San Francisco de Sales

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San Francisco de Sales (1567-1622).

Nació el 22 de agosto de 1567 en el castillo de Thorens, diócesis de Ginebra, en el


seno de una noble familia de Saboya. A los catorce años fue enviado a París, en donde
fue
discípulo de los jesuitas durante siete años. Después estudió jurisprudencia en Padua,
doctorándose en derecho en 1592. Entregado a una vida de ardiente piedad, en 1586
sufrió una terrible tentación de desesperación al pensar que estaba destinado a
manifestar
eternamente la justicia de Dios en el infierno. Recobrada la tranquilidad por intercesión
de
la Virgen María, abandonó el brillante porvenir humano que le espe-raba y se hizo
sacerdote. Sus primeros años de sacerdocio (1593-98) los dedicó preferentemente a la
evangelización de la provincia de Chablais, que había sido arrastrada por el
protestantismo, y que lo-gró, tras grandes esfuerzos, recuperar para el catolicismo. En
1599 fue nombrado coadjutor del obispo de Ginebra (Annecy), monseñor de Gránier, y
poco después le sucedió como obispo de la diócesis. Es admirable la actividad que
desplegó como obispo. Es él uno de los más insignes representantes de la maravillosa
reforma pastoral que se llevó a cabo en la Francia de su época.
Dios puso en su camino a un alma de talla excepcional: Santa Juana Francisca
Fremiot de Chantal. Ambos fundaron el 6 de junio de 1610 la Congregación de la
Visitación para hacer accesible la vida religiosa a quienes por su salud, su educación o
sus
compromisos en el mundo no tenían acceso a las formas hasta entonces existentes. No
cabe un conocimiento más profundo de la psicología humana —y en concreto de la
femenina— que la de las constituciones visitandinas. Sin austeridades espectaculares, se
logra deshacer por completo la propia voluntad y sumergir al alma en un ambiente de
caridad, de amor de Dios, de continua oración y mortificación. La máxima favorita del
santo, que procuró inculcar a sus hijas, era: «No pedir nada, no rehusar nada, a ejemplo
del Niño Jesús en la cu-na».
Después de un viaje a París —donde conoció a San Vicente de Paúl, a quien confió
el cuidado espiritual del recién creado monasterio de la Visitación— Turín y Avignon,
llegó a Lyón, donde pocos días después, el 28 de diciembre de 1622, murió
santísimamente. Sus restos mortales fueron traslada-dos al monasterio de la Visitación
de
Annecy, donde se veneran todavía junto a los de Santa Juana de Chantal.
San Francisco de Sales fue beatificado por Alejandro VII en 1661, canonizado por
el mismo papa en 1665, y declarado doctor de la Iglesia por Pío IX en 1877. Ha sido
declarado también patrono de los periodistas católicos por el papa Pío XI en 1923.
San Francisco de Sales es uno de los autores que más hondamente han influido en
la espiritualidad posterior, principalmente a través de su magnífico Tratado del amor de
Dios ( 1616).
2. El famoso Tratado se divide en doce libros.
En el primero —preparación para toda la obra— habla de la voluntad como sede
del amor, y describe el amor en general y el amor de Dios en particular.
El segundo libro está dedicado al origen del amor divino, que son las perfecciones
infinitas de Dios, con las que arrastra nuestra voluntad engendrando en ella el amor.
El libro tercero trata del progreso y perfección del amor.
El cuarto, de los peligros que pueden determinar la decadencia y ruina de la
caridad.
El quinto, de las principales maneras de ejercitar el amor: de complacencia, de
condolencia, de benevolencia.
Los libros sexto, séptimo y octavo se dedican al ejercicio del amor en la oración.
Aquí es donde se encuentra la doctrina propiamente mística del santo. En general sigue
muy de cerca a Santa Teresa, pero sin la precisión y claridad de la gran santa de Avila.
Mezcla con frecuencia la descripción de fenómenos místicos con otros que no lo son, y
da
a muchas prácticas ascéticas nombres que en San Juan de la Cruz y en Santa Teresa
están
consagrados para designar gracias místicas.
Las oraciones místicas que mejor describe el santo obispo de Ginebra son las de
recogimiento incluso, quietud y contemplación extática, que describe a la luz de los
escritos de la reforma del Carmelo.
El libro noveno se consagra a la unión de nuestra voluntad con la voluntad divina
de beneplácito, y a la práctica de la santa indiferencia para aceptar todo lo que Dios
disponga de nosotros, coincida o no con nuestro querer. El libro décimo describe la
dulzura
del amor a Dios y al prójimo por Dios.
El undécimo muestra de qué manera el amor perfecciona y hace agradables a Dios
todas las demás virtudes. Habla también de la importancia de los dones del Espíritu
Santo
y de sus preciosísimos frutos.
Finalmente, en el libro duodécimo se dan los últimos consejos para progresar en el
amor divino.
No hay duda de que los últimos libros de este Tratado, son los más interesantes.
LIBRO PRIMERO
Que contiene una preparación de toda la obra
I Que para la hermosura de la humana naturaleza, Dios entregó a la voluntad el gobierno
de todas las facultades del alma
La unión establecida en la variedad engendra el orden; el orden produce la
conveniencia y la proporción, y la conveniencia, en las cosas acabadas y perfectas,
produce la belleza. La bondad y la belleza, aunque ambas estriben en cierta
conveniencia,
no son, empero, una misma cosa; el bien es aquello cuyo goce nos deleita; lo bello,
aquello cuyo conocimiento nos agrada.
Habiendo, pues, lo bello recibido este nombre, porque su conocimiento produce
deleite, es menester que, además de la unión, de la variedad del orden y de la
conveniencia, posea un resplandor y una claridad tales, que lo pongan al alcance de
nuestra visión y de nuestro conocimiento.
Pero en los seres animados y vivientes, su belleza no existe sin la buena gracia, la
cual, ade-más de la conveniencia perfecta de las partes, exige la conveniencia de los
movimientos, de los ade-manes y de las acciones, que son como el alma y la vida de la
hermosura de las cosas vivas. Así, en la soberana belleza de nuestro Dios, no
reconocemos la unión, sino la unidad de la esencia en la distin-ción de las personas, con
una infinita claridad, unida a la conveniencia incomprensible de todos los movimientos,
de las acciones y de las perfecciones, soberanamente comprendidas, o, por decirlo así,
juntas y excelentemente acumuladas en la única y simplicísima perfección del puro acto
divino, que es el mismo Dios, inmutable e invariable, como lo diremos en otro lugar.
Dios, pues, al querer que todas las cosas fuesen buenas y bellas, redujo la multitud
y la diver-sidad de las mismas a una perfecta unidad, y, por decirlo así, las dispuso
según
un orden monárquico, haciendo que todas se relacionasen entre sí, y, en último término,
con Él, que es el rey soberano. Re-dujo todos los miembros a un cuerpo, bajo una
cabeza;
con varias personas, formó una familia; con varias familias, una ciudad; con varias
ciudades, una provincia; con varias provincias, un reino, y so-metió todo el reino a un
solo rey.
De la misma manera, entre la innumerable multitud y variedad de acciones,
movimientos, sentimientos, inclinaciones, hábitos, pasiones, facultades y potencias que
encontramos en el hombre, Dios ha establecido una natural monarquía en la voluntad, la
cual manda y domina sobre todo lo que hay en este pequeño mundo, y parece que Dios
haya dicho a la voluntad lo que Faraón dijo a José: «Tú tendrás el gobierno de mi casa
y,
al imperio de tu voz, obedecerá el pueblo todo; sin que tú lo mandes, nadie se moverá».
Pero este dominio de la voluntad se ejercita con grandes diferencias.
II Cómo la voluntad gobierna de muy diversas maneras las potencias del alma
La voluntad gobierna la facultad de nuestro movimiento exterior, como aun siervo
o aun es-clavo; porque, si no hay fuera alguna cosa que lo impida, jamás deja de
obedecer. Abrimos y cerra-mos la boca, movemos la lengua, las manos, los pies, los
ojos
y todas las partes del cuerpo que poseen la facultad de moverse, sin resistencia, a
nuestro
arbitrio y según nuestro querer.
Mas, en cuanto a nuestros sentidos y a la facultad de nutrirnos, de crecer y de
producir, no po-demos gobernarlos tan fácilmente, sino que es menester que
empleemos,
en ello, la industria y el arte. No es menester mandar a los ojos que no miren, ni a los
oídos que no escuchen, ni a las manos que no toquen, ni al estómago que no digiera, ni
al
cuerpo que no crezca, porque todas estas facultades carecen de inteligencia, y, por lo
tanto, son incapaces de obedecer. Nadie puede añadir un codo a su estatura.
Es necesario apartar los ojos, abrirlos con su natural cortina o cerrarlos, si se
quiere que no vean, y, con estos artificios, serán reducidos al punto que la voluntad
desee.
Es en este sentido, Teó-timo que Nuestro Señor dice que hay eunucos que son tales para
el reino de los cielos, es decir, que no son eunucos por impotencia natural, sino por
industria de la voluntad, para conservarse en la santa continencia. Es locura mandar a un
caballo que no engorde, que no crezca, que no de coces; si se quiere esto de él, es
menester disminuirle la comida; no hay que darle órdenes; para dominarle, hay que
frenarle.
La voluntad tiene dominio sobre el entendimiento y sobre la memoria, porque,
entre las muchas cosas que el entendimiento puede entender o que la memoria puede
recordar, es la voluntad la que determina aquellas a las cuales quiere que se apliquen
estas
facultades o de las cuales quiere que se distraigan.
Es cierto que no puede manejarlas ni gobernarlas de una manera tan absoluta
como lo hace con las manos, los pies o la lengua, pues las facultades sensitivas, y de un
modo particular la fantasía, de las cuales necesitan la memoria y el entendimiento para
operar, no obedecen a la voluntad de una manera tan pronta e infalible; puede, empero,
la
voluntad moverlas, emplearlas y aplicarlas, según le plazca, aunque no de una manera
tan
firme e invariable, que la fantasía, de suyo caprichosa y voluble, no las arrastre tras sí y
las distraiga hacia otra parte; de suerte que, como exclama el Apóstol, yo hago no el
bien
que quiero, sino el mal que aborrezco
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.
Así muchas veces nos sentimos forzados a quejarnos de lo que pensamos, pues no
es el bien que amamos sino el mal que aborrecemos.
III De qué manera la voluntad gobierna el apetito
sensual
Por consiguiente, la voluntad domina sobre la memoria, sobre el entendimiento y
sobre la fantasía, no mediante la fuerza, sino por la autoridad, de manera que no siempre
es infaliblemente obedecida.
El apetito sensual es en verdad un súbdito rebelde, sedicioso e inquieto; es
menester reconocer que no es posible destruirlo de manera que no se levante, acometa y
asalte la razón; pero tiene la voluntad tanto poder sobre él, que, si quiere, puede abatirle,
desbaratar sus planes y rechazarle, pues harto lo rechaza el que no consiente en sus
sugestiones. No podemos impedir que la concupiscencia conciba, pero sí que de a luz el
pecado.
Ahora bien, esta concupiscencia o apetito sensual tiene doce movimientos, por los
cuales, como por otros tantos capitanes amotinados, promueve la sedición en el hombre;
y, como quiera que, por lo regular, turban el alma y agitan el cuerpo, en cuanto turban el
alma, se llaman perturbaciones, y, en cuanto inquietan el cuerpo, se llaman pasiones,
según explica San Agustín. Todos miran el bien o el mal; aquél para obtenerlo, éste para
evitarlo. Si el bien es considerado en sí mismo, según su bon-dad natural, excita el
amor,
la primera y la principal de las pasiones; si es considerado como ausente, provoca el
deseo; si, una vez deseado, parece que es posible obtenerlo, nace la esperanza; si parece
imposible, surge la desesperación; pero, cuando es poseído como presente, produce el
gozo.
Al contrario, en cuanto conocemos el mal, lo aborrecemos; si se trata de un mal
ausente, huimos de él; si nos parece inevitable, lo tememos; si creemos que lo podemos
evitar, nos animamos y cobramos aliento; si lo sentimos como presente, nos
entristecemos; y entonces la cólera y el furor acuden enseguida para rechazar y alejar el
mal, o, a lo menos, para vengarlo; mas, si esto no es posi-ble, queda, entonces, la
tristeza;
si se logra rechazarlo o vengarlo, se siente una satisfacción y como una hartura, que no
es
más que el placer del triunfo, porque así como la posesión del bien alegra el corazón, la
victoria sobre el mal satisface el ánimo.

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