El Arte Del Monólogo

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EL ARTE DEL MONÓLOGO

Por José Sanchis Sinisterra

Quizás deberíamos empezar por preguntarnos: ¿de qué hablamos cuando hablamos del monólogo?
Porque es posible que, presuponiendo que el término remita para todos e inequívocamente al mismo
objeto referencial, nos encontremos naufragando en el légamo de imprecisiones, vaguedades,
lugares comunes, clichés y tics conceptuales que conforman, todavía y por desgracia, el territorio de
la dramatología. A diferencia de la sólida, precisa y sistemática — aunque también plural y
contradictoria, naturalmente — rama de los estudios literarios que constituye la narratología, dotada
de un vigoroso y arborescente corpus instrumental, la investigación dramatúrgica arrastra una
arcaica estela de preceptos, nociones y patrones analíticos que, además de evidenciar una letal
inercia teórica, resultan inoperantes para dar cuenta de la heterogénea y compleja casuística de la
producción textual contemporánea. E incluso, en gran medida, para revisar con criterios actuales la
dramaturgia tradicional.
De ahí la necesidad de repensar, aun con la mayor modestia conceptual, todos los componentes del
sistema dramatúrgico, desde las múltiples articulaciones que pueden establecerse entre la fábula y la
acción dramática, hasta cada uno de los parámetros de la espacialidad, la temporalidad, el personaje
textual, los vectores y grados de la figuratividad, los recursos didascálicos y, particularmente, las
muy diversas configuraciones del discurso que se manifiestan en el habla de los locutores; dicho de
otro modo, los enunciados dispuestos por el autor para ser proferidos por los “actores”. (Me resisto
desde hace tiempo a llamar diálogos a ese material textual, dado que el término designa,
precisamente, una de sus modalidades discursivas.)
En aras, pues, de esa desconfianza que debe presidir el uso de términos y conceptos legados
acríticamente por la tradición, preguntémonos de nuevo: ¿qué entendemos por monólogo?
¿Debemos seguir ateniéndonos a las concepciones clasicistas, reformuladas modernamente por
teóricos tan sólidos como Patrice Pavis, que lo identifican abusivamente con el soliloquio y lo
definen como expresión de los pensamientos del personaje en situación de soledad dramática, es
decir, sin otro destinatario que él mismo? La propia definición de Pavis (“Discurso de un personaje
que no está dirigido directamente a un interlocutor con el propósito de obtener una respuesta”)
justifica su calificación de “antidramático”, en lo que coincide con otros muchos teóricos y
prácticos de la dramaturgia que no dudan en condenarlo al desván de las convenciones obsoletas.
Pero si nos permitimos ceñirnos a criterios más específicos —e incluso más estrictamente
etimológicos: “habla o discurso de un sólo locutor”— y abrimos al mismo tiempo la perspectiva
para abarcar la gran diversidad desplegada por la dramaturgia realmente existente, podemos
considerar como monólogo toda secuencia dramatúrgica en la que el discurso es detentado por un
único sujeto, independientemente de su extensión (una situación, una escena, una obra más o menos
larga...) y de la “identidad” de su destinatario. Y es justamente este último factor el que determina,
no sólo la naturaleza indudablemente dramática del monólogo — es decir, su intrínseca y rica
teatralidad —, sino también la amplia gama de sus modalidades textuales.
Porque, como resulta evidente — más que en cualquier otro ámbito — en el contexto teatral, toda
emisión verbal instaura automáticamente la figura de un receptor, y es esta díada comunicativa
básica (emisor-receptor), fundacional del proceso enunciativo de todo discurso, la que confiere a la
palabra dramática su estatuto dialógico. Para expresarlo con más contundencia: el yo que habla
engendra un tú interpelado, y ello hace posible todos los avatares de la interacción verbal. A partir
de esta simple constatación, resulta evidente que todo monólogo puede ser vehículo de complejos
procesos inter e intra subjetivos, como cualquier otra manifestación discursiva, y — lo que es más
pertinente para nuestro propósito actual — es fácil establecer una elemental clasificación de formas
y modos monologales que muestre su fértil diversidad. Basta con establecer variantes en el segundo
término de la díada comunicacional (receptor/tú).
Este simple criterio clasificatorio nos permitiría diferenciar, en primera instancia, tres modalidades
generales:
I. El Locutor (o sujeto monologante) se interpela a sí mismo.
II. El Locutor interpela a otro sujeto (o Personaje B).
III. El Locutor interpela al Público.
Las cuales, a su vez, presentan variantes o submodalidades diversas, que pueden incluir categorías
particulares, por no hablar de formas híbridas y de tipos “anómalos”, tan frecuentes en la nueva
textualidad. Un criterio taxonómico como el que aquí se presenta, es susceptible, pese a su
esquematismo elemental, de ampliarse y desarrollarse hasta constituir un encuadre similar al del
Sistema Periódico de los elementos químicos, de modo tal que puedan preverse variables
monologales todavía no “halladas” o “inventadas”...

I) El Locutor se interpela a sí mismo


Nos hallamos aquí, evidentemente, en el territorio familiar del soliloquio, tan frecuentado por la
dramaturgia clásica. Y es bien cierto, sí, que esta autointerpelación del personaje, tanto cuando se
encuentra solo en escena como — y especialmente — cuando, en presencia de otros, profiere un
aparte, resulta hoy dramáticamente débil y se percibe como convención anticuada. Y esto es así
porque se evidencia demasiado obviamente, no tanto la necesidad que el personaje tiene de
expresarse (¿no le basta con “pensar” en silencio?), como la que induce al autor a informar
explícitamente sobre los procesos internos más o menos secretos de sus criaturas, que el espectador
necesita conocer para seguir adecuadamente la acción dramática... y que el primero no sabe cómo
inscribir de otro modo en su texto.
Esta necesidad autoral, más informativa que dramática, unida a la identidad intrínseca de la díada
comunicativa (el receptor es el mismo sujeto emisor), suele dar lugar a discursos cuya dialogicidad
resulta sumamente atenuada, en especial cuando carecen de lo que la lingüística pragmática
denomina intención o fuerza ilocucionaria, es decir, cuando la palabra no aspira a generar acción.
Porque, hora es ya de decirlo, este carácter pragmático del habla del personaje (“Decir es hacer”),
su mayor o menor incidencia en el progreso de la acción dramática, es el requisito básico del
discurso teatral, aquello que permite inscribir los enunciados emitidos por los sujetos en el
dinamismo situacional desplegado por el texto. Y, en el caso de esta modalidad del monólogo, cabe
preguntarse: ¿qué puede hacerse a sí mismo un personaje mediante la simple exteriorización de un
discurso informativo, expresivo, rememorativo, reflexivo, narrativo, etc.?
Esta debilidad pragmática suele hacerse más patente en aquellos soliloquios que se desarrollan
exclusivamente a partir de la primera persona gramatical, que en esta clasificación son denominados
“Monólogos del yo integrado”, dado que el sujeto se contempla y se expresa como una mónada
subjetiva autoconsistente. Quizás vulnerado, sí, por dudas, contradicciones, dilemas,
arrepentimientos, sospechas, temores... — y tales turbulencias internas son la única posibilidad de
instalar un cierto movimiento dramático en el seno del soliloquio —, pero difícilmente capaz de
sustraerse a un cierto efecto de retórica convencional y a una carencia cierta de progresividad
dramática. Inscrito como secuencia breve en un tejido dramatúrgico complejo y dinámico, puede
aún este tipo de discurso monológico atenuar o maquillar su “arcaísmo”, pero cuesta imaginarlo
como único recurso de un texto de cierta extensión.
Si, en cambio, se instala la convención de desarrollar el discurso a partir de la segunda persona
gramatical (el personaje se interpela a sí mismo, pero bajo la forma de un “tú”), pareciera insinuarse
un mayor grado de dialogicidad, como si este recurso meramente formal, sintáctico, dividiera al
sujeto en dos instancias subjetivas, una de las cuales dice y hace — o pretende hacer — algo a la
otra. Esta modalidad, que podríamos denominar “Monólogos del yo escindido”, abre efectivamente
un hiato entre el yo y el tú a través del cual la interacción es posible y, con ella, un arco de
dualidades susceptible de generar no sólo movimiento, sino también conflictividad, progresividad y
un mayor o menor grado de complejidad situacional: deber/querer, saber/ignorar, desear/temer,
negar/aceptar... No es extraño que, en tanto que procedimiento monológico, resulte idóneo para la
expresión de una situación tan frecuente en la dramaturgia occidental como el dilema.
Naturalmente, su carácter artificioso se hace evidente en relación proporcional a su extensión, y ni
siquiera su combinación con la modalidad del “yo integrado” garantiza su consistencia
dramatúrgica, lastrada por las debilidades antes mencionadas. Pero cabría incrementarla llevando la
convención hasta el límite mediante una variante inusual, que denominaríamos “Monólogos del yo
múltiple”. Traduciendo dramatúrgicamente un trastorno psíquico de raíz esquizofrénica como es el
de las personalidades múltiples, podríamos concebir una situación en que el personaje se encuentra
internamente habitado por varios “yoes”, diversos y contradictorios, que dialogan empleando
indistintamente la primera y la segunda persona gramatical... y quizás también la tercera, sin un yo
emisor explícito. Alguno(s) de tales “yoes” podría(n) ser la expresión de otro(s) internalizado(s),
con lo cual la complejidad discursiva y dramatúrgica llegaría a ser realmente notable. Y ello sin
pretender circunscribirse temáticamente al ámbito de lo psiquiátrico: se trata de una opción estética
y/o poética.
(El aludido procedimiento de llevar la convención al límite es, dicho sea de paso, un factor
permanente de renovación dramatúrgica. Cualquier recurso técnico-formal, por muy obsoleto y
manido que resulte en un momento determinado de la evolución teatral, puede adquirir una
inusitada juventud cuando se lo emplea en un grado extremo o en un contexto inapropiado. En el
dominio del arte, todo es susceptible de ser reciclado...)

II) El Locutor interpela a otro personaje.


Desde el momento en que la situación dramática instaura un segundo sujeto como destinatario del
discurso del Locutor, la naturaleza ya de por sí dialógica del monólogo se concreta en una verdadera
interacción dialogal. Interacción que puede ser sumamente asimétrica en tanto que organización
discursiva (sólo uno de los dos hablantes hace uso del discurso, o bien sólo el discurso de uno es
perceptible), pero no así — o, al menos, no necesariamente — desde el punto de vista dramático: el
silencio o la inaudibilidad del otro interlocutor pueden contener y/o generar una considerable fuerza
en la jerarquía relacional. La verbosidad del hablante (Personaje A) es susceptible de revelarse
como síntoma de su debilidad frente al oyente (Personaje B).
En todo caso, el intrínseco carácter dialogal de esta modalidad monológica comporta la necesidad
de someter el discurso al principio de realimentación que rige todo intercambio conversacional.
Quiere esto decir que el Personaje B no es una simple función receptiva, una figura dramática
instalada por el autor como simple oyente de la palabra autogenerada y autosuficiente del Personaje
A. Su mera existencia es el motivo y el motor del discurso del Locutor, desde luego, pero también el
enclave del objetivo que justifica su presencia y su conducta; el monólogo es, pues, una verdadera
interpelación que tiende a afectar al oyente para obtener de él un resultado, para modificar algo en
él, para alterar la situación y, por lo tanto, para impulsar la acción dramática.
Es la suya, además, una existencia dinámica, es decir, que puede evolucionar a instancias del
discurso del Personaje A — o de otros factores —, y esta evolución se refleja y se refracta en el
movimiento del monólogo, el cual, por su parte, renuncia a la tentación del monolitismo y del
monocromatismo para volverse lábil, discontinuo, zigzagueante, contradictorio, polícromo... Cabría
afirmar que cuanto más nítida y compleja es la “figura” del Personaje B y más decisiva su
modificación para el Personaje A, menos riesgos corre el monólogo de resultar “antidramático”. En
último término, éste podría concebirse como la serie de estrategias verbales (y no verbales) de la
máxima diversidad que un personaje se ve obligado a emplear para obtener su objetivo... frente al
mutismo de su oponente.
Tal definición sólo sería apropiada para una de las tres variantes que podemos distinguir en esta
segunda modalidad: el Locutor interpela a otro personaje presente en escena. Ya que, como resulta
evidente, la mera presencia escénica del Personaje B, además de inscribir en la situación discursiva
los mencionados vectores pragmáticos, despliega todos los riesgos y poderes del silencio. Riesgos,
en la medida en que el autor no se preocupe de justificarlo suficientemente, dramáticamente, y
termine por hacerse evidente su naturaleza convencional, más o menos arbitraria según la poética
diseñada por el texto. Poderes, en tanto la palabra del Personaje A, además de asumirlo y tratar de
romperlo, se estrella una y otra vez contra su naturaleza más o menos enigmática. Como si no se
resignara a la soledad del monólogo y quisiera entrar en el territorio del diálogo.
A ello podemos añadir la rica semiosis producida por la actitud, la conducta, las acciones físicas y
las variaciones emocionales del Personaje B, un verdadero “discurso” no verbal que se entrelaza
dialógicamente con las acciones verbales del Personaje A y del cual puede desprenderse una nueva
serie de variables: ¿el silencio de B implica que no puede hablar, o bien que no quiere hablar? Y, en
ambos casos, el factor que le priva de la palabra, ¿es objetivo o subjetivo, externo o interno?
¿Conoce A esta circunstancia o no la conoce? ¿En qué forma y grado gobierna tal saber (o no saber)
la estructura de su persistente monologar?
La segunda gran variante de la modalidad que estamos considerando se da cuando A interpela a un
personaje ausente de escena, es decir, no perceptible ni visual ni auditivamente por el espectador. Y
de nuevo la perspectiva taxonómica permite establecer diversas categorías, según que el Personaje
B esté en la extraescena contigua o en una extraescena remota. En el primer caso, la palabra del
Personaje A llega directamente a su interlocutor, que puede incluso estar en su campo visual (pero
no, repitámoslo, del espectador). En el segundo, la lejanía física de B obliga a recurrir a un
procedimiento de comunicación mediata o indirecta, ya sea de naturaleza técnica (y el teléfono ha
sido durante mucho tiempo el recurso privilegiado, pero hoy las posibilidades son muchas) o bien
de carácter mágico (que en poéticas no realistas apelarían al campo de la telepatía...).
En todas estas categorías, el discurso monologal puede tomar la forma de un diálogo del cual sólo
percibimos (y, por lo tanto, escribimos) las intervenciones del Personaje A, determinadas y
dinamizadas por las supuestas réplicas de B, deducidas implícitamente de las primeras. Éste es, sin
duda, el talón de Aquiles de esta modalidad, ya que la necesidad de proporcionar al espectador
indicios del discurso inaudible de B amenaza con sobrecargar el monólogo de A con un molesto
lastre de reiteraciones explícitas (que algunos denominan irónicamente efecto cacatúa: “¿Qué dices?
¿Que vas a llegar tarde porque tu madre se ha roto la clavícula al bajar la escalera del sótano?”...).
El único antídoto contra este y otros riesgos de la compulsión informativa autoral consiste en
atribuir al espectador un grado suficiente de inteligencia deductiva y de tolerancia ante lo
indeterminado e incierto. Cosa que muchos autores se resisten a admitir...
La naturaleza inequívocamente dialogal de estas modalidades del monólogo se derivan, como es
evidente, de la reciprocidad de la interacción verbal y/o no verbal entre A y B, es decir, del hecho de
que el Locutor se ve afectado por el silencio, la conducta física y, en las últimas variantes
mencionadas, por la palabra (inaudible para el espectador) de su interlocutor. Pero, ¿qué ocurre si
bloqueamos dicha reciprocidad comunicacional y establecemos una situación dramática en la que el
Personaje B no “recibe” la palabra del Personaje A y, por lo tanto, se colapsa el circuito de
realimentación discursiva? En nuestra clasificación se abre así una tercera categoría en la que el
Locutor interpela a otro personaje presente / ausente. En otras palabras: a otro personaje que está
presente en escena, pero ausente del ámbito ficcional al que pertenece el Locutor, bien por hallarse
en un espacio otro, bien por poseer una existencia virtual.
Imaginemos una situación en que un personaje interpela a otro, de cuyo entorno escénico, conducta
e indiferencia con respecto al decir y el hacer del primero deducimos, inmediata o gradualmente,
que “en realidad” no está percibiendo dicha interpelación, que no se ve afectado por ella, y no por
autismo real o fingido, sino por pertenecer a unas coordenadas dramáticas distintas; o sea, que el
Locutor se encuentra instalado en un proceso comunicativo imaginario del que no puede esperar —
¿o quizás sí, pese a todo? — ninguna reciprocidad. Esta presencia/ausencia del destinatario puede
deberse, como hemos visto, a su ubicación “real” en un espacio diferente, más o menos lejano, más
o menos accesible para A (primera variante), o a su naturaleza “irreal”: no está vivo, es una figura
mítica o fantástica, es el propio Locutor en el pasado o en el futuro, es su “yo ideal”, lo que hubiera
querido ser y no es, etc. (segunda variante).
Si invertimos ahora el paradigma presencia/ausencia del Personaje B, habríamos de concebir la
posibilidad dramatúrgica de una interpelación a alguien que el espectador no ve, pero a quien el
Locutor dirige su discurso y, consecuentemente, su intención comunicativa, es decir, su acción
verbal. Esta modalidad monologal podría describirse así: el Locutor interpela a un personaje
presente para él, pero ausente para el público. La psicología evolutiva (pero no sólo) ha
documentado suficientemente el fenómeno del amigo imaginario como para que tal posibilidad nos
resulte extravagante. Pero, como es lógico, este interlocutor ausente (o, más bien, invisible) no tiene
por qué ser necesariamente un “amigo” del personaje, sino también cualquiera instancia real o
imaginaria susceptible de habitar, circunstancial o permanentemente, el ámbito existencial del
sujeto. El fascinante tema del doble, con su infinita y ya clásica diversidad, encuentra aquí su
territorio idóneo.
Aún podemos ampliar la complejidad de este apartado introduciendo la categoría de los monólogos
del tú múltiple, que supondría simplemente (pero no es una estructura simple, ni mucho menos) la
combinación, en una misma situación dramática, de los diversos tipos de interpelación
anteriormente expuestos. El Locutor único desplegaría su discurso interpelándose a sí mismo en
primera o segunda persona (Modalidades I) y a uno o varios personajes presentes en escena,
ausentes de escena y presentes/ausentes (Modalidades II).

III) El Locutor interpela al Público.


La dramaturgia occidental ha recurrido secularmente a un tipo de monólogo basado en la
copresencia real de actores y espectadores en la representación teatral. Las diversas raíces histórico-
culturales cuya convergencia genera lo que hoy conocemos como Arte Dramático dan testimonio de
la universalidad del procedimiento: un actor-personaje (oficiante, juglar, cuentero...) se adelanta e
interpela a la colectividad allí congregada. En el teatro propiamente dicho, la inexistencia de la
convencional “cuarta pared” hasta bien entrado el siglo XIX hace perfectamente tolerable que el
personaje, sin abandonar su ámbito ficcional, comunique al público real sus interioridades.
Como es fácil de advertir, esta modalidad monologal se funde y se confunde inextricablemente con
el soliloquio... excepto en aquellos textos en los que el personaje apela explícitamente, como
destinatario de sus confidencias, a una audiencia colectiva indeterminada. Nos hallamos entonces
ante una forma dramática frecuentísima hasta en nuestros días, no obstante su evidente debilidad
pragmática. Porque, al igual que con respecto al soliloquio, podríamos preguntarnos: ¿qué puede el
personaje hacer con su discurso a alguien que no es nadie ni pertenece a su nivel de realidad? Poco,
en efecto, aparte de transmitirle la información que el autor necesita poner en conocimiento del
público para el correcto entendimiento de la acción dramática: narración de antecedentes,
motivaciones más o menos inconfesables, reflexiones y conflictos morales, sentimientos ocultos,
propósitos y determinaciones de acción inmediata, etc.
No obstante, y también como en el caso del soliloquio, puede resultar interesante inscribir
secuencias de esta modalidad discursiva susceptibles de introducir fracturas épicas en una estructura
dramática compleja. Asimismo, es posible crear un cierto movimiento — ya que no acción —
mediante las anteriormente mencionadas turbulencias internas. La ausencia de objetivo o
intencionalidad pragmática del Locutor con respecto a su “abstracto” destinatario, característica de
este tipo de monólogos, no es óbice para que el autor no pueda crear una intensa interacción entre
su discurso dramatúrgico (que integra todos los códigos representacionales, además de la palabra
del personaje) y la actividad descodificadora del receptor real, instado a movilizar toda su
competencia receptiva para integrar un dispositivo semiótico complejo y no inmediatamente
descifrable.
Cuando, en cambio, se concreta la naturaleza del destinatario interpelándolo como público real del
teatro, es decir, como colectivo de espectadores que asiste a una representación, todos los
mecanismos de la dialogicidad pueden ponerse en funcionamiento, ya que el personaje afirma
encontrarse en una situación de “verdadera” interacción (estamos en un teatro, ustedes y yo, y mi
discurso pretende hacerles algo). De hecho, como el Locutor convierte al público en Personaje-
Testigo de su presencia y de su comportamiento escénicos, nos hallamos realmente ante una
variante de las Modalidades II: el Locutor interpela a otro personaje, presente en escena, integrando
en esta el espacio ocupado por los espectadores, que constituyen un Personaje B colectivo.
La interpelación monologal está, pues, justificada, motivada por un objetivo que afecta al público,
en el que quizás se encarnen determinados obstáculos que el discurso del personaje debe sortear o
vencer mediante estrategias diversas. Y no sólo la palabra es decisiva para su finalidad —
manifiesta o secreta: también su conducta, su aspecto físico, y, si fuera preciso, los restantes códigos
(plásticos, acústicos, objetales...) que la escena es capaz de desplegar. Como en el caso del
destinatario extraescénico, el Personaje A puede articular su discurso con las supuestas reacciones
del público, atribuyéndole intenciones, respuestas y cambios de actitud o de conducta que articulen
una compleja interacción dramática.
Si avanzamos un paso más en la concreción del destinatario colectivo, establecemos una tercera
variante: aquella en que el Locutor interpela al Público en tanto que audiencia ficcionalizada. El
discurso atribuye a los espectadores una identidad ficticia definida, y al lugar teatral, igualmente,
una naturaleza acorde con la situación que los reúne. Esta opción abre al imaginario dramatúrgico
un amplio campo de posibilidades. El público puede ser cualquier colectividad que se ha
congregado en cualquier lugar para participar en cualquier acontecimiento... que el personaje
monologante va a convertir en sustancia de un asimétrico “diálogo”, de una desigual confrontación.
Es innecesario repetir las consideraciones referidas a la modalidad anterior. Resta tan sólo añadir
que en ambas cabe un nuevo factor de diversidad interpelativa (y, en consecuencia, de complejidad
dramatúrgica): el discurso del Locutor puede particularizar en mayor o menor grado la inicial
homogeneidad de la audiencia colectiva. Esta puede, en efecto, definirse como dividida en dos o
más facciones diferenciadas e incluso antagónicas, más o menos afines a las expectativas del
personaje, que deberá, por lo tanto, integrar en su discurso — y en sus estrategias — tal diversidad.
Sus reacciones supuestas serán, lógicamente, divergentes. Y no hay por qué excluir la posibilidad de
personalizar a alguno o algunos de los miembros del colectivo, que adquirirían identidad dramática
en la medida en que su función resultara más o menos determinante de la conducta del Locutor y, en
último término, de la acción dramática en su conjunto.

***

Esta tentativa de clasificación del discurso monologal quedaría incompleta si no subrayáramos su


incompletud. Todo marco taxonómico es siempre parcial, provisional y, probablemente,
reduccionista. Es importante señalar que este no pretende ser otra cosa que un mapa. Y el mapa no
es el territorio, por muy exhaustivo que aspire a ser. La realidad — geográfica y dramatúrgica — es
siempre más rica, compleja, multiforme y perversa. La complejidad y perversión de este mapa, de
esta clasificación, pueden, no obstante, ser incrementadas por el lector, a poco que revise su
memoria teatral e incluya en ella especímenes monologales que no hallen su lugar en las
modalidades y variantes en ella recogidas. También practicando el mestizaje e imaginando
mixturas, combinaciones y cruces entre las categorías aquí consignadas. El arte del monólogo tiene
ante sí, pese a muchas opiniones contrarias, un brillante futuro.

EL MONÓLOGO
Modalidades discursivas
I. El Locutor se interpela a sí mismo
a. en primera persona gramatical (yo integrado)
b. en segunda persona gramatical (yo escindido)
c. en primera, segunda y tercera persona (yo múltiple)
II. El Locutor interpela a otro personaje
a. presente en escena
b. ausente de escena
- en la extraescena contigua (interpelación inmediata)
- en la extraescena remota (interpelación mediata)
c. presente en escena, ausente para el Locutor
- en otro espacio real
- en una dimensión virtual
d. ausente de escena, presente para el Locutor
e. tú múltiple
III. El Locutor interpela al público
a. como audiencia indeterminada
b. como público real del teatro
c. como audiencia ficcionalizada

Madrid, febrero de 2004

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