Paul Auster El Cuento de Navidad
Paul Auster El Cuento de Navidad
Paul Auster El Cuento de Navidad
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sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente y en
segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar
todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.
Una vez que llegue a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de
una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios
superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los
invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos. Cogí otro álbum. Ya no estaba aburrido
ni desconcertado como al principio. Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el
tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula
esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había
elegido para sí. Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo
con gusto. Luego casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar
un verso de Shakespeare:
—Mañana y mañana y mañana —murmuró entre dientes— el tiempo avanza con pasos
menudos y cautelosos.
Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.
Eso fue hace más de dos mil fotografías. Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra
muchas veces pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara
y empezado a hacer fotos. Ése era el tema de la historia que me contó y todavía estoy
esforzándome por entenderla.
Al principio de esa misma semana me había llamado un hombre del “New York Times'” y me
había preguntado si quería escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de
Navidad. Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable
y al final de la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el teléfono, sin
embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté. ¿Qué
sabía yo de escribir cuentos por encargo?
Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens. O. Henry y
otros maestros del espíritu de la Natividad. Las propias palabras “Cuento de Navidad” tenían
desagradables connotaciones para mí en su evocación de espantosas y fusiones de hipócritas
sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños
de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo
así. Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de navidad que no fuera
sentimental? Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja. Sería
como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.
No conseguía nada. El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría
la cabeza. Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias y allí
estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó cómo estaba. Sin
proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.
—¿Un cuento de navidad? —dijo él cuando yo hube terminado. ¿Sólo es eso? Si me invitas a
comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te
garantizo que hasta la última palabra es verdad.
Fuimos a Jack’s, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sándwiches de pastrami
y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas de las paredes. Encontramos una
mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia