Leer Por Leer
Leer Por Leer
Leer Por Leer
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PRESIDENCIA DE LA NACIÓN
Dr. Néstor Kirchner
MINISTERIO DE EDUCACIÓN, CIENCIA Y TECNOLOGÍA
Lic. Daniel Filmus
SECRETARÍA DE EDUCACIÓN
Lic. Juan Carlos Tedesco
SECRETARÍA DE POLÍTICAS UNIVERSITARIAS
Dr. Alberto Dibbern
SUBSECRETARÍA DE EQUIDAD Y CALIDAD
Lic. Alejandra Birgin
SUBSECRETARÍA DE PLANEAMIENTO EDUCATIVO
Lic. Osvaldo Devries
SUBSECRETARÍA DE POLÍTICAS UNIVERSITARIAS
Lic. Hiracio Fazio
DIRECCIÓN NACIONAL DE GESTIÓN CURRICULAR
Y FORMACIÓN DOCENTE
Lic. Laura Pitman
DIRECCIÓN NACIONAL DE INFORMACIÓN
Y EVALUACIÓN DE LA CALIDAD EDUCATIVA
Lic. Marta Kisilevsky
COORDINACIÓN DE ÁREAS CURRICULARES
Lic. Cecilia Cresta
COORDINACIÓN DEL PROGRAMA DE
“APOYO AL ÚLTIMO AÑO DEL NIVEL SECUNDARIO
PARA LA ARTICULACIÓN CON EL NIVEL SUPERIOR”
Lic. Vanesa Cristaldi
COORDINACIÓN DEL PLAN NACIONAL DE LECTURA
Dr. Gustavo Bombini
Plan Nacional de Lectura
le e r X l e e r
o y ya
ra le e r d e todo, much
Textos pa
Primera edición: abril de 2007
Realización editorial:
Editorial Universitaria de Buenos Aires
Sociedad de Economía Mixta
Av. Rivadavia 1571/73 (1033) Ciudad de Buenos Aires
Tel.: 4383-8025 / Fax: 4383-2202
www.eudeba.com.ar
Impreso en la Argentina
Hecho el depósito que establece la ley 11.723.
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presentación
leer x leer
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fervientes lectores favoreció un recorrido minucioso con un objetivo pun-
tual: encontrar los textos adecuados según los intereses propios de cada
edad para formar lectores entusiastas entre nuestros jóvenes estudiantes.
Esta selección de textos pensada para alumnos que egresan de la es-
cuela secundaria y aspiran a ingresar al nivel superior, a la universidad o a
los institutos terciarios da respuesta a la demanda de nuestros lectores de
querer leer «de todo», ávidos de cuentos, poemas, artículos periodísticos,
discursos, canciones, cartas, relatos de viajes, descripciones de cuadros,
novelas, obras de teatro, ensayos.
La idea de que estos alumnos accedan a la lectura de libros en el ámbi-
to de la escuela garantiza la disponibilidad; es decir que este libro brinda,
a nuestro comensal lector, un menú de lecturas «ya». Geneviève Patte, la
reconocida defensora de las bibliotecas como una instancia efectiva para
formar lectores, afirma que «Las lecturas de los niños, su calidad, su evo-
lución dependen esencialmente de los libros que van a encontrar –sin te-
ner que buscarlos– en su medio más próximo; dependen de lo que les cae
en la mano». Este concepto es válido también para los jóvenes, destinata-
rios de este libro.
Mucho se ha escrito acerca de los riesgos de una selección de textos
pensada para un público adolescente, cuando la selección obedece al cri-
terio de un grupo de adultos que analiza y considera qué puede gustarle a
un joven. Sin embargo, este riesgo se desgrana cuando los responsables
de esta tarea son escritores y docentes con vasta experiencia en la promo-
ción de la lectura y en el trabajo con estudiantes secundarios.
La gran cantidad de textos que presenta este libro constituye un menú
suficientemente heterogéneo como para cubrir todos los gustos y prefe-
rencias: variedad de épocas, de estilos, de géneros, de autores, etc. Esta
gran diversidad supone el acierto de tener confianza en los lectores, para
que vayan aprendiendo a elegir su camino lector entre el «de todo» ofreci-
do a nuestros ávidos comensales.
Otra de las ventajas de la variedad es que abre el universo de posibili-
dades a los lectores temáticos, aquellos que leen sólo cuentos de amor o
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de aventuras, o leen poesías, o textos de autoayuda, o aforismos, o textos
periodísticos especialmente referidos a deportes. La heterogeneidad ofre-
cida permite también la enriquecedora coexistencia de textos canónicos
con otros más novedosos.
Ante la opción de ofrecer a los adolescentes textos clásicos o popula-
res, este volumen ha incorporado autores clásicos y populares. La varie-
dad estimula. Patte propone «¡Derribar los tabiques entre la cultura reco-
nocida, la que enseña y la cultura en la cual viven los jóvenes! Admitir
caminos que no son los nuestros, aceptar que se tomen atajos: estas actitu-
des son difíciles de adoptar pero son indispensables si se quiere que los
chicos construyan ellos mismos su propia cultura. Lo previo a toda lectu-
ra personal y, por lo tanto, lo interesante es el surgimiento de la curiosi-
dad, la interrogación, tanto para la lectura de ficción como para la de
información». Así encontramos textos de Jorge Luis Borges y Roberto
Arlt, Alejandra Pizarnik y Nicolás Guillén, Julio Cortázar y Gustavo Adolfo
Bécquer, Federico García Lorca y Sor Juana Inés de la Cruz, Silvina
Ocampo y Chico Buarque y Osvaldo Soriano, Macedonio Fernández y
Virgina Woolf.
La propuesta de Leer X Leer es «De todo, mucho y ya» para que nues-
tros jóvenes estudiantes encuentren, entre un amplio universo de textos y
autores, aquellos con quienes iniciar o desarrollar su autobiografía lecto-
ra. Todo un desafío en el que el Ministerio de Educación, Ciencia y Tecno-
logía, a través del Plan Nacional de Lectura, desea afirmar su presencia y
su compromiso.
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PRÓLOGO
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¿De qué modo nos transforma la lectura, cada lectura?
Estos y otros interrogantes constituyen parte del fabuloso enigma de
la creación. De la escritura y la lectura, círculo virtuoso en el que la una
conduce a la otra, la transforma, la consagra. Porque el acto de escribir y
el acto de leer no son actos puros, si es que alguna vez lo fueron. Hoy
todos sabemos –por lo menos desde Nathanael Hawthorne y de su me-
jor discípulo, nuestro Jorge Luis Borges– que cada lectura implica una
reescritura interior, que toda narración es narrada dos veces, o más, y que
cada escritura es derivación de infinitas lecturas.
Esta perspectiva, por un lado, une literatura y escritura en un único,
misterioso y de alguna manera indefinible proceso; y por el otro nos
lleva a la cruda revelación de que los mecanismos de la lectura y de la
escritura no tienen reglas claras y precisas. Por eso, penetrar en ellos es
incursionar en el enigma de la creación pero, sobre todo, es sumirse en
las infinitas paradojas que la creación produce en cada uno de nosotros y
en nuestra identidad colectiva.
Es prácticamente imposible explicar esos procesos. Pero no tanto
porque la imposibilidad sea absoluta, sino porque precisamente ese saber
no es indispensable. La literatura es una indagación infinita, es una bús-
queda perenne y no necesariamente dirigida a alcanzar revelaciones. Es-
cribimos para saber por qué escribimos. Leemos para que lo escrito nos
transforme. Y también para despertar el conocimiento y la fantasía, la
imaginación y la acción que todo texto encierra. Leemos, entonces, para
despertar la vida que hay en cada texto, porque todo texto es vida que
está dormida, provisoriamente muerta mientras nadie la lee. Y ésa es la fun-
ción del lector: revivir la palabra, darle sentido y fuerza y trascendencia.
Decía Juan Rulfo: «Escribimos para no morirnos». O sea que se trata
de escribir como se vive: huyendo de la muerte hacia adelante. Pero si se
escribe para huir de la muerte, se lee para convocar la vida. Porque todo
es revivido cuando se lo lee. Por eso el lector siempre da vida, siempre es
nutricio a la vez que se nutre. Al lector no lo rige Thanatos; lo rige Eros.
Y como una madre sana, el lector sólo sabe alumbrar y dar vida. La
lectura por eso es desarrollo, por eso es crecimiento.
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Por supuesto que la literatura no está para dar respuestas. Muy bien,
pero suele darlas. La literatura, se dice, no sirve para nada. Pero no es tan
inútil. La literatura, se afirma también, no hace revoluciones. Pero sí ha
contribuido a algunas de ellas y a todas las ha escrito. Y es que cada
escritor que se pregunta lo que no comprende, lo que no sabe, lo que
duda, cada escritor que cuestiona su propio infierno nos cuestiona a to-
dos, sentenció Quevedo hace cuatro siglos.
Hoy sabemos que el buen lector, el lector competente, también lo
cuestiona todo, y es por eso que la lectura ha sido tantas veces desestima-
da desde el Poder: por la condición intrínsecamente renovadora, casi
subversiva, de la lectura, el conocimiento y la imaginación.
No hay peor violencia cultural que el proceso de embrutecimiento que
se produce cuando no se lee. Una sociedad que no cuida a sus lectores, que
no cuida sus libros y sus medios, que no guarda su memoria impresa y que
no alienta el desarrollo del pensamiento es una sociedad culturalmente suici-
da. No sabrá jamás ejercer el control social que requiere una democracia
adulta y seria. Que una persona no lea es una estupidez, un crimen que pagará
el resto de su vida. Pero, cuando es un país el que no lee, ese crimen lo pagará
con su historia, máxime si lo poco que lee es basura, y si además la basura
es la regla en los grandes sistemas de difusión masivos.
La República Argentina ha carecido, por décadas, de una Política
Nacional de Lectura, y la tremenda crisis que hemos venido padeciendo
no ha hecho sino profundizar las consecuencias nefastas de esa carencia.
Los resultados son –como es público y notorio– en algunos casos
gravísimos, y, por eso, estos libros fueron organizados con el expreso
afán de revisar los cánones y determinar nuevas posibilidades lectoras
para una nación que ha vivido décadas en vías de subdesarrollo educa-
cional y ahora necesita con toda urgencia recuperar el tiempo perdido.
Esto implica cuestionarlo todo: qué es leer, qué queremos que lean los
argentinos de hoy y de mañana, cómo imaginamos que será un posible
futuro canon literario organizado sin la pretensión autoritaria de fijar tam-
bién la interpretación que debe hacerse de las obras. De ahí que estos libros
incluyan muchas y muy variadas posibilidades de lectura. Convencidos de
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que el libro es el mejor amigo del hombre, mejor incluso que el perro –
porque el libro ni siquiera pide que se lo cuide ni que se le dé de comer–, y
sólo quiere ser leído cómoda y placenteramente, los que preparamos este
libro trabajamos conscientes de la enorme responsabilidad que significa, para
el docente, ser intermediario del saber y el conocimiento. Por eso mis-
mo, y teniendo en cuenta tal intermediación, es que en estos libros pro-
ponemos un ejercicio de diálogo enriquecedor entre docentes y alumnos
alrededor del fabuloso hecho ético-estético que es la Literatura.
Por eso, y para no agobiar al estudiante/lector ni descargar toda la
responsabilidad únicamente en los docentes, los fragmentos escogidos
son acompañados por muy breves notas orientativas al pie, que procu-
ran contextualizar el tiempo y el lugar de la producción del texto. Dichas
notas y comentarios se incluyen con la única misión de brindar al lector
una mínima ubicación de época, lugar e impacto literario. Esto, estamos
seguros, podrá ser usado por los lectores para buscar otros textos y/o
proponer al profesor y a la clase nuevos rumbos de investigación grupal.
Sabemos que el nuestro es un concepto de lectura no tradicional y que
incluso puede ir a contramano de algunas modas pedagógicas. Pero lo
que buscamos, en todo momento, no fue una confrontación sino el desa-
rrollo de una nueva Pedagogía de la Lectura; esto es, la formación maci-
za y sostenida de lectores competentes. O sea, personas libres, entusias-
tas, capaces de discutir internamente con los textos y de abrir nuevos
caminos al pensamiento y a las ideas en su propio espíritu y en silencio.
Porque es así como se forma el carácter que luego brinda a la sociedad
nuevas y mejores propuestas.
Mempo Giardinelli
Resistencia, marzo de 2007.
12
ÍNDICE
13
• A mí no me engañan las hormigas!, Mark Twain ................................................. 55
• La intrusa, Pedro Orgambide ....................................................................................... 58
• El animal favorito del señor K, Bertold Bretch ........................................................ 59
• El fin, Frederic Brown .................................................................................................. 61
• El mal estudiante, Jacques Prévert ............................................................................... 62
• Don Chico que vuela, Eraclio Zepeda ....................................................................... 63
• Cuento de horror, Marco Denevi ............................................................................... 67
• Pájaros Prohibidos, Eduardo Galeano ....................................................................... 68
• Volver, Idea Vilariño ................................................................................................... 69
• Escalofriante, Thomas Bailey Aldrich ......................................................................... 71
• Todas las casas, Miguel Hernández ............................................................................ 71
• El primer beso, Clarice Lispector ............................................................................... 72
• Armadura, Liu Siang ................................................................................................. 75
• Gatidad, José Emilio Pacheco ........................................................................................ 76
• Susannah, Katherine Mansfield ..................................................................................... 78
• La rana que quería ser una rana auténtica, Augusto Monterroso ................................ 81
• La Soga, Silvina Ocampo ............................................................................................. 82
• Por qué, Elvio Romero ................................................................................................. 84
• Cansado de escribir sobre pájaros, Juan Carlos Moisés ........................................... 86
• El elefante, Idries Shah ............................................................................................... 87
• La chica del kiosco, Elsa Stefánsdóttir ....................................................................... 88
• La semilla milagrosa, León Tolstoi ............................................................................. 90
• Episodio del enemigo, Jorge Luis Borges .................................................................. 93
• La casa encantada, Virginia Woolf ............................................................................ 95
• Sobre las conductas indecorosas en la mesa
de mi señor, Leonardo da Vinci ................................................................................. 97
• Redondilla (Sátira filosófica), Sor Juana Inés de la Cruz .......................................... 99
• Traspaso de los sueños, Ramón Gómez de la Serna ............................................... 102
• El venerable Veneranda, Carlo Manzoni ................................................................ 103
• Llanto por Ignacio Sánchez Mejía, Federico García Lorca .................................... 105
• Rimas XVII, XXI y XXIII, Gustavo A. Bécquer .................................................... 108
• El Señor de la Peña, Eliseo Diego ............................................................................ 109
• Pida la palabra, pero tenga cuidado, Julio Cortázar ............................................. 112
• En la carpeta, Juan Gelman ....................................................................................... 113
14
• Ciencia, Héctor G. Oesterheld .................................................................................... 114
• Cenizas, Alejandra Pizarnik ..................................................................................... 115
• Explicar y comentar, Jean Tardieu ........................................................................... 116
• Los Estatutos del Hombre, Thiago de Mello ......................................................... 117
• El patriota Ingenioso, Ambrose Bierce ..................................................................... 121
• Entre la espada y la pared, Cristina Peri Rossi ....................................................... 123
• Epigramas, Ernesto Cardenal ................................................................................... 124
• Espantapájaros 18, Oliverio Girondo ....................................................................... 125
• Los nuevos hermanos siameses, Oscar Wilde ....................................................... 126
• Inventario, Juan José Arreola ..................................................................................... 127
• Breve selección de textos breves, Elías Canetti .................................................... 128
• El silencio de las sirenas, Franz Kafka ................................................................... 130
• ¡Y si después de tantas palabras...!, César Vallejo .................................................. 132
• La señorita Wilson, Pedro Orgambide ...................................................................... 133
• El magnánimo emperador Chang Hung, Adolfo Pérez Zelaschi ......................... 138
• Acerca de la observación de los roedores, Celso Román ..................................... 140
• Corso, Rodolfo J. Walsh ............................................................................................. 141
• Un día de éstos, Gabriel García Márquez ............................................................... 143
• El alfarero, Héctor Tizón .......................................................................................... 147
• Inmiscusión Terrupta, Julio Cortázar ...................................................................... 150
• La visita, Jorge Enrique Adoum ................................................................................. 152
• Exilio, Héctor G. Oesterheld ...................................................................................... 153
• La verdad es la única realidad, Francisco Urondo .................................................. 154
• Construcción, Chico Buarque de Hollanda ................................................................ 156
• Evasión, Tsui Mintong ............................................................................................... 158
• El bambú de la ventana, Li Hochu ........................................................................ 158
• La resurrección de la carne, Angélica Gorodischer .................................................. 159
• La seducción, Antonio di Benedetto ........................................................................... 161
• La casada infiel, Federico García Lorca .................................................................... 162
• Sueño de Federico García Lorca, poeta y antifascista,
Antonio Tabucchi ......................................................................................................... 164
• Espantapájaros 21, Oliverio Girondo ....................................................................... 166
• ¡Ése soy yo!, Ramón Gómez de la Serna ................................................................... 167
• Sexa, Luiz Fernando Verissimo .................................................................................. 168
15
• Elegía, Miguel Hernández .......................................................................................... 170
• Una tarde en familia, Carlos Gardini ...................................................................... 172
• La langa, Cesare Pavese .............................................................................................. 175
• Los heraldos negros, César Vallejo ......................................................................... 178
• El silencio, Felisberto Hernández ............................................................................... 179
• El crimen, Edmundo Valadés .................................................................................... 180
• El enfermo profesional, Roberto Arlt .................................................................... 181
• Obdulio Varela o el reposo del centrojás, Osvaldo Soriano ................................. 184
• Soneto CXVI, William Shakespeare ........................................................................ 186
• Doble, Luisa Peluffo .................................................................................................. 187
• La muerte de un héroe, Pär Lagerkvist ................................................................. 189
• Donald, Daniel Salzano ............................................................................................ 191
16
¿Sería fantasma?
George Loring Frost
Frost es un autor de principios del siglo XX del que se poseen escasos datos, o al
menos se lo tradujo muy poco al castellano. Escribió sobre fantasmas y vampiros, y
fue apreciado por Borges y Bioy Casares. Fue autor de un libro de cuentos titulado
Memorabilia (1923). Este texto se tomó de El libro de la imaginación, de Edmundo
Valadés. Fondo de Cultura Económica, México, 1987.
Desayuno
Jacques Prévert
E chó café
En la taza
Echó leche
En la taza de café
Echó azúcar
17
En el café con leche
Con la cucharilla
Lo revolvió
Bebió el café con leche
Dejó la taza
Sin hablarme
Encendió un cigarrillo
Hizo anillos
De humo
Volcó la ceniza
En el cenicero
Sin hablarme
Sin mirarme
Se puso de pie
Se puso
El sombrero
Se puso el impermeable
Porque llovía
Y se marchó
Bajo la lluvia
Sin decir palabra
Sin mirarme
Y me cubrí
La cara con las manos
Y lloré.
18
brumas, y de versos de famosas canciones como Las hojas muertas, sólo en sus últi-
mos años escribió algunos cuentos para chicos. Desayuno fue tomado de Jacques
Prévert (Perfil Libros, Buenos Aires, 1997).
El oso marrón
Mempo Giardinelli
19
En la cuarta primavera, que parece que es la única temporada de caza
autorizada, un amigo camionero lo cruza al costado de la carretera que bor-
dea las colinas boscosas que van de Lyme a Lebanon, dos pueblitos todavía
cubiertos de nieve. Observa que Pat está llorando desconsoladamente junto
a su camioneta y se detiene. Pero enseguida se da cuenta de que ninguna
desgracia ha sucedido y, como sabe de la obsesión de Pat, con ligerísima
ironía le pregunta si se trata de una nueva frustración, si es que tampoco esta
vez ha podido dar con el oso marrón.
Pero Pat responde que no con la cabeza, y alcanza a decir que esta vez
sí lo ha encontrado. Y en cuanto lo dice se suelta a llorar más intensamen-
te y se suena los mocos en un sucio pañuelo. Y mientras el otro baja de su
camión, Pat señala la cajuela de la camioneta y dice que llora porque le
han sucedido dos cosas terribles, simultáneamente: la una es que final-
mente ha dado muerte a Sixteen Tons; y la otra es que acaba de darse
cuenta de que había llegado a querer tan entrañablemente a ese oso que
ahora se siente un miserable.
20
No hables con la
boca llena
José Eduardo González
21
El anillo encantado
María Teresa Andruetto
I figenia tenía el cabello rubio como el trigo y unos ojos más azules que
el lago de Constanza.
Caminaba descalza a la orilla del agua.
Era pálida y leve.
Parecía hecha de aire.
El emperador Carlomagno la vio y se enamoró de ella.
Él era ya un hombre viejo y ella, apenas una muchacha. Pero el Empe-
rador se enamoró perdidamente y olvidó pronto sus deberes de soberano.
Los nobles de la corte estaban muy preocupados porque nada intere-
saba ya a Carlomagno.
Ni dinero.
Ni caza.
Ni guerra.
Ni batallas.
Sólo la muchacha.
A pesar del amor, Ifigenia murió una tarde de abril llena de pájaros.
Los nobles de la corte respiraron aliviados.
Por fin el Emperador se ocuparía de su hacienda, de su guerra y de
sus batallas.
Pero nada de eso ocurrió, porque el amor de Carlomagno no ha-
bía muerto.
Hizo llevar a su habitación el cadáver embalsamado de la muchacha.
No quería separarse de él.
Asustado por esta macabra pasión, el Arzobispo del imperio sospe-
chó un encantamiento y fue a revisar el cadáver.
22
Muerta, Ifigenia era tan hermosa como cuando caminaba descalza jun-
to al lago de Constanza.
La revisó de pies a cabeza.
Bajo la lengua dura y helada, encontró un anillo con una piedra azul.
El azul de aquella piedra le trajo recuerdos del lago y del mar distante.
23
María TTeresa
eresa Andruetto es una poeta y narradora cordobesa. Su obra abarca
también el teatro, pero la mayor parte de su literatura está dirigida a jóvenes y
niños. Entre los libros de esta autora pueden citarse las novelas Stefano y Tama.
Este texto fue tomado de El anillo encantado, Colección Pan Flauta, Editorial
Sudamericana, Buenos Aires, 1993.
El Zoo-ilógico
Edgar Alan García
24
Subsecretario de Cultura del Ecuador, escritor de letras de boleros y valses, y actor de
radionovelas. Como escritor ha abordado diversos géneros y temáticas: poesía, na-
rrativa, ensayos, traducción, textos pedagógicos y la literatura infanto juvenil. Sus
obras para jóvenes: 17 Sonetos de amor, Cuentos de Ciencia Ficción, Cazadores
de Sueños (novela). Este texto fue tomado de la revista virtual Imaginaria Nº 26,
mayo de 2000.
El maestro carnicero
Anónimo inglés
versión de Neil Philip
25
El chérif, al ver cómo el joven derrochaba dinero, pensó: “Éste es un
joven necio, y a un necio es fácil quitarle su dinero”. Y decidió entablar
conversación con el joven carnicero.
–Dime –le preguntó el chérif, refiriéndose al ganado vacuno–, ¿tienes
animales con cornamenta para vender?
–De ésos sí que tengo –respondió Robin–. Doscientos o trescientos.
Y cien acres de tierra. ¿Sabe usted cuánto podría valer todo eso?
El chérif le ofreció a Robin trescientas libras, la mitad del verda-
dero valor.
–Entonces venga conmigo, y traiga el dinero –dijo Robin–, y si le
gustan los animales y la tierra, podemos llegar a un acuerdo.
El chérif se esforzó en evitar que la baba le cayera por el mentón al
pensar en el maravilloso y sorpresivo negocio que estaba haciendo.
Así fue como el chérif montó un palafrén, y él y Robin salieron cabal-
gando de la ciudad.
–El camino pasa a través del bosque –comentó Robin.
–Que Dios nos proteja de Robin Hood –respondió el chérif.
Cuando se hallaban en la espesura de Sherwood se encontraron con
una manada de cien ciervos.
–Éstos son algunos de mis animales con cornamenta –dijo Robin–.
¿Qué opina de ellos?
–¿Qué quiere usted decir, compañero? ¡Éstos son los ciervos del Rey!
¿Y dónde están sus cien acres de tierra?
–¡Vaya pregunta! Hemos estado cabalgando sobre esas tierras. Todo
Sherwood es mío, si es que le pertenece a algún hombre.
Al terminar de hablar, Robin sonó tres veces su cuerno. Media doce-
na de sus hombres aparecieron y rodearon al chérif.
–Yo he comido hoy en su sala de recepción, y pagué por ese privile-
gio. Y también fui cortés y felicité a su dama. Ahora usted me devolverá
el honor –le dijo Robin.
Los bandidos escoltaron al chérif, a quien le vendaron los ojos,
por los senderos tortuosos que conducían al campamento secreto.
26
Cuando le quitaron la venda, vio a Robin y a Mariana que reían ale-
gremente.
Así fue como el chérif tuvo que comer el ciervo cazado ilegalmente
ante sus ojos, y beber el vino robado de su propia bodega. Y Robin se
cercioró de que él haya pagado trescientas libras por ese privilegio.
Colocaron al chérif sobre su caballo y lo mandaron de regreso a
Nottingham; era un hombre más pobre y más sensato.
27
El gigante amaba en gigante.
Su mano, a grandes obras hechas,
mal podía construir los muros
ni usar el timbre de la puerta
de una casita con jardín
de temblorosas madreselvas.
28
nombre de cada estrella, yo, el de las nostalgias. He dormido en las cárceles y en los
grandes hoteles. A los treinta años han querido ahorcarme, a los cuarenta y ocho
quisieron concederme la medalla de la Paz y me la concedieron. Mis escritos están
impresos en cuarenta idiomas y prohibidos en mi Turquía, en mi propia lengua”.
Este poema se popularizó en Latinoamérica, cantado por Juan Carlos Baglietto, y fue
tomado de Nazim Hikmet. Poemas (Centro Editor de América Latina, Buenos Aires,
1970). Esta versión fue traducida del francés por Amaro Villanueva y Julio H. Meirama.
Otra de sus obras: Duro oficio el exilio.
El candidato
Jorge Londero
29
Así transformado, lo llevaron al acto patrio de la escuela, donde lo
presentarían en sociedad como el candidato “ideal” de Capilla de Sitón.
Lo sentaron en una mesa junto a las autoridades educativas y le sirvie-
ron chocolate caliente, líquido al que miró con desconfianza hasta que el
senador le ordenó:
–Hay que tomarlo, hombre. Primera lección para ser buen político:
acepte de gusto todo lo que le conviden.
Froilán tomó sin respirar.
La “señorita” directora estaba en lo mejor de su discurso cuando
irrumpe en el salón un cuatrero que hacía rato buscaba la Policía. Trans-
pirado, miraba para todos lados, como buscando ruta para seguir su
escape. Se entretuvo más de la cuenta, el cabo Vázquez le dio alcance y lo
detuvo con un tackle.
El presidente del partido aprovechó la confusión y, mientras reducían
al delincuente entre tres agentes, señaló:
–Brillante y oportuno ejemplo para nuestros educandos, un delincuen-
te, cuatrero y pendenciero como éste, detenido frente a todos los alum-
nos, en tan doméstico acto público.
–Cierto, muy cierto– se sumó el senador. Y para dar pie al nuevo
candidato y completar la presencia discursiva de los políticos presen-
tes, agregó:
–Este delincuente merece un castigo ejemplar, ¿qué sugiere usted para
el caso Froilán?
El aludido se asustó al principio, abrió sus ojos como el dos de oro y
tomó aire para contestar. El tiempo que tardó sirvió para insertar sus-
penso y ansiedad en los presentes. El cuatrero miró la atención que había
puesto el auditorio y tembló ante la posibilidad de un castigo insoporta-
ble. Y entonces Froilán emitió la célebre frase que aún se utiliza en la
región.
–Bañenlón, peinenlón y denle chocolate caliente.
30
Jorge Archi Londero es un joven escritor y periodista cordobés, nacido en 1962.
Las historias de Don Boyero han aparecido sistemáticamente en los últimos años en
el diario La voz del interior de Córdoba. Selecciones de estos relatos están recopila-
das en dos libros: Las Historias de Don Boyero y Lo mejor de Don Boyero (Edicio-
nes del Boulevard, Córdoba, 2003) de donde se tomó este cuento.
Un huevo
Anónimo japonés
31
Para bajar a un pozo
de estrellas
Marcial Souto
E lementos necesarios:
Un espejo; un sitio descubierto (puede ser una azotea); una noche
oscura y estrellada.
Instrucciones:
1. Se toma el espejo y se sube a la azotea.
2. Se pone el espejo boca arriba.
3. Se tiende uno al lado del espejo.
4. Se acerca la cabeza al espejo, pero no demasiado: sólo lo suficien-
te para ver las estrellas allá al fondo.
5. Se mira con atención la más cercana, hasta poder calcular con exac-
titud a qué distancia está; luego se cierran los ojos.
6. Se lleva despacio un pie hacia la estrella: después de tocarla hay
que asegurarse de que se ha asentado bien el pie.
7. Asiéndose con una mano del borde del pozo, se busca con el otro
pie una nueva estrella, y se la pisa con firmeza.
8. Se busca con la mano libre otra estrella, y se la encierra con la
palma.
9. Se suelta entonces la boca del pozo y se busca con la otra mano
una estrella más. Al encontrarla y sujetarla, se mueve el pie que
había pisado la primera. Así, descolgándose de estrella en estre-
lla, se continúa hasta llegar al fondo del pozo.
10. Para salir del pozo se tapa el espejo con la mano y se abren
los ojos.
32
Marcial Souto (1947) nació en La Coruña, España, pero casi toda su obra
la desarrolló en la Argentina. Es un escritor de culto dentro del ámbito de la
literatura de ciencia ficción, y sus seguidores le crearon una página en internet
que es muy consultada. En la Argentina fundó revistas de ciencia ficción y diri-
gió también una afamada colección de libros de ese género. Su obra Para ba-
jar a un pozo de estrellas apareció en la revista El péndulo en 1983.
Versos sencillos
José Martí
IX
33
detrás iba el pueblo en tandas,
todo cargado de flores.
Callado, al oscurecer,
me llamó el enterrador.
¡Nunca más he vuelto a ver
a la que murió de amor!
34
Unidos, murió en combate en 1895. Periodista, notable orador, poeta, su obra está
preñada de idealismo y amor al prójimo. La edad de oro fue un libro escrito espe-
cialmente para los niños y las niñas de América. El poema que aquí presentamos
tiene que ver con un episodio de la vida real del autor (hubo en Guatemala una bella
jovencita que murió de amor por él) y pertenece a un libro de lectura imprescindible:
Versos sencillos (José Martí, Poesía. Editorial Raigal, Buenos Aires, 1952. Selección
de Juan Carlos Ghiano).
Fantasma sensible
Lieu Yi-king
Lieu Yi-king
Yi-king. O quizás Wen-Yi-King
Wen-Yi-King. Autor o autora de origen chino, cuyo
texto «Fantasma sensible» es una preciosura literaria pero de la que resulta imposi-
ble obtener información. Como en otros casos de textos tomados del maravilloso y ya
citado Libro de la imaginación de Edmundo Valadés, no se ofrece información
sobre determinados autores de la tradición oriental.
35
Sólo dibujos
Virginia del Río
Virginia del Río es una escritora mexicana, entre cuyas obras puede citarse
Colegio para señoritas y otros cuentos (1992). Este cuento fue tomado de la anto-
logía Dos veces bueno 2. Compilador Raúl Brasca. Editorial Desde la gente, Buenos
Aires, 1999.
36
Historia de un rapto
entre ogros
J. Desparmet
37
–Pero mañana por la mañana cuando mis hermanos vengan a saludar-
me, ¿qué sucederá cuando no me encuentren?
–Yo te enseñaré lo que tienes que hacer. Escupe nueve veces, y cuando
tu padre te llame, el primer salivazo contestará por ti. Cuando le toque el
turno a tu madre, el segundo salivazo dará la respuesta por ti, y del mis-
mo modo los otro siete salivazos responderán a tus siete hermanos.
Entonces el hijo del Rey de los ogros, por medio de un conjuro, llamó
a uno de sus súbditos; éste se deslizó en la alcoba bajo la forma de un
serpentón. El Príncipe le dijo:
–Quiero que lleves a esta ogresa a mi palacio.
Aquel se transformó inmediatamente en un caballo que se llevó a la
joven, cubierta por los siete velos.
A la mañana siguiente el padre se despertó el primero y llamó a
su hija:
–¿Cómo te encuentras hoy, Lunja?
–Estoy muy bien, padre mío.
Poco después su madre, y luego los hermanos le hicieron otras pre-
guntas, y los salivazos que la joven había dejado en la alcoba, iban res-
pondiendo por ella.
Pero al llegar la noche, cuando todos regresaron a la casa, ningu-
no recibió respuesta a sus preguntas. Entonces el padre se transfor-
mó en rayo, y el hermano mayor en relámpago y ambos partieron
en busca de Lunja.
Pero el hijo del Rey de los ogros conocía aquella transformación y
sabía que el padre se escondía bajo la forma del rayo y el hijo bajo la
forma de un relámpago, y dio orden al ogro que había raptado a Lunja
de hacer salir a sus batallones de ogros.
Así pues, cuando el padre y el hermano de Lunja llegaron al casti-
llo donde se encontraba la joven, se encontraron con las tropas ene-
migas desplegadas, como si el hijo del Rey estuviera muerto y aquel
fuese el día de sus funerales. Ambos, a la vez, rápidamente, aban-
donaron la forma de rayo y de relámpago, y recobraron su aspecto
38
normal, entrando al palacio del hijo del Rey de los ogros. El padre de
Lunja empezó a informarse:
–¿Es que el hijo del Rey últimamente ha hecho algún viaje?
–¿Ha estado enfermo y ha muerto de repente?
–Hace más de un mes –le dijeron–, que padecía una grave en-
fermedad.
En realidad los súbditos del Príncipe sabían que se trataba del pa-
dre y del hermano de la joven raptada. Al mismo tiempo éstos, como
tenían la certeza de que Lunja debía estar en el castillo, fingieron no
saber nada y pidieron hospitalidad. Les dieron la bienvenida y les
hicieron entrar en una cámara toda de hierro donde fueron encerra-
dos. Los súbditos del Príncipe juntaron una gran cantidad de leña en
torno a la cámara de hierro, le prendieron fuego y les abrasaron.
La joven, encerrada en el Palacio, no tenía la menor idea de que estu-
vieran quemando a su hermano y a su padre. El hijo del Rey de los ogros,
que se había hecho pasar por muerto, se acercó a la cámara rodeada por
las llamas y les gritó:
–Yo soy el que ha raptado a vuestra hija.
El padre respondió:
–Aunque sólo quede de mí un hueso, este hueso te perseguirá y te
cegará.
Al quemarse, los ogros explotaban con un rumor de cañonazos. Fi-
nalmente la puerta de la cámara de hierro se abrió y el fuego se apagó y
sus restos se esparcieron por doquier, pero quedó un huesito que saltó
de golpe a los ojos del Príncipe, que se quedó ciego.
Mientras tanto, la madre y los otros siete hermanos de Lunja se ha-
bían transformado en soplos de viento y se dirigieron hacia el palacio del
Príncipe. Los súbditos acudieron a su encuentro.
Los soplos de viento se convirtieron en ogros.
–¿Qué es lo que deseáis?
39
–Hemos sabido –respondieron– que el hijo del Rey ha muerto, y ve-
nimos a asistir a sus funerales.
–Os rogamos que atendáis un momento.
Mientras, otros súbditos del Príncipe estaban cavando una profunda
fosa. Cuando la rellenaron de leña y le prendieron fuego, cubrieron la
hendidura con esteras, y luego les invitaron a que entraran. Ellos así lo
hicieron, y al sentarse sobre la fosa incendiada, todos cayeron sobre el
fuego y se quemaron.
40
vidrio y la colgaron en la iglesia. Todavía está ahí, en la iglesia Santa Ma-
ría, en Lübeck. Es del tamaño de una rata, y una vez al año se mueve.
Cuadernos de Todo
y Nada
Macedonio Fernández
–
M ujer ¿cuánto te ha costado esta espumadera?
–1,90.
–¿Cómo, tanto? ¡Pero es una barbaridad!
–Sí; es que los agujeros están carísimos. Con esto de la guerra se apro-
vechan de todo.
–¡Pues la hubieras comprado sin ellos!
–Pero entonces sería un cucharón y ya no serviría para espumar.
–No importa; no hay que pagar de más. Son artificios del mercado de
agujeros.
41
Macedonio Fernández nació y murió en Buenos Aires (1874-1952). Es uno de
los escritores más originales de la literatura argentina, y su obra aún presenta sor-
presas e interrogantes para sus críticos. Jorge Luis Borges reconoció la influencia de
este autor vanguardista en su literatura. Casi todos sus libros fueron publicados
después de su muerte. Algunos títulos son: Museo de la novela de la Eterna, Una
novela que comienza, Continuación de la nada y Cuadernos de todo y nada.
Este texto apareció publicado en la revista Puro Cuento Nº 1, página 37, 1986.
ayombe-bombe-mayombé!
¡M ¡Mayombe-bombe-mayombé!
¡Mayombe-bombe-mayombé!
¡Mayombe-bombe-mayombé!
¡Mayombe-bombe-mayombé!
¡Mayombe-bombe-mayombé!
42
Tú le das con el hacha y se muere:
¡dale ya!
¡No le des con el pie que te muerde,
no le des con el pie que se va!
Sensemayá, la culebra,
sensemayá.
Sensemayá con sus ojos,
sensemayá.
Sensemayá con su lengua,
sensemayá.
Sensemayá, con su boca,
sensemayá...
¡Mayombe-bombe-mayombé!
Sensemayá, la culebra...
¡Mayombe-bombe-mayombé!
Sensemayá, no se mueve...
¡Mayombe-bombe-mayombé!
Sensemayá, la culebra...
¡Mayombe-bombe-mayombé!
¡Sensemayá, se murió!
43
Descendiente de esclavos africanos, Nicolás Guillén nació y murió en Cuba
(Camagüey, 1902-La Habana, 1989). Considerado el más alto representante de la
poesía negra de América, en su juventud debió exiliarse por motivos políticos. Con el
triunfo de la revolución cubana, en 1960 volvió a su país, donde fue elegido presi-
dente de la Unión Nacional de Escritores de Cuba. Estuvo en Buenos Aires, ya muy
mayor, recitando sus poemas con su voz grave y perfecta. Algunas obras son: Motivos
del son, Sóngoro Cosongo, El son entero, La paloma de vuelo popular.
Sensemayá, con esa música característica de toda la poesía de Guillén, pertenece a
Sóngoro Cosongo (Losada, Buenos Aires, 1957).
La Pelota
Felisberto Hernández.
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querer hice una sonrisa; pero enseguida me volví a encaprichar. Al tirarla
contra el patio, el trapo blanco del forro se ensució de tierra; yo la sacu-
día y la pelota perdía la forma: me daba angustia verla tan fea; aquello no
era una pelota; yo tenía la ilusión de la otra y empecé a rabiar de nuevo.
Después de haberle dado las más furiosas “patadas” me encontré con
que la pelota hacía movimientos por su cuenta: tomaba direcciones e iba
a lugares que no eran los que yo imaginaba; tenía un poco de voluntad
propia y parecía un animalito; le venían caprichos que me hacían pensar
que ella tampoco tendría ganas de que yo jugara con ella. A veces se
achataba y corría con una dificultad ridícula; de pronto parecía que iba a
parar, pero después resolvía dar dos o tres vueltas más. En una de esas
veces que le pegué con todas mis fuerzas, no tomó dirección alguna y
quedó dando vueltas a una velocidad vertiginosa. Quise que eso se repi-
tiera pero no lo conseguí. Cuando me cansé, se me ocurrió que aquel era
un juego muy bobo; casi todo el trabajo lo tenía que hacer yo; pegarle a
la pelota era lindo; pero después uno se cansaba de ir a buscarla a cada
momento. Entonces la abandoné en la mitad del patio. Después volví a
pensar en la del almacén y a pedirle a mi abuela que me la comprara. Ella
volvió a negármela pero me mandó a comprar dulce de membrillo. (Cuan-
do era día de fiesta o estábamos tristes, comíamos dulce de membrillo.)
En el momento de cruzar el patio para ir al almacén, vi la pelota tan
tranquila que me tentó y quise pegarle una “patada” bien en el medio y
bien fuerte; para conseguirlo tuve que ensayarlo varias veces. Como yo
iba al almacén, mi abuela me la quitó y me dijo que me la daría cuando
volviera. En el almacén no quise mirar la otra, aunque sentía que ella me
miraba a mí con sus colores fuertes. Después que nos comimos el dulce
yo empecé de nuevo a desear la pelota que mi abuela me había quitado;
pero cuando me la dio y jugué de nuevo me aburrí muy pronto. Enton-
ces decidí ponerla en el portón y cuando pasara uno por la calle pegarle
un pelotazo. Esperé sentado encima de ella. No pasó nadie. Al rato me
paré para seguir jugando y la encontré más ridícula que nunca; había que-
dado chata como una torta. Al principio me dio gracia y me la ponía en
45
la cabeza, la tiraba al suelo para sentir el ruido sordo que hacía al caer
contra el piso de tierra y por último la hacía correr de costado como si
fuera una rueda.
Cuando me volvió el cansancio y la angustia, le fui a decir a mi abuela
que aquello no era una pelota; que era una torta y que si ella no me
compraba la del almacén yo me moriría de tristeza. Ella se empezó a
reír y a hacer saltar su gran barriga. Entonces yo puse mi cabeza en su
abdomen y sin sacarla de allí me senté en una silla que mi abuela me
arrimó. La barriga era como una gran pelota caliente que subía y ba-
jaba con la respiración. Y después yo me fui quedando dormido.
Equivocación
Karel Capek
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Karel Capek (1890-1938) es junto a Kafka uno de los más reconocidos escritores
que dio la República Checa. Figura dominante de la cultura en Praga, fue novelista,
dramaturgo, ensayista, político, periodista y productor teatral checo, jugó un impor-
tante papel antibélico durante la Primera Guerra Mundial. Su obra dramática R.U.R.
(Robots Universales Rossum) es un clásico del teatro universal, y trata de personas
que han quedado deshumanizadas debido al maquinismo. A Capek se le atribuye la
invención de la palabra «robot», que en realidad inventó su hermano Josef; Karel sin
embargo fue el primero en incluir personajes robots en la literatura. Este texto fue
tomado de la revista Puro Cuento Nº 14 enero/febrero de 1989.
La mala memoria
André Breton
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–¿Cómo? ¿El señor Delouit? A otro con ese cuento. El señor Delouit
acaba de subir.
–Perdón, soy yo... Acabo de caer por la ventana. ¿Quiere hacerme el
favor de decirme el número de mi habitación?
A una nariz
Francisco de Quevedo y Villegas
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Érase un espolón de una galera,
érase una pirámide de Egipto,
las doce tribus de narices era.
Miedo
Shel Silverstein
ernabé Brandsen
B tenía miedo de ahogarse.
Por eso nunca nadaba
no remaba
ni se bañaba.
Lo único que hacía
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de noche y de día
era quedarse sentado
con la puerta bien cerrada,
temblando como una hoja,
con las ventanas tapiadas
por si venía una ola.
Y tanto lloró
que el cuarto se inundó
y se ahogó.
Servicio de Correos
Orlando Van Bredam
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Lo cierto es que nada me proporcionaba más placer que recibir mis
propias cartas. Eso tenía sus ventajas; en primer lugar, nunca había sor-
presas desagradables; en segundo lugar, eran líneas sinceras, nunca trata-
ba de engañarme con adulaciones hipócritas, y tercero: en caso de que la
carta se extraviara del correo a mi casa, no importaba, ya sabía de qué se
trataba.
Orlando VVanan Bredam nació en Entre Ríos, Argentina, en 1952 pero se lo considera
un escritor formoseño porque reside desde hace 30 años en El Colorado, donde ha produ-
cido toda su obra literaria. Ha abordado el cuento, la poesía, la novela breve y el teatro. Es,
además, profesor de Teoría Literaria y dirige un Instituto Superior Terciario. Algunos de
sus libros de cuentos breves son: Fabulaciones; Simulacros; La vida te cambia los
planes y Las armas que carga el diablo (Río de los Pájaros, Concordia, Entre Ríos,
1996) de donde se tomó este texto.
El bombardero
Ema Wolf
51
Hay un escarabajo de la importante familia de los carábidos, muy bo-
nito, de color azul oscuro brillante, con la cabeza y las antenas rojo ladri-
llo, negro por abajo, algún matiz dorado... Si lo vieran dirían: “¡Oh, qué
escarabajín tan mono!” y sentirían el impulso irresistible de levantarlo en
la palma de la mano para acariciarle los rulos.
Grave error.
Mide apenas doce milímetros; si tuviera el tamaño de un rinoceronte
estarían ante el animal más peligroso del planeta. Lo llaman “el escaraba-
jo bombardero” y es una infernal máquina lanzatorpedos.
Su barriga es como un laboratorio de armas químicas que trabaja
sin descanso, aun los días feriados. Él mismo, gracias a unas glándu-
las, fabrica el combustible para sus explosiones. Escuchen esto: el com-
bustible se compone de peróxido de hidrógeno, hidroquinona y
toluhidroquinona. (No se les ocurra hacer la combinación en casa por-
que va a volar por el aire hasta la cucha del perro.)
Estas sustancias son conducidas a una cámara de combustión. Allí
forman una mezcla altamente inflamable que se enciende mediante una
enzima y llega a generar una temperatura de cien grados Celsius.
¡BOOOOOM!
De su parte trasera sale una nube blanca que se pulveriza en el aire
con un estallido. Una abuela sorda escucharía perfectamente la ex-
plosión. Y tira hasta veinte veces seguidas. ¡Imaginen una pistola
lanzagases de repetición!
Cualquier nariz que esté a menos de cincuenta centímetros queda en-
vuelta en una tufarada corrosiva, asfixiante, inmunda. El bicho que se
atrevió a atacarlo huye en cualquier dirección pidiendo a gritos una bo-
canada de aire puro. ¡Asco! ¡Me rindo! ¡Bandera blanca!
Entonces el bombardero también aprovecha para escapar.
Los bombarderos están diseminados por muchos países cálidos, me-
nos Australia. Así que ya saben: si no quieren toparse con uno múdense a
Australia y listo.
52
Ema WWolfolf nació en Carapachay, Provincia de Buenos Aires, en 1948. Trabajó
para distintos medios periodísticos y revistas infantiles, y en la década del 80, a partir
de su vinculación con la revista Humi, comenzaron a publicarse sus primeros títulos
en el campo de la literatura para chicos. Todo lo que escribe es inmensa y
recurrentemente gracioso. Hay que leer por ejemplo: Aventuras de loberos,
Barbanegra y los buñuelos, Maruja, Nabuco y El libro de los prodigios. Este
texto fue tomado del libro ¡Qué animales! Sudamericana, Buenos Aires, 1996.
E staba con una mano en la frente y a cada pregunta que hacían los
amigos bajaba la cabeza, cerraba los ojos para mirar más lejos y
respondía:
– No, no recuerdo.
Y de pronto, dijo:
– Ustedes recuerdan todo.
Debe ser tremendo. Yo no recuerdo nada. Estoy como si naciera
mañana.
53
el camino de Don Quijote a través de La Mancha, en España, con un teatro ambulan-
te, que era lo que más le gustaba en el mundo. En 1984 regresó a la Argentina.
Algunas de sus obras: Los sueños del sapo, El caballo celoso y Antología de Javier
Villafañe (Sudamericana, Buenos Aires, 1990) de donde fue tomado este cuento.
La sentencia
Wu Ch’eng-en
54
La historia de la literatura china es un eterno retorno a los orígenes, a la
naturaleza y a la tradición como fuente de juventud y reaseguro de la memoria del
pueblo chino, el cual tomó a la poesía como género por excelencia. En el siglo XVI
por primera vez se le asignó a la narrativa carácter literario. Un signo definitivo de
ese cambio fue la publicación de la novela Mono de Wu Ch’eng-en (1505-1580).
Este cuento ha sido tomadode la Antología de la Literatura Fantástica, de Jorge
Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo. Editorial Sudamericana, Buenos
Aires, 1965.
¡A mí no me engañan
las hormigas!
Mark Twain
55
ser que esté a un metro de allí, no importa. La hormiga es incapaz de
encontrarla.
El trofeo que encuentra una hormiga suele ser algo completamente
inservible para ella y para cualquiera y es, por lo general, siete veces más
grande de lo conveniente. Además la hormiga se las arregla para agarrar-
lo en la forma más incómoda posible: lo levanta del suelo y se va, no
hacia el hormiguero sino en dirección contraria; nunca tranquila e inteli-
gentemente, sino con un apuro loco. Si en el camino encuentra una pie-
dra, en vez de pasarle por el costado, le pasa por encima, retrocediendo
y arrastrando el botín; cae del otro lado, se levanta llena de furia y de
polvo, se sacude, se humedece las patas de adelante, aprieta ferozmente
la presa entre las mandíbulas, tirando unas veces para acá otras veces
para allá, empujándola a veces y a veces arrastrándola; se pone más y más
nerviosa; levanta por fin la presa y sale disparando, no en la dirección
que llevaba sino en alguna otra.
A la media hora de andar dando vueltas, se detiene a unos quince
centímetros de donde partió; suelta la carga, se limpia la cabeza, se frota
las patas, reanuda la marcha a la ventura, con el apuro de siempre. A
fuerza de andar en zig-zag, con lo cual consigue correr mucho y no salir
del mismo sitio, tropieza con el trofeo que había dejado abandonado.
Como de eso no se acuerda, cree que es un hallazgo; mira a su alrededor
para ver qué camino no la va a llevar al hormiguero; carga otra vez con el
botín y emprende la marcha en la que se va a encontrar con contratiem-
pos parecidos a los de la carrera anterior.
Por fin se para a descansar. Llega otra hormiga a la que sin duda le
parece que la pata de una langosta muerta hace un año es una estupenda
pichincha y decide ayudar a la primera hormiga a llevarla al hormiguero.
Cada una agarra una punta y tira para su lado. Después descansan y cam-
bian ideas. Están de acuerdo en que la cosa no anda bien pero no entien-
den por qué así que cada una acusa a la otra de hacer lío. Se pelean. Se
atacan; se muerden una a la otra; ruedan juntas por el polvo hasta que
una de las dos pierde una pata o una antena y se va a Reparaciones. Se
56
reconcilian y vuelven al trabajo. Lo hacen tan mal como antes, tirando
cada una para su lado pero la mutilada está en inferioridad de condicio-
nes de modo que la sana la arrastra junto con la presa.
La pata de la langosta queda por fin abandonada más o menos en el
mismo sitio en el que la encontraron. Las hormigas la observan con cui-
dado y convienen en que si bien se mira, no sirve para nada y cada una se
va para su lado a buscar otra cosa pesada para divertirse cargándola, e
inservible para tentarla.
Justo hoy vi a una hormiga haciendo todo eso. Llevaba una araña
muerta que pesaba diez veces más que ella y a la cual acabó por dejar
tirada para que cualquier otra hormiga igualmente sonsa pudiera lle-
vársela. Medí la distancia recorrida por la muy bruta y concluí que lo
que ella había hecho en veinte minutos equivalía al trabajo que haría
un hombre en atar juntos dos caballos que pesan 350 kilos cada uno,
echárselos a la espalda, recorrer medio kilómetro en un campo lleno
de piedras de dos metros de altura pasándoles por encima y no por el
costado; tirarse por un precipicio como el del Niágara más tres cam-
panarios; y para al fin dejar los dos caballos en donde cualquiera pu-
diera llevárselos, e irse tranquilamente a otra parte.
Según la ciencia, es mentira que las hormigas guarden provisiones para
el invierno. La hormiga es una hipócrita: trabaja solamente cuando la
miran y si el que la mira parece aficionado a la naturaleza y dispuesto a
tomar notas. La hormiga es incapaz de rodear un tronco sin desorientar-
se y perder el camino al hormiguero, cosa que es signo de idiotez. El
trabajo ostentoso que hace es pura soberbia. Nunca termina bien una
tarea.
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Este cuento se encontró en un sitio de internet llamado The Online Books
Page y forma parte de un libro cuyo título es A tramp abroad (Un vagabundo
en el extranjero). La versión española del cuento es de Angélica Gorodischer.
Mark TTwain
wain
wain, muy conocido por Las aventuras de Tom Sawyer y Las Aventuras
de Huckleberry Finn, y cuya lectura siempre se recomienda a los jóvenes, nació
en Florida (Estados Unidos) en 1935 y murió en Nueva York en 1910.
La intrusa
Pedro Orgambide
E lla tuvo la culpa, señor juez. Hasta entonces, el día que llegó,
nadie se quejó de mi conducta. Puedo decirlo con la frente bien
alta. Yo era el primero en llegar a la oficina y el último en irme. Mi escri-
torio era el más limpio de todos. Jamás me olvidé de cubrir la máquina
de calcular, por ejemplo, o de planchar con mis propias manos el papel
carbónico. En cuanto a esa, me pareció sospechosa desde el primer mo-
mento. Vino con tantas ínfulas a la oficina. Además, ¡que exageración!,
recibirla con un discurso, como si fuera una princesa. Yo seguí trabajan-
do como si nada pasara. Los otros se deshacían de elogios. Alguno, des-
lumbrado, se atrevía a rozarla con la mano. ¿Cree usted que yo me inmuté
por eso, señor juez? No. Tengo mis principios y no los voy a cambiar de un
día para el otro. Pero hay cosas que me colman la medida. La intrusa, poco
a poco me fue invadiendo. Comencé a perder el apetito. Mi mujer me com-
pró un tónico, pero sin resultado. ¡Si hasta se me caía el pelo, señor, y
soñaba con ella! Todo lo soporté, todo. Menos lo de ayer. “González –me
dijo el gerente–, lamento decirle que la empresa ha decidido prescindir de
sus servicios”. Veinte años, señor juez, veinte años tirados a la basura. Supe
que ella fue con la alcahuetería. Y yo, que nunca dije una mala palabra, la
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insulté. Sí, confieso que la insulté, señor juez, y que le pegué, con todas mis
fuerzas. Fui yo quien le pegó con el fierro. Le gritaba y le gritaba como
loco. Ella tuvo la culpa. Arruinó mi carrera, la vida de un hombre honra-
do, señor. Me perdí por una extranjera, por una miserable computadora,
por un pedazo de lata, como quien dice.
El animal favorito
del señor K
Bertold Bretch
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sabe entender una broma. Es un buen amigo, pero también es un buen
enemigo. Es muy grande y muy pesado, y, sin embargo, es muy rápido.
Su trompa lleva a ese cuerpo enorme los alimentos más pequeños, hasta
nueces. Sus orejas son adaptables: sólo oye lo que quiere oír. Alcanza
también una edad muy avanzada. Es sociable, y no sólo con los elefantes.
En todas partes se le ama y se le teme. Una cierta comicidad hace que
hasta se le adore. Tiene una piel muy gruesa; contra ella se quiebra cual-
quier cuchillo, pero su natural es tierno. Puede ponerse triste. Puede po-
nerse iracundo. Le gusta bailar. Muere en la espesura. Ama a los niños y a
otros animalitos pequeños. Es gris y sólo llama la atención por su masa.
No es comestible. Es buen trabajador. Le gusta beber y se pone alegre.
Hace algo por el arte: proporciona el marfil.
Bertold Bretch (1898-1956) fue uno de los más importantes escritores judíos
alemanes del siglo XX. Narrador y dramaturgo, tuvo que exiliarse cuando Adolfo
Hitler llegó al poder. Vivió en Dinamarca, Suecia, Finlandia y finalmente en los
Estados Unidos, donde en 1947 fue acusado de actividades antiamericanas. Tras 15
años de exilio, regresó a Berlín oriental y fundó su propia compañía teatral, el Berliner
Ensamble, revolucionando la puesta en escena mundial. Abordó en su obra las con-
tradicciones que envuelven la vida del individuo, la corrupción, la explotación de
los pobres, la indiferencia del pueblo ante lo que sucede, la falsa moral que se adapta
según la conveniencia económica y la maldad inherente del ser humano, apostando
siempre a la superación de cualquier tipo de dogmas. Su obra maestra fue Galileo
Galilei. Este texto fue tomado de El libro de la Imaginación, Edmundo Valadés,
Fondo de Cultura Económica, México, 1987, 4ta. edición.
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El fin
Frederic Brown
61
El mal estudiante
Jacques Prévert
62
Don Chico que vuela
Eraclio Zepeda
63
Volar fue la única pasión que le impulsaba el día, a otro día, a otro
mes, para seguir viviendo otro año y otro año más. Si no fuera por el
ansia del vuelo habría muerto de tristeza desde hace mucho tiempo, como
tú me comentaste el otro día.
Don Chico subía, tú lo viste muchas veces, el cerro más alto para
contemplar las distantes montañas azules y perdidas entre el vaho que
viene de la selva. Allí, sentado en la piedra donde escribió su nombre, tú
escuchaste muchas veces a don Chico:
–La tierra desde el aire está al alcance de la mano. Los caminos son
más fáciles al vuelo. Qué cerca están los mercados y las plazas a ojo de
pájaro. Los valles y los ríos y las cañadas y cañones, los campos sembra-
dos, los ganados en potreros lejanos, las ciudades nuevas y las viejas cons-
trucciones perdidas en la selva y al fondo del mar.
Don Chico inventaba una prodigiosa geografía expuesta a los ojos en
vuelo, ávidos ojos tratando de reconocer ranchos y rancherías, vados y
ríos, caminos, pueblos, lagos y montañas vistas desde arriba, desde el
sueño, desde el aire de un sueño.
Don Chico regresa al pueblo, con la boca seca, abrasada por la
fiebre de la aventura que le espesa la lengua, le ves llegar a la plaza,
tomar de la fuente agua con las manos, enjuagarse, refrescarse la
cara y declarar muy serio:
–Señoras y señores: voy a volar...
Recordarás cómo todos subimos y bajamos la cabeza para decirle
que sí, que cómo no, que claro don Chico que vuela, y por dentro sentir
la risa alborotando el pecho y la barriga, y tú aguantándote.
Don Chico entró a su casa, tomó una gallina, la pesó minuciosamente,
anotó la lectura de la báscula, le midió la distancia que va de punta a
punta de las alas, anotó eso también y la regresó al corral.
Inventó un complicado cálculo para conocer la secreta relación entre
el peso del animal y el tamaño de las alas que permite vencer la gravedad
y levantar el vuelo.
64
Don Chico dudó un instante si era adecuado tomar una gallina para
tal experimento. Una paloma de vuelo largo habría sido mejor. Pero en
su corral no había palomas.
Habiendo encontrado la fórmula que explica la relación entre el peso
de la gallina y el tamaño de sus alas, se pesó él mismo, anotó la lectura y,
aplicando la fórmula descubierta, calculó el tamaño de las alas que ha-
bría de construirse para poder volar, apuntó la cifra en su libreta, se
frotó las manos y se fue al parque.
El problema era ahora el diseño de las alas. Pensó que el mejor mate-
rial era el carrizo, ligero y fuerte. Se detuvo un momento para dibujar
con un palito sobre la tierra el esquema de su estructura. Satisfecho, lo
borró con el pie izquierdo y grabado en la memoria lo llevó a su casa.
Para recubrir la estructura nada mejor que el tejido del petate, la dúc-
til alfombra de palma.
Una vez que hubo construido las alas, descubrió molesto que eran
pesadas para sus fuerzas. Recordó la relación entre las alas y el peso de la
gallina y no se atrevió a modificarla.
Se suscribió a una revista sueca donde aparecían lecciones de gimna-
sia y dedicó algunos años a esta dura disciplina. Satisfecho sintió cómo
aumentaban sus bíceps, crecían sus tríceps, se endurecían sus músculos
abdominales, se marcaban nítidamente los dorsales y una potencia sentía
nacer don Chico desde el centro de su cuerpo.
En el año sexto de su experimento movía con destreza las alas. Con
sus brazos aleteaba movimientos llenos de gracia, en un simulacro de
vuelo, no de gallina torpe sino de agilísima paloma.
En el pueblo había un orgullo compartido. Don Chico prometió vo-
lar antes de las fiestas patrias y se le invitaba a los patios a simular el
arte complejo del vuelo. Acudía siempre hasta que descubrió que ta-
les convivios no eran nacidos de la admiración de su técnica sino del
interés de producir ventarrones en el patio que barrieran de hojas y
basura todo el piso.
65
Unos días antes de las fiestas patrias alguien levantó la cabeza. No
se sabe si fue Ramón o Martín o Jesús el primero que lo vio. Lo que sí se
sabe es que al instante todo el pueblo levantó la cabeza y vimos a don
Chico arriba del campanario con las alas puestas, iniciando cauteloso el
aleteo que habría de conducirlo a la gloria. Detenía el movimiento, se
mojaba con saliva el dedo y comprobaba la dirección del viento, abría
de par en par las alas y descansaba la cabeza sobre el hombro, semejan-
te a nuestro viejo escudo nacional. De pronto reinició el aleteo, arresortó
la pierna derecha contra el muro del campanario para tomar impulso,
apuntó la pierna izquierda hacia El Porvenir, que tal era el nombre de
la cantina que está enfrente de la iglesia, y se dispuso a iniciar la epope-
ya. Alguien le preguntó tocándole la punta del ala izquierda:
–¿Va usted a volar, don Chico?
–Seguro –respondió.
–Y... ¿llegará lejos, don Chico?
–Lejísimo.
–¿Y de altura, don Chico?
–Altísimo.
–¿Al cielo llegará, don Chico?
–Al cielo mismo.
La cara de aquel que preguntaba se iluminó:
–Por vida suya, Don Chico, llévele al cielo este queso a mi mamá que
se murió con el antojo.
Don Chico aceptó con ligereza el queso, buscando deshacerse del im-
pertinente sin considerar el error que había cometido. No se sabe si fue
Ramón o Martín o Jesús, el primero que hizo el encargo al otro mundo.
Lo que sí se sabe es que al instante todo el pueblo subió al campanario y
don Chico siguió aceptando quesos y chorizos, dulces y aguardiente, tos-
tadas y jamones para llevar al cielo.
Cuando don Chico resorteó la pierna derecha, siguiendo la dirección
a El Porvenir, abrió el espectáculo grandioso de sus alas. El pueblo
66
escuchó el estruendo de carrizos rompiéndose y petates rasgándose en
el aire y quesos rodando por la calle.
Cuando el silencio volvió, alguien dijo:
–Lo mató el sobrepeso. Si no fuera por los encarguitos, don
Chico vuela.
Cuento de horror
Marco Denevi
67
automóvil. O te haré rodar por la escalera, aprovecharé cuando estés
dormido para aplastarte el cráneo con un candelabro de plata, conectaré a
la bañera un cable de electricidad. Ya veremos.
El señor Smithson comprendió que su mujer no bromeaba. Perdió el
sueño y el apetito. Enfermó del corazón, del sistema nervioso y de la cabe-
za. Seis meses después falleció. Euphemia Smithson, que era una mujer
piadosa, le agradeció a Dios haberla librado de ser una asesina.
Pájaros Prohibidos
Eduardo Galeano
68
El domingo siguiente, Milay le trae un dibujo de árboles. Los árboles
no están prohibidos, y el dibujo pasa. Didaskó le elogia la obra y le pre-
gunta por los circulitos de colores que aparecen en la copa de los árbo-
les, muchos pequeños círculos entre las ramas:
–¿Son naranjas? ¿Qué frutas son?
La niña lo hace callar:
–Ssshhhh.
Y en secreto le explica:
–Bobo. ¿No ves que son ojos? Los ojos de los pájaros que te traje a escondidas.
Volver
Idea Vilariño
69
mis cortinas caducas
comer en la mesita de bronce
oír mi radio
dormir entre mis sábanas.
Quisiera estar dormida entre la tierra
no dormida
estar muerta y sin palabras
no estar muerta
no estar
eso quisiera
más que llegar a casa.
Más que llegar a casa
y ver mi lámpara
y mi cama y mi silla y mi ropero
con olor a mi ropa
y dormir bajo el peso conocido
de mis viejas frazadas.
Más que llegar a casa un día de éstos
y dormir en mi cama.
Idea Vilariño
Vilariño, poeta, crítica de literatura, compositora de canciones, traducto-
ra y educadora, nació en Montevideo en 1920 y antes de haber cumplido los treinta
años ya era conocida a ambos lados del Río de la Plata por su talento. Durante la
última mitad del siglo XX, críticos y profesores de todo el mundo de habla hispana,
así como traductores de varios países, difundieron su poesía, que atrae cada día más
lectores. En Montevideo su popularidad ha logrado que los artesanos copien sus
versos en señaladores de libros, tapices y tarjetas. Este poema fue tomado de Noctur-
nos (Arca, Uruguay, 1986).
70
Escalofriante
Thomas Bailey Aldrich
U na mujer está sentada sola en una casa. Sabe que no hay nadie más
en el mundo: todos los otros seres han muerto. Golpean la puerta.
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De todas las casas salen
soplos de sombra y de selva.
El primer beso
Clarice Lispector
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–Está bien, te creo que soy tu primera novia, me pone contenta. Pero
dime la verdad: ¿nunca antes habías besado a una mujer?
–Sí, ya había besado a una mujer.
–¿Quién era? –preguntó ella dolorida.
Toscamente él intentó contárselo, pero no sabía cómo.
El autobús de excursión subía lentamente por la sierra. ÉI, uno de los
muchachos en medio de la muchachada bulliciosa, dejaba que la brisa
fresca le diese en la cara y se le hundiera en el pelo con dedos largos, finos
y sin peso como los de una madre. Qué bueno era quedarse a veces quie-
to, sin pensar casi, sólo sintiendo. Concentrarse en sentir era difícil en
medio de la barahúnda de los compañeros.
Y hasta la sed había empezado: jugar con el grupo, hablar a voz en
cuello, más fuerte que el ruido del motor, reír, gritar, pensar, sentir...
¡Caray! Cómo se secaba la garganta.
Y ni sombra del agua. La cuestión era juntar saliva, y eso fue lo que
hizo. Después de juntarla en la boca ardiente la tragaba despacio, y luego
una vez más, y otra. Era tibia, sin embargo, la saliva, y no quitaba la
sed. Una sed enorme, más grande que él mismo, que ahora le invadía
todo el cuerpo.
La brisa fina, antes tan buena, al sol del mediodía se había tornado
ahora árida y caliente, y al entrarle por la nariz le secaba todavía más la
poca saliva que había juntado pacientemente.
¿Y si tapase la nariz y respirase un poco menos de aquel viento del
desierto? Probó un momento, pero se ahogaba en seguida. La cuestión
era esperar, esperar. Tal vez minutos apenas, tal vez horas, mientras que
la sed que tenía era de años.
No sabía cómo ni por qué, pero ahora se sentía más cerca del agua, la
presentía más próxima y los ojos se le iban más allá de la ventana recorrien-
do la carretera, penetrando entre los arbustos, explorando, olfateando.
El instinto animal que lo habitaba no se había equivocado: tras una
inesperada curva de la carretera, entre arbustos, estaba... la fuente de
donde brotaba un hilillo del agua soñada.
73
El autobús se detuvo, todos tenían sed, pero él consiguió llegar pri-
mero a la fuente de piedra, antes que nadie.
Cerrando los ojos entreabrió los labios y ferozmente los acercó al
orificio de donde chorreaba el agua. El primer sorbo fresco bajó, desli-
zándose por el pecho hasta el estómago.
Era la vida que volvía, y con ella se encharcó todo el interior arenoso
hasta saciarse. Ahora podía abrir los ojos.
Los abrió, y muy cerca de su cara vio dos ojos de estatua que lo mira-
ban fijamente, y vio que era la estatua de una mujer, y que era de la boca
de la mujer de donde salía el agua.
Se acordó de que al primer sorbo había sentido realmente un contac-
to gélido en los labios, más frío que el agua.
Y entonces supo que había acercado la boca a la boca de la mujer de
la estatua de piedra. La vida había chorreado de aquella boca, de una
boca hacia otra.
Intuitivamente, confuso en su inocencia, se sintió intrigado: pero si no
es de la mujer de quien sale el líquido vivificante, el líquido germinador
de la vida... Miró la estatua desnuda.
La había besado.
Lo invadió un temblor que desde fuera no se veía y que, empezando
muy adentro, se apoderó de todo el cuerpo y convirtió el rostro en
brasa viva.
Dio un paso hacia atrás o hacia delante, ya no sabía qué estaba hacien-
do. Perturbado, atónito, se dio cuenta de que una parte de su cuerpo,
antes siempre serena, estaba ahora en una tensión agresiva, y eso no le
había ocurrido nunca.
Dulcemente agresivo, se hallaba de pie, solo en medio de los demás con
el corazón latiendo pausada, profundamente, sintiendo cómo se transfor-
maba el mundo. La vida era totalmente nueva, era otra, descubierta en un
sobresalto. Estaba perplejo, en un equilibrio frágil.
74
Hasta que, surgiendo de lo más hondo del ser, de una fuente oculta en
él chorreó la verdad. Que en seguida lo llenó de miedo y también de un
orgullo que no había sentido nunca.
Se había...
Se había hecho hombre.
Clarice Lispector (1920-1977) nació en Ucrania pero, desde muy niña, vivió
en Brasil hasta su muerte. A los diecisiete años escribió su primera novela: Cerca del
Corazón Salvaje. Con una voz personal e íntima, alguna vez dijo que para ella
“escribir es una piedra lanzada a lo hondo de un pozo”. Otros libros de esta
escritora son Lazos de familia y La hora de la estrella. Este texto fue tomado
de 17 Narradoras Latinoamericanas, CERLAC/UNESCO, Bogotá, 1996.Tra-
ducción de Marcelo Cohen.
Armadura
Liu Siang
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incalculable fortuna; sin embargo le gusta vestir a los hombres de arma-
duras. Esto no lo puedo comprender. ¿Tal vez Su Alteza busca la fama?
Pero la armadura se usa en la guerra, cuando a los hombres se les corta la
cabeza y se acribilla sus cuerpos; se arrasa sus ciudades y se tortura a sus
padres y a sus hijos; lo cual nada tiene de glorioso. ¿O tal vez va Su Alteza
en busca de ganancias? Pero si trata de dañar a otros, otros tratarán de
dañarle, y si Su Alteza pone en peligro sus vidas, harán peligrar la suya.
Así no conquistará sino tribulaciones para sus propios hombres. Si yo
fuera Su Alteza, no haría la guerra, ni por lo uno ni por lo otro.
El príncipe de Ching no pudo replicar.
Gatidad
José Emilio Pacheco
No es de Angora, no es persa
ni de ninguna marca prestigiosa.
Más bien exhibe en su gastada pelambre
toda clase de cruces y bastardías.
76
Pero tiene conciencia de ser gata.
Por tanto
pasa revista a los presentes,
nos echa en cara un juicio desdeñoso
y se larga.
Altivez, gatidad,
ni el menor deseo
de congraciarse con nadie.
77
Susannah
Katherine Mansfield
78
–Hay caballitos de madera para los más chicos –dijo Susannah, im-
perturbable–. Lo sé, porque Irene Heywood anduvo sobre uno y al ba-
jarse se cayó.
–Mayor razón aún para que no te subas –dijo mamá.
Pero Susannah la miró como si caerse no le causara el menor espanto.
Al contrario.
Acerca de la feria, sin embargo, Sylvia y Phyllis sabían tan poco como
Susannah. Era la primera que llegaba a esa ciudad. Una mañana, mientras
Miss Wade, la criada, las llevaba apurada a lo de los Heywood, cuya
institutriz compartían, habían visto carromatos cargados de grandes y
largas planchas de madera, bolsas, algo que parecían puertas con marco
y todo, y astas blancas, pasando por el ancho portón del Campo de Jue-
gos. Y a la hora en que eran llevadas a los apurones a casa a comer, los
comienzos de una cerca alta y fina se levantaban bordeando por dentro
el alambrado, punteado por astas de bandera. Desde adentro llegaba un
tremendo ruido de martillazos, gritos, golpes metálicos; una pequeña
locomotora, bien escondida, hacía chuf-chuf-chuf ¡Chuf! Y redondas y la-
nudas esferas de humo eran arrojadas por sobre la cerca.
Primero fue el día después de pasado mañana, después simplemente
pasado mañana, después mañana, y por fin, el día en sí. Cuando Susannah
despertó por la mañana, un pequeño punto dorado de luz la miraba des-
de la pared; parecía como si hubiese estado en aquel lugar desde hacía
mucho tiempo, esperando para recordarle: “Es hoy... irás hoy... esta tar-
de. ¡Aquí está!”.
Segunda versión
Esa tarde se les dio permiso para recortar jarras y palanganas del
catálogo de la tienda, y a la hora del té, tomaron té de verdad en las
tacitas de muñeca puestas en la mesa. Era muy divertido, sólo que la
tetera de juguete no servía el té, aun después de hurgarla con un alfiler y
de soplar por el pico.
79
Pero a la tarde siguiente, que era sábado, papá volvió a casa con muy
buen ánimo. La puerta de entrada se cerró con tanta fuerza que toda la casa
tembló mientras llamaba a los gritos a mamá desde la salita.
–¡Oh, qué bueno eres, querido! –exclamó mamá–, pero también, qué
innecesario. Claro que les encantará. ¡Pero haber gastado tanto dinero!
¡No tendrías que haberlo hecho, papito! Ya lo habían olvidado por com-
pleto. ¡Y qué es esto! ¿Además media corona? –dijo mamá–. ¡No! Dos
chelines –se corrigió rápidamente–, para gastarlos? ¡Niñas! ¡Niñas! ¡Ba-
jen enseguida!
Bajaron, Phyllis y Sylvia primero, Susannah algo más atrás.
–¿Saben lo que ha hecho papá? –y mamá levantó la mano. ¿Qué tenía
allí? Tres entradas de color cereza y una verde–. Les compró entradas. Van
a ir al circo, esta misma tarde, las tres, con Miss Wade. ¿Qué dicen a eso?
–¡Lindísimo, mamá! ¡Lindísimo! –gritaron Phyllis y Sylvia.
–¿No es cierto? –dijo mamá–. Corran arriba y díganle a Miss Wade
que las prepare. No se entretengan. ¡Arriba, vamos! Las tres.
Phyllis y Sylvia salieron volando, pero Susannah permaneció al pie de
la escalera, con la cabeza gacha.
–Vamos –dijo mamá. Y papá dijo severo:
–¿Qué diablos le pasa a esta chica?
La cara de Susannah tembló: –No quiero ir –dijo en un murmullo.
–¡Qué! ¡No quiere ir al circo! Después que papá... ¡Niña maleducada y
desagradecida! O vas al circo, Susannah, o te vas a la cama enseguida.
La cabeza de Susannah se inclinó más aún. Todo su cuerpito se inclinó
hacia delante. Parecía como si fuera a hacer una reverencia, una reverencia
hasta el piso, ante su padre bueno y generoso, y pedirle que la perdonara...
80
Bahía, Felicidad. Susannah fue tomado de un libro que selecciona los principales
cuentos de esta autora: El nido de palomas (CEAL, Narradores de Hoy, Buenos Aires,
1973. Versión española de Amalia Castro y Alberto Manguel).
H abía una vez una rana que quería ser una rana auténtica, y to
dos los días se esforzaba en ello.
Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente bus-
cando su ansiada autenticidad. Unas veces parecía encontrarla y otras no,
según el humor de ese día o de la hora, hasta que se cansó de esto y
guardó el espejo en un baúl.
Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba
en la opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse
(cuando no le quedaba otro recurso) para saber si los demás la aproba-
ban y reconocían que era una rana auténtica.
Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, espe-
cialmente sus piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas y a saltar
para tener unas ancas cada vez mejores, y sentía que todos la aplaudían.
Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier
cosa para lograr que la consideraran una rana auténtica, se dejaba
arrancar las ancas, y los otros se las comían, y ella todavía alcanzaba a
oír con amargura cuando decían que qué buena rana, que parecía pollo.
81
Monterroso nació en Honduras (1921–2003), pero siempre se consideró
guatemalteco –era la nacionalidad de su familia paterna– y vivió en México des-
de su exilio en 1944. Reconocido como el autor del cuento más corto del mundo
(que dice así: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.”) su obra se
caracteriza por la brevedad, el sentido del humor y una notable rapidez expresiva
para la crítica cultural, histórica y social. Algunos de sus libros: Obras completas
(y otros cuentos) y La oveja negra y de demás fábulas.
La Soga
Silvina Ocampo
82
luego, poco a poco, obedientemente. Con tanta maestría Antoñito lanza-
ba la soga y le daba aquel movimiento de serpiente maligna y retorcida,
que los dos hubieran podido trabajar en un circo. Nadie le decía: “Toñito,
no juegues con la soga”.
La soga aparecía tranquila cuando dormía sobre la mesa o en el
suelo. Nadie la hubiera creído capaz de ahorcar a nadie. Con el tiem-
po se volvió más flexible y oscura, casi verde y, por último, un poco
viscosa y desagradable, en mi opinión. El gato no se le acercaba y a
veces, por las mañanas, entre sus nudos, se demoraban sapos extasiados.
Habitualmente, Toñito la acariciaba antes de echarla al aire; como los
discóbolos o lanzadores de jabalinas, ya no necesitaba prestar aten-
ción a sus movimientos: sola, se hubiera dicho, la soga saltaba de sus
manos para lanzarse hacia adelante, para retorcerse mejor.
Si alguien le pedía:
–Toñito, prestame la soga.
El muchacho invariablemente contestaba:
–No.
A la soga ya le había salido una lengüita, en el sitio de la cabeza, que
era algo aplastada, con barba; su cola, deshilachada, parecía de dragón.
Toñito quiso ahorcar un gato con la soga. La soga se rehusó. Era buena.
¿Una soga, de qué se alimenta? ¡Hay tantas en el mundo! En los bar-
cos, en las casas, en las tiendas, en los museos, en todas partes... Toñito
decidió que era herbívora; le dio pasto y le dio agua.
La bautizó con el nombre de Prímula. Cuando lanzaba la soga,
a cada movimiento, decía: “Prímula, vamos. Prímula”. Y Prímula
obedecía.
Toñito tomó la costumbre de dormir con Prímula en la cama, con la
precaución de colocarle la cabecita sobre la almohada y la cola bien aba-
jo, entre las cobijas.
Una tarde de diciembre, el sol, como una bola de fuego, brillaba en el
horizonte, de modo que todo el mundo lo miraba comparándolo con la
luna, hasta el mismo Toñito, cuando lanzaba la soga. Aquella vez la soga
83
volvió hacia atrás con la energía de siempre y Toñito no retrocedió. La ca-
beza de Prímula le golpeó en el pecho y le clavó la lengua a través de la blusa.
Así murió Toñito. Yo lo vi, tendido, con los ojos abiertos.
La soga, con el flequillo despeinado, enroscada junto a él, lo velaba.
Por qué
Elvio Romero
84
Por qué no habremos de pisar nosotros
lo que jamás pisamos; por ejemplo, un sendero
con olorosos racimos,
con una hoguera que allí se encienda,
con grandes lluvias que nunca vimos.
Por qué no habremos de sonar nosotros
con un eco que suene; por ejemplo, un murmullo
que tiemble en el sonido,
el que responda a las preguntas
que junto al fuego recogimos.
85
Cansado de escribir
sobre pájaros
Juan Carlos Moisés
y no me animé
bajé el caño del revólver.
86
El elefante
Idries Shah
Idries Shah nació en Simla, India, en 1924. Murió en 1996. Hijo de madre
escocesa, buena parte de su vida transcurrió en Inglaterra. Dicen que su ascenden-
cia se remonta a Mahoma. Maestro espiritual, fue el introductor en Occidente del
sufismo (una lectura mística del Islam que acepta la influencia de otras tenden-
cias). Es autor de gran cantidad de libros, que se venden por millares en todo el
mundo. Por desechar cuestiones que otros pensadores consideran fundamentales,
los sufis suelen llamarse a sí mismos “los idiotas”. El elefante es un cuento tomado
de Sabiduría de los idiotas (Colección Claridad, México, 1976. Traducción: Insti-
tuto de Difusión Filosófica e Investigación, A.C.).
87
La chica del kiosco
Elsa Stefánsdóttir
P asó una cosa rara una vez en un pueblito que quedaba en una de las
regiones más lejanas de Islandia. Fue a principios de siglo cuando no
había teléfonos ni radio ni televisión, cuando no había nada que salvara a
los que vivían en esos pueblos de la pesada tristeza que va devorando el
alma. Era el momento más sombrío del año, cuando nunca se ve el sol y la
semioscuridad llena todos los recovecos de la vida. Todo parece dejar de
respirar, helado e inmóvil, hasta que de pronto cae la lluvia y la cara del
Ártico se convierte en un revoltijo de humedad, mugre, oscuridad y deses-
peranza. Entonces empieza a nevar y en derredor las empinadas laderas de
los montes son el interior blanco de un gigantesco ataúd. El mundo se con-
gela otra vez, vuelve a llover, nieva; parece que nunca se van a terminar esas
malditas desdichas.
Es el momento del año en el que muchas de las gentes que viven en
esos pueblitos dejan de hablar. Cuando se encuentran en las calles, miran
hacia delante o hacia abajo en impenetrable silencio, los dientes apreta-
dos. Otros se quedan días enteros en la cama, las cabezas tapadas con las
cobijas. Es tiempo de odio, de venganza, violación y locura. También es
tiempo de fantasmas.
En ese pueblo vivía una chica. Era la empleada del único kiosco del
pueblo. Si bien los que vivían allí se arrastraban tarde o temprano hasta el
kiosco aunque más no fuera para tratar de mantener el latido de la poca
vida que les iba quedando, la chica estaba sola la mayor parte del tiempo.
Y se sentía, en esos meses más oscuros del año, tan llena de tristeza como
cualquier otro.
Uno de esos días en los que estaba sola, comiéndose las uñas como
siempre, totalmente embobada, sucedió algo espantoso: un fantasma
88
entró al kiosco. Era un fantasma que había andado por toda la costa ma-
tando literalmente de miedo a la gente con algunas cochinas tretas. Pero
como este pueblo estaba tan aislado, nadie había oído todavía nada de
sus roñosas hazañas.
El fantasma se acercó a la chica llevando su cabeza bajo el brazo y le
preguntó:
–¿Tiene hilo de coser?
–¿Qué clase de hilo? –preguntó la chica mirando la cabeza bajo el
brazo sin pestañear siquiera.
–Tengo que coserme la cabeza al cuello –dijo el fantasma, y bajo el
brazo la cabeza le hacía horribles muecas burlonas a la chica.
–¿Qué prefiere? –dijo ella–. ¿Hilo blanco o hilo negro?
El fantasma se quedó alelado. Había andado matando a la gente por
la costa sólo con jugarle esa mala pasada: se morían nomás, de un ataque
al corazón. Pero ahora, aturdido y sin saber qué hacer, solamente atinó a
agarrar la cabeza y sacudirla frente a la chica.
La chica se sacó la cabeza.
El fantasma nunca había visto a una persona que pudiera sacarse su
propia cabeza como hacen los fantasmas, así que se puso pálido de mie-
do y sintió que un escalofrío le corría por la descabezada espina dorsal.
Dejó caer la cabeza al suelo, salió corriendo del kiosco y nunca más se lo
volvió a ver.
La chica se puso su cabeza, levantó la cabeza del fantasma, le envolvió
en papel marrón y la tiró en el montón de basura detrás del kiosco. Vol-
vió al mostrador y empezó de nuevo embobada a comerse las uñas. No
le contó a nadie lo que había pasado.
Siguió trabajando en el kiosco hasta que se casó con un tipo cualquie-
ra que le daba tremendas palizas durante esa época tan oscura del año.
Hasta que un día ella perdió la paciencia y se sacó la cabeza frente a
él. El tipo no le volvió a pegar nunca más y vivieron felices el resto de
sus vidas.
89
La autora nació y vive en Islandia, en donde trabaja haciendo exposiciones de
sus obras (es también escultora) y escribiendo libros de cuentos. Está casada con
otro escritor, que es dramaturgo. Y es casi todo lo que se sabe de ella. El que aquí se
reproduce es uno de los pocos cuentos que ella escribió en inglés, idioma del que lo
tradujo Angélica Gorodischer. Ninguna otra de sus obras ha sido publicada en cas-
tellano. Este cuento apareció en la revista Puro Cuento en el número de marzo-
abril de 1991.
La semilla milagrosa
León Tolstoi
90
–No podemos darte una contestación. Nuestros libros no dicen nada
acerca de esto. Es preciso preguntar a los mujiks; tal vez alguno de los
viejos haya oído decir cuándo y dónde se ha sembrado ese grano.
El zar ordenó que le trajeran al campesino más viejo. Llevaron a su
presencia a un hombre viejísimo y desdentado que apenas podía caminar
con dos muletas.
El zar le enseñó el grano pero el viejo casi no veía. A duras penas
pudo examinarlo forzando la vista y palpando con las manos.
–¿Sabes por casualidad, abuelito, dónde ha brotado este grano? –pre-
guntó el zar– ¿Has sembrado granos de esta clase o los has comprado en
alguna parte?
El viejo era sordo y a duras penas entendió las palabras del zar.
–No: nunca he sembrado granos así en mis campos; no los he cose-
chado ni los he comprado. Cuando he comprado grano siempre era muy
menudo. Es preciso preguntar a mi padre, tal vez sepa dónde ha brotado
ese grano –respondió.
El zar ordenó que le trajeran al padre del viejo. Fueron a buscarlo y lo
llevaron al palacio. Era un hombre viejo pero venía con una sola muleta.
El zar le enseñó el grano. El anciano veía bastante bien y pudo examinarlo.
–¿Sabes dónde ha brotado este grano, abuelito? ¿Lo has sembrado en
tus campos o lo has comprado en alguna parte?
Aunque el aciano era duro de oído, oía mejor que su hijo.
–No, no he sembrado granos así en mis campos ni los he cosecha-
do nunca. Tampoco los he comprado porque en mis tiempos no te-
níamos esa costumbre. Todos comían su propio pan, y en caso de
necesidad se lo repartían unos con otros. No sé dónde ha brotado
este grano. Aun cuando en mis tiempos el grano era más grande que
el de ahora, jamás vi uno como éste. He oído decir a mi padre que en
sus tiempos las cosechas eran mejores que las actuales y que el grano
era más grande. Será preciso preguntárselo a él.
El zar envió en busca del anciano. Lo encontraron y lo llevaron a su
presencia. Venía sin muletas y andaba ligero. Tenía los ojos radiantes, oía
91
bien y hablaba con claridad. El zar le enseñó el grano. Después de mirar-
lo por todos lados, el anciano dijo:
–Hace mucho que no he visto un grano de los antiguos –mordió el
grano tras de masticarlo, añadió–: pero es idéntico, no cabe duda.
–Dime abuelito, cuándo y dónde ha brotado este grano. ¿Has sembrado
tú granos semejantes en tus campos o los has comprado alguna vez?
–En mis tiempos estos granos crecían por doquier. Toda la vida me
he alimentado y he dado de comer a mis gentes pan hecho con granos de
esta clase.
–Dime, abuelito, ¿los comprabas o los sembrabas tú mismo en tus
campos?
–En mis tiempos a nadie se le hubiera ocurrido cometer semejante pe-
cado. Nadie vendía ni compraba; ni siquiera se conocía el dinero. Cada
cual tenía todo el pan que deseaba –replicó el anciano sonriendo.
–Dime entonces, abuelito, dónde sembrabas este grano y dónde esta-
ban tus campos.
–Mis campos estaban en cualquier sitio de la tierra de Dios. Cualquier
lugar que labrase era mío. La tierra era libre, nadie la consideraba como
una propiedad. Lo único que llamábamos “nuestro” era el trabajo.
–Quisiera que me dijeras aun por qué ese grano nacía en otro tiempo
y hoy día no nace y por qué tu nieto ha venido con dos muletas, tu hijo
con una sola y tú sin ninguna. ¿Por qué andas ligero, por qué tienes los
ojos radiantes, fuertes los dientes y tus palabras son claras y afables? Dime,
abuelito, el motivo de estas cosas.
–Estas cosas suceden porque los hombres han dejado de vivir su pro-
pio trabajo y codician el ajeno. Antiguamente no se vivía así sino según
las leyes de Dios; cada cual era dueño de lo suyo y no ambicionaba lo de
los demás.
92
León TTolstoi
olstoi (Conde Leo Nikolaievich Tolstoi), 1828-1910, fue uno de los más
grandes escritores rusos de todos los tiempos. Al morir, en una humilde estación de
ferrocarril, huyendo de su familia y acompañado de su amada hija Alejandra, pla-
neaba una retirada vida de campesino. Pero dejaba tras él una obra monumental:
La guerra y la paz, Ana Karenina, La muerte de Ivan Illitch, Resurrección, La
sonata a Kreutzer, Amo y criado, Los cosacos, el Poder de las tinieblas, etc.
93
Mientras yo hablaba, se había desabrochado el sobretodo. La mano
derecha estaba en el bolsillo del saco. Algo me señalaba y yo sentí que era
un revólver.
Me dijo entonces con voz firme:
–Para entrar a su casa, he recurrido a la compasión. Lo tengo ahora a
mi merced y no soy misericordioso.
Ensayé unas palabras. No soy un hombre fuerte y sólo las palabras
podían salvarme. Atiné a decir:
–Es verdad que hace tiempo maltraté a un niño, pero usted ya no es
aquel niño ni yo aquel insensato. Además, la venganza no es menos vani-
dosa y ridícula que el perdón.
–Precisamente porque ya no soy aquel niño –me replicó– tengo que
matarlo. No se trata de una venganza sino de un acto de justicia. Sus
argumentos, Borges, son meras estratagemas de su terror para que no lo
mate. Usted ya no puede hacer nada.
–Puedo hacer una cosa –le contesté.
–¿Cuál? –me preguntó.
–Despertarme.
Y así lo hice.
94
La casa encantada
Virginia Woolf
S ea cual fuere la hora a la que uno se despertaría, había una puerta que
se cerraba. Iban de habitación en habitación, tomados de la mano,
levantando aquí, abriendo allá, examinando todo. Era una pareja de fan-
tasmas. “Lo dejé allí”, decía ella. Y él agregaba:
“Pero también aquí”. “Es arriba”, murmuraba ella. “Y en el jardín”,
susurraba él. “Con cuidado”, decían; “podemos despertarlos”.
Pero no nos despertaban. De ningún modo. Uno podía decir: “Lo es-
tán buscando: están levantando la cortina”, y seguía leyendo una página o
dos. Con el lápiz apoyado en el margen, se tenía la certeza: “Lo encontra-
ron”. Y después, cansado de leer, uno podía levantarse y echar una mirada
por sí mismo, con la casa absolutamente desierta, a las puertas que perma-
necían abiertas: sólo se escuchaba el arrullo gozoso de las torcazas y el
rumor de la trilladora en la granja. “¿Para qué vine aquí? ¿Qué esperaba
encontrar?”. Mis manos permanecían vacías. “Entonces, tal vez sea arri-
ba”. En el desván estaban las manzanas. Uno de nuevo bajaba; el jardín
seguía quieto como siempre; sólo el libro se había deslizado sobre la hierba.
Pero en la sala, habían encontrado lo que buscaban. No era cuestión
de que uno pudiera verlos. Los ventanales reflejaban manzanas, refleja-
ban rosas; en el cristal todas las hojas eran verdes. Si ellos se movían en la
sala, apenas se percibía que la manzana estaba exhibiendo su lado amari-
llo. Sin embargo, un momento después, si se abría la puerta, derramado
por el piso, colgado en las paredes, pendiendo del cielorraso... ¿qué?
Mis manos permanecían vacías. La sombra de un zorzal atravesaba el
tapiz; desde los profundos manantiales del silencio, la torcaza emitía
su sonido arrullador.
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“A salvo, a salvo, a salvo”, repetía suavemente el pulso de la casa. “El
tesoro escondido; la habitación...”. El pulso se detenía abruptamente.
¡Oh!, ¿era ése el tesoro escondido?
Un momento más tarde la luz había desaparecido. Entonces, ¿en el
jardín? Pero los árboles hacían más cerrada la oscuridad, para dar paso a
un errático rayo de sol. Tan precioso, tan extraño; con frescura sumergi-
do bajo la superficie, el rayo que yo perseguía continuaba brillando tras
el ventanal. El ventanal era muerte; muerte que se interponía entre noso-
tros; cientos de años atrás, se dirigió primero a la mujer, abandonando la
casa, clausurando las ventanas; las habitaciones se oscurecían. Él aban-
donó el lugar, la abandonó a ella; marchó al norte, marchó al este, vio el
otro lado de las estrellas en el cielo meridional. “A salvo, a salvo, a sal-
vo”, repetía con alegría el pulso de la casa. “Tuyo es el tesoro”.
El viento ruge en la avenida. Los árboles se alzan e inclinan para aquí
y para allá. Los rayos de luna salpican y se derraman en desorden, bajo la
lluvia. Pero la luz de la lámpara es rechazada en la ventana. La candela arde
tiesa e inmóvil. La pareja de fantasmas busca su regocijo, deambulando por
la casa, abriendo ventanas, susurrando para no despertarnos.
“Aquí dormíamos”, dice ella. Y él agrega: “innumerables besos”. “Al
despertar en la mañana...” “El tinte plateado entre los árboles...” “Con la
nieve invernal...”
Las puertas se iban cerrando con ruido apagado, como el latido de un
corazón.
Se aproximaron; se detuvieron en la entrada. Cesó el viento; la lluvia
deslizaba plata a lo largo del ventanal. Nuestros ojos se nublaron; no
escuchamos pasos junto a nosotros; no vimos a una dama que desplega-
ba su capa fantasmal. Las manos de él protegieron la linterna. “Mira”, dijo
quedamente; “dormimos por completo”. “El amor sobre sus labios”.
Deteniéndose, levantando su lámpara plateada sobre nosotros, nos
observaron con detenimiento y profundidad. Permanecieron largo rato.
El viento se introducía con violencia; la llama apenas vaciló. Salvajes
rayos de luna atravesaron el piso y el muro, y al encontrarse colorearon
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los rostros inclinados, los rostros atentos, los rostros que buscaban a
los durmientes y trataban de penetrar en su gozo escondido.
“A salvo, a salvo, a salvo”, palpitó el corazón de la casa con orgullo.
“Hace tantos años...”, suspiró él; “de nuevo me han hallado”. “Aquí”,
murmuró ella; durmiendo, leyendo en el jardín, riendo, transportando
manzanas al desván; aquí dejamos nuestro tesoro...”. Inclinada, su luz me
hizo levantar los párpados. ¡A salvo! ¡A salvo! ¡A salvo!, replicó el pulso
de la casa furiosamente. Despertando, grité: “¡Oh!, ¿es ése vuestro teso-
ro enterrado? La luz que permanece en el corazón”.
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Ningún invitado deberá sentarse sobre la mesa ni de espaldas a ella, ni
en la falda de ningún otro invitado.
No deberá colocar su pierna sobre la mesa.
Tampoco deberá sentarse debajo de la mesa.
No deberá colocar su cabeza en el plato para comer.
No deberá tomar comida del plato de su vecino sin antes pedirle
permiso.
No deberá colocar trozos a medio masticar de su propia comida en
el plato de su vecino sin preguntarle primero.
No deberá limpiar su cuchillo en la ropa de su vecino.
No utilizará su cuchillo para tallar sobre la mesa.
No limpiará su armadura sobre la mesa.
No tomará la comida de la mesa y la pondrá en su bolso o en su bota
para comerla más tarde.
No deberá dar mordiscos a la fruta y colocarla luego de mordida
en la fuente.
No deberá escupir frente a él.
Ni aun a su lado.
No deberá pellizcar ni abofetear a su vecino.
No deberá hacer ruidos con la nariz ni dar codazos.
No deberá girar los ojos ni hacer caras feas.
No deberá ponerse el dedo en la nariz o en el oído mientras conversa.
No deberá hacer modelos, encender fuego, ni practicar nudos so-
bre la mesa (a menos que Mi Señor se lo pida).
No deberá soltar sus pájaros sobre la mesa.
Tampoco víboras o escarabajos.
No deberá ejecutar el laúd u otro instrumento que pueda molestar a
su vecino (a menos que Mi Señor se lo pida).
No deberá cantar, hacer discursos, gritar o decir acertijos obscenos si
tiene una dama a su lado.
No deberá conspirar en la mesa (a menos que sea con Mi Señor).
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No deberá hacer sugerencias lujuriosas a los pajes de Mi Señor ni ju-
gar con sus cuerpos.
No deberá tirarse sobre su vecino mientras está en la mesa.
No deberá golpear a ningún sirviente (a menos que lo haga en defensa
propia).
Y si está por vomitar debe abandonar la mesa.
Lo mismo si va a orinar.
Leonardo da VVinci
inci
inci, célebre artista, inventor, físico, músico, investigador, ana-
tomista de la escuela florentina, nació en Vinci en 1452 y murió en Francia en 1519.
Es conocido especialmente como pintor, autor de La Gioconda, La Última Cena, La
Virgen de las rocas, etc. Sobre las conductas indecorosas en la mesa de mi
señor figura en Los Apuntes de Cocina de Leonardo. Versión española Graciela J.
Lorda de Castro, Abril, Buenos Aires, 1987.
Redondilla
(Sátira filosófica)
99
si con ansia sin igual
solicitáis su desdén,
¿por qué queréis que obren bien
si las incitáis al mal?
Combatís su resistencia
y luego, con gravedad,
decís que fue liviandad
lo que hizo la diligencia.
Parecer quiere el denuedo
de vuestro parecer loco,
al niño que pone el coco
y luego le tiene miedo.
Queréis, presunción necia,
hallar a la que buscáis,
para pretendida, Thais,
y en la posesión, Lucrecia.
¿Qué humor puede ser más raro
que el que, falto de consejo,
él mismo empaña el espejo,
y siente que no esté claro?
Con el favor y el desdén
tenéis condición igual,
quejándoos, si os tratan mal,
burlándoos, si os quieren bien.
Opinión, ninguna gana;
pues la que más se recata,
si no os admite, es ingrata,
y si os admite, es liviana.
Siempre tan necios andáis
que, con desigual nivel,
a una culpáis por cruel
100
y a otra por fácil culpáis.
¿Pues cómo ha de estar templada
la que vuestro amor pretende,
si la que es ingrata, ofende,
y la que es fácil, enfada?
Mas, entre el enfado y la pena
que vuestro gusto refiere,
bien haya la que no os quiere
y quejaos en hora buena.
Dan vuestras amantes penas
a sus libertades alas,
y después de hacerlas malas
las queréis hallar muy buenas.
¿Cuál mayor culpa ha tenido
en una pasión errada:
la que cae de rogada,
o el que ruega de caído?
¿O cuál es más de culpar,
aunque cualquiera mal haga:
la que peca por la paga,
o el que paga por pecar?
Pues ¿para qué os espantáis
de la culpa que tenéis?
Queredlas cual las hacéis
o hacedlas cual las buscáis.
Dejad de solicitar,
y después, con más razón,
acusaréis la afición
de la que os fuere a rogar.
Bien con muchas armas fundo
que lidia vuestra arrogancia,
pues en promesa e instancia
juntáis diablo, carne y mundo.
101
Juana Ramírez de Asbaje (México, 1648-1695) demostró, desde muy pequeña,
sorprendente afición al estudio: a los tres años aprendió a leer. Culta, inteligente,
bonita, desde niña comenzó a escribir. En 1667 ingresó en un convento con el nom-
bre de Sor Juana Inés de la Cruz. Esta Redondilla fue tomada de Primero sueño y
otras páginas (Selección: Susana Zanetti. CEAL, Biblioteca Básica Universal, Bue-
nos Aires, 1981). Sería aconsejable ahondar en la vida de esta extraordinaria mujer,
que se filmó con el título: Yo, la peor de todas, dirigida por María Luisa Bemberg.
D
alcoba.
e pronto dejó de tener pesadillas y se sintió aliviado, pues habían
llegado a ser ya una proyección obsedante en las paredes de su
102
– Pues cambiar de piso durante unos días y ver si vuelven a usted
sus sueños.
Le pareció justo, cambiaron, y a los pocos días los sueños habían vuelto
a su legítimo dueño.
El venerable Veneranda
Carlo Manzoni
103
–Para abrir la puerta del garaje –respondió el señor asomado por
al ventana.
–Está bien –gritó el señor Veneranda–. Si quiere que abra la puerta
del garaje tíreme la llave.
–Pero ¿usted no vive aquí? –preguntó el señor asomado a la ventana,
que empezaba a no entender nada.
–¿Yo? No –gritó el señor Veneranda.
–¿Y entonces para qué quiere la llave?
–Si usted quiere que le abra la puerta del garaje necesito la llave, ¿no
es cierto? No puedo abrir esa puerta con mi pipa, ¿no le parece?
–Pero si yo no quiero abrir la puerta del garaje –gritó el señor asoma-
do a la ventana–. Creía que usted vivía aquí. Lo oí silbar.
–¿Porque todos los que viven aquí silban? –preguntó el señor
Veneranda, gritando siempre.
–Si no tienen llave, sí –respondió el señor asomado a la ventana.
–Yo no tengo llave –gritó el señor Veneranda.
–¿Puede saberse por qué gritan tanto? No se puede dormir –ululó un
señor asomándose a la ventana del primer piso.
–Gritamos porque el señor está en el tercer piso y yo estoy en la calle –
contestó el señor Veneranda–. Si hablamos en voz baja no nos entendemos.
– Pero, ¿qué quiere usted? –preguntó el señor asomado a la ventana
del primer piso.
–Pregunte al inquilino del tercer piso qué quiere –dijo el señor
Veneranda–. Todavía no he entendido: primero quiere tirarme la llave
para que abra la puerta del garaje; después no quiere que abra la puerta
del garaje; después dice que si silbo tengo que vivir aquí. En suma, toda-
vía no he entendido. ¿Usted silba?
–¿Yo? ¡No! ¿Por qué tendría que silbar? –preguntó el señor asomado
a la ventana del primer piso.
–Porque usted vive aquí –dijo el señor Veneranda–. El tipo del tercer
piso dice que todos los que viven en esta casa silban. ¡Bah! De todos
modos eso no me interesa. Si se le antoja, silbe todo lo que quiera.
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El señor Veneranda saludó con una inclinación de cabeza y continuó con
su camino, murmurando que esa casa debía ser un asilo de locos.
Este texto fue tomado de El Humor más Serio del Mundo. Rodolfo Alonso
Editor. Buenos Aires, 1971. Carlo Manzoni (Milán, Italia, 1908), es autor de diversos
libros de humor. En sus textos de humor negro, sabe mezclar como pocos lo patético,
lo grotesco, el absurdo y el sinsentido.
L a sangre derramada.
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Que mi recuerdo se quema.
¡Avisad a los jazmines
con su blancura pequeña!
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de muchedumbre sedienta.
¡Quién me grita que me asome!
¡No me digáis que la vea!
(...)
Pero ya duerme sin fin.
Ya los musgos y la hierba
abren con dedos seguros
la flor de su calavera.
Y su sangre ya viene cantando:
cantando por marismas y praderas,
resbalando por cuernos ateridos,
vacilando sin alma por la niebla,
tropezando con miles de pezuñas
como una larga, oscura, triste lengua
para formar un charco de agonía
junto al Guadalquivir de las estrellas
107
García Lorca nació en Fuente Vaqueros, Granada, España, en 1898. Y en Grana-
da fue asesinado (1936) por las fuerzas franquistas, al comenzar la guerra civil
española. Titiritero, poeta, autor y director de teatro. Algunas de sus obras: Cancio-
nes, el Romancero Gitano, las obras teatrales Bodas de sangre, Doña Rosita la
soltera, La casa de Bernarda Alba. García Lorca visitó Buenos Aires, ciudad a la
que amaba profundamente y en la que sus obras tuvieron extraordinaria repercu-
sión. Este fragmento del Llanto por Ignacio Sánchez Mejía fue tomado de sus
Obras completas (Aguilar, Madrid, 1957).
Rimas
Gustavo Adolfo Bécquer
XVII
XXI
108
XXIII
El Señor de la Peña
Eliseo Diego
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portal. Deben ser un regimiento –suspiró la cocinera. Y los otros asintieron
con los cabezas, melancólicos.
Pero al final de la procesión no venía sino un solo automóvil y, den-
tro, sólo el nuevo Señor de la Peña. Menos mal –suspiró el jardinero. Y la
camarera propuso, fervorosa: Así sea.
110
4
111
Eliseo Diego (Cuba, 1920-México, 1994) fue poeta, escritor y ensayista. En
1993 recibió el Premio Internacional de Literatura Latinoamericana y del Caribe,
Juan Rulfo. Este texto fue tomado de Antología del Cuento cubano I, Biblioteca
Página/12 Nº 68. Recopilación: Basilia Papastamatiú. Buenos Aires, 1994. Otras
obras de este autor: Divertimentos y noticias de la Quimera.
Pida la palabra,
pero tenga cuidado
Julio Cortázar
Fue uno de los más importantes escritores argentinos de todo el siglo XX. La
obra de Cortázar es de interés básico para los jóvenes, casi una estación en la que es
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imposible no detenerse. Este texto fue tomado de El libro de la Imaginación. Este
texto fue tomado de Último round, Siglo XXI, México, 1991.
En la carpeta
Juan Gelman
Juan Gelman nació en Buenos Aires en 1930. Desde su primer libro, Violín y
otras cuestiones, se mostró como un poeta excepcional. Gelman fue obligado al
exilio durante la dictadura militar. En 1997 recibió el Premio Nacional de Poesía y
hoy está considerado el más grande poeta argentino. Desde hace una década reside
en México pero todos los años regresa al país. Otros libros: Ni el flaco perdón de
Dios, Gotán, Debí decir te amo. Este poema fue tomado de la Antología Consulta-
da de la Joven Poesía Argentina, prologada por Héctor Yánover, Compañía gene-
ral Fabril Editora, Buenos Aires, 1968.
113
Ciencia
Héctor G. Oesterheld
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Cenizas
Alejandra Pizarnik
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Árbol de Diana, Los trabajos y las noches, Extracción de la piedra de la
locura y El infierno musical.
Explicar y comentar
Jean Tardieu
La lógica
El lenguaje
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Las metáforas
Este texto fue tomado de El Humor más Serio del Mundo, Rodolfo Alonso
Juan Tardieu
Editor, Buenos Aires, 1971. Juan TTardieu
ardieu (Francia, 1903-1995) fue un escritor de
múltiples talentos y facetas: poeta, escritor de comedias, hombre de radio y ensayista.
Artículo 1
Artículo 2
117
Artículo 3
Artículo 4
Parágrafo único
Artículo 5
118
ni la armadura de las palabras.
El hombre se sentará a la mesa
con la mirada limpia,
porque la verdad pasará a ser servida
antes del postre.
Artículo 6
Artículo 7
Artículo 8
119
Artículo 9
Artículo 10
Artículo 11
Artículo 12
120
de los Estatutos del hombre. Entre sus obras destacan: Canción del amor
armado; Viento general; En un campo de margaritas; Arte y ciencia de
elevar cometas y El pueblo sabe lo que dice.
El patriota Ingenioso
Ambrose Bierce
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El Rey indicó al Gran Factotum que se aproximara.
–Revisa a este hombre –le dijo– y dime cuántos bolsillos tiene.
–Cuarenta y tres, Sire –dijo el Gran Factotum, completando su
escrutinio.
–Dios bendiga a su Majestad –gritó el Patriota Ingenioso, aterroriza-
do–. Uno de ellos contiene tabaco.
–Sosténganlo por los tobillos y sacúdanlo –ordenó el Rey–, lue-
go denle una orden por cuarenta y dos millones de tumtums y mán-
denlo a decapitar. Emitamos un decreto castigando la Ingenuidad
con la pena capital.
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Entre la espada y la pared
Cristina Peri Rossi
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He vivido así los últimos meses. No sé por cuánto tiempo aún podré
evitar el muro, la espada. El espacio es cada vez más estrecho y mis fuer-
zas se agotan. Me es indiferente mi destino: si moriré de una congestión
pulmonar o me desangraré a causa de una herida; esto no me preocupa.
Pero denuncio definitivamente que entre la espada y la pared no existe un
lugar donde vivir.
Peri Rossi nació en 1941 en Montevideo, Uruguay, pero desde 1972 vive en
Barcelona, España, donde se exilió en tiempos de dictaduras en su país. Ha sido profe-
sora de literatura, traductora y periodista. También poeta, cuentista y novelista, sus
obras han sido traducidas a varios idiomas y gozan de singular reconocimiento en
Europa. Este cuento fue tomado de Por favor, sea breve, Edición de Clara Obligado.
Páginas de Espuma, España, 2001.
Epigramas
Ernesto Cardenal
124
influencia de los poetas de la generación beat de los años 60 en los Estados Unidos.
Otras obras de este autor: Oración por Marilyn Monroe y Homenaje a los indios
americanos. Este poema fue tomado de La Mejor poesía, selección de Héctor
Yánover, Planeta, Buenos Aires, 1997.
Espantapájaros 18
Oliverio Girondo
Para Oliverio Girondo (Buenos Aires, 1891-1967) poesía y vida son una misma e
indivisible cosa; vivir en poesía fue parte de su experiencia, y por eso hizo un arte de la
provocación en contra de los convencionalismos. En el prólogo a Veinte poemas para
ser leídos en el tranvía lo anuncia así: “Yo, al menos, en mi simpatía por lo contradicto-
rio –sinónimo de vida– no renuncio ni a mi derecho de renunciar, y tiro mis Veinte
poemas, como una piedra, sonriendo ante la inutilidad de mi gesto”. Cuando aparece su
125
libro Espantapájaros se compromete a organizar una campaña para vender los 5.000
ejemplares de la edición. Alquila una carroza funeraria tirada por seis caballos con co-
cheros y lacayo con librea, y coloca en el lugar central un enorme espantapájaros con
chistera, monóculo y pipa. La carroza recorre la ciudad de Buenos Aires hasta un local de
la calle Florida en el que bellas muchachas venden el libro. La publicidad resulta un éxito
y el libro se agota en un mes. Espantapájaros 18 fue tomado de Espantapájaros y otras
obras, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1981.
126
Oscar Wilde (Irlanda, 1854-París, 1900). Fue novelista, poeta, crítico litera-
rio y autor teatral. Exponente del esteticismo, cuya principal característica era la
defensa del arte por el arte mismo, fue también un brillante crítico social, y sus obras
aún hoy mantienen una asombrosa vigencia universal. Entre sus primeras obras se
cuentan El príncipe feliz, El fantasma de Canterville y La casa de las grana-
das. Su única novela fue El retrato de Dorian Gray. Este texto fue tomado de El
Libro de la Imaginación, Edmundo Valadés, Fondo de Cultura Económica, Méxi-
co, 1987, 4ta. edición.
Inventario
Juan José Arreola
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Supongamos que usted lava la ropa sucia en su propia casa, pero de
momento no tiene nada que ponerse. ¿Aceptaría la que viene a ofrecerle
su vecino a sabiendas de que ha sido lavada en casa ajena?
Supongamos que usted va a suicidarse esta noche, y que la mujer ama-
da viene a ofrecerle sus servicios. Si los acepta, ¿admitiría que los perió-
dicos hablen de crimen pasional?
Supongamos que no se trata de suposiciones. ¿Cuál sería “su” po-
sición? (Conteste inmediatamente y anótese un punto por cada supo-
sición correcta.)
Uno de los más influyentes cuentistas de México y América Latina, Juan José
Arreola (Ciudad Guzmán, 1918-Ciudad de México, 2001) fue además el maestro de
por lo menos tres generaciones de jóvenes cuentistas. Aprendió a leer “de oídas” y no
pudo concluir ni la escuela primaria, pero fue un lector voraz, estudió teatro y a los
20 años ya escribía en el periódico de su ciudad. Recibió el apoyo de los grandes
escritores de su época y logró importantes premios literarios. Y llegó a ser, junto con
Juan Rulfo, uno de los más importantes exponentes del cuento mexicano. Algunas
de sus obras son: Confabulario (1952), Punta de plata (1958), La feria (1963),
Lectura en voz alta (1968) y Confabulario personal (1979). Este texto fue toma-
do de Inventario, Grijaldo, Barcelona, 1976.
Breve selección
de textos breves
Elías Canetti
128
Toda literatura oscila entre la naturaleza y el paraíso, y le gusta tomar
una cosa por la otra.
Sólo es posible vivir porque hay tanto que saber. Durante cierto tiem-
po, tras haberse derramado sobre nosotros, el conocimiento aún conser-
va su tersura y neutralidad, cual aceite flotando sobre las agitadas aguas
de los sentimientos. Pero en cuanto se mezcla con éstos, cosa que final-
mente ocurre, pierde toda utilidad, y nos vemos obligados a arrojar nue-
vos saberes a las olas.
Leer mientras se oye el tictac del reloj: lectura responsable. Leer con
todos los relojes parados: lectura feliz.
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El silencio de las sirenas
Franz Kafka
130
torsiones de sus cuellos, la honda respiración, los ojos arrasados en lá-
grimas, la boca entreabierta, y creyó que todo esto formaba parte de las
arias que, sin ser escuchadas, resonaban y se perdían a su alrededor. Pero
pronto todas las cosas rebotaban en su mirada abstraída; era como si las
sirenas desaparecieran ante su resolución, y justamente cuando más cerca
estuvo de ellas, ya nada sabía de su presencia.
Y ellas –más hermosas que nunca– se estiraban y se retorcían, tendían
sus garras abiertas sobre la roca y sus hórridas cabelleras ondeaban al vien-
to, libremente. Ya no pretendían seducir: tan sólo deseaban atrapar, mien-
tras fuera posible, el reflejo de los dos grandes ojos de Ulises. Si las sirenas
tuvieran conciencia, habrían sido destruidas en aquella oportunidad. Pero
así perduraron, y únicamente se les escapó Ulises.
Por lo demás, la tradición refiere también un epílogo, al respecto.
Ulises, así cuentan, fue tan zorro, tan rico en astucias, que ni aun la diosa
del destino logró penetrar en su fuero más íntimo. Quizás –aunque esto
ya no pueda concebirlo la razón humana– advirtió realmente que las sire-
nas callaban, y sólo, por decirlo así a manera de escudo, les opuso a ellas
y a los dioses el referido simulacro.
Franz Kafka es uno de los escritores más destacados del siglo XX. Nació y
murió en Praga (1883-1924) y es autor de una de las novelas más representativas y
más leídas de todo el siglo XX: La metamorfosis. Algunos críticos dicen que fue un
visionario porque nadie narró mejor que él lo que sucede en el mundo actual. Sin
dudas fue un autor que superó a su época y estuvo por encima de las fronteras de su
siglo. Escribió otros libros impresionantes, como El Proceso. Este texto fue tomado
de Cuentos de Héroes Extraordinarios, de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares,
Santiago-Rueda Editor, Buenos Aires, 1967.
131
¡Y si después de tantas
palabras...!
César Vallejo
132
Se dirá que tenemos
en uno de los ojos mucha pena
y también en el otro, mucha pena
y en los dos, cuando miran, mucha pena…
Entonces… ¡Claro!... Entonces… ¡ni palabra!
César VVallejo
allejo nació en Santiago de Chuco, Perú, en 1892 y murió en París en
1938. En esos 46 años hizo casi todo lo que hace un hombre comprometido con su
sociedad y con la literatura: amó, escribió novelas, cuentos y poemas, y luchó
militantemente por la causa de la libertad. El dolor humano, el erotismo, la solidari-
dad, los recuerdos de infancia, la tierra americana, la muerte, el sentimiento religioso
son algunos de los elementos permanentes de su obra. Sus títulos fundamentales: Los
heraldos negros, Poemas en prosa y Poemas Humanos (Losada, Buenos Aires, 1988)
de donde se tomó el poema que aquí reproducimos.
La señorita Wilson
Pedro Orgambide
133
todos los vecinos de la casa. Todos, menos la señorita Wilson. No la
hemos invitado. Ella no va a comprar su departamento. Y además, ¿se
puede llamar departamento a esa pieza de madera? La señorita Wilson
vive allí desde hace quince años. “Es inconcebible –dice el arquitecto–
que en una casa como ésta se haya permitido edificar una covacha sólo
para beneficiar a esa mujer”. Pero parece que el dueño tenía buen cora-
zón o quería ganar un poco más. Vaya uno a saber. Lo cierto es que la
señorita Wilson vive allí, entre nosotros y el cielo.
“¡Oh, no, es imposible tener ese adefesio, allí!”, opina Ruiz, el mucha-
cho del cuarto piso. Se acaba de casar y escucha hermosos conciertos en su
tocadiscos. ¿Cómo? ¿También él? Yo he visto a la señorita Wilson en la
terraza, escuchando una sinfonía de Mozart que se empinaba por las pare-
des grises y subía hasta los cables tendidos y las antenas de televisión y las
nubes de un atardecer en Buenos Aires. Y me pareció que la señorita Wilson
sonreía. No con la sonrisa de sus sesenta años, sino –¿cómo decirlo?– con
una sonrisa joven, la que tendría cuando estudiaba, cuando leía a Marlowe
sin entenderlo o cuando veía cruzar, por la pradera inglesa, a uno de esos
jinetes como los que tiene en los cuadritos. Pero Ruiz dice que es un adefe-
sio (ella o su casa, ya es lo mismo) y apenas si oigo lo que dice Magda.
Ah, sí, las medias. La señorita Wilson no respeta la ordenanza munici-
pal. Tiene un perrito. Y el perro, dice Magda, un día le destrozó las me-
dias que había colgado en la terraza. Luchini la mira. Magda tiene her-
mosas piernas. Cada vez que pasa un aviso por televisión la cámara las
enfoca. Deben estar aseguradas en un millón de pesos, por lo menos.
Claro, ahora no cuelga más sus ropas en la terraza. Las manda al lavade-
ro. ¡Hay tanto trabajo en la TV! Y, según dice, muy poca gente de con-
fianza para el servicio doméstico. Las mujeres asienten. Se han olvidado
del perro de la señorita Wilson. ¿Qué importancia tiene un perro compa-
rado con la TV?
Pero para la señorita Wilson tal vez el perro sea una de las pocas cosas
que importan en su vida. La señorita Wilson le dice: “¡Tony! ¡Tony! ¡Come
here, Tony!”. Y el perro va hacia ella, deja de jugar y de mover la cola y
134
siente la caricia de unos dedos demasiado finos, una caricia que pareciera
volver sobre sí misma.
“Podríamos comprar el departamento entre todos y buscarle una co-
modidad a la inglesa”. ¿Quién dice eso? No lo sé. Alguien opina que en una
pensión estaría mejor que en esta casa. Hay una señora que habla de pensio-
nes para señoritas. Son lugares “correctos”. Pero también son “correctos”
los asilos y son tristes. Lo digo y los demás me miran como a un loco.
“No nos trate de desalmados”, se defiende el arquitecto y se acerca
para despejar el malentendido. “Vamos, vamos, somos vecinos, nunca
hubo una palabra más alta que otra entre nosotros. ¿Es así o no? Nadie
quiere mal a esa mujer. Pero a usted mismo, a usted que le gustan las
cosas bellas de la vida, le tiene que molestar esa covacha encima de su
departamento. Porque no puede negar que la señorita Wilson tiene cos-
tumbres raras. Es espiritista o algo parecido. Y hay días en que viene
gente muy rara a visitarla, gente que canta salmos o cosas por el estilo; en
fin, gente que no es como nosotros”. Le explico que la señorita Wilson es
evangelista. Y que la oí predicar en una plaza. Los vecinos callan, diverti-
dos. ¡Eso sí que no lo sabían! La inglesa predicando en una plaza. Nunca
lo hubieran imaginado. Sí: un grupo de hombres y mujeres canta, y de
pronto uno de ellos dice que la hermana Wilson (no sé si la llaman por su
apellido o le dicen simplemente hermana) hablará para todos.
–¿Y qué dice? ¿Qué dice? –pregunta Magda, curiosa. Porque al fin
es casi colega suya. También la señorita Wilson tiene su público:
conscriptos aburridos que no encuentran muchachas en el parque, un
matrimonio “haciendo tiempo” antes de entrar en el cine, algún ocio-
so como yo, y unos cuantos viejos, más preocupados que nosotros
por las cosas del cielo.
¿Y qué dice la señorita Wilson? Habla de la bondad, de Jesús, de los
pecadores, del pan, de la sal y del vino, habla con los ojos fijos en el cielo.
Y dice: “Yo he sido pecadora”.
–¿Dice eso? –interrumpe Magda.
135
–Dice eso.
Es imposible imaginar a la señorita Wilson pecadora. Y menos en los
pecados de la carne, que son los primeros en los que pensamos. Quizá la
señorita Wilson se refiera a sus años de mujer joven, cuando trabajaba
como institutriz en casas de familias importantes, en algún vago amor
con el padre de un alumno. O en la avaricia. En un tiempo ganaba su
dinero con placer. O en la gula. Hubo una época en que comía dulces y
bombones hasta el hartazgo. Es cómico. Después tuvo diabetes y el mé-
dico la condenó a un régimen frugal. Ahora es delgada, ascética y, como
dicen las mujeres, nada femenina. Me parece verla en el parque: alta, con
el cabello recogido sobre la nuca, el cuello emergiendo de una blusa
monacal, la pollera lisa contra las piernas Unos ridículos botines. Y esa
voz, esa voz de pájaro que hace reír a Magda.
–¿Y qué dice? ¿Qué dice? –preguntan los vecinos.
La señorita Wilson, con toda su voz y ante las risas sofocadas de algún
intruso, dice:
Los que confían en sus haciendas, y de sus riquezas se jactan.
Ninguno de ellos podrá de manera alguna redimir al hermano y dar a Dios su rescate.
–No entendí nada –comenta Magda. –¿Pero qué hora es?
Es tarde, sí, y tiene que ir al estudio. Es una lástima que no pueda
quedarse. Se ha divertido tanto con el cuento de la inglesa! Me lo agrade-
ce como si yo hubiera inventado a la señorita Wilson.
–¡Miren que ponerse a hablar en la plaza! ¡Es rarísima!
“Habría que ayudar de alguna forma a esa pobre mujer”, comenta
alguien. Y todos estamos de acuerdo. Hay que ayudar a la señorita Wilson.
Los buenos vecinos proponemos una indemnización si ella se va. Una
parte el dueño y otra nosotros. Tal vez la señorita Wilson pueda vivir en
un templo evangelista. Pero algún entendido explica que no hay que con-
fundir esos templos con los albergues del Ejército de Salvación. Allí sí
tienen camas. No, no vamos a discutir eso. La señorita Wilson ya va a
encontrar un lugar. Lo importante es que acepte. ¿De acuerdo? La gene-
136
rosidad, como la risa, es contagiosa. No, yo no estoy de acuerdo. ¿Pero
cómo explicarles? ¿Cómo decirles que la señorita Wilson no puede llevar
a cualquier parte sus muebles viejos, las mantelerías que no usa, la caja de
los remedios, las manías, los hábitos, los cuadritos con los jinetes que
corren por la pradera inglesa? Y Tony ¿O no han pensado en Tony?
137
El magnánimo emperador
Chang Hung
Adolfo Pérez Zelaschi
138
–Tenéis un gran poder –les decía benévolamente–. Cuando el tiempo
pase, la verdad será la que consignen vuestras crónicas. Escribid la historia
de mi reinado con entera libertad. Eso sí: os ruego humildemente tener
en cuenta mis sentimientos: creo haber hecho algún bien y no recuerdo
haber hecho ningún mal.
Los cuatro cronistas se inclinaban hasta tocar el suelo con la frente y
salían escoltados por soldados que llevaban sus sables desnudos. El Gran
Tesorero les daba diez monedas de oro, les suplicaba respetar los sentimien-
tos del emperador, y los encerraba luego en la sala de las espadas para que se
aplicaran a su trabajo en paz y con entera tranquilidad de ánimo.
A la sala le daban ese nombre porque del techo pendían numerosas y
pesadas espadas atadas a lo alto por un delgado hilo de seda que Chang
Hung podía cortar en cualquier momento. De esta manera Kuan Kuei,
Ho Su, Sun Shu Ao y Chien Hu escribieron la única crónica que existe
sobre el reinado de Chang Hung y en la cual se basan los historiadores de
hoy para elogiar el valor, la paciencia, la templanza y la sabiduría de ese
gran emperador de la China.
139
Acerca de la observación
de los roedores
Celso Román
140
y cuando un niño se bajó corriendo y agarró un bizcocho, fue como si la
multitud se hubiera puesto de acuerdo en que no me joda, cómo vamos
a darles a las ratas eso tan rico y en la bajada tambaleó el andamio y al
agua llena de mierda fueron a parar los místeres con cámaras y luces. Los
policías se hicieron los de la vista gorda cuando le caímos al microbús y
sacamos todos esos quintales de comida que nunca podemos comer.
Ese mismo miércoles se fueron diga usted a las doce, refunfuñando y
envueltos en la pestilencia de las aguas negras, quejándose de que con
razón en este país no progresa la ciencia.
Corso
Rodolfo J. Walsh
141
cada uno, qué atorrantes, imaginate que esas cosas crecen en los árboles y
los tipos las venden a veinte mangos.
Hacía un tornillo que te la debo, pero igual las minas andaban casi en
bolas en las carrozas, yo siempre digo que estas ñatas con tal de andar en
bolas hacen cualquier cosa. El Ángel y yo empezamos a pasarles los
plumachos por las gambas, vos sabés qué plato. A las tipas les gustaba,
pero algunas ponían cara seria para disimular, vamos, viejo, a quién no le
gusta que le hagan cosquillitas. Un jetón que iba en una picá llena de
florcitas le dijo al Ángel por qué no se las metés a tu abuela y el Ángel le
refregó el plumacho por la cara. El tipo hizo como que se bajaba pero
cuando nos vio las caras subió el vidrio y la dejó a la hermanita en el capó
y el Ángel le rompió tres plumachos entre las gambas, estuvo exagerado.
Pero lo grande fue cuando vino el hindú en un forcito del tiempo e
mama. Este hindú venía todo desnudo, menos un calzoncillo cerradito y
un turbante en el melón con una piedra divina, te lo juro. Iba sentado en
el capó, con las patas cruzadas, seguro que lo vio en el cine. Con una
mano se agarraba la barriga, y con la otra se tocaba la piedra del melón y
después el pecho y saludaba, hablando bajito en un idioma. Pero lo me-
jor que hacía este hindú era que en cada bocacalle se tomaba un trago de
un frasquito, prendía un fósforo y escupía unas llamaradas de samputa.
Cuando el Ángel lo vio, se quedó enloquecido y empezamos a seguir-
lo. Yo le decía dejáme de joder, mirá las minas, y el Ángel nada, el hindú
lo tenía entusiasmado, lo miraba de arriba abajo como si fuera Nélida
Roca. Ahí supe que iba a hacer una cagada, porque el Ángel será lo que
vos quieras, menos eso.
Cuando quise acordar estábamos frente al palco el hindú con el forcito
y al lado el Ángel y yo detrás. Entonces el hindú mirando el palco donde
estaba el intendente, echa la cabeza para atrás y se manda un trago doble
de la nasta, y mirando al cielo se arrima el foforito. Y en eso lo veo al
Ángel que levanta el plumacho y lo toca justito en el hueso de la garganta,
y el hindú empieza a escupir fuego hasta por los ojos y se siente un olor a
bife que no te cuento, el hindú parece que se quema, y yo hago lugar para
142
los bomberos, o sea que me rajo. Y por la otra vereda lo veo al hindú que
lo corre al Ángel, y ya no le habla en el idioma sino que le dice la puta que
te parió, la puta que te parió, y menos mal que no lo agarra porque si no
lo mata. Al rato nos encontramos con el Ángel en la estación, el Ángel
hace como que me habla en el idioma, y nos meamos de la risa, viejo, vos
sabés qué plato.
Un día de éstos
Gabriel García Márquez
143
con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras
veces correspondía a la situación, como la mirada de los sordos.
Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el
sillón de resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pen-
sar en lo que hacía, pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la
fresa incluso cuando no se servía de ella.
Después de las ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ven-
tana y vio dos gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caba-
llete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea de que antes del
almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de once
años lo sacó de su abstracción.
–Papá.
–Qué.
–Dice el alcalde que si le sacas una muela.
–Dile que no estoy aquí.
Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y
lo examinó con los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a
gritar su hijo.
–Dice que sí estás porque te está oyendo.
El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la
mesa con los trabajos terminados, dijo:
–Mejor.
Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las
cosas por hacer, sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro.
–Papá.
–Qué.
Aún no había cambiado de expresión.
–Dice que si no le sacas la muela te pega un tiro.
Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó
de pedalear en la fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta
inferior de la mesa. Allí estaba el revólver.
–Bueno –dijo–. Dile que venga a pegármelo.
144
Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoya-
da en el borde de la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había
afeitado la mejilla izquierda, pero en la otra, hinchada y dolorida, tenía
una barba de cinco días. El dentista vio en sus ojos marchitos muchas
noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y
dijo suavemente:
–Siéntese.
–Buenos días –dijo el alcalde.
–Buenos días –dijo el dentista.
Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el
cabezal de la silla y se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un
gabinete pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal, y una vidriera
con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel de tela
hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se acercaba, el
alcalde afirmó los talones y abrió la boca.
Don Aurelio Escobar le movió la cara hacia la luz. Después de obser-
var la muela dañada, ajustó la mandíbula con una cautelosa presión de
los dedos.
–Tiene que ser sin anestesia –dijo.
–¿Por qué?
–Porque tiene un absceso.
El alcalde lo miró en los ojos.
–Está bien –dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió.
Llevó a la mesa de trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los
sacó del agua con unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la
escupidera con la punta del zapato y fue a lavarse las manos en el aguamanil.
Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no lo perdió de vista.
Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela
con el gatillo caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó
toda su fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no
soltó un suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor, más bien
con una amarga ternura, dijo:
145
–Aquí nos paga veinte muertos, teniente.
El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se
llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela.
Entonces la vio a través de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su do-
lor, que no pudo entender la tortura de sus cinco noches anteriores. Incli-
nado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera
y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio
un trapo limpio.
–Séquese las lágrimas –dijo.
El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba
las manos, vio el cielorraso desfondado y una telaraña polvorienta con
huevos de araña e insectos muertos. El dentista regresó secándose las
manos. “Acuéstese –dijo– y haga buches de agua de sal.” El alcalde se
puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a la
puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera.
–Me pasa la cuenta –dijo.
–¿A usted o al municipio?
El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica.
–Es la misma vaina.
146
El alfarero
Héctor Tizón
147
como si el cuerpo se llenara de ojos y de lágrimas. Él y otros los habían
visto irse, los contemplaron desde atrás, sin decir palabras nuevas –el
último era un niño, el único de entre ellos– caminando sin hablar, con
movimientos cautelosos, atravesar el bosque destruido por el fuego, per-
derse en el sendero, bordear el maloliente pantano y desaparecer.
Ahora un pavo real gorgoriteó, tornasolado y blanco, hacia los fon-
dos, afuera e inmediatamente el hombre lo vio desplazarse rápido y cer-
tero y en seguida vio en su pico algo que se retorcía y luchaba en vano
por desasirse; también distinguió sus ojos fríos y crueles y su plumaje azul.
Después el hombre se miró las manos grandes y hábiles, que no habían prac-
ticado la agricultura ni manejado el arado; unas manos vivas y sensibles, de
cazador; las contempló mientras de cuclillas se mojaba la cabeza en el agua
de la acequia; pero no pudo ver su cara.
Había abandonado el lecho de pajas muy temprano y camino de la
acequia, escuchó un rumor en el cielo, hacia el naciente. Ahora en el cur-
so del agua se contemplaba las manos; el rumor se hizo mayor y él, estre-
mecido de pavor inmemorial, miró al cielo; pero allí sólo estaba la clari-
dad deslumbrante y con esas mismas manos grandes recaudó sus ojos.
El rumor se hizo estridente y en pocos segundos recorrió la parábola
del cielo y se perdió sordo, detrás de las montañas del oeste. El pa-
vor desapareció.
El hombre entonces uniendo sus manos hizo un cuenco, primero tor-
pemente y luego con más destreza; una especie de voz o de gorjeo salió
del fondo de su garganta y siguió experimentando hasta lograr transpor-
tar cantidades de agua a varios metros de la acequia. Al día siguiente,
imitando en arcilla el cuenco de sus manos, hizo un cuenco y lo puso a
secar en el sollado. Y a partir de entonces sus noches volvieron a poblar-
se, no de ruidos sino de formas, cuyos moldes, de día, iban acumulándo-
se sobre el gran poyo de piedra.
La voz corrió y los otros hombres, en silencio, acudían a distintas
horas a espiar, escondidos, la obra del alfarero, a escuchar a la distancia
el rumor de ese aparato de pronto creado, entre las piernas del alfarero.
Pasaron muchos días, un invierno de vientos y un verano de vientos, y
volvió a llegar el tiempo de la luz sosegada cuando el hombre, cansado
148
tal vez de esas formas, una mañana quiso ir más allá. Se levantó mucho
antes que apareciese la claridad y andando cauteloso, con paso casi verti-
cal, en uno de sus cuencos trajo agua de la acequia y con esa agua primera
comenzó a amasar el barro; sus manos, más grandes y entusiasmadas que
de costumbre, parecían comenzar a moverse solas, como dos pájaros,
aunque unidas por un solo ritmo secreto y concertado como si repitieran
una lección remota; la arcilla se doblegaba entre esos dedos grandes y los
dedos se hacían más y más sensibles, se alargaban, recorrían suave, verti-
ginosamente la piel mojada y virgen de la arcilla, de pronto se enrosca-
ban y volvían a ponerse tensos, las palmas de sus manos se volvían cón-
cavas y convexas; el trabajo continuó a lo largo del alba. Pero cuando el
sol salió francamente y su luz iluminó los detalles del patio y las lombri-
ces ciegas surgieron de la tierra y el pavo real comenzó a atraparlas con
certeros picotazos, el alfarero sintió algo distinto: como si sus manos
fuesen menos rápidas que la arcilla que modelaban, como si la arcilla de
pronto comenzara a latir y a moverse, caprichosa, indócil y obediente
entre sus dedos y fuese más cálida y más suave y comenzara a elevarse, a
crecer. De pronto él apartó sus manos y contempló lo que estaba en la
mesa del torno; retrocedió unos pasos y volvió a contemplarlo; entonces
por primera vez retiró los obstáculos y dejó en libertad a la luz que pene-
tró mansamente, coloreando las cosas de adentro, y así las pajas de la
yacija fueron doradas, el suelo pardo, rojas las palmas de las manos del
hombre. Y lo que estaba allí, sobre el torno, recién modelado, se
remodelaba continua y perpetuamente y adquiría formas, se aplastaba y
se elevaba con la luz y proyectaba luces infinitas; entonces las barbas del
hombre comenzaron a entreabrirse en el tajo de su boca, sus ojos se
contagiaron con la luz que proyectaba esa forma, los infinitos fuegos de
la arcilla, y el hombre, que ya no estaba solo, junto al pavo real y a la
lechuza, a la vista subrepticia de los demás, olvidado de sus llagas, del
sueño imperturbable, cayó de rodillas a los pies del torno y después le-
vantó ambas manos y en sus manos pudo verse una luz, esa luz suave,
intensa y clara que sus propias manos acababan de crear.
149
Héctor TTizón
izón nació en 1929 en Yala, provincia de Jujuy, pueblo en el que aún
hoy sigue viviendo. Abogado, periodista, diplomático, es considerado uno de los mejo-
res escritores de lengua española de comienzos del siglo XXI. Exilado entre 1976 y
1982, vivió en muchos países de Europa pero siempre regresó a Yala. Su primer libro: A
un costado de los rieles, se publicó en México en 1960. Gran parte de su obra cuenta
de los paisajes y la gente de su Jujuy natal, sus mitos y sus historias. Su obra está siendo
traducida a varios idiomas. Algunos de sus libros: Fuego en Casabindo, El cantar del
profeta y el bandido, La casa y el viento. Este texto fue tomado de El jactancioso y
la bella, CEAL, Narradores de Hoy, Buenos Aires, 1972.
Inmiscusión Terrupta
Julio Cortázar
150
–¡Payahás, payahás! –crona el elegantiorum, sujetirando de las
desmecrenzas empebufantes.
No ha terminado de halar cuando ya le están manocrujiendo el fano,
las colotas, el rijo enjuto y las nalcunias, mofo que arriba y suño al medio
y dos miercolanas que para qué.
–¿Te das cuenta? –sinterruge la señora Fifa.
–¡El muy cornaputo! –vociflama la Tota.
Y ahí nomás se recompalmean y fraternulian como si no se hubieran
estado polichantando más de cuatro cafotos en plena tetamancia; son así
las tofifas y las fitotas, mejor es no terruptarlas porque te desmunen el
persiglotio y se quedan tan plopas.
151
La visita
Jorge Enrique Adoum
L lamo a la puerta.
–Quién es, pregunto.
–Yo, contesto.
–Adelante, digo.
Yo entro.
Me veo al que fui hace tiempo.
Me espera el que soy ahora.
No sé cuál de los dos está más viejo.
Jorge Enrique Adoum nació en Quito, Ecuador, en 1926 y es uno de los más
importantes y reconocidos poetas de su país. Ha publicado más de 20 libros de poe-
mas, está traducido a una docena de lenguas y representa uno de los últimos expo-
nentes de la gran lírica latinoamericana de los años 60 y 70. También ha escrito una
novela: Ciudad sin ángel. El presente texto se tomó de Ni están todos los que son
(Antología personal de 50 años de poesía, Editorial Eskeletra, Quito, 1999).
152
Exilio
Héctor G. Oesterheld
153
y, por supuesto, la célebre El Eternauta, que es de 1957. Algunos guiones para buscar y
leer: Doctor Morgue, Vida del Che, Galac-Master. Oesterheld fue ilustrado por los mejo-
res dibujantes argentinos y extranjeros, como Alberto Brescia, Francisco Solano López,
Hugo Pratt. Este texto pertenece al libro Sondas y fue tomado de Por favor, sea breve,
Edición de Clara Obligado. Páginas de Espuma, España, 2001.
La verdad es la única
realidad
Francisco Urondo
154
son parte de la memoria, no suponen necesariamente
el presente, pero pertenecen a la realidad. La única aparente
es la reja cuadriculando el cielo, el canto
perdido de un preso, ladrón o combatiente, la voz
fusilada, resucitada al tercer día en un vuelo inmenso
cubriendo la Patagonia
porque las masacres, las redenciones, pertenecen a la reali
dad, como
la esperanza rescatada de la pólvora, de la inocencia
estival: son la realidad, como el coraje y la convalecencia
del miedo, ese aire que se resiste a volver después del peligro
como los designios de todo un pueblo que marcha
hacia la victoria
o hacia la muerte, que tropieza, que aprende a defenderse,
a rescatar lo suyo, su
realidad.
Aunque parezca a veces una mentira, la única
mentira no es siquiera la traición, es
simplemente una reja que no pertenece a la realidad.
155
Construcción
Chico Buarque de Hollanda
156
y a cada hijo suyo como si fuese el pródigo
y atravesó la calle con su paso alcohólico
157
Evasión
Tsui Mintong
El bambú de la ventana
Li Hochu
Estos dos poetas chinos pertenecen a la dinastía Tang, que se extiende desde
el año 618 hasta el 907. Li Hochu
Hochu, justamente, es el último poeta de la dinastía. Los
poemas se caracterizan por la brevedad, la delicadeza, el valor que se le da a la
naturaleza, la fugacidad del tiempo. Han sido tomados del libro Los poetas de la
dinastía Tang (CEAL, Biblioteca Básica Universal, Buenos Aires, 1970). Y la selec-
ción fue realizada por Roberto Donoso.
158
La resurrección
de la carne
Angélica Gorodischer
T enía treinta y dos años y hacía once que estaba casada y se lla
maba Aurelia y una tarde que era de sábado miró por la ventana de
la cocina y vio en el jardín a los cuatro jinetes del Apocalipsis. Hombres
de mundo, los cuatro jinetes del Apocalipsis. Y bellos. El primero empe-
zando de este lado montaba un alazán de crines oscuras: estaba vestido
con breeches blancos, botas negras, chaqueta granate y un fez amarillo
con pompones negros. El segundo tenía una túnica sin mangas recamada
en oro y violeta y estaba descalzo: cabalgaba a lomos de un delfín gordo.
El tercero tenía barba, una barba negra, cuadrada y respetable: se había
puesto un traje gris príncipe de Gales, camisa blanca, corbata azul, y lle-
vaba un portafolios de cuero negro: estaba sentado en una silla plegable
sujeta con correas a la joroba de un dromedario canoso. El cuarto hizo
que Aurelia sonriera y que se diera cuenta de que ellos le sonreían: mon-
taba una Harley-Davidson 1200 negra y plata y vestía de negro y calzaba
botas negras y guantes negros y llevaba un casco blanco y antiparras os-
curas y el pelo largo y rubio y lacio flotaba en el viento a sus espaldas.
Corrían los cuatro en el jardín sin moverse de donde estaban, corrían y le
sonreían y ella los miraba por la ventana de la cocina. De modo que
terminó de lavar las dos tazas de té, se sacó el delantal, se arregló el pelo
y se fue al living.
–He visto en el jardín a los cuatro jinetes del Apocalipsis –le dijo
al marido.
–Mirá vos –dijo él sin levantar los ojos del diario.
–Qué estás leyendo –preguntó Aurelia.
159
–¿Hmmmmm?
–Digo que les fueron dadas una corona y una espada y un denario
y el poder.
–Ah, sí –dijo el marido.
Y después pasó una semana como suelen pasar todas las semanas,
muy despacio al principio y muy rápidamente hacia el final, y el domingo
a la mañana mientras ella preparaba café, vio por la ventana a los cuatro
jinetes del Apocalipsis en el jardín pero cuando volvió al dormitorio no
le dijo nada al marido.
La tercera vez que los vio, un miércoles, sola, por la tarde, estuvo
mirándolos durante media hora y finalmente, como siempre había que-
rido volar en un aerostato amarillo y colorado, como había soñado
con ser cantante de ópera, amante de un emperador, copiloto de Ícaro,
como le hubiera gustado escalar acantilados negros, reírse de Caribdis,
recorrer las selvas en elefantes con gualdrapas púrpura, arrancar con
las manos los diamantes ocultos en las minas, vivir bajo el agua, do-
mesticar arañas, asaltar trenes en los túneles de los Alpes, arengar mul-
titudes, incendiar palacios, abordar los puentes de todos los barcos del
mundo, finalmente, como era tristemente estéril ser adulta y razonable
y sana, finalmente ese miércoles sola por la tarde se puso el vestido
largo que había usado en la última fiesta de fin de año de la empresa en
la que su marido era subjefe de ventas, y salió al jardín. Los cuatro
jinetes del Apocalipsis la llamaron y el muchacho de la Harley-Davidson
le tendió la mano y la ayudó a subir al asiento de atrás y allá se fueron
los cinco rugiendo en la tormenta y cantando.
Dos días después el marido se dejó convencer por la familia y los
amigos e hizo la denuncia de la desaparición de su mujer.
–Moraleja –dijo el narrador–: la locura es una flor en llamas. O en
otras palabras, es imposible inflamar las cenizas muertas, frías, viscosas,
inútiles y pecaminosas de la sensatez.
160
c La autora nació en Buenos Aires en 1928 pero desde su infancia vive en Rosario. Ha
publicado muchas novelas y cuentos (Cuentos de soldados, Jugo de Mango, Bajo
las jubeas en flor, Trafalgar, Doquier, entre otros títulos) y su obra es un desplie-
gue de imaginación y riqueza expresiva. Ha escrito cuentos sobre los más diversos
temas: ciencia-ficción, policiales, fantásticos, realistas. Ha merecido muchos pre-
mios y ha sido traducida a varios idiomas. Su última, estupenda novela, se titula:
Historia de mi madre. El cuento que aquí se publica apareció en el libro Mala
noche y parir hembra (Edic. La Campana, Buenos Aires, 1983). Gorodischer es una
de las co-autores de esta serie de libros que titulamos leerXleer.
La seducción
Antonio di Benedetto
161
La casada infiel
Federico García Lorca
162
Ella se quitó el vestido.
Yo, el cinturón con revólver.
Ella, sus cuatro corpiños.
Ni nardos ni caracolas
tienen el cutis tan fino,
ni los cristales con luna
relumbran con ese brillo.
Sus muslos se me escapaban
como peces sorprendidos,
la mitad llenos de lumbre,
la mitad llenos de frío.
163
Federico García Lorca nació en Granada, España, en 1898 y fue uno de los más
grandes poetas y dramaturgos de la primera mitad del siglo XX. Sus temas se inspiran
en la tradición andaluza y española. Su poesía, profunda y vital, tiene un tono personal
que la hace única. Víctima de la intolerancia de la dictadura franquista, fue fusilado en
Víznar, Granada, el 19 de agosto de 1936. No tenía el poeta ninguna filiación política,
pero para aquel régimen totalitario un artista moderno era, sólo por tener una expre-
sión diferente, un enemigo. Bodas de Sangre, Poeta en Nueva York y Doña Rosita
la soltera son algunas de sus numerosas obras, que marcaron a fuego la poesía y el
teatro de los años posteriores a su trágica muerte. Este poema fue tomado del libro
Romancero Gitano, Antología Poética, selección de Guillermo de la Torre y Rafael
Alberti, Editorial Losada, Buenos Aires 1980.
Sueño de Federico
García Lorca, poeta
y antifascista
Antonio Tabucchi
164
Lorca se puso de pie y saludó a su público. Bajó el telón y sólo entonces
se dio cuenta de que detrás del piano no había bastidores, sino que el
teatro se abría hacia un campo desierto. Era de noche y había luna. Fede-
rico García Lorca miró entre los cortinajes del telón y vio que el teatro se
había quedado vacío como por encanto, la sala estaba completamente
desierta y las luces se estaban apagando. En aquel momento oyó un aulli-
do y descubrió detrás de él un pequeño perro negro que parecía estar
esperándolo. Federico García Lorca sintió que debía seguirlo y dio un
paso. El perro, como ante una señal convenida, empezó a trotar lenta-
mente abriendo camino. ¿Adónde me llevas, pequeño perro negro?, pre-
guntó Federico García Lorca. El perro aulló lastimosamente y Federico
García Lorca sintió un escalofrío. Se dio la vuelta y miró hacia atrás, y vio
que las paredes de tela y madera de su teatro habían desaparecido. Sólo
quedaba una platea desierta bajo la luna mientras el piano, como si lo
rozaran dedos invisibles, continuaba tocando por sí solo una vieja melo-
día. El campo estaba cortado por un muro: un largo e inútil muro blanco
tras el cual se veía más campo. El perro se detuvo y aulló nuevamente, y
también Federico García Lorca se detuvo. Entonces de detrás del muro
surgieron unos soldados que lo rodearon riéndose. Iban vestidos de oscu-
ro y llevaban tricornios en la cabeza. Sostenían el fusil en una mano y en la
otra una botella de vino. Su Jefe era un enano monstruoso, con la cabeza
llena de protuberancias. Tú eres un traidor, dijo el enano, y nosotros so-
mos tus verdugos. Federico García Lorca le escupió en la cara mientras los
soldados lo sujetaban. El enano rió de un modo obsceno y gritó a los
soldados que le quitaran los pantalones. Tú eres una mujer, dijo, y las muje-
res no deben llevar pantalones, deben permanecer encerradas entre las pa-
redes de casa y cubrirse la cabeza con un chal. Asquerosa mujer que te
vistes de hombre, dijo el enano, ha llegado la hora de que reces a la Santa
Virgen. Federico García Lorca le escupió a la cara y el enano se secó rien-
do. Después sacó del bolsillo la pistola y le introdujo el cañón en la boca.
Por los campos se oía la melodía del piano. El perro aulló. Federico García
Lorca oyó el estampido y despertó con sobresalto en su cama. Estaban
golpeando la puerta de su casa de Granada con las culatas de los fusiles.
165
c Antonio TTabucchi
abucchi es uno de los más importantes escritores italianos de la actuali-
dad. Nació en Pisa en 1943 pero vive desde hace años en Portugal. Su obra es asom-
brosamente rica y variada. Desde la novela Sostiene Pereira, que le granjeó el reco-
nocimiento internacional, hasta Dama de Porto Pym, pasando por Los ángeles
negros, El juego del revés, etc., la obra de Tabucchi ha devenido clásico contempo-
ráneo. Este texto fue tomado de Sueño de sueños seguido en Los tres últimos días
de Fernando Pessoa, Anagrama, Barcelona, 1996.
Espantapájaros 21
Oliverio Girondo
166
consista en instalarte en la sala de espera de los dentistas, disfrazado de
cocodrilo, y que te enamores, tan locamente, de una caja de hierro, que no
puedas dejar, ni un solo instante, de lamerle la cerradura.
167
tipo de literatura muy original. Inventó un género: las greguerías, a las que definió
como “metáfora más humor”. En 1936 se exilió en la Argentina tras el estallido de la
Guerra Civil Española. Dos de sus obras son: El libro mudo y El doctor inverosímil. El
texto que reproducimos fue tomado de El libro de la Imaginación, Edmundo Valadés,
Fondo de Cultura Económica, México, 1987, 4ta. edición.
Sexa
Luiz Fernando Verissimo
–P apá...
–¿Hmmm?
–¿Cómo es el femenino de sexo?
–¿Qué?
–El femenino de sexo.
–No tiene.
–¿Sexo no tiene femenino?
–No.
–¿Sólo hay sexo masculino?
–Sí. Es decir, no. Existen dos sexos, masculino y femenino.
–¿Y cómo es el femenino de sexo?
–No tiene femenino. Sexo es siempre masculino.
–Pero vos mismo dijiste que hay sexo masculino y femenino.
–El sexo puede ser masculino o femenino. La palabra “sexo” es mas-
culina. El sexo masculino, el sexo femenino.
–¿No debería ser “la sexa”?
–No.
–¿Por qué no?
–¡Porque no! Disculpá. Porque no. “Sexo” es siempre masculino.
168
–¿El sexo de la mujer es masculino?
–Sí. ¡No! El sexo de la mujer es femenino.
–¿Y cómo es el femenino?
–Sexo también. Igual al del hombre.
–¿El sexo de la mujer es igual al del hombre?
–Sí. Es decir... Mirá. Hay sexo masculino y sexo femenino, ¿no es cierto?
–Sí.
–Son dos cosas diferentes.
–Entonces, ¿cómo es el femenino de sexo?
–Es igual al masculino.
–Pero ¿no son diferentes?
–No. O ¡sí! Pero la palabra es la misma. Cambia el sexo pero no cam-
bia la palabra.
–Pero entonces no cambia el sexo. Es siempre masculino.
–La palabra es masculina.
–No. “La palabra” es femenino. Si fuera masculino sería “el pal...”
–¡Basta! Andá a jugar.
El muchacho sale y la madre entra. El padre comenta:
–Tenemos que vigilar al gurí...
–¿Por qué?
–Sólo piensa en gramática.
169
Elegía
Miguel Hernández
170
Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.
171
Tu corazón, ya terciopelo ajado,
llama a un campo de almendras espumosas
mi avariciosa voz de enamorado.
172
Lo llevan al tiro al blanco donde hay que acertar a los patitos de ma-
dera y los patitos pasan cua cua pero al idiota le dan lástima y no les tira.
Lo llevan a otro tiro al blanco donde hay que reventar globos de colores
pero el idiota no quiere romper los lindos globitos y le revienta el ojo al
empleado con un balín y encima quiere llevarse el premio. El padre in-
demniza al empleado y le dice a la madre que ese chico tan idiota no salió
a él. Cada vez que discuten por culpa del idiota él insinúa lo mismo. La
madre piensa que si la encubierta acusación de infidelidad fuera cierta
ella habría hecho algo bueno en la vida, pero como ha cometido la idio-
tez de serle fiel a ese energúmeno, el energúmeno debe tener algo de
razón y la idiotez del chico debe ser más culpa de ella que de él. Piensa
eso pero responde que el chico debe salir al abuelo paterno, que es idiota
para todo menos cuando ellos le piden plata prestada. El idiota se
pone a llorar y el padre dice vinimos a divertirnos no a discutir y la
madre se calla y el padre se calla y el idiota mira los juegos emboba-
do como un idiota.
Vinieron a divertirse no a discutir pero el idiota no entiende las reglas
del juego. Lo llevan a los autitos chocadores y el idiota estaciona en un
costado y se niega a chocar otros autitos porque él quiere respetar las
normas de tránsito. Lo llevan a la Nave Espacial pero el idiota no sube
porque dice que el capitán es un bicho verde traicionero y estúpido; cuando
el bicho verde se saca la máscara verde tiene abajo otra máscara verde y
los padres se ríen pero el idiota no le ve la gracia y tienen que llevárselo y
el padre está enfurruñado porque no pudo conocer la Nave. Lo llevan a
la calesita y el idiota sale despedido por la fuerza centrífuga. Lo llevan a
Dumbo y el idiota grita Tantor, lo llevan a la montaña rusa y visita el
Kremlin, lo llevan a las tacitas giratorias y sale sucio de café con leche. Le
compran un helado y tiene principio de congelamiento, le compran ciga-
rrillos de chocolate y se le tapan los bronquios, le compran un oso de
paño y el oso gruñe y se babea y tiene que encadenarlo. Lo dejan entrar
en Megashow para que vea el Gran Festival y el idiota sale con pie de
trinchera, le echan VEINTE CENTAVOS en la ranura y el idiota ve cor-
173
piños rosados y se babea como un idiota. Lo llevan a los helicópteros y
ametralla aldeas vietnamitas. Lo llevan a la Casa de los Espejos y se mira
la cara y dice qué idiota. Cuando habla El Muerto Que Habla el idiota
dice los muertos no hablan. Cuando disparan al Hombre Bala el idiota
protesta contra el armamentismo. Cuando lo traen a la Vuelta al Mundo,
el idiota tarda ochenta días en bajar.
No hay caso con el idiota, no entiende las reglas y les amarga la tarde.
El padre quiere ir a cenar a un restaurante para pedir mariscos que son
su plato favorito. El idiota podrá pedir tallarines con tuco como siem-
pre, y ensuciarse la camisa con tuco y tallarines. Pero antes de irse la
madre quiere subir al cablecarril que recorre el parque de punta a punta
para ver qué bonito es todo desde arriba. En la Vuelta al Mundo yo veo
todo desde arriba y no tiene nada de bonito.
Pero el idiota no entiende las reglas del juego. El cochecito de
cablecarril donde entran ellos no se dirige a la otra punta del cable sino
que sube por la ladera de una montaña alpina, para gran susto de la ma-
dre y para gran alegría del idiota y para gran indiferencia del padre. En la
terminal del cablecarril los esperan muchos idiotas con esquíes, ropa de
color y gorritos con pompones. Los idiotas los reciben muy alborotados
y la madre le dice al idiota que no baje porque no le trajo abrigo para ese
clima, pero el idiota baja igual porque no entiende las reglas del juego.
Los padres también bajan y los idiotas los llevan en andas y los tiran por
un precipicio. Después se ponen a jugar con el idiota y se arrojan bolas
de nieve y hacen carreras de trineo y se revuelcan alegremente en la nieve
festejando la idiotez del mundo, y yo festejo con ellos cada vez que paso
por la montaña alpina dando la Vuelta al Mundo en esta gran rueda des-
de donde veo todo el parque de diversiones.
174
Ballard, Steinbeck, Nabokov, Flaubert, Melville, Asimov y Calvino. Este texto que se
publica aquí es del libro Juegos malabares (Minotauro, Buenos Aires, 1984). Otras
obras son Sinfonía cero y Primera línea.
La langa
Cesare Pavese
175
Un buen día volví en cambio a casa y retorné a visitar mis colinas. De
los míos ya no quedaba nadie, pero las plantas y las casas estaban, y tam-
bién algún rostro conocido. La carretera provincial y la placita eran mu-
cho más angostas de cómo las recordaba, más al ras del suelo, y solamen-
te el perfil lejano de la colina no se había amenguado. En las noches de
aquel verano, desde el balcón del hotel, miré a menudo la colina y pensé
que en todos aquellos años no me había acordado de envanecerme de
ella como había proyectado. Me ocurría cuando más, ahora, enorgulle-
cerme con viejos paisanos del mucho camino que había hecho y de los
puertos y de las estaciones por donde había pasado. Todo esto me daba
una melancolía que desde hacía un tiempo no experimentaba ya pero que
no me disgustaba.
En estas ocasiones uno se casa, y las voces de todo el valle eran en
efecto que yo había vuelto para elegirme una mujer. Diversas familias,
aun campesinas, se hicieron visitar para que viese a sus hijas. Me gustó
que en ningún caso trataron de aparecer ante mí distintos de cómo los
recordaba: los campesinos me llevaron al establo y trajeron de beber
desde la era, los burgueses me recibieron en el saloncito fuera de uso y
estuvimos sentados en círculo entre los visillos pesados mientras afuera
era verano. Ni siquiera éstos me desilusionaron: ocurría que en ciertas
muchachas que bromeaban confundidas reconocí las inflexiones y las
miradas que me habían deslumbrado desde las ventanas o desde los
umbrales cuando era muchacho. Pero todos decían que era una cosa
linda recordar al pueblo y volver a él como hacía yo, le elogiaban los
terrenos, le elogiaban las cosechas y la bondad de la gente y del vino.
También la índole de los paisanos, una índole singularmente biliosa
y taciturna, era citada e ilustrada interminablemente, hasta llegar a
hacerme sonreír.
Yo no me casé. Comprendí de inmediato que si me hubiera llevado a la
ciudad una de aquellas muchachas, aun la más despierta, hubiera tenido a
mi pueblo en casa y no hubiese podido ya recordarlo como ahora me había
vuelto el gusto. Cada una de ellas, cada uno de aquellos campesinos y propie-
tarios, era solamente una parte de mi pueblo, representaba una finca, un
176
poder, una cuesta sola. Y en cambio yo lo tenía todo entero en la memoria, yo
mismo era mi pueblo: bastaba que cerrase los ojos y me recogiese, no ya para
decir ”¿Conocen esos cuatro techos?”, sino para sentir que mi sangre, mis hue-
sos, mi aliento, todo estaba hecho de aquella sustancia y que entre yo y aquella
tierra no existía nada.
No sé quién ha dicho que es necesario ser cautos de niños, en el hacer
proyectos, puesto que éstos se realizarán siempre en la madurez. Si esto es
verdad, una vez más quiere decir que todo nuestro destino está ya estampa-
do en nuestros huesos, antes aun de que tengamos la edad de la razón.
Yo, por mí, estoy convencido de ello, pero pienso a veces que siem-
pre es posible cometer errores que nos constreñirán a traicionar ese des-
tino. Es por esto que tanta gente se equivoca al casarse. En los proyectos
del niño no hay evidentemente nunca nada con respecto a eso, y la deci-
sión es tomada a total riesgo del propio destino. En mi pueblo, quien se
enamora recibe canciones; quien se casa es alabado, cuando no cambia
en nada su vida.
Volví pues a viajar, prometiendo en el pueblo que regresaría pronto.
En los primeros tiempos lo creía, tan nítidos guardaba en mi cerebro las
colinas y el dialecto. No tenía necesidad de oponerlos con nostalgia a mis
ambientes habituales. Sabía que estaban allí, y sobre todo sabía que yo
venía de allí, que todo lo que de aquella tierra contaba estaba encerrado
en mi cuerpo y en mi conciencia. Pero ahora ya han pasado los años y he
postergado tanto mi retorno que casi no oso tomar el tren. En mi pre-
sencia los paisanos comprenderían que he jugado con ellos, que los he
dejado hablar de la virtud de mi tierra sólo para reencontrarla y llevár-
mela lejos. Comprenderían entonces toda la ambición del muchacho que
habían olvidado.
Cesare Pavese nació en San Stéfano Belbo, Italia, en 1908, y murió trágica-
mente en Turín en 1950. Es un autor fundamental de la literatura contemporánea.
Licenciado en Letras y destacado traductor, fue detenido por motivos políticos du-
177
rante la dictadura fascista. Algunas de sus obras: Trabajar cansa, La playa, La
luna y las fogatas. Después de su muerte se editaron el bellísimo libro de poemas
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos y El oficio de vivir (su Diario). La langa fue
tomado de Cuentos (CEAL, Biblioteca Básica Universal, Buenos Aires, 1971. Versión
española: Rodolfo Alonso).
178
César VVallejo
allejo nació en Santiago de Chuco, Perú en 1892 y murió en París en
1938. En esos 46 años hizo casi todo lo que hace un hombre comprometido con su
sociedad y con la literatura: amó, escribió novelas, cuentos y poemas, y luchó
militantemente por la causa de la libertad. El dolor humano, el erotismo, la solida-
ridad, los recuerdos de infancia, la tierra americana, la muerte, el sentimiento reli-
gioso son algunos de los elementos permanentes de su obra. Sus títulos fundamen-
tales: Poemas en prosa y Poemas Humanos (Losada, Buenos Aires, 1988) de donde
se tomó el poema que aquí reproducimos.
El silencio
Felisberto Hernández
179
El crimen
Edmundo Valadés
180
El enfermo profesional
Roberto Arlt
181
El enfermo profesional no se hace sino que nace. Nace enfermo (con
salud a toda prueba), como otro aparece sobre el mundo aparente-
mente sano y robusto, con una salud deplorable.
Tiene una suerte, y es la de su físico, un físico de gato mojado y con
siete días de ayuno involuntario. Cuerpo largo, endeble, cabeza pequeña,
ojos hundidos, la tez amarilla y la parla fatigosa como de hombre que
regresa de un largo viaje. Además siempre está cansado y lanza suspiros
capaces de partir a un atleta.
El que cuente con un físico de esta naturaleza, dos metros de altura,
cuello de escarbadientes y color de vela de sebo, puede comenzar la farsa
de la enfermedad (siempre que sea empleado nacional) tosiendo una hora
por la mañana en la oficina. Alternará este ejercicio de laringe con el
tocarse suavemente la espalda haciendo al mismo tiempo el gestecillo
lastimero. Luego toserá dos o tres veces más y, con todo disimulo, evi-
tando que lo vean (para que lo miren) se llevará el pañuelo a la boca y lo
ocultará prestamente.
A la semana de efectuar esta farsa, el candidato a enfermo profesional
observará que todos sus compañeros se ponen a respetable distancia, al
tiempo que le dicen:
–¡Pero vos tenés que descansar un poco! (ya cayó el chivo en el
lazo), vos tenés que hacerte ver por el médico. ¿Qué tenés? ¿A ver si
tenés fiebre?
Y si el candidato a profesional es hábil, el día que visita al médico de
su oficina, muchas horas antes se coloca papel secante bajo las axilas, de
modo que al colocarle el termómetro el médico, comprueba que tiene
fiebre, y como además el profesional confiesa que tose mucho, y etc.,
etc. (Nosotros no le regalamos fórmulas para convertirse en enfer-
mo profesional).
Un mes de farsa basta para prepararse un futuro. ¡Y qué futuro!
La “enfermedad” alternada con las licencias, y las licencias con la
enfermedad.
182
Con este procedimiento en poco tiempo el profesional se convierte
en el enfermo protocolar de la oficina. El médico se aficiona a este clien-
te que lo visita asiduamente y le habla del temor de dejar a su esposa
viuda, el médico acaba por familiarizarse con su enfermo crónico que
le hace pequeños regalos y que sigue puntualísimamente sus prescrip-
ciones, y al cabo de un tiempo, ya el médico ni lo observa a su enfer-
mo, sino que en cuanto lo ve aparecer por su consultorio le da unas
amistosas palmadas en la espalda y extiende la licencia con una sere-
nidad digna de mejor causa.
Pero el profesional no se calma, sino que alega nuevos dolores, y ya
está que el estómago se le pone como un “plomo”, ya es la garganta que
le duele, y si no son los riñones, el hígado y el páncreas a la vez, o el
cerebro y los callos.
El médico, para no alegar ignorancia ante tal eclecticismo de enfer-
medades, lo deriva todo de la misma causa, y finge con el enfermo hacer
análisis que no hace, pues está convencido que el ciudadano muere el día
menos pensado.
Y el caso es el siguiente: que todos quedan contentos. Contentos los
empleados de la repartición por haberse librado de un compañero “pe-
ligroso”, contento el jefe de ver que con la ausencia del enfermo el traba-
jo no se ha obstaculizado, contento el ministro de no tener que jubilarlo
al enfermo porque alega que se enfermó en el desempeño de su trabajo,
contento el médico de tener a un paciente tan sumiso y resignado, y
contento el enfermo de no estar enfermo, sino de ser uno de los
tantísimos de los enfermos crónicos que en las reparticiones naciona-
les hacen decir al portero:
–Pobre muchacho. Ése no pasa de este año.
Y el pobre muchacho se jubila... se jubila de empleado nacio-
nal... y de enfermo crónico aunque con un sueldo sólo por las en-
fermedades.
183
Roberto Arlt (1900-1942) nació y murió en Buenos Aires, ciudad a la que
narró de manera original, vivaz y única. Abandonó los estudios en tercer grado, pero
la biblioteca de su barrio fue su refugio y su escuela. Incansable lector de los maes-
tros rusos, a los ocho años escribió sus primeros relatos. Fue cuentista, dramaturgo y
periodista notable. Su obra es fundamental para la literatura argentina del siglo XX.
Entre sus títulos más importantes: El juguete rabioso y Los siete locos (novelas),
El jorobadito y Pequeños propietarios (cuentos). Como redactor del diario El
mundo escribió una sección denominada Aguafuertes porteñas que dio ori-
gen al libro homónimo (Losada, Buenos Aires, 1958), de donde se tomó el relato
que aquí se reproduce.
Obdulio Varela o
el reposo del centrojás
Osvaldo Soriano
184
para festejar un título mundial. Tal vez el único que supo comprender el
dramatismo de ese instante, de computarlo fríamente, fue el gran Obdulio,
capitán –y mucho más– de ese equipo joven que empezaba a desesperar-
se. Y clavó sus ojos pardos, negros, blancos, brillantes, contra tanta luz, e
irguió su torso cuadrado, y caminó apenas moviendo los pies, desafiante,
sin una palabra para nadie y el mundo tuvo que esperarlo tres minutos
para que llegara al medio de la cancha y espetara al juez diez palabras en
incomprensible castellano. No tuvo oído para los brasileños que lo insul-
taban porque comprendían su maniobra genial: Obdulio enfriaba los áni-
mos, ponía distancia entre el gol y la reanudación para que, desde enton-
ces, el partido –y el rival–, fueran otros.
Hubo un intérprete, una estirada charla –algo tediosa– entre el juez y
el morocho. El estadio estaba en silencio. Brasil ganaba uno a cero, pero
por primera vez los jóvenes uruguayos comprendieron que el adversario
era vulnerable. Cuando movieron la pelota, los orientales sabían que el
gigante tenía miedo.
Fue un aluvión. Los uruguayos atropellaban sin respetar a un rival
superior pero desconcertado. Obdulio empujaba desde el medio de la
cancha a los gritos, ordenando a sus compañeros. Parecía que la pelota
era de él, y cuando no la tenía, era porque se las había prestado a sus
compañeros para que se entretuvieran. Llegó el empate. Los brasileños
sintieron que estaban perdidos. El griterío de la tribuna no bastaba para
dar agilidad a sus músculos, claridad a sus ideas. Las casacas celestes esta-
ban en todas partes y les importaba un bledo del gigante. Faltaban nueve
minutos para terminar cuando Uruguay marcó el tanto de la victoria. El
mundo no podía creer que el coloso muriera en su propia casa, despoja-
do de gloria.
185
que rápidamente se convirtió en un clásico contemporáneo. Durante la dictadura estu-
vo exilado en Bélgica y en París, y regresó al país en 1984. Su novela No habrá más
penas ni olvido obtuvo un éxito inusitado, fue llevada al cine por Héctor Olivera y
ganó el Oso de Plata en el festival de cine de Berlín. Otras de sus obras son: Artistas,
locos y criminales, A sus plantas rendido un león, Cuarteles de invierno, Una
sombra ya pronto serás y Cuentos de los años felices. Este texto se tomó de Artistas,
locos y criminales (Sudamericana, Buenos Aires, 1991).
Soneto CXVI
William Shakespeare
186
William Shakespeare
Shakespeare, el gran dramaturgo y poeta inglés, nació en Stratford-
on-Avon, Inglaterra, en 1563 y murió en 1616. Figura cumbre de la literatura mun-
dial, autor de una obra copiosa y rica en contenidos. Entre sus obras de teatro hay
que citar (y leer y en lo posible ver representadas): Romeo y Julieta, Macbeth, Otelo,
El mercader de Venecia y comedias como Sueño de una noche de verano, Mucho
ruido y pocas nueces, Está bien lo que termina bien, entre las más destacadas,
casi todas ellas llevadas al cine y al teatro en muchas versiones y en todos los tiempos.
Sus sonetos también proporcionan una clara visión del trabajo de este gran hombre
de las letras. El Soneto CXVI en versión española de Patricio Gannon se publicó en
Joyas de la Poesía Inglesa editado por la Asociación Argentina de Cultura Inglesa
y Concejo Británico en Buenos Aires en 1942.
Doble
Luisa Peluffo
187
Caprichos del genio, pensaron los productores. Sin embargo lo que el
gran actor sentía era una verdadera desazón, como si una parte de él
huyera cuando el doble, cumplido su horario, se retiraba. Un día le rogó
que no lo abandonara ni un segundo más, estaba dispuesto a pagar todo
el oro del mundo si era necesario.
El doble accedió, y en la convivencia forzada su imitación del gran
actor fue cada día más perfecta. Tan maravillosa era, que el gran actor fue
sucumbiendo a la progresiva seducción de sus propios rasgos y actitudes.
Se vio reflejado en el otro en cada circunstancia de su vida, hasta en
las más insignificantes. Reproducido con total exactitud, como si cada
uno de ellos fuera una mitad, que al fundirse en una suerte de espejo
constante, proporcionaba la imagen verdadera.
Pero con el tiempo el doble empezó a fallar. Desaparecía sin dar ex-
plicaciones, y el gran actor se sentía como un hombre sin sombra. Y con
la sombra escapaban la excitación del peligro, la delicia del riesgo, la
embriaguez del vértigo.
Rogó, suplicó, amenazó. Todo fue en vano, el doble había adquirido
una inquietante vida propia –a la que no pensaba renunciar– y de la cual
el gran actor quedaba ominosamente excluido.
Dejó de aceptar trabajos; salir de su casa le exigía un esfuerzo sobre-
humano. Se atemorizaba ante la gente y rehuyó a sus más íntimos. Una
incipiente tendencia a la bebida fue acentuándose.
Poco a poco, quienes lo conocieron, lo vieron transformarse cada vez
más en una sombra, imitando, persiguiendo, asediando, a un muchacho
que estaba en camino de convertirse en gran actor.
Luisa Peluffo nació en Buenos Aires, pero desde 1977 reside en San Carlos
de Bariloche, provincia de Río Negro. Ha colaborado con artículos periodísticos y
reseñas literarias en diarios y revistas de Buenos Aires y de su ciudad de residencia.
Dicta talleres literarios y seminarios de escritura. En 1988 obtuvo la beca Crea-
ción en Narrativa otorgada por el Fondo Nacional de las Artes. Recibió varias
188
distinciones a su obra, entre ellas, a las novelas Todo eso oyes y La doble vida; y
en poesía a su libro Un color inexistente. Este cuento fue tomado de Conspira-
ciones, editado por la Fundación del Banco Provincia de Buenos Aires en 1982.
La muerte de un héroe
Pär Lagerkvist
189
–Sí, usted tiene razón; he pensado en eso. ¿Pero porqué no se haría
por dinero?
Inspirados por estas declaraciones, aparecieron en los periódicos lar-
gos artículos sobre ese hombre hasta entonces desconocido, sobre su
pasado, sus proyectos, sus opiniones sobre la actualidad, su carácter y su
vida privada. Si se abría un diario cualquiera, allí estaba su retrato: un
joven vigoroso, sin nada que lo hiciera notable, pero lozano y airoso, de
rostro abierto enérgico; tipo representativo, en suma, de la mejor juven-
tud de la época, sana y voluntariosa. Su imagen podía verse en todos los
cafés, como preparación de la emoción que habría de venir. Se concluía
que el muchacho no estaba nada mal, que era simpático; las mujeres lo
encontraban maravilloso. Algunos que se atribuían mayor sentido co-
mún alzaban los hombros diciendo: es un pícaro. Pero todos estaban de
acuerdo en admitir que una idea tan original, tan fantástica, sólo podía
nacer en una época tan extraordinaria como la nuestra, con su fiebre, su
fogosidad, su propensión al sacrificio total. El comité, por su parte, reci-
bía unánimes elogios por no haber reparado en los gastos cuando se
trataba de montar semejante cosa, de ofrecer a la ciudad un espectáculo
tan excepcional. Los gastos serían seguramente cubiertos por el precio
elevado de las entradas; sin embargo, había un riesgo a correr.
Por fin llegó el gran día. Los alrededores de la iglesia hormigueaban
de gente. Reinaba una emoción inaudita. Todos retenían el aliento, so-
breexcitados por la espera de lo que debía ocurrir.
Y el hombre cayó; todo fue breve. La gente se estremeció, luego levantó
la cabeza y se puso camino a casa. Hubo cierta decepción. El espectáculo
había sido grandioso, y sin embargo... En suma, lo único que había hecho era
matarse y se había pagado caro por una cosa tan simple. Se había desarticu-
lado horriblemente, pero, ¿qué placer se había obtenido? ¡Una juventud llena
de promesas sacrificada de esa manera!
El público volvió descontento a su casa; las damas abrían sus sombri-
llas para protegerse del sol. No; se debería prohibir organizar semejan-
tes horrores. ¿Quién podría encontrar placer en ellos? Reflexionando,
ellos encontraban todo eso irritante.
190
Pár Lagerkvist (Suecia, 1891-1974) recibió en 1951 el Premio Nobel de
Literatura. El problema central de sus libros es el alma humana en su lucha entre el
bien y el mal. Su obra denuncia la brutalidad y la violencia del mundo contemporá-
neo. Se enfrentó al nazismo con dos obras muy valientes: El verdugo (1933) y El
enano (1944). Barrabás fue la novela que lo llevó a la fama universal. Este texto
fue tomado de Antología de Humor y Terror, CEAL, Buenos Aires.
Donald
Daniel Salzano
191
to!), que interpretó su desplazamiento como un delito de alta traición. Y
fue seguramente (¿seguramente?) por esto que el personaje que ideó en su
reemplazo le salió como si fuera su enemigo. Un tipo que no podía triun-
far en nada. La cara opuesta del Mickey obediente, disciplinado y gana-
dor.
Estamos hablando de Donald, claro, palmípedo vago, vehemente, des-
ordenado, camorrero y perdedor que en su primera aparición cinemato-
gráfica (el 9 de junio de 1934) se negaba rotundamente a trabajar utilizan-
do un pretexto que ya pertenece a la Historia: “¿Quién? ¿Yo? ¡No! ¡A mí
me duele la barriga!”.
Han transcurrido sesenta años desde entonces y aún perdura la polé-
mica.
Jean Cocteau decía que a los norteamericanos se los podía dividir en
dos: los hinchas de Mickey y los hinchas de Donald. A los primeros les
firmaba un autógrafo. A los otros los trataba como amigos.
192