Este documento presenta varios poemas escritos por soldados durante la Primera Guerra Mundial. Los poemas describen las horribles experiencias de la guerra como la muerte, el gas venenoso, y el sufrimiento físico y emocional. Un poema habla sobre la necesidad de reclutar más jóvenes para luchar, mientras que otros honran a los soldados caídos o expresan el deseo de volver a casa. En general, los poemas ofrecen una visión sombría y realista de la guerra desde la perspectiva de los que
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Este documento presenta varios poemas escritos por soldados durante la Primera Guerra Mundial. Los poemas describen las horribles experiencias de la guerra como la muerte, el gas venenoso, y el sufrimiento físico y emocional. Un poema habla sobre la necesidad de reclutar más jóvenes para luchar, mientras que otros honran a los soldados caídos o expresan el deseo de volver a casa. En general, los poemas ofrecen una visión sombría y realista de la guerra desde la perspectiva de los que
Este documento presenta varios poemas escritos por soldados durante la Primera Guerra Mundial. Los poemas describen las horribles experiencias de la guerra como la muerte, el gas venenoso, y el sufrimiento físico y emocional. Un poema habla sobre la necesidad de reclutar más jóvenes para luchar, mientras que otros honran a los soldados caídos o expresan el deseo de volver a casa. En general, los poemas ofrecen una visión sombría y realista de la guerra desde la perspectiva de los que
Este documento presenta varios poemas escritos por soldados durante la Primera Guerra Mundial. Los poemas describen las horribles experiencias de la guerra como la muerte, el gas venenoso, y el sufrimiento físico y emocional. Un poema habla sobre la necesidad de reclutar más jóvenes para luchar, mientras que otros honran a los soldados caídos o expresan el deseo de volver a casa. En general, los poemas ofrecen una visión sombría y realista de la guerra desde la perspectiva de los que
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SELECCIÓN DE POEMAS “TENGO UNA CITA CON LA MUERTE”, ANTOLOGÍA DE POEMAS DE SOLDADOS DE LA
PRIMERA GUERRA MUNDIAL. (LINTEO, 2011)
CITA (Alan Seeger).
Tengo una cita con la Muerte
en alguna disputada barricada, cuando la primavera vuelva con susurrante sombra y las flores de manzano llenen el aire -tengo una cita con la Muerte cuando la primavera traiga los días hermosos y azules de vuelta-.
Puede ser que me coja de la mano
y que me lleve a su tierra oscura y que cierre mis ojos y que apague mi aliento -quizá pase a su lado en la quietud-. Tengo una cita con la Muerte en alguna descarnada ladera de colina arrasada, cuando la primavera regrese, un año más, y asomen las primeras flores en el prado.
Dios sabe que sería mejor estar bien cubiertos
en seda y ser tendidos con perfumes, donde el amor palpita en sueño placentero, pulso cercano al pulso, y aliento al aliento, donde los despertares acallados son queridos… Pero tengo una cita con la Muerte a medianoche en algún pueblo en llamas, cuando la primavera se encamine otra vez al norte, y yo siempre soy fiel a mi palabra, no faltaré a mi cita.
RECLUTAMIENTO (Ewart Alan Mackintosh).
“Muchachos, se os necesita, id a ayudar”,
decía el cartel sobre la pared del vagón y pensé en las manos que colgaron esa llamada.
Civiles obesos que deseaban
“poder ir a luchar contra el enemigo”. ¿No te los imaginas, allí, agradeciéndole a Dios tener más de cuarenta y uno? Chicas con plumas, canciones vulgares, -versos insulsos sobre las necesidades de Inglaterra-, Dios -y sabemos condenadamente bien cómo debería rezar el cartel-
“¡Muchachos, se os necesita! allí”,
temblando en el rocío de la mañana, más pobres diablos como vosotros esperando a que los matéis.
Id y ayudad a engrosar las listas
con los nombres de los muertos. Id a ayudar a completar una columna a los malditos periodistas.
Id a mantenerlos bien a salvo
del malvado enemigo alemán. ¡No dejéis que el venga aquí! “Muchachos, se os necesita -allá vais”.
Hay una palabra mejor que aquella,
muchachos, ¿y no podéis oír la pronunciada por la boca de un millón de hombres que reclaman que compartáis su martirio?
Dejad que las putas sigan cantando
canciones cómicas sobre el enemigo, dejad que los viejos gordos digan que ahora los tenemos huyendo.
Mejor veinte años honestos
que toda una vida sombría. Muchachos, se os necesita. Venid a aprender a vivir y a morir con hombres honestos.
Aprenderéis lo que pueden hacer los hombres
si sólo pagáis el precio, aprenderéis el júbilo y la fortaleza que hay en vuestro solicito sacrificio.
Arriesgaos a la vida o a la muerte
bajo el cielo abierto. Vivid limpiamente o apagaos rápido -muchachos, se os necesita. Venid a morir-. DULCE ET DECORUM EST (Wilfred Owen)
Doblados en dos, como viejos mendigos envueltos en
sacos, las rodillas rotas, tosiendo como brujas, maldecíamos en el lodo, hasta que le dimos la espalda a las bengalas que acechaban y hacia nuestro lejano descanso avanzamos con dificultad. Los hombres marchaban dormidos. Muchos habían perdido sus botas, pero seguían, cojeando, cubiertos de sangre. Todos lisiados y ciegos; ebrios de fatiga; sordos incluso a los zumbidos de las bombas de gas que caían suavemente a sus espaldas.
¡Gas! ¡Gas! ¡Rápido, muchachos! –un éxtasis al
revolvernos, ajustándonos las torpes máscaras justo a tiempo, pero aún alguien gritaba y se movía, tropezándose y confuso como un hombre envuelto en llamas o en cal viva.– Turbio a través de los neblinosos cristales y la espesa luz verde, como bajo el verde mar, lo vi ahogarse. En todos mis sueños, ante mi visión impotente, tira de mí, consumiéndose, atragantándose, ahogándose.
Si tú también, en algún sueño sofocante, pudieras caminar
detrás del carro al que lo arrojamos, y pudieses ver los blancos ojos retorciéndose en su cara, Tengo una cita con la Muerte 147 su cara que cuelga, como un diablo enfermo de pecado; si pudieses oír cómo, con cada bache del camino, la sangre va saliendo a borbotones de sus pulmones corrompidos con espuma, obscenos como un cáncer, amargos como el bolo alimenticio de viles e incurables llagas en lenguas inocentes; mi amigo, no dirías con tal celo a los niños ardientes por una gloria desesperada, la vieja Mentira: dulce et decorum est pro patria mori. HIMNO A LA JUVENTUD CONDENADA (Wilfred Owen)
¿Qué toque de difuntos para los que se mueren como
reses? Sólo la monstruosa rabia de los cañones. Sólo el tartamudeo veloz de los fusiles, puede escupir sus apremiantes rezos. Ninguna imitación para ellos de plegarias o campanas, ninguna voz de luto salvo los coros –los estridentes y chiflados coros– de las bombas que gimen; y las cornetas llamándolos desde tristes condados.
¿Qué velas pueden ser portadas para favorecerlos a todos?
No en las manos de los niños, sino en sus ojos brillará el sagrado destello de la despedida. La palidez de las frentes de las niñas será su mortaja; sus flores, la ternura de las mentes pacientes, y cada lento crepúsculo, un bajar de persianas.
***
LOS MUERTOS (Rupert Brooke)
¡Soplad, cornetas, sobre los ricos muertos!
No hay ninguno de estos solitario y pobre de vejez, pero el morir nos ha hecho regalos más valiosos que el oro. Estos apartaron el mundo; vertieron el dulce vino tinto de la juventud; entregaron los años que serían de trabajo y alegría, y esa serenidad indeseada que los hombres llaman edad; y aquellos que hubieran sido, sus hijos, entregaron, su inmortalidad. ¡Soplad, cornetas, soplad! nos trajeron, por nuestra escasez, Santidad, tan añorada, y Amor y Dolor, el Honor ha vuelto, como un rey, a la tierra, y ha pagado a sus súbditos con un sueldo real; y la nobleza vuelve a caminar con nosotros, y ya nos encontramos frente a nuestro legado. A MI HIJA BETTY (Thomas Michael Kettle, escrito cuatro días antes de su muerte, 1916)
en días más sabios, mi querida flor, lanzada
a la belleza orgullosa, como era el orgullo de tu madre, en ese deseado, retrasado e increíble tiempo, te preguntarás por qué te abandoné, siendo mía, y el querido corazón que era tu trono de bebé, por jugármela con la muerte. Y, ¡oh!, te darán rimas y razones: algunos lo llamarán sublime, y otros lo declamarán con tono cómplice. Así que aquí, mientras las dementes pistolas maldigan por lo alto, y los hombres exhaustos suspiren, con barro como colchón y suelo, sabe que nosotros, infelices, ahora con los muertos infelices, no morimos por una bandera, ni un rey, ni un emperador sino por un sueño, nacido en la cabaña de un pastor, y por la secreta escritura de los pobres.
***
EL VERTEDERO DE LOS MUERTOS (Isaac Rosenberg)
El descenso de la artillería sobre el camino hecho añicos
resonaba con su carga oxidada, asomando como varias coronas de espino, y los postes herrumbrosos como cetros que se venden para detener la marea de hombres brutos sobre nuestros queridos hermanos.
Las ruedas aplastaban a los muertos dispersos,
pero no había daño alguno, aunque sus huesos crujían; sus bocas cerradas no emitían ninguna queja. Allí yacían abrazados, amigo y enemigo, hombre nacido de hombre, y de mujer; y las bombas aullando sobre ellos de la noche a la noche y ahora.
La tierra los ha esperado
todo el tiempo de su crecimiento preocupada por su deterioro: ¡ahora al fin los tiene! en la fuerza de su fuerza suspendidos –detenidos y sujetos–.
¿Qué fieras imaginaciones encendieron sus oscuras almas?
¡Tierra! ¿Han entrado en ti? a algún lado deben de haber ido, y arrojada a tu dura espalda está el petate de su alma, vaciada de las esencias ancestrales de Dios. ¿Quién los lanzó ahí afuera? ¿quién los lanzó?
Ninguno vio la sombra de su espectro mover la hierba,
o se apartó para que pasara su vida a medio usar a través de sus malditos orificios nasales y de su maldita boca, cuando la veloz abeja candente de hierro drenó la salvaje miel de su juventud.
¿Y qué de nosotros que, arrojados a la pira y sus alaridos,
caminamos, nuestros pensamientos corrientes intactos, nuestros miembros afortunados bebiendo el icor, pareciendo inmortales para siempre? Quizá cuando las llamas nos agobien el miedo pueda atascarse en nuestras venas y la sorprendida sangre al fin parar. El aire resuena a muerte, el oscuro aire brota con fuego, las explosiones son incesantes. Atemporales ahora, algunos minutos pasan, estos muertos cruzan el tiempo con vida vigorosa, hasta que la metralla clama «¡Un final!» pero no para todos. con dolores sanguinolentos, algunos echados sobre camillas soñaban con el hogar, cosas queridas, manchadas de guerra en sus corazones.
Los sesos de un hombre se esparcieron
sobre la cara de un camillero: sus temblorosos hombros dejaron caer su carga, pero cuando se inclinaron para mirar otra vez el alma agonizante estaba demasiado hundida para ternura humana.
Dejaron a este muerto con los otros, más antiguos,
tendido sobre el cruce de caminos.
Ennegrecidas por una extraña descomposición
sus siniestras caras yacen, el párpado sobre los ojos; la hierba y la arcilla colorada se mueven más que ellos, unidos a los silencios más profundos.
Aquí hay uno que murió hace poco.
Su oscuro oído captó nuestras ruedas lejanas, y el alma asfixiada estiró sus débiles manos para alcanzar el mundo viviente del que hablaban las ruedas lejanas; la inteligencia embotada en sangre latiendo por un poco de luz, gritando a través del misterio de las torturadoras ruedas lejanas preparado para que el final llegara o para que las ruedas se partieran, gritó cuando el tictac del mundo rompió sobre su mirada «¿Vendrán ellos? ¿Vendrán alguna vez?». incluso cuando los distintos cascos de las mulas, las mulas de barrigas temblorosas, y las ruedas veloces se entremezclaban con su prominente mirada torturada.
Así tomamos rápidamente la curva,
oímos su grito, tan débil, oímos su último sonido, y nuestras ruedas sajaron su cara muerta.
***
ANTES DE ENTRAR EN LA BATALLA (William Noel Hodgson, escrito dos días antes de su muerte, el 1 de julio de 1916)
Por todas las glorias del día
y la fresca bendición de la tarde, por ese último roce del sol que yacía en las colinas cuando el día acababa, por la belleza desbordada con esplendor y las bendiciones recibidas sin cuidado, por todos los días que he vivido haz de mí, señor, un soldado. Por todos los miedos y esperanzas de los hombres, y todas las maravillas que los poetas cantan, las risas de los años despejados, y cada cosa triste y adorable; por las románticas edades atesoradas con este esfuerzo suyo alto y noble, por todas sus locas catástrofes haz de mí, señor, un hombre. Yo, que en mi colina conocida vi con ojos ignorantes cientos de Tus atardeceres derramar su fresco y bermejo sacrificio, antes de que el sol oscile su espada de mediodía debo ahora todo esto despedir; por todos los placeres que voy a perderme, ayúdame, señor, ayúdame a morir.