4 - El Fin Del Sufrimiento - Adyashanti
4 - El Fin Del Sufrimiento - Adyashanti
4 - El Fin Del Sufrimiento - Adyashanti
© Adyashanti, 2011
Editado por acuerdo con Sounds True, Inc.
I.S.B.N.: 978-84-8445-436-6
Prefacio del editor estadounidense
TAMI SIMON
Editorial Sounds True
Introducción
El descubrimiento de la no-imagen
Si vivimos desde el punto de vista de una autoimagen de quien
pensamos que somos, de quien imaginamos que somos, esto nos
crea también un entorno emocional. Por ejemplo, si pensamos que
somos buenos y valiosos, crearemos emociones buenas y valiosas.
Pero si pensamos que no tenemos valor, crearemos emociones
negativas. Así pues, podemos tener una auto— imagen buena o
mala, una autoimagen que emocionalmente se siente mejor o peor;
pero, sea como sea, si observamos con profundidad el núcleo de
todas nuestras imágenes, hay una sensación de no ser auténticos,
de no ser reales. Esto tiene su motivo. Se debe a que, mientras nos
estemos concibiendo a nosotros mismos como una imagen en
nuestras mentes, jamás podremos sentirnos completamente
suficientes. Nunca podremos sentirnos completamente valiosos.
Aunque la imagen sea positiva, no nos sentiremos completamente
vivificados.
Si estamos dispuestos a mirar con profundidad por debajo de las
apariencias, lo que esperamos descubrir (o, quizá, lo que deseamos
descubrir) es alguna imagen grande y reluciente. La mayoría de las
personas deseamos, muy dentro de nuestro inconsciente, encontrar
una imagen de nosotros mismos que sea muy buena, totalmente
maravillosa, digna de admiración y de aprobación. Pero cuando
empezamos a asomarnos a lo que hay debajo de nuestra imagen,
encontramos algo francamente sorprendente, y que incluso puede
que nos altere un poco al principio. Encontramos que no hay
imagen. Si miras en este momento debajo de tu idea de ti mismo,
sin insertar otra idea u otra imagen, limitándote a mirar debajo de
cómo te defines a ti mismo, viendo que no es más que una imagen,
que no es más que una idea, y te asomas a lo que hay debajo de
ella, lo que encuentras es una ausencia de imagen, una ausencia de
idea de ti mismo. No encuentras una imagen mejor ni una imagen
peor, sino una no-imagen. Esto es tan inesperado que la mayoría de
las personas se apartan de ello de manera casi instintiva. Se retraen
inmediatamente a una imagen más positiva. Pero si queremos saber
de verdad quiénes somos, si queremos llegar hasta el fondo de esta
manera determinada nuestra de sufrir, que surge de que nos
creemos que somos lo que no somos, entonces tenemos que estar
dispuestos a mirar debajo de la imagen, debajo de la idea que
tenemos unos de otros y, más concretamente, debajo de la idea que
tenemos de nosotros mismos.
¿Cómo es la experiencia de sentirte y conocerte a ti mismo como
una no-imagen, una no-idea, una ausencia total de concepto? Al
principio puede desorientarte o confundirte. Tu mente puede pensar:
«Pero ¡tiene que haber una imagen! Tengo que tener alguna
máscara que ponerme. Tengo que presentarme a mí mismo como
alguien o como algo, o de alguna manera concreta». Pero,
naturalmente, esto sólo lo dice la mente, esto no es más que
pensamiento condicionado. En realidad, no es más que la
encamación del miedo, porque hay un miedo a saber lo que somos
de verdad. Porque, cuando miramos dentro de lo que somos de
verdad (por debajo de nuestras ideas, por debajo de nuestras
imágenes), no hay nada. No hay ninguna imagen en absoluto.
Hay un koan zen (un koan es un acertijo que no se puede
responder con la mente, sino sólo mirando directamene por uno
mismo) que dice: «¿Cuál era tu rostro verdadero antes de que
nacieran tus padres?». Naturalmente, si tus padres no habían
nacido todavía, tampoco habías nacido tú; y si no habías nacido, no
tenías ni cuerpo ni mente. Así pues, si no habías nacido, no podías
concebir una imagen propia. Es una manera de preguntar, por
medio de un acertijo: «¿Qué eres tú, en realidad, cuando miras más
allá de todas las imágenes y de todas las ideas acerca de ti mismo;
cuando miras de manera absolutamente directa aquí y ahora,
cuando te basas completamente en ti mismo y miras por debajo de
la mente, por debajo de las ideas, por debajo de las imágenes?
¿Estás dispuesto a entrar en ese espacio, en el lugar donde no se
arroja ninguna imagen, ninguna idea? ¿Estás verdaderamente
dispuesto y preparado para ser así de libre y así de abierto?».
2
Desenmarañar nuestro sufrimiento
Meterte en tu pellejo
La búsqueda verdadera no es una búsqueda en el mañana ni en
ningún otro lugar que no sea el ahora. Es ponerse a observar la
naturaleza misma de este momento. Para ello, tienes que «meterte
en tu pellejo», como solía decir mi maestra. Con «meterte en tu
pellejo» quería decir que tienes que mirar con claridad dentro de tu
propia experiencia. Deja de intentar tener la experiencia de otra
persona. Deja de perseguir la libertad, o la felicidad, o incluso la
iluminación espiritual. Métete en tu propio pellejo y observa con
atención: ¿qué está pasando aquí y ahora? ¿Es posible dejar de
intentar hacer que pase algo? En este momento mismo puede haber
algo de sufrimiento, puede haber algo de infelicidad; pero, aunque
los haya, ¿es posible dejar de empujarlos, de intentar librarse de
ellos, de intentar ir a alguna otra parte?
Yo entiendo que nuestro instinto es apartamos de lo que no es
cómodo, intentar ir a algún lugar mejor; pero, como solía decir mi
maestra, «has de dar el paso atrás, no el paso adelante». El paso
adelante es avanzar siempre, intentar alcanzar lo que quieres, ya
sea una posesión material o la paz interior. El paso adelante nos
resulta muy familiar: buscar y buscar más, esforzarse y esforzarse
más, corriendo siempre tras la paz, la felicidad, el amor. Dar el paso
atrás significa volverse sin más, invertir todo el proceso de buscar la
satisfacción en el exterior y mirar el lugar mismo en que te
encuentras. Mira si lo que estás buscando no está ya presente en tu
experiencia.
Repito, pues, que para realizar la labor previa de la que brota el
despertar debemos empezar por dejar la lucha. Dejas de luchar
reconociendo que el final de la lucha ya está presente en tu
experiencia actual. El final de la lucha es la paz.
Aunque esté luchando tu ego, aunque estés intentando entender
esto y «hacerlo bien», si miras con atención puede que llegues a
atisbar que la lucha tiene lugar dentro de un contexto más amplio de
paz, dentro de una quietud interior. Pero si intentas hacer que se
produzca la quietud, la perderás. Si intentas hacer que se produzca
la paz, la perderás. Se trata, más bien, de un proceso de
reconocimiento, de reconocer una quietud que está presente de
manera natural.
No estamos poniendo fin a la lucha. No estamos intentando no
luchar más. Lo único que hacemos es advertir que la conciencia
tiene una dimensión completamente distinta que, en este mismo
momento, no está luchando, no tiene resentimiento, no intenta llegar
a ninguna parte. Puedes sentirla en tu cuerpo, literalmente. No
puedes dejar de luchar a base de pensar. No existe una lista de
instrucciones de cómo no luchar. En realidad, la instrucción es
única: advierte que la paz, este final de la lucha, ya está presente en
realidad.
Por tanto, se trata de un proceso de reconocimiento.
Reconocemos que ahora mismo hay paz, aunque tengamos confusa
la mente. Puede que veas que ahora mismo, incluso cuando sientes
la paz, la mente está tan condicionada para apartarse de ella que
intentará discutir el hecho básico de que la paz existe dentro de ti:
«No puedo estar en paz todavía, porque tengo que hacer esto, o
aquello, o porque esta cuestión o aquella están sin resolver, o
porque fulano no me ha pedido disculpas». La mente egoica puede
insistir de todo tipo de maneras en que hay algo que tiene que
pasar, algo que tiene que cambiar, para que tú estés en paz. Pero
esto forma parte del sueño de la mente. A todos nos enseñan que
tiene que cambiar algo para que conozcamos la paz y la libertad
verdaderas.
Imagínate por un momento que esto no es cierto. Aunque creas
que es cierto, imagínatelo por un momento: ¿cómo serían las cosas
si no te hiciera falta luchar, si no tuvieras que hacer un esfuerzo para
encontrar la paz y la felicidad? ¿Cómo te sentirías ahora mismo? Y
tómate unos minutos para estar en silencio y ver si está contigo la
paz o la quietud en este momento.
¿Qué sabemos con certeza absoluta?
Otro modo en que luchamos es por nuestra necesidad constante
de saber. Queremos saber «por qué esto» y «por qué aquello» y
cómo se hace tal cosa. La mente se podría comparar en este
sentido con una máquina conectada a una batería inagotable.
Siempre quiere saber, siempre. Esta cualidad de la mente es muy
natural en muchos sentidos, y a veces resulta esencial para nuestra
supervivencia. No es malo que la mente busque y posea los tipos de
conocimientos que nos sirven para realizar tareas prácticas. Para
eso vamos a la escuela y aprendemos cosas, para que podamos
seguir nuestras vocaciones y funcionar en este mundo que hemos
creado. Existen muchos conocimientos que son muy útiles; pero, en
lo que respecta a nuestro estado de conciencia, en lo que respecta
a encontrar la paz y la felicidad, tenemos que dejar el conocimiento.
Tenemos que dejar el esfuerzo por saber, porque, en realidad, no
sabemos.
A modo de experimento, hazte la pregunta siguiente: «¿Qué sé
yo con certeza?». No «¿qué sé yo con un 99 por 100 de certeza?»,
sino «¿qué sé yo, por mí mismo, con certeza absoluta?». Cuando te
haces esta pregunta y miras con sinceridad lo que surge,
empezarán a salir a la superficie en primer lugar todas tus ideas,
todas tus opiniones, tus creencias, todo lo que has aprendido, todas
las cosas que crees que sabes; porque nos creemos que sabemos
muchísimas cosas. Sin embargo, todo lo que sabemos no nos ha
impedido sufrir, individual y colectivamente. Pero seguimos
volviendo al deseo de saber y a hacer funcionar nuestras mentes
con el propósito de entender este dilema del sufrimiento humano y
de encontrar la libertad. ¿Podemos tener la sinceridad suficiente
para mirar de frente la naturaleza de nuestra mente y preguntamos
qué sabemos en realidad?
Como ya he dicho, todo el saber de nuestras mentes es
simbólico, lo que significa que todo pensamiento que tenemos no es
más que un símbolo de algo. Ya se trate de la palabra «libro», o
«árbol», o «zapato», o «camisa», todo esto no son más que
símbolos que apuntan a otra cosa. Naturalmente, algunos de
nuestros pensamientos no hacen eso siquiera. Se limitan a apuntar
a otros pensamientos; es pensar sobre el pensar.
El gran regreso
Jesús dijo una vez: «El reino de los Cielos se extiende en la
Tierra, y los hombres no lo ven». Se nos ha dado una idea del reino
de los Cielos como un lugar de gran paz, descanso, felicidad y
unidad. Se nos ha dado la idea de que podremos alcanzar ese lugar,
ese descanso, en el futuro; de que está más arriba, en alguna parte,
entre las nubes o entre las estrellas, y de que el cielo es un lugar
muy especial, reservado para muy pocos. Pero con estas palabras
Jesús nos recuerda, como tantos otros grandes maestros
espirituales, que el cielo es esto, que todo lo que vemos es una
manifestación del espíritu. Todo es Dios encarnado. ¿De qué forma
cambia tu manera de funcionar en esta vida cuando te abres a esto?
¿Cómo hablarías a tu vecino o vecina si lo vieras como un ser
humano muy corriente, igual que tú, pero también, muy dentro de sí,
como encarnación de Dios? ¿Eres capaz de concebir al mismo
tiempo estas dos realidades, que todos los aspectos de la vida
tienen sus cualidades cotidianas y normales, pero que también son
una expresión completa de la divinidad? ¿Te imaginas cómo podría
ser tu trato con las demás personas si supieras que son las dos
cosas al mismo tiempo?
Que dejemos paso a nuestra esencia espiritual no quiere decir
que debamos despreciar nuestros cuerpos, nuestras mentes y
nuestras personalidades; pero sí podemos ver que nuestros
cuerpos, mentes y personalidades son una expresión del espíritu.
No es un «o esto, o lo otro». Podemos ser cuerpo y espíritu al
mismo tiempo, como la cara y la cruz de una moneda. Lo que
descubrirás es que la única cosa que puede aceptar de todo
corazón tu humanidad y este viaje completo y maravilloso de la vida
es tu naturaleza espiritual interior. El amor que está buscando tu ego
sólo lo puedes encontrar en tu esencia. Ningún «cuerpo» ni ninguna
«cosa» te puede dar suficiente desde el exterior.
Tu presencia espiritual interior está absolutamente enamorada
de lo que es, de todo lo que es. Se manifestó aquí de manera
consciente, sabiendo que iba a ser tal como es, conociendo el
peligro de que esta herramienta maravillosa de nuestra mente se
engañase y se mintiese a sí misma. A pesar de ello, tomó de todos
modos la decisión de encamarse, asumiendo este ciclo temporal del
nacimiento, de la vida y de la muerte, para descubrir después que
su esencia se ha mantenido igual a lo largo de todo el viaje. Al final
no hay nada que ganar ni que perder. La única pérdida posible es
que cierres los ojos a lo que es.
Estar en el no estar
Hace muchos años, yo me alojaba en un monasterio budista, y la
abadesa (una mujer sabia y maravillosa) hizo una observación muy
interesante. Dijo:
—Todo el mundo sabe que no hay que caer en el infierno; pero
muy pocas personas saben el modo de no caer en el cielo.
Cuando oí aquello, no lo entendí bien. Primero pensé: «Bueno,
sí; nuestro instinto es no caer en el infierno, pero mucha gente cae».
Después pensé: «¿Por qué no iba a querer alguien caer en el cielo?
¿Por qué no iba a querer alguien caer en la iluminación?».
Me pareció que lo que decía ella era muy raro: «No caigas en el
cielo». Tardé muchos años en darme cuenta por mí mismo de lo que
quería decir con aquello. Porque, si caemos en el cielo, nos limita
tanto como si hubiésemos caído en el infierno. Sería casi como
decir: «¡Espira con ganas, aaaaaaaaaaaah! Al espirar nos sentimos
muy bien, de modo que el objetivo es espirar». Pero si no
hiciésemos más que espirar, tardaríamos bien poco en morimos.
Para poder espirar tenemos que inspirar. Las dos cosas van juntas,
como la mano derecha y la mano izquierda, como el subir y bajar en
un balancín. Cuando estamos en conciencia egoica, siempre
intentamos apartarnos de lo que creemos que es malo, para
dirigirnos hacia lo que nos imaginamos que es bueno. Pero,
naturalmente, lo que nos imaginamos que es bueno también está
vinculado íntimamente con la aparición de lo que es malo.
Por avanzada o por profunda que sea nuestra realización
espiritual, siempre es importante saber no caer en el infierno ni en el
cielo; de hecho, no caer en ninguna parte. Como dijo un antiguo y
sabio maestro del zen, «estar en el no estar». Jesús se estaba
refiriendo a ese estado que se encuentra más allá de las parejas de
opuestos cuando dijo: «Las zorras tienen sus madrigueras en la
tierra, y los pájaros tienen sus nidos en los árboles, pero el Hijo del
Hombre no tiene donde reposar la cabeza». Así recordaba a la
gente que el lugar donde estaba él, el reino de los Cielos, en
realidad no es celestial. Está más allá del cielo y del infierno. Está
más allá de las parejas de opuestos. Nosotros hemos convertido el
cielo de Jesús en lo opuesto al infierno; pero está claro que, para
Jesús, el reino de los Cielos no era un lugar que estuviera limitado,
ni siquiera definido, por las parejas de opuestos. Para él, el reino de
los Cielos era algo completamente distinto. Era un estado de la
conciencia que no se hallaba sumido para nada en el punto de vista
dualista.
El punto de vista dualista es muy engañoso y muy sutil. Muchas
enseñanzas espirituales clásicas nos desvían de la mente y del
cuerpo, nos desvían de la identificación con cualquier forma. Las
enseñanzas antiguas dirían: «Tú no eres esto. Tú no eres aquello.
Tú no eres tu mente. Tú no eres lo que piensas». A esto se le ha
llamado «la vía negativa», la vía de la negación. La vía negativa
aparece en diversas formas del hinduismo y del budismo, y también
en el cristianismo. Estas enseñanzas nos desvían en cierto modo
del apego a toda forma, tanto gruesa como sutil, para que podamos
descubrir y despertarnos a nuestra fuente como espíritu, como
presencia, como ese campo abierto de la consciencia que no es en
absoluto «una cosa». Es más bien como una gran nada, viva y
despierta. Pero si intentásemos limitarnos a asirnos a aquello,
entonces nos estaríamos engañando a nosotros mismos una vez
más. Puede que se tratara de un nivel de engaño superior al de
estar atrapados en el estado egoico de la conciencia, pero no deja
de ser un estado de engaño, porque no es completo. No es más que
lo opuesto del estado egoico. El estado informe de la conciencia no
es más que lo opuesto a ese estado de la conciencia que se
identifica con la forma.
Así pues, la idea no es pasar de la identificación con la forma a
la ausencia de forma. No se trata de pasar de ser alguien a no ser
nadie. No se puede definir la verdad como un algo ni como una
nada. En último extremo, no puedes definirla como espíritu ni como
materia. No la puedes definir como ego, ni como algo que no es
ego. Nuestra naturaleza última no se puede describir en absoluto
con términos dualistas. Será siempre un misterio para nuestras
mentes, porque el proceso de pensamiento que utilizamos para
aprehender las cosas sólo es capaz de pensar en términos
dualistas. De manera que nuestras mentes no pueden conocer
nunca la realidad de manera directa. Incluso al nivel de nuestros
sentimientos, nos sentimos bien o nos sentimos mal. Nos sentimos
abiertos o nos sentimos cerrados. Hasta nuestras emociones, al
menos en su mayoría, son expresiones de dualidad.
En muchas formas de espiritualidad nos llevamos la impresión
de que casi se está condenando la vida, y que en realidad no se
trata más que del plano de lo informe. Pero si nos apegamos a lo
informe, a la amplitud interior del ser, a esa conciencia pura (aunque
sea mucho más libre, más abierta y amplia); si caemos allí, no
habremos hecho más que aceptar otro engaño de nivel superior.
Entonces, ¿qué es esta verdad de la que hablaba Jesús, «estar en
este mundo, pero no ser de él»? ¿Cuál es esa verdad que quiso
expresar con su parábola de que los zorros tienen sus madrigueras
en la tierra y los pájaros en los árboles, pero que el Hijo del Hombre
no tenía donde reposar la cabeza? La enseñanza que se encierra
aquí se refiere a lo relativo: lo alto y lo bajo, el algo y la nada, el
espíritu y la materia. Lo que dice aquí Jesús es que él está más allá
de esto; y no sólo más allá de ello, sino que también lo incluye.
Un día que el Buda iba por un camino, le preguntaron: —¿Qué
eres tú? ¿Eres un hombre?
El Buda dijo:
—No. No soy un hombre.
Le preguntaron entonces:
—¿Eres un animal?
—No, no soy un animal —dijo el Buda.
—¿Entonces, eres un dios?
—No, no soy un dios.
Su interlocutor, muy confundido, le preguntó:
—Y bien, ¿qué es lo que eres?
El Buda dijo simplemente:
—Uno que está despierto.
Así señalaba el Buda más allá de todas las definiciones, más allá
de todas las descripciones. Este estado de la conciencia es el lugar
más difícil de describir, porque es literalmente indescriptible. La
realidad más elevada es ser «esto», y ser «aquello», y no ser
ninguna de las dos cosas; ser espíritu y ser humano; ser un campo
de consciencia abierta y amplia a la vez que una encamación
humana determinada. Para esto hace falta una gran sutileza, una
disposición profunda a ir más allá de todos nuestros conceptos,
incluso de nuestros conceptos del bien y del mal y de lo correcto e
incorrecto.
Un maestro taoísta dijo: «Cuando se pierde el Gran Camino, se
crean el bien y el mal». El «Gran Camino» se refiere a la verdad
última, a la realidad última. Cuando tú y yo nos volvemos
inconscientes del Gran Camino, más allá de toda dualidad, entonces
tenemos que crear convenciones tales como el bien y el mal. Esto
es razonable en el mundo de lo relativo. Razonablemente, es mejor
ser bueno que ser malo; esto tiene sentido. Pero en el estado último
de la realidad, no es bueno ni malo. Es algo que está más allá.
El nacimiento virginal:
Más allá de las parejas de opuestos
Se pueden encontrar temas comunes en muchas religiones del
mundo: en el cristianismo, el budismo, el islamismo, el hinduismo,
así como en las religiones que existieron mucho antes de la historia
religiosa moderna. Uno de los motivos más comunes que aparecen
en las diversas culturas es el del nacimiento virginal. Todos
conocemos la historia de Jesús y sabemos que se cuenta que nació
de una virgen. En el budismo nos encontramos también la historia
de Buda, que nació del costado de su madre. Estos dos relatos no
son más que modos de comunicar una verdad más profunda.
Se nos suele enseñar a que atendamos a los aspectos históricos
de estos nacimientos: a lo que pasó, y a si cierta persona era virgen
o no. Pero eso es entender mal la cuestión. Si nos limitamos a mirar
los hechos históricos de una religión, intentando determinar si son
verdaderos o equivocados, pasamos por alto el sentido de la
enseñanza. Estos relatos de nacimientos virginales se refieren al
nacimiento de lo que nace sin la unión de los opuestos. Nuestro
nacimiento humano es un nacimiento de opuestos. Es la unión de lo
masculino y lo femenina que produce un ser humano. Nuestra
humanidad es una manifestación de opuestos, del latido de nuestro
corazón, que se abre y se cierra, de la inspiración y espiración
sucesiva de nuestros pulmones. Así, nuestro nacimiento físico es
siempre un nacimiento de opuestos, lo que en sí y de por sí es muy
hermoso. Todo el mundo que nos rodea es una manifestación de
opuestos, sea cual sea su expresión. Pero este concepto del
nacimiento virginal se refiere a nuestro «segundo» nacimiento, a
nuestro nacer después de haber nacido. Es el nacimiento en nuestra
conciencia de una visión que no se basa en la dualidad. Estos
relatos reconocen que lo que somos en realidad es, de hecho, el
origen de todos los opuestos, de lo masculino y de lo femenino, de
esto y de aquello. Es el nacimiento de una visión unificada, en este
mismo mundo del tiempo y del espacio.
Lo que quiere enseñamos el nacimiento virginal de Jesús es que
esta persona, Jesús, el Cristo, era en realidad una manifestación de
lo que está más allá de las parejas de opuestos. Y esa persona
también eres tú. No cabe duda de que tenía un cuerpo humano y
una mente humana, igual que tú. De hecho, se llamaba a sí mismo
«el hijo del hombre». Más tarde, otros empezaron a llamarlo «el hijo
de Dios». Jesús sabía que tenía cuerpo y mente humanos, pero que
su conciencia no pertenecía al mundo de los opuestos. El
nacimiento virginal nos señala nuestro propio despertar del ego. En
el momento del despertar sentimos, literalmente, que estamos
volviendo a nacer, o que ha aparecido algo completamente nuevo e
inesperado en nuestra conciencia. Es realmente un nacimiento
virginal; no es un nacimiento de dualidad, sino un nacimiento de no
dualidad, un nacimiento de lo que está mucho más allá de todas las
dualidades.
No hace falta que vayamos muy lejos para encontrar este
nacimiento virginal; podemos investigar nuestra experiencia aquí
mismo y ahora mismo. Como todo lo demás, ya está presente. Si
observas este momento, guardas silencio y aplicas la sensibilidad,
puedes sentir de manera intuitiva que hay algo de ti, aquí mismo y
ahora mismo, que no es definible como masculino ni como
femenino, como esto ni como aquello. Hay algo de ti que no es
definible en absoluto. Ya hay en ti un sentido de lo que no se puede
definir con palabras. Esa es la conciencia que se está naciendo a sí
misma para ser reconocida, quizá en este mismo momento. Puede
empezar por ser un mero atisbo, un presagio, una sensación; pero si
le dedicas mucha atención empiezas a reconocer que está allí, en tu
experiencia del ahora mismo.
El hecho de que nuestra naturaleza verdadera sea en último
extremo no-dual es precisamente la causa por la que cuando
nacemos en este mundo material nos sintamos atraídos por nuestro
opuesto. Esto no quiere decir que todos los hombres se sientan
atraídos por las mujeres, ni que a todas las mujeres les atraigan los
hombres; pero si estudias a fondo las relaciones íntimas o
románticas profundas de los seres humanos, verás que en ti suele
haber algo que se siente atraído por tu opuesto, por algo que no te
parece que tengas tú. Este es el deseo profundo que tiene nuestro
espíritu de unión, de reunirse, de recordar nuestra naturaleza
unificada. Siempre hay aquello que no es ni masculino ni femenino,
sino ambas cosas y más allá. Lo único que tienes que hacer para
verlo es volverte, en el momento mismo, hacia las profundidades de
tu propia experiencia. Haz que tu mente renuncie a intentar definir
nada y verás por ti mismo que lo que eres en realidad es algo que
está más allá de cualquier definición.
Hay una cita maravillosa de un maestro del zen muy célebre que
se llamaba Huang Po. Lo que describen sus palabras es la unidad
del espíritu, el hecho de que nuestra naturaleza verdadera no es ni
esto ni aquello, sino ambas cosas. También describe con elegancia
la nobleza natural que se encuentra en toda la realidad. Para
empezar a conocer la verdad de lo que dijo Huang Po, debes
entender el sentido en que empleaba la palabra «mente». La
empleaba en el mismo sentido en que nosotros usamos las palabras
«consciencia» o «espíritu». Cuando habla de «mente», no se refiere
al proceso del pensamiento, sino al contexto en que aparece toda la
forma, incluido el pensamiento mismo. Dijo: «La mente es el Buda, y
el Buda es todos los seres vivos. No es menor por manifestarse en
los seres corrientes, ni es mayor por manifestarse en los Budas».
Así nos dice Huang Po que todo es uno, y que todo, ya sea ordinario
o extraordinario, es por igual una expresión del espíritu. Todo tiene,
en último extremo, su valor, su bondad y su nobleza. No importa que
sea conocido o desconocido. No importa que sea exaltado o
humilde, alto o bajo. Cuando miramos abriendo bien los ojos, vemos
que todo es, intrínsecamente, una expresión de la realidad divina, y
que en última instancia todo está lleno de valía y de valor.
El mundo es ilusión.
Sólo Brahmán es real.
El mundo es Brahmán.
El gran descorazonador
A algunas personas esto les puede parecer lejano, un lugar
inalcanzable, un estado al que sólo unos pocos pueden acceder;
pero te puedo asegurar que para conocer esto de primera mano no
tienes que cambiar ni que hacerte distinto. Sólo te hace falta estar
dispuesto a detenerte. Cuanto más nos detenemos, y cuanto más
nos soltamos, más se abre de manera natural nuestra conciencia.
Cuanto más ponemos en duda nuestras conclusiones, más se nos
abre la puerta a una visión cada vez más amplia. Cuanto más
profundizamos en la visión de la realidad de las cosas, más se nos
abre el corazón para abarcarlo todo; porque, si estamos sintiendo de
verdad lo más profundo de nuestra realidad y de nuestra verdad, el
corazón no querrá huir de lo que hay aquí y ahora; antes bien,
nuestros corazones ya lo están abrazando todo. Podemos consentir
que nuestros corazones sean lo bastante grandes como para
romperse.
Mi maestra llamaba a este mundo «el gran descorazonador».
Cuando empezamos a despertarnos de verdad a nuestra naturaleza
verdadera, nos volvemos más conscientes del sufrimiento que nos
rodea. No sentimos a las personas y los hechos de nuestras vidas
con menor profundidad, sino con mayor profundidad. Nos hacemos
más presentes en el aquí y el ahora. Lo que vemos es que, aunque
nuestra visión se haya ampliado, aunque hayamos despertado no
sólo a la realidad, sino como realidad, seguimos sin poder controlar
a nadie. Todo y todos tienen su propia vida que vivir, y no podemos
borrar sin más su sufrimiento por el hecho de que tengamos abierto
el corazón. Aunque nos encantaría que todos despertaran y fueran
felices, una de las cosas que nos descorazonan es aceptar este
momento, este mundo, tal como es.
Otro de mis maestros dijo: «Todo amor verdadero vierte una
lágrima. Es agridulce». Y yo he descubierto que esto es cada vez
más verdadero. Cuanto más profundo es mi amor, más conozco la
amargura que acompaña a la dulzura. No es una amargura
negativa; es una amargura que vuelve todavía más dulce la dulzura.
La vida no sólo es hermosa por las grandes vistas de las cumbres y
por el entorno límpido y puro de un lago de montaña. La vida
también es hermosa en todos y cada uno de los momentos. Hay
nobleza y belleza incluso cuando sufren los seres humanos.
Nuestros corazones no quieren que sufran; queremos salvarlos;
pero lo descorazonador es que no podemos hacerlo. La calidad de
nuestro amor, la apertura de nuestro corazón, no deja de ejercer un
efecto profundo sobre el mundo y sobre las demás personas que
están en él. Sólo que nuestros corazones no pueden controlarlo, y
tampoco querrían nunca controlarlo.
Pero no vayas a creer que tu presencia aquí (tu presencia física,
material, individual) no ejerce un gran impacto sobre todos los que
te rodean, porque sí que lo ejerce. En último extremo, no puedes
controlar lo que te rodea, pero sí que ejerces un gran impacto. Este
es el don que podemos darnos unos a otros, este don de la unidad,
de la unión, de un corazón abierto y auténtico que nos llega cuando
se nos abre la mente. Sí, será descorazonador; y cuando nos
sintamos descorazonados, pediremos a nuestra mente que se abra
todavía más, tanto, que no haya nada ni nadie que se aferre al
descorazonamiento. Pero el descorazonamiento también se
desplaza por la transparencia de la conciencia. Si estamos
dispuestos a abrirla mucho también, hasta el punto de que estemos
dispuestos no sólo a trascender este mundo, sino a habitarlo y a
encamarlo, entonces nos convertiremos en la respuesta que
siempre habíamos buscado. Entonces nos convertiremos en la paz
que buscan todos los seres.
A veces resulta inquietante damos cuenta de que nos hemos
estado asiendo a un entramado de sueños, pero en última instancia
resulta liberador. Tenemos el corazón tan grande que podemos dejar
que se nos parta. La ilusión no trae nunca la paz, no trae nunca la
felicidad. Cuando hemos terminado de dejarnos afectar por nuestras
propias ilusiones, empezamos a asombrarnos; a asombrarnos de
que somos algo más que nuestras ilusiones, de que somos algo tan
vasto y tan explicable. No somos algo que exista dentro del cielo, ni
siquiera en el gran misterio del ser, sino que en realidad somos el
gran misterio del ser. Un maestro del zen dijo: «Todo el universo es
mi personalidad verdadera». Es una afirmación maravillosa: «Todo
el universo es mi personalidad verdadera». Si quieres ver lo que
eres de verdad, abre la ventana, y todo lo que veas será, de hecho,
la expresión de tu realidad interior. ¿Eres capaz de abrazarla toda?
11
Caer en la gracia
ADYASHANTI
Empezó a ejercer la enseñanza en 1996 a petición de su
maestra de zen, con la que había estudiado durante catorce años.
Desde entonces, muchos buscadores espirituales se han
despertado a su naturaleza verdadera en su compañía.
Hoy, sus retiros son tan populares que los aspirantes a asistir a
ellos deben participar en un sorteo que sólo se celebra dos veces al
año. Las enseñanzas de Adya se han comparado con las de
algunos de los primeros maestros chinos del ch'an (zen), así como
con los maestros del ve— danta advaita de la India.
Entre sus libros se cuentan La danza del vacío y Meditación
auténtica, ambos editados por Gaia Ediciones.
Su web es: www.adyashanti.org