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Eso no estaba en mi libro de Historia de Cataluña
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Eso no estaba en mi libro de Historia de Cataluña

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¿Sabía que Cataluña fue una de las regiones más taurinas y donde se recogen los testimonios más antiguos de las corridas de toros en España? ¿O que una de las hijas de el Cid se casó con un conde de Barcelona?... ¿Y que soldados catalanes lucharon para el Imperio español desde la Patagonia hasta Alaska?
Las historias de los pueblos están llenas de tópicos, falsas leyendas… y olvidos. El Principado de Cataluña no podía ser menos. Lejos de ser un pueblo encerrado en sí mismo, participó en la construcción de España con igual o más entusiasmo que el resto de sus compatriotas.
Los catalanes, junto al rey de Aragón, participaron en la contienda de las Navas de Tolosa, al igual que de sus tierras salieron los mejores oficiales de marina que participaron en la batalla de Lepanto, sin olvidar que hubo multitud de voluntarios en las sucesivas campañas de África. Barcelona fue la primera capital de la España visigoda y toda Cataluña que colaboró en la aventura del Nuevo Mundo con virreyes, soldados y misioneros, al igual que aportó ministros y presidentes a la Primera República del pasado siglo.
Entre los estereotipos que nos hemos creado sobre esta Comunidad está, por ejemplo, el de ser los inventores del «pan con tomate», cuando en realidad lo pusieron de moda los murcianos que emigraban a Barcelona para construir el Metro o ser los padres de la «escudella», que no es otra cosa que una variante de los cocidos de cualquier provincia, introducida por los judíos sefardíes y a la que se le añadía carne de cerdo para no ser acusados de falsos conversos. Igualmente, la sardana nunca fue un baile popular en Cataluña excepto en algunos pueblos de la Costa Brava; los famosos «castells» provienen de las «moixigangas» -construcciones de figuras con cuerpos humanos- que se celebraban 300 años antes en Valencia, y la conjunción copulativa «i» entre apellidos se trataba de un atributo castellano que fue copiado por moda.
Los catalanes aparecen a lo largo de nuestra historia en los lugares y las situaciones más diversas: En Barcelona se celebró la conquista de Granada con más entusiasmo que en ninguna otra parte de España, albergaron el botín de la batalla de Lepanto, acudieron en masa a la llamada del general Prim a la Guerra de África al grito de «¡Visca Espanya!» ... y, para estupor de muchos seguidores merengues, fundaron el Real Madrid. Estas y otras muchas curiosidades son las que encontramos en estas rigurosas y amenas páginas.
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento3 may 2018
ISBN9788417418700
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    Eso no estaba en mi libro de Historia de Cataluña - Javier Barraycoa

    CAPÍTULO 1. PRIMERO FUIMOS HISPANOS

    Es harto frecuente leer anacronismos en las historias de Cataluña que se han escrito con intenciones políticas o bien por mal uso de los términos. En un libro de historia para alumnos de la ESO se podía leer algo absurdo como la existencia de las poblaciones «catalanorromanas». Teniendo en cuenta que la caída del Imperio romano de Occidente se produjo en el año 476 y que la primera vez que tenemos constancia escrita de la palabra «catalán» aparece en 1117 (incluso antes que la palabra «Cataluña» en su forma actual) tenemos un pequeño salto de algo más de seis siglos donde la identidad de los hombres que ocupaban las tierras de la actual Cataluña se identificaba con términos como hispanos, hispanorromanos o godos. Realizamos esta primera advertencia pues cuando se habla en aquellos términos en los libros de historia escolares (e incluso de más alto nivel académico), la expresión es impropia. Como iremos desbrozando, los historiadores nacionalistas han querido transmitir la idea de que existió una nación catalana desde tiempos inmemoriales, y que era libre y soberana hasta que llegaron los Borbones. Y milagrosamente la conciencia nacional resucitó, o renació, gracias a la recuperación de la lengua catalana. Pero hay que ser claros, este microrrelato no se sustenta históricamente por ningún lado.

    Como decíamos, el término «catalán» aparece por primera vez en el poema Liber maiolichinus de gestis pisanorum illustribus, de Enrique de Pisa. Se trata de la narración de una expedición pisana contra Mallorca, en 1114, y se refiere a Ramón Berenguer III como héroe catalán (catalanicus heros) y príncipe de los catalanes (dux catalanensis). En el poema aparecen sus vasallos como «catalanenses» y su tierra Catalaunia. Como dato curioso en el poema se identifica a esos catalanes por el siguiente atributo, son: Christicolas Catalanensesque («cristianos i catalanes»). Pero deja bien claro que Catalaunia no es más que una parte de Hispania ya que —recita el Líber— los corsarios musulmanes contra los que se enfrentan pisanos y catalanes siembran el terror desde «desde Hispania hasta Grecia».

    Durante el reinado del primer rey de Aragón que ostentó también el título de conde de Barcelona, Alfonso II el Casto (hijo de Ramón Berenguer IV y Petronila de Aragón), fue esporádicamente apareciendo la palabra Cataluña. Aunque lo común era que las referencias a la Corona de Aragón en la que se incluía el condado de Barcelona fueran «las Españas». Así en el documento en el que Alfonso II cede El Puig al monasterio de Poblet se refiere a éste como situado «in regione Hispaniarum» («en la región de las Españas»). A finales del siglo XII ya aparecen textos con el adjetivo latinizado catalanus o el sustantivo Cathalonia. Ahora no nos entretendremos en las polémicas sobre el origen de la palabra catalán, pero sí que debemos afirmar que hasta inicios del siglo XIII no empieza a ser de uso habitual y que nunca fue una expresión excluyente de la de España (Hispaniam o Yspaniam que también aparecen el poema pisano). Para los historiadores nacionalistas poco importa la dominación de nuestras tierras por pueblos ilergetes, layetanos o casetanos, entre otros. Tampoco cuentan los siete siglos de romanización, tres siglos de conciencia visigoda, o una parte de territorio catalán dominado durante casi tres siglos por los musulmanes, y otra parte por el Imperio carolingio. O bien la sumisión del condado de Barcelona a la Corona de Aragón (para ellos fue al revés). En fin, que para algunos existió una nación libre y soberana, como dijimos, hasta la llegada de los Borbones. Pero este reduccionismo no puede ser aceptado ni con el corazón ni con la razón.

    ROMANIZACIÓN: DEL EXPOLIO A LA ACEPTACIÓN Y EL MISTERIO DE LA LEGIÓN IX

    La verdad sea dicha, a los romanos no les interesaba en un principio ese lejano e inmenso territorio que era la península ibérica. Sólo por cuestiones estratégico-militares decidieron desembarcar en las actuales tierras catalanas. En el 218 a.C. el cartaginés Aníbal había destruido Sagunto, una ciudad íbera aliada de Roma. Desde ahí inició un avance hacia el norte con un poderosísimo ejército que cruzó el Ebro y amenazaba entrar a la península itálica por los Alpes. Los romanos tenían una habilidad especial para la estrategia militar y decidieron varar el paso cartaginés desembarcando un ejército en Emporion (la actual Ampuriabrava) dirigido por Cneo Cornelio Escipión. Mientras su hermano Publio Cornelio Escipión asentó su base militar en Tarraco (la actual Tarragona). Los romanos sometieron a las tribus y pueblos que dominaban el actual territorio que ocupa Cataluña, y dividieron el levante en dos provincias, las Hispania citerior (cuya capital sería Tarragona) y la ulterior. La primera sufriría diversos cambios de demarcación y en sus momentos de máximo esplendor, con la denominación de provincia Hispania Citerior Tarraconensis, abarcaba unas dos terceras partes de la península ibérica. Comprendía las regiones al norte y al sur del Ebro, desde los Pirineos al norte hasta Sagunto al sur, el valle de Duero, llegando hasta el Atlántico.

    Roma aplicó a los pueblos ibéricos y al territorio ocupado el derecho de conquista, comenzando una primera etapa de sistemática expoliación. Las legiones romanas se abastecían principalmente de los terrenos que conquistaban, lo cual obligaba a los pueblos aborígenes a someterse al sistema tributario en especies. Ello provocó algunas rebeliones pero que no se pueden considerar manifestaciones «nacionales» de un pueblo invadido. El descontento era evidente por dos motivos: por la expoliación y por un cierto sentimiento de fidelidad a los cartaginenses. El caso es que tampoco hay que mitificar —como hacen los nacionalistas— el espíritu de resistencia de los «catalanes»; primero, porque como ya hemos señalado, pasarían muchos siglos antes de que apareciera algo llamado «conciencia catalana» y en segundo lugar la rebelión contra los romanos fue aprovechando un momento de debilidad de los invasores. Esta es la historia. Publio Escipión contrajo una enfermedad. Este hecho fue aprovechado por una unidad del ejército romano para amotinarse en demanda de sueldos atrasados (debían ser de los primeros sindicalistas de la época). Ello fue aprovechado por los ilergetes (que ocupaban el territorio desde el norte de Castellón hasta Lérida) y otras tribus ibéricas para rebelarse, al mando de los caudillos Indíbil (de los ilergetes) y Mandonio (de los ausetanos, actualmente las zonas de la plana de Vich). Por aquella época, los romanos no estaban para muchas tonterías y una vez se recuperó Escipión, puso un final sangriento a la sublevación. Mandonio fue preso y ejecutado aunque Indíbil logró escapar. Al lado de Viriato (el de las guerras lusitanas), Mandonio e Indíbil eran unos aficionados.

    Para demostrar con qué facilidad se pueden manipular las cosas, actualmente en la ciudad de Lérida encontramos una escultura dedicada a estos dos héroes locales, Indíbil y Mandonio (aunque este último nunca había pisado Lérida). En realidad, la escultura original estaba dedicada primeramente a otros personajes: Istolacio e Indortes, dos guerreros celtas que lucharon contra los cartagineses en la segunda guerra púnica. La obra se titulaba Grito de independencia y la elaboró en escayola el escultor barcelonés Medardo Sanmartí en 1884. Pero en 1946 se realizó una réplica en bronce y les cambiaron los nombres a los pobres celtas, que de golpe pasaron a ser héroes «ibero-catalanes». Ya podemos comprobar cómo en nuestra tierra (y en tantos otros lugares) la historia se puede cambiar en un plis plas.

    Es cierto que la primera ciudad romana que se fundó en España fue Itálica (cerca de la actual Sevilla), pero con el tiempo Tarragona se convertiría en una de las grandes capitales imperiales de la Península o mejor dicho de Hispania. En el siglo VII, san Isidoro de Sevilla, recordaba que: «Terraconam in Hispania Scipiones construxerunt» («Los Escipiones construyeron Tarragona en España»). Ciertamente toda invasión es traumática para los pueblos que la sufren pero, en un tiempo relativamente corto, los romanos iniciaron un proceso de civilización con sus más y sus menos aciertos. Por ejemplo, en poco menos de dos siglos habían desaparecido las múltiples lenguas de todos los pueblos que ocupaban el territorio, e igualmente —a pesar de cierta tolerancia con las costumbres locales— el derecho romano acabó unificando la gran variedad de «hechos diferenciales» que existía en la actual Cataluña. Por cierto, ningún historiador —ni si quiera nacionalistas como Ferran Soldevila— se quejan de este «genocidio» cultural. Antes bien, agradecen a los romanos que dotaran de unidad y cohesión al actual territorio catalán. Paradójicamente se quejan del proceso uniformizador de Felipe V con el decreto de Nueva Planta, pero básicamente eso es lo que hicieron los romanos unos siglos antes.

    La organización administrativa romana era una mezcla de complejidad y eficacia. El principio rector era una clara jerarquía de jurisdicciones y cada territorio o asentamiento recibía una categoría específica. En función de esa distribución, se configuraban las finalidades de las poblaciones, los derechos y privilegios, los sistemas impositivos e incluso la categoría de ciudadanía romana. Como no existía una nación catalana, ni nada parecido, los romanos —al llegar— hacían pactos con los diferentes líderes de las tribus o pueblos que encontraban. Al morir o relevarse una de las partes contratantes, tenía que iniciarse una nueva negociación, precedida de alguna que otra revuelta. Para garantizarse una cierta estabilidad en los pactos, los romanos exigían rehenes para avalar su fidelidad. Los caudillos locales más fieles a Roma, podían alcanzar la ciudadanía. Eso venía a ser como subirse al ascensor del estatus social y llegar casi hasta la planta de arriba. Los romanos aprovecharon la deuotio ibera, que era la fidelidad hasta la muerte que los íberos debían a sus jefes. Por eso, algunos de los súbditos de los caudillos íberos —como parte de los pactos— eran enviados a servir en las tropas auxiliares del ejército romano. Tras su servicio obtenían la ciudadanía romana. Como tantas veces en la historia, el ejército se convirtió en un instrumento de integración y ascenso social para muchos. De hecho, algunos llegaron a ocupar cargos importantes incluso como senadores.

    Con los caudillos menos sumisos, se mantuvieron enfrentamientos que sirvieron a los romanos para proveerse de uno de los bienes más preciados en Roma: esclavos. Los encargados de negociar con los esclavos se llamaban mangones (y de ahí viene la expresión popular de mangante o mangui). Pero, en términos generales, se puede decir que la pacificación y romanización fue eficaz y relativamente rápida. Los conquistados acabaron reconociendo que la romanización era beneficiosa. En síntesis, las provincias estaban divididas según sedes conventuales: ciudades donde se organizaba el culto imperial, se organizaba el ejército y los cobros de impuestos sobre las comunidades privilegiadas, bien fueran coloniae («colonias»), o bien municipios. Otros asentamientos más pequeños dependían de las colonias y municipios. Era precisamente de estos asentamientos menos romanizados de donde fueron saliendo las tropas auxiliares que reforzarían las legiones. Los romanos, durante muchos siglos, distinguieron entre ciudadanos y peregrini. Los peregrini (o «extranjeros») eran habitantes de provincias romanas que, sin poseer la ciudadanía, tampoco eran esclavos. Vamos, que estaban a medio camino de ser alguien pero debían prestar servicios para ser reconocidos socialmente. Un peregrinus solía formar parte de las unidades del ejército imperial, como auxiliar.

    En 2014, los norteamericanos hicieron una de sus habituales películas de romanos. La acción se sitúa en el siglo II d.C. Cuando un legionario romano, para restaurar el honor de su padre, emprenden la búsqueda de la Legión Novena (Legio IX), que había desaparecido misteriosamente en el norte de Escocia. En seguida veremos qué relación tiene esto con la esta historia de la preCataluña que estamos esbozando. Las unidades de auxiliares de procedencia íbera solían tener los nombres correspondientes a los pueblos hispanos que las componían: austures, vettones, varduli, etc… Entre ellas encontramos las unidades de los ausetani que corresponderían a Osona la comarca cuya capital es actualmente Vich (Vicus Ausetanorum). Aquellos cuerpos, en los que se mezclaban gentes de diferentes lugares de la Península, se los conocía genéricamente como las de los hispanos (Hispanorum). Hoy en día conocemos el nombre de hasta un centenar de esas unidades. No había una norma específica para las denominaciones y es significativo el nombre de algunas de ellas como la Cohors Ligurum et Hispanorum (donde se mezclaban hispanos y genoveses). Se han contabilizado unas veinticinco cohortes hispanorum, compuestas por hombres de todos los pueblos íberos.

    Para mantener el orden militar, en un principio en la Tarraconensis había tres legiones. Pero los cambios territoriales y la necesidad de legiones en otras partes del imperio, llevó a que en época de Vespasiano (año 74 de nuestra era) ya sólo quedara una Legión. Un siglo antes, allá por el 60 a.C., existía en la Tarraconensis la Legio IX Hispana. Posiblemente fue reclutada para pacificar zonas limítrofes de las Galias. Esta Legión siempre mantuvo su nombre de Hispania y posiblemente en su estandarte figurara un toro (como los estandartes consulares creados por Julio César). O sea que lo del toro de Osborne también debe venir de lejos. En el 58 a.C., esta legión compuesta por habitantes de la actual Cataluña, y bajo el nombre de Hispania, acudió con Julio César para su conquista de la Galia. Tuvo una misteriosa desaparición durante el reinado de Marco Aurelio en el siglo ii, probablemente aniquilada.

    La Legio IX operó durante toda la campaña de las Galias. Luego se mantuvo fiel a Julio César en la guerra civil que sostuvo contra Pompeyo, que se extendió por todo el imperio. La legión Hispana, luchó en las batallas de Dirraquio, en Farsalia en la campaña africana del año 46 a.C. Como premio Julio César los licenció. Pero al ser asesinado éste, Octavio reclutó nuevamente a los de la Legio IX para sofocar la rebelión de Sexto Pompeyo. Luego combatió en la península ibérica contra los cántabros. Recorrió medio mundo del conocido hasta entonces y acabó «desapareciendo» casi dos siglos después teóricamente en Britania. Se creyó que fue aniquilada por los scotti («escoceses») y esta leyenda dio lugar a novelas históricas como la popularísima The Eagle of the Ninth, escrita por R. Sutcliff en 1954, y en la que se basa la película que hemos mencionado. Las últimas investigaciones señalan que en realidad la unidad fue trasladada a la actual Holanda y posteriormente a la frontera oriental, donde por fin se le pierde el rastro.

    YA SEMOS ROMANOS Y ALGUNAS CURIOSIDADES

    Posiblemente hacia el año 45 a.C. Julio César cambiaría el estatus jurídico de la ciudad de Tarraco por el de colonia de ciudadanos romanos, lo que se refleja en el epíteto Iulia de su nombre completo formal: Colonia lulia Urbs Triumphalis Tarraco, el mismo que mantendría durante el Imperio. Ello era un reconocimiento que en la práctica otorgaba a sus habitantes un rango casi igual al romano. De hecho, la primera «unidad» política y social en Hispania fue la aprobación del ius Latti. El ius Latti era un grado de ciudadanía ligeramente inferior al de ciudadano y superior al de peregrinus. Se configuraba así una especie de clase media que, sin ser sus miembros ciudadanos romanos, eran muy respetados. Este cambio radical en la relación entre la metrópoli y la colonia se produjo en época de Vespasiano. Hispania, en cierta medida, dejaba de ser una colonia como se entiende ahora, para convertirse en una verdadera provincia romana con su personalidad propia. En todo el imperio fueron conocidos y admirados los hispanos y se les distinguía de otros ciudadanos romanos. Prueba de ello son las lápidas funerarias de soldados romanos encontradas en toda Europa, en las que se resalta si el soldado es hispano o de otra «nacionalidad». Por aquel entonces, prácticamente todos los pueblos de la Península ya eran iguales ante los ojos de Roma, sólo en la cornisa norte unos pocos pueblos (cántabros, vascones y otros atolondrados) se resistían —relativamente— a la romanización (también aquí el nacionalismo vasco ha intentado reconstruir una historia a medida que habría que matizar mucho).

    A modo de ejemplo de la implantación de la identidad de los hispanos (como bien queda reflejada en la famosa película Gladiator), en tiempos de Septimo Severo, hacia el año 200, los hispanos componían uno de los grupos más importantes de pretorianos. Se sabe de Julio César que tenía una guardia de íberos o que el propio Augusto tuvo bajo su mando personal a vascones de Calagurris (Calahorra). Una de las grandes ventajas del Edicto de Latinidad, por el que Vespasiano concedía el Ius Latii a todas las comunidades de Hispania, es que permitía obtener la ciudadanía romana a todas aquellas personas que hubieran desempeñado magistraturas municipales —duovirato o edilidad— en su comunidad. Esto venía acompañado cuando el asentamiento se convertía en «municipio» por orden imperial. Los nuevos ciudadanos romanos podían ejercer legalmente el derecho de hacer negocios según la ley romana —ius commercii— o de casarse bajo el rito y legalidad romana (iustae nuptiae).

    Los catalanes tenemos fama de peseteros, y en cierta medida por algo será. Con la conquista romana, uno de los primeros pueblos que empezaron a acuñar moneda fueron los ilerdenses (leridanos en la actualidad). Son las monedas conocidas como las de Iltirta (Lérida). Para su producción utilizaban la metrología de la dracma griega antigua y sus fracciones. Como ya dijimos, cuando llegaron los romanos no tenían intención de llevar su civilización a la Península. Pero poco a poco se impuso la realidad. Los íberos acabarían pagando sus tributos a principios del siglo II a.C. con una moneda particular (por cierto, la palabra «tributo» proviene de «tribu»). Era el llamado denario íbero. Éste seguía el sistema metrológico romano pero con escritura íbera. Estas monedas se usaban especialmente para pagar tributos y el sueldo a las tropas romanas. Las monedas se acuñaban en cecas o pequeños talleres. Los hispanos de la tarraconense se mostraron muy hábiles en ello, ya que en buena parte de la Península no tenemos noticia de la existencia de cecas. También el Ejército tenía sus propias cecas móviles que acompañaban a las tropas para así poder pagarles in situ. Al término de las guerras sertorianas, en el año 72 a.C., por fin se unificó el sistema monetario. Desaparecieron casi todos los talleres íberos y con ellos las inscripciones e iconografías íberas. Se impusieron las inscripciones en latín y la iconografía romana. En el año 39-40 d.C., bajo Calígula, se clausuraron todas las cecas hispanas. Se acababa así la emisión de moneda en Hispania. Salvo contadas excepciones, tres en Tarraco y una en Barcino, ya no se emitieron más (ya lo hemos dicho, a los catalanes nos van las monedas).

    Desde siempre nos han enseñado que el primer ferrocarril que funcionó en España fue el que iba de Mataró a Barcelona (corría el año 1848). En realidad no es exacto, pues el primero que se inauguró fue de la Habana a Bejucal, 19 de noviembre de 1837, cuando Cuba aún era española. Pero dejando de lado este lapsus en los libros de la ESO, Mataró ya les pareció lo suficientemente interesante a los romanos como para montar su peculiar ferrocarril. Nos referimos, claro está, a las calzadas romanas. La vía romana más antigua documentada en la Península no podía estar menos que en la actual Cataluña y, cómo no, partía de la actual población de Mataró y llegaba hasta la actual Vich. En toponimia latina, iba de los poblados de Iluro a Ausa. Fue construida entre el 120 y 110 a.C. Ausa fue el centro de la tribu ibérica de los ausetanos. Y se sabe de ella desde el siglo IV a.C. Algo debe tener ese lugar pues siempre ha sido uno de los epicentros de las agitaciones de Cataluña como iremos relatando. Con los romanos llegó a convertirse en municipio tributario y en ella se construyó un magnífico templo (actualmente reconstruido). En el periodo visigótico fue sede episcopal. Fue arrasada por los musulmanes, y reconstruida posteriormente con la creación del condado de Osona, por parte del mítico Wifredo el Velloso en el año 878. La población fue denominada entonces Vicus Ausonae, que significa arrabal de Ausona. Y de ahí derivó el nombre de Vich. Uno de los padres de la preCataluña, el abad Oliba, restauró la sede episcopal y en 1038 consagró la catedral. El obispado era inmenso y abarcaba incluso hasta la montaña de Montserrat. En fin, de Vich salieron los conspiradores austracistas contra Felipe V en el siglo XVIII, o desde sus masías colindantes surgieron siempre voluntarios de las guerras carlistas, y posteriormente de Vich surgirían algunos de los catalanistas más impulsivos. Pero nos hemos alejado de nuestra historia.

    Si uno viaja a Utrera (Sevilla), en el puente de la Alcantarilla, sobre la tajamar, encontrará una inscripción que señala que por ese lugar transcurría la Vía Augusta, que enlazaba la Bética con el norte de Hispania (esto es, la actual Cataluña). En nuestros días se habla mucho del corredor del Mediterráneo, pero eso ya lo habían logrado los romanos con la Vía Augusta. Fue (y en cierto modo aún es) la calzada romana más larga de Hispania. Iba de los Pirineos a Cádiz y recorría el levante, llegando a alcanzar unos 1500 kilómetros de longitud. Pasaba por actuales ciudades catalanas como Tortosa, Tarragona, Caldas de Malavella o Gerona (Gerunda). En varias poblaciones se conservan restos de su trazado que más o menos sigue el de la actual autopista AP-7 (no hemos inventado mucho desde los romanos). El famoso Arco de Bará (en Tarragona) se construyó sobre ella. También en Barcelona una de las avenidas principales toma su nombre de Vía Augusta. La vía romana tuvo muchos nombres, pero lo de Augusta, se debe a las «reparaciones» que mandó hacer el emperador Augusto. Como curiosidad, hay que decir que en el subsuelo de una parte del trazado de la Vía Augusta se halla una línea ferroviaria de los Ferrocarriles de la Generalidad de Cataluña.

    En la provincia cuya capital era Tarraco, las cosas no habían ido mal del todo con la romanización. Incluso Caracalla, en el año 212, proclamó la Constitución Antoniniana. Ello implicaba que, excepto los esclavos, todos los habitantes libres del Imperio obtenían la ansiada ciudadanía. Pero ello trajo más problemas que alegrías, además nuevos acontecimientos se precipitarían sobre el Imperio y, por ende, las tierras de la actual Cataluña. En Hispania habían surgido las grandes villae rusticae, que eran grandes villas autárquicas que permitían una gran independencia a sus propietarios. Aunque se había concedido la ciudadanía universal, paradójicamente, se fue produciendo cada vez una mayor separación social entre los terratenientes y las personas más pobres cuya situación se parecía cada vez más —siendo ciudadanos— a la de los esclavos. A los campesinos sólo les quedaba como posibilidad de supervivencia hacerse colonos de las villas romanas. En un principio arrendaban tierras por cinco años. A partir de Diocleciano (284-305) el colonado se estableció de iure y los campesinos quedaron irremisiblemente atados a sus señores. Hoy se enseña en los libros que ésta era una situación propia de la Edad Media, pero la situación viene de mucho antes.

    Mientras que la estructura social y económica se iba deteriorando en el Imperio, también se trasladó a la militar. Ya a finales del siglo ii, durante el imperio de Cómodo, las tierras de la preCataluña eran recorridas por bandas de soldados desertores a los que se sumaban los bagaudas («bandidos»), que no eran sino campesinos que huían de sus dueños. Para colmo de males, se empezaron a notar las presiones de la llegada de pueblos bárbaros del norte. El Imperio, económicamente, cada vez iba peor y ya no era la fuerza militar que lo había convertido en una potencia invencible. En la segunda mitad del siglo III los pueblos germánicos invadieron la tarraconense. Desaparecieron muchos uici o agrupaciones rurales y fueron saqueadas ciudades que debieron de edificar rápidamente murallas como Tarraco (que fue destruida en el 260 d.C.) o Barcino. Más concretamente, los actuales restos que se pueden encontrar de la muralla romana en Barcelona, pertenecen a esa época donde fue necesario reforzar unas precarias murallas anteriores. Las obras se terminaron a principios del siglo iv. Para colmo las clases populares, rurales y arruinadas se sumaron a los bárbaros. Desde entonces en la historia de Cataluña no han parado de aparecer crónicamente revueltas y guerras intestinas.

    Incluso hubo una revuelta de alto nivel en el Imperio provocando una gran escisión. Se trataba de lo que se llamó el Imperio galo-romano. Aprovechando la debilidad de la metrópoli romana, se formó este imperio constituido por los territorios de la Galia e Hispania durante el siglo iii, llegando a controlar toda la Galia, parte de Germania, Hispania y Britania. Duró poco, pero como lección podemos sacar que Hispania, sobre todo la Tarraconense, siempre estuvo subordinada a una entidad política superior. La vuelta a la obediencia a Roma, ya sería simplemente un proceso que, más que una vuelta a la unidad política, reflejaba en la debilidad creciente del Imperio.

    CRISTIANIZACIÓN: EL PATRONO DE ESPAÑA VISITA BARCELONA… Y SAN PABLO TARRAGONA

    Mientras que por el norte llegaban y amenazaban los primeros bárbaros, por el sur llegaron otros personajes más tranquilos que iban a cambiar la idiosincrasia del sustrato románico. Eran misioneros cristianos que iban llegando del norte de África evangelizando la Península hasta llegar a las actuales tierras de Cataluña. Aunque luego hablaremos de la profunda tradición jacobea en Cataluña, lo que tenemos muy bien documentado son las primeras comunidades cristianas entre los siglos III y iv. En los primeros siglos de cristianismo, esta nueva religión ya tuvo que lidiar con otras religiones oficiales del Imperio, pero sobrevivió a todas. Tenemos noticias de su persistente actividad en muchos puntos de la Península. Y también de los martirios que sufrieron. Junto al famoso de san Lorenzo (el de la Parrilla), posiblemente el primer martirio con constancia documental de un testigo directo aconteció el 21 de enero del año 259 en el anfiteatro de Tarragona. Ahí fueron quemados vivos el obispo Fructuoso, y sus diáconos Augurio y Eulogio. Se trataba de la persecución decretada por los emperadores Valeriano y Galieno. Más tardíamente Barcelona también contaría con sus obispos mártires como san Paciano (al que está dedicado el actual seminario conciliar), a finales del siglo iv.

    Antes, aunque menos documentado, a principios del siglo IV fue martirizado el también obispo de Barcelona san Severo. Fue durante la persecución decretada por Diocleciano. Huyó de Barcelona pero fue detenido en el Castrum Octavianum (hoy conocido el lugar como la población de Sant Cugat). Lo martirizaron hundiendo un clavo en su cabeza. Ahí es poco. Esa época ha dejado bonitas tradiciones como la de que cuando san Severo huía por los montes del Tibidabo hacia la actual Sant Cugat, se encontró a san Medir cultivando habas. Los romanos en la persecución se encontraron a San Medir y lo mataron por no chivarse donde estaba Severo. De ahí que todavía hay un dicho en catalán que dice Per Sant Sever, faves a fer («Para San Severo hay que cocinar habas»). Hoy en día la ermita de San Medir en medio de esas hermosas montañas de la sierra del Collserola es visitada por miles de personas y cada año se celebra una bulliciosa romería. La persecución de los obispos en esa época tiene muchas explicaciones. La más evidente es que eran las cabezas visibles de las iglesias locales. Pero hay otro motivo para entender por qué pudo avanzar la cristianización en la preCataluña y buena parte del Imperio. Como ya hemos dicho, la crisis del siglo III produjo una ruralización de la sociedad. Las grandes elites marcharon a sus fincas rurales que se convirtieron en los epicentros del poder. Muchas urbes cayeron en la decadencia política y por eso la incipiente

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