El Libro de La ESPERANZA

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El libro de la ESPERANZA

P ascal decía que el corazón tiene razones que la razón no entiende. Tal vez sea verdad; tal vez,
no. Sin embargo, el ser humano muchas veces se deja envolver fácilmente por los impulsos insensa-
tos de la pasión. De otro modo, sería difícil explicar lo que sucedió en la mañana triste de aquel mes
de julio.
El tren había llegado al final del trayecto, y los pasajeros salían como una jauría enloquecida.
Entre la multitud, un hombre, musculoso, de comportamiento extraño, escondía el rostro detrás de
gruesos lentes oscuros y una gorra.
A pesar del aire misterioso, nadie podía sospechar que, debajo del abrigo, aquel ciudadano
ocultaba un revólver calibre 38. El hombre no era ni anciano ni joven. Aparentaba tener cerca de 50
años y caminaba con pasos ligeros, mirando hacia adelante, atento para no perder de vista a la bella
morena de vaqueros y blusa negra que andaba apresuradamente entre la multitud.
La mujer, de 35 años, miraba constantemente hacia atrás, aprensiva, presintiendo que estaba
siendo seguida. Repitió aquel ritual tres o cuatro veces y, antes de entrar en el túnel para atravesar la
avenida, se agachó fingiendo atarse los cordones, intentando descubrir si alguien la seguía.
El reloj de la iglesia de al lado indicaba las 8:15 de la mañana. La ciudad, en aquella hora, estaba
llena de gente. Personas de todos los tipos, corriendo detrás de sus sueños, sin importarle el drama de
los personajes de nuestra historia.
Lucía salió del otro lado de la avenida e ingresó en un parque. No quería ir, pero lo hacía. Ella no
era una mujer vulgar. Su apariencia hermosa atraía con facilidad la atención de los hombres, pero no
era una persona sin escrúpulos. Tenía honra y dignidad; detestaba la mentira. Por eso, aquella
mañana, su corazón se agitaba angustiado.
Todo había comenzado casi sin que ella se diera cuenta y, poco a poco, fue prendiéndose en una
telaraña de circunstancias de la que estaba determinada a librarse aquella mañana. Como en una
película, comenzaron a desfilar los recuerdos de las últimas peleas con su marido. Escenas terribles
de celos, agresiones en medio de la calle, noches de discusiones sin fin y, finalmente, la traición,
como válvula de escape.
¿Justificación? Tal vez. ¿Disculpa? Quién sabe. Lo cierto es que ella estaba ahí, en el lugar del
encuentro, en el escenario de la tragedia.
Entre árboles centenarios y vegetación descuidada, sentado en un banco viejo, un hombre rubio,
relativamente joven, leía un diario mientras fumaba displicentemente. Lucía se aproximó. Él se
levantó y corrió a su encuentro con los brazos abiertos.
Evaldo, el marido celoso, se ocultó detrás de un viejo anacardo y desde allí observó aquella
escena. Parecía indeciso y sudaba a pesar del frío de julio; exhalaba dolor y odio, con el revólver en
la mano. El resto de la historia es simple de imaginar. El rubio se llevó cuatro tiros y cayó muerto a
la hora. Lucía quedó agonizante, con dos tiros en el pecho.
Evaldo intentó dispararse el último tiro en la propia cabeza, pero ya no le quedaban balas.
Entonces, se arrodilló frente al cuerpo de la amada; desesperado, tomó el cuerpo ensangrentado de la
bella morena y lloró, gritando mucho:
–¿Por qué tenía que terminar de esta manera?
Existen cosas que simplemente no tienen explicación. Actitudes locas que dejan el amargo sabor
del remordimiento. Tú intentas entender el porqué, pero no encuentras respuestas. El martillo de la
culpa te crucifica en la cruz de tu propia conciencia.
Condenado a varios años de prisión, Evaldo fue deshilachándose como un trapo viejo y siendo
consumido por el dolor. Él amaba a Lucía. La había conocido en la estación del tren, en el carnaval
de 1990. En esa época, él era un jugador de 35 años, en el final de su carrera. Ella, 15 años más
joven, era la bella bailarina de una escuela de samba. Se amaron con intensidad desde el principio y
juntos fueron construyendo sus sueños. Vivían en un dúplex amarillo y tenían un par de hijos que les
alegraban la vida. Pero, todo eso era cosa del pasado. Evaldo cumplía la pena y Lucía, que había
sobrevivido al atentado, no quería saber nada respecto de su ex marido.
–Por mí, que se pudra en la cárcel –les decía a sus amigas.
Pero, por la noche, acostada sola luego de mirar a sus hijos dormir, lloraba en silencio, sin saber la
razón. En la fábrica de ropa en la que trabajaba como costurera, un día, a la hora del almuerzo, una
compañera de labores se aproximó y le dijo:
–Yo creo que tú no eres feliz.
–¿Feliz? ¿Cómo así… feliz?
–Feliz. Tú ¿eres feliz?
–Yo qué sé. ¿Alguien es feliz en esta vida?
–Mucha gente. Pero, para eso, necesitas conocer cuál es el plan de Dios para ti.
–¿Qué plan? ¿De qué estás hablando?
–Nadie vino a este mundo para sufrir. Dios tiene un plan maravilloso para cada persona, y la
felicidad consiste en descubrirlo.
–¿Eres cristiana?
–Sí, lo soy.
–Mira, yo no tengo religión ni el más mínimo interés en esas cosas. Disculpa, pero es mejor que
paremos ahora.
–No estoy hablando de religión. Estoy hablando de la vida, de tu vida. Tú ¿eres feliz de esa
manera?
Así, comenzó todo. Conversaron un poco hoy, un poco otro día. Un día terminó y llegó otro.
Transcurrieron semanas y meses, y la amistad de ambas se fue estrechando. Pero Roberta, la nueva
amiga, no volvió a hablar de asuntos espirituales.
Cierto día de octubre, en la hora del almuerzo, Lucía buscó a Roberta.
–No sé qué hacer. Mi vida es un completo caos.
–¿Qué pasó?
–Mi hija, de apenas trece años, está embarazada. ¿Qué hice para merecer esto? Yo me mato
trabajando para poder sustentar a mis dos hijos; el padre de ellos está preso. Estoy sola, ¡no sé qué
más hacer!
–Tú no estás sola.
–¿Cómo que no?
–¿Por qué no le das una oportunidad a Jesús?
–Otra vez vienes con ese asunto de la religión.

–¿Sabes, Lucía? Todo ser humano tiene problemas. La diferencia es la actitud con la que los
encaramos. Y esa actitud depende de la certeza de saber que jamás estamos solos.
–Pero, yo estoy sola. Mis familiares están lejos, y no sé nada de ellos hace muchos años.
–No, mi amiga, tú no estás sola. Yo estoy aquí.
–Muchas gracias.
–Solo que yo no estoy hablando solamente de mi amistad; me refiero a alguien que realmente
puede ayudarte. Te estoy hablando de Jesús. Mira, no digas nada, solo escucha este versículo de la
Biblia.
Roberta fue hasta su mesa de trabajo, sacó una Biblia del cajón y leyó:
–“¿Puede una madre olvidar a su niño de pecho, y dejar de amar al hijo que ha dado a luz? Aun
cuando ella lo olvidara, ¡yo no te olvidaré!” (Isaías 49:15).*
Los ojos de Lucía reflejaron emoción.
–Eso ¿está en la Biblia?
–Velo con tus propios ojos.
–Pero ¿por qué tú crees que ese libro es la Palabra de Dios?
–Existen varias razones. La primera es que los escritores bíblicos afirman que ellos escribieron
por mandato divino. Por ejemplo, el apóstol Pablo dice: “Toda la Escritura es inspirada por Dios y
útil para enseñar, para reprender, para corregir y para instruir en la justicia” (2 Timoteo 3:16). Hay
dos pensamientos en ese texto: el primero es que toda la Sagrada Escritura fue inspirada por Dios, y
el segundo es que Dios nos dejó su Palabra para que sirva como instrucción, enseñanza y reprensión.
Es inútil intentar ser feliz sin el conocimiento de la Palabra de Dios.
–No sé, amiga. Me gusta ver la confianza que tú tienes en ese libro, pero cualquier persona podría
haber escrito eso y después afirmar que fue inspirada por Dios.
–Es verdad. Pero existen otras razones para creer que este libro es inspirado por Dios. Por ejemplo,
la unidad de pensamiento. La Biblia fue escrita en un período de mil quinientos años. Moisés, que
fue el primer autor, vivió quince siglos antes que San Juan, el último de los escritores. Muchos de los
cuarenta escritores no se conocieron entre ellos; sin embargo, si tú lees la Biblia, vas a ver que existe
una unidad

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