enfermera la abrazó con afecto.
—Inés Morán. ¿Sabes que no me sorprende? Al veros a los
dos ahí, frente a todos, me recordó cuando creasteis juntos el
proyecto de la FUNCORP —dijo su antigua tutora con orgullo
evidente—. En ese momento pensé que hacíais un equipo
formidable. Me alegro de que ese primer conato haya fraguado
en algo tan grande como esto.
—¡Espero que salga mejor! —dijo Inés, preocupada y con
una enorme sonrisa al recordar aquella veintena de pacientes
con diagnósticos difíciles a los que pudieron ayudar—.
Fracasamos porque fuimos unos ingenuos. Queríamos ayudar,
pero no sabíamos cómo y cometimos muchos errores —
reconoció con humildad—. Ahora es diferente. Contamos con
otra escala de recursos. Estamos asesorados por expertos en
economía y gestión hospitalaria. Si todos remamos en la
misma dirección, nada puede salir mal.
—Me alegro, Inés. ¡Me alegro tanto! —Bettina soltó un
suspiro de alivio—. Hablo en nombre de toda la enfermería del
San Lucas. Hace un par de semanas no sabíamos si
conservaríamos nuestro trabajo al empezar el año. Ahora el
panorama cambia por completo y recibiremos el cambio de
página con ilusión.
—Por supuesto, Bettina. Contamos contigo para el
proyecto. Ya sabes que la Unidad no sabe sobrevivir sin ti —
dijo con una sonrisa traviesa que la hizo reír—. Solo te pido
que corras la voz, que la gente de enfermería no se vaya en
estampida a cubrir las vacaciones de otros hospitales. Las
condiciones y los contratos mejorarán. Tanto Erik como yo
tenemos muy claro su importancia en esta nueva etapa.
—Cuenta con ello. No se me escapará nadie.
Estuvieron allí más de dos horas escuchando propuestas,
desahogos e informaciones importantes. Inés captó la mirada
de Erik desde el otro extremo de la sala y le transmitió un
mensaje silencioso de desesperación. Si no comía algo,
acabaría por desmayarse. Y no sabían nada de Magnus desde
que lo habían dejado al cuidado de Berta a primera hora de la
mañana.
—Señores, tenemos que irnos. Espero las respuestas antes
del 7 de enero en mi despacho o a través de mi correo
electrónico o el de la doctora Morán —dijo Erik mientras los
dos sorteaban a los allí reunidos hasta encontrarse en la puerta
—. Nos veremos para entonces. ¡Muy feliz año nuevo para
todos!
—Un grupo de nosotros va a ir a comer aquí al lado,
¿queréis venir? —invitó Boris con una enorme sonrisa.
Él negó con la cabeza mientras Inés componía una sonrisa
culpable.
—Lo siento, tenemos que volver a casa por Magnus. Otra
vez será.
Se dieron un beso breve tras salir de la sala de juntas en el
que depositaron todo el alivio que sentían. Habían superado
aquel primer escollo. Dar la cara. Loreto, que había
permanecido en un segundo plano, se acercó a ellos para
despedirse.
—Perfecto, Erik. No podía haber salido mejor. La verdad
es que me esperaba un golpe de Estado —reconoció sin poder
esconder su satisfacción al terminar—, pero ha sido inteligente
desligarte de Becker y poner punto final a la anterior etapa. Os
espera un trabajo de titanes, pero lo lograréis.
—Gracias, Lore. ¿Te marchas ya? —dijo Inés al ver que
miraba su reloj y tenía todos sus documentos recogidos.
—Sí, me habéis dado mucho trabajo que hacer y aún tengo
que mirar los nuevos contratos. —La reina de la eficiencia.
Inés se echó a reír—. Pero nos veremos para Año Nuevo,
¿verdad?
Mientras hablaban, el personal se había dispersado poco a
poco. Solo una persona esperaba para hablar con ellos. Erik
apretó los labios en una línea fina al ver que Guarida les
lanzaba miradas inseguras. Todavía no había decidido qué
hacer con él.
—Erik, Inés…
—Hola, Hernán —lo ayudó Inés al ver que Erik lo
fulminaba con la mirada y el otro no se decidía a empezar—.
Me alegra que hayas asistido a la reunión y que sigas en el San
Lucas.
—No podría ser de otro modo. Este hospital ha sido mi
vida desde que estudié Medicina. Ver cómo se desangraba
poco a poco fue muy duro para mí —confesó rehuyendo la
mirada—. Sé que te debo una disculpa. A los dos.
—No nos debes nada —replicó Erik, incómodo por la
situación y fastidiado por la encerrona.
—Deja que se explique, Erik —dijo ella. En realidad,
estaba intrigada. El comportamiento de Guarida desde que
Erik asumió la jefatura había rozado en lo absurdo: la guerra
silenciosa, el puteo frontal. Quizá ahora entendieran el porqué
de su comportamiento.
—Pensé que eras tú —dijo en voz baja.
—¿Cómo? —Erik frunció el ceño. Le pareció haber
escuchado mal.
—Pensé que eras tú —repitió Guarida, sonrojado—. El
servicio se iba a pique y no sabía por qué. Nunca habíamos
tenido más prestigio y más casos, pero el dinero nunca era
suficiente. Cuando Becker empezó a mostrar tanta
predilección por ti, creí… creí que pasaba algo raro. Que te
compraba con regalías, con acciones, ¡yo qué sé! —reconoció
con dificultad. Le costaba articular cada palabra. Erik abrió la
boca, estupefacto. Jamás habría pensado que Guarida
sospechaba de él—. Siempre confié en la capacidad de
gerencia de Becker, pero al ver que me desplazaba del
proyecto que Abel y yo habíamos creado, creí que quería
quitarme de en medio. Que se confabulaba contigo contra mí.
En un momento, llegó a decirme que lo mejor para mí sería
prejubilarme. Y aún soy joven para retirarme como
cardiocirujano. Los celos profesionales me mataban también
—confesó bajando el tono, avergonzado de escuchar su propio
discurso—, pero lo hacía más la preocupación de pensar que tú
desviabas fondos para enriquecerte. Sabes que tengo tres hijos
en la universidad y mi mujer no trabaja. Necesito mantenerme
activo. Todo aquello me cegó. Te pido perdón.
—Está bien, Hernán. Ya hablaremos en enero. Quédate
tranquilo, no quiero desmantelar la Unidad y tú formas parte
de ella —dijo con disgusto evidente. Aunque ahora al menos
tenía claro el porqué de su animadversión—. Ha pasado más
de un año desde todo aquello y prefiero centrarme en el
presente. Tenemos mucho trabajo por delante.
Se despidieron en tensión e Inés tiró de él hasta llevarlo a la
máquina del pasillo. Sacó un par de chocolatinas y le ofreció
una. Fueron comiendo mientras caminaban hacia el edificio
del Hotel W, bajo el calor que apretaba con fuerza a esa hora
del mediodía. Inés reía al sentir en la cara la caricia de los
rayos de sol.

Llegaron a casa y Magnus los recibió un poco indignado por el


abandono. No había dormido nada y lloraba con irritación.
Inés lo cogió en brazos mientras Erik despedía a Berta con
buenos deseos para el año que entraba. Volvió para darle un
beso a su hijo, que todavía protestaba entre sollozos.
—Lo dormiré en su habitación. Está muy enfadado. —Lo
recostó contra su hombro como cuando era un recién nacido y
ofreció sus labios con una sonrisa resignada.
—Yo me encargo de la comida —dijo Erik, que depositó
un beso en ellos y después otro en la frente de su hijo.
Inés entró en la habitación con Loki en los talones. Magnus
cerró los ojos azules por la claridad y ella bajó la persiana
hasta quedar en una suave penumbra. Inició una canción dulce
para que se calmara y se recostó en las almohadas.
—Mamá —sollozó dando topetazos con la cabeza como un
ternero entre sus pechos.
—Tranquilo, Magne —dijo con tono dulce—. A dormir…
A dormir… A dormir… —canturreó en una letanía mientras lo
amamantaba con una sonrisa llena de arrobamiento.
No tardó demasiado en caer sumido en un sueño profundo.
Lo dejó en la cuna y esperó a que su respiración se hiciera
reposada y su ceñito fruncido se relajara. Sonrió con ternura.
Hasta enfadado se parecía a Erik.
Salió de allí tras conectar el vigilabebés y entornó la puerta.
Loki se tumbó a los pies de la cuna como un guardián. Si
ocurría algo, estaba seguro de que también avisaría.
—¿Erik? —llamó sin elevar demasiado la voz. Había un
par de sándwiches de salmón en la mesa y una jarra de agua,
pero no estaba allí.
—Estoy aquí. Sube —dijo él. Ascendió por la escalera,
intrigada por la diversión que se intuía en su tono de voz—.
Me acabo de encontrar una cosa muy interesante.
—¿Vamos a comer? —Se detuvo en la entrada de su
dormitorio—. Oh.
Erik sonrió, depredador. Tenía entre sus manos el arcón
donde guardaban sus objetos para el placer. Inés noto cómo su
interior se contraía en un nudo prieto de deseo.
—No. No vamos a comer. Quítate el vestido.
—Pero…
—Nada de peros, Inés. Desnúdate para mí. De rodillas, en
la cama.
Inés miró al techo en busca de paciencia, pero él enarcó las
cejas y señaló con la mirada el centro de su cama. Reprimió
una sonrisa y gateó por encima del colchón hasta situarse de
rodillas frente a él. Sostuvo entre los dedos el borde de la tela
de seda negra de su vestido y lo provocó, subiéndolo hasta sus
caderas, sin dejar ver su ropa interior.
—Todo lo que hagas de aquí en adelante va a tener
consecuencias —dijo con una advertencia sensual
deslizándose en su tono de voz—. Depende de ti lo que saque
de este arcón.
Inés tragó saliva. Pensó en las ataduras, las cuerdas, los
vibradores, los juguetes anales, los látigos… Notó cómo se
empapaban sus bragas y soltó un gemido. Se quitó el vestido.
Cerró los ojos al percibir el tejido líquido sobre su rostro, sus
labios más sensibles. Pero no podía evitar provocarlo y se lo
lanzó a las manos.
—Inés, consecuencias —dijo él, esta vez con un filo
divertido en el tono, aunque también amenazador—. Sigue.
Vamos.
—No —dijo ella con un mohín caprichoso—. Quid pro
quo. Ahora te toca a ti.
—Es justo —concedió Erik. Desabrochó uno a uno los
botones de su camisa blanca con una sonrisa torcida y lentitud
premeditada. La dobló con esmero e Inés chascó la lengua
cuando la dejó sobre el respaldo—. Segundo aviso, Inés.
—¡Es que lo haces a propósito! —protestó ella. Se quitó el
sujetador y lo lanzó con fuerza. Él lo cogió al vuelo, hundió la
nariz entre las copas y cerró los ojos para deleitarse en su
aroma. Tras unos segundos lo dejó a un lado—. Te toca a ti
otra vez.
Las respiraciones comenzaban a agitarse, Inés sentía que
los pezones le dolían por la necesidad de contacto y notaba ese
vacío ávido entre sus piernas que clamaba por completarse con
Erik en su interior.
—Muy bien —susurró él. Desabrochó el cinturón y el
pantalón, dejándolos caer al suelo. Se quitó también los
calcetines, pero recogió la correa de cuero negro con la hebilla
de acero y la miró sopesando las posibilidades. Terminó por
colgarla en uno de sus hombros, dejando caer el extremo
perforado sobre el pectoral con el tatuaje de Inés.
—Las bragas. Quítatelas —ordenó en un gruñido ronco. No
era fácil contenerse, teniendo en cuenta que ella observaba sus
movimientos con un pezón entre los dedos y la otra mano
acariciando su clítoris con la mano por dentro del encaje
negro.
Inés sonrió y se lamió los labios en un gesto involuntario.
Se tendió en la cama con movimientos lentos que le mostraban
lo que él quería ver, su trasero partido en dos por la tela.
Deslizó la prenda por los muslos y la dejó a sus pies.
—Si las quieres, ven a por ellas.
Erik se acercó a la cama y recogió sus bragas. Inés sonrió.
Había conseguido su objetivo. El vikingo ahora estaba muy
cerca y entreabrió las rodillas.
—Ah, kjaereste. Abre más las piernas.
Ella compuso un mohín de protesta, pero se detuvo al verlo
acercar a su boca a la prenda, clavar los ojos en su sexo y
lamer la tela empapada. Soltó un gemido.
—Te toca. Quítate el bóxer. —Su voz salió como un
graznido, agarrotada por la excitación.
—No, Inés. Consecuencias, ¿recuerdas? Abre las piernas.
Ella expuso su entrada femenina con descaro, en un amplio
espagat.
—Perfecta, liten jente. No te muevas de ahí.
Sacó del arcón las muñequeras y tobilleras, ya montadas
con los mosquetones en las argollas y las largas cintas de seda.
Su excitación se disparó. Tuvo que colocarse el bóxer para
evitar que presionara su polla.
—¿Qué me vas a hacer? —murmuró ella con la respiración
agitada y los pezones fruncidos en dos botones grandes y
rosados que destacaban en la blancura de su piel.
—Me encanta esa pregunta. Está llena de posibilidades —
dijo Erik soslayando la respuesta. Inmovilizó primero sus
tobillos y los ató a ambas patas de la cama. Inés temblaba y él
no pudo evitar sonreír. Después, siguió con sus muñecas, y
amarró las cintas a ambos lados del cabecero. No se detuvo en
la ceremonia como otras veces, esta vez, las ataduras eran un
medio, no un fin.
—Están muy tirantes —protestó ella, mimosa—. ¡Ah, Erik!
—Dio un respingo cuando él apoyó el borde de la mano sobre
su sexo y la movió con un ritmo creciente y torturador.
—Estás perfecta así, Inés. Como una cruz en aspas.
Completamente a mi merced. —Volvió a acariciar su vulva,
suave y húmeda. Cuando cerró los ojos y comenzó a gemir,
cada vez más cerca del orgasmo, retiró la mano con
brusquedad.
—¡No! —exhaló ella sin esconder la decepción en aquella
breve palabra. Se retorció contra las ataduras en un intento de
cerrar sus muslos, pero estaba bien inmovilizada.
—Siempre tan exigente. Tan demandante —dijo él dejando
escapar una risa tenue mientras deslizaba las yemas de sus
dedos con un toque casi imperceptible sobre su vientre tenso.
Dibujó la línea blanca de su cicatriz, serpenteó por las estrías
más rosadas, rozó la piel justo sobre el clítoris y ella exhaló un
gemido expectante.
—Erik, eso no. No me dejes así. Tócame. Méteme los
dedos. Fóllame —dijo en estacato—. Pero no me tortures.
—¿Quieres que te amordace también? —replicó él,
depredador, paseando los dedos por los pliegues de su sexo.
Solo insinuó la yema del índice y el corazón en su entrada
cálida, mientras circundaba sin tocar el núcleo más cadente de
su cuerpo con el pulgar.
Ella no dijo nada y apretó los labios en una línea fina,
cabreada. No le gustaba nada la bola roja y dura de goma. Erik
se alejó hasta el arcón y cogió algo que Inés no vio. Levantó la
cabeza de la cama, excitada hasta el dolor y muy enfadada, al
ver que se alejaba aún más.
—Buena chica.
—¿A dónde vas?
Erik no contestó. Volvió a los pocos segundos con el
enorme vibrador blanco, el querido Señor Hitachi, colgado del
hombro derecho. En el izquierdo, llevaba el flogger artesanal
de cuero aterciopelado. Inés tragó saliva ante la visión de su
torso poderoso ostentando aquellos dos objetos.
—Hoy me cuesta decidirme. Estoy pensando si decantarme
por el placer —dijo al tiempo que encendía el vibrador— y
batir nuestro récord de arrancarte orgasmos, o por un poco de
dolor.
Chasqueó en el aire el látigo de largas colas de cuero e Inés
se mordió los labios, tensa como un ciervo acechado por su
presa. Él sonrió.
—Placer, dolor… ¿Qué va a ser? —dejó la pregunta en el
aire y miró a Inés para que manifestara su opinión.
—Erik. Oh, Erik —gimió, pero giró la cara hacia el altavoz
del vigilabebés y le lanzó una mirada ansiosa—. ¿Y si se
despierta Magnus?
Aquella pregunta lo cabreó. Se acabaron las concesiones
para la princesa. Alzó las cejas y clavó los ojos azules en ella.
Su tono sensual se endureció.
—No, Inés. No me vengas ahora con esas. Ya te he dicho
que cuando follamos eres mía y solo mía. —Sacó una de las
largas tiras de seda y se la mostró—. Como no eres capaz de
mantener la mirada donde corresponde, te toca castigo.
Ciñó la venda en torno a sus ojos entre las protestas de
Inés, que todavía no se abandonaba a la sesión que había
planificado. Se tomaría su tiempo. Adoraba a su hijo y al que
vendría, pero no estaba dispuesto que lo postergaran cuando
disfrutaba del sexo con su mujer. Tendría que recordárselo a
Inés, que lo olvidaba con cierta frecuencia.
—Como no has querido decidirte, lo haré yo por ti. Será un
poco de los dos. ¿Cuál es la palabra de seguridad?
—Glaciar —respondió ella. La palabra salió espesa de sus
labios, la tensión le impedía hablar con claridad. Intentó juntar
los muslos para aliviar el ardor de su sexo, pero sus piernas
estaban bien atadas.
—Muy bien, liten jente. Empecemos.
Erik encendió el vibrador. El sonido eléctrico a baja
potencia la hizo entreabrir los labios, pero Erik no hacía nada
con él. La seda estaba bien ceñida en sus ojos y su cuerpo
tembló con la expectación. Soltó el aire en una exhalación
rápida al sentir la cabeza firme y a la vez suave del aparato
sobre su cuello.
—Vaya. No lo esperaba ahí —dijo con tono de decepción.
Él se echó a reír. Pese a su afirmación, sus pezones se
habían contraído aún más. Pensaba esperar, pero era
demasiado tentador y presionó justo sobre uno de ellos. El
zumbido la hizo gemir.
—Ah. Qué rico. Más —murmuró ante el placer que le
generó el contacto—. ¡Auch!
El latigazo sobre su vientre provocó una exclamación
airada y que se tensaran las cuatro ataduras de seda que la
sujetaban a la cama. Las pesadas colas de cuero se abrieron
sobre el abdomen y disiparon el aguijonazo del impacto con
caricias suaves. Erik cambió el vibrador al otro pezón y
aumentó la intensidad un par de puntos.
—Uhm. Siguen siendo mejor tus labios, tu lengua, tus
dientes —dijo ella con dificultad, cuando dejó de esperar el
siguiente azote.
—¿Sí? —dijo Erik sin esconder el deleite en su tono de
voz.
—¡Arrogante! Sabes que sí. No hay nada mejor. Oh. ¡Oh!
—gimió cuando aumentó al máximo la intensidad de la
vibración. Describió un movimiento circular en torno a ambos
pezones e Inés se relamió, incapaz de esconder la lujuria que
sentía—. Aunque esto…no está…nada mal.
Se retorció. Una corriente de placer que recorría en un
signo de infinito sus pechos descendió hacia su sexo.
—Más, Erik. Quiero más. ¡Ah! ¡Cabrón!
Erik rio entre dientes. El latigazo sobre el interior de uno de
sus muslos la había pillado desprevenida y movió sus caderas
de manera espasmódica ante la mezcla deliciosa de delirio y
dolor.
—Tendrás más. Pero cuando yo lo decida y como yo lo
decida.
Dejó caer las múltiples colas del flogger sobre su cuerpo,
alternando golpes secos con tenues caricias con las puntas de
cuero. En los brazos, en las plantas de los pies, en su vientre,
incluso sobre su rostro. Al mismo tiempo, desplazaba el
vibrador por las zonas más sensibles en una coreografía
compleja a dos manos. Pero evitaba a propósito y postergaba
la zona de mayor placer.
—Erik, por favor —rogó Inés.
—Dime, kjaereste.
—Ahí no. Yo…necesito.
—Dilo, Inés.
—En el coño —dijo en un susurro. Erik detuvo el baile de
azotes y caricias y presionó.
—¿Dónde, Inés? ¿Aquí?
Apoyó el vibrador con fuerza sobre su clítoris e Inés soltó
un grito. Los mosquetones dieron una sacudida metálica. Su
cuerpo colgaba de las cintas, casi sin tocar la sábana. Arqueó
la espalda, presa de la garra del orgasmo, pero él retiró el
Hitachi. Volvió a posarlo. De nuevo lo retiró.
—¡Oh, no! Erik. Para. Erik. Para… No pares…
Prolongó su agonía con toques suaves del vibrador justo en
el clítoris. Deslizó la lengua por los labios al ver su piel
perlada en sudor. No dejó que las oleadas que la mecían en
placer la soltaran y descargó el flogger en sus pechos. Dos.
Tres veces. Y después la azotó entre las piernas e Inés se
corrió de nuevo con un sollozo y pareció que la cama iba a
implosionar por la presión ejercida sobre las ataduras. Hasta
que las lágrimas humedecieron la venda negra que cubría sus
ojos. Hasta que su coño palpitó sin control, hinchado y
brillante por la lubricación.
—¡Glaciar! —soltó al fin en un grito agónico. Erik dejó a
un lado el látigo y el vibrador.
—Oh, Inés. Cómo echaba de menos nuestras sesiones —
soltó en un suspiro. Se bajó el bóxer, el más mínimo roce lo
molestaba. Encerró su polla con fuerza en una mano para
calmar el dolor de su erección, tan intenso que comenzaba a
ser un problema—. ¿Otra vez? Todavía no hemos batido
nuestro récord.
—¡No! —dijo ella en un lloriqueo caprichoso. Le temblaba
la voz—. Quiero que me folles, correrme contigo en mi
interior, que me hagas pedazos. Que te entierres en mi culo…
Erik cerró los ojos y notó los espasmos de su polla en la
mano. Tuvo que ejercer todo su autocontrol. ¿Cómo tenía la
puta suerte de tener una mujer así? Apretó los dientes. La
contempló temblar, el sexo abierto, expuesto, listo para él.
Indefensa e inmovilizada. Privada de la visión. Aún así, exigía.
Sonrió y se preparó para cumplir sus deseos.
—Muy bien, kjaereste.
La liberó de las ataduras mientras aún se debatía entre los
estertores del violento orgasmo, gateó sobre ella y la cubrió
con su cuerpo mientras ella arrancaba la venda de sus rostro y
clavaba los ojos de plata en él. Se sumergieron en la boca del
otro con un beso rabioso. Inés lo sujetó entre sus muslos,
abrazándolo por la cintura y hundiendo las uñas en sus
hombros.
—Ven, Erik —lo llamó con el canto de una sirena. Su
nombre enredado en la lengua lo hizo perder la cabeza y la
penetró con furia, enterrándose en ella hasta los testículos.
—Más, Erik. ¡Más! —lo espoleó.
Él gruñó con la intensidad de su exigencia. Ignoró el dolor
por los rasguños de su espalda y embistió sin piedad. Se desató
entre sus piernas y le dio todo lo que tenía, en una caída libre
sin final, entregando hasta el último aliento, hasta el último
latido, hasta el último espasmo de su liberación mientras ella
volvía a correrse entre gritos.
—Oh, Gud… —farfulló él. Fuera de combate, se desplomó
sobre ella como un guerrero victorioso y a la vez vencido. Las
lágrimas se deslizaban sin control por el rostro de Inés, y se
mezclaban con el sudor y las guedejas desordenadas de su
melena salvaje—. ¿Te he hecho daño?
Inés rio sin fuerzas de manera errática, casi ahogada,
todavía resoplando por los labios hinchados y sin ser capaz de
moverse bajo su peso.
—No, grandullón. No me has hecho daño —murmuró con
esfuerzo—. Dios mío…cuando pienso que ya no puedes
sorprenderme —dijo tras una pausa en que ambos se
concentraron en respirar—, me vuelas la cabeza y me dejas
destrozada. ¡No sabes cómo me gusta que me folles así!
Soltó un enorme suspiro satisfecho y Erik sonrió con el
rostro escondido en el hueco de su cuello.
—Creo que hasta ahora no había llegado el momento. —
Ella asintió, sabía a lo que se refería—. Pero habrá que
aprovechar antes de que este pececito que viene se haga más
grande para repetir.
—Tus deseos son órdenes para mí.
Se nutrieron con el contacto de un abrazo inmóvil. Después
de la intensidad del sexo compartido, no podían despegar sus
pieles, pero tampoco toleraban ningún contacto sensual. Inés
estaba tan sensible que su cuerpo parecía estar en carne viva y
cada roce suponía una tortura. Erik evitaba tocarle los pezones
o entre las piernas. Ya habría tiempo de agotar esa fuente
infinita de la que manaba su placer.
Dormitaron hasta que unos ladridos impacientes y el sonido
de las patas de Loki rasguñando la puerta los sacaron del
sopor.
—Hay que ponerse en marcha —dijo Inés sin moverse un
milímetro. Destrozada en cuerpo, pero más viva que nunca en
alma y corazón. Erik la besó en los labios y se sentó sobre la
cama.
—Sí. Llevo escuchando los gorgoritos de Magnus desde
hace un buen rato.
Inés hizo un esfuerzo titánico para levantarse de la cama.
Se vistió con la camisa de Erik y sus bragas y recogió los
objetos del arcón con una sonrisa incrédula. Erik era sexo con
patas. Una tensión deliciosa entre sus piernas le recordaría
durante todo el día la sesión. Cuando bajó, su ser se inundó de
una sensación distinta, pero igual de intensa. Su vikingo
sostenía a Magnus entre los brazos y le daba de beber agua en
un pequeño vasito.
—Hola, Magne —dijo desde la escalera.
—¡Mamá! —saludó él, con los ojitos azules aún
soñolientos y la magia que obraban los hoyuelos de su cara y
la sonrisa de pequeños dientes. El amor por ellos encogió su
corazón.
Loki ladró juguetón para reclamarlo y Magnus estiró sus
bracitos para que lo dejaran en el suelo. Eran inseparables.
Erik cogió a Inés de la mano y la condujo hasta el salón. Los
dos se desplomaron en el sofá y contemplaron a su hijo.
—¿Qué crees que va a pasar? Con el San Lucas, con el
personal —dijo ella al ver la expresión interrogante de él—.
Menos de la mitad del staff nos ha entregado sus respuestas.
Él pareció pensar a contrapelo. Se frotó la cara con la
manos y se encogió de hombros.
—No lo sé, liten jente. Tienen aún una semana para
entregarlas, hemos puesto ya las cartas sobre la mesa y no
podemos hacer más. —Se dejaron llevar de nuevo por el
silencio cómodo durante unos largos minutos—. Las cosas van
a cambiar mucho —añadió con el tono vestido de asombro.
—Bueno, sigue siendo el mismo hospital, ¿no? —dijo Inés,
sorprendida por el tono apocalíptico de su voz.
—Lo decía por lo que viene. —Posó su enorme mano en el
vientre aún plano y la acarició con ternura mientras cerraba los
ojos con la cabeza recostada en el respaldo del sofá—. Vamos
a tener dos bebés.
—Bueno, Magnus no es tan bebé —observó ella con una
sonrisa—. Si no te lo crees, míralo.
—Uhm —protestó Erik, que había encontrado la postura
perfecta para descansar y a la vez tocar a Inés.
—Erik. Mira a tu hijo.
—¿Mi hijo? Eso es que está haciendo alguna trastada. —Se
incorporó y buscó a su bebé—. ¡Oh! ¡Magnus!
Orgulloso de su hazaña y apoyado en Loki, que con infinita
paciencia permanecía a su lado moviéndose tan solo unos
pocos centímetros, Magnus daba sus primeros pasos.
Tambaleándose hacia ellos, algo inseguro, pero con una
sonrisa arrogante y feliz.

FIN
Agradecimientos

Si habéis llegado hasta aquí, después de cuatro años de tinta y


letras, ya merecéis mi más profunda y merecida gratitud. ¡Sé
que esta vez os he hecho esperar demasiado! Anatomía de un
amor estaba prevista para noviembre del año pasado, pero a
veces las múltiples facetas de mi poliedro se resquebrajan, se
parten, y tienen que reconstruirse de cero.
Algunas los supisteis de primera mano, otras lo intuisteis
en las redes, Mimmi Kass no era la misma. Estaba distante,
dispersa, un poco abúlica y muy poco participativa. ¿La causa?
El plano laboral. Tuve que dejar el que fue mi lugar de trabajo
durante diez años. Y yo, que soy la adalid de abandonar la
zona de confort, me vi en la tesitura de sufrir una auténtica
pataleta porque tenía que moverme… ¡bueno!, al final solo
fueron veinticinco kilómetros para ir a mi nuevo hospital.
Y me ha costado retomar. A mí, que me encanta el
contacto diario con vosotras, colgar mis desvaríos en las redes
y compartir desde chorradas hasta pensamientos
trascendentales. Pero poco a poco vuelven a alinearse los
chakras, las novedades ya no lo son tanto, y consigues resituar
tus distintas facetas, devolviéndolas a un nuevo y más
luminoso lugar.
Gracias a Lola, a Sara Ingrid, a Tintina, a Carol, a Claudia,
a María… a tantas lectoras que me habéis dedicado unas
palabras de aliento cuando tenía ganas de mandarlo todo a
tomar viento fresco.
Por esperarme con paciencia. Por seguir ahí, conmigo,
apoyándome pese a semanas sin decir ni «¡Hola!» en redes
sociales. Por no mandarme a la punta del cerro tras posponer
no una, ni dos, sino varias veces las fechas de publicación:
GRACIAS. Así, con mayúsculas. Porque tengo las mejores
lectoras del mundo y eso tiene para mí un valor incalculable.
Gracias también a esas compañeras escritoras que te echan
un cable con conocimiento de causa cuando parece que ya no
das más. La primera no puede ser otra que Laura. Sí, Laura
Sanz. Un ejemplo de amistad, compañerismo y superación
personal. Junto a todo lo demás sobre el escribir y sus artes
colaterales, en los que es una ídola, además de darle a todo ese
toque de joie de vivre. Y con ella, Mayte Esteban, que es un
tesoro y una luchadora feroz que me ayuda a relativizar,
además de una escritora sensacional. Mil gracias a las dos
porque siempre tenéis un ratito para aguantar mis paranoias,
mis quejas y desahogos. También desde aquí mis gracias a
Lady Fucsia, Anny Peterson, por ser tan buena compañera en
un ambiente donde no todo es miel sobre hojuelas, y porque
además es tan fan de Disney como lo soy yo.
No puedo dejar de agradecer a mis lectoras beta. Ese
núcleo duro lector que se ha convertido en una amistad férrea,
aunque estemos repartidas por todas las puntas de España:
Gaby, Yolanda, Mar, nos debemos otra ronda de tequilas
margarita por Madrid. También a Yola y a Noe, que me han
acompañado desde mis primeras letras, con ese jerga que
adereza cada lectura y que hace que no sea lo mismo si no es
con ellas. Mil gracias por vuestro buen ojo, por identificar
todos esos errores minúsculos cuando yo ya ni los veo, por las
sugerencias y las risas. Aunque a veces os odie por ellos con
todo el amor de mi corazón.
Y por último… al vikingo. Por aguantar mis cambios de
humor cuando estoy en modo full inmersión escritura, y ser
fuente infinita de inspiración. Que nunca acabe.
Volveremos a encontrarnos en la próxima historia, que será
Grietas en el hielo. Y Erik e Inés también volverán, con
Magnus y compañía, en Pronóstico de una vida. He vuelto a
escribir al ritmo de hace un año y se nota. Acabo de terminar
Anatomía de un amor, y ya quiero contaros todo lo que me
bulle por la cabeza.
Nos vemos a la vuelta de la próxima página.
Mil millones de gracias.
Mimmi Kass.
Apéndice

Al igual que hice en las otras novelas, os dejo aquí algunas de


las expresiones utilizadas a lo largo de Anatomía de un amor,
con la traducción literal y otra un poquito más libre que he
conseguido de primera mano. La mayoría de las expresiones
están traducidas en la misma novela, y otras las dejo a
propósito sin traducción para que sintáis lo que Inés al no
entender ni jota de lo que se está diciendo, ¡es terrible! Sé que
ya tenéis cierta experiencia en el lenguaje un poco altisonante
de Erik, pero por si acaso se escapa algún matiz, aquí lo dejo
esperando que os sirva.
Liten jente: Pequeña niña — Niñita o pequeñita
(cariñoso).
Kjaereste: Pareja, novia, cariño — Es complicado, como
decir la más importante de mi vida, la más especial.
Barnehage: guardería.
Hey På Det!: Hola, ¿qué tal?
Fy Faen: Mierda — Es una expresión muy versátil, como
el coño o el joder español. Puede ser maldita sea, me cago en
la leche, vaya mierda, de puta madre…depende un poco del
contexto.
Svarte Helvete: Negro Infierno — Es una expresión muy,
muy ofensiva y no demasiado elegante. Podría ser equivalente
a un me cago en la puta. Sí. Con ese tono e intensidad.
Vaer Sa Snill o Vennligst: por favor (sé tan amable).
Jeg elsker deg: te quiero — es una expresión de devoción,
de amor. Algo que no se dice a la ligera, ni se dice mucho. Es
más que te quiero, es daría la vida por ti.
[XH1]Este capítulo de enlace lo quité en su día, y ahora lo vuelvo a poner
porque se me hacía muy violenta la transición entre Santiago y Oslo, y sin explicar
por qué se quedaban allí. Además, da un toque de dulzura y calma para que las
lectoras se confíen :muahahahahah:

[SB2]Aquí ni te digo que uses el orden natural. Es que es jerarquía


sintáctica. Primero el CD, luego el preposicional.

[XH3]?? ?? Ni idea!!!!!

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