Un corazón simple
Por Gustave Flaubert
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Un corazón simple incluye: Un corazón simple, la primera novela corta de Gustave Flaubert aparece en el libro Tres Cuentos, publicado en 1877.
La historia de un corazón simple es ciertamente el relato de una vida oscura, la de una pobre muchacha campesina, santurrona pero mística, consagrada sin exaltación y tierna como el pan recién hecho.
Ama sucesivamente a un hombre, a los hijos de su ama, a un sobrino, a un viejo que cuidó, después a su loro; cuando el loro muere, lo manda disecar y, al fallecer a su vez, confunde al loro con el Espíritu Santo.
No es nada irónico como imagina, por el contrario muy serio y triste. Quiero enternecer, hacer llorar a las almas sensibles, siendo una yo mismo. Gustave Flaubert.
Gustave Flaubert
Gustave Flaubert está considerado como el introductor del realismo francés del siglo XIX. Su obsesión por el estilo, por la búsqueda del mot juste (la palabra justa), hizo que sus obras, consideradas como escandalosas por la sociedad de su tiempo, lograran un reconocimiento unánime por parte de la crítica y de sus compañeros de letras. Tímido hasta lo patológico y en ocasiones arrogante, Flaubert no se granjeó demasiadas amistades a lo largo de su vida. Su carácter, que podríamos calificar de inestable, le llevó a padecer crisis nerviosas que derivaron en una salud frágil. Flaubert, prematuramente anciano, murió de una apoplejía a los 58 años. Contemporáneo del otro gran genio de la literatura francesa, Charles Baudelaire, Flaubert nos lega una obra deslumbrante que arranca con Madame Bovary (1857), sigue con Salambó (1862), La educación sentimental (1869), La tentación de San Antonio (1874), Tres cuentos (1877) y se cierra, póstumamente, con Bouvard y Pécuchet (1881).
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Un corazón simple - Gustave Flaubert
Un corazón simple
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I
Durante medio siglo, las burguesas de Pont-l’Évêque le envidiaron a la señora Aubain su sirvienta Félicité.
Por cien francos al año, cocinaba y limpiaba, cosía, lavaba, planchaba, sabía embridar un caballo, cebar las aves de corral, batir la mantequilla, y era fiel a su ama, – que, sin embargo, no era una persona agradable.
Se había casado con un buen chico sin fortuna, muerto a inicios de 1809, que le dejó dos niños pequeños y una cantidad de deudas. Vendió sus inmuebles, salvo la finca de Toucques y la finca de Geffosses, cuyas rentas ascendían a 5.000 francos a lo sumo, y abandonó su casa de Saint-Melaine para habitar otra menos costosa, que había pertenecido a sus antepasados y se situaba detrás de les Halles.
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Esta casa, revestida de pizarra, se encontraba entre un pasaje y una callejuela que acababa en el río. Tenía en su interior diferencias de nivel que hacían tropezar. Un vestíbulo estrecho separaba la cocina de la habitación en la que la señora Aubain pasaba todo el día, sentada cerca de la ventana en un sillón de enea. Contra el revestimiento de la pared, pintado de blanco, se alineaban ocho sillas de caoba. Un viejo piano soportaba, bajo un barómetro, una pila piramidal de cajas y de carpetas. Dos butacas de tapicería flanqueaban la chimenea de mármol amarillo y de estilo Luis XV. El reloj, en el medio, representaba un templo de Vesta; – y todo el apartamento olía un poco a moho, pues el suelo estaba más bajo que el jardín.
En el primer piso, estaba en primer lugar la habitación de la «Señora», muy grande, revestida con un papel de flores pálidas, y que contenía el retrato del «Señor» vestido de petimetre. Comunicaba con una habitación más pequeña, en la que se veían dos camitas de niños, sin colchón. Después estaba el salón siempre cerrado, y lleno de muebles recubiertos por un paño. Más allá
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estaba un pasillo que conducía a un gabinete de estudio; los libros y los papeluchos llenaban los estantes de una biblioteca que rodeaba por sus tres lados un escritorio de madera negra. Los dos paneles traseros desaparecían bajo dibujos a plumilla, paisajes a la acuarela y grabados de Audran, recuerdos de un tiempo mejor y de un lujo desvanecido. Un tragaluz, en el segundo piso, iluminaba la habitación de Félicité, con vistas a los prados.
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Se levantaba al alba para no faltar a la misa, y trabajaba hasta la tarde sin descanso; una vez terminada la cena, la vajilla en orden y la puerta bien cerrada, metía el leño bajo las cenizas y se dormía delante del hogar, con su rosario en la mano. Nadie, en el regateo, mostraba más obstinación. En lo relativo a la limpieza, el pulido de sus cacerolas desesperaba a las demás sirvientas. Ahorradora, comía despacio, y recogía, de la mesa, con el dedo las migas de su pan, – un pan de doce libras, cocido ex profeso para ella, y que duraba veinte días.
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Siempre llevaba un pañuelo de indiana sujeto por detrás con un alfiler, un gorro le tapaba el pelo, medias grises, una enagua roja, y encima de su blusa un delantal, como las enfermeras de hospital.
Su cara era enjuta y su voz aguda. Con veinticinco años, aparentaba cuarenta Desde la cincuentena, no contaba la edad ; – y, siempre silenciosa, erguida y de gestos medidos, parecía un camafeo, que funcionaba de manera automática.
II
Había tenido, como cualquiera, su historia de amor.
Su padre, un albañil, había muerto al caer de un andamio. Después de que su madre muriera, y sus hermanas se dispersaran, la acogió un granjero, que desde pequeña la ocupó en el cuidado de las vacas en el campo. Temblaba bajo los harapos,
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bebía boca abajo el agua de los estanques, era golpeada por nada, y finalmente fue expulsada por un robo de treinta sols, que no había cometido. Entró en otra granja, y se convirtió en una corralera, y, como complacía a los amos, sus compañeras se celaban de ella.
Una tarde del mes de agosto (tenía entonces dieciocho años), la llevaron a la fiesta de Coleville. Enseguida, se dejó deslumbrar, estupefacta por el ruido de los violinistas, las luces en los árboles, la variedad de los trajes, los encajes, las cruces de oro, aquella masa de gente saltando a la vez. Se mantenía al margen modestamente, cuando un joven de buena apariencia, y que fumaba su pipa con los codos apoyados en la lanza de un carro, la invitó a bailar. Le pagó la sidra, el café, la galette, un fular, supuso que ella le correspondía, y se ofreció a acompañarla. En un campo de avena, se inclinó sobre ella brutalmente. Ella tuvo miedo y empezó a gritar. Él se alejó.
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Otra tarde, en el camino de Beaumont, quiso rebasar un gran carro de heno que avanzaba lentamente, y al rozar las ruedas reconoció a Théodore.
Él la abordó tranquilamente, diciendo que tenía que perdonarle todo, puesto que había sido «culpa de la bebida».
No supo que responder y tenía ganas de desaparecer.
Enseguida empezó a hablar de las cosechas y de los notables del pueblo, pues su padre dejó Colleville por la granja de los Écots, de manera que ahora eran vecinos.
– ¡Ah! dijo ella.
Él añadió que quería establecerse. Por lo demás no tenía prisa, y esperaba encontrar una mujer a su gusto. Ella bajó la cabeza. Entonces él le preguntó si pensaba en el matrimonio. Replicó, sonriendo, que estaba mal el burlarse.
–¡Pero no, se lo prometo!
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Y con el brazo izquierdo le rodeó la cintura; ella caminaba sostenida por su abrazo; se detuvieron. El viento era suave, las estrellas brillaban, la enorme carretada de heno oscilaba delante de ellos; y los cuatro caballos, siguiendo sus pasos, levantaban polvo. Después, sin ninguna orden, giraron a la derecha. Él la besó una vez más. Ella desapareció en la sombra.
Théodore, la semana siguiente, consiguió citarse con ella.
Se encontraron en el fondo de las cortes, detrás de un muro, bajo un árbol aislado. Ella no era inocente como las señoritas, –los animales la habían instruido; –pero la razón y el instinto del honor le impedían caer. Esta resistencia exasperaba el amor de Théodore, de manera que para satisfacerla (o quizás ingenuamente) le propuso matrimonio. Ella dudaba si creerle. Él hizo grandes promesas.
De repente confesó algo inoportuno: sus padres el año pasado habían pagado a un sustituto para que cumpliera su servicio militar; pero de un día para otro podría retomarlo; la idea de servir le atemorizaba. Esta cobardía fue para Félicité una prueba de ternura; la suya se redobló.
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Escapó de noche, y, cuando llegó a la cita, Théodore la torturó con sus inquietudes y sus trámites.
Finalmente afirmó que iría él mismo a la Prefectura para recabar información, y se la haría saber el próximo domingo, entre las once y la medianoche.
Cuando llegó el momento, corrió hacia el amado.
En su lugar, encontró a uno de sus amigos.
Él le hizo saber que ya no podría volver a verlo. Para librarse del servicio militar, Théodore se había casado con una mujer mayor muy rica, la señora Lehoussais, de Toucques.
La noticia le provocó una pena desmesurada. Se tiró al suelo, gritó, clamó al Buen Señor y gimió sola en el campo hasta el alba. Después, regresó a la granja, declaró su intención de marcharse; y, al acabar el mes, después de haberse despedido, metió sus pertenencias en un pañuelo, y se dirigió a Pont-l’Évêque.
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Delante de la pensión, pregunta a una habitante con un sombrero de viuda, y que precisamente buscaba una cocinera. La joven no sabía gran cosa, pero parecía tener tan buena voluntad y tan pocas exigencias que la señora Aubain acabó por decir
- ¡La acepto!
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Félicité, un cuarto de hora después, estaba instalada en su casa.
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Al principio, vivió con una especie de temor, que le causaban «el tipo de casa» y el recuerdo del «Señor», sobrevolándolo todo! Paul y Virginie, uno de siete años, el otro de apenas cuatro, le parecían hechos de un material precioso; los llevaba a su espalda como un caballo; y la señora Aubain le prohibió darles besos cada minuto, lo que la mortificó. Sin embargo era feliz. La dulzura del ambiente había disipado su tristeza.
Cada jueves, los habituales venían a echar una partida de boston. Félicité preparaba previamente, las cartas y los braseros. Llegaban a las ocho en punto, y se retiraban antes de que dieran las once.
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Todos los lunes por la mañana, el anticuario que se alojaba abajo en el callejón exponía en el suelo sus cachivaches. Después la villa se llenaba con un batiburrillo de voces, donde se mezclaban los relinchos de los caballos, los balidos de los corderos, los gruñidos del cerdo, con el ruido seco de los carruajes en la calle. Al mediodía, en el apogeo del mercado, se veía aparecer en el umbral un viejo paisano de alta estatura, con el sombrero hacia atrás, la nariz ganchuda, y que se llamaba Robelin el granjero de Geffosses. Poco después, – llegaba Liébard, el granjero de Toucques, bajo, pelirrojo, obeso, con una chaqueta gris y polainas equipadas con espuelas.