La Evolución Creadora PDF

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La evolución creadora

Dr. Hubert Benoit


Deseo advertir a los lectores de esta versión al castellano que, con el
fin de alcanzar la máxima fidelidad interpretativa y ayudar así a la mejor
“comprensión”, que es “de lo que se trata” según el propio autor, y de
acuerdo con el mismo, no hemos dudado en adaptar algunas palabras (que
no figuran en el Diccionario de la Lengua pero que pueden encontrarse en
algunos diccionarios filosóficos) de modo que resulten más aproximadas al
texto francés.
Así, por ejemplo, “principial” (en francés principiel, principielle), como
palabra derivada de “principio”; “Informal” (conjunción de “in” como pre-
fijo de negación y “formal”, perteneciente a la forma y contrapuesto a esen-
cial), en traducción de la palabra francesa informel, informelle (sin forma). Y
algunas otras aisladas de menor trascendencia en la obra, pero de fácil en-
tendimiento para los lectores de habla hispana.
L. F. A.

2
Contenido
Prefacio ........................................................................................................ 4
Prólogo ....................................................................................................... 11
Primera parte: Reflexiones sobre el budismo Zen .................... 16
I Acerca del sentido general del pensamiento Zen ............................. 16
II El “bien” y el “mal” ............................................................................. 21
III La idolatría de la “salvación” ............................................................ 29
IV El existencialismo del Zen ................................................................ 32
V Los mecanismos de la angustia .......................................................... 42
VI Los cinco modos de pensamiento del hombre común. Condiciones
psicológicas del satori............................................................................ 57
VII La libertad, “determinismo total”................................................... 73
VIII Los estados egotistas....................................................................... 78
IX Del inconsciente Zen ......................................................................... 82
X La angustia “metafísica” ...................................................................... 88
XI Ver en su propia naturaleza El espectador del espectáculo ......... 93
XII Cómo concebir prácticame3nte el trabajo interior según el Zen105
XIII La obediencia a la naturaleza de las cosas ................................. 113
Segunda parte. Estudios psicológicos según el pensamiento Zen 124
Prefacio .................................................................................................... 124
I Emoción y estado emotivo ................................................................ 128
II Sensación y sentimiento .................................................................... 145
III Sobre la afectividad .......................................................................... 155
IV El jinete y el caballo.......................................................................... 162
V El error primordial o “pecado original” ......................................... 168
VI La presencia inmediata del satori. .................................................. 176
VII Pasividad de la mente y desintegraron de nuestra energía........ 182
VIII Sobre la noción de “disciplina” ................................................... 198
IX Las compensaciones......................................................................... 212
X La alquimia interior ............................................................................ 226
XI De la humildad.................................................................................. 237

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Prefacio

Por el Swami Siddheswarananda

La aparición del Dr. Benoit en nuestra vida intelectual no podría


quedar ignorada. Por el contrario, tendrá, en un futuro más o menos lejano,
la misma repercusión que las obras de Bergson. El lector tiene derecho a
preguntar cuáles son las razones de una afirmación tan audaz: un libro como
La evolución creadora no se presenta más que una vez cada siglo. ¡Si yo quisiera
explicarme necesitaría escribir otro libro! Renuncio a ello rogando al lector
que no considere mi elogiosa apreciación una hipérbole oriental. El tiempo
confirmará la verdad de lo que acabo de decir. El Dr. Benoit inaugura un
modo enteramente nuevo de abordar el problema del destino humano; y lo
hace, al contrario, esta vez de Bergson, desarrollando ante nosotros una doc-
trina metafísica tradicional.
Lo que me autoriza a presentar esta obra es mi admiración personal
por el Dr. Benoit, por el hombre y por el pensador. El Dr. Benoit es uno de
esos grandes espíritus que he tenido el privilegio de conocer en los catorce
años que resido en Europa. El Dr. Benoit deja, sin duda alguna, un rastro
indeleble en el proceso de nuestro pensamiento y, por consiguiente, en la
estructura de nuestro carácter. Lo que él enseña es la higiene de una vida
inteligente. Estamos actualmente en un callejón sin salida a causa del fun-
cionamiento defectuoso de una civilización, callejón de donde surge inevi-
tablemente esa enfermedad universal, la angustia. No sabemos cómo afron-
tar la vida. No sabemos cómo afrontar la muerte. En el notable estudio que
ha consagrado a la angustia, la Dra. Juliette Boutonnier dice muy acertada-
mente: “En todo caso, nuestra civilización, que a menudo aprende tan mal
a vivir, no aprende mejor a morir. Ofrece morfina para calmar los últimos
sufrimientos. Esto es casi todo”. I
El prólogo que el Dr. Benoit ha escrito para su libro Metafísica y Psi-
coanálisis contiene un pasaje que también podría aplicarse a la obra para la
que escribo hoy este modesto prefacio: “Si las ideas de este libro tienen algo

I Juliette Boutonnier, L’angoisse, París, Presses Universitaires de Francé.

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con qué sorprender al lector occidental moderno, este algo no es en modo
alguno que sean nuevas y audaces. Lo que ocurre es que la metafísica tradi-
cional de donde se desprenden —ese patrimonio de sabiduría ancestral que
pertenece a la humanidad desde hace milenios— ha sido olvidada poco a
poco y hoy es prácticamente ignorada por la mayoría de los hombres y par-
ticularmente por los hombres de Occidente...” “Yo he comprendido que
existía, por encima de los sistemas de pensamiento personales de los filóso-
fos, una verdad impersonal”. La obra en que leímos estas líneas no atrajo la
atención del público II. Algunas de las ideas fundamentales expuestas en el
libro actual han sido expresadas de una u otra manera en el trabajo prece-
dente. El Dr. Benoit presenta ahora por primera vez la doctrina tradicional
del budismo Zen de una manera accesible al lector occidental Este lector ha
de comprobar con satisfacción que el aspecto puramente chino del budismo
Mahayana, ese Zen que constituía para el occidental un enigma casi indesci-
frable, se encuentra aquí despojado de su apariencia exótica y está presen-
tado en una forma dialéctica familiar al Occidente. Práctico en el análisis
psicológico, el Dr. Benoit ha podido alimentar su pensamiento con la com-
prensión profunda que lleva consigo la observación clínica; esta compren-
sión, unida a la experiencia personal, concede al libro una autenticidad, un
ritmo directo, que no podría tener ninguna obra académica.
No me corresponde a mí decir qué influencia tendrán las obras del
Dr. Benoit en la actual psicología ortodoxa; esa psicología que aprueban la
Universidad y el conjunto de psicoanalistas. El Profesor Dalbiez ha tomado
a su cargo la tarea hercúlea de separar el psicoanálisis de la doctrina freu-
diana. El Dr. Benoit, en su libro sobre el psicoanálisis y en este libro (en el
que presenta al lector los frutos más inteligentes de sus reflexiones), se ha
esforzado en comprender el funcionamiento del psiquismo humano, com-
parando el estado en que se encuentra y el estado en que podría estar después de
resolver sus conflictos. Este funcionamiento, tal corno podría ser, no es una
hipótesis caprichosa. En general, los psicoanalistas se sitúan en un punto de
vista clínico pragmático y tratan de ayudar, a sus pacientes a resolver sus
conflictos interiores y a encontrar de nuevo la adaptación que han perdido,
perdiendo el contacto con la realidad. Por encima, de este punto de vista y
trascendiéndolo, el Dr. Benoit, en cuanto hombre de práctica, vincula todos
los casos normales a una norma, a lo que sería normal; lo que es esta norma

II Hubert Benoit, Métaphysique et psychanalyse, Parts, Le Cercle du Livre.

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constituye la cuestión fundamental y aquí es donde debemos apreciar la extraordi-
naria contribución del Dr. Benoit. Sin apartarse en modo alguno del método
científico, el Dr. Benoit nos demuestra, por medio de evidencias intelectua-
les e históricas, la realidad del estado normal. En estas reflexiones sobre el
budismo Zen, nos proporciona un estudio minucioso del estado que merece
ser llamado normal. Los seres humanos anormales son los angustiados. El
ser humano normal es el que está liberado de la angustia. Los casos patoló-
gicos que requieren la observación clínica del psicoanalista son los del neu-
rótico y del que padece de psicosis. La distancia entre el hombre que la ob-
servación clínica diagnostica como neurótico y nosotros mismos, que nos
consideramos normales, no es grande. En relación con el normal, en el sen-
tido absoluto de la palabra, todos somos anormales. El Dr. Benoit denomina
“natural” el estado del hombre que no ha resuelto sus conflictos, pero cuyo
estado no es desequilibrado hasta el punto de requerir tratamiento médico.
El hombre que llamamos normal, como ocurre con nosotros, es en realidad
el hombre “natural” en cuanto se distingue de los casos anormales patológi-
cos que exigen el cuidado de psiquiatras y psicoanalistas. Un foso inmenso
separa el hombre natural del hombre normal.
El espíritu científico agnóstico rechaza toda afirmación cuyo postu-
lado no pueda ser verificado ni controlado. Decir que un hombre “normal”
es una realidad, es un aserto que debe ser comprobado por nuestros tests
intelectuales. Es indispensable esclarecer ciertos criterios y la posibilidad,
para nosotros, de utilizarlos sin que nos lo impidan nuestras “opiniones” y
nuestras “creencias”. Por raros que resulten los ejemplos ofrecidos a nuestra
observación, es totalmente anti-científico oponerse a admitir el concepto de
hombre normal por carecer del apoyo de las estadísticas. En todo acerca-
miento científico tiene suma importancia que el espíritu de investigación sea
puro. Si nuestra investigación se conduce con imparcialidad, encontraremos
el hombre “normal” que encarna nuestras evidencias históricas e intelectua-
les. El Dr. Benoit tiene la valentía de declarar que sólo el hombre que ha obtenido el
satori (o sambodhi) es normal. Hitler ha quemado a seis millones de judíos; du-
rante cierto tiempo, una parte de la humanidad. que se transformó en histé-
rica, consideró anormal a cualquiera que sostuviese una opinión distinta de
la impuesta por el estado nazi. El testimonio estadístico negaba al hombre
que tuviera ideas sanas. Del mismo modo, y porque todos nosotros somos
más o menos anormales, considerar al hombre del satori un anormal es el
colmo de la insensatez. Para nosotros, que vivimos en una tensión psíquica
ilusoria, el postulado del “Soltad presa tal como lo expone este libro, habrá

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de parecer a primera vista la expresión de una doctrina falsa, de una mística
quimérica. Tenemos que des intoxicarnos pacientemente de nuestro con-
cepto actual de lo “normal”, tenemos que comprender lo “normal” a la luz
de indiscutibles evidencias intelectuales e históricas para llegar a admitir la
noción del hombre “realizado” —del hombre que ha tenido el satori— y para
reconocer en él al hombre normal.
La evidencia intelectual está en razón directa con la evidencia histó-
rica. La evidencia histórica no está limitada por el tiempo. El estado de satori
no es una realidad temporalIII. Es una realidad intemporal3. La verdad de la
gravitación existía antes de Newton. Esta verdad es intemporal como lo toda
verdad. Newton solamente la descubrió y, en virtud de este descubrimiento,
se convirtió en evidencia histórica, capaz de ser probada y verificada. La evi-
dencia temporal, histórica, se ha unido a lo intemporal. Nuestro estado ori-
ginario es la “naturaleza del Buda”. Los hombres que han obtenido la reali-
zación intemporal nos han permitido verificarla proporcionándonos la evi-
dencia histórica. Ellos sólo han descubierto una verdad existente. La inter-
sección de la eternidad y de la duración es el instante. Este proceso —in-
consciente en todos los que no hemos realizado lo intemporal— se hace
consciente en los hombres del satori. Esta experiencia no es psicológica si
consideramos que nuestra psique funciona sin control y obstruida por erro-
res. Pero es psicológica o parapsicológica, si consideramos nuestra psique
con toda la extensión que tiene en los hombres del satori, los Jivan Muktas,
los Liberados Vivientes.
Este libro sobre el budismo Zen estudia al hombre “normal”, el es-
tado del hombre que, a través de la experiencia del satori, se ha vuelto normal
Esta concepción de lo que es normal es esencial para corregir los errores que
existen en el hombre más o menos anormal. Lo “normal” es el término al
que debemos referirnos para estudiar y ayudar al hombre “natural” en todas
sus formas.
En el psicoanálisis, existe una relación entre el médico y su paciente.
La relación que se examina en este libro une dos polos del hombre en el
interior del hombre mismo. En su libro sobre el psicoanálisis, el Dr. Benoit

III
Aconsejo al lector que acuda al artículo escrito por el Dr. Benoit sobre la realización intemporal,
articulo que Aldous Huxley tradujo al inglés y publicó en 1950 (Vedanta and the West — marzo-abril 1950,
Los Ángeles).

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se ha apartado de sus colegas tomando como base del análisis la doctrina
metafísica tradicional IV. En este aspecto se ha separado de la escuela freu-
diana. El psicoanálisis no debe ser identificado con la doctrina freudiana.
Muchos lectores, después de haber estudiado Metafísica y Psicoanálisis, me han
dicho que era un libro muy “original”. El mismo Dr. Benoit se opondría a
esa forma de calificarlo. En una carta suya que tengo, expresa su aversión a
toda teoría que signifique una “construcción personal”. Lo personal es lo
particular. Cuando lo particular se separa de lo universal, entramos en el
dominio del error. La VERDAD es tradicional, eterna (sanâtana). Es IN-
TEMPORAL. En lo Intemporal se cumple la síntesis entre lo temporal y lo
no-temporal (o negación de lo temporal), es decir, entre lo manifestado y lo
no-manifestado. Lo Intemporal es el término temario que resuelve la con-
tradicción entre lo temporal y la negación de lo temporal V. Lo Intemporal,
según la Vedanta, es el Turiya o cuarto estado de conciencia. Es PRAJÑÁ,
o SÜNYATÁ, o ALAYAVIJÑANA del budismo Mahayana. Observar la
experiencia en las dos categorías —lo manifestado y lo no-manifestado— es
una tarea difícil. La observación debe ser imparcial, debe estar despojada de
toda proyección individual de opiniones y de creencias. Y después viene la
tarea, difícil también, de hacer la síntesis de los dos términos. Tal síntesis no
es un simple proceso mental Es un funcionamiento de la vida en el que
“peinar” y “sentir” ya no están separados. (Para comprender este proceso
de síntesis, léase el capítulo que el Dr. Benoit consagra a los mecanismos de
la angustia.) Únicamente esta síntesis nos ribera del error. Para ello debemos
desarrollar, hasta el máximo grado, nuestra lucidez.
El papel del médico, en psicoanálisis, consiste en hacer que su pa-
ciente tenga conciencia de sus conflictos. Se proyecta una luz sobre el pro-
blema de las relaciones. Sí las relaciones se desconocen, ése es el error. A
través del error operan diversas formas de alucinaciones y de ilusiones. En
el curso del tratamiento se produce el despertar de la Inteligencia. Si el papel
de este despertar es de inmensa importancia para disipar el error cuyas va-

IV Una ciencia profana evoluciona, mientras que una ciencia sagrada tradicional no evoluciona.
Porque ésta es Verdad y, como todas las verdades, es intemporal y, por lo tanto, eterna.
V El Dr. Benoit explica muy claramente en este libro el proceso dialéctico según el cual la oposición
entre tesis y antítesis se resuelve en una síntesis; y esto es el término ternario. Esta síntesis es la que nos
conduce, por la acción de la inteligencia independiente, a las verdaderas evidencias intelectuales. La realiza-
ción de esta síntesis es el nacimiento del “Cuaternario”, que es para nosotros la evidencia histórica con respecto
a la realidad del hombre del Satori. (Cf. Métaphysique et Psychanalise.)

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riantes psicológicas son tan bien conocidas por los especialistas de enferme-
dades mentales, cuánto no debemos nosotros, a fortiori, valorar este papel de
la Inteligencia cuando intentamos liberarnos de todas las formas del error y
de obtener esta transformación de nuestra vida que es, según el Dr. Benoit,
el paso de! estado “natural” al estado del hombre “normal”. Este libro está
escrito para los que deseen volverse normales. Nos presenta las nociones
que necesitamos para tener conciencia de las relaciones que operan en no-
sotros, de la relación que existe entre el Yo y el No-Yo, de las funciones del
Ego y de su papel en la solución del problema de la “compensación”. Ex-
plica el sentido del oráculo délfico: “¡Conócete a ti mismo!”. Este libro nos
enseña cómo conocer objetivamente el condicionamiento de la mente y las
mortalidades de los procesos del Yo. La conciencia de las relaciones nos
permite condicionar inteligentemente nuestros procesos mentales. El tema
de la voluntad adquiere aquí una gran importancia. El problema de la volun-
tad está ligado directamente a la acción de la inteligencia. La voluntad asume
una dirección definida al dar una forma a la acción. La voluntad es unidad
del deseo y de la acción, o poder de actuar; voluntad, unida a inteligencia, no
es más que Buddhi. Su acción es un movimiento ascendente, desde el error
hacia la verdad. Para designar el Buddhi el equivalente francés que emplea el
Dr. Benoit es “Inteligencia Independiente”.
Cómo despertar el Buddhi, o Inteligencia Independiente, o Razón Di-
vina, ése es el tema de este libro, que hubiera podido titularse La Ciencia del
Buddhi-Yoga. El Dr. Benoit se muestra en él como un verdadero apóstol de
la doctrina de la Inteligencia Independiente. Ni el Dr. Benoit ni el autor de
este prefacio pretenden en modo alguno haber obtenido el satori. Nosotros
pertenecemos, sencillamente, a esa categoría de investigadores que creen en
la importancia de los testimonios intelectuales —tanto como en el hallazgo
de evidencias históricas— de hombres que han tenido el satori, de hombres
que han logrado hacerse “normales”. Por mi parte, he tenido el privilegio de
conocer a tres hombres que, sin lugar a dudas, han logrado el satori. El Dr.
Benoit no habría pedido escribir su libro sin la certidumbre de su propia
evidencia; ha manifestado su admiración por Hui-neng, el Sexto Patriarca,
traduciendo con el mayor cuidado la obra reciente del Profesor Suzuki, The
Zen Doctrine of No-Mind, obra que expresa el mensaje de Hui-neng. El hecho
de que el Sexto Patriarca haya vivido en el siglo VII, mientras que los hom-
bres que yo mismo he conocido todavía vivían ayer, no tiene ninguna im-
portancia para quien estudia el estado de iluminación; el Sambodhi es intem-

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poral y quienquiera que comprenda la importancia de la Inteligencia Inde-
pendiente no puede separarla de su campo de acción. Este campo de acción
es la vida; el cumplimiento de la vida constituye la evidencia histórica que
nos propone un Hui-neng, un Ramana Maharshi, y que nuestra evidencia
intelectual pone a salvo de toda contradicción. Este libro es un testimonio
de Fe, en el sentido en que el Profesor Suzuki emplea esta palabra. No es
una construcción personal o una creencia. Es el itinerario de un alma que
busca la verdad. Este libro es, hasta cierto punto, un documento autobio-
gráfico.

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Prólogo

Este libro encierra cierto número de nociones esenciales cuyo pro-


pósito es mejorar nuestra comprensión de la condición humana. Supongo,
pues, que admitís que aún podéis aprender algo con respecto a esta cuestión.
No es esto una boutade. El hombre necesita, para vivir su vida concreta,
sentirse interiormente como si hubiera resuelto o eliminado los “grandes in-
terrogantes” que conciernen a su condición. En su mayoría, los hombres no
reflexionan jamás acerca de su condición porque están convencidos, explí-
cita o implícitamente, de que la comprenden. Preguntad, por ejemplo, a di-
ferentes hombres por qué desean existir, cuál es la causa de eso que llama-
mos el “instinto de conservación”. Uno os dirá: “Es así porque es así, ¿por
qué ver un problema donde no lo hay?”. Este hombre vive en la creencia de
que tal cuestión no existe. Otro os dirá: “Yo deseo existir porque Dios lo
quiere así. Él quiere que yo desee existir para que yo mismo pueda, en el
transcurso de mi vida, alcanzar mi salvación y ejecutar todas las buenas ac-
ciones que Él espera de su criatura”. Este hombre vive con una creencia
explícita; si lo forzáis un poco, si le preguntáis por qué Dios quiere que él
efectúe su salvación, etcétera, terminará por responderos que la razón hu-
mana no puede ni necesita comprender el fondo real de las cosas. En ello se
identifica con el agnóstico; éste os dirá que, en efecto, el hombre sabio debe
resignarse siempre a ignorar la realidad última, y que, después de todo, la
vida no es tan desagradable a pesar de esta ignorancia. Todo hombre, lo
reconozca o no, vive basado en una metafísica” personal que considera justa;
esta “metafísica” práctica supone creencias positivas, lo que el hombre llama
sus “principios”, su escala de valores, y una creencia negativa, creencia en la
imposibilidad que tiene el hombre de conocer la realidad última de las cosas.
El hombre en general tiene confianza en su “metafísica” explícita o implícita;
es decir, está seguro no tener nada que aprender en este terreno. Se siente
más seguro en aquello en que es más ignorante, precisamente porque es en
esto en lo que time más necesidad de seguridad.
Por lo tanto, al escribir sobre los problemas de la condición humana
sé muy bien que me será muy difícil hallar al hombre que me lea con espíritu
“abierto”. Si yo hubiese escrito sobre la civilización precolombina o sobre
una tecnología cualquiera, el lector admitiría, sin duda, que tengo autoridad
para instruirlo. Pero le hablo de lo más íntimo de él mismo y es muy posible

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que se rebele y se cierre diciéndome que “yo no pretenderé enseñarle lo que
sólo a él concierne”.
Pero no podré daros nada con respecto al tema que trato si no ad-
mitís que aún tenéis algo que aprender al respecto. El lector a quien me dirijo
al escribir este libro debe admitir que su comprensión de la condición hu-
mana puede ser mejorada; debe estar dispuesto a suponer —por otra parte
a beneficio de inventario— que mi comprensión es mejor que la suya y que,
por lo tanto, puedo instruirlo; por fin, y esto es lo más difícil, no debe adop-
tar la actitud resignada del que cree que la realidad última de las cosas siem-
pre estará fuera de su alcance aceptando hipotéticamente la posibilidad de
lo que el Zen llama satori, es decir, una modificación del funcionamiento
interno del hombre que habrá de proporcionarle por fin el goce de su esencia
absoluta.
Si, pues, admitís estas tres ideas: posibilidad de mejorar vuestra com-
prensión de la condición humana, posibilidad de que yo os ayude en este
trabajo y posibilidad que el hombre tiene de obtener un cambio radical de
su condición natural, entonces quizás no perdáis el tiempo leyendo este li-
bro. En el caso contrario, ciertamente perderéis vuestro tiempo y no os
aconsejaría leerlo. “Pero —diréis vosotros— aunque haya ideas que yo no
admito, quizás vuestro libro me induzca a aceptarlas”. Esto no es posible;
un hombre puede influir en otro en el terreno de lo afectivo, puede suscitarle
sentimientos o pensamientos dimanados de sentimientos, pero no puede in-
fluir en el campo del intelecto puro, único dominio en el que hoy disfruta-
mos de libertad. Puedo revelaros visiones intelectuales puras que estaban
ocultas en vosotros: estaban allí dormidas y yo las habría despertado; pero
nada que sea intelectual puro puede ser “introducido” en vosotros; sí, por
ejemplo, la lectura de mi libro aparentemente hace nacer en vuestro pensa-
miento una adhesión clara a la noción de la posibilidad del satori, esto sólo
habrá de serlo en la medida, estad bien seguros, en que esta adhesión ya
existía en vosotros, más o menos adormecida. Para que la lectura de mi libro
tenga probabilidades de seros útil no es necesario, desde luego, que admitáis
con fuerza y claridad las tres ideas que he citado, pero sí es necesario que las
admitáis por lo menos un poco. Pero, sobre todo, es necesario que no ten-
gáis una actitud hostil a priori; si vuestra actitud fuese hostil, no os conven-
cería, ni, naturalmente, lo intentaría siquiera; las nociones metafísicas no per-
tenecen al campo de lo demostrable; cada uno de nosotros adhiere a ellas en
la medida en que intuitivamente comprende que tales nociones explican en

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nosotros fenómenos inexplicables de otro modo.
Todo lo que acabo de decir se refiere al error fundamental que de-
bemos evitar. Existen otros errores menos importantes de los que nos ocu-
paremos en seguida.
No recibiréis casi nada de este libro si lo abordáis considerándolo
una recopilación expositiva de “lo que debe saberse con respecto al Zen”.
En primer lugar, es imposible encarar una forma vulgarizada de tales temas;
ningún texto podría iniciaros rápidamente en el Zen y, además, mi libro ha
sido escrito para aquellos que ya han reflexionado mucho sobre la metafísica
de Oriente y del Lejano Oriente; que han leído lo esencial de lo que hay que
leer acerca del particular y que tratan de alcanzar una comprensión de ello
adaptado a su espíritu occidental. Mi supuesto lector ha leído particular-
mente The Zen Doctrine of No-Mind de D. T. Suzuki o, al menos, los libros
precedentes del mismo autor, que han sido traducidos al francés.
No pretendo que mi ensayo responda a una “ortodoxia” Zen. Las
ideas que en él expreso se me han ocurrido al adoptar el punto de vista Zen
tal como lo he comprendido a través de los libros donde se expone; eso es
todo. Por otra parte, es imposible hablar aquí de “ortodoxia” puesto que no
hay nada sistemático en el Zen; el Zen compara toda enseñanza a un dedo
que señala la luna y nos pone en guardia constantemente contra el error de
colocar el acento de la Realidad en ese dedo que no es más que un medio y
que, en sí mismo, no tiene ninguna importancia.
No me titulo siquiera “adepto del Zen”: el Zen no es una “iglesia”
en la cual —o fuera de la cual— pueda estarse; es un punto de vista universal,
que se ofrece a todos, sin imponerlo a nadie; no es un partido en el que haya
que inscribirse, en el que haya que comprometerse. Puedo utilizar el punto de
vista Zen para buscar la verdad, sin vestir ropas chinas o japonesas, ni en
sentido propio ni en figurado. En el campo del pensamiento piro, las etique-
tas desaparecen y no existe dilema Occidente-Oriente. Personalmente soy
un occidental por cuanto tengo cierto estilo occidental de pensamiento, pero
esto no me impide reunirme intelectualmente con los orientales y participar
en su comprensión de la condición humana en general, No tengo que que-
mar los Evangelios para leer a Hui-neng.
Precisamente por tener un estilo de pensamiento occidental, he es-
crito este libro en la forma en que lo he hecho. El “Zen”, como dice D. T.

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Suzuki, detesta toda forma de intelectualismo”; los maestros Zen no formu-
lan disertaciones para responder a las preguntas que se les plantea: ellos con-
testan más bien con una frase desconcertante o con un silencio, o repitién-
dola pegunta que se les hace, o con golpes de bastón. Me parece que, para
explicar a un occidental las disertaciones son necesarias hasta cierto punto
relictamente limitado. Sin duda, el punto de vista último, real, no puede ex-
presarse y el maestro perjudicaría al alumno si le consintiera que olvidara
que todo el problema consiste, precisamente, en saltar el foso que separa la
verdad expresada del conocimiento real. Pero el occidental necesita que la
explicación discursiva lo conduzca de la mano hasta el borde de ese foso. El
Zen dice, por ejemplo, “El hombre no tiene que hacer nada complicado, le
basta con ver directamente en su propia naturaleza”. Personalmente he te-
nido que reflexionar durante años antes de comenzar a ver como podría
aplicarse este consejo en la práctica, concretamente, en nuestra vida interior.
Y pienso que muchos de mis hermanos occidentales están en el mismo caso.
Si bien el estilo de mi libro es, en cierto sentido, occidental, difiere,
sin embargo, por la naturaleza misma del punto de vista Zen, de esa arqui-
tectura claramente ordenada que seduce a nuestras inclinaciones “cartesia-
nas”. En cada párrafo existe, desde luego, una ordenación lógica; pero no
ocurre lo mismo en el conjunto de los capítulos, en el conjunto del libro.
Constantemente hay “cortes” que cortan el hilo amable de la lógica; los ca-
pítulos se suceden en cierto orden, pero sería casi indiferente disponerlos de
cualquier otra manera. De un capítulo a otro, ciertas frases, sí nos atenemos
a su expresión literal, parecen contradecirse. El lector occidental debe estar
prevenido acerca de este particular; si comienza su lectura con la esperanza
implícita de encontrar una demostración convincente llevada correctamente
desde un alfa hasta una omega tratará de hacer coincidir el libro con ese
cuadro “preconcebido” y así fracasará rápidamente y abandonará la partida.
Esta dificultad es inherente, lo repito, a la naturaleza misma del
punto de vista Zen. En la mayoría de las demás enseñanzas doctrinarias, el
punto de vista propuesto supone cierto ángulo invariable de visión; si con-
templo un objeto complejo desde un solo ángulo, percibo su proyección en
el plano Je mi retina, y esta proyección está formada por líneas y superficies
que están en relación constante. Pero el Zen no concede ninguna importan-
cia a la teoría en sí misma, en el ángulo desde el cual estudia el volumen de
la Realidad. En esta Realidad lo único que interesa, y el Zen no siente em-
barazo alguno en girar alrededor de este objeto complejo para obtener toda

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clase de informaciones, de las cuales resultará una síntesis in-formal de nues-
tro espíritu. Como no idolatra ninguna noción formal, está en libertad de
pasearse entre todas las nociones formales imaginables, sin preocuparse por
sus aparentes contradicciones. Este empleo despreocupado de las ideas per-
mite al Zen poseer estas ideas sin ser poseído por ellas. EL punto de vista
Zen no consiste, por lo tanto, en cierto ángulo de visión, sino que com-
prende todos los ángulos posibles. Mi lector debe saber que no se pretende
hacer pasar de mi espíritu al suyo ninguna comprensión sintética por medio
de este texto, que pudiera pretender encarnar tal compresión; esta síntesis
debe realizarse en su espíritu, por un proceso que le será peculiar, como se
realiza en mi espíritu por un proceso únicamente mío; nadie en el mundo
puede hacer este trabajo por nosotros. Mi texto propone solamente elemen-
tos útiles para esta síntesis; el orden discursivo con lógica continua o que-
brada en que se presentan estos elementos debe tomarse tal como está, sin
exigir la armónica arquitectura formal que no sería más que el simulacro de
una verdadera síntesis intelectual que arranca de las profundidades del ser.

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Primera parte: Reflexiones sobre el budismo Zen
I Acerca del sentido general del pensamiento Zen

El hombre siempre ha reflexionado sobre su condición, piensa que


no es como quisiera ser, define mejor o peor los vicios de su funciona-
miento; hace, en suma, su auto-crítica. Esta labor crítica, a veces grosera,
otras veces, por el contrario, alcanza en muchos aspectos elevado grado de
profundidad y sutileza. Las modalidades indeseables del funcionamiento in-
terno del hombre común se reconocen y describen a menudo con mucha
precisión. Cuando se tiene en cuenta esta riqueza en la tarea de diagnóstico,
nos sorprende la pobreza de la labor terapéutica. Las escuelas que han ense-
ñado y enseñan los problemas humanos, después de haber demostrado lo
que no marcha bien en el hombre común y la manera en que marcha mal,
llegan necesariamente a preguntar: “¿Cómo remediar este estado de cosas?”
Y ahí comienza la confusión y la pobreza de doctrinas. Al llegar a este punto,
casi todas las doctrinas se extravían — unas veces de manera burda, otras
sutilmente —, todas, excepto la doctrina Zen (y aún es necesario puntualizar,
“ciertos maestros Zen”).
Con esto no se quiere decir que, en otras enseñanzas, algunos hom-
bres no hayan obtenido su “realización”. Pero solamente en el Zen puro
puede encontrarse una clara exposición del problema y una refutación pre-
cisa de los falsos caminos.
El error esencial de todos los falsos caminos es que el remedio pro-
puesta no ataca la causa profunda del sufrimiento del hombre común. El
análisis crítico del estado del hombre no se remonta lo bastante lejos en el
determinismo de sus fenómenos interiores; no llega a lo profundo, en ese
encadenamiento, hasta el fenómeno primero. Se detiene demasiado pronto,
en los síntomas. El investigador que no alcanza a ver más allá de determi-
nado síntoma, cuyo pensamiento analítico, agotado, se detiene allí, eviden-
temente sólo puede concebir el remedio para toda la situación como la ela-
boración concertada y artificial de otro síntoma radicalmente contrario al
descubierto. Por ejemplo, un hombre llega a la conclusión de que su desgra-
cia reside en sus manifestaciones de cólera, de amor propio, sensualidad,
etcétera, y piensa que la solución consiste en poner todo su empeño en pro-
ducir manifestaciones de dulzura, humildad, ascetismo, etcétera. O bien,

16
otro hombre, ya más inteligente, llega a la conclusión de que sus sufrimientos
provienen de su agitación mental y que la solución consiste en tratar, por
medio de ciertos ejercicios, de tranquilizar la mente. Una doctrina puede
decimos: “Vuestra miseria proviene del hecho de que siempre deseáis alguna
cosa, de vuestro apego a lo que poseéis”, y esto conducirá, según el grado
de inteligencia del maestro, al consejo de distribuir todos los bienes, o a
aprender cómo desprenderse interiormente de los bienes que se continúan
poseyendo exteriormente. Otra doctrina puede encontrar la clave de la des-
gracia del hombre en la falta de dominio sobre sí mismo, y entonces le en-
seña “yogas”, métodos orientados hacia un adiestramiento progresivo del
cuerpo, o del sentimiento, o del comportamiento altruista, o del saber, o de
la atención.
Todo esto es, para el Zen, adiestramiento de animal “sabio” y con-
duce a una u otra servidumbre (con la impresión ilusoria y exaltada de que
se adquiere la libertad). En el fondo de todo esto, hay un razonamiento sim-
plista: Esto marcha mal en mí a causa de tal modalidad; pues bien, a partir
de ahora voy a hacer todo lo contrario”. Esta forma de plantear el problema,
partiendo de una forma que se juzga malsana, encierra al investigador en los
límites del dominio formal, rehusándole, por consiguiente, toda posibilidad
de restaurar su conciencia más allá de la forma; cuando estoy encerrado en
el plano dualista, ninguna inversión de signo puede liberarme de la ilusión
dualista, ni reintegrarme a la Unidad. Es exactamente lo mismo que el pro-
blema de “Aquiles y la tortuga”; la forma de plantear el problema lo encierra
en los límites que se está tratando de franquear y, en consecuencia, lo torna
insoluble.
El penetrante pensamiento del Zen atraviesa todos nuestros fenó-
menos sin detenerse a considerar sus modalidades. Él sabe que en realidad
nada marcha mal en nosotros y que si sufrimos es porque no comprendemos
que todo marcha perfectamente, porque creemos, por consiguiente, iluso-
riamente, que esto no marcha y que hay que remediar algo. Decir que todo
el mal proviene de que el hombre cree ilusoriamente que le falta alguna cosa
es aún una frase absurda, puesto que el “mal” a que se refiere no tiene reali-
dad, y una creencia ilusoria, por tanto, sin realidad, no puede ser causa de
nada. Si observo bien, por otra parte, no encuentro en mí positivamente esta
creencia de que me falta alguna cosa (¿cómo podría estar positivamente pre-
sente la creencia ilusoria en una ausencia?); lo que compruebo es que mis
fenómenos interiores marchan como si esta creencia estuviera allí; pero si mis

17
fenómenos marchan así, no es a causa de la presencia de esta creencia sino
porque la intuición intelectual directa de que no me falta nada duerme en el
fondo de mi conciencia, aún no ha sido despertada; está allí porque nada me
falta y sobre todo no puede faltarme esa intuición, pero está dormida y no
produce sus efectos. Todo mi “mal” aparente proviene de que mi fe en la
Realidad perfecta está dormida; solo tengo despiertas en mí “creencias” en
aquello que me presentan los sentidos y la mente trabajando en el plano
dualista (creencias en la inexistencia de una Realidad Perfecta Una); y estas
creencias son formaciones ilusorias, sin realidad, consecuencia del sueño de
mi fe. Soy un “hombre de poca fe”; más exactamente, sin ninguna fe, o aún
mejor, de ir dormida, que no cree más que en lo que percibe en el plano de
la forma. (Esta noción de la fe, presente pero adormecida, hace comprender
la necesidad que tenemos, para liberarnos, de un maestro “despertador”, de
una enseñanza, de una revelación; el sueño, en efecto, supone no gozar aque-
llo que puede despertar.)
En resumen, parece que todo marcha mal en mí porque la idea fundamental de
que todo es perfecta, eterna y totalmente positivo duerme en el centro de mi ser, porque no
está despierta, viva y en acción. He ahí, en fin, el primer fenómeno doloroso, el
fenómeno del que derivan todo el resto de nuestros fenómenos dolorosos.
El dormir de nuestra fe en la Perfecta Realidad Una (fuera de la cual nada
“es”) es el fenómeno primario de donde dimana toda la cadena falseada; es
el fenómeno causal; y ninguna terapéutica del ilusorio sufrimiento humano
puede ser eficaz si se aplica en otro punto.
A la pregunta: “¿Qué tengo que hacer para liberarme?”, el Zen res-
ponde: “No tenéis nada que hacer puesto que no habéis estado jamás escla-
vizado y puesto que, en realidad, no hay nada de que tengáis que liberaros.”
Esta respuesta puede interpretarse mal y parecer descorazonadora porque
encierra un equívoco en relación con la palabra “hacer”. En el hombre co-
mún, la acción se descompone, de modo dualista, en concepción y acción, y
el hombre aplica la palabra “hacer” a la acción, a la ejecución de lo que ha
concebido. En este sentido, el Zen tiene razón: nosotros no tenemos nada
que “hacer”. Todo se arreglará espontánea y armoniosamente en nuestro
“hacer” cuando cesemos, precisamente, de tratar de modificarlo en cualquier
forma y cuando trabajemos únicamente para despertar nuestra fe dormida,
es decir, para concebir la idea primordial que tenemos que concebir. Esta
idea total, que podría calificarse de esférica e inmóvil, no conduce, eviden-
temente, a ninguna acción particular, no tiene ningún dinamismo particular;

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es la pureza central del No-Hacer a través de la cual ha de pasar, sin obs-
táculos, el dinamismo espontáneo de la vida natural real. Así puede y debe
decirse que despertar y alimentar esta concepción no es “hacer” nada, en el
sentido que esta palabra nene para el hombre común, y asimismo que este
despertar en el pensamiento se traduce en la vida en una disminución (que
tiende a la supresión total) de todas las manipulaciones inútiles a las que se
entregaba el hombre con respecto a sus fenómenos interiores.
Evidentemente puede decirse que trabajar para concebir una idea ya
es “hacer” algo. Pero, si se considera el sentido que esta palabra tiene para
el hombre común, es mejor, para evitar una peligrosa equivocación, hablar
como lo hace el Zen y demostrar que el trabajo que puede abolir la angustia
humana es un trabajo del intelecto puro que no implica que haya de “ha-
cerse” nada de particular en la vida interior y que, por el contrario, implica
que se cesa de intentar modificarla.
Examinemos el problema con mayor detalle. El trabajo que despierta
la fe en la única y perfecta Realidad que es nuestro “ser” se descompone en
dos tiempos. En un tiempo preliminar, nuestro pensamiento discursivo con-
cibe todas las ideas necesarias para que comprendamos teóricamente la exis-
tencia en nosotros de esta fe que duerme y la posibilidad de su despertar, y
que sólo este despertar puede poner fin a nuestros sufrimientos ilusorios.
En el transcurso de ese tiempo preliminar, el trabajo efectuado puede con-
siderarse “hacer” algo. Pero esta comprensión teórica, suponiendo que se
haya obtenido, todavía no cambia en nada nuestro estado doloroso: es ne-
cesario, ahora, que se transforme en una comprensión vivida, experimentada
por todo nuestro organismo, comprensión teórica y práctica a la vez, abs-
tracta y concreta a la vez; solamente entonces despierta nuestra fe. Pero esta
transformación, este paso más allá de la forma, no podría ser efecto de nin-
gún trabajo directo “hecho.” por el hombre común, enteramente ciego a
todo lo que no sea formal. No existe ningún “sendero” hacia la liberación,
y esto es evidente puesto que nosotros nunca hemos estado realmente en
servidumbre y continuamos sin estarlo; no hay que “ir” a ninguna parte, no
hay nada que “hacer”. El hombre no tiene que hacer nada directamente para
experimentar su libertad total e infinitamente dichosa. Lo que tiene que ha-
cer es indirecto y negativo; su único trabajo es comprender la ilusión enga-
ñosa de todos los “caminos” que puede proponerse y emprender. Cuando
sus esfuerzos perseverantes le hayan procurado la comprensión enteramente
clara de que todo cuanto puede “hacer” para liberarse es en vano; cuando

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haya desvalorizado concretamente hasta la noción misma de todos los “sen-
deros” imaginables, entonces estallará el satori, visión real de que no existe
ningún “sendero” porque no hay que ir ninguna parte, porque desde toda la
eternidad estamos en el centro único y principial VI de todo.
Así pues, la “liberación”, lo que se llama así y que es la desaparición
de la ilusión de estar esclavizado, sucede, cronológicamente, a un trabajo
interior, pero, en realidad, no es ocasionada por él. Este trabajo interior for-
mal no puede ocasionar lo que está por encima de toda forma y, por consi-
guiente, por encima de ese mismo trabajo; es solamente el instrumento a
través del cual actúa la Causa Primera.
En resumen, la famosa “puerta estrecha” no existe de manera for-
mal, ni tampoco el “sendero” sobre el cual se abriría aquélla, salvo que se
quiera llamar así a la comprensión de que no existe sendero, de que no hay
puerta, de que no hay ninguna parte a donde ir porque no hay que ir a nin-
guna parte. He ahí el gran secreto y, al mismo tiempo, la gran evidencia que
nos revelan los maestros Zen.

VI Principial, adjetivo derivado de “principio". (N. del T.)

20
II El “bien” y el “mal”

Sabemos que la metafísica tradicional nos presenta la creación uni-


versal como si fuera el juego concomitante y conciliado de dos fuerzas que
se oponen y se complementan. La creación, por tanto, resulta del juego de
tres fuerzas: una fuerza positiva, una fuerza negativa y una fuerza concilia-
dora. Esta “Ley de tres” puede simbolizarse por medio de un triángulo: los
dos vértices inferiores representan los dos principios inferiores de la crea-
ción, positivo y negativo; el vértice superior representa el Principio Superior
o Conciliador.
Los dos principios inferiores son, en la sabiduría china, las dos gran-
des fuerzas cósmicas del Yang (positivo, masculino, seco, caliente) y del Yin
(negativo, femenino, húmedo, frío); son también el Dragón Rojo y el Dragón
Verde, cuya lucha incesante es el motor creador de las “Diez Mil Cosas”.
El diagrama del T’ai-ki está compuesto por una parte negra, el Yin, y
otra blanca, el Yang —cuyas superficies son rigurosamente iguales—, y un
círculo que rodea a las dos y que es el Tao (Principio Superior Conciliador).
La parte negra encierra un punto blanco, y la parte blanca, un punto negro,
para demostrar que ningún elemento del mundo creado es ni absolutamente
positivo ni absolutamente negativo. El dualismo primordial Yang-yin in-
cluye todas las oposiciones que podamos imaginar: verano invierno, día -
noche, movimiento - inmovilidad, belleza - fealdad, verdad - error, construc-
ción - destrucción, vida - muerte, etcétera.
Esta última oposición resulta particularmente clara en uno de los as-
pectos hindúes de la Tríada de que hablamos; con la autoridad de Brahma,
Principio Supremo, la creación es la obra simultánea de Visnu, el “Conser-
vador de los Seres” y de Siva, el “Destructor de los Seres”.
I a creación del universo tal como nosotros lo percibimos se desa-
rrolla en el tiempo; es decir, que el juego de los dos principios inferiores es
temporal. Pero estos dos principios en sí mismos no podrían ser considerados
temporales, puesto que no podrían estar sometidos a los límites que resultan
de su acción: son intermediarios situados entre el Principio Superior y el
universo creado, que es la manifestación de este Principio. La creación uni-
versal se desarrolla, pues, en el tiempo, pero ella en sí misma es un proceso
intemporal, al que no se puede asignar o negar comienzo o fin, puesto que

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estas palabras no tienen ningún sentido fuera de los límites del tiempo. Las
teorías científicas más modernas están de acuerdo, en esto, con la metafísica
y no le ven al universo ni comienzo ni fin.
Hay que comprender bien todo esto para librarse definitivamente de
la concepción infantil según la cual un Creador, encarado de manera antro-
pomórfica, habría puesto en marcha una vez el movimiento universal. Mi
cuerpo, por ejemplo, no ha sido creado solamente el día en que fui conce-
bido: está creándose constantemente; en cada instante de todos mis años,
mi cuerpo es el lugar donde nacen y mueren las células que lo componen, y
esta lucha equilibrada en mí entre el Yang y el Yin es la que me crea hasta
mi muerte.
En esta Tríada intemporal que crea sin cesar nuestro mundo tempo-
ral, se ve la perfecta igualdad de los dos principios inferiores. Como su co-
laboración es necesaria para que aparezca el conjunto de los fenómenos,
para que aparezca un fenómeno cualquiera por pequeño que sea, es imposi-
ble asignar una superioridad — cualitativa o cuantitativa — a uno o a otro
de estos dos principios. En determinado fenómeno vemos que predomina
el Yang. en otro el Yin, pero los dos Dragones se equilibran exactamente en
la totalidad espacial y temporal del universo. Por eso, en la Metafísica Tra-
dicional el triángulo que simboliza la Tríada creadora ha sido siempre un
triángulo isósceles cuya base es rigurosamente horizontal.
La igualdad de los dos principios inferiores entraña, necesariamente,
la igualdad de sus manifestaciones encaradas abstractamente. Si Siva es igual
a Visnu, ¿por qué habría de ser la vida superior a la muerte? Esto que decir-
nos es perfectamente evidente desde el punto de vista abstracto en que nos
colocamos en este momento. Desde este punto de vista ¿por qué habríamos
de ver la menor superioridad en la construcción con respecto a la destruc-
ción, en la afirmación con respecto a la negación, en el placer con respecto
al sufrimiento, en el amor con respecto al odio, etcétera...?
Si abandonamos ahora el pensamiento intelectual puro, teórico, abs-
tracto y volvemos a nuestra psicología concreta, comprobamos dos cosas:
en primer lugar, nuestra parcialidad innata por sus manifestaciones positivas,
vida, construcción, bondad, belleza, verdad; esto se explica fácticamente
porque esta parcialidad es la traducción intelectual de una preferencia afec-
tiva, y porque ella es el resultado lógico del deseo de existir que hay en el
hombre. Pero también comprobamos algo cuya explicación es menos fácil:

22
cuando el metafísico imagina al hombre “realizado”, libre de todo determi-
nismo irracional, libre interiormente —luego viviente según la Razón—
identificado con el Principio Supremo y adhiriéndose perfectamente al or-
den cósmico, liberado de la necesidad irracional de existí: y de la preferencia
consiguiente por la vida en contra de la muerte, cuando el metafísico imagina
a este hombre, experimenta la intuición indiscutible de que sus acciones son
amantes y constructoras, no son odiosas y destruí toras. Nosotros no deci-
mos que el hombre “realizado” es amante y apasionado de la construcción,
porque este hombre ha superado los sentimientos dualistas del hombre común
pero sólo podemos ver sus acciones como amantes y constructivas. ¿Por
qué parece que la parcialidad que ha desaparecido del hombre “realizado”
debe persistir en su comportamiento? Hemos de contestar a esta pregunta,
si deseamos comprender enteramente el problema del “Bien” y del “Mal”.
Muchos filósofos han razonado con bastante acierto para criticar
nuestra visión afectiva del Bien y del Mal y negarle un valor absoluto, pero
a menudo lo han hecho en favor de un sistema que, no sólo rechazaba esta
visión en cuanto tiene de errónea, sino que también negaba lo que tiene ¿e
justa y que, al llevar al hombre más allá de un Bien y de un Mil abolidos, lo
dejaba desorientado con respecto a la conducta práctica de su vida, o lo en-
tregaba a una moral inversa. La dificultad no está en criticar nuestra visión
afectiva del Bien y del Mal, sino en hacerlo de manera que la integre, sin
destruirla, en una comprensión donde todo se concilie. Ante todo, veamos
en forma sucinta en qué consiste el error que el hombre comete habitual-
mente cuando enfrenta este problema. El hombre te. fuera de él y en sí
mismo, fenómenos positivos y fenómenos negativos, construí teres y des-
tructores. En virtud de su deseo de existir, necesariamente prefiere la cons-
trucción a la destrucción. Como es un animal dotado de intelecto abstracto,
generalizador, se eleva hasta la concepción de la construcción en general y
de la destrucción en general, es decir, hasta el concepto de los dos principios
inferiores, positivo y negativo. En este peldaño del pensamiento, la preferencia
afectiva se convierte en parcialidad intelectual, y el hombre piensa que el as-
pecto positivo del mundo es el “bien”, que éste es el único legítimo y que
debe eliminar, en forma gradualmente más completa, el aspecto negativo
que es el “mal”. De ahí la nostalgia de un “paraíso” que se concibe despro-
visto de todo aspecto negativo. En este plano imperfecto de pensamiento,
si bien el hombre concibe la existencia de los dos principios inferiores, no
concibe, en cambio, la del Principio Superior que los concilia; en consecuen-
cia, no ve más que el carácter antagónico de los dos Dragones, no ve su

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aspecto complementario; ve que los dos Dragones luchan, pero no ve que
colaboran en esta lucha; por eso siente necesariamente el deseo absurdo de
ver que por fin el “Sí” triunfa en forma definitiva sobre el “No”. Por ejem-
plo, como distingue en sí impulsos constructores — que denomina “cuali-
dades” — e impulsos destructores, — que llama “defectos” — piensa que
su justa evolución debe consistir en eliminar por completo “sus defectos” y
en sentirse animado únicamente por “cualidades”. Así como ha imaginado
el “paraíso”, imagina el “santo”, hombre en quien sólo reina un perfecto
positivismo, y trata de copiar ese modelo. En el mejor de los casos, esta
forma de actuar cumple una especie de encauzamiento de los reflejos con-
dicionados, por el cual los impulsos negativos se inhibirían en beneficio de
los positivos; pero es evidente que tal evolución es incompatible con la rea-
lización intemporal que supone la síntesis conciliadora de los polos positivo
y negativo, que supone que estos dos polos, sin dejar de oponerse, pueden
por fin colaborar armónicamente. La concepción de los dos principios infe-
riores, cuando falta la noción del Principio Superior, necesariamente lleva al
hombre a atribuir a estos dos principios inferiores una naturaleza absoluta y
personal al mismo tiempo, es decir, a idolatrarles. El principio positivo se
convierte en “Dios” y el negativo en “Diablo”. Cuando el vórtice superior
del triángulo de la Tríada está ausente, la base del triángulo no puede quedar
horizontal: bascula en un cuarto de vuelta; el vértice inferior positivo se con-
vierte en “Dios” y sube al zenit (“paraíso”); el vértice inferior negativo se
convierte en “Diablo” y desciende al nadir (“infierno”). “Dios” es concebido
como “Diablo”; pero no hay nada, en esta perspectiva dualista, que pueda
explicar por qué “Dios” necesita desear la existencia del “Diablo” mante-
niéndose, al mismo tiempo, perfectamente libre.
Observemos la estrecha relación que existe entre esta concepción
dualista “Dios - Diablo” y el sentido estético que distingue el animal humano
de los otros animales. El sentido estético consiste en percibir' el dualismo
afirmación - negación en la forma, en las formas. “Satán” es deforme, es
decir, forma negativa, forma que está descomponiéndose, que tiende hacia
lo informe. El hombre tiene una preferencia afectiva por la formación (cons-
trucción) en contra de la deformación (destrucción). La forma del “bello”
cuerpo humano es la que corresponde al apogeo de su construcción, al mo-
mento en que ha salido hasta el máximo de lo in-forme y no ha comenzado
aún el retroceso. No es sorprendente que teda “moral” sea, en realidad, una
estética de las formas sutiles (“haced una bella acción”, “tenéis malas incli-
naciones”, etcétera).

24
Esta concepción dualista “Bien - Mal”, sin la idea del Principio Su-
perior Conciliador, es la que el espíritu del hombre adquiere espontánea,
naturalmente, cuando carece de iniciación metafísica. Es incompleta, y en
cuanto incompleta es errónea; pero es interesante ver ahora la verdad que
contiene dentro de- sus límites. Si la parcialidad intelectual en favor del
“Bien” causada por la ignorancia es equivocada, la preferencia afectiva, in-
nata en el hombre, por el “Bien” no debe considerarse equivocada puesto
que existe en el plano afectivo irracional en el que ningún elemento está ni
de acuerdo con la Razón, ni contra ella; y esta preferencia tiene ciertamente
una causa, una “razón de ser” que nuestro intelecto racional no debe recha-
zar a priori, sino que, por el contrario, debe tratar de comprender.
Planteemos el problema de la mejor manera posible. Mientras que
les dos principios, inferiores, concebidos por el intelecto puro, son riguro-
samente iguales en su antagonismo complementario, ¿por qué, cuando se
los encara desde el punto de vista práctico afectivo, parecen desiguales, y el
principio positivo parece indiscutiblemente superior al principio negativo?
Si, al dibujar el triángulo de la Tríada, denominamos los vértices inferiores
“sí relativo” y “no relativo”, ¿por qué, al buscar un nombre para el vértice
superior, nos sentimos inclinados a denominarlo “Sí Absoluto” en lugar de
“No Absoluto”? Si los vértices inferiores son “amor relativo” y “odio rela-
tivo”, ¿por qué el vértice superior no puede ser concebido más que como
“Amor Absoluto” y no como “Odio Absoluto”? ¿Por qué la palabra “crea-
ción”, aunque la creación supone tanta destrucción como construcción,
evoca necesariamente en nuestro espíritu la idea de construcción y de ningún
modo la idea de destrucción?
Para que se pueda comprender cómo se explica todo esto, utilizare-
mos un fenómeno mecánico muy simple. Arrojo una piedra; dos fuerzas se
ponen en juego: una fuerza activa que viene de mi brazo, una fuerza pasiva
(fuerza de inercia) que hace resistencia en la piedra. Estas dos fuerzas son
antagónicas y son complementarias; su colaboración es necesaria para que
la piedra describa su trayectoria; sin la fuerza activa de mi brazo, la piedra
no se movería; sin la fuerza de inercia propia de la masa de la piedra, ésta, al
salir de mi mano, no describiría trayectoria alguna; si tengo que lanzar pie-
dras de volumen distinto, llegará más lejos aquélla en que la fuerza de la
inercia equilibre más exactamente la fuerza activa de mi brazo. Comparemos
estas dos fuerzas: ninguna de ellas es causa de la otra; la masa de la piedra
existe con independencia de la fuerza de mi brazo, y recíprocamente; si las

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encaramos así, la naturaleza de ninguna de ellas es superior a la otra. Pero el
juego de la fuerza activa es causa del juego de la fuerza pasiva. Si el juego de mi brazo
es acción, el juego de la inercia de la piedra es reacción. Y lo que es verdad con
respecto a estas dos fuerzas en este minúsculo fenómeno lo es igualmente
en todas las escalas de la creación universal. Los dos, principios inferiores,
positivo y negativo, cuya existencia se concibe lucra de su funcionamiento,
no son causa el uno del otro; ellos dimanan, independientemente cada uno,
de una Causa Primera con respecto a la cual ambos son rigurosamente igua-
les. Pero, cuando los contemplamos en su operación, vemos que el juego de
la fuerza activa causa el juego de la fuerza pasiva (es en esto en lo que “Dios”
desea la existencia del “Diablo” y no lo contrario). Mientras que ambos prin-
cipios inferiores crean y operan, el principio positivo provoca el juego del
principio negativo y posee, por tanto, una indiscutible superioridad sobre el
principio negativo. La prioridad de la fuerza activa con respecto a la fuerza
pasiva no consiste en una anterioridad cronológica (la acción y la reacción
funcionan al mismo tiempo) sino en una anterioridad causal. Podría expre-
sarse esto diciendo que la corriente instantánea por la cual el Principio Su-
perior despierta los dos principios inferiores llega al principio negativo pa-
sando por el positivo. Así podemos comprender que los dos principios in-
feriores, iguales noumenalmente” son desiguales “fenomenalmente”, y el
positivo es superior al negativo. Si bien la fuerza que mueve a la hermana de
caridad es rigurosamente igual a la que mueve al asesino, el socorro a los
huérfanos tiene, en sí mismo, una superioridad indiscutible con respecto al
asesinato; no obstante, al mismo tiempo vemos que si bien el acto caritativo
concreto implica una superioridad innegable con respecto al homicidio con-
creto, estos dos actos, encarados abstractamente, son iguales, puesto que, así
encarados, no son más que los representantes simbólicos de las fuerzas po-
sitiva y negativa, que son iguales.
Al llegar a este punto, podemos comprender que todo fenómeno
constructivo manifiesta el juego de la fuerza activa (acción), y que todo fe-
nómeno destructivo manifiesta el juego de la fuerza pasiva (reacción). Por
esta razón el hombre “realizado”, es tan constructivo en cada instante como
las circunstancias se lo permiten; este hombre, en efecto, está liberado de los
reflejos condicionados; ya no “reacciona” más: es activo; y, al ser activo, es
constructor.
Podría parecer que, en el comportamiento destructor del hombre
“malo”, se manifiesta una iniciativa; puede parecer que resulta del juego de

26
una fuerza destructiva activa. De hecho, este hombre “malo” actúa al prin-
cipio, para afirmarse (construcción); a causa de asociaciones forjadas en
forma inexacta en la ignorancia, el acto, comenzado necesariamente para
construir, concluye en una destrucción predominante. Si la piedra que deseo
levantar del suelo es demasiado pesada, no es ella la que sube, sino yo quien
desciendo: no por eso mi fuerza inicial activa deja de haberse dirigido hacia
lo alto. El hombre “realizado”, ya lo hemos visto, hace el “bien”; pero ob-
servemos que este “bien” es una simple consecuencia del trabajo interior
que ha conducido la Razón Divina de este hombre a una constante actividad
al realizar su síntesis ternaria. Este “bien es una simple consecuencia de una
comprensión liberadora integrada en la totalidad del ser; y esta comprensión
ha abolido toda creencia en la prioridad ilusoria del principio inferior posi-
tivo o principio del “Bien”. Este hombre ya no hace más que el “bien”, pero precisa-
mente porque ya no lo idolatra y no siente por el “bien”, más apego que el que siente por
el “mal”. Su comportamiento no es el del hombre que se ha propuesto ser
un “Santo”; el comportamiento del “Santo”, fijado, sistematizado, puede
engendrar, al fin de cuenta, más destrucción que construcción. El compor-
tamiento del hombre “realizado” obtiene, al fin de cuenta, más construcción
que destrucción (sin que esto signifique en modo alguno un fin para este
hombre) porque procede de una actividad pura y se adapta a las circunstan-
cias de una manera constantemente inventada, nueva.
En resumen, la ética justa es un simple resultado de la realización intemporal.
El camino de la liberación no podría ser “moral”. Antes del satori toda ética es
prematura y se opone con sus represiones al logro del satori. Esto no quiere
decir que el hombre que trabaja en su liberación deba tratar de hacer fracasar
su preferencia afectiva por el “bien”. Acepta esta preferencia con la misma
neutralidad intelectual comprensiva con que acepta toda su vida interior,
pero sabe abstenerse de transmutar falsamente esta preferencia afectiva,
anodina, en una parcialidad intelectual que se opondría al establecimiento de
su paz interior.
Todo lo que hemos dicho hasta ahora no pretende ser una condena-
ción de las doctrinas “espiritualistas” o “idealistas”, que exaltan la virtud la
bondad, el amor, etcétera, ante los hombres de buena voluntad; esto también
sería una parcialidad intelectual absurda: el hombre piensa y actúa tal como
entiende que debe hacerlo. Lo único que decimos es que estas doctrinas no
podrían, por sí mismas, conducir al logro del satori. Si un hombre desea —y
tiene derecho— obtener el satori, debe trascender, con su comprensión, toda

27
doctrina que signifique una parcialidad teórica ante el Yang y el Yin. El Zen
proclama: El camino Perfecto no conoce dificultades, sino que se niega a toda preferen-
cia... Una diferencia de una décima de pulgada y el Cielo y la Tierra están separados.

28
III La idolatría de la “salvación”

Uno de los errores que más dificultan la realización no temporal del


hombre es otorgar un carácter apremiante a esta realización. En muchos
sistemas “espirituales”, sean o no religiosos, el hombre tiene el “deber” de
obtener su “salvación”; se niega valor a todo lo que es “temporal y se con-
centra toda la realidad imaginable en la “salvación. Es evidente que también
en ello existe una idolatría, puesto que la realización, encarada como una cosa
que excluye otras, no es más que una cosa entre las otras, limitada y formal,
y que se mira, al mismo tiempo, como única sagrada e inconmensurable-
mente superior a todo lo demás. Toda la realidad determinante, esclaviza-
dora que el hombre atribuía a éstas o aquellas empresas “temporales” se
cristaliza ahora en la empresa de la salvación, y esta empresa se convierte en
la más determinante y la más esclavizadora que se pueda concebir. Cuando
la realización significa liberación, se llega a la paradoja absurda de que el
hombre está sometido al deber imperioso de ser libre. La angustia del hom-
bre se concentra, por lo tanto, en este problema de su salvación: tiembla
ante el pensamiento de morir antes de haber conseguido su liberación. Tan
grave error de comprensión acarrea necesariamente, inquietud, agitación in-
terior, sentimiento de indignidad, crispación egotista acerca de sí —
mismo— en —cuanto—distinto, es decir, impide la pacificación interior, la
reconciliación consigo mismo el desinterés hacia sí. en cuanto distinto, la
disminución de las emociones, en suma, todo el clima interior de relaja-
miento necesario para la explosión del satori.
El hombre que se equivoca así podría, sin embargo, reflexionar con
mayor acierto. No existe el deber más que con respecto a una autoridad que
lo impone. Los fieles de una u otra religión pueden afirmar que Dios es esa
autoridad que les impone el deber de su salvación. Pero, ¿quién es ese
“Dios” que, al imponerme algo, es distinto de mí y tiene necesidad de mi
acción? ¿Es que no está todo incluido en su perfecta armonía?
Encontramos el mismo error en algunos hombres lo bastante evo-
lución intelectualmente como para no creer ya en un “Dios” personal Al
menos parece que ya no creen. Si se les observa con mayor atención se ad-
vierte que creen todavía; imaginan su satori y a sí mismos después del satori,
y ése es su “Dios” personal, ídolo imperioso, inquietante, implacable. Es
necesario que ellos se realicen, que se liberen: les asusta la idea de no lograrlo;

29
se exaltan ante cualquier fenómeno interior que les hace concebir esperan-
zas. Existe en esto una “ambición espiritual” acompañada de la idea absurda
del “Superhombre” que se trata de llegar a ser, con reivindicación de esa
aspiración y angustia.
Este error entraña, en forma fatalmente lógica, la necesidad de ense-
ñar a otros. Nuestra actitud hacia los demás está calcada en nuestra actitud
hacia nosotros mismos. Si creo que necesito realizar mi “salvación”, no puedo
evitar el convencimiento de que necesito conducir a los demás a realizar la
suya. Si la relativa verdad que poseo está asociada a mí un “deber” de vivir
esa verdad —deber dependiente de una idolatría consciente o no—, necesa-
riamente me nace el pensamiento de que es mi “deber” comunicar a otros
mi verdad. En su grado máximo, esto produce la Inquisición y las Dragona-
das; en el grado mínimo, esas innumerables iglesias, grandes y pequeñas, que,
en todo el curso de la Listona, trabajado activamente para influir en las men-
tes de los hombres que no les formulaban ninguna pregunta, de hombres
que, como se dice familiarmente, no les pedían nada.
La refutación del error que estudiamos en este momento está per-
fectamente expuesta por el Zen y, a nuestro juicio, sólo el Zen lo hace per-
fectamente. El Zen le dice al hombre que es libre desde este mismo mo-
mento, que no existe ninguna cadena de la que tenga que solamente tiene
cadenas ilusorias. El hombre goza de su libertad desde el momento en que
cesa de creer que tiene que liberarse y se desembaraza del terrible “deber”
de la “salvación”. El Zen demuestra la nulidad de toda creencia en un “Dios”
personal y la deplorable coerción que emana necesariamente de esta creen-
cia. El Zen dice: No pongáis ninguna cabeza por encima de la vuestra. También
dice: No busquéis la verdad; dejad solamente de abrigar opiniones.
Entonces, dirán algunos: ¿Por qué habrá de trabajar el hombre para
obtener el satori? Formular tal pregunta equivale a suponer, absurdamente
que el hombre sólo puede esforzarse en obtener el satori coaccionado por un
deber. El satori representa el fin de esta angustia que existe actualmente en el
centro de toda mi vida psíquica y en la cual mis alegrías son más que treguas;
¿es inteligente preguntarme por qué trabajo para obtener este alivio com-
pleto y definitivo? Si se insiste en preguntármelo, responderé, Porque mi
vida ha de ser, a continuación del satori, muchísimo más agradable”. Y si mi
comprensión es acertada, no temo que llegue la muerte hoy o mañana— a
interrumpir mis esfuerzos antes de lograrlo; si el problema de mi sufrimiento
cesa conmigo, ¿por qué habría de inquietarme no poderlo resolver?

30
Una comprensión exacta, por otra parte, si no obliga a enseñar a
otros tampoco lo prohíbe; tal prohibición representaría una obligación tan
equivocada como la primera. Pero el hombre que ha comprendido que su
propia realización no representa, en modo alguno, un deber, se limita a res-
ponder si se le interroga; si toma la iniciativa de hablar, es sólo para proponer
discretamente tales ideas, sin sentir ninguna necesidad de ser comprendido.
Este hombre se asemeja a alguien que, teniendo en su casa un exceso
de alimentos sanos, abriera las puertas; si algunos de los que pasan recono-
cen la bondad de esos alimentos y entran a tomarlos, bien; si otros no entran,
le es igual. Nuestras emociones, nuestros deseos y nuestros temores no tie-
nen cabida en una comprensión justa.

31
IV El existencialismo del Zen

Hay hombres que ¿icen: “Mi vida es insípida v monótona; yo no


llamo a eso vivir; a lo sumo existir”. Todos comprendemos qué quiere decir
ese hombre, lo que demuestra que cada cual lleva en sí mismo el concepto
de tal distinción. Por otra parte, todos sienten que “vivir” es superior a “exis-
tir”; y esta opinión es tan definida, tan categórica en el espíritu del hombre
que éste llega a considerar que “existir” es nada y “vivir” es todo; la distin-
ción entre los dos términos es tal que a menudo estalla y se anula; se termina
por decir “existencia” en lugar de “vida” y viceversa. Al hombre le parece
que la “vida” tiene una importancia tan capital que se anexa la palabra “exis-
tencia” desprovista de todo sentido propio.
En el complejo conjunto de los fenómenos que hacen un ser hu-
mano ¿cuáles son los que pertenecen al “vivir” y cuáles al “existir?”. Aquí
volvemos a encontrar la distinción entre reino animal y reino vegetal. El
animal y el vegetal no son dos criaturas enteramente diferentes; el animal
tiene todo lo que tiene el vegetal (vida vegetativa) y algo más (vida de “rela-
ción”). En el interior del vegetal y del animal, dentro del límite que consti-
tuye su forma, ocurren fenómenos, movimientos íntimos (circulación de la
savia o de la sangre, respiración, nacimiento y muerte de las células, anabo-
lismo y catabolismo). Pero, mientras el vegetal está fijo en el suelo y no tiene
movimientos de su totalidad con respecto al suelo, el animal es móvil con
respecto al suelo y puede efectuar toda clase da movimientos que se resumen
en la palabra “actuar”.
Sin embargo, cuando el hombre pone el “vivir” tan por encima del
“existir”, la frontera de esta distinción preferencial no se sitúa entre los fe-
nómenos vegetativos y sus “acciones”; se sitúa en el interior del dominio del
“actuar” y de la forma siguiente: entre mis acciones, algunas tienen por fina-
lidad el servicio de mi vida vegetativa (comer, reposar, realizar el acto sexual
por puro deseo animal); estas acciones me afirman (es decir, mantienen mi
creación) en tanto soy un organismo semejante en todos sus aspectos al de
los otros animales, en tanto vivo desde el punto de vista del universo, en
tanto soy engranaje cósmico, en tanto soy “universal”. Pero cada día, junto
a estas acciones, ejecuto otras que no sirven a mi vida vegetativa, que, inclu-
sive, con frecuencia la perjudican y que tienen por finalidad hacerme parecer
diferente de todos los demás hombres, es decir, afirmarme en cuanto soy

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distinto de todo otro hombre, en cuanto hombre particular.
La frontera que estudiamos se sitúa entre estas dos clases de acción.
Mi condición egotista, que entraña la ficción de mi divinidad personal, hace
que considere que mi vida vegetativa y todos los actos que realizo para aten-
der a esa vida, están desprovistos de sentido. Este conjunto es el que repre-
senta para mí el “existir” despreciable, y me induce a- encontrar sentido sólo
en los actos que me “distinguen” (éste es, a mis ojos, el “vivir” estimable,
valioso). Para mí mismo no valgo en cuanto hombre universal, sólo valgo
en cuanto soy “Yo” particular. Según mi ficción de divinidad personal, basar
el sentido de mi vida en mis fenómenos vegetativos y en los actos que se
realizan para mantenerla es absurdo; basar este sentido en los actos que tien-
den a afirmarme como distinto es sensato. Esta opinión tiene profundas raí-
ces en el espíritu del hombre.
Es evidente, para quien reflexiona con imparcialidad, que esta opinión es ab-
surda. Supone implícitamente que mi organismo particular es el centro del
cosmos (sólo el centro de una esfera es único en su género en esa esfera;
cualquier otro punto está a la misma distancia del centro que una infinidad
de otros puntos). Pero sólo la Causa Primera del cosmos constituye este
centro; y mi organismo particular sin duda no es esta Causa Primera. Mi
organismo es un eslabón en la inmensa cadena de las causas y efectos cós-
micos y sólo puedo ver su sentido real si lo considero en su sitio real, en sus
conexiones reales con todo el resto. Es decir, si lo considero desde el punto
de vista del universo en cuanto hombre universal y no en cuanto hombre
particular; en cuanto soy semejante a todo otro hombre y no en cuanto soy
diferente.
El hombre cumple el “existir”, pero sólo —según cree— porque el
“existir” es una condición necesaria del “vivir”; come, descansa, pero única-
mente porque sin eso no podría afirmarse egotistamente, en cuanto distinto;
no realiza los actos triviales, comunes a todos, más que para hacer algo que
nadie más que él podría hacer; “existe” para “vivir”. De este modo, como
basa el “existir” en el “vivir”, el hombre actúa en contra del orden real de
las cosas, puesto que funda lo real en lo ilusorio. Por eso, el equilibrio del
hombre común egotista es siempre inestable: este hombre es comparable a
una pirámide que descansa sobre su punta.
La literatura Zen contiene, entre tantas otras, una notable parábola:
“Erase una vez un hombre que se hallaba de pie sobre una alta colina. Tres viajeros que
pasaban a cierta distancia de allí, lo vieron y discutieron a propósito de él. Uno afirmó:
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“Debe de haber perdido su animal favorito”. Otro dijo: “No, debe de estar buscando a
su amigo”. Dijo el tercero: “Está allí arriba solamente para disfrutar del aire fresco”. No
pudieron los tres viajeros ponerse de acuerdo y continuaron discutiendo hasta el momento
en que llegaron a lo alto de la colina. Uno le preguntó: “¡Oh! amigo que estáis de pie en
esta colina, ¿no habéis perdido vuestro animal favorito?”. “No señor, no lo he perdido”.
Otro le preguntó: “¿No habéis perdido a vuestro amigo?”. “No señor, tampoco he perdido
a mi amigo”. El tercer viajero preguntó: “¿No estáis aquí para disfrutar del aire fresco?”.
“No señor”. “Entonces, ¿por qué estáis aquí, si contestáis negativamente a todas nuestras
preguntas?”. El hombre de la colina respondió: “Sencillamente, estoy aquí”.
Al leer esto, en general el hombre común acaso piense que “estar
aquí simplemente” no tiene sentido alguno. “Este hombre de la colina es
idiota —dirá, puesto que no hace nada”. (Es decir, puesto que no busca nin-
guna afirmación egotista. Se recuerda aquella irónica frase de Rimbaud: “La
acción, ¡ese querido punto del mundo.”)
“Existir” proviene de ex stare, “residir fuera de”, fuera del Principio
inmanente y trascendente a todo lo que existe; el “existir” es la manifestación
que emana (impulso centrífugo) del Ser Principial. El “existir” es dualista, es
positivo por el stare y negativo por el ex. Por ello, el hombre se siente bien y
mal al mismo tiempo; posee algo y le falta algo. La situación en la existencia,
por tanto, comprende necesariamente una tendencia a completarse, a llenar
el vacío, a neutralizar el “ex” obteniendo la conciencia del Principio del que
emana el hombre existente. Pero el intelecto humano se desarrolla progresi-
vamente de tal manera que es capaz de procurarse la satisfacción, ilusoria y
siempre provisional, de la afirmación egotista antes de poder sentir la pleni-
tud del stare, es decir, antes de podrí sentir que, por ser una emanación del
Principio, está ligado al Principio por una filiación directa que le confiere la
naturaleza misma del Principio con sus prerrogativas infinitas. Cuando su
intelecto llega al grado de desenvolvimiento en que el hombre puede tener
conciencia de su identidad con el Principio, ese hombre ya ha cristalizado
con fuerza en su mente fascinación de la afirmación egotista; vuelto hacia
esta afirmación que es el ersatz del stare y que, por ser ersatz, no puede neu-
tralizar el ex, vuelve las espaldas al ex, a la limitación temporal, y se encuentra
así en un dualismo desgarrador; se encuentra desgarrado alternativamente
por el ex, que está detrás de él y que no puede destruir, y por el stare ilusorio,
que parece hallarse ante él en las apariencias de la afirmación egotista y que
no llega jamás a captar.
Si el hombre aceptase la realidad relativa de la existencia, se sentiría

34
idéntico al Principió de donde emana. Pero el hombre egotista no acepta la
realidad relativa de la existencia; su mente, despreciando y rechazando la
existencia, se lanza hacia la afirmación ilusoria egotista del “actuar” en
cuanto distinto, representando, en relación con este espejismo que emana
de él, el papel usurpado, pero lisonjero, de Principio; busca así la paz interior
de una manera que la torna imposible. Para encontrar la paz interior, el hom-
bre debe volver a considerarlo todo, darse cuenta de la nulidad de todas sus
“opiniones”, de todos sus juicios de valor, desligarse así enteramente de la
fascinación centrífuga de la afirmación egotista, darse cuenta de la nulidad
del “vivir” egotista y de la realidad del “existir” universal. Renunciando a
todo falso cielo, volverá a la tierra, “existirá” conscientemente, “estará en el
mundo” (Rimbaud: “Nosotros no estamos en el mundo”), y su reconcilia-
ción con el ex le permitirá gozar del stare. Él es la fuente principial cuando
acepta no ser a través de su organismo, más que un fenómeno, una emana-
ción pasajera de esta fuente, emanación sin ningún interés especial y cuyo
“destino” individual carece de toda importancia.
Es interesante examinar en su totalidad el organismo del ser hu-
mano, su anatomía y su fisiología, preguntándose para qué sirve todo lo que
en él se observa. La digestión y la respiración (y todos los órganos corres-
pondientes) sirven para aprovisionar a la sangre materiales nutritivos. El apa-
rato circulatorio sirve para llevar a todos los puntos del organismo esta san-
gre alimenticia. La entrega hecha por la sangre sirve para nutrir los huesos,
articulaciones y músculos; los huesos forman una armadura sin la cual los
músculos no podrían elaborar movimientos; las articulaciones condicionan
esta utilización de la armadura. El sistema nervioso cerebro-espinal pone en
marcha y ordena las contracciones musculares; condiciona la ejecución de
los movimientos y la concepción de los movimientos que han de realizarse.
El sistema nervioso vegetativo condiciona el funcionamiento armonioso de
las vísceras de las que depende, como hemos visto, la nutrición de los
músculos motores. El sistema endocrino está ligado al sistema nervioso ve-
getativo v a la misma utilidad armonizante. Todo, en suma —excepto el aparato
genital del que hacemos abstracción por el momento—, converge hacia los músculos y sus
movimientos, es decir, todo el “existir” converge hacia el “vivir”, hacia la acción; la má-
quina humana parece efectivamente estar hecha para actuar. Ahora bien, ¿para qué
sirve la acción de esta máquina? Ya hemos visto que el hombre común so-
lamente reconoce valor, verdadera utilidad, a la acción que lo afirma egotis-
tamente. Pero esta utilidad solamente individual es ilusoria desde el punto
de vista universal; no se puede pensar que la máquina humana en general

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exista par que Fulano de Tal se afirme como Fulano de Tal y no como Fu-
lano de Cual. Una vez eliminada esta utilidad egotista de la acción, ¿para qué
sirve el “actuar” de esta máquina de actuar que es el organismo humano.
Muy numerosas clases de acciones sirven evidentemente para man-
tener 1 máquina de actuar; el hombre actúa para procurarse alimento, refu-
gio vestidos, etcétera, o para procurárselos a otras máquinas de actuar. Exis-
ten otras acciones que tienen la misma finalidad, aunque de una manera me-
nos evidente, son las acciones que distinguen al animal-hombre de animales
no humanos: descubrimientos científicos, creaciones artísticas, investigación
intelectual de la verdad; es decir, búsqueda de lo bueno, de 1 bello, de lo
verdadero. Pero lo bueno y lo bello sirven a la existencia intentando mejorar
sus condiciones; lo verdadero también, puesto que el hombre espera con
ello calmar sus inquietudes, o sea, por lo tanto, conseguir la quietud armo-
niosa de su organismo que existe.
En resumen, si se observan objetivamente las cosas, la máquina existente tiende,
a través de la acción, a mantener su existencia y no se podría encontrar más finalidad a
la existencia que la existencia misma. Pero ¿esto equivale a decir que la existencia no
tiene finalidad alguna? (Nosotros hablamos aquí haciendo abstracción de una
utilidad cósmica de la existencia del hombre, utilidad de la que el Hombre
común no puede tener ninguna conciencia sentida, experimentada.) La fun-
ción de reproducción, que hemos dejado a un lado anteriormente, no está
en desacuerdo con lo que decimos ahora, puesto que tiende a mantener la
existencia en el piano de la especie humana existente.
Por lo tanto, una vez eliminada la utilización ilusoria de la acción
para m afirmación egotista en-cuanto-distinto, veo que mi acción, a la que
tiende toda la arquitectura de mi organismo, no tiende más que a la existencia
de este organismo dotado de acción; no sirve más que para prevenir el cese
de la existencia o muerte. El famoso “vivir”, con respecto al cual el “existir”
me parecía nulo, ya no tiende más que a servir a este “existir”. La acción
emana de la existencia y la sirve, luego la existencia es el principio de la ac-
ción, por lo tanto infinitamente superior a ésta pues todo principio es incon-
mensurablemente superior a su manifestación).La existencia, vista así como
causa primera de la totalidad de mi “actuar”, causa primera de todos mis
fenómenos, es verdaderamente la Causa Primera del microcosmos que es mi
organismo, lo que equivale a decir, la causa primera del macrocosmos uni-
versal, es decir, el Principio Absoluto. El aparente absurdo de esta existencia
que se desea a sí misma y por lo tanto parece que no tiene ninguna finalidad

36
es el absurdo aparente del Principio Absoluto para la inteligencia discursiva
que emana del mismo y que, por ser emanada, no es capaz de captarlo y
concebirlo.
Mi existencia, concebida así como causa primera de mi organismo
existente, es trascendente con respecto a la totalidad de mis fenómenos, es
decir, totalmente independiente de la continuación o de la muerte de mi or-
ganismo. Es, a la vez, mía, personalmente mía, mientras no esté muerto (in-
manencia del Principio) y al mismo tiempo no es mía en cuanto yo soy dis-
tinto, sino en cuanto yo soy universal, eslabón de una cadena, y, en cuanto
tal, idéntico a cualquier otro eslabón; es decir, mi existencia no queda afec-
tada por la muerte de mi organismo (trascendencia del Principio). '
Esto nos permite comprender que el temor a la muerte — temor
que acosa al hombre común y forma el centro de toda su psicología — está
en relación con el desprecio absurdo que este hombre siente por su existen-
cia. De una manera que puede parecer en principio paradójica, el hombre
egotista tiembla al pensar en perder la existencia porque, con respecto al
“actuar” y al “vivir” considera que el “existir” es nulo. En el “existir” reside,
va lo hemos visto, el Principio Absoluto, ese todo que el hombre no podría
considerar más o menos, ese Todo que no puede ser para el hombre más
que cero si no lo considera o el Infinito si lo considera. Si el hombre no
reconoce ningún valor en la existencia anónima, no participa consciente-
mente en la naturaleza del Principio, conscientemente es nulo, y por consi-
guiente incapaz de soportar la sustracción que representa la muerte (que le
parece un negativo infinito). Si, por el contrario, el hombre ve un premio
infinito en la existencia anónima, participa plenamente en la naturaleza del
Principio, es conscientemente infinito y por consiguiente la sustracción que
es la muerte le parece nula.
Se comprende también el carácter ilusorio de las angustiosas pregun-
tas que se formula el hombre egotista con respecto a una “vida póstuma”
individual. Porque estas preguntas se basan en una creencia ilusoria en la
realidad del “vivir” individual y en la ignorancia del “existir” universal.
El error de ciertas concepciones filosóficas llamadas “existencialis-
tas” proviene, entre otras cosas, del hecho de que las nociones de “existir”
y de “vivir” se confunden. Esta confusión entraña consecuencias desagra-
dables: el “existir” adquiere un carácter únicamente “fenomenal” y, como
ha desaparecido toda noción de la “Causa Primera”, el hecho de que la exis-
tencia se desee a sí misma desemboca en un absurdo categórico y ya no sólo
37
aparente (es como la idea de un ojo material que se viera a sí mismo); y el
“vivir”, necesariamente, también es absurdo. Y este “vivir”, al mismo tiempo
que es absurdo, es lo capital; la acción, el “hacer”, la “obligación”, se con-
vierten en necesidades dogmáticas. La desaparición del Principio entraña ló-
gicamente este dualismo descuartizado y desgarrador.
Volvamos a la distinción que hemos establecido entre el “existir” y
el “vivir” y hablemos sobre la frontera que hemos trazado entre ambos. Esta
frontera pasa, como hemos dicho, por el interior del dominio de la acción,
entre los actos que sirven a mi vida vegetativa y los que sirven a mi afirma-
ción egotista. Si estudio todo esto en relación con mi conciencia psicológica,
parece, ante todo, que el “existir” comprende una parte inconsciente —mis
fenómenos vegetativos—, y una parte consciente, los actos que sirven a mi
vida vegetativa. Pero, si reflexiono mejor, advierto que estos actos son tan
inconscientes como mis fenómenos vegetativos, puesto que su finalidad no
cuenta para mi conciencia: no puedo pretender que mantengo consciente-
mente mi existencia puesto que soy enteramente inconsciente de la realidad
de mi existencia. Citemos aquí un diálogo temado de la literatura Zen:
UN MONJE: Para trabajar en el Tao, ¿existe un camino particular? EL
MAESTRO: SÍ, existe uno.
EL MONJE ¿Cuál es?
EL MAESTRO: Cuando se tiene hambre, se come; cuando se está fa-
tigado se duerme.
EL MONJE: Eso es lo que hacen todos; por tanto, ¿nuestro camino
es el mismo que el de ellos?
EL MAESTRO: No es el mismo.
EL MONJE: ¿Por qué no es el mismo?
EL MAESTRO: “Cuando ellos comen, hacen algo más que comer; ela-
boran toda clase de imaginaciones. Cuando ellos duermen, hacen algo más
que dormir; dan libre curso a mil pensamientos ociosos. He aquí por qué su
camino no es el mismo que el mío.
El hombre común no tiene conciencia más que de imágenes; por ello
no es sorprendente que sea inconsciente del “existir”, que es real, que tiene
tres dimensiones. En resumen, de aquello en que yo soy real, soy incons-
ciente, y aquello de que soy consciente en mí es ilusorio.

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La obtención del satori no es otra cosa que alcanzar la conciencia del
“existir” que en la actualidad es inconsciente en mí; alcanzar la conciencia
de la Realidad única y principial de esta vida vegetativa universal que es la
manifestación en mi persona del Principio Absoluto (aquello en que YO soy
YO e infinitamente más que YO; inmanencia y trascendencia). Es a esto a
lo que el Zen llama “ver en su propia naturaleza”. Se comprende por qué el
Zen insiste en el mantenimiento de nuestra vida vegetativa; al discípulo que
pregunta por el camino de la Sabiduría, el maestro le responde: Cuando tene-
mos hambre, comemos; cuando estamos fatigados, nos tumbamos. Hay en esto bastante
rara escandalizar al vanidoso egotista que sueña con proezas “espirituales” y
con contactos personales “extáticos” con un “Dios” personal cuya imagen
él mismo se ha forjado.
Sería una actitud falsa concebir la revalorización de la vida vegetativa,
y los actos que la sirven, como un esfuerzo interior concreto con respecto
al plano del “sentir”. El maestro Zen es demasiado inteligente para aconsejar
al hombre común que se auto-sugestione, — cuando sacia el apetito, por
ejemplo — y se convenza de que está por fin en contacto con la Realidad
Absoluta; esto equivaldría a sustituir los antiguos ensueños imaginativos con
una imagen teórica de participación cósmica que no cambiaría absoluta-
mente nada. El hombre común no tiene que revalorizar su vida vegetativa:
sólo tiene que obtener, algún día, la percepción inmediata del valor infinito
de esta vida, mediante la desvaloración integral de su vida egotista. El trabajo interior
recto no consiste en “hacer” cualquier cosa, sino en “deshacer” algo; es de-
cir, en deshacer todas las creencias egotistas ilusorias que mantienen cerrado
el párpado del “tercer ojo”.
En efecto, lo que hemos dicho anteriormente sobre el carácter in-
consciente de nuestra vida vegetativa era sólo aproximado. Es más exacto
hablar de “conciencia inconsciente” o de “conciencia indirecta o mediata”;
y concebir el satori no como una conciencia que nace ex nihilo, sino como la
“metamorfosis” de una conciencia mediata en una conciencia inmediata. Al
hablar de conciencia indirecta quiero decir que recibo información indirec-
tamente acerca de la realidad de mi vida vegetativa, percibiendo directa-
mente las fluctuaciones que amenazan a los fenómenos constitutivos de esta
vida. Cuando tengo hambre, percibo directamente la amenaza que la inani-
ción hace cernerse sobre mi existencia vegetativa. Si no poseyese ninguna
especie de conciencia vegetativa, no tendría conciencia de que su manifesta-

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ción fenomenal está amenazada; a través de mi hambre, tengo una concien-
cia indirecta de mi existencia vegetativa. Asimismo, la alegría y la tristeza de
mis afirmaciones y negaciones egotistas traducen disminuciones y aumentos
de la amenaza que el mundo exterior cierne constantemente sobre la totali-
dad de mi vida vegetativa; constituyen, por lo tanto, tomas de conciencia
indirecta de esta existencia.
En resumen, todas las fluctuaciones positivas y negativas de mi afec-
tividad dimanan del puro y perfecto goce vegetativo fundamental. Éste no
se percibe directamente: sólo indirectamente, en las fluctuaciones de la se-
guridad o inseguridad de esta vida vegetativa. Y repitamos que la percepción
directa de este perfecto goce vegetativo existencial no entrañaría ningún te-
mor a la muerte, sino que, por el contrario, lo neutralizaría definitiva mente;
en efecto, el temor a la muerte supone la evocación mental imaginativa de la
muerte; pero la percepción directa de la realidad existencial de tres dimen-
siones, en el instante presente, rechazaría hacia la nada todos los fantasmas
imaginativos concernientes a un pasado o un futuro sin realidad presente.
El hombre, después del satori, se siente perfectamente dichoso de existir
mientras existe, hasta el instante último en que la des aparición de las fun-
ciones mentales acarrea la desaparición de todo goce o pena humanos.
Puedo decir que no tengo conciencia directa de mi existencia, es de-
cir de que yo existo, y sí solamente de las variaciones fenomenales de esta
existencia; y, asimismo, que mi creencia actual en la realidad absoluta de estas
variaciones es lo que me separa de la conciencia de lo que es en el fondo de
estas variaciones (y que no varía: existencia “noumenal”, principio de mi
existencia fenomenal); debo comprender la perfecta igualdad de los fenóme-
nos variables (gozo o tristeza, vida o muerte) con respecto a lo que es debajo
de estas variaciones; y esta comprensión debe penetrar hasta el centro de mí
mismo, para obtener por fin la conciencia de lo que debajo de las variacio-
nes, es decir, de mi existencia noumenal, es decir, de mi Realidad.
El Zen dice que la esclavitud del hombre reside en su deseo de exis-
tir. EL aparato intelectual del hombre se desarrolla de tal suerte que sus pri-
meras percepciones no son percepciones de su existencia, sino imágenes
parciales e incompletas que sugieren la ausencia de toda conciencia de la
existencia y arraigan en su mente el deseo de esta conciencia. Esto forma
parte de la condición del hombre, que debe necesariamente pasar por el de-
seo de existir para alcanzar la conciencia existencial que ha de anular tal de-

40
seo. Y el fracaso correctamente interpretado de todas las tentativas de satis-
facer el deseo de existir es lo único que puede destruir el obstáculo consti-
tuido por este deseo.
¡En cuántos seres humanos se puede comprobar el terror a “fracasar
en la vida”! Pero en ella no hay realmente nada en qué fracasar o tener éxito.
Sin embargo, es necesaria alguna realización temporal para el satori de una
manera en cierto modo negativa. Mientras el hombre tropiece con la impo-
sibilidad de cumplir plenamente sus tentativas con ánimo de satisfacer su
deseo de existir, no podrá trascender este deseo. En este sentido, el hombre
debe pasar por el “vivir” ilusorio para alcanzar el “existir” real. El “existir”
precede en realidad al “vivir”, en el sentido de que el Principio precede ne-
cesariamente a su manifestación; pero, en el desenvolvimiento de la duración
temporal, el hombre debe recorrer la consciencia del “vivir” para alcanzar la
del “existir”, que es idéntica —mientras vive el organismo humano — a la
del “ser”

41
V Los mecanismos de la angustia

Cuando el hombre se observa con lealtad imparcial, advierte que él


no es el artífice consciente y voluntario, ni de sus sentimientos ni de sus
pensamientos, y que sus sentimientos y sus pensamientos son solamente fe-
nómenos que le suceden. Esta comprobación es fácil de hacer en cuanto a
los sentimientos, pero es menos fácil en lo que atañe a los pensamientos; sin
embargo, si miro bien en mí mismo, me doy cuenta de que también, mis
pensamientos, me suceden; yo puedo determinar el sujeto a que van a refe-
rirse mis pensamientos, pero no los pensamientos mismos, que debo tomar
tal como se presentan.
Como no soy el artífice voluntario de mis sentimientos ni de mis
pensamientos, debo reconocer que no puedo ser el artífice voluntario de mis
actos, es decir, que no puedo “hacer” nada libremente.
Pero estas comprobaciones negativas con respecto a una conciencia
y una voluntad reales me llevan a concebir su posible aparición en el hombre,
en mí. Y me pregunto cuáles son los medios de realizar estas posibilidades.
Y me pregunto con tanta más curiosidad cuanto que siento en mí, ligada a
esta falta de dominio sobre mí mismo, una angustia fundamental que mis
sufrimientos “morales” manifiestan directamente, y con respecto a la cual
mis alegrías no representan más que treguas momentáneas.
En el curso de mi investigación sobre estos medios de liberarme,
compruebo que las diversas enseñanzas que admiten la posibilidad de la li-
beración o “realización” durante el curso de la existencia se dividen en dos
grupos.
La mayoría de estas enseñanzas se funda en una teoría equivocada:
el hombre común carece de conciencia v voluntad reales; no las tiene cuando
nace: debe adquirirlas, edificarlas en sí, por medio de un trabajo interior es-
pecial. Este trabajo es difícil y largo; por consiguiente, el resultado de este
trabajo ha de ser una evolución progresiva, es decir, que la adquisición de la
conciencia y de la voluntad ha de ser progresiva. El hombre se supera poco
a poco a sí mismo, recorriendo lentamente los escalones de su desarrollo,
obteniendo conciencias cada vez más elevadas, gracias a las cuales se acerca
progresivamente a la conciencia más elevada (conciencia “objetiva” o “cós-
mica” o “absoluta”).

42
La posición teórica que adopta la doctrina Zen es radicalmente
opuesta. Según esta doctrina, el hombre no carece de esta conciencia y de
esta voluntad reales: no carece absolutamente de nada; tiene en sí todo lo
necesario es, desde toda la eternidad “de la naturaleza del Buda”. No le falta
absolutamente nada para que su máquina temporal esté determinada direc-
tamente por el Principio Absoluto — es decir, por su propio Principio Crea-
dor, es decir, para que sea libre. Puede comparárselo a una máquina en la
que no falta la más mínima pieza para el funcionamiento absolutamente per-
fecto. Pero la condición del hombre a su nacimiento supone cierta modali-
dad de desarrollo que, como veremos, produce un hiato, una re-unión que
divide sus mecanismos en dos partes separadas: soma v psique. Por faltarle
esta unión, el hombre no goza de las prerrogativas de la esencia absoluta
que, sin embargo, es enteramente suya. Sería un error objetar que esta falta
de unión ya es una falta de algo; la máquina está completa, es perfecta hasta
en sus menores detalles; no le falta ninguna pieza que hubiera que fabricar e
instalar para hacer funcionar convenientemente; es necesario solamente es-
tablecer una conjunción entre las dos partes que no están unidas. Pasemos
de esta comparación mecánica a otra de índole química: digamos que no
falta ninguna de las sustancias necesarias para la reacción conveniente; todo
está ahí; pero hay que establecer un contacto para provocar la reacción. O
bien, según otra comparación del Zen, existe en el hombre una masa de hielo
a la que no le falta nada para ser de la misma naturaleza del agua; pero hay
que producir cierto grado de calor para que ese hielo se derrita y disfrute así
de todas las propiedades del agua.
Esta concepción comporta necesariamente el carácter instantáneo,
fulgurante, de la “realización” del hombre. O bien no existe unión entre las
dos partes del hombre y por tanto no goza de su esencia divina; o bien se
establece el contacto directo y entonces no hay ninguna razón — puesto que
ya no falta nada absolutamente— para que el hombre no quede instantánea-
mente instalado en el goce de su esencia divina. El trabajo interior que conduce
al establecimiento de este contacto directo es difícil y largo, por lo tanto, progresivo, es decir,
la preparación para la liberación es progresiva, pero no la liberación en sí misma. En el
curso de esta preparación progresiva, el hombre se acerca cronológicamente
a su libertad futura, pero no goza ni de un átomo de esta libertad antes del
instante en que la tiene toda entera: todo lo que obtiene en el transcurso de
su trabajo es cierta disminución del sufrimiento de no ser libre. Es como el
prisionero que lima laboriosamente los barrotes de su ventana; su trabajo es
progresivo y lo aproxima progresivamente, en el tiempo, a su evasión: pero,

43
mientras ese trabajo no haya terminado, ese hombre continúa totalmente
prisionero; no se libera poco a poco; no está libre por completo durante
cierto tiempo, pero lo es por completo desde el instante mismo en que hayan
cedido los barrotes. El único beneficio progresivo que este hombre obtiene
de su trabajo es un aligeramiento creciente del sufrimiento de estar prisio-
nero; tan prisionero está hoy como ayer, pero sufre menos porque su libe-
ración instantánea sé aproxima en el tiempo.
También se puede presentar lo mismo de distinta manera; la que uti-
liza Jesús en su coloquio con Nicodemo. Jesús dice que el hombre tiene que
morir para renacer. Progresivamente el hombre viejo, por el proceso de un
trabajo interior especial, avanza hacia su muerte, pero esta muerte y el rena-
cimiento en otro estado no podrían ser más que los dos aspectos de un
acontecimiento interior único e instantáneo. El “hombre viejo” puede estar
más o menos agonizante, pero no más o menos muerto; en cuanto al “hom-
bre nuevo” o ha nacido o no ha nacido todavía, pero no podría haber nacido
más o menos. Este acontecimiento interior único e instantáneo es lo que el Zen llama
satori o apertura del tercer ojo, afirmando, además, que tiene carácter “abrupto”.
“De un solo golpe yo he aplastado la cabeza de los fantasmas”.
“Ligero contacto de un hilo sometido a tensión y se produce una explosión que
conmueve hasta los cimientos de la tierra; todo lo que pesaba en el espíritu estalla como
una erupción volcánica o salta como un rayo”.
El Zen llama a esto: “volver a su casa”. “Ahora os habéis encontrado a vos
mismo; desde el primer momento nada se os había ocultado; erais ros quien cerrabais los
ojos a la realidad.
Esta divergencia radical de puntos de vista entre lo que el Occidente
llama el método “progresivo” y el método “abrupto” tiene consecuencias
catátales en lo que respecta a la concepción y la práctica del trabajo interior
liberador.
Veamos ahora en detalle cómo se puede comprender, de acuerdo
con la doctrina general Zen, la condición ordinaria del hombre, esta falta de
unión interior de que hemos hablado, y todas las consecuencias funcionales
de tal condición.
Para ello necesitamos, ante todo, esbozar la condición del hombre
“realizado”, perfecto, que goza de su esencia divina. Este hombre es un or-

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ganismo pico-somático, formado por un soma, o máquina animal, y una psi-
que. La psique de este hombre es un pensamiento puro, o Inteligencia Inde-
pendiente, que funciona con independencia de toda influencia que proceda
de la máquina animal y no es determinada por ésta, sino por la influencia
superior de la Verdad Absoluta; esta psique también puede denominarse Ra-
zón Divina o Inteligencia Cósmica. Una fuerza, que emana de esta Inteli-
gencia y penetra en la máquina animal une estas dos partes del hombre en
una síntesis ternaria ligada al Principio Absoluto, y participa en su esencia.
La máquina animal contiene cierta sustancia, que, combinada con otra sus-
tancia contenida en la Inteligencia, da como resultado la Sustancia Absoluta
del hombre total “realizado”. A la sustancia contenida en la máquina animal,
cuya sustancia proviene de la Naturaleza que fabrica esta máquina, le dare-
mos el nombre de “sustancia pro-divina negativa”. Y a la sustancia contenida
en la Inteligencia Independiente, sustancia que procede de la Verdad “so-
brenatural”, la denominaremos “sustancia pro-divina positiva”. La fuerza
que emana de la Inteligencia y penetra en la máquina, fuerza que puede ser
concebida como el justo amor del hombre por sí mismo, es la hipóstasis —
la fuerza neutralizante o conciliatoria — que permite la combinación de las
dos sustancias pro-divinas y la aparición de la Sustancia Divina o Absoluta.
La sustancia pro-divina negativa puede ser llamada también sustancia “fe-
menina” (como el óvulo del “ser”); la sustancia pro-divina positiva puede
ser llamada también “masculina” (como el esperma del “ser”); la unión de
estas dos sustancias, gracias a la penetración de una fuerza de la Inteligencia
en la máquina, es una especie de “coito” interior, acto de amor que da naci-
miento al “nuevo hombre”.
Veamos ahora, con respecto a este hombre “realizado”, cómo se
efectúa el desarrollo natural del ser humano.
A. Estado del ser humano común en los comienzos de su existencia
La Inteligencia Independiente aún no ha aparecido, la Sustancia pro-
divina positiva todavía no ha aparecido. La máquina existe, pero su desarro-
llo es aún incompleto; el cerebro y la mente que dependen de él están en vías
de construcción, pero no terminados todavía. Por tanto, la sustancia pro-
divina negativa tampoco ha aparecido aún, porque está ligada a la síntesis de
la máquina animal enteramente construida. Como todavía no está terminada
la mente, el niño no tiene aún conciencia de la distinción Yo y No-Yo; está
sumergido en el mundo exterior sin conciencia de sus límites propios.
B. Terminación de la máquina. Aparición de la sustancia pro-divina
45
negativa
El cerebro animal está ya terminado Centre 1 y 2 años). La máquina
está completa y la sustancia pro-divina negativa está ya presente. La mente
está enteramente fabricada en cuanto mente animal capaz de percepciones
concretas, es decir, al igual que lo está en el animal no Humano. Pero la
Inteligencia Independiente, es decir, la posibilidad de que la mente funcione
por influencia de la Verdad Absoluta, todavía no está presente, la sustancia
pro-divina positiva no está, por lo tanto, presente; no existe más que la sus-
tancia pro-divina negativa, como en el animal no humano. El desarrollo de
la mente animal permite obtener la conciencia concreta de la distinción Yo-
No-Yo. Esta obtención de conciencia constituye, necesariamente, un trau-
matismo para el sujeto; él vivía hasta entonces con la convicción implícita
inconsciente de que el principio motor de su existencia era el principio mo-
tor del universo; nada había frente a él que tuviese existencia autónoma, y
su existencia, por tanto, no tenía nada que temer. Pero de repente adquiere
conciencia de que su principio no es el principio del universo, que hay “co-
sas” que existen independientemente de él; y se siente consciente de ello, al
experimentar el contacto del “obstáculo del mundo”. En este instante apa-
rece el temor consciente a la muerte, al peligro que el No-Yo representa para
el Yo. Esto entraña en el psiquismo un estado afectivo de guerra entre Yo y
No - Yo; el sujeto desea existir y desea la destrucción de lo que existe fuera
de él y que no es favorable para su propia existencia. El niño expresa esto
cuando dice: “¡Yo solo! ¡Tú no!”; se afirma diciendo “no”. El Yo debe com-
prenderse como todo lo que es favorable a la existencia del sujeto: el No-Yo
es todo lo que amenaza esta existencia, o que, por cuanto no demuestra que
la favorece, hace sospechar una posibilidad de amenaza. La situación afec-
tiva así creada es muy sencilla: hay dos campos opuestos, dos partidos situa-
dos a ambos lados de una barrera. Lo que se disputa en la lucha es la vida o
la muerte. Cuando la madre del pequeñín es cariñosa, forma parte del Yo y
constituye una extraordinaria defensa contra la muerte; el niño se siente tran-
quilo detrás de esta aliada; cuando ella es mala (“Yo ya no te quiero, tú ya no
eres mi hijito”) pasa a formar parte del No - Yo; la extraordinaria defensa se
desploma y el niño aúlla en una angustia de muerte (aun cuando todavía no
tiene evidentemente ninguna idea clara sobre lo que es la muerte). En la
situación muy sencilla que constituye este duelo a muerte contra el No - Yo,
el sujeto es enteramente parcial. Como carece de Inteligencia Independiente,
no tiene todavía ni un átomo de imparcialidad; nunca se pone “en el lugar
del otro”; sus maniobras ofensivas y defensivas no están frenadas en sus

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manifestaciones más que por razones de utilidad, de oportunidad estratégica.
La actitud del sujeto ante el No-Yo no se expresa más que per un “No”,
pronunciado efectivamente o no, y con más o menos violencia según la
forma en que el combate se presenta. Las causas del comportamiento del
niño son enteramente afectivas, irracionales.
C. Aparición de la inteligencia independiente y de la sustancia
pro-divina positiva
La Inteligencia Independiente aparece, y ello únicamente en el ser
humano, en lo que se llama “la edad de la razón”. La mente es capaz a esa
edad de percepciones abstractas, generales, imparciales. El sujeto puede “po-
nerse en el lugar del otro”, puede concebir un Bien distinto de la afirmación
del Yo sobre el No - Yo, puede considerar deseable algún acontecimiento
indiferente al resultado de su combate contra el No-Yo. Al lado de la ten-
dencia a asegurar la construcción de su propio organismo, aparece otra ten-
dencia hacia la construcción en general, hacia una participación en la cons-
trucción cósmica. El sujeto puede ya concebir las ideas del Bien, de lo Bello,
de lo Verdadero, en general, y sentir un impulso hacia ellas.
Pero, en el momento en que aparece la Inteligencia Independiente,
todos los poderosos mecanismos afectivos del sujeto están ya establecidos
en un punto de vista enteramente parcial, con respecto a su situación en el
universo. La “parte abstracta” del ser humano aparece con mucho retraso,
en un momento en que su “parte animal” está sólidamente estructurada so-
bre una modalidad de vida parcial personal. El pensamiento del “Espíritu”
se presenta mucho más tarde que el pensamiento animal, que es radical-
mente opuesto; el pensamiento del “Espíritu” afirma el Todo, el uno y el
múltiple conciliados; el pensamiento animal afirma y no puede afirmar más
que el uno negando el múltiple exterior al uno. El pensamiento animal no
puede ascender hasta el pensamiento puro; el pensamiento puro debería des-
cender hacia el pensamiento animal; pero, enamorado de la imparcialidad,
se desvía de la parcialidad animal y se lanza hacia los conceptos puros que él
construye (“Eros”, amor del hombre a “Dios”). Un foso separa las dos par-
tes; han de vivir una al lado de la otra desunidas. Al carecer de esta unión, el
sujeto no puede disfrutar de una conciencia absoluta. La parte abstracta, ais-
lada de la parte animal, no concibe más que formas sin sustancia, “imágenes”
a las que les falta una dimensión. Ella concibe una “imagen ideal universal”
o “imagen divina”, bella - buena - verdadera, que, a falta de conciencia ab-
soluta, se proyecta sobre la imagen temporal que el sujeto se forma de sí

47
mismo, engendrando una “imagen ideal personal narcisista” o “Ego”. Como
las dos partes del hombre no pueden reunirse naturalmente, éste no participa
en la esencia del Principio Absoluto, y se dedica a adorar una imagen sin
realidad, el Ego. A falta de un justo amor de su parte abstracta por su parte
animal, el hombre no tiene más que un sustitutivo, el “amor propio”, amor
que siente su parte abstracta por una imagen ideal de sí mismo.
La dualidad no conciliada de sus dos partes hace que el hombre esté
habitado y sea movido por dos sistemas energéticos diferentes, que se inter-
fieren de diversas maneras, apoyándose mutuamente o contrariándose.
1er. Caso. La inteligencia independiente es débil. Los dos sis-
temas se apoyan mutuamente. Política de prestigio
Este hombre dualista, sin unidad interior, pero que tiene, por su
esencia absoluta, necesidad de unidad, va a hacer trampa interiormente y a
representar en sí mismo una comedia engañosa para darse la impresión de
unidad. Para ello va a hacer trampa, bien actuando sobre sus conceptos para
ponerlos a tono con su parte animal, bien a la inversa.
El primer caso se da en el hombre cuya Inteligencia Independiente
es débil. En este hombre, la percepción de lo abstracto, de lo general dema-
siado débil para impedir que lo concreto, lo particular, le parezca más real;
vive en lo concreto, es decir, desde el punto de vista del tiempo, en la duración
y no en lo eterno. Como desea la duración, desea, al fin de cuentas, la victoria
de su Yo sobre el No-Yo, es decir, acepta el fracaso del momento sin que su
imagen egotista “divina” se sienta herida en forma intolerable. Este hombre
pretende triunfar en la duración temporal, busca sus afirmaciones egotistas
en sus realizaciones temporales efectivas. Su parte abstracta tiende hacia lo
mismo que su parte animal, avanza en la misma dirección y acentúa sola-
mente las reivindicaciones de los instintos. No hay desgarramiento interior
en este hombre: “racionaliza” sus tendencias; hace trampa adecuando sus
“principios” ideales a su voluntad de poder o, más exactamente, presentán-
dose sus problemas prácticos de tal manera que su razón aprueba sus ten-
dencias.
2° Caso. La inteligencia independiente es fuerte. Los dos sis-
temas se contrarían. “Temor” al fracaso. La angustia
Este hombre, cuya parte abstracta está vigorosamente desarrollada,
siente intelectualmente que lo abstracto, lo general, es más real que lo con-
creto y particular. Al perseguir el éxito sobre el No-Yo, el éxito particular

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que da eclipsado por la idea del éxito en general. El no piensa en la duración
sino desde el ángulo de la eternidad; como vive de hecho en la duración, y
como la intersección de la eternidad y de la duración es el instante, vive en el
instante. Es el hombre del “todo y en seguida”. No pretende la victoria sobre
el No-Yo al fin de cuentas, la quiere en el instante; pretende triunfar temporal-
mente en el instante.
Pero esta victoria completa sobre determinado aspecto del No - Yo
en el instante es manifiestamente imposible: nada puede hacerse en lo tem-
poral sin la duración. Para evitar sentirse negado en el centro mismo de su
ser, este hombre se ve obligado a hacer algo; se “razona”; retira la pretensión
a una tal manifestación de su omnipotencia temporal (“estas uvas están de-
masiado verdes”); se adapta a las condiciones limitadoras de su existencia
temporal; pretende “aceptarlas” voluntariamente, libremente. En realidad,
no las acepta ni puede aceptarlas, se resigna solamente, es decir, que, sin acep-
tarlas, actúa como si las aceptase.
Es de capital importancia comprender esta distinción entre acepta-
ción y resignación. Aceptar, aceptar verdaderamente una situación, equivale
a pensar y sentir con todo el ser que, si se tuviera la facultad de modificarla,
no se modificaría, no habría razón alguna para hacerlo. El hombre, en su
condición interior dualista no conciliada, con una razón y una afectividad
desunidas, no puede, en absoluto, adherirse afectivamente a la existencia del
No-Yo por el cual se siente negado. Únicamente puede simular una acepta-
ción; es decir, resignarse. La resignación contiene una aceptación de hecho
y una negación teórica. Y estos dos elementos no están conciliados, ni pue-
den conciliarse en el estado interior de este hombre; son irreconciliables por-
que están situados en dos compartimentos que separa un foso sin puente. Y
este hombre preserva su impresión necesaria de unidad interior por un me-
canismo de defensa que le hace ignorar su negación teórica de la condición
temporal (scotoma mental). Él se hace creer a sí mismo que acepta, que es un
“filósofo”; que es “razonable”; representa una comedía y termina por enga-
ñarse a sí mismo. Los propósitos “razonables” que se hace son, en efecto,
racionales, de acuerdo con el orden real de las cosas en el cosmos. Pero este
hombre hace mal en tener razón, en tener razón así, de manera prematura, en
un simulacro basado en dos mentiras; hace trampa al retirar una pretensión
instintiva que continúa presionando en forma subterránea en la dirección
primitiva; y hace trampa al declararse que retira su pretensión porque es razo-
nable, cuando lo cierto es que la retira para no verse negado por el No-Yo.

49
Él se hace el ángel, pero no lo es.
Si la palabra de la parte animal era “no”, la de la parte abstracta es
“sí”. Pero este “si” no es el “Sí” absoluto, no es más que un “sí” relativo; no
es el “Sí-noumenal” sino un “sí-fenomenal”, tan ilusorio, desde el punto de
vista absoluto, como el “no” de la parte animal. Hay que alcanzar posterior-
mente el “Sí-Absoluto” mediante la unión, en una síntesis ternaria de los
“no” y los “si” relativos.
Como ignora todo esto, el hombre se felicita de su “sí”: lo considera
una prueba de que es dueño de su parte animal, dueño de sí mismo, cuando
no hay nada de eso. Piensa que hace bien prodigando este “si” cada vez más,
cree que se “adapta” a la realidad, cuando no hace más que representar la
comedia de tal adaptación. Se escinde en dos personajes distintos: el perso-
naje “si”, “el ángel” tiene todas sus preferencias; tiene tanta con ciencia de
este personaje como le es posible; dice que este personaje es realmente él. Du-
rante este tiempo, el personaje “no”, “la bestia” es despreciado y combatido;
el hombre dificulta todo lo posible la toma de conciencia de este personaje;
cuando no puede dejar de verlo, afirma que “ese no es él”, diciendo: “No sé
qué me ha pasado; eso ha sido más fuerte que yo”.
El personaje “no”, dueño absoluto de la situación al principio,
cuando el niño pequeñito comenzaba a tener conciencia de la oposición Yo,
No-Yo y negaba el No-Yo con todo su ser pierde terreno poco a poco a
medida que se edifican y consolidan los mecanismos de “adaptación”. Cada
vez se lo rechaza más profundamente, se lo cubre con capas de mecanismos
de “adaptación”, cada vez más numerosas y espesas; se lo va asfixiando lenta
y metódicamente. La voz que se rebelaba necesariamente ante la condición
temporal queda poco a poco amordazada y reducida al silencio. La esponta-
neidad es asfixiada por los simulacros, por las “actitudes razonables”.
A veces, en los seres con débil vitalidad instintiva, esta asfixia llega a
buen fin (si es que puede decirse esto). La “bestia”, aunque sin haber sido
muerta (lo que no podría ser en tanto que el cuerpo no esté muerto) está
como muerta; y se dice que el hombre en quien se ha producido esto está “ci-
vilizado” y “adaptado”. Debemos preguntarnos cómo es posible esto, cómo
puede este hombre llegar a creer que acepta su condición temporal, esta
condición limitada y mortal que en realidad es afectivamente inaceptable;
cómo puede vivir así. Él llega a esto, esencialmente gracias a la actividad de
su imaginación, gracias a la facultad que tiene su mente de recrear un mundo
subjetivo en el que él es ahora el único principio motor. El hombre no podría
50
nunca resignarse a no ser el único motor del universo real si no tuviera esta
facultad consoladora de crear un universo para sí, un universo que él crea
por sí solo.
El hombre que va a interesarnos ahora —y que es verdaderamente
interesante porque su existencia se convierte poco a poco en un drama - es
aquél cuya vitalidad instintiva es demasiado fuerte para que los mecanismos
“adaptadores” consigan asfixiar el “no”, la “bestia”. Durante algún tiempo,
estos mecanismos pueden lograr sus fines; el sujeto “se razona a sí mismo”
vigorosamente; su imaginación — especie de giróscopo equilibrador — gira
con velocidad y eficacia. A menudo utiliza un mecanismo adaptador muy
hábil; la proyección de la “imagen divina” en la imagen de un aspecto del
mundo exterior, es decir, la adoración, por parte del sujeto de algún “ídolo”
(amor adorador de otro ser humano, o de una “justa causa”, o de un “Dios”
más o menos personalizado, etc.). Este mecanismo, que parece resolver el
dualismo “Yo”, “No-Yo”, lo arregla todo mientras dura.
Pero la situación se torna grave cuando todos estos mecanismos
“adaptadores” agotan su eficacia, cuando el proceso idolátrico se desploma
o no ha podido establecerse, cuando la “bestia” no puede continuar más
tiempo retirando sin cesar sus pretensiones de vencer al “No - Yo”, cuando
la zorra, a fuerza de decidir que las uvas son demasiado verdes, comienza a
morir de hambre y oye que su “bestia” ruge de rabia en las profundidades
de su ser.
En este momento aparece la angustia y lo que se denomina “el miedo
al fracaso”. Examinemos lo que ocurre entonces exactamente en el ser huma-
no. Vamos a demostrar que la expresión “miedo al fracaso” no es correcta.
Los fenómenos que estudiamos comienzan en la parte abstracta del hombre.
Pero la parte abstracta es intelectual, no es afectiva; por tanto, ella no podría
sentir el miedo propiamente dicho. El hombre que estudiamos pretende,
como ya hemos visto, triunfar temporalmente en el instante, es decir, pretende
algo imposible. Para evitar el sentirse negado por el acontecimiento con-
creto, debe abstenerse de presentar su pretensión, y la retira. La parte abs-
tracta no tiene miedo al fracaso concreto; digamos más bien que un potente
determinismo mecánico le impide encararlo, le impide concebir la eventua-
lidad y por consiguiente lo rechaza; para rechazarlo, para negarlo, la parte
abstracta rechaza y niega el combate contra el No - Yo, combate cuyo resul-
tado no podría ser más que un fracaso, habida cuenta del carácter total e

51
instantáneo de la pretensión de este hombre. Como no puede estar comple-
tamente segura de que el No-yo será vencido total e instantáneamente, la
parte abstracta finge ignorar la existencia de ese No - Yo concreto y se refu-
gia en el mundo re-creado por su imaginación. La parte animal, durante
cierto tiempo, ha tolerado que su amiga superior actúe en esa forma; en
efecto, esta deserción ante el duelo Yo, No - Yo ha aportado ciertas ventajas
con las que se ha beneficiado la parte animal, amistad de los demás, aproba-
ción de los demás, por lo tanto, garantía de ciertas alianzas contra el No-Yo.
Pero la vida ha decepcionado poco a poco «tas esperanzas de ser recompen-
sado por haber sido bueno y juicioso; han sobrevenido desgracias conside-
radas “injustas”; la parte animal ya no cree en tales quimeras; juzga que ha
sido engañada y que ya es suficiente; no quiere huir del combate, ya no está
de acuerdo con una actitud pacifista que no reporta ningún bien; ahora se
vuelve sorda a las promesas de beneficios ulteriores que no ve llegar nunca
y sólo desea volver a empuñar las armas. Al hallarse en esta nueva disposi-
ción, ya no puede sentir la defección de la parte abstracta más que como un
abandono ante el peligro, como una “colaboración” espantosa con el
enemigo. Este hombre es comparable a una ciudadela sitiada en la que los
soldados, que sólo pueden sentir y actuar, tienen ganas de defender su piel,
y el jefe, que no hace más que pensar, no quiere oír hablar de combate y
ordena que se depongan las armas. El ejército de soldados no puede compren-
der esa orden absurda, y al mismo tiempo no puede, a falta de una orden o
por lo menos de una autorización “venida de arriba”, combatir como qui-
siera. El ejército se siente abandonado, aterrado por el abandono: siente an-
gustia. Y esta angustia no es, en absoluto, el miedo fracaso particular derivado
de la circunstancia presente: es el miedo a la muerte, ese antiguo miedo que
está en el ser desde su primer contacto con el No - Yo. El mismo miedo que
experimentaba el niñito cuando su madre simulaba que le retiraba su pro-
tección.
La angustia es, pues, un fenómeno en dos tiempos, y es importante
que veamos estos dos tiempos en que se descompone. Es la “cabeza”, la
“razón”, el “ángel” quien empieza; la cabeza finge ignorar la existencia del
peligroso No - Yo y se evade en sus ensueños. Al actuar de esta forma,
afirma implícitamente el No-Yo en la realidad práctica, es decir, se pasa, de
hecho, al campo enemigo. Y entonces la parte animal, la “bestia”, enloquece
de miedo. Y el suyo no es un miedo relativo ante el fracaso relativo que se
presenta, sino un miedo total ante el peligro total de muerte que representa
el No - Yo para un Yo al que la defección de la cabeza torna impotente. En

52
lo que se llama incorrectamente “miedo al fracaso” hay, pues, ¿os elementos
distintos: una negación intelectual del fracaso, y una angustia afectiva, no
por el fracaso sino por la muerte.
La creencia errónea que está implícita en el “miedo al fracaso” ex-
plica cómo se cierra el círculo vicioso de la angustia. Nuestro- sujeto no se
da cuenta ni de que tiembla ante la muerte ni de que esto Ocurre porque su
cabeza abandona su organismo ante el amenazador No - Yo general; cree
que tiembla ante este o aquel aspecto negativo concreto del mundo exterior
(que puede ser, en realidad, muy poca cosa, por ejemplo, la mala opinión del
Sr. X... ). Al encarar este aspecto concreto del mundo como un espectro de
muerte, de destrucción total (puesto que es a la muerte a la que realmente se
teme), considera este aspecto del mundo una total “Realidad” negativa, un
“absoluto negativo” y, por consiguiente, indestructible Y esta visión del obs-
táculo del mundo entendido como indestructible y absoluto refuerza evi-
dentemente, en la parte abstracta, su negación a afrontar la lucha. El círculo
vicioso se cierra de esta forma.
Se comprende por qué la angustia es la suerte fatal de los seres que
son, en cierto sentido, los mejores, los más ricos, en quienes la parte abs-
tracta imparcial es muy fuerte y la parte animal parcial es muy fuerte también.
En cambio, no conocerán la angustia: por un lado, los seres cuya parte abs-
tracta es débil y que vivirán en un cómodo egoísmo (“materialistas”); por
otro lado, los seres cuya parte animal es débil y vivirán en un cómodo re-
nunciamiento altruista (“espiritualistas”). En los primeros domina el “No”;
en los segundos el “sí”; y en ambos casos, la balanza ha oscilado a uno u
otro lado y se ha inmovilizado. Pero el desdichado cuyas dos partes son
fuertes es desgarrado interiormente por las sacudidas de un “sí” y un “no”
que no se han conciliado. Este hombre es desgraciado, pero, al mismo
tiempo, está llamado a la realización total que representa la conciliación del
“sí” y del “no”; los otros se sienten cómodos, pero no son llamados a esta
realización.
Es interesante estudiar atentamente las relaciones que existen entre
la angustia y la imaginación, porque tal estudio nos dará a conocer la natu-
raleza exacta del “sufrimiento moral”.
Recordemos los dos fenómenos psicológicos que entran en juego en
la angustia: la parte abstracta se desentiende de la realidad, porque, como
presenta una reivindicación de máximo poder instantáneo, considera que la

53
resistencia normal del mundo exterior es infinita, inquebrantable, absoluta-
mente negadora; se desentiende huyendo al ámbito de la imaginación. El
fracaso concreto queda así evitado por la mente, pero, si el fracaso concreto
se retarda y se suspende indefinidamente, la imagen del fracaso queda pre-
sente ante la parte abstracta que se sustrae a la lucha práctica por la existen-
cia. La parte animal experimenta entonces el miedo a la muerte, puesto que
la defección de la “cabeza” la deja paralizada ante la agresividad del No - Yo.
Se ve claramente el doble papel que desempeña la imaginación en la
angustia. Representa un papel protector con respecto a las ilusiones egotistas
reivindicadoras de la parte abstracta, y un papel destructor con respecto a la
parte animal porque la abandona en el miedo a la muerte. Protege al Ego,
que es ilusorio, y desampara la máquina, que es real.
Si se observa con mayor atención, se comprueba que la angustia es
ilusoria puesto que sus causas lo son (y el efecto de una causa ilusoria no
puede ser nunca real). La causa que la produce es ilusoria puesto que es el
film imaginativo, creación artificial de la mente. Su causa eficiente es, asi-
mismo, ilusoria. En efecto, si la mente huye del obstáculo del mundo y se
refugia en la imaginación, es porque exigía del mundo una reivindicación
absoluta; y si ella' presentaba esta reivindicación absoluta era a causa de su
ilusoria ignorancia de su real filiación divina. El hombre intenta divinizarse
en lo temporal sólo porque ignora su verdadera esencia divina. El hombre
nace hijo de Dios y participa totalmente en la naturaleza del Principio Su-
premo del Universo; pero nace amnésico, olvidado de su origen, convencido
ilusoriamente de que no es más que este cuerpo limitado y mortal que per-
ciben sus sentidos. Por ser amnésico, sufre porque ilusoria mente se siente
abandonado por Dios (cuando en realidad él es Dios mismo), y se agita en
lo temporal en busca de afirmaciones divinizadoras que no podrá encontrar,
sin darse cuenta de que no buscaría la Realidad si no participa en su natura-
leza (porque no puede echarse de menos una cosa de la que no se tiene
conciencia).
La angustia es, por tanto, una ilusión puesto que sus causas son ilu-
sorias; además de esta demostración teórica, podemos proporcionar una de-
mostración práctica; es decir, podemos experimentar directamente, intuitiva
mente, el carácter ilusorio de la angustia. En efecto, si en un momento en
que sufro “moralmente”, descansando en un lugar tranquilo, desvío la aten-
ción del “pensar” para situarla en el “sentir”; si, prescindiendo de todas las

54
imágenes mentales, me dedico a percibir en mí mismo el famoso “sufri-
miento moral” para saborearlo y saber en fin qué es, no lo consigo. Tocio lo
que llego a sentir es cierta fatiga general que representa, en mi cuerpo, la
huella del fenómeno ansioso y del derroche de energía vital producido por
el miedo a la muerte. Pero de sufrimiento propiamente dicho no encuentro
ni un átomo. Cuanto más atento esté al sentir, retirando con ello la atención
de mi film imaginativo, menos siento. Y entone experimento la irrealidad de la
angustia.
Se comprenderá esto mejor todavía si lo comparamos con el dolor
físico. Si tengo un doloroso forúnculo, cuanto más imagine menos sufriré
física mente; por el contrario, cuanto menos imagine, desviando mi atención
desde el pensar al sentir, más vivamente percibo mi dolor. Pues este dolor
es real, no imaginativo.
Nosotros no decimos que no existe ninguna percepción en el trans-
curso del sufrimiento “moral”: lo que decimos es que hay una percepción
ilusoria, que no es lo mismo. Si un hombre ve un espejismo en el desierto,
no podrá decir que no ve; él ve ciertamente, pero lo que ve no existe. Asi-
mismo, cuando sufro “moralmente”, percibo, pero no percibo nada que
exista realmente.
Luego, ¿qué pasa en mí cuando sufro “amoralmente”? Existe, como
hemos visto, en mi “sentir”, el miedo a la muerte; este miedo quema mi
energía vital y empobrece mi reserva energética orgánica; hay pues, en ello,
un daño infligido a mi organismo, a mi cuerpo. Este daño no es igual que el
del dolor físico; el daño del dolor físico afecta una parte de mi cuerpo, es
decir, afecta el cuerpo-en-cuanto-agregados-de-partes. El daño del sufri-
miento “moral”, derroche de energía en su fuente, afecta el cuerpo-en-
cuanto-totalidad, lo que no se traduce, en la sensibilidad orgánica, en ningún
dolor preciso, sino en un malestar general, en una fatiga, una depresión, un
descenso en la vitalidad. En el curso del sufrimiento “moral”, hay, por tanto,
en el nivel del cuerpo, un malestar depresivo general. Durante este tiempo
hay en el nivel del psiquismo imágenes desagradables, amenazadoras. El su-
frimiento “moral” resulta de la asociación de imágenes mentales amenaza-
doras con un estado somático depresivo. El desperdicio de energía orgánica
sin contrapartida (porque no hay entonces ningún intercambio con el
mundo exterior) avanza evidentemente en dirección a la muerte; por ello, las
imágenes desagradables tienen un sabor interior de muerte y se perciben

55
como agresores exteriores que tratan de matarme. Es ahí donde está el es-
pejismo del que soy víctima. Veo asesinos que se dirigen hacia mí y estoy
persuadido de su existencia real; sin embargo, no existen en modo alguno,
no tienen más existencia que el estanque en el horizonte del desierto. Es a
esto a lo que el Zen llama “la caverna de los fantasmas”.
Recordemos que, en la angustia, es la “cabeza” la que comienza, es
decir, la que toma la iniciativa del proceso. Indudablemente una depresión
orgánica de causa fisiológica favorece la aparición de la angustia (nuestro
humor puede estar ensombrecido todo el día si hemos dormido mal); pero,
aún en este caso la angustia depende de la mente; ya que, si situó mi atención
en el “sentir”, sólo me sentiré cansado, pero no angustiado.
El hombre, en la angustia, tiene su atención fija en la pantalla de su
film imaginativo en el que intenta escapar al peligroso No-Yo real; y la an-
gustia lo asalta por detrás procederá de la dirección hacia donde él no mira, a
la que ha vuelto la espalda. E. gesto interior del que hemos hablado más
arriba, y por el cual yo desplazo mi atención de mi “pensar” a mi “sentir”,
es un giro completo, radical, de 180º, con lo que yo vuelvo ahora la espalda
a la pantalla imaginativa y miro en la dirección de donde provenía la angustia;
digo “provenía” porque, en el momento en que yo ejecuto esta vuelta com-
pleta, cuando la mente imaginativa que tenía la iniciativa del proceso queda
aniquilada, cesa la angustia y no queda más que cierta fatiga general. El es-
pectro sólo existe ilusoriamente cuando retiro la mirada del punto en que
supongo que existe; cuando me atrevo a mirar hacia ese punto, veo que allí
no hay nada.
Todo esto no conduce a un remedio directo de la angustia. Uno de
los errores del hombre consiste en buscar un remedio directo para su angus-
tia, para este síntoma, sin ocuparse de la causa de tal síntoma. Sin embargo,
la comprensión teórica de los mecanismos de la angustia es útil para la rea-
lización no temporal única que puede liberar al hombre de esos sufrimientos
ilusorios. Yo no puedo dedicarme al trabajo realizador si primero no he
comprendido, de manera perfecta, el carácter ilusorio de los dos polos afec-
tivos “gozar-sufrir”

56
VI Los cinco modos de pensamiento del hombre común. Con-
diciones psicológicas del satori.

La conciencia psicológica del hombre común -funciona de acuerdo


con cinco modos diferentes, que se suceden en una serie.
1er. modo. Dormir profundo, sin sueños. La mente no encierra nin-
guna imagen. Modo de funcionamiento que es no-funcionamiento.
2º modo. Dormir con sueños.
3er. modo. Vigilia con ensueños.
4º modo. Vigilia con pensamiento concreto teniendo cuenta del exte-
rior real presente.
5º modo. Vigilia con pensamiento intelectual puro.
Excepto en el primer modo. la mente encierra un film imaginativo,
pero que difiere en cada uno de los modos segundo al quinto. Un film ima-
ginativo, sea cual fuere, se caracteriza, por una parte, por la naturaleza de sus
imágenes: estas pueden ser concretas, particulares, calcadas sobre lo real
concreto, presente o no presente; o abstractas, generales (calcadas sobre lo
real general, al que no se aplican ya las palabras “presente” y “no presente”).
Un film imaginativo se caracteriza, por otra parte, por el estilo según el cual
se reúnen las imágenes, su estilo de asociación. Hay que distinguir tres esti-
los: simbólico, realista, intelectual puro.
El film imaginativo o, para hablar con mayor claridad, el pensamiento
del dormir con sueños, se caracteriza, ante todo, por su estilo simbólico de
asociación. En este estilo simbólico, el sentido del film no reside en su forma,
en su expresión reside detrás de la forma, y ésta no hace más que indicarlo.
Hay separación entre una forma, que no es más que un medio, y una subs-
tancia in-formal, que es el fin (y al mismo tiempo, evidentemente, el princi-
pio).
El pensamiento de vigilia-con-ensueños es intermedio entre el pen-
samiento- de sueño y el pensamiento del hombre adaptado al exterior real
presente. Puede hallarse muy cerca del pensamiento de sueño, con el apa-
rente absurdo de éste. Puede, asimismo, estar construido no ya en estilo sim-
bólico, sino en estilo realista tal como lo veremos en el modo 4º.

57
El pensamiento realista del hombre adaptado al real exterior pre-
sente está hecho de imágenes que ya no se conforman con indicar un sentido
sin encerrarlo en ellas. Son imágenes concretas que pretenden tener un sen-
tido inmediato real, adecuado a la realidad concreta. El sentido de este pen-
samiento no reside tanto detrás de su expresión, cuanto en esa expresión
misma. No decimos, sin embargo, que el sentido de este pensamiento no
resida ya en absoluto detrás de su expresión; en efecto, este sentido que es
la verdad relativa de este pensamiento es una manifestación de la Verdad
primordial inexpresable; y este pensamiento no tendría ningún sentido, es
decir, no existiría siquiera, si no tuviera un sentido detrás de su forma; y en
virtud de este sentido latente la forma encierra cierto sentido manifiesto re-
lativo.
El pensamiento intelectual puro, en el hombre que reflexiona, que
medita, ya no está construido en estilo realista, sino en estilo intelectual puro.
Las imágenes son abstractas y, al revés de lo que ocurría en el pensamiento
realista, no corresponden a nada que puedan percibir los órganos de los sen-
tidos. Los hindúes consideran que la mente es un sexto órgano sensorial;
este punto de vista es discutible por cuanto la mente, como los órganos de
los sentidos, no nos proporciona nada más que lo relativo; pero la mente
difiere, por otra parte, de los demás órganos de ’os sentidos en que ella es la
única que nos proporciona percepciones abstractas, generales. En este pen-
samiento, las imágenes tienen una pretensión mucho mayor que en el pen-
samiento realista. Rehusando, categóricamente esta vez, el papel modesto de
indicar indirectamente la verdad, pretenden encerrar en sí mismas un sentido
de orden general. La expresión formal está en su apogeo, mientras que la
sustancia-tras-la-forma está en grado mínimo.
Considerando estos cinco modos de pensamientos escalonados en
una serie, nos preguntamos forzosamente qué jerarquía impera entre ellos.
La opinión corriente ve en la sucesión que va del lº al 5º, una progresión; sitúa
el estado del hombre que maneja el real exterior por encima del estado del
hombre que duerme, y considera que el estado del hombre que medita sobre
las leyes generales está por encima del estado del hombre que maneja el real
concreto.
Esta opinión es sólo parcialmente exacta. Pero vamos a ver en pri-
mer lugar en qué aspecto es falsa y en qué tiene razón la Vedanta al consi-
derar el estado de dormir profundo superior al estado del dormir con sue-

58
ños, y a éste superior al estado de vigilia. Desde la total ausencia de pensa-
miento (dormir sin sueños) al pensamiento intelectual puro (meditación), la
percepción de la Verdad inexpresable pretende, cada vez más, encarnarse en
una forma mental; pero la forma mental, o forma imaginativa, es comparable
a la sección plana de un volumen: tal sección nos informa, desde luego, sobre
el volumen, pero difiere radicalmente del volumen; cuanto más hábilmente
y con mayor precisión está hecha la sección, más precisos son los informes
que proporciona acerca del volumen; pero en la misma proporción aumen-
tar la pretensión de lo que es sólo sección por ser el volumen; por ello, cuanto
más precisos sean los informes que da la sección, más engaña a quien la
examina; es decir, menos la informa en realidad. En el hombre que medita
(5o modo), el error llega al colmo puesto que considera sus imágenes ade-
cuadas a una realización objetiva de alcance general. En el hombre que ma-
neja lo real concreto, el error es menor puesto que él considera que sus imá-
genes son adecuadas a una realidad más reducida. El hombre que tiene “en-
sueños” se equivoca menos, a su vez; es menos pretencioso: no confunde
sus “ensueños” con la “realidad”. El error disminuye más aún en el hombre
que sueña durmiendo: sus imágenes son más modestas, no pretenden más
que indicar indirectamente una verdad que no tienen en sí mismas. VII Por
fin, el hombre que duerme sin sueños no se equivoca ya, puesto que la pre-
tensión de su pensamiento formal ha desaparecido con ese pensamiento
mismo. Del 1er. modo de pensamiento al 5°, hay, en cierto modo, degrada-
ción, puesto que, como la forma capta cada vez más el sentido del pensa-
miento, la sustancia principial in-formalVIII se empobrece más y más tras la
cortina de imágenes. Las imágenes son por ello cada vez menos firmes; son
comparables a billetes de banco cuya reserva-oro disminuye.
Esta manera de ver la serie de modos de pensamiento, como jerar-
quía sucesivamente degradada del 1er. al 5º modo sería la única e indiscutible
si el hombre no tuviera que ser considerado sólo en el instante. Pero ya no
es lo mismo cuando se considera que el hombre es capaz de una evolución
en la duración. En el instante, el hombre que duerme profundamente se
equivoca menos que el que medita; pero si se considera la duración, el hom-
bre que medita es superior al que duerme profundamente porque, al meditar,
ejercitando hasta el máximo el juego ilusorio de su condición de hombre

VII Adviértase que las más elevadas enseñanzas “esotéricas” siempre se han servido, necesaria-
mente, de símbolos, de mitos.
VIII In-formal (sin forma). (N. del T.)

59
común (condición egotista encerrada en el dualismo sujeto-objeto), este
hombre se aproxima al instante del satori en el que el “hombre viejo” enga-
ñado desaparece y deja sitio al “hombre nuevo”, que goza del pensamiento
principial in-formal (pensamiento inmanente y trascendente a los cinco mo-
dos de pensamiento ordinario).
Como veremos más adelante, el pensamiento del modo 5o o pensa-
miento meditativo no puede, por sí mismo, provocar el satori, pero, sin este
pensamiento, el hombre jamás podría saber cómo obtener esta explosión
del satori y, por consiguiente, nunca la conseguiría. El hombre, utilizando
este pensamiento, el más abstracto, el más pretencioso y, en cierto sentido,
el más puramente equivocado puede llegar a comprender la vanidad de todas
sus funciones de percepción y de investigación, con respecto a su realización
intemporal y comprender por fin cómo debe preceder para relajarse inte-
riormente y ofrecerse así a la explosión del satori.
En resumen, en esta serie de cinco modos de pensamiento del hom-
bre común existen dos jerarquías inversas. Si se considera la cuestión en el
instante, se comprueba que el pensamiento disminuye en valor desde el 1er.
modo hasta el 5°; por el contrario, se considera en la duración, desde el
punto de vista de la metamorfosis posible del hombre, se advierte que el
pensamiento aumenta en valor desde el 1er. modo hasta el 5o.
Indiquemos, en una breve digresión, la analogía que hay entre la evo-
lución del hombre individual y la de la humanidad. Algunos afirman que,
con el transcurso de los siglos, la humanidad progresa; otros sostienen que
estos “progresos” científicos intelectuales son los signos de una descompo-
sición progresiva. La verdad, como siempre, concilia los puntos de vista
opuestos; en un sentido, hay degradación a medida que el conocimiento de
la humanidad sale de su estado in-formal para cristalizarse en formas cada
vez más hábiles y precisas; en otro sentido, hay progresos por la marcha
cíclica hacia una explosión colectiva, análoga al satori individual (aunque muy
diferente) en la que ha de morir una vieja humanidad ilustrada v sin sabidu-
ría, y ha de nacer una nueva humanidad no ilustrada y prudente.
Volvamos a los modos de nuestro pensamiento individual y consi-
derémoslos desde el ángulo del satori que nosotros esperamos obtener algún
día. Para que el satori se produzca, el hombre deberá organizar dentro de su
psiquismo ciertas condiciones favorables que veremos más adelante. Pero
previamente, en un estado anterior, debe comprender, por medio de un pa-
ciente trabajo intelectual, cuáles son estas condiciones intelectuales y cómo
60
ha de organizarías. Los cinco modos de pensamiento difieren de valor efi-
ciente sólo con respecto a este grado previo, y en esta escala de valores el 5o
modo es el más alto. El animal no humano es incapaz de alcanzar el satori,
porque sólo posee los cuatros primeros modos de pensamiento, no posee el
quinto. El pensamiento meditativo abstracto es necesario para comprender
la vanidad de todos los esfuerzos directos que el hombre puede realizar para
satisfacer plena y definitivamente las aspiraciones de su naturaleza; sólo este
modo de pensamiento es capaz de concebir distintos métodos nuevos con
vistas a esa satisfacción, y después darse cuenta de que estos métodos tam-
bién son inútiles, llegando per fin, luego de un largo trabajo de eliminación,
a tocar el problema en su verdadero centro.
Pero la prioridad del pensamiento meditativo sólo existe en esta fase
preparatoria de adquisición de la comprensión teórica. Si suponemos ahora
que el hombre ha descubierto las condiciones interiores que, al establecerse
y acrecentarse en él han de facilitarle por fin la explosión del satori, este
hombre ha descubierto, al mismo tiempo, que ninguno de estos cinco mo-
dos de pensamiento constituye por sí mismo la condición interior no cesaría.
Ha comprendido que, en esta fase terminal del trabajo interior los cinco mo-
dos de pensamiento tienen similar ineficacia; el dormir si sueños es ineficaz,
porque está ausente el No-Yo; y los cuatro modos siguientes son ineficaces,
porque, desde el momento en que la mente trabaja para alcanzar la realidad,
este instrumento “formador” separa al hombre y de toda unión inmediata
con la Realidad In-formal.
La condición necesaria para la explosión del satori es una percepción
que nosotros vamos a intentar mostrar y que no es natural, espontánea, en
el hombre común como lo son sus cinco modos de pensamiento.
Para lograr nuestro propósito debemos efectuar algunos rodeos; es-
tudiemos primeramente las condiciones de cierto fenómeno psicológico
que, sin duda muchos hombres habrán experimentado: un día, estoy le-
yendo, cómodamente instalado, un libro que ocupa mi atención sin evocar
ningún de las preocupaciones de este momento de mi vida; no me identifico
con ninguno de los seres de mí libro y sigo sus aventuras como mero espec-
tador imparcial; con respecto a mi vida personal, estoy viviendo una tregua
completa; mis temores y mis esperanzas están excluidos de mi mente; el dis-
curso que representa mi libro es, en mi mente, un puro monólogo, sin nin-
guna otra voz que intervenga, bien para comentarlo, bien para interrumpirlo
con reflexiones sobre mis preocupaciones o mis esperanzas personales; mi

61
cuerpo, bien cómodo, no envía a mi mente ningún mensaje que pueda mo-
lestarla; todo “gira perfectamente” en mí, y la atención ya de por sí tan ligera
y tan apacible, que prestaba a mi libro, se desprende del todo; en este mo-
mento la calma es en mí tan pura que se realiza una verdadera “suspensión”
(ya veremos dentro de poco qué es lo que está en suspenso). De pronto, una
percepción sensorial (un objeto que entra en mi campo de visión, o un so-
nido que escucho) quiebra esta suspensión, veo el objeto u oigo el sonido,
como habitualmente nunca veo ni oigo, como si, de ordinario, las formas y
los sonidos sólo me llegasen a través de una pantalla que los deformara,
mientras que, en este momento especial, me llegan directamente, en su pura
realidad; y, lo que es más interesante todavía, mi percepción sensorial me
comunica de una manera simultánea un conocimiento del mundo exterior y
de mí mismo en este instante no siento ya ninguna separación entre el
mundo y yo aun cuando continúan distintos; No-Yo y Yo, aunque continúan
siendo dos, están ligados en una unidad. Luego, al cabo de unos pocos se-
gundos, durante los cuales me he dado mentalmente cuenta de esto que aca-
bo de decir, mi nueva visión de las cosas se desvanece y vuelvo a mi estado
habitual.
Si se compara esta experiencia con los relatos que algunos maestros
Zen nos han dejado acerca de su satori, saltan a la vista muchos puntos de
coincidencia; gran calma primeramente con sensación de suspensión du-
rante la cual el sujeto está como despierto y dormido a la vez, detención de
toda agitación mental (el monje Zen dice que él es entonces “como un
idiota”, “como un imbécil”) acción de una percepción sensorial en la apari-
ción de una nueva perspectiva de todas las cosas, instantaneidad de esta apa-
rición, impresión de claridad y de unidad de la nueva perspectiva. Pero hay.
por otra parte, una gran diferencia: la experiencia de que tratamos pronto no
queda más que un leve recuerdo, mientras que el satori inaugura una nueva
vida definitivamente liberada de la ilusión dualista- egoísta.
¿Cómo interpretar estas semejanzas y estas diferencias? Ante todo,
¿por qué me ha ocurrido este pequeño satori transitorio? Porque se había
realizado en mi mente una calma excepcional; mi mente funcionaba en el
curso de aquella lectura, pero con un ritmo uniforme, regular, sin sacudidas,
tejiendo un film hecho de imágenes ligeras, sin relieves. Al fin de cuentas
estas imágenes se desvanecen también por fin y mi mente gira en su centro
sin proyectar nada en la superficie. En ese momento ha desaparecido la con-

62
tracción habitual de la mente, aunque ésta continúa funcionando (ya no es-
toy en el estado de sueño profundo); así, relajado, sin estar dormido, mi
mente es capaz de recibir sin alterarse esta percepción no dualista de la exis-
tencia, a cuya percepción se opone habitualmente con sus agitaciones. Es
como si un prisionero se encontrase en una celda cuya puerta está construida
para abrirse hacia el interior y que habitualmente la empujase para abrirla;
cuanto más empuje, menos puede abrirse la puerta; si deja de empujar, por
un momento, la puerta se abre por sí sola. Y ahora, ¿por qué no ha durado
mi pequeño satori? Porque las condiciones que han permitido que se diera se
basaban en un artificio; y gracias al olvido momentáneo de mis preocupa-
ciones personales ha podido realizarse en mí esa calma perfecta; yo me había
situado al margen de toda circunstancia que pudiera concernir a mi Ego. En
cuanto tengo conciencia de mi pequeño satori diciéndome que es a mí a quien
ha ocurrido, toda mi vida egotista, que había sido dejada momentáneamente
a la puerta de mi mente, irrumpe de nuevo, con todas las consecuencias ha-
bituales de sus ilusorias agitaciones.
El verdadera satori definitivo significa que se ha logrado una calma perfecta en
la mente de un hombre que no se ha apartado de las circunstancias que conciernen a su
Ego, sino que, por el contrario, las vive plenamente.
¿Cómo es esto posible? Y, en primer lugar, ¿en qué consiste exacta-
mente esta calma de la mente? Hay algo que está en suspenso, según hemos
dicho; pero, ¿qué es? No se trata de suspensión total del funcionamiento
mental puesto que el sujeto permanece despierto, puesto que no duerme. La
mente funciona, gira. Simplemente gira “a la perfección”, sin sacudidas. Algo
se detiene, pero no la mente; solamente se detienen sus sacudidas, las irre-
gularidades de su ritmo. ¿A qué corresponden estas sacudidas? Correspon-
den a las emociones. El pequeño satori de la experiencia citada más arriba me
ha sucedido porque desde hacía una o dos horas que no experimentaba emo-
ciones, había dejado fuera de mi mente todas las imágenes relacionadas con
mi vida personal; aquel libro captaba mi atención sin emocionarme en lo
más mínimo; mi cuerpo, que se sentía cómodo, se callaba, yo no sentía pena
ni alegría. Esta ausencia de emociones es la que condicionaba el funciona-
miento sin sacudidas de mi mente, y esta forma de funcionar era la condición
precisa para que súbitamente despertara en mí, la consciencia de la existencia
no-dualista.
¿Qué es, pues, la emoción? Hemos de saberlo para descubrir el me-
dio de eliminar la emoción de nuestro psiquismo. (Más adelante hablaremos

63
de las razones por las que el hombre común acostumbra a rebelarse con
tanta violencia cuando se le habla de eliminar las emociones de su vida psí-
quica).
La emoción representa un corto circuito de la energía vital del hom-
bre entre su centro instintivo, negativo y su centro intelectual, positivo. Este
corto circuito consiste en una desintegración de la energía, desintegración
que se produce entre los dos centros, en un punto que se considera un tercer
centro y que se designa con el nombre de “centro emocional”. (Después del
satori, este centro ya no es un centro igual a los otros dos, situado en el mismo
plano, sino el vértice superior del triángulo de su síntesis ternaria). El corto
circuito de la emoción se produce cuando el centro intelectual no está ais-
lado. ¿A qué corresponde esta falta de aislamiento del centro intelectual? A
la pasividad de la mente ante el problema final de la condición del hombre,
tal como este problema se manifiesta en el instante actual. Todos los movi-
mientos interiores y exteriores del hombre tienen un motor único primero;
su necesidad de ser-en-cuanto —distinto, es decir, su necesidad natural de
“existir”, necesidad que reside en su centro instintivo; ahora bien, el hombre
no tiene conciencia de esta necesidad en el momento en que esta necesidad opera en
él, en tanto él opera en un instante determinado: el hombre puede ser consciente de
rilo de un modo teórico, pero no concretamente, mientras esta necesidad
opera en el instante. Todo marcha en el hombre en función de un “teniendo-
en-cuenta-que-es-necesario-que-yo-exista” que se mantiene implícito; su
mente puede tener conciencia activa de todas las manifestaciones de esta
necesidad primera. Pero esta conciencia de las manifestaciones excluye la
conciencia de lo que ellas manifiestan.
Tratemos de expresar esto de otra manera. Detrás de todo lo que el
hombre vive, se debate en él el proceso ilusorio de su “ser” o su “nada”. La
atención del hombre está fascinada por las peripecias de este proceso y estas
peripecias le parecen constantemente importantes y nuevas; y es incons-
ciente del proceso mismo y de su constante monotonía. El hombre está
atento a las formas de sus estados psicosomáticos, a sus variaciones cualita-
tivas, siempre nuevas; y no ve, tras las manifestaciones formales de su estado
del momento, la variación cuantitativa de lo que llamaremos la sensación in-
formal de su existencia. Si, en un instante cualquiera, deseo percibir, por un
gesto interior intuitivo de una simplicidad perfecta, la impresión in-formal
que tengo de existir más o menos, puedo percibirla; pero, en el momento en

64
que dejo de desearlo, dejo de hacerlo y mi atención queda nuevamente cap-
tada por percepciones formales. Cuando percibo voluntariamente mi sensa-
ción in-formal de existir (variable cuantitativamente), mi mente está activa
ante la última realidad de mi condición en el instante concreto que vivo y
entonces mi centro intelectual está aislado y no tengo emoción; en cuanto
dejo esta percepción voluntaria no natural, mi centro intelectual deja de estar
activo, abandona su aislamiento y comienzan de nuevo mis emociones.
Mi sensación in-formal de existir varia cuantitativamente desde el
aniquilamiento hasta la exaltación, pero, sin un esfuerzo especial, no estoy
atento a ello, que es, sin embargo, de lo que se trata para mí en mí condición
actual egotista-dualista sino a las formas mentales que manifiestan mi estado,
aniquilado o exaltado.
la pasividad de mi mente, seducida y captada por las formas de mis
estados, constituye un no-aislamiento de este centro, que la entrega a los
corto circuitos emotivos, a las sacudidas, a la agitación (lo que los hindúes
denominan “el mono loco”).
EL hombre que desea obtener algún día el satori debe adiestrarse
progresivamente en aislar su centro intelectual para protegerlo contra la agi-
tación emocional. Y debe hacerlo sin eliminar ni modificar artificialmente
las circunstancias que conciernen a su Ego y que tratan de conmoverlo, to-
talmente, en la vida natural tal como se presente. Necesita, para ello, desper-
tar incesantemente la posibilidad que tiene (que tiende constantemente a
dormirse de nuevo) de percibir, bajo las formas concernientes a sus estados,
su sensación in-formal de existir más o menos positiva o negativa. Esta aten-
ción no conduce a negarse la vida concreta egotista-dualista, sino, por el
contrario, a mantenerse en su mismo centro, a realizarla viviéndola en el
punto interior inmóvil donde aparece el primer dualismo existir-no-existir.
Cuando la atención del hombre está situada exactamente en esta fuente de
todas sus agitaciones, entonces, y solamente entonces, comienza la calma
para él. Cuando esta calma ha sido establecida profundamente, las condicio-
nes interiores serán, por fin, favorables a la explosión del satori en el que el
dualismo se concilia integrándose en una síntesis ternaria.
Evidentemente es imposible describir esta presencia interior con res-
pecto a sí mismo que es la percepción inmediata e in-formal del grado de
existencia en el instante, a causa, precisamente, del carácter in-formal de esta
percepción. Supongamos que yo le pregunto: “¿Cómo se siente en este ins-
tante?” Usted preguntará a su vez: “¿Desde qué punto de vista? ¿Física o
65
moralmente?” Yo respondo: “Desde todos los puntos de vista. ¿Cómo se
siente?” Usted se callará durante dos segundos y dirá, por ejemplo: “No de-
masiado mal” o “Así, así” o “Muy bien” u otra cosa ... De los dos segundos
en que usted permaneció callado, el último no nos interesa, porque lo invir-
tió en transponer en forma expresable su percepción de su estado global;
entonces ya se había librado de la presencia interior que nos interesa. Du-
rante el primer segundo fue cuando usted percibió aquello que realmente le
importa constantemente y de lo que por lo general es inconsciente, pues sólo
tiene conciencia de las formas que surgen de esta percepción inconsciente o
de las formas con respecto a las cuales existe esta percepción inconciente. Si
alguien, después de haber leído esto, intenta tener la percepción in-formal
de que hablamos, que desconfíe: hay mil maneras de creer que se está,
cuando no se está; en todos los casos, el error es el mismo y consiste en una
complicación o en otra, que implica formas; nunca se es bastante sencillo.
La percepción in-formal inmediata de la existencia es la percepción más simple que puede
darse. Efectuada correctamente, puede obtenerse en medio de la actividad
exterior más intensa y sin estorbarla; no tengo que abandonar lo que estoy
haciendo sino sentirme existir, en el centro mismo del mundo formal de mi
actividad, y en la atención que yo le presto.
Al hombre común, como ya hemos dicho más arriba, le repugna en-
carar una disminución de sus emociones. Es semejante a la oruga que puede
convertirse en mariposa si pasa por el estado de crisálida. La oruga sólo se
mueve por el suelo, no puede volar ni gozar de la dimensión “altura”; pero
por lo menos se mueve: comparada con este movimiento, la inmovilidad de
la crisálida le parece horrible. Sin embargo, el renunciamiento temporal a un
movimiento imperfecto habrá de proporcionarle posteriormente un movi-
miento superior. Las emociones son como los movimientos de la oruga: lo
que hace no es volar, pero se parece y, con la imaginación consigue enga-
ñarse a sí misma. El hombre aprecia las brillantes chispas de sus corto cir-
cuitos interiores, y necesita reflexionar durante mucho tiempo y honrada-
mente para comprender que estos simples fuegos de artificio no lo condu-
cirán a nada. No existe verdadero renunciamiento mientras se conceda algún
valor a aquello a que se renuncia.
Ahora trataremos nuevamente el problema estudiado en este ensayo,
pero por otro camino.
Lo que el lenguaje familiar denomina “físico” y “moral” corresponde
a dos ámbitos que coexisten en nosotros y que nos parecen enteramente

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diferentes. Sitúo las impresiones a través de las cuales me siento vivir en mi
vida “somática” o en mi vida “psíquica”; cuando siento, por ejemplo, mi
vida negativamente, es decir, cuando siento que mi vida está amenazada,
atacada, ello puede ser a causa de un dolor físico o a causa de un sufrimiento
moral. Es como si mi ser ofreciese, en presencia del mundo exterior dos
caras, —una somática, otra física— caras que son atravesadas por las in-
fluencias constrictivas o destructivas del mundo exterior.
Mis impresiones son provocadas por el mundo exterior, pero las
siento surgir de mí mismo; mi dolor físico puede ser provocado por un pu-
ñetazo, pero lo siento surgir de mi cuerpo; mi sufrimiento moral puede ser
producido por un suceso exterior cualquiera, pero lo siento surgir de aquello
que llamo mi alma. Si trato de ver de qué parte de mí mismo provienen estas
impresiones, no lo consigo: mi sensación dolorosa somática ha llegado a mi
conciencia desde una fuente donde estaba inconsciente. Lo mismo ocurre
con el sufrimiento moral; veo claramente que este sufrimiento está ligado en
mí a una determinada imagen mental, pero, ¿desde dónde ha surgido esta
imagen en mi conciencia? Aquí he de responder también: de una fuente in-
consciente.
Concibo necesariamente que ésta es la fuente de mi vida y la concibo
como única, porque tengo la impresión intuitiva de ser uno, síntesis única
por debajo de la dualidad de mis manifestaciones reactivas.
Si estudio así, a contra-corriente, el flujo de mi vida somática y el de
mi vida psíquica, observo que estos dos flujos se reúnen en el punto central
de una fuente única. Comprendo, entonces, por qué lo “físico” constante-
mente parece reaccionar sobre lo “moral” y lo “moral” sobre lo “físico”; la
noción de un tercer término, la noción del “ser” sintético, une lo que parecía
separado. Me doy cuenta de que comprendía mal estas dos reacciones de
mis dos vidas la una sobre la otra; en realidad, el mundo exterior jamás toca
directamente mi “cuerpo” ni mi “alma” en cuanto tengo conciencia de ello:
siempre toca directamente esa encrucijada central de donde surgen mis dos
vidas conscientes; la toca, bien a través de la cara somática que le presento,
bien a través de la cara psíquica. Una vez tocado el centro, voy a sentir im-
presiones que podrán afectar especialmente el dominio (somático o psí-
quico) a través del cual ha sido tocado mi centro profundo, o bien especial-
mente el dominio opuesto a aquél por el que se ha producido el contacto.
Esta distribución de las impresiones que han de predominar, bien en el do-
minio físico, bien en el dominio psíquico, depende en parte de la naturaleza

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del contacto procedente del mundo exterior, pero en gran parte depende
también de la estructura del sujeto; a esto corresponde la distinción que ha-
cen los psiquiatras entre el “tipo neurótico obsesivo” y el “tipo histérico”; el
neurótico obsesivo tiene, sobre todo, impresiones psíquicas, el histérico
tiene, sobre todo, impresiones somáticas; en algunos casos una mala diges-
tión no dará al hombre “psíquico” ninguna impresión abdominal, sino sola-
mente “ideas negras” una mala noticia se traducirá a menudo, en el histérico
—especialmente o hasta únicamente— en malestares tísicos.
Los dos dominios físicos y psíquicos, no están verdaderamente se-
parados, y el problema de sus aparentes reacciones recíprocas no merece la
pena que se le preste atención. Sería inútil buscar un puente que pudiera
unirlos no están ligados por ningún puente, sino que están en contacto in-
mediato en el punto donde nacen, en la encrucijada central inconsciente de
mi “ser”. Estas dos clases de manifestaciones manifiestan el mismo principio
y no tienen que reaccionar una sobre otra; cuando bebo alcohol y esto me
proporciona “ideas color de rosa”, ¿por qué hablar de reacción de mi “fí-
sico” sobre mi “moral”? Mi centro ha recibido cierta influencia del mundo
exterior, influencia que le ha llegado a través de mi cara somática; y, atrave-
sando la encrucijada central, esa influencia se traduce reactivamente a la vez
en mi dominio somático (calor general, ligereza del cuerpo, etc.) y en mi
dominio psíquico (alegría). Una feliz noticia o la animación de una reunión
de amigos pueden, sin absorber alcohol, producir en mí exactamente los
mismos fenómenos, por cuanto la influencia que ha alcanzado mi centro,
aunque llegó esta vez a través de mi cara psíquica, ha actuado de la misma
manera y ha producido la misma doble reacción.
Esta encrucijada central de mi “ser” es, ya lo hemos visto, incons-
ciente. Es el Inconsciente principial de donde emana toda mi conciencia. No
debe ser concebido como una simple ausencia de conciencia, sino como el
Pensamiento Absoluto que está más allá de toda manifestación consciente y
de donde surge la conciencia. Es la “No-Mente” del Zen, de donde emanan
todas nuestras manifestaciones mentales y físicas. Aquí encontramos otra
vez la Tríada Creadora: por encima de lo “psíquico” (fuerza positiva) y de lo
“físico” (fuerza negativa) hay un polo superior conciliador al que, en virtud
de la prioridad aparente de la fuerza inferior positiva sobre la negativa, ten-
dríamos que denominar “Psiquismo Absoluto” (y no “Materia Absoluta”),
o bien, como el Zen, darle el nombre de “No-Mente” (y no el de “No-Cor-
poral”).

68
Con respecto a estas nociones esenciales, nosotros nos preguntamos
necesariamente qué diferencia hay entre el hombre común y el hombre “rea-
lizado”. Estos dos hombres existen en virtud de esta encrucijada central
donde reina su principio creador; en el fondo, no hay diferencia entre ellos;
esto es, además, lo que afirma el Zen; el Zen afirma que estos dos hombres
están constituidos de manera idéntica y que el hombre común no carece de
nada; el hombre “realizado” no ha adquirido algo que le falta al hombre
común. Sin embargo, si bien estos dos hombres son idénticos, sus manifesta-
ciones difieren, ¿por qué? Esto quiere decir que la encrucijada central incons-
ciente se ha hecho consciente en el momento del Satori. Esto no tiene ningún
sentido ya que el principio de la conciencia está siempre necesariamente por
encima de la conciencia, fuera de ella, inconsciente. No, la verdadera res-
puesta es otra: digamos que todo sucede en el hombre común como si su
encrucijada central estuviera dormida, pasiva; y que todo sucede en el hom-
bre “realizado” como si su encrucijada estuviera despierta, activa. Es relati-
vamente fácil imaginarse la encrucijada dormida del hombre común, no es,
precisamente, más que una encrucijada, es decir, un lugar por el que pasan
todas las influencias reunidas del mundo exterior; a través de este simple
“lugar”, los influjos llegados de fuera alcanzan los centros secundarios de los
dominios somático y psíquico, centros que responden a aquellas influencias
con reacciones automáticas; el hombre común, cuya encrucijada central está
dormida, es un autómata. En el hombre “realizado” la encrucijada central
no está dormida; el Pensamiento Principial Absoluto funciona allí (aunque,
repetimos, siempre inconcientemente): este Pensamiento interpreta el in-
flujo que llega de fuera; al concebir la totalidad de las cosas, ese Pensamiento
ve este influjo particular en la totalidad del contexto universal; lo ve, por lo
tanto, en su relatividad, es decir, lo ve tal como es realmente. Los centros
secundarios han de reaccionar ahora con relación a esta visión interpretada,
iluminada (apertura del “tercer ojo” en el centro del inconsciente) y no con
relación a una visión adulterada por falta de contexto; por lo tanto, la reac-
ción será adecuada a la realidad; el hombre común era una máquina cuyos
reflejos estaban condicionados por algún aspecto particular del mundo ex-
terior; el hombre “realizado” es una máquina cuyos reflejos están condicio-
nados por la totalidad del cosmos representada por ese mismo aspecto par-
ticular, es decir, es idéntico al Principio Cósmico (en cuanto éste se mani-
fiesta) y se manifiesta, como este Principio, en una pura invención libre.
Este Pensamiento Absoluto, Universal, Inconsciente, cuando fun-

69
ciona en el centro del hombre, constituye la Sabiduría Absoluta, que eviden-
temente no puede compararse con ninguna “inteligencia” formal; en efecto,
esta Sabiduría es in-formal, por encima de toda forma, y es la causa primera
de todas las formas.
Hemos dicho que el Pensamiento Universal Inconsciente duerme en
el centro del hombre común, y que está despierto en el centro del hombre
“realizado”. Veamos ahora que el sueño de este Pensamiento Absoluto tiene
graduaciones y que estos grados están dispuestos en el orden inverso de los
cinco modos de pensamiento del hombre común. Cuando el hombre común
duerme sin sueños, el Pensamiento Absoluto está como despierto en él (más
exactamente: no-dormido) y este hombre es enteramente igual al hombre
“realizado”; pero esto no se manifiesta de ningún modo en su conciencia
porque no existe todavía la conciencia; se manifiesta solamente en el juego
armonioso y recreador de la vida vegetativa. Cuando este tipo de hombre
comienza a soñar, es decir, en cuanto su mente formal comienza a funcionar
esa situación corresponde a cierto sopor del Pensamiento Absoluto Incons-
ciente, y el hombre es ya menos “sabio”. Cuando este hombre se despierta
(en el sentido corriente de la palabra), el Pensamiento Absoluto se adormece
más pesadamente; y está tanto más adormecido por cuanto la mente formal
va a funcionar de una manera pura, abstracta, generalizadora. Y, sin em-
bargo, gracias a estos momentos de máximo adormecimiento, se realiza
cierta evolución en el hombre cuyo intelecto abstracto se ejercita; en el con-
junto de su vida, el Pensamiento Absoluto duerme cada vez menos profun-
damente; es decir, que este hombre puede vivir según una relativa sabiduría
creciente. Es como si el sueño del Pensamiento Absoluto en el instante sus-
citase su despertar en la duración; al final, estaremos en condiciones de com-
prender que el despertar positivo y definitivo del Pensamiento Absoluto (sa-
tori), es provocado por un instante en el que se ha realizado el sueño total
de este Pensamiento, es decir, un instante en el que la mente ha alcanzado
los límites extremos de su funcionamiento dualista.
Digamos esto ya de otra manera: el hombre que duerme sin sueños
está integrado en el centro de sí mismo; el que sueña se ha despertado de su
centro; el hombre despierto que forja ensueños está más “descentrado”; el
hombre que se adapta a lo real exterior y el que medita están cada vez más
fuera de sí mismos, más alejados de su centro. El hombre que duerme sin
sueños disfruta de su Realidad, pero sin ser consciente de ella; cuanto más
avanza en las formas escalonadas del pensamiento formal, más desaparece

70
esta Realidad a medida que aumentan los medios que pretenden asirla; es
como si el hombre se alejase de una fuente de calor a medida que aumenta
su sensibilidad al calor. En los instantes que preceden al satori, el nombre
está tan lejos de su centro como es posible estar; luego, la relación inversa
que ha tenido lugar hasta ese momento se quiebra en el instante del satori y
el hombre se encuentra entonces definitivamente instalado en su centro, en
cuanto “hombre universal”, aunque al mismo tiempo aún puede alejarse en
los diversos modos de pensamiento formal, en cuanto “hombre personal”.
El hombre alcanza, pues, el satori, a fuerza de volver la espalda a su
centro, tan radicalmente como es posible, a fuerza de ir hasta los últimos
confines de esta dirección centrífuga, a fuerza de impulsar hasta su pureza
máxima el funcionamiento de la inteligencia discursiva que lo aleja de la Sa-
biduría. Debe desarrollar el pensamiento formal hasta hacer estallar la forma.
Para ello debe hacer funcionar su mente formal en una tentativa perseve-
rante para percibir, más allá de sus límites, lo in-formal; tentativa absurda en
sí misma pero que hará producirse un día el milagro del satori, no como un
éxito de los esfuerzos absurdos realizados, sino como el fracaso, por fin de-
finitivo y triunfante, de sus esfuerzos. Esto se asemeja a un hombre que
estuviera separado de la luz por un muro y no pudiera tocar ese muro sin
construirlo cada vez más alto; por fin llega un día en que, a causa de todos
esos esfuerzos absurdos el muro se ha elevado hasta una altura tal que se
desequilibra y derrumba bruscamente, catástrofe definitiva y triunfante que
baña de luz al hombre. Este esfuerzo absurdo y necesario es el que realiza-
mos cuando nos esforzamos en percibir nuestra sensación in-formal de exis-
tir-más-o-menos, en el transcurso de todos los episodios de nuestra vida
cotidiana. Este esfuerzo hacia la percepción in-formal de la existencia no se
parece a los esfuerzos mentales reflejos que hacemos habitualmente y que
son contracciones mentales forjadoras de imágenes. Es todo lo contrario: es
un esfuerzo de descontracción para escapar a los reflejos habituales de con-
tracción, es un esfuerzo orientado hacia la simplicidad perfecta, para escapar
de las complejidades que nosotros introducimos habitualmente— de modo
reflejo— en el problema de nuestra existencia. Por este esfuerzo no apren-
demos a hacer una cosa nueva, aprendemos a dejar de hacer las agitaciones
interiores inútiles que nos son habituales. Aprendemos a obtener de, nuestra
mente, no los gestos más ingeniosamente sapientes, sino el gesto puro que
es la esencia de todos los otros y que alcanza la inmovilidad. Este funciona-
miento mental simple representa el logro máximo de nuestro pensamiento

71
de hombre común; rompe el techo del 5º modo de este pensamiento; des-
pués de salir de lo in-formal del dormir sin sueñes, halla de nuevo lo in-
formal cerrando un círculo completo o, más exactamente, una vuelta de es-
piral completa, puesto que el punto de llegada del círculo domina su punto
de partida.

72
VII La libertad, “determinismo total”

Para abordar con éxito el problema de la libertad, es necesario volver


a la idea fundamental de que toda la arquitectura cósmica consiste en el equi-
librio exacto, riguroso, de los dos principios inferiores— positivo y nega-
tivo— logrado mediante un principio conciliador que los domina. Desde el
punto de vista de nuestro estado actual, aún no “realizado”, el principio con-
ciliador asume dos aspectos:
—cuando consideramos los fenómenos particulares, vemos el prin-
cipio conciliador según un aspecto parcial y podemos denominarlo “princi-
pio conciliador temporal”. Es el Demiurgo, que preside la multitud indefi-
nida de las creaciones particulares, los fenómenos constructivos y destructi-
vos anabolismo y catabolismo— que manifiestan el metabolismo cósmico:
—cuando consideramos la totalidad espacial y temporal del cosmos, llega-
mos a la concepción del Principio Conciliador Intemporal, o Supremo, o
Absoluto, que preside la Unidad de la multiplicidad fenomenal, Principio
Intemporal donde aún no existe ninguna manifestación dualista v con res-
pecto al cual, el principio Conciliador Temporal representa una especie de
delegado inferior.
Este Principio Conciliador Supremo es la Causa Primera anterior a
toda la manifestación, y es a este Principio a donde llega nuestro pensa-
miento abstracto cuando remonta la cadena universal de efectos y causas.
La existencia del Demiurgo entre la Causa Primera y los fenómenos
nos lleva a distinguir necesariamente dos determinismos:
un determinismo parcial según el cual el principio conciliador tem-
poral determina los fenómenos;
un determinismo total según el cual el Principio Conciliador Su-
premo determina el principio conciliador temporal y mediante este, los fe-
nómenos Cada uno de estos determinismos se manifiesta por medio de le-
yes. Pera es interesante observar las diferencias que existen entre las leyes
del determinismo parcial y la ley del determinismo total.
Las leyes del determinismo parcial operan solamente en el plaño
concreto, temporal y espacial. Cada manifestación particular de estas leyes
que operan en lo parcial es, aparentemente, desordenada. Un hombre tiene,

73
por ejemplo, un destino desdichado durante toda su existencia, mientras que
otro hombre tiene un destino feliz. El determinismo parcial, que opera en la
apariencia, parece desequilibrado, injusto, desordenado.
La ley del determinismo total opera no solamente en el plano de los
fenómenos particulares, sino también en el plano universal. Nosotros sólo
podemos concebir este determinismo como perfectamente ordenado. La to-
talidad de los fenómenos positivos está exactamente equilibrada por ¡a tota-
lidad de los fenómenos negativos. Cada fenómeno está integrado en una
totalidad, en la que se encuentra equilibrado por un fenómeno exactamente
complementario.
El determinismo parcial, fenomenal, aparente, visible, desordenado
no es “real” puesto que es parcial (y puesto que no existe Realidad más que
englobando la totalidad). Pero el hombre ignorante confunde lo visible con
lo “real”; por ello cree en la única realidad de este determinismo parcial; y
esto se comprende por el hecho de que él la llama “el determinismo”. Este
hombre, por otra parte, tiene una cierta intuición innata de la Realidad, es
decir, del Principio Supremo, que concibe dotado, entre otros atributos, de
libertad. Como, para él, el determinismo sólo existe en el peldaño parcial, y
no concibe el determinismo total que opera en el plano del Principio Su-
premo, opone, a la libertad del Principio Supremo, el único determinismo
que conoce. De este modo llega a la oposición “determinismo-libertad”. En
realidad, esta oposición es ilusoria; lo que no es ilusorio es la distinción “de-
terminismo parcial—determinismo total”, distinción que no es en modo al-
guno una oposición, sino que expresa dos visiones diferentes —una en el
plano individual y otra en el plano universal— de la misma y única Realidad
Causal.
El hombre común egotista desea ser libre, incondicionado, mientras
piensa que él mismo es un individuo distinto. Por lo tanto, puedo conside-
rarme un individuo distinto, un organismo psicosomático, pero entonces
debo entender mi liberación del determinismo parcial como una superación,
una integración de este determinismo parcial en el determinismo total del
Principio Supremo. Cuando yo esté “realizado”, mi organismo psicosomá-
tico ya no estará regido solamente por las leyes aparentemente desordenadas
del determinismo parcial, sino por la ley total del equilibrio cósmico univer-
sal, ley rigurosamente ordenada que es el principio de todas las leyes aparen-
temente desordenadas del determinismo parcial. Si supongo que estoy libe-
rado por la Realización, no debo suponer que mi organismo puede escapar

74
a todo determinismo sino que está condicionado, al fin, por el determinismo
total del principio supremo que es mi “naturaleza propia”; no debo suponer
que mi organismo ya no obedece a ninguna causa, sino que obedece por fin
a la Causa Primera, que es su propia Realidad, En suma, mi libertad no con-
siste en que mi organismo no esté ligado a ninguna “causación”, sino en la
adecuación perfecta en mí entre lo que es causado y lo que lo causa, entre lo
condicionado y el Principio que lo condiciona. Si, en el momento en que me
“realizo”, ceso de estar constreñido, no es porque lo que me constreñía ha
sido aniquilado sino porque lo que me constreñía se ha dilatado infinita-
mente y ha coincidido con la totalidad en la que Yo v No-Yo son sólo uno,
de suerte que la palabra “constreñir” ha perdido todo significado.
Al no comprender esto, el hombre común egotista considera, fatal-
mente, que el acto libre es un acto caprichoso, gratuito, arbitrario, ligado a
nada, y llega así al absurdo, a lo que ya no tiene sentido alguno.
Esta libertad ilusoria, que está más acá del determinismo parcial y no
más allá, excluye quiméricamente nuestro organismo del resto del cosmos y
contiene así una contradicción interna que lo destruye. En un libro sobre el
Zen, publicado recientemente, un autor occidental afirma que el hombre
liberado por el satori puede hacer cualquier cosa en cualquier circunstancia;
esto se opone radicalmente a una comprensión exacta: el hombre liberado
por el satori sólo puede ejecutar una acción en una circunstancia determinada,
no puede hacer más que la acción totalmente adecuada a la circunstancia; y
es en la elaboración inmediata, espontánea, de esta acción única adecuada
donde reside el juego de la perfecta libertad de ese hombre. El hombre co-
mún egotista, movido por el determinismo parcial, elabora de manera me-
diata una de las innumerables reacciones inadecuadas a la circunstancia dada;
el hombre “realizado”, movido por el determinismo total, elabora, con rigor
absoluto, la única acción adecuada. Más acá del acto libre adecuado, existe
toda una jerarquía de actos más o menos inadecuados según la estrechez o
la amplitud del determinismo parcial que los rige. En el primer peldaño de
esta jerarquía, es el acto puramente reflejo, sin ninguna reflexión, en el que
vemos operar una espontaneidad más acá de la reflexión. Y, con la interven-
ción cada vez mayor de la reflexión, vemos desaparecer poco a poco esta
espontaneidad inferior; el acto se hace adecuado a un aspecto cada vez más
amplio de las circunstancias que lo rodean. Después del satori la reflexión
está supe-rada, y el acto encuentra otra vez una espontaneidad completa-

75
mente nueva al mismo tiempo que resulta perfectamente adecuado: ade-
cuado a la totalidad espacial y temporal del universo fenomenal.
En el curso de esta jerarquía intermedia, hay proporcionalidad in-
versa entre la disciplina del acto y la impresión interior de libertad que la
acompaña. Cuanto más aumenta el rigor del determinismo, más se siente
interiormente que el acto es libre. Si, por ejemplo, se me pide que nombre
un sustantivo cualquiera, experimento un malestar, una confusión en la que
me siento prisionero; no sé qué decir. Si me piden que nombre un instru-
mento de música cualquiera, siento un malestar menor y respondo más fá-
cilmente. Si se me pide que nombre el instrumento más pequeño de un cuar-
teto de cuerdas, el malestar que me aprisionaba desaparece por completo; al
nombrar el violín siento interiormente una impresión de libertad que está
ligada a mi certidumbre de contestar adecuadamente. En la misma medida
en que disminuyen mis posibilidades de respuesta, en que disminuye mi li-
bertad exterior de respuesta, aumenta mi impresión de libertad interior. Dicho
de otro modo, tengo el espíritu tanto más libre cuanto que lo que debo ela-
borar está más rigurosamente definido.
La evolución moderna del arte es una ilustración patente del desor-
den que impera en el espíritu humano cuando rechaza toda disciplina. Al
rechazar las barreras, el hombre se priva de la impresión de libertad que
experimenta en el interior de las barreras aceptadas; pierde, junto con esta
impresión de libertad, la tranquilidad que necesita para recibir el mensaje de
su inspiración profunda. Por ello, el artista que rechaza todas las disciplinas
y aún se jacta de quebrantarlas, se desliga de su fuente profunda y ya no
consigue expresarse, balbucea y termina sintiéndose impotente, atado por su
libertad exterior.
Es necesario, por tanto, aceptar espontáneamente una disciplina
para que nuestra vida no sea un caos suicida. Pero, por otra parte, hay que
tener en cuenta que, si bien es un peligro para nuestra vida temporal no tener
una disciplina, esta disciplina constituye, al mismo tiempo, un obstáculo para
la Realización. En efecto, esa disciplina nos proporciona una impresión de
libertad interior; pero antes del satori no estamos de ningún modo realmente
libres; por tanto, esta impresión de libertad es ilusoria y constituye un palia-
tivo, una compensación a nuestra condición dualista aún no conciliada. Los
goces engañosos que ello produce consumen una energía vital que no pode-
mos sustraerles.

76
En consecuencia, la disciplina con respecto a la realización intempo-
ral favorable y desfavorable al mismo tiempo; es favorable indirectamente
puesto que favorece la realización temporal sin la cual no habría realización
intemporal, y es desfavorable directamente para la realización in- temporal por-
que da al hombre la ilusión de que todo funciona bien en él desde ahora.
El adepto del Zen resuelve esta contradicción oponiéndole un mé-
todo igualmente contradictorio: rechaza toda disciplina particular (nada de
“moral”, nada de ascetismo, nada de ejercicios espirituales”) y se adhiere, a
medida que progresa su comprensión, a la disciplina total que consiste en
privarse sin piedad de toda disciplina particular. Dejad de encariñaros con las
opiniones. El camino perfecto rechaza toda preferencia. Despertad la mente sin fijarla en
cosa alguna, etc. Este hombre, poco a poco, aborda de frente la angustia es-
clavizada de la libertad exterior completa. Rechazando toda opinión, realiza
enteramente la servidumbre interior de nuestra condición egotista; se man-
tendrá en el centro de nuestra prisión ilusoria, hasta llegar a ese colmo de
inmovilidad impotente en que el satori trastorna por entero las apariencias y
las reconstruye a la luz nueva de una libertad real, que trasciende a sus as-
pectos interno y externo.

77
VIII Los estados egotistas

En el centro de mi ser, en ese centro todavía inconsciente, reside el


hombre primordial, unido al Principio del Universo, y por él, al todo del
Universo, que se basta a sí totalmente. Uno principial, ni solo ni no solo, ni
afirmado ni negado, más allá de todo dualismo. Es el Ser Primordial, subya-
cente en todos los “estados” egotistas que lo recubren en mi conciencia ac-
tual.
Por el hecho de que actualmente ignoro lo que son en realidad mis
estados egotistas, estos estados constituyen una especie de pantalla que me
separa de mi centro, de mi Yo real. Soy inconsciente de mi identidad esencial
con el Todo y no me considero más que en cuanto distinto del resto del
Universo. El Ego, soy yo en tanto me considero distinto. El Ego es ilusorio,
puesto que yo no soy en realidad en cuanto distinto; y todos los estados ego-
tistas son igualmente ilusorios.
En este estado egotista fundamental, me siento como Yo opuesto al
No-Yo, un organismo cuyo “ser” es opuesto al “ser” de los demás organis-
mos.
En esto estado fundamental, todo lo que no sea mi organismo es
No-Yo; un organismo cuyo “ser” es opuesto al “ser” de los demás organis-
mos. En este estado fundamental, todo lo que no sea mi organismo es No-
Yo; amo mi Yo, es decir, deseó mi existencia y odio el No-Yo, es decir, deseo
la desaparición de su existencia; ansío la afirmación de mi Yo en cuanto dis-
tinto y la negación del No-Yo en cuanto éste pretende existir al margen de
mi Yo distinto. En este estado egotista fundamental, “vivir” es afirmar mi
Yo venciendo al No-Yo: victoria material por la adquisición de bienes ma-
teriales, victoria sutil por la adquisición de renombre (reconocimiento, por
el No-Yo, de la existencia del Yo; adquisición de gloria que “inmortaliza” al
Yo distinto).
El estado afectivo fundamental del hombre común es, por lo tanto,
sencillo; este hombre ama su Yo en oposición al No-Yo, y odia el No-Yo
que se opone a su Yo.
Sobre este estado fundamental egotista-egoísta pueden construirse
cinco estados egotistas-altruistas que encierran apariencias de amor a los de-
más:

78
1. Amor aparente al prójimo por proyección del Ego.
Es el amor idolátrico, en el que el Ego está proyectado en otro ser.
La pretensión a la divinidad “en cuanto distinto” ha abandonado mi orga-
nismo y se encuentra ahora fija en el organismo del otro, La situación afec-
tiva se parece a la de hace un momento, salvo que ahora el otro ha ocupado
mi puesto en mi escala de valores; deseo la existencia del otro-ídolo, contra
todo lo que se le oponga. No amo mi propio organismo, más que en cuanto
resulta fiel servidor del ídolo; fuera de esto, ya no tengo sentimientos con
respecto a mi organismo, me es indiferente, y si es necesario puedo dar mi
vida por la salvación de mi ídolo (puedo sacrificar ni organismo a mi Ego,
que está fijado en el ídolo; por ejemplo, Empédocles se lanzó al Etna para
inmortalizar su Ego). En cuanto al resto del mundo, lo odio si es hostil a mi
ídolo; si no le es hostil y si mi contemplación del ídolo me colma de gozo
(es decir, afirmación egotista) amo indistintamente todo el resto del mundo
(más adelante veremos por qué, al tratar de la quinta modalidad de amor
aparente). Si el ser idolatrado me rechaza hasta el punto de impedirme toda
posesión de mi Ego en él, el amor aparente puede convertirse en odio.
2. Amor aparente al prójimo por extensión localizada del Ego
Por ejemplo; el amor de una madre a su hijo, el amor de un hombre
a su patria, etc. Es el amor posesivo. En el amor idolátrico había, ante todo,
proyección del Ego y en seguida necesidad de poseer el Ego proyectado, en
una posesión material o sutil del ídolo. Aquí existe primeramente posesión
del otro (ocurre fortuitamente que este hijo es mi hijo, este país mi país). La
situación afectiva resultante es muy parecida a la del amor idolátrico; sin
embargo, los goces menos conscientes y con frecuencia domina el temor de
perderlos. El amor idolátrico proporciona lo que el hombre llama “un sen-
tido” a su vida; el amor posesivo también, pero es, con frecuencia, un sen-
tido menos positivo, que sacia menos.
3. Amor aparente al prójimo porque éste nos ama con uno de los
dos amores precedentes
EL otro ama su Ego en mí, pero me da la impresión de que ama mi
Ego. Por ello, yo deseo su existencia, así como deseo la existencia de todo lo
que desea mi existencia.
4. Amor aparente al prójimo porque es parte de la imagen ideal de
mí mismo o de mi amor idolátrico

79
Amo al prójimo porque necesito considerarme estético para amarme
a mí mismo y amar al prójimo es estético.
O bien amo al prójimo porque amo místicamente una imagen divina
sobre la cual está proyectado mi Ego y considero que esta imagen divina
desea que yo ame al prójimo, y yo deseo lo que desea esta imagen divina
(identificada con mi Ego).
5. Amor aparente al No-Yo porque mi Ego está saciado momentá-
neamente
El hombre que colma momentáneamente una intensa afirmación
egotista ama a todo el Universo. Este amor sin particularismos no corres-
ponde a una aparición momentánea del amor primordial universal, sino a
una inversión momentánea del odio fundamental egotista al No-Yo moti-
vada por una suspensión de la reivindicación egotista. Este estado sólo dura
peco tiempo. Es comparable con la sensación voluptuosa de no sufrir más;
esta voluptuosidad sólo es comparativa, y cesa en cuanto desaparece el tér-
mino de comparación.
Estas cinco clases de amor aparente al prójimo representan otros
tantos goces de mi Ego, experimentados en situaciones que me afirman en
cuanto distinto. A toda disimulación de una de estas situaciones corresponde
la aparición de la angustia y la agresividad.
Cuanto más llamado está a la realización intemporal, más necesidad
tiene el hombre de vivir estas clases de amor; estos estados se parecen más
o menos al estado afectivo del hombre realizado (que ama todo), pues lo
ligan, aparentemente, a algo que no es él mismo.
Sin embargo, cuanto más avanza este hombre en el conocimiento de
sí mismo, más se desvalorizan estos amores a sus ojos, y pierden su eficacia
compensadora. Este hombre pierde poco a poco sus sentimientos “positi-
vos”, “altruistas”. Su comprensión cala profundamente en estos hábiles si-
mulacros y lo lleva, de grado o por fuerza, hacia el estado fundamental ego-
tista en el que siempre ha odiado lo que no es su Yo: estado de “noche y de
soledad. Y siente la angustia, a causa de su negativa a combatir el No-Yo.
(cf. Notas sobre los mecanismos de la angustia.)
Este hombre, despojado poco a poco de toda posibilidad de hacer
trampa interiormente, se ve impulsado hacia el trabajo realizador. Recurre,
cada vez con mayor frecuencia, a su pensamiento imparcial para poner en

80
duda la legitimidad de la reivindicación egotista, de esta pretensión de “ser”
distinto, que engendra la soledad y el temor. El Ego se encuentra contraído
de manera cada vez más pura, cada vez más comprimido en sus últimos
reductos. Hay un límite para esta comprensión, al otro lado del cual el Ego
estalla en el satori. Entonces el Ego se difunde en el todo, completándose y
destruyéndose al mismo tiempo.

81
IX Del inconsciente Zen

La conciencia psicológica del hombre común contiene continua-


mente dos capas diferentes de percepciones; está atenta a dos órdenes de
cosas diferentes. La atención del hombre común está captada continua-
mente por dos planos de percepciones, y está dividida entre estos dos pla-
nos. Es falso pretender que no se puede prestar atención a más de una cosa
a la vez; continuamente estamos prestando atención a dos cosas al mismo
tiempo; pero, como veremos, de dos maneras distintas.
En un primer plano de percepción, la atención queda captada por
determinados aspectos particulares del mundo exterior, efectivamente pre-
sentes o convertidos en presentes por el film imaginativo. En este plano,
vivo, en la duración, mi debate particular —que cambia sin cesar cualitativa-
mente— con el No-Yo.
En el otro plano de percepción, mi atención está captada por la si-
tuación en que se encuentra, en el instante, el debate de mi proceso general
profundo de “ser” o “no ser”. Este proceso es siempre el mismo, por ello
este plano de percepción es por completo monótono cualitativamente. Si,
en este plano, esto cambia también sin cesar, lo es cuantitativamente. Mi
“estado” es más o menos “blanco” (impresión de “ser”) o “negro” (impre-
sión de “no ser”). Además de estas fluctuaciones entre lo blanco y lo negro,
se producen fluctuaciones cuantitativas entre la calma y la agitación; volve-
remos a tratar más adelante estas dos clases de fluctuaciones.
Es interesante estudiar las relaciones que existen entre estos dos pla-
nos. El plano de mis percepciones particulares o plano de superficie de-
pende, —en cuanto mi imaginación influye en mi percepción del mundo
exterior o recrea en ella aspectos del mundo exterior— del plano de mi per-
cepción general profunda, es decir, de mi “estado”. Un “estado” blanco llena
mi film imaginativo de formas positivas; un “estado” negro lo llena de for-
mas negativas. Un “estado” agitado acelera mi film imaginativo, un “estado”
de calma lo sosiega. Al lado de esto, el plano de superficie, depende, también,
evidentemente, de las circunstancias exteriores.
El plano profundo, es decir mi “estado”, depende en parte de las
formas presentes en el plano de superficie. Los acontecimientos afirmativos
o negativos que percibo influyen en mi “estado”, y las formas imaginadas

82
por influencia de mi “estado” repercuten en este “estado” en un círculo vi-
cioso positivo o negativo. Pero mi estado depende también de mi cenestesia
fisiológica; un insomnio, una mala digestión, lo “ennegrecen”; el alcohol, el
opio, lo “blanquean”.
En resumen, estoy continuamente ocupado en dos cosas a la vez;
me ocupo al mismo tiempo de mi existencia en el mundo exterior y de so
cesar interiormente las perspectivas de” resultado favorable o desfavorable
del proceso general de mi “ser” o de mi “no ser”. Mi atención está dividida
entre estas dos ocupaciones; esto explica por qué el neurótico presenta a
menudo trastornos de la concentración mental de superficie y trastornes de
la percepción mental del mundo exterior. Hay una parte tan grande de su
atención ocupada en calcular el resultado de su proceso, le queda tan poca
atención para sus contactos con el mundo exterior real o imaginado, que
siente la impresión de la irrealidad del mundo exterior y la imposibilidad de
conducir su mente de superficie.
Mi “estado”, blanco o negro, agitado o en calma, es no-formal. La
luz ilumina las formas, pero ella en si misma carece de forma. La agitación
es igualmente informe; las formas están más o menos agitadas, pero la imi-
tación en sí misma no tiene forma. Por tanto, toda la percepción del plano
profundo carece de forma. Por el contrario, la percepción del plano de su-
perficie es formal. Por ello, la percepción del plano de superficie es evidente
para mí, mientras que mi percepción de mi “estado” es latente. Sólo puedo
tener conciencia de ella como de una cenestesia más o menos agradable o
desagradable; lo agradable corresponde a lo blanco y lo desagradable a lo
negro.
Es importante que yo distinga estas dos conciencias, correspondien-
tes a los dos planos en que se divide mi atención, y que las designe con
nombres diferentes. Llamaré a mi conciencia de superficie “conciencia obje-
tal” mi conciencia profunda “conciencia subjetal”. Estas dos conciencias con
las dos partes no conciliadas entre las que está desgarrada mi conciencia psi-
cológica en mi condición egotista dualista, en la que todo lo percibo desde
el ángulo de la oposición “sujeto-objeto”. Y digo “objetal” y “subjetal” y no
“objetiva” y “subjetiva” porque estas dos últimas palabras corresponderían
a los dos aspectos conciliados de la conciencia del hombre realizado”.
Mi conciencia objetal es evidente, o manifiesta, mi conciencia subjetal
es latente. Debato mis problemas exteriores sabiendo que los debato, debato
mi problema profundo interior sin saberlo. Es que en estas dos consciencias
83
difiere la forma en que se capta mi atención; estoy conforme con que las
formas exteriores capten mi atención, me presto a ello, estoy bien dispuesto;
por el contrario, me opongo a que mi atención quede captada por mi “es-
tado” interior; puede decirse que hago captar mi atención por mi conciencia
objetal y que mi atención queda captada a mi pesar en mi conciencia subjetal.
Estoy orientado de manera centrifuga hacia fuera; miro hacia fuera, y vuelvo
la espalda, por el contrario, a mi “estado”. La parte de mi atención captada
por mi conciencia subjetal me es sustraída por detrás; la parte de mi atención
captada en mi conciencie objetal la ofrezco yo mismo, ante el mundo exte-
rior de las formas. Soy comparable a un hombre sentado en una sala cine-
matográfica, con una pantalla delante y una cámara detrás; contemplo las
formas en la pantalla y vuelvo la espalda a la cámara, a mi “estado”, que
proyecta sobre la pantalla formas y coloraciones.
Mi conciencia subjetal, esta conciencia ignorada por la psicología clá-
sica, es la cara latente de mi conciencia psicológica desgarrada en el dualismo.
Este pensamiento que trabaja sin cesar de manera monótona sobre el debate
de mi “ser” o de mi nada es, en cierto modo, inconsciente. Pero este incons-
ciente no es el Inconsciente principial del Zen: representa la primera apari-
ción del dualismo, tan pronto como el Inconsciente principial ha tenido con-
ciencia de sí mismo; es la primera manifestación dualista del Inconsciente
principial. No se sabe si debe decirse que es inconsciente o consciente
puesto que está exactamente en la frontera entre el Inconsciente principial y
la conciencia. Se lo ve inconsciente si se lo contempla desde el punto de vista
de la conciencia (punto de vista freudiano); se lo ve como conciencia subjetal
si se lo mira desde el punto de vista del Inconsciente principial. El maestro
Zen lo encara desde este punto de vista del Inconsciente principial cuando
deplora los estragos de la conciencia psicológica dualista en el hombre co-
mún. El maestro Zen nos dice: “Sois desdichados porque os habéis estable-
cido, de hecho, en la conciencia y no en el Inconsciente”; y él ve el incons-
ciente freudiano no exactamente como un inconsciente real sino como la
fuente más profunda y más oscura de la conciencia discursiva, es decir, como
la primera modalidad de la conciencia dualista.
Como participamos en este punto de vista del Zen, nosotros debe-
mos considerar que la conciencia subjetal es nuestra conciencia latente y no
el Inconsciente. Aunque latente, ella no por eso trabaja menos, y para nues-
tra desdicha. Cuanto más trabaja, es decir, cuanto más debatimos nuestro
ilusorio problema “ser-nada”, es decir, cuando más angustiados estamos por

84
la duda sobre nuestro “ser”, más privados estaremos de la gozosa luz prin-
cipial, y más captada quedará nuestra atención por la profundidad oscura.
Cuando está captada gran parte de nuestra atención. Nos queda muy poca
para adaptarnos al mundo exterior; es lo que se llama “baja de la tensión
psicológica”, con imposibilidad de concentrarnos y todos los síntomas de la
“psicastenia”.
Puesto que mi conciencia subjetal es latente, puesto que es una es-
pecie de conciencia inconsciente, puede preguntarse cómo es que estamos
informados acerca de ella y podemos hablar al respecto. La observación de
mi conciencia de superficie y la necesidad que tengo de comprender por qué
funciona en la forma en que lo hace son las que me llevan poco a poco a
comprender, por un razonamiento mediato, la existencia y la naturaleza de
esta conciencia subjetal profunda donde se debate el proceso de mi “ser” o
mi “nada”. La intuición inmediata interior de mi “estado” profundo no me
presenta formas en él, pero me informa acerca de su luminosidad (de lo
blanco a lo negro, de lo claro a lo oscuro) y acerca de su dinamismo (de la
calma a la agitación).
Esta percepción intuitiva es interesante, ya que me permite observar
las relaciones que existen entre mi “estado” interior y mi comportamiento,
sentimientos y acciones. Así como el sentido de un sueño se encuentra en
su contenido latente y no en su contenido manifiesto, el sentido de mi vida,
este otro sueño, se encuentra en mi conciencia latente, subjetal, y no en mi
conciencia manifiesta, objetal. El pensamiento de mi conciencia latente es el
que determina mi comportamiento y mi. conciencia manifiesta.
En mi conciencia latente, donde se debate el proceso de mi “ser” o
de mi nada, yo deseo ser absuelto, deseo sentirme “ser” y siento el terror de
mi nada. Veamos cómo se enlazan, en este dualismo fundamental, “ser-
nada”, los dos dualismos fenomenales de mi “estado”, “luz-oscuridad” y
“agitación-inmovilidad”. Todo sucede en mí como si “luz” estuviera identi-
ficada con “ser” y “oscuridad” con “nada”, y como si “agitación” equivaliese
a “ser” e “inmovilidad” a “nada”. Es decir que mi parcialidad innata per
“ser” se traduce en una parcialidad por el “estado luminoso en movimiento”.
Pero es posible precisar mejor todavía mi parcialidad: las modalidades parti-
culares de mi vida y de mi estructura interna personal no son siempre tales
que me permitan tener a la. vez “luz” y “agitación”; a veces necesito elegir
entre las dos; y advierto entonces, por mi comportamiento, que todavía pre-
fiero la agitación a la luz. Puedo decir —más exactamente aún y hablando

85
ahora en forma negativa— que, si bien mi miedo profundo es miedo a la
oscuridad y a la inmovilidad, mi miedo a la inmovilidad es superior al miedo
que tengo a la oscuridad; encuentro más acentuada la impresión terrorífica
de no ser en la ausencia de movimiento de mi conciencia subjetal, que en su
carácter “negro”. (Así, por ejemplo, un niño preferiría que su madre lo re-
gañase a que no se ocupara de él; preferiría que se ocupara de él para besarlo;
pero de no ser así, preferiría la regañina a su indiferencia. Y lo mismo el
masoquista, si su preferencia máxima se inclina, como la de cualquier otro
hombre, hacia el gozo vibrante, en vista de que no ha llegado a conseguir
este goce vibrante, prefiere vibrar en el sufrimiento, antes que no vibrar en
absoluto.) Todo ocurre, por tanto, como si yo temiese sobre todo la inmo-
vilidad de mi “estado” profundo, y, en segundo lugar, la oscuridad de este
“estado”; como si temiese, sobre todo, no sentirme vivir (por lo tanto, vi-
brar, por cuanto el movimiento es el criterio esencial de la vida) y, en se-
gundo lugar, no sentirme contento. El hombre pretende, generalmente, que
desea la “felicidad”. Esta pretensión corresponde a la intuición exacta de que
el estado profundo del hombre realizado sería luminoso e inmóvil, Pero, de
hecho, esta pretensión está en desacuerdo con el comportamiento del hom-
bre común, el hombre común no vive para ser dichoso, no tiende
Prefacio .........................................................................................................4
Prólogo ....................................................................................................... 11
Primera parte: Reflexiones sobre el budismo Zen .................... 16
I Acerca del sentido general del pensamiento Zen ............................. 16
II El “bien” y el “mal”............................................................................. 21
III La idolatría de la “salvación” ............................................................ 29
IV El existencialismo del Zen ................................................................ 32
V Los mecanismos de la angustia .......................................................... 42
VI Los cinco modos de pensamiento del hombre común. Condiciones
psicológicas del satori. .......................................................................... 57
VII La libertad, “determinismo total”................................................... 73
VIII Los estados egotistas....................................................................... 78
IX Del inconsciente Zen ......................................................................... 82
X La angustia “metafísica”...................................................................... 89
XI Ver en su propia naturaleza El espectador del espectáculo ......... 94
XII Cómo concebir prácticamente el trabajo interior según el Zen106
XIII La obediencia a la naturaleza de las cosas ................................. 114
Segunda parte. Estudios psicológicos según el pensamiento Zen 125
Prefacio .................................................................................................... 125
I Emoción y estado emotivo ................................................................ 129

86
II Sensación y sentimiento .................................................................... 146
III Sobre la afectividad .......................................................................... 156
IV El jinete y el caballo.......................................................................... 163
V El error primordial o “pecado original” ......................................... 169
VI La presencia inmediata del satori. .................................................. 177
VII Pasividad de la mente y desintegraron de nuestra energía........ 183
VIII Sobre la noción de “disciplina” ................................................... 199
IX Las compensaciones......................................................................... 213
X La alquimia interior ............................................................................ 227
XI De la humildad.................................................................................. 238
sea mayor que su preferencia por la luz explica el que sus goces sean
precarios; cuando se siente dichoso, concede más valor a la agitación —con
la que se esfuerza por conseguir todavía un goce mayor— que a su dicha
misma. Esto se traduce en una reivindicación ilimitada de goce que termina
siempre por caer en los límites del plano temporal y por acarrear el derrumbe
de la dicha. (Mirad un hombre que ha tenido un gran éxito: desea “festejar”
el suceso de inmediato y añadir todas las satisfacciones que pueda a su satis-
facción primera).
De las dos preferencias distintas que el hombre común experimenta
por sus “estados” la preferencia secundaria por la “luz” es justa; pero su
preferencia primordial por la agitación es errónea y engendra todas sus des-
dichas. Y a causa de su deseo de sentir que la vida vibra incesantemente, es
decir (en la situación egotista en que está todavía), de sentirse afirmado en
cuanto distinto, continúa hundido en las miserias del dualismo y en sus des-
garradoras contradicciones.
Sólo la comprensión puede liberar al hombre de esta preferencia ab-
surda; la comprensión le revela que no hay que temer esta inmovilidad inte-
rior que lo aterra, sino que ella significa la salvación. En efecto, en la situa-
ción egotista en que se encuentra actualmente, no puede tener a la vez luz e
inmovilidad; si se dedica, una vez iniciado, a preferir de hecho, es decir, a
buscar la inmovilidad, tendrá al mismo tiempo oscuridad; la “Noche” de San
Juan de la Cruz, si está inmóvil, es al mismo tempo oscura. Pero esta noche
es muy soportable cuando estoy instalado en la inmovilidad que ya no temo,
y en la que, por el contrario, pongo mi esperanza.
Este trabajo interior no consiste en “hacer” nada nuevo: consiste,
solamente —puesto que se ha comprendido— en acordarse espontánea-
mente de lo absurdo de las esperanzas que ponemos, de manera mecánica y

87
natural, en nuestras agitaciones interiores y del nocivo absurdo de estas agi-
taciones. Cada vez que yo concibo este pensamiento revelado, no natural,
mi agitación decae más o menos completamente. Abandonando la preten-
sión de resolver mi proceso “ser-nada”, me confío a mi Principio para que
él disipe los fantasmas de este absurdo proceso; ya no hago, sino que dejo hacer
a mi Principio invisible, en el que creo sin verlo. Yo no tengo, por mi parte,
más que mantener y enriquecer mi comprensión per medio de un trabajo
intelectual honrado, de suerte que los efectos espontáneos de esta compren-
sión se enriquezcan igualmente.

88
X La angustia “metafísica”

Cuando rae siento angustiado con respecto a determinada circuns-


tancia de mi vida, ¿qué sucede en mí? Mi angustia resulta del encuentro con
el No-Yo, y traduce mi temor a ser vencido en el encuentro. Puesto que
debato sin cesar sobre el proceso de mi “ser” o de mi “nada”, a propósito
de las circunstancias particulares de mi vida, mi angustia traduce mi temor a
resultar condenado en este proceso. He tratado de vencer al No-Yo y en-
tonces temo no conseguirlo y encontrarme, al fracasar, con la negación de
mi ser.
Pero, no habría intentado vencer al No-Yo y ganar el proceso de mi
ser si ese proceso no hubiera existido primeramente en el fondo de mí
mismo, si yo no hubiese abrigado una duda con respecto a mi ser. Por con-
siguiente, detrás de la angustia que he experimentado en el fracaso momen-
táneo de mi proceso, hay otra angustia, angustia permanente que sostiene el
proceso mismo. Detrás de la angustia fenomenal o “física”, experimentada
en el plano de los fenómenos, hay una angustia “noumenal” o “metafísica”
que reside más allá de mis fenómenos.
Esta angustia “metafísica” es la angustia principial, o primaria, que
condiciona mi angustia ordinaria, secundaria. Vamos a tratar de precisar su
naturaleza.
Ante todo, es inconsciente. El hombre “no realizado” sólo tiene con-
ciencia de fenómenos; no podría, por lo tanto, tener conciencia de una an-
gustia que está más allá de los fenómenos. Veamos, ante todo, qué sucede
en nosotros cuando estamos contentos; estoy contento porque me siento
afirmado en el antagonismo Yo, No-Yo, porque mi proceso interior está
momentáneamente en buena posición, en vías de triunfar.
Pero, detrás de esta satisfacción —que depende del buen giro que
toma el proceso— existe siempre este proceso, por lo tanto, la duda sobre
mi ser, y, por tanto, la angustia “metafísica”; la angustia “metafísica” reside
tanto en el origen de mis alegrías, como en el origen de mis angustias cons-
cientes, y ella está igualmente inconsciente de ambas.
Por lo tanto, la angustia “metafísica”, inconsciente, también se ca-
racteriza por su permanencia. Está siempre presente, siempre la misma, de-
trás de nuestros fenómenos afectivos y de su dualismo gozo-sufrimiento.

89
Vamos a demostrar, por otra parte, que es ilusoria, irreal, que ella no
“es” (aunque nos haya parecido hace poco que “es” noumenalmente) sino
que simplemente todos nuestros fenómenos afectivos ocurren como si ella existiera.
Observemos que ella constituye, junto con el gozo y el sufrimiento
condicionados por ella, el triángulo que ya conocemos, triángulo cuyo vér-
tice superior representa el Principio Conciliador y cuyos vértices inferiores
representan los principios inferiores positivo y negativo:
Angustia “metafísica”

Gozo Sufrimiento

Pero este triángulo tiene cosas sorprendentes: a la inversa de lo que


hemos visto en todos los otros casos, el Principio superior lleva aquí un
nombre negativo. ¿Por qué? Esto corresponde al hecho de que la Fe está
dormida en el hombre “no realizado”, al hecho de que este hombre cuya Fe
está dormida no ve su naturaleza-de-Buda. Como este hombre no ve su na-
turaleza-de-Buda, todo sucede en él como si le faltase esta naturaleza que,
sin embargo, es la suya. Como el Ser no se ha despertado en el centro del
hombre, todo sucede en él como si en ese centro reinase una Nada que ha-
bría que rechazar. Como no se ha despertado en el centro del hombre la
perfecta Felicidad existencial, todo ocurre en él como si te centro estuviese
ocupado por una angustia primordial. Pero esta angustia primordial no “es”.
Comprendemos entonces que el triángulo que observamos hace un mo-
mento estaba mal dibujado; es más correcto dibujarlo así
Gozo Sufrimiento

Es un triángulo invertido ilusoriamente por la ignorancia. En el


hombre iluminado por el satori esta inversión desaparece y el triángulo se

90
convierte en
Gozo Absoluto

Gozo relativo Sufrimiento relativo

La angustia “metafísica” no puede ser consciente puesto que es com-


pletamente ilusoria. El hombre no puede adquirir conciencia de ella sin que
esa angustia se aniquile. Ni siquiera se puede decir que el satori resulta de
alcanzar la conciencia de la angustia “metafísica”; vale más decir que el satori
se produce cuando se despierta el centro del hombre, este centro en el que
se suponía que existía la angustia “metafísica” mientras el centro dormía.
Todas las angustias que el hombre puede experimentar consciente-
mente son angustias secundarias: ninguna merece el nombre de angustia pri-
maria o “metafísica”. A veces, el hombre está angustiado con respecto a
grandes problemas filosóficos relativos a su condición; es decir, se siente
angustiado con respecto a cuestiones metafísicas, pero este hombre está
atormentado por imágenes mentales, por fenómenos, por formas; sufre en
el plano fenomenal, físico, no sufre en el “metafísico”. Otro hombre puede
sentirse angustiado por el pensamiento de tener que renunciar a ciertas com-
pensaciones ilusorias; acaso crea entonces que esta angustia de perder su
personalidad para fundirse en lo universal merece el nombre de angustia
“metafísica”. Pero este hombre tiene un falso concepto del renunciamiento,
no sabe que el verdadero renunciamiento consiste en superar aquello que ha
sido depreciado por la comprensión que interpreta la experiencia; este hom-
bre no está, como cree, angustiado por lo universal, sino por valores parti-
culares por los cuales aún siente afecto y a los que amenaza un concepto
falso de la Realización. No, ninguna angustia sentida conscientemente puede
considerarse “metafísica”; no podría haber angustia en el plano del Princi-
pio, en el nivel de nuestra fuente creadora.
Por otra parte, no puede existir, repitamos, ni una sola angustia sen-
tida conscientemente que no tenga en su origen la angustia “metafísica” in-
consciente, imagen inconsciente invertida de la Felicidad existencial dor-
mida. Esta falsa imagen inconsciente es la causa eficiente de todos nuestros
91
sufrimientos “morales”; las circunstancias de la vida con respecto a las cuales
sufrimos no son —al contrario de lo que creemos corrientemente— más
92que causas determinadoras. Una madre que ha perdido a su hijo no sufre,
como ella cree, porque su hijo está muerto; sufre, a causa de esa muerte
porque se cree abandonada por su Principio, sufre porque el acontecimiento
ha provocado en ella la impresión profunda de no “ser”.
Si ninguna angustia sentida conscientemente puede ser la angustia
primaria, “metafísica”, es importante advertir que nuestras angustias secun-
darias están más o menos alejadas de la engañosa angustia primordial. Nuestras
angustias se escalonan en una jerarquía cualitativa según el grado de profun-
didad de nuestra comprensión. Mi angustia está a mayor distancia de mi
fuente, si mi comprensión de la vida interior es nula, si estoy enteramente
persuadido de que mi preocupación concreta, particular, es la causa real de
mi sufrimiento. A medida que adelanto en la comprensión correcta de la
vida interior, elimino este engaño; disminuye mi creencia en el papel causal
de la circunstancia accidental particular; gradualmente atribuyo mi sufri-
miento, no a lo que me ocurre personalmente sino a mi condición humana
universal, esta condición que comparto con todos los seres humanos. El
proceso de mi ser o de mi nada, cesa de debatirse en la medida en que esta
comprensión opere efectivamente en mí; es decir, en la misma medida en
que las causas de mi angustia se universalicen en mi comprensión, en esa
misma medida ceso de sufrir. Cuanto más densidad fascinadora pierdan mis
imágenes mentales más sutil es mi angustia y más se acerca a su manantial,
y más se atenúa, al mismo tiempo, esta angustia. De este modo puede com-
probarse de qué modo la comprensión libera poco a poco al hombre de la
angustia; cuarto más profundamente comprenda que mi angustia depende
de una condición que no es en modo alguno particular, más rápidamente se
esfuma mi famoso v absurdo proceso “ser” o “no-ser” del que procedían
todas mis angustias. La comprensión no hace girar el proceso en el sentido
de ser absuelto, sino que disipa los fantasmas del ilusorio proceso y atenúa
progresivamente todas las emociones que procedían de esta “caverna de fan-
tasmas”. Así nos encaminamos en dirección al satori. Según las descripciones
de los maestros Zen, los estados interiores que preceden y anuncian la ex-
plosión del satori son estados de serenidad, es decir, de neutralidad afectiva;
la conciencia de este hombre se ha acercado poco a poco a su centro, a ese
centro donde se suponía que residía la angustia “metafísica”, madre de todas
las angustias; cuanto más se acerca, más leve ’ es su angustia, tan tenue que
desaparece totalmente en los últimos instantes que preceden al satori; cuanto

92
más se acerca este hombre al punto que se suponía que residía la angustia
“metafísica”, mejor comprueba que no la ve, mejor comprueba que no ha
existido jamás. La dolorosa “creencia” se esfuma entonces en la serenidad;
junto con esta creencia desaparece la contracción que cerraba el “tercer ojo”
y que le impedía hasta entonces la visión del perfecto goce existencial.

93
XI Ver en su propia naturaleza El espectador del espectáculo

Volvamos ahora a las condiciones psicológicas del satori y a la nece-


sidad de ejercitarnos en percibir interiormente, más allá de toda forma, nues-
tra impresión de existir-más-o-menos. Este es en efecto, lo capital del tra-
bajo interior concreto cavo objeto es nuestra transformación.
El Zen nos dice: Ved directamente en vuestra propia naturaleza. Bien; pero
yo; hombre común, me doy cuenta de que no consigo realizarlo. Esta visión
depende de la “apertura del tercer ojo” y todo sucede en mí como si este
“tercer ojo” estuviera siempre cerrado. He comprendido que este “tercer
ojo” existe en mí y que no está cubierto por ninguna tela; no está enfermo,
no hay que curarlo; pero está habituado a permanecer cerrado y hay algo que
debo hacer para perder esa costumbre; me pregunto, pues, cómo puede per-
derse esa costumbre de la que resultan todos mis sufrimientos. He compren-
dido que debe haber una cierta manera de mirar con mis dos ojos comunes,
es decir, con mi atención común, que hará desaparecer poco a poco la con-
tracción del párpado del “tercer ojo” y me permitirá un día ver, súbita y
definitivamente, en mi propia naturaleza. Me pregunto entonces cuál es esta
manera. Cuál es esta mirada que, posible en mi condición actual e incapaz
por sí misma de facilitarme la “visión de mi propia naturaleza”, ha de modi-
ficar, sin embargo, de tal forma mi condición que ésta cesará de oponerse a
la “apertura del tercer ojo”. Sé que el esfuerzo útil no será un esfuerzo de
contracción, sino un esfuerzo de relajamiento; pero me pregunto: ¿Cuál es,
exactamente, este esfuerzo de relajamiento que debo hacer y que, aunque
infructuoso en sí mismo —puesto que una manifestación inferior no podría
ser causa de una manifestación superior—, me hará dócil al fin, a la acción
directa de la Realidad Intemporal?
Este esfuerzo de relajamiento, es cierta mirada interior; esta mirada
interior, ya lo hemos dichones la que dirijo hacia el centro de todo mi ser
cuando debo responder a la pregunta: “¿Cómo se encuentra usted en este
momento desde todo punto de vista?” Si me preguntan: “¿Cómo se siente
en este momento desde el punto de vista físico?”, miro en mí mismo, de
forma que pueda percibir lo que se llama mi cenestesia, lo que llamaré aquí
mi cenestesia física. Si me preguntan: “¿Cómo se encuentra en este momento
desde el punto de vista «moral»?”, yo miro en mí mismo para percibir lo que
llamaré mi cenestesia psíquica (lo que se llama también mi “estado” de alma o

94
mi “humor”). Y cuando me preguntan: “¿Cómo se encuentra usted en este
momento desde todos los puntos de vista a la vez?”, miro en mí para percibir
lo que llamaré mi cenestesia total. Es esta última forma de mirar la que consti-
tuye el esfuerzo esencial para obtener un día la explosión “abrupta” de la
“visión en mi propia naturaleza”.
Para estudiar esta percepción interior especial que es la cenestesia
total, utilizaremos sus similitudes con la cenestesia física. Dos puntos son
interesantes: en primer término, la cenestesia es una percepción obtenida por
una descontracción; no puedo percibir, por ejemplo, la sensación cenestésica de
mi brazo derecho, que consiste en sentir la existencia de mi brazo —o en
sentir mi brazo “desde el interior”— si mi brazo está contraído; en este es-
tado de contracción, la sensibilidad de mi brazo está proyectada sobre su
superficie, tengo que relajar mi brazo para sentirlo en su eje central, como si
su sensibilidad refluyese entonces a la médula de sus huesos. Por otra parte,
la percepción cenestésica es in-formal (sin forma). Cuando mi brazo está
contraído, siento su forma; cuando, por el contrario, está relajado todo lo
posible durante algunos minutos y su sensibilidad ha refluido enteramente a
su eje central, siento este brazo, es cierto, siento que existe (esto corresponde
a la sensación indolora que un amputado conserva de su brazo ausente),
pero no siento ya su forma; si pienso en él desde el punto de vista espacial,
lo siento tan grande como el universo entero, como si su forma hubiese
estallado y se hubiese disuelto en la totalidad del espacio; tengo entonces de
él una percepción in-formal.
Estos dos puntos —percepción descontraída y percepción in-for-
mal— son comunes a las tres cenestesias. Pero la cenestesia física difiere de
las otras dos en un punto de vista capital: el punto_ de vista “tiempo”. La
percepción de mi existencia física es capaz de continuidad en la duración;
puedo sentir mi brazo (o todo mi cuerpo físico) “desde el interior” durante
cierto tiempo continuo. Por el contrario, cuando percibo mi cenestesia total,
es decir, cuando me siento desde el interior en mi totalidad psicosomática,
ésta no es más que un relámpago instantáneo v no puedo mantenerme en él
con la menor continuidad temporal; esta percepción se me escapa al mismo
tiempo que me llega. Se me escapa en su pureza in-formal y deriva en seguida
hacia percepciones formales. Durante un instante, por ejemplo, “no me
siento muy bien”, sin que esa molestia tenga forma alguna; en seguida siento
qué modalidades tiene mí malestar, cómo es que no estoy muy bien, y por qué,

95
a mi juicio, estoy así, y lo que proyecto para ponerme mejor, y así sucesiva-
mente.
Así, pues, mi esfuerzo para percibir puramente mi existencia total,
no ha logrado más que darme la percepción de mi estado de existencia actual,
instantáneo. Por lo tanto, la mirada que me da esta percepción es a la vez
una mirada que ve y que no ve; ve algo en lo que mira, puesto que ve un
aspecto instantáneo que no carece de realidad, pero no ve lo que nidia en la
realidad moviente que sostiene todos estos aspectos instantáneos. Falta una
dimensión; el tiempo. Esta dimensión es la que hay que conquistar para que
mi percepción de existir sea una conciencia real conciencia de sí.
Esta diferencia que separa mi cenestesia total de mi cenestesia somá-
tica es causa de otra diferencia entre estas dos percepciones. Si mi percep-
ción global de existir tiene de todos modos cierta realidad, ello es en la me-
dida en que esta percepción instantánea se opone a una percepción interior,
es decir, en la medida en que me siento existir más o menos, que hace un
momento. Si me sustraigo a las excitaciones del mundo exterior para consa-
grarme a realizar repetidos esfuerzos de percepción de mi estado de existen-
cia, tales esfuerzos, al poco tiempo, ya no darán resultado alguno; como mi
estado de existencia no varía en este cierre a las influencias exteriores, mis
estados instantáneos son idénticos porque no se oponen; el elemento
“tiempo”, que estaba representado por estas oposiciones de un instante al
otro —en el recuerdo que yo tenía en este instante del instante precedente—,
ha desaparecido, y con él toda percepción in-formal de existir. Si, como ya
hemos dicho, la dimensión “tiempo” falta en la conciencia del hombre co-
mún, es necesario por lo menos que el tiempo esté representado por la me-
moria —y que se manifieste así a propósito de modificaciones en mi estado
de existencia— para que haya cierta percepción de existir. De todas formas,
esta percepción es relativa; en mi condición de hombre común, no puedo
sentirme existir “simplemente”, no puedo tener, como percepción in-for-
mal, más que la de “existir- más-o-menos-que-hace-un-momento”. (Es distinto de
lo que sucede en mi cenestesia física; y, a causa de que la percepción física
de mi brazo participa en lo absoluto, en lo intemporal, un amputado siente
todavía la existencia del brazo que ya no tiene.)
La percepción de existir que hoy me es posible es, por lo tanto, una
percepción limitada al instante y es relativa: no es más que una percepción ins-
tantánea de existir-más-o-menos-que-hace-un-momento. Mi impresión de
existir varía incesantemente de acuerdo con las peripecias de mis relaciones

96
con el mundo exterior. Puede compararse esa impresión con el “ludión”, ese
aparato que sube o baja en el interior de un recipiente. Según que yo me vea
afirmado o negado por el mundo exterior, mi ludión sube o baja. Y mi per-
cepción de existir-más-o-menos consiste en percibir instantáneamente la si-
tuación de este ludión en relación con la que ocupaba un momento antes.
Percibo las posiciones del ludión en sus relaciones recíprocas, es de-
cir, veo el ludión más alto o más bajo de lo que estaba poco antes. Pero no
puedo actualmente, verlo moverse; sólo percibo sus desplazamientos indirecta-
mente, al percibir diferencias de nivel entre mis visiones instantáneas, suce-
sivas; no lo percibo directamente. Estos desplazamientos del ludión, estas
modificaciones de mis “estados” traducen mi movimiento vital más pro-
fundo, representan la primera manifestación fenomenal de existencia “nou-
menal”, de mi Principio, del Principio Supremo Universal de lo que él Ve-
danta llama el SIIX. Percibo estados instantáneos, diferentes y contrastados
de la manifestación de mi Principio, pero no percibo esta manifestación en
su continuidad. Sólo el Principio ve su manifestación en su continuidad; y
mi conciencia no gozará de su identidad con su Principio basta tanto pueda
ver en su continuidad esta manifestación que es el espectáculo de mi crea-
ción, es decir, —como declara también el Vedanta— cuando yo sea el Em-
perador de mi espectáculo.
Frecuentemente se comprende mal este concepto de “espectador del
espectáculo”; algunos creen que el espectáculo de que se trata está en el pla-
no de nuestros fenómenos interiores formales, es decir, que este espectáculo
sería el film imaginativo de nuestras ideas y sentimientos. Esto es un grave
error que nos empuja hacia una “introspección” ordinaria, que nos esclaviza
cada vez más a nuestro mundo imaginativo. El problema, encarado desde
este plano inferior, es insoluble; nosotros no podemos ser espectadores ac-
tivos de nuestro film imaginativo; sólo lo vemos cuando no lo miramos activa-
mente; toda mirada activa lo detiene. El espectáculo del que nosotros habre-
mos de ser Espectadores está situado en un nivel superior al del film imagi-
nativo; está en el plano de nuestro movimiento primero, profundo, in-for-
mal, del que luego derivan todos nuestros movimientos; interiores formales.
Y este movimiento primero es a lo que nosotros hemos llamado el movi-
miento del “ludión”, desplazamientos hacia arriba o hacia abajo con res-
pecto a nuestro estado interior total, síntesis y fuente de nuestros estados

IX Sí — pronombre personal.

97
somáticos y psíquicos.
En resumen, para obtener el satori, hay que conseguir la transforma-
ción de estas percepciones instantáneas de existir-más-o-menos-que-hace-
un-momento, en una percepción continua que será, simplemente percep-
ción de existir. El hombre puede llegar a ello a fuerza de adiestrarse en tener
cada vez mayor número de estas percepciones instantáneas. Una conspira-
ción nos ayudará a comprender qué se produce en el curso de esa tarea Su-
pongamos que se proyecta un film a razón de una imagen cada diez segun-
dos: vemos cada imagen con claridad; supongamos que después la proyec-
ción se acelera muy progresivamente; durante cierto tiempo vemos todavía
las imágenes claramente en su discontinuidad; ha de venir después un mo-
mento en el que ya no las vemos claramente en su discontinuidad, y en que
todavía no vemos el film claramente en su continuidad; por último, la velo-
cidad de proyección alcanza un grado suficiente como para permitirnos con-
templar claramente el film en su continuidad. El Zen describe muy bien el
punto intermedio que separa la visión clara y muerta (conciencia ordinaria)
de la visión clara y viviente (conciencia después del satori). En su apogeo,
este punto intermedio es designado por el Zen con el nombre de Tai-i
(“Gran duda”), y se nos describe como un estado mental de completa con-
fusión sin forma (confusión tan completa y tan desprovista de formas que
no es en absoluto un caos y se asemeja a la pureza transparente de un in-
menso cristal detrás del cual no hubiera nada todavía). La noción de las tres
situaciones sucesivas de que hablamos se encuentra también en este pasaje
del Zen: “Antes de que un hombre estudie el Zen, para él las montañas son montañas
y las aguas son aguas; cuando, gracias a las enseñarnos de un buen maestro, ha obtenido
cierta visión interior de la verdad del Zen, para él las montañas ya no son montañas y las
aguas ya no son aguas; pero, después de esto, cuando llega realmente al asilo del reposo,
nuevamente las montañas son montañas y las aguas son aguas”.
Vayamos ahora a la práctica del trabajo interior tal como nosotros lo
encaramos actualmente. Con respecto al “cómo” de este trabajo, no pode-
mos decir más de lo que ya hemos dicho; repitamos solamente que la difi-
cultad de esta mirada interior reside en su simplicidad; cuando no se consi-
gue mirar como es debido, es siempre a causa de que buscamos tres pies al
gato; se trata, sencillamente, de ver si uno se siente mejor globalmente o peor
globalmente, si el ludión ha subido o ha bajado.
Esta mirada, precisémoslo, es útil solamente si el hombre que se ejer-
cita en ella ha comprendido profundamente, con una verdadera evidencia

98
intelectual, que, como la obtención del satori es la única solución posible de
su condición actual angustiada, no tiene absolutamente importancia que el “ludión”
esté alto o bajo; lo único importante es conseguir la percepción continua de su
movimiento, y no ser dichoso o desgraciado, temblar o sentirse seguro, etc...
Por encima de las preferencias afectivas que persisten evidentemente, debe
quedar bien establecida. Ja. imparcialidad de comprensión intelectual. En el
mismo orden de ideas, es evidente que la mirada de que hablamos supone la
comprensión de la igual nulidad de las formas de todos nuestros mecanis-
mos. En un primer momento, el hombre debe analizar sus mecanismos para
comprender qué es la mecanicidad interior; pero el trabajo interior concreto
supone que todo esto se ha hecho y que se ha dejado ya de conceder interés
a sus “complejos”. El trabajo de comprensión teórica tiene que hacerse, y
muy bien, antes de que pueda emprenderse el trabajo interior concreto.
Pero aún debemos estudiar una cuestión importante: puesto que —
como \ todo hombre común—, tengo cinco modos diferentes de pensa-
miento, ¿cuál de estos modos constituirá el clima psicológico más favorable
para mis esfuerzos por “ver en mi propia naturaleza”? La respuesta es sen-
cilla: sólo un modo de pensamiento es compatible con esta percepción y es
el cuarto, el del hombre que se adapta al mundo exterior real. Cuando mis
variaciones de estado de existencia dependen del mundo exterior no-real no-
presente creado por mi imaginación, es decir, de un film imaginativo que
fabrico fuera del presente real con los materiales de mi reserva de imágenes,
en ese momento mi herramienta mental está enteramente ocupada en esta
fabricación y no está disponible para una percepción activa. No puedo per-
cibir activamente mis estados variados de existencia más que cuando estas
variaciones no dependen, de mi actividad, sino de una actividad distinta de
la mía, es decir, de la actividad del No-Yo, del mundo exterior real presente.
Y esta actividad del mundo exterior real presente sólo concierne a mi psi-
quismo durante los períodos en los que me articulo con este mundo, en los
que me adapto a lo real. Podría objetárseme que, aún en esos momentos,
mis variaciones de estados dependen de una cierta actividad de mi mente;
sin duda, pero se trata de actividad reactiva; reactividad, no actividad; cuando
me adapto al mundo exterior real, la iniciativa de los mecanismos que han
de provocar mis estados está fuera de mí, no en mí, y eso es lo que importa;
desde el momento en que esta iniciativa está fuera de mí, mi iniciativa me
queda disponible para una percepción activa.
La experiencia nos demuestra, mejor que todos los razonamientos,

99
lo que acabo de decir. Si deseo percibir mi estado de existencia en un mo-
mento de ensoñación, o en un momento en que medito, debo suspender mi
actividad para lograrlo, tengo que suspender lo que es mi vida del momento,
debo dejar de vivir. Si, por el contrario, deseo percibir mi estado de existen-
cia en un momento en que tengo una ocupación concreta real, me doy
cuenta de que puedo hacerlo sin detener mi acción, que puedo sentirme en
el centro mismo de mi acción. El film imaginativo que tengo en mi mente
cuando presto atención al mundo exterior presente está calcado sobre este
mundo, es reactivo; es el mundo exterior el que tiene la iniciativa; este film
imaginativo reactivo no entorpece mi percepción de mi estado de existencia;
es como una rueda que gira según el ritmo regular del cosmos y en el centro
de la cual mi atención puede colocarse en la percepción de mi estado de
existencia en este instante. Por el contrario, todo film imaginativo activo,
fabricado por mi mente, sin contacto con el mundo exterior pre-
sente, me impide la percepción de mi estado de existencia. El trabajo interior
es, pues, incompatible con el sueño, con el ensueño y con la reflexión medi-
tativa: sólo es compatible con la vida adaptada al mundo concreto presente.
Así podemos comprender por qué los maestros Zen han repetido
tan a menudo que “el Tao es nuestra vida cotidiana”. Un monje pedía en cierta ocasión
a su maestro que lo instruyese en el Zen. El maestro le dijo: ¿Habéis tomado vuestro
desayuno? “Ya lo he tomado” —respondió el monje. “Pues bien, entonces, id a fregar los
platos”. El Zen dice también: “Cuando tenemos hambre, comemos; cuando tenemos
sueño, acostamos; ¿cómo interviene en todo esto lo finito y lo infinito? Solamente cuando
el intelecto, fértil en inquietudes, entra en escena y hace de las cesamos, de vivir nos imagi-
nemos que nos falta algo”.
El trabajo interior consiste en un trabajo de descontracción, en un
“no- actuar” opuesto a nuestras agitaciones interiores reflejas; es una simpli-
cidad opuesta a nuestra complejidad natural; y el Zen insiste con frecuencia
en esta sencillez, en este relajamiento. A veces llegamos a pensar, por ello,
que el trabajo interior debe ser fácil, que no hay que molestarse; a causa de
nuestra ignorancia del “no-actuar” creemos que sólo para “hacer” hay que
esforzarse. Tratemos, sin embargo, de descontraer todo nuestro cuerpo y de
mantenerlo en una descontracción completa durante cinco minutos; vere-
mos entonces cómo debemos esforzarnos para mantener una vigilancia sin
la cual uno u otro grupo muscular pronto volvería a ponerse en tensión. Por
eso, el Zen, aunque hace recordar con frecuencia la simplicidad del trabajo

100
interior, dice también: “La paz interior sólo se obtiene después de una batalla encar-
nizada con nuestra personalidad. La batalla debe rugir en todo su vigor y toda su virilidad;
de otro modo, la paz que reina es sólo un simulacro”. Esta batalla con su personali-
dad no se libra en el plano de las formas; no es, por ejemplo, la batalla contra
sus “defectos”: es la batalla con la inercia mental que engendra todas nues-
tras agitaciones interiores formales, batalla contra esta comente para remon-
tarla poco a poco hasta reintegrar nuestra conciencia a la fuente in-forma de
nuestro ser.
Ahora tenemos que completar lo que hemos dicho acerca de las re-
laciones de compatibilidad o de incompatibilidad que existen entre el es-
fuerzo para “ver en su propia naturaleza” y nuestros cinco modos de pensa-
miento. Hemos de profundizar más aún en la distinción que hemos hecho
entre “film imaginativo reactivo”, calcado sobre el mundo exterior presente
y “film imaginativo activo” fabricado por nuestra mente con los materiales
de nuestra reserva de imágenes. Esta distinción es paralela a una distinción
que nos impone la observación de nuestra vida psicológica concreta: vivimos
a la vez en dos planos distintos: el plano de la sensación y el plano de la
imagen. En su mayoría los hombres, por ejemplo, ambicionan la riqueza, el
lujo; esperan al lograrlos, afirmaciones de sí mismos; de hecho el hombre
rico recibe de sus riquezas afirmaciones de sí mismo. Pero estas afirmaciones
son de dos clases: mi riqueza me afirma en el plano de la sensación favore-
ciendo mi vida orgánica (buena alimentación, buen reposo, impresiones sen-
soriales solazantes, etc.) y en el plano de la imagen (siento que soy "alguien"
porque tengo todo eso). El plano de la sensación corresponde a la cenestesia
física; el plano de la imagen a la senestesia psíquica. Advertimos al mismo
tiempo que el plano de la sensación es real, mientras el plano de la imagen
es ilusorio; en efecto, ,el plano de la sensación corresponde al hombre en
tanto que él es como todos los otros hombres, es decir, al hombre universal;
mientras que el plano de la imagen corresponde al hombre en tanto que él
se ve y se desea único, distinto, es decir, al hombre personal egotista, imagen
ilusoria de sí mismo. (Ilusoria porque, si cada hombre difiere de todos los
demás, no es más que por modalidades de forma, pero de ninguna manera
en su condición específica).
El hombre común, salvo cuando duerme profundamente, no vive
jamas en uno solo de estos planos: vive siempre en los dos planos a la vez.
Su mente nunca se limita a elaborar film reactivo (plano de la sensación), o
bien un film activo (plano de la imagen); elabora sin cesar los dos films a la

101
vez, uno reactivo, otro, activo; su atención se desplaza de uno de estos films
al otro y no está más que en uno simultáneamente, pero los dos films son
elaborados sin interrupción, paralelamente. Es bastante fácil, en primer lu-
gar, comprobar que yo no vivo en el plano de la sensación sin vivir al mismo
tiempo en el plano de la imagen; el proceso de mi “ser” o de mi “nada" se
debate en mí sin tregua y es influido por todo lo que me sucede en el plano
de la sensación; según experimente un malestar o un bienestar físico, yo
dudo de mi mismo o tengo confianza mí, etc. Por el contrario, puedo parecer
que vivo a veces únicamente en el plano de la imagen; nosotros vamos a ver,
sin embargo, que no es así y también nos daremos cuenta de que el plano de
la imagen está basado en el plano de la sensación del que depende y del cual
es una consecuencia. Estudiemos, para ello, un caso en el que la operación
del plano de la imagen es, sin embargo, forzado hasta el máximo; un rico
financiero fracasa en sus negocios y se mata para escapar a una vida dismi-
nuida en la que ya no sería “alguien”; este hombre destruye su cuerpo para
salvar su imagen de sí mismo; al parecer, un acto de esta especie es realizado
únicamente en el plano de la imagen y existe aquí prioridad de este plano en
relación con el plano de la sensación; pero observemos desde más cerca: este
se mata para evitar la desconsideración: pero esta desconsideración le resulta
insoportable solamente porque es la pérdida de una consideración a la que
confería extremado valor y atribuía ese valor a la consideración que de él
tenían los demás solamente porque esta consideración, esta afirmación de sí
mismo por los otros representaba una alianza de los otros con él en su com-
bate contra el No-Yo, es decir, una protección de tu organismo contra la
muerte; por muy paradójico que parezca el caso, este hombre se mata para
conservar lo que lo protege virtualmente contra la muerte. A la luz de este
ejemplo, comprendo que el plano de la imagen es una especie de construc-
ción ilusoria que edifica mi mente imaginativa “activa” sobre el plano de la
sensación; todo lo que deseo en el plano de la imagen, es decir, todo lo que
me afirma en este plano, considero que me afirma porque al fin y al cabo lo
considero favorable a mi organismo. Yo digo “al fin y al cabo” porque no
existe una coincidencia inmediata entre mi afirmación imaginativa y la afir-
mación orgánica de donde deriva. He aquí, por ejemplo, un poderoso hom-
bre de negocios que trabaja sin cesar y se enriquece mucho; esta agitación
cotidiana es una negación con respecto al plano de la sensación; este hombre
lleva, según la expresión popular, “una vida de perro”; sin embargo, si con-
cede importancia a su situación, es porque el poder que ella le confiere re-

102
presenta una protección virtual de su organismo contra la muerte; este hom-
bre, también, se mata “a fuego lento” para mantener y aumentar aquello que
lo protege contra la muerte. No existe coincidencia inmediata entre la afir-
mación que este hombre recibe en el plano de la imagen y la que su riqueza
le procuraría eventualmente en el plano de la sensación; y, sin embargo, esta
última afirmación, por virtual que sea, es la que determina y sostiene a la
primera.
Luego el hombre común vive constantemente en estos dos planos a
la vez. Estos dos planos corresponden a los dos dóminos, somático y psí-
quico, que ya hemos estudiado en otro capítulo. Recordemos que todo epi-
sodio de nuestra vida se traduce, por fin, en nosotros en reacciones conco-
mitantes en estos dos dominios, pero que los contactos del mundo exterior
que van a provocar estas reacciones en los dos dominios a la vez nos llegan
a través de uno o a través del otro. Yo resulto afectado por el mundo exterior
bien en el plano de la sensación (mundo exterior efectivamente presente),
bien en el plano de la imagen (mundo exterior rememorado) pero yo experi-
mento cada uno de estos dos contactos a la vez en los dos planos.
Aunque el hombre común vive constantemente en los dos planos a
la vez, nosotros hemos dicho que en cada instante sólo está atento a uno de
ellos. Cuando el hombre sueña, (dormido o despierto) y cuando medita, su
atención esa fija sólo en el plano de la imagen, sólo en 1 film imaginativo
activo; el film imaginativo reactivo se elabora paralelamente, pero la atención
no está fija en él. Sólo cuando se adapta al mundo exterior presente, el hom-
bre experimenta su vida (gracias a las rápidas alternaciones de su atención)
en el plano de la sensación v en el plano de la imagen a la vez. Si me observo
bien, me doy cuenta de que “forjo ensueños” siempre un poco, y, lo más a
menudo, enormemente, al mismo tiempo que me adapto a lo real presente
para articularme con el mundo exterior y manejarlo. Al saber esto, ahora
podemos volver de una manera más exacta a la compatibilidad que existe
entre el 4º modo de pensamiento y el trabajo interior; teóricamente, esta
compatibilidad es completa; concretamente, todo ocurre como si no lo fuera
porque yo no estoy nunca francamente en el 4º modo de pensamiento; mi atención
alterna sin descanso entre el modo 4º y el 3º; es decir, estoy a caballo entre
estos dos modos de pensamiento.
La finalidad del trabajo interior es precisamente instalarme un día,
mediante el satori en el 4º modo puro de pensamiento, adaptarme por fin

103
realmente al mundo exterior, llegar a la Realidad por la eliminación del en-
sueño.
La experiencia me lo demuestra. En cuanto comienzo a realizar es-
fuerzos correctos para percibir mi estado instantáneo de existencia, me doy
cuenta de que estos esfuerzos frenan el film imaginativo activo que está en
mí y que es incompatible con estos esfuerzos. Más exactamente, estos es-
fuerzos tienen una acción disolvente en mi film ilusorio, porque le retiran
atención y lo sitúan en el film imaginativo reactivo real. En resumen, mis
esfuerzos disuelven mi vida-en-el-plano-de-la-imagen y purifican mi vida en
el plano-de-la-sensación. El trabajo interior elimina mi cenestesia psíquica,
ilusoria, de mi cenestesia física, real; elimina mi vida egotista, ilusoria, de mi
vida orgánica, real. Me doy cuenta de que existe en mí una “tierra” real, mi
vida orgánica con mis percepciones reactivas a lo real presente, y un “cielo”
ilusorio, mi vida imaginativa activa; a causa de este “cielo” ilusorio, hoy no
tengo verdaderamente ni mi “tierra”’ ni el “cielo”. El trabajo interior, al abo-
lir el “cielo ilusorio, me devolverá a mi “tierra”; y esta restitución de mi “tie-
rra” será al mismo tiempo goce del verdadero “Cielo”. Tal es el sentido de
la frase del Zen: La tierra es el paraíso.
Esta comprensión, que revaloriza nuestra vida orgánica y desvaloriza
nuestra vida imaginativa, nos expone a la tentación de esforzarnos directa-
mente hacia nuestras percepciones orgánicas, hacia nuestra cenestesia orgá-
nica. Un trabajo interior de esta índole sería estéril y peligroso. Es imposible
borrar artificialmente nuestra vida imaginativa; así no haríamos más que un
simulacro absurdo. No es en el plano dualista, en el que se manifiestan lo
real y lo ilusorio, donde se puede efectuar la sutil destilación que eliminará
la ilusión; nuestras manipulaciones interiores formales son impotentes para
ello; sólo nuestro Principio puede operar esta destilación de “alquimia”, esta
purificación. Nosotros sólo tenemos que dejar de oponernos a esta acción
de nuestro Principio; y es con el relajamiento interior total instantáneo de
que hemos hablado con el que aprendemos a cesar en nuestra habitual opo-
sición.
La disolución progresiva de nuestra vida-en-el-plano-de-la-imagen
nos acerca a la liberación, a nuestro nacimiento en la Realidad. Pero, vista
con anterioridad al satori, esta disolución representa la laboriosa agonía del
“hombre viejo”. Asimismo, el trabajo interior efectuado para “ver en su pro-
pia naturaleza” constituye el verdadero ascetismo (comparados con el cual los
ascetismos exteriores son sólo simulacros), la verdadera “purificación”, la

104
verdadera “mortificación”. (Puntualicemos que el verdadero ascetismo no
requiere, evidentemente, ninguna modificación del modo de vida exterior).
Es importante que comprendamos bien la inmensidad de lo que tenemos
que abandonar, en nuestra perspectiva actual de las cosas, y al mismo tiempo
el carácter perfectamente indoloro de este abandono. Este plano de la ima-
gen que voy a perder es inconmensurable hoy para mí, lo es todo, es la sal
de mi vida, a la que le da todo el sentido; si es el lugar de mis temores, es
también el de mis encantos, de mis fervores, de mis ternuras, de mis espe-
ranzas. El hombre común, sólo puede imaginar la desaparición de su vida de
“sentimiento” la desaparición de la sensibilidad dualista de su “alma”, como
una muerte de. su ser, este “cielo” ilusorio, con sus tempestades o con su
claridad, le parece lo más valioso, particularmente más valioso que su tierra”
que su cuerpo. Por lo tanto, la disolución de la vida-en-el-plano-de-la-ima-
gen representa el renunciamiento definitivo a este “cielo” ilusorio, a todo
eso que nosotros vemos como “sagrado”, como “sobrenatural” en nuestra
condición actual.
Sin embargo, este renunciamiento es perfectamente indoloro; la ago-
nía del “hombre viejo” es laboriosa (es “la batalla encarnizada contra nuestra
personalidad”), pero no es dolorosa. Este renunciamiento no se efectúa,
realmente, más que en la medida en que, sin arrancar de mí nada que vea
como valioso en el plano donde lo veo así, obtengo, al conseguir un despla-
za
miento de mi atención, —que favorece en mí el plano de la sensación—,
la disipación de los espejismos que me hacían ver un valor donde no lo hay.
El plano de la imagen no me lo quitan —lo que sería horrible—, soy el que
lo abandono; y no es posible lamentar este abandono puesto qué el plano de
la imagen sólo existe ilusoriamente para mí cuando estoy en él. Un trabajo
interior doloroso está mal hecho; actúa directamente en las emociones; el
trabajo interior correcto —el esfuerzo de “ver en su propia naturaleza”—,
actúa en nosotros en el punto de donde surgían las emociones. ¿Cómo po-
dría emocionarme dolorosamente por escapar a la emoción? Nosotros no
tenemos nada que temer de las formas en el curso de los esfuerzos correc-
tamente efectuados hacia lo no formal: al disipar la somera, la luz disipa
todas las sombras.

105
XII Cómo concebir prácticamente el trabajo interior según el
Zen

Es difícil comprender en qué consiste prácticamente el trabajo inte-


rior según el Zen, este trabajo que un día habrá de proporcionarnos el satori.
En efecto, los maestros Zen, cuando hablan de manera positiva, enuncian
generalidades que pueden parecemos algo irónicas: “Es suficiente que veáis en
vuestra propia naturaleza”, o bien: Desligaos enteramente de todas las cosas” o bien:
“Sois Budas y, por consiguiente, no se trata de llegar a serlo, sino de actuar como Buda...
El hombre sólo tiene que cumplir su papel activo de Buda”, etc. Muy bien, piensa el
discípulo, pero esto para mí no significa un avance en la práctica de mi vida
interior. Y entonces él se representa, como puede, tal o tal práctica, que
pueda acercarlo efectivamente al satori, y luego se dirige al maestro para so-
meterle su idea. No recibe entonces más que demostraciones de enojo. Si el
discípulo se proponía realizar buenas acciones, el maestro le afirma que eso
no le serviría para nada. Si lo que se proponía era meditar en los textos “sa-
grados”, el maestro le dice: “No os dejéis trastornar por el Sutra, sed vos
más bien quien trastornéis al Sutra”. Si se proponía ejercitarse en el vacío
mental el maestro le demuestra que eso no es más que un lento suicidio. Si
se proponía un trabajo intelectual paciente y profundo, el maestro le declara:
“La reflexión y el pensamiento discursivo no conducen a nada: son como
una lámpara al mediodía; no da ninguna luz”. Cuando el infortunado discí-
pulo suplica por fin con humildad un poco de luz sobre el “misterio” del
Zen, el maestro le responde: “Imaginarse que el Zen es misterioso es el más
grave error en que caen muchos... Nosotros no tenemos que evitar la con-
tradicción sino vivirla”.
Sin duda, los maestros Zen tienen razón al no intentar expresar lo
inexpresable, declarando, al mismo tiempo, que esto que es inexpresable, no
es, en modo alguno, misterioso; sin duda, tienen razón al no responder a las
sugerencias de sus alumnos más que con negaciones, al incitarlos de error
en error hasta que llegan a una especie de desesperación aceptada, —por lo
tanto, sin tristeza—, en la que todo el ser se descontrae y se abre a la Reali-
dad. Nosotros, sin embargo, vamos a intentar hacer lo que los maestros Zen
no hacen, es decir, hablar positivamente del trabajo interior, concebido en
el espíritu del Zen, sin detenernos para ello en generalidades abstractas.
El Zen nos hace comprender que el trabajo interior justo no es un

106
“hacer” sino un “no hacer”. Pero esto nos conduciría sólo al desaliento, si
no comprendemos que ese “no hacer” en determinado plano corresponde
a un “hacer” en otro plano, y que tenemos, por tanto, la posibilidad de bus-
car y de encontrar este otro plano en el cual el trabajo interior se nos aparece
con un aspecto positivo. Para hacer comprender lo que acabamos de decir,
utilizaremos una comparación sacada del funcionamiento de nuestro
cuerpo. En el curso de nuestros movimientos, la contracción de cada una de
nuestras fibras musculares está regida por la actividad de una célula nerviosa
situada en la médula espinal o célula medular. La función de esta célula es
hacer contraer el músculo, y si nada impidiera su acción, el músculo estaría
en una contracción constante. Pero la célula medular no está en libertad de
actuar continuamente. Otra célula nerviosa, situada en el cerebro, envía una
larga fibra que se articula con la célula medular y, por mediación de esta
fibra, la célula cerebral, cuando está activa, inhibe la actividad de la célula me-
dular. Así, pues, cuando nuestro músculo está distendido, en reposo, este
reposo corresponde, en el nivel de la célula medular, a un “no hacer” (puesto
que, tan pronto como esta célula “hace”, el músculo se contrae); pero este
“no hacer” de la célula medular corresponde a un “hacer” de la célula cere-
bral, puesto que la actividad de esta célula superior consiste en suspender la
actividad de la célula inferior. La descontracción muscular, que es un “no
hacer” en un plano inferior, es, al mismo tiempo, un “hacer” en un plano
superior.
Veamos ahora cómo opera la energía vital en nosotros, en la totali-
dad de nuestro ser, y cómo podemos encontrar aquí otra vez dos planos,
dos planos tales que la no-actividad en el inferior corresponda a la actividad
en el superior. Solamente así podremos comprender por qué el Zen asegura
que nosotros no tenemos “nada” que “hacer” y proclama, por otra parte,
que el trabajo interior existe una actividad atenta, sin desmayo, “como si
tuviéramos la cabeza envuelta en llamas”.
Nuestro organismo oculta energía; esto es evidente, puesto que ve-
mos sin cesar que surgen en nosotros fuerzas que nos impulsan, que nos
hacen pensar y actuar. Nosotros no tenemos percepción directa alguna de la
fuente de estas fuerzas, pero la observación de nuestros fenómenos nos su-
giere la conclusión, por inducción, de que existe en nosotros una fuente
energética. Nosotros sólo podemos concebir esta fuente como una especie
de de-pósito, sin límites definidos, donde reposa, latente, inmóvil, invisible,
inalcanzable, una energía vital potencial. Esta fuente, cuya actividad ha de

107
manifestarse en mi persona individual, no debe, sin embargo, ser conside-
rada individual. Este depósito de energía todavía potencial, no manifestada,
debe ser considerada universal, puesto que la individualidad particular sólo
comienza con la manifestación. Esta fuente es, por tanto, el Principio del
Universo y, al mismo tiempo, es mi Principio; corresponde a lo que el Zen
denomina Mente Cósmica o Inconsciente.
De esta fuente han de surgir en mí fuerzas bajo la influencia de ex-
citaciones venidas del mundo exterior. Estas excitaciones pueden llegarme
por la vía psíquica o por la vía física. De todas maneras, la excitación consiste
en una tensión bipolar existente entre el mundo exterior y yo. Por ejemplo:
yo bebo alcohol, o como pan; existe, entre lo que ingiero y mi propia sus-
tancia, una tensión bipolar. O bien, me veo en peligro de muerte; existe,
entre esta imagen exterior v una imaginación de inmortalidad reivindicada
que existe en mí, una tensión bipolar, etc.
El surgimiento en mí de una fuerza vital en respuesta a la excitación
del mundo exterior representa, en relación con la energía potencial de mi
fuente, una primera desintegración (veremos que habrá una segunda), com-
parable a la desintegración atómica. Bergson había demostrado palpable-
mente la existencia en nosotros de estos fenómenos “explosivos”: su error
consistía sólo en localizar esta explosión en el dominio psíquico, cuando ella
tiene lugar más allá de los dos dominios, psíquico y físico, al salir de la fuente
central común.
En el momento en que esta fuerza surge de la fuente, está constituida
por cierta cantidad de energía vital en bruto, pura, aún no diferenciada, in-
formal. Más exactamente, es intermediaria entré lo in-formal y la forma. Está
entre la fuente y mis fenómenos, así como los principios positivo y negativo
de la creación están entre el Principio Supremo y el mundo de los fenóme-
nos; el microcosmo está construido como el macrocosmo. Por lo tanto, esta
fuerza vital que surge de la fuente puede presentar dos aspectos, uno posi-
tivo, otro negativo. Así como la excitación del mundo exterior es sentida por
mí como una afirmación del yo, la fuerza surgiente es positiva; la siento
como un exceso de vida que hay que consumir, como una “presión”, con
un impulso hacia el No-Yo (amor-deseo y amor-benevolencia). Si la excita-
ción del mundo exterior es sentida por mí como una negación del yo, en-
tonces la fuerza vital surgiente es negativa; la siento como una pérdida de
vida, un vacío, un déficit, una “de-presión”, con aversión bacía el No-Yo
(huida, disgusto, o agresividad).

108
Aun cuando esta energía vital surgiente, primitiva, tenga dos aspec-
tos según que sea afectada por el signo más o por el signo menos, aun
cuando esté coloreada por los límites del mundo formal, está todavía, sin
embargo, más allá de este mundo formal y debemos llamarla in-formal; así
los dos principios, —positivo y negativo—, de la creación, aun cuando estén
en los confines del mundo temporal, deberán ser considerados intempora-
les.
En su nacimiento podemos percibir esta fuerza vital, fuerza in-for-
mal mediante una intuición interior directa. No podemos describirla, puesto
que es in-formal, pero podemos percibirla. Si acabo de enterarme de una
noticia feliz, puedo expulsar de mi espíritu toda idea relativa al feliz aconte-
cimiento, y sentir directamente en mí una especie de hervor de vida exce-
dente; cuando me ocurre una desgracia, puedo eliminar toda idea sobre el
particular y sentir directamente en mí una especie de vacío, algo así como
una corriente aspiradora que me arrastra hacia la nada. Por consiguiente, me
es posible mantener mi atención plenamente en mi fuente central en el punto
mismo donde comienza su creación manifestada. Me es posible elevar mi
atención en mí hasta el plano in-formal, plano en el cual, —según vere-
mos— su actividad, su “hacer”, corresponde a una no-actividad, a un “no-
hacer” en el plano formal de mis fenómenos psicosomáticos.
Esto que acabo de decir es completamente concreto. Si, por ejemplo,
acabo de perder dinero y enfoco mi atención allí donde suele estar (en el
plano formal, fenomenal), experimento una viva actividad imaginativa en la
que doy vueltas a mis preocupaciones presentes y futuras. Si en este mo-
mento fijo mi atención, como lo he dicho hace un momento en esta percep-
ción intuitiva de pérdida vital (que me veo obligado o nombrar en mi texto,
pero que en realidad es in-formal), entonces compruebo que se detiene mi
agitación imaginativa. He aquí un hecho de experiencia que todos pueden
comprobar. Así, pues, mi actividad en el plano in-formal, gobierna mi inac-
ción en el plano formal. El plano in-formal, cuando mi atención se fija en él,
frena e inhibe el plano formal.
La forma de enfocar la atención, sea naturalmente en lo formal, sea
voluntariamente en lo in-formal, dirige el destino de la energía. vital sur-
giente. Naturalmente, en su condición común ignorante, el hombre, en la
práctica, siempre mantiene su atención en el plano inferior formal: está fas-
cinado por los fenómenos que se suceden en él y fuera de él. Cuando la
atención está allí, la energía vital, al salir del manantial, necesariamente ha de

109
terminar su desintegración moviendo la máquina humana, es decir, se informa
(cobra forma) en fenómenos energéticos, somáticos y psíquicos. En el mo-
mento en que la energía surgiente in-formal comienza a tomar forma y a
deslizarse, destruyéndose, sobre la pendiente de los fenómenos, se convierte
en emoción: la emoción es, por tanto, un fenómeno interior primario, que no
es todavía ni somático ni psíquico, pero que va a engendrar, movimientos
físico-químicos e imaginaciones.
Cuando la atención ha sido fijada así, se establece necesariamente un
círculo vicioso; las imaginaciones que resultan del proceso actúan en seguida
como excitaciones que hacen trotar nuevas fuerzas, cuya suerte es idéntica a
la suerte de la fuerza precedente, etc.
Por el contrario, si mi atención, primeramente colocada en el mundo
exterior excitante, luego se vuelve, interiormente, hacia la fuerza informal en
el punto de su surgimiento inicial y permanece allí un momento, durante
este momento la energía vital escapa del engranaje desintegrador de las for-
mas y no produce ningún movimiento en mi máquina, ni acciones ni pensa-
mientos. Por otra parte, esa energía no vuelve a la fuente porque la primera
desintegración que le dio nacimiento es irreversible. ¿Qué ocurre con ella
entonces? Algunas doctrinas, insuficientemente desprendidas de la fascina-
ción de la forma, enseñan que esta fuerza se acumula en la forma global del
organismo, pero en una forma diferente de la que conocemos, más sutil, y
que constituye así poco a poco un segundo cuerpo, sutil en el interior del
primero, burdo (teoría ilusoria del “cuerpo astral”). El Zen, que, por otra
parte, no “cree” en nada, no cree en eso. ¿Entonces, cómo podemos conce-
bir el destino de esta energía vital pura, salvada de la desintegración fenome-
nal, a la luz del pensamiento Zen? Nosotros podemos pensar que esta ener-
gía se acumula en nosotros en efecto, pero no según una forma, por sutil
que quiera imaginársela; se acumula sin forma en el plano de los dos princi-
pios creadores inferiores positivo y negativo, principios que aunque engen-
dradores de todas las formas, son en sí mismos in-formales; esa energía se
acumula allí y podría calificarse de energía “potencial actualizada” cuando es
potencial, no actúa fenomenalmente, así como tampoco actúa la energía po-
tencial residente en el manantial, pero, cuando está actualizada, se acumula
para una acción ulterior. Esta acción ulterior es el satori. La energía vital es
comparable a una pólvora explosiva que, sin trabajo interior, arde en peque-
ños cartuchos en simples fuegos de artificio impotentes para cambiar la es-

110
tructura del ser (estos fuegos artificiales son nuestras emociones y sus efec-
tos psicosomáticos). El trabajo interior ahorra de vez en cuando cierta can-
tidad de esta pólvora y arma sus pequeños cartuchos, fabricando así una
especie de bomba retardada. Esta bomba no estallará hasta que no haya sido
acumulada una cantidad suficiente de pólvora. Pero esta explosión poster-
gada no tendrá nada en común con los fuegos artificiales de la emoción; en
tanto que las emociones gastaban el organismo humano porque estas peque-
ñas explosiones se producían en la forma de este organismo, la tremenda
explosión del satori no tocará ni una sola célula del organismo humano. Se
producirá en lo in-formal y su acción en el plan formal, en los fenómenos,
podrá compararse a una catálisis que permita la combinación conciliada del
dualismo temporal y su prima, por consiguiente, de manera definitiva, toda
tensión interior ansiosa.
Durante el período en que se acumula la energía in-formal sin que
sea posible todavía el satori, esta acumulación se traduce por la aparición, en
el hombre, de una sabiduría relativa o, más exactamente, de una disminución
relativa de su necedad habitual. Si algunos hombres, a medida que envejecen,
se hacen más juiciosos, es en la medida en que al perder sus creencias iluso-
rias gracias al contacto con la experiencia conceden menos atención a las
“formas” exteriores e interiores, y efectúan así un poco, sin saberlo, este
desplazamiento de la atención del que hablamos en este momento, de lo
formal a lo in-formal. Estos hombres trabajan interiormente sin saberlo.
Pero, porque no lo saben, lo hacen demasiado poco como para qué se pro-
duzca en ellos la gran acumulación de energía in-formal que exige el satori.
Volvamos ahora a este desplazamiento de la atención. Para hacerlo
comprender, hemos mostrado en cuál percepción intuitiva debe fijarse nues-
tra atención; y, en efecto debemos proceder así porque es imposible retirar
nuestra atención de un punto sin conocer otro punto hacia el cual dirigirla.
Peco sería completamente falso creer que esta percepción intuitiva in-formal
hacia la cual dirigimos voluntariamente nuestra atención presenta positiva-
mente el menor interés (concepción ilusoria de “bienes” espirituales en opo-
sición a los “bienes” temporales). No es más que un punto de orientación,
que es el medio sencillo de que nos servimos para salvar nuestra energía del
engranaje formal que la atraparía si no fuera por ese punto de orientación.
Desplazar, así la atención, es decir, trabajar interiormente, no es, sin em-
bargo, “hacer” nada distinto de lo que se haría habitualmente, es “no hacer”,
o más exactamente inhibir activamente todo “hacer” indescriptible.

111
Esta concepción de los dos planos, formal e in-formal, tales que el
“hacer” del segundo corresponde al “no hacer nada” del primero, nos per-
mite comprender la positividad real de los dos términos negativos de que el
Zen se sirve de tan buen grado, “no-mente”, “no-forma”, “no-nacimiento”,
“vacuidad”, “vacío”, “inconsciente”, etc.
La práctica del “Koan” se comprende de igual modo. La fórmula
críptica a la cual el monje Zen lleva sin cesar su atención tiene, ciertamente,
una forma; pero esta forma es tal que cesa pronto de ser perceptible a causa
de su aparente absurdo. Cuando el monje Zen sitúa su atención en su Koan
no es este último el que presenta el menor interés; lo que es interesante y
eficaz es arrancar de ese modo la atención del plano de las formas.
El desplazamiento de la atención que constituye el trabajo interior
debe ser efectivamente un desplazamiento, o sea un ir y venir de la atención
entre lo formal y lo informal. ¿Sería imposible fijar la atención en lo informal
(como también en cualquier forma) con estabilidad? Desde luego esto equi-
valdría a un suicidio. Pero, sobre todo, la excitación por el mundo exterior
es absolutamente necesaria para que la energía informe surja de la fuente
central. El trabajo interior es por lo tanto necesaria mente discontinuo; se
adecúa en esto a la ley de alternancia que domina toda la creación (día-noche,
verano-invierno, sístole y diástole del corazón, etc.). No se trata tampoco de
querer salvar de la desintegración fenomenal toda nuestra energía vital. Pen-
sar sin cesar en la energía que se desperdicia en nosotros sería caer nueva-
mente en el angustioso error de la “salvación” considerada como un “de-
ber”. Existiría entonces una contracción, no un relajamiento. Solamente
cuando no me preocupo por contraerme, me resulta posible la relajación.
Los maestros Zen nos dicen: “No debéis en ningún caso obstaculizar ni
perturbar el curso de la vida”. El, trabajo interior se hace en el curso de la vida,
pero no la perturba porque se hace paralelamente a ella y no en ella. Es decir,
no se ocupa de las formas, de las modalidades de 2 vida, y no trata de mo-
dificarlas; la atención, al abandonar el plano de las formas, se contenta con
ignorarlas. El hombre que trabaja según el Zen, se torna cada vez más indi-
ferente a sus actos, a sus imaginaciones, a sus sentimientos; porque todo eso
es precisamente el engranaje formal al cual debe tratar de disputar su energía.
Este hombre puede trabajar interiormente todo el día en la forma alterna
que hemos dicho, sin que este trabajo represente el menor “ejercicio” espi-
ritual, la menor reflexión discriminativa intencionada, la menor regla moral
de conducta, la menor preocupación por hacer el “bien”. Prescindiendo de

112
lo visible y de sus fantasmas, agradables o desagradables, acumula en lo in-
visible la carga de energía que hará estallar algún día en él toda la “caverna
de los fantasmas” y le abrirá así la plenitud real de su vida cotidiana.

113
XIII La obediencia a la naturaleza de las cosas

Según el Zen, el hombre es de la naturaleza del Buda: es perfecto,


nada le falta. Pero no se da cuenta porque está preso en la maraña de sus
representaciones mentales. Todo ocurre como si entre él y la Realidad su
actividad imaginativa, funcionando de modo dualista, hubiera tejido una
pantalla.
La actividad mental imaginativa es útil al comienzo de la vida del
hombre, mientras la máquina humana no está acabada, mientras el intelecto
abstracto no está plenamente desarrollado; ella constituye, durante este pri-
mer período, una compensación sin la cual el hombre no podría tolerar su
condición limitada. Una vez que la máquina humana está enteramente desa-
rrollada, la imaginación, al mismo tiempo que conserva la utilidad que aca-
bamos de mencionar, resulta cada vez más perjudicial; determina, en efecto,
el despilfarro de una energía, que sin ella, se acumularía en el interior del ser
hasta la cristalización del conocimiento intuitivo no-dualista (satori).
Lo lamentable es que el hombre confunde el alivio que le propor-
ciona la imaginación con una mejoría real de su estado; toma el alivio mo-
mentáneo de su angustia por un avance hacia la eliminación de ésta. En
realidad, su alivio momentáneo termina en una agravación progresiva de la
condición de la que él desea ser aliviado. Pero el hombre no lo sabe, y se
encariña con una “creencia” implícita en la utilidad de su actividad imagina-
tiva, de sus “rumias mentales”.
Aparentemente, la experiencia debiera contradecir, más tarde o más
temprano, una creencia tan equivocada. Lo más frecuente, sin embargo, es
que no ocurra así. ¿Por qué, pues, el hombre cree tan fervientemente en la
utilidad de su agitación, a pesar de que la experiencia le demuestra que es
perjudicial?
El hombre cree en la utilidad de su agitación porque no piensa que
es; sino ese “yo” personal del que tiene una percepción en forma dualista,
no sabe que hay en él alguna otra cosa que este “yo” personal visible, alguna
cosa invisible que trabaja en su favor en la oscuridad. Al identificarse con
sus fenómenos perceptibles, particularmente con su mente imaginativa, no
piensa que es algo más. Todo ocurre como si se dijese; “¿Quién trabajaría
por mí si no lo hago yo mismo?” Y como ve en si otro “yo mismo” además

114
de la mente imaginativa y los sentimientos y acciones que dependen del
mismo, recurre a esta mente para liberarse de la angustia. Cuando no se ve
más que un medio de salvación, se cree en él porque se desea necesariamente
creer en él.
Sin embargo, si observo la vida de mi cuerpo, compruebo que en él
se realizan espontáneamente toda suerte de trabajos maravillosos, sin el con-
curso de eso que llamo mi “yo”. Mi cuerpo se mantiene mediante procesos
cuya ingeniosa complejidad sobrepasa toda imaginación. Después de una
herida se reconstruye. ¿Por quién? ¿Por qué causa? Se impone, necesaria-
mente, el concepto de un Principio infatigable y amistoso que me crea sin
cesar por su propia iniciativa.
Mis órganos han aparecido y se han desarrollado espontáneamente.
Mi conocimiento mediato dualista ha aparecido y se ha desarrollado espon-
táneamente. Mi conocimiento inmediato intuitivo, no dualista, ¿no podría
también aparecer espontáneamente? El Zen responde afirmativa mente a
esta pregunta. Para el Zen, la evolución espontánea normal del hombre ter-
mina en el satori. El Principio trabaja en mi ser sin cesar orientado hacia la
explosión del satori (así como este mismo Principio trabaja en el bulbo del
tulipán hasta que se abre la flor). Pero mi actividad imaginativa contraría esta
génesis profunda; despilfarra, a medida que surge, esa energía fabricada por
el Principio que de otra forma se acumularía hasta llegar al satori. Como dice
un antiguo maestro Zen: “¿Quién disimula la Realización? Nadie más que yo
mismo”. Ignoro que mi aspiración esencial —salir de la ilusión dualista, gene-
radora de angustia— está en vías de realizarse en mí mediante algo distinto
de mi “yo” personal; no creo que pueda contar con nadie más que con mi
“yo”; me considero, por tanto, obligado a hacer algo; me enloquezco cre-
yéndome solo, abandonado de todos; me agito entonces necesaria mente y
mi agitación neutraliza en su misma medida el trabajo benéfico de mis pro-
fundidades. El Zen expresa esto diciendo: “No sabiendo cuán cerca está la Ver-
dad, los hombres la buscan lejos. . . ¡qué lástima! Esta forma de contrariar. la cons-
trucción profunda espontánea es el producto de reflejos mecánicos. Es de-
cir, opera automáticamente cuando no estoy en camino de tener fe en mi
Principio invisible y en su trabajo liberador. Dicho de otro modo, la cons-
trucción profunda espontánea no progresa en mí más que en la medida en
que tengo fe en mi Principio y en la espontaneidad siempre actual de su
actividad libera dora. La fe no mueve las montañas, pero consigue que las
montañas sean movidas por el Principio Universal.

115
Mi participación en la elaboración de mi satori consiste, pues, en la
actividad de mi fe; consiste en la concepción de la idea presente, actual, de
que mi bien supremo está elaborándose espontáneamente.
Se advierte en qué el Zen es quietista y en qué no lo es. Lo es cuando
nos dice: “No tenéis que liberaros”. Pero no lo es en el sentido de que, si
bien no tenemos que trabajar directamente por nuestra liberación, en cam-
bio tenemos que colaborar con ella pensando efectivamente en el trabajo
profundo que nos libera. Luego este pensamiento no nos es concedido en
modo alguno automáticamente por la naturaleza. El mundo exterior cons-
pira constantemente para hacernos creer que nuestro bien verdadero con-
siste en este o en aquel éxito formal que justifica todas nuestras agitaciones.
El mundo exterior nos distrae, es decir, nos roba nuestra atención. Es nece-
sario un trabajo intenso y paciente de nuestro pensamiento para que cola-
boremos con nuestro Principio liberador.
Cuando llegamos a este punto de comprensión, una trampa nos ace-
cha. Nos exponemos a creer que hemos de negar nuestra atención a la vida.
Nos exponemos, creyendo hacerlo bien, a marchar por la vida como un so-
námbulo trayendo continuamente a nuestra mente de superficie la “idea fija”
del Principio que opera en nosotros. Y esto sólo puede llevar al desequilibrio
mental.
Hay que proceder de otro modo. En los momentos en que las cir-
cunstancias exteriores e interiores son favorables, reflexionamos sobre la
comprensión de nuestra liberación espontánea; pensamos con fuerza, y de
la manera más concreta posible, en la maravilla sin límites que se está elabo-
rando para nosotros y que resolverá algún día todos nuestros temores, todas
nuestras codicias. En tales momentos, sembramos y volvemos a sembrar el
campo de nuestra fe; despertamos poco a poco en nosotros esta fe que dor-
mía, y la esperanza y el amor que la acompañan. Y cuando nosotros volve-
mos a la vida, vivimos como de costumbre. Por el hecho de haber pensado
sólo un momento, una parte de nuestra atención queda adherida a este plano
de pensamiento, aun cuando este plano reingrese en nuestras profundidades
y se torne invisible; una parte de nuestra atención queda allí mientras el resto
va adonde acostumbra a ir. El hombre que ha adorado a una mujer, o una
obra que está concibiendo, ha de comprender lo que queremos decir; mien-
tras se ocupa en sus tareas habituales, llega a no pensar conscientemente en
la mujer que ama, como si la olvidara; sin embargo, cuando su pensamiento
vuelve a esa imagen bendita, se da cuenta de que nunca la había abandonado

116
del todo, que había quedado todo el tiempo cerca de ella como si estuviera
en un “segundo estado”, en un plano de conciencia subterráneo. Cuando se
trata de nuestra participación en nuestra liberación, este “estado segundo”
no se nos concede gratuitamente; es necesario obtenerlo por medio de mo-
mentos particulares de reflexión, al margen de la vida práctica habitual. Sin
embargo, estos momentos, aunque necesarios no son lo que verdadera-
mente cuenta; lo que ha de ser realmente eficaz ocurrirá cuando volvamos a
nuestra vida cotidiana y nuestra fe más o menos despierta ahora y vigilante
en un plano de conciencia subterráneo— dispute victoriosamente al mundo
exterior una parte de nuestra atención y, por consiguiente, una parte de nues-
tra energía.
En la medida en que se desarrolle esta atención segunda subterránea,
tendremos un interés menos apremiante en el mundo de los fenómenos;
nuestros temores y nuestras codicias perderán su agudeza. Podremos apren-
der a ser discretos (no-actuantes) con respecto a nuestro mundo interior y
nos haremos así capaces de cumplir el consejo del Zen: “Soltad presa, dejad
las cosas como quiera que estén... Obedeced a la naturaleza de las cosas y estaréis de
acuerdo con el camino”.
Destaquemos que el hombre común tiene a veces la actitud justa,
discreta, “no actuante”; la tiene en el dormir profundo. Entonces cesa de
agitarse con la pretensión de hacer su propio bien, se desvanece “suelta
presa”, “deja las cosas como quiera que estén”, se abandona a su Principio
y lo deja trabajar sin intervenir. El sueño tiene, en virtud de esta actitud “no
actuante” del hombre, una maravillosa eficacia recreadora.
Pero el hombre que duerme sólo se comporta tan sabiamente a causa
de una especie de síncope de su mente; el film imaginativo egotista perni-
cioso se detiene sólo porque el film imaginativo calcado sobre el real exterior
presente también se ha detenido; la parte nefasta de la mente se detiene so-
lamente porque su parte sana (la que percibe directamente las cosas presen-
tes) se ha detenido también, y a causa de esto, el sueño no podría llevar a la
Realización.
Nosotros podemos llegar a poseer sabiduría sin que se detenga la
totalidad de nuestra mente. Cada progreso de nuestra fe en nuestro Principio
liberador debilita nuestro film imaginativo egotista sin debilitar nuestro film
imaginativo calcado sobre lo real presente; la aparición y el crecimiento de
nuestra fe establecen por sí mismos una discriminación entre nuestros dos
films imaginativos. Así avanzamos poco a poco hacia un estado en el que se
117
conciban el dormir profundo y el estado de vigilia. Aquí también, afirmemos
que esta sorprendente conciliación se establece por sí misma; nuestras ma-
nipulaciones interiores son impotentes para establecer la más mínima armo-
nía real en nosotros. Basta con que nos otros pensemos justamente, o con
más exactitud, que cesemos de pensar falsamente, para que trabaje en noso-
tros nuestro Principio, único artesano calificado para esta Gran Obra. Para
comprender mejor lo que antecede, podemos servirnos de una ilustración
simbólica. El hombre, en su desarrollo, es comparable a una vejiga inflada
progresivamente. Cuando nace, es similar a una pequeña vejiga muy poco
inflada, sin mayores particularidades de forma; es un pequeño montón esfé-
rico. Luego, cuando el Principio sopla en la vejiga, ésta aumenta de volumen;
al mismo tiempo, su forma se aleja cada vez más de la forma simple de la
esfera; aparecen relieves y hoyos; se va esbozando una estatua, cuya estruc-
tura es única en sus particularidades. Es el desarrollo de lo que llamamos el
“carácter”, la “personalidad”, de aquello con respecto a lo cual yo soy “yo”
y no otra persona. Esto corresponde al desarrollo de la máquina humana,
soma y psique.
Veamos qué sucedería si la ignorancia del hombre no viniera a con-
trariar su evolución normal. La vejiga, en el momento en que la máquina hu-
mana está completamente desarrollada (hacia la pubertad, cuando la má-
quina somática queda terminada con la aparición de la función sexual y
cuando la máquina psíquica queda terminada con la aparición de la inteli-
gencia imparcial, abstracta, generalizadora), está completamente inflada y al-
canza, en superficie, una extensión que no puede sobrepasar. Pero el Prin-
cipio continúa soplando dentro, y esto produce un estado de hipertensión. Por
influencia de esta hipertensión, la superficie no extensible se deforma para
que su capacidad aumente, es decir, se desdobla, disminuyen sus relieves y
sus hoyos, se acerca progresivamente a la esfera, puesto que esta forma sim-
ple de la esfera corresponde al contenido mayor para una superficie dada.
Poco a poco las irregularidades de la vejiga desaparecen. Por fin se alcanza
la forma perfectamente esférica; ya no es posible ningún aumento de capa-
cidad. El Principio continúa soplando siempre, y la esfera estalla.
En el curso de esta evolución normal, se suceden tres fases. La pe-
queña esfera inicial, pequeño montón esférico del globo aún no inflado, es
la Fase que está al comienzo de la escala de la realización temporal del hom-
bre, al comienzo de la escala del desarrollo de su personalidad, de su Ego.
Se puede decir que el niño es todavía esférico. La segunda fase, la personalidad

118
desarrollada, corresponde a la estatua dotada de formas particulares, com-
plejas, personales. En la tercera fase, que precede al estallido final, las irre-
gularidades se atenúan, la personalidad se esfuma a medida que el pensa-
miento llega a un punto de vista universal, o, más exactamente, se libera de
la estrechez, de la rigidez de los puntos de vista personales. El hombre
vuelve a la forma esférica inicial, pero esta vez trascendida ya su realización
temporal. Esta Fase se parece, por tanto, a la primera, aun cuando en cierto
modo es su contraria (se recuerdan las palabras de Jesús: “En verdad os digo,
el que no recibiera el Reino de Dios como un niño pequeño, no entrará en
él”). Observemos que esta tercera fase necesariamente nos parece, al mismo
tiempo, un progreso y una regresión; es progreso desde el punto de vista de
lo universal, puesto que la vejiga aumenta de contenido y se acerca al esta-
llido que la hará coincidir con la inmensa esfera cósmica; pero, al mismo
tiempo, es una regresión desde el punto de vista de las particularidades de la
forma, desde el punto de vista de la personalidad; aquello que distinguía a
este hombre de todos los demás disminuye, se vuelve cada vez más común;
sus relieves desaparecen; el “hombre viejo” se debilita y agoniza a medida
que se acerca, junto con el estallido de la vejiga, el nacimiento del “hombre
nuevo”. (Puede así comprenderse las palabras de San Juan Bautista: “Prepa-
rad el camino del Señor; allanad sus senderos. Todo valle será colmado, toda
montaña y toda colina serán rebajados”.) La culminación de la tercera fase,
el estallido de la vejiga, es la explosión de satori, el instante en que toda limi-
tación desaparece, y en el que el uno se une al todo.
Nosotros hemos dicho que la ignorancia del hombre contraría esta
evolución normal. En efecto, hombre, antes de toda iniciación, no ve nin-
guna realidad en el contenido de su “vejiga”, pero él ve una realidad indis-
cutible y única en su superficie y en las formas particulares de esta superficie.
En esta ignorancia, su voluntad de “ser” se traduce solamente por la volun-
tad de “ser-en-cuanto-distinto”. Esta vejiga ignorante, estructurada en esta-
tua, se niega a que disminuyan sus relieves distintivos; ella se envara en su forma
particular, se opone al desdoblamiento que aumentaría su contenido al aproximarla a la
esfera. La hipertensión, como no puede resolverse de esta manera normal,
debe resolverse de otra forma: es entonces cuando entra en juego la activi-
dad imaginativa-emotiva del hombre, especie de válvula de seguridad por
donde se escapa al exterior la supresión que produce el soplo continuado
del Principio. Esto corresponde al despilfarro —del que hemos hablado—
de una energía que debiera acumularse con vistas a una explosión.

119
Todo hombre que se observa se da cuenta de que sin cesar está más
o menos “hipertenso” interiormente; lo siente a través de la agitación de sus
estados emotivos, positivos o negativos, exaltados o deprimidos, estados
que corresponden a la resistencia inconsciente que él opone al desencogi-
miento de su “forma personal”. Pero, si bien es fácil ver a qué corresponde
la “hipertensión” en nuestra psicología concreta, en cambio es menos fácil
ver en qué consiste la relajación interior normal de esta tensión. Esta relaja-
ción se produce en el momento en que tomo conciencia de mi tensión al
descuidar las circunstancias contingentes a propósito de las cuales ha apare-
cido esta tensión y en el momento que yo lo acepto en mí. En la medida en
que yo haya salido de la ignorancia, en la medida en que haya comprendido
que la realidad no reside en modo alguno en las formas exteriores que son
el objeto de mis temores y de mis codicias, sino que reside en el impulso
vital hipertenso en sí misino, en esa misma medida mi atención abandona
las formas y se dirige hacia mi centro, hacia mi fuente, hacia el punto de
donde surge mi impulso vital. Puedo hacerlo si he comprendido que mi
Principio me está llevando a mi verdadera realización y que no tengo que
preocuparme en absoluto sobre el particular. Entonces se detiene durante
un instante mi actividad imaginativa-emotiva, y siento que cede mi hiperten-
sión. Eso es todo lo que siento, pero sé, además, que la capacidad de mi “ve-
jiga” acaba de aumentar un poco mediante una simplificación de su forma.
Evidentemente, esta docilidad con respecto al desencogimiento realizador
es pasajera, instantánea, y este “soltar presa” debe efectuarse de nuevo con
perseverancia tantas veces como sea necesario.
La comparación que acabamos de utilizar es criticable como toda
comparación. Pero ella puede ayudarnos a comprender las modalidades de
nuestro crecimiento normal, y sobre todo la noción esencial de que este cre-
cimiento ha de hacerse por sí mismo hasta su completo cumplimiento si,
teniendo fe en tal crecimiento, cesamos de oponernos a él con nuestras in-
quietudes y nuestras manipulaciones interiores.
Volvamos a esta idea de que el hombre —en la medida en que es
todavía ignorante— carece de fe y, por consiguiente, de esperanza y de can-
dad. Nosotros vamos a demostrar que, si falta la fe, todo marcha en el hom-
bre en sentido radicalmente opuesto al normal. El sentido normal va de lo
alto hacia lo bajo; cuando el hombre sale de la ignorancia, su conocimiento
(que existía desde toda la eternidad pero que dormía inconscientemente) se
despierta en su centro intelectual. De las tres “virtudes teologales’ es la Fe la

120
que comienza, intuición intelectual del Principio Absoluto y certeza de que
es “mi” Principio. El despertar de la Fe entraña el despertar de la Esperanza:
ya no hay nada que temer, todo se puede esperar desde el instante en que el
Principio Absoluto es “mi” Principio. Así, lo que ha comenzado en el centro
intelectual continúa en el centro emocional. Por fin, el despertar de la Fe y
de la Esperanza provoca el despertar de la Caridad; equivocadamente se
concibe con frecuencia la Caridad como una emoción, como un amor-ado-
rador; en realidad, es un amor-deseo, un apetito experimentado por todo
nuestro organismo por una existencia que los espectros del dualismo han
cesado de oscurecer; es un apetito constante de todos los aspectos de la exis-
tencia. De tal modo, lo que ha comenzado en el centro intelectual y ha con-
tinuado en el centro emocional termina en el centro animal o instintivo; lo
que ha comenzado en la cabeza ha pasado por el corazón para llegar a los
riñones.
Mientras el hombre está aún en la ignorancia, la sucesión es inversa.
Lo que comienza en él es el apetito de existir, el deseo de afirmarse en cuanto
distinto, el deseo de los únicos aspectos positivos de la existencia. Este des-
pertar natural del deseo de existir provoca el despertar de toda clase de “es-
peranzas” (que son lo contrario de la Esperanza). esperanzas de tal o tales
éxitos en el plano de los fenómenos; lo que ha comenzado en el centro ani-
mal continúa en el centro emocional. Por fin, el despertar del deseo de existir
y de las esperanzas provoca el despertar de la “creencias” (lo contrario de la
Fe) que construyen los. falsos valores, los objetivos que necesitan las espe-
ranzas, las imágenes ídolos necesarios para polarizar los impulsos venidos
de abajo. Lo que ha comenzado en el centro animal y ha proseguido en el
centro emocional termina así en el centro intelectual. Lo que ha comenzado
en los riñones ha subido al corazón, y luego a la cabeza.
Se ve la oposición radical que existe entre estas dos “direcciones” de
la vida del hombre. El sentido “natural” va desde abajo hacia arriba: apetito
de los aspectos positivos de la existencia, luego esperanzas, por fin creencias.
El sentido “normal” va desde arriba hacia abajo: Fe, luego Esperanza, por
fin Caridad o apetito de todos los aspectos de la existencia.
El sentido “natural” existe sólo al comienzo de la vida. La Realiza-
ción consiste en la aparición del sentido “normal” y en su triunfo final. Este
triunfo final es el satori. Antes del satori, el sentido o dirección “normal” debe
aparecer en competencia con el sentido “natural” presente y operar más y
más a costa de este sentido “natural”. (“Es necesario que él crezca y que yo

121
disminuya”.)
Cuando estudiamos el problema de la Realización, nos encontramos
constantemente con toda clase de paradojas. “Aquel que pierda su vida, la
ganará” dice, por ejemplo, el Evangelio. Estas paradojas dejan de embara-
zarnos cuando comprendemos bien que existen en nosotros dos corrientes
de vida; una, “natural” que nos ha sido dada y que sale de abajo para subir;
la otra, “normal” que nos es posible, y que parte de lo alto para descender.
La vida “natural” puede denominarse también “vida del hombre viejo”, la
vida “normal”, “vida del hombre nuevo”. (“Es necesario morir para rena-
cer”.)
La corriente nueva debe aparecer mientras la antigua corriente natu-
ral continúa surgiendo. La corriente nueva comienza, repitámoslo, allí donde
termina la corriente natural, es decir, en el centro intelectual. La vida del
nuevo hombre parte de la “Inteligencia Independiente”, pensamiento puro,
intuición intelectual sustraída a las influencias afectivas. El trabajo de la In-
teligencia Independiente destruye poco a poco las “creencias” que polarizan
la corriente natural ascendente y sin las cuales esta corriente no puede surgir.
El hombre elimina categóricamente la corriente natural en sí en la misma
medida en que “deja de abrigar opiniones”, como dice el Zen. Es decir, la
Fe aumenta en él medida que las creencias disminuyen. Pero es en el plano
emocional donde volvemos a encontrar en la forma más interesante esta
evolución inversa. Es ahí donde podremos comprender mejor el “soltar
presa” del Zen. Así como la Fe preexistente ya desde toda la eternidad, pero
dormida, se despierta en la medida en que se eliminan las creencias, también
la Esperanza, preexistente ya desde toda la eternidad, pero dormida, se des-
pierta en la medida en que las “esperanzas” en su conjunto se destruyen. Lo
que es “salida del sol” en la vida nueva es “puesta del sol” en la vida antigua;
lo que es “triunfo” en la vida nueva, es “desastre” en la vida antigua. El satori
sólo puede ser presentido por el “hombre viejo” como el más radical de
todos los desastres imaginables.
Si me observo, veo que sin cesar lucho instintivamente para tener
éxitos, sean mis empresas de tipo egoísta (ganar, gozar, hacernos admirar,
etc.) sean altruistas (ayudar al prójimo, volverme “mejor”, eliminar mis “de-
fectos”, etc.,), lucho sin cesar instintivamente para Levar estas empresas a
“buen término”; lucho sin cesar hacia lo “alto”. Continuamente estoy agi-
tado por contracciones “ascendentes”, como un pájaro que utilizase sin ce-
sar las alas para ascender o para luchar contra el descenso que le impusiera

122
un viento descendente. Yo me conduzco como si mis “esperanzas” fueran
legítimas, como si el verdadero bien que necesito (la Realización, el satori) se
encontrase en la satisfacción de esas “esperanzas”. Sin embargo, la verdad
es todo lo contrario; mis “esperanzas” me mienten, forman parte del círculo
infernal en el que me agoto en carreras inútiles. Todos mis esfuerzos ascen-
dentes, de “resurgimiento”, no son más que gestos de resistencia ignorante
que se oponen a la feliz transformación espontánea que mi Principio está
siempre dispuesto a realizar. La perfecta Felicidad no me espera arriba sino
abajo; no me espera en lo que yo veo ahora como un triunfo sino en lo que
veo actualmente como un desastre. Mi gozo perfecto me espera en el ani-
quilamiento total de mis esperanzas.
Hay que comprender que el desastre total en el centro del cual nos
espera el satori no coincide, necesariamente, con un desastre exterior, prác-
tico. El desastre realizador, el “desastre satori”, consiste en una comprensión,
en una intuición intelectual del absurdo radical de nuestra corriente “natu-
ral” ascendente, es decir, en la clara visión de la nada que hay al final de todas
nuestras esperanzas. La desesperación realizadora no consiste en el fracaso
práctico de esperanzas que continuarían existiendo en nosotros (esto llevaría
al suicidio, no al satori) sino en el aniquilamiento de las esperanzas en sí mis-
mas. El hombre que comúnmente llamamos “desesperado” es precisamente
el que no está desesperado; está lleno de esperanzas a las que el mundo
opone un “no”, por eso se siente muy desgraciado. El hombre que ha lle-
gado a ser realmente desesperado, es decir, a no esperar -ya nada del mundo
de los fenómenos, se inunda del gozo perfecto al que por fin deja de opo-
nerse.
He aquí cómo puedo, en la práctica, avanzar en el aniquilamiento de
mis absurdas y deplorables “esperanzas”. Yo no voy a ponerme a organizar
el fracaso de mis empresas; esperar el llegar a la ruina en lugar de esperar
enriquecerme no cambiaría nada de nada. No, dejo que mi vida instintiva y
emotiva prosiga como de costumbre. Pero mi comprensión, iniciada en la
realidad de las cosas, trabaja paralelamente. En el momento en que sufro
porque mis esperanzas rebotan contra la resistencia del mundo, recuerdo
que mis “éxitos” antiguos jamás me han proporcionado esta satisfacción ab-
soluta que mis esperanzas habían concebido; todas mis satisfacciones de su-
perficie, algunas veces tan intensas, sin embargo, han sido, al fin de cuentas,
decepciones en profundidad, es decir, en verdad. Fortalecido por esta expe-
riencia correctamente interpretada de mis falaces “éxitos”, pienso ahora en

123
los nuevos éxitos que estoy codiciando, imagino su realización concreta y
comprendo de nuevo su vanidad. Los “malos mementos”, los momentos de
angustia son los mejores para este trabajo; el sufrimiento experimentado por
el organismo-en-cuanto- totalidad frena las ilusiones que nos muestran el
satori en el lugar opuesto a aquél en que nos espera. Si todas nuestras espe-
ranzas esenciales se han realizado más o menos en nuestro pasado, nuestra
esperanza actual reincidente es tanto más fácil de aniquilar en cuanto resulte
contrariada por el mundo. Me es más fácil “soltar presa” cuando mis múscu-
los están muy fatigados. El Zen afirma: “El satori cae sobre vos de improviso ci-
tando habéis agotado todos los recursos de vuestro ser”. Esto que decimos no debe
interpretarse como un apetito masoquista de la angustia. El hombre que tra-
baja según el Zen no ama el sufrimiento, pero ama que el sufrimiento le
llegue, lo que no es, en absoluto, lo mismo, porque, al ayudarlo a “soltar
presa”, estos momentos van a facilitarlo esta inmovilidad interior, esta dis-
creción, este silencio, gracias a los cuales el Principio trabaja activamente en
él para su Realización.
Se comprende cómo las doctrinas “progresivas” que invitan al hom-
bre a escalar una jerarquía ascendente de estados de conciencia y que conci-
ben más o menos explícitamente al hombre perfecto como un “superhom-
bre” vuelven la espalda a la verdad y se limitan a modificar la forma de nues-
tras “esperanzas”. El Zen nos invita, por el contrario, a un trabajo que, hasta
el satori exclusivamente no puede parecemos más que un des censo. En
cierto modo, todo empeora poco a poco hasta el instante en que se llega a
un fondo, en el que ya nada puede marchar peor, en el que se encuentra todo
porque todo está perdido. Nosotros no podemos imaginar nada de la trans-
formación del satori; por ello nos arriesgamos a profesar una nueva idolatría
si tratamos de imaginarnos lo que sea. Desde el punto en que nos encontra-
mos hoy, no podemos ver la justa evolución más que como un aniquila-
miento progresivo de todo lo que nosotros llamamos “éxito”; nosotros no
podemos ver al hombre realizado más que como un hombre que ha llegado
a ser “absolutamente corriente”. Sólo el que ha obtenido el satori puede decir:
“Un perro errante que mendiga alimento y compasión, despiadadamente perseguido por
los niños de la calle, se ha convertido en un león con crines de oro cuyos rugidos aterran a
todos los espíritus débiles”.

124
Segunda parte. Estudios psicológicos según el
pensamiento Zen
Prefacio

Algunos lectores del primer tomo de esta obra se han interrogado a


sí mismos acerca del origen exacto de los pensamientos que aquél contiene.
Han comprobado que se les proponen nociones precisas y a menudo para-
dójicas sobre la condición humana; es comprensible que se hayan pregun-
tado: ¿Quién ha concebido esta forma de ver? ¿Hasta qué punto pertenecen
estos pensamientos a los maestros Zen y en qué medida al autor del libro?
Esta reacción no me sorprendió cuando me fue comunicada, pero
yo no la había previsto. Quiero explicar el porque y exponer algunas ideas,
que concuerdan con la doctrina Zen, sobre las relaciones que existen entre
una verdad intelectual y la individualidad del hombre que la concibe. Recor-
demos ante todo la distinción profunda que hace la Vedanta entre la Reali-
dad y las verdades. No hay más que una Realidad, Principio de toda mani-
festación, que engloba todas las cosas (intelectuales y no intelectuales), ilimi-
tada y por consiguiente imposible de encerrar en ninguna clase de fórmula,
es decir: inexpresable. Existe, por el contrario, una multitud indefinida de
verdades, aspectos correctamente percibidos por nuestra mente en las refrac-
ciones de la Realidad en el plano intelectual humano. Cada verdad expresadle
no es más que un aspecto intelectual de la Realidad, que no excluye en abso-
luto otros aspectos igualmente válidos; porque cada verdad expresable lleva
consigo un “límite” en el interior del cual existe y en el exterior del cual deja
de existir. En el interior de su límite, una verdad manifiesta la Realidad; fuera
de su límite, esa verdad no lo es. Por lo tanto, toda verdad debe ser consi-
derada una dualidad: por una parte, como manifestación de la Realidad —
es decir, su parte válida— y por otra parte como no-manifestación de la
Realidad —es decir, que no tiene valor alguno—. Esta distinción nos per-
mitirá vincular la noción de verdad a las nociones de individual y universal.
¿Qué ocurre en mí cuando descubro una verdad, es decir, cuando
me aparece de súbito una relación que unifica elementos intelectuales sepa-
rados basta ese momento? Siento la evidencia de que no be fabricado esta
nueva verdad con un material antiguo; no la he fabricado, la he recibido, ha
llegado a mi conciencia en un instante de relajamiento interior. ¿De dónde ha

125
venido? De una fuente que hay en mí, de la fuente de todos los fenómenos
orgánicos y mentales que me constituyen, del Principio del cual soy una ma-
nifestación individual, del Principio que crea todo el Universo y me crea a
mí. Es decir, que mi verdad me ha venido de “algo” universal. Al proceder
de lo universal, mi verdad se ha revestido de una forma, de un límite en mi
consciente individual; una forma, un límite; se ha “informado” en mi mente
de acuerdo con mi estructura particular, según mi estilo propio de pensa-
miento. Al adquirir esta forma, mi verdad ha adquirido la posibilidad de ser
concebida y expresada, pero ha adquirido también, además del aspecto que
manifiesta la Realidad original y que es por lo tanto válido, el aspecto que no
manifiesta la Realidad y que por lo tanto carece de valor. Mi verdad expre-
sada, en cuanto manifiesta la Realidad, es de naturaleza universal; por el con-
trario, es de naturaleza individual en cuanto no manifiesta la Realidad y no
vale nada. En otras palabras, lo que es valedero y digno de consideración en
la verdad que expreso no es mío-en-cuanto-distinto, y no tiene, en realidad,
nada que ver con mi persona particular.
Si he comprendido esto, me es completamente indiferente el cerebro
particular donde ha tomado forma esta verdad; tal cerebro particular no es
más que el aparato receptor que ha captado tal mensaje. Si bien existe una
relación evidente entre la forma de los pensamientos expresados y la estruc-
tura propia del hombre que los expresa, no existe, sin embargo, relación
alguna entre esta estructura y la verdad de los pensamientos, es decir, con lo
que los pensamientos manifiestan de la Realidad. El aspecto “formal” de mi
libro es bien mío, pero la verdad in-formal que contiene en la trama de las
palabras —y que quizá ha de despertar en vuestro espíritu pensamientos
“informados” de acuerdo, con vuestra estructura— no es mía, ni de ningún
hombre en particular; es universal. La reivindicación de la paternidad de
cualquier idea es absurda; proviene de la ficción divina egotista que, ence-
rrada en el fondo de nuestra psicología, nos supone Causa Primera del Uni-
verso. En realidad, el hombre no crea nunca nada; si el hombre crea es en
cuanto hombre universal, anónimo, manifestación del Principio. En los
tiempos en que reinaba mayor sabiduría verdadera, el artista, el sabio, el pen-
sador, no soñaban siquiera en adjudicar su nombre a las obras que se “in-
formaban” a través de ellos. —• La curiosidad que podamos sentir con res-
pecto a la paternidad de una doctrina está en relación con nuestra falta de
confianza hacia nuestra propia intuición intelectual. Si busco una “creencia”
para adherirme a ella sin la impresión de evidencia interior, sin que mi Inteligencia
exija sentir que “le parece justo”, entonces es cuando, en efecto, averiguo

126
acerca de las fuentes particulares, acerca de las “autoridades” que se encuen-
tran en el origen de tal doctrina. Pero, ¿por qué buscar de este modo? Tales
creencias, aun cuando sus orígenes sean los más prestigiosos, no dejarán de
resultar, en mi mente, inclusiones no-asimiladas, no reconstruidas con arre-
glo a mi estructura y por consiguiente inútiles para mi realización. Serán pa-
lancas cruzadas entre las ruedas de mi máquina. Si quiero, por el contrario,
edificar poco a poco mi comprensión autentica con el análisis de los elemen-
tos intelectuales que compondré y recompondré según mi estilo propio, bus-
caré por todas partes sin prejuicios, con total ausencia de consideración para
la persona cuyas manifestaciones escucho o leo. Quizá estoy predispuesto a
no encontrar nada en una enseñanza famosa y a recibir verdaderas revela-
ciones de una fuente oscura. Poco me importa el hombre individual a cuyo
pensamiento me aproximo; sólo me interesará aquello que, en tal pensa-
miento, pueda despertar mi propia verdad todavía dormida. El Evangelio
me interesa porque encuentro en él, con evidencia, una profunda enseñanza,
pero las discusiones sobre la historicidad del personaje Jesús me dejan indi-
ferente.
Si he escrito La Doctrina Suprema como lo he hecho, sin referencias,
sin documentación precisa, sin trazar en ningún momento los límites entre
los pensamientos que fueron informados en los cerebros de los maestros
Zen y los que lo fueron en mi propio cerebro, es porque soy incapaz de
hacer tales distinciones. Después de haber leído una parte de la literatura
Zen y de haber recibido, con la impresión de evidencia, una viva revelación,
dejé trabajar a mi mente. Cuando la dejamos funcionar sin ideas preconce-
bidas, nuestra mente no desea más que construir; y establece, mediante im-
pulsos intuitivos, relaciones cada vez más ricas entre las nociones ya com-
prendidas ajustándolas como se ajustan las piezas de un rompecabezas. Este
trabajo de coordinación, de integración, termina en un conjunto más y más
armónico en el que nos resulta absolutamente imposible determinar qué es
lo que ha venido. a nosotros y qué es lo que en nosotros se ha construido.
Además, repitámoslo una vez más, esta discriminación no tiene interés. La
adhesión que preste el lector a este o a aquel pensamiento expresado en un
libro no debe depender del hecho de que tal pensamiento haya sido conce-
bido por este hombre o por aquel otro, sino de esa resonancia interior que
debemos aprender a reconocer y a utilizar como única guía.
las preocupaciones con respecto al individuo que ha concebido una

127
exposición doctrinal están en relación con nuestra necesidad ilusoria de ha-
llar el Absoluto en un aspecto de lo múltiple. Deseamos encontrar el Abso-
luto encarnado en una forma. Cuando leemos un texto que expresa un con-
junto de ideas, sentimos la tentación de aceptar todo el conjunto o recha-
zarlo en bloque; esto es lo más sencillo y nos ahorra un trabajo personal de
reflexión. Nos sentimos entonces necesariamente inclinados a considerar al
autor de ese texto como una entidad cuyo “valor” individual nos intriga:
¿merece nuestro respeto o nuestro desdén? Esta manera de leer, correcta
cuando se trata de un texto documental, no conviene cuando deseamos for-
mar nuestro pensamiento y descubrir nuestra verdad (es decir, nuestra pro-
pia visión intelectual de la Realidad). Cuando busco mi verdad sé que no la
encontraré fuera de mí: lo que está fuera de mí —y que va a servirme para
encontrarme a mí mismo— puede presentarse como un conjunto coherente,
pero no debo dejarme impresionar por esta apariencia pues de lo contrario
no llegaré jamás a realizar el proceso de análisis que condiciona después mi
síntesis personal, mi asimilación intelectual.
Los estudios de este segundo tomo merecen mucho más que los del
primero esta advertencia. Creo que los antiguos maestros Zen me hubieran
concedido su imprimatur. Pero poco importa; ellos hubieran aprobado sobre
todo el desprendimiento en que me esfuerzo por mantener mi pensamiento
ante cualquier otro pensamiento personal. Recordemos a aquel maestro Zen
que, al ver que uno de sus alumnos palidecía ante un Sutra, le dijo: “No os
dejéis trastornar por el Sutra, trastornad más bien vos mismo el Sutra”. Porque sola-
mente así podía establecerse, entre el alumno y el Sutra, un verdadero
acuerdo.

128
I Emoción y estado emotivo

La psicología clásica, al estudiar la emotividad, ignora una distinción


extremadamente importante desde el punto de vista de la evolución interior
del hombre. Descubre bien este “movimiento del alma” que surge bajo una
excitación del mundo exterior, en respuesta a una imagen percibida concien-
temente, movimiento de cólera, de amor, de remordimientos, etcétera. Pero
el juego emotivo en nosotros no se reduce a eso. Con frecuencia, me percato
de la existencia en mí de un “estado” emotivo duradero y veo perfectamente
que tal estado no es provocado por las imágenes que tengo en la mente en
ese momento; estoy más o menos fastidiado, por ejemplo, mientras pienso
en mil cosas anodinas. Si busco entonces qué imágenes me producen tal
estado, es posible que no logre averiguarlo, pero a menudo encuentro la
preocupación que reside debajo de mis asociaciones de superficie y que pro-
duce mi estado sombrío. Mientras no “pensaba” en ella, mi preocupación se
mantenía inmóvil en mi mente (“idea fija”) y provocaba un “estado” emo-
tivo duradero, como inmóvil. Ahora que pienso en lo que me preocupa, es
decir, cuando evoco un film imaginativo a su respecto, se producen en mí
movimientos emotivos, como aquéllos de los que hemos hablado al princi-
pio; pero siento que persiste, debajo de estos movimientos, el “estado” emo-
tivo inmóvil, y advierto que tal estado estaba en relación con la preocupación
que acabo de traer a mi mente de superficie.
La experiencia interior me demuestra, por lo tanto, que, bajo las
emociones dinámicas, existe una emoción estática. Pero, ¿cómo entender esta
última? Su nombre mismo parece paradójico; “emoción” implica “movi-
miento ¿puede hablarse, por tanto, de movimiento “estático”? Para resolver
esta contradicción y demostrar de qué manera el estado emotivo puede ser al
mismo tiempo un movimiento y una inmovilidad, bastará comparar estos
movimientos del alma”, que son las emociones, con los movimientos del
cuerpo que son nuestras contracciones musculares. Si un músculo puede
construirse dinámicamente en una contracción, puede contraerse también es-
táticamente en una contractura o calambre. Las emociones ligadas a imágenes
concientes son contracciones psíquicas; el estado emotivo ligado a imágenes
subconcientes es una contractura psíquica.
Para mayor claridad hemos establecido así, en primer lugar, nuestra
distinción con palabras de exactitud aproximada. Ahora podemos ser más

129
precisos.
El fenómeno “emoción” traduce un cortocircuito entre el polo psí-
quico y el polo somático de nuestro organismo. No debe hablarse, al refe-
rirse a la emotividad, de contracción o de contractura “psíquica”, sino de
contracción o contractura de nuestro organismo psicosomático; el centro
emocional está a mitad de camino entre el centro intelectual (o psíquico, o
sutil) y el centro instintivo (o somático o grosero). Del mismo modo, si bien
hemos hablado al principio de emociones o de estado emotivo provocados
por imágenes, es decir, por excitaciones psíquicas, sutiles, no hay que olvidar
que nuestra emotividad puede igualmente ser provocada por excitaciones
somáticas, groen as. Un malestar somático puede ser la causa provocadora
de mi “fastidio”, contractura emotiva de mi organismo psicosomático. De
todos modos, sea psíquica o somática la causa provocadora, la “contractura”
originada siempre afecta, al mismo tiempo, la psiquis y el soma, es decir, que
determinada “contractura” muscular (de mis músculos estriados o lisos)
acompaña siempre a mi “contractura” psíquica sobre una imagen subcons-
ciente, y viceversa.
Volviendo a la idea de que la emotividad en general traduce un cor-
tocircuito energético entre los polos intelectual e instintivo, veamos cómo
se distinguen, desde este punto de vista, la emoción dinámica (diremos en
adelante “la emoción” sencillamente) y el estado emotivo estático (o “estado
emotivo” simplemente). Utilizando una comparación eléctrica, puede decir-
se que la emoción corresponde a una chispa que conecta los dos polos; esta
chispa puede durar un tiempo determinado, pero no es estática en el sentido
de que el contacto que establece entre los polos alejados es un contacto en
desplazamientos continuos, es un contacto que se mueve; la chispa no se
mueve sólo de un polo al otro, sino que se mueve también lateralmente. El
estado emotivo, por el contrario, puede compararse con un paso de energía
que se produce entre los dos polos cuando se tocan directamente sobre una
superficie más o menos extensa.
Esta comparación nos muestra ya uno de los factores que hacen el
estado emotivo más peligroso que la emoción. La emoción, por lo mismo
que se mueve, es visible, conciente; el sujeto es advertido por su sensibilidad
interior; a causa de ello, entran en juego inmediatamente diversos mecanis-
mos de defensa, que lograrán disminuir primero e interrumpir después, el
cortocircuito devorador de energía. Por el contrario, el estado emotivo no

130
despierta tan rápidamente los mecanismos de defensa; sólo los advierte tar-
díamente cuando sus lamentables consecuencias se hacen visibles; y los pro-
cedimientos de defensa que se hacen necesarios en este momento implican
un aspecto más molesto: son “neuróticos” (dando a esta palabra su acepción
más amplia), y disminuyen el contacto entre los dos polos mediante un de-
terminado deterioro de los polos mismos. La emoción puede también com-
pararse a una hemorragia visible que inquieta al enfermo y pone en juego la
terapéutica; el estado emotivo es comparable a una hemorragia invisible y
continua que mina al enfermo; éste llegará a cuidarse algún día, pero en un
momento en que la terapéutica será mucho menos eficaz.
Pero estas comparaciones bastante burdas dejan a un lado las consi-
deraciones más importantes. En efecto, en estas comparaciones nosotros
suponíamos que la combustión de la energía en la chispa era asimilable a la
destrucción de la energía en el contacto de los polos. En realidad, no es así;
hay una diferencia fundamental entre los dos fenómenos. En la emoción,
los dos polos están alejados el uno del otro; la chispa que los une no es
realmente un cortocircuito; en esta chispa la energía se quema y “se des-
prende”, algo se produce. En el estado emotivo, por el contrario, los dos
polos se tocan; hay un verdadero cortocircuito; la energía pasa de un polo al
otro; la energía total del sujeto —energía que proviene de la diferencia de
tensión entre los dos polos— se destruye, puesto que esta diferencia de ten-
sión disminuye, y se destruye sin producir nada. La emoción forma parte de
la manifestación, de la vida que manifiesta el “ser”; asimismo, puede consi-
derarse “normal”. El estado emotivo, por el contrario, no es “vivo”, destruye
sin contrapartida; la energía que consume no puede ser utilizada para la li-
beración; y puesto que no puede ser normalizador debemos llamarlo “anor-
mal”.
Otra comparación puede ayudamos a comprender mejor todo esto.
Supongamos una rueda horizontal y que gira, pero cuyo centro de rotación
no coincide con el centro geométrico: su rotación es “excéntrica”. Esta
rueda está movida por dos clases de fuerzas: ante todo, una fuerza rotativa
o fuerza “dinámica”; por otra parte, el conjunto de la rueda es atraído por
una fuerza centrífuga que tiende a alejarla de su centro de rotación, y esta
fuerza, que no se efectúa, puede denominarse “estática”. El movimiento de
rotación, que en esta ilustración representa la emoción, es utilizable; si se
adapta una correa a la rueda, ésta podrá arrastrar máquinas. Por el contrario,
la fuerza estática que tiende en vano a proyectar toda la rueda lejos de su

131
centro de rotación es inutilizable: simboliza la contractura inmóvil, el calam-
bre del estado emotivo. El hombre realizado, el hombre después del satori,
puede compararse con una rueda cuyo centro de rotación coincidiera con el
centro geométrico, este hombre tendría emociones, pero no tendría estado
emotivo. El hombre común, antes del satori, es comparable a nuestra rueda
excéntrica. Y esta imagen de la rueda excéntrica permite señalar algunas mo-
dalidades importantes de nuestra vida afectiva. Todo sucede en mí como si
existiera, entre el centro de rotación de mi rueda y su centro geométrico, un
nexo elástico que tiende a hacerlos coincidir. Cuando mi rueda gira lenta-
mente, es decir, cuando tengo poca emoción, la Fuerza centrífuga es débil y
el nexo elástico consigue mantener el centro de rotación no muy alejado del
centro geométrico. Pero he aquí que se me producen emociones violentas;
mi rueda comienza a girar con rapidez; la fuerza centrífuga aumenta; a pesar
del nexo elástico, mi centro de rotación se aleja de mi centro geométrico.
Esto nos demuestra de qué manera las emociones determinan la aparición
del estado emotivo; después de pasar por emociones violentas en seguida
me siento “descentrado”, como si estuviera “fuera de mi eje”, “dislocado”
interiormente y hasta que no haya transcurrido algún tiempo mi nexo elás-
tico no ejercerá su acción, ni aproximará los dos centros: el de rotación y el
geométrico. Antes del satori los dos centros de mi rueda jamás coinciden
exactamente; en efecto, en el hombre común que no realiza ningún trabajo
interior acertado, si bien las emociones a veces pueden poco intensas, nunca
son nulas; la rueda gira a veces con lentitud, pero gira a pesar de todo; siem-
pre existe una fuerza centrífuga que impide que el nexo elástico consiga ha-
cer coincidir los dos centros. El satori corresponde, en nuestra metáfora, a
un instante en que la rueda cesa por completo de girar; es un “instante” sin
duración (de no ser así el hombre moriría), pero este instante es suficiente
para que los dos centros coincidan. Cuando han coincidido, aunque sólo sea
por un instante, ya no se alejan nunca el uno del otro; por muy de prisa que
gire ahora la rueda, su rotación no podrá ya determinar la aparición de nin-
guna fuerza centrífuga. Después del instante del satori, instante en el que no
hay ni emoción ni estado emotivo, se sentirán otra vez tantas emociones
como se quiera suponer, pero jamás volverá a producirse el estado emotivo.
El “elástico” de nuestro ejemplo corresponde a la nostalgia profunda que el
hombre lleva en sí por el satori; esta nostalgia en realidad no se siente como
nostalgia del satori, puesto que el hombre común no puede tener ninguna
idea exacta sobre tal acontecimiento (más bien la siente como nostalgia de

132
ciertas cosas temporales o de una imagen inadecuada que pueda hacerse so-
bre el satori), pero de todos modos no deja de ser nostalgia del satori. Cuanto
más alejado se halle un hombre del satori en sus estados emotivos, más tenso
estará su nexo elástico, es decir, con mayor intensidad sentirá la nostalgia de
una realización (de cualquier manera que se la figure); cuanto más se apro-
xima el hombre al satori, más laxo estará su “elástico” y sentirá con menor
fuerza su nostalgia de una realización. Al borde mismo del satori, en los mo-
mentos que le preceden, desaparece por completo toda nostalgia de una rea-
lización; y entonces, a falta de nostalgia alguna, el que alcanza el satori no lo
siente como una realización; podrá decir como Hui-neng “No hay ninguna
realización; no hay ninguna liberación”. La liberación sólo existe para aque-
llos que no están liberados. En nuestra metáfora, la liberación equivale a la
laxitud completa del nexo elástico; pero, en el satori, el nexo elástico desapa-
rece y por lo tanto ya no hay posibilidad alguna de distenderlo.
Antes del satori el hombre no puede imaginar nada positivo con res-
pecto a lo que puede ser después del satori. Sólo puede concebir, de una
manera negativa, que las emociones vividas después del satori serán profun-
damente diferentes de las experimentadas antes del satori, puesto que éstas
ya no originarán el estado emotivo, contractura interior, que constituía nues-
tra angustia. Esto nos lleva a una comprensión nueva de la distinción “emo-
ción estado emotivo” que estamos estudiando. Las emociones pueden ser
positivas o negativas, gozos o sufrimientos; pero el estado emotivo es siem-
pre negativo. Según nuestra metáfora anterior, la rueda puede girar en un
sentido o en otro, pero en los dos casos la fuerza centrífuga sigue siendo
centrífuga. El examen concreto de nuestra vida afectiva nos lo demuestra
Cuando me ocurre algo muy gozoso, despertando en mí violentas emocio-
nes de alegría, el “dislocamiento” central de que hemos hablado antes se
produce en mí al igual que se produce cuando se trata de emociones negati-
vas violentas; una angustia aparece bajo mis imágenes gozosas, angustia li-
gada psicológicamente sea al temor de perder la afirmación que se me pro-
dujo, sea a la reivindicación insatisfecha de que mi afirmación aumente sin
cesar hasta la realización absoluta de mí mismo que espero siempre en el
fondo de mi ser.
El estado emotivo o emotividad profunda (contrario a la emotividad
de superficie que constituyen las emociones) corresponde al plan psíquico
profundo o subconsciente, donde se debate en mí el “proceso” de mi Ego
en relación con las situaciones en que me encuentro implicado frente al

133
mundo exterior. El estado emotivo siempre está relacionado con una duda
-sobre mi “ser”; esta duda, este dilema “ser o nada” me amenaza sin cesar y
mi proceso continúa en la esperanza irrealizable de una absolución temporal
y definitiva.
Ciertas personas “eufóricas” parecen estar siempre dominadas por
un estado emotivo positivo y esto parece contradecir lo que acabamos de
exponer. El estudio de la aparente “felicidad” del hombre común es muy
interesante porque puede ayudarnos a comprender mejor lo que es el “es-
tado emotivo”. Si me observo con continuidad, advierto que a veces estoy
eufórico y que tal estado corresponde a un momento en que mi duda en
cuanto a mí mismo temporariamente adormecido; una situación exterior
medianamente afirmante y que parece bastante estable, unida a un buen es-
tado fisiológico, adormece mi proceso interior; a falta de “incidentes que
enjuiciar”, jueces y testigos se han dormido. Mi plano psíquico subcons-
ciente está adormecido. Yo estoy, por lo tanto, en un “estado” agradable.
Pero este estado agradable no corresponde a una positividad del estado emo-
tivo en actividad, sino a una no-actividad del estado emotivo; no corres-
ponde al resultado, al fin favorable del “proceso” sino a una ausencia tem-
poral de este proceso; no corresponde a un aniquilamiento de mi ilusoria
creencia de que me falta algo, sino a la inactividad temporaria de esta ilusión.
¿Cómo es posible esto? ¿Existiendo siempre el Ego cómo puede suspender-
se de este modo su proceso?
1.1 examen del hombre habitualmente eufórico nos lo aclarará. En
este hombre, la necesidad de Absoluto es débil, a menudo prácticamente
nula. Cuando su deseo de afirmación egotista se ha asegurado una cierta
satisfacción, este deseo se calma y no pide más; este hombre puede conten-
tarse con lo que tiene. Se han desarrollado en él mecanismos apaciguadores;
sabe presentarse las situaciones en que está frente al mundo exterior, de
forma que considera sus aspectos afirmantes y no ve sus aspectos negadores.
El proceso interior profundo ha sido sustituido en la superficie por una mo-
nótona apología de sí mismo; el proceso está casi siempre dormido. Es in-
teresante observar que este hombre es particularmente poco “susceptible”;
se lo puede criticar muy duramente sin herir su amor propio; esta anestesia
del amor propio corresponde al dormir del proceso. Este hombre parece
más o menos carente de Ego. El Ego existe, sin embargo, pero, a causa de
la debilidad de la necesidad de Absoluto, las compensaciones establecidas
mantienen toda su eficacia en el uso que se hace de ellas; la duda de sí mismo

134
se ha puesto a cubierto bajo escudos que el tiempo no deteriora; este hombre
no se fatiga de las acritudes (compensaciones) que asume ante el mundo
exterior. Pero la aparente positividad de sus estados emotivos corresponde
solamente a la neutralización, a la inhibición del estado emotivo, que es, por
su propia naturaleza, negativo. Este hombre experimenta muchos goces,
pero estos goces se perfilan sobre un dormir, sobre una ausencia; el fondo
que las condiciona no es una verdadera elasticidad profunda (o relajamiento
del estado emotivo), es inconsciencia, por inhibición, de la contractura pro-
funda. (Es semejante al “valor” del hombre que no ve el peligro). Y esto es
posible a causa de la debilidad congénita de la necesidad dé Absoluto, debi-
lidad que convierte las compensaciones en suficientes y duraderas.
En el hombre en el que, por el contrario, la necesidad de Absoluto
es intensa, las compensaciones difícilmente son establecidas con eficacia
(este hombre es demasiado exigente, su apetito de afirmación egotista es
demasiado reivindicador en cantidad y en cualidad) y estas compensaciones,
si a pesar de todo se establecen, duran poco. Por lo tanto, el “proceso” muy
pocas veces está dormido, o quizás nunca. Cuanto más avanza la vida de
este hombre, más sus compensaciones posibles se deterioran irremediable-
mente; su proceso ya no experimenta suspensiones; este hombre considera
cada vez más todo lo que sucede, —todas sus situaciones Frente al No-Yo—
desde el punto de vista de la duda de Sí; en su subconsciencia nunca ador-
mecida, vive siempre en la espera de un veredicto ilusorio del que siente que
depende su absolución o su condenación definitiva. Su amor propio está
siempre en la palestra, en uno u otro sentido, es “susceptible”; y esta excita-
ción constante corresponde a la actividad permanente del estado emotivo
subconsciente, de la “nervosidad”. Mientras el hombre poco ávido de Ab-
soluto está tranquilo, el hombree que siente una gran necesidad de Absoluto
es hiperexcitable, está hipertenso. Todo afecta a su Ego, enfoca todo lo que
percibe desde el ángulo único de su amor propio.
Concluyamos este aspecto de la cuestión afirmando que el estado
emotivo no puede ser más que negativo, contractura ansiosa, y que la activi-
dad con la subconsciencia donde opera este estado emotivo está en relación
con la necesidad de Absoluto y, por consiguiente, con la necesidad de la
realización intemporal. La presencia de la angustia y la necesidad del satori
están íntimamente ligadas en un hombre determinado.
El hombre-después-del-satori, si se conoce todavía las emociones,

135
no las experimenta ya contra el fondo de angustia constante; y esta modifi-
cación del fondo es una modificación tan inmensa, tan fundamental de toda
nuestra vida afectiva, que no podemos imaginar correctamente nada acerca
de las emociones del hombre después del satori.
El trabajo interior con vistas al satori debe aspirar a este instante com-
pletamente carente de emoción cuya necesidad hemos visto. Este trabajo
frenador de nuestra emotividad no podrá ser comprendido correctamente
mientras no se haya comprendido la distinción entre emociones y estado
emotivo. Sólo el estado emotivo es anormal y contrario al satori; la emoción,
por su parte, es normal y no contraria al satori. Pero es mil veces más fácil
percibir las emociones que la existencia del estado emotivo.
También el hombre se figura a veces que es bueno frenar las emo-
ciones, y todo su trabajo se pierde porque está mal dirigido.
El trabajo correctamente dirigido aspirará a frenar el estado emotivo;
as- pirará a conseguir no la desaparición de las contracciones del organismo
psicosomático que son las emociones, sino la desaparición de la contractura
de este organismo. Ocurre con el organismo total lo mismo que con su as-
pecto simplemente grosero: el pianista virtuoso no ha suprimido sus con-
tracciones musculares; ha suprimido la contractura que, al comienzo de su
aprendizaje, constituía el molesto fondo sobre el cual se ejercitaban sus con-
tracciones musculares.
Pero, ¿cómo se obtendrá la resolución del estado emotivo, de la con-
tractura ansiosa que sirve de fondo a toda nuestra vida afectiva? Sería inútil
intentarlo directamente. Podría considerarse útil realizar esfuerzos de des-
contracción muscular voluntaria, con la esperanza de que esta des-contrac-
ción parcial acarree automáticamente en una des-contracción general. Tales
esfuerzos, dirigidos sobre un objeto particular, en realidad son impotentes
para afectar la generalidad del ser; el esfuerzo mediante el cual relajo un as-
pecto del yo irá acompañado necesariamente de una contractura central: no
puedo encarar nada en particular sin contractura. Podría intentarse también
luchar contra las emociones, puesto que las emociones desencadenan el es-
tado emotivo; pero esto sería perjudicar nuestra propia vida; el problema
consiste en relajar el estado emotivo sin tocar las emociones, sin tocar nada
en particular.
Nosotros no podemos obtener ninguna modificación de nuestro or-

136
ganismo total más que utilizando la ley de Tres. Por ello, todo esfuerzo di-
recto que tiende a reducir algo en nosotros es inoperante desde el punto de
vista de nuestra totalidad. Por el contrario, debemos respetar, directamente,
lo que deploramos en nosotros y traer, el elemento antagonista y comple-
mentario; esto hace que entre en juego el principio conciliador y, gracias a
ese juego, la resolución del elemento lamentable; este elemento se reintegra
en el todo y desaparece perdiendo su ilusoria autonomía.
Veamos cómo se aplica aquí esta ley. La contractura profunda de mi
organismo total, aunque afecta a mi organismo en cuanto totalidad no es, en
sí, total: no es absoluta; es más o menos intensa, pero siempre parcial; es decir,
que, en cada instante, sólo se encuentra actualizada una parte de mi contrac-
tura posible, mientras que todo el resto queda sin actualizar, no manifestada.
Mi atención profunda (la atención que opera sobre este plano profundo)
está enfocada siempre de una manera natural sobre la parte manifestada de
mi contractura. El desequilibrio reside precisamente en esta parcialidad na-
tural por la cual no estoy atento más que a la parte manifestada de mi con-
tractura. La equilibración deseable exige, por consiguiente, que esté atento a
la parte no-manifestada de mi contractura, al mismo tiempo que lo estoy con
respecto a su parte manifestada; dicho de otro modo, al mismo tiempo que
estoy atento a mi interés por tal cosa en particular, debo estar atento a mi
indiferencia hacia Todo el resto de la manifestación.
Todavía se presentará aquí la tentación, que nos es tan comente, de
actuar directamente; me siento tentado a realizar un esfuerzo voluntario me-
diante el cual percibiría mi indiferencia hacia todo lo que no me preocupa
en este momento. Pero eso es imposible: la indiferencia a la cual debo prestar
atención es no-manifestada; en cuanto pretendo pasar conscientemente que
soy indiferente, percibo la idea manifestada de “indiferencia” y no la indife-
rencia no-manifestada. Lo no-manifestado escapa necesariamente a mi con-
ciencia dualista que supone un sujeto que percibe y un objeto percibido,
ambos manifestados.
Una vez develado el error de esta última tentación de actuar directa-
mente, vuelvo de nuevo a la ley fundamental de nuestra evolución realiza-
dora: sólo la comprensión intelectual pura tiene eficacia. Ninguna modificación útil
de mis fenómenos interiores provendrá de una manipulación concertada por
ingeniosa que se la suponga. Toda modificación útil con vistas a la realiza-
ción intemporal debe provenir espontáneamente de nuestro Principio Ab-
soluto, gracias a la brecha abierta por la intuición intelectual en la pantalla de

137
la ignorancia. Cada “evidencia” intelectual obtenida sobre el problema de
nuestra realización será una brecha abierta en la pantalla de la ignorancia;
por esta brecha se efectúa, a continuación, sin que ten gamos que preocu-
parnos de ello, el proceso de nuestra transformación. En el caso que nos
ocupa aquí, la evidencia intelectual que es preciso obtener es la siguiente:
nosotros nos equivocamos radicalmente con respecto a nuestra emotividad
profunda; creemos en la sola existencia de nuestro estado emotivo de nues-
tra contractura, no creemos en nuestra emotividad pro funda sino en la me-
dida en que se manifiesta por medio de una contractura, en la medida en que
“vive”, ignoramos todo el resto; ignoramos nuestra emotividad en tanto ella
no se manifiesta, en tanto ella no vive. Pero nuestra emotividad en cuanto
vive es limitada, mientras que nuestra emotividad en cuanto no vive es infi-
nita. Lo que es real en mi afectividad en cada segundo de mi existencia, de
lo que por ende realmente se trata para mí, no es mi estado emotivo, mi
contractura, mi parcialidad, sino, por el contrario, detrás de todo esto mi
perfecta indiferencia, mi no-contractura, mi imparcialidad. Lo que cuenta en
mí, en cuanto ser sensible, no es lo que estoy sintiendo sino la infinidad de
todo lo que no estoy sintiendo; en resumen, el estado emotivo que actual-
mente manifiesto no tiene, en realidad, ningún interés para mí.
Esta evidencia intelectual, una vez obtenida, es una revelación que
tras toma toda mi visión de mi vida interior. Esta “visión” no destruye in-
mediatamente mi parcialidad afectiva por mi manifestación emotiva, peto
establece en mí una certeza intelectual equilibrada que afirma mi no-mani-
festación emotiva, mi serenidad relajada no-manifestada. En virtud de esta
nueva certidumbre intelectual se desarrolla en mí una atención hacia la indi-
ferencia infinita que se encuentra en mí debajo de mis intereses limitados.
Esta atención opera en el Inconsciente y no me procura ninguna “percep-
ción” dualista; pero ella también opera (a medida que “comprendo”), y este
juego invisible se traduce, a la larga, en lo visible, mediante una disminución
progresiva de la intensidad de mis estados emotivos. De tal modo me es
posible encaminarme hacia el estado no-emotivo que permitirá el desenca-
denamiento del satori.
El juego correcto de nuestra atención profunda se traduce, a la larga,
es decir, en nuestra evolución general, por una disminución de nuestros es-
tados emotivos. Pero la evolución general entraña períodos transitorios du-
rante los cuales aumenta la contractura emotiva. Vamos a ver por qué ocurre
así.

138
En el hombre que no ha comprendido todavía la distinción entre
emociones y estado emotivo, la atención trabaja de la manera siguiente: la
atención de superficie, sobre el plano llamado “consciente”, se fija en las
emociones (o más exactamente, en las imágenes del film emotivo); la aten-
ción profunda, sobre el plano llamado “subconsciente”, se fija en el estado
emotivo. El hombre medio común no es consciente de su estado emotivo
(por este motivo la psicología clásica ignora tal estado): de ello no tiene más
que “subconsciencia”, y sólo por un razonamiento inductivo este hombre
llega algunas veces a la conclusión: “hoy estoy muy nervioso”; no es cons-
ciente directamente de su “nerviosidad” sino solamente de las imágenes que
se perfilan contra el fondo de esta nerviosidad.
La comprensión de la distinción entre “emoción” y “estado emo-
tivo”, producirá, en la medida en que se obtenga tal comprensión, una mayor
profundidad del trabajo de la atención. La atención de superficie que ope-
raba sobre el plano consciente del film imaginativo, tenderá ahora a operar
sobre el plano hasta entonces inconsciente del estado emotivo (es decir, que
este hombre, gracias a su comprensión, se torna capaz de dirigir su atención
hacia su estado emotivo) mientras que la atención profunda tenderá a operar
en el Inconsciente, dominio infinito e inmutable sobre el que se perfilan las
variaciones del estado emotivo.
Si la comprensión fuese inmediata y completa, este desplazamiento
de la atención profunda se realizaría inmediatamente, por entero, con esta-
bilidad; esta atención reintegraría el Inconsciente (o sí mismo —o Natura-
leza-Propia del Zen), y tendría lugar el satori. Pero falta mucho para que la
comprensión sea súbitamente completa: entre el primer instante en que se
la concibe teóricamente V el instante en que ella ha adquirido, por el con-
tacto con la experiencia, toda la tercera dimensión de que carecía al principio,
debe transcurrir un período de maduración más o menos largo. La obten-
ción de la comprensión teórica no barre de un golpe todas las “creencias”
ilusorias que estaban antes de su llegada y que mantienen poderosos auto-
matismos afectivos y de comportamiento; Fe y “creencias” coexistirán aún
durante un tiempo más o menos largo. La maduración de la comprensión
consiste en la erosión progresiva de los errores por la verdad al fin obtenida:
el buen grano asfixia poco a poco la mala hierba.
Durante el curso de esta maduración, existirá un antagonismo entre
la comprensión (o Fe) y los automatismos afectivos que mantienen los erro-
res La Fe tiende a que el hombre sea consciente de su estado emotivo, pero

139
sus automatismos erigirán el obstáculo de la angustia entre su mirada cons-
ciente y este estado emotivo que es el sitio de la contractura ansiosa. El es-
tado emotivo perderá su ilusorio veneno de angustia en la medida en que
sea advertido; pero mi estado emotivo aumentará en la medida en que mis
automatismos me impiden ver todavía, mientras que mi comprensión im-
pulsa mi mirada hacia el estado emotivo, es decir, en la medida en que la
visión del estado emotivo es intentada infructuosamente. En el camino de
la relajación hay, pues, una recrudescencia crítica de la contractura emotiva
(los dragones situados en el camino hacia el tesoro). El hombre debe estar
alerta para no dejarse asustar y desanimar; si lo sabe trabajará sin desmayos
para el progreso de su comprensión, aun cuando su condición empeore en
apariencia. Cuando la conciencia haya penetrado por fin valerosamente en
el plano del estado emotivo hasta entonces subconsciente, se revelará la pe-
netración de la atención profunda en el Inconsciente, dominio de la Positi-
vidad Absoluta que disipa toda angustia.
Ya hemos recordado que sólo la comprensión intelectual pura es efi-
caz y que ninguna manipulación concertada puede modificar nuestros fenó-
menos interiores en un sentido útil para el satori. Es importante que insista-
mos en este punto y rechacemos todas las teorías a través de las cuales cree-
mos poder operar personalmente nuestra transformación metafísica. Sin em-
bargo, una vez admitido esto, vamos a demostrar de qué manera un gesto
interior voluntario por percibir el estado emotivo interviene en un momento
determinado de la evolución liberadora.
Cuando mi comprensión ha alcanzado cierto grado y mis actitudes
compensadoras máximas han sido ya sobrepasadas, aumenta mi contractura
emotiva profunda; mi comprensión, como ya lo he dicho antes, tratará en-
tonces de desplazar el funcionamiento de mi atención hacia lo profundo, es
decir, que me muestra con evidencia la utilidad de un gesto interior no na-
tural, no automático, tendiente a la percepción consciente del estado emo-
tivo basta entonces subconsciente (es decir, la utilidad de no huir más ante
la angustia como lo he venido haciendo hasta ahora, sirio, por el contrario,
de hacerle frente con “espíritu de investigación”) Esto proviene solamente de
la comprensión, es decir, que la decisión de este gesto interior fluye espontá-
neamente de la comprensión; este gesto no ha sido preconizado en mí por
una actitud afectiva idólatra (“deber” de “salvarse”, ambición “espiritual”)
que pretendiera imponerse rechazando otras tendencias; la decisión de este
gesto surge en mí espontáneamente cuando veo con evidencia su utilidad.

140
Solamente entonces, después de realizado el laborioso trabajo de compren-
sión necesaria, seré capaz de efectuar el gesto cuya utilidad se me hizo evi-
dente; antes de este momento, toda tentativa de efectuación sería prematura
e inoportuna. Si suponemos ahora que la evidencia intelectual necesaria se
adquiere y que la decisión del gesto interior útil surge sencillamente de una
certeza completa, si suponemos, por tanto, que soy por fin capaz de ejecutar
eficazmente este gesto, entonces me doy cuenta de que esta ejecución no
puede desprenderse espontáneamente de la comprensión sola. El gesto se
decide en la intuición intelectual pura, pero se realiza en el plano de la vida
interior concreta donde operan todos mis mecanismos automáticos. Este
gesto no-natural se ejecuta en el plano de los mecanismos naturales y a con-
tra corriente de la automaticidad que arrastra continuamente mi atención
hacia las imágenes. Debíamos precisar este punto esencial; deberíamos re-
cordar que todo trabajo interior en cuya decisión ha tomado parte la afecti-
vidad irracional está, por eso mismo, condenado al fracaso desde el punto
de vista del satori. Después de haber formulado ya claramente estas “precau-
ciones oratorias” indispensables, vamos a hablar del trabajo interior práctico
contemplado desde el ángulo de este estudio.
Este trabajo consiste en hacer, cada vez que podamos, un gesto in-
terior tendiente a la percepción del “estado emotivo”. Pero veamos en se-
guida lo que hay de paradójico en esta “percepción”. Mi estado emotivo me
afecta, afecta a mi organismo psicosomático en cuanto totalidad; no puede
ser, por lo tanto, objeto de una percepción dualista que entraña sujeto y ob-
jeto. Es ilusoriamente objetivo en cuanto no hago nada por percibirlo, pero
se destruye en la misma medida en que trato de percibirlo. El gesto interior
liberador persigue la percepción del estado emotivo, pero no puede lograrla; desemboca en
una determinada percepción de mi organismo total o percepción del Yo, a través del estado
emotivo que cubría y ocultaba este Yo al mismo tiempo que me indicaba su situación. Este
gesto llega por lo tanto a un instante de conciencia subjetiva real obtenida mediante la
destrucción parcial del estado emotivo. (“Ver en su propia naturaleza”').
El hombre común, apartado de todo trabajo interior, cree que puede
percibir su estado emotivo; pero, cuando llega a comprobar que “está ner-
vioso” no percibe más que una imagen mental fabricada a propósito de la
objetividad ilusoria de su estado emotivo. Todos sus reflejos, todos sus me-
canismos están condicionados por su estado emotivo; la importancia de este
estado es, pues, inmensa; pero esta importancia es implícita, subconsciente, y
el estado emotivo en función del cual el hombre considera todas las cosas

141
jamás es considerado conscientemente en sí mismo. El hombre común vive
únicamente en función de su Ego, pero no se pregunta nunca a sí mismo
sobre este Ego. Así pues, el estado emotivo ejerce, en el funcionamiento del
ser humano, el papel de un punto fijo alrededor del cual todo gira; dicho en
otras palabras, el hombre común está centrado alrededor de su subcons-
ciente (centro de rotación) mientras que su centro real o geométrico es el
Inconsciente.
En realidad, el estado emotivo no es un punto Fijo; y su fijeza iluso-
ria es lo que condiciona todas las ilusiones de nuestra vida egotista. Cuando
dirijo voluntariamente mi atención hacia mi estado emotivo (es decir, hacia
mi cenestesia total, es decir, en realidad hacia mi Ego bajo esta cenestesia),
veo que “esto” no es fijo, veo que “aquello” se mueve, siento intuitivamente
la pulsación íntima de mi vida (no es por tanto “noúmeno”, sino “fenóme-
nos”; el Ego no puede ser el Absoluto puesto que se mueve); esta abolición
parcial de la fijeza ilusoria del estado emotivo aproxima mi centro de rota-
ción a mi centro geométrico; yo me “normalizo”.
Esta visión de que “esto se mueve” en el centro de mi ser fenomenal
no es análoga a mi visión de que una piedra lanzada se mueve. En la visión
de que “esto se mueve” en mí, no existen ya ni el espacio ni el tiempo ni las
formas; aquello se mueve en el mismo sitio y sin variación; yo toco la eter-
nidad del instante.
En la práctica, este trabajo debe entrañar gestes interiores repetidos,
pero breves y ligeros. No se trata de afanarse laboriosamente como si hu-
biera algo que “atrapar”. No hay nada que atrapar. Se trata de comprobar
voluntariamente en un abrir y cerrar de ojos instantáneo y perfectamente
sencillo que “yo me siento” globalmente en este segundo (gracias al esfuerzo
realizado para saber cómo “me siento” en este segundo). O lo consigo instan-
táneamente o fracaso totalmente; en este último caso, volveré a comenzar
más tarde (quizás algunos segundos más tarde, pero el gesto debe ejecutarse
de un solo golpe). Me interesa realizar este gesto lo más a menudo posible,
pero con flexibilidad y discreción, trastornando lo menos posible el curso de
mi vida interior dualista; debo interrumpir la conciencia que tomó habitual-
mente de mi vida dualista en una “rotura” neta, franca, instantánea, pero sin
hacer nada que la modifique directamente. La modificación “normalizante”
quedará a cargo del Principio Absoluto que operará a través de las “roturas”
instantáneas producidas por este trabajo interior.

142
La distinción entre “emociones” y “estado emotivo” permite preci-
sar la naturaleza de la percepción que el hombre tiene de su vida afectiva.
Lo que llamamos un “sentimiento” es un fenómeno complejo que implica
un film imaginativo de una parte y una variación emotiva por otra.
Si contemplo en primer lugar el film imaginativo, veo que tengo una
percepción consciente e indiscutible del mismo. Las imágenes que desfilan
en mi mente quedan fijadas por mi memoria y se almacenan en mí: consti-
tuyen un material de formas sutiles que puedo evocar, repasar con la mirada
de mi atención, examinar a placer y describir por medio de palabras. Tengo
poder sobre mis imágenes, las domino, las manejo, las atrapo en una per-
cepción activa en la que mi conciencia —sujeto atrapa la imagen-objeto.
Sí examinamos ahora la variación emotiva, es decir, mi sentimiento
propiamente dicho, la situación es por completo distinta. En cierto sentido,
experimento una determinada percepción del mismo; en efecto, si mi senti-
miento es triste y se me pregunta, ¿está alegre?, puedo responder con certi-
dumbre: “No; estoy triste”. Si no tuviera ninguna percepción de mi tristeza,
no podría responder de ese modo. Pero si intento percibir mi tristeza en un
esfuerzo de investigación, para examinarla y conocerla, me doy cuenta de
que lo que se presenta a mi examen es siempre un film de imágenes, tristes
o entristecedoras, pero no mi tristeza misma en su indivisibilidad. Fracasaré
completamente en mi intento de percibir activamente mi tristeza como
puedo percibir mis imágenes tristes. Me es completamente imposible asir mi
sentimiento en una toma mental y conocerlo como puedo hacer con mis imá-
genes; en efecto, yo cogía mis imágenes, descomponía su forma inicial en
formas parciales constituyentes, las “analizaba”, veía en cuáles elementos
podían reducirse; y yo no puedo en modo alguno hacer lo mismo con mi
sentimiento; conozco su existencia en mí (por lo tanto no lo desconozco
realmente), pero no puedo conocerlo a través de semejante análisis.
Sin embargo y puesto que de todos modos tengo cierta percepción
de mi sentimiento, es porque existe cierta articulación entre él y mi concien-
cia de superficie. Pero esta articulación no es indudablemente de la misma
naturaleza que la existente entre mi conciencia y mis imágenes, puesto que
no me permite ninguna toma de mi sentimiento. En la articulación entre mi
conciencia y mis imágenes, mi conciencia es activa y mis imágenes pasivas.
En la articulación entre mi sentimiento y mi conciencia, mi sentimiento es
activo y mi conciencia es pasiva. Una ilustración nos ayudará a comprender
esto: supongamos que cojo un objeto en la oscuridad y lo hago girar en mi

143
mano; tendré, de ese modo, una percepción activa de este objeto, que me
informa con respecto al mismo; supongamos ahora que, también en la os-
curidad, un inmenso gigante me coge en su mano y me hace girar y me palpa;
yo no me doy cuenta de la existencia del gigante, lo encuentro más o menos
agradable o desagradable, según que me acaricie o me lastime, pero eso es
todo; no obtengo información alguna sobre el gigante mismo y me será im-
posible describirlo.
En el transcurso del sentimiento que experimento puedo; por lo
tanto, decir que manejo las imágenes que forman parte de este fenómeno
emotivo, pero que soy manejado por el fenómeno emotivo global del cual
forman parte las imágenes. Mi conciencia es una conciencia-dominante en
cuanto a las imágenes y una conciencia dominada en cuanto al sentimiento.
Todo ocurre como si yo tuviese conciencia de las imágenes que forman parte
de mi sentimiento y como si mi sentimiento tuviese conciencia de mí.
Pero esta forma de ver corresponde a la óptica ilusoria del hombre
común, óptica según la cual el hombre considera su conciencia de superficie
como algo que Jo constituye, como si fuese “él”. En realidad, mi conciencia
de superficie no es “yo”; no constituye el principio de todos esos fenómenos
que crean mi organismo psicosomático, único principio que puede ser con-
siderado como “yo”; no es más que determinado plano de esos fenómenos
que manifiestan mi principio. En lugar de decir que mi sentimiento se apo-
dera de mi conciencia, debo decir, por lo tanto, que mi subconsciencia se
apodera de mi conciencia de superficie. Mi subconsciencia todavía es “yo”.
Si yo siento esta toma de mi conciencia por mi subconsciencia como una
enajenación de mi libertad, no se debe a que lo que se apodera de mi conciencia
me sea extraño, sino a que aquello que se posesiona de mi conciencia (que
todavía es “yo”) está dormido y a que a causa de este dormir, mi subcons-
ciencia actúa completamente determinada por el mundo exterior. Todo ocu-
rre como si en mi sentimiento yo fuese poseído por el mundo exterior; sin
embargo, el mundo exterior se limita a determinar las modalidades del juego
de mi subconsciencia adormecida, pero el motor real de ese juego no me es
extraño; es mi propio principio; es “yo”. En mi sentimiento algo actúa en
mí, desde luego, pero porque sólo a causa de mi condición actual dormida,
permito que se actúe en mí.
Una vez que he alcanzado este punto de comprensión, me doy
cuenta de que lo que yo he llamado mi “subconsciencia” es ilusorio y que
forma parte del sueño de mi “dormir” de hombre-antes-del-satori. Lo que

144
se apodera de mi conciencia de superficie y la mueve es mi primero y único
motor, mi principio, el Principio Absoluto que me mueve como mueve to-
das las cosas creadas; este Principio, anterior a toda conciencia, puesto que
es engendrador de toda conciencia manifestándose en ella, debemos deno-
minarlo aquí el Inconsciente Principial (No-Mente o Mente Cósmica del
Zen). Lo que he llamado mi subconsciencia es sólo la forma ilusoria en que
me represento, imaginariamente, la acción que ejerce el centro dormido de
mi mente en los fenómenos superficiales (únicos que están despiertos ac-
tualmente), de esta misma mente, es decir, la acción que ejerce el Incons-
ciente en mi conciencia de superficie. De hecho, el subconsciente, este es-
tado intermedio, no tiene realidad alguna; el Inconsciente tiene una realidad
absoluta (noumenal); la conciencia de superficie (film imaginativa) tiene una
realidad relativa (fenomenal) pero, la subconsciencia no tiene más que una
realidad ilusoria: es sólo una representación intermedia e híbrida que, si se
contempla desde el punto de vista “actividad” es el Inconsciente que actúa
y que se contempla desde el punto de vista “pasividad” es la conciencia su-
perficial operada por aquél.
El hombre-después-del-satori no llegará por lo tanto a ser capaz de
“apoderarse” del sentimiento que no podía alcanzar al hombre-antes-del-
satori. Porque el satori o despertar de la Mente Principial, disipa la represen-
tación híbrida ilusoria que denominamos “sentimiento”. Y es precisamente el
esfuerzo infructuoso por apoderarse” del inalcanzable “sentimiento” el que culmina en el
despertar de la Mente Principial. No existe ya el “sentimiento” para el hombre-
después-del-satori; en su conciencia de superficie actúa directamente la
Mente Principial en respuesta cósmicamente armoniosa a la excitación del
mundo exterior; esta respuesta tiene en cuenta la circunstancia exterior par-
ticular, pero no es en modo alguno elaborada, “informada” por aquélla.

145
II Sensación y sentimiento

En cada instante emotivo determinado existe una relación, ya lo he-


mos dicho, entre las imágenes que desfilan en nuestra mente y nuestra emo-
tividad subyacente. Esta relación es compleja: es interesante que la estudie-
mos porque comprende algunos errores muy sutiles que nos impiden estar
atentos a nuestra emotividad.
Ante todo, es importante recordar la distinción esencial que existe
entre el film imaginativo calzado sobre la realidad presente y el film imagi-
nativo inventado en la mente. Cuando observamos un espectáculo cual-
quiera del mundo exterior, lo observamos a través de un film imaginativo
que reproduce parcialmente el espectáculo exterior, un film calcado sobre
las formas exteriores que acapara nuestra atención. Cuando “forjo ensue-
ños” en la ociosidad o durante el curso de cualquier acción, percibo un film
imaginativo inventado en mi mente. La emotividad está ligada de maneras
muy distintas a estas dos clases de films. Vamos a estudiar estos dos casos
utilizando los términos siguientes: al film calcado sobre el mundo exterior
lo llamaremos “film imaginativo real” (puesto que está calcado sobre fenó-
menos que, aunque carecen de realidad absoluta, no dejan de tener una reali-
dad relativa); al film inventado lo llamaremos “film imaginario”. Cuando se
trata de un film imaginativo real, la relación existente entre el mismo y la
emotividad es bastante sencilla: la emotividad varía (variaciones cuantitativas
de contracción-descontracción) de acuerdo con el carácter afirmador o ne-
gador de las imágenes del film: las imágenes asociadas a una amenaza para
mi existencia determinan la contracción emotiva, las imágenes asociadas a la
continuación de mi existencia determinan la disminución de esta contrac-
ción, es decir, una relajación relativa. Esta reacción de la emotividad a las
imágenes del film real constituye una relación sencilla de sentido único: la
forma de los fenómenos imaginativos determina la forma de los fenómenos
emotivos. Desde el punto de vista de lo formal, el mundo exterior es activo
y mi mundo interior es pasivo. Nada está inmóvil; los fenómenos exteriores
cambian sin cesar y la emotividad reaccionante varía también sin cesar. No
hay emotividad inmóvil; no más que contracciones, no contracturas, no
existe “estado emotivo”, sino sólo emociones.
Cuando se trata de un film imaginario todo es mucho más compli-
cado. La relación con la emotividad ya no es de sentido único, sino que existe

146
en las dos direcciones a la vez. Existe, ante todo, como existía en el caso
precedente: la emotividad reacciona ante las imágenes imaginarias al igual
que reacciona ante las imágenes reales (la emotividad no distingue entre estas
dos clases de imágenes: un celoso que imagina con intensidad una escena en
la cual su mujer lo engaña, se emociona tanto como si la escena fuese real).
Pero, por otra parte, el estado emotivo reacciona sobre la elaboración del
film imaginario; si me acaba de suceder una desgracia real y me ha entriste-
cido, comienzo a imaginar otras mil desgracias y a verlo todo en un tono
amargo. Así se establece un círculo vicioso de doble reacción.
Pero en esta relación entre emotividad y film imaginario interviene
otro factor más importante: el film imaginario se asemeja, en cierto modo,
al film real; los films que yo “invento” están elaborados necesariamente con
elementos que be recibido, en el pasado, del mundo exterior; pero existe una
diferencia esencial entre estas dos clases de films: el film real es invención
del Cosmos, su fuente es el manantial cósmico, es la Causa Primera del Uni-
verso; por ello, todo film real es armónico y está equilibrado en el Todo; su
centro es el Noúmeno y no podría haber en este film ninguna fijeza feno-
menal: es sólo puro movimiento. Antes bien, el film imaginario está centrado
en mi Ego. en el “yo pretendiendo ser absolutamente como individuo dis-
tinto”; su fuente, su centro, no es el centro noumenal inmutable del Cosmos,
sino un centro falso, excéntrico; en consecuencia existe, en este film, al
mismo tiempo que un movimiento continuo, cierta fijeza fenomenal deri-
vada de este centro fenomenal. Esto se traduce en la circunstancia de que
mis ensueños, cuando están hechos con imágenes móviles, son imágenes
que siempre giran con más o menos intensidad alrededor de una “idea fija”;
son siempre más o menos “obsesivas”; mis escenas imaginarias están orga-
nizadas en “constelaciones” o “complejos” artificialmente coherentes fuera
del Todo cósmico. A esta fijeza fenomenal corresponde una fijeza en la reac-
ción emotiva, es decir, una “contractura” emotiva, un “estado” emotivo.
La reacción emotiva ante el film real (reacción que no implica ningún
elemento de fijeza) es normal o sana, puesto que es reacción ante la realidad
relativa normal de los fenómenos cósmicos. La reacción emotiva ante el film
imaginario (reacción que implica siempre un factor “contractura”) es anormal
o malsana es, en efecto, reacción ante imágenes anormales puesto que el cen-
tro formador de esas imágenes no es el centro real del Universo.
Hemos distinguido claramente estas dos reacciones emotivas, ante
el film real por una parte y ante el film imaginario por la otra. Pero, en el ser

147
humano salido de la primerísima infancia, la emotividad no reacciona, en
ningún momento, sólo ante un film real, siempre existe allí, al misino tiempo,
un film imaginario; las emociones jamás son puras: hay siempre un “estado”
emotivo coexistente, y tanto más cuanto más dotado esté el sujeto de nece-
sidad de Absoluto, de avidez de “ser”, de “idealismo”. 1'1 niño muy pequeño
quien aún carece de la posibilidad de inventar un film imaginario puesto que
su función intelectual no está suficientemente desarrollada, tiene todavía una
emotividad prácticamente pura, totalmente moviente, sin contractura, ines-
table. Pero, a medida que el intelecto se desarrolla, aparecen las contracturas
de los “estados” emotivos. En el adulto muy dotado de necesidad de Abso-
luto, la emotividad presenta, por debajo de contracciones a veces muy ines-
tables, contracturas de ritmo lento, si este hombre sabe observarse con
acierto, comprueba esta dualidad de ritmo de su emotividad: le parece que
tiene dos emotividades distintas, una con tendencia a correr y otra con ten-
dencia a quedarse en su sitio (los sueños aluden muchas veces a este estado
de cosas: quiero correr, necesitó correr, y al mismo tiempo me quedo adhe-
rido en el sitio donde estoy).
Hay, por lo tanto, dos clases de films imaginativos, dos clases de
respuestas emotivas y, en la práctica, en nuestra fenomenología interior, dos
emotividades: una emotividad auténtica que reacciona ante el film real, y una
emotividad ilusoria o falsa que reacciona ante el film imaginario. La emotivi-
dad auténtica corresponde al plano de la sensación (percepciones sensoriales
del mundo exterior) la emotividad falsa corresponde al plano de la imagen
(percepciones imaginarias). La emotividad auténtica, la del niño, opera según
un ritmo móvil, inestable, y es enteramente irracional (es decir, no tiene re-
lación con la importancia que nuestra “razón” concede a las imágenes según
nuestra “escala de valores”); la emotividad falsa opera con arreglo a un ritmo
lento (con reservas sobre este punto puesto que en momentos de fatiga
puede apreciarse aquí también cierta inestabilidad; pero esta inestabilidad no
es una sana ausencia de fijeza, es solamente desfallecimiento de una contrac-
tura que se agota) y es más o menos racional. Esta emotividad falsa está en
relación con la imagen ideal que me forjo del mundo y de mí mismo, con mi
deseo de verme en actitudes “bellas-buenas-verdaderas” y con mi temor a
verme en actitudes “feas-malas-falsas”. Mi reacción auténtica ante una cir-
cunstancia determinada se burla del “ideal”; no depende más que de mi vi-
sión del mundo exterior; pero mi reacción emotiva falsa puede ser radical-
mente distinta, va que depende de mi visión ideal de mí mismo y está hecha
con los sentimientos que abrigo, no ya con respecto al mundo exterior, sino

148
con respecto a mis actitudes ante ese mundo exterior. A causa de esto puede
muy bien suceder que yo me sienta falsamente feliz (en mi emotividad ima-
ginaria), en tanto estoy auténticamente triste (en mi emotividad auténtica) o
viceversa.
Por ejemplo: me he estado regocijando, con unos meses de anticipa-
ción, con mis vacaciones anuales; se ha desarrollado con fuerza en mi espí-
ritu una imagen “yo-dichoso-de-ver-Florencia”; si soy “idealista”, muy “ego-
tista”, ávido de “ser absolutamente”, la realización de esta imagen se con-
vierte para mí en una necesidad imperiosa. Una vez en Florencia, me en-
cuentro muy fatigado y deprimido; mi estado auténtico, que se mofa de la
visión de mí mismo y sólo responde a las circunstancias reales, está con-
traído; en el fondo, me siento desgraciado; pero mi deseo de ver realizada la
imagen “yo-dichoso-de-ver-Florencia” me impide darme cuenta de que es
así: si alguien me pregunta: “¿Qué tal esas vacaciones?” respondo: “Esplén-
didas: todos estos museos son un poco fatigosos, pero, ¿qué importa esto
ante tanta belleza?” Si dirijo, entonces, mi atención hacia mi emotividad con
espíritu de investigación franco y leal, veo la verdad desnuda: soy desgra-
ciado, más desgraciado de lo que soy habitualmente en el subterráneo que
me conduce a mi trabajo; y veo que, sin un esfuerzo especial no podría
darme cuenta de ello; o bien me daría cuenta de mi tristeza, pero la achacaría
ilusoriamente a un film imaginario que sólo era el efecto de aquélla.
Otro ejemplo: un hijo ha sido tiranizado durante muchos años por
un padre egoísta; ha sido humillado, obstaculizado en todas sus empresas,
anulado por una educación sádica que pretendía ser abnegada. El padre
muere, La reacción emotiva auténtica del hijo es un intenso alivio. Pero, si
este hijo es muy “idealista” tiene tal necesidad de sentirse triste que lo con-
sigue en contra de la evidencia; y la tristeza de su film imaginario puede im-
pedir, en gran parte, o aun totalmente, el relajamiento profundo.
Este desacuerdo entre mis “emociones” y mis “estados” emotivos
imaginarios es particularmente patente desde el punto de vista siguiente: mi
imagen ideal, absoluta, divina, comprende, entre otros atributos divinos, da
estabilidad, la inmutabilidad. El Principio Absoluto, el Uno Principial del
que todo emana, es inmutable, por encima del tiempo y le los cambios del
tiempo. Por ello, uno de los atributos esenciales de la imagen que yo deseo
tener de mí mismo consiste en la “igualdad del humor”, es decir, en la esta-
bilidad del estado emotivo. Por eso la representación que me hago de mis
estados emotivos, a lo largo de mis días, está muy deformada en el sentido

149
de la estabilidad. Desde el momento que me dedico a examinar con leal es-
píritu de investigación las variaciones de mi emotividad auténtica, me doy
cuenta de que estas variaciones son mucho más frecuentes y marcadas de lo
que pensaba; basta una palabra que se me diga o una imagen que caiga bajo
mi vista, o un espasmo intestinal o la absorción de un poco de vino o de
café para que se registren, en el gráfico de mi emotividad, picos o precipicios.
Por otra parte, la imagen ideal que tengo de mi mismo exige que mis reac-
ciones emotivas sean racionales; pretendo con ello que sólo las “grandes co-
sas” puedan conmoverme con intensidad, pretendo que existe un parale-
lismo entre la amplitud de mis variaciones emotivas y la importancia que mi
“razón” concede a los acontecimientos que me afectan. Cuando observo a
un niño pequeño, me sorprende su inestabilidad emotiva (pasa sin transición
de la risa a las lágrimas) y la irracionalidad de sus emociones (da señales de
una angustia profunda cuando se le quita el biberón); pienso entonces, en la
enorme diferencia que existe entre la emotividad de este niño y la mía (mu-
cho más estable y racional). En realidad, la diferencia sólo existe entre mi
emotividad falsa y la emotividad del niño; pero esta diferencia se debe al
engaño inmenso que implica la elaboración de mi emotividad falsa; la nece-
sidad que siento de ver realizada la imagen ideal de mí mismo ha falseado
poco a poco mi emotividad. Cuando hago sinceros esfuerzos para ver mis
variaciones emotivas tal como son, no veo más que mis variaciones emotivas
auténticas y me doy cuenta entonces de que no existe ninguna diferencia
entre el niño y yo, mi emotividad auténtica es tan inestable y tan irracional
como la suya.
El trabajo interior de que hablamos ahora (esfuerzo por ver directa-
mente nuestra situación emotiva instantánea) logra que entre en juego una
mirada interior intuitiva directa, que atraviesa la emotividad falsa sin dete-
nerse en ella. La única emotividad que no se desvanece ante esta mirada es
la emotividad auténtica, la que corresponde al plano único de la sensación o
plano animal; el plano de la imagen o “angélico” o “ideal”, se anula. Resulta
una revelación extraña verificar la única realidad de nuestra agitación emo-
tiva irracional y ver con qué constancia nos mentíamos a propósito de ella.
Vemos entonces que el “animal” siempre ha persistido íntegramente en no-
sotros debajo de las construcciones imaginarias angélicas y que este animal
es lo único que se encuentra actualmente “realizado” de nuestro ser total;
todo lo demás es irreal. A este organismo hemos de regresar humildemente
para conseguir el despertar, en su centro, de su principio inmanente y tras-
cendente.

150
La mirada interior intuitiva atraviesa la falsa emotividad sin detenerse
en ella; es decir que atraviesa, disipándolas, las imágenes del film imaginario.
Pero, si bien disipa ese film, no disipa en cambio, la contractura profunda
en su mismo determinismo. Puedo comprenderlo teóricamente: no basta
con hacer desaparecer el film imaginario ligado en el instante a la subcon-
ciencia para anular toda esa subconsciencia misma. Y la práctica me prueba,
efectivamente, la persistencia de mi contractura profunda. Esto me lleva a
reflexionar con mayor intensidad y a comprender que esta contractura, que
be denominado “anormal” (y con justicia en cierto modo), se encuentra en
el camino que conduce al satori.
En la contractura de mi organismo total, hay un elemento “inmovi-
lidad” que, desde luego, es saludable; nuestra evolución espontánea condu-
ciría al satori si “obedeciésemos a la naturaleza de las cosas”, si cesásemos de
agitarnos en busca de sucedáneos del satori. “No hacer nada”, es decir, la
inmovilidad de nuestro organismo total, la inmovilidad de su centro feno-
menal, permite la maduración del satori. Hay, pues, algo correcto y normali-
zador en la contractura profunda; es saludable en cuanto que tiende a inmo-
vilizar nuestro centro. Si de hecho hasta ahora no ha sido normalizadora
para mí es porque siempre he estado defendiéndome en forma refleja contra
esta inmovilización; recordemos la doble relación que existe entre la emoti-
vidad y el film imaginario: las imágenes desencadenan la contractura y luego
el estado de contractura desencadena las imágenes. El que las imágenes des-
encadenen la contractura es inevitable y no es de lamentar puesto que ello
tiende a la inmovilidad deseable. Lo que sí es de lamentar, y puede evitarse,
es que el estado de contractura desencadene las imágenes, provocando va-
riaciones perpetuas en la contractura, variaciones que me impiden aprove-
char la inmovilidad virtualmente contenida en la contractura. ¿Por qué la
contractura produce un nuevo film imaginario, o más bien sirve de fondo al
mismo impidiéndome inmovilizarme? Porque existe en mí la creencia falsa
de que la inmovilidad es nefasta, mortal; como carezco de Fe en mi Princi-
pio, siempre creo que debo “hacer” yo mismo mi “salvación”, cumplir mi
realización total por medio de una actividad personal. Mientras en mí exista
esta creencia, no podré evitar que mi estado de contractura ponga en marcha
un nuevo film imaginario y por lo tanto un círculo vicioso de agitación.
La oruga tiene que inmovilizarse en crisálida para convertirse en ma-
riposa. Cuando me agito en el círculo vicioso de los estados emotivos y de
los films imaginarios, soy comparable a una oruga que se sintiera vencida

151
por el proceso de crisálida y luchara encarnizadamente contra la inmoviliza-
ción presentida como un peligro.
Sin embargo, si yo comprendo qué absurdo es temer la inmoviliza-
ción, si comprendo que mi contractura profunda no significa para mí el ani-
quilamiento sino sólo una muerte aparente (crisálida) para conseguir al fin
una vida real (mariposa), entonces me doy cuenta de que la puesta en movi-
miento de un film imaginario derivado del estado emotivo ya no es, en ab-
soluto, fatal Fortalecido por mi comprensión, por mi Fe, compruebo que
soy capaz —y con mucha facilidad— de acurrucarme en mi contractura, es
decir, en mi miedo, en mi tristeza, en mi preocupación, sin ninguna imagen
miedosa, ni triste, ni preocupada, sin pensamientos, sin movimientos inte-
riores. Al cabo de un momento, mi tristeza deja de ser tal para no ser más
que inmovilidad incolora: entonces soy insensible, como si estuviera aneste-
siado, me parezco a un pedazo de madera, soy idiota en cierto sentido, y, sin
embargo, soy muy capaz de actuar, de reaccionar correctamente ante el
mundo exterior, como un robot en buenas condiciones de funcionamiento.
Se ve a qué conclusiones paradójicas conduce nuestro estudio. Nues-
tras primeras comprobaciones condenaban la contractura emotiva y nos ins-
piraban una nostalgia por la emotividad puramente móvil de la infancia. Pero
es imposible volver hacia atrás; además, el estado del niño estaba en el ex-
tremo opuesto al satori. Hay que marchar hacia adelante. Las deplorables
consecuencias de nuestro desarrollo intelectual procedían sólo del hecho de
que nuestro intelecto no estaba iluminado; a causa de nuestra ignorancia,
nos resistíamos a nuestra inmovilización interior; la resistencia a la inmovi-
lización producía nuestras variaciones de contractura, remolinos de angustia;
nos heríamos contra las ligaduras que nos oprimían. Pero el remedio está allí
donde veíamos el mal; las ligaduras sólo eran nuestros enemigos cuando les
oponíamos resistencia. La contractura emotiva sólo era destructiva mientras
continuaba siendo emotiva, es decir, agitada; desde el momento en que dejo
de temer la inmovilidad, me libero del film imaginario, ilusoria mente cons-
triñente, nacido de la contractura; la contractura deja de ser emotiva y cesa
en ese momento de ser contractura para no ser más que inmovilidad sin
sufrimiento. Entonces es posible la maduración del satori. Nosotros llegamos
a la paradoja a la que llega siempre nuestro espíritu en el momento en que
tesis y antítesis se resuelven en una síntesis. Al principio, me dominaba la
creencia irreflexiva de que mi estado emotivo era mi vida misma (tesis); mi
estudio reflexivo me lleva a la creencia diametralmente opuesta de que mi

152
contractura central es mi muerte (antítesis); y de repente mi situación inte-
lectual descubre que mi adhesión consciente a mi estado emotivo de con-
tractura me libera del mismo, es decir, que esta adhesión concilia vida y
muerte, movimiento y fijeza, contractura y flexibilidad. La paradoja es sólo
aparente, en el plano formal; detrás de esta apariencia está la conciliación de
los opuestos.
Nuestra comparación entre la emotividad y el músculo nos permite
precisar la nueva modalidad de relajación que se obtiene al cesar de luchar
contra la inmovilización de la contractura; y esta comparación, como vamos
a ver, nos sirve en el momento en que ya no puede aplicarse más. Cuando
mi músculo se contrae, se acorta; cuando se descontrae, recupera su longitud
y se encuentra listo para una nueva contracción y acortamiento. Cuando no
efectúo ningún trabajo interior justo, sucede evidentemente que mi contrac-
tura central disminuye; esta eventualidad, como ocurre en el músculo, me
sitúa en una distensión dispuesta a una nueva contractura; hasta aquí es apli-
cable nuestra comparación. Pero, cuando me adhiero conscientemente a mi
contractura, lo que ocurre en mí es análogo a un fenómeno que no ocurre
jamás en fisiología: un músculo que se relajaría sin alargarse, que se descon-
traería sin recuperar su longitud anterior, que estaría al mismo tiempo acor-
tado y flexible. Supongamos que un fracaso me coloca en una contractura
de humillación; si no hago ningún trabajo interior justo, mi humillación pa-
sará más o menos pronto; un día cualquiera habré salido de este estado; ya
no me sentiré humillado, pero entonces habré vuelto a mi pretensión habi-
tual y por consiguiente estaré abierto para una nueva humillación eventual.
Si, por el contrario, en mi estado humillado, me adhiero conscientemente a
mi contractura, mi humillación desaparece sin que mi pretensión reaparezca;
mi “músculo” central (al contrario de lo que ocurre en mis músculos mate-
riales) se descontrae sin perder su acortamiento: mi humillación se transforma
en humildad.
La comparación con el músculo (con sus estados de expansión y de
disminución) es correcta. Cuando un éxito me exalta, me siento duplicado,
decuplicado en volumen; aun físicamente siento dilatarse mi pecho, mis fo-
sas nasales se dilatan, tengo gestos amplios. Por el contrario, cuando me
siento humillado por un fracaso, me siento pequeño, encogido, “disminui-
do”, tengo “un peso sobre el pecho”, mis gestos son mezquinos. El trabajo
interior del que hablamos consiste en encerrarse “de buen grado” en este
volumen reducido. Se produce entonces una especie de condensación del

153
Ego; el Ego se ve al mismo tiempo negado en su volumen y afirmado en su
densidad; este proceso es comparable con el que transforma el carbón en
diamante; la finalidad de este proceso no es la destrucción del Ego sino su
transformación, su trascendencia. La aceptación consciente consigue que el
carbón más denso, por lo tanto, más negro y más opaco, se transforme ins-
tantáneamente en un diamante de transparencia perfecta.
Es evidente que este gesto interior de adhesión completa a nuestra
contractura de encogimiento, no podemos efectuarlo realmente desde el
momento en que lo intentamos. Porque todos nuestros automatismos ante-
riores nos impulsan a gestos radicalmente opuestos. El trabajo interior con-
siste en realizar con perseverancia ejecuciones parciales del gesto útil; esto
me proporciona ya cierta calma que aumentará progresivamente; de este
modo me dirijo a la calma completa que puede permitir un día el estallido
del satori.
Aprendo de tal modo a sentir directamente en mí mi contractura, mi
malestar, bajo el film imaginario que oculta más o menos mi centro; la ad-
quisición de esta sensación interior nueva condiciona todo el resto del tra-
bajo: y mi atención abandona bruscamente mi film para caer y permanecer
inmóvil sobre el malestar profundo que he presentido en toda su pureza; ese
malestar del que huía siempre hasta ese momento es el malestar en que me
instalo (el único lugar donde este león cesa de ser peligroso es la boca misma
del león); por lo menos hago mi más leal esfuerzo para instalarme en él: pero,
como ya hemos visto, mi malestar desaparece en la medida en que mi es-
fuerzo ha logrado el éxito y me encuentro en mi mismo centro (allí donde
parecía hallarse aposentada mi angustia ilusoria). A causa de que mi éxito
durante mucho tiempo es sólo parcial, mi atención no consigue estabilizarse
en este centro del “yo”; sólo lo consigue un instante sin duración la desapa-
rición de mi malestar priva a mi atención de todo objeto y esta atención
vuelve a quedar prendida en la red de las imágenes, y todo vuelve a empezar;
nuestro “espíritu de investigación” debe ser perseverante.
Este trabajo implica la justa “desesperación” de donde nace la Espe-
ranza. Hasta ahora, yo esperaba que las convulsiones de mi film imaginativo
anularían algún día mi contractura; cuando sentía una preocupación, efec-
tuaba el “trabajo forzado” de las estériles rumiaduras (porque, implícita-
mente, las creía útiles); me encontraba en la cárcel donde me encerraba mi
absurda confianza en mi imaginación. Ahora ya he visto qué es realmente la
imaginación, una engañifa estéril; la confianza que tenía en su actividad, se

154
transforma en la Esperanza basada en su no-actividad; la puerta de mi cárcel
se abre; tengo, por fin, derecho a sufrir sin rumiar, es decir, sin perpetuar mi
sufrimiento; tengo derecho, al fin, a aprovecharme de la inestabilidad esen-
cial de mi sufrimiento, a dejarme consolar por mi Principio sin hacer nada.
Prescindiendo de sufrir sin motivo, “sacrifico” mi sufrimiento, y economizo
con vistas a mi transformación, la energía vital que despilfarraba hasta ahora.
Lo más interesante sería, evidentemente, la descripción del gesto in-
terior de que hablamos. Desgraciadamente nuestro lenguaje no se presta a
descripciones de cosas completamente “interiores”; pierde su eficacia
cuando nos aproximamos a los límites del mundo fenomenal, de las formas.
Se puede muy bien decir que lo que debe percibirse bajo el film imaginario
es cierta sensación profunda de calambre, de opresión paralizante, de frío
inmovilizador (tal como el frío inmoviliza el río al helarlo) y que sobre esta
capa dura, inmóvil, fría, es donde debe quedar fijada nuestra atención; como
si extendiéramos tranquilamente nuestro cuerpo sobre una roca dura pero
amistosa, exactamente moldeada sobre nuestras formas. Pero tal descripción
no tiene ningún valor indicativo; cada cual deberá experimentar en sí mismo,
a la luz de aquello que ha logrado comprender.

155
III Sobre la afectividad

Podemos ahora profundizar los estudios que preceden considerando


el conjunto de la afectividad consciente, es decir, el conjunto de los fenóme-
nos interiores a través de los cuales experimentamos agrado o desagrado al
contacto con el mundo exterior. Puesto que estos dos polos, agrado y desa-
grado, corresponden a las variaciones cuantitativas de una misma cosa, mi
conciencia de “ser distinto”, simplificaremos nuestra exposición hablando
en general, sólo de las variaciones desagradables; lo que sirve para el des-
agrado puede aplicarse también al agrado.
Parece, en primer lugar, que hay dos clases de sensibilidad, la sensi-
bilidad física (dolor físico) y la sensibilidad psíquica (sufrimiento “moral”).
No puedo confundir el dolor que me provoca un absceso con el sufrimiento
que me ocasiona la muerte de un ser querido. Estas dos sensibilidades pare-
cen corresponder, la primera, a mi parte grosera (somática), la segunda a mi
parte sutil (o psíquica). La sensibilidad física comprende sensaciones, agrada-
bles o desagradables; la sensibilidad psíquica comprende sentimientos agrada-
bles o desagradables. En psicología práctica hacemos necesariamente una
distinción clara entre estos dos dominios sensibles.
Pero esta dualidad “soma-psique” sólo designa dos aspectos, de una
misma cosa, mi organismo psicosomático: no hay realmente más que dos
aspectos (distintos solamente para el observador exterior) de esta criatura
que llamo “Yo”, de este microcosmos, sintético y uno, que es una manifes-
tación particular del Principio Absoluto. Si yo sostengo, de canto, una hoja
de cartón ante mi ojo izquierdo, mi ojo izquierdo ve esta hoja como una
línea recta, mientras que mi ojo derecho la ve como una superficie; pero la
hoja de cartón es la misma; en cierto sentido es a la vez una línea y una
superficie: en otro sentido no es ni una línea ni una superficie: no es, después
de todo, más que una sola hoja de cartón.
Si soma y psique son, pues, dos aspectos de una misma cosa, las
sensibilidades física y psíquica son también necesariamente dos aspectos de
una sensibilidad única. Bajo estos dos aspectos no hay en realidad más que un
organismo; así también, bajo dos aspectos distintos, no hay en realidad más
que una sensibilidad.

156
Puesto que ahora ya concibo una unidad de naturaleza bajo los dis-
tintos aspectos de mi sensación y de mi sentimiento, puedo sentirme incli-
nado a deducir que sólo uno de estos aspectos es real, siendo el otro ilusorio.
Primeramente, intentaré reducir, por ejemplo, todos mis fenómenos sensi-
ble a la sensación. No existen, me diré, más que sensaciones; el dolor físico
es una sensación que afecta a mi soma de una manera parcial, es decir, que
lo afecta en cuanto constituye un agregado de órganos; el sufrimiento moral
es una sensación que afecta a mi soma en su conjunto, en cuanto totalidad,
por mediación de la imagen global que tengo de mí mismo. Pero esta inge-
niosa tentativa fracasa. Si yo puedo considerar mi soma como un agregado
de órganos, ello no es más que un aspecto, aislado artificialmente por mi
análisis, con abstracción del principio conciliador que totaliza este agregado:
el concepto de agregado no podría definir mi soma. Por otra parte, si puedo
considerar mi soma como una totalidad, no es tampoco más que por un
artificio analítico; mi soma no existe más que en virtud de sus conexiones
con el resto del cosmos, como una partícula del conjunto cósmico; el con-
cepto de totalidad no podría definir mi soma. Puesto que fracaso en mi in-
tento de concebir con precisión mi soma, no puedo tomarlo como criterio
de una sensibilidad única que no estuviese constituida más que por sensa-
ciones.
Después del fracaso de esta tentativa “materialista”, cedo a la seduc-
ción de la tentativa opuesta, espiritualista. No existen, pensaré yo ahora, más
que sentimientos; no hay dolor “físico”, puesto que yo no puedo percibir
nada desagradable si no es a través de mi cerebro, por medio de una imagen
representativa; toda impresión desagradable, al fin de cuentas, es psíquica;
no hay, pues, más que sufrimiento “moral”. Pero si he fracasado antes en mi
intento de concebir mi soma como entidad fija que me sirva de criterio, fra-
caso ahora —y hasta cierto punto con mayor intensidad aún— en mi intento
de concebir el mundo de mis imágenes mentales como una entidad fija; si
no he podido definirme mediante mi soma, tampoco logro definirme por mi
psique,
Fracaso, por lo tanto, en limitar mi sensibilidad a uno de sus dos
aspectos, como he fracasado en mi intento de reducir mi organismo psico-
somático a uno de sus dos aspectos. Soy a la vez soma y psique, y no soy al
mismo tiempo ni soma ni psique. Mi sensibilidad es a la vez física y psíquica
y no es, al mismo tiempo, ni una ni otra. Cuando se trata de mi organismo
psicosomático, llegamos al concepto de “Si” o Principio Absoluto en tanto

157
que se manifiesta en mí; y este concepto resuelve el dualismo soma-psique.
Pero, ¿cómo resolver el dualismo de mi sensibilidad? ¿Qué es, entonces, en
realidad mi sensibilidad bajo estos dos aspectos? Puesto que no he logrado
ver residir mi sensibilidad única en mi aspecto grosero (mis órganos), ni en
mi aspecto sutil (mis imágenes), ¿dónde reside?
El estudio de la sensibilidad, cuando partía de la distinción soma-
psique, partía mal; partía de una discriminación artificial y no es, por tanto,
sorprendente que no haya podido llegar a ninguna parte. Vamos a recomen-
zarlo de otra manera, de una manera que concierne tanto a mi sensibilidad
física como a la psíquica.
En lugar de estudiar las manifestaciones sensibles al final de su ela-
boración, vamos a estudiar esta elaboración misma. Comencemos para ello
con una experiencia muy trivial: un día siento en un brazo un dolor reumá-
tico de mediana intensidad; un amigo viene a verme, me entretiene con una
conversación que me interesa y se marcha. Una vez que se ha ido mi amigo
siento el dolor y me doy cuenta de que había dejado de sentirlo durante la
conversación; estaba allí pero no lo había sentido porque mientras estuvo
me hallaba distraído. Si en lugar de un dolor reumático siento un sufrimiento
“moral” de mediana intensidad, una contrariedad que me ensombrecía antes
de la visita de mi amigo, puede producirse el mismo fenómeno. La distinción
que cabe aquí ya no se refiere a dos clases de sufrimientos elaborados, sino
a dos grados de elaboración del sufrimiento, sea somático, sea psíquico.
¿Qué ocurría mientras yo estaba distraído? ¿Puedo, en verdad, pensar que
mi dolor estaba allí pero que no tenía consciencia del mismo? En modo
alguno, no puedo decir que un dolor “está ahí”, si no lo siento. Sin embargo,
no me he engañado pensando que durante mi distracción “algo” persistía
que me devolvió después el dolor. ¿Pero qué? Me veo entonces obligado a
establecer una distinción que va a explicarme mi experiencia; es la distinción
entre la excitación dolorosa y la consciencia mental del dolor; mientras es-
taba distraído, la excitación dolorosa persistía, pero la consciencia del dolor
cesaba. Después de establecer esta distinción, veo cómo puedo volver a en-
contrar de una manera justa la distinción soma-psique; porque la excitación
dolorosa es un fenómeno somático mientras que la conciencia del dolor es
un fenómeno psíquico. Y las dos tentativas, “materialista” y “espiritualista”
que habían fracasado antes, van a resultar ahora en algo válido. La excitación
dolorosa es un fenómeno que afecta el soma, bien parcialmente en cuanto
agregado de órganos (excitación dolorosa física), o bien totalmente en

158
cuanto que es una totalidad (excitación dolorosa llamada “psíquica”, que
afecta la totalidad del soma por medio de la imagen global que tengo de mí
mismo). La excitación dolorosa puede alcanzarme pasando por mi aspecto
grosero (plano de la sensación) o por mi aspecto sutil (plano de la imagen o
del sentimiento). Así, pues, del lado del polo “excitación dolorosa” es apli-
cable nuestra tesis “materialista”; es siempre mi soma el que está excitado
dolorosamente, en parte o en totalidad. Si volvemos ahora al polo “concien-
cia del dolor” se aplica nuestra tesis “espiritualista”; siempre es la mente la
que tiene conciencia del dolor sea que la excitación dolorosa haya afectado
mi soma en parte o totalmente.
Consideremos ahora estos dos polos “excitación dolorosa-concien-
cia del dolor” preguntándonos en cuál de los dos reside el dolor. Vuelven a
comenzar las dificultades: en efecto, no puedo considerar que el dolor reside
en la excitación dolorosa únicamente, sin conciencia del dolor: pero tam-
poco puedo concebir un dolor que sea pura conciencia, sin excitación dolo-
rosa. ¿Dónde, pues, reside el dolor? Esta pregunta, en su expresión “espa-
cial” es la manera en que se traduce, según nuestra perspectiva “espacio-
tiempo” la pregunta, ¿cuál es la realidad del dolor?, o, mejor aún, ¿cuál es la
causa del dolor?, puesto que la causa es la realidad del efecto. La excitación
dolorosa es causal con respecto a mi conciencia del dolor; mi mente resulta
afectada porque mi soma ha sido afectado. Pero la afección misma de mi soma
es efecto de una causa. Esta causa no es el mundo exterior como podríamos
pensar a primera vista. En efecto, la afección de mi soma es reacción a la
acción del mundo exterior; si la acción del mundo exterior puede conside-
rarse como causa provocadora, no puede ser considerada causa efectiva; la
causa efectiva o real de la reacción de mi soma está en mi soma mismo, no
fuera de él; está en mi principio vital en la Fuente de toda mi manifestación,
es decir, en el Principio Absoluto en tanto que se m mi- fiesta en mí. En-
contramos, por lo tanto, en la génesis del dolor consciente, tres etapas: el
Principio Absoluto primeramente; después mi aspecto somático que, mo-
vido por el Principio Absoluto, elabora lo que hemos llamado “excitación
dolorosa”; y finalmente mi aspecto sutil que, movido por la excitación do-
lorosa, elabora la conciencia del dolor. El Principio Absoluto corresponde
al Inconsciente principial: la excitación dolorosa corresponde al “subcons-
ciente” (mi dolor, durante mi distracción, era “subconsciente”); la concien-
cia del dolor corresponde al consciente.

159
Vemos por lo tanto que el dolor, en su conjunto, es un fluir ininte-
rrumpido de energía que se desintegra desde el centro universal hacia la pe-
riferia individual. La realidad, o causa primera, de toda esta corriente feno-
menal, reside en el Inconsciente principial. Es decir, que la realidad del su-
frimiento consciente es inconsciente. O sea, que nos equivocamos al ver
nuestra sensibilidad consciente elaborada como una entidad que se basta y
en relación con la cual podemos dirigir correctamente nuestra vida.
Podría decirse: “Sin duda nuestros fenómenos sensibles, como todos
los fenómenos, no son la Realidad Absoluta; por lo menos tienen la realidad
relativa de la Manifestación”. No hay nada de eso, porque esta desintegra-
ción energética, que es el fenómeno afectivo, va del infinito al cero sin dete-
nerse, sin integrarse en ningún momento en forma alguna. Mis órganos tie-
nen una realidad relativa porque son una integración, en una forma grosera,
de la energía principial. Mis imágenes mentales tienen una realidad relativa
porque son la integración, en una forma sutil, de la energía principial. Pero
mis placeres, mis dolores, mis goces, mis sufrimientos, no son integraciones
en formas ni groseras ni sutiles. La afección dolorosa de mi soma tiene una
forma grosera; la afección dolorosa mental que responde a aquélla tiene una
forma sutil; es decir, que la manifestación grosera de mi dolor tiene una
forma y que su manifestación sutil tiene también una forma; pero mi dolor
mismo doblemente manifestado así, es in-formal, tan in-formal como el
Principio Absoluto que es su única realidad. No nos sorprendamos, pues,
de que nunca a falta de forma podamos llegar a asir nuestro sufrimiento, ya
hemos dicho más arriba que todo esfuerzo por asir una tristeza sólo consi-
gue alcanzar imágenes tristes y que la tristeza misma se nos escapaba. Y esto
es igual para el dolor físico; cuando me duele el brazo y trato de asir mi dolor,
no consigo asir, en mi percepción activa, más que el brazo dolorido, pero
no el dolor, éste se me escapa, puede apoderarse, de mí pero yo no puedo
apoderarme de él.
Estas nociones resultarán más claras si las abordamos desde un
punto diferente. Mi reacción somática dolorosa a la excitación que me llega
del mundo exterior, reacción que condiciona después mi conciencia del do-
lor, sólo se produce en virtud de la “necesidad de existir” que hay en mí.
Este mecanismo de defensa supone que mi existencia debe ser defendida;
implica que lo que amenaza mi existencia, me amenaza. Pero yo no me siento
amenazado por lo que amenaza mi organismo más que en la medida en que

160
me identifico exclusivamente con mi organismo. A causa de esta identifica-
ción, la voluntad intemporal de “ser” que es uno de los atributos del “Ser”
principial se traduce en mi organismo por la voluntad de perseverar en la exis-
tencia, por la necesidad de vivir. La confusión entre el Yo y el Si (dicho de
otro modo, mi identificación exclusiva con mi organismo, o sea, mi creencia
en la realidad absoluta de mi existencia fenomenal), esta confusión ilusoria
da al mundo exterior el poder de hacer surgir mi energía de su fuente y en-
tregarla a la desintegración del dolor. Si no fuese ignorante, si no me identi-
ficase con mi organismo, sí fuese capaz de decir como Sócrates Mis enemigos
pueden matarme, pero no pueden perjudicarme, entonces no sentiría aquello que
amenaza a mi organismo como una amenaza real del Yo; no sufriría; yo per-
cibiría que mi organismo está amenazando, me daría cuenta de que el hierro
candente que me quema, me quema y podría por lo tanto, sustraerme a este
contacto si mi voluntad racional fuera de vivir; pero no sufriría, no soporta-
ría ninguna presión interior que me impulsara a defender mi vida; elegiría
con toda libertad defender o no defender mi vida, según las circunstancias.
Yo podría conservarme, pero ya no me vería obligado por el sufrimiento a ha-
cerlo.
Toda afectividad se basa en la ignorancia, en las creencias ilusorias
implícitas que representan en mí el sueño de mi Fe, en la única Realidad, el
Sueño de la Mente Cósmica. Mi percepción de la excitación agresiva del
mundo exterior no es ilusoria, ya que ella me informa correctamente sobre
los fenómenos que atacan mi organismo. Pero el carácter afectivo, agradable
o desagradable, de mi percepción, es ilusorio, porque se basa en creencias
ilusorias. No me equivoco al considerar lo que me afecta como favorable o
desfavorable para mi existencia; pero sí me equivoco al considerarlo como
“bueno” o “malo”, es decir, al considerarlo con afectividad. La sensación de
estar quemándose no es un engaño; pero el dolor de la quemadura sí lo es.
Mis percepciones son correctas en cuanto me informan, pero son ilusorias
en cuanto me afectan. Entre mi Principio Absoluto que “es” y mi organismo
que “existe”, entre mi nóumeno y mis fenómenos, mi afectividad ni es ni
existe. Todo fenómeno afectivo es la deformación interpretativa por igno-
rancia, de fenómenos no afectivos. Toda mi afectividad es un delirio inter-
pretativo nacido de creencias ilusorias. Mi “Yo” real es inafectivo.
Por otra parte, en cada instante, a la par que soy afectivamente sen-
sible a una cosa determinada, soy insensible a todo el resto del Universo.
Pero mientras mi Fe no haya despertado totalmente en el satori, mi atención

161
se deja captar por mi afectividad engañosa y se aparta de mi inafectividad.
El trabajo interior deja las cosas en esta situación; deja que la atención se
desplace hacia los pseudo-fenómenos afectivos. Pero hace algo más que de-
jarla ir pasivamente en esta dirección: la impulsa activamente. Hacia allí
donde yo era poseído por algo incomprensible y donde el hecho de ser po-
seído se traducía en sufrimiento, lanzo ahora mi atención activa para asir
aquello que me asía, para asir lo que yo llamaba mi sufrimiento. Ahora que
mi comprensión ha neutralizado mi miedo, tengo la audacia de volverme,
con espíritu de investigación, hacia esas llamas hipotéticas que mi huida ati-
zaba. Este esfuerzo interior para tomar lo que me tomaba, hace que mi su-
frimiento suelte presa; es así como debemos comprender el Soltad presa del
Zen. Este gesto interior libera la energía que estaba aprisionada, disuelve lo
que estaba coagulado me instala en una anestesia que no es sólo ausencia de
afectividad sino también No-Sentir, principio inmóvil de todos los movi-
mientos afectivos; al destruir la parcialidad afectiva, prepara la manifestación
del satori; y cura la enfermedad del espíritu, esta enfermedad que consiste, según el Zen,
en oponer lo que amamos a lo que no amamos.

162
IV El jinete y el caballo

El dualismo del Yin y del Yang que rige el cosmos bajo la concilia-
ción del Tao existe en el hombre como en toda cosa creada. El hombre tiene
conciencia de este dualismo y esto lo traduce en la creencia de que está hecho
de dos “partes” autónomas que él llama, ya sea “cuerpo y alma”, ya sea “ma-
teria y espíritu”, ya sea “instinto y razón” o de cualquier otro modo. La
creencia en esta constitución bipartita se expresa en todas esas locuciones
usuales: “Yo soy dueño de mí”, “Yo no puedo impedirme de”, “Yo estoy con-
tento de mí mismo”, “Estoy disgustado conmigo mismo” etcétera.
Pero nosotros sabemos que la creencia en la autonomía de estas dos
partes es ilusoria: no hay en el hombre dos “partes” distintas, sino solamente
dos aspectos distintos de un ser único; el hombre es, en realidad, un individuo
dividido artificialmente por la interpretación errónea de nuestra observación
analítica. El error de nuestra concepción dualista no es el de discriminar dos
aspectos en nosotros —porque hay realmente dos aspectos- sino llegar a la
conclusión de que estos dos aspectos son dos entidades distintas de las cua-
les una, por ejemplo, sería perecedera mientras que la otra sería eterna. A
decir verdad, por otra parte, la observación no nos demuestra que haya dos
partes en nosotros, sino solamente que todo sucede como si hubiera dos partes
separadas por un hiato; nuestro intelecto ignorante es el que salta ilusoriamente
de la comprobación “todo sucede como si...” a la afirmación errónea de que
hay en nosotros dos partes separadas por un hiato. En realidad, todo sucede
así en nosotros porque creemos que es así o, más exactamente, porque la
conciencia universal, que es la única que puede revelarnos nuestra unidad
interior real, está dormida en nosotros.
Una ilustración nos ayudará a comprender esta cuestión. Lo que el
hombre interpreta como sus dos “partes” lo concibe así: a una como si fuera
inferior, instintiva, afectiva, motriz, irracional, mientras que la otra sería su-
perior, racional, directriz, capaz de determinar lo que debe ejecutar la parte
inferior; es decir, que se concibe a sí mismo como un jinete montando un
caballo.
En realidad, como nos lo recuerda el Zen, no somos jinete y caballo
separados por un hiato. La verdadera representación simbólica del hombre,
a este respecto, sería el centauro, criatura única compuesta de dos aspectos
que no están separados por ningún hiato. Nosotros somos centauro, pero
163
todo sucede en nosotros como si fuéramos caballo y jinete, porque creemos
en la realidad de un hiato entre nuestros dos aspectos o, más exactamente,
porque no vemos la unidad en que se integran estos dos aspectos. Vamos a
tratar de definir, en nuestra estructura concreta, lo que vemos como caballo
y como jinete, y de comprender por qué tenemos esta visión equivocada de
nosotros mismos.
En primer lugar, nos sentimos inclinados a trazar la frontera entre
caballo y jinete partiendo de un punto de vista morfológico: el caballo es
nuestra manifestación grosera o soma; el jinete nuestra manifestación sutil o
psique. Pero este punto de vista morfológico no conviene al ángulo desde el
cual estudiamos al hombre en este momento. En efecto, ahora no estamos
estudiando sólo, en este momento, las modalidades de funcionamiento de la
máquina humana, sino el problema de la determinación de este funciona-
miento. Dejando atrás el punto de vista “cómo marcha nuestra vida”, estu-
diaremos la orientación de esta marcha. Vistas desde esta perspectiva más alta,
las dos “partes” del hombre ya no son dos modalidades de fenómenos, unas
fisiológicas y otras psicológicas, sino dos maneras de ser, dos estilos, dos ritmos
diferentes de la manifestación de nuestro ser.
El caballo representa mi manera de ser cuando mi pensamiento no
funciona de modo independiente, imparcial. Es mi vida personal, egotista,
parcial, la que vivo cuando mi intelecto trabaja bajo el impulso de mis de-
seos, de mis temores, de mis reacciones afectivas en general. Es mi vida
cuando opera solamente en mí el principio conciliador inferior, el Demiurgo
que preside el metabolismo del plano temporal. Es la Naturaleza recreán-
dose en mí, cumpliendo sus fines a través de mi organismo. Soy yo en cuanto
deseo ser distinto, en cuanto deseo ser Yo al lado del No-Yo y contra éste.
El jinete representa mi manera de ser cuando mi pensamiento, desconectado
de mi vida afectiva, trabaja de modo independiente, imparcial. Representa
mi Inteligencia Independiente, o razón imparcial, o pensamiento puro, u ob-
jetivo, o universal. Soy yo en cuanto pienso sin desearme distinto, al margen
de toda oposición entre Yo y No-Yo.
El jinete, entendido de este modo, no es motor. Es principio de di-
rección para el movimiento de mi máquina, pero no es motor. A la vez que
principio de mi “hacer” es “no-hacer”. Por consiguiente, si el caballo y el
jinete son dos maneras de ser, sólo el caballo es una manera de vivir; el jinete
no es una manera de vivir, puesto que vivir implica movimiento el jinete es
“no-hacer”. Es una manera de pensar independientemente de mi vida. En

164
mi condición actual, mi vida es necesariamente egotista, parcial, natural,
afectiva; mientras mi pensamiento funciona independientemente de mi afec-
tividad, es independiente de mi vida personal: de mi vida, en suma. En otras
palabras, el caballo representa mi vida, acompañada de pensamiento parcial;
el jinete representa mi pensamiento puro, no-actuante; yo soy el caballo
cuando mi atención está acaparada por mi vida; yo soy el jinete cuando mi
atención, liberándose de este cuidado, anima mi Inteligencia Independiente.
Mi atención consciente, que es una, nunca podría estar a la vez en
mi vida y en mi pensamiento puro por encima de la vida: ha de estar nece-
sariamente en uno u otro de estos dos aspectos de mi ser. Y alternativamente
por medio de mi atención me identifico con el caballo (cuando siento y ac-
túo) o con el jinete (cuando pienso imparcialmente). Y como mi conciencia
de superficie es la única actualmente despierta en mí (y como por lo tanto
sólo puedo ser alternativamente caballo y jinete) creo en la existencia de un
hiato entre estas dos “partes”, aun cuando este hiato no existe realmente. El
ilusorio hiato entre caballo y jinete no es hiato entre dos partes que funcio-
nan al mismo tiempo, sino la interpretación errónea del hecho de que no
puedo ser consciente al mismo tiempo de mi vida parcial y de mi razón im-
parcial. Si yo no tuviese memoria, no existiría esta interpretación; existe por-
que tengo una memoria y porque, gracias a esta facultad, mi imaginación
puede evocar al mismo tiempo las dos maneras de ser de las que nunca soy
consciente al mismo tiempo; en el recuerdo, me evoco imaginativamente
como caballo y jinete a la vez; por ello puedo ver simultáneamente la imagen
de estos dos aspectos de mí que no funcionan jamás simultáneamente para
mi conciencia de superficie, pero también, a causa de que estos dos aspectos
no funcionan jamás simultáneamente para mí conciencia de superficie; la
imagen que los acerca no consigue unirlos, no puede ser la imagen de un
centauro; forzosamente ha de ser la imagen de un jinete montado en un
caballo con un hiato entre ambos.
Puesto que el jinete y el caballo, definidos así como dos maneras de
ser, no operan nunca conscientemente al mismo tiempo, el caballo nunca
está dirigido. Queremos decir con ello que el jinete nunca dirige el movi-
miento del caballo mientras este movimiento se realiza. Sin embargo, el
juego del jinete tiene una acción directriz sobre el juego del caballo; pero es
una acción indirecta, retardada en el tiempo; en el momento en que el jinete
está despierto (y cuando la atención que lo anima no puede estar sobre el
caballo), este jinete, gracias a la memoria, ve cómo ha funcionado el caballo

165
en el momento precedente y valora este funcionamiento con respecto a la
forma ideal que puede concebir; este juicio favorable o des favorable consti-
tuye una imagen afirmante o negadora que acaricia o hiere al caballo en su
necesidad de ser afirmado; después, al volver la atención al caballo, el fun-
cionamiento de éste se resentirá de aquel juicio, de la caricia o del golpe que
tal juicio ha constituido para él; el caballo conserva el recuerdo inscrito en sí
como un condicionamiento de sus reflejos. Es decir que, en este estado de
cosas en que caballo y jinete no pueden operar al mismo tiempo, la única
acción directriz que puede tener el jinete es una acción de adiestramiento,
de elaboración de automatismo; es una acción mediata, consecuencia del
ilusorio hiato; puede compararse con lo que sucede cuando un hombre
adiestra un caballo verdadero: el hombre, por medio de caricias o de golpe-
citos de látigo, condiciona los automatismos del caballo, pero cada movi-
miento que efectúa el caballo es él sólo quien lo efectúa, el caballo depende
mediatamente del hombre, pero, inmediatamente , no depende de él en ab-
soluto.
Así pues, en mi estado actual, antes del satori, mi “vida” no puede ser
más que un conjunto de reflejos condicionados y no de movimientos dirigi-
dos; y mi Inteligencia Independiente no puede realmente conducir mi vida
sino solamente tener sobre ella una acción mediata, relativa, limitada. En mi
estado actual, toda auto-dirección no puede ser más que un adiestramiento,
es decir, una elaboración de esos o aquellos automatismos. Quien dice au-
tomatismos dice, naturalmente, movimientos fijos, estereotipados. Por muy
numerosos y por muy fraccionados que puedan ser los automatismos, la fi-
jeza que ellos implican impide que todo comporta miento automático esté
realmente adaptado al mundo exterior. Es como una línea quebrada; por muy
quebrada que se la imagine, esta línea no puede cubrir una curva más que de
una manera aproximada, no puede coincidir con ella. Mientras yo crea que
soy jinete y caballo; mientras todo, por consiguiente, suceda en mí como si
yo fuese jinete y caballo, no puedo realizar más que un adiestramiento de mi
caballo, sin estar realmente adaptado al mundo exterior.
Pero la verdadera realización del hombre es algo muy distinto de un
adiestramiento. La verdadera realización se efectúa en una toma de concien-
cia del centauro, por la cual se anula el hiato ilusorio entre el jinete y el ca-
ballo. Entonces ya no hay más adiestrador ni adiestrado; no hay más refle-
xiones en las que “yo” “me” considero (sujeto y objeto); entonces el “yo
vivo” y el “yo pienso” se concilian en un único “yo soy”.

166
La mayoría de los hombres no concibe siquiera esta realización; no
concibe la desaparición del hiato. Por ello concibe la realización como el
éxito de un adiestramiento; es decir, confunde realización temporal con rea-
lización intemporal. Más adelante veremos que sería absurdo condenar los
adiestramientos; veremos que hasta son necesarios en el curso del trabajo
que transforme esta comprensión teórica en comprensión total, en la visión
clara que es la llegada al callejón sin salida y que nos abre al satori.
Citemos aquí un diálogo entre un monje Zen y su maestro. El monje
Tsu-hsin, acababa de alcanzar el satori. Tsu-hsin fue hacia el maestro Houeí-nan y,
cuando iba a hacerle sus reverencias, el maestro sonrió y dijo: “Ahora habéis entrado en
mi habitación”. Tsu-hin se inundó de gozo y dijo: “Si la verdad del Zen es lo que yo poseo
ahora, ¿por qué nos hacéis absorber todas las viejas historias y agotarnos en esfuerzos para
encontrarles sentido?” El maestro dijo: “Si yo no os hiciese luchar de todas las maneras
posibles para encontrarles sentido y llevaros finalmente a un estado de no-lucha y de no-
esfuerzo en el que podáis ver con vuestros propios ojos, estoy seguro de que perderías toda
oportunidad de descubriros a vosotros mismos.
No tenemos, por lo tanto, que negarnos a vernos actualmente como
jinete y caballo, ni a ejercer la actividad del jinete que adiestra su caballo.
Pero no olvidemos, a pesar de esta ilusión óptica, que soy en realidad un
centauro, y que todo adiestramiento que deja persistir el ilusorio hiato de
“jinete-caballo” me tiene alejado de mi verdadera naturaleza. Por muy bello,
por muy exaltador que sea el resultado de mis ejercicios de adiestramiento,
me mantendrán alejado de mi verdadera naturaleza. Poco debe importarme
en realidad que mi caballo sea adiestrado para ser un “santo” o un yogui con
poderes espectaculares, o para experimentar estados interiores considerados
“transcendentes”; mi verdadera naturaleza no está ahí; consiste en no ser
más que una con mi caballo; entonces el menor gesto de mi vida, por trivial
que sea aparentemente, participará en la Realidad.
Pero, en el instante en que el ilusorio hiato se anula, el centauro, este
símbolo formal que mi comprensión utilizaba antes de la realización, se anu-
la al mismo tiempo que se realiza. Al no ser dos —dice el Zen— todo es lo mismo
y todo lo que existe se encuentra comprendido ahí. El jinete y el caballo se unen, pero
se unen en el Todo sin forma; de suerte que ya no hay más jinete y caballo,
y el centauro queda sobrepasado tan pronto como se lo alcanza. Es esto lo
que enseña el admirable texto Zen titulado Las diez etapas del adiestramiento de
la vaca. El Zen afirma la necesidad de pasar por el adiestramiento: pero

167
afirma también que la finalidad definitiva no es, en absoluto, una vaca adies-
trada. “Montado sobre la vaca, el hombre se encuentra por fin de regreso en su casa. ¡Pero
he aquí que ya no hay vaca, y con qué serenidad está sentado completamente solo!”' Luego
el hombre desaparece también: “Todo está vacío, el látigo, la cuerda, y el hombre y
la vaca; ¿quién ha contemplado jamás la inmensidad del cielo? Sobre el horno incandes-
cente no puede caer un solo copo de nieve. Cuando se ha llegado allí, se pone de manifiesto
el espíritu del antiguo Maestro”.

168
V El error primordial o “pecado original”

En el estudio precedente hemos hablado de la disciplina o “adiestra-


miento del caballo”, englobando en esta noción todas las modalidades par-
ticulares del adiestramiento. Desde este punto de vista, hemos dividido al
hombre-de-antes-del-satori, en el que necesariamente había adiestramiento,
y en el hombre-después-del-satori en el que ya no hay más adiestramiento.
Es interesante ahora para mí, hombre-antes-del-satori, observar que hay
diversas modalidades de adiestramiento y que estas distintas modalidades se
alinean ante mis ojos, como todo lo que es fenómeno, de acuerdo con una
jerarquía que va de lo más grosero a lo más sutil. Esta jerarquía no es eviden-
temente en absoluto, ya que los fenómenos, en cuanto tales, no participan más
o menos en la Realidad Absoluta: ella existe sólo relativamente, con respecto a mi
parcialidad afectiva. Y no debe estar simbolizada por una escala inclinada
oblicuamente (como lo sugiere mi afectividad) sino por un camino que, en
el plano horizontal, se dirige hacia él. punto donde surge el eje vertical. Esa
jerarquía corresponde a todo el trabajo interior mediante el cual el hombre
se aproxima cronológicamente al satori pero que no podría aproximarlo real-
mente, ya que ninguna criatura acertaría a aproximarse a su Principio, puesto
que nunca ha estado fuera de él.
A esta jerarquía horizontal de las disciplinas corresponde una gra-
duación del funcionamiento de nuestra Inteligencia Independiente. Tene-
mos que establecer, a este respecto, la distinción que existe entre el principio
de nuestro pensamiento puro, principio que es Sabiduría Infinita, Conoci-
miento Objetivo, el Buddhi del Vedanta, y el juego relativo, limitado, de esta
inteligencia ilimitada. Utilizaremos para ello un ejemplo psicológico con-
creto: un día, estoy encolerizado y manifiesto impulsivamente mi cólera; otro
día, estoy igualmente encolerizado, pero me abstengo de manifestarla por-
que soy consciente de una imagen ideal de mí mismo que deseo realizar y
que requiere el control de mis manifestaciones (porque esta actitud es más
estética, o más cómoda en resumidas cuentas, o más favorable a mis desig-
nios y a la conducta general de mi vida, o porque yo espero de esta actitud
meritoria una recompensa “espiritual”, etc.). En el primer caso, mi mente
sufre el embrague de mi movimiento afectivo más inmediato, de mi afecti-
vidad limitada al momento mismo, de mi “valor” del momento. En el se-
gundo caso, el embrague se retira, pero mi mente sufre entonces el embrague

169
de mi amor por mí ideal, es decir, de un movimiento afectivo generalizador,
que opera en el tiempo, planeando por encima del movimiento afectivo par-
ticular más pequeño, que es el del momento mismo. Estoy liberado del “va-
lor” afectivo del momento, pero esclavizado a un “valor” que participa de la
cuarta dimensión, del tiempo y que sobrevuela en cierto modo una multitud
indefinida de momentos. En este último caso, opera la Inteligencia Indepen-
diente puesto que me he independizado del “valor” del momento, pero esta
operación es imperfecta puesto que no me he independizado de un nuevo
“valor” que reside en el tiempo. La participación en la cuarta dimensión es
liberación de los límites de la tercera, pero significa sujeción a los límites de
la cuarta.
¿Qué es, pues, esta Inteligencia Independiente que participa en la
Imparcialidad Absoluta, en la Razón Objetiva o Divina, por lo tanto, en el
Infinito y que vemos, en nuestro ejemplo, imperfecta, limitada, relativa? La
dificultad aparente de esta cuestión procede de la confusión que fácilmente
creamos entre un principio y la manifestación de ese principio; por las pala-
bras “Inteligencia Independiente” estamos inclinados a confundir el Buddhi
y la manifestación del Buddhi. Existe en mi la posibilidad de pensar comple-
tamente con una perfecta imparcialidad; eso es el Buddhi, o Inteligencia-In-
dependiente-principio. Pero, antes del satori, esta posibilidad no se realiza
por completo; se manifiesta solamente como imparcialidad relativa; pero
esta “imparcialidad relativa” es, en realidad, manifestación relativa de una impar-
cialidad absoluta. No hay Buddhi imperfecto sino aparición incompleta del
Buddhi perfecto. Mi Inteligencia Independiente, tal como se manifiesta
ahora, tiene dos aspectos que no debo confundir: en ella reside sil principio,
el Buddhi (inmanencia del principio), y participa, por lo tanto, de la naturaleza
de Buddhi: pero, antes del satori, mi Inteligencia Independiente manifestada,
no es el Buddhi (trascendencia del principio). En cuanto mi mente escapa, por
poco que sea, a mi movimiento afectivo del momento mismo (es decir en
cuanto hay cierto paso de lo particular a lo general) el Buddhi se manifiesta
en esa mente, pero al mismo tiempo me equivocaría si identificara este fun-
cionamiento de mi mente, con el Buddhi mismo o “visión de las cosas tal
como son”. La Inteligencia Independiente supone un desembrague de la
afectividad sobre la mente, pero hay varios grados en la realización de este
desembrague; en tanto existe desembrague, está perfectamente desembra-
gado, pero el desembrague perfecto cualitativamente, cuantitativamente,
sólo se efectúa de manera incompleta.

170
De esta graduación cuantitativa del funcionamiento de la Inteligen-
cia Independiente deriva toda jerarquía horizontal de disciplinas de que he-
mos hablado; y esta graduación cuantitativa condiciona, a los ojos de mi
afectividad, una graduación cualitativa de los ejercicios de adiestramiento,
del más grosero al más sutil. Nuestro propósito aquí no es estudiar toda la
jerarquía en sí misma sino lo que constituye el vértice, o la cima, de la misma.
Es importante estudiar la modalidad más sutil del juego de la Inteligencia
Independiente, el “adiestramiento primordial”, el que engendra todos los
adiestramientos inferiores, para hallar la insuficiencia primordial de la mani-
festación del Buddhi en nosotros, el error final que, en nuestro regreso al
origen, tenemos que trascender.
Ya hemos visto que todo ejercicio de adiestramiento consiste en una
valorización del funcionamiento de nuestro caballo, en un juicio sobre este
funcionamiento; y que este juicio se refiere a una norma ideal concebida por
el jinete. Cada hombre, en cada instante, tiene cierto concepto de la manera
en que, en su opinión debería marchar su caballo, y este concepto se expresa
en una imagen. Cuanto más particular y grosera es esta imagen, más “bajo”
se considera el adiestramiento en la jerarquía afectiva del adiestramiento;
cuanto más general, sutil, es la imagen, más sutil o “elevado” se considera el
ejercicio de adiestramiento correspondiente.
Pero, a medida que mi comprensión se enriquece y se precisa, mi
lucidez disipa idolatrías, es decir, mi imagen ideal de mí mismo se empobrece
y se esfuma. Termino por comprender que la Realidad está más allá de teda
forma y que toda imagen ideal es, por consiguiente, ilusoria; ya no tengo
ninguna razón teórica para querer que el funcionamiento de mi caballo tenga
una forma u otra.
Podría pensarse que esta desaparición de toda imagen ideal hará des-
aparecer el juicio sobre mí mismo que se refería a una imagen ideal; no exis-
tiendo un criterio al que referirse, el juicio no existiría tampoco; yo cesaría
de juzgarme; reinaría en mí la imparcialidad total y sería, por lo tanto, el
hombre del satori.
Esto resultaría así si la imagen fuese la causa del juicio, es decir, si me
juzgarse en función de una imagen ideal preexistente. Pero la verdad es lo
contrario; construyo una imagen ideal para poder pronunciar un fallo cuya
necesidad siento al principio. El sufrimiento que me produce mi limitación
temporal despierta en mí una duda en cuanto a mi “ser” y desata la necesidad
de valorarme, de juzgarme, y, a continuación, esta necesidad de juzgarme
171
provoca la construcción de una imagen ideal-criterio que yo podré copiar,
esperando así obtener mi absolución. Y el sufrimiento experimentado en mi
limitación temporal era, a su vez, la consecuencia de la creencia profunda e
implícita de que yo no debiera estar limitado temporalmente. Y esta creencia
misma representa la interpretación errónea, proyectada en el plano fenome-
nal, de la intuición enteramente primordial, inconsciente y correcta, de que
“yo soy de la naturaleza del Buda”. Toda esta génesis interior puede resu-
mirse así: en el Inconsciente Principial (fuente universal) yo sé que soy Buda;
en mi “subconsciente” (primer plano personal), yo aspiro a la no-limitación
personal, pretendo que no deberé jamás ser negado por un No-Yo; en cons-
ciente dudo dolorosamente de mi pretensión subconsciente, siento la nece-
sidad de juzgarme con la esperanza de disipar mi duda, y entonces construyo
una imagen ideal que yo pueda copiar para obtener mi absolución.
Por esto, cuando alcanzo la comprensión suficiente para disipar toda
imagen-idolátrica, no se disipa la necesidad de seguirme juzgando. Persiste
porque también persiste mi duda sobre mí mismo y esta duda se mantiene
porque persisten sus causas profundas. Desaparece toda imagen ideal parti-
cular, sobre la que podía apoyarse un adiestramiento particular, pero la ima-
gen implícita que engendraba todas las imágenes particulares persiste (ima-
gen primordial de que yo no debería ser negado jamás”) y continúa determi-
nando un adiestramiento primordial que tiende a conseguir que mi caballo
no sea jamás negado, es decir, que triunfe siempre y completamente sobre
el No-Yo.
Se ve que mi situación interior se agrava, en cierto modo, en la me-
dida en que mi comprensión anula en mí todo ideal formal particular. Mien-
tras yo tenía un ideal formal particular, encontraba en él un refugio afir-
mante; podía llegarme una negación cualquiera del mundo exterior en forma
de fracaso o de amenaza de fracaso; yo podía amortiguar el golpe, compen-
sarlo, y aún “sobrepasarlo” copiando mi ideal. Existía para mí un lugar en el
que pedía, por mi esfuerzo, por imposición sobre mí mismo, procurarme la
compensación necesaria que neutralizara la negación del mundo exterior. A
medida que se desarrolla mi comprensión, este cómodo artificio ya no me
es posible. La desaparición de las disciplinas particulares no termina, por
tanto, en la ausencia de toda disciplina sino en la disciplina general, primor-
dial, que me obliga a enfrentarme, sin trucos protectores, con el antagonismo
del No-Yo, es decir, con la visión de mí no-divinidad personal. Y esta disci-

172
plina final no podrá sobrepasarse tan fácilmente como las disciplinas parti-
culares; la forma ideal que lleva consigo ya no es una forma consciente, va-
lorada por mi consciente, que pueda ser revocada fácilmente por mi cons-
ciente; es una forma subconsciente, subterránea, que no puedo asir y desva-
lorizar directamente; pero cuya desvalorización lenta tendré que esperar, con
“ardiente paciencia” en una imparcialidad vigilante, viviendo realmente la
idea del Zen: Soltad presa; dejad las cosas como quiera que estén.
Examinemos con atención qué es esta disciplina primordial y la ima-
gen ideal subconsciente en la que se funda. Recordemos que anteriormente
hemos dicho: en el Inconsciente principial, universal, yo sé que soy Buda;
en mi subconsciente o primer plano personal, pretendo ser Buda en cuanto
distinto, en cuanto soy Yo frente al No-Yo y pretendo, por tanto, que no
debo ser jamás negado por el No-Yo, que debo triunfar siempre y comple-
tamente sobre el mundo exterior; y en mi consciente dudo de la legitimidad
de mi pretensión subconsciente y experimento la angustia ante el temible
No-Yo (se comprende por qué el “sentimiento de culpabilidad” está ligado
a todo fracaso). Mientras yo tenía un ideal particular me escapaba a la obli-
gación subconsciente de triunfar siempre y perfectamente; había elegido un
dominio particular para representar el todo, y mi éxito en este territorio de
elección me inmunizaba contra toda negación experimentada en otra parte.
Pero he aquí que mi comprensión ha desvalorizado toda forma ideal cons-
ciente; y entonces recae sobre mis espaldas la obligación primordial de triun-
far siempre y completamente sobre el No-Yo. Pero esta obligación primor-
dial es subconsciente; por ello, mi juicio sobre mí mismo entra en la sombra;
mi mirada consciente no se posa ya sobre mí para valorizarme; se fija en el
mundo exterior, en los episodios de mi lucha para vivir y triunfar; exigiendo
ser afirmado y rehusando ser negado. Mis “estados de alma” positivos o
negativos, afirmados o negados, no dependen va de la forma de mis meca-
nismos (forma bella o fea. según que se asemeje o no se asemeje a una forma
ideal particular); dependen de mis fluctuaciones psicosomáticas, es decir, de
mis éxitos o fracasos en el mundo exterior y de mis estados cenestésicos de
bienestar o de malestar. Según las circunstancias que afecten a mi organismo
psicosomático, me sentiré arrogante o humillado ante el No-Yo, pero sin
sentir conscientemente en estas actitudes un juicio sobre mí-mismo; tengo
la impresión consciente de que ya no me exijo nada más a mí mismo, que
mi exigencia se dirige ahora únicamente hacia el mundo exterior. Sin em-
bargo, comprendemos que mi exigencia de que el mundo exterior me ceda
no es más que la expresión de mi exigencia subterránea primordial a triunfar

173
sobre el mundo. Esta es la reivindicación fundamental, la primera manifes-
tación personal de mi identidad universal con el Principio Absoluto; por lo
tanto, el primer error egotista dualista: el “pecado original”. Se ve la impor-
tancia del punto que estamos tratando: estamos en la raíz misma de esta
Ignorancia de donde emana toda nuestra angustia ilusoria.
Analicemos en detalle la situación de este “adiestramiento primor-
dial”. El caballo desea sentirse afirmado en su oposición al mundo exterior.
El jinete exige del caballo que triunfe siempre en este empeño de sentirse
afirmado. Puede parecer a primera vista que caballo y jinete persiguen la
misma finalidad. En realidad es todo lo contrario: la naturaleza de sus ten-
dencias respectivas y la orientación de estas tendencias son radicalmente
opuestas en ambos.
La naturaleza de la tendencia del caballo es relativa; el caballo perte-
nece a la manifestación, al plano relativo de los fenómenos; desea sentirse
afirmado tanto como sea posible, no sin límites, porque el “sin límites” no
es de su dominio; prefiere la afirmación, pero soporta la negación y se adapta
a ella lo mejor que puede. Por otra parte, el deseo del caballo está orientado
hacia el mundo exterior; el caballo desea determinado objeto perteneciente al
No-Yo.
La naturaleza de la tendencia del jinete es absoluta; mi identidad en el
Inconsciente, con Buda-el-Absoluto, engendra, en mi subconsciente, no un
deseo relativo de que mi Yo triunfe sobre el No-Yo, sino una exigencia absoluta
de que sea así. Mi jinete es el representante del Sí, del Principio Absoluto de
mi ser; por ignorante que sea en realidad mi consciente, mi jinete no por eso
deja de ser el representante en mí del Sí Absoluto; la independencia de mí
inteligencia por incompletamente manifestada que esté no por ello deja de
ser de naturaleza absoluta. Como emana directamente del Absoluto y como
es su representante, mi jinete es, pues, en el plano temporal como un infinito
matemático que multiplica todo por un coeficiente ilimitado; la exigencia
absoluta del jinete con respecto al caballo se manifiesta por una reivindica-
ción ilimitada; es decir, tiene el poder de movilizar en mi organismo todas
las energías disponibles en cada instante. Por lo tanto, la naturaleza absoluta
de la tendencia del jinete se opone radicalmente a la naturaleza relativa de la
tendencia del caballo.
Por otra parte, la tendencia del jinete no está orientada hacia el
mundo exterior sino hacia el caballo. El jinete no exige un objeto pertene-

174
ciente al No-Yo, exige que el caballo obtenga tal objeto (conocemos la ex-
presión familiar: “no es por la cosa en sí, sino por el principio”). El jinete se
mofa enteramente de lo que interesa al caballo; el caballo tampoco le interesa
en sí mismo (esto se ve hasta el máximo en el suicidio; cuando el jinete ve
que el caballo es definitivamente incapaz de satisfacer su exigencia, lo con-
dena a matarse); el jinete sólo considera el caballo un instrumento capaz de
encarnar de una manera errónea, en un triunfo fenomenal total del Yo sobre
el No-Yo, la superioridad noumenal del Principio Absoluto sobre su mani-
festación. Así pues, la orientación de la tendencia del jinete se opone radi-
calmente a la orientación de la tendencia del caballo; el caballo se esfuerza
contra el mundo exterior, contra el No-Yo, mientras que el jinete se esfuerza
contra el caballo, contra el Yo.
La situación del “adiestramiento primordial” supone, por lo tanto,
un antagonismo radical entre mis dos “partes”. Esto no es sorprendente
puesto que el antagonismo es uno de los aspectos del dualismo Yin-Yang.
Pero en el equilibrio del Tao, los dos polos del Yin y Yang, si bien son an-
tagonistas, son al mismo tiempo complementarios. Lo que podemos deplo-
rar es que, a causa de mi ignorancia, el antagonismo de mis dos “partes” sea
radical, decir, que yo viva solamente el antagonismo de mis dos polos y no
su función de complemento. Lo que yo vivo no hay que destruirlo sino com-
pletarlo.
El cumplimiento de este fin vendrá con la comprensión y única-
mente por ella. La comprensión, que me ha liberado de las imágenes ideales
partícula res y ha purificado también en mí el antagonismo radical que en-
mascaraban estas ilusiones idolátricas, profundizará su trabajo. La concep-
ción teórica clara de las ideas expresadas en este estudio penetrará poco a
poco en mi vida interior concreta, en mi experiencia interior. En la misma
medida en que yo reconozca teóricamente mi pretensión subconsciente a
triunfar siempre y completamente sobre el No-Yo, y la exigencia subcons-
ciente impla cable de mi jinete con respecto a mi desdichado caballo, apare-
cerá una nueva actitud interior que neutralizará paulatinamente la antigua.
Esta actitud nueva es de indulgencia para el caballo, aceptación de que se
sienta negado; ceso de desesperarme cada vez que fracaso, cada vez que soy
desgraciado o me encuentro mal. Considero mi caballo como a un amigo y
ya no como un simple instrumento de mi reivindicación ilimitada. Me re-
concilio con mi hermano antes de ir al templo, como dice el Evangelio.
Pero esta actitud nueva no aparece conscientemente (tampoco hay

175
que confundirla con la trivial complacencia consciente en sí mismo que es
el cómodo resultado de los adiestramientos particulares). Es como una base
que se tira en un ácido; apenas está presente en la mezcla, la base cesa de
serlo y su aparición sólo se traduce por una disminución de la acidez. No
surge en mí ninguna parcialidad amistosa hacia mi caballo, sino una dismi-
nución de mi parcialidad enemistosa contra él. (No aparece ningún juicio
absolvente sino una disminución del juicio en general, juicio que antes conde
naba siempre, al fin de cuentas).
Mi caballo marcha bien en tanto lo dejo tranquilo. El Zen dice:
Cuando la vaca está convenientemente guardada se convierte en dócil y pura. Aún sin
cadena y aunque nada la sujete, os seguirá de buen grado.

176
VI La presencia inmediata del satori.

Mi reivindicación primordial de ser-en-cuanto-distinto condiciona


todos mis deseos y, a través de mis deseos, mis esperanzas y mis creencias.
Portador como soy de esta reivindicación, soy portador también de una as-
piración, de una espera; como creo que me falta alguna cosa, espero aquello
que podrá colmar esta falta.
Esta aspiración general se manifiesta por el hecho de que yo espero
una “verdadera vida”, diferente de mi vida actual, en la que yo sería afirmado
totalmente, perfectamente, y no de una forma parcial e imperfecta. Todo ser
humano, se dé cuenta o no, vive a la espera de que por fin comience la
“verdadera vida”, en la que habrá desaparecido toda negación.
Lo que sería esta “verdadera vida” cada uno de nosotros se lo repre-
senta de una manera diferente, según su estructura v según el momento. Más
exactamente: cada cual se representa aquello que, según él, podría inaugurar
una era nueva en la que se anularían las imperfecciones de su vida actual.
Hay voces que surgen en mí para decirme que “sería definitivamente mara-
villoso si tuviese por fin esto o aquello... o si yo fuese por fin de tal manera.
. . o si ocurriese tal cosa”. A veces creo ver muy claramente qué es lo que
podría inaugurar la “verdadera vida”; otras veces la visión es muy vaga, so-
lamente espero “algo” que, estoy persuadido, lo arreglaría todo; en ocasio-
nes, esta espera permanece muda, pero es sólo un adormecimiento pasajero
del que resurgirá pronto mi aspiración a una vida perfectamente satisfacto-
ria. Todo ocurre en mí como si me creyese expulsado de un paraíso que
existe en alguna parte, y como si viese, en determinada modificación del
mundo exterior o de mí mismo, la llave capaz de abrir la puerta de este pa-
raíso perdido. Y vivo a la búsqueda de esta llave.
Mientras tanto, “mato el tiempo” como puedo. Una parte de mi ener-
gía vital puede invertirse en la preparación efectiva de la “llave”: trabajo para
edificar tal éxito, material o sutil. Pero sólo puedo invertir en ello una parte
de mi energía; el resto lo invierto en una elaboración imaginativa, en ensue-
ños relacionados con el famoso proceso interior cuya llave deberá procu-
rarme el feliz resultado. Me siento impulsado a invertir mi energía en alguna
parte, a moverme, exterior o interiormente. No puedo permanecer inmóvil en
mi espera; por otra parte, sin movimiento no podría haber “espera”, tensión
hacia lo que debe venir, aspiración; sin este movimiento aspiratorio estaría
177
muerto. En la medida en que no puedo moverme exterior- mente para ob-
tener la esperada llave, me moveré interiormente fabricando imágenes que
alivian la espera.
Como todo lo que puedo observar en mi estructura natural, esta es-
pera es justa en sí misma, pero está mal dirigida. Es justa en sí misma porque
manifiesta mi necesidad profunda de esta visión-de-las-cosas-tal-como-son,
que inaugurará para mí una vida verdadera. Pero está mal dirigida porque mi
aspiración está enfocada hacia las cosas tal como las veo actualmente. Mien-
tras mi comprensión no haya sido despertada por una enseñanza correcta,
forzosamente he de dejar que mi aspiración se dirija hacia lo que yo conozco,
hacia aquello que puedo representarme, es decir, hacia el mundo dualista de
los fenómenos. Buscando la llave del “paraíso perdido” en aquello que
puedo representarme, es fatal que me represente esta llave, bien como algo
ya experimentado por mí (al menos parcialmente) bien como algo aún no
experimentado exactamente, pero de la misma naturaleza general que aque-
llo que ya conozco. Aun cuando no veamos de una manera precisa, formal,
en qué consiste la llave, nos representaremos la entrada en el paraíso perdido
como un estado interior perfectamente positivo, perfectamente dichoso,
análogo a los estados dichosos que hemos experimentado ya, (pero mejor
que ellos). La orientación “natural” de mi aspiración esta necesariamente
situada en el plano horizontal del dualismo temporal; no tiende hacia algo nuevo,
fuera de este dualismo, sino hacia un mejoramiento de lo que conozco.
Hay en esto un error manifiesto: en efecto, espero de esta maneta
una mejora, algo perfecto; pero ninguna mejoría de una cosa imperfecta, por
indefinida que se supongo esta mejoría, puede alcanzar la perfección. Nin-
guna “evolución”, ningún “progreso” pueden alcanzar lo que el Zen-llama
“el asilo de reposo”. Observemos, además, que mi aspiración, enfocada ha-
cia el dualismo satisfacción-insatisfacción, gozo-dolor, no tiene ningún de-
recho a esperar la disociación de este dualismo indisoluble que sólo puede
conciliarse en el Tao. La aspiración orientada hacia ese dualismo, por ende
no puede más que hacer aparecer este dualismo con sus dos polos. Cuanto
más fuerte sea mi aspiración dirigida de tal forma, más fuerte será mi dua-
lismo interior, que yo sea consciente de ello o no. Mientras mi sed está diri-
gida así, el agua que me llega es como un agua salada que aumenta mi sed
pasado el primer momento de alivio aparente. El hombre que espera la “ver-
dadera vida” del mundo de la manifestación, del mundo que conoce, la es-
perará en vano hasta su muerte.

178
Lo que hay de justo en mi aspiración se traduce así: esperando algo
más que mi vida del momento, escapo a la compleja identificación con esta
vida y salvo a mi conciencia de ser absorbida completamente por las formas
presentes en la actualidad. Pero, al mismo tiempo, a causa de la falsa orien-
tación de mis aspiraciones, me hundo en otra identificación: me identifico
con algo que imagino, más o menos claramente, como absolutamente desea-
ble; y esta cosa, puesto que es imaginada, tiene todavía una forma (por sutil
que se la suponga) en la que se pierde mi conciencia. Si mi sueño acerca del
paraíso que he de volver a encontrar salva mi disponibilidad en medio de las
circunstancias vividas momentáneamente, abdica esta valiosa disponibilidad
en la imaginación de una perfección fenomenal quimérica.
Esta falsa dirección de mi aspiración me crea la ilusión del tiempo y la
dolorosa impresión de que este tiempo se me escapa constantemente.
Cuando concibo aquello a que aspiro como un mejoramiento de lo que co-
nozco (y que es un fenómeno, condicionado por espacio-tiempo), proyecto
forzosamente mi satisfacción perfecta en el futuro. Así se crea para mí la
ilusoria realidad absoluta del tiempo, tiempo que parece alargarse entre el
momento presente imperfecto y el momento perfecto futuro al que aspiro.
Ante este tiempo ilusoriamente dotado de un valor absoluto, mi ac-
titud es “ambivalente”: cuando miro hacia atrás, deploro amargamente la
huida del tiempo; quisiera hacerlo volver o, por lo menos, impedirle seguir
su curso; cuando miro hacia adelante quisiera verlo marchar con una rapidez
infinita porque me asfixio esperando la apertura del paraíso perdido. Cuando
evoco una época determinada de mi vida pasada, la siento muy distintamente
de como la sentí en el momento mismo; en efecto, cuando la evoco, estoy
liberado. de esta aspiración vertiginosa hacia un porvenir mejor, que me do-
minaba entonces, arrancándome del momento mismo e impidiéndome vi-
virlo; así se explica mi lamentación por una duración de tiempo que sin em-
bargo no he disfrutado.
En la medida en que se despierta mi comprensión medianía una en-
señanza correcta, se opera un cambio en mí. Comprendo que mi aspiración
primordial ilimitada no tiene nada que esperar del mundo fenomenal, por
muy universalmente y por muy sutilmente que se lo considere. Comprendo
que lo que estoy esperando desde siempre, encarnándolo de modo ilusorio
en esta o en aquella representación, es lo que el Zen llama satori. Comprendo
que este satori no podría ser concebido como una mejoría, por fantástica que
se la suponga, de lo que conozco actualmente; no podría ser disociación de

179
un dualismo indisoluble, purificación progresiva de un “bien” limpio de
todo “mal”; es el acceso, más allá del dualismo, a “algo” que concilia el dua-
lismo en una Unidad trinitaria. Evidentemente, no puedo representarme este
“algo”; sólo puedo concebirlo como algo irrepresentable, inimaginable, en-
teramente distinto, por su misma naturaleza, de todo lo que conozco hoy.
Mi comprensión, si es verdaderamente exacta, no culmina en una
nueva espera consciente orientada hacia algo inimaginable, porque no puede
existir el juego de nuestra conciencia sin que haya imaginación, y la imagina-
ción de algo inimaginable será siempre una imagen. La comprensión exacta
no culmina, por lo tanto, en una nueva espera consciente distinta de la pre-
cedente. La nueva espera no nace en la conciencia de superficie sino en las
profundidades del psiquismo donde ella equilibra y neutraliza la antigua es-
pera orientada hacia lo imaginable. La comprensión correcta da nacimiento
y alimenta, en el fondo de mi ser, a una aspiración antagonista y comple-
mentaria de mi aspiración natural; como si frente a la reivindicación natural
a una afirmación limitativa del yo-en-cuanto-distinto naciese una reivindica-
ción a no esperar tal afirmación. Lo que nace así, es tan insuficiente en sí
mismo como lo que había ya; pero llegará un momento en que estos dos
polos, insuficientes por sí mismos, se equilibrarán en la “Gran Duda” de que
habla el Zen, en la que el equilibrio adquirido nos permitirá gozar del satori.
Es también como si hubiésemos venido al mundo con un solo ojo abierto y
necesitáramos trabajar para abrir completamente el segundo para obtener,
por fin, “la apertura del tercer ojo”.
Si esta nueva espera, nacida de la comprensión, sólo reside en nues-
tro subconsciente, con respecto a la espera natural de la que surgen todas
nuestras aspiraciones conscientes, no nos está prohibido (desde luego nada
nos es prohibido) hacer un esfuerzo mental consciente para intentar conce-
bir esta nueva espera. (Queda bien entendido que nosotros no aconsejamos
este esfuerzo mental como un método sistemático con vistas a la realiza-
ción).
Esta nueva espera, o espera del satori, es una aspiración orientada
hacia “algo” inimaginable, radicalmente nuevo, que no se parece a nada que
yo conozca. Cuando intento entrar en esté estado de espera, mi mente en-
cuentra varias clases de percepciones imaginables que se le ofrecen y que ella
rechaza. Estando las percepciones rechazadas situadas fuera de mí o en mí
{aspectos del mundo exterior o estados interiores) su desaparición deja mi
espera entre estas dos situaciones; mi espera no está ni fuera de mí ni en mí,

180
ni en un objeto eventualmente percibido ni en un yo-sujeto eventualmente
perceptor; está situada en la misma percepción que liga sujeto y objeto; pero
esta percepción misma no me es perceptible; es como un punto sin dimen-
sión ni situación. Hay, pues, libe ración virtual del espacio acompañada,
como vamos a ver, de una liberación igual del tiempo. En mi antigua espera,
esperaba algo que no se me daba pero que, sin embargo, existía para mí en
el mundo de los posibles. En mi nueva espera, espero algo que no existe en
absoluto para mí puesto que es inimaginable; este algo que está fuera de mis
posibles, no puedo ni vislumbrarlo en el porvenir ni evocarlo en el pasado;
está fuera del tiempo como está fuera del espacio (lo que no es sorprendente
puesto que el espacio y el tiempo son dos aspectos de un mismo sistema).
Mientas espero esta conciencia enteramente nueva e inimaginable del
mundo, de mí mismo, de su relación mutua, espero, pues, algo que, como
no existe ni en el espacio ni en el tiempo, está en el centro de mi espera y en
el instante mismo de esta espera, en el punto que engendra todo el Universo
y en la eternidad del instante, hic et nunc. Mi espera, por otra parte, cesa de
ser una espera puesto que lo que espero no está separado de mí ni por el
espacio ni por el tiempo. Comprendo entonces el error que cometía cuando me figuraba
el estado de satori como un estado futuro; mi toma de conciencia efectiva del estado de satori
puede ser considerada una eventualidad futura, pero no el estado de satori mismo que es
desde este momento mi estado, que ha sido siempre mi estado, que es mi “ser eterno”. Y
esta misma toma de conciencia del estado de satori, no debo creer que va a
serme propuesta en el futuro; me es ofrecida desde ahora, en cada instante;
sólo mi aceptación puede ser considerada como situada en el tiempo, de una
manera negativa, es decir, puedo afirmar en cada instante que todavía no he
aceptado el satori, pero sin rehusar la posibilidad de que lo acepte en el mo-
mento siguiente. Soy comparable a un hombre en una habitación; la puerta
de esta habitación está abierta de par en par mientras que la ventana está
provista de barrotes; desde mi nacimiento, estoy fascinado por el mundo
exterior y pegado a los barrotes de la ventana; mi avidez por las imágenes de
fuera crispa fuertemente mis dos manos. En cierto sentido no soy libre
puesto que esta crispación me impide salir de la habitación. Pero en realidad
ninguna otra cosa me encierra si no es mi ignorancia que me hace tomar la
visión imaginativa de la vida por la vida misma; sólo me encierra la cris-
pación de mis propias manos. Yo soy libre, siempre lo he sido; me daré
cuenta cuando haya “soltado presa”.
Es interesante relacionar estos pensamientos surgidos del Zen con
la parábola evangélica de las diez vírgenes: cinco de ellas, las vírgenes necias,

181
no se han provisto de aceite; las vírgenes prudentes se han provisto de él y
todas duermen hasta la llegada del esposo. El sueño de las vírgenes simboliza
la identificación de mi vida egotista (con todos los sueños de mis esperanzas,
y mis temores). El aceite significa la espera de lo inimaginable, del satori.
Mientras yo no posea en mí este aceite, o sea, la nueva espera nacida de la
comprensión, seré la virgen necia que no puede recibir al esposo. Y, al fin
de la parábola, el esposo dice: “Velad, porque no sabéis ni el día ni la hora”;
esto puede ser en cada instante, y es ofrecido en cada instante.
Una anécdota Zen ilustra esta concepción de la espera pura (pura de
tiempo y espacio), que es atención pura, atención sin objeto:
Un hombre del pueblo preguntó cierto día al bonzo Ikkyou: “Señor
Bonzo, ¿queréis escribirme algunas máximas de gran sabiduría?” Ikkyou
tomó un pincel y escribió la palabra “Atención”.
—¿Es todo? —preguntó el hombre—. ¿No queréis añadir algunas
palabras?
Ikkyou escribió entonces dos veces seguidas “Atención. Atención”.
—De todos modos —dijo el hombre, decepcionado—, no veo nin-
guna profundidad ni sutilidad en lo que habéis escrito.
Ikkyou escribió entonces tres veces la misma palabra.
Algo irritado ya el hombre dice: “En definitiva, ¿qué quiere decir esta
palabra “Atención”?
E Ikkyou respondió: “Atención significa atención”

182
VII Pasividad de la mente y desintegraron de nuestra energía

En este estudio deseamos profundizar en nuestras reflexiones acerca


del satori y acerca de los fenómenos interiores que le preceden. Es necesario
ante todo establecer una distinción clara entre el satori-estado intemporal y
el satori-acontecimiento histórico. Hemos demostrado ya que el estado de
satori no debe concebirse como un estado nuevo al que hayamos de obtener
acceso sino como nuestro estado eterno, independiente de nuestro naci-
miento y de nuestra muerte. Cada uno de nosotros vive en el estado de satori
y no podría vivir fuera de él. Cuando el Zen habla del satori en el tiempo,
cuando dice, por ejemplo:
“El satori cae sobre nosotros de improviso cuando hemos agotado to-
dos los recursos de nuestro ser”, no habla del estado de satori intemporal,
sino del instante en que nos damos cuenta de que estamos en este estado o,
más exactamente, del instante en que dejamos de creer que vivimos fuera de
este estado.
Esta distinción entre el satori-estado y el satori-acontecimiento, es
muy importante. Si sólo concibo el satori-estado, caigo en el fatalismo. Si no
concibo más que el satori-acontecimiento, caigo en la ambición espiritual,
en la reivindicación ávida de la Realización, y este error me encadena fuer-
temente a la ilusión' en que está fundada toda mi angustia.
El satori-acontecimiento es un suceso muy particular en el sentido
de que cesa de ser considerado como tal tan pronto como se produce. El
hombre del satori ya no cree que vive exilado de lo Intemporal; viviendo en
lo Intemporal y sabiéndolo, ya no establece distinciones entre un pasado en
el que habría creído vivir fuera del satori y un presente, en el que sabría que
vive en satori. Esto no quiere decir que el hombre haya perdido el recuerdo
del tiempo vivido antes del satori-acontecimiento; puede recordarlo todo,
sus angustias, sus debilidades, los fenómenos interiores que le impulsaban a
actuar contra su “razón”; pero él ve que todo eso era ya él estado de satori; que nada
ha sido, ni es, ni será, fuera del estado de satori. El presente, el pasado y el
porvenir se sumergen, para este hombre, en el mismo estado de satori y por
ello es evidente que el satori-acontecimiento dejará de existir para él como
una fecha histórica particular. El satori-acontecimiento sólo existe para no-
sotros, para aquéllos en quienes aún no se ha producido, sólo existe en nues-

183
tra perspectiva ilusoria actual. Para nosotros, el hombre del satori es un hom-
bre liberado, pero él mismo no se ve como liberado, sino que se ve libre, libre
de toda eternidad. Así se explica que Hui-Neng diga: “Yo he recibido el satori
en el instante en que he comprendido tal idea” y que pueda decir igualmente:
“No hay liberación; no hay realización”.
El estado de satori, estado intemporal, evidentemente es incondicio-
nado y no está condicionado, en particular, por el satori-acontecimiento.
Pero nuestra perspectiva actual no nos permite considerar más que el satori-
acontecimiento y nosotros lo concebimos, necesariamente, como condicio-
nado por determinados procesos interiores acerca de los cuales nos interro-
gamos.
Esta cuestión del condicionamiento del satori-acontecimiento re-
quiere ante todo ciertas precisiones de orden general. La noción de condi-
cionamiento no debe ser comprendida como “causalidad”, aquí menos que
nunca: ningún acontecimiento es causado por un acontecimiento anterior,
sino que está condicionado por éste de acuerdo con la formula budista:
Siendo esto aquello se produce. No indagaremos, por lo tanto, qué procesos
interiores son capaces de causar o engendrar el satori-acontecimiento, sino
qué procesos le preceden necesariamente.
Veremos, por otra parte, que este condicionamiento, aún desemba-
razado así de toda idea de causalidad, es una noción de aproximación muy
inexacta. En efecto, el funcionamiento muy particular de la atención que
precede al satori, no es, en verdad, un proceso, pero realiza la abolición de
un proceso inherente a nuestra condición actual. En realidad, es mi no-per-
cepción del estado de satori la que está condicionada por ciertos procesos, y
el “condicionamiento” del satori es sólo negativo; no es más que el cese del
condicionamiento de mi no-percepción del estado de satori.
Todo nuestro estudio se consagrará, por lo tanto, a analizar los pro-
cesos interiores que condicionan actualmente nuestra ilusión de no vivir en
el estado de satori. Vamos a ver que éstos son nuestros procesos imaginativo-
emotivos —en los cuales se desintegra nuestra energía vital— y trataremos de
definir con claridad cuál funcionamiento incompleto de nuestra atención
condiciona a su vez estos procesos imaginativos-emotivos.
Partiremos para ello de una observación concreta: un hombre me
molesta, yo me encolerizo y siento deseos de golpear a mi adversario. Ana-
licemos lo que sucede en mí durante el curso de esta escena. Vamos a ver

184
que mis fenómenos interiores se distribuyen en dos reacciones diferentes
que llamaremos “reacción primaria” y “reacción secundaria”.
La reacción primaria consiste en el despertar en mí de una determinada
cantidad de energía vital; esta energía reposaba, latente, en mi fuente ener-
gética central hasta el momento en que fue despertada por mi percepción de
una energía manifestada en el No-Yo contra Mí. La energía extraña agresiva
suscita en mí la manifestación de una fuerza reactiva que equilibra la fuerza
del No-Yo. Esta fuerza reactiva no es todavía un movimiento de cólera, to-
davía no tiene una forma precisa: es comparable a la sustancia que va a ser
vaciada en un molde pero que aún no lo ha sido. Durante un instante sin
duración, esta fuerza naciente, movilizada en mi fuente, todavía no es una
fuerza de cólera: es una fuerza informe, una fuerza vital pura.
Esta reacción primaria corresponde a cierta percepción del mundo
exterior, a cierto conocimiento. Corresponde, por tanto, a cierta conciencia, pero
muy distinta de lo que habitualmente llamamos así. No es la conciencia men-
tal, intelectual, clara, evidente. Es una conciencia oscura, profunda, refleja,
orgánica. Es la misma conciencia que preside la acción del reflejo de la rótula;
todo reflejo corresponde a esta conciencia orgánica que “conoce” el mundo
exterior de una manera no intelectual. Por otra parte, esto está corroborado
por una comprobación interior; so siento que la cólera me sube a la cabeza
donde fabricará en seguida mil imágenes; la siento venir de abajo, de mi
existencia orgánica. Esta reacción primaria es extremadamente rápida y es-
capa a mi observación si no estoy muy atento a ella; pero si después de un
acceso de cólera, examino en detalle lo que ha pasado por mí, me daré cuenta
de que, durante un corto instante, una fuerza orgánica pura, anónima, ema-
nada de una conciencia orgánica, ha precedido al juego de mi conciencia
intelectual formadora de imágenes de cólera.
Observemos que mi conciencia orgánica pone en marcha mi reac-
ción energética ante el No-Yo al percibirlo. Es decir, que el funcionamiento
de esta conciencia implica la aceptación de la existencia del No-Yo frente al
yo; o sea, que ella está de acuerdo con el orden cósmico, con las cosas tal
como son. Ella preside los cambios de energía entre Yo y No-Yo y concilia
estos dos polos; ella está de acuerdo con el Tao.
Estudiemos ahora la reacción secundaria. La modificación dinámica
de mi ser ocasionada por la reacción primaria, es decir, esta movilización de
mi energía en respuesta a la energía del mundo exterior, va a provocar una
segunda reacción. Así como el movimiento del mundo exterior había puesto
185
en marcha el juego reactivo de mi conciencia orgánica, este juego a su vez
—el movimiento interior que manifiesta este juego— va a dar lugar al juego
reactivo de mi conciencia intelectual; y esta reacción secundaria tenderá a
restablecer en mí la inmovilidad primera desintegrando la energía movili-
zada. ¿Por qué ocurre así? Porque, al contrario que mi conciencia orgánica,
mi conciencia intelectual no acepta la existencia del No-Yo. Recordemos
aquello que hemos llamado nuestra reivindicación primordial o ficción di-
vina, o reivindicación de ser-absolutamente-en-cuanto-distinto, a existir-ab-
solutamente. En el fondo de nuestro conocimiento intelectual del Universo,
hay una discriminación irreductible entre Yo y No-Yo; “puesto que yo soy y
que por consiguiente el No-Yo no es”. Esta discriminación es la que se evoca
cuando se habla de Ego, cuando se habla de identificación con nuestro or-
ganismo psicosomático. En cuanto conciencia orgánica yo no discrimino,
pero, en cuanto conciencia intelectual yo discrimino. En mi conciencia or-
gánica estoy tan identificado con el No-Yo como con el Yo; en mi concien-
cia intelectual sólo estoy identificado con el Yo, afirmo que sólo existe mi
Yo. Mi conciencia intelectual sólo conoce el Yo; cuando creo tener un co-
nocimiento intelectual del mundo exterior, no tengo, en realidad, más que
conocimiento de las modificaciones de mi Yo en contacto con el mundo
exterior. Los filósofos llaman a esto “la prisión de mi subjetividad”, igno-
rando mi conciencia orgánica, que no discrimina entre “sujeto y “objeto y
gracias a la cual yo soy va virtualmente libre.
Siendo mi conciencia intelectual como es, veamos lo que resulta en
mis fenómenos interiores. En el curso de la reacción primaria, mi deseo or-
gánico de existir fue contrariado por el mundo exterior, de ahí el nacimiento
en mí de una fuerza equilibradora de la fuerza exterior. En el curso de la
reacción secundaria, mi necesidad intelectual de “ser” es contrariada por esta
movilización de energía en mí, porque esta movilización implica la acepta-
ción del mundo exterior y me arranca así a la inmutabilidad del Principio.
Todo ocurre como si cuando opera mi conciencia intelectual yo reivindicase,
para la fuente energética de mi organismo, los atributos del Principio Abso-
luto: inmutabilidad, no-actuar, permanencia, estado incondicionado; mi
reacción secundaria a la movilización de mi energía no puede ser, por lo
tanto, más que un rehusar opuesto a esta movilización. Pero esta oposición
al orden cósmico no podría tener éxito: la fuerza que ha sido movilizada en
mí no podría volver a la no-manifestación. Mi rehusar la energía movilizada
no puede por lo tanto resultar en otra cosa que en la destrucción de esta
energía desintegrándola.

186
La ley de equilibrio del Tao opera en estas dos reacciones. La reac-
ción primaria equilibra la fuerza del No-Yo por una fuerza del Yo. La reac-
ción secundaria equilibra la movilización de mi energía vital con la desinte-
gración de esta energía. La reacción primaria persigue el mantenimiento del
equilibrio entre Yo y No-Yo; la reacción secundaria persigue el manteni-
miento del equilibrio en el interior del Yo, entre la manifestación construc-
tiva y la manifestación destructiva, entre Visnú y Shiva.
La desintegración de la energía movilizada se realiza a través de los
procesos imaginativos-emotivos. Estos procesos, ya lo hemos dicho en otra
parte, son verdaderos cortocircuitos en los que la energía se consume pro-
duciendo fenómenos orgánicos e imágenes mentales. Estas formaciones
mentales son lo que la filosofía budista designa con el nombre de samskaras.
Los samskaras tienen sustancia y formas; su única sustancia es mi energía vital
en vías de desintegración; sus formas, por el contrario, no son mías, son
extrañas a mi forma, a la forma de mi organismo: son imágenes mentales
indefinidamente variadas. A causa de estas formas extrañas, los samskaras
son semejantes a “cuerpos extraños” que mi organismo debe rechazar. Son
formaciones en cierto modo “monstruosas”, heterogéneas, desprovistas de
armonía arquitectónica interior, no viables; y esto no es sorprendente,
puesto que ellas manifiestan la desintegración de la energía.
La aparición de estas imágenes en mi mente origina un círculo vi-
cioso. En efecto, excitan mi conciencia orgánica como lo habían hecho antes
las imágenes percibidas del mundo exterior, y provocan así una nueva reac-
ción primaria que moviliza mi energía. Y esta nueva energía movilizada se
desintegra a su vez. De tal modo nace una “ruminación” X imaginativo-emo-
tiva prolongada que sólo se agota progresivamente, como un péndulo puesto
en movimiento sólo se detiene después de cierto número de oscilaciones.
Por otra parte, mi ruminación imaginativo-emotiva está mantenida
por mi percepción renovada del mundo exterior del hombre que me mo-
lesta. Así se explica la tendencia que siento a golpear a este hombre. Mi reac-
ción secundaria, que tiende a destruir mi energía movilizada, quiere neutra-
lizar, gracias a la imagen de mí mismo molestando a mi enemigo, la imagen
inversa que motivó la movilización de mi energía. Esta reacción agresiva
exterior no se produciría si la desintegración energética no diese nacimiento

X La ruminación es un patrón persistente de pensamiento negativo caracterizado por la emoción


continua reflexiva e incontrolable.

187
a imágenes que establecen el círculo vicioso que hemos dicho; en ese caso la
reacción secundaria estaría ocupada interiormente por completo en un pro-
ceso de desintegración satisfactoria. Por el hecho de que el proceso de de-
sintegración no es satisfactorio (puesto que pone en marcha por sí mismo
nuevas cantidades de energía que hay que desintegrar) la reacción secundaria
desborda el dominio interior y me empuja a destruir también el objeto exte-
rior que me niega. Pero mi tendencia agresiva contra el objeto exterior es
accesoria, y el proceso fundamental que tiende a desintegrar mi energía mo-
vilizada es el proceso imaginativo-emotivo. Este aserto puede parecer para-
dójico; observemos, sin embargo, que los gestos exteriores de cólera pueden
ser contenidos, suprimidos, mientras que no podría haber cólera sin los pro-
cesos imaginativos-emotivos correspondientes. Puede ocurrir que a veces
no toque a mi enemigo, pero romperé el primer vaso que caiga bajo mi
mano; por esta representación de Yo molestando al No-Yo yo neutralizo la
representación del No-Yo molestando al Yo; poco importa, en el fondo, que
mi enemigo exterior no haya sido tocado: la finalidad real de mi reacción secun-
daria no está fuera, sino dentro de mí; lo que esta reacción tiende a anular en realidad, es
mi energía movilizada fuera de mi fuente. Esto no debe extrañarnos, puesto que
sabemos que nosotros no tenemos ninguna percepción realmente objetiva
de los objetos particulares; el objeto exterior particular no existe en sí mismo
para mí y en realidad jamás me preocupa. Aún en el curso de la reacción
primaria no tengo en cuenta este objeto exterior particular; la fuerza que se
moraliza en mí es efectivamente reactiva al mundo exterior, pero esta fuerza
es todavía in-formal, anónima: es una fuerza vital pura; esta fuerza me anima
al contacto con el mundo, pero, si lleva aparejada un conocimiento objetivo
del Universo en su generalidad, no tiene ninguno del objeto exterior parti-
cular.
Si en el transcurso de la escena que hemos supuesto, una tercera
persona me dice: “¿Por qué se encoleriza?”, mi cólera se redobla. Esto se
debe a que la observación aumenta mi percepción mental de la movilización
de mi energía; y mi reacción secundaria aumenta con la percepción que la
provoca, Esto demuestra una vez más que mi reacción secundaria está diri-
gida únicamente contra la movilización interna de mi energía y no contra mi
enemigo exterior; porque la alusión que se me hace no concierne a mi
enemigo y no cambia en nada la excitación que me viene de él.
Lo que acabamos de ver a propósito de la cólera es también vállelo
para todos nuestros contactos con el mundo exterior. Poco importa, desde

188
este punto de vista, que el contacto sea negativo o positivo. Si la fuerza ex-
terior es positiva, aportándome una afirmación del Yo, responde a ella una
reacción primaria que implica también la movilización de cierta cantidad de
energía pura; luego la reacción secundaria opera, tendiendo a la desintegra-
ción de esta energía movilizada, con una ruminación imaginativo-emotiva
cuyas imágenes y emociones son, en ese caso, positivas, placenteras.
Poco importa tampoco que el contacto del mundo exterior me llegue
por la vía psíquica o por la vía somática. En nuestro ejemplo de la cólera, se
trataba de la vía psíquica; pero la movilización de mi energía sucede asi-
mismo a los contactos que afectan mi centro pasando por la vía somática:
un dolor de muelas es una negación del Yo por el No-Yo, la desaparición
del dolor es una afirmación del Yo; una y otra van acompañadas por una
movilización de mi energía central y por la desintegración de esta energía en
procesos imaginativos-emotivos placenteros o desagradables.
El proceso de la doble reacción es enteramente general; preside todo
nuestro metabolismo vital, la reacción primaria representa el anabolismo y la reac-
ción secundaria el catabolismo. La reacción primaria corresponde al reflejo, es
centrífuga. La reacción secundaria corresponde a la reflexión (no en el sentido
que comúnmente se da a esta palabra), es centrípeta; esta reacción secundaria
se dirige contra un fenómeno interior de mí mismo; la onda energética se
“refleja”, pues, hacia mi centro. Fisiológicamente se puede vincular la reac-
ción primaria al funcionamiento de los núcleos grises centrales del cerebro,
y la reacción secundaria al funcionamiento de la corteza cerebral. Algunas
operaciones quirúrgicas recientes, al destruir una parte de las conexiones que
existen entre estos dos centros del cerebro, disminuyen considerablemente
la reacción secundaria, la emotividad, la imaginación y la angustia que de-
pende de ellos. Veamos también que la reacción primaria corresponde al
“instinto de vida” de Freud y la reacción secundaria a su “instinto de
muerte”; la movilización de mi energía es, en efecto, la vida; y la necesidad
de desintegrar esta energía movilizada representa una resistencia a esta vida,
un rehusar la vida, por tanto, una tendencia hacia la muerte. Ahora bien, si
prescindimos de la distinción de Freud, y consideramos la distinción que
hemos establecido entre el “existir” y el “vivir” —”existir” que el hombre
desprecia y “vivir” que estima— vemos que la reacción primaria corres-
ponde al “existir” y la reacción secundaria al “vivir”; el hombre común con-
sidera, especialmente, que son “vivientes” los procesos por los que se desin-

189
tegra su energía vital: no concede valor a su energía vital misma sino única-
mente a las chispas que produce la desintegración de esta energía,
A las dos reacciones corresponden, ya lo hemos dicho, dos concien-
cias diferentes: a la reacción primaria mi conciencia orgánica; a la secundaria,
mi conciencia mental o intelectual, o imaginativa (lo que se quiere decir ha-
bitualmente con la expresión “mi conciencia”, sin pensar más). Mi concien-
cia imaginativa es dualista, los procesos imaginativos-emotivos que se desa-
rrollan en ella pueden ser afirmantes o negadores, agradables o desagrada-
bles; mi conciencia orgánica, por el contrario, no es dualista puesto que la
fuerza vital que surge de ella es in-formal, anónima, siempre idéntica a sí
misma, independiente de las formas dualistas que ella animará luego. Esta
conciencia orgánica representa, por lo tanto, con respecto a la conciencia
imaginativa, el papel de una hipóstasis, de un principio conciliador. Hemos
visto también que la conciencia orgánica no discrimina entre el Yo y el No-
Yo, que su juego implica una identidad esencial entre estos dos polos y por
consiguiente un conocimiento realmente objetivo del Universo en general,
en su unidad. Estos caracteres, unidos a su situación profunda, abismal, nos
llevan a concebir esta conciencia orgánica como la primera manifestación
personal del Inconsciente principial impersonal. Al juego de esta conciencia
se halla ligada nuestra posibilidad de percibir un día que nuestro estado ac-
tual es ya el estado de satori. La Fe en que el estado de satori es desde ahora
nuestro estado, está ligada a la comprobación de esta conciencia en nosotros.
En resumen, sólo mi conciencia orgánica conoce el Universo; su
juego está puesto en marcha por el Universo y ella reacciona movilizando
mi energía: mi conciencia mental sólo conoce mi mundo interno personal,
mis movilizaciones de energía; su juego está puesto en marcha por mis mo-
dificaciones dinámicas internas a las que reacciona con procesos imaginati-
vos-emotivos, o sea, con samskaras. Contrariamente a lo que pudiera espe-
rarse, es la noción de conciencia orgánica la que resulta fácil, satisfactoria,
mientras que lo que habitualmente llamo “mi conciencia” a secas, es difícil
de concebir y, por lo tanto, de nombrar: la he designado con el nombre de
“intelectual”, “psicológica”, “mental”, “imaginativa”, pero ninguna de estas
palabras es satisfactoria. La continuación de este estudio nos hará compren-
der por qué; nos enseñará que esta conciencia que preside la reacción secun-
daria no es, en verdad, una conciencia: es simplemente una resistencia al
juego de la conciencia orgánica (que es la única con- ■ ciencia personal real);

190
es la forma en que se manifiesta el funcionamiento incompleto de la con-
ciencia orgánica. El carácter incompleto del funcionamiento de la conciencia
orgánica puede compararse con un bastón introducido entre las ruedas de
mi máquina. Mi pseudo conciencia mental es a lo que el Zen alude cuando
dice que el satori es la retirada de la barra. Esta pretendida conciencia designa
el conjunto de los fenómenos interiores por los cuales se traduce el hecho
de que mi conciencia orgánica, antes del satori, no opere plenamente como
No-Mental.
Estas comprobaciones, tan contrarias a las nociones admitidas habi-
tualmente, me ayudan a comprender mejor la máquina curiosa que soy yo.
Si considero de una manera impersonal universal los procesos que he des-
crito, veo que todo ello es perfecto, perfectamente equilibrado. Cada una de
las dos reacciones establece un equilibrio exacto, aun cuando el equilibrio de
la reacción secundaria pueda implicar angustias terribles y arrastrar al suici-
dio. Por otra parte, las dos reacciones se equilibran exactamente la una a la
otra. Mi energía, una vez movilizada, se desintegra, cerrando una espiral per-
fecta en el transcurso de la cual estoy ligado al No-Yo por una interacción
energética, participando así en la creación cósmica con sus dos aspectos,
constructor y destructor.
Pero estos procesos me parecen, por el contrario, imperfectos si los
considero de una manera personal, es decir, desde el punto de vista de mi
afectividad subjetiva. En el curso de su trayecto entre Yo y No-Yo, la energía
deja, por un tiempo, de ser pura, in-formal; entre el instante en que surge de
mi fuente y el instante en que es restituida al mundo exterior des pues de su
desintegración, reviste formas mentales extrañas a mi forma, y estos “cuer-
pos extraños”, rugosos y vulnerantes me hacen sufrir durante tu expulsión;
estos samskaras, estos “complejos”, estos “coágulos” los siento como una
negación de mi “ser”. Estas formas monstruosas, que participan a la vez del
Yo (puesto que es mi fuerza la que las anima) y del No-Yo (puesto que sus
elementos provienen del mundo exterior) representan para mi subjetividad
una fusión de los dos polos Yo y No-Yo que parece contradecir y negar la
unidad trinitaria. De donde se produce un aparente Nada que contradice el
Ser.
Mis procesos interiores son por lo tanto imperfectos para mí, para mi
afectividad. Y busco la manera de no sufrir más. Me pregunto dónde está el
mal. Y lo veo en las imaginaciones-emociones, en los samskaras; entonces,
busco la manera de eliminarlos, cómo conseguir que mi energía pase desde

191
mi fuente en el mundo exterior sin herirme. Con tal fin deseo comprender
más exactamente qué es lo que condiciona la formación de los samskaras. Ya
he comprendido que es el hecho de identificarme con mi organismo sola-
mente y no con el resto de la Manifestación. Pero eso no es suficiente; tengo
que descubrir por qué proceso íntimo se traduce esta identificación con mi
organismo solamente, que conduce a la formación de los samskaras.
Este proceso íntimo es el modo pasivo en que funciona mi atención.
A causa de que mi atención es pasiva, se despierta por una movilización
energética ya producida, en un punto tardío en el que ya no queda más que
desintegrar esta energía. Mi atención, actualmente, no se halla en un estado
de vigilancia autónoma, incondicionada; sólo se despierta por las moviliza-
ciones energéticas que se producen en mi organismo; su despertar está con-
dicionado por estas movilizaciones. Por eso me encuentro siempre ante el
hecho consumado. Una vez pasado el instante sin duración en que surge mi
energía, todavía in-formal de la no-manifestación, esta energía queda como
acaparada por el mundo formal; se pierde la ocasión de almacenarla, mien-
tras es aún in-formal, con vistas a la futura explosión del satori; la desintegra-
ción en formas imaginativas-emotivas es inevitable. Mi energía está ahora en
los dominios donde reina mi identificación egotista, y se golpea contra este
muro desintegrándose. Todo pasa como si, encontrándome ante mi energía
movilizada, tuviese miedo de contenerla. En mi identificación exclusiva con
mi organismo, considero implícitamente que éste “es” permanente, inmuta-
ble, invariable. La movilización de mi energía me muestra, por el contrario,
mi organismo como móvil, impermanente, limitado. Yo rehúso, por lo
tanto, la energía movilizada que me presenta esta visión intolerable; porque
mi identificación exclusiva a mi organismo hace que, paradójicamente, yo
rehúse ser este organismo limitado (San Pablo: “¿Quién me liberará de este
cuerpo de muerte?”). Yo reivindico el no sentir este organismo. (Obsérvese
que en los éxtasis psíquicos o medicamentosos el cuerpo parece perder su
densidad. Tengo prisa por desintegrar la energía movilizada que llena mi or-
ganismo, qué lo “sustantifica”.
Los procesos desintegradores son, pues, inevitables mientras mi
atención, funcionando en modo pasivo, se despierte en mi energía ya movi-
lizada. Estos procesos no deben ser considerados, en modo alguno, como
“malos” como “no debiendo ser”. No traducen una condición “mala” de mi
ser manifestado, sino solamente una condición imperfecta, incompleta,
inacabada. Lo mismo ocurre con la identificación con mi organismo, de la

192
que dependen estos procesos; esta identificación no es equivocada; es sólo
incompleta en cuanto excluye igualmente mi identificación con el resto del
universo. La ilusión egotista no consiste en mi identificación con mi orga-
nismo sino en la modalidad exclusiva con que se realiza esta identificación.
La explosión del satori no destruirá mi identificación con mi organismo —es
decir, lo que está ya realizado en mi condición egotista— sino que destruirá
el sopor que afecta actualmente mi identificación con el resto del Universo,
es decir, lo que hoy duerme en mí, más allá de los límites ilusorios del Ego.
Entonces se despertará mi densificación con la totalidad de la Manifestación.
Estas ideas son necesarias para comprender la justa doctrina y para
evitar la adhesión a vanos “métodos” de realización. Cuando yo consideraba
como “malos” mis procesos imaginativos-emotivos y la identificación ex-
clusiva con el Yo, me veía necesariamente impulsado a luchar contra el Ego,
por lo tanto, contra mi condición egotista, o sea, centra mi propia máquina
implicada en esta condición; de donde resultaba una perpetua desarmonía
interior. Cuando comprendo que por el contrario mi condición identificada
con el Yo no es “mala” sino sólo incompleta, comprendo, al mismo tiempo,
que tengo que vivir plenamente esta fase de desarrollo para franquearlo. Mi
desgracia actual no es que yo viva esta fase, sino que no la viva a fondo, en
su integridad.
Veamos cómo se aplica todo esto concretamente al objeto de nues-
tro estudio. Cuando veo el despilfarro de energía que se produce durante
mis procesos imaginativos-emotivos, me siento tentado a suprimirlos;
puesto que estos procesos están vinculados al rehúse opuesto por mi con-
ciencia mental a la movilización de mi energía, me siento inducido a hacer
esfuerzos para cesar de oponerme a esta movilización. Pero estos esfuerzos
no invierten mi situación interior, sino que la complican; porque tales es-
fuerzos para cesar de rehusar son en realidad el rehusar un rehusar, y esta
contracción opuesta a una contractura no podría resultar en una distensura;
a la inversa de lo que es verdad en álgebra, este “no” dicho a un “no”, no
resulta un “sí”. La supresión del rehusar opuesto a la movilización de mi
energía es imposible, por lo tanto. Por otra parte, esta supresión no es acon-
sejable puesto que, ya lo hemos visto, este rehusar forma parte de un proceso
que no es “malo” sino simplemente inacabado. Lo lamentable no es que yo rehúse
la movilización de mi energía, sino que la rehúse de una manera incompleta, demasiado
tarde y por con- siguiente de una manera inútil. Mi rehusar actual no es un
verdadero rehusar eficaz, sino una vana protesta ante un hecho consumado;

193
y ello, a causa de que sucede, es posterior al fenómeno interior que yo rehúso.
Mi conciencia mental funciona actualmente de una manera reactiva y no ac-
tiva y su juego no equilibra el de la conciencia orgánica porque no responde
más que a las manifestaciones de esta conciencia.
Mi conciencia mental no está hecha, en realidad, para operar de este
modo reactivo, hembra, sino de un modo activo, macho. La conciencia or-
gánica, es hembra; está hecha para reaccionar a las excitaciones del mundo
exterior (reacción primaria). Pero la conciencia mental no está hecha para
reaccionar ante esta reacción primaria con una reacción secundaria. Mi rehu-
sar la movilización de mi energía no debe suceder a esta movilización, sino
que debe efectuarse en el instante mismo en que mi energía sale de la no-
manifestación. El juego de mi conciencia mental, macho, debe equilibrar
directamente el juego de mi conciencia orgánica, hembra, y no sus conse-
cuencias energéticas. Entonces solamente la conciliación se produce entre
las dos conciencias antagonistas y complementarias; y esta conciliación se
traduce en el hecho de que la energía se moviliza sin ser atrapada por el
dominio de lo formal. Cuando el rehusar de la movilización de la energía,
enteramente consumado, vuelva a situarse en el instante mismo en que se
produce esta movilización, él no suprime esta movilización (lo que signifi-
caría la muerte), sino que equilibra exactamente la voluntad orgánica que la
produce, y esta equilibración conduce a la producción de una energía que
permanece in-formal, que escapa a la desintegración imaginativa-emotiva y
que se acumula basta la explosión del satori. Cuando mi rehusar la moviliza-
ción de mi energía cesa de ser pasivo para convertirse en activo, continúa
siendo rehusar en el sentido de que se opone eficazmente al derroche de mi
energía en la desintegración formal, pero, al mismo tiempo, cesa de ser rehu-
sar por el hecho de que no impide la actualización de la energía in-formal
no-manifestada.
Pero, ¿en qué consiste justamente esta transformación del funciona-
miento reactivo-hembra de la atención en funcionamiento activo-macho?
Hemos dicho que actualmente mi atención entra en juego demasiado tarde en
relación con la movilización de mi energía. ¿Es necesario, por tanto, desear
que entre en funcionamiento más pronto, es decir, que reaccione más rápi-
damente? No; por muy rápida que sea la reacción siempre está retrasada
porque sigue siendo “reacción” y no acción. Por otra parte, la expresión
“demasiado tarde” no debe ser entendida aquí en la forma ordinaria; entre
la reacción primaria y la reacción secundaria que hemos descrito no pasa

194
tiempo alguno, ninguna duración, por pequeña que se la imagine. Nuestra
expresión “demasiado tarde” no significa un segundo, ni siquiera un frag-
mento minúsculo de segundo, sino el hecho de que la “reacción” de la con-
ciencia mental, por inmediata que sea, es tardía porque es reacción cuando debería
ser una acción. Mi atención no debería ser despertada por la movilización de
mi energía, sino antes de que ocurra ésta; y esto se realiza cuando, en lugar
de ver los procesos imaginativos-emotivos. que se están produciendo miro
los procesos que se van a producir; y esto se realiza cuando, en lugar de estar
atento pasivamente a mi energía movilizada y a su transformación desinte-
gradora, yo tiendo activamente a percibir el nacimiento mismo de mi ener-
gía. Una vigilancia nueva “vela” ahora sobre la movilización de la energía.
Para hablar con mayor sencillez, una atención activa acecha anticipadamente
el nacimiento de mis movimientos interiores; ya no son mis emociones lo
que me interesa sino su nacimiento: ya no es su movimiento el que me in-
teresa, sino este otro movimiento in-formal que es el nacimiento de su mo-
vimiento formal.
Este funcionamiento activo de mi atención, tan contrarío a mi natu-
raleza automática, no puede ser en modo alguno objeto de un esfuerzo di-
recto, de una “disciplina” explícita efectuada con vistas a la Realización. Más
adelante desarrollaremos esta importante idea: sólo deseamos señalarla de
antemano para prevenir al lector contra la tenaz e ilusoria búsqueda de “re-
cetas” realizadoras.
Deseamos demostrar anticipadamente que nuestra atención, cuando
funciona de modo activo, es atención pura, sin objeto manifestado. Mi ener-
gía movilizada no es perceptible en sí misma sino solamente en los efectos
de su desintegración, las imágenes; Pero esta desintegración sólo se produce
cuando mi atención trabaja en forma pasiva; la atención activa evita la de-
sintegración. Por ello, cuando mi atención trabaja de modo activo, no hay
nada que percibir. La energía se moviliza, sin embargo; la conciencia orgá-
nica hembra continúa su trabajo; pero la energía se conserva in-formal, no-
desintegrada, no-manifestada. De tal manera se realiza el consejo del Zen:
Despertad la mente sin fijarla en cosa alguna; también podemos comprender que,
si la mente está despierta en sí misma en lugar de ser alertada por las reac-
ciones energéticas orgánicas, no hay necesariamente cosa alguna en la cual
pueda fijarse. Esta frase del Zen podría por lo tanto modificarse así: “Des-
pertad la mente en sí misma, y entonces no estará fija en cosa alguna”.
Me es fácil comprobar concretamente que la atención activa hacia

195
mi mundo interior no tiene objeto. Si ante mi monólogo interior asumo la
actitud de un oyente activo que autoriza que este monólogo diga lo que
quiera y como quiera, si asumo la actitud que puede definirse con la frase:
“Habla que yo te escucho”, compruebo que mi monólogo se detiene; no
continúa hasta que cesa mi actitud de vigilante expectativa.
Algunos pueden temer, tal vez, que esta supresión del film imagina-
tivo signifique una supresión de la “vida”. En realidad, el film imaginativo
no es la vida; producido por la desintegración de mi energía, que debería por
el contrario acumularse para el nacimiento futuro del “nuevo hombre” en el
satori, el film imaginativo es, en realidad, un proceso abortivo; el “naci-
miento” de lo que llamo mi mundo interior es, en realidad, el aborto repetido
del “hombre nuevo”. La supresión de este proceso abortivo no es, pues,
contrario a mi vida, y a mi crecimiento real. Contemplar cómo nace el falso
“vivir” en mí y suspender con ello este “vivir”, es preparar el advenimiento
de la conciencia del “existir”; es preparar la perfecta felicidad existencial.
Hemos hablado del funcionamiento hembra y del funcionamiento
macho de la conciencia mental separando claramente ambos modos. Pero
ahora vamos a ver que estos dos funcionamientos coexistirán en realidad,
en nosotros.
Sería completamente ilusorio intentar esfuerzos directos, “ejerci-
cios” de atención activa; o ponerse a vigilar expresamente el nacimiento de
las emociones: esfuerzos cuyo resultado sería que no percibiríamos absolu-
tamente nada. Actualmente estamos ligados a nuestro film imaginativo —ese
es en realidad nuestro lazo primordial, v la muerte nos espanta porque vemos en
ella la terminación de nuestra preciosa “conciencia”— y tales ejercicios ten-
derían a romper directamente este lazo. La completa “virilización” de nues-
tra atención realiza el desprendimiento total en el satori, que es la ruptura de
los límites del Ego. Realizar esfuerzos directos hacia esta virilización total
equivaldría, por tanto, a esforzarse directamente a “atrapar”, “conseguir”
por fin el desprendimiento total; y esta tentativa encierra una evidente con-
tradicción interna que la condena al fracaso.
Como ya hemos dicho repetidas veces, no hay “recetas” para la Rea-
lización. Los procesos que condicionan el satori-acontecimiento o, más
exactamente, la supresión de los procesos que condicionan nuestra ignoran-
cia sobre nuestro estado intemporal de satori son únicamente cuestión de
comprensión (lo que los tibetanos llaman la visión penetrante). La comprensión
actúa desvalorizando para mí las imágenes, no estas o aquellas imágenes,
196
sino todo el proceso imaginativo-emotivo en general. Durante muchos años,
mi credulidad ante mi cinematógrafo interior ha sido grande: he “tragado”
como se dice familiarmente; he creído en él; he creído en la pretendida reali-
dad de lo que me mostraba mi proceso desintegrador. A medida que avanzan
mi trabajo intelectual y mi comprensión, disminuye mi credulidad, caigo
cada vez menos en el engaño y creo cada día menos que es eso “de lo que
se trata” para mí. En la misma medida disminuye la fascinación que estas
imágenes ejercían en mí atención, manteniéndola en un estado de funciona-
miento pasivo. Y mi atención, en la medida en que se desprende de mi
mundo imaginativo, se vuelve espontáneamente, de acuerdo con su orienta-
ción normal hacia la fuente de mi ser, hacia la energía in-formal que es la
realidad de mi vida (y ya no hacia las imágenes formales que representaban
el aborto continuo de mi vida). Este movimiento de “conversión” es incons-
ciente, puesto que mi atención no tiene objetivo en la medida en que trabaja
de modo activo. Lo único que observo en mí es la disminución progresiva
de la aparente realidad de mi mundo imaginativo interior (la evolución hacia
el satori-acontecimiento es, como ya hemos dicho, un descenso aparente,
una aparente “involución”).
Aquí encontramos nuevamente una idea que ya hemos expresado
antes: la idea de que la conciencia “reflexiva”, “psicológica”, “intelectual”,
“mental”, no es una conciencia hablando con propiedad, sino que la con-
ciencia orgánica es actualmente la única real que existe en nosotros. Cuando
la atención funciona en modo activo, no tiene objetivo: es inconsciente, y ya
manifestación mental se anula, entonces lo que yo llamaba mi conciencia
mental desaparece y el principio mental macho que estaba detrás de ellas
(Buddhi) se encuentra de nuevo ligada al principio mental hembra de mi
conciencia orgánica, en la unidad trinitaria ¿e la No-Mente o Inconsciente Prin-
cipial.
Los relatos de los maestros Zen que han tenido el satori nos permiten
representarnos la última etapa de esta evolución. Llega un momento en que
el funcionamiento macho de la mente iguala en importancia a su funciona-
miento hembra; hay tanta lucidez incrédula como ceguera de credulidad. Es
la Gran Duda. La conciencia orgánica puede compararse con un primer ojo
(que está abierto desde que nacemos); la conciencia mental es un segundo
ojo; el funcionamiento hembra de esta conciencia, (conciencia que es macho
por esencia) está representada en nuestra analogía por una contractura que
cierra este segundo ojo. A medida que el funcionamiento macho de esta

197
conciencia equilibra su funcionamiento hembra, una dilatación de la pupila
equilibra su contractura. En el momento de la “Gran Duda” este equilibrio
se ha realizado exactamente. Todavía un instante y la “Gran Duda” se quie-
bra; el segundo ojo se abre: y la visión conjugada de los dos ojos, visión
enteramente nueva que da acceso a una profundidad desconocida, a una
nueva dimensión, es lo que se llama “apertura del tercer ojo”. El interés de esta
analogía es poner en evidencia que no hay realmente un tercer ojo por abrir,
es decir, una tercera conciencia “supernormal”. Ninguna “cosa” nueva tiene
que aparecer en nosotros. El satori-acontecimiento es el instante en que
nuestro ser dualista, tal como es desde ahora, descubre por fin su funciona-
miento normal despertando su atención en una actividad autónoma, incon-
dicionada.

198
VIII Sobre la noción de “disciplina”

Nuestras reflexiones, a la luz del Zen, nos han hecho comprender


que no podría haber “recetas” para alcanzar la Realización. Ninguna manera
sistemática de vivir puede producir la síntesis de todas las maneras posibles
de vivir; ninguna actividad consciente puede reintegramos en el Inconsciente
Principial; ninguna labor de adiestramiento, ninguna disciplina que signifi-
que lucha pueden hacernos trascender el dualismo donde se efectúa esta lu-
cha. Y llegamos así a la conclusión de que sólo la comprensión puede disipar
nuestra ilusión actual y conseguirnos el satori.
Por otra parte, comprendemos que la explosión del satori supone la
acumulación en nosotros de una energía no desintegrada, y que esta acumu-
lación supone a su vez no solamente la comprensión teórica sino la actuali-
zación práctica de esta comprensión en una actividad enteramente especial
de nuestra atención. Vemos así que si nada que no sea la comprensión puede
obtener para nosotros el satori, esta comprensión no debe realizarse bajo su
solo aspecto de teoría directriz sino también bajo el aspecto de fenómenos
interiores que actualizan prácticamente esta teoría. Estos fenómenos no po-
drían efectuarse correctamente sin la comprensión, de la que son una simple
prolongación práctica —por cuya razón no son una “receta” realizadora su-
ficiente por sí misma— pero no dejan por ello de constituir cierto trabajo
interior práctico, en la vida, trabajo distinto de la visión abstracta obtenida du-
rante los momentos de retiro en la “torre de marfil” intelectual.
Llegamos, pues, a dos certidumbres aparentemente contradictorias:
por una parte, ninguna intervención impuesta metódicamente a nuestra vida,
a nuestros fenómenos exteriores o interiores, puede tener eficacia con res-
pecto al satori: por otra parte, la obtención del satori implica necesariamente
un trabajo interior práctico, en el curso de la vida cotidiana. Hemos llegado
a estas dos certidumbres por dos vías distintas, pero ambas vías han desem-
bocado en la impresión de “evidencia” que nos hace reconocer una noción
como verdadera.
Toda contradicción de este género es para nosotros, ocasión de un
precioso profundizar de nuestra comprensión; nos impulsa hacia el descu-
brimiento de una visión más amplia de las cosas, de una visión en la que se
concilian las dos visiones precedentes y donde se resuelve su oposición apa-
rente.
199
En el caso particular, tenemos que comprender el trabajo interior de
manera que no sea una intervención impuesta metódicamente a la vida. Esto
se descompone en dos proposiciones: tenemos en primer lugar que entender
el trabajo interior de tal modo que no sea una “intervención” con respecto
a nuestra vida; después tendremos que entenderlo de tal modo que no sig-
nifique ninguna “obligación metódica”. Acerca de este segundo punto nos
extenderemos más porque aún no lo hemos tratado nunca. Pero recordare-
mos antes, con respecto al punto primero, algunas nociones ya expuestas.
El trabajo interior con vistas al satori no debe ser una “intervención”
en nuestra vida. La palabra “intervención” designa aquello que se produce
cuando, entre los elementos de un plano determinado, algo se “introduce
entre” estos elementos, modifica las relaciones que hubieran existido entre
ellos sin su intrusión y trastorna la ordenación esencial del plano. El Zen
proclama: “No trastornéis el curso de la vida”; y el maestro da d discípulo
como ejemplo el torrente que fluye sin freno. Habrá satori para nosotros
cuando dejemos por fin de oponernos a la “naturaleza de las cosas”, a nues-
tra naturaleza al mismo tiempo que a la naturaleza del cosmos en general. El
trabajo interior con vistas al satori no podría implicar una injerencia indiscreta
y pretenciosa en el discurrir de nuestra fenomenología. No quiere esto decir
que no deba producirse ningún cambio en nuestra fenomenología a medida
que nos aproximamos cronológicamente d satori-acontecimiento; pero lo
único que puede producir Los cambios adecuados es nuestro Principio Ab-
soluto, el Inconsciente en nosotros, y no nuestro pretencioso consciente.
Cuando existe “intervención”, lo que se “introduce entre” los elementos del
plano es de la misma clase que estos elementos; toda intervención en mi
comportamiento consiste en el juego de un nuevo comportamiento, pero
siempre es un comportamiento; toda intervención en mi vida interior, en
mis mecanismos psicológicos, en el juego de un nuevo mecanismo; pero
siempre es un mecanismo. Cuando hay “intervención” en un plano nada
entra en juego que no pertenezca al plano. Ahora bien, la síntesis armónica
del ser implica el simple juego del Principio Conciliador que no pertenece al
mundo de los fenómenos, que es trascendente con relación a este plano; y
la manifestación armonizada del Principio en este plano no debe entenderse
en absoluto como una “intervención”. Sólo el Principio puede modificar
nuestros Fenómenos, nuestra vida, sin “trastornar” esta vida.
Hemos hablado repetidas veces de este gesto de des-contracción in-
terior que no es una “intervención” puesto que conduce a la suspensión del

200
film mental —y no a su modificación— sin hacer intervenir ninguna imagen
particular. Hemos dicho también que este gesto se producía en un plano
superior al plano de nuestros fenómenos interiores habituales, así como el
plano cerebral que descontrae nuestros músculos es superior al plano me-
dular que los contrae. El “hacer” de este gesto corresponde a un “no hacer”
de nuestros fenómenos habituales. Si este gesto de descontracción tratara de
llegar directamente a la suspensión del film imaginativo utilizando una ima-
gen particular —como, por ejemplo, la imagen de esta misma suspensión—
existiría intervención indiscreta que desde luego no lograría la suspensión
del film, sino que conduciría a la idea fija de esta suspensión (ejercicio de
concentración que conducirá a una especie de auto-hipnosis, o de catalepsia,
o de síncope). El gesto de descontracción ejecutado correctamente no con-
duce a la descontracción más que indirectamente, no la persigue, directa-
mente, no utiliza la evocación de la imagen mental de la descontracción.
Consiste, por el contrario, en una autorización total, imparcial, incondicionada, concedida
a nuestra conciencia mental, a todas sus potencias perceptivas y activas. En este gesto,
que significa el cese momentáneo de toda dirección particular impuesta a mi
vida, todo pasa como si yo tratara de abrirme a mi misma existencia, inmu-
table bajo mis movimientos vitales. Pero no evoco siquiera la imagen de
“existencia”. Es como una mirada que, aplicada en el pleno centro de mi
mundo interior completamente autorizado, traspasa el plano de este mundo
hacia aquello que no conozco. Esta mirada, puesto que no prefiere ningún
objeto, puesto que está dirigida sin “pre-concepción” hacia no importa qué,
no encuentra nada y llega por ello, sin yo quererlo, a- la suspensión de mi
film imaginativo. Es una interrogación total sin expresión formal particular
y que queda sin respuesta porque no lleva implícita respuesta; es un desafío
dirigido contra nadie y que no encuentra a nadie; es atención a todo, que no
tiene objetivo particular. La suspensión de mi film imaginativo, obtenida así
sin haberla buscado, es sólo instantánea; no tiene duración; es un relámpago
intemporal en el seno del tiempo; no se parece en nada a los “estados” en
que, por el contrario, pueden ponerme los ejercicios de concentración. A
causa de esta ausencia de duración, este gesto para “ver en mi propia natu-
raleza” no conduce a la visión del “tercer ojo”; no hace más que prepararla.
Los fracasos repetidos —que deben condensarse en un fracaso definitivo—
son los que harán desaparecer algún día la ilusión en que vivo actualmente
de no estar en estado de satori.
Si el gesto de des-contracción instantánea prepara el satori-aconteci-
miento, es porque la suspensión instantánea que obtiene en el desarrollo del

201
film imaginativo rompe cada vez el círculo vicioso existente entre nuestras
imágenes y nuestras emociones. Este círculo vicioso que hemos llamado
“ruminación imaginativa-emotiva” que corresponde también a lo que hemos
descrito como “estado emotivo” o “contractura interior”, o como el “em-
brague de la afectividad sobre el intelecto” es un automatismo interior ani-
mado por una gran fuerza de inercia. Nuestra ruminación imaginativa no
funciona continuamente con la misma fuerza efectiva, sino que en cada
etapa de nuestra evolución tiene cierta posibilidad de potencia. Esta posibi-
lidad resulta gastada, minada poco a poco por los instantes de descontrac-
ción. Esta disminución progresiva de la solidez del círculo vicioso imágenes-
emociones se traduce en una modificación progresiva de nuestra vida inte-
rior, de nuestra visión de las cosas en general. No es que podamos, antes del
satori, tener el más pequeño átomo de “visión de las cosas como son”, pero
nuestra visión actual de las cosas como no son pierde algo de su claridad, de
su relieve, de sus colores.
Para que se puedan comprender las modificaciones que el trabajo
interior obtiene indirectamente en nuestra visión de las cosas utilizaremos
nuestra analogía. Comparemos nuestro film imaginativo con la proyección
de una película cinematográfica que comprende un aparato de proyección,
una pantalla y la pirámide luminosa que las une. Cuando la proyección está
bien enfocada en la pantalla, veo imágenes claras en las que los negros y
blancos están bien contrastados. Si, sin cambiar nada en el aparato de pro-
yección, acerco progresivamente la pantalla al mismo, las imágenes perderán
poco a poco su claridad y sus contrastes. Llega un momento en que las re-
conozco con dificultad y en que los negros y blancos se han convertido en
grises. Y después ya no hay más que sombras pálidas y vagas, aun cuando
aumenta la luminosidad general de la pantalla. Por fin, cuando estoy en con-
tacto con el aparato de proyección, la pantalla está completamente blanca y
brillante.
El aparato de proyección simboliza aquí el Inconsciente principial o
No- Mente fuente de nuestra conciencia; el haz luminoso simboliza el sub-
consciente, la pantalla el consciente. La pantalla de nuestra conciencia queda
retenida por nuestro determinismo personal egotista, a la distancia en que
las imágenes están en foco. Es ahí donde nuestra reivindicación-a-ser-en-
cuanto-distinto fija nuestra atención. Esto corresponde a la actitud interior
parcial en la que opongo en claro contraste lo que amo y lo que no amo. Las

202
imágenes, en este vivo contraste de luces y sombras, suscitan intensas emo-
ciones que provocan nuevas imágenes, y el desenvolvimiento claro del film
representa mi ruminación imaginativa-emotiva.
En el instante de descontracción, de atención sin objetivo, la pantalla
está en contacto con el aparato de proyección, bañada de luz pura, sin imá-
genes. No percibo esta luz pura porque eso sucede en un instante sin dura-
ción y no percibo nada si no es en la duración, ya que toda percepción es
memoria. Pero a causa de este instante sin imágenes, la fuerza del círculo
vicioso que retiene la pantalla lejos del aparato de proyección, disminuye; la
pantalla se aproxima. Si el gesto de descontracción se repite con bastante
perseverancia, la pantalla se aproxima cada vez más. Las sombras y las clari-
dades del film imaginativo pierden claridad; los contornos “formales” que
los separan, se vuelven menos precisos y los negros se convierten en grises.
Esto no quiere decir que mi pensamiento pierda algo de su rigor, sino que
mis “juicios de valor”, mis “opiniones”, mis “creencias”, tienen menos rigi-
dez y fuerza constrictiva. El aumento de la luminosidad global en la pantalla
representa una disminución de mi angustia fundamental, un alivio del con-
junto de mi condición afectiva.
La “Gran Duda” que precede al satori corresponde a la última etapa
de esta evolución. La pantalla está entonces muy cerca del aparato de pro-
yección. El estado interior consciente es muy luminoso, sin angustia; la ne-
gatividad fundamental de nuestra afectividad está casi enteramente neutrali-
zada; la angustia ya no está allí, aun cuando la felicidad existencial positiva
no sea aún consciente. Las formas mentales, los samskaras, han desaparecido;
por eso el sujeto dice que está entonces “como un idiota, como un imbécil”.
La desaparición de las sombras se traduce por la impresión de que el mundo
es transparente, “semejante a un palacio de cristal”; “las montañas ya no son
montañas y las aguas ya no son aguas”.
Un grado más y la atención, tan próxima ya a la fuente del Incons-
ciente,
se instala en ella definitivamente; es el “asilo del reposo”. Durante
un
instante desaparece toda distinción entre la pantalla, el aparato de
proyección y el haz luminoso. Y nuevamente todo eso existe, pero ahora
funciona de una manera simple, perfectamente armoniosa, inimaginable hoy
para nosotros.

203
Esta analogía nos permite comprender cómo se modifica en noso-
tros el metabolismo de la energía vital en el curso del trabajo interior. Cuanto
más se aproxima la pantalla al aparato de proyección menos se desintegra la
energía luminosa en formas negras y blancas. Al final, en el punto en que el
haz luminoso sale de su fuente, ya no es más que blancura, luz pura. Hemos
dicho que nuestra energía surge, in-formal todavía, de la fuente donde se
hallaba no-manifestada; por lo tanto, hemos afirmado la existencia de una
energía manifestada e in-formal al mismo tiempo. Esto parece un absurdo
metafísico, ya que la manifestación no puede concebirse sin la forma. Pero
este absurdo sólo procede de las palabras que parecen inmovilizar el movi-
miento del nacimiento enérgico; hablando de energía manifestada e in-for-
mal al mismo tiempo, nosotros, mediante estas palabras discutibles, desea-
mos evocar el instante sin duración en que la energía sale de su fuente; no-
sotros queremos situarla en la frontera que suponemos entre la no-manifes-
tación y la manifestación, en el instante en que, considerada en relación con
la fuente, ya está manifestada y, considerada en relación con la manifesta-
ción, aún es in-formal. Y la “acumulación de energía in-formal” de que he-
mos hablado debe entenderse como una posibilidad, en aumento incesante,
de ahorrar a la energía el círculo vicioso imaginativo-emotivo.
Después de haber recordado qué es el trabajo interior entendido
como un “soltar presa”, como una descontracción instantánea y total de
nuestro ' ser consciente, llegamos al punto esencial de este estudio: ¿cuándo
es conveniente que hagamos este “no hacer” este “soltar presa”? Una
trampa nos aguarda aquí: si concibo inexactamente el satori como una reali-
zación de yo-en-cuanto-distinto, en la ilusoria perspectiva del “superhom-
bre”, codiciaré el satori; voy a desearlo positivamente, voy a “quererlo”, en el
sentido habitual de la palabra. Si reivindico así el satori y si he comprendido,
por otra parte, la eficacia del “soltar presa” con vistas al satori, será necesario
que practique este “soltar presa”. Una sujeción, surgida lógicamente de mi
reivindicación-a-ser-en-cuanto-distinto, de mi contractura primordial, me
impulsa a imponer a mi organismo, le plazca o no, el gesto de descontrac-
ción. Es evidente que ninguna descontracción real es posible así y que lo que
se realizará será solamente la evocación mental contraída de la imagen de la
descontracción.
Esto no quiere decir que no haya ninguna disciplina en el trabajo inte-
rior correctamente efectuado; pero hay que comprenderla como es debido.
En toda disciplina interior, “algo” dirige el funcionamiento de mi máquina

204
psicosomática; pero, ¿qué debe ser este “algo” para que el trabajo interior
sea correcto?
Para responder a esta pregunta vamos a mostrar, ante todo, qué no
debe ser este “algo” y analizaremos, para ello, las nociones habituales de
“esfuerzos sobre sí”, de “dominio de sí mismo”, de “voluntad”.
Olvidaremos, para comenzar, el examen de esta famosa e ilusoria
“voluntad”, y emplearemos esta palabra en su acepción habitual estudiando
el “esfuerzo sobre sí”. El esfuerzo sobre sí puede ser esfuerzo con respecto
al comportamiento exterior —“buenas” acciones, o “buenas” abstenciones
(ascesis)— o esfuerzos con respecto al comportamiento interior —“bue-
nos” sentimientos o “buenos” pensamientos o ejercicios mentales para rea-
lizar una “buena” manera de hacer funcionar la mente (concentración, me-
ditación, vacío mental, etcétera). Si se analiza profundamente lo que pasa
durante el curso de tales esfuerzos, se encuentra siempre, como mecanismo
primero, la evocación mental “voluntaria” de una imagen o de un sistema
de imágenes; esto es evidente cuando se trata de una meditación (aun cuando
la imagen mental evocada sea la de la ausencia de imágenes); y es lo mismo
si se trata de una acción exterior, puesto que la decisión de toda acción es
ordenada por la concepción de su imagen mental. Todo esfuerzo sobre sí
consiste, pues, esencialmente, en una evocación mental “voluntaria”, en una
manipulación imaginativa en el curso de la cual se actualiza mi parcialidad por
una imagen en detrimento de todas las otras imágenes posibles. Esta parcia-
lidad por una forma determinada de mi manifestación y, por consiguiente,
contra las formas opuestas, impide el esfuerzo sobre sí que significa trabajar
por una síntesis de toda mi manifestación; sólo puedo “hacerlo” así rehu-
sando lo que no hago; luego, no es posible ninguna unificación de mi ser.
Las imágenes preferidas son samskaras con el mismo derecho que las imá-
genes rehusadas. Este método no puede modificar el proceso imaginativo-
emotivo en su conjunto; sólo son modificadas las formas fabricadas por el
proceso. Los samskaras preferidos se refuerzan; tienden a enquistarse; se fijan
hábitos imaginativos. De esta manera puedo habituarme a experimentar sen-
timientos de amor por el Universo entero en detrimento de mi agresividad.
Se ha modificado una forma, pero no podría haber allí un paso más allá de
la forma, transformación.
Hemos dicho ya que estos adiestramientos no son en sí mismos un
obstáculo para la obtención del satori. El refuerzo de determinados samskaras
en detrimento de otros no podría empeorar la situación interior del hombre

205
con respecto a una eventual transformación. Lo que no trabaja en pro del
satori. se limita a no trabajar por él; pero nada hay que pueda trabajar en
contra de él; la ignorancia no tiene ninguna realidad activa contra lo Intem-
poral ni centra la eventual realización de lo Intemporal. Es solamente una
pérdida de tiempo con respecto al satori-acontecimiento.
Hay una objeción que hacer: Se ha efectuado el gesto interior co-
rrecto de “soltar presa” con la autorización general concedida a una imagen
cualquiera; no se trata ya, por lo tanto, de evocar una imagen preferida; ya
no hay parcialidad ante mi mundo interior. Es verdad, pero si deseo hacerme
efectuar el gesto de “soltar presa” de una manera sistemática porque “codi-
cio” el satori, si quiero hacerlo cada vez que pienso en ello, sin tener en cuenta
mis condiciones interiores actuales, necesariamente tendré que evocar la
imagen metal preferida de la autorización concedida a una imagen cualquiera:
y recaeré en el mismo absurdo.
Nos encontramos por primera vez con la noción capital de tener en
cuenta mis condiciones interiores actuales. Lo que opone el concepto corriente de
disciplina al concepto correcto que tratamos de definir es, precisamente, el
hecho de que la disciplina habitual no exige que se tenga en cuenta las con-
diciones interiores actuales.
Analicemos qué pasa exactamente en el transcurso del “esfuerzo so-
bre sí”. Todo esfuerzo sobre sí es una lucha entre dos tendencias. Un hom-
bre ayuna, por ejemplo, porque desea adelgazar, por preocupaciones estéti-
cas; hay una lucha entre la tendencia a satisfacer el apetito y la tendencia a
estar menos grueso, más bello. Otro ayuna para progresar “espiritualmente”;
este caso no difiere, en el fondo, del precedente: el deseo de progresar “es-
piritualmente” es sin duda personal; es, por lo tanto, como el deseo de comer,
una tendencia a afirmarse en-cuanto-distinto. En ambos casos vemos luchar
dos tendencias de la misma naturaleza. Es comparable a dos hombres que
tiran de los dos extremos de una cuerda o empujan sobre los dos extremos
de un bastón.
Hay que distinguir bien esta lucha, esta oposición, de la composición de
las tendencias que representa su juego normal. Todo comportamiento que
puedo tener sin esfuerzo sobre mi mismo no expresa una tendencia única;
ante cada una de mis percepciones reaccionan en mí tendencias múltiples; la
manifestación simple, una, que realiza entonces mi comportamiento sin es-
fuerzo, resulta de la composición subconsciente de mis tendencias, repre-

206
senta la resultante de un paralelogramo de fuerzas. ¿De dónde vienen, en-
tonces, estas diferencias en la manera en que mis tendencias pueden funcio-
nar? ¿Por qué a veces se componen ellas mismas sin que yo me dé cuenta
siquiera, mientras que otras veces se combaten desgarrándome? Aquí es
donde interviene la parcialidad. Hay lucha en mí cuando soy parcial con res-
pecto a una tendencia o con respecto a la tendencia opuesta. La preferencia
afectiva que siento por el juego de tal tendencia condiciona, en mi mente
que funciona pasivamente, una parcialidad intelectual, un juicio de valor. Esto
nos conduce a “creer” que esta tendencia “es”, luego debe existir y que la
tendencia contraria “no es” y por lo tanto no debe existir. Así se produce la
identificación con la tendencia preferida (transferencia de mi “ser” a la tenden-
cia que yo veo “ser”).
En esto como en otras cosas el error no está en la identificación con
tal tendencia sino en el carácter exclusivo de esta identificación, es decir, en
la desaprobación de la tendencia opuesta. Observamos que esta insuficiencia
de identificación en mi microcosmos está en relación con mi insuficiencia
de identificación en el macrocosmos. En el momento en estoy identificado
con el Yo y excluyo el No-Yo, no puedo estar identificado con todo Yo; mi
microcosmos se divide a la vez en Yo y No-Yo, por ejemplo, en tendencias
que considero mías y tendencias que considero extrañas. Se puede fraccionar
indefinidamente la piedra imantada, pero cada fragmento tiene siempre dos
polos. Todo dualismo engendra una infinidad de dualismos. Esta identifica-
ción con una tendencia, con desaprobación de la tendencia opuesta, se tra-
duce por el hecho de que el sujeto tiene la impresión de luchar él mismo
contra la tendencia desaprobada. La composición subconsciente de las fuerzas
ha dejado el sitio a su oposición consciente. Ha desaparecido la complemen-
tariedad del dualismo, sólo queda el antagonismo.
Las dos fuerzas ya no pueden operar como si pertenecieran a un
todo armónico; la parcialidad las hace funcionar como si pertenecieran a dos
“tollo” diferentes. “Tan pronto como tenéis el Bien y el mal sobreviene la confusión y
el espíritu se pierde”.
La noción ilusoria de una “voluntad” tal como el hombre la entiende
corrientemente, “voluntad” que representa una potencia interior especial,
distinta de las tendencias y capaz de hacer reinar entre ellas una especie de
policía, resulta fatalmente de la identificación con una tendencia preferida.
Volvamos a nuestro ejemplo del hombre que ayuna para adelgazar: se iden-

207
tifica con su tendencia estética; por ello deja de tener conciencia de esta ten-
dencia; si él se aparta de su régimen, no dice: “Mi gula ha sido más fuerte
que mi deseo de ser bello”, sino que dice: “Mi gula ha sido más fuerte que
yo”. En el caso contrario diría: “Yo he triunfado sobre mi gula”. Y como la
tendencia que ha triunfado en este caso ha cesado de existir para este hom-
bre y sin embargo él reconoce que su gula ha sido vencida por una fuerza,
llamará a esta fuerza “su voluntad”. A veces se observa un caso más com-
plejo, pero que en resumen viene a ser lo mismo: un hombre, orgulloso de
ver triunfar su “voluntad” o avergonzado de verla sucumbir, concibe el de-
seo de tener más y más “voluntad”; y así nace una parcialidad con respecto
a la tendencia a contrariar el juego de no importa qué otra tendencia. La
ambición del “dominio de sí mismo” no es otra cosa. Se podrá decir que
controlar el juego de sus tendencias no es necesariamente contrariarlos; pero
hay que reconocer que todo control, aun cuando autorice el juego, termina-
ría en una oposición eventual; si alguien controla mis actos lo considero y
muy justamente, como una negación de mi libertad. El hombre que ayuna
para probarse que es capaz de hacerlo, dice que se ha impuesto el ayuno
“desinteresadamente”, y que no se trata de una tendencia que ha luchado
contra su gula; él no reconoce en sí esta tendencia a conducir su mundo
interior con excesivo rigor, tendencia a tiranizar por la que resulta él mismo
tiranizado. Ha querido dejar de ser esclavo de sus deseos, pero ha concen-
trado su esclavitud en el deseo único de ser libre de todos sus restantes de-
seos. En conjunto, la condición interior sigue siendo la misma; ni ha mejo-
rado, ni ha empeorado desde el punto de vista del satori eventual. Los “es-
fuerzos sobre sí” pueden conducir a la “santidad”, es decir, a la unificación
armoniosa de una parte positiva del ser, única autorizada a funcionar, pero
no a la unificación de la totalidad del ser o satori. Desde el punto de vista de
la realización intemporal, esta “voluntad” no puede servir para nada.
Obsérvese que en estos esfuerzos “voluntarios” sobre sí, el sujeto
no tiene en cuenta sus condiciones interiores actuales; realiza un esfuerzo
cada vez que se le ocurre. Cuando no lo hace es simplemente porque ha
olvidado su “tarea”. Si a veces piensa en el esfuerzo que debe realizar y, sin
embargo, no lo realiza, no es porque tenga en cuenta sus condiciones inte-
riores; el hecho de considerar que el esfuerzo concebido es sistemáticamente
bueno, es ya, en sí mismo, un impulso del esfuerzo; si a veces el impulso
aborta, es porque la tendencia opuesta desde el principio ha sido la más
fuerte.

208
Cuando he visto claramente la ineficacia de los “esfuerzos sobre sí”
me siento tentado a dar la razón al hombre que “se deja vivir”, que no hace
esfuerzo alguno sobre sí mismo, sino que únicamente realiza esfuerzos sobre
el mundo exterior para obtener de él lo que le conviene. Pero advierto, en
primer lugar, que mi reacción se basa en un razonamiento erróneo; si los
esfuerzos sobre sí empeoraran la condición humana desde el punto de vista
del eventual satori, el hombre que cesara de realizar estos esfuerzos se acer-
caría al eventual satori. Pero, como ya hemos visto, estos esfuerzos por sí
mismos no podrían constituir un obstáculo. El hecho de no realizarlos más
no puede, por tanto, retirar un obstáculo que no existía.
La principal refutación de la actitud quietista es mucho más impor-
tante. En realidad, el hombre que no realiza esfuerzos sobre sí mismo parece
dejarse vivir, pero no lo hace así. Si su mente no perturba conscientemente
el juego de sus tendencias, lo perturba subconscientemente. Si no hay opo-
sición consciente de las tendencias, si hay una aparente “composición” de
las tendencias, esta aparente composición encubre, en gran parte, una opo-
sición subconsciente. Este hombre no tiene “ideal” teórico, consciente, pero
tiene uno práctico, subconsciente. Por el hecho de que sus tendencias le han
valido afirmaciones o negaciones, en él se han pronunciado juicios prácticos
acerca de esas tendencias, aprobándolas o condenándolas. El hombre ve ne-
cesariamente una determinada relación de casualidad entre sus tendencias y
sus resultados prácticos; su adhesión a los resultados produce necesaria-
mente una parcialidad en pro o en contra de sus tendencias, es decir, una
tendencia secundaria a controlar sus tendencias primarias. El hombre que
parece luchar solamente para controlar el mundo exterior, oculta también
una lucha interior bajo la tiranía de su “ideal” práctico.
Lo que pasa en este hombre es más complejo que lo que pasa en el
hombre partidario de la “voluntad”. En el partidario de-la “voluntad” el
control interior es visible continuamente, porque el examen consciente de
las tendencias organiza tanto su autorización como su represión. En reali-
dad, en este hombre nunca una tendencia es autorizada simplemente; si no se
reprime es activada por medio de la tendencia secundaria controladora. En el
hombre que conscientemente no lucha más que contra el mundo exterior,
el control interior sólo es perceptible en su aspecto represivo; cuando la ten-
dencia controladora no reprime una tendencia primaria, tampoco la activa,
sino que la deja funcionar; es decir, ella misma desaparece. Los mecanismos
de este hombre están dotados, por momentos, de cierta “espontaneidad”.

209
En resumen, el hombre que no realiza ningún trabajo interior cons-
ciente no “suelta presa” por ello. La imparcialidad no reina en su mundo
interior. Inclusive, esta relativa espontaneidad que acabamos de ver no es
una espontaneidad real. Cuando actúo impulsivamente, mi actitud subcons-
ciente ante el mundo de mis tendencias, de mis “yo” no es un “si” dicho a
la totalidad de ese mundo, es un “si” dicho a la única tendencia en juego,
pero un “sí” preferente que va acompañado de un “no” dicho a todo el resto
de mis “yo”; es decir, es un “no” dicho a mí máquina en-cuanto-totalidad.
¿Qué podemos pensar, por lo tanto, de un método que consistiera en super-
visar todas mis tendencias, pero aprobando conscientemente la tendencia
presente? Es la actitud a que llega lógicamente el hombre que, después de
haberse encariñado anteriormente con un “ideal” consciente, o con varios,
ha realizado el trabajo de comprensión que desvaloriza todo “ideal”. Este
hombre comprende que, desde el único punto de vista real, el de la realiza-
ción intemporal, todos los mecanismos interiores valen; él se siente desli-
gado del carácter estético o antiestético de sus tendencias. Esta relativa im-
parcialidad le confiere una relativa libertad. El hecho de que la parcialidad se
retire ante las tendencias no impide que ellas existan, pero les quita todo valor
constrictivo. Ensueño y realidad se separan cada vez más; yo siento según
mi ensueño, pero me comporto según mi razón.
Así, pues, este método que consiste en aprobar conscientemente
toda tendencia presente me confiere una libertad exterior relativa. Pero no
es el “soltar presa” del Zen. Autorizar conscientemente no es “soltar presa”,
no es más que un simulacro. El “soltar presa” como ya hemos visto, se rea-
liza cuando autorizo la totalidad de mis tendencias antes de la aparición cons-
ciente de alguna de ellas; y entonces ninguna se presenta. Cuando, por el
contrario, autorizo mi tendencia presente, yo sólo suelto “presa” con res-
pecto a esta tendencia; la “presa” se mantiene en todas las demás. La obser-
vación imparcialmente aprobatoria de mis fenómenos interiores no puede
tener por sí misma ninguna eficacia para el eventual satori.
Volvamos ahora al “soltar presa” tal como lo hemos comprendido.
Para nosotros ya no se trata de definir el gesto del trabajo interior correcto,
sino de saber cuándo debe hacerse este gesto. Así es, por lo menos, como en pri-
mer lugar se nos presenta la cuestión a nosotros, en una forma que conven-
dría si solamente se tratase de un gesto ordinario, de un gesto de contracción.
Si me he decidido a practicar la cultura física, puedo preguntarme ¿“cuándo
la haré”?, porque aunque un momento determinado del día sea más propicio

210
para el buen resultado de estos ejercicios, yo puedo, sin embargo, imponer-
los a mis músculos en cualquier momento. Pero no ocurre lo mismo con el
gesto interior que descontrae todas las tendencias y las autoriza a todas en
un instante de imparcialidad. Este gesto puede intentarse en cualquier mo-
mento, pero no puede efectuarse en cualquier momento. Mi consciencia puede
pedirle ese gesto a mi máquina, pero no puede imponérselo. La realización
del gesto supone que se han unido dos factores: supone que mi pensamiento
propone el gesto y que mi máquina lo acepta. Si al encontrar en mí una resis-
tencia al gesto de descontracción, intento vencer esta resistencia, me
prohíbo, con ello, el conseguirlo, porque entonces engarzo una contracción
en una contractura.
Examinemos los dos factores que acabamos de señalar. Es necesario
que mi pensamiento proponga el gesto. Esto supone la vigilancia de la mente
operando en modo activo; y esta vigilancia supone una clara comprensión
del trabajo interior y de su interés. En esta vigilante invitación de parte de la
menté activa reside la verdadera voluntad, voluntad que, como Spinoza dijo:
no es más que el entendimiento. Luego es necesario que mi máquina acepte la
invitación de la mente y se abra a ella de buen grado. Esta buena disposición
de mi máquina se realiza cuando mi máquina siente que mi pensamiento le
pide su colaboración con perseverancia, pero sin la más mínima imposición,
es decir, cuando mi máquina se siente considerada por mi pensamiento.
Añora podemos comprender qué es la disciplina interior correcta.
Hace un momento nos hemos preguntado: “Puesto que en toda disciplina
interior algo dirige mi máquina, ¿qué debe ser ese algo? ¿Podemos decir que es
la mente activa? Sí, en cierto sentido, pero no en otro, puesto que el juego
director efectivo de esta mente depende de un acuerdo entre ella y la má-
quina, acuerdo con respecto al cual la mente no tiene ningún poder inme-
diato. La dirección con la que se beneficia mi máquina, en el curso de “soltar
presa” pasa por la mente activa, pero en realidad procede del Principio Con-
ciliador que pone de acuerdo mis dos partes. La disciplina interior correcta no
puede ser asumida más que por el Principio mismo y no implica ninguna clase de imposi-
ción, ninguna lucha interior. El único esfuerzo que podemos hacer consiste en
olvidar lo menos posible que nuestro verdadero bien está condicionado por
el “soltar presa”, por la atención sin objetivo, por la “presencia mental en
nada” y en no imponer jamás a nuestra máquina —sino solamente propo-
nerle— esta descontracción, esta apertura común al Principio.
La máquina acepta de vez en cuando la descontracción propuesta de

211
este modo, cuando se fatiga de rehusar la invitación, pero, ya lo hemos di-
cho, en un relámpago sin duración. Todo ocurre como si yo temiese el esta-
llido de mi Ego. Si yo deseo tranquilizar a un niño aterrorizado, le tiendo los
brazos sin aproximarme demasiado, invitándolo sin obligarlo; es posible que
algún día sea él quien se eche en mis brazos; pero, durante mucho tiempo,
sólo veré en sus ojos destellos fugitivos de laxitud durante los cuales durante
un instante acepta considerar la posibilidad de dirigirse hacia mí; pero luego
vuelve a sentir su miedo. Del mismo modo, mis gestos de descontracción,
mis “soltar presa” no son en realidad más que visiones infinitamente breves
del “soltar presa” real que sería el satori. Todos los gestos a la que llega mi
disciplina interior, aun cuando ésta haya sido comprendida correctamente,
son fracasos; son fracasos muy particulares, experimentados por la totalidad
de mi ser, que condicionan, por su acumulación, el fracaso final de mi con-
dición actual, dejando atrás, en el satori, todo el dualismo éxito-fracaso.
Se ve de qué manera este concepto de la disciplina conciba las no-
ciones de “adiestramiento” y de “no-adiestramiento”. Hay “no-adiestra-
miento” en el sentido de que ninguna parte de mí obliga a otra. Hay, sin
embargo, “adiestramiento” en el sentido de que mi comprensión obtiene de
mi máquina una descontracción que esta máquina no hubiese efectuado
nunca por sí misma. El adiestrador hace que el adiestrado haga lo que es
bueno para los dos, en los instantes en que el adiestrado se presta voluntario
a ello; y esto es posible porque adiestrador y adiestrado no son más que uno
en la conciliación de la Realidad Absoluta.
El satori puede entenderse como un “soltar presa” que dura. En ese
instante se establece una doble descontracción definitiva: la máquina se abre
a la mente activa que se une a ella; y la pareja así formada se abre al Principio
que se une a ella, en una Unidad trina. Sólo entonces el hombre comprende
con evidencia que nunca ha existido separación entre una máquina, una
mente y un Principio.

212
IX Las compensaciones

El hombre no “realizado”, animado por el deseo de ser absoluta-


mente en cuanto distinto, no puede aceptar su existencia tal como es. Esta
imposibilidad no se debe, como pudiera creerse en principio, al hecho que
la existencia individual se desarrolle bajo una amenaza constante de destruc-
ción parcial o total, porque la necesidad esencial del hombre es la necesidad
de “ser” absolutamente y no de “existir” perpetuamente: es una necesidad de
eternidad infinita y no de duración indefinida. Aun cuando la muerte y la
enfermedad fuesen evitadas definitivamente, el hombre no se sentiría por
ello menos obligado, por su necesidad de ser absolutamente, a rechazar su
existencia tal como la experimenta. Lo que el hombre no puede aceptar de
su existencia no es que el mundo exterior amenace esta existencia, sino que
todo lo que percibe no esté condicionado por su existencia individual, mien-
tras que ésta debería mantenerse incondicionada. El hombre, en razón de
que es virtualmente capaz de vivir su identidad con el Principio Absoluto,
no puede aceptar que esa identidad esté dormida; no puede admitir que él
no sea la Causa Primera del Universo; ahora bien, él no puede ver su unidad
esencial real con la Causa Primera del Universo mientras viva en la creencia
de no ser más que su organismo psicosomático, mientras se identifique úni-
camente con este organismo.
Sin embargo, el hombre acepta, de hecho, su existencia, puesto que
se esfuerza en mantenerla. El la acepta de hecho porque, si bien sabe que su
organismo no es el centro motor del Universo, su imaginación lo preserva
de sentirlo recreando en su mente un universo centrado en sí mismo El film
imaginario oculta la visión intolerable, libera al hombre de esta visión. Pero
sólo lo libera mientras está funcionando, el peligro continúa ahí y debe con-
jurarse incesantemente mediante una actividad imaginativa continua. La
imaginación atenúa la angustia sin poder destruirla. Nuestra imaginación, esta
función que crea en nosotros un film imaginativo no calcado sobre lo real presente, es, pues,
nuestra función compensadora; es la función que fabrica nuestras compensaciones. Nues-
tras compensaciones son sistemas de imágenes que nosotros extraemos de
nuestras percepciones sensoriales y mentales —es decir, del material de imá-
genes almacenadas por nuestra memoria— y que nosotros organizamos a
nuestro modo, de acuerdo con la estructura de nuestro organismo psicoso-
mático individual. Ellas constituyen nuestro mundo interior personal. No

213
podrían, evidentemente, considerarse una creación pura; son más bien “re-
creación”, con elementos no personales, de una representación personal del
mundo, según un orden personal que es como una particular sección prac-
ticada en el volumen del Universo (porque este orden personal no resulta
tampoco una creación personal; es un aspecto particular, elegido según nues-
tra estructura personal, entre la indefinidad de aspectos del orden cósmico).
Se puede comparar el universo recreado personalmente que son
nuestras compensaciones con un dibujo imaginado por un artista. Ningún
dibujante podría crear una forma cuyo prototipo no existiera ya en el Uni-
verso y que él mismo no haya percibido por intermedio de una imagen per-
sonal calcada sobre el exterior real. La “creación” del dibujante consiste so-
lamente en elegir tal forma en el mundo exterior ignorando todas las demás,
y, a veces en reunir a su manera formas que nunca ha visto reunidas de tal
manera en la realidad. De modo que lo que hay de personal en la “re-crea-
ción” de nuestro universo imaginario no reside en las formas elementales
utilizadas, sino por una parte en el hecho de utilizar una forma en lugar de
otra y por otra parte en el hecho de reunir formas en universales de acuerdo
con un estilo personal. La elaboración de una compensación es un artificio
imaginario.
Nuestras compensaciones corresponden a lo que se llama corriente-
mente nuestra “escala de valores”. Cada hombre ve ciertas cosas particular-
mente reales, particularmente importantes, y estas cosas son las que dan un
sentido a su vida. Si yo deseo conocer mis compensaciones me basta con pre-
guntarme: “¿Qué es lo que da sentido a mi vida?”
Antes de seguir adelante volvamos todavía a preguntar: “¿'Qué es lo
que compensan nuestras compensaciones?”. No compensan, como se cree
a menudo, los aspectos negadores particulares de la existencia; si fuera así
nuestras compensaciones serían siempre imágenes afirmantes, positivas; y
nosotros veremos que ellas pueden ser también negativas. El carácter esen-
cial de una compensación no es el serme agradable, sino que me represente
el universo con una perspectiva tal que yo sea su centro; sólo esto cuenta, y
no el hecho de que este universo centrado en mí sea afirmante o negador.
Nuestras compensaciones compensan nuestra creencia ilusoria de hallamos
separados de la Realidad, es decir, la no-apariencia subjetiva de nuestra iden-
tidad esencial con el Principio Absoluto. Dicho de otro modo, el universo
personal imaginario recreado que son nuestras compensaciones, compensa
el dormir de nuestra visión del Universo tal como es en su realidad total. Por

214
el hecho de que nosotros no vemos todavía las cosas tal como son, nos
vemos forzados a verlas según el modo imaginario, es decir, parcial, en que
las vemos.
Nuestra visión compensadora del mundo no es falsa, por lo tanto;
sólo es parcial. Lo que es falso es nuestra creencia de que esta visión es to-
talmente adecuada a lo que se ve. La importancia que nosotros vemos en
determinados aspectos del mundo no es falsa ni ilusoria; lo que es ilusorio
reside en el carácter exclusivo de esta visión, es decir, en el hecho de que
niega la misma importancia al resto del mundo. La visión de las cosas tal
como son, concedería una importancia idéntica a todos los aspectos del Uni-
verso. Todo sería importante y nada lo sería, por consiguiente, en el sentido
de preferencia que actualmente damos a la palabra “importante”. La ilusión
reside solamente en la parcialidad de nuestra visión imaginaria pero no es la
visión misma. Establezcamos, pues, con claridad, desde el comienzo de este
estudio, que nuestras compensaciones no son deplorables como constitu-
yentes de obstáculos para el satori, es decir, a la visión de las cosas tal como
son. Nuestras compensaciones no son ilusorias en sí mismas y no se oponen
al satori; el ídolo no puede ser un obstáculo para la Realidad; la realidad que
nosotros vemos en el ídolo no se opone a nuestra reunión con la Realidad;
lo que constituye un obstáculo es solamente la ignorancia por la cual nega-
mos a lo que no es el ídolo la misma realidad que vemos en éste. El único
obstáculo es la ignorancia y la ignorancia es la parcialidad. Nuestra visión compen-
sadora del mundo no es, por lo tanto, una cosa mala que hay que destruir;
es una cosa incompleta que hay que dilatar, que hay que realizar, disipando
la ignorancia restrictiva, exclusiva, parcial. La “parcialidad” no es mala, sino
solamente la “parcialidad”, es decir, la creencia ignorante en el carácter total
de lo que no es más que parcial.
Esto debía quedar bien sentado antes de entrar en el estudio deta-
llado de las compensaciones. Cuando se habla de la esclavitud en que nos
coloca una compensación se trata en realidad de la servidumbre en que nos
coloca la parcialidad ignorante por la cual negamos explícitamente aquello
que no estamos afirmando. Una compensación no esclaviza nunca por sí
misma; lo que nos esclaviza es la parcialidad con que la consideramos. No
existe vasallaje en ver la Realidad en la evocación de Jesús o de Buda, sino
en verla solamente ahí, negándola al resto de la creación.
Nuestras compensaciones son necesarias para nuestra realización to-

215
tal, puesto que sin ellas no podríamos aceptar la existencia y nos destruiría-
mos en seguida; las compensaciones se encuentran en el sendero de nuestra
justa evolución hacia el satori. Pero la obtención del satori supone que noso-
tros hemos de sobrepasar un día nuestras compensaciones; el hecho de so-
brepasarlas no debe comprenderse como una pérdida de la sustancia vivifi-
cante contenida en nuestras compensaciones, sino como un estallido del
contorno formal exclusivo que limitaba esta sustancia; la realidad vista en el
ídolo no se destruye, pero se difunde fuera del ídolo cuyos contornos res-
trictivos estallan.
La compensación es al mismo tiempo favorable y desfavorable para
la evolución hacia el satori. Es favorable por sus aspectos afectivos que son
para mí un alimento y me salvan del suicidio. Es desfavorable en cuanto
supone una creencia intelectual en la Realidad (o valor absoluto) de la imagen
compensadora. Por ejemplo: una de mis compensaciones es la de tener un
hijo sano; el goce que yo encuentro en esta situación (imagen del Yo que
posee este hijo sano) es favorable para mi evolución hacia el satori, puesto
que forma parte de lo que me ayuda a aceptar la existencia; lo que es desfa-
vorable para mi justa evolución es la creencia que esta situación es absoluta-
mente buena, mientras que la muerte del niño sería absolutamente mala; o sea,
la creencia por la cual mi adhesión a la situación compensadora excluye mi
adhesión a la eventualidad de la situación contraria. En efecto, esta exclusión
limita lo que percibo de realidad cósmica y me impide hasta percibir correc-
tamente lo que percibo, cortándola de sus conexiones con todo el resto; no
puedo percibir ninguna cosa tal como es en realidad mientras esté cortada
una sola de sus conexiones con el resto del Universo; y todas las conexiones
de una cosa están concentradas en su relación con la cosa contraria, antago-
nista y complementaria.
Hui-neng rechaza la deplorable, “creencia” que reside en nuestras
compensaciones cuando proclama: “Desde el comienzo ninguna cosa es”. Al ha-
blar así el no condena mi alegría compensadora; esta alegría es un fenómeno
moviente que “existe” solamente y no pretende “ser”; rechaza mi creencia en la
Realidad de una imagen fija y que pretende “ser” por exclusión de la imagen contraria.
Hui-neng no condena el punto de partida afectivo de la idolatría, pero rechaza la creencia
intelectual idólatra. Esta creencia, al aislar una imagen por exclusión de la ima-
gen opuesta que la complementa en el equilibrio cósmico del Yin y del Yang,
trata ilusoriamente de conferir a la imagen aislada la Unidad inmutable del
Principio Absoluto; la imagen así aislada artificialmente se convierte en

216
“ídolo” compensador y no es la imagen misma sino esta manera de verla
como “ídolo” lo que señala Hui-neng cuando nos recuerda que “ninguna
cosa es”.
La aseveración de Hui-neng no nos aconseja de ningún modo que
dejemos de vivir nuestras compensaciones, de conceder valor a las cosas
particulares, únicamente nos invita a trascender estas compensaciones ha-
ciendo estallar por medio de la comprensión, el exclusivismo esclavizante de
nuestras “opiniones” idólatras. Este estallido se refiere sólo a las formas in-
telectuales limitadoras, pero en absoluto a la sustancia afectiva viviente con
tenida en tales formas. Gracias a la comprensión me será posible continuar
concediendo valor a una cosa en particular sin persistir en promulgar implí-
citamente el contra-valor de la cosa contraria; mi comprensión me demues-
tra en efecto, que, desde el punto de vista real único de mi realización in-
temporal, no hay “valor” y “anti-valor”, ya que todas las cosas pueden ser
utilizadas para esta realización.
La frase de Hui-neng no es, por lo tanto, una maldición a todas las cosas parti-
culares sino muy por el contrario una bendición indiferenciada, imparcial, a todas las cosas
particulares. El mismo pensamiento se encuentra en numerosos pasajes de un
notable texto Zen conocido con el título de Inscrito en el espíritu creyente.
La Vía Perfecta no conoce ninguna dificultad,
sino que se opone a toda preferencia.
………………………………………………………………
Si deseáis ver manifestada la Vía Perfecta
no concibáis pensamientos ni a favor ni en contra de ella.
Oponer lo que amáis a lo que no amáis;
he ahí la enfermedad del espíritu.
………………………………………………………………
No intentéis buscar la verdad,
cesad simplemente de aferraros a las opiniones.
No os entretengáis en el dualismo.
………………………………………………………………
Tan pronto como tenéis el bien y el mal,
sobreviene la confusión y el espíritu se pierde.
………………………………………………………………

217
Mientras el espíritu uno no sea turbado
Las diez mil cosas no pueden ofenderlo.
………………………………………………………………
Cuando no se hace discriminación entre esto y aquello
¿Cómo podría surgir una visión parcial y preconcebida?
………………………………………………………………
Soltad presa; dejad las cosas como quiera que estén.
………………………………………………………………
Si deseáis recorrer el camino del Gran Vehículo,
no tengáis prejuicio contra los seis objetivos de los sentidos.
………………………………………………………………
Mientras que en el mismo Dharma no existe ninguna individualiza-
ción
El ignorante se aferra a los objetivos particulares.
………………………………………………………………
Los que están iluminados no tienen ni preferencias ni enemistades.
………………………………………………………………
Ganancia y pérdida, justicia e injusticia.
¡Que desaparezcan de una vez para siempre!
………………………………………………………………
La finalidad definitiva de las cosas
no está limitada por las reglas y las medidas.
………………………………………………………………
Todo está vacío, lúcido y lleva en sí un principio de iluminación.
No hay tarea, no hay esfuerzo, no hay desperdicio de energía.
He aquí donde la imaginación no logra evolucionar.
………………………………………………………………
No siendo dos todo es el mismo
y todo lo que existe se encuentra comprendido en él.
………………………………………………………………

218
Poco importa como están condicionadas las cosas,
que sea por “ser” o “no ser”.
………………………………………………………………
Lo que existe es lo mismo que lo que no existe.
Lo que no existe es lo mismo que lo que existe.
………………………………………………………………
Si esto sólo se realizase.
¡No os atormentéis más con respecto a vuestra imperfección!
Todas las compensaciones son idolatrías, tentativas para ver encar-
narse la Realidad en una imagen particular inmovilizada ilusoriamente fuera
del remolino cósmico. El trascender la compensación no es destrucción de
la imagen, sino de su inmovilización artificial; la imagen, desvalorizada en
cuanto ídolo, se vuelve a situar en medio de la multitud de las otras imágenes
en el torrente en movimiento incesante de la vida cósmica tal como ésta es
en realidad.
El sobrepasar las compensaciones, la desvalorización de los ídolos,
es un proceso que se efectúa en mi intuición intelectual. Este proceso su-
pone ante todo la obtención de una comprensión teórica exacta que desen-
mascara abstractamente la ilusoria creencia idólatra. Por otra parte, presu-
pone que yo ya he experimentado, en el sufrimiento, el carácter insatisfacto-
rio de la compensación. Esta insatisfacción dolorosa es inevitable; en efecto,
la compensación, como hemos dicho, sólo atenúa mi angustia en el mo-
mento en que entra en juego; pero espero de ella, en el fondo de mi yo, que
remedie definitiva mente mi angustia; por ello, me veo inducido necesaria-
mente, más o menos rápidamente, a comprobar el carácter decepcionador
de mi compensación, con respecto a lo que yo esperaba de ella. Entonces,
en el sufrimiento de la decepción, habrá de “manifestarse mi comprensión
con una interpretación correcta de mi sufrimiento. Comprensión abstracta
y sufrimiento concreto son los dos necesarios; ni el uno ni la otra son sufi-
cientes separadamente. Más tarde volveremos sobre esta cuestión de tras-
cender las compensaciones; es imposible, en efecto, tratarla sin conocer pre-
viamente cómo están constituidas las diversas compensaciones.
Toda compensación está constituida esencialmente por una imagen
que implica mi Ego, por una “imagen-centro” alrededor de la cual se orga-
niza, en una constelación, una multitud de imágenes satélites. La imagen-

219
centro es bipolar, como todo lo que pertenece al dominio formal. Esto ex-
plica que haya compensaciones positivas y compensaciones negativas. El
hombre tiene una preferencia innata por la positividad —bello, bueno, ver-
dadero— siempre intenta edificar ante todo una compensación positiva;
peto el fracaso puede provocar la inversión de esta compensación positiva
en compensación negativa antagonista: por ejemplo, termino por odiar al ser
con quien he tratado de establecer una relación amorosa; y este odio puede
dar un sentido a mi vida como lo había hecho el amor. Una vez señalado
este proceso de la “inversión” posible de nuestras compensaciones, nos li-
mitaremos a describir las principales compensaciones positivas obtenidas de
la observación de los seres humanos y de nuestro propio mundo interior.
La imagen-centro puede representarme recibiendo servicio del
mundo exterior: es la compensación de “ser amado”. Puede representarme
apoderándome activamente de mis alimentos en el mundo exterior: es la
compensación de “gozar” (afirmación del yo comiendo el mundo exterior;
amor a la riqueza, siendo ésta un poder de comer el mundo exterior).
La imagen-centro puede representarme sirviendo al mundo exterior,
alimentándolo; de esta imagen se derivan muy numerosas compensaciones:
“amar”, “proporcionar placer”, “dar la vida”, “ayudar”, “servir” (a la Patria,
una cartera política, una causa considerada como justa en general, a la hu-
manidad, a los oprimidos, los débiles, etc.”). Aquí puede incluirse igualmente
el goce de cumplir con su deber, de hacer bien todo lo que se hace, el goce
de ser fiel a una moral, de estar a la altura de este o de aquel “ideal”.
En otras compensaciones la imagen-centro no implica acción ligando
el Yo al mundo exterior, sino una simple percepción. La imagen compensadora
es la imagen del Yo percibiendo el mundo exterior (gozo de participar así en
la belleza, en el arte, en la verdad intelectual, en el conocimiento en general).
O bien la imagen del Yo percibido por el mundo exterior: gozo de acaparar
la atención, de ser admirado, de ser temido.
La imagen-centro puede ser la imagen de Yo “creador” de una obra
cualquiera en el mundo exterior, de una modificación que yo impongo al
mundo que me rodea y que veo, como una entidad distinta: “creación” de
una obra de arte, dé una obra científica o intelectual, de un movimiento po-
lítico, de una organización social, de una orden religiosa, etc.
Puede ser la imagen de “Yo” “creando” alguna cosa en mí mismo:

220
“desarrollarme”, “realizarme”, “descubrir quién soy”, “desarrollar mis do-
tes”, “demostrar de lo que soy capaz”, “cultivarme”, “hacer esfuerzos o ex-
perimentos que me enriquezcan”, etc. Esta categoría de compensaciones es
muy amplia e importante; comprende todas las “ambiciones” sean de orden
material, de orden sutil o del orden denominado “espiritual” (alcanzar esta-
dos de conciencia “superiores”, “poderes espirituales”, culto más o menos
disfrazado del “superhombre”. Más adelante volveremos muy especialmente
sobre esta cuestión de la “espiritualidad”).
Hay por fin, una compensación muy notable en la que se encuentran
fusionados los elementos constitutivos de todas las compensaciones ya enu-
meradas y que por consiguiente resultan anulados en cuanto distintos (así
como todos Los colores se reúnen y se anulan en el blanco): es la adoración.
En la adoración yo tengo trato con mi propio Ego proyectado sobre una
forma exterior más o menos grosera o sutil. Los dualismos “Yo- mundo
exterior”, “actuar-ser actuado”, “alimentar-ser alimentado”, “percibir-ser
percibido”, “crear-ser creado”, desaparecen a causa de la identidad entre el
sujeto y el objeto. Este intercambio queda reducido a la mayor simplicidad;
el goce no me viene ya de actuar, ni de verme percibiendo sino simplemente de
percibir en una contemplación unitiva. Es una simple mirada en la que creo ver mi
Principio en la imagen sobre la cual yo estoy proyectado en una identifica-
ción exclusiva.
Estas diversas compensaciones pueden, evidentemente, combinarse
entre ellas. Particularmente la adoración se combina muy a menudo con
“amar y ser amado”, en el sentido de “afirmar y ser afirmado”, “servir y ser
servido”.
Toda compensación o constelación imaginativa constituye en el ser
un elemento de fijeza; pero es una fijeza dinámica como un gesto estereoti-
pado al que me he acostumbrado y que representa una fijeza en mi movi-
miento. La compensación “fijada” tiende hacia un determinado conjunto de
fenómenos movientes vivientes. Cada compensación es una determinada
forma estereotipada de vivir. Debo, pues, distinguir entre esta compensación
—que tiende a hacerme vivir de una manera determinada y el hecho de que
yo viva o no de esta manera. Porque puede ocurrir que yo tenga en mí una
compensación y que sin embargo no la viva, que yo no viva la actividad que
ella pretende. Esto se ve claramente en los neuróticos; y el neurótico puede
ser definido como un ser mal compensa lo, incapaz de vivir sus compensa-
ciones. Supongamos un ser en el que existe la compensación “amar-ser

221
amado”, “participación en la vida colectiva en un intercambio de servicios”:
este ser encuentra la maldad en el mundo exterior, una desgracia lo hiere
injustamente; si su compensación se invirtiese enteramente podría vivirla a
la inversa; su vida encontraría sentido en el odio y la venganza y estaría com-
pensado de esta manera. Peto a veces la inversión sólo se produce en parte,
en su aspecto práctico y no en su aspecto teórico; el sujeto rehúsa su parti-
cipación en el mundo exterior en cada eventualidad particular, pero continúa
queriendo partición “en general”; él quisiera golpear a otro, herirlo en el acto
práctico particular, pero él no puede actuar así porque persiste en querer
amar, servir, en general. Se dice con frecuencia que tales seres no han en-
contrado sus compensaciones; esto no es exacto, porque cada ser encuentra
siempre sus compensaciones; estos seres han encontrado sus compensacio-
nes, pero no pueden vivirlas. El neurótico tiene compensaciones divididas,
divorciadas, imposible de ser vividas. Está paralizado entre el odio y el amor
de un mismo objeto. La imposibilidad de invertir la energía vital produce
entonces una perturbación del metabolismo energético interior. La agresivi-
dad del ser opera en contra de él: hay angustia. Esta angustia sentida al mar-
gen de compensaciones que el sujeto no consigue vivir es de la misma natu-
raleza que la angustia sentida en las compensaciones vividas cuando éstas se
agotan sin haber sido comprendidas. En ambos casos hay “descompensa-
ción”, pero la solución feliz para las dos clases de crisis es diferente: es de
desear que el hombre que vive sus compensaciones salga de esta etapa; para
el hombre que no puede vivir sus compensaciones es de desear que entre en
esta etapa.
Cuando el hombre logra vivir su vida compensadora, el funciona-
miento de su máquina psicosomática está armonizado, tranquilizado. Este
hombre que cree que ha encontrado la Realidad en una cosa u otra —sea
dinero honores, poder, o una tarea honorífica cualquiera— posee un polo
de orientación que permite a su vida organizarse con eficiencia. La aparente
concentración de la Realidad en una imagen confiere al hombre una aparente
unidad interior por simplificación de su dinamismo. Esta simplificación, que
supone adormecer una parte del mundo de las tendencias, evidentemente
no debe confundirse con la simplicidad del hombre del satori en quien todo,
sin distinción, está unido en una síntesis total, Pero se le parece como la
proyección plana de un volumen puede parecerse a ese mismo volumen. Si
una compensación del tipo “adoración” se lleva a un elevado grado de suti-
lidad, la simplificación interior que ello supone puede actualizar en la má-

222
quina psicosomática extraños poderes que parezcan “sobrenaturales” (lec-
tura de pensamiento, videncia, influencias psíquicas en otros, acciones in-
conscientes adaptadas con exactitud, poder de curar, etcétera).
El hombre bien compensado es, en el sentido exacto de la expresión,
un idolatra en la medida en que “cree” que los efectos armonizantes de su
compensación provienen de la imagen compensadora misma, en la medida
en que identifica esta imagen con la Realidad. Esta creencia, que objetiva el
valor subjetivo de una imagen, indudablemente impulsa al idólatra a pensar
que todos los hombres deberían ver como él. Si el idólatra es de tipo positivo,
esto termina en “proselitismo”, en “apostolado” en “misión”; si se trata de
un tipo negativo, ello induce a la intolerancia, a la persecución de los “incré-
dulos”. La creencia en la Realidad de una forma provoca, asimismo, la ne-
cesidad de manifestaciones “formales”; el “rito”, que no es realidad más que
un medio facultativo de expresión, se convierte, en el idólatra, en una nece-
sidad apremiante.
Las compensaciones forman parte integrante del período de desa-
rrollo humano comprendido entre el nacimiento y el satori. Hasta el satori, el
hombre está en equilibrio inestable, y este equilibrio está condicionado por
las compensaciones. Por lo tanto, no es posible trascender totalmente las
compensaciones antes del satori; el satori sólo constituye esta total trascen-
dencia. Pero, antes de la “transformación” (pasar más allá de la forma) que
representa un acontecimiento interior único e instantáneo, se producen en
el ser humano modificaciones, cambios de forma; estos cambios traducen la
elaboración progresiva, de las condiciones interiores necesarias para el satori;
y en tal sentido hablaremos del hecho de trascender las compensaciones
como de un proceso progresivo. Una ilustración permitirá comprender este
punto: se dice que el zorro, cuando desea librarse de sus pulgas, sujeta una
rama entre los dientes y entra en el agua retrocediendo, las pulgas abandonan
las partes sumergidas en el agua y se refugian en las que aún emergen; poco
a poco, el zorro lleva sus pulgas a una superficie cada vez más reducida de
su cuerpo, pero esta superficie reducida se encuentra cada vez más infestada.
Al final, todas las pulgas están concentradas en el hocico y después en la
ramita, que el zorro abandona en ese momento en el agua. Hasta el instante
mismo en que el zorro abandona la totalidad de sus pulgas, no se ha librado
de una sola de ellas; sin embargo, un determinado proceso ha modificado la
distribución de los parásitos y ha preparado su desaparición completa e ins-
tantánea.

223
El trascender progresivo de las compensaciones, entendido así como
una disminución de extensión y aumento de intensidad, corresponde a una
“purificación” de la imagen compensadora que evoluciona de lo particular a
lo general. Como toda compensación es una imagen del Universo centrada
por mi Ego —es decir, una constelación en la que el Ego es el astro central
y ciertas imágenes los satélites—, el proceso purificador de que hablamos
consiste en que los satélites se hagan cada vez más sutiles, mientras que el
astro central aumenta en densidad. Pero entonces ocurre algo muy particular
que no puede ser objeto de ilustración alguna: como el Ego no tiene ninguna
realidad, ni absoluta ni relativa, la densidad acumulada en él queda sin mani-
festación alguna. El desapego progresivo es una purificación de este apego a
sí mismo que está en el centro de todos los apegos en general; pero este
apego central hacia una imagen ilusoriamente hipotética puede purificarse y
condensarse más y más sin manifestarse por nada sensible. Cuando San Juan
de la Cruz trasciende su compensación mística, cuando se aparta de la ima-
gen de “Dios” después de que esta imagen se ha despersonalizado todo lo
posible, no se siente ligado a la imagen “Ego”, de la que extraía su aparente
Realidad la imagen “Dios”; no se siente ligado a nada; no siente ya nada; es
la “Noche” en la que no existe nada con respecto a lo cual sentir o pensar.
No obstante, existe, todavía, un último apego hacia el Ego que liga todas las
potencias del ser, una última e invisible compensación. El trascender esta
compensación invisible será el desapego verdadero, total e instantáneo. A la
“Noche” sucede lo que San Juan de la Cruz llama el “estado teopático”, que
es a lo que el Zen llama satori.
El desapego o trascender las compensaciones, a menudo es mal enten-
dido: se cree que se trata de destruir la preferencia afectiva sentida hacia la
imagen compensadora; se cree que se trata de arrancar de sí el deseo. Se
olvida que el apego no reside en el deseo sino solamente en la reivindicación
de la satisfacción del deseo. El deseo no tiene que desaparecer, sólo tiene
que desaparecer la reivindicación. Y el abandono de la reivindicación no es
el resultado de una lucha interior, sino de la interpretación correcta de la
decepción inherente a la reivindicación, haya sido ésta satisfecha o no. An-
gustia, reivindicación, creencia de que la imagen reivindicada es la Realidad:
éstas son las piezas del andamiaje erróneo que mina la comprensión y que
esta conseguirá derrumbar algún día. El desapego no es un acontecimiento
interior doloroso, sino por el contrario, un alivio.

224
A veces, nuestra comprensión, demasiado débil, no nos permite du-
rante mucho tiempo trascender esta situación compensadora. Nuestro cre-
cimiento interior parece chocar contra este obstáculo. Pero, repitámoslo, lo
que nosotros amamos, aquello a lo que estamos apegados, no es un obs-
táculo en sí mismo: el obstáculo consiste solamente en la falsa identificación
de la imagen querida con la Realidad; el obstáculo está solamente en la igno-
rancia, Las posibilidades que tenemos de trascender una compensación de-
penden, pues, de la potencia de nuestra intención intelectual. Y dependen
también del grado de sutilidad de nuestra imagen compensadora. Ante todo,
cuanto más sutil sea esta imagen, menos posibilidades hay de que nos de-
cepcione; toda imagen se desvaloriza con el tiempo, pero cuanto más sutil
es la imagen, más intensa es y por lo tanto más tarda en agotarse. Además,
si es verdad que se producen la fatiga y la decepción, la interpretación co-
rrecta de esta decepción es tanto más difícil cuanto más sutil sea la imagen
compensadora; en lugar de poner en duda la Realidad de esta imagen, me
siento impulsado a juzgarme insuficiente, torpe, perezoso, o cobarde, en la
relación que tengo con ella. Con respecto a este punto de vista es útil llamar
la atención especialmente acerca una especia de compensaciones muy sutiles
que se designan ordinariamente con el nombre de “espiritualidad”. En las
compensaciones “espirituales” el hombre ama y sirve a una causa muy ele-
vada: a un “Dios” infinitamente justo y bueno del que trata de obtener un
conocimiento unitivo; estados de conciencia “superiores”, “elevados”, que
desea adquirir; una realización total concebida como algo que debe ser al-
canzado; un “ideal” que aspira al reinado del amor y la justicia entre los
hombres, etcétera. ¿Qué son exactamente estos valores “espirituales”? Ge-
neralmente se distingue entre tres clases de valores: materiales, intelectuales
y “espirituales”. Estos valores “espirituales” evidentemente forman parte de
la Manifestación, puesto que pueden definirse, amarlos y servirlos; pero, si
la Manifestación presenta un aspecto grosero o material y un aspecto sutil o
psíquico, o intelectual, no se ve bien en qué podría consistir un tercer as-
pecto llamado “espiritual”. Los adoradores de lo “espiritual” dicen que es el
Absoluto (todo idólatra dice eso de su ídolo); sería el “Espíritu” que domina
y concilia “alma” y “cuerpo”. Pero el Absoluto no puede ser concebido
como si fuera opuesto a otros valores existentes en la Manifestación, porque
esta oposición lo asimila a la Manifestación. Y el Absoluto no podría ser
designado, ni amado, ni servido, como un objeto situado ante nuestro Yo-
sujeto. Los valores “espirituales” no pueden ser el Absoluto. En las diversas

225
formas que revisten estos valores siempre hay la concepción de algo perfec-
tamente positivo que representa, en suma, el principio positivo del dualismo
temporal; se lo puede llamar “Dios” o Principio Constructor del mundo, o
Principio del Bien, en oposición al “Diablo”, Principio Destructor del
mundo, o Principio del Mal; es el Principio de Luz opuesto al Príncipe de
las Tinieblas. Es normal que el hombre ame la construcción y deteste la des-
trucción; que ame a “Dios” y deteste al “Diablo”. La idolatría de la “espiri-
tualidad” no comienza hasta que el intelecto identifica ilusoriamente “Dios”
con el Absoluto, o Realidad, o Intemporal. Cuando se comete este error,
“Dios” queda identificado con el Principio Absoluto y el “Diablo” con la
Manifestación. Satán se convierte en el “Príncipe de este Mundo”, los “bie-
nes espirituales” se oponen a los bienes “temporales”. Este olvido de la Uni-
dad Metafísica conduce al dualismo interior, a la imposibilidad de la síntesis
del ser, como ocurre, desde luego, en toda compensación idólatra.
Hemos tratado de llamar la atención sobre estas compensaciones
denominadas “espirituales” porque son las más sutiles de todas. La imagen
mental de “Dios”, del principio positivo del dualismo temporal, es la más
poderosa imagen compensadora, la más resistente a la desvalorización: por
consiguiente, la más difícil de trascender. No está en nuestra mano elegir
nuestras compensaciones; si nuestra estructura psíquica es tal que tenemos
el “sentimiento de lo sagrado”, el “amor de Dios”, resulta que somos así.
Pero sí tenemos un interés muy especial en recordar que la Realidad no
puede ser nada capaz de ser concebido. Nuestra “propia naturaleza” es el
Absoluto mismo; nada de lo que podamos concebir, contemplar, amar, sale
del dominio de las imágenes creadas por nosotros mismos, por nosotros
Absoluto.
El Zen es categórico sobre este punto y no podría, en modo alguno,
considerárselo una doctrina “espiritual”. Es radicalmente ateo, si por la pa-
labra “Dios” se entiende la Realidad supuesta concebible en nuestra mente.
“Desde el comienzo ninguna cosa es”. Rinzai dice también: “Si en vuestro camino
encontráis al Buda, matadlo... ¡O vosotros, discípulos de la verdad, esforzaos por liberaros
de todo objeto!... ¡O vosotros los de ojos de topo! ¡Yo os digo: nada de Buda: nada de
enseñanzas, nada de disciplinas! ¿Qué buscáis sin cesar en casa del vecino? ¿No compren-
déis que estáis poniendo una cabeza por encima de la vuestra? ¿Qué es lo que os falta en
vosotros mismos? Esto de que os servís en este momento no difiere de aquello de que está
hecho el Buda.”

226
X La alquimia interior

Todo aquel que desee comprender el Zen no debe perder de vista


en ningún momento que se trata de la doctrina abrupta. El Zen, por cuanto
niega que el hombre tenga que conquistar una liberación o que tenga que
“elevarse” en forma alguna, no podría admitir que su condición pueda ir
mejorando poco a poco casta “llegar a ser” por fin normal. El satori- aconte-
cimiento no es más que un instante entre dos períodos de nuestra vida tem-
poral; se asemeja a la línea que separa una zona de sombra de tina zona de
luz, no tiene más existencia real que esta línea. O bien veo las cosas tal como
son, o bien las veo como son: no existe período alguno durante el cual yo
vería poco a poco la Realidad del Universo.
Pero, aunque la noción de progresividad no está en relación con la
Realización misma, aunque la “transformación” sea rigurosamente abrupta,
el Zen enseña que esta transformación está precedida por cambios sucesivos
en las formas de nuestro funcionamiento interior. Decimos “sucesivos” y
no “progresivos” para recordar que esta evolución que precede al satori no
corresponde a una aparición gradual de la Realidad, sino a simples cambios
graduales de las modalidades de nuestra ceguera.
Una vez recordado claramente este punto, es interesante que consi-
deremos esta evolución gradual (pero no progresiva) que precede al satori. A
medida que se profundiza nuestra comprensión o “vista penetrante” obser-
vamos que nuestra vida interior espontánea —emociones e imaginaciones
espontáneas— se modifica. “Tú te conviertes en aquello que piensas”, dice
la sabiduría hindú. Esta modificación evolutiva es comparable a la destilación
que, aplicada a un cuerpo cualquiera, lo purifica, lo “sutiliza”. Cuando se
destila una maceración de frutas y se obtiene de ella el alcohol, la modifica-
ción del producto primitivo consiste en una rarificación cuantitativa y una
exaltación cualitativa; hay menos materia, pero la materia es más fina; hay
menos fuerza grosera (el alcohol, por ejemplo, es menos pesado que los fru-
tos de donde ha sido extraído), pero una mayor potencia sutil (la ingestión
del alcohol produce efectos que la ingestión de frutas no podría producir).
Las destilaciones sucesivas acentúan esta modificación de las substancias tra-
tadas. La alquimia de la Edad Media, con sus retortas y sus alambiques y su
búsqueda de la “quintaesencia”, era una representación simbólica del pro-

227
ceso interior que estamos estudiando en este momento. Cuanto más se “su-
tiliza” una sustancia, menos perceptibles a la vista son sus características
esenciales; el aspecto visible del fruto evoca claramente lo que dará al ser
consumido; el alcohol, por el contrario, aunque posee una fuerza acumulada,
se presenta en un aspecto más borroso. La palabra “sutilizar”, en el lenguaje
corriente, significa “hacer desaparecer”. La “sutilización” es también, como
hemos dicho, una “purificación”; la sustancia más sutil es, al mismo tiempo,
más simple.
La comprensión evolutiva representa una destilación de nuestro
mundo interior: es decir, de nuestro material de imágenes. Hay purificación,
sutilización, simplificación de este material, y, correlativamente, de todos
nuestros procesos imaginativos-emotivos. Demos un ejemplo: de niño, yo
creo en el pequeño Jesús como en un niño perfecto que me ama y desea mi
bien, que me ve vivir y tiene con respecto a mí sentimientos semejantes a
los míos; esta imagen es “grosera”, muy visible, cargada de detalles concre-
tos. Al llegar a la adolescencia paso a una comprensión de “Dios” que me
represento todavía como un Ser personal, pero sin cuerpo visible, que tiene
todavía pensamientos y sentimientos, pero más vagos, menos imaginables;
la imagen se ha sutilizado, ha perdido su claridad manifestada: es menos
manifiesta y al mismo tiempo más amplia, más poderosa por cuanto engloba
mayor número de cosas. Cuando aumenta mi edad y mi comprensión, se
forma en mí la idea abstracta de un Principio impersonal que yo veo sola-
mente como bueno, constructor. En el paso siguiente, llego a concebir este
principio por encima del dualismo construcción-destrucción, el No-Actuar
dominando todos los fenómenos, pero distingo este Principio de su Mani-
festación pues creo en la realidad de esta distinción; comprendo que el Prin-
cipio es mi Principio, veo mi identidad con él pero distingo mi Principio de
mi manifestación creyendo en la realidad de esta distinción. Por último, al-
canzo a comprender que la distinción “Principio- Manifestación” es un sim-
ple artificio analítico que necesita mi mente para poder expresarse; com-
prendo que me equivoco cuando opongo entre sí los elementos que he dis-
tinguido. La imagen mental de la Realidad, que había sido al principio la
imagen concreta del Niño Jesús, se ha “sutilizado” hasta convertirse en la
imagen abstracta del Vacío de la metafísica tradicional, Vacío que incluye
todas las plenitudes imaginables. Es evidente que, paralelamente a esta “des-
tilación” imaginativa, también se “sutilizan” mis reacciones afectivas a mis
concepciones de la Realidad; la marcha interior y exterior de mi máquina se
modifica cuando dejo de creer en un personal, objeto de amor y de temor,

228
y llego a concebir abstractamente mi “naturaleza-de-Buda” por encima de
todo pensamiento y de todo sentimiento.
Este proceso de “destilación” que se debe al trabajo de la intuición
intelectual corresponde a la idea, a menudo expresada en esta obra, de que
nuestra evolución interior justa no destruye nada, pero lo “realiza” todo. La aparente
muerte del “hombre viejo” no es en realidad una destrucción, Cuando ex-
traigo el alcohol del fruto, no destruyo la esencia del fruto, la purifico, la
concentro, la realizo, de la misma manera realizo mi concepción de la Reali-
dad cuando evoluciono de la imagen “Niño Jesús” a la imagen “Vacío”. Hay
muerte aparente porque hay disminución de lo visible, de lo perceptible por
los sentidos y la mente; pero nada ha sido destruido por el hecho de que
cese de existir la creencia en la Realidad de una percepción. La realización
del ser humano lleva consigo la desaparición de la ilusoria Realidad de las,
imágenes percibidas por los sentidos y la mente.
La condición del hombre, en su nacimiento, es sentirse fundamen-
talmente insatisfecho; cree que le falta alguna cosa; lo que él es v lo que él
tiene no le conviene; espera “otra cosa”; una “verdadera vida”; busca la so-
lución de su pretendido “problema”; reivindica tales y cuales situaciones en
la existencia. No hay que destruir esta actitud reivindicadora, que engendra
todos nuestros sufrimientos; hay que completarla. Ya hemos visto, cuando
estudiamos las compensaciones, cómo se sutiliza nuestra reivindicación y
nuestro afecto. Todos nuestros afectos individuales derivan de nuestro
apego central a la imagen de nuestro Ego, a la imagen yo-en-cuanto-distinto
por asociación identificadora entre una imagen particular y esta imagen ge-
neral. Más mi comprensión se profundiza, más se anulan estas asociaciones;
mi apego se purifica así, se sutiliza, se concentra; se vuelve menos y menos
aparente, más y más no-manifestado. La reivindicación apegada no dismi-
nuye ni en un solo átomo antes del satori, pero se purifica y se realiza a me-
dida que se aproxima el instante de la transformación abrupta donde se con-
ciliarán apego y desapego.
Mi amor-propio es un aspecto de mi actitud reivindicadora. Él tam-
bién se purifica a medida que yo comprendo. Parezco más modesto a quie-
nes me observan desde fuera. Pero comprendo muy bien que no es así. Mi
amor-propio se vuelve cada vez más sutil y concentrado de suerte que se lo
ve menos; se realiza tendiendo, en un sentido hacia el cero de la perfecta
humildad y, en otro sentido, hacia el infinito no-manifestado de mi dignidad
absoluta.

229
La angustia que está asociada a la reivindicación egotista experimenta
la misma modificación gradual. Es un grave error creer que la comprensión
pueda agravar la inquietud del hombre. Las falsas informaciones, al introdu-
cir en nuestra mente “creencias” apremiantes, pueden aumentar nuestra an-
gustia. Pero la intuición de la verdad “sutiliza”, por el contrario, la angustia,
disminuyendo su aspecto manifestado y aumentando su aspecto no-mani-
festado. La angustia profunda, de la que derivan todas las angustias particu-
lares manifestadas, no disminuye un átomo antes del satori; pero es gradual-
mente, más no-manifestada, de suerte que el adepto del Zen, a medida que
evoluciona (sin “progresar”), siente cada vez menos angustia. Cuando la an-
gustia ha llegado a ser casi totalmente no-manifestada, el satori está próximo.
La agitación interior del hombre traduce el conflicto existente entre
el movimiento vital, por una parte, y el rehúse de la limitación temporal que
condiciona este movimiento, por otra. Colocando ante su vida tal como esta
es, el hombre la desea y al mismo tiempo no la desea. Esta agitación se pu-
rifica a medida que la comprensión produce la disminución del rehúse con
respecto a la limitación temporal. El movimiento vital no es alcanzado, en
tanto que disminuye lo que se le opone; de tal modo este movimiento se
purifica; la agitación desaparece; nuestra máquina funciona cada vez mejor.
La evolución que estamos estudiando supone, ante todo, como ya
hemos dicho, la “sutilización” de nuestro material de imágenes. Nuestras
imágenes pierden poco a poco su aparente densidad, su ilusoria objetividad;
se toman más sutiles, más amplias, más generales, más abstractas. Su poder
de hacer surgir nuestra energía vital en contracturas emotivas disminuye.
Todo el proceso imaginativo-emotivo pierde su intensidad, su violencia.
Nuestro film imaginativo presenta menos contrastes; nuestro sueño interior
se alivia.
Se puede considerar que el satori es un despertar, ya que nuestra con-
dición actual —con respecto a este despertar— es una especie de dormir en
el que nuestro pensamiento consciente es el sueño. Hay algo verdadero en
esta manera de ver, pero esto encierra una trampa en la que puede caer nues-
tra comprensión. Siempre soy propenso a querer representarme las cosas y
a olvidar que el satori —acontecimiento interior inimaginable— no puede
ser asimilado analógicamente a nada de lo que yo conozco. De tal modo,
tengo tendencia a suponer una analogía entre el satori —despertar defini-
tivo— y el despertar que experimento todos los días cuando paso del sueño

230
a la vigilia. En esta ilusoria analogía reaparece de manera insidiosa la con-
cepción “progresiva”: así como mi despertar común me parece un progreso
en relación con mi sueño, el satori sería un “super-despertar”, un despertar
“verdadero”, un progreso supremo con respecto a mi estado de vigilia ac-
tual. Así como mi despertar común me devuelve una conciencia de la que
carecía mientras dormía, el satori me habrá de darme una “super-conciencia”
que me faltaría ahora. Esta concepción falsa (falsa puesto que estoy de toda
eternidad en el estado de satori y puesto que, a pesar de las apariencias, no
me falta nada) entraña ideas equivocadas acerca del proceso interior que pre-
cede al satori-acontecimiento. Entre el dormir profundo y la vigilia, paso por
el estado del dormir con sueños; la aparición de la actividad consciente, en
el curso del dormir, avanza en el sentido del despertar; cuanto más sorpren-
dente, emocionante, urgente c ilusoriamente objetivo sea el sueño, más pró-
ximo estoy al despertar; siguiendo mi falsa analogía “progresista” puedo lle-
gar a creer que el satori ha de estar precedido por una exacerbación de mi
pensamiento consciente, de mi film imaginativo; creo que una hiperactividad
mental, en el éxtasis o en la pesadilla, al llegar a un punto crítico de tensión,
obtendrá el estallido de la última barrera y la entrada en un estado de super-
conciencia cósmica. Todo esto está en completa contradicción con la con-
cepción abrupta del Zen. Observemos cómo se vuelve a encontrar, en esta
quimera progresista, la identificación egotista que entraña la ilusoria adora-
ción de nuestro consciente; nuestro universo imaginario interior, centrado
en nuestro individuo, pretende que es el Universo; el consciente que fabrica
este universo se asimila en esta forma a la Mente Cósmica; y entonces no es
sorprendente que contemos con este consciente para conquistar la Realiza-
ción.
Satori

Dormir
profundo Vigilia
Dormir con
sueños

231
En realidad, durmiendo o en vela, estoy desde ahora en el estado de
satori. Sueño y vela entran por igual en este estado; el estado de satori desem-
paña, en relación con el dormir y la vigilia, el papel de una hipóstasis que los
concilia. Sumergidos en lo intemporal, dormir y vigilia son dos modalidades
extremas del funcionamiento de mi organismo psicosomático, extremos en-
tre los cuales oscilo. Entre el dormir profundo y el estado de vigilia, el dormir
con sueños ocupa una posición media, que supone proyección, Sobre la base
del triángulo, de su límite superior. De ahí la sabiduría trascendental del
sueño; el pensamiento simbólico del sueño, en el que se expresan las situa-
ciones de nuestro microcosmos particular desprovistas de toda ilusoria ob-
jetividad del mundo exterior, es actualmente en nosotros el único pensa-
miento capaz de ver determinadas cosas tal-como- son; por esto el pensa-
miento del Sueño se expresa de manera simbólica, ya que las cosas-tal-como-
son, no pueden ser expresadas adecuadamente de manera directa.
En esta perspectiva correcta, tratemos de concebir cómo se traduce
en nuestro consciente, en nuestro “dueño despierto”, la evolución gradual
no-progresiva que precede al satori. Nuestro sueño despierto, como todo en
nosotros, se cumple gradualmente “sutilizándose”; lejos de hacerse más ter-
minante, más aparentemente real, más alucinante, se aligera, por el contrario:
se hace menos opaco, menos denso, más volátil; es menos adhesivo, menos
viscoso. Las cargas afectivas que llevaban imágenes disminuyen; nuestro uni-
verso interior se iguala. Bajo este sueño despierto cada vez más liviano, no-
sotros cumplimos con mayor plenitud el dormir de nuestra condición ego-
tista actual. En resumen, la ejecución de nuestro pensamiento consciente lo
aproxima, en cierto sentido, al dormir profundo. Y al mismo tiempo que
nuestro pensamiento consciente se aproxima al dormir, se diferencia de éste
desarrollando hasta el máximo sus posibilidades intelectuales sutiles. Hay
aproximación real en lo no-manifestado, alejamiento aparente en lo mani-
festado. Según el aforismo hermético: “Lo que está arriba es como lo que
está abajo: lo que está abajo es como lo que está arriba”.
La actividad imaginativa se sutiliza y tiende hacia la no-manifesta-
ción, aun cuando la mente se mantiene despierta, es decir, continúa funcio-
nando. Una “concentración sobre nada” se desarrolla por debajo de la aten-
ción siempre captada por las imágenes. Mi estado se asemeja entonces al del
sabio distraído; pero, a la inversa del sabio que está distraído porque su aten-
ción está concentrada en algo que es formal, estoy distraído porque mi aten-
ción está concentrada sobre algo in-formal, ni concebido ni concebible.

232
Todo el proceso imaginativo-emotivo se aligera. Esto se traduce por
el hecho de que me siento dichoso sin motivo aparente; no soy dichoso
porque la existencia me parezca buena, sino que la existencia me parece
buena porque soy dichoso. La evolución que precede al satori no implica
exacerbación de la angustia sino, por el contrario, un alivio gradual de la
angustia manifestada. Un equilibrio neutralizador de nuestra angustia funda-
mental precede al instante en que veremos directa y definitivamente que
nuestra angustia ha sido siempre ilusoria. Esto enlaza con la idea de que
nuestra nostalgia de la realización desaparece a medida que nos acercamos
al “asilo del reposo”.
Los espíritus occidentales tienen frecuentemente dificultad en com-
prender la expresión de “Gran Duda” de que se sirve el Zen para designar
el estado interior que precede inmediatamente al satori. Piensan que esta
“Gran Duda” debe ser el colmo de la incertidumbre, de la inquietud, por lo
tanto, de la angustia. Y es precisamente lo contrario. Intentemos ver clara-
mente este punto. El hombre viene al mundo con una duda con respecto a
su “ser” y esta duda domina todas las reacciones del mundo exterior. Aun-
que muchas veces no me dé cuenta de ello, la pregunta “¿Soy o no soy?”
está detrás de todos mis esfuerzos; busco una confirmación definitiva de mi
“set” en todo lo que investigo. Mientras esta pregunta metafísica está iden-
tificada en mí con el problema de mis éxitos temporales; mientras debato
esta cuestión en la Manifestación, la angustia me domina a causa de mi limi-
tación temporal, porque la pregunta hecha así, está siempre amenazada por
una respuesta negativa. Pero, a medida que mi comprensión se profundiza
y mi representación imaginativa del universo se “sutiliza”, se va deshaciendo
la identificación entre mi duda metafísica y la eventualidad de mi fracaso
temporal; mi angustia disminuye. Mi pregunta sobre mi “ser” se purifica;
mengua su aspecto manifestado; en realidad no disminuye, pero cada vez es
más no-manifestado. Al final de este proceso de destilación, la duda se ha
hecho cari perfectamente pura, “Gran Duda”, al mismo tiempo que pierde
todo carácter angustioso; es a la vez el colmo de la confusión y el colmo de
la evidencia, evidencia sin objeto formal, tranquilidad, paz: “El sujeto tiene
entonces la impresión de vivir en un palacio de cristal, transparente, vivificante, exaltador
y real”; y al mismo tiempo es “corno un idiota, corno un imbécil”. La famosa e
ilusoria pregunta, “¿Soy o no soy?”, al purificarse, se anula y por fin voy a
escapar a su fascinación, no con una solución satisfactoria del “problema”,
sino con la evidencia de que no ha habido jamás problema. Observemos por

233
fin cómo este proceso evolutivo -que “sutiliza” nuestro mundo interior mo-
difica nuestra percepción del tiempo. Nosotros creemos en la realidad del
tiempo, yo lo hemos dicho, porque esperamos una modificación de nuestra
vida fenomenal, capaz de colmar nuestra falta ilusoria. Cuanto más sentimos
la nostalgia de un “devenir”, más dolorosamente nos hostiga este problema
del tiempo. Nos reprochamos porque dejamos escapar el tiempo, por no
saber aprovechar los días que pasan. A medida que mi impulso hacia el “de-
venir” se sutiliza en mí, convirtiéndose cada vez más en no-manifestado, se
modifica mi percepción del tiempo; aunque manifestado en mi vida anecdó-
tica, el tiempo se me escapa cada vez más y dejo que se me escape dándole
cada vez menos importancia; mis días están cada vez menos- llenos de cosas
que yo pueda decir, de las que pueda acordarme. Paralelamente siento dis-
minuir mi impresión del tiempo perdido; cada día me siento menos frustrado
por la marcha inexorable del reloj. Y en esto, como ocurre con todo, cuanto
menos me esfuerzo en alcanzar, más poseo. Aclaremos, sin embargo, que
no se trata de una posesión positiva del tiempo sino de una disminución
gradual de la impresión punzante de no poseerlo. En los momentos de la
“Gran Duda” no poseemos el tiempo de ninguna manera, pero no se nos
escapa porque ya no lo reivindicamos. Y esta suspensión del tiempo anuncia
nuestra reintegración a la eternidad del instante.
Veamos ahora por qué este proceso gradual de “sutilización” sim-
plificadora precede necesariamente al satori. Cuando leemos los relatos que
algunos maestros del Zen nos han dejado de su satori, observamos que este
acontecimiento interior se produce a propósito de una exaltación sensorial
producida por el mundo exterior, a propósito de una impresión visual, au-
ditiva, de una caída, o de un golpe recibido; la impresión puede ser poco
intensa pero siempre tiene este carácter súbito que despierta nuestra aten-
ción. Lo mismo que una impresión súbita despierta habitualmente nuestra
mente pasiva, esta vez la percepción súbita condiciona el despertar del fun-
cionamiento activo autónomo de la mente y convierte en consciente la vi-
sión-de-las-cosas-tal-como-son.
La interpretación de este hecho se presta a dos errores. Si estoy muy
apegado a la noción de causalidad, creo que el sonido de una campana, por
ejemplo, ha causado el satori del maestro Zen y me pregunto cómo es posible
esto; puedo sentirme inclinado a pensar que existen campanas especiales que
producen sonidos especiales capaces de revelar al ser humano su naturaleza-
de-Buda. O bien, abandonando esta interpretación infantil, puedo creer que

234
el sonido de la campana no ha representado nada y que el maestro Zen la ha
percibido con entera independencia de lo que ocurría en aquel momento en
su mundo interior.
En realidad, la percepción del mundo exterior representa un papel
necesario en el instante del satori, pero sólo en cuanto percepción del mundo
exterior en general, sin que la modalidad particular en que se produce esta
percepción tenga la menor importancia. De hecho, toda percepción, en cual-
quier momento de nuestra vida, contiene una posibilidad de satori. Un discí-
pulo Zen reprocha un día a su maestro que le oculta lo esencial de la doc-
trina. El maestro conduce al discípulo a la montaña: el laurel rosa estaba en
plena floración y la atmósfera estaba perfumada por su olor. “¿Oléis?”, pre-
guntó el maestro; y al responder el discípulo afirmativamente, añadió: “Ya
veis que no os he ocultado nada”. Toda percepción del mundo exterior en-
cierra una posibilidad de satori porque constituye un puente entre el Yo y el
No-Yo, porque implica y manifiesta una identidad de naturaleza entre Yo y No-Yo.
Ya hemos dicho en varias ocasiones que nuestra percepción de un
objeto exterior es la percepción de una imagen mental que se produce en
nosotros al contacto con el objeto. Pero, detrás del objeto exterior y de la
imagen interior, hay una percepción única que los une. En el Universo, todo
es energía vibratoria. La percepción del objeto se produce por una combi-
nación unificadora de las vibraciones del objeto y mis propias vibraciones.
Esta combinación sólo es posible porque las vibraciones del objeto y mis
propias vibraciones son de una misma esencia; y la combinación manifiesta
esta esencia, única bajo la multiplicidad de los fenómenos. La imagen per-
ceptiva se produce “en mí”, pero esta imagen se inicia en el Inconsciente, o
Mente Cósmica, que no tiene residencia particular, sino que reside lo mismo
en el objeto percibido que en Mí percibiéndolo. La imagen mental cons-
ciente es individualmente mía, pero la percepción misma que es el principio
de esta imagen no es ni mía ni del objeto; en esta percepción no existe nin-
guna distinción sujeto-objeto: es hipóstasis conciliadora que une sujeto y
objeto en una síntesis ternaria. Sin embargo, todas las percepciones del
mundo exterior no provocan en mí el satori. ¿Por qué? Porque actualmente
mi imagen mental consciente acapara toda mi atención; este aspecto pura-
mente personal de la percepción universal me fascina, a causa de mi “creen-
cia” de que las distintas cosas son. Todavía no he comprendido con todo mi
ser la afirmación de Hui-neng: “ninguna cosa es”. Yo creo todavía que esto es
esencialmente distinto de aquello: soy parcial. En mi ignorancia, las múltiples

235
imágenes que son los elementos de mi universo interior son claramente dis-
tintas y se oponen las unas a las otras; cada una de ellas se define ante mis
ojos por aquello en que difiere de las otras. En esta perspectiva ninguna
imagen puede representar anónimamente, al igual que cualquier otra, la to-
talidad de mi universo interior. Es decir, ninguna imagen es “Yo” sino sola-
mente un aspecto del Yo. En tales condiciones todo ocurre como si no se
realizase unión alguna, a través de la percepción, entre Yo y No-Yo, sino
solamente una identificación parcial. Como el Yo no está integrado, sólo se
identifica parcialmente con el No-Yo. Y la revelación de la identidad total,
o sea, el satori, no se produce.
Esta revelación sólo se hace posible al término del proceso de “suti-
lización” simplificadora. Cuanto más se “sutilizan” mis imágenes, más se
diferencia su distinción aparente. Yo continúo viendo en qué se diferencian
unas de otras, pero cada vez veo menos oposición en esas diferencias; todo
pasa como si yo presintiese la unidad debajo de la multiplicidad. Las oposi-
ciones discriminativas se hacen cada vez más no-manifestadas. Ninguna uni-
dad verdadera se realiza en mi universo interior con anterioridad al satori,
pero, a medida que la multiplicidad se hace no-manifiesta, mi estado interior
tiende a la simplicidad, la homogeneidad, la unidad matemática (que no hay
que confundir con la Unidad metafísica o principial). Al producirse la im-
parcialidad ante mis imágenes, se produce la integración del Yo. La identifi-
cación parcial con los objetos exteriores disminuye: me siento cada vez más
distinto del mundo exterior. El proceso que precede a la identificación total
no consiste en un aumento progresivo de la identificación parcial, sino por
el contrario, en su desaparición gradual. Para emplear una expresión espacial,
diremos que el Yo manifestado se va reduciendo y tiende hacia el punto geo-
métrico sin dimensión. A medida que tiendo hacia el punto, mi representa-
ción del mundo exterior tiende, asimismo, hacia el punto; todo sucede como
si se purificase una zona medianera de interpretación entre el Yo y el No-
Yo, como si Yo y No-Yo estuvieran cada vez más separados al mismo
tiempo que disminuye su oposición aparente. Así como dos hombres enemi-
gos, a medida que desaparece su odio, se sienten cada vez más extraños el
uno al otro, y al mismo tiempo desaparece su oposición.
Al final de esta evolución gradual, mi universo interior alcanza la
homogeneidad en la que no desaparecen las formas, sino la oposición da las
formas. Todo se convierte en lo mismo. Y entonces una imagen cualquiera
puede representar adecuadamente la totalidad de mi universo interior. Me

236
ha hecho capaz de experimentar, en una percepción, no ya solamente una
identificación parcial con el No-Yo sino mi identidad total con él. Todavía
es necesario que se manifieste el No-Yo: y esto es lo que ocurre en esta
percepción liberadora a los que han experimentado el satori. Ante el Yo in-
tegrado en una totalidad no-manifestada aparece el No-Yo totalmente inte-
grado en un fenómeno que lo representa. Entonces surge la percepción en
la que se manifiestan a la vez, sin discriminación de ninguna especie, la tota-
lidad del Yo y la del No-Yo. La totalidad del Yo se hace manifiesta, pero en
la unidad en que todo se concilia y en la que el Yo parece destruirse en el
instante mismo en que se realiza.

237
XI De la humildad

Queremos terminar este libro insistiendo en un aspecto capital de


esta comprensión teórica y práctica, única que nos puede liberar de la angustia.
Se trata de comprender la naturaleza exacta de la humildad y de ver que en
ella reside la llave de nuestra libertad y de nuestra grandeza.
Desde ahora vivimos en el estado de satori; pero el trabajo incesante
de nuestros automatismos psicológicos —que cierran en nosotros un círculo
vicioso—, nos impide disfrutar de él; nuestra agitación imaginativa-emotiva
nos impide ver nuestra “naturaleza de Buda” y, creyendo así que nos falta
nuestra realidad esencial, nos sentimos compelidos a imaginar para compen-
sar esta falta ilusoria.
Yo creo que estoy separado de mi propio “ser” y lo busco para
unirme a él. No conociéndome a mí mismo más que como un individuo
distinto, busco el Absoluto de modo individual; deseo afirmarme-absoluta-
mente-en- cuanto-distinto. Este esfuerzo crea y mantiene en mí, mi “ficción
divina”, o sea, mi pretensión fundamental de ser todopoderoso en cuanto individuo en el
plano de los fenómenos.
Este trabajo compensador de mis automatismos psicológicos con-
siste, en mi representación imaginativa de las cosas, en rehusar mi atención
a las comprobaciones de mi potencia y a retirar mi pretensión en el caso de
que la visión de mi impotencia no pueda ser eludida. Procedo de modo de
no reconocer nunca la igualdad entre yo y el mundo exterior; me afirmo
diferente del mundo exterior, desencajado con respecto a él; por encima de
él cuando puedo, debajo de él cuando no puedo. La ficción por la cual yo sería
la Causa Primera del Universo exige que sólo se trate de que el mundo esté
condicionado por mí: o bien yo me veo condicionando el mundo exterior,
o bien veo a mí mismo no logrando condicionarlo, pero nunca puedo reco-
nocerme como condicionado por él en un plano de igualdad. De ahí nace la
ilusión del “No-Yo”. Si yo condiciono el mundo exterior, él es “Yo”; si no
lo consigo, entonces es “No-Yo; jamás quiero reconocerlo como “El”, por-
que no soy consciente de la hipóstasis que nos une.
La imposibilidad en que me encuentro hoy de gozar de mi naturaleza
propia, de mi naturaleza-de-Buda, como hombre universal y no como indi-

238
viduo distinto, me obliga a fabricar constantemente una representación ra-
dicalmente engañosa de mi situación en el Universo. En lugar de verme en
igualdad con el mundo exterior, me veo, o bien por encima de él o bien por
debajo; sea “arriba”, sea “abajo”. Según esta perspectiva, en donde el
“arriba” es Ser y el “abajo” es la Nada, estoy obligado a esforzarme siempre
hacia el Ser. Todos mis esfuerzos tienden, necesariamente, de una manera
directa o indirecta a elevarme, sea de manera grosera, o sutil, o, como suele
decirse, “espiritualmente”.
Todos mis automatismos psicológicos naturales, antes del satori, es-
tán fundados en el amor-propio, la pretensión personal, la reivindicación del
“subir” de un modo o de otro; y esta reivindicación para elevarme indivi-
dualmente es la que me oculta mi dignidad universal infinita.
La pretensión que anima todos mis esfuerzos, todas mis aspiraciones,
es a veces difícil de reconocer como tal pretensión. Me es fácil ver mi pre-
tensión cuando el No-Yo del que deseo distinguirme está representado por
otros seres humanos; en este caso, un poco de lealtad interior es suficiente
para dar su verdadero nombre a mi tentativa. Pero ya no es lo mismo cuando
el No-Yo del que deseo diferenciarme está representado por objetos inani-
mados o, sobre todo, por esta ilusoria y misteriosa entidad que denomino
“Destino”; sin embargo, en el fondo es absolutamente lo mismo; mi suerte
me exalta; mi mala suerte me humilla. Toda percepción del positivismo en
el universo me exalta; toda percepción de la negatividad en el Universo me
humilla. Cuando el mundo exterior es positivo, constructor, es como yo lo
deseo, y entonces me parece como condicionado por mí; cuando es nega-
tivo, destructor (aun cuando no me concierna directamente), es como yo no
lo quiero y entonces me aparece como no dejándose condicionar por mí. Si
vemos bien las bases profundas de nuestro amor propio, comprendemos que todos nuestros
goces imaginables son satisfacciones de este amor propio y que toaos nuestros sufrimientos
imaginables son heridas que se le infligen. Comprendemos, pues, que nuestra acti-
tud pretenciosa personal domina la totalidad de nuestros automatismos afec-
tivos, es decir, la totalidad de nuestra vida.
Sólo la Inteligencia Independiente escapa a esta dominación.
Mi pretensión egotista hacia el “arriba” debe expresarse en un tra-
bajo imaginativo incesante porque es engañosa y porque está en contradic-
ción radical con la realidad de las cosas. Si contemplo el conjunto de mi vida
personal con imparcialidad, veo que puede compararse con el estallido de
un cohete: el ascenso del fuego de artificio corresponde a la vida intrauterina
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donde todo se prepara sin manifestarse todavía; el instante en que estalla el
fuego de artificio es el nacimiento; la expansión del haz luminoso representa
el período “ascendente” de mi vida durante el cual mi organismo se desa-
rrolla con todas sus potencias; la caída del haz en una lluvia de chispas que
se apagan representa mi vejez y mi muerte. Me parece, en primer lugar, que
la “vida” de este fuego de artificio es un acortamiento, y después una dismi-
nución. Pero, si reflexiono mejor, veo que es, en toda su duración, una de-
sintegración de energía: es disminución del principio al fin de su manifestación.
Así ocurre conmigo en cuanto individuo; desde el instante en que soy con-
cebido, mi organismo psicosomático es la manifestación de una desintegra-
ción, de un descenso continuo. Desde que soy concebido, comienzo a morir,
agotando en manifestaciones más o menos espectaculares una energía pri-
mera que no hace más que decrecer. La realidad cósmica contradice radical-
mente mi pretensión hacia lo “alto”; en cuanto ser personal, yo no tengo
ante mí más que el “abajo”.
Todo el problema de la angustia humana se resume en el problema
de la humillación. Curarse de la angustia es estar liberado de toda posibilidad
de humillación. ¿De dónde proviene mi humillación? ¿De verme impotente?
No, esto no es suficiente. Proviene del hecho de que trata en vano de no ver
mi inapetencia real. No es la impotencia misma la que crea la humillación sino el
golpe sufrido por mi pretensión de ser todo-poderoso cuando se enfrenta con la realidad de
las cosas. No me siento humillado porque el mundo exterior me niega, sino
porque fracaso en mi intento de destruir esta negación. La verdadera causa
de mi angustia no está jamás en el mundo exterior, sino solamente en la
reivindicación que lanzo al exterior y que se estrella contra el muro de la
realidad. Me engaño cuando me quejo de que el muro se haya lanzado sobre
mí y me haya herido: soy yo quien se hirió contra él; mi propio movimiento
es el que ocasionó mi sufrimiento. Cuando no tenga pretensiones, nada po-
drá herirme jamás. Yo puedo decir también que mi angustia-humillación tra-
duce el desgarramiento de un conflicto interior entre mi tendencia a verme
todo-poderoso y mi tendencia a reconocer la realidad concreta en la que se
niega mi condición de todo-poderoso. Estoy angustiado-humillado cuando
estoy desganado entre mi pretensión subjetiva y mi comprobación objetiva,
entre mi mentira y mi verdad, entre mi representación parcial e imparcial de
mi situación en el Universo. Yo no estaré a salvo de la amenaza permanente
de la angustia hasta tanto mi objetividad haya triunfado sobre mi subjetivi-
dad, cuando la realidad haya triunfado en mí sobre el sueño. En nuestro deseo
de escapar per fin de la angustia, buscamos doctrinas de salvación, buscamos “gurus”.

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Pero el verdadero maestro no está lejos, está ante nuestros ojos y nos propone continuamente
su enseñanza: es la realidad tal como es; es nuestra vida cotidiana. La evidencia salva-
dora está ante nuestros ojos, evidencia de nuestra condición no-todo-pode-
rosa, evidencia de que nuestra pretensión es radicalmente absurda, imposi-
ble; por tanto, ilusoria, inexistente; evidencia de que no hay nada que temer
por esperanzas que no tienen ninguna realidad; evidencia de que yo estoy y
he estado siempre sobre el suelo, de manera que no es posible ninguna caída,
que no hay razón para sentir vértigo alguno.
Si me siento humillado es porque mis automatismos imaginativos
consiguen neutralizar la visión de la realidad y hacen fracasar la evidencia.
No me beneficio con la saludable enseñanza que se me está ofreciendo cons-
tantemente porque la rehúso, porque me ingenio hábilmente para eludir la
experiencia de la humillación. Si me sucede una circunstancia humillante,
ofreciéndome un maravilloso secreto de iniciación, mi imaginación se apre-
sura a conjurar lo que me parece un peligro; lucha contra el ilusorio despla-
zamiento hacia “abajo”; hace todo lo posible para restaurarme en ese estado
habitual de arrogancia satisfecha donde encuentro una tregua transitoria,
pero también la certeza de nuevas angustias. En resumen: me defiendo cons-
tantemente de aquello que se propone salvarme; lucho con tesón por defen-
der la fuente misma de mi desgracia. Todos mis trabajos interiores tienden
a impedir el satori, puesto que aspiran a lo “alto” mientras que el satori me
espera “abajo”. También el Zen tiene razón al decir que “el satori cae de impro-
viso sobre nosotros cuando hemos agotado todos los recursos de nuestro ser”.
Estas consideraciones parecen indicamos que la humildad es el “sen-
dero”. Esto es verdad en un sentido. Veamos, sin embargo, por qué la hu-
mildad no es un “sendero” si por tal se entiende una disciplina sistemática.
En mi condición actual no puedo realizar ningún esfuerzo que, directa o
indirectamente, no tienda hacia lo “alto”. Todo esfuerzo para conquistar la
humildad no puede conducir más que a. una humildad falsa en la que todavía
sigo exaltándome egotistamente a través del ídolo que me he creado. Ale es
rigurosamente imposible rebajarme yo mismo, es decir, disminuir yo mismo la intensidad
de mi reivindicación de “ser”. Todo lo que puedo y debo hacer, si quiero escapar
definitivamente a la angustia, es resistir cada vez menos a la enseñanza de la
realidad concreta; dejarme rebajar por la evidencia del orden cósmico. Ni
aún para esto hay nada que yo pueda hacer o dejar de hacer directamente. Cesaré
de oponerme a los beneficios constructores y armonizadores de la humilla-

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ción en la medida en que haya comprendido que mi verdadero bien reside pa-
radójicamente allí donde he considerado hasta ahora que residía mi mal.
Mientras no he comprendido, estoy vuelto hacia “arriba”; cuando he com-
prendido, no estoy vuelto hacia “abajo” —porque, una vez más, me es im-
posible volverme hacia “ahajo” y todo esfuerzo en este sentido transformará
el “abajo” en un “arriba”— pero mi aspiración dirigida hacia “arriba” dis-
minuye de intensidad y en la misma medida me beneficio con mis humilla-
ciones. Cuando he comprendido, me resisto menos y a causa de ello veo
cada vez más a menudo que estoy humillado; veo que todos mis estados
negativos en el fondo son humillaciones y que hasta ahora me arreglaba para
darles otros nombres. Entonces soy capaz de sentirme humillado, negado,
sin otra imagen en mí que la imagen misma de este estado, y quedarme in-
móvil en ella, por cuanto mi comprensión ha anulado mis esfuerzos reflejos
de huida. Desde el momento en que llego a no moverme en mi estado hu-
millado, descubro con sorpresa que éste es el “asilo del reposo”, único
puerto de salvación, el único punto del mundo donde reside mi seguridad
perfecta. Mi adhesión a este estado, situado frente a mi rehúse natural, hace
que entre en juego el Principio Conciliador; los opuestos se neutralizan; mi
sufrimiento se desvanece y una parte de mi pretensión fundamental se des-
vanece al mismo tiempo. Siento que me aproximo al suelo, al “abajo”, a la
humildad real (humildad que no es aceptación de inferioridad, sino aban-
dono de la concepción “vertical”, en la que siempre me creía encima o
abajo). Estos fenómenos interiores van acompañados de un sentimiento de
tristeza, de “noche”; este sentimiento es muy diferente de la angustia porque
en él reina la calma. En este momento de calma nocturna y de laxitud se
elaboran los procesos de lo que hemos llamado “la alquimia interior”. El
“hombre viejo” se desagrega en provecho de la gestación del “hombre
nuevo”. Lo individual muere para dar paso al nacimiento de lo universal.
La conquista de la humildad, imposible directamente, supone, por
tanto, la utilización de la humillación. Todo sufrimiento, al humillarnos, nos
modifica. Pero esta modificación puede ser de dos clases radicalmente
opuestas: si yo forcejeo contra la humillación, ella me destruye, ella agrava
mi desármenla interior; si yo la dejo actuar sin contrariarla, ella construye mi
armonía interior. Dejar actuar a la humillación consiste, sencillamente, en
reconocer ante sí mismo que se está humillado.
El “Ser”, en nuestra perspectiva actual, nos parece la pareja irrecon-
ciliada del cero y el infinito. Nuestra naturaleza nos impulsa primeramente a

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identificar el “Ser” con el infinito y a tratar de alcanzarlo en esta forma, “su-
biendo” constantemente. Pero ésta es una tentativa sin esperanza; ningún
ascenso en lo finito puede alcanzar el infinito. El sendero hacia el “Ser” no
es el infinito, sino el cero, que, por otra parte, como no es nada, no es un
sendero.
Esta idea de que la humildad no es “sendero” es tan importante que
desearnos insistir una vez más en ella. Si no comprendo eso, trataré fatal-
mente de retirar estas o aquellas manifestaciones de mi pretensión en la vida
práctica; de confinarme en una jerarquía social mediocre, etc..., es decir, evi-
taré las humillaciones en lugar de utilizarlas; los simulacros de humildad no
pueden ser nunca nada más que simulacros. No se trata de modificar el juego
de mi pretensión fundamental, sino de aprovechar las evidencias que se me
presentan en el transcurso de ese juego, gracias a los fracasos humillantes a
que dicho juego conduce necesariamente. Si dejo artificialmente de luchar
contra el No-Yo, me privo de las enseñanzas indispensables que me procu-
ran mis derrotas. Sin que se diga siempre de una manera explícita, el Zen
está centrado en la idea de humildad. En toda la literatura Zen vemos cómo
los maestros, en su ingeniosa bondad, humillan intensamente a sus alumnos
en el momento que_ juzgan propicio. De todos modos, venga la humillación
de un maestro del fracaso definitivo experimentado en sí mismo, el satori se
desata siempre en un instante en que la humildad del hombre llega a ser
completa ante el evidente_ absurdo de todos sus pretenciosos esfuerzos.
Recordemos que la “naturaleza de las cosas” es para nosotros el mejor, el
más afectuoso y el más humillante de los maestros; ella nos rodea con su
ayuda vigilante. La única tarea que nos incumbe es comprender realidad y
dejarnos transformar por ella.

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Se terminó de imprimir esta obra en marzo de 1961, en Macagno,
Landa y Cía., Aráoz 1(54, Buenos Aires, (Rep. Argentina)

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