Urdaneta

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Biografía

del militar, cosmógrafo, marino, explorador y religioso agustino


guipuzcoano D. Andrés de Urdaneta (30 de noviembre de 1498, Ordizia, Guipúzcoa,
España - 3 de junio de 1568, Ciudad de México, México).

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José de Arteche Aramburu

Urdaneta
ePub r1.1
Titivillus 07.06.2020

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José de Arteche Aramburu, 1943

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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A don Luis María de Lojendio, don
Fausto Arocena y don José Manuel Imaz,
amigos y partícipes de aficiones idénticas.

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NOTA PRELIMINAR A LA SEGUNDA
EDICIÓN

LA FELIZ CONJUNCIÓN DE LA CIRCUNSTANCIA fundacional de la Sociedad


Guipuzcoana de Ediciones y Publicaciones, S.A., bajo los auspicios de la Real
Sociedad Vascongada de los Amigos del País y de la Caja de Ahorros Municipal de
San Sebastián, con el cuarto centenario del fallecimiento de Andrés de Urdaneta, ha
hecho posible esta segunda edición de mi biografía, totalmente agotada hace ya
tiempo.
Esta nueva edición de un retrato biográfico que hace más de un cuarto de siglo
trabajé con ilusión infinita, apenas difiere en lo esencial de la primera, como no sea
en la corrección, reiterada, de algún apellido, que, por dócil fidelidad a una intuición
de mi ilustre paisano Don Carmelo de Echegaray, resultó equivocada en opinión de
los técnicos, y en algunos añadidos que juzgo fundamentales para la mejor
inteligencia del personaje.
A última hora, en el momento de la corrección de las pruebas, he tenido la gran
suerte de añadir un descubrimiento de mucha importancia.

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ELCANO Y URDANETA

Cada hora venía entonces preñada de historia. La Edad Moderna comienza realmente
cuando, el 6 de septiembre de 1522, Juan Sebastián Elcano, capitán de la nao
Victoria, harapiento, demacrado, febril, desembarca cual un espectro en Sanlúcar de
Barrameda y se dirige con vacilante andadura a despachar un correo urgente con el
aviso de su llegada al emperador Carlos V.
El hombre, alcanzando por fin a tajar todos los meridianos factibles, abraza al
mundo con esfuerzo coloso. La Victoria viene de atravesar desde el Ecuador hasta las
latitudes antárticas lugares insospechados, apenas presentidos por las más
desbordadas imaginaciones. Se han desvanecido las fábulas, los mitos que todavía
pueblan las mentes; ya no existen parajes inabordables en el globo. Los embajadores
acreditados ante la Corte de Carlos V se apresuran a comunicar la noticia
trascendental. La nueva de haber sido rodeado el mundo cruza velozmente a través de
los atormentados campos de Europa. Circulan de mano en mano, leídos con avidez
increíble, los primeros relatos impresos del viaje.
Caprichosos secretos de la gloria. Un hombre huido de la justicia, enrolado en la
expedición de Magallanes para ocupar en ella el puesto subalterno de maestre de una
de las naos, es elevado en un momento al pináculo de la popularidad. Divisa más
orgullosa que la del escudo de armas que el Emperador le concede en premio a su
proeza no puede imaginarse: Primus circundedisti me.
Pero Elcano es un marino de raza. La mar atrae a un verdadero marino de manera
fatal. En plena apoteosis popular, sin tiempo siquiera de reponerse de las terribles
penalidades sufridas en el casi increíble viaje. Elcano organiza ya la segunda
expedición a las islas de las Especias. Contagiados por la poderosa sugestión de su
renombre, nutrido grupo de guizpuzcoanos le acompaña; casi todos sus hermanos y
otros parientes suyos formarán en la anunciada expedición. Aquel guipuzcoano
surgido desde el cabo del mundo en brazos de la Fama conmocionó profundamente
su tierra.
Como tantos otros guipuzcoanos, Andrés de Urdaneta y Cerain[1] nace a la lucha
por el honor y la gloria del propio nombre bajo el signo y la protección de Elcano.
Urdaneta cuenta diecisiete años solamente cuando el inmortal navegante le admite a
sus órdenes inmediatas. Los afectos que acompañan al hombre a esos años modelan
su espíritu para siempre. Las almas juveniles están dispuestas a esa edad, como nunca
lo estarán más a punto, para recibir la marca de cualquier impresión. Una compañía,
una amistad, o simplemente una presencia, son entonces suficientes para imprimir en
ellas sello indeleble.
¿Dónde se vieron el navegante y el muchacho con vocación de navegabundo?
¿Dónde quedó convenido que Urdaneta acompañara a Elcano como edecán, como

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ayudante? ¿Quién presentó al joven Urdaneta ante uno de los hombres más famosos
de su tiempo?
No existe, por desgracia, dato ni indicio alguno siquiera; al llegar este punto sólo
son posibles algunas vagas conjeturas.
Urdaneta nace en Villafranca de Oria[2] el año de 1508, en uno de los más
interesantes períodos de la historia del mundo. El talento y la decisión de que muy
pronto dará pruebas bien patentes, denuncian en él uno de esos muchachos que
imponen a sus padres el deber ineludible de encontrar cauce adecuado a su lúcida
precocidad. No a todos los padres es esto posible. Parece que lo fue en el caso de
Urdaneta.
Don Juan Ochoa de Urdaneta, padre de Andrés de Urdaneta, ocupa durante largos
años el cargo de alcalde de la villa de Villafranca de Oria. Villafranca de Guipúzcoa
aparece fundada por razones puramente militares. Villafranca es, viniendo de
Navarra, el punto donde convergen los caminos naturales de invasión del territorio
guipuzcoano. Unos y otros, guipuzcoanos y navarros, se han invadido mutuamente
innúmeras veces. La situación de bastantes de las villas de ambas provincias en su
parte fronteriza obedece a designios meramente defensivos. Sobre todo, desde que
Guipúzcoa separándose del reino de Navarra se incorpora a Castilla, no tienen fin las
depredaciones que guipuzcoanos y navarros se causan recíprocamente. La frontera
está en permanente pie de guerra.
Si, como es muy posible, las compañías guipuzcoanas conducidas por los
hermanos Martín e Iñigo de Loyola en auxilio de las tropas imperiales sitiadas en
Pamplona por Andrés de Foix en la primavera de 1521 pasaron por Villafranca, el
niño Urdaneta las vio pasar, y asimismo el clamor entusiasta acompañando su regreso
victorioso.
Este mismo año, el padre de Urdaneta aparece en las cuentas municipales de
Villafranca de Oria, cobrando como cesionario de Julián de Urdaneta 14.625
maravedís, importe de 13 coseletes con sus brazaletes y guarniciones, vendidos al
Concejo con destino a los soldados desplazados por la villa a la ciudad de
Fuenterrabía sitiada por los franceses. El Urdaneta de nuestra biografía cuenta a la
sazón trece años.
Trabajadas por influencias distintas, las generaciones tienen su propio e
inconfundible estilo. Cada época imprime su marca en los hombres. Las cosas que de
niños vemos nos modelan para toda la vida. Difícil era no sentir la llamada de lo
heroico, cuando cada día llegaba a todos los lugares noticia de alguna nueva epopeya.
Otras veces oíase bien distinto el ruido de las armas sin salir de la propia casa.
Urdaneta es de su tiempo; nace para la acción. Predominaban en aquella época los
hombres de acción sobre los soñadores, y, sin embargo, entonces quedaron
convertidos en realidades muchos bellos sueños.
Los Urdaneta aparecen a menudo en los documentos de Villafranca de Oria,
ocupando en el siglo XVI los cargos más importantes de la villa. En los pueblos

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cercanos son frecuentes también durante esos años gentes del mismo apellido en los
puestos responsables. Un cargo oficial produce generalmente cierta facilidad de bien
relacionarse. Pero aparte esta coyuntura, muy de tener en cuenta, los dos apellidos —
Elcano, Urdaneta— sugieren la posibilidad de algún parentesco entre ambos
personajes.
No existe dato alguno en que apoyar esta conjetura, que no pasa de ser, en
realidad, sino un atisbo. La casa solar de los Urdaneta, sita en el pueblo de Legorreta,
cercano a Villafranca, constituye un dato en contra de esta presunción. Pero dos
barriadas bastante cercanas entre sí, llamadas igualmente Elcano la una y Urdaneta la
otra, pertenecen al Ayuntamiento del pueblo guipuzcoano de Aya. A quien tenga
presente el origen toponímico de los apellidos vascos no le extrañará nuestra
suposición. Desde luego, es cosa bastante segura el origen del apellido Elcano en
alguno de los caseríos pertenecientes a la barriada del mismo nombre en Aya[3].
Sea ello como fuere, el destino de Urdaneta queda bien determinado desde el
punto y hora de su agregación al servicio de Elcano. Navegar, navegar
incesantemente será en adelante su sino. Un heroico e insólito rumbo marca el ápice
glorioso de Elcano. Otro rumbo genial constituye la máxima grandeza de su
discípulo. Y, en cierto modo, Urdaneta resultará el vengador de Elcano al vencer y
arrancar uno de sus secretos al cambiante y poderoso Proteo, el anciano dios del mar.

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NAUTA EN CIERNES

El acuerdo imposible
Desde el regreso de Elcano a Sevilla, las reclamaciones portuguesas cerca de
Carlos V urgen cada vez con más apremio la resolución del problema de las islas
Molucas. La creación urgente en La Coruña de una Casa de Contratación de la
Especiería, a semejanza de la Casa de Contratación de las Indias, de Sevilla, y los
fabriles preparativos de una nueva expedición a aquellas islas, llevan la inquietud de
la Corte portuguesa al ápice. La organización de esta Armada en La Coruña, en lugar
de Sevilla, supone un claro desafío a Lisboa. Van y vienen emisarios sin cesar de una
a otra Corte con proposiciones conciliadoras sobre el peregrino archipiélago, tan
ardientemente anhelado por entrambos partes. Pero las propuestas encomendadas a la
diplomacia fracasan todas.
Carlos V, abrumado con otros más arduos negocios, y deseoso de una solución
satisfactoria, encarga entonces el problema a los técnicos. Comisiones
hispanoportuguesas se reúnen en Vitoria; pero de estas juntas laboriosas no se
consiguen tampoco resultados definitivos. El acuerdo queda diferido a otra nueva
Comisión mixta de geógrafos y navegantes, a reunirse en la frontera
hispanoportuguesa. Carlos V nombra como representantes suyos para esta Junta a
Hernando Colón, el hijo de Cristóbal Colón; Simón de Alcazaba, el doctor Salaya,
Pedro de Villegas, fray Tomás Durán y Juan Sebastián de Elcano.
El fracaso se barrunta antes de la primera reunión. Las juntas tienen lugar en la
ciudad portuguesa de Elvas y en la española de Badajoz, en días alternos, y se
prolongan durante cerca de dos meses. El historiador López de Gomara relata que,
paseándose los comisionados un día en Badajoz después de su reunión, un chicuelo
se les acercó, preguntándoles si eran ellos los encargados de repartir el mundo. A la
respuesta afirmativa, el mozuelo se levantó la camisa, y, mostrando las nalgas, les
dijo: “Pues echad la raya por aquí en medio”[4].
El hecho relatado por Gomara podrá ser o no verdadero, pero revela
admirablemente el sentir popular sobre aquellas estériles y largas conversaciones. El
chicuelo badajocense descubrió con su ingeniosa salida el fracaso de los graves
comisionados que pretendían llegar a un acuerdo concluyente sobre el famoso
contrameridiano delimitador de las zonas de influencia en el mundo de España y
Portugal, sin antes haber llegado ni siquiera a un acuerdo previo sobre el punto donde
la delimitación tenía lugar.

La escuadra y sus mandos

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A la disolución en 31 de mayo de 1524 de las reuniones de Elvas y Badajoz,
totalmente fracasadas, siguió la orden de Carlos V de apresurar el apresto de la
escuadra destinada para la segunda expedición al archipiélago de las Molucas, que
estaba en suspenso ante la posibilidad de una avenencia.
Los múltiples trabajos ocasionados por la preparación de una Armada de
envergadura, desusada en aquellos tiempos, son reanudados con acelerado ritmo.
Antes de transcurridos catorce meses de la clausura de las conferencias lusoespañolas
de Elvas y Badajoz, la escuadra está lista para partir. Su somera enumeración es
obligada Son la Santa María de la Victoria, de 360 toneladas; la Santi Spiritus, de
240; Anunciada, de 204; San Gabriel, de 156; Santa María del Parral, de 96; San
Lesmes, también de 96, y, por último, el patache Santiago, de 60 toneladas. Las
tripulaciones sumaban en total alrededor de 450 hombres.
Un caballero noble, de nombre don Frey García Jofre de Loaysa, mandaba la
expedición. Hombre de linajuda estirpe, del cual se ignoran referencias anteriores de
cosas de mar. A pesar de su hazaña inmortal, preocupaciones de casta y
preeminencias, sentidas entonces de manera extraordinariamente viva, privaron del
mando supremo de la escuadra a Elcano, que anteriormente había solicitado el cargo.
De general en jefe de la Armada marchaba, por tanto, Loaysa, que mandaba al mismo
tiempo la Santa María de la Victoria. Como segundo en el mando supremo, y,
además, en calidad de piloto mayor y guía de la expedición, iba Juan Sebastián de
Elcano, que toma bajo su mando directo la segunda de las naos en tamaño: la Santi
Spiritus. La Anunciada estaba mandada por Pedro de Vera; la San Gabriel, por don
Rodrigo de Acuña; la Santa María del Parral, por don Jorge Manrique de Nájera; la
San Lesmes, por Francisco de Hoces, y el patache Santiago, por Santiago de Guevara.

Tal maestro para tal discípulo


Andrés de Urdaneta embarca en la Santi Spiritus como paje o ayudante de
Elcano.
El aprendizaje del arte de navegar consistía entonces en la práctica
exclusivamente, pues apenas existían libros que lo enseñaran. Los escasos textos
existentes estaban plagados de errores de cálculo, que los buenos cosmógrafos de
aquel tiempo no cesaban de denunciar. Los navegantes, al regreso de grandes viajes,
obligaban, de resultas de sus comprobaciones, a incesantes correcciones en las tablas
usuales. Pedro de Medina declara en 1545, es decir, veinte años después de la partida
de la Armada de Loaysa, que “pocos de los que navegan saben lo que a la navegación
se requiere; la causa es porque no hay maestros que lo enseñen, ni libros en que lo
lean”[5].
De los cosmógrafos de su tiempo, bien pocos podrían, como Urdaneta, preciarse
de maestro más famoso, de mayor prestigio y autoridad. Urdaneta se inicia en la
ciencia náutica al lado del inmortal navegante de Guetaria. De Elcano tendrá

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Urdaneta la tendencia a los saltos asombrosos. Urdaneta aprende de Elcano una
magna lección. Los más grandes espacios marinos pueden resultar chicos ante la
decisión del propio impulso.

El Diario de Urdaneta
Es sabido que el Diario de navegación escrito por Elcano durante su viaje
alrededor del mundo se ha perdido. Hay noticias de su existencia por la terminante
declaración del propio Elcano, el cual incluso da la pista a los investigadores de la
posteridad al declarar al juez Leguizano, a quien entregó a su llegada del famoso
viaje tan precioso documento[6]. Con todo, las búsquedas más tenaces no han podido
dar con el Diario de Elcano.
Leyendo la amplia Relación de Urdaneta, referente a la segunda expedición a las
Molucas, pienso que su estilo sobrio, pero extraordinariamente vivo, debe de tener
alguna similitud con el de su jefe inmediato, sobre todo cuando anota observaciones
puramente náuticas. Ciertos detalles sueltos a través de sus primeras páginas nos
advierten la sugestión poderosa del recuerdo de Juan Sebastián. Aparte de esto, las
descripciones de Urdaneta corresponden a instantáneas muy fieles y exactas. Campea
en todo su relato una simpática ingenuidad sumamente detallista, que en ocasiones
deriva hasta al naturalismo descriptivo propio de entonces, sin los morosos artificios
de ahora. La noble y sostenida vehemencia de su estilo nos abre amplios resquicios a
su carácter decidido, lleno de bravura. Urdaneta posee, además, el sencillo y, a la vez,
difícil arte de saber mirar.
Antes de ahora hemos relatado parte de esta segunda expedición a las islas
Molucas, a base, principalmente del Diario de Urdaneta, aunque enfocado hacia la
persona de Elcano. Ahora volveremos a la luz del largo documento hacia la
personalidad de su propio autor.
En la madrugada del día 24 de julio de 1525, al partir de La Coruña la Armada de
Loaysa, comienza Urdaneta su Diario. Las extraordinarios aventuras de este hombre
constituyen, por lo arriesgadas e inacabables, un verdadero prodigio. Lo es, sin duda
alguna, que Urdaneta llegara a edad avanzada, y más aún su muerte en tierra a
distancia del mar. El primer viaje alrededor del mundo, comenzado por Magallanes y
terminado por Elcano, duró tres años. Urdaneta invierte en dar la vuelta al mundo
once años menos veintiocho días. Y ésta no constituye ni mucho menos, la
navegación única de su vida. La sucesión de aventuras casi inverosímiles que
constituyen la primera parte, sobre todo, de la vida de Urdaneta, impone al biógrafo
la eliminación de muchos elementos excesivos. Pues Urdaneta, al principio de su
viaje con preferencia, tiene el prurito de anotar los menores incidentes ocurridos
durante su transcurso. Después, poco a poco, sus observaciones van espaciándose
más. Desde luego, los puestos que ocupa son magníficos para enterarse al detalle de
todas las interioridades de la Armada.

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Presagios funestos
(24 de julio de 1525 - 14 de enero de 1526)
Mar bella, viento en popa, siete naos arriban a primeros de agosto a la isla de
Gomera, del archipiélago canario, donde permanecen doce días, cargando, según nos
hace saber Urdaneta, un repuesto de agua, leña, carnaje y atavíos. Antes de volver a
hacerse a la mar, una Junta de capitanes, reunida a iniciativa de Elcano, puntualiza
detalles acerca de las etapas cercanas al estrecho de Magallanes.
Cuatro días después, a poca distancia del cabo Blanco, se rompe el palo mayor de
la nao Capitana. Elcano envía dos carpinteros de su nao en una chalupa para remediar
el grave percance. Sobre la mar, muy brava, cae fuerte aguacero. La escuadra navega
trinqueteando. Para colmo, la nao averiada embiste a la Santa María de Parral,
deshaciéndole toda la popa. Malos augurios son desgracias tan repetidas.
Una nao de nacionalidad desconocida es descubierta a la altura de Sierra Leona.
Estando como están a la sazón España y Francia en guerra, una falsa asociación de
ideas induce a todos, equivocadamente, a suponer francés aquel navío. La escuadra
en pleno se lanza en espectacular persecución. Los portugueses —pues de un navío
portugués cargado de azúcar se trata— huyen ligeros a toda vela. Loaysa, a bordo de
la más pesada de las naos, desistiendo de capturarles, ordena retroceder, en el preciso
momento que Guevara, capitán del patache, alcanza y rinde a los fugitivos, a quienes
manda aproar adonde el capitán general. A este tiempo, el capitán de la San Gabriel,
llegándose a los rendidos, y queriendo atribuirse su captura, les ordena amainar velas.
Esto motiva que ambos capitanes se traben fuertemente de palabra, y es lo peor que
falta poquísimo para que sus barcos no lo hagan a cañonazos.
Urdaneta comienza a sugerir claramente muy pronto cierta tirantez de relaciones
entre los altos mandos de la expedición. Aquellos hombres tienen un concepto
exageradamente puntilloso de los rangos y preeminencias sociales. A través del relato
de Urdaneta, es en torno a la persona de Elcano, sobre todo, donde más se advierte la
resistencia pasiva.
Los velámenes quedan fláccidos en la zona de calmas. Durante mes y medio de
lento y desesperante navegar, la escuadra no recorre arriba de 150 leguas. Una isla es
descubierta a mediados de octubre. Los navegantes la bautizan con el nombre de San
Mateo. Los detalles de situación y toponimia dados por Urdaneta y los pilotos de la
expedición corresponden a la de Annobón, del golfo de Guinea. Casi una semana
cuesta a las naos poder anclar cerca de ella. Es aquí donde Loaysa manda abrir una
información acerca del altercado entre Acuña y Guevara, de cuyas resultas el primero
pasa arrestado por dos meses a la nao Capitana, y Guevara, a su vez, suspendido de
sueldo. También es en Annobón donde se sustancia otra causa contra siete u ocho
gentileshombres que habían intentado sublevarse contra Elcano.
Urdaneta se dedica entre tanto a recorrer la isla, que aparece deshabitada. El
primer sabor agrio y estimulante de la aventura se le ofrecerá pronto. Urdaneta

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encuentra dos cabezas de hombre medio devoradas por las alimañas. Una inscripción
en portugués en un árbol cercano explica, en parte, el macabro hallazgo. Dice: “Aquí
moreo el desditado de Juan Ruyz porque lo mereszao”.
Nueva junta de capitanes tiene lugar antes de partir de Annobón. Parece que
algunos, en vista del amenazador cariz del tiempo, sugieren tomar el rumbo del cabo
de Buena Esperanza. La propuesta no prevalece, pero, en todo caso, revela síntomas
de cansancio demasiado prematuros.
Al juvenil temperamento de Urdaneta le divierte muchísimo la abundancia de
peces voladores en aguas ecuatoriales. Su Relación describe con todo lujo de detalles
cómo los voladores, huyendo de la voracidad de los peces llamados albacoros, caen
en las garras de los pájaros rabihorcados, o también, queriendo escapar de ambos
enemigos combinados, vienen a abatirse en las cubiertas de las naos[7].
Primeros días de noviembre. La escuadra avista las costas brasileñas. Desde aquí,
costeando, pone decididamente rumbo al sur. Hacia fines de mes, después de una
borrasca, el grueso de la escuadra pierde de vista a la nao Capitana. Elcano propone
explorar en su busca a sotavento, pero esta idea es rechazada por el piloto de la San
Gabriel. La nao discrepante sigue su camino sola, mientras las cinco restantes, al
mando de Elcano, buscan inútilmente a Loaysa durante tres días. Lo estéril de sus
pesquisas les decide a proseguir su camino hacia el Estrecho. A su llegada al río de
Santa Cruz, hacia los 50 grados de latitud sur. Elcano propone aguardar a la Capitana
y a la San Gabriel, según lo anteriormente convenido en Gomera en previsión de
parecidos casos. La propuesta de Elcano es rechazada de nuevo por los demás
capitanes, esta vez unánimemente.
En lo más alto de una isleta, una olla enterrada, señalada por una gran cruz bien
visible, contendría indicaciones de rumbo para la Santa María de la Victoria y la San
Gabriel, comunicándoles, además, que el grueso de la escuadra quedaría aguardando
dentro del estrecho de Magallanes, en el llamado puerto de las Sardinas. El trabajo de
plantar la cruz y debajo la olla queda encomendado a la tripulación del patache. Entre
tanto, las cuatro naos restantes, apresurando su camino, se encuentran pronto ante la
desembocadura de un río muy cercano a la boca del Estrecho.

Desastres reiterados
(14 - 15 de enero de 1526)
Elcano, incurriendo en idéntico error que otros navegantes posteriores, confunde
aquel lugar por el comienzo del Estrecho, y manda avanzar[8]. Pero a poco,
inquietantes crujidos denuncian encalladas las naos. Elcano envía entonces en una
chalupa cuatro hombres a efectuar un reconocimiento. Uno es su hermano Martín,
otro el clérigo Areyzaga; los dos restantes son Roldán y Bustamante, supervivientes
de la expedición magallánica. Lo más curioso del caso es que éstos precisamente
dictaminaron aquel sitio como el boquerón del Estrecho, mientras el hermano de

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Elcano y Areyzaga, no convencidos del todo, exigieron seguir adelante para explorar
mejor, lo cual deshizo el error.
Por eso este asombrado comentario de Urdaneta: “A la verdad fue muy gran
ceguera de los que primero habían estado en el Estrecho, en demás de Juan Sebastián
de Elcano, que se le entendía cualquiera cosa de la navegación…”.
Entre tanto, la marea creciente desencalla las naos, que salen a alta mar sin
esperar a la expedición de reconocimiento.
Este mismo día, domingo por cierto, según puntualiza Urdaneta con detallismo
escrupuloso, las naos embocan el estrecho de Magallanes y anclan al abrigo del cabo
de las Once Mil Vírgenes. Son las diez de la noche cuando las aguas de la anchurosa
bahía comienzan a alborotarse de alarmante manera. Al amanecer, todas las furias del
mar están desencadenadas. El viento aúlla cual jauría de perros hambrientos. Las olas
pasan a la altura de la mitad del mástil. La Santi Spiritus comienza a garrear a pesar
de sus cuatro anclas. Elcano comprende que todo está perdido, e intenta un esfuerzo
supremo para salvar a la tripulación. Ordena sacar la vela de trinquete y encalla la
nao en la costa.
La violencia de la resaca deja en un instante en seco al navío, entre el tumulto de
pedruscos aspirados por la ola. Un grupo de marineros y soldados, inducidos por el
pavor, comienza a saltar de la nao, pero son tragados por la mar. Sólo uno de aquellos
diez desgraciados logra salvarse. Un cabo lanzado a este superviviente sirve luego
para salvar al resto de los náufragos. Agarrados a él “salimos todos con la ayuda de
Dios, con harto trabajo y peligro —como dice Urdaneta— bien mojados y en camisa,
y el lugar a donde salimos es tan maldito, que no había en él otra cosa sino guijarros,
y como hacía mucho frío, hubiéramos de perecer, sino que tomamos por partido de
correr a una parte y a otra por calentarnos”. Urdaneta se nos revela en estas líneas
vigoroso prosista. Del terrible accidente aprehende las notas de más fuerza
descriptiva.
El tiempo comienza a abonanzar. Organizase rápidamente la tarea de salvar lo
posible de la nao encallada. Pero a la noche la mar vuelve a alborotarse, para muy
pronto dar cuenta definitiva de la Santi Spiritus. Las restantes naos pudieron
defenderse mejor de aquellos temporales. Cuando por fin las aguas parecieron
aquietarse definitivamente, los demás capitanes, enviando un batel a tierra,
requirieron a Elcano para que, como conocedor de aquellos parajes, metiera las naos
en el Estrecho.

“Yo solo…”
Elcano, atendiendo el requerimiento, se dispone a embarcar. Pero se ve precisado
antes a tranquilizar a los náufragos con “un razonamiento”. Todos, en tropel,
deseaban ponerse a salvo acompañándole. Naturalmente, esto no es posible. La
chalupa no puede contener a todos. Elcano les asegura su regreso tan pronto le sea

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posible para recogerlos a todos. Añade que no tolerará “más de uno o dos” en su
compañía; solamente quien él designe.
Entre los náufragos hay gente de calidad, pero, sin embargo, Urdaneta sólo resulta
elegido. El ayudante de Elcano nos dice, con ciertos ribetes de jactancia: “así yo solo
me embarqué con el dicho capitán, y nos fuimos a la nao Anunciada”. Antes, Elcano
designa cinco hombres para que vayan por tierra a buscar a la expedición formada
por su hermano Martín, Areyzaga, Roldán y Bustamante y recogerlos en el lugar de
la catástrofe.
Las tres naos, bajo el mando supremo de Elcano, penetran en el boquerón del
Estrecho y anclan a distancia de cinco leguas de su entrada. Pero la tempestad, la
terrible tempestad del estrecho de Magallanes, vuelve a ensañarse con la escuadra.
Muy pronto, las naos pierden los bateles que llevan amarrados a popa. La Anunciada
comienza a garrear. Toda la gente comienza a clamar “pidiendo misericordia”, pues la
nao amenaza estrellarse contra elevados acantilados, “donde ni de día ni de noche —
según Urdaneta— no podíamos escapar ninguno de nosotros”.
Entonces es cuando Elcano, llegándose a donde Vera, capitán de la nao, le fuerza
a hacer trabajar a los tripulantes, prometiéndoles, a cambio de que ellos quieran
trabajar “como buenos marineros”, salvar el buque. Elcano sabía bien lo que
prometía, pues dijo tener “tomada por la aguja la punta de una playa”. Sus ánimos,
contagiosos, sirvieron para sacar en maniobras arriesgadísimas la nao a alta mar,
salvándola de un desastre.
Dos días después la Anunciada vuelve a penetrar en el Estrecho, donde encuentra
surtas las otras dos naos, lo cual produce general regocijo. “Dios sabe cuánto placer
hubimos en hallarlos allí”, resume Urdaneta. Todos, unos a otros, creíanse perdidos.

Urdaneta, jefe de expedición


El adolescente ayudante de Elcano transparenta aptitudes para misiones de
responsabilidad. El domingo 21 de enero, reunidos con Elcano los capitanes de las
tres naos, acuerdan enviar a Urdaneta por tierra, al mando de media docena de
hombres, hasta donde estaban los restos y náufragos de la Santi Spiritus.
Probablemente fue Elcano mismo, perfecto conocedor de los arrestos de su
subordinado, quien efectuó la designación. Acaso entraba también en ello un deseo
subconsciente de justificar así plenamente ante los náufragos la predilección que
demostró por Urdaneta días atrás. Urdaneta debía comunicarles que Elcano iría a
recogerlos a todos tan pronto dejara las naos al abrigo de un surgidero sólo por él
conocido. Entre tanto, les encarecía tener preparados para un embarque rápido los
restos salvados del naufragio.
Harto comprometida era la orden por la larga distancia a recorrer a través de
lugares ásperos, salvajes, ignotos. Pero Urdaneta y sus subordinados, provistos de
provisiones para varios días, comienzan animosos su camino.

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Pronto son rodeados por nutrido grupo de indios patagones. Urdaneta, al igual de
Pigafetta, su antecesor en la Crónica de aquellos lugares, pondera la elevada estatura
de sus habitantes. Poco antes de disponerse a cumplir su difícil misión, Urdaneta ha
podido admirar el grado sumamente primitivo del nivel de vida de aquellos salvajes
en uno que las tripulaciones han podido capturar; un indio que, con sus más infantiles
y excéntricos visajes, pretendía atrapar su propia figura en un espejo que le
presentaron.
Este grupo de indios de ambos sexos que comienza a seguir a Urdaneta se
compone de unas treinta personas. Vestidos con pieles de cabra, adornadas las
cabezas de plumas multicolores, provistos de arco y flechas, piden a los
expedicionarios de comer y beber con mímica insistente. Los hombres tienen un
gesto universal cuando quieren pedir de comer. A Urdaneta se le han entregado las
raciones tasadas; no obstante, los navegantes reparten con abundancia de todo lo que
tienen con juvenil y generosa despreocupación.
Al día siguiente, la comitiva india, que ha observado la víspera haber quedado un
resto de comida en los zurrones de los españoles, continúa acompañándoles, sin cesar
de pedirles de comer. Pero al anochecer los patagones abandonan a Urdaneta cuando
ven que éste acaba de repartir con ellos los últimos restos de sus raciones.
A la aurora del día siguiente comienza la tercera etapa. El hambre, pero sobre
todo la sed, hostigan a los solitarios caminantes. Urdaneta relata el trance con
realismo insuperablemente gráfico. La expedición, con el brillo de la sed en los ojos,
se disemina por aquellos parajes desolados, tratando de hallar algún hilo de agua:
“Era tanta la sed que teníamos, que los más de nosotros no nos podíamos menear que
nos ahogábamos de sed; y en esto me acordé yo que quizá me remediaría con mis
orinas, y así lo hice: luego bebí siete u ocho sorbos de ellas, y torné en mí, como si
hubiera comido y bebido…”.
Urdaneta, repuesto, marcha a reunirse con sus compañeros. Acaban éstos de
encontrar un charco de agua, a cuyo lado brotan unos cuantos matojos de apio. Agua
de un charco y unas matas de apio constituyen para aquellos valientes precioso
hallazgo: la comida sencillamente.
A prima noche prosigue todavía la embajada de Urdaneta su animosa caminata. A
esta hora, aislados al pie de pavorosos barrancos por la marea creciente, pasan apuros
angustiosos. El agua les alcanza a las rodillas. Para salvarse no les queda otro
remedio que trepar inverosímilmente por aquellas imponentes cortaduras. El
temperamento profundamente providencial de aquellos grandes aventureros veía en
cuanto acaecía la mano divina, y se refleja en esta línea del Diario de Urdaneta:
“Nuestro Señor, aunque con mucho trabajo, nos dió gracia para subir”.
El hambre aguza sus instintos de cazadores. Dos patos y un conejo asados
constituyen bien suculenta cena. Pero al ser prendido el fuego, una imprudencia
produce la inflamación de un frasco de pólvora. El fogonazo abrasa a Urdaneta. “Me
quemé todo —nos dice—, que me hizo olvidar todos los trabajos y peligros pasados”.

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Con todo, después de la cura, el cansancio rinde en profundo sueño a los
expedicionarios. No obstante, en evitación de sorpresas desagradables esta coyuntura
está prevista con la distribución de un servicio de guardias. Los aventureros
despiértanse muy pronto, sobresaltados; siniestros aullidos de chacales numerosos se
sienten cercanos. Urdaneta los llama adivas, y añade que ladran propiamente como
perros. Pensando que acaso denunciaban la cercanía de indios con intenciones
agresivas, estuvieron todos en vela durante el resto de la noche.
Al atardecer del día siguiente, Urdaneta y su gente llegan a donde los naufragios
de la Santi Spiritus. El júbilo de éstos es enorme. Incomunicados totalmente, las
ansias de la larga espera han ido poco a poco acosándolos a la desesperación. Ya
creían totalmente perdidas las naos expedicionarias Urdaneta les devolvía la vida.
Todo se volvía preguntas.

Llegada de Loaysa
Unas velas se dibujaron en la raya del horizonte muy poco después de la llegada
de Urdaneta. En seguida, en el colmo del contento, son identificadas. No podían ser
sino las de la nao Capitana, la San Gabriel y el patache. Desde las alturas de aquellas
severas costas comienzan a hacerse señales ansiosas.
Loaysa, profundamente sorprendido, ordena al patache acercarse a tierra. El
capitán general deplora amargamente lo ocurrido. En realidad, el empeño de Elcano
por buscarle le había ido separando de su jefe cada vez más. En cambio, la San
Gabriel, por haber seguido su ruta en derechura, encontró a la Capitana muy pronto.
Ambas naos prosiguieron su camino hasta el río Santa Cruz, en donde penetraron,
contando encontrar allí el grueso de la Armada. Ya se ha visto ser esa la intención de
Elcano, como también su imposibilidad de llevarla a efecto por la decidida oposición
de los demás capitanes. Loaysa aprovechó las indicaciones colocadas bajo la Cruz
puesta como señal por el patache, al cual no tardó en unirse siguiendo su camino.
De acuerdo con las observaciones de Urdaneta, la Capitana, la San Gabriel y el
patache marchan a reunirse con Elcano. Loaysa ordena a éste ir con la Parral, la San
Lesmes y el patache a recoger a los náufragos y todo lo aprovechable de la Santi
Spiritus. Elcano sale a cumplir el mandato el 26 de enero. Cuando diez días más
tarde, concluida su misión, se dirige a reunirse con su jefe, iniciase otra violenta
tempestad.
Urdaneta está con Elcano en la Parral. Mientras el pequeño patache busca como
puede refugio en un arroyo, las naos quedan a merced de un terrible viento del
sudoeste. Por fortuna, Elcano descubre en la estrecha angostura un excelente abrigo
natural y salva allí la difícil situación. La otra nao sale capeando el temporal a alta
mar, y, descendiendo hasta los 55 grados, descubre en la terrible coyuntura el extremo
meridional del continente americano: el cabo de Hornos.

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Cuatro días después, estando todavía Elcano aguardando bonanza, vióse salir por
el boquerón a la San Gabriel. Un cañonazo avisóle la presencia de la Parral. El
capitán de la San Gabriel traía noticias desconsoladoras. La misma tormenta, que en
tanto peligro puso a los buques mandados por Elcano, había embarrancado la nao de
Loaysa. Este, con toda su tripulación, excepción hecha del maestre y escasos
marineros, abandonó el navío. En opinión del capitán de la San Gabriel, era preciso
darle por perdido. Además él, por su parte, sintiéndose derrotado, incapaz de
remontar tantos y tan repetidos desastres, proyectaba abandonar la empresa.
Elcano no pensaba igual. Inmediatamente envía por tierra los mejores marineros
de que dispone en auxilio de la nao siniestrada, la cual, gracias a tan oportuna ayuda,
queda en condiciones de poder navegar algo. Cuando menos, flotaba.
Urdaneta anota el día 10 la deserción de la Anunciada. Viósela salir por el
boquerón; pero su capitán, haciéndose sordo a las señales que le ordenaban reunirse,
“no quiso venir adonde nosotros estábamos”, dice Urdaneta con amargura. “A la
tarde desapareció —prosigue—, y nunca más la vimos”.

Al río de Santa Cruz


(Domingo 11 febrero 1526 a 17 de febrero)
La Capitana no es ni sombra de lo que era cuando salió de La Coruña. Medio
desbaratada, con todas sus obras muertas cortadas, su esbeltez ha desaparecido.
Navega lentamente, haciendo gran cantidad de agua, que sus dos bombas, trabajando
incesantemente, no bastan a achicar. Con su timón medio roto, ni siquiera puede
maniobrar para llegar donde Elcano indica un punto ideal para carenero.
En vista de ello, Loaysa ordena a todos concentrarse en el río de Santa Cruz.
Antes manda a Acuña que, con la San Gabriel, comunique al patache esta orden, que
debía cumplir previa recogida de la echazón de la Capitana. Acuña remolonea,
alegando el mal estado de la mar, y, por último, ante la insistencia de Loaysa,
responde descomedido “que adonde él no se quisiese hallar que no le mandase ir”.
Loaysa, justamente indignado, razona la necesidad de que su orden sea cumplida,
pues el patache, aislado, ignora completamente los movimientos de la escuadra.
Además, era preciso que Acuña recobrara la chalupa de su nao, que estaba en poder
del patache. Esta vez el capitán de la San Gabriel obedece, pero en su rebelde espíritu
existe ya hincado otro propósito. Loaysa no volverá a verle más. La San Gabriel, al
igual que días atrás la Anunciada, deserta de la escuadra, reforzando antes su
tripulación con diez hombres del patache —según Urdaneta con catorce—, que
fueron a entregarle su chalupa[9].

En el río de Santa Cruz


(17 de febrero - 23 de marzo de 1526)

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De la estancia en el río de Santa Cruz, Urdaneta tiene mucho que contar. Parajes
totalmente desiertos, ni rastro de habitantes es visible en ello los días que la escuadra
permanece reparando. En cambio, miles y miles de pingüinos y de focas reuníanse
para tomar el semiapagado sol de aquellas latitudes en un islote situado en mitad de la
bahía. Desde más de media legua eran audibles sus bramidos. Nutrido grupo de
navegantes decide un día marchar de caza allí.
Los pájaros bobos, pululando en inmensas cantidades, dejábanse pisar
materialmente por los cazadores; pero no así las focas, que se defendían ferozmente y
quebraban en pedazos todas las armas: alabardas, lanzas, ganchos de los españoles.
Una sola foca pudieron matar. Abierta en canal, su buche pareció lleno de guijarros.
Todos quienes comieron su hígado y bazo, Urdaneta entre ellos, “nos pelamos los
cueros, que se nos crió entre cuero y carne una aguaza mala; hacíase el cuero como
vejiga; y como se sacaba se quitaba todo”. Del resto de aquella pieza descomunal
comieron hasta ciento cuarenta hombres. Era tan grande que veinte tripulantes la
izaron a bordo a duras penas.
En aquellos parajes la pesca abundaba extraordinariamente. Con la bajamar
quedaba en seco, y los tripulantes podían recoger con la mano cuanto quisiesen.
Grandes cantidades fueron puestas en salmuera previamente.
Urdaneta demuestra en sus apuntes fino espíritu observador. Había allí muchos
avestruces e infinidad de aves de rapiña. Urdaneta se adentra por aquellas soledades
llevado por su juvenil y soñadora curiosidad. “Un día —nos dice— quitamos yo y
otro un avestruz a más de cincuenta aves que le tenían comiendo”. Abundaban
también los salitrales o criaderos de nitro, y en ellos había piedras preciosas,
dictaminadas por los lapidarios de la expedición como madres de turquesas. Por un
topacio que Urdaneta encontró le ofrecieron hasta cuarenta ducados.
En cuanto a la escuadra, permaneció en el río de Santa Cruz un mes
aproximadamente La Santa María de la Victoria, puesta en seco permitía ver los
graves accidentes sufridos en piezas fundamentales de su armadura. Tenía todo el
codaste roto, así como tres brazas de quilla. En otras circunstancias, esas importantes
averías hubieran motivado su abandono; pero ahora no era posible permitirse esa
medida, pues la escuadra contaba tres navíos de menos. La Santi Spiritus, deshecha
en la costa magallánica; la San Gabriel y la Anunciada, desertoras una tras otra.
Pero a pesar de tanto desastroso obstáculo aquellos hombres querían insistir en la
demanda. Y la Santa María de la Victoria es arreglada y puesta de nuevo en
disposición de navegar con tablas, planchas de pluma y “cintas de fierro”. Con
madera llevada por las naos para construir sobre la marcha, en algún paraje asequible,
un bergantín, se construye un batel para la Santa. María del Parral. La San Lesmes
estuvo a punto de ser abandonada, considerándose imposible ponerla a flote. Pero
afortunadamente las grandes mareas coadyuvaron a esta labor.

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La segunda y definitiva tentativa
(23 de marzo - 26 de mayo de 1526)
Con mar gruesa y viento huracanado, aunque favorable, la escuadra parte de
nuevo en dirección al Estrecho. Su decisión iba a ser esta vez coronada por el éxito.
Larga serie de aventuras inauditas constituye la historia de las primeras
expediciones al Estrecho de Magallanes. Sólo a fuerza de derrochar heroísmo ha
dominado el hombre aquellos parajes. Magallanes, primero en la empresa, inicia el
paso a comienzos de noviembre de 1520 con cuatro navíos, de los cuales tres
solamente llegaron al Pacífico. Diez años después de Loaysa, Simón de Alcazaba
intenta la empresa con dos buques, viéndose obligado a desistir. El año 1539, Alonso
de Camargo penetra en el Estrecho con tres navíos y sale al Pacífico sólo con uno. La
quinta expedición corre a cargo de Juan Fernández Ladrilleros, que zarpa con tres
navíos del puerto de Valdivia en noviembre de 1557. Ladrilleros se interna en el
Estrecho por el lado del Pacífico y reconoce minuciosamente sus angosturas, pero
regresa al lugar de partida con cuatro compañeros solamente. A partir del corsario
Francisco Drake, que aprovechando los datos y la experiencia acumulados por los
anteriores, atraviesa el Estrecho de Magallanes en sólo quince días el año 1578, las
innumerables expediciones aventuradas posteriormente por aquellos parajes
encuentran fortuna más favorable que sus predecesoras. Siempre los héroes allanan el
camino a los hombres.
El 5 de abril la escuadra de Loaysa dobla de nuevo el cabo de las Once Mil
Vírgenes. El día 8, rompiendo marcha el patache en servicio de exploración, se
adentra por el boquerón. Al pasar por donde su desastre, Loaysa envió su chalupa
para recoger algunos cepos de lombarda y toneles que anteriormente no lo habían
sido. De paso, ordena coger algún patagón y llevarlo a su navío. Pero esto no es
posible conseguirlo; los indios defienden a flechazo limpio a uno a quien los
expedicionarios tratan de aprisionar. Al día siguiente, el grueso de la escuadra
encuentra al patache aguardando al abrigo de una isla, y todos juntos prosiguen su
camino. Al igual de la escuadra magallánica, la marcha de Loaysa a través del
interminable laberinto de cerca de seiscientos kilómetros de longitud constituye un
constante tanteo explorador.
La mala suerte persigue de cerca a Loaysa. No muy distante todavía de la entrada,
la nao Capitana anota otro infausto suceso. La nao prende fuego a consecuencia de
estar cociéndose en cubierta una caldera de brea. El pánico se apodera de buena parte
de los tripulantes, que se acometen entre sí por entrar en la chalupa, y así ponerse a
salvo. Menos mal que otros entretanto se multiplican, sofocando el incendio. Sobraba
razón a Loaysa cuando, dominado el siniestro, “afrentó de palabra a todos los que
entraron en el batel”.
El día 12 la escuadra está en el puerto de la Concepción; el 16 en la punta de
Santa Ana, llamada por los expedicionarios estrecho de la Nieve. Las altas montañas

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del angosto paso aparecían cubiertas de nieve cuya brillante blancura derivaba a
tonos azulados. Se trataba de nieve de color azul, al decir de los tripulantes, que se
explicaban esa ilusión achacándola a los siglos que allí llevaba solidificada.
De noche, en las alturas de entrambas orillas, los patagones encendían muchos
fuegos que las aguas, en lo hondo, reflejaban temblorosas. Las mareas del Atlántico y
del Pacífico producían hacia la mitad del Estrecho, al unirse, estruendo sobrecogedor.
Una noche, surtas en el puerto de San Jorge, súbito sobresalto conmueve las naos. En
medio de la total oscuridad, dos canoas llenas de patagones llevando tizones
encendidos se acercan velozmente, anunciándose con griterío desaforado. La gente
toda se apercibe a la defensa. Pero nada sucede; según Urdaneta, “no les pudimos
entender, no llegaron a las naos y se volvieron”.
A primeros de mayo la escuadra aguanta un temporal en los alrededores del
puerto de San Juan. Sobre las aguas oscuras cae nieve incesantemente en medio de
siniestro silencio. El frío es intensísimo: “no había ropas que nos pudieran calentar”.
La cerrazón obliga a permanecer varios días al abrigo del puerto. Al cabo, cuando la
escuadra se aventura a salir es para volver a refugiarse en seguida, pues el tiempo
apenas permite progresar, ni existe tampoco yendo adelante otro puerto más seguro.
Ningún paraje del mundo es hoy desconocido al hombre; aquéllos, en cambio,
tanteaban casi a ciegas.
Urdaneta nos describe, según acostumbra, con todo lujo de detalles, otra plaga
clásica de las antiguas navegaciones: los parásitos. Urdaneta acostumbra llamar las
cosas por su nombre. “A las noches eran tantos los piojos que se criaban, que no
había quien se pudiese ler” (sic). Los parásitos se criaban tanto de día como de noche;
pero Urdaneta, sin pensarlo, dice ingenuamente de aquellas noches terribles en lo
húmedo de las sucias sentinas, que añadían al tormento del frío, el sufrimiento
intolerable de la comezón incesante. Un marinero gallego falleció a consecuencia de
aquella plaga: “todos tuvimos por averiguado que los piojos le ahogaron”.
También aquí abundaba extraordinariamente la pesca. Veíanse ballenas, toninos,
merluza y bancos enormes de sardina y anchoa, así como infinidad de otras clases de
peces, y “mejillones en gran cantidad”, todos llenos de aljófar.
Hacia mediados de mayo el tiempo abonanza. Los navegantes lo aprovechan para
seguir avanzando paso a paso. Por fin, el día 26, sábado, víspera de la Santísima
Trinidad, las naos alcanzan el extremo final de la isla Desolación. La escuadra de
Loaysa, después de su primer infructuoso intento, invierte en la segunda travesía del
Estrecho cuarenta y ocho días.

Dispersión de la escuadra (2 de junio de 1526). Paradero de la


naos
El mismo día de su llegada al Pacífico, la escuadra de Loaysa se lanza
decididamente a través de los inmensos espacios del Océano. La descripción que de

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las penalidades de aquella travesía nos ha dejado Urdaneta es sobria sobremanera.
Urdaneta relata aquí con parquedad extrema.
Densa cerrazón con viento del nordeste carga el último día de mayo. A la mañana
siguiente adviértese del puente de la Capitana la desaparición de los restantes navíos.
Triste avance de lo que muy pocos días después acontecerá definitivamente.
El 2 de junio, a ciento cincuenta leguas del cabo Deseado, una tempestad, más
terrible que todas las anteriores, dispersa definitivamente los navíos, cada uno por su
lado. Areizaga pondera en Relación la violencia de aquella horrorosa tormenta, “muy
grande a maravilla”.
El temporal amaina, pero las naos jamás volverán a reunirse. El patache voltea de
un lado para otro haciendo los imposibles para reunir las naos. A bordo de la pequeña
embarcación hay cincuenta personas, pues la pérdida de la Santi Spiritus obligó a
distribuir su tripulación entre los restantes navíos. La dotación del Santiago no lleva
más comida que cuatro quintales de bizcocho en polvo y ocho pipas de agua dulce,
porque la embarcación, a causa de su pequeño pañol, se suministra de la nao
Capitana.
El capitán Guevara, al desistir de su propósito de reunir la escuadra, calcula con
su piloto Arango la distancia a que las islas de los Ladrones, primera tierra conocida,
se encuentran. Había hasta ellas unas 2.200 leguas. En alcanzarlas no podía pensarse,
dada la exigüidad de provisiones de boca. Las costas de la Nueva España distaban, en
cambio, solamente de 800 a 1.000 leguas. Guevara arrumba decididamente hacia las
costas mejicanas, adonde, después de muchas peripecias, llega el 25 de julio. El
patache llegó medio destrozado, y su tripulación, como fácilmente puede presumirse,
casi acabada de hambre. Ninguno había en la embarcación con la suficiente fuerza ni
el ánimo necesario para desembarcar siquiera, pues el patache vióse precisado a
anclar a alguna distancia de tierra. Desprovistos siquiera de un mal batel, en aquella
dramática situación, el heroísmo y la industria del capellán Areyzaga sirvieron para
salvar a todos. Este guipuzcoano[10] efectuó un desembarco inverosímil a bordo de un
cajón de madera que en el patache había, y comunicó a los indígenas y al gobernador
de aquella provincia la situación de los tripulantes del buque, próximo a quedar
convertido en un gran ataúd a la deriva.
Desde el patache alcanzaron justamente a ver la San Lesmes poco después de la
tempestad, siendo esta la postrera noticia que resta de este navío. Nunca se ha vuelto
a saber noticia cierta de esta nao, sólo alguna conjetura. En 1772 los tripulantes de la
fragata Magdalena, al mando del capitán vasco don Domingo de Buenechea,
arribaron a la isla de Tepujoé[11], en el Pacífico, donde hallaron una cruz de
antiquísima traza. No se sabía de ningún cristiano llegado anteriormente a aquella isla
solitaria. La respetable opinión del historiador Navarrete conjetura que la San Lesmes
acabó de perderse en Tepujoé y que la cruz hallada en aquella isla dos siglos y medio
más tarde era obra de sus náufragos. No cabe imaginar situación más patética que la
de estos hombres, condenados a morir en una isla solitaria en medio de la líquida y

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espejeante inmensidad y abrazados en su tremenda desesperanza al signo redentor. La
Historia guarda celosamente el secreto de dramas conmovedores, cuyas intimidades
jamás conoceremos.
La suerte de la Santa María del Parral es, asimismo, tristísima. Marineros
sublevados dieron muerte al capitán, a su hermano y al tesorero de la expedición, y
luego embarrancaron la nao en la isla de Sanguin[12], donde los habitantes mataron a
su vez a varios tripulantes y apresaron a otros. Tres de los asesinos fueron rescatados
años después por la expedición de Saavedra y ajusticiados en la isla de Tidor. Esta
historia enlaza más tarde con el apresamiento de esos hombres, cuyo triste fin
atestigua que rarísima vez deja el crimen de tener en vida su merecido. Ni aun el
Pacífico quiso amparar con sus espacios sin fin la impunidad de aquellos
desventurados.
A bordo de la Santa María de la Victoria la situación es igualmente grave. Desde
lo alto de la gavia los vigías otean la llanura azul, inmensa y palpitante. Pero la
esfinge celeste nada revela. Nada; ninguna vela intercepta la línea del horizonte.
Preciso es resignarse a proseguir solos la ruta. La expedición constituye desde este
momento un fracaso casi total. Además, la tempestad ha resentido las composturas
efectuadas en la nao y por ellas penetra gran cantidad de agua. Aunque sometidas a
incesante trabajo, las bombas son incapaces de achicar toda el agua que penetra.
Para colmo de males, la nao queda pronto convertida en un verdadero hospital
flotante. Aparece el escorbuto, la aterradora enfermedad inseparable compañera de
las grandes travesías de antaño. La mortandad es enorme. Los efectos de la lenta
enfermedad, de consuno con la inacabable travesía, son mortales. Los personajes más
calificados de la expedición van muriendo uno tras otro.
El 24 de junio muere el piloto Rodrigo Bermejo. Unos días más tarde, el contador
Alonso de Tejada. El 30 de julio, el capitán general Loaysa. Siete días más tarde, su
sustituto en el cargo Juan Sebastián de Elcano, y el sobrino de Loaysa, que había sido
nombrado contador general, sustituyendo a Tejada. Urdaneta anota la cifra de treinta
fallecidos desde la salida del estrecho de Magallanes. “Toda esta gente que falleció
murió de crecerse las encías en tanta cantidad que no podían comer ninguna cosa y
más de un dolor de pechos con esto: yo vi sacar a un hombre tanta grosor de carne de
las encías como un dedo, y otro día tenerlas crecidas como si no le hubieran sacado
nada”. Los síntomas del mal, descritos por Urdaneta corresponden a la peste del mar,
el escorbuto, que hasta la época de la aparición de los buques a vapor aniquiló más
navegantes que las peores tormentas.

Dos clases de guipuzcoanos


Urdaneta se despide de su jefe con palabras henchidas de respeto. “Lunes a 6 días
de Agosto falleció el magnífico señor Juan Sebastián de Elcano…”. Pero a renglón
seguido de su explicación de la enfermedad añade estas otras líneas, bien sugerentes

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y significativas: “Bien creo que si Juan Sebastián de Elcano no falleciera que no
arribáramos a las islas de los Ladrones tan presto, porque su intención siempre fue de
ir en busca de Cienpago (Cipango), por éste se llegó tanto hacia la tierra firme de la
Nueva España”.
La tierra guipuzcoana produce, sobre todo, dos tipos perfectamente diferenciados:
el hombre del Goyerri, o sea el de su parte alta, y el del litoral. Su misma habla
comienza, sin más, a distinguir a entrambos. El hombre del Goyerri —la tierra de
Urdaneta— se expresa reposada, mesuradamente; el euskera del costero —Elcano—
tiene mucho más nerviosas inflexiones. Contactos e influencias absolutamente
distintos modelaron a lo largo de los siglos a los habitantes de la Guipúzcoa alta y a la
del litoral. El hombre del Goyerri ve la vida a través de severo, de rígido concepto. Su
genio es altamente práctico. No se deja fácilmente sorprender. Vigilante, siempre en
guardia, parece temer todavía la irrupción de las bandas que frecuentemente en la
Edad Media entraban en algarada procedentes de Navarra. En cambio, el
guipuzcoano de la costa es fundamentalmente alegre, jocundo, no toma tan en serio
las cosas. Su espíritu abierto está siempre pronto a toda clase de sugerencias y
aventuras.
El texto de Urdaneta revela perfectamente los dos tipos guipuzcoanos. El uno,
casi mozalbete todavía, confiesa claramente su procedencia de la alta Guipúzcoa.
Urdaneta es ya, a pesar de sus pocos años, una personalidad que piensa por sí misma.
Apunta en él cierta discrepante rebeldía a la tutela. No oculta que el plan de Elcano le
parece demasiado aventurado. Urdaneta, nauta en ciernes, no quiere dejar nada al
azar. En este punto concreto, todo en él es puro cálculo. El momento no le parece
propio para temeridades.
En cambio, en los designios de Elcano, derrotado y todo por mil calamidades,
alienta aun el deseo de llevar a cabo un atrevidísimo y arriesgado derrotero por nadie
realizado todavía. Elcano quiere alcanzar el sueño de Colón. Según se desprende del
Diario de Pigafetta, Magallanes tuvo la ilusión de haber llegado a entrever las costas
de Cipango, cuando en realidad estaba a gran distancia de las costas japonesas.
Elcano tenía la suprema ambición de ser el primero en tocar las costas del Extremo
Oriente yendo por Occidente en derechura.

Un español en las islas de los Ladrones


El 21 de agosto, casi tres meses después de la salida del Estrecho, los extenuados
tripulantes alcanzan vista de tierra. Una isla cubierta de espesa vegetación tropical,
dentro de la cual era visible desde lo alto de las vergas una laguna grande donde
“parecía el agua muy verde”. Pero la sonda no hallaba fondo en sus cercanías Por otra
parte, a pesar de todos los esfuerzos realizados, una gran corriente impidió tomar
aquella costa.

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En vista de lo cual los expedicionarios ponen decididamente rumbo a las islas de
los Ladrones o Marianas, que son avistadas al amanecer del día 4 de septiembre. La
Santa María de la Victoria ancla al siguiente día en la isla de Guam. Infinidad de
velocísimas piraguas rodea en un momento la nao, y grupos nutridos de indígenas
totalmente desnudos encarámase en cubierta con agilidad insuperable.
Desde una piragua, un hombre casi en cueros, de ásperas greñas flotantes
colgándole hasta las nalgas, grita en castellano de inconfundible acento gallego:
—Buenos días, señor capitán y maestre y buena compañía…

Breve historia de la nao “Trinidad”


La nao Trinidad perteneció primeramente al armador vizcaíno Leguizamón.
Compróla el capitán Artieta, vizcaíno igualmente, con destino a la Armada
magallánica, y fue elegido por Hernando Magallanes entre las cinco naos de su
escuadra como Capitana, bajo su mando directo.
Con el gran almirante portugués, la Trinidad llegó hasta la isla de Cebú, del
archipiélago filipino. A la muerte de Magallanes la nao pasa a depender de su cuñado
Duarte de Barbosa, e inmediatamente después del trágico banquete de Cebú, donde a
traición son muertos los principales jefes de la escuadra, los mandos de la gloriosa
nao pasan al funesto Carvallo.
El incendio de la Concepción reduce la ya mermada escuadra a dos naos
solamente, la Trinidad y la Victoria, mandada la primera por Gómez de Espinosa y la
segunda por Elcano.
Ambos navíos, cargados de especies hasta los topes, zarpan del puerto de la isla
de Tidor para España el 19 de diciembre de 1522. Al momento de partir es
descubierta en la cala de la Trinidad una gran vía de agua, lo cual impide en absoluto
la salida de la nao. En consecuencia, la Victoria marcha sola a España. Tres meses y
medio después la Trinidad, arreglada su avería, parte de Tidor con rumbo a las costas
mejicanas, iniciando así la primera de las travesías del Pacífico de poniente a oriente.
Los intentos de cruzarlo en esa dirección constituyeron otros tantos desastres, y
arraigó firmemente entre los navegantes el convencimiento de la imposibilidad de
semejante travesía. La gloria máxima de Urdaneta consistirá precisamente en
demostrar prácticamente que el Pacífico podía ser atravesado con facilidad de
occidente a oriente.
Los tripulantes de la Trinidad ascendían a cincuenta. La nao alcanzó, obligada por
los vientos, hasta la latitud de cuarenta y dos grados norte. El hambre, juntamente con
el frío y el escorbuto, produjeron enorme mortandad; al llegar la nao a aquella latitud,
de los cincuenta tripulantes habían muerto treinta. Por añadidura, una fiera tempestad
desmanteló la nao y obligó a Gómez de Espinosa a retroceder a las islas Marianas.
Repuestos mal que bien de alguna manera y con tres tripulante de menos, que,
aterrados de tantas calamidades, “por miedo de morir”, decidieron desertar y

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quedarse en aquellas islas, condenándose así a un destierro perpetuo, la Trinidad
llegó otra vez a las Molucas, en una de cuyas islas habíanse ya fortificado para
entonces sólidamente los portugueses. Estos, apoderándose de la nao, redujeron a
prisión a los supervivientes, de los cuales tres solamente, después de indecibles
calamidades, pudieron llegar a España.

Gonzalo de Vigo
Ya el lector habrá adivinado quién era el supuesto indígena del pelo hasta las
nalgas que saludó en castellano a los expedicionarios. Aquel antiguo tripulante de la
nao Trinidad se llamaba Gonzalo de Vigo. Tuvo más suerte que sus otros dos
compañeros desertores, que fueron muertos por los naturales. Gonzalo de Vigo temía
las consecuencias del delito que cometiera desertando, pues al ser invitado a subir a la
nao exigía a voces seguro real, es decir, una amnistía total. Durante su larga
permanencia en la isla había aprendido el idioma de la tierra, y los expedicionarios no
desaprovecharon la ocasión que tan providencialmente les deparaba aquel intérprete.
Gonzalo de Vigo fue perdonado en el mismo punto.
No parece que a los indígenas les quedara recuerdo alguno del severo castigo que
les fue impuesto por Magallanes pocos años antes, por su invencible obstinación de
apoderarse de todo lo ajeno. Esta vez llevaron su atrevimiento hasta el extremo de
arrebatar a los expedicionarios los machetes que llevaban al cinto. Inmediatamente se
arrojaban con ellos al mar y escapaban nadando con rapidez.
Las anotaciones del Diario de Urdaneta en las islas de los Ladrones son
extraordinariamente prolijas. Coinciden en lo esencial con los apuntes de Pigafetta;
pero Urdaneta ahonda mucho más en las costumbres de los indígenas. La nao
permanece en la isla de Guam sólo cinco días. Este detalle induce a suponer a
Urdaneta interrogando detenidamente a Gonzalo de Vigo, y a éste nada remiso en las
explicaciones solicitadas. La descripción de la vida de los indígenas por Urdaneta
revela un conocimiento muy íntimo y prolongado de sus costumbres. Esto no se
adquiere en cinco días. Sólo quien ha vivido largamente con ellos puede dar tantos
detalles como aparecen en su Diario[13].

Una elección accidentada.


En alta mar, cinco días después de zarpar de las islas Marianas, a mediados de
septiembre fallece Alonso de Salazar, elegido al fallecimiento de Elcano capitán
general de la expedición. A pesar de haber sido repuestas en las islas las despensas de
la nao, el escorbuto continuaba haciendo víctimas en aquellos organismos
extenuados. La muerte de Alonso de Salazar provoca un serio conflicto, pues las dos

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personas aspirantes al cargo, Hernando de Bustamante y Martín Iñiguez de
Carquizano, dividen las simpatías de los expedicionarios.
El nombre del primero aparece inscrito en las filiaciones de la Casa de
Contratación de Sevilla para la expedición magallánica como natural de Mérida,
casado, barbero de profesión, es decir, un cirujano menor de entonces. Bustamante es
de los poquísimos supervivientes de aquella expedición, y también uno de los dos
hombres mandados elegir por Carlos V a Elcano para que le acompañaran a su
presencia a darle cuenta del viaje. Los padecimientos sufridos durante la vuelta al
mundo no agotaron el espíritu aventurero de aquel animoso extremeño, pues
Bustamante aparece enrolado en la segunda expedición a las islas Molucas. Elcano,
su amigo, deseoso de favorecerle, le nombra contador de la nao a la muerte de Cortés
de Perea, que desempeñaba aquel cargo. Su condición de superviviente del viaje de
circunnavegación le rodea ante buena parte de la tripulación de gran prestigio. Ahora
quiere erigirse en capitán general de la expedición, nada menos.
De Martín Iñiguez de Carquizano se conoce su cargo de contador general de la
expedición y su condición de guipuzcoano; era natural de la villa de Elgoibar. Los
sucesos que muy pronto van a desarrollarse revelarán el extraordinario temple de este
hombre[14].
Las discusiones se van haciendo cada vez más violentas. El conflicto es preciso
zanjarlo cuanto antes. Por último, después de interminables discusiones, se acuerda
decidir a votos la elección. El acto se verifica en cubierta, con toda clase de
escrupulosas garantías, Uno a uno, los navegantes depositan su voto ante el escribano
general: “Y así todos votaron los unos por el dicho Martín Iñiguez de Carquizano y
los otros por el dicho Hernando de Bustamante…”. El contexto permite entrever a
Urdaneta votando por el primero. Ese “los otros” es bastante claro en ese sentido.
Todos han depositado su voto. El escribano anuncia el escrutinio. Algunas
sonrisas y guiños de inteligencia presagian ya quién es probable vencedor. En este
momento solemne ocurre un hecho inesperado. “Antes que se viesen los votos Martín
Iñiguez se resabió —nos dice Urdaneta— con parecerle que tenía más votos el
Bustamante y apañó al escribano los votos y echólos en la mar…”. El escándalo es
mayúsculo; sin embargo, no pasa a mayores consecuencias.
Y la cuestión queda diferida por un compromiso. Bustamante y Carquizano
ejercerán conjuntamente el mando supremo en tanto no se arribe al punto de destino.
Existía todavía alguna esperanza de que las otras naos, cada una por su cuenta,
arrumbasen a las islas Molucas y tratan por todos los medios de llegar a ellas. Si a la
llegada a las islas no se encontraba rastro de aquellos navíos, una nueva elección
decidiría la cuestión del mando de manera inapelable y definitiva.
Contra todos los pronósticos, con aquel peor que mediano expediente de un
mando conjunto en dos personas, la paz no vuelve a alterarse. Sólo que, entre tanto,
Carquizano va madurando en silencio un proyecto audaz. La frustrada votación tuvo

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lugar el 15 de septiembre. El 2 de octubre, al amanecer, una leve pincelada gris
destaca de la raya del horizonte. Es la isla de Mindanao.
Las jarcias y las velas recortaban pálidos jirones de cielo, donde todavía la luz de
las últimas estrellas oscilaba. Descansaba aún la tripulación. Oíase en la cubierta
silenciosa el golpe del viento en las velas. Antes que el sol formara en las aguas
celestes un hirviente río áureo, Carquizano había convocado al alcázar de popa a
Bustamante, a todos los mandos, a Gonzalo de Campo, alguacil mayor, y “otros 15 ó
16 hombres de bien que iban en la nao”. Por si parece poco significativo este último
acotado, el juego de los verbos en los párrafos siguientes indica bien claramente la
presencia de Urdaneta en la conjura.
Ya nadie falta. Todos están reunidos. Carquizano comienza serio, solemne, a
pronunciar un discurso. Vale la pena la transcripción que de sus palabras hace
Urdaneta en su Diario. Carquizano comenzaba “diciendo que ya veíamos cómo
estábamos en el archipiélago de los Célebes y muy cerca de Maluco, y que era muy
grande poquedad de todos los que íbamos en aquella nao y gran deservicio de su
Magestad irnos así sin capitán y caudillo…”.
Lo de hallarse cerca de las islas Célebes era una ilusión de Carquizano, el cual
continuó encareciendo la posibilidad cada vez más creciente de encontrar en la ruta
navíos portugueses, o juncos, o sea buques indios pesados, propios para largas
travesías, con lo cual “por no tener capitán nombrado y jurado —continúa Urdaneta
— podía acaecemos algún desastre como a hombres desmandados y
desordenados…”.
En resolución, Carquizano terminaba requiriendo a todos “por parte de Dios y de
Su Majestad” le nombrasen capitán general de la expedición. Además, apoyaba su
pretensión en el artículo de las Instrucciones Reales y en su carácter de oficial general
de Su Majestad, pues no habiendo en la nao ningún otro con ese carácter, el cargo le
correspondía. Su argumento postrero es definitivo. Carquizano ponderaba su mejor
derecho al mando único “porque era más hábil y suficiente para el dicho gobierno
que no Hernando de Bustamante…”. Y a fe, de todas sus razones la más valiosa y
decisiva es acaso esta última.
Carquizano preparó aquel acto sin descuidar detalle. Menos uno, todos, unánimes,
juraron en el acto obedecerle y respetarle como jefe supremo. Todos menos,
naturalmente, Hernando de Bustamante. Pero también éste hubo, al fin, de ceder. “Le
mandaron echar unos grillos de que cobró mucho miedo, y así le hubo de jurar y
obedecerle”. Todo estaba, como se ve, perfectamente previsto.
Cuando el sol, suspendido ya sobre la línea del horizonte, trazaba encima del mar
un recto camino luminoso, Carquizano era presentado a la expedición en pleno como
único jefe.
Los modos indelicados y expeditivos de Carquizano podrán ser discutidos; pero
no cabe duda que demuestran en aquel hombre indudables aptitudes para el mando,

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en aquellas circunstancias sobre todo. La situación de aquellos hombres exigiría cada
vez más, según se fuera avanzando, un jefe verdaderamente decidido.

Indios “atraicionados”
Unos días después, la nao ancla en una bahía de la costa de Mindanao.
Inmediatamente Urdaneta, acompañado de un grupo, sale en un batel a reconocer
aquellos parajes. En la espesura tropical, algunos árboles cortados indican cercanías
habitadas. Efectivamente, al anochecer, Urdaneta y sus compañeros llegan a un
poblado. No tardan en aparecer unos indígenas. Gonzalo de Vigo actúa de intérprete;
pero el lenguaje de las islas Marianas es desconocido en Mindanao. La mímica sirve,
una vez más, para la mejor inteligencia; a cambio de cuentas de vidrio, la expedición
vuelve a la nao con su chalupa llena de cocos, plátanos, batatas, frutas diversas, vino
de palmas, arroz y hasta gallinas.
Acogida tan amable anima a Carquizano a llevar su nao muy cerca de tierra. Allí
recibe la visita del cacique de la región, que a trueque de baratijas le suministra
provisiones. Todos los acompañantes del cacique ostentaban en los dientes gruesas
incrustaciones de oro. Abundaban en este metal precioso, y vendíanlo muy barato;
pero Carquizano repitió el gran gesto de Magallanes en el viaje anterior. Carquizano
prohíbe terminantemente a los suyos la compra de oro. Quiere evitar que los
indígenas deduzcan en su gente esta codicia.
Días más tarde, Urdaneta y sus compañeros desembarcan, con ánimo de repetir la
suerte del primer día; pero el resultado es bien distinto. Parece ser que algún malayo
soliviantó a los indígenas contra los españoles. Exigían como medida preliminar,
antes de iniciar trato alguno, que Urdaneta y los suyos apagaran las mechas de sus
escopetas. Es claro que esta pretensión no es aceptada; hubiera supuesto entregarse
indefensos en manos de aquellos salvajes.
Todo el día pasa en infructuosas gestiones, y, al anochecer, los españoles se
afirman en su creciente recelo cuando observan a los indígenas intentando cortar las
amarras del batel para llevárselo. Al siguiente día, la ferocidad de los aborígenes tiene
por fin en qué desarrollarse: once indios aprisionados por los navegantes en las islas
Marianas se escapan del navío a tierra, y son sacrificados por los indígenas al
momento.
La penuria de bastimentos obliga, a pesar de todo, a proseguir las negociaciones,
y mientras éstas duren conviénese en la entrega de un rehén por cada parte. Los
españoles designan a Gonzalo de Vigo; los indígenas, a un hombre con aspecto de
principal, que tenía al cinto una daga con puño de oro macizo. Los naturales ofrecen
un puerco como primera mercadería a permuta; los navegantes cambian tejidos. El
trato es verificado en la misma orilla; desde su batel los unos y desde tierra los otros.
Los indios comienzan desde un principio a regatear sistemáticamente, de la
manera más desatinada. Gonzalo de Vigo, rodeado de doce hombres con alfanjes

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desenvainadas, observa en ellos, con creciente angustia, extrañas y sigilosas
maniobras. Sin duda, los indígenas atisban el momento propicio a asaltar el batel.
Vigo, considerándose perdido, comienza en voz alta a clamar su inquietud,
previniendo a sus amigos aquellas intenciones, advirtiéndoles se prepararan para huir
y, al mismo tiempo, salvarle a él, pues pensaba acogerse a la lancha por sorpresa. Los
indígenas no comprenden aquellas voces, y los hombres de Urdaneta, sin responder a
ellas, se aperciben a la maniobra con sumo disimulo. La estratagema obtiene por
segundos completo éxito. Gonzalo de Vigo, como un rayo, se escapa de las manos de
sus vigilantes, que le persiguen con fiereza inútilmente.
A pesar de todo, al siguiente día Carquizano ordena insistir. Los españoles se
prepararon a reanudar las negociaciones, prodigando al rehén indígena el trato más
amable. Gritando desde cerca de la orilla, indicaban por gestos su intención de
ponerlo en libertad a cambio de alimentos. Pero inútil. Los indígenas limitábanse a
asomarse por entre la espesura, trasluciendo claramente intenciones amenazadoras.
Carquizano entonces ordena preparar una expedición. El mismo en persona sale
al frente de aquella tropa, compuesta de sesenta hombres perfectamente armados.
Avanzando hasta el poblado “envió a requerirles a los indios la paz —dice Urdaneta
— a que nos vendiesen algunos bastimentos”. Pero todos los indígenas, abandonando
su lugar, acogiéronse a la selva, llevándose antes todos sus efectos.
La prudencia de Carquizano, acaso prevenido por Bustamante, conocedor de las
maneras guerreras de los indígenas desde el anterior viaje, evitó la lucha que a todo
trance querían provocar sus soldados.
De las declaraciones del rehén, anota Urdaneta que los naturales llamaban Visaya
a aquella parte de la isla. Sus riquezas, consistentes sobre todo en oro, perlas y canela,
eran recogidas por navíos chinos que traficaban hasta aquellos parajes. Urdaneta
resume sus experiencias en aquella isla con estas palabras: “Quien por estas Indias
anduviere y no fuere práctico, perderse ha, por ser los indios muy atraicionados…”.

Alegría de escuchar portugués


Fracasadas todas sus tentativas de procurarse bastamentos, Carquizano ordena
zarpar rumbo a la isla de Cebú; pero los vientos contrarios le obligan a aproar
decididamente hacia las islas Molucas. Es el 15 de octubre. En la ruta, toda erizada de
islas, la nao tiene la suerte de arribar a la de Talao, cuyos habitantes le proveen en
abundancia de alimentos de toda clase. Seguramente, en aquella excelente acogida
existía una aspiración interesada. El cacique de la isla solicitó la ayuda de Carquizano
para ir a combatir a unos enemigos suyos de otras islas cercanas muy ricas en oro,
situadas al nordeste. La historia de la isla de Mactán volvía a repetirse. Pero
Carquizano, mucho más prudente que Magallanes, se niega a aquella demanda, y,
presintiendo muy cercanas las islas Molucas, ordena carenar la nao. El jefe

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guipuzcoano prevé a los portugueses fortificados en aquellas islas, y, en
consecuencia, manda también la puesta a punto de todo el armamento disponible.
Dos días después de partir de Talao, la Santa María de la Victoria avista Gilolo,
la isla mayor del archipiélago de las Molucas. Un grupo de indígenas embarcados en
una piragua se acerca al navío. La sorpresa y alegría de los españoles no conoce
límite. Aquellos indios, tomándolos equivocadamente por portugueses, se les dirigen
expresándose en el dulce idioma lusitano.
Portugal, extendiendo sus conquistas hasta aquellos lejanos parajes, había llevado
a ellos su idioma. Las Crónicas coinciden todas ponderando el alborozo producido en
los navegantes españoles por este suceso. Urdaneta dice, con expresiva sobriedad:
“Nos vinieron a ver ciertos indios y habláronnos en portugués, de lo que nos
holgamos mucho…”.
A primera vista puede parecer sorprendente esta inusitada alegría, que nada tiene
de común con la producida en los guerreros de oficio por la inminencia del combate
después de una larga era de tranquilidad. El hecho escueto y elocuente consiste
precisamente en el irreprimible contento producido en aquellos hombres al escuchar
el idioma de la nación a la cual iban a disputar la soberanía de aquellas tierras.
Tras quince meses de penalidades sin cuento, a enorme distancia de su patria,
aquel idioma, hermano del suyo, les hablaba tan fuertemente de la tierra propia que la
emoción se les derramaba incontenible. Esta alegría suple muchas y largas páginas de
historia.

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EL SOLDADO

Explicación previa
Antes de pasar adelante conviene una breve explicación. La empresa de una
biografía, constituida en buena parte por el relato de las luchas entre los
representantes de las dos naciones de la península, no deja de tener ciertas
particulares dificultades. Es preciso recordarlo al llegar a este punto, y, al mismo
tiempo, aprovechar la coyuntura para hacer profesión de recta intención, de ánimo
desapasionado.
Suelen los portugueses quejarse de cierta especie de literatura depresiva ejercida
en España cuando se enjuician asuntos de su patria. Desde Quevedo, tan proclive a
ironías antilusitanas[15], los ejemplos podrían espigarse abundantes hasta nuestros
mismos días. Los portugueses, en su condición de hijos de una patria pequeña, pero
de historia difícilmente superable en lo glorioso, pueden acaso pecar de suspicaces;
pero en este aspecto llevan razón.
Ningún propósito semejante nos anima. Hoy, a distancia, vemos naturales,
forzosos, inevitables aquellos choques entre Portugal y España, siendo como eran las
dos más grandes potencias marítimas del mundo. Por olvidar esta tan sencilla verdad
han dejado traslucir algunos en sus relatos ese dejo de pasión tan desagradable en
historia.

Las islas de las Especias


En el fondo de las ardorosas, inacabables y estériles disputas que culminaron la
larga serie de fracasadas conferencias lusoespañolas, encargadas de resolver el pleito
a propósito de la pertenencia de las islas Molucas, existía una realidad importantísima
para su tiempo.
Aquellas islas famosas, llamadas también de las Especies, poseían casi la
exclusiva de la producción mundial del clavo y la nuez moscada. Citar hoy estos
productos no produce efecto alguno en la imaginación de las gentes. Entonces, en
cambio, eran sinónimo de abundancia, valían más que el oro, evocaban las
posibilidades más elegantes y fastuosas. La torpe glotonería medieval, derivando
poco a poco a gustos más refinados y estimulantes, introdujo el uso de las especies.
Creíaselas provistas de misteriosas propiedades curativas, y su adquisición era
posible solamente a las fortunas más cuantiosas.
La república de Venecia tuvo en un principio la exclusiva de este comercio, al que
se debía, en gran parte, la prosperidad del puerto adriático. Las especies eran traídas
de remotos países orientales en larguísimas navegaciones a través de los puertos del
Océano Indico. Las caravanas que atravesaban el desierto arábigo hacíanse luego

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cargo de la preciosa mercadería, que entregaban, al finalizar sus etapas en los puertos
orientales del Mediterráneo, a las naves de los traficantes venecianos casi
exclusivamente. El paso del producto por tantas manos distintas, en condiciones tan
azarosas, lo encarecía en fabulosas proporciones.
El descubrimiento y paso del cabo de Buena Esperanza por los portugueses
cambia radicalmente el rumbo de las cosas. Esta nueva ruta resulta mucho más
económica que la otra. Por añadidura, las legendarias islas, solamente conocidas
hasta entonces por juncos chinos o malayos, son descubiertas por las naves enviadas
por Alburquerque, el gran caudillo portugués. El río de oro afluyente a Venecia por el
comercio de especies derivará desde este momento hacia Lisboa. Las naos
portuguesas, volviendo del Oriente distante y ensoñador impregnadas de raros aromas
y cargadas de tesoros prodigiosos, marcan la hora culminante del glorioso país de
guerreros, de poetas y de navegantes.
Portugal mantiene en el secreto más riguroso la situación de aquellos parajes, y
difunde por el mundo —un recurso muy propio para impresionar las mentes
populares, pobladas entonces de leyendas fabulosas— la interesada y errónea
afirmación de que las islas de las Especias se encuentran en medio de un mar
constantemente tormentoso, erizado de escollos y bajíos, bajo un cielo perenne y
densamente neblinoso.
El derecho a la posesión de aquellas tierras, que constituyen fuente de tan
enormes riquezas, puesto por un portugués precisamente no sólo en duda, sino
asignado con plena razón a España, explica las medidas tomadas por el rey de
Portugal para cortar el paso a la expedición de Magallanes —autor de aquella teoría
— y la extremada dureza usada por los lugartenientes de aquél con los exhaustos
supervivientes de la escuadra magallánica. Portugal defendía ferozmente la propiedad
de las tierras más productivas de su Imperio. La única nación capaz de disputárselas
era España.
Ahora bien; los españoles luchan en aquellos parajes tan lejanos con desventaja
extremada. Portugal cuenta con bases relativamente cercanas. Las naves españolas,
en cambio, no tienen punto alguno de apoyo. Los españoles llegan allí después de
increíbles navegaciones, con buques semideshechos y con la perspectiva
descorazonadora de un regreso imposible. La excepción de Elcano es caso único, un
verdadero milagro de pericia y voluntad.

Almanzor
Las islas Molucas forman tres grupos: el de Amboina, el de Banda y el grupo de
las Molucas propiamente dichas, que consta de cinco islas principales: Tarenate,
Tidor, Motir, Machian y Bachian. Los árabes, al conquistar las islas Molucas poco
antes de la llegada de los portugueses, habían llevado a ellas su religión. Los
habitantes del grupo de las Molucas, sobre todo, eran de costumbres dulces,

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sobremanera serviciales. Portugueses y españoles, cada cual por su lado, hallaron casi
siempre en los habitantes de aquellas islas paradisíacas coadyuvadores muy fieles a
sus particulares designios.
Por de pronto, lo ocurrido a la llegada de la Santa María de la Victoria es
sintomático. Mil veces habían oído los españoles a Elcano y a Bustamante, así como
a los otros supervivientes de la expedición magallánica que iban en el navío, ponderar
la acogida dispensada por Almanzor, el arrogante rey de Tidor, a la llegada a sus
dominios de la Trinidad y la Victoria. A Almanzor le hubiera bastado un poco de
astucia para terminar de aniquilar a aquellos hombres, y así, haciéndose grato a los
portugueses, asegurarse en el mando de sus dominios para siempre. Al contrario de
esto, Almanzor ayudó y colmó de toda clase de favores a los expedicionarios, y, por
último, llegó hasta a jurar por el Corán absoluta fidelidad a Carlos V. La sinceridad y
lealtad de su conducta, puestas de manifiesto innumerables veces, culminan cuando la
desgraciada partida de la averiada Trinidad. Por eso los hombres de la segunda
expedición a las Molucas preguntan con tanta insistencia la ruta de Tidor a los
indígenas que, hablando portugués, salieron a recibirles. Estos, al darse cuenta de la
nacionalidad de los navegantes, les indican una dirección completamente opuesta.
Pero los indígenas se las habían con un hombre avisado.
Ante todo, Carquizano comprende la primordial necesidad de enterarse de lo
sucedido en las islas desde la partida de la expedición magallánica. Es preciso obrar
con suma cautela. Carquizano supo que en el intermedio entre las dos expediciones
españolas había ocurrido la muerte de Almanzor.
Un pleito interno promovió guerra entre los habitantes de Tarenate y Tidor; los
primeros, ayudados por los portugueses, que tenían sobrados motivos para dudar de
las intenciones del rey de Tidor para con ellos. Las alternativas de la guerra culminan
en el apresamiento por Almanzor de una fragata portuguesa con toda su artillería y en
sus hábiles intentos subsiguientes para lograr las paces con sus enemigos de Tarenate.
Esto hubiera acarreado muy malas consecuencias a los portugueses, que se aplicaron
empeñosamente a impedirlo. Cuando lo consiguieron, emplazaron a Almanzor a
devolver la artillería de la fragata apresada, prometida por él antes en otra coyuntura.
Almanzor, caído enfermo a este tiempo había respondido con argucias; pero, ingenuo
por otra parte, cometió la imprudencia insigne de solicitar del jefe portugués un
médico que le asistiera. Coinciden los historiadores de una y otra parte que el médico
enviado por Henriquez a Almanzor tenía orden de acabarlo. Es posible que algún
veneno entrara por medio; es procedimiento bastante frecuente en la historia de
entonces. La realidad fue que, a poco, el rey de Tidor, sintiéndose morir, y llamando a
su sucesor, encarecióle escrupulosa lealtad a Carlos V, cuyas naves, a no dudar, algún
día llegarían a la isla.
Insepulto todavía el cadáver del rey, presentóse Henriquez en Tidor con estudiada
oportunidad, exigiendo la inmediata entrega de los cañones, a lo cual respondieron
los indígenas que considerase el deber inmediato e ineludible que sobre ellos pesaba:

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la necesidad de proceder a las solemnes exequias de su rey. El jefe portugués, sin más
atender, saltando en seguida a tierra, pasó a cuchillo a cuantos encontró al paso. Los
habitantes, abandonando el cadáver de Almanzor, se refugiaron en los montes, desde
donde a poco contemplaban su poblado convertido en un brasero.

La oportunidad de la llegada de Carquizano


La llegada de Carquizano no puede ser más oportuna, visto el estado de ánimo de
los indígenas después de estos sucesos. El jefe guipuzcoano opta por establecer su
base en Zamafo, pequeña isla dependiente del sucesor de Almanzor, que, por su
parte, no pierde ocasión de hostilizar a los portugueses. Con respecto a éstos,
Carquizano comprende lo desventajoso de su situación. Las siete naos salidas de
España han quedado reducidas a una; el medio millar aproximado de hombres a la
partida, convertido en un puñado de combatientes. Ni siquiera llegan a una compañía.
Por eso es preciso, ante todo, procurarse los aliados posibles en todas aquellas islas.
Aun así, la empresa cuenta con bien escasas probabilidades de éxito.
La amistad con los de Tidor está descontada. El 5 de noviembre, en frágiles
embarcaciones prestadas por los indígenas, Carquizano envía a la importante isla de
Gilolo una embajada presidida por Alonso de los Ríos, sobresaliente de la nao, y por
Urdaneta, con Gonzalo de Vigo en calidad de intérprete. Con ellos marcha también
un indígena de Zamafo. La embajada, después de navegar más de treinta leguas, llega
a la isla de destino, situada junto a Tarenate, la base portuguesa.
Una vez desembarcados, el acompañante indígena sale a prevenir al rey de la isla
la presencia en su territorio de los expedicionarios españoles. Nada menos que diez
paraos —especie de prácticos y ligeros navíos de guerra comunes en los mares
malayos, capaces, según Urdaneta, de llevar hasta sesenta hombres— pone enseguida
el rey a disposición de la embajada, además de obsequios, consistentes en “mucha
cosa de comer y de beber”. Urdaneta anota que del envío “pudieran comer cien
hombres”.
El rey manda llamarles. Urdaneta y de los Ríos, muy ceremoniosos, intentan
besarle la mano genuflexos. Pero él “no quiso, antes nos hizo levantar y nos recibió
muy bien…”, dice el guipuzcoano. Gonzalo de Vigo, el pobre desertor, que en
cuestión de tan poco tiempo ha pasado a personaje de calidad, explica al rey en
malayo, al pormenor, la razón de la embajada. Vigo dijo cómo Su Majestad el
Emperador, al saber por Elcano la calurosa acogida de las Molucas a su primera
expedición, decidió organizar una nueva Armada. Un enorme temporal habíala
disuelto en la travesía, aunque ellos esperaban, a no tardar, la llegada de los navíos
que faltaban. Demasiado sabían los españoles, visto el tiempo transcurrido, no ser
esto posible, pero las exageraciones de Gonzalo de Vigo aseguraron al rey de Cilolo
que para combatir contra sus enemigos los portugueses podía contar con ella por
entero.

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El rey de Gilolo convino en la alianza inmediatamente. Al mismo tiempo, como
era natural, proveyó a los embajadores detallada información sobre la situación
militar de los portugueses, que, según él, se habían fortificado sólidamente en la isla
de Tarenate. Aquella misma noche, pues interesaba sobremanera guardar el secreto
posible, sale de los Ríos con algunos de su embajada para Tidor. No quiso el rey de
Gilolo, en manera alguna, la partida de todos los expedicionarios de su territorio.
Temía que los portugueses los apresaran, y que Carquizano dedujera alguna falsía de
su parte si esto ocurría.
Como era de esperar, la gestión cerca de los de Tidor, ansiosos de vengarse de sus
enemigos, obtuvo éxito pleno. En el colmo de su alegría, el rey de Gilolo ordena
celebrar la vuelta de los Ríos con “grandes fiestas y borracheras”. No las tenía todas
consigo, sin embargo, pues temeroso de que los portugueses, enterándose de lo
ocurrido, atacaran la isla, pidió y obtuvo que parte de la embajada quedase en ella
para intervenir en el combate con su mayor experiencia guerrera y lo moderno de sus
armas.
Por lo tanto, Urdaneta sólo, con otro expedicionario, aunque acompañado por
jefes indígenas, volvió para dar cuenta de los resultados obtenidos adonde
Carquizano, que aguardaba ya impaciente y hondamente preocupado.
La determinación del jefe es inmediata. El 18 de noviembre la Santa María de la
Victoria, rodeada de paraos y otras naves indígenas, sale de Zamafo en dirección a la
isla de Tidor.

Dos hombres puntillosos


Los vientos y corrientes contrarios se aunaron contra este propósito. El último día
del mes, Carquizano estaba aún sin poder llegar al punto de su destino. Poco faltaba
ya para lograrlo cuando vio acercarse a su nao una pequeña embarcación. Un alguacil
portugués se le presentó con una carta que le dirigía el gobernador Henriquez. En ella
le ordenaba el abandono inmediato de las islas, puesto que ellas caían dentro de la
demarcación portuguesa. García Henriquez insinuaba también a Carquizano que si
deseaba ir a su fortaleza de Tarenate le rendiría los honores debidos a su alto cargo;
pero insistía en la necesidad de que la nao volviera cuanto antes a España. Caso de
una negativa, el jefe portugués cargaba a Carquizano la responsabilidad de todos los
desastres subsiguientes a la lucha inevitable.
Carquizano limitóse a mostrar al emisario la provisión del Emperador ordenando
la construcción de una fortaleza en las islas Molucas. Su contestación devuelve uno
por uno todos los razonamientos de Henriquez. Finalmente, con altivez suma, negóse
a firmar la comunicación de respuesta que le presentó su escribano. La del jefe
portugués venía igualmente sin firma. Parece ser que en el apresuramiento, Henriquez
había sufrido un involuntario olvido.

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Este incidente ofrece inmejorable mirilla a la puntillosa psicología de aquellos
hombres. Escritores contemporáneos dicen que Francisco de Castro, que así se
llamaba el alguacil portugués, dirigióse muy serio a Carquizano al ver que éste no
quería firmar su respuesta:
—“Señor, firme vuesa merced, que si el señor don García Henriquez no firmó su
carta, fue por descuido, con la prisa que tuvo de enviar pronto este despacho”.
Este cortés requerimiento no obtuvo mejor resultado. Carquizano respondió “que
no dejaba de firmar por descuido ni por prisa, sino porque don García, su capitán,
debiera mirar cómo escribía a un capitán del Emperador”.
Y aun Castro pudo añadir, al dar cuenta de su gestión a su jefe, que Carquizano
había añadido a estas razones otros belicosos conceptos. De cualquier manera que se
considere, la furia de Henriquez al sentir como afrenta a su persona la respuesta sin
firma de Carquizano no deja de ser ilógica en extremo.

Frente a frente
No obstante sus jactancias, Carquizano, comprendiendo perfectamente su
desventajosa situación, dedica todos sus momentos a prepararse al combate. Enfrente
ocurre otro tanto, pues días después de la venida de Castro, otro enviado de
Henriquez renueva sus primeros requerimientos. Pero esta vez no se les oculta a los
españoles que el nuevo emisario portugués cubre con aparentes funciones
diplomáticas una misión de información y espionaje. El guipuzcoano sabe que la
escuadra contraria, compuesta de dos navíos y doce galeras grandes, le aguarda muy
cerca, resguardada en un abrigo de la costa. Por su parte, él apresa un barco de
aprovisionamiento destinado a sus adversarios.
Que sus propósitos y decisión no eran absolutamente compartidos por los
expedicionarios lo prueban ciertas denuncias que le pusieron al tanto de un complot
proyectado contra su persona. Soto, el contador general, preparaba hacerse con el
mando supremo. Si fracasaba pensaba pasarse a los portugueses. Esta última
intención indica que en caso de triunfar, pensaba acaso en una inteligencia con ellos.
En gracia a las instancias de gran parte de los expedicionarios, Soto es perdonado por
el magnánimo guipuzcoano, que inmediatamente nombra para sustituirle a Hernando
de Bustamante. Y Andrés de Urdaneta se hace cargo, a su vez, de la contaduría de la
nao.
Martín Iñiguez de Carquizano prevé el combate, más inminente cada vez. El
domingo 23 de diciembre, según Urdaneta declara, “salió el Capitán en tierra en una
isleta despoblada con la mayor parte de la gente e hizo decir al Capellán misa
seca…”. Una vez terminada la ceremonia dirigióse Carquizano a todos. Su semblante
condensaba toda su decisión. Expuso con franqueza brutal la realidad de la situación
en que se encontraban, y les encareció a que cada cual dijera sinceramente su parecer.
La arenga de Carquizano inyecta enorme entusiasmo en todos. Urdaneta resume:

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“Todos juntamente y cada uno por sí respondieron al señor Capitán que todos
estábamos prestos y aparejados de servir y de morir en servicio de Su Majestad”.
Las palabras que Urdaneta añade son, indudablemente, eco de las del ardoroso
discurso de su jefe: “Que nunca Dios quisiese que nosotros fuésemos en rehusar de
cumplir lo que Su Majestad decía en el mote de la divisa de las columnas: Plus
Ultra”.
Inmediatamente se procede al recuento de la gente en sazón de tomar armas. En
total, 105 personas; “entre las cuales había más de noventa de pelea, y todas
escopeteros y ballesteros”. Formáronse en seguida tres pelotones, cuyo mando quedó
encomendado a Fernando de la Torre, Andrés de Urdaneta y Andrés de Palacios.
Urdaneta, sin tener todavía veinte años, reúne ya dos cargos de absoluta confianza.
La moral sube de punto en un momento. Todos los pasados padecimientos están
olvidados; las luchas por venir serán afrontadas con ánimo inmejorable. “Toda la
gente estaba tan recia y fuerte como el día que partimos de España, aunque hacía diez
y ocho meses que salimos”, nos dice a este punto Urdaneta.
Un parao enviado por el rey de Tidor llega muy poco después, pidiendo a los
españoles anclaran cuanto antes en aquella isla. Carquizano ordena largar velas. Tres
navíos portugueses, rodeados aproximadamente de un centenar de paraos, salen a su
encuentro. Pero la Santa María de la Victoria sigue avanzando majestuosamente.
Contra todos los pronósticos, el combate no se produce. Acaso el tonelaje de la nao
intimó a los de Henriquez, pues Urdaneta observa: “Si los portugueses quisieran, bien
nos alcanzaran; empero no les pareció buen partido, y así nos dejaron pasar”.
El día de Año Nuevo de 1527 la nao ancla en Tidor. El rey y sus súbditos
renuevan la estupenda acogida prestada a Elcano y a Gómez de Espinosa seis años
antes en aquel mismo lugar, con extremos acrecentados por los sucesos en el
entretanto ocurridos. Aquel mismo día, los españoles comienzan la construcción de
un fortín ayudados por los indígenas, que, regresados a su incendiada ciudad, trabajan
con afán grandísimo.
Cañones desmontados de la nao constituyen la artillería del baluarte, así como de
otros dos fortines en las puntas del abrigo donde está la nao anclada. Carquizano
distribuye su gente. Cuarenta hombres al mando de La Torre son destinados para
defender las fortificaciones. Por su parte, él mismo con los restantes hombres queda
en la nao, que sitúa de forma que constituya el puntal más sólido de aquel sistema
defensivo.

“A sangre y fuego”
Los preliminares de la rotura de hostilidades duran todavía algún tiempo.
Carquizano comete entretanto el error de volver a recibir dentro de su campo la
tercera embajada del jefe contrario, que, naturalmente, tampoco obtiene mejor
resultado que las dos anteriores, aunque también esta vez sirva a procurar a su

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enemigo preciosa información acerca de las nuevas defensas españolas. Desde este
momento es fácil prever de dónde comenzará el ataque.
A mediados de enero de 1527 comienza aquella guerra, chiquita, según suele
decirse, si se consideran los elementos combatientes, pero cuyos procedimientos
recuerdan muchísimo los usados comúnmente en todas las contiendas civiles. La
lucha entre las representaciones de los pueblos peninsulares evoca ya de por sí esa
idea. La intervención de los indígenas con sus modos típicos tan primitivos y crueles,
ayudando según sus partidismos respectivos a portugueses y españoles, la acentúa
todavía más.
Luchando los últimos con desmedida desventaja, las iniciativas desesperadas
tuvieron de su parte magníficas ocasiones para manifestar heroísmos individuales de
la calidad más encumbrado. Esta manera de guerra parece a la medida de
temperamentos como el de Urdaneta, de muy subida combatividad.
Medianoche del 17 de enero. Embarcaciones portuguesas acércanse en la
oscuridad a la Santa María de la Victoria, intentando hundirla en un ataque por
sorpresa. Pero en el letargo profundo de la noche tropical, la guardia vela muy atenta.
Los artilleros del desvencijado navío son los primeros en romper el fuego. Fallada la
sorpresa, unos y otros se cañonean hasta el mediodía siguiente. Resultado: un muerto
y cuatro heridos españoles por un muerto y dos heridos portugueses.
A la tardeada del mismo día, una patrulla de quince españoles, ayudada por
doscientos indígenas, sorprende y desbarata un desembarco efectuado por los
portugueses en un lugar cercano al del cañoneo. Los portugueses dejan en el campo
dos cadáveres propios más los de algunos indígenas. El fracaso los enfurece
sobremanera. A poco, una veloz embarcación aproximándose desafiante y aparatosa,
recorre la costa enarbolando roja bandera con esta inscripción: “A sangre y fuego”.

El fin de un glorioso navío


Al día siguiente se repite el cañoneo con mayor intensidad. La nao resulta
alcanzada por tres proyectiles. Pero con todo, el retroceso de su propia artillería le
produce consecuencias más irreparables, pues los disparos van poco a poco abriendo
las costuras del navío. Las reculadas brutales de aquellos cañones primitivos
producían muchas veces más bajas entre los propios servidores que las del cañonazo
en el campo contrario. El fin de la Santa María de la Victoria es irremediable ya. En
esa creencia se retiran los atacantes a su base de Tarenate cuando dan por terminado
su ataque.
A partir de este momento la situación de los españoles se agravará aún mucho
más.
Aunque Carquizano intenta los imposibles por recomponer su navío, todos sus
empeños resultan fallidos. Carquizano convoca por último un consejo de técnicos
para dictaminar el caso. “Mandó llamar al maestre y piloto y marineros de la nao y a

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otras personas entendidas, y les tomó juramento en unos Evangelios si estaba aquella
nao para poder navegar…”. Seguramente pensó Carquizano obligarles más con el
aparato y solemnidad de su requerimiento. Pero el maestre, el piloto, los marineros y
las otras personas entendidas, todos, “todos juraron uno a uno y depusieron que no
era posible poderla aparejar de manera que pudiese navegar…”. Carquizano hubo de
resignarse, bien a su pesar.
El glorioso navío, cuyo majestuoso porte infundía tanto respeto a los contrarios,
estaba ya inservible por completo. El viejo armatoste que recogió los últimos
estertores de Elcano fue condenado a arder. Todos sus efectos aprovechables fueron
retirados; quedó el casco solamente, dispuesto para el incendio final. Elevóse negra y
espesa humareda, y el acre y penetrante olor de la madera embreada ardiendo se
extendió por todo el ámbito, mezclado con las silvestres y enervadoras emanaciones
tropicales. Las llamaradas que terminan con la Santa María de la Victoria tiñen de
rojo los oscilantes abanicos verdes de las palmeras de la costa. Aquellas llamas
ensombrecen los corazones de los valerosos aventureros, y se arrancan de ellos algo
muy hondo. Aunque en los Diarios y Relaciones de aquellas expediciones no haya
generalmente ningún lugar para esta clase de emociones, es, sin embargo, preciso
imaginarlas y sentir latir el propio corazón al par de las tristezas de aquellos valientes,
que si por pudor las velaron, no por eso dejaron de sentirlas.
Desde ahora en adelante tendrán que efectuar sus correrías sirviéndose de los
navíos que los indígenas quieran prestarles. Los expedicionarios se dan perfecta
cuenta de los términos de inferioridad en que la falta de su nao les coloca. Hasta
intentarán, ayudándose de los indígenas, la construcción de navíos nuevos, pero sin
acierto; la defectuosa calidad de las maderas les hará fracasar siempre. “Madera muy
bellaca”, la llama Urdaneta acerbamente.
Todos sus empeños y trabajos sólo lograron un pequeño batel en disposición de
navegar.

Cabezas clavadas en picas


La misma tarde de haber sido alcanzada la nao tan fatalmente, Carquizano recibe
una embajada del rey de la isla de Gilolo que venía en cinco paraos cargados de ricos
presentes. Los embajadores le prevenían además la presencia en una isla cercana de
dos pequeños barcos portugueses cargados de clavo de especias. El golpe queda
organizado en seguida, aunque Carquizano, remiso a desprenderse de gente, envía
solamente cuatro hombres al frente de nutrido grupo de indígenas. Para la noche, uno
de los barcos portugueses estaba apresado. De su tripulación sólo pudieron salvar los
españoles a un hombre, y ello a trueque de esfuerzas inauditos. Los indígenas,
siguiendo su bárbara costumbre, decapitaron a todos los restantes. Clavaban las
cabezas en la punta de sus primitivas picas, y con transportes de enajenada y salvaje

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alegría las presentaban de esa manera a su rey para cobrar el tanto asignado a cada
una.
El éxito envalentona, a la vez que preocupa, al rey de Gilolo, pues el barco
apresado pertenece a Henriquez nada menos, el cual, al enterarse de lo sucedido, jura
tomar venganza.
Por eso, indígenas procedentes de Gilolo, en paraos cargados de toda clase de
vituallas, abruman a Carquizano con interesada obsequiosidad. Un parao hasta viene
cargado de monedas de cobre usuales en aquellos parajes, para que sean repartidas
entre los soldados españoles. Y Carquizano accede, pues tampoco es cosa de
desamparar a tan valioso aliado. El capitán guipuzcoano envía a su sobrino y tocayo
Martín García de Carquizano, al mando de veinte soldados, con varias piezas de
artillería.

Correrías de Urdaneta
Carquizano dispone todavía de bastantes otras canoas y algún que otro parao.
Otros veinte soldados y trescientos indios reciben encargo de asaltar la isla de Motil,
donde es arrasado un pueblo que les opone resistencia. Dos paraos apresados aquí
pasan seguidamente a engrosar la pobre Armada de fortuna, que osa oponerse, nada
menos, a la indiscutiblemente más poderosa fuerza naval de aquellos mares.
También allí la guerra esparcía su inevitable secuela de rumores. Difundíase por
las islas la especie de haber sido avistados misteriosos navíos navegando juntos, con
rumbo extraño e indeciso, como volteando a la ventura. En el ánimo de los
expedicionarios quedaba prendido siempre aquel resto de esperanza. En sus horas
más amargas gustaban asirse a aquella tan remota posibilidad. Un espejismo
anhelante había llegado a arrancar a veces de sus gargantas irreprimido grito de
alegría, seguido inmediatamente por desencanto crudelísimo, cuando alguna
engañosa ilusión les producía en la lejanía del horizonte la falaz silueta de alguna de
las naves diseminadas por la tempestad del Pacífico. ¿Por qué no podía ser —
decíanse entre sí muchas veces— que así como la nao suya se hubiesen salvado las
demás y todas vinieran a reunirse al conjuro del deber idéntico?
Por eso Carquizano envía a Urdaneta con sólo dos expedicionarios, aunque
acompañado de buen contingente de indígenas, con el comprometido encargo de
recorrer todos aquellos mares que la incontable profusión de islas en ellos
diseminadas convertía en peligroso laberinto. Urdaneta comenzaba entre todos a
revelar prodigioso instinto del mar. El muchacho de Villafranca de Guipúzcoa
descubre muy pronto sus aptitudes verdaderas, las que con más gloria han de
nimbarle para la posteridad.
Acaso Urdaneta tenía noción de aquellos parajes a través de los relatos oídos a
Elcano. Aislado totalmente de su base, Urdaneta efectúa exploraciones durante
bastante más de un mes, sin hallar por supuesto rastro de los navíos tan ansiados.

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Agotados totalmente los víveres de que va proveído, Urdaneta arriba para procurarlos
a la isla de Guacea; pero los indígenas se cierran en banda a todos sus requerimientos.
La necesidad extrema no sabe de leyes. Urdaneta dispone en el acto su gente. La
primera acometida mutua es feroz; pero pronto los de Guacea inician la retirada hacia
su poblado, para defenderse desde lo alto de sus primitivas pero altísimas chozas
montadas sobre cuatro largos postes, a las cuales subían con escalos de mano.
Urdaneta queda de momento en manifiesta inferioridad, pero reacciona pronto; su
instinto guerrero le sugiere en seguida contundente respuesta. Tizones encendidos,
lanzados a modo de bombas de mano, incendiaron pronto aquel poblado…
El Diario de Urdaneta expresa con impresionante concisión todo el horror de
aquella jornada: “Salimos en tierra a pelear con ellos en un lugar que se llama
Tabelica, y lo quemamos y tomamos ciento y tantas personas entre hombres y
mujeres, matamos a más de cincuenta y partimos con esta presa a un lugar que se
llama Gane, que está en la isla de Gilolo…”.
Urdaneta calma en Gane el hambre de su gente. Todo le haría falta, pues los
portugueses habían logrado localizarle y le aguardaban junto con sus aliados
indígenas de Tarenate. La desigualdad de fuerzas constituye para Urdaneta desventaja
invencible. Con todo, su ánimo sereno y valeroso alcanza prodigios. Dos de sus
paraos están a punto de rendirse a los portugueses; pero Urdaneta, lanzándose sobre
éstos a toda velocidad, dispara una andanada tan a punto y certeramente que consigue
deshacer la proa a un navío contrario, lo cual introduce el desorden en las filas
enemigas. Sólo por esto consigue Urdaneta la posibilidad de retirarse a la tierra amiga
de Tidor. A este combate debieron también su libertad los prisioneros que llevaban,
pues todos se le escaparon aprovechando lo recio de la refriega.
Resultado asimismo indeciso tuvo también por aquellos mismos días otro
combate a distancia del lugar donde se dio el de Urdaneta. Portugueses y españoles
aliados con isleños de Tarenate y Gilolo tuvieron que separarse después de reñido
combate, por agotárseles a ambos las municiones. Sin embargo, los portugueses,
prevalidos de su situación, volvieron a fines de marzo a presentarse desafiantes con
dos paraos ante Carquizano, apostado en Tidor a la sazón. Como preparación del
golpe apresaron antes varias embarcaciones amigas de los españoles.

La facha abrasada
Sólo un parao había en Tidor a disposición de Martín Iñiguez de Carquizano. Pero
seguramente los portugueses desconocían, por información deficiente, la llegada
inmediatamente anterior de otros dos paraos de Gilolo. Carquizano ordena en seguida
a Urdaneta tomar el mando de un pelotón de ocho españoles con el inevitable tropel
de indígenas.
Urdaneta decide el abordaje de los navíos portugueses. Según el plan del
muchacho guipuzcoano, los dos paraos de Gilolo acometerían a uno contrario

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mientras él se entendiera solo con el otro. No contó, sin embargo, con que los
gilolanos, temerosos del abordaje, se resistieran decididamente a obedecerle.
No era cosa de perder el tiempo inspirando sentimientos de disciplina a aquellos
salvajes, y Urdaneta preparóse solo al asalto. La lucha, sumamente enconada, termina
con la huida del enemigo. En el ardor de la pelea Urdaneta lo persigue durante más de
legua y media, pero sin lograr darle alcance. El sol, en su colmo, espejeaba tórrido e
implacable sobre las aguas del combate. Convencido Urdaneta de lo inútil de su
persecución, decide virar, pero dispone antes el último bombardazo. Su desgraciada
suerte quiso que la mecha, descuidadamente colocada, inflamara un barril de pólvora.
La explosión mata a seis, indígenas todos, y causa gran cantidad de heridos. En
medio de la confusión general, Urdaneta, alcanzado también y con sus ropas
prendidas, se lanza al agua.
Al darse cuenta de aquella catástrofe los portugueses retroceden, y en un
momento aquel barco de perseguidores queda convertido en acosado. Los indígenas
dan en huir espantados, sin que los esfuerzos inauditos de los españoles que los
dirigen valgan a volverlos al combate. Ningún recurso sirve, y Urdaneta queda, por
tanto, abandonado y herido, en situación muy difícil, sintiendo llegar a los contrarios,
que le disparan profusión de arcabuzazos.
Afortunadamente, quedaban los paraos de Gilolo presentando batalla todavía.
Urdaneta comenzó, a nadar en dirección a ellos. “De rato en rato empinábame encima
del agua y capeábales con la mano —nos dice con el insuperable realismo de sus
descripciones aventureras— de manera que me vieran los castellanos que estaban
dentro de los paraos de Gilolo, e hicieron con los indios que fuesen a socorrerme,
porque los de Ternate venían ya sobre mí tirándome besazas (cañonazos) y
escopetazos. Plugo al Señor que llegaron los de Gilolo a tan buen tiempo, que me
tomaron sin que me hubiesen hecho daño ninguno de los enemigos. Mucho me ayudó
este día el buen nadar. Yo iba muy quemado, de manera que estuve veinte días sin
salir de una casa de los indios de Gilolo”.
Desde la explosión de una botella de pólvora, acaecida según se recordará al ser
enviado en el estrecho de Magallanes en arriesgada misión, Urdaneta tenía en el
rostro huellas de quemadura. Este nuevo accidente termina de desfigurar su cara para
siempre, marcada con el horrible desdibujo de las quemaduras profundas. Desde
ahora para el resto de sus días, Urdaneta ostentará en su rostro singular patente de
ánimo esforzado. Un prestigio legendario comienza a aureolar esta testa
semiabrasada.

Treguas
La guerra produce pronto en el combatiente hastío, cansancio más o menos
confesado. Las luchas fratricidas, sobre todo, infunden este sentimiento de
acrecentada manera. Nunca es más bella la paz como mirada desde el frente. La

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consideración del ardor sincero y valeroso puesto en la pelea por el adversario leal
con sus convicciones suele acabar por hacer lugar en el ánimo del soldado a algunas
interrogaciones, cada vez con más fuerza, según va transcurriendo la lucha ¿Y a fin
de cuentas, por qué luchamos? ¿No sería posible solucionar razonablemente nuestras
pendencias en lugar de empeñarnos derramando tanta sangre?
Al decidirse al ataque, el jefe lusitano creyó a sus enemigos fáciles de aniquilar.
La realidad derribaba poco a poco estas ilusiones. Aquella guerra iba camino de
prolongarse indefinidamente. Además, aquel puñado de contrarios no se limitaba a
defenderse solamente. No cesaba de hostilizar, daba constantes señales de iniciativa
siempre renovada. La opinión nada sospechosa de Lord Macaulay dice palabras
justicieras: “Los aventureros españoles salidos del pueblo desplegaron tal
exuberancia de recursos, tan gran talento para los negocios y para el mando, que a
duras penas podrá la Historia establecer un parangón con ellos”. Exuberancia de
recursos: ninguna palabra como ésta ajusta mejor con los modos del reducidísimo
grupo capitaneado por Carquizano.
Henriquez creyó oportuno volver a sus requerimientos pacíficos. Acaso con el
propósito de mejor trabarse a razones con su contrario, Baldaya, su plenipotenciario
de siempre, llevaba esta vez encargo de manifestar a Carquizano que Henriquez, mal
convencido de los poderes reales esgrimidos por el guipuzcoano, propendía cada vez
más a considerarlo como un aventurero por cuenta propia. Carquizano, ofendido
hasta lo más hondo de su dignidad, llega con esto al colmo de su indignación. De
manera solemne reitera las órdenes reales de que está proveído y afirma sus razones,
lanzando finalmente un guante de desafío al jefe portugués. No llegó, sin embargo, a
realizarse, a pesar de su inmediata aceptación por el caballeroso capitán lusitano, que
fue empeñosamente disuadido de su propósito por sus oficiales.
Aquella situación condujo a entrambos al deseado armisticio. Ponderan los
cronistas la hermandad establecida inmediatamente entre portugueses y españoles.
Urdaneta describe la situación cruda por aquellas treguas con estas sugeridoras
palabras: “Cada día venían portugueses e íbamos nosotros a la fortaleza de ellos”.

Un nuevo jefe portugués


Tal estado de cosas llevaba ya durando un mes, cuando llega a las Molucas un
nuevo general portugués con orden de relevar a Henriquez. La primera medida de
don Jorge de Meneses, que así se llamaba este general, consiste en dar las treguas por
terminadas; la inmediata, ordenar a Henriquez su más rápido abandono de las islas.
Henriquez estaba ya, como otros muchos portugueses, vinculado en sus intereses
a aquellos territorios de tiempo atrás, y se negó a acatar la orden. Reducido a prisión
con este motivo, sus parciales lo libertan y a la vez encarcelan a Meneses. Lo más
curioso del caso es que Henriquez cuenta para resistir con la incondicional ayuda de
los españoles. Pero la suerte le es al fin adversa. La lucha, después de muchas

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fluctuaciones, termina con su derrota, y Henriquez es conducido preso a la base
portuguesa de Malaca.
Con todo el aparato y solemnidad acostumbrados, Meneses apresura el envío de
una embajada a los españoles, conminándoles al abandono de las Molucas. Venían los
embajadores en dos navíos y acompañados de mucha fuerza, con el propósito
evidente de amedrentar a Carquizano. Este no se dejaba intimidar tan fácilmente,
pero sin duda aquel alarde logró algún efecto, pues Urdaneta, dos días después de la
venida de los portugueses, anota la deserción de dos hombres de las filas españolas.
Uno era Soto, el mismo que anteriormente intentara sublevarse contra Carquizano y
que luego fue magnánimamente perdonado por éste.
Ni la consideración de la renovada fuerza de sus contrarios, ni la conducta de
quienes tan villanamente correspondían a su perdón pudieron rebajar un ápice el
ánimo esforzado de aquel hombre. Carquizano devuelve la embajada comisionando a
tres de sus hombres: a Hernando de Bustamante, contador general y antiguo
contricante suyo; al alguacil mayor, Gonzalo de Campo, y a Andrés de Urdaneta, para
que se presenten al general portugués. Los razonamientos de estos tres hombres,
prolongados largamente, concluían asentando solemnemente los motivos que asistían
a la expedición española para la conquista de aquellos territorios. Bustamante, Campo
y Urdaneta terminaban exigiendo a los portugueses el abandono de las islas.
A Meneses debió de parecerle inaudito tamaña arrogancia en quienes suponía ya
fácilmente dominados. Urdaneta condensa el mal efecto causado por aquella
entrevista con estas palabras: “les pareció mal tener nosotros tanto ánimo”.
Carquizano pudo quedar bien satisfecho de sus embajadores, pues Meneses creyó
oportuno reiterar la vigencia de las treguas acordadas por su antecesor.

Fin del armisticio


Los expedicionarios destacados en la isla de Gilolo andaban mal avenidos entre
sí. Desagradablemente sorprendido al saberlo, Carquizano apresuróse a enviar allí a
Urdaneta para conseguir mejor concordia. Pocos días llevaba Urdaneta en la isla,
cuando los portugueses apresaron dos canoas de pescadores naturales de la misma,
que fueron seguidamente muertos por sus agresores. Urdaneta comprende en seguida
cuánto agrava aquel suceso la situación de la expedición. Ya el rey de Gilolo se
quejaba amargamente del abandono en que le dejaba el general de los españoles, y se
lamentaba de haberse fiado de su palabra asegurándole la vigencia de las treguas.
Urdaneta no lo meditó durante mucho tiempo. Conocía perfectamente la
procedencia de los agresores, y les alcanzó embarcando en un parao. Pidióles a voces
permiso para pasar a su navío. Sin embargo, los indígenas por nada del mundo
querían acercarse al buque portugués, y en vista de ello Urdaneta lanzóse al agua
solo. Llegó nadando hasta los agresores sólo por conocerlos y echarles en cara su
felonía y notificarles al mismo tiempo la rotura de las treguas. Los historiadores se

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dividen al relatar la acogida dispensada por los portugueses a quien de modo tan
desusado se les acercaba. Aganduru Moriz habla de respuestas despectivas y
violentas; en cambio, Oviedo y Herrera dicen de excusas por las muertes efectuadas,
según los portugueses, por los indígenas, sin que ellos pudiesen evitarlas en manera
alguna.
Sea ello como fuese, es lo cierto que no pasó mucho tiempo hasta el contragolpe
de Urdaneta. Ocho días después, habiendo éste sabido la salida de Tarenate, la isla
aliada de los lusitanos, de un largo convoy de paraos, salió decididamente a su
encuentro en compañía del rey de Gilolo, ofreciendo así a éste la ocasión de vengarse
que ansiaba. Urdaneta captura doce paraos, así como gran número de prisioneros.
Todos los hombres de Tarenate, en número de cuarenta, fueron decapitados; el resto
conducidos a Gilolo como esclavos. Urdaneta resume la terrible jornada: “Matamos y
tomamos muchos indios, y así vengamos la injuria pasada”.

Urdaneta, amenazado de muerte


La indignación de Meneses al conocer el hecho no tiene límites. En una
comunicación de protesta enviada por Meneses a Carquizano, Urdaneta es acusado
abiertamente, y contra él se reclama un duro castigo.
El noble temperamento de Carquizano, a quien, naturalmente, el general
portugués no decía toda la verdad, sublevóse al saber lo ocurrido, y juró condenar a
muerte a Urdaneta tan pronto como confirmara la verdad del comunicado.
Hubo amigos fieles, que advirtieron a Urdaneta de las amenazadoras palabras de
su jefe. El valeroso muchacho conocía, por otra parte, muy bien el carácter de
Carquizano. Sabíalo perfectamente capaz de cumplir su palabra. Creyó, por tanto,
prudente asegurar su situación lo más pronto posible, pasando para ello a la isla de
Tidor con ánimo de presentarse ante su enojado general. Urdaneta no iba solo. El
joven guipuzcoano era idolatrado por el rey y los habitantes de Gilolo, los cuales,
habiendo sabido las consecuencias del asalto, decidieron que un principal
acompañara a Urdaneta para justificar mejor su conducta. Este indígena, sobrino del
rey de Gilolo, puso tal ardor en la defensa de Urdaneta que no pudo menos de
conseguir el indulto, que Carquizano, pasado el primer impulso de su indignación,
tampoco se mostró muy remiso en conceder.
Las Crónicas ponen en boca del enviado del rey de Gilolo, entre otras largas
razones, donde sin duda traducen ellos el énfasis y altisonancia de su época, estas
palabras: “Mi Rey, debajo de tu fe, hizo pregonar la paz, que le ha muerto sus
vasallos; y con más justa causa se debería quejar de ti que de los portugueses; tú
fuiste el primer ofendido en el rompimiento de la tregua; y lo que el Rey y Urdaneta
han hecho ha sido restituir la honra al Emperador y a ti, y no romper tregua, sino
restaurar la ofensa, que, con tan poca vergüenza en las barbas del Rey, mi señor, y a

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su puesto, se atrevieron de hacer, sobre seguro, a tu nación y a nosotros; lo cual no
pudieron hacer sino con la confianza de tu tregua”.
El impulsivo y noble temperamento de Carquizano otorga en el acto lo que con
toda seguridad estaba deseando conceder y sella su reconciliación con un fuerte
abrazo.
Urdaneta regresa en seguida a Gilolo con acrecentado prestigio.

Muerte de Carquizano
(12 de julio de 1527)
Carquizano había de sobrevivir muy poco a esta entrevista. La muerte de este
valiente está anotada en el Diario de Urdaneta. El guipuzcoano, tan parco de estilo
cuando de ponderar a alguno se trata, elogia a su jefe de esa manera: “A doce días del
mes de Julio falleció el Capitán Martín Iñiguez de Carquizano de esta presente vida,
al cual enterramos en una iglesia que teníamos y Dios sabe cuánta falta nos hizo por
ser muy hábil y valeroso para el dicho cargo, era muy temido así de los cristianos
como de los indios”.
Las nebulosas causas de su muerte no han sido aclaradas por los historiadores,
algunos de los cuales, influidos quizá por el Diario de Urdaneta, las atribuyen a
procedimientos parecidos a los que dieron cuenta de Almanzor, el rey de Tidor.
Parece que Carquizano intimaba bastante en sus últimos tiempos con los portugueses,
sobre todo con Baldaya, a quien tantas veces había recibido como parlamentario.
Dicen algunos que Baldaya vertió veneno en el vino de Carquizano durante una
comida que efectuó en compañía de éste. En su Diario, Urdaneta atribuye a sus
contrarios intenciones idénticas para con él y los suyos: “Procuraron de matarnos con
ponzoña, echando en un pozo de donde bebíamos; de lo cual fuimos avisados, y así
se remedió”.
Conviene no olvidar, sin embargo, la pasión tremenda con que escribían aquellos
hombres, reflejando así, de manera inevitable, la misma vehemencia con que
luchaban.

Apetencia por el mando


Largamente, con toda clase de detalles, nos describe Urdaneta las escenas
inmediatas a la muerte de Carquizano. Acaba de recibir su cadáver cristiana sepultura
en la pequeña capilla erigida por los expedicionarios para el culto de su religión
católica.
En aquel mismo sitio, ante el grueso de aquellas escasas fuerzas, los oficiales
plantean la necesidad de nombrar inmediatamente un sucesor. En seguida de este
requerimiento, el sobrino del jefe fallecido, Martín García de Carquizano, es primero

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en el uso de la palabra. Lisa y llanamente reclama para sí el cargo, fundamentando su
pretensión en los derechos que le concede, según dice, su carácter de tesorero general
de su Majestad. Empero, al contrario de su tío, Martín García contaba muy pocas
simpatías. Urdaneta es aquí poco explícito; únicamente levanta un tanto el velo
diciendo que hubo muy pocos que le quisieron recibir por jefe, “porque estaban mal
con él por algunas sinrazones que hizo contra algunos”.
A la generosa amabilidad del ilustre bibliófilo don Carlos Sanz, debo esta
reproducción facsimilar de la portada del primer documento impreso de la historia de
las Islas Filipinas. Un documento cuyo original probablemente se perdió durante la
última guerra mundial. Pero la previsión de un inteligente librero de Madrid —don
Victoriano Suárez— que el año 1905 mandó estampar quince copias en facsímil,
permitió su reproducción, porque afortunadamente alguna copia se conservaba. El
bibliófilo don Carlos Sanz verificó a sus propias expensas otra nueva reprodución,
también en número restringido.
La data del original, en la oficina tipográfica de Pau Cortey, en Barcelona, es del
año 1566, es decir, el año siguiente del arribo de la escuadra de Urdaneta y Legazpi a
las Islas Filipinas. Es una carta escrita en Sevilla, entonces, juntamente con Lisboa
uno de los dos principales emporios comerciales de todo el Occidente, y quien la
dirige es, con gran probabilidad, un anónimo comerciante sevillano a otro, también
probablemente colega suyo, un tal Miguel Salvador, de Valencia.
El desconocido autor de la carta, sin duda ninguna tiene vara alta en la Casa de
Contratación de las Indias, de Sevilla, porque revela información de primerísima
mano. Este anónimo comerciante leyó y luego resumió las dos primeras cartas de
relación comunicando las noticias referentes a la expedición de Urdaneta y Legazpi a
Filipinas. Siempre las altas finanzas consiguen acceso a las informaciones de
transcendencia…
Hernando de Bustamante creyó con esto llegado otra vez su momento. Según él
manifestaba, aquel cargo tan colmado de responsabilidad le pertenecía. Bustamante
sacó a relucir su historia, su carácter de superviviente de la gloriosa expedición
magallánica, su decisión al aventurarse en la segunda expedición a las Molucas
olvidando los padecimientos sufridos en la primera. Sus autoelogios resultaron con
todo inútiles. Aquella adusta asamblea de soldados no gustaba de hablistanes.
Bustamante recordaba el golpe dado contra él por Carquizano ante las costas de
Mindanao con tanto éxito. Sólo olvidaba un precioso detalle táctico: que, para mejor
imponerse, Carquizano movió entonces a todos contra su persona. Ahora Bustamante,
con unos pocos adictos armados, intentará imponerse contra todos.
Este detalle indica perfectamente su poca altura, sus escasas dotes de visión de los
momentos y circunstancias favorables. Como es forzoso, su golpe fracasa
irrisoriamente. Los soldados apartan a Bustamante de un manotazo. Urdaneta dice a
este respecto: “Muchos hombres de bien que había en la compañía requirieron al

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alguacil mayor que les quitase a todos las armas”. Comentario más despectivo no
cabe.
Pero el desacuerdo persiste y esto mismo urge más la solución. Es necesario
terminar cuanto antes el vergonzoso pleito y, sobre todo, evitar que aquellas
deliberaciones inacabables trasciendan al enemigo. Los “hombres de bien” asistentes
a aquella reunión, aludidos tan significativamente por Urdaneta, tenían al fin que
imponerse por necesidad.
Aquel grupo de razonables, harto de discusiones estériles, decide abandonar la
reunión y dirigirse al fuerte donde Hernando de la Torre, lugarteniente del jefe
fallecido, presta servicio en aquellos momentos. Pero La Torre se resiste al cargo para
el cual, sin duda ninguna, podía ostentar méritos mejores que nadie. Pero no le sirve
el resistir. Todos “le requirieron por parte de Su Majestad aceptase el cargo, porque
así cumplía —insiste Urdaneta— el servicio de Su Majestad”.

Recrudecimiento de la guerra
Una vez jurado en el cargo, Hernando de la Torre no pierde el tiempo. Bajo su
dirección, la guerra se recrudece. Durante todo el resto del año tienen lugar entre
lusitanos y españoles innumerables encuentros. El mismo Urdaneta se cree en el caso
de advertir la imposibilidad de anotar todos los azares de aquella ininterrumpida
sucesión de combates y escaramuzas: “Si hubiese de poner todos los encuentros que
hemos tenido con los portugueses e indios amigos suyos, y la destrucción que hemos
hecho en lugares de amigos suyos, sería para nunca acabar”.
Lo increíble es que aquel centenar escaso de combatientes, mermado cada vez
más por la guerra y las enfermedades, vaya afianzando a pesar de todo su posición en
las islas. La Torre comprende que los armisticios perjudican a lo exiguo de su
ejército. Sólo la lucha constante puede evitarle el ser absorbido por unas fuerzas
poderosas, que, aprovechando inteligentemente las treguas para asegurarse mejor,
terminarían finalmente por ahogarle.
Uno de sus más notables éxitos a poco de hacerse cargo del mando consiste en la
sumisión de la importante isla de Machian a la influencia del Emperador. Conseguida
la atracción del jefe de Machian, La Torre vióse, no obstante, precisado a empeñar
sangrientos combates para conseguir la dominación total de la isla, pues un reyezuelo
aliado de los portugueses ofrecía desesperada resistencia. Esta es vencida a
comienzos de 1528. Los portugueses quedan con esto consternados. Ya la isla de
Machian aparece en los relatos de la primera vuelta al mundo como una de las
principales productoras de clavo de especies. La guerra toma desde aquí carácter
salvaje y terrorista. Nutridas fuerzas portuguesas caen de improviso un día sobre un
importante pueblo de Machian, y se retiran después de prenderle fuego. Veíanse
desde Tidor los resplandores del incendio. Un voluntario presentado en la coyuntura a
La Torre, el guipuzcoano Andrés de Gorostiaga[16], queda encargado de la represalia.

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Gorostiaga, al mando de treinta hombres, desembarca sigiloso, al alba, en Tarenate,
en la propia base portuguesa. Un pueblo, distante una legua solamente del castillo de
éstos, queda en un momento reducido a cenizas.
El combate más fuerte y empeñado tiene lugar a mediados de marzo de 1528, en
aguas cercanas a la misma isla de Tarenate. Con esto está dicho que la iniciativa del
encuentro pertenecía a los españoles. Urdaneta mandaba las fuerzas del Emperador,
constituidas por treinta hombres, y le apoyaban gran número de indígenas mandados
por el hermano del rey de Tidor.
El propio La Torre, parquísimo en sus relatos, pondera la violencia del choque:
“Andaban unos en pos de los otros tan revueltos que parecía juego de cañas cuando
andan sin concierto”. El número de bajas sufridas por ambas partes corrobora esta
elegante metáfora del jefe superior de los españoles, que resultaron vencedores del
combate. Veintitrés indígenas aliados de éstos resultaron muertos, y heridos otros
sesenta. De la parte portuguesa, ochenta y cinco indígenas muertos con más de cien
heridos. Un artillero portugués resultó muerto también; y de los españoles, herido
grave el lombardero Roldán, a quien un cañonazo arrancó media cara. Roldán, al
igual que Bustamante y Elcano, era uno de los escasos supervivientes de la primera
expedición alrededor del mundo, y así como ellos, se alistó para esta otra aventura. El
coraje de estos hombres impone hondo respeto.

Navío a la vista
Esta victoria produce en las huestes mandadas por La Torre redoblados alientos.
Los españoles ponen sitio inmediatamente a la importante plaza de Tuguabe, llave de
una isla cercana a la base portuguesa. Aparte, sin descuidar este asedio, efectúan
incesantes correrías por territorios adictos a sus contrarios.
Un día, al crepúsculo, los sitiadores de Tuguabe se sienten estremecidos hasta los
hondones del alma. En el azul profundo de la mar, dividido a trechos por las
cimbreantes palmeras, columbrábase a lo lejos un navío de gran porte. Su rumbo
parecía bien incierto.
El misterioso buque iba de un lado a otro del horizonte; sus extrañas maniobras
indicaban deseos cada vez más manifiestos de acercarse y anclar cerca de la costa.
¿Cómo aquella nao eludía dirigirse a la cercana base portuguesa de Tarenate? Un
presentimiento anheloso recorrió aquel puñado de heroicos aventureros.
Unos tiros rasgaron la calma maravillosa del anochecer tropical. La niebla de
repentinas humaredas envolvió por unos momentos la majestuosa silueta del buque
ignoto. Oyóse segundos después el bronco estampido de unos bombardazos,
repetidos luego por el eco. La ansiedad de aquellos hombres llegó con esto a un punto
incontenible. ¿De dónde podía provenir aquel navío que respondía así,
amigablemente, a sus señales?

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De pronto, el puñado de valientes irguióse unánime, las espadas en alto, con gesto
de súbita iluminación, lanzando estentóreos gritos de júbilo. El aire, extendiendo
blandamente las largas grímpolas izadas en lo más alto del palo mayor del navío,
permitía adivinar los colores del Emperador…

El viaje de “La Florida”


(31 octubre 1527 - 30 marzo 1528)
Este relato obliga al llegar aquí a un retroceso. Es preciso volver con la
imaginación a cuando don Juan de Areyzaga, el capellán del patache Santiago,
desembarca en circunstancias heroicas en la costa mejicana de Zacatula para dar
aviso de la dramática situación a bordo del pequeño navío. Salvados sus compañeros,
Areyzaga es comisionado por ellos para dirigirse a la capital mejicana y presentarse
ante Hernán Cortés. La información dada por Areyzaga resultó preciosa al gran
conquistador, el cual por aquella misma época disponía el apresto de una Armada
cuya organización como refuerzo de la de Loaysa le ordenaba una Real cédula.
A fines de octubre de 1527 tres navíos partían de la costa de Zacatula, al mando
del extremeño don Alvaro de Saavedra. Esta Armada tardó dos meses en llegar a las
inmediaciones de las islas Marianas; pero al igual de la escuadra en apoyo de cuyos
barcos iba, una tempestad separó allí para siempre aquellos barcos, de dos de los
cuales nunca se ha sabido palabra. En la costa de Mindanao, Saavedra apresa a tres de
los sublevados de la Santa María del Parral, arribados a aquellos parajes después de
peripecias incontables.
La Florida, que así se llamaba la nao de Saavedra, pierde a su piloto por
fallecimiento, cerca de las costas filipinas. Carente de técnicos, su llegada a las islas
de las Especies en 30 de marzo de 1528 apenas se explica sino recordando que
aquella época de tan imprecisa y rudimentaria geografía abundaba de modo extremo
en aficionados al pilotaje.
A la mañana siguiente de su llegada cerca de Tuguabe dos soldados españoles
subieron a bordo, mientras otros marchaban a toda prisa a comunicar la novedad a La
Torre. La noticia de aquel refuerzo consterna al enemigo, que inmediatamente
moviliza al encuentro de la nao. Una pequeña embarcación portuguesa topó por fin
con el buque de Saavedra. A las preguntas de éste inquiriendo la ruta a Tidor, los
tripulantes de aquélla respondieron señalando el camino a Tarenate. Menos mal que
los dos soldados españoles subidos a bordo evitaron el engaño.
Los lusitanos atacaron entonces a bombardazos a La Florida, si bien los tiros no
causaron efecto alguno en su recio casco. La Florida, que no pudo tomar el puerto de
Tidor, marchó a anclar en Gilolo, siendo cañoneada de nuevo; pero la llegada de
fuerzas de auxilio procedente de Tidor resuelve definitivamente la situación. La
tripulación de la nao se componía de cuarenta y cinco hombres. Sin embargo de esto,
el auxilio más estimado para los expedicionarios lo constituyeron la pólvora, el

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plomo, balas de cañón y, sobre todo, la farmacia de que La Florida les proveyó
abundantemente.
La Torre calculó perfectamente las posibilidades que para sus planes ofrecía aquel
inesperado refuerzo. Su decisión de sacrificar el éxito inmediato, pero a la larga
inútil, en aras de un porvenir más estable y firme para la causa que defendía,
constituye medida muy sabia aun a pesar de que el triunfo no ayudó a sus designios.
La Torre comienza en seguida a preparar el viaje de retorno de La Florida a la Nueva
España. Quería, ante todo, comunicar cuanto antes a España noticias de aquel puñado
de soldados a enorme distancia de su patria, carentes de los recursos más elementales
y luchando contra fuerzas infinitamente superiores y en posesión de bases cercanas
por añadidura.
La empresa de proveer de bastimentos a La Florida para la gran travesía
proyectada constituye otra serie de golpes audaces. Baste indicar que la expedición
encargada al efecto dirigió sus ataques hasta pueblos de la misma isla de Tarenate.

Otra batalla naval


Atacado en su propia isla, Meneses tenía por fuerza que ver decreciente su
prestigio. Tratando precisamente de acrecentarlo entre los indígenas, Meneses
prepara un ataque de gran efecto contra Tidor, la principal base española.
En Tidor tuvieron noticia de aquellos planes a tiempo. Catorce embarcaciones
estaban preparadas para caer de súbito sobre Zoconora, importante plaza de la isla. La
Torre no contaba para oponerse a estas fuerzas más que un pequeño buque, pues no
quiso de ninguna manera arriesgar a La Florida. La vuelta a Méjico de la nao era para
él de suprema importancia.
Las fuerzas contrarias, constituidas por cuarenta portugueses, estaban mandadas
por Baldaya, el tantas veces parlamentario cerca de Carquizano; las españolas, en
número de treinta y seis, a las órdenes de Alonso de los Ríos. Unos y otros, con su
inevitable acompañamiento de indígenas en gran número. La seguridad de Baldaya
en su superioridad numérica indújole, una vez terminados sus preparativos, a mandar
un desafío a La Torre; pero a última hora una genialidad del rey de Tarenate cambia
el aspecto del inminente encuentro. Este jefe indio, deseoso de contemplar un
combate entre europeos exclusivamente, excitó el amor propio de Baldaya hasta un
punto exagerado e imprudente. Alonso de los Ríos aceptó las condiciones últimas de
su reto, y ambas fuerzas se aprestaron a la lucha.
Es una pena que el Diario de Urdaneta esté truncado en alguna página,
precisamente a los preliminares de esta lucha. Con todo, el hilo del relato reaparece
unos momentos antes, permitiendo adivinar la enorme preocupación de los españoles
en este trance. Urdaneta, al decir que se lanzaron después de encomendarse “a Dios y
a su bendita Madre” y de prometer no hacer ninguna cosa que se les pudiera imputar

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de cobardía, revela admirablemente la psicología de los soldados españoles de
aquella época[17].
La artillería de la nave de Baldaya era muy superior a la de los Ríos. Este, con
acertada táctica, comprendió que el éxito sólo podía obtenerlo imposibilitando por
medio de un abordaje los disparos contrarios. No fue remiso en procurarlo, y desde
este momento unos y otros se acometieron cuerpo a cuerpo con ferocidad. La nave
portuguesa queda después de porfiada lucha en poder de los Ríos. Cuatro españoles
resultaron muertos; todos los demás heridos, muchos de gravedad. Los portugueses
tuvieron ocho muertos, entre los cuales se contaba Baldaya, cuya muerte anota
Urdaneta con este significativo añadido: “aquel que dio la ponzoña a Martín Iñiguez
de Carquizano”.
Hacia el final del combate, el rey de Tarenate intentó intervenir en apoyo de
Baldaya, pero —comenta el mismo Urdaneta— “poco les aprovechó; les dimos una
rociada de artillería y les espantamos”.
El guipuzcoano pondera sobriamente el recibimiento de Tidor a los vencedores.
La llegada pocos días más tarde de seis navíos portugueses de la península de Malaca
no pudo impedir, como consecuencia la más importante de este combate, la sumisión
total del indeciso rey de la isla de Machian.

El frustrado regreso de “La Florida”


(14 junio 1528 - 19 noviembre 1528)
Bien podía La Torre ponderar el heroísmo de sus hombres en la carta que dirigió a
Carlos V por medio de Saavedra. La lectura de esta misiva manifiesta claramente la
veneración que infundió en aquellos soldados la persona del Emperador. El culto al
Rey condensaba entonces los sentimientos patrióticos. “Le suplico —dice La Torre a
Carlos V— se acuerde de todos estos vasallos y servidores de nuestra Real Majestad,
que con tantos trabajos y peligros de sus personas le han servido y le sirven de noche
y de día, arriesgando sus personas todas las horas y momentos, por sustentar y
defender esta isla y tierras en servicio de Vuestra Real Majestad…”.
La Torre encarece luego los resultados obtenidos por aquella insignificante tropa:
“Sustentamos a tres reyes, de cinco que hay en Maluco”. Pero La Torre añade a
Carlos V lo enorme de las dificultades vencidas: “Y debe Vuestra Majestad de mirar
que sólo una nao que llegó aquí pudo traer hasta cien hombres, entre chicos y
grandes, y con hallar a los portugueses muy poderosos en la tierra, con una fortaleza
de cal y canto, y como naturales de ella siete años y con muchos navíos de remo y de
carga, entramos y tomamos puerto, a pesar de todos ellos, siendo doblada gente que
nosotros, y aquí estamos hasta hoy”.
Pero esta carta no llegaría a su destino. Mes y medio después de la victoria, La
Florida zarpa con destino a la Nueva España. Tres prisioneros portugueses avenidos
a servir de refuerzo completaban su tripulación. En las vidas de aquellos aventureros,

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sacudidas por tantos imprevistos ramalazos, son bastante frecuentes estas faltas a la
lealtad jurada a su rey. Así, por ejemplo, por esta misma época hallamos en las
Crónicas preso al famoso Bustamante por intentar pasarse al enemigo. Aunque en el
caso de los tres nuevos tripulantes de La Florida, ellos fueron causa en parte del más
rápido fracaso de la expedición.
Un mes después de su partida, la nao llega a las islas Papuas. Saavedra es el
descubridor de este archipiélago. Los tres portugueses se fugan aquí, llevándose el
único batel de la nao. Saavedra hallábase en aquellos momentos desembarcado, y
sólo habilitando una balsa resulta posible su vuelta al navío. Lo mismo que su
antecesora la nao Trinidad, se vio La Florida precisada a volver; ni siquiera pudo
pasar de las islas de los Ladrones.
Saavedra recaló al regreso en la isla de Sarragán, donde a la ida desembarcó a un
tripulante enfermo llamado Grijalba, cediendo a sus insistentes súplicas.
Interesándole recoger aquel enfermo, los indígenas respondieron a las preguntas de
Saavedra diciendo que Grijalba estaba al servicio del rey, cuando la verdad era muy
distinta. Grijalba había sido vendido como esclavo.
Cinco meses después de su partida, Saavedra anclaba nuevamente en el puerto de
Tidor. El segundo intento de atravesar el Pacífico de occidente a oriente resultaba otro
fracaso.
Unos días antes del regreso de Saavedra súpose en Tidor la estancia de tres
europeos en la isla de Guayamelin. La Torre encarga en seguida a Urdaneta su
captura. Este cumple la orden llevando en cuatro paraos abundante fuerza, y
sorprende a los tres europeos, que resultan ser los desertores de la nao de Saavedra.
Su conducción a Tidor coincide para su mayor desgracia con la llegada de Saavedra,
quien, furioso, se lanza contra uno de ellos puñal en mano. La dura ley marcial les fue
aplicada un mes más tarde a dos de aquellos desgraciados, llamados Simón de Brito y
Fernando Romero.

Por la pendiente
“… ni la amiga
Maluca da árbol bueno”

Fray Luis de León[18]

Tantas y tan repetidas victorias producían siempre a los españoles


inmediatamente de obtenidas la ilusión de haber resuelto definitivamente su
situación. Pero la cercanía de su base de Malaca daba a sus contrarios, junto con la
posibilidad de rehacer prontamente sus efectivos, una superioridad incontestable
contra aquel exiguo grupo, cada vez más reducido por las bajas. El número de
soldados españoles había disminuido a sesenta, aproximadamente. Este puñado de

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combatientes de ninguna manera podía aspirar a imponerse. El dominio de aquel
espacio marítimo pertenecía a los portugueses. Más o menos pronto, aquella guerra
tenía que acabar fatalmente con el triunfo de éstos.
Así sucedía que a poco de cada combate pudieran acrecentar cada vez más sus
exigencias cerca de los españoles. Las peticiones elevadas a La Torre “el mismo día
que partió Alvaro de Saavedra”, según observa Urdaneta sagazmente, atañían a la
devolución del navío apresado, con toda su tripulación y artillería, así como de los
paraos cogidos anteriormente, y al abandono de todas las islas conquistadas. Al
mismo tiempo, la labor portuguesa cerca de los reyezuelos sometidos a La Torre no
cesaba. Los argumentos portugueses ponderando la creciente merma de las fuerzas
españolas eran cada vez más convincentes.
Por eso, la indecisión manifestada últimamente por el hasta entonces fiel aliado el
rey de Gilolo preocupaba hondamente a La Torre. El jefe indígena pactó treguas con
los portugueses, sin contar con el jefe español. Con toda la posible pompa marcha La
Torre a Gilolo, para ver de atraer al rey nuevamente a su causa, como antes,
incondicionalmente. Pero el rey de Gilolo estaba al cabo de sus posibilidades. Veinte
meses llevaba teniendo a su cargo en la isla una pequeña guarnición. Exhaustas de
recursos estaban sus arcas. Su determinación a pactar con los portugueses obedecía al
deseo de comerciar con ellos y, así, procurarse dinero. El rey manifestóse dispuesto a
romper con los enemigos de La Torre; sólo pedía a cambio treinta soldados españoles
de guarnición permanente. Lo peor para La Torre es que no pudo acceder a ese deseo.
Su situación venía siendo más trágica cada vez. Unos días más tarde cedería al rey de
Gilolo un bergantín más veinte soldados; pero a pesar de todo el rey de Gilolo le pasa
nuevamente aviso de estar dispuesto a confirmar sus treguas con los portugueses.
En vano intentará La Torre detener esta marcha contraria de los acontecimientos.
Hasta desliza la especie de cierto hipotético navío navegando por aquellos mares, a
punto de llegar de un momento a otro. Las relaciones entre portugueses y españoles
con los indígenas constituyen desde aquí, mucho más que antes, maraña oscurísima
de intrigas entreverada de audaces expediciones. Urdaneta desarrolla ahora papel
principalísimo.
Unos y otros aprovechan en su favor todas las posibilidades que las banderías
locales les brindan.

Declinado
El amor propio de La Torre hubo, indudablemente, de pasar bien duros trances.
Conocemos por Urdaneta un serio intento de envenenamiento acaecido en Gilolo
precisamente, de cuyas resultas varios expedicionarios mueren en medio de atroces
dolores. Urdaneta no es aquí muy explícito, pero sugiere la intervención de una mujer
en el intento. En vino de palma les fue administrado el veneno a aquellos

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desgraciados y a otros muchos que estuvieron por el mismo motivo al borde del
sepulcro.
Urdaneta nos relata también con todo detalle otro curioso sucedido. Parece que el
capellán español don Juan de Torres sentía la necesidad de confesarse, pues llevaba
más de un año sin tener con quien hacerlo. Con la licencia de La Torre decidió
trasladarse a Tarenate para confesarse allí con el capellán de los portugueses. Llegado
a las inmediaciones de la base portuguesa, solicitó salvoconducto, manifestando los
motivos que hasta allí le llevaban.
Al decir de Urdaneta: “Dijéronle algunos portugueses, hombres de bien, que
podía salir, que un sacerdote consigo se traía el seguro; y aunque tornó a replicar,
tornáronle a decir que bien podía saltar en tierra sobre sus palabras, y así salieron él y
un mancebo que se llamaba Rafael Martínez”. Estos portugueses obraban
sinceramente; pero Meneses, el jefe de la plaza, pensaba de distinta manera. Juzgó la
ocasión magnífica para liberar a algunos compatriotas prisioneros de los españoles, y,
por lo tanto, Torres y su asistente quedaron prisioneros. Y, finalmente, La Torre hubo
de ceder a las exigencias de Meneses. Debió de parecerle durísimo que sus hombres
murieran, como así morían en efecto, sin los auxilios religiosos. El capellán y su
asistente sólo consiguieron la libertad cuando Meneses obtuvo la de cuatro
prisioneros escogidos por él mismo.
Es muy posible que La Torre se considerase en su fuero interno, desde ahora,
vencido sin remedio.
Para colmo, los funcionarios de la expedición sienten con increíble ceguera
llegado su momento. Salvo Urdaneta, que compaginaba las funciones de su elevado
cargo con los puestos más comprometidos de la primera línea, los administrativos de
la expedición nunca pensaron en luchar; pero, eso sí, ateníanse al botín
escrupulosamente. Surgen a esta hora declinante los emboscados, exigiendo
inconcebibles pretensiones a La Torre en perjuicio de los soldados, únicos que allí se
exponían sin exigir nada en cambio.

Segundo fracaso de “La Florida”


(3 mayo 1529 - ¿diciembre? 1529)
Todo este estado de cosas acucia perentoriamente a La Torre a comunicarse con
España. Los acontecimientos urgen el inmediato regreso de La Florida a la Nueva
España. Es preciso volver a probar fortuna.
Pero la carcoma ha comenzado entretanto su labor destructora en el casco del
navío. Tripulantes y soldados, todos debieron trabajar intensamente, acondicionando
la nao para el enorme salto que de nuevo intentaría. Era aquella la postrera esperanza
que les quedaba para comunicarse con la patria. Urdaneta describe los trabajos
minuciosamente: “Porque hacía agua le echamos otro aforro de tablazón al costado
desde la quilla hasta la lumbre del agua”. El casco es recorrido antes con una masa de

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cal y aceite; colocáronse después encima “tablas delgadas cosidas con el costado con
unos clavos”. Por último, nuevo y definitivo calafateo con “un betún de resina y
aceite y estopa, que es cosa muy buena”.
Urdaneta se las promete muy felices con todos estos preparativos. Ignora que la
empresa le está reservada a él precisamente y al ocaso de su vida.
La Torre sugiere a Saavedra la vuelta a España por el cabo de Buena Esperanza;
pero este consejo no surte efecto, pues Saavedra juzga este recorrido más difícil
todavía. El 3 de mayo, La Florida se lanza a la travesía del Pacífico. El 24 del mes
siguiente, Saavedra se encuentra en la isla de Paine, en la bahía de Geelvinck, dos
grados al sur del Ecuador. La bahía de Geelvinck está en la extremidad noroeste de
Nueva Guinea. El 15 de agosto, La Florida alcanza la isla del Almirantazgo. Un buen
mapa ilustrará al lector de lo exiguo del recorrido efectuado durante tanto tiempo de
navegación. Evidentemente, la nao no tenía vientos favorables. Saavedra, dándose
perfecta cuenta de la poca distancia recorrida en comparación con la que aún le
quedaba por recorrer, duda aquí si virar en dirección al cabo de Buena Esperanza;
pero tras algunas vacilaciones persiste en su primitiva decisión.
Arrumbando decididamente al nordeste, La Florida llega a mediados de
septiembre a la isla de Ualán, del grupo de las Marshall. La nao toca en varias islas de
este archipiélago y fondea en una de las Utirik, del mismo grupo, a causa de hallarse
enfermo Saavedra. La acogida de los indígenas es sumamente afectuosa. Rodeado de
un millar de naturales, el jefe de la isla recibe a los navegantes con cánticos
acompañados al son de rústicos instrumentos. Aquellos salvajes arden en deseos de
conocer el manejo de los arcabuces, y son complacidos en su anhelo. El disparo
produce terrible efecto. Primero, caen por tierra; después, huyen despavoridos en
todas direcciones, para embarcar en seguida en sus esquifes y trasladarse a otra isla
cercana. Pasado algún tiempo se tranquilizaron, y volvieron con igual confianza que
anteriormente. Hasta surtieron las despensas de La Florida de dos mil cocos, amén de
otras provisiones y ayudaron a repostar de agua los aljibes.
La Florida zarpa de Utirik rumbo al norte. Al llegar a los 26°, Saavedra fallece
víctima de las penalidades. Su sucesor, el toledano Laso, no le sobrevive más de ocho
días. La nao queda al mando del maestre y del piloto y alcanza la latitud 31° norte.
En este momento, La Florida se encuentra más cerca del continente americano que
de las Molucas. El retorno desde allí a la base de partida costaba más tiempo que
alcanzar las costas mejicanas Pero falta en la nao un jefe verdaderamente decidido.
Este hombre se hubiera cubierto de fama imperecedera.
El desaliento, aliado con una duda mortal, contribuye a la lamentable decisión, de
alcance histórico. La Florida vira en redondo la ruta conducente a su gloria.
Tras larga navegación alcanza las islas de los Ladrones, y desde allí, por vez
tercera, rubricando definitivamente su fracaso, las islas Molucas. Los tripulantes no
contaban seguramente el triste fin que aquí les aguardaba.

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Desastre
(28 octubre 1529)
La táctica de La Torre desde la partida de Saavedra consiste únicamente en ganar
tiempo. No ignora que su salvación depende solamente de la llegada de La Florida a
su destino y de los socorros urgentemente pedidos por su medio a Hernán Cortés.
Toda su política estriba, por tanto, en sostenerse hasta ese momento. Empero, su
causa viene teniendo serios contratiempos. La muerte, muy pocos días después de
zarpar La Florida, del rey de Gilolo, calificado por Urdaneta de “muy grande amigo
nuestro”, supone la pérdida de su aliado más fiel.
No es desconocida en la base portuguesa la situación del caudillo español. Este,
por añadidura, vese precisado, muy a su pesar, con el fin de que su prestigio no
decrezca ante los indígenas amigos, a cederles en apoyo de sus correrías armamento,
buques y soldados. Urdaneta describe en dos líneas la situación: “Después que partió
la carabela (La Florida) tuvimos todavía guerra con los portugueses y sus amigos, y
nos hacíamos mucho mal los unos a los otros”.
El espionaje pone en conocimiento de Meneses una salida efectuada desde Tidor
por bastantes fuerzas españolas a objetivos distantes, utilizando para ello el grueso de
las naves disponibles. Meneses prepara inmediatamente el golpe que había de ser
decisivo. No tarda en presentarse él mismo en persona, al mando de toda su Armada,
ante la plaza de la isla de Tidor. El desembarco es efectuado sin oposición, y la
ciudad, defendida por sólo siete españoles y unos treinta indios, cae a poco, después
de inútil resistencia.
La Torre opta por retirarse al fuerte con sus escasas fuerzas, y convoca aquí
consejo de oficiales. Bustamante manifestóse de primeras decididamente partidario
de rendirse. De la misma opinión eran Hans, el jefe de la artillería; un tal Godoy y
otros muchos. Urdaneta no asistió a esta junta, pues formaba parte de la expedición
que, mermando considerablemente las escasas fuerzas españolas, favoreció
impensadamente al éxito del ataque portugués. Pero la embestida de su Diario a
quienes aconsejaron rendirse revela el ímpetu de su ardor combativo: “Y no me
maravillo que éstos dijesen este parecer, porque ninguno de estos tres que he
nombrado —Bustamante, Hans y Godoy— nunca se hallaron en afrenta ninguna ni
en ganar la honra que teníamos ganada, así con portugueses como con indios…”.
Bustamante, sobre todo, no sale bien parado de las líneas que Urdaneta le dedica.
Parece ser que La Torre decidió continuar la resistencia y ordenó disparar a los
artilleros. Estos, empero, desobedecieron el mandato de su jefe. Bustamante había
sembrado ya la indisciplina, difundiendo la idea de que la resistencia a ultranza
induciría a los sitiadores a un asalto sin cuartel. El mismo La Torre comenzó entonces
a disparar las piezas, a tiempo que un parlamentario, portando bandera blanca, le
requería la rendición de parte de Meneses.

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Presentábase el portugués en el mejor momento. Bustamante había socavado a
fondo la moral de los defensores, añadiendo a sus derrotismos anteriores lo vano de
esperar socorros de Méjico. En vista del espíritu de la mayoría de su gente, y
comprendiendo lo inútil de la resistencia, La Torre decidió capitular. Las condiciones
eran, para él, realmente aceptables, teniendo en cuenta que Bustamante, sin esperar el
diálogo, se pasó a los sitiadores con buena parte de la tropa.
Estipulaban las capitulaciones la entrega por el capitán La Torre de la galera
anteriormente conquistada y la devolución de todos los prisioneros, más el abandono
por los españoles de la isla de Tidor, así como las restantes islas de las Especias. Los
españoles debían retirarse con todos sus efectos a Zamafo.

La conducta final de Bustamante


La derrota sirve para revelar la calidad moral de muchos personajes de la
expedición. Ciertos momentos de la guerra descubren hasta lo íntimo el alma de los
hombres. Ahora se revelan claramente los bajos instintos de Hernando de
Bustamante. Estos sucesos añaden mucho al estudio de la psicología de la gran masa
de enrolados en la expedición magallánica. Hans, el jefe de la artillería, desobediente
a La Torre, es otro superviviente de aquella Armada. Si ahora nos detenemos en
Bustamante de modo particular, es a causa de haberle seguido antes como compañero
de Elcano durante el primer viaje alrededor del mundo.
Su inscripción en el rol de aquella expedición, formulada en la Casa de
Contratación de Sevilla, contrasta con la concisa seriedad de las matrículas de los
restantes expedicionarios. Casi todos los que, como subordinados de Magallanes,
iniciaron el mayor viaje por mar de todos los tiempos, no pasaban de ser unos
aventureros, de los que bastantes con más o menos recusables antecedentes. En otras
expediciones ocurría parecidamente, pero en ninguna tanto como en la de
Magallanes. Todos los alistados a sus órdenes declaran sus datos familiares con
extremada concisión. La inscripción de Bustamante sugiere, en cambio, cierta
ligereza y volubilidad, cierta verbosidad muy singular. Ya lo dice Cervantes hablando
a propósito de maese Nicolás: “Todos o los más barberos son guitarreros o
copleros”[19].
Urdaneta execra indignado su conducta: “Hernando de Bustamante, contador, y
Juan de Torres, capellán, robaron todo lo que pudieron así del Rey como de los
compañeros, y el Bustamante llevó todas las escrituras y testamentos e inventarios y
almonedas que se habían hecho y todos los libros del Rey…”.
Urdaneta, sin duda alguna, sentíase de tiempo atrás incompatible con Bustamante,
pues después de anotar nombres de desertores, puntualiza la labor de pillaje y
destrucción efectuada por cada uno, y añade: “Todos éstos eran paniaguados de
Bustamante, el cual había deseado aquella hora muchos días había”.

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EL AVENTURERO

A todo esto, Urdaneta y Alonso de los Ríos, capitanes de aquella expedición en mala
hora proyectada, ignoraban totalmente lo ocurrido. Su correría alcanzó notables
éxitos, pero al regreso algún indicio les hizo entrar en malas sospechas. Estas no
tardaron en confirmarse. Urdaneta quedó encargado de desembarcar para enterarse de
la situación.
De noche, acompañado del regente de la isla, un tal Quichilrade, promotor de
aquella aventura de tan desgraciadas consecuencias, Urdaneta desembarca en Tidor
con otros cinco soldados. Pero el poblado al cual se dirigieron estaba en pavesas.
Quedaba todavía a Urdaneta alguna esperanza, y en una canoa dirigióse a las
cercanías del fuerte. Aquí se derrumbaron sus postreras ilusiones. En el silencio
nocturno trascendían voces portuguesas. Para colmo, tres de sus cinco soldados
desertaron aprovechando la oscuridad.
Urdaneta arrumba entonces a la isla de Gilolo, única adonde todavía no habían
llegado los portugueses. Durante las noches siguientes, Urdaneta se dedica a recoger
a los miembros de la familia real de Tidor y a todos los temerosos de represalias.
Faltaba averiguar el paradero de Alonso de los Ríos, que, desorientado y sin saber
dónde refugiarse, vagaba a la ventura por aquellas islas. Lo cierto es que Urdaneta
logra reunir en Gilolo veintisiete soldados españoles, dispuestos a defenderse hasta lo
último. No eran muchos, ciertamente; pero aquellos valientes, ilusionados por la
esperanza de los refuerzos prometidos por Saavedra, contaban aún con recobrar desde
Gilolo sus antiguos dominios.
La Torre no tarda en conocer los propósitos de Urdaneta. La Torre había jurado
sus capitulaciones con los portugueses ante una Hostia consagrada, y fiel a su
juramento apresuróse a enviar emisarios a Gilolo, comunicando a Urdaneta el respeto
a las condiciones estipuladas en la rendición, cosa por otra parte, lejanísima de los
propósitos del guipuzcoano. La respuesta de Urdaneta es inmediata. Como quiera que
todos consideraban todavía a La Torre como jefe, Urdaneta, Alonso de los Ríos más
dos soldados, acompañados de prestigiosos indígenas, se embarcaron para Zamafo,
lugar donde el capitán rendido estaba residiendo, con el propósito de convencerle a
que, tomando nuevamente el mando, organizara cuanto antes la resistencia.
Pero La Torre les hizo ver en qué solemnes condiciones juró su rendición. No
estaba dispuesto, en manera alguna, a quebrantar lo prometido. Por último,
conminóles a “que no se apartasen de su compañía”. La negativa de Urdaneta y sus
amigos fue rotunda. Además, algunos de los rendidos hasta pidieron a La Torre
licencia para irse con Urdaneta “a servir a Su Majestad”. Como es natural, La Torre,
lejos de acceder a esta pretensión, “a ninguno quiso dar licencia; pero ellos, viendo
que era servicio de Su Majestad”, le abandonaron para marcharse con Urdaneta.

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Días después, comisionados portugueses se presentaron en Gilolo, requiriendo a
los insurrectos a trasladarse a Zamafo de acuerdo con lo capitulado; pero la decidida
oposición que hallaron les obligó a huir rápidamente. Urdaneta y los suyos habíanse
preparado para arremeter contra ellos.
Era natural que los portugueses comunicaran a La Torre la insólita acogida, así
como la falta de respuesta a otra comunicación enviada por Meneses a Urdaneta.
Aquel noble capitán apresuróse a poner de su parte todo lo posible para terminar con
aquella situación, tan equívoca y peligrosa.
Cierta noche, La Torre marcha a Gilolo. Su semblante ostentaba huellas de
profundo abatimiento. Esta vez sus noticias eran, por desgracia, inmejorables para
obtener el fin que se proponía. Urdaneta supo del definitivo fracaso de La Florida.
Para colmo, su tripulación habíase disuelto al arribo. La Torre deseaba solamente que
Urdaneta partiera a rescatar los posibles tripulantes desperdigados por las islas. El
mandato de La Torre es ahora prontamente obedecido por Urdaneta.
Pero el placer de la aventura ha prendido muy fuerte en el soldado y aventurero
nato que es el joven guipuzcoano. Al regreso de su comisión, cumplida con un parao
y al mando de tres compañeros, Urdaneta secuestra una mañana a tres indigenas muy
principales en un lugar llamado Malayo. Los secuestradores obtienen del rescate buen
producto. Según Urdaneta “más de cien ducados, con que volvimos muy alegres, así
comenzamos a tornar a nuestro oficio”. Estas palabras excusan todo comentario;
revelan diáfanamente un temperamento.
Es verdaderamente curiosa en el soldado que ha cumplido con su deber esta
pronta resignación a la derrota, cuya culpa no puede serle imputada. Este muchacho
de veintiún años, situado como quien dice casi en los antípodas de su patria, aislado
de ella en absoluto y en medio de paradisíaca naturaleza, se abre al placer de vivir.
Nadie como un soldado en la guerra disfruta de la vida. Sólo un guerrero sabe del
goce de sentirse vivir a seguido de volver del alero de la existencia. Entre el soldado
y el aventurero hay apenas la distancia de un paso. Esta casi imperceptible diferencia
está marcada admirablemente en el Diario de Urdaneta, cuando dice: “De ahí en
adelante los más días hacíamos muchos saltos por todas las islas juntamente con los
indios de Gilolo…”.
Urdaneta y sus amigos se han convertido a los usos indígenas. En realidad, la
ropa europea de aquellos hombres está destrozada en jirones después de tantos años
de uso. Un soldado derrotado en nada se diferencia del mendigo más astroso.
Urdaneta destaca, por otra parte, la conducta más que condescendiente del rey de
Gilolo para con ellos. A la guerra sustituye la pasión por la caza, que tantos puntos de
contacto tiene con aquélla. El país abunda en jabalíes. “También nos dimos en este
tiempo a la caza, que había muchos puercos monteses; y con un perro que teníamos
mucho bueno matábamos puercos monteses; también nos dimos a criar gozquejos de
la tierra, que son muy buenos para cazar”.

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Aquellos hombres, de quienes en su patria ni se sabía si existían, y que pelearon
en increíbles condiciones de aislamiento y desamparo por dar al Emperador aquellas
islas, símbolo de abundancia, desconocían, a su vez, que Carlos V acababa de
enajenar su derecho a ellas por unos miles de ducados. Sólo les quedaba erguido un
anhelo entre tantos anhelos derrumbados. Regresar a su patria para volver en seguida
a poner sus espadas al servicio de Su Majestad.

El sentido político de Urdaneta


Las adversas circunstancias descubren la verdadera medida de los hombres. La
derrota convierte a Urdaneta en el alma de aquel puñado de soldados, reducido a vida
primitiva y salvaje. El joven aventurero comienza a revelar sus dotes admirables de
buen sentido político. Llegará a darse un curioso caso, sumamente honroso para
Urdaneta. Él, enemigo declarado de los portugueses, será desde ahora, en más de una
ocasión, su providencia. Aunque parezca paradoja, la virtud más necesaria al
aventurero es la cordura.
Los indígenas de la isla de Gilolo están divididos en dos bandos. Dos
gobernadores de la isla —Quichil Tidore y Quichil Humi— dispútanse su dominio
exclusivo. Necesariamente, esto obliga a los españoles a inclinarse por uno u otro de
los banderizos, sabiendo de antemano que su intervención será decisiva en la lucha.
Entre los soldados y los tripulantes de La Florida recogidos por Urdaneta, los
españoles de Gilolo suman cincuenta y ocho. Su determinación a favor de Quichil
Tidore es decisión bien sopesada. “La mayor parte de los indios estaban muy bien
con nosotros”, nos advierte Urdaneta. Por lo tanto, es elemental conservar esta
amistad. Además, el gobernador favorecido “era —sigue diciéndonos el mismo
Urdaneta— mucho nuestro amigo”. Por añadidura —prosigue advirtiéndonos—, “si
el Qichil Humi quedaba por Señor, no podíamos hacer menos de pasarnos a los
portugueses, que nos querían mal”.
A pesar de esta última reticencia, una inesperada circunstancia establecería bien
pronto la realidad de la hermandad hispanoportuguesa. Urdaneta mismo sería el
primero en olvidar sus resquemores para correr a ayudar a quienes, siendo cristianos
como él, estaban en peligro de ser exterminados.
Un suceso aparentemente baladí origina el complot. Un indígena había matado un
puerco propiedad del jefe portugués Meneses. Los indígenas eran mahometanos
fanáticos. Ya en el Diario de Pigafetta se lee cómo los naturales de Tidor llevaban su
repugnancia hacia aquellos animales hasta el extremo de taparse las narices cuando
veían alguno, y añade que el rey de Tidor pidió y obtuvo del mando de la expedición,
a cambio de abundante compensación en otros víveres, la matanza de todos los
puercos llevados por los navíos en sus sentinas. La hazaña del indígena subleva a
Jorge de Meneses, el cual corresponde cometiendo una falta insigne de sentido
politico: ordena al matador comer tocino bajo pena de vida.

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Este gesto provoca en las islas oleadas de indignación anticristiana. La afrenta de
Meneses hace olvidar sus diferencias a los indígenas, que inician bajo cuerda los
preparativos de una sublevación destinada a raer de las islas todo rastro de enemigos
de la fe mahometana. Además, las intrigas de Meneses habían resuelto, finalmente, la
situación interna de Gilolo en favor del bando contrario a los españoles y favorecían
extraordinariamente los designios fanáticos respecto de éstos. Quedaban por ultimar
otros detalles menudos, inevitables en toda conjuración. Entre la base portuguesa de
Tarenate y la isla de Gilolo ciertos paraos inician en misteriosos viajes los contactos
necesarios.
Pero se cruza por medio un hecho providencial. Durante su permanencia en las
Molucas, Urdaneta ha aprendido a la perfección el idioma de las islas. Otras
ocasiones de la vida del guipuzcoano revelan igualmente sus aficiones lingüísticas.
Hombre de dos idiomas iniciales, aquel vasco posee gran facilidad para asimilar los
de los países que cruza. Lo cierto es que Urdaneta sorprende la siniestra trama. Los
indigenas, seguros del triunfo, habían previsto incluso a quiénes indultar de la
matanza que se proponían. Los únicos perdonados eran los artilleros, herreros y
carpinteros, es decir, todos aquéllos que luego podían serles útiles.
Urdaneta comunica en seguida a La Torre su descubrimiento. Desde aquel mismo
punto aquellos hombres tan confiados montan la guardia nuevamente. Quedaba avisar
cuanto antes a Meneses del enorme peligro que se le cernía. La Torre encarga de esta
misión al propio Urdaneta. Al mismo tiempo aprovecha la ocasión para comisionarle
su representación en el acto de la firma de la paz definitiva lusoespañola.
“A veinte y tantos días de agosto del dicho año 1530 fui yo a Tarenate con poder
bastante de nuestro capitán Fernando de la Torre…”, nos dice Urdaneta con juvenil e
inconsciente jactancia. Y con el mismo solemne estilo, añade: “Asentamos las paces e
hicimos escrituras firmes…”.
Meneses, primeramente, se resiste a creer en Urdaneta: “Don Jorge no me dio
crédito pensando que lo haría por revolverle con los indios…”' Pero Urdaneta
demuestra conocer tantos detalles que, al fin, no tiene más remedio que rendirse a la
evidencia. Meneses se da cuenta de la capacidad de aquel muchacho a quien tantas
veces oyera nombrar, y que él imaginaba de su parte como un díscolo mediocre.
Meneses reacciona brutalmente. El joven rey de Tarenate, el regente de la isla y los
notables son reducidos a prisión. Poco después, el regente y los notables confiesan en
el tormento sus planes, y, finalmente, son degollados. Estas terribles nuevas cunden
en la isla como un rayo. Los indígenas, aterrados, desamparan sus casas
apresuradamente y huyen a refugiarse en los montes del interior.
Estas noticias trascienden a Gilolo y soliviantan a los naturales, quienes,
temerosos de la repetición por los españoles del gesto de los portugueses, comienzan
a tomar las armas. Cautamente, La Torre intenta comunicarse con el jefe portugués
antes de adoptar ninguna medida, pero los indígenas quieren impedir el enlace. Esta
arriesgada misión queda encargada nuevamente a Urdaneta, el cual parte a cumplirla

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a la noche en una canoa. En quellos críticos momentos, Urdaneta ratifica con
Meneses las anteriores paces, estableciendo compromisos de mutua asistencia.
Cuando a la noche siguiente Urdaneta regresa, encuentra a sus compañeros “puestos
en armas con sus escopetas a cuestas”.
El intento indígena aborta. Pero Urdaneta huye de aconsejar soluciones
represivas. Por todas las trazas, los expedicionarios habían todavía de permanecer en
la isla durante largo tiempo. Convenía, sin duda, volver al acuerdo con los aborígenes
por medios pacíficos. ¿Pero cómo descargar aquella atmósfera tan peligrosa?
También ahora es Urdaneta el encargado de esta difícil misión. Su mejor
conocimiento del idioma del país hacíale el más apto para el delicado encargo.
El guipuzcoano parte a entrevistarse con los jefes indígenas. Su Diario permite
inducir lo laborioso de su gestión, llevada a efecto a la mañana siguiente de regresar
de su conferencia con Meneses. Su actividad aquellos días es inagotable. Urdaneta
encuentra a “todos los indios de Gilolo puestos en armas”, dispuestos a defenderse
con encarnizamiento. Todos ellos acusan a La Torre de querer matar a su jefe. Por
supuesto, no mentaban para nada su fracasado intento respecto a La Torre y todos sus
subordinados.
Urdaneta aparentó ignorarlo todo. Cumplió sus funciones en perfecto
diplomático: “Yo les dije qué cosa era que siendo tan grandes amigos como ellos y
nosotros éramos que estuviésemos en tan gran discordia…”. Esta frase retrata
admirablemente la singular escena. Pero hubo todavía algo más. Los indígenas
cogieron al aire la sugerencia de Urdaneta, y respondieron “que lo mejor sería que se
disimulase”; expresaron la conveniencia para todos de seguir siendo amigos.
Urdaneta corresponde a tan buenos deseos manifestando que los de La Torre y todos
los suyos no eran otros.
En resolución, ambas partes, en la pendiente de los mejores cumplidos, llegaron
finalmente a jurar el mutuo acuerdo. “A la tarde nos juntamos los unos y los otros, y
quedamos muy grandes amigos, y por más firmeza juramos cinco o seis de nosotros y
otros tantos de ellos”. Era el día 15 de octubre de 1530.

Primeras noticias de Europa


Primeros días de noviembre de 1530. Una Armada lusitana de tres naos, al mando
del almirante Gonzalo de Pereira, arriba a Tarenate. Pereira viene a sustituir al
impolítico Meneses. La sustitución apacigua aparentemente los ánimos de los
indígenas.
El 20 de diciembre, Pereira recibe la visita de Urdaneta, el cual, representando a
los españoles de Gilolo, quiere renovar la alianza hispanoportuguesa pactada con
Meneses. Una nueva inesperada aguarda a Urdaneta en Tarenate. Pereira trae noticias
de Europa. Son las primeras que Urdaneta escuchará después de su salida de La
Coruña, cinco años hace.

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El almirante portugués comunica a Urdaneta que Carlos V ha cedido al rey de
Portugal todos sus derechos a las Molucas a cambio de crecida indemnización.
Termina con esto, por tanto, el inacabable pleito acerca de las islas de las Especies
entre España y Portugal. Por último, Pereira expresa a Urdaneta su esperanza de que
los españoles de aquellas islas observen en adelante, hasta que la ocasión de su
regreso se presente, una conducta razonable, sin más veleidades aventureras.
Desde este momento hasta su llegada a Lisboa, cinco años y medio más tarde,
Urdaneta espacia sobremanera su Diario. En contraste con anteriores abundancias,
unas pocas páginas condensan tan largo espacio de tiempo. Con todo, vuelve a
aparecérsenos el Urdaneta anterior con su estilo un tanto farragoso, pero colmado de
sugerente detallismo.
Dedúcese de su escrito que Urdaneta no acaba de dar crédito a las
manifestaciones de Pereira. Este había rogado al guipuzcoano que recogiera a sus
compañeros y se trasladara con ellos a Tarenate, prometiendo corresponderles con
“mucha honra y mercedes”. Las manifestaciones de Pereira eran verdaderas, pero la
vida había exasperado en Urdaneta el recelo natural a su oficio de soldado. El
guipuzcoano vuelve a los suyos después de responder a Pereira que, si traía alguna
orden del Emperador para la entrega y el abandono de aquellas tierras, mostrara la
real Provisión. Pereira excusóse diciendo que el despacho del Emperador obraba en
manos del gobernador general de las Indias portuguesas; pero esta respuesta acrece la
desconfianza de Urdaneta, muy lejos de aplacarla.

Conferencias clandestinas
Urdaneta no nos especifica a qué clase de motivos se debió su vuelta a Tarenate
unos días después. Acaso su creciente recelo hacia lo manifestado por Pereira
motivara su viaje. “Torné a la dicha fortaleza a negociar ciertas cosas…”. Esto tiene
cierto aire misterioso. Las sospechas aumentan cuando, a renglón seguido, leemos el
relato de su entrevista “con un caballero portugués que había andado mucho tiempo
en Castilla”.
Este caballero portugués esperaba regresar próximamente a su patria, y se ofreció
a Urdaneta para hacer llegar a manos de Carlos V cualquier memorial de sus soldados
en las Molucas. Además, añadía que las manifestaciones de Pereira respecto a la
cesión de las islas eran falsas. Urdaneta vio con todo esto el cielo abierto. ¿Qué otra
cosa deseaban aquellos hombres sino ponerse en comunicación con el Emperador?
Aquella inesperada oportunidad conmueve a Urdaneta hasta lo más profundo. “Yo le
dije —añade con palabras que traslucen la clandestinidad de aquel encuentro— que la
mayor merced que a todos los castellanos que estábamos en Maluco era hacer lo que
decía”.
Sin embargo, ¿no se trataría de una añagaza? Urdaneta encaminó por si acaso a su
amigo hasta la capilla de los portugueses en el poblado. Completamente solos ambos

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en la pequeña iglesia, Urdaneta obliga al portugués “a jurar sobre una ara consagrada
cumplir lo que decía”. Asegurado por este solemne juramento, Urdaneta apresúrase a
regresar adonde La Torre. Entre los dos redactan una relación con todo lo acaecido en
las islas durante aquellos años, así como una respetuosa carta al Emperador.
Urdaneta, portador de tan preciosos documentos, vuelve de nuevo con presteza a
Tarenate para ponerlos en las manos de su amigo. Aníbal Cernuchi, que así se
llamaba éste, parte de allí a pocos días para Portugal. Sábese que no pudo, a pesar de
sus excelentes deseos, hacer llegar a Carlos V los documentos que llevaba.
Pereira desconoce la maniobra, como es natural. El año 1531 amanece con
presagios de tormenta, encubiertos bajo protestas de amistad. El concepto riguroso
del patriotismo es, indudablemente, propio de estos tiempos modernos. Entrambos
bandos abundaban bastante en Bustamantes y Cernachis. Pereira había solicitado a La
Torre un calafate para ayuda de trabajos de reparación que estaba efectuando en sus
navíos. La Torre, accediendo a este deseo, envióle a un tal Arena. Terminado su
trabajo, Arena prefirió quedarse con los portugueses. Ahora bien; Arena había sido
despachado por La Torre al campo portugués con la expresa condición de ser
devuelto una vez efectuado su trabajo, “aunque fuese contra su voluntad”. Señal de
que La Torre no se fiaba mucho de la fidelidad de su subordinado. Pero a la hora de
cumplir lo pactado, Pereira se olvida del compromiso, y Urdaneta marcha varias
veces a Tarenate a efectuar la reclamación. La postrera vez, el guipuzcoano muestra a
Pereira el compromiso firmado, y le exige su cumplimiento. Cierta ira contenida en
las líneas del Diario de Urdaneta revela que la discusión llegó a un punto muy tirante.
Esta gestión, coronada por el fracaso, decide a La Torre al envío de su escribano,
acompañado del alguacil, para efectuar ante Pereira nuevo y solemne requerimiento.
La Torre amenazaba a Pereira con considerarse liberado de sus anteriores juramentos
si no cumplía lo pactado. Si Pereira hubiera sido perspicaz, acaso adivinara algún
motivo oculto en la embajada. En realidad, La Torre guardaba esperanzas de que la
documentación enviada con Cernuchi llegara a buen término, y quería recobrar su
libertad de acción liberándose de su solemne juramento ante el Santísimo
Sacramento. Pereira sublevóse hasta el extremo cuando escuchó el arrogante
requerimiento. La escena inmediata resultó bien penosa. Pereira, enarbolando un
palo, intentó agredir al escribano, cosa que otros caballeros portugueses impidieron.
Luego se desahogó vociferándole “que se embarcase y se fuese, que juraba a Dios
que antes de mucho había de tomar a los castellanos maniatados y había de
desterrarlos a unas islas que se llamaban las Islas de Mandibar…”.

El mercader
La dura necesidad apremiaba a los españoles. Las provisiones íbanseles agotando.
Para procurarlas, los expedicionarios acuerdan enviar a Urdaneta a la isla de Gapi.
Esta vez Urdaneta, a quien acompañan algunos indígenas, hará de mercader. Habrá de

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presentarse ante el reyezuelo de Gapi de parte del monarca más poderoso del mundo
con la misión de obtener “herramientas de hierro que se hacen en aquellas partes”, a
trueque de paños, bisutería y otras, baratijas. Aquel hierro, vendido en las islas
inmediatas a Gilolo, proveería al sustento de todos.
Esta embajada da motivo a una de las descripciones más interesantes de Urdaneta.
En ninguna otra parte retrata mejor que en estas páginas el carácter de sus años
mozos. Urdaneta aparece penetrado de la importancia de su cometido. El
guipuzcoano arriba a Gapi con tres paraos.
Inmediatamente “hizo saber al Rey”… “que le pedía por merced me mandase dar
audiencia”. Urdaneta no esperaba seguramente una negativa; pero el rey le contestó
rogándole le excusara por la muerte de su esposa, acaecida pocos días antes, pues era
costumbre durante el luto no recibir a ningún extranjero. Pero si Urdaneta deseaba
algo, debía manifestarlo —nos dice él mismo— “a dos caballeros, que enviaba a mí
(a Urdaneta) para ello”.
Pero el joven guipuzooano insiste jactancioso, con estilo un tanto campanudo:
“Yo le respondí que una embajada de un capitán de un tan gran príncipe no se solía
dar sino a la misma persona del Rey o Señor a quien se enviaba la embajada, y que,
por tanto, le pedía me mandase escuchar de su persona a la mía…”. Sencillamente,
cara a cara, de tú a tú.
Es igual. El guipuzcoano escucha de nuevo idéntica respuesta que anteriormente.
Pero aquel reyezuelo no contaba con la tenacidad de Urdaneta, que insiste en querer
obtener la audiencia veinte días nada menos. Por fin, el reyezuelo, aburrido por
completo, pasóle aviso accediendo a su pretensión, previniéndole presentarse solo,
sin los principales de Gilolo, que, a su vez, creyeron también necesaria su presencia
en la entrevista. Pero los gilolanos eran mahometanos; “estos de Gapi —según
Urdaneta—, gentiles”.
Urdaneta recoge el rasgo de humor del rey de Gapi negándose a recibir a los de
Gilolo: “Respondióles que si querían comer puerco que bien podían ir”. El reyezuelo
de Gapi conocía perfectamente la manera de ahuyentar mahometanos. Los
acompañantes de Urdaneta —es obvio decirlo— no insistieron.
Pero el reyezuelo guardaba también una sorpresa para Urdaneta. A su llegada a
casa del rey de Gapi “envióme —nos dice— a decir que le perdonase, que no se
podía ver conmigo de ninguna manera…”. Dos hombres principales aguardaban al
guipuzcoano, el cual, por fin, hubo de resignarse.
Urdaneta encubre con solemnes palabras la apurada finalidad del viaje: “La
embajada no era más de representarle cómo éramos vasallos del mayor príncipe que
había en el mundo…”. Después de su discurso tuvo lugar la presentación de regalos.
Empero, aquel reyezuelo, no obstante su salvajismo, entendía de presentes. Aceptó
muy agradecido la pañería fina, pero rechazó los abalorios, “diciendo que no era
aquello cosa para dar a él, y que los tomase para mí…”. Este desprecio insuperable

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no inmuta a Urdaneta, que acto seguido, reparte aquella bisutería barata entre los
circunstantes, “los cuales se holgaron mucho”.
Después, el rey —continúa Urdaneta— “me envió de comer, y me envió a decir
que él comenzaba a comer y que comiese yo bien”. De rato en rato mandábale
también vino de palmas. Urdaneta observa la afición de los naturales a esta bebida, y
expresa sus excesos con un viejo giro de gran fuerza descriptiva[20].
No pasaba día sin que el reyezuelo dejara de enviar al otro mundo, para
acompañamiento de su difunta esposa, según decía, una docena de súbditos de ambos
sexos. Cierto estilo de garrote daba cuenta de aquellos desgraciados, cuyos cadáveres,
acto seguido, eran lanzados al mar para pitanza de peces.
La estancia de Urdaneta en Gapi dura cuarenta días. Logrados totalmente los
objetivos del viaje, Urdaneta quiso redondear el éxito trasladándose a la isla de
Tabuco, gran productora de hierro. Los vientos contrarios le impidieron lograr sus
deseos, viéndose obligado a poner rumbo a Gapi nuevamente. Este fracaso, al ser
conocido por el reyezuelo de Gapi, indignó a éste sobremanera. Llevó muy a mal que
Urdaneta reservara lo mejor de sus mercaderías para islas donde no dominaba, y
ordenó aparejar su escuadra para apresar los paraos del guipuzcoano.
Este, avisado a tiempo por algunos principales, pudo huir, sin embargo. La
distancia a Gilolo era de más de cien leguas. Agotadas las provisiones, la travesía le
resultó sumamente penosa. “Lo más de este camino comíamos tiburón crudo”, nos
dice. El hígado crudo del mismo escualo les servía para matar la sed, en medio del
mar, bajo el tórrido sol que volcaba candentes sus rayos.

Caballerosidad de La Torre
Tampoco Pereira alcanza mejor éxito que Meneses en su gobernación de las
Molucas. Los indígenas de Tarenate ansiaban la libertad de su rey, aprisionado por
Meneses; pero Pereira no parecía dispuesto a esta pretensión. El fracaso de las
repetidas gestiones acentúa la tensión entre portugueses e indígenas. De nuevo,
sordamente, comienza a fraguarse la sublevación.
El 27 de mayo de 1531, una muchedumbre de indios sublevados asalta la
fortaleza portuguesa, y acuchilla a Pereira y a sus ayudantes. Con todo, los
portugueses consiguen, a costa de inauditos esfuerzos, recobrar la fortaleza, pero
quedan sitiados por los levantiscos.
Cuatro días más tarde, unos comisionados de Tarenate instaban ayuda ante La
Torre de manera apremiante. Contando con ella prometían seguro el triunfo, y, a
cambio, ofrecían someterse al Emperador. No contaban los tarenates con la negativa
del jefe español. Parecióle a La Torre una villanía aprovechar aquellas circunstancias
tan difíciles para los portugueses, y sintióse solidarizado con ellos. Además, el
número de hombres a sus órdenes ascendía a cuarenta escasamente. De aceptar la
propuesta de los indígenas, la victoria no le hubiera escapado; pero pensando

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razonablemente, el resultado decisivo no le podía sonreír a la larga. No desconocía
que la razón de la superioridad portuguesa estribaba en la cercanía de sus bases a
Malaca. La Torre manifestó a los comisionados su solemne juramento a los
portugueses, y, a pesar de la insistencia de aquéllos, declaróles de manera terminante
no hallarse dispuesto a quebrantar su palabra.
A todo esto, el sucesor de Pereira, un tal Fonseca, estaba en situación dificilísima:
sitiado totalmente, poco menos. Fonseca sabía el objeto de la entrevista de los
comisionados de Tarenate con La Torre. Vióse perdido irremisiblemente con sólo que
los españoles hicieron sentir su peso en la lucha. Ibanle, además, faltando los víveres.
Para colmo, los atacantes, ilusionados por la próxima y ansiada ayuda española,
redoblaban ferozmente sus acometidas.
Una noche, una galera parte sigilosa de las cercanías del fuerte portugués para
dirigirse al refugio de La Torre. Fonseca se le dirigía apelando a sus sentimientos
cristianos, recordándole esta condición común de españoles y portugueses. El capitán
portugués pedía angustiosamente al español manifestara francamente si sus
intenciones eran de atacarle. Si no tenía este propósito, le rogaba un repuesto de
víveres, pues tenía casi exhausta su gente.
La Torre apresuróse noblemente a tranquilizar a Fonseca. Además, merced a sus
gestiones, la galera volvió a Tarenate abarrotada de provisiones. Este proceder hizo
fracasar la sublevación. Desde este momento los amotinados, viendo perdida
irremisiblemente su causa, intentaron un armisticio por mediación de La Torre, que el
humanitario capitán se esforzó en recabar, no obstante las grandes dificultades que a
ello se oponían.

Los preparativos de regreso a España


Ya La Torre no tenía otra ansia que volver cuanto antes a España. Vio ahora el
momento propicio para despejar su situación. Por su parte, Fonseca apareja una
embarcación para trasladar adonde el virrey de Portugal a un representante de los
españoles. La carta de La Torre para el virrey don Nuño de Anaya llevábala un tal
Pedro de Montemayor. La Torre exponía con franqueza su situación y pedía para él y
su gente pasaportes para España. Solicitaba además la suma de dos mil ducados para
pagar algunas deudas contraídas durante su larga permanencia en las islas. En todo
caso, el salvoconducto que solicitaba debía sustraer durante todo el viaje a todos los
expedicionarios de la jurisdicción portuguesa. Por último, La Torre pedía un
documento comprobatorio de la cesión de sus derechos a las islas de las Especias,
efectuada por Carlos V al rey de Portugal.
Montemayor parte a entrevistarse con el virrey de las Indias portuguesas a
mediados de enero de 1532. Su viaje dura dos años, nada menos. En la corte del
virrey conocíase perfectamente la caballerosa conducta de La Torre. Todos
rivalizaron en atenciones con su emisario.

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Sus compañeros aguardaban entretanto su regreso con crecientes ansias. La
necesidad les obligaba a aventurarse en arriesgados cruceros por los mares cercanos a
su refugio. Portugueses y españoles participaron en común frecuentemente en estas
correrías, provechosas las más de las veces, pero de consecuencias descalabradas
alguna otra. Sabemos por Urdaneta la organización por su cuenta y riesgo de una
pacífica expedición a Tabuco, la isla del hierro, con felices resultados. En los
momentos de descanso, los añorantes expedicionarios, sumergidos totalmente en vida
primitiva, entregábanse afanosos a la caza de jabalíes.
Una hora bien difícil se produce para los españoles cuando los gilolanos tienen
conocimiento de su salida inminente de la isla. La Torre había ordenado los
preparativos dentro del mayor sigilo, pero no pudo, sin embargo, impedirse que la
noticia trascendiera a los indígenas. Comprendieron éstos que la salida de los
españoles implicaba su inmediato sometimiento a los portugueses, y, rehusándolo
vehementemente, plantearon a La Torre un conflicto muy embarazoso. En actitud
levantisca, decididos a todo trance a resistir contra los portugueses, exigieron al
capitán español, ya que no sus hombres, cuando menos su armamento. La Torre
recurre al ardid de emplazar la artillería en la costa para calmar los ánimos. Pero nada
más lejos de su pensamiento que hacer uso de las armas contra los portugueses.

El último abrazo
Como no podía menos de ocurrir, Tristán de Tayde, jefe portugués de las
Molucas, se entera pronto de los intentos gilolanos. Hubo además a su alrededor
algunos interesados en el empeño de convencerle que La Torre, alentando a los
indígenas, intentaba defenderse. Acaso La Torre supo estos manejos, pues hizo todo
lo posible por tranquilizar a Tayde, cosa que sólo consiguió a medias.
Una poderosa escuadra portuguesa situóse ante Gilolo el 19 de diciembre de 1533
con sus tripulaciones dispuestas al combate por si acaso. Vióse desde la orilla a Tayde
recorriendo la costa a bordo de una ligera embarcación. Adivinábasele deseoso de
elegir lugar propicio al desembarco. Gonzalo de Vigo, el gallego recogido años atrás
en la isla de Guam, fue encargado por La Torre de hacerse oír del jefe portugués y
demostrarle sus propósitos pacíficos.
Vigo, penetrando en el mar cuanto le fue posible llevando un arcabuz en alto,
llamó primeramente la atención de Tayde disparando un tiro al aire. Luego, a grandes
voces, comunicóle las intenciones de la Torre. Todas las órdenes de Tayde se
dirigieron desde este momento a salvar a los españoles de la ferocidad de los aliados
indígenas que le acompañaban.
A la mañana siguiente, en lugar abrupto y alejado del poblado, tuvo lugar el
desembarco. Nadie hizo resistencia a los portugueses. Los gilolanos, estupefactos
ante la actitud de los españoles, inesperada para ellos, desistieron de sus intenciones,

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y, por último, penetrados de profundo desaliento, terminaron por huir. Unos y otros,
españoles y portugueses, fundiéronse en estrecho abrazo.
Con laconismo no exento de melancolía, anota Urdaneta al llegar a este punto el
número de los supervivientes: “Los castellanos que nos hallamos en Gilolo este día
eramos diez y siete hombres, que todos los demás eran ya muertos…”.

Regreso
Aquel reducido grupo sale en dirección a Tarenate en febrero de 1534. Desde esta
isla, La Torre parte en seguida para España con la mayoría del grupo. Urdaneta queda
todavía en las Molucas de orden de su jefe, para cobrar algunos vales por especias
adeudados por los indígenas a la hacienda del Emperador.
En febrero del año siguiente toca a Urdaneta la vez de partir, utilizando un junco
que se dirige a la isla de Banda. Le acompaña el piloto Macias del Poyo. En la misma
embarcación van en calidad de presos el rey de Tarenate y su madre, más otros dos
personajes de la isla, “por cierta traición que habían cometido contra los
portugueses”. Urdaneta permanece en Banda hasta junio. Los antiguos regentes de
Tidore y Gilolo presentáronsele aquí con objeto de despedirle. Las hazañas de
Urdaneta dejaban en todos aquellos parajes estela legendaria.
La isla de Java y la península de Malaca constituyen otras etapas del viaje de
regreso de Urdaneta. En el joven aventurero alienta ya el cosmógrafo genial. Por
todos los lugares de su paso Urdaneta apunta minucioso multitud de observaciones.
El 15 de noviembre de 1535 Urdaneta sale de Malaca para Ceylán, y llega a
Cochin a mediados de diciembre. En este punto, en calidad de huéspedes del
gobernador portugués, La Torre y sus compañeros le aguardaban. Había en el puerto
un convoy a punto de salir para Portugal. El gobernador prepara la partida de los
expedicionarios. Conoce sin duda alguna el historial de éstos perfectamente, pues
adopta para su embarque singulares precauciones. Los españoles, divididos en grupos
insignificantes, son repartidos entre los diferentes navíos del convoy. Pero los
expedicionarios, no menos recelosos, se distribuyen entre sí previamente los papeles
y toda la documentación de su gesta. Además, La Torre redacta una sucinta historia
de todo lo acaecido, que pone en manos de Urdaneta antes de separarse de éste, para
su ulterior entrega al Emperador si alguna desgracia le ocurriese durante la larga
travesía.
Hay aquí, en la Relación de Urdaneta, una frase imposible de eludir en su empeño
biográfico. Dice así: “Y asimismo La Torre escribió una carta a V.M. donde hacía
relación de los muchos y leales servicios que yo había hecho a V. S. M. en aquellas
partes”.
El Urdaneta militar, el conquistador profesional está retratado admirablemente en
esas palabras. La naturaleza del oficio de las armas tiene siempre incrustada
hondamente esta autoestimación del propio servicio. El amor al oficio encarecido por

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las Ordenanzas exige, naturalmente, esa complacencia del deber bien cumplido. Esa
declaración de Urdaneta corresponde exactamente al militar profesional y revela
claramente propósito de persistir en el servicio activo. Quien piensa en retirarse a otra
más tranquila actividad no escribe de esa manera.
Siempre acompañado de su amigo el piloto Macias del Poyo, Urdaneta sale de
Cochin en la nao San Roque el 12 de enero de 1536. A fines de marzo la nao dobla el
cabo de Buena Esperanza. La San Roque se dirige desde aquí a la isla de Santa Elena,
con objeto de dar un descanso a la tripulación. Ya entonces, la isla de Santa Elena
servía para reponer a las tripulaciones, que la larga travesía del Océano Indico dejaba
exhaustas. El día 26 de junio Urdaneta llega a Lisboa. El viaje alrededor del mundo
efectuado por Elcano duró tres años menos catorce días. La vuelta al mundo de su
ayudante Urdaneta, once años menos veintiocho días.
A su llegada a la capital portuguesa, Urdaneta es minuciosamente registrado por
las autoridades. Toda su documentación pasa a poder de éstas. Ya se ha indicado
antes a la difusión de qué leyenda recurrieron los portugueses para mantener en el
mayor secreto su llegada a las Molucas. Tal procedimiento podrá parecer hoy
sumamente ingenuo, pero indica perfectamente una consigna decidida a conservar el
mayor secreto posible sobre aquellos ricos parajes, y explica asimismo las medidas de
que Urdaneta fue objeto.
La documentación intervenida a Urdaneta en Lisboa comprendía los libros de
contaduría de la Santa María de la Victoria, cartas particulares de súbditos españoles
residentes en las Indias portuguesas y mapas de las islas de las Especias y de Banda.
Urdaneta consideraba estos mapas como su documentación más importante, y “por
traerlos más disimulados” los llevaba metidos en sobres, cual si de unas simples
Cartas se tratara. Tan minuciosos cuidados inútiles a pesar de todo, revelan al propio
Urdaneta como autor de aquellos gráficos. Urdaneta fue desposeído igualmente entre
“otras memorias y escrituras” del derrotero a las islas de las Especias efectuado por la
expedición de Loaysa, y el de la nao La Florida desde las costas de la Nueva España.
Según se desprende de su terminante declaración, el audaz guipuzcoano intentó
presentarse ante el mismo rey de Portugal para protestar del secuestro de papeles de
tanta importancia. Sarmiento, el embajador español en la corte portuguesa, le
disuadió de tales propósitos y aun le aconsejó transponer sin pérdida de momento la
frontera para evitar otros males mayores. Y, en verdad, ciertos detalles atestiguan
demasiado claramente que la salida de Urdaneta de Lisboa se pareció más a una
huida que a ninguna otra cosa. Se conoce, por ejemplo, el dato de haberle Sarmiento
procurado un caballo.

La hija de Urdaneta
“E asi me puse en camino para venir a V. M. a darle relación e cuenta desto e de
todo lo demás, dejando una hija que traía de Maluco e otras cosas en Lisboa”.

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Estas palabras nos descubren en un vivaz relámpago del alma un precioso trazo
de la vida de Urdaneta. El joven guipuzcoano nos revela aquí con muy velada
expresión la existencia de un fruto del amor habido durante su larga estancia en las
Molucas. Pero fuera de su existencia, nada más sabemos de aquel pedazo de su ser.
Palabras más vagas que las de Urdaneta no caben. Los hombres suelen tender a
despersonalizar estos hijos del amor ilegítimo. Como en el caso de Urdaneta ocurre,
muchas veces no pasan de ser sino el hijo, la hija, a secas…
Nada sabemos de aquella niña abandonada por su padre en Lisboa en críticas
circunstancias para su propia seguridad. Todo cuanto se diga acerca de este tema no
puede pasar de meras conjeturas, de unas cuantas interrogantes inductivas.
Cuando Urdaneta sale de su pueblo es aún casi niño; todavía su corazón apenas se
ha abierto al amor. Las únicas mujeres conocidas por él durante su primera juventud
son indias. ¿Quién es, de dónde era su Marina Malinches? ¿Era acaso de Gilolo?
Gilolo es la isla de su convalecencia cuando sus graves quemaduras; el asilo y refugio
de sus azares aventureros, la isla donde el nombre de Urdaneta alcanza legendario
prestigio. No escribimos una novela; marcamos posibles direcciones únicamente.
De una cosa podemos, no obstante estar ciertos. Cuando Urdaneta abandonó
aquellas hechiceras islas tropicales experimentó indudablemente esa melancolía
inseparable de cuando dejamos lugares que presentimos no podremos volver a ver
nunca más. Además, Urdaneta desamparaba en aquellos parajes paridisíacos afectos
cuyo recuerdo prendido en el corazón es inseparable al hombre. En el corazón
humano jamás se cierran cierta clase de heridas. Algún no lejano y trascendental
acontecimiento en la vida de Urdaneta hace aquí muy propias, aunque a primera vista
parezcan extrañas, palabras de San Agustín referidas a otro parecido trance: “Me
quedó el corazón tan lastimado y herido, que la llaga todavía está fluyendo
sangre”[21].
Pero si Urdaneta se ve precisado a abandonar su amante, se resiste, en cambio, a
dejar aquel otro pedazo de su alma. Aquella niña mestiza es también una Urdaneta.
Aun en los hombres más dados a la aventura queda vivo siempre un rescoldo familiar.
¿Qué nombre tenía aquella niña? Misterio. ¿Cuántos años contaba? El cotejo de la
duración del viaje permite deducir que a lo sumo podía tener ocho años. ¿Quién
quedó de momento al cuidado de ella en Lisboa? Parece lógico pensar que el
embajador de España quedara encomendado de esta guarda. Y más tarde, ¿a qué
familiares suyas encargó Urdaneta su hija? Parece también probable, vista la
inmediata trayectoria de la vida de su padre, que la niña fuera después enviada a
Villafranca de Guipúzcoa, a casa de los Urdaneta.
Aunque todo esto no pasa de barruntos. Pero es natural pensar que la niña nacida
en la isla tropical fuera a fenecer al pueblo guipuzcoano, bajo los picachos del
Murumendi, celados por constante bruma.

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Gracia de Urdaneta
En prensa esta segunda edición de Urdaneta, casi en último extremo, mi bueno y
querido amigo, ilustre investigador, Don Fernando del Valle de Lersundi, a quien
debo tantas noticias y pistas de la historia de nuestros hombres célebres, me
comunica que en el Archivo de Protocolos de Guipúzcoa, que se guarda en el edificio
de la antigua Universidad de Oñate, existe, en el protocolo número 31, folio 83, del
escribano Martín Pérez de Eizaguirre, de Azpeitia, el testamento de Ochoa de
Urdaneta, hermano de Andrés de Urdaneta.
En efecto, a toda prisa, consultando el protocolo señalado, aparece en él la última
voluntad del hermano de Andrés de Urdaneta otorgada en Valladolid el 17 de agosto
de 1548. Ochoa de Urdaneta, vecino de Villafranca, se hallaba entonces en
Valladolid, por negocio y mandado de Don Juan de Lazcano y su esposa Doña Juana
de Arellano. El hermano de Urdaneta paraba en Valladolid en casa de Lope de Loroz
y María Ochoa de Gabiria, su mujer, cuando contrajo la enfermedad que le obligó a
testar.
En su testamento existe esta cláusula:

Item mando dar a Gracia de Urdaneta mi sobrina hija de Andrés de


Urdaneta veynte ducados por los servycios que me ha hecho y
pagandole los dichos veynte ducados mando que no tenga mas ación a
mys bienes por los dichos servycios.

El descubrimiento de Don Fernando del Valle de Lersundi es muy importante.


Comprueba mi conjetura a propósito de la residencia de la hija de Urdaneta en
Villafranca de Guipúzcoa. El navegante dejó a su hija en esa villa al cuidado de sus
familiares. La esposa de Ochoa de Urdaneta se llamaba Doña Gracia de Isasaga de la
que tuvo tres hijos: Sanjuan, Julio y María Juanes.
En todo caso, la cláusula del testamento de Ochoa de Urdaneta constituye una
sucinta biografía de la hija mestiza de su hermano. Gracia de Urdaneta, la hija
molucense de Andrés de Urdaneta, tenía casta; poseía categoría moral.

En Valladolid
Las autoridades de Lisboa, al registrar y despojar a Urdaneta de cuantos papeles
traía, no contaron con su memoria prodigiosa, capaz de rehacer sus apuntes hasta un
punto que causa verdadero asombro. Aunque pudo muy bien ocurrir que algún otro
expedicionario le salvara el Diario.
Sus ansias de informar al Emperador de todo lo acaecido durante la expedición
viéronse, no obstante, defraudadas a su llegada a Valladolid. Carlos V se halla en
Italia a la sazón, en campaña contra Francisco I, su eterno enemigo. Sin embargo,
Urdaneta depone minuciosamente ante el Consejo de Indias. El historiador Oviedo

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subraya la extraordinaria complacencia con que los miembros del Consejo
escucharon a Urdaneta. “Este Urdaneta —dice— era sabio y lo sabía muy bien dar a
entender, paso por paso, como lo vió”[22]. Palabras insuperablemente elogiosas para
dichas por un joven de veintiocho años. Hombre de hecho y de gentil habilidad, dice
también de él el mismo Fernández de Oviedo[23].
Al final de su descargo el Consejo de Indias dispone adelantar a Urdaneta sesenta
ducados de oro, a cuenta de las soldadas que por tantos años de servicio se le debían.
Años más tarde, Urdaneta se queja de que la Real Hacienda continúe debiéndole más
de mil quinientos ducados. Pero éste es achaque corriente en aquellos tiempos. Los
conquistadores españoles dominaron el mundo pagados de manera deplorable.
Urdaneta pasea la arrogante prestancia de sus veintiocho años, nimbada de casi
increíble historia. Salió mozalbete de su pueblo y regresa en la flor misma de su vida,
con experiencia que otros hombres colmados de años desearían. Urdaneta ha
anticipado la edad. Muy pocos pueden jactarse a estos años de Urdaneta de haber
visto y vivido tanto. En realidad, nada puede ya asombrar al joven aventurero
guipuzcoano. Tan sólo otra aventura puede ya tentar de manera poderosa a este
hombre.

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EL FRAILE COSMÓGRAFO

Catorce años en penumbra


Urdaneta no permanece mucho tiempo en Valladolid. La guerra, las aventuras
constituyen tentación bien poderosa para quien probó alguna vez su veneno. Jamás
volverá Urdaneta a adaptarse al sosegado vivir. En realidad, puede decirse de él que
no ha conocido otra existencia distinta de la aventura. Urdaneta no sabe de modos de
vida diferentes. Acaso por eso mismo, a partir de su regreso de las islas Molucas su
pista se nos pierde por parajes de menor interés polémico. Catorce años de su vida
permanecen en penumbra. Y al cabo, cuando reaparece nuevamente su estela, nos
sorprende un inesperado viraje del rumbo.
El aventurero se nos presenta vestido de religioso agustino. Con laconismo
desacostumbrado hasta ahora en su estilo, él mismo nos resume estos catorce años de
su vida en una carta dirigida a Felipe II en 1560. “Vuelto de la Especiería, hasta el
año 52 de Nuestro Señor Dios fue servido llamarme al estado de la Religión en que
ahora vivo, me ocupé en servicios de V. M. y lo más del tiempo en esta Nueva
España donde por don Antonio Mendoza, Virrey de ella, me fueron encomendados
cargos de calidad, así en las cosas de la guerra, que se ofrecieron, como en tiempo de
paz”.
¿Qué ha sucedido al capitán Urdaneta para resolución tan inesperada? No existe,
por desgracia, el resquicio más mínimo que permita la menor conjetura. ¿De qué
misteriosas elaboraciones ha sido objeto el alma del guerrero a quien se
encomendaban “cargos de calidad”, lo mismo en paz que en guerra? La historia de
esta alma nos ha quedado totalmente impenetrable. Estas líneas que tan brevemente
condensan los servicios de catorce años de campaña revelan, no obstante, una crisis
profunda. Otros sentimientos más desasidos se han apoderado de aquel espíritu
militar tan minucioso, tan pagado de sus propias hazañas. Hay algunos que acusan a
los conquistadores de dureza. Esta afirmación, que expresada en sentido general y
absoluto es inexacta, injusta y, muchas veces tendenciosa, podría ser vuelta del revés
con esta otra. Los conquistadores comenzaban siendo duros consigo mismos.
Tan sólo unos cuantos atisbos permiten conjeturar acerca de la vida de Urdaneta
durante estos catorce años. Sábese de su presencia en la expedición dirigida a la isla
de Santo Domingo por Alvarado, de quien Urdaneta era íntimo amigo desde su
estancia en Valladolid. Esto hace suponer el inmediato compromiso del guipuzcoano
para esta nueva expedición en seguida de su regreso de las Molucas. Su
temperamento aventurero asociábale de manera invencible.
La carta a Felipe II anteriormente acotada da margen también a otras conjeturas
acerca de su presencia en otras expediciones que tuvieron a la ciudad de Méjico como
base de partida. De algunas declaraciones de Urdaneta se deduce igualmente un

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compromiso suyo para formar en la expedición de Camargo a Chile, a la cual aportó
sus ahorros; y también su presencia activa en la pacificación de la Nueva Galicia, la
tierra de Guadalajara de Méjico. El historiador Herrera señala a Urdaneta como jefe
supremo de las fuerzas de infantería que tomaron parte en esta campaña contra los
indios sublevados[24]. Este detalle indica por sí solo bien a las claras el prestigio
militar de Urdaneta.
Pero los atisbos y las conjeturas desaparecen el 20 de marzo de 1553. Urdaneta
quiebra esta carrera, que, a pesar de la escasez de datos, se adivina muy brillante, y
reaparece, esta vez sin lugar a ninguna duda, en la partida de su profesión religiosa
efectuada en el monasterio llamado del Nombre de Jesús, de los agustinos de la
ciudad de Méjico[25]. En este momento trascendental de su vida, Urdaneta cuenta
cuarenta y cinco años.
¿Qué motivos le indujeron a elegir la Orden agustina para asentar definitivamente
sus renovados ideales religiosos? Uncilla, historiador monástico y agustino por
añadidura, descubre sagazmente en el convento de su Orden en la ciudad de Méjico la
presencia de cuatro ilustres religiosos, partícipes con el famoso López de Villalobos
en su expedición a Filipinas, fracasada también en su intento de regresar a Méjico lo
mismo que cuantas expediciones anteriores intentaron el mismo viaje. Después de
muchas aventuras los cuatro agustinos regresan a España por la ruta del cabo de
Buena Esperanza, junto con los supervivientes de la expedición, utilizando navíos
portugueses. Azares idénticos habían impulsado años antes a Urdaneta a ese mismo
derrotero. No es descabellado suponer, antes al contrario, que su íntima amistad con
los padres Santisteban, Perea, Alvarado y Trasierra, que así se llamaban los cuatro
agustinos, indujo a Urdaneta a elegir la misma Orden cuando se determinó a abrazar
la vida religiosa.
Dominar los inmensos espacios del Pacífico constituía el ansia de los
conquistadores que llegaron a sus orillas. El gesto de Núñez de Balboa,
arrodillándose en las alturas de Darién al columbrar en la lejanía el Océano tan
ardientemente presentido, significa en su misma humildad una inexhausta ambición
de espacio. Trasladar a lomo desde las orillas del Atlántico al Pacífico navíos
despiezados corrobora perfectamente aquella anhelosa decisión. Uno tras otro, los
repetidos fracasos de las expediciones destinadas a dominar los vastos espacios
ignotos no hacían sino acrecentar aquella ansia. Al primer fracaso de la Trinidad y al
doble fracaso de La Florida habían sucedido otros malogros parecidos.
Referirlos, aunque sea someramente, es obligado, para la mejor comprensión de
la gesta cumbre del personaje objeto de este estudio.

El fracaso de Grijalva
(1536 - ¿…?)

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Sitiado en Lima por los indios, Francisco Pizarro despacha en 1535 aviso a
Méjico solicitando socorros a Hernán Cortés. El gran conquistador está ya para
entonces desposeído del cargo de gobernador de los territorios por él conquistados, y
se dedica por su cuenta a armar expediciones geográficas, con el fin de explorar las
tierras de California. No obstante, Cortés remite con urgencia los socorros pedidos a
bordo de dos navíos que salen al año siguiente del puerto de Acapulco. Se trata de la
nao Santiago y del patache Trinidad, de 120 y 90 toneladas, respectivamente,
mandadas por Hernando de Grijalva. Cortés envía a Pizarro, entre otras cosas, sesenta
hombres de armas, diecisiete caballos, ballestas, cotas de malla, herrajes, y al mismo
tiempo obsequios magníficos y abundantes, tales como vestidos de seda, ropa de
martas, sitiales y almohadas de terciopelo.
Los dos navíos, llegados al puerto de Paita, avisan a Pizarro su arribo. Pizarro,
vencedor para entonces de sus enemigos, cree ya innecesaria aquella ayuda, y
devuelve agradecido las naves a su procedencia, cargadas ahora con espléndidos
regalos destinados a Hernán Cortés. Las Crónicas dicen que Grijalva llevaba, entre
otras cosas, “un hombre de oro y una mujer de plata”: seguramente, un par de ídolos
incaicos fundidos en oro y plata.
La fecha de la partida de Grijalva se ignora; pero, en cambio, se sabe que a gran
distancia de la costa, el navegante, cediendo a su íntima ambición, comunicó a la
tripulación de su nao su deseo de descubrir tierras por el Océano Pacífico[26]. El
buque, empero, no estaba preparado para empresa tan temeraria, y sus hombres se
negaron a secundarle, si bien, ante la insistencia de su capitán, terminaron por
obedecer.
Grijalva marcha a la ventura durante cinco o seis meses, sin lograr descubrir tierra
alguna. Al cabo, defraudado en sus anhelos, escaso de víveres, casi sin agua y con la
embarcación maltratada por los elementos, decide la vuelta a las costas mejicanas.
Según transcurre el tiempo, las raciones se van achicando hasta extremos imposibles.
Distribuíanse solamente seis onzas diarias de galleta y unos sorbos de agua por
persona. La mortandad alcanza cifras pavorosas.
A la muerte del piloto, los expedicionarios pierden sus últimas esperanzas de
poder alcanzar las costas americanas, y deciden, contra el parecer de Grijalva, dirigir
la nao a las islas Molucas. La Santiago continúa navegando otros cuatro meses sin
avistar tierra, Grijalva muere durante este tiempo, asesinado acaso por los tripulantes.
A los diez meses de navegación, la Santiago arriba a las islas Papuas, pero la pérdida
de un ancla impide el fondeo. La nao, precisada a proseguir otra larga distancia,
encuentra sitio a propósito en la isla de Meumcum. El relato de este viaje encarece lo
exhausto de los supervivientes a la llegada a esta isla, diciendo que “andaban a cuatro
pies”. Acaso este extremo parezca exagerado, pero la muerte por agotamiento de la
mayoría de los desembarcados corrobora el terrible sentido de esas palabras.
Tan sólo dos hombres, después de pasar aún por otras tremendas calamidades, de
las que no fue la menor el verse reducidos durante algún tiempo a dura esclavitud,

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pudieron más tarde relatar el fin triste de la nao Santiago y de su tripulación.

El fracaso de López de Villalobos


Cada fracaso acuciaba más la porfía. Los hombres de esta generación nuestra,
conquistadora de los aires, podemos comprender fácilmente aquel empeño heroico de
dominar los anchurosos y rebeldes espacios del Pacífico.
Apenas conocido el fracaso de Grijalva, otra nueva expedición se estaba
preparando en Méjico provista de toda clase de elementos. Al prestigioso nauta Ruy
López de Villalobos le fue encomendado el mando de aquella Armada, a bordo de la
cual marchaban en total unos trescientos setenta hombres. Este detalle indica bien la
importancia de la expedición, compuesta de seis navíos nada menos: la Santiago, que
enarbolaba la insignia de Capitana; la San Jorge, San Juan de Letrán, San Antonio,
San Cristóbal y San Martín.
Villalobos leva anclas el 1 de noviembre de 1542 en el puerto de la Navidad, en
las costas de la Nueva España. Ocho días más tarde había avistado las primeras islas:
la bautizada con el nombre de Santo Tomé, a la cual siguieron la Nublada,
Rocapartida, Placer y los bajos de Villalobos en el archipiélago de Revilla-Gigedo. El
día de Navidad, Villalobos descubre el archipiélago del Coral, llamado así porque el
ancla, al ser levantada, arrastró consigo una fina rama de coral. Villalobos se detiene
en estas islas peregrinas para proveerse de leña y agua, y prosigue después sus
descubrimientos a través de las islas Carolinas. El 2 de febrero de 1543, Villalobos
arriba a Mindanao después de costear bellos parajes, pertenecientes acaso a la isla de
Luzón, cayo descubrimiento se le atribuye.
La San Cristóbal, separada anteriormente de la expedición por un furioso
temporal, se une al grueso de la Armada al sur de Mindanao. El 4 de agosto.
Villalobos despacha la nao San Juan para México, comunicando noticias de la
marcha de la expedición. Esta nao llega sin novedad a la isla de Leyte, donde es
proveída de víveres en abundancia, y sigue su ruta en dirección a las Marianas. Un
volcán en erupción en una de las islas de este archipiélago ofrecía a los
expedicionarios sobrecogedor espectáculo. Vomitaba fuego a gran altura, iluminando
de siniestra manera todo el ámbito.
El 18 de octubre, cuando los pilotos, a la altura de 30 grados, calculaban
setecientas leguas recorridas, la San Juan lucha con un temporal violentísimo.
Resentida malamente su arboladura, los expedicionarios viéronse obligados a desistir.
La San Juan vira en redondo.
El huracán empuja a la embarcación con tal violencia que en sólo trece días
desanda la distancia anteriormente recorrida. La San Juan aproa desde Leyte a
Mindanao con ánimo de reunirse otra vez con Villalobos, y llega a Sarangani, la
pequeña isla en el extremo sur de Mindanao, en el mismo punto que el jefe de la
Armada acaba de abandonarla. Fieras tempestades habían dispersado y medio

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deshecho la escuadra, y Villalobos, abrumado por desesperanza mortal, viéndose
incapaz de proveer a su gente, optaba por refugiarse en Tidor con los restos de su
expedición.
La llegada a Tidor procuró a Villalobos un conflicto difícil con los portugueses,
que le supusieron intenciones agresivas. Afortunadamente, el agustino Santisteban,
que con los otros tres religiosos páginas más arriba nombrados formaba en la
expedición, se encargó de explicar al jefe portugués los forzados motivos del arribo,
lo cual calmó la peligrosa tensión.
La virtud de insistir constituye la raíz de las más grandes conquistas del hombre.
Nuevamente, a pesar de todos los pesares, aquellos valientes intentarían la travesía
del Pacífico de occidente a oriente. La nao San Juan, convenientemente reparada, fue
nuevamente designada para intentar la travesía una vez más.
El 16 de mayo de 1545 la nao parte de Tidor al mando de Iñigo Ortiz de Retes.
Este es el último intento frustrado de alcanzar desde Occidente las costas americanas.
Un mes más tarde, Retes llega a una isla que costea durante mucho tiempo, pero sin
lograr rodearla, según era su propósito. Los habitantes eran negros. Retes denomina
aquellas tierras con el nombre de Nueva Guinea. Su ruta no difiere mucho hasta ahora
de la del segundo intento de Saavedra. La San Juan avanza por entre un rosario de
islas cercanas a la línea equinoccial. En una de ellas, los indígenas, tripulando veloces
embarcaciones, atacan a los españoles con insuperable ardimiento disparando flechas,
sin hacer el menor caso de los disparos a bocajarro con que son rechazados.
El 27 de agosto, cuando la San Juan llevaba recorridas más de trescientas setenta
leguas desde su salida de Tidor, es decir, a enorme distancia todavía de su objetivo,
los pilotos, secundados por la tripulación, intimaron a Retes el regreso. Los ardorosos
razonamientos en contrario de éste se estrellaron con el desaliento de sus
subordinados, y la San Juan arribó al punto de partida el día 3 de octubre de 1545.
López de Villalobos, profundamente deprimido por el fracaso, rechaza cuantas
proposiciones le efectúan los más decididos de los suyos para intentar de nuevo la
travesía. Los expedicionarios se ven precisados a volver a España por la ruta del
Océano Índico utilizando navíos portugueses.
El fracaso, aunado con los padecimientos, hiere de muerte a Villalobos, que
fallece en Amboina durante el viaje de regreso. Dios le negó el éxito que tanto había
anhelado, pero compensó los últimos momentos de su vida con una circunstancia
inmortal. López de Villalobos expira, asistido por un joven y corpulento jesuíta
navarro llegado poco antes a Amboina, que se llamaba Francisco de Javier.

El entusiasmo de un maestro de novicios


En Méjico sobre todo, el fracaso de la expedición de Villalobos constituye un
golpe desilusionante. Tan repetidos descalabros parecían vedar para siempre a los

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conquistadores españoles el dominio de los espacios del Pacífico. Pero los obstáculos
no hacían sino multiplicar las ansias de aquellos hombres.
Uno sobre todo sintió renacer impetuosamente las energías aventureras de sus
años mozos. Urdaneta conocía, hasta las más menudas circunstancias, toda la historia
de la malograda expedición por medio de sus cuatro amigos religiosos, pertenecientes
a la comunidad donde buscó colmar sus ansias religiosas. Urdaneta sentía ese oscuro
presentimiento que promete al hombre elegido el logro del afán considerado
comúnmente como irrealizable.
El Padre Esteban de Salazar, que le conoció y trató en Méjico íntimamente, ha
conservado una frase suya, que retrata estupendamente la obsesión de Urdaneta y, al
par, descubre bastante al hombre que el guipuzcoano era. “Prometía con tanta
deliberación la vuelta desde las Filipinas a la Nueva España, que, con ser hombre
modestísimo en hablar, solía decir que él haría volver, no una nave sino una carreta”.
Este dicho traduce un pensamiento típicamente vasco. Quien lo sea identifica de
golpe esa manera de expresarse, reveladora no ya de obstinación, sino de idea fija.
Cuando las alientan ánimos generosos suelen, generalmente, resultar verdaderamente
fecundas.
Porque fue Urdaneta, en definitiva, quien, sin poder calmar su anhelo, suscitó en
Méjico la idea de otra expedición al Pacífico. Sugerida por cualquier otro, esta
iniciativa no hubiera hallado eco alguno; tanta era la impresión causada por el fracaso
de la expedición de Villalobos, cuyo éxito, por cuidadosamente preparado, daban
todos por descontado.
Pero en la capital de la Nueva España, Urdaneta gozaba ese prestigio tan
particular que aureola a ciertos hombres en épocas de acción intensa. Lo serio, lo
intenso, lo profundo de su religiosidad corroboraba plenamente la sinceridad de
aquella trascendental decisión suya adoptada a la hora meridiana de la vida. Sobre
este punto, un detalle significativo lo resume todo. Cinco años después de su
profesión religiosa, Urdaneta desempeñaba el delicado cargo de maestro de novicios.
Urdaneta tiene siempre a flor ésa comprensiva e indulgente sonrisa de quien está al
cabo de todas las miserias y vanidades humanas. En adelante será más caballero y
conquistador que nunca. La vida mortificada constituye la más definitiva conquista.
Es la de Urdaneta una gravedad henchida de experiencia: impone hondo respeto,
obliga de manera irresistible a ser escuchada.

“Saber la vuelta”
En resumen: Urdaneta inspira a Velasco, virrey de la Nueva España, la idea de
reunir una Junta de técnicos, conducente a la organización de una nueva expedición.
El fraile guipuzcoano lleva al ánimo de todos los reunidos su convicción de que la
travesía del Pacífico no sólo es factible, sino fácil. Razonamientos originales pero
claros apoyaron sus planes. Por su parte, Velasco, recogiendo el ambiente general de

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estas reuniones, alentadas por el cálido entusiasmo de Urdaneta, de quien es íntimo
amigo y admirador incondicional, propone a Felipe II armar una nueva expedición al
Océano cuya anchura había malogrado tantos esfuerzos.
El virrey estaba autorizado para la organización de expediciones; pero la
categoría de ésta que ahora proponía aconséjole la obtención del refrendo real para
sus propósitos. En realidad, su carta a Felipe II, sobremanera extensa, calca al detalle
todo el proyecto de Urdaneta. Por último, Velasco expresa al rey la conveniencia de
que escriba al mismo Urdaneta animándole a tomar en persona el mando de la
expedición.
El virrey Velasco, gran jinete, espejo de gobernantes humanos, pertenecía a la
casa del condestable de Castilla, y era de natural altamente animoso y optimista; bajo
su mando, lleno de amabilidad y tolerancia, el virreinato vivió en fiesta perpetua.
Felipe II no es nada remiso, por su parte en aceptar la sugerencia de Velasco. El
rey burócrata demuestra en su respuesta haber aprehendido perfectamente el alcance
de la idea cuando resume en dos líneas el objeto del proyecto, cuya realización
encomienda al virrey: “Lo principal que en esta jornada se pretende es saber la vuelta,
pues la ida se sabe que se hace en breve tiempo”.

Los escrúpulos de Urdaneta


Cinco años duraron los preparativos[27]. La abundante correspondencia cruzada a
este propósito entre el virrey Velasco y Felipe II, y también entre éste y Urdaneta,
descubre cierta resistencia del guipuzcoano a las disposiciones reales en cuanto éstas
se separan de sus planes.
Aceptado el proyecto de Urdaneta, Felipe II ordena a la Casa de Contratación de
las Indias sirva al virrey de la Nueva España todo cuanto éste solicitare para los
preparativos. Empero, el rey señala un objetivo, con el que Urdaneta no está
conforme, aún y con aceptar el guipuzcoano complacidamente la dirección de la
empresa que aquél le encarga.
La Armada en preparación debía, según Felipe II, marchar a Filipinas. Un noble
escrúpulo, sumamente enaltecedor, se apodera del antiguo aventurero. El plan del
guipuzcoano era, al parecer, encaminarse a Nueva Guinea, dirigir desde aquí durante
cierto tiempo algunas expediciones descubridoras —Urdaneta tenía probablemente el
presentimiento del continente australiano— y regresar luego a Méjico, objetivo
supremo del viaje.
Es bien sabido cómo el Papa Alejandro VI, para dirimir las diferencias
hispanoportuguesas acerca de sus conquistas ultramarinas, trazó una línea de
demarcación que, pasando por los dos polos, dividía el globo en dos mitades.
Convínose luego entre ambas partes que esta línea pasase a cien leguas de las Azores
o del Cabo Verde: todos los descubrimientos del oriente de esta línea pertenecían a
Portugal, y todos los descubrimientos al oeste se asignaban a España, aunque

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excluyendo las islas Canarias de la influencia portuguesa. La impresión de esta línea
en cuanto a la exacta determinación del meridiano contrario dio motivo al largo pleito
hispanoportugués sobre la pertenencia de las islas Molucas, que caían precisamente
en el punto crítico de delimitación.
Ahora bien, Urdaneta entendía que la cesión por Carlos V de sus derechos a
aquellas islas suponía implícitamente, sin lugar a duda alguna, los derechos
portugueses para las tierras situadas al oeste de las Molucas. Por tanto, a su entender,
la expedición no debía dirigirse a las Filipinas con intenciones definitivas. Urdaneta
acepta variar la ruta, que tan bien meditada tiene, tocando en el archipiélago filipino;
pero únicamente a fin de rescatar a los españoles posiblemente existentes allí como
cautivos, restos desgraciados de anteriores expediciones.
El proyecto de Urdaneta, minucioso hasta el extremo, no deja un cabo sin atar. El
guipuzcoano lo tiene todo previsto; desde los astilleros constructores de las naves
expedicionarias hasta el puerto de mejores condiciones, a su juicio, para la partida; el
cálculo de los necesarios bastimentos para la jornada, y sabios consejos concernientes
a la conveniencia de procurarse la ayuda de los aborígenes para los preparativos,
enseñándoles oficios de carpinteros, calafates, cordoneros, torneros, herreros y otros
relativos a las construcciones marítimas.
La ruta de la expedición ocupa a Urdaneta meticulosamente. Si la expedición
zarpa por el mes de octubre o antes del 10 de noviembre, se dirigirá a Filipinas en
derechura, aunque con las salvedades más arriba efectuadas acerca de su finalidad. La
salida de la Armada con fecha posterior supone otro distinto rumbo. Las naos deben,
en este caso, dirigirse al sur, hasta colocarse en 25 grados bajo el Ecuador; reconocer
desde aquí hasta Nueva Guinea, y, por último, subir a Filipinas para iniciar el regreso
desde estas islas. Por último, si la partida se demoraba hasta marzo, convenía navegar
hacia los 44 grados norte hasta las cercanías del Japón, y descender desde aquí a
Filipinas.
La muerte de Velasco pocos meses antes de la salida de las naos alteró los planes
de Urdaneta. Las intrigas de un tal Cerrión, uno de los pilotos de la expedición de
Villalobos, y residente en Méjico a esta sazón, sirvieron para fraguar a espaldas del
guipuzcoano una variación de los planes de éste. Luego se verán los medios a que la
Audiencia de Méjico apeló para asegurarse el embarque de Urdaneta, y, encarándole
con el hecho consumado, obligarle a un derrotero distinto del que pensaba. Todo
porque el obstinado guipuzcoano había manifestado claramente su decisión de no
embarcarse si la expedición tenía por objeto la conquista del archipiélago filipino. En
una carta a Felipe II, Juan Pablo Cerrión denuncia este pensamiento hostil de
Urdaneta con respecto a los planes sugeridos por él a la Real Audiencia. “El Padre
Fray Andrés ha dicho resolutamente que no se embarcará si la Armada va a donde yo
digo”[28].

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Dos grandes amigos
Después de la realización del primer viaje de circunnavegación, la gloria máxima
de Elcano consiste en el descubrimiento de la persona de Urdaneta. Después de su
demostración de la posibilidad de atravesar el Pacífico de occidente a oriente, la
gloria suprema de Urdaneta reside en el descubrimiento de la valía de Legazpi.
Terminar la biografía de Elcano supone comenzar la de Urdaneta. La biografía de
Urdaneta nos coloca, a su vez, en presencia de la de Legazpi.

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MAPA

ITINERARIOS del viaje de Urdaneta desde la costa occidental de Méjico hasta las
Islas Filipinas, ida y regreso. El trazo negro corresponde a la navegación desde el
Puerto de la Navidad hasta las Islas Filipinas, y el trazo rojo a la ruta de regreso hasta
el puerto de Acapulco. La novedad de la ruta de regreso de Urdaneta consiste en
abandonar el camino de sus antecesores, los cuales, casi todos, se empeñan en
regresar por la misma línea del viaje de ida. El marino guipuzcoano comprendió que
tenía que alcanzar la costa americana en algún lugar situado en latitud mucho más
arriba que el punto de partida. Punta Concepción se encuentra entre los 33 y 36
grados, bastante más al Norte que la actual ciudad de Los Angeles. Desde allí,
costeando, Urdaneta descendió hasta Acapulco, dejando de lado el Puerto de la
Navidad.
Ya en los primeros días del año de 1561 comunica Velasco a Felipe II el
nombramiento del jefe de la expedición. Es notorio que en este aspecto el gran virrey
actuaba en un todo al dictado de Urdaneta. Los términos de su comunicación
encarecen los méritos del elegido, y permiten, al mismo tiempo, traslucir la
intervención de Urdaneta en la elección.
“Miguel López de Legazpi, natural de la provincia de Lepúzcoa (Guipúzcoa),
hijodalgo notorio de la casa de Lezcano, de edad de cincuenta años, y más de
veintinueve que está en esta Nueva España; y de los cargos que ha tenido y negocios
de importancia que se le han encomendado ha dado buena cuenta, y a lo que de su
cristiandad y bondad hasta ahora se entiende, no se ha podido elegir persona más
conveniente y más a contento de Fray Andrés de Urdaneta, que es el que ha de
gobernar y guiar la jornada; porque son de una tierra y deudos y amigos, y
conformarse han”.
Sobrado significativas son las últimas palabras. La carta del antes aludido Cerrión
a Felipe II encarece la íntima amistad existente entre Urdaneta y Legazpi, y desliza
con ánimo claramente vejatorio para la persona del último su absoluto
desconocimiento en cosas de navegación y su servil sumisión a las ideas de Urdaneta.
“Miguel López de Legaspe es de su nación y tierra, y íntimo amigo; quiérele
complacer en todo, y como el dicho General no tiene ninguna experiencia en estas
cosas”… “en todo se abraza a la voluntad del Padre”, es decir, a la voluntad de
Urdaneta.
Legazpi, nacido en el pueblo guipuzcoano de Zumárraga, desempeñaba, al tiempo
de su designación para el cargo que había de inmortalizarle, el puesto de secretario
del Cabildo, o sea secretario del Ayuntamiento de la ciudad de Méjico. De su vida
anterior se conocen pocos rasgos, aunque éstos sumamente laudables
Legazpi era rico, y más que generoso, desprendido. Vendió casi todos sus bienes
para subvenir a los gastos de la expedición a Filipinas. Nunca se hubieran realizado

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las grandes expediciones que extendieron por el mundo el nombre de España si
hubieran aguardado para llevarse a cabo las subvenciones oficiales.
Dos caracteres primordiales distinguen la persona de Legazpi; religiosidad y
seriedad. Era hombre fundamentalmente religioso y fundamentalmente serio. Poseía
además la gravedad que entonces conferían los años. Parece que por esto mismo su
nombramiento desagradó a algunos; su edad se reputó excesiva. La carta de Cerrión
más arriba acotada señala con exagerada y mal disimulada intención en más de
sesenta años la edad de Urdaneta al tiempo de los preparativos[29]. Aquella sanguínea
generación, propia de épocas de acción intensa, planteaba de manera viva la pugna
eterna entre jóvenes y viejos.
Pero el éxito de Legazpi acredita la bondad del sencillo sistema, consistente en
elegir hombres madurados a su debido tiempo.

Carta de Urdaneta a Felipe II


El fondeadero del puerto de La Navidad en la costa de Jalisco. Vísperas de
hacerse a la vela la escuadra de Urdaneta y Legazpi. Los últimos pormenores
imprevistos agitan a los soldados y marineros alistados para la gran travesía. Óyense
en cubierta de las naves órdenes duras, atravesadas, sin embargo, por esa veladura
opaca, indicio de emoción represada, inconfundible en la voz de los marinos en la
inminencia del abandono de los afectos queridos impuesta por algún largo viaje.
En la cámara del navío almirante que le ha sido destinada, Urdaneta aparece
ocupado entre tanto por un gran quehacer. Urdaneta ensaya escribir a Felipe II estos
renglones:

“S. C. R. M. = Por cumplir lo que V magestad


“me embio á mandar por dos veces he venido á este
“puerto de la navidad donde al presente estoy ya
“embarcado con quatro religiosos sacerdotes y los
“tres dellos theologos y á otro sacerdote y theologo
“lo llevó dios para si en este puerto —nuestra partida
“plaziendo a días para las partes del poniente será
“mañana— van dos naos gruesas la una según dicen
“los mareantes de mas de quinientas toneladas y la
“otra de mas de trescientas, y un galeoncete de hasta
“ochenta toneladas y un patay pequeño y una fra-
“gata, yran en estas cinco velas de trescientos y ochen-
“ta hombres arriba —llevamos por general á miguel
“lopez de Legazpi, natural de la provincia de gui-
“puzcoa, persona de muy buen juicio y cuerdo con
“quien todos los de la armada llevamos muy gran

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“contento— va solo por servir a dios y á V. magestad
“á su propia costa —espero en nuestro señor que ha
“de acertar á servir á V. magestad con prospero su-
“ceso y con toda lealtad— á V. magestad suplico sea
“servido a mandar tener cuenta con sus servicios;
“persona para hacelle.
“Asimismo va en esta armada andres de miran-
“daola sobrino mió por favor de la real hacienda
“de V. magestad —á V. magestad suplico sea servido
“de mandarle perpetrar el cargo, y asimismo suplico
“á V. magestad— pues los religiosos de la orden de
“nuestro padre sanct agustin son los primeros que
“han tomado esta empresa y se ponen a tantos tra
bajos por servir a dios y á V. magestad, se tenga
“en cuenta para los favorecer. Voy con muy gran
“confianza que dios nuestro señor y V. magestad han
“de ser muy servidos en esta jornada con prospero
“suceso donde se ha de dar principio de gran aumen-
“to del estado real de V. magestad cuya Real perso-
“na nuestro señor guarde por muchos años con muy
“mayores estados y al fin le dé su gloria —deste puer-
“to de la navidad 20 de noviembre 1564=S. C. R.
“M.=muy indigno capellán y siervo de V. magestad
“que vuestras Reales manos besa= ft. Andres de “Urdaneta”[30].

Carta seca, sin mayores requisitorios y, desde luego, sin ninguna retórica.
Urdaneta se limita a poner de manera concisa en conocimiento del rey la inmediata
salida de la escuadra. El elogio de la persona de su pariente y amigo Legazpi es
sobrio, y, sin embargo, brota de lo más hondo del corazón del agustino. Obsérvese la
manera discreta de hacer notar al rey que Legazpi va “a su propia costa”, es decir, que
la empresa corre a cuenta del peculio particular del guipuzcoano, y también la manera
digna de pedirle tenga en cuenta este hecho.
Urdaneta no pide nada para sí. El resto de la carta constituye una recomendación
de un sobrino suyo apellidado Mirandaola, colocado en la escuadra en el importante
cargo de factor de la real Hacienda, y otra recomendación de la Orden agustina. Voz
de los afectos de la sangre tan difíciles de acallar, y psicología del religioso, que
deseoso de favorecer a su Orden aprovecha una coyuntura favorable. Por lo demás,
las líneas transcritas revelan absoluta confianza en un éxito pleno.

Una situación delicada

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Cuatro buques componían la Armada que, capitaneada por Legazpi y dirigida por
Urdaneta, zarpó del puerto de La Navidad a medianoche del 21 de noviembre de
1564. La nao San Pedro, de unas 500 toneladas la San Pablo, de 400; un patache
mayor llamado San Juan, de 80 toneladas, y otro patache menor de nombre San
Lucas, de 40 toneladas. Además, la San Pedro llevaba a popa una fragatilla —la
fragata mencionada por Urdaneta en su carta a Felipe II—, embarcación a propósito
para servir de enlace entre los diversos navíos. Los documentos de entonces
encarecen la solidez de aquellos buques y, después, sus condiciones marineras. Pero
la solidez, sobre todo, constituyó idea predominante de su construcción. El conjunto
del personal embarcado ascendía —ya lo dice Urdaneta— a unos trescientos ochenta
hombres en total.
Cinco días después de partir, Legazpi requiere al escribano de la Armada para
proceder, a su presencia, a la apertura de cierto pliego secreto que la Audiencia de
Méjico le ha entregado, con orden de abrirlo cien leguas mar adentro. Legazpi tenía
bastantes motivos para prejuzgar el contenido de aquel pliego. El día 1 de septiembre,
antes de iniciar su viaje desde la ciudad de Méjico al puerto de La Navidad para
tomar el mando de la escuadra, la Real Audiencia del Virreinato puso en sus manos
una larga Instrucción secreta, donde, entre otras muchas disposiciones, se le señalaba
el rumbo a seguir y el objetivo de la expedición. En casos de fallecimiento de los
virreyes, las Reales Audiencias asumían la autoridad politicomilitar de los
Virreinatos. Las instrucciones mandaban a Legazpi llegar al archipiélago filipino
siguiendo el mismo rumbo de la Armada de Villalobos, y le encarecían al propio
tiempo, bajo juramento, el secreto más absoluto acerca de la orden. Este nuevo pliego
reiteraba las Instrucciones entregadas en la ciudad de Méjico. Sólo que éstas
ordenaban ciertas exploraciones en algunas islas del trayecto, principalmente en las
del archipiélago de Revilla-Gigedo, y el pliego mandaba a Legazpi ir derechamente a
Filipinas, sin mayores paradas en las islas de la ruta.
Legazpi reúne inmediatamente en la cámara de popa de su nao a Urdaneta, a los
religiosos agustinos acompañantes de éste, a los jefes militares, oficiales reales,
alguacil, sargento mayor y pilotos de la expedición para darles cuenta de la orden.
Legazpi ansiaba, sin duda, la llegada de aquel momento. El secreto de las
Instrucciones, jurado en Méjico solemnemente, le imponía para con su amigo
Urdaneta una situación equívoca, de la que el pliego venía a liberarle. La Real
Audiencia de Méjico no había querido de ninguna forma privarse del concurso de
Urdaneta para la dirección técnica de la empresa; pero dando oídos a las intrigas de
Cerrión, variaba sus planes, colocándole, al mismo tiempo, de forma irremisible ante
el hecho consumado.
Todas las miradas se clavaron en Urdaneta. Un silencio difícil, lleno de secretas
conjeturas, gravitó durante unos momentos en el ambiente. La primera reacción de
Urdaneta brotó justamente indignada. Sobre todo, los agustinos que iban en su
compañía daban a entender claramente que habían sido engañados, y que de haberlo

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sabido en manera alguna se hubieran embarcado. Pero Urdaneta, conteniendo
prontamente su arrebato, dominó en seguido aquellas protestas hablando, como solía,
grave, reposadamente. Urdaneta distaba ya mucho del conquistador de antaño,
henchido de amor propio. La indelicada conducta de la Real Audiencia parecía haber
resbalado en su espíritu. Urdaneta acepta aquellos planes forjados a sus espaldas
dentro del secreto más riguroso, y promete todo el celo posible en su cumplimiento.
Ni siquiera deja escapar en adelante la más mínima queja. Y así Urdaneta dirigió con
absoluta lealtad la ruta trazada precisamente por su rival, y que él mismo había
impugnado con anterioridad.

Una deserción
El incidente inmediato más destacable ocurre cinco días después de esta escena.
Caso bastante frecuente en las expediciones de aquel tipo.
A favor de sus mejores condiciones marineras, el patache menor estaba encargado
de explorar en descubierta. Pero su silueta recortábase más lejos cada vez en la línea
del horizonte. El patache se iba alejando del convoy sistemáticamente; sus extrañas
maniobras daban pábulo a crecientes sospechas. Por eso Legazpi ordenó al San Lucas
no alejarse en ningún caso más de media legua de la nao Capitana.
La respuesta del piloto amonestado no pasa de ser una argucia técnica. Lo
acredita así su conducta posterior. Aquel marino, de nombre Lope Martín,
manifestaba que el patache encapillaba agua a consecuencia de la manera de navegar
a que se le obligaba. A pesar de la orden expresa de Legazpi, al anochecer del último
día de noviembre el patache distaba más de dos leguas del grueso de la Armada. Al
alba del siguiente día, el San Lucas perdíase de vista definitivamente. Su capitán y
piloto podían ya correr aventuras por su cuenta libremente, según era su ardiente
deseo. La historia del viaje del San Lucas enlazará más tarde con la del regreso de
Urdaneta.

Errores de estima
Constituían motivo de muy frecuentes consultas con Urdaneta los dispares
cálculos de situación efectuados por los pilotos de los distintos navíos de la escuadra.
Los rudimentarios instrumentos náuticos de entonces originaban grandes errores. Los
Diarios de navegación de los pilotos de aquella época contienen curiosas confesiones
acerca de lo erróneo de los propios cálculos. La Relación anónima de esta expedición
señala los cálculos de estima de sus pilotos como totalmente desacordes. La
desconfianza en las propios operaciones subía de punto cuando Legazpi, escrupuloso
cumplidor de las instrucciones de la Real Audiencia, inquiría sobre la exacta
situación de la Armada. Las diferencias eran tan enormes, y, por otro parte, cada

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piloto defendía sus resultados con tal ardor, que, finalmente, Urdaneta resultaba
encargado de concertar opiniones tan opuestas.
El descubrimiento de una pequeña isla el día 9 de enero de 1565 sirve a
corroborar la opinión de Urdaneta acerca de la distancia recorrida. La isla pertenecía
al grupo de las Marshall, y, según Urdaneta, ningún navegante la había descubierto
anteriormente. Los capitanes Goiti y de la Isla, juntamente con el maestre de campo y
Urdaneta, tomaron, de orden de Legazpi, solemne posesión de aquel paraje en
nombre de Su Majestad.
La ruta estaba erizada de islas cubiertas de exuberante vegetación, rodeadas de
arrecifes de coral sumamente peligrosos para la navegación. Urdaneta advierte la
conveniencia de alejarse lo posible de semejantes lugares. Al mismo tiempo
identifica sagazmente aquellas islas con las bautizadas por Villalobos con el nombre
de los Jardines.
A estas alturas había piloto calculando haber rebasado las islas Filipinas. Los
demás, si bien no habían deducido tamaño error, suponíanse también mucho más
adelante de lo que se encontraban realmente. En vano insistía la experiencia marinera
de Urdaneta invocando a su buen sentido. Quería a todo trance convencerles de su
error; pero según dice significativamente la Relación anónima, “los pilotos se reían
de ello, diciendo que no podía ser, porque estábamos mucho más adelante”.
Semejante desacuerdo y desorientación sólo podía conducir a un voltear sin
objeto de isla en isla, a la pérdida de un tiempo precioso, y de aquí, más tarde o más
temprano, a un descalabro parejo al de anteriores expediciones. Afortunadamente,
Legazpi desentendiéndose de los pilotos, optó por atenerse exclusivamente al consejo
de su amigo, partidario de subir algo al norte con objeto de alcanzar las Filipinas por
su parte septentrional. Pronto pudieron comprobar los expedicionarios la precisión
navegante de Urdaneta.

La precisión de Urdaneta
El 21 de enero el guipuzcoano anuncia como inminentes, según sus cálculos, las
islas Marianas. Al siguiente día, desde lo alto de la cofa resonó el grito del serviola
anunciando tierra. Según iba avanzando la Capitana, el serviola precisaba más.
Gritaba que advertía la presencia de numerosas embarcaciones a vela aproximándose
velozmente a los navíos
Entre Urdaneta, rodeado en cubierta de toda la plana mayor de la expedición, y el
serviola en lo alto de la cofa, entablóse a voces un curioso diálogo. Urdaneta inquiría
la clase de velas de las embarcaciones a la vista. Contestóle el serviola que eran
latinas.
No hacían falta más detalles. Urdaneta volvióse entonces a los circunstantes,
comunicándoles hallarse ante las islas de los Ladrones. Así era, en efecto, aunque
“los pilotos porfiaban lo contrario, y que no era sino tierra de Filipinas, y se reían de

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que se pensase ser Ladrones”. Pero Urdaneta tenía razón; la tierra a la vista era la isla
de Guam.

Un recuerdo a Gonzalo de Vigo


Los indígenas tampoco desmintieron esto vez su rapacidad, característica peculiar
observada por cuantas expediciones tocaron en aquellos parajes. Tripulando multitud
de ligerísimas piraguas, maniobraban con insuperable habilidad en torno a las naos: al
principio un tanto recelosos; pero confiados prontamente, sus relaciones con los
navegantes constituyeron continuado intento de latrocinios.
El primero en hablarles fue Urdaneta, que recordaba palabras de su idioma desde
su estancia en aquellos parajes cuarenta años antes. Dice la Relación que “contó hasta
diez en su lenguaje con que mostraron gran contento”. No deja de ser curioso
asimismo que, al cabo de tantos años, algún indígena recordara a Urdaneta el nombre
de Gonzalo de Vigo, el superviviente de la Trinidad, cuyo nombre ha aparecido tantas
veces en el transcurso de esta historia.
Legazpi toma en nombre del rey posesión de la isla, y dicta normas humanísimas
acerca del trato debido por los expedicionarios a los naturales, aunque sus
disposiciones no tuvieron correspondencia por parte de éstos. Para castigar las
constantes apresiones de que los suyos eran objeto, Legazpi vióse obligado a adoptar
parecidas medidas de represión que las de Magallanes al primer arribo a aquella isla.
El cobarde asesinato de un grumete y la muerte de otro soldado motivaron una razzia,
que terminó con el ajusticiamiento de tres prisioneros en el mismo lugar donde
ocurrió el primer hecho.
Urdaneta sugiere a Legazpi en la isla de Guam una idea, inspirada probablemente
por un recrudecimiento de sus escrúpulos en orden a la legitimidad de un designio
conquistador de Filipinas. Parece que Urdaneta eligió para hacer su proposición un
momento en que Legazpi estaba rodeado de los mandos en pleno de la expedición.
Urdaneta apuntaba la conveniencia de desplazar seguidamente uno de los navíos a
Méjico para comunicar la situación de los expedicionarios y apresurar así el envío de
refuerzos. Pero la respuesta de Legazpi a su amigo fue tajante. La proposición es
rechazada al punto. Por nada del mundo quiere Legazpi apartarse de las normas
trazadas por la Audiencia de Méjico.
Diez días después de su salida de Guam, la expedición arriba a la isla de Samar,
del archipiélago filipino, repitiendo exactamente en esta parte de la travesía el
recorrido de Magallanes. Urdaneta, en compañía del maestre de campo y del capitán
Goiti, desembarca para reconocer aquellos parajes en busca de una rada asequible.

Dos conquistadores cristianos

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La majestuosa aparición de las magníficas siluetas de las naos recortándose en la
curva celeste sobrecogió a los indígenas profundamente. Desde que Magallanes
arribara a aquella isla cuarenta y seis años antes con tres naos de traza parecida, pero
de mucho menor tamaño, habíase repetido de tarde en tarde aquel mismo espectáculo.
Una triste experiencia hacía desconfiar a los indígenas de los tripulantes de
semejantes barcos. Estos de ahora, de tamaño colosal, de proporciones
insospechadas, les inspiraron sentimientos muy parecidos al pavor. Ignoraban que los
hombres embarcados en aquellos navíos necesitaban de ellos angustiosamente.
Legazpi tenía urgente necesidad de aprovisionarse. Le importaba, sobre todo, ponerse
cuanto antes en contacto con los indígenas.
Nadie mejor que Urdaneta para esto. Como conocedor del idioma malayo, sus
servicios resultaron inapreciables a Legazpi. Pero los primeros intentos de Urdaneta
para ponerse al habla con los aborígenes fracasaron por completo. Un silencio
henchido de recelo respondió a las llamadas del religioso. Adivinábase a los
indígenas internados en la espesura, observando temerosos las maniobras de Urdaneta
y sus acompañantes.
Sin embargo, la actitud de aquel hombre vestido de negros hábitos voceando a la
selva trascendía cierta singular serenidad, prometía designios verdaderamente
pacíficos, y produjo algún efecto entre los naturales, pues al día siguiente unos jefes
indígenas se acercaron en una embarcación, manifestando deseos de entrar en
relaciones con los españoles. Legazpi no quería otra cosa. Favorablemente
impresionados de la acogida que les dispensó, y colmados de regalos, regresaron a
sus lares los indígenas. Volvieron al siguiente día querenciosos de más baratijas, pero
correspondieron muy a medias al deseo de aprovisionarse que les declaró Legazpi.
La necesidad apremiaba. Legazpi, después de tomar posesión de aquella tierra,
optó por dirigirse a sitios más acogedores. Una pequeña expedición enviada antes de
su partida de Samar a buscar provisiones había regresado con un hombre de menos,
muerto por los nativos.
Legazpi desciende de Samar a la isla de Leyte. Pero tampoco encuentra aquí lo
que con tanta urgencia necesita. Los habitantes no pasan de hacer promesas, por lo
cual el capitán Goiti resulta encargado de explorar la costa. La misión de Goiti duró
diez días. Decía a su regreso haber encontrado una grande y asequible bahía, centro
de muy activo comercio. A la llegada de Goiti estaban cargando de arroz unas
embarcaciones procedentes, al parecer, de muy lejanos países. Pero el fracaso había
coronado todas sus gestiones. Para colmo, regresaba con un moribundo, víctima de
una agresión de los naturales.
Por su parte, los intentos de Legazpi durante la ausencia de Goiti no obtuvieron
mejor resultado. Su desembarco para tomar posesión de aquella tierra causó entre los
indígenas peligrosa excitación. Ni las reiteradas llamadas de Urdaneta ni la actitud
extremadamente prudente de Legazpi bastaron a apaciguarlos. Veíaseles refugiados

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en la espesura, produciendo terrible estrépito, haciendo con sus armas furiosos
ademanes.
Pero a Legazpi no le interesaba entablar combate. Conocía de los relatos de
anteriores expedicionarios cuántas ventajas concedía a los nativos la lucha en su
propio terreno. A pesar de contar con fuerza suficiente no quiso exponerla
inútilmente, y prefirió retirarse. Este movimiento, mal interpretado por los indígenas,
les inspiró la idea de acometer a los españoles a pedradas; pero un par de
arcabuzazos, disparados al aire por orden expresa de Legazpi, bastó para
ahuyentarlos.
El puerto de Cabalian, en la misma isla de Leyte, constituye el final de la
siguiente etapa de Legazpi y Urdaneta. La isla de Mindanao era visible desde allí. El
aspecto de la tierra prometía exuberancias; pero la acogida no resultó mejor que las
anteriores para el fin que Legazpi se proponía. Muchedumbre de indígenas aguardaba
en la espesura en recelosa actitud. Las llamadas de Legazpi consiguieron, no
obstante, la presentación del jefe del poblado, con el que Legazpi cambió los
acostumbrados regalos. Pese a las seguridades dadas por el indígena prometiendo
formalmente su vuelta para vender las provisiones tan anheladas, a la noche, un
rumor claramente audible desde las naos anunció a los españoles la huida en masa de
todos los habitantes del lugar.
Efectivamente, estaba a la mañana siguiente convertido en un desierto. Sólo
entonces, y previo un solemne requerimiento efectuado a voces desde las naos
solicitando les fueran vendidas provisiones, se decidió Legazpi a procurarse a la
fuerza los tan necesarios bastimentos. Veíase a los indígenas en el bosque
obstinadamente silenciosos. Un hombre tan sólo apareció: el cacique del día anterior,
tratando, temeroso, de explicar aquella conducta.
Por de pronto en tanto quedara resuelta la difícil situación, Camotuan, que así se
llamaba aquel hombre, quedó retenido a bordo. Legazpi ordena entonces una reunión
de todos los principales de su escuadra. El acuerdo tomado en esta junta es cumplido
al instante. Grandes cantidades de provisiones pasaron a las naos, previo pago de su
importe al cacique Camatuan, el cual quedó desde este punto en libertad.
El mismo Cametuan sirve a Legazpi de guía hasta Mazagua, lugar adonde el
último tenía verdadero deseo de llegar, pues conocía la excelente acogida dispensada
en esta isla a la expedición anterior. Pero, sin embargo, ciertas advertencias del jefe
indígena pusiéronle en guardia. Camatuan tenía particular empeño en que los de
Mazagua desconocieran los servicios que él prestaba como guía, lo cual indicaba
claramente que los mazaguanos no deseaban la visita de los españoles. Entonces
Legazpi preparó ricos presentes, confiando así atraerlos mejor, y designó a Urdaneta
y al maestre de campo como embajadores.
Pero al atracar los bateles en tierra, en el poblado de Mazagua no quedaba rastro
de alma viviente. Recortábase en la playa desierta, sobre el fondo espeso de
naturaleza tropical, la negra silueta del agustino, rodeado de los vistosos arreos de los

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militares que le acompañaban. Un vaho caliginoso se exhalaba del ambiente.
Solamente se veía un indígena, observando silencioso desde lo alto de un peñasco.
Llamóle Urdaneta a grandes voces. Desde lo alto de la roca hasta un repliegue donde
se asentaba rústica vivienda descendía una escala de bejucos. Por ella bajó el indio,
para al cabo de un rato volver a subir rápidamente. De pronto apareció una gran
humareda. Desde lo alto de la peña el indio acompañaba con terribles gritos el
incendio de su mezquina morada.
Parecidos espectáculos aguardaban a los españoles en todos los puntos adonde
llegaban. Poblados desiertos, abandonados por sus habitantes. La noticia del arribo de
aquellos navíos gigantescos había cundido por todas partes.
Legazpi no encuentra una persona en Camiguin. Los vientos contrarios
obligáronle a arrumbar hacia Bohol. Los tripulantes de una gran embarcación
indígena cargada de mercaderías escapan a nado, llenos de terror al encontrarse de
súbito con la escuadra.

Triunfo de la generosidad
Pero al cabo, las maneras generosas de Legazpi terminan por triunfar. Los
indígenas que le han visto y tratado ponderarán luego al volver a los suyos su aspecto
venerable, y tratarán de explicarse lo que para ellos constituye enigma asombroso: los
modos paternales del viejo general que manda aquellos navíos imponentes, por cuyos
costados asoman amenazantes hileras de bocas de fuego, y repletos de hombres
armados con detonantes y mortíferas armas.
Hay cosas de todo punto inexplicables para aquellas inteligencias primarias
hechas a costumbre atroces.
Un gran junco abarrotado de ricas mercaderías y tripulado por marinos de Borneo
hizo frente a una chalupa enviada hacia ellos por Legazpi en servicio de
reconocimiento. Todos los soldados españoles, hasta veinte en total, resultaron
heridos. A pesar de todo, el combate fue adverso a los del junco, que cayeron
prisioneros. Aquellos hombres, al ser conducidos a la presencia de Legazpi, no se
hacían ilusiones acerca de su suerte; veíanse reducidos en el mejor de los casos a la
condición de esclavos. Cuando Urdaneta, por encargo del general, les preguntó en
malayo el motivo de su encarnizada defensa, por cuanto los soldados iban a ellos de
paz, sus ojos abriéronse llenos de asombro. Porque la razón es obvia. Aquellos mares
no sabían de generosidades. Ni de derecho. Sólo imperaba en ellos la razón del más
fuerte. ¡Cómo iban a suponer intenciones pacíficas en el requerimiento de los
soldados! Cuando Legazpi les comunicó su libertad, los borneyes apenas podían creer
tanta ventura. Sólo se convencieron cuando de los gestos de Legazpi tradujeron sus
deseos de tranquilizarles. Urdaneta puso de su parte lo mejor de su malayo en este
noble empeño. Pero otro rasgo también inesperado había de asombrarles aún al
momento de la despedida.

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Los soldados de Legazpi se repartieron en los momentos inmediatos a la captura
algunos géneros de que el junco rebosaba. Siempre son los soldados en estas cosas
sumamente expeditivos. Resonaron cajas en las cubiertas de las naos, y luego voces
recias en tono de mando conminando a la devolución urgente de todas las mercancías
aprehendidas. La Relación anónima advierte que los soldados consideraron esto tan
inaudito que no recataron su descontento: “murmuraron reciamente”.
Pero a pesar de sus murmuraciones, los soldados obedecieron. Las cosas más
heterogéneas aparecieron allí. La Relación anota a renglón seguido parte de las
mercancías devueltas. “Recogiéronse entre los soldados como veinticinco onzas y
media en joyas quebradas, y una campana; dos panes de menjuy y cierta cantidad de
cera, y libra y media de seda de colores, floja, en madejas, y veinte porcelanas, y unas
bacinicas de latón, un anillo de oro y ciertas mantillas y otras presas”.
Este suceso aparentemente baladí resultó de capital importancia para Legazpi.
Los navegantes de Borneo no podían acabar de despedirse. Al último, optaron por
quedarse. Conocían al dedillo todos aquellos mares, y sus informaciones resultaron
preciosas al general guipuzcoano. Finalmente, su labor ayudó decisivamente a la
penetración española. Después de muchos esfuerzos consiguieron, cuando menos a
medias, tranquilizar al cacique de Bohol y llevarlo a la playa, delante de la cual
estaban las naos ancladas. Legazpi, viendo su invencible desconfianza y con el fin de
atraerlo definitivamente, hasta consintió en dejarle rehenes como garantía de su
seguridad.
Cicatuna, el cacique de Bohol, subió por fin a bordo. Legazpi extremó sus
atenciones con él, prodigóle regalos y selló su amistad a la manera peculiar de aquella
tierra: “sacándose de los pechos cada dos gotas de sangre, revolviéndolas con vino en
una taza de plata, y después dividido en dos tazas, tanto el uno como el otro, ambos a
la par bebieron cada uno su mitad de aquella sangre y vino, lo cual hecho mostró
Cicatuan gran contento”.
La venida de los personajes indígenas a los navíos vino a ser cada vez más
frecuente. Legazpi fue poco a poco inspirándoles más y más confianza. Un detalle
tras otro, Legazpi asentaba con su política de paz, atracción y tolerancia, jalones de
bien duradera conquista.
Dominar el ansia de riquezas despertado en su gente en medio de aquel país tan
abundante en oro, es otra admirable victoria del gran conquistador.

Urdaneta, explorador
Entretanto, Urdaneta tampoco permanece ocioso. Mientras Legazpi va penetrando
en Bohol, la pequeña fragata al mando de Urdaneta se dispone a una expedición que
tiene por objeto un reconocimiento por entre aquel laberinto de islas. Llegar a Cebú
constituía uno de los propósitos de Urdaneta. Decíase que en esta isla vivían aún
algunos españoles reducidos a esclavitud de cuando el terrible golpe de su reyezuelo

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contra una nutrida representación de la expedición de Magallanes, que desembarcó
atendiendo su traidor ofrecimiento de un convite. Acompañaban a Urdaneta el
maestre de campo, el piloto mayor y un tal Aguirre, al parecer personaje calificado en
la expedición. Iban también el piloto del junco de Borneo y un pelotón de soldados.
La expedición de Urdaneta llevaba provisiones para un viaje de ocho días, aunque
transcurrieron bastantes más sin que hubiera noticia alguna de su paradero. Legazpi,
profundamente intranquilo, aceptó los servicios de algunos jefes indígenas, los cuales
salieron en busca del agustino. Pero volvieron sin encontrar rastro, lo cual produjo en
la escuadra negro pesimismo Todos imaginaban definitivamente perdida la pequeña
embarcación, y con la muerte de Urdaneta, fracasado desde entonces el principal
objetivo de la expedición.
Menos mal que la misma noche del regreso de los naturales volvió igualmente,
aunque por inesperado derrotero, la fragatilla de Urdaneta. Venía con un hombre de
menos: el piloto de Borneo, muerto en la costa de la isla de Negros, víctima de una
agresión de los aborígenes. En esta misma isla, cuya costa reconoció Urdaneta
minuciosamente, los indígenas intentaron otra sorpresa. Un nutrido contingente
acometió de improviso a los soldados de Urdaneta, pero unos arcabuzazos disparados
a tiempo bastaron a disolverlos. El agustino no pudo llegar a Cebú, como era su
propósito, por impedirlo las corrientes contrarias.

Urdaneta, protector de indios


Esto acrecienta los fuertes deseos que experimentaban todos por llegar a Cebú.
Además, la época de lluvias se acercaba. Era menester buscar un resguardo adecuado.
Cebú poseía un buen puerto y se sabía aquella isla bien abastecida. Por otra parte la
guerra con los habitantes de Cebú era para los expedicionarios de todo punto lícito.
Todos recordaban la historia de las relaciones del rey de Cebú con Magallanes. Aquel
reyezuelo, al mismo tiempo de jurar fidelidad al rey de España, abrazó libremente la
religión católico. Apostató de ella poco después, llevando antes a cabo una matanza
horrible entre los principales de aquella Armada. Ningún timorato podía oponer
objeciones a empresa tan justa como la de traer a mandamiento a aquellos traidores y
rebeldes. Por último, el puerto de Cebú se prestaba admirablemente a los preparativos
del viaje de regreso de Urdaneta a Méjico.
La llegada de la Armada a Cebú ocurre el 27 de abril. Su arribo produce entre los
habitantes efecto aterrador. Muy pronto es identificada la procedencia de aquellas
gigantescas naos. Entre los cebuanos viejos resurgen vivamente los detalles de la
terrible matanza de cuarenta años atrás. El reyezuelo ruega, temblando, a Legazpi no
dispare la artillería, para evitar así el espanto entre sus súbditos. Pero no era la
artillería precisamente el temor de los indígenas. Mientras el reyezuelo se
entrevistaba con Legazpi, ellos huían en masa a la manigua, llevándose todos sus
ajuares.

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Legazpi aseguró al reyezuelo de Cebú el más generoso perdón por la traición
acaecida anteriormente en sus dominios; pero la conducta de los cebuanos,
comenzando por el propio reyezuelo, puso a prueba toda la paciencia del
conquistador.
Tupas, que así se llamaba el reyezuelo, al parar el primer golpe, no volvió a
acordarse para nada de sus promesas de ayudar a los aprestos de la Armada. Tupas no
quiso volver a aparecer ante Legazpi. Pero los soldados ardían en deseos de
intervenir. La Relación atestigua cómo Legazpi, harto por fin de dilaciones, rogó a
Urdaneta “que como protector de los indios naturales de esta tierra fuese con el
Maestre de Campo a persuadirles que viniesen de paz, dándoles a entender el bien y
aprovechamiento grande de que su amistad se les seguiría; donde no, fuese testigo
delante de Dios cómo, por su parte, había procurado lo posible por tener paz y
amistad con ellos”.
Una vez más Urdaneta llevó a cabo su difícil misión, pero con resultado negativo.
Los cebuanos, con uno u otro pretexto, daban largas a la avenencia deseada por
Legazpi. Era en ellos evidente el propósito de ganar tiempo; cada vez se hacía más
patente que estaban esperando refuerzos.
Ni aun así se dio Legazpi por vencido. Segunda vez dirigióse a ellos Urdaneta;
pero esta vez sus pacíficos requerimientos fueron correspondidos con fieros
desplantes. Urdaneta ni siquiera puso pie en tierra. Los indios esgrimían sus lanzas
con feroz y primitiva algarabía, y le invitaban a gritos a que desembarcara con
manifiesta intención de acabar con él. Además observóse que detrás de una punta
desembarcaban refuerzos procedentes de un buen golpe de paraos. La misión de
Urdaneta estaba terminada. (Estas actividades del agustino, que como se ve
constituyeron un fracaso, al menos de primera intención, inspiraron seguramente al
escultor de la estatua de Urdaneta, erigida en su pueblo natal. Urdaneta aparece
erguido, señalando el cielo con el índice en alto a dos indios que se le acercan
humildes y amorosos. El artista ha conseguido un grupo muy bello. Pero es una
lástima que la estatua haga el mal servicio de introducir un confusionismo acerca del
carácter primordial del personaje que representa. La alegoría es irreal. La historia
verídica de Urdaneta no la autoriza. El fraile agustino es, ante todo, un gran marino,
uno de los más grandes marinos que en el mundo han sido, y como marino es preciso
representarlo[31].
Ya no cupo a Legazpi sino usar de la fuerza. Pero no hubo combate. Los primeros
cañonazos protegiendo el desembarco desbandaron a los cebuanos. El entusiasmo de
los españoles llegó al colmo cuando a su entrada al poblado encontraron una efigie
del niño Jesús, hallazgo que su ardorosa fe consideró milagroso y presagio de
venturas de toda suerte. Y en algún modo es ciertamente milagroso que al cabo de
tantos años aquellos hombres encontrasen la imagen que Pigafetta, el cronista de la
expedición magallánica, declara en su Diario haber regalado personalmente a la reina
de Cebú, cuando ésta, al igual de su marido, abrazó la religión cristiana.

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Legazpi estaba decidido a poblar la isla como base para sus conquistas futuras.
Por eso, una de sus primeras disposiciones después del desembarco constituye la
construcción de un fuerte. También se echó el trazado del futuro pueblo, señalándose
el punto destinado a iglesia. Las conquistas españolas tienen desde su mismo inicio
un carácter misionero claro. El conquistador es al mismo tiempo que guerrero
valeroso admirable colonizador.
El arribo a Cebú aproxima el regreso de Urdaneta. Legazpi no olvida el
primordial objetivo del viaje. Sabe que si Urdaneta fracasa caerá igualmente por falta
de base su obra toda. Su labor depende del enlace con Méjico. Es preciso de todo
punto procurarse mantenimientos abundantes para acelerar el momento de la partida
de su amigo. En medio de los crecientes cuidados y conflictos que la conquista de
Filipinas les creó, Legazpi y Urdaneta disponen con admirable celeridad el
trascendental viaje.
La conquista de Cebú ocurre los últimos días de abril. La salida de Urdaneta el
día 1 de junio.

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TRAVESÍA DEL PACÍFICO

Urdaneta, guía y jefe supremo


(1 de junio de 1565 - 8 de octubre de 1565)
Las minuciosas instrucciones de la Real Audiencia del Virreinato de la Nueva
España señalaban a Urdaneta el derecho a elegir para el viaje de regreso la nao que
más le gustara[32].
Urdaneta hizo uso de esta lógica prerrogativa escogiendo la mayor: la San Pedro.
El total de hombres en ella embarcados sumaba unos doscientos. Las provisiones se
calcularon para una travesía de ocho meses: ingentes cantidades de pan, arroz, maíz,
habas garbanzos, aceite y vino, principalmente. El suministro de agua estaba
asegurado por doscientas pipas llenas del precioso líquido.
Un nieto de Legazpi mandaba la San Pedro: don Felipe de Salcedo, hombre muy
joven, pero que había dado muestras de precoz madurez. La Real Audiencia de
Méjico había asimismo dejado al arbitrio de Urdaneta este importante punto de la
elección de capitán del buque. Extremo muy significativo, indicador por sí solo de
que en realidad el fraile mandaba en amo absoluto la nao, en la cual iba también el
piloto mayor de la Armada, Esteban Rodríguez. La historia de anteriores travesías
aconsejó además el embarque del piloto del patache San Juan, Rodrigo de Espinosa.
Efectivamente, Esteban Rodríguez falleció durante la travesía, aunque cerca ya de la
meta, el día 27 de septiembre. Un técnico más aún en esta sumaria revista. El
contramaestre de la nao, Francisco Astigarribia, sabía bastante del arte de navegar.
Las posibilidades adversas estaban, por tanto, escrupulosamente sopesadas. Todos
estos hombres estaban “sujetos y subordinados” a Urdaneta, a quien acompañaba otro
ilustre religioso vizcaíno, de su misma Orden, llamado Andrés de Aguirre, uno de los
misioneros enviados a Méjico hacia el año 1542 por Santo Tomás de Villanueva.
Aguirre era en 1563 prior del convento de Tolotapa, y al año siguiente se alistó con
Urdaneta para formar en la expedición de Legazpi. Escribió a su regreso a Méjico un
“Informe exponiendo la importancia de continuar los descubrimientos hacia el
Poniente desde 41° de latitud”.
La responsabilidad de la expedición pesaba sobre los hombres de Urdaneta, el
cual respondería ante la Historia del éxito o del fracaso de la travesía. “Fray Andrés
de Urdaneta es el más experto y experimentado en la navegación que se ha de hacer,
de los que se conocen en España la vieja y la nueva”. En estos términos ponderaba el
difunto virrey Velasco los méritos del guipuzcoano a Felipe II. Cierta calidad de
encomios tienen, al contraste con la realidad, el grave peligro de poder servir lo
mismo para levantar a un nombre hasta la cúspide como para hundirlo en total
descrédito. Pero Urdaneta sería digno de la sólida confianza que inspiraba.

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En la vida de Urdaneta este viaje trascendental constituye gesta culminante. Y, sin
embargo, es en este momento cuando Urdaneta decepciona —en cierto modo, se
entiende— al biógrafo, a quien su parquedad pone en un brete. Este hombre que de
tan detallista manera nos relata las aventuras de su juventud, nos cuenta esta travesía
en trazos brevísimos. El Urdaneta de años atrás, tan proclive al abuso del pronombre
personal, ha desaparecido. Este Urdaneta de ahora es otro hombre completamente. Su
extraordinario laconismo descubre entre luces de ocaso una grande pujanza espiritual.
Y en la grandeza de espíritu entran a grandes dosis desasimiento de las cosas,
cansancio de vivir. El estilo del parco comunicado de Urdaneta dando cuenta de
haber rendido el viaje, manifiesta una generosa y suprema impersonalidad. Si de la
travesía dice poquísimo, en cambio del hombre descubre mucho a ojos avizores.
La nao San Pedro leva anclas “con la buena ventura”, como dice Espinosa, en la
isla de Cebú. Para que la gloria de Urdaneta resalte más, las circunstancias quieren
que el salto se lleve a efecto desde una isla del corazón mismo de las Filipinas.
Urdaneta atraviesa el Pacífico de parte a parte, sin ninguna ventaja inicial.
Sábese que Legazpi acompañó a Urdaneta embarcado en la nao hasta una legua
de distancia. Los dos amigos íntimos no volverían a verse más.

El mar filipino
Enfrente del puerto de Cebú se extiende la isla de Mactán, la misma sobre la cual
pereció, vencido en desigual combate, el intrépido Magallanes. La nao atravesó con
suma lentitud el largo y angosto canal que separa estas dos islas. Según el piloto de la
nao, entrambas orillas no distan en algunos parajes un trecho mayor que el espacio de
un tiro de arcabuz, y añade la conveniencia de navegar aproximándose lo posible a la
isla de Mactán, a causa de la mayor profundidad de sus orillas.
La enorme y panzuda nao navega también por en medio del archipiélago filipino
con gran pausa, que, por otra parte, las calmas facilitan. Para aviso de navegantes
posteriores, el piloto Espinosa describe prolijamente la ruta verificada por la San
Pedro en medio de aquel intrincado laberinto. La nao abríase paso por entre una
infinidad de islas de todo tamaño, en medio de un paisaje de belleza subyugadora.
Emergían de todas partes, brotando del azul profundo de la mar, islas de distintas
alturas, unas bajas, montañosas otras, cubiertas de espesa vegetación. En algunos
parajes extendíanse feraces sabanas, y en otros la costa descubría acogedoras
ensenadas, donde estaban de pesca algunos paraos de indígenas, cuyas rústicas
viviendas se adivinaban en la orilla. En una isla elevada los navegantes vieron
humear dos volcanes.
La San Pedro se detiene en algunos sitios para completar su carga de provisiones.
En un lugar cercano a la isla de los volcanes, los soldados que protegen esta labor
hallan fuerte oposición de parte de los aborígenes.

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En alta mar
El día 9 de junio, la San Pedro surca ya la mar abierta. El piloto Rodrigo de
Espinosa anota haber llegado “donde se remata la Isla Filipina”.
Al mediodía del día siguiente, la tierra, como a unas doce leguas de distancia, es
apenas visible. Comienza la navegación terriblemente monótona. Es raro en adelante
el día en que ocurra algo digno de anotación.
El día 21, “día de Corpus Christi”, aparece por estribor un farallón: “Parecía —
dice el piloto— un barco que estaba surto”. Unas aves planeaban sobre aquella alta
roca solitaria, que Espinosa calcula situada en 20 grados y a 300 leguas de Cebú. La
San Pedro, tuerce el rumbo para evitar sus rompientes.
Después, durante muchas semanas, durante meses, los navegantes no volverán a
ver indicio alguno de tierra. Urdaneta dirige valeroso la nao por una ruta original. La
San Pedro navega por parajes solitarios, alejados de islas. Indudablemente, Urdaneta
había observado durante su larga permanencia en las Molucas el régimen de vientos
predominantes en el Pacífico. Quienes le conocieron se hacen lenguas de sus
conocimientos meteorológicos. La San Pedro alcanza en su travesía los 41 grados de
latitud norte.
Aquella navegación parecía no haber de acabarse nunca. A la lectura fatigante de
los Diarios de los pilotos de la San Pedro se comprenden perfectamente los fracasos
anteriores. Aquel navegar interminable en busca de un continente, tanto más lejano al
parecer cuanto más se iba avanzando, terminaba por vulnerar los ánimos más
templados. Llegados a cierto punto sin alcanzar resultados tangibles, los navegantes,
diezmados por la misteriosa y terrible enfermedad de los belfos sangrantes, sentíanse
incapaces de liberarse del sentimiento de hallarse efectuando un salto en el vacío. El
imperioso e irresistible anhelo de volver a apoyarse en el punto de partida acababa de
rendirles. Solía además mediar la impresión de los aparatos naúticos de entonces,
sembrando dudas atroces acerca de la situación y la distancia recorrida.

La travesía
Pero la travesía de la San Pedro sigue sin mudanza. Hasta el domingo 1 de julio,
los vientos soplaron francos por estribor. El día 4, en 29 grados, Espinosa anota
visible la “estrella del Norte”. A mediados de mes, el Diario del piloto advierte como
primeros detalles adversos unos cuatro días de relativa calma.
Despues, durante días y días, Espinosa, carente de mayores novedades, se limita
casi a apuntar las singladuras efectuadas. El 22 de agosto, “en 34 grados largos”, el
viento andaba jugando de lo más impreciso y fluctuante, y resultaba imposible “echar
rumbo cierto”; pero Espinosa calcula con todo durante ese día un recorrido de 30
leguas.

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Entre últimos de agosto y primeros días de septiembre hubo mar gruesa, cerrazón
y aguaceros de mediana violencia, pues solamente obligaban a amainar algunas velas
de gabia.

El enfermero
La expedición no se exime de pagar la obligada contribución de vidas impuesta
por la peste del mar a todas las grandes navegaciones de antaño. Pero la mortalidad, a
pesar de ser crecida, no alcanza ni con mucho, teniendo en cuenta la gran cantidad de
gente embarcada, las aterradoras proporciones de otros viajes, aunque al final quedara
ya en condiciones de prestar servicio muy poca gente sana.
Es también conocida la causa que en modo principal determina el escorbuto, y,
por lo tanto, tampoco parece descabellado suponer alguna relación a las grandes
cantidades de legumbres embarcadas en Cebú y las relativamente escasas muertes
registradas durante esta travesía.
Las Crónicas del viaje encomian los grandes servicios prestados por Urdaneta
como enfermero de todos, junto con su compañero fray Andrés de Aguirre.

El piloto
Que además de ser el responsable de la expedición entró en turno al timón con los
pilotos, está fuera de toda duda. Los Diarios de los mismos pilotos lo atestiguan
claramente. Adivínase en ellos un noble orgullo al verse en compañía del gran
cosmógrafo en un viaje que saben de trascendencia histórica.
El estilo de los pilotos revela cierta suficiente presunción cada vez que colocan su
parecer al lado de la del gran navegante. “Y así pareció al Padre Prior (Urdaneta) y a
mi que fuésemos gobernando al Sueste”, dice, por ejemplo, en una ocasión el piloto
Rodrigo de Espinosa en su Diario de navegación. ¡Cuánto dicen esas pocas palabras:
“pareció al Padre Prior y a mí…”!
En varias otras circunstancias se ve a este mismo piloto atisbando la carta de
navegar del agustino, y confrontando con los datos de éste los suyos propios. El día 4
de septiembre escribe por ejemplo Espinosa: “Este día mandaron gobernar al Sueste,
en que yo fui de parecer que gobernásemos a Lessueste porque yo me hallaba de
tierra de 41 grados, 118 leguas por la figura de mi carta y conforme á otra figura que
yo había visto del Padre Prior Fray Andrés de Urdaneta me hallaba de tierra de 41
grados, como arriba tengo dicho…”.

Cálculos dispares

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El día anterior, 3 de septiembre, algunos expedicionarios creen hallarse cerca de
tierra americana. Pero habrán de transcurrir quince días más hasta que les sea posible
ver, por fin, tierra. El ansia de los navegantes está perfectamente expresada por
Espinosa, que relata el acontecimiento con minuciosidad. Eran las siete de la mañana,
y él, como piloto, estaba al timón en aquellos momentos. Espinosa traza emocionado
la silueta de la isla descubierta: “A esta isla la puse el nombre la Deseada —agrega—;
estará en altura de 33 grados y tres cuartos”.
El escribano de la nao, Asensio de Aguirre, da testimonio dicho día de un
requerimiento efectuado, probablemente a indicación de Urdaneta, por don Felipe de
Salcedo, como capitán, al piloto mayor, a Rodrigo de Espinosa y al contramaestre
Astigarribia para que “tanteasen el camino que habían andado” desde Cebú hasta
aquella tierra visible, y, asimismo, dijesen la altura máxima alcanzada durante la
travesía. Ambos cálculos debían verificarlos individualmente, y entregarlos firmados
de sus nombres. Los tres aparecen acordes sobre la altura, que sitúan en “39 grados y
medio”; pero no así en cuanto a la distancia recorrida. Mientras Esteban Rodríguez
deduce 1.740 leguas, Espinosa y Astigarribia, 1.650 solamente.
Anteriormente, el día 9 de julio, Salcedo había ordenado a estos mismos pilotos y
contramaestre el cálculo de la distancia que separaba la isla de Cebú del puerto de La
Navidad. Esteban Rodríguez respondió que, según sus cartas de navegar, esta
distancia era de 1.850 leguas; pero que, a su parecer, la distancia verdadera era de
2.000 leguas. Espinosa, ateniéndose exclusivamente a sus propias observaciones,
deducía este espacio en 2.030 leguas. Y, a su vez, Astigarribia declaró que sus cartas
de navegar señalaban 1.850 leguas, pero que por sus cuentas había 2.010.
Es notoria la influencia de Urdaneta en estos últimos resultados, a los cuales, por
su notable aproximación a la verdad, es preciso concederles mérito, dado que la
deducción de las medidas de longitud era entonces muy difícil. Con todo, las
diferencias que se advierten explican admirablemente bastantes de las situaciones
descritas páginas atrás. Por ejemplo, las burlas a Urdaneta de parte de estos mismos
pilotos en el viaje de ida, cuando el agustino aseguró con rara precisión la llegada a
las islas Marianas, creídas tierra filipina por ellos.

Costeando
La San Pedro comienza a descender costeando la costa de la “tierra de
California”. No tardan en aparecer las islas de Cedros y Loreto, los cabos de la Paz y
San Lucas, las islas Tres Marías y el cabo Corrientes, cercano al puerto de La
Navidad.
La noche del 25 al 26 murió el maestre de la nao y al día siguiente el piloto
mayor, Esteban Rodríguez. Suprema pesadumbre de aquel sufrido y riguroso oficio
es la muerte ante el resplandor trémulo de los fanales de tan suspirado puerto.

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Al amanecer del día 1 de octubre, la San Pedro se halla delante del puerto de La
Navidad. “A esta hora —dice Espinosa muy descriptivamente— me fui al capitán, y
le dije que adonde mandaba que llevase el navío, porque estábamos sobre el puerto de
La Navidad, y él me mandó que lo llevase al puerto de Acapulco, y obedecí a su
mandado”.
Esta orden estaba seguramente sugerida por Urdaneta. El agustino había
recomendado con encarecimiento efectuar los preparativos de la expedición en el
puerto de Acapulco, desechando la idea de hacerlos en el de La Navidad, que, a su
juicio, no reunía las debidas condiciones, por malsano en primer lugar, y por otras
razones de peso que él expuso minuciosamente. Además, Acapulco estaba mucho
más cerca que el puerto de La Navidad de la capital del Virreinato. No obstante la
opinión de Urdaneta, los preparativos y la salida de la expedición se efectuaron en el
puerto de La Navidad, aunque la realidad vino muy pronto a dar la razón a la
propuesta de Urdaneta. Acapulco fue luego, durante siglos, el principal puerto de la
Nueva España en sus relaciones con las Indias orientales. Su anchurosa bahía, en la
cual pueden cómodamente anclar más de quinientos buques, posee importancia
excepcional. La conquista por España de las islas Filipinas dio al puerto de Acapulco
gran resonancia[33]. Por medio del capitán Salcedo parece mantener Urdaneta su
primitiva opinión en cuanto a la prioridad de Acapulco sobre el puerto de La
Navidad. Su Relación misma confirma sobradamente esta suposición. No tardará el
lector en comprobarlo.
El día 8 de octubre, al momento de penetrar en Acapulco, no llegaban en la San
Pedro a dieciocho los hombres “que pudiesen trabajar, pues los demás estaban
enfermos”.

El relato de Urdaneta
La Relación del histórico viaje escrita por Urdaneta resume el viaje en estas
lacónicas líneas: “De la vuelta de Cebú para la Nueva España, lo que hay que decir es
que partimos desde donde quedaron los nuestros en primero de junio de 1565, y en 18
de septiembre vimos la primera tierra en la costa de la Nueva España, que fue una isla
que se dice San Salvador, que está en 34 grados menos un sesmo, y a primero de
octubre llegamos enfrente del puerto de La Navidad; y no queriendo entrar en él,
pasamos al puerto de Acapulco por ser muy mejor puerto que este otro y estar más
cerca de México que no el puerto de La Navidad con más de 45 leguas. Pasamos
mucho trabajo a la vuelta, con tiempos contrarios y enfermedades. Murieron
veintiséis hombres hasta surgir en el puerto, y después de llegados a él, otros cuatro,
y más un indio de las islas de los Ladrones, que envió el General con otros tres indios
que envió de la isla de Cebú. Vino por capitán de la nao Felipe de Salcedo, nieto del
General, el cual se hubo cuerdamente en su cargo. No trato de cómo se apartó de

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nuestra compañía a la ida don Alonso de Arellano con el navío San Lucas, porque él
mismo ha dado relación de lo que le sucedió en aquel viaje”.
Y Urdaneta no dice más. No cabe sencillez mayor.

La hazaña del “San Lucas”


Las últimas líneas del descargo de Urdaneta facilitan el empalme a un tema
ineludible de todo punto al llegar a esta parte de su historia.
Recordaráse la desaparición del patache San Lucas nueve días después de la
salida de la Armada del puerto de La Navidad. Por todas las trazas —la Relación del
viaje efectuado por el San Lucas traiciona claramente este anhelo[34]—, Arellano,
capitán de la pequeña embarcación, ambicionaba la gloria de ser el primero en la
travesía de vuelta del Pacífico.
Arellano, cuya calidad de caballero destaca el pliego de acusaciones de la parte de
Legazpi, contaba con altas influencias en la Real Audiencia de Méjico, que le
aseguraban la impunidad al grave delito de abandonar la subordinación de su general.
Lo atestiguan las incidencias del juicio que se le siguió a petición de Legazpi. A pesar
de lo abrumador de los cargos, Arellano encontró decidido amparo en la Real
Audiencia del Virreinato.
Las declaraciones de Arellano y Lope Martín, este último piloto del San Lucas,
aseguran la llegada del navío a la isla de Mindanao a fines de enero de 1565, después
de largas peripecias. Ambos siguen manifestando haberse dedicado a buscar al grueso
de la Armada por varias islas del archipiélago. Al no poder lograrlo se vieron
apremiados a emprender el viaje de regreso. Las pruebas documentales descubren la
falta de sinceridad de estas declaraciones.
El viaje de vuelta del San Lucas inicióse el día 22 de abril. El 9 de agosto de 1565
el patache arribó al puerto de La Navidad.
Empaña el brillo de esta navegación meritísima una terrible crueldad cometida
durante su transcurso por Arellano, que en castigo de algunas faltas arrojó vivos al
mar dos hombres de su tripulación. Arellano fue absuelto del proceso que se le
abriera a instigación de Legazpi como desertor de la Armada de éste. En cuanto al
piloto Lope Martín, resultó encarcelado, pero probablemente lo fue por algún otro
delito. Este sujeto, cuyos pésimos antecedentes descubrieron a Legazpi demasiado
tarde algunos de los expedicionarios, ha pasado a la historia de la navegación con
estigma de monstruo.
Pero esto corresponde a su índole. Como navegante es preciso conceder a Lope
Martín mérito sobresaliente. Parece hasta inverosímil que una embarcación de
cuarenta toneladas, concebida principalmente para auxiliar a la Armada explorando
los bajos y canales, pueda salvar tamañas distancias. En la historia de la conquista de
la rutas marítimas, la marca del San Lucas es un hito perdurable.

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Hay, sin embargo, bastante de fábula en el Relato del viaje efectuado por Arellano
y Lope Martín. Cualquiera que haya sido su autor demuestra estupendo talento
imaginativo y novelador. Véase de muestra este curioso pasaje: “Y antes de llegar a
los cuarenta grados nos seguían unas pardelas negras dando muchos gritos de día y de
noche; y tan espantosos que ponían grima a quien las oía, por ser aves que jamás
Marineros las habían visto gritar”. La historia de las sombrías hazañas de Lope
Martín y de las crueldades de Alfonso de Arellano hace en seguida imaginar cierto
linaje de afinidad entre esas líneas, escritas probablemente en colaboración por
entrambos, y sus negras conciencias. Stevenson, el novelista enamorado del mar, y
del mar del Sur precisamente con apasionada preferencia, ¿leería acaso esto? “La isla
del Tesoro”, seguramente la obra mejor del gran escritor escocés, posee páginas que
parecen inspiradas por el conocimiento de los postreros crímenes de Lope Martín[35].
Otras veces las exageraciones son tan de bulto que trascienden a primera vista. A
la altura de cuarenta grados, al regreso, el piloto del San Lucas llega a creerse “cerca
de la China”. La impresión y brevedad extremada del relato del viaje de vuelta
contrastan con la amplitud con que la ida es descrita.
Esta hazaña desmerece asimismo por su clandestinidad y la falta de cierto punto
de homologación. Su apresuramiento y anticipación no han conseguido privar a
Urdaneta de la gloria de ser el conquistador del Océano Pacífico, el descubridor de la
“vuelta de poniente” famosa.

La gloria de Urdaneta
No sólo la posteridad lo ha juzgado así. Los marinos que se aventuraron luego en
el Pacífico utilizaron durante muchísimos años la carta de Urdaneta.
El gran cosmógrafo aprovechó este viaje para completar, pensando sobre todo en
quienes iban a seguirle, sus anteriores observaciones meteorológicas. Aparte lo
concienzudo de su labor cartográfica, su estudio acerca del régimen predominante de
vientos en el Pacífico consideróse por todos como una obra consumada, fruto de la
más paciente atención[36].
El apoteósico recibimiento de la ciudad de Méjico al agustino adquirió ese
profundo e indubitable sentido del homenaje de los hombres a quien ha conseguido
alguna trascendental conquista en provecho de la Humanidad. La rumbosidad
magnifícente de los festejos virreinales derrochó sus recursos todos a la gloria del
guipuzcoano. La nueva de su feliz arribo corrió por los territorios dominados por los
españoles cual si fuera llevada por los vientos. El paso de Urdaneta resultó
ininterrumpida sucesión de muchedumbres, arcos, gallardetes, cabildos
ceremoniosos, misas, tedéums, tañidos clamorosos de campanas, cabalgatas,
suculentas colaciones y festines, lidias de bravos toros chichimecos, lanzas, cañas,
comedias y loas, mascaradas, iluminaciones, fuegos, danzas de indios empenachados
de plumas multicolores… Y así desde Acapulco a la ciudad de Méjico, y en esta

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ciudad sobre todo, y luego, desde Méjico al puerto de la ciudad de la Vera Cruz, hasta
el momento en que los temerosos tronidos de las bombardas del fuerte de San Juan de
Ulúa despidieron al triunfador.
Conquistadores y aborígenes fundiéronse todos en el frenesí del entusiasmo. Los
arúspices del imperio azteca habían, según las viejas leyendas, predecido que unos
hombres semidivinos llegarían un día por Oriente navegando en casas gigantescas.
Nada era imposible para los conquistadores. Aquel otro mar misterioso del cual no se
regresaba estaba ahora igualmente dominado por ellos. Ninguna cosa resistía a su
obstinación. El humilde religioso ponderado por todos entre tantas admiraciones era
capaz de llevar y traer un navío por los espacios del Pacífico, atravesándolo en menos
de un año de parte a parte.

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OCASO

Urdaneta cuenta a la hora de su triunfo cincuenta y siete años. Su estancia en la


ciudad de Méjico después de su regreso no dura mucho tiempo. La travesía del
Pacífico, sueño dorado de los conquistadores, abre inmensas posibilidades a la Nueva
España. La Real Audiencia, deseosa de informar a Felipe II del trascendental
acontecimiento, organiza en seguida a Urdaneta su viaje postrero. Nadie mejor que el
propio triunfador podía dar al rey más detalles de la gloriosa jornada.
Las Crónicas contemporáneas señalan la presencia del guipuzcoano en Madrid el
mes de abril de 1566. Acompañábale un hijo de Legazpi en demanda de socorros, que
compensaran a su familia los enormes dispendios efectuados por su padre de su
fortuna particular para los aprestos de la Armada. Urdaneta entregó a Felipe II los
despachos que le dirigían Legazpi y la Real Audiencia de Méjico. Uno de ellos,
firmado en Cebú por todos los mandos de la expedición con Legazpi a la cabeza, es
un formidable ditirambo de los méritos y la persona de Urdaneta, cuyo regreso a
Filipinas encarecen en apremiantes términos.
De las entrevistas de Felipe II con Urdaneta resalta ostensible el tesón de éste
manteniendo sus propias y antiguas ideas relativas a la ilegitimidad de la conquista de
Filipinas, comprendidas tácitamente, según Urdaneta, en el empeño efectuado por
Carlos V al rey de Portugal el año 1529. Es grande en Urdaneta esta tenacidad de la
propia opinión. Urdaneta, súbdito lealísimo, es, ante todo, leal consigo mismo. La
Majestad Real no le arredra. Felipe II le escucha atentamente, y hasta reúne a los
cosmógrafos de la Corte para que dictaminen en la cuestión de conciencia planteada
por el agustino.
Pero los cosmógrafos, dando en el fondo la razón a Urdaneta, en un documento
de ambiguo estilo terminan declarándose incompetentes para la resolución de la
cuestión desde el punto de vista jurídico. La Historia, siempre justa, anota este
episodio, inclinándose ante la sublime alteza de miras de Urdaneta, pero justificando
también a aquellos técnicos, que quisieron indudablemente abrir un pasadizo legal a
los deseos íntimos de Felipe II en orden a la posesión del archipiélago filipino. La
conquista de las islas Filipinas es un florón del reinado de Felipe II. Portugal,
empeñada en consolidar sus conquistas orientales, hubiera tardado aún, en el mejor
de los casos, larguísimos años en comenzar la obra de civilizar el archipiélago que
lleva el nombre del rey bajo cuyo reinado se consumó aquella empresa.
El glorioso navegante, añoradizo de quietud y serenidad, anhela ahora el retiro de
su celda conventual de la ciudad de Méjico. Todo es ya para Urdaneta tierra ajena.
Las horas tormentosas habían dejado su alma deseosa de sosiego. Urdaneta presiente
cercana su muerte, y surca una vez más los mares. Conseguirlo costóle harto trabajo;
el Real Consejo de Indias, deseoso de asesor tan insigne, quería a toda costa
retenerlo.

Página 110
El último año de su vida transcurre en la paz del monasterio de los agustinos de la
capital de la Nueva España. Urdaneta está convertido en ejemplo viviente de virtudes.
Su muerte en la calma maravillosa de un convento, entre murmullo de monacales
rezos, parece un contrasentido con su tan brava vida de infatigable aventurero de
todas las aventuras.
El grande y último viento sopla sobre las fláccidas velas del añoso navío de
Urdaneta el 3 de junio de 1568. El glorioso marino verifica santamente su singladura
postrimera. No por esperada produjo menos pesar en la capital del Virreinato. La
muerte de los héroes produce siempre tristeza profunda.
Acaso en sus últimas horas, antes de amanecerle los primeros resplandores de la
paz definitiva, volvieran en retrospectivas lejanías a pasar por su imaginación, entre
otros muchos recuerdos, la grandiosa severidad de los paisajes magallánicos; los
últimos extremos de la vida de su maestro inmortal, Juan Sebastián de Elcano, en
medio de la espejeante y líquida inmensidad; sus arriscados años juveniles en las islas
maravillosas del mar del Sur; sus luchas con los indios en las maniguas
guatemaltecas; los volcánicos contornos de la isla de Santa Elena; el imponente
promontorio del cabo de Buena Esperanza resistiendo impávido los encontrados
embates de dos océanos; la incomparable y luminosa bahía de Lisboa; el vaho
ardiente de las costas del Indico; los felices y lejanos días de la infancia en su
Guipúzcoa natal de los brumosos horizontes, inicio de sus andanzas por los inciertos
y arriesgados caminos de la vida.

Página 111
JOSÉ DE ARTECHE ARAMBURU (Azpeitia, Gipuzkoa, España, 12 de marzo de
1906 - San Sebastián, Gipuzkoa, España, 23 de septiembre de 1971).
A los catorce años de edad hubo de abandonar el Bachillerato para ponerse a trabajar.
Es, pues, un literato formado en la más pura autodidaxia vocacional. Hasta los
veintiún años no vio publicado su primer artículo pero desde entonces puede decirse
que no ha cesado de escribir. Arteche es un trabajador infatigable. A su veintena de
obras publicadas («Una inquietud y cuatro preguntas», «San Ignacio de Loyola»,
«Elcano», «Urdaneta», «Mi Guipúzcoa», «Legazpi», «Caminando», «Mi viaje
diario», «San Francisco Javier», «Lope de Aguirre, traidor», «La paz de mi lámpara»,
«Vida de Jesús», «¡Portar bien!», «Saint-Cyran», «Cuatro relatos», «Camino y
horizonte», «Lavigerie», «Siluetas y recuerdos», «Rectificaciones y añadidos»,
«Discusión en Bidartea», «Canto a Marichu», etc.), hay que añadir varios miles de
artículos periodísticos.
Es un escritor bilingüe, se produce en euskera y en castellano, con idéntica facilidad
de expedición. Cubre una columna habitual en el semanario vasco «Zeruko Argia»,
casi desde su misma fundación, y sus trabajos euskéricos, escritos en un lenguaje
muy popular y asequible, deliberadamente desprovisto de neologismos y galanuras
puristas, gozaron en el lector euskaldun, de gran predicamento y audiencia. Todos los
libros de José de Arteche han versado sobre temas o personajes de Vasconia, Dentro
de este amplio campo vasco, Arteche ha tocado diferentes géneros literarios,
destacando como biógrafo de muchos de los vascos más sobresalientes, como Loyola,
San Francisco Javier, Elcano, Lope de Aguirre, Urdaneta, Legazpi, Lavigerie, etc.

Página 112
Su ensayo sobre Saint-Cyran y el jansenismo vasco —una de sus producciones más
logradas y felices, con ediciones reiteradamente agotadas—, constituye un admirable
sondeo psicológico del carácter vasco.

Página 113
Notas

Página 114
[1]
En el Diccionario autobiográfico de conquistadores y pobladores de Nueva
España…, de Francisco A. De Icaza, Madrid, 1923 (pág. 345), el segundo apellido de
Urdaneta aparece así: “1361 —Andres de Vrdaneta dize. —Ques natural de la
provincia de Guipúzcoa y ques hijo de Joan Ochoa Vrdaneta e de Doña Gutierra de
Ceraynveznios de Villafranca…”. Debe leerse “vezinos de Villafranca”. <<

Página 115
[2] Una vieja tradición señala en Villafranca de Oria al caserío Oyanguren como casa

natal de Andrés de Urdaneta. Dicho caserío subsiste todavía. Don Carmelo de


Echegaray recoge esta tradición en un esbozo biográfico de Urdaneta publicado en su
libro De mi país. Miscelánea histórica y literaria.
En la sesión plenaria de la Diputación de Guipúzcoa correspondiente a marzo de
1968, se aprobó la pretensión de Villafranca de Oria, en el sentido de que la titulación
de dicho municipio sea en adelante Villafranca de Ordicia. <<

Página 116
[3] El erudito sacerdote de Zarauz don Venancio de Amezti, me descubre la existencia

de una tradición en el caserío Elkano-goena. (significa “Elcano de arriba”),


perteneciente al barrio de Elkano, en el término municipal de Aya, que asegura que
Juan Sebastián Elcano era oriundo de dicho caserío. Los archivos parroquiales de
Zarauz, a cuya jurisdicción en cuanto a lo religioso pertenece aquel barrio, permiten
desde luego afirmar, sin lugar a duda alguna, que los inquilinos de Elkano-goena
contemporáneos del gran navegante llevaban el mismo apellido que éste. Eran, por
cierto, gente que alcanzaba gran longevidad. El archivo parroquial de Zarauz
atestigua varios centenarios entre los habitantes de Elkano-goena. <<

Página 117
[4] Francisco López de Gomara. Historia general de las Indias. Tomo I Cap. C. <<

Página 118
[5] Pedro de Medina. Arte de navegar en que se contienen todas las reglas,
declaraciones, secretos y avisos que a la buena navegación son necesarios…
Valladolid, 1545. <<

Página 119
[6] De la declaración prestada por Elcano ante el bachiller Santiago Díaz de
Leguizano el 18 de octubre de 1522: “… é despues que á este testigo eligieron por
capitán é tesorero lo que pasó tiene escrito é parte de ello tiene dado a Samano, é
parte de ello tiene en su poder…”.
Sin embargo, tengo la impresión de que Gonzalo Fernández de Oviedo, utilizó en su
Historia General y Natural de las Indias, en una de sus dos versiones de la primera
vuelta al mundo, el manuscrito escrito por Elcano. Véase mi nota en Boletín de la
Real Sociedad Vascongada de los Amigos del País. Año XX. 1964, págs. 472, 473 y
474. <<

Página 120
[7] URDANETA, Relación: “En todo este golfo, desde que pasamos a Cabo Verde

había mucha pesquería, é cada día víamos una cosa ó pesquería la mas fermosa de ver
que jamás se vió; y es que hay unos peces mayores que sardinas, los cuales se llaman
voladores, por respecto que vuelan como aves en aire, bien un tiro de pasamano, que
tiene alas como casi de murciélago, aunque son de pescado, y éstas vuelan y andan a
manadas; y asi hay otros pescados tan grandes como toninos, que se llaman
albacoros, los cuales saltan fuera del agua bien longura de media nao, y estos siguen a
los voladores, asi debajo del agua, como en el aire, que muchas veces víamos que,
yendo volando las tristes de los voladores, saltando en el aire, los albacoros las
apañaban, é asimesmo hay unas aves que se llaman rabihorcados, los cuales se
mantienen de los peces voladores que cazan en el aire; que muchas veces los
voladores, aquejados de las albacoras y de otros pescados que les siguen, por
guarecerse vuelan donde topan luego con los rabohorcados, é apañan de ellas, de
manera que, ó de los unos ó de los otros siempre corren los voladores, é venían a dar
dentro de la nao, y como tocaban en seco no se podían levantar, é asi los
apañábamos”. <<

Página 121
[8] En nuestra biografía de Elcano damos detalles acerca de este interesante punto.

Urdaneta carga duramente la culpa del percance a Elcano en particular, pero para
exculpar a éste me basta la transcripción del texto de un distinguido marino
argentino, Mario Roberto Uriburu, en su libro Atlántico Sur (Buenos Aires, 1945),
resumen de su dilatada experiencia como navegante en las rutas australes de
Argentina. Dice así Uriburu acerca del punto donde encallaron las naos de la
expedición de Loaysa y Elcano: “El cabo Buen Tiempo es la extremidad sur de las
barrancas que corren paralelas a la costa y al que llega la pampa de la ribera norte de
Río Gallegos. El cabo tiene una altura de ciento cinco metros y es visible desde gran
distancia. Con tiempo claro y a pesar de la diferencia de latitud que es cuarenta y
cinco millas, es posible confundir este cabo con el de Vírgenes (se refiere al cabo de
las Once Mil Vírgenes, que hoy llaman abreviadamente de esa forma), debido a que a
cierta distancia, las tierras bajas de punta Loyola que señalan la parte sur de la
entrada al Río Gallegos, quedan debajo del horizonte”.
“Con buen tiempo —prosigue Uriburu— las colinas Los Frailes y Los Conventos
permiten identificar la costa, y con tiempo fosco la sonda da indicaciones, pues frente
a cabo Buen Tiempo, hay fondo de fango, mientras que frente a cabo Vírgenes el
fondo es de cascajo y arena gruesa. La semejanza de estos dos cabos ha traído
confusiones a buques que trayendo mala situación han creído encontrarse en la
entrada del estrecho de Magallanes”. <<

Página 122
[9] URDANETA, Relación: “Domingo á once de Marzo llegó el patax al dicho río de

Santa Cruz, donde nos dijeron los que venían en él, que D. Rodrigo de Acuña había
llegado dó ellos estaban en las Once mil Vírgenes, y quel capitán del patax le envió
su batel con catorce hombres, los más de ellos de la nao Santi Spiritus, con algunos
del mismo patax y que en tomando el batel, luego se hizo a la vela, é que no sabían
más del”. <<

Página 123
[10] Don Juan de Areyzaga era, muy probablemente, oriundo del pueblo guipuzcoano

de Cestona. Desempeñaba el cargo de coadjutor de la parroquia de Zumaya. Véase en


mi Cuatro relatos. Editorial Gómez. Pamplona (1960) la biografía de este
apasionante personaje. <<

Página 124
[11] La isla de Tepujoé citada por Navarrete es, indudablemente, la de Tepoto (Ofiti),

en el grupo de Tuamotú, junto a las islas de la Sociedad (Tahiti, etc.). Por todos los
datos suministrados por el susodicho historiador no se puede dudar que se trata de
una de las islas de ese grupo, a donde efectivamente se hicieron entre 1712 y los años
inmediatos algunas expediciones ordenadas por el virrey del Perú. Mi fraternal amigo
y paisano padre León de Lopetegui, S. J. profesor de la Pontificia Universidad
Gregoriana de Roma, me comunica la existencia de tres volúmenes, debidos al
historiador marino inglés de gran reputación sir Glanvill Corney, que después de estar
en Tahiti y en el Perú rebuscando entre los archivos españoles de allende y aquende el
mar, los publicó entre 1913 y 1916 bajo el título The Quest and Occupation of Tahiti
by emissaries of Spain, during the years 1772-1776. Told in despatches and other
contemporary documents: translated into english and compiled, with notes and an
introduction by Bolton Glanvill Corney. (Londres, Hakluyt Society). Esta obra
contiene todo cuanto dice Navarrete, y muchas cosas más. <<

Página 125
[12] La isla de Sanguin está a medio camino entre la punta septentrional de Célebes y

Mindanao. Aparece en todos los mapas modernos bajo el nombre de isla o islas
Sangi, que, sin duda, corresponde al nombre español antiguo tomado de los
indígenas. <<

Página 126
[13] Urdaneta, Relación: “Una costumbre hay en éstas islas que todos los hombres

solteros que son ya pa (sic) mujeres, tráense dos varas en las manos y todos ellos y
ellas generalmente traen siempre sendas esportillas de estera muy bien labradas y
dentro en ellas traen el pifia que detrás dije que comían (alude a cierto fruto de la isla
que los indígenas mascaban continuamente, diciendo que con ello apretaban las
encías), tienen una libertad los indios solteros que traen las varas que pueden entrar
en casa de cualquier indio casado que le parezca bien su mujer y usar con ella lo que
quisiere muy seguramente y si por caso al tiempo que el mancebo quiere entrar, su
marido está en casa, luego que el otro entra se truenca las esportillas de pifia y se sale
el marido fuera y queda dentro el mancebo, no ha de llegar el casado a casa hasta que
sepa que el otro está fuera, y en éstas Islas se hacen muchas esteras y muy buenas,
éstos indios son de muy grandes fuerzas, toman dos indios de estos una media pipa de
agua llena y la llevan y meten dentro del batel, y había indio que toma una barra de
hierro hasta 25 ó 30 libras por una punta y la levantaba y daba tres ó cuatro vueltas
por encima de la cabeza”. <<

Página 127
[14] A propósito del apellido Carquizano, dice don Carmelo de Echegaray, y cronista

que fue de las Provincias Vascongadas: “Llámole Zarquizano porque Zarquizano se


llamaba también, y no Carquizano, el jefe de las fuerzas de Elgoibar que formaban
parte de la guarnición de Fuenterrabía cuando se rindió esta plaza a los franceses en
1521. Tengo para mí que la trasformación del apellido obedece a la supresión de la
cedilla que debió ostentar la c inicial en los días a que nos referimos. Valga por lo que
valiere esta conjetura, hemos creído que ya en 1521 se denominaba Zarquizano el
representante de esta ilustre familia que acudió a la defensa de Fuenterrabía,
Zarquizano se denominaría también el que, ostentando igual representación, figuraba
en la expedición Loaisa el año 1525. Es de advertir que un guipuzcoano de origen y
de afección como el P. Rodrigo de Aganduru Moriz le llama Zarquizano en su
Historia de Filipinas”. Del prólogo de don Carmelo Echegaray, cronista de las
Provincias Vascongadas, a la obra Urdaneta y la conquista de Filipinas, por Fr.
Fermín de Uncilla y Arroitajáuregui, 1907.
Sin embargo, en el Nomenclator de la Provincia de Guipúzcoa, del año 1964, figura
el caserío Carquizano, perteneciente a la villa de Elgoibar. Luis Michelena se inclina
por la forma Carquizano. Me aduce que los sonidos no tienen letras —ni cedillas—
que perder. <<

Página 128
[15] Véase Historia de la vida del Buscón, QUEVEDO, II parte, capítulos V y VI. <<

Página 129
[16] Andrés de Gorostiaga era natural de Guetaria y uno de los testigos firmantes del

testamento de Elcano. Su firma aparece la primera, junto a la del navegante


moribundo. <<

Página 130
[17]
En una pieza suelta descubierta por el ilustre investigador don José Ignacio
Tellechea Idígoras en el Archivo Histórico Nacional, Urdaneta resume sus
experiencias de estos años. En un Memorial dirigido a Felipe II y al Consejo de
Indias, escribe que los naturales de estas islas son “algo de mala digestión”, y los
españoles “donde quiera que están mucho tiempo, suelen dar ocasiones para durar
poco la amistad”. <<

Página 131
[18] Fray Luis de León: A Felipe Ruiz, de la avaricia. <<

Página 132
[19] El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, segunda parte, cap. LXVII. <<

Página 133
[20]
Urdaneta, Relación: “Bebían hasta caer de culo cada día de aquel vino de
palmas”. <<

Página 134
[21] San AGUSTÍN: Confesiones, libro VI, cap. XV. <<

Página 135
[22] Fernández de Oviedo: Historia general y natural de Indias, I, 20, cap. XXXV. <<

Página 136
[23] Fernández de Oviedo: Ib. I 20. cap. XXV. “Y tenía él (se refiere al adelantado don

Pedro de Alvarado) en mucho la persona y experiencia deste capitán Urdaneta y al


Martín de Islares, porque el uno y el otro son hombres de hecho y de gentiles
habilidades”. <<

Página 137
[24] Herrera: Historia general de los hechos de los castellanos en las islas y Tierra

Firme del mar Océano, Dec. VII, libro V, cap. I. <<

Página 138
[25] Fr. Fermín de Uncilla y Arroitajáuregui transcribe esta partida en una nota de su

estudio histórico Urdaneta y la conquista de Filipinas: “Yo, Fray Andrés de


Urdaneta, hijo legítimo de Johan Ochoa de Urdaneta y de Doña Gracia de Cerain,
difuntos, que Dios los tenga en su gloria, vecinos que fueron de Villafranca de
Guipúzcoa, que es en los Reynos de España, hago profesión y prometo obediencia a
Dios Todopoderoso y a la gloriosa Virgen Santa Madre su Madre y al glorioso nro.
padre San Agustín y a vos el venerable padre Frai Agustín de Coruña, Prior de este
Monasterio del Nombre de Jesús de la Orden de Nuestro Glorioso Padre Santo
Agustín de esta gran ciudad de México, en nombre y vez del muy venerable P. Prior
general de los ermitaños de la Orden de nuestro glorioso padre Santo Agustín y de
sus sucesores y de vivir sin propio y en castidad según la Regla de nuestro glorioso
padre Santo Agustín hasta la muerte. Fecho en México un lunes a veynte días de
Marzo de mill é quinientos é cincuenta y tres años. Fr. Agustín de Coruña Prior.=Fray
Diego de Vertavillo.=Fray Andrés de Urdaneta. Esta partida fue copiada fielmente
hace muchos años de la original, que está a P 30 vuelto del libro 1º de profesiones de
los religiosos de esta provincia del Sm. Nombre de Jesús de Mégico, y cotejada
segunda vez, hoy día 22 de Agosto de 1891. José M. Agreda y Sete”. <<

Página 139
[26] Las Crónicas de esta expedición no mencionan para nada al patache Trinidad,

cuyo regreso a Méjico se sabe, en cambio, con certeza. <<

Página 140
[27] Una excelente biografía de Urdaneta escrita en Méjico al mismo tiempo que yo

trabajaba también este retrato del mismo, centra su figura al llegar a este punto de la
vida del personaje en medio del ambiente de Méjico a mediados del siglo XVI,
llenando algunas importantes lagunas históricas acerca de las actividades de Urdaneta
en el Virreinato de la Nueva España.
Una idea preside primordialmente la obra del investigador mejicano. La idea de que
Urdaneta, primero como guerrero y luego como agustino, fue en su tiempo uno de los
hombres más importantes del virreinato. Averiguaciones verificadas en el Archivo
General de Méjico ponen de manifiesto dos preciosas notas virreinales referentes a
Urdaneta.
Una de las notas fechada en febrero de 1543, se refiere al cargo de Corregidor, de
gran responsabilidad y muy honorífico, conferido por el virrey don Antonio de
Mendoza a Urdaneta después de la muerte de don Pedro de Alvarado, el que fue
teniente de Hernán Cortés y conquistador de Guatemala, en cuyas huestes servía
como jefe el guipuzcoano
La autoridad del Corregidor abarcaba muchos pueblos y se ejercía por encima de los
alcaldes mayores y menores, según la importancia de las localidades. Los
Corregidores eran nombrados en teoría por la persona del mismo Rey, aunque en la
práctica el Virrey les confiriera el nombramiento.
Urdaneta ejerció su Corregimiento en la región del pueblo de los Avalos, comarca
que abarcaba parte del Noroeste de Michoacán y el Sur de los actuales Estados de
Jalisco y Colina.
Indudablemente Urdaneta ejerció su cometido a entera satisfacción del Virrey porque
éste le concedió además con poderes amplísimos el cargo de Visitador de los pueblos
comarcanos a su Corregimiento, lo cual significaba ponerle todavía un peldaño más
arriba.
El Virrey encomendaba a Urdaneta que visitase de oficio los pueblos de Zapotan (hoy
Ciudad Guzmán) y los que a él estaban sujetos y además las poblaciones de Jiquilpan,
Ameca y Amula así como los valles de Autlán, Ispuchina, Milca y el Puerto de la
Navidad y los indios que vivían cerca de este punto.
Esta es noticia muy importante, pues explica la decisión de Urdaneta años más tarde,
desaconsejando de manera rotunda el insano Puerto de la Navidad como punto de
partida de los navíos con destino a las islas Filipinas.
Urdaneta sostenía que el puerto ideal era Acapulco, grande, seguro, de buenas aguas
y mucha pesca, lo cual revela un conocimiento geográfico a fondo de toda aquella

Página 141
zona. Además, en las inmediaciones abundaba la madera necesaria para la
construcción de los navíos. Urdaneta era peritísimo no sólo en asuntos de navegación,
sino en muchas materias más o menos relacionadas con el arte de navegar.
El P. Mariano Cuevas no duda que Urdaneta dio al Virrey amplia y cumplida
información acerca de los pueblos por él visitados. Desgraciadamente esta
información ha desaparecido. El Virrey Mendoza debió llevársela al ser promovido al
Virreinato del Perú. Cuevas lamenta doblemente que buena parte de los archivos de
Lima fuesen trasladados a Chile después de la guerra de esta nación con el Perú, y
también, para colmo de males, al tiempo de estar él escribiendo su estudio acerca de
Urdaneta, se quemase la Biblioteca Nacional de Lima, donde las relaciones de
Urdaneta pudieran estar.
Véase P. Mariano Cuevas, S.J. Monje y Marino. La vida y los tiempos de fray Andrés
de Urdaneta. México, 1943. <<

Página 142
[28] Relación que el capitán Juan Pablo de Carrión, almirante de la Armada que va a

las islas del Poniente, hace a la majestad del rey Don Felipe sobre la navegación que
la dicha Armada ha de llevar. Colección de documentos inéditos relativos al
descubrimiento, conquista y organización de las antiguas posesiones españolas de
Ultramar, tomo II, documento 23. <<

Página 143
[29] Colección de documentos inéditos relativos al descubrimiento, conquista y
organización de las antiguas posesiones españolas de Ultramar, tomo II; I de las islas
Filipinas, 1886, documento 23: “El Padre Fray Andrés de Urdaneta es uno de los que
embarcaron en la Coruña en la Armada del Comendador Loaysa, el cual pasó por el
Estrecho de Magallanes y llegó a Maluco desembocado el Estrecho, estuvo ciertos
años en el dicho Maluco con los demás que allí aportaron de la dicha Armada, y
como se desbarató vino en compañía de los Portugueses a la India y de la India a
Lisboa, y de España el año de treinta y ocho vino a esta tierra con el Adelantado que
fue de Guatimala Don Pedro de Alvarado, y en esta tierra se metió Frayle en la orden
de los Agustinos, será hombre de edad de más de sesenta años. = C. R. M = A
vuestra Real Magestad, humilde vasallo. = Juan Pablo Carrión”. <<

Página 144
[30] Colección de documentos inéditos relativos al descubrimiento, conquista y
organización de las antiguas posesiones españolas de Ultramar, tomo II, documento
25. <<

Página 145
[31] Hoy, a distancia de un cuarto de siglo, este juicio acerca del magnífico grupo

realizado por el excelente escultor guipuzcoano don Isidoro Uribesalgo, me parece,


por lo menos, demasiado severo. Para Uribesalgo, el escultor de Arechavaleta que, en
sus tiempos juveniles, perteneció como soldado a la Guardia suiza del Papa, la idea
del misionero que fue Urdaneta prevalecía sobre la del navegante, y creo preciso
volver a subrayar la belleza de la escultura de Villafranca de Ordicia. Al fin y al cabo,
al acierto de Urdaneta como navegante se debe la empresa de la evangelización de las
Islas Filipinas. <<

Página 146
[32] Colección de documentos inéditos relativos al descubrimiento conquista y
organización de las antiguas posesiones españolas de Ultramar, tomo II, documento
21: “Y porque, como sabéis, el Padre Fray Andres de Urdaneta va en esa Jornada por
mandado de Su Majestad provehereis que agora sea volviéndoos vos á esta Nueva
España con algún Navio o Navios dexando alla algún Capitan con gente, ó imbiando
a otra persona aca, quedándoos vos en la tierra, que el dicho Fray Andres de Urdaneta
vuelva en uno de los Navios que despacharades para el descubrimiento de la vuelta,
porque despues de Dios se tiene confianza que por las experiencias y platica que tiene
de los tiempos de aquellas partes y otras calidades que hay en el, será causa principal
para que acierte con la Navegación de la vuelta para Nueva España, por lo cual
conviene que en cualquiera de los Navios que para aca imbiaredes venga el dicho
Fray Andres de Urdaneta, y en el Navio, y con el Capitán que él os señalare y
pidiere, y en ello no haya otra cosa, porque dello se entiende que Nuestro Señor Dios,
y Su Majestad serán servidos, y vos muy presto socorrido con gente, y todo lo demás
necesario”. Instrucción que, con fecha 1 de septiembre de 1564, se entregó por la
Real Audiencia de Méjico a Miguel López de Legazpi. <<

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[33] La época esplendorosa de Acapulco tuvo lugar en la segunda mitad del siglo

XVIII, cuando adquirió el derecho exclusivo de comercio de España con las Indias
orientales. <<

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[34] Colección de documentos inéditos relativos al descubrimiento, conquista y
organización de las antiguas posesiones españolas de Ultramar, tomo III; II de las
islas Filipinas 1887, documento núm. 37. En la Relación muy singular y
circunstanciada hecha por don Alfonso de Arellano, capitán del patache San Lucas,
véanse, por ejemplo, las líneas preliminares a la descripción del regreso: “… hablé al
Piloto y le dixe: que ya veía en la parte que estavamos, que era fuera de todas las
Islas: el me dixo, que lo que a mi me paresciese y mas en servicio de S. M. fuese, se
hiciese: yo le dixe, que mirase bien lo que deviamos haeer en esta navegación, y que
procurase tomar derrota y camino que fuese en servicio de Dios y de S. M. y del
salvamiento de todos; y ansi estando pensando lo que haría, tomando la carta en las
manos tanteándolo muy bien, y visto los inconvenientes desta navegación me dixo,
que lo mejor dello era dar buelta a la Nueva España, pues venia el verano y metidos
en el altura por la parte del Norte nos quadrarian los tiempos y harian nuestra
navegación, y que ansi era mejor que no ir en poder de los Isleños o de Portugueses,
como las demas Armadas han hecho que a esta tierra han venido; e yo entendiendo
esto, le dixe, que mi parecer era aquel, que mas quería morir en la mar en servicio de
S. M., que no perescer entre esta gente, y que pues el intento de S. M. era descubrir
esta buelta, y nosotros no podíamos topar el Armada, que mi determinación era
acabar este viaje o morir…”. <<

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[35] En el tomo III de la Colección de documentos inéditos relativos al descubrimiento,

conquista y organización de las antiguas posesiones españolas de Ultramar,


documento número 47, se transcribe la Relación del viaje efectuado por el galeón San
Jerónimo desde Acapulco a las islas Filipinas, escrita por Juan Martínez, que iba de
soldado en el navío. Este farragosísimo, aunque en modo notable curioso documento,
describe cómo el día 1 de mayo de 1566 partió el San Jerónimo de Acapulco para las
islas Filipinas llevando refuerzos a Legazpi, y al mismo tiempo la noticia del feliz
arribo de la nao San Pedro a las costas de la Nueva España. Un malagueño llamado
Pedro Sánchez Pericón mandaba el galeón. Como piloto fue designado Lope Martín.
Este comprendió desde el primer momento que el servicio que le ordenaban suponía
para él tener que comparecer ante Legazpi, complicación que no se le ocultaba como
muy grave para su seguridad personal. Pensaba, no sin razón, que Legazpi no dejaría
sin castigo su delito anterior desertando de la Armada a bordo del patache San Lucas.
Lope Martín no ocultó desde este momento sus perversos designios. Su primera
hazaña la constituyó el enrolamiento como marineros del galeón de más de cien
sujetos, los de peores antecedentes que pudo hallar en Acapulco, con los cuales le
pareció más fácil llegar al cabo de sus propósitos. En el proveedor de Su Majestad en
el puerto de Acapulco, un vasco llamado Rodrigo de Ataguren, halló Lope Martín un
auxiliar incondicional. Juan Martínez añade a este respecto el curioso detalle de que,
a pesar de encontrarse en Acapulco “muchos vizcaínos” marineros, Ataguren no sólo
obstaculizó su enrolamiento, sino que además procuró eliminar a los vascos ya
alistados para la travesía “porque no era esta nación con quien él se hallaba bien para
hechos semejantes”. Juan Martínez dice igualmente que como maese del galeón había
sido proveído el vasco Pedro de Oliden, pero que Ataguren le sustituyó por un tal
Ortiz de Mosquera, hombre más fácil de acomodar, como pronto se verá, a los planes
de Lope Martín. Esta maniobra salvó la vida a Oliden, pues su muerte estaba
premeditada, según la declaración del soldado Martínez.
Resuelto Lope Martín a enderezar el galeón a cualquier parte menos a Cebú, donde
sabía a Legazpi, organizó un golpe de acuerdo con buena parte de la tripulación.
Dedúcese del escrito de Martínez que Lope Martín comenzó a prepararlo cuando aun
no había transcurrido la segunda semana de navegación. El agente principal de Lope
Martín llamábase Felipe del Campo, “principio, medio y fin de todas maldades”
según Martínez. Lope Martín era hablador; Felipe del Campo, cauteloso. Pronto
comenzó a alborotarse la tripulación del San Jerónimo, azuzada por Lope, que,
“como lo tenía por costumbre, comenzó a vaziarse de boca” contra el capitán
Sánchez Pericón.

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Los indicios de rebelión eran tan ostensibles, que Sánchez Pericón se creyó en el caso
de reforzar las guardias, y más desde una mañana en que su caballo apareció en la
sentina cosido a puñaladas. Pero, por otra parte, su carácter áspe o vino a ayudar
admirablemente los planes del piloto que conjurado de manera manifiesta con Felipe
del Campo y Ortiz de Mosquera, entre otros muchos, atizó el odio de la mayoría de
los tripulantes contra el capitán. Las señales de algo grave e inminente vinieron a ser
tan claras, que Juan Martínez dice haberse visto obligado a advertir aquellos
alarmantes detalles a Sánchez Pericón.
A la media noche del día 3 de junio, segundo día de Pentecostés, sublevó Lope
Martín su gente. El capitán Sánchez Pericón y su hijo fueron apuñalados en el mismo
camarote donde dormían por el sargento mayor Ortiz de Mosquera y otros
conjurados. En seguida del crimen, Ortiz de Mosquera dirigió en cubierta la palabra a
la tripulación y soldados pretendiendo justificar el doble asesinato en idénticas
intenciones supuestas por él en el difunto hacia su persona y las de otros amigos
suyos. Inmediatamente, un bando comunicó a todos la entrega de las armas bajo pena
de muerte. Al amanecer, Ortiz de Mosquera tomó el mando en jefe del galeón. Pero la
apetencia de mandar disgregaba ya el bloque de sublevados, unidos tan sólo por la
premeditación del crimen. El galeón quedó convertido en un infierno de mutuos
recelos. Por añadidura, el doble asesinato no cumplía totalmente los designios de
Lope Martín, el cual, por medio de algunos malvados incondicionales suyos, sugirió a
Mosquera la conveniencia de someterse a una parodia de proceso, a fin de acallar las
murmuraciones sobre aquellas muertes, para de esa manera dar un aspecto de
legalidad indiscutible a la sublevación. Aseguróse a Mosquera en un largo
parlamento nocturno, pues él no se dejaba fácilmente convencer, que le permitiría en
adelante ejercer el mando con autoridad acrecentada y sin mancha alguna en su
prestigio. El piloto logró convencer a Mosquera, cuya detención fue efectuada al
amanecer. Es obvio añadir que Mosquera creía todo un simulacro. Un almuerzo
espléndido preparado en seguida, y al que acudió Mosquera junto con todos los
compinches, afirmóle todavía más en esa creecia. Tanto que al final de la comida “él
y todos sus aliados almorzaron mucho del tocino y vino”, es decir, sobrepasada con
creces la medida, “le echaron unos grillos en buena conversación y risa y lo mismo se
reía él”, Mosquera volvióse a Lope Martín para decirle “muy risueño” que era hora
ya de finalizar aquellas “niñerías” a que estaba sometido.
Pero Lope Martín, que era el único allí que gozaba íntegramente de sus facultades, le
contestó con sombría severidad que el proceso terminaría cuando se le hiciera justicia
conforme merecían los asesinatos que había cometido. Mosquera fue conducido a
cubierta, y en aquel mismo punto fue también llamado el capellán. Aterrado éste del
nuevo crimen inminente, apostrofó a Lope Martín con ánimo de volverle de su
terrible acuerdo, pero el piloto y sus adláteres le volvieron las espaldas. A una señal
de Lope Martín cogieron los marineros a Mosquera y le “izaron sin darle tiempo para

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confesarle ni aun para decir Jesús”, aunque, según el soldado cronista, decíase que
algo antes se había confesado. Mosquera fue, por último, lanzado al mar con grillos y
todo, “medio vivo” todavía. Este nuevo crimen ocurrió el sábado 22 de junio. En el
mismo punto que Mosquera era “sepultado en el ancho mar”. Lope hizo publicar que
había sido muerto por “sodomita”. Previamente a la comisión de este nuevo
asesinato, Lope Martín hizo prender a algunos elementos sanos que sospechó
pudieran estorbarle sus planes.
El nuevo crimen dio a Lope Martín lo que tanto ansiaba: el mando absoluto del
galeón. Ahora podía, por fin, enderezarlo adonde quisiere. Pero como todavía
continuaban viviendo aquellos hombres honrados puestos en prisión antes del
asesinato de Mosquera, Lope Martín imaginó la manera de desembarazarse de todos
cuantos le inspiraban sospechas. Lope recelaba, sobre todo, de los soldados.
Demasiado se le alcanzaba que más tarde o más temprano habían de alzársele. Pero
estaba escrito que aquel criminal fuese víctima del atroz engaño por él mismo
imaginado.
Al llegar a una de las islas de los Barbudos, Lope ordenó carenar el galeón, según él,
incapaz de seguir adelante sin esa operación previa. De acuerdo con sus órdenes, el
galeón fue descargado, sin omitir las “cajas y hato” de los soldados. Lope
desembarcó, lo mismo que toda la tripulación Pero hubo quienes, sin embargo,
adivinaron las siniestras intenciones de Lope Martín. El capellán, don Juan de Vivero,
hasta se atrevió a hablar a uno de los más íntimos de Lope para rogarle dejara de
llevar a efecto el inhumano plan que proyectaba: dejar en aquella isla a todos sus
enemigos. Pero esta sugerencia no tuvo efecto.
Para entonces, el contramaestre Rodrigo del Angle y algunos otros tramaban ya una
conjura contra aquella atroz tiranía, y descubrieron en confesión a Vivero sus
propósitos “El padre clérigo con gran vehemencia les encareció e inflamó los
corazones diciéndoles cuán justo era y cuán gran servicio a Dios, que haciéndolo
Dios les ayudaría a salir con ello; en fin, les animó mucho e hizo al caso”.
El recelo siempre creciente conducía a Lope Martín a unos accesos furiosos, que
tuvieron la virtud de anticipar el golpe. Lope había desembarcado incluso “todas las
agujas y cartas de marear”. Los conjurados tuvieron la sospecha de haber sido
descubiertos.
El miércoles 16 de julio, el contramaestre Rodrigo del Angle alzóse en la nao, al
frente de sus compañeros. Guardaba el galeón un mulato íntimo amigo de Lope, que,
alcanzado por un revés, sólo tuvo tiempo de lanzarse al mar y llegar nadando a tierra
para llevar la “amarga nueva a sus amigos”. Sin embargo, los sublevados no eran
muchos, y algunos marineros incondicionales de Lope Martín soltaron amarras y
dieron velas con suma rapidez con ánimo de encallar el galeón, pero el soldado
Martínez, gran creyente y profundo providencialista, advierte que en aquel mismo

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momento el poco viento que corría se calmó completamente. El pequeño batel del
galeón sirvió para reembarcar con gran trabajo a cuantos amigos pudo Rodrigo de
Angle, pues la situación se mantuvo indecisa durante bastantes días porque los
incondicionales de Lope tenían en tierra a su disposición casi todas las armas y
opusieron resistencia tenaz y decidida. Pero poco a poco fue ésta decayendo. Las
cosas comenzaron a vencerse del lado de Rodrigo del Angle, y Lope Martín fue
viendo que la gente le iba abandonando.
Lope Martín, con otros veintiséis, fue condenado a perecer en aquella isla desierta. A
estos desgraciados no les quedaban víveres más que para cuatro días. A última hora
les fueron enviados desde el San Jerónimo más bastimentos a cambio de la brújula
que ellos, en cambio, tenían. El momento de zarpar el San Jerónimo debió de ser
patético en extremo. Los tripulantes del batel vieron a aquellos réprobos, antes de
iniciar el último viaje de regreso al galeón, ondeando una bandera blanca,
significando su propuesta de matar a Lope Martín como medio de obtener perdón,
pero esta proposición fue rechazada.
Y aun todavía, después de zarpar el navío, Angle mandó ahorcar dos hombres por su
participación en el asesinato del capitán Sánchez Pericón. El galeón tuvo todavía que
luchar con grandes temporales antes de dar fin a su azaroso viaje el día 25 de julio de
1567. El soldado Juan Martínez, autor de la Relación de esta travesía y protagonista
bastante destacado de los sucesos en ella registrados, advierte que las “hambres,
destrucciones, muertes, lloros, suspiros, prisiones, trabajos, tardanzas, aflicciones,
calamidades y naufragios” sufridos durante el viaje son dignos de ser encarecidos por
un Homero o Virgilio. <<

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[36] Para una idea de la gesta de Urdaneta desde un punto de vista inglés recomiendo

la excelente biografía de la ilustre elcanista inglesa, Mairin Mitchell: Friar Andrés de


Urdaneta, O.S.A. (1508-1568). Pioneer of Pacific Navigation from West to East.
Londres, 1964. <<

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