COMUNIDADES IMAGINADAS - Resumen

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COMUNIDADES IMAGINADAS (Anderson)

Comunidades imaginadas entiende la nación, la nacionalidad y el nacionalismo como


“artefactos” o “productos culturales” que deben ser estudiados desde una perspectiva histórica que nos
muestre cómo aparecieron, cómo han ido cambiando de significado y cómo han adquirido la enorme
legitimidad emocional que tienen hoy en día. El autor trata de mostrar que aunque dichos productos
culturales nacieron a finales del siglo XVIII, fruto espontáneo de una compleja encrucijada de fuerzas
históricas, una vez creados, se convirtieron en el modelo hegemónico de organización y control social.
Modelo que será transplantado –consciente o inconscientemente- no sólo a una gran variedad de
terrenos sociales en los cuales se entrelazará con otras constelaciones políticas (el Estado-nación) e
ideológicas (el nacionalismo), sino también –mediante la colonización- al resto de países del mundo
que, queriéndolo o no, respondiendo o no a su propia idiosincrasia, se verán forzados a adoptarlo.
Desde el primer capítulo, “Conceptos y definiciones”, Benedict Anderson dejará clara su
posición respecto al nacionalismo afirmando que comparte con la mayoría de estudiosos de las
ciencias sociales cierta perplejidad a la hora de enfrentarse a lo que llamará las tres paradojas del
nacionalismo. La primera nacería de la contradicción existente entre el carácter reciente que todos los
historiadores coinciden en otorgarle y la antigüedad que tienden a atribuirle los mismos nacionalistas.
La segunda surgiría de la tensión que existe entre la supuesta unicidad y particularidad de las
naciones, que afirman ser únicas, y la enorme homogeneidad formal del nacionalismo en sus
expresiones sociales, políticas, institucionales o culturales. Y la tercera sería resultado de la
contradicción existente entre el enorme poder del que goza el nacionalismo al haberse convertido en
la principal fuente de legitimación política y su pobreza e, incluso, incoherencia filosófica.
         Según el autor tendemos a hipostasiar o reificar la existencia del nacionalismo (prueba de ello
sería que muchos tienden a escribir dicho término con mayúscula) al considerarlo como una ideología.
Sería mejor, prosigue, entenderlo como una relación social o antropológica, al nivel de las relaciones
familiares o religiosas, que como una ideología, ya que no tiene la consistencia de teorías políticas
como, por ejemplo, el “liberalismo” o, incluso, el “fascismo”. Anderson propondrá un enfoque de
corte antropológico que tome como punto de partida la siguiente definición: una nación es una
comunidad política (a) que se imagina (b) como inherentemente limitada (c) y como soberana (d).
         La nación es una comunidad política imaginada porque aunque los miembros de las naciones no
se conocen entre ellos, aun así tienen en sus mentes una cierta imagen de su comunión. Cuando Ernst
Gellner afirma que el nacionalismo “inventa naciones donde no existen”(i) está suponiendo la
existencia de “comunidades verdaderas”, como la clase social, por ejemplo, frente a “comunidades
falsas”, como la nación, cuando lo cierto, dirá Anderson, es que todas las comunidades lo
suficientemente grandes como para que no sea posible el contacto cara a cara -e incluso éstas- son
imaginadas. De modo que no debemos distinguir las comunidades en función de su verdad o falsedad
sino por el modo en cómo se las imagina.
La nación es una comunidad política que se imagina como algo limitado porque nunca se
imagina como coincidente con la humanidad. A diferencia del cristianismo, el socialismo o el
liberalismo, ninguna nación pretenderá ni deseará nunca que toda la humanidad se le una.
La nación es una comunidad política que se imagina como soberana porque el concepto de
nación apareció en una época en la que la Ilustración y la Revolución Francesa habían destruido “la
gracia de Dios” como fuente de legitimidad del reino dinástico, teniendo que recurrir a la nación como
nuevo fundamento de legitimidad. 
Y la nación es una comunidad porque a pesar de las desigualdades y la explotación que
siempre existen en el seno de todo grupo social, ésta siempre se concibe como una camaradería
horizontal.
         En el siguiente capítulo, “Raíces culturales”, Anderson estudiará la fuerte afinidad existente
entre las imaginaciones nacionales y las religiosas. Ciertamente, la religión se enfrenta a cuestiones a
las que no se enfrentan los demás sistemas políticos modernos: la enfermedad, el dolor, la vejez, la
muerte o el más allá. El siglo XVIII no es sólo la aurora del nacionalismo, sino también el crepúsculo
de los modos religiosos de pensamiento. Según el autor, el racionalismo secular de la Ilustración trajo
su propia oscuridad moderna ya que no desaparecieron con la religión los sufrimientos que ésta
explicaba. Así, sin realidades trascendentes por las que vivir y morir, la fatalidad resultaba ser
insoportablemente arbitraria; sin salvación o resurrección, los hombres pasaban a necesitar otro tipo
de continuidades, etc. Se necesitaba, pues, dice Anderson, mecanismos seculares para transformar la
muerte en continuidad y la contingencia en necesariedad.  
         Nadie mejor que la nación para sustituir a la religión en la formación de una escatología “laica”.
Al fin y al cabo, ambas son “antiguas”, pues pretenden perderse en un pasado inmemorial;
“continuas”, pues se proyectan en un futuro ilimitado, terrenal o celeste; y ambas tienen una gran
capacidad para convertir lo contingente en necesario, utilizando argumentos del tipo:  “Es accidental y
temporal que sea francés pero Francia es necesaria y eterna”.
De este modo, concluye Anderson, la nación no es tanto una ideología política autoconsciente
como un sistema cultural estrechamente relacionado con aquellos sistemas culturales a los que
sucedió: la comunidad religiosa y el reino dinástico o imperio quienes, en su tiempo, también fueron
marcos de referencia dados, inconscientes y automáticos.
         En el capítulo cuarto, “Comunidad religiosa”, Anderson considera necesario estudiar ciertas
particularidades de la comunidad religiosa. Ciertamente, si aceptamos que la nación sustituyó a la
religión como principal fuente de legitimidad política, de cohesión social y de respuestas
existenciales, también aceptaremos que ésta sólo puede ser definida de forma relacional.
Para empezar, las comunidades que imagina la religión suelen ser inmensas y suelen
imaginarse mediante una lengua sagrada y unos textos escritos. Efectivamente, todas las comunidades
religiosas se piensan a través de un lenguaje sagrado relacionado con un orden de poder supraterrenal.
La concepción de dicho lenguaje se basa en la teoría de la no arbitrariedad del signo, que afirma que
las palabras no son signos arbitrarios sino emanaciones directas de la realidad y que la realidad
ontológica es aprehensible sólo a través de un único y privilegiado sistema de representación que será,
según el caso, el latín de la Iglesia, el árabe coránico, etc. Esto explicaría que en el seno de la
comunidad religiosa se formasen normalmente elites bilingües, que cumpliesen la función de
intermediarios entre la tierra y el cielo, al dominar la lengua vulgar y la sagrada.
La decadencia de las comunidades religiosas -o comunidades imaginadas a través de la
religión-, prosigue Anderson, se debe a dos procesos históricos posteriores a la Edad Media. El
primero de estos procesos, provocado por las exploraciones del mundo no-europeo, inciadas ya en el
siglo XIII, supuso una inconsciente relativización y territorialización de las “fés” (es significativo que
no exista el plural de esta palabra) dando lugar a toda una serie de tensiones internas y externas que,
según el autor, prefiguran el carácter competitivo de los nacionalismos. El segundo de estos procesos
es la decadencia de las lenguas sagradas, especialmente del latín, cuya fragmentación supondrá, a su
vez, una fragmentación, pluralización y territorialización de la comunidad religiosa que gracias a
dicha lengua sagrada se imaginaba.
         El capítulo quinto está destinado a analizar el otro gran antecedente del nacionalismo: el reino
dinástico. Durante mucho tiempo, para la mayoría de hombres el reino dinástico era el único sistema
político imaginable. En dicha imaginación, aunque el poder estuviese en el centro, las fronteras eran
porosas e indistintas y los límites de las diversas soberanías difusos. La política matrimonial de las
dinastías indica que éstas no se concebían de forma nacional. Esto explica lo problemático que resulta
tratar de asignarle una única “nacionalidad” a los Borbones o a los Austria. Sin embargo, durante el
siglo XVII la legitimidad automática de las dinastías empezará a declinar y la monarquía nacional
acabará imponiéndose como modelo semi-estandarizado.
         Sin embargo, prosigue Anderson, además de la decadencia de las comunidades religiosa y
dinástica, en los siglos posteriores a la Edad Media se produjo un cambio fundamental en el modo de
pensar el mundo, sin el cual no hubiese sido posible pensar o imaginar la nación.
         Durante la Edad Media la manera de imaginar la realidad era, sobre todo, oral y visual. Por otro
lado, la mente medieval no concebía la historia como una cadena infinita de causas y efectos o como
una radical separación entre pasado y presente. Muchos pensaban que el tiempo estaba a punto de
acabar (milenarismo) y todos tenían una idea de simultaneidad muy diferente a la nuestra. Así, por
ejemplo, a los ojos del hombre medieval, el sacrificio de Isaac era completado por el sacrificio de
Cristo, sin que ello implicase que la relación entre ambos eventos fuese de tipo temporal o causal.
Dicha conexión se basa, según Walter Benjamin, en un “tiempo mesiánico” en el que pasado y futuro
coinciden en un presente simultáneo que coincidiría con el modo en como Dios ve, situado más allá
del tiempo, la historia del universo.
La concepción moderna del tiempo va a ser radicalmente diferente. Se trata de un tiempo
homogéneo y vacío en el cual la simultaneidad no sigue parámetros de prefiguración y realización
(Isaac/Jesucristo) sino de coincidencia temporal (de reloj y calendario). Este modo de pensar el
tiempo permitió a los hombres imaginar su comunidad como una sola nación que avanza, unida, a
través de la historia. Según Anderson, una de las principales causas de esta transformación fue la
aparición de la novela y el periódico, que proveyeron los medios técnicos con los cuales poder pensar
y representar la comunidad imaginada nacional.
Ciertamente, la  novela, al realizar descripciones genéricas de la vida cotidiana, al hablarle a
los lectores con una complicidad que los une, etc., es un medio ideal para generar la idea de una
comunidad que hace las mismas cosas a un mismo tiempo. Según Anderson, el periodismo es un
género mucho más ficcional de lo que solemos creer. En una portada de periódico, por ejemplo, suele
hacerse referencia a hechos que no tienen ninguna relación directa. La arbitrariedad de su inclusión y
yuxtaposición pondría en evidencia que la relación entre ellos es imaginada. Imaginación que se
basaría, fundamentalmente, en dos hechos: la coincidencia cronológica tal y como la definió el autor
más arriba y la relación entre el periódico, concebido como un tipo de libro, y el mercado, lo que el
autor llama print-capitalism.
En lo que respecta a este segundo punto, debemos tener en cuenta que el libro-periódico fue el
primer objeto de consumo producido en masa. La lectura de la prensa se convirtió en una ceremonia
masiva que tenía lugar cada mañana en un mismo territorio y que contribuía a generar su
correpondiente comunidad imaginada nacional. Pensemos, por ejemplo, en un lector de periódicos
que al ver que las demás personas, conocidas o no, leen los mismos periódicos, se convence de que
piensan/viven en el mismo mundo.
En el siguiente capítulo, “Origenes de la conciencia nacional”, el autor estudiará cómo
el print-capitalism contribuyó a definir las fronteras de las comunidades nacionales. Para empezar
debemos tener en cuenta que la publicación de libros fue una de las primeras empresas capitalistas.
Como los editores buscaban mercados amplios y los lectores de latín eran pocos y, además, bilingües,
cuando el mercado de libros en latín estuvo saturado, que fue pronto, se empezó a ver en las masas
monóglotas un mercado potencial importantísimo. Este interés del sector editorial por la edición en
lenguas vernaculares está estrechamente conectado con el nacimiento de la conciencia nacional.
Dicha conexión se verá reforzada por tres procesos históricos. El primero hace referencia a
los cambios que se produjeron en el carácter del mismo latín a raíz del intento de los humanistas
renacentistas por renovar, oral y escrituralmente, el latín medieval –que, por su carácter macarrónico,
todo el mundo entendía más o menos-, consiguiendo, con ello, que dicha lengua se volviese
totalmente incomprensible para los legos.
El segundo proceso hace referencia al importante papel que cumplió el capitalismo editorial
en el triunfo de la Reforma protestante. Antes de la invención de la imprenta, el Vaticano ganaba
fácilmente las guerras contra las herejías por la sencilla razón de que poseía mejores sistemas de
comunicación interna que sus opositores. Pero las obras de Lutero se convirtieron en los
primeros best-sellers de la historia y permitieron una gran comunicación y cohesión interna en el seno
del protestantismo. De este modo, la coalición entre protestantismo y capitalismo editorial ( print-
capitalism), que explotó la fórmula de la edición barata en lengua vulgar, creó una enorme masa de
nuevos públicos lectores.
El tercer proceso histórico, que contribuyó a conectar el sector editorial con la imaginación
nacional de las comunidades, fue la generalización del uso de las lenguas vernaculares como
instrumentos de organización administrativa. Según el autor, nada parece indicar que dicha
vernacularización se debiese a un proto-nacionalismo. Se trataría, más bien, de un proceso gradual,
pragmático, inconsciente y azaroso que no tendría nada que ver con la imposición linguística
consciente que se produjo en el siglo XIX. La formación de estos sistemas administrativos
vernaculares contribuirá a agravar la crisis del latín como lengua de poder, contribuyendo, de este
modo, a la fragmentación de la comunidad imaginada cristiana. Resulta, pues, que la aparición del
nacionalismo depende de la azarosa pero explosiva interacción entre el capitalismo, la imprenta y la
diversidad lingüística humana.
Según Anderson, la diversidad lingüística es fatal en el sentido de que es necesaria o
inevitable, no en el de una pretendida fatalidad nacionalista que une necesariamente lenguajes
particulares con particulares unidades territoriales. La enorme variedad de lenguas que existía en la
época del pre-capitalismo-editorial hizo que los empresarios tratasen de unir decenas de
proto-“dialectos” con el objetivo de crear mercados más amplios. Ciertamente, las lenguas
vernaculares habladas eran mucho más numerosas que las lenguas-de-imprenta. Lo que sucedió es
que al no ser representadas o fijadas, muchas de esas lenguas vernaculares desaparecieron o
convergieron con aquellas lenguas, también vernaculares, que el capitalismo-editorial había
seleccionado y que acabarían convirtiéndose en las futuras lenguas nacionales.
Estas lenguas-de-imprenta sentaron las bases de una conciencia nacional en tres sentidos. En
primer lugar, crearon campos unificados de intercambio y comunicación por debajo del latín y por
encima de las lenguas vernaculares habladas. De este modo, los hablantes de los diversos “franceses”,
“ingleses” o “alemanes” que apenas se entendían al hablar pudieron empezar a comprenderse gracias
a la escritura/imprenta, hecho que les convenció de que millones de personas participaban de su
misma realidad linguística. En segundo lugar, el capitalismo-editorial fijó la lengua. Esta inmovilidad
artificial contribuyó, con el tiempo, a construir esa imagen de antigüedad lingüística y cultural, tan
importante para el sentimiento nacional. El latín, en cambio, señala Anderson, estaba siendo constante
e inconscientemente modernizado por los escribas monásticos. En tercer lugar, el capitalismo editorial
creó lenguas de poder de un tipo diferente a las lenguas vernaculares de los viejos aparatos
administrativos. Algunos dialectos estaban más cerca de las lenguas-de-imprenta y se impusieron
mientras que las demás perdieron fuerza al no poder vehicular su propia forma impresa.
En un principio, prosigue el autor, la fijación de las lenguas-de-imprenta y la diferenciación
de estatus entre éstas fue un largo proceso inconsciente, resultado de la azarosa interacción entre
capitalismo, tecnología y diversidad lingüística. Una vez fijado el esquema, se convirtió en un modelo
formal a imitar y pasó a ser aplicado de forma consciente y, en muchas ocasiones, violenta. El
proceso, claro está, nunca pudo llegar a desarrollarse plenamente y hoy en día existen numerosos
desfases entre las naciones y las lenguas-de-imprenta. En África, por ejemplo, procesos históricos
como el imperialismo y las independencias provocaron una fuerte discontinuidad entre nación,
nación-estado y lenguas-de-imprenta.
En el siguiente capítulo, “Los pioneros criollos”, el autor estudia la aparición del
nacionalismo en los nuevos estados americanos de los siglos XVIII y XIX. Anderson dice que este
tipo de nacionalismo es interesante porque no puede explicarse en términos de lenguaje (ya que se
expresaban en la misma lengua que las metrópolis de las que se independizaron) o de clase media
(puesto que no había clase media ni inteligencia suficiente, al menos en Latinoamérica, como para
movilizar al pueblo en nombre de la nación).
En lo que respecta a este segundo punto, cabe conceder que el liderazgo de las
independencias latinoamericanas estuvo a cargo de latifundistas y no de intelectuales y que su
objetivo no era integrar a las clases bajas en la política sino, justamente, lo contrario, tener un ejército
propio para reprimir rebeliones como las de Tupac Amaru o Toussaint L’Ouverture. En efecto, una de
las cuestiones que más irritaban a los propietarios de esclavos criollos, y que les llevaron a apoyar las
independencias, fue el carácter más humano que tenían con los esclavos las nuevas leyes ilustradas de
Carlos III. Era de esperar, por otro lado, que en muchos casos los esclavos y los indios apoyasen a la
metrópolis, hecho que explicaría que las colonias tardasen tanto en independizarse, teniendo en cuenta
la debilidad de España.
Sin embargo, esta reacción pro-esclavista sólo es parte del primero de los cuatro factores que
explican, según Anderson, cómo sin lengua nacional propia y sin clase media autóctona, las
comunidades criollas crearon, mucho antes que la mayoría de países europeos, una idea y un
sentimiento nacional. El primero es la reacción de los latifundistas latinoamericanos contra las nuevas
leyes americanas dictadas por Carlos III, tan estrictas que llegaron a ser conocidas como “la segunda
conquista de América”. El segundo es la influencia de las ideas liberales ilustradas, que insistían en el
derecho de individuos y comunidades a ser autónomos, esto es, a darse sus propias leyes. El tercero es
el hecho de que cada una de las repúblicas era una unidad administrativa, de modo que a pesar de
haber sido en un principio sus fronteras arbitrarias y fortuitas, con el tiempo aparecerán diferentes
idiosincrasias causadas por factores geográficos, políticos, económicos, de substrato, etc. El cuarto
hace referencia a la política comercial que se impuso desde la metrópolis y que convirtió dichas
unidades administrativas en zonas económicas separadas al prohibir que las colonias comerciasen
entre ellas.
Cabe preguntarse, sin embargo, de qué modo puede una unidad administrativa convertirse en
una patria. Según Anderson, las organizaciones administrativas son capaces de crear “sentido” por sí
mismas. Un buen ejemplo de ello sería el “peregrinaje laico o administrativo”. En el ámbito religioso
se nos presenta como algo evidente que el viaje y el peregrinaje sean experiencias creadoras de
sentido(ii). Así, antes de la invención de la imprenta, el peregrinaje a la Meca, a Roma o a Benares,
eran los principales generadores de la formación y mantenimiento del sentimiento de comunidad
imaginada religiosa.
Junto a los peregrinajes religiosos cabe contar también los intercambios de monjes de un
monasterio a otro, los desplazamientos comerciales, las cruzadas, las guerras, etc. Como ya hemos
señalado, el peregrinaje puede ser secular. Tal sería el caso de los funcionarios que al desplazarse por
el territorio e ir encontrándose con personas que comparten con ellos su mismo idioma y códigos
administrativos, van formándose una idea de intercambiablidad dentro del país y de no
intercambiabilidad fuera del mismo, condición necesaria para el surgimiento de toda conciencia de
comunidad.
A diferencia del español, el funcionario criollo sufría una doble inmovilidad, vertical –había
cargos a los que no podía acceder- y transversal –no podía pasar de ser funcionario de una
determinada colonia a serlo de otra-. Aun así, el funcionario criollo sí tenía la experiencia del
peregrinaje secular dentro de su propia unidad territorial administrativa.
Además de la existencia de dichos peregrinajes, la asimetría de derechos en la movilidad
generó el siguiente silogismo: “si por nacimiento nosotros no podemos ser verdaderos españoles, por
nacimiento los españoles no pueden ser verdaderos americanos”. Silogismo que, consciente o
inconscientemente, generó un fuerte sentimiento de diferencia. Cabe añadir que los criollos no podían
ser sometidos de la misma manera que los indios, no sólo por ser cristianos y blancos, sino también
por el hecho de que estaban preparados y eran necesarios para garantizar la estabilidad del poder.
Por otro lado, en esa época los mestizos dejarán de ser una mera curiosidad para convertirse
en un grupo social diferenciado que luchará por ganar poder y representación políticos. Razón por la
cual el nacionalismo criollo no debe verse sólo como una reacción contra lo español –lo “superior”-
sino también contra lo mestizo –lo “inferior”-.
En Latinoamérica la imprenta se vio estrechamente controlada por la corona y la Iglesia. Con
todo, el periodismo ayudó a crear, de manera inconsciente e incluso apolítica, un fuerte sentimiento de
comunidad nacional. A pesar de su carácter provinciano, los numerosos periódicos existentes eran
conscientes de la existencia de los demás periódicos, llegando a formar, de este modo, una
provincianidad interrelacionada de la que parece provenir el doble carácter, continental y provinciano,
del nacionalismo hispanoamericano original.
Cabe preguntarse, entonces, por qué fracasó el nacionalismo panamericano. Según Anderson,
la razón principal es que en el siglo XVIII todavía no se había producido, ni en España ni en las
colonias, un desarrollo tecnológico y capitalista suficiente como para mantener una comunidad
imaginada de dimensiones continentales. Sí funcionó, en cambio, en Norteamérica porque era un
territorio más pequeño –las trece colonias unidas eran más pequeñas que Venezuela- y porque tenía
centros comerciales relativamente cercanos -Boston, New York, Philadelphia-. Con todo, tampoco el
proceso de “imaginación” norteamericano fue fácil como prueban, entre otros hechos históricos, el
que Tejas se independizase de 1835 a 1846, el que hubiese una violenta guerra de secesión o el que no
se lograse absorver a los anglófonos del Canadá.
En el siguiente capítulo, “Viejos lenguajes, nuevos modelos”, el autor regresa a Europa para
interesarse por la segunda generación de nacionalismos –la primera sería, como hemos visto, la de los
países americanos-. Gracias al ejemplo de la primera generación de nacionalismos, la nación dejará de
ser un marco conceptual que se forma azarosa e inconscientemente para pasar a ser algo a lo que se
aspira de forma consciente.
Esta segunda generación de nacionalismos también se verá marcada por un profundo
empequeñecimiento temporal y espacial del mundo europeo generado por el descubrimiento de otras
civilizaciones vagamente conocidas (China, Japón, sureste de Asia, India) o totalmente nuevas
(Aztecas, Incas); por la homogeneización y expansión burocrática (peregrinajes seculares,
construcción de lenguas de poder); y por la aparición de una burguesía que tomará conciencia de sí
misma como clase gracias a la imprenta.
Claro está que el tipo y número de consumidores de libros variará mucho de una zona a otra.
Ciertamente, no puede pretenderse que coincidan de forma natural y espontánea el mapa del poder y
el de la lengua-de-imprenta. Francia e Inglaterra tenían, por ejemplo, un mapa lingüístico más
homogéneo que Austria y España. Este desfase entre los mapas lingüísticos y los mapas de poder
llevó a muchos estados a iniciar procesos de unificación lingüística.
En esta segunda generación de nacionalismos se pretendía que las masas también
perteneciesen a la nación. Aparte del uso de las lenguas vernaculares, cabe preguntarse qué otras
razones hicieron que dicha invitación a participar de la nueva comunidad fuese tan atractiva para las
masas. Según Anderson, esta segunda generación pirateó el modelo nacional de la Revolución
Francesa y de las nuevas repúblicas americanas.
La revolución francesa no tuvo líderes en un sentido moderno. Fue más bien una serie de
sucesos caóticos que cobraron coherencia a posteriori, gracias a la imprenta. También los libros
cohesionaron, limaron la realidad caótica que fueron los movimientos de independencia americanos.
Gracias a este proceso de simplificación y narrativización, la revolución francesa y el nacionalismo
americano pudieron convertirse en el modelo estándar de estado-nación. Este nuevo modelo se fijó de
forma muy consistente y no permitió grandes desviaciones o experimentaciones, de ahí que hoy en día
no sólo es casi imposible hallar ejemplos de estados sin nación sino que, además, nos cuesta mucho
cuestionar la relación entre la nación y el estado democrático. La influencia del modelo nacional
liberal era tan fuerte que a pesar de que muchos de los movimientos nacionales europeos fueran
dirigidos por grupos reaccionarios, no podían dejar de afirmar que iban en contra de la esclavitud, a
favor de la educación popular y el sufragio universal, etc. El modelo conceptual se había fijado de tal
forma que era difícil romperlo (aunque fácil traicionarlo).
En el siguiente capítulo, “Nacionalismo oficial e imperialismo”, el autor estudiará la tercera
generación de nacionalismos, que llamará “nacionalismos oficiales”. Según Anderson, durante la
segunda mitad del siglo XIX, la revolucion filológica y el nacimiento de los nacionalismos europeos
pondrán en dificultades a las diferentes dinastías. Éstas nunca se habían fundamentado en la nación y
si habían utilizado lenguas vernaculares oficiales era sólo por razones burocráticas. La revolución
filológica creó la convicción de que los lenguajes eran propiedad privada de un grupo específico y la
de que todos aquellos grupos que tuviesen una lengua propia tenían derechos a ser autónomos. Esta
idea chocaba frontalmente con la existencia las dinastías imperiales, plurinacionales por definición.
Este hecho hizo que las dinastías intentasen utilizar la identificación nacional con el objetivo
de reforzar su propia legitimidad. Para ello se pondrá en marcha un “nacionalismo oficial”( iii) que se
compondrá de toda una serie de maniobras políticas y sociales con las que el imperio tratará de
“naturalizarse” o nacionalizarse para, de este modo, conservar y reforzar su poder sobre el políglota
conjunto de territorios que acumulaba desde la Edad Media. El “nacionalismo oficial” buscaba, en fin,
hacer que el imperio fuese atractivo en términos nacionales. Debemos tener en cuenta que este tipo de
nacionalismo se desarrolló después y en contra de los nacionalismos populares de 1820, que seguían
el ejemplo de las Repúblicas Americanas y de la Revolución Francesa, lo que nos llevará a afimar que
el “nacionalismo oficial” no es tanto una cuestión de sentimiento como de oportunidades y provecho.
No sólo los imperios utilizaron el “nacionalismo oficial” sino también los estados pequeños
que trataban de adaptarse al nuevo modelo internacional. Al fin y al cabo, era mejor adaptar,
amaestrar, un modelo que contenía ideas peligrosas, que dejarse atacar por él desde fuera, más aun si
se tenía en cuenta que en cualquier momento podía convertirse en una revolución burguesa o
proletaria.
El “nacionalismo oficial” era un fenómeno historicamente imposible antes de la aparición del
nacionalismo lingüístico-popular y no fue más que la respuesta de aquellos grupos de poder –
dinásticos y aristócratas, esencialmente- que se sentían amenazados de verse excluidos de la nueva
comunidad imaginaria popular. De esta adaptación conservadora y reaccionaria del primer modelo,
más espontáneo, de nacionalismo, nacerán los nacionalismos húngaro, británico, japonés, español o
francés.
En el siguiente capítulo, el autor analizará la cuarta oleada de nacionalismos, que dividirá en
nacionalismos coloniales y poscoloniales. Tras el colapso de las dinastías, provocado por la Primera
Guerra Mundial, la única norma internacional restante de legitimidad era la nación-estado. El
imperialismo se verá, entonces, obligado a mutar para poder seguir teniendo poder sobre sus futuras
ex-colonias. Esta tendencia se consolidará tras la Segunda Guerra Mundial.
Los nuevos estados que aparecerán, en África y Asia fundamentalmente, tras la Segunda
Guerra Mundial, heredarán elementos de las tres generaciones precedentes de nacionalismos. Como
los nacionalismos americanos, estos países tendrán como lengua de estado una lengua europea y no
una indígena y presentarán un isomorfismo entre el territorio nacional y la previa unidad
administrativa imperial; como el nacionalismo lingüístico europeo, presentarán un fuerte carácter
populista; y como el nacionalismo oficial, llevarán a cabo políticas homogeneizadoras o
“rusificadoras”. De este modo, se combinará el entusiasmo nacionalista popular con una sistemática y
maquiavélica predicación nacionalista oficial a través de los mass media, la educación y la
administración.
Durante el nacionalismo colonial los imperios, que eran demasiado grandes como para ser
gobernados exclusivamente por nacionales, se vieron obligados a generar sistemas escolares
“rusificadores” –homogeneizadores y colonizadores culturalmente- que produjesen burócratas
autóctonos subordinados al nacionalismo oficial. Esto producirá peregrinajes educativos y
administrativos que sentarán las bases para nuevas “comunidades imaginadas” en las cuales los
nativos puedan verse a sí mismos como “nacionales”-imperiales. De este modo se
formarán intelligentsias bilingües que serán las que guíen la creación “nacional” siguiendo los
modelos nacionales previos: criollo, vernacular y oficial. Las elites autóctonas tendrán un papel muy
importante en el nacionalismo colonial ya que, siendo bilingües, no sólo pueden actuar como
intermediarios entre el imperio y la masa sino que, además, tienen acceso a la cultura occidental y,
sobre todo, al modelo nacional.
Los enormes esfuerzos que los imperios realizaron por “nacionalizar” sus colonias, dieron
lugar a la siguiente paradoja: al intentar “nacionalizar”, más bien “metropolizar”, la conciencia de los
colonizados, lo que hicieron fue promover una conciencia nacional autóctona en los colonizados.
Paradoja que dará lugar a esa última ola de nacionalismos poscoloniales cuyo nombre indica que la
herencia nacional europea, tal como señala Edward W. Said en la tercera parte de  Cultura e
imperialismo, no dejó de ser un caballo de Troya que facilitó la perduración del imperialismo en
formas poscoloniales.
El siguiente capítulo, “Patriotismo y racismo”, comenzará concediendo que los cambios
sociales y la citada mutación en la conciencia temporal no bastan para explicar plenamente cómo es
que hay tanta gente dispuesta a morir por las imaginaciones nacionales. Los intelectuales progresistas
y cosmopolitas, especialmente los europeos, insisten en el carácter patológico de los nacionalismos,
en su afinidad con el racismo y en el hecho de que sus raíces sean el miedo y el odio al otro. Sin
embargo, el discurso oficial del nacionalismo no es de odio sino de amor y sacrificio.
Ciertamente, por mucho que los estudiosos afirmen que la nación no es más que una técnica
de sometimiento y alienación, la masa en general sigue viéndola como un hecho desinteresado por el
que es normal realizar sacrificios. Según Anderson, la grandeza de la nación viene de su pretendido
carácter natural, esto es, no elegido, fatal, puro. Algo parecido sucederá con el lenguaje, que se
presenta como algo primordial, que nos conecta con los muertos y sugiere una comunidad
contemporánea.
El autor discrepará de Thomas Nairn, quien afirma en The break-up of Britain, que el racismo
y el antisemitismo derivan del nacionalismo. Según Anderson, el nacionalismo piensa en términos de
destino histórico mientras que el racismo piensa en términos de contaminaciones eternas. Por otro
lado, el origen del racismo no se halla tanto en la nacionalidad como en la clase social. Al fin y al
cabo, dice, el padre del racismo no fue un pequeño burgués nacionalista sino el Conde de
Gobineau(iv).
En el siguiente capítulo el Anderson analizará cómo tres nuevas instituciones de la era de la
reproducción mecánica –el censo, el mapa y el museo- contribuyeron a dar forma al modo en cómo
las metrópolis coloniales empezaron a imaginar sus dominios. Mediante estas tres instituciones se
formaba una cuadrícula de clasificación totalitaria que buscaba controlar, dándole un lugar, y sólo
uno, a todas las cosas.  Los nacionalismos poscoloniales heredarán esta peculiar manera de imaginar
la historia y el poder. El censo facilita, además, una perfecta visibilidad ya que le da a cada uno un
número de serie que debe poder ser comprobado en cualquier momento. Produce también una
serialización que se funda en el presupuesto de que el mundo está formado por conjuntos organizados
en oposiciones: negro/blanco, trabajador/parado…
Por otro lado, el censo está constituido de categorías identitarias en las que se irán
produciendo, a lo largo de la historia, cambios arbitrarios, solapamientos y reordenaciones. Es
significativo, sin embargo, que no se produzcan, más bien, no se tengan en cuenta, este tipo de
alteraciones en las categorías identitarias jerárquicamente superiores. Por ejemplo, la categoría
“blancos” en los Estados Unidos podría problematizarse al distinguirse entre irlandés, nórdico,
mediterráneo… pero no interesa porque así forman una mayoría y porque ser ellos quienes realizan
las distinciones es ejercer un acto de poder mientras que ser ellos los categorizados es sufrirlo.
En la colonia las categorías identitarias se irán haciendo cada vez más raciales. Las categorías
identitarias necesitan una reificación, esto es, que los censados asimilen las etiquetas. Los que hacen
los censos están obsesionados por la completitud e inambigüedad de sus censos. De ahí la intolerancia
que presentan a lo múltiple, a lo políticamente “transvestido”, difuminado, al cambio de identidad. La
novedad de los censos de 1870 no es la construcción de clasificaciones etno-raciales, puesto que
existían categorías identitarias de ese tipo desde los primeros tiempos de la colonia, sino su
cuantificación sistemática.
El mapa no es una representación objetiva de la realidad sino un modelo para formar una
realidad que todavía no existe, un modelo para burócratas y militares. Es el censo el encargado de
llenar políticamente el mapa. El diseño y utilización de mapas, dirá Anderson, tenía dos objetivos
básicos. El primero, demostrar la antigüedad histórica de las fronteras en cuestión, colaborando de
este modo con las narrativas biográfico-políticas propias del nacionalismo colonial. El segundo,
convertir el mapa en un logotipo (map-as-logo), pintando cada país de un color y representándolo de
forma separada de su contexto geográfico, para de este modo reforzar el discurso que trataba de
naturalizar las fronteras administrativas de la colonia. Cabe señalar, sin embargo, que aunque la
masiva reproducción del mapa-logo conseguirá, ciertamente, que el contorno del país se haga
inmediatamente reconocible y penetre, de este modo, en la imaginación popular, también generará,
paradójicamente, un nacionalismo anticolonial.
En lo que respecta al museo, cabe señalar que la aparición de una imaginación museificadora
tuvo un origen político muy claro. Para Anderson la museificación de las zonas sagradas no puede
explicarse sólo en términos de un exotismo orientalista inconsciente sino también de consciente
interés político. Lo cierto es que no pueden explicarse de otra manera las enormes cantidades de
dinero que se invirtieron en dicho proceso.
Podemos responder de dos maneras a la pregunta nietzscheana de a quién beneficia todo esto.
Para empezar, la museificación permite un programa educativo conservador que frene las
consecuencias de una escolarización “moderna”, “progresista”. Por así decirlo, los colonizadores
prefieren que los nativos sigan siendo nativos, de ahí que exhorten y financien un nacionalismo
arqueológico y museificador que no sólo se producirá en el ámbito artístico, sino también en el
literario. Por otro lado, la reconstrucción museificadora, llevada a cabo por los colonizadores, impone,
a su vez, una cierta jerarquía ya que afirma, desde un principio, que los nativos ya no son capaces
siquiera de conservar lo que hicieron sus antepasados. Cabe tener en cuenta, sin embargo, que esta
actividad museificadora será heredada por los estados poscoloniales, tras sus respectivas
independencias. 
En el último capítulo, “Memoria y olvido”, se analizan las diferentes concepciones históricas
que han tenido las sucesivas generaciones de nacionalismos. En lo que respecta a la primera
generación, cabe tener en cuenta que, en un principio, las naciones americanas nunca intentaron
legitimarse en la historia por la sencilla razón de que se sentían nuevas y eso les parecía algo positivo
porque estaban influidas por el espíritu moderno y revolucionario, que consideraba que
el continuum de la historia era  interrumpible. Recordemos, por ejemplo, que en la declaración de
independencia americana no se recurre a ningún tipo de legitimación histórica. Sin embargo, con el
tiempo, las rupturas revolucionarias de 1776 y de 1789 acabarán por reintegrarse en la historia,
fosilizándose y convirtiéndose en modelos y precedentes.
Los nacionalismos de segunda generación, que aparecerán en Europa entre 1815 y 1850 –
aunque luego se re-exportarán, manufacturados, a América-, leían el nacionalismo de una forma
genealógica. Ya no se trata de un nacionalismo surgido de una revolución, de una ruptura histórica,
sino de un pasado de glorioso o sometido. El nacionalismo europeo se verá como un despertar, como
una recuperación, como un retorno a la esencia, por eso es más conservador y menos revolucionario.
Notemos la diferencia entre ambas generaciones en el hecho de que la idea del despertar, tan
importante para el nacionalismo de segunda generación, era un tropo extraño a los primeros
nacionalismos americanos, que se querían nuevos, innovadores, modernos e ilustrados. En este giro
historicista del nacionalismo de segunda generación se nota el triunfo del reaccionarismo europeo,
que al ver el potencial revolucionario del primer nacionalismo, más cercano al contractualismo liberal,
luchó por darle un carácter más conservador.
En Europa, las lenguas de civilización –latín, griego- no se veían como realidades definidas
geográficamente, a diferencia de las lenguas vernaculares, “incivilizadas”, que sí respondían a un
territorio determinado. Al nacer el nacionalismo popular, o de segunda generación, las élites se
encontraron con que no estaban acostumbradas a utilizar dichas lenguas –como clase alta que eran se
habían educado en las lenguas de civilización-, de ahí que necesitasen la metáfora del “sueño-
despertar” –el proceso cultural de estudio de la lengua, de la música, de las costumbres, se ve como un
despertar, un redescubrimiento- para justificar esta anomalía.
Bajo esta luz entenderemos mejor el proceso de reapropiación del “pasado” que los
historiadores, filólogos y poetas llevarán a cabo. Proceso en el que se hablará en nombre de los
muertos, dándoles a posteriori el sentido verdadero de sus acciones, que ellos no supieron
comprender. Anderson llegará a hablar de “ventriloquismo inverso”.
Una de las estrategias para generar una idea de comunidad en el pasado, esto es, para
proyectar el nacionalismo hacia un momento originario, es dar ejemplos de guerras supuestamente
fratricidas que generen una idea de hermandad, de pertenencia a la misma nación. De este modo,
conflictos protagonizados por gente que no sentía que pertenecía a la misma nación pasarán a verse
como episodios de “historia familiar”. Por ejemplo, la guerra de secesión estadounidense se verá
como una guerra “fratricida” y no como una guerra entre dos estados soberanos, que es como se veían
en aquel momento se veían ambos bandos.
Del mismo modo, la guerra civil española se “fratricidizará” a posteriori. Lo cierto es que
durante Franco no se la veía como una guerra civil sino como una guerra contra el comunismo y el
nacionalismo regional. Sólo después se la “civilizará” para convertir la disputa en un asunto de
familia. Al fin y al cabo, el “fratricidio” da lugar a un sentimiento de fraternidad. Parece, sin embargo,
que este proceso no es sólo una estrategia política consciente, ya que se da en muchos autores no
oficiales de una forma natural. Esto prueba que el nacionalismo había dejado de ser un proyecto
político para pasar a ser una nueva forma de conciencia.
Recordar es seleccionar qué es lo que uno quiere que sea recordado u olvidado. Es normal,
pues, que la segunda generación de nacionalismos no sólo se dedicase a exhumar, reinventándolos,
ciertos pasados, sino también en enterrar otros. De ahí que Renan afirme en Qu´est-ce qu´une
nation? la necesidad del olvido en la construcción de toda nación.

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