La Otra Orilla de La Droga - PDF Versión 1
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José Luis de Tomás García
ePub r1.1
Artifex 29.07.14
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Título original: La otra orilla de la droga
José Luis de Tomás García, 1985
Diseño de cubierta: Destino
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A Rosafina, mi mujer, que creyó en mí.
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Todos los hechos que se narran son rigurosamente verídicos, si bien han
sido modificadas las circunstancias y nombres a fin de que nadie se pueda sentir
identificado con ningún personaje.
Se ha evitado, en lo posible, transcribir frases y palabras malsonantes y
soeces. Sin embargo, la totalidad de los diálogos responden al vocabulario
utilizado por la juventud que se describe.
Al final del texto se incluye un reducido diccionario de argot, en el que se
tratan de recoger algunos de los vocablos más empleados en el ambiente en que
se desarrollan los hechos. No pretende ser exhaustivo, ya que su única finalidad
es hacer más comprensible la lectura.
Los jóvenes que se desenvuelven en medios donde circula la droga, han
adoptado una terminología propia, rebautizando a su antojo cada una de las
substancias estupefacientes conocidas. Asimismo, este vocabulario utilizado por
el drogadicto, va íntimamente ligado con el conocido hoy como «pasotismo». Y
ambos, por sus conexiones con la delincuencia —a través de la prisión y de los
locales donde se suelen reunir delincuentes habituales contra la propiedad—
han sido influidos en su lenguaje peculiar por el «caló». Este último es el
empleado en el habla gitana por gente que ha conocido la prisión
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Primera parte
El invierno de 1981
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El sonido agudo y metálico del teléfono le despertó. Abrió los ojos y al mover la
cabeza sintió un dolor profundo en el cuello. Braceó pesadamente en la nebulosa del
sueño y dejó quieta su mirada en el techo.
La luz que penetraba de la farola de la calle formaba una extraña y distorsionada
figura. Había anochecido. Se incorporó en la cama y llegó a la conclusión de que el
teléfono había estado avisándole, martilleante, en la salita; quienquiera que fuera se
había cansado de insistir. Mejor así. Se dejó caer de nuevo. A su lado, Maica dormía
plácidamente y su respiración acompasada no perdió su ritmo cuando encendió la luz
de la lamparilla de noche.
Se habían acostado después de comer, eso lo recordaba, pero no tenía noción del
tiempo. Hizo un esfuerzo por rememorar y al ladear la cabeza hacia Maica una
punzada electrizante le golpeó el hombro. Inmóvil, percibía el fluir de la sangre por
su cuerpo. Se sentía mejor. Al fin, había podido dormir unas horas. Admitió que el
hachís que le habían pasado era de excelente calidad. Les había hecho volar a los dos.
La estridencia del timbre, esta vez de la puerta, le hizo volver la cabeza, con el
consiguiente dolor. Soltó una maldición y se sentó en la cama. Maica se removió en
sueños. Su aroma femenino impregnaba la habitación. El rostro, de piel tersa y suave,
estaba vuelto hacia él. Era curioso. Nunca se había detenido a observar las pestañas,
negro azabache, que contorneaban sus ojos. Decidió que era bonita.
Extendió la mano hacia ella. Tenía los senos al descubierto y con un dedo le rozó
el pecho, serpenteando sobre él, sintiendo el calor de aquel remanso. Cuando su dedo
giró suavemente sobre la corona rosada de su cúspide, Maica abrió los ojos.
El timbre volvía a insistir.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Nada —respondió él—. Que llaman a la puerta.
—¿Quién es?
—Que no lo sé.
Antonio se levantó cansadamente y se vistió un batín.
—¿Qué hora es? —quiso saber ella, con voz arrastrada y sin demasiada
convicción.
Miró a la mujer mientras se frotaba los ojos con el dorso de la mano.
—Ya está —recordó Antonio—. Son Rafa el Huesos y el Nano. ¿No te acuerdas?
Maica asintió con desgana y se cubrió la cabeza con la almohada. Descalzo, se
encaminó hacia la puerta. El frío del suelo en sus pies le volvió totalmente a la
realidad.
De pronto, era consciente, una vez más, de su libertad. Se pasó una mano por la
boca en un bostezo prolongado que terminó en una sonrisa. ¡Aquello era real! Estaba
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en casa, despierto, disfrutando plenamente su segundo día de libertad.
¡Libertad! Lo único que vale en este mundo y, sin embargo, la gente lo ignora
porque nunca le han privado de ella.
Hacía dos días ya que había salido de la cárcel. Esa última condena le había
supuesto más de un año a la sombra.
Encendió un cigarrillo mientras esperaba que sus amigos subieran. Rafa el
Huesos era un buen colega, pero en cambio, con el Nano no le unía una amistad tan
sólida. El Huesos había insistido en acudir con él, pues en los últimos tiempos estaba
moviendo buen polvo.
Abrió la puerta.
—Hola, Rafa, ¿cómo estáis? —saludó Antonio.
—Calcula —respondió éste—. Con ganas de tenerte entre los colegas.
El apretón de manos fue cálido y sincero.
—¿Pero estabas durmiendo, tío? —preguntó Blanca.
Se acercó a él y le besó en las mejillas.
—Si son las nueve de la noche —se asombró Rafael.
—Pero, ¿cómo te lo montas, oye?
Antonio reía, satisfecho. Un júbilo quieto le navegaba el cuerpo. Observó a
Blanca mientras la asía por los hombros. No había cambiado nada. Los ojos grises,
rasgados, acentuaban el atractivo de su rostro ovalado. Tenía la risa fácil. El cabello
de color trigueño, liso y suave, le caía sobre los hombros. Con frecuencia lo llevaba
recogido en la nuca con una cinta.
Rafael, en cambio, había mejorado desde la última vez, en la prisión. No
aparentaba la edad que tenía. Había cumplido recientemente 27 años y parecía un
hombre envejecido prematuramente. Poco cuidadoso de su persona, como siempre. El
pelo empezaba a clarear en la parte superior de su cabeza y en la frente aparecían dos
ligeras entradas.
—¡Estáis fenómeno! —cumplimentó Antonio.
Vicente Puig, el Nano, dio un paso hacia él y le estrechó la mano efusivamente.
—Buenas noches, Califa —saludó. Llevaba del brazo a Maite—. ¿Os conocéis?
Maite, éste es Antonio; Califa, para los amigos.
—Ya nos conocemos —afirmó Antonio, besando a la mujer.
Era agradable tener amigos, recibir visitas en libertad.
Reparó en la mujer. Formaban una extraña pareja. El Nano era bajo de estatura,
pero con una madurez muy superior a sus 22 años. Moreno, de aspecto aniñado, el
pelo largo hasta los hombros. En su rostro huesudo y alargado destacaba un bigote
claro y la cicatriz que dividía en dos su ceja izquierda. Vestía pantalones vaqueros y
una cazadora azul. Colgada al hombro llevaba una bolsa de lona descolorida.
Maite era más alta que él y muy delgada. De rostro ancho, pómulos altos y ojos
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claros, luminosos. Al reír mostraba una dentadura ordenada y blanca. Era morena y
llevaba el pelo corto. No usaba apenas maquillaje. El rasgo de sus labios era firme y
casi varonil.
—Aún estás dormido —comentó Nano.
Antonio levantó la mano, con gesto impotente.
—Me he quedado frito en la piltra —dijo—. Pasad.
Cerró la puerta y les condujo al salón.
—Sentaos por ahí. Voy por las zapatillas.
—¿Puedes tú solo o necesitas ayuda? —le preguntó Blanca, riendo.
Antonio se volvió hacia el grupo.
—Vaya colocón, esta tarde —dijo—. Ciegos nos hemos puesto los dos. Eso te
hace volar, te pone en órbita a la tercera calada. ¡Menudo ciego! Si no llamáis
vosotros, aún estamos sobando.
Maica apareció en la puerta.
—Buenas tardes a todos, o noches, o lo que sean —dijo.
Vestía pantalones blancos y un suéter amarillo.
Saludó a todos. En el beso de Maite, notó una calidez insinuante. Era un beso
lento, arrastrado, al tiempo que le oprimía los brazos de forma significativa. «Es
superior a sus fuerzas; nunca ceja en sus empeños», pensó Maica, sonriendo. Se
sentaron todos en el salón. Era una estancia espaciosa, con un amplio ventanal. En
realidad, la vivienda consistía en una gran sala rectangular en la que convergían la
puerta del dormitorio, los accesos a la cocina y cuarto de baño, así como dos
habitaciones de reducidas dimensiones. En un ángulo del salón se hallaba un mueble-
bar de estilo indefinido, bien surtido de bebidas. En el otro extremo estaba el televisor
portátil sobre un pequeño mueble y el teléfono en forma de góndola, de color rojo.
En el centro, la mesa de nogal, alrededor de la que se apiñaban seis sillas de estilo
isabelino. Pequeñas alfombras cubrían el suelo, en un mosaico de colores chillones.
Junto a la pared opuesta al ventanal, dos sillones y un sofá de terciopelo verde.
—Sirve algo, Blanca, que tú ya conoces la casa —le indicó Antonio, frotándose la
base del cuello—. Me he levantado con una tortícolis de elefante. Lo que son las
cosas, no te das cuenta de que tienes cuello, hasta que te duele.
—Sí, señor —replicó Rafael—. ¿En qué curso lo aprendiste eso?
—Sin cachondeo, Huesos. Fíjate y verás como tengo razón. Si algo no funciona
en la máquina y te duele, es cuando te das cuenta de las cosas que tenemos por
dentro.
—Estás cantidad de listo, ¿no te joroba? —terció Maica—. Anda, ve y vístete.
Antonio salió, dándose masajes en la parte dolorida. Entró en el cuarto de baño y
se lavó con agua fría. Mientras se secaba, se contempló en el espejo. Bien, las cosas
ahora iban a marchar. Se hizo un guiño a sí mismo y se frotó la nariz.
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Verdaderamente, la tenía un poco grande, casi puntiaguda; pero quedaba disimulada
por el resto de sus facciones alargadas. El pelo había que dejarlo crecer un poco más.
Lo llevaba peinado hacia atrás porque desde siempre le había resultado más cómodo,
a pesar de que dejara descubierto las pronunciadas entradas en el arranque del
cabello. Si hubiera sido rubio, le molestaría no tener los ojos azules, pero era de tez
muy pálida, de la que sobresalían las dos cejas, y espesas, formando concavidad
sobre los ojos pardos.
Era más bien alto, de figura espigada. A los treinta años sentía como un
adolescente. Se miró firmemente a los ojos. El rictus de seriedad, mientras se
contemplaba, se convirtió en una sonrisa de complicidad con el espejo. Apoyó el
dedo índice sobre el rostro que le mostraba el cristal y exclamó en voz alta:
—¡Esto empieza bien! ¡Fijo!
Se puso los vaqueros y una camisa oscura y salió.
Todos bebían whisky. Blanca le entregó un vaso.
—Como aperitivo, no está mal el whisky —opinó Nano—. Pero, ¿no tenemos
nada mejor para celebrarlo?
Antonio se levantó, sin mirarle. Cuando regresó de la habitación traía una bola del
tamaño de un huevo, de hachís, que dejó sobre la mesa.
—Si tienes navaja, corta tú mismo —le dijo.
El Nano obedeció, y con precisión troceó la pieza, disponiéndolo todo para
preparar el porro.
—Sí, señor —comentó triunfal—. Buena mercancía.
El sonido estridente de una sirena se oyó, de pronto, apagándose poco a poco en
la distancia, hasta confundirse con el ruido del tráfico.
—Los de la pasma, no le dejan a uno tranquilo —dijo Antonio.
—No son de la pasma, chico, que no te orientas —le corrigió Rafael, imitando
con silbidos la nueva sirena policial.
Con el porro circulando de mano en mano ya, la conversación se tornó chispeante
y los ojos adquirieron un brillo vidrioso.
—Pues a mí me está entrando una gazuza que no me lamo —dijo, de pronto,
Blanca.
—Menuda tragaldabas estás hecha —le censuró Rafael.
—Maica, vamos a la cocina. —Blanca se incorporó y las dos mujeres le siguieron
—. Hemos traído algo de embutido… Vino es lo que no traemos.
Cuando los hombres quedaron solos, Nano dijo:
—Mientras, nosotros podríamos liar otro petardo.
—Primero el negocio, tío —le atajó Rafael—. ¿Te mola? Cuando se termine lo
serio, todo el cachondeo que quieras.
Nano accedió a regañadientes y se inclinó para coger del suelo su bolsa de lona.
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—¿Cómo estás de costo? —le preguntó Antonio.
—Medio y medio —le respondió el Nano, mostrando dos tabletas prensadas de
hachís, de un color pardo oscuro—. Sólo os puedo hacer un kilo. Está bien pesado.
Tócalo, Califa, es goma. Os lo paso igual que lo he ligado yo.
—¿Y de polvos? —preguntó Rafael.
—Nada. Lo que se está moviendo ahora es muy chungo. Dentro de unos días
tendré una onda buena. Antonio olfateó largamente las tabletas y aprobó con la
cabeza. Rafael regateó, pertinaz, el precio, hasta lograr una pequeña ventaja. Los dos
hombres le pagaron a Nano y depositaron la mercancía en el mueble-bar, tras las
botellas.
—Luego lo recogeré —dijo Rafael—. Así es mejor, porque luego se arma la
fiesta y nadie se acuerda de la cosa.
Nano ya estaba preparando otro cigarro. Las mujeres dispusieron rápidamente la
mesa y todos acercaron las sillas.
El brindis de Rafael resultó especialmente jocoso y provocó las risas de todos.
—¡Estás pirao, Huesos! —comentó Maica—. Como metamos tanto jaleo nos la
van a armar los vecinos.
—El que quiera tener una buena porcata, que llame a la puerta —le respondió
Nano.
Tras la cena, la conversación se animó. Los hombres narraban, insaciables, un
sinfín de anécdotas ocurridas durante su permanencia en la prisión.
—Viéndoos tan alegres, nadie diría que se pasa tan mal en el talego —dijo
Blanca.
—Si no fuera por esos ratos… —explicó Antonio—. Lo que pasa es que uno sólo
se acuerda de lo bueno. Lo malo no hace falta que nos lo recuerden.
Rafael se levantó y se situó en el centro de la estancia. Se quitó la camisa y la
arrojó a un rincón. Entonces se ciñó a la frente la correa de sus pantalones y adoptó
una posición estática, sentado sobre sus piernas en el suelo. Los demás dejaron las
sillas y tomaron asiento en los sillones.
—Ya está bien de humo —dijo Rafael, depositando el porro en el cenicero, sin
apagarlo—. Ahora un poco de polvo.
Extrajo del bolsillo del pantalón un pequeño sobre confeccionado con un recorte
de revista. Contenía heroína.
—El Huesos ya está lanzado —comentó Maica, levantándose. Fue al dormitorio y
regresó con una jeringuilla, del tipo desechable. La mostró.
—No tenemos más que una chutona —dijo.
—¿Y para qué queremos más? —respondió Nano. Se pasó mano por la frente—.
Me he puesto ciego de chocolate, pero me está haciendo falta un poco de caballo.
El hachís obraba sus efectos. Todos se sentían locuaces, deseosos de narrar
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experiencias y sentimientos. Se agrandaban determinados acontecimientos y se
mentía descaradamente. Las conversaciones se cruzaban, se cortaban, volvían a nacer
de cualquier frase inacabada.
Antonio estaba satisfecho. La vida debería ser siempre así, risas y felicidad, sin
sombras amenazantes. Miró a las mujeres, que estaban pendientes de Rafa el Huesos.
Reparó en Blanca. Sentada, la falda se le había deslizado hacia arriba. Sus piernas
eran largas y esbeltas. Tenía un cuerpo perfecto. Levantó la mirada hasta su pecho
espléndido. Era atractiva y ella lo sabía.
—El primer pico para las damas —ofreció Rafael con voz pesada, arrastrando las
palabras.
Con el mechero estaba calentando la cucharilla para disolver en agua la heroína.
Cuando apagó la llama, cogió una porción de filtro de cigarrillo, amasándolo hasta
formar una bolita que depositó en el líquido de la cuchara. Apoyó la aguja de la
jeringuilla sobre el filtro preparado y suavemente fue elevando el émbolo de la misma
hasta que se convirtió en receptor de la heroína licuada. De esta forma la inyección
no contenía ninguna partícula perjudicial para la circulación sanguínea. Dirigiendo la
aguja hacia arriba empujó delicadamente hacia la parte superior para desalojar el aire
de la jeringuilla.
Se le pusieron ojos de avaricia al contemplar cómo unas gotas caían de la aguja a
su mano. Rápidamente bajó la boca hasta los dedos y las sorbió.
Antonio le observaba, complacido. Eso era la libertad. A nadie tenían que
obedecer y cada uno se comportaba como mejor le apetecía.
—¿Cómo está la calle? —preguntó—. ¿Se mueven buenos polvos?
—Hay una cosa muy mala, por ahí —respondió Rafael—. Últimamente, en
Valencia está todo muy tieso —no desviaba la mirada de la jeringuilla—. Por menos
de nada, te tangan.
Le entregó la jeringuilla a Maica. Esta la dejó sobre la mesa y trató de subirse la
manga. El suéter que vestía era demasiado estrecho y encontraba mucha dificultad.
Se puso en pie y se sacó la prenda por la cabeza. El blanco sujetador quedó al
descubierto, aprisionando sus senos exuberantes… Buscó con la mirada a su
alrededor y no encontrando lo que necesitaba, se desabrochó el sujetador.
Se sentía eufórica. Cogió el sujetador y lo utilizó como torniquete en el brazo
izquierdo, sobre el codo. Bajó el brazo, dejándolo extendido junto al cuerpo, mientras
abría y cerraba la mano hasta conseguir que las venas se marcaran con nitidez en la
parte interior del brazo. Con la otra mano tomó la jeringuilla.
Acertó la vena al tercer intento. La sangre empujada por la marea artificial de la
droga, golpeó su cerebro. Poco a poco le inundó una sensación placentera y se
recostó, apoyadas las dos manos bajo la nuca. Permaneció quieta, extática, llena de
paz, con la mirada fija en el techo y ajena a la conversación del grupo.
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Blanca observaba los movimientos de Rafael, que ya había dispuesto la
jeringuilla con una nueva dosis. Se subió la manga de la camisa.
—¿Te chuto yo? —le preguntó Rafael.
—No. Me las arreglaré.
Encontró la vena al segundo pinchazo.
—Yo paso —dijo Maite, mirando a Rafael.
—Vale —respondió éste—. Tú te lo pierdes, pero no se obliga a nadie. Si quieres
esnifártela… Por la nariz no es lo mismo, pero también vale.
—Dejadla —intervino Blanca—. Después, a lo mejor quiere.
Se inyectaron todos los demás.
Maica encendió un cigarrillo y se lo pasó encendido a Maite. La conversación se
había remansado de forma placentera.
—Ven —le dijo Maica.
Ambas se levantaron y se encaminaron al dormitorio. Nadie prestó atención.
—¿Has probado alguna vez el caballo? —le preguntó Maica.
—No.
—¿Le tienes miedo?
—No me gusta esa historia. Es un mal rollo.
—Pues, ya ves, yo estoy en la gloria. Más a gusto, imposible. Pero no se obliga a
nadie. Nosotros tenemos una norma: cada uno hace siempre lo que le da la gana. ¿Te
mola?
Sorprendió a Maite mirándole fijamente los pechos.
—¿Te gustan? —le preguntó.
—Me gustas tú.
Maica le tomó las manos y las apoyó sobre sus senos desnudos.
—¿Lo ves? —dijo—. Estoy tan a gusto con el caballo, que no me importa. Si a ti
te gusta, a mí también. Tú podrías ahora estar volando lo mismo que yo.
Maica se preguntó por qué se comportaba de aquella manera: ¿Qué le importaban
los demás? ¿Por qué se preocupaba de una lesbiana? Allá cada uno. Maite era muy
libre de hacer lo que quisiera. En el fondo, le daba pena que no gozara plenamente de
la felicidad completa que le embargaba a ella.
Maite le estaba besando en la boca, primero tanteando y luego con toda la fuerza
de la pasión largamente contenida. Maica le desabrochó la cremallera del vestido, que
cayó a sus pies. Maite se desprendió del sujetador, liberando sus senos más menudos
y firmes.
—Espera, con un poco de caballo te pondrás en órbita —explicó Maica, saliendo.
Momentos después regresó a la habitación con la jeringuilla. Maite le observaba
expectante, dispuesta a dejarse hacer. Sus ojos brillaban de deseo, fijos en los de
Maica.
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Con delicadeza, le preparó el brazo. Maite no miró mientras le inyectaba. De
pronto, supo que la heroína estaba en su cuerpo. La sangre parecía desbordar las
venas, acelerando las pulsaciones que rebotaban, como martillazos, en sus sienes.
Algo en su cerebro estaba estallando en mil pedazos.
Sintió vértigo y náuseas. Pidió a Maica que le acompañara al servicio.
—Me encuentro fatal, Maica.
—No te asustes —le tranquilizó—. Eso ocurre las primeras veces.
Maica la sostuvo, mientras vomitaba.
—¿Estás mejor?
—No.
Un sudor frío perlaba su frente y estaba muy pálida.
—Acuéstate un poco —le indicó Maica—. Verás como enseguida estás bien.
Se dejó conducir. Maica se recostó a su lado, vigilándola pacientemente. Tenía los
ojos cerrados y se había tranquilizado. Poco a poco, la sensación de ahogo
desapareció, inundando todo su ser una quietud emotiva. Curiosamente, Maite
descubrió que no sentía ninguna apetencia de tipo sexual. Estaba bien en aquella
posición, sin pensar en nada, con la mente vagando por unos espacios difusos e
inconcretos. Rafael, apoyado en el marco de la puerta entreabierta, las sorprendió.
Llevaba una botella de whisky en la mano, de la que bebió un sorbo. Se estremeció,
mientras se asomaba al salón, haciendo un gesto significativo a Nano, quien se
levantó tambaleante. Rafael le guio hacia el dormitorio.
Las dos mujeres permanecían acostadas, la mirada dormida en el vacío y
ausentes.
—Me lo haría con éstas… —farfulló Nano. Miraba a Rafael con ojos turbios.
—Que tú no estás ahora para nada —le respondió—. Con el ciego que llevas, ni
eso ni nada, tío.
—Yo siempre estoy entero.
Nano dio un paso hacia la habitación, pero las piernas le fallaron y acabó sentado
en el suelo. Había hecho auténticos equilibrios para evitar que la botella se rompiera.
Una sonrisa torpe quedó flotando en sus labios.
—Vale, tío, a ver cómo te lo montas —le dijo Rafael, invitándole a entrar en la
habitación.
Sus palabras quedaron vagando en el aire. Oía su propia voz de forma muy
extraña. Se alejó con pasos indecisos.
Pensó en el sexo. Todos los seres humanos querían poseer un sello personal, una
impronta que les distinguiera de los demás. Sin embargo, en lo relativo al sexo todos
los hombres se igualaban, sin saberlo. Todos queriendo sobresalir como auténticos
símbolos de virilidad. La mujer, además de una fuente de deseo, era la presa que
debía ser cazada, sin miramientos. Ellas después lo agradecían.
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El sexo. Un matiz en la vida, al que se le da una importancia desmedida. Lo sentía
lejano, como un sonido de notas discordantes. En los últimos tiempos, pasaba de
sexo. ¿Sería a causa de la heroína? Blanca se lo reprochaba constantemente. ¡Blanca!
Era una mujer ávida de placer y no se recataba en afrentarle delante de quien fuera
por su nula actividad sexual.
¿Cuánto tiempo ya sin hacerlo?
Admitió que más de tres meses. En el fondo de su ser, sintió lástima de sí mismo.
Vio a Blanca, junto a Antonio, en el sofá del salón. Apoyaba la cabeza en el
hombro de él. Había bebido demasiado whisky también y se mantenía con los ojos
abiertos por inercia.
Rafael sonrió. Blanca podía intentar desquitarse de él, buscando la virilidad de su
amigo, pero Antonio no estaba en condiciones de responder. ¡Cuánto sexo
desperdiciado!
—Estamos todos chungos —murmuró entre dientes, y se marchó en busca de un
rincón donde descansar.
Blanca se incorporó.
—¿Dónde está la gente? —preguntó. Hacía esfuerzos por hilvanar sus propias
palabras—. Se han perdido todos… Trae la botella, que la noche va a ser larga.
Antonio le pasó el whisky y bebió. Encendieron un cigarrillo.
—Tú tienes estudios, ¿verdad? —le preguntó Antonio, de pronto.
—Estudié secretariado.
—Y eso, ¿para qué sirve?
—Para ser secretaria.
—¿Por qué lo dejaste?
—Un mal rollo, Califa. Ahora lo pienso y es como si hubiera saltado de un
planeta a otro diferente. ¿Entiendes? Aquello era un mundo distinto. En aquel tiempo
la ilusión de alcanzar las cosas te llenaba mucho más que ahora que las vas
consiguiendo todas de golpe. ¿Sabes lo que te quiero decir? Yo creo que entonces
soñaba, y ahora no.
Antonio movió la cabeza, aburrido.
—¿Tenías problemas en casa?
—Como todos, creo yo. Me enamoré de un menda, y me engañó. Y yo pensaba
que era un hombre. Después de dejarme embarazada, supe que estaba casado. Yo
tenía entonces diecisiete años.
Al remover los recuerdos un sentimiento dulce y cálido le envolvió.
—Normal —sentenció Antonio—. ¿Qué esperabas?
Blanca comprendió el gran abismo que la distanciaba de aquel hombre y de todos.
Las palabras no podían expresar la totalidad de sus afectos y emociones íntimas. En
realidad, tampoco parecían importarle a nadie. Por un instante, trató de imaginar qué
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pensaría Antonio mientras le abría su intimidad.
—¿Y el niño? —oyó que le preguntaba Antonio.
Se perdía en el camino de los recuerdos.
—¿Qué?
—El niño, si lo tuviste.
Una sonrisa agria se perfiló en sus labios.
—No. Aborté al poco de irme de casa. Perdí el niño de desgracia. El médico me
explicó que yo era propensa a abortar; que la próxima vez debía guardar reposo si
quería tener un niño. ¡La próxima vez! —Miró a Antonio con tristeza—. ¿No lo
encuentras gracioso?
El hombre no respondió. Bebió directamente de la botella y se la pasó a Blanca.
—¡Tierra para mi cuerpo, también! —exclamó ésta, bebiendo.
Rafael apareció en el umbral. Tenía el rostro fatigado y los ojos enrojecidos.
—¿De dónde sale el gárrulo este? —preguntó Blanca, indicando con un gesto al
recién llegado.
—Sobando —respondió el aludido. Se dejó caer en un sillón, junto a ellos.
—Si ya lo decía yo —comentó Blanca—. ¿A quién piensas castigar tú? A nadie.
Tú con el caballo tienes bastante. Si lo sabré yo, que tengo más tiros dados que la
bandera de la legión.
A Rafael le llegaban las palabras distantes. Continuó en la misma posición, con
las piernas estiradas, sin mover un solo músculo de la cara.
—Aquí hay marcha para rato aún —dijo Antonio, mostrando el cigarro que
acababa de preparar.
Lo encendió y pasó de su mano a la de Blanca. Poco a poco el silencio se adueñó
de la casa. Nadie tenía noción del tiempo.
La noche avanzaba con pesadez, sin huecos para la soledad. Los cuerpos,
desangelados, se debatían entre el cansancio y el sopor. La apatía iba asomando a sus
rostros abotargados. Las miradas, grotescas, luchaban contra la luz, desde sus ya
profundas grutas.
Al fin, sólo quedó el ritmo acompasado de un despertador, en algún rincón de la
casa.
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Blanca acababa de descorrer las cortinas del balcón. Rafael asomó la cabeza entre las
sábanas y se restregó bruscamente los ojos, golpeados por la luz que inundaba la
habitación.
—¡Vaya manera de sobar! —exclamó Blanca—. ¿Te pongo algo de desayuno
para después?
Rafael guardó silencio. Presentía que un humor agrio iba subiéndole por el
cuerpo.
—No me gusta que andes desnuda por la casa —dijo.
—¿Has hecho voto de castidad?
—Mira, Blanca, no empecemos la mañana.
—Pues, cállate. Por mi casa voy como me da la gana.
Rafael se incorporó en la cama. Notaba el cuerpo dolorido. La mujer se alejó
cerrando la puerta de la habitación tras de sí.
—No me des el día —le gritó Rafael—. Si me cabreas, de una leche te pongo los
dientes por peineta.
Sabía que, si le había oído, no le iba a hacer caso. Se encogió de hombros y
comenzó a vestirse. Luego salió al balcón. El sol cabalgaba ya a lomos del mediodía.
Desayunaron como siempre, café con leche y ensaimadas del día anterior. No era
cosa de madrugar para comérselas recién hechas.
Rafael estaba de mejor humor. A la hora del desayuno ya había cumplido con su
ritual de todas las mañanas: inyección de heroína, y a renglón seguido lavado de cara
y afeitado. La limpieza de los dientes era algo arbitraria. Dependía del grado de
pereza en cada ocasión.
El zumbido del interfono interrumpió el silencio. Se miraron mutuamente. Blanca
se levantó y cogió el auricular.
—¿Quién? —preguntó.
—Cartero —le respondió una voz impersonal, con desgana.
La mujer interrogó con la mirada a Rafael y éste elevó los hombros, asintiendo.
Ella pulsó el botón que abría el portal.
—No hables —le indicó Rafael—. Pueden ser policías.
—¿Policías? ¿Por qué? No hemos hecho nada.
—Ya lo sé. Pero, por si acaso. Si llaman a esta puerta, no hables ni hagas ruido.
—Rafael hablaba en un susurro—. Como sea la pasma, hay que tirar al wáter el
caballo. Menos mal, que si fuera necesario, no nos queda mucho. —Blanca, por la
mirilla de la puerta de entrada, observó la llegada del ascensor. En aquel momento
salía una anciana satisfecha con su cesta de la compra.
—Tengo que salir a la calle, si queremos comer —explicó Blanca, al cabo de un
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rato.
—Vale.
Cuando, media hora más tarde, regresó Blanca, llevaba en la mano una carta a
nombre de Rafael y con la dirección escrita a bolígrafo. No llevaba remite.
—Toma, es para ti —le dijo.
Rafael la abrió y buscó con la mirada la firma al final de la misma.
—Vaya, del Putero —comentó.
—¿Ricardo? ¿Es que ha salido?
—Qué va, qué va. Ese tiene talego para rato.
—Algo quiere pedir.
—Normal. Cuando se está adentro no tienes de nada.
Rafael empezó a leer en voz alta:
«Hola, colega:
»Huesos, dile a tu primo ese que tienes tan bueno que me consiga algo de
veneno que esté bastante fuerte y no se note al mezclarlo con el café. Para
enrollarme con la basca que hay aquí.
»Cuando esté eso preparado me escribes y se lo dices a mi hermana (que
vendrá a verme) que me vas a lanzar un paquete para el día que lo tengas y
también la hora.
»De señal mandas un papel de tebeo y tres pesetas.
»El otro día casi me lo hago, pero me hubiesen ligado y pasé.
»Bueno, para ti hay si te enrollas trescientos boniatos: hay una gente que se
encargan de sacarme rápido. Ya te contaré.
»Pero aquí toda esta maraña tiene todo el arsenal que dispongo de mis
colegas ya que se lo apalancan ellos y tienen demasiados colegas.»
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»Si vas a echarme eso que te paguen por eso.
»Si no te dan nada, pasa.
»Si le vas a enseñar la carta, tacha esto. No le digas nada a nadie de esto. Tú
mismo.
»El putero.»
—Dice que le van a dar la bola —comentó Rafael—. Ahí es nada. Ese no ve la
libertad en un montón de años. Menuda historia tiene. El Andrés llevaba el coche
robado en el atraco, según dicen.
Y el Putero era uno de los que entraron a dar el palo en el banco. ¡Lo tiene claro!
Blanca se levantó y empezó a retirar el desayuno de la mesa.
Rafael permaneció sentado largo tiempo, con la mente en penumbra. La heroína
le había dejado relajado. De los diversos rincones de la casa le llegaban, lejanos, los
pequeños ruidos de la rutina familiar.
Le gustaba sentir esa somnolencia, despierto, con el cuerpo apaciguado, mientras
ella llenaba con su presencia toda la vivienda.
El salón era pequeño, pero se sentía a gusto. Era su cobijo. Habían alquilado el
piso hacía unos meses y el mobiliario de que constaba —una mesa, seis sillas y un
aparador— era más que suficiente. Los dos sillones los habían comprado ellos: con
orejas y de terciopelo azul, como había querido Blanca.
La mujer regresó junto a él. Vestía sus vaqueros ceñidos y descoloridos.
—Vaya con el prenda ese —dijo.
—¿Quién? ¿Ricardo el Putero?
—Sí. ¿Pues no se las da de chanar de leyes?
—En el talego se chana de lo que haga falta. —Rafael la miró de soslayo y añadió
—: Con la basca que hay allí dentro, como te duermas, vas dado. Yo lo he pasado
muy mal, pero mal de morirse. ¡Me cago en los muertos del que inventó el talego!
—Cuando el palo al banco, en el asunto del Putero, ¿no se cargaron a un tío?
—Sí, a un desgraciado del banco. Y es que hoy todos van por lo grande. Y son
niñatos de mierda, que se cagan con el estornudo de un enano. Un palo se da bien, o
no se da. El Putero está todo p’allá, pirado del todo.
—Será todo lo gárrulo que tú quieras, pero ha quitado a un tío de en medio. Y eso
es distinto. Matar ya es otra cosa. Yo paso de eso, pero al que se carga a otro yo lo
ponía a criar malvas.
—Depende de cómo se mire —objetó Rafael—. Ten en cuenta que él…
—Se mire como se mire. Pon que se cargan a tu padre. ¡A ver! ¿Quieres decirme
si te andarías con historias? ¡Pues, entonces!
—¿Sabes qué te digo? Que yo no chano de leyes y paso de ese rollo.
Después de unos instantes, Blanca le preguntó:
—¿Vas a llevarle el caballo a la cárcel?
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—Sí. Ya buscaré la mercancía y alguien que haga el trabajo —respondió. Rafael
sabía que lo haría él mismo.
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—Tendrás el dinero —le dijo.
—Entonces dile a tu hermano que el lunes por la tarde se lo meteré.
Ya en la despedida, Sandra le miró fijamente. Salió de su pequeño recinto de
puntillas, para evitar pisar las piezas expuestas, y se acercó a Rafael.
—¿Sabes lo que estaba pensando? —le preguntó.
Rafael guardó silencio.
—Hay otra forma de pagarte —le insinuó a media voz.
—¿Qué forma? —quiso saber Rafael.
Un destello vivaz en los ojos de la mujer, le obligó a ponerse a la defensiva.
—¿No lo adivinas? —insistió Sandra.
—¿De qué forma?
—En carne.
Un tiempo atrás, cuando no estaba enganchado con el caballo, pensó, no hubiesen
sido necesarias tantas palabras. Esa era una presa fácil, aunque ella se viera a sí
misma como vencedora.
Ahora no sentía lo mismo. La mujer siempre era mujer. Le gustaban como al
primero, pero el caballo era el caballo. Para montárselo con una, necesitaba entonarse
con un chute. Y después del pico, ya le sobraba la mujer…
Se imaginó la reacción de Blanca frente a Sandra, si conociera la conversación: le
arrancaría los pelos de la cabeza, uno a uno.
Y después vendría la segunda parte, ya en privado, él y ella. Le echaría en cara su
impotencia sexual. Ella no estaba enganchada. Le daba bien a la priba, pero a menudo
se le ponía el cuerpo guerrero. Siempre estaba dispuesta.
—Mira, Sandra, voy de hombre, pero el material es el material. Si no hay pasta,
no hay negocio.
Ella esgrimió una sonrisa cómica, mientras Rafael se alejaba, sintiendo los ojos
de ella en su espalda, atravesándole con veneno. A cierta distancia se volvió a mirar a
Sandra. «La tía se ha creído que me va a ligar la mercancía por la cara; me deja sin
güil y sin polvos…», pensó.
Caminó largo rato por las calles, sin ninguna finalidad concreta. No había
ambiente a aquella hora. Sin embargo, una extraña sensación de seguridad le impelía
a seguir transitando por aquellas callejas antiguas del casco viejo.
Las palabras de Sandra le aguijoneaban en la mente. Se sentía herido en su
virilidad y a pesar de todo, era cierto. No es que fuera impotente, pero llevaba ya
muchos meses sin que necesitara hacer el amor. La única brújula que orientaba sus
pasos, era la heroína. Había pensado muchas veces en dejarlo, o al menos, en rebajar
la dosis. Pero era incapaz. Contrariamente a su deseo, a medida que transcurrían los
días, era mayor la cantidad de caballo que necesitaba.
Tenía que poner fin a esta situación. Pero siempre encontraba un pretexto para
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aplazar el inicio de esa terapéutica. Estaba seguro, en cambio, de que un día tendría
fuerza de voluntad para cortar con los picos. Por el momento, aguantaba bien. Estaba
enganchado, pero no era grave.
«Tiene gracia. Empieza uno a chutarse, para ponerse a gusto. Al principio coges
unos ciegos de miedo; el caballo te entona. Luego pasa el tiempo, y cuando te vienes
a dar cuenta, ya estás colgado. Ya no lo dejas. Te pones un pico, y otro y otro. No
tratas de ponerte a gusto. Lo que pretendes es darle un buen trote al cuerpo, para que
aguante. Con la chutona estás normal, como todo el mundo. Sin la chutona, te sientes
morir…»
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3
La Pantera era un pequeño bar de alterne, situado en una calleja estrecha, en el mismo
corazón de la ciudad. El local estaba decorado con cierto aire barroco, transportando
a los clientes a una dorada edad de ensueño y romanticismo. El ambiente era selecto.
Blanca y Maica, desde hacía escasamente un mes, trabajaban allí, desde primeras
horas de la tarde hasta la hora de cierre, entrada la madrugada. Esclavas de la
conversación y ninfas de cara siempre lasciva, se desenvolvían con soltura,
permaneciendo la mayor parte del tiempo juntas. Dominaban los mimos y la
simulación placentera. Al final de la jornada siempre tenían en su haber una buena
suma. Cuando alguna vez un cliente exigía la presencia de dos mujeres capaces de
emular un ferviente amor lesbiano, ambas se prestaban de buen grado. En esas
ocasiones aplicaban una tarifa mucho mayor.
La Feria de Muestras estaba en su apogeo. El bullicioso parloteo de los clientes y
el denso humo de los cigarrillos presagiaba ya la hora de cierre.
—Vamos arriba, a ver si se está más tranquilo —dijo Maica.
Blanca obedeció y subieron al altillo, donde había un pequeño bar. Se acercaron
al mostrador.
—Dame un poco de whisky, Julio —pidió Blanca al camarero.
—¿Te pongo algo a ti? —preguntó aquél a Maica.
—Sí, dame otro poco —respondió.
El hombre les sirvió afablemente, con su sonrisa de lobezno siempre en los labios.
Dispuso los dos vasos delante de las mujeres. Julio se mostraba siempre distante.
Estaba curtido en el trato con ellas. No era fácil engañarle, ni él abrigaba ilusiones
respecto a ninguna de ellas en aquel trabajo. Todas tenían su hombre y no eran
precisamente enamoradizas.
Maica observó con pereza a los dos hombres que acababan de subir y que se
estaban situando junto a su amiga. Uno de ellos, con voz segura, pidió al camarero un
whisky con agua y un vaso de leche natural.
Julio pidió disculpas y entró en el almacén contiguo. Cuando regresó llevaba una
botella de leche en la mano. El cliente agradeció con una leve inclinación de cabeza y
le pasó el vaso de leche a su amigo.
—¿Desea alguna cosa más? —preguntó de ritual Julio.
—Gracias, nada —respondió el aludido. Tenía acento extranjero.
Se volvió hacia Blanca y le sonrió. Esta observó que aún llevaba puesta su
gabardina, de corte impecable. Debía de estar frisando los cuarenta. Mentalmente le
asignó la profesión de ejecutivo de una empresa extranjera.
—¿Qué le pasa a tu amigo que pide leche? —le preguntó Blanca, sondeando el
terreno.
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—¿La leche? —respondió aquél—. ¡Ah, sí, le gusta!
—Es que aquí no pide leche nadie.
—Él hace según su costumbre.
Hablaba el español con suavidad, y por su voz gutural, no parecía europeo.
—¿Está enfermo? —terció Maica.
—No, nada de eso. Le da vigor.
El hombre rio maliciosamente. Las dos mujeres intercambiaron una rápida
mirada.
—Oye, tu amigo es muy callado —comentó Blanca.
—No conoce bien el idioma.
El aludido observó detenidamente a las dos mujeres y sonrió complacido. Maica
le aguantó la mirada. Su tez cetrina enmarcaba unos ojos profundos y penetrantes.
Lucía un espeso bigote negro y su cabello profundamente oscuro, cuidado con
esmero, le confería un aspecto de hombre absoluto y acostumbrado a mandar.
Próximo a los cincuenta años, vestía un traje claro, de confección exquisita, del que
destacaba una corbata roja sobre el fondo de la camisa azul.
Los dos hombres intercambiaron varias frases.
—¿Qué dice tu amigo? —preguntó Maica.
—Está satisfecho. Bebed lo que queráis, os invita a todos.
—Gracias, cielo —respondió Blanca—. ¿Cómo te llamas?
—A él le podéis llamar Abdul. Yo soy Quetara.
Se estrecharon las manos.
—¿De dónde sois? —preguntó Maica.
—Él es jeque. Somos árabes. Dice algunas palabras en español. Él me ha dicho
que os desea a las dos; que le gustaría teneros toda la noche.
Blanca olfateaba el dinero. Una cascada de luces restalló en su cerebro, alerta al
menor gesto de los árabes. Tomó del brazo a Quetara.
—Toda la noche no es lo mismo —le dijo—. Va a ser más complicado.
—¿Por qué?
—Bueno, es distinto.
—¿Dinero? —preguntó el hombre.
—Sí. Y además no os conocemos.
El árabe se volvió a su amigo. Tras un breve diálogo, se dirigió a Blanca.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Yo, Blanca. Mi amiga, es Maica.
El hombre dejó sobre la mesa un fajo de billetes. Eran dólares americanos.
—Hay medio millón de pesetas en dólares —explicó—. Son para vosotras y dos
mujeres más. El jeque quiere cuatro mujeres con él toda la noche. Sin descanso. En la
suite de su hotel, el Palace. La comida y la bebida corren a cuenta de él. No faltará
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nada.
Las mujeres se miraron sobresaltadas. El árabe hablaba en serio y parecía
dispuesto a gastar su dinero.
—Julio, danos de beber —pidió Blanca. De pronto, estaba sedienta.
Conversaron durante un tiempo de temas intrascendentes. En un momento dado,
los dos hombres hicieron un breve aparte.
—El jeque espera —dijo Quetara—. Faltan dos mujeres.
—De acuerdo. Nosotras lo arreglaremos.
—Violeta y su amiga, pueden dar buen juego —opinó Maica, interrogando con la
mirada a Blanca.
—Sí —respondió. Y dirigiéndose a los hombres, añadió—: Ahora volvemos.
Están abajo. En cinco minutos lo tenemos claro.
Cuando descendían las escaleras, Maica sonrió a su amiga. Tenía la voz alegre y
los ojos brillantes.
—No es feo —dijo.
—Ni guapo tampoco.
—Pero, ¿tiene un algo, verdad?
—Sí, rica; tiene un pastón que es demasiado.
—Qué tío más pirao. ¿Cómo pueden ligar tanta pasta?
Momentos después, volvían junto a los árabes, acompañadas de Violeta y
Merche. El jeque estudió el rostro y las curvas de las mujeres. Sus facciones no se
alteraron. Lo mismo podía haber estado examinando sus caballos. Finalmente, movió
la cabeza afirmativamente.
Entonces, Susi penetró en el local, y besó efusivamente a Julio, iniciando los dos
una conversación amigable. El jeque contempló a la mujer que acababa de llegar.
Susi se dio cuenta de que era objeto de la curiosidad del hombre, pero hizo caso
omiso del desconocido.
Quetara daba las últimas instrucciones.
—La fiesta durará toda la noche, hasta que el jeque diga basta. Dispondrán de
comida y bebida. Nunca champán ni whisky para el jeque. Sólo leche. Las cuatro
siempre atentas al jeque. ¿Está claro?
Cuando Quetara terminó su rápida explicación, Susi ya había captado el
significado de sus palabras. El dinero estaba aún sobre el mostrador.
—¿Ella? —preguntó el jeque al camarero, los ojos fijos en Susi.
—No. Ella no trabaja en esto.
El jeque frunció el ceño, desairado.
—¿No es señorita de la casa? —preguntó Quetara a Julio.
—No. Ella es amiga. Pero no trabaja en esto. No entiende nada de estas cosas.
Susi intervino con arrogancia:
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—Lo que esas mujeres te hagan en una noche, te lo hago yo sola —miraba al
jeque con gesto altanero—. Me sobro y me basto para dejarte listo en una noche.
El jeque la miró con detenimiento, tras escuchar la traducción de su hombre de
confianza. Era una mujer esbelta. Estaba próxima a los treinta años y lucía con
orgullo su condición de mujer. La apariencia de sus ojos fríos no ocultaba la
voluptuosidad de un carácter vivaz y apasionado. Envolvía su persona un aura de
elegancia, que acentuaba el vestido oscuro, cuyo generoso escote dejaba al
descubierto dos senos insinuantes. Le gustó el temperamento de aquella mujer.
Julio, el camarero, observaba atónito la escena.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Quetara.
—Susi —respondió.
—Susi, te presento al jeque Abdul.
El hombre hacía una leve reverencia cada vez que nombraba a su jeque. Susi
simuló ignorar la mano, presta al saludo, del árabe, y le besó con mimo en las
mejillas.
Los dos hombres hablaron de nuevo entre sí, en su propio idioma, afirmando con
la cabeza, sonrientes.
—Susi —dijo Quetara—, cuando quieras… Nos vamos. El jeque acepta el reto y
está impaciente.
—Yo estoy lista —respondió, besando apresuradamente a Julio y saliendo del
mostrador.
—Gracias, señoritas —se disculpó Quetara—. Buenas noches.
Quetara pagó la cuenta y dejó varios billetes para las mujeres. Escoltada por los
dos árabes, Susi salió del local.
El grupo de mujeres permaneció en silencio. Aturdidas por la sorpresa, habían
quedado sin habla.
Blanca fue la primera en reaccionar.
—¡Putón desorejado! —gritó mirando hacia la escalera.
—Y no es profesional, ¿verdad, Julio? —intervino Maica—. Esa tiene más tiros
pegados que un legionario.
—Lo que ha hecho esa guarra, no quedará así. Cuando me la eche a la cara, de la
primera le voy a romper todos los piños. Le tengo que poner toda la piñá por peineta.
—A ésa la voy a poner yo cavilando…
Las lenguas afiladas de las mujeres escupieron toda la ira contenida. El salón se
llenó de maldiciones y de amenazas. Julio no hizo ningún comentario.
Maica y Blanca se marcharon, excitadas y temblando aún de rabia.
—Se ha creído esa cerda que nosotras comemos sopas de pino —murmuraba aún
Blanca.
Maica se detuvo en mitad de la calle. Juntó ambas manos, los dedos índices
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extendidos, y los acercó a sus labios.
—La rajaré —murmuró.
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—En serio. Cobró sólo cien dólares y para coger un taxi. Estuvo toda la noche
con el tío. La he visto hoy y me lo ha contado. Se pasó una noche de juerga bestial y
dice que la gozó. Que no le quiso cobrar porque le había gustado la marcha. ¡Cien
dólares!
—Algo más le habrá sacado —aventuró Maica.
—No lo sé. Pero como la conozco, me creo lo de los cien dólares.
—Muchos mocos me parece a mí que se pone la tía.
Julio movió la cabeza.
—No la he entendido nunca —dijo. Levantó el pulgar derecho, señalando a las
dos mujeres—: No es más tonta, porque no se entrena.
—O demasiado lista —sentenció Blanca.
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4
Antonio se sorprendió a sí mismo observando a Maica. Llevaba puesto un vestido de
calle, e iba maquillada con elegancia. Se lo había dicho muchas veces: «no necesitas
tantos polvos, con la cara que tienes». Llevaba el pelo corto, teñido de rubio, con él
contrastaban las pestañas y las cejas de un negro intenso. Los labios, sensuales y
carnosos, casi eran provocativos. La encontraba ligeramente más delgada. Pero su
busto no había perdido nada de su esplendor. Viéndola sentada, sus largas piernas le
conferían una figura más estilizada.
Se acababan de inyectar los dos.
Sobre la mesa, junto a ellos, aún permanecía la cucharilla con un filtro de
cigarrillo emboquillado y una papelina vacía, fiel custodia de la heroína. La
jeringuilla aún conservaba algunas gotas de sangre en su interior; sangre succionada
del torrente sanguíneo y devuelta a su cauce, en bombeos interminables. Aquel ritual
de bombear la sangre, además de impedir que parte de la heroína quedara bloqueada
dentro de la jeringuilla, desencadenaba en sus cuerpos una serie de estímulos
irrefrenables.
Maica sirvió dos tazas de café y se sentó cómodamente en el sofá. El sonido
sordo del brazo del tocadiscos al volver a su posición de paro les hizo girar la cabeza.
Se había terminado el disco; pero no se movieron. Sentados, frente a frente,
permanecieron callados largo tiempo. El silencio parecía llenar de ruidos los rincones
de la casa. Eran las tres de la madrugada.
Antonio encendió un nuevo porro. Maica le miró con recelo.
—Fumas mucho, Califa —le dijo.
—Qué va, qué va.
—Es tu problema, pero te estás pasando.
—¿Y qué?
—Que fumas más que un dios cabreado. Pero, nada, si te gusta haces bien. Lo
único importante es que se pueda hacer siempre lo que a uno le dé la gana.
—Exacto. Como si uno se quiere fumar todo Ketama.
—Yo es que no puedo fumar tan seguido; me da la tos.
—El porro no hace nada. Te lo digo yo. Lo único, saber parar a tiempo. Si no,
coges un tablón que no te aguantas. Pero fíjate, si uno se muere de caballo o de
anfetas, o de lo que le dé la gana, se muere a gusto y porque ha querido. Ha sido feliz
a su manera. No sé por qué no le tienen que dejar en paz.
—Porque a los carrozas les gusta comernos el coco de mala manera. ¿Y sabes por
qué? Porque no pueden hacer como nosotros. Nos critican por cosas que ellos ya no
pueden hacer. —Maica se acomodó un cojín bajo la nuca—. Por cierto, si supieras
que con el chute te va a quedar un año sólo de vida, ¿seguirías con el caballo?
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—Yo sí. Prefiero vivir un año a gusto y colocado, que un porrón de años haciendo
el gili.
—Yo no sé lo que haría… ¿Tú serías capaz de dejarlo en seco?
—No lo sé, ni me preocupa. Me chuto porque me hace falta y en paz.
Maica guardó silencio unos instantes.
—¿Qué te pasa ahora? —preguntó Antonio.
—Que a mí me gustaría poder dejarlo. Como esa gente de Francia o de
Beniganim.
—Pues no te chutes.
—No puedo, y tú tampoco, aunque quieras. Necesito por lo menos cinco chutes
diarios. Si no, me pongo a morir.
A Maica le obsesionaba su dependencia de la droga, de la heroína. Había siempre,
al cabo del día, una hora turbia, en la que invariablemente la conciencia le martilleaba
sin piedad. Un gotear irritante que le impedía dejarse arrastrar por las suaves veredas
del sueño artificial de la droga.
Siempre había admirado a las personas con fuerza de voluntad, con temple para
decir no. Personas de tenacidad férrea que eran capaces de negarse aquello que más
deseaban, si suponía un obstáculo en su camino. Fuerza de voluntad. Ideales…
—¿Y qué me dices de Dios? —le preguntó Maica, de pronto.
Antonio la miró, con el ceño fruncido.
—Sí, Dios —repitió ella—. ¿Sabes que a veces pienso en esas cosas?
—Bueno, porque antes eras una niña bien, ¿y qué?
—Pues eso. Que pienso. Y no lo tengo claro, pero nada claro.
—Como te vayas comiendo el tarro así, vas dada.
—A veces me da la vena, que es demasiado. Pero, fíjate, a lo mejor eso no es
comerse el coco. Son cosas de la vida. Tú también lo pensarás a veces. Por ejemplo,
si ahora te mueres, ¿qué pasa?
—Nos ha jodido. Pues te ponen un pijama de madera y al otro barrio.
—Y después, ¿qué? —insistió Maica.
—Después, mierda.
Antonio se levantó con muestras visibles de desagrado.
—Tú lo que necesitas es una recalada.
—No, estoy muy a gusto —respondió ella—. Mira, no es que vaya de estrecha,
que yo trago con lo que sea. Pero pensar en morirme me da pánico. Y pienso mucho.
Fíjate en una cosa. Hay mucha gente que cree en todas las historias de los curas.
Serán todo lo gárrulos que quieras, pero en este pajolero mundo hay mucha gente,
pero mucha gente, que cree en esas historias. Y lo que te digo: porque eso de que la
palmes, y se acabó y ya no haya nada… No sé.
—Bueno, tía. No me mola. Paso de esos rollos.
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Maica cogió el porro que le tendía Antonio y se lo llevó a los labios. Con ambas
manos formó una concavidad junto a la boca y se llenó los pulmones del humo de la
droga.
—Es bueno —comentó, tras expulsar el humo.
Le pasó el cigarro nuevamente a Antonio.
—Con esto de verdad, sí que te puedes morir —dijo.
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5
La joven auxiliar de farmacia en aquellos momentos mantenía una agradable
conversación telefónica en la trastienda del local. Cuando oyó el sonido de la
campanilla de la puerta, volvió la cabeza con gesto airado. Faltaba media hora para
finalizar la jornada.
Tropezando con sus propias palabras, puso fin al diálogo, colgando el auricular.
Salió al mostrador.
Inquieto y con patente nerviosismo, el joven le miraba sin decir palabra. Su rostro
huesudo y alargado, quedaba enmarcado por una cabellera espesa que le caía hasta
los hombros. El bigote claro le confería un rasgo peculiar a su cara barbilampiña.
Vestía pantalones y cazadora vaqueros. Estaría rondando los veinticinco años.
—¿Qué desea? —le preguntó.
Sentía en lo más profundo la dentellada del miedo.
El desconocido pareció titubear. Se introdujo una mano en el bolsillo del pantalón
y la sacó vacía.
—Deme una jeringuilla —exigió.
Por un momento, la joven pensó que el individuo —drogadicto a todas luces—
quizá no tuviera dinero para pagarle. Así, que era eso. Se tranquilizó.
Le volvió la espalda y abrió un cajón inferior de la estantería.
Entonces ocurrió: iba a preguntarle si la deseaba del tipo intramuscular, cuando
vio aquel objeto negro en su mano.
El desconocido había penetrado en el interior del mostrador y la estaba apuntando
directamente al pecho. Era una pistola. La mano que la empuñaba temblaba de forma
ostensible. La obligó a pasar, delante de él, a la trastienda.
—No te pongas nerviosa y dame lo que tengas de morfina.
Por un instante pensó que aquel desarrapado era capaz de disparar. Estaba muy
nervioso e inquieto, mirando alternativamente al exterior y a ella. Verificó un repaso
mental de las existencias. No había morfina. El miedo hizo que se tambaleara.
—Saca la morfina, repitió aquél imperativo.
No podía hablar. Un intenso pavor se le anudaba en la garganta.
—No tenemos —dijo, al fin, con mirada implorante.
El joven reaccionó con violencia. La agarró por la pechera y la zarandeó.
—Pentazocina, Dolantina, Tilitrate… ¡Date prisa!
El cañón del arma presionó su espalda y la obligó a caminar. Seguida por el
desconocido, se dirigió al fondo de la habitación. Con la mano levantada le indicó el
estante en que se hallaban algunos fármacos de los exigidos. Con agilidad el joven
vació de contenido una bolsa que se hallaba sobre el escritorio, en el centro de la
estancia, y se la entregó.
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—¡Ponlo todo ahí! —le exigió.
Ella obedeció, depositando en la bolsa diversas cajas de ampollas y de
comprimidos. La miraba con fijeza a los ojos, cuando le arrebató la bolsa. Se guardó
la pistola en la cintura, bajo la cazadora y se encaminó hacia el exterior, olvidándose
de la chica que permanecía en el rincón.
A mitad de camino, se detuvo. Volvió sobre sus pasos y examinó la mesa
escritorio repleta de recetas médicas y de muestras de diversos laboratorios. Abrió
dos cajones del lado derecho, al azar. No encontró nada de valor.
—No berrees nada a la pasma hasta dentro de media hora —le gritó ya desde la
puerta de la trastienda.
Cuando oyó la campanilla de la puerta, al cerrarse ésta, la joven estalló en
sollozos. Un llanto desconsolado, que poco a poco se fue apaciguando.
Titubeante, salió al exterior. Temía salir a la calle y encontrarle de nuevo allí,
apuntándole con aquella pistola. Pero no vio nada extraño, ningún rastro del
atracador. Aspiró profundamente. Encontraba seguridad en la calle, donde el anónimo
devenir de gentes y de tráfico, era una excelente compañía.
Regresó al interior.
Aún no sabía las palabras que tenía que emplear, pero descolgó el teléfono.
Marcó el número de la Policía.
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descampados en el lado norte y próxima a una gran plaza con varias posibilidades
para la huida.
En la farmacia les recibió el dueño. Era un hombre de edad cercana a la jubilación
y con señales evidentes de obesidad satisfecha.
Cuando los dos visitantes se identificaron como policías de estupefacientes, sus
ojos cobraron un brillo especial. Les invitó a pasar a la trastienda, donde les explicó
todo lo sucedido el día anterior. A instancias del comisario, el hombre llamó a la
dependienta.
—Cuéntales todo lo que ocurrió ayer —le exigió, tras las presentaciones.
La joven hizo una recomposición de los hechos, repitiendo frases, ademanes y
gestos del agresor, desde que penetró en la farmacia hasta que se marchó.
—Todo eso ya lo dije ayer, en la Comisaría, cuando hice la denuncia —añadió
temerosa, como si intentara justificarse.
—Lo sé —respondió el comisario—. Pero es importante para nosotros completar
la información. A veces hay pequeños detalles que parecen no tener importancia y sin
embargo, a veces, son trascendentales en nuestro trabajo —el comisario observó a la
joven. Era despierta y parecía inteligente. En sus profundos ojos oscuros se apreciaba
aún la vaga silueta del miedo—. ¿Le reconocería usted si le viera otra vez?
—Sí. Su cara no creo que la olvide.
—De acuerdo. Luego le enseñaremos unas fotos de individuos que responden a
esas características. Pero, dígame, al hablar, ¿notó algún acento extranjero o regional
típico?
—No. Hablaba castellano con normalidad. Bueno, tenía la voz rara.
—¿De qué forma?
—Ronca… Sí, eso es, una voz muy ronca.
—¿Ya saben quién es el fulano? —intervino el farmacéutico.
—Aún no, pero son detalles que nos aproximan mucho a donde queremos llegar
—se dirigió nuevamente a la dependienta—. ¿Estaba muy nervioso?
—Sí, señor. Le temblaba mucho la mano. Yo tenía miedo de que se le disparara la
pistola. Pero estaba muy nervioso.
—Seguramente actuaba bajo los efectos de un síndrome de abstinencia. En esas
circunstancias están enloquecidos y necesitan la droga como sea. Bien, usted
posiblemente no entienda mucho de armas, pero ¿cree que podría tratarse de una
pistola de verdad o sería de fogueo, o detonadora?
—A mí me pareció de verdad. Era negra y muy grande.
El farmacéutico ofreció tabaco a los policías, que rehusaron.
—¿Diría que tiene un aspecto aniñado? —preguntó el comisario.
—Sí. Al principio me pareció más mayor, pero luego, cuando le vi de cerca, ya no
estuve muy segura de su edad. Podía tener algo más de 20 años.
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—¿Observó si tenía una pequeña cicatriz en la ceja derecha? —preguntó el otro
policía.
—No me acuerdo muy bien —la joven se interrumpió, pensativa—. Pero, ahora
que lo dice, puede que sí. El pelo lo llevaba largo, pero ahora que lo dice creo que sí,
que tenía un pelado en una ceja.
El comisario asintió con mansedumbre.
—Le vamos a enseñar unas fotografías. No son muy recientes, por lo que pueden
cambiar los peinados, el bigote y alguna que otra característica.
Extrajo el sobre de su bolsillo y dejó sobre la mesa cinco fotografías de filiación y
reseña policial. Cada fotografía recogía la imagen del individuo en tres posiciones: de
frente, de perfil, y semiperfil. En todas se recogían primeros planos de la cara del
individuo reseñado.
El farmacéutico se apresuró a contemplar aquellos rostros. La mujer se acercó
también a la mesa.
—¿A ese individuo lo había visto por el barrio o por la farmacia? —le preguntó el
policía más joven.
—No. Yo no le conocía de nada y no recuerdo que haya venido estando yo —
respondió la mujer, mirando de soslayo al farmacéutico.
El comisario observó que la joven fijaba sus ojos con atención en una fotografía.
—¡Esta es! —aseguró la mujer, tomando la foto en sus manos—. Estoy segura. Es
éste. Sólo de verlo me da pánico.
El comisario miró a su compañero.
—Es el Nano —explicó—. Un viejo conocido nuestro.
—¿Me permite verla? —pidió el farmacéutico, cogiéndola en sus manos.
—¿Oiga, no volverá otra vez por aquí, a vengarse de nosotros? —preguntó la
dependienta.
Los policías sonreían, mientras le tranquilizaban sobre tal posibilidad.
—A este tipo le he visto —el farmacéutico hablaba en tono triunfal—. Sí, señor.
Estuvo aquí hace dos o tres días. Eso es, anteayer. Me pidió Tilitrate. Le dije que no
tenía y se marchó. Vienen muchos de esos, a pedir sin recetas cosas así. Y
jeringuillas. Sobre todo, jeringuillas. A veces tenemos miedo de negarles lo que piden
por si te dan un navajazo. Vaya chusma. Si les das lo que quieren, mal. Y si no se lo
das, son capaces de cualquier barbaridad. ¡Con la muerte no pagan! Se lo digo yo. No
sé cómo tienen ustedes tanta paciencia. Claro, y es que les han quitado toda la
autoridad. Porque, ¿qué les va a pasar cuando les cojan? Nada. A los dos días en la
calle, como si tal cosa… Si al menos robaran para comer…
Los policías escucharon con resignación al hombre, cuya impaciencia desbordaba
su ira. Habían logrado lo más importante: identificar al sospechoso. Su detención era
ya sólo cuestión de días o de horas.
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Plácidamente recostada en la cama, fumaba el último porro de hachís. La noche
había sido larga y agotadora pero de ingresos apetecibles. Nano sacó una ampolla de
una cajita y preparó la jeringuilla.
—¿Qué te vas a meter? —quiso saber Maite.
—Un Metasedín —respondió—. Es bueno, ¿te mola?
—Yo paso de picos. Prefiero una buena fumata.
—¿Le tienes miedo?
—Sí. Me he chutado alguna vez, pero tengo miedo a quedarme enganchada.
Nano se estaba inyectando en la vena del brazo izquierdo el contenido de la
ampolla.
—Después del pico te quedas nuevo —comentó.
Maite seguía fumando. Le pasó el porro a Nano y se acostó a su lado. Un globo
de cristal rojo, suspendido del techo por una cuerda de esparto trenzado, arrastraba la
luz, renqueante, por toda la habitación.
—No me vayas a tirar la chutona, que para mañana no tengo otra —le indicó
Nano guardando la jeringuilla en un cajón de la mesita.
Maite se incorporó, observando los movimientos del otro. Allí estaba la
jeringuilla y varias cajas de productos farmacéuticos.
—Oye, aquí tienes media farmacia —exclamó. Leyó en voz alta las inscripciones
de las cajetillas—: «Dolantina, ampollas», «Heptanal», «Metasedín», «Pentazocina»,
«Palfium». ¿Todo esto sirve para chutarse?
—Sí, y están de un caro subido. Eso, cuando los puedes ligar por ahí.
Maite se recostó de nuevo, sonriendo.
—¿Qué pasa? ¿De qué te ríes?
—Nada… ¿Sabes? El chocolate me hace reír. Me pone a gusto y me da la risa.
Nano preparó otro porro de hachís.
—Tienes un apartamento muy puesto —dijo.
—Normalito. Y me gusta vivir sola —añadió prestamente.
—Oye, que yo no pregunto nada.
—Pues eso.
—Estamos a gusto, nos ponemos bien y en paz. ¿Para qué comernos el coco? Le
pasó el porro a Maite, que se lo llevó a los labios aspirando con fruición.
—Me has buscado esta noche porque querías un cobijo, ¿no?
—Puede ser. —Nano sonrió, sin mirarla.
—Claro, toda esa historia de la farmacia es un mal rollo.
—Mal rollo… Pero no tenía otra solución, ¿entiendes? Cuando no se tiene dinero
y te hace falta el caballo, haces lo que sea. No es lo mismo un canuto que el polvo. Y
yo estaba desesperado. Llevaba un pavo de la virgen.
—¿Cuándo?
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—Ayer tarde. Di un palo a una farmacia.
Lo soltó de sopetón, como una bofetada. Ella no pareció sorprenderse demasiado.
—Saqué todo lo que pude —añadió Nano, indicando el contenido del cajón—.
Vale una pasta gansa, ¿sabes?
—Hay que echarle valor para hacer eso.
—Con mi pistola no hay cuidado.
Maite se incorporó, como movida por un resorte.
—¿No la habrás traído a mi casa? —preguntó.
Nano negó con la cabeza.
—Ya sabes, eso quema —se excusó levemente Maite.
—La fusca la tengo dos meses, tía. Es buena, pero yo no la quiero para disparar.
La gente le tiene mucho respeto y eso es lo que pasa. Me dan lo que pido y me largo.
—¿Y si te plantan cara?
Nano levantó los ojos, tratando de leer una respuesta en el techo de la habitación.
—No lo sé —respondió—. Dependerá de cómo vaya uno, colocado o con mucho
pavo… Mira, la pipa no la compré. Un menda me debía varios talegos, de caballo,
¿sabes?, y no tenía la pasta. Así que me pagó con la pipa.
—¿Y si te ligan los de la pasma? —preguntó Maite, al tiempo que exigía el porro.
—No creo. Los del Crespo no me saben nada. Si no las pía alguien… —Maite le
lanzó una mirada aviesa—. Que no es por ti, tía; que yo estoy muy tranquilo.
Conmigo lo tiene claro el Crespo.
—Eso deben de decir todos, siempre.
—Pues si me ligan, se jodió. Me corto las venas en los calabozos o me doy un
cabezazo y al hospital. Es el único camino para salir de allí. Porque adentro hay cada
menda… Fíjate, en los calabozos te quitan todo, la correa, los cordones de los
zapatos, sortijas, hasta el filtro del cigarrillo. ¿Tú no has estado nunca en el talego?
—No.
—Bueno, pues te lo quitan todo, para que no te lisies. Dicen que más de uno se ha
ahorcado con la correa y con lo que pillan, allá abajo.
—¿Y el filtro del tabaco?
Nano hablaba con animación. Estaba de un humor excelente.
—Mira mis brazos —le dijo—. Esas marcas de ahí, no son pinchazos. Son
cicatrices. Me las hice con el filtro de un cigarro, y te juro que sangraba como un
cerdo. Pero no me sirvió de nada. Me llevaron a curar y se acabó. Pero ésa es una
mala historia… Coges el filtro y lo pisas fuerte. Luego, lo calientas con el cigarro y
corta como una navaja.
Permanecieron en silencio unos instantes. Maite estaba recostada sobre un codo,
frente a Nano.
No lograba coordinar las ideas. Los efectos de la droga eran placenteros y la
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mirada se le había quedado colgada en algún punto invisible de la estancia.
—Mala cosa es que te liguen —dijo Nano. Maite le oía como a distancia e hizo
un esfuerzo de aproximación, moviéndose en la cama hasta quedar sentada—. Pero
cuando estás desesperado no hay más remedio que hacer lo que sea. La primera vez,
tú mismo te comes el coco de mala manera. Pero después, ya lo haces normal. Como
debe ser. El otro día, hará una semana, casi me doy un guarrazo. Otra farmacia. El
pureta del tío me decía que no me pusiera nervioso, que me daba lo que quisiera. —
Nano se echó a reír, imitando los gestos atemorizados del farmacéutico—. Termino
de dar el palo y me largo en una moto afanada. Al poco, una lechera detrás de mí.
Iban como locos, con el pirulo encendido y dándole a la sirena. Al volver una
esquina, salté de la máquina en marcha y me metí en una iglesia. Más de media hora
me tiré allí dentro. Salí con olor a velas. Por poco me hacen una avería… Pero yo no
hago los bancos. Hay quien levanta los talegos del banco por la pasta, claro. Yo me
hago las farmacias porque lo necesito, ¿entiendes?
Maite le escuchaba con interés. Nano se había levantado en busca de una botella
de whisky.
—¿Dónde te cobijaste ayer? —quiso saber Maite.
—Por ahí —respondió Nano—. Con una gente. Cuando te persiguen los monos,
te metes en el primer portal que encuentras, o donde te coge a mano. Con los chapas
es distinto. No te dan tiempo. Esos se te tiran encima cuando menos lo esperas, casi
siempre de sorpresa. Te vienes a dar cuenta del rollo cuando ya te llevan p’alante.
¿Entiendes? Ayer se enrolló bien conmigo una gente y les pasé dos pentas. Me quedé
a sobar en su casa y nos pusimos ciegos. A tope. ¡Vaya colegas! Pero no les largué
nada. Esos son unos cagados y se van de la muí a la primera. Hay que saber el terreno
que pisas.
—¿Y qué marcha tienes?
—Ninguna. Voy viviendo y ya está.
—Oye, ¿y qué pasó con tu chica?
Nano levantó la mirada hacia ella. Le había sorprendido la pregunta, pero dio a su
rostro un aspecto de total desinterés por el tema.
—Bueno, eso es otra historia —dijo—. Un mal rollo de verdad.
Se acomodó en la cama, en silencio, acercando su cuerpo al de Maite. Sintió el
calor femenino y la suavidad de aquella piel. La notó distante. Alargó la mano y le
acarició los pechos.
—Maite, ¿te van las tías también? —preguntó retirando la mano.
—Tomo lo que puedo, si me apetece —respondió ella, sin mirarle—. En eso estoy
muy liberada. Desde que me fui de casa hago lo que me viene en gana. Y ya que lo
preguntas, te diré una cosa. Las mujeres son mucho mejores en la cama que los
hombres.
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Nano inició de nuevo las caricias. Estaba excitado.
—¿Por qué? —quiso saber—. Las mujeres no tenéis herramienta…
—¿Y quién dice que haga falta herramienta para eso? Vosotros vais al asunto en
seguida y que se pudra la que está debajo. Termináis y a otra cosa. Todos os las dais
de enterados y no sabéis un pimiento.
Finalmente, ella reaccionó a las caricias.
Hicieron el amor por mutua apetencia física. De antemano, se habían descartado
otros sentimientos, que resultaban totalmente innecesarios. Fue una descarga
electrizante, que les fundió en un mismo estremecimiento. Después, los sexos
olvidados, permanecieron en silencio, hasta que el sueño les venció.
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Con gran esfuerzo consiguieron penetrar en el reducido local, atestado de jóvenes.
Alrededor de la hamburguesería se apiñaban todos, esparcidos y cansados de
aburrimiento, como una resaca, mientras adentro el oleaje de los decibelios
enturbiaba las conversaciones. Vestimentas desmembradas y agresivas, greñas
despeinadas y confusión de sexos hacinados, en contraste con el rancio encanto
barroco de la pequeña plaza.
Grupos heterogéneos bebían cerveza, pasándose la botella de mano en mano,
apoyados en la fuente, que coronaba una adusta escultura, reluciente su bronce
antiguo en los últimos aleteos de la tarde.
Blanca levantó la cabeza al cielo, respirando sonoramente. En lo alto, sobre los
aleros de los tejados, innumerables palomas permanecían estáticas, adivinando la
oscuridad como románticas vigías en la puesta de sol.
—Me carga el rollo que se monta esta gente —gruñó Blanca.
—Tiene ambiente —respondió Maica, mirando a su alrededor, a la búsqueda de
algún rostro conocido.
—Ahí dentro apesta a todos esos gárrulos que no se lavan.
—Pero si quieres ligar chocolate o algo de caballo, aquí se lo hacen descarado. Lo
que yo te diga.
—¿Tú lo ligas aquí?
—Chocolate sólo. El polvo de aquí está muy cortado. Te lo pasan muy chungo.
—¡Vaya atajo de flipaos!
Maica divisó a Fernando.
—Oye, fíjate quién está ahí —señaló a su amiga.
Blanca le examinó con desgana. No estaba mal. Alto, moreno, ojos tristes y de
mirada caída. «Como todos los del rollo», pensó. Estaba comiendo un pastel de
manzana. Al ver a Maica, se acercó a las mujeres, y tras limpiarse en la pernera del
pantalón, les estrechó la mano.
—Hace la tira que no se te ve por aquí —le saludó Maica—. Yo creía que estabas
en el talego.
Fernando sonrió.
—Salí hace casi dos meses. Me dieron la fianza.
—¿Tan mal lo tenías?
—Bastante. Tengo una ruina encima. Me pescaron dentro de un coche, con un
colocón de la leche. Les dije que estaba durmiendo porque no tenía cobijo, pero no
tragaron, claro. Después fueron a mi casa y me pillaron la recortada y casi dos kilos
de chocolate. Lo peor es que lo tenía preparado casi todo en suelas y en posturas.
—¿Y cómo te lo montaste? —terció Blanca.
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—No sé. Les dije que fumo, ya que fumar no es delito, y que yo mismo me hacía
las posturas para así ir recortando los canutos diarios.
Blanca se echó a reír.
—Esa historia no mola —dijo Maica.
—¿Y qué quieres? A ver qué iba a inventar… Se descojonaron conmigo.
—Entonces te han echado un tráfico encima.
—Tú misma.
—Pues ándate con cuidado —le aconsejó Blanca.
—Como me hagan la gamba otra vez, me buscan la ruina para toda la vida.
Maica le conocía desde la infancia. En aquella época ingenua llegaron a ser
novios. Incluso él se peleó con otros niños por ostentar ese noviazgo. Según supo
después, eran varios los que se disputaban a aquella mocosa con trenzas.
—¿Te has desenganchado en el tiempo que has estado arriba? —quiso saber
Maica.
—¿En el talego? Lo pasé muy mal. Me quise morir, así que paso de caballo.
—¿Fijo?
Maica le miraba con incredulidad.
—Bueno, casi —respondió él—. Me estuve desenganchando, ¿sabes?
—¿Dónde?
—En Benidorm, con unos mendas de una secta… Era una de esas sectas
religiosas.
Blanca prestó atención. Le apasionaba todo lo relativo a las creencias y prácticas
de religiones lejanas. Se sentía atraída por los temas que rozaban lo sagrado, la
divinidad, el más allá. Se dirigió a Fernando:
—Oye, ¿y qué saben esos manguis del rollo?
—Ellos dicen que son apóstoles del evangelio y no sé qué historias. Del Juicio
Final se llamaban. Apóstoles del Juicio Final. Y dicen que su secta es la única
verdadera. ¡La madre que los parió! Por poco me vuelven loco.
Fernando, a intervalos, mordisqueaba el pastel.
—Da hambre el chocolate, ¿eh, nano? —comentó Blanca con sorna.
—Pero, ¿te desengancharon? —quiso saber Maica, ignorando el comentario de su
amiga.
—Yo qué sé. Si no me largo, me dejan pirao perdido.
—¿Te daban Metadona o alguna cosa?
—Qué va, qué va… Al principio se enrollaron bien conmigo unas tías. De la
secta, claro. Tenían prohibida la droga y el alcohol, así que sólo pensaban en «lo
otro» —hizo un gesto obsceno, sonriendo—. Me lo he hecho con todas. Fíjate,
estábamos en un piso; más de veinte dormíamos allí. Yo estaba muy colgado y
cuando no ligaba algo de polvo, me ponía a parir. Una noche me dijeron que había
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llegado un sacerdote y que me iban a curar. Me vigilaron todo el día para que no me
chutara. Fue después de la cena. Yo tenía un mono que era demasiado. Entre todos,
me desnudaron. Los tíos y las tías vestían unas túnicas rojas, y giraban a mi
alrededor, rezando no sé qué monsergas. Como en las películas de espiritismo. Todos
con velas y el sacerdote aquel, brujo o lo que fuera, se acercó a mí. Yo sólo veía sus
barbas. Empezó a dejar gotear el cirio sobre mi cuerpo y yo en pelotas. Después
empezaron a rociarme con unos mejunjes. ¡La virgen, qué historia!
—¿Y eso para qué? —preguntó Blanca.
—Para que saliera el diablo de mi cuerpo. ¡La madre que los parió! Por poco la
palmo. Luego me llevaron a la habitación. La gachí que me había cuidado tenía ganas
de trajín… Pero, nada. ¡Para marcha tenía yo el cuerpo!
Las mujeres estallaron en una carcajada. Fernando rio también, contagiado por
sus risas. Se dirigió a Maica:
—Oye, estoy sin blanca. ¿Me prestas algo?
La mujer meditó unos instantes, antes de decidirse.
—¿Con un talego te apañas?
Fernando asintió y cogió el billete. Se alejó con andar cansino, arrastrando los
pies. Las dos mujeres se miraron. Blanca se encogió de hombros.
—Vaya sablazo —dijo—. Ya tiene para chocolate. Mañana a gorrear a otro con la
historia.
—O a dar un palo por ahí.
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—¿Y el Ladillas?
—Se lo monta muy a las bravas. Va mucho por el bar Lima, con la mujer. Las
papelinas las pasa la tía, y él anda por allí con todo el mogollón. Está dando el morro
la tía. Lo lleva en el bolso, y se pasa horas en el bar a ver quién le liga la mercancía.
Los van a engatillar. Con tanto chota suelto como hay, alguno lo berreará todo al
Crespo.
Maica se detuvo frente a un portal abierto. Las estrechas escaleras carecían de luz.
Con un gesto le indicó a su amiga que la siguiera.
Las pisadas, al ascender, arrancaban largos quejidos a los viejos peldaños. Blanca
soltó una blasfemia, al tiempo que sacaba el mechero del bolso. Retiró la mano de la
barandilla, cuando la débil llama le mostró el estado ruinoso en que se encontraba. En
el segundo rellano, Maica se detuvo. Golpeó con los nudillos la puerta. No hubo
respuesta. Repitió la llamada. Insistió por tercera vez acercando su rostro a la
cerradura.
—¿Está Agustín? —preguntó.
En unos instantes, se abrió la puerta.
—Pasa, Maica.
El gitano cambió una mirada con la mujer.
—Es de confianza —se aprestó a explicar Maica—. Es Blanca, una buena amiga,
del rollo.
—Vale, pasad —accedió el hombre, estudiando a la intrusa.
Cerró la puerta tras ellos.
El gitano sobrepasaba los 35 años. Tenía el rostro quemado de muchos soles, ojos
hundidos y peinados hacia atrás los negros cabellos ondulados. Era cargado de
espalda y andaba encorvado, mermando esbeltez a su regular estatura.
—¿Caballo? —preguntó a Maica.
Blanca llegó a la conclusión de que no perdía el tiempo con rodeos.
—Sí —respondió Maica—. ¿A cómo lo pasas, Cortés?
—Ahora a veintidós boniatos el gramo. Es un polvo superior. A ti te lo puedo
pasar en dos talegos menos. Hoy por ti, mañana por mí. ¿Hace?
—Muy carero te has puesto… Ponme un gramo. ¿Cómo está de corte?
—Nada de nada, es de primera. Ya me lo diréis… Sentaos y echaros un canuto.
En la mesa hay una piedra.
El gitano desapareció en la diminuta cocina. Blanca miró con extrañeza a su
amiga, que se encogió de hombros.
La estancia carecía de ventanas al exterior. Era un pequeño salón, sin muebles.
Sólo una mesa baja y cinco cojines en el suelo. Del techo colgaba una bombilla
mugrienta. La pintura descascarillada, pendía de la pared en delgadas placas que la
humedad agrietaba.
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Tomaron asiento y Blanca preparó un porro. Le dio un codazo significativo a su
amiga. El hachís era muy bueno.
—Es goma —comentó en voz baja, mientras lo encendía.
Cuando salió el hombre llevaba en la mano un sobre pequeño confeccionado
cuidadosamente en un recorte satinado de revista. Se lo pasó a Maica. Ésta lo abrió
comprobando el contenido y palpando con el pulgar y el índice la consistencia de la
heroína.
—Está muy cortado, tío —afirmó.
—Te juro por mis muertos que no —respondió el gitano—. Te lo paso como lo he
ligado yo. Yo no le guindo al Califa.
Maica pagó. Tomó la papelina y se puso en pie. Se volvió ligeramente de espaldas
y se levantó la falda. Escondió la heroína en su prenda íntima.
—¿Me puedes pasar un poco de material? —preguntó Blanca—. Costo.
El hombre sonrió maliciosamente y volvió a la cocina, de donde regresó a los
pocos instantes. Le entregó una tableta de hachís.
—Este costo es de lo mejor —dijo—. Doble cero.
—Hace. ¿Cuánto canta?
—Está a más de doscientas cincuenta el kilo. Esta suela —y señaló la tableta—
pesa doscientos gramos.
Blanca pagó y guardó el hachís.
Cuando salieron al rellano de la escalera, Blanca ya llevaba en la mano el
mechero. Las dos mujeres se sentían de un humor excelente.
—Buen costo tiene el hijo de puta —comentó Maica, cuando estuvieron en la
calle.
Seguía lloviendo. Aguardaron bajo un balcón, indecisas. Por aquellos callejones
no entraban los taxis, si no era para dejar a un cliente.
Blanca se estremeció en un escalofrío.
—¡Vaya tiritera que me ha dado! —exclamó. Luego miró fijamente a Maica y
sonrió—. Las llevas calentitas, ¿eh?
—¿El qué?
—La papelina de caballo.
—Tú misma. Como no te lo hagas muy bien, lo tienes claro.
—Y digo yo, si hay tanta gente que está colgada y necesita los polvos, ¿por qué lo
prohíben? Deberían venderlo libremente.
—Eso digo yo. Pero encima, si te pescan, te entalegan.
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7
Cuando sonó el timbre, Eva, que dormitaba plácidamente estirada en el sofá, se
despertó. Sus ojos parpadearon en un guiño de irritación. Tardó varios instantes en
fijar sus sentidos, anclados aún en la suave indolencia del sueño.
Alargó la mano hasta el teléfono que sonaba, estridente, sobre el mueble consola
del comedor y levantó el auricular.
—¿Está Seras? —preguntó una voz ronca, desde el otro extremo de la línea.
—¿Quién eres? —quiso saber.
—Soy Pedro. Oye, ¿está por casa?
—Sí.
Eva llamó a Serafín en voz alta, cubriendo con la mano instintivamente el
auricular. Aquél apareció con la cara a medio enjabonar y la brocha de afeitar en la
mano.
—¿Quién llama? —le preguntó.
—Me parece que es Pedro el Gasolino.
Serafín asintió, y regresó al cuarto de baño, donde dejó la brocha. Salió secándose
las manos con la toalla que le colgaba sobre los hombros. Tomó el teléfono.
—¿Qué quieres? —preguntó.
—¿Vas a salir ya?
—Dentro de un rato.
—Óyeme, ¿cómo andas de camisas?
Serafín comprendió que se refería a papelinas de heroína.
—Ahora bien —respondió—. Pero si no sueltas la pasta por delante, no hay nada
de nada.
—Tranquilo, Ladillas, que estoy montado. Además, me ha llegado una partida
muy gansa de mescalina. Pero necesito unas cuantas camisas, blancas si puede ser.
«El colega quiere heroína blanca», pensó Serafín.
—Bien. ¿Dónde estás?
—En el bar de abajo, cerca de tu casa.
Serafín consultó su reloj.
—En diez minutos estoy ahí —dijo.
Eva se alisó la manta que cubría sus piernas.
—¿Vas a salir? —le preguntó cuando hubo colgado el teléfono.
—Sí, voy a ver a Pedro el Gasolino. Quiere que le pase unos cuantos gramos de
caballo. Después iré un rato a la calle Alta, a ver si coloco unas cuantas papelinas. Si
me las ligan pronto, vendré. ¿Quieres algo de la calle?
—No.
—Lástima de hepatitis que has trincao. Porque ahora se está moviendo por ahí
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una mescalina de buten. Como no vengan pronto esos mendas de Madrid, nos vamos
a quedar sin mercancía. Tu aguanta ahí y en unos días ya estás lista.
Eva le miró con cansancio, mientras él se encerraba en el aseo. En el rostro de la
mujer se dibujaba el tedio de una juventud anticipada. Sus grandes ojos saltones
carecían de expresión.
Minutos después se marchó Serafín.
Apoyado en el mostrador del bar, Pedro le aguardaba con impaciencia.
—¿Quieres tomar algo? —le preguntó tan pronto le vio aparecer.
—Ahora, no.
—Pues, vámonos.
Caminaron hasta el coche que Pedro había aparcado a distancia del domicilio de
su amigo.
Se conocían desde la infancia. Habían vivido en la misma barriada, habitada por
gentes de diversa condición y procedencia. La calle fue su auténtica escuela y en ella
aprendieron que sólo el más fuerte sobrevive. Pedro era el más pequeño de la
pandilla. Los mayores ya decían que no crecía a causa de su maldad. Serafín, en
cambio, había desarrollado un físico musculoso y recio. Nunca perdieron la amistad.
Cuando, de común acuerdo, decidieron vivir su vida y abandonar el hogar familiar, lo
hicieron sin ningún remordimiento. Más tarde optaron por seguir cada uno su camino,
pero continuaban siendo colegas.
—¿Por qué has dejado el coche tan lejos? —preguntó Serafín.
—Tú mismo. Hay que andarse con cien ojos. Nunca se sabe si van los maderos
detrás de uno.
Subieron al vehículo. Pedro le mostró unas cápsulas de color rojo.
—Esta mescalina es superior —dijo—. La traen de Marsella.
—¿Cuántas?
—Las que quieras. Puedo conseguirte las que me pidas —sacó un envoltorio del
bolsillo y se lo entregó a Serafín—. Échales un vistazo. Esto coloca en plan bárbaro.
La gente se lo chuta como si fuera caballo.
Serafín examinaba la mercancía. Mentalmente hacía cálculos del beneficio que le
podía sacar a las mescalinas. No era igual que los polvos, pero se podía probar.
—¿De quién es el coche? —preguntó maliciosamente Serafín.
—Ni se sabe. Lo he afanado esta tarde —respondió riendo.
Pedro conducía de forma alocada. Era la manera en que respondía su cuerpo,
cuando se sentaba al volante de un coche.
La primera vez que robó uno, tenía apenas doce años y en cada esquina creía ver
coches policiales que arrancaban en su persecución. Desde entonces siempre había
sido así. Carecía de permiso de conducir, pero no le importaba. Excepto en una
ocasión, siempre se había zafado de los monos.
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A sus trece años, sus colegas decían que era el mejor conduciendo. Llegaron a
necesitarle. Por eso le pusieron el apodo de «el Gasolino». Sólo sustraía coches de la
marca Tiburón o Mercedes, por la solidez de su carrocería. Alquilaban sus servicios,
que retribuían bien. El trabajo era siempre el mismo: él conducía mientras los otros se
encargaban de dar el palo.
—¿De qué va el tope esta noche? —les preguntaba.
—Jamones —le respondían—. Tú liga el coche, que ya te diremos dónde lo
hacemos.
Y a la hora indicada acudía indefectiblemente con el coche sustraído.
Normalmente tocaban fábricas o almacenes, cuya puerta exterior era metálica,
elevable por sistema de persiana. Él colocaba el vehículo en la misma puerta, ponía la
palanca de las marchas en posición de primera y arrancaba con un rugido violento.
Todas las puertas se venían abajo y el coche no sufría desperfectos en el motor. A
partir de ese momento comenzaba el trabajo de los otros, a los que aguardaba a que
regresaran con el consumado. El procedimiento era muy arriesgado, así que había que
moverse con mucha rapidez.
La única vez que le sorprendió la policía fue por culpa del retraso de los otros en
la fábrica de confección. Les cazaron como a ratones. ¡Pandilla de cagados! Él salió
de estampida, conduciendo aquel Tiburón azul. Los policías nunca hubieran podido
darle alcance, con aquellos trastos grises alargados. Tuvo que cruzarse aquel camión
en la calzada, maniobrando a la entrada del Mercado de Abastos. El Tiburón se
estrelló contra la rueda trasera del camión. Si no, no le cogen. Dos meses de hospital
y de allí al Reformatorio. ¡Buenos tiempos aquellos! No tenía edad para que le
llevaran al talego; y del Reformatorio era muy sencillo escaparse.
Hubo algo que le perturbó, sin embargo. Tuvo que confeccionarse de nuevo dos
tacos gruesos de madera, con correas para sujetárselos a los pies. Los necesitaba para
llegar a los pedales del embrague, freno y acelerador de los coches.
Serafín miraba de reojo a su amigo, que conducía con temeridad.
—¿Nos persigue alguien? —le preguntó.
—Que no, leche. ¿Es que tienes miedo? Ya lo sabes, es mi manera de conducir.
—Pues nos la vamos a pegar. Como nos vea una lechera, seguro que nos paran.
—Será si pueden —respondió Pedro, y al reír mostró una hilera de dientes
profanados por el sarro.
Serafín, que curioseaba la guantera del vehículo, levantó la vista al notar que
perdían velocidad. La pregunta se le heló en los labios.
Al final de la calle había una patrulla de la policía.
—Una lechera —masculló por lo bajo Pedro.
Ambos permanecieron en silencio. Había que decidir con rapidez. Estaban casi al
final de la playa de la Malvarrosa. Aquella maldita avenida les llevaba directos a los
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policías. No había ninguna salida, y el semáforo les iba a obligar a detenerse casi
junto a ellos.
Podían reconocerles. Y en ese caso, si les paraban, ¿qué podían hacer? No podían
dejarse encerrar. Cualquier cosa, antes que dejarles registrar.
Pedro asió fuertemente el volante. Se habían detenido junto al semáforo que
seguía sin cambiar.
Dos policías salieron del coche y se encaminaron hacia ellos. No tenían prisa.
Con paso seguro se aproximaban al vehículo, uno por la acera y el otro por el centro
de la calzada. Este último, con el brazo extendido, les indicó que permanecieran
estacionados.
—¡Acelera, mierda! —gritó Serafín.
Con un fuerte chirriar de neumáticos, Pedro arrancó a gran velocidad. La parte
delantera del coche, por el lateral izquierdo, golpeó al policía. Pedro apenas se dio
cuenta, pero estaba seguro de que lo había atropellado. Había sido un fogonazo
rápido, la imagen del policía tratando de esquivar el vehículo que se le venía encima.
—¡Dale fuerte, que te lo has cargado! ¡Acelera a tope! —le gritaba Serafín, con la
cabeza vuelta hacia atrás. El policía, caído junto a la acera, no se movía—. ¡Acelera,
mierda, que nos lo hemos cargado!
De pronto Serafín vio a dos policías, uno con la pistola desenfundada y el otro
con metralleta. No estaban lo bastante lejos aún.
Los disparos apenas se oyeron. El cristal de la luna trasera y el parabrisas
estallaron en pedazos, golpeándoles en la cabeza y desparramándose en el interior del
coche. Serafín sintió un fuerte alfilerazo en el hombro izquierdo. Apenas notó dolor.
Al instante percibió la sangre que le empapaba la camisa. El hombro le quemaba.
Miró a Pedro, que seguía conduciendo, con los ojos fijos en el camino sin asfaltar
por el que circulaban. No sabía adonde iban. Pero había que alejarse.
Serafín, con esfuerzo, olvidó su herida y volvió la cabeza. Ya no se veía a los
policías, pero estaba seguro de que la persecución había empezado.
—En unos minutos los tendremos detrás —dijo.
Pedro no le respondió. Seguía conduciendo ferozmente, encogido, con la cabeza
rozando el volante.
—Me han dado, Pedro, estoy herido.
No obtuvo respuesta. Serafín se taponaba la herida con la mano. En un instante
pasaron por su mente las imágenes de todos los posibles desenlaces para aquella
situación. En el mejor de los casos, huir y esconderse. El coche era robado y por ese
medio no les iban a poder identificar. Pero cabía la posibilidad de que alguno de los
policías les hubiera reconocido, y además estaban las huellas suyas por todo el coche.
Había que encontrar urgentemente un cobijo. Y nada de llamadas telefónicas.
Entonces se dio cuenta de que la herida le dolía mucho. Aquello podía ser grave.
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¡Un médico! Había que buscar un médico. La pasma podía sospechar que alguno de
los dos iba herido y les estarían esperando cuando acudieran inocentemente a un
hospital o a cualquier centro asistencial. Los tendrían todos tomados.
El choque violento del automóvil contra un muro, les impulsó hacia adelante.
Serafín soltó una blasfemia, casi a punto de perder el sentido. Se recuperó en
fracciones de segundo, percatándose de la situación. Había que abandonar el coche.
Estaba inservible.
Se volvió hacia Pedro. Estaba sin conocimiento a consecuencia de la colisión.
Tenía la cabeza ladeada, de bruces sobre el volante. Trató de incorporarlo y entonces
vio el punto de sangre en su espalda. A Pedro también le habían dado.
—¡Hijos de puta! —exclamó, tratando de mover a su amigo—. Pedro, ¡contesta!
¡Levanta, que nos vamos!
Aquél no respondió. Nuevamente se esforzó en sacarlo del vehículo. No podía
hacerlo con un brazo sólo. Fue entonces cuando le miró fijamente a la cara y un
escalofrío de terror le recorrió el cuerpo.
—¡Lo han matado! —susurró con el ceño fruncido.
En ese momento comprendió que tenía que salir del coche y abandonar a su
amigo. Nada podía hacerse ya por él. Asió el tirador para abrir la puerta, pero no lo
consiguió. Se había quedado encajada por el golpe. Lo intentó pero la puerta seguía
bloqueada.
Miró a su alrededor. No se veía a nadie ni se oían las sirenas de la policía. El
coche estaba cruzado en el camino, junto a un descampado. No había edificios al
frente. Sólo huertas.
Probó con la puerta trasera: no estaba encajada. Entonces se deslizó hacia el
asiento posterior. Respiraba con dificultad y se oyó a sí mismo gimiendo con
nerviosismo. Salió del coche e inició una veloz carrera hacia las huertas. No volvió la
cabeza hasta haber alcanzado los primeros árboles. Siguió corriendo con su mano
derecha presionando sobre el hombro herido. Cuando se detuvo, exhausto, los árboles
de alrededor se le venían encima; las grandes tablas de regadío se levantaban
horizontalmente del suelo y querían aplastarle.
Contuvo la respiración. ¿Cuánto tiempo llevaba corriendo?, se preguntó. Ignoraba
la respuesta. Debía de estar muy lejos del lugar donde había dejado el coche. ¡El
coche y Pedro! Estaba muerto… Había sucedido todo con tanta rapidez. De pronto,
una oleada de sangre le afluyó al rostro. Sacudió la cabeza violentamente y elevó la
cara hacia el cielo azul, en un intento de serenar la respiración. Separó la mano
derecha.
La sangre, entre sus dedos, despedía un olor metálico. La sangre de un extraño
siempre le causaba una sensación de miedo ancestral. Pero se trataba de su propia
sangre.
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Todo su ser permaneció a la escucha, recogido sobre sí mismo. La mirada se le
estaba nublando, como si toda su persona fuera descendiendo dulcemente hacia un
vacío profundo. Presentía que iba a desvanecerse.
Se acercó a un árbol próximo, al que se asió, para proteger la caída de su cuerpo.
Quedó, finalmente, en el suelo, encogido y con el rostro congestionado. Sabía que no
había perdido totalmente la conciencia de la realidad. Sin embargo, no tenía noción
del tiempo. Era como si flotase en una atmósfera enrarecida. El frío en todo su cuerpo
era intenso.
De pronto, el paraíso de la droga tenía una doble cara. Y ahora le estaba doliendo.
Cerró los ojos y esperó. Había que esperar.
Antonio seguía acostado, indolente, viendo transcurrir los minutos, sin ganas de salir
de casa. Estaba solo. Maica se había ido a la cafetería.
Encendió un cigarrillo, contemplando el desorden de la habitación. La ropa de
ambos yacía esparcida por toda la estancia. En la silla del dormitorio no cabía ni una
prenda más. Resultaba más cómodo que guardar cada vez todas las ropas en el
armario. Sobre la mesita de noche había de todo: un vaso, el tazón del desayuno, un
reloj despertador, pulseras, el cenicero, lleno a rebosar, y una revista pornográfica.
Era un desorden familiar, casi agradable.
Pensó que bien podía ser un poco más amable con Maica y evitaría las
discusiones como la de hacía unos momentos. Pero no le apetecía. En muchas
ocasiones, y ésta era una de ellas, le producía una gran pereza demostrar ninguna
clase de cariño.
—Eres un cerdo —le había espetado ella, asqueada, después de hacer el amor.
—Y tú una puta y, sin embargo, no pasa nada.
Buscó su reloj, alejando de su mente el recuerdo de la disputa. Estaba
anocheciendo.
Sonó el teléfono. Mientras se levantaba de la cama, imaginó quién podría llamarle
a aquella hora. Caminó sin prisa hasta el salón, maldiciendo para sus adentros la
estridencia del timbre.
Levantó el auricular.
—¿Quién es? —preguntó con voz áspera.
—Califa, soy yo.
—¿Y quién es yo, coño?
—Por favor, Califa, date prisa. Soy Serafín. Me han dado un escopetazo y estoy
muy mal… ¿Vienes?
—Vamos a ver, Ladillas. ¿Te estás quedando conmigo?
—No. Por tu madre… Ven que la voy a palmar.
Tenía la voz quebrada. Respiraba con fatiga y a través del teléfono sus jadeos eran
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perceptibles.
—¿Te han pegado un tiro? —preguntó Antonio—. ¿Quién ha sido?
—La pasma.
Antonio se sobresaltó. Un escalofrío conocido le recorrió el cuerpo.
—¿Dónde estás?
—En una cabina. Cerca del bar donde hacíamos las timbas antes del marrón,
¿recuerdas?
Antonio meditó unos segundos y movió la cabeza afirmativamente.
—¿Sabes dónde te digo? —insistió Serafín.
—Sí. No digas nada más por el canuto. Voy para allá.
Se cortó la comunicación. Una sensación de peligro le invadió. Frunció el ceño,
intentando aclarar su mente que flotaba en medio de una polvareda. Él era un hombre
precavido y sabía que se podía tratar de una trampa. Pero del Ladillas no podía
esperar una acción semejante. Se había enfrentado otras veces a situaciones similares
y siempre le había orientado su instinto.
Condujo a gran velocidad, sorteando los vehículos que parecían no tener ninguna
prisa por llegar a sus destinos. Algunos conductores, con rostro fatigado, le
abroncaron con el claxon de su coche. A todos les respondió con insultos soeces.
Salió del centro de la ciudad y se encaminó hacia la autopista de Barcelona. Dobló a
la izquierda y se internó en una barriada de lujosos edificios, junto al Paseo al Mar.
En la esquina estaba el bar Pigmalión. Aminoró la marcha y escudriñó con la mirada
todos los portales de alrededor.
Lo vio sentado, a la puerta de una suntuosa edificación, acurrucado y con los ojos
entornados. Estaba temblando. Antonio examinó los alrededores: ningún peligro.
Detuvo el coche junto a él.
—Vámonos —le dijo, por todo saludo.
Serafín levantó la vista y se dejó introducir en el vehículo. Antonio vio la gran
mancha de sangre en el lado izquierdo del pecho.
Emprendió la marcha, agitado, mirando constantemente por el espejo retrovisor.
Nadie le seguía. La noche siempre había sido una buena aliada. Miró de reojo a su
amigo. Estaba bastante mal. Instintivamente imprimió mayor velocidad al coche,
evitando las calles concurridas y los lugares céntricos.
No se había cruzado con ningún coche policial. Por un momento se representó la
posibilidad de un coche de la policía que les cortara el paso. No habría salida. Estaría
bien pringao. Una sensación de vacío le presionaba el estómago. No era momento
para malos augurios. Se dirigió hacia la autopista del Saler. Consideró que era un
lugar adecuado, lejos de la ciudad, para serenar las ideas y buscar una solución.
De momento había que pensar en la herida del Ladillas. Pero de ninguna manera
podía intentar siquiera llevarle a un hospital. Acudiría la policía antes de que algún
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médico empezara a desvestirlo.
Estacionó el coche en un callejón, junto a la misma carretera. El Saler, fuera de la
época estival, era poco transitado. Estaba preparado para salir a toda velocidad al
menor peligro.
Iba a abrir la puerta del coche, cuando de pronto vio el patrulla de los
municipales. Contuvo la respiración, amparado en la semioscuridad de la calle.
El coche pasó de largo. Entonces salió del automóvil y entró en un bar próximo,
en busca de un teléfono público. Cuando regresó al lado de su amigo, aún dormitaba.
—Tranquilo, macho. Esto está solucionado —le dijo, esperando su reacción—.
Viene hacia aquí don José María. Aguanta.
Serafín no respondió. Entreabrió ligeramente los ojos y esbozó una sonrisa
agradecida.
—Tú lo conoces, Seras. Es don José María, el abogado. Le he dicho que venga.
Él sabe dónde llevarte a curar, sin miedo de que se enteren los chapas —hizo una
pausa, estudiando el rostro del herido—. No le venía muy bien, no creas. Tan
valientes que son para defender a otros, son unos cobardes a la hora de mojarse el
culo. Pero ya viene, por la cuenta que le trae.
Antonio hablaba en un susurro, observando con recelo cualquier gesto en el rostro
de su amigo. No entendía mucho de esas cosas, pero intuía que Serafín se encontraba
muy mal. Incluso no le sorprendería demasiado que Serafín se muriera. Se entretuvo
en este pensamiento. Paradójicamente, no le producía ningún temor. El miedo es
siempre más agudo en las situaciones que se plantea el ser humano que en la propia
realidad. Por lo demás, si su amigo fallecía en el interior del coche, no tendría otra
alternativa que dejarlo en la acera abandonado y salir a toda prisa del lugar.
Se esforzó por alejar tales pensamientos. En muy poco tiempo, Serafín estaría en
manos de un médico.
—Aguanta el tipo, Ladillas —le dijo—. Lo peor ha pasado ya, coño. Total, es una
herida de mierda lo que tienes… Bueno, ya se sabe, la sangre es muy escandalosa.
Guardó silencio. Un coche se aproximó hacia ellos y se detuvo.
—Aquí, don José María —llamó Antonio.
El hombre salió del vehículo y se acercó.
—¿Cómo está? —preguntó con aire de personaje que no dispone de mucho
tiempo, y al que le repugna que se le exija.
—Aguanta bien, don José María.
El hombre examinó someramente al herido. Inclinado junto a la ventanilla,
aparecía un tanto envejecido y pálido. Frisaba ya los cincuenta años. Sus ojos
menudos brillaban en la oscuridad. Parecía observar un mundo que no admite más
medida que su provecho personal. Las falsas promesas, en sus labios, aparecían
revestidas de un aura inequívoca de veracidad. Era siempre comedido, conservador y
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nunca arriesgaba más de lo estrictamente necesario. Sólo actuaba cuando tenía la
certeza del éxito o preveía buenos dividendos. Bajo de estatura, su rostro redondo
estaba marcado por una profunda calvicie.
—Vámonos —dijo.
—¿Adónde, don José María?
—Seguidme. Yo voy delante, en mi coche. Nos espera un buen médico, que hará
lo que haya que hacer, sin preguntar.
—Gracias, don José María.
—Entiende esto, Antonio. Me estoy jugando el tipo.
Antonio comprendió que el hombre estaba planteando la cuestión en términos
económicos.
—El médico va a guardar absoluto silencio —continuó el abogado. Eso lo
garantizo yo. Ya veremos la forma de…
Antonio sabía que el abogado había dejado la frase inacabada deliberadamente.
—No se preocupe, don José María —dijo—. Hay dinero para pagar lo que haga
falta.
—Vámonos de aquí.
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8
—¿Lo de siempre, señorita?
Maica volvió la cabeza hacia el camarero.
—Gracias —respondió—. Bueno, hoy póngame sólo un café con leche.
—Muy bien.
Y el hombre se alejó con su eterna sonrisa colgada de sus labios. Maica se
acomodó en la silla próxima al ventanal. En los últimos tiempos le gustaba aguardar a
Blanca en aquel bar, para acudir juntas al trabajo, a la cafetería. Una expresión de
cansancio se dibujó en su rostro. Si ella fuera hombre, pensó, jamás se acostaría con
una mujer de cafetería. «Son todas unos putones desorejados.» La frase era agria,
pero le gustaba. La había oído a alguien y pronunciada en el acaloramiento de una
discusión causaba el impacto electrizante de una bofetada en pleno rostro. Chicas de
cafetería, mujeres de alterne. Era lo mismo. El oficio más antiguo del mundo,
remozado con expresiones elegantes. De siempre, la civilización ha tratado de
encubrir las necesidades y costumbres más vergonzantes del hombre mediante el
empleo de un léxico refinado.
Llegó el camarero con el servicio.
—Su café con leche, señorita.
—Gracias.
Maica miró al hombre. Era alto, delgado y con un rostro profundamente
envejecido. Andaría por los cuarenta años y cumplía su misión de forma mecánica.
Su sonrisa era artificial; un utensilio más de trabajo.
Pero Maica entendía de hombres. En aquellos ojos recónditos, al fondo de su
rostro alargado, había un brillo de lujuria que no escapaba a su atenta mirada.
Mientras el camarero se alejaba, Maica imaginaba la reacción salvaje de aquel
hombre si ella se le insinuara como sabía hacerlo.
Consultó su reloj. Blanca no tardaría en llegar. Su presencia tenía el encanto de
llenar los vacíos de las horas muertas. Su postura frente a la vida era de perfecto
aburrimiento, y su amiga la ayudaba a evadirse. Se presentaría jadeante, dando
excusas por su retraso y maldiciendo de Rafa el Huesos. Tomaría alegremente un café
y una copa, y tras crucificar a cuantas personas viera desfilar por la calle, cogerían el
primer taxi que pasara. «A trabajar, Maica. Y recuerda: no somos putas, sino
enfermeras del amor.»
Maica se sorprendió a sí misma, mirando a través de la ventana una pareja de
enamorados. Estaban los dos como ausentes de todo lo que no fuera ellos mismos.
Sentados en el banco del paseo, ignoraban el mundo que les rodeaba.
Observó sus manos. Estaban entrelazadas, en una caricia interminable. El
lenguaje de las manos. Ella también lo conoció, pero hacía ya tanto tiempo… Un
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vaho de tristeza enturbió sus ojos. De pronto, sentía la garra de la envidia. Era algo
que reptaba, pegajoso y estéril, por su pecho. Sin embargo, tenía los ojos fijos en
aquellas manos. Apenas si había reparado en la cara de aquellos críos. En un intento
de autojustificación, se alegró con el pensamiento de que, a no pasar muchos años, la
vida se encargaría de borrar de sus cabezas todas esas cursilerías.
—Buenas…
Era Blanca. Se sentó e hizo gestos al camarero para que se acercara.
—Lo de siempre —le dijo.
Cuando el hombre se hubo alejado, Blanca guiñó el ojo a su amiga.
—A éste, un día le voy a hacer un arreglo que se va a quedar bizco. Verás cómo le
quito las ganas de mirarnos así.
—Déjalo, eso es barato —respondió Maica.
—Si es que el tío, cada vez que te mira, te desnuda. Vaya con el gachó. Un día le
voy a poner a caldo.
—Será que no te han desnudado nunca —bromeó Maica.
Blanca echó la cabeza hacia atrás, de forma teatral, mirando fijamente a su amiga.
—Oye, ¿no estarás enamorada del menda? —preguntó sin esperar respuesta—.
La princesa y la momia.
—No digas chorradas.
Maica seguía mirando por la ventana, aquellas manos cuyo único lenguaje eran
las caricias.
—Hoy tienes el día malo —comentó Blanca—. Así que ya lo sabes, dos canutos y
a otra cosa.
Maica se volvió hacia su amiga.
—¿Sabes una cosa?
—…
—A veces me gustaría ser virgen. Para siempre.
Blanca vaciló unos instantes, dudando de que hablara con seriedad.
—¡La madre que me parió! —exclamó.
—Te lo digo en serio. Fetén.
—Pero, bueno, chica, ¿es que quieres que te pongan en un altar? Se te iba a
apolillar todo el asunto… No te comas malamente el coco, ¿me entiendes? Yo me he
dado cuenta. A veces sueltas unas paridas, como si estuvieras ya a la cuarta pregunta.
—Lo que pasa es que me gusta pensar en cosas.
—Por mí como si te haces monja. Menudo cachondeo ibas a liar en el convento
—miró a su amiga, que continuaba seria—. Bueno, tú lo que tienes hoy es lo de
siempre. Has cogido un cabreo como un enano por culpa del Califa ese. Pues lo
mandas a la mierda y en paz.
Maica desvió la mirada hacia la calle. La pareja seguía allí. Pensó que eran
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excesivamente jóvenes. Unos niños aún. No deberían empezar tan pronto. El juego
era demasiado serio. A esa edad, una cree que se conoce a sí misma, se dijo. Sin saber
exactamente cómo, las manos resultaban insuficientes para contener toda la ilusión
que se desbordaba en el interior. Una sensación agridulce, la primera vez. Te dejas
llevar blandamente por el otro, que poco a poco va derribando las fronteras del
miedo. El pudor y la sensualidad se funden en un abrazo ruborizado. Y de pronto, ya
está. Es como el chocolate. Cuando viene la bajada, te quedas vacía y el aburrimiento
te consume.
—¿Cuándo lo hiciste por primera vez, Blanca?
—Lo tuyo es de manicomio, ¿eh? —se detuvo, pensativa. Luego explicó—: En
aquel tiempo yo estaba loca perdida por un chorbo. Tenía yo dieciséis años. Lo
hicimos a oscuras y te juro que lo pasé fatal. Pero a veces me acuerdo de él y me da
pena. Puede que sea la única vez que lo he hecho de verdad, porque le quería… ¡Oh,
el amor!
—¿Entonces le querías?
Blanca arrugó el entrecejo, en un gesto adusto.
—Yo a él, sí. Pero el muy cabrón, sólo quería eso, meterla.
—¿Lo ves? Lo mismo que yo. A casi todas les ha pasado igual.
Y después siempre lo mismo. Ellos a disfrutar y nosotras a jodernos.
—¿Pues sabes qué te digo? Que cada uno aguante su vela. A mí no me ponen de
mala leche hoy ni cien curas en procesión.
Se levantaron. Maica miró de reojo el banco del paseo. Ya se habían ido.
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9
—Antonio, estoy desesperada.
Las palabras brotaban estremecidas de los labios de Eva. Había desaliento y una
frialdad cáustica en sus ojos llorosos. Antonio la miraba fijamente reprimiendo
apenas la ira acumulada dentro de sí. Le acarició la mejilla.
—Desde luego, se han pasado los hijos de puta —dijo.
Ella sollozaba con mansedumbre. El hombre la tomó del brazo y la condujo al
exterior de la vieja casona. Valencia y la policía quedaban muy lejos. En aquella casa,
al pie del monte, rodeada de secanos, Serafín el Ladillas estaba protegido. En muchos
kilómetros a la redonda no había más vida que la que albergaba la naturaleza. El
escondite era perfecto.
Se sentaron a la sombra del inmenso olivo centenario, majestuoso guardián que
parecía contener en su ramaje todos los secretos de la vida.
La mujer se arrojó en sus brazos, desconsolada. Antonio no supo qué hacer con
aquel cuerpo en sus manos. Notó contra su pecho los senos de ella, libres bajo el
vestido. Era más bien baja, y desde luego no precisamente guapa. Pero su simpatía
había suavizado siempre muchas hostilidades.
—¿Tú crees que le pasará algo? —le preguntó Eva.
—Que no, tía. Ya has oído al médico. Tardará unos cuantos días en ponerse bien,
pero nada más.
Antonio rebuscaba las palabras adecuadas, en respuesta a la comprensión que
imploraban los ojos de ella. Pero no conseguía hilvanar una sola frase de aliento. Lo
achacó a los nervios. Levantó la cabeza y observó en lo alto el sol que lucía brillante.
Hacia el oeste se formaban grandes nubes que parecían deslizarse suavemente hacia
ellos.
Eva le preguntaba si le pasaría algo a Serafín. No era sólo la salud del Ladillas la
preocupación principal. Sobre todo, a la mujer le inquietaba el pensamiento de que la
policía diera con el escondite donde se reponía su hombre. Era una auténtica
obsesión.
—¿Lo están buscando? —quiso saber Eva.
La mujer se separó lentamente de él, aguardando la respuesta que los dos
conocían.
—Supongo que sí.
—Quiero decir, si habrá muchos detrás de él.
—Puede ser… Ten en cuenta que hay un policía que está que si la palma que si
no. Pero le buscarán los primeros días. Luego, cuando pase un tiempo, lo olvidarán.
Total, sólo han pasado dos días.
—Ésos no olvidan nunca, Califa.
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Antonio sacó del bolsillo un pequeño envoltorio de papel aluminio.
—Es una china —dijo—. Un poco de chocolate nos vendrá bien.
Eva asintió.
—No fumas mucho, ¿verdad?
—No. Soy muy rara, me lo reconozco.
Guardaron silencio, mientras él liaba el porro. Cuando le hubo prendido fuego se
lo pasó a la mujer.
—Esto te pondrá bien —le dijo, exhalando eufórico el humo de sus pulmones.
Del interior de la casa les llegó la voz balbuceante de Serafín, llamando a la
mujer.
—Voy a ver qué quiere.
Eva le pasó el cigarro y se encaminó hacia la casa. Antonio la observó mientras se
alejaba. Trató de adivinar qué cualidad del Ladillas era la que había enamorado a
aquella mujer. Movió la cabeza con desencanto. Su problema ahora era buscar
soluciones rápidas. El escondite era seguro, pero tenía que pensar en el siguiente
paso. Dentro de unos días abandonarían el lugar. Eva permanecía en la casona con
Serafín, solos todo el día. Aunque el paraje no era transitado, tenía instrucciones de
que la mujer estuviera siempre dentro de la casa y ésta bien cerrada. Evitar ruidos y
conversaciones que pudieran atraer la curiosidad de algún campesino. Y sobre todo,
de noche, control absoluto de las luces. No debía verse ninguna desde el exterior. La
mujer había demostrado mucha entereza. No parecía temer la noche ni la soledad.
Eva regresó a su lado.
—Quería agua —dijo sentándose.
—¿Está bien?
—Parece que sí. Se ha vuelto a dormir.
—Bien, Eva, tenemos que hablar de colega a colega.
Le sorprendió el tono de su voz, y notó que perdía seguridad en sí misma.
—¿Hay problemas? —preguntó expectante.
Él sacudió la cabeza.
—No se trata de nada grave —dijo—. Pero necesito medio kilo.
—¿Medio millón?
—Sí. El abogado tiene que pagar al médico y cubrir gastos.
Miró a Eva. No parecía muy sorprendida. Después de todo, no era caro.
—De acuerdo —respondió.
—Son todos unos sinvergüenzas —comentó él, a manera de disculpa.
Como si adivinara sus pensamientos, Eva le preguntó:
—¿Para cuándo?
—Tan pronto podáis. ¿Mañana te hace?
Eva pareció dudar unos instantes.
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—Mañana tendré el dinero. ¿A qué hora vendrás?
—A primera hora de la tarde.
—Lo tendré fijo. No dispongo de la pasta, pero tengo amigos. Hablaré con
Serafín.
—A esos tipos hay que tenerlos contentos. Ellos se montan su rollo, pero nos
sacan las castañas del fuego, ¿no te parece?
—Y además, agradecida. Lo digo en serio, Califa. Si tú no te llegas a mover, a
estas horas a saber dónde estaría mi hombre.
Antonio relajó los músculos de su cara y esbozó una sonrisa.
—¿Sabes lo que me ha propuesto? —le preguntó.
—¿Quién?
—Don José María.
Eva le escuchaba con divertida extrañeza.
—Me dijo que necesita alguien como yo, que le defienda. O sea, que lo que
quiere es un guardaespaldas.
—¿De veras?
—Lo que yo te digo. Está acojonado.
—Para esa gente, yo tengo una norma —explicó Eva—. De lo que veo me creo la
mitad; de lo que me dicen, nada. Así que…
—Que es fetén lo que te estoy diciendo. Por lo visto unos mendas le han
amenazado con rajarle. Les debió de cobrar un pastón, y total para nada. En el talego
acabaron. Desde hace unos días le llaman por teléfono y le mandan notas.
—Entonces, ¿la cosa va en serio?
—A ver.
Eva apoyó el mentón en ambas manos y le preguntó, divertida:
—¿Y qué le has contestado?
—Que llame a otra puerta. ¿No te jode?
Ambos se echaron a reír. Antonio miró su reloj.
—Se me hace tarde —dijo, levantándose.
Eva le acompañó por el sendero que rodeaba la casa, en cuya parte posterior había
aparcado el coche. La mujer también había conseguido uno de algún amigo y lo
guardaba en el mismo lugar, perfectamente oculto.
—Hasta mañana —se despidió Antonio.
—Cuando vengas ya tendré el dinero.
Antonio puso el coche en marcha.
—Adiós, guardaespaldas —exclamó ella.
No le contestó. Movió la cabeza alegremente, satisfecho de ver sonreír a la mujer
y arrancó.
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A las cuatro de la tarde del día siguiente, Antonio enfiló la autopista en dirección a
Alicante. Conducía un coche alquilado, un Seat-127, verde, que no llamaba la
atención. Pero no tenía permiso de conducir.
Hacía calor y notaba pesadez en el estómago.
Media hora después abandonaba la autopista y penetraba en un camino
polvoriento que se abría paso entre los naranjos en dirección a las montañas
próximas. Por el espejo retrovisor vio la polvareda que levantaba el coche a su paso.
No había motivos para recelar. Aquella vereda, aunque solitaria, la frecuentaban los
huertanos para atender sus campos.
A lo lejos, divisó la casona. Era una antigua edificación de dos plantas, en cuya
parte posterior había adosada una construcción tosca, provista de tejado saledizo,
destinada a establo en otros tiempos. Debió de utilizarse la casa en época no muy
lejana, como vivienda, pues conservaba muebles rústicos e incluso la cocina disponía
de los enseres más esenciales. La mayor incomodidad era la falta de luz eléctrica.
Cuando detuvo el coche, Eva le esperaba ya.
—¿Cómo está el Seras? —se interesó.
—Igual.
Bajó del coche y le dio un beso a la mujer.
—¿Todo bien?
—Sí. Vamos arriba, Califa. Serafín te está esperando.
La habitación pintada de blanco, irradiaba luz. Serafín ocupaba el centro de la
gran cama y estaba recostado sobre un almohadón. Las profundas ojeras y la palidez
de su rostro le conferían un aspecto dramático. La chaqueta del pijama, entreabierta,
dejaba ver el vendaje en su pecho.
—¿Qué tal la herida? —le preguntó Antonio.
—Duele un poco.
—No será tanto.
—De veras… De todas formas, gracias por venir, Califa. Eres un buen colega.
—Cualquiera haría lo mismo —respondió Antonio, halagado.
—¿Te ha dicho algo Eva?
—¿De qué? —quiso saber Antonio.
—Del consumado.
Antonio miró a la mujer, con extrañeza.
—Tengo apalancado un buen consumado —explicó Serafín—. Un muestrario de
joyería. Lo afané en un coche. Me llevó mucho tiempo, pero valió la pena. A ese
viajante me lo tenía junado. Se le pueden sacar muchos billetes, Califa.
—¿Cómo le vas a dar salida?
—Ahora no puedo.
—Tú y yo sabemos lo que son esas cosas. Te engañan siempre; pero si vas de
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apuro te pagan lo que quieren: o lo tomas o lo dejas.
—¿Se te ocurre algo? —preguntó débilmente Eva, dirigiéndose a Antonio.
—Tal como lo ponéis, yo iría a don José María.
Serafín enarcó las cejas y permaneció unos instantes, pensativo.
—¿El abogado?
Antonio asintió con la cabeza.
—¿Le tienes confianza, Califa?
—No me fío de nadie, Seras, ni de mi padre —explicó Antonio—. Pero no hay
más remedio. Él tiene colocado el consumado nada más verlo. Y lo hará por la cuenta
que le trae. Lo único, que es un chupóptero. Le sacará toda la pasta que pueda y luego
dirá que le han pagado muy poco. No he visto el consumado, pero seguro que dirá
que con eso cubrimos gastos sólo.
—Muy arriesgado lo veo —opinó Serafín.
—Sin problemas. Con que te diga que el menda me ha santeado a mí varias veces
pisos de amigos suyos…
Serafín silbó entre dientes. Luego miró a Eva y sonrió, relajado.
—Lo dejo en tus manos, Antonio.
Este se concentró en las explicaciones detalladas de su amigo para encontrar el
alijo de joyas. Conocía el lugar. Años atrás lo frecuentaban mucho, siempre con
chicas. La última vez, se las prometieron muy felices, y todo resultó un fracaso. No
guardaba buen recuerdo del lugar: una casa de campo en plena huerta y muy cerca de
Valencia.
Serafín le previno que sería mejor ir de noche.
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cubierto.
Puso el motor en marcha y se dirigió hacia el otro extremo de la ciudad. Las
últimas farolas habían devenido en frías y rígidas vestales de la lluvia.
Tomó la carretera vieja de El Saler, conduciendo a gran velocidad. A los pocos
kilómetros, encontró el desvío. Salió de la carretera y entró en un camino que
discurría entre naranjos.
Pronto divisó, a la luz de los faros, la vieja masía abandonada. Siguió
conduciendo por el angosto camino, siempre entre los huertos, hasta que llegó al
pequeño puente, bajo el cual pasaba la acequia.
Detuvo el coche. Permaneció unos instantes en silencio. Sólo se oía la lluvia. Un
pequeño crujido del motor le sobresaltó. Esperó. Tomó la linterna y salió del
vehículo, descendiendo por el puente. El rumor del agua llenaba todos los rincones de
la noche. Las hojas de los árboles se agitaban bajo la lluvia en un murmullo
sobrecogedor.
Caminó entre naranjos hasta llegar a la vieja casona. Estaba casi derrumbada y
apenas quedaba un cobertizo, que no servía de protección contra el agua. No tenía
puerta. Localizó el rincón, pero estaba repleto de ramas y troncos de naranjo. Colocó
la linterna en un hueco de la pared y comenzó a remover todo el ramaje. Allí estaba,
finalmente, lo que en otros tiempos fuera una chimenea. Se introdujo y buscó a
tientas la repisa interior.
Su mano tocó la caja de madera. Con cuidado la sacó al exterior. Comprobó que
en su interior los plásticos que envolvían las carteras seguían herméticamente
cerrados. Las carteras eran de piel negra, enrolladas en espiral sobre sí mismas.
Desenvolvió una y sus ojos brillaron de codicia. Todo estaba en orden. Había joyas
en las carteras por un valor muy superior a los dos millones de pesetas. Si las piedras
que llevaban incrustadas aquellas piezas eran brillantes, la cosa era distinta. Aquello
podía valer mucha pasta.
De pronto, un ruido sordo de pasos en la lluvia, le dejó inmovilizado. Apagó la
linterna y prestó atención a cualquier sonido, los ojos abiertos en la oscuridad y el
cuerpo en tensión. Apoyó la espalda contra la pared y esperó. Un miedo ancestral le
oprimía el pecho.
Nada. Sólo se oía el gotear continuo sobre las hojas humilladas de los árboles.
Afuera, la oscuridad era total. A lo lejos se oyó el aullido de un perro. Tranquilizado,
se encaminó hacia la entrada, a oscuras, hasta que la lluvia y el viento le azotaron el
rostro. Volvió al interior, tras comprobar que nada anormal ocurría, y recogió las tres
carteras. Dirigió el haz luminoso hacia los naranjos y fue hacia el coche. Los pies se
hundían en la tierra mullida del campo y andaba con torpeza.
Cuando llegó al vehículo, abrió el capó delantero, dejando al descubierto el
motor. Allí, a la izquierda, llevaba la rueda de repuesto. En la concavidad central de
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la misma, depositó las carteras, envueltas en una bolsa de plástico, que afirmó con
una cuerda. No era un lugar muy seguro, pero mucho más conveniente que llevar las
carteras en el interior.
Subió al coche, y tras una maniobra penosa, sobre el fango, empezó a desandar el
camino, de regreso a casa. Circuló con lentitud hasta el acceso a la carretera.
Cuando, un tiempo después, divisó las primeras luces de la ciudad, notó que se le
ensanchaban los pulmones. Una población grande es un gran refugio, donde uno debe
encontrar su propia cueva y ponerse a salvo. Miró repetidas veces por el espejo
retrovisor. No le había seguido nadie.
Aparcó frente a su casa. Aún seguía lloviendo. Inspeccionó detenidamente los
alrededores antes de recoger las tres carteras y penetró en el portal.
Aún tardaría en amanecer.
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despacho?
—Cuando me diga.
Se notaba que el hombre, al otro lado de la línea, calculaba la hora más propicia
para él. Era obvio que no llamaba desde su despacho. Se oía música ambiental y
murmullo de conversaciones. Debía de estar en un restaurante.
—Mañana por la mañana a las once, ¿es buena hora para ti?
—Sí —respondió prestamente Antonio.
—Entonces, te espero.
—Muy bien. Por cierto, ¿está todo en orden?
—Perfectamente, sin problemas.
Antonio deseaba que le anticipara, de alguna manera, si había colocado bien el
consumado de joyas.
—¿He de llevarle algún papel?
Supuso que entendería la alusión. Confiaba que hubiera sacado más que
suficiente para pagar los servicios prestados.
—No, no hace falta —respondió el hombre—. No traigas nada. Veré la forma de
solucionar el caso, con lo que tenemos.
—Lo que usted diga.
Así, pues, había sacado buen dinero por las joyas. ¿Cuánto? Eso nunca lo sabría.
—De acuerdo, hasta mañana, entonces —se despidió el abogado.
Oyó el clic al cortarse la comunicación. Se quedó mirando el teléfono y maldijo
entre dientes. «Valiente sinvergüenza. Y encima, pasan por gente respetable y yo por
un chorizo. Así funciona el mundo. Todos son iguales sólo que a unos les toca ganar
y otros van de perdedores por la vida. ¿Existirá algún mundo donde haya realmente
justicia?»
Se sentó y cogió el vaso de whisky.
—¿Qué tal? —preguntó Maica, asomando la cabeza.
—Nada; que vaya a verle.
—¿No querrá más dinero?
Antonio se incorporó en el sillón y se volvió hacia la mujer.
—Si lo hace me voy a acordar de todos sus muertos.
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10
Maite salió del baño. Llevaba un paño ceñido a la cabeza que cubría el pelo mojado.
Algunos mechones sobresalían, goteantes, sobre su frente. Una toalla de baño cubría
su cuerpo, brillante y perfumado.
Nano levantó la cabeza y siguió con la vista sus movimientos por el salón. No era
una mujer comunicativa, precisamente, ni propensa a los cumplidos. Mientras sorbía
el café, su pensamiento se deslizó suavemente desde Maite a Geni.
Era curioso. No le había afectado demasiado el hecho de que Geni le abandonara
definitivamente y se fuera a vivir con un menda cualquiera. Después de todo, era algo
que tarde o temprano podía ocurrir. Sin embargo, se había mostrado receloso y no lo
encajó bien. Reconocía que Geni había estado en el talego por culpa de él, que había
sido incapaz de comerse solo el asunto. Por lo demás, ella carecía de antecedentes y
podía responsabilizarse del kilo de hachís. Sin antecedentes de ninguna clase, la
tenían que poner en libertad en seguida. Siempre le acosaba el mismo sentimiento de
decepción y culpabilidad. Con él era distinto. A eso lo llamaban reincidencia, y
suponía varios marrones. Geni estuvo quince días encerrada y le afectó mucho. Salió
cambiada. Él permaneció en prisión, porque estaba en busca y captura.
Geni era el tipo de mujer tolerante, que nunca parecía pedir nada a cambio. Y un
buen día, le abandonó. Nunca se lo reprochó, porque así eran las reglas de juego. Pero
vivió mucho tiempo humillado y desquiciado.
Llevaba él apenas cinco meses en el talego, cuando se enteró. El director del
centro penitenciario le había llamado a su despacho. Era un hombre de delgadez
ascética. Profundamente calvo, su rostro era huesudo y alargado. Desde la
profundidad de sus cuencas, sus ojos observaban inquisitivos.
—¿Usted era novio de Geni? —le había preguntado con su voz impersonal.
—¿Geni?
Se quedó inmóvil en su silla, rígido. Aquel hombre le estaba preguntando por
Geni, pero se había expresado en pasado: era novio…
—Es mi mujer —le respondió con firmeza, mirándole a los ojos. Una garra
oscura le atenazaba la garganta. Allí sentado, frente a la mesa escritorio del director,
se sintió incómodo y solo.
—Bueno, sí, su mujer —concedió el director—. Pero no estaban casados, claro.
Ustedes, los jóvenes, rompen todos los moldes… Yo me refería a que era la mujer
con quien convivía, en pareja. ¿No es eso?
Nano movió la cabeza, afirmativamente, y preguntó:
—¿Qué le ha ocurrido?
Se dio cuenta de que no lo había preguntado. Exigía una respuesta.
—Ha muerto.
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Una bocanada de sangre se agolpó en su cerebro. Muerta…
El director rompió el silencio:
—La policía está trabajando en el asunto. Aunque parece claro que le sobrevino
un paro cardíaco. La encontraron ya cadáver en los servicios de unos grandes
almacenes, a la hora de cierre del establecimiento. A sus pies se encontró una
jeringuilla, al parecer de heroína. Por supuesto, se está analizando la substancia… —
el hombre hizo una pausa, sopesando sus palabras. Nano parecía no reaccionar—.
Pudo ser una dosis demasiado fuerte o cualquier otra circunstancia. ¿Sabía usted que
ella se inyectaba en vena heroína?
Nano asintió con tristeza. Ahora vendrían una serie de preguntas vacías, absurdas,
que no podían solucionar nada. Preguntas, siempre preguntas. Por eso le habían
notificado su muerte, a ver qué podían averiguar. Pero nadie se había preocupado
nunca de dar respuesta a sus inquietudes.
Contestó a todo con evasivas. A Geni poco le podía importar. Estaba muerta y eso
era todo.
Maite le estaba observando. Nano dejó el periódico sobre la silla y se acercó a la
mesa, revolviendo varias revistas, hasta encontrar las tijeras. Se sentó de nuevo.
—Vaya manía que has cogido —le espetó Maite.
—¿Por qué?
—¿Para qué quieres esos recortes?
—Me gusta guardarlos. Casi todos se refieren a cosas hechas por mí.
—Vaya morbo. Un atraco allí, un robo allá… No pensarás que te van a dar una
medalla.
—¿Y qué?
—Bueno, eso allá tú.
Nano abrió una cajita metálica y le mostró varios recortes de periódico.
—Fíjate en éste —dijo—. Es de la semana pasada. Y no era asunto mío, sino de
un amigo. ¿Te acuerdas de Pedro el Gasolino? —leyó en voz alta—: «Delincuente
muerto en enfrentamiento con la policía. Resultó herido de gravedad, en el incidente,
un policía nacional». Lo que yo te diga. Lo dejaron seco, a tiros. Así, por las buenas.
Primero matan y después preguntan. Y claro, el coche se estrelló contra un policía. A
ver cómo iba a conducir el tío si estaba medio muerto. Pero dicen que no, que había
tratado de cepillarse a un mono. Así se cubren —golpeó con el dedo índice el recorte,
y siguió leyendo—: «El joven muerto ha sido identificado como Pedro Aguado
Durán, de 25 años, al que apodaban el Gasolino. Su acompañante logró escapar,
aunque se cree que puede estar herido. La policía está centrando todas sus
investigaciones…». ¡Mierda! Como si no supieran quién era el otro. Lo que pasa es
que no lo pueden encontrar.
—Pues toda la basca sabe quién es.
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—Y ellos también, pero no le van a echar el guante.
Maite entró en el cuarto de baño. Nano ordenó perezosamente los recortes de
periódico, la vista puesta en la sombra de la mujer, proyectada en la pared del pasillo.
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11
Estaba estirado cuan largo era en el sofá, fumando. Tenía los ojos rojos, surcados por
infinidad de riachuelos de sangre.
—Es tarde ya —le insinuó Maica.
—Qué más da tarde que pronto.
Hablaba con pesadez. Las palabras tropezaban unas con otras.
—Vas pasao de chocolate.
—Me fumo el último ya —dijo y estalló en una carcajada incongruente—. Estoy
muy puesto…
Cuando entornó los ojos, una sensación de vértigo placentero gravitó sobre él. De
pronto, le acometían unos grandes deseos de hablar de la amistad, del amor, de la
belleza, del fuego, de la noche, de la lluvia. Sobre todo de la lluvia.
—¿Está lloviendo?
—No —respondió Maica—. ¿Por qué va a llover? Vaya colocón de mierda que
llevas.
Antonio ladeó la cabeza hacia ella. Pensaba con mucha lentitud y el sueño
empezaba a pesar en sus párpados.
Se dijo que no formaban mala pareja. Les unía un gran vínculo: los dos estaban
liberados y pasaban de todo. Pero, sobre todo, Maica era suya.
Le vino a la memoria la costumbre de algunos gatos machos. Se lo había dicho
alguien. Los gatos orinan en todos los rincones de la morada donde habitan y que
consideran su posesión. Es la marca de sus dominios. Él, en cambio, no necesitaba
señalizar sus límites. Todos le respetaban e incluso le temían.
Antonio se levantó y se dirigió al dormitorio. Observaba sus propios movimientos
como si se tratara de una persona diferente.
—¿Mañana vas a Barcelona? —preguntó Maica.
Se quedó perplejo. Hubiera jurado que esa pregunta, en la misma habitación, con
Maica allí de pie, ya había tenido lugar antes, exactamente igual.
—Sí —contestó.
—¿Cuándo?
—Por la mañana.
—Además del Ladillas, ¿va alguien contigo?
—Su mujer.
Se dejó caer sobre la cama, con estrépito, y cerró los ojos.
—¿A dónde le lleváis? —quiso saber Maica.
—Eso es cosa del Seras. Con una gente que conocen allá. Permanecieron un
tiempo en silencio. Antonio tenía los ojos cerrados.
—¿Cuándo vuelves? —le preguntó.
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No obtuvo respuesta. Estaba durmiendo ya. El despertador estaba indicando las
cuatro de la madrugada. Apagó la luz.
Maica se sentía sola. Hacía todo lo posible por encontrar un aliciente serio a su vida y
cada vez descubría, con mayor sorpresa, que no lo encontraba. Las ausencias de
Antonio, en determinados momentos le llenaban de confusión. Era un miedo
desconocido, irreal, que sin embargo estaba ahí, en todos los rincones de la casa.
Antonio estaba en Barcelona y podía tardar varios días en regresar.
Se preparó un cigarro de hachís, lentamente, sin prisas. Aún le quedaba una hora
antes de salir y reunirse con Blanca para ir a la cafetería.
Absorbió el humo hasta que penetró en todos los resquicios de sus pulmones. De
súbito, le entraron deseos de desaparecer, al igual que el humo que se difuminaba ya
en el ambiente de la habitación. Rechazó todos los momentos de la infancia que se
agolpaban en su mente, con bullicios de inocencia. Le retumbaban en el cerebro.
Se llevó nuevamente el cigarro a la boca. Estaba atada a Antonio y no estaba
enamorada de él. Una sensación extraña. Sería la costumbre o quizá pereza de
remover los recuerdos para poner en orden las ideas. Asintió, con la vista perdida en
las volutas de humo que ascendían de su cigarrillo. Todo eso era demasiado
complicado y lo único que necesitaba era olvidar esa tristeza que le martilleaba la
conciencia.
Se imaginó a sí misma regresando a su casa. Por lo que sabía, sus padres estaban
bien, aunque hacía tiempo que no les visitaba. ¿Cuánto tiempo ya? Dos años, quizá
más.
Su habitación estaría exactamente igual, ordenada y limpia. Su madre se habría
encargado de que todo permaneciera en su lugar: la mesa escritorio, la cama, el
armario ropero repleto de vestidos. Muebles caros y lujosos. En la pared, sobre la
cabecera, seguiría la Virgen del Carmen en su hornacina. Y estarían también las
estanterías abarrotadas de muñecas. Una habitación femenina y cálida. Su madre,
estaba segura, perseveraría en su antigua costumbre. Todas las noches entraría en su
habitación vacía y de pie, los ojos en la imagen de la Virgen, rezaría una oración por
su hija. Por ella.
Sus padres eran creyentes y en su quehacer cotidiano se notaba la impronta de su
profunda religiosidad. Tanto a ella como a su hermano —hoy, médico— desde niños
les encauzaron por la senda de la religión.
Tras muchos años de esfuerzo, sus padres habían conquistado un puesto
importante en la sociedad. Él era un abogado de notoria reputación. Gracias a él, la
economía familiar apuntaba a metas cada vez más altas. Pero obligaba a los hijos con
privaciones para que descubrieran por sí mismos el valor del dinero.
La madre era más débil, y a espaldas del padre, satisfacía sus pequeños caprichos.
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En cambio era muy rígida en lo relativo a costumbres y moralidad. Era una mujer
elegante, que nunca perdió su atractivo.
Aquella noche a las dos de la madrugada, la había esperado despierta, en el salón.
Cuando Maica llegó, su madre estaba sentada en el sillón de orejas, de terciopelo
azul. Al fondo, la gran biblioteca que llenaba toda la pared. Tenía un libro en las
manos, pero la tensión de su rostro le dio a entender que no había podido
concentrarse en su lectura.
—¿De dónde vienes, si puede saberse? —le preguntó.
Sus palabras resonaron en la habitación con gravedad, Maica guardó silencio,
indecisa.
—¿Tienes idea de la hora que es? —insistió.
—Sí, se me ha hecho un poco tarde.
—Un poco tarde… A mi hija, llegar a casa a las dos de la mañana le parece sólo
un poco tarde.
—Mamá, no dramatices. Tampoco es para tanto.
—Pero, bueno, ¿tienes la desfachatez de decirme que no dramatice? —su madre
movió la cabeza exasperada—. Toda mi vida procurando que mi hija sea una mujer
respetable para que ahora, cuando empieza a salir del cascarón, me diga que no
dramatice. ¿Es que no se enseña a la juventud de ahora que hay cosas que están bien
y cosas que están mal?
—No me entiendes, mamá. Eso es todo. En tu juventud se vivía de una forma y
ahora pasamos de esas historias.
Su madre se quedó mirándola, atónita.
—¿Qué es eso de pasar de historias? Ni tu padre ni yo te hemos enseñado a hablar
de esa manera. Pero no es eso lo peor. Lo más preocupante es que pienses así.
—No nos podemos entender, porque tú estás en una onda distinta. —Maica estaba
irritada y le brillaban los ojos. No se sentía con ánimos para afrontar una nueva
discusión—. Tú piensas en mí como una niña que tiene que convertirse en una mujer
respetable. ¿Lo ves? A mí eso de mujer respetable me hace reír.
—Y qué prefieres, ¿convertirte en una cualquiera? No comprendo qué demonio se
te ha metido en el cuerpo para pensar como piensas.
—Es imposible hablar contigo, mamá. Todo lo ves de la misma forma. Nosotros
somos diferentes. Vivimos al día y nos preocupan cosas distintas a las vuestras.
—Supongo que estarás refiriéndote a los amigotes con los que sales…
—No son amigotes. Lo que ocurre es que a los que no son de vuestra clase social,
los descartáis y los margináis. Esa es vuestra visión de…
Estaba gritando. Su madre le atajó:
—No te tolero que grites en esta casa —miró hacia el corredor de la izquierda,
con preocupación—. Tu padre está durmiendo. Será mejor que no le despertemos.
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La mujer se levantó y fue hasta la habitación de Maica. Cuando encendió la luz,
se volvió y señaló una cajita de comprimidos y un pedazo oscuro de hachís que
estaba sobre la mesa.
Maica apartó la mirada y se sentó en la cama.
—¿Y esto? —preguntó su madre.
—¿El qué?
Maica rehuía la mirada.
—Los comprimidos.
—Ya lo sabes, mamá: anticonceptivos.
—Ya lo sé, ya lo sé —hablaba en un susurro—. Apenas has cumplido diecisiete
años y ya necesitas eso. Hija, creo que has perdido todo el sentido de la moralidad.
No respetas ni tu propia virginidad —guardó silencio unos instantes, abatida—. En el
fondo todo viene de lo mismo: las compañías con que te juntas. El resultado está a la
vista. Drogas y vicio. Pero tú sigues yendo con ellos, y saliendo con el delincuente
ese.
Maica vio las lágrimas en los ojos de su madre y optó por callar. Conocía sus
relaciones con Antonio y le reprochaba constantemente por ello. Escuchó paciente
todas sus reconvenciones. Los estudios los tenía abandonados. Era imposible que
aprobara el curso. Si continuaba así no había ni que pensar en una carrera
universitaria. En los últimos tiempos faltaba a clase con demasiada frecuencia. De
nuevo, las malas compañías, la promiscuidad, y finalmente las drogas.
Mientras la oía, pensó en lo difícil que sería para su madre comprender su
juventud. Pero había algo que le molestaba: la espiaba y le registraba la habitación.
Mentalmente hizo recuento de sus pertenencias, por si aún quedaba algo que le
comprometiera.
¿Cómo reaccionaría su madre si supiera que se había inyectado en vena heroína
en dos ocasiones? En aquellos momentos, aún se encontraba bajo sus efectos.
Renunciaba fácilmente a replicar a su madre. En algún instante, de forma fugaz,
llegaba a comprenderla incluso. Era como si estuviera nadando a la deriva, sin
esfuerzo, arrastrada por una fuerte corriente. La ira y la agresividad iban
retrocediendo.
Levantó la cara hacia su madre, que le hablaba con voz suplicante:
—Mañana sin falta, le pediré hora al doctor Laguía, ¿te parece bien, hija? Es el
médico de la familia y de toda confianza. Estoy segura de que él puede encontrar una
solución. Tú estás enferma, te pasa algo, aunque no te des cuenta, y la droga te está
perjudicando.
—Lo que tú digas, mamá.
Su madre la abrazó, esperanzada, y Maica sintió la humedad de las lágrimas al
contacto con su rostro.
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—Cuando te miro como ahora, siento que vuelves a ser mi niña…
Lo que no podía imaginar su madre era que su actitud no era de sumisión sino de
abandono. Estaba flotando.
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El desconocido parecía escupir con furia cada una de las palabras.
Maica permaneció en silencio.
—¿Me has oído, cerda?
No le respondió.
—Se lo puedes decir al cabrón ese. Le quedan muy pocos días.
Habían colgado. Sin embargo permaneció un tiempo aún con el auricular en la
mano. Cuando lo dejó en la horquilla, tenía la mano empapada en sudor.
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primera le colgué yo. Me dijo que soy una cerda y me cagué en su puta madre.
Antonio sonrió, distendido.
—¿Por qué? ¿A qué viene todo eso?
—No lo sé. No le conozco, pero él a nosotros sí. Estaba más rabioso que un dios
cabreado. Largó por esa boca, cantidad. Dice que te va a matar.
Maica le miró, interrogándole con la mirada.
—Ni idea de quién pueda ser el menda —afirmó Antonio—. ¿Tú no le conociste
la voz?
—Es la primera vez que le oigo en mi vida.
Antonio calló, pensativo. Luego hizo un gesto de extrañeza y se levantó.
—¿Sabes lo que te digo? Ni caso.
—Pues a mí me asustó —admitió la mujer.
—El que quiera algo, ya sabe dónde me tiene. —Antonio se encaminó al cuarto
de baño—. Si me quiere buscar, me encontrará. Te lo juro.
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12
Tres días después, por la tarde, Maica acudió a la consulta del doctor Cobos. No le
conocía, pero se dejó aconsejar por Blanca, que decía tener buenas referencias de él.
El taxi la dejó frente a un edificio de estilo neoclásico, en pleno centro de la
ciudad. Se sentía molesta, ya que tendría que someterse a examen. Los hospitales y
las consultas de los médicos la perturbaban.
La puerta del ascensor se abrió en la quinta planta. Enfrente mismo vio la placa
del doctor Cobos. Pulsó el timbre y se entretuvo observando el dibujo oriental de la
alfombrilla. Le abrió una enfermera joven, vestida de blanco inmaculado, que la
invitó a entrar. Bonita, cara redondeada, de ojos verdes y expresión alegre, ponía una
nota de calor en la asepsia de la consulta.
—¿Tiene usted ficha o es la primera vez que viene? —le preguntó la enfermera.
—Es la primera vez.
—Entonces, mientras espera, le abriré la ficha. ¿Me deja su documento de
identidad?
Maica se lo entregó.
—Aguarde ahí, por favor —le insinuó, al tiempo que le abría la puerta—. Yo le
avisaré.
Tomó asiento en la habitación destinada a sala de espera, contigua a la consulta
del doctor. Miró de reojo hacia la gran puerta de caoba, cerrada, tras la cual en esos
momentos alguna mujer estaría siendo examinada por el médico. La habitación era
fría e impersonal, con una mesita en el centro repleta de revistas, en su mayoría
números atrasados, y varias sillas a todo lo largo de las paredes. Un óleo de colores
chillones contrastaba con la sobriedad de la estancia. En el rincón, una pareja de
recién casados aguardaba con impaciencia mal disimulada. La mujer era joven, de
rostro agradable, y su timidez le impedía separar la mirada del cuadro que
representaba un paisaje montañoso árido y sin vida. El hombre fumaba, inquieto, en
silencio.
Entonces sintió una punzada de soledad. A ella no la acompañaba nadie.
Habían transcurrido veinte minutos, cuando la enfermera la hizo pasar a la
consulta del doctor, quien la invitó a tomar asiento frente a él.
—Usted dirá.
—Me parece que estoy embarazada.
Había respondido con presteza, sin preámbulos. Guardó silencio.
—Eso es maravilloso, ¿no le parece? —la miró sonriente—. ¿Le han hecho algún
análisis?
—No, señor —meditó unos instantes, antes de continuar—. Bueno, me hice una
prueba con un producto que compré en la farmacia.
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—¿Y le dio positivo?
—Sí, señor.
—¿Es su primer embarazo?
—No.
Maica tuvo la sensación de que aquel hombre leía detrás de sus ojos.
—Eso simplifica las cosas… —empezó a decir.
—Bueno, la verdad es que aborté.
—¿Cuándo fue eso?
—Hace unos dos años y medio.
—¿Voluntariamente?
—No. Lo perdí.
—¿De cuánto tiempo estaba embarazada cuando ocurrió eso?
—Casi cinco meses.
—¿Estuvo hospitalizada?
—Dos días. Tuve un poco de hemorragia.
El doctor se inclinó sobre la mesa e hizo una serie de anotaciones en la ficha que
le había facilitado la enfermera.
Maica le miró. Era un hombre de aspecto imponente, alto, cara bronceada de
rasgos afilados y pelo canoso. Estaba próximo a los cincuenta años. Era comedido y
su persona infundía respeto. De mirada reposada, su serenidad resultaba
reconfortante.
—Muy bien —dijo, levantando la mirada hacia la mujer—. ¿De cuántas faltas
está?
—Voy por la tercera.
—De acuerdo. Pase ahí al lado y la examinaré.
Le indicó con la mano la habitación contigua. Maica obedeció. La enfermera la
estaba aguardando y le entregó una bata blanca.
—Cámbiese detrás de la cortina —le indicó—. Quítese toda la ropa interior.
Cuando esté lista, avíseme.
Maica se ocultó y se vistió la bata que le habían facilitado. Dejó cuidadosamente
plegado el traje, falda y chaqueta de color gris, y blusa verde, sobre una silla
metálica.
Al verse, una oleada de calor le subió al rostro. La bata era sin mangas y dejaba al
descubierto sus dos brazos, en los que se apreciaban las marcas de los pinchazos.
Cuando llamó a la enfermera, ésta le indicó que debía acostarse en la camilla que
estaba situada en el centro de la estancia. Miró de reojo a su alrededor. En aquella
posición resultaba más temible la contemplación de todo el instrumental médico. A su
derecha, una vitrina repleta de piezas de acero inoxidable, relucientes. A sus pies, una
mesita de poca altura, en la que había dispuesto la enfermera algunos instrumentos
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que Maica supuso eran habituales en aquellos casos, y un estetoscopio.
El médico le hizo un reconocimiento exhaustivo. Primero palpó su vientre con la
mirada concentrada en un lugar indefinido. Luego le obligó a separar las piernas. Se
había puesto unos guantes de goma.
—No le voy a hacer daño —dijo, mostrándole el instrumento que tenía en la
mano—. Esto es un espéculo. Vamos a ver cómo está todo por ahí dentro.
Maica sintió el frío del metal y que se le encogía el estómago. El hombre actuaba
con movimientos precisos y pulso firme.
—Incorpórese, por favor.
Maica quedó sentada sobre la camilla. El médico le auscultó el pecho y la
espalda, en silencio.
Cuando creía que el hombre iba a dar por finalizado el examen de su persona, fue
cuando vio el aparato aquel. Se le quedaron los ojos quietos, inmovilizados por el
miedo y la vergüenza. ¡Le iba a tomar la tensión y entonces descubriría las marcas de
la aguja! ¡Maldita heroína! Vio cómo le pasaba la cinta por el brazo izquierdo. Luego,
la presión del aire inyectado, como si fueran a estallarle las venas, y después el vacío.
El médico seguía en silencio y Maica se sintió en deuda con él. ¿O sería que no se
había dado cuenta?
—Ya puede vestirse.
El hombre se levantó y salió de la habitación.
Cuando Maica regresó al despacho, le vio tomando notas en su ficha. Se sentó y
aguardó. Tras aquella gran mesa de caoba labrada, su gesto era aún más grave.
—Está usted embarazada, sin ninguna duda —dijo, levantando la cabeza—.
Ahora necesito hacerle algunas preguntas. ¿Cuándo le correspondía tener la
menstruación?
—Hace tres días.
—¿Tiene los períodos con regularidad o suele retrasarse?
—No. Para eso soy como un reloj.
—¿Duración aproximada?
—Unos cinco días.
—¿En estos tres últimos meses ha sentido alguna clase de dolor?
—No.
—¿Molestias, mareos?
—A veces siento cierto malestar.
—¿Ha notado rechazo por cosas que antes le apetecían? ¿Se encuentra irascible a
veces, sin causa justificada?
Pensó en Antonio. Últimamente le repugnaban sus costumbres y mucho más su
proximidad.
—No me he dado cuenta —mintió.
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—¿Padece alguna enfermedad?
Maica dudaba. Si se refería a la heroína, eso no era ninguna enfermedad. Miró al
médico, que seguía con sus anotaciones.
—Que yo sepa, no —respondió.
—¿Qué enfermedades recuerda haber tenido de niña?
Meditó la respuesta. No se acordaba muy bien.
—El tifus y el sarampión —contestó.
—¿Alguna enfermedad hereditaria en su familia?
—Creo que no.
—Dígame, el aborto de que me ha hablado antes, ¿cómo sucedió?
Maica titubeaba.
—Fue al coger una caja del ropero. Estaba arriba del todo y no llegaba. Cogí una
silla y me subí. Al estirar el brazo, noté un dolor en el vientre. Me puse muy mala. Yo
pensaba que me pasaría, pero no me pasó. En el hospital dijeron que se me había
desprendido.
Maica supuso que lo que acababa de contar era perfectamente creíble. Una amiga
suya abortó así. Por lo demás, tampoco era necesario decirle toda la verdad. Cuanto
tuvo el aborto, Antonio estaba en prisión. No le había contado nada del accidente del
coche, que pudo ser mortal, una noche de fiesta, promiscua, con mucho alcohol y
chocolate.
De pronto, cuando menos lo esperaba, el médico formuló la pregunta.
—¿Desde cuándo es adicta?
Maica bajó la mirada. Notaba el rubor en sus mejillas ardientes.
El hombre adoptó un tono comprensivo:
—Puede resultarle molesto responder a mi pregunta, pero le aseguro que es
importante. Por el bien de su hijo.
La última frase la pronunció con solemnidad. Maica vaciló unos instantes.
—¿Está dispuesta a responder? —insistió el médico.
—Sí.
—¿Cuándo empezó con las drogas?
—Hace varios años.
—¿Qué tomaba?
—Chocolate, como todo el mundo —respondió resuelta. Luego, reflexionó sobre
la expresión que había utilizado, y explicó—: Bueno, hachís. Después vino la
heroína.
—¿Cuánto tiempo hace que se inyecta en vena?
—Más de dos años.
—Dosis.
—¿Se refiere a picos diarios? ¿Cuántas veces me pincho?
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El hombre asintió con la cabeza.
—Depende. A veces dos, a veces tres…
—¿Ha padecido síndrome de abstinencia?
—No. A veces, cuando me ha hecho falta un chute, una inyección, he notado eso,
que la necesito. Pero el pavo no lo he tenido nunca.
—Habrá que cortar con eso. ¿Cuánto tiempo cree que podrá aguantar sin
inyectarse?
—No lo sé —hizo una pausa, considerando si podría comprometerse con el
sacrificio que se le iba a exigir—. Pero creo que podré pasar sin el caballo; quiero
decir, sin el polvo.
El médico meditó unos instantes la medicación a que debía someterla.
—¿Está casada?
—Sí —respondió Maica, ya que su unión con Antonio, a todos los efectos, se
podía considerar como matrimonio.
—¿Consume heroína su marido?
Maica asintió.
—¿Se siente capaz de dejar la heroína de forma radical?
—Creo que sí.
Pero en su voz no había toda la convicción que hubiera deseado.
—Se juega usted la vida del niño —ahora el médico hablaba con firmeza. Su voz
era dura, casi agresiva—. De usted depende que nazca normal, sin taras ni
enfermedades que podrían ser fatales. Piense que si durante el embarazo sigue
inyectándose la droga su hijo será drogadicto nada más nacer. Es usted la única
responsable de la salud del niño, a partir de ahora mismo. Si quiere tener ese hijo,
prescinda de la heroína. No debe consumir ninguna droga. ¿Lo entiende usted así?
Quiero que sepa que no existe en el mundo ningún médico capaz de cuidar su
maternidad si usted misma no lo hace. No debe sentir vergüenza por haber contraído
esa enfermedad —el hombre la miraba fijamente a los ojos. Oyéndole, Maica se
sentía crecida, segura de su propia fortaleza—. Porque, en realidad, el hábito de la
drogadicción, concretamente la heroinomanía, es una enfermedad. Y a un enfermo
hay que curarle. Pero importa, sobre todo, la voluntad; que usted quiera y acepte esa
curación. Piense en su hijo.
Maica estaba llorando. Sin saber cómo, estaba pensando en su madre. La
sensación de nostalgia dejaba paso a las sombras de su culpabilidad. El médico no le
había preguntado por su trabajo.
—Deje que le dé un consejo, como médico y como hombre que posee una cierta
experiencia. Abandone la droga ahora que está a tiempo. Si no lo hace, estará
atrapada para el resto de su vida, que en ese caso, será más bien corta.
Después de extenderle las recetas y explicarle la forma de dosificar los
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medicamentos, el doctor dio por terminada la consulta.
—Venga a verme dentro de quince días.
Maica asintió y le estrechó la mano, con gesto agradecido. Las facciones del
hombre, antes firmes y profesionales, ahora parecían paternales.
Estaba decidida. Iba a dejar definitivamente la heroína. Esa noche, en la cafetería,
no probó el alcohol. Cada vez que un cliente la invitaba a una copa, escondía el vaso
bajo el mostrador y se servía un refresco. Actuaba como una autómata, meditando en
su embarazo y en las consecuencias inmediatas.
Blanca le sorprendió en un extremo, fumando y totalmente ausente.
—¿Estás bien, Maica?
Volvió la cabeza hacia su amiga.
—Sí, ¿por qué?
—Te veo rarísima, tía. Con esa cara no te vas a comer un rosco en toda la noche.
Maica se encogió de hombros, sonriendo.
—A ti te pasa algo —insistió Blanca—. ¿Me lo vas a contar o no?
Necesitaba compartir su secreto. Estaba dispuesta a hacer lo indecible para que
ese niño naciera.
—Estoy embarazada, Blanca.
—¡Anda, mi madre! ¿Eso es fetén?
—Palabra. Fui al médico que me dijiste. El tío es de lo mejorcito. Me ha
reconocido de arriba abajo. Estoy de tres meses y dice que todo va bien.
Blanca estudió atentamente el rostro de su amiga. Tenía los ojos brillantes de
felicidad.
—Me alegro, Maica. ¿Se lo has dicho a Antonio?
—No. Él no sabe nada.
—¿Cómo reaccionará el gárrulo ese?
—No sé. Creo que bien. Él siempre dice que no le molestaría ser padre. Pero con
los hombres nunca se sabe.
—¿Le has explicado al médico lo del caballo?
—Lo ha visto él.
—¿Y qué dice?
—Que se acabó la droga. Nada de nada.
—¿Aguantarás el tirón?
Maica levantó la cabeza, altanera.
—Ya lo verás —respondió.
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—Esta noche la voy a agarrar —afirmó Blanca.
—Te va a caer fatal —repuso Maica—. Esta tarde te has puesto ciega.
—¿Por dos canutos?
—Llevas un colocón que es demasiado.
Antonio y Rafael tomaron asiento en una mesa de la discoteca. Esa noche, al
finalizar el trabajo en la cafetería habían decidido tomar una copa los cuatro juntos.
El local vibraba de agitación humana, y la música golpeaba sin piedad todas las
conversaciones. Allí estaban, barcas varadas, los habituales de la noche. Otros
provenían del arrastre de la marea, fascinados por los fulgores nocturnos y sedientos
de sensaciones alucinantes.
—¿Qué se celebra esta noche? —preguntó Rafael, mirando la botella de whisky.
—Lo de siempre —respondió Maica.
—Pues está la noche para fiestas. Menuda movida. Un desparramo de la leche ha
habido hoy. El Crespo ha colocado a un mogollón de gente.
Antonio sirvió la bebida en los vasos.
—¿Todos por costo? —inquirió Blanca.
—La primera en caer ha sido la Alicia —explicó Antonio—. La han ligado esta
tarde, donde el bar del Pedro. Se han llevado a casi todos los que estaban allí.
—Pues la Alicia lo tiene claro —comentó Maica.
—Ese es su problema —terció Blanca—. Le pegó dos tiros al Chus y se lo cargó.
Total, por un ataque de cuernos. Muchos del rollo se la tenían jurada a la tía, porque
se decía que iba de chivata. Pero la han trincao. Al que han soltado es a Paco el
Melenas. Dicen que le han dado estopa en cantidad.
—¿Al Melenas? Imposible —respondió Antonio—. Ése es un cagao. Antes de
ponerle las manillas ya lo ha largado todo.
—¿Estaba con el Chus cuando pasó todo? —preguntó Maica.
—Él dice que sí —contestó Rafael—. Que le querían colocar a él ese marrón, y
por eso tuvo que explicar la historia.
—Todo por un encoñamiento de mierda —sentenció Blanca, que empezaba a liar
un porro.
—Aquí no, tía —le atajó Antonio—. Un día van a dar un toque y no vamos a
quedar ninguno.
Blanca obedeció a regañadientes.
El humo y el alcohol giraban en una danza espesa. Rostros abotargados, los ojos
enrojecidos y pesadez en las palabras, pero todos con la sonrisa a flor de labios, a la
búsqueda de los ocultos placeres de la noche.
—¿Sabéis de qué me estoy acordando? —preguntó Blanca—. De los dos juláis
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que nos querían ligar hace un rato, por lo legal. ¡Lo tenían claro! Y la verdad es que
tenían su gracia. Nos caían simpáticos y estaban tan necesitados… Con ésos lo
hubiera hecho a gusto.
—A ésta le pego yo una que le pongo la cara al revés —amenazó Rafael.
—Ahora vas de estrecho por la vida, ¿o qué? —preguntó Maica, sin aguardar
respuesta—. Seguro que Blanquita es aún virgen. ¡No te jode!
—Oye, Califa, a éstas hay que atarlas corto —respondió Rafael—. Que una cosa
es que se hagan a quien quieran en el trabajo y otra que se den gusto con un mangui
de por ahí. El trabajo es el trabajo, pero lo otro…
—A mí no me comas el coco —dijo Maica.
Blanca pidió silencio con gestos grandilocuentes.
—Pero, ¿qué dice? —exclamó, señalando a Rafael—. De éste aún no me he
estrenado desde hace más de cuatro meses. Con el caballo tiene bastante. ¿Cómo lo
veis? —se sirvió una buena ración de la botella—. Si lo sé, me ligo al julái.
—Vaya colocón de mierda que llevas —comentó Rafael—. En casa te arreglaré el
cuerpo.
Antonio, que miraba fijamente la puerta del local, quedó paralizado. Con una
mirada les marcó el lugar. Tres hombres jóvenes, hablaban con el encargado.
—No los conozco —dijo Antonio—. Pero son de la pasma. Apestan a distancia.
¡La madre que los parió! —luego, en voz baja, ordenó—: Maica, llévate a ésta y que
tire lo que lleva encima.
Maica se levantó, tomando del brazo a su amiga, que caminó tambaleante hacia
los servicios. Los dos hombres permanecieron sentados, simulando una conversación.
Antonio volvió a sentir en su pecho el desgarro de la impotencia, que le enfurecía
y le humillaba a un tiempo. Cada vez que veía a un policía era como hallarse frente a
un ser con poderes para decidir sobre su libertad.
Siempre había sido así, desde aquella primera vez, a los catorce años. Fue por la
tarde. Aún no había anochecido. Aquel coche, nuevo y brillante, lo habían aparcado
en lugar óptimo. Estaba abierto sin casi dificultad. En el asiento posterior habían
dejado una chaqueta. Y en las chaquetas suelen haber carteras. Se acercó al vehículo
y tanteó la cerradura. Sencilla. Extrajo del bolsillo el abrelatas alargado, que siempre
llevaba consigo. Le había aplanado y limado la punta para confeccionarse su ganzúa
particular. Todos los amigos la tenían. La puerta se abrió sin esfuerzo. Con la rapidez
de una alimaña se había introducido en el coche y la chaqueta ya era suya. Al salir del
coche, aquellos dos hombres se abalanzaron sobre él y le esposaron. En aquella
circunstancia no supo qué le atemorizaba más si el miedo a la paliza de la policía o el
miedo a la reclusión. No era justo. Le habían tendido una trampa. Buscaban al
individuo que afanaba los coches de la zona y le cogieron a él, que era la segunda vez
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que pisaba aquel barrio. La visión de la comisaría le empequeñeció. Un pánico
oscuro, allá en lo hondo, le recorrió el cuerpo. Las piernas le temblaban. Varios
policías le gritaban a la vez. Estaba aturdido. La amenaza de la cárcel y del
reformatorio gravitaba sobre su cabeza, golpeándole violentamente las sienes. En la
calle le habían dicho que si le cogían no podían hacerle nada porque era menor y los
menores no pueden ir a la cárcel. Eso sí, le pegarían una buena paliza. Pero el
reformatorio era tan temible como la prisión. Los policías le miraban con desprecio.
Él aguardó, expectante, la primera bofetada, que no llegó nunca. Hubo un policía, un
hombre ya maduro, que le habló casi con cariño. Pero le gustaba sermonear y eso lo
estropeó todo. Nunca lo supo explicar, pero las palabras susurrantes, maduras de
consejos, ya desde la niñez le provocaban una repulsión irrefrenable. Se encerró en sí
mismo y se sorprendió de la sangre fría con que reaccionaba. Un policía le llamó
«cínico» y otro afirmó que «tenía madera de chorizo». Impactaron como dardos en su
cerebro. El reformatorio era un lugar lóbrego, un edificio antiguo y ruinoso,
habilitado para cárcel de jóvenes. Al tercer día, de madrugada, saltó la valla, lindante
con los campos, y se fugó. El acontecimiento le valió la admiración de los amigos,
que tácitamente, le aceptaron como jefe. Con gran alarde de inventiva, les contó que
la policía le había dado una gran paliza. Le habían torturado. Dudó un tanto en
responder cuando uno de la pandilla le preguntó, sorprendido, dónde estaban las
señales en su cuerpo. Al fin encontró la respuesta: aquellos tipos de la policía eran
muy listos y habían tenido buen cuidado en no dejar marcas de su violencia.
Aquella primera detención fue un aldabonazo sordo: una toma de conciencia de
su personalidad. De golpe, había aprendido lo que era la libertad.
Desde entonces había estado detenido muchas veces. Era como repetir una
lección mal aprendida. Siempre se juraba a sí mismo que nunca más le privarían de
su libertad. Cada vez que era detenido analizaba minuciosamente los hechos a la
búsqueda del fallo, del resquicio por el que había penetrado la policía.
Maica y Blanca regresaban ya. Antonio seguía, con la mirada atenta, los
movimientos de los policías.
—Vaya rollo más chungo que se están marcando —exclamó Blanca.
Los policías se marcharon.
—Vámonos —ordenó Antonio—. Esto quema.
Salieron a la noche. La calle les pareció más humana. El fresco húmedo de la
madrugada les azotó el rostro.
—Me voy a meter un pico en casa, que va a ser demasiado —dijo Rafael en la
despedida.
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Las punzadas de dolor en el cerebro y las náuseas hacían gravitar la habitación sobre
su cabeza. Maite comprendió que había bebido demasiado esa noche. Se volvió hacia
Nano, que parecía absorto en la contemplación de sus propias fantasías.
Hizo una mueca de asco. Cada día se sentía más lejana de él. Pensó que seguía a
su lado por desidia simplemente. Nunca encontraba el momento de afrontar la
realidad y echarle a la calle. Sabía que un día no lejano tendría que hacerlo, pero le
producía cierta inquietud. No era ningún sentimiento de compasión. Le suponía un
gran esfuerzo el plantarse y decir ¡basta! Ése era el único motivo por el que las cosas
seguían rodando. Siempre había sido así. Por esa causa había sufrido varias
decepciones en esta vida.
En aquel tiempo era aún estudiante y estaba en plena adolescencia.
Recordó el verano en el campo, en casa de su prima, que era hija única. Pasaban
la mayor parte del día solas, pues sus padres siempre tenían compromisos que les
alejaban de la casa. Su prima era un año mayor que ella y tenía el genio muy vivo.
Estaba acostumbrada a salirse casi siempre con la suya. Maite disfrutaba del verano,
pues a causa de su prima le concedían caprichos que de otra forma se le hubieran
negado.
Aquella tarde se pusieron los bañadores —que ambas tenían de dos piezas—, y se
zambulleron en la piscina de rústica construcción y cuya agua servía para regadío de
los cultivos de la finca. Tras gozar de la natación y cuando ya el sol declinaba la
tarde, con las toallas colgadas del hombro, entraron en la casona y se encerraron en la
habitación que compartían.
A excepción de esos baños diarios, no había mayores alicientes en aquel paraje.
Sentadas al borde de sus camas, frente a frente, conspiraban sobre la forma de
lograr que los padres se decidieran a emprender un viaje por la costa.
De pronto, su prima Silvia lo dijo:
—Tienes los pechos bonitos.
Maite permaneció unos segundos atónita. Luego sonrió sin malicia.
—Tú también —respondió.
—Los tuyos son igual de grandes que los míos y yo soy mayor.
—Eso no tiene nada que ver.
—Puede ser.
Maite captó un brillo extraño en los ojos de su prima.
—¿Te das algo? —preguntó Silvia.
—No. ¿Es que tú te pones algo?
—Yo no, pero me han enseñado unos masajes.
—¿Para qué?
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—¡Pareces tonta! Pues para que crezcan y llenen bien el vestido. Ahora verás.
Silvia se detuvo y estudió a su prima.
—Quítate el sujetador —le dijo.
Maite titubeó, sin comprender.
—¡Quítatelo! —exigió su prima—. ¿O es que vas a tener vergüenza?
Maite se desprendió lentamente de la pieza, con la mirada impotente, colgada de
los ojos de su prima.
Silvia sonreía. Estaba absorta en sus pechos adolescentes.
Se situó, arrodillada en la cama, detrás de Maite.
—Inclina el cuerpo hacia delante y cierra los ojos —le susurró.
Maite obedeció. Las manos de su prima iniciaron unos suaves masajes alrededor
de sus pechos. Cuando acarició sus pezones, éstos se irguieron con una prestancia
majestuosa. Sintió un estremecimiento que le recorrió todo el cuerpo.
No pronunció palabra. Su prima continuó con las caricias, cada vez más
apasionadas.
Maite notaba una sensación nueva de placer. Era un hallazgo electrizante. Sabía
que estaban haciendo algo prohibido, pero le gustaba y, por lo demás, era incapaz de
negarse a su prima.
Silvia se detuvo. Sin hablar, dejó caer sobre la cama su sujetador y se tumbó de
espaldas.
—Ahora tú —le dijo.
Maite se volvió. Observó los senos desnudos de su prima y adoptó una posición
más cómoda. Apoyó sus dos manos sobre los pechos de ella y los sintió cálidos.
Lentamente comenzó con movimientos tímidos, tratando de imitar los masajes que
ella había recibido. Silvia tenía los ojos cerrados.
—Así, así… —susurraba satisfecha.
Entonces Silvia le indicó que se acostara a su lado. Fue entonces cuando su prima
deslizó una mano entre sus piernas, bajo la minúscula prenda, y la dejó reposar sobre
su pubis. Aquellos dedos seguían descendiendo y se notó húmeda. Descubría, por
primera vez, el sabor del placer prohibido.
El claxon del coche las dejó paralizadas. Eran sus padres que regresaban. Silvia
reaccionó rápidamente. Se puso en pie y se dirigió al cuarto de baño. Antes de
abandonar la habitación, advirtió a su prima:
—Como lo digas a alguien, te mato.
Entonces sintió miedo, vergüenza y tristeza.
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—No me gusta —respondió aburrida.
—Pues me vas a hacer una faena. Podríamos hacer una movida de varios kilos de
chocolate. Se alquila el coche; sin problemas. Contigo damos el pego de puta madre.
Una pareja es mejor que un menda solo. Nos bajamos a Marruecos, al moro,
volvemos, y ya está.
—No me comas el coco, tío. Si quieres tener esa historia, te la montas tú.
Nano movió la cabeza, descorazonado.
—Además, ¿de dónde vas a sacar la pasta? —preguntó Maite.
—Lo tengo pensado.
—Tú todo lo tienes pensado…
—Esto funciona —exclamó Nano, señalando con el dedo índice su cabeza—. Me
hace falta sólo un poco de guita, así que no hay más camino que levantar los talegos
de un banco. ¿Te mola?
Maite le miraba con disgusto.
—Yo paso de esas historias —insistió.
—Mira, lo tengo todo planeado. No me puede fallar. Además, ahora llevo una
buena racha. En la vida pasa así. Unas veces se gana y otras se pierde. Yo he perdido
muchas veces. Ahora las tengo todas de cara. ¿Entiendes lo que te quiero decir?
—Mira, Nano, haz lo que quieras, pero no me comas el tarro. Los atracos en
bancos son mala cosa. Te pueden dejar frito.
Él siguió con su explicación, en un intento de convencerla. Finalmente, desistió.
—Esta noche no se puede hablar contigo —exclamó exasperado—. Por cierto,
¿hay limones en casa?
—Me parece que sí —respondió ella, imaginando que los necesitaba para limpiar
de impurezas la heroína.
—Menos mal, porque el caballo que he ligado esta tarde es del marrón y está muy
chungo.
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Maica cogió el teléfono.
—¡Hola, cerda!
Reconoció aquella voz quebrada. Otra ver el miedo, que le galopaba sangre
arriba.
—¿Quién eres? —le preguntó.
—Él ya lo sabe. ¿O es que no se lo has dicho? Pero, claro, las gallinas se
esconden.
Maica hizo gestos a Antonio para que se levantara, indicándole con gestos vivos
que juntara su oído al auricular. Mientras él se acercaba, la mujer habló al
desconocido.
—¿Por qué no se lo dices a él?
—¿A quién? ¿A Toni Califa? Ése es un cagao que está lleno de mierda. Cuando
me cruce con él es hombre muerto.
Antonio escuchó impasible.
—Tú hablas mucho detrás, pero delante te quisiera ver yo —le humilló Maica,
tratando de que Antonio reconociera la voz.
El otro forzó una risotada.
—Cuando quiera me tendrá cara a cara —dijo—. Lo que pasa es que es un
cobarde; pero yo terminaré con él. ¡Eso está jurado!
Antonio le arrebató el teléfono a Maica y se lo apretó con furia al oído. Al otro
lado de la línea se habían callado.
—¡Cabrón de mala madre! —le gritó—. Si tienes tantos cojones, dime dónde
quieres que nos veamos.
—¡Ya vas saliendo de la madriguera! —le respondió el otro. A través del teléfono
se advertía que estaba desconcertado.
—Otros son los que se esconden, Cara Cortada. —Antonio le había conocido por
la voz. Era el Sevillano, pero le espetó el apodo que más le incomodaba—. Cuando te
vea, te vas a tragar todo lo que has dicho, hijo de…
La comunicación se cortó. Antonio estaba excitado y se retorcía las manos con
rabia. Paseó de un lado a otro de la habitación. Se sentía frustrado y deprimido. El
Cara Cortada estaba buscando lío, y lo iba a tener.
—Ése aún no ha aprendido con quién se juega los cuartos —le dijo a Maica,
sentándose.
—¿Quién es?
—Un mangui con cara de gorila que se lo monta por ahí de matón. Va de chulo
por la vida y es sólo un desgraciado.
—¿Y por qué lía esa porcata por teléfono?
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—Está zumbao.
—Yo creo que no hay que hacerle mucho caso. Si quisiera hacer lo que dice, no
andaría con tanta historia, ¿no crees?
—Ya te lo he dicho: está majarón perdido.
El coletazo profundo del odio y la furia contenida del hombre le delataban.
—¿De qué os conocéis? —quiso saber Maica.
—Esa historia es demasiado. Ya te digo, conocerlo, sí lo conozco. Lo tengo
tratado desde hace tiempo. En el talego le tuve que partir la cara. Y por lo que se ve,
me la guarda. ¡Lo va a tener claro conmigo!
Antonio miró mecánicamente el reloj, sin fijarse en la hora que señalaba. Pasaba
de las dos de la madrugada.
Maica quiso bromear a costa de la situación.
—Para una vez que no voy a trabajar, nos dan la noche —dijo.
—Mira lo que te voy a decir. Si vuelve a llamar ese tipo, se terminó —hablaba
con los dientes apretados—. Será lo último que haga.
—Déjalo. Le has bajado los humos y ha tenido bastante. No volverá a marcarse
faroles por teléfono. Y si lo hace, peor para él… Oye, ¿por qué le diste un curro en la
prisión?
Antonio estaba mordisqueándose las uñas y no se sentía animado al diálogo.
Finalmente sonrió al recordar lo ocurrido aquella tarde en la prisión.
—Eso fue una historia que tuve con el Sevillano, allá arriba. Desde entonces le
llaman el Cara Cortada. Creo que su nombre es… Bueno, no lo recuerdo. El tipo
vivía a cuerpo de rey, y en el maco los tenía a todos acojonados. Había montado su
mafia y se enfrentó con nosotros. Y palmó. ¿Cómo lo ves? A los más juláis les
obligaba a pagar su impuesto: un poco de chocolate, cuando tenían, algo de lo que
recibían de los paquetes de casa o bebidas o dinero. ¡Por el morro! Esas cosas pasan
mucho allí, no creas. El que se niega, paliza y a otra cosa.
—¿Y si alguien se niega? —preguntó Maica.
—No se niegan. Con una paliza, tienen bastante. Antonio reía al ver el gesto de
repugnancia de la mujer.
—Aquella tarde nos la quiso liar —prosiguió—. Vino al grupo nuestro con ganas
de camorra. Era sábado y estábamos jugando a los dados, jugó fuerte y palmó.
Entonces se puso como loco. Quería demostrar a los de la galería que él era el jefe, el
más fuerte, vamos. Se metió con mi familia y me amenazó con una navaja. Le rompí
un botellín de cerveza en la cara. Sangraba como un cerdo cuando se lo llevaron al
hospital. A mí me metieron en una celda oscura. Por poco pierde el ojo… Si me
busca ahora, me va a encontrar.
Maica le escuchaba sin parpadear. No comprendía la violencia ni la ira insultante
de Antonio.
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—Eso es agua pasada —le tranquilizó.
—Pues yo te digo que esto no va a quedar así.
—¿El sexo? Es lo único que buscan los hombres. Todos son iguales. A veces
pienso si será tan importante.
—Para ellos lo es —replicó Maica—, y para las mujeres, también.
—Pero no es lo mismo —añadió Blanca.
De pie, junto a una farola, esperaban con impaciencia que pasara algún taxi. La
cafetería estaba situada en el casco antiguo de la ciudad y los taxistas frecuentaban
regularmente aquella zona.
—¿Conocías al tipo de esta noche? —preguntó Maica.
—No.
—Pero parece que se lo montaba bien.
Blanca la miró, desconcertada.
—Qué va —exclamó—. Me ha contado un mogollón de historias. Cada palabra
que dice el tío, mentira. Pues, ¿no se las da de periodista?
—¿Y por qué no?
—Pues porque lo único que buscaba era llevarme al catre cuando terminara el
trabajo. Cada uno se lo hace a su manera. Este va con el rollo de que es periodista.
Un destello de ironía asomó a los ojos de Maica.
—Bastante te preocupa a ti eso —exclamó.
—No estás en la onda, tía —repuso, molesta, Blanca—. Es que el menda va de
listo y quería hacerlo conmigo por el morro. Y de eso, nada. ¿Sabes lo que me
proponía?
Maica simuló sorpresa, y movió negativamente la cabeza.
—Quería hacerme unas fotos. —Blanca imitaba la voz metálica del hombre—.
Cincuenta billetes por dos poses de nada. Le he mandado donde tú puedes suponer.
—Has hecho bien. El que quiera verte, que venga.
Blanca paseó por el centro de la calzada, oteando en la distancia.
—Ni un taxi —dijo—. Y son casi las dos y media. ¡Vaya nochecita! Cuanto más
prisa tienes, menos pasan.
—Eso pasa siempre. Por cierto, ¿tú crees que será verdad lo que te decía?
—Y yo qué sé. Por si acaso le he dicho que vaya a hacerle las fotos a su hermana.
¡No veas cómo se ha puesto! ¡La que hemos podido liar! Aunque a mí no me la da.
Lo que quería era llevarme al huerto por la cara.
Maica la interrumpió, levantando aparatosamente los brazos y haciendo señales al
coche que se acercaba.
—¡Taxi! —gritó.
Ambas saltaron al interior, ateridas de frío. Dieron la dirección de Maica, cuyo
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domicilio quedaba más próximo.
Descendió del vehículo, como todas las noches, en la esquina más cercana a su
casa. Aquella barriada quedaba muy a las afueras de la ciudad. Sus edificaciones eran
muy recientes y en su mayoría habitadas por trabajadores que iniciaban su jornada
laboral con las primeras luces del alba.
La calle estaba pobremente iluminada, por lo que el taxi, con Blanca en su
interior, aguardaba pacientemente hasta que Maica llegara a su portal.
Próxima ya al mismo, se volvió hacia el coche y le hizo señas para que se
marchara. El taxi arrancó.
Maica abrió el bolso tanteando casi a oscuras, en busca de las llaves. Detrás de sí,
y a poca distancia, creyó oír un ruido sordo. Giró en redondo y recorrió con la mirada
la hilera de coches aparcados.
No vio nada. Levantó los ojos hacia el cielo y respiró profundamente. Un acorde
de estrellas brillaba en lo alto. Aún quedaban unas horas antes del amanecer.
Caminó confiada hacia el portal de su finca con las llaves preparadas. Había
andado varios pasos cuando se dio cuenta de que alguien estaba detrás de ella.
Aquellas pisadas graves eran de hombre.
No tuvo tiempo de volver la cabeza. Frente a ella, a escasos metros, había
aparecido de entre la oscuridad un individuo alto, fornido.
Quedó paralizada por el miedo. El sujeto se detuvo frente a ella. Parecía indeciso.
Casi al instante, una mano poderosa le tapaba con rudeza la boca. Aquel hombre
esgrimía una navaja, cuya hoja brillaba amenazadora en la oscuridad.
—No abras la boca, cerda —oyó una voz a sus espaldas.
Aquella voz ronca…
En una fracción de segundo supo quién era el hombre. Al otro individuo no lo
conocía.
Se agitó intranquila, mirando con horror al sujeto que le cortaba el paso. No
intentó gritar. Le estaban forzando el brazo derecho, retorciéndoselo en la espalda.
Tenía el rostro contraído en una mueca de dolor.
La empujaron hacia un coche estacionado al final de la calle y la obligaron a
subir. Una vez dentro, le vendaron los ojos.
No comprendía lo que estaba sucediendo.
Jamás se había preocupado de analizar su conciencia y, de pronto, una sucesión
de pensamientos le giraban en la mente, como un huracán. ¿Qué están haciendo?
¿Qué quieren? De cuantas personas conocía no imaginaba que ninguna fuera capaz
de hacer una cosa así con ella. No era una broma. Esa voz era la misma del teléfono.
Pero, ¿por qué a ella? ¿Qué le había hecho a aquel individuo? El Cara Cortada. Así le
había llamado Antonio.
El coche se había puesto en marcha. Con los ojos vendados, estaba totalmente
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desorientada. Era incapaz de adivinar en qué dirección la llevaban. Sólo se oía el
zumbido del motor. Aquellos dos hombres guardaban silencio. Ella iba sentada
detrás. A su lado oía la respiración jadeante, nerviosa, de Cara Cortada. Estaba segura
de que era él, aunque no había tenido tiempo de ver más que al otro individuo, al de
la barba.
Pensó en la posibilidad de un secuestro. Pero carecía de lógica. ¿Qué podían
pretender? ¿Dinero?
Entonces comprendió. El tipo era vengativo y lo había dispuesto todo con
frialdad, porque era en ella en quien había planeado descargar su odio. Tuvo frío.
Quedó inmóvil en el coche, sin atreverse apenas a respirar.
—Ya estamos llegando, muñeca —le informó Cara Cortada. Su acento estaba
saturado de rencor.
Las palabras le dolieron en la garganta cuando preguntó débilmente:
—¿Qué queréis de mí?
El individuo que conducía soltó una carcajada. Maica optó por el silencio,
temiendo airarles con sus preguntas inútiles.
El coche se detuvo. Oyó un candado que era abierto y el ruido estrepitoso de una
puerta metálica que se izaba. La hicieron caminar unos pasos. La puerta volvió a
cerrarse.
La condujeron en silencio por una amplia estancia y bajaron unas escaleras. El
ruido de sus tacones al caminar le martilleaba la cabeza.
Otra puerta se cerró a sus espaldas. Cuando le quitaron la venda la luz le alanceó
los ojos.
Ahora estaba segura. Era Cara Cortada. La gran cicatriz de su rostro destacaba de
forma siniestra. Se movía con nerviosismo. Era un hombre musculoso y los ojos le
brillaban intensamente. De su mano izquierda colgaba una pesada cadena de oro y en
el dedo anular lucía un gran sello con iniciales grabadas. Iba vestido con la corrección
típica de los macarras, pensó Maica.
Del otro hombre sólo destacaba su espesa barba negra, cubriéndole todo el rostro.
Del fondo de sus cuencas, dos ojos diminutos parecían mirar a escondidas. Era más
joven y tenía una pronunciada calvicie. A todas luces, era un monaguillo de Cara
Cortada.
Maica miró a su alrededor. No se veían muebles. Aquel lugar tenía la apariencia
de ser un taller mecánico. El ambiente estaba impregnado de un fuerte olor a grasas y
aceites industriales. En un rincón había una mesa alargada abarrotada de
herramientas. Desperdigadas por el suelo había un sinfín de piezas de motor de
automóvil, inservibles. Las paredes ignoraban la pintura. Del techo colgaba una
bombilla, cuya luz turbia iluminaba la estancia.
—¡Desnúdala y átala! —ordenó Cara Cortada.
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Maica le miró a los ojos. Aquella voz, llena de vibraciones violentas, le
paralizaba los sentidos.
El otro obedeció. Abrió su navaja automática y restregó la hoja acerada por el
cuello de la mujer.
—Si gritas, se puede enfadar —dijo con expresión divertida, mostrándole el arma.
De un tajo sesgó el vestido por el pecho. Maica se dejó hacer, enmudecida de
pavor.
De pronto sintió deseos de maldecirle, insultarle, gritarle…; pero el miedo le
atenazaba la garganta reseca.
En un alarde de rudeza, el individuo le arrancó todas las prendas íntimas,
esparciéndolas por el suelo.
Maica supo que estaba desnuda.
Mantenía los ojos apretados, conteniendo las lágrimas.
—Acuéstate en el suelo —le gritaron.
En un momento comprendió en su carne el completo significado de la soledad,
abandonada de todos y odiada. No entendía los motivos, pero tenía la convicción de
que la muerte rondaba muy cerca.
Cuando abrió los ojos, Cara Cortada se estaba desvistiendo con movimientos
pausados. Tendría algo más de treinta años y era de una corpulencia temible. Se fijó
en su rostro. La cicatriz le recorría el lado izquierdo, desde la ceja hasta la mitad de la
mejilla. Su mirada era diabólica. Le vio alejarse hacia el rincón.
De pronto apareció desnudo y con un objeto extraño en la mano.
Maica estaba en el suelo, la vista fija en la bombilla del techo. Le habían atado las
manos a la espalda con una cuerda gruesa. Asimismo, dos cuerdas atadas a sus
tobillos mantenían sus piernas abiertas.
Restalló un látigo.
Cara Cortada hizo gemir el viento, arrancándole a la noche un ruido siniestro.
Entonces, se arrodilló junto a ella y palpó desabridamente su sexo. Maica se sintió
profanada. Deseó poder encogerse, encerrarse, evadirse.
Cerró los ojos, en un intento de olvidar su cuerpo ultrajado y su total soledad.
Cara Cortada, sin ningún miramiento, le introdujo el mango del látigo.
Fue un temblor de dolor desgarrado que la hizo gritar. El otro sujeto, totalmente
desnudo también, acudió aceleradamente y le cerró la boca con un pañuelo, que le
embutió con dureza.
Maica movía la cabeza de un lado a otro, violentamente. La noche se rompía,
impotente. Cuchillos inmensos laceraban sus entrañas. Le ardían las manos, las
piernas y la boca.
Aquellos dos hombres estaban sobre ella. A veces eran caricias y otras, golpes
violentos. Se movían como un huracán descontrolado.
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Las cosas iban perdiendo su forma. Poco a poco, sólo quedaba su mirada,
prendida débilmente de la luz del techo, semejante a una marea de fantasmas
cambiantes.
Cara Cortada seguía haciendo girar, con un sadismo feroz, el mango dentro de
ella.
Se vio a sí misma: tristeza, demonios, espuma, llanto, sal. Le dolía el pecho.
Aquello era una oscura guerra de pesadilla.
Cierra los ojos. Espera. No digas nada. No llores. Pronto vendrá alguien y
preguntará por ti. Dirá tu nombre y entonces despertarás. La cabeza dejará de dar
vueltas en la noche tibia. Volverás a este mundo conocido y compartirás las calles, el
sol, el mar, la alegría. Será como el despertar de un sueño, inútil y amargo.
Entonces, Cara Cortada se echó sobre ella y la penetró. Dentelladas de dolor,
frustración y rabia aleteaban en su interior. La imagen del espanto se reflejaba en su
pupila.
Por un momento no sabía si estaba viva, soñando o a punto de morir.
Recordó su virginidad marchita desde hacía tantos años. Le impregnaba un
sentimiento de culpa. La visión de su etapa de colegio, en que la pureza era su altar
más sagrado, le dolía en la carne. Alguien estaba asesinando las luces de su alma con
estrépito. Antiguas leyendas salvajes se estaban haciendo realidad.
Su pulso era febril, enloquecido. Maldiciones como relámpagos cruzaban por sus
ojos que pugnaban por saltar de sus órbitas.
Maica supo, en un instante, que iba a perder el conocimiento. Tenía el cuerpo
dolorido y todo su ser parecía caer, deslizándose poco a poco por un terraplén oscuro.
El hombre de la barba estaba ahora a horcajadas sobre su vientre. Lo entreveía de
forma somnolienta. Llevaba en su mano la navaja.
Ahora le estaba acariciando el hombro con su hoja y la hacía descender,
serpenteante, por sus pechos. Al principio fue como un débil alfilerazo. Luego ya no
sintió nada. Su propia sangre le bañaba el cuerpo. Era una sensación cálida. No
experimentó dolor cuando la poseyó salvajemente.
Cuando cortaron las ataduras de sus muñecas, ignoraba el tiempo que había
transcurrido. Tenía los tobillos envarados.
La golpearon en el rostro para obligarle a volver a la realidad. Los miembros
estaban entumecidos y un frío profundo le atenazaba todas las articulaciones.
Le hicieron ponerse en pie. Los ojos enrojecidos, alcanzaron a ver a los dos
hombres, ya vestidos, que le imponían prisa.
Buscó su vestido rasgado y se cubrió con él. Entonces descubrió la sangre en sus
brazos, en sus pechos y en el vientre. Se desvaneció de nuevo.
Cuando despertó, el coche estaba parado y uno de los hombres le quitaba la venda
de los ojos. Quedó tirada en el suelo de una calle cualquiera. Sentada en la acera, con
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la espalda apoyada contra la pared, un hilo de sangre le corría por los muslos.
—Toma, cerda —le gritó Cara Cortada, arrojándole al rostro sus prendas
interiores.
El coche se alejó a gran velocidad.
Había perdido la noción del tiempo y no tenía interés por saber dónde se
encontraba. Estaba vacía. Sólo le quedaba el odio.
Violada. Había sido violada. El pensamiento le rebotaba salvajemente en su
cerebro. Aquellos brutos habían dominado sobre su ser y humillado su sexo. Toda esa
sádica hostilidad había logrado violentar su persona. Nacida para ser mujer, había
pagado su tributo de servir a los hombres por su sexo.
Luego, ya no percibió nada. Sólo el corazón, que parecía derramarse abandonado
sobre el frío suelo.
No lograba acallar el llanto que temblaba como un niño, aferrado en su interior, y
le subía en espasmos por el pecho.
Eran más de las cuatro de la madrugada, cuando la dotación de un coche de la
policía, en su patrulla ordinaria, creyó ver un cuerpo humano tendido en el suelo.
Maica, con la mirada extraviada, prestó atención al ruido sordo del motor de un
vehículo que se acercaba y seguía su camino. ¡No! ¡Se había detenido!
Ahora retrocedía. Vio dos luces azules que lanzaban destellos sobre el coche.
Reconoció los uniformes de la policía y un brillo de esperanza iluminó su rostro
hinchado. Nunca hubiera imaginado que la presencia de esos hombres fuera capaz de
infundirle otros sentimientos distintos al temor y al odio.
—¿Se encuentra usted bien…? —preguntó uno de los policías, tratando de
habituar sus retinas a la oscuridad del lugar. No descubrió la casi total desnudez de la
mujer, hasta que hubo llegado junto a ella. Estaba sangrando. Pidió ayuda al
compañero y entre ambos la acomodaron en la parte posterior del vehículo policial.
Maica creyó oír, lejana, la sirena del coche que, a gran velocidad, se abría camino
en la noche.
Notó alivio. La habían cubierto con una manta y la temperatura allí dentro era
muy agradable. Se le cerraban los ojos, cuando escuchó a uno de los policías hablar
por la emisora de radio. Una voz reposada respondió que iba a acudir otro coche a fin
de dar una batida por la zona. Seguían hablando, pero su conversación cada vez iba
quedando más distante.
Apenas tuvo conciencia de que la bajaban del coche y era acostada en una
camilla. Los pasillos blancos olían a hospital. Después, en aquella habitación
fuertemente iluminada comenzó a distinguir hombres y mujeres con batas blancas;
algodones, medicinas, pinzas, una jeringuilla…
Los dos policías aguardaron pacientes en la sala contigua. Transcurrió casi una hora,
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antes de que regresara, del departamento de Urgencias, el médico que cubría el
servicio.
—Por ahora, hemos terminado —dijo—. Pero tendrá que permanecer ingresada
unos días.
—¿Es grave? —preguntó uno de los policías.
—Está fuera de peligro, pero podía haber sido mucho más serio —miró,
inquisitivo, a los policías—. ¿La conocen?
—No. Además, venía desvanecida y no hemos hablado con ella.
El médico era joven y sopesaba cada una de sus palabras.
—Creo que es heroinómana —explicó—. Tiene los dos brazos echados a perder
por las cicatrices de los pinchazos.
Los policías se miraron.
—¿Podríamos hablar con ella?
—Háganlo aquí mismo. Pero sean breves, por favor. Está bajo la influencia de un
sedante, ya que necesita descansar. Quizá…, creo que sería más conveniente que
hablaran con ella mañana.
—¿No se encuentra en condiciones?
—Ha sido violada. Le han destrozado la vagina. En el pecho y en los brazos tiene
heridas incisas, hechas al parecer con navaja. Alguna de esas heridas es muy
profunda. Ha perdido mucha sangre.
—Seremos breves —aceptó el que hacía de portavoz de los policías.
El médico les condujo a una sala reducida, en cuyo extremo descansaba Maica,
acostada en una pulcra cama. Estaba despierta. El rostro presentaba múltiples
moratones y los vendajes, que arrancaban desde el hombro, se ocultaban bajo la
blanca sábana.
—¿Se encuentra bien? —preguntó el policía de más edad, que iba provisto de una
pequeña libreta y un bolígrafo.
—Estoy mejor —contestó en un susurro.
—No queremos molestarla ahora. Solamente necesitamos sus datos personales.
¿Quiere darnos su nombre?
—María del Carmen Soria Navarro.
—¿Dónde vive?
Maica consideró un instante su respuesta.
—En la calle Tres Forques, número trescientos quince.
Había mentido instintivamente. No sabía por qué lo había hecho, pero pensó que
quizá era mejor así.
—¿Vive usted con sus padres?
—No, no, qué va. Vivo sola.
El policía que tomaba notas, levantó la vista.
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—¿Desea que avisemos a algún familiar de su situación?
Maica titubeó.
—No, gracias —respondió—. Mañana se lo explico yo. No quiero que se asusten
mis padres.
—Como usted quiera.
El policía consideró la posibilidad de seguir formulando preguntas, pero el
médico esperaba con mirada apremiante y la mujer parecía somnolienta.
—No la molestamos más. Mañana quizá podamos hablar con usted, cuando haya
descansado… Sólo una cuestión más. ¿Conoce usted al que le hizo…?
—No —respondió Maica.
—¿Sospecha usted de alguien?
Maica fingió concentrarse en lo que se le preguntaba.
—No.
—¿Fue uno o varios individuos…?
Dejó la frase sin terminar. La mujer cerraba los ojos, ausente. El policía guardó la
libreta.
—No se preocupe ahora de nada —le alentó—. Descanse. Buenas noches.
Maica no respondió.
Se preguntó dónde podía estar la bondad en la noche.
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16
Desde primeras horas de la mañana, el comisario permanecía en su despacho. Tenían
localizado al Nano. Esa mañana esperaban proceder a su detención. Calculó
mentalmente la situación en que estarían apostados sus hombres, a fin de que no
hubiera ninguna posibilidad de que escapara al cerco.
Vio sobre la mesa la circular urgente que le habían remitido.
Nota informativa: a las 4,15 horas del día de la fecha, la dotación del coche radio
patrulla Z-12, recogió y trasladó al Hospital General de Valencia a una mujer que se
hallaba inconsciente a la altura del número ciento veinte de la calle Cádiz. Presentaba
diversas heridas en su cuerpo.
»Al parecer, y según manifestaciones del facultativo del servicio de urgencias que
la atendió, presentaba señales evidentes de haber sido objeto de tortura y violación.
Presentaba desgarro del cuello del útero y lesiones múltiples por el pecho, cuello y
cara, al parecer ocasionadas con arma blanca. La mujer, de unos 23 años, que va
indocumentada, dijo ser y llamarse María del Carmen Soria Navarro, con domicilio
en esta ciudad, calle Tres Forques número trescientos quince. Se cree que es adicta a
la heroína, ya que presenta señales múltiples de pinchazos en las venas de ambos
brazos.
»Se encuentra ingresada en el hospital…»
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plomizo de las nubes que amenazaban lluvia.
—Dense prisa, que nos va a caer un chaparrón —comentó el anciano mirando al
hombre de la zanja.
Pasó sobre el hoyo excavado utilizando el tablón que habían colocado a tal efecto.
Una vez en el otro lado de la calzada se detuvo a contemplar a los hombres que
trabajaban en la acera. Usaban una indumentaria azul y supuso que eran de la
compañía del gas, según pudo leer en el distintivo que llevaban adosado al bolsillo de
la cazadora. No se esmeraban demasiado. Movió la cabeza con resignación, ante la
pasividad de aquellos operarios.
—Así va el país —murmuró entre dientes—. Un montón de hombres y sobran
todos. Para lo que hacen… Lo único que saben es molestar.
Hizo un gesto de impotencia y se alejó, a pasos menudos, del lugar.
Uno de los empleados de la empresa del gas, se sentó sobre un montón de
escombros y encendió un cigarro. Consultó su reloj. Eran las nueve y media de la
mañana.
Dos horas más tarde, en la puerta doce del mismo edificio, Nano silbaba alegre en
el cuarto de baño, mientras se afeitaba.
—Tienes puesto el café —le gritó Maite.
Cuando entró en la cocina, el desayuno ya estaba preparado. Ella estaba
sorbiendo pausadamente un zumo de naranja.
—¿Vas a salir? —le preguntó.
—Sí —le respondió él—. Voy a dar una vuelta por ahí. Ya lo tengo todo claro.
Maite comprendió el significado de sus palabras.
—Ese es un mal rollo, Nano —le espetó—. Te vas a buscar una ruina.
—Dentro de dos días doy el palo. En un banco, yo solo. Lo tengo ya todo
controlado en esta cabeza, que es demasiado.
Maite apuró el zumo. Le pareció que Nano estaba pensativo.
—¿Hay alguna onda buena de chocolate por ahí? —quiso saber ella.
—Ahora, a tope.
—A ver si ligas algo.
—Primero tengo que mirar unas cosas, para recoger algo de guita y luego veré a
una gente que me puede pasar un costo de primera. ¿Cuánto quieres?
—Para ir tirando.
Nano renunció a las tostadas y dio cuenta de su café largo de un solo trago.
—¿Conoces a una tía a la que llaman la Pecas? —preguntó Maite.
—¿Esa? No quiero ni verla. Es una guarra.
—Pues me han dicho que está moviendo un chocolate que quita la cabeza.
—Puede ser, pero es muy carera. No se fía ni de su padre y engaña a todo el que
se presente.
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Nano hizo ademán de levantarse.
—Me voy ya —dijo.
—Espera. Me voy contigo… He de comprar unas cosas…
—Vale.
Maite se quitó el batín y lo sustituyó por un chaquetón de pieles.
—Ya estoy lista.
—Si algo me gusta de ti, es que no tardas nada en arreglarte.
Salieron al rellano y Maite cerró la puerta con llave. Nano pulsó el botón de
llamada del ascensor repetidas veces.
—Vaya, lo que faltaba —exclamó contrariado—. No funciona.
—Se habrán dejado alguna puerta abierta —supuso Maite, restándole
importancia.
Cuando bajaban a pie por la escalera se cruzaron con un empleado de la compañía
del gas, que jadeaba de forma ostensible. La mujer respondió de manera refleja al
saludo del hombre.
Mientras seguían bajando la escalera, el empleado del gas llegó hasta el piso
superior y se introdujo en el ascensor, cuya puerta, en apariencia cerrada, permanecía
abierta, previamente falcada con un listón de madera. Del bolsillo del pantalón
extrajo un emisor-receptor de radio.
—Atención X-2 para X-l. Cambio.
—Adelante X-2. Cambio —le respondieron.
—En este momento bajan por la escalera los dos. Repito: él y ella están bajando
ya. Cambio.
—Recibido. Corto.
Nano y Maite, tras comprobar el buzón de la correspondencia, salieron a la calle.
Estaba lloviznando.
Se encontraron con la zanja abierta en la misma acera y a ambos lados de la
misma, sendos montones de escombros que les impedían el paso.
Dos empleados de la compañía del gas estaban agachados, frente a ellos,
inspeccionando las dimensiones del hoyo excavado. Un tercer hombre acudió,
portando un tablón grueso. Lo colocó de forma que pudiera cruzar la pareja que
aguardaba sorprendida en la puerta.
—Pasen por aquí —les indicó el desconocido.
Nano tomó la mano de Maite y le ayudó a franquear la zanja.
De pronto, sucedió.
Dos pistolas les estaban apuntando a menos de medio metro de distancia.
—¡Policía! —les gritó uno de los empleados de la compañía del gas. ¡No os
mováis!
La mañana quedó tensa unos instantes. En los ojos fríos de Nano, todo se
El invierno anterior
Observaciones:
A) Los lunes y sábados, el horario de recreo se ampliará hasta la
hora de cierre de las emisiones de T.V.
B) Durante los horarios de trabajo y de patio, las celdas y
departamentos permanecerán cerrados.
C) Los cambios de actividad regirán por toques de corneta.
Observaciones:
Puesto a disposición del Tribunal Tutelar de Menores, en dos
ocasiones, por hurto y robo.
Datos complementarios:
Individuo agresivo y altamente peligroso. Convive con una mujer
que ejerce la prostitución. Frecuenta compañías de delincuentes
habituales contra la propiedad y los lugares donde se reúnen los
consumidores y traficantes de drogas. En ocasiones ha usado nombre
falso. Se considera muy improbable su recuperación para la sociedad.
»ANTONIO.»
Ese mismo día a última hora de la mañana y cuando ya había entregado la carta a
Rafael el Huesos, le llegó un aviso inesperado, a través de un ordenanza.
—Tienes una comunicación —le dijo—. Me ha dicho don Elías que te llame.
—¿A mí?
—Sí. Es un abogado.
Antonio salió del patio. Cruzó la gran explanada situada en la entrada de las
galerías y pasó al pequeño cubículo en el que existía una silla por todo mobiliario
adosada a una ventana para comunicar con el visitante. Por fortuna, no tenía reja. Al
otro lado del tabique, en una habitación fría con señales de humedad en sus paredes, y
amueblada con una mesa sin edad y una silla, estaba su abogado.
En todas las comunicaciones se apoderaba de él un profundo sentimiento de
envidia. Las visitas le recordaban que él se hallaba de este lado de la pared. El otro
era libre de dar por terminada la entrevista y abandonar la prisión en el momento que
quisiera.
—Buenos días, Antonio.
La mañana estaba tensa y la sombra de una amenaza inconcreta se cernía sobre toda
la prisión. Los reclusos caminaban a pasos cortos, conversando con sigilo, casi
conspirando. Se temían represalias si se descubría el menor indicio de agresión previa
a la muerte del Canijo. Con todo, nadie parecía conocer gran cosa de su vida. No
tenía amigos. Era un solitario en un mundo formado por una masa compacta de
soledades. Los rumores habían comenzado a esparcirse, convirtiendo cada retazo de
conversación oída en verdades inapelables. Se decía que el Canijo había muerto a
«Hola, tronco.
»Es la primera carta que te escribo y voy muy ciega, pues lo primero es la
priba y luego las cartas. Perdona, pero no puedo escribir de ciega que voy. Me
había quedado sin chocolate, ya sabes.
»¿Cómo estás? Supongo que muy mal. Espero que un poco más
desenganchado. Yo hoy me había levantado relativamente bien, pues ayer estuve
desde las tres de la tarde hasta las cinco de la mañana, a base de Rohipnol. Pero
sólo para poder dormir. Si me lo propongo, puedo pasar del caballo.
»Aquí dicen que he cambiado mucho, y que estoy más delgada.
»Te voy a regalar una foto, pero está chunga, porque estaba hecha polvo.
»Tengo pretendientes, ¿sabes? Entre otros, el gallego y un abogado de
Valencia. Me insinúan cosas obscenas, pero paso totalmente de ellos. ¿Cómo lo
ves? Estoy haciendo voto de castidad. Espero que estés haciendo lo mismo o te
mato. (Es broma. Te lo digo porque como nunca me las coges…) Ya sabes que a
mí no me importa que ahí dentro te arregles con otro, si te hace falta. Te lo digo
de verdad, pero no te acostumbres.
»A ver si nos conceden una comunicación especial y podemos hacerlo los
dos. Aunque, te diré, a mí me deprime mucho hacerlo contigo ahí. No lo puedo
remediar.
»Bueno, he dejado para el final la mala noticia. He abortado otra vez. El otro
día me puse muy mala y se fue todo. ¡Menudo derrame! Menos mal que Blanca
ha estado conmigo estos días. Ahora ya ha pasado todo, y estoy bien.
»Llevo dos días en casa y aún no trabajo. Me aburro cantidad.
»Lloré mucho por lo del aborto. Me había ilusionado con tener el niño y
parecía que todo iba bien. Siempre ocurre algo que lo estropea todo. Mala pata.
A ver si la próxima no fallo.
»Por aquí todo como antes. Esto es un palo.
»Con la tronca que te envío la carta, te mando un poco de chocolate para que
te pongas a gusto. Ya te ligaré más la próxima vez, que ahora estoy sin blanca.
»Un beso. Maica.»
Media hora después, la galería recobraba su ritmo normal. Los comentarios sobre la
puñalada de esa tarde habían invadido todos los rincones de la prisión. Poco a poco el
incidente se iba olvidando y dejaba de tener interés. En un primer instante había
suscitado la curiosidad morbosa que rodea el olor de la sangre. Por lo demás, la
población reclusa estaba habituada a tales acontecimientos. Las lesiones con arma
venían repitiéndose cíclicamente, con tanta asiduidad que ya no constituían noticia.
Antonio y el Bobadilla estaban de nuevo en el patio.
Dos reclusos esparcían serrín sobre la sangre del suelo y lo barrían con escrúpulo.
Serafín el Ladillas se les acercó.
—Vaya cirio que ha montado —comentó.
—¿Quién? —preguntó el Bobadilla.
—El menda de las puñaladas —respondió—. Le ha dado el telele, esquizofrénico
perdido. Entre varios verdes no podían hacerse con él.
—A estas horas, en la celda de castigo, ya se le habrá pasado —terció Antonio.
—Seguro —afirmó el Ladillas—. Si el Basura casca, le puede caer algún marrón
al tipo.
—¿Quién es el menda? —preguntó el Bobadilla.
Apareció don Eladio, que había recabado información de los ordenanzas, Antonio oía
voces inconexas a su alrededor. Estaba ausente, como si nada de lo sucedido tuviera
que ver con él. Le condujeron al despacho del jefe de servicios. Un hombre adusto de
mirada penetrante. Incluso sentado, se apreciaba que era extraordinariamente alto.
«Hola, Maica.
»¿Cómo te va? Yo cada vez más chungo. Lo estoy pasando muy mal,
¿sabes? La tronca tuya me pasó la carta. Me alegro de que las cosas ahí fuera
vayan bien.
»Yo cada vez estoy peor. Llevo varios días en celda de castigo y esto es peor
que el infierno. No tengo de nada. Incomunicado total y encima sin poder ligar
algo de polvo o de chocolate. El caballo que me has pasado, me lo he esnifado,
pues aquí, aunque quisiera, no puedo conseguir una chutona; y de lo otro me
queda para unos porros. Lo malo es que tengo celda de castigo para un mes, lo
menos. Le abrí la cabeza a un chorbo, un chulo mal encarado. Tú no lo conoces.
Le pude matar, pero si me encandilo me raja él antes. Ese menda va a llevar una
cicatriz en su cara toda la vida. Le apodan el Sevillano, pero ya te contaré.
»Maica, por tu madre, muévete, y liga un poco de costo. Necesito ganarme la
vida. Y aquí, me estoy volviendo loco. Enróllate, por lo que más quieras.
»Ven a verme. Yo sé que da corte, pero hazlo por mí, que tú no sabes lo que
es esto.
»Esta carta no sé cuándo te llegará. Cuando me bajen al patio, veré la forma
de pasársela a un colega y que te la manden. No me fío de echarla al correo,
porque lo más seguro es que el boqueras la abra. Por eso, los colegas le darán
salida de otro modo.
»Termino ya.
»Adiós y suerte. Antonio.»
—¡Califa!
—¿Qué?
—Me muero. Por tu madre, llama al boqueras, que la voy a palmar.
—Aguanta, Jorge. Duérmete y no pienses.
—No puedo más. De ésta la palmo.
Antonio se removió en el camastro. Sacó el brazo izquierdo de debajo de la manta
y miró el reloj. Eran más de las doce. La prisión dormía. Jorge el Inglés le iba a dar la
noche.
—¡Califa!
Antonio optó por no responder.
—¡Califa! —gritó salvajemente Jorge.
—Coño, cállate y duerme. Si estás con el mono, lo mejor es que te duermas. Aquí
no nos va a oír nadie. Así que duerme, ¿me oyes? Anoche aguantaste bien, pues no te
comas el coco. Ponte a sobar y calla, ¿vale?
No se entendían las palabras que decía Jorge en su respuesta. Sólo captaba con
claridad «me muero, que vengan». A pesar de la distancia y de la celda oscura, podía
imaginarse a Jorge caminando en la lobreguez de la habitación, con el cuerpo
doblado y los brazos presionando sobre el estómago. Adivinó sus espasmos y la piel
erizada. Eran los síntomas del pavo. La heroína gastaba esas jugadas. Estaría
moqueando y le llorarían los ojos entre estremecimientos y escalofríos.
Creyó oír un golpe sordo en la puerta. Imaginó la desesperación de Jorge tratando
de salir de las sombras.
—¡Jorge! —llamó desde su camastro.
No obtuvo respuesta. Estaba desvelado y encendió un cigarrillo. Parecía que su
vecino se había calmado. Debía de estar agotado. Había pasado toda la tarde
gimiendo e implorando. Cuando le sirvieron la comida, intentó agredir a los
ordenanzas. Se quedó sin cena.
—Ese menda está muy jodido —les había advertido Antonio, cuando llegaron a
su celda con la comida.
—Por mí como si se opera.
—Colega, podíais darle algo para dormir.
—Que se joda.
—Pues me va a dar la noche, tío.
Los dos hombres se habían encogido de hombros. Ese no era problema suyo.
A la mañana siguiente, cuando los dos ordenanzas llegaron con el desayuno, continuó
acostado. Hacía esfuerzos por mantener los ojos abiertos. Por el tragaluz penetraba ya
la claridad plomiza de un amanecer nublado.
—Despierta, Califa.
Estaban abriendo la puerta. Antonio se restregó los párpados y se incorporó. Le
habían dejado el café con leche y el chusco en el suelo.
—Emilio, tráeme algo para leer —le pidió en voz baja.
—Ya te lo diré luego.
—Oye, que yo sé pagar a los colegas.
El ordenanza había cerrado de nuevo la puerta.
—Que sí, pero el jefe de servicios está poniendo firmes a todo el mundo —le
explicó desde el exterior.
En ese momento se oyó una blasfemia que restalló en la galería.
—¿Pasa algo? —preguntó Emilio, mirando hacia la celda oscura, en la que su
compañero estaba sirviendo el desayuno a Jorge el Inglés.
—Esto está lleno de sangre —le gritó el otro.
Emilio corrió hacia la otra celda. Antonio se levantó de un salto y se pegó a los
barrotes de la celda.
Los dos hombres guardaban silencio y supuso que algo grave había sucedido.
Entonces vio salir corriendo a los dos ordenanzas. Tenían el semblante demudado.
No había escuchado el chirrido característico cuando se cerraba aquella celda.
La primavera de 1982
Hacía dos horas ya que había vuelto en sí. En un primer momento le había supuesto
un gran esfuerzo explicarse su presencia allí. No recordaba apenas nada de la noche
anterior. Era todo una gran nebulosa en la que se diluían las imágenes grotescas de un
mal sueño.
Un médico muy joven le había explicado el estado en que llegó la noche anterior.
Las dos mujeres y el hombre que le habían traído eran, sin duda, Maica, Blanca y
Rafa el Huesos. Tuvieron que marcharse, mientras a él le renovaban la sangre y le
Las dos mujeres dormitaban cuando se abrió la puerta. Maica fue la primera en
despertar. Aguzó el oído, al tiempo que miraba el reloj. Las cinco de la madrugada.
Antonio caminó hacia las mujeres. Arrastraba los pies. Se dejó caer en un sillón
frente a la mujer. Maica sintió que la ira acumulada se desvanecía en sus ojos. Algo
Dos horas antes, Antonio se encontraba en el bar del Marqués. Había corrido un
grave peligro, pero el descubrimiento de la noche valía la pena.
Su dueño era un antiguo conocido. Había tocado todos los palos. En sus años
jóvenes había ido por la espada; más tarde se pasó al grupo de los timadores. En un
nazareno tuvo mala suerte y cayó de marrón. Conocía todas las cárceles de España.
Por su porte enfático se había ganado el alias de «el Marqués». Ahora tocaba la
receptación.
A sus casi cincuenta años, tenía la apariencia de un hombre bonachón. De baja
estatura, rechoncho, vientre abultado y cara redonda. Su bar lo frecuentaba un
variopinto muestrario de gentes: desarraigados de la sociedad, golfos de la noche,
como gustaba decir el Marqués. Sus clientes eran los macarras, prostitutas, chorizos y
alguna pandilla de juláis borrachos en busca de la última copa.
El local era estrecho y alargado y la barra, situada en el lado derecho, arrancaba
desde la misma puerta hasta el fondo. El Marqués había conseguido autorización para
tener abierto el bar toda la noche, hasta que, con las primeras luces, abrían sus puertas
los demás. Entonces cerraba él. Las malas lenguas decían que iba de chivato de la
policía, y que por eso no le cerraban nunca el local. Pero nadie tomaba en serio tales
aseveraciones. El negocio iba boyante.
Antonio estaba bebiendo solo su whisky, cuando alguien le tocó el hombro por
detrás. Se volvió y sus labios se abrieron en una amplia sonrisa.
—Hombre, Pureta, ¿cómo estás?
—Muy bien, Califa. ¿Y tú?
—Ya ves. Tirando, colega.
Se estrecharon las manos efusivamente. Antonio pidió a gritos whisky para su
amigo. Se abrió paso hasta el mostrador, cogió el vaso y salieron a la puerta.
Le apodaban «el Pureta» y ciertamente los rasgos cansados de su cara eran los de
un anciano. Rondaba los cuarenta y cinco años y siempre había tenido rostro de viejo.
Pero se conservaba bien: delgado, espigado, con un tic nervioso en los ojos que
cerraba de forma regular e intermitente. La boina que ocultaba su calvicie no se la
quitaba nunca. Vestía pantalón gris y camisa blanca. Antonio recordó su indumentaria
de invierno. Siempre el mismo traje azul, brillante por el uso, y chaleco. Sin su traje
parecía desnudo.
Pero Antonio sabía que era el mejor pera de todos los que había tratado. Ganaba
buen dinero, pero era de fiar y no engañaba más de la cuenta.
—Hace la tira de tiempo que no sé de ti —le recriminó el Pureta—. Y eso no se
hace a un colega. ¿Dónde has estado?
—No seas largo conmigo —respondió Antonio, con un brillo malicioso en la
Cuando Antonio salió de la cabina del teléfono público, levantó la cabeza hacia el
cielo y respiró profundamente. Se pasó la mano por la cara, limpiando las gotas de
lluvia. Se acercó a su acompañante que le aguardaba impaciente, guarecida en la
fachada del edificio de Correos.
Blanca le acababa de decir que no debía volver al piso, que había peligro. La tía
no era alarmista y si hablaba de movida es que podía haberla.
—¿Todo bien, chato? —le preguntó Lorena.
—Como tiene que ser. Yo voy de hombre por la vida, ¿sabes? Si tengo que darle
marcha al cuerpo, se la doy y en paz. ¿Cómo lo ves?
—Mucha basca hay aquí —comentó Rafael—. Si viene una lechera ahora, la que
se puede liar.
—No seas gafe —le recriminó Antonio.
El camarero se acercó y le pidieron dos cervezas. Estaban en el extremo de la
barra, junto a la puerta. A unos doscientos metros se hallaba el cementerio, donde
aguardaba una multitud de jóvenes de ambos sexos. Con sus vestimentas
extravagantes y coloristas, no exentas de suciedad, parecían proclamar su postura de
denuncia frente a la sociedad. Salvo a la policía, a nadie ocultaban su inclinación al
consumo de drogas.
Faltaban escasos minutos para las cuatro y media y aguantaban estoicamente los
rayos del sol, sin ninguna sombra donde cobijarse. Seguían acudiendo, con andar
cansino, grupos de jóvenes que querían dar el último adiós al colega Carlos el
Canuto.
—¿Dónde estuviste anoche? —le preguntó de improviso Rafael.
—No me lo recuerdes —respondió, sin apartar la vista del cementerio.
Antonio le narró su aventura con Lorena.
En aquel momento vieron llegar el coche fúnebre que trasladaba los restos de
Carlos el Canuto desde el Depósito del Hospital Clínico.
—Así acabaremos todos, Califa —sentenció Rafael, mirando a los congregados
que penetraban en el cementerio.
—Pues claro que todos vendremos aquí. O mejor dicho, nos traerán. Lo
importante es amarrar bien ahora y que no te metan muchos goles.
Rafael calló. Los entierros le imponían mucho respeto. Pensó en el Canuto y a
dónde le había conducido la droga. «Si eres hombre, irás a parar al talego más de una
vez. Y si eres mujer, la prostitución es lo único para ligar el dinero. Se empieza de
puta. Luego, cuando mayor, alcahueta si tienes clase, y si no a vender tabaco a los
golferas de la noche.»
—Vámonos de aquí —dijo Antonio—. El cementerio me da gafe.
Pagó las consumiciones y salieron. La puerta del cementerio estaba desierta
ahora, a excepción de algunos taxistas que formaban corro junto a los coches
estacionados, conversando animadamente.
—Hay que dejar pasar dos días sin ir por casa —explicó Rafael—. Por lo de la
movida.
—¿Sabes de algún cobijo?
—Sí. Un colega que trabaja de camarero. Está blanco.
—¿Lo conozco?
—No lo sé. Se llama Alfonso y tiene un Seiscientos negro. Siempre va por ahí
El bar Ateneo estaba repleto a la hora del aperitivo. Curiosamente, había muy pocas
mujeres. Los hombres, chaquetas y corbatas impecables, dialogaban con animación.
Conversaciones que pasaban de la agresividad a las sonrisas displicentes, palabras
calculadas, rostros distendidos de ejecutivo. La marea de gente, afuera, medía sus
prisas contra el tiempo. Allí, en cambio, varados en mitad del remolino, el reloj
olvidaba sus exigencias.
El comisario Crespo encontró una mesa libre al fondo del local y se sentó. Estaba
pendiente de la puerta de entrada. Si acudía Fede el Podrido, era más que probable
que tuviera resuelto el caso de la muerte del Sevillano.
Después de muchas gestiones, se había logrado centrar el bar que frecuentaba el
Sevillano; se supo que desde su salida de la prisión iba a todas partes con un tipo al
que apodaban «el Podrido». No se disponía de más datos y resultó muy problemático
identificarle. El comisario sabía, por instinto visceral, que se trataba de un individuo
conocido, aunque el alias no les fuera conocido. Se recorrieron todos los ambientes
nocturnos y siempre se obtenía la misma descripción del individuo. Finalmente,
alguien lo relacionó con una antigua novia suya, la Maña, y a través de ella se llegó a
Federico Molina.
Maica no salió de casa en todo el día. Esta vez, el peligro era concreto, real. La
policía lo sabía todo sobre Antonio. En muy pocas horas estaría detenido. Era un
presentimiento.
¿Dónde se había metido? Su falta al trabajo, pendiente del teléfono, no había
servido para nada. Sin respuesta en casa de Rafa el Huesos. Tampoco Blanca estaba
en la cafetería.
Las horas se diluían lentamente en la profundidad de la noche. Se acercó al
teléfono y marcó el número de Blanca. Oyó la señal al otro lado. Aquel sonido
atravesaba la ciudad, firme, pero como una mecha rápida que no encontraba
detonante. No había respuesta.
Se preguntó si Antonio la habría buscado. Quizá había ido a casa del abogado.
¡Dios no lo quisiera!
Colgó, desalentada, el teléfono. No comprendía sus propios sentimientos, que al
tiempo que le hacían rechazar a Antonio, le buscaban afanosamente. Temía por su