El Arte Del Monólogo
El Arte Del Monólogo
El Arte Del Monólogo
Quizás deberíamos empezar por preguntarnos: ¿de qué hablamos cuando hablamos del monólogo?
Porque es posible que, presuponiendo que el término remita para todos e inequívocamente al mismo
objeto referencial, nos encontremos naufragando en el légamo de imprecisiones, vaguedades,
lugares comunes, clichés y tics conceptuales que conforman, todavía y por desgracia, el territorio de
la dramatología. A diferencia de la sólida, precisa y sistemática — aunque también plural y
contradictoria, naturalmente — rama de los estudios literarios que constituye la narratología, dotada
de un vigoroso y arborescente corpus instrumental, la investigación dramatúrgica arrastra una
arcaica estela de preceptos, nociones y patrones analíticos que, además de evidenciar una letal
inercia teórica, resultan inoperantes para dar cuenta de la heterogénea y compleja casuística de la
producción textual contemporánea. E incluso, en gran medida, para revisar con criterios actuales la
dramaturgia tradicional.
De ahí la necesidad de repensar, aun con la mayor modestia conceptual, todos los componentes del
sistema dramatúrgico, desde las múltiples articulaciones que pueden establecerse entre la fábula y la
acción dramática, hasta cada uno de los parámetros de la espacialidad, la temporalidad, el personaje
textual, los vectores y grados de la figuratividad, los recursos didascálicos y, particularmente, las
muy diversas configuraciones del discurso que se manifiestan en el habla de los locutores; dicho de
otro modo, los enunciados dispuestos por el autor para ser proferidos por los “actores”. (Me resisto
desde hace tiempo a llamar diálogos a ese material textual, dado que el término designa,
precisamente, una de sus modalidades discursivas.)
En aras, pues, de esa desconfianza que debe presidir el uso de términos y conceptos legados
acríticamente por la tradición, preguntémonos de nuevo: ¿qué entendemos por monólogo?
¿Debemos seguir ateniéndonos a las concepciones clasicistas, reformuladas modernamente por
teóricos tan sólidos como Patrice Pavis, que lo identifican abusivamente con el soliloquio y lo
definen como expresión de los pensamientos del personaje en situación de soledad dramática, es
decir, sin otro destinatario que él mismo? La propia definición de Pavis (“Discurso de un personaje
que no está dirigido directamente a un interlocutor con el propósito de obtener una respuesta”)
justifica su calificación de “antidramático”, en lo que coincide con otros muchos teóricos y
prácticos de la dramaturgia que no dudan en condenarlo al desván de las convenciones obsoletas.
Pero si nos permitimos ceñirnos a criterios más específicos —e incluso más estrictamente
etimológicos: “habla o discurso de un sólo locutor”— y abrimos al mismo tiempo la perspectiva
para abarcar la gran diversidad desplegada por la dramaturgia realmente existente, podemos
considerar como monólogo toda secuencia dramatúrgica en la que el discurso es detentado por un
único sujeto, independientemente de su extensión (una situación, una escena, una obra más o menos
larga...) y de la “identidad” de su destinatario. Y es justamente este último factor el que determina,
no sólo la naturaleza indudablemente dramática del monólogo — es decir, su intrínseca y rica
teatralidad —, sino también la amplia gama de sus modalidades textuales.
Porque, como resulta evidente — más que en cualquier otro ámbito — en el contexto teatral, toda
emisión verbal instaura automáticamente la figura de un receptor, y es esta díada comunicativa
básica (emisor-receptor), fundacional del proceso enunciativo de todo discurso, la que confiere a la
palabra dramática su estatuto dialógico. Para expresarlo con más contundencia: el yo que habla
engendra un tú interpelado, y ello hace posible todos los avatares de la interacción verbal. A partir
de esta simple constatación, resulta evidente que todo monólogo puede ser vehículo de complejos
procesos inter e intra subjetivos, como cualquier otra manifestación discursiva, y — lo que es más
pertinente para nuestro propósito actual — es fácil establecer una elemental clasificación de formas
y modos monologales que muestre su fértil diversidad. Basta con establecer variantes en el segundo
término de la díada comunicacional (receptor/tú).
Este simple criterio clasificatorio nos permitiría diferenciar, en primera instancia, tres modalidades
generales:
I. El Locutor (o sujeto monologante) se interpela a sí mismo.
II. El Locutor interpela a otro sujeto (o Personaje B).
III. El Locutor interpela al Público.
Las cuales, a su vez, presentan variantes o submodalidades diversas, que pueden incluir categorías
particulares, por no hablar de formas híbridas y de tipos “anómalos”, tan frecuentes en la nueva
textualidad. Un criterio taxonómico como el que aquí se presenta, es susceptible, pese a su
esquematismo elemental, de ampliarse y desarrollarse hasta constituir un encuadre similar al del
Sistema Periódico de los elementos químicos, de modo tal que puedan preverse variables
monologales todavía no “halladas” o “inventadas”...
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EL MONÓLOGO
Modalidades discursivas
I. El Locutor se interpela a sí mismo
a. en primera persona gramatical (yo integrado)
b. en segunda persona gramatical (yo escindido)
c. en primera, segunda y tercera persona (yo múltiple)
II. El Locutor interpela a otro personaje
a. presente en escena
b. ausente de escena
- en la extraescena contigua (interpelación inmediata)
- en la extraescena remota (interpelación mediata)
c. presente en escena, ausente para el Locutor
- en otro espacio real
- en una dimensión virtual
d. ausente de escena, presente para el Locutor
e. tú múltiple
III. El Locutor interpela al público
a. como audiencia indeterminada
b. como público real del teatro
c. como audiencia ficcionalizada